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27 cuentos de autores vascxs En el Portal de Literatura Vasca en el que se puede encontrar información sobre diferentes aspectos de la literatura vasca (su historia , catálogos de escritores vascos, traducciones, enlaces de interés, noticias sobre la literatura vasca) están accesibles varias obras (poesías, cuentos). Para quienes están, estamos lejos de Euskal Herria, bueno…de sus librerías, y disfrutamos de su literatura, hay aquí 27 cuentos extraídos del Portal. Solamente 27 cuentos de una riquísima, deliciosa, compleja, conmovedora producción de cuentos, que se pueden encontrar también en otra parte (tradición oral, literatura y poesía en euskera, hay mucho en Internet. Por ahora, estos cuentos de la narrativa actual. Euskal literaturaren ataria / Portal de literatura vasca http://www.basqueliterature.com/ Kudeaketa: EIZIE Babesleak: Gipuzkoako Foru Aldundia , Eusko Jaurlaritza , Cedro Gestión: EIZIE Patrocinadores: Diputación Foral de Gipuzkoa , Gobierno Vasco , Cedro Los 27 cuentos Los informes informales - ARISTI, Pako Lectura del diario de Dalí - ATXAGA, Bernardo El reino de los cielo - BORDA, Itxaro El colchón - CANO, Harkaitz Un beso en la oscuridad - CILLERO, Javi Un beso en la oscuridad - CILLERO, Javi El pelo de Van't Hoff - ELORRIAGA, Unai Pasto de moscas - ETXEBERRIA, Hasier Gubbio - GARZIA, Juan (in Garzia, Juan. Sombra de sombras, Alga, 2005) Una tierra más allá - IRIGOIEN, Joan Mari Las moscas no salen en las fotos - ITURRALDE, Joxemari Voces de ballena - JIMENEZ, Edorta Un cocodrilo bajo la cama - LANDA, Mariasun La felicidad perfecta - LERTXUNDI, Anjel Un vagón en la llanura - LINAZASORO, Karlos Nuestro barrio 1975 - MENDIGUREN ELIZEGI, Xabier Sísifo enamorado - MINTEGI, Laura Como el carbón - MONTOIA, Xabier 1

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27 cuentos de autores vascxs

En el Portal de Literatura Vasca en el que se puede encontrar información sobre diferentes aspectos de la literatura vasca (su historia , catálogos de escritores vascos, traducciones, enlaces de interés, noticias sobre la literatura vasca) están accesibles varias obras (poesías, cuentos).Para quienes están, estamos lejos de Euskal Herria, bueno…de sus librerías, y disfrutamos de su literatura, hay aquí 27 cuentos extraídos del Portal. Solamente 27 cuentos de una riquísima, deliciosa, compleja, conmovedora producción de cuentos, que se pueden encontrar también en otra parte (tradición oral, literatura y poesía en euskera, hay mucho en Internet.Por ahora, estos cuentos de la narrativa actual. Euskal literaturaren ataria / Portal de literatura vasca http://www.basqueliterature.com/

Kudeaketa: EIZIE Babesleak: Gipuzkoako Foru Aldundia, Eusko Jaurlaritza, CedroGestión: EIZIE Patrocinadores: Diputación Foral de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Cedro

Los 27 cuentos

Los informes informales - ARISTI, PakoLectura del diario de Dalí - ATXAGA, BernardoEl reino de los cielo - BORDA, ItxaroEl colchón - CANO, HarkaitzUn beso en la oscuridad - CILLERO, JaviUn beso en la oscuridad - CILLERO, JaviEl pelo de Van't Hoff - ELORRIAGA, UnaiPasto de moscas - ETXEBERRIA, HasierGubbio - GARZIA, Juan (in Garzia, Juan. Sombra de sombras, Alga, 2005)Una tierra más allá - IRIGOIEN, Joan MariLas moscas no salen en las fotos - ITURRALDE, JoxemariVoces de ballena - JIMENEZ, EdortaUn cocodrilo bajo la cama - LANDA, MariasunLa felicidad perfecta - LERTXUNDI, AnjelUn vagón en la llanura - LINAZASORO, KarlosNuestro barrio 1975 - MENDIGUREN ELIZEGI, XabierSísifo enamorado - MINTEGI, LauraComo el carbón - MONTOIA, XabierComo los ahogados a la superficie - MUJIKA IRAOLA, InazioComo los ahogados a la superficie - MUJIKA IRAOLA, InazioLetargo - MUÑOZ, JokinEl capricho de la señora Anderson - OÑEDERRA, LourdesLuego les separa la noche - ROZAS, IxiarLa obsesión de Rossetti - SAIZARBITORIA, RamonTres cuentos - SARRIONANDIA, JosebaAgur, Euzkadi - ZABALA, Juan LuisAtlas sentimental - ZUBIZARRETA, Patxi

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Los informes informales ARISTI, Pako

El reencuentro

Fue el viejo Guillermo quien rescató a Genaro Romara de las rocas cuando se estaba ahogando entre las olas con la cabeza ensangrentada y los brazos inmóviles. Guillermo había salido a pescar chipirones entre Guetaria y Zumaya, sin alejarse mucho de la orilla. Un destello en la carretera entró en sus ojos por un lateral, y tras el gesto instintivo alcanzó a ver el corto vuelo de algo hacia las rocas; un coche se había llevado por delante el petril y tras la caída quedó como un viejo acordeón imposible de cerrar. El viejo pescador sintió en sus entrañas la virulenca del golpe sordo y metálico, y navegó en su auxilio.

Genaro Romara es un escritor italiano que cultiva la literatura infantil. Nosotros, lógicamente, no hemos podido leer nada suyo, pero en Italia debe tener mucho éxito, ya que aparentemente vive de eso. No como nosotros, que gastamos el tiempo rectificando y puliendo hierros retorcidos sin poder evitar que la vida deforme, cada vez más, nuestros músculos y nuestros doloridos huesos.

Genaro Romara llegó a Guetaria hace seis meses, de vacaciones, estancia que luego prolongó indefinidamente. Los curiosos barajábamos tres hipótesis para explicar la decisión de Genaro Romara. Una era positiva: buscaba nuevos escenarios para sus historias y decidió escribir sobre esta hermosa tierra. Otra era negativa: su pasado albergaba algo aborrecible e inconfesable, y vino a rehacer su vida guiado por la creencia de que el cambio de espacio puede borrar la memoria. (La tercera fue esgrimida por unas amas de casa desengañadas de su matrimonio: intentaba olvidar un fracaso amoroso).

El accidente renovó las discusiones en torno a las distintas conjeturas y fue utilizado por cada cual como prueba definitiva de lo acertado de su teoría.

Para los positivos no fue más que un desgraciado percance. Los negativos no dudaron en achacarlo a un intento de suicidio provicado por los periódicos latigazos de una memoria tenaz que se negaba al olvido. Las amas de casa fueron las únicas que se preocuparon de su estado y le visitaron en el hospital.

Genaro Romara salió con vida, y el tiempo que nos llevó arreglar su automóvil, un Renault 21, fe casi el mismo que emplearon los médicos en recomponerle a él, como si una profunda compenetración hubiera dotado a ambos cuerpos, de hierro uno, de carne el otro, de una sensibilidad pareja tanto en vulnerabilidad como en capacidad de recuperación.

Empotrado contra las rocas, el chasis quedó reducido y desviado, se rompió una mangueta, una llanta, reventó el radiador, se deformaron las aletas, la cremallera de dirección se desbarató y el parabrisas quedó hecho añicos. Lo desmontaron todo en la parte delantera; el motor, los amortiguadores, las manguetas, los frenos, y nos trajeron el coche con la carrocería suelta el mismo día en que llevaron a Genaro de la UVI a una habitación normal. El motor apenas sufrió daños; el arduo y lento trabajo se refería casi exclusivamente a la carrocería. Colocamos el vehículo en la bancada, y después de calibrar, sobre su medida exacta, la desviación del chasis, calentamos el hierro con un soplete para alargarlo unos veinte centímetros.

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Aunque el cuerpo de Genaro Romara no registró fracturas de importancia, algo fallaba en su cabeza. El engranaje de su mente parecía estar formado por piezas que habían perdido toda coordinación y ya no encajaban n se relacionaban entre sí: la amnesia más total e impenetrable asomó su mirada alucinada.

Se sentía saludable y fuerte, pero no llegaba a recordar nada de sí mismo. De repente, y tras la visita del viejo Guillermo, la desconfianza e inseguridad provocadas por la amnesia fueron sustituidas por una inesperada sensación de certeza. Creyó descubrir en cada visitante que pasaba por su habitación, incluso en aquella mujer italiana que aseguraba ser su última y abandonada esposa, una actuación teatral realizada a la sombra de un guión escrito que formaba parte de un plan para volverle loco, ingresarle en un manicomio y quedarse con su fortuna. Él no lo recordaba, pero deducía que si tanta gente participaba en la farsa era porque había dinero suficiente para repartirlo entre todos, y creía, por la misma razón, que todos aquellos actores no cejarían en su empeño de trastornarle hasta ver felizmente resuelta la conspiración y haber cobrado su trabajo. En lugar de suponer ayuda alguna, cada visita volvía al escritor más nervioso e irascible.

Con el chasis a punto devolvimos el vehículo al taller para que le montaran el motor. Entonces llegó su editor italiano y sorprendió a los médicos con una propuesta tan evidente como deslumbrante: hacer leer a Genaro sus propios libros. Éste reaccionó furibundamente ante la perspectiva de tener que leer aquellas chorradas para niños. Era una burla, porque él prefería revistas más acordes a su edad. Pero pronto, la puesta en práctica de la idea del editor nos proporcionó una agradable y esperanzadora sorpresa. A Genaro Romara le encantaron los libros y pidió más obras del mismo autor. El hecho de que el nombre de la portada concidiera con el que decían que era el suyo lo atribuyó a la insistencia médica de llevar hasta el límite la estrategia de la confusión.

Su petición de más libros infantiles fue interpretada por los médicos como una aceptación de su probable locura, bien porque sin el apoyo de la memoria su batalla era como dar palos de ciego, bien porque la promesa de su alta inminente le había hecho creer en su ictoria sobre aquellos farsantes vestidos de blanco.

Fueron veintiséis los libros que leyó, uno tras otro. Entonces le comunicaron que era todo lo que el autor había escrito hasta el momento y que actualmente se hallaba muy deprimido y tal vez le fueran de gran ayuda las cartas de ánimo y admiración de sus lectores.

La estratagema dio en el blanco. Genaro Romara escribió una carta a Genaro Romara en la que describía los buenos momentos vividos gracias a sus libros, al tiempo que le solicitaba que continuase escribiendo.

La carta, mandada por los médicos con acuse de recibo, fue devuelta al hospital, esperando que una carta, llegada para Genaro Romara con su nombre, la dirección del hospital, y el número de su habitación, le haría reaccionar.

Pero no ocurrió nada. El escritor tiró la carta a la basura, sin percibir el mensaje simbólico puesto astutamente por los médicos en sus manos. La memoria se negaba a tomar el camino de regreso a aquella personalidad previa al accidente. Los médicos decidieron contarle toda la verdad e insistir en ella, aún sabiendo que era contraproducente, preocupados más por aliviar la desesperación de su fracaso que por las consecuencias que aquel paso podía acarrear a su paciente. Cuando Genaro Romara, acuciado otra vez por la neura del complot, recordó de nuevo la promesa de su alta hospitalaria, los médicos, resignados, lo arreglaron todo para que saliera al día siguiente. Ellos ahora tratarían de olvidar, con una amnesia sólo parcial pero interesada, su fracaso contra la amnesia total e inconsciente de Romara.

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Después de colocar el motor nos trajeron de nuevo el coche para encajar la carrocería, dar los últimos toques y dejarlo listo para correr sobre el asfalto. Ya era hora. Llevamos veintiséis días a vueltas con él, y entre piezas y mano de obra el presupuesto había alcanzado el millón.

Hoy, por cumplirse un mes justo del accidente, se ha presentado Genaro Romara pidiendo las llaves del coche. En nuestro taller suele haber normalmente una quincena de coches, y se me ha ocurrido un juego. He puesto las llaves en su mano y me he alejado apresuradamente con la excusa de que no puedo perder un minuto de trabajo, le he dejado en medio del pabellón sin otra compañía que la niebla de su mente.

Ha mirado las llaves traspasado por la duda. Iba a decir algo, pero ha cerrado la boca y ha cambiado las llaves de mano. Con las cejas arrugadas a modo de visera imposible ante el olvido, que desorienta su mente, ha contemplado los vehículos (los cuales parecían realmente estar esperando su decisión).

No ha perdido mucho tiempo. El Renault 21 metalizado ha apresado instantáneamente su mirada, y Genaro Romara lo a reconocido con asombro, con alegría, desgana, dolor y otros sentimientos que han desfilado por su rostro, como si sucumbiera a la extraña descolocación sentimental que causan a veces las evidencias repentinas y absolutas (sobre todo cuando —como ocurre en este caso— no está claro si nuevo es el mundo en que Romara entra ahora, o aquel otro que abandona). No sabía qué hacer, si entristecerse o alegrarse, si coger el coche o huir del taller, si caminar o seguir parado.

Al fin se ha decidido. Ha entrado en el coche, lo ha puesto en marcha y me ha saludado a la salida. Creo saber cuál de las hipótesis esgrimidas en torno a su figura es la acertada, y una corazonada me señala el lugar a donde se dirige Genaro Romara en estos momentos. Como ocurre a algunos personajes de cuentos mágicos chinos, durante un mes ha vivido fuera de sí mismo, desterrado de sí. La parte más importante y decisiva de su persona quedó en las rocas, mientras su cuerpo deambulaba por las distintas habitaciones del hospital.

Queda por saber, y esto confirmará o desmentirá mi intuición, si cuando llegue al acantilado rescatará su persona de entre las rocas o será el cuerpo el que se deslice pendiente abajo hasta sumergirse.

German Oliden, carrocero

©Aristi, Pako. Los informes informales, ed. Hiru, 1997©Traducción: Aristi, Pako; Etxegoien, Fermin

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Lectura del diario de Dalí ATXAGA, Bernardo

Fragmento del cuento «Lectura del diario de Dalí», de Bernardo Atxaga, escrito originariamente en castellano, se publicó en Uve, suplemento del diario El Mundo (4 de agosto de 2004).

"La historia que voy a contar comenzó el día que entré en una biblioteca pública y encontré en ella un ejemplar del libro de Salvador Dalí "Diario de un genio". El bibliotecario, que, por decirlo así, es un verdadero delincuente, bajó la voz y me dijo: "Si se lo quiere llevar, es suyo. Me conformo con la mitad de lo que le costaría en una librería". Aquello era irregular, y tuve miedo de que alguien nos estuviera escuchando. "No se preocupe -sonrió él-. Estamos los dos solos. Ya no hay afición a la lectura. Podría vender todos los volúmenes de la biblioteca sin que nadie los echara en falta".

Soy una persona dubitativa. No supe qué contestar. "Ya se habrá dado cuenta de que ese libro tiene las huellas del anterior lector. Está lleno de subrayados y de notas escritas a mano -insistió el bibliotecario-. Eso le añade atractivo, a mi parecer." Abrí el libro, y me encontré con la trascripción de la carta que Salvador Dalí escribió a Josep Plá el 13 de julio de 1952. Desentendiéndose del asunto del mensaje, relativo al átomo daliniano -"el único que en la comarca del Ampurdán se encuentra en periodo de incubación"-, el lector había subrayado con trazo grueso las palabras de cortesía que precedían a la firma: "Venga a comer. Se le preparará lo que más le agrade o aquello que convenga a su régimen". Me pareció una marca pintoresca.

Seguí mirando el libro en busca de algo más enjundioso, y encontré enseguida, entre las páginas 42 y 43, el recorte de una revista. Se trataba de una receta: "Ragout de carne con vino tinto". En la lista de ingredientes, donde decía "1kg de carne de vaca en trozos cuadrados", el lector había subrayado con doble raya la parte final de la frase: "en trozos cuadrados". Miré al bibliotecario: ¿Quién había sido el lector? ¿El cocinero de un restaurante? ¿Se acordaba de él? El bibliotecario asintió sin perder su sonrisita: "Me acuerdo bien. Está en la cárcel". "¿En la cárcel? ¿Lo dice en serio?", exclamé. Él reparó en mi sorpresa, y su tono y su sonrisa se volvieron burlones: "Claro que se lo digo en serio. Está en la cárcel -dijo. Luego susurró-: En la galería de los especiales".

Es tan grande la monotonía de la vida cotidiana que cualquier suceso que nos permita alejarnos de ella resulta grato: cuando niños, basta con un poco de nieve; cuando adolescentes, con un beso furtivo o una carta inesperadamente amorosa; después, cuando entramos en la edad discreta y la nieve no nos importa y los besos o las cartas escasean o desaparecen, quedamos a merced de algún accidente, de un encantamiento que brille de pronto en medio de las horas y los minutos grises y nos deslumbre. "¿Cuánto le debo?", pregunté. Pagué el precio, y me marché con mi ejemplar del "Diario de un genio" escondido bajo la camisa.

Volví a abrirlo nada más llegar a mi habitación. En la página 168, en la anotación correspondiente al día 4 de septiembre de 1956, el lector había aislado con una raya el último párrafo, que decía: "Mientras me encuentro de rodillas veo por la ventana el bote amarillo de Gala que llega al muelle. Salgo y corro al encuentro de mi tesoro para abrazarlo. Ella se parece más que nunca al león de la Metro Goldwyn Mayer. Nunca tuve tantas ganas de comérmela como ahora. Le ruego a Gala que me escupa en la frente, lo que ella hace sin hacerse rogar". Había en el párrafo una raya más. El lector había subrayado la penúltima frase: Nunca tuve tantas ganas de comérmela como ahora.

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Aquel párrafo me excitó, y preferí, para que la cosa no fuera a mayores, dejar el libro y bajar a la sala para ver la película que daban en la televisión. Era bastante buena, pero no me quedé hasta el final, porque los vecinos -con los que, por decirlo así, comparto el aparato- no hacían sino fumar y dar voces. Antes de una hora estaba de nuevo en la cama, leyendo.

Sentía dos deseos distintos. Quería, por una parte, leer el diario en orden cronológico; pero, por otra, las huellas del lector que pasaba sus días y sus noches en la galería de "los especiales" me robaban la atención. Aprovechaba cualquier interrupción para traicionar el texto impreso y leer lo de aquel "otro". Un poco antes de quedarme dormido, el libro se me cayó de las manos dejando a la vista la punta de un papelito. Lo saqué con cuidado y lo leí. Era la receta para preparar un rollo de carne picada para 60 personas. Después de la lista de los ingredientes y las instrucciones para mezclar la carne con el ajo y el perejil, venían dos subrayados: "Mójese las manos y fórmese un rollo con la carne como si fuese un asado", señalaba el primero. Y el segundo: "Con un cuchillo se hace una raya poco profunda a lo largo del rollo".

Me entró una duda: era raro aquello de "un rollo de carne picada para 60". Habitualmente, las recetas hablan de 4 o 6 personas, no de 60. "A no ser que se tenga que preparar comida para los presos de la galería", se me ocurrió. La precisión de mi cálculo me desconcertó. Es verdad que en la galería de los presos "especiales" suele haber 60 presos. No sé de dónde he podido sacar ese dato.

Traicioné definitivamente a Salvador Dalí y llevé mis ojos por donde el lector había dejado sus huellas. Uno de los pasajes que había elegido era interesante. Decía Dalí -y subrayaba el lector: "Como ya he descrito en mis profundos estudios sobre el canibalismo, la necesidad de engullir corresponde mejor a un deseo impulsivo de orden afectivo y moral que a una necesidad de nutrición. Se traga para identificarse totalmente y de la manera más absoluta con el ser amado". La palabra canibalismo tenía dos rayas debajo. Sentí entonces lo que el abogado de una película famosa llamaba "un impulso irrefrenable", y añadí una tercera raya con mi propio lápiz. La palabra "caníbal" siempre me ha gustado. Nada más pronunciarla me veo lejos, en una selva, con amigos que ríen y con mujeres desnudas que nos ofrecen sus tetas. No es nada malo pensar así. Son sólo fantasías."

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El reino de los cieloBORDA, Itxaro

Maiana Artoiz, la hermana pequeña de mi padre, llegó al apartamento que su hijo mayor Frantxua tenía en Baiona después de tomar el autobús en el cruce de Otsabide. La mujer estaba ya harta de las continuas peleas con su nuera; Marys no veía en ella sino defectos y errores, y en ocasiones también su hijo Jakes la reprendía, siguiendo los pasos de su esposa. Lo cierto es que Maiana jamás hubiera imaginado una vida como aquella, en su propia casa. Por la noche, al acostarse, se deshacía en lágrimas pensando en lo triste de su situación tras la muerte de su marido, aunque tampoco él la había tratado demasiado bien. Finalmente, una mañana, cuando se sentaron a la mesa de la cocina para desayunar, les anunció su gran decisión:

— Me voy a vivir con Frantxua.

— Por mí, como si quieres irte al infierno —respondió Marys, soltando una insolente carcajada.

— ¡Al menos Frantxua me tratará como a una persona! —suspiró, y se fue a dar de comer a las gallinas, pues ya se oía su cacareo en el suelo embarrado por la lluvia.

A partir de ese momento, Marys no volvió a dirigirle la palabra y Jakes rehuía su mirada. Así que, tras llamar por teléfono a Frantxua, Maiana pasó cinco o seis días preparando sus escasas pertenencias.

Tampoco Frantxua se entusiasmó con la idea de que su madre fuera a vivir con él. Recalcó que el apartamento era pequeño, que volvía cansado del trabajo y que necesitaba estar solo. Pero desde niño había demostrado tener buen corazón y, finalmente, no le quedó más remedio que ceder y aceptar la petición de su madre. Las dudas y vacilaciones de Frantxua despertaron en Mariana un profundo temor: ¿con quién iba a hablar, si nadie deseaba su compañía? ¿Tendría que acudir, como Janina la de Etxepare, a la residencia de ancianos de la capital del cantón? No sabía qué hacer, cómo actuar. Aún así, en el fondo de su alma resonaba el tibio sí de su hijo como una débil señal de amor. Aseguró a Frantxua que sería por poco tiempo, que no podía seguir viviendo de aquella manera, que su nuera la trataba mal y que pronto podría alquilar su propio apartamento en Bayona, porque en fondo le daba lo mismo la ciudad que el caserío, con tal de disfrutar de un poco de paz. Tras escuchar aquellas condiciones Frantxua accedió, repitiendo en voz alta que era una solución provisional.

La víspera de partir hacia Baiona, Maiana se acercó al apacible abrevadero que había cerca del caserío Iratzeta. Se sentó bajo un alto y verde roble, con su perro al lado, sofocada por el esfuerzo de la caminata. El pasado, esa turbia telaraña, se adueñó de su pensamiento y el recuerdo de sus cinco hijos sacudió su mente. Frantxua era el mayor, Jakes el segundo, y luego venían Anttoneta, Terexa y León. Excepto Jakes, todos habían volado fuera de Otsabide, Anttoneta a París, León y Frantxua a Baiona, al parecer tras recorrer toda Europa de trabajo en trabajo, y Terexa se fue a vivir a Marsella después de casarse con Mustafá. A pesar de haber acabado como funcionarios de nivel inferior, todos ellos tenían buenos oficios, y Maiana estaba convencida de que si los hubieran animado algo más hubieran podido conseguir una mejor situación. Pero en el caserío no había dinero y su marido odiaba a los que estudiaban. Frantxua, por ejemplo, tenía que soportar un buen sopapo cada vez que su padre lo encontraba con un libro en las manos, y después lo mandaba inmediatamente a abonar la tierra. Entonces el muchacho esparcía con rabia los montones de helecho y argoma mezclados con estiércol por los escarpados campos, repitiendo una y otra vez que estaba maldito. Todos salvo Frantxua habían tenido hijos, y Maiana contaba ya con ocho nietos a

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los que, en su opinión, veía demasiado poco. Había pasado muchas penas y esfuerzos para sacar adelante a sus hijos, pero concluyó que tenía una valiosa descendencia.

Maiana recordaba haber envuelto a Frantxua en un manto de cariño: no sabía por qué, pero siempre había imaginado que el primer fruto de su vientre sería una niña. Sin embargo, lo que surgió entre gritos, chillidos y sangre fue un machito con su pequeño pitilín. Su marido y sus suegros se alegraron al saber que el primer vástago de la familia era un varón. Incluso Peter, que vivía ya en los Estados Unidos, le envío aquel año una felicitación en la que añadía que no podría acudir al bautizo del niño, al que habían llamado Frantxua en recuerdo al hermano mayor de Maiana que perdió la vida en las trincheras de Verdún. La venida al mundo del futuro señor de la casa se celebró con la mayor de las alegrías, pero poco después el bebé enfermó de hepatitis, y la necesidad de cuidarlo con especial atención se impuso a todo lo demás. Lo llevaron a toda prisa al hospital de la capital en el dos caballos azul oscuro de Xarlestegi, el único en todo el pueblo que tenía un coche. En el robledal de Iratzeta, Maiana cerró los ojos: las lágrimas aún acudían a sus ojos al recordar las imágenes de aquellas noches en blanco con el niño en brazos, envuelto en mantas y pañales y debilitado por la enfermedad. No dejaba de pensar que Frantxua iba a morir y jamás consiguió desterrar aquella terrible duda de lo más profundo de su mente. Los hijos que vinieron después no tuvieron ningún problema de salud, nacieron y crecieron como flores, fuertes, vigorosos, aparentemente seguros del camino que debía tomar cada uno.

Ella y su difunto marido Jean solían mantener agrias discusiones sobre el futuro, especialmente por las noches, cuando, solos, se retiraban a dormir.

— ¡No podemos dejar que un afeminado como Frantxua gobierne la casa!

— Aunque sea débil de salud, es un muchacho hábil y trabajador.

— Tú siempre te pones de su parte. Tenemos dejar la casa en manos de un hombre de verdad.

— Yo prefiero al dulce Frantxua antes que al violento Jakes.

— ¡Pues será Jakes, y punto!

El hombre interrumpía bruscamente la conversación de Maiana, y rendidos por el peso del silencio se acostaban dándose la espalda, como llevaban haciendo un cuarto de siglo. Jakes sería por tanto el dueño de Artoiz, y la mujer, resignada, murmuraba, que así sea. Pero lo cierto es que Frantxua era demasiado delicado para dedicarse a la agricultura, le gustaba estudiar y podía pasarse horas resolviendo problemas de aritmética. En ocasiones, cuando ya estaba decidido que Jakes se quedaría en el caserío y los demás saldrían fuera, Maiana ayudaba a Frantxua, con su sola presencia, mientras cosía o hacía punto, cuando él se enfrascaba en los deberes de la escuela, tras ordeñar las vacas y las ovejas. Se quedaba en un extremo de la mesa de la cocina hasta que se extinguía el fuego, preparando exposiciones o traducciones del latín, con voluminosos diccionarios a su lado. Al verlo así, Maiana recordaba a su hermano Gilen, sacerdote y dos años mayor que ella: cuando volvía del seminario a pasar las vacaciones repasaba en voz alta oraciones de latín y griego mientras los dos vigilaban el ganado a la orilla del río; tal vez fuera el sonido de aquellos idiomas muertos lo ella que buscaba a través de los estudios de Frantxua.

Cuando bajó del autobús en la cuesta de la catedral de San Andrés, fantaseaba con la idea de que Frantxua, al igual que Gilen, se haría sacerdote. Pero al acabar la escuela el muchacho no tomó el camino del seminario sino el de una fundición en la zona oeste de Baiona, para ocupar un empleo que consiguió gracias a un vecino del pueblo. Allí trabajaba desde entonces, en una inmensa fábrica a orillas del Adour, sin bien la plantilla iba reduciéndose con el paso del tiempo. Allí acudía todas

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las mañanas, para acabar el día asfixiado por el olor del hierro colado y abrumado por el retumbar de los grandes martillos. Eso era al menos lo que él le contaba, si bien algunas gentes malintencionadas, mirándola de reojo, le daban a entender que era muy otra la forma de vida de su hijo preferido. A pesar de todo, Frantxua era un buen hombre, aunque no se hubiera casado.

Sea como fuere, el conductor del autobús colocó en el suelo los bultos de la anciana y ella se dio cuenta de que allí terminaba su viaje. En sus sesenta años de vida tan sólo había ido cuatro veces a Baiona, y al ver las torres cuadradas de la catedral se sintió algo desorientada. Miró a un lado y a otro y se preguntó a sí misma:

— ¿Dónde está Frantxua? ¡Tenía que venir a buscarme y no aparece por ninguna parte!

Con una sonrisa maliciosa en los labios, el conductor le preguntó, como si hubiera adivinado sus pensamientos:

— ¿Sabe dónde vive?

— Por supuesto que sí. Tengo su dirección apuntada en este papel.

— Lo mejor es que vaya andando, no queda muy lejos de aquí.

El apartamento de Frantxua estaba en la calle de los Vascos. Maiana sujetaba firmemente el bolso, pues había oído decir que Baiona estaba llena de ladrones. Entró al corazón de la ciudad por la calle Pannecau; la gente hablaba a gritos, mezclando idiomas y gestos. Los coches hacían estremecerse los bordes de las aceras al pasar a gran velocidad. Maiana avanzaba con la mirada puesta en las maravillas que se exponían en los escaparates. Caminaba despacio, a riesgo de tropezar con la gente que no veía. Sabía que era un barrio de mala fama, se lo había contado su hermano mayor, puesto que cuando Gexan realizó su instrucción militar en el cuartel de Baiona, en 1944, los insensatos mandos del ejército los llevaban a los burdeles del Petit Bayonne para que los jóvenes campesinos se quitaran de encima el barro que aún traían y se civilizaran un poco:

— Se llamaba Maialen... —le explicaba su hermano, con una sonrisa pícara en la mirada—. Me decía "ven aquí, chaval, que te voy a enseñar dónde meter esa tranca". En el local resplandecían luces rojas, azules y amarrillas, y nos dieron de beber en abundancia, tal vez porque nos dirigíamos a la guerra o a los campos de trabajo forzado. Maialen se me sentó en las rodillas y me metió la lengua en la boca, retorciéndola como si se tratara de una serpiente a la que le han dado un golpe con la azada. ¡En la vida había sentido algo así, Maiana! Según lo que decía el cura, me estaba convirtiendo en un pecador... ¡Aquello sí que era bueno! Entonces un hombre entró en el bar atropelladamente gritando que la radio de la Francia Libre había anunciado la llegada de los americanos para liberar Europa. Sin dudarlo un instante nuestro cabo suletino llamó a las tropas reservistas y volvimos a toda prisa al cuartel. Xarles no tuvo ni tiempo de subirse los pesados pantalones: ¡había que verlo! Cuando empezamos a caminar en la oscuridad por la calle Pannecau, oímos cómo las chicas reían a carcajadas.

Al pasar frente al Hotel Barmon, Maiana tuvo la seguridad de que había sido allí donde su hermano se encontró con aquella Maialen de quien después tantas veces hablaría. Entre tanto, un aroma a pan recién hecho le cosquilleó la nariz y sintió hambre: hacía ya bastante tiempo que había salido de Artoiz, sin desayunar. Cumplió su sueño de comprar un croasán; ¡en el caserío no había esas cosas! Señaló al dependiente lo que quería con el dedo y luego, en el puente Pannecau, mirando al río, apaciguada, devoró el dulce. Dos policías examinaron de arriba abajo a la mujer vestida de negro, como si en lugar de una persona se tratara de un extraterrestre. Entonces recordó el consejo que le había dado su padre:

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— ¡Respeta a los curas y a los gendarmes!

— Si padre —respondía ella humildemente.

Allí estaba, cual témpano de hielo, ante los dos hombres armados, y valiéndose del escaso francés que sabía, se atrevió a decir:

— Pardon, où se trouve la Rue des Basques?

— Pourquoi devez-vous y aller?

— Je vais chez mon fils...

— Depéchez-vous ma p'tite dame: il y a une manifestation cet après-midi.

—Vous traversez le pont et c'est la première à gauche! —le explicó el segundo policía, que parecía más tranquilo que el primero.

Llegaría a la casa de su hijo antes del mediodía y podría pasaría la tarde en paz, lejos del alboroto de las calles ¿Qué estaría haciendo Frantxua?, le había prometido ir a esperarla y no aparecía. ¿Se habría olvidado?

Llegó al número 12 de la Calle de los Vascos. El portal estaba abierto y subió por unas crujientes escaleras de caracol hasta el quinto piso, donde se encontraba el apartamento de su hijo. En el descansillo del tercero se detuvo a punto de vomitar, mareada y pensando cómo diablos podía vivir la gente, incluso familias enteras, en aquellas conejeras con olor a viejo, a cerrado, a moho. No podía imaginarlo. Al llegar a la puerta de Frantxua estaba nuevamente a punto de echarse a llorar. Encontró un sobre colgando de la manilla: mamá, aquí tienes las llaves, pasa y haz como si estuvieras en tu casa, había escrito su hijo. Sintió que la invadía la tristeza: en Artoiz estaban impacientes por despedirla y en Bayona nadie la esperaba. Realmente nadie la quería. Su madre, Maider, no le dio el suficiente cariño por ser el sucio fruto de una violación, su marido la había utilizado como un trapo viejo y sus hijos no le demostraban afecto ni respeto: pensaba en el suicido como la forma de librarse de la pesada carga que era su vida. Pero tenía miedo de pecar y de tomar decisiones sin permiso de los demás. Marcharse de Artoiz era la única decisión que había tomado ella sola, por sí misma.

Dejó de lado aquellos oscuros pensamientos y se sentó en el sofá de lo que parecía ser la sala. No se atrevió a moverse de allí. Imaginó que su cuerpo se ponía rígido, en el umbral de la muerte. Una fotografía que había colocada sobre el armario atrajo su mirada: allí estaba Frantxua cuando tenía seis años, con el pelo negro y rizado, vestido de blanco y con bordados. Maiana recordaba perfectamente el día en que cogieron el autobús y fueron a la capital para hacer aquella fotografía de la que tanta dulzura emanaba. Realmente parecía una preciosa niña que llenaba de orgullo a su madre. Pero en aquel apartamento austeramente amueblado era consciente de que aquellos momentos habían acabado para siempre. Murmuró que los hijos eran ingratos y se quedó dormida.

El azul del cielo iba oscureciendo cuando Maiana oyó que alguien entraba en la casa. Frantxua encontró a su madre tumbada en el sofá. Se miraron uno al otro. Sorprendidos. Maiana se levantó e intercambiaron unos tímidos besos: ninguno de los dos sabía expresar el cariño.

© Borda, Itxaro. Zeruetako erresuma, Susa, Zarautz, 2005.

© Traducción: Bego Montorio, Estibaliz Aizpuru

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El colchón CANO, Harkaitz

Fragmento del cuento: «El Colchón». In Enseres de ortopedia inútil, Hiru, 2002. Traducción de Bego Montorio. Publicado originalmente como «Koltxoia» en Telefono kaiolatua, Alberdania, 1997.

El tejado roto estaba parcheado con chapas de uralita verde, y el compartimento principal de la desaliñada caravana lo ocupaba de parte a parte un gran colchón colocado en el suelo, obstaculizando el paso dentro de la habitación. Sol estaba sentado en una esquina del colchón, fumando un cigarrillo. Además de cama, el colchón era también una especie de oficina, y al parecer, cumplía otras muchas funciones. Las esquinas del colchón estaban manchadas de café y nicotina, y sobre él se acumulaban todo tipo de facturas arrugadas, latas de cerveza vacías de color naranja y botes de Sopinstant. En uno de los sucios rincones del colchón había también un teléfono. El cable del teléfono seguía hasta la ventana y, fuera de ella, hasta el poste telefónico de la acera. Allí, el cable de cobre se conectaba con la red principal de la compañía telefónica mediante un nudo marinero clandestino y con total apariencia de provisionalidad. El colchón estaba mil veces rasgado, como si hubiera sido arrastrado una y otra vez de una habitación a otra a través de puertas demasiado estrechas. Docenas de remiendos hechos con hilos y telas de diferentes colores y texturas aparecían por doquier.

En las etiquetas de los numerosos botes de sopa esparcidos sobre el colchón y por el suelo se podía ver la fotografía de una maravillosa playa: Sorteamos un viaje a la Isla de los Caimanes. La Isla de los Caimanes era, al parecer, la hermana gemela del paraíso en la tierra. Quizás el propio colchón fuera, a su vez, un gigantesco mapamundi que también tendría su propia Isla de los Caimanes. Seguro que era alguna de aquellas manchas. Todas las actividades de la casa se desarrollaban en torno al colchón. Cada una de las manchas de aquel colchón jamás lavado, tenía su significado y su historia: igual que los nombres y los colores de los países dibujados en un mapamundi nos ofrecen datos sobre los dictadores que mandan en ellos.

En aquella caravana de chapas onduladas vivían un padre y su hijo. A pesar de la protección de la uralita verde, el tejado tenía varias goteras. Las puertas producían un crujido insoportable, parecido al de unas viejas tijeras herrumbrosas que no pueden abrirse. Vivían en un barrio pobre -en el extremo de un barrio pobre, más exactamente-, y la caravana estaba atada a un árbol desde hacía seis meses. Aunque parezca extraño, tenían también un teléfono que extendía su cable de cobre hasta el poste telefónico de la calle. Un teléfono, sí señor. Y cuando Sol estaba sentado en el colchón fumando un cigarrillo, sonó el teléfono.

-¿Es usted Sol?

-Sí, yo mismo...

-Sol... ¿qué más?

-Sol, sin más.

-¿Ése es su nombre o su apellido?

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-Ambas cosas. Nombre y apellido. Mi padre trabajaba en una tienda de lámparas.

-Entiendo, estoy haciendo demasiadas preguntas. Yo soy García. La señora García, a secas... O bueno, Matusa, mi nombre es Matusa. Quizás me conozca como Lula. La del número trece. Bueno, no me resulta fácil decir lo que tengo que decirle... siento mucho llamar así, de repente, inmiscuirme en su... bueno, en su intimidad... pero su hijo Gabi me ha dado el número de teléfono. Él está aquí. En nuestra casa. Creo que ha sido una chiquillada, ya sabe, su hijo le ha robado al nuestro un balón de cuero, y...

Los cueros siempre traen problemas, pensó Sol. El horizonte era de color café con leche. El sol se iba. Sol suspiró, expulsando la última bocanada de humo del cigarrillo, dibujando con él anillos ovalados.

-Ahora mismo voy.

La número trece era una de las pocas casas del barrio que tenía la verja pintada. Se trataba de una casa modesta, sí, pero comparada con las restantes del barrio no lo era tanto. Se notaba a primera vista que, en su simplicidad, era una de las más dignas y aparentes del barrio. Incluso la hierba estaba recién cortada. A pesar de que ya anochecía, Sol distinguió desde lejos tres figuras en el umbral de la casa: la señora García -Lula, Matusa, Matusalén o como quiera que se llamara aquella fulana-, una mujer de unos cuarenta y ocho años, aún atractiva, su hijo Gabi, con la cabeza gacha; y una tercera persona que sin duda debía ser el muchacho al que Gabi había robado el balón, junto a su madre. En apariencia, era mayor que Gabi y Sol calculó que tendría unos trece años. Tres más que su hijo.

-¿Tienes algo que decir, Gabi? -el hijo continuó en silencio, cabizbajo, como si estuviera buscando lombrices-. Realmente me avergüenzas delante de los demás, hijo. Y no es la primera vez. Pero juro por las cenizas de mi padre que ésta será la última. Vamos a acabar ahora mismo con este asunto. Devuélvele inmediatamente el balón a tu amigo.

-Pero... yo no tengo ningún balón, papá.

-¡Otra vez mintiendo! -el padre reprendió severamente a su hijo, sacudiéndolo por los hombros hacia un lado y otro-. Será mejor que le devuelvas el balón cuanto antes, si no, voy a hacer carbón contigo, demonio de niño. Perdone, señora García -al dirigirse a la mujer bajó al mismo tiempo un escalón y el tono de voz-, pero si ese balón no aparece, le aseguro que yo mismo le pagaré uno, ya se lo haré pagar después a este diablo. ¿Cómo era el balón?

-¡De cuero! -era la primera vez que el muchacho hablaba, tímido, sin atreverse a levantar la mirada. Tenía unas inmensas pestañas y, como miraba al suelo, a Sol le pareció que era una mirada abatida capaz de barrer las hojas. El muchacho no parecía muy feliz. Tras un tenso silencio pronunció otra frase, como dudando-. Era de reglamento. Nuevo. Y de cuero. Sobre todo era de cuero.

Los cueros siempre traen problemas, volvió a pensar Sol mirando a Lula, y en esta ocasión, una pequeña sonrisa afloró a sus ojos.

© Enseres de ortopedia inútil: Hiru

© Telefono kaiolatua: Alberdania

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Un beso en la oscuridadCILLERO, Javi

En esta noche de bochorno, amor, te has vuelto hacia mí bajo las sábanas. Como no puedes conciliar el sueño, me has pedido que te cuente una historia. Entre besos, y al tiempo que me aclaraba la garganta, he fijado mi mirada en esos ojos empañados. Como de costumbre, me has pellizcado en la mejilla y me has mirado a la cara.

Antes me has dicho que tengo cara de niño, y que ésa es la razón por la que muchas mujeres me ponen ojos tiernos. Es algo que te hace sentirte contrariada. Si tú supieras... La mirada más tierna –por encima de todas, amor, tengo presente la tuya– fue la que en cierta ocasión me dirigió una señora mayor. Es una vieja historia que, quizás por pudor, nunca le he confesado a nadie.

Aquel día –tenía yo catorce años y acababa de empezar el instituto– fui con un amigo a la comisaría a hacerme el carné de identidad. Nos hicieron las fotos en una tienda de fotografía del barrio de Uribarri, y no salimos muy contentos del estudio con aquellos cuadritos blanquinegros de papel en las manos. En la foto tenía la cara aniñada, a pesar de llevar el pelo muy largo para aparentar una imagen más dura. Como ves, en aquella época aún conservaba mi cara de niño.

Para entregar las fotos y los impresos del carné tuvimos que bajar una cuesta muy pronunciada y atravesar toda la ciudad. Había que ir al barrio de Indauchu, y, aunque nos ponía enfermos la mera mención de la comisaría, no quedaba otro remedio. Sin embargo, para dos chavales como nosotros aquella travesía era, al menos, una buena oportunidad para vagar por la ciudad. La verdad es que al centro íbamos poco, si acaso al cine Olimpia o a los recreativos de la calle Euskalduna, y por ello la ciudad tenía aspecto de laberinto para todos los chicos y chicas del barrio.

A la altura del puente del ayuntamiento, mi amigo se dio cuenta de que se había dejado el dinero en casa. Ya sabes, el dinero para pagar los impresos y demás. Le dije que pagaríamos a medias, pero, echando cuentas, vimos que no teníamos bastante para los dos, de modo que decidió volver a casa a por el dinero. Así que nos despedimos, tras quedar citados en la comisaría.

Como decía, raras veces iba al centro, y muchas menos a Indauchu, de modo que tenía una fantástica excusa para darme un paseo por los alrededores. A medida que iba callejeando, aparecían ante mis ojos cines, recreativos, tiendas donde cambiaban tebeos, bares elegantes y algún que otro club de mala muerte con su puerta roja. Sin embargo, al dejar atrás aquel barrio y llegar a la comisaría, no pude sino comprobar que ésta tenía sólo horario de mañana y que, por tanto, me vería obligado a regresar al día siguiente.

Así pues, pensé que era inútil esperar a mi amigo y decidí tomar otro camino para regresar. Desorientado, comencé a caminar por otra calle, cerca de la Alhóndiga. Miraba a mi alrededor, y en las esquinas aparecían rostros ceñudos, viejos almacenes, persianas roñosas, lúgubres tabernas y ruidosos garajes. Bajo los efectos del mareante olor de los coches del garaje, empecé a correr.

Me detuve a tomar aire junto al semáforo del final de la calle. De repente, una mano ajada me tocó el brazo. Era una mujer mayor que en la atestada calle del centro de la ciudad pedía ayuda. Quería que le colocaran la bombillita del techo del recibidor de su casa. En la mano, para dar credibilidad a la historia, mostraba el globo de cristal. Yo estaba seguro de que ella había advertido mi cara de niño, y de que por eso se dirigía a mí. A mí, amor, maldita la gracia que me hacía, pero no le dije que no.

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Me guió hasta su casa, escapando del barullo de la calle. Vivía en una casucha oscura, muy sombría, con una desvencijada escalera de madera. El interior no era mejor a pesar del letrero de la entrada, cuyo BIENVENIDOS intentaba transmitir un poco de alegría. El suelo crujía y en el pasillo había tablillas sueltas. La pintura de las paredes estaba descascarillada, y unas manchas amarillas resaltaban la desnudez del pasillo. En el fregadero de la cocina se apilaban los cacharros, como si hubiesen quedado abandonados a medida que la vejez imponía su propio ritmo. Desde el patio llegaba la música de un aparato de radio, junto al olor amargo y húmedo provocado por la berza que cocía para el almuerzo.

Finalmente, entramos en la habitación, a oscuras. Por miedo a subir a una vetusta y polvorienta escalera, decidí coger una silla a la que subirme, y cuando por fin se encendió la luz, descubrí a ambos lados periódicos viejos amontonados en imposible equilibrio. La mujer me dio las gracias, me prometió que rezaría por mi alma a todos los santos del cielo, y me ofreció café. Yo estaba demasiado nervioso como para aceptarlo, y más aún a cambio de un favor sin importancia. De todas formas, no encontré excusa alguna y asentí con la cabeza. Ahora sé por qué lo hice. En aquel momento tuve la impresión de que aquella luz se le consumía al mismo tiempo que la vida. De que aquélla era su última luz.

He dicho café, pero en realidad había preparado la mesa para hacer todo un señor almuerzo. Sacó platos para dos personas y, ante mis asombrados ojos, con sumo cuidado extendió sobre la mesa los cubiertos de plata. Estaba encantada colocando la vajilla de porcelana, y enseguida comprendí que no era la primera vez que lo hacía. A continuación, sin más, me dijo que me sentara y sirvió la comida con mucho garbo, como si tuviera veinte años menos.

Fue entonces cuando me confesó que era el cumpleaños de su hijo, y que quería celebrarlo conmigo. Me dirigió entonces –nunca en mi vida he sentido nada parecido– una mirada plena de amor. Era una mirada que me decía que, hiciera lo que hiciese, estaba perdonado de antemano. Una mirada afable que sólo se dirige a los niños, una mirada fatalmente ensuciada por las idas y venidas de la vida. Dicho sea de paso, amor, no espero de ti, claro está, una mirada semejante.

Almorzamos felices, ella sin dejar de servirme, yo con la cuchara en la boca, degustando platos a cual más sabroso. De vez en cuando, la señora entornaba los ojos y me preguntaba por el instituto. Le conté todo lo habido y por haber: que si acababa de empezar a estudiar, que si había suspendido un examen de matemáticas, que pasaba la mayor parte del tiempo dibujando y leyendo novelas, sobre todo en clase de filosofía. Ella también me contó algunas cosas. Que tenía a su hijo en el extranjero, y que vivía sola. Que no salía nunca de casa y que, incluso, de la tienda del barrio le traían las compras a casa.

A los postres, encendió la radio y me sirvió pastel de arroz y café con leche. Empecé a preocuparme, pensando que en casa se estarían impacientando por mi tardanza, pero, aun así, sentí que lo estaba pasando de maravilla sentado en aquel sillón de gutapercha, reparando en los ojos claros de aquella señora y disfrutando de su compañía. Poco después me puse a mirar el álbum de fotos que la señora había traído junto con un montón de cartas.

Eran viejas fotos de familia, en blanco y negro, y en todas aparecía ella, más joven, junto a un niño. Eran fotos hechas en muchos lugares mientras paseaba al niño. Parecían frágiles retales del pasado. La playa de Neguri, los soportales del funicular de Archanda, la Plaza Nueva, los barcos pesqueros del muelle del Arenal. Seguidamente, advertí que al acordarse de su hijo las pupilas de la señora se habían dilatado un poco, y le pedí que me hablara de aquel muchacho.

Había dejado de ser un chaval, claro, pero ella siempre lo conservaría así en su memoria. Trabajaba como médico en el extranjero. Al principio había ejercido en un barco y posteriormente en una

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conocida clínica de Nueva York. La madre estaba muy orgullosa de su hijo, y en aquella vieja vivienda siempre tenía reservado un lugar para él, con la cama recién hecha, por si se presentaba de improviso. Por desgracia, hacía mucho que no pasaba por Bilbao, aunque no dejaba de enviarle flores y postales.

Además, me enseñó su foto preferida: en ella podía verse a un hombre joven, con bigote, vestido con un traje de franela, nariz grande y ojos sensibles, tenue sonrisa en los labios, con un gran parecido a Rock Hudson. Fumaba. "Éste necesita un cigarro para hacerse el interesante", pensé, pero me guardé el comentario. Le dije a la señora que parecía un chico muy majo, que había salido a su madre, como lo atestiguaban sus ojos y su nariz. No sé por qué, pero me avergonzaba un poco la posibilidad de manchar la imagen de su hijo.

© Olaziregi, Mari Jose (comp.)Pintxos. Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo,2005.

© Traducción: Carlos Cid Abasolo.

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El pelo de Van't HoffELORRIAGA, Unai

(Alfaguara, 2003)

Tsaw latsaw

(...)

—Usted debe ser el del Ministerio. —Le dijo la mujer que le abrió la puerta. Era una mujer mayor, una mujer mayor estándar, y tenía flores azules en el vestido. Pero parecía que las flores se le estaban saliendo del vestido, que le subían hacia la cara y que le bajaban hacia los brazos. Aquella mujer parecía un dibujo mal hecho; un dibujo hecho a mordiscos, por un niño de cinco años, nervioso.

—¿Es usted Mercedes?

—No, su hermana. Venga conmigo —llevó a Matías a un salón de madera—, espere aquí un momento.

Matías quedó solo y la mujer cerró todas las puertas. Cuando se convenció de que estaba realmente solo, dejó la carpeta y el ordenador encima de un sofá y corrió hasta donde estaba la enciclopedia, sin perder medio segundo. Allí estaba, cómo no: Enciclopedia Universal / Tabucchi. Después de tanto buscar, después de oír tantas cosas sobre ella, estaba delante de la enciclopedia Tabucchi, podía incluso tocar la enciclopedia Tabucchi.

Le pareció curioso darse cuenta de que hasta entonces no había visto, físicamente, ninguna enciclopedia Tabucchi; ni siquiera en fotografías. Le parecía curioso, por ejemplo, no saber cuál era el color de la cubierta o no tener noticia de aquellas cinco barras antiestéticas que había justo debajo del nombre. Después de haber pasado tanto tiempo buscando la enciclopedia Tabucchi, después de haber hablado tanto sobre la enciclopedia Tabucchi.

Pensó todo eso mientras buscaba la letra g. El tomo de la letra g era el tomo que tenía Galilea-Göksu escrito en la cubierta. Ésa era la forma de ordenar la enciclopedia: todas las palabras que hay entre Galilea y Göksu estaban allí dentro, en aquel tomo. Después buscó la palabra que quería. Encontró la palabra y leyó un par de líneas, tres, cuatro como mucho. Volvió a dejar el tomo en la balda. Hizo lo mismo con la letra s: cogió el tomo Schaudinn-Tassos y, después de buscar la entrada que quería, empezó a leer.

En ese momento sintió que se abría una de las puertas del salón. Cerró a toda prisa la enciclopedia y quiso dejar el tomo en la balda antes de que entrase nadie, como si fuese un pecador o, dicho de otra manera, como si tuviese chicas desnudas en las manos y no la enciclopedia, de nombre Tabucchi y de apariencia antiestética.

—Siga... siga mirando... si quiere —le dijo la que debía de ser Mercedes.

—No. Mejor si empezamos ya —Matías señaló el reloj, como si el tiempo le preocupara de verdad.

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Mercedes le ofreció una silla en una mesa casi redonda. Y allí se sentaron los dos, pero Matías se volvió a levantar enseguida. Dijo entonces:

—Si no le importa, voy a mirar, sí... una cosa... en la enciclopedia.

Fue hasta la balda y cogió el tomo v. Cogió el tomo Tizsa-Vardar. Y aunque ese tomo tenía más palabras t que palabras v, a él le interesaban las pocas palabras v de ese tomo. Pero la situación era pringosa: Mercedes sentada en una mesa, detrás de Matías, mirando a Matías, y Matías mirando la enciclopedia, buscando. Había que andar rápido. Hizo la misma operación que en los dos anteriores; es decir, buscó la palabra, leyó unas pocas líneas y volvió a dejar el tomo. Después se sentó en la mesa y dijo: Ya.

—Rápido estudia usted —dijo Mercedes. Y con esas palabras le quiso dar a entender a Matías que había hecho una cosa extraña con la enciclopedia, y que ella, Mercedes, se había dado cuenta, pero que no le iba a pedir explicaciones, y que poco le importaban a ella las rarezas de los demás, que suficiente tenía con las suyas, a su edad, y que, si quería, podía seguir haciendo rarezas así o incluso peores.

Matías intentó una excusa, pero una excusa sin sustancia. Y nada más salir de su boca, la excusa cayó encima de la mesa y explotó allí, y todos los trozos de excusa se desperdigaron por la sala, sin convencer a Mercedes y sin convencer a Matías.

Cuando estaba preparando la grabadora para empezar la entrevista, se dio cuenta Matías de que la hermana de Mercedes también estaba en la sala. En un sofá, a tres metros. Le pareció a Matías que para entonces tenía las flores del vestido totalmente desmadradas, y que algunas flores estaban ya colgándole de los codos y que otras flores le estaban comiendo la cara y se le estaban metiendo por la nariz. La hermana de Mercedes vio que Matías le estaba mirando y preguntó Me puedo quedar aquí, de la misma manera que habría preguntado un cristal. Sí, mujer, le contestó Matías, y luego dijo Cómo no, o algo parecido.

—Bueno, empezamos —dijo Matías, convencido de que iban a empezar. Encendió la grabadora.

—La cosa es... —explicó Mercedes— que nos llamaron del Ministerio, sí, y que nos hablaron de esto, pero la cosa es que no entendimos muy bien cómo era la cosa. No sabemos muy bien qué es lo que tenemos que hacer.

Matías ya se esperaba que hubiera gente que no entendiese el proyecto del Ministerio, claro; cómo iba a entender todo el mundo semejante proyecto. Y por eso se lo explicó a Mercedes con paciencia. Y por eso le dijo que el Ministerio estaba reuniendo biografías especiales. Pero le pareció que la palabra «biografía» se le haría extraña a Mercedes, y le dijo que el Ministerio estaba reuniendo las vidas especiales de la gente, por todas las regiones, y que ella, Mercedes, es posible que conociese alguna persona en el pueblo que hubiera tenido una vida diferente, una vida rara, y que era igual que esa persona estuviera muerta, que la cuestión era reunir vidas raras en la grabadora. Mercedes preguntó Para qué, convencida de que todas las cosas que hacía el Ministerio eran cosas prácticas. Que no estaba claro, dijo Matías, que podía ser para hacer un archivo, o para un libro, o para una colección de libros, pero que la cuestión era reunir biografías extrañas, en la grabadora.

Mercedes empezó a pensar y repasó las vidas de todas las personas que conocía. Pero todos eran tenderos, o trabajaban en hospitales o en oficinas, y pasaban muchas horas trabajando; pasaban al día diecisiete o dieciocho horas trabajando, porque las horas de trabajo son las de mayor calidad, pensaba Mercedes, y valen el doble que las demás. Y cuando salen de trabajar, pensaba Mercedes,

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esas personas se quedan derretidas en un sofá rojo o verde o azul, y no tienen tiempo para hacer rarezas.

Estaba claro que Mercedes no sabía qué contar en la grabadora y fue entonces cuando habló su hermana por ella. «Lo de los hermanos de la plaza igual», dijo la hermana. «Lo de los hermanos de la plaza. Sí», aceptó Mercedes. Y empezó a contar:

—El mayor era Pablo y el otro era... El ciego se llamaba Pablo, ¿verdad, Martina?

—Sí, Pablo y Mateo. El ciego Pablo y el otro Mateo. Mateo.

Matías veía de frente a Martina, pero Mercedes tenía a su hermana justo detrás, y cada vez que le quería preguntar algo se tenía que dar la vuelta, y lo mismo cuando quería escuchar la respuesta, y el cuerpo de Mercedes hacía ñaac cada vez que se volvía a mirar a su hermana. Matías se dio cuenta de que aquella situación era incómoda y de que la comunicación se estaba empezando a convertir en una chapuza, y estaba claro, además, que Martina tenía la cabeza mucho mejor que Mercedes y que vocalizaba con bastante más solvencia, las eses y las erres sobre todo. Por eso le pidió Matías a Martina que se sentase con ellos en la mesa, que le iba a grabar también a ella. Por eso y porque la grabadora estaba grabando todos los ñaac del cuerpo de Mercedes, cada vez que se daba la vuelta, y porque transcribir la cinta iba a ser una tortura importante.

«La cosa es», dijo Mercedes mientras Martina estaba llegando a la mesa, «que los hermanos de la plaza siempre andaban a vueltas con aquel juego, todos los días, en cualquier sitio; ¿cómo se llamaba el juego, Martina?». Martina dijo que no se acordaba del nombre, pero que era parecido al ajedrez; parecido pero mucho más complicado, que se lo había explicado Mateo un día. Y cada vez que Martina decía «Mateo», todos los dibujos que se le estaban desperdigando fuera del vestido le volvían a él, y Matías entendió que Mateo no era solamente Mateo para Martina, entendió que Mateo era bastante más cosas para Martina.

Después explicó Martina que el juego era muchísimo más complicado que el ajedrez; porque en el ajedrez siempre son los mismos movimientos, el caballo así, la torre así y la reina como quiere, pero en el juego de los hermanos las piezas siempre se movían diferente. Paró de hablar entonces Martina; miró al techo, se subió el calcetín izquierdo y siguió hablando. En el juego de los hermanos, dijo, hay que tener en cuenta la hora, las nubes y bastantes más cosas. A la hora de mover las piezas.

Teniendo como tenía la impresión de que estaba explicando el juego impresionantemente mal, Martina decidió dar una explicación más lenta, y dijo: «Quiero decir que la misma pieza se mueve diferente, por ejemplo, a las diez y cinco de la mañana o a las seis y veinte de la tarde, y que, aunque sea la misma hora, las piezas no se mueven igual con sol, o con viento, norte, o con otro viento, o con galerna». Acabó diciendo que tenía que tener una cabeza del diablo el que inventó ese juego y que los hermanos no tenían otra cosa en la cabeza.

«La cosa es», dijo Mercedes otra vez, «que se hacían campeonatos en el mundo. Todos los años. O campeonatos de Europa. Y se hacían en Francia o en Suiza o en Portugal. Y los hermanos siempre iban. Iban a ver, no a jugar». Martina dijo que también jugaban y que Pablo era bueno, muy bueno, pero que era ciego y que era Mateo el que le tenía que decir, en cada jugada, la temperatura, el viento, la hora... y qué pieza había movido el contrario; y los jueces no les dejaban participar en los campeonatos, porque eso sería jugar dos contra uno. Y por eso no jugaban en campeonatos, ni en los pequeños ni en los de Europa, pero ir, sí iban, todos los años, a ver.

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—Todo el año ahorrando —dijo Mercedes—, sin otra preocupación. Cinco días allí y vuelta. Sin dinero.

Después contaron que un año tuvieron que gastar todo el dinero que tenían para el viaje antes de que llegase el campeonato. Que tuvieron que gastarlo en el hospital. A Mercedes se le ocurrió de repente que ese año podía ser «el año en el que Pablo se quedó ciego», pero Martina dijo que no, que Pablo se quedó ciego de niño, con siete años o con nueve años, que no estaba segura, pero que era un número impar, siete o nueve, de niño, que eso lo sabía seguro. Entonces las dos hermanas se pusieron de acuerdo en que tenía que haber otra razón, pero lo que estaba claro era que los hermanos de la plaza se habían quedado sin dinero para ir al campeonato.

—Lituania —dijo entonces Martina. Y teniendo en cuenta el tono en el que lo dijo, Matías habría podido pensar que «Lituania» era una palabra erótica, si no hubiera sabido, hacía años ya, que Lituania es un país; un país que en la mayoría de los mapas aparece al lado de Letonia.

Martina dijo que el campeonato se celebró en Lituania y que los hermanos no tenían dinero para ir, porque habían tenido que pagar el hospital o cualquier otra cosa, que eso era lo de menos. La cosa era que no tenían dinero para Lituania.

«Entonces empezaron a vender los colchones», dijo Mercedes, «de su casa. Para conseguir dinero, para el viaje. Después vendieron las sillas y dos alfombras». Pero tampoco eso fue suficiente, parece ser, para llegar a Lituania. Y:

—Al final vendieron la bañera. Su bañera. La de su casa de siempre.

Y consiguieron el dinero para ir pero no para volver, y la gente se empezó a preocupar y les preguntaba «¿Estamos locos, o qué?», o si no les preguntaba «Ir ya iréis, pero ¿venir?»; los hermanos decían que ya se buscarían la vida, más o menos, y que, si no volvían hoy, ya volverían mañana, que total.

Fue Martina la que acabó de contar, y contó que no habían vuelto todavía los hermanos y que eran ya treinta y siete años. Y meses. Pero que la bañera que habían vendido la compró su prima, la prima de Mercedes y de Martina, y que ella, Martina, iba mucho a casa de su prima, a mirar la bañera. Y que había sido una buena compra, porque era una bañera de primera, como las que se hacían antes, y que todavía, todavía, estaba como nueva.

Matías empezó a imaginar entonces. Imaginó a Mateo bebiendo en una fuente pública, en Lituania, solo. Imaginó a Mateo solo porque imaginó a Pablo muerto, cómo no. Un ciego, tantos años. Después les dijo a las hermanas que bien, que muy bien, que eso era exactamente lo que necesitaba, para la grabadora, para el proyecto. Mercedes se emocionó y preguntó a Matías si era suficiente con aquello o si tenían que contar algo más. Matías le dijo que sí, que era suficiente, pero que si se acordaban de alguna otra persona tampoco le iba a venir mal. A Mercedes no se le ocurrió nada como para contar en la grabadora y Martina no acababa de volver de Lituania.

Matías apagó la grabadora plict. Entonces empezó la despedida y las gracias y tres-cuatro besos y los saludos y No he puesto nada para beber y Tranquila, Puedo sacar algo ahora, No gracias no, Gracias, Hasta la próxima, Hasta otra, Hasta otra, Hasta otra, Sí.

Cuando salió a la escalera, a Matías le vinieron a la cabeza las escaleras de los médicos de cabecera. De hecho, son bastante diferentes las escaleras de los médicos de cabecera y las escaleras normales. Una de las características más elegantes de las escaleras de los médicos de cabecera suele ser, por

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ejemplo, que bajan la fiebre. Esto quiere decir que, al salir de la consulta del médico de cabecera, es en la escalera donde les baja la fiebre a los pacientes casi siempre, como si la escalera tuviera algún acuerdo con el departamento de Sanidad, del Gobierno. Y eso siempre es así. Claro que las escaleras de martina y Mercedes no tenían nada que ver con las escaleras de los médicos de cabecera, pero en las escaleras de Martina y Mercedes a Matías le vinieron a la cabeza, sin otra explicación, las escaleras de los médicos de cabecera.

Apareció en la escalera entonces una curiosa mosca. Una mosca ciega. Y Matías pensó que, seguramente, la mayoría de los médicos del mundo, por muchas cosas que hubieran estudiado, no habrían visto en su vida una mosca ciega. Y él estaba viendo una mosca ciega en aquel momento. Supo que era ciega porque no paraba de pegarse contra todas las paredes de la escalera —sin un criterio concreto— y porque de vez en cuando volaba por detrás de un cuadro que había en una de las paredes de la escalera. Y la razón definitiva: una de las veces que se posó en el suelo, Matías le puso la suela del zapato encima, amenazando con pisar, y la mosca ni se inmutó. Y todo el mundo sabe que las moscas son los seres más rápidos del universo, que es casi imposible coger una mosca. Y si no son los seres más rápidos del universo, sí de los más rápidos; es posible que los segundos o los terceros en la clasificación de los seres rápidos del universo. Pero la mosca de la escalera no se movió ni un milímetro cuando Matías le puso la suela encima; por eso pensó que debía de ser ciega. Pero también pensó que podía ser una mosca sin seriedad, una mosca contraria a las normas tradicionales de las moscas. O en contra de algo.

Aquella mañana hizo Matías otras dos grabaciones, y una de las cosas que grabó era interesante, pero las demás no tanto. Aun así, tendría que volver a escuchar todas las cintas en la pensión, por la tarde. Por si se podía aprovechar algo más. Transcribiría algunas cosas; otras ni loco. Se repitió esa frase cinco o seis veces. En el Ministerio le habían dicho que transcribiese todo. Todo. Pero no iba a transcribir todo. Eso le parecía perder el tiempo. Perder el tiempo. También esa última frase se la repitió cinco o seis veces. Perder el tiempo. Iba a transcribir las buenas. Las otras no.

También en las otras dos casas estaba la enciclopedia Tabucchi, cómo no. Y en las dos hizo Matías lo mismo que había hecho en la primera, en la de Martina y Mercedes: buscó las mismas palabras, leyó un poco y volvió a dejar los tomos en su sitio. En una casa lo hizo a escondidas; en la otra pidió permiso.

Después se volvió a meter en el viento. Y se le ocurrió que el viento, de no ser tan primario, podría estar, perfectamente, hecho de gomaespuma. O de cualquier otro material extravagante. El viento le dio unas ideas y le quitó otras. Le hizo pensar, por ejemplo, que en la pensión habría vainas para comer.

© El pelo de Van't Hoff: Alfaguara.

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Pasto de moscas ETXEBERRIA, Hasier

Al verla por primera vez en el despacho de Urrutikoetxea, Lupe Latasa le ha parecido una mujer tipo Musca aurea. No es para menos: se trata del paso intermedio entre Musca argentea y Musca albina. Vestida con mayor elegancia seguramente merecía más de lo que ahora aparentaba pero, en general, la indumentaria de oficina resta brillo a la mujer. También a Lupe Latasa. Lleva un vestido demasiado aséptico que, más que mostrar, tapa. De todos modos, Damián no suele otorgar grandes calificaciones al primer vistazo. Resulta chocante que, con una sola mirada, ella haya obtenido tan alta nota.

¿Es de recibo que compare a todas las mujeres que contemplo con una de las siete clases de moscas? Eterna necesidad de clasificarlo todo, piensa. Puede que sí.

La más hermosa, la mujer casi inexistente, es la Musca albina. De ahí para abajo, el resto: Musca aurea, Musca argentea, Musca domestica, Musca erratica y Musca alighieri. ¿Es legítima esa permanente tendencia a comparar, al primer vistazo, antes incluso de que pronuncien una palabra? No lo sé. Pero es así. Siempre me he comportado así. Automáticamente. Siempre encuadro a la mujer en uno de esos siete tipos de mosca.

Jaione fue al principio Musca aurea. Posteriormente, Musca argentea; luego descendió al nivel de Musca domestica. Hay mujeres que a primera vista merecen ser clasificadas en un tipo determinado pero, tras conocerlas, las desciendo de categoría. Como a Jaione.

Cuando ocurren esas transformaciones el hombre se halla ante la boca del averno. Y es que, a partir de la Musca erratica, la raya va desde el cielo hasta el infierno. Y entonces no hay nada que hacer. Entonces puede habitar el hombre prolongadamente un lugar sin paraíso, en la esperanza de que se le abra otro cielo.

Pero en el infierno, no. Una vez traspasada la línea del infierno, el hombre no será el que fue. Y es que no puede. Es en vano. Así son las cosas. Y así fue cuando el aislado mundo del golf descalabró de arriba a abajo la imagen de Jaione. Su casa, piensa Damián Arruti, más que la Felicidad, habría sido la Frontera del Infierno, así, con mayúsculas. Mierda. La Frontera del Infierno. Mierda La Felicidad.

No puedo más, admite al final. Conduce tú, le ha dicho a Lupe Latasa. Qué te pasa. Nada. No he dormido bien. Y ha orillado el coche en una parada de autobús. Tras ellos, el segundo vehículo de la Ertzaina.

Me revuelve las tripas, dice Damián, el mero hecho de pensar que tengo que bajar por ese agujero, y abre la ventanilla para tomar aliento. Tranquilo, será sencillo. Iré contigo. Cuál es el intermitente, pregunta Lupe Latasa, y no aguarda respuesta. Estate tranquilo, el descenso a la cueva no es peligroso.

Damián le muestra la primera hendidura. Eso tendría que estar oculto. Le ha delatado su debilidad a la mujer. Comienza a darle oportunidades de fuga a su presa, antes de cazarla. ¿Pretende, sinceramente, atrapar a Lupe Latasa? ¿No será sencillamente una pose eterna? ¿No será esa una de las peculiaridades que, como primate que es, posee el hombre?

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Por qué está siempre encadenado el hombre a algo así. Tiene que atrapar a la mujer. Ha de comportarse como si pudiera dar caza a una hermosa mujer. Si desea ser hombre. Para poder ser hombre.

Qué categoría ocupa él a los ojos de Lupe Latasa. Es diferente antes y después de mostrar tan claramente que se ha venido abajo la clasificación merecida. O es que las mujeres no funcionan como los hombres. Aún no ha aprendido cómo lo hacen. Antes era más sencillo, piensa. En tiempos de sus padres bastaba con que el hombre fuera bueno y trabajador. Así se lo había transmitido su madre, que su padre era bueno y honesto. Que era un hombre bueno. Y que por eso se casó con él. Nunca le dijo que su padre fuera guapo. Jamás le dijo que fuera guapo su padre.

Pero las cosas han cambiado. Qué es lo que hacen ahora para elegir al hombre. A qué le concede valor la mujer de hoy. A los ojos. Al pecho. Al culo. A la boca. Es que eso se puede aprender, ni así vivas cien años. Es que acaso puede llegar el hombre a saber cómo ven las mujeres al macho.

Al final, Damián achaca ese aguacero de insustanciales ideas a la mezcla de café y dexidrina.

Hace frío en la morgue de Polloe. Claro, tiene que hacer frío en un sitio donde manipulan cadáveres casi congelados. Allí se hallaban el teniente Urrutikoetxea y el forense Larrañaga para cuando han llegado Damián, Lupe y los ertzainas que les acompañan. Damián ha tomado algo de aliento en el tramo que va desde el coche hasta la entrada al depósito. Pero de nuevo se angustia, al ser conducido por los pasillos. Saca su pañuelo, enjuga el sudor de su frente y a continuación se suena. En vano. No son los mocos sino algo muy diferente lo que le ahoga, lo que se le ha instalado entre el estómago y los pulmones, en un espacio que debería estar vacío. O es que la fuente de esa mala sangre que se me ha propagado por todo el cuerpo y me ha debilitado totalmente sólo está en mi cabeza, se pregunta.

Larrañaga tira hacia sí de un enorme cajón y extrae algo parecido a una camilla. Aparecen diversas partes de un cuerpo, que no llegan a conformar un cadáver femenino. Es una especie de puzzle de carne al que faltan piezas. O de carne y hueso, no, cómo se le llama al material muerto. Si fuera así, habría que llamarlo puzzle de carne y hueso, determina Damián. Carece de manos, de cabeza. El resto de las partes del cuerpo, juntas unas a otras sin posibilidad de unión. Jamás ha contemplado Damián algo tan opuesto a la unidad y totalidad.

Los ertzainas Mangas y Leniz miran el cadáver y apartan la vista inmediatamente. No pueden soportar el espectáculo. Mantienen fijos sus ojos en unos grandes carteles colgados de la pared. Los dirigen hacia aquellos ventanucos de allí arriba. Es evidente. También Urrutikoetxea ha apartado su mirada, tras manifestar que eso es cuanto hallamos en la cueva de Izarraitz. Qué os parece.

Lupe Latasa, Larrañaga y Damián Arruti, por su parte, se aproximan a aquellos despojos. Larrañaga entrega unos guantes de látex a los demás. Poca cosa he de añadir a lo que os he manifestado en Comisaría.

Damián Arruti ha buscado restos de semen de tres hombres, sin éxito. Dónde tenéis el microscopio. Y, añade, necesito muestras de cada una de esas partes.

Leniz y Mangas se acercan a Urrutikoetxea y le solicitan al oído permiso para esperar afuera. El jefe accede y salen ambos, pálidos.

Damián dice que es una pena. Que había que haberles avisado antes, antes de que se enfriasen aquellos despojos en el frigorífico y de que los insectos los abandonasen definitivamente. Antes de

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que se rompiese la evolución natural del cadáver. Que ahora se le complica la tarea. Que tendrá que ir más despacio. Que requerirá más tiempo para precisar la fecha de fallecimiento. O, al menos, para determinar si todos esos despojos fueron arrojados el mismo día. Que lo primero será analizar las condiciones de la cueva y, después, regresar al microscopio.

Larrañaga, sobre la mesa, comienza a conformar el puzzle de otra manera. Va colocando todas las partes boca abajo, para que se pueda ver el cuerpo de la mujer también por detrás. Antes quedaban a la vista su pecho y vientre, ahora sus glúteos y espalda. Y la cara posterior de sus muslos y pantorrillas.

Damián Arruti se fija en la marca hecha en la piel de uno de los brazos. En la parte posterior del brazo izquierdo, más próxima del codo que de la axila. Acerca la lupa y exclama pero cómo puede ser esto. No es posible. Que es imposible, una y otra vez. Inquieto. Da una apresurada vuelta a la mesa que contiene los restos. Observa de nuevo la piel del brazo izquierdo. No puede ser, repite por centésima vez. Es imposible, esto no es verdadero, exclama. Y maldice. Mierda puta, ha dicho en alto. Así es: mierda puta. Tal cual.

Qué sucede, pregunta Urrutikoetxea, y qué te pasa, los otros dos. Qué ocurre. Qué has visto.

Mirad eso, responde Arruti. Observadlo atentamente. Y todos miran más allá del vidrio de la lupa.

No vemos nada. Ahí no hay nada extraordinario.

Mirad bien, les ordena Arruti, observadlo bien.

En vano. Nadie ve nada.

Esa marca de ahí es sumamente curiosa, corta al final Damián Arruti. Extraña. Observa. La produce un minúsculo mosquito conocido como Phophyla bahii. La cicatriz siempre toma la misma apariencia, la de la canela-clavo utilizada en cocina. Del tamaño de una cabeza de cerilla. Es indeleble. Sin echar mano de la cirugía es imposible borrar su huella de la piel. Una vez que el mosquito pica, la herida se emponzoña. Y ésa es la marca que deja el insecto. Para siempre.

Yo no veo nada, responde Urrutikoetxea.

Sí, ya veo, dicen Lupe Latasa y Larrañaga. Es sumamente pequeña. Parece una rosa o una flor enana.

No, no tiene pinta de rosa. De especia. De clavo. Así se conoce en entomología.

Y qué, pregunta Urrutikoetxea.

Y qué, y qué, dices, replica Damián Arruti. Es muy extraño encontrar una marca así entre nosotros. Ese insecto sólo vive en la isla Itaparica, en Brasil, cerca del Salvador de Bahía. Sólo allí habita el mosquito Phophyla bahii, parasitando a un pequeño hongo. Jamás se ha hallado algo semejante en ninguna otra parte.

Y qué, de nuevo Urrutikoetxea.

Damián Arruti no responde. Jura y maldice.

Qué tienes, hombre, qué te ha ocurrido para que te pongas así, le inquiere Lupe Latasa.

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Que qué tengo, tengo mierda puta, eso es lo que tengo. Hay que encontrar lo antes posible la cabeza y las manos. Vamos a la cueva.

Pero, qué es lo que te altera tanto, de nuevo Latasa. No podremos ir a la cueva hasta dentro de dos o tres días. Para eso es preciso tenerlo todo organizado.

Qué tiene eso de raro, pregunta Urrutikoetxea, sin comprender la excitación de Arruti.

Conocéis alguna mujer que tenga una cicatriz similar en el hombro, pregunta Damián. Habéis visto jamás una mujer que tenga una marca así, y responden todos que no, que jamás habían oído hablar de un insecto que dejara semejante cicatriz.

Pues yo, sí. Conozco una mujer que en alguna parte tiene una extraña cicatriz así. O que tenía, ignoro cómo se dice. Conozco a esa mujer que yace en la mesa. Mierda jodida.

Y, sacándose los guantes, Damián Arruti se abre paso entre los otros tres, hacia la puerta, en busca de resuello.

© Etxeberria, Hasier. Eulien bazka, Susa, 2003.

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Gubbio GARZIA, Juan (in Garzia, Juan. Sombra de sombras, Alga, 2005)Traducción de Manuel López GaseniUNA POETA MEDIEVAL DESCONOCIDA.

Desde Gubbio, Virginia Ossiani.

Gubbio es gris. Grises son sus tejados, grises las paredes de sus casas, grises las baldosas de sus calles. No es que sean de pizarra: Gubbio está construido con una piedra más sólida y noble; incluso el propio Palazzo dei Consoli está hecho de esa misma piedra, con su rígida estructura en el justo medio de la pendiente, sobre la que trepa la ciudad medieval, proyectando su sombra sobre uno de los lados de la plaza cuadrada que se abre ante la vista del valle.

Tal es el panorama que se le presenta al visitante: una ciudad medieval de piedra gris situada en un altozano que se eleva de izquierda a derecha, con la gran silueta del Palazzo como fiel de la balanza conformada por la línea de edificaciones.

El viajero ignora qué se encontrará allí, puesto que para la publicidad Gubbio no es casi otra cosa que el pueblo en el que San Francisco habló con el famoso lobo, y ya llega el viajero desde Asís algo hastiado por el montaje turístico en torno al santo. Tal vez por ello agradece la medievalidad genuina de los agrupamientos de casas grises, la uniforme rudeza de la áspera piedra, junto con la populosa animación del mercado con el que, todavía en la parte baja de la ciudad, se topa de frente mientras admira la vista. Ambiente campesino; gritos teatrales de los comerciantes; toldos refulgiendo bajo el sol.

Tras recorrer el mercado, el viajero asciende por las sombrías calles contemplando las ornamentaciones de hierro enrejado que rematan los pórticos tanto de las edificaciones de sillería como de otras menos distinguidas. El brillo del hierro negro contra el gris mate de la piedra.

Adornos, utensilios, armas... El acero se ha forjado desde siempre en Gubbio, el polvo de hierro tiñe de gris las manos y el rostro de sus habitantes, cuyos ojos destilan tristeza de puro mirar a los trozos de metal al rojo vivo.

El visitante no tiene noticia –no lee las revistas locales– del hallazgo que ha conmocionado a los alrededores durante los últimos días. Los lugareños, por su parte, parecen haber perdido la capacidad de sorprenderse por nada; desde que el temible lobo domesticado por el Poverello anduvo de casa en casa como un dócil perrillo hasta que murió de viejo, se diría que la vena de lo maravilloso se les ha agotado para siempre. Incluso cabría dudar que conozcan la noticia.

Todo comenzó cuando se acometieron las obras de restauración del edificio llamado La Casa del Capellán, una hermosa casa antigua muy estropeada a causa de años de abandono y de su pésima ubicación –totalmente expuesta al viento y la lluvia–, y que se quiere acondicionar ahora como casa de cultura. Fue durante dichas obras cuando apareció el viejo manuscrito que ha generado tanta polémica. Los pliegos se encontraban en un escondite disimulado en la misma piedra, lo que explica tanto que aún permaneciera allí como el buen estado del pergamino.

En cuanto al autor del manuscrito –aparte de su nombre– no hay grandes dudas: se trata del clérigo que estaba a cargo de la capilla del convento de las clarisas; la narración principal está escrita en el dialecto de la Umbría, aunque algunos pasajes aparecen en latín, y podría datar de mediados del siglo trece. Está compuesto por treinta y tres hojas y, si bien cabrían algunas dudas tanto sobre algunos pasajes poco verosímiles de la historia que narra como sobre el destino que el capellán

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quería dar a las mismas, por lo demás no parece haber razones para no dar crédito en lo esencial a la información que contiene. Poco importa si estaban destinadas al Santo Oficio o por el contrario las amparaba el secreto de confesión, si las fantasías intercaladas en el texto se deben al informante o si la pluma del clérigo ha puesto algo de su cosecha: a nuestro entender, la angustia del protagonista refleja a las claras que nos hallamos ante un suceso real. Si así fuere, los documentos descubiertos ahora por azar nos darían noticia de una obra materialmente irrecuperable pero que hace llegar hasta nosotros el nombre y las circunstancias de una poeta desconocida.

Me ceñiré a la versión del capellán, dejando a la inteligencia del lector el trabajo de separar de la paja el grano de la veracidad, a fin de no entorpecer el hilo dramático de los acontecimientos, si bien intentaré transcribir el texto eliminando las digresiones y de forma resumida, puesto que nuestra intención no es hacer una recreación literaria del texto del capellán, sino ofrecer a nuestros lectores la crónica de un vestigio literario perdido, la presentación, inevitablemente indirecta, de la olvidada monja poeta Bettina Mariani.

Antes de seguir adelante, aclaremos que el capellán había tenido acceso a todos los extremos que relata por medio de una compañera de confianza de Bettina, una monja mayor que ella y única confidente de sus penas, gracias a la especial relación que mantenía con ella. Se trataba de una mujerona, muy ducha en las labores de la huerta y la cocina, llamada Dorotea Viglione, a quien debemos, por tanto, este importante testimonio, a pesar de que (como se verá más adelante) era de naturaleza más bien simple y, en consecuencia –la ingenuidad tiene esas cosas–, demasiado dada a revestir de sus fantasmas personales la realidad. Puede que fuera esa simpleza lo que la hizo más digna de confianza a los ojos de Bettina. Con todo, es difícil saber en esta historia cuánto es debido a Bettina y cuánto lo es a Dorotea, sin olvidar, naturalmente, lo que el capellán añadiera de su propia cosecha.

Bettina Mariani era una monja del convento fundado en Gubbio por la propia Santa Clara por mandato y bajo la regla de San Francisco. Desde muy joven debió de tener inclinación hacia la poesía. Estaba poseída por una pasión sentimental hacia el Señor, lo que le proporcionó elocuencia para cantar Su alegría cósmica reflejada en los elementos más humildes de la naturaleza: no es por ello de extrañar que pronto diese el paso hacia la Segunda Orden de San Francisco. Sus hermanas la amaban con fervor, y admiraban sin empacho su don para la poesía, tanto en las ocasiones en que se elevaba hacia la mística cuanto en aquellas otras en que descendía a los cantos de las celebraciones ordinarias.

El Señor, la Poesía... son grandes palabras. Bettina amaba la naturaleza, de ella tomaba todo su sentimiento, ella era el origen de toda su mística, y a ella le dedicaba todo el tiempo que le dejaban sus obligaciones y sus rezos. Su devoción más sentida consistía en pasear en soledad por los caminos de la montaña, paseos que le proporcionaban no el mero solaz del alma, sino también aliento poético. Con el tiempo, la fama de la monja poeta Bettina se fue extendiendo a otros conventos, acompañada de los aspectos más utilitarios de su obra: cantos, lecturas para los rezos... Incluso trascendió fuera de los conventos el rumor al menos de que había una monja poeta en las clarisas de Gubbio.

Bettina tenía su rincón preferido en un collado al que acudía los días más hermosos a recostarse sobre la hierba e imaginar el rostro del Señor en la grandeza de las montañas del horizonte y en el azul infinito del cielo.

En tales ocasiones solía llevar consigo sus utensilios de escritura, pues gustaba de aprehender en el mismo instante las poéticas chispas divinas que de pronto la asaltaban, tal era la especie de plena comunión que allí sentía. Pretendía que su pluma se impregnase de todas las sensaciones de la naturaleza que le penetraban los sentidos.

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Así fue que, como quiera que la época del año le daba menos oportunidades para ello, y viendo con alegría el excelente tiempo que deparó aquel día de finales del invierno, se pasó el día esperando con impaciencia el momento en que pudiera quedar libre de sus obligaciones para acudir al paraje de sus gozos.

Por fin pudo partir nuestra monja al caer la tarde por el abrupto sendero entre espinos, dispuesta a saborear desde su pequeño paraíso la belleza de aquel día tan hermoso.

Y el atardecer resultó tan admirable como sólo puede ofrecerlo una tarde de marzo. Cuando llegó el momento de retomar el camino de regreso antes de que se cerrara la noche, volvió en sí como si acabase de despertar de un sueño, enmudecida, aturdida, en trance: le había sido dado contemplar al Señor, y se sentía capaz de expresarlo mediante palabras. Entonces advirtió que había olvidado traer sus útiles de escritura, tal había sido la urgencia de subir a sus montes aquel día.

Al mismo tiempo, se dio cuenta de que se le había pasado la hora del regreso, pues para entonces la oscuridad había empujado a la luz tras las montañas, del mismo modo que en su olvidadiza memoria terrenal se oscurecía ya el brillo divino de aquellas palabras celestiales. Y experimentó un temblor en sus entrañas.

Si iba repitiendo las palabras por el camino, quizá podría fijarlas en su conciencia, pero temía que cualquier error en una sola letra pudiera hacer desaparecer aquella viva presencia del Señor, y ya nunca más podría alcanzar algo semejante, ni aunque pasara la vida entera en aquel lugar. Sin saber bien lo que hacía, recogió una rama del suelo, junto a un acebo lleno de frutillos rojos, y se puso a escribir con ella en un claro que había bajo el árbol. Escribió las palabras con marcas profundas en la tierra, que allí era blanda, y comenzó a sosegarse. Incluso en ello creyó hallar un mensaje del Señor: aquellas palabras admitían ser escritas sin necesidad de útiles sofisticados; el don de la naturaleza revertido a la naturaleza por medio de la propia naturaleza.

Terminado el poema, con la noche ya sobre ella, se puso en marcha hacia el convento, no sin volver la mirada con frecuencia a lo largo del camino. La roía la impaciencia por ver cuándo devolvería la luz del día aquella noche apenas comenzada. Completó en un santiamén el camino hasta el convento.

© Itzalen itzal: Alberdania

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Una tierra más allá IRIGOIEN, Joan Mari

En el año en que vuestra merced fue mi profesor en Salamanca, le hablé a veces de mis padres —del señor Martín y de la señora Graciana—, y de mi tío Joanikot.

También le hablé de mi hermano Mattin.

Pero escasas veces del abuelo Nicolás.

Mi abuelo Nicolás —y no menos mi padre— tenía cual asunto principal, la reputación, la honra y el buen nombre de mi casa, de sus gentes, ello arrimado a lo más hondo del ser. Por ello, cuántas veces no nos dijeron, tanto uno como otro, a Mattin y a mí:

—No olvidéis, rapaces, que desde las guerras contra los francos, todos los urbiaindarras somos nobles..., pero lo son unos más que otros.

¡Que era lo mismo que decir que éramos del linaje de Etxegoien!

A lo que se dice, la historia de nuestra casa en su último siglo y medio no era algo para sentir orgullo, pues dado que nuestros ancestros, los agramonteses, fueron vencidos en aquellas malditas guerras que asolaron el reino de Navarra, hubieron de sufrir humillaciones y desquites incontables, entre los que cumple señalar la demolición de las murallas del castillo, además del desmochamiento de sus dos torres de defensa.

—Y así, tras penalidades y quebrantos, tuvimos que marcharnos de Urbiain hacia el destierro... —nos decía nuestro abuelo Nicolás, como si él hubiese padecido tales desgracias e infortunios en propia carne, a pesar de que el testigo principal no fuera él, sino su abuelo, y el abuelo de mi abuelo a lo último, el señor Eusebio Etxegoien.

Una vez en el destierro, nuestros pasados tuvieron que vagar de casa de unos hidalgos que eran amigos a la de otros, de Lapurdi a la Baja Navarra, y de la Baja Navarra a Lapurdi; también, alguna que otra vez, a tierras del Bearn, hasta que al fin compraron casa y tierras a un señor que deseaba marchar a las Indias, donde apercibieron nuevo nido. Aquel destierro, a dicha, medido en leguas no era infinito, mas, al igual que un pequeño alejamiento entre los cuerpos acarrea a los amantes un desprendimiento de sus almas, sucedía así con los hombres y las mujeres de nuestro linaje, a quienes lo próximo se les hacía inalcanzable, y el destierro insufrible. Para paliar en algo aquel sentimiento acerbo e irse acostumbrando, poco a poco, al nuevo lar, les hubiese venido que ni de molde un ambiente de sosiego y paz; al contrario, tanto en Lapurdi como en Baja Navarra y Zuberoa, sucedíanse incontables disputas entre católicos y protestantes —las que hubo entre Charles de Luxe y el señor de Belzunze pueden servir de ejemplo—, que nuestros ancestros trataron de evitar y, de una forma u otra, lo lograron, pero sin poder arrumbar en sus cuerpos y almas aquel rastro de peligro, desazonado y enojoso, ante el temor de que el paso dado hacia delante se les trocara, en cualquier momento, en paso atrás, como condenados a peregrinar, un día sí y el siguiente también, por un camino enjuto, a cuyos bordes abriéranse un par de abismos.

El abuelo Nicolás nos decía muchas veces:

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—¡En cuántas ocasiones me llevó mi padre —y vuestro bisabuelo Albert, por tanto— a alguna de esas cimas de los montes Pirineos, desde donde se columbraban las ruinas del castillo que perdieron nuestros mayores. Y ¡cuántas veces nos dijo, asimismo: "Navarra se perdió, y se perdió para siempre, pero el palacio tal vez no!...". Y sonriéndome, añadía: "Nicolás, los Etxegoien hemos sido cual el aceite, que siempre anda arriba, y seguiremos siéndolo... porque, como reza el refrán, cien años pueden convertir al señor en villano, mas otros cien pueden convertir al villano en señor...

Mi abuelo Nicolás nos hablaba en euskara, pero también lo hacía en francés, máxime desde que nombró a don Francisco, el cura del pueblo, preceptor de mi hermano Mattin e igualmente de mí —en aquel tiempo en que, cansado y maltrecho, dio en dejar de lado las competencias que le correspondían como dueño y señor de la casa— y es que don Francisco no sabía francés, y mi abuelo era, bien al contrario, muy afecto al francés y a la cultura francesa, y pretendía, además, que se nos enseñara y acostumbrara en la mayoría de las lenguas posibles.

Le he hablado a vuestra merced del cansancio del abuelo, y añado ahora que sus causas hay que encontrarlas tanto en el fracaso que padeció en sus negocios, de los que le hablaré en páginas posteriores, como en su carestía de salud por culpa del reúma, ya que sus artejos recordaban a un carro chirriante, y parecíale un calvario el mantenerse en pie. Y, apoyándose en sus muletas, era costumbre de él salir fuera de la casa y sentarse en el banco de dura piedra, que por respaldo tenía el frontispicio del palacio, mientras nos decía:

—Dios nos otorgó dos piernas, pero al final ya veis, he de caminar con cuatro, a usanza de animales... ¡Y no, cabalmente, para marchar más presto!...

Y tras encender la pipa y llevársela a la boca, nos decía:

—Doy gracias por el tabaco, porque de otro modo... Y es que, para mí, el respirar el humo es respirar la vida... —y fumaba sin tregua, como chimenea, o aspiraba polvo de tabaco a falta de mejor cosa.

Era maravilla ver fumar a mi abuelo. Y es que no solamente aspiraba y rechazaba el humo, sino que parecía su manera de hablar. Y cuando se amoscaba, le salía una pequeña nube-remolino, como modo de mostrar su enfado; o arrojaba esa nube sobre quien le había disgustado, como si pretendiera hacerlo desaparecer entre los humos; por el contrario, si pretendía llamar la atención de los otros, alzaba la perilla, juntábanse los labios y de su boca salían unos bucles de humo que, en su camino hacia arriba, se hacían cada vez más ostentosos.

Y cuando nos hablaba de su admirado padre y del palacio de los Etxegoien, mi abuelo pergeñaba parecido invento, en gran danza de humo con nubes acá y allá.

—¿Dicen que Pizarro, Almagro y otra gente de su clase conquistaron las Indias?... —nos dijo en uno de aquellos parlamentos, mientras nos llegaba el rumor de la fuente que había frente al palacio y en mitad del jardín—. ¡No fue menos mi padre! ¡Aquél sí era un hombre inteligente y, además, bien entendido! Pues aunque era cierto que nos sobreponíamos al destierro, lo estábamos haciendo, según él, harto despacio, hasta el punto de que, una vez, dijo aquellas palabras que no podré ya olvidar: "Si un sueño no te deja, debes correr riesgos...", y, mirando afuera, a los maizales, determinó: "El porvenir de nuestra casa no está escrito en tierra, sino en hierro". Y, pensando darles a los bienes de la casa otra utilidad, compró la ferrería de Laiotza. "Ándate con tiento", decíanle los amigos, "que ya pasaron los mejores tiempos del hierro", a lo que él dijo: "Sí, puede que los tiempos del hierro y su provecho cumpliéranse ya, pero los míos, no". Y a partir de entonces creció alto, y le fue de perlas...

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En esto, mi abuelo Nicolás, siguiendo las huellas de su padre, no hacía sino alabar ese mundo del hierro, y se admiraba de las ferrerías y los ferrones, a tal punto que porfiaba en que solamente los ferrones eran hombres derechos, curtidos día a día en los hornos incandescentes. Y después añadía: "Todos los demás son hombres demediados...".

Y, con esto, interrumpía sus soliloquios, aprovechados para emperezar sus aros y sus coronas de humo. Y, mirándolos, no deseaba yo sino que alguna de aquéllas pusiérase en su cabeza como sucede en los altares con los santos y las beatas... Imaginaba entonces que, al igual que cada pueblo, cofradía o congregación, y aun cada gremio del mismo oficio, tiene su santo —y así tiene Urbiain a Santa Clara, los franciscanos a San Francisco, y los sastres a Santa Lucía—, pudiera ser mi abuelo Nicolás el mejor abogado de los ferrones, si en buenhora tomáranlo como santo. Siguiendo con su historia, él nos dijo:

—Y otra vez, así me habló mi padre: "Nicolás, esto no tiene vuelta. Hasta hace poco, nuestro destierro y otras calamidades han propiciado los dimes y diretes de la gente; hoy, bien al contrario, no hacen otra cosa que hablar de nuestra ferrería y de nuestra fortuna. Pero, con todo eso, no es suficiente, y si pretendemos crecer, será remedio el extender nuestro negocio e ir de aquí para allá, por despabilarnos con hidalgos de alcances y mercaderes poderosos que sepan nuestros propósitos. Fabricaremos una red para que sepamos, en cada momento, adónde hemos de ir y qué corresponde hacer. Mira, si no, cómo la araña hace la suya, para disponer luego de su caza. Y tengo ahora presente nuestro palacio y la casa solar..., e imagino Urbiain, nuestro lugar de nacimiento. Es aquél, además, sitio excelente para disponer de otra ferrería, y por tanto hemos de hablar con su alcalde y con los gobernantes de la Alta Navarra, y hasta con el virrey. Hace tiempo que pusimos casa y hacienda al servicio ambas de Navarra, y llegada es la hora de poner Navarra a nuestro servicio..., porque siendo, como es, la voluntad de Dios inescrutable, ¿quién sabe si no hizo a nuestros pasados perdedores para que gozáramos nosotros de las mieles de la victoria?". Y aquél, ya sabéis, decir y hacer: escribió raudo al virrey, y éste le respondió dándole cita. Y tras leer ante todos la carta, dijo mi padre: "Tú, Nicolás, eres mi hijo único y mi sucesor, y vendrás conmigo".

© Irigoien, Joan Mari. Una tierra más allá, Ttarttalo, Donostia, 2002. Traducción de Jorge González Aranguren.

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Las moscas no salen en las fotos ITURRALDE, Joxemari

Salí a la calle. El aire fresco me sentó bien y comprobé que conseguía tranquilizarme. Luego respiré profundamente dos o tres veces para sentir que aquel aire fresco me llegaba hasta el fondo de los pulmones. Pronto serían las nueve y me di cuenta de que andaba algo retrasado, por lo que, si no quería llegar tarde tenía que coger un taxi cuanto antes.

Había que seguir con el trabajo, y era el momento de acometer mi segundo proyecto o, tal como yo lo llamaba, el caso de las Libertinas. Yo era el único que lo llamaba así, y desde el principio sabía que no era un nombre adecuado, pero me daba igual. No me importaba, porque nadie más que yo lo conocía y no pensaba contárselo a nadie. Por el momento tenía que dejar de lado el caso de la mañana, el del profesor y la ex alumna enamorados y olvidar también, al menos por ahora, lo que había sucedido en mi apartamento. Ya tendría tiempo más tarde de pensar y reflexionar sobre todo aquello.

Llegué hasta la Gran Vía. En la parada de taxis estaban esperando una pareja de ancianos y un hombre con un maletín y aspecto de representante comercial. Encendí un cigarrillo. Este caso no tenía nada que ver con el anterior. Hacía poco que trabajaba en él, pero inmediatamente me había percatado de ello. En el primer caso había sucedido algo que el cliente no deseaba y la labor de la agencia —por lo tanto, mi trabajo— consistía en intentar que ese algo no volviera a suceder. Es decir, mi labor consistía en impedir que siguiera ocurriendo, detenerlo. Para ello tenía que hablar con los implicados en el suceso, hablar con ellos y convencerlos. Era mi función en el primero de los casos.

El segundo asunto, el de las Libertinas, no era exactamente igual. Lo que deseaba saber el cliente que había acudido a la agencia era si había sucedido algo, y en caso de que así fuera, quería saber con quién, cuándo, cómo y cuántas veces. Se trataba en ambos casos de asuntos amorosos. Cuestiones de amor y, casi siempre, de desamor. En el primer caso una joven había huido de casa para caer en brazos de un hombre adulto que había sido su profesor. Y al saber lo que había hecho, el padre quería solucionar de alguna forma el tema. De la forma más rápida, decorosa y discreta posible. Esa era la razón por la que había recurrido a la agencia de los hermanos Morales. La razón de que yo estuviera allí intentando solucionar el caso.

Antes de veinte minutos conseguí hacerme con un taxi libre. Camino de nuevo al Casco Viejo, me dispuse a repasar el segundo caso. Estaba implicado un grupo de muchachas. Eran amigas y, por lo que yo sabía, se reunían con frecuencia para hablar, cenar y pasar un buen rato. Luego apareció un hombre en la agencia diciendo que una de ellas era su novia, pero que por razones de trabajo no solían estar juntos muchas veces. El hombre, debido a sus ocupaciones, tenía que pasar largas temporadas fuera y era ahí, subrayó el cliente, donde entraba en acción la agencia. No se fiaba demasiado de su novia y quería que nuestra empresa le enviara periódicamente un informe. Deseaba informes en los que se le informara de las idas y venidas de su novia. Quería saber a dónde iba la joven en las largas temporadas en que él estaba fuera, con quién y a qué, dónde y cómo pasaba su tiempo pero, especialmente, con quién salía. Todavía tenía cierta confianza en ella, comentó en la agencia el primer día, y no creía que mientras él estaba fuera hubiera empezado con otro hombre, pero quería tener la certeza de que era así. Con las mujeres nunca se sabe. Esa era su teoría y para ello gastaba su dinero, para probar que aquella teoría era cierta.

Y ahí empezaba mi trabajo. Tengo que comprobar una teoría, nada más —me dije a mí mismo en el taxi, camino del Casco Viejo—. No tengo que hacer nada, únicamente estar quieto y observar.

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Observar lo que hacían ellas y luego contarlo, eso era todo. Llevaba sólo algunas semanas cumpliendo esa tarea y, realmente, me sentía bastante cómodo. No era un trabajo difícil, más bien todo lo contrario, y yo lo realizaba con mucho gusto. La joven que tenía que vigilar no me gustaba mucho, en mi opinión no era nada del otro mundo, pero había otra que sí. Normalmente se reunían cuatro mujeres y una de ellas me gustaba mucho. Tanto que en más de una ocasión me había sucedido que al acabar la labor de vigilancia de las muchachas y dirigirme a casa, el hermoso rostro de la otra joven se me quedara clavado como una diapositiva fija.

Cuando llegué, el restaurante chino La Gran Muralla estaba bastante lleno. Aprovechando que cerca de la entrada, a la derecha, había una mesa libre, me senté en ella antes de que la camarera —una simpática chinita con la sonrisa siempre en los labios— dijera nada, pues era un buen puesto de observación para mis objetivos. La camarera se acercó, me tendió el menú y rápidamente elegí la cena: rollitos de primavera con ensalada china y, de segundo, pollo al curry con arroz tres delicias. Para beber, media botella de vino tinto de Rioja.

Mientras encargaba la cena, la camarera china no cesaba de decir muchas gracias cada vez que yo pedía un plato. Lo mismo hizo cuando pedí el vino, muchas gracias, muchas gracias. Era un comedor bastante grande y de forma circular. Primero me pareció que tenía el aspecto de una plaza de toros, pero después, al fijarme en los dibujos pintados en la pared me di cuenta de que aquel inmenso escenario simulaba la gran muralla china. En todo el perímetro podía verse pintada la gran muralla y, tras ella, los típicos paisajes pictóricos chinos, con sus bosques, montes y ríos; finalmente, a lo lejos, una enorme luna alzándose hacia el cielo. O sea, que lo que estaba a este lado de la muralla tenía que ser China, es decir, el propio comedor era China y los allí presentes éramos chinos o extranjeros visitantes.

Mi mesa estaba junto a la pared, a la derecha del local. Algo más adelante había otra mesa y, hacia el centro, una gran mesa redonda en medio de las seis columnas que sostenían el techo del comedor. Las columnas, en su base tenían un aspecto vulgar, pero hacia la mitad dejaban de serlo y poco a poco se convertían en culebras o dragones, que al final, apoyaban sus cabezas en el techo. Las cuatro jóvenes que tenía que observar estaban al otro lado del comedor, justo en la otra punta, y por eso mismo pensé que mi mesa era la más apropiada para la vigilancia, pues había tres mesas, una tras otra, que me protegían, y además no estaban vacías. Por otra parte, si lo deseaba, también podía girarme un poco hacia la derecha, y una de las columnas me ocultaría por completo.

Acababa de llegar la cuarta muchacha. Ya están reunidas las cuatro libertinas, me dije. Para disimular mejor saqué una revista con jeroglíficos y crucigramas, que siempre llevaba conmigo, y me puse a despistar mientras comía la ensalada china. Las Libertinas. Ya no recordaba por qué se me había ocurrido aquel curioso nombre para denominar el caso. Es cierto que me gustaba poner a todos los casos una muletilla que sólo yo comprendía, pero ahora dudaba si aquel mote de Las Libertinas era realmente apropiado. Pensaba que el nombre que había dado al otro caso que me ocupaba aquella temporada era mucho más adecuado, es decir, el caso de la Alumna Enamorada. La cuestión era que, ahora, aunque aquella no me pareciera la mejor apelación, no se me ocurría otra cada vez que pensaba en ellas. Y la cuestión era, también, que tres de ellas habían empezado a cenar antes de que llegara la cuarta, que llegó casi al mismo tiempo que yo. Venía con bastante retraso, tal como pude comprobar por la acogida malhumorada que le dedicaron las demás. La última en llegar había sido la que me gustaba a mí. Para entonces yo ya conocía su nombre, Lucía. Me parecía muy hermosa. Realmente me pareció muy hermosa desde la primera vez que la vi. Ya aquel primer día quedé medio prendado de ella. Desde entonces, todo lo que hacía la muchacha me parecía maravilloso. Incluso decidí que su propio nombre, Lucía, era un nombre precioso, el más bonito que podía existir. Y también me parecía encantador que llegara tarde a donde sus amigas, me parecía que acudir con un cierto retraso a un local elegante como aquél era un detalle refinado, que añadía un atractivo complementario a aquel ambiente chic.

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Al ver la acogida de sus amigas, Lucía acababa de ganar un punto más ante mis ojos en el ranking de la elegancia. Realmente, una joven hermosa como ella tenía todo el derecho del mundo a aquellos detalles. Y yo pensaba que el hecho de que un tipo como yo se enamorara de una joven tan hermosa y especial como aquélla era prueba de mi inteligencia y del alto nivel de mis gustos. Puestos a hacer comparaciones, Brezo no quedaba en muy buen lugar, pues quedaba en un lugar muy inferior con relación a Lucía.

Lucía, además de su hermosura, tenía clase, una distinción natural; comparada con ella, Brezo no tenía nada, decidí al tiempo que vaciaba de un trago el vino que me quedaba en el vaso.

El comedor fue llenándose poco a poco hasta que llegó un momento en que todas las mesas estaban ocupadas. Este hecho, tal como pude comprobar rápidamente, obstaculizaba el correcto desarrollo de mi trabajo, y si quería seguir de cerca lo que sucedía en la mesa de las cuatro muchachas, tenía que mover la cabeza a un lado y a otro y, en ocasiones, casi medio cuerpo. Acababa de comenzar el segundo plato y continuaba con mi crucigrama para disimular mejor. Para entonces, y esto era algo que mis amigos sabían muy bien, pues se lo había contado en numerosas ocasiones, me consideraba un experto en crucigramas. No tanto en jeroglíficos. Pero a lo largo de mi vida había rellenado cientos de crucigramas y, con toda humildad, podía afirmar que era bastante hábil con aquel pasatiempo. Aun así tenía ciertas lagunas. La geografía, por ejemplo. Como me sucedía en aquel momento: el crucigrama me pedía la segunda ciudad en importancia de Nigeria, y yo no tenía respuesta. Estaba perdido. De hecho, esos estados africanos cambiaban casi cada quince días de régimen y, entonces les gustaba ponerlo todo patas arriba, el tipo de gobierno, el idioma oficial, e incluso el nombre del propio estado y de su capital. Así que, aunque no podía afirmarlo con seguridad, estaba dispuesto a apostar que en los últimos diez o quince años Nigeria había cambiado al menos dos o tres veces de nombre. Por eso estaba en aquel momento tan perdido y trabado. Nigeria... Nigeria... Bebí otro trago del tinto de Rioja. Laos... no, Laos no, Lagos... Lagos... Creía que era algo así pero no estaba seguro. Lo mejor para salir de aquel impasse sería mirar las definiciones verticales. A ver, tercera vertical: capital de la isla de Guam. Se acabó. Estaba totalmente atrapado. Ni idea, no tenía ni la menor idea. Con aquello se acababa el crucigrama.

Levanté la mirada y la dirigí a las cuatro mujeres, como buscando una fuente de inspiración. Las cuatro jóvenes parecían ser las Musas y, por supuesto, la Musa Reina entre ellas era la Musa Lucía que podría ayudarme a recuperar la inspiración. Bajé mecánicamente la mirada hacia el crucigrama a ver si sucedía algo así. Pero tuve que levantarla inmediatamente. Algo estaba sucediendo en la mesa de las cuatro mujeres. Algo extraño estaba sucediendo y yo, trabado con mi crucigrama, no me había dado cuenta hasta entonces. Al principio me pareció que un camarero vestido con uniforme negro estaba sirviendo a las jóvenes, pero cuando lo pensé mejor me di cuenta de que en aquel restaurante las camareras eran todas jóvenes chinas, todas bastante bajitas, de tez amarilla y vestidas con un sari rojo dorado, y normalmente no solía haber hombres morenos, altos y fornidos, vestidos con traje negro. Desde el lugar en el que me encontraba no podía ver el rostro del hombre, pero enseguida supe que se trataba de alguien que acababa de entrar de la calle y que no tenía nada que ver con el servicio del restaurante.

Cerré el cuadernillo de crucigramas. Tenía que seguir atentamente lo que sucedía en aquella mesa. Y entonces una botella de vino cayó al suelo. Y junto a la botella un vaso. La botella no se rompió, el vaso en cambio sí. El silencio se extendió por todo el comedor y, al tiempo, casi todos los comensales dirigieron sus miradas hacia aquella mesa. El silencio duró unos diez segundos y después, cada cual siguió con lo suyo. Inmediatamente apareció una muchacha china con una escoba y un cubo para recoger los fragmentos de vidrio del suelo. El hombre moreno, sin hacer demasiado caso a la botella y al vaso roto, continuaba discutiendo vivamente con una de las jóvenes de la mesa. Desde la otra punta del comedor me pareció que el hombre y la joven, que continuaba sentada, levantaban ligeramente la voz. Pero la escena no duró mucho tiempo. De repente, ella se

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levantó muy enfadada. Arrastró la silla hacia atrás, recogió el abrigo y la bolsa que colgaban de ella y cruzando el comedor salió al exterior muy dignamente.

Sin decir nada a las otras mujeres, el hombre salió a la calle tras la joven. Entonces el ambiente se calmó en el comedor y volvió la normalidad. Me di cuenta de que en todas las mesas estaban comentando lo sucedido. Aquella calma me permitió también a mí acabar tranquilamente el postre, el mismo que pedía siempre en los restaurantes chinos porque me gustaba sobremanera, helado con nueces.

Pero algo más tarde, mientras tomaba el café, me di cuenta de que la escena había tenido una continuación. Diez o quince minutos más tarde, la muchacha volvió a entrar. Y nuevamente se sentó junto a sus amigas. Todos esperaban entonces la llegada impetuosa del hombre moreno, pero los minutos pasaban y nadie entró al restaurante. Después de aquello no pasó nada especial. La gente comenzó a salir poco a poco del local y en cierto momento las cuatro mujeres hicieron lo mismo. Pude darme cuenta de que el ambiente también se había enfriado entre ellas. Acabaron el postre que estaban tomando y, sin pedir café ni copas, pagaron y se marcharon. Diez minutos después de que lo hicieran ellas, también yo me fui.

© Iturralde, Joxemari. Las moscas no salen en las fotos, Erein, 2003.© Traducción: Bego Montorio

© Foto: Erein

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Voces de ballena JIMENEZ, Edorta

**¡Ballena a la vista!**

¡Ballena a la vista! ¡Ballena a la vista! —daba voces el atalayero.

A sus gritos, los pescadores se despertaron de golpe, y es que aunque el puerto había estado tranquilo hasta entonces, la noticia del avistamiento trajo tal revuelo que hubiera levantado a un muerto de su tumba.

Estábamos tío Juan y yo en el muelle de Artza, calafateando el barco. Acababa de empezar el otoño y andábamos preparando cuanto necesitábamos para las últimas faenas del año en la mar. Pronto íbamos a empezar la pesca del besugo. Pero ante el aviso de que una ballena rondaba nuestra costa, los besugos fueron olvidados prontamente.

En un instante, toda la gente alrededor se afanaba en dar al mar una embarcación cercana a la nuestra. Tío Juan se les unió, aunque no se podía valer del brazo izquierdo.

—¡Venga, muchachos! —gritó tío Juan.

En una de éstas, fue la campana de la ermita la que tomó el relevo de los gritos del atalayero. Si para entonces alguien en el pueblo todavía no era sabedor de la aparición de la ballena, no creo que tardara mucho en enterarse.

Lo cierto es que también había repique de campanas en la ermita, en incendios o en premuras semejantes. Esta vez, sin embargo, la campana lanzaba al viento un sonido especial. Se me antojó oír en su canto algo como ¡ba-lle-na! ¡ba-lle-na! Por la forma del repique eché de ver que era Doro quien tocaba: un-dos-tres, ba-lle-na, un-dos-tres, ba-lle-na. ¡Cómo no lo iba a reconocer, si yo mismo fui quien le enseñara a Doro aquella forma especial de tocar la campanilla de la ermita!

—¡Chico, ve donde el atalayero y pregúntale en qué parte ha visto la ballena! —me ordenó tío Juan.

Poco me faltó para echar a correr descalzo; tenía el corazón a punto de estallar y de salírseme por la boca.

—¡Ponte los zapatos, hijo mío! —así me llamó entonces tío Juan: «hijo mío», y en eso le conocí estar fuera de sí-. Pregúntale también a Simón cuántas ballenas ha visto. Y te quiero aquí enseguida, como un rayo.

Salí a toda prisa cuesta arriba hacia la atalaya. Cuando ya no estuve a la vista de tío Juan, me quité las alpargatas. Llegaría más rápido descalzo que con ellas.

Camino de la atalaya, sin aliento y con el corazón batiéndome tremendamente el pecho, la imaginación se me llenó de imágenes y fantasías. Sentía en mi interior una confusión mayor aún que la que provoca entre la gente el toro de fuego por las fiestas de San Pedro. ¿Quién habría avistado primero la ballena, el propio atalayero o los frailes del convento? No tenía otra cuita que ésa.

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Los frailes vivían en el convento de la isla y llevaban una vida muy dura. Sin embargo, allí, en Izaro, tenían una atalaya mejor que la del pueblo. A menudo, nos avisaban de lo que pasaba por la mar mediante alguna de las muchas artes de señales que conocían —y que quisiera creer que conocen todavía—. Los frailes hacían unas u otras señales según vieran a lo lejos en la mar una tormenta, o enemigos, o ballenas u otra cosa. Excuso decir que según fuera invierno o verano, usaban de un fuego o una bandera, pues en invierno, por ejemplo, el fuego es más fácil de ver que la bandera, mientras que en verano, cuando el bochorno pone como quien dice en llamas la atmósfera toda, mal podría ver nadie si hay fuegos por la isla.

Si eran los frailes los primeros que habían visto la ballena, habríamos de entregarles a ellos una buena porción de la caza. Lo peor, sin embargo, no sería el tamaño de su parte, sino que habría de dárseles los mejores huesos, y no se me escapa que con eso último que he dicho ha de maravillarse más de uno, poco práctico en las cosas de esta pesca.

Así pues, quisiera explicar que los huesos de ballena eran muy apreciados entre nosotros, pues servían para hacer multitud de cosas. Hasta el taburete que yo usaba de niño —y seguro estoy de que todavía estará en casa—, lo hizo y preparó para mí con hueso de ballena nada menos que aquel llamado Zurdo por mal nombre. Y es que aquel hombre fue, además de diestro pescador, hábil artesano; desde que murió mi padre solía quedarse a menudo junto a nuestra pobre puerta hablando con mi madre. Tenía fama de loco, cosa que me daba miedo. Podría contar mucho de lo que se decía sobre él, pero, para empezar por algún sitio, diré que Zurdo vivía en un desvancillo, como los gatos, y para seguir, que cuando la gente empezaba a hablar de él, contaba y no acababa. También le gustaba beber, dicen, para más inri. Parecía un pordiosero y llevaba trazas de insensato, cosas ambas que le perjudicaban. Solía estar en la miseria, aunque no siempre.

Una vez me encontré a Zurdo no ya junto a la puerta de mi casa, sino dentro, vestido muy elegante. Había vuelto yo de improviso del puerto a casa y me encontré con mi madre y aquel hombre en la cocina. Me chocó de ver no sólo a mi madre con las mejillas rojas y la voz temblona, sino también que aquel hombre siempre vagabundo y desaliñado estaba aquel día aseado y afeitado. Me iba a costar tiempo entender qué hacía allí aquel hombre con fama de loco, a solas con mi madre, aparentemente de palique y de visita.

—¡Cómo has crecido, chico! Este hombrecillo ya necesitará un taburete para él ¿no? —dijo Zurdo, y después, dirigiéndose a mi madre, añadió algo que me dejó boquiabierto-: Hasta pronto, Brígida.

¡Brígida! En casa nadie llamaba a mi madre por su nombre: todos, incluso tío Juan y Ébora misma, la llamábamos madre. Sentí en mi corazón un desasosiego nuevo. Pero no me duró mucho tiempo. Unos días más tarde Zurdo ya me tenía hecho el taburete, a mi tamaño, y con aquel regalo del artesano mi desasosiego desapareció completamente. Dicen que tan diestros artesanos como aquel Zurdo eran los frailes, pues si lo que llegaba a mis oídos era cierto, en el convento de Izaro, además de los taburetes, hasta las jambas de las puertas en los dormitorios y casi todos los muebles estaban hechos de hueso de ballena.

Por si acaso fueran ellos los que habían avistado la ballena, maldije a aquellos frailes. Después me puse contento al pensar que si era Simón el primero que la había visto, sería para nosotros toda entera. ¡Entera! Y en el esfuerzo de poner toda mi alma en aquel pensamiento que me contentaba tanto, resbalé, y di en el suelo de culo, y me hice daño.

Llegué cojeando a donde Simón. Entonces, me llevé la mano a las nalgas y hete aquí que descubro un enorme rasgón en mis pantalones. Menudo rapapolvo me iba a echar mi madre. Pero en fin, pronto tendría como para comprarme no sólo pantalones nuevos sino también una camisa y

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sombrero, gracias a la ballena. Había llegado, entonces, al cobertizo de Simón el atalayero, el rincón más misterioso del pueblo, para nosotros.

¡Qué suerte tenía de poder ver aquella especie de chabola tan de cerca! La parte de delante la tenía abierta y una mesita que hacía de puerta cerraba la entrada desde el suelo hasta media altura. A un lado de la chabola estaba la caldera, justo en el medio entre la barrica de la brea, y la leña. En dos montones separados había ramas de madroño y otras de laurel, que son muy buenas para hacer una humareda. Simón lo tenía todo preparado para las señales. Con unos catalejos no quitaba ojo a las vueltas y revueltas de la ballena.

Le teníamos miedo a aquel hombre, pues decía que si nos veía por allí nos había de capar. Aunque nosotros todavía no sabíamos qué era eso de capar, barruntábamos alguna barbaridad detrás de esa palabra. Visto casi ochenta años más tarde, me parece que Simón actuaba con prudencia, y es que no había mayor enemigo para su trabajo que nosotros los niños: éramos capaces de tocar, enredar y romper lo que fuera, hasta de pegar fuego a la chabola.

Simón era un gran conocedor de los vientos, sabía dónde tenía cada uno el nacedero, qué significaba cada escarcha; nada ignoraba de todo lo que hacía al tiempo. Todas las mañanas, antes de hacerse a la mar, los señeros de las chalupas y muchas veces también los maestres o los mismos armadores, venían hasta la atalaya a escuchar la opinión de Simón. Si Simón decía no embarcar, nadie salía ese día, es decir, se «guardaba casa»; si por el contrario decía de embarcar, todos salíamos a la mar. No era tarea menuda la suya. ¿Sería por eso que estaba siempre bronco como una tormenta? Por fortuna, aquel día cuando me acercaba a su chabola parecía contento.

Haber visto la ballena debió de cambiarle el humor a Simón, pues en vez de las asperezas habituales, fue con delicadeza cómo me ordenó entonces lo que debía hacer.

—Son dos: madre y cría, creo yo. Dile al tío que las he visto yo y no los frailes. Que los de Bermeo ya han salido para el otro lado de Izaro, y que los de más allá, los de Elanchobe, también las han visto, estoy seguro —por un instante una tormenta agitó las entrañas de Simón, y continuó ásperamente, maldiciendo-: ¡Esos malditos frailes han avisado a los vecinos esta vez!

Al escuchar las maldiciones de Simón me asusté de nuevo. El atalayero echaba fuego por aquellos ojos de alcatraz. Para nosotros, y quiero decir para los jóvenes de entonces, Simón era el hombre más admirable de aquel puerto. Hasta la gaviota yerra a veces cuando viendo el pez abajo se lanza en picado a buscarlo; mas nunca yerra el alcatraz. ¿O es que no vivíamos todos a merced de lo que vieran los agudos ojos del atalayero? Por eso, lo comparábamos con el alcatraz, el ave marina que demuestra mejor vista. Por aquel entonces a todos en el pueblo les teníamos puesto mote, todos los días nos metíamos en algún fregado nuevo, y todos los días discutíamos de lo mismo. Y nuestra discusión más repetida era la de quién mandaba sobre quién.

—Aquí manda el Preboste —recuerdo que decía todos los días Peru de Arena, cuando en primavera buscábamos por el puerto los pozos donde las ranas se escondían.

—¡Sí, hombre! —le solía contestar Sebastián tocayo mío, Sebas para distinguirlo, que estaba siempre de mal genio-. El Preboste ya podría cantar misa si no fuera por lo que le da la Cofradía.

—Pero a ver, infelices, ya me diréis qué pescado o qué narices le iba a dar el Mayordomo al Preboste si el atalayero no hubiera visto las ballenas —decía yo haciendo mías las palabras oídas de boca de mi tío, con la fe del niño que tiene prisa por crecer.

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Nunca encontrábamos los pozos de las ranas, pero tampoco importaba demasiado. Queríamos crecer fuertes para dejarnos de aquellos menesteres y ser hombres. Por ese lado, casi todos queríamos ser Simón el atalayero, aunque aquellas maldiciones suyas fueran en contra de los terroríficos sermones que oíamos en la iglesia. Por otro lado, es cierto que el atalayero se me antojaba un gran pecador, pues todavía temía entonces a los supuestos castigos del infierno. Por fortuna, ese miedo se me ha ido con el tiempo: he vebido a entender que cualquier fe necesita del pecado, según explicaré más tarde. Pero entonces, todavía, al escuchar aquellas cosas se me hacía por adentro un nudo horroroso.

Puedo ver aún, tan claro y cierto como si estuviera vivo, el rostro de aquel hombrachón. Parecía que en cualquier momento fuera a echarse a volar como alcatraz, llegarse hasta el convento y acabar a picotazos con los frailes. Y sin embargo, pienso que si existiese realmente ese paraíso que todas las religiones nos prometen, allí ha de estar Simón.

Aquel día todos estábamos en deuda con el atalayero, deuda por cierto no pequeña, pues gracias a su vista teníamos cielo en casa para varios días. Habida cuenta de que los frailes de Izaro, cuando veían la ballena, solían hacer señas primero hacia Bermeo, y siendo ellos, como he dicho, los que más fácilmente y sin esfuerzo podían avistarla, casi se nos antojaba un milagro que fuera Simón el que las había divisado. Pero lo cierto es que no había tal milagro. Los frailes estarían todavía ocupados en sus rezos, pues era muy temprano, o tal vez las ballenas aparecieran por donde nadie se las esperaba.

© Jiménez, Edorta. Voces de ballena, Txalaparta, Tafalla, 1999. Traducción de Mikel Iriarte.

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Un cocodrilo bajo la cama LANDA, Mariasun

Fragmento del cuento Un cocodrilo bajo la cama, SM, 2004. Traducción de la autora. Publicado originalmente en euskara como Krokodiloa ohe azpian, Alberdania, 2002.

—¿Qué le pasa?

El doctor Deprisa llevaba una bata blanca sin abotonar, se mantenía tenso de pie tras su mesa, como el banderillero que se dispone a colocar unas rápidas banderillas al toro que se encuentra enfrente. En el fondo, J.J. agradeció aquella especie de vorágine que le obligaba a ser lo más escueto y conciso posible.

—Que veo un cocodrilo debajo de mi cama. El doctor no se inmutó, ni hizo ademán de sentarse a tomar la más mínima nota.

—Qué dimensiones tiene el cocodrilo?

—Como una maleta grande.

—¿Qué color?

—Grisáceo...

—¿Se mueve?

—No. Solo come.

—¿Qué come?

—Zapatos.

En aquel momento se hizo un segundo de silencio que J.J. vivió con un gran respiro, como si llegase a la meta tras una ardua y dificultosa carrera.

—Bueno, va usted a tomar COCODRIFIL comprimidos, uno por la mañana y otro por la noche; COCODRITALIDÓN supositorios, uno cada día, y COCODRITAMINA efervescente a las horas de las comidas... Durante dos semanas. ¡El siguiente!

J.J. cogió todas aquellas recetas que la enfermera había ido rellenando a la velocidad de un rayo y salió aliviado a la calle.

—¿En qué puedo servirle, joven?

Aquel farmacéutico le miraba por encima de las lentes como si le conociera anteriormente y no recordara su nombre. J.J., cuyo aspecto era desolador a causa de los últimos acontecimientos que habían ocurrido en su vida, intuyó un sincero interés en aquella frase convencional.

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—Venía a por estas recetas...

—J.J. guardó un respetuoso silencio para disimular su turbación mientras el farmacéutico se ejercitaba en el noble trabajo de descifrar la letra del doctor Deprisa.

—¡Ah, ya...! Cocodritalidón, Cocodrifil y Cocodritamina.

Y después de nombrar aquellos productos, el farmacéutico levantó los ojos de las recetas como si esperase un aplauso por parte de J.J.

—¡Estas cocodrilitis suelen ser de lo más latosas! —dijo, y se marchó hacia la trastienda en busca de las medicinas.

J.J. sintió que una ventanita se abría en su corazón. El farmacéutico parecía no dar importancia a su dolencia. Sin casi prestar le atención había hablado de «cocodrilitis» como si de una vulgar gripe se tratara y además había añadido el adjetivo «latosa», que indicaba que aquel asunto le resultaba muy familiar.

—¡Perdone! —le dijo J.J. cuando reapareció el farmacéutico—. ¿Acaso conoce usted otros casos de... de... cocodri...

—¿De cocodrilitis? ... ¡Por supuesto!

El farmacéutico se quitó las gafas y dejó vagar su mirada hacia un supuesto público que hubiera podido acudir a su clase magistral...

—La cocodrilitis es uno de los males de nuestro tiempo. Desde que a la gente le dio por abandonar el campo, el ritmo de vida natural, el contacto con las fuerzas eternas de la vida y la muerte, desde que se hacinó en las ciudades y dejó el fruto de su sudor y su trabajo en manos de otros...

J.J. tosió nerviosamente, mirando ostensiblemente su reloj. El farmacéutico creyó conveniente abreviar su clase y atenerse a lo estrictamente profesional.

—¿Si conozco casos de cocodrilitis, dice usted? ... Permítame que le diga una cosa, joven: la cocodrilitis no es de las peores cosas que pueden pasar. ¡Créame! Existen casos de arañitis, por ejemplo, que son mucho más graves... Ya sabe usted: la araña, la tela, la mosca, sentirse atrapado, acosado...

A J.J. se le estaba poniendo la tez blanca como una sábana de hospital.

—Porque pensándolo bien, joven —prosiguió el farmacéutico mirándole fijamente a los ojos—, el cocodrilo es un reptil hermoso, reposado, casi sagrado diría yo. Recuerdo yo que, cuando vivía en Cuba, vi un criadero de cocodrilos. Allá los llaman caimanes... ¿Sabe usted la diferencia que hay entre el caimán y el cocodrilo?

J.J. no lo sabía y tuvo que reconocer que hasta encontrarse en aquellas tristes circunstancias sabía muy poco de los cocodrilos y sus familiares.

—Pues los caimanes son más largos; los cocodrilos, más pequeños. En Cuba vi, como antes le he dicho, mi primer criadero de cocodrilos. Algunos estaban bajo el agua y solo asomaban los ojos sobre ella. Otros dormitaban unos contra otros, api1ados entre el barro... ¡Qué bella estampa! A mí los cocodrilos no me dan miedo, los mosquitos sí. ¡Esos sí que son malos! Me dejaron los brazos y

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las piernas hinchados! Un cocodrilo es hermoso, sobre todo cuando se desliza suavemente bajo el agua y abre su bocaza y... ¿le pasa a usted algo, joven?

No. No le pasaba nada, solo que, de nuevo, aquel ahogo interior iba creciendo dentro de él como una planta pegajosa, una planta carnívora que le había engullido ya su estómago y que se expandía hacia su corazón y hacia sus entrañas.

—Pues, como iba diciéndo1e, el cocodrilo prácticamente no tiene enemigos... ¡Figúrese que a menudo resiste la bala del fusil! —el farmacéutico sonrió expresivamente a J.J.—. ¡Son esas ridículas películas de los americanos las que han deteriorado su imagen. Ya sabe a lo que me refiero, el cocodrilo que persigue al Capitán Garfio y todo eso... ¡Qué desvergüenza! Por ejemplo, ¿sabía usted que en el Bajo Egipto lo adoraban como a un animal sagrado?

—No... —balbuceó J.J. mientras recordaba a su compañero de casa con una de sus botas entre las fauces.

—¡Es incomprensible la ignorancia que hay hoy en día sobre este tema! Seguro que usted no sabe si su cocodrilo es en realidad un aligator o un caimán, o si se trata de un cocodrilo de las marismas, cocodrylus palustris, o del tipo que se da en Indomalasia, el cocodrylus porosus... ¡Ay amigo mío...!

El farmacéutico cortó su perorata para atender a J.J., que había caído redondo al suelo.

—¡Pero hombre de Dios! ¡Si es usted el que me ha preguntado! ¡Hay que ver lo sensibles que se vuelven estos cocodrilíticos!

El boticario le abanicaba con las recetas mientras J.J. iba volviendo a su ser lentamente.

—En estos momentos solo tengo Cocodrifil. Empiece usted a tomar los comprimidos enseguida y vuelva de nuevo. Yo estaré encantado de atenderle y para entonces tendrá el resto de la medicación que necesita... ¡Ánimo, hombre! ¡Piense que la cocodrilitis no es lo peor y que además...

J.J. no esperó a que terminara la frase. Cogió la caja de pastillas que el boticario le ofrecía, pagó el importe y se dirigió tambaleante hacia la puerta.

—¡Gracias por todo! —mintió con el resto de convencionalidad que le quedaba.

La costumbre es una buena compañía y lo primero que hizo J.J. al entrar en casa fue agacharse a verificar la situación debajo de su cama. Como todos los días.

El fiero reptil, rey de las marismas americanas, el adorado animal que ahoga a sus presas antes de devorarlas, permanecía inmutable, ajeno a las circunstancias y a sus admiradores anónimos con bata de farmacéutico. J.J. lanzó bajo la cama un par de zapatos de sa1do y cerró la puerta del dormitorio pensando en su triste destino. Se sentó en la cocina, sacó el prospecto del Cocodrifi1 y se dedicó a leerlo atentamente, con un interés que ninguna clase de literatura había logrado suscitar antes en él.

Cocodrifil comprimidos

Composición:La sustancia activa del Cocodrifil es el cocodrazepam. Se presenta en comprimidos de 1,5 mg, 3 mg y 6 mg de sustancia activa.

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Propiedades: Los ensayos clínicos efectuados a escala mundial han demostrado que el Cocodrifil es un potente medicamento anticocótropo. Administrado a las dosis convenientes ejerce una acción selectiva sobre el sentimiento de soledad, la ansiedad y la dependencia afectiva. A dosis más altas tiene propiedades utópicas y fantasiosas, de gran importancia en el tratamiento de los casos de aislamiento urbano agudo.

Indicaciones:El Cocodrifil es eficaz en el tratamiento de dolencias que cursen con síntomas tales como angustia, sentimiento de abandono, desprotección recalcitrante. El Cocodrifil está indicado en el tratamiento de agudas necesidades de relación, que surgen en situaciones de aislamiento y autogestión sexual. Está igualmente indicado en estados en los que existe dificultad de contacto interpersonal y de comunicación, trastornos de la ilusión, agresividad camuflada, inadaptaciones existencia les y también como auxiliar en tratamientos psicoesperanzadores.

Posología:Dosis medias para pacientes feúchos/as y desencantados/as: 1,5 mg tres veces al día. Casos graves y pacientes infraestimados: de 3 a 12 mg, dos o tres veces al día.

Contraindicaciones:Por su efecto autoexaltante, el Cocodrifil está contraindicado en la autocomplacencia aguda. Efectos secundarios: El Cocodrifil se tolera muy bien, aun en dosis más altas de las consideradas como terapéuticas. Una amplia experiencia clínica no ha evidenciado efectos tóxicos sobre el rendimiento de trabajo y la responsabilidad civil, así como en las apetencias con- sumistas y televisivas de los pacientes. En los casos de ancianos o niños se recomienda una dosificación más cautelosa, dada la exasperada sensibilidad de estos pacientes a los medicamentos soledótropos.

Incompatibilidades:Debe tenerse en cuenta que si se administra el Cocodrifil simultáneamente con medicamentos de acción cocodepresora central, puede incrementar su efecto de soledad exasperante.

Interacciones:Los pacientes deberán evitar la exposición a grados altos de inacción y aburrimiento ambiental, así como los fines de semana lluviosos y nostálgicos, porque las respuestas individuales pueden ser imprevisibles.

Precauciones:El Cocodrifil puede modificar las reacciones del paciente (capacidad de autoengaño, autoproyección automovilística, autosatisfacción cuentacorrientana etc...). Se recuerda el elemental principio médico de que solo en casos de indicación perentoria se administrarán medicamentos en los primeros meses del enamoramiento.

Intoxicación y su tratamiento:En casos de hiperdosificación, pueden aparecer orgasmos convulsivos, éxtasis en gran escala y paz sobrehumana. El tratamiento propuesto consistirá en...

J.J. interrumpió la lectura de aquel pequeño pero instructivo tratado de psicología. Estaba conmovido. El impacto de aquel prospecto sobre su persona fue tan grande que pasó largo rato interior izando todos aquellos síntomas en que él tan perfectamente se había sentido retratado.

Le pareció que desde aquel momento se conocía mejor, porque hasta entonces no había sido capaz de denominar ni describir lo que sentía: sentimiento de abandono, situación de aislamiento,

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autogestión sexual, trastornos de la ilusión, agresividad camuflada... Todo aquello era lo que le pasaba a él. ¡Eso sí que era dar en el clavo! No cabía la menor duda, aquellas pastillas podían cambiar su vida. Y al pensarlo, una pequeña llama surgió dentro de su corazón, algo que no tardó, contagiado por las descripciones psicológicas anteriores, en denominar ILUSIÓN. Aquellas pastillas, por ejemplo, iban a hacerle ser capaz de invitar a Elena a un café; no, la iba a invitar a su casa... y le diría que... y J.J. se acostó, después de tomar el primer comprimido con un vaso de leche caliente. Era el primer día desde hacía mucho tiempo que tenía hambre. Mucha hambre.

© Un cocodrilo bajo la cama: SM

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La felicidad perfecta LERTXUNDI, Anjel

Fragmento de la novela La felicidad perfecta, Alberdania, Irun, 2006. Traducido del vasco por Jorge Giménez Bech. Publicado originalmente como Zorion perfektua, Alberdania, 2002.

Enciendo el flexo y lo oriento hacia el atril. La luz, en su camino, ilumina las fotos viejas colgadas encima del piano —mi padre las llama "el panteón familiar"—. La luz, por fin, se posa sobre el atril, donde reposa la partitura de Scènes d'enfants de Schumann.

Desde que llegué a casa, aquella era mi primera oportunidad de estar sola. Había esperado ese momento durante toda la cena: necesitaba aislarme para ordenar mis pensamientos. Pero la ira me nublaba la mente, me impedía el sosiego. Estaba encendida, sí, pero no porque mi padre me hubiera llevado la contraria en lo de los estudios. Estaba enfadada conmigo misma, me sentía sucia, porque había actuado conforme al más despiadado de los cálculos: para salirme con la mía en el asunto del conservatorio, había tratado de aprovecharme del ambiente emotivo creado en torno a un asesinato.

Había dicho lo que pensaba, sí, pero ¿a qué precio?

Controlando a duras penas la rabia, empiezo a tocar el piano. Unas escalas a gran velocidad, para desentumecer los dedos. Mi cuerpo, al moverse, proyecta sombras sobre el negro del piano, sobre las viejas fotos colgadas encima de él, sobre el blanco de la pared.

Ataco Bonheur parfait. A borbotones, dando salida al enojo interior, sin cuidar lo más mínimo el equilibrio en la relación entre ambas manos. Concluida la pieza, miro el reloj: cincuenta y dos segundos. La versión de la pianista Maria-João Pires —modelo que seguimos en la academia— dura un minuto y siete segundos. Le he sacado quince segundos, ¡en una pieza que dura poco más de un minuto!

Pongo en marcha el metrónomo y tomo aire para serenarme. Hago crujir los nudillos. Cierro los ojos, y ataco los pianissimo iniciales, con toda la conciencia puesta en cada movimiento de los dedos: quiero que cada mano trabaje como es debido. Salgo bien parada de la transición que hace pasar el protagonismo desde la mano derecha a la mano izquierda, también me sale con toda nitidez el inmediato cambio de tono, y, tras el fragmento en que las notas avanzan al trote, concluyo la pieza con el temple requerido por los últimos compases. Un minuto y cinco segundos. ¡Muy cerca del modelo, y sin graves errores! Acometo la pieza por tercera vez, ahora sin metrónomo.

El resultado fue parecido al anterior, un par de segundos arriba o abajo. Estaba perpleja, ¡podía proclamarme en estado de bonheur parfait!: conservo con toda precisión en mi memoria la felicidad de aquel momento. Desde que empecé a tocar el piano, aquél ha sido el momento más importante, porque entonces comprendí, en la práctica, no en teoría, el verdadero sentido de la metáfora que la profesora empleaba tan a menudo: "La técnica y el talento son como dos amantes". Hacía crujir los nudillos antes de proseguir su discurso: "El resultado artístico depende de la relación que se establezca entre una y otro". Pero, por lo que a mí respecta, la metáfora de los amantes dejó de ser, el día del asesinato, una mera frase: como en una experiencia carnal, sentí que técnica y talento se unían en mis dedos.

Le llegó el turno a Histoire bizarre, otra pieza, más trotona ésta, de Scènes d'enfants. Mis dedos evolucionaban sobre el teclado de forma completamente natural: técnica y talento formaban pareja

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de baile. Me asaltó un pensamiento que posteriormente he rememorado con frecuencia. El piano es un animal, un bello perro de pelo suave. Yo lo acaricio; le lanzo un palo al aire, para que corra; y el perro, de un salto, lo atrapa en su boca. Luego se sienta sobre sus patas traseras, y, agradecido, mueve la cola —a un lado, al otro lado; a un lado, al otro lado—, como un metrónomo.

Desde aquel día, si me noto nerviosa cuando me dispongo a dar un concierto, miro al piano como si lo que tengo frente a mí fuera un perro: hablamos; lo acaricio; pulso las teclas a ritmo de paseo, à promener, à promener, y salimos a caminar juntos.

Pasé muchos años sin contar a nadie aquellas ocurrencias mías. Quebré la norma tras dar un concierto en un pequeño teatro de Bilbao. Fue en vísperas de la ruptura con mi pareja. El concierto me había salido bien, y estaba contenta. Bebimos champán en el bar del hotel, y, una vez en la habitación, y con intención de atenuar la frialdad que reinaba entre nosotros, le conté lo del piano y el perro. Le dije que aquel día el piano se me había portado una vez más como un perro fiel. Y él, con una risotada grosera, me respondió: Cuando tocas mal una nota, ¿qué hace tu perro?, ¿ladra, muerde o se caga?

¡Mierda!, me maldije a mí misma, por intentar arreglar algo que no tenía remedio.

Y, mira por dónde, alguien entra en el cuarto del piano y, tras colocarse detrás de mí, posa sus manos sobre mis hombros. Mi madre, por la presión de los dedos. Acabo Histoire bizarre y, sin apenas pausa, ataco una vez más Bonheur parfait, para no perder la concentración y también para disimular la conmoción que me ha producido el gesto de mi madre.

Al acabar la pieza, miro el reloj. Un minuto y trece segundos. Ahora me ha quedado más lenta que el modelo; pero estoy satisfecha.

Mi madre, casi en un susurro, me dice:

—¿No era ésa la pieza que tanto te costaba? Pues te ha salido muy bien. De verdad.

Giro los ojos para agradecerle el comentario, y veo a mi padre en la puerta. La sonrisa que me dirige revela que lo que acaba de ver en la televisión lo ha tranquilizado:

—Han dicho que no ha habido testigos. El caso es que tú no has aparecido, y eso es lo más importante. No te molestará nadie.

Las palabras de mi padre han cortado la magia del momento. Con todo, le dirijo una sonrisa cómplice, y abro otra partitura. Mi madre toma una de las fotografías del "panteón familiar" y, con el borde del delantal, se pone a limpiar el marco y el cristal de rastros de polvo que sólo ella ve. Repite la operación con el resto de las fotografías, una por una. Luego, mira a mi padre y sale con él hacia la cocina. Los oigo hablar. La pieza que toco es sencilla, y no necesito pisar el pedal de la sordina para oír su conversación.

—No han dicho nada especial. Que estaba divorciado. Y que si andaba trapicheando —explica mi padre—. Pero las imágenes eran posteriores al asesinato, de cuando metían el cadáver en la caja. En cualquier caso, posteriores a que nuestra hija se marchara de allí. Así que podemos estar tranquilos, porque nadie sabe nada.

—La gente siempre sabe —le corta mi madre.

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—¿Crees que, de haber sabido algo, los de la televisión se habrían quedado con los brazos cruzados? ¿Que no aprovecharían la ocasión de enredar por ahí?

No oigo la respuesta de mi madre. Sí, en cambio, la continuación de mi padre:

—Buena es esa gentuza. Sin pelos en la lengua, y muy de izquierdas, cómo no, pero luego, si perjudican a alguien, te dirán —y engola la voz, como un imitador—: nosotros somos la garantía del derecho a la información.

Mi padre no para de hablar, ahora con la boca llena. Estará comiendo un trozo de queso, a juzgar por la protesta que oigo:

—Eh, deja, que voy a tomar el último traguito.

Mi padre cumplía el mismo ritual después de casi todas las cenas: cuando mi madre iba a retirar el vino, él, con el pretexto de ayudar a pasar al queso, le pedía un último trago, con atenuante incluida, porque siempre decía traguito.

—Políticos, periodistas, vaya gentuza. ¡A cuánto desgraciado damos de comer! ¿Y esos otros que creen que van a salvar al mundo? —Mi madre le dice que baje la voz, pero en vano—. ¡Qué crueldad! ¡Hay que matar a alguien delante de una cría!

La cría soy yo. Y los crueles, los asesinos.

Pero ya se habían producido atentados antes de que yo fuera testigo del asesinato, y mi padre nunca había empleado palabras como crueldad. Eso sí, apenas diez minutos antes se había referido al muerto, y con toda tranquilidad, como un tipo cruel. Cuántas veces le habré oído expresiones como "¡Algo habrá hecho!". Y yo siempre había aceptado sin más esas expresiones. ¿Entonces? Ocurría que yo era ahora la razón de que mi padre calificara a los asesinos, por primera vez en su vida, de crueles.

Hace ahora ocho meses, uno de los días que pasé en el hospital cuidando a mi padre, la televisión interrumpió la programación y dio la noticia de un atentado. Permanecimos un buen rato en silencio. De pronto, mi padre exclamó "¡Cuánto tiempo así! Pasamos mucho miedo por ti, pendientes de los líos en que podías andar metida". A continuación, hizo un breve discurso contra el odio, con voz cansina. Ya tenía el cáncer muy extendido. "El odio es como el fuego —me dijo—, cuanto más quema, más combustible precisa". Le hablé del día en que, en la cocina de casa, le oí llamar crueles a los asesinos. Él no lo recordaba, pero, avergonzado de que aquella fuera la primera vez en que había hecho explícito su horror ante la violencia, me respondió con la gravedad de quien está dictando testamento: "Utilizamos las palabras para construir nuestro pequeño mundo, y las moldeamos a nuestra conveniencia, sin pararnos a pensar si pisoteamos o no el mundo de los demás".

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Un vagón en la llanura LINAZASORO, Karlos

(In Pintxos. Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo, 2005. Traducción del autor)

Estaba ya en las cimas de la desesperación con el amigo Cioran, cuando ocurrió el accidente. Fue un estruendo obsceno, inenarrable. El vagón se arrugó como un acordeón, y las moscas dejaron de copular sobre la ventanilla. Sonó alguna alarma lejana, que tenía algo de militar o de inoportuna, no sé bien; abrí entonces los ojos, vacilante, empapado en un sudor que procedía seguramente de los sesos, y miré, con una mirada entre cenicienta y azul, el libro que se me había caído de las manos llenas de sangre, y es cierto que me alegré. Mas no duró mucho mi alegría; mi interlocutor –un anciano de pelo cano, hombros caídos y mirada nítida y transparente– yacía muerto en el suelo gris dos hileras más allá. Estaba muerto y sonreía áridamente. Sostenía unas lujosas gafas en la mano enorme, la derecha, pues era manco de brazo izquierdo, según él mismo me refirió minutos antes del percance. Justo, creo recordar que me lo dijo, cuando atravesábamos una mugrienta llanura, donde pudimos divisar bultos memorables y rostros alargados arando con desgana. Se lo hice notar y me dijo que callara, que era manco de brazo izquierdo, y que aquel hándicap lo traía por la calle de la amargura. Yo, que sólo se ver el lado bueno e incluso cómico de las cosas, le pregunté, no sin cierta sorna pero así y todo respetuosamente, que dónde paraba aquella calle, que yo era un pobre escritor de provincias. Se puso lívido y triste, y se peinó a raya con habilidad encomiable. Luego rompió a reír con todos los ojos y recuerdo que un momento hubo en el que todo el vagón se rió con su risa. Hace un instante como quien dice. ¿Y no fue tal vez aquella risa cruel y espasmódica la causante del accidente?

El anciano, obviamente, nunca respondió a mi pregunta. Después de la risa y la llanura, nos hicimos amigos. El tren traqueteaba violentamente, como si fuese un lagarto descompensado o roto, y el anciano –que por pudor u otra norma de conducta que no pude deducir, nunca me dijo su nombre– tuvo que sostenerse la dentadura varias veces en un lapso brevísimo de tiempo. A pesar de lo violento de la situación, ya digo, nos hicimos amigos. El trato fue entre los dos solemne, pues estábamos frente a frente, y me dijo que era maestro y viudo liberal. El calor era sofocante a aquella hora del mediodía, y le advertimos al interventor que el aire acondicionado no funcionaba correctamente, pero dando a entender también subrepticiamente que el aparato estaba apagado y que no había desde luego derecho a que aquello fuese así. El interventor nos picó por quinta vez los billetes y desapareció como un fantasma extraordinario. Comentamos brevemente aquella extraña desaparición; los dos, de seguro, pensamos lo mismo, pero nos abstuvimos de exteriorizarlo. El traqueteo cesó un punto, mas no el calor, y el anciano cayó en un profundo sopor. Se durmió con su sonrisa y su mano grande y su pantalón impecable, y yo saqué el libro de Cioran del bolsillo como con cierto fastidio y con las manos viscosas.

Media hora de lectura fue más que suficiente para encaramarme a las cimas de la desesperación. El terror me atenazaba. Vi dos moscas copulando contra el cristal, soezmente, sin amor. Miré por última vez a través de la ventanilla y alcancé a ver –aunque ya no lo recuerde– pájaros encendidos, flores de papel y algún ángel sobre los tilos demorados de la tierra. Y ya, el accidente. Un crujido partió la quietud de la tarde, el bochorno, la siesta leve, la lectura. Tal vez un encontronazo, un descarrilamiento, un despiste del que jamás se nos daría cuenta. Esto fue, en verdad, lo primero que pensé. Pero no; nada de esto había: ni encontronazo ni descarrilamiento ni despiste, aunque no me percaté de ello hasta más tarde. Al principio me pareció un accidente, obsceno e inenarrable. No se sabían los motivos, pero bien pudieran ser cualquiera de los tres que referí. En todo caso, no fue aquella mi primera preocupación después del suceso. Primero fue interesarme por el amigo anciano, al que encontré muerto dos hileras más allá, con una sonrisa árida en la boca de plata. Lo atraje

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hacia mí con virulencia, con vigor, queriendo pensar que sólo dormía, cuando comprobé, no sin sorpresa, que aquel cuerpo que yacía sin vida sobre el suelo gris del vagón, no era un hombre sino un muñeco de trapo, extraordinariamente bien hecho, eso sí, pero sin rastro de sangre en sus venas. Era sólo trapo y serrín, era todo mentira, y me dolió el alma y la blasfemia.

Aquella desagradable sorpresa hizo cambiar de raíz mi visión de los acontecimientos. Sentí de pronto un vacío negro en el estómago, un dolor secreto y espeso, y vomité un agua verde y pestilente sobre el cuerpo ingrato. Me puse en pie. Con cierta distancia, con calma manifiesta, miré a los demás pasajeros del vagón. Todos permanecían en sus sitios, sentados, egoístamente ajenos a lo que había sucedido. Encendí un pitillo y un ciego dijo: "Qué pasa. Qué es lo que pasa." Nadie respondió y el aire se volvió atroz. Fumé entre toses y ostentosos movimientos. Pensé que, si todos aquellos viajeros seguían allí sentados tranquilamente, ajenos y sonriendo sin dientes a todo y a nada, era porque en rigor no había habido accidente; y, si era verdad que algo había sucedido, no era como para calificarlo de tal, y mucho menos aún de obsceno e inenarrable, cosa que yo hice al principio, influenciado sin duda alguna por mis lecturas y empujado por mi facilidad para la hipérbole y la desmesura. Rememoré, pues, la escena con más frialdad, con el rigor de la distancia, y llegué a la conclusión de que me había excedido en mis juicios de valor, que no hubo tal estruendo ni tal obscenidad, sí desde luego aquel arrugamiento acordeonístico, pero precisamente acordeonístico, pues al instante el vagón volvió a su ser como empujado por un fuelle gigantesco e invisible, por lo que, salvo algún leve coscorrón o herida superficial, todo siguió como si nada hubiese pasado.

Pero era evidente que algo había pasado; no algo obsceno e inenarrable, pero sí, aunque leve en la forma, grave y hasta irremediable en el fondo. Todo parecía igual, pero todo había cambiado; era como el caudal de un río: siempre igual pero siempre diferente. Aventuré varias hipótesis, racionales, no desaforadas, que dieron como resultado un agrio sustantivo: complot. La palabra salió de mi boca y tomó cuerpo y se hinchó como un pecho materno. La pronuncié y luego ya no la pude capturar: era una paloma verde con voz de luna. Complot, repetí, masticando cada letra. Pero, por qué razón, me pregunté, por qué nosotros. No lo sabía, como tampoco podía saber qué objetivo se pretendía o quién era el que movía los hilos secretamente, o quiénes. Me hubiera gustado saberlo, claro, porque ha de conocerse el enemigo para mejor poder combatirlo, pero supe de inmediato que no lo sabría nunca. Irremediablemente nunca. De la misma manera que inexorablemente supe que aquello era un complot, maquinación o sabotaje, de consecuencias también irremediables. ¿Qué me inducía a pensar así? ¿Qué datos fehacientes tenía para afirmar semejante atrocidad?

Iba a explicármelo con gestos que me eran conocidos –con resignación nerviosa, pudiera decirse–, cuando sonó Schubert. Lo reconocí enseguida; una tristeza muy honda, sin adornos, me hizo saber que estaba solo. Me sobrepuse como pude a la impresión y me fijé en el ciego, en el niño que leía con su madre un cuento de hadas amarillas, en la pareja de jóvenes que se exoneraban de los fuegos más antiguos sin pudor, como las bestias de los bosques, sin miedo a buscarse los ojos en la madriguera o la maleza de la muerte. Ella le decía cómeme los labios, cómeme los labios, así, como una muñeca que repitiera una frase insulsa, sin emoción, y él, que era más joven que yo y también hermosamente calvo, se afanaba con ahínco en satisfacer el ruego de la amada, mirando de reojo a un grupo de jubilados tarjeta dorada que a su vez lo miraban de reojo, pensando sin duda alguna que ellos lo harían mucho mejor que aquel muchacho inexperto que comía unos labios equivocados y dulces y abiertos como pétalos. Y así pues dejó de sonar Schubert y dejé de mirar hacia afuera para mirarme hacia adentro; estaba solo y debía explicarme con total rigor cuáles eran las razones por las que mi boca pronunció la palabra complot, aquel horrible sustantivo que parecía escrito por una mano anónima y, sin embargo, tan cruel y cercana. Me senté; un avión perforó el cielo cárdeno y aquella fugaz visión hizo que me sintiera como un náufrago abandonado en medio de una isla desierta, aunque no sabría decir por qué. Encendí otro cigarrillo, y en aquel mismo instante el ciego repitió con voz áspera: "Qué pasa, qué es lo que pasa." Miré la leyenda de No fumadores que tenía

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sobre mí, y recogí la indirecta del ciego; me estaba prohibiendo fumar. Me hice el sueco, claro; es más, aprovechando el clima de recogimiento casi místico que reinaba en el vagón, resolví apagar la colilla en una de las manos del ciego, para que supiera quién mandaba allí; y así lo hice; él no se quejó un ápice, lo cual yo achaqué, bien a una forma de ser pusilánime, bien a una manera de demostrar sumisión hacia mí. Aunque bien pudiera ser que me las estuviera jugando con un asqueroso masoquista. ¿Y si así fuera? ¿Y si fuera un cerdo masoquista? No lo dudé dos veces; siempre he sido un hombre dinámico y resuelto: me quité el cinturón y le aticé entre treinta y cuarenta veces; sin saña pero con firmeza, en cabeza, tronco y extremidades. No se quejó ni una sola vez, no dijo esta boca es mía, y lo dejé por imposible, aunque sin dilucidar del todo si el ciego gozó o no con la azotaina, aspecto éste que, a fuer de ser sincero, me dejó bastante mal cuerpo.

© Ez balego beste mundurik: Alberdania

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Nuestro barrio 1975 MENDIGUREN ELIZEGI, Xabier

Artola

-¡Ha llegado Artola! ¡Ha llegado Artola!

La noticia corrió como la pólvora entre los chicos del barrio. ¡Artola! Era el único héroe que conocíamos: sabíamos de dónde era, conocíamos su casa, a sus padres. Lo veíamos por la calle y parecía alguien normal, pero había algo, tenía un lado oculto que lo convertía en alguien especial: se decía que era un ladrón, un delincuente, alguien que se enfrentaba a la policía, lo encarcelaban y huía de la cárcel, volvían a encerrarlo y él se escapaba de nuevo, en una cadena de hechos espectaculares que superaba a todas las películas del cine y de la televisión.

Artola solía llegar en moto y, aunque nadie lo preguntaba, todos sabíamos que aquella moto también era robada y ese hecho convertía al vehículo en algo aún más maravilloso. Era fascinante contemplar su brillo metálico, realmente embriagador tocar con la mano el skai negro del asiento o el motor aún caliente; y un auténtico sueño, como tocar el cielo con los dedos, dar una vuelta en ella, sentado en la parte trasera del asiento, agarrado a la cintura de Artola. Pero ese placer máximo era algo prohibido para la mayoría de nosotros. José Andrés y Óscar eran los dos únicos privilegiados, y no porque Artola los quisiera más que a los demás, eso lo sabíamos muy bien porque nos trataba a todos por igual, sino porque eran hermanos de Puri.

Las chicas? No entendíamos por qué ni para qué perdía el tiempo Artola con una chica. No sabían jugar al fútbol, ni montar en bicicleta, ni trepar a los árboles, no sabían hacer nada, sólo merecían nuestro más profundo desprecio. Y, sin embargo, Artola, -¡nada menos que Artola!-, todas aquellas atenciones con las chicas...No lo entendíamos, pero tampoco lo condenábamos. Se trataba de todo un misterio para nosotros, es verdad, pero nos resignábamos a que era así, y, a pesar de nuestro estupor, lo aceptábamos, no tanto porque aún éramos unos niños y, por lo tanto, había cosas que no entendíamos, sino porque era algo que Artola había elegido hacer y si él lo había decidido así, debía de tener alguna razón para ello.

Además, Puri, ni siquiera era guapa. Nosotros no nos fijábamos en esas cosas pero sabíamos cómo eran las estrellas del cine y las chicas que aparecían en bikini en las fotografías de las revistas. Y Puri no se parecía nada a ellas, pero nada de nada. Claro que a José Andrés y a Óscar les importaba un rábano que su hermana fuera guapa o fea, porque gracias a ella podían montar en la moto de Artola y disfrutar así de las aventuras más maravillosas. Sobre todo José Andrés, porque como era un año mayor y más descarado, con la excusa de que debía cuidar a su hermano pequeño a menudo le prohibía a éste andar en moto, y así conseguía montar él más veces. Normalmente las vueltas eran cortas, sin alejarse demasiado del barrio, pequeñas idas y venidas por las carreteras de los alrededores pero, para nosotros, en cuanto la moto desaparecía de nuestro campo visual, aquella vuelta se convertía en una auténtica expedición a tierras desconocidas. Y mucho más, claro, cuando, al volver de aquellas correrías, escuchábamos lo que José Andrés nos contaba.

-Hemos ido a toda velocidad. Hasta notaba un pitido en los oídos, cada vez más fuerte a medida que la velocidad aumentaba.

-¿A cuánto habéis ido? ¿A cuánto? ?preguntábamos siempre nosotros, excitados.

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-No lo sé. Desde la parte de atrás no veía el velocímetro ?contestaba José Andrés. Luego, tras un breve silencio perfectamente calculado, añadía-: pero yo creo que a cien por hora, más o menos.

-Tan rápido? Seguro que no era tan rápido? -respondía entonces algún incrédulo. Sin embargo, la mayoría de nosotros asentía ante aquella afirmación, queríamos creer que era verdad, aunque fuera imposible que aquel viejo motor alcanzara esa velocidad.

-Que sí, que sí. A cien, por lo menos. Y cuando hemos enfilado la recta de la carretera nacional más rápido, como a ciento veinte, diría yo.

-¡Hala! ?todos al unísono, estupefactos.

Luego, alguno de nosotros, leyendo el pensamiento de todos, le preguntaba:

-Y ¿no has sentido miedo?

-Bueno, no mucho. Sólo en las curvas ?añadía, en una perfecta representación de falsa modestia-, porque la moto se inclinaba hasta casi tocar el suelo. Y, además, en una de ésas ha aparecido un coche de frente y lo hemos esquivado de chiripa.

Un día esquivaban el coche de chiripa y, en la siguiente ocasión, José Andrés nos contaba que hasta lo habían rozado y, como prueba de ello, nos enseñaba una magulladura en la rodilla, una rozadura que probablemente se habría hecho el día anterior o un par de días antes al caerse mientras corría. Pero nosotros nos quedábamos siempre maravillados, aunque supiéramos que nos engañaba, porque el simple hecho de dar una vuelta en moto con Artola era la mayor aventura posible, una aventura que incluso daba permiso para inventar cualquier otra.

De ahí pasaba luego a describir las cualidades y virtudes de la moto. Y en esa parte participábamos muchos más, porque el mundo del motor no tenía secretos para nosotros. Uno defendía a las Ducatti, otro elogiaba las Lambretta, otro se explayaba con las ventajas de las Honda, el siguiente se mostraba partidario de las Derby y, por último, algún otro explicaba las diferencias entre las Ossa y las Montesa. Todas eran deslumbrantes para nosotros -más aún si las había robado Artola-, excepto las Mobilette. La Mobilette era la moto de los obreros del barrio. Era una moto proletaria, sólo se utilizaba para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Es decir, estaba asociada a la esclavitud, no a la libertad. Y como prueba irrefutable de la naturaleza esclava de la Mobilette ahí estaba la velocidad ridícula que alcanzaba o aquel parabrisas de cristal y plástico que se le colocaba en la parte delantera. Todo eso, a nuestros ojos, equiparaba a la Mobilette no con los demás vehículos sino con las mulas de los caseríos. Y nuestra animadversión crecía aún más si se les añadía una pequeña parrilla en la parte delantera o una alforja en la parte trasera, porque tanto una como la otra servían para llevar la ciambrera al trabajo. Así que, por todo ello, la Mobilette no era una moto, era una mierda.

Las bicicletas

Pero nuestra única moto funcionaba sin gasolina; encendíamos el motor haciendo ?brrrum-brrrrum? con las mejillas inflamadas, al tiempo que pedaleábamos con toda el alma, imaginando que alcanzábamos los cien kilómetros por hora. De camino al sueño motorizado, la bicicleta era nuestra herramienta más querida, tan mimetizada con nosotros como lo estaba John Wayne con su caballo.

Con el pistoletazo de salida del Tour se inauguraba también nuestra temporada alta con la bicicleta. Las vacaciones acababan de empezar, salíamos de casa inmediatamente después de comer y, ante nosotros se extendían aquellas tardes interminables, tardes cálidas y eternas, lejos del control de

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padres y profesores, para jugar a pelota o al fútbol, montar en bici, construir cabañas, jugar a las guerras, a chapas o a lo que fuera, porque el mundo era inmenso, incluso sin salir de nuestro pequeño barrio.

Pero en cuanto empezaba el Tour nuestra actividad preferida eran las carreras de bicis. Por la noche oíamos en la televisión quién había ganado la etapa de ese día. Al final, era Eddye Merckx quien ganaba la general, siempre ganaba él, era el mejor, no cabía duda, pero a veces había sorpresas, las etapas de montaña, las escapadas...

De todos modos, lo que más nos gustaba no era ver aquellos resúmenes televisivos: éramos unos deportistas activos y, más que aplaudir las hazañas de los favoritos, preferíamos intentar imitarlas. Cogíamos las bicis, corríamos a un lado y a otro empapados de sudor sin tener que alejarnos demasiado de los estrechos límites del barrio; allí podíamos correr cuesta arriba y cuesta abajo, había tanto rectas como curvas, y hasta prados y lodazales para los aficionados al ciclo-cross.

A veces, contagiados de la emoción de la etapa del Tour del día anterior, sustituíamos nuestras caóticas idas y venidas por carreras perfectamente reglamentadas.

-Hoy, carrera de bicis ?anunciaba alguno, de pronto.

En cuanto oíamos la consigna, nos poníamos todos manos a la obra, como un ejército de hormigas: uno se encargaba de avisar a los ciclistas desperdigados aquí y allá, otro corría a casa a por la bici, había quien avisaba a los que en ese momento jugaban al fútbol, y el que contaba con mayores dotes organizadoras se afanaba en marcar la línea de salida con un trozo de tiza.

Sin más protocolo ni publicidad, un cuarto de hora más tarde ya había más de una docena de ciclistas apiñados junto a la línea de salida dibujada con tiza, esperando que diera la señal de salida quien se hubiera atribuido la función de juez.

-Preparados... listos...¡ya!

Sukia era siempre el primero en salir. La mayoría de nosotros tenía una BH, excepto unos pocos que usaban las enormes bicicletas de sus padres, pero Sukia tenía todavía la bicicleta de cuando era un crío, una bici roja pequeñita, una de ésas que al principio se usan con cuatro ruedas. Todos los demás, para arrancar, teníamos que empujar el pedal con una pedalada larga y lenta de arriba abajo. En ese intervalo a Sukia le daba tiempo de dar tres o cuatro pedaladas rápidas y siempre era él el protagonista de la primera escapada.

Por otra parte, siempre había alguno que, atendiendo a una vocación más clara como locutor que como ciclista, elegía quedarse con los espectadores y con los organizadores y, blandiendo el mango de un paraguas o cualquier otro trasto a modo de micrófono, retransmitía para todos aquella emocionante salida, con una pasión e incontinencia verbal que no tenían nada que envidiar a una retransmisión en directo de la subida al Alpe d?Huez:

-¡Sukia en cabeza! Sukia se adelanta a todos los demás corredores y avanza rápidamente hacia la curva del chapista. Llega a la curva, gira a la izquierda y los demás siguen a su rueda. Sukia en cabeza al inicio de la carrera. ¡Escapada de Sukia, señoras y señores!

Para entonces, tanto los ciclistas como los peatones habíamos llegado ya a la esquina de la carrocería para enfrentarnos enseguida a la primera dificultad de la carrera, ya que pronto tendríamos que enfilar la cuesta que partía junto al bar Montero.

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-Sukia sigue en cabeza cuando la carrera se acerca ya a la cuesta del bar Montero, pero ¡cuidado! Ormazabal le pisa los talones. Ormazabal y, tras éste, García. Ormazabal adelanta a Sukia, y también García. ¡Ormazabal, señoras y señores! ¡Ormazabal es el nuevo líder en la dura subida del bar Montero!

El maillot de líder le duraba poco a Sukia, la verdad: los más rápidos lo alcanzaban al llegar a la cuesta de Montero y, para cuando terminaba la cuesta, todos lo habían adelantado ya.

Aquellas carreras eran las únicas ocasiones en que dejábamos atrás los límites del barrio, ya que nos acercábamos hasta la salida del pueblo, exactamente hasta el cruce de La Cadena y, de allí, de vuelta de nuevo al barrio. La carrera duraba en total unos veinte minutos, aunque en los últimos tiempos incluso menos; un cuarto de hora, más o menos, y esto del tiempo no era ninguna broma, porque medíamos con precisión tanto el tiempo del vencedor como la ventaja que éste les sacaba a los siguientes clasificados.

De todos modos, el objetivo de dicha medición no era tanto contribuir a la competitividad entre los participantes en la carrera, como asegurar la participación de los que no eran ciclistas. Siempre había algunos que se quedaban fuera de la carrera porque no tenían bici o porque su hermano se la había quitado o porque no sabían montar. No podían participar, al menos no en directo. Por otra parte, tareas como dar la señal de salida o retransmitir, micrófono en mano, las primeras escapadas, sólo servían al principio de la carrera. A partir de ese momento, el mejor modo de vivir la competición era encargarse del cronómetro.

En realidad, nadie tenía un cronómetro, pero nosotros llamábamos así a aquella tarea, para utilizar el término de las competiciones deportivas. Como mucho, alguno de nosotros podía tener un reloj con segundero. Y entre estos relojes también había diferencias: el segundero de algunos relojes ocupaba toda la esfera; otros relojes, sin embargo, tenían sólo un segundero minúsculo a un lado de la esfera. Estos últimos no nos gustaban mucho, porque con ellos era muy difícil establecer de forma precisa las diferencias de tiempo entre los participantes en la carrera. Y además, la esfera era tan pequeña que sólo la podía ver bien el dueño del reloj.

Si no tenían segundero, los relojes no nos servían para nada. ¿Para qué queríamos un reloj, si no podíamos saber cuántos segundos de ventaja le había sacado el vencedor de la carrera al segundo? Así que, cuando no teníamos a mano un reloj con segundero, contábamos los segundos en alto.

©Mendiguren Elizegi, Xabier. Gure barrioa 1975, Elkar, Donostia, 1998.

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Sísifo enamorado MINTEGI, Laura

¿Quieres saber qué es enamorarse? Yo te lo digo, sentir una presión en el pecho, querer gritar y no poder emitir sonido, darte cuenta de que las palabras no explican nada, que es como si hablaras en un idioma extraño que nadie antes había hablado. Enamorarse es no poder centrarse en nada, intentar ocultar la zazobra con una actividad loca y, cuando paras, notar que se te escapa la mirada y se fija en un punto único. Enamorarse es sentirse viva y querer morir, querer vivir y morir al mismo tiempo, porque se sufre tanto, tanto que nunca hubieras pensado que se pudiera sufrir de ese modo. Enamorarse es darte cuenta de que un poema de tres líneas resume toda tu vida. Enamorarse es melancolía y risa a la vez, pena y alegría, angustia y plenitud. Enamorarse es pasión, inseguridad, fiebre, carencia y exceso. Ser más yo de lo que nunca lo fui, y no reconocerme. El amor marcó un antes y un después en mi vida.

Ane calla. Parece que buscase en el recuerdo la línea que marcó el antes y el después. Es difícil encontrar las palabras que recuperen el pasado.

Enamorarse –empieza otra vez– es vivir de prestado una vida que no te pertenece, una vida que no sabes qué hacer con ella. ¡Cómo puedo explicar qué es el amor! Quien lo ha experimentado lo sabe, pero ¿si no se ha vivido...? Puedo decirte lo que no es, tranquilidad, equilibrio, lógica, comodidad. Cuando te enamoras lo quieres todo, también lo imposible, y lo quieres de inmediato. Las normas son crueles tiranos y los convencionalismos enemigos que acechan cada uno de tus movimientos.Sientes que estás rodeada de barreras, de normas absurdas. El amor me mató, pero gracias a él estuve viva una vez, antes de morir.

Tiene la mirada perdida y no mueve un músculo, las piernas cruzadas, la espalda recta. Esta sentada en el borde del sillón, el cuerpo tenso. El humo del cigarro y la ceniza a punto de caer es lo único que da movimiento a la imagen. Esteban Mugarra deja de escribir. Cierra el cuaderno que tiene sobre las rodillas dejando a la vista el nombre escrito en la solapa: ANE. Los enfermos mentales no tienen apellidos. Al abrir el cuaderno, sin embargo, en la primera hoja se lee: Ane Atela Lasa, junto a un número de referencia para el archivo.

Ane sigue en silencio. La cinta está a punto de acabarse. Esteban Mugarra, antes de continuar, saca la cinta, le da la vuelta, la introduce de nuevo y aprieta el botón rojo.

—Cuéntame eso de que una vez estuviste viva.

—Eso fue hace mucho tiempo. En otra vida.

—Y en otro país.

— Sí, en Centroamérica.

—Pero todo empezó aquí, en Bilbao, ¿no es así?

Esteban no conoce gran cosa sobre Ane. Sólo lo que le explicó su marido cuando se presentó en la consulta a pedirle que se hiciera cargo del caso. Eso, y lo que Ane le ha contado hasta ahora en las primeras sesiones. Poca cosa, un puzzle sin completar todavía.

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Por lo que sabe, Ane no había estado enamorada hasta que conoció a Mikel, aunque para entonces ya tenía un marido, dos hijas, la hipoteca de una preciosa casa y una vida totalmente organizada.

Hace seis años, su hija mayor se golpeó en la cabeza y tuvo que llevarla a urgencias. Mikel estaba ese día de guardia en el hospital, y el azar les unió, inesperadamente. Desde ese momento todo se descolocó en la vida de Ane.

Hasta que conoció a Mikel, Ane pensaba que el amor era lineal, que se desarrollaba en una sola dirección, que iba de más a menos, de la juventud a la madurez, de absoluto a relativo. Sólo después supo que el amor es una imagen poliédrica, que no es un ciclo lineal que después de nacer y crecer luego se debilita y muere. El amor, por contra, es retorcido, tiene claroscuros, es imprevisible, absorbente, tacaño y generoso, exclusivo y envolvente. Está lleno de aristas, caras contrapuestas, reacciones que se contradicen.

Si su hija no se hubiera roto la nariz y no le hubieran tenido que dar unos puntos, si Mikel hubiera tenido otro turno, o si en lugar de al hospital de Cruces hubieran ido a Basurto o a Galdácano, es posible que Ane nunca hubiera conocido a Mikel y que su vida no hubiera cambiado. O sí. Quién sabe... ¿Se puede huir del azar? ¿O el azar no existe?

Ane estuvo aquel día y a aquella hora en el hospital por azar, y fue puro azar lo que hizo que sus vidas se encontraran. También es cierto que esa relación hubiera quedado en nada si Mikel no hubiera dado un paso más, si no hubiera insistido en ver otra vez la cicatriz de la niña. Algo le hizo decidir que quería saber más acerca de Ane. Mikel era cirujano plástico, tenía 45 años en la época en que se conocieron y vivía solo. Ane entonces no sabía nada de esto; pero lo iría sabiendo con el tiempo.

Mikel les citó una semana más tarde para comprobar cómo estaban los puntos de la cicatriz y el tabique nasal. Quería asegurarse de que no habría ningún problema. En esta segunda ocasión empezó a hacer preguntas como si no las hiciera, con naturalidad, si la niña tenía algún hermano o hermana, si vivían cerca, si Ane había tenido que faltar al trabajo, en qué barrio vivían... Además su jornada estaba a punto de terminar, ellas eran su última cita, y también él iba al barrio de Ane. Se ofreció a llevarlas hasta su casa, y así, bromeó, estaría cerca de la niña si la nariz se caía y había que volver a coserla.

Entre risas fueron los tres al aparcamiento subterráneo, pero de camino, y con la excusa de que la niña no había merendado, pararon a tomar algo y mientras la niña terminaba la merienda, ellos estuvieron charlando un rato. Luego las dejó en casa.

Tiempo después Ane le diría a Esteban Mugarra que aquel día no percibió nada especial. Mikel preguntaba como sin preguntar, y siempre recibía respuesta. Invitaba sin invitar, como si fuera un antiguo amigo, no pedía conformidad, simplemente la recibía. Todo sucedía de forma natural.

Dos días más tarde, mientras Ane compraba el periódico en el kiosco del barrio se encontró con Mikel y quedaron para comer al día siguiente en un conocido restaurante. Todo transcurrió tan natural que no permitía plantearse nada. Días después se vieron en la calle cuando Ane volvía de recoger a sus hijas de la escuela. Esta vez Mikel las acompañó a la tienda de golosinas porque quería comprar algo a las pequeñas. Una semana después, Ane llevó a su hija a la consulta y tomaron juntos un café en la cafetería del hospital y estuvieron hablando un rato largo.

Al cabo de varios días Ane se despertó una mañana pensando en él. Llevaba tres días sin verle y sentía como si le faltara un brazo. Se dio cuenta de que algo había sucedido, de que eso ya no era la

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relación entre médico y paciente. Mikel no era una opción más, una relación aséptica, algo que se puede tomar o dejar. Se había convertido en una necesidad, en una carencia.

Lo necesitaba para vivir, tanto como respirar. Cuando estaba lejos me ahogaba, ni siquiera mis hijas podían llenar el vacío que él me creaba. Su ausencia me hacía sufrir infinitamente. Cuando estaba con él me dolía pensar que teníamos que separarnos, aunque esos escasos momentos que pasabamos juntos eran los únicos que aliviaban mi asfixia. El sentimiento de culpa llegó mucho más tarde, y además fue una sensación impuesta, ajena a mí totalmente. Mi único deseo era verle, era lo único que quería, lo único que necesitqba. Aparte de él no había nada que pudiera satisfacerme.

Tres meses más tarde Ane hizo la maleta, dejó una breve nota: "No puedo más" y se fue de casa. Han pasado seis años desde que ocurrió aquello, seis largos años. Hace dos meses escasos apareció en la consulta de Esteban Mugarra por primera vez. Los síntomas apuntaban claramente depresión, pero Esteban necesitaba saber más, por encima de los sintomas visibles necesitaba llegar al fondo. Y Ane le va proporcionando la información que necesita.

Después de pasar fuera seis años y medio, ha vuelto a casa. Abrió la puerta con su llave y dejó en el suelo de la entrada la misma maleta que había llevado. Se quedó allí, de pie, erguida, muda, con expresión triste, y no supo qué decir cuando una chiquilla delgada de unos trece años le preguntó quién era. Eunate no reconoció a su madre. Esta mujer y la que había visto en las fotos no tenían demasiado parecido.

Ane no pudo responder. Cuando apareció Jon, su marido, los ojos se le humedecieron y dos lágrimas asomaron tímidas, sin llanto. Permaneció de pie, en silencio, igual que su marido, mudo por la sorpresa.

Semanas después, Jon Goitia llevó a su mujer a la consulta de Esteban Mugarra. Necesitaba ayuda. Él no sabía qué hacer. Ane a veces hablaba despreocupada y animada, como si los seis años anteriores nunca hubieran sucedido, y otras, en cambio, no decía nada. Se refugiaba en sí misma y pasaba horas y horas acurrucada en el sofá con la mirada perdida. Nada podía hacerle recobrar el sentido, ni las palabras suaves ni los gritos. En estas ocasiones Jon no sabía qué decir, cómo comportarse.

© Mintegi, Laura. Sisifo enamorado, Txalaparta, Tafalla, 2003. Traducido por Elisa Felix Butron

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Como el carbón MONTOIA, Xabier

Extracto del cuento: «Como el carbón». In Olaziregi, M.J. (ed.) 2005, Pintxos. Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo, Madrid. Traducción de Gerardo Markuleta. Publicado originalmente en euskara como «Ikatza bezain beltz», in Gasteizko hondartzak, Susa, 1997.

Hay un día de nuestra vida que nunca podremos olvidar, quizá el único recuerdo que todos tengamos en común: la dulce memoria de la primera vez que apagamos en otro el fuego de nuestro cuerpo. (Yo perdí la virginidad el 27 de abril de 1937). Apostaría a que se trata de algo que nadie olvida; algo que a todos se nos queda adherido a la mente como la roña al hierro. Un endiablado recuerdo, más resistente que el acero. (El cielo estaba despejado sobre Guernica).

Hay una época en la vida en que uno -no siendo ya un niño y sin haberse vuelto aún del todo un hombre- echa a correr, completamente ignorante de su destino, en una carrera que no tiene otra meta que la muerte. (Aquellos años fueron muy duros para mí, y no sólo a causa de la guerra). Eso se aprende después, claro, mucho después. Hasta que nos damos cuenta, nos esforzamos como locos, queriendo siempre ir más allá, ansiosos por llegar a ese presunto paraíso que llaman hombría. Y en esa carrera, como si fuéramos coches, el sexo es nuestro combustible primordial, es él quien nos empuja, es él quien nos incita. (Creía que estaba enfermo, como aquejado de una peste cuyo único destinatario era yo). Es una época llena de dudas, en la que ese flujo constante nos empapa de arriba abajo. Su agua lechosa lo contamina todo.

En vano me esforzaba en pensar en otra cosa, y es que no había a mi alrededor nada que, de una u otra forma, no me recordara al sexo. Incluso si me hubieran quemado los ojos con un hierro candente, habría seguido igual, viendo indicios de sexo por todas partes. Y, aun estando ciego, el viento me traería sus olores y sonidos penetrantes. Para librarme de aquella enfermedad habría tenido que estar muerto.

Al principio pensaba que era yo el único enfermo. Luego, no. Me enteré de que Teo y yo, en eso, andábamos igual. He dicho igual, pero sería mejor que dijera parecido. Porque, aunque Teo sufría también aguijonazos en los bajos, al menos tenía a quién contárselo. Nos reuníamos en un rincón de la cocina, y me contaba con pelos y señales las aventuras que había tenido con las chicas del baile de la Florida. Yo, sin embargo, tenía que guardármelo todo para mí. (Y las penas de amor y de sexo son más penosas cuando uno no puede expresarlas; sucede como con el vino, que aunque sea el mejor del mundo acaba por avinagrarse si no se saca de la botella). Sabía que en cuanto mencionara aquel fuego que me quemaba las entrañas perdería a mi amigo. Y no sólo eso; según estaban las cosas, podría también perder mi trabajo si los comentarios sobre mis sentimientos se extendían por el hotel. Y sin duda lo harían.

Una vez a la semana teníamos la tarde libre, a veces el domingo, con más frecuencia los lunes. Si nos tocaba el domingo, íbamos a bailar. Los trabajadores del Hotel Frontón podíamos entrar gratis al baile que se celebraba en la cancha después de los partidos. Pero nosotros preferíamos el baile de la Florida. En realidad a mí me daba exactamente igual porque, fuéramos a uno o fuéramos a otro, no iba a moverme de al lado de la orquesta. Teo, sin embargo, conocía a muchas chicas en aquel baile que no tenía otro techo que el cielo. Éramos pobres, y también lo eran nuestros amigos.

Teo intentó presentarme a sus conocidas. Pero pronto se cansó:

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"¡Contigo no hay manera!"

Mi buen amigo, al parecer, no se daba cuenta de que mis ojos, en lugar de fijarse en las chicas que él tanto admiraba, se dirigían a los jóvenes y fornidos obreros que las sujetaban enérgicamente por la cintura; Teo no podía sospechar que, más que en aquellas señoritas que aumentaban el volumen de sus pechitos con hojas de periódicos viejos, mi atención se centraba en los muchachotes que se peleaban hasta hacerse sangre por bailar con ellas; en aquellos músculos prominentes, en aquellos brazos fuertes y sudorosos.

Teo se quedaba hasta que la orquesta del quiosco tocaba la última canción. Yo, con la excusa del cansancio, me alejaba por la Senda, dejando atrás los compases cada vez más débiles de un tango. Y allí mismo hallaba la paz, como si los árboles gigantescos que delimitaban ambos lados del paseo fueran mis protectores. Allá en lo oscuro sentía algo parecido a la libertad. Por fin podía dejar paso al llanto. Aquellas lágrimas desbordantes de melancolía y remordimiento que me quemaban las mejillas, me aportaban también un poco de sosiego. Y cuando llegaba al puente de hierro -el puente donde una vez vi a un hombre colgado, con una cuerda alrededor del cuello-, me quedaba debajo; entonces me veía también a mí mismo colgado de allí, en el trance de acabar para siempre con mi pena, mi angustia y mis dudas mediante un simple acto.

La muerte, no me quedaba otra salida. Y si no lo hice, fue porque había otra pasión aún más poderosa que pugnaba por atraerme a su lado: el deseo. Tantos tirones por uno y otro lado casi me habían desgarrado el corazón. Si acaso tenía que morirme, prefería ver la muerte reflejada en los ojos gitanos de los chicos que aún seguirían bailando al compás de la melodía que el aire me traía amortiguada. ¿Cómo abandonar este mundo sin cumplir el sueño que me despertaba todas las noches? ¿Cómo desaparecer de aquí sin conocer aquello aunque sólo fuera una vez? Aun sin morir, pasaba mucho tiempo fuera de este mundo, ahogado en mis cuitas, incapaz de percibir el paso del tiempo. Hasta que el traqueteo del tren me hacía volver de nuevo al mundo de los vivos. El estrépito me sobresaltaba de repente; estallaba de pronto sobre mi cabeza y a mí, incapaz de recordar dónde estaba, me parecía el ruido de un disparo. No sé por qué: desde que comenzó la guerra, en Vitoria no se había oído un solo tiro.

© Pintxos: Lengua de Trapo

© Gasteizko hondartzak: Susa

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Como los ahogados a la superficie MUJIKA IRAOLA, Inazio

Fragmento del cuento «Como los ahogados a la superficie». In Olaziregi, M.J. (ed.) 2005, Pintxos. Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo, Madrid. Traducción de Jorge Giménez Bech. Publicado originalmente en euskara como «Itoak ur azalera bezala», in Iñaki Aldekoa (antología y prólogo), Euskal ipuinen antología bat, Alberdania, 1993.

Llegué a Austerlitz al anochecer, y, envuelto en la fragancia del verano, me adentré en el corazón de la ciudad paseando por la orilla izquierda del Sena. Entré en el Barrio Latino, boulevard Saint-Michel arriba, deteniéndome de tanto en tanto para depositar en el suelo los bultos que portaba y dar así un reposo a mis manos soltándolas un momento de las asas, antes de reanudar el penoso acarreo. Vi un rótulo azul en la pared con el nombre de la calle que llevaba anotado en un trozo de papel: rue Mouffetard. Era allí. Comprobé el número, y, sin pensarlo dos veces, pulsé el timbre de la pensión. Tras dar varias vueltas a la llave, me abrió la puerta una mujer aproximadamente de mi edad. Le pregunté si tenía habitación para mí. Me hizo pasar, y me obligó a sentarme presionando con su mano sobre mi hombro. Allí esperé a que me trajera la ficha de ingreso, que había ido a buscar en algún lugar del inetrior de la casa.

Varios gatos pululaban entre mesas y sillas. Eran gatos viejos, muchos de ellos con pelo ya escaso. Los había negros, canos, moteados, rubios. Como media docena, en total. Se aproximaban a mi silla y escapaban ariscos al menor gesto mío. Al lado de la ventana había una vitrina, y, en su interior, gatos disecados en diferentes posturas, detenidos allí, con la mirada fija para toda la eternidad.

La mujer regresó con un papel arrugado en la mano, pero volvió a desaparecer en busca de bolígrafo. Por fin, comencé a rellenarlo. El formulario no había sido renovado en muchos años, según atestiguaba el hecho de que en el lugar reservado a la fecha figuraba 194_. Taché el cuatro y escribí un seis sobre el papel amarillento, y acto seguido, un uno.

Acordamos rápidamente el precio, descolgó las llaves y me condujo a mi habitación. Abrió la puerta, y vi los muebles. No me sorprendió que fueran viejos, pero sí que todos ellos estuvieran cubiertos con amarillentas hojas de periódico. Todos, salvo una mecedora situada frente a la galería acristalada. La mujer me precedió, e inmediatamente comenzó a retirar con todo esmero los papeles que cubrían los muebles. Le dije que los recogería yo mismo. No me hizo caso. Alcé la voz para repetirle que lo dejara, que tenía ganas de estar sólo y tranquilo, porque acababa de hacer un largo viaje. Ella, sin embargo, no se detuvo hasta haber retirado todos los papeles. Los depositó, cuidadosamente apilados, sobre la pequeña balda inferior del armario, sin la menor arruga ni doblez.

Me tumbé sobre la cama. Me sorprendió que la dueña no me recitara una por una las normas de la casa, tal como es costumbre en otras pensiones, y se lo agradecí. Los objetos de la habitación estaba dispuestos en torno a la cama. Para empezar, la cama era doble, con su mesilla de noche provista de una lámpara vieja, coronada por una ajada pantalla muy torcida. Sobre la cama, el crucifijo, y en la pared de la izquierda, comido por el polvo y por la propia negrura del lienzo, el rostro de una muchacha gitana en un cuadro. En la misma pared se abría la galería acristalada, con la mecedora delante. Un armario ropero, la mesa de trabajo y su silla con respaldo.

La empresa me había enviado con la misión de elaborar un informe, primero a Lyon, y desde allí a París; debía observar el funcionamiento de empresas semejantes a la nuestra y dar cuenta de las

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modificaciones que merecieran ser operadas en la nuestra, y debía hacerlo de forma "concreta y precisa", tal como el patrón repetía a menudo. Tenía fresca aún la experiencia de Lyon, por lo que me convenía comenzar a dar forma cuanto antes a las notas que había tomado, de manera que advertí a la dueña de la pensión que tal vez el ruido de la máquina de escribir causara alguna molestia; ella, sin embargo, me respondió que, por ella, podía trabajar tranquilo.

Ni siquiera cené. Había comido en el tren un bocadillo con una Coca-Cola, y, fuera la bebida fría o el pan gomoso, lo cierto es que algo me había sentado mal. Al día siguiente, me levanté pronto, y comprobé que la sala de los gatos disecados, el recibidor de la víspera, se había convertido en salón de desayuno. Sentados en sillas de respaldo alto, dos hombres desayunaban sentados a una mesa en la que se alineaban cuatro tazones. La dueña me dio los buenos días con cordialidad, al tiempo que me señalaba mi tazón. Cuando me hube sentado, retiró de al lado de la taza una ficha amarilla con el número seis. El número de mi habitación. La silla contigua a la mía la ocupaba un hombre manco y calvo. De la destreza con que manejaba los cubiertos deduje que la amputación debía de ser ya muy antigua. Él mismo me lo aclaró, antes de cinco minutos: Gerard. Ancien combattant. Yo le sonreí, pero él no pareció entender mi sonrisa. Et vous?

Le dije que era viajante de comercio, lo cual me libraría, supuse, de dar explicaciones suplementarias. No obstante, ya antes de terminar el desayuno me vi obligado a inventar más detalles. No los recuerdo ahora. Le contaba mentira tras mentira, a medida que se me iban ocurriendo.

Una vez en la calle, decidí dedicar la mañana a pasear, con el pretexto de comprar folios, puesto que mi cita en la empresa que había ido a visitar era al día siguiente. Comí fuera, y, tras la infusión de menta que puso colofón a la comida, regresé a la pensión con el mazo de folios bajo el brazo. Me puse manos a la obra, pero pasé una hora entera ante el folio en blanco, incapaz de dar con el inicio adecuado para el informe referente a mi visita de Lyon. En éstas, y cuando apenas había comenzado por fin a redactar, la dueña entró en la habitación, con un vaso de agua en la mano izquierda y una bolsa negra de plástico en la derecha. No dijo nada, ni mucho menos pidió permiso. Se sentó en la mecedora, de costado a la luz exterior.

© Pintxos: Lengua de Trapo

© Euskal ipuinen antologia bat: Alberdania

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Letargo MUÑOZ, Jokin

El mecano

A Pablo Muñoz Zabalegui

El niño tiene los párpados entreabiertos. Lagrimea sin cesar desde hace días, quizá desde el momento en que se inició aquel persistente ataque de tos. Por eso ahora ve a su padre como envuelto por la neblina, a la vera de la cama.

"Se ha traído una silla de la cocina", dice para sí. "¡Es que las sillas del cuarto son tan pequeñas! ¡Y papá es tan grande!". Sonríe al recordar a su padre sentado en una de aquellas sillitas, con las rodillas encogidas a la altura del pecho. Le viene a la memoria aquel día en que fueron al circo. Su padre lo había llevado por primera vez haría cosa de mes y medio. El circo no le había parecido nada extraordinario, pero los payasos lo habían entusiasmado. Sobre todo cuando el payaso tonto, montado en una bicicleta minúscula, se puso a dar vueltas alrededor del payaso serio. ¡Qué manera de reírse! ¡Y de toser! Su padre no le quitó la mano del hombro mientras duró el espectáculo. Era el gesto de afecto predilecto de su padre. Cuando salían de paseo, sentía a menudo sobre su cuello aquella manaza. Cálida. Grande. Sí. Lo del circo fue estupendo. Y eso que aquel día no era su cumpleaños. Ni tampoco lo era cuando, una semana después, le trajo el mecano.

"¡El mecano, papá!", quiere exclamar el niño, pero sólo le ha salido una leve sonrisa, y eso a duras penas. Se ha quedado sin voz. Hace tiempo que la garganta no le obedece. Su padre acerca la mesilla de noche hasta colocársela entre las rodillas, y extiende sobre ella las piezas del mecano, tal como viene haciendo estos últimos días a esta misma hora.

Hacía mucho que el niño le había echado el ojo al mecano. Una mañana de domingo salieron a pasear, como de costumbre, y entonces lo vio por primera vez, justo en medio del escaparate de la mayor tienda del barrio. Su padre no le hizo mucho caso cuando, con la cara pegada al cristal, señaló el mecano. Además estaba montado. Era una grúa, como de medio metro. Parecida a las que había visto cantidad de veces en el puerto de Pasaia. El tendero había dispuesto alrededor de ella algunas piececitas de adorno, para hacer ver que quedaban aún muchas más piezas y que, si se deseaba, se podía montar no sólo aquella grúa, sino cualquier otra cosa. "¡Mira! ¡Mira! ¡Un mecano!", se puso a gritar el niño, perplejo ante lo que estaba viendo. Pero su padre no le prestaba entonces tanta atención como ahora, ni tampoco le ponía la mano sobre el hombro con tanta frecuencia. Sus padres le repetían una y otra vez que corrían tiempos difíciles, y le hablaban de no se sabe qué guerra, y le decían que él no era el único niño de la familia. Estaba su hermanita María, y también el nene que un día saldría de la tripa de mamá. El hijo, sin embargo, no cejó en su empeño. Siguió, domingo va, domingo viene, parándose ante el escaparate para mirar fijamente al mecano, con la esperanza de que así lograría ablandar a su padre. Pero todo fue en vano. Luego llegó Navidad, y aguardó expectante el día de Reyes.

"Hoy, la de Pasaia", le dice su padre. Se refiere a la grúa del puerto de Pasaia. Cuando el niño estaba sano, subía toda la familia a la chalupa en el puerto de Pasaia, y cruzaban hasta San Juan para pasar allí la tarde del domingo. Al niño se le iban los ojos tras aquellas grúas inmóviles a la orilla del muelle. Como siempre que pasaban por allí era domingo, nunca las había visto funcionando. Parecían abandonadas. Exhaustas en su herrumbre.

"¿Te duele, Andrés?".

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De sobra sabe que su hijo no le oye, pero ha aprendido ya a percibir su estado de ánimo en los ojos. Lleva más de un mes en la cama, el pobre.

Toma la primera pieza. Despacio. Quiere dar a su hijo tiempo para que le siga los movimientos. Ahora la coge, ahora la coloca. Desde que empezó a tomar los últimos medicamentos, el niño está como adormilado, y le cuesta tomar conciencia de lo que sucede a su alrededor. Su padre incluso le habla más despacio.

"Estamos construyendo la base", le explica. "La base tiene que ser sólida. ¡Ni te imaginas las cargas que tiene que levantar esta grúa!". El niño le ha oído eso mismo cantidad de veces, casi todas las noches, pero espera precisamente esas palabras desde el mismo instante en que su padre ha esparcido las piezas sobre la mesilla de noche. "Son las piezas más grandes. Las pequeñas son para ponerlas arriba del todo", prosigue el padre.

¡Cómo se había arrepentido de no haber traído el mecano a su hijo el día de Reyes! Junto con los calcetines, bragas y calzoncillos que la madre acostumbraba a regalar, habían puesto, al lado del regalo destinado a su hermanita María, aquel duro balón que el niño de ninguna manera esperaba. La pequeña María se abrazó inmediatamente a la gigantesca muñeca de trapo, bastante mayor que ella. El niño, por el contrario, se agachó ante el balón y se dedicó a pasárselo de una mano a otra, sin mayor interés. Estaba claro que esperaba el mecano, pero no pronunció n media palabra al respecto. Luego se mantuvo como pudo erguido ante su madre, mientras ésta le probaba calzoncillos y calcetines. Se dejaba hacer, pero no estaba contento. Y su padre se dio cuenta de ello. La cosa no era únicamente que, mientras él esperaba un mecano, los Reyes le hubieran traído un balón. Su padre percibió algo más en la actitud del niño. Vio un muchacho crecido allí donde hasta entonces sólo había un niño.

"Ya sabe lo de los Reyes", le dijo a su mujer, cuando los niños se retiraron a su habitación con sus regalos. "Sabes muy bien que no podíamos comprar el mecano", le respondió ella, tal vez con intención de aliviar el remordimiento que ambos sentían. Estaba seguro de que también su mujer había percibido, mientras le quitaba y ponía los calzoncillos –que, como siempre, le quedaban grandes– que el niño había crecido.

"¡Tarde, le has comprado el mecano tarde!", piensa ahora el padre, "demasiado tarde". S hijo le parece ahora más niño a la luz de la lamparita. Se tapa con las mantas hasta los ojos, y, cuando tose, se cubre la boca con la sábana. Se diría que no quiere alarmar a su padre. Lo ve, tras esa neblina, manejando las piecitas con sus manazas. Coge las piezas y las coloca con parsimonia, cada cual en su sitio. Pero papá está serio. Pensativo. Y él sabe que es por su causa. Papá está cansado. Y tiene sueño. Como él.

"¿Quieres que te refresque?", le pregunta, al tiempo que toma en su mano el paño húmedo que antes había dejado al borde de la cama. Lo ha hecho muchas veces sin necesidad de preguntar nada, pero ahora siente necesidad de llenar el silencio como sea. El niño le dirige una mirada de agradecimiento al sentir la frescura del paño en la frente y las mejillas. Luego, el padre deposita suavemente el paño en su sitio.

"Era demasiado caro", piensa. "Pero, si era demasiado caro entonces, ¿por qué no lo era unos meses más tarde?". El niño tose débilmente bajo las mantas. Está ardiendo. El padre, sin embargo, no le aparta la sábana de la boca. Coge otra pieza. ¡Con cuánta dificultad maneja esas piezas pequeñas, una vez colocadas ya las grandes! Siente los ojos nublados del niño clavados en sus manos.

Tacaño. Tiene fama de tacaño entre sus amigos. Y sabe que a menudo bromean de ello a espaldas de él. Tacaño él, que se permite casi como único vicio el de ir a Atocha a ver a la Real. Y, en

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verano, a los toros... Además, si hubiera querido, si hubiera cedido en aquella ocasión, ahora no estarían pagando un alquiler. Le duele, sí, recordar la disputa que en aquella ocasión sostuvo con su mujer. ¡Testarudo del diablo! ¡Maldito tozudo! Suspira contemplando la grúa, que poco a poco va tomando forma. "Pues no sé...", dice para sí, "no sé si actué bien en aquella ocasión".

"Es una cuestión de honor", le dijo a su mujer cuando, recién casados, su suegro les ofreció aquel enorme piso. "Quiero ser yo quien mantenga a mi familia", insistió él. En cierta medida, era cierto, pero también era cierto que lo que tenía presente al tomar aquella decisión eran las burlas y bromas del hermano de su mujer y de los amigos de éste. La familia de su mujer se le había antojado, desde el primer momento, un tanto insustancial. Gente que no se había templado en el trabajo. Unos badulaques. Especialmente su cuñado más joven. Eterno holgazán, no desperdiciaba la ocasión de llamarle grandullón, jirafa o cosas por el estilo, con mucho cariño, como él mismo solía decir. El hecho de ser dueño de tantos pisos en San Sebastián no le daba licencia para menospreciarlo a él de esa manera. "Indiano engreído. Cualquiera puede hacer fortuna en Argentina", pensaba más de una vez. Pero le tenía lástima. No veía provecho alguno en la vida de su cuñado. No acudía a la iglesia. No trabajaba. Eso sí, cuando, en la guerra, se metió en líos, él, el infeliz, el tipo triste que no sabía divertirse, tuvo que sacarle la cara ante las autoridades. Euzkadi por aquí, Euzkadi por allá. Al argentino se le llenaba la boca con esas cosas. "¡Eso es lo que pasa cuando no se tiene fundamento!".

Oye sin cesar los sollozos ahogados de su mujer. La ha dejado en la cocina, llorando. Ha estallado en un llanto constante desde que él ha llegado, pero los suyos son unos gemidos apagados, de esos que se enredan en la garganta sin llegar hasta la boca. Al parecer, no quiere que la oiga su hijo, y eso ahonda su padecimiento. Ha bañado y acostado a la pequeña María, olvidando por completo darle de cenar. No es extraño. El día ha sido duro para ella. Como toda la semana. Cuando ha llegado, se a encontrado al médico inclinado junto a la cama de Andrés, auscultando al niño. Les ha confirmado lo que ya sabían. Por algo les había aconsejado una semana atrás que lo trajeran a casa. Así, al menos, han podido verlo sonriente de vez en cuando. La madre, por el contrario, no ha levantado cabeza desde entonces.

Le dijo "¡testarudo del diablo!", pero él no se lo había tomado, ni mucho menos, a mal. No podía esperar otra cosa, visto el piso que les había ofrecido su suegro. La habitación de matrimonio parecía una de las aulas del internado en el que él había estudiado, y el cuarto de baño era del tamaño del salón que ahora tienen. Un frigorífico en la cocina y timbre en todas las habitaciones, para llamar al servicio. ¡Cómo no iba a reprocharle haber perdido todo aquello!

¡Buena se había puesto al salir de casa de sus padres! Todavía la está viendo ante sí. Él en la acera, y su mujer sobre el peldaño del portal. Ni aun así le llegaba a la altura de los hombros, la muy retaquita. Con el cuello estirado y absolutamente congestionada, clavó en él aquellos grandes ojos verdes, al tiempo que sus manos regordetas gesticulaban sin cesar. "¡Testarudo! ¡Fatuo, más que fatuo!", le gritó una y otra vez. Su mujer tenía el genio muy vivo. Debe de ser ciertamente terrible el dolor que ahora, contenido en su interior, le abrasa las entrañas.

Al menos no le había llevado la contraria delante de su cuñado y de su suegro. De haberlo hecho, lo habría dejado en ridículo. Se lo guardó todo dentro hasta que bajaron a la calle. Parecía que iba a pasar días encolerizada, a juzgar por la virulencia poco común del rapapolvo y la persistencia de los morros subsiguientes. Pero la regañina no dio para más. Una vez en casa, aún permaneció ceñuda un rato, y enseguida se encerró en la cocina para preparar la cena. En lo sucesivo, no volvió a mencionar el asunto, ni cuando su hermano se valió de aquel piso y de todos los demás para hacer frente a las deudas del frontón y del casino, ni tampoco en medio de las desdichas de la posguerra. Le pasa de nuevo el paño húmedo por la frente, con lentitud. Lla tos es cada vez más queda. El niño está muy débil, pero no le quita ojo al mecano. "Sí, Andrés, la grúa se va levantando poco a poco",

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le dice. Los ojos del niño están hinchados, muy redondos, y sin brillo. "Siempre los ha tenido idénticos a los de su madre", piensa, al tiempo que recuerda de nuevo aquel enfado de su madre.

© Muñoz, Jokin. Letargo, Alberdania, Irun, 2005.

© Traducción: Jorge Giménez Bech

© Foto: Alberdania

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El capricho de la señora Anderson OÑEDERRA, Lourdes

Fragmento del cuento «El capricho de la señora Anderson». In Olaziregi, M.J. (ed.) 2005, Pintxos. Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo, Madrid. Traducción de Gerardo Markuleta. Publicado originalmente en euskara como «Anderson andererearen gutizia» en Gutiziak, Txalaparta, 2000.

(A Evelyn y Dennis, en agradecimiento)

An evening in April, and it was still light.Doris LESSING

Love, again

"Pocas cosas habrá tan atractivas como percibir en otros el propio poder de atracción. Probablemente por eso tuvo ella de joven (pensó la señora Anderson) tanto éxito con los hombres.Cuando era joven. Hace ya mucho tiempo. Hace ya mucho tiempo, cuando era joven, la señora Anderson gustaba mucho a los hombres, a los hombres jóvenes que tenía alrededor, porque a ella los hombres le gustaban mucho (y pocas cosas habrá tan atractivas como percibir en otros el propio poder de atracción). No era fea cuando era joven. También eso debió de ayudar, pero en su entorno siempre había chicas más bonitas que ella. En su colegio. En su parroquia. Y, sin embargo, era ella quien más éxito tenía. En aquella época, el juego le resultaba a veces incluso demasiado sencillo.

Quizá por eso se casó con el señor Anderson, porque el señor Anderson no se había enamorado de ella tan fácilmente como los demás.

Ella tomó por amor la placidez del señor Anderson y, desde que se casó con él, la señora Anderson no había amado a ningún otro hombre, no había ejercido su poder de atracción con ningún otro hombre. Si acaso sucedió, ella no se había dado cuenta; a decir verdad, no se preocupaba de ello lo más mínimo. La saciaba la calma del señor Anderson, la solidez del señor Anderson; durante años, la señora Anderson fue feliz. Mientras crecían los hijos que ella y el señor Anderson habían tenido, mientras el señor Anderson ganaba dinero, ella era feliz cuidando aquella hermosa casa, cuidando el jardín, para el señor Anderson.

No había amado a ningún otro hombre, no había necesitado de ningún otro. Había vivido contenta. La señora Anderson piensa que aún vive contenta.

Mientras los niños crecían -el señor Anderson traía dinero (mucho dinero) a casa por aquellos años-, el matrimonio Anderson fue confeccionando una forma de organizarse que resultaba buena para ambos, sustentada en reglas nunca enunciadas. Las cuentas de la casa las llevaba la señora Anderson, era ella quien decidía cuándo vestirían qué los niños y su marido, el color de las paredes del salón, qué se comería en cada momento, a quién se invitaría el día de Acción de Gracias y cuántas toallas había que llevar a la playa. En el resto de cuestiones, ella siempre hacía lo que decía su marido, siempre aceptaba sus órdenes. Pocas veces reñían, muy pocas veces. Al menos eso le parece ahora a la señora Anderson.

Había una cosa que, cuando menos vista desde el exterior (esto es, en opinión de quienes no eran ni el señor ni la señora Anderson), resultaba un poco extraña. Era aquella ley del señor Anderson

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acerca de los aviones. En algún momento (la señora Anderson no recuerda la fecha con precisión) el señor Anderson decidió que su esposa y él no viajarían nunca en el mismo aparato. De este modo, sus hijos no se quedarían huérfanos (es decir, huérfanos del todo).

Tampoco en eso tuvo la menor duda la señora Anderson, nunca inició una discusión, no le surgió la necesidad. Cuando, muchos años atrás, su marido le comunicó aquella decisión por primera vez... Sí, ahora lo recuerda la señora Anderson. Los niños eran lo bastante mayores para quedarse unos días sin ella, al cuidado de su niñera (el pequeño tendría tres años), y cuando, con ocasión de un congreso de su marido en Chicago, decidieron que ella le acompañaría, a la señora Anderson le pareció muy prudente la medida del señor Anderson. Poco a poco, año tras año, vuelo tras vuelo, también aquello se había convertido en una costumbre, y ahora le resultaba la cosa más normal del mundo. El discreto reglamento del pequeño mundo del matrimonio Anderson. Incluso se le hace raro ver en los aviones y los aeropuertos a parejas que podrían ser padres.

Pero ahora la cuestión es que la señora Anderson ha de abrir su agenda de teléfonos para buscar el número de Tim. Asienta las gafas sobre su nariz y se las coloca más arriba, para situar los cristales más cerca de sus ojos. Tim, Tim, Tim... Ahí está: «Tim». Así, sin apellidos. Tim, sin más. Piensa que, según la va leyendo, la combinación de números le resulta conocida y, en realidad, no es nada extraño, si bien sólo llama a Tim una vez al año, dado que sólo llama a Tim una vez al año. Todos los años, desde hace mucho tiempo. Hará unos diez años que llama a Tim en primavera. Desde el infarto, desde el segundo infarto del señor Anderson. Su marido tenía entonces sesenta y dos años. Ella, sesenta. Aquella terrible operación. Sucedió hace doce años. La señora Anderson cuenta los años uno a uno, todas las primaveras, una a una. Hará, sí, unos once o doce años que llama a Tim en primavera.

Cada primavera, el señor Anderson viaja para hacerse purificar la sangre en un exclusivo hospital alemán. Siguiendo su propia ley, en plena coincidencia con sus decisiones, el señor Anderson viaja en un avión y la señora Anderson en otro. Por si fuera poco, la señora Anderson sale unos días más tarde y llega también más tarde a Alemania. En el intervalo, al señor Anderson le hacen las pruebas habituales en el hospital y él se asegura de que la habitación del hotel (dado que esos días no se queda a dormir en el hospital) sea del gusto de su esposa. Siempre ha cuidado de su mujer, la ha protegido, frente a un mundo vasto y ajeno. La dulzura de su esposa en el mundo de los toscos alemanes. En el hotel los conocen, y les dan la misma habitación casi todos los años; pero a veces está ocupada, y en alguna ocasión les ha tocado incluso alguna muy ruidosa. Su esposa está acostumbrada al calor de California, al silencio de su jardín. Qué sabrán los alemanes, los europeos.

La señora Anderson no recuerda cómo se las arregló para ir ella más tarde por primera vez. Si acaso no había billete, o simplemente fue la excusa utilizada. No, seguro que no mentiría al señor Anderson. Sería por algún asunto de los hijos. Quizá que se acercaba la boda de la hija y tenía que acompañarla a comprarse la ropa. A saber. La cuestión es que ella fue más tarde."

© Pintxos: Lengua de Trapo

© Gutiziak: Txalaparta

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Luego les separa la noche ROZAS, Ixiar

(Erein, 2003)

Lluvia en la ventana

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Perdona, ¿puedes cerrar la puerta, por favor?

La mujer no se ha dirigido a Abdou, sino al hombre que está sentado a lado de la puerta. Ella está en el lado de la ventana; se le cierran los ojos, duerme, cabecea, se despierta.

Abdou se fija sus ojos llorosos. Ella mira el paisaje que está al otro lado de la ventana. Vuelve a adormitarse, vuelve el movimiento de su cabeza; termina, esta vez, sobre los hombros de Abdou. Tiene el pelo negro, suave, como el de una niña, pero las arrugas de su cara hablan de unos cuarenta años. A Abdou le gusta cómo huele: no es el perfume barato de las chicas de su pueblo. Él levanta la cabeza de ella, la apoya sobre la ventana con delicadeza.

El hombre que está sentado al lado de la puerta lee un libro. Cada vez que el tren para en una estación, lleva su mirada a la ventana; suspira, si lo que está leyendo apareciera reflejado en el cristal. Luego se asegura de que la puerta del vagón está cerrada. Va vestido de negro, de arriba abajo, como el chaparrón que está cayendo fuera.

Abdou siempre ha oído que la lluvia concede deseos ocultos, desde que tiene uso de razón, pero cuando le aconsejaron que cogiera el tren nadie le dijo que llovería tanto. Le dijeron cuál era la estación menos peligrosa, cuántas horas duraba el viaje, dónde ir después; pero nada sobre la lluvia, el dinero que había pagado no incluía el detalle Sin embargo era importante, y mucho, ya que el éxito o el fracaso de su viaje podía depender de la lluvia; siempre que fuera cierto todo lo que había oído sobre ésta.

Acaba de cumplir diecinueve años y necesita llegar a una ciudad que no conoce: París, nombre que siempre ha sonado en las calles de su pueblo. A pie, en patera, en un camión frigorífico, día y noche rodeado de jóvenes engañados por la perspectiva de una vida mejor. Él no, él va a París a honrar su apellido; de momento ya ha conseguido subirse a un tren.

Hace días que partió de Malí. Puede que semanas. Todavía se está despidiendo de los ojos de su madre, de las lágrimas que le están rogando que encuentre a su padre. Lleva la dirección de un restaurante en el bolsillo y una foto de su padre, puntos de partida de su búsqueda. En cuanto le dijeron que en el restaurante le darían alguna pista, pegó la dirección a la foto para que se fueran comunicando.

El dueño del restaurante ha sido el único que ha visto al padre de Abdou. En la estación, con una maleta grande, lo que sólo podía significar dos cosas: que estaba a punto de marcharse de París o que acababa de llegar. Cogió un taxi, así que no quedó ninguna duda: venía a quedarse, pensó el dueño del restaurante, uno más en manos de la suerte. Quiso saludarle, pero el taxi se alejó enseguida perdiéndose en el laberinto de la ciudad.

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Abdou sabe que para él será distinto: él regresará.

Desde que se ha sentado en el tren todo fluye; con la misma velocidad con la que se está acercando a París y con la normalidad de estar sentado entre personas que han escogido el mismo tren, la misma hora; cada uno con sus trenes y horarios interiores.

En el vagón, Abdou es uno más: también él puede mirar por la ventanilla con la tranquilidad del que hace el mismo recorrido todos los días, preguntar la hora olvidando, por un segundo, la dirección y la fotografía del bolsillo. Ha pagado el billete y tiene buen aspecto, gracias a la camisa que su madre le compró para la ocasión. Sólo le delata el color de su piel, pero no le preocupa: en París será uno más.

La mujer sentada al lado de la ventana se ha puesto el abrigo. Coge su móvil y sale al pasillo. La mirada del hombre continúa en el libro; de vez en cuando, vigila el maletín negro que ha dejado en el suelo, entre sus pies. Ella rodea su cintura con los brazos, por encima del abrigo, para calentarse. Enseguida enciende un cigarro y habla por teléfono. Tiene los labios pintados de rojo. Apura el cigarrillo y vuelve al vagón, justo cuando entra otro joven: si fuera negro tendría un enorme parecido con Abdou; sin embargo, algo les distingue: el recién llegado se dirige a París sin motivo aparente, seguramente por una simple coincidencia horaria.

¿Está libre?, pregunta el recién llegado señalando el único asiento que queda vacío.

Habla sonriente. Los tres asienten: ella mecánicamente, Abdou agradecido, el hombre devuelve la mirada al libro, ha tenido tiempo suficiente para comprobar el aspecto desaliñado del joven. Éste tiene una maleta, grande, con curvas de mujer, puede que dentro lleve un instrumento: una guitarra, un violín, un contrabajo.

Por un instante parece que el joven y Abdou están solos en el vagón; cruzan una mirada larga, intensa, pesada. Abdou desvía la suya hacia la ventana: en su pueblo es normal acostarse con hombres, pero a él le gustan las mujeres, nunca ha tenido un momento de indecisión. Por decirlo de alguna manera, pasaría noches, una tras otra, abrazado a la mujer de la ventana.

La puerta del vagón ha quedado abierta.

Perdona, ¿puedes cerrar la puerta, por favor? Hay corriente y no quiero resfriarme.

Ella se dirige al hombre sentado al lado de la puerta. Palabras secas, casi urgentes, en forma de pregunta. Abdou se está comiendo los labios de ella con los suyos. Ella vuelve a rodearse la cintura con los brazos. Cierra los ojos, es un intento de huida de los pensamientos de Abdou.

Ahora la ventana es suya. Todo es verde, fértil, un paisaje inventado frente a la aridez de las llanuras de su pueblo. Allí todo parece la piel de un anciano, estirada y contraída por el tiempo; aquí, son los rizos lechosos de un bebé.

Tantas preguntas, tantas repuestas con silencio; pero, sobre todo, una: por qué tiene que superar tantos obstáculos; por qué tiene que arrastrarse como una serpiente, si en realidad son ellos, los invasores, los que han estado robándoles durante siglos. A Abdou. A su pueblo.

¿Por qué nos hacéis todo esto?

Le gustaría dejar la pregunta en el aire: para el hombre del libro, para ella y para el joven. Esa pregunta y muchas otras, pero quién es él para interrumpir el silencio, para dar forma a la nube de

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pensamientos. Le han dicho, desde que tiene uso de razón, que el poder crece a costa de los débiles, y que su pueblo puede hacerse mucho más pequeño todavía. Pero sabe que algo en su vida está a punto de cambiar: todo empezará cuando encuentre a su padre. Luego avanzará, desde lo pequeño.

¿Le ayudará la lluvia?

También llovía la mañana que su madre lloraba desconsolada. Acababa de despertarse. Es fácil recordar el detalle de la lluvia, ya que en su pueblo llueve una, o, a lo sumo, dos veces al año; casi como un padre, que puede marcharse una vez, a lo sumo dos, porque si desaparece por tercera vez se le cierran todas las puertas.

Por eso, al principió pensó que su padre volvería, prefirió creer que su madre lloraba por otro motivo: que iba a traer otro niño, su padre le había hecho otro niño y lloraba de alegría. Era el deseo que la lluvia había concedido a su madre. Lo que Abdou deseó en ese momento quedó expresado en palabras:

No te preocupes, volverá antes de que caiga la noche.

Aunque habló con la responsabilidad del hermano mayor, no consiguió consolar a su madre: las lágrimas continuaban ensombreciendo su cara con la misma fuerza que el agua empapaba la tierra. La carta que su padre había dejado antes de marcharse seguía temblando en manos de su madre. Fuera, llovía sobre un papel sin techo.

Se ha marchado, nos ha dejado, Abdou.

Y repitió el nombre de su hijo, su única esperanza. Abdou regresó a su habitación y abrió la ventana. Subía humo de la tierra. Salía humo de la habitación, del cigarro que Abdou acababa de hacerse.

Fue su primer cigarro. Tenía quince años y pasaron otros cuatro hasta la mañana que supo que su madre estaba enferma.

Vete, vete a buscarle, Abdou, le dijo su madre sin titubear. No os quiero dejar solos.

Se refería a sus siete hijos. Y el mayor, Abdou, sabía que debía hacer todo lo que estuviera en sus manos para evitarlo. Más tarde entendió que su madre estaba enferma.

La mujer se levanta del asiento con decisión. Sale al pasillo con su maletín negro. Saca el teléfono, marca, espera; habla nerviosa, como si se le fuera la vida en cada palabra. Cuelga. Vuelve a marcar. Esta vez sonríe. Saca un periódico del maletín, lee.

El hombre del libro también sigue los movimientos de la mujer; el joven no, continúa absorto en sus pensamientos, puede que en el instrumento que lleva en la maleta. La mujer vuelve a colgar el teléfono, coge su maleta, enciende un cigarro y avanza por el pasillo. Fuma como si fuera el primero. Por la ventana, una luz, luego una sombra; otra calada, otra sombra.

Perdona, ¿puedes cerrar la puerta, por favor? Hay corriente.

Su pregunta ha quedado suspendida en el vagón. Pesa su voz, cada una de sus palabras; no las del joven: una palabra sustituye a la otra, al igual que es París pero podría haber sido cualquier otra ciudad. El hombre del libro sigue buscando las páginas de su vida.

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¿Estás casada? ¿Tienes hijos?

Abdou quiere saberlo todo: puede que haya hablado con su marido por teléfono, que sea el motivo de su mirada. El hombre del libro se fija en la bolsa de Abdou, también le gustaría saberlo todo; no podría ni siquiera imaginar que está llena de recuerdos que tienen que hacer regresar a su padre.

Sólo si recuerda volverá, le dijo su madre, mientras le llenaba la bolsa de objetos que ni siquiera han podido ayudar a Abdou en sus largas noches de hambre.

¿Y que pasará si no le encuentro?, se pregunta ahora Abdou.

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La obsesión de Rossetti SAIZARBITORIA, Ramon

Fragmento de la novela La obsesión de Rossetti. Traducción de F. Eguia Careaga. Publicado originalmente en euskara como Rossetti-ren obsesioa, Erein, 2001.

He vuelto a guardar el manuscrito en el sobre en el que ha llegado y me he quedado mirando por la ventana las olas grises y blancas que revientan contra un cielo casi negro. La visión de ese mar furioso y desolado bastaría para sentir la humedad mordiéndome los huesos, pero también el ambiente de la casa es desapacible y frío, debido a los días que ha estado deshabitada, y, por si fuera poco, no he logrado poner la calefacción en marcha. Pero, con todo, mi malestar nace de la convicción de que nunca más volveré a ver a Victoria.

«Ya nos veremos», ha dicho antes de irse. «Ya nos veremos», y, tras una breve pausa, ha añadido «algún día». No me ha dejado, pues, ningún resquicio de esperanza. Poco antes, he sido yo quien ha utilizado esa fórmula de despedida un poco estúpida: «Espero que volvamos a vernos». Y ella, en lugar de entenderlo como una pregunta y responder: «Cuando tú quieras» o «Llámame mañana» o, al menos, un indefinido «Cualquier día de éstos», que es lo que esperaba oír, ha repetido simplemente: «Ya nos veremos», y, todavía peor, añadiendo la coletilla «algún día». Eso sí, lo ha dicho con una voz muy dulce, lo que tampoco significa nada, porque Victoria no sabe hablar de otra manera, excepto para decir que Dante Gabriel Rossetti le parece un miserable.

Era evidente que pretendía eludir el compromiso de una cita o que, como mucho, dejaba en manos del azar la posibilidad de un encuentro. Por eso, cuando ha dicho lo de «Ya nos veremos... algún día», tampoco he sido capaz de responderle, como hubiera sido mi deseo, «Espero que sí» y «Podemos vemos mañana mismo si quieres». Y no lo he hecho por no ponerla inútilmente en un aprieto.

Sé que, si volviéramos a vemos algún día, podríamos tomar juntos un café o una cerveza y recordar nuestros paseos por Londres. Y, sinceramente, eso es casi lo peor: que ni tan siquiera parecía estar enfadada, herida u ofendida; es decir, que no le importo lo suficiente como para albergar hacia mí ningún resentimiento; la he defraudado, como otros muchos antes, supongo, y le ha dado, simplemente, pena.

Debo reconocer que, si bien el azar —digamos que la mala suerte— ha influido en el asunto, la responsabilidad de que nuestra incipiente pero hermosa relación se haya ido al traste es sobre todo mía. Ahora, demasiado tarde ya, cuando me consta que la he perdido para siempre, no tengo ninguna duda de que estoy loco por ella y sé que tampoco yo le era indiferente; de eso también estoy seguro. Es evidente que la tenía que haber hecho partícipe de mis sentimientos abiertamente: «Creo que estoy enamorado de ti, Victoria», debería haberle confesado, o «Estoy loco por ti, Victoria», con esas palabras; y ella, probablemente, me habría respondido que yo también le gustaba. No sé cómo lo habría expresado. «Yo también te quiero un poco», quizá, porque es una fórmula que las mujeres utilizan mucho para dar a entender que no les somos del todo indiferentes; y habríamos quedado en seguir viéndonos, y ahora, aunque estuviera mirando por la misma ventana, seguro que el mar de pizarra que arroja su ira de espuma contra un cielo plomizo me parecería un paisaje sublime, porque estaría citado con ella para cenar mañana, en un sitio agradable, en el Urepel probablemente, junto al río.

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Claro que, ahora, a la vista de los resultados, es fácil deducir que cualquier decisión hubiera sido preferible a la que tomé. Pero, entonces, tenía tal miedo de decepcionarla, de dar un paso en falso, que traté de buscar una fórmula segura para seducirla, algo más contundente, y, sobre todo, más original, que recurrir al previsible «Creo que te quiero».

De hecho, mientras paseábamos por Londres, más de una vez estuve tentado de pararme, interrumpir la conversación y decírselo: «Victoria, creo que te quiero», pero temía que aquella revelación la alejase de mí, que se sintiese ofendida porque malinterpretara su actitud hacia mí, que, sin duda alguna, era amistosa. Porque si algo molesta profundamente a las mujeres es que los hombres tratemos de ir más allá de la relación de simple amistad, cuando ellas desean mantenerla en ese plano. Se sienten traicionadas, defraudadas quizá, al ver que no sabemos interpretar su afecto o su simpatía hacia nosotros y, por lo general, actuando así, no hacemos sino poner en peligro la amistad de la que queríamos trascender.

Por eso, no quise expresarle mis sentimientos abiertamente, porque temía violentar la incipiente relación que había logrado establecer con ella, todavía débil y superficial, por tanto; aunque ahora, claro, pienso que si me hubiera atrevido a decirle algo como «Creo que te quiero», en el peor de los casos se lo habría tomado a broma; que, como mucho, habría dicho risueña: «Cómo eres, fantaseas» o «No digas tonterías, no me conoces lo suficiente, no sabes cómo soy» o quizá algo más filosófico, en plan «No me quieres, quieres quererme», o algo así.

Ahora, ya digo, visto el resultado, es evidente que cualquier decisión hubiera sido mejor que la que finalmente adopté. Aunque, claro, tampoco me faltaron razones para hacer lo que hice. En primer lugar, pensé que, para quien posee unas dotes mínimas, el recurso a la escritura ofrece una serie de ventajas frente a la comunicación oral: por escrito uno puede permitirse ser más audaz —quizá por eso, los escritores, en general, no suelen ser personas audaces, me parece a mí—, porque se elude la presencia física del interlocutor y, sobre todo, porque permite escudarse en la ambigüedad del ejercicio literario; llegado el caso, siempre cabe argüir que lo escrito es pura ficción. En mi situación, además, el recurso a la escritura estaba plenamente justificado, a la vista del resultado obtenido en alguna experiencia anterior, y, en particular, del éxito indiscutible que obtuve con Eugenia, unos años antes, valiéndome de un texto de muy pocas líneas.

Y, claro, tras aquella experiencia que en su día me pareció tan exitosa, era lógico pensar que el texto que tan eficaz había sido con Eugenia podía darme los mismos resultados con Victoria, habida cuenta, además, de que tienen muchas cosas en común: su nivel social es parecido, ambas poseen una buena cultura, son inteligentes y, sobre todo, aprecian la literatura.

Pero tenía un problema: había olvidado casi por completo el contenido de la nota en cuestión y, por eso precisamente, acabé obsesionándome con ella. Se me metió en la cabeza que aquel texto, y sólo aquél —ningún otro me servía—, podía permitirme acceder al afecto de Victoria y ésa fue la razón de que me empeñara en recuperarlo a toda costa. Eso fue, poco más o menos, lo que pasó.

En realidad, todo el mundo se obsesiona al tratar de recordar algo que, indefectiblemente, se tiene en la punta de la lengua. Yo, desde luego, me encuentro muy a menudo en esa situación, y más desde que empecé a escribir en ordenador, porque, en esas operaciones inevitables de cortar y pegar textos, se me pierden con cierta facilidad; supongo que es algo que les sucede a las personas que, como yo, han llegado tarde a la electrónica. Y, en esas ocasiones, me suele ocurrir que el texto perdido —aunque sólo sea una línea, una palabra, el simple encabezamiento de una carta— me parece irreemplazable y le dedico horas a la imposible tarea de recuperarlo. Me obceco con que únicamente las palabras que he perdido y en la disposición precisa que tenían en la frase pueden formular mi pensamiento y, mientras no las recupero, no acierto a escribir otra cosa. En definitiva, me paso horas y días en el intento inútil de extraer el texto perdido de la máquina, llamando a todos

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los amigos que saben algo de informática, porque creo que no seré capaz de volver a escribir con total fidelidad —puesto que ha de ser con total fidelidad— la palabra, la línea, el párrafo o lo que sea que haya perdido.

Claro que, en el caso de la nota que le escribí a Eugenia y que quería volver a utilizar con Victoria, la nostalgia por la palabra perdida estaba plenamente justificada. Por un lado porque, como ya he dicho, era evidente el impacto que causó en Eugenia. Nada más recibirla, su actitud hacia mí cambió de forma radical y se hizo, como mínimo, apasionada. Y, como es natural, ese recuerdo estimulaba mi deseo de recuperarla, máxime teniendo en cuenta que, como la escribí a mano, ni tan siquiera tenía el recurso de distraer mi obsesión sentándome ante el ordenador y buscando el texto en las entrañas del disco duro.

Sedano —un amigo psicoanalista de profesión, con el que he compartido algún proyecto literario— dice que lo mío es una neurosis obsesiva. Según él, la neurosis obsesiva no es una condición con la que se nace, pero se desarrolla en fases muy tempranas. No tengo conciencia de haber sido uno de esos lascivos precoces, tipo el hombre de las ratas de Freud, que se masturban a los cuatro años, pero de lo que no cabe duda es —y sé bien de lo que hablo— de que la neurosis obsesiva, si ése es mi mal, no mejora con los años.

Yo recuerdo que antes tenía poco apego a las cosas que escribía. Es posible que de joven se tienda a ser más generoso en todo, pero, en el terreno creativo, esa disposición destaca todavía más, debido, con toda probabilidad, a que uno se siente como una fuente inagotable de ideas, y, ciertamente, los poemas, sobre todo, te brotan del corazón a borbotones, y no tienes problemas para dedicárselos por docenas a todas las chicas que te gustan.

También es cierto que, en la juventud, los criterios de calidad que se exige uno no son muy estrictos y que se tiene menos pudor, o más alegría, para el plagio, lo que, obviamente, favorece la producción. Por lo que sea, la cuestión es que me resulta difícil imaginarme a mí mismo de joven obsesionado por la pérdida de un verso, porque, con toda seguridad, hubiera escrito otro, tan bueno o tan malo como el anterior, sin pensármelo dos veces, o me las hubiera arreglado echando mano de una antología —«He abierto una ventana al mar» es un verso que, en otro tiempo, utilizaba bastante como arranque— en fin, cualquier cosa antes que complicarme la vida inútilmente. Eso es lo que tenía que haber hecho Rossetti, pero se obsesionó con recuperar sus poemas, que al pobre le debían de parecer sublimes, y, en cierta forma, eso mismo fue lo que me pasó a mí.

Era algo que a Victoria no le cabía en la cabeza: esa mezquindad de los creadores, esa tendencia a magnificar su trabajo; «Preferirían que se derrumbase una catedral gótica a que se perdiese una línea de su obra», recuerdo que comentó alguna vez. Aunque, normalmente, su hablar era suave, muy dulce, el tono devenía amargo cuando decía que Rossetti le parecía un miserable. Se lo oí varias veces y, desde luego, aseguraría que no bromeaba.

Yo no he sido siempre así; mi obra —si es que puedo hablar de obra, porque, al margen de algún trabajo de encargo, no he publicado más que Adiós, desgracia, adiós, una novela de juventud cuyo título difícilmente puede ocultar las fuentes que la inspiraron—, mi actividad literaria, quiero decir, nunca me ha obsesionado, ni he ido por ahí, como otra gente, tomando nota de mis ideas en servilletas de papel pensando que eran maravillosas.

© Rossetti-ren obsesioa: Erein

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Tres cuentos SARRIONANDIA, Joseba

"DURANGO 1937"

(in Sarrionandia, J., "Durango 1937", in Ez gara geure baitakoak, ("No somos de nosotros mismos"), Elkar, 1989. Traducción del autor. Publicado en Pintxos, Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo, Madrid, 2005)Olvidemos la destrucción, el dolor, la tristeza.

No toquemos estos ladrillos quebrados, estas cenizas aún calientes, ni esta sangre pegajosa. No escuchemos los gemidos, no oigamos los insultos que resuenan bajo estos techos derrumbados, hagamos oídos sordos incluso a los partes de radio de los vencedores.

No sintamos este olor a azufre, no advirtamos las emanaciones de los cuerpos tiznados, ni siquiera las del perfume de esos botellines reventados. Hagamos como que no contemplamos esta ciudad de pilastras derribadas, ruinas todavía alumbradas por las llamas, hagamos como que no vemos esa mano de niño cercenada y sola.

No nos figuremos que nos arrastramos como limacos aplastados, no pensemos que nos descomponemos como víctimas de una plaga, que nos disipamos como herejes incinerados antaño.

No nos asustemos por indicios que provienen de este alrededor y del interior de nuestro propio cuerpo, el que hayas olvidado algunas palabras por ejemplo, o esa mano trunca y sola que baja por la escalera destrozada en busca de su madre, y tropieza con tu corazón y lo estruja con sus blancos dedos.

Desconozcamos toda esta destrucción, este dolor y esta tristeza. Abandonemos este aturdimiento e imaginemos que el mundo es apacible y hermoso; imaginemos que estamos vivos.

"LA ASAMBLEA"

(in Sarrionandia, J., "Biltzarra", in Han izanik hona naiz ("De allí mismo vengo"), 1992, Elkar. Traducción del autor)

Hicimos una asamblea. Teniendo en cuenta que el mundo va cada vez peor, que esta sociedad se sigue organizando sin criterios proporcionados de libertad y justicia, teniendo en cuenta que incluso el medio ambiente se va deteriorando progresivamente, teniendo en cuenta que nuestras esperanzas de una vida mejor se frustran nuevamente, y conscientes, así mismo, de que todos, sí, todos los seres humanos deberíamos tomar parte en la búsqueda de soluciones adecuadas a los problemas comunes, nos reunimos en una asamblea.

Durante la asamblea realizamos penetrantes análisis de la situación, mantuvimos enriquecedoras discusiones y llegamos a importantes acuerdos. En el momento en que ya estábamos repartiéndonos el trabajo, para pasar de las propuestas a los hechos, repentinamente llegó el loquero y, alegando

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que ya se acabó la media hora de recreo, nos está encerrando a cada uno en su celda.

"PELEA DE CARNEROS"

(in Sarrionandia, J., "Ahari topeka", in Ez gara geure baitakoak, ("No somos de nosotros mismos"), Elkar, 1989. Traducción del autor. Publicado en: Pintxos. Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo, Madrid, 2005)

En la plaza, cada uno de los carneros acumula toda su fuerza para envestir. Da unos pasos hacia atrás, bastantes pasos hacia atrás, y se lanza desmedido hacia adelante. El choque de los dos carneros es tremendo, las gotas de sangre salpican a la gente. El crujido del golpe se mezcla con los murmullos, las apuestas, el griterío.

Los carneros retroceden y, rodeados por toda esa gente que los anima con delirante entusiasmo, se lanzan de nuevo al choque. Ninguno se rinde, aturdidos por el golpe se quedan parados sólo durante un momento, inmediatamente retroceden para investir de nuevo. La plaza retiene el aliento, enardecida, mientras los carneros se lanzan al enésimo choque.

Súbitamente, dos espectadores se enfrentan. Muy similarmente a los carneros, retroceden y se lanzan el uno contra el otro frontalmente. En seguida se multiplican los apareamientos de espectadores enfrentados. Se impugnan, se contradicen, se amenazan y, después de haber ingerido un café doble y una copa de brandy, los más entusiastas se lanzan de cabeza. El topetazo es descomunal y, aturdidos, se tambalean por un momento. Recuperado la discernimiento, retroceden sin perder de vista al contrario.

Son cada vez más. Sin asomo de cobardía van hacía atrás para arrojarse de frente. A esta hora, ya todos participan en la pelea, agachan la cabeza y se abalanzan frontalmente contra alguien. Los topetazos consiguientes son espeluznantes. No deja de haber apuestas y gritos, mientras todo el mundo choca en la plaza.

Los carneros de verdad se detienen, pues ya nadie los rodea, ni les deja espacio, ni les carga da aliento. Entre cabezas reventadas, entre carreras cruzadas, entre jadeos y crujidos de materiales óseos, los carneros de verdad se van.

© Ez gara geure baitakoak: Elkar

© Han izanik hona naiz: Elkar

© Pintxos: Lengua de Trapo

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El cuaderno rojo Fragmento de la novela El cuaderno rojo, Ttarttalo, 2002. Traducción

de Iñaki Iñurrieta. Publicado originalmente como Koaderno gorria, Erein, 1998 URRETABIZKAIA, Arantxa

La marca una crucecita en el plano de Caracas, sobre el lugar I donde viven los niños. El barrio está hacia el sur, hacia el sudeste más exactamente, aunque el trayecto que ha debido recorrer hasta el hotel parecía darle a entender otra cosa.

Es tarde, hora de cenar, pero no tiene hambre. Se ha quitado los pantalones y sólo tiene puesta una camiseta. Se la quita también, después de comprobar si huele a sudor. En el armario, todavía están la blusa y la falda del primer día, nada más. Hace un amago de ir al baño pero al fin se tiende sobre la cama, tras comprobar que el cerrojo de la puerta está echado. Toma el cuaderno de la mesilla y, cuando lo coloca sobre su vientre desnudo, se da cuenta de que tiene húmeda la piel. Quita el cuaderno de allí y lo pone sobre las sábanas. Quisiera escribir, pero no tiene qué contar, como no sea que los niños han besado a su padre y que ha conseguido las señas. No le parece razón suficiente. Por un momento se le pasa por la cabeza que puede pedir ayuda en la dirección a la que envió la primera carta, estoy sola y lejos de casa, o algo por el estilo, pero ese pensamiento no cuaja. Se ha quedado allí, colgado del espeso aire de Caracas que parece hervir constantemente. Siempre ha sido habladora, o al menos eso le han dicho desde muy niña, y tendrían razón, pues en este momento ésa es precisamente su mayor necesidad, alguien con quien poder conversar.

Toma el cuaderno y empieza a leer de nuevo.

"Nos casamos el año que murió Franco, justo la semana siguiente. Vuestro padre quería vivir conmigo, quería formar una nueva familia, y se valió de vuestra abuela como excusa. Decía que la pobre no entendería que no nos casáramos; qué me importaba claudicar también en eso ante el Estado, casarse era como rellenar el impreso de solicitud del carnet de identidad. Bueno, a estas alturas sabéis de sobra cuán convincente puede llegar a ser vuestro padre, incluso cuando miente.

"Así pues, nos casamos a la semana de morir Franco, casi sin ceremonias. Yo tenía veintiocho años, y vuestro padre treinta. Nos fuimos a vivir a un barrio de San Sebastián, en una casa que yo tenía alquilada anteriormente. Vuestro padre era mecánico, yo profesora. Y hacía tiempo que ambos estábamos en la misma lucha contra la dictadura, por la libertad de nuestro pueblo.

"Fueron años felices, muy felices, y quizá me emborraché de aquel exceso de felicidad. Tenía prisa, ansia de vivir, como si cada día pudiera ser el último. Ahora me parece que más que vivir deprisa huía de algo, que temía la normalidad. Pero eso me lo parece ahora, cuando lo que deseo es precisamente una vida normal y corriente.

"El caso es que nos casamos y al mismo tiempo decidimos que era demasiado temprano para tener niños, que aquellos meses nos daban la oportunidad de cambiar la dirección de la historia, y eso era lo que tenía prioridad. No creáis, nuestras razones eran de peso, muy elaboradas, discutidas, no de esas que surgen del descuido o la dejadez.

"Pero al año de casarnos me quedé embarazada. Una mañana, camino del trabajo, me sentí mal. Pasarían un par de semanas antes de poder comprobar cuál era el origen de mi malestar, pero aquella mañana, en el baño, cuando mi cuerpo se esforzaba por arrojar incluso lo que no contenía, presentí que estaba embarazada. Eras tú, Miren, o la semilla de la semilla de lo que tú eres.

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"Hasta que el médico confirmó mis sospechas no comenté nada a vuestro padre. Pensé que no le gustaban las sorpresas y que me atribuiría la responsabilidad de lo ocurrido, que no recibiría la noticia con alegría. En aquella época vuestro padre lo planificaba todo, trataba de controlar la locura que nos rodeaba haciendo planes, y si bien aquellos proyectos no cuajaban la mayoría de las veces, nunca cejaba en su empeño. Para cuando un proyecto se frustraba ya había pensado en otro nuevo, sin rendirse nunca.

"Recuerdo cuándo y dónde le dije que estaba embarazada. Estábamos a la espera de una reunión, a las puertas del ayuntamiento de San Sebastián. Un viento que era anuncio del invierno nos empujó hacia los soportales. Y allí, ateridos de frío, me dijo que no tenía buena cara. Se lo solté de sopetón, mientras, con la mano derecha dentro del bolso, estrujaba el papel que certificaba mi embarazo. Vuestro padre, tan pronto como oyó lo que le dije, me abrazó. Lo cuidaremos entre los dos, dijo mientras ponía sus dos manos en mi cintura por debajo de la gabardina, y que también su madre nos ayudaría. Si los dichos son ciertos, añadió a continuación, será niña, por eso tienes tan mala cara, cariño.

"Después, abrieron las puertas y comenzó la reunión. Pronto seremos una verdadera familia, me dijo aquella noche, de vuelta a casa. Pasaron los días, las semanas, el vientre se me empezó a hinchar, pero nuestra vida no cambió en lo fundamental. El trabajo, las reuniones y a dormir; de nuevo el trabajo, las reuniones y a dormir; y muy de vez en cuando, alguna cena entre amigos.

"Aparte de aquellas primeras semanas, tú, Miren, no me diste ningún trabajo durante todo el embarazo. Cuando todavía nadie sospechaba que estaba encinta si yo no lo decía, se acabaron los mareos matinales y en adelante te adueñaste de mi cuerpo en completa paz; eras tú quien gobernabas mis pechos, mi cintura, mi vientre, incluso la misma cara. Te fuiste haciendo de un modo natural, no encuentro una palabra más apropiada. Como las hayas que hay ante mi ventana, que para crecer no necesitan más que tiempo.

"Durante aquellos meses seguimos, pues, con el ritmo de siempre, quizá con más brío que nunca. Éramos dos, eso lo tuve claro desde el principio, pero nos apoyábamos mutuamente. A veces, en medio de una reunión o en la escuela, sentía una patada, siempre en la parte de arriba, pero normalmente te movías cuando estaba echada, como si no quisieras estorbar. Allí estabas, Miren, confortablemente dentro de mí, y en algunos momentos hasta me olvidaba de que estaba embarazada.

"Aquel fue el verano de la Marcha por la Libertad, y el último día faltaban dos meses para que nacieras. He olvidado qué hacíamos exactamente cuando la policía cargó contra nosotros, pero veo a la gente corriendo como en una película en blanco y negro, rodeada de la niebla sucia de los botes de humo, huyendo en todas direcciones, y yo cuesta abajo, sola, en una colina yerma que no conocía, sosteniendo mi vientre con manos y brazos, pero sin miedo, puedo decirlo, sin ningún miedo. Cuando el humo empezó a deshacerse me encontré con vuestro padre, y todavía no he olvidado aquel abrazo. Empezaste a patalear y llevé la mano de vuestro padre a mi vientre. Ya éramos tres.

"Las chicas dos, los chicos uno, dijo el médico cuando saliste de mi vientre, larga y fuerte, más de tres kilos y medio, sin nada de pelo. Hasta tu primer llanto fue elegante desde el primer instante. Tus ojos fueron azules desde el principio, y el pelo te creció castaño al poco tiempo.

L cierra el cuaderno, como si hubiera satisfecho su curiosidad. Estoy en tus manos, le había dicho la Madre, que decidiera ella si leía el cuaderno o no.

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Antes de dormirse piensa que es tal vez debido a que han pasado tantos años desde que perdió a los niños que la madre haya equivocado la medida, que resulta excesivo, obsesivo, el amor que rezuma el cuaderno. Pero la idea no durará mucho tiempo. Inmediatamente se dirá a sí misma que ella no es juez, sino abogado de la Madre. Una persona cabal, recuerda, y al instante una voz cálida de hombre le dice que qué es eso de irse de vacaciones sola, a saber en qué lío te has metido. No le dijo a dónde ni a qué iba, por supuesto, pero por debajo de la ironía sintió tranquilidad, como si el hombre la protegiera. Imagina que de alguna manera le envía un mensaje, estoy en peligro en Caracas, por ejemplo, y que el hombre viene en su ayuda como Supermán.

Al día siguiente no se siente a gusto, si bien antes de abrir los ojos recuerda dónde está y cuál es su cometido. Los vestigios de una pesadilla que no consigue recordar no desaparecen cuando repasa el plan del día, por lo que se viste con la ropa del viaje y, sin desayunar, coge el coche, con el plano doblado sobre el asiento de al lado.

Son las diez de la mañana cuando aparece ante sus ojos la casa en la que viven los niños. Entra en el portal con la carpeta negra en las manos, y no ve ningún vigilante. Sin toparse con nadie, toma el ascensor tras cerciorarse del piso en el buzón. Octavo B. Tan pronto como se ve en el espejo, se le ocurre que debiera disfrazarse un poquito y, sin dudarlo, saca una goma negra del bolso. Para cuando llega al séptimo se harecogido el pelo completamente estirado en el cogote.

Tan pronto como sale del ascensor ve la puerta a su derecha, y al dar dos pasos en esa dirección oye ladrar al perro de los niños. La puerta del B está abierta, y en lugar de madera ve una reja metálica, desde la que le ladra un ratonero. Se le ocurre que quizá la casa está vacía, pero no, al otro lado de la reja distingue a la mujer que el día pasado conducía la vieja furgoneta, con el niño en brazos.

La mujer lleva el pelo despeinado, con el pañuelo que sujeta el moño medio suelto sobre la espalda, y se ha asustado al ver a L ante la puerta. 1 le dice que viene del ayuntamiento a hacerle unas preguntas, y ella le contesta que vuelva por la tarde, que su marido está trabajando y ella no puede contestar. Que vuelva por la tarde. El perro ha dejado de ladrar y el niño quiere bajar al suelo, pero la mujer no lo suelta. Vuelva por la tarde, repite, y 1 dibuja una son- risa que aun siendo falsa puede resultar creíble. Tras ese gesto le explica a la mujer que las preguntas son muy sencillas, que el objeto de la encuesta es conocer las necesidades del distrito. La mujer no le cierra la puerta, pero antes de contestar entorna los ojos de por sí pequeños hasta convertirlos en dos ranuras negras. La mujer le contesta que tiene tres hijos, la mayor de trece años, el de en medio de diez y el pequeño de casi dos. Sí, ella es nacida en Caracas y sus hijos también. Cuando le pregunta por su marido la mujer se asusta de nuevo, y vuelve a la cantinela del principio, mejor que hablara con él. Después, pone la mano en la puerta que permanece abierta y, disculpándose, le dice que va a cerrar.

L apenas tiene tiempo de darle las gracias, y le contesta alzando la voz que volverá por la tarde. Después, sin esperar al ascensor, comienza a bajar las escaleras, contagiada por el miedo de la mujer. Menos mal que no le ha pedido que se identifique como empleada municipal. Se tranquiliza cuando se encuentra de nuevo dentro del coche y, camino del hotel, piensa que quizá la Madre tenga razón, quizá le robaron realmente sus niños, y se sorprende de la duda que se manifiesta en ese pensamiento. Se sorprende primero, y luego se avergüenza. Y la vergüenza permanece durante horas, como adherida a su ánimo. Todavía sigue allí cuando, tras comer arroz en el chino, toma la dirección de la escuela. No es poco lo que ha conseguido, pero no lo ha planeado bien, y se ha arriesgado demasiado. Ahora la mujer la conoce y sabe que no es natural de allí, que habla como su marido, aunque lo del ayuntamiento se lo haya creído.

© El cuaderno rojo: Trátalo © Koaderno gorria: Erein

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Agur, Euzkadi ZABALA, Juan Luis

Al atardecer

-¡La Ertzaintza! -Lauaxeta sintió surgir el grito desde lo más profundo de su ser, al contemplar sorprendido la rotulación del vehículo que se acercaba al banco en el que él se hallaba sentado.

Nadie llegó a oír aquel grito. Lauaxeta miró a su alrededor y, en un ejercicio de autocontrol, guardó para sí los comentarios que aquella primera sorpresa le habían provocado: "¡El coche lleva pintada la palabra Ertzaintza, el nombre que nosotros pensamos para la policía vasca! ¡Incluso la matrícula es de la Ertzaintza, de nuestra policía! ¡Los nuestros, la Ertzaintza patrullando la calle! ¿Será que al final ganamos la guerra y ahora Euzkadi es libre?"

Aunque no pronunció palabra, Lauaxeta continuó examinando atentamente el vehículo, por lo que el chofer le dirigió una recelosa mirada al pasar frente a él.

El rótulo que lucía el coche de policía lo sorprendió más que su repentina e inesperada resurrección. Lauaxeta había muerto en 1937, recordaba al detalle el fusilamiento en el cementerio de Gasteiz, y ahora surgía repentinamente de la nada, una fuerza oculta lo había arrancado súbitamente de las tinieblas de la muerte para traerlo a la luz de la vida Acababa de resucitar sentado en el banco de una plaza, vestido con un elegante traje de antes de la guerra, con corbata y gafas, pero sin rastro de la barba que cubría su rostro cuando lo fusilaron; y no sabía dónde ni cuándo había resucitado, en qué ciudad ni en qué año, no sabía hasta cuándo y, sobre todo, no sabía para qué.

En el fondo, todo aquello no le interesaba demasiado, lo que realmente preocupaba al recién resucitado Lauaxeta era la naturaleza del mundo que acababa de aparecer ante sus ojos, no su destino personal. A fin de cuentas, tenía perfectamente asumido que estaba muerto y, en aquel momento, tampoco sentía grandes preocupaciones religiosas. De hecho, después de muerto no había tenido ninguna prueba de la existencia de Dios y había pasado aquel lapso indefinido de tiempo sumido en una nada vacía y oscura; pero no necesitaba ninguna prueba para conservar, ahora que había resucitado, las mismas creencias que tan fervientemente mantuvo mientras estuvo en vida.

Cuando el coche de la Ertzaintza desapareció de su campo de visión, miró a su alrededor: grandes edificios, tiendas, bares, gente que se movía de un lado a otro, coches sobre el asfalto? El extraño aspecto de los automóviles hizo pensar a Lauaxeta que tal vez se encontrara en el siglo XXI; el entorno, por su parte, le hacía recordar Gernika, aunque no sabía exactamente por qué. En ello pensaba cuando leyó "Limpiezas Gernika, S.L." en el lateral de una furgoneta blanca que pasó frente a él. Si se encontraba en Gernika, debían haber pasado muchos años desde el bombardeo que destruyó la villa.

Se levantó del banco y se fue andando en la misma dirección por la que había desaparecido el coche de policía. Bruscamente, se topó con un cartel que decía "Ertzaintza". "Gernika-Lumo. Don Tello Kalea", rezaba la placa colocada en uno de los edificios del otro lado de la carretera, y algo más adelante reconoció el palacio Arriaga, uno de los pocos edificios de la villa que sobrevivió al bombardeo. Se hallaba ante la comisaría de la Ertzaintza de Gernika, cerca, por tanto, del lugar en el que lo arrestaron los fascistas. Lauaxeta recordó que en el momento en que sus captores le

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colocaron las esposas, las manos, pálidas, le temblaban como hojas, recordó que no pudo hacer nada para ocultar aquella vergonzosa muestra de miedo.

La detención se produjo tres días después del bombardeo, el 29 de abril de 1937. Gernika estaba totalmente destruida, pero la iglesia de Santa María y la Casa de Juntas se mantuvieron en pie. ¿Permanecerían aún así? ¿Continuaría aún firme y erguido el árbol de Gernika? Lauaxeta sabía ya dónde estaba, sabía a dónde dirigirse; la iglesia de Santa María apareció rápidamente ante sus ojos y pronto llegó hasta la entrada de la Casa de Juntas. Le extrañó no encontrar vigilantes en la puerta, sin embargo, al entrar, pudo ver que dentro de una garita había un hombre sentado en una silla; seguramente sería un ertzaina, pues vestía el mismo uniforme que los policías que acaba de ver dentro del coche, jersey y boina rojos.

A pesar de haber leído frases escritas en euskara tanto en el coche de la Ertzaintza como en las placas de las calles, dudó en qué idioma dirigirse al policía. "Venga, no seas cobarde", se dijo a sí mismo. "No te van a fusilar ahora por hablar en euskara. Sería un sinsentido haber resucitado para eso".

-Buenos días nos dé Dios, señor ertzaina -dijo Lauaxeta en euskara.

-Igualmente -respondió el policía desde la garita, desconcertado por la solemnidad de aquel extraño personaje encorbatado y con aire de despiste que tenía ante él.

-Quisiera saber... esto... ¿Sería posible...?

-Pase, hombre, pase tranquilo. La entrada es libre.

-Muchas gracias, señor ertzaina, muchas gracias...

El tronco reseco del llamado Árbol Viejo estaba expuesto en el jardín exterior, pero Lauaxeta no se detuvo a contemplarlo y, empujado por la curiosidad siguió hacia el interior. Tras cruzar, nervioso y azorado, la Sala de Juntas, apareció ante sus ojos el Árbol de Gernika, el roble vivo plantado en 1860, y ante él se detuvo un instante, emocionado.

Comprobar que el roble se mantenía (usando las palabras del juramento del lehendakari Agirre) "en pie sobre la tierra vasca", sin embargo, no aclaró la doble pregunta que rondaba su mente desde el mismo momento en que resucitó y vio el coche de la Ertzaintza: ¿Será que al final ganamos la guerra y ahora Euzkadi es libre?". Buscando una respuesta a esa cuestión, se alejó del árbol y se dedicó a examinar los alrededores, caminando entre los turistas y visitantes que de tanto en tanto disparaban sus cámaras fotográficas. La posibilidad de hablar con alguien despertaba en él miedo y vergüenza, por lo que, nervioso, se sumergió en la lectura de los paneles informativos colocados en la llamada Sala de la Vidriera.

En uno de ellos encontró la respuesta a parte de su pregunta. "Euskaldunen Herria / El País de los vascos" señalaba la cabecera del cartel. Los textos podían leerse, al igual que el título, en euskara y castellano. Lauaxeta leyó el texto en euskara: "Euskadi o Euskal Herria es el País de los Vascos. Un pueblo de raíces ancestrales con una cultura propia y un idioma propio, el euskara. Son siete territorios que actualmente están ubicados en tres unidades político-administrativas: La Comunidad Autónoma Vasca y la Comunidad Autonómica de Navarra se encuentran en el Estado Español; y la tercera, conocida como Iparralde, en el Departamento de los Pirineos Atlánticos del Estado Francés". En el apartado relativo al Parlamento Vasco el panel explicaba: "La Comunidad Autónoma Vasca cuenta con un Parlamento propio compuesto por un número igual de representantes de cada Territorio Histórico (25). De entre sus miembros es elegido el Lehendakari,

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quien preside el Gobierno Vasco que actúa en las competencias que le asigna el Estatuto de Autonomía de Gernika. Ambas instituciones -Parlamento y Gobierno vasco- tienen su sede oficial en Vitoria".

En la Casa de Juntas no encontró ningún panel sobre la guerra que se desencadenó en julio de 1936, por lo que no podía saber cómo había acabado, pero, teniendo en cuenta lo visto durante la hora que llevaba allí, dedujo que la guerra la habían ganado sus compañeros y supuso que las fuerzas republicanas habían sabido finalmente hacer frente al ataque fascista. En caso contrario, difícilmente podría concebirse que tres de los territorios de Euzkadi fueran autónomos, que hubiera un Parlamento Vasco, un Gobierno Vasco, un Lehendakari... ¡Y ertzainas!

Hubiera deseado una confirmación más categórica, pero al pasar ante el ertzaina de la garita de la entrada no se atrevió a preguntar, e imitando al resto de visitantes, salió de la Casa de Juntas sin saludarle.

***

Por la época en que resucitó Lauaxeta yo acababa de separarme de mi mujer y estaba sumido en el abatimiento. Sin Sorkunde, no era sino un viejo solitario de 40 años; estaba "crepuscular", como diría Lauaxeta; tenía "el corazón acribillado de nubes", como diría Iñigo Aranbarri.

Para entonces, la idea de dejar el trabajo me rondaba ya la cabeza. Llevaba mucho tiempo como redactor de cultura de Euskaldunon Egunkaria, exactamente desde que se creó el periódico, y para entonces había perdido ya los alicientes y el interés de los inicios. Los artistas, escritores, músicos, actores, directores de cine y teatro, bertsolaris, bailarines etc. con los que tenía que tratar diariamente me tenían asqueado, hasta las mismísimas narices. La mayoría se sentía el ombligo del mundo y consideraba su obra un importante e indispensable monumento de la historia de la humanidad; los más humildes, por su parte, no eran sino pobres desgraciados o, de lo contrario, ambiciosos hipócritas dignos de compasión. Al menos así los veía yo, así me hacía verlos la rutina de tantos años. Quien no ha pasado por ello, no sabe realmente lo que es: un día tras otro, un año tras año, decenas, cientos, miles de libros y revistas, de pinturas, esculturas, instalaciones y performances, de canciones, discos y sinfonías, de actores, payasos y marionetas, de aurreskularis, bailarines y coreógrafos, de coplas y bertsos, de concursos literarios y campeonatos de bertsos, de antologías, nombramientos y homenajes, de funerales y aniversarios... Y todo eso, ¿para qué? ¡Para acabar con el último resquicio de interés o afición que pudiera quedarle a nadie! Al final, si he de ser sincero, lo único que verdaderamente despertaba mi curiosidad y mi interés - o mejor dicho, mi morbo- eran las polémicas y disputas más aceradas, pero la mayoría acababa también por repetirse cíclicamente, siguiendo siempre el mismo patrón, por lo que llegaban a resultar previsibles y aburridas.

Además, en aquella época, tampoco tenía otras ilusiones fuera del trabajo, razón por la que continuaba atado a aquel cotidiano y trivial quehacer. Nací en Aizarnazabal, el más ignoto de los municipios del valle del Urola, pero me fui bastante joven a vivir a Tolosa al casarme con Sorkunde; sin embargo, cuando ella me dejó, alquilé un pequeño piso en Andoain, cerca del trabajo, en la misma calle en la que nació Martin Ugalde, escritor y Presidente de Honor de Euskaldunon Egunkaria: Kaleberri. Por aquel entonces, al volver a casa del trabajo lo primero que hacía todos los días era encender el televisor dispuesto a tragarme el más insulso de los concursos o el más aburrido de los partidos de fútbol. Solía comer un trozo de pizza, o un bocadillo que compraba en el bar de abajo, y en ocasiones, más que comer lo mordisqueaba, sin llegar a acabarlo, acompañado de una botella de vino. Después me sumergía en el sofá casi hasta hundirme y no me levantaba de allí hasta vaciar la botella.

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Sin duda ninguna, mi situación podía verse reflejada en aquellos bertsos de Manuel Lasarte: "A un casero solterón y bebedor a petición de su vecino". Con la concisión que exigen los bertsos improvisados, Lasarte retrataba a un despreocupado cuarentón incapaz de sentar cabeza. Un hombre dado a la bebida, afición que, según el autor, le venía de joven. Mi caso no era el de un bebedor empedernido como el de la copla, pero, por lo demás, las diferencias eran escasas.

Aun así, los días de fiesta me gustaba ir al monte. De hecho, era la única actividad sensata a la que me dedicaba por aquel entonces.

***

Eran las once y media en el reloj de la iglesia de Santa María. Mientras recorría las calles de la villa, Lauaxeta tenía que hacer un gran esfuerzo para aceptar que se encontraba en Gernika. Lo que más lo intimidaba era caminar por entre aquellos edificios con aspecto de colmenas, pero también la velocidad de los coches le dio algún que otro susto.

Al poco tiempo, la curiosidad lo hizo detenerse frente a una librería con el escaparate repleto de periódicos y revistas. Su mirada se detuvo en primer lugar en la cubierta de una ellas: la fotografía en colores de una rubia con el pecho desnudo ocupaba por completo la llamativa y turbadora portada. Cuando consiguió calmar un poco la agitación interior que le produjo la intensa visión, pasó a la lectura de los titulares de prensa. Saltaba de uno a otro de forma atolondrada, pues el nerviosismo no le permitía ni siquiera acabar las frases de los titulares principales. En medio de aquel revoltijo se fijó de repente en un periódico algo más delgado que los demás y con gran sorpresa comprobó que toda la primera plana ¡estaba escrita en euskara! Y... ¡caramba! ¡Era su fotografía la que aparecía en el extremo superior derecho de la página! "Hoy se cumplen 60 años del fusilamiento de Estepan Urkiaga 'Lauaxeta'", explicaba el titular junto a la imagen. "El poeta y periodista vizcaíno fue fusilado en Gasteiz, tras su detención en Gernika", podía leerse un poco más abajo, en letra más pequeña. Euskaldunon Egunkaria dedicaba a Lauaxeta, es decir, a él, un amplio reportaje de cinco páginas que comenzaba en la 23 y acababa en la 27. Estaban a 25 de junio de 1997. Hacía 60 años que lo fusilaron. Ahora ya lo sabía.

Pasó fuera un largo rato y cuando, dominadas la agitación, el nerviosismo y la inquietud, consideró que estaba en condiciones de hablar, se decidió finalmente a entrar en el local.

-Señorita, por favor, déme un ejemplar de Euskaldunon Egunkaria- pidió con voz tímida a la vendedora.

-Son ciento veinticinco pesetas -dijo la muchacha, al tiempo que le tendía un ejemplar del diario.

"¡Qué barbaridad, veinticinco duros!", se apuró Lauaxeta, aunque no dijo nada. ¿De dónde iba a sacar aquella fortuna? Hasta entonces ni siquiera había reparado en tal nimiedad, pero sin dinero iba a pasar más de un apuro. Metió las manos en los bolsillos y se dio cuenta de que en el derecho tenía algunas monedas y un montón de billetes. "Gracias, Dios mío, gracias."

© Zabala, Juan Luis. Agur, Euzkadi, Susa, 2000.

© Traducción: Bego Montorio

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Bibliografia ZALDUA, Iban

«Bibliografía». In Olaziregi, M.J. (ed.), 2005, Pintxos. Nuevos cuentos vascos, Lengua de Trapo, Madrid. Traducción del autor. Publicado originalmente en euskara como: «Bibliografia», in Gezurrak, gezurrak, gezurrak, Erein, 2000.

El presunto terrorista detenido antes de ayer está en medio de la habitación, sentado en una silla incómoda, atado de pies y manos. Empapado en sudor frío. Alza la vista y se atreve a mirar hacia donde está el policía que le ha torturado apenas hace una hora. El policía lleva la cara cubierta con un pasamontañas, y está leyendo un libro. No parece haberse dado cuenta de que el preso se ha despertado, y ni siquiera se ha movido. El presunto terrorista se ha quedado helado al reconocer el libro que el policía tiene entre sus manos: la misma cubierta color gris perla, la misma ilustración, el mismo título, el mismo autor. El presunto terrorista también ha leído esa novela no hace mucho. No entiende cómo puede estar en manos de su torturador. Recuerda que la leyó con la misma pasión que cree percibir en el policía. Que casi no hizo caso a lo que ocurría a su alrededor. Que no quería que el libro se acabara.

Al policía 76635-Q le dejó la novela su novio, hace una semana. No tiene mucho tiempo para leerla, pero le está gustando mucho. Decidió dejarla en el trabajo, para poder leer unas páginas en momentos de descanso como éste. Sus compañeros se ríen de él cuando ven que saca el libro del cajón de la mesa, pues no le conocían tal afición. A 76635-Q le da lo mismo. Esta novela es especial. No tiene ganas de que acabe. Es la primera vez que le sucede algo así.

A.J.C., el novio del policía, lee bastante más que 76635-Q. Tiene un trabajo más tranquilo (es funcionario de prisiones), y muchas horas en las que apenas tiene nada que hacer. Le gustaría que la afición prendiera en 76635-Q, porque le encanta hablar de libros (y también de películas), pero hasta ahora no ha tenido mucha suerte. De hecho, no sabía si iba a acertar o no con el libro, y todavía no lo sabe, ya que desde que se lo pasó no han estado juntos. Se pondrá muy contento cuando se encuentre con el policía, mañana o pasado, porque lo primero que escuchará de sus labios será lo mucho que le está gustando la novela. La consiguió en un registro que hicieron en el Cuarto Módulo, en una de las celdas que dejaron patas arriba. A.J.C. no se acuerda del nombre y de la cara del preso que estaba en aquella celda, ni de si le encontraron algo o no. Sólo que vio aquella novela en el estante y que, como conocía al autor, decidió llevársela. No se arrepiente: es, sin duda, la mejor obra de ese autor.

El preso de aquella celda, Pedro, se acuerda muy bien, sin embargo, de aquel registro, y también de otros muchos que ha sufrido anteriormente. Lo cierto es que lo del libro no le importó tanto, ya que nunca logró terminarlo, pero entre sus páginas guardaba unas fotos de su novia, y le da rabia haberlas perdido; eran unas fotos muy bonitas, de ellos dos en Benidorm y en Alicante, y del mar. Además, en aquel registro le destrozaron su televisor portátil.

Aquella novia que aparecía sonriente en las fotografías de Pedro no aceptaría ahora dicho título: como mucho, admitiría ser la ex novia de Pedro. Sara Fuentes odia aquellos meses en los que compartió piso con Pedro; también odia a Pedro, o lo odiaba, ya no está segura: ha pasado mucho tiempo. Ahora vive, de nuevo, en casa de sus padres, y trabaja en una floristería, a media jornada. Ya no se inyecta heroína y ha dejado de cometer pequeños robos para procurársela. Sara ha olvidado por completo aquel libro que se dejó cuando huyó de Pedro, lo mismo que otras muchas cosas que abandonó en aquella casa. Lo había robado en la Biblioteca Municipal y de eso

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precisamente acaba de darse cuenta el policía 76635-Q al ver el sello de la Biblioteca en la esquina inferior derecha de la página 111 (luego comprobará que el mismo sello vuelve a aparecer en las páginas 211 y 311). Sara intentó vender el libro durante un par de domingos en el mercadillo de la plaza nueva, pero no tuvo suerte. Le quitaron de las manos, sin embargo, los de Michael Crichton y Vázquez Figueroa que había robado en el Corte Inglés.

Cuando el libro llegó a la biblioteca, Alicia Fernández de Larrea lo fichó y le estampó el sello en las páginas 111, 211 y 311; también en la primera, pero Sara arrancó ésta antes de llevarlo a vender. Al fichar el libro, Alicia decidió que lo leería, porque había podido hojear el comienzo, y le había gustado. Pero no tuvo tiempo de llevar a término aquella decisión. Una tarde en que volvía en coche a su casa, hicieron explotar una bomba contra un Patrol de la Guardia Civil que venía detrás de ella. Los guardias civiles salieron bien parados de aquella, pero Alicia quedó gravemente herida y murió en el hospital cinco horas más tarde.

La participación en aquel atentado es uno de los delitos que quieren hacer confesar al presunto terrorista que, sentado en una silla incómoda, atado de pies y manos, está empapado en un sudor frío. El presunto terrorista, sin embargo, ha olvidado todas las preguntas que le hacen sin cesar, y sólo se acuerda del libro que lee el policía. Aquella novela que tanto le gustó. Esbozando algo semejante a una sonrisa, recuerda que decidió comprarla porque el apellido del autor y el suyo eran el mismo. Y porque iba a tener que pasar una mañana entera junto al escaparate de aquella cafetería. Un remedio contra el aburrimiento.

Está pensando en estas cosas, cuando el policía 76635-Q cierra el libro y, desganado, hace el gesto de levantarse.

© Pintxos: Lengua de Trapo

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Atlas sentimental ZUBIZARRETA, Patxi

Quien viaje a África a pasar allí una semana,escribirá un libro;

quien vaya para quedarse un mes,escribirá un artículo;

pero quien se quede un añono escribirá nada.

25 de marzo

(17:15)

Al fin se han ido: mis padres, Hassán, Alí y la mula ya van monte arriba, y yo he tenido que quedarme solo en esta aldea, en Imi Oughlad, lleno de nostalgia, sin otro quehacer que irlos siguiendo con la mirada en este triste atardecer. Adiós...

(22:20)

Me siento igual que un reloj de sol en un día nublado, o como si me hubiera puesto las zapatillas en el pie contrario, o como un árabe desprovisto de su tetera...

Hace cinco horas que se han marchado mis padres; unas cuatro que ha oscurecido y he cenado. Hasta hace un rato me he entretenido leyendo el libro Un puñado de estrellas de Rafik Schami. De alguna forma el tiempo se me ha hecho más corto y no me he sentido tan solo. Pero ahora me puede la ansiedad, estoy nervioso y se me ha hecho un nudo en el estómago.

Y precisamente para ahuyentar la soledad y para que el tiempo se me pase más rápido, he empezado a emborronar este diario con textos y dibujos. Por eso y, ¡maldita sea!, para olvidar que me estoy meando, porque en estas aldeas de la montaña de Marruecos no existen los váteres...

Sin embargo, eso no es lo peor. Además de no haber baño, a primera vista estos puebluchos dan la impresión de haber sido bombardeados. Hassán, nuestro guía, no hacía una descripción tan dramática: "Parecen cáscaras de nuez pisoteadas por un burro". Y en parte tiene razón: las casas, en lugar de tejado, tienen una terraza; son del mismo color café con leche que la tierra, con el blanco del borde de las ventanas como único toque de color; están pegadas unas a otras y unidas por senderos embarrados, estrechos y oscuros, porque ni siquiera les llega la luz eléctrica.

Pero todo depende de los ojos con que se mire. Mi madre decía que este paisaje le recordaba a un postre: requesón con miel y nueces. El requesón, por la nieve de las cumbres del Alto Atlas; la miel, por el color de esta tierra abrupta; y las nueces, por la gran cantidad de nogales que rodean las aldeas.

Yo sigo en mis trece: a mí me parecen pueblos bombardeados o, si las ventanas fueran el hueco de los ojos, un montón de cráneos apilados. Y la verdad, más que a un postre, en todo caso me recordarían a un primer plato: las lentejas.

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Pero ahora no me importa que no haya calles o electricidad, ahora poco me importa que no haya avenidas, cines o cafeterías: ahora necesito un váter y lo necesito ya. Eso es lo único que me importa ahora.

Hassán decía que la montaña es el baño público más grande, y que podíamos desahogarnos donde nos viniera en gana, pero yo, con este esguince en el tobillo, no puedo salir en medio de la oscuridad y no sé qué hacer. ¡Maldita la gracia! Lo único que sé es que tengo la vejiga a punto de reventar y que, para olvidarme de ello, tengo que seguir escribiendo y dibujando.

(22:55)

Son muchos los motivos que nos pueden llevar a hacer un viaje, pero en estos momentos maldigo una y mil veces las razones que nos trajeron hasta aquí, porque yo no quiero estar solo en esta casa, yo debería estar en Iruña con Unai, Uxue y los demás.

Para buscar los motivos de este viaje tengo que dar un salto atrás en el tiempo, un salto de cinco meses. Todo empezó en un instituto, cuando a una profesora que se dirigía a fotocopiar su examen de Historia se le acercó la secretaria del centro y le dijo que pasara urgentemente por el despacho del director.

-Mira... -empezó a decirle con el ceño fruncido-, te han llamado por teléfono y, verás, tu madre...

Aquella mujer se acercó a la ventana y permaneció allí durante un rato con los ojos llenos de lágrimas, intentando asimilar la noticia que le habían insinuado: su madre siempre había estado delicada del corazón, pero de ahí a morirse de un día para otro...

Como pudo, intentó reponerse e hizo una llamada, pero como en casa de su madre no cogían el teléfono, el director le dijo:

-Vete tranquila, ya nos ocupamos nosotros de tus clases. El examen lo puedes hacer otro día, ahora eso es lo de menos.

Salió de Iruña pisando fuerte el acelerador. En la autopista, sus únicos pensamientos eran su madre, la muerte implacable, la sorpresa, el funeral... Su inquietud aumentaba a medida que se acercaba a Tafalla.

Por fin, ya en la casa, subió las escaleras tensa y asustada. Respiró hondo frente a la puerta y llamó al timbre. Insistió varias veces hasta que le abrieron. Tras la puerta fue a aparecer la que creía muerta: ni más ni menos que su madre.

-¡Jesús, qué sorpresa, hija! ¿Qué haces aquí? ¿Hoy también de fiesta? -le dijo mientras la abrazaba.

Pero a ella le fallaron las fuerzas y se desplomó inconsciente. Y, paradojas de la vida, tuvo que ser su madre la que llamó a urgencias. Aunque en principio no fue nada grave, la profesora quedó muy afectada, sobre todo cuando supo que todo había sido obra de un alumno suyo que llamó al instituto con el fin de boicotear el examen. Aunque en principio no fue nada grave, el psicólogo le dio la baja y le recetó unas pastillas (Tranxilium) capaces de calmar a un elefante.

-Te sientes como un asno en una carrera de caballos, al que le resulta imposible llegar a la meta -concluyó el psicólogo-. Es normal, pero ahora tienes que procurar dejar de lado la carrera. Ahora te conviene relajarte: tranquilízate y olvídate de los alumnos por una temporada?

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Si yo conozco toda esta historia, no es porque sea el alumno que hizo la llamada, ni tampoco porque esté en su clase; lo sé porque aquella profesora es mi madre, así como también sé que esta tarde ella ha salido hacia el Toubkal junto con mi padre, Hassán y Alí, y que yo me he tenido que quedar aquí más solo que la una.

Después del día de la llamada, ama estuvo totalmente deprimida e incapaz de salir de su bache, exactamente igual que yo ahora. Antes, ella hablaba mucho del instituto, pero a partir de aquello se convirtió en un tema tabú. Mi padre me pedía que no sacara el tema delante de ella y, aunque nosotros nos esforzábamos en hablar de otras cosas, aunque contábamos los mejores chistes que sabíamos para hacerle reír, no había manera. Ni el Tranxilium ni nosotros conseguíamos nada.

Un día, mi padre subió del buzón la hoja de propaganda de una agencia de viajes. Era de Natura, de Barañain, y ofrecía: «MARRUECOS-ALTO ATLAS. Conoce a pie los parajes más bellos de la Tierra. Además, si el tiempo acompaña, tendrás ocasión de ascender al Toubkal (4.167 m)». Aita estaba tan entusiasmado, y yo también me animé tanto con el viaje, que al final conseguimos convencerla y decidimos venirnos a Marruecos.

(23:30)

En las carreras ciclistas, detrás de los corredores, el coche escoba va recogiendo a los que se han retirado. Y yo ahora me siento como uno de ellos, como un ciclista que se ha retirado, o como uno que, tras una caída, llevan herido al hospital?

No hay derecho. ¡Maldita sea! Dedicamos un montón de tiempo a los preparativos para el viaje: que si conseguir mapas, que si leer las guías, que si hablar con Koldo, el de la agencia, que si tomar la vacuna antitetánica, que si preparar el material de montaña, que si sacar el pasaporte?

Por fin, aprovechando las vacaciones de Semana Santa, el 21 de marzo cogimos el autobús Iruña-Madrid, de allí volamos a Marrakesh haciendo una escala de siete horas en Casablanca, llegamos a estas tierras del Alto Atlas en taxi y en camioneta, durante algunos días «hemos recorrido a pie los más bellos parajes de la Tierra», y ahora, cuando nos faltaba tan poco para subir al Toubkal (4.167 m), cuando menos lo esperaba, ¡mierda!, me he torcido el tobillo justo al cruzar un riachuelo que apenas se veía, ¡mierda y mierda! He apoyado el pie en una piedra suelta (7 cm), y el tobillo me ha hecho ¡crac!

Si el maldito accidente hubiese sido a la vuelta del Toubkal, pase. Pero no, tenía que ser ahora? Lo peor de todo es que cuando vuelva a clase no podré enseñarles a mis amigos las fotos de la cumbre. Bueno, tendré que inventarme algo. Ya lo sé: les diré que, a la subida, nos pilló una tormenta terrible y, para disimular lo del tobillo, les contaré que, a la vuelta, me caí por un precipicio o, mejor, que me enterró un alud. Ya se me ocurrirá algo. Lo que sea con tal de que no se enteren de que soy un torpe de solemnidad...

Esta mañana, después de torcerme el tobillo, mis padres estaban dispuestos a suspender la ascensión. Pero yo no lo podía permitir. Y aunque me ha costado lo mío, al final los he convencido y han decidido seguir adelante. Además, no sé por qué, pero tengo la corazonada de que después de subir al Toubkal, mi madre no necesitará más tranquilizantes (a este paso, voy a ser yo el que los necesite cuando lleguemos a Iruña...)

En las películas, cuando el héroe cae en manos del enemigo, les dice a sus compañeros:

-No os preocupéis. Yo estaré bien y, si de verdad queréis hacer algo por mí, poneos a salvo.

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Yo, haciéndome el héroe, les he dicho algo parecido a mis padres:

-No os preocupéis. Yo estaré bien, y si de verdad queréis hacerme feliz, tenéis que llegar al Toubkal.

Pero, para ser sincero, mis palabras no han sonado tan firmes y seguras como las de los héroes. Igual que esta vela derrama su cera, a mí se me escapaba alguna que otra lágrima mientras hablaba.

-Procuraremos volver cuanto antes -se ha despedido aita.

-Para cuando volvamos te queremos ver curado -se ha despedido ama.

-Al menos tendrás una enfermera que te cuide... -se ha despedido Hassán.

-¡Bon courage! -se ha despedido Alí.

Luego, en cuanto se han ido, de la misma forma que el enemigo cae sobre el héroe (para detenerlo, torturarlo y machacarlo) después de que sus compañeros lo han dejado solo, la soledad ha caído sobre mí y me pesa una tonelada (para hacerme sentir forastero durante cinco días, castigarme con un aburrimiento mortal y acabar conmigo).

Aunque el corazón me duele más que el tobillo, dolor, lo que se dice dolor, lo siento en mi vejiga, que está a punto de reventar. Como si no tuviera ya suficiente? ¡Maldita sea! ¡No puedo más! Tengo que hacer algo: saldré del saco, apagaré la vela y maniobraré para mear por el ventanuco. En el peor de los casos pensarán que está lloviendo.

(1:15)

Hace más de una hora que he regado el patio. Ha sido un alivio increíble. Pero al meter al pajarillo en su jaula, se me han escapado unas gotitas y eso quiere decir que no estoy en mi mejor momento. Si después de mear se me mojan los calzoncillos, eso indica que en mi interior se cuece algo -por exámenes o por alguna otra historia-. Y en esta ocasión también se cumple, porque vuelvo a estar nervioso y sin sosiego, como si me apretara un nudo en el estómago.

© Zubizarreta, Patxi. Atlas sentimentala, Alberdania, Irun, 2001.

© Traducción: Patxi Zubizarreta

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