29157 Oceano Africa

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Océano África Xavier Aldekoa

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Libro magnífico de leer ya que te muestra todo sobre África.

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    Diseo de la coleccin y de la cubierta: Departamento de Arte y Diseo, rea Editorial Grupo PlanetaFotografa de la cubierta: Jordi MatasFotografa del autor: Joan Sard

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    Otros ttulos de la coleccin Odiseas

    En la PatagoniaBruce Chatwin

    La sombra de la Ruta de la SedaColin Thubron

    Los rabes del marJordi Esteva

    Ocano fricaXavier Aldekoa

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    frica

    Xavier Aldekoa(Barcelona, 1981) es licenciado en Perio- dismo y eterno estudiante de Ciencias Po- lticas. Amante de las maletas improvi-sadas y de abrir bien los ojos al viajar, siente una predileccin especial por fri-ca y sus gentes. Con veinte aos viaj por primera vez al continente y desde 2009 vive en Johannesburgo (Sudfrica). En los ltimos aos ha cubierto mltiples conflic-tos y temas sociales en Somalia, Rep-blica Democrtica del Congo, Angola, Mali, Repblica Centroafricana, Sudn y otra treintena de pases africanos. Es co- rresponsal de La Vanguardia en frica, miembro de la productora social e inde-pendiente Muzungu y colabora elabo-rando reportajes para distintos medios.

    sta es una historia de carreteras de tierra, de viajes en autobuses destartalados y de platos de mijo compartidos. Tambin de las lgrimas de un veterano de guerra en Sudn del Sur, de la negociacin de una dote en una aldea sudafricana y del hambre desesperada de los nmadas del Cuerno de frica.

    Desde hace ms de una dcada, Xavier Aldekoa recorre el continente africano, donde ha sido testigo de guerras fratricidas, de hambrunas silenciadas y del despeguede naciones. El reportero polaco Ryszard Kapuscinskideca que frica no existe, y probablemente tena razn, pero desde luego s existen los africanos. ste es el libro de un periodista en frica pero tambin de la risa, la ira, el baile, la muerte, la fiesta y la vida en un territoriode una riqueza humana y cultural apabullante.

    frica es un ocano. Un lugar inabarcabley aparentemente homogneo si se observa desdela superficie, pero diverso y extraordinario cuandonos sumergimos en su interior.

    ste es un libro desde frica.

    18 mm.

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    15/10/2014 Marga

  • Ocano fricaXavier Aldekoa

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  • Xavier Aldekoa, 2014

    Queda rigurosamente prohibida sin autorizacin por escritodel editor cualquier forma de reproduccin, distribucin, comunicacinpblica o transformacin de esta obra, que ser sometida a las sanciones

    establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Espaolde Derechos Reprogrficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiaro escanear algn fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;

    91 702 19 70 / 93 272 04 47).Todos los derechos reservados.

    Primera edicin: noviembre de 2014

    de esta edicin: Grup Editorial 62, S.L.U.Ediciones Pennsula, 2014Pedro i Pons 9, 11 pta.

    08034-Barcelonaedicionespeninsula@planeta.comwww.edicionespeninsula.com

    tona vctor igual fotocomposicinhuertas industrias grficas impresin

    depsito legal: b. 21.772-2014isbn: 978-84-9942-365-4

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  • NDICE

    1. Las puertas del desierto / Mali 15 2. Bolsas de plstico en los pies /

    Repblica Democrtica del Congo 35 3. Lobola / Sudfrica 57 4. ngeles negros / Angola 73 5. La cabra / Mali 81 6. Padres en la selva / Camern 85 7. Me cans de rezar / Repblica Centroafricana 99 8. Putas que cantan a dios / Botsuana 127 9. Mi hermana / Togo 13710. Abrid, mi hijo ha muerto / Kenia 14511. Ellas 16312. Sueos de Zidane y Puyol / Somalia 16513. Edn contaminado / Nigeria 17514. Distancias / Sudfrica 21115. Somos libres / Sudn del Sur 21316. Carreteras / Mozambique 23317. Agua y paz / Yibuti 24118. Eland / Botsuana 249

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  • ndice

    19. El hombre del traje gris / Sudn 26920. Chinfrica 27321. Brujos / Camern 287

    Agradecimientos 291

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    LAS PUERTAS DEL DESIERTO

    Mali

    Cuando seas presidente de Europa no te olvidars de no-sotros, verdad?

    Aquella frase de Ciss, en la parte trasera de una canoaen medio del Nger, fue la primera de mis fricas. Cuandoseas presidente de Europa no te olvidars de nosotros, ver-dad?, me haba preguntado. Desde entonces, dedico mivida a la parte del trato que puedo cumplir.

    Era jueves. Estaba anocheciendo y el ro Nger acuna-ba nuestra embarcacin, una gran aguja de madera, de unosquince metros de largo por tres de ancho, calafateada debrea. Aquellas pinazas, una variante de la pinasse francesacon la proa ligeramente elevada, se haban convertido en elmedio de transporte fluvial ms popular en Mali, un gigan-te de arena del tamao de dos Francias, sin salida al mar ycon ms de dos tercios de su territorio cubiertos de desierto.

    Aqul era nuestro octavo da de navegacin en la pina-za y, si todo iba bien, a la jornada siguiente debamos llegara nuestro destino: Tombuct. Slo de pensarlo, se me ace-leraba el corazn. Una semana antes haba saltado a cubier-

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    ta, nervioso como un mandril, para buscar un hueco entredecenas de sacos. Encontr un espacio relativamente con-fortable entre dos fardos de carbn bajo un techo de caa.Era un sitio perfecto porque desde all poda ver el exteriory, por las noches, poda colgar la mosquitera del techo ymantener a distancia a los insectos cargados de malaria. An-sioso por empezar la travesa, observ a mi alrededor. Laproa era maciza y acabada en punta, y en la popa habaninstalado un motor. La parte cubierta y central de la embar-cacin era ms ancha y donde se acumulaba la mayor partede la mercanca. Ah nos apibamos unos treinta pasajeros.Haba familias enteras que viajaban hacia el norte y hom-bres solitarios enviados desde sus aldeas para ir a comprar ala ciudad. Haca calor y pronto todos dormitbamos entrelos sacos. Acababa de cumplir veinte aos.

    Tombuct. Estaba enganchado a ese nombre. La ciu-dad de los sabios, la puerta del desierto o el hogar de lostrescientos treinta y tres santos resida en mi imaginacindesde haca tiempo. Ya le haba ocurrido antes a otros. Enlos principales puertos de Francia y Reino Unido de princi-pios del siglo xix, los marineros se reunan en las tabernas yexplicaban leyendas de sus viajes por tierras lejanas. Una deesas historias de voz ronca y whisky barato fascin a cientosde personas: una ciudad llena de riquezas, con calles pavi-mentadas de oro y diamantes, estaba perdida en un desiertoafricano esperando a que alguien la encontrara. Era Eldora-do de frica. Jams un europeo la haba visto pero aquelloslobos de mar juraban que la ciudad exista. La historia llega odos de los mejores exploradores de la poca. En las so-ciedades geogrficas de entonces corra de mano en manoun mapa del siglo xiv en el que apareca dibujada la figura

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    de un rey negro a las puertas del Sahel con una enorme pe-pita de oro en la mano. Se desat la locura. Muchos murie-ron en una carrera contra el tiempo entre franceses y brit-nicos por llegar primero a la ciudad perdida. Incluso elexplorador escocs Mungo Park, acompaado de cuarentasoldados britnicos, sucumbi a las fiebres y la disenteray a su soberbia colonialista, y muri en el Nger ataca-do por tribus locales. Los infieles no eran bien recibidos enla ciudad sagrada de Tombuct.

    Los aventureros ms valerosos y los exploradores msintrpidos fracasaban uno detrs de otro. Tombuct seguaperdida. Fue entonces cuando el nombre de la ciudad deldesierto quedara ligado para siempre a un tipo normal. Elhijo de un panadero galo, de nombre Ren Cailli, quedprendado de aquella historia y se prometi encontrar eselugar a toda costa. Cailli era uno de tantos chiquillos de lapoca, mitad pcaro, mitad desgraciado. Nunca lleg a co-nocer a su padre que, en un torpe intento de cambiar porsbanas de seda su destino de trapo, haba sido encarceladopor robo antes de que l naciera. El hombre muri en lacelda cuando Cailli tena nueve aos. Con doce, falleci sumadre y qued hurfano. As que el joven escap. l queraser como los hroes de los libros de aventuras que devorabacada tarde. Con diecisiete aos recin cumplidos y sesentafrancos en el bolsillo, zarp hacia frica.

    Aquella historia tambin me tena atrapado. Meses an-tes de llegar a Mali, y despus de rebuscar en viejas librerasdel casco antiguo de Barcelona, haba conseguido hacermecon una edicin francesa del diario de viaje del joven Cailli,editado por primera vez en el ao 1830. Me qued fascina-do por las descripciones que inundaban aquellas lneas y

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    por la perseverancia de aquel joven hijo de panadero. Noiba a renunciar ni un solo instante a la esperanza de exploraralgn pas desconocido de frica; la ciudad de Tombuct seconvirti en objeto continuo de mis pensamientos, en elobjetivo de todos mis esfuerzos, mi decisin estaba tomada:la encontrara o morira en el intento, escribi.

    Aquel diario explicaba mil detalles de un viaje asom-broso. En lugar de dirigirse directamente a navegar el N-ger tal como haban hecho el resto de exploradores, Cailliestudi rabe y el Corn en Senegal durante nueve meses,se cambi el nombre se hizo llamar Mohamed Abdallah(esclavo de dios) y aprendi a rezar como un musulmn.Con un turbante como nico pasaporte y convencido deque el estudio de lo desconocido no tena por qu hacersecon tanto ruido, Cailli inici un viaje extraordinario.

    Tras leer aquel diario varias veces, quise ver todo aque-llo con mis propios ojos. Decid recorrer el ltimo tramode su viaje emprendido dos siglos atrs. Pero a diferencia deCailli, a m no me empujaba la sed de aventuras si bienms modestas, sino la curiosidad: quera observar cmohaban cambiado las cosas o cmo todo segua igual. Y con-tarlo de la mejor manera posible. En aquel ao de 2002, nosaba casi nada y quera aprenderlo todo. Quera empapar-me del continente africano y acercar esos otros mundos. Elviajero y el reportero pueden viajar en el mismo cuerpo, amenudo ocurre; pero mientras el primero es el protagonistade su viaje, en el segundo lo son los dems.

    Met el diario de Cailli en la mochila y me march.A medida que nuestra pinaza avanzaba hacia Tombuc-

    t, ms me acercaba a Ciss y a sus colegas Abdu y Omar.Los tres trabajaban como grumetes de la embarcacin y

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    obedecan sin rechistar a su patrn, un hombre flaco quevesta turbante y gafas de sol. Durante el da recolocabanlos sacos de carbn, ordenaban los fardos de telas o repara-ban el tejado de paja. Cuando embarrancbamos en el le-cho fangoso del ro, y ocurra a menudo porque aquel aohaba sido escaso en lluvias, saltaban al agua y empujaban labarcaza con el agua al cuello. El resto del tiempo hacanbromas y por las noches se reunan al final de la embarca-cin, donde tomaban t y rezaban a Al. Sola unirme aellos para charlar, comer arroz y pez capitn asadode unacarne sabrossima o aprender un poco de lengua bamba-ra. Los chicos tenan brazos finos pero fuertes como cablesde acero. Y preguntaban. Primero sobre el inevitable ft-bol, pero luego por todo lo dems. Omar alucinaba de queen Europa los chicos y las chicas se dieran besos en la boca.Lo haba visto en la tele y le daba un asco tremendo. Tam-bin haba visto el lujo y, en una pelcula, una caja metlicapara subir al cielo: un ascensor. Quera saber cmo era subiren uno de sos. El olvido al queOccidente relega al continen-te africano es directamente proporcional al inters de milesde africanos por ese otro mundo tan cercano y a la vez inal-canzable.

    En Espaa hay pinazas y un ro como el Nger?pregunt Omar.

    Hay muchos ros, aunque no son iguales. Y la genteno viaja en canoas respond.

    Claro, la gente va en coche. En Europa todos tienencoche, lo he visto en la televisin.

    No todos, pero s hay muchos coches.Y quin tiene ms dinero: el presidente de Espaa

    o Kanout?

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    En aquella poca, el delantero maliense era la estrelladel Sevilla FC.

    Ni idea.EnMali el presidente es el hombre ms rico del pas.

    Y luego el vicepresidente, los ministros y as en orden haciaabajo.

    Algunas tardes, venan a verme y me pedan si les deja-ba hacer dibujos en mi libreta. Pintaban hombres, mujeres,coches y piraguas.

    A Ciss, Abdu y Omar los haba visto por primera vezen uno de los hormigueros humanos ms fascinantes deloeste de frica: el puerto fluvial de Mopti. La ciudad, situa-da en el centro deMali, est ubicada en la confluencia de losros Bani y Nger y se levanta sobre tres islas unidas pordiques. Junto a la orilla del puerto, donde haba amarradasdecenas de pinazas y canoas de madera, un grupo de jvenescargaba en una de las barcazas sacos de carbn, mijo o arroz,cabras, gallinas o incluso una motocicleta. All estaban Cis-s, Abdu y Omar. Dos hombres en la parte trasera de uncamin colocaban los sacos en la cabeza de cada joven paraque los subieran a la pinaza. Deban de pesar como un de-monio porque tenan la cara y las sienes surcadas de chorre-tones de sudor. En la explanada terrosa junto a la orilla,grupos de mujeres vendan mangos y pescado ahumado y,en el ro, nios desnudos saltaban desde las barcas y reci-ban la bronca del patrn. La vida de la ciudad brotaba delro. En un ir y venir constante, confluan en la orilla pesca-dores bozo, pastores tuareg, nmadas peul o agricultoresdogn y bambara en una suerte de torre de babel tnicaunida al ro. Decenas de curiosos, sin mucho ms que hacer,se reunan cada tarde junto al Nger. Un grupo de hombres

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    observaba cmo dos tipos negociaban a gritos el precio deunas gallinas. Enseguida se form un corro y cualquiera in-tervena para opinar sobre la cuestin.

    Dos mil cefas por gallina? Es demasiado! decauno.

    Es un precio justo gritaba otro.Si cree que le voy a dar ms de mil, est loco! zan-

    jaba el comprador, que exageraba su indignacin para chan-za de los presentes, que se desternillaban de risa. Al finalacordaron un precio por menos de la mitad, y el hombre,satisfecho, se alej con las dos aves bocabajo, atadas por laspatas.

    Una gran piragua, llena a rebosar, hunda el casco demadera en el ro y pareca estar a punto de estallar. La esce-na apenas haba variado en siglos. Slo alguna camiseta delArsenal o del FC Barcelona de fabricacin china pintabaalgo de modernidad en la postal. La gran piragua esta-ba cubierta de esteras, cargada de arroz, de millo, algodn,telas y otras mercancas. La embarcacin pareca muy fr-gil, unida con cuerdas, soportaba cerca de sesenta toneladasde peso, escribi Cailli.

    Ciss, el grumete ms joven, de unos once aos, fue alprimero que conoc al subir a la pinaza. En cuanto acced acubierta, apareci con una estera de paja que coloc entrelos dos sacos de carbn.

    As dormirs bien.Siglos antes, Cailli haba descrito en su diario esa

    amabilidad franca. La hospitalidad de sus gentes es infi-nita. Cuando llego al poblado, se desviven por mi como-didad. Dicen: debes de sufrir mucho, no ests acostum-brado a hacer una ruta tan dura, van a buscar hojas y me

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    preparan una cama. Las cosas no han cambiado tantodesde entonces.

    El patrn me haba jurado que tardaramos tres das enllegar a Tombuct, pero en realidad nadie tena ni idea decuntas jornadas bamos a necesitar. La sequa haba vueltoel ro impredecible. Supongo que el hombre simplementecrey adivinar en m el inters por un viaje rpido y accedia desearlo. A m me daba igual, y el precio del trayecto novariaba si tardbamos ms o menos das, pero imagino querelacion el color blanco de mi piel con las prisas. Y quisocomplacerme. Porque no es slo que en frica la concep-cin del tiempo sea diferente al reloj estricto de Europa, estambin una cuestin de actitud. A diferencia del ViejoContinente, donde el optimismo se basa en la lgica o larazn uno es optimista porque hay motivos para serlo,el optimismo africano nace del deseo. Por eso a veces es unoptimismo kamikaze, que pacta compromisos improbableso mantiene esperanzas imposibles.

    Yo eso entonces no lo saba, pero uno de mis genesvascos me hizo prever el horror de quedarme sin provisio-nes si el viaje se alargaba, as que di unas monedas extra a lacocinera, una mujer que pagaba su billete cocinando arrozpara toda la tripulacin y los pasajeros que quisieran. Lamujer, me explic, perteneca a la etnia de los bozo, quedurante siglos se haba ido instalando en las riberas del N-ger. Ellos fueron los fundadores de ciudades como Mopti ola bella Djenn, ciudad construida completamente con ba-rro y adobe. Los bozo eran tan famosos en frica occidentalpor sus habilidades en la pesca y sus conocimientos de na-vegacin fluvial que tambin se les conoca como los maes-tros del Nger. Luego, me jur, tambin cocinaba bien.

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    La pinaza avanzaba a quejidos y poco a poco las orillasfueron despejndose de vida. A veces la silueta de un tua-reg a lomos de un dromedario cortaba el horizonte y de-sapareca para dejar de nuevo el protagonismo al vaco.Cuando la canoa se detena junto a una pequea aldea ydescargaban algo de mercanca, aparecan en pocos segun-dos en la orilla decenas de hombres, mujeres y sobre todonios para dar la bienvenida a los vecinos que haban ido ala ciudad. Se oan gritos de jbilo y la aldea se converta enuna fiesta. Los ancianos reciban a los recin llegados y loshombres adultos ayudaban a bajar los sacos de arroz o blo-ques de sal. Los nios saltaban de alegra y saludaban haciala canoa, fondeada en la parte ms honda del ro. La llega-da de la pinaza era un acontecimiento de primer nivel. Y enuna regin tan rida, donde la sequa haba golpeado loscultivos con saa, el hecho de que trajeran cereales o granoera, adems, un verdadero alivio.

    Y entonces llegamos al ocano. O eso me pareci, aun-que saba que era imposible. De repente, el Nger se abray un mar de aguas tranquilas baaba las entraas de uno delos pases ms secos del mundo. Me frot los ojos, alucina-do. Acabbamos de entrar en el lago Debo. A Cailli aquelespectculo de la naturaleza tambin le fascin. El lagoDebo escribi se derramaba como un mar interior ytres embarcaciones empezaron a disparar al cielo para salu-dar este lago espectacular mientras gritbamos Salam! contodas nuestras fuerzas, una y otra vez. No poda volver enm de la sorpresa de ver en el interior del pas tal volumende agua. Aquello tena algo de majestuoso.

    Ciss me toc el hombro para comprobar que estabadespierto.

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    Mira Xavi, mira all delante, a nuestra izquierda!Una manada de hipoptamos se refrescaba impertur-

    bable ante el cuerpo de madera que se acercaba a ellos len-tamente. Pese a su imagen inofensiva, estos mamferos,primos lejanos de las ballenas, son junto con los cocodriloslos animales salvajes que provocan ms muertes en frica.Territoriales y agresivos, los hipoptamos no perdonanque una canoa despistada se meta en su terreno. Ciss,Abdu y Omar sacaron unas largas prtigas que introdujeronen el agua. Las sumergieron hasta casi hacerlas desapare-cer y apoyaron su peso para impulsar la barcaza y mante-ner una distancia prudencial de aquellos gigantes acuticos.Un hipoptamo macho, con un gesto ms de desintersque de amenaza, abri la boca y dej ver dos grandes col-millos del tamao de un brazo y que podran atravesar a unhombre como si se tratara de un flan. En la orilla una gar-za imperial arqueaba su cuello lista para lanzarse sobre unarana despistada y un martn pescador po se arrojaba consu pico afilado hacia un banco de pececillos. Tombuct es-taba a la vuelta de la esquina y yo no quera que aquel viajeacabara nunca.

    Algn dios guasn debi de escuchar mis plegarias.Poco despus de abandonar el lago y volver al cauce estre-cho del Nger, escuchamos el crack. Enseguida not quehaba problemas; y gordos. La barriga de madera de la ca-noa se haba deslizado por el suelo arcilloso del ro hastaclavarse sin remedio en unas rocas invisibles desde la super-ficie. El patrn lanz un aullido.

    Todos a la orilla, nos hundimos!En realidad no pude entender exactamente qu deca

    porque grit en rabe, pero la traduccin vino a ser sa. No

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    haba tiempo que perder y todos, tripulacin y pasaje, losabamos. Un naufragio en esas condiciones poda no parecertan peligroso, ya que la orilla estaba a apenas unos quince oveinte metros, pero era una trampa mortal para quienes nosaban nadar. Y haba muchos rostros de preocupacin en-tre los pasajeros. Mis tres amigos grumetes usaron de nuevosus prtigas para virar la proa de la canoa y acercarla lomximo posible a la orilla. Todos los hombres bajamos alagua y, hundidos hasta la barbilla, empujamos con todasnuestras fuerzas. La embarcacin apenas se movi.

    Hay que vaciarla!, rpido! orden el patrn.Enseguida se mont una cadena humana para descar-

    gar los sacos mientras otros pasajeros achicaban agua concazos, cubos o las manos. Una anciana tuareg, que viajabacon su familia, alcanz tierra firme a hombros de su yerno.Poco a poco la canoa gan altura, fue posible acercarla a laorilla y situar fuera del agua el agujero que haban abiertolas rocas.

    El patrn calcul en voz alta: la pinaza estara repara-da a la maana siguiente. De nuevo, el optimismo africanodel deseo. A m me dio la risa floja, pero el resto de pasa-jeros escucharon sin protestar, se alejaron en silencio, co-locaron mantas a la sombra de unos rboles bajos y se pu-sieron a esperar. No haba nada alrededor, tan slo tierra yarbustos.

    A medioda de la jornada siguiente, por supuesto, lacanoa segua sin estar lista. Como, con el paso de las horas,el tedio y el aburrimiento se hicieron ms fuertes que elcalor, y haca algo de viento fresco, recurrimos al entreteni-miento del idioma ms universal: el ftbol. Omar me ayuda juntar mis calcetines sucios y formar una pelota de tela.

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    Con una tira de un saco roto atada alrededor de los calceti-nes, la esfera gan consistencia. Al rato todos disputbamosun fenomenal partido junto al ro.

    Al da siguiente, el patrn lanz un grito para pedir queayudramos a cargar de nuevo la pinaza. En frica nuncanada est roto, est esperando a ser reparado. Podamosmarcharnos.

    El joven explorador Ren Cailli lleg al puerto deKabara escondido entre los sacos de su pinaza por miedoa que le descubrieran y le asesinaran por infiel. Aos an-tes, el explorador escocs Alexander Gordon Laing habasido asesinado en los alrededores de Tombuct al ganarsela enemistad del gobernador de la ciudad. Para Cailli,pasar desapercibido era clave para cumplir su sueo dellegar a Tombuct y salir vivo para contarlo. Sobre la unadel medioda, llegamos al puerto de Kabara. Me vinierona advertir que poda salir de mi prisin. Los dems se que-daron detrs y yo me di prisa a pasar por la pasarela,narr.

    Cuando nuestra pinaza toc tierra, en el puerto habaun grupo de tuaregs, dos Land Rover de algn comerciantepoderoso y un camin de troncos. Me abrac a Ciss, Omary Abdu y promet que un da escribira sobre ellos.

    La tranquilidad de aquella despedida habra sido im-posible diez aos despus, cuando en 2012 el pas cay enel abismo. En los das de mi primer viaje a Mali, el pas lle-vaba dcadas siendo un ejemplo de estabilidad en fricaoccidental y se haba mantenido al margen de la ola de vio-lencia de sus vecinos marfileos, sierraleoneses, liberianoso guineanos ms al sur. Pero el desastre era cuestin detiempo: Mali era pobre hasta las trancas, con una poblacin

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    de apenas diecisis aos de media y lleno de analfabetos.Slo tres de cada diez malienses saban leer y escribir. Y aprincipios de 2012, ese equilibrio de cristal salt por losaires. La regin del norte del pas sucumbi al fundamenta-lismo religioso y se convirti en zona de secuestros de occi-dentales.

    La chispa fue la ensima revuelta tuareg, que llevabanms de cien aos protestando por el desprecio del Gobier-no central y reclamando la independencia de una regindesrtica del norte, bautizada como Azawad. Pero aquelao, algo ms haba cambiado en la partida de ajedrez deldesierto: un ao antes, la cada de Muamar el Gadafi enLibia haba dejado sin trabajo a miles de mercenarios tuaregy de otras tribus del Sahel que luchaban a sus rdenes. Eranhombres bien armados y entrenados; y que conocan el de-sierto como si fuera su jardn. Reforzados por esos merce-narios, los tuareg aprovecharon la debilidad del Gobiernode Mali para lanzar una nueva rebelin. Supieron aguardarel momento indicado, que lleg en forma de traicin: ungrupo de soldados del ejrcito maliense, hartos de moriren el desierto contra un enemigo ms poderoso, dieron ungolpe de Estado que dej tiritando al pas. El avance de larevuelta en el norte se aceler porque a la causa tuareg seapuntaron grupos islamistas yihadistas. Los tuareg an nolo saban, pero acababan de pactar con el diablo.

    Una vez declarada la independencia de Azawad, los fa-nticos religiosos secuestraron el sueo independentista delos nmadas del desierto. Los diferentes grupos extremistasexpulsaron a los tuareg de las principales ciudades del nor-te, Tombuct entre ellas, y fundaron un Estado fundamen-talista radical. La implantacin de una visin muy estricta

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    de la ley islmica, que castigaba con latigazos a las mujeresque hablaran con hombres o con la amputacin de la manoa los ladrones, aterroriz a la poblacin durante meses.A principios del ao 2013, Francia, alarmada por el nido deterroristas que se estaba creando tan cerca de Europa ypreocupada por las reservas de uranio en la vecina Nger,envi a sus soldados al Sahel y expuls a los extremistas delas ciudades. Pero, desde entonces, de la inmensidad del de-sierto nadie es capaz de echarles.

    Cuando descend de la piragua en el puerto de Kabara,a un tuareg envuelto en un turbante azul le brillaron losojos y un colmillo. Se acerc y me pregunt socarrn si sa-ba que Tombuct estaba unos quince kilmetros hacia elnorte y no haba ningn transporte pblico que recorrierael trayecto. se era el motivo por el que decenas de explo-radores haban fracasado en su empeo de encontrar la ciu-dad! Con el paso de los siglos, el curso del Nger se habadesplazado al sur, y aquellos aventureros occidentales, trasmeses de penurias y peligros, pasaban de largo sin saber queTombuct esperaba pocos kilmetros al norte. Ren Caillino se perdi. El hijo del panadero francs haba aprendidoa hablar el idioma de los locales y poda comunicarse, asque simplemente pregunt el camino a Tombuct.

    El nico acceso para llegar a la ciudad era una carreteraarenosa que arda bajo el sol del Sahel. Sin vehculo era unalocura meterse ah. El tuareg oli sangre y me debi vercara de emir qatar, porque se ofreci a llevarme en su todo-terreno a cambio de una autntica fortuna. Rechac su pro-puesta y me dirig hacia la otra punta del puerto, dondeunos hombres cargaban unos troncos en un camin. Pre-gunt al conductor si podan llevarme a la ciudad. Cuando

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    estaba a punto de aceptar, el tuareg del turbante azul cule-bre entre los dos y le grit un par de cosas que no pudeentender. El muy cabrn. El conductor del camin memirapesadumbrado y me dijo que lo senta pero no me podallevar. Estaba atrapado. O pagaba un dineral a aquel tipo ome iba a quedar a las puertas de Tombuct. La sonrisa dehiena del tuareg ante la que crea una victoria segura mehizo reaccionar. Agarr mi mochila, pregunt cul era ladireccin hacia Tombuct y empec a caminar.

    Te perders ymorirs de sed, idiota!grit el tuareg.Rojo de rabia, segu andando sin girarme dispuesto a

    caminar hasta la ciudad.Despus de una hora de caminata, ya haba sudado mi

    dignidad entera. El sol del Sahel se clavaba en mis hom-bros y sus rayos se incrustaban en mi cabeza. Respirabacon dificultad y me resbalaban gotas de sudor por todo elcuerpo. Cuando ya estaba a punto de dar media vuelta yregresar al puerto, not un leve temblor bajo mis pies. A lolejos, envuelto en una polvareda descomunal, apareci elcamin de troncos. Por un momento pens si el calor nohaba empezado a provocarme delirios y era un espejismo;pero no. Aquel monstruo con ruedas se detuvo al pasarpor mi lado, se abri la puerta y apareci el sonriente con-ductor.

    Sube y colcate entre los troncos, amigo.Cuando Ren Cailli lleg por fin a Tombuct, le em-

    barg una felicidad total. Pero no se encontr la ciudad dela leyenda. En la ciudad del desierto no haba oro ni rique-za, tan slo haba arena y muros que se caan a pedazos. Fueentonces cuando Cailli hizo un esbozo del lugar que de-sencantara a muchos europeos. La ciudad es una masa de

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    edificios de adobe de aspecto penoso. Por todas partes hayinmensas llanuras de arena de un amarillo blanquecino y elcielo en el horizonte es rojo plido. La naturaleza es deso-ladora, reina el ms profundo silencio y ni siquiera se oye eltrinar de los pjaros, apunt. La tradicin oral haba crea-do el mito. Durante siglos, la ciudad haba servido de puntode encuentro entre las caravanas que traan oro y plata delas ricas minas de la costa occidental del golfo de Guineay los nmadas tuareg que traan telas y especias del norte yde Arabia. Tombuct era un punto de intercambio, la lti-ma ciudad antes de entrar en el Sahel. Todos escuchabanque los metales ms preciosos, las telas ms delicadas y lasespecias ms sabrosas se dirigan a la ciudad y se propag laidea de que la riqueza se quedaba all. El imaginario popularcre un lugar de calles baadas en oro y diamantes. Perojams existi.

    Un dicho maliense guardaba la esencia de tal desenga-o, pero sin una pizca de decepcin. La sal reza el pro-verbio viene del norte; el oro, del sur y la plata, de la tie-rra de los blancos; pero la palabra deDios, las cosas famosas,las historias y cuentos de hadas, slo se encuentran en Tom-buct.

    Nada ms saltar del camin, fui a buscar a un primo deAbdulay, un buen amigo de Bamako. Slo conoca sunombre y apellido y, como nica referencia, saba que vivacerca de la mayor biblioteca de la ciudad, as que pregunta un chaval, que a su vez pregunt a dos nios y luego aotro. Todos quisieron acompaarme. Al rato se nos habanunido tantos nios que a esas alturas todo Tombuct sehaba enterado de mi llegada. Como el primo de Abdulayno estaba en casa, su mujer, Amina, me invit a un t y a

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    tomar la primera ducha en nueve das. Situado en el patio,el bao era un cubculo de adobe, a cielo abierto, al que seacceda por una estrecha apertura en una de las paredes.Haba un barreo de agua fra en una esquina, un cazo deplstico y un trozo de espejo apoyado sobre dos clavos. Meobserv en el reflejo y me di cuenta de que tena un aspec-to lamentable, con una barba espesa, el pelo apelmazado yla cara llena de polvo. Tras asearme, le ped a Amina que,por favor, le dijera a su marido que estara en el bar de laplaza. Escog un pollo con patatas fritas con menos carneque un gregario del Tour de Francia, pero que devor conansia despus de ms de una semana prcticamente a basede arroz blanco.

    Al otro lado de la calle, un grupo de hombres descarga-ba un camin lleno de mangos apilados en la parte traseradel vehculo. Como no estaban colocados en cajas, los delfondo estaban chafados o podridos. Junto al camin, habaun grupo de mujeres y nios que esperaban a que les lanza-ran las piezas de fruta en mal estado. En el mercado, sobretenderetes de madera, se vendan sandalias, tortas de sorgo,queso de camello o camisetas. La mayora de calles de are-na, infestadas de orines, albergaban edificios decrpitos ymuchos nios vestan con harapos. Me acerqu a ver lascamisetas a la venta y vi que una de ellas tena estampada lacara de Bin Laden. Junto a su rostro afilado, se distinguala silueta de las Torres Gemelas de Nueva York en llamas,un tanque y dos aviones de guerra.

    Desde siempre, el fundamentalismo religioso ha apro-vechado la mecha de plvora que forman la pobreza, ladesesperanza y el analfabetismo. Aquella camiseta que pin-taba al lder de Al Qaeda como si fuera un icono revolucio-

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    nario era un aviso velado de lo que ocurrira una dcadadespus.

    Y cuando ocurri fue una desgracia para la ciudad quedurante siglos haba sido el centro cultural del islam enfrica occidental. En Tombuct, que conservaba bellsimasmezquitas de adobe y bibliotecas repletas de manuscritosantiguos, se haba vivido hasta entonces sin tensiones y bajouna interpretacin laxa de la religin. No era raro ver a chi-cas en tirantes o vestidas con alegres telas africanas. Pero lallegada de los yihadistas en el ao 2012 convirti la ciudaden un destino hostil. Miles huyeron y los que se quedarontuvieron que convivir con el silencio y el terror. Tambinhubo hroes. Cuando los fundamentalistas destrozaronmausoleos de santotes al considerarlos haram (aquello pro-hibido por el islam), un grupo de intelectuales se movilizsecretamente para evitar otro desastre: la destruccin demanuscritos. Durante siglos, el comercio de libros en lazona fue uno de los ms importantes del mundo. En las es-tanteras de las bibliotecas de Tombuct podan encontrar-se tomos antiqusimos de historia, astrologa, botnica omatemticas. Algunos conservaban en los mrgenes ins-cripciones en espaol de los moriscos expulsados de la pe-nnsula Ibrica en el siglo xvii. Tambin haba legajos enhebreo. Tras huir de la Pennsula, algunas familias atravesa-ron el desierto con su biblioteca familiar a cuestas y se ins-talaron en Tombuct. Se pagaban autnticas fortunas poraquellos libros, pero su valor histrico y cultural era incalcu-lable. Por eso hubo quien arriesg su vida para protegeraquellos libros infieles de las hogueras integristas. Algu-nos libros abandonaron la ciudad escondidos en maleterosy otros se dispersaron de manera discreta en aldeas aparta-

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    das a lo largo del Nger, bajo la custodia de familias de con-fianza.

    Despus de mi visita al mercado, cuando ya atardeca,me perd por las calles del norte de la ciudad. Apenas seescuchaba una conversacin desde un patio cercano y el ru-mor lejano de los ltimos comerciantes desmontando susparadas. Deambul un buen rato y me dej atrapar por elembrujo de la ciudad. Pens que la magia de Tombuct noest en sus calles de arena, sus decadentes edificios o susbellas mezquitas de barro, ni siquiera en la inquietante for-taleza que el desierto levanta a su alrededor o en sus nochesnegrsimas y estrelladas. No era nada de eso o era todo a lavez. Si uno se esforzaba en mirar, la ciudad mantena suesencia intacta. Como si la dignidad de los tiempos en quefue el eje del islam ilustrado de frica perdurara en el aire yla memoria.

    Pas junto a un campamento de chozas tuareg. Sus te-chos circulares y abovedados, de paja trenzada, estabanconstruidos con maestra de orfebre. Un tuareg capt micuriosidad y me invit a pasar para tomar un t muy dulce.El suelo estaba cubierto de esteras ornamentadas y, al fon-do, haba cojines y sacos de piel de camello. En tres das, meexplic aquel hombre, parta con su familia y animales haciaArgelia. No le tena miedo al desierto porque, deca, era sucasa y nadie tiene miedo de su hogar. Mientras hablaba,despleg una tela en el suelo y quedaron al descubierto unpuado de anillos y collares de plata. Los tuareg, excelentescomerciantes, haban usado su artesana desde tiempos an-tiguos como divisa o forma de ahorro. Los observ con in-ters pero yo no quera comprar nada. El tuareg entendique no iba a caer en su red y, despus de un breve regateo

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    inevitable que pinch hueso, proseguimos la charla. Trasacabar mi t, me di cuenta de que me haba vendido uno delos dos sacos de piel de camello. Hice como si nada y lepregunt si saba acerca del desconcierto que la ciudad pro-voca entre muchos recin llegados, que se decepcionan anteel estado ruinoso de sus calles y casas. Me mir y se tom sutiempo en responder.

    Tombuct dijo por fin no es una ciudad a la quesimplemente se pueda llegar, Tombuct es el camino.

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