29 Joven Epiléptico

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EL JOVEN EPILÉPTICO El caso del joven epiléptico, presentado por los sinópticos (cf. Mt. 17,14-20; Mc. 9,14-29; Lc. 9,37-43a), sucede a continuación de la transfiguración de Jesús y produce un alto impacto por el cambio de escena. Jesús se transfigura sobre la montaña. El grupo íntimo formado por Pedro, Santiago y Juan escucha la revelación: Éste es mi Hijo amado, escúchenlo (Mc. 9,7). Al descender de esta manifestación luminosa, vemos a la gente agolpada alrededor un joven epiléptico, otro hijo único tal vez amado, por cierto no escuchado. Desde hace mucho tiempo su padre sufre la situación, le resulta un peso insoportable con el correlativo costo social, probablemente se pregunte por qué Dios permitió esta desgracia o indague las posibles causas. En la antigüedad la epilepsia recibía interpretaciones ambiguas, se la juzgaba como enfermedad sagrada o posesión por un espíritu maligno. Desesperado, el padre recurre a Jesús y pide la curación de su único hijo: Maestro, por favor, haz algo por este hijo mío, que es el único que tengo (Lc. 8,38). Señor, ten compasión de mi hijo que tiene ataques y está muy mal (Mt. 17,15). El padre describe los ataques de epilepsia del hijo: convulsión, caída en el piso, espuma por la boca, rigidez del cuerpo, pérdida de la conciencia. El autismo aisla al hijo en 1

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CAPITULO 29 DEL LIBRO ESPEJOS DEL ALMA . ABEL FERNANDEZ LOIS SDB

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EL JOVEN EPILÉPTICO

El caso del joven epiléptico, presentado por los sinópticos (cf. Mt. 17,14-20;

Mc. 9,14-29; Lc. 9,37-43a), sucede a continuación de la transfiguración de Jesús y

produce un alto impacto por el cambio de escena. Jesús se transfigura sobre la

montaña. El grupo íntimo formado por Pedro, Santiago y Juan escucha la

revelación:

Éste es mi Hijo amado, escúchenlo (Mc. 9,7).

Al descender de esta manifestación luminosa, vemos a la gente agolpada

alrededor un joven epiléptico, otro hijo único tal vez amado, por cierto no

escuchado. Desde hace mucho tiempo su padre sufre la situación, le resulta un

peso insoportable con el correlativo costo social, probablemente se pregunte por

qué Dios permitió esta desgracia o indague las posibles causas. En la antigüedad

la epilepsia recibía interpretaciones ambiguas, se la juzgaba como enfermedad

sagrada o posesión por un espíritu maligno.

Desesperado, el padre recurre a Jesús y pide la curación de su único hijo:

Maestro, por favor, haz algo por este hijo mío, que es el único que tengo (Lc. 8,38).

Señor, ten compasión de mi hijo que tiene ataques y está muy mal (Mt. 17,15).

El padre describe los ataques de epilepsia del hijo: convulsión, caída en el

piso, espuma por la boca, rigidez del cuerpo, pérdida de la conciencia. El autismo

aisla al hijo en la incomunicación, en la incapacidad de expresarse; los

movimientos violentos, las caídas en el fuego o el agua, son indicadores de

autoagresión y descontrol emocional.

Antes de llegar a Jesús, el padre había recurrido en vano a los maestros de

la ley en su calidad de profesionales, e inclusive a los mismos discípulos. Sin

embargo, las expectativas de recuperación se desvanecen progresivamente y

hasta la misma presencia de Jesús parece agravar el mal. Pero Jesús coloca al

padre en otra perspectiva y apela a su fe.

– Si puedes hacer algo, compadécete de nosotros y ayúdanos.

– ¿Qué es eso de si puedes? Todo es posible para el que tiene fe.

– ¡Creo, pero ayúdame a tener más fe! (Mc. 9,22ss).

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Jesús, en efecto, le pide al padre reestablecer la vinculación con el hijo ya

no desde la lamentación o la angustia, sino desde las posibilidades abiertas por la

actitud creyente y por la confianza en la mejoría del hijo. La fe del padre posibilita

que el hijo sea liberado del mal que lo retenía. Este cambio se describe con rasgos

pascuales: el joven, que aparenta estar muerto, se incorpora tomado de la mano

de Jesús.

...quedó como muerto, de forma que muchos creían que había muerto. Pero

Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó, y él se puso de pie (Mc. 9,26s).

Resulta espontáneo evocar el ícono oriental de la resurrección, que

representa a Jesús en su descenso a los infiernos levantando con la mano a Adán

postrado.

Jesús le muestra al padre cómo actuar con el hijo: se trata de reiniciar el

diálogo con ánimo comprensivo, a pesar de la falta de respuesta; extender la

mano que compadece y sostiene, no la mano amenazadora o indiferente. Los

discípulos quedan sorprendidos frente al hecho, se cuestionan, sobre todo, por

qué no lograron ningún cambio en el joven. Lo consideran una decepción o un

fracaso. En realidad, la situación negativa de éste supera la capacidad de los

discípulos: ellos no pueden hacer frente, están en desventaja. No comprenden el

caso e intentan ayudarlo desde afuera. Jesús, en cambio, propone otro camino de

acceso: ofrecer la mano salvadora desde la propia energía interior, no desde una

acción externa o ritualista.

–¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?

– Porque tienen poca fe; les aseguro que si tuvieran una fe del tamaño de un

grano de mostaza, dirían a esta montaña: Trasládate allá, y se trasladaría; nada

les sería imposible (Mt. 17,19-20).

– Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con la oración (Mc. 9,29).

El relato evangélico está artísticamente narrado en la conocida pintura de

Rafael, titulada La Transfiguración. El cuadro presenta dos niveles contrapuestos:

la transfiguración de Jesús en el plano superior, y el caso del muchacho epiléptico

en el plano inferior. Admirable interpretación de la progresiva transformación, sólo

posible con un poco de fe.

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Los padres y educadores somos invitados por el Padre a escuchar al hijo amado,

a cada joven. De pronto, nos encontramos ante el hijo atormentado por la

incomunicación. El silencio de este hijo grita, suplica ser escuchado. Cómo hacerlo

si nuestros oídos perdieron sensibilidad o si están acaparados por otros sonidos. A

la mudez del hijo corresponde la sordera del padre, complicidad de sordomudos

que distancia y crea abismos. Jesús, el Hijo amado por excelencia, se presenta

como mediador para restablecer los vínculos entre padres e hijos. Nos pregunta

sobre la medida de nuestra fe, porque la maduración de la persona requiere un

mínimo de confianza de los padres en las posibilidades de superación de los hijos

e, igualmente, un mínimo de confianza de los hijos en la potencialidad de sus

propios recursos. Tomar conciencia de ellos ayuda al crecimiento armónico de

nuestra personalidad.

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