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1 3 El mundo urbano Esquema: Introducción 3.1 Anatomía de las ciudades 3.2 La demanda urbana 3.3 Los gremios: cara y cruz 3.4 El conocimiento y su difusión Bibliografía Introducción En este capítulo y en el siguiente veremos los sectores secundario y terciario de las economías europeas pre-industriales. Ahora se abordarán las actividades más estrechamente relacionadas con las ciudades o cuya influencia no se alejaba mucho de ella. En el siguiente las relacionadas con el industria rural, el comercio a media y larga distancia y el Estado. Esta división es imperfecta. Por ejemplo, la identificación implícita entre gremios y ciudades, y campo y sistema doméstico, simplifica la realidad. Hubo gremios en el campo y sistema doméstico en la ciudad. El Estado se yuxtapone a ciudades y granjas. Las ferias, instituciones típicamente urbanas, son tratadas en el capítulo 5 como parte de la actividad bancaria, que tenía una dimensión internacional. En cambio, ahora se hablará del más internacional de los comercios: el de las ideas. Sólo encuentro una excusa para tantas contradicciones: no veo forma de hacerlo mejor. El pensamiento requiere un esquema. Puestos a elegir no el mejor, sino el “menos malo”, me dejo guiar por la creencia de que la ciudad europea merece un capítulo propio que, además, debe anticiparse a otros. En nuestro inconsciente colectivo los dos adjetivos que mejor definen a la ciudad son los de “pequeña” y “sucia”. Pero las ciudades europeas tenían ciertas virtudes que las hacen merecedoras un trato especial. De forma muy resumida, no eran tan “parasitarias” como otras ciudades asiáticas. Generaban más ideas nuevas (incluidas ideas políticas, tanto destructivas como constructivas) Gozaban de cierta independencia política, no exenta de una cierta arrogancia por parte de las clases dirigentes burguesas. Albergaban a una proporción notable de la población; pocos con relación al total nacional o regional, pero muchos en comparación a otras ciudades. En fin, en la Edad moderno llegó a haber algunas grandes urbes; pero lo verdaderamente singular fue la existencia de muchas pequeñas ciudades de tamaño medio, no demasiado distantes unas de otras.

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3 El mundo urbano Esquema:

Introducción 3.1 Anatomía de las ciudades

3.2 La demanda urbana 3.3 Los gremios: cara y cruz 3.4 El conocimiento y su difusión

Bibliografía Introducción En este capítulo y en el siguiente veremos los sectores secundario y terciario de las economías europeas pre-industriales. Ahora se abordarán las actividades más estrechamente relacionadas con las ciudades o cuya influencia no se alejaba mucho de ella. En el siguiente las relacionadas con el industria rural, el comercio a media y larga distancia y el Estado. Esta división es imperfecta. Por ejemplo, la identificación implícita entre gremios y ciudades, y campo y sistema doméstico, simplifica la realidad. Hubo gremios en el campo y sistema doméstico en la ciudad. El Estado se yuxtapone a ciudades y granjas. Las ferias, instituciones típicamente urbanas, son tratadas en el capítulo 5 como parte de la actividad bancaria, que tenía una dimensión internacional. En cambio, ahora se hablará del más internacional de los comercios: el de las ideas. Sólo encuentro una excusa para tantas contradicciones: no veo forma de hacerlo mejor. El pensamiento requiere un esquema. Puestos a elegir no el mejor, sino el “menos malo”, me dejo guiar por la creencia de que la ciudad europea merece un capítulo propio que, además, debe anticiparse a otros. En nuestro inconsciente colectivo los dos adjetivos que mejor definen a la ciudad son los de “pequeña” y “sucia”. Pero las ciudades europeas tenían ciertas virtudes que las hacen merecedoras un trato especial. De forma muy resumida, no eran tan “parasitarias” como otras ciudades asiáticas. Generaban más ideas nuevas (incluidas ideas políticas, tanto destructivas como constructivas) Gozaban de cierta independencia política, no exenta de una cierta arrogancia por parte de las clases dirigentes burguesas. Albergaban a una proporción notable de la población; pocos con relación al total nacional o regional, pero muchos en comparación a otras ciudades. En fin, en la Edad moderno llegó a haber algunas grandes urbes; pero lo verdaderamente singular fue la existencia de muchas pequeñas ciudades de tamaño medio, no demasiado distantes unas de otras.

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También es importante observar que las ciudades europeas no sólo eran diversas por su tamaño, sino también por sus funciones. Sólo en un país, Italia, encontramos una pléyade de ciudades, Venecia, Roma, Florencia, Siena, Palermo… con características singulares. En primer lugar, está estrechamente conectada en el entorno en el que se sitúa, por lo que una parte nada desdeñable de su crecimiento no era parasitario, como sucedía en otras civilizaciones. En este sentido, el tamaño no es importante. Los imperios romano o abasí mantuvieron urbes diez o veinte veces más grandes que la mayor de las europeas medievales. Esas espléndidas ciudades se sostenían sobre la base de estructuras políticas enormes y grandes circuitos comerciales. Pero el provecho que el campo circundante obtenía de ellas no era proporcional a su tamaño; o, acaso, inversamente proporcional. De ahí que las pequeñas y sucias ciudades europeas fueran mucho más prometedoras. Y de ahí también que, al revés de lo que sería intuitivo, el gran comercio no constituya un ámbito preferente de su estudio.

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3.1 Anatomía de las ciudades Si un vulcaniano hubiese descendido a La Tierra en el año 800 habría pensado lo siguiente: “En el tercer planeta del Sistema Solar se han desarrollado varias civilizaciones. Ninguna de ellas tiene suficiente capacidad tecnológica como para asociarse a la Federación de Planetas Unidos, pero algunas tienen más posibilidades que otras de hacerlo en unos 500 o 1000 años. En concreto, el Islam y China parecen las más prometedoras. En el otro extremo, muy poco se puede esperar de Europa, cuyo grado de desarrollo no es mucho mayor que el de la simple barbarie”. Los vulcanianos viven muchos años, así que es posible que el mismo visitante tuviese la oportunidad de volver a La Tierra hacia 1500. Entonces hubiera pensado lo siguiente: “La lógica falla con los seres humanos. La civilización mejor situada para contactar en un futuro con nosotros es la europea.” Y, en efecto, el hiperactivo capitán Kirk, el flemático primer oficial Spock, y la estupenda teniente de comunicaciones Uhura, son un típico producto de consumo occidental. Sin embargo, el juicio inicial del vulcaniano estaría más que justificado. Al comienzo de la Edad Media la civilización europea era claramente “inferior” a las demás. Y ningún aspecto esto era más evidente que en el desarrollo urbano. Las ciudades son importantes porque en ellas vive gente que hace cosas distintas de la mera obtención de alimentos y materias primas. En ellas hay industria y comercio. Y se escriben y leen muchos libros. Todas las grandes civilizaciones han sido urbanas; y todas han entrado en decadencia cuando lo han hecho sus ciudades. En la Europa del siglo IX las ciudades eran raquíticas. Londres y París no tendrían más de 50.000 habitantes. Roma quizás algo más. Y también tenían cierto tamaño varias ciudades del Sur de Italia, debido a su vinculación con Bizancio y a la herencia del mundo clásico. En cualquier caso, Córdoba, Constantinopla, Bagdad, Isfahán Cantón o Nanking eran diez o veinte veces más populosas. En la misma medida, la riqueza cultural de Bizancio, el Islam, India o China era mucho mayor que la de Europa Occidental. Pero hacia 1500 las cosas habían cambiado. No es que hubiera ciudades enormes; aunque París y Londres lo empezaban a ser. Sobre todo, había muchas ciudades medianas y pequeñas que mantenían estrechos vínculos comerciales entre ellas y con sus respectivas áreas de influencias. En dos regiones se empezaba a formar una red urbana: el Norte de Italia y los Países Bajos. A mayor escala, las conexiones tejidas por la navegación fluvial y de cabotaje iban desde Königsberg hasta Sevilla, y desde Bristol hasta Bari. Hacia 1800 la diferencia entre Europa y el resto del mundo ya era abrumadora. Londres, París o Berlín eran grandes urbes; pero las ciudades provinciales tampoco habían dejado de crecer (sobre todo en el siglo XVIII), de modo que la población urbana representaba una parte significativa del total. Esto era algo completamente nuevo. A lo largo de la Historia ha habido muchas megalópolis. Pero jamás los ciudadanos supusieron un porcentaje significativo de la población total. Por ejemplo, en el Imperio romano los urbanitas no serían más

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del 10% del total. En la Baja Edad Media y la Edad Moderna la población holandesa residente en ciudades de más de 5.000 habitantes pudo haber alcanzado un 20 o 30% del total; pero tampoco éste es un caso demasiado relevante pues Holanda es un país muy pequeño; casi una pequeño conglomerado de ciudades. Sin embargo, a mediados del siglo XVIII el crecimiento urbano estaba rompiendo el límite del 20% en muchos países europeos, y en Europa Occidental en su conjunto. Entre los historiadores económicos ha sido habitual relacionar el tamaño de las ciudades con la productividad agrícola del campo en donde se sitúa. El razonamiento viene a ser el siguiente: el número de personas que viven en una ciudad dependerá de los excedentes agrícolas generados por su área de influencia. Por tanto, para que una parte sustancial de la población de un país sea urbana la productividad agrícola de las explotaciones campesinas habrá de ser elevada. Esta línea interpretativa conduce, por ejemplo, a dar por supuesto que esa mejora de la productividad agrícola, la llamada “Revolución Agrícola” es una condición necesaria para la Revolución Industrial (que, por cierto, inicialmente también se desarrolló en el campo). La misma línea de pensamiento conduce a “explicar” porque las ciudades españolas fueran pocas y pequeñas, y las francesas muchas y grandes. Pero este singular determinismo no siempre funciona. Según la misma lógica, en la Edad Moderna Francia debería haber tenido más ciudades de las que realmente tuvo; y en la Edad Media tanto la Andalucía musulmana como la cristiana deberían haber tenido muchas menos. Pero, sobre todo, plantea una dificultad irresoluble. Anteriormente vimos que a finales del siglo XVIII Europa en su conjunto no había hecho grandes progresos agrícolas con respecto al siglo XV o XIII. Sin embargo, hubo un crecimiento urbano en todo el continente. Si entramos en detalles, vemos que sólo en una región, el Noroeste del continente, existía una tipo de agricultura a la que podríamos calificar como “moderna”. Y dentro de ella sólo en Inglaterra se estaban obteniendo rendimientos agrícolas por trabajador realmente elevados. Esa región tenía tasas de urbanización superiores a la media. Como Holanda, Inglaterra estaba empezando a perder independencia alimentaria. El país alcanzó el mayor superávit de su balanza comercial agrícola hacia mediados de siglo, para perderlo con relativa rapidez en los siguientes decenios. Es decir, precisamente cuando se estaban produciendo los mayores crecimientos en la productividad agrícola fue cuando más rápidamente se deterioraban los saldos de la balanza comercial agrícola. A comienzos del siglo XIX Inglaterra, como Holanda, ya era muy dependiente del exterior. En resumen, existe una aparente contradicción entre el crecimiento urbano europeo y los pocos e insuficientes cambios en la productividad de su sector agrícola. En realidad, no hay tal contradicción. Simplemente el argumento inicial, aunque correcto en líneas generales, debe ser contemplado para ámbitos mucho más amplios que el hinterland urbano. De lo que realmente depende el tamaño de una ciudad es de la capacidad de sus habitantes para adquirir alimentos fuera de ella; no necesariamente de lo que hagan los campesinos en sus cercanías. Por supuesto, es probable que el crecimiento urbano estimule la productividad de esos campesinos; pero nada asegura que esto sea suficiente. La hipótesis

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de que el tamaño de la ciudad depende del campo circundante descansa en el supuesto de que el coste de transporte de los cereales y otros productos alimenticios era muy caro. Pero esto no era así en las ciudades costeras y ribereñas de los grandes ríos, que podían abastecerse de plazas lejanas gracias a la navegación. Y es que el coste del transporte marítimo era, y sigue siendo, muy inferior al terrestre. Pero incluso las ciudades no costeras podían abastecerse en un área relativamente grande. De otro modo no se explicaría el tamaño de París, cuyos habitantes obtenían gran parte del trigo de regiones interiores situadas más allá de Île-de-France. Las grandes ciudades han obtenido su sustento alimenticio de dos formas. En primer lugar, detrayéndolo del campo mediante el cobro de rentas, impuestos o exacciones forzosas. Este es el modelo de ciudad rentista, propio de la Roma Imperial, y de las capitales de muchas grandes civilizaciones asiáticas. Pero también de las ciudades árabes que durante algún período fueron capitales de los emiratos surgidos de la fragmentación del califato abasí. Un caso extraño e ilustrativo es el de Jerusalén. Quizás ninguna otra gran ciudad en el planeta esté peor ubicada. En medio de una región agrícola pobre y próxima al desierto, lejos de las grandes rutas comerciales, y con un acceso al mar relativamente complicado, Jerusalén reúne todas las condiciones para ser un pequeño y olvidado villorrio. Sin embargo, hasta la llegada de los cruzados su población osciló alrededor de los 100.000 habitantes, lo que se explica exclusivamente por su condición de centro espiritual. La ciudad vivía del turismo religioso, las donaciones, y del interés de los gobernantes cristianos o musulmanes para mantenerla. El problema de este tipo de ciudades rentistas estriba en que la extracción forzosa de grano, cualquiera que sea su forma, entorpece el desarrollo de las áreas rurales, lo que termina afectando al propio crecimiento urbano. Hay otra solución: la ciudad comercial. Los ciudadanos obtienen su alimento mediante el intercambio de bienes y servicios con el campo. La diferencia más relevante con respecto al modelo anterior estriba en que el crecimiento urbano favorece la innovación agrícola, de modo que el tamaño de la ciudad no entorpece la prosperidad del campo circundante. Más aún: éste puede especializarse en la producción de bienes agrícolas que demanda la industria urbana logrando mejoras sustanciales en la productividad agrícola. Como vimos, el principal incentivo para el cambio agrario en Holanda e Inglaterra fue la existencia de una demanda urbana sostenida y variada que, entre otros efectos, elevaba el precio de los productos agrícolas. Las ciudades europeas de la Edad Media y Moderna eran en parte comerciales y en parte rentistas. Muchos señores feudales –empezando por los reyes– vivían en ellas y detraían diversas rentas del campo: censos, arrendamientos, diezmos... etc. Obviamente, cada gran señor tenía a su cargo un gran número de sirvientes y deudos. En cada gran ciudad la Iglesia mantenía a cientos de religiosos en capellanías y conventos. Pero no todo era detracción. También había muchos artesanos y comerciantes ocupados en atender el consumo de nobles y clérigos, así como de los campesinos que marchaban a la ciudad para intercambiar alimentos por manufacturas.

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Enseguida volveremos sobre esos grupos sociales. Antes unas palabras para el que hasta el siglo XIX fue el más numeroso en todas y cada una de las ciudades europeas: los mendigos. Durante las edades media y moderna hubo una ingente masa de individuos que vivían de la caridad ajena; así como de otras actividades mal vistas o ilegales: prostitución, adivinación, alcahuetería, estafa, robo, crimen… etc. Su peso relativo variaba mucho de unas ciudades a otras; pero nunca parece haber sido inferior a la quinta parte de la población urbana de hecho; y, a veces, suponían más de la mitad. Éste es un asunto sobre el que los libros de Historia no insisten mucho; quizás porque el recuerdo del pasado se construye sobre la memoria de los triunfadores. Pero quizás también porque de él se deriva una indeseable (o estúpida) justificación de otras miserias. Uno de los temas clásicos de la Historia Económica es el del coste social de la Revolución Industrial, que básicamente es el relato, a veces espeluznante, de las durísimas condiciones en las que trabajaban los obreros. Ese relato parecería menos dramático si se compara con el de las miserias de épocas anteriores. La miseria en la Edad Moderna era incomparablemente más extensa que en el siglo XIX. Incidía sobre mucha más gente; es decir, la falta de comida o abrigo causaba muchas más muertes. Probablemente también sea cierto que las condiciones de vida de algunos obreros de la Era de la Máquina fueran más penosas que las de algunos méndigos de la Era de la Espada. Pero afirmar o negar esto exige adentrase en un terreno escurridizo: ¿dónde está la escala que mide el dolor? En cualquier caso, también es probable que los hombres de aquella época comprendieran mejor que nosotros el sentido de la mendicidad, y de la compasión. De hecho, condicionaba su propia visión del lugar que ellos mismos ocupaban en la jerarquía social. La constante insistencia en el deber cristiano de la limosna –así como en la zakat musulmana, uno de los “cinco pilares de la fe”– era algo más que una llamada moral; también era un deber cívico por cuanto que sin la limosna diaria mucha gente hubiera muerto de hambre. Durante mucho tiempo fue una idea común que la mendicidad desempeñaba una importante labor social y religiosa: la de ofrecer a los cristianos (y musulmanes) la posibilidad de ganar el Cielo. Pero en el siglo XVIII esta opinión empezó a cambiar. Los pensadores ilustrados observaron que, junto a quienes objetivamente no tenían otra forma de ganarse la vida –tullidos, ciegos, viejos, viudas sin recursos... etc. –, había otros mendigos que sí podían hacerlo, pero que habían hecho de la mendicidad una forma de vida. En particular, les llamaba la atención que mujeres y hombres sanos llevaran años viviendo de la caridad. De ahí que recomendaran poner coto a la limosna; institucionalizarla. El problema ético, aunque mucho menos acuciante (o, quizás, visible), sigue vigente. En la escala social, y por encima de los mendigos y otros oficios “de mal vivir”, encontramos a un amplio grupo de artesanos empobrecidos, pequeños tenderos, religiosos y sirvientes de baja posición… etc. A menudo, las fronteras que diferenciaban a este grupo del anterior no estaban bien definidas. Sobre todo, en términos económicos; una parte de este estrato social sufría una pobreza no muy diferente, o mayor, que la de aquellos que realizaban oficios reprobables. En conjunto, podían representar en torno al 30 o 40% de la población urbana. Esto significa que tres de cada cuatro habitantes de las

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ciudades en la Edad Moderna viven en situaciones económicas precarias, y tienen mayores posibilidades de morir tempranamente que los campesinos. Los derechos políticos de esta baja burguesía tampoco solían ser mayores que los de los vagabundos y mendigos. De hecho, muchos de ellos carecían del derecho de ciudadanía (pues vivían de alquiler), y no pagaban impuestos directos (obviamente, los indirectos los pagan todos). Ellos constituían la parte políticamente más inestable del entramado social, pues a su gran número y delicada situación económica se sumaba la conciencia de padecer agravios más o menos justificados. En la Edad Moderna hubo revueltas de oficiales pobres contra las prerrogativas de las que gozaban los maestros. Un subgrupo particular dentro de esta clase urbana baja era el constituido por la nobleza más baja, que en España conforma un tipo humano largamente retratado por la novela picaresca, el hidalgo; es decir, el que aún pudiendo demostrar algún tipo de ascendente social por razón de apellido tiene pocos recursos con los que sobrevivir. Como decía el refrán, “en la mesa del hidalgo mucho mantel y poco plato”. Estos hombres con aspiraciones muy superiores a sus posibilidades económicas fueron una de las fuentes de las que se nutrió la conquista de América. Por encima de esta clase encontramos a aquellos que al poseer una vivienda en propiedad tenían un derecho de ciudadanía. En términos generales, el estrato inferior estaba constituido por los artesanos, maestros u oficiales con una situación estable; y el superior por los comerciantes. Estos tenían una evidente influencia política dentro de la ciudad, si bien hay que observar que sólo el grupo más elevado, el patriciado urbano, desempeñaba funciones de representación política. Al igual que sucedía en otros ámbitos, no siempre la escala social se correspondía con la económica. Así, no necesariamente en el patriciado –a menudo formado por los miembros de un reducido de familias–, se encuentran las familias más ricas de la ciudad. Al igual que en el campo cada individuo mantiene estrechas relaciones de dependencia con sus semejantes, bajo un sistema que siempre tiene una estructura jerárquica. Como decía Bob Dylan, “You’re gonna have to serve somebody”. Más adelante veremos uno de esos sistemas, el que fijaba el trabajo en los gremios dentro de una escala maestro-oficial-aprendiz. Lo que ahora interesa señalar es que en esta sociedad cerrada ésa sólo era una de las muchas relaciones de dependencia. En primer lugar, las mujeres se debían a los hombres. La situación razonable y esperable de cualquier mujer es que su vida trascurriera bajo la tutela de algún varón: su padre, su marido y sus hijos. Por supuesto, muchas circunstancias impredecibles impedían que este modelo se cumpliera estrictamente; pero la sociedad esperaba que esos cambios inevitables fueran corregidos cuanto antes. Por ejemplo, era perfectamente razonable que una mujer joven que enviudase no perdiese el tiempo con un duelo prolongado y pusiera todos los medios para encontrar marido cuanto antes. Si un padre de familia sólo tenía hijas su mayor preocupación sería asegurar que sus yernos, y potenciales herederos de su hacienda, fueran hombres de provecho. Lo que domina en estas actitudes no es tanto una actitud patriarcal o machista –que, sin duda, existía– como la idea de que todo

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el mundo debe encontrar un hueco en la sociedad. De ahí que, por ejemplo, también se esperase de los viudos jóvenes que resolvieran pronto su situación con un nuevo matrimonio, sobre todo si tenían hijos a su cargo. Algo semejante se puede decir de las relaciones sexuales no sancionadas jurídicamente. Las relaciones con personas religiosas, las relaciones prematrimoniales, la infidelidad… etc. no merecían una censura tan rotunda como podría derivarse del hecho en sí, como de lo que suponía de quiebra del orden establecido. De hecho, el mismo matrimonio no se asocia al amor, sino al interés económico o social. Todo lo que amenace a la familia es desaprobado, ante todo, como corruptor de ese orden. Así pues, la familia es importante. Pero lo era en una forma que no es fácil de reconocer hoy en día. Para empezar, porque la familia “nuclear” que domina nuestra sociedad (aunque cada vez menos) no es una entidad independiente de la familia extensa. Los mayores varones, abuelos, tíos… etc. ejercen una autoridad más o menos amplia sobre los miembros más jóvenes. Lo que se espera de cualquier ciudadano es que siga los pasos de su padre en el negocio familiar del cual también viven otros parientes. Por supuesto, siempre hay mil circunstancias que impiden que el modelo teórico se aplique en su integridad. Pero, en principio, sólo una de ellas es aceptable: la dedicación a la Iglesia. De ahí que para muchos ésta sea un mecanismo de liberación y, según los casos, de ascenso social. Por supuesto, las cosas no siempre son tan fáciles. La Iglesia no era una organización democrática, de modo que aquí también a un aristócrata le resultaba mucho más fácil ascender que a un plebeyo. Hubo casos, bastante escandalosos incluso para la época, de obispos-niños. Con todo, la Iglesia siempre fue una vía de ascenso social; y por eso mismo, un buen lugar para los arribistas. Siendo la familia una estructura básica en la organización interna de esta sociedad, las relaciones laborales se entienden dentro del mismo marco. En el orden medieval el vasallaje es una trasposición idealizada de las relaciones padre-hijos. En el gremio urbano las relaciones entre el maestro y los oficiales y artesanos reflejan una teórica identidad similar con la familia. De esta forma, el gran reto al que tuvieron que hacer frente las sociedades urbanas fue al de crear estructuras permanentes privadas que superasen el marco de la familia más o menos extensa. El éxito de las casas comerciales de base familiar como los Medicci, los Fugger… etc. sólo se explica por la dificultad de crear sociedades comerciales que no se basasen en la familia. Hasta la Baja Edad Media todas las relaciones económicas entre personas que no comparten un vínculo familiar se basaban en algún tipo de contrato. De ahí que casi todas las empresas tuvieran un tamaño muy pequeño, pues la entrada de capitalistas externos sólo se podía canalizar en proyectos particulares; no en compañías de duración indefinida. La forma en la que, lentamente, este esquema se fue rompiendo constituye un capítulo importante del desarrollo de Europa. Un aspecto interesante de la vida en las ciudades es que, en realidad, no hay demasiados motivos para suponer que en ellas se viviera mejor que en el campo, sino, más bien, lo contrario. Por supuesto, las clases más altas de cualquier sociedad son urbanas. Pero cuando descendemos en la escala social el deterioro en las condiciones de vida es muy drástico, de modo que el

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conjunto ofrece un aspecto desolador. Por supuesto, la esperanza de vida de los mendigos era inferior a la de otros ciudadanos. Pero también la de conjunto de estos era inferior a la de los campesinos. Y esto era así pese a que los ingresos de los trabajadores urbanos eran bastante mayores. Por ejemplo, en Prusia a mediados del siglo XVIII la tasa de mortalidad en las grandes ciudades era del 40‰, en contraste con el 26‰ de los pueblos. A finales del XVII los mismos valores en Londres y el campo inglés eran 50‰ y 29‰. Esas elevadas tasas de mortalidad obedecían a dos motivos. Por un lado la distribución de la renta en las ciudades era más desigual. Una parte del campo, los propios y comunales, eran explotados bajo regímenes que tendían a un reparto homogéneo de los ingresos. Además, en los pueblos muchos campesinos obtenían una parte de su sustento en pequeñas huertas; y era normal que todo el mundo tuviera alguna. Por otro lado, las condiciones de salubridad de las ciudades eran mucho peores que en el campo, de modo que la propagación de las enfermedades era más rápida. Esto explica porque determinadas epidemias no iban más allá de, por ejemplo, los puertos marítimos. O porque otras enfermedades adquirían un carácter endémico en algunas grandes ciudades, como Londres o Amsterdam. El problema de la salud pública era importante para las clases dirigentes porque la enfermedad de una persona podía propagarse a otras que no necesariamente pertenecían a su misma escala social. Y por buenas que fueran las condiciones de vida de los estratos superiores, las barriadas de mendigos eran un foco de enfermedades. En resumen, en las edades Media y Moderna las ciudades tenían un fuerte déficit demográfico: eran verdaderos sumideros de hombres. En buena lógica debieran haber menguado hasta desaparecer. Por ejemplo, en el siglo XVIII la diferencia entre las tasas de mortalidad y natalidad en Paris y Roma eran tan grandes que, en teoría, habrían ocasionado su desaparición en poco más de cien años. Por supuesto, sólo en teoría, pues parece improbable que las causas de la muerte de sus muchos mendigos fuesen semejantes a las de la burguesía (con ser éstas altas). En cualquier caso, del propio comportamiento demográfico sólo cabría esperar un descenso o estancamiento. Sin embargo, esas dos ciudades, como muchas otras, crecieron. Y es que salvo en épocas de crisis, existía un flujo regular de trabajadores agrícolas que emigraban para tener una vida mejor; aunque a menudo el resultado fuera bien distinto: una muerte más temprana. Era normal que aquellos inmigrantes que venían a la ciudad sin una oferta concreta de trabajo malvivieran durante meses de la limosna o de trabajos esporádicos; y que murieran de alguna pulmonía antes de estabilizar su situación. Entonces la pregunta es inevitable: ¿por qué emigraban? Ante todo, porque podían hacerlo. Al contrario de lo que muchas veces se ha supuesto, las restricciones al movimiento de personas derivadas de la servidumbre, y que se reforzaron en Europa Oriental a partir del siglo XIV, no parecen haber existido en la parte occidental del continente. O, cuando existieron, no debieron ser muy rígidas. En el modelo feudal “puro” el siervo y sus hijos estaban vinculados a la tierra del Señor, y no podían marcharse sin su permiso. Todo hace pensar que, en la práctica, esto no era así. Existía una gran población flotante que

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alimentaba las cruzadas, los movimientos milenaristas, y la expansión territorial hacia el Este. Y también, y sobre todo, alimentaba a las ciudades. Pero esto sólo es una condición necesaria. Y para la condición suficiente no hay una respuesta sencilla. Es de suponer que existían factores de expulsión del campo y de atracción hacia la ciudad que se reforzaban mutuamente, y que no eran independientes entre sí. El peso de la servidumbre hacía más atractiva la libertad ofrecida por la ciudad no tanto porque en ellas cada individuo fuera realmente libre, sino porque no se dependía del señor feudal. Tal y como se decía en Alemania “el aire de la ciudad hace libre” (stadtluf machts frei, en alemán, para quién lo entienda). Este aspecto distingue marcadamente a la ciudad europea de las de otras latitudes. Los concejos municipales eran elegidos por los ciudadanos sin mayores injerencias gubernamentales. Otra cosa es que los ediles representasen la verdadera voluntad popular; más bien, eran portavoces de las clases dirigentes urbanas. Pero eran relativamente independientes de la Corona y, aún más, de la aristocracia terrateniente. Los municipios europeos contaban con fueros que aseguraban a sus habitantes una salvaguarda frente a la arbitrariedad de los estamentos superiores. El hostigamiento religioso durante la Edad Moderna añadió un nuevo atractivo a esta protección. Las formas de reparto de la herencia podían condicionar la velocidad de expulsión de habitantes del campo. Y no sólo hacía las ciudades. Las cruzadas y las guerras, como las de los Cien años y la de las Dos Rosas, no se explicarían sin los “segundones” sin herencia pero con apellidos, que algo tenían que hacer con sus vidas. En cualquier caso, nobles y campesinos terminaban encontrando en la ciudad la salida natural a una heredad perdida. Existía un límite a la división y parcelación de la propiedad territorial a partir del cual los hijos no-primogénitos tenían que abandonarla y emigrar. Del mismo modo, la multiplicación de los hombres llevaba a los jornaleros a buscar empleo en la ciudad. Por otro lado, los salarios urbanos eran más elevados que los rurales. Para la misma jornada laboral, y la misma o similar categoría profesional, los primeros venían a ser el doble de los segundos; aunque con fuertes variaciones de una época a otra. No obstante, el coste de la vida también era más elevado en la ciudad. Por ejemplo, en España el precio del vino en la ciudad era dos, tres y hasta cuatro veces mayor que en el lagar. Esto era debido a dos motivos: en primer lugar, al ser un líquido su transporte era muy caro; además, también eran muy elevados los tipos fiscales aplicados por alcabalas, impuestos de puertas u otros impuestos al consumo. Además, en la ciudad se incurrían en gastos que no existían en el campo o que eran muy leves, como el arrendamiento de la vivienda. Y, obviamente, no había autoconsumo o era insignificante. Así pues, la diferencia de salarios urbanos y rurales “equiparables” podría no haber sido del doble, sino bastante menor. Las tendencias de los precios y salarios que veremos posteriormente sugieren que en muchas ocasiones la situación de las clases trabajadoras urbanas debió ser bastante difícil; pese a lo cual en ningún momento cesó la emigración del campo a la ciudad.

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3.2 La demanda urbana Parece obvio que las ciudades desempeñaron un papel importante en el desarrollo económico europeo y, en particular en el “despegue” de Occidente a lo largo de la Edad Moderna. Pero no lo es tanto. Desde luego, una de las características básicas del mundo actual es la marginación del campo frente a la urbe. Pero como veremos enseguida, en las ciudades no se encuentra la cuna de la Revolución Industrial. Y, aparentemente, tampoco tienen mucha relación con algunos de los grandes acontecimientos de la Edad Moderna, como los descubrimientos geográficos. En cambio, otros, como la Reforma Protestante o el Humanismo, fueron fenómenos más o menos urbanos (si es que este tipo de clasificaciones son posibles). Pero, a priori, no está claro hasta si uno u otro favorecieron el crecimiento económico. En fin, las ciudades parecen actores principales pero estáticos en el proceso industrializador; algo así como convidados de piedra. Deben ser importantes, pero no se sabe por qué. Trataremos de dar a esta pregunta dos respuestas diferentes pero no excluyentes. O mejor dicho, dos conjuntos de respuestas, pues cada una de ellas engloba fenómenos de naturaleza similar. La primera de ellas, de la que se ocupa este epígrafe, es que las ciudades fueron esenciales para la creación de una demanda nueva de bienes de elevada y decreciente elasticidad renta. Es decir, bienes que, desde la perspectiva de un solo individuo, eran solicitados con preferencia a otros a medida que se disponía de mayores ingresos. Pero que, desde la perspectiva de la comunidad, extendían su consumo a otras clases sociales conforme pasaban los años. La teoría económica que hoy en día describe este comportamiento es la del ciclo de producto. Cuando un bien sale al mercado es demandado por muy pocas personas y con un perfil socio-profesional muy definido. Dicho de modo un poco simplista, jóvenes, cultos y ricos; o al menos, aquellos que reúnen parte de estas características, pues resulta complicado ser a la vez rico y joven. Esas personas constituyen un mercado muy atractivo, no tanto por su importancia económica como porque son referentes para otros consumidores, más numerosos pero menos innovadores. Además, a menudo la adquisición y puesta en el mercado de esos bienes comporta el empleo de nuevas técnicas productivas o la explotación de nuevos mercados de factores. Pero incluso sin eslabonamientos hacia atrás esa demanda sería interesante porque crea nuevas oportunidades de negocio. De ahí que la publicidad haga de estos individuos un objetivo preferente. La demanda de “moda” en un sentido genérico es un ejemplo de “producto” con una larga vida (a lo que parece, ilimitada) con enormes posibilidades para el mercado. La moda nace en las ciudades porque es en ellas donde se vive de cara a los demás; con extraños que no te conocen y a los que no conoces. En la sociedad tradicional urbana se era lo que se parecía. Y por eso mismo la vestimenta era importante: era un instrumento de promoción social. Los misérrimos hidalgos retratados por Francisco de Quevedo remiendan hasta lo imposible sus capas y calzones, no sólo por vergüenza, sino, y sobre todo, porque tienen la esperanza de prosperar en la Villa y Corte haciéndose pasar

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por lo que no son. Actitudes semejantes son reconocibles en el resto de Europa. Y es que no hay otros mecanismos para reconocer rápidamente la posición social de cada individuo. De ahí que la moda incorpore un gran valor añadido. Una chaqueta sirve para protegerse del frío; pero no tiene el mismo precio si está “a la moda” que si no lo está. De hecho, su valor social puede ser mucho más elevado que el que desempeña como prenda de abrigo. Una chilaba carece de valor en Europa, pero no en Marruecos. El contexto social es el que determina su precio, pues en sí misma la prenda carece de complicación. Los criterios que definen la moda responden a un contexto cultural relativamente complejo en el que intervienen factores de procedencia diversa. Entre los historiadores sociales se habla de la “gran renuncia masculina” para aludir al drástico cambio en el atuendo de los varones (pero no de las féminas) ocurrido en Inglaterra entre la Revolución de 1688 y Waterloo (1815). Básicamente consiste en la paulatina simplificación de los cortes y la reducción del número de prendas y colores hasta llegar al conjunto de tres piezas oscuras –chaqueta, chaleco y pantalón– sobre camisa blanca. Esta simplificación de la vestimenta reflejaría simbólicamente el triunfo de la burguesía, el dinero y la austeridad sobre la aristocracia, el estamento y la apariencia. Pero hay más variables en juego: la austeridad es un valor religioso de inspiración calvinista. La ornamentación es despreocupada y católica. Es muy significativo que exista una “renuncia” masculina, pero no “femenina”. Y que todo esto suceda durante la “feminización” de la sociedad a la que aludimos en el primer capítulo. En fin, la moda es mucho más compleja de lo que parece. Sean cuales sean los patrones a los que responda, la moda exige una cuidada combinación de conformismo y ruptura social. Es necesario que haya muchas personas con suficiente poco criterio como para imitar a sus vecinos; o, más bien, a aquellos a los que se suele tomar como referentes sociales. Pero al mismo tiempo es necesario que la gente no sea demasiado conservadora, pues de otro modo las novedades nunca se abrirán paso. El conservadurismo en la vestimenta fue la posición corriente durante la Edad Media. Desde la Iglesia se consideraba poco piadoso el empleo de ropas llamativas. Pero incluso en los años más oscuros del Medievo los estratos superiores, incluidas las altas prelaturas, juzgaban adecuado con su propia dignidad el uso de ese tipo de ropas precisamente para distinguirse del pueblo llano. Pocos colores son más chocantes que el rojo cardenalicio. Desde la Baja Edad Media y a lo largo de la Edad Moderna la sociedad europea fue abriéndose a nuevas posibilidades. Hubo una “aceleración” de la moda. En la Edad Media pasaban decenios antes de que los vestidos experimentasen cambios. Durante los siglos XVI y XVII la frecuencia de los cambios fue aumentando; y en el XVIII apareció la ropa de temporada. Cada año los modistos parisinos (pues, por increíble que parezca, París siempre ha sido la capital de la moda) tenían un nuevo producto que vender a unos consumidores ansiosos de comprarlo. Por supuesto, los primeros clientes eran personas pertenecientes a los estratos superiores de la sociedad. Pero la imitación se trasladaba en olas sucesivas a sectores cada vez más bajos y amplios, hacia personas que tenían necesidad de demostrar su ubicación

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social o, al menos, su aspiración de pertenencia a un grupo. Este proceso ha acuñado su propio término: trickle-down o goteo. La Reina ponía de moda un determinado sombrero, que copiaban las aristócratas, que a su vez era imitado por sus damas de compañía, y las mujeres de la nobleza menor, y la burguesía capitalina; que a su vez lo trasladaban a la nobleza y burguesía de las provincias, las cuales eran imitadas por sus círculos... etc. Pronto llegaba un momento en el que la popularidad de la “invención” era tal que alguien, quizás la misma Reina, decidía cambiar de sombrero. Y otra vez vuelta a empezar. Desde una perspectiva económica cada una de estas modas pasajeras generaba una demanda; y proporcionaban al producto un valor añadido que permitía el mantenimiento de muchas personas: modistos, tejedores, vendedores… etc. El vaivén de la moda conduce a la multiplicación del consumo, pues la ropa es abandonada no porque se estropee, sino porque no conserva el uso social que tenía. Otro proceso de creación de nuevas demandas, de mayores consecuencias por sus implicaciones internacionales, vino de los productos de Ultramar. El té es un buen ejemplo. Por muchas cualidades que se le quiera reconocer, es evidente que la Humanidad podría prescindir de esta bebida sin gran pérdida. No obstante, desde el siglo XVII el té se fue convirtiendo en un producto necesario para una parte creciente de la sociedad inglesa. La infusión fue traída por los holandeses en el siglo XVI, de donde pasó a Inglaterra. Las primeras tabernas y tiendas en las que se vendió estaban en Londres. De allí fue pasando a otras ciudades, siguiendo patrones sociales semejantes a los de cualquier producto de moda; es decir, de arriba hacia abajo. Pero, además, iba incorporando otros usos. Las señoras de la buena sociedad tomaban té en sus salones; pero los obreros también empezaron a tomarlo (más tarde) como tentempié en medio del “curro”. En el siglo XVIII el consumo per cápita de té era semejante al que hoy día tiene. Obviamente, todos los implicados en este comercio, desde el gran comerciante de las Indias hasta el minorista, se beneficiaron del nuevo y boyante negocio. Poco a poco se fue construyendo una gran red de distribuidores que cubría todo el territorio nacional. Esa red se basaba en las tiendas tradicionales de productos corrientes, desde las cacerolas hasta los paños. Pero también en tiendas especializadas, tea-shops, que también vendían otros productos. A finales del siglo XVIII la quinta parte de los establecimientos existentes en Inglaterra y Gales vendían té. Hacerse con aquellas hierbas era una de las excusas que llevaban a muchas amas de casa a acudir regularmente a las tiendas. Esto era importante porque creaba una costumbre, un vínculo entre proveedor y cliente que movía a un mayor consumo. El tendero aprovechaba la compra quinquenal para mostrar a la incauta señora la última novedad del mercado sobre vestidos, zapatos o cualquier cosa. El té era una vía para inducir un mayor consumo en los hogares. Pero la historia aún es más larga. Desde el primer momento los holandeses introdujeron una novedad en su consumo: le añadieron azúcar, costumbre que persiste en Europa pero que nunca penetró en Oriente (seguramente para bien de los asiáticos). El asunto fue importante. Aunque el azúcar era conocido desde mucho tiempo antes (llegó a Europa con los cruzados, si es que no lo

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introdujeron los árabes españoles) hasta el siglo XVI su consumo estuvo limitado al sector más pudiente de la sociedad. Era un producto muy caro, aunque su precio venía cayendo como consecuencia del aumento de la producción a impulsos de una demanda que no dejaba de crecer. A finales del siglo XV los portugueses habían comenzado a cultivar la caña de azúcar en las islas Madeira; e inmediatamente en Brasil. De hecho, la colonización de aquel gran país se hizo a impulsos de su cultivo (y luego de otros, como el café). Las plantaciones de caña y los ingenios empleados para la obtención de azúcar exigían mucha mano de obra que no podía encontrarse en América. Así que hubo que traer esclavos desde África. Más adelante volveremos sobre esta dramática historia. Lo que ahora viene al caso es que la incorporación del azúcar al té hizo que desde el siglo XVII su demanda creciera aún más deprisa de cómo lo hubiera hecho bajo otras circunstancias. Inglaterra se convirtió en un gran demandante de azúcar brasileño. Pequeño excurso: un producto obtenido de la melaza, el ron, también desembarcó en los puertos ingleses con rotundo éxito. No crea el lector que ya hemos acabado con el asunto. Tomar té era un acto social. Para que las damas y los caballeros se sentasen a degustarlo era necesarias muchas cosas: teteras, azucareros, jarritas, tacitas, cucharitas, pequeños coladores, bandejas para pastas, cuchillos sin filo para la mantequilla... En fin, una vajilla. Su difusión se realizó siguiendo los mismos patrones de siempre: de las clases altas a las bajas, y de la ciudad al campo. Las porcelanas finas eran pocas y caras cuando el té llegó a Inglaterra. Sin duda, las mejores eran de procedencia china; y obviamente, sólo eran disfrutadas por la aristocracia. En la Inglaterra del siglo XVII se desconocían las técnicas de cocción, lacado y decoración empleadas en la lejana China. Pero a lo largo del siglo XVIII la creciente demanda de porcelanas de buena calidad llevó a la búsqueda de nuevas técnicas. Un empresario de éxito, Josiah Wedgwood, realizó mejoras importantes en las técnicas industriales, de modo que sus porcelanas empezaron a competir con las chinas. Pero hizo algo más: las promocionó por medio de técnicas publicitarias no menos sofisticadas que las industriales. Una de ellas consistía en regalar juegos de té al Rey y la alta aristocracia. Sabía que el proceso de emulación descendente se acabaría traduciendo en una demanda mucho mayor por parte de otros miembros menos afortunados de la nobleza y la burguesía. Como el té, el tabaco despertó una fuerte demanda, primero urbana y luego nacional, que tuvo importantes efectos hacia atrás. En este caso, en las tres colonias meridionales de lo que luego serían los Estados Unidos. En otros países el café y el chocolate desempeñaron un papel similar al del té en Inglaterra. Las motivaciones eran extrañas e imprevisibles. Por ejemplo, el chocolate se convirtió en la bebida predilecta de los curas españoles; y por eso, porque vagamente se le identificaba con el Catolicismo, apenas logró penetrar el mercado inglés, rotundamente antipapista. Evidentemente, es necesario tener mucha imaginación para identificar una religión con una bebida. Como mínimo, tanta como para identificar ciertos pantalones, pañuelos y gafas con determinadas opciones políticas. No juzguemos si no queremos ser juzgados.

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A lo largo de la Edad Moderna, y de forma creciente, fueron apareciendo nuevas demandas. Sus procesos de creación y extensión también fueron progresivamente más complejos. En ocasiones implicaban la destrucción de demandas previas; la occidental achicoria fue arroyada por el oriental té. Pero, en conjunto, ampliaron las posibilidades de consumo de capas sociales cada vez más amplias. Fue lo que algunos historiadores han denominado “Revolución del Consumo”, término con el que se hace referencia no sólo a los cambios en esas pautas, sino también y especialmente a las razones de orden económico, sociológico e, incluso, psicológico, que movieron esos cambios. Nuestro comportamiento habitual puede ser contemplado como el resultado final de esos procesos. La característica más llamativa del hombre moderno es su irrefrenable pulsión hacia el consumo. Gasta porque consciente o inconscientemente cree que de ese modo podrá alcanzar la felicidad, o algo que se le parezca. Comprar cosas que no son imprescindibles, como moda, teteras o novelas, es una forma de satisfacer necesidades muy profundas relacionadas con la opinión que tenemos sobre nosotros mismos, o que creemos que los demás tienen sobre nosotros. En la pirámide de Maslow, se trata de dar satisfacción a las dos últimas necesidades, la de reconocimiento ajeno y autoestima. Para que esto suceda en el conjunto de una población, debe existir un nivel de bienestar lo suficientemente elevado como para que personas pertenecientes a estratos sociales populares tengan excedentes en su renta como para adquirir esas cosas superfluas; humildes caprichos como una taza de té o una pipa. Y es que, como decía Joe Cocker, “the best things in life are the simple things”.

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3.3 Los gremios: cara y cruz La amplia libertad de la que disfrutamos en nuestra sociedad era algo inimaginable en la Edad Media. Tanto en el campo como en las ciudades la vida estaba estrictamente regulada por normas. Las autoridades municipales dictaban leyes concernientes a aspectos muy diversos relacionados con prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana. En primer lugar, sobre las fiestas sagradas y las ceremonias que había que celebrar. También con respecto a las costumbres, la vestimenta adecuada para hombres y mujeres, las condiciones y horarios para el cruce de las puertas, el lugar de residencia de las minorías étnicas... Y, por supuesto, los impuestos. Aquello de que “el aire de las ciudades es más libre” tiene sentido desde la perspectiva de que en el campo la autoridad del Señor podía ser asfixiante; pero no porque la vida en las ciudades estuviera libre de normas. Y en ningún sitio esto era más evidente que en los gremios, que eran la verdadera columna vertebral de la ciudad. Un gremio era una asociación de trabajadores de un mismo oficio: curtidores, confiteros, jaboneros, alfareros o sombrereros. Salvando las distancias, podrían equipararse a los actuales sindicatos o, quizás mejor, a las asociaciones patronales. La denominación de “gremio” sólo era una de las muchas que recibían. Según la época, el país u otras circunstancias también se llamaban “arte”, “cofradía”, “universidad”, “compañía”, “hermandad”, “corporación”, “sociedad”… etc. Los gremios cumplían varias funciones. En primer lugar eran el cauce de representación política de una parte de la ciudadanía. También realizaban una labor asistencial hacia las personas sin recursos con las que estuvieran vinculados, como huérfanos y viudas de agremiados. Asimismo atendían la organización de las ceremonias religiosas. Pero, sobre todo, organizaban su propia actividad para la defensa del status quo frente a otros poderes y amenazas externas. Nacidos de la solidaridad, se mantuvieron durante siglos con pocos cambios, y casi siempre dirigidos hacia la preservación de sus privilegios. En cierto modo, toda su historia es un combate (perdido) contra la modernidad. Esa defensa de los privilegios se articulaba alrededor de dos grandes objetivos. En primer lugar, desviar las rentas generadas por la artesanía hacia su estrato superior, los maestros. Estos eran los únicos capacitados por los concejos municipales para abrir un taller. A ellos incorporaban unos pocos oficiales. Así como un número variable de aprendices, chicos que a cambio de comida y alojamiento aprendían el oficio. Ésta era una remuneración muy baja por un trabajo que se prolongaba durante muchos años; no menos de cinco y normalmente bastante más. Algunos de esos aprendices ascendían a oficiales, lo que implicaba recibir un verdadero salario. Pero el paso a la maestría era mucho más complicado. Alcanzarla significaba que se estaba en condiciones de abrir un nuevo taller; es decir, de competir con los existentes. De ahí que los maestros ya establecidos fueran renuentes a conceder ese grado. Así, se suponía que un oficial merecía la maestría cuando realizaba una “obra maestra”; es decir, una pieza “perfecta” de su oficio. Pero a menudo los

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oficiales fracasaban en ese examen ante los tribunales formados por los maestros de la comunidad. Y, sorprendentemente, o no tanto, los hijos o familiares de los antiguos maestros sí demostraban esa pericia. Estos agravios fueron haciéndose más frecuentes durante la Baja Edad Media, lo que ayuda a explicar la generalización de episodios violentos, incluso de enfrentamientos abiertos, entre maestros y oficiales. En algún caso, como en la “guerra de las germanías” en Valencia, se llegó a un conflicto de cierta gravedad. El segundo de los objetivos gremiales, muy relacionado con el anterior, era impedir el acceso al mercado de personas ajenas al propio gremio. Para ello se establecían normas estrictas acerca de la calidad del producto o servicio ofrecido. Así, el gremio de tejedores fijaba, para cada tipo de paño, cómo debía ser fabricado; la materia textil, la trama y urdimbre, el tamaño de la pieza... Igualmente los gremios fijaban los precios para cada producto, según calidades. También se establecían normas sobre la obtención de las materias primas (dónde, a qué precios, traídas por quién), los salarios de los oficiales y aprendices, los horarios y lugares de venta… El número y detalle de las normas variaba mucho de unos gremios a otros; e incluso más de unas ciudades a otras. En general, allí donde los gremios eran instituciones sólidas y reconocidas la proliferación normativa era mayor. En la medida en la que la esta inflación normativa estandarizaba el producto podría haber un beneficio para el consumidor: al garantizarse una calidad mínima los costes de transacción serían menores. Pero también tenía consecuencias muy dañinas; singularmente, frenaba la innovación. A menudo los consumidores pedían productos de peor calidad pero más baratos. Los artesanos agremiados no podían satisfacer esa demanda porque se encontraban sujetos a unas normas de fabricación. Pero incluso si alguno de ellos pudiera y quisiera hacerlo, el gremio empleaba su influencia para impedirlo. Por ejemplo, fijando sanciones para quienes se apartaran de lo establecido. Es importante insistir sobre ello: el artesano italiano, francés o español, lo mismo que el campesino, el clérigo o el noble, construye su vida cotidiana alrededor de infinidad de reglas. Precisamente la fortaleza de los gremios y sus regulaciones explican los principales cambios en la localización industrial. Básicamente, lo que sucedió en Europa entre 1500 y 1700 (y para ser más precisos, entre 1550 y 1650) fue que la producción industrial italiana y española se derrumbó, mientras que la industria holandesa e inglesa prosperaba de año en año. Sólo un par de datos. Entre 1585 y mediados del siglo XVII la producción de paño en Florencia cayó de unas 30.000 piezas a poco más de 5.000; en esos mismos años Leiden incrementó su producción de 30.000 a más de 100.000 piezas (140.000 en 1665). Relaciones similares se encuentran en otras ciudades holandesas e italianas (o inglesas y españolas). Y las cifras son interesantes en otro sentido: en conjunto, la producción textil europea creció a lo largo de la Edad Moderna, ya que las pérdidas de la industria meridional fueron holgadamente compensadas con las ganancias de la septentrional. El problema de la industria italiana (el caso español es algo distinto, pero tampoco mucho) fue la excesiva calidad de sus productos. Los gremios

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lograron imponer sus condiciones a los artesanos y cerrar el paso a otros procesos de fabricación (que veremos en el próximo capítulo). Los productos artesanales italianos eran demasiado caros para muchos consumidores, que lentamente fueron derivando hacia los llegados desde el Norte de Europa. Al final, incluso la gama alta de los mercados fue conquistada por los productores holandeses, quienes no sólo superaban a los italianos en precio, sino también en calidad. Allí, en el Norte, donde los gremios eran más débiles y sus normas podían ser eludidas, se fue imponiendo una cultura industrial prácticamente opuesta a la italiana. Se daba preferencia al coste sobre la calidad; producir de la forma más económica para vender también al menor precio posible. Por ejemplo, los paños de lana “a la moda de Holanda” tenían vistosos colores para atraer al cliente, aunque no eran tan buenos. Pero los clientes los preferían así. Los cambios en la localización industrial también explican los ritmos de crecimiento urbano a lo largo de la Edad Moderna. Durante la Edad Moderna hubo un fuerte crecimiento urbano en el conjunto del continente europeo. Sin embargo, visto con más detenimiento se aprecia que entre 1450 y 1600 el tamaño y número de ciudades creció mucho más deprisa que entre 1600 y 1750; especialmente en el Sur de Europa. Una parte notable de este comportamiento se debe atribuir al hundimiento de la producción artesanal de Italia y España, que llevó a que muchas ciudades, de todos los tamaños, no crecieran o redujeran su tamaño. El caso de Castilla es ejemplar. A lo largo del siglo XVII la red urbana castellana se desdibujó. Ciudades como Burgos, Segovia y Valladolid entraron en una rápida decadencia; que contrasta con el la estabilidad o auge de Madrid (por la capitalidad) Sevilla y Cádiz (por el comercio americano) y otras ciudades costeras. Lo significativo es que el desplome de las primeras no se vio compensado por la expansión de las segundas. En cambio, en el Norte de Europa el crecimiento de muchas ciudades compensó la decadencia de otras. Pero sobre esto volveremos más adelante. De lo visto hasta aquí no se obtiene una visión demasiado favorable de las ciudades como impulsoras del desarrollo. Los gremios, las instituciones urbanas por excelencia, habrían sido un obstáculo al desarrollo tecnológico. No obstante, en los últimos tiempos esta visión negativa ha ido mitigándose. En primer lugar, porque el sistema gremial parece haber tenido muchas más fisuras de lo que parecía. Por ejemplo, debió existir cierta movilidad laboral, de modo que los oficiales encontraban caminos para establecerse como maestros, si no en la propia ciudad, en otra. Existía un mercado de factores en el que las personas con talento podían, con más o menos dificultades, asentarse y prosperar. Al fin y al cabo, la penetración de los paños holandeses e ingleses en los mercados italianos demuestra que los gremios no eran omnímodos. Sólo eran capaces de controlar la oferta de su propia ciudad; y aún esto de forma limitada. La demanda era libre porque más allá del alfoz, pero también dentro de la ciudad, no era posible impedir a la gente comprar aquello que fuera mejor y más barato. Nótese que su actuación sigue siendo cuestionada; lo que sucede es que ahora no se les considera tan efectivos a la hora de coartar los mercados.

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Pero, además, también ha habido una creciente mejora de la imagen de los gremios europeos por su papel en la formación de obreros y profesionales. O, al menos, por haber sido menos torpes y caros que otras instituciones; o que organizaciones similares de otras civilizaciones. Existe un indicador tosco pero consistente para medir la capacidad de una sociedad para generar talento: el “premio a la formación” o, en inglés, skill premium. La idea es la siguiente: en una sociedad en la que el coste de formación fuera muy elevado los trabajadores especializados –digamos que los maestros de un taller–, deberían recibir remuneraciones muy superiores a las de los no especializados –sus oficiales y aprendices–. La razón es parecida a la que explica porque un arquitecto tiene un salario mayor que un albañil. El arquitecto pierde cuatro, cinco o seis años de su vida estudiando. Durante ese período, y a diferencia del albañil, no recibe ninguna remuneración. Por tanto, se le debe pagar más para compensar ese esfuerzo (y con la incertidumbre de no saber si su esfuerzo servirá de algo). En el caso de un gremio el futuro maestro previamente trabaja como oficial. Por tanto, la diferencia salarial debería medir exclusivamente su talento. Aunque, en realidad, las cosas tampoco son exactamente así porque hay una restricción de la oferta de trabajo especializado a través de la “obra maestra” y otras prácticas. En otras palabras: en la sociedad tradicional la diferencia salarial entre maestros y oficiales debería indicar el precio de la formación y el sobrecoste que repercute el gremio al restringir artificialmente la oferta de trabajo. Mutatis mutandis, si el acceso a las facultades de Arquitectura estuviese limitado a un número muy reducido de personas, por ejemplo los que se apelliden Calatrava, cada licenciado podría exigir cantidades astronómicas por su trabajo. Y en éste precio estaría incluida no sólo su formación, sino también la restricción impuesta por el apellido. El mayor problema con el skill premium es que las comparaciones no son fáciles porque hay muchos tipos de trabajo. Y, sobre todo, porque la evolución de tecnología cambia su productividad; y lo hace de forma diferente en cada país pues tampoco su difusión es uniforme. No obstante, la posibilidad existe porque hay sectores económicos presentes en todas las culturas que, además, experimentan pocos cambios técnicos; por ejemplo, la carpintería. Y lo que se aprecia en estos casos es que en Europa tras la Peste Negra el skill premium cayó de forma notable; y que desde entonces siguió siendo significativamente más bajó que en otras civilizaciones. O dicho de otro modo, los gremios europeos proporcionaban una educación profesional relativamente económica en comparación a otras civilizaciones. La caída del “premio a la formación” de los siglos XIV y XV puede estar relacionada con dos procesos que veremos más adelante: el desarrollo del sistema doméstico y la caída de los tipos de interés. Pero sea cual fuere la explicación, resulta significativo que ese “gap” se mantuviera desde entonces y hasta los comienzos de la Revolución Industrial. Y es que, a pesar de situaciones como las descritas en la evaluación de la obra maestra, en Europa los gremios no eran una propiedad familiar. En cambio, en India, China, el Islam, y el resto del mundo la pertenencia a un determinado oficio se asociaba a la familia paterna, de modo que el acceso externo era imposible. Un caso extremo era la India, donde el contexto religioso del hinduismo llevó a la

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asociación entre apellidos y castas. Es interesante observar que los períodos en los que esta relación se reforzó coinciden con los de aumento de la incertidumbre económica y política. Y es que la principal finalidad de las corporaciones de oficios, en la India como en Europa, era luchar contra la inseguridad. Un entorno particularmente incierto reforzaba su funcionamiento, y conducía, en su versión extrema, a la simple reserva familiar. Al día de hoy en la India persiste esa asociación, especialmente entre los oficios más especializados. En términos relativos, el gremio europeo era mucho más abierto. Pero hay más. Desde una perspectiva política los gremios europeos eran bastante más independientes que sus homólogos de otros continentes. Esto puede haber sido uno de los factores cruciales del crecimiento económico europeo de las edades Media y Moderna. Y es que, gracias a los gremios y las ciudades, aunque no sólo por ellos, en Europa nunca hubo un poder realmente absoluto. No fue posible porque, en primer lugar, tras la desaparición del Imperio carolingio el continente jamás estuvo unido (de hecho, ni siquiera Carlomagno fue capaz de gobernar los destinos de toda Europa). Pero, además, desde el primer momento hubo una clara separación entre el poder civil y religioso, debido a la existencia de una institución peculiar, la Iglesia, que no encuentra paralelo en ninguna otra sociedad (la excepción quizás podría ser el clero chií de Irán; en cualquier caso, esta “iglesia” no surge hasta el siglo XVI). Los gremios desempeñaron un papel parecido al de Iglesia. Y del mismo modo que aquélla monopolizaba la sociedad y cultura religiosa, los gremios controlaban la sociedad y cultura urbana. Es decir, eran otra suerte de contrapoder. Sin embargo, las alianzas eran distintas. El conflicto más enconado entre poderes durante la Edad Media fue el que enfrentó a la Iglesia con el Imperio. En la Edad Moderna las monarquías nacionales tomaron el relevo al Imperio. A menudo los gremios fueron aliados naturales de las monarquías europeas en su lucha contra la aristocracia; que a su vez se enfrentó con el poder real. Lo relevante ahora es que nada de esto se puede encontrar en otras civilizaciones, en las que las organizaciones gremiales actuaron poco menos que como correas de transmisión del poder temporal, que también era religioso.

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3.4 El conocimiento y su difusión Los gremios no fueron el único canal de aprendizaje laboral. Universidades, escuelas y seminarios también hicieron su contribución a la extensión de este conocimiento, aunque fue muy distinta en cada caso. Desde el siglo XII fueron apareciendo universidades en varias ciudades europeas. Existe una extraña competición para determinar cuál fue la primera en cada país y en todo el continente. En esta carrera se suele reconocer a Bolonia como la ganadora; pero varias candidatas españolas aspiran a ese galardón: Palencia (que hoy forma parte del distrito universitario de Valladolid), Salamanca… y hasta Huesca, que pretende desbancar a todas con un precedente situado nada más y nada menos que en el Imperio Romano. Por supuesto, todo esto no deja de ser anecdótico. Y en más de un sentido, puesto que esta pretendida gloria luce bastante poco. Hoy en día, la antigüedad no suele estar asociada a la calidad, pues las mejores universidades suelen ser de reciente creación (en términos históricos). La clientela de estos centros estaba formada por jóvenes procedentes de estratos sociales medios, más que ricos. En todo caso, tenían muy pocos estudiantes. Inicialmente la enseñanza se basaba en las llamadas Artes Liberales, es decir, el trívium –gramática, dialéctica y retórica– y el quadrivium –aritmética, geometría, astronomía y música–. Paulatinamente se fue avanzando hacia una mayor especialización en campos como el Derecho, la Teología o los Estudios Clásicos. Se empleaban textos sagrados, libros de filosofía antigua (Platón, Aristóteles… ) y cristiana (Santo Tomás, San Agustín… ), y algunas obras más o menos científicas, como el Almagesto de Claudio Ptolomeo (el gran defensor del sistema geocéntrico) o Los elementos de Euclides. Curiosidad: dice la tradición, o la leyenda, que los “apuntes” que ustedes estudian fueron inventados por el burgalés (o alavés) Francisco de Vitoria. Hasta entonces los profesores se limitaban a comentar las obras de los grandes autores. Pero un día Vitoria cerró el “Libro gordo de Petete” y empezó a dictar. Desde entonces los profesores de Universidad somos tan listos como Aristóteles y Platón. En conjunto, la formación que ofrecían las universidades tenía vicios muy evidentes, como la excesiva memorización, la escasa aplicabilidad de los conocimientos adquiridos, y los pocos incentivos a la creatividad. El principal criterio para distinguir lo correcto de lo incorrecto (que no lo verdadero de lo falso) era el de auctoritas; es decir, la referencia a alguien cuya autoridad académica era incuestionable, y sus argumentos probados como irrefutables. Las universidades desempeñaron un papel pequeño o irrelevante en los cambios políticos, en la formación del gusto artístico, o incluso, en el debate religioso de la Europa Medieval o Moderna. Eran instituciones alejadas de la realidad y perfectamente prescindibles; como hoy en día (perdón por el sarcasmo).

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Otras intervenciones públicas más modestas y menos conocidas pudieron haber tenido efectos mucho más intensos en la creación y propagación del conocimiento. Por ejemplo, las escuelas municipales. Por supuesto, hasta el siglo XIX no hubo nada ni remotamente parecido a un sistema de instrucción pública que aspirase a alfabetizar a toda la población. Pero desde la Baja Edad Media algunos municipios realizaron esfuerzos por mantener abiertas escuelas para aquellos niños cuyos padres no podían proporcionarles educación; que eran casi todos. Aunque sólo acudía una minoría (había gastos ineludibles, así como un “coste de oportunidad”), su contribución a la alfabetización no fue desdeñable. Por ejemplo, en la Florencia de 1330, una ciudad con unos 80.000 habitantes, estaban escolarizados entre 8.000 y 10.000 niños. Seguramente eran muchos menos de los que había, pero bastantes más de los que en el campo tenían acceso a una formación. Estos esfuerzos completaban los realizados por la Iglesia en seminarios y otras instituciones eclesiásticas. Esta contribución fue importante, ya que hasta tiempos recientes ha habido un porcentaje pequeño, pero significativo, de sacerdotes y monjes dedicados a todo tipo de estudios; que, además, ni necesaria ni preferentemente se ocupan su tiempo a perfilar la doctrina de la Iglesia. Por ejemplo, Antonio Vivaldi se ordenó sacerdote; pero no está claro que llegara a oficiar una sola misa. Debido a las mayores oportunidades de formación, la lectura se convirtió en un hábito urbano. En los inventarios post-mortem, es decir, los realizados inmediatamente después de la muerte con fines testamentarios, aparecen libros en las casas de los fallecidos en las ciudades, pero pocos o ninguno entre quienes viven en el campo. En el siglo XVII quizás la mitad de la población urbana ya sabía leer y escribir. Es decir, la mitad de la gente en la ciudad, y casi todos en el campo, dependían de los alfabetos para entender las palabras escritas. De hecho, lo que diferenciaba la literatura popular de la elitista era que la primera estaba escrita para ser leída en público. Así, las primeras ediciones del Quijote tienen una grafía y puntuación más propia de un discurso que de un texto leído en soledad. La influencia de las personas letradas sobre el resto de la población era enorme; y difícil de apreciar desde la perspectiva de nuestra moderna sociedad alfabetizada. Lógicamente, cuanto más atrasada era una sociedad más influencia ejercían los que sabían leer. De ahí que la mera noción de “opinión pública” y, no digamos, de “democracia”, era algo inasumible en la Europa Moderna no urbana. Los inventarios post-mortem revelan otro dato interesante. Hasta el siglo XVIII o, según países, el XIX, el dominio de los libros de carácter religioso era abrumador. Ya fuera en países protestantes o católicos, la primera lectura siempre era de religión (algún pasaje de la Biblia o de la historia de un santo, o un misal… etc.). Más aún: para muchas personas no existía otro tema a lo largo de su vida. Este dato revela algo que, quizás, haya pasado desapercibido. En realidad, los movimientos artísticos o intelectuales como el Renacimiento o el Humanismo, o bien no penetraron en la raíz de las sociedades modernas, o si lo hicieron no afectaron a esa raíz religiosa. Por ejemplo, el Arte renacentista del común de la gente seguía tocando los mismos temas religiosos de la Edad Media. Sólo las élites urbanas sentían interés por temas mundanos, casi siempre procedentes de la mitología griega. Todo esto ayuda a explicar la duración e intensidad de los conflictos religiosos.

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Y aunque parezca paradójico, también el que pueblos y naciones enteras cambiaran en pocos años de bando religioso. En una sociedad en la que la mayor parte de la gente no sabía leer, las opiniones de quienes sí podían hacerlo encontraban un gran predicamento. El éxito de la Reforma protestante (y de la Contrarreforma católica) se explica por los cambios de parecer de las minorías que tenían acceso a alguna información, por pequeña que fuera. El hecho de que los países escandinavos o Escocia se convirtieran al protestantismo tan rápidamente, o que Irlanda no lo hiciera, es una prueba del reducido grado de formación de la población. La conversión –o no conversión– de unos pocos era la de todo el pueblo. Precisamente por eso mismo, la Reforma tuvo más resistencia conforme mayor era el grado de desarrollo interno y la complejidad social. Así, se dio la paradoja de que precisamente los países en los que el desarrollo urbano era mayor –lógicamente, los habitantes de las ciudades eran más receptivos al nuevo mensaje– también fueron aquellos en los que hubo núcleos católicos más resistentes. Existe una vinculación entre alfabetización y Reforma. El porcentaje de alfabetos aumentó considerablemente en los países protestantes porque para los fundadores de la nueva religión cada cristiano podía y debía alcanzar la Verdad mediante la simple lectura de la Biblia. Ni qué decir tiene que en esta esperanza había mucha ingenuidad: ¿quién podía asegurar que la verdad alcanzada por un creyente fuera la de Lutero o Calvino? No resulta extraño que una de las características más notables del Protestantismo haya sido su irrefrenable tendencia hacia la fragmentación. En cualquier caso, la Reforma abrió la puerta a la necesidad de que todo el mundo supiera leer y escribir. De hecho, en ocasiones incluso parece percibirse una relación directa entre fanatismo religioso y alfabetización. En el siglo XVIII seguramente la comunidad con mayores tasas de lectura del mundo vivía en las trece colonias británicas que dieron lugar a los Estados Unidos. En aquellos asentamientos la proporción de puritanos y extremistas religiosos era notablemente mayor que en Inglaterra. La Reforma Protestante también contribuyó a la propagación del conocimiento de un modo imprevisto: por la diferenciación y persecución religiosa. Vimos como a lo largo de la Edad Media los judíos se habían ido conformando como una comunidad próspera gracias a su especialización en actividades muy remuneradoras; así como por su elevada formación. Con ciertas salvedades, algo semejante se puede decir de otras minorías religiosas surgidas en la Edad Moderna, y desplazadas de un lugar a otro por el vaivén de la Reforma y la Contrarreforma. En general, las clases urbanas fueron más receptivas al protestantismo que el campo. Y fueron muchos los protestantes con recursos que buscaron refugió en otros países. Por ejemplo, los Saussure, una familia pródiga en talentos, llegaron a Ginebra desde Francia. Así como, los Bernoulli, una saga de matemáticos, llegaron a Basilea desde los Países Bajos españoles. Sin duda, Holanda fue la gran receptora de disidentes. En distintos momentos de su vida los tres grandes filósofos del siglo XVII, Baruch Spinoza, René Descartes y John Locke encontraron refugio en aquel país. No parece casual que la creatividad científica o literaria de esas minorías fuera muy superior a la de aquellos que no tenían necesidad de marcharse. Cabe suponer

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que el contacto entre disidentes facilitó el intercambio de experiencias y potenció la búsqueda del conocimiento. Y algo similar se puede decir con respecto a la generación de riqueza. Como en otros países, antes y después, la mentalidad capitalista se propagó con el exilio religioso. Muchos de estos movimientos migratorios tuvieron su punto de llegada en los Países Bajos; una nación que alcanzó su época más brillante en el siglo XVII. Sería fácil identificar ambos hechos; y también incorrecto, pues la prosperidad holandesa se explica por muchas otras razones. Pero aunque sea difícilmente mensurable, el que Holanda se convirtiera en la tierra de acogida de todo tipo de librepensadores (o aunque sólo fueran simples disidentes) debió tener consecuencias positivas sobre su desarrollo. Por ejemplo, desde los Países Bajos Españoles (Bélgica) llegaron muchos mercaderes que se asentaron en Amsterdam y formaron un potente lobby valón. El país fue el refugio de todos aquellos que tenían ideas diferentes a las de la comunidad en la que vivían. Entre ellos había personas más receptivas a los cambios; gente formada que era capaz de realizar innovaciones en sus negocios, pues anteriormente ya habían tenido que arrostrar un cambio mucho más drástico para ellos: el de las ideas religiosas. Esta es una de las razones (aunque seguramente no la más importante) que explica porque la diminuta Holanda fue durante el siglo XVII la nación más avanzada de Europa en campos tan diversos como la construcción naval, las técnicas agrícolas o la banca. Quizás la clave de todo esto fuera que el país, además de ser un refugio para protestantes, también fue un insólito paraíso de tolerancia en un mundo sacudido por la violencia sectaria. En esto era el extremo opuesto de la España de Felipe II; pero también de la Ginebra de Calvino o de la Suecia de Gustavo Vasa (Gustavo I). Aunque el país había nacido de una disensión religiosa, los protestantes nunca fueron tan dominantes como para imponer su férula a los católicos, de modo que, tras un breve período de moderada intransigencia, enseguida se aceptó la tolerancia como norma de conducta. Es interesante observar que el daño al desarrollo de la ciencia no necesariamente se corresponde con la gravedad de los crímenes. Vimos que la Inquisición española no fue demasiado mortífera. 20.000 ejecuciones en tres siglos, y casi todas concentradas en las tres primeras décadas, no describen a una institución particularmente sanguinaria para los patrones de la época. Pero hay que ver el problema del Tribunal del Santo Oficio desde una perspectiva más amplia. La razón por la que las persecuciones religiosas en España tuvieron tan poca entidad estriba en que religiosamente el país era muy uniforme. Sólo existían dos “cuerpos extraños”, judíos y moriscos, que fueron expulsados en 1492 y 1609, respectivamente. Desde un punto de vista ideológico el problema no era la Inquisición, sino la mentalidad colectiva que auspició su emergencia y la mantuvo durante tanto tiempo. En particular, el giro conservador de la segunda mitad del reinado de Felipe II, poco después del fin del Concilio de Trento, supuso un relativo aislamiento de España del resto de Europa. Con todo, esa política no explica más que una parte pequeña de la decadencia española. Al fin y al cabo, la censura se circunscribía a cuestiones religiosas, a aquellas que guardaban una relación muy estrecha con la

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Teología (como las relativas al sistema solar), y a algunas cuestiones políticas. No existía ninguna restricción para escribir sobre la mayor parte de los temas. Por ejemplo, sobre la situación de los indios en América o sobre economía. Durante el Siglo de Oro español se vertieron ríos de tinta para criticar la política comercial y monetaria de los Austrias. Ciertamente, no sirvió de nada; pero no se puede decir que hubiera una censura económica. El caso es que incluso en la España de la Contrarreforma se escribía sobre asuntos diversos. Y es que en toda Europa existía un mercado de libros, opúsculos y panfletos de temas no religiosos, y a veces polémicos, que era mantenido por sectores pujantes aunque minoritarios de la sociedad. Fundamentalmente, por clases medias urbanas. Daniel Defoe fue un ejemplo de este tipo de escritores. Hoy en día sólo se le recuerda por haber sido el autor del Robinson Crusoe; pero su obra es mucho más extensa. Incluye artículos políticos –verdaderos panfletos–, poemas, novelas picarescas, libros de viajes, de historia, de política… y hasta una “Historia política del Diablo”, en la que, con toda seriedad, se explicita la influencia de Satán en la Europa de su tiempo; especialmente en los países católicos (como no podía ser menos para un protestante). Además de escritor y periodista, Defoe fue un espía al servicio del partido whig contra los tories. Varios sucesos de su vida permiten calificarle como un vulgar embaucador. Y como consecuencia de ello, y de su participación en varias conspiraciones políticas, pasó algunas temporadas en la cárcel. Aunque parezca contradictorio, Defoe fue un hombre religioso, tal y como se reconoce de la misma lectura del Robinson Crusoe. Pero, además, creía en el individuo, la empresa, el colonialismo, la unión de Inglaterra y Escocia, y las clases medias (el padre de Robinson decía a su hijo que “rezase para no ser ni pobre ni rico”). En su extensa bibliografía no se reconoce ni un solo trabajo que se ocupe de cuestiones realmente útiles. Defoe fue un precursor de esa divertida especie occidental (y típicamente francesa) conocida como “intelectual”. Un peldaño más arriba en la escala del saber estaba la clase de filósofos y científicos. En la Edad Moderna surgieron las primeras escuelas de pensamiento. En materia económica la primera que verdaderamente merece ese título fue la Fisiocracia, sobre la que ya hemos dicho algo. Pero anteriormente hubo muchos escritores llamados “mercantilistas”; que tenían un discurso común aunque mantenían posiciones diferentes sobre algunos puntos cruciales. En todo caso, se leían unos a otros, y se planteaban las mismas preguntas, como por qué era tan pobre la España de Potosí y Zacatecas. Más adelante volveremos sobre ellos. Lo que ahora interesa señalar es que se estaba formando una comunidad de pensadores que intercambiaba sus opiniones por medio de libros. De todos modos, el gran debate científico de la Edad Moderna no fue económico, sino astronómico: fue el que sostuvieron los partidarios del modelo heliocéntrico frente al geocéntrico. Hay un aspecto muy atractivo de este asunto: su dimensión internacional. El debate se cerró cuando sir Isaac Newton demostró de modo irrefutable que La Tierra giraba alrededor del Sol, y no al revés. Pero para que en Inglaterra apareciera un Newton fue necesario que antes viviera en Alemania un Johannes Kepler, y en Italia un Galileo Galilei; los

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dos ocuparon buena parte de su tiempo en probar la teoría heliocéntrica del polaco Nicolás Copérnico. El primero de ellos se sirvió de las observaciones astronómicas del danés Tycho Brahe, que vivió en Bohemia al servicio del emperador Rodolfo II, dedicado a la astrología y la alquimia. Así pues, todos estos astrónomos vivieron alejados unos de otros, en países católicos y protestantes, en los que se hablaba media docena de idiomas diferentes. Sólo Kepler y Brahe llegaron a conocerse personalmente. No obstante cada uno de ellos conoció el trabajo de sus predecesores porque todos imprimieron sus observaciones y teorías; y, además, escribieron en el mismo idioma, el latín. Hoy lo habrían hecho en inglés. Una cuestión pertinente es la siguiente: ¿realmente el conocimiento es importante? Lo socialmente convenido es responder: “¡claro que sí!” Pero si se piensa un poco, la cosa no es tan evidente. Esos grandes científicos de la Edad Moderna, Galileo, Kepler y demás, hicieron poco o nada para mejorar el bienestar material de la gente. De la irrelevancia de sus hallazgos da idea el hecho de que algunos de sus hallazgos sólo fueron “redescubrimientos”. En el siglo III a J.C. Aristarco de Samos ya comprendió que era La Tierra la que giraba alrededor del Sol. En el siglo XI el astrónomo árabe Al-Biruni midió con extraordinaria precisión el tamaño del planeta (lo que también hizo, aunque con menos precisión, otro astrónomo griego, Eratóstenes). Sin embargo, no parece que esos aportes científicos salvaran a las civilizaciones griega e islámica de la decadencia. Claro que, ¿por qué tendrían que haberlo hecho? ¿Por qué descubrimientos semejantes deberían tener alguna relevancia en Europa? Ninguno de nosotros sería más o menos feliz si mañana se descubriera que la NASA nos ha mentido vilmente y que, en realidad, el Sol gira alrededor de La Tierra. Críticas parecidas podrían hacerse a otros “sabios”, como Defoe, Montaigne, Quevedo o Moro. Ninguno de ellos escribió nada “útil”. En realidad, el asunto es más complejo. Existen vías indirectas y difusas a través de las cuales la investigación puede tener importantes consecuencias económicas. Por ejemplo, la observación de las estrellas exige disponer de buenos telescopios. Galileo, Kepler y Huygens, entre otros, hicieron los suyos; tallando ellos mismos las lentes. De hecho, Galileo resolvió sus problemas económicos vendiendo su patente a la República de Venecia, para uso de sus barcos de guerra. Lo cierto es que la mayor parte de los telescopios-catalejos construidos por Galileo eran muy defectuosos y de dudosa utilidad. Por eso no sorprende que esa tecnología rápidamente abandonara la decadente Italia en dirección a Holanda. Allí asegurar la navegación marítima era un asunto muy relevante, y los catalejos empezaron a ser fabricados de modo seriado. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que se buscaran otras aplicaciones, pues los principios de la óptica son los mismos para los telescopios que para los microscopios (uno de sus supuestos inventores fue el propio Galileo), las gafas o los faros. Algo semejante, en otro nivel, puede decirse del pensamiento especulativo, filosófico o artístico. La creatividad no vive en compartimentos estancos. Ciertamente, la mayor parte de quienes han inventado o descubierto algo suelen ser muy convencionales en el resto de su vida. No siempre: cuando Newton murió se descubrió que su verdadera fe no era ni la protestante ni la

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católica, sino… ¡la arriana! El sabio inglés llevaba un desfase de 1000 años, lo que no deja de ser una demostración de su extraordinaria imaginación. Pero, en fin, Newton es la “excepción que confirma la regla”. Son mucho más frecuentes los ejemplos de científicos carentes de sensibilidad artística o de preocupaciones religiosas. Sin embargo, el que la creatividad sea unidireccional en cada individuo, no significa que también lo sea en la sociedad en su conjunto. Existen muchas relaciones entre campos aparentemente inconexos; relaciones que incluso resultan desconocidas para aquellos que se sirven de ellas. Por ejemplo, las construidas alrededor de la proporción aurea, también llamada divina proporción, razón de oro, sección aurea, número divino, y otras combinaciones entre sujeto y adjetivo; o, simplemente, φ (leído “fi”), que es igual a 1,618033… Desde la Grecia Clásica, este número irracional ha sido un motivo artístico, una pauta musical y un problema matemático. Por él se han interesado personajes tan distintos como Fidias, Platón, Euclides, Durero, da Vinci, Kepler, Satie, Seurat, Dalí y Le Corbusier. Resulta difícil saber qué obras artísticas o descubrimientos científicos se hubiesen perdido sin ese extraordinario interés; pero, sobre todo, resulta difícil o imposible reconocer las relaciones entre arquitectura, pintura, música y matemáticas construidas con tan intrigante relación. En definitiva, cualquier nuevo conocimiento podía tener implicaciones notables e imprevisibles. O no servir para nada. Dado que al principio era más probable que sucediera lo segundo, la cuestión no es tanto qué se descubre o inventa, sino cómo eso se pone en conocimiento de otras personas. De hecho, frecuentemente ha habido descubrimientos con escasa o nula trascendencia porque no se trasmitieron. El caso más ejemplar fue el de América por los vikingos, que por ignorado ni siquiera fue “el” descubrimiento. De ahí que la invención de la imprenta hacia 1450 constituya un factor crítico en la propagación del saber. Convencionalmente se atribuye al alemán Johannes Gutenberg; pero hay algunos elementos de su historia que merecen ser recordados. Gutenberg no pertenecía a ningún gremio relacionado con los libros; era un herrero mayormente interesado en la fundición de metales preciosos. Tampoco fue un “verdadero” inventor; sólo fue un ingenioso ensamblador de invenciones recientes. Dicho de otro modo: si Gutenberg no hubiera construido la primera imprenta (si es que lo hizo) cualquier otro lo habría hecho. Lo relevante es que la imprenta fue inventada en el momento y lugar en el que debía hacerse; cuando existía una demanda (potencial) de libros impresos. Y por eso mismo, su difusión se circunscribió a Europa y América. Por ejemplo, los otomanos no vieron en ella otra cosa que un artefacto presuntamente diabólico; así que prohibieron su uso hasta comienzos del siglo XVIII. Y aún entonces lo permitieron sólo para la edición de textos no religiosos. La imprenta tenía sentido en la Europa del siglo XV porque allí había muchas personas (en términos relativos) interesadas en comprar libros; es decir, gente que sabía leer y que tenía tiempo y dinero para hacerlo. Por supuesto, los primeros libros impresos eran de temática religiosa; empezando por la Biblia. Aunque pronto se vio que su mayor utilidad se derivaba de la transmisión del conocimiento a larga distancia. Una de las razones por las que la imprenta se convirtió en un invento útil fue la disponibilidad de papel. La técnica para su fabricación era conocida desde el

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siglo XI. Llegó a Europa de la mano de los árabes quienes la habían aprendido de los chinos. En realidad, hacer papel es relativamente sencillo; y tampoco requiere ninguna materia prima especial. Se puede obtener a partir de mil plantas: lino, cáñamo, algodón, abedul, álamo, arroz, ortiga, bambú, morera, ramio, magnolia… Pero en la práctica las cosas no eran tan sencillas. En primer lugar, los procedimientos de fabricación con muchas de esas materias, y en particular la madera, no fueron bien desarrollados hasta el siglo XIX. Normalmente se empleaban prendas viejas y rotas de lino, que eran machacadas con prensas hasta obtener una pulpa con la que fabricar cada hoja. El procedimiento era lento y caro; y la demanda reducida. Y todo esto explica la lentitud con la que se expandió la industria papelera en Europa. Al parecer, la primera fábrica de la Europa cristiana fue la que existía en Xàtiva, Valencia, cuando la ciudad fue conquistada por Jaime I el Conquistador a mediados del XII. A finales de ese siglo se construyó la primera fábrica en Francia; a mediados del XIII en Italia; a finales del XIV en Alemania… Y no fue hasta finales del siglo XV cuando se fabricó el primer papel inglés. El progreso técnico también fue lento. Así, la fabricación de la pulpa no empezó a ser mecanizado hasta finales del siglo XVI en Holanda, con el llamado “molino holandés”. Es interesante observar que la fabricación de papel barato era posible porque se disponía de una abundante materia prima: paños sucios y usados. Por esta vía indirecta el auge de la industria textil contribuyó al desarrollo de la industria del papel y, en fin, a la cultura europea. Hubo otro elemento que facilitó la transmisión del conocimiento: la existencia de una koiné, el latín. En la Europa de la Edad Media había países en los que se hablaban lenguas derivadas del latín; y otros en los que se hablaban lenguas derivadas de los primitivos idiomas germánico y eslavo (y aún otros, como el griego, húngaro, finés… etc.). De ahí que no sólo no hubiera unidad lingüística, sino que además las diferencias entre unos idiomas y otros fueran considerables. De ahí la importancia de contar con una lengua común. Y ésta fue el latín por razones bastante obvias. Aunque era una lengua sin hablantes desde la desaparición del Imperio Romano siguió siendo utilizado por la Iglesia, la única institución presente en toda Europa. Lógicamente, era el idioma de la religión; pero también de la cultura, la Filosofía y la Ciencia porque la Iglesia era la heredera del saber del Mundo Clásico, la depositaria de la Tradición Judeocristiana y, dicho lisa y llanamente, monopolizó el saber durante un milenio. A lo largo de la Edad Moderna fue perdiendo esa posición, al tiempo que, como Iglesia de Roma, desaparecía del Norte y Centro del continente. Pero el latín se preservó como idioma culto, y ello facilitó enormemente la transmisión del conocimiento entre personas con distintas lenguas maternas. Como vimos, en latín escribieron todos los astrónomos, desde Copérnico a Newton. Pero también los filósofos, adivinadores, economistas y cuantos tenían interés en difundir sus ideas. Incluso se latinizaban los nombres. Por ejemplo, Kepler era Keplero, Copérnico (Kopernic en polaco) era Copernicus... etc. La imprenta, el papel y el latín hicieron posible que hacia el siglo XVI, y por primera vez en la Historia de la Humanidad, el conocimiento fuera algo accesible al gran público. O, al menos, a un número considerable de personas. Gente culta que podía vivir en lugares muy distantes; pero que formaba una especie de comunidad científica o cultural en ciernes. Gente que ahora podía

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estar al día (es decir, con algunos meses de retraso) de las últimas investigaciones de su campo. Se empezaban a dar las condiciones para que el progreso material y del conocimiento no dependiera del talento excepcional de unos pocos hombres. Por primera vez la Ciencia fue una obra colectiva. Bibliografía Cipolla, Carlo María, 1981: Historia Económica de la Europa Preindustrial.

Alianza De Vries, Jan, 1979: La economía de Europa en un período de crisis 1600-

1750, Cátedra De Vries, Jan, 2008: La revolución industriosa, Crítica Dülmen, Richard van, 1984: Los inicios de la Europa Moderna, 1550-1648.

Siglo XXI. Neil McKendrik, John Brewer and J. H. Plumb, 1982: The Birth of a Consumer

Society. Indiana University Press Kriedte, Peter, 1982: Feudalismo tardío y capitalismo comercial, Crítica Zanden, Jan Luiten van, 2009: The long road to Industrial Revolution, Brill

Academic Publishers