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EL POSITIVISMO LATINOAMERICANO Roberto J. Salazar Ramos 1. Características generales No se puede justificar una revolución sino en nombre de un orden diferente al que se quiere cambiar. Sin embargo, para el positivismo latinoamericano, la promesa de la emancipación carecía de contenido; si lo tenía, no era otro que la ambigüedad de la libertad. Porque, ¿qué propuso el movimiento emancipatorio? A lo más, la idea de que la revolución era necesaria; es decir, ella obedeció a un impulso histórico, a un proceso irreversible que estalló en América bajo la forma de revolución de independencia, de emancipación. Los positivistas se dan a la tarea de pensar, entonces, el porqué y el para qué de la revolución, pues al fundamentarla se fundamentará así mismo la República y, con ella, el destino manifiesto que la generación positivista estaba llamada a representar. Ciertamente, la emancipación fue una gesta grandiosa, elevada al nivel de profundas resonancias cósmicas; pero fue una tarea incompleta. Sólo quienes podían pensarla a plenitud debían, simultáneamente completarla. Pero ya no en el nivel de las armas, sino del pensamiento; la revolución, al triunfar militarmente, se había negado a sí misma como posibilidad militar futura; la revolución, así, ya no era una meta. Si ella debía poseer un sentido, éste consistía en su afirmación política. La instauración de sus 1

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EL POSITIVISMO LATINOAMERICANO

Roberto J. Salazar Ramos

1. Características generales

No se puede justificar una revolución sino en nombre de un orden diferente al que se quiere cambiar. Sin embargo, para el positivismo latinoamericano, la promesa de la emancipación carecía de contenido; si lo tenía, no era otro que la ambigüedad de la libertad. Porque, ¿qué propuso el movimiento emancipatorio? A lo más, la idea de que la revolución era necesaria; es decir, ella obedeció a un impulso histórico, a un proceso irreversible que estalló en América bajo la forma de revolución de independencia, de emancipación.

Los positivistas se dan a la tarea de pensar, entonces, el porqué y el para qué de la revolución, pues al fundamentarla se fundamentará así mismo la República y, con ella, el destino manifiesto que la generación positivista estaba llamada a representar. Ciertamente, la emancipación fue una gesta grandiosa, elevada al nivel de profundas resonancias cósmicas; pero fue una tarea incompleta. Sólo quienes podían pensarla a plenitud debían, simultáneamente completarla.

Pero ya no en el nivel de las armas, sino del pensamiento; la revolución, al triunfar militarmente, se había negado a sí misma como posibilidad militar futura; la revolución, así, ya no era una meta. Si ella debía poseer un sentido, éste consistía en su afirmación política. La instauración de sus nuevos contenidos sólo se lograría por la vía de la evolución, mas ya no por la revolución misma; por el camino del orden, no deja anarquía; por el orden del pensamiento, no. por el de las armas. Porque ya no se trata de conquistar la libertad, sino de realizarla y ordenarla por el sendero del progreso y de la civilización. La libertad sólo cuenta en la medida en que es un factor de progreso y civilización.

Más temible que las armas de la Colonia y de la reconquista española, es, para el positivismo latinoamericano, el pasado, pues contra él hay que luchar para que lo nuevo tenga una concretez histórica: novedad que sólo puede tener como sinónimos el progreso y la civilización.

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La nueva redistribución de la historia, la manera de espacializar la naturaleza y la topografía en la cultura, los procedimientos de concatenación de los fenómenos sociales dentro del ordenamiento político, y viceversa, será la tarea esencial de la episteme construida por los positivistas latinoamericanos a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX. Ordenamiento que se postulará a sí mismo como superior al ordenamiento colonial y al pensamiento ilustrado, en sus más diversos niveles, político, económico, social, cultural, mental y moral.

Sin embargo, el pensamiento positivista se moverá dentro de una trágica ambigüedad: lo nuevo, a lo cual se aspira, en contraposición a lo viejo representado por el orden colonial, no ha sido fruto de un descubrimiento desde sí, desde dentro, sino de una evidencia externa, de una mirada que, saliéndose de sí misma, divisa otras culturas, merodea en sus hallazgos, fotografía sus hábitos y se detiene en su alma. Entonces, se compara, se mira a sí misma, escamotea en sus hechos, en sus fenómenos sociales, en sus empiricidades, en la raza, en el paisaje, en su moralidad, en sus costumbres, en su intelectualidad, en su sistema religioso, en su educación, en sus instituciones, y decide, con gesto de infinito orgullo, no seguir siendo como se ha sido, sino que debe ser como la novedad alcanzada ya por otros: Europa y Estados Unidos.

Al buscarse a sí mismo de otra manera, se autopromete, simultáneamente, el acceso a otra forma de humanidad, a otra condición histórica. Cuando, a pesar de los esfuerzos, no lo logra y no lo palpa en sí, en sus hechos, en los fenómenos que lo evidencian, entonces repasa uno a uno los factores que lo perturban.

El positivismo latinoamericano recurrirá, en tanto que positivista, a los modelos físico-social, orgánico-biológico y clínico-quirúrgico, para determinar la etiología de sus diferentes malestares. Al diagnosticar, tiene necesidad de inventar signos, o al menos de redistribuirlos; signos que se tornaran en síntomas; síntomas que llevarán a la cura. En la agobiante tarea de identificación de la génesis del malestar, lo político remitirá a lo social; lo social a lo racial; lo racial a la cultura; la cultura a lo moral; lo moral a lo religioso; lo religioso a la cultura; la cultura a lo topográfico; lo topográfico a lo racial; lo racial a lo social; lo social a lo político, etc., en una cadena que se envuelve a sí misma hasta el infinito. Los signos se entrecruzan; los síntomas cambian permanentemente de espacios y el espacio termina y comienza, en la Colonia. Al final, ¿ha vencido lo viejo? ¿Lo nuevo, como promesa esencial, ha sido absorbido?

Drama del diagnóstico, de los síntomas es el drama del pensamiento positivista latinoamericano que buscando anclarse en el progreso y en la civilización

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encuentra por doquier cercado por el fantasma del pasado que reaparece de infinitas maneras en el presente y que estorba ya el futuro.

En el presente trabajo, más que hacer una historia de las ideas, se trata, particularmente, de ir mostrando los elementos que confluyen en ese profundo drama que, también y a pesar de todo, recorre aún tanto el pasado como el presente latinoamericano.

2. La gramática de los signos y redistribución de los significados

La ruptura acaecida con la emancipación de las antiguas colonias latinoamericanas produjo una cierta conciencia de la ambigüedad: la conflictiva tensión entre el pasado colonial y el porvenir civilizado se constituyó en una especie de drama histórico. Se trataba de materializar, ahora sí solos, el ideario de la libertad y del progreso; sin embargo, allí se encontraba el mundo colonial, generador de esclavitudes y miserias, como una especie de lastre y, al mismo tiempo, como una posibilidad.

El deseo de ser libres, de dejar de ser lo que se había sido, para ser de otro modo, fue creando una gramática de exclusiones y de inclusiones a partir de la cual debía hacerse ahora la lectura de los fenómenos manifiestos y ocultos de La sociedad, con el fin de encaminarla a las metas forjadas por el mundo contemporáneo. En este sentido, se sabía ya qué no se quería ser y qué se quería dejar de ser: el pasado colonial se vertía en una semiótica que debía ser superada a todo trance y los signos de su presencia conjurados. De otro lado, se presentía a qué se debía aspirar, qué se debía alcanzar: libertad y progreso.

Si el objeto de la negación estaba representado por un conjunto de experiencias históricamente delimitadas -el pasado colonial-, lo que se pretendía afirmar ahora tenía también ya una concreción histórica, aunque su materialidad no había pasado aún por las experiencias específicas de la sociedad latinoamericana. La localización e identificación de estos idearios apuntaban hacia las sociedades europeas y norteamericanas, sociedades que se convirtieron, sobre todo esta última, en una especie de arquetipo que había que esforzarse por alcanzar y actualizar en las propias sociedades nacionales.

Retroceso/progreso, barbarie/civilización, caos/orden, revolución/evolución, razón/experiencia, pasado/porvenir, etc., son contraposiciones y antagonismos cuya lucha se hacía I manifiesta en la actualidad. El resultado de estas oposiciones sería el ingreso a la modernidad, a una sociedad libre, atravesada por el orden, la civilización y el progreso.

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Aquellas bipolaridades se irían a constituir en los criterios esenciales de los procedimientos y técnicas de interpretación mediante los cuales se leerán las claves y los signos manifiestos en la historia y se reconocerá la emergencia de las "verdaderas realidades" que negarían el pasado lleno de privaciones y el anuncio del porvenir en su plenitud. Refiriéndose a los conflictos presentados en México durante el Gobierno de Iturbide, escribe José Ma. Luis Mora en 1838: "A la voz república se añadió la palabra federal, y esto ya empezó a ser algo; pero este algo estaba tan envuelto en dificultades, tan rodeado de resistencias y tan en oposición con todo lo que se quería mantener, que no necesitaba mucha perspicacia para prever la lucha no muy remota entre el progreso y el retroceso". El colombiano José Ma. Samper constataba también el anudamiento de tendencias diversas y opuestas en la Constitución de 1819, que dio origen a la Gran Colombia: en ella se consagraba la libertad de los esclavos nacidos a partir de esa fecha, pero se negaba la de los actuales esclavos; se conservaban los patrimonios y privilegios del clero, pero se hablaba ya de la libertad de conciencia; se mencionaba la libertad de empresa, pero se conservaban los monopolios del Estado.

Samper reconocía, particularmente, el estado de crisis que caracterizaba el flujo de la historia pasada y presente de los pueblos latinoamericanos; pero creía que las crisis traían consigo "terribles lecciones para la educación política de los pueblos y grandes verdades que señalan a la humanidad el camino de la razón y la filosofía". Y son esas épocas las que posibilitan la proyección del porvenir sobre bases más firmes, a pesar del aparente anarquismo que los hechos encubren. En este sentido, escribe en los Apuntamientos para la historia de la Nueva Granada, de 1848: "cada movimiento social es un combate librado a las ideas, las instituciones y las costumbres del pasado, y una victoria ganada por el porvenir; cada paso adelante, es una conquista; cada bandera que se levanta, el símbolo de una civilización nueva que se sobrepone a otra decrépita, y cada palabra del pueblo, un himno generoso entonado en el altar de la libertad".

La historia no ha de entenderse como fruto del "capricho de influencias providenciales, ni el azar de fortuitos accidentes". Para Gabino Barreda, y para los pensadores positivistas del siglo XIX, la historia debe ser objeto ahora de una "mirada científica", mirada que nos mostrará que ella está "sujeta a leyes que la dominan y que hacen posible la previsión de los hechos por venir, y la explicación de los que ya han pasado"; los hechos, en cuanto que signos, adquieren entonces el carácter de "conjunto compacto y homogéneo, como el desarrollo necesario y fatal de un programa latente".

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Los hechos, y sus signos, denotan crisis; y es aquí en donde se necesita en mayor medida del análisis filosófico en toda su positividad. Pero no de una filosofía cualquiera, sino de una actitud filosófica que mire la historia en retrospectiva para determinar las causas de su malestar presente y proyectar así su destino con seguridad y firmeza. A partir de 1810, y en menos de cuarenta años, piensa Samper, los pueblos latinoamericanos han experimentado "el influjo maléfico o bienhechor del absolutismo colonial, del gobierno revolucionario, del sistema federal, del régimen republicano, de la dictadura del sable, de la usurpación militar, del orden constitucional, de la oligarquía, del terror y por último, de la democracia, en su más amplia manifestación".

Pero ¿cómo distinguir, entre esas manifestaciones, los signos inequívocos del cambio, del anuncio de un porvenir diferente a los mismos hechos caóticos y al reflujo de los aconteceres? Samper, como la mayoría de sus contemporáneos, cree que la historia está de-marcada por los signos del progreso, y que, particularmente, el flujo de la historia presente apunta hacia la civilización y el progreso. Gabina Barreda lo señalaba de esta forma: "que en lo adelante sea nuestra divisa libertad, orden y progreso; la libertad como medio; el orden como base y el progreso como fin". Pero no se trata solamente de un progreso intelectual ni material: la evolución de la historia pone en juego, sustancialmente, la perfección moral de los hombres y de las colectividades. "En efecto, señores-escribía el venezolano Rafael Villavicencio muchos años después-, la palabra civilización envuelve la idea del progreso en general, y los que la toman como sinónima de adelantos intelectuales y materiales, la sacan 4e su verdadero ■ significado; ni aun puede concebirse este progreso parcial, porque desenvolviéndose en el hombre las facultades intelectuales, debe perfeccionar el conocimiento de lo bueno, de lo justo y de lo bello como todos los otros conocimientos, y estas ideas arrastran con fuerza irresistible nuestros afectos, toda vez que se las ha comprendido de lleno".

Los signos más evidentes de los cambios que se encaminan al logro de esos idearios, "dolorosos pero necesarios, ha resultado también, como por un programa que se desarrolla, el conjunto de nuestra plena emancipación", reiteraba entonces Gabino Barreda. En el fondo, el dolor como prueba de progreso; el caos como manifestación del orden que se esconde, pero que se insinúa; un conjunto de hechos fortuitos en apariencia que denotan encadenamientos inevitables. Todo está concatenado, todo está ligado: nada se desperdicia en el orden de la historia, nada escapa a la interpretación de lo que conduce a la meta, a la finalidad. Sólo hay que conservar los ojos bien abiertos para que, por más insignificante que sean los hechos, puedan encajar en las disposiciones del Todo.

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Esta gramatología se expresa también, de otra manera, en el orden del pensamiento. El entonces colombiano, el panameño Justo Arosemena, en Apuntamientos para la introducción a las ciencias morales y políticas, publicada en Nueva York en 1840, busca establecer la tabla de los hechos a partir de las experiencias que tenemos sobre ellos. "El hombre siente", es su enunciado fundamental. Sensibilidad que afecta la manera agradable o penosa, que produce felicidad o desgracia. Toda ciencia es ciencia de experiencia; fuera de ésta no hay conocimiento alguno. La experiencia enseña que "todos los hechos en el Universo vienen a formar multitud de cadenas inmensas, que llegan a tocarse en un punto, donde se pierden ya de nuestra vida los hechos generantes". En este punto se paraliza o se detiene la cadena, pues no podemos pedir a la naturaleza la causa última de sus operaciones. Inquirir filosóficamente por ellas es errar el camino, abierto solamente para el hombre de fe, que califica a esa causa última con el nombre de Dios. Pero "un filósofo que quiera prescindir por un momento de la religión, se verá muy embarazado para resolver la cuestión". El filósofo no puede trasgredir esos límites de la experiencia.

Una teoría del conocer fundada en la observación y en la experiencia, "no puede ser nunca contraria a la práctica, a menos que las cosas sean y no sean, sucedan y no sucedan al mismo tiempo, lo cual es absurdo aun indicarlo". Arosemena apunta, con todo ello, a la afirmación de que las reglas sociales y políticas, las normas del derecho y los imperativos de la moral, no son más que derivados de la experiencia, hechos que la existencia misma nos lo ha dado a conocer. Que no existen principios o juicios que no tengan su conexión con la experiencia y que, en este caso, ellos "no son otra cosa que hechos que se presentan a nuestra vida como tales, pero de cuya realidad podemos estar seguros". Sólo pueden ser exactos o falsos, según se infieran correcta o erróneamente la experiencia.

Así, si la tradición política había leído los hechos políticos en términos de leyes naturales, de principios a priori, o por razones sobrenaturales, Arosemena se propone leer esos mismos hechos a la luz de la observación y de la experiencia. El resultado de esta lectura tiene que ver con la desestabilización de la monarquía como forma de gobierno inscrita en h naturaleza humana; con el carácter acomodaticio de la esclavitud como forma de dominio social y político y la negación de la libertad al interior de los sistemas políticos que se sustentase en una razón o ley natural: "Los soberanos, apoyados en la fuerza material las más de las veces, han desdeñado la suerte de los súbditos, y con un egoísmo insensato han creído que la dicha de éstos era incompatible con la suya; y han obrado de acuerdo con semejante creencia, sacrificándolo todo a un bienestar fundado de placeres; no porque realmente la dicha del mandamiento sea opuesta

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a la de los gobernados, sino porque así se representan las cosas en el alma pequeña de los tiranos. He aquí, pues, un principio de legislación política y civil que ha dado forma a las instituciones de casi todas las naciones de la antigüedad y a muchas de las modernas; y que en ninguna ha dejado de reinar en alguna época". Es en términos de "libertad para todos" como debe leerse ahora la sociedad y la política. La esclavitud no es una condición humana, pues el hombre "no mueve un solo dedo sino buscando el placer, o huyendo del dolor"; la libertad en este sentido, está inscrita en la búsqueda del placer y de la felicidad; la esclavitud, en cambio, sólo puede tener la dirección del dolor.

El universo sensualista elaborado por Arosemena procura un nuevo modo de lectura de los signos de la historia, de-construyendo el fundamento del orden monárquico colonial y de cualquier forma de tiranía política. Estos signos se distribuyen en la sociedad, y no apuntan hacia ningún otro orden que no sea el de aquélla. En consecuencia, ya no aparecen cielos prometidos, sino promesas efectivas en el orden terreno, orden construido por el hombre en su incesante afán de experimentar el placer y la felicidad, apartando de sí el dolor y el sufrimiento; orden cuyas marcas históricas son frutos del propio hombre y que él mismo debe interpretar para construir unos destinos en donde la libertad sea la base esencial de los nuevos acontecimientos.

Los fundamentos del derecho divino y del derecho natural han de perecer también como mecanismos interpretativos de los fenómenos políticos, pues éstos producían signos que habían de ser analizados en función de esos fundamentos. Se impone, entonces, la tarea de plantear otra gramatología jurídica y política para crear nuevas bases en la convivencia social. Ya no se partirá de la idea de que el hombre conoce un conjunto de verdades absolutas, sino de la afirmación de que el conocimiento que tenemos de los seres, tanto físicos como morales, "no es sino un conocimiento de relaciones". El peruano Javier Prado, entre muchos otros, lo expresaba de esta manera: "La metafísica, no como la ciencia que comprende la mayor generalidad de nuestros conocimientos, tendiendo a la unificación científica de ellos, sino como el sistema filosófico de las razones últimas de las cosas, de las ideas absolutas, de las causas trascendentales, es, permitidme señores la crudeza de la frase, la más engañosa teoría sustentada por la soberbia humana". Son las percepciones de las prácticas históricas las que crean y encadenan las verdades. "Los preceptos de la conciencia humana no son sino el resultado de los sentimientos, ideas, creencias de las generaciones que nos ha precedido, transformadas lentamente y amoldadas a la constitución especial de cada individuo y al medio físico y social en que éste se desarrolla". De ahí que el derecho natural, en sus pretensiones de verdad, no sea más que una quimera. Y,

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¿ha de edificarse una sociedad sobre una ficción? Las bases del nuevo Estado, en consecuencia, deben situarse en otras condiciones de verdad.

Por paradójico que pueda parecer, en la impronta de esta nueva gramatología, no es el hombre, en cuanto que sujeto trascendental, el que aparece como centro del sentido de la historia, sino la ontología de sus prácticas sociales; prácticas que él debe ahora, ir interpretando simultáneamente. Se trata de una ontología de lo social, lo político y lo moral, en tanto que manifestaciones esenciales de las propias prácticas empíricas de los hombres. Ontología que se estructura, igualmente, alrededor de núcleos de sentido que convierten a esas prácticas en signos de algo más esencial: la libertad, el progreso y la civilización.

El argentino Juan Bautista Alberdi también en sus diversos escritos, sobre todo en Ideas para presidir a la confección de un curso de filosofía contemporánea, conferencia que leyó en 1842 en el Colegio de Humanidades de Montevideo. Su ínteres no se centra en lo bello, los justos, lo santo, lo verdadero, el alma, Dios, etc., como objeto de los análisis filosóficos. Lo atrae, más bien, lo ideal del descenso; el énfasis de lo extrínseco sobre lo intrínseco, la prelación de lo empírico sobre lo trascendental, la finitud histórica sobre la infinitud trascendente. “El hombre en su presencia de sus destinos, de sus deberes y derechos sobre la tierra: he aquí el campo de la filosofía más contemporánea se trata, mas bien filosófica de esas practicas.

No es la vía especulativa, a la mera moderna, lo que hay que considerar, sino la “filosofía de aplicación, de la filosofía positiva y real, de la filosofía aplicada a los intereses sociales, políticos, religiosos y morales de estos países”. No basta concentrarse, entonces, en la metafísica del individuo, sino en la metafísica del individuo sino en la metafísica del pueblo, de la sociedad, de la historia; “vamos a estudiar la filosofía evidentemente: pero a fin de que este estudio, por lo común tan estéril, nos traiga alguna Ventaja positiva, vamos a estudiar, como hemos dicho, no la filosofía en sí, no la filosofía aplicada al mecanismo de las sensaciones, no la filosofía aplicada a la teoría de las ciencias humanas, sino la filosofía aplicada a los objetos de un interés más inmediato, sino la filosofía aplicada a los objetos de un interés más inmediato para nosotros; en una palabra, la filosofía política, la filosofía de nuestra industria y riqueza, la filosofía de nuestra literatura, la filosofía de nuestra religión y de nuestra historia”.

Se trata de una filosofía que debe centrarse en el estudio de las prácticas sociales y que “ha de salir de nuestras necesidades”. Y los problemas que han de resolverse “son los de la libertad, de los derechos y goces sociales de que el hombre puede disfrutar en el más alto grado en el orden social y político; son los

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de la organización pública más adecuada a las exigencias de la naturaleza perfectible del hombre, en el suelo americano”. Orden social que no deberá ser construido a partir de un a priori metafísico, pues la abstracción pura, “la metafísica pura, no echará raíces en América". No porque el hombre americano no pueda ejercitarla, sino porque, según Alberdi, el cultivo de la metafísica no es una condición esencial para alcanzar el progreso político, social y moral, como lo ha demostrado históricamente el pueblo norteamericano.

Si la filosofía tiene una función que desempeñar en el suelo histórico de la América Latina, será porque ella contribuya a resolver los problemas de los destinos americanos, y si lo que interesa a cada pueblo es el conocimiento de "su razón de ser, su razón de progreso y felicidad", entonces es preciso que exista-una filosofía americana y que "hagamos ver que ella puede existir". Porque la filosofía "se localiza por sus aplicaciones especiales a las necesidades propias de cada país y de cada momento", y su punto de partida es siempre su nacionalidad. Nos encontramos, así, frente a la ya clásica fórmula alberdiana: "De aquí es que la filosofía americana debe ser esencialmente política y social en su objeto, ardiente y profética en sus instintos, sintética y orgánica en su método, positiva y realista en sus procederes, republicana en su espíritu y destino".

Así delimitada, la filosofía ha de adecuarse a las exigencias perentorias de la sociedad americana: "nos ocuparemos del problema de los destinos de este continente en el drama general de la civilización, principiando por tocar el problema de los destinos humanos que es la más alta fórmula de filosofía, no siendo las demás ciencias sino los términos sueltos de este problema". El criterio esencial de estos análisis es el progreso, cuyos signos son al mismo tiempo imperativos: "Civilizamos, mejorarnos, perfeccionarnos, según nuestras necesidades y nuestros medios: he aquí nuestros destinos nacionales".

Tomada desde la perspectiva del análisis de las prácticas políticas, sociales, morales y religiosas, la filosofía pierde su carácter universal, sin dejar de considerar la totalidad; si ella ha de desembarazarse del problema del origen, naturaleza y, destino de las cosas, para centrarse en la búsqueda de nuevas significaciones, derivadas de las prácticas empíricas de los pueblos y de las sociedades, entonces su carácter universal ya no le es esencial: "Cada país, cada época, cada filósofo ha tenido su filosofía peculiar, que ha cundido más o menos, que ha durado más o menos, porque cada país, cada época y cada escuela ha dado soluciones distintas de los problemas del espíritu humano".

Esta ontología social, nacional y continental, operaba en función de la búsqueda de "un fundamento inteligente y filosófico que reconozca que cada pueblo tiene y

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debe tener su civilización propia". Ontología que parte de los interrogantes acerca del por qué de la emergencia de los diferentes fenómenos sociales, del sentido o para qué de los mismos, y de los procesos específicos que esos fenómenos van tomando. El horizonte de comprensión de esta ontología es la ley del progreso político, intelectual, moral, social y religioso del hombre.

En este sentido, la búsqueda del "a dónde vamos" se manifiesta también como reflexión cultural, en tanto las diversas prácticas históricas no valen por sí mismas, sino en cuanto nos remiten a lo esencial que ellas reportan: la emancipación americana. La esencia del ser histórico de América ha de buscarse a partir de los procesos instaurados en la conquista y la subsiguiente evolución de la sociedad.

3. Sintomatología, diagnóstico y cura

En los diferentes órdenes de la cultura la obra emancipadora se consideraba incompleta. Si las naciones latinoamericanas no habían conseguido ingresar definitivamente en la civilización y en el progreso, ello se debía a que la tarea de la emancipación sólo logró una parte del proceso: la separación de Europa Sin embargo, "la mitad lenta, inmensa, costosa: la emancipación íntima que viene del desarrollo inteligente", como sostenía Alberdi, está aún por conquistar. En esta emancipación mental la labor de las generaciones positivistas debía ser decisiva: ellos se postularon a sí mismos como los nuevos héroes, los nuevos Bolívar, los nuevos San Martín de la cultura, llamados a fundamentar y a desarrollar la ruptura definitiva tanto con el orden colonial como con el orden instaurado en los inicios de la República, para insertar a las naciones latinoamericanas en el cauce de la civilización y del progreso.

El pasado inmediato, más glorioso y victorioso que se lo concibiera, presentaba aún limitaciones profundas: la obra de la revolución estaba inconclusa. En consecuencia, la dimensión militar de la política debía fenecer, si se quería construir una sociedad civilizada. Es necesario, escribía J. M. Samper, "completar pacíficamente la obra de la revolución". Y Alberdi, comparando el destino de las dos Américas después de sus respectivas rupturas políticas, sostenía: "Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del buen sentido. El tipo de la grandeza americana no es Napoleón, es Washington, y Washington no representa triunfos militares, sino prosperidad, engrandecimiento, organización y paz. Es el héroe del orden en la libertad por excelencia". La mayoría de los antiguos héroes de la América del Sur habían contado también con las oportunidades que Washington supo aprovechar; aquéllos, en cambio, despoblaron política y militarmente las naciones latinoamericanas: redujeron "en dos horas una gran

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masa de hombres a su octava parte por la acción del cañón: he ahí el heroísmo antiguo y pasado", sostenía Alberdi.

Se trata, pues, del paso de la política vivida y experimentada en su dimensión militar a la política vivida en la dimensión del pensamiento y de la cultura. Ahora la fuerza física, expresada militarmente, ha de trocarse en fuerza espiritual, intelectual, moral.

Un conjunto de prácticas políticas y culturales diversas se sucedieron en los distintos países de la América Latina durante el siglo XIX. La búsqueda de las formas políticas en los procesos de organización de las nuevas sociedades estuvieron atravesadas por dictaduras, monarquías, diferentes tipos de constituciones, variados matices en la manera de entablar las relaciones entre Estado e Iglesia, reformas múltiples en los aparatos educativos, guerras civiles de diferentes tipos, medidas gubernamentales heterogéneas con respecto al tratamiento de la economía, etc.

Sin embargo, el ingreso al progreso y a la civilización no daban los frutos esperados. ¿Por qué? ¿A qué se debía que las naciones latinoamericanas no consolidasen su revolución y, en cambio, parecían más bien retroceder, comparándoselas con las sociedades europeas y con la sociedad norteamericana? Múltiples diagnósticos se sucedieron en torno a las causas.

3.1 Causas político-jurídicas del atraso

El colombiano Rafael Núñez, particularmente, reconocía que, si bien las tesis de Darwin funcionaban a plenitud dentro del mundo animal, estas leyes no lo hacían de manera mecánica en las sociedades de hombres; en éstas, los esfuerzos que hacen cada hombre y cada raza "para adquirir posición avanzada en el movimiento social", tienen más bien un cariz político. No basta la sola sobrevivencia, sino que en las sociedades humanas se han trazado idearios que trascienden la mera lucha por la subsistencia. "El mundo entero se mueve en el camino del progreso, que difunde el bienestar y habilita a los hombres para cumplir su destino". Sin embargo: "¿por qué no progresamos? Casi no hay un país, es verdad, que no padezca por algún lado, como si no hay un hombre que no sobrelleve algún dolor secreto, pero el sufrimiento social de los colombianos no es el accidente, o la excepción, sino la regla, después de medio siglo de terminada la guerra de independencia". ¿A qué se debe este hecho? Núñez no cree que se trate de deficiencias biológicas en la estructura de las diferentes etnias colombianas: "el pueblo colombiano tiene en sus condiciones comprobadas bastante cantidad de la múltiple savia que se requiere para existir y progresar

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políticamente. ¿Por qué su progreso es tan lento e insignificante?". Núñez responde entonces sin vacilar: "porque no ha podido guardar el orden, que es la base primordial de toda la obra, como lo es el pedestal de una estatua o el cimiento de un trabajo de arquitectura". La República, según Núñez, no ha sido más que "el manto engañoso de las más execrables tiranías". El conjunto de leyes que la han estructurado han tenido poco poder efectivo, "porque arriba de las instituciones artificiales hay excelsas leyes que influyen decisivamente en el crecimiento, evoluciones y destino de las comunidades de hombres". Es el desconocimiento de estas leyes reales de la sociedad lo que la ha precipitado al caos y a la tiranía en que se encuentra. En adelante, la política ha de apoyarse en la sociología, en el conocimiento específico de las leyes que nos rigen, si no de modo absoluto, sí para determinar qué es lo más conveniente. De ahí que Núñez haya postulado su famosa fórmula: "Regeneración o catástrofe".

Sin duda, para él la causa del estancamiento de la sociedad colombiana radicaba en el dogmatismo político que se había instaurado después de la emancipación; "la intolerancia más opresiva se incubó, como segunda naturaleza, en el alma de las sucesivas generaciones. Se abusó de las teorías y de las paradojas primero, con buena intención, y, al cabo, todo lo hecho quedó coercitivamente elevado a la categoría de verdades sagradas". El sectarismo político ha sido la causa del estado de barbarie en que se encuentra la sociedad colombiana. Sólo una política de la tolerancia puede contraponerse a una política dogmática y sectaria, si se quiere buscar soluciones políticas al caos que caracteriza la vida republicana de Colombia.

Otro colombiano, Salvador Camacho Roldan, imbuido de la ideas positivistas de Spencer, cree que para poder diagnosticar la causa de la situación de conflictos sociales y de caos político presente en la sociedad colombiana, es necesario acudir a la sociología para buscar soluciones políticas a dichos problemas: "estos pueblos americanos, surgidos recientemente a la luz de la historia, sin tradiciones bien conocidas, a impulso de un esfuerzo revolucionario, necesitan más que ningún otro estudiar las leyes fisiológicas que presiden eternamente a la vida de los seres colectivos como es la de los seres individuales...". Como Núñez, Camacho Roldan piensa que la causa del desvarío histórico de la sociedad colombiana no tiene las mismas raíces que han causado los tropiezos sociales de Europa. Se trata, más bien, de un problema intelectual, de comprensión y de posicionamiento teórico para poder entender las leyes que rigen estas sociedades. Desde esta perspectiva escribe Camacho Roldan:

Estas nacionalidades americanas (...), fundadas en territorios nuevos relativamente despoblados y en medio de condiciones de vida del todo distintas;

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libres en parte, de las influencias de lo pasado, en donde los hombres podían desplegar una espontaneidad de acción mucho mayor que en los antiguos países de Europa ya constituidos, y sobre todo hombres que, con el hecho de su emigración a continentes distantes, mostraron que en ellos había prendido el disgusto de lo pasado y desperdiciándose la aspiración a las nuevas ideas y nuevas condiciones de vida individual y colectiva; estas naciones americanas, digo, menos dominadas por la tradición histórica y más influidas por causas desconocidas antes, dan lugar a fenómenos sociológicos que la ciencia europea quizá no puede apreciar debidamente, por falta de observación inmediata y ausencia de experimentación personal. Esta circunstancia, sea dicho de paso, constituye una de las dificultades de nuestros problemas sociales y políticos, cuando con mentes educadas en el pensamiento europeo, pretendemos apreciar hechos completos en que entran como factores la tradición y la herencia fisiológica de nuestros antepasados americanos.

Ese desenfoque teórico es lo que ha producido unas nefastas consecuencias en los diversos órdenes de la sociedad. Así, se ha creído que en la religión y la raza debían situarse las causas del desasosiego de la sociedad, sin darnos cuenta que "acá en América no se sintió nunca el rigor de la evolución religiosa de que fueron teatro los pueblos europeos, y en especial el de España", pues en América, al contrario, la Iglesia católico "vivió siempre restringida aquí por el patronato de la Corona española". En cuanto al factor racial, Camacho Roldan piensa, como Núñez, que "nuestra variedad de razas no es para nosotros un inconveniente, como tampoco lo es la variedad de nuestros climas, ni el múltiple aspecto de nuestra naturaleza risueña".

Así, si ha de buscarse una causa y una meta, tanto para describir y explicar las razones de nuestro desorden social como para trazar su remedio, hemos de fijarnos detenidamente en los factores internos que conforman la estructura de la reciente tradición histórica de nuestra sociedad. Porque "las mismas leyes que en la mecánica dirigen el movimiento y determinan la velocidad de los cuerpos elásticos, gobiernan las fuerzas de los cuerpos sociales; y las mismas reacciones que en la química alteran la apariencia y modifican la composición íntima de las sustancias, producen también cambios sorprendentes en las tendencias del hombre colectivo". Las acciones y reacciones modifican la marcha de las sociedades y de la historia. Las naciones latinoamericanas han sido fruto de esas tensiones: "ese fenómeno extraño de las grandes revoluciones políticas". Y es ahí, en las acciones políticas, en donde hay que buscar tanto las causas como las salidas para la sociedad.

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Políticamente, la causa ha consistido en que las formas políticas y la creación de organismos e instituciones no se han adecuado a las necesarias relaciones que se establecen entre el individuo y la sociedad, razón por la cual no se ha logrado estructurar definitivamente la nacionalidad. Si el lazo más fuerte en una nación "es la comunidad del derecho y de la libertad individual; es la protección del gobierno dispensada a todos por igual para el más amplio desenvolvimiento de sus facultades personales; es la participación universal en la vida pública, es el sentimiento común de la seguridad y la libertad personales garantizadas por todos en favor de uno", entonces el problema ha consistido en que la nacionalidad, es decir, la fisonomía civilizada de la sociedad, aún no se ha completado; y está incompleta "en tanto que cada ciudadano no sienta en el fondo de su alma que forma parte de un gran todo, al cual es deudor en los días solemnes de cuanto posee: tranquilidad, opinión, bienes y vida". El ciudadano aún no ha sido formado. Y la nacionalidad se conforma de ciudadanos; ella es fruto de "un progreso dirigido esencialmente a devolver al ciudadano el goce de sus derechos personales, y la consagración de las garantías individuales el supremo objetivo de las organizaciones políticas en la revolución inglesa, como en la americana del Norte; en la revolución francesa del 89, como en la independencia de las colonias españolas de 1810". De ahí que, si queremos ingresar en la civilización y en el progreso, es decir, en la modernidad, es necesario distinguir entre el derecho individual y el derecho público, entre "lo que es esencial al individuo de aquello que todavía necesita la sociedad". Si hemos de conjugar en las formas políticas e institucionales esos factores, entonces podemos ingresar con seguridad en el concierto de las naciones modernas.

El también colombiano José María Samper cree que "es preciso arrancar de raíz el cáncer de la violencia y los antagonismos tradicionales y artificiales" para contribuir al progreso indefinido de la sociedad. Las raíces de estas manifestaciones están "inherentes a estas cuatro circunstancias: la influencia de la sangre española, la promiscuidad de castas, la índole de la democracia, y las condiciones topográficas". Samper analiza profusamente cada una de esas causas, a partir de las cuales concibe las salidas políticas y organizacionales.

Política y jurídicamente, Samper piensa que se ha creído ver el remedio en las formas, "cuando no estaba sino en la sustancia, que el mal social era de atrofia, cuando no era sino de hipertrofia; y la intemperancia de legislar y reglamentar ha llegado hasta los extravíos de la fiebre, produciendo el caos, tanto en la legislación como en los procedimientos administrativos". Esta manía reglamentarista y normativista ha sido uno de los factores de desencanto y de conflicto presente en las repúblicas hispanoamericanas. Lo más grave, piensa Samper, es que esa tendencia ha tenido como característica querer gobernar a la europea, "plagiando

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sistemas impropios del Nuevo Mundo", lo que ha conducido al más crucial y agudo contraste: "la reglamentación en la democracia, ideas que se excluyen esencialmente". Gobernar lo menos posible, confiar en el buen sentido popular y en la lógica de la libertad, nos conducirá a la estabilidad, a la libertad y al proceso. "Mientras esa perversión política subsista, la libertad será una quimera, porque no hay más libertad sólida en el mundo que la que se apoya en la ley, que es la garantía del derecho' de todos y de cada uno; ni habrá estabilidad ninguna, porque, por una parte, las violaciones frecuentes de la ley provocan las revueltas, y por otra, el espíritu de caudillaje y el servilismo de partido ponen a los pueblos a la merced de los ambiciosos y apasionan todas las cuestiones".

El caudillaje político y administrativo es fruto directo de esa tendencia reglamentarista; y para poder subsistir, sigue reglamentando. Porque al continuar con la herencia española de personificar la ley, el caudillaje se consolida a sí mismo. "Así como en religión el catolicismo de las turbas no es más que la iconolatría, en política las creencias de las multitudes se concentran en el culto para algún caudillo, sea general o dictador, gobernante o faccioso, tribuno audaz o arzobispo pretencioso". Es por ello que los pueblos "han perdido la noción de la ley, sin adquirir por eso la del derecho; y los mandatarios y administradores se han habituado al régimen de las interpretaciones, necesario donde la legislación es caótica, contradictoria y versátil, régimen funesto, porque conduce directamente a suplantar la autoridad de la ley con la personalidad del funcionario". Y continúa Samper: "Así, mientras en la conciencia de los pueblos o de los partidos las influencias personales se han sustituido a las convicciones y al respeto austero por la ley, en la política de los gobernantes la práctica leal del deber ha cedido el campo al insaciable de popularidad y prestigio. Ninguno, al gobernar, sabe hacerse esclavo de la ley; pero todos, como ciudadanos, son esclavos de la pasión de un caudillo o del interés de un partido". Se trata, pues, de simplificar la organización de los pueblos; organización en donde la libertad individual sea "perfectamente conciliable con la iniciativa oficial, siempre que los gobiernos prescindan de hacerles competencia a los particulares, sin llevar su acción más allá de lo que exija la debilidad transitoria del esfuerzo privado". Además de esta salida política del marco general del derecho, Samper piensa que es esencial propagar la enseñanza pública, base de la formación del ciudadano y del individuo; establecer colonizaciones en los desiertos interiores; favorecer las inmigraciones europeas; decretar la libertad de conciencia, de creencia y de cultos; mejorar los medios de comunicación de todo género; fomentar las exposiciones industriales; promover las expediciones científicas internas para un mejor conocimiento de la topografía y las poblaciones; fundar el crédito nacional. En todas estas alternativas, el criterio político, fundado en el

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bienestar de los individuos, debe ser el criterio a partir del cual se enderecen los destinos de la sociedad.

El diagnóstico político lo encontramos también en un innumerable conjunto de pensadores latinoamericanos: es en las formas de gobierno, en la administración de la libertad, en la manera de relacionarse los individuos unos con otros, en el entramado de intereses que los conjugan, y en su directriz política, en donde hay que ir a buscar los síntomas de ese profundo cauce de la historia que converge hacia los individuos y sus sociedades.

El ya citado J. M. Luis Mora sostenía que, particularmente en México, las dificultades que enfrentaba el espíritu nacional para abrirse camino en la civilización estaban representadas por el espíritu de cuerpo. "Sea designio premeditado, o sea el resultado imprevisto de causas desconocidas y puestas en acción, en el estado civil de la antigua España había una tendencia marcada a crear corporaciones, a acumular sobre ellas privilegios y exenciones del fuero común, a enriquecerles por donaciones entre vivos o legados testamentarios, a acordarles, en fin, cuanto puede conducir a formar un cuerpo perfecto en su espíritu, completo en su organización e independiente en su fuero privilegiado, y por los medios de subsistir que se le asignaban y ponían a su disposición". Este espíritu de cuerpo adquirió su forma histórica sobre todo en el clero y en la milicia. Y es este espíritu, fruto de esa sociedad sacralizada y regida por un cierto orden político, lo que perdura, lo que se opone a la creación del espíritu nacional, que es el espíritu de los nuevos tiempos.

Las manifestaciones de ese espíritu contrahistórico son múltiples y diversas: se encuentran en la legislación penal, en la administración de justicia, en la organización política, en la administración del Estado, en el sistema representativo, en los privilegios sociales, en la educación, en la tenencia de propiedades y corporaciones. Es decir, todo está atravesado en la sociedad por el espíritu de cuerpo. Como señal clara de esta presencia está el clero, "en su mayor parte compuesto de hombres que sólo se hallan materialmente en la sociedad y en la coexistencia accidental con el resto de los ciudadanos". Si bien sus intereses están puestos en el cielo, como espíritu de cuerpo funciona más bien en "la supremacía e independencia de su cuerpo, en la posesión de bienes que se le han dado, en la resistencia a someter las acciones civiles y las causas criminales de sus miembros al poder social, a sus leyes, a sus autoridades gubernamentales y judiciales". Esto es, escapan al orden político y se contraponen a él.

Por ello el clero se opone a la tolerancia de cultos, a la libertad de pensamiento y de prensa, puesto que sus principios y las instituciones que de ellos emanan

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debilitan las creencias; al negarse a la instauración de un estado civil de ciudadanos, defiende sus privilegios y se convierte en enemigo del nuevo estado social de la República. Oponerse a la república es antagonizar también con el aumento de la población, con el desarrollo de la industria, con la difusión y mejoras de la educación pública, con los medios del saber y con la armonía de las relaciones entre los Estados. La razón esencial de estas oposiciones a la historia presente radica en que el clero "es una organización coetánea a la fundación de la colonia y profundamente arraigada a ella: todos los ramos de la administración pública y los actos civiles de la vida han estado y están todavía más o menos sometidos a su influencia". El clero es entonces el signo más inequívoco de la presencia del pasado en el presente y causa de las perturbaciones de la libertad y del progreso.

Igual papel representa la milicia, que cree mantener una supremacía social sobre los ciudadanos; porque "bien sea que ataque al gobierno, bien parezca que lo defiende, es y se consagra a sí misma como un cuerpo independiente, que no vive en la sociedad sino para dominarla y hacerla cambiar de formas administrativas y principios políticos cuando las unas o los otros sean o se entienden ser opuestos a los principios de esta clase privilegiada". Se trata, pues, de una sintomatología social que debe ser analizada para determinar qué factores históricos afectan la conquista del espíritu nacional, esencia del devenir de la historia y fuente de toda lectura verdadera del sentido y la finalidad de la sociedad.Años más tarde, otro mexicano. Gabina Barreda, escribía: "Porque al separar enteramente la Iglesia del Estado; al emancipar el poder espiritual de la presión degradante del poder temporal, México dio el paso más avanzado que nación alguna ha sabido dar, en el camino de la verdadera civilización y del progreso moral y ennobleció, cuanto es posible en la época actual, a ese mismo clero que sólo después de su traición y cuando Maximiliano quiso envilecerlo, a ejemplo del clero francés, comprendió la importancia moral de la separación que las leyes de Reforma habían establecido". Así, las medidas políticas en el orden social son las que pueden poner fin al caos imperante en la sociedad.

Mucho más tarde, el también mexicano Porfirio Parra creerá que el espíritu de cuerpo, expresos en el clero y en la milicia, son los factores sociales perturbadores del progreso en dicho país. Si en el período colonial el régimen del patronato garantizaba la autonomía de la potestad civil, con la independencia quedó suspendido, desapareciendo su influjo moderador. "Desde entonces la autoridad del clero no reconoció ya límites; las dos potencias que, obrando en armonía, deben regir una sociedad, se encontraron frente a frente trocadas en rivales". La Reforma llevada a cabo por Benito Juárez iría a poner fin a la intromisión religiosa en los destinos del Estado: "Los siglos no pasan en vano sobre las sociedades,

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como los años no pasan en vano sobre los individuos; éstos y aquéllos se desenvuelven, se desarrollan adaptándose sin cesar al medio ambiente, y el desenvolvimiento gradual de las naciones, que las hace pasar de un estado a otro mejor, constituye el progreso, y las leyes que rigen a éste vienen a ser su fórmula; y era, a no dudarlo, la fórmula del progreso en México salir del régimen social que nos legara España, derrocar las viejas instituciones, acabar con los gremios y las trabas, hacer la justicia igual para todos suprimiendo los fueros y,' por tanto, las clases privilegiadas, mejorar las condiciones económicas de la nación, dividiendo la propiedad y movilizando la riqueza pública. Tal era el programa de la Reforma, identificado así con la fórmula del progreso en México".

3.2 Causas raciales y de medio ambiente

Domingo Faustino Sarmiento, en Argentina, pensaba en un principio que las causas del casi nulo progreso de las naciones latinoamericanas dependían de factores exclusivamente políticos. Sin embargo, se fue convenciendo de que' existía "otra cosa que meros errores de los gobernantes, y ambiciones desenfrenadas". Esa otra cosa, esa otra esencialidad se refería a los conflictos de razas.

El se cuestionaba de esta manera:

¿Somos europeos? - ¡Tantas caras mestizas nos desmienten! ¿Somos indígenas? - Sonrisas de desdén de nuestras blondas damas nos dan acaso la única respuesta.¿Mixtos? - Nadie quiere serlo, y hay millones que ni americanos ni argentinos querrían ser llamados.

¿Somos nación? - ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento?¿Argentinos? - Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello.

La lucha política no es suficiente para explicar el porqué de las disímiles confrontaciones sociales acaecidas en el territorio argentino. Las más bellas constituciones y formas políticas, sin embargo, debían estallar bajo los conflictos de razas que se trababan en el tejido social. Así es que la lucha parecía política y era social. En estas condiciones, preguntaba Sarmiento: " ¿Por medio de qué prodigio, pifes, podrá un gobierno acelerar la obra del tiempo y mejorar a la vez la condición inteligente, industrial y productiva de la población actual?". La respuesta, en consecuencia, se le antojaba clara: "La emigración europea responde a todas estas cuestiones", puesto que "el europeo trae consigo una parte de la ciencia, de

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la industria y de los medios mecánicos de producir de las naciones civilizadas; de donde resulta que cuantos más europeos acudan a un país, más se irá pareciendo ese país a la Europa, hasta que llegue un día en que le sea superior su riqueza, en población, y en industria, cosa que ya sucede hoy en los Estados Unidos".Si nos fijamos bien en la diferencia entre la colonización de Norteamérica y la de los pueblos iberoamericanos, tal vez allí se encontraría la fórmula para acelerar la historia y el progreso de estas últimas naciones. Así, mientras la primera no se mezcló con los indígenas, ni los admitió como socios, la colonización española "la hizo un monopolio de su propia raza, que no salía de la Edad Media al trasladarse a América y que absorbió en su sangre una raza prehistórica servil". La solución, entonces, es nivelarse. "La América del Sur se queda atrás y perderá su misión providencial de sucursal de la civilización moderna No detengamos a los Estados Unidos en su marcha; es lo que en definitiva proponen algunos. Alcancemos a los Estados Unidos. Seamos la América, como el mar es el océano. Seamos Estados Unidos".

Juan B. Alberdi radicaliza aún más los planteamientos de Sarmiento. Es en la condición social, y no en las formas políticas, en donde ha de buscarse la raíz de los problemas que padece la sociedad latinoamericana. Por ello ha de partir¬se del análisis de lo que nos conforma como nación. Y esto nos muestra que "todo en la civilización de nuestro suelo es europeo; la América misma es un descubrimiento europeo". "Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos nacidos en América. Cráneo, sangre, color, todo es de fuera". Más aún: "En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1o. El indígena, es decir, el salvaje; 2o. el europeo, es decir, nosotros los que hemos nacido en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios de los indígenas)".

Con la revolución de emancipación cesó la influencia española en América; ahora los maestros son los anglosajones y franceses, "pero siempre es Europa la obrera de nuestra civilización. El medio de acción ha cambiado, pero el producto es el mismo. A la acción oficial o gubernamental ha sucedido la acción social, de pueblo, de raza. La Europa de estos días no hace otra cosa en América que completar la obra de la Europa de la Edad Media, que se mantiene embrionaria, en la mitad de su formación. Ya América está conquistada; es europea y por lo mismo inconquistable. La guerra de conquista supone civilizaciones rivales. Estados opuestos: el salvaje y el europeo, v. gr. Este antagonismo no existe; el salvaje está vencido: en América no tiene dominio ni señorío. Nosotros, europeos de raza y de civilización, somos los dueños de Ameri¬ca". Esta irreversibilidad de la acción colonizadora de Europa en América se constituye, al mismo tiempo, en la ley del progreso de las naciones americanas.

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De acuerdo con esa ley, los pueblos americanos deben seguir permeables a la acción europea en el presente de estas sociedades: Europa nos traerá el progreso, la industria, la ciencia, el trabajo, las costumbres, las creencias, el orden, la disciplina, la patria. Si bien es cierto es importante la educación de nuestras masas populares, piensa Alberdi, mucho más aún es esencial la oleada emigratoria de los europeos a América: "No tenéis orden ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación"; "Haced pasad el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja, consume, vive digna y confortablemente". Por tanto, es el camino de la inmigración la vía más expedita para la civilización y el progreso de las naciones americanas. "Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilización en sus hábitos que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es el catecismo más edificante". En América, entonces, "gobernar es poblar".

El criterio racial para la determinación de los problemas sociales y políticos presentes en las naciones latinoamericanas se fue acentuando en la medida en que transcurría el siglo XIX. Las tesis de Darwin y la raciología de Ise Bon los fueron consolidando. En el Perú, por ejemplo, Javier Prado asumiría, entre otros, la labor del diagnóstico. La república, a pesar de sus caóticas dificultades, es superior a la colonia: "Queda nuestra vida republicana ampliamente justificada, elevándose a inmensas alturas sobre la de nuestros antepasados". De las naciones latinoamericanas, el Perú, sin embargo, era la que más dificultades tenía para enfrentar con éxito la guerra de independencia; de manera que, a pesar de la victoria, quedó "en fatales condiciones para establecer y aprovechar de la era de libertad y del régimen republican9 y democrático". Porque ello exige la existencia de una nación, que "en todas sus clases tenga conciencia de sus deberes políticos y sociales, y sepa cumplirlos; estableciendo el principio de las mayorías, es preciso que éstas sean ilustradas, laboriosas y benéficas". Prado cree que en el Perú ello no se ha logrado debido, sustancialmente, al factor social que es la raza. Aunque Prado le discute a Le Bon su concepción del carácter decrépito de las razas mestizas resultantes del cruce con los europeos y los indígenas, no deja de reconocer "la influencia perniciosa que las razas inferiores han ejercido en el Perú con su cruzamiento con la-española". Así, los indios se desentienden de la patria; a los negros no les interesa; y a los criollos, los descendientes de los antiguos españoles, la patria les ha quedado grande.

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Prado cree que el Perú es refractario aún de las fuertes ataduras de la herencia histórica, y que, además de ello, se retuerce oprimido por la herencia física y por el medio ambiente. La existencia de una nación, que debía ser el fruto de la emancipación, es germinal y casi nula en el Perú. Las instituciones políticas y jurídicas han sufrido de una evidente ambigüedad: "A la vez que el sentimiento nacional rechazó el Gobierno español, la inteligencia condenaba los fundamentos en que había apoyado su autoridad el monarca absoluto, por derecho divino; pero en cambio nuestra falta de educación moral y de escuela política, nos dejaba sin guía, y el principio de autoridad ha quedado obscurecido o vacilante en nuestro régimen republicano". Prado encuentra esta vacilante tendencia en los símiles que hace entre las figuras de San Martín y Bolívar. El primero tenía una fisonomía vigorosa, era hijo de español, procedía en sus campañas militares por meditación y por ideas concretas, tenía idea de lugar, de tiempo y de condición, y no disimulaba su simpatía por la monarquía; Bolívar, en cambio, era de constitución débil, criollo, temerario, de ideas vagas y generales, y no escondió su carácter dictatorial. Ha sido ese espíritu bolivariano el que ha reinado políticamente en el Perú. Al convertirse en dictador y abandonar luego el gobierno. Bolívar dejó una herencia militarista en ese país: "El militarismo, agente necesario de naciones aún no constituidas, ha sido la fuerza predominante, y como es la única que ha gobernado, es natural que haya provocado la resistencia y la reacción. No habiéndose hallado el país convenientemente educado, ni definitivamente constituido, los partidos políticos han sido personalistas". Para elevar el carácter moral, es preciso, entonces, educar. Pero ello no basta. Lo esencial es enmendar los factores provenientes de la raza: "es preciso modificar ésta, renovar nuestra sangre y nuestra herencia por el cruzamiento con otras razas que proporcionen nuevos elementos y sustancias benéfica". Sólo cambiando estas condiciones, es preciso advenir a una verdadera nacionalidad.

El boliviano Alcides Arguedas se interesa también en el análisis-diagnóstico de las causas del atraso de su país, utilizando, para ello el criterio quirúrgico. Arguedas describe prolijamente las características de la topografía y la geografía de Bolivia, para concluir que ella está desierta de civilización. "Todas estas deficiencias -territorio vasto y despoblado, pobreza, ignorancia- ya hacían contemplar (...) con recelo y sobresalto los destinos de la nación y no eran pocos los que pensaban que la independencia había sido prematura". El diagnóstico de Arguedas, más adelante, es severo: "Debemos convenir francamente, vigorosamente, y directamente que estamos enfermos: o más bien, que hemos nacido enfermos y que nuestro colapso total puede estar seguro". "La herencia, la falta de cultura, la pereza y la pobreza; he aquí en resumen las verdaderas causas subyacentes de la enfermedad de nuestro pueblo". Los sucesos políticos han ahondado, para Arguedas, los males. Las 170 revueltas sucedidas durante el siglo XIX

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contribuyeron aún más al despoblamiento y al caos social imperantes en Bolivia. "Gobernar es poblar, se decía entonces en el país de Sarmiento, con lúcida clarividencia. Y en Bolivia se obraba en sentido contrario, porque las revoluciones despoblaban, aniquilaban, embrutecían y empobrecían, sobre todo, pues el destierro, la proscripción y el confinamiento son las únicas armas conocidas por los gobernantes criollos para reducir o aniquilar al adversario político, y esa arma resulta al fin desastrosa, ya que siendo Bolivia un país de gentes pobres, cada proscrito consume en el destierro parte o toda su flaca heredad, dejando en la calle a los suyos". Las consecuencias de estos nefastos movimientos políticos no sólo se evidencian en el despoblamiento.

También es preciso medirlos, según Arguedas, en la desorganización de la administración estatal, pues los que vencen operan como cuadrillas, al mando de un caudillo que pretende cambiar todo, siendo la sucesión casi infinita. Todos quieren gozar, entonces, de cargos públicos, convirtiendo la función pública en una de las más esenciales fuentes de empleo. "Y son los indios - elemento inferior - quienes de veras trabajan en labores necesarias, porque producen, siembran, cosechan, truecan, y, sobre todo, contribuyen a soportar y mantener de pie ese edificio del Estado". Tanto el mestizo como el blanco se reservan para sí misiones más elevadas, diferentes a las agrícolas e industriales. "Pero el indio, creado en la rutina, muere rutinario y el producto de su esfuerzo no hace avanzar al país porque es puramente mecánico, si se quiere, y falta en esa actividad la chispa de la inteligencia cultivada, del esfuerzo consciente desplegado con fines de solidaridad social... De ahí que entre el indio y el blanco no existe ninguna relación, ni afinidad, son dos razas que, conviviendo, se ignoran profundamente. Nunca puso el blanco ningún esfuerzo en conocer a fondo al indio para saber, al fin, qué podría obtener de él y hasta dónde podía contar con su colaboración consciente. El indio jamás vio en el blanco otra cosa que al enemigo hereditario y vive temiéndole y odiándole, por no decir despreciándole, a su manera". Bolivia, pues, no es más que un "vértigo de inconsciencia", un "salvajismo organizado", que deberá abrirse a la inmigración para depurar su cohesión social y diseñar planes efectivos de educación del indio para que desarrolle su máximo potencial.

Francisco García Calderón piensa también que la formación de la conciencia nacional está condicionada por los elementos dispares que conforman la nación: "la raza explica las diferencias que observamos en el amplio campo de la práctica política". Para alcanzar esa meta, es preciso que el negro, el indígena y el mestizo entren en ese proceso, y puedan las naciones latinoamericanas recuperar sus fuerzas culturales para lanzarse al progreso tal como ha sucedido con el espíritu de la América anglosajona.

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José Ingenieros se propone, así mismo, diagnosticar el porqué de la enfermedad de las naciones latinoamericanas, buscando en la mezcla social una de sus respuestas. "La raza, piensa, no es un factor abstracto: cada raza, en función de su medio se traduce por costumbre e instituciones determinadas, cuyo exponente más inequívoco es una organización del trabajo humano reflejado en sus condiciones económicas". Particularmente, la irreversibilidad de la derrota del indígena en la conquista, por parte del hombre blanco, muestra que, en América, la acción benéfica de la inmigración ha favorecido notablemente a la Argentina. Por ello postula para su país una función tutelar en los destinos de los países latinoamericanos. "La grandeza material de la nacionalidad argentina lleva en sí, sostiene Ingenieros, los factores que determinarán en su mentalidad colectiva una franca tendencia nacionalista e imperialista, como de tiempo atrás se observa en los Estados Unidos". En el concierto de las naciones latinoamericanas, sólo Brasil y Chile podrán disputarle a la Argentina esa supremacía.

Pero, aunque los chilenos sean muy aguerridos, su estrecho territorio, escaso y acorralado por los Andes, frustra sus aspiraciones. El Brasil, por su parte, tiene territorio suficiente, aunque poco colonizado. Su población, no obstante, está conformada por una enorme masa negra que constituye el substratum de su población. Por lo demás, la civilización blanca "polariza sus grandes centros de cultura y de riqueza en las zonas templadas", jamás en el trópico. Argentina, libre ya de razas inferiores y con una población en su mayoría europea, debe ejercer esa función tutelar.

Carlos Octavio Bunge despliega sus análisis en torno, también al carácter racional de la composición social de los pueblos latinoamericanos. Para comprender los conflictos políticos de estas naciones es menester penetrar en la psicología colectiva que los engendra; y para conocer esa psicología es preciso analizar las razas que la integran. La descripción de Bunge muestra que la cualidad dominante en el grupo criollo es la arrogancia, cuyo origen "se pierde en la noche de la prehistoria, porque se halla, más que en la raza, en la geografía". El criollo ha impuesto su casticidad sobre los indígenas y los negros, lo mismo que sobre los mestizos. Esta casticidad implica, al mismo tiempo, una valoración moral. En cambio, "todo mestizo físico... es un mestizo moral". Y como la mayoría de la población latinoamericana está integrada por mestizos, negros e indígenas, esas razas no pueden distinguir aún claramente entre el bien y el mal. Aquí radica la causa del malestar político presente en las naciones latinoamericanas. La república coincide con la psicología del blanco, y es la forma de gobierno "propia de las razas europeas más puras"; en cambio, la democracia en América Latina, partiendo de su base social, no es más que un desgraciado remanente del

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igualitarismo de la Revolución Francesa, que no corresponde ni a su psicología ni a su moralidad. Esto explica por qué el profundo malestar político que ha sacudido a las naciones de este continente.La raza se reviste con estrambóticas formas políticas. Pero ella es necesaria cuando se trata de estudiar la evolución de la sociedad desde "parámetros científicos". Ya muy entrado el siglo XX, escribía Laureano Vallenilla Lanz: "La razón de que hasta hace poco tiempo no se haya emprendido en Venezuela la importante labor de investigar los orígenes políticos y sociales, para explicarnos con exactitud nuestra evolución histórica, debemos buscarla en los errores científicos que aún viven en nuestra atmósfera intelectual como resabios persistentes de viejas teorías metafísicas, que atribuyen a influencias extranaturales o a la voluntad libre del hombre las causas esenciales de todo fenómeno social". Esta positivización de la historia y de la evolución de la sociedad mostrará que "del régimen despótico de la Colonia pasamos sin evolución a la República democrática-federativa", y que la colonia aún palpita insistentemente en los más disímiles ambientes del presente: "En las costumbres, en las ideas, en los móviles y prejuicios inconscientes; en las cualidades como en los defectos, en todos los rasgos, en fin, que constituyen el carácter de nuestro pueblo, la herencia colonial se impone con una fuerza incontrastable y subsiste en nuestro ambiente psicológico, como subsiste en la estructura de las ciudades. Cien años de vida independiente y de demoliciones revolucionarias no han acabado todavía con toda la obra material de la Colonia, tampoco han podido modificar los instintos políticos del pueblo venezolano". En realidad, la colonia no ha sido derrotada porque tampoco lo ha sido la constitución social que ella estableció.

Tanto las luchas políticas -que dieron origen a la independencia como los sucesos políticos acaecidos posteriormente, no fueron otra cosa que "la continuación de la lucha social y económica iniciada desde la guerra civil de la independencia, la manifestación, principalmente, del gran desequilibrio producido por la heterogeneidad de razas y cuyo problema no se resolvió sino por los medios violentos de las revoluciones, porque no de otro modo pudieron romperse las vallas que los prejuicios de casta, fuertes y poderosos, oponían a la evolución igualitaria". Las formas políticas, denominadas federación o confederación, y que se institucionalizaron jurídicamente, lejos de ser imitaciones de otras formas de gobiernos extranjeros, no fueron sino "un móvil perfectamente lógico en agregados sociales que tienden a constituirse y por eso mismo más poderoso y vivaz que si hubiera sido el resultado de una ilustrada convicción". Fue esa heterogeneidad social sedimentada en la colonia la que exigió en las naciones latinoamericanas esas formas de organización política. Lo que nuestros teóricos del federalismo consideraban ingenuamente como una novedad, no tendría otro resultado sino el de cubrir con un ropaje republicano las formas disgregativas y

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rudimentarias de la colonia, dándole el nombre pomposo de Estados o Entidades Federales a las Ciudades-cabildos o Distritos Capitulares, que eran entonces lo que casi son todavía: pequeñas ciudades con extensas y desiertas jurisdicciones territoriales". Y sólo la integración de esas dispersiones raciales y sociales, como elementos que "necesariamente deben formar la nacionalidad, tras una lucha incesante, fatalmente impuesta a todo organismo que tiende a constituirse", será el camino consecuente "para dejar de ser una simple ficción oficial y convertirse en una entidad real y efectiva"; Se requiere, pues, que el signo se disuelva para que su sentido oculto se manifieste con todo su esplendor; que la política no sea ya más un espectáculo en el cual la heterogeneidad racial dispone su carnaval.

Geografía, topografía, clima, demografía, composición ^ física, racial y social, rasgos psicológicos: signos y claves de '^ una esencia siempre esquiva, que le teme a la historia, pero que se hace presente en ella; que multiplica los conflictos, agudiza las humillaciones, agrava el malestar cultural pero que, simultáneamente, invita a la armonía,«al cántico litúrgico de una historia plenamente reconciliada. La historia resulta ser, entonces, una especie de alfabeto que escribe sus rasgos esenciales con oraciones biológicas; rasgos que delinean, a su vez, los fenómenos sociales como pertenecientes a otra cosa diferente que a ellos mismos. Esencia que condena y, sin embargo, guarda en sí la más profunda promesa de consuelo en el progreso y en las formas civilizatorias. La historia es el lugar de la historia y, en cambio, parece tener un no lugar aún. Porque ella se espacializa en un lugar indeterminado, metafísico, inasible; pero, paradójicamente, se muestra en la historia en su esplendor de ideal, a manera de algo que hay que alcanzar siempre. Así, la historia se opone a la historia; la sociedad a la sociedad; la raza a la raza; y en ese dramático juego de oposiciones, la historia va dejando una estela de melancolía trocada en optimismo.

3.3 Causas morales y religiosas

No siempre la lectura de los hechos ha de interpretarse desde la esencialidad biológica; o, aun dentro de ella, se trata de señalar lo social y moral que puede haber de biológico dentro de la sociedad. Y es en este ámbito en donde hay que pasar de lo teológico a lo metafísico, y de lo metafísico a lo positivo. Siempre, por supuesto, en el plano de las transacciones evidenciables en el comercio de la historia.

Victorino Lastarria, en Chile, hace la lectura de los fenómenos históricos y sociales en función, no de la política, sino de la moral. Ver los fenómenos sociales desde la óptica de la política es el camino más seguro para extraviar lo esencial, que es el ordenamiento y la perfección moral de los hombres. Y las metafísicas liberales

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ejercen ese papel de camufladores: "Aquí también (como en Europa) se invoca la libertad para destruir la libertad; se apellida el derecho para favorecer el imperio absoluto sobre la razón y el derecho, se aclama la democracia para desviar nuestras repúblicas del gobierno de sí mismas. Así peligra el progreso moral, así se retrasa el triunfo de la verdad y de la justicia en estos pueblos adolescentes, que tan heroicos sacrificios han hecho para convertirlas en base de su sociabilidad". Esta desviación produce anarquía en las ideas, ambigüedad en las aspiraciones, fluctuaciones en los deseos y "el escepticismo que destruye las ciencias y pervierte las costumbres".

Este panorama señala que "el progreso moral se encuentra pervertido, paralogizado, extraviado y sin rumbo fijo". Pero no hay que desfallecer, porque aun así, el progreso moral no ha muerto, él "solamente se halla embarazado en su desarrollo". En medio de todo, la historia apunta hacia él como su más preciado fin. Y la historia de los pueblos americanos, en particular, da muestras de su embrionaria presencia.

El movimiento de emancipación, particularmente, fue una "reacción contra la civilización de la Edad Media, que se conservaba en todo su vigor en América, mediante el sistema colonial". En esta reacción se encerraba ya el germen de las ideas positivas de progreso moral, aunque a ellas se hayan opuesto la tradición de las ideas teológicas y metafísicas. La aspiración emancipatoria ha tenido como fuerza motriz "una fuerte aspiración a lo nuevo, a la regeneración social y política, que ha dominado en los pueblos americanos". Fuerza que, al mismo tiempo, ha debilitado el imperio de las ideas teológicas y metafísicas: "de la debilidad del sentimiento en favor , del pasado, sacaba, pues, su vigor aquella aspiración, que desde el principio adoptó como fin el establecimiento de las formas republicanas, lanzándose en la vía de los ensayos y las utopías". Este solo hecho, de por sí, justifica la existencia de las repúblicas americanas.

Porque esa emancipación debe dar sus frutos: la libertad. Y la libertad opera, al mismo tiempo, como dinamismo de las leyes del progreso. "La revolución de independencia debía traer como resultados necesarios, más tarde o más temprano, la emancipación del espíritu y el triunfo de los derechos del hombre que se llaman libertad industrial, libertad comunal, libertad electoral, libertad individual, en fin, bajo todas sus formas de libertad del pensamiento, de la libertad de creencias y de cultos, de libertad de la palabra escrita y hablada, libertad de enseñanza, libertad de asociación y de reunión". La república democrática, que es la vida de la sociedad moderna, es al mismo tiempo la forma histórica de la libertad. Es preciso, por ello, emancipar el espíritu, pero no confundiendo esa emancipación con los ideales metafísicos; es preciso, para que sea una liberación

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positiva, que la verdad esté fundada en la observación, "tanto con Respecto de los fenómenos del universo, como respecto de los fenómenos sociales". A esto es a lo que se le denomina Civilización. Civilización no sólo en la conquista de bienes de libertad, sino, fundamentalmente, en la perfección moral. Perfección moral que, en la perspectiva del también chileno Jorge Lagarrigue, ha de manifestarse con el triunfo definitivo de la religión de la Humanidad sobre la religión católica. No puede la sociedad moderna convivir con formas religiosas del pasado teológico y metafísico; es menester que el progreso moral encuentre un cauce para su consolidación; y este canal/no es otro que el positivismo, tanto en su dimensión intelectual como en el orden moral. El positivismo, particularmente es un factor de progreso, pues no se trata de "una obra de negación, de ataque, de destrucción; es exclusivamente una obra de afirmación, de concordia, de construcción". Otro de los hermanos Lagarrigue, Jorge, escribía beatíficamente: "La principal fuerza del positivismo, su más bello título de gloria, su verdadera superioridad sobre el catolicismo, consiste precisamente en conducir al hombre y la sociedad, a un mayor grado de perfección". Ellos han contribuido notablemente a la edificación de la religión positiva en Chile, alcanzando allí gran celebridad, de manera semejante a los positivistas mexicanos y brasileños.

El brasileño Luis Pereira Barreta lo enunciaba de esta forma: "vamos a inaugurar un análisis filosófico cuya meta es la eliminación total y definitiva de las últimas creencias en lo sobrenatural"; creencias que, en el fondo, han contribuido a la enfermedad de las naciones latinoamericanas. De ahí, también, la declaración de fe en el carácter orgánico de la sociedad: "Vemos al organismo social como aun gran enfermo, al cual le hemos aplicado toda clase de terapias, de medicamentos empíricos y racionales, de analgésicos y fortificantes, de paliativos e intempestivos, y ya que el mal continúa nos preguntamos si no será ya tiempo de sustituir el empirismo y el racionalismo por el punto de vista puramente naturalista, tal como lo está haciendo con buenos resultados la medicina moderna o científica". No es el pasado en donde se esconde la cura; más bien, es curándonos del pasado como será posible el remedio para los males que aquejan el organismo social de estos pueblos.

"En otras palabras, escribe Pereira Barreto, agotados todos los recursos, gastados todos los engranajes de un mecanismo que casi durante un siglo han hecho oscilar constantemente la sociedad entre la teología, que lleva al retroceso para salvar el orden, y las invasiones metafísicas, cada vez más imponentes y que en el frenético afán de progreso sobrepasan fatalmente el objetivo hasta conducirnos a la anarquía, ¿qué haremos?". Si sabemos para dónde vamos es menester saber qué hacer.

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Es preciso tomar la óptica del progreso intelectual y moral de la sociedad, es decir, armarse de una perspectiva positiva. "Sólo la nueva filosofía puede curarnos de esa demencia crónica, enseñándonos que los dogmas del siglo pasado, indispensables como armas y como condición fundamental del progreso, hoy se han convertido en los únicos y verdaderos obstáculos al desarrollo de ese mismo progreso". Y aquí radica, sustancialmente, el mal de estas naciones, "todas nuestras discordias civiles, e incluso todas las profundas perturbaciones morales que, desde la política hasta el corazón de la familia, amenazan comprometer gravemente las mismas bases del cuerpo social, rompiendo los últimos lazos de nuestra vida íntima, de nuestra existencia fundamental".

No se trata, pues, de un problema esencialmente político ni racial: se trata, en sustancia, del problema moral: "los grandes vicios morales no están en los jefecitos de aldeas ni en los coroneles de la Guardia Nacional, sino simplemente en la ausencia total de educación social". Más aún: "el mayor mal que hoy amenaza la sociedad consiste en los intentos prematuros de reconstrucción política basada en una confusión empírica, cuando en realidad la urgencia de los reclamos populares indica terminantemente, como primer paso, la reconstrucción espiritual basada únicamente en la ciencia demostrable". Si se trata esencialmente de la reforma espiritual, entonces el germen del mal debe estar situado, en ese organismo que es la sociedad, dentro de las instituciones encargadas de su fomento y difusión: la Iglesia y la Academia.

"La Iglesia y la Academia como tales, en todas partes, son los grandes cómplices que están dedicados a instruirnos... embruteciéndonos. Es la enseñanza, que emana de estas dos instituciones, lo que constituye la verdadera fuente de corrupción de nuestras costumbres sociales". La sociedad, proclama Pereira Barreto, está hastiada de diplomas, y "lo que hoy necesitamos es menos oropel en las frases y una mayor positividad metodológica en la doctrina". En la Academia se mezcla la ciencia con la teología; y en la Iglesia se confunde la teología con la ciencia. Sus diagnósticos se precisan de esta manera: "La función social de las academias se limita a vender -salvando apenas las apariencias mentales- únicamente a quienes los pueden comprar, esos diplomas bastardos que sirven de carta de recomendación para obtener empleos lucrativos y funciones de ostentación"; "con las bases actuales de nuestro sistema de enseñanza la Academia es una pomposa y continua explotación que anualmente derraman sobre el país una ola calculada de falso saber, de falsas virtudes y de verdadera anarquía". La salida no consiste, en consecuencia, en separar la Iglesia del Estado, ni en suprimir la

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Academia. Los alcances de las soluciones deben apuntar más lejos: "Entre nosotros, el peligro no está en que la Iglesia se apodere de la enseñanza, está en que ningún partido se quiere ocupar de ella". Las reformas políticas y religiosas son inútiles si no se toca radicalmente la transformación de la educación y el cambio de orientación de la Academia. En esto consistiría, más sencillamente, la segunda revolución americana: "Nuestra misión revolucionaria se dirige al núcleo de la sociedad, y tiene como meta convertir la agitación social en un amplio movimiento filosófico donde invariablemente, predomine el punto de vista de Ia moral por encima de la política".

Sólo una reforma educativa basada en el espíritu positivo podrá contribuir notablemente a la restauración del orden político y social y podrá dinamizar el progreso indefinido de la sociedad: "por encima de los mezquinos intereses de partido, está la necesidad de la reorganización espiritual mediante la ciencia, la única capaz de impedir en el futuro la reproducción de los tristes ejemplos de cobardes transacciones". Se ingresaría, irremediablemente, a la civilización, a la modernidad, a la positivización de la sociedad y de la historia.

Ahora no sólo el orden moral se expresa en sus dos grandes obstáculos: la Iglesia y la Academia. Para José Pedro Várela, la pareja que acompaña a la Academia no es la Iglesia, sino la política, que él denomina "influencias de campaña" o "jefe de campaña": "en la realidad existe la unión estrecha de dos errores y de dos tendencias extraviadas: el error de la ignorancia y el error del saber aparente y presuntuoso; la tendencia autocrática del jefe de campaña y la tendencia oligárquica de una clase que se cree superior. Ambos se auxilian mutuamente: el espíritu universitario presta a las influencias de campaña las formas de las sociedades cultas, y las influencias de campaña conservan a la Universidad sus privilegios y el gobierno aparente de la sociedad". Es aquí en donde radica, para Várela, la causa de la anarquía vivida en el Uruguay.

La Universidad se ha convertido históricamente en una fuente de privilegios y gabelas, que ha reforzado, más que contribuido a cambiar, el sistema político oligárquico del país. La Universidad no sólo es fortín de privilegios, sino que ella distribuye los errores en la sociedad, convirtiéndose en ideas dominantes: “Elevándonos a cuestiones de orden superior, vemos el espíritu universitario con su empirismo ciego y su falta de conocimiento de la sociedad moderna, turbando los procederes de las más bellas inteligencias". Los esfuerzos por combatir esa atrofia intelectual de la sociedad que realiza la Universidad y la divulgación de los errores que considera como verdades, no es fácil. Así, tanto la lucha contra las formas políticas establecidas y organizadas en torno a los jefes de campaña como contra la manera de ser de la Universidad, se convierten en una lucha a favor de

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la democracia. "Son ambas contrarias, como clase a la organización que nos rige aparentemente, y de ahí que se reúnan en sus esfuerzos, para conservar un poder que les arrebataría un régimen de verdadera democracia".

Conclusión

Quizá hemos querido mostrar, a veces de manera reiterativa, el espacio en que los signos, lejos de multiplicarse, se han pretendido redistribuir. No se trata solamente de describir la manera en que los signos develan las esencias, el modo como la política habla de progreso, en que lo educativo habla de una nueva moral y la moral habla de política, lo político de lo social, lo social de lo racial; sino, y fundamentalmente, la manera en que lo empírico se convierte en los signos básicos de la nueva episteme, y la manera como lo empírico se vuelve trascendental. De ahí el carácter radicalmente ambiguo del positivismo, que describe su fracaso en términos de progreso y el progreso en términos trascendentales.

Es decir, al eliminar del discurso toda referencia trascendental y escatológica, el positivismo latinoamericano busca en los hechos, en lo empírico, en las cosas vividas por el hombre, en tanto que colectividad y en tanto que individuo, las evidencias histórico-sociales de su verdad. Y, al constituir esa verdad, la promete escatológicamente en la forma de progreso y civilización. Lo empírico, de este modo, se escatologiza. Y la profecía, la promesa, lo escatológico, tiende a leerse en los hechos y los fenómenos sociales; pero hechos que, al ser escatologizados, se convierten en un drama que desgarra, en parte, por qué muchos de los latinoamericanos educados en el positivismo, de una manera irrevocable, se encuentran después buscando salidas en la restitución de la metafísica.

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