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Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y en la fábula. JORGE LUIS BORGES, El Zahir El tiempo, gran arquitecto, como lo dibujara Marguerite Yourcenar, deja también su huella des- tructora sobre el espacio de los papeles manuscritos o impresos. Las bibliotecas dan fe de ambos procesos, albergando los testimonios que perpetúan y enriquecen las obras que los contienen o dejando señales de su paso inexorable. A veces la tinta se diluye poco a poco sobre la página, como ocurre en el manuscrito autógrafo de Los gorriones de Bécquer, mostrando apenas un trazo imperceptible. Otras, los colores y dibujos se mantienen de tal modo firmes y vivos que parece se acabaran de escribir e iluminar. El manuscrito del Poema de Mío Cid (Vitr/7/17 de la Biblioteca Na- cional), copiado por Per Abbat, es hoy un testimonio casi intocable, cuya fragilidad amenaza con su destrucción, aunque los formatos que lo han perpetuado y las nuevas tecnologías permitan que su lectura y estudio continúen 1 . A su vez, uno de los tres manuscritos conservados del Libro de buen amor (Vitr/6/1) del Arcipreste de Hita permite ver, en ff. 49 ss., las anotaciones y correccio- nes de un autor anónimo, mientras que el de las Lletras de batalla (Mss/7811) se nos ofrece como un riquísimo minero literario, en catalán y castellano, donde no sólo se guarda la Flor de Caballería de Joanot Martorell, sino numerosas cartas de desafío, género que atraería, andando el tiempo, la atención de Martín de Riquer, cuando editó en 1970 el Tirant lo Blanch, y luego la de Mario Vargas Llosa en su tesis doctoral. Ejemplo del riquísimo fondo de manuscritos catalanes de la Biblioteca Nacional de España, contiene también la correspondencia de Ausiàs March con Manuel de Vila- nova, así como la cruzada en castellano entre Francisco de Francia y Carlos V 2 . En otros casos, el manuscrito deja en sus folios la huella de la censura inquisitorial en el teatro, como ocurre con el de Las órdenes militares (Res/24) de Calderón de la Barca, con las calificaciones de los censores, la defensa autógrafa del propio autor y una nueva calificación, de 20 de noviem- bre de 1671, que autoriza ya su puesta en escena 3 . La oferta es tan amplia como inabarcable, y lle- ga a momentos tan luminosos como los que implica la lectura de las páginas sueltas de las Poesías de guerra (Mss/22233/2) de Antonio Machado, luego publicadas en Hora de España (1938) o la de El otro (Mss/22323/13) de Miguel de Unamuno, con su letra clarísima sobre un cuadernillo cuadri- culado en el que el autor centró el drama sobre la locura a la zaga de Pirandello; sin olvidar los ma- nuscritos de Jorge Guillén (Arch.JG/77), que permiten leer, entre otras cosas, la poética de Cántico y la traducción del Cementerio marino de Paul Valéry. El autógrafo de El Aleph (Mss/22323/10) de Borges, metáfora sobre el olvido y la creación literaria, nos ofrece, a su vez, el regalo añadido de sus anotaciones y correcciones, junto a la dedicatoria a Estela Canto. El manuscrito, que corre de mano en mano y se difunde en copias, tiene una vida limitada en el espacio que abarca una transmisión relativamente controlada en el tiempo. Desde don Juan Ma- nuel o Pedro Manuel de Urrea hasta la condesa de Aranda, doña Luisa María de Padilla o Góngo- ra, el miedo a perder el control sobre la obra propia se fue agrandando con el nacimiento de la im- prenta, que permitía multiplicarla y difundirla por el ancho mundo, fuera ya del alcance de su au- tor. A su vez, el cotejo entre manuscritos e impresos o entre impresos diferentes de una o distintas obras permite ver el resurgimiento de la misma en su traducción a otras lenguas, como ocurre, 295 CUERPO Y MEMORIA DE LA LITERATURA AURORA EGIDO 1 Cantar de Mío Cid, ed. de Alberto Montaner, Barcelona, Crítica, 2000. 2 Beatrice Jorgensen (Bibliography of Old Catalan Texts, Ma- dison, 1985) y Jesús Domínguez Bordona (Catálogo de los manuscritos catalanes de la Biblioteca Nacional, Madrid, 1931), han recogido ese amplio legado que incluye tam- bién obras como Lo savi en el seu jardí (Mss/3805), el pre- cioso Breviari d’Amor de Matfre Ermengau, manuscrito con miniaturas en grisalla, que perteneciera al conde de Guimerá, y Amors de Curial et Güelfa (Mss/ 9750), que diera a conocer Milá i Fontanals. 3 Véase la ed. de ese auto sacramental por J. M. Ruano de la Haza (Kassel, Reichenberger, 2005), con los documen- tos del proceso. Poema de Mío Cid [h. 1r.]. Madrid, Biblioteca Nacional, Vitr/7/17.

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Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas

que sin fin resplandecen en la historia y en la fábula.

JORGE LUIS BORGES, El Zahir

El tiempo, gran arquitecto, como lo dibujara Marguerite Yourcenar, deja también su huella des-tructora sobre el espacio de los papeles manuscritos o impresos. Las bibliotecas dan fe de ambosprocesos, albergando los testimonios que perpetúan y enriquecen las obras que los contienen odejando señales de su paso inexorable. A veces la tinta se diluye poco a poco sobre la página,como ocurre en el manuscrito autógrafo de Los gorriones de Bécquer, mostrando apenas un trazoimperceptible. Otras, los colores y dibujos se mantienen de tal modo firmes y vivos que parece seacabaran de escribir e iluminar. El manuscrito del Poema de Mío Cid (Vitr/7/17 de la Biblioteca Na-cional), copiado por Per Abbat, es hoy un testimonio casi intocable, cuya fragilidad amenaza consu destrucción, aunque los formatos que lo han perpetuado y las nuevas tecnologías permitanque su lectura y estudio continúen1. A su vez, uno de los tres manuscritos conservados del Librode buen amor (Vitr/6/1) del Arcipreste de Hita permite ver, en ff. 49 ss., las anotaciones y correccio-nes de un autor anónimo, mientras que el de las Lletras de batalla (Mss/7811) se nos ofrece como unriquísimo minero literario, en catalán y castellano, donde no sólo se guarda la Flor de Caballería deJoanot Martorell, sino numerosas cartas de desafío, género que atraería, andando el tiempo, laatención de Martín de Riquer, cuando editó en 1970 el Tirant lo Blanch, y luego la de Mario VargasLlosa en su tesis doctoral. Ejemplo del riquísimo fondo de manuscritos catalanes de la BibliotecaNacional de España, contiene también la correspondencia de Ausiàs March con Manuel de Vila-nova, así como la cruzada en castellano entre Francisco de Francia y Carlos V2.

En otros casos, el manuscrito deja en sus folios la huella de la censura inquisitorial en el teatro,como ocurre con el de Las órdenes militares (Res/24) de Calderón de la Barca, con las calificacionesde los censores, la defensa autógrafa del propio autor y una nueva calificación, de 20 de noviem-bre de 1671, que autoriza ya su puesta en escena3. La oferta es tan amplia como inabarcable, y lle-ga a momentos tan luminosos como los que implica la lectura de las páginas sueltas de las Poe síasde guerra (Mss/22233/2) de Antonio Machado, luego publicadas en Hora de España (1938) o la de Elotro (Mss/22323/13) de Miguel de Unamuno, con su letra clarísima sobre un cuadernillo cuadri-culado en el que el autor centró el drama sobre la locura a la zaga de Pirandello; sin olvidar los ma-nuscritos de Jorge Guillén (Arch.JG/77), que permiten leer, entre otras cosas, la poética de Cánticoy la traducción del Cementerio marino de Paul Valéry. El autógrafo de El Aleph (Mss/22323/10) deBorges, metáfora sobre el olvido y la creación literaria, nos ofrece, a su vez, el regalo añadido desus anotaciones y correcciones, junto a la dedicatoria a Estela Canto.

El manuscrito, que corre de mano en mano y se difunde en copias, tiene una vida limitada en elespacio que abarca una transmisión relativamente controlada en el tiempo. Desde don Juan Ma-nuel o Pedro Manuel de Urrea hasta la condesa de Aranda, doña Luisa María de Padilla o Góngo-ra, el miedo a perder el control sobre la obra propia se fue agrandando con el nacimiento de la im-prenta, que permitía multiplicarla y difundirla por el ancho mundo, fuera ya del alcance de su au-tor. A su vez, el cotejo entre manuscritos e impresos o entre impresos diferentes de una o distintasobras permite ver el resurgimiento de la misma en su traducción a otras lenguas, como ocurre,

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CUERPO Y MEMORIA DE LA LITERATURA

AURORA EGIDO

1 Cantar de Mío Cid, ed. de Alberto Montaner, Barcelona,Crítica, 2000.

2 Beatrice Jorgensen (Bibliography of Old Catalan Texts, Ma-dison, 1985) y Jesús Domínguez Bordona (Catálogo de losmanuscritos catalanes de la Biblioteca Nacional, Madrid,1931), han recogido ese amplio legado que incluye tam-bién obras como Lo savi en el seu jardí (Mss/3805), el pre-cioso Breviari d’Amor de Matfre Ermengau, manuscritocon miniaturas en grisalla, que perteneciera al conde deGuimerá, y Amors de Curial et Güelfa (Mss/ 9750), que dieraa conocer Milá i Fontanals.

3 Véase la ed. de ese auto sacramental por J. M. Ruano dela Haza (Kassel, Reichenberger, 2005), con los documen-tos del proceso.

Poema de Mío Cid [h. 1r.]. Madrid, Biblioteca Nacional,Vitr/7/17.

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por ejemplo, con El Llibre de les dones (Barcelona, Joan Rosenbach, 1495), de Francesc Eiximenis, cuyaportada, con mujeres que escriben y escuchan, nos ofrece una ventana abierta a un público lectorque luego renacería en la traducción castellana posterior como Carro de las damas (Valladolid, Juande Villaquirán, 1542).

La escritura fija las voces de la poesía en cancioneros manuscritos o impresos, cuyas letras sedifunden oralmente y a veces con el acompañamiento de la música. La narrativa y el teatro lastransmiten, a la par que las glosan y comentan, con variaciones que, en un viaje de ida y vuelta,van de lo popular a lo culto y viceversa, a través de un continuo proceso entre tradición y origi-nalidad que llega, por ejemplo, hasta el pasado siglo con el teatro y la poesía de un Federico Gar-cía Lorca. La historia de los manuscritos españoles se despliega en un abanico amplio y variadoque abarca desde los signos antropomorfos e ideoformas del Paleolítico Superior hasta los hitosque reflejan el reino visigodo o la cultura musulmana, junto a otros de estirpe judía o cristiana,como señales de la convivencia de sus tres culturas4. Los textos aljamiados, como el Poema de Yuçuf,entre otros, que se guardan en la Biblioteca Nacional, presentan, en caracteres arábigos, voces cas-tellanas que hablan, precisamente en ese aljamí o lengua extranjera, de la vida de José en cuader-na vía. Manuscritos que a veces no se imprimieron hasta el siglo XVIII, como ocurre con el Libro debuen amor, o que se copiaban para ser leí dos en voz alta en las cámaras reales, a veces con ilustra-ciones que permitían memorizar mejor sus contenidos a través del doble juego de lugares e imá-genes de la retórica memorativa.

La lírica de los trovadores medievales se expresó mayormente en gallego-portugués, y así loconfirman los cancioneros de los siglos XIII y XIV, como el Cancionero de Ajuda, el de la Vaticana o elde Martín Codax, en los que se funden la poesía provenzal y la autóctona a través de ricas cantigasde amor, amigo y escarnio. El castellano se utilizaba más para la prosa o la lírica popular. Poco apoco, sin embargo, este castellano fue ganando terreno en la lírica culta de la segunda mitad delsiglo XV, como se ve en el Cancionero de Baena y en el Cancionero de Palacio.

Un manuscrito del siglo XV, copiado en la corte de Alfonso V en Nápoles, el Cancionero de Stú-ñiga (Vitr/17/7), en escritura humanística y con miniaturas napolitanas de colores sobredorados,

4 Hipólito Escolar (dir.), Historia ilustrada del libro español.Los manuscritos, Madrid. Fundación G. Sánchez Ruipérez,1966.

5 Sobre el rigor poético en España y otros ensayos, Barcelona,Ariel, 1977.

6 Véase A. Rodríguez Moñino, Manual Bibliográfico de Can-cioneros y Romanceros, Madrid, Castalia, 1973, y Poesía yCancioneros (siglo XVI), Madrid, RAE, 1968; además de Ma-ría Cruz García de Enterría y J. Martín Abad, (dir.), Catálo-go de pliegos sueltos poéticos de la Biblioteca Nacional, Madrid,Universidad de Alcalá-Biblioteca Nacional, 1998.

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Letres e achtes de batalla [h. 3]. Madrid, Biblioteca Nacional,Mss/7811.

Francesc Eiximenis, El Llibre de les dones, 1495 [Portada].Madrid, Biblioteca Nacional, Inc/2019.

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refleja un momento de esa transmisión poética que tantos ecos tendría en los siglos posteriores.Semejante al Cancionero de la Casanatense en Roma, supone la unión de la poesía aragonesa y caste-llana en la corte del Magnánimo, que serviría de pórtico renacentista en ese reducido coto de laCorona de Aragón. Ya desde su primera página la alegoría de las virtudes que sostienen una co-rona de laurel delata la carga alegórica de unos poemas que se abren precisamente con la letra queda comienzo al poema «A cabo de mis dolores…». El Cancionero de Stúñiga es un espejo del mundorefinado de la corte napolitana en la que convivieron poetas como Carvajal, Juan de Dueñas o Pe-dro de Santa Fe, junto al propio Lope de Estúñiga, fervorosos seguidores de las canciones de amorcortés, los decires y panegíricos, las serranillas y las parodias castellanas, aunque paradójicamen-te no se dejasen influir por las nuevas corrientes italianas del momento que anunciaban ya otrosrumbos. La poesía de cancionero se caracterizó sobre todo por su variedad antológica, pues sonpocos los dedicados a un solo autor. La mayor parte de la poesía del siglo XV castellana la conoce-mos gracias a ellos, tanto si se trata de lírica propiamente dicha o de poesía narrativa, doctrinal osatírica. Canciones y decires que traducen el triunfo del octosílabo y que podemos leer gracias anumerosos ejemplos, como los del Cancionero de Herberay des Essarts y el Cancionero General de Her-nando del Castillo, cada uno con su propio perfil topográfico y estético.

De mayor eco que el de Stúñiga, el Cancionero general de muy diversas obras de todos o de los mas prin-cipales trobadores despaña en lengua castellana (R/ 2092), ordenado por Hernando del Castillo a partirde 1490, aunque publicado años más tarde (Valencia, Cristóbal Cofman, 1511) y con evidente éxi-to editorial, dibuja, ya desde su título, los afanes de un recopilador que presenta un millar de po-e mas correspondientes a los reinados de Enrique IV y de los Reyes Católicos. La colectánea, pre-sidida por el régimen trovadoresco, de tan rica tradición provenzal, lleva ejemplos que van desdela poesía culta, llena de artificiosos conceptos y juegos de palabras, hasta romances, villancicos,perqués y obras provocantes a risa, en la línea de las cantigas de escarnio galaico-portuguesas.Juan Álvarez Gato, Diego López de Haro, Florencia Pinar o Garci Sánchez de Badajoz son algunosde los autores que lo integran, con poemas a lo divino y a lo humano, y temas y formas que se-guirían gustando, pese a los cambios venidos de Italia, a lo largo de todo el siglo XVI y del siguien-te, como ya viera con acierto José Manuel Blecua Teijeiro5.

Por cauces paralelos y a veces confluyentes, el río del romancero fertilizó, sobre todo a partir delsiglo XIV, la poesía española, fijando el caudal de sus voces en numerosos cancioneros de romancesy en pliegos sueltos, que incluían, en su doble faz, vieja y nueva, una temática variada (épicos, deaventuras, fronterizos, moriscos o históricos), cuya tradición fue desfalleciendo a lo largo del pasa-do siglo en la Península Ibérica y en el continente americano, aparte de la rica vertiente sefardí quellegó hasta la isla de Rodas6. El «Romance dela reyna Troyana glosado: y un Romance de Amadis he-cho por Alonso de Salaya» (R/3665) o el «Romance de don Virgilios glosado con otros dos roman-ces del amor» (R/3666) dan fe de la pervivencia, en pliegos sueltos, de una riquísima tradición (dig-nificada incluso por quienes los coleccionaban y encuadernaban) que también supuso en el siglo XX

toda una forma de hacer historia y crítica literaria a partir de la escuela filológica creada por RamónMenéndez Pidal.

Las bibliotecas crecen horizontalmente en el tiempo, ordenadas y codificadas como el mejorantídoto contra el miedo a la verticalidad ambiciosa y confusa simbolizada por la Torre de Babel.En ellas conviven autores y lenguas distintas, que dialogan con el correr de los siglos en cuidada

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Comiençan ciertos romances …, s. xvi [Portada]. Madrid, Bi-blioteca Nacional, R/3660.

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armonía, abriendo sus páginas a petición de los usuarios, que, sin embargo, también pueden con-denarlas al silencio. Cervantes, sobre todo en el Persiles, fue pionero en el arte de crear un mundonovelesco en el que las lenguas en contacto se enriquecen unas a otras sin demonización babélica.El judío Jafudá Bonsenyuor escribió sus Paraules de savis (Mss/921) a principios del siglo XIV, mos-trando lecturas de influencia musulmana, como buen traductor del árabe, de la misma manera queel valenciano Jordi de Sant Jordi, amigo del marqués de Santillana, daba señas fehacientes en Lo cam-biador (Mss/10264) de cuanto representaría, en la Península Ibérica, la huella de la poe sía italiana,que alcanzaría su máximo exponente con la feliz conjunción del barcelonés Juan Boscán y el tole-dano Garcilaso de la Vega en la edición conjunta de sus Obras (Barcelona, Carles Amorós, 1543).

Las dos caras que el amor había desarrollado a lo largo de la Edad Media en los distintos géne-ros se mezclan en la fusión tragicómica de La Celestina de Fernando de Rojas, una de las obrascumbre de la literatura mundial, con una riquísima proyección en la narrativa y en el teatro, queterminó por convertirla en arquetipo de la medianera, lexicalizando su nombre. Con once edicio-nes entre 1499 y 1518, los grabados de sus portadas reflejaban los visajes de un personaje que ter-minaría por borrar el protagonismo de los jóvenes amantes7. Desde la edición de Burgos de 1499,se hicieron más de ochenta ediciones en el siglo XVI, sobrepasando el posterior éxito del Quijote,sin contar las numerosas traducciones al francés, italiano y otras lenguas, incluido el latín, comosi se tratara de un clásico. El Libro de Calixto y Melibea y de la puta vieja Celestina (Sevilla, ca. 1518-1520),ejemplar de la Biblioteca Nacional (R/26575[4]), aunque no lleva el nombre de su impresor, pare-ce fue obra de Jacobo Cromberger, que utilizó idéntica portada en otros libros suyos. En ese sen-tido, la historia del grabado celestinesco merecería consideración más amplia, pues llegaría hastalos pinceles de Picasso, como es bien sabido. El mencionado ejemplar, aunque destaca en la por-tada a Calixto y Melibea en la parte central, ofrece ya, en consonancia con el título, la figura cu-bierta de Celestina llamando a la puerta de la joven protagonista, como tantas veces aparecería enotras ediciones de la obra. Pensemos en la Tragicomedia de Calisto y Melibea (Toledo, 1506), en la deValencia (Juan Viñao, 1529) o en la de Juan de Ayala (Toledo, 1538), donde aparece en idéntica ac-titud, portando su famoso cestillo de embaucadora; el mismo de la edición de Lisboa, por Luis Ro-dríguez, 1540, luego recordado también por Lope de Vega en el que llevaba su celestinesca Fabiade El caballero de Olmedo. Y no de otro modo aparecería en la Comedia llamada Selvagia (Toledo, JuanFerrer, 1554), aunque, en este caso, la obra terminara con final feliz.

La historia de La Celestina a través de su transmisión y difusión en el romancero, el teatro o la no-vela, es, entre otras muchas cosas, ejemplo de cómo las obras podían sobrevivir a la censura, nosiendo expurgada hasta 1632, pues, como ocurre con don Juan, todos han tratado de perdonarla,atraídos por su personalidad arrolladora. La vida de Celestina, en letras, voces e imágenes, trasva-só los países, los siglos y las lenguas, conformando una famosa tríada, apuntada por Ortega y Gas-set, junto a don Quijote y don Juan, que pasaron a ser figuras del patrimonio de la humanidad ydesconectadas ya de su obra original, sobre todo en el caso del burlador. Entre los muchos ejem-plos de su pervivencia, está «La Celestina» con la que se abrió el segundo volumen de Los españolespintados por sí mismos (Madrid I, Boix, 1844) (cat. 37), donde aparece, en uno de los grabados de esacuriosa obra costumbrista, vestida de negro, con la cabeza cubierta y con una carta en la mano8. Eltexto en prosa de «El Solitario» Estébanez Calderón, enriquecido con fragmentos de la Segunda Co-media de Celestina y con las «Coplas de las comadres» de Rodrigo de Reinosa, daba fe de una evolución

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«La Celestina». En: Los españoles pintados por sí mismos [p. 1](cat. 37).

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que hasta el siglo XIX abarcó el teatro, la copla, la imagen y la vida misma encarnando un tipo fa-miliar y popular, hipócrita en la iglesia y fingidora en casa de las doncellas. Estébanez la describiócon ironía y humor, por encima de la tradición demoníaca y astuta que acarreara, como una fi-gura ya casi innecesaria, pues dice a propósito de ella: «las negociaciones de amor suelen hacerseahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría», probando además, por si fueranecesario, que la literatura es siempre historia de la literatura.

No deja de ser curioso que las letras españolas, que habían alzado a categoría de personaje trá-gico un ser que pertenecía, por tradición retórica y poética, al estilo bajo o humilde, aportasentambién a la historia literaria la invención de un género que hoy conocemos como novela pica-resca y que se inauguró con La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554), dondeun protagonista de biografía no deseable contaba su vida en primera persona erigiéndose en pro-tagonista de un género de consecuencias incalculables para la literatura. Aunque su éxito edito-rial no fuese excesivo hasta la aparición de la primera parte de El Guzmán de Alfarache (1599) de Ma-teo Alemán, el Lazarillo fue piedra angular que tendría además sus continuaciones, configurandoun arquetipo de amplia proyección artística en los visajes de la pobreza de un Ribera o de un Ve-lázquez, y alcanzando sus cotas máximas con el mencionado Guzmán y con el Buscón de Francis-co de Quevedo. La obra de Alemán tuvo una importancia decisiva en la narrativa del siglo XVII ysin ella no se explican del todo obras como El Criticón de Gracián, que además la comentó en laAgudeza y arte de ingenio, aunque otros, como Cervantes, ya se habían distanciado antes de la pica-resca pura, según se ve en Rinconete y Cortadillo.

7 Fernando de Rojas, La Celestina, ed. de F. J. Lobera, G. Se-rés y otros, Barcelona, Crítica, 2000.

8 Galería de estereotipos, desde el torero y la patrona dehuéspedes, hasta el ama del cura o el guerrillero, descri-tos por García Gutiérrez y Fermín Caballero, entre otros,que tuvo su proyección en Larra y en la narrativa de lossiglos XIX y XX, junto a obras como las Escenas matritensesde Mesonero Romanos y Los hombres españoles, americanosy lusitanos.

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Feliciano Silva, La resurrección de Celestina, 1535 [Portada].Madrid, Biblioteca Nacional, R/39769.

Francisco de Quevedo, Historia de la vida del Buscón …,1626 [Portada]. Madrid, Biblioteca Nacional R/10747.

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La Vida y hechos del pícaro Guzmán de Alfarache. Atalaya de la vida humana de Mateo Alemán, salida dela imprenta de Geronymo Verdussen en Amberes, 1681, representa esa proyección en español de lasprensas europeas, que facilitaría sin duda la lectura, traducción e imitación de la misma en distintospaíses. Los preciosos grabados desplegables de Gaspar Bouttats recreaban los episodios de la nove-la, sintetizando también las secuencias de la misma en una sola página liminar que anticipaba sucontenido. En ella se incluía además el retrato de un protagonista pobre y roto, flanqueado por sietemedallones que dibujaban capítulos de su vida, y cuya presencia venía así a ocupar el lugar destina-do al autor de la obra.

La picaresca, en este sentido, tuvo una proyección plástica en los libros que sintetizaron además lahistoria del género, como se observa en el Libro de entretenimeinto de la pícara Justina (Medina del Campo,1605, R/11463) de Francisco López de Úbeda –obra atribuida ahora a fray Baltasar Navarrete porAnastasio Rojo–, donde la nave de la vida conduce hacia el río del olvido tanto a Celestina y a Guz-mán como a la propia Justina, arrastrando también la barquichuela de Lázaro de Tormes; remedo, asu vez, de aquella otra nave que llevara a Rampín y a la protagonista del Retrato de la Lozana andaluza(Venecia, 1528) en su portada. La pobreza tuvo muchas caras, sin duda, en el Siglo de Oro español.Las del arte y la literatura la reflejaron de manera autónoma, desgajadas del árbol de la caridad, al quepertenecían por tradición iconográfica9. De ese modo, pudieron correr por cuenta propia en emble-mas, estampas, cartelas, pliegos sueltos, cuadros y narraciones, que no olvidaron además la arquitec-tura de los hospitales que los albergaron ni los Discursos del amparo de los legítimos pobres (Madrid, 1598)de Cristóbal Pérez de Herrera. Pensemos también en la temprana visión que sobre la pobreza tuvoLuis Vives y toda una literatura española que trataría de acogerlos y redimirlos por el trabajo desdeuna perspectiva moderna que abarcaría luego desde el Niño tullido (1642) de José de Ribera a la pelí-cula Nazarín de Luis Buñuel, tan a la zaga también de Misericordia de Galdós, entre otros muchos ejem-plos que el pobre suscitaría a través de los siglos en todos los campos de la cultura.

La pobreza, tan unida a la personalidad y a la obra de Cervantes, como ha resaltado Antonio Ga-moneda en su discurso «Valor poético del Quijote» del 23 de abril de 2007, es consustancial a ciertas

9 En nuestro trabajo De la mano de Artemia, Barcelona, J.Olañeta-UIB, 2004.

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Francisco López de Úbeda, Libro de entretenimeinto de lapícara Justina, 1605. Grabado de Juan Bautista Morales.Madrid, Biblioteca Nacional, R/11463.

Benito Pérez Galdós, Misericordia, 1897 [Portada].Madrid, Biblioteca Nacional. R/36574.

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formas de poesía que (como las de Paul Celan o las del autor del Libro delfrío) se apoyan en un desprendimiento de las gangas del lenguaje. Des-de esa perspectiva, la experiencia mística, basada en una operación derenuncia que llega hasta la negación absoluta, discurre en paralelo conla literatura que trata de explicarla o transformarla en categoría poéti-ca, incluso a través de la prosa, como ha hecho recientemente Luis Ma-teo Díaz en El fulgor de la pobreza. No olvidemos además que el místico yel poeta tienden a expresar lo inefable, coincidiendo a veces en un mis-mo afán, como muestran sobre todo santa Teresa de Jesús y en particu-lar san Juan de la Cruz, exponentes de una tradición riquísima, tanto enOriente como en Occidente, y que supieron adelantarse a los presu-puestos de la prosa autobiográfica o de lo que hoy entendemos –desdela óptica juanramoniana– como poesía pura.

Los libros de la madre Teresa de Jesús (Salamanca, Guillermo Foquel,1588) (R/16208) recogían la Vida, el Camino de perfección, los Avisos, lasExclamaciones y el Castillo interior o las Moradas, sacralizando literaria-mente a su autora antes de que llegara a los altares. En el primer volu-men, con la Vida, Teresa aparece retratada junto a una banderola queconsagraba lo excelso de una inspiración ya no vinculada a las musasdel panteón clásico, sino a la intervención del Espíritu Santo, que apa-rece junto a ella. Pero antes de que el lector pudiera percibir las noveda-des de una autobiografía sorprendente, comparable a las Confesiones desan Agustín y que ha atraído a lectores tan dispares como Rosa Chacelo Norman Mailer, el libro acarreaba la joya de la censura de fray Luis deLeón, encargado de la edición. En ella no sólo garantizaba el agustino lasana ortodoxia de los libros de la madre carmelita y su utilidad para evi-tar los engaños y alcanzar a Dios, sino que canonizaba un estilo sor-prendente que poco tenía además que ver con el del autor de los Nom-bres de Cristo. El agustino, aunque afirma no haberla conocido mientrasestuvo en la tierra, dice que vive en el cielo y que la ve «casi siempre endos imágenes vivas que nos dexo de si, que son sus hijas y sus libros».Fray Luis ratificaba así de igual modo las fundaciones carmelitanas ylos frutos literarios, como si, en Teresa de Jesús, vida y obra fuesen lomismo. Pero lo más sorprendente es tal vez la admiración de este pro-fesor salmantino por las libertades literarias de una escritora que se sal-taba las leyes de la retórica para discurrir a lo libre:

Que aunque en algunas partes de lo que escribe antes que acabe la razonque comienza la mezcla con otras razones y rompe el hilo començandomuchas vezes con cosas que inxiere, inxierelas tan diestramente, y hazecon tan buena gracia la mezcla, que ese mismo vicio le acarrea hermosuray es el lunar del refran.

Embelleciendo una tara aparente y convirtiendo un lunar sintácti-co en la gracia del libro, santa Teresa daría una lección insospechadaque muchos tardarían en aprender, pero que no pasaría inadvertidaa otro maestro del escribir desconcertado como Miguel de Cervan-tes, que ya en la primera parte del Quijote hizo, de tal lunar, poéticade su escritura. La «fundadora de monasterios de monjas y fraylesCarmelitas descalços de la primera regla» –como figura en el títulode la portada de esa edición– se erigía también en fundadora de unainvención literaria que supo mucho de la aridez del camino de per-fección del lenguaje y de las moradas literarias, a las que rindierahace tan poco su penúltimo homenaje crítico Claudio Guillén. Por lomismo, erigir castillos literarios, ya fuesen cárceles de amor como lade Diego de San Pedro o palacios fantásticos como el de la Sabia Fe-licia en la Diana de Montemayor, era tarea relativamente sencilla,pues gozaban de una rica tradición en la topografía y la topotesia re-tóricas. Levantarlos en el fondo del alma era tarea más compleja,aunque la historia de la mística renana y española, a la zaga de la quepracticaron los primeros místicos cristianos, ofreciera ejemplos alrespecto. Pero nadie sistematizó como ella un proceso que trataba devisualizar una peregrinación hacia dentro de sí, para luego elevarsehasta lo más alto.

Claro que, quien mejor sublimaría ese doble proceso de interioriza-ción y elevación sería sin duda san Juan de la Cruz, quien, antes de susexégesis explicativas en prosa, había reducido a clave poética el com-plejo proceso de la unión mística, siguiendo, entre otros, el camino delPseudo-Dionisio y cuantos se habían acogido a la poética de la nega-ción y del silencio. La Declaración de las Canciones, que tratan del exerciciode amor entre el Alma, y el Esposo Christo (Bruselas, G. Schoevarts, 1627)representa un eslabón en la cadena de testimonios manuscritos e im-presos sobre uno de los poe tas más grandes y a la vez más breves de laliteratura universal. Publicada a nombre del «venerable Padre Fray Iuande la Cruz», y a petición de la madre Ana de Jesús en 1584, renacía delas prensas belgas mostrando el interés por una poesía que, sin em-bargo, ya no tendría un eco similar en las letras del Barroco ni en lossiglos posteriores hasta bien entrado el siglo XX. El ejemplar conserva-do en la Biblioteca Nacional (R/7515), lleno de tachaduras y correccio-nes, ha dejado las huellas de un lector atento, que corrige las anotacio-nes entre las páginas 3 a 33, mostrando además indicios de haber per-tenecido a bibliotecas tan diferentes como la de un convento deSalamanca y la Biblioteca Real. Así se leen los versos y comentarios dela «Canción quarta», donde la naturaleza, libro divino, aparece comovestigio paulino y agustiniano del Creador:

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O bosques y espesurasPlantados por la mano del amado!

O prado de verdurasDe flores esmaltado

Decid si por vosotros ha pasado?

En ellos, la mano del anónimo lector corrigió en el segundo verso:«plantadas» y «de mi amado», haciendo suyo el poema, pues la historiade la lectura es también la de la literatura y la de las bibliotecas perso-nales, que cada uno ordena, mentalmente o en los espacios de su casa,con una armonía particular que desea asemejarse a la perfección delmundo, como ha dicho Alberto Manguel en La biblioteca de noche (Ma-drid, Alianza, 2007). Pero la poesía de san Juan, aunque se hiciera librocon sus comentarios en prosa y en las distintas ediciones que la perpe-tuaran, es mucho más que letra impresa, salida como fue de los arcanosdel alma y que, antes de plasmarse en papel, se construyó como canto,luego escuchado, aprehendido, memorizado y transmitido en variantesa través de otras voces, por claustros y jardines conventuales, converti-da ya en símbolo de la poesía que calla, desciende y olvida para mejorelevarse. Esos tonos divinos, sin embargo, debían mucho a los huma-nos, pues la poesía de san Juan no puede explicarse sin la estela de Gar-cilaso, y no sólo por los contrafacta de Sebastián de Córdoba, sino por lalección en prosa y verso de un fray Luis de León o de la poesía de loscancioneros, que ya habían mostrado hasta qué punto la caza de amorera de altanería.

Las obras de Boscán y algunas de Garcilasso de la Vega repartidas en quatro li-bros (Barcelona, Carles Amorós, 1543) habían inaugurado muchos añosantes, en su edición conjunta, una nueva manera de hacer poesía que ellibro dibujaba como camino ascendente a través de su división cuater-naria. Del octosílabo al endecasílabo, y de Boscán a Garcilaso, los ver-sos rompían el porrazo del consonante con una métrica más compleja,dando testimonio de una revolución venida de Italia que ambos amigoshabían ya librado años antes. Carles Amorós, de origen provenzal y queese mismo año publicó Les Obres de Ausiàs March –tan leído por los po-e tas del resto de la península–, ofrecía así a los lectores un libro de enor-me repercusión en la historia de la poesía, con portada a dos tintas ycon su nombre en letras de tamaño mayor que las de los autores. Gar-cilaso aparecía en él consagrado en su calidad de clásico, que se iríaacrecentando con el tiempo, al ser luego comentado como un Horaciopor el Brocense o por Herrera, pero, sobre todo, al ser imitado por unalegión de poetas, más allá de escuelas y corrientes, proyectándose haciael futuro en cuantos ambicionaron convertirse en escuderos suyos o al-canzar el tono de «la voz a ti debida».

La lectura y seguimiento de la poesía garcilasista no se olvidó de losgrandes poetas del XV, como Santillana o Mena, ni en particular de Jor-ge Manrique, cuyas coplas se memorizaron, glosaron y editaron conti-nuamente. Un ejemplo, entre muchos, lo constituye la Glosa religiosa ymuy christiana sobre las Coplas de don George Manrique, que comiença, Recuer-de el alma dormida agora de nuevo segunda vez impressa, i por su Autor corregidai emendada (ca. 1560), que viene sacralizado en su portada por una ale-górica xilografía de Nuestra Señora del Paular, convento cartujo dondeRodrigo de Valdepeñas era prior10. La entrada del endecasílabo, verda-dera letra de cambio, no desterró, desde luego, las formas octosilábicas,de riquísima proyección en el romancero y sobre todo en el tea tro, peroconfiguró una nueva forma que, como siempre ocurre en poesía, alte-raba también el fondo de la misma. Sin él no se explica además el anchocauce de la poesía épica por el que discurrieron tantas obras del Siglo deOro en España e Hispanoamérica. Entre ellas, la Araucana de Alonso deErcilla, cuya primera estrofa niega ya cuanto el poeta abandona para en-tregarse de lleno a la herrumbrosa fiebre y lanza de la épica («No las da-mas, amor, no gentileza / De caballeros canto enamorados…»).

La Primera, Segunda y Tercera Parte de la Araucana de D. Alonso de Erci-lla, Madrid, Juan de la Cuesta, 1610 (R/12035), dedicada al rey Felipe III,discurría en octavas que marcaban la pauta de la altura épica concedi-da genéricamente por Aristóteles, apuntando además una concepciónde la poesía como ciencia o profesión de poeta eruditus que debía tenerconocimientos amplísimos. Pues, en efecto, el canto primero declaraba«el asiento y descripción de la Provincia de Chile, y Estado de Arauco,con las costumbres y modos de guerra que los naturales tienen», pa-sando luego a tratar de las conquistas que los españoles hicieron hastaque Arauco «se començó a rebelar». Así se inicia un largísimo recuen-to de «El valor, los hechos, las proezas / De aquellos Españoles esforza-dos, / Que a la cerviz de Arauco no domada / Pusieron duro yugo porla espada». Lo particular de la historia y lo universal de la poesía uníanlas dos orillas en la controvertida «conquista» que tantos ríos de tintadesatara. La lítotes de esa «cerviz no domada» de Arauco caracterizabaasí la doble perspectiva de uno de los poemas más ricos del Siglo deOro, lleno de reminiscencias orales, y en el que el autor aparece a la vezcomo protagonista y narrador, siguiendo además una vieja tradición depoetas soldados que incluiría, entre otros, a Bernal Díaz del Castillo,Cervantes, Gracián, Cadalso o Miguel Hernández.

La épica descendió, sin embargo, al territorio de la risa, gracias a ve-ces a la misma mano que la elevara, como fue el caso de Quevedo,quien también hizo otro tanto en el terreno de la poesía amorosa,donde subió a las más altas cotas del ideal neoplatónico o se detuvo en

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el amor ferino en clave de burlas. El parnaso áureo discurrió por esas dos laderas y frecuentóuna riquísima variedad de metros y temas que trataban de reflejar la que a su vez ejemplificarael monte de las musas. Estas sirvieron además de estandarte en innumerables batallas poéticas,sobre todo en la mantenida entre culteranos y conceptistas, invadiendo incluso el terreno de lasmitografías, que tanto hicieron por la construcción del canon, como ocurre con el Theatro de losdioses de la gentilidad de Baltasar de Vitoria.

El Parnasso español: monte en dos cumbres dividido, con las nueve musas castellanas, Madrid, Diego Díez de laCarrera, 1648 (R/4418) (cat. 163), dibujaba precisamente la coronación de su autor, Francisco de Que-vedo, en tal lugar y compañía. Y por si fuera poco, otro retrato suyo aparecía al pie, dentro de una orlasostenida por el diablo, que daba así sentido a las dos caras de su poesía. Los grabados de Juan Noorty Hermann Panneels, dibujados por Alonso Cano, reflejaban así los perfiles divinos y humanos del au-tor. La obra llevaba además el adorno y la censura de Joseph Antonio González de Salas, que ilustra-ba y corregía los versos del autor, incluso poniendo él mismo de su cosecha alguno de los epígrafes.Es el caso del famoso soneto que empieza «Cerrar podrá mis ojos la postrera …», construyendo asíuno de los títulos más hermosos de la literatura española: «Amor constante más allá de la muerte», decuyos frutos últimos da fe un relato de Gabriel García Márquez, Muerte constante más allá del amor.

La serie de grabados de Panneels en la Biblioteca Nacional (U/10185), que muestran variantes delmencionado monte parnasiano de Quevedo respecto a la edición de 1648, presenta nuevos ejem-plos de un anchísimo campo literario, pictórico y escultórico que convirtió la mitología grecolati-na en trasunto de infinidad de temas en el teatro y en todos los géneros11. Aparte habría que con-siderar los viajes y aganipes parnasianos de una poética convertida –como lo fueron las mismasmitografías, desde las de Bocaccio o Conti– en fundamento de lo que hoy se entiende por historiade la literatura. Ese modelo mitológico, que consagraba a los españoles como clásicos, pervivió en elSiglo de las Luces, pues la imprenta madrileña de Sancha, tan adicta a Quevedo, publicaría en 1794las Obras con el título de El Parnaso español en dos cumbres dividido, en tres tomos, con estampas de lasmusas dibujadas por Luis Paret y otros.

10 R/10385. Véase A. Pérez Gómez, Glosas a las coplas deJorge Manrique, Cieza, 1963.

11 Otro ejemplo a considerar es el de Las Tres Musas Ulti-mas castellanas. Segunda cumbre del parnaso español de Francis-co de Quevedo, sacadas por su sobrino Pedro Aldrete, Madrid,Imprenta Real, 1670 (5/11659), objeto a su vez de variasediciones posteriores, algunas tan ricas como las de Iba-rra y Sancha en el siglo XVIII.

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Juan Boscán, Las obras de Boscán y algunas de Garci-lasso … [h. 12r.] (cat. 157).

Luis Paret y Alcázar, «Terpsícore». En: Francisco de Quevedo,El Parnasso español, 1794 [entre p. 442 y 443]. Madrid, Biblio -teca Nacional. U/1859.

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Delicias del Parnaso se había titulado el libro de poesías de Góngora en 1634, publicado en Barcelo-na por Pedro Lacavallería, donde se recogieron sus romances y su poesía satírica. La literatura par-nasiana invadió las letras del Siglo de Oro, llenando, con la serie casi infinita de los dioses del pante-ón clásico, incluso los espacios de la vida cotidiana, particularmente en su lado festivo, como vemosen un cartel de los muchos que se han perdido, convocando, en Alcalá de Henares, a unas justas po-éticas. Enmarcado por unos adornos, el título de Espada invencible del Marte Español bravo coronado…(VE/64/80) (cat. 176) elevaba a la autoridad real «el ilustre coro de las nueve musas» a través de unaserie de certámenes a los que los poetas quedaban sujetos respecto a temas, metros, pinturas y jero-glífico. Colgados en puertas y calles, representaron a gran escala, como los que anunciaban las co-medias, la prueba de un siglo que, a la altura de 1671 –como es el caso–, todavía trató de convertir-lo todo en poesía, aunque, eso sí, con la precisión de que no se premiaría a quien se desviase un ápi-ce del programa trazado por los jueces de la Universidad de Alcalá, de sus colegios y de su Iglesia.

Otro ejemplo precioso de la incontenible fuente de Aganipe es precisamente el que ofrece sorJuana Inés de la Cruz, síntesis de la tradición poética hispana y voz originalísima de una religiosadel monasterio de San Jerónimo el Real de la imperial ciudad de México, tal como la describierala portada de su Inundación Castálida (R/3053), publicada en Madrid por Juan Camacho Gayna en1689. Ésta la consagraba además como «la única poetisa, musa dezima», a la par que anunciaba lavariedad de metros, asuntos y estilos que contenía, encareciendo además el ingenio de su autora.Dedicado a la condesa de Paredes, doña María Luisa Gonzaga Manrique, la obra se abría precisa-mente con el comentadísimo soneto dedicado a ésta, que empieza: «El Hijo que la Esclava ha con-cebido …», donde sor Juana indicaba, entre otras cosas, que el libro llevaba únicamente las obrasque había podido encontrar y copiar. Hija de un capitán vascongado y de una criolla, y que noconsiguió, como deseaba, pasar por la Universidad, sus esfuerzos por leerlo todo nos recuerdan,en ese sentido, la extraordinaria erudición de un Lope de Vega, también autodidacta, aunque susvidas y sus obras anduvieran por distintos derroteros.

Pero el asombro que produjera su erudición no es comparable al de su poesía, que, aunque es-crita aparentemente por mandato o a petición de otros, desprende la voluntad de imponersecomo escritora y persona amante de la sabiduría y de las letras. En ella destaca particularmenteesa «razón de belleza» o «belleza de la razón», que también acrisola los principios de la naturalezaordenada y realzada por las reglas del arte. Su defensa en la Carta Atenagórica (VE/126/8) recuerdala misma fuerza y libertad con la que santa Teresa se defendía ante los letrados, armadas ambasúnicamente con la librea de la discreción que les permitiera su tiempo12.

La Inundación Castálida, título que perdieron las ediciones posteriores de sus Poemas, salió de lasprensas madrileñas sin la corrección de sor Juana, según opinión de Méndez Plancarte y Georgi-na Sabat de Rivers, autora de una edición de la obra que respetó la secuencia original13. No dejade ser interesante que los preliminares del libro anuncien, una «voz del Nuevo mundo», encareci-da como propia de un «genio mugeril tan incomparable». El libro, además de exponente del real-ce de la escritora es, en cierto modo, toda una historia de la lírica culta y popular de los Siglos deOro en España y América, incluso en lo que atañe a la parcela dramática. Amante de los enigmas, ydel concepto graciano, nacido de las bodas que el Arte celebra con el Ingenio, la poesía de sor Juana,una y variada al tiempo, discurre con igual destreza en sonetos, romances, décimas y letrillas de te-mática amplísima. Basada en los principios de la filosofía poética, sor Juana aparece como para-

12 J. A. Rodríguez Garrido, La Carta Atenagórica de Sor Jua-na. Textos inéditos de una polémica, México, UNAM, 2004.

13 Madrid, Castalia, 1982. Y véase en particular el artícu-lo de A. Alatorre en NRFH, 2006 I, pp. 103-142, conti-nuación de otro, en Ib, 2003.

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digma de los filopoetas invocados anteriormente por López Pinciano, que situaron en el monte dela mente la fuente de sus versos, pues no en vano el amor constituía, desde la traducción misma delos Dialogos de amor de León Hebrero que hiciera el Inca Garcilaso, toda una «filografía».

Sus loas, como el resto de sus poemas, reflejan además la estilización de un subgénero que ellafecundó con la savia de una sociedad distinta en su perfil social y humano, dándole además unacategoría literaria en la que, como ya ocurriera con las de Calderón, cabían los más altos concep-tos filosóficos y teológicos. La Inundación ofrece además ejemplos de una literatura efímera surgi-da del arte conmemorativo, que erigía arcos triunfales o monumentos funerarios en las ocasionesmás diversas. Su Neptuno alegórico se convierte de ese modo en un exquisito ejercicio de adornadaéckphrasis, en el que la autora explica además los orígenes clásicos de un género cargado de emble-mas y jeroglíficos, adaptados a la peculiaridad de la ciudad de México. Sor Juana, que buscó sobretodo, en su vida y en su obra, «las riquezas del entendimiento», supo también, como tantos poe-tas de su época, rendirse a los atractivos de las musas burlonas, o merlincocayas, solazándose enjácaras festivas y graciosos estribillos, como aquel de Porto-Rico que decía: «Tumba, la, la, la, /tumba la, le, le», en una de sus ensaladillas. Sin olvidar, claro está, la voz de los incas y sus bailes,como el del tocotín, que se danzaba en las fiestas sagradas de Yucatán, y que ella recrea, fundien-do las voces de las dos orillas, incluyendo las de vizcaínos y portugueses:

Los Padres benditoTiene ô RedentorAmo nic neltocaQuimati no Dios.

Vestigios, entre otros muchos, que conforman la figura de una gran escritora que, por decirlo conpalabras de Octavio Paz, no se dejó avasallar por «las trampas de la fe», impugnando los sermonesdel jesuita Antonio de Vieira o creando una poesía que desbordaba, a lo humano, los límites de lodivino.

El llamado Siglo de las Luces, aunque discurrió por otros derroteros, no olvidaría las sutilezas delingenio y, pese a condenarlas, supo no negar la evidencia que la autoridad de Lope, Calderón oQuevedo suponían a la hora de avalar diccionarios e historias de la literatura. Al margen de la poe -sía medieval, sobre la que tanta luz se proyectara entonces, el rescate de la poesía del siglo XVI y cier-tas formas clásicas del XVII casaban bien con los presupuestos de mezclar lo útil con lo dulce, perosin las aberraciones de estilo que los neoclásicos veían encarnadas en la época de los Austrias, par-ticularmente en el Polifemo y las Soledades de Góngora, aunque un León y Mansilla se atreviera a con-tinuar estas últimas. El siglo XVIII fue particularmente adicto a las delicias de la Arcadia clásica, vis-tas a través del prisma garcilasiano, recreado en numerosas églogas por Porcel y otros poetas.

A ese y otros respectos, la labor editorial fue inmensa y tuvo en la traducción de los clásicosuno de sus más ricos exponentes. Un punto álgido en ese proceso lo representó la versión cas-tellana de Gabriel Antonio, hijo de Carlos III, con la supervisión de Pérez Bayer, de La conjuraciónde Catilina y La guerra de Yugurta de Salustio, publicadas en la imprenta de Ibarra en 1772, con no-tas e ilustraciones que suponían un doble trabajo de fuentes iconográficas y literarias. De ahí el in-terés que supuso también la obra de Villegas, rescatado por muchos autores como Cadalso, quelo tuvo de modelo. El asunto nos llevaría demasiado lejos, pues esa vuelta a un nuevo clasicismo

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Sor Juana Inés de la Cruz, Carta Atenagórica [h. A]. Madrid,Biblioteca Nacional, VE/126/8.

Salustio, La conjuración de Catilina y La guerra de Yugurta,1772 [p. 1]. Madrid, Biblioteca Nacional, R/22282.

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comportó el logro de una nueva sensibilidad poética, como la repre-sentada por Meléndez Valdés, al que tanto admirara, por cierto, hacepocos años José Hierro. En ese proceso, que recuperó voces como lasde Herrera, fray Luis, o los Argensola, la obra anacreóntica en versos sa-ficoa dónicos de Villegas imprimiría una nueva sensibilidad poéticaque ya había sido apoyada por la Poética de Luzán.

La edición de Esteban Manuel de Villegas, Las eróticas y traducción deBoecio (Madrid, Antonio de Sancha, 1774, U/10185-86) consolidabaasí unos gustos que ya habían apuntalado imitaciones como las de Ni-colás Fernández de Moratín14. El texto fue revisado por Vicente de losRíos a partir de la edición que Villegas hiciera en 1617 y 1618 de lasodas de Horacio y de Anacreonte. Publicadas en dos volúmenes confrontispicios en cada una de sus portadas, incluían el retrato del autor apartir de las calcografías de tres académicos de Bellas Artes, con una in-troducción sobre la vida del poeta por el mismo Vicente de los Ríos,que establecía así un hilo de unión entre la Edad Media y los siglos XVI aXVIII. Un ideal poético se expresaba así a través de unos versos que ha-bían tratado de que el castellano sonara como el metro latino, al igualque, desde la perspectiva modernista, procuraría hacer más tarde Ru-

bén Darío. De este modo, sin las ataduras de la rima, la poesía se adap-taba al molde clásico en un libro que Villegas había dedicado a Felipe III(«trompa sonando de metal robusto»), poniéndolo al servicio de unosgustos que buscaban la musicalidad en el ritmo y en la percepción sen-sorial. Téngase en cuenta al respecto el éxito del libro La música de To-más de Iriarte (Madrid, Imprenta Real, 1784, 2.ª ed., U-6572), traducidoa numerosas lenguas europeas, con finísimas calcografías que resucita-ban las delicias de la Arcadia.

En el terreno de la prosa destacan en ese siglo las Cartas marruecas delcoronel D. Joseph Cadahalso, publicadas en Madrid, en la imprenta de San-cha, 1793 (2/25346). Con ellas, su autor, al igual que hiciera Mor deFuentes con La Serafina, resucitó uno de los dos géneros por excelenciadel Humanismo, junto al diálogo, tal y como en Francia habían hechocon anterioridad Montesquieu y Rousseau15. La carta ficticia servía denuevo a la transmisión de una cultura en proceso de cambio en la quelas leyes del mercado y la presión política influían además en los propiosescritores. Cadalso reconoce en la carta LXVI que hay muchos que es-criben sobre lo que agrada al público y otros, «lo que les mandan escri-bir». Nigel Glendinning, tan buen conocedor y editor de su obra, estudió

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Tomás de Iriarte, La música, 1784 [Portada]. Madrid, Biblioteca Nacional, U/6572.

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además su proceso de transmisión, pues las Cartas salieron por entregas en el Correo de Madrid an-tes de convertirse en libro, al igual que tantas otras obras literarias aparecidas en los diarios de esesiglo y de los siguientes16. Los periódicos de finales del siglo XVIII fueron, sin embargo, reacios a ladivulgación de las ideas de Voltaire y Rousseau, de ahí que esa obra y Los eruditos a la violeta sufrie-ran el peso de una censura que se hizo más fuerte tras el Motín de Esquilache.

En las Cartas, como en el resto de su obra, Cadalso ejemplificó la lucha entre la tradición literaria au-tóctona y la innovación que venía de fuera. En este sentido no parece casual el título de una obra quese basa en la correspondencia entre dos árabes, Ben-Beley y Gazel, y un cristiano de nombre Núñez,que debaten sobre sus distintas creencias, partiendo de un perspectivismo que recuerda el del Quijo-te. Al igual que en el Renacimiento y en el antiguo mundo clásico, las epístolas ficticias ahondaban enla crítica y en la sátira de costumbres, alcanzando incluso a la figura de los reyes de la monarquía aus-triaca, que representaban una época obsoleta e inoperante desde la óptica de los Borbones. El estatis-mo del género se dinamiza en esta obra con los viajes de los protagonistas, que revisan su mirada so-bre los problemas propios y ajenos para elevarlos a categoría humana desde una postura distanciaday no exenta de ironía que trató de incorporar a la creación literaria la filosofía de la razón. Sin restarmérito a Las cartas persas de Montesquieu, la óptica cervantina aplicada al Quijote ofrece aquí una nue-va manera de interpretar y ver que ya presenta sus claves en la introducción, donde el modelo de CideHamete Benengeli creado por Cervantes se proyecta en ese manuscrito ficticio incorporado por Ca-dalso, que recuerda El manuscrito encontrado en Zaragoza (1804) de Jan Potocki.

La combinación de ese exotismo, tan neoclásico, propiciado por los interlocutores, y ese viejoesquema del manuscrito encontrado, ya usado, por otra parte, en las novelas de caballerías, ofre-ce así un doble juego topográfico y narrativo en el que el autor se presenta como editor, inclusocon asteriscos que delatan la supuesta mano del copista. Pero esas y otras marcas cervantinas nose acabarían en el Siglo de las Luces, como es bien sabido, sino que continuarían en Larra y, en par-ticular, gracias al enorme auge de la novela europea en el siglo XIX, proyectándose después connuevas perspectivas en España e Hispanoamérica. Su rastro se hace inabarcable, perviviendo enla fusión de narrativa y ensayo propiciada por Borges, o en la resurrección del realismo mágico re-presentado por Alejo Carpentier o Gabriel García Márquez, y que ya tuviera en el Persiles cervan-tino su más claro precedente con lo fantástico verosímil. Pero ésa es otra historia.

Como puente entre dos siglos, consideraremos las voces de Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalíade Castro, que supusieron, cada uno a su manera, un cambio radical en los gustos heredados delRomanticismo. El testimonio autógrafo del Libro de los gorriones. Colleccion de proyectos, argumentos,ideas y planes de cosas diferentes que se concluirán o no según sople el viento de Adolfo Claudio D. Bécquer 1868Madrid 17 jun. (Mss/13216) (cat. 168) ofrece una obra en marcha recogida entre las seiscientas pá-ginas de un cuaderno rayado de contabilidad17. El recuerdo de los cuadernos con tapa de hule enlos que Carmen Martín Gaite escribía sus novelas y cuentos aflora al leerlo, y también la reflexiónque toda obra impresa suscita respecto a un proceso de creación que tuvo y sigue teniendo en elsoporte del papel y en las diligencias de la pluma su principal protagonista, sobre todo, como en estecaso, cuando lleva la marca del autor, que escribió de su puño y letra: Libro de los gorriones, aña-diendo una Introducción sinfónica y La mujer de piedra, además de las Rimas, un índice y un pequeñodibujo de la casa del poeta en Toledo. Pero lo más curioso es el hecho de que el espacio entre laspáginas 20 a 528 aparezca en blanco, dejando así en el vacío el futuro de una obra que no tuvo lugar.

14 Luisa López Vidriero, «La imprenta en el siglo XVIII», enHipólito Escolar (ed.), Historia del libro español. De los incu-nables al siglo XVIII, Madrid, Fundación G. Sánchez Ruipé-rez, 1994, pp. 201-269, quien destacó también la reedi-ción de la Biblioteca Hispana Nova y de la Vetus de NicolásAntonio (Madrid, J. Ibarra, 1781, 1783 y 1788). TambiénJuan Carrete Parrondo, «La ilustración de los libros. Si-glos XV al XVII», Historia del libro, pp. 271 y ss.

15 Biblioteca Nacional, ms. 17845(1). Perteneció a Ga -yangos y se completa con otro de la Real Academia de laHistoria. En él aparece la Introducción con las ocho pri-meras cartas y parte de la novena. Véase F. Aguilar Piñal,Bibliografía de Autores Españoles del siglo XVIII, Madrid, CSIC,1983, II.

16 Véase su edición, junto a L. Dupuis, de las Cartas ma-rruecas, Londres, Támesis, 1966.

17 Véase también Gustavo Adolfo Bécquer, Autógrafos ju-veniles. Ms. 22511 de la Biblioteca Nacional, editado por Le-o nardo Romero, Barcelona, Puvill, 1993, donde los ver-sos y pinturas adolescentes se mezclan con anotacionesdomésticas de su padre en otro libro contable.

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Gustavo Adolfo Bécquer [Cuaderno de notas autógrafo], s. xix

[h. 91]. Madrid, Biblioteca Nacional. Mss/22511.

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La escritura, como la música o la pintura, empieza y termina en el silencio. El paradigma del lien-zo o la página en blanco, aparte de ser una evidencia, no es en absoluto patrimonio de la moder-nidad. Y de todos los ejemplos que pudieran acarrearse, tal vez el más significativo sea aquel enel que Cervantes dibujó en el Persiles un «Museo de lo porvenir», en el que los lienzos donde apa-recerían los autores famosos del futuro estaban en blanco. La tinta casi extinta del Libro de los gorriones, que tal vez en pocos años haga imposible su lectura, es además un testimonio trágico dela palabra escrita que el tiempo diluye, aunque afortunadamente, como ocurre en este caso, lasediciones facsímiles impresas y las de otro tipo puedan ofrecer un testimonio aproximado o fi-dedigno de lo que fue.

El libro de los Cantares gallegos por Rosalía Castro de Murguía, Vigo, Establecimiento Tipográ-fico de D. J. Compañel, 1863 (1/29310) delata hoy el paso del «tiempo amarillo» (como lo llamaraDámaso Alonso) sobre sus páginas envejecidas, al igual que ocurre con el de Follas novas: versos engallego, Madrid, Habana, 1880 (1/26085), que lleva además la dedicatoria autógrafa firmada por eleditor. Pero la voz de su autora se escucha vibrante bajo la tipografía decimonónica con la mismafrescura que ella supo dar a los «airiños» de una tierra («Sin ela vivir non podo»), tan rica en can-ciones y cantigas, pero teñida por las sombras de la injusticia. Como dijera George Steiner en Pre-sencias reales (Barcelona, Destino, 2001), «cada lengua es como una ventana que da a otro mundo»,y la de Rosalía miraba a través de dos que se han enriquecido mutuamente a lo largo de los siglos.El libro de Cantares lleva además al final un glosario que traduce términos gallegos al castellanopara el lector, que vería en él un riquísimo venero poético donde lo popular y lo culto se unían in-disolublemente. La voz de Rosalía nutrió la poesía gallega y española del siglo XX, dejando una am-plia estela en los versos de Celso Emilio Ferreiro y José Ángel Valente, entre otros.

Ese reclamo esencial de la poesía, cuando «amanece el cantor», tuvo también su expresión po-pular en el libro de El gaucho Martín Fierro por José Hernández. Contiene al final una interesante memoriasobre el camino trasandino precio: 10 pesos (Buenos Aires, Imprenta de La Pampa, 1872), aflorando yaen los primeros versos: «Aquí me pongo a cantar / Al compás de la vigüela»18. El ejemplar, que lle-va además sobrepuesto el testimonio de una dedicatoria de 1962 y un ex libris, nos ofrece el ecode una épica muy distinta a la de los siglos pasados, pues en ella un «pobre gaucho», «con todas lasimperfecciones» de su arte, habla al destinatario de la obra, don José Zoilo, del prototipo de unaforma arrebatada e impulsiva de sentir, pensar y expresarse. Desde tales presupuestos, su autortratará de sacar del terreno de lo cómico al personaje para elevarlo a la categoría épica a través deuna vida de aventuras e inseguridades que se disfraza con un lenguaje cuyo protagonista ni co-noce ni valora, describiendo (como ocurriera en tantos géneros, que van de la novela picaresca ala bizantina) sus «trabajos, sus desgracias, los azares de su vida de gaucho».

La obra pasó a ser, como dijo Leopoldo Lugones, el «libro nacional de los argentinos», que los ni-ños recitaban de memoria en las escuelas. Así lo confesaría recientemente el chileno AntonioSkármeta, recordando su infancia en un barrio porteño. Encarnación de la lucha contra la oligar-quía que trató de arrebatar al gaucho sus tierras, Martín Fierro se convirtió en paradigma de la de-sigualdad social. La popularidad de ese personaje fronterizo no sólo se prolongó con La vuelta deMartín Fierro en 1879, sino en la mitificación de un personaje que Ernesto Sábato consideró tam-bién prototipo del rebelde ante las injusticias de su tiempo. Borges, a quien sus padres prohibieronsu lectura, lo rescató en El Aleph a través de la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz» y de otros escritos

18 El ejemplar de la Biblioteca Nacional R/38969 lleva alfinal un folleto en el que se habla de la vida transandina yde la necesidad de buscar un paso por la cordillera de losAndes «que permita la construcción de una vía férrea aChile». El mensaje poético se transformaba así una vezmás, como tantas veces hiciera la épica, en reclamo polí-tico. Lo decía Manuel Machado al filo del siglo XX: «Polvo,sudor y hierro, el Cid cabalga»…

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Rosalía de Castro, Follas novas: versos en gallego, 1880 [Cu-bierta]. Madrid, Biblioteca Nacional, 1/26085.

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suyos, señalando una vez más el viaje de ida y vuelta que la literatura popular y la culta han su-puesto a lo largo de los siglos.

Las bibliotecas representan siempre un frustrado intento de contenerlo todo, como si se tratarade una ambiciosa arca de Noé, particularmente cuando su función rebasa el terreno de lo priva-do (pensemos en la obligatoriedad legal de depositar todos los libros publicados en la BibliotecaNacional, costumbre que ya inició Felipe V en 1712 al construirla como Biblioteca Pública de Pa-lacio). Por ello, tratar de dar un testimonio representativo, siquiera microcósmico, de su forma ycontenidos, más allá de la descripción escueta de sus ficheros reales y virtuales, no deja de ser unavana ilusión. De ahí la imposibilidad de captar, apenas en escorzo, algunos instantes fragmenta-rios del bullir constante de las palabras en el espacio y en el tiempo.

Ordenados y catalogados en el paraíso de las bibliotecas, los libros resucitan de su silencio cadavez que alguien los solicita y lee, alcanzando así su verdadera razón de ser, pues, como decía Bal-tasar Gracián en su Oráculo, «Nacemos para saber y sabernos y los libros con fidelidad nos hacenpersonas».

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Jorge Luis Borges, El Aleph, 1945 [h. 10]. Madrid, Biblio -teca Nacional. Mss/22323/10

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