2015 diario de viaje

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Diario de un viaje y otros relatos D. J. Calvó Aturdida “Creo que han pasado mis mejores años, no encuentro nada más que decir a nadie. La incomprensión me ha sobrepasado, no hay nada más que decir. Adiós.” Cuando entré al cuarto, no sentí más que escalofríos. Mis temores comenzaron a crecer cuando percibí aquel hedor pestilente que provenía de la parte trasera de la casa. Por más que mi razón me gritaba que me detuviera, mis pies se dirigían donde la nariz me guiaba. Mi sorpresa fue grande cuando comencé a ver aquel desorden y los hilos de sangre por el pasillo. La luz titilaba, me impedía ver con claridad aquella escena. No recuerdo más. En algún momento logre llamar a Mara, no lo recuerdo…quizás corte, quizás nunca llamé… lo cierto es que unas horas después me encontraba sometida a aquel interrogatorio, todos querían saber qué había sucedido. En medio de aquellas palabras; las preguntas; los tonos insinuantes y las dudas que me retumbaban en la cabeza, hacía el intento de recordar todo. Saber qué había pasado me resultaba imposible... Comencé a sentir de nuevo aquel desvanecimiento y oía los pedidos de auxilio por llevarme a algún hospital. En el medio del caos, veía sombras que iban y venían; ruidos de ruedas y, a lo lejos, logre divisar aquella camilla y el bulto tapado. Mi cuerpo, inerte, pesaba como plomo, sentía el esfuerzo que hacían todos por trasladarme y, por más que trataba de cooperar y volver en mí, no lograba hacer nada. Sólo trataba de pensar, de recordar todas aquellas cosas que no dije cuando pude, cundo las debí decir; todo lo que debí hacer. Resulta estúpido pero lo único que me preocupaba en aquel momento era recordar qué ropa interior llevaba, si eran conjunto o no; si me había depilado las piernas y si el desodorante funcionaba. ¿Aquella pestilencia era mía? ¡No lo podía creer! Sin dudas no había comido carne, la cual me provocaba tal repugnancia que debía bañarme de inmediato. Y, si lo había comido, seguramente me habría

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Aturdida

“Creo que han pasado mis mejores años, no encuentro nada más que decir a nadie. La incomprensión me ha sobrepasado, no hay nada más que decir. Adiós.”

Cuando entré al cuarto, no sentí más que escalofríos. Mis temores comenzaron a crecer cuando percibí aquel hedor pestilente que provenía de la parte trasera de la casa. Por más que mi razón me gritaba que me detuviera, mis pies se dirigían donde la nariz me guiaba.

Mi sorpresa fue grande cuando comencé a ver aquel desorden y los hilos de sangre por el pasillo. La luz titilaba, me impedía ver con claridad aquella escena. No recuerdo más.

En algún momento logre llamar a Mara, no lo recuerdo…quizás corte, quizás nunca llamé… lo cierto es que unas horas después me encontraba sometida a aquel interrogatorio, todos querían saber qué había sucedido.

En medio de aquellas palabras; las preguntas; los tonos insinuantes y las dudas que me retumbaban en la cabeza, hacía el intento de recordar todo. Saber qué había pasado me resultaba imposible... Comencé a sentir de nuevo aquel desvanecimiento y oía los pedidos de auxilio por llevarme a algún hospital. En el medio del caos, veía sombras que iban y venían;

ruidos de ruedas y, a lo lejos, logre divisar aquella camilla y el bulto tapado. Mi cuerpo, inerte, pesaba como plomo, sentía el esfuerzo que hacían todos por trasladarme y, por más que trataba de cooperar y volver en mí, no lograba hacer nada. Sólo trataba de pensar, de recordar todas aquellas cosas que no dije cuando pude, cundo las debí decir; todo lo que debí hacer.

Resulta estúpido pero lo único que me preocupaba en aquel momento era recordar qué ropa interior llevaba, si eran conjunto o no; si me había depilado las piernas y si el desodorante funcionaba. ¿Aquella pestilencia era mía? ¡No lo podía creer! Sin dudas no había comido carne, la cual me provocaba tal repugnancia que debía bañarme de inmediato. Y, si lo había comido, seguramente me habría bañado de inmediato ya que el hedor a cadáver del delicioso asado me provocaba un olor ácido que apenas podía soportar en mi piel.

Intentaba reírme de aquellas estupideces y fobias que me había inculcado la vida (bah! Con nombre y apellido sería DV), trataba de pensar otras cosas, de hacer algo pero no podía.

Intenté pensar en lo que había hecho de mi vida. La respuesta fue un vacio tremendo, la sensación era que no había dejado nada a nadie. Lo que podía recordar es que había dejado una cocina desordenada, llena de trastos sucios de la noche anterior; la cama con prendas caóticamente ordenadas y un placard lleno de recuerdos y libros olvidados.

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Sin duda -como dice PD en uno de sus libros- todos deberíamos tener la oportunidad de saber cuándo hemos de morir para no ventilar nuestras miserias humanas.

Traté de pensar en las personas que había conocido, vinieron a mi encuentro rostros sin nombres, murmullos de nombres sin caras y la imagen clara de mi abuelo llamándome con una serie de encomendados para hacer. Siempre lo recuerdo de la misma manera, como aquella tarde; el atardecer del día en que le lavé los pies en el patio interno de la casa antes de que fuera internado por última vez….

Traté de pensar de nuevo y no se me ocurría nada. Venía a mí un silencio profundo alternado por la luz y la oscuridad; el murmullo seguido por un ruido escalofriante.

La pesadez de mi cuerpo me atormentaba y me urgía concentrarme en pensamientos positivos, en imágenes placenteras, mi alma en ese momento era cosa mía y mi cuerpo, asunto de otros.

En el momento ese comencé a sentir que recordaba algo, todo era lento, corría como una película y luego retrocedía. Las llaves girando en la puerta, el celular vibrando, la oscuridad de la entrada y la luz titilando. El sentimiento de angustia, ruidos suaves y el hedor penetrante, los hilos rojos que corrían por el pasillo y parecían mares que desaguaban tras la puerta, la oscuridad… nada.

Reconstruía lo que había hecho durante el día: el desayuno en aquel bar de paso -mugriento como

pocos de los que he conocido y en el cual un filete de caballo era cobrado como caviar ruso-, el paseo por las calles de la ciudad sin pensar en nada y filosofando sobre la conveniencia del sistema capitalista y sus consecuencias en la vorágine tercermundista. Del desempleo creciente en el volumen de las masas; en Adorno (maldito Adorno) que me hacia tomar conciencia de mi pequeña existencia imbuida en deseos de teatros y conciertos que mi cuerpo extrañaba, mis oídos gastados pedían por un concierto a cuatro cuerdas que ya no podía pagar; pensando en Bordieu y la devastadora lucha de poder del campo intelectual y en la Patria que se fregaba en las necesidades del pueblo explotado como si fuéramos vasallos de la colonia o peor: esclavos.

Aún así sentía la ausencia de pensamientos, el silencio en momentos lo invadía todo y dejaba de tratar de pensar, solo me concentraba en tratar de escuchar algo….algo que me diera una pista para saber dónde estaba.

De repente me asalto el recuerdo de mi madre, la discusión en la que me había explicado la impertinencia de conocer a mi padre, el cual para algunos miembros de mi familia era un don nadie que terminó huyendo ante la noticia del embarazo, para otros yo era el triste recuerdo de lo que no se debe hacer… Un padre….quien pudiera tener uno que valiese la pena… Una madre que “se hiciese valer en sus derechos”, o una hija que se hiciese valer también

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quizás aún con los más inmorales recursos, a costa de su propio honor… ¿Hasta dónde sería capaz de llegar?

Sin dudas mis reflexiones en ese momento no pesaban nada. Sentía la indignación de no ser importante para alguien. Había pasado mi vida imbuida entre libros e intentos de ser “alguien”. A mi edad no había llegado a formar una familia, con una profesión tambaleante, con un amante que valía menos de lo que cargaba en mis bolsillos y un futuro menos prometedor. Sin dudas lo que podía reprocharme era mucho y quizás mi abuelo, si viviera, podría reprocharme más. Aún así – me repetía- esto podía ser sólo un susto y merecía la pena vivir.

Vivir. Sí, aún vivir. Aún así.Todavía no recordaba qué había sucedido. Un

rumor lejano me acercó a la realidad, la voz de mi madre sonaba quejumbrosa a lo lejos en un largo de un pasillo. Se oían otras voces, entre ellas la de mi hermana menor, resoplando, discutían sobre lo que se haría. ¿Qué esperaban?

Yo aún esperaba que se dignaran en acercarse, yo deseaba sentir sus manos estrechando las mías; quizás no sabían que yo aún estaba allí.

Súbitamente quedé atrapada de nuevo junto a la puerta de entrada de la casita que habitaba. Me encontraba parada, pegada a la puerta, luego estaba caminando con rostro desencajado hacia el final del pasillo; entretanto trataba de percibir los sonidos, de afinar el oído y aunque lo intentaba no percibía nada,

mis manos estaban sudorosas y temblaba contemplándome a mí misma caminar. No era un andar natural era como flotar inerte sin ser dueña de mis propios actos.

Ahí, en ese mismo momento sentí un ardor en la mano y en el rostro que, si bien parecía familiar, no lograba reconocer. Sentí que me movían, me acurrucaban y gemían. Yo no podía responder, me sentía helada.

Volví a mi recuerdo. Llegué al fin a la parte trasera de la casa y con un sonido seco se apagó la luz. Entre tanto logré reconocer el suave aroma de mi madre; me acariciaba luego me sacudió de tal manera que se me abrieron los ojos, logré verla. A medida que se me acercaba su rostro se iba desfigurando, vi sus pupilas. En ellas reconocí las mías. No eran las mías. Ya podía moverme viéndome a mí misma… El horror me asaltó. De repente me vi flotando mirando aquella escena terrible, mi familia estaba allí.

De repente fue todo tan claro, era yo… ya no era yo.

El arma de mi abuelo había sido mía, aquel mar pestilente era yo misma. A mis pies estaban mis letras:

“Creo que han pasado mis mejores años, no encuentro nada más que decir a nadie. La incomprensión me ha

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sobrepasado, no hay nada más que decir. Adiós.”

.

Un judío en navidad

Abrí los ojos y aún estaba ahí. El reloj marcaba las 23:45 del 24 de diciembre.

A pesar de todo lo que había hecho durante el día aún no podía concebir el sueño. Usualmente caía rendido en mi lecho a las 23 si había cumplido mis tareas habituales pero hoy eso parecía imposible. Hoy traté por todos los medios evitar la jungla urbana; a pesar mío, tuve que ir sin más remedio. El taladro necesitaba repuestos que no había encontrado el día anterior; la sierra necesitaba cadena nueva la cual no me la podían mandar con el cadete y, para completar el panorama, en la tarde anterior si bien había encargado 2 metros de tierra para el jardín resultaron insuficientes por lo que tuve que ir personalmente por más. El día, sin dudas, estaba teñido por los reveces.

A pesar de las complicaciones que habían surgido, definitivamente mi ira comenzó a crecer desde el mismo momento que entablé la comunicación telefónica con el supervisor del vivero. Era increíble que en la era de las telecomunicaciones y el pago por internet tuviera que ir “en persona a

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abonar la tarifa antes de las 12:30 porque cerraban por Navidad” y para colmo de males sólo traerían la tierra a las 48 horas por el Feriado.

Aquello era inconcebible en mi cabeza, para coronar la situación, aquel hombrecillo que se me había figurado como un hombre pequeño, calvo, de uñas afiladas y de aspecto ratuno se despidió con la irritante frasecita: “y que tenga usted buen día y feliz Navidad.”

“Y feliz Navidad”, “Y feliz Navidad”, el eco retumbaba en mi cabeza dejando crecer la furia de aquella excusa para la incompetencia y la vagancia; para la hipocresía desmedida, para el desdén a la necesidad del otro, de mí, de mi trabajo…

En fin, tomé impulso y salí a la calle. Todo aquello era una suma de males, era el colmo de los males. Toda aquella gente de allá afuera a la cual debía topar en algún momento andaba apurada por comprar tal o cual cosa, irritada por que se hacía tarde para comprar más cosas, codeándose y refunfuñando por el costo de tal o cual juguetillos que estarían destinados a niños furibundos que dejaban ver su rabia ante el regalo no querido, donde cada padre debía hacer las mil maravillas para ocultar el hecho de la inexistencia de un sujeto: Papá Noel. Todos los esfuerzos para regalar algo que se rompería dentro de unas pocas horas o sería abandonado por la indiferencia. A pesar que tan sólo era el medio día la gente seguía quejándose por lo que le habían costado todo aquello. Las madres gritando a sus esposos

porque la tarjeta “no pasaba”, los maridos enfurecidos decían “… y, será por las b…. que se te ocurrieron comprar….”

Todos, todas aquellas personas después de descargar su ira en algún empleaducho, repetían irreflexivamente aquella frasecita: “….y que tenga Usted feliz Navidad”. ¿Sería acaso posible que yo me encontrase con alguna persona sensata que sin evadirme acate mis pedidos sin excusas y que no se dejara tentar por aquel simple hecho de la natividad de un niño?

¿Dónde iremos si cada uno se tomara un sabat por el nacimiento de una boca nueva que alimentar?… ¡Imagínese! ¡A dónde iría a parar el mundo!

¿Dónde cabe que todas las personas deban festejar este día? ¿Acaso todos son católicos? ¿Cuántos son los bautizados? Seguramente más de uno de ellos no ha pisado un templo en meses, en años, quizás en siglos.

Aún así todos viven la vorágine de un día festivo, viven una fiesta espiritual pasando el día de compras, pecando, sí pecando. La gula es el mayor tributo que rinden hoy y con ella la hipocresía ya que saludan y besan a gentes que jamás tocarían por voluntad propia, caminan comprando regalos sin ver más allá de sus pequeñas narices y pasan a la par de un mendigo sin siquiera mirarlo, como si la prédica d la catequesis no dijera “los últimos serán los primeros”, acaso la mendicidad ¿no debería despertar la caridad y la piedad?, acaso el niño harapiento no podría ser la

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encarnación de ese hombre santo nacido en las mismas condiciones o como dice esa canción ..”Y qué tal si es Dios el que camina a mi lado”.

Toleré del mejor modo a cuanta persona se me acercaba y saludaba con aquella frasecita, a algunos les respondí con una pequeña sonrisa. A cada instante me llamaba a la calma, a la serenidad aunque me jurara aguantar todo lo posible mi pequeño demonio me gritaba con furia “¡venganza!”

Sí, el 24 de diciembre me parece una prueba para el virtuosismo. Cuando me subí a mi coche noté que un pequeño esperaba a su hermano el cual estaba apostado en la mitad de la calle haciendo malabares por las monedas que nadie se dignaba ofrecer; yo me sentí conmovido, eché la mano atrás y la hundí en la bolsa del abasto y de allí saqué una gran manzana roja y se la di; el niño, aturdido por mi gesto la cogió sin decir nada. Me alejé de allí sin saber qué me había motivado a hacerlo, me reí de mí mismo. Tal vez el espíritu navideño vino a mi encuentro.

Logré hacer todo lo esperado, regresé a casa para trabajar de nuevo. Mientras comía observaba que en todos los canales se sucedían aquellas películas conmemorativas, algunas en dibujos animados, otras con niños y sucesos fantásticos, Papá Noel era el protagonista fundamental, el nacimiento de Cristo, la vida de María, el pesebre…. Sin duda era como esas temporadas de béisbol o de softball donde se satura la pantalla por una sola temática. Terminé de comer y

decidí disfrutar -mientras trabajaba- de Verdi y de algunas bandas sonoras del Gran Ennio.

El día pasó tranquilo, sin otros sobresaltos. A las seis de la tarde estaba anunciado que todos los obreros deberían volver a sus hogares. La confederación de trabajo de la provincia había jurado vigilar la protección de los derechos obreros para que pudieran pasar el día con su familia.

Un par de minutos después de las seis y media el aroma a asado era predominante, los niños habían empezado los juegos a pesar de los gritos desesperados de las madres que los corría amenazándolos: “¡Se llegan a ensuciar y van a ver que se quedan sin el postre…! El movimiento de aquellas mujeres era como el de la torre de Pizza, daban la sensación de necesitar un puntal mientras se balanceaban con algún instrumento culinario en la mano.

Sin duda, de todos los instrumentos que se pueden encontrar en una cocina, mi favorito ha sido siempre el cucharón por la doble malicia que llevaba en sí mismo: golpear y servir la sopa.

Cuando se hicieron las 10 de la noche comencé con mis afeites cotidianos. A las 23 ya estaba en cama, cansado.

Vuelvo a mirar el reloj, son las 23: 55. Debo descansar, mañana será un día largo y ajetreado. Mañana voy a trabajar el doble. Gracias a Dios son todos cristianos.

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Thomas Clifford

Era una tarde apacible de otoño, si de alguna forma podemos nombrarla.

Los Clifford estaban sentados en el prado de la casona. Los padres habían logrado habituar a los niños a contemplar la belleza del paisaje. La casa -ubicada en una colina- tenía una vista espectacular, el horizonte dejaba ver, detrás de los ligustros y los álamos, los cerros cercanos pintados de verde aún y los ríos que se asomaban ocultando su majestuosidad en las curvas.

Los campos de los vecinos tenían pequeños sembradíos que no obstaculizaban la visión de la familia.

La soledad otorgada por la distancia de las casas más próximas facilitaba una vida interior, en paz y armonía, sin bruscas interrupciones y sin visitas indeseadas.

Todos sabían que a los Clifford no les gustaban los visitantes ni las reuniones sociales y así los

respetaban. Nadie se metía con ellos, nadie los molestaba.

Las tardes aún eran soleadas pero como de costumbre había alguna que otra nube que iba y venía, un par de pájaros que revoloteaban buscando comida y los canes vagaban sin ningún interés por el césped.

Las cinco y media es buena hora para tomar el té. Las sirvientas (Martha y Eleanor) habían colocado la mesa en el jardín; todo estaba dispuesto y los Clifford se habían ubicado mirando hacia el horizonte amado.

Hoy el té se servirá con pequeños bocadillos hechos con almendras y nueces, los favoritos de Jacob.

“El clima aún es bueno” era lo que siempre sostenía el viejo Sean Beaufford; el abuelo sabía apreciar bien estas tardes secas antes de las lluvias de otoño. Su reuma también las disfrutaba.

El cuerpo del viejo había acumulado demasiados recuerdos de las guerras que había librado, para certificarlo el escudo de armas de la familia estaba rodeado de cada uno de los pistolones y fusiles que había utilizado en su vida. El mayor honor que tenía era recordar habitualmente que aquellas eran verdaderas joyas, nunca habían dejado de funcionar.

Desde aquella colina se podía realmente disfrutar del paisaje ya que no sólo tenía variedad de colores sino que estaba también acompañado por la atmósfera creada por Madelaine Clifford.

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El prado estaba colmado de olores: de un lado los ciruelos, los duraznos y las manzanas; del otro las rosas, las orquídeas y los crisantemos. Cerca se encontraba el vivero con tomates, calabazas y algunas especias. Las calas y los nardos ocupaban la parte del fondo que, a pesar de los cuidados, todos trataban de dejar en el olvido.

Todos sabían bien qué significaban los nardos y las calas. Recordaban a cada uno de los entierros de la familia. Primero había sido el abuelo materno, luego uno de los tíos, algunos parientes de segundo grado y Jacob.

Sí, el pobre Jacob había muerto a temprana edad.

Thomas era la viva imagen de Jacob, sus ojos negruzcos tenían la marca del pasado familiar. Todos lo sabían bien, Thomas lo sabía también: Jacob no debió morir y Thomas no debió sobrevivir.

Si bien para cualquiera Thomas era un niño agradable por esa cara regordeta, lechosa y pintada por pecas cuya faz estaba enmarcada por esos rizos canela que se deslizaban entre las orejas y llegaban a los hombros, para la familia ese ángel representaba un recuerdo triste y tenebroso y, por más que todos los integrantes de la familia se esforzaran, miraban a Thomas de una manera distinta, no era respeto sino que era temor. Un temor del que no se ignoran las causas. Miss Silvermann era la institutriz, venía temprano tres veces a la semana. Ella ya había

recomendado en varias oportunidades que Thomas debía asistir a una escuela para recibir educación formal igual que los hermanos. Los padres preferían esperar.

La señorita aprovechaba estas tardes cuando la quietud de la hora del té hallaba a los padres sentados bajo el nogal para insistir en la sociabilización del niño ya que no había conocido otros niños más que a sus hermanos. A ella siempre le pareció extraña la relación entre los padres y el niño aunque siempre pensó que se trataba de una sobreprotección natural “….por lo de Jacob….” se decía sin dudas.

A cada una de las propuestas los padres respondían sosteniendo que coincidían en las opiniones de la institutriz pero no tomarían ninguna decisión aún.

Como de costumbre, luego de terminar el té, se despedía de la familia; Thomas era el único que la acompañaba a la estancia a saludarla, ella lo abrazaba y muy cerca -como si fueran susurros íntimos- le hacía promesas sobre la escuela: los niños, los juegos, los amigos, las salidas de la casona, los paseos pero sobre todo hacía hincapié en que eso era lo que aún no había podido hacer y debía hacerlo por su bien. Thomas percibía la tristeza de la institutriz y el dolor que envolvía aquel momento, entonces la abrazaba y la besaba en la mejilla; con los brazos regordetes la rodeaban por la cintura y creaban un instante único, perfecto pero finito; él dejaba que sus pequeñas

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manos se deslizaran suavemente por la tela de la falda como sosteniendo tristemente el momento de la despedida.

Thomas era el testigo mudo de su propia experiencia.

Luego de que se cerrara la puerta volvía al prado sin siquiera preguntarse cómo era aquello, ni siquiera osaba observar el mundo exterior por la cerradura. El sabía bien que lo de allá afuera estaba prohibido sólo para él.

Como cualquier niño inventaba juegos, los compartía con amigos imaginarios, sorteaba desafíos que él mismo se imponía, se ganaba a él mismo y apuntaba las fechas y horas de cada uno de sus logros en un pequeño cuaderno rayado. Su autoestima y la fe que poseía tan sólo él las estimulaba.

Los padres observaban con horror aquellas risas, ya que no les parecían desmesuradas sino terroríficas. El niño cuando se percataba de aquella mirada callaba y se escondía en algún rincón a jugar. Pensaba. Imaginaba. Soñaba con juegos, amigos y retos tal como lo había dicho la institutriz.

Cuando terminaba la hora del té Martha acomodaba los trastos y Eleanor ayudaba a los otros niños con sus tareas escolares antes de asearlos y acostarlos a dormir. Thomas se quedaba atrás esperando miradas que le indicaran qué hacer. Las horas pasaban y el niño se aseaba sólo y se acostaba a dormir. A veces se olvidaba de bajar a cenar, nadie lo buscaba.

Thomas a los seis años ya llevaba una vida independiente, conocía los horarios y las actividades familiares, dependía tan solo de él decidir compartirlas o no. A veces trataba de comprender su sentimiento de soledad observando las risas de sus padres y hermanos. Sabía que él no debía estar allí.

Por las noches, antes de dormir, pasaba unos minutos frente al espejo mirándose, observando cada uno de sus rasgos, comparándolos con el retrato de Jacob. No lograba entender cómo lo veían si quiera parecidos, para él eran tan distintos…

Su piel pálida y sus rasgos regordetes contrastaban con aquel niño bronceado que parecía disfrutar del sol en la playa del río.

Los ojos de Thomas eran alargados, tenían algunos pliegues, unas marcas y a pesar de ellas se podían ver aquellas estrellas azuladas en su interior; las mejillas redondas tenían algunas marcas más blancas y las manitas rollizas dejaban ver algunas durezas provocadas por el tiempo. Lo que a veces lo exiliaba de sus pensamientos era el descubrimiento de vestigios de tierra en las uñas. Velozmente corría a cepillarlas antes que Eleanor las descubriera. Ella ya le había hecho saber que estaba mal dormir con las manos sucias.

Cada noche, después de la cena, los sirvientes se marchaban; esperaban a Alfred en el pórtico y partían raudamente. El silencio se volvía ensordecedor. Cada uno de los ruidos de la casa se transformaban, se volvían extraños. Lo peor eran los

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fines de semana, el silencio de su soledad sin los sirvientes y sin la familia eran eternos.

Thomas cuando se disponía a dormir pensaba en su hermano, en la felicidad que había tenido y que él deseaba para sí mismo. Recordaba los días en que veía a Jacob en el borde de la playa, cómo se mecía por las ramas de los árboles y la forma en la que los otros hermanos le prestaban atención, riendo, jugando …

En sus sueños imaginaba cómo sería una escuela. Él veía partir a sus hermanos con las corbatas borgoña y los portafolios nuevos siempre a la misma hora, siempre del mismo modo: alegres. Él ansiaba ir con ellos también acompañándolos aunque sea de lejos.

Por las noches recordaba a su hermano muerto y lo feliz que era. También repasaba lo que había sucedido durante el día: los juegos solos, la ausencia de abrazos, de besos, de caricias y de amor. Sin duda su mundo era pequeño: sólo él y sus juegos.

Antes de la muerte de Jacob, las cosas no eran tan diferentes. La madre ocupaba gran parte de su tiempo a enseñarle a Jacob a tocar el piano, el niño parecía absorto en las notas musicales, él observaba. Su padre que pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en sus negocios llegaba tarde, los momentos en casa los ocupaba para supervisar las tareas de los hermanos y escuchar los progresos en el piano. Thomas parecía no tener nada que ofrecer, sólo el vacío llegaba a su encuentro.

Durante la soledad de las tardes había logrado reconocer algunas letras e imaginaba los relatos de los libros, miraba las figuras de las vacas y los toros, los patos y gallinas y las formas internas de los animales.

Jamás había reunido el coraje para preguntar nada. Sólo, en el silencio del día, recorría la biblioteca familiar y descubría un sinfín de novedades.

Había observado varias veces a Martha, desde la oscuridad del pasillo, cómo preparaba platillos con diferentes animales. La transformación de los animales en aquellos alimentos le llamaba demasiado la atención, sin dudas era uno de sus mayores placeres observar todo aquello, encontraba algo muy cercano a la felicidad en esos momentos.

Los días pasaban sin mayores novedades, los hermanos iban y volvían por la casa; la madre y el padre siempre estaban ocupados; las sirvientas hacían sus quehaceres sin prestarle demasiada atención y él se refugiaba en la soledad para no escuchar lo que los otros decían, para no volver a recordar aquel evento desafortunado. A veces las cosas no salían tan bien y su padre lo buscaba para recordarle las cosas que no debía hacer o los lugares por los que no debía transitar. La mayoría de las veces los reclamos estaban acompañados por el dedo acusador de Eleanor, ella no entendía que su felicidad estaba en observar aquellos cambios de la naturaleza, aquello que lo alucinaba. Su madre también se enojaba, la mayoría de las veces Thomas no entendía por qué.

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Sólo podía observar cómo su mirada se transformaba: los ojos esmeralda adquirían un fulgor particular; su ceño llano adquiría pliegues inusitados y en el blanquísimo color de su piel se podían observar aquellas venas azuladas que sobresalían como montes tras el desierto.

Naturalmente en esos momentos él intentaba mirar para abajo. Eso lo había aprendido de los canes. Cuando Alfred los reprendía se agachaban y todo volvía a la normalidad. A veces eso no funcionaba y él cerraba los ojos muy fuerte, no quería ver.

A su pesar, podía observar su piel, podía ver cómo todo cambiaba: los vellos de los brazos y las piernas se erizaban y le parecían tan similares a aquellos animales que había visto en una foto; luego en la marmórea superficie surgían rayitas rojizas que picaban como aquella vez que conoció a las hormigas; el dolor y la picazón cesaban para dar pasos a montañitas azuladas que tenían diversas formas. Lo más triste de todo aquello es que a veces no le permitían disfrutar de los abrazos de Miss Silvermann, en aquellos momentos los abrazos dolían, en aquellos momentos lloraba, en aquellos momentos las lágrimas rodaban sin temor y sin ninguna explicación.

Y era una tarde apacible de un viernes de otoño, si de alguna forma podemos nombrarla. Los Clifford estaban sentados para tomar el té mirando el horizonte amado en el prado de la casona de la colina desde donde se podía ver, detrás de los ligustros y los

álamos, los cerros cercanos pintados de verde aún y los ríos que se asomaban ocultando su majestuosidad en las curvas.

La despedida de Miss Silvermann estaba consumada.

Martha y Eleanor fueron despedidas a las siete y media por la familia desde la ventana; Thomas también quería saludar.

El niño se acercó y vio la majestuosidad de aquella vista, las personas se veían a lo lejos, había allá afuera niños caminando por una senda de la mano de sus padres. Esa visión le produjo tal emoción que rompió a reír y a llorar, las lágrimas brotaban como ríos por las mejillas regordetas y su risa inundaba todo el espacio.

De repente un dolor lo hizo callar, su padre lo había empujado. Su cabeza golpeó contra algo duro, algo cayó y el estruendo ensordecedor los sorprendió a todos, sobre todo a su padre que cayó hacia atrás.

Su madre angustiada lo sacudía sin dejar de llorar, entonces se enojó de nuevo y golpeó al niño contra unas alacenas. Los armarios cedieron y se desplomaron, los vidrios se desparramaron como perlas por todos lados lastimando también a sus hermanos.

Todos quedaron en el suelo.

Thomas no podía terminar de entender aquella escena, sólo podía observar aquellos ríos rojizos brotando de su piel.

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A duras penas pudo zafarse de aquel peso que lo oprimía, el temor al enojo de su madre lo hizo retroceder y se encerró en su cuarto.

La suciedad de sus brazos lo llevó al baño, se aseó y se quedó en silencio, quieto, temeroso.

Cuando sintió hambre se deslizó suavemente a la cocina para que nadie lo notara, ellos aún estaban allí, no se movieron durante los días siguientes.

Tomas pasó varias veces por ahí observando la transformación de los rostros y de los cuerpos.

Alguien golpeó varias veces la puerta, él se quedó callado, sentado y temeroso en un rincón oscuro cerca de la puerta principal.

Miss Silverman lo halló y lo abrazó temerosamente, sus labios lo besaron dulcemente. Al fin el niño pudo sentir el amor.

Predicciones para una alumna de lengua.

Querido diario: hoy me ha llegado un mensaje electrónico que me ha cogido desprevenida. El texto decía lo siguiente: “Dentro de las próximas 304 horas deberás decidir cuidadosamente cada una de tus acciones, cualquier decisión equivocada pondrá en riesgo tu vida y tu futuro. En cuanto al corazón deberás prevenirte ya que tu amado/a reformulará la relación. El bolsillo entrará en crisis pero deberás pensar en inversiones a futuro. Los astros pueden favorecer cambios repentinos de suerte pero deberás usar todas tus habilidades para escoger el camino correcto…”

Las predicciones no me hubieran abrumado sino por una sucesión de hechos posteriores: a los cinco minutos XX llamó para pedirme que nos viéramos en un café de la plaza central, me dijo que debía decirme algo de vital importancia, aunque supliqué que me dijera de qué se trataba no dijo ni una palabra.

Encendí la tevé y en ese momento cronicaban la muerte de una joven de mi edad que estaba sentada en el banco de una plaza mientras su prometido le tomaba una foto. La joven había sido atropellada por un bus de larga distancia cuyo chofer había perdido el control mientras bebía su gaseosa.

Mientras escuchaba la noticia azorada dijeron el nombre de la plaza, era la misma donde él me había

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citado. De inmediato lo llamé y le conté lo ocurrido y me citó en otro lugar más urbano.

Cuando me estaba subiendo al ascensor mi madre me llama para saber si estaba bien. Cuando le pregunté por qué me dijo que en el centro comercial -al cual suelo ir- se había producido un atraco; el saldo fatal fue una joven acribillada a balazos. La joven vestía gamulán blanco y jeans.

Le dije a mi madre que estaba bien y corté.

Se abrió el ascensor me miré y llevaba puesto mi gamulán blanco y los jeans que me había comprado XX; el centro comercial era el mismo donde nos habíamos citado.

Esta segunda coincidencia no me detuvo, volví al apartamento y me duché con vinagre para quitarme la mala vibra y me mudé de ropa.

Lo llamé y mientras salía (me fijé bien que pisaba con el pie derecho al entrar a cada uno de los nuevos espacios) le dije lo ocurrido. Confundido y ofuscado me dio un último lugar: el vestíbulo de la facultad. Cuando nos encontramos todo parecía estar mal: él ofuscado, yo nerviosa y con todo aquel ruido no nos podíamos comunicar. Salimos al patio y calló un pedazo de marmolería cerca de mí. Salí espantada y me encerré en casa.

A pesar de los continuos llamados de mi madre, mis hermanas y XX no salí. Todo el mundo que me rodea sabía bien a esa hora sobre la predicción.

Había sacado bien la cuenta eran trece días, hasta las 11:54 hs. Hasta allí iba a cuidar bien mis acciones, no iba a tomar ninguna decisión sin pensarlo dos veces.

Les informé a los del trabajo que debía solicitar una licencia por estudio, en caso de no poder dármela, “que sea sin sueldo” dije.

Allí el segundo punto: la crisis del bolsillo. Pensé que era mejor ser pobre que difunto, me tragué el miedo y seguí estudiando.

Como estaba en época de examen llamé al decanato y expuse mi situación: me iba a ausentar por las próximas dos semanas por razones de salud. Mis tutores, quienes sabían que había trabajado duro para egresar con la primera promoción de Lengua, me facilitaron mis exámenes: debía hacerlos por internet, resultaron ser durísimos.

Las cosas iban bien: yo no salía de casa, hacía los exámenes por la red; mi madre y hermanas me traían comida; estaba licenciada en el trabajo y XX no se aparecía por casa a molestar.

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Después de aquel suceso en la facultad ha cambiado toda nuestra relación; por el enojo, todo lo que ha hecho es llamarse al silencio porque sostenía que era un escándalo desproporcionado y que le parecía una nimiedad aquella predicción.

Los exámenes escritos estuvieron bien durante la primer semana pero los docentes me avisaron que, si no me presentaba a rendir personalmente, no sólo perdería la beca sino la promoción semi directa de las asignaturas y no egresaría con la primera promoción.

Cuando me notifiqué me tomé un tiempo para pensar. Las predicciones habían sido muy certeras.

Annete alguna vez había dicho cuán importante es estar en la plaqueta honorífica (o en el nicho de los recuerdos para otros); Mme. Guilleume había sostenido que no importaba cómo sino que era el hecho de terminar (ella misma seguía sus concejos puntillosamente), Andreas había hecho de su pensamiento un lema, había llevado la carrera a pedir de labios y el promedio había ascendido notablemente; Mme. La Blonde había preferido concebir a la carrera como un pasaje placentero -aunque difícil en oportunidades- del cual sólo se podía esperar lo mejor; para Jack había sido un sufrimiento enriquecedor y para los gemelos Karim y Katch un

pasaje sin mayores molestias, ambos sabían qué harían justo el día después de recibirse.

Para mí había sido –y seguía siendo- un esfuerzo gigantesco con escasos resultados.

Los profesores me habían dado una venia y la había aprovechado; sólo faltaba un último sacrificio. No me podía fallar, debía estar allí.

Contando desde el día del desafortunado mail, era el día 11. Había decidido ir a la facultad, estaba todo listo; había digerido cuanto apunte me habían acercado. Estaba lista para salir. Me vestí y me lance con el pie derecho por cada nuevo espacio; la gente aunque me mirara por el visillo no me importaba, no iba a dejar que nada malo me sucediese.

Cuando estaba llegando a la cuadra del bus me percaté que se acercaba a toda velocidad; tenía dos opciones: a.- correr como pudiese y tomarlo como diese lugar ob.- estar calma y tomar el próximo.

Opté por la b.

Cuando cruzaba la calle cruzó por delante de mí un gigantesco gato negro que se le había soltado a una señora que venía de lado. Eché sal que llevaba en el bolsillo y me puse a Santa Guadalupe en el bolsillo derecho. Entre todo mi temor seguí de frente, a cada

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paso que daba una gota de sudor se deslizaba por mi frente y otra por mi espalda; mi maleta cada vez pesaba más y mi temor se acrecentaba a cada respiro. El bus llegó pronto, cuando estaba subiendo tropecé y perdí la moneda, no tenía otra. Tuve que bajar. No traía más dinero, no quedaba otra manera de llegar que la de caminar. Me guiaba la beca, la necesidad de conseguir el trabajo y de recibirme.

A la hora de haber salido (luego de haber esquivado una motoneta, un auto que casi me atropella cuando estaba cruzando la calle ya que justamente había cambiado el semáforo y tras haber sufrido una violencia verbal inusitada por un señor que vendía helados) llegué a la facultad.

Ya eran las doce del medio día, los compañeros habían sido evaluados por grupos y –como habían sido pocos- los docentes se retiraron. Hablé con la decana Mme. Tupée y me aseguró que nada podía hacer, el examen había finalizado. Debería rendir esa asignatura en la próxima mesa de examen y según la calificación mi beca estaría a salvo.

Volvía a casa, la incertidumbre y el temor me azotaban; quizás todo estaba en mi mente y debía sobreponerme.

Volví a leer el texto:

“Dentro de las próximas 304 horas deberás decidir cuidadosamente cada una de tus acciones, cualquier decisión equivocada pondrá en riesgo tu vida y tu futuro.

Pero ¿a cuáles acciones se refería? De quién debía cuidarme, de qué, por qué.

En cuanto termine de enunciar mi último pensamiento apareció y como si fuese una pista divinal me encontré con XX.

Aunque han pasado un par de años desde que nos conocimos y ya hace un par de meses que estamos juntos, nuestra relación siempre tuvo el sabor a viejo, a trillado; siempre los mismos lugares, la misma rutina, ahora lo único en lo que había cambiado es que la hacíamos solos, sin compañía. Nuestros amigos decían siempre que era como si hubiésemos nacido para estar juntos, que nos conocíamos demasiado y que las señales que intuíamos los dos siempre las captábamos al mismo tiempo...Decían que éramos dos almas gemelas.

Él quiso hablar conmigo y con un leve gesto le dije “después”.

Seguí mi camino y llegué a casa.

En la tevé era todo normal. El gasto nacional de su Alteza había llegado a topes inusitados y el príncipe

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trataba de ocupar un lugar dentro de la agenda oficial. Las noticias se sucedían a una velocidad fatal.

Debía descansar. Los días de mala suerte debían acabar. Mañana me esperaba otro examen.

Me desperté muy temprano, fui al trabajo de mi madre para pedirle unos billetitos para viajar. Decidí subir al ascensor, eran las 9:15. A penas echó a andar se detuvo, la única que había quedado allí atrapada era yo, tras media hora de espera logré huir, mi madre se había marchado a hacer diligencias en la Gobernación.

No podía perder tiempo, le pedí a su secretaria dinero y me marché en un taxi, cuando logré arribar a la Facultad para rendir, habían cambiado la sala de examen y nadie sabía dónde estaban; en el decanato no se podían comunicar con mi docente; el celular de mis compañeras no funcionaba y yo cada vez pensaba más en el correo electrónico. A las 13 desistí y me fui, no sin antes hablar con Mlle. Olivia.

Día 13. Hoy debe acabar la mala suerte. Hoy se define todo. Después de hoy el azar habrá jugado su última carta.

Son las dos de la tarde y me dispongo a ir a rendir. La decana me había informado que la mesa se había pasado para hoy y me tomarían los dos exámenes juntos.

Antes de tomar carrera para la última embestida decidí informarme: en la tevé seguían buscando a los fugados en la cárcel, V.M. seguía recorriendo el universo y los talibanes amenazaban el Imperio.

Todo estaba normal.

Tomé impulso y salí con el pie derecho. Todo cuanto sucedió después fue de no creer: el ascensor se atascó antes de que pusiera el pie en él, bajé por las escaleras y XX venía a visitarme, lo despedí amablemente y se fue, el panadero que parecía muy interesado en unos escritos y se tornó más espeso que nunca, la vecina quería conversar y me excusé por no poder escucharla, el colectivo paso por mis narices y ni me dijo adiós.

Me decidí por lo seguro: a pie sería mejor. En el Centro comercial los policías buscaban delincuentes y corrían ambulancias sin coordinación. El caos de la calle me obligó a hacerle un alto a un taxi. En él un hombre nervioso me preguntó a dónde me dirigía, “Al Campus”, dije. El hombre tenía un cigarro sin encender en los labios, más allá, en una esquina se detuvo. A pesar de mi resistencia, se subieron dos hombres bien vestidos: “Quedate piola, che-dijeron- y no te va a pasar nada ¿sabés?”

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Con la mirada baja me quedé en silencio y luego de un instante rompí a llorar. “Es culpa del maldito horóscopo”, dije. Los hombres se quedaron absortos y no me podían callar, por más que me azuzaran con sus armas no podía parar de llorar. Comencé a relatarles mi historia, aunque ellos no quisieran oírla. _ ¡Pará de llorar o vas a ser boleta! Dijo uno._ ¡Sí, cállate, sino sos fiambre! Dijo el otro.

Y yo mas lloraba, saqué mi agenda y les mostraba el escrito.

Sin más, decidieron bajarme a empujones del coche y caminé desde aquel punto lejano a la facultad.

Sin ánimo de rendir me acerqué al tribunal y les conté todo.

Luego del informe policial, me dirigía a casa cuando, desolada, cambie de idea y me fui a lo de XX. Al entrar XX dormía abrazado a un joven de cabellos rizados con cara de felizmente exhausto. No me atreví a dejarle la nota. Eran las 23:55 del día 13 desde que recibí el horóscopo. Todo se ha cumplido.

Han pasado las 304 hs; he pensado cada una de mis acciones y tomé la decisión para mi futuro: no rendí, mi por venir se ve hoy en crisis y la pérdida de la beca es inevitable, mi relación ha cambiado ahora

sé la verdad; aunque los astros hubieran podido intervenir todo lo he decido yo ….todo ha cambiado.

El día de hoy (y quizás de mañana).

Otra vez despierto en la misma posición. Mis brazos están atados otra vez, las muñecas tienen una venda que se rasga cada vez más por el uso; el guardia se encuentra frente a mí con su uniforme celeste, impecablemente planchado y con la insignia del lado izquierdo. No sé por qué pero aún me siento incómodo.

Hace una par de días que estoy aquí, no recuerdo absolutamente nada de lo que viví antes.

Cada vez que terminan con el “Chequeo biomédico” me llevan al mismo lugar, sedado, alejado de los ruidos de las máquinas, al silencio absoluto, sin compañeros, sin otras personas a las que pueda oír.

Mi refugio es una celda donde apenas quepo sentado estirando las piernas, las paredes están rodeadas de una fina capa de algo esponjoso, verde, donde encuentro cabellos de otras personas: rubios, morenos, colorados; cortos y largos; enrulados y lisos.

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Cada uno de los días en los que he vuelto a esta celda me pongo a limpiar mi espacio, el cenital que está arriba mío me permite hacer una inspección de cada uno de los pequeños cuadrados en los que está separada aquella esponja. Siempre puedo contar hasta 1204 antes que apaguen la luz, luego cuento al revés y me duermo. A veces corro la silla y la acomodo en el suelo para poder dormir en el piso. Sólo hay un tapete de color verde oscuro, sin nada con lo que cubrirme, sin nada que hacer, sin nada que decir.

A veces se escucha la voz de una mujer, no la entiendo, no sé en qué idioma habla; el murmullo surge a través de la ventilación. Miles de veces he tratado de ayudarme con la silla para oír mejor pero siempre de repente me mareo, me descompongo y a veces he vomitado. Luego de cada vómito me sacan de allí, me llevan a otro lugar y, cuando lo han limpiado, me devuelven a mi espacio. Sé que es mi lugar porque cada vez está más limpio, cada cuadrito de las paredes esponjosas se mantienen limpios, sé hasta donde he limpiado. Y, hasta donde yo sé, nadie más lo ha habitado.

Todas las veces me sacan de mi refugio sedado. Siempre sé cuándo van a aparecer, el humo azulado que sale de la ventilación me avisa. Cada chequeo es igual: me sedan, me suben a una silla rodante y subo al ascensor, me atan en una nueva silla, me revisa un

hombre y luego la guardia de uniforme celeste. Siempre los mismos, siempre lo mismo, siempre demoran lo mismo.

La bióloga que dirige el examen siempre da las órdenes en un lenguaje que no conozco, su voz es firme. No logro divisarle el rostro; los sedantes me impiden ver todo claramente. Cada vez me piden que reaccione a los estímulos: que mueva la cabeza, que abra los ojos, que diga algo…

Los auriculares gigantescos cubren mis oídos, los sonidos se alternan entre un lado y el otro; aumentan, disminuyen, se entrecortan, se vuelven intermitentes, se suceden los ruidos y el silencio. Me aturden. Me marean. Me producen nauseas, no aguanto más y vomito. Me limpian. Siguen con las pruebas. Me ordenan que repita los sonidos que escucho, lo intento, repito, los choques de electricidad me sacuden. Trato de balbucear que paren, que no aguanto más, que paren. Quedo mareado, me ordenan que repita de nuevo, lo intento, los choques vuelven hasta que no los aguanto más. Me desmayo. Luego siento algo que meten en mi oído, lo enroscan hasta que no entra más, es suave y duro, está frío pero eso no es lo que me molesta. Los beep se hacen cada vez más potentes, penetran desde un lado al otro, la cabeza me retumba, los mareos vuelven y las nauseas también. Cambian de lado y me mareo de

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nuevo. Solo quiero que terminen, sé que aún no van a parar…

“¡Repite!”, grita el guardia. Muevo la cabeza y recibo un golpe suave.

“¡Repite!” grita de nuevo.

Me llevan a mi refugio. No puedo más.

Cada día no puedo más. Siempre deseo no volver. Deseo quedarme aquí sin que me vengan a buscar, sin que me hagan más preguntas, sin que me pidan que repita nada, sin tener más vómitos.

No soporto estar en la silla más, la corro, la acuesto, me acuesto. Me duermo.

Continuamente trato de recordar que ha sucedido antes de este lugar, si hay otro lugar al que volver, si alguien me espera. La soledad es inconmensurable, este espacio pequeño parece gigantesco si no hay nadie más aquí.

Continuamente siento la necesidad de gritar, ya lo he intentado. Nadie contesta, nadie viene en mi auxilio, ni siquiera para callarme. Mis gritos no molestan, estoy solo.

Mi soledad y el tiempo que he pasado confinado en esta celda no impide que la sensación venga una y otra vez, que extrañe la compañía de una compañera,

de un amante, de la caricia que me acompañe en los momentos libres entre un estudio y otro.

Me acaricio, recorro cada una de las partes de mi cuerpo, reconozco cada una de las heridas proferidas; cada uno de los golpes. Las cicatrices comienzan a surgir a borbotones, cada día traigo una o dos más. Las reconozco una a una. A cada una de ellas he planeado ponerle nombres, a cada una de ellas ponerle un historia que sólo me contaría a mí mismo.

He recorrido cada uno de los puntos de mi cuerpo, he encontrado cicatrices profundas y leves, he encontrado agujeros donde antes, mucho antes, parecían haber tubos, mangueras y he encontrado elementos puntiagudos entre las orejas.

Al principio los tocaba con temor y espanto, ahora los disfruto, trato de indagar si puedo sacarlos. Me duelen, siento que están atados a cada uno de mis dedos. La sensibilidad que me produce la disfruto cada vez más, casi me exitan, pero no puedo olvidar de dónde provienen: de ellos, del cheque biomédico.

El terror que me produce la presencia de estos entes me sobrepasa, siento cada respiración, cada aliento cuando se acercan, cuando me tocan. Me asquean.

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Siempre en la noche trato de recordar el ayer, si acaso lo hubo. Me niego a creer que esto ha sido todo desde siempre.

Sin madre, sin padre…. ¿A quienes extraño? ¿a quienes ansío ver?

En cada una de las noches surgen mis dudas. El recuerdo o la imaginación de una vida anterior me asalta. Los murmullos en mi cabeza no cesan, las risas, los llantos. ¿Todos son recuerdos o imaginación pura? ¿Quién podría haberme puesto tales recuerdos?

Otra vez vuelvo a mi celda, me canso de estar sentado y acuesto a la silla. Como si fuera un recuerdo la abrazo, como si a alguien alguna vez me hubiera podido abrazar.

Algo aparece allí, en ese simple acto. Un rostro, sin nombre, un murmullo. La voz de un hombre resuena. “Vas a estar bien, sólo son una pruebas”, me acaricia, me toca la nuca, me besa.

No recuerdo más. El vacío me abraza.

Sé que no hay otro mañana, sólo hoy y otros hoy más.

La luz se enciende. El cenital me ciega, el humo aparece. Sé que volverán por mí.

Ya vienen, ahora los oigo. Me tapo la boca con una manga, trato de no respirar, trato de quedarme quieto, como si el humo hubiera hecho su efecto.

Escucho la llave que se inserta, el código que suena “activado”, debo estar consciente.

Hoy trataré de huir.

Carta a un amante (desesperado)

Después de un par de días, después de habernos visto, siempre jugábamos a ver quién decidía a escribir primero. El juego cada vez se tornaba más cruel. Ambos queríamos vernos y ninguno deseaba ser el primero en escribir, ambos queríamos sentirnos deseados, amados, esperados y buscados. Ambos sabíamos que así eramos elogiados, pero al fin siempre buscábamos la forma de encontrar una oportunidad “casual” de comunicarnos. Los mensajes entre nuestros conocidos, los pedidos de libros, las devoluciones, los llamados atendidos por mi esposo o su mujer…. Todo parecía “casual”.

Si decidíamos escribirnos, primero había un signo de interrogación, luego un par de frases breves

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y ambiguas y, cuando nuestra cotidianeidad nos permitía pequeñas conversaciones, los lugares a los que recurríamos eran los baños; los patios de la casa; lugares inaccesibles para quien no tenía nada que ocultar.

Pasan las horas, los días y a veces las semanas y lo extraño y sé que piensa en mí, que me desea igual que yo lo deseo a él para que nos acariciemos, besemos, toquemos… Muchos saben quién es esa persona, esa con la que me desaparezco los fines de semana, los días de la semana a las horas más insólitas, por un par de momentos que cada vez tienen más gusto a poco.

Hace un par de días recibí tu mensaje:

“Estoy en casa, mi jefe se fue de vacaciones, SABE que no puedo ir a ningún congreso. Te extraño. Necesito verte. Estoy bajo control absoluto.”

El espacio que nos habíamos dado en nuestras vidas era pequeño, aún así significativo. Las horas extras, las reuniones, las salidas a congresos, las charlas, las disertaciones y los cursos de capacitación siempre fueron las mejores excusas.

Los últimos meses estuvieron teñidos de

reuniones sociales de las cuales volvía increíblemente sobrio.

Aunque ahora las salidas se habían acotado -por la publicación de sus trabajos- nos seguíamos viendo; ahora debíamos cuidarnos más.

Mi marido, que tenía una vida dedicada a su trabajo y a la religión, me había olvidado hacía mucho tiempo. Por más que yo hiciera el esfuerzo de evitar la tentación, cada día me levantaba pensando en el rostro de aquel que tenía a veces al lado; en aquellas manos pálidas y lechosas; en los lentes gigantescos que enmarcaban aquella pequeña cabeza.

Todo su cuerpo había cambiado, hacía diez años que nos encontrábamos para contarnos la vida, para estar un momento juntos, para dejar la vida en suspenso y esperar la próxima vez.

Cada vez que nos veíamos su olor quedaba impregnado en el espacio, su perfume no había cambiado en nada: era como el de un niño que juega a ser hombre, un niño que busca y se divierte haciéndolo, un niño como el suyo, uno como el que yo deseaba. Yo cada vez deseaba más que su perfume se quedara fundido con el mío, cada vez lo deseaba más. Quizás que quedara para siempre.

Sus manos, fuertes gruesas, abarcadoras me tocaban de manera única; su piel contrastaba con la mía, eran la nieve y la sombra fundidas en un mismo espacio. Cada vez era única, su voz resonaba en el aire, en un espacio pequeño, íntimo, lleno de luces, de

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decorados que no importaban, que no deseábamos que estuvieran ahí; sólo importaba que estuviéramos juntos, que pudiéramos dialogar íntimamente. A pesar de nuestra soledad, ambos susurrábamos, hablábamos mirándonos a los ojos y nos podíamos amar con la luz encendida, sin nada que temer, sin nada que ocultar.

Nuestros cuerpos habían cambiado de forma, después de amarnos nos mirábamos, nos observábamos, nos criticábamos, nos reíamos. Ya nada era como antes, aún así nos seguíamos viendo, queriendo y amando.

Sé bien que alguna vez esas veces dejarían de suceder, alguna vez alguno de los dos acabaría con la rutina.

En cada encuentro hablábamos más: Luz había encontrado un nuevo trabajo; Ana –la mayor- estaba por contraer matrimonio próximamente; la del medio había sido abandonada por su pareja y había vuelto a casa para tratar de salir de su pozo depresivo; la más pequeña se convertía en una mujercita preciosa con una voz parecida a la de los ángeles. A pesar de su corta edad ya sufría de amor, aunque no fueran los propios, los amores y desamores de sus hermanas la tocaban con tanta intensidad que podían llevarla al llanto de alegría y de tristeza. El niño a cada instante demostraba sus destrezas físicas y el padre las

relataba cada vez con más entusiasmo. El niño había sido el regalo del cielo, el regalo más esperado.

Por mi lado hacía años que había dejado de pensar en los hijos, en los naturales y en las adopciones. Cada vez que trataba de tocar el tema, Flavio se exasperaba. Decía que nuestras vidas no estaban hechas para distraerse con un niño o con una niña, “…eso daba igual”. Siempre argumentaba que éramos viejos, “la edad se nos había venido encima”. Decía que ahora nos tocaba disfrutar de los frutos del trabajo: viajar, dar conferencias, conocer gentes, nuevos mundos, hacer todo lo que no pudimos hacer de jóvenes.

Jóvenes. Esa palabra me parece tan lejana… sólo tenía 23 años cuando me casé y él 37.

Nuestro matrimonio había sido feliz, por lo menos eso creo. Las peleas no se ausentaban. Siempre peleábamos por lo mismo: el odiaba a mi madre y le parecía una mujer de cuidado, nunca quería ir los domingos a comer a la casa de mi madre. Yo siempre terminaba cediendo. Íbamos a ver a mi suegra y después él me dejaba en la casa de mi madre y se iba al mecánico. Doria era su compañía hasta que lo llamaba para que me pasara a buscar.

La rutina me mataba aún en las vacaciones. La gimnasia antes de desayunar, las frutas, los paseos al

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perro, los cuidados de la gata y la santa oración de todas las mañanas.

Todo el mundo giraba en el horario y en las actividades religiosas a las cuales yo debía asistir ya que decía “debemos demostrar la unidad de nuestra familia”.

Las actividades de mi marido dejaban un hueco en mi vida, un hueco que a veces se llenaba con el hombre que me prestaba atención.

Los encuentros con mi amante eran fructíferos, nuestros compromisos nos dejaban a veces un espacio para vernos, para charlar, para amarnos, sí -aunque algunos pudieran creer otra cosa- para amarnos, aún a nuestra edad.

Cada vez que por casualidad nos encontrábamos en reuniones sociales sus ojos comenzaban a brillar distinto, nuestra cercanía nos provocaba un cierto pudor, una vergüenza incomparable por la cual evitábamos intercambiar palabras, a veces no podíamos más con nuestro genio y nos alejábamos aunque nos manteníamos a la vista de todo el mundo para conversar en francés, haciendo pequeños comentarios, rozándonos sin querer, amándonos así de esa manera que para muchos era tan evidente y nosotros a pesar de saberlo tratábamos de ocultar. Tratábamos de sobreponernos al deseo de fugarnos a

algún toilette, a algún balcón, a algún sitio en el que nadie pudiera alcanzarnos como en aquella oportunidad donde nos deslizamos en la estación de servicio, donde nos demoramos más de la cuenta y nos buscaron...

Creo que eso es lo que nunca podrá entender Flavio: la necesidad de disfrutar simplemente un momento, la fuga, el descontrol, las ansias de ver a alguien, de extrañar, de esperar, de sentir cada poro de la piel transpirando hasta no poder más.

A pesar de los años sigo esperando que él me busque y me desee como alguna vez como yo lo amé. A pesar de los años sigo soñando con un marido que nunca fue.

Sin dudas la cercanía y la distancia con mi amante me permitían aquellos lujos: desear, extrañar, soñar, temer y amar para luego partir. A pesar de todo lo esperaba, a pesar de las dificultades deseaba seguir esperándolo. La comodidad de nuestras vidas nos impedía cualquier cambio. El no se divorciaría por los niños, por los años, por todo… y yo cada vez lo pensaba menos. Las reuniones sociales, el compromiso económico que ambos habíamos adquirido eran buenas excusas para no separarnos. Sólo el infortunio – o un par de malas lenguas- harían que llegáramos al punto de admitir nuestra relación.

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El tiempo pasa y yo paso con él, esperando y deseando a un hombre que no es mío y estando al lado del que –aunque me pertenece- nunca es mío.

La espera a veces cesa y encuentro calma: lo voy a ver.

Todo parece transcurrir como lo hemos planeado. Los viajes de nuestras parejas eran los momentos propicios. Los niños podían sobrevivir por horas sin la presencia del padre. Aunque siempre tomábamos nuestros recaudos, los llamados de Luz muchas veces habían interrumpido nuestras salidas. Ambos nos habíamos acostumbrado.

Flavio salió de la ciudad esta mañana, irá con el pastor a hacer unas obras de caridad y volverá mañana; Luz se irá de viaje al sur en un par de horas.

Acordamos vernos en el mismo sitio de siempre, a la misma hora. Yo dejaría mi coche en la casa de una amiga y con el suyo nos iríamos lejos.

Mi casa estaba desde hace un tiempo copada por el personal doméstico, mi suegra y su pequeño “Pelito” (un terrier cruza con esquina) al que amaba con adoración y al que le habían hecho una lápida marmolea aún antes de morir.

Nos desaparecimos, nos demoramos cuanto quisimos. Nos vestimos sin prisa, nos despedimos. Nos prometimos vernos en cuanto coincidieran nuestras agendas. Salimos.

Chocamos, golpeamos el guardabarro del coche nuevo del lado derecho. Nos bajamos. Nos sorprendimos con quienes nos encontramos.

Creo que ambos sabemos qué sucederá.

Desde ese día he pensado en él, en el aroma de su piel, en los besos, en las caricias, en cada una de sus palabras, en aquellos momentos que guardaba silencio y en los momentos que era capaz de callarme con un solo gesto, en sus momentos de lucidez, en sus dudas. Siempre vuelven a mí aquellas palabras: “si fuéramos más jóvenes”. Y qué si ha pasado el tiempo, ¿qué debo esperar?

Las ansias de verlo se ahondan más cada día y a pesar de que lo deseo más que nunca no quiero cometer más errores. Ya no debo pensar más en el pasado, pasa el tiempo y mi tristeza sólo tiene una esperanza: el paso del tiempo. Cada vez que escucho aquella canción se reavivan las palabras que siempre te dije: “…si alguna vez te quedas que sea con la frente en alto….”

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“ El que gana pierde…” Eso fue lo que me dijiste la última vez, no lo pude entender en ese momento y creo que ahora sí. Dijiste que “si existe el secreto del éxito, ¿cómo no se ha de reconocer la existencia del secreto del fracaso?” Tienes razón. Aunque he ganado, he perdido. Sé que alguna vez había ganado el momento de estar contigo, ahora he perdido no sólo a ti sino a mi espacio contigo.

Ahora sólo me cabe una carta.

Fagaras, 14 de febrero.

Amado mío:

He recibido tu mensaje, temo no poder contestarlos más. Es más, temo que ya no podremos vernos más.

Deseaba contarte que soy más feliz que nunca.

Ayer mi abogado me ha notificado que mi divorcio se ha consumado con algunos pequeños ceros.

Me he mudado de la ciudad y soy feliz, más feliz de lo que nunca hubiera soñado. He encontrado un mejor trabajo, el mejor remunerado que nunca hubiera soñado, el que sólo y sólo quizás aparecía en mis sueños.

El clima, si bien es harto frío, no deseo estar en otro lugar. La blancura del paisaje sólo me hace pensar en un nuevo comienzo, sin tachones, sin errores. Sólo el presente y el mañana.

Te he amado y lo sabes. Quizás más de lo que pensé jamás y por eso tomé la decisión de mudarme lejos del mundo que conocíamos y que nos enviciaba en un círculo eterno.

Antes, nunca lo hubiera dejado. Así fue mejor.

Sólo deseo decirte que hoy mis sueños tienen tus ojos azules.

Jujuy cuando volveré

Chagra

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Jujuy cuándo volveréYa me estoy volviendo tiempo

Y cada día la vidaMe está llevando más lejos.

La vida me encadenóDe la distancia estoy preso.

Palomas lleguen volandoy díganle a mis pagos

que las lluvias que lo mojansoy yo que lo estoy llorando.

Ay, cuándo podré volvervolver en coplas y en canto.

(Estribillo)

Jujuy si muero sin vertele pedir a los cielos

que me tiren como lluviay florecer en tus cerros.

Que me tiren como lluvia

y florecer en tus cerros.

Podré volver cuando el vientoarriero de mil caminos

corra soplando hacia el Nortetropeliando mi destino.

Y encerrarlo en un corralde lapacho florecido.

O volver hecho zambaenredado en mi guitarra

con el trueno de los bombosbaguala de las tormentas.Y cabalgando en un eco

quedar maniado a mi tierra.

Dicen que ser niño, adolescente y joven es una cuestión generacional; que depende de si hay adultos que nos distancien de la muerte.

Hoy cumplí 33 años y comencé a sentir una angustia en el corazón, la necesidad de aún ser niña y disfrutar de los postres de mi abuela y- por qué no- de sus retos.

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La decisión

Mamá me había contado que volvieron de Flores, el médico cardiólogo. Le había dicho que la abuela estaba bien. Después del marcapasos, la abue había tenido pre infartos pero no se había dado cuenta, sólo le había dolido un poco el pecho, sintió como chuchos y le zumbaron los oídos. La abue le había comentado a mamá que parecía que el audífono andaba mal, le zumbaba, la jodía.

Por más que mamá trataba de decir que todo estaba bien, por su tono de voz, me daba cuenta que estaba preocupada. Dentro de un par de meses se cumplía un año de la operación, iban a tener que chequear las pilas, ahí decidían si se la operaba o no de nuevo.

Yo no sabía que el aparato era a pilas; mi abuelo nunca tuvo oportunidad de cambiarlas.

Mi mamá tenía todo el peso sobre sus hombros. La tía Jose había muerto hace varios años, después del abuelo; la tía Juli estaba muy ocupada con su familia: el tío inválido, Nahuel no trabajaba, Mari hacía changas y Lauti necesitaba todos los cuidados. Marcos era otra cosa, había dejado la facultad, después el profesorado; en varias oportunidades

quisieron echarlo del trabajo, zafó pero parece que ahora todo va a ser más difícil.

La tía Cuca es punto aparte desde que enviudó, bah, ya estaba fuera de la familia hace mucho. El tío es otro mundo a pesar que viva en la misma casa.

Mamá pasa horas cuidando a la abue y a Lean, se ocupa de la casa, los remedios, del súper… de todo. Sí, de todo después de su trabajo de ocho horas, después de estar exprimida como una lima, se ocupa de todo.

Cada vez que me contaba cómo estaban las cosas por allá yo me sentía peor. Era fácil vivir a 900 km. Era fácil porque no había nada que hacer más que esperar que las cosas sucedieran, que me contara si necesitaba algo de dinero o cómo avanzaba el Chanchito -Lean- en el colegio.

Ella se ocupaba de todo, también de mí. Quizás para tranquilizarla le dije un día que no se preocupara, que lo tenía todo resuelto, que ya había hecho mi testamento en lo de Renzi y que le dejaba la donación de todo, sólo tenía que venir a firmar a la escribana y retirar mis cenizas, que Pepe se iba a encargar de todo el resto. “Sólo a retirar las cenizas…” después que me escuché sentí el horror de mis palabras. No era un alivio, era un peso más.

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Traté de disculparme, de hablar de otro tema. A pesar de todo, me entendía.

Entonces me contó lo que habían estado charlando con la abue:

_ ... lo que pasa es que tu abuela está preocupada, se empezó a dar cuenta que todo le queda grande, reniega. Yo ya le metí unos centímetros de los pantalones, pero se dio cuenta. No entiende, nunca ha visto a alguien así…

Sabía perfectamente a qué se refería, sus padres murieron jóvenes, su marido no pasó los 70 y se veía joven a pesar de sus achaques, ella está próxima a cumplir los 90.

Cada vez que pensaba en su edad me imaginaba una mariposa, pero al revés.

Las mariposas nacen de las larvas, se estiran, despliegan las alas hasta que aparecen ante nuestros como increíbles insectos de alas gigantescas en comparación con el espacio en el que estaban. Siempre me llamaron la atención.

Mi abuela era otro caso, era al revés. Ella, que me había parecido gigante de niña –no por su tamaño, porque sólo mide 1,40m , sino por su capacidad de desplegarse en la casa con una increíble velocidad-

ahora se estaba acurruando, se estaba acomodando en un capullo.

Eso era lo que más me dolía: saber lo que iba a pasar. No ignoraba la existencia de la muerte pero esta vez tenía la oportunidad de ser consciente, de sentir cada uno de mis sentimientos, de pensar, de compartirlos con los otros, de compartirlos con mamá.

La sensación de soledad me iba invadiendo de a poco, la angustia de saber lo que sucedería era peor a la orfandad de lo desconocido. A esa ya la había pasado.

Nunca me pareció bueno eso de andar sufriendo de antemano, de sufrir por las dudas. Las cosas son o no son, es simple y no hay vueltas.

Yo pensaba así pero ahora las cosas parecían que se estaban dando vuelta, la edad era una cosa sin retorno.

Carpe diem era lo primero que se me ocurría y, en el caso de mi abuela, eso debía hacer. Era ahora o nunca.

Todavía estábamos de vacaciones en el trabajo, podía aprovechar esos últimos días y si fuera

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necesario luego pediría una licencia. No había nada más que decir ni pensar: me voy.

Día 1 

Hace calor, las lluvias van a cesar en algún momento y cuando lo hagan partiré a la casa de mi abuela. Estoy sólo a 900 kilómetros y me decidí a hacerlos en la Honda.

Mi abuela no es un inmigrante de la post guerra ni tiene un apellido extranjero, se llama Demetria. En la época en que nació (1924) no  había registro civil y se anotaba a las personas como se podía. Al ser un acto voluntario, se sucedían errores sobre las fechas de nacimiento, la identidad de los padres, la filiación de los anotados, etc. Fue así que a mi abuela la vida y la Iglesia le dieron dos madres, la verdadera era Doña Celedonia.

El caos de aquella época irrumpe en mi cabeza, mi abuela siempre se refería a las condiciones económicas durísimas de esos años.

Muchos de los niños de esa época eran anotados por las parteras o algún vecino que pudiese llegarse a la iglesia y pudiera firmar: con su pulgar o una “X”, algunos –a pesar de la situación económica- podían vivir con sus padres, otros sufrían un eterno peregrinar entre la casa de los abuelos, parientes

lejanos o cercanos, vecinos, siempre buscando a alguien que los pudiera cobijar o pasaban sus días en la más triste orfandad…

Muchos sobrevivieron con penurias, aprendiendo a trabajar desde pequeños: a vender cuánto pasara por sus manos y a aprender cuanto oficio se les presentara. Muchos de esos niños –dice la abuela- lograron ser personas ”hechas y derechas”.

A pesar de toda la tristeza que me provoca el relato de aquellos años, estoy segura que aquellos fueron y son capaces de dar amor y cobijar con una inconmensurable generosidad.

La moto esta lista, cargue todo: la carpa, la frazada, el colchón inflable, un poco de ropa y comida.

Son las dos de la tarde, espero llegar a la frontera de Córdoba al anochecer. Ruego a Dios llegar sana y salva a destino como también ver a mi abuela, ojalá que me espere  aún con salud.

Este pueblo tiene la particularidad de ser un desierto a esta hora a pesar del verano ya que se puede transitar sin problemas por la calle principal.

Mientras tomaba la ruta a Córdoba Capital observé los vestigios del horror: La Perla. Nunca me atreví a visitar aquel cementerio de recuerdos. Mis

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motivos no los desconozco, es por el horror que me provoca el relato de tíos y abuelos, las innumerables conversaciones entre los vecinos sobre el momento en el que entraba la policía, el cateo, el secuestro de libros, de documentación, la partida de jóvenes y adultos. La desaparición. La búsqueda. La desesperanza. El sueño de ver a quienes perdieron. El silencio. La búsqueda de justicia, el deambular sin fin por comisarías, centros de detención, casas de vecinos, tribunales... sin que nadie hubiese visto nada, sin testigos, solos… en la más triste desamparo.

A muchos les avisaron que irían, muchos fueron los que los vieron, sólo pocos están aquí.

El horror se había expandido por aquellos tiempos con gran velocidad tal como el viejo justificativo: “por algo será”.

Sin dudas el mayor temor de nuestro hogar era la lista interminable de libros prohibidos que circulaban y cada día se acrecentaba por designo de algún dios de uniforme. A pesar de que en casa se acopiaba una fortuna de centurias decidimos guardarlas en el recuerdo y, cuando no se pudo más, a olvidarlas entre las cámara séptica y el fuego.

El dolor fue enorme, ni siquiera el burro suave, negro y peludo se salvó.

Mi cabeza trata de concentrarse en la  ruta pero, a mi pesar, pensar todo aquello me resulta inevitable. Este es el viaje más solitario que he hecho.

Es la  noche del 16, no llegué al destino esperado, no encontré más que un paraje. El día estuvo bueno, no llovió; revisé mi equipaje y me faltan las llaves para cambiar la  cámara, mañana la compraré. Aunque no pienso en desgracias trato de ser precavida.

Día 2 

 Dormí demasiado, son las 8:44 del 17 de enero de 2010  cargué por tercera vez nafta (el precio me pareció exorbitante $3. 40/litro y como dice Francois: seguirá aumentando, “cést la polique”).

Estoy en un pueblito pintoresco del norte de Córdoba; a pesar de la hora,  salgo a andar un rato para buscar dónde desayunar. La verdad es que no me convenció la cara de Melisa, la cocinera del hospedaje.

Melisa es una mujer entrada en años -o por lo menos lo parece-, su rostro por más que trata de esbozar una sonrisa sólo logra una mueca casi macabra; lleva la marca de su carácter en la frente y da cuenta  de innumerables años por los surcos

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cargados en los ojos. El cigarro -siempre en el costado derecho- se bambolea sin cesar, sin siquiera sacarlo para hablar; cada vez que consume hasta la boquilla prende otro antes de terminar de apagar el primero.

Mi cena fue una milanesa que sólo Dios sabe cuándo fue preparada, con un pan rancio y quemado, con lechugas que parecían hojas de tabaco recién tostado y tomates deformes.

Ese momento en el comedor me dio la oportunidad de observar a aquella mujer: el cigarro de lado derecho y un matamoscas del otro con -el cual se abanicaba- daban la sensación de un equilibrio estético; la pose que mantenía era la de una roca imponente, un tótem que me observaba esperando una aprobación casi amenazante. Ese era un gesto casi violento que me intimidaba y me obligó a retirarme a mi cuarto con el sándwich en mano para no ofenderla.

Ciertamente, mi conducta me parece inentendible; llegar a tragarme uno de aquellos bocados y encima  tener tal delicadeza por aquel crimen gastronómico….

Resuena en mi cabeza la  frase célebre de mi madre “cortesía ante todo querida, cortesía….”. El tono de su voz retumba eternamente en mi memoria desde la primera vez en que se la escuché decir.

A los veinte minutos de iniciado el paseo  me senté en una estación de servicio; el café me tranquilizó; hice la lista de cosas y mientras me preparan unos emparedados para el camino pedí que revisaran la moto.

Todo iba bien, salí de Córdoba. Al llegar a Ojo de Agua la policía me solicitó una “colaboración” porque la carpa se había inclinado sobre el guiño derecho y podía provocar un choque. Aunque puse cara de preceptora del estado provincial que cobra poco y fuera de término, no me salvé de  la frase “…para la merienda, Señorita…”, en Loreto esquivé el bulto aunque no por mucho, al anochecer la policía me sometió a un interrogatorio callejero cuasi setentista que me demoró cerca de treinta minutos y creo que tuve que recordar el último arreglo molar.  

Aquellos hombrecillos cuyo físico me provocaban ternura por recordarme a los pandas, trataban de hilvanar palabras casi impronunciables mezcla de “Bottanas” con términos policiacos que me llevaban a pedir que las reformularan y cada vez era peor... La distancia que se producía entre mi aparato auditivo y aquel canto con el que hablaban  provocaron su furia, los oficiales creían que les estaba tomando el pelo. La situación se resolvió con un “le entiendo oficial”, “si oficial”, “así es oficial”, “mil disculpas oficial”, “no

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volverá a suceder oficial”, “no mi mayor”, “hasta luego coronel”.

Creo que el ascenso de rangos no fue inteligente pero  el “sí, señor” fue tan atinado que los tranquilizó, me dejaron en paz y  de inmediato pude proseguir el viaje.

 El marcador de la moto dice 23.072 km., sólo

faltan un par de kilómetros para llegar. Me acabo de acordar de una frase que siempre repite mi abuela “Hay que tener claro dónde se va sino tus pies pueden llevarte a donde quieran”.

Esta vez dejé que a mis pies los guiara la nariz. El aroma de café molido  me seducía como sólo mi abuela había logrado hacerlo antes de ese momento. Recordaba la máquina de moler café, el aroma de la molienda fresca  mezclada con azúcar en abundancia y  la cucharita de crema o natilla.

Esos eran placeres que sólo me fueron permitidos tras la muerte de mi abuelo.

El café me obligaba a recordar el pan tostado con dulce de tomate casero o la mermelada de alguna fruta de estación que solía preparar mi abuela con mucho esmero.

La recuerdo siempre puesta allí en la cocina como si fuese el único lugar en la que podría encontrarla. Su dominio era entre las tazas, las ollas y las macetas con especias.

Escarbando en la memoria, me puedo dar cuenta que el aspecto de mi abuela se había transformado.

Los cachetes regordetes se habían esfumado con el correr del tiempo como la negrura de su pelo; las manos que solían acariciarme eran tersas y con olor a comida pero se habían convertido, en las últimas visitas, en tostados pliegues añosos que abrazan a mis sobrinos. El aroma ahora ya no venía de sus manos sino que era ella quien dirigía los pasos de mi hermanita o los míos. Sus lentes ocultaban ojos soñadores, esperanzados en la sonrisa de Lauti y Lean, en el juego de las bolillas, en los cuentos que seducían a dos duendes traviesos que aprovechaban su tiempo en casa escondiendo todo cuanto pudieran y desordenando el mundo a velocidad sideral a tal punto de exasperar a las madres.

Ella, mi abuela, disfrutaba ahora del juego de los niños más que en nuestra época, quizás está acumulando recuerdos para contárselos a mi abuelo…

Mis ojos se llenan de lágrimas cuando no me ve, temo que llegue el día en el que ella se vaya. Me

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desespera no estar allí, no  haber disfrutado más. Temo y  mi temor no tiene ningún consuelo   Quizás –como dicen- de eso se trate crecer.

Engullí mi café como pude; salí a la ruta; otra vez la angustia me asalta el corazón, trato de no pensar más pero el clima nebuloso no me ayuda. Trato de seguir. Quiero llegar pronto. 

Han pasado un par de horas y el clima ha cambiado, el calor de la ruta me atrapa, me produce somnolencia,  una somnolencia que me atemoriza.

Decidí parar a refrescarme en una estación de servicio. Mientras disfruto del helado recuerdo las tardes en casa: la “abue” ponía en la olla la leche y el polvo de helado en caja y los batía con tantas fuerzas que parecía contestarle a mi abuelo por la aguda crítica a las manzanas cocinadas sin el azúcar justo.

A pesar de que con mis hermanas tratábamos de violar la seguridad del congelador, los ojos atentos de mi abuela aparecían en el momento justo. La diversión era pasar por ahí sin ser advertidas y meter el dedo en aquella mezcla espumosa; el temor era el de ser sorprendidas in fraganti y tolerar la represalia: el reto y la penitencia de la cual eran cómplices la tía y el abuelo.

Muchas veces debíamos esperar más de la cuenta ya que simplemente se le ocurría  a mi abuela y a mi tía hacer un postre súper elaborado con piononos, frutas, merengues y chocolate, de los cuales obviamente la tía tenía el privilegio de probar primer bocado por ser la ideóloga.

Usualmente ambas probaban mezclas exóticas con mentas, cerezas, frutillas y cuantos decorados y sabores pudieran echar mano. Otras veces la espera pasaba a ser tortuosa ya que hacían un postre con coñac para los adultos  y otro- el de los chicos-“sin nada”.

Parecía que en aquella época todo se reducía a cuántas travesuras podíamos hacer sin ser descubiertas, a cuantas veces podíamos acercarnos a la cocina para probar algo y a las interminables esperas vespertinas de los postres y helados. La mayor tragedia eran aquellas tardes sentadas al pie de la higuera, controladas por la mirada atenta de mis abuelos hasta que termináramos las manzanas y las naranjas que, aunque supiéramos que “nos hacían bien”, no era parte de la gracia de los exquisitos postres elaborados. 

Es hora de seguir viaje, los recuerdos me atrapan cada vez más, la esperanza de verla y abrazarla hacen que las horas caigan como las hojas en otoño.

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   No sé donde estoy; caí anoche rendida en el

primer hotel que encontré. La cama me sometió eficazmente a un sueño profundo. Hacía mucho tiempo que no destendía la cama, así como me acosté me desperté.

Bajé a la recepción  pregunté dónde estaba, pedí un café y revisé el mapa; me asaltó el temor ya que por el cansancio de la noche anterior había tomado una ruta equivocada y me había desviado unos kilómetros.

La bronca me remordía la conciencia, me daba cuenta que el camino era largo y lo que podría parecer un viaje de placer requería más de lo que hubiera pensado.

Necesito concentrarme y llegar a casa.

El mozo, que parecía un hombre ducho en cuestiones geográficas, me indicó lo más sabio: retomar la ruta volviendo por donde vine ya que el camino de tierra, que acortaba el recorrido casi 70 km, no tenía indicadores y rara vez podría encontrar a personas por allí.

El paisaje que pintó certeramente con sus palabras me produjo congoja, furia e impotencia. La depresión de la economía nacional, la venta de los

trenes, el desmantelamiento de toda forma de producción no sólo había cambiado nuestra función de Granero del mundo a importadores de productos chinos sino que había provocado que muchos de los lugares se transformaran en la fantasía del Far West: pueblos fantasmas.

Las casas acusaban pobladores imaginarios, los árboles secos daban cuenta de hace cuánto tiempo se había desvanecido la ilusión sarmientina de poblar la extensión  y cuántos eran hoy los que piqueteaban (como si fuera un verbo posible) o mendigaban la ayuda del gobierno con planes sociales de X hijos, de madres desocupadas, de hijos en edad escolar o de padres de familia.

Otra vez me acuerdo de mis abuelos. Ellos me contaban que cuando mi madre había nacido las cosas no se habían puesto fáciles. Cinco niños -si bien era un hecho común- no era poca cosa. Perón y Evita (enunciada por muchos como si se tratase de una santa a la cual se debía rendir pleitesía) habían distribuido por esos años una serie de elementos de producción. A mi abuela le había tocado una máquina de coser a la que cuidó muchísimos años, fue la misma en la que aprendió a coser mi tía y la que me permitió a mí inventar los primeros vestidos para las muñecas. 

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Quizás “tocó” no sería lo indicado pero la realidad política actual que tiene por criterio la  distribución de beneficios a los “amigos”  no tuvo mucho que ver con aquella época ya que en los tiempos de mi abuela no se regalaba nada sino que se daba a cuenta, para pagar sí o sí; la máquina era para trabajar y no para revender o descacharrar. 

Aquello de trabajar parece hoy un mito.  

Sin depresión sino con mucha preocupación de lo que vendrá y tratando de pensar cómo podía trabajarlo con mis alumnos, me decidí a partir. 

La ruta me obliga a hablar conmigo misma. Decía mi abuela que estar sólo es una prueba para el carácter ya que no todos los locos se aguantan a sí mismos. 

El hambre me asalta, a pesar de la velocidad de la moto aún puedo oler el asado de los obreros de la construcción sobre la carretera. Aquel olor me movía como un  faquir a su serpiente. Tomé coraje y fui a una carnicería, pedí unas faldas y dos “chori” y, juntando todo el valor que pude, me acerqué al obrador y les pedí permiso para asar la carne.

Fue enorme mi sorpresa por la cortesía de aquellos hombres. La respuesta a tal conducta la

encontré rápido cuando me contaban que todos –salvo los capataces- eran del Plan Trabajar.

Allí había de todo tipo de hombres: los que ya no podían trabajar de zafreros, los que preferían no trabajar porque el dinero del subsidio por sus seis o siete hijos equivalía al salario por aquella jornada agotadora; otros no tenían nada. Habían argentinos y extranjeros; jóvenes y viejos, blancos y mestizos….  Todos pasaban sus horas a base de mate con bizcochos o pan casero y asado;  a veces, cuando la desgracia llegaba porque el gobierno no pagaba a tiempo, cada uno llevaba su almuerzo o uno de los obreros nuevos, al que llamaban “La China”, cocinaba un guiso pulsudo. 

La conversación era amena pero el reloj contaba los segundos que demoraban aquellas palabras. Partí. Atrás iban quedando esos hombres que cada vez más me parecían despreocupados, quedados en un momento de su vida como congelados, sin pasado, sin presente y sin futuro, para ellos quizás existía la ilusión de la atemporalidad.

Sigo viaje, sé que a casa pero ¿a dónde más? 

El cansancio me supera, tomé un café caliente con un pedazo de torta de chocolate.  

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Antes de dormir rezaré por mí, por mi familia y por el mundo que me rodea, por quienes nos gobernamos, por quienes elegimos, por nuestro futuro que sólo depende de nuestras decisiones…

Seguramente soñaré con la mano de mi abuelo. Recordaré cuando me tomaba la mano y me decía: “tuto, caliente”; también me acordaré de las recetas mágica de mi abuela, esas que nos disfrazaban con mil colores los patos, conejos y vizcachas. Recordaré la primera decepción: enterarnos que la “lengua a la vinagreta” era verdadera “lengua de vaca”, ¡qué horror! comernos aquella delicia y saber lo que era...

Soñaré y el sueño profundo será acompañado con el recuerdo de los cuentos de hadas que antes me contaban ellos y hoy deseo contárselos a mis sobrinos. 

Cada vez estoy más cerca, la llamada telefónica de mamá me sorprendió. Todo marchaba como era previsto, ella trabajaba y yo mentía con la finalidad de darle la sorpresa.

El camino venía con retraso y seguidos por nubes que me azuzaban ferozmente.

El paisaje cada vez se tornaba más árido, las montañas me llamaban como deseando que pronto arribara a destino.

La ruta ya no se veía llana y calma sino que adquiría pliegues sinuosos, subidas y bajadas, acompañadas por ramas secas y árboles que hacían danzas contra el viento, árboles que se defendían con las más aguzadas espinas de los intrusos y de los posible huéspedes que terminaban doblegándolas para anidar a los retoños del hornero.

Las flores cada vez eran menos pero tenían una belleza incomparable; todas estaban agrupadas en ramilletes, como si se sintieran solas. Sus colores vivos que se destacaban entre la espesura ocre invitaban a recordar cada una de sus formas: redondas, alargadas; abiertas, cerradas, capullos, coronas; cuyos aromas eran indescriptibles y sólo quedan guardados en la memoria de quienes tienen la dicha de haberlas percibido.

A pesar de poder disfrutar del paisaje hay un par de nubes que me siguen. Decidí hacer un alto para chequear el mapa y comer. Esta vez no me equivoqué, voy de acuerdo a la ruta, sólo debo hacer unos kilómetros más y encontraré posada segura.

El cielo se pone más plomizo, el aire me asfixia, el olor a tierra invade la atmósfera presagiando la lluvia que se avecina. A lo lejos, el cerro deja entrever las nubes cargadas de polvo, son como dos cerros juntos. El viento amaina, la tempestad está cerca. Esos olores –que me enseñó mi abuela a distinguir-

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son como los coyuyos en la noche, se aquietan si ven a un duende cerca.

El silencio me ensordece, debo llegar pronto al próximo pueblo.

En la tierra del General todo es silencio, la terminal de omnibus solo carga sus habituales transeúntes; el maletero, uno que otro cajero adormecido, algún pasajero que ha perdido su trasbordo y yo.

El presagio fue cierto, la furia de Zeus se desató sobre nosotros, lo único que podía hacer era esperar. La até debajo de un techo como si temiera que huyera con alguien más, como si en medio que aquel vendaval alguien pudiera aparecer. Subí a la cafetería y la miré para asegurarme que aún estuviera allí, como haciéndole una seña para que no se fuera; mi compañera, quieta, me esperaría ahí sin más remedio.

El mozo de la cafetería no quería trabajar, por más que yo estuviera allí me ignoraba. Si bien no soy mujer de amenazas, cumplo mis promesas: “…cuando me termine de atender mi venganza será terrible, no le dejaré propina…”

La lluvia cae a cántaros, me recuerda a las tardes de verano en la casa de campo, aquella que

había cuidado tanto mi abuelo y que tras su muerte tuvimos que abandonar al mejor postor.

Mi abuela, en esas tardes, consolaba a las rosas, las guayabas y los nísperos por el abandono de la semana; mi madre ahuyentaba a cuanta ave se le acercara a sus limones en flor y las mandarinas y a los pomelos; mi tía vigilaba la madurez de esas frutas y, en cuanto mi madre se descuidaba, las raptaba.

En los momentos en que mi madre tomaba conciencia de aquella injusticia, desataba su furia como si fuese la de Menelao y sólo encontraba consuelo en la promesa de los frascos vacíos.

Casi siempre los domingos a la tarde llovía, algunas veces así: a cántaros y esos eran los momentos que más disfrutaba. Tras el grito de la abuela (“lluvia, recojan todo”) todos respondíamos atolondrados, mojados, apilando cuanto hubiésemos sacado afuera y mientras ella nos secaba, cambiaba y peinaba nos daba las órdenes: “Vos, vení para acá, empezá a pelar las manzanas y cortalas en gajos. ¡Usted señorita! Venga que le va a agarrar pulmonía; separe la corteza de la miga y póngala en la olla…..” y todas “metíamos la cuchara” para cocinar mientras el abuelo refunfuñaba: “-¡Qué cocina ni qué cocina, vengase a estudiar….!” Y allá iba.

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Yo estaba repartida entre la falda del abuelo mientras me leía y la cocina con los dulces.

Mi abuelo y yo huíamos a veces en medio de la tormenta de la vigilancia de la abuela, nos íbamos a la escalera del patio y desde allí veíamos el horizonte: el Chañi, Cuyaya y el centro. Imaginábamos viajes, soñábamos mundos mientras el cielo nos abrazaba con furia.

Nunca pudimos eludir el reto de la abuela, nuestro estado acuoso nos delataba, en ese momento los dos éramos sometidos al horno de la cocina y a una copita de jerez.

El mozo, hastiado con mi presencia, me atendió. “_Un café doble por favor y una porción de selva” mi orden demoró como si la fueran a buscar al Amazonas.

No me importó. Esos momentos me sirvieron para estar cerca de casa.

Cuando al fin llegó mí pedido sólo pude compararlo con aquellas delicias que hacía la “abue”. Las horas de espera de aquellos manjares bien valían la pena.

La lluvia amaina y el corazón se me estruja, dejo la cuenta en la mesa y me voy. Me arrepentí, me volví. Le dejé de propina lo que tenía en el bolsillo.

Mi compañera me esperaba, la desaté y con cuidado salimos del pueblo. La ruta estaba húmeda y peligrosa. Si bien no suelo ir más de 70, tendré más cuidado que nunca. Los camiones me sobrepasan como si fuese un fantasma; las rutas han mejorado pero no me dejan tranquila.

Los minutos se hacen eternos y mis ansias mayores.

Ya en la ruta puedo pensar en un par de cosas más. Debo cargar el tanque de la moto, el bidón de cinco litros está vacío, debo asegurarme de la presión de las llantas…

Retomé la ruta, el paisaje se vuelve más ameno cuando empieza a caer el sol, los colores se vuelven más intensos y las luces de la ruta se empiezan a asomar.

Llegando a Monterrico, tierra de dulcísimas uvas, comienzo a sentir un ruido en la llanta trasera, aminoro la velocidad y la observo detenidamente. La goma trasera no está bien inflada, seguramente se ha pinchado. Debo encontrar una gomería pronto. Me subo a la moto y trato de andar un par de metros. Es imposible. Espero mientras camino al lado de la moto que alguien me auxilie. Los minutos pasan y nadie viene…

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Cerca de media hora después observo que se acerca una camioneta, le hago señas. Unos metros adelante paran, me acerco y veo sólo a mujeres vestidas de obreros. Le explico mi problema y me ayudan a subir la moto a la parte trasera con un andamio, me dicen que en su taller tienen todo para parcharla e inflarla.

Llegamos a un galpón, es una fábrica recuperada por los movimientos piqueteros, las mujeres están trabajando con alambre, todas me ven llegar, nadie se acerca, el bullicio de repente se hace silencio. Sé que no me quieren allí. De a poco observo cuanto hay en el interior, mi cara debe expresar todo el asombro. Nunca he sido buena para ocultar lo que pienso. A los minutos me avisan que la cámara está destrozada y que hasta la mañana no hay forma de cambiarla. Le aviso que en la guantera tengo una cámara pinchada y otra que sirve de poncho, si ellas me ayudan la podría recauchutar. Las mujeres se acercan, me ayudan a cambiar la cámara. El compresor que tienen es gigantesco, les pregunto para qué uno tan grande y una de ellas explica: “_ Acá en el galpón preparamos todo: las llantas de las máquinas, los alambres para encofrar, reparamos, organizamos todo…” una de atrás la interrumpe, sé que no quiere que hable. Me sonrío. “_ Es como en mi casa, dije. Las mujeres trabajan a la par de los varones. Bah, en mi casa el único varón era

mi abuelo. Nosotras aprendimos a hacer de todo: a salpicarnos la gorra con revoque y enrularnos con 2 20…”

Una de ellas se rió. El clima se hace más ameno. El ruido comienza a aparecer. Durante los siguientes quince minutos pude hablar con algunas. Eran madres solteras, esposas abandonadas, viudas,… mujeres, en síntesis, mujeres que trabajaban como mi abuela, y si es necesario hacen el trabajo de un “hombre”.

La rueda esta arreglada. Agradezco y vuelvo a la ruta. Sin dudas las pautas sociales en Jujuy no han cambiado: la mujer no solo es mujer, ciudadana, madre y ama de llaves; también es trabajador incansable.

Hace ya un par de horas que estoy en la ruta; hace mucho que no vengo por estos lares. El camino ha cambiado.

El italiano cambió todo aquel paisaje. Los caminos sinuosos que demostraban el virtuosismo del paisaje: subían, bajaban, se hacían cada vez más angostos y “el tobogán de los autos” –como decía mi sobrino-, ya no estaban más.

Ahora aquel sendero se había transformado en una ruta de cuatro carriles –insignificantes quizá en Europa- que transformaba mi paisaje, ya no

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encontraba el gusto por los lados; la ruta ha sido copada por nuevas comarcas en las que pululaban gentes a cualquier hora, mi vista quedó así reducida a caseríos de la izquierda y faroles en las esquinas.

No reconocí la entrada al Barrio, a Mi Barrio. Me pasé unos kilómetros y volví. Ya no estaba allí el cartel “Al centro” sino que se encontraba un gran paredón con una pasarela que llevaba a la disco.

El collage de viviendas transformó aquel verde de antaño; las chapas, las maderas y las lozas; las veredas sinuosas daban un nuevo aspecto a la entrada.

Mucho quizás se ha dicho: “los Barrios están de Pie” pero mis reclamos distan tanto de esos discursos...

Voy por la calle principal; el Gobernador se extrañaría tanto al verla y mi abuelo que le conocía, también.

La carnicería de Freddo no está más, cuántos recuerdos, cuántos retos por la carne cortada gruesa que hacía que pesaran más los siete bifes y acrecentaban la cuenta de mi abuelo; cuántos retos…

El Canal ya no tenía ese aspecto familiar, menos desde que Juan murió. Juan era el que me hizo mi

primer entrevista, el de ojos pardos más incisivos que he conocido y cuya lengua hacía gala de su profesión, quizás demasiado, quizás debió pagar su precio, quizás nunca lo sabremos con certeza….

La plaza de los ancianos se ve más oscura que nunca, las flores dieron lugar a la huerta, el recreo al trabajo, quizás alguna otra vez y sólo “quizás” los sauces descansen.

La comisaría seguía en su lugar, el oficial de turno aún semi despierto apoyaba su majestad en el mostrador ocupando cuanto pudiera; el cansancio quizás le derrumbaba.

Siempre me causó gracia este camino, siempre se llegaba del mismo modo, siempre yo le decía lo mismo aquel noviecito: “a la derecha caballero, a la derecha; sólo así se llega a casa…” pensar que por tan poco me extravié.

Sin dudas las viejas saben lo que nos dicen, las viejas son viejas y yo perdí las mañas.

La casa se ve oscura, el farol del jardín está encendido y en la sala de estar todo está apagado, sólo se observa la luz del pasillo.

Apeé la moto y toqué el timbre como sólo yo sé hacerlo. Nadie salió. La puerta se mantenía incólume y

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las rejas –altísimas- me parecían cada vez más gruesas.

Después de unos minutos decidí arrancar la moto e ir a la otra casa. Cuando me había colocado el casco una bocina me asaltó y el grito me sonó conocido:_ “¿Me permite por favor?”

Me di la vuelta y sin sacarme el casco avancé hacia el coche, el conductor retrocedió el auto como previniendo algún mal.

A esa hora no me reconocieron. En cuanto me saqué el casco mi sobrino gritó y bajó corriendo del auto. Mi madre –sofocada- daba gritos inentendibles y mi hermana me gritaba: “_B, el K que nos diste…”

Mi abuela estaba detrás, la centuria pesaba un millón de kilos. Me acerqué suavemente temiendo que no me reconociera, mi madre atinó a prender las luces interiores del coche y mi abuela soltó un aliento contenido.

_“M´ija, que susto me ha dado…ya pensé que era un ladrón por el grito y yo con esta cosa que no podía desprender…”

Me extendió los brazos con fuerzas cansadas, llamando a los míos; aquel pequeño cuerpo imbuido

en el asiento, casi inmóvil, se balanceaba suavemente.

El abrazo fue tan sincero que no me quedó otra cosa que sostenerlo en el tiempo. Mi hermana, impaciente, guardó el auto con nosotras dos abrazadas dentro. Mi sobrino abrazaba a mi madre y saltaba sin cesar. Mi madre contenía el pequeño como podía.

La desabroche a mi abuela y bajamos. Aquellos pasos cansados aletargaban la llegada al sofá, las vías crucis que había hecho ese día continuaban hasta la cama.

Al llegar a su habitación, mi hermana ya tenía el té de manzanilla preparado y los biscuit que si bien pedía ya no los comía. En la mesita de luz, al lado de su acostumbrado té, había una botica.

La hora de dormir llegaba y también el vaivén de mi hermana y mi madre que preparaban su descanso.

La voz tenue y cansada, me preguntó:_ “¿M´ija y Usted hasta cuando se queda?”

Para siempre deseaba contestar pero dije:

_ “No sé abuela, depende de Usted, si no me corre…”_ Ya charlaremos mañana.

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_ Ansí será, le respondí. Tengo mucho que preguntarle y me quedo hasta que me lo responda._Vamos a ver entonces, dijo.

Se acomodó y se durmió.

El silencio que destilaba me parecía abrumador. Ya varias veces había dormido en silencio profundo. Espero que mañana aún haya un despertar, espero que aún haya muchos mañanas y que yo esté ahí para verlos

Cerré la puerta y me tomé cinco minutos para ir al comedor. Aquella vitalidad abrumadora se desvanecía y yo me sentía cada vez más inútil.

Cuando bajé al comedor mi sobrino desconocía mi angustia, al verme con los ojos llorosos me ofreció un juguete. Me senté a su lado en el tapete y jugamos en silencio mientras mi hermana cebaba mates y mi madre esperaba que rompiera el silencio.

Como buena escorpiana no se las aguantó:_Y vos, ¿qué hacés acá?

Me dí la vuelta y me reí._ Nada, juego con mi sobrino. ¿No ves?

El enano me abrazó y me dijo:_No pasa nada tía, te quiero mucho. No pasa nada.

La hora de la cena transcurrió sin sobre saltos: mi hermana no podía creer el periplo; mi madre se agarraba la cabeza y me reprendía; mi sobrino que escuchaba todo me llamaba, me ofrecía los juguetes y jugaba mientras mi hermana trataba hasta el hartazgo de que se sentara y probara bocado.

Cuando hubo terminado la cena, Lean juntó los juguetes ante la mirada incisiva de su madre; mi madre acomodaba los trastos y mi hermana y yo los lavábamos mientras nos fumábamos un pucho a escondidas.

Mi madre acostó a Lean, después de mi ducha miré entre la puerta y escuché la vocecita:_ ¿Tía? ¿Cuento para mí?

Cómo no responder a ese pedido, nos juntamos en la cama y le leí un cuento. A pesar de que mi hermana refunfuñaba con la frase célebre (“A dormir Lean, a dormir”) Nos quedamos en la oscuridad abrazados.

Me fui a mi cama y como nunca, dormí.

Esa noche no soñé nada, en realidad no lo recuerdo. El cansancio se apoyaba suavemente en mis hombros y dejaba caer sutilmente su rigor; las manos que aún estaban tensas comenzaban a estirarse. Todo

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mi cuerpo sentía la suavidad del espacio viejo y conocido.

A las 10:30 me despertó mi hermanita:_ Hola ¿te quedás con Lean? Ya vuelvo, voy a la facu.

Mi movimiento de cabeza fue afirmativo, a duras penas me bambolee hacia el comedor y allí me esperaba.

_ Tía ¿la placita del tobogán?_Sí Lean, pero después. La abula (mi abuela) ¿dónde está?_Abula, arriba. Shhhh

Despacio subí, la puerta aún estaba cerrada.

Suavemente la abrí, estaba allí con los ojos entreabiertos como esforzándose para mantenerse en vigilia. Me acerqué y temiendo cualquier sobresalto prendí el velador, me miró y apuntó a la ventana. Se la abrí, le pregunté si quería bajar a desayunar y asintió. La ayudé con su vestuario, ella se quería peinar sola. Lo hizo silenciosamente, cuidando cada uno de sus cabellos níveos. Bajamos y El Duende nos esperaba ansioso. La Dueña del hogar volvió a dar órdenes: el té, el mantel, la manteca, los biscuit, el agua, todo estaba en su lugar. Leandro, como conociendo aquel ritual, se levantó de su juego corrió a lavarse las manos y se sentó en la mesa. La abue

indicaba al pequeño lo que debía hacer, él se sometía con placer a la manteca y los bizcochos que la abuela le ayudaba a untar. Yo me sentía fuera de aquel concierto y los miraba con placer. La abue me miraba y así me decía que aún se puede.

Salimos de paseo a una cuadra, a la plaza. Lean en el monopatín nos llevaba ventaja. Los pasos de mi abuela eran pequeños pero aún firmes. A medio camino me dijo:_ ¿Y qué era lo que quería saber?

No pude contener mi risa y le conté todo mi plan: quería todas sus recetas y todos sus secretos. Si bien mi plan era ambicioso sabía que era la única forma de aprender: con la mejor cocinera que he conocido.

Su risa me devolvió todas las esperanzas. Sabía que aún podía enseñar a cocinar. ¿Sería yo capaz de poder hacerlo?

Sin dudas yo no sería la mejor aprendiz -nunca sería tan buena como lo fue mi tía- pero iba a intentarlo con mucho esmero.

Al llegar al banco, como si supiera en qué estaba pensando, me tomó del brazo y me miró, me refleje en sus pupilas azuladas por el tiempo y dijo:_Sé que nos estará guiando.

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Aquellas palabras fueron un consuelo a mis temores y sé que será así.

Lean jugaba y yo escuchaba atenta las recetas de los postres que le iba a hacer a mi sobrino.