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Ronald Dworkin: filósofo del derecho, filósofo de la política Conferencia de Pablo da Silveira a ser dictada el 4 de setiembre de 2014

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Ronald Dworkin: filósofo del derecho, filósofo de la política

Conferencia de Pablo da Silveira a ser dictada el 4 de setiembre de 2014

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Introducción

Como pasa con muchos autores importantes, Ronald Dworkin puede ser visto alternativamente como un filósofo individual o como una colección de filósofos diferentes. La explicación no es que sufriera alguna clase de esquizofrenia. La explicación es que, a lo largo de muchas décadas, los temas que trabajó fueron cambiando, y también fue cambiando su perspectiva de análisis y sus intereses. Hay, por cierto, una coherencia de conjunto que hace fácilmente reconocible cualquier obra de Dworkin. Pero al mismo tiempo es verdad que algunas de sus obras podrían haber sido escritas por autores diferentes, aunque afiliados a una misma corriente. Comparen, por ejemplo, su Taking Rights Seriously, publicado en 1977, con sus Foundations of Liberal Equality (las conferencias Tanner publicadas en 1990) con su último libro (Religion Without God) publicado póstumamente en 2013.

Insisto en que esta situación no es rara. Lo mismo pasa, por mencionar a otros filósofos, con Robert Nozick o Thomas Nagel. Entre las diferentes obras de muchos filósofos inquietos y creativos se produce ese extraño juego que Wittgenstein llamó “parecidos de familia”. (Un concepto que, dicho sea de paso, puede aplicarse a las obras del propio Wittgenstein).

Mi pretensión en esta conferencia no es analizar el conjunto de la producción de Dworkin ni hacer un balance global de sus aportes. Sería casi una falta de respeto intentar algo semejante en poco tiempo. Mi pretensión es más modesta y puede resumirse en dos puntos. En primer lugar, quiero enfatizar la diferencia entre el Dworkin filósofo del Derecho y el Dworkin filósofo de la política. En segundo lugar, quiero señalar una paradoja: si bien el Dworkin filósofo del Derecho produjo una mayor cantidad de páginas que el Dworkin filósofo de la política, creo que el más interesante de los dos es este último. Esto no significa, desde luego, que el Dworkin filósofo del Derecho carezca de interés. Pero creo que, en conjunto, nos dejó más problemas que soluciones. En cambio, creo que el filósofo de la política intentó medirse con un problema profundo y a mi juicio dejó abierta una pista de trabajo muy prometedora. Adelanto que la visión que voy a desarrollar aquí no es la que predomina entre sus comentaristas.

El Dworkin filósofo del derecho

El Dworkin filósofo del Derecho es una figura de primera magnitud, que ha impactado fuertemente en el debate de los últimos 40 años. Pero, si bien su influencia tiene un alcance global, el grueso de sus aportes sólo se entiende plenamente en el

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marco de discusiones propias del mundo anglosajón. Esto no se debe a alguna clase de insuficiencia en el pensamiento de Dworkin, sino a factores contextuales.

Como todos sabemos, existen enormes diferencias entre la tradición jurídica anglosajona y las tradiciones jurídicas de otras partes del mundo, incluyendo las del mundo latino al que nosotros pertenecemos. No voy a abundar en este tema bien conocido, pero permítanme recordar dos puntos específicos en los que se diferencian ambos mundos.

El primero de ellos es el lugar que ocupa la Constitución. En el mundo anglosajón, la Constitución es ciertamente una norma jurídica de mayor jerarquía que las leyes, pero es también una norma de aplicación directa a los casos judiciales particulares. En el mundo latino la Constitución también ocupa el lugar más alto en el orden normativo, pero su ámbito de aplicación es diferente. La Constitución es ante todo una norma que pone marco a la tarea del Poder Legislativo, que es el encargado de aprobar las leyes. Y las leyes son las normas que se aplican en forma directa los jueces1.

Como en muchos otros terrenos, esta división entre el mundo anglosajón y el mundo latino es hoy menos tajante que en el pasado. En nuestros países, que se han visto influidos en los últimos años por el desarrollo del Neoconstitucionalismo, existe hoy una mayor inclinación que en el pasado a aceptar la aplicación directa de los textos constitucionales a casos judiciales específicos. Pero esos cambios no han anulado del todo la diferencia entre ambos mundos, y eso explica por qué en el mundo anglosajón se discute con más intensidad sobre un problema que genera menos entre nosotros. Se trata del problema de cómo articular el contenido de las normas constitucionales con las decisiones cotidianas de los jueces.

El segundo punto de divergencia, probablemente más conocido que el anterior, refiere al papel de la jurisprudencia. En el mundo anglosajón, la jurisprudencia hace derecho. Para decirlo de manera más explícita: los precedentes judiciales son el marco al que hay que referirse para decidir casos concretos. En el mundo latino, en cambio, la ley sigue teniendo un papel absolutamente dominante. Es verdad que también en este caso las cosas están cambiando. Hoy en nuestros países los precedentes judiciales tienen mayor peso que en el pasado. Pero, aun asumiendo estos cambios, sigue siendo cierto que estudiar Derecho en nuestros países es básicamente estudiar leyes y no estudiar casos.

En el mundo anglosajón, el estudio de casos sigue siendo un componente central de la formación jurídica. Eso explica por qué se consideran cruciales algunos problemas que tienen menos importancia para nosotros. Por ejemplo, cómo asegurar un mínimo de armonía entre las decisiones judiciales que se van acumulando a lo largo del tiempo. O

                                                                                                                         1 Esta diferencia ya era señalada en 1835 por el francés Alexis de Tocqueville: “Los americanos han reconocido a los jueces el derecho a fundamentar sus decisiones sobre la Constitución más que en las leyes. En otros términos, les han permitido no aplicar las leyes que les parezcan inconstitucionales. Sé que los tribunales de otros países han reclamado a veces un derecho semejante, pero no se les ha concedido nunca” (La cita es de La Democracia en América I, I, VI).

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cómo distinguir entre un caso llamado a modificar la jurisprudencia y una simple sentencia desviada. O como encuadrar y eventualmente controlar las decisiones de unos jueces que tienen un amplio espacio para desarrollar interpretaciones personales. Estos problemas tienen mucho menos peso en nuestros países, donde los jueces siguen siendo esencialmente aplicadores de normas, con un margen de autonomía personal relativamente bajo.

El Dworkin filósofo del derecho está en el centro de estos debates típicamente anglosajones. Su respuesta consiste en combinar lo que él llama una “lectura moral de la Constitución” (“the moral reading of Constitution”) con una concepción del “derecho como integridad” (“Law as integrity”) que se presenta como marco para la labor interpretativa de los jueces.

La “lectura moral” propone leer la Constitución, no simplemente como un conjunto de reglas de rango más elevado que las normas legales, sino como una afirmación de los principios morales que sostienen el orden institucional. La actividad legislativa y la práctica judicial deben tener a esos principios como horizonte de referencia. La concepción del derecho como integridad, por su parte, afirma que el orden jurídico es una construcción histórica que permanentemente intenta ajustar los principios fundadores del orden democrático a las demandas de justicia que se expresan en circunstancias específicas. Por eso, administrar justicia no es simplemente aplicar automáticamente una norma, sino interpretar las normas y los antecedentes judiciales a la luz de toda una historia institucional de la que nos reconocemos herederos. Mediante la interpretación legal y judicial, el orden jurídico se construye a sí mismo a lo largo del tiempo.

La discusión en la que se embarca Dworkin para defender estos puntos de vista puede por momentos sonarnos exótica. Mucho de lo que escribe es de difícil incorporación incluso para aquellos lectores latinos que tienen formación jurídica. Pero esto no significa que el Dworkin filósofo del derecho sea un autor tan ligado a un contexto que no tenga nada para decirnos. Mucho de lo que dice es extremadamente valioso y sugerente. Quisiera mencionar muy brevemente tres puntos fuertes del esfuerzo teórico que realizó en este terreno.

En primer lugar, Dworkin se enfrenta en el debate a dos adversarios filosóficos que también están muy activos en el mundo latino. El primero, más antiguo, es el positivismo jurídico. El segundo, más reciente, y al que probablemente Dworkin no terminó de entender, es la interpretación económica del Derecho (lo que suele llamarse Law and Economics). Los argumentos que utiliza contra estos dos rivales tienen frecuentemente valor general, es decir, tienen valor filosófico.

(Entre paréntesis, y esto va dirigido a los estudiantes: el primer paso que conviene dar cuando uno intenta entender las ideas de un filósofo, consiste en preguntarse con quién se está peleando. Hay una imagen idealizada de la filosofía, que la presenta como un reino de plácida reflexión, en donde los filósofos miran al horizonte mientras las ideas nacen por generación espontánea dentro de sus cerebros. Esa imagen

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es completamente falsa. Desde hace de dos mil quinientos años, la filosofía es una gigantesca pelea. Todo filósofo construye sus ideas discutiendo con otros. A veces discute con un contemporáneo y a veces discute con alguien que escribió muchos siglos antes. Eso no es lo importante. Lo importante es que se consideren seriamente los argumentos del otro, dejado de lado las distancias históricas y los elementos contextuales. Por eso, lo primero para entender a un filósofo es preguntarse con quién se está peleando. Sólo entendemos a Aristóteles si entendemos que casi todo el tiempo se está peleando con Platón. Sólo entendemos la moral de Kant si entendemos que se está peleando con la duda sembrada por Spinoza acerca de si efectivamente somos libres. Sólo entendemos la preocupación de los utilitaristas por las consecuencias de nuestras decisiones si entendemos que se están peleando con Kant).

Retomemos el tema. Decía que, en primer lugar, Dworkin se enfrenta a dos adversarios filosóficos que también están muy activos en nuestro mundo latino: el positivismo y el movimiento de Law and Ecomomics. Esto le da valor general a parte de sus argumentos. En segundo lugar, el trabajo de Dworkin en filosofía del derecho ha contribuido a aumentar el interés en una distinción extremadamente importante en términos conceptuales, que es la distinción entre principios y normas. Esta distinción se remonta como mínimo a Aristóteles, pero había quedado eclipsada, principalmente por influencia del positivismo jurídico. El trabajo de Dworkin volvió a ponerla en el centro de la atención filosófica y contribuyó a aclarar muchos problemas que tienen que ver con ese vínculo.

Por último, y esto tal vez sea lo más famoso de todo lo que ha escrito Dworkin en filosofía del Derecho, está su teoría acerca de los derechos como triunfos (“rights as trumps”). El modo en que desarrolló esta idea es suficiente para que su libro Taking Rights Seriously, del año 1977, se haya convertido en un clásico de la filosofía del Derecho del siglo XX. En particular, su crítica a las apelaciones al interés general como justificación para la limitación del ejercicio de los derechos fundamentales ha pasado a ser un punto de referencia ineludible de la discusión contemporánea sobre el tema.

Esta centralidad, por cierto, no está exenta de debates. Algunos han acusado a Dworkin de promover una concepción de los derechos que pone en manos de cada miembro de la sociedad una especie de veto a la acción colectiva. Personalmente creo que esta crítica es exagerada, porque confunde la afectación de derechos con la afectación de intereses. En la visión de Dworkin, es legítimo tomar decisiones colectivas que afecten intereses particulares (aunque generando las compensaciones que corresponda) pero no es válido tomar decisiones individuales ni colectivas que afecten los derechos individuales.

Dicho en breve, lo que ha hecho Dworkin es afirmar una concepción de los derechos que pone a la democracia a salvo de del riesgo mayoritarista, es decir, que nos impide caer en esa concepción que presenta al apoyo mayoritario como condición suficiente para reconocer la legitimidad de las decisiones políticas. En este sentido, Dworkin queda ubicado, junto a autores clásicos como Benjamin Constant y Alexis de

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Tocqueville, entre aquellos que han defendido la alianza entre la tradición democrática y la tradición del gobierno limitado. Este es un punto de vista muy importante en general, y creo que hoy lo es especialmente en nuestra región, cuando las concepciones mayoritaristas del orden democrático parecen estar viviendo un momento de revitalización. La filosofía de Dworkin puede ponernos a salvo de los peligros que ese fenómeno supone.

Pese a todos estos méritos, la filosofía del Derecho de Dworkin también ha merecido objeciones vigorosas. Y tal vez la más importante es aquella que dice que su teoría de la interpretación jurídica puede conducir a una forma de activismo judicial potencialmente dañina para el propio orden jurídico.

No hay duda de que la teoría de Dworkin convierte al juez en alguien enormemente trascendente. No sólo es quien administra justicia (lo que ya es un papel suficientemente importante) sino también alguien que, en el momento de tomar cada decisión, reinterpreta la historia jurídica de una sociedad y todo el significado de su orden institucional. En un sentido fuerte del término, los jueces son quienes “hacen” la justicia que practica una sociedad.

Esta centralidad de la figura del juez tiene la virtud de convertirlo en un poder contramayoritario verdaderamente fuerte. Los jueces tales como los concibe Dworkin son figuras que pueden protegernos de las desviaciones y excesos de poder en los que eventualmente incurran los gobiernos y aun los Parlamentos. Dworkin entiende mejor que nadie la importancia de contar con esta clase de poder contramayoritario, es decir con un poder que, si bien no tiene por qué oponerse de manera sistemática a las decisiones que toma la mayoría (ya sea directamente o a través de sus representantes) tiene la capacidad institucional de hacerlo y de neutralizar esas decisiones.

Pero hay una pregunta igualmente importante que la teoría de Dworkin no consigue responder adecuadamente: si bien los jueces pueden protegernos frente a las malas decisiones tomadas por los gobiernos o por los Parlamentos, ¿quién va a protegernos de las malas decisiones tomadas por los jueces?

Especialmente en su libro Law’s Empire, Dworkin hace enormes esfuerzos argumentativos para intentar responder a esta pregunta. Allí habla de la necesidad de respetar la ley y los precedentes, sometiendo el análisis de cada caso particular a la “integridad del derecho”. Allí también formula su célebre “tesis de la respuesta correcta” (“the right answer thesis”), entendida como una idea normativa que debe presidir los debates acerca de la decisión judicial correcta. Finalmente, allí retoma una visión tradicional y antigua sobre la capacidad del orden jurídico de corregirse a sí mismo. Pero la verdad es que sus respuestas no son del todo convincentes.

Cada vez que Dworkin alude a la tradición jurídica de una sociedad, al sentido de la justicia o a los valores expresados en los textos constitucionales, está hablando de ideas sometidas a interpretación y, por lo tanto, a ideas sobre las que pueden existir desacuerdos razonables. Poner la resolución de esos desacuerdos en manos de una casta

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de funcionarios no sometidos a la regla de la mayoría se parece peligrosamente a instalar una nueva forma de aristocracia. Como dice el propio Dworkin al iniciar el Epílogo de Law’s Empire: “El derecho es un concepto interpretativo. Los jueces deberían decidir qué es el derecho al interpretar la práctica de otros jueces cuando deciden qué es el derecho”.

En otras palabras, los jueces sólo rinden cuentas ante otros jueces. Esta idea sería inquietante aún en el caso de que cada juez individualmente considerado tuviera el rigor intelectual, la erudición jurídica y el sentido de la justicia del propio Dworkin. Pero, dado que esta condición está muy lejos de cumplirse, las conclusiones institucionales que nos propone no son para nada tranquilizadoras. Es poco agradable imaginar un mundo poblado por jueces que, luego de haber leído a Dworkin, se sientan llamados a materializar en sus decisiones su interpretación personal del sentido de la justicia presente en nuestra sociedad, y simplemente confiar en que sus eventuales errores podrán ser corregidos por otros jueces.

La filosofía del Derecho de Dworkin parece excesivamente centrada en la práctica judicial. Lo que uno echa de menos es un desarrollo de los elementos de control ciudadano que deben actuar como contrapeso al poder de los jueces. Ni los procedimientos de selección de los miembros de la Suprema Corte, ni los procesos de evaluación y promoción de los jueces, ni la articulación entre la administración de justicia y el proceso legislativo ocupan un papel importante en su teoría.

Esta crítica puede sonar a oídos de ustedes como poco filosófica. Todos los que nos dedicamos a la filosofía sabemos que el pensamiento normativo debe proceder sin hacerse cargo de las dificultades prácticas que puedan generarse. Los problemas de aplicación sólo deben ser considerados una vez que hemos identificado las soluciones que podemos considerar preferibles en términos conceptuales. Pero el punto es que la filosofía del Derecho sólo adquiere alguna relevancia como disciplina si es capaz de aportar elementos para el diseño institucional. Esta es una pretensión que siempre tuvo el propio Dworkin. Cuando él habla del Poder Judicial no está haciendo alta teoría, sino una teoría capaz de orientar el trabajo de los jueces y de los tribunales en el mundo real. Y, en este terreno, su excepcional capacidad expositiva ofrece frecuentemente una falsa claridad.

No quisiera ser demasiado injusto con Dworkin. La insuficiencia que vengo de señalar es simplemente la contracara de una saludable ambición teórica. El propósito de Dworkin es ofrecer respuestas que nos pongan a salvo de los problemas que presentan algunas de las doctrinas más difundidas, como el positivismo jurídico. Y los problemas que se plantea son, efectivamente, problemas que merecen nuestra atención.

Todos sabemos que, en nuestros países de tradición positivista, un juez puede verse obligado a fallar un caso mediante la aplicación casi mecánica de la norma, aunque subjetivamente piense que la solución que está imponiendo no es la más justa. Una sentencia ajustada a Derecho no es necesariamente la que mejor responde a nuestro

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sentido de la justicia. El reflejo positivista tradicional consiste en descargar de toda responsabilidad al juez y adjudicársela al legislador. Eso genera problemas prácticos evidentes, entre otras cosas porque no trae ningún alivio inmediato a quién es víctima de una decisión judicial injusta. Pero, además, ese reflejo positivista tradicional enfrenta problemas epistemológicos difíciles de resolver. El más importante de ellos es que no podemos exigirle al legislador que anticipe toda la variedad y complejidad de los posibles contextos de aplicación de la norma, como condición para contar con normas a prueba de toda injusticia.

En una frase cargada de sabiduría, Aristóteles dice que no podemos conocer el contenido de una norma hasta que no intentamos aplicarla en diferentes contextos particulares. De algún modo, Dworkin intenta responder a este desafío. Las dificultades de su teoría son una consecuencia de su saludable inconformismo hacia algunas de las respuestas más aceptadas en los sistemas jurídicos de buena parte del mundo.

El Dworkin filósofo de la política

Hasta aquí he hablado del Dworkin filósofo del Derecho. Ahora quiero hablar del Dworkin filósofo de la política. Sus aportes en este terreno son bien conocidos. En particular, su reflexión sobre la igualdad, que fue desarrollándose inicialmente a lo largo de esa serie de artículos producidos en los años 80 que tuvieron el título común de “What is Equality?”, aportó mucho al debate contemporáneo sobre las teorías de la justicia.

Como todos sabemos, la discusión contemporánea sobre la justicia adquirió especial intensidad tras la publicación de A Theory of Justice, de John Rawls, en el año 1971. Dworkin se cuenta entre los autores que fueron fuertemente influidos por la teoría rawlsiana, pero al mismo tiempo recorre un camino personal en el que trata de distanciarse de Rawls en algunos puntos esenciales.

La teoría de Rawls tenía la particularidad de ser insensible, no solamente a las diferencias en las dotaciones naturales de los individuos, sino también al mérito. En un pasaje célebre de su A Theory of Justice, Rawls afirma que “aun la disposición a esforzarse, a intentar algo y merecerlo en el sentido corriente del término, depende de condiciones familiares y sociales favorables”2. Dicho de otro modo: tener la capacidad de autoexigirse y sacar el mejor provecho de las capacidades naturales no es una actitud

                                                                                                                         2 “Even the willingness to make an effort, to try, and so to be deserving in the ordinary sense is itself dependent upon happy family and social circumstances” (RAWLS 1971: 74).

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que merezca reconocimiento moral, porque esa capacidad está social y culturalmente determinada.

Esta total insensibilidad al mérito es una posición extrema en el normalmente moderado Rawls, y plantea un problema metodológico que no siempre ha recibido la atención debida. Como se sabe, Rawls propone un método de trabajo al que llama “equilibrio reflexivo”. Ese método nos obliga a confrontar las conclusiones abstractas a las que nos conduzca la elaboración teórica con los “juicios morales bien ponderados” disponibles en la sociedad. Nuestra reflexión sobre la justicia se mantiene libre de problemas en la medida en que nuestras conclusiones teóricas y los juicios bien ponderados estén razonablemente en línea. En cambio, si hay conflicto entre ellos, tenemos un problema que hay que solucionar: o bien debemos modificar nuestras conclusiones teóricas, o bien debemos producir una argumentación que explique por qué un juicio bien ponderado específico no debe ser considerado

Ahora bien, la idea de mérito aparece con frecuencia en los juicios bien ponderados disponibles en nuestras sociedades. Los juicios del tipo “Juan se merece su éxito porque se ha esforzado mucho” son habituales entre personas preocupadas por la justicia. Pero la teoría de Rawls no incorpora esos juicios, ni tampoco ofrece una argumentación elaborada que justifique la decisión de ignorarlos. La idea de que la capacidad de esfuerzo está socialmente condicionada es correcta, pero la idea de que ese condicionamiento llega al punto de quitar todo significado moral al esfuerzo es una afirmación que requeriría una argumentación sofisticada. Nuestro sentimiento de responsabilidad hacia los hijos también están socialmente condicionado, pero eso no alcanza para privarlo de todo significado moral. Hay aquí, por lo tanto, un problema metodológico serio en la teoría de John Rawls.

La teoría de la igualdad de Dworkin aspira a ser insensible hacia las dotaciones naturales, pero sensible a los costos y beneficios de las decisiones tomadas por los individuos. Y parte de esos costos y beneficios tienen que ver con lo que cada uno hace con sus propias dotaciones naturales. Para usar una metáfora que el propio Dworkin utilizó alguna vez: no todos nacen con la condición física necesaria para ser campeones olímpicos, pero muchos que nacen con esa condición física nunca llegan a ser competitivos porque no agregan las cuotas de esfuerzo y de sacrificio que son necesarias. La teoría moral no debería ser indiferente a esta distinción.

No es para nada seguro que Dworkin haya conseguido elaborar una teoría de la justicia tan completa y consistente como la de Rawls. Sus sucesivas formulaciones encierran problemas y sus consecuencias prácticas no siempre son claras. No obstante, Dworkin consiguió instalar algunas ideas extremadamente fuertes e inspiradoras, como la exigencia de tratar a todas las personas con igual consideración y respeto (“equal concern and respect”). Aun cuando haya debates sobre lo que significa exactamente esta fórmula, la propia existencia de esos debates alcanza para colocar a Dworkin entre los principales protagonistas de la discusión contemporánea sobre la justicia.

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No es este, sin embargo, el aspecto de su pensamiento político sobre el que quisiera detenerme. Me gustaría más bien destacar otro punto, en el que, me parece, Dworkin hace una contribución mayor a la filosofía política y a la causa del liberalismo político entendido en sentido amplio. Este aspecto de su obra no ha merecido demasiada atención, a pesar de que constituye un principio de respuesta a un problema de primera importancia para nuestra época.

El problema al que me refiero es el de la justificación del orden político liberal. ¿Por qué deberíamos preferir ese orden a otros órdenes posibles, como aquellos fundados en la fuerza, en la costumbre o en la voluntad de Dios? Muchos filósofos políticos contemporáneos evitan este problema. Simplemente asumen que la cuestión está resuelta y se dirigen a un público que aspira a un mejor funcionamiento del orden político liberal. Pero creo que esta es una actitud superficial y en última instancia autodestructiva.

Contra lo que fueron hace algunos años las predicciones de Francis Fukuyama, el orden político liberal no se ha convertido en algo así como la única opción capaz de satisfacer a los habitantes de este planeta. Luego de que Fukuyama pronosticara el fin de la historia y la pacífica expansión de la institucionalidad liberal, lo que ha habido es un crecimiento del integrismo religioso, de formas agresivas de nacionalismo y de versiones devaluadas del orden democrático que amenazan con llevarnos a un absolutismo de las mayorías. A estas amenazas que aparecen fundamentalmente en los países con débil tradición democrática se suman otras que encontramos en los países con órdenes institucionales más sólidos. Entre esas amenazas se cuentan el crecimiento de la apatía ciudadana y una pérdida de la capacidad de entender el significado de los mecanismos y procesos que protegen nuestras libertades y derechos. En este contexto, que felizmente no es dramático pero si preocupante, gana importancia y centralidad una pregunta específica: ¿por qué deberíamos preferir el orden liberal a otros órdenes posibles?

La respuesta ortodoxa entre los liberales consiste en decir que las justificaciones del orden político deben realizarse sin apelar a las convicciones privadas sobre lo que da valor a la vida. Para decirlo en el lenguaje de Rawls: dado “el hecho del pluralismo”, es decir, la permanente diversidad de convicciones “profundas” que encontramos en cualquier sociedad democrática contemporánea, no podemos aspirar a justificar las instituciones comunes mediante argumentos que apelen a aquello que nos divide. Dicho de manera más precisa: no podemos esperar a ponernos todos de acuerdo en las mismas convicciones morales, antropológicas, metafísicas o religiosas para luego construir sobre ellas la justificación del orden político. La posibilidad de tal consenso “profundo” simplemente no existe. En consecuencia, nuestro desafío consiste en justificar el orden institucional con argumentos “superficiales”, que apelen a únicamente a aquellas tradiciones e ideas públicas que compartimos en tanto ciudadanos.

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Rawls (un liberal ortodoxo en esta materia) formuló esta idea de varias maneras. En su libro de 1971 hablaba de “antifundacionismo”3 y en las obras posteriores habla de “consenso por superposición” (“overlapping consensus”)4. Pero, más allá de estas variantes, la idea de fondo sigue siendo la misma: nuestras convicciones morales personales no pueden ser utilizadas para desarrollar argumentaciones públicas a favor del orden institucional. Las argumentaciones que desarrollamos en el terreno de la moral personal y las argumentaciones que desarrollamos en el terreno político deben ser compatibles pero independientes. Sólo si separamos claramente entre política y moral podremos evitar que los procesos de decisión política terminen determinando nuestra vida moral individual.

Dworkin compartió inicialmente este punto de vista. En un artículo de 1978 en el que intenta definir el contenido doctrinal del liberalismo, sostiene con total ortodoxia que “las decisiones políticas deben ser tan independientes como sea posible de toda concepción del bien particular o sobre aquello que da valor a la vida”5. Y esa misma visión se mantendrá incambiada hasta el año 1990. Pero ese año Dworkin dicta las célebres Tanner Lectures, y el punto de vista que defiende allí es muy distinto del anterior. De hecho, puede sostenerse que el libro que recoge la versión escrita de esas conferencias (Foundations of Liberal Equality) marca un punto de inflexión en el desarrollo de sus ideas.

En el texto de las conferencias Tanner, Dworkin utiliza la expresión “estrategia de la discontinuidad” para referirse a la separación tradicionalmente reclamada por los liberales entre argumentos públicos de carácter político y argumentos privados que apelen a las convicciones personales. Pero la sorpresa es que ahora dice que esa estrategia es insatisfactoria, de modo que es necesario avanzar hacia una “estrategia de la continuidad”. Según esta estrategia, los principios de la política liberal deben ser presentados como parte de las condiciones en las que las personas queremos vivir nuestra vida moral individual (DWORKIN 1990: 6 y 17)6.

¿Por qué Dworkin da este giro en su argumentación? Básicamente, porque se ha convencido de que la “estrategia de la continuidad” nos enfrenta a graves dificultades.

En primer lugar, Dworkin observa que el programa de Rawls y los demás liberales ortodoxos corre el riesgo de ser impracticable. Dentro de cualquier sociedad mínimamente compleja existe una multiplicidad de principios latentes que frecuentemente están en conflicto. Pretender encajarlos como partes de una única historia y de una tradición común es ignorar la profundidad y complejidad del “hecho del pluralismo”. La construcción de nuestra cultura pública no debería estar

                                                                                                                         3 Ver, por ejemplo, RAWLS 1971: 127ss. 4 Ver, por ejemplo, RAWLS 1993: 141ss. 5 “Political decisions must be, so far as possible, independent of any particular conception of the good life or of what gives value to life” (DWORKIN 1978: 191). 6 Rawls malinterpreta el punto de vista de Dworkin en RAWLS 1993a: 135n.

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condicionada a la existencia de una convergencia más o menos espontánea entre nuestras convicciones profundas7.

En segundo lugar, la “estrategia de la discontinuidad” se apoya en una mala comprensión del vínculo que tenemos con nuestras propias convicciones morales, religiosas o antropológicas. En general no las vemos como un conjunto de inclinaciones que debemos mantener a distancia para privilegiar nuestra identidad pública, sino exactamente al revés: nuestras convicciones profundas están entre las cosas que consideramos más importantes en nuestra vida. No aspiramos a tomar distancia ni a ser imparciales respecto de ellas, sino a vivir una vida empapada por esas convicciones y a transmitirlas a nuestros hijos. Lejos de ser algo que debamos neutralizar o combatir, forman una parte esencial de lo que queremos ser. Dicho de otro modo: desde el punto de vista de la experiencia moral, primero están nuestras convicciones personales y luego nuestra identidad pública (es decir, aquella identidad que compartimos con los demás ciudadanos). La “estrategia de la discontinuidad” nos exige que invirtamos este orden de prioridades8.

A esto puede agregarse una tercera dificultad que Dworkin apenas considera pero que se desprende de sus argumentos: la “estrategia de la discontinuidad” sólo es aplicable en sociedades que cumplan un conjunto de condiciones. Los miembros de una sociedad dada deben compartir una cultura política suficientemente extendida, estable y reconocible para que sea posible una discusión pública sobre las mejores interpretaciones posibles de esa tradición. También deben compartir una concepción de la racionalidad que les permita comparar argumentos, evaluar la solidez de la evidencia empírica y someter a crítica los mecanismos de inferencia. Eso implica compartir ciertos criterios comunes, relativos, por ejemplo, el alcance que debe darse a los argumentos de autoridad9. Ahora bien, muchas sociedades contemporáneas no cumplen estas condiciones10. O bien carecen de una tradición de respeto a las libertades individuales, o bien se guían por concepciones de la racionalidad muy diferentes de las nuestras (por ejemplo, concepciones que dan más peso a la palabra de quienes hablan en nombre de Dios que a la evidencia empírica). En este contexto, la “estrategia de la continuidad” nos obliga a tener pretensiones modestas respecto de nuestra capacidad de justificar el orden político liberal. Esas justificaciones sólo podrán tejerse en el ámbito de las sociedades que ya cuentan con una fuerte tradición liberal a sus espaldas, lo que nos deja sin posibilidades de entendimiento con los ciudadanos de aquellas sociedades que no cumplen tal condición. En un mundo crecientemente globalizado y muy expuesto a la influencia de los integrismos y de los nacionalismos agresivos, este es un precio excesivamente alto en términos intelectuales y un grave riesgo político.

Vistas estas dificultades planteadas por la “estrategia de la discontinuidad”, Dworkin decide explorar el otro camino, es decir, la “estrategia de la continuidad”. Esta                                                                                                                          7 Ver al respecto, DWORKIN 1990: 32ss. 8 Ver al respecto DWORKIN 1990: 14, DWORKIN 1991: 415. 9 Rawls reconoce la necesidad de estas y otras condiciones, por ejemplo, en RAWLS 1989: 244. 10 Rawls intenta lidiar con este problema, de manera poco convincente, en RAWLS 1993b.

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estrategia debería intentar justificar los principios del orden político liberal por la vía de presentarlos como parte de las condiciones en las que las personas queremos vivir nuestra vida moral privada. Ahora bien, ¿es posible recorrer este camino sin ignorar el “hecho del pluralismo” y, por lo tanto, sin terminar atentando contra la libertad moral de los ciudadanos? La respuesta ortodoxa entre los liberales es que no. La respuesta de Dworkin es que sería posible hacerlo si conseguimos justificar una tesis sobre nuestra vida moral que él llama la “tesis de la dependencia”. Esa tesis afirma que nuestro deseo de vivir una vida buena y nuestro deseo de vivir en una sociedad justa son pretensiones interdependientes11. Si esto es así, podremos invocar argumentos ligados a nuestras convicciones morales privadas para justificar el orden público, aun en un contexto caracterizado por “el hecho del pluralismo”.

La argumentación de Dworkin a favor de la “tesis de la dependencia” parte de una observación bien conocida acerca de la relación que establecemos con nuestros propios deseos o preferencias (utilizo aquí estos términos de manera intercambiable). Todos nosotros tenemos simples deseos de facto, es decir, preferencias que nos gustaría ver satisfechas. Por ejemplo, nuestro deseo de tomar helado de chocolate. Pero además de querer ciertas cosas, hay cosas que queremos querer. Comparemos nuestro deseo de tomar helado de chocolate con nuestro deseo de tener buenas relaciones con nuestros hijos. Tomar helado de chocolate tiene alguna importancia para nosotros porque se da el caso de que nos gusta el helado de chocolate. Pero la relación es inversa cuando se trata del vínculo con nuestros hijos: deseamos tener buenas relaciones con nuestros hijos porque tener un buen vínculo con ellos forma parte de las cosas que consideramos importantes. Dicho de otro modo: generalmente pensamos que nuestra vida no se volverá peor si deja de gustarnos el helado de chocolate, pero sí pensamos que nuestra vida se volverá menos valiosa si deja de importarnos el vínculo que tenemos con nuestros hijos.

Esta distinción tiene viejos antecedentes filosóficos. Como mínimo se remonta a Aristóteles, y en nuestra época ha sido trabajada por autores como Harry Frankfurt, Amartya Sen, Charles Taylor y Bernard Williams12. Se trata e una distinción que plantea problemas, ya que la frontera entre los dos tipos de intereses no es tan clara como pudiera parecer. Pero aquí podemos dejar esas dificultades de lado, porque lo único que importa a los efectos de la argumentación de Dworkin es el siguiente punto: si efectivamente hay en nuestra vida moral cosas que queremos querer, entonces nuestros intereses no se reducen a ver satisfechos nuestros deseos de facto. Además nos interesa verificar que los deseos que tenemos son los mejores deseos que podemos tener. Dicho de otro modo: estamos presididos por el interés en vivir una vida que sea efectivamente valiosa, y no solamente una vida en la que veamos cumplidos los deseos que hemos incorporado de hecho. La pregunta por la mejor vida que podemos vivir (o al

                                                                                                                         11 Ver sobre el punto DWORKIN 1991: 415. 12 Aristóteles introduce el tema en Etica a Nicómaco 1113a15ss y 1174b15ss. Para los otros autores mencionados ver FRANKFURT 1971, SEN 1974, TAYLOR 1982, WILLIAMS 1985.

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menos por los criterios que permiten identificar una vida razonablemente buena) tiene sentido para nosotros y ocupa una parte importante de nuestra vida moral.

En Foundations of Liberal Equality, Dworkin distingue tres modelos que podemos utilizar para dar respuesta a esta pregunta. Los llama respectivamente el modelo del impacto, el modelo del contenido y el modelo del desafío. El modelo del impacto dice que una vida es valiosa si genera consecuencias que son valoradas por los demás. En este sentido, la vida de Mozart es valiosa porque dejó obras que son ampliamente admiradas. El modelo del contenido dice que el valor de una vida no depende de las cosas buenas que deje como legado sino de las cosas buenas que permita vivir. Una vida es valiosa en función de las experiencias que contiene, del mismo modo que un museo es valioso en función de las piezas que hay en su interior. Por último, el modelo del desafío dice que una vida es buena si puede ser vista como una buena respuesta a las oportunidades y desafíos proporcionados por el contexto13.

Los dos primeros modelos, dice Dworkin, no resisten el contraste con nuestra experiencia moral. El modelo del impacto no tiene en cuenta que muchas de las cosas que dan valor a nuestra vida (como la calidad del vínculo que tenemos con nuestros hijos) no funcionan con esa lógica. Alguien puede dejar un legado de gran impacto y al mismo tiempo haber vivido una vida muy infeliz. El modelo del contenido tiene en cuenta esta dificultad, pero se enfrenta al problema de cómo identificar las excelencias que darían valor a una vida. Las virtudes aristocráticas descritas por Aristóteles están en conflicto con las virtudes predicadas por el cristianismo, y las virtudes apreciadas en la sociedad del conocimiento no coinciden con las apreciadas en una sociedad guerrera. Por lo tanto, este modelo amenaza con conducirnos, o bien hacia un perfeccionismo universalista incompatible con el “hecho del pluralismo”, o bien hacia un relativismo que vuelva inviable todo intercambio de argumentos sobre lo que da valor a una vida (DWORKIN 1990: 81).

A partir de estas críticas, Dworkin va a intentar sostener que el modelo del desafío es el que mejor se adapta a los datos fundamentales de nuestra experiencia moral. A diferencia del modelo del impacto, el modelo del desafío afirma que en la evaluación de una vida cuentan acontecimientos y experiencias que pueden resultar insignificantes para el resto del mundo. Y a diferencia del modelo del contenido, este modelo afirma que no existe algo que pueda ser identificado como una “vida buena” con independencia de los juicios formulados en un contexto específico. El modelo del desafío afirma que una vida buena consiste en una vida que es capaz de dar respuestas valiosas a las oportunidades y desafíos que nos presenta un contexto de acción específico (DWORKIN 1990: 57).

¿Por qué Dworkin se toma el trabajo de hacer estas distinciones más propias de un filósofo moral? Porque está siguiendo una estrategia argumentativa que puede resumirse del siguiente modo: si el modelo del desafío es el que mejor explica nuestra experiencia moral, entonces la tesis de la dependencia es sostenible. Y si la tesis de la                                                                                                                          13 Para todo esto ver DWORKIN 1990: 53-54.

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dependencia es sostenible, entonces puede justificarse la estrategia de la continuidad como camino para justificar el orden político liberal. Veamos gruesamente cómo procede.

Supongamos por un momento que Dworkin nos ha convencido de que el modelo del desafío es el que da mejor cuenta de nuestra experiencia moral. Si esto es así, entonces podemos asumir que una vida buena, es decir, una vida digna de ser vivida, es aquella que es capaz de dar buenas respuestas a un contexto que es capaz de plantear desafíos interesantes. Si el contexto no nos da ninguna posibilidad de poner en juego nuestra capacidad de respuesta, será muy difícil para nosotros vivir una vida mínimamente atractiva. Y, desde luego, esto tampoco ocurrirá si el contexto nos da esas oportunidades pero somos incapaces de aprovecharlas.

Ahora bien, ¿cómo podemos saber si un contexto específico nos está planteando desafíos capaces de agregar valor a nuestra vida? Con argumentos que me permito obviar aquí, Dworkin sostiene que sólo es posible vivir una vida individual valiosa en un contexto que asegure la más amplia dotación de libertades para todos y una distribución de recursos lo más igualitaria que sea posible14.

Una dotación de libertades más abundante nos permitirá recorrer más caminos y ensayar respuestas más variadas a los desafíos del contexto. Una distribución más igualitaria de recursos nos permitirá comparar nuestra capacidad de respuesta con la capacidad de respuesta de los demás. De la misma manera que un atleta prefiere triunfar en un marco de reglas exigentes e iguales para todos, a hacerlo en un marco de reglas demasiado fáciles o demasiado inequitativas, nosotros tenemos razones para preferir una distribución de libertades y recursos que sea lo más amplia e igualitaria que sea posible. Una vida sólo puede ser considerada valiosa si puede resistir la comparación con otras vidas vividas en condiciones similares. Dicho de otro modo: la vida es un desafío y la mejor respuesta que podamos dar a ese desafío es la mejor respuesta que podamos dar en condiciones de igualdad. Sólo en ese caso podremos sentirnos orgullosos de nuestros propios logros.

No puedo entrar en un análisis detallado de esta argumentación, ni quiero detenerme en las dificultades que enfrenta. Lo que me interesa es observar la forma general del argumento. Y esa forma consiste en decir que, si prestamos atención a las particularidades de nuestra vida moral individual, no podemos ver con indiferencia el contexto político, social y económico en el que nos toca actuar. Hay una relación entre nuestros intereses morales personales y las condiciones en las que se desarrolla la vida colectiva. El orden político liberal puede entonces ser justificado por el camino de apelar a nuestros intereses en el terreno de la moral personal.

La formulación ensayada por Dworkin en las Tanner Lectures no está libre de problemas. Por ejemplo, no tiene ninguna capacidad de respuesta ante un interlocutor

                                                                                                                         

14 Para esta parte de su argumentación, ver DWORKIN 1990: 73-83.

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nietzscheano (o al menos, para un interlocutor que haya hecho cierta lectura de las obras de Nietzsche) que reclame una mayor dotación de recursos porque se considera más talentoso que los demás y, en consecuencia, cree poder hacer un mejor uso de ellos. Pero no quiero entrar aquí en estas dificultades. Lo que me importa es el alejamiento que se produce aquí frente a todas las posturas teóricas que consisten en tomar la cultura igualitaria como un punto de partida que no necesita argumentación. Esas posturas teóricas, muy extendidas hoy en el campo del liberalismo político, no son capaces de tender puentes hacia mucha gente que ha crecido en otros contextos culturales, ni tienen una gran capacidad justificatoria hacia las nuevas generaciones de nuestras propias sociedades.

Observen que el pasaje desde la “estrategia de la discontinuidad” a la “estrategia de la continuidad” implica una reformulación del modo en que concebimos el debate público. Para la visión “discontinuista” el único objeto de ese debate es generar acuerdos sobre los principios e instituciones fundamentales que van a sostener la coexistencia social. Si ese es el único tema en cuestión, entonces es verdad, como piensa la ortodoxia liberal, que la introducción de argumentos relativos a nuestra vida moral personal es potencialmente peligrosa. Pero las cosas cambian si incorporamos una concepción del debate público no sólo como el lugar donde se discuten los principios y arreglos institucionales fundamentales, sino también como el lugar donde se desarrollan argumentaciones capaces de establecer puentes entre las concepciones “profundas” preferidas por los individuos y la justificación pública de una concepción de la justicia. En ese caso sería posible introducir al menos algunos argumentos relativos a la vida moral personal sin generar amenazas a la libertad.

El espacio público así entendido no sólo será un resultado de la opción a favor de la institucionalidad liberal, sino también el lugar donde permanentemente se renueven adhesiones a favor de esa opción. De este modo, la existencia de una background culture capaz de sostener a las instituciones no sería un dato externo que sólo puede ser constatado por los ciudadanos, sino (al menos parcialmente) un resultado del esfuerzo de construcción ciudadana. Concomitantemente, nuestra identidad privada en tanto agentes morales y nuestra identidad pública en tanto ciudadanos no quedarían artificialmente divorciadas sino integradas en una misma lógica.

Un enfoque de este tipo, ciertamente más sofisticado que el de Rawls, puede poner a la institucionalidad liberal en mejores condiciones para defender su propia continuidad histórica. En particular, una concepción de este tipo nos deja mejor equipados para responder a dos grupos de desafíos muy presentes en el mundo actual.

El primer es grupo está constituido por los desafíos a la continuidad institucional que encontramos dentro de casi cualquier sociedad democrática contemporánea. Entre ellos se cuenta la desafección de los miembros de las nuevas generaciones hacia la política en general (lo que puede llevar a niveles crecientes de apatía ciudadana) y la creciente fragmentación cultural que resulta de mayores niveles de respeto hacia la diversidad de identidades y tradiciones.

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El segundo grupo está constituido por los desafíos que plantea un orden internacional cada vez más globalizado, cada vez más multipolar y cada vez más condicionado por el reconocimiento de la multiculturalidad. En un mundo semejante, las posibilidades de conflicto son crecientes, al tiempo que se vuelve cada vez más difícil apelar a una concepción no desafiada de los derechos para justificar de una institucionalidad internacional con alto grado de legitimidad.

La apuesta de Dworkin a la “estrategia de la continuidad” es una de las primeras manifestaciones de una posición teórica que luego sería seguida por otros autores, como Will Kymlicka15, y que intenta medirse con este desafío. Pese a las dificultades que sin duda enfrenta, el mérito consiste en haber contribuido a construir una perspectiva que enriquece a la tradición del liberalismo político.

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                                                                                                                         15 Para una formulación temprana ver KYMLICKA 1989.

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Frankfurt, H. 1971: “Freedom of the Will and the Concept of a Person”. The Journal of Philosophy, Vol. 68, No. 1, 5-20.

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