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BIBLIOTEQUE NATIONALE DE FRANCE
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número 52noviembre 2013
Eikasia
Foto portada: An Egyptian Green Schist Votive Cubit Rod of Mery-Ptah, Royal Scribe and Majordomo, late 18th Dynasty, circa 1330-1250 B.C.
#52
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Ciudad
Número coordinado por: Armando Menéndez Viso y Francisco Javier Gil Martín
Armando Menéndez Viso y Francisco Javier Gil Martín
Presentación.
1. Eduardo Mendieta
La literarura del urbicidio: Friedrich, Nossack, Sebald y Vonnegut.
2. Alberto Hidalgo Tuñón
Coordenadas espacio-temporales de la distinción entre urbe y ciudad.
3. Asunción Herrera Guevara
La ciudad japonesa, sus casas y sus objetos: espacio y tiempo manchados de sombra y silencio.
4. Manuel F. Lorenzo
Ciudad “háptica” versus Ciudad “para la vista” en Juhani Pallasmaa.
5. Noelia Bueno Gómez
La muerte en la ciudad. Una reflexión filosófica sobre el modo actual de morir.
6. José Antonio Méndez
Hacia la consideración actual de la ciudad.
7. Jan Canteras Zubieta
Deshilando la urdimbre urbana. El turismo y la construcción simbólica de la ciudad.
8. Cristina Morales Saros
La herida entre ciudad y filosofía. Sobre las posibilidades de la filosofía en la ciudad o el concernir a lo bello de los asuntos humanos.
9. Pablo Huerga Melcón
Nota para una fundamentación antropológica de la Globalización..
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Armando Menéndez Viso – Francisco Javier Gil Martín | Presentación
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Pensar la ciudad hoy Presentación Armando Menéndez Viso Francisco Javier Gil Martín
Los editores de este volumen, impulsado por el Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo, quisimos
dedicarlo al estudio de las ciudades contemporáneas, puesto que en ellas parecen encontrarse muchas de las claves
para entender el mundo de hoy. Como este mismo mundo, las ciudades son entidades complejas, sobre las que cabe
hacerse multitud de preguntas. ¿Qué son? ¿Cómo las concebimos? ¿Cómo las queremos y vivimos? Los artículos
que aquí se presentan plantean y responden cuestiones relacionadas con estas desde una perspectiva
fundamentalmente filosófica, pero también desde los puntos de vista de otras disciplinas.
La urbanización creciente es un fenómeno planetario y los seres humanos somos hoy más urbanos que nunca.
Según las Naciones Unidas, más de la mitad de la población mundial vive actualmente en ciudades, y esta cifra
continúa incrementándose. Como lugares físicos, las ciudades han alcanzado su mayor extensión hasta la fecha. El
espacio que llenan y forjan de una manera peculiar es el objeto de la geografía, el urbanismo y la ordenación del
territorio. Estas disciplinas han cobrado protagonismo en la política (que, según su etimología, consiste en la
gestión de la polis, y también en la reflexión sobre la ciudad) de tiempos recientes, de manera que la cultura
geográfica y urbanística de la ciudadanía contemporánea es probablemente la más amplia de la historia. Tal vez eso
se deba a que los planes urbanísticos suponen, donde los hay, albergue de una intensa participación ciudadana,
fuente de conflictos de todo tipo y, por desgracia, nido de corrupción frecuente. Pero, en todo caso, el estudio de la
ciudad desde el punto de vista físico recibe un constante atención por parte del público en general.
Los elementos que componen ese todo físico que es una ciudad también han ganado en reconocimiento. Arquitectos
y arquitectas como Rafael Moneo, Norman Foster, Frank Ghery o Zaha Hadid son tratados como verdaderas
estrellas internacionales y los gobiernos municipales de medio mundo se preocupan por conseguir para sus ciudades
construcciones que las identifiquen y les otorguen un puesto en el imaginario colectivo mundial.
También las ciudades como ayuntamientos humanos y centros de actividad merecen hoy una atención mayor. Las
comunidades de profesionales de la sociología, la economía y la antropología han conseguido que miremos a las
ciudades como núcleos de producción, con necesidades de abastecimiento, de distribución, de circulación, con
activos y pasivos, con dinámicas sociales y demográficas propias ... La reciente concesión del Premio Príncipe de
Asturias de Ciencias Sociales a Saskia Sassen o el éxito editorial de Edward Glaeser constituyen meros botones de
muestra del interés que suscitan las ciudades en la academia contemporánea.
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
Presentación | Armando Menéndez Viso – Francisco Javier Gil Martín
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Las ciudades como objetos materiales reciben, por tanto, miradas numerosas y autorizadas. Pero las urbes que
habitamos son además entidades inmateriales (estructuras sociales, imágenes, estilos, tradiciones o atmósferas) que
no se dejan reducir a su expresión arquitectónica. Jerusalén y Atenas, Roma y La Meca, Chicago y Calcuta,
Venecia y Samarcanda, Hiroshima y Dresde, San Cristóbal de la Laguna y Potosí, Toledo y Damasco, no
representan sólo lugares geográficos, sino ideales, símbolos, prototipos, modelos, proyectos, historias.
Incluso como lugares, las ciudades pueden convertirse es destinos personales que poco tienen que ver con su
aspecto físico: para la turista, que requiere de ellas una disposición monumental y ociosa (Salamanca, Florencia,
San Petersburgo, Estambul...); para la artista o deportista, que las considera faro anunciador de sus triunfos (Nueva
York, Milán, París ...); para la trabajadora, emprendedora o negociante, que las ve como suelo y abono de sus
anhelos materiales (São Paulo, Hong Kong, Singapur, Londres ...); incluso para la enferma que acude a ellas con la
esperanza de la curación (Houston, Baltimore, La Habana ...).
A veces las ciudades también se constituyen en objetivos de colectivos que las pretenden capitales o plasmaciones
de su comunidad ideal. Como símbolos, las ciudades pueden ser la encarnación de sujetos poderosos, a quienes
atribuimos las más duras acciones y decisiones, como Bruselas, Washington o Pekín, o la proyección de nuestros
sueños, como la Atlántida o El Dorado. Debido a su significación, han llegado también a transformarse, hace solo
un siglo, en objetivos bélicos. En abstracto, la ciudad es estandarte de lo civilizado, lo moderno, lo dinámico, frente
a lo salvaje, lo primitivo y lo estático. Lo urbano se opone a lo rural y lo natural, que va siendo engullido o
superado. Si falta la ciudad, el país, el lugar y sus gentes, se quedan destartalados, sin referencia. Las ciudades
forjan la identidad comunitaria y reflejan sus aconteceres. La historia y la estética nos dejan entender las anhelantes
catedrales góticas, las medinas tortuosas, los bloques totalitarios, los mares de favelas, las repetitivas hileras de
adosados, y con ellos las modas, los miedos, los poderes y los modelos de sus habitantes, que así perciben su
individualidad en permanente tensión con sus posibles adscripciones colectivas.
Nuestras ciudades conforman una parte sustancial del mundo humano y del modo humano de ver el mundo. De las
ciudades surgen la ciudadanía, la política, la urbanidad y el civismo. Ellas son la realización de la sociedad humana,
de los mayores de sus males y de los más admirables de sus bienes. Por eso la ética y la filosofía, que culminaron
en ellas, no pueden dejar de contemplarlas, de seguir reflexionando sobre ellas. En este volumen coinciden, como
en una calle, textos de personas con rumbos, actividades e intereses diferentes, unidas circunstancialmente en el
espacio y en su aprecio filosófico de la ciudad como el lugar, físico o ideado, en el que la humanidad alcanza su
urdimbre más rica y, con ella, su más íntima perplejidad. Esperamos que su lectura contribuya a que, quien nos
honre con ella, ahonde su curiosidad y conocimiento sobre el entramado urbano en el que, probablemente, haya
encontrado estas líneas.
Eduardo Mendieta | La literatura del urbicidio: Friedrich, Nossack, Sebald y Vonnegut
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La literarura del urbicidio: Friedrich, Nossack, Sebald y Vonnegut Eduardo Mendieta Stony Brook University2
Pero los bombardeos estratégicos no habían ganado la guerra. Como mucho, habían facilitado algo el
trabajo de las tropas de tierra que sí lo hicieron. La aviación, los grupos de combate y las bombas usadas
en la campaña habían costado a la economía americana mucho más en producción de lo que le habían
costado a Alemania... Uno o dos párrafos finales escritos por Henry Alexander habían sobrestimado
bastante la contribución de las fuerzas aéreas al resultado sin alterar los hechos básicos. Una mayor
dramatización del descubrimiento del fracaso hubiera sido más útil al propósito de la historia y de la
política del futuro, pues nos habría preparado mejor para la costosa inefectividad de los bombardeos en
Korea y Vietnam y, de este modo, nos podíamos haber ahorrado el reproche de la opinión civilizada (John
Kenneth Galbraith, 1981, pág. 226-7).
Es imposible sostener guerra alguna de una manera completamente humana. En muchos aspectos, los
aliados occidentales hicieron gala de una encomiable caridad en su forma de hacer la guerra total contra un
enemigo carente de sentimientos civilizados. Los ataques aéreos, sin embargo, fueron la excepción. Era
ésta una política muy alejada del espíritu con el que los americanos y los ingleses conducían sus esfuerzos
bélicos. Lo remoto de los bombardeos hacía tolerables a ojos de los líderes políticos occidentales y de sus
mandos militares, por no mencionar a las tripulaciones aéreas, acciones que hubieran parecido
repugnantes y probablemente insoportables si los aliados hubieran confrontado de cerca las consecuencias.
(Max Hastings, 2004, pág. 308).
Como descubrieron rápidamente las tripulaciones de los bombarderos, su primera línea en el cielo ya no
guardaba más parecido con los combates individuales de los gladiadores de lo que lo hacían las trincheras
de Flandes. En su pura, abrumadora escala, la ofensiva del bombardero estratégico era inquietantemente
similar a la demoledora y anónima cadena de montaje de la guerra de desgaste, que había deshumanizado,
o al menos privado de su romanticismo, a los soldados de tierra en la última guerra. La tripulación de un
bombardero era una mera pieza en una inmensa máquina que abarcaba la mitad del globo, una máquina
que rebañaba a los hombres y los arrojaba al aire con la precisión de una catapulta que estrella peñascos
contra los muros de piedra de un castillo enemigo (Stephen Budiansky, 2004, pág. 309).
1. La mayoría de los historiadores, en palabras de Erich Hobsbawn, consideran el siglo XX como la "era de los
extremos" (Eric Hobsbawn, 1995). Algunos historiadores han ido más lejos en la precisión de la naturaleza de estos
2 Este artículo apareció originalmente como “The Literature of Urbicide: Friedrich, Nossack, Sebald, and Vonnegut”, Theory & Event, Baltimore: 2007. Vol. 10, Iss. 2. Copyright Johns Hopkins University Press 2007. Traducido -con permiso de los editores y del autor- por Cristina Morales Saro y Francisco Javier Gil Martín.
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La literatura del urbicidio: Friedrich, Nossack, Sebald y Vonnegut | Eduardo Mendieta
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extremos, llamando al siglo XX “el siglo del genocidio” (Levene, 2000). Mientras que la mayoría de los asesinatos
en el siglo XX tuvieron lugar en los campos de concentración, los gulags y las estepas de Euroasia, un gran número
de muertes fue debido al surgimiento del bombardeo de área, el bombardeo estratégico y lo que más tarde, durante
Korea y Vietnam, sería llamado el "bombardeo en alfombra". Como la socióloga Mary Kaldor señaló en su
importante obra Old and New Wars, el siglo XX también marcó una importante inversión en la ratio de militares y
civiles muertos debido a la guerra. Mientras que en la mayoría de las guerras que tuvieron lugar entre los siglos
XVII y XX la ratio de las muertes de militares y de civiles era de 8 a 1, en el siglo XX pasó a ser de 1 a 8 (Kaldor,
2001, págs. 8, 100). El siglo XX deviene el siglo de los genocidios precisamente porque la inmunidad civil en las
guerras sucumbió ante la lógica de la guerra total. Es más, la mayoría de las muertes civiles fueron ocasionadas a
consecuencia de la transformación de la guerra total en urbicidio. Así pues, el siglo XX fue un siglo de genocidio en
parte porque fue un siglo de urbicidio.
La lógica de la guerra total que hace de la fachada de cada casa un frente de batalla, donde no hay testigos inocentes
y donde los civiles están de hecho implicados en las políticas bélicas de gobiernos tiránicos, convirtió las ciudades
en objetivos militares. La lógica de la guerra total culmina en el urbicidio. En el centro de esta lógica está también
lo que el historiador militar Michael Sherry ha llamado "fanatismo tecnológico". Y a la cabeza de este fanatismo
estaba, y sigue estando ahora como antes, la idolatría del avión y de sus bombas, sean éstas estúpidas o inteligentes.
El asesinato de las ciudades en el siglo XX perpretado por lo que se dio en llamar el "bombardeo moral", pero que
pronto se convirtió en bombardeo en alfombra, y luego en "destrucción" deliberada de los centros urbanos, fue
posible gracias al desarrollo del bombardero pesado y luego del avión a reacción.
Los desarrollos tecnológicos permitieron sustituir el control de mar y tierra por el control total del aire. Al mismo
tiempo, el avión llegó a ser el foco de una fascinación tecnológica que deseaba volver a cubrir de romanticismo la
experiencia de la guerra. Por ejemplo, el número uno de la aviación se convirtió en un “caballero del aire”
(Robertson, 2003). La combinación de la disponibilidad tecnológica con la idealización de una élite de guerreros
permitió que la guerra aérea se tornase en una guerra de aniquilación tal que en el mismo proceso ocultaba su
propia destrucción. La transformación de las ciudades en necrópolis, desde una altura de 30.000 pies que ponía a
salvo a los pilotos y a las tripulaciones aéreas para que llevaran a cabo el asesinato de 100.000 civiles en un solo
ataque aéreo -como ocurrió en el caso de Alemania y Japón durante la Segunda Guerra Mundial-, ha sido
ampliamente analizada por sociólogos y filósofos de la tecnología. Lo que no ha sido estudiado adecuadamente es
la fenomenología del urbicidio, es decir, la experiencia de una destrucción urbana tan masiva.
Una posible aproximación a tal fenomenología tendría que empezar poniendo el acento en el acontecimiento del
shock físico, el cual es después acrecentado por el trauma de la devastación urbana misma. Esta fenomenología del
urbicidio, a su vez, tendría que complementarse con un análisis de la responsabilidad histórica, ya que la mayoría
de los registros de urbicidio llegan a nosotros a modo de documentación e investigación históricas. Por último, dado
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que el urbicidio está en la encrucijada entre lo individual, lo colectivo y lo histórico, nosotros sólo podemos tener
acceso a él a través de un prodigioso ejercicio de imaginación ficticia. El único modo de aproximarse de manera
adecuada al alcance de estas maquinaciones de aniquilación y devastación, que operan como si fueran cataclismos,
es mediante un enfoque que vaya más allá de la ficción histórica y de los recuerdos personales. Y en este punto la
cuestión de una ética de la ficción pasa a primer plano. Así, el modo más apropiado de circunscribir la singularidad
histórica del urbicidio es por la vía de una fenomenología que, por su parte, presuponga y a la vez implique una
ética. Por esta razón, en las páginas que siguen nos acercaremos a los elementos de una tal fenomenología del
urbicidio a través del análisis de cuatro escritores del urbicidio o de lo que podemos denominar la literatura del
urbicidio: Friedrich, Nossack, Sebald y Vonnegut. Mientras que los tres primeros son autores alemanes, el último es
un escritor estadounidense clásico. Con todo, la obra de Vonnegut encaja entre aquellas de los autores alemanes
sobretodo porque trata de la experiencia del bombardeo incendiario de Dresde en alguien que lo vivió como víctima
y como ejecutor. Es también una de las más tempranas narraciones, si no la primera, en intentar dar palabras a una
catástrofe humana sin precedentes.
2. La literatura del urbicidio de la Segunda Guerra Mundial es ya numerosa3. Además de las obras que discuto en
este artículo, podría también haber propuesto Hiroshima de John Hersey, las novelas de Hermann Kasak o de
Heinrich Boll, el diario de Victor Klemperer o las anónimas memorias de una mujer que sobrevivió a las
violaciones en masa que tuvieron lugar después de que los soviéticos entraran en Alemania (Isenberg, 2005;
Anderson, 2005). A esta literatura se podría también añadir los trabajos más actuales sobre urbicidio, tales como la
obra de Nuha Al-Radi Baghdad Diaries: A Woman's Chronicle of War and Exile [Los diarios de Baghdad. Un
testimonio de vida en Irak], la de Jasmina Tesanovic The Diary of a Political Idiot [Diario de un idiota político], y
el más reciente Baghdad Burning: Girl Blog from Iraq [Bagdad en llamas: el blog de una niña en Iraq], la
complilación del blog mantenido por Riverbend, el pseudónimo de una joven mujer de Baghdad. Me he centrado,
sin embargo, en cuatro autores que dedicaron sus escritos al bombardeo incendiario, a los bombardeos de área, y al
bombardeo intensivo en alfombra de las ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Lo he hecho así
porque al centrarme en estos escritores podría concentrarme en el surgimiento de los bombardeos estratégicos como
parte de la guerra total, y en el tipo de asuntos morales y éticos que ello nos plantea a nosotros hoy en día. Si vamos
a tratar propiamente del futuro de las ciudades en el siglo XXI, tenemos que asimilar que hemos heredado del siglo
XX un imperativo estratégico que ha guiado la conducta de la guerra desde el final de la Segunda Guerra Mundial,
a saber, el imperativo estratégico de la supremacía del aire que, como corolario, hace amplio uso de los bombardeos
estratégicos de los centros urbanos. Cité las declaraciones de John Kenneth Galbraith acerca de su valoración del
informe emitido por la encuesta del bombardeo estratégico de los Estados Unidos [United States Strategic Bombing
Survey] como un epígrafe para este ensayo precisamente porque él vio ya en 1945 que la supremacía aérea y el uso
indiscriminado de las bombas llegarían a ser un principio central de la doctrina militar de los Estados Unidos4.
3 Véase la bibliografía compilada por Volker Hage (Hage, 2003, págs. 287-292). 4 Para una visión a fondo del papel de Galbraith en la encuesta del bombardeo estratégico de los Estados Unidos, véase el capítulo 9 (titulado
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Hasta el día de hoy, el ejército de los Estados Unidos está buscando la bomba inteligente suprema, la que hará del
asesinato de los ciudadanos y de las ciudades una muerte inmaculada, exenta de culpa, desinfectada y sin luto.
Hipnotizados por el fanatismo tecnológico, nos esforzamos en pos de la utopía de una guerra sin tacha y
desapasionada, de la cual no somos ni responsables ni culpables.
I. W. G. Sebald
3. Winfried Georg Sebald nació en 1944 en Wertach im Allgau, una región de Alemania que quedó parcialmente a
salvo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Estudió Lengua y Literatura Alemanas en Friburgo, Suiza y
Manchester. Finalmente se instaló en Inglaterra y enseñó en la Universidad de East Anglia en Norwich durante
treinta años. Fue también el director fundador del British Centre for Literary Translation, puesto que ocupó desde
1989 hasta 1994. En una etapa tardía de su vida regresó a la ficción –o, más propiamente, a la ficción histórica- y
publicó una serie de novelas que le valieron el reconocimiento internacional5. En 1997 Sebald impartió en Zúrich
sus conferencias "Guerra aérea y literatura". Estas conferencias fueron revisadas, desarrolladas y publicadas dos
años después. Sebald murió en 2001 en un accidente de coche. La traducción al inglés del libro en alemán de 1999
que recogía sus conferencias se publicó en 2003 con el título On the Natural History of Destruction [Sobre la
Historia Natural de la Destrucción] (Sebald, 2003), un título notoriamente engañoso que Sebald no hubiese
elegido6. Una versión más corta y muy bien editada de la parte principal del libro apareció en el número del The
New Yorker correspondiente al 4 de noviembre de 2002. La edición inglesa del libro añade tres ensayos sobre Jean
Amery, Alfred Andersch y Peter Weiss, respectivamente. En 2005 apareció una traducción de su trabajo póstumo
titulado Campo Santo, el cual consta de 16 ensayos cortos, algunos de los cuales tratan sobre el tema de la guerra
aérea.
4. Pero son las conferencias de Zúrich las que nos ocupan aquí. El tema central de las mismas es el papel del
escritor como portador de la memoria social y, en particular, la acusación de Sebald a los escritores alemanes por
no haber tratado, ni siquiera tangencialmente, el trauma nacional de la guerra aérea contra las ciudades alemanas y
sus gentes. Sebald empieza sus conferencias de este modo:
“Surveying the Consequences of War”) de Richard Parker, 2005, 172-190. 5 Véase la entrada dedicada a Sebald en la Literary Encyclopedia online, disponible en www.litencyc.com. 6 Sebald escribió en 1982 un ensayo titulado "Between History and Natural History: On the Literary Description of Total Destruction" [“Entre la historia y la historia natural: sobre la descripción literaria de la destrucción total”], recopilado ahora en Campo Santo (Sebald, 2005, 65-95). Sabemos por el propio Sebald que la expresión “historia natural de la destrucción” procede de Lord Solly Zuckerman, quien intentó escribir un reportaje con ese título, pero que nunca llevó a cabo su plan debido a su incapacidad para dar expresión a la devastación que él había visto, particularmente en Colonia. On the Natural History of Destruction asimila un cataclismo producido e inducido humanamente a un acontecimiento de la naturaleza: una inundación, un terremoto, una sequía, un tsunami, un hurracán. De este modo, ontologiza y neutraliza un producto humano, un acontecimiento histórico. Sebald estaba interesado en comprender las dimensiones históricas, es decir, humanas de un acontemiento que asumió proporciones y cualidades casi naturales, aunque siguiera siendo, aún así, un acto humano. En el mejor de los casos, Sebald quería reflexionar sobre el encuentro de la historia natural y la historia humana tal como ocurrió en los bombardeos incendiarios de las ciudades alemanas. Pero tenemos que tener sumo cuidado en no dejarnos persuadir por la suposición de que Sebald buscaba nivelar y homogeneizar la destrucción de las ciudades alemanas con una catástrofe o un cataclismo de proporciones y efectos naturales.
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"Hoy es difícil hacernos una idea siquiera en parte adecuada de la extensión de la devastación
sufrida por las ciudades en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, y aún más difícil es
pensar acerca de los horrores que envuelve esa devastación... Es verdad que de los 131 pueblos y
ciudades atacadas, algunas sólo una vez y otras de forma repetida, muchas fueron casi totalmente
arrasadas, que alrededor de 600.000 civiles alemanes cayeron víctimas de los ataques aéreos, y
que tres millones y medio de casas fueron destruidas, mientras que al final de la guerra a siete
millones y medio de personas se les dejó sin casa, y quedaron 31,1 metros cúbicos de escombros
por persona en Colonia y 42,8 metros cúbicos por cada habitante en Dresde. Pero nosotros no
comprendemos qué significa todo esto realmente" (Sebald, 2003, pág. 3-4)
5. Ciertamente es difícil empezar por hacernos una idea adecuada porque los meros números no nos comunican el
nivel de concentración. Por ejemplo, entre septiembre de 1944 y abril de 1945, los Aliados dejaron caer más de
800.000 toneladas de bombas sobre Alemania, lo cual representa más o menos un 60 por ciento del total de bombas
arrojadas entre 1939 y 1945. Como escribe Max Hastings en su libro Armageddon:
"En total, en los primeros cuatro meses de 1945 los británicos dejaron caer 181.740 toneladas de
bombas sobre Alemania, y la Eighth Air Force de Estados Unidos, 188.573. Durante todo el año
1943, los británicos habían tirado sólo 157.367 toneladas. Estas estadísticas enfatizan la enorme
destrucción que se causó a las ciudades alemanas en la fase de la guerra en la que los civiles
“desalojados” ["de-housing"] se habían vuelto insignificantes para todos excepto para los
miserables alemanes de allí abajo” (Hastings, 2004, pág. 306-7)
6. De acuerdo con el historiador militar Stephen Budiansky, el 11 por ciento de la población alemana, y el 50 por
ciento de los que residían en las ciudades, se quedaron sin casa y en torno al cincuenta por ciento del total de los
espacios urbanos de Alemania fue arrasado (Budiansky, 2004, pág. 318). El bombardero Harris7, contradiciendo
explícitamente las órdenes del Ministerio del Aire, no procedió con los bombardeos estratégicos y asedió
obsesivamente las ciudades alemanas. En una carta de noviembre de 1994, el bombardero Harris escribe:
"En los últimos 18 meses, el comando de bombardero ha destruido prácticamente 45 de las 60
principales ciudades alemanas. A pesar de los desviaciones de la invasión [¡La invasión de
Normandía fue un desvío!], ¡nosotros hemos logrado hasta ahora mantener o incluso exceder
nuestra media de dos ciudades devastadas al mes! No hay ya muchos centros de población
industriales que queden intactos. ¿Vamos a abandonar esta vasta tarea, aquella que los propios
alemanes han admitido durante mucho tiempo que es su peor dolor de cabeza, justo cuando se
7 Arthur Travers Harris (1892-1984), mariscal de la Royal Air Force y comandante en jefe del Comando de Bombarderos , fue conocido por la prensa como “Bomber Harris” [Bombardero Harris] y por sus compañeros de la R.A.F como “Butcher Harris” [Carnicero Harris]. En 1953 fue condecorado con el título de Baronet, la Orden del Baño, la Orden del Imperio Británico y la Cruz de la Royal Air Force (N.d.T)
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acerca su culminación?" (citado en Hastings, 2004, pág. 304).
7. Hoy día sabemos que los alemanes fueron capaces de triplicar su producción militar, por encima de sus niveles
antes de que incluso la guerra aérea se pusiera en marcha, y que de hecho sólo un 1 por ciento de la producción de
guerra alemana se vio afectada por las bombas del bombardero Harris (Budiansky, 2004, pág. 318). Ya en 1945 la
encuesta del bombardeo estratégico de los Estados Unidos llegó a la conclusión de que sólo el 6,5 por ciento de las
maquinarias fueron dañadas o destruidas por los así llamados bombardeos estratégicos (Budiansky, 2004, pág. 323).
Además, el único objetivo estratégico que al final importaba, a saber, las refinerías de petróleo y los centros de
procesamiento de la gasolina esparcidos por Alemania y los Balcanes, recibieron en total sólo el 12 por ciento de
todo el tonelaje de bombas arrojadas sobre Europa (Budiansky, 2004, pág. 329). Incluso si Albert Speer era capaz
de producir tres veces más aviones para los esfuerzos bélicos nazis, sin gasolina y sin pilotos, la cuestión era
discutible. Pero ésta no era la intención del bombardero Harris. Budiansky resume crudamente esta lógica obscena
en los siguientes términos:
"La decisiva confrontación con la Luftwaffe en la primavera de 1944 ha demostrado también la relativa
poca importancia de los objetivos que los bombarderos lograron alcanzar: lo que importaba era provocar a
los combatientes para que respondieran y fueran derribados. Mirado retrospectivamente, los 600.000
civiles alemanes asesinados en el proceso parecían algo casi incidental en relación con lo que realmente
importaba en la guerra aérea" (Budiansky, 2004, pág. 330).
8. Mientras que la guerra aérea puede no haber sido más glamurosa y gloriosa que la guerra de desgaste que los
europeos habían experimentado durante la Primera Guerra Mundial, y mientras que las muertes civiles a los dos
lados del canal pueden haber sido "incidentales" o, como decimos hoy, "daños colaterales", una sociedad que fue
destrozada en el sentido en que Sebald hacía notar por aproximación se encuentra quizá más allá de lo que pueden
transmitir las palabras, pero precisamente por esta razón debería haberse convertido en un tema prioritario para la
literatura alemana de postguerra. De hecho, las conferencias de Sebald propusieron cuatro tesis centrales8.
Primero, que la experiencia de la devastación de las ciudades alemanas no encontró un lugar en la literatura
alemana de postguerra. Segundo, que los afectados por la guerra aérea, que seguro que fue un enorme número de
alemanes ya que la mitad de los habitantes urbanos se quedaron sin casa y que la mayoría de las ciudades alemanas
fueron arrasadas, guardaron silencio acerca de sus experiencias. Tercero, que este silencio estaba directamente
relacionado con el tabú de hablar de tales experiencias. Cuarto, que ese silencio que los afectados se impusieron a sí
mismos ha contribuido a aquello que Mitscherlich llamó una incapacidad de duelo, que dejó un efecto deformante
en la nación emergente. Tal como Sebald lo expresó en un ensayo de 1983 al tratar explicitamente el tema del luto,
8 Para una visión general del debate sobre Sebald, véase Hage, 2003, pág. 113-131. No estoy por completo de acuerdo con el resumen y la caracterización de Hage de lo que fue central en el debate, aun cuando encuentro útil su visión general. Por lo demás, el libro de Hage es extremadamente importante en el debate sobre la guerra aérea (Luftkrieg Debatte).
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"probablemente es justo decir, por lo tanto, que los autores de los años cincuenta, predestinados a ser la conciencia
de la nueva sociedad, fueron tan sordos a la conciencia como aquella nueva sociedad misma" (Sebald, 2005, pág.
99).
9. Que los escritores alemanes no lograron ser la conciencia de la nueva sociedad es precisamente lo que llevó a
Sebald a una censura tan estridente de sus colegas escritores, y éste es de hecho el centro de las conferencias sobre
"La guerra aérea y la literatura". Por eso es importante subrayar, a pesar de las negativas e indignadas reacciones a
las conferencias de Sebald que se presentaron en The New Yorker (en las cartas de los lectores impresas en el
número correspondiente al 2 de diciembre de 2002), que Sebald no comulgó con las ideas revisionistas que
pretenden exculpar los horrores del régimen Nazi. Tampoco hizo suyo el objetivo de intentar normalizar la
situación alemana a través del reconocimiento del sufrimiento de los victimarios. De hecho, puede decirse que su
objetivo fue exactamente el contrario. Sebald es bastante firme y explícito en que no busca ofrecer argumentos a los
revisionistas alemanes. Él reflexiona sobre el rol de la literatura como vehículo para el recuerdo, para buscarle una
solución al trauma nacional. Sebald argumenta que, salvo pocas excepciones, en especial las de Heinrich Boll y
Hans Erich Nossack, la mayoría de los escritores alemanes no insistieron o ni siquiera abordaron las consecuencias
de la guerra aérea. Este hecho puede haber contribuido a la incapacidad de los alemanes para llorar su propio
pasado, su propio sufrimiento y, al no reconocer este sufrimiento, para hacerse cargo de aquello en lo que habían
participado, sea voluntaria y pasivamente o de mala gana y bajo coacción.
El duelo permite dejar ir aquello que se ha perdido y restituir la pérdida de una dignidad que de otro modo habría
desaparecido sin ser reconocida. Lo que se perdió fue un tipo de inocencia, la de que en algún nivel, incluso en el
reconocimiento del sufrimiento mutuo, ha habido víctimas por ambas partes. Reconocer el sufrimiento es también
un modo de tomar distancia respecto de quién y cómo lo ha infligido. A su vez, el duelo como restitución supuso un
reconocimiento y en parte una reconstitución de la dignidad de las víctimas del régimen nazi, pues, cuando alguien
hizo duelo, esas víctimas dejaron de ser tan solo los exterminados de un régimen genocida considerados con
indiferencia y de una manera indiferenciada, sino las víctimas de una comunidad que lloró sus muertes. En cambio,
de acuerdo con Sebald, se instaló un silencio autoimpuesto, castigador y generador de un odio de sí. En este
sentido, la incapacidad para el luto como consecuencia del silencio de varias generaciones obstaculizó el proceso de
asumir el antisemitismo de la sociedad alemana, pero también los modos en que los propios alemanes fueron
víctimas del mismo régimen genocida. Al no hacer el duelo, lo que hicieron fue reconstituir su complicidad con el
régimen del que habían sido víctimas.
10. El trabajo de Sebald es en general una meditación sobre las ruinas, sobre los desplazamientos, sobre la memoria
y el exilio. Pero las conferencias de Zúrich nos llevan directamente a la cuestión de una ética de la memoria9.
9 Si bien podemos volver la mirada sobre Walter Benjamin , T. W. Adorno y J. Derrida para dar un enfoque más apropiado de la relación entre rememoración, conmemoración y ética, en Estados Unidos tenemos la fortuna de contar con Edith Wyschogrod, quien ha elaborado esta
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Aunque Sebald no escribió directamente lo siguiente, es algo que da a entender su análisis general: ¿quién habla por
el verdugo una vez que se ha convertido en víctima? O dicho de otra manera, ¿quién está autorizado para testificar
por el verdugo y por el que es considerado criminal desde el punto de vista histórico? La víctima tiene una
reclamación legítima de testimonio. Las víctimas pueden ser y son ellas mismas sus propios testigos, aunque a
veces ese testimonio es imposible, como Derrida ha hecho explícito en sus últimos trabajos. El superviviente, como
Adorno señaló, es culpable de haber sobrevivido, y así su testimonio está ya contaminado. Pero si es este el caso,
¿qué testimonio puede tener lugar por la parte de los verdugos, de los criminales, de los históricamente culpables,
cuando éstos se han convertido a su vez en víctimas? La aproximación de Sebald a la cuestión de la ética de la
memoria, y de los deberes de la literatura para actuar como un vehículo de la memoria social y como un lugar para
reelaborar el trauma social, plantea otra cuestión: ¿con qué autoridad podemos nosotros negar al verdugo
convertido en víctima el derecho a su memoria? De hecho, y para ser más preciso, en tanto que supervivientes y
protegidos de la memoria del sufrimiento colectivo, ¿tenemos nosotros un deber superior de recordar en lugar de los
verdugos convertidos en víctimas? Si ellos no pueden recordar o no se les está permitido por razones morales
recordar, conmemorar su propio sufrimiento, ¿no es nuestro deber recordar para ellos y con ellos? Y en la medida
en que nosotros denegamos a los verdugos devenidos víctimas su memoria, ¿no estamos también dificultando su
incorporación final a una comunidad de iguales? Es este un tipo de chantaje usado con mucha frecuencia en la
retórica oficial de las naciones enfrentadas. Sólo tenemos que volver la mirada a la reciente guerra contra Irak para
ver sus efectos10, efectos que estas cuestiones tratan de desenmascarar. No es cierto que si permitimos al verdugo
transformado en víctima que haga su duelo, estemos también aprobando o exculpando sus pecados históricos.
Tampoco deberíamos sucumbir al chantaje similar de que poner en tela de juicio el cálculo de destrucción implica
que nosotros por tanto aceptemos o estemos dispuestos a tolerar un dictador, o un mal mayor.
II. Jorg Friedrich
11. Jorg Friedrich es un historiador de formación y se ha establecido como un analista fiable y un crítico de las
atrocidades y crímenes del nazismo, al cual difícilmente se le puede acusar de querer hablar demasiado rápido y con
demasiada impaciencia acerca del sufrimiento que los aliados infligieron a los alemanes. En resumen, no puede ser
sospechoso de albegar simpatías conservadoras, o de pretender ofrecer alimento a los revisionistas que han estado
movilizando un giro hacia la derecha en la política cultural alemana. En 2002 Friedrich publicó un voluminoso
estudio titulado Der Brand: Deutschland im Bombenkrieg 1940-1945 [El incendio: Alemania bajo los bombardeos
1940-1945] (Friedrich 2002)11, que curiosamente toma algo de las técnicas literarias de Sebald. Cada capítulo
comienza con un largo párrafo casi aforístico que resume los contenidos del mismo. Cada subsección es menos un
cuestión y cosechado importantes resultados durante las últimas décadas (Wyschogrod 1985; 1998). 10 Véase el sorprendente y oportuno libro de Dagmar Barnouw The War in the Empty Air, en especial el prefacio y el capítulo primero (Barnouw, 2005). 11 La traducción inglesa apareció en el otoño de 2006. Véase la reseña de Ian Buruma (2004) de Der Brand y del siguiente libro de Friedrich (Friedrich 2002 y 2003). La obra de Friedrich habitualmente ha sido revisada en inglés junto con la obra de Sebald. La traducción inglesa de Der Brand no tuvo un claro impacto inmediato. A.C. Grayling (2006) dejaba explícitamente de lado el libro de Friedrich y Michael Bess (2006) o Marshall de Bruhl (2006) ni siquiera lo incluyeron en sus bibliografías.
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relato que una evocación poética de los horrores y de la destrucción. Pone en orden todas las estadísticas y cifras
que el historiador tiene al alcance de su mano, pero éstas se presentan junto con narraciones escalofriantes, muy
gráficas y vívidas desde el punto de vista personal de los supervivientes de la guerra aérea. Apenas es un libro de
historiador, aunque usa ampliamente las destrezas y herramientas de los historiadores. Friedrich ha sido reprendido
en la prensa alemana por haber mezclado una prosa fría y desapasionada de historiador con los espeluznantes
detalles existenciales del sufrimiento personal. El libro, sin embargo, enfrenta directamente los límites de ambas
narrativas, la personal y la histórica. Der Brand es un producto que transgrede las fronteras entre géneros y
disciplinas. Es también, y no sorprendentemente, un intento de sacar a plena luz los crímenes de guerra cometidos
por los aliados a través del "bombardeo moral" y del así llamado "bombardeo estratégico".
12. Der Brand es una reflexión sobre la experiencia del "fuego" que es a un tiempo literaria, filosófica, histórica e
incluso a veces poética. El fuego representa una etapa cualitativamente nueva en la guerra, una etapa que supera
todo cuanto había ocurrido antes. Este fuego fue el resultado, pero también más que la mera suma de las bombas
arrojadas sobre Alemania. La sinergia de los medios tecnológicos, del romanticismo tecnológico y de la ceguera
tecnológica dio paso a una nueva experiencia del espacio. Se creó un espacio de aniquilamiento. Como escribe
Friedrich:
"En una guerra industrializada, todas las industrias son industrias de guerra. Quienquiera que
trabaje y viva en este contexto participa en el esfuerzo de la guerra... Entre 1940 y 1943, toman
forma las ideas para crear, desde el aire, zonas de aniquilación (Vernichtungsraume) en la tierra
con el fin de destruir tanto los medios como el ánimo para continuar la guerra. Estas ideas
fracasan. Finalmente, Alemania tiene que ser conquistada por tierra, metro a metro, en una
campaña de siete meses. A modo de apoyo táctico para esta sangrienta campaña, el mayor
volumen de bombas conocido hasta entonces se dejó caer en el área más grande, con el número
más elevado de bajas humanas" (Friedrich, 2002, pág. 49)
Al final nos quedamos con una visión de un acontecimiento apocalíptico provocado por medios tecnológicos que
superó todo cuanto el ser humano había experimentado hasta entonces.
13. El libro no está organizado cronológicamente, sino más bien temáticamente. Así, por ejemplo, tenemos
capítulos sobre armas, en los cuales Friedrich considera los aviones, los artificieros, los bombardeos pesados y el
radar; otra sección considera las estrategias, las regiones de los bombardeos aéreos, la defensa; y por último el
"nosotros", el comportamiento de la gente bajo los ataques aéreos, y la respuesta del régimen nazi. Una penúltima
sección, titulada “Yo”, trata el aspecto sensorial de los ataques aéreos, las emociones evocadas y, finalmente, la
supervivencia. La última sección del libro se titula "Piedras"; ésta se cierra con una subsección que se titula "La
resiliencia de papel", una reflexión sobre la destrucción de las bibliotecas por las tormentas de fuego
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desencadenadas por las bombas incendiarias arrojadas sobre la mayoría de las ciudades alemanas, lo que resultó ser
la mayor quema de libros jamás acontecida en la historia humana.
14. En 2003 Friedrich publicó un libro impresionante titulado Brandstatten: Der Anblick des Bombenkriegs, título
que podría traducirse por Lugares de conflagración: el aspecto de la guerra de las bombas (Friedrich, 2003). El
libro tiene diez capítulos, cada uno encabezado por un solo sintagma: “antes”, “ataque”, “defensa”, “refugio”,
“rescate”, “provisión”, “escombros”, “vivir en ruinas”, “el partido”, y “hoy”. Cada capítulo hace la crónica en
imágenes de la transformación de las ciudades alemanas, antes, durante, después y hoy en día, debida a la guerra
aérea. Estas imágenes ponen rostro y figura a las de otro modo indiferentes estadísticas que hemos llegado a
conocer muy bien a través de la encuesta del bombardeo estratégico de los Estados Unidos: más de medio millón de
civiles alemanes fueron asesinados, 3,6 millones de viviendas destruidas, o el 20% del total de las mismas, lo que
significa que 7,5 millones de personas se quedaron sin hogar. Cerca del 80% de todos los centros urbanos de
Alemania quedaron arrasados o severamente dañados. En el libro de imágenes de Friedrich vislumbramos la
devastación masiva a la que 131 ciudades y pueblos fueron sometidos bajo una tormenta de bombas explosivas e
incendiarias. Todo esto se vuelve más terrorífico cuando nos damos cuenta de que la mayor parte de tal devastación
tuvo lugar después de que hubiera quedado claro que los Aliados ganarían la guerra y de que los propios alemanes
anticiparan, ya en la primavera de 1944, que Alemania perdería la guerra.
Nunca se subrayará suficientemente que la clave no es exculpar al régimen nazi ni intentar obtener alguna
superioridad moral rebajando la integridad moral de los Aliados y de sus estrategias bélicas. Friedrich está
interesado en la crónica de la tragedia humana, la cual contó con víctimas y verdugos, por ambas partes. Al final,
Friedrich nos ha provisto de un archivo indispensable que constituye una verdadera "enciclopedia del dolor"
(Friedrich, 2002, pág. 486), ajustada a los niveles de angustia y desesperación provocados por las nuevas
tecnologías y estrategias bélicas.
III. Hans Erich Nossack
15. Hans Erich Nossack llamó la atención de los lectores estadounidenses y británicos cuando Sebald lo distinguió,
junto a Boll y Kasack, como uno de los pocos escritores alemanes que habían intentado hacerse cargo del
bombardeo de las ciudades alemanas. Sebald se centró en las memorias de Nossack escritas poco después del
bombardeo de Hamburgo en 1943, que fueron publicadas por él mismo en una colección de reportajes que llevaba
por título Interview mit dem Tode [Entrevista con la Muerte]. Sebald se fija especialmente en el informe en que
Nossack hace el relato autobiográfico del bombardeo de Hamburgo, que apareció con el título "Der Untergang:
Hamburg 1943" (Nossack, 2005). Las memorias de Nossack constituyen de hecho una pieza impresionante de
literatura. En ellas se combina un estilo lapidario y casi clínico con un tono metafísico y surrealista que mantiene el
contacto de la memoria sobre la singularidad de la destrucción de Hamburgo. La primera frase anuncia: "Yo viví la
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destrucción de Hamburgo como un espectador". Pero para el final de la primera página, el espectador es convocado
como testigo para soportar el peso de la memoria, la carga de hablar del conocimiento de aquello que se vio: "Para
mí, la ciudad se arruinó como un todo, y lo peligroso de mi situación consistió en estar abrumado por la visión y el
conocimiento de la totalidad de su destino" (Nossack, 2005, pág. 1). El alcance y la finalidad de la destrucción sólo
podían ser comprendidos en la experiencia y la memoria de alguien que se había sustraído a la tragedia como
espectador para llegar a convertirse en actor capaz de evocarla. La memoria aquí es un imperativo, justificado por la
pasividad de la supervivencia arbitraria y culpable.
16. Nossack registra en sus memorias lo que tal vez se sugiere en la frase "sobre la historia natural de la
destrucción". La devastación no sólo lo fue de los seres humanos, de la ciudad, de los artefactos y elementos que le
dan densidad a la existencia cotidiana y a los que se aferran nuestros sentimientos. Para Nossack, el bombardeo
también fue un acontecimiento en la naturaleza, tal vez incluso de la naturaleza. "Todo esto no tiene sentido y
pensando en ello uno se llena de una infinita piedad por todas las criaturas, y cae en el silencio porque las palabras
amenazan con convertirse en sollozos" (Nossack, 2005, pág. 9). El bombardeo desciende, cae como lluvia y colapsa
el cielo sobre Hamburgo, y no de una manera sorpresiva o imprevisible. Nossack hace notar con precisión:
"Uno no se atrevía a inspirar por miedo a inhalarlo. Era el sonido de 1800 aviones acercándose a
Hamburgo desde el sur a una altura inimaginable. Habíamos experimentado ya más de doscients
ataques, entre ellos algunos muy fuertes, pero esto era algo completamente nuevo. Y sin embargo
hubo un reconocimiento inmediato: era lo que todo el mundo había estado esperando, lo que
pendía durante meses como una sombra sobre todo lo que hacíamos, dejándonos agotados. Era el
final” (Nossack, 2005, pág. 8).
17. Este final es, curiosamente, un acontecimiento absolutamente humano. Nossack se niega a ontologizar, mitificar
y neutralizar el carácter histórico de este final. La naturaleza no ha de ser salvada, incluso menos que los seres
humanos, que pueden escapar a la devastación. Amigos y enemigos, los seres humanos y la naturaleza están
atrapados en la tormenta de fuego.
"Pero ahora ya no era el momento de una distinción tan insignificante como la que existe entre
amigo y enemigo. Y de repente todo estaba sumergido en la luz blanquecina del inframundo. Un
reflector detrás de mí barría la tierra al nivel del suelo. Asustado, me di la vuelta y entonces vi que
incluso la naturaleza se había sublevado llena de odio contra sí misma. Dos pinos sin tronco se
habían abierto paso entre el trance pacífico de su existencia y se habían convertido en lobos
negros que saltaban con avidez hacia la hoz sangrienta de la luna, alzada ante ellos. Sus ojos
brillaban y la espuma les goteaba por sus fauces mientras rugían" (Nossack, 2005, pág. 11).
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La imagen de la luna como una hoz ensangrentada, pendiente sobre los seres humanos, tiene su paralelo en la de los
lobos rabiosos que saltan de manera asesina a por ella. La naturaleza se odia a sí misma por haber dado nacimiento
a esta criatura abominable: los humanos. Más tarde, es toda la tierra la que "se retuerce de agonía" (Nossack, 2005,
pág. 15) Este dolor se agudiza cuando Nossack escribe sobre los gatos de Hamburgo.
"Vale la pena hablar de los gatos de la ciudad. Ya nadie les podía atraer con artimañas desde las
ruinas de sus antiguos hogares. Se escabulleron entre las vigas carbonizadas y humeantes,
aullando de hambre. Cuando la gente les traía algo por piedad, los gatos atacaban la comida,
chillando, preparados para pelear. No se dejaban coger, había que usar la fuerza o una trampa. La
mayoría de ellos murió a pesar de toda la atención que se les dio, ya fuera por nostalgia o
consumidos por las secuelas del terror" (Nossack, 2005, pág. 51).
18. Sin duda una de las razones por las que Sebald encumbró a Nossak fue por la negativa total de este último a
permitir que sus memorias fueran usadas con intenciones apologéticas. No hay deseo ni de exculpación ni de
recriminación en la narrativa de Nossack. Más bien al contrario. Nossack hace la crónica del fracaso del "Estado"
para hacer frente a los bombardeos. Curiosamente, Nossack toma nota de la traición del "Estado" no para lamentar
la propia situación de total abandono de los alemanes, sino con el fin de señalar el doloroso desprecio de sí mismos
por haberse atenido siempre a la idea de que podían haber esperado algo más de ese Estado. Nossack escribe:
"...todo el mundo sabía que precisamente aquellos cuya posición y cuyas promesas les deberían
haber obligado a permanecer en sus puestos y a ayudar hasta el final, habían sido los primeros en
salir corriendo y, como si esto fuera poco, en haber abusado de manera implacable de sus
influencias para apoderarse de los vehículos en los que transportaban sus pertenencias; sí, y todo
el mundo sabía que habían dejado a otros refugiados tirados en la calle con sus últimos fardos.
Este no es un caso aislado y no es ninguna exageración; miles de personas lo vieron. Pero cuando
la gente habló de ello, sus palabras, aunque amargas, estaban lejos de ser vengativas; era más bien
como si se rieran de sí mismas por haber esperado alguna vez otra cosa. ¡Ay de nosotros si el
poderoso hubiera de vengarse algún día de este desprecio! Pero creo que ellos ni siquiera lo
entendieron" (Nossack, 2005, pág. 34).
19. Precisamente en respuesta a este desprecio propio Nossak apunta, a propósito, una reflexión sobre aquello que
acompañó a esta burla de sí mismos, y que es la ausencia de imprecaciones y de recriminaciones a los Aliados por
los bombardeos. Nossack escribe:
"... No he escuchado a una sola persona maldecir a los enemigos o culparlos por la destrucción.
Cuando los periódicos publicaron epítetos como "piratas del aire" o "incendiarios criminales", no
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les prestamos atención. Una visión mucho más profunda nos prohibió pensar en un enemigo que
se supone que ha causado todo esto; para nosotros, él también era a lo sumo un instrumento de las
fuerzas inescrutables que intentaban aniquilarnos. No he conocido ni a una sola persona que se
consolara con la idea de la venganza. Al contrario, lo que se solía decir o pensar era: ¿por qué
habría que destruir también a los otros? ... Todo esto tiene que decirse de una vez por todas. Pues
redunda en la gloria del hombre que, en el día del ajuste de cuentas, él experimente su destino con
tal grandeza de espíritu. Incluso aunque solo sea por un breve periodo; porque mientras tanto el
panorama se ha vuelto confuso de nuevo" (Nossack, 2005, pág. 34)
20. Las memorias de Nossack son una rememoración brillantemente lúcida, pero también son una meditación sobre
la memoria, el testimonio y la temporalidad. Esto apunta por lo tanto a una ética de la memoria. Nossack pregunta
en actitud reflexiva:
"¿Para qué seguir? Quiero decir, ¿por qué registrar todo esto? ¿No sería mejor entregarlo al olvido
por siempre jamás? Puesto que aquellos que estuvieron allí ciertamente no tienen que leerlo. ¿Y
los otros, y aquellos que vendrán después? ¿Qué pasa si lo leen sólo para disfrutar de algo extraño
e inquietante y para sentirse ellos más vivos? ¿Se necesita un apocalipsis para esto? ¿O un
descenso a los infiernos? Y nosotros, que hemos estado allí, ni siquiera nos atrevemos a
pronunciar una advertencia profética. ¡Todavía no!" (Nossack, 2005, pág. 36-7).
La memoria aquí tiene el don de la profecía. De hecho, la memoria es profecía, pero sólo cuando su tiempo ha
llegado, cuando la humanidad, no los individuos o las naciones, se hace consciente de sus terrores. Ahora bien,
¿qué es el tiempo, cuando la continuidad histórica ha sido desgarrada de tal modo y los seres humanos han sido
desterrados de su civilidad, de sus ciudades, de sus mundos? "Ahora el tiempo se sienta tristemente en un rincón y
se siente inútil" (Nossack, 2005, pág. 63) ¿Cómo vamos a llegar a un punto de reconocimiento o de reciprocidad,
cuando estamos desquiciados, fuera del tiempo, a la deriva en el vacío de la eternidad? Nossack capta precisamente
este tiempo estancado. Entre las ruinas el tiempo se ha vuelto inútil, sin sentido, como una forma de organizar la
experiencia humana. Todo sucede simultáneamente y los eventos son lanzados en desorden -momentos suspendidos
en el aire como gotitas de agua en una imagen congelada: antes, ahora, entonces, no son ya coordenadas. En este
sentido la percepción deviene super-sensible, y el hiperrealismo se apodera de todo. Cada punto, cada fragmento de
color, sonido, olor y sabor pasa a primer plano para formar un lienzo hipersensorial. Como Nossack recuerda, aun
en medio del estruendo infernal de las bombas se podía escuchar el susurro de las hojas.
21. Otro dato revelador acerca las memorias personales de Nossack es que Joel Agee, su traductor estadounidense,
se había familiarizado con el texto desde su primera publicación, allá por 1948, y había emprendido su traducción
en el punto álgido de la guerra de Vietnam. Agee escribe en el prólogo de su traducción:
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"Traduje el ensayo sobre Hamburgo cuando tenía apenas treinta años. Estaba viviendo en Nueva
York por aquel entonces. No estoy seguro de por qué me hice cargo de esa tarea. No fue con la
intención de publicar la obra. Probablemente el motivo era compartirla con algunos amigos y con
mi esposa, por la simple razón de que me gustaba. Pero no puedo dejar de pensar que mi regreso
al libro de Nossack en ese momento, y mi decisión de traducir parte de él, tenía algo que ver con
la guerra en Vietnam, o más bien con el lenguaje con que se discutía aquella guerra: el lenguaje
militar a favor de la guerra y contra ella, el lenguaje racional de los números y las cantidades, el
lenguaje analítico, el lenguaje de los periódicos, el lenguaje de los escritores de discursos. En esta
Babel de retóricas, debo de haber recordado la calma sin viento en el relato de Nossack y haber
abierto su libro con objeto de ver cómo se las ingenió para hablar de su terrible experiencia sin
quejas y sin acusaciones y, sin embargo, con una autoridad que impone una calma recíproca en el
lector" (Nossack, 2005, pág. x).
Agee relata que envió el manuscrito de su traducción a varios editores, y que solo recibió rechazos. Le dijeron que
los estadounidenses no estaban dispuestos a simpatizar con el sufrimiento de los alemanes durante la Segunda
Guerra Mundial (Nossack, 2005, pág. xi).
Hay dos preguntas inevitables que han de ser puestas sobre la mesa. La primera es si podemos leer a Nossack hoy,
en el mundo que hemos heredado con la victoria de los aliados sobre las potencias del Eje, no como un intento de
exculpación propia o una súplica de piedad, sino como un relato profundamente humano del sufrimiento y la
devastación que continúa atormentándonos a causa de las armas de encubrimiento de nosotros mismos que lo
provocan. Y la segunda cuestión es hasta qué punto el rechazo del duelo y la negación de la empatía son marcas de
una similar distorsión y fracaso moral y psicológico. Volveremos sobre estas preguntas en las conclusiones.
Kurt Vonnegut
22. Matadero Cinco de Vonnegut es uno de los clásicos de la literatura antibélica americana (Vonnegut, 1991). Fue
publicado en 1969, en el apogeo de la Guerra de Vietnam, después de que Vonnegut pasara varias décadas
intentando escribirlo. El libro no es ni una novela ni un libro de memorias. Transgrede todos los géneros. Es en
parte cuaderno de viaje, memorias, ciencia-ficción, humor negro y sarcástico retrato de lo absurdo de la guerra12.
Indudablemente, el libro trata de la imposibilidad de escribir sobre la experiencia de los bombardeos de Dresde sin
traicionarla con la linealidad y la simplicidad de las frases13. El libro se basa en las experiencias de Vonnegut como
prisionero de guerra, como alguien que sobrevivió a los bombardeos después de haber sido bombardeado y
12 Para una discusión de Vonnegut en el contexto de la otra literatura de guerra en los Estados Unidos, véase James Dawes, 2002. 13 Véase a este respecto la entrevista entre Volker Hage y Kurt Vonnegut recogida en Zeugen der Zerstorung (Hage, 2003, pág. 281-286).
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ametrallado por los aviones alemanes, los estadounidenses, los ingleses y los rusos. El libro aborda también el
proceso de intentar escribir sobre Dresde, sobre sus viajes de vuelta a la ciudad en la que había sobrevivido
refugiándose en el interior de un matadero. En el libro también se nos presenta a los tralfamadorianos, unos
extraterrestres del planeta Tralfamadore cuya experiencia del tiempo es totalmente diferente de la que hace posible
la percepción humana (y aquí las comparaciones con Nossack son inevitables, puesto que ambos hacen notar la
inutilidad del tiempo para dar sentido a las experiencias vividas bajo los bombardeos). Billy Pilgrim, la voz de
Vonnegut en el libro, lo trasmite en los términos de la filosofía tralfamadoriana del tiempo:
"Todos los momentos, el pasado, el presente y el futuro, siempre han existido y siempre existirán.
Los tralfamadorianos pueden contemplar todos los momentos diferentes de la misma forma que
usted, por ejemplo, puede observar cualquier trecho de las Montañas Rocosas... Cuando un
tralfamadoriano ve un cadáver, todo lo que se le ocurre pensar es que la persona muerta está en
malas condiciones en aquel momento particular; pero sabe que aquella misma persona puede
encontrarse estupendamente en otros muchos momentos. Ahora, después de aquella experiencia
junto a ellos, cuando oigo decir que alguien ha muerto, simplemente me encojo de hombros y
digo lo que los tralfamadorianos dicen acerca de las personas muertas: "Así son las cosas"
(Vonnegut, 1991, pág. 26-27).
De tal sentido de la temporalidad es difícil derivar un sentido de justificación moral. "No hay un comienzo, ni
causas, ni efectos" (Vonnegut, 1991, pág. 88). Esto no difiere de los primeros puntos de vista de Wittgenstein sobre
la ética: "Si uno fuera a escribir un libro que pudiera contener todas las aserciones que pudiesen ser enunciadas
sobre el mundo, este libro no contendría un enunciado ético. El mundo es sólo la totalidad de los estados de cosas,
todo lo que es el caso. Pero los enunciados morales no son estados de cosas. Son la manera en que los humanos
adoptan ciertas posturas hacia el mundo y, por tanto, no pueden ser parte de ese libro que dice todo lo que es el
mundo".
23. Hay dos frases hechas que se repiten en el libro casi en cada página, incluso a veces en la misma página, como
si fueran conjuros mágicos. Una es lo que dicen los tralfamadorianos: "Así son las cosas". La otra es "¡Poo-tee-
weet!" Uno podría tomárselas como sarcásticos encogimientos de hombros. ¡En la guerra esto es lo que ocurre! ¿O
qué esperabais? Esta lectura requeriría que asumiésemos que Vonnegut aboga por que adoptemos esta filosofía del
tiempo. Lo que yo sostengo es que en realidad él sugiere lo contrario.
El libro es demasiado irreverente como para permitirse las devociones de una teodicea en la que lo que ocurre es
que algunos se salvan y otros no. Los tralfamadorianos son un dispositivo que permite a Vonnegut hablar del
omnisciente y omnipotente "Yo" de la guerra justa de la cruzada de los niños, como anuncia el extenso subtítulo del
libro: Matadero Cinco o la Cruzada de los Niños. Un baile con la muerte. Escrito por Kurt Vonnegut, un germano-
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estadounidense de cuarta generación que ahora vive de manera acomodada en Cape Cod y que fuma demasiado,
quien, como un ojeador de la infantería americana fuera de combate, como un prisionero de guerra, fue testigo del
bombardeo incendiario de Dresde, Alemania, "La Florencia del Elba", hace mucho tiempo, y sobrevivió para
contarlo. Esta es una novela un poco a la manera esquizofrénica y telegráfica de los cuentos del planeta
Tralfamadore, de donde proceden los platillos volantes. Paz.
24. En el matadero cinco no hay héroes, ni físicos ni morales. Lo que impera es un profundo sentido de resignación,
de suerte inmerecida, de sufrimiento por la absoluta aleatoriedad del destino que expulsa arbitrariamente a seres
humanos de los caminos de la vida. Y sin embargo, cada momento está unido como una cadena, de tal manera que
cada acto moral deja su marca. La filosofía tralfamadoriana del tiempo no es una teodicea, ni Vonnegut defiende
que nos desprendamos de Dresde y de la guerra aérea como parte de una cadena de acontecimientos que nos ha
traído hasta este momento, el momento de la victoria. Lo que está claro es que, si bien la
memoria/ficción/comentario que es Matadero Cinco está enmarcada con el dispositivo de una filosofía diferente del
tiempo, la obra trata también de Billy Pilgrim, quien a pesar de su implicación en estos acontecimientos, hace lo
correcto. En Matadero Cinco hay un pasaje muy revelador que sugiere que si bien la historia la escriben los
vencedores, esto no la convierte en correcta o en verdadera. En el pasaje Billy Pilgrim entabla una conversación con
Rosewater, a quien conoce en el hospital después de un accidente y quien en ese momento está leyendo algo. Billy
le pregunta a Rosewater sobre lo que está leyendo: "Así que Rosewater se lo contó. Era El Evangelio desde el
Espacio Exterior, de Kilgore Trout. Trataba sobre un visitante del espacio exterior, el cual, por cierto, era muy
parecido por su aspecto a un tralfamadoriano. El visitante del espacio exterior había hecho un profundo estudio del
cristianismo para comprender, en lo posible, por qué los cristianos encontraban tan fácil la crueldad. Llegó a la
conclusión de que al menos parte del problema era la narración descuidada del Antiguo Testamento. Supuso que la
intención de los Evangelios era enseñar a la gente, entre otras cosas, a ser compasiva, incluso con las personas más
bajas y ruines. Pero lo que los Evangelios en realidad enseñaban era esto otro: antes de matar a alguien, asegúrate
de que no esté bien relacionado. Así son las cosas" (Vonnegut, 1991, pág. 108)
25. Sin embargo, como ocurre en Nossack, reina en el libro de Vonnegut una sensación de tranquilidad, un sentido
de suspensión magnánima del juicio crítico. ¿De qué otra manera podría uno haber reaccionado cuando, conforme a
todos los criterios y medidas posibles, la supervivencia de uno mismo era, si no milagrosa, al menos ilógica e
insensible? En el prólogo a la 25ª edición Vonnegut escribe:
"No me arrepiento de este libro, del que dijo el memo solemne de George Will que trivializaba el
Holocausto. Es una expresión de asombro, que no juzga críticamente, ante aquello que vi y que
hice en Dresde después de haber sido ésta bombardeada durante mucho tiempo, cuando, en
compañía de otros prisioneros de guerra y de trabajadores esclavos que habían sobrevivido al
ataque, extraía los cadáveres de los sótanos y los transportaba, sin identificar, sin grabar sus
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nombres en ningún sitio, a una pira monumental".
Vonnegut nos narra entonces por qué él pudo rehusar juzgar. La devastación la habían llevado a cabo las bombas,
los hombres honorables, y sin haber requerido ni un odio fanático ni una lealtad ciega. Dejar caer las bombas
requería “no más furia y enojo que lo que requeriría” cualquier trabajo en “una cadena de montaje de automóviles".
La tecnología hace necesario y al mismo tiempo fácil destruir sin tener que hacer frente a las consecuencias de los
actos de destrucción que uno realiza. No obstante, para Vonnegut había una diferencia fundamental entre
Auschwitz y el bombardeo incendiario de las ciudades alemanas. Mientras que Auschwitz era la inhumanidad de la
humanidad hacia otros seres humanos, el bombardeo incendiario de las ciudades alemanas era la inhumanidad que
nuestra tecnología nos permite infligir a otros seres humanos. Esta distinción, que a primera vista parece contener
una diferencia cualitativa, se convierte de hecho en una diferencia cuantitativa. En tanto que una cuestión acerca de
cuántas bombas y de cómo se lanzaron, la distinción entre los bombardeos y los crematorios parece diluirse. Esto
es, la diferencia sería tal vez que en un caso los efectos no fueron inmediatamente evidentes para el que dejaba caer
las bombas. Esto no significa aprobar o sugerir que no haya diferencias con respecto al exterminio deliberado y
planificado de los judíos en los crematorios del sistema de los campos de concentración que se extendieron como
un cáncer por la Europa ocupada por los nazis. La diferencia entre Auschwitz y Dresde, si las tomamos a modo de
metonimias, no puede haber sido una cuestión de grados en un continuo tecnológico. Pues, en ese caso, la
singularidad de Auschwitz, así como la de Dresde, se mezcla en la noche oscura del fanatismo tecnológico. ¿Qué
debemos retener de todo esto para nuestro propósito de ofrecer una aproximación a la fenomenología del urbicidio,
a través de su literatura? Lo que debemos retener es la cuestión que evidentemente da forma a la escritura de
Matadero Cinco y la que Vonnegut responde en sentido negativo: ¿supone banalizar el Holocausto el hecho de
escribir con empatía sobre el sufrimiento de las víctimas del bombardeo de las ciudades alemanas?
V. Conclusión
26. Günter Grass escribe en su novela de 2002, Im Krebsgang [A paso de cangrejo], un libro que ha añadido más
combustible al debate sobre la literatura de la guerra aérea: "Pero aún no estoy seguro de cómo seguir con esto:
¿debería hacer como me enseñaron y desempaquetar una vida a la vez, en orden, o tengo que desplazarme
furtivamente a tiempo al modo como andan los cangrejos, pareciendo ir para atrás cuando realmente me escabullo
hacia un lado y, por lo tanto, trabajando mi manera de avanzar con rapidez" (Grass, 2003, pág. 3).
En nuestro caso, nos hemos escabullido por los lados, como si hubiésemos vuelto a la Segunda Guerra Mundial,
cuando de hecho nos hemos estado moviendo hacia nuestros días, en los que los militares de Estados Unidos
continúan librando la guerra con las mismas doctrinas y principios que llevaron a la devastación de la mayoría de
las ciudades alemanas y al asesinato de más de medio millón de civiles. Estas políticas y doctrinas siguen en vigor
hoy. "Conmoción y terror" no es más que una extensión de la operación Gomorra (el bombardeo de Hamburgo) y la
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operación Overlord (los bombardeos de Berlín y Dresde), así como el bombardeo de área usado en Korea y el
bombardeo intensivo en alfombra usado en Vietnam.
No es ningún secreto el hecho de que la supremacía aérea es una doctrina central de la estrategia militar de Estados
Unidos (Mendieta, 2005). Lo que no se reconoce, aunque es una consecuencia obvia, es que esta supremacía aérea
también implica un "avance hacia adelante" de las fuerzas aéreas que deben neutralizar a su presunto enemigo antes
de que abandone la pista (Sherry, 1987; Crane, 1993; Schaffer, 1985).
27. Quiero sugerir que la inevitabilidad del urbicidio en tanto que consecuencia lógica de la supremacia del aire,
cuyos principios ya enunció en los años treinta Giulio Douhet en su obra El Comando del Aire (Douhet, 1983), está
a la vez encubierta y tolerada por lo que me gustaría llamar un chantaje moral, que es un chantaje que sigue
extorsionándonos precisamente porque nos imponemos un silencio que nos impide siquiera formular preguntas
acerca de la justificación posible de matar a cientos de miles de civiles en un bombardeo14. Es un chantaje que dice
que la inmoralidad suprema de nuestro enemigo ofrece una garantía y una coartada a nuestros propios actos de
devastación, que además deben quedar impunes e indiscutidos y más allá de cualquier censura. Si uno se atreve a
plantear incluso la cuestión de la moral de los propios medios, entonces, es acusado de consentir o tolerar la
malevolencia de su enemigo. El chantaje es entonces que la moralidad de los actos propios se mantiene más allá de
toda revisión y cualquier cuestionamiento en este sentido te convierte en un colaborador o en un pacificador del
terror de los otros. La historiadora Dagmar Barnouw ha dado expresión a este particular fenómeno cuando pregunta
lo siguiente en su poderoso libro The War in the Empty Air [La guerra en el aire vacío]:
"La autoridad político-moral sobre la que se ha trazado durante muchas décadas una extendida
expectativa estadounidense del remordimiento colectivo alemán, y que ha sido revitalizada por el
colapso del Bloque del Este, ¿no ha contribuido a que las certezas de la superpotencia pudieran
demostrarse muy poco saludables para el cuerpo político? ¿Cuánto tiempo puede un grupo,
especialmente uno que tiene mucho poder, sobrevivir a tanto aire de superioridad moral?"
(Barnouw, 2005, pág. 6; véase también Grayling, 2006).
El hecho es que el chantaje del que estoy hablando, al que Barnouw llama "las certezas de la superpotencia", se
basa en la yuxtaposición de un Malus moral y de un Bonus / Bonum moral, que Barnouw discute en su libro.
Mientras que los alemanes heredaron el primero, los estadounidenses y los aliados heredaron el segundo. Lo que
Barnouw sugiere con esta yuxtaposición es que el cálculo moral presupuesto por las certezas de la superpotencia es
una cosmología moral maniquea reductora y simplista en la que algunos son sumamente malos y, de hecho, se les
puede castigar y destruir, y otros son sumamente buenos y, por tanto, están a priori exentos de culpa y justificados
14 Una cuestión que Robert McNamara cree que tenemos que preguntarnos. Véase el documental The Fog of War. Eleven Lessons from the Life of Robert S. McNamara.
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para cualquier acto de destrucción. Pero seguro que ningún grupo, ninguna nación puede desarrollar un sentido
propio y mesurado del derecho y de la responsabilidad moral cuando todas sus acciones emanan de un Bonus /
Bonum moral incuestionado e incuestionable.
Si la incapacidad para el duelo puede delatar la incapacidad de llegar a hacerse cargo de la complicidad y la
pérdida, entonces la incapacidad de empatizar delata una incapacidad de verse a sí mismo como un igual moral,
como alguien a un tiempo responsable y con capacidad para la revisión y la reparación moral. Esta es precisamente
la razón de que, por ejemplo, los Estados Unidos no participen en el Tribunal Penal Internacional, la razón también
de que hagan alarde de la Convención de Ginebra en Guantánamo, Abu Grahib y otros lugares que por ley están
fuera de la ley (como habían determinado los abogados de la Casa Blanca)15.
28. Lo que nos otorga la literatura del urbicidio es un lenguaje, un lenguaje que sin embargo lleva las heridas de un
silencio impuesto por una devastación que va más allá de su propio poder expresivo, que no trivializa ni idealiza,
exculpa o mitifica el sufrimiento de todas las víctimas de una forma de guerra cuya moralidad sólo ahora estamos
en condiciones de cuestionar.
La ética de la ficción en este caso exige que tomemos posición en el bando de las víctimas inocentes, ya estén a este
o al otro lado de los muros de la tiranía. Es una ética que exige que abandonemos la cáscara dura de nuestra propia
indiferencia e intransigencia moral y que, en palabras de Emmanuel Levinas, asumamos la carga de la moralidad
del otro mediante el examen de la moralidad de nuestras propias acciones. Una vez más, en la filosofía de la ética
de Levinas, somos más responsables que el otro, y somos especialmente responsables de la moralidad del otro. Hay
una asimetría fundamental en la moral, pero no es la asimetría de un supremo bien por completo enfrentado a un
mal absoluto. Más bien es la asimetría que consiste en que los actos de uno tienen que ser sometidos a un escrutinio
moral mayor que la moralidad del otro. Nuestra bondad moral, nuestra posición moral, es una respuesta al otro,
pero que sin embargo nunca se justifica por el otro, especialmente cuando el otro no logra actuar moralmente.
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Alberto Hidalgo Tuñón | Coordenadas espacio-temporales de la distinción entre urbe y ciudad
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Coordenadas espacio-‐‑temporales de la distinción entre urbe y ciudad Alberto Hidalgo Tuñón Universidad de Oviedo
1. Introducción
Aunque los arquitectos, urbanistas, planificadores, periodistas, políticos e incluso algunos geógrafos tienden hoy a
utilizar indistintamente los términos de «urbe» y «ciudad» como sinónimos, al tiempo que usan confusamente como
equivalentes expresiones en las que ambos conceptos se funden en una realidad social omni-abarcadora, basta
reflexionar un instante para darse cuenta de que es un error confundir los fenómenos espaciales urbanos con los
acontecimientos histórico-culturales que constituyen el espacio socio-político de la ciudad. Aunque
etimológicamente ambos conceptos estén bien diferenciados haciendo la civitas referencia al civis romanus, que es
aquella condición política superior que todo ciudadano, primero de la república (res-publica) y luego del imperio,
ostentaba frente a los esclavos y a los bárbaros, mientras el término urbs deriva de la reja de arado (urvum) que se
empleaba ceremonialmente para marcar el círculo o aro redondo (urvo) sobre el que se edificarían las murallas de
los nuevos asentamientos de población latina, pronto ambos conceptos se fundieron en la urbs Roma convertida en
el centro del orbe (Orbis) terráqueo. Y cuando el orbe era todavía mediterráneo, el ciudadano romano, Agustín de
Hipona, despreciando maniqueamente su condición política, y ensalzando la pertenencia de los elegidos a la
Jerusalem celestial, proyectó místicamente la urbs Roma hacia el infinito, desgajando el elemento mágico o
numinoso, que ligaba toda ciudad a su territorio. El cristianismo, así pues, al transformar Roma en una capital
espiritual, en cuyo territorio conviven mezcladas otras dos ciudades antagónicas: la ciudad de Dios (Civitas Dei),
Jerusalem celeste, ciudad eterna de los santos, y la Babilonia pecadora, ciudad temporal de los hombres soberbios,
introdujo una nueva confrontación intestina entre dos almas antagónicas que, sin embargo, comparten el mismo
cuerpo urbano enclavado siempre en un espacio y tiempo precisos. Al margen de que la confusión de ambos
aspectos resulte inevitable en la civilización occidental que lleva cuño romano, pero proyección gótica, la tradición
filosófica había pergeñado, incluso antes de esta deriva romana, una clara distinción entre ambos conceptos, al
menos desde que Aristóteles en la Política distinguió los distintos tipos de ciudades por la forma en que se
distribuía el poder en sus constituciones y no tanto por su configuración del espacio urbano. Con ello la dialéctica
entre urbe y ciudad garantizó una supervivencia política que llega hasta el límite actual en la que el proceso de
urbanización amenaza la supervivencia misma de las ciudades, dualizando sus estructuras básicas, generando
mega-ciudades y articulando las coordenadas espacio temporales de una nueva forma. La socióloga Sakia Sassen
(1994) establece a finales del siglo XX que la nueva economía global se articula territorialmente en torno a redes de
ciudades. Sobre la base de este diagnóstico y de lo que Manuel Castells caracteriza como sociedad de la
información, éste y su discípulo Jordi Borja han planteado un dilema de futuro entre «el relanzamiento de las
ciudades como formas dinámicas de vida y gestión» o un mundo sin ciudades «organizado en torno a grandes
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
Coordenadas espacio-temporales de la distinción entre urbe y ciudad | Alberto Hidalgo Tuñón
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aglomeraciones difusas de funciones económicas y asentamientos humanos diseminados a lo largo de vías de
transporte, con zonas semi-rurales intersticiales, áreas periurbanas incontroladas y servicios desigualmente
repartidos en una infraestructura discontinua» (Borja y Castells, 1997, p. 13). La filosofía no hace una mera
disquisición académica fuera de lugar cuando replantea situar la distinción entre urbe y ciudad en estas nuevas
coordenadas espacio-temporales. Su reflexión presta un servicio esencial para comprender qué está pasando hoy
con la ciudad intercomunicada y la ciudadanía electrónica y supranacional y porqué. Toda filosofía del presente
necesita recurrir a la historia; porque, como lo prueba la reflexión de Sloterdijk para comprender el verdadero
significado de la globalización actual, es trámite obligado reconstruir morfológicamente la historia política de las
ciudades desde Babilonia hasta hoy, pasando por Grecia, pero sobre todo por Roma.
2. La ciudad como polis en Grecia
Toda reflexión filosófica debe comenzar por esa peculiar construcción griega que se llamó polis, entendida como
ciudad-estado, que trajo de cabeza al maestro Platón quien tanto en la República como en Las leyes definió la
política como una «ciencia regia» (Político, 259 a-b), cuyo dominio exigía ejercitarse en la virtud y el arte de la
dialéctica hasta el punto de reclamar el gobierno para quienes «naturalmente» lo merecían conforme a la «verdadera
realidad ontológica», no conforme a la mera apariencia, porque estaban en mejores condiciones de ejercerlo con
justicia: los «reyes filósofos». Mientras Platón, ateniense de rancio abolengo aristocrático, se obsesionó por
construir una sociedad ideal, sometiendo el espacio urbano a su nueva jerarquía moral, que conformaba los hechos
sociales a las normas éticas de estratos espirituales intangibles, Aristóteles, observador extranjero del fenómeno de
la polis ateniense, discrimina con precisión el recinto amurallado de la configuración del poder político. «La polis,
en efecto, es una cierta multitud de ciudadanos, de modo que hemos de examinar a quién se debe llamar ciudadanos y qué es el
ciudadano». Una cosa es la polis como marco social de la historia de la propia cultura helena y otra muy distinta las
construcciones físicas (oikodemos) que albergan a los habitantes de la polis. Después de un primer análisis,
Aristóteles, privilegiando todavía las formas o esencias platónicas, llega a la conclusión de llamar «ciudadano a
quien tiene la posibilidad de participar en la función deliberativa o judicial» según una constitución y «ciudad a un conjunto de
tales ciudadanos suficiente para vivir con autarquía» (Política, 1275 b). Esta definición esencial de ciudadano permite
identificar a la verdadera polis extensa con la democracia por ser el único régimen que garantiza, si no a todos, a la
mayoría de sus miembros el ejercicio de las magistraturas y demás derechos políticos, siendo los demás regímenes
puros formas menos perfectas de ciudad. Y es que para Aristóteles rige el principio anti-evolucionista de que lo
más perfecto va primero y que, en consecuencia, los «regímenes políticos... defectuosos y degenerados serán
forzosamente posteriores a los perfectos» ( ibid.).
Parece que Aristóteles identifica la polis con la forma de organización de los ciudadanos para facilitar la solución
de su problema fundamental: el cambio, el movimiento, la serie de regímenes que se suceden en función de su
equilibrio homeostático y teleológico y en consonancia, además, con las metáforas biológicas que impregnan su
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pensamiento. Hay cambio cuando un mismo lugar (topos) es ocupado por configuraciones diferentes. Ahora bien,
¿qué ocurre cuando la población se dispersa, por ejemplo después de la batalla de las Termópilas y la invasión de
Artajerjes en el 480 a. C.? « ¿Cuándo — se pregunta Aristóteles — debe considerarse que la ciudad es una?». Al
analizar el problema de la extensión o del territorio que conviene a una ciudad unitaria se ve claramente que la
arquitectura (las murallas) no es lo relevante, de donde se deduce que no es lo mismo una ciudad como Atenas que
una megalópolis como Babilonia. No es que el territorio o la etnia (el nacimiento o la raza) no sean relevantes, pero
no definen esencialmente la polis. Que Aristóteles concibe la ciudad en términos estrictamente políticos queda
patente cuando se plantea el problema de la ciudad ideal en el Libro VII, pues no es el número de habitantes o la
extensión lo que la hace grande, «sino el poder... pues la que tiene muchos obreros manuales, pero pocos hoplitas,
no puede ser grande» (Política, 1326 a). ¿Sólo cuenta entonces para el preceptor de Alejandro Magno el poder
militar? No; también cuenta el tamaño y la virtud. No es lo mismo una ciudad grande que una muy populosa,
donde, además, es difícil que haya buenas leyes, pues a la hora de elegir a los mejores o más virtuosos para ocupar
las magistraturas deben conocerse todos los ciudadanos entre sí (sin contar esclavos, metecos y extranjeros, que
lógicamente no son ciudadanos). El mismo criterio vale respecto a la extensión del territorio que debe ser suficiente
para llevar una vida holgada, con liberalidad y prudencia. Fácil de recorrer (abarcable) y con buenas
comunicaciones, la mejor ciudad «debe ser inaccesible para los enemigos y de fácil salida para los habitantes»
(Política, 1327 a). De ahí que el emplazamiento de la ciudad sea tambien una cuestión de estrategia militar. No
obstante, frente al criterio conservador y aislacionista de Platón, Aristóteles argumenta de las tasalocracias abiertas
al mar por razones mercantiles y geográficas:
«Puesto que actualmente vemos que muchas regiones y ciudades disponen de muelles y puertos
naturalmente bien situados en relación a la ciudad, de modo que no tengan su asiento en la propia ciudad
ni tampoco demasiado lejos, pero estén protegidos con murallas y otras fortificaciones similares, es con
el fin (telos) de que si a través de la comunicación con los puertos resulta algún beneficio, ese beneficio
lo posea la ciudad, y si algún perjuicio, sea fácil preservarse de él indicando y determinando mediante las
leyes quiénes no deben y quiénes deben tener tratos unos con otros» (Ib.).
No se trata sólo de excluir a los marinos de la ciudadanía, sino de garantizar una cierta homogeneidad de la
población. Suele malinterpretarse a Aristóteles cuando se describen sus preferencias por la mesocracia, sin reparar
en que en el Libro IV distingue en toda ciudad un mosaico de partes o clases heterogéneas, de modo que hay no
sólo tres regímenes ideales puros y tres degenerados, sino varias clases de democracia y mezclas de regímenes en
función de las siete o diez clases de gentes que enumera en distintos lugares y de las ventajas e inconvenientes de
cada uno...
Más allá de las taxonomías, como quiera que para el mensurado Aristóteles lo que importa es evitar los
movimientos revolucionarios que causan desequilibrios, el Libro V se dedica a analizar los motivos de las
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disensiones y las causas de las revueltas. La idea de que una cierta homogeneidad racial evita disensiones no
significa, sin embargo, que haya de preservarse una raza pura contra el inevitable mestizaje cuando los grupos se
compenetran. El mestizaje, sin embargo, requiere tiempo,
«pues igual que una ciudad no surge de una multitud cualquiera, así tampoco se forma en cualquier
espacio de tiempo; por eso la mayoría de las ciudades que admitieron ciudadanos extranjeros al fundar
una colonia o después de fundarla, tuvieron disensiones con ellos; por ejemplo, con los trecenios los
aqueos fundaron Síbaris, y luego al llegar a ser más numerosos los aqueos, expulsaron a los trecenios, de
donde vino la maldición a los sibaritas» (Política, 1303 a).
Las 150 constituciones escritas que Aristóteles utilizó como material empírico para construir su perspicaz doctrina
sobre la polis tienen sin duda una extraordinaria influencia doctrinal, pese a privilegiar un tipo de comunidades muy
peculiares que muchos asimilarían, por su extensión, con lo que modernamente llamamos municipios. Ciertamente
que la polis griega tiene un núcleo urbano industrial y comercial, preferentemente con acceso al mar (por lo que el
modelo colonial será prototípico en su investigación), pero abarca una determinada extensión de terreno agrícola
circundante, que resulta esencial para garantizar su autarquía, por lo que en sus textos no consolida una clara
distinción entre campo y ciudad que será uno de los elementos decisivos en la posterior asimilación dialéctica de la
urbe con la ciudad. Aristóteles establece explícitamente la continuidad entre la comunidad (koinonía) familiar y la
comunidad o asociación política en el Libro I, pero era bastante consciente de las peculiaridades de la cultura
helénica respecto a la de los pueblos circundantes, aunque sea por puro etnocentrismo, como su defensa de la
esclavitud como institución del derecho natural pone de manifiesto. Que el ámbito geográfico por el que se extiende
esta cultura política es el Mediterráneo parece explicitarse en las demarcaciones políticas que aparecen en el texto a
la hora de fijar su ámbito de experiencia. Además de las constituciones de las colonias griegas, hace un estudio
detallado de otras que considera próximas entre sí y cuya organización comunitaria elogia como fuente relevante
de información: «Estos tres regímenes — el de Creta, el de Laconia y este tercero de Cartago — están en cierto
modo muy próximos entre sí y son muy diferentes de los demás y muchas de sus instituciones son buenas»
(Política, 1273 a). La idea tan suya de que la «la virtud es el término medio entre dos extremos viciosos» justifica
esta elección de la polis situada entre las aldeas y campamentos bárbaros por un lado y la hipermasificación de las
megalópolis orientales, injustas y corruptas, por otro, mediante una suerte de determinismo físico. En última
instancia, la distinta variedad de regímenes urbanos parece derivar del carácter natural de los habitantes de distintas
regiones:
«Los que habitan en lugares fríos y en Europa están llenos de coraje, pero faltos de inteligencia y de
técnica, por lo que viven más bien libres, pero sin organización política o incapacitados para mandar en
sus vecinos. Los de Asia, en cambio son inteligentes y de espíritu técnico, pero sin coraje, por lo que
llevan una vida de sometimiento y esclavitud. En cuanto a la raza helénica, de igual forma que ocupa un
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lugar intermedio, así participa de las características de ambos grupos, pues es a la vez valiente e
inteligente. Por ello vive libre y es la mejor gobernada y la más capacitada de gobernar a todos si
alcanzara la unidad política» (Política, 1327 b).
Ese prejuicio naturalista y mesocrático, condensado en forma del principio ontológico de que «la naturaleza no hace
nada en vano» (Política, 1254 b), es lo que le autoriza a criticar, por un lado, el artificio del comunismo de Platón
en la República y, por otro, el diseño matemático de las Leyes, una de cuyas concreciones es la ciudad hipodámica,
que pretende organizarlo todo de forma extravagante en tercios.
El comunismo desnaturaliza la ciudad al pretender extender la koinonía familiar y aldeana más allá de ese mínimo
común que es el territorio o lugar que comparten sus habitantes. Reducir la pluralidad constitutiva de la ciudad a la
unidad de una casa (oikos, base de la economía que no es más que la administración natural de la familia) e incluso
a la de un individuo es un reduccionismo organicista que no respeta su naturaleza constitutivamente moral, por un
lado, mientras por otro merma su autosuficiencia. Para Aristóteles la igualdad de los ciudadanos no depende ni del
suelo ni de la sangre, sino, como repite también en sus Éticas, de la «reciprocidad» (Política, 1261 a)1. Las
propuestas políticas de Sócrates son tan genéricas, abstractas y poco realistas que el propio Platón intenta
reformularlas con mayor precisión matemática en las Leyes en su vejez. Como quiera que en las Leyes tampoco
dice nada del régimen político por más que pretenda acercar sus originales propuestas a las ciudades actuales,
Aristóteles rechaza los razonamientos de Sócrates, entre otras cosas por razones económicas, ya que los cinco mil
cuarenta guardianes que precisa su modelo, necesitarían los excedentes de «una región como Babilonia o alguna
otra de extensión desmesurada» (Política, 1265 a). Más ejecutables y realistas parecen las teorías políticas de Faleas
de Calcedonia, que pretendió regular la propiedad, y la de Hipodamos de Mileto, que oficia en los anales de la
historia como el inventor de la planificación urbana. Como buen jonio, el estrafalario y afectado Hipodamos era
demasiado original para Aristóteles, que exigía a los modelos matemáticos que no fueran imposibles y por eso
ironiza sobre la obsesión trinitaria del gran arquitecto que «proyectaba una ciudad de diez mil hombres, divididos
en tres grupos: uno de artesanos, otro de agricultores, y el tercero, de defensores en posesión de armas. Dividía el
territorio también en tres partes. Una sagrada, otra pública y otra privada… Pensaba también que eran sólo tres los
tipos de leyes» (1267 b). El hombre es ciertamente un ser social o político, pero su racionalidad no le fuerza a
diseñar la polis more geometrico. Sería reducir las constituciones a un asunto espacial, geométrico y convertiría las
leyes en eternas e inamovibles, pero «tampoco es mejor dejar inmutables las leyes escritas, porque como en las
demás artes, también en la normativa política es imposible escribirlo todo exactamente, ya que es forzoso que lo
escrito sea general, y en la práctica sólo hay casos particulares» (Política, 1269 a)
En resumen, en tanto que realidad político-jurídica, la ciudad no se confunde nunca con un espacio físico
amurallado, aunque en ese recinto se instalen los edificios públicos y administrativos de la misma (templos,
1 En la Ética a Nicómaco, V, 8, 1132 b 33 ss; y la Ética a Eudemo, VII, 10, 1243 b 29 y ss.
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arerópago, palacios, etc.). Y ello no sólo porque su jurisdicción territorial y administrativa se extiende
geográficamente hasta los límites de su politeia, es decir, hasta donde alcanza el poder de sus decisiones políticas,
la integración identitaria de sus habitantes y la fuerza (militar o no) de obligar legalmente, sino también porque en
teoría es una organización política de ciudadanos que podría desplazarse libremente por el espacio y reconstruirse
en otro lugar. La polis de Aristóteles, según eso, desliga la organización política o el poder de su emplazamiento
originario y posibilita las campañas de Alejandro Magno que extenderán el modelo helénico de ciudad por el
Oriente Medio y Egipto a finales del siglo IV a. C. El ejemplo más claro de que Aristóteles no confunde la ciudad
como realidad socio-política con la urbe como espacio físico se ve, sobre todo, en las referencias que hace a la
megalópolis de Babilonia, que tiene una muralla de setenta kilómetros, por contraposición a las polis griegas, que
ciertamente no tienen una sola muralla para rodear el Peloponeso, pero sus habitantes, incluso dispersos por el
campo, saben muy bien a qué régimen constitucional se adscriben. En cambio, «de Babilonia y de toda la población
que tiene el perímetro más bien de una nación que de una ciudad dicen que al tercer día de haber sido tomada, una
parte de la ciudad no se había enterado» (Política, 1276a). Pero si una ciudad es una comunidad de ciudadanos que
comparten un mismo régimen político, entonces cuando cambia el régimen político, cambia también la ciudad «y es
posible llamarla con un nombre distinto o el mismo ya sean los que la habitan los mismos hombres ya sean otros
completamente distintos» (Política, 1276 b). Ahora bien, si tal es el caso, el realista Aristóteles parece abocado a
sostener que la ciudad propiamente hablando no es más que un producto artificial de una técnica intelectual, la
técnica de la escritura, y otra militar, el poder, antes que de las técnicas manuales de la arquitectura, la albañilería,
la cantería o la carpintería, puesto que las constituciones escritas requieren ese instrumento gráfico para plasmar de
forma permanente el régimen de relaciones que obligan a los habitantes de un espacio físico determinado. Dado que
ya en tiempos de Aristóteles las relaciones entre los habitantes de un territorio se fijaban también mediante
contratos escritos, el capítulo dedicado a establecer la definición y duración de la ciudad-estado concluye con una
observación de largo alcance que compromete el mismísimo criterio arqueológico de las ciencias contemporáneas a
la hora de determinar el carácter ciudadano o no de distintos asentamientos de población. «En cuanto a si es justo
cumplir o no los contratos cuando la ciudad cambia a otro régimen, es otra cuestión diferente» (ib). Pero si una
constitución es un contrato entre los habitantes de un territorio que sólo supone la escritura, ¿es la aglomeración
urbana la que dio lugar a la constitución de la sociedad política o la sociedad política la que hizo la urbe? Y si toda
urbe supone la previa cristalización de una sociedad política que pacta contratos, ¿pudo haber ciudades antes de la
invención de la escritura o es la escritura la conditio sine qua non para que exista la ciudad propiamente dicha?
¿Está Aristóteles anticipando a Morgan?
Por supuesto, había cultura e incluso una gran diversidad cultural antes de que existieran ciudades. Pero ¿son las
culturas las que determinan distintos tipos de ciudades o el término “ciudad” debe emplearse en un sentido
unívoco?
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3. La dialéctica entre Urbs y Civitas en Roma
Pese a que la mítica fundación de Roma por los hermanos Rómulo y Remo el 21 de abril del 735 a. C. habría
ocurrido cuatro siglos antes de que Aristóteles escribiera su Política, no hay menciones explícitas a la diferencia
que la ciudad romana podría representar con respecto al modelo de las colonias griegas italianas de la Magna
Grecia, cuyos avatares sí aparecen reflejados con mucha frecuencia ¿Procede Roma del mismo tipo de cultura que
las polis griegas? Spengler defendió la tesis de que los etruscos compartían cultura con los antiguos griegos. El
modelo de la fundación de la capital del Lazio por confluencia de varios pueblos en los márgenes del río Tíber es
utilizado por Gustavo Bueno en su teoría de la ciudad para explicar el origen general de este tipo de formación al
objeto de rescatar, reinterpretándolo materialistamente, el modelo platónico (Bueno, 1989)2. Mientras para
Aristóteles la ciudad está ya dada como fin natural (telos) en la configuración de la comunidad primera que es la
familia o la casa, pues sencillamente es la culminación del desarrollo orgánico de varias aldeas cuando alcanzan «el
nivel más alto de autosuficiencia» (Política, 1252b), para los romanos la ciudad de Roma, fruto singular de la
Fortuna, necesitaría para consolidarse designios humanos intencionales y, a ser posible, planos, planes y programas
planificados normativamente (es decir, lo que G. Bueno denomina un «ortograma»3). Los umbros del sur se
juntaron con los etruscos del norte y el este y sus intercambios entre los brazos del río vadeables gracias a una isla
intermedia se convirtieron en polo de atracción y confluencia para los nómadas pastores latinos emparentados entre
sí que bajaban desde las colinas circundantes y los Apeninos: sabinos, campanos, ausones, oscos, samnitas, etc.4 La
asociación latina forjada bajo el reinado de longevos monarcas sabinos y etruscos durante dos siglos y medio sólo
se fracturó con la expulsión del último rey y la formación de una república oligárquica en el 509 a. C. Es esta forma
de organización republicana la que, tras un periodo de luchas intestinas entre patricios y plebeyos, personificada en
la institución del Senado, por un lado, y los cónsules, por otro, generará la mayoría de las instituciones y
magistraturas romanas y emprenderá una serie de guerras de conquista que permitirán a la urbs Roma convertirse
en una potencia militar capaz de controlar toda la península itálica. No obstante, desde que en el 282 a. C. tropezó
con la gran colonia griega de Tarento que había ayudado a Pirro, rey de Epiro, la expansión de la república, lejos de
cesar, se aceleró (guerras púnicas, conquista de Galia, Hispania, Macedonia, el Imperio seléucida, etc.) hasta que el
dominio del Mediterráneo (Mare Nostrum) obligó en el siglo I a. C. a terminar con la vieja república y fundar un
nuevo Imperio de Césares Augustos con nuevas formas de organización territorial capaz de administrar urbi et
orbe.
No es del caso contar aquí la historia de Roma, pero sí procede recordar que la expansión de su cultura desde el
final del siglo III a. C. llevó aparejado un nuevo tipo de arquitectura con innovaciones constructivas como el arco,
la bóveda de arista, la cúpula, el entramado y el mortero, que cambiaron la fisonomía urbana de las nuevas ciudades
2 Una primera y sucinta exposición integrada en un contexto más amplio puede verse en Bueno, Hidalgo, Iglesias, 1987, págs. 396-407 3 Cfer. Hidalgo, 2001. El ortograma imperialista de Roma sería «no permitir que la otra ribera del mar visible (Mediterráneo) no fuese romana». 4 Leyendas aparte, se sabe que la Roma Quadrata asentada sobre el Monte Palatino fue construida por tres tribus (Ramnes, Ticios y Lúceres) y que la ciudad de Roma propiamente dicha resultó de su fusión con otro asentamiento tribal en el Quirinal. Los padres de la patria (los 100 primeros patricios) pactaron acuerdos y nombraron rey de este enclave privilegiado por ser encrucijada de tráfico, cumpliendo todos los requisitos termodinámicos de la teoría de los lugares centrales de Christaller (1941)
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y generaron una tupida red de carreteras (vias) por la que se desplazaban poderosos ejércitos de legionarios. La
nueva y recia ciudad romana forma, conforma y configura una nueva ciudadanía urbana que se funde en la época
helenística con los elementos sencillos y extraordinariamente bellos aportados por la democracia filosófica de las
polis griegas que Alejandro había extendido por oriente. En tiempos de César Augusto se trasladó a Roma el griego
Dionisio de Halicarnaso (61-7 a. C.) quien escribió Romaniké Archaiología, una obra destinada a homologar la
fundación de Roma con los modelos de la polis griega. No sólo defiende los orígenes griegos de Roma, sino que
atribuye a este mérito racial –y no a la Fortuna— la hegemonía conseguida. Demostrada su estirpe no bárbara, el
éxito de los romanos se debe a que han perfeccionado la herencia griega en lo militar, lo político y lo cívico.
Siguiendo el modelo de Tucídides, Dionisio utilizó como fuentes la analística romana (sobre todo la del s. I a. C.), a
Jerónimo de Cardia, Polibio, Timeo y Varrón, pero aquí nos interesa porque inaugura la idea de que cabe hacer una
historia de los orígenes o principios (archai), literalmente una arqueología, nombre de la ciencia moderna que se
plantea seriamente dar una explicación científica acerca de los orígenes de la ciudad.
Cierto. No hacía falta que Dionisio viniera a convencer a los romanos de la superioridad de sus ciudades (urbes) y
de su sobrio modelo de vida. El civis romanus estaba muy por encima de los demás pueblos y tenía derecho a
dominarlos y sojuzgarlos para elevarlos al nivel de la civilización, no por sus excepcionales cualidades raciales,
sino por la superioridad de sus técnicas de organización de la vida colectiva, que primaba lo público y común sobre
lo privado y particular. Gracias a su organización corporativa había progresado tanto la obra civil (templos, baños,
circos, acueductos, calzadas, etc.), que resplandecía en todas las urbes romanas a imagen y semejanza de los cives.
La dominación romana, así pues, no fue sólo militar. Supuso una innovación espectacular del hábitat conquistado.
La romanización funda la urbs y cambia el paisaje transformando lo que había sido una fortificación en un lugar
para vivir con desahogo. ¿Será entonces la palabra romana urbs la que agrega desde ahora el componente
arquitectónico a la definición esencialmente política de la ciudad? De hecho, la asociación de la ciudad con la urbs
obliga a distinguirla de las villas, o casas de campo, y estas de otro género de hábitat, intermedio, el oppidum; lugar
aledaño cuyos habitantes eran oppidani y oppidaneus todo lo que tenía que ver con ese género de asentamiento, al
que se accedía a pie. La villa romana en el bajo imperio es una manifestación económica y social de la penetración
de las estructuras romanas en el ambito provincial. En este contexto, incluso el primitivo castrum de origen militar
podía tener parecidas características cuando se convertía en municipio. La urbs romana, sin embargo, aunque gana
con la seguridad que le ofrecen las murallas, pierde en autosuficiencia y autarquía, porque no confiere ya per se la
ciudanía. Además, no se autoabastece, se especializa en beneficio del conjunto. Es algo más que un refugio porque
permite vivir confortablemente, pero empieza a depender cada vez más de órdenes y decisiones que se toman muy
lejos de su alcance. Las ciclópeas moles de piedra que adoquinan el imperio y las urbes parecen, sin embargo,
detener su impulso conquistador cuando cristaliza la Pax Romana (17 a. C.), que el gran historiador inglés Edward
Gibbon resume en estos inquietantes términos:
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«Los primeros siete siglos rebosan de una amplia sucesión de triunfos, pero corresponde a Augusto
renunciar al ambicioso proyecto de dominar toda la Tierra e introducir un espíritu de moderación en los
organismos públicos. Inclinado a la paz por su carácter y situación, no le costó mucho descubrir que
Roma, en el estado de entusiasmo del momento, tenía mucho menos que ganar que temer del riesgo que
suponían las armas; y que, en la prosecución de guerras remotas, la empresa se hacía cada día más difícil,
el acontecimiento más dudoso y la posesión más precaria y menos beneficiosa. La experiencia de
Augusto añadía peso a estas saludables reflexiones y lo convencía de que, mediante el prudente vigor de
sus designios, sería fácil asegurar cada concesión que la seguridad o la dignidad de Roma requiriera de
los más formidables bárbaros. En lugar de exponer su persona y sus legiones a las flechas de los partos,
obtuvo, mediante un tratado honroso, la restitución de los estandartes y prisioneros arrebatados en la
derrota de Craso» (Gibbon, 2005, pág. 33-34).
La única adquisición del Imperio Romano, añade Gibbon, en el siglo I de nuestra era fue la conquista por las armas
de su patria Britania por Claudio, que puede servirnos de pretexto para ilustrar el ritual fundacional de Londres
(Londinium), que en el año 43 d.C. se unió a la red de ciudades replicantes extendidas por todo el Imperio (como
Barcelona, Zaragoza, Valencia, Mérida, Córdoba o Sevilla en Hispania). Para fundar una nueva ciudad, según
cuenta Vitrubio en su tratado De Architectura, los romanos seguían un protocolo ritual que comenzaba con el
examen de los arúspices de aves y otros animales del sitio elegido, con lo que se pretendía augurar que el lugar era
sano. Los arquitectos calculaban a continuación las medidas de cada uno de los espacios comunes en función del
número de habitantes previsto y, tras recoger tierra en un arca para erigir un altar (en honor a los dioses lares), se
procedía finalmente al trazado de los cimientos con un arado tirado por dos bueyes blancos, macho por la parte de
fuera (guerra) y hembra (hogar) por la de dentro. Las puertas se marcaban levantando el arado, etc. Lo importante
de todas estas normas arquitectónicas era marcar con un sello propio los territorios ocupados en vistas a garantizar
que la extensa red de ciudades ayudase no sólo a la romanización (conforme al ortograma inicial), sino también a la
administración centralizada del imperio. No sólo todos los caminos conducían a Roma, sino que todas las ciudades
imitaban a la capital imperial. En la época de máximo esplendor del Imperio, durante el siglo II de nuestra era, en la
que la dinastía Antonina reconstruyó y embelleció la urbs Roma con mármol, mejoró las leyes y protegió los limes
con muros y fortificaciones, la capital tenía casas de hasta 11 pisos de altura, 11 foros, 10 basílicas, 10 termas, 20
conducciones de agua para alimentar cientos de fuentes públicas, 18 vías, dos capitolios, dos circos, dos anfiteatros,
tres teatros, cinco naumaquías (circos llenos de agua en los que se representaban batallas navales), 290 graneros, 37
arcos de mármol con otras tantas puertas, 42.602 islas o manzanas de casas, 856 baños, 1352 pozos, 254 hornos, 46
lupanares, 144 letrinas y 28 bibliotecas. Una urbe romana no era un montón de casas hacinadas, que a veces
existían como sub-urbios, sino un conjunto de servicios públicos que permitían a sus pobladores una vida digna de
ciudadanos romanos. A medida que la red ciudadana se extendía por nuevas provincias y diócesis, el emperador iba
otorgando cartas de ciudadanía romana a los extranjeros. En el 74 d.C. se hace extensiva la ciudadanía romana a
Hispania, que pronto dará grandes emperadores militares. El proceso culmina, sin embargo, con la promulgación de
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la llamada Constitutio Antonina del 212 por la que se extendía la ciudadanía romana a todos los habitantes libres de
provincias. Este edicto ordenado por el hijo de Septimio Severo, numidio de origen, a quien Gibbon considera sin
paliativos «el principal autor de la caída del Imperio Romano» por haber drenado el poder del senado y dejado
Roma a merced de la soldadesca, es bastante ambiguo en cuanto a sus motivaciones, pero claro en sus efectos. En
efecto, el edicto promulgado por su cruel hijo, el emperador «Caracalla» (188-217), apodado así por llevar siempre
un larga capa de estilo galo (al haber nacido en Lyon), amplió aparentemente los derechos de ciudadanía a toda la
población no esclava con el objetivo de ampliar los ingresos por impuestos del Imperio; pero, por otro lado, al
estrechar la cúpula del poder matando a su propio hermano Geta (como Rómulo) y a sus testigos y partidarios (unos
20.000 romanos), incrementó las desigualdades y la arbitrariedad en el ejército, además de lograr fama de «enemigo
de la humanidad». De ahí que esta supuesta ampliación de la ciudadanía haya sido valorada por Oswald Spengler
como una anulación de facto del antiguo concepto de civis romanus y como una auténtica deslegitimación de la
religión romana, pues significaba equiparar las deidades de la ubs Roma a las del resto de las ciudades, lo que tuvo
además consecuencias para la configuración del ejército imperial, cuya fidelidad deja de estar referida a las
instituciones del estado para ponerse al servicio de sus propios intereses5.
Lo importante para nuestra reflexión sobre las relaciones dialécticas entre la ciudad como categoría política y la
urbe como realidad arquitectónica es que en la primera mitad del siglo III d.C. desaparece la fusión entre ambas que
el modelo de ciudad romana propiciaba. Prueba de ello es que cuanto más se amplía la ciudadanía política, menos
crece la construcción de nuevas ciudades. Aunque las moles de piedra de las antiguas ciudades permanecen
congeladas como testimonio momificado de un viejo esplendor sin vida, sus instalaciones se ponen al servicio de la
milicia. La obra civil se interrumpe y la sociedad civil, al desvincularse cada vez más de la materialidad física de
los edificios, se desentiende de la política, de modo que el concepto de ciudadanía se hace cada vez más espiritual,
dando oportunidad al nuevo concepto de Civitas Dei, que san Agustín de Hipona acuñará con motivo de las
exitosas invasiones bárbaras de Alarico ya en el 410, pero introduciendo en Roma con ello una mentalidad ajena a
Lacio, más oriental, desértica, árabe.
No podemos establecer con precisión las causas que dieron al traste con las egregias moles del Imperio Romano
hacia el año 500 de nuestra era, pero sí guardamos memoria de algunos datos importantes ocurridos en los tres
últimos siglos de decadencia que el fácil expediente de atribuir la caída al salvajismo de las invasiones bárbaras
relega a la penumbra. Hay también causas interiores como la tiranía militar que la falta de documentos auténticos
impide narrar sin contradicción. Por lo que hace a la urbanización del Imperio, aparte de reparaciones y obra de
reconstrucción, la única y última fundación de una ciudad que se hizo en ese periodo es la Constantinopla de
5 Agrega Oswald Spengler (1923) a este propósito otra transformación que el Edicto de Caracalla tuvo al crear el concepto: «— extraño al alma antigua y propio, en cambio, del alma mágica— del ejército imperial, del que son manifestaciones las distintas legiones. Los viejos ejércitos romanos, empero, no significan, no manifiestan, sino que son. A partir de este momento cambia el tenor de las inscripciones; ya no dicen fides exercituum, sino fides exercitus; en lugar de las deidades aisladas, que eran sentidas como algo corpóreo (la fidelidad, la fortuna de legión), a las cuales se sacrificaba el legado, aparece ahora el principio de un espíritu universal. Idéntica transformación semántica se verifica en el sentimiento patriótico de los orientales —no sólo de los cristianos— en la época imperial.... para el hombre mágico, para el cristiano, el persa, el judío, el maniqueo, el nestoriano, el islamita, la patria no tiene relación alguna con las realidades geográficas» (Spengler, 1923 Vol I, pág. 575-6).
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Constantino I el Grande en las inmediaciones de la antigua colonia griega de Bizancio, entre el Cuerno de Oro y el
mar de Mármara, por su posición estratégica entre Europa y Asia en el 324 d. C. Los trabajos duraron 12 años, pero
sin finalizar las obras —el 11 de mayo del 330— Constantino mandó inaugurarla mediante los ritos tradicionales,
que duraron 40 días. La nueva capital del imperio se construyó a imagen y semejanza de Roma, con foro, capitolio,
senado, catorce regiones y siete colinas circundantes. Su territorio fue considerado suelo itálico (libre de
impuestos), lo que favoreció su posterior crecimiento acelerado.
Ahora bien, cuando esto ocurre el espíritu del civis romanus, la idea misma de qué significaba ser romano se había
transformado profundamente, porque los emperadores que ostentaban el cargo de pontífices máximos de las
antiguas creencias habían provocado con sus desmanes un desbarajuste total sobre el sistema de creencias y el
sentido mismo de la vida. La tolerancia religiosa había permitido a Roma en el pasado incorporar sin problemas a su
panteón los dioses de los pueblos conquistados (incluidos los cultos orientales de Cibeles y Atis o el de Osiris), pero
ya el pintoresco Heliogábalo, sucesor de Caracalla en el trono, instauró el culto solar de Emesa, convirtiendo su
reinado en una sucesión de orgías, en una de las cuales se quemó el entarimado de madera del Coliseo, que tardó 20
años en ser reconstruido. Durante las obras se suceden tres nuevos emperadores asesinados por sus guardias, la
invasión de los persas sasánidas, una guerra civil y el ascenso al poder de Filipo el Árabe, que pacta con los persas
en el este, pero tiene que enfrentar la primera invasión de los godos por el norte. Se da la circunstancia, así pues, de
que un imperio asediado celebra con 12 años de retraso los mil años de la fundación de su capital, Roma, gracias a
que un bereber convoca los últimos juegos seculares con este fin en el 247. Cuando el ilustre Decio I, que lo releva
como emperador, intenta restaurar las antiguas instituciones y los viejos cultos decretando la persecución de los
sediciosos, especialmente de los cristianos que se niegan a combatir por el Imperio, apenas tiene tiempo para poner
en marcha el puesto de censor y nombrar sucesor a Valeriano. Este sufre la mayor humillación del Imperio cuando
es derrotado, hecho prisionero y exhibido en público por el rey persa Sapor I en la batalla de Edesa del 260. Puede
que sea incidental que en el séquito de Sapor I viajase Mani, el fundador de la nueva religión maniquea, pero lo que
no es casual es la desafección espiritual que se había producido en los habitantes del imperio respecto a la política.
La necesidad espiritual de seguridad y salvación trasciende las murallas de la ciudad y unifica místicamente los
espíritus de un modo que, cuando la peste del 269 diezma la población e infecta al propio emperador, las religiones
mistéricas y el cristianismo que ofrecen la salvación en otro mundo aumentan su número de adeptos. Cuanto
Tétrico I traslada su corte a Tréveris en el 271, el Imperio en ruinas parece acercarse al fatal momento de su
disolución. El problema del imperio no era ya que no pudiese sostener la paz en sus fronteras de norte y sur desde el
muro de Antonino y los límites de Dacia hasta el Atlas y el trópico de Cáncer, ni la del Eúfrates en el oeste, sino
que en el interior de esos 3.200 kilómetros de ancho y casi 5.000 de largo, se producían un sinfín de disensiones,
luchas intestinas y desafecciones crecientes de grupos religiosos que obligaban a persecuciones y enjuiciamientos
constantes. Como quiera que entre esos grupos los llamados cristianos habían tenido un éxito espectacular entre las
mujeres y los esclavos, sólo cuando Diocleciano (284-305), de origen esclavo él mismo, restauró el orden y puso a
funcionar un régimen tetrárquico estable, el antiguo espíritu del civis romanus pareció recobrar aliento. Pero
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también Diocleciano elevó a Mitra a la consideración de Dios imperial henoteístico. En realidad, la restauración del
culto imperial se asocia a la persecución del cristianismo sólo cuando éste se niega sistemáticamente a
compatibilizarlo con el culto a su Dios único. Obsérvese, no obstante, que la persecución continúa después de la
abdicación de Diocleciano en el 305 y es que desde el siglo III la fidelidad a un credo es el supuesto de la verdadera
ciudadanía, de modo que, como era ya una cuestión de estado, los cristianos infiltrados en la política y el ejército
estaban jugando todas sus cartas para favorecer a alguno de los contendientes en la disputa por el poder. Primero
apoyaron a Galerio, quien en el 311 promulgó, en recompensa por esta ayuda, el Edicto de Tolerancia de
Nicomedia por el que cesa la persecución a los cristianos en los reinos orientales. El edicto de Milán por el que
Constantino hace lo mismo en occidente en el 313 tiene, así pues, más que ver con el apoyo cristiano que recibe
contra Majencio en la Batalla del puente Milvio, que con su mística conversión debida a la aparición del lábaro de
la cruz en el combate como pretende la leyenda. Ser tolerante con los intolerantes exige ciertas habilidades políticas
que Constantino demostró con la sagacidad de un califa. En la citada fundación de Constantinopla no sólo utilizó
los antiguos rituales, sino que conservó los templos paganos, nunca persiguió a los fieles de los antiguos cultos, y
además construyó nuevos templos para ellos (aunque también para los cristianos). Es cierto que abolió la
crucifixión como castigo y las luchas de gladiadores, que reguló los divorcios y restauró una seriedad sexual en las
costumbres que luego adoptarían los cristianos, pero no por ello dejó de saquear el patrimonio de las ciudades
cercanas en beneficio de la capital ni se abstuvo de colocar en el foro una estatua de Apolo (aunque con su cabeza).
El edicto de tolerancia, así pues, convierte la controversia religiosa en una cuestión civil, pero no impide la
coexistencia de una doble moral, cristiana y pagana, entre los ciudadanos. Pese a la ventaja que el cristianismo tuvo
sobre otras religiones mistéricas durante el siglo IV (no sólo en Roma, pues en el 321 el rey Tirídates de Armenia y
más tarde el rey Mirián de Georgia hicieron reinos cristianos) a lo largo de tres o cuatro generaciones, la balanza se
irá decantando muy lentamente a su favor, porque las distintas facciones cristianas lucharán entre sí ferozmente
hasta imponer la ortodoxia de su dogma ante la mirada incrédula y escéptica de los filósofos paganos. De hecho,
cuando en el lecho de muerte Constantino consintió en ser bautizado, fue el obispo arriano Eusebio de Cesarea
quien lo hizo. Por cierto, en las provincias de Hispania, donde el imperio tuvo un firme soporte en los últimos
siglos, los visigodos invasores fueron también arrianos hasta que Recaredo se cambió de bando.
En resumen, Grecia y Roma representan los dos modelos clásicos de ciudad: el modelo autárquico de la polis que
sólo contempla cambios de régimen en función de la posición de los ciudadanos en la constitución política, y el
modelo expansionista de la urbs Roma originaria. El primero se multiplica mediante la fundación de colonias
cuando la presión demográfica lo exige, pero tiende a generar singularidades sometidas al mismo régimen
naturalista, cíclico y anti-evolucionista que la metrópolis, mientras el modelo arquitectónico de los romanos se
multiplica por expansión y conquista, conservando las ciudades replicantes un vínculo genético con la capital a
través de una tupida red de vías empedradas. La polis griega, comercial y tasalocrática, aspira a incrementar su
poder mediante pactos y federaciones de iguales, en el convencimiento de que su superioridad señorial les permitirá
mantener su orgullosa independencia contra los bárbaros del norte y los serviles regímenes esclavistas de los
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imperios hidráulicos. La fuerza expansiva de los romanos se fía a la fortaleza de sus organizaciones comunitarias, al
trabajo disciplinado y cooperativo que saca el mejor rendimiento de la mano de obra esclava y al mantenimiento de
una ciudadanía de caballeros patricios duchos en las armas y las artes de la construcción. Cuando este modelo
integrado de ciudad, so pretexto de impulsar la romanización, se reduce con Caracalla a un conjunto de obras
públicas (como las termas que llevan su nombre), a un sistema de recaudación de impuestos y de acuñación de
moneda para garantizar los estipendios de un ejército mercenario, la arquitectura se degrada y la ciudadanía se
diluye. Griegos y romanos, aunque ponen por escrito sus experiencias, viven sus historias sub specie aeternitatis.
Tucídides piensa que nada importante ha sucedido antes de su época y Julio César que las guerras púnicas no tienen
ninguna importancia para sus campañas en la Galia. De ahí que para ambos pueblos las ciudades sean realidades
espaciales, no temporales, lo que significa que el tiempo es mítico y la cronología una ficción.
4. Metamorfosis industriales y máscaras estéticas de rebeldía ante un futuro incierto
El examen de las dos grandes culturas clásicas de Occidente arroja la sospecha de que el término ciudad no designa
una realidad unívoca ni siquiera en los momentos de máximo equilibrio, pero tampoco enteramente equívoca.
Hablamos de ciudad con metáforas y analogías y eso hace que confundamos constantemente el plano urbano (la
urbanización) con el político (la condición de vida de las poblaciones, la lucha de clases, la gobernanza, etc.).
Llevamos pasaporte de ciudadanos europeos, pero somos habitantes de un municipio del que esperamos las
comodidades de la vida. Los egregios modelos clásicos son para nosotros historia, aunque de modo circular la
historia es una disciplina que supone ya constituida la ciudad y sirve para identificarla. La ciudad es una realidad
espacial, pero no temporal hasta que no necesita proyectarse en el futuro. Incluso sus historias son crónicas, relatos
que suceden en un tiempo presente al margen de la termodinámica de los procesos irreversibles. Pero en la
modernidad empieza a dividirse la historia de la humanidad en Edad Antigua, Media y Moderna para representar
los grandes cambios que se suceden en economía (modos de producción), infraestructuras (ciudades,
construcciones, transportes, etc.), morfologías culturales y formas de organización, y las ciudades comienzan a
excavar en sus cimientos en busca de abolengo. En el siglo XXI no hay ciudad europea que se precie que no tenga
un museo para contar su historia. Diacronía y sincronía se funden en la ciudad contemporánea.
Grecia y Roma pertenecen a la historia antigua y hay también historias sobre la ciudad medieval (el burgo), que
pronto llagaría ser ciudad nacional, y en cuyas postrimerías nació una clase social (la burguesía) que transformaría
el concepto de ciudadano de una manera revolucionaria, poniendo la ciudad al servicio de la industrialización: la
ciudad industrial. Sería interesante investigar hasta qué punto la dialéctica entre urbe y ciudad sufre una
metamorfosis radical en el siglo XIX, que conduce no ya a contraponer la ciudad celestial con la ciudad terrenal,
cuanto a inspirar la creación vanguardista de una ciudad utópica que se contrapone al modelo de ciudad generada a
partir de la revolución industrial en la que se producen importantes contradicciones: hacinamiento, especulación del
suelo, contaminación, congestión circulatoria, desintegración social y violencia, destrucción del paisaje, etc. Tanto
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el socialismo utópico como los movimientos políticos y sociales cobrarían un aspecto diferente y ello podría
servirnos para evaluar hasta qué punto los planes estratégicos y los proyectos urbanos de transformación
metropolitana siguen presos de la misma dialéctica entre urbanización y ciudadanía como conceptos conjugados.
No es este mi objetivo aquí, pero no pasaré por alto que en los orígenes del industrialismo la ciudad se sacrificó en
gran medida a la producción económica y que la burbuja inmobiliaria que supuestamente está en los orígenes de la
depresión actual es pura reproducción económica, sólo que desde la óptica financiera del capitalismo electrónico.
Es cierto que la ciudad industrial, bien descrita en la literatura de Charles Dickens (1812-70), inspiró anhelos de
cambio y modelos utópicos de urbanismo y nuevas viviendas, pero excitó también añoranzas románticas de
arquitectos vernáculos y humanistas, porque la industrialización destruía la vieja ciudad nacional (el burgo) con
personalidad e idiosincrasia propias. Al lado de Saint-Simon, Fourier, Owen, Proudhon y Marx, que para mejorar la
vida de los obreros diseñan grandiosas transformaciones políticas y sociales, una nueva clase de ingenieros,
arquitectos y urbanistas provocan transformaciones territoriales que, a su vez, cambiaron la morfología urbana.
Sólo recordaré aquí a Ildefonso Cerdá (1815-1876), quién inspirado por Cabet escribe una Teoría de la
construcción de ciudades (Cerdá, 1859) y, más tarde, se aplica a solucionar los problemas de la concentración
demográfica y del desarrollo industrial en Barcelona con su Teoría general de la urbanización (Cerdá, 1867),
proyectando la reforma interior y el ensanche cuya geometría sigue hoy plenamente vigente. Cerdá propuso el
«ensanche ilimitado», una cuadrícula regular e imperturbable a lo largo de todo el trazado urbano, que con su ritmo
repetitivo engloba internamente todos los demás aspectos de la sostenibilidad (espacios verdes, edificios públicos,
integración social de los obreros, salubridad, circulación, etc.). Más allá de su valoración de las condiciones de vida
de las clases populares y el espíritu progresista que combina arquitectura y sociología y le aproxima al estudio de
las desigualdades sociales en salud, su modelo ideal supone el triunfo absoluto de la ciudad sobre el campo, que
queda fagocitado en su interior, y anticipa los problemas actuales de la globalización, ya que, dado el carácter finito
del globo terráqueo, las ciudades globales llevan a una situación de interconexión planetaria de bloques
civilizatorios enfrentados. Para ver la distancia entre el urbanismo universalista de Cerdá y el proyecto civilizatorio
de los ilustrados que todavía enfrentan el campo como una realidad salvaje, basta compararlo con los asentamientos
de las nuevas poblaciones en Andalucía y Sierra Morena que un siglo antes había iniciado Pablo de Olavide. Otro
ejemplo español de la dialéctica entre ciudad y urbe es el representado por «la ciudad lineal» de Arturo Soria (1844-
1920), seguidor de Cerdá e influido por el funcionalismo organicista de Spencer, quien proponía conservar los
núcleos históricos de la ciudad burguesa conectándolos entre sí por una ancha vía (50 metros) con ferrocarril de
longitud ilimitada en principio, que posibilitaba su crecimiento indefinido. Como elemento estructurador del
territorio, el tren discurría paralelo a la calle central, en la que se concentrarían los servicios públicos y una ciudad
alargada construida en 200 metros a ambos lados de la vía con viviendas e infraestructuras centrales. Tras 100
metros más destinados a bosques aisladores habría campos de cultivo parcelados. La repercusión de estos modelos
en distintas ciudades europeas y norteamericanas se funde con otros movimientos como el de Ebenecer Howard de
la ciudad jardín, que son barriadas obreras en el campo bien comunicadas, pero teorizadas por la idea de The Three
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Magnets, que concibe la ciudad y el campo como polos magnéticos, con sus virtudes y defectos, y a las personas
como alfileres. El tercer imán sintetiza los atractivos del campo-ciudad de acuerdo con un modelo ensayado en
Letchworth al norte de Londres por la Garden Cities Asociation. Mientras la ciudad pierde así sus límites, su forma
y su identidad tradicional, los arquitectos buscan nuevos diseños para sus edificios, incorporando materiales de
diseño industrial y redefiniendo las funciones y jerarquía de la urbe. Por un lado, los historicistas, siguiendo las
ideas estéticas de Las siete lámparas de la arquitectura (1849) de John Ruskin sobre el gótico y las ideas
prerrafaelistas de William Morris (1819-96), critican la sociedad industrial y recuperan lenguajes arquitectónicos de
épocas pasadas (neoclásico, neogótico, neomudéjar) con la intención de regenerar moralmente a la sociedad. Pero
por otra parte surge una arquitectura de ingeniería que quiere conciliar el arte con la técnica, que valora
positivamente el progreso industrial y que incorpora materiales como el cristal, la cerámica, el hierro colado.
Londres, de origen romano, incorpora nuevos monumentos emblemáticos como el Parlamento —historicista— y el
Palacio de Cristal —arquitectura de ingeniería—.
Pero nuestra idea de ciudad no es ya ni siquiera moderna. Desde mediados del siglo XX, el urbanismo ha puesto en
evidencia que los problemas de una ciudad ni se originan en ella ni pueden ser resueltos autárquicamente. Aunque
las estadísticas varían según los países, las migraciones del campo a la ciudad y el incremento de la urbanización
son rasgos acentuados in recto por la globalización de los flujos económicos desde los años 60. Entre 1960 y 1970
la contribución de la migración rural-urbana al crecimiento de las ciudades fue del 36,6%, mientras entre 1975 y
1990 alcanzó un 40%. En 2011, según datos de Citypopulation, 26 ciudades del mundo habían superado la cifra de
10 millones de habitantes6. Desde los años 70, además se habla de «sistema de ciudades», cuyas relaciones se
miden por medio del índice de regularidad tamaño-rango que demuestra, por ejemplo, que sobre un total de 1.500
elementos (cuyo valor R sería 0,68), las 20 mayores están fuertemente relacionadas (con valor R superior al 0,97),
pero también con el índice Clark-Evans y otros7. Las oficinas de ordenación del territorio para definir políticas
urbanas, por su parte, distinguen entre una gran variedad de habitats que se ajustan a la definición de ciudad como
«asentamiento humano dotado de ciertas funciones económicas y sociales, que supera cierto umbral de población»8:
La dualidad urbe / ciudad se confunde más cuando se distingue entre «asentamientos urbanos», «ciudades»,
«grandes ciudades», «metrópolis», «áreas metropolitanas», «regiones metropolitanas», etc.
La lógica que sigue el modelo de concentración urbana es la de incrementar cada vez más la eficiencia productiva.
Desde el punto de vista del capitalismo privado, las economías de aglomeración incrementan en conjunto las
ganancias globales al tiempo que exigen procedimientos más sofisticados para garantizar la distribución de los
recursos. La maximización del crecimiento entra en conflicto desde esta perspectiva con la equidad en la
distribución y plantea graves problemas de gobernanza a las autoridades administrativas de las ciudades. El
6 http://www.citypopulation.de/world/Agglomerations.html 7 Berry, 1961 y 1968; Berry y Garrison, 1958. El índice de Clark- Evans mide la distribución espacial y el índice Nelson cuantifica la distribución funcional del sistema. 8 30.000 habitantes, según el informe de G. Breese para la ONU, The City in the Developing Countries (Breese 1969), pero en España bastan 20.000 y en otros países 10.000 habitantes.
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espectacular crecimiento de las ciudades latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XX ofrece un excelente
ejemplo de las contradicciones asociadas a la transformación de sociedades en urbes por el éxodo del campo a la
ciudad. La aparente prosperidad económica de los sesenta se había trasformado en los ochenta en los mejores
exponentes empíricos del índice Gini para medir la preocupante desigualdad creciente. En la misma calle veíamos
manifestaciones de riqueza y pobreza extremas (rascacielos, Mercedes y BMWs al lado de limpiabotas, vendedores
ambulantes, niños de la calle, etc.). Una urbanización de aluvión entrevera cinturones de miseria y zonas
residenciales perdidos en suburbios inmensos llenos de autoconstrucciones familiares. Un informe de Alan Gilbert
que alertaba contra el desastroso retroceso de los 80 y las posibles explosiones de resentimiento, tras el cambio de
tendencia en los 90, auguraba un futuro menos apocalíptico para ellas: «Las ciudades latinoamericanas no van a
desintegrarse debido a la violencia social o a los desastres físicos. No se verán abrumadas por migraciones masivas
de campesinos con bajo nivel educativo ni serán eliminadas por las insurgencias urbanas o el terrorismo. Más bien,
gran parte de ellas se asemejarán cada vez más a las ciudades pobres de Estados Unidos y Europa oriental» (Gilbert,
1997, pág. 190).
El desbarajuste urbano que aproxima cada vez más la imagen de las ciudades de todo el mundo entre sí en cuanto a
su fisonomía urbana, ha concitado en el mundo globalizado movimientos cada vez más poderosos de asociaciones
internacionales de ciudades. Este es uno de los rasgos más novedosos a nivel planetario de la evolución de las
ciudades en el siglo XX sin parangón alguno con el pasado. Vinculado a los problemas de sostenibilidad y medio
ambiente en la Conferencia de Río del 92, las organizaciones internacionales de ciudades crearon el grupo de
coordinación G4, que tras la ampliación al G-4+4 de Nueva York convocó una Asamblea Mundial de Ciudades y
de Autoridades Locales Habitat II en Estambul, en 1996. La Asamblea General de Naciones Unidas ha convocado
Habitat III para el año 2016 con una agenda más ambiciosa a la vista del fortalecimiento creciente de las
autoridades locales9. Aunque el ritmo de observación para los cambios urbanos se ha fijado, como se ve, en una
gran asamblea cada veinte años, lo cierto es que la mayor y más antigua organización internacional de ciudades, la
IULA, se remonta a 1913; tras sufrir las dos guerras mundiales cuenta hoy con más de 250 organizaciones en más
de 90 países, y en ella indirectamente están representadas la mayoría de las autoridades locales.
Ahora bien, la aparición y multiplicación de estas asociaciones internacionales de ciudades en el fondo ponen de
manifiesto su gran diversidad no sólo geográfica e histórica, sino también en cuanto a su nivel de desarrollo
económico y de organización social, administrativa y política. Si Aristóteles pudo en su día distinguir las distintas
formas de las polis a partir de sus constituciones, la dificultad de encontrar hoy una característica común que
permita valorar, o simplemente ordenar, la bondad o debilidad de las áreas urbanas nos obliga a retrotraernos a un
plano más profundo que el de las ordenanzas municipales. La UTO (Organización de Ciudades Unidas), fundada en
1957 y que reúne a autoridades locales y regionales de más de 100 países, creó en 1989 la UTDA, una agencia de
desarrollo centralizada y especializada para propiciar proyectos de cooperación según redes temáticas. Una de las
9 http://www.cities-localgovernments.org/committees/dal/news.asp?id_news=54&L=ES
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dificultades mayores es encontrar rankings fiables que permitan la transferencia de experiencias exitosas. En toda
gran ciudad sobreviven o infra-viven formas de vida comunitarias ancestrales, identidades culturales pronunciadas,
nuevos sincretismos mestizos y desesperados proyectos de afirmación étnica. De ahí que la imaginación de los
planificadores no vaya mucho más allá de acudir al criterio más primitivo de ciudad: la concentración de la
población sigue siendo el primer indicador para establecer cortes definitivos entre ciudades. Eso explica la
fundación de Metrópolis en 1985 en Montreal, que reúne más de 55 ciudades y regiones metropolitanas de más de
un millón de habitantes. Para entrar en este exclusivo círculo de programación estratégica y cooperación
internacional e interurbana hay que cumplir un mero requisito cuantitativo. Lo mismo ocurre con la interesante red
Summit, con 27 ciudades miembros, en la que no puede haber dos del mismo país para garantizar un equilibrio entre
las diferentes regiones del mundo. Ello hace sospechar que las demás categorías, tanto económicas (riqueza,
creación de empleo, crecimiento) como sociales y culturales (calidad de vida, atractivo, conexiones internacionales,
etc.) dependen en última instancia del tamaño. ¿Acaso las metamorfosis provocadas por las revoluciones
industriales no han producido otra cosa que una nueva Babilonia? ¿Son las nuevas construcciones de acero y cristal,
con su emporio de nuevas tecnologías incrustadas en sus entrañas, nada más que nuevas máscaras estéticas para
enfrentar el terror ante un espacio vacío y un futuro siempre incierto?
5. Historia y arqueología de los orígenes de la ciudad: la evolución de las sociedades
Para una teoría general de la ciudad sería interesante contar con algo más que criterios numéricos y espaciales;
aunque pueda haber variaciones en distintas épocas y lugares, no vendría mal tener aproximaciones históricas que
permitieran una periodización evolucionista de los sistemas de ciudades. Según el historiador Mac Neill, desde el
punto de vista de las ciudades, la historia se divide también en tres periodos, si bien no coinciden con las tres
edades clásicas (antigua, media y moderna), pues el primero se extiende desde el 4500 al 500 antes de nuestra era y
abarca los orígenes y desarrollo de las ciudades de Oriente Medio; mientras el segundo periodo de equilibrio
cultural sucede ya en Eurasia y se extiende desde el 500 antes de Cristo hasta el 1500 después; Por último, habría
una era de predominio occidental que se extendería desde 1500 hasta hoy. Pero tampoco esta periodización lineal
se ajusta bien al desenvolvimiento de las distintas culturas y civilizaciones, pese a que se atiene a grandes áreas de
difusión. De hecho, entre las diez ciudades más pobladas del mundo en el siglo XXI sólo México y Nueva York
serían occidentales, siendo asiáticas las ocho restantes. En este sentido, Oswald Spengler arguye mucho más
convincentemente contra la existencia de una historia universal en el sentido positivista de Leopold von Ranke,
pero también contra la hipótesis naturalista en el sentido evolucionista inglés de Darwin, planteando una tercera
posibilidad morfológica que distingue entre dos eras: la de una cultura primitiva que puede ser objeto de una
experiencia biológica acerca de la especie humana en general, y una experiencia organicista de las ocho grandes
culturas habidas hasta el momento, cuyos ciclos vitales siguen pautas homologables, porque habrían logrado
precisamente el nivel de grandes civilizaciones. «En toda cultura primitiva actúa lo impersonal, lo cósmico, con tan
inmediato poder, que todas las manifestaciones del microcosmos en mitos, costumbres, técnicas y ornamentaciones
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obedecen exclusivamente al impulso momentáneo. No podemos descubrir regla alguna». Esta tematización de la
contraposición entre campo (naturaleza) y ciudad (cultura) no tiene, sin embargo, en Spengler formato hegeliano,
porque la historia carece de sentido, ya que se inspira, por un lado, en la crítica nihilista de Nietzsche y, por otro, en
una aplicación relativista de los cuatro periodos o épocas de la cultura señalados por Goethe:
«La aparición súbita del tipo de gran cultura dentro de la historia humana es un accidente casual cuyo
sentido no podemos comprobar. No sabemos tampoco si en la existencia del orbe sobrevendrá de pronto
un acontecimiento que produzca una forma completamente nueva. Pero el hecho de que ante nosotros se
ofrece el espectáculo de ocho grandes culturas, todas de igual tipo constructivo y de evolución y duración
homogénea, nos permite hacer un estudio comparativo y nos da un conocimiento que se extiende hacia
atrás sobre épocas desaparecidas, y hacia adelante sobre períodos por venir; siempre en la hipótesis de
que un sino de orden superior no venga a sustituir este mundo de formas por otro» (Spengler, 1923, vol.
II, pág. 66).
La oposición entre campo y ciudad a través del concepto de cultura, que hará también nuestro Ortega y Gasset,
asimilando al campesino con el vegetal, permite desbordar el plano fenoménico, regresando mediante la oposición
termodinámica entre sistema y entorno o medio a procesos que tienen alcance estructural. Peter Sloterdijk, fiel a la
hebra morfológica de Spengler, extrapola aún más el fundamento de la experiencia general que éste hace de nuestra
existencia orgánica para valorar que haya tropezado con una dificultad circular insalvable como signo y síntoma de
su pertenencia al pensamiento contemporáneo, que le convierte en el «predecesor inmediato de historiadores de
estructuras revolucionarias como Foucault, Deleuze y Guattari» (Sloterdijk, 2004, pág. 233). La dificultad de la
que levanta acta el propio Spengler, corrigiendo con ello sus declaraciones escépticas sobre la historia universal, es
una versión del dialelo antropológico que podemos llamar el dialelo urbano. Cito el texto completo, porque la
reflexión vale no sólo para Platón, Aristóteles, Plotino y san Agustín, sino para Descartes, Hegel, Marx y nosotros
mismos.
«Hay un hecho decisivo; nunca, sin embargo, apreciado en toda su significación. Y es que todas las
grandes culturas son culturas urbanas. El hombre superior de la segunda era es un animal constructor de
ciudades. Aquí encontramos el criterio propio de la «historia universal», que se distingue, muy
precisamente, de la historia humana. La historia universal es la historia del hombre urbano. Pueblos,
Estados, política, religión, todas las artes, todas las ciencias descansan sobre un único protofenómeno de
la existencia humana; en la ciudad. Pero todos los pensadores de todas las culturas viven en ciudades,
aunque su cuerpo se encuentre en el campo; por eso no saben cuán extraña cosa es la ciudad. Debemos
sumergirnos en la estupefacción de un hombre primitivo que por primera vez contemplase en medio del
paisaje esa masa de piedra y madera, con sus calles envueltas en piedra, con sus plazas cubiertas de
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piedra, con sus construcciones de extraña forma, en donde pululan los hombres» (Spengler, 1923, pág.
145).
Ahora bien, lo interesante de este dialelo urbano no es que demuestre la historicidad de la filosofía, sino que, al
relativizarlas, coloca todas las visiones alternativas sobre la historia universal (incluidas las de naturaleza teológica)
en pie de igualdad, al tiempo que privilegia este protofenómeno de la ciudad como la prueba irrefutable de que toda
formación social capaz de construirla constituye una civilización. Así, para Ranke, «la historia comienza cuando los
monumentos empiezan a ser inteligibles, allí donde se nos ofrecen datos escritos dignos de confianza», lo que en la
terminología gnoseológica de Gustavo Bueno significa que la historia fenoménica se construye con reliquias y
relatos10. En la tradición naturalista, por su parte, se insiste en el carácter uniforme de la naturaleza humana en los
distintos grados de civilización, de tal manera que las diversas instituciones observables en distintas sociedades son
resultado de la adaptación al medio que una sociedad ejecuta como resultado de su historia anterior. En el siglo
XIX, la idea de que la configuración social llamada ciudad se encuentra en los orígenes mismos del proceso
civilizatorio cobra tal fuerza que se convierte en el centro de las controversias entre las dos grandes estrategias
investigadoras de la antropología, la arqueología y demás ciencias categoriales de nueva factura. Quiero subrayar
con esta alusión a la polémica entre evolucionismo y difusionismo que, pese a las pretensiones de urbanistas,
geógrafos, economistas, planificadores, políticos, etc., no se pueden establecer tesis generales sobre los fenómenos
urbanos sin comprometer premisas filosóficas acerca de la naturaleza de la polis (el estado) y acerca de la evolución
histórica de la humanidad desde el estado salvaje al civilizado. Llegamos así al núcleo del problema que queremos
plantear aquí. ¿Cuándo, dónde y por qué surgen las ciudades?
El dialelo urbano coge a la historia por la espalda, ya que los relatos de las ciudades y sus instituciones suponen la
escritura. ¿Por qué se desarrolló la escritura cuando lo hizo? En 1812 el danés Thomsen decidió agrupar, para el
Museo de Antigüedades Nórdicas de Copenhague, los objetos fabricados y utilizados en el mismo periodo de
tiempo en tres Edades, de Piedra, de Bronce y de Hierro, que pronto alcanzarían gran aceptación entre los
prehistoriadores en orden a reanimar las culturas anteriores al uso de la escritura. El llamado predominio occidental
quizá no sea otra cosa que nuestra pretensión de imponer nuestros criterios de clasificación. Pero estas edades no
son contemporáneas en todas partes y no coinciden con los periodos geológicos. De ahí que los arqueólogos hayan
vacilado en este terreno en orden a clasificar las culturas y hacerlas corresponder con sociedades distintas. Gordon
Childe, siguiendo a Morgan, distinguió entre Salvajismo, Barbarie y Civilización como periodos étnicos separables
por criterios tecnológicos y utilizó la escritura como criterio de demarcación para las civilizaciones. Pero ¿qué es lo
que impulsa a unas aldeas a constituirse en formaciones urbanas? Para los arqueólogos el criterio demográfico se
asocia circularmente con la complejidad social que reflejan los agrupamientos de casas, edificios públicos y
10 Leopold von Ranke (1795-1886) pasa por ser el fundador de la historia científica por su pretensión de escribir la historia "como realmente fue" (wie es eigentlich gewesen ist), para lo que usó el método filológico y fuentes primarias como documentación. Aunque no escribe ninguna historia universal y no es partidario de grandes generalizaciones teóricas desde su Geschichte der romanischen und germanischen Völker von 1494 bis 1514 de 1924 hasta su póstuma Weltgeschichte - Die Römische Republik und ihre Weltherrschaft (1886, 2 vols.) adopta el método que G. Bueno considera precursor del materialismo histórico y alineado con su propio criterios gnoseológicos (Bueno, 1978).
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espacios comunitarios. En 1950 Gordon Childe ligó el «progresivo incremento de la unidad de cohabitación» con
«la acumulación de excedentes», que lleva aparejada una rápida diferenciación social y el citado criterio de la
«invención de la escritura». Pero una década después Kathleen Kenyon, utilizando carbono 14 para datar las
excavaciones del asentamiento amurallado de Jericó, llevó los dos primeros criterios hasta el octavo milenio,
mucho más allá del milenio IV en que aparece la escritura. Las primitivas ciudades eran bastante modestas, pero
una vez creadas se desarrollaron con gran velocidad y eso ocurrió en lugares muy distintos, pero en los que se había
desarrollado la aclimatación de ciertas especies de cereales cultivables en importantes cuencas fluviales (entre el
Tigris y el Eúfrates, a orillas del Nilo, del Indo o del Amarillo). La aparición de ciudades en esos territorios dio
lugar a diversas sociedades políticas, en cuyos intersticios seguían habitando nómadas guerreros o pastores. Y,
aunque sea cierto que los urbanitas han reclutado a nómadas como mercenarios y éstos se hayan transformado en
una casta de aristócratas militares que, al convertirse en estadistas y dictadores, han hecho de la ciudad un redil
superpuesto a un jardín, en realidad lo que sigue sorprendiendo es la capacidad de los elementos dirigentes para
obligar a la población a construir proyectos de gran complejidad como los zigurats de Mesopotamia, las pirámides
de Egipto, la tumba real de Qin Shi Huang o el Gran baño de Mohenho–daro. La arqueología suministra datos
fiables sobre la evolución de la tecnología y la economía de las sociedades sin escritura, pero las instituciones
sociales tales como el gobierno, la justicia, la familia, el rango, la propiedad, la guerra y la religión son descritas
con términos que carecen de precisión y muchos aspectos son irrecuperables. Por ejemplo, que en la civilización del
Indo no haya ricos enterramientos reales ni grandes construcciones funerarias permite sospechar que no había
reyes-sacerdotes, ni clanes reales. Pero los indicios negativos no tienen valor y muchos son ambiguos. La aparición
de la escritura en este sentido clarifica la situación, pues refleja la existencia de castas de escribas que cumplen
funciones administrativas de los excedentes, ceremoniales (sacerdotales), históricas y legislativas al servicio o no de
monarcas y clases dominantes.
De manera sensata Karl Wittfogel puso el germen de la dinámica histórica de las ciudades de los Imperios
hidráulicos, no tanto en la voluntad de poder de ampliar ilimitadamente su territorio, cuanto en la reorganización
social a la que obligó la necesidad de acometer grandes obras de regadío en los valles aluviales áridos de
Mesopotamia, donde se había concentrado gran cantidad de población agrícola. La aparición de una élite
administrativa capaz de gestionar la construcción, mantenimiento y asignación de obras es el núcleo de las
complejas sociedades que se albergan en las primeras ciudades. En los años 70 Robert Carneiro volvió a remozar la
hipótesis marxista del conflicto originario entre montañeses y vallecanos para explicar cómo el simple incremento
de la densidad de pobladores en un territorio provoca la división de clases entre invasores dominantes armados y
esclavos sedentarios sometidos. Es el control de los súbditos y la racionalización de los sistemas de explotación lo
que obliga a las castas superiores a legitimar un dominio burocrático cada vez más sofisticado y jerarquizado. La
distinción entre imperios generadores e imperios depredadores que estas explicaciones insinúan no se deduce, sin
embargo, fácilmente de los cada vez más abundantes restos arqueológicos de las grandes urbes descubiertas en los
orígenes de la civilización. Como estableció Gordon Childe, la transición de la barbarie a la civilización fue un
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proceso de «evolución social, ordenado y racional» sin que la existencia de innovaciones excluya procesos de
difusión.
«La parte del testimonio arqueológico de que disponemos puede dividirse en cuatro «culturas»
consecutivas, que también representan periodos de tiempo consecutivos, denominados a partir de
asentamientos típicos — Halaf, el’Obeid, Uruk y Jamdet Nasr — y seguidas de inmediato en Babilonia
por la primera fase de civilización conocedora del uso de la escritura, llamada Primitiva Dinástica. La
primera de ellas, la cultura halafiense, se extiende desde Siria hasta Asiria... La cultura de el’Obeid está
también representada en Sumeria, así como en el norte. Pero los estadios subsiguientes de Uruk y de
Jamdet Nasr sólo alcanzaron su forma clásica en la baja Mesopotamia (Babilonia)... Los testimonios
literarios descubren la existencia de grupos predominantemente pastoriles al lado de agricultores
asentados en poblados y ciudades. Pero los textos que hacen referencia a estos son apenas anteriores al
2000 a. C., y tales comunidades no están representadas en el testimonio arqueológico.... Vemos que
antes de los tiempos de Uruk eran escribas profesionales los que hacían las cuentas en Sumeria y los
documentos escritos del Primitivo periodo Dinástico nos informan de que forjadores de cobre,
carpinteros, plateros, escultores, curtidores, hiladores, grabadores, cerveceros, panaderos y otros
artesanos recibían estipendios o raciones de los tempos» (Gordon Childe, 1985, pág. 150-2).
Es obvio que, si las reliquias no resultan suficientes, las interpretaciones dependerán cada vez más de la forma en
que relacionemos los relatos con las morfologías conservadas. En este punto el método morfológico inaugurado por
Spengler sigue siendo la fuente más fecunda para las hipótesis más brillantes. Tomando la esfera como metáfora
radical para desvelar el sentido morfológico de la realidad desde el feto individual hasta la historia del mundo
político representado hoy por la Idea de globalización, propone Sloterdijk construir una «ontología del espacio
cercado» con el objetivo de desvelar la paradoja psicopolítica que plantean los complejos arquitectónicos de las
ciudades mesopotámicas, los templos egipcios de acuerdo con una fórmula que también valdría para el Mausoleo
del Primer Emperador de la dinastía Qin china con los famosos guerreros de Xian del 200 a. C. descubiertos
casualmente en 1974. Suponiendo que las murallas proporcionan cobijo, la pregunta es: ¿cómo se explica que
grandes multitudes hayan sido presas de la sublime ilusión de pensar que las formaciones más artificiosas y
ostentosas proporcionan mejor cobijo y protección que la estrategia campesina más tradicional del «vivir oculto»?
Tres tipos de consideraciones flanquean su respuesta:
«La primera tiene que ver con las consecuencias fenomenológico-religiosas de la ciudad: ante todo, su
efecto creador de espacio interior y su papel en la nueva ordenación de las relaciones entre inmanencia y
trascendencia; la segunda se refiere al monumentalismo y su diseño inmunológico como Estado mágico
y ampliación utero-técnica; la tercera trata de aclarar la cuestión de cómo habría que imaginar la
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complementación íntima de cada una de las almas individuales de los ciudadanos mediante genios
comunes de la ciudad» (Sloterdijk, 2004, Vol II, pág. 243).
La primera consideración apunta a los orígenes religiosos de la ciudad «como el proyecto de construir, con ayuda
de los conocimientos de un arquitecto, el asiento de un dios avecindado», lo que explicaría no sólo la asimilación de
la altura de las murallas con la potencia constructora del Dios-Alto-Profundo escondido tras las siete murallas con
sus fosos descritos en las Historias de Herodoto (la presencia mural manifiesta la poderosa trascendencia
trasmural), sino también la razón psicoanalítica de por qué el Génesis judío escrito durante el cautiverio de
Babilonia encarna la Hybris repulsiva y masoquista del observador, que venga su humillación parapetándose detrás
de un Dios creador que no hace ciudades sino al propio mundo y al hombre mismo en una semana babilónica. El
argumento de Sloterdijk sigue en parte la insinuación de Spengler sobre el parentesco entre las religiones mágicas
de Oriente Próximo como doctrinas tecno-gnósticas de salvación. La segunda consideración penetra en los delirios
de grandeza de las orgías del amurallamiento como una hipertrofiada necesidad de seguridad. Sólo que, en lugar de
apelar a la lucha entre nómadas agresivos y labradores sedentarios, Sloterdijk acude otra vez al interior mismo de la
esfera para explicar que la inmunidad buscada es más bien auto-organización contra la complejidad de un mundo
introyectado cada vez más rico:
«Desde el punto de vista morfológico, las antiguas ciudades gigantescas son pompas de jabón
amuralladas: petrificaciones de una gran conformación de fragilidad. En ellas los seres humanos tienen
mucho en que fijarse: han de procesar una corriente, siempre en aumento, de datos de experiencias
concretas y presentes en categorías ancladas siempre a mayor profundidad, y al mismo tiempo, cada vez
más generales... En el momento de madurez narrativa de la era metafísica surge la epopeya hegeliana
sobre el tema: cómo consigue el espíritu reabsorber absolutamente la exterioridad. Lo que había
comenzado entre los años 12000 y 8000 a. C., con la aparición de la forma de pensar y de
comportamiento: «almacenaje», quiere acabar y consumarse ahora en un último texto-receptáculo
autoreflexivo. En las tablas de contabilidad de los antiguos sumerios, la idea «almacen de grano» se
representa mediante un cuadrado con un símbolo de espigas; en la metafísica de Hegel, como almacen de
todos los almacenes, se presentará bajo la imagen de un círculo de círculos. Este sistema de inmunidad y
apercepción que ha superado todas las pruebas ha recolectado y reunido absolutamente todo de lo que en
cualquier momento puede y ha podido archivarse, y repartirse de nuevo, como provisión o espiritu
objetivo: grano, derecho, religión, ciencia, técnica, arte» (Sloterdijk, 2004, Vol II, pág. 268-269).
Es interesante observar que en este punto el imperativo morfológico de la esfera lleva a Sloterdijk, como hace
también Gustavo Bueno, a dar un salto hasta el ego trascendental: «Desde el punto de vista histórico-filosófico, en
estas arquitecturas monumentales puede reconocerse un primer balbuceo de lo que un día lejano se llamará el sujeto
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trascendental. La ciudad se recoge en sí misma como condición autosuficiente de la posibilidad de un mundo
comprendido, autocorregido, autosuficiente y autosustentante» (Sloterdijk, 2004, Vol II, pág. 270).
No seguiré aquí con esta polémica que nos retrotrae siempre a Husserl, porque la tercera consideración, pensada en
clave socialista por Sloterdijk, se aparta bastante de la supuesta neutralidad morfológica mediante la que Spengler
pretende zanjar el desenlace de la tercera fase de la ciudad, cuando su victoria desemboca en una civilización,
mediante una fase de decadencia insoslayable: «desarraigada, ...entregada irremisiblemente al imperio de la piedra
y del espíritu... desenvuelve un idioma de formas... que puede cambiar pero no desarrollarse» (Spengler, 1923, II,
pág. 172). Se sigue de ahí que con la victoria definitiva de la ciudad y de la escritura aparecen las lenguas comunes,
las koinés uniformes, prácticas, enemigas de los dialectos y de la poesía, características de los pueblos «felahs», sin
patria, sin raíces, fríos y precisos porque pueden ser aprendidas por cualquier comerciante o cualquier mozo de
cuerda: el helenístico en Cartago y en el Oxus, el chino en Java, el inglés en Shangai. « ¿Quién es, pregunta
Spengler, su verdadero creador? No es ni el espíritu de una raza ni el espíritu de una religión. Es simplemente el
espíritu de la economía» (Spengler, 1923, II, pág. 245). Cuando Sloterdijk concluye, así pues, que en la época de la
globalización ya no es posible la absorción de los individuos humanos desperdigados y flotantes en espíritus
raciales, que sean holistas pero no fascistas, y constata que el individualismo, poseído de escepticismo antipolítico,
ha abandonado el espacio público y comunitario, su apelación al camino esferológico y a la política «como arte de
lo atmosféricamente posible» (Sloterdijk, 2004, pág. 282 y 879) es bastante menos realista que el diagnóstico
apocalíptico de Spengler sobre la acometida titánica del dinero hace más de 80 años, un diagnóstico que en esta
época de crisis monetaria no está de más recordar. Para él la lucha entre capitalismo y socialismo no es la que se da
entre empresarios y obreros industriales, ya que para él, el comunismo con su «lucha de clases» no es sino un buen
servidor del gran capital financiero. La lucha fundamental es entre el dinero y la sangre, y, en la ciudad, entre el
dinero y el derecho. En realidad, los partidos obreros, como más tarde los nazis de Hitler y Goebbels, no luchan
contra el valor del dinero, sino que quieren poseerlo.
«La dictadura del dinero progresa y se acerca a un punto máximo natural... Y ahora sucede algo que sólo
puede comprender quien haya penetrado en la esencia del dinero. Si este fuese algo tangible, su
existencia sería eterna. Pero como es una forma de pensamiento, ha de extinguirse tan pronto como haya
sido pensado hasta sus últimos confines el mundo económico, y ha de extinguirse al faltarle materia.
Invadió la vida del campo y movilizó el suelo; ha transformado en negocio toda especie de oficio, invade
hoy victorioso la industria para convertir en presa y botín el trabajo productivo de empresarios,
ingenieros y obreros. La máquina, con su séquito humano, la soberana del siglo, está en peligro de
sucumbir ante un poder más fuerte.... Los poderes privados de la economía quieren vía franca para su
conquista de grandes fortunas: que no haya legislación que les estorbe la marcha. Quieren hacer las leyes
en su propio interés, y para ello utilizan la herramienta por ellos creada: la democracia, el partido pagado.
El derecho, para contener esta agresión, necesita una tradición distinguida, necesita la ambición de
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fuertes estirpes, ambición que no halla su recompensa en amontonar riquezas, sino en las tareas del
auténtico gobierno, allende todo provecho de dinero. Un poder sólo puede ser derrocado por otro poder
y no por un principio... Sólo la sangre superará y anulará el dinero» (Spengler, 1923, II, pág. 777-79).
Sabemos que el cesarismo en el que confiaba Spengler no era el de Hitler, aunque sí estaba impresionado por
Mussolini. Muerto en 1936 tras renunciar a la dirección del Archivo Nietzsche y denunciar las interpretaciones
nazis de su pensamiento, Spengler no tuvo ocasión de conocer el eslogan de Churchill de «sangre, sudor y
lágrimas». Pronosticó la Primera Guerra Mundial y lamentó la derrota alemana, pero se negó a escribir a favor de la
salida de Alemania de la Sociedad de Naciones en 1933. No sabemos su opinión sobre la verdadera naturaleza de
los contendientes en el último y más global de los enfrentamientos de poderes, el ocurrido durante la Segunda
Guerra Mundial, que produjo el descuartizamiento simbólico de una ciudad, Berlín, en cuatro partes, por ser la
capital donde se refugiaba el monstruo nazi, cuyos horrores habían sido ejecutados, sin embargo, en campos de
concentración. Con la guerra fría este reparto se materializó en la construcción de un Berliner Mauer, bautizado
como Antifaschistischer Schutzwall (Muro de Protección Antifascista) por Erich Honecker, su planificador. Los
“Pastores del Pueblo” siempre han acorralado a las masas para ordeñarlas y explotarlas con el pretexto de salvarlas.
Durante 28 años, no sólo la desconfianza mutua de los dos bloques, sino también el recelo de los aliados respecto a
la bestia nazi «amordazada» alimentaron el llamado telón de acero. Pero cuando cayó el muro en 1989, el dinero no
había sido vencido ni superado. Al contrario, convertido en sustancia electrónica sigue acrecentando su poder con
vigor extraordinario.
Por lo que respecta a la dialéctica entre urbe y ciudad, las burbujas inmobiliarias han sido producidas, según todos
los datos, por la acometida titánica del dinero, siendo su resultado más ostensible esas inmensas urbanizaciones
residenciales sin residentes que no podrán recuperarse para la ciudad más que a través de un reparto social que
traiga sangre fresca de ciudadanos participativos al desierto asfáltico de la urbe. Según eso, el reparto de cartas es
evidente: la especulación financiera apuesta por la urbe. La política, es decir, la polis pierde, de momento, la batalla
frente al dinero, sin que el derecho esté todavía en condiciones de poner coto al imperio crematístico. Que en el
2012 algunos jueces hayan paralizado los deshaucios más sangrantes, mientras los partidos políticos (sedicentes
democráticos) son incapaces de generar un derecho a la vivienda legítimo es todo un síntoma de cómo van las cosas
en la «civilizada» España. La ciudad pierde.
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Asunción Herrera Guevara | La ciudad japonesa, sus casas y sus objetos: espacio y tiempo manchados de sombra y silencio
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La ciudad japonesa, sus casas y sus objetos: espacio y tiempo manchados de sombra y silencio Asunción Herrera Guevara Universidad de Oviedo
En Japón sería difícil hablar del espacio sin el tiempo: ambos existen yuxtapuestos, no como marco en el que nos es
dada la percepción (a la manera occidental), sino como percepción misma: si en Occidente el espacio y el tiempo se
nos presentan como `molde´ de toda posible sensibilidad, en Japón podríamos decir que ambos constituyen
estrictamente dicha percepción, y no como `molde´ (no como continente o portador del mensaje), sino como
mensaje mismo, o parte de él.
En este artículo intentaré mostrar cómo la concepción específica del tiempo y el espacio crea las caóticas ciudades
japonesas. Pero para ello veo necesario detenerme, en un primer apartado, en los edificios y en los objetos. La
ciudad japonesa moderna llena de luces, y con un diseño y crecimiento incomprensibles para un plan urbanístico
occidental, debe su modernidad, paradójicamente, a la tradición con que han construido sus casas y sus objetos.
Nada mejor que el cruce entre lo más tradicional y lo más moderno (o incluso postmoderno) para entender la
perplejidad que nos provoca una ciudad como Tokio. Después de esta reflexión sobre objetos y casas, pasaré a
analizar, en un segundo apartado, cómo la estética japonesa, explicada por Tanizaki, la encontramos en
determinados lugares de la ciudad japonesa como por ejemplo el teatro. La tercera sección la dedicaré a un claro
ejemplo de convivencia de lo tradicional en lo moderno. La dedicaré a explicar el significado del tradicional ryokan
en la moderna ciudad japonesa. Por último, haré una reflexión sobre el entrecruzamiento de la ciudad, como espacio
público, con el espacio privado japonés. Un vínculo un tanto peculiar para un occidental.
I. Objetos y edificios tradicionales
1. Los objetos constituyen la realidad en el sentido más material, y los analizaré con ejemplos extraídos de la
concepción estética sobre “el buen gusto” y de lo que es considerado tradicional en Japón, y apoyándome en mi
escasa experiencia, desde mi personal conocimiento de la japonesidad.
En Japón se adora la brevedad, y pondré tres ejemplos extraídos de la zona más recóndita de la tradición: nada hay
más efímero y al mismo tiempo más intenso que un bocadito de sushi que porta una loncha diminuta de pescado
crudo; o la lectura de un haiku (unos cinco versos escuetos, algunos de ellos formados por una simple palabra), o un
combate de sumo, que para un occidental puede no ser más que un encontronazo que dura unos segundos. Dicha
lucha consiste en una acción-reacción de los luchadores hasta que uno de los dos es expulsado del círculo, o es
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
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derribado por un desequilibrio provocado. Estos tres ejemplos explican el disfrute mental de su significado, aquello
por lo que después se los consume: bajo el punto de vista de la elaboración, el sushi requiere un largo tratamiento
del arroz; el haiku se concibe como la capacidad sintética que requiere horas o días para condensar un sentimiento
exacto; y no digamos nada de la preparación corporal y técnica que requiere un luchador de sumo, amén de un
aparato religioso sofisticadísimo que explica la larga ceremonia de presentación de los luchadores.
No hace falta buscar mucho para encontrarse con multitud de casos parecidos: por ejemplo, los saikou-zush, la
manera de recortar pescados avinagrados en trocitos diminutos, para darle las formas de flores u otros objetos, o las
simples brochetas de pollo llamadas yakitori, o la variadísima gama de rollitos de arroz y temakis tan bellos que da
pena comérselos, y toda la gama inimaginable de sutilezas y sabores, de una comida concebida como diría Tanizaki
para ser pensada, o incluso para ser vista.
Hoy día podemos ver un ejemplo de la importancia de la brevedad y la sofisticación en la estética de la ciudad, en
un mensaje publicitario adosado a una imagen luminosa que se encuentra en un túnel de metro. La imagen se
enciende cuando el túnel es traspasado a gran velocidad por cada vagón del subterráneo, y obliga a cualquier
pasajero a echarle una mirada rápida, con lo que dicho mensaje se guardará en la retina impulsando a la memoria.
Otro aspecto que nos choca del diseño arquitectónico, dentro de una ciudad como Tokio, es la relación que tiene el
tamaño de las cosas con su significado. Es llamativo para un occidental encontrar, en medio de lo urbano, un
sanmon, una puerta de madera de un montón de metros con un a modo de terraza o balcón en lo alto, y con un
techo. Dicha puerta marca el inicio de un diminuto Sendero de la Filosofía, o nos anticipa que estamos entrando en
las puertas de un camino que desembocará, tras un largo rato, en un templo de escaso tamaño, modelo casi familiar.
La desproporción de esta puerta de entrada choca con el tamaño de las puertas del templo, que serán
extremadamente bajas, para recordar a quien las traspasa la humildad de la que está hecho.
El tamaño de objetos y edificaciones no va acorde con su significado. Pondré varios ejemplos más al respecto. El
significado profundo de un regalo que alguien da para apuntalar un sentimiento (significado que suele ser mayor
que el tamaño del objeto regalado): un simple detalle, aparentemente, pero emisario de un gran sentir. O como un
amuleto que marca el destino de algún aspecto de la vida, tan escaso como un trozo de madera, o un fósil de mar
con un cordel para su cuello, puede portar un sentido tan fuerte como sublime.
Chocantes son, para el viajero de afuera, los pequeños bares y restaurantes tradicionales llamados izakaya, que se
reparten por todas partes, sobre todo por los barrios más antiguos, como podría ser el de Ueno, puerta de entrada del
Tokio más tradicional: son diminutos, y anticipados por unas cortinas escasas que anuncian mensajes publicitarios,
y con unos comedorcitos privados donde es imposible moverse. En contrapartida, amplia es la hospitalidad de sus
trabajadores, el anhelo con el que te tratan, y larguísimas son las horas que ofrecen (sobre todo a los japoneses)
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veladas interminables tras sus jornadas laborales. Todo ello corrobora el sentido cualitativo que todo japonés
mantiene por el hedonismo de los sentidos –incluso aparentemente antipráctico-, en contra quizás de Occidente más
acostumbrado a lo cuantitativo.
A veces el detallismo japonés está a la altura de sus necesidades; por ejemplo, si la necesidad es pequeña, el dios
que la representa también lo es. Por esta razón es fácil tropezarse con múltiples budas a la carta, como el de las
mujeres embarazadas, el de los médicos o cualquiera que se nos pueda ocurrir. Un dios breve para una necesidad
breve: ello supone una ración de utilitarismo, aunque este sea religioso. Dicha concepción múltiple de la divinidad
puede parecer extraña al carácter monocultural de nuestro occidental monoteísmo. También para avisar de la
brevedad de tu plegaria tienes un gong que debes hacer sonar, sonido sobre el cual cabalgará tu rezo. Dicho aviso o
campanazo sirve para separar las plegarias, la tuya de la del otro. Además, si deseas que tu plegaria tenga algo
material sobre lo que viajar, puedes encender efímeras barritas de incienso, que hacen vehicular tu deseo sobre su
humo. Breve también es la papeleta que extraes en un templo y que te aconseja algo, o te educa al respecto de un
sentimiento, o el lazo de papel que muchos japoneses dejan en un a modo de arbolito seco a la intemperie (o en
unos alambres), con un deseo escrito caducado, o que no gustó, allí, para que se lo lleve el viento: dicha costumbre
se llama omikuji.
En muchos de sus adornos arquitectónicos encontramos la importancia de la repetición: treinta y tres figuras
esculpidas de Buda representando la compasión, todas iguales sólo separadas por un diminuto detalle difícil de
descubrir. Estas podemos verlas en el templo Sanjusangen en Kyoto.
Sería difícil para un occidental comprender el contenido y la importancia de disciplinas a las que los japoneses se
entregan en cuerpo y alma, el espacio y el tiempo que ocupan, y sus significados tan incomprensibles para nosotros.
Por ejemplo, también en Kyoto podemos encontrar sectas budistas de poquísimos miembros, empeñadas en mostrar
jardines secos y divulgarlos. Las ciudades japonesas se llenan de la labor de estos grupos. Allí donde un occidental
no ve nada, hay un exótico y costoso jardín que adorna la ciudad.
En cuanto a la relación de los japoneses con su pasado y con los objetos que les representan, es para nosotros muy
chocante cómo en los medios informativos japoneses tiene un importante papel todo lo artesano, no por su estado
de extinción, como ocurre en Occidente (donde apoyamos lo artesanal por estar ubicado en el lugar natural de lo
rural), y que supone un desarrollo sostenible a veces tremendamente caro. En Japón es valioso de por sí, y es tenido
en cuenta por los habitantes de las ciudades: a nadie se le ocurriría dudar de la elaboración (más que artesanal,
familiar) de los wasabi tradicionales, por decir algo. Aunque ello choca con el liberalismo que practican en cuanto a
los negocios. Han conseguido que lo artesanal no sólo sea rentable, sino que se convierta en pequeñas minas de oro
para los habitantes de los lugares más recónditos. Ocurre lo mismo con la extracción de algas en Okinawa (algunas
de ellas muy escasas y utilizadas en pequeñas cantidades, casi como esencias), o el cultivo de perlas, sólo industrial
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en el mercado pero no en su extracción, o el submarinismo de mujeres a pulmón libre para la recogida de pequeños
moluscos, o algas, o erizos de mar, o los taxis tirados por búfalos de agua que caminan por senderos estrechos en el
mar, no para los turistas, sino para desplazar a los habitantes de una isla a otra en el Japón más tropical; o señoras
risueñas que asan vieiras en la calle, para el paseante o simplemente para sus maridos, en diferentes puntos de la
isla de Kyushu, la tercera más grande de todas las que forman el atolón japonés. ¿Acaso podría concebirse mejor
ejemplo de sutilismo que el buey de Kobe? Su crianza con alimentos inusuales como la cerveza y los masajes hacen
de él un plato exquisito, un ejemplo de cómo no escatimar en un logro por mucho esfuerzo que signifique.
Detallismo que en Occidente no supera la dura prueba de nuestro liberalismo de mercado.
Ciertas costumbres, también ligadas al hedonismo, son generalizadas, como el placer de un buen baño. Japón, tal
vez por su origen y actividades volcánicas, está rodeado de onsen: baños termales de diferentes características,
todos tratados con mimo por sus gestores, y adonde acuden asiduamente todos los japoneses, como una necesidad
de su cultura. Es corriente encontrar en las propias ciudades zonas enteras dedicadas a los balnearios de aguas
termales, en bonitos recintos o a la intemperie, y en distintos formatos, como por ejemplo el ibusuki, en el extremo
sur de la península de Satsuma: son baños de arena gruesa, en la que enterrados a 55 grados, como se dice, se
solucionan muchos de los problemas de espalda y otros dolores reumáticos. Los sento, en cambio, son los baños
normales que podemos encontrar en cada esquina de la metrópoli y que son utilizados asiduamente por los
japoneses, higiénicamente, por sano hedonismo, o como simple medio de reponer fuerzas para el trabajo.
II. La estética Tanizaki presente en recónditos lugares de la ciudad
El espacio y el tiempo se apropia, en Japón, de los objetos. Marca la manera de mostrarlos, el lugar y la forma de
mirarlos. Para ello me apoyaré en la explicación de Tanizaki como ejemplo de coherencia entre la ideología del
buen gusto japonés y los objetos que este provoca.
Cualquier hogar tradicional corta sus espacios con los shuji, las puertas correderas de madera fina y papel, que
dejan entrar sólo la luz permitida, en un mundo en el que la sombra es más protagonista que la luminosidad. Por lo
mismo, es corriente en Japón que los tejados sean mucho más amplios y despampanantes que el espacio que
cobijan, para guarecerse en ellos sus pobladores un tanto fóbicos a la luz.
Tanizaki, en El elogio de la sombra explica por qué en los monumentos religiosos de las ciudades, y fuera de ellas,
los edificios quedan escondidos bajo enormes tejas, desapareciendo en la sombra que proyectan los aleros. Esto
mismo ocurre no sólo en los templos sino también en los palacios y en las residencias de todos los mortales. La
sombra tiene efectos estéticos en Japón, y se utiliza por sí sola como adorno. La sombra engendra recovecos, crea
espacios de misterio que una fuerte luz dinamitaría. Los diferentes shuji colocados desde fuera hacia adentro van
mitigando la luz que entra desde el jardín, creando los distintos espacios con arreglo a las necesidades, creando las
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diferentes nociones de ambigüedad para cada momento de la contemplación y de la vida. Así se crean los espacios
más sobrecogedores de Japón, modelando la sombra, e iluminando tan a duras penas, que a un cuenco con pátina de
oro la luz de una vela puede parecerle un potente reflector.
Un ejemplo parecido podemos encontrarlo en el teatro más tradicional llamado Nô. Para Tanizaki no hay mayor
belleza para un japonés que las manos entrevistas de un actor, perdidas entre las amplísimas mangas de su kimono.
Es la belleza de lo sugerido y visto a medias. Por eso la iluminación del Kabuki (el teatro más moderno), que
abunda en las ciudades, se cargaría (al ser más brillante) toda la belleza del teatro Nô, más tradicional. Los colores
mates según Tanizaki (el marrón y el verde son los más utilizados en dicho teatro): “Destacan mucho entre sí, y la
piel del hombre amarillo se ve tan favorecida que llama la atención”. En la tradición era normal para dotarse la
mujer de belleza que ennegreciese sus dientes como parte del maquillaje, para que ella formara parte del espacio en
penumbra de aquellas casas: quitar el brillo a los dientes era parte de ese mundo rebosante de sombras. La misma
exhibición a medias es un buen ejemplo en el teatro Bunraku en el que las muñecas femeninas representan toda la
elegancia, la postura y el movimiento con sus cuerpos insinuados, pues sólo tienen cabeza y manos.
La sombra, en definitiva, forma el espacio japonés. La luz y la sombra penetran en las casas siendo filtradas por
shujis, visillos, pantallas de papel, biombos y tabiques móviles, analógicamente, las mujeres como espectros en la
sombra, mostraban sus encantos difuminados, tapadas por un montón de capas y camufladas tras el maquillaje,
como una vajilla de plata que es bella porque está sucia y patinada.
Como último ejemplo de cómo la configuración del espacio es ya objeto artístico citaré el caso del llamado
tokonoma. En las casas tradicionales de Tokio o en cualquier espacio público como un museo, hotel ryokan, o
cualquier templo, existe el tokonoma: el rincón más emblemático de la casa, en el que suele exhibirse un adorno
floral, un cuadro o un fósil. Es el lugar convencional en el que un japonés coloca el objeto más querido. Es un
rincón oscuro, lo que choca con la manera occidental de presentar nuestros objetos más valiosos, que son expuestos
a un chorro de luz. Tanizaki quiere desvelarnos cuál es el secreto del tokonoma, de por qué un espacio en principio
trivial es el lugar privilegiado en el que colocar la belleza, y ese secreto es la sombra, si no sería un espacio vacío y
desnudo. Para Tanizaki sus antepasados fueron geniales al conferir a dicho rincón una “cualidad estética superior a
la de cualquier fresco o decorado”. Incluso se pone Tanizaki un poco etnocéntrico cuando confiesa no poder
comprender el gusto occidental, que es incapaz de valorar los espacios casi vacíos y llenos de ambigüedad,
ambigüedad creada por la sombra que los baña.
Como conclusión general a este apartado diré que el espacio no se nos presenta puro, sino que viene expuesto en
paquete, con su adorno incluido, su color, y su nivel de luminosidad: lo opaco, el desgaste de las superficies, las
pátinas, la fobia oriental a los brillos, el odio al resplandor… todo ello son ingredientes de lo bello, y lo contrario, lo
que agrada a un occidental, produciría gran aprensión en el alma japonesa.
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El ejemplo más claro y común se encuentra en la forma tradicional de servir la sopa en laca marrón roja o negra,
pero en todo caso oscura: en un tazón de sopa japonesa se divisan las capas de la oscuridad: la laca obliga a adivinar
lo que porta, nos insta a pensar en la sopa, nos insinúa su sabor (la comida japonesa por supuesto se come, pero
también se mira y se piensa, como dije antes). En general es apreciado estéticamente en Japón aquello que se
parezca a la superficie del jade. La cerámica ruidosa occidental distrae, en cambio la laca no lastima el oído. Cierro
este apartado con unas palabras de Tanizaki:
¨Los occidentales utilizan incluso en la mesa utensilios de plata, de acero, de níquel, que pulen hasta
sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que resplandece de esa manera. Nosotros
también utilizamos hervidores, copas, frascos de plata, pero no se nos ocurre pulirlos como hacen ellos. Al
contrario, nos gusta ver cómo se va oscureciendo su superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del
todo. No hay casa donde no se haya regañado a alguna sirvienta despistada por haber pulido los utensilios
de plata, recubiertos de una valiosa pátina¨.
III. El ryokan: Lugar tradicional dentro del caos de la ciudad moderna
Existe en Japón un espacio modélico que funciona como presentación o esquema de un espacio tradicional. Me
refiero al concepto ryokan.
Podemos encontrar por todo el territorio urbano hoteles cuyo único lujo reside en ofrecer las “comodidades” de una
casa tradicional, y pongo entre comillas la palabra porque las mismas comodidades serían condiciones muy duras
para un viajero occidental. Los ryokan son hoteles a modo de casa de huéspedes regentados mayoritariamente por
una familia, que ofrecen los servicios considerados de buen gusto. Austeridad, falta de trastos, escasísimo
mobiliario, espacios amplios cubiertos de lujoso tatami de paja prensada (que incluye las habitaciones), y una
iluminación a media altura o baja acorde con el tipo de vida que allí se hace, sentado en el tatami, o en seiza (de
rodillas apoyado en los talones), y a veces con lámparas de papel con duración muy limitada. Tienen, además del
espacio privado de las habitaciones, lugares públicos como salitas de esparcimiento, baños con masajes, y jardines.
En estos últimos incluso puedes pasear por corredores de madera sobre estanques. Dichas maderas suelen crujir al
pisarlas, pero si preguntas por qué tanto silencio es roto por algo tan evitable descubrirás que hay todo un arte (con
escuela incluida) en hacerlas sonar de determinada manera, pues con ello se pretendía desbaratar emboscadas
nocturnas frecuentes en la época de los Samuráis. Dichos jardines y corredores copian la simpleza de los
emplazamientos de los castillos de los señores de la guerra, y dicha disposición antaño fue constituida con
delicadeza por los jardineros, de quienes se decía en aquellos tiempos que eran más importantes, incluso, que los
médicos.
Asunción Herrera Guevara | La ciudad japonesa, sus casas y sus objetos: espacio y tiempo manchados de sombra y silencio
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Hace décadas estos establecimientos eran utilizados en exclusiva por la elite política, por luchadores de sumo,
empresarios, y en general por personas de alto nivel adquisitivo. No es así hoy día, pues es absolutamente normal
que muchas personas hagan allí sus celebraciones sociales, arreglos matrimoniales, negocios de empresa, e incluso,
es usual regalar una estancia en estos establecimientos como pago de un agradecimiento, o de una deuda moral. Es
usual que gente que vive en apartamentos de la ciudad visite estos hoteles en alguna ocasión, como si fuese un viaje
al pasado, o una rememoración de la tradición, como ver un cuadro en el que se representa el país entero frente a su
coquetería moral. Dicha generalización hoy día, en lo referente a su uso, rompe la exclusividad de la
recomendación verbal, que antes era casi obligatoria para aprovecharse de cualquier reputado servicio en Japón.
La comida de los ryokan es de influencia palaciega por lo que en cada hotel suele haber un cocinero ryotei, un
especialista de la comida elaboradísima que se cocinaba ancestralmente. La comida puede ser servida en la
habitación o en los comedores públicos, pero de ser así, el formato se presenta en mesitas individuales, todas
alrededor, y mirando al centro, lo que obliga a todos los comensales a empezar a la misma hora, y a disfrutar
comunalmente del evento. La comida se sirve en estricto orden, y el tiempo se convierte en un plato más, al igual
que el servicio sofisticado y protocolario. Ocurre lo mismo que en las ceremonias de té (o chakai o chanoyu) en las
que el tiempo es un ingrediente más. Las cenas son larguísimas veladas con un sinfín de platos de comida
palaciega, con incluso, adornos de objetos, por citar alguno, rollitos de mariscos enrollados en la misma tela en la
que se envuelve el regalo de una novia: como se ve, la materia puede ser modificada por el mensaje simbólico que
porta.
De toda la sofisticación y elaboración de dicha comida, Occidente parece sólo haber contribuido con el tempura que
es un plato ibérico, llevado y enseñado allí por los jesuitas.
Por el contrario, la comida rápida japonesa es muy sencilla, se consume a gran velocidad por la inmensa mayoría de
los trabajadores de la ciudad, y suele componerse de sopa y fideos, sencillamente, y se llama ramen. Existen
muchos puestos callejeros en la ciudad donde puedes disfrutar de esta comida rápida.
Lo más contrario a un ryokan es también el espacio utilitarista y funcional del hotel cápsula, una modalidad muy
extendida que se encuentra señalizada incluso en los mapas y callejeros de la ciudad. Es un a modo de sarcófago,
eso sí, con increíbles comodidades electrónicas y baños públicos, lo que permite acceder luego directamente al
trabajo, aseado e impecable.
IV. Espacio público y privado en el presente
Muchos detalles chocan al viajero occidental cuando entra en Japón. Japón goza de un 73 por ciento de territorio de
bosque cerrado, con la política conservacionista más estricta del planeta. Es prácticamente imposible encontrar un
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arbusto que la naturaleza no haya secado, y un japonés no haya recogido, en un alarde de aprovechamiento
máximo. Lo abrupto y salvaje de sus bosques trastoca el falso mito de que Japón domestica a la naturaleza. Ningún
territorio habitado tiene más bosque virgen que Japón: el territorio milimetrado de los campos de arroz acaba en un
bosque cerrado impracticable donde nadie osaría cortar un triste árbol.
En cambio el suelo de las grandes ciudades está atravesado por la red ferroviaria más impresionante del planeta,
utilizado por todos, con un lujo inusual para un occidental; me refiero al tren bala llamado Shinkansen. Cada vez
que el Shinkansen o tren de alta velocidad acaba un recorrido es digno de ver la rapidez con que es limpiado, con
cambio de reposacabezas incluido, en una carrera contra-reloj y puesta a punto. La amplitud y limpieza de sus
vagones choca con nuestra concepción un tanto cutre de lo público.
Por otro lado, en lo urbano, el suelo de Tokio es tenido como el más caro. Pero también el más vivo y móvil, pues
es capaz de regenerarse como si fuera un vegetal, como ocurrió tras la casi total destrucción de 1923, con un
terremoto devastador que mató a 140.000 personas.
En las ciudades japonesas no es raro el espacio vertical, no por sus grandes rascacielos, sino por la disposición de
los restaurantes uno encima del otro, en bloques de hasta diez pisos, o las salas de fiesta también en vertical, con sus
karaokes y coctelerías… cada oferta se encuentra debidamente expuesta abajo con su fotografía, para que al subir
en el ascensor (el cual te transporta directo a la diversión) nadie se lleve a engaño.
Es impresionante, también, el espacio milimetrado de la agricultura, el perfeccionismo de sus caminos, el
aprovechamiento del suelo, o la sutil manera de trabajar miles de cultivos minoritarios y desconocidos para
nosotros… todo ello muestra que el espacio no puede ser un molde vacío, sino una realidad concreta: en Japón lo
vacío sería la nada. El espacio necesita de sus ingredientes: la geometrización caprichosamente incomprensible de
los campos de té, la adusta disposición de las plantas de azúcar, el aprovechamiento de cada metro en las laderas
imposibles de las montañas, o la agricultura especialísima y recortada de Fukushima, donde hasta los frutos de los
árboles aparecen envueltos en papel de seda. Luego, allí donde acaba dicho espacio rural, aparece nuevamente
milimetrada la franja estructurada del mundo de los pescadores.
Si el suelo es sagrado no puede ser baldío, e incluso cuando al viajero occidental le parece vacío, puede estar ante
un jardín seco, aberrante para nuestra percepción. Todo el suelo del Dragón es suelo sagrado: la isla de Hokkaido es
su cabeza (la más al norte), y está unida a la isla principal del atolón (la isla Honshu) por el túnel submarino más
largo del mundo (nada menos que 60 kilómetros), llamado Seikan. Las desgracias que rodearon a su construcción
fueron achacadas a que dicho túnel había seccionado la cabeza del Dragón.
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El espacio público lo cubre todo: si asciendes al monte Fujiyama con más de 3700 metros, tras su larga caminata de
varios días, puedes encontrarte en la boca del volcán con un buzón de correos, el servicio del cual Japón se siente
más orgulloso. Se dice que sus carteros son capaces de memorizar (casi como algo mágico) los barrios caóticos de
Tokio y de cualquier ciudad, todas ellas sin calles, que se manejan por una ordenación imposible partida en
distritos. Y como son amantes de la repetición, atravesando el territorio con los trenes de Hokkaido puedes ver la
réplica exacta del Monte Fuji en el volcán Rishiri, en la isla homónima, una silueta igual a la más fotografiada de
todas las siluetas, pero de la mitad de altura, una maqueta marina, pues sale del mar y forma parte de un parque
nacional. También parece una maqueta oceánica la bahía de Matsushima donde miles de islas diminutas pueden
albergar un solo árbol, o puedes encontrar algunas tan juntas que podrías saltar de una a otra, unidas por un puente
de tan solo un par de metros: el espacio en Japón parece mostrarse a veces esquemático para una mayor
comprensión del observador.
El espacio material suele crear la costumbre de su uso, por eso la naturaleza volcánica de Japón parece haber creado
la necesidad de los baños públicos, la pasión por los anteriormente citados onsen. Algo que en Occidente es privado
de por sí, el baño, para los japoneses supone un lugar público al que acceden con agrado, una costumbre que
disfrutan de una manera natural. En general en muchos espacios, sean públicos o privados, es obligación
descalzarse, en restaurantes, en las casas y en los templos: es usual cuando llegas a una casa que seas recibido en un
a modo de recibidor pequeño en el que puedes tener una conversación breve pero cordial, hasta que eres invitado a
entrar, en cuyo caso te deberás descalzar. Una vez dentro, como el espacio es creado por el mueble que lo ocupa y
no al revés, es normal que cambiando una mesita aparezca un comedor, o sacando un futón nos encontremos de
pronto ante un improvisado y confortable dormitorio. Nosotros por el contrario estamos habituados a los lugares
fijos, los cuales no nos importa a veces llenar de enseres.
Ya se puede vislumbrar la diferencia entre el espacio público y privado. Este último parece tener menos
importancia que en Occidente. Un ejemplo muy claro de esto es la concepción pública del transporte más
multitudinaria y exquisita que la del coche familiar, que es utilizado infinitamente menos: si puedes atravesar Japón
de punta a punta a trescientos kilómetros por hora, la velocidad de las carreteras está acotada a 60 kilómetros por
hora, máximo, en un alarde de permisividad, exclusivamente pública.
Cuando el tiempo es también público se impregna del toque sagrado. Por eso es inaceptable no contemplar la
puntualidad como estricta regla.
Hoy día las cosas están cambiando, pero cuando algo cambia en Japón se impregna de su tradición, y aunque sea
una innovación deberá aceptar las reglas del alma japonesa. Se ha instalado lo individual, lo creativo, la
competitividad. Es verdad. Incluso puedes encontrar en Tokio algo totalmente inusual: algún hombre que lo ha
perdido todo y ahora es un sin techo, un hombre marcado por la crisis económica de los noventa.
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Parece trastocarse todo, por ejemplo la noción de empleo fijo en la empresa (aparece la flexibilidad laboral),
aparece el aumento de sueldo por méritos, y no por la antigüedad, etc. En general aparece lo individual. Todo ello
ha provocado nuevos movimientos urbanos estéticos e ideológicos que pueden verse en las grandes ciudades.
Vemos jóvenes transgresores y modernos, aunque dicha transgresión es muy peculiar, porque como dije antes lo
nuevo en Japón se impregna de lo tradicional: son transgresores pero sin perder la educación. Por ejemplo, es fácil
encontrar jóvenes disfrazados con trajes de época que parecen estar protestando por algo, hasta que sacan ceniceros
portátiles para no echar la ceniza al ¡suelo público!, al cual siguen considerando sagrado. Su transgresión es
absolutamente privada, y lo individual, si quiere serlo, tendrá que ser con permiso de la tradición, de lo público.
Dichas tribus proliferan a gran velocidad y son muy variadas: paseando por Tokio, por sus distritos de Shibuya o
Roppongi, concretamente, u otros barrios de moda, puedes encontrarte con una Gothic Lolita, o un Otaku (anime y
manga), o un Fashion Victims, Canguros, Cosplayers… etcétera. Todos ellos fueron educados en la escuela
japonesa y por eso puedes verlos dejando en el suelo sus enseres caros con toda tranquilidad, pues saben que en
Japón no hay amigos de lo ajeno. Para que reine el orden en el `nuevo desorden´ hay locales a la carta, en los que
reunirse, por ejemplo locales otaku, o cafés con chicas con estética erótica donde puedan congregarse los manga.
¿Podrá el espacio público japonés perdurar ante el empuje del espacio privado Occidental, que lleva consigo la
ambición personal, y el abandono del trabajo como eje fundamental de la vida, o perdurará la ambición del grupo?
Manuel F. Lorenzo | Ciudad “háptica” versus Ciudad “para la vista” en Juhani Pallasmaa
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Ciudad “háptica” versus Ciudad “para la vista” en Juhani Pallasmaa Manuel F. Lorenzo Universidad de Oviedo
La reflexión sobre la ciudad y la arquitectura ciudadana es uno de los temas de más imperiosa actualidad, no solo
por razones de creciente hacinamiento poblacional, ecológicas o económicas, sino también por razones estéticas y
filosóficas. Sobre todo desde la irrupción de la arquitectura del acero, vidrio y hormigón, llamada moderna, de los
Mies van der Rode, Le Corbusier, etc., que ha evolucionado con fuerza suficiente desde la segunda mitad del
pasado siglo, pasando de un funcionalismo clásico plano y desprovisto de adornos inútiles hacia el giro manierista
de la llamada arquitectura deconstructiva, tipo Frank Gehry, en la que se empieza a retorcer la geometría euclídea
de los edificios curvando o doblando caprichosamente las paredes, o hacia el barroquismo arquitectónico post-
moderno en el que la ornamentación tiende a imponerse por encima de la función.
A su vez, parece anunciarse una nueva crítica a estos coletazos tardo-modernos que ya no trata de retorcerlos
caprichosamente, provocando una deshumanización mayor del arte, como diría Ortega, sino que busca su rechazo y
su superación en una vuelta vitalista a las fuentes humanas esenciales que nos caracterizan de modo trascendental,
no ya como sujetos metafísicamente idealizados y plenamente computerizados, sino como sujetos existenciales,
imperfectos, finitos e imprevisibles, dados en relación con un difícil y siempre peligroso mundo entorno natural,
desde hace millones de años. Dentro de esta nueva crítica destaca con fuerza, en los últimos años, la figura de
Juhani Pallasmaa, un arquitecto finlandés de prestigio internacional que ha iniciado con un pequeño libro, The eyes
of the skin. Architecture and the senses1, bien acogido como lectura necesaria en numerosas escuelas de
arquitectura de todo el mundo, una penetrante crítica a la actual arquitectura predominante en las ciudades más
desarrolladas del planeta, caracterizándola como una arquitectura predominantemente visual, hecha principalmente
para ser mirada. Lo cual implica un predominio de la imagen en esta nueva arquitectura espectáculo que confluye
con la llamada cultura espectáculo, la política orientada a cuidar la imagen de los candidatos, etc., propia de las
llamadas sociedades tardo-modernas.
Este libro de Pallasmaa fue seguido por otros dos libros que continúan y profundizan la crítica a lo que el autor
denomina como “ocular-centrismo” arquitectónico, formando una especie de trilogía. Son los libros: The Thinking
Hand. Existential and Embodied Wisdom in Architecture2 y The Embodied Image. Imagination and Imagery in
1 Juhani Pallasmaa, The eyes of the skin. Architecture and the senses, Academy Editions, London, 1995, and John Wiley & Sons, London, 2005; traducido al español por Moisés Puente y editado como Los ojos de la piel por Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2012, por donde se citará. 2 Juhani Pallasmaa, The Thinking Hand. Existential and Embodied Wisdom in Architecture , John Wiley & Sons, London, 2009; también traducido al español por Moisés Puente y editado como La mano que piensa en Gustavo Gili, Barcelona, 2012, por donde se citará.
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
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Architecture3. El conjunto de los tres libros, repletos de cuidadas ilustraciones fotográficas y concebido por el
propio autor como un tríptico4, puede ser interpretado como formando una estructura que ejemplifica el recorrido
que toda reflexión teórico filosófica debe hacer, según el modelo académico instaurado por Platón en el famoso
Mito de la Caverna: crítica de las apariencias, salida de la caverna buscando el fundamento verdadero y vuelta a la
caverna para reinterpretar las apariencias desde el nuevo punto de vista adquirido con el descubrimiento de la
verdad.
El primer aspecto de crítica de la arquitectura puramente visual de la ciudad “para los ojos” lo aborda Pallasmaa en
Los ojos de la piel. La salida de este mundo engañoso y alienante de la arquitectura que busca impactar con la pura
imaginería la encuentra, en La mano que piensa, regresando a una nueva explicación del conocimiento desarrollada
por filósofos contemporáneos como Heidegger o Merleau-Ponty, Satre o Lakoff que remite al cuerpo y, más
precisamente a las acciones manuales, al heideggeriano “ser a la mano”, como fuente originaria de nuestra relación
inmediata con el mundo. Y el tercer libro, The embodied image, ( “la imagen corporeizada”), trata de reinterpretar
el mundo artístico de la imagen, no de forma visual, substancial y exenta con respecto al resto del cuerpo, sino en su
conexión necesaria con la corporalidad del propio sujeto creador, o del meramente receptor o espectador del arte
que habita la ciudad y sus sofisticados edificios arquitectónicos. Trataremos, en lo que sigue, de exponer esta ida
platónica hasta el fundamento verdadero y su vuelta desde él, realizado por Pallasmaa en su transición, para decirlo
en términos heideggerianos, de la ciudad como un “ser para la vista” (Vorhandensein) a la ciudad como un “ser
para la mano” (Zuhandensein).
Los ojos de la piel o la crítica a la “ciudad para la vista”
Pallasmaa comienza su crítica a la arquitectura ciudadana más extendida y actualmente triunfante en el campo
internacional, poniéndola en conexión con su epistemología subyacente, con su modo de entender nuestra relación
con el mundo, la cual es predominantemente “ocular-centrista”, encontrando en ello la causa principal de las
consecuencias de desarraigo y deshumanización creciente provocadas por dicha arquitectura:
“Creo que muchos aspectos de la patología de la arquitectura corriente actual pueden entenderse mediante
un análisis de la epistemología de los sentidos y una crítica a la tendencia ocular-centrista de nuestra
sociedad en general, y de la arquitectura en particular. La inhumanidad de la arquitectura y la ciudad
contemporánea puede entenderse como consecuencia de nuestro sistema sensorial. Por ejemplo, las
crecientes experiencias de alienación, distanciamiento y soledad en el mundo tecnológico actual pueden
3 Juhani Pallasmaa, The Embodied Image. Imagination and Imagery in Architecture, John Wiley & Sons, London, 2011. 4 “The Embodied Image. Imagination and Imagery in Architecture completes my study on the role of the senses, embodiment and imagination in architectural and artistic perception, thought and making. This interest emerged 15 years ago in my critique of the hegemony of vision and the neglected architectural potential of the other senses entitled The eyes of the skin. Architecture and the senses. This investigation was expanded in The Thinking Hand. Existential and Embodied Wisdom in Architecture to a study on the significance of the eye-hand-mind connection, regrettably undervalued in the pedagogical and professional practices of the computer age” (Pallasmaa, 2011, pág. 5).
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estar relacionadas con cierta patología de los sentidos. Da que pensar que sean justamente los entornos más
avanzados tecnológicamente, como los hospitales o los aeropuertos, los que a menudo generan esta
sensación de distanciamiento y de indiferencia. El dominio del ojo y la eliminación del resto de los
sentidos tiende a empujarnos hacia el distanciamiento, el aislamiento y la exterioridad. Sin duda, el arte del
ojo ha producido edificios imponentes y dignos de reflexión, pero no ha facilitado el arraigo humano en el
mundo. El hecho de que, generalmente, el lenguaje del movimiento moderno no haya sido capaz de
penetrar la superficie del gusto y de los valores populares parece deberse a su énfasis intelectual y visual
unilateral; en general, el proyecto moderno ha albergado el intelecto y el ojo, pero ha dejado sin hogar al
cuerpo y al resto de sentidos, así como a nuestros recuerdos, nuestros sueños y nuestra imaginación”
(Pallasmaa, 2012a, pág. 18-19).
El “ocular-centrismo”, que Pallasmaa denuncia en la arquitectura ciudadana más moderna, guarda una profunda
conexión con el desarrollo del propio pensamiento filosófico occidental, como pone de manifiesto ocasionalmente
el propio autor. En tal sentido, Pallasmaa no es un arquitecto al uso, sino que posee una cultura filosófica notable
que le permite plantear con suma agudeza la conexión entre los modelos de la arquitectura visual ciudadana actual
con una determinada concepción filosófica del conocimiento humano que se remontá a la metafísica griega: la
concepción platónica que eleva la intuición de las Ideas como actos puramente visuales de un alma encerrada en el
cuerpo como en una cárcel inhóspita. Así, escribe Pallasmaa (2012a, pág. 15):
“En la cultura occidental, la vista ha sido considerada históricamente como el más noble de los sentidos y
el propio pensamiento se ha considerado en términos visuales. Ya en la Grecia clásica, el pensamiento se
basaba con seguridad en la vista y en la visibilidad. «Los ojos son testigos más exactos que los oídos»,
escribía Heráclito en sus fragmentos. Platón consideraba la vista como el mayor don de la humanidad, e
insistía en que los universales éticos deben ser accesibles al «ojo de la mente». Asimismo, Aristóteles
consideraba la vista como el más noble de los sentidos «porque aproxima más al intelecto en virtud de la
inmaterialidad relativa de su saber»”.
Pero en la propia filosofía occidental se ha producido, en los últimos dos siglos una crítica de este predominio de la
vista como una crítica al idealismo moderno por sus consecuencias alienantes y mistificadoras. Pallasmaa se remite
al Nietzsche de la Voluntad de poder como el filósofo que “intentó subvertir la autoridad del pensamiento ocular”
(2012a, pág. 19), en tanto reivindica el cuerpo y los otros sentidos hacia los cuales el cristianismo habría mantenido
una ciega hostilidad, el “odio al cuerpo” del que habla Max Scheler. Recuerda la hostilidad hacia el sentido de la
vista de Sartre en su preocupación obsesiva por la “mirada objetivadora del otro” y la crítica de Merleau-Ponty al
“régimen cartesiano perspectivo escópico” propio de un sujeto des-corporalizado y ajeno al mundo (2012a, pág. 20)
y su propuesta filosófica alternativa de un sujeto in-corporado en la “carne del mundo”. También, por supuesto, a
Heidegger, quien definió, en “La época de la imagen del mundo” (1938), la concepción del mundo como imagen
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como el acontecimiento más característico de la modernidad, así como las implicaciones nihilistas propias del
ocular-centrismo:
“En opinión de Heidegger, la hegemonía de la vista en un primer momento suscitó visiones gloriosas, pero
se fue volviendo cada vez más nihilista en los tiempos modernos. La observación de Heidegger sobre el
ojo nihilista da mucho sobre lo que reflexionar hoy en día; muchos de los proyectos arquitectónicos de los
últimos veinte años, célebres gracias a la prensa especializada internacional, expresan tanto narcisismo
como nihilismo.
El ojo hegemónico trata de dominar todos los campos de la producción cultural y parece debilitar nuestra
capacidad para la empatía, la compasión y la participación en el mundo. El ojo narcisista ve la arquitectura
sólo como un medio de autoexpresión y como un juego intelectual y artístico separado de las conexiones
mentales y sociales fundamentales, mientras que el ojo nihilista adelanta deliberadamente la distancia
sensorial y mental y la alienación. En lugar de reforzar la experiencia centrada en el cuerpo y la
experiencia integrada en el mundo, la arquitectura nihilista separa y aísla el cuerpo; en lugar de intentar
reconstruir un orden cultural, hace imposible una lectura de la significación colectiva. El mundo se
convierte en un viaje visual hedonista carente de significado. Queda claro que sólo el sentido de la vista,
que se distancia y separa, posibilita una postura nihilista; es imposible pensar, por ejemplo, en un sentido
nihilista del tacto, dada la inevitable cercanía, intimidad, veracidad e identificación que conlleva. Existe
igualmente un ojo sadomasoquista y también pueden identificarse sus instrumentos en el ámbito de las
artes y de la arquitectura contemporáneas” (Pallasmaa, 2012a, pág. 22-23).
Pallasmaa, siguiendo a Michel Certeau, habla de un “crecimiento canceroso” de este narcisismo visual dominante
extendido por influyentes órganos del tejido social como la televisión, los periódicos, la publicidad, el marketing,
etc. Pero es en la propia historia de la arquitectura moderna donde se puede observar una ruptura con la arquitectura
tradicional y milenaria:
“Es evidente que la arquitectura de las culturas tradicionales también está conectada con el saber tácito del
cuerpo en lugar de estar dominada visual y conceptualmente. En las culturas tradicionales la construcción
está guiada por el cuerpo de la misma manera que un pájaro conforma su nido mediante sus propios
movimientos. Las arquitecturas indígenas de arcilla y barro que se dan en varias partes del mundo parecen
haber nacido de sentidos musculares y hápticos más que del ojo. Incluso podemos identificar la transición
de la construcción indígena del mundo háptico al control de la visión como una pérdida de plasticidad e
intimidad, y del sentido de la fusión total característica de los asentamientos de las culturas indígenas”
(Pallasmaa, 2012a, pág. 25).
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El cambio fundamental en la arquitectura occidental, según Pallasmaa, se produjo en el Renacimiento, aunque ya
en la arquitectura griega hubo cierto predominio de la vista, pero no separado todavía del resto de los sentidos por
la materialidad y la sensación de peso, principalmente. No obstante, tampoco en el Renacimiento se produce
todavía el salto decidido hacia el “ocular centrismo” aunque se sigue avanzando en tal dirección:
“La teoría de la arquitectura occidental desde Leon Battista Alberti ha tratado fundamentalmente de temas
de percepción visual, armonía y proporción. La sentencia de Alberti de que ‘la pintura no es más que la
intersección de la pirámide visual de acuerdo con una distancia dada, un centro fijo y cierta iluminación’
traza el paradigma perspectivista que también pasó a ser el instrumento del pensamiento arquitectónico. De
nuevo, debe hacerse hincapié en que centrarse conscientemente en los mecanismos de la vista no dio
automáticamente como resultado el rechazo firme e intencionado del resto de los sentidos antes de nuestra
era de la imagen visual omnipresente” (Pallasmaa, 2012a, pág. 26).
Fue necesario que apareciese en la modernidad la Idea de un homúnculo cartesiano, un observador sustancialmente
“mental” e incorpóreo. Sólo entonces, escribe Pallasmaa (2012a, pág. 26), “el observador pasa a desprenderse de
una relación corpórea con el entorno a través de la supresión del resto de los sentidos, en concreto mediante las
extensiones tecnológicas del ojo y la proliferación de imágenes”. Pero, esto ocurre ya decididamente en los
fundadores del movimiento arquitectónico moderno, en Walter Gropius o Le Corbusier:
“Las proclamas de Le Corbusier –tales como ‘Yo no existo en la vida sino a condición de ver’, ‘Soy y seré
un visual impenitente; todo se encuentra en lo visual’; ‘Sólo se necesita ver claramente para entender’; ‘Te
ruego a que abras bien los ojos. ¿Abres los ojos? ¿Estás acostumbrado a abrir los ojos? ¿Sabes abrir los
ojos, los abres a menudo, siempre y bien?’; ‘El hombre mira la creación de arquitectura con sus ojos, que
están a 170 centímetros del suelo’; y ‘La arquitectura es cosa plástica. La plástica es aquello que se ve y se
mide con los ojos’ –manifiestan claramente el privilegio del ojo en la teoría de los primeros modernos”
(Pallasmaa, 2012a, pág. 26).
Este nuevo paradigma arquitectónico de la modernidad se ha trasladado, desde entonces, a la propia planificación
de nuestras ciudades contemporáneas:
“Con igual claridad, el paradigma visual es la condición imperante en la planificación de la ciudades,
desde las plantas de ciudades ideales del renacimiento hasta los principios funcionalistas de la zonificación
y el planeamiento que reflejan la «higiene de lo óptico». En concreto, la ciudad contemporánea es cada vez
más la ciudad del ojo, separada del cuerpo mediante rápidos movimientos motorizados o mediante su
comprensión global aérea desde un avión. Los procesos de planeamiento han favorecido al ojo idealizado y
cartesianamente incorpóreo del control y del distanciamiento; las plantas de las ciudades son visiones
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altamente idealizadas y esquemáticas vistas a través de le regard surlombant (la vista desde arriba), tal
como la definió Jean Starobinski, o a través del «ojo de la mente» de Platón” (Pallasmaa, 2012a, pág. 28-
29).
Pallasmaa culmina, en definitiva, su crítica al “ocular-centrismo” dominante en la arquitectura ciudadana con un
decidido diagnóstico que la condena y la hace alienante: el desprecio del resto de los sentidos corporales en
beneficio exclusivo de la vista, lo que conduce al desprecio de la corporeidad misma con la creación de un mundo
virtual y fantasmagórico en el que solo puede morar un sujeto incorpóreo, descarnalizado que solo contempla sin
tocar ni ser tocado:
“El sesgo ocular nunca ha sido tan manifiesto en el arte de la arquitectura como en los últimos treinta años,
en los que ha predominado un tipo de arquitectura que apunta hacia una imagen visual llamativa y
memorable. En lugar de una experiencia plástica y espacial con una base existencial, la arquitectura ha
adoptado la estrategia psicológica de la publicidad y de la persuasión instantánea; los edificios se han
convertido en productos-imagen separados de la profundidad y de la sinceridad existencial (…). Como
consecuencia de la avalancha actual de imágenes, la arquitectura de nuestro tiempo aparece a menudo
como un simple arte retiniano del ojo, completando con ello un círculo epistemológico que comenzó en la
arquitectura y el pensamiento griegos. Pero el cambio va más allá del simple predominio físico; en lugar de
ser un encuentro situacional y corporal, la arquitectura se ha convertido en un arte de la imagen impresa y
fijada por el apresurado ojo de la cámara fotográfica. En nuestra cultura de imágenes, la propia mirada se
aplana en una de ellas y pierde su plasticidad. En lugar de experimentar nuestro ser-en-el-mundo, lo
contemplamos desde afuera como espectadores de imágenes proyectadas sobre la superficie de la retina.
(….) A medida que los edificios pierden su plasticidad y sus lazos con el lenguaje y la sabiduría del
cuerpo, se aíslan en el terreno frío y distante de la visión. Con la pérdida de la tactilidad, las dimensiones y
los detalles fabricados para el cuerpo humano –y particularmente por la mano-, los edificios pasan a ser
repulsivamente planos, de bordes afilados, inmateriales e irreales. El distanciamiento de la construcción de
las realidades de la materia y del oficio convierte aún más las obras arquitectónicas en decorados para el
ojo, en una escenografía vaciada de la autenticidad de la materia y de la construcción. Se ha perdido el
sentido del «aura», la autoridad de la presencia, lo que Walter Benjamin cree una cualidad necesaria para
una auténtica obra de arte. Estos productos de tecnología instrumentalizada ocultan sus procesos de
construcción, mostrándose como apariciones fantasmagóricas. El creciente uso del vidrio reflectante en la
arquitectura refuerza la sensación de ensueño, de irrealidad y de alienación. La transparencia
paradójicamente opaca de estos edificios hace que la mirada rebote sin quedar afectada ni conmoverse:
somos incapaces de ver o de imaginar la vida detrás de esas paredes. El espejo arquitectónico, que hace
rebotar nuestra mirada y duplica el mundo, es un dispositivo enigmático y aterrador” (Pallasmaa, 2012a,
pág. 29-30).
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Pero queda una esperanza en la lucha contra el aterrador ocular-centrismo contemporáneo. Pallasmaa la rastrea ya
en la pintura barroca que introduce las escenas y los objetos cotidianos que se empiezan a salir de los límites
visuales marcados por lo que él llama la “ventana de Alberti”, por ejemplo en la pintura holandesa, -o la española,
añadiríamos por nuestra cuenta-, del siglo XVII, que explora enfoques tenues o desdibujados, las múltiples
perspectivas, etc. Como es bien conocido estos procedimientos barrocos son llevados al límite de la maestría en las
famosas Meninas de Velázquez, que invitan al cuerpo a desplazarse operatoriamente para asumir los diferentes
puntos de vista. Comienza, con ella, cierta liberación del privilegio ocular que se incrementará en el arte moderno
de vanguardia:
“Una línea fundamental en la evolución de la modernidad ha sido la liberación del ojo de la epistemología
perspectívica cartesiana. Los cuadros de J.M.William Turner prosiguen con la eliminación del encuadre de
la imagen y la posición estratégica que arrancó en la época barroca; los impresionistas abandonan la línea
fronteriza, el encuadre equilibrado y la profundidad de la perspectiva; Paul Cézanne aspira a ‘hacer visible
cómo nos toca el mundo’; los cubistas abandonan el punto focal único, reactivando la visión periférica y
refuerzan la experiencia háptica, mientras que los pintores coloristas rechazan la profundidad ilusoria para
reforzar la presencia de la propia pintura como un artefacto icónico y una realidad autónoma. Los land-
artistas fusionan la realidad de la obra con la del mundo vivido y, finalmente, artistas como Richard Serra
dirigen directamente el cuerpo, así como nuestras experiencias de la horizontalidad y la verticalidad, la
materialidad, gravedad y peso” (Pallasmaa, 2012a, pág. 34).
En el campo de la arquitectura moderna, Pallasmaa se remite como revalorizadores de esta especie de contra-cultura
que reivindica los valores de todo el cuerpo, frente a los meramente visuales, a “la arquitectura cinestética y textual
de Frank Lloyd Wright, los edificios musculares y táctiles de Alvar Aalto y la arquitectura de geometría y gravitas
de Louis I. Kahn” (Pallasmaa, 2012a, pág. 34).
En la segunda parte del libro, Pallasmaa trata de reivindicar el papel reequilibrador de este exceso de visualización
de la arquitectura en la consideración de una experiencia multi-sensorial centrada en el cuerpo:
“Yo enfrento la ciudad con mi cuerpo; mis piernas miden la longitud de los soportales y la anchura de la
plaza; mi mirada proyecta inconscientemente mi cuerpo sobre la fachada de la catedral, donde deambula
por las molduras y los contornos, sintiendo el tamaño de los entrantes y salientes; el peso de mi cuerpo se
encuentra con la masa de la puerta de la catedral y mi mano agarra el tirador de la puerta al entrar en el
oscuro vacio que hay detrás. Me siento a mí mismo en la ciudad y la ciudad existe a través de mi
experiencia encarnada. La ciudad y mi cuerpo se complementan y se definen el uno al otro: Habito en la
ciudad y la ciudad habita en mí” (Pallasmaa, 2012a, pág. 41-42).
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El cuerpo está compuesto, como organismo, de múltiples sistemas sensitivos, que tienen que ver con el ojo, el oído,
la nariz, la piel, la lengua, el esqueleto y el músculo. Pallasmaa irá tratando, en esta segunda parte del libro, la
relación de estos sentidos con la experiencia estética, analizando las relaciones de tales sentidos con la arquitectura
de las sombras: “¡Cuánto más misteriosa y atrayente es la calle de una ciudad antigua con sus dominios alternos de
oscuridad y de luz que las intensas y uniformemente iluminadas calles actuales!” (Pallasmaa, 2012a, pág. 49). O en
relación con el oído:
“Toda ciudad tiene su propio eco que depende del trazado y escala de sus calles y de los estilos y
materiales arquitectónicos preponderantes. El eco de una ciudad renacentista difiere del de una barroca.
Pero nuestras ciudades han perdido su eco por completo. Los espacios amplios y abiertos de las calles
contemporáneas no devuelven el sonido, y en los interiores de los edificios actuales los ecos se absorben y
se censuran. La música grabada y programada de los centros comerciales y de los espacios públicos
elimina la posibilidad de captar el volumen acústico del espacio. Nuestros oídos han sido cegados”
(Pallasmaa, 2012a, pág. 52).
Con respecto al olfato y al gusto, Pallasmaa (2012a, pág. 56) escribe lo siguiente:
“Un placer especial del viaje es familiarizarse con una geografía y un microcosmos de olores y sabores.
Cada ciudad tiene su gama de sabores y de olores. Los mostradores de los vendedores callejeros son
exhibiciones apetitosas de olores: criaturas del océano que huelen a alga, verduras cargadas de olor a tierra
fértil y frutas que emanan la dulce fragancia del sol y del aire húmedo de verano: Los menús expuestos en
el exterior de los restaurantes hacen que fantaseemos con todos los platos de una cena; las letras que leen
los ojos se convierten en sensaciones orales”
Y, finalmente, con respecto al tacto:
“La piel lee la textura, el peso, la densidad y la temperatura de la materia. La superficie de un objeto viejo,
pulido hasta la perfección por la herramienta del artesano y las manos diligentes de los usuarios, seduce a
la caricia de la mano. Es un placer apretar un pomo de una puerta que brilla por las miles de manos que
han cruzado aquella puerta antes que nosotros; el limpio resplandor del desgaste se ha convertido en una
imagen de bienvenida y hospitalidad. El tirador de la puerta es el apretón de manos del edificio”
(Pallasmaa, 2012a, pág. 58).
Pero todos estos sentidos son, como nos recuerda el autor, evolutivamente hablando, extensiones del sentido del
tacto. Por eso Pallasmaa amplía en su siguiente libro, con más detenimiento, su análisis de la hápticidad táctil, el
cual lo conducirá al descubrimiento del papel trascendental de las manos, tanto desde el punto de vista
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epistemológico como del artístico.
La mano que piensa, como nuevo fundamento cultural
En La mano que piensa, Pallasmaa se centra en el análisis de la mano humana y su papel, que ha devenido
trascendental por sus consecuencias evolutivas, en el desarrollo de las habilidades, la inteligencia y el desarrollo de
la entera cultura humana. Comienza su libro con una crítica del persistente dualismo cartesiano, que había
denunciado en el libro anterior en la arquitectura ciudadana, pero ahora remitiéndola a la cultura consumista
occidental:
“La cultura consumista occidental continúa proyectando una doble actitud respecto al cuerpo humano. Por
un lado existe un culto al cuerpo obsesivamente estetizado y erotizado, pero, por el otro, se celebran de la
misma manera la inteligencia y la capacidad creativa como algo completamente separado, e incluso como
cualidades individuales exclusivas. En ambos casos, cuerpo y mente se entienden como entidades no
relacionadas que no constituyen una unidad integrada. Esta separación se ve reflejada en la estricta
división de las actividades y del trabajo humano en categorías físicas e intelectuales. Se considera el
cuerpo como un medio de identidad y presentación del yo, al tiempo que un instrumento de atractivo social
y sexual. Sin embargo, su importancia se entiende simplemente en su esencia física y psicológica, pero se
infravalora y desatiende su papel como la base misma de la existencia y del conocimiento corporales, así
como de la comprensión total de la condición humana” (Pallasmaa, 2012b, pág. 7).
Pues, a pesar de todo nuestro desarrollo industrial y científico-tecnológico “… seguimos viviendo en nuestros
cuerpos de la misma forma en que habitamos nuestras casas, porque, tristemente, hemos olvidado que no vivimos
en nuestros cuerpos, sino que somos constituciones corporales en nosotros mismos. La corporeidad no es una
experiencia secundaria; la existencia humana es fundamentalmente un estado corporal” (Pallasmaa, 2012b, pág. 8-
9). Pero el órgano que destaca en el cuerpo por ser, más que un mero órgano meramente instrumental, un órgano
único y personal, revelador muchas veces de la actividad profesional propia del que las posee, es la mano:
“Consideramos la mano como un miembro banal y evidente de nuestro cuerpo, pero de hecho se trata de
un instrumento de precisión prodigioso que parece tener su propio entendimiento, su voluntad y sus
deseos. A menudo incluso parece ser tanto el origen como la expresión del placer y de la emoción. Los
movimientos y los gestos de la mano son expresiones del carácter de la persona en la misma medida que lo
son la cara y los rasgos corporales. Las manos también tiene sus características y rasgos únicos; tienen una
personalidad propia. Incluso revelan la ocupación y el oficio de alguien; pensemos en las robustas manos
de un trabajador de la siderurgia o de un herrero, las manos mutiladas de un ebanista, las manos de un
zapatero, encallecidas y agrietadas por el manejo de las sustancias propias del oficio, las manos que hablan
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elocuentemente de un artista de la pantomima, o las delicadas, absolutamente precisas y rápidas manos de
un cirujano, un pianista o un mago. Las manos son órganos genéricos característicos del homo sapiens,
pero al mismo tiempo son elementos únicos” (Pallasmaa, 2012b, pág. 25).
Todo esto es algo que se está poniendo de relieve en las últimas décadas. Pues la reflexión científica sobre la mano
es muy reciente y en ella se trasluce una trascendencia no percibida por la superficial anatomía clásica. Pallasmaa se
remite al fundamental estudio sobre la evolución y el significado de la mano del neurólogo norteamericano Frank
R. Wilson, The hand: How its use shape the brain, language and human culture. En dicho libro se hace más
complejo el estudio de la mano al contemplarla, añadiendo a la visión anatómica clásica la visión de la mano como
parte de una grúa que hace la llamada anatomía biomecánica y la consideración de sus prolongaciones por los
nervios que gobiernan sus movimientos hasta el cerebro, como hace la anatomía psicológica y funcional (Wilson,
1998). En base a ello Pallasmaa (2012b, pág. 33) escribe:
“Las recientes investigaciones y teorías antropológicas y médicas incluso otorgan a la mano un papel
fundamental en la evolución de la inteligencia humana, del lenguaje y del pensamiento simbólico. La
fascinante capacidad motriz y de aprendizaje y las funciones aparentemente independientes de la mano
puede que no sean resultado del desarrollo de la capacidad cerebral humana, tal como tendemos a pensar,
sino que la extraordinaria evolución del cerebro humano bien puede haber sido una consecuencia de la
evolución de la mano. Como Marjorie O’Rourke Boyle observa: «Aristóteles se equivocaba al afirmar que
los humanos tenían manos porque eran inteligentes; quizás Anaxágoras estuviera más acertado al sostener
que los humanos eran inteligentes porque tenían manos»”5.
El propio lenguaje simbólico o gestual, que precedió al lenguaje articulado hablado, parece haber surgido con el uso
y diseño de las herramientas posibilitado en una forma nunca antes vista a partir de los australopithecus, como la
famosa Lucy, y del denominado homo habilis:
“Las teorías actuales que sugieren que el lenguaje se originó en la primitiva fabricación colectiva y uso de
herramientas implican que incluso el desarrollo del lenguaje está ligado a la evolución conjunta de la mano
y del cerebro. Frank R. Wilson sostiene con firmeza: «Es prácticamente una certidumbre que la estructura
social compleja –y el lenguaje- se desarrolló gradualmente junto a la expansión de un diseño, una
manufactura y un uso de herramientas altamente elaborados». El posterior refinamiento de la mano
condujo al posterior desarrollo de los circuitos del cerebro” (Pallasmaa, 2012b, pág. 36).
Asimismo, la gestualidad manual, capaz de desarrollar un sistema de signos articulados, como se comprueba hoy
5 En una línea convergente, venimos desarrollando, en la Universidad de Oviedo, una reflexión filosófica sobre las habilidades corporales y en especial sobre la habilidad manual, que denominamos “Pensamiento Hábil” o “Filosofía de la razón manual” (http://www.manuelflorenzo.webs.tl).
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mismo con el lenguaje de los sordo-mudos, estaría en el origen del lenguaje:
“Existen teorías que consideran el gesto humano como la primera fase evolutiva hacia el lenguaje escrito y
hablado. Sin duda, la fuerza emotiva, la inmediatez, la universalidad y la naturaleza articulada de la
expresión gestual reflejan una unidad de la constitución humana, así como la estrecha conexión entre la
mente y la mano. […] Sir Richard Paget, quien desarrolló un lenguaje de signos universal en 1939, estimó
que mediante la combinación de diferentes movimientos posturales del brazo, el antebrazo, la muñeca y los
dedos era factible producir la asombrosa cantidad de 700.000 signos elementales diferentes; según sus
cálculos, bastaba con quinientos o seiscientos para construir el vocabulario de su «nuevo lenguaje de
signos». Esta estimación hace que la mano sea abrumadoramente más versátil que la boca y la
sorprendente comprensión de este hecho parece abrir inmensas posibilidades para la comunicación
gestual” (Pallasmaa, 2012b, pág. 44 y 46).
Pero también la mano, continúa Pallasmaa, ha sido fecunda en la creación de significados simbólicos artísticos y
culturales, como la mano que aparece en los amuletos, en las ceremonias de saludo, en la imposición mágica de
manos, o la bendición, la oración, el “estar a la derecha” del Padre, el tener “mano izquierda”, el gesto de “lavarse
las manos”, la quiromancia, las manos tatuadas o con anillos y brazaletes que denotan el estar casado o la
pertenencia a una clase, etc.
Pallasmaa, teniendo en cuenta todo esto, se centra en la mayor parte de su libro en la relación de la mano con la
creación artística plástica. En relación con los utensilios utilizados manualmente en la actividad artística, señala
que, lejos de ser un mero adminículo añadido a la mano, son verdaderos nuevos órganos que, al fusionarse con la
mano, multiplican y aumentan su capacidad corpórea operatoria:
“La herramienta es una extensión y una especialización de la mano que altera sus posibilidades y
capacidades naturales. Cuando se utiliza un hacha o un cuchillo, el usuario diestro no piensa en la mano y
en la herramienta como entidades diferentes y separadas; la herramienta se ha desarrollado para ser parte
de la mano, se ha transformado en una especie de órgano totalmente nuevo, una mano-herramienta. El
filósofo Michel Serres describe elocuentemente esta unión perfecta entre un elemento animado y otro
inanimado: «La mano ya no es una mano cuando agarra el martillo, es el matillo mismo, que ya no es un
martillo, sino que vuela transparente entre el martillo y el clavo, desaparece y se disuelve; mi propia mano
se ha dado a la fuga cuando escribo. La mano y el pensamiento, como la lengua, desaparecen en sus
determinaciones»” (Pallasmaa, 2012b, pág. 51).
Las propias herramientas son impensables sin la mano humana:
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“Las grandes herramientas están directamente moldeadas por la mano y su acción. Las herramientas
básicas –el cuchillo, el martillo, el hacha, la sierra, el cepillo de carpintero, etc.- han sido refinadas con el
transcurso de los siglos y van más allá de la mejora efectuada por cualquier diseñador guiado por ideas
intelectualizadas acerca de la función y la belleza. (…) Las herramientas poseen una belleza especial e
incuestionable, una belleza ocasionada por causalidades absolutas en lugar de ser la materialización de una
idea estética. Incluso los utensilios de piedra más primitivos expresan su uso en el asir de la mano y
transmiten el incuestionable placer de su funcionalidad y su funcionamiento perfectos. La belleza de las
herramientas refleja el mismo placer de inevitabilidad en tanto que criaturas vivientes; de hecho, poseen la
belleza propia de la mano, la más perfecta de todas las herramientas” (Pallasmaa, 2012b, pág. 52).
Pallasmaa explora, desde esta perspectiva, a lo largo del libro, el papel de la mano en la artesanía, en el dibujo
pictórico y en la propia arquitectura. En esta última, la creación de la imagen o diseño previo de los edificios
incorpora, en las últimas décadas, sofisticados instrumentos en los que prima la visualidad, como los ordenadores.
Aquí se pone de relieve que las herramientas no son enteramente neutrales o inocentes, pues “sostener que para
dibujar un proyecto de arquitectura, el carboncillo, el lápiz, el rótring y el ratón del ordenador son equivalentes e
intercambiables es entender de un modo completamente erróneo la esencia de la unión de la mano, la herramienta y
la mente” (Pallasmaa, 2012b, pág. 54). Y más adelante añade:
“… incluso en la era del diseño asistido por ordenador y del modelado virtual, las maquetas físicas
constituyen una ayuda incomparable en el proceso proyectual del arquitecto o del diseñador. La maqueta
tridimensional habla a la mano y al cuerpo de un modo tan potente como al ojo, y su propio proceso de
construcción simula el proceso de construcción real” (Pallasmaa, 2012b, pág. 61).
Pero, en las últimas décadas, la enseñanza en las escuelas de arquitectura ha sido dominada por el “ocular-
centrismo”:
“… durante las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, el énfasis intelectual en la enseñanza de la
arquitectura y la creciente distancia práctica y mental en el estudio del arquitecto y la obra han debilitado
decididamente la esencia artesanal del trabajo del arquitecto. En la actualidad, el arquitecto normalmente
trabaja desde la distancia del estudio de arquitectura, mediante dibujos y especificaciones escritas, de un
modo muy similar a como trabaja un abogado, en lugar de estar inmerso directamente en el material y en
los procesos físicos de producción. Además, la creciente especialización y división del trabajo dentro de la
propia práctica arquitectónica han fragmentado la entidad tradicional de la identidad propia del arquitecto,
del proceso de trabajo y del resultado final. Finalmente, el uso del ordenador ha roto la conexión sensual y
táctil entre la imaginación y el objeto diseñado” (Pallasmaa, 2012b, pág. 73-74).
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Frente a ello, Pallasmaa propone reformar la enseñanza en dichas escuelas rescatando el papel que las manos tienen
en la creación de la imagen, abandonado en relación con el “mentalismo” de la pura visión virtual:
“En la colaboración que he mantenido con pintores, escultores y artesanos a lo largo de cuatro décadas, he
aprendido a admirar su capacidad para captar las esencias de las cosas a través de sus manos y sus cuerpos
y a través de su entendimiento existencial no conceptualizado, más que a través de sus análisis
intelectuales y verbales. Ellos confían en la sabiduría silenciosa del cuerpo y de la mano. También he
tenido la oportunidad de observar que la mano y el cuerpo producen ideas claramente diferentes que las de
la cabeza. Estas últimas tienden a ser ideas conceptuales, intelectuales y geometrizadas, mientras que las
primeras normalmente proyectan una espontaneidad, una sensualidad y una tactilidad. Las manos registran
y miden el pulso de la realidad vivida” (Pallasmaa, 2012b, pág. 132).
Es ahora, después de las críticas hacia la arquitectura de la imagen puramente visual, cuando Pallasmaa está en
condiciones de regresar, al modo platónico, a la caverna del mundo de las imágenes para corregir su falsedad
proponiendo la creación de nuevas imágenes desde el punto de vista del cuerpo, de la mano, de la hapticidad que
constituyan una ciudad más verdaderamente humana:
“La habilidad de imaginar y soñar despierto es seguramente la más humana y esencial de todas nuestras
capacidades mentales. Quizás, después de todo, somos humanos no gracias a nuestras manos o nuestra
inteligencia, sino gracias a nuestra capacidad de imaginar. En definitiva, no utilizaríamos nuestras manos
de un modo significativo sin ser capaces de imaginar el resultado de nuestra acción. (…) No obstante, la
invasión de imágenes excesivas, no jerárquicas y carentes de significado en nuestra cultura actual –«una
lluvia interminable de imágenes», en palabras de Italo Calvino- aplasta el mundo de nuestra imaginación.
No queda espacio para la imaginación, puesto que todo lo imaginable ya está ahí. (…) Asimismo siento
que la imaginación arquitectónica actual, asistida y favorecida por el ordenador, está produciendo
demasiada ficción arquitectónica y en su lugar necesitamos una «arquitectura de la realidad»,
parafraseando el título del libro de Michael Benedikt. Ya añoramos una arquitectura que nos devuelva a las
realidades concretas de nuestro mundo físico y material. No se trata de una añoranza sentimental por un
mundo perdido, sino por un mundo que vuelve a vitalizarse y erotizarse, por una arquitectura que nos haga
experimentar el mundo en lugar de sí misma” (Pallasmaa, 2012b, pág. 149).
Regreso a la caverna: The Embodied Image
El tercer libro de Pallasmaa, The Embodied Image. Imagination and Imagery in Architecture, que culmina el
tríptico del que hablábamos al principio, trata exclusivamente de la producción de imágenes en la arquitectura
ciudadana actual. Como vimos, después del rechazo y crítica de la imaginería ocular-centrista que propicia la salida
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de tan engañoso mundo, propio de la caverna platónica, y el descubrimiento de la hápticidad manual cual nuevo
“Sol” platónico revelador de nuestra verdadera condición humana, Pallasmaa está ahora en condiciones de
desarrollar un nuevo punto de vista liberador. Dicho punto de vista se sustancia en la propuesta sistemática de
construir una nueva imagen de la ciudad, una imagen corporeizada (embodied image) que no pierda su
enraizamiento existencial en la hapticidad manual. Como escribe el propio autor:
“Este libro fue escrito en la creencia de que nosotros mismos podemos liberarnos y sensibilizarnos por
medio de un entendimiento del mundo re-poetizado y re-mitificado y que la imaginación humana es
autónoma, auto-generadora y sin límite. Resulta esperanzador que durante las pocas décadas pasadas la
imaginería científica parece haberse acercado a la imaginería poética y viceversa. Vivimos en un mundo –
o mundos- de nuestra propia factura y el futuro de la humanidad permanece enteramente en nuestra
capacidad de imaginar. Los capítulos que siguen analizan la esencia de la imagen mental y de la
imaginación y sugieren vías por las que podemos transitar volviendo a enraizar el arte arquitectónico en su
suelo existencial”6.
Para ello, el autor lleva a cabo, en el primer capítulo, un análisis de la hegemonía de la imagen en la cultura
contemporánea, en el que repite su diagnóstico del predominio del ocular-centrismo en la publicidad, el
embotamiento y pérdida de la imaginación, en la arquitectura espectáculo, etc., con la consecuente pérdida del
sentido de realidad. En el capítulo segundo encontramos un análisis de la relación entre las imágenes, el lenguaje y
el pensamiento a la luz de nuevos conocimientos como los aportados, por ejemplo, por lingüistas como George
Lakoff con su revalorización del papel del cuerpo en la formación de las imágenes metafóricas en nuestra forma de
pensar (Lakoff y Johnson, 1999), o los avances de la neurología en la localización de las funciones cerebrales
conectadas con las imágenes verbales o plásticas:
“Las relaciones e interacciones entre imaginería y lenguaje, percepción y pensamiento, son fundamentales
para el entendimiento de la creatividad y de la mente humana. En el pasado los prevalecientes puntos de
vista lingüísticos desatendieron el papel de las imágenes. No obstante, durante las últimas décadas,
experimentos psicológicos y psico-lingüisticos han revelado y probado el papel crucial de las imágenes
mentales o de las representaciones neuronales en el lenguaje y el pensamiento. Estos puntos de vista tienen
un significado crucial especialmente en las filosofías y metodologías educativas” (Pallasmaa, 2011, pág.
26).
El capítulo tercero, el más extenso del libro, aborda los múltiples tipos de imágenes (imágenes de la materia, multi-
sensoriales, condensadas, arquetípicas, inconscientes, metafóricas, empatizantes, incompletas, ilusorias, icónicas,
épicas, cosmo-poéticas, etc.) tratando de comprender lo que ocurre realmente en el proceso de imaginación,
6 Pallasmaa, 2011, pág. 34. La traducción, de este texto y de los siguientes, es nuestra.
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especialmente cuando lo contemplamos desde la nueva perspectiva manual corporal, es decir, desde la nueva
perspectiva de análisis conseguida con la noción de una imagen vivida y enraizada en el cuerpo (“the lived and
embodied image”):
“La noción de imagen se asocia comúnmente a un retrato (picture) o representación visual
esquematizada. Incluso en nuestra vida mental desarrollamos constantemente imágenes mentales o
imaginarias. La decisiva facultad de la imagen es su capacidad mágica para mediar entre lo físico y lo
mental, lo imaginario y lo percibido, lo real y lo afectivo. Las imágenes poéticas, en particular, son
corporeizadas (embodied) y vividas como parte de nuestro mundo existencial y de nuestro sentido del yo.
Imágenes, arquetipos y metáforas estructuran nuestras percepciones, pensamientos y sentimientos y son
capaces de comunicar mensajes de tiempos pasados como también de mediar narrativas épicas de destino y
vida humana” (Pallasmaa, 2011, pág. 40).
El capítulo cuarto trata de llevar a cabo una anatomía de la imagen poética o creadora considerando que en tales
imágenes coexisten simultáneamente dos realidades, la física y la “irreal” provocada por la imaginación. En tal
sentido, según Pallasmaa, es necesario tener siempre presente esta dualidad sin reducir la experiencia artística a
algo meramente físico o visual. Por ello:
“la imagen mental o vivida es una noción central en todas las artes, aunque ni artistas ni teóricos aludan a
menudo a ello. Cuando es mencionada, la palabra ‘imagen’ remite habitualmente a fenómenos puramente
perceptuales o visuales. Sin embargo, la imagen es una entidad experiencial, una singularidad sintético
perceptual, cognitiva y emocional, de la obra artística que es percibida, corporeizada y rememorada”
(Pallasmaa, 2011, pág. 93).
El quinto y último capítulo trata específicamente de la imagen en la arquitectura. Su idea esencial es que la
auténtica experiencia de la arquitectura no es una experiencia puramente visual o gestáltica, al estilo de lo que
sugiere la moda pos-Bauhaus dominante, sino:
“… confrontaciones, encuentros y actos que proyectan y articulan específicos significados existenciales y
corporeizados. A un edificio lo encontramos, no solo lo vemos; nos aproximamos, lo tenemos enfrente,
entramos en él, se relaciona con nuestro propio cuerpo, nos movemos en torno a él y lo utilizamos como un
contexto y condición para cosas y actividades. Un edificio dirige, decide y estructura acciones,
interrelaciones, percepciones y pensamientos. Y, lo más importante, articula nuestras relaciones con otras
personas, así como con las «instituciones humanas», para usar una noción introducida por Louis Kahn. Las
edificaciones arquitectónicas concretan el orden social, ideológico, cultural y mental dándole una forma
metafórica material” (Pallasmaa, 2011, pág. 124).
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Por último, y por razones de limitación de espacio, solo nos referiremos aquí, para finalizar este artículo, a lo que
Pallasmaa (2011, pág. 129) considera las más primarias imágenes de la arquitectura:
“En el orden de su emergencia ontológica las imágenes primarias de la arquitectura son: suelo, techo,
pared, puerta, ventana, hogar, escalera, cama, mesa y baño. Esta visión asume significativamente que la
arquitectura ha nacido más bien con el establecimiento del suelo, una superficie horizontal, que con el
techo. Como señalamos anteriormente, las imágenes arquitectónicas profundas son más bien actos que
objetos o entidades formales. Estas entidades permiten e invitan: el suelo invita al movimiento, a la acción
y ocupación; el techo proyecta abrigo, protección y experiencia de interioridad; la pared significa la
separación de varias estancias y categorías de espacios creando, entre otras cosas, privacidad y discreción.
Cada una de las imágenes puede ser analizada en términos tanto de su ontología como de su esencia
fenomenológica. La experiencia arquitectónica asciende ontológicamente desde el acto de habitar y,
consequentemente, las imágenes arquitectónicas primarias pueden ser más claramente identificadas en el
contexto de la casa, de la vivienda humana”.
En definitiva, la propuesta que subyace a los profundos y novedosos análisis del arte y la arquitectura ciudadana
que Pallasmaa lleva a cabo en estos tres libros, se inscribe en la consideración de las imágenes artísticas, no ya
como entidades sustancializadas en meras copias, reflejos o representaciones visuales, sino más bien y
principalmente como imágenes corporeizadas (embodied images), dadas en relación con las complejas acciones,
poco tenidas en cuenta hasta la fecha, de órganos corporales pertinazmente relegados en tal sentido como nuestras
propias manos.
Bibliografía
Lakoff, George, Johnson, Mark (1999), Philosophy in the flesh: The embodied mind and its challenge to Western
thought, New York, Basic Books.
Pallasmaa, Juhani (2012a), Los ojos de la piel. La arquitectura y los sentidos, trad. de Moisés Puente, Barcelona,
Editorial Gustavo Gili.
Pallasmaa, Juhani (2012b), La mano que piensa. Sabiduría existencial y corporal en la arquitectura, trad. de
Moisés Puente, Barcelona, Editorial Gustavo Gili.
Pallasmaa, Juhani (2011), The embodied image. Imagination and imagery in architecture, London, John Wiley &
Sons.
Wilson, Frank R. (1998), The hand: How its use shape the brain, language and human culture, New York,
Pantheon Books, 1998. Trad.: Wilson, Frank R. (2002), La mano: de cómo su uso configura el cerebro, el lenguaje
y la cultura humana, Barcelona, Tusquets.
Noelia Bueno Gómez | La muerte en la ciudad. Una reflexión filosófica sobre el modo actual de morir
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La muerte en la ciudad. Una reflexión filosófica sobre el modo actual de morir Noelia Bueno Gómez1
Dormirás muchas horas todavía
sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera
Antonio Machado
1. Introducción
La hipótesis de partida de este artículo consiste en la idea de que se puede caracterizar el modo actual y occidental
de experimentar la muerte, de que existe un tipo de muerte predominante, cuyo contexto espacial es urbano, es la
ciudad. Y no es poco llamar a la ciudad “contexto espacial”, porque la organización de los espacios refleja
estructuras sociales, a la vez que las determina, las genera, las hace perdurar, cuestiona jerarquías; su poder
clasificatorio es decisivo.
El hecho de aludir a la ciudad como espacio de una experiencia particular de la muerte parece evocar –y, de hecho,
evoca- el contraste con un espacio rural en el que esa experiencia es diferente. Sin embargo, esta dicotomía no
responde ya bien a la realidad y podría llamar a engaño, al menos en algunos planos y, entre ellos, el que aquí nos
interesa. Desde luego, tiene sentido hablar de la ciudad como espacio y contexto característico, aunque se haya roto
la dicotomía mundo urbano / mundo rural –o, más bien, se haya redibujado. Tiene sentido porque, como es obvio,
no han desparecido las ciudades, sino que más bien se han “urbanizado” las zonas rurales. De tal manera que lo que
hoy contrasta con la ciudad es lo que se ha venido a denominar un espacio “rururbano”, como Lisón Tolosana
denominó a las comunidades gallegas en los años 80, que se encontraban entonces en plena transición hacia
modelos más urbanos (Lisón, 1986) y que hoy continúan en ese proceso.
En este trabajo emplearé la dicotomía urbano / rural, pero en otro sentido, en un sentido histórico. Aunque ya no
exista un mundo que se pueda caracterizar sin más como rural, por oposición al mundo urbano, tal dicotomía ha
existido en el pasado. Las comunidades que Lisón Tolosana vio en transición hacia contextos urbanos en los años
80 se pueden considerar rurales tan sólo veinte años antes, la época en la que él realizó sus primeros estudios
(Lisón, 2009). En esa época perduraban en España comunidades rurales relativamente poco permeables aún a las
influencias del exterior, con fuerte cohesión interna y una preponderancia de la vida colectiva. Estos rasgos
1 A mi abuelo Jesús Bueno Blanco, que nació en un mundo rural cuando ni siquiera había empezado la transición rururbana, y que murió en la ciudad, aunque sin ocultar ni ocultarse la muerte.
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
La muerte en la ciudad. Una reflexión filosófica sobre el modo actual de morir | Noelia Bueno Gómez
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contrastaban con el típico individualismo urbano del que, con plena consciencia de los cambios incipientes de su
tiempo y con una rara clarividencia, Simmel fue consciente a principios del siglo XX. Fue el sociólogo alemán
quien señaló que la ventaja de adquirir mayor autonomía y privacidad en la ciudad se adquiría al triste precio de la
soledad (Simmel, 1903).
Tomaré como referencia del mundo urbano las ciudades actuales y, para acentuar el contraste, tomaré como
referencia de mundo rural las aldeas españolas de la primera mitad del siglo XX, aunque me centraré en el primer
caso. La dicotomía responde a un intento de realizar una tipología de la muerte rural-tradicional frente a una
tipología de la muerte urbana-actual. El plano de la discusión será el filosófico, y así debe entenderse en cuanto a su
nivel de abstracción, si bien la discusión se apoyará en estudios sociológicos y antropológicos de los que se han
tomado los datos necesarios.
¿Por qué oponer y contrastar esos dos tipos de muerte, de dos épocas y dos espacios diferentes? El objetivo de este
estudio comparativo es señalar vías para ahondar en la comprensión de algunos problemas estructurales que el
modo actual de afrontar la muerte genera a varios niveles, personal (existencial, psicológico) y también social.
Aunque no es mi objetivo aquí centrarme en los problemas éticos, de justicia social y de derecho que se plantean en
torno a la atención al final de la vida, ciertamente muchos de ellos hunden sus raíces en algunos de esos problemas
estructurales.
Desarrollaré, por tanto, una caracterización del principal rasgo del tipo de muerte urbana contemporánea y sus
manifestaciones en fenómenos particulares que apuntan a modalidades en las que cristaliza ese rasgo general y que,
a su vez, conducen a nuevas características más precisas. El principal rasgo del tipo de muerte urbana, el
ocultamiento, me permitirá explicar las raíces de esos otros fenómenos particulares que resultan problemáticos o
producen desajustes en nuestro entorno cultural. En paralelo, ofreceré el contraste con las características propias del
tipo de muerte rural tradicional, lo cual me permitirá concluir con ciertos apuntes para responder a la cuestión
siguiente: ¿qué podemos aprender del tipo de muerte que hemos dejado/que estamos dejando atrás?
2. El ocultamiento
Fue Philippe Ariès quien popularizó la idea de que un nuevo tipo de muerte se estaba imponiendo desde mediados
del siglo XX y quien dio en la clave de su elemento más característico: “en la ciudad todo sigue como si nadie
muriese” (Ariès, 2011, pág. 626). La muerte se estaba extrayendo de la sociedad, se estaba ocultando.
Hoy nos puede resultar extraña la afirmación de que la muerte se está ocultando, al menos si tenemos en cuenta que
los medios de comunicación nos ofrecen imágenes de violencia extrema y muerte a cualquier hora del día y sin
previo aviso. Sin embargo, esas imágenes nos ofrecen un tipo de muerte irreal, que no es habitualmente la de
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personas de nuestro entorno. El “ocultamiento de la muerte” se produce a otros niveles. Probablemente nos resulta
difícil tomar consciencia de esta tendencia porque caracteriza nuestro momento presente y, por así decirlo, estamos
inmersos en ella. Algo que no ocurría en 1977 cuando vio la luz la monumental obra de Philippe Ariès El hombre
ante la muerte. En ese momento aparecía aún claro el contraste entre el tipo de muerte anterior y la que por
entonces emergía. A pesar de todo, enseguida se reconocerán los fenómenos más destacados en los que se expresa
ese ocultamiento hoy en día, que son, a mi modo de ver:
1. Los problemas para hablar de la muerte en las familias y los círculos de amigos: ¿se ha convertido la muerte en
un tema tabú?
2. El tipo ideal de muerte predominante: la mejor muerte es considerada la que no se nos aparece, la que llega de
repente tras haber vivido como si no existiera un final. En este nivel, se produce un ocultamiento de la muerte ante
uno/a mismo/a.
3. La merma o desaparición del luto y la clasificación de las emociones asociadas al duelo como enfermedades,
como algo anormal que debe ser tratado médicamente (Ariès, 2011, pág. 648).
4. La retirada de los moribundos y los fallecidos a hospitales y tanatorios. Tiene dos vertientes: por un lado, el
cuidado tradicional se sustituye por una profesionalización de la atención de las personas y los cuerpos; por otro
lado, se diseñan y construyen espacios específicos para albergar a las personas al final de su vida y para realizar los
ritos funerarios.
5. La creciente tendencia a la incineración de los cuerpos, que los hace “desaparecer” y resulta difícilmente
compatible con el tradicional culto a los difuntos en los cementerios.
La primera retirada de la muerte se produce cuando se reducen las repercusiones colectivas de la muerte individual.
Las sociedades rurales se caracterizaban sobre todo por el estrecho vínculo entre sus miembros, el alto grado de
cohesión. Un grado elevado de cooperación comunitaria era necesario para la supervivencia del grupo, puesto que
el aislamiento y la escasa o nula existencia de servicios sociales hacían que la ayuda entre vecinos fuera
indispensable. Un alto grado de cohesión va unido a una vivencia más colectiva de la muerte, a una percepción de
cada fallecimiento individual como una pérdida que afecta a todos, puesto que la persona que desaparece deja un
hueco en el grupo al que había pertenecido2. Así, la mayor parte de los ritos en torno al fallecimiento de una
persona eran compartidos por toda la comunidad.
Sin embargo, en la ciudad se abre con nitidez la diferencia entre un espacio público y un espacio privado, y esta
dicotomía aparece también muy marcada en la organización de los ritos en honor a los difuntos. Mientras que el
pueblo invadía la casa en la que se velaba a un muerto (y ésta se disponía a tal fin, retirando muebles y obstáculos
para permitir el paso de la gente), algo así es impensable en la ciudad contemporánea, en la que los homenajes
2 Antropólogos como Gondal (1987, 1989) subrayan la importancia de la comunidad y la dimensión social de la muerte en las zonas rurales gallegas aún en los años 80, lo cual permitiría una mayor aceptación de la misma.
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públicos, generalmente breves, se distinguen de los de la familia más cercana, con la que se guarda una distancia
respetuosa. Como si la muerte se hubiera retirado al ámbito de la familia, y de puertas afuera sólo quedase la breve
mención del homenaje público.
No obstante, tampoco en el seno de la familia la comunicación acerca del tema “muerte” suele ser fluida. El
primero de los niveles en los que se nos plantea el ocultamiento de la muerte de una manera que puede suscitar
angustia y aislamiento es lo que Philippe Ariès caracterizó muy bien como “piedad hacia el moribundo alienado”
(Ariés, 2011, pág. 658) y que Kübler-Ross, la psiquiatra estadounidense pionera en detectar y abordar este
problema documentó en su libro Sobre la muerte y los moribundos. En gran medida, y a pesar del creciente énfasis
en la autonomía de los pacientes, como muestra la Ley de Autonomía del paciente en España3, a los moribundos se
les oculta su situación “por piedad” en los hospitales, y especialmente a petición de sus familiares. He podido
constatar este hecho en una serie de entrevistas realizadas como aproximación a este tema.
En conversaciones recientes con profesionales de la asistencia a moribundos (médicos, enfermeras, asistentes
sociales, psicólogos), que trabajan tanto en hospitales como en atención domiciliaria, he podido corroborar que el
personal sanitario oculta información a los pacientes acerca de su situación, por expreso deseo de las familias. De
esta manera, la persona que está muriendo no es consciente de estar al final de su vida o, si lo es, a menudo incluso
finge no saberlo también “por piedad” hacia su familia, para evitarles ese sufrimiento. El problema en esta actitud
de ocultamiento recíproco es que la incomunicación impide el apoyo mutuo, como muestra la experiencia de
Kübler-Ross en los años 60.
En este mismo nivel de ocultar la muerte “por piedad” se encuentra también el ocultamiento de la muerte a los
niños. En un momento u otro, los niños preguntan por la muerte, por su significado, por su propia desaparición y la
de sus seres queridos, y suelen hacerlo con inquietud o miedo. En contextos asociados a otro tipo de muerte, los
niños formaban parte de los rituales y las expresiones colectivas de dolor. No se les ocultaba la visión de los
difuntos en los velatorios, a los que asistían, así como a los funerales. Sin embargo, hoy en día intentamos a la
desesperada separar dos campos que nos parecen antitéticos, los niños y la muerte. El hecho de que como adultos
no afrontamos la idea de nuestra propia muerte (como tendencia general de nuestra sociedad) hace que las
preguntas de los niños nos desborden. El breve artículo publicado en La Vanguardia por Clara Sanchis Mira “El
niño ateo” (jueves 24 de mayo de 2007) capta muy bien este desbordamiento y la perplejidad del adulto.
Perplejidad nacida del hecho de que el niño no ha aprendido todavía lo que es “tabú” y habla de la muerte
abiertamente, sin prejuicios pero con preguntas y con miedo.
3 LEY 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.
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Este artículo remite también a otro problema asociado a la tipología actual de la muerte, explicado por Norbert
Elias en su breve pero intenso La soledad de los moribundos: la pérdida de significado de los ritos y las narrativas
compartidas en torno a la muerte, tradicionalmente vinculados a la religión y a las peculiaridades de cada cultura.
En los espacios rurales tradicionales, los niños formaban parte de la misma experiencia colectiva de la muerte, y
tenían los mismos medios que los adultos para canalizar la expresión del dolor o la tristeza, de igual modo que
tenían esas mismas narrativas compartidas que funcionaban como referentes de sentido ante la impotencia de lo
implacable.
Puede parecer, por tanto, que la primera retirada de la muerte se produce al quedar ésta recluida, de modo
preponderante, al ámbito de lo privado. Sin embargo, como vemos, esta retirada va aún más allá, y ni siquiera en el
seno de la familia (y los círculos de confianza) existe, por norma general, una comunicación fluida sobre este tema.
Además de esto fallan los discursos compartidos que daban sentido, que “encajaban” los acontecimientos vitales y
también el final. Volveré después sobre esta cuestión, al valorar cómo el discurso científico trata de suplir esta
carencia.
Que la propia muerte se oculta incluso ante uno mismo (el segundo punto que he mencionado) se puede observar en
el tipo de “muerte ideal” que predomina en nuestro tiempo: aquella que llega de modo repentino, sin señales de
aviso; la muerte, por tanto, acorde a un modo de vivir que ha transcurrido como si no fuésemos a morir. Frente a
ésta, tradicionalmente se ha esperado una muerte que deja tiempo para “prepararse” y despedirse (Gondal, 1987,
pág. 22), que permite hacer balance, asimilar la situación y afrontarla4. Una muerte, por tanto, que como la Dama
del Alba en la célebre obra de teatro de Alejandro Casona, se anuncia y se deja ver.
La “piedad” se dirige, entonces, hacia el “moribundo alienado”, había señalado Ariès. Ocultamiento mutuo,
primero, por tanto, en el seno de los círculos privados, y ocultamiento ante uno mismo, segundo, lo cual convierte
la propia circunstancia en algo ajeno.
Si por un lado es interesante observar cómo el tipo y la intensidad de las relaciones sociales (recordando el
contraste de Simmel entre contextos rurales y urbanos) afectan de un modo especial al modo de experimentar y
afrontar o ignorar la muerte, es asimismo relevante valorar cómo lo hacen la clasificación disciplinar y la espacial.
Se trata de los puntos 3 y 4.
Toda catalogación implica un intento de control. Esto es lo común a ambas cuestiones, la clasificación científica de
determinados sentimientos y emociones como enfermedades que pueden tratarse médicamente y el diseño
4 Señala Gondal que “en el caso de los urbanos no creyentes son varias las razones, a nuestro juicio determinantes, de la actitud contraria: la eliminación del mundo del más allá de su esfera de expectativas convierte en absurda la preparación” (Gondal, 1987, pág. 22. La traducción es mía). Me parece que se trata más del intento de eliminación de la muerte, a través de la clasificación y el intento de control, y no tanto del “más allá”.
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específico de espacios en el contexto urbano.
El predominio total de la praxis científico-tecnológica en nuestros días hace que se aplique también al tratamiento
de los moribundos y ciertas emociones que pueden aparecer en torno al tema de la muerte. La medicalización o
tendencia a tratar mediante procedimientos médicos cada vez más circunstancias o momentos de la vida que no
necesariamente se habían clasificado hasta ahora como enfermedades, debe comprenderse, desde mi punto de vista,
como un caso más de una circunstancia que define nuestro momento histórico y que podría llegar a considerarse su
diferencia específica: la implantación masiva de la tecnociencia y su racionalidad inherente. Aplicada al caso de la
atención a las personas que están al final de la vida, así como a quienes padecen la angustia o la tristeza de concebir
su propia muerte o llorar la de otros, la invasión tecnocientífica significa medicalización. La medicina es la manera
mediante la cual la tecnociencia opera en nuestros yoes corporeizados y psicologizados. Comprenderla así sirve
para replantear muchos de los problemas éticos que se presentan en la atención a las personas moribundas.
Aunque es cierto, como señala Stefano Rodotà, que los hospitales para moribundos existían desde mucho antes de
la época actual (Rodotà, 2010, pág. 293), esto no implica, a diferencia de lo que defiende el autor, que la atención
hospitalaria en aquel momento fuese equivalente a una atención medicalizada como la actual. Lo que define la
medicalización es la clasificación científica (ya no se muere de “muerte natural”, sino que hay una enfermedad
clasificable que causa el deceso) y la intervención activa –mediante determinados instrumentos tecnológicos. Y esto
no era así en los hospicios tradicionales, en los que la atención que primaba era de otro tipo, era cuidado. Es el
mismo tipo de atención que se procuraba a los enfermos y los moribundos en los contextos rurales tradicionales.
La dinámica del cuidado no responde a la racionalidad tecnocientífica de la clasificación y la intervención. El
cuidado responde más a una relación entre cuidador y paciente en la que se atiende para procurar comodidad y
bienestar, más que tratar de intervenir para arreglar algo que no funciona bien5. El cuidado, aunque se puede
asociar a una relación paternalista (un paradigma de la relación de cuidado es la atención a los niños pequeños), no
es incompatible con un respeto por la autonomía de las personas cuidadas. Ha sido la tradición feminista la que ha
reivindicado el cuidado y ha discutido sobre sus funciones tras la emancipación de la mujer y en sociedades de
bienestar con sus servicios más o menos en crisis (Rodotà, 2010, pág. 254; Tronto, 1993; Held, 1996).
5 Los denominados “cuidados paliativos” tratan de responder a esta demanda concreta en las situaciones de final de vida. El Ministerio de Sanidad español definió en 2009 los cuidados paliativos, tomando como referencia el documento del National Consensus Project for Quality Palliative Care, como “la asistencia integral del paciente en situación avanzada, progresiva de su enfermedad”. Y añade “El objetivo de los cuidados paliativos es lograr la mejor calidad de vida posible para el paciente y su familia. Es primordial el control del dolor y otros síntomas y la provisión de apoyo psicológico, social y espiritual” (Ministerio de Sanidad, 2009, pág. 20). Al revisar los estándares y recomendaciones del Ministerio de Sanidad para las unidades de cuidados paliativos, aparece claramente la distinción entre cuidados paliativos y “cuidados curativos” (Ministerio de Sanidad, 2009, pág. 32). En los cuidados paliativos aparece la conciencia de que la curación puede no ser posible. Sin embargo, las condiciones particulares de la hospitalización difícilmente pueden dejar de reproducir la lógica tecnocientífica a la que me he referido, y sigue en pie la cuestión de si realmente se puede conseguir un “cuidado integral” profesionalizado (que incluya, por ejemplo, afecto), en el sentido en el que lo explico. Desde luego, los cuidados paliativos lo intentan.
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La profesionalización no se ha limitado al ámbito del tratamiento de los moribundos y sus familias, sino que
también ha alcanzado al de los cuerpos y la organización de los funerales. Esta profesionalización va vinculada a un
desplazamiento físico del lugar en el que se produce el servicio, de igual modo que ocurría con las personas al final
de la vida y los hospitales.
En contextos tradicionales rurales tanto el fallecimiento como los ritos fúnebres se realizaban en los mismos lugares
en que transcurría la vida cotidiana. Y es muy representativa esta prueba de la presencia cotidiana de la muerte, que
contrasta con la circunstancia actual de apartamiento. Las personas morían en casa, se velaban en casa y se llevaban
a la iglesia para los funerales. La misma casa en la que se vivía, se comía, se dormía y en la que nacían los niños.
La misma iglesia en la que se celebraban las misas dominicales, las bodas, los bautizos, etc. Sin embargo hoy en día
asistimos a “una paradoja como es la ocultación de la muerte a consecuencia de su desaparición de la cotidianidad,
de la vida de todos los días, el fin de una gestión de la misma inmersa en el flujo de las demás relaciones sociales”
(Rodotà, 2010, pág. 294).
Llevar a los muertos a unos espacios especiales para ello, delegar en profesionales la organización de tales espacios
y de los ritos, todo eso permite “sacar” a la muerte de la ciudad y clasificar la atención, para así dibujar una
apariencia de control –apariencia de control que cada cultura ha sabido diseñar de un modo diferente ante un hecho
de por sí incontrolable e irrebasable.
Los espacios diseñados para albergar a los cadáveres y recibir allí a las familias y allegados, los tanatorios,
empezaron a proliferar en los años 70 en nuestro país. Muchos de estos edificios se encuentran a las afueras de las
ciudades, en un intento por “sacar” de ellas lo que no queremos ver delante, y en respuesta a las protestas de los
vecinos que no quieren un tanatorio cerca6. Un ejemplo muy gráfico de lo que ocurre cuando es necesario construir
un tanatorio en un espacio urbanizado es el tanatorio de León, descrito en una guía de urbanismo como una obra
arquitectónica que pretende dar respuesta a la consideración de la muerte como tema tabú. Se presenta como un
edificio innovador en el que los nuevos espacios dan cabida a las nuevas demandas: mayor intimidad para las
familias, vistas al cielo como metáfora, etc. Sin embargo, a pesar de que pretende responder a una supuesta
demanda social de cambiar el modo de afrontar la muerte, en la que tratarla como tabú es algo que ha quedado
atrás, el propio edificio está construido como un ataúd enterrado bajo tierra. Es decir, lo más oculto posible desde el
exterior:
“Jordi Badía y Josep Val han analizado este edificio como una pieza completamente sumergida, que juega
a pasar desapercibida arquitectónica y significativamente, una necesidad del guión impuesta por una quizá
algo inadecuada elección del terreno para su instalación. […] Desde el comienzo de la propuesta, la
6 Thomas (1983, pág. 424) dedica un apartado de su obra, ya clásica, a la cuestión de la urbanización y los cementerios, y constata la tendencia a extraer los cementerios, en este caso, de las ciudades, en las que anteriormente habían ocupado un lugar central.
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integración de un tanatorio escondido en una zona residencial suponía todo un reto para los arquitectos.
[…] La entrada se esconde gracias a unos abedules […]” (BAAS Arquitectes, 2011, pág. 68).
Finalmente, la incineración, como último rasgo del ocultamiento de la muerte, supone la desaparición física total
del cuerpo difunto. Tomada por sí sola, la incineración no es sintomática de un ocultamiento de la muerte. Muchas
culturas han tenido la cremación entre sus ritos fúnebres sin por ello extraer de su cotidianidad a la muerte. Pero
unida al resto de los rasgos mencionados dibuja un panorama general de varios fenómenos que se explican por la
tendencia general subyacente.
3. Los problemas
En esta tercera parte apuntaré algunas de las pistas que nos da esta comparación rápida en cuanto al replanteamiento
y abordaje de ciertos problemas generados por el tipo de muerte que predomina hoy, así como el hecho de ver los
rasgos mencionados como casos particulares de una tendencia general a ocultar la muerte.
Está claro que ninguna organización social ha logrado hasta ahora eliminar todas las angustias y las tensiones
estructurales entre sus miembros, y así ocurre también con la nuestra, en el caso concreto de la muerte como en
muchos otros. Es muy importante estudiar esos problemas en las dimensiones adecuadas; aunque conocer el origen
de esas tensiones no sea una solución para quienes las padecen, al menos se estará en el camino de paliarlas o de
afrontarlas al nivel preciso. En otras palabras, aunque cada uno tenga que lidiar en su plaza con, por ejemplo, la
sensación de fracaso endémica a una determinada organización del trabajo, o la frustración de no poder hablar con
la propia familia acerca de una situación de final de vida, ser conscientes de que la soledad de los moribundos es
probablemente el precio a pagar por tratar de aislar la muerte de nuestras vidas, y que este rasgo constituye un
proceso de origen social, estructural, y no meramente una cuestión personal, individual, nos puede poner en la pista
de una manera mejor de abordarlo.
La primera de las tensiones estructurales generada por esta manera de afrontar la muerte en la ciudad es la que
provoca la incomunicación. Aquello que no se comparte, que se vive en soledad, se magnifica. Es la hybris de la
desconexión con el mundo compartido a la que se refirió también Hannah Arendt cuando criticaba el desmesurado
agrandamiento de la subjetividad de la vida moderna7.
Tendencia a ocultar la muerte y soledad son la pescadilla que se muerde la cola. De los temas tabú no se habla, o
estos se retuercen y complican con eufemismos y huidizas alusiones; cuando son temas ineludibles, el no
7 “Si el pensamiento se repliega sobre sí mismo y encuentra en la propia alma su único objeto, se convierte en reflexión, y adquiere, en la medida en que siga siendo racional, una apariencia de poder ilimitado al aislarse, precisamente, del mundo; al perder interés por él, levanta una barrera protectora ante un único objeto ‘interesante’: la propia interioridad. En el aislamiento resultante de la reflexión, el pensamiento se vuelve ilimitado, pues ya no le molesta nada del exterior ni se le exigen actos cuyas consecuencias imponen límites incluso a los espíritus más libres. La autonomía del ser humano se vuelve tiranía de las posibilidades, contra la cual rebota toda realidad” (H. Arendt, 2000, pág. 30).
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compartirlos nos deja en la tesitura de tener que abordarlos en soledad o tratar de hacer caso omiso de ellos. A la
vez, cuando los engranajes de una vida social compartida a varios niveles –privados y públicos- no están
engrasados, es muy difícil compartir temas difíciles y serios, lo cual agranda el agujero del ocultamiento.
En segundo lugar, debe decirse que la actitud contemporánea de ocultarse la muerte a uno mismo es la antítesis de
la posición filosófica y existencial de Heidegger, quien defendió que nadie puede morir la muerte de otro y que en
el fondo la muerte es lo más propio de cada uno; la posición moral derivada es que cada uno para ser sí mismo
debería hacerse cargo de su propia muerte8. Aunque no encuentro tensiones estructurales en la actitud de ocultarse
la muerte a uno mismo per se, al contrario de lo que ocurre en el caso de la conexión entre la incomunicación y el
aislamiento, el problema radica en que tal auto-ocultamiento puede dar lugar precisamente a las dificultades en la
comunicación con otros sobre este tema. Sin embargo, parece más claro que el problema ocurra a la inversa: lo que
no se habla con otros tampoco se aprende a hablarlo con uno mismo. Aun así, cualquier refugio o consuelo no
violento es legítimo, y así lo es también decidir vivir la vida lo más posible al margen de la muerte, negándose a
reflexionar o asumir el propio final para evitar el sufrimiento de tener que hacerse cargo de la propia finitud. En
cualquier caso, lo ideal sería que esta decisión fuese deliberada y reflexiva, no asumida a priori debido a que la
tendencia social y cultural en la que se vive así lo determina.
Con todo, defiendo –y no puedo extenderme aquí todo lo requerido en su justificación- que pensar sobre la propia
muerte y asumirla implica vivir la vida de una manera diferente, porque se asume la dimensión de la caducidad, lo
cual nos da la justa medida de nuestro lugar en el mundo y nos ayuda con las prioridades. Más aún, defiendo que la
época del final de la vida ofrece una perspectiva privilegiada tanto para uno mismo como para los otros, y esto sólo
es posible si se ha hecho el ejercicio previo de asumir la muerte. Privilegiada porque sólo al final de las cosas
podemos reconstruir su historia y darles sentido; a partir de esta idea podrían ponerse en marcha, tomando el relevo
de Kübler-Ross, talleres inter-generacionales de testimonio, con el fin de recoger las historias de vida de personas
que deseen dejar un legado significativo y hacer balance con sus pasados. Ésta sería una forma de combatir el
aislamiento y favorecer el diálogo social sobre la muerte pero, como digo, requiere del segundo requisito, algo a lo
que, muy legítimamente, mucha gente puede no estar dispuesta.
Sobre la catalogación tecnocientífica y profesional de la atención médica y el tratamiento de los cuerpos, he de
decir que sí provoca ciertas tensiones no presentes en el tipo de muerte rural al que vengo haciendo referencia.
Emplearé un ejemplo muy gráfico para expresarlo. Ocurrió durante el transcurso de una entrevista que he podido
realizar a un hombre ingresado en un hospital, en un área de geriatría en la que se atendía a pacientes de largo
ingreso. En la cama de al lado estaba ingresada una anciana que rondaba la centena de años, con un Alzheimer
bastante avanzado aunque con momentos de lucidez. La señora gritaba y rezaba a voces y con verdadera angustia
reflejada en sus ojos decía a quien quería escucharla que tenía miedo de ir al infierno. Era un miedo atroz que la
8 Para una revisión actualizada de las filosofías existencialistas sobre el tema de la muerte, véase Schumacher (2011).
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atenazaba y la hacía retorcerse en su cama, y hasta tratar de tirarse de ella. Me acerqué a ella intentando
tranquilizarla, y cuando le ponía una mano en el hombro, entró una enfermera para ajustarle la medicación.
Entonces le gritó a la enfermera, insultándola e increpándola. La enfermera se volvió hacia la señora con evidente
desprecio. Yo le pregunté a la anciana por qué le reñía así a la enfermera, si estaba allí para cuidarla, si todos allí la
atendían cuidadosamente. La señora no dudó en su respuesta: porque aquí no me quiere nadie.
La verdadera angustia que atenazaba los últimos días de vida de la anciana, a la que su único hijo no iba a visitar,
era la de sentirse aislada, sola y no querida. La señora esperaba que la quisieran, esperaba cuidados. Y la enfermera
respondió con gesto de asco: no, claro que no la quiero, dijo, no tengo ninguna obligación de quererla. Lo que el
hospital podía proporcionarle no era compañía, integración social ni cariño. Era una atención medicalizada, basada
en la intervención tecnocientífica.
Por supuesto, en la muerte rural tradicional, las relaciones que predominaban en la atención a los moribundos y
enfermos eran de cuidado –o su contrario, de des-cuidado, pero siguiendo esta lógica- y si había intervención
médica era mínima, rara. Esto provocaba de hecho otro tipo de tensiones en las que no voy a entrar aquí, y generaba
otros problemas que hoy hemos solucionado, como el nada desdeñable problema de controlar el dolor, el del
control de la higiene y también la baja esperanza de vida.
El problema que se nos plantea hoy en día es el de que la atención medicalizada, basada en una racionalidad
tecnocientífica (instrumental en el sentido de que opera con medios-fines, pero coherente con que el fin sea loable,
como el restablecimiento de la salud) no puede sustituir siempre la relación de cuidado. Yendo un paso más allá,
¿puede un profesional ejercer una relación de cuidado, más allá de la lógica de la racionalidad tecnocientífica y/o la
mercantilización? ¿Es posible profesionalizar el cuidado, al margen de estas racionalidades instrumentales? ¿Puede
nuestro trabajo requerirnos una implicación emocional, como la de las cuidadoras de niños que acaban dando a los
niños ajenos el amor que no pueden dar a los suyos, que las esperan en guarderías?9
El cuidado no implica clasificación ni manipulación necesariamente. A veces es un “hacerse cargo” moral, un
“ocuparse” de alguien. ¿Cómo pueden afrontar esta demanda los estados de bienestar en los que, con justicia, las
mujeres –tradicionales responsables del cuidado- han entrado a formar parte del mercado laboral? Un primer paso
es tener en cuenta que esta demanda existe en estos términos; alguna solución propuesta pasa por el diseño de
equipos de atención integral a personas en situación de final de vida, en los que se las atiende tanto a ellas como a
sus personas cercanas, y tanto desde un punto de vista médico como psicológico, social o de la terapia ocupacional.
Estos equipos suelen incluir la posibilidad de que voluntarios colaboren con ellos. El voluntariado puede muy bien
ejercer el cuidado, porque precisamente su voluntariedad le proporciona una disposición a mostrarse afectivo,
9 Para un análisis preciso de los tipos de injusticias que aparecen en las denominadas “cadenas de cuidados”, véase el artículo de F.J. Gil Martín y T. Palacio Ricondo (2012). Rodotà habla de una “mercantilización” del cuidado tras la incorporación de la mujer al mercado laboral (Rodotà, 2010, pág. 256). Para una defensa de los valores éticos asociados al cuidado desde una perspectiva feminista, véase Held (2006).
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respondiendo a necesidades que a veces consisten solamente en un acompañamiento. Sin embargo, el voluntariado
no puede constituir una solución al problema, aunque desde luego puede ser un apoyo muy bueno.
Una frustración que puede derivar de la aplicación de la lógica tecnocientífica al tratamiento del final de la vida es
que medicalizar al moribundo es algo que está llamado al “fracaso”, porque al final la persona muere. Muchas
tensiones que refleja el personal sanitario proceden de aquí: están preparados para hacer algo que resuelva un
desajuste en un organismo; pero, ¿y si lo que requiere el paciente es un mero cuidado, entendido como relación de
apoyo moral, inclinación afectiva y unas pocas atenciones relativas a la comodidad física? ¿Está el personal
sanitario preparado para no hacer casi nada, solamente para estar ahí y proporcionar apoyo, para intervenir sólo si
se le llama?
4. Conclusión
Los espacios urbanos, en resumen, tienden a ser menos comunitarios –las propias dimensiones de la ciudad y sus
dinámicas internas favorecen el anonimato- que los antiguos espacios rurales. Y las sociedades en las que aún no se
ha implantado plenamente el modelo urbano poseen rasgos más comunitarios que aquellas totalmente urbanas. Esto
afecta al modo de experimentar y afrontar la muerte de una manera decisiva, porque se diluye el apoyo colectivo,
cristalizado en forma de rituales compartidos con significado común, de una narrativa compartida que contribuye a
proporcionar significado e incluso a dar un lugar a los ya fallecidos (como el caso de las “parroquias de los
muertos” gallegas, de las que pasarían a formar parte los difuntos) y también porque con mucha frecuencia el
cuidado tradicional, poco experto pero afectuoso, se sustituye por una atención sanitaria eficiente pero no afectuosa,
lo cual genera otros problemas, aunque no soledad.
Lo que nos sugería la historia del “niño ateo” mencionada más arriba era, entre otras cosas, que ciertos relatos
tradicionales –allí se mencionaba el religioso, pero hay otros- han perdido su significado incluso para muchos que
siguen transmitiéndolos. Ocurre lo mismo con los ritos, tal y como constata Norbert Elias. También nos sugería que
el discurso que pretende elevarse como sustitutivo, el científico, deja lagunas obvias en cuanto a significado,
narrativa compartida, y mucho más en el caso de los ritos. Una razón básica es que el discurso científico incluye la
jerarquía expertos / legos, lo cual provoca una relación asimétrica en el caso de la aplicación al ser humano, la
medicina. Será difícil que los legos (e incluso los expertos lo son sólo en un campo muy pequeño, por lo que son
legos en el resto de disciplinas) hagan suyo un discurso en el que apenas encuentran sentido porque les cuesta
entenderlo y porque además no es narrativo.
Es cierto que las narrativas tradicionales también tenían sus “expertos” y no estaban exentas de jerarquías. Sin
embargo, hay una diferencia decisiva: el experto-médico denomina, clasifica y manipula el cuerpo del lego-
paciente. Apenas si ha comenzado una reflexión sobre cómo la autonomía del paciente puede paliar esta relación de
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poder que se impone, incluso aunque –y a pesar de que- la intención del médico es buena –beneficencia. Y digo que
sólo ha empezado porque la mayoría de los usuarios españoles de los servicios sanitarios sigue pensando que el
consentimiento informado sirve para que el médico se lave las manos en cuanto a su responsabilidad para con su
acción sobre el cuerpo del paciente (Bueno y Herrera, 2001).
Así, lo que un día fue una liberación, salir del mundo rural, nos hace cargar con nuevos yugos. Nos ha vuelto más
independientes, lo cual nos ha dado mayor sensación de libertad, pero nos ha hecho sentirnos más solos, y esto se
agrava a la hora de afrontar la muerte, que se ha convertido en algo de cada uno, y cada uno tiene miedo en soledad,
así que trata de ocultársela incluso a sí mismo. Los procesos de emancipación nos han liberado, a las mujeres, de
parte de nuestras obligaciones de cuidado, pero esto no ha terminado con la demanda de cuidado. Y su sustituto
medicalizado, mucho más higiénico, que ha permitido controlar el dolor y alargar la vida (junto con unas mejores
condiciones alimentarias y mejor calidad de vida), ha generado nuevas relaciones de poder y control impensables
hasta entonces. No obstante, en paralelo con los nuevos yugos se han ido desarrollando nuevos planteamientos y
soluciones. Antes incluso de que Ariès publicase su obra clave, en la que determinó con tanta precisión ciertos
rasgos del modo contemporáneo de lidiar con la muerte, la doctora Kübler-Ross ya se había adelantado detectando
el problema y ensayando con éxito una posible solución. Sin duda su trabajo debe entenderse en el contexto de los
años 60, cuando confluyeron críticas revolucionarias hacia la ciencia, la racionalidad tecnocientífica y sus excesos.
Cualquier nueva lectura, crítica o interpretación sólo puede hacerse ya desde dentro de ese contexto cultural, de
fuerte implantación de dicha racionalidad, cuyas consecuencias van más allá de una mera manipulación y han dado
lugar a una transformación de la muerte misma (lo cual genera, entre otros, problemas para determinar cuándo se
puede certificar que una persona vive, porque algunas partes de su cuerpo mantienen sus funciones).
Sería fácil concluir con una defensa de la actitud tradicional, sin duda valiente (aunque seguramente por necesidad,
y desde luego porque la dinámica social lo propiciaba) de afrontar la muerte, frente a nuestro cobarde mirar para
otro lado. Pero, por un lado, las nuevas condiciones impuestas por la tecnociencia nos obligan a enfrentarnos a
nuevos problemás éticos y actitudes y, por otro lado, ponerse de lado ante el sufrimiento que asumir la muerte
puede generar no me parece en absoluto ilegítimo. Aun así, pienso que Heidegger tenía razón en algo que parece
sugerir en el capítulo VI de Ser y tiempo, y es que asumir la finitud conlleva vivir la vida de una manera diferente.
La finitud no significa sólo que la vida tenga un final, sino también que todos nuestros actos, todo lo que hacemos,
lo que somos y lo que podemos llegar a hacer y a ser, poseen fuertes limitaciones. Esto no implica necesariamente
esperanza –esperar que una salvación venga de algún lado- ni desesperanza –dejar de esperar cualquier salvación-,
así como tampoco desilusión, pesimismo o desencanto. Es solamente una reflexión realista que deja a la voluntad la
lucha contra la nada.
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José Antonio Méndez | Hacia la consideración actual de la ciudad
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Hacia la consideración actual de la ciudad1 José Antonio Méndez Sanz Universidad de Oviedo
0. Lo que sigue es un primer esbozo, una mera tentativa, necesariamente oscura, para preparar el terreno para una
posible consideración de la ciudad en su actualidad. No se trata de arar un perímetro intelectual-experiencial para
delimitar o circunscribir (y, así, hacer constar como tal) un territorio, para abrir un dentro (con su fuera y sus
intercambios mutuos) que luego se ordenaría y conjugaría según distintos modelos de disposición preestablecidos
(cuya gama varía, por ejemplo, de la bastida a la favela, de la ciudad compacta a la micópolis, del barrio a la ciudad
jardín). Se busca aproximar un referir, sin más, que, a modo de circulación, entrañe una consideración
(metaontológica y ya realizativa) sobre su significado como posición de apertura en la consideración de la ciudad,
sobre el significado de toda posición consideradora.
I
2. Consideración de la ciudad en su actualidad. ¿Cuál es el referir –y no sólo la referencia y el referirse-a- que
apunta en estos tres términos y cómo es la circulación de los mismos (¿mera relación entre tres polos dados?,
¿heteroconstitución?, ¿suscitación equitativa o asimétrica?, ¿gestación de entidades objetuales o a modo de
nudos?)?
2.1. Parecería lógico comenzar esta aproximación por el término que se suele tener por menos discutible, hasta el
punto de que hay que esforzarse para hacerlo resaltar como componente de una circulación; me refiero al concepto
“consideración”, que parece mentar aquí, un poco al desgaire, y olvidando sus múltiples connotaciones,
determinación más o menos ordenada, objetiva y levemente reflexiva de lo parece estar ahí dado o experimentado:
la ciudad del presente, el presente de la ciudad. “Consideración” parece mentar un acceso metodológico en el que la
reflexión aparece y se ejercita como un vago ir teniendo en cuenta las pretensiones de los diversos actores
convocados (objetos, voces, flujos, intenciones, expectativas) para establecer una síntesis aproximada que, aunque
pueda, quiera o deba ser polémica o sesgada (pues o bien hay una línea de argumentación apologética o bien,
cuando se busca una postura más “objetiva”, no todos pueden ser atendidos en la misma medida), no deja de aspirar
de algún modo a hacer justicia2.
1 Estas páginas se inscriben en el Proyecto de Investigación "Políticas de la cultura científica" (FFI2011-24582). 2 Esta consideración debería desembocar luego, mediante una “profundización”, menos afectivamente considerada, en una determinación más radical, en una concreción judicativa, decisiva. Esta línea (esta lógica y ontología del ahondamiento –lógica y ontologías realizativas y no sólo teóricas o meramente operativas) viene marcada, en nuestra tradición, por la analogía que une y conduce de lo descriptivo a lo analítico, de aquí a lo crítico para desembocar hoy en lo deconstructivo.
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2.2. Sería razonable pasar luego a la dterminación de lo que cabe entender por actualidad. Aquí sería plausible
pensar que existiría un acuerdo general sobre lo que hay que entender formalmente por tal (todo el mundo
sobreentendería que estamos situados directamente sobre lo actual: lo que compone el hoy, el presente) y un
desacuerdo –una polémica- sobre la materialidad, el contenido o el valor concreto de esta actualidad; y, además,
habría que considerar polémicamente su relación de importancia significativa o relativa con los términos a los que
parece remitir inmediatamente: tradición y futuro (habría, por consiguiente, un desacuerdo en el contenido de la
actualidad por su proclamación como valiosa o inválida frente-a). Actualidad sería el presente, el hoy; y, en su caso,
independientemente de su valoración, el hoy más imponente; en cualquier caso, lo actual, en este sentido, sería lo
más vivo, lo palpitante: sería el presente ordenado como palpitación, como máxima potencia. Y, así, unificado,
presencializado a pesar de las valoraciones de esa presencialidad. Y, también, en este sentido, podría entenderse por
actualidad “relevancia englobante”: no sólo el hoy en el que estamos o somos, sino su carácter acuciado por una
actualidad dominante, abarcadora, jerarquizante. Presente y actualidad serían así, de algún modo, lo mismo: la
actualidad es la presencialización del presente, la convergencia de todo darse o poderse dar, de todo ser o poder ser.
La convergencia: no la unidad sin más (propia de mundos estáticos, donde cabría pensar que no se da esta
divergencia o disidencia), sino la unificación de lo que, en un mundo dinámico, parece desacompasado.
2.3. Y podría concluirse con el análisis y determinación de lo que, de antemano, parece el término más complejo:
dilucidar qué es o cabe entender por “ciudad”; o, al menos, esbozar una compleja trama de definiciones que
buscarían comprender o conceptualizar algo (sea un qué o un cómo) que parece brindarse como referencia directa o
segregado de un conjunto de referirse-a (sin que ese “a” estuviera fuera de ese referirse, sino siendo su nucleación
interna), de accesos de diversos tipos (objetivaciones, economías, vivencias emocionales, ensoñaciones), los cuales,
a pesar de su multiplicidad (o incluso aparente incompatibilidad), mantendrían, como mínimo, la nostalgia de la
unidad (o, de forma más radical, más efectiva, la lógica de la unidad) o del territorio referencial.
2.4. Así, en una primera determinación, y dejando de lado otras consideraciones, hablar de una consideración actual
de la ciudad parece implicar que cabe y conviene pronunciar un discurso directo más o menos complejo que
establezca los rasgos definitorios de una entidad o territorio referencial o cruce de interacciones de diverso tipo que
se ha erigido en agrupación humana por antonomasia. Es decir, que, por muy compleja y no concluyente que se nos
presente la tarea, caminamos en buena dirección cuando operamos de este modo (coaligando referencia, referirse-a
y referir). Pero, ¿es la cuestión tan sencilla? Comencemos indagando sobre alguna de las consecuencias que entraña
distinguir entre presente y actualidad para ver cómo se trastorna esta normalidad.
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II
3. Si consideramos como presente la mera totalidad3 indistinta de lo que se puede determinar o concebir o manejar
como siendo o aconteciendo simultánea o sincrónicamente en un momento dado, podemos definir lo actual como lo
que, de la manera que sea, es o se determina o se concibe o se maneja como “más” realizativo en o de ese presente.
Pero de otro modo que como guía unificadora, como rasero; más aún: como instaurado en una lógica diferente de la
que me obliga a decidir definitivamente en términos judiciales.
4. ¿Significa esto insistir en la distinción entre ser y aparecer como clave de consideración de lo que hay –por muy
relativizada que se quiera presentar tal diferencia?, ¿o recaer en una filosofía de la historia –por muy debilitada que
se quiera?, ¿o considerar la actualidad al hilo de una potencia –por mucho que se la relea en términos de
posibilidad?, ¿o prolongar la dualización como método –por mucho que luego se diversifique o camufle en
pluralidad o multiplicidad? En modo alguno significa tal cosa; más aún, la posibilidad de un discurso como el que
aquí quiere esbozarse depende de poder mostrar la impertinencia de la afirmación contenida en esas cuestiones, la
no necesidad de su lógica.
Distinguir entre actualidad y presencia, en los términos que aquí se propone, no supone ni recaer en un dualismo (o
dualización) original o metódico (porque no se dice desde una lógica binaria) ni postular una jerarquía ontológico-
axiológica de más o menos ser o valer, ni ordenar lo que va siendo desde una teleología en la que la actualidad sería
el secreto o el destino del todo revelado en el presente (aunque ese sentido no fuese totalitario o monolítico, aunque
ese sentido fuera sinfónico)4. Esta distinción apunta contra dos posibles interpretaciones: la que entraña la división
inmanente (intrínseca) de lo que hay en más y menos y la que establece que toda distinción económica entre más y
menos significa que ese más económicamente gestado sea o esté respaldado –de algún modo- por un más
inmanente.
4.1. La actualidad como realizatividad no supone que lo que hay5 tenga o se dé u obedezca a una estructura
arquitectónica o judicial. Más aún, rechaza que distinciones del tipo ser-aparecer, esencia-fenómeno, profundidad-
superficie sean primarias. Por consiguiente: no hay ningún fondo de realidad que se manifieste (debilitándose); ni
tampoco hay en lo que hay una estructura de ser-valer en sí que admite diversos matices (fondo o cimiento o
3 Esta noción de totalidad como mero darse conjuntamente es una noción elemental de totalidad, pero no carece de significado: es una totalidad indefinida, indeterminada, que se mantiene siempre como tal. Es la indeterminación en la que nos situamos cuando decimos –por ejemplo-: “todo me da igual”. Esta disposición tiene un alcance que no podemos explorar aquí y que ha de ser pensado con otras formas de totalidad pensables y más “técnicas”, que se posicionan pretendiendo escapar de la indeterminación (como, por ejemplo, la totalidad englobante –o totalización por englobamiento- y la totalidad compuesta –o totalidad por composición) o que tratan de huir de esa distinción refiriéndose, sin embargo, a ella (como la *totalidad de la diferencia). 4 Apunta contra dos posibles interpretaciones: la que entraña la división inmanente de lo que hay en más y menos y la que establece que toda distinción económica entre más y menos significa que ese más sea –de algún modo- el equivalente realizado al más inmanente. 5 La noción de “haber” ha de leerse en circulación con las de realidad y mundos. Entiendo por mundo toda articulación en/de lo que hay; por realidad, el carácter creativo (realizativo) de los mundos, su índole actual. El “haber” no es el soporte o receptáculo o referencia o desembocadura o tercer término de los mundos y su realidad, porque la circulación entre estos “términos” no es ni absorbida (entitativa), ni relacional, sino modal, y no está totalizada (ni siquiera por la totalización interna de la analogía; ni siquiera por la totalización en despedida de la diferencia). El tratamiento de esta cuestión, como tantas otras que aquí se esbozan, queda pendiente. En todo caso, ha de entenderse que “haber” no remite ni a lo óntico ni a lo ontológico, sino que es un “término” metaontológico.
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principio o causa, cuerpo intermedio o consecuencia o efecto, cima o acabamiento). Por lo tanto, lo que de actual
haya en el presente no cumple papel alguno en este sentido, no abre lógica definitiva alguna: no es materialización
de lo significativo. Por ello, puede haber no sólo múltiples actualidades inconmensurables en el límite, sino que tal
actualidad se da, más allá de la multiplicidad, como multiplicación.
4.2. Del mismo modo, y a la inversa, hablar de actualidad en/de lo presente no supone una recaída en la filosofía de
la historia. Si la actualidad no es la verdad oculta desde siempre (desde el principio y como principio) en todo
presente (el ser pleno que guía su aparecer epocal), tampoco es su destino. La actualidad no es más que la
presencia, no está por encima de la presencia, envolviéndola, culminándola como principio retroactivo: como algo
que la suscita epocalmente para permitirse llegar a ser sí misma plenamente como sentido final.
4.3. En esta misma línea, actualidad no remite a potencialidad; ni siquiera a posibilidad optimizable. La actualidad
que aquí se busca aproximar no está en la línea del cierre o de la determinación estimativa (compositiva) del valor.
No es presencia plena de un ser o entidad dotado de una naturaleza o esencia, no es absorción real o ideal de la
finitud o de la facticidad. Tampoco es fijación jerárquica, determinación operativa de optimidades. Ni mejor, ni
mejor de los posibles: la actualidad de la que hablamos realiza otro tipo de posibilidad y realiza de otro modo que
patentizando lo eterno o brindándonos lo mejor que cabe concebir o anhelar.
4.4. Lo que se trata de proponer como impertinente es, en última instancia, la dualización como método, y la
correspondiente necesidad de revisar la propia noción de método6. Se trata de una cuestión clave que envuelve y
condiciona todas las demás: hay que buscar una nueva lógica7 de lo que hay que vaya más allá o más acá de aquella
que nos obliga contraponer (en todas sus modalidades, como, por ejemplo, oponer, sintetizar, referir, perspectivizar,
objetivar, etc.), a decidir, a jerarquizar.
5. La actualidad de la ciudad se plantea más o allá o más acá del horizonte de lo óntico y de lo ontológico:
5.1. Fuera del horizonte óntico, porque ciudad no es primaria8, definitiva o totalmente un ente u objeto (o un
conjunto de relaciones que recortaría o condensaría o atraería un espacio nominal o administrativa o
psicológicamente definido/configurado/cerrado –aunque permeable, accesible u osmótico- que se cotejaría, a partir
de una serie de indicadores comunes -valores, producciones, ideaciones- con otros espacios similares de múltiples
modos: competencia, rivalidad, emulación, colaboración).
6 Habrá que leer el método como un manejo, como una economía realizativa y, a la vez, multiplicadora, no como método abocado a su efectuación (definitiva o definitoria) en sistema arquitectónico o juzgado. 7 Habría que precisar (desde lo metaontológico) el sentido de novedad y lógica. En todo caso, se trata de expresiones que han de abordarse no sólo más allá de la luminosa lógica de la presencia, sino también más allá (o más acá) de la lógica (ya no luminosa o ya no remitiendo a o desde el lógos) de la diferencia. 8 Uso esta expresión con reservas: no se trata de buscar un orden más antiguo o digno, sino de “componer” una posibilitación, como luego diré.
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5.2. Fuera del horizonte ontológico, porque ciudad no es primaria, definitiva o totalmente la apertura (universal o
peculiar, consciente o inconsciente) que desemboca inmediatamente en esas determinaciones entitativas o
relacionales o en otras más o menos rivales con las que competiría (resultados de diferentes aperturas: agraria,
industrial, postindustrial; u oriental, occidental; o nórdica, mediterránea; o de diferentes planes urbanísticos, etc.).
6. La actualidad de la ciudad tiene un carácter metaontológico: es una puesta de relieve y una discusión de los
supuestos (comunes) que guían las diferentes ontologías que compiten por imponerse, pero sin que esta puesta en
cuestión confirme la lógica de lo efectuado, la realizatividad más obvia de su manejo, sin que repita el esquema
heredado justificándolo (confirmándolo como “última palabra”) al acusarlo (sin que confirme la disposición que
lanza tal esquema entendida esta como un “más hondo” en la misma dirección –lo que supondría una recaída en lo
arquitectónico). Por ejemplo: la metaontología no es un “ir más al fondo”, no es un ahondar en lo común de
ontologías que parecían –desde sí mismas- rivales, contradictorias y que ahora muestran que su efectuación es
radicalmente similar (por ejemplo: espiritualismo y materialismo, racionalismo y empirismo), es decir, que,
efectuadas, ponen de relieve que, más allá de lo que de radical haya en sus diferencias, realizan comunes todavía
más realizativos (por ejemplo: unificaciones, segregaciones, totalizaciones, jerarquizaciones). Esto no significa
negar las diferencias, ni impugnar su definitividad vital o biográfica: no es lo mismo, claro está, habitar en una
ciudad que se desgrana en el interior de una muralla que en una ciudad que acaece difuminándose en el campo; no
es lo mismo habitar en una ciudad que segrega barrios acomodados y suburbios o en un ámbito residencial
homogéneo. Lo que significa es impugnar que lo óntico y lo ontológico agoten la ciudad (sea de forma compositiva
sea de forma englobadora sea de forma diferente).
7. La consideración metaontológica posibilita una lógica diferente en la consideración9, una lógica que va más allá
de lo dispuesto o de la disposición (o disposiciones) tradicionales: en nuestro caso, una actualidad que no es ni lo
meramente presente ni lo mejor (lo máximamente posible), y que no está orientada a/por la presencialidad (como
producción o provocación de algo que acapare el horizonte) ni a la melioratividad (como suscitación deseosa de una
regulatividad que como meta psicológica, histórica o escatológica actúe –asintóticamente o no- como clave
objetual-axiológica de la objetivación y/o interpretación de las distintas efectuaciones).
8. Actualidad significa, entonces, reconsideración del orden temporal y de la estructura de las acciones (manejos
teóricos-prácticos-creativos) en que éste puede consiste. Actualidad no remite a un pasado fundamental (canónico,
prototípico) ni a un futuro como efectuación cerrada u orientada de/por lo que aflora como actualidad del presente.
Por ello, la ciudad en su actualidad no es, primariamente, ni objeto, ni perspectiva, ni idea regulativa. Ni suma de
objetos, perspectivas o ideas. Todos estos elementos derivan, como entidades o aperturas, de una metaontología que
hoy ya no estamos en disposición de incorporar como conformadora, de una metaontología cuya puesta de relieve
9 Una consideración que alcanza a la propia definición –nominal y conceptual- de ciudad; y al alcance del definir como ontología. ¿Cómo concebir un definir desde una revisión metaontológica? Como un referir sin referencia y sin referirse-a, por ejemplo.
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nos pone en camino de desechar como vías incuestionables no sólo toda una serie de ontologías rivales y su
plasmación en amplísimos aparatajes ónticos, sino su disposición misma en tales términos: sus pretensiones, sus
consideraciones.
III
9. Dicho de otro modo, estándolo de hecho de forma abrumadora en nuestro presente, el acceso considerativo a la
ciudad (el referir que no es el mero tomarla como objeto constituido de referencia ni siquiera como algo a lo que de
algún modo –en el límite, en el interior de nuestros referires- nos referimos) puede no tener que estar configurado
necesariamente por la –metaontológica- cuestión del “qué (es)”, puede permitir otros manejos, otros tratamientos
disposicionales.
10. Por consiguiente, es importante que una consideración actual de la ciudad pueda evitar, ante todo, cualquier
esencialismo. Mejor, puesto que cierto esencialismo es inevitable por la estructura misma de nuestros leguajes (el
esquema sustantivo/verbo, objeto-relación/acción, son ya dos formas de esencializar), tal considerar debe tratar de
entender la cuestión de la entidad-esencia como algo ya derivado, efectuado, producido, aunque la estructura de
nuestros leguajes le reporte, a pesar de toda puntualización, una ventaja enorme: nos obliga a conformarnos según
su dictado, a referirnos a ella incluso en el diferir. Hemos de buscar no sólo que remita como referencia (óntica) y
referir (ontológico), no sólo que se debilite en cuanto entidad o aseidad dura, hemos de procurar que se deslea hasta
disolverse, hasta convertirse en un exdios que ya no brille ni por su ausencia. O, si hemos de conformanos con
menos, desplazarla de su posición axial (de eje y dispensadora de valor), desactivarla10.
11. La ciudad que cabe considerar desde aquí no es una ciudad que se defina en razón del concepto de objeto, ni
siquiera del de obra. Es decir, no se trata ni de algo que existe independientemente de su proceso de gestación ni de
algo que es término (u objetivo) de un proceso o plan. Ni siquiera, de forma inversa, cambiando el presente sin más
por el presente perpetuo, pasado o futuro, no se trata tampoco de una idea o ideal, o de un proceso en sí, de un
procesar o de un proceder paradigmático que, efectuándose en el tiempo, se abrocha y se confirma así mismo como
deber ser o proceder debido. Una ciudad que puede ser referida sin agotarse en producto o proceso es una ciudad
que debe ser aproximada en lo que habrá de determinarse como un abrirse en circulación multiplicativa.
12. Por otra parte, esta ciudad que no “es” la ciudad no es ni acontece como entidad con su esencia, ni, por
consiguiente, tiene estructura conceptual real o en forma de idea regulativa tampoco se localiza o temporaliza (no se
posiciona) a partir de un par de coordenadas llamémoslas experienciales. Es decir, no se trata o determina en razón
de oposiciones dadas, ejecutadas o vividas sin más (sean éstas oposiciones meras antítesis o duras contradicciones).
10 Esto no significa, ni mucho menos, olvidarla o desconsiderarla. En todo caso, nos obliga a un replanteamiento de nuestra relación con “la tradición” y, más aún, a un nuevo manejo de la posición que realizó términos como “tradición”, “presente”, “futuro”, que instauró un orden de realidad.
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Por ello, no se distingue (prima facie) entre administración de las cosas/gobierno de las personas: es decir,
no se acepta como fuente radical de significación la distinción entre ciudad en sentido objetual (por ejemplo,
edificaciones) y ciudad en sentido de ciudadanía (como cuando se habla, por ejemplo, de educar para la
ciudadanía), es decir, entre ciudad como entidad o ciudad como forma de construcción vital. Por ello, no se
distingue (prima facie), entre urbe y aldea; ni entre metrópoli/colonia; ni entre localidad/globalidad, etc.
13. Todas estas distinciones, por muy pertinentes y enriquecedores que sean (y lo serán en alta medida), son
secundarias (en lo que aquí tratamos), y su consideración inmediata como importancias nos impide acceder a la
determinación de la posición desde la que buscamos referir11. La ciudad de la que queremos hablar no es una
unidad, una entidad o forma de vida más radical que esté por debajo de estas oposiciones y cuya esforzada
búsqueda debe ser el objeto de nuestros afanes (pues su hallazgo disolvería en la luz del sentido lo que hoy nos
desgarra como oposición). La ciudad que queremos referir no es, tampoco, la unidad más sutil que, precisamente,
hace que las contradicciones valgan como tales, la unidad presente (y actual) en las diferencias.
IV
14. Volvamos ahora a la consideración y su relación con el referir. Si considerar se entiende como un referir que no
tiene ni objeto real12 (qué-referencia-guía) externo ni, en su proceder, construye un cuasiobjeto real (cómo/referirse-
a) (es decir, no es ni determinación-representación ni constitución-vivencialidad); si considerar no se entiende ni
como constatación de productos (reproducción instantánea) ni como análisis de procesos (por ejemplo, de
conceptuación, de construcción y también de deconstrucción), ¿podemos decir que estamos abandonando sin más
el ámbito de la lógica y abriéndonos a la retórica?; ¿podemos decir, entonces, que metaontológico significa
descubrimiento de lo ontológico como dispuesto desde una retoricidad que le antecede y de la que es un caso (como
pueden serlo, de un modo más directo, las diversas modalidades de retórica confesa)? Es decir, ¿podemos concluir
que el referir que tratamos de aproximar está dentro de un nuevo horizonte retórico-económico que emerge como
actualidad del presente postindustrial13 y que disputa y gana la batalla por la hegemonía al horizonte lógico
tradicional y que así, por consiguiente, una consideración actual de la ciudad sería mostrar la
construcción/conflicto/convivencia de diferentes ideas (y cuerpos) de ciudad de ayer y hoy (o de la propia idea de
ciudad o de las ideas de actualidad y referir) como estrategias de persuasión/imposición que enarbolan o son los
actores en lucha (cada uno con sus pertrechos de ideología capitalizable: sea en forma mercantil o simbólica) por el
dominio (por la iniciativa en la realización)?14.
11 Recuérdese: que sean aquí derivadas o secundarias no quiere decir que la posición que busca abrirse sea primordial o primaria (ni en sentido inicial, ni en sentido sustentador, ni en sentido terminal) o más honda, etc.: no buscamos movernos en una lógica arquitectónica; se trata de mostrar otro referir. 12 Entiendo aquí real en el sentido usual del término: un irrefragable en sí o un en sí irrefragable (según lo abordemos desde la primacía de la gnoseología o de la ontología, cuestión decisiva en la que ahora no puedo entrar). 13 Que tomaría el testigo de un presente (pasado remoto, presente no actual) agrario/religioso y de un presente industrial/secular (pasado inmediato, presente dominante pero ya no propiamente –excelentemente- actual). 14 Si el referir se insertara sin más en este nuevo contexto agotándose en él, cabría buscarlo (maximizarlo en nuestro sentido –que rivalizaría con
Hacia la consideración actual de la ciudad | José Antonio Méndez
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15. En parte sí y en parte no. Es decir, para lo que aquí nos interesa: no necesariamente. El cumplimiento del
manejo occidental de lo que hay nos brinda en nuestro presente un orden de mundo donde la lógica que –si
podemos hablar así- guió o se efectuó en la instauración del mismo ha visto cómo su posición se ha invertido
respecto a la que tenía (o creía tener) en su ápice. Estamos ante una asombrosa retroacción: de un hacer que se decía
guiado por una teoría que intuía la estructura profunda del ser o del darse de lo que hay como realidad legaliforme,
hemos pasado a considerar la teoría o consideración directamente pensada/pensable (noesis) del ser-
logos/eidos/nomos como una forma –entre otras- de práctica: es decir, no como la determinación de una estructura
definiente sino como la instauración de un modus operandi (una de cuyas consecuencias era esa misma teoría que
ahora se cumple).
16. Esta hermosa retroacción nos retrotrae a su instauración, a su apertura. Y aquí encontramos15, efectivamente, un
alternar (constitutivamente) contradictorio entre lo lógico y lo retórico. Pero, dejando a un lado la presentación
tendenciosa de la retórica (de su intención, consistencia y alcance) que nos brinda el lógico Platón, cabe afirmar
que, incluso, una reconstrucción más ajustada a lo que fue ese debate, no nos obliga a conceder la razón a uno de
los dos contendientes sino, y esto es lo que significa aquí “considerar”, a un intento de plantear de otro modo la
alternatividad de la alternativa16.
17. En efecto, tanto Sócrates (con su genial invención de qué-referenciado en términos de verdad intuible) como los
sofistas (con su idea de persuasión en la verosimilitud) comparten una misma posición metaontológica, que es lo
que hoy resulta desbordado: no ya la posición lógica o la posición retórica, sino la pre-posición que las pone a
ambas. Es decir, ontologías rivales (universo lógico, universos retóricos) comparten una misma metaontología: la
de lo *vero, la de la efectuación determinante, la de la con-veniencia (sea intuitiva, sea persuasiva), el consenso. Lo
verdadero (realmente verdadero, aparentemente verdadero-persuasivamente veritable) sirve de principio o de meta
o de estrategia o de cebo (en la peor –y más injusta- presentación del sofista): es efectuable, es lo
paradigmáticamente efectuable (sea como en sí, sea como estrategia), es vehicular, es actualidad en sentido de
potencia y de posibilidad máxima.
18. Hemos de retrotraernos a esa decisión: y no sólo ir más allá –o más acá- de lo que triunfó, sino más allá –o más
acá- de lo derrotado. Es decir, debemos replantear lo que acaeció no como una alternativa, sino como una
simultaneidad actual para nuestro presente. Considerar, aquí, significa: frente al platonismo, rechazar la estructura
otros sin ser “más” o “mejor” en sí sino en referencia a objetivos o pactados –determinados, realizados- como más valiosos –y según procedimientos también considerados como valiosos … y siempre sometidos –objetivos y métodos- a perpetua revisión), por ejemplo, como participación pública en la construcción de la realidad a partir de la decisión democrática de las políticas tecnocientíficas. Pero hay algo más que este constructivismo “abierto”, posible heredero de la potente retórica democrática clásica (frente al esencialismo aristocratizante de los platónicos). 15 Véase el Gorgias de Platón como efectuación paradigmática –categorial y apologética; conceptual y existencial- de esta decisión, tomada –además- al calor de una discusión sobre la justicia, es decir, sobre la clave para la consideración ordenada de la ciudad (y de lo que ésta articula, en su posible disposición eje-valor: ideas y almas). 16 Hoy aparece claro –tras el triunfo cumpliente de la lógica- que ésta es un caso de la retórica y no, como pretende, un discurso en el que discurre la verdad-real; un discurrir del que –perversamente- se aparta el extravío retórico.
José Antonio Méndez | Hacia la consideración actual de la ciudad
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del referir como referir lo que se da como remitiendo desde una estructura paradigmática (previa o regulativa)
accesible mediante la cuestión “qué” (cuya posibilidad de ser formulada exigiría la existencia de tal estructura –su
verdad; del mismo modo que la cuestión “dónde” o “cuándo” parece presuponer la preexistencia o la consistencia
de lo que denominamos “espacio” y “tiempo”); frente a la retoricidad: aceptando que su posición es lógicamente
anterior al socratismo17, rechazar su orientación (que en origen es constitutiva de un construcción social
democrática) persuasivo-verosimilística como estrategia agotadora (totalizadora) de lo actual en la disposición
de/en lo que hay.
19. Verdad, autenticidad, verosimilitud, persuasión, ciudad rememorada o ciudad construida deliberativamente
(incluso dejando valer la di-ferencia entre órdenes posibles), siguen presas del referirse-a y de la referencia, de la
confusión de realidad (sea inicial o terminal) con haber, de la primacía del control o de la planificación, del
horizonte que oscila entre el cumplimiento de la potencia o la búsqueda de optimización. En todo caso, la lógica (el
orden) del triunfo, sea este contenido o método o ambas cosas a la vez.
V
20. Una consideración actual de la ciudad entraña, por consiguiente, ante todo, un cambio de posición, una
dislocación o, mejor, una rotura de eje que afecta a la instauración18 de los tres términos (consideración, ciudad,
actualidad), a su mundanizar el haber y a los elementos en que cristaliza esta disposición19. Implica, por
consiguiente, un cambio de posición metaontológica: lo que no significa (y esto ya es clave para el abandono de la
impronta arquitectónica): (i) ni la sustitución de una metaontología por otra, (ii) ni la imposición de la nueva
ontología como superación o cumplimiento de la determinada ahora como anterior (anteriormente actual; ahora:
meramente presente), (iii) ni el acaecer de lo nuevo como más o mejor (como nuevo bien o como nuevo óptimo).
La novedad acontece como coexistencia, como cohabitación, como ampliación: no es un incremento de la
totalización, una profundización, un abarcar más amplio y lúcido; se da como cambio de lógica: en última
instancia, no niega nada de lo acontecido, de lo cristalizado, de lo realizado anteriormente; incluye, sin embargo, la
posibilidad de negarlo, de distanciarse de ello. Y no se trata de una ampliación como mero más: es una ampliación
multiplicativa, indefiniente, indefinida; una suscitación de mundos que no se rigen ni por la ley de la referencia ni
por la de la unidad, de mundos que no se componen (ni siquiera “en sí mismos”: no son mismidades); una
17 Es decir, aunque, a una, el socratismo platónico puede ser leído o como una ontología rival o como una entidad dentro de la ontología retórica, y la ontología retórica puede ser leída como un acto fallido o falsario dentro de la ontología socrático-platónica, cabe pensar que hoy la interpretación que prima como más potente, como más actual, es la consideración retórica, aunque lo hace de tal modo que no “disuelve” a su antagonista. 18 A su posibilidad/realidad y a su contenido (son mundos, no realidades ni haberes). 19 De nuevo, no se lea esto en clave arquitectónica: no es que lo óntico esté soportado por lo ontológico y lo ontológico por lo metaontológico (todo ello trabado por una lógica más profunda que articularía los tres términos). Ello no implica que la posibilidad de establecer diferentes metaontologías nos lleve a la cuestión de cómo se relacionan entre sí, y de si, con este modo de abordar las cosas, no estamos recayendo en lo arquitectónico (aunque sea en despedida, como sucede con el Ereignis de Heidegger). En puridad, es la propia metáfora del edificio la que nos arrastra. La cuestión queda aplazada; pero un primer horizonte para su planteamiento lo puede abrir una discusión con diferentes consideraciones filosóficas que pueden tener algo que decir aquí: la reflexión aristotélica sobre el lugar del lugar, la noción cantoriana de transfinito o las reflexiones postestructuralistas que podemos denominar “topológicas”.
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ampliación que no acaba en producto, que no es mero proceso orientado a brindar entidades o valores, sino un
circular sin arché ni telos, sin marco de referencia externo, articulador o segregado por interiorización. Con otras
palabras, una ampliación, una circulación que es posibilitación futurizante no prevista potencialmente, ni óptima, ni
conceptualizable, ni idealmente regulada.
21. Este referir no busca ejemplificarse en un modelo ciudad como una idea que se encarna, como algo que usa la
ciudad-texto como pretexto: es, precisamente, la ciudad en su consideración actual la que posibilita su lectura
“ejemplar” (pero en un sentido de ejemplo que no es ni aplicado o derivado ni tampoco ejemplificador,
paradigmático). No acapara ni absorbe toda la presencia de la ciudad, ni es su más (su “verdadero” o “auténtico”
sentido), ni tampoco la previsión de lo que va a ser o debe ser, ni su realizatividad máxima. Es o se da en ella más
allá o más acá de su ser o acontecer, pero no en la forma de un doble más real o más ideal, ni como una terceridad
diferente (como un otramente)20: se da como referir posibilitante21.
22. Cuando lo que aparecía como contradictorio (tanto a la lógica como a la retórica: cuando apunta a falsedad por
suponer una verdad incontrovertible –o lo uno o lo otro- o a imposibilidad de facción-ficcionización verosímil y
persuasiva –de lo uno o de lo otro) pierde este carácter sin igualarse ni ser diferente o sin mostrar una terceridad
más valiosa (o absolutamente otra, excedente), se efectúa un cambio metaontológico, una efectuación de la puesta
en cuestión metaontológica, un quebrantamiento de la metaontología que suscitaba y mantenía la contradicción y la
diferencia22. La ciudad actual es toda efectuación de ese cambio; y esa efectuación se da como consideración, como
referir no orientado por una referencia ni por un referir-se (aunque sea débil o en despedida o en diferencia). Es lo
que sucede cuando nos desubicamos o nos abrimos a lo intempestivo: nos dilatamos, componemos, sin intuición ni
persuasión, sin resolución ni evacuación de un término, sin afirmación de intermediación23 lógica alguna, la
contradicción: la permitimos flotar, no la resolvemos24. No consideramos la solución como una opción acuciante,
20 Como la illeidad o el tercero excluido en Levinas. 21 Y no primariamente posibilitado. Esto es importante: porque no nos retrotrae primariamente (sí puede hacerlo después) a su condición de posibilidad: no busca afirmarse en esta arquitectura (arquitectura característica de las posiciones leibniziana, kantiana y habermasiana, que aseguran así, en modos aparentemente muy diferentes, pero, en el fondo, muy similares, una fundamentación transcendental –una solidez decisiva- a la facticidad). Es decir, no prima ni el estado natural de cosas (nuda presencia de lo verdadero), ni el acto (por eso no es potencia), ni la mera actualidad (por eso no es posibilidad óptima o secuenciable o valorable según una escala), ni la regulatividad (como presencia más o menos poderosa, pero siempre operativa de un ideal presente o futuro, a priori o consensuado) sino la futurición –la multiplicación, no la reducción o la convergencia (aunque ésta sea mera aspiración o propensión). 22 Ha de quedar claro que la composición de la contradicción no supone la confirmación de la dualización, sino la posibilidad de su abolición metaontológica (en forma también de composición) en nombre de la indefinición. Una abolición que no equivale al triunfo de la unidad, ni de la unificación. Al contrario: lo que muestra es la posibilitación de una nueva lógica o metalógica (valga la expresión) más allá o más acá del orden de la unidad y de la dualidad, incluso de la multiplicidad. La coexistencia irresuelta de lo anteriormente contradictorio pone de relieve (es posibilitación) la no necesidad de poner y disponer estos términos coexistentes como abocados a (o mesurables o valorables por) tales categorizaciones/apologías (en última instancia, por tal consideración). Y muestra, igualmente, que la actualidad en la presencia se da (o puede darse) también de este modo. 23 Esto es clave: no es logos que dispone, no es ni siquiera hypo-kheimenon. Es flotar/fluctuar sin estar lanzados por una razón; sin sustentación (aunque sea la nuda materialidad, la indigencia de lo que no es ni en sí ni por sí entidad), sin accesible mediación que coligue: la propia composición (que, por ello no equivale a síntesis) es ya la mediación, el espacio, el territorio. Com-posición sin sin-tesis resultante, sólo com-; pero un co- que no siendo relación tampoco es mera yuxtaposición de –al menos- dos términos (sino posibilidad circulante o, mejor, indefinido posibilitar de circulaciones multiplicadoras). Circulación. Vibración no arquitectónica que, por eso, no es circularidad (ni siquiera la de un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna), vibración que no es la de una cuerda ni la de una brana. Vibración, por consiguiente, metaontológica. 24 Tres “ejemplos personales”, entre otros muchos posibles, esbozados a vuelapluma, sobre la falta de resolución, sobre la composición flotante
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necesaria. Habitamos, más acá o más allá del convencimiento o de la tolerancia, de la identidad o de la diferencia,
de la unidad o la multiplicidad: habitamos en lo indefinido de la indecisión (que no acontece ni como nucleación o
interiorización ni como exteriorización, sino como dilatación). La ciudad, en este sentido, en esta consideración
actual del presente, es o se da o se vive o se efectúa como circulación multiplicante y dilatadora que, por otra parte,
sostiene sin contener, sin determinar, sin conformar, sin orientar, sin restringir. Es la tremenda y magnífica
invitación a crear, a inventar sin programa y sin valor previo que incline la balanza de antemano: a crear
circulaciones, obras y valores. A sostener, dilatar y posibilitar como economía del juego multiplicador. Es la
tremenda y magnífica invitación a leer toda posición de mundo (desde el dolor al gozo, desde la indiferencia al
compromiso) de forma poética en la fáctica finitud de lo indefinido.
24. A modo de conclusión y de apertura: una consideración actual de la ciudad es aproximar en el referir eso que
denomino “indefinido” como posibilitación y haber de una nueva metaontología en el sentido que aquí he intentado
plantear. Lo indefinido (multiplicación, circulación, indefinición), como una de las atmósferas en que respira la
renovación de la lógica, evita, por así decir, cualquier triunfalismo de la creatividad y supone un reexamen de
nuestro habitar: la creatividad metaontológica (en el sentido que ahora se abre paso en nuestra consideración como
actualidad presente –no como secreto del presente, sino como una de sus composibles modulaciones) no es la mera
maravilla del goce en el ejercicio de una facultad amable, de un alegre disponer, sino también (en composición) la
dureza de la estructura mundanal de lo que hay y se va gestando en su multiplicación inagotable y agotadora. ¿En
qué sentido este indefinido es un haber en la línea de un ápeiron abisal inestructurado e inestructurable –quizá
reducible mediante geometrías pero nunca eliminable- o en la línea de un estado de naturaleza-guerra cuya amenaza
está siempre latente –como retorno de lo excepcional y como uno de los motivos del control en las incorporaciones-
en todo orden ciudadano ilustrado?
de la contradicción: (1) Primer apunte: en el tiempo ritualizado –suspendido lo cotidiano- asisto, como espectador con memoria nacionalcatólica, a una procesión de la Virgen de la Soledad en la Semana Santa de Ponferrada y mi mirada pasa de la imagen severamente vestida de negro catafalco al público que asiste a su pasar abarrotando aceras y ventanas (gente rezando con recogimiento, conmovida hasta las lágrimas; gente indiferente o aburrida esperando que acabe de pasar el trono; curiosos con y sin disimulo que espían reacciones ajenas creyéndose ellos a salvo de toda observación) y se demora especialmente en una mujer que, en un segundo piso, apostada detrás de un enorme ventanal, a plena luz del día, impecablemente maquillada, inmediatamente visible para cualquier ojo, incluso el más deshecho en llanto, se hace galanamente la manicura vestida únicamente con dos piezas, bragas y sujetador, de fina lencería blanca. Circulación de pasos, gestos y miradas que acaban focalizándose sin más en esas dos estampas femeninas: en nadie hay burla hacia la imagen de las dos mujeres, en nadie hay escándalo. (2) Segundo apunte: sobre la desubicación, la deshabituación (o cohabituación flotante de lo contradictorio), la fractura del eje orientador: ¿qué siento/debo sentir cuándo, estando en las ruinas romanas de Volúbilis, de pronto me percato vívidamente de que estoy dentro de un edificio que, por una parte, percibo y siento como iglesia (y me hace disponerme según la habitud propia del estar en un espacio sagrado que incorporé en mi infancia nacionalcatólica) y que, por otra parte, sé que no es sino un palacio de justicia (y, por tanto, no me exige disponerme sacralmente, aunque quizá suscite en mí otro tipo de temor reverencial), una basílica. (3) Tercer apunte: a propósito de la intempestividad, de la coexistencia de dos líneas de ser/acontecer insaturables, indecidibles: en Santo Toribio de Liébana asciendo colina arriba, casi sin aliento, hasta unos eremitorios que están situados ya en el bosque; en estos nichos o búnkeres uno se imagina a santos varones luchando contra salvajes tentaciones con presencia de criaturas demoníacas o abandonando este mundo en largos arrobos. Hoy, allí donde alguna vez lucharon ángeles y diablos en la realidad de aquellos mundos; hoy, en medio del abandono de aquellos salvatierras, encontramos en aquellas plegaduras no sólo abundante provisión de hojas muertas y secas ramas y plumas de ave, sino sobre todo abundantes restos de heces humanas cuyo diverso estado de conservación atestigua un uso específico, intencionado y constante de ese lugar como resguardado aliviadero de vejigas y vientres: un lugar sagrado es, sin perder un ápice de sacralidad, simultánea, aunque intempestivamente, letrina. Y bien abrigada, por cierto. ¿Cabe preguntar aquí por cuál de los dos referires se impone al otro? ¿Es acaso radical –es toda la radicalidad posible o la más englobadora- este preguntar? Quizá el referir más radical no sea el preguntar; quizá la radicalidad no sea su última posición o su más significativa (en todos los respectos) disposición actual.
Jan Canteras Zubieta | Deshilando la urdimbre urbana. El turismo y la construcción simbólica de la ciudad
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Deshilando la urdimbre urbana. El turismo y la construcción simbólica de la ciudad Jan Canteras Zubieta Universidad de Oviedo
En este artículo se analiza el papel del turismo como elemento de las dinámicas urbanas. Por su gran fuerza
transformadora, esta actividad representa a día de hoy un factor importante para cualquier ciudad y, en algunas, es
absolutamente determinante. La interpretación turística de la ciudad constituye así uno de los lugares desde los que
la ciudad se construye, se comprende, se habita y se gobierna. Este fenómeno se relaciona constitutivamente con
otros rasgos característicos del mundo contemporáneo, como son la globalización de los medios de comunicación y
de información.
I
La filosofía es una actividad urbana. Como una disciplina que requiere de la existencia de otros saberes, entre cuyas
intersecciones encuentra sus temas y sus problemas, prospera desde sus orígenes entre los cruces y transacciones
que tienen encuentro en la vida de la ciudad. Los mundos tribales, rurales, aldeanos, carecen de una complejidad
suficiente en cuyas contrariedades pueda requerirse un discurso de fundamentación. El mito, narración no polémica,
puede organizar aquellos mundos en su totalidad. La urbe requiere, en cambio, de un método diferente. La
complejidad que es reunida en la ciudad quiebra el orden mitológico, y ello no solo porque traiga con ella otros
discursos alternativos, sino porque hace confluir, precisamente, una diversidad de mitologías. Nacidos en la
idiosincrasia del clan, los mitos carecen en su interior de las claves para oponerse a otros, para afirmar su derecho
frente a ellos o para demostrar su composibilidad. La acumulación de mitologías, que la diversidad de la urbe
reúne, produce así un cambio cualitativo en el orden del discurso, y alumbra una nueva formación: la filosofía. Este
discurso es polémico, argumentativo, combativo, como la ciudad misma. No hay filosofía que no comience
discutiendo con otro tipo de relato, bien sea otra filosofía, bien una mitología, una ciencia, una política… La
filosofía es, así, un saber en medio de la complejidad (y, de hecho, algunos filósofos escogen hoy el nombre de
“complejólogos”1); por ello nació en la ciudad y ha sobrevivido siempre en ella.
Hoy, la velocidad, cuando no la instantaneidad, de los medios de transporte y comunicación ha extendido esta
complejidad a la práctica totalidad del globo, dando lugar más a una urbe global que a una aldea global. El cercado
que separaba la ciudad (las leyes, las instituciones, los ritos, los saberes, el mercadeo) de su afuera (la naturaleza) ha
1 Así, por ejemplo, Edgar Morin, quien define al objeto de su búsqueda como “un modo de pensar, o un método, capaz de estar a la altura del desafío de la complejidad” y al que denominaría “pensamiento complejo” (Morin, 2005, pág. 22).
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
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sido desplazado más allá del globo terráqueo. Todo el espacio terrestre queda así mediado, apropiado, administrado,
sin que lugar salvaje alguno le ponga un límite al mundo humano.
Pero esta administración total que es la globalización no produce, como se ha dicho, un cierre del mundo, una
clausura de sus contradicciones sino, muy al contrario, la proliferación de las mismas. De este modo, si la filosofía
se alimenta de la complejidad, la globalización es su contexto ideal, pues su característica es la de efectuar una
urbanización del globo. Dicho de otra manera: con la expansión global de esa “simploké denominada ciudad”
(González Escudero, 2007, pág. 85), la filosofía recibe hoy más estímulos que nunca.
Los siguientes párrafos contienen una reflexión a partir de una actividad urbana muy concreta: el turismo. Más
concretamente, su objeto de reflexión es el denominado “turismo empaquetado”, es decir, aquel que ofertan las
compañías de viaje como un pack de experiencias. Como decimos, la ciudad es el paradigma primero de la
complejidad, del encuentro comercial, institucional, intercultural, ultramarino… y, en todos los sentidos posibles,
transdisciplinar. Las facetas que ofrece cualquier gran ciudad son de una diversidad tal, que la síntesis de la misma
como objeto involucra una actividad infinita. Por tanto, cualquier síntesis efectiva es, necesariamente, infinitamente
insuficiente y susceptible de infinitas variaciones. Un recorrido turístico es, en este sentido, un ejemplo de tal
síntesis; el guía que lo dirige realiza, en unas horas, la reconstrucción de un objeto infinitamente complejo.
II
Cuando Platón usa el término symploké (entramado, urdimbre) para referirse a la actividad del político, alude al
carácter complejo y relacional de la ciudad. Por ello, el político es definido en el diálogo que lleva su nombre según
una diferencia que podría convenir exactamente a la filosofía: como un saber cuyo objeto son todos los demás
saberes; también por ello, Platón podía haber hecho en La república una identificación del político y el filósofo.
Pero a la actividad de síntesis que Platón describe no puede bastarle con poseer una pluralidad de elementos
composibles (los hilos de la symploké), ni aun con un saber sobre todas las artes que a estos les conciernen (una
política). La idea de symploké es, por sí misma, inoperante, y requiere de esquemas que la concreten. La formación
de la trama exige, así, un paradigma que establezca las leyes de la composición efectiva. Esta necesidad alumbra un
rico juego en el que se hacen posibles diversos modelos para la ciudad. En literatura son célebres los modelos
laberínticos de Borges, que guían un entramado urbano y arquitectónico, en último término, aporético. Italo
Calvino, en esta misma línea, ofrece en sus Ciudades invisibles múltiples paradigmas que involucran las facultades
de la imaginación y el deseo, la acción de los nombres y de los muertos (Calvino, 2007). Los urbanismos técnicos,
no literarios, elaboran igualmente paradigmas que puedan guiar la síntesis de los elementos composibles y, en
ocasiones, conectan con los anteriores.
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Para nuestro análisis de la acción del turismo en el conjunto de la symploké urbana requerimos, pues, un paradigma
que permita no solo señalar elementos, sino reconocer las leyes de su composición. Por razones que se mostrarán,
nos interesa tomar el modelo de Bill Hillier, quien ha analizado la ciudad como una “economía del movimiento”.
Lo que propone este autor es estrictamente un paradigma en el sentido dicho: una serie de principios que ofrecen un
esquema a la urdimbre urbana y especifican las leyes de su formación. Concretamente, Hillier defiende que el
elemento desde el que se determinan los aspectos fundamentales del espacio urbano es el movimiento, es decir, el
tipo de desplazamientos que ese espacio acoge y de los recorridos que van inscribiéndose en su plano.
Las fuerzas socioeconómicas configuran la ciudad fundamentalmente a través de las relaciones entre el movimiento
y la estructura de la trama urbana. De este modo, y como será propuesto, las ciudades que gozan de un buen
funcionamiento pueden ser pensadas como “economías del movimiento”. Es decir, que son los efectos del espacio y
el movimiento el uno sobre el otro (y no, por ejemplo, las intenciones estéticas o simbólicas) y los múltiples efectos
sobre ambos que resultan de los patrones de uso del suelo y densidad de edificación, los cuales son ellos mismos
influidos por las relaciones espacio-movimiento, lo que dota a las ciudades de sus características, y hace parecer
que en ellas todo está funcionando junto2.
Pero si el movimiento es siempre una relación espacio-temporal, lo que este modelo está abriendo es, de forma
implícita, la fuerza constitutiva de la temporalidad en el espacio urbano. Es decir, que no se trataría tanto de
“relaciones espacio-movimiento” de una ciudad (lo cual es obvio, por estar ya siempre contenida la noción de
espacio en la de movimiento) como de las relaciones espacio-tiempo que concretan la “economía del movimiento”
de una ciudad. Esto, por cierto, si constituye un verdadero paradigma, no puede limitarse a las “ciudades que gozan
de buen funcionamiento”, como Hillier afirma, sino que debe valer también para las ciudades “disfuncionales”. De
hecho, cualquiera que sea el sentido en que pueda hablarse del mal funcionamiento de una ciudad, éste deberá
poder comprenderse como un efecto de su economía del movimiento. No hay ninguna razón por las que debamos
concebir de esta manera a las ciudades funcionales sin aplicar el modelo a las que no lo son.
La propuesta de Hillier es, en cualquier caso, extremadamente rica y permite infinidad de análisis sobre aspectos
particulares de las ciudades. Siguiéndola, encontraremos entre la pluralidad de actividades que tienen encuentro en
la vida urbana diversas formas de temporalización, diferentes movimientos con sus medios, sus velocidades, sus
densidades y sus frecuencias. En el enlace de todas ellas, la urbe irá constituyendo su espacio. Algunas de estas
actividades, debido a la instantaneidad de los actuales medios de comunicación, representarán un límite para el
modelo, pues en ellas la supresión del tiempo cancela la variable del movimiento dejando al espacio libre para otras
determinaciones. Pero, cuando se trata del turismo, el movimiento es ineludible. Por más que hoy se pueda visitar
una ciudad en tiempo real mediante las imágenes ofrecidas por un satélite, ello no satisfaría las exigencias del
turista.
2 Hillier, 1996, pág. 247. En adelante, las traducciones de las citas corren siempre de mi cuenta.
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Nuestra pregunta es ahora: ¿cómo se inscribe la actividad turística en una totalidad espacial cuya ley es el
movimiento? El enfoque parece oportuno: el turismo tiene como raíz de su palabra y como núcleo de su acción a un
tipo de movimiento, el tour. De entre todos los recorridos que determinan la composición de la ciudad, éste es uno
cuya relevancia aumenta progresivamente. A día de hoy, no es solo una de las formas mediante las que se
experimentan las ciudades, sino una desde las que éstas se configuran. Constituye, así, un importante factor
performativo de la ciudad, hasta el punto de determinar decisiones fundamentales acerca de lo que ésta debe ser y
parecer.
III
El primer turismo, aquel que visitaba lugares aún no diseñados para su actividad, ocupaba los espacios más
atractivos de la ciudad, los más agradables, emblemáticos o curiosos. Así se trazaba, poco a poco, como los
antiguos caminos, un recorrido que atravesaba todas esas “zonas típicas” y al que en España pusimos,
coherentemente, un nombre extranjero: tour. Hoy se ha invertido esta lógica, de modo que los ayuntamientos y
empresas habilitan espacios susceptibles de ser “zonas turísticas” y “recorridos turísticos”. El turista pasa con ello
de buscar a ser llamado, y la interpretación turística de la ciudad no es ya la que pone el visitante, sino que forma
parte de la planificación urbana misma. Esto muestra la peculiaridad de la hermenéutica del turista (sujeto), del guía
urbano (intérprete), de la guía turística (documento) y del tour (actividad); a diferencia de otras aproximaciones
interpretativas, esta sí obtiene respuesta del objeto que está reconstruyendo. La ciudad parece ir amoldándose a su
mirada, transformándose en lo que los turistas quieren ver y desarrollando, de entre sus infinitas facetas, las que
mejor se acomodan a la experiencia turística. No solo las desarrolla, sino que las conecta entre sí en circuitos (o,
alternativamente, las localiza en los circuitos mejor conectados) que ocultan, además, otras facetas inoportunas.
La actividad turística, a través de su interpretación de la ciudad, la transforma. Es cierto que, de algún modo, toda
hermenéutica transforma su objeto o, mejor dicho, lo objetiva como lo que en cada caso es. Podemos decir esto en
el mismo sentido en que Kuhn afirmaba: “los científicos que trabajan en paradigmas distintos viven en mundos
distintos”. Pero el caso al que aquí nos referimos es diferente: en él ocurre un doble movimiento hermenéutico; una
situación más compleja que la mera diferencia entre lo que ven dos intérpretes distintos. A ese doble movimiento
que padecen las ciudades turísticas podríamos llamarlo una imitación de sí mismas. El asunto transcurre como
sigue: en un primer momento, un tímido y privilegiado sector turístico comienza a frecuentar una de estas ciudades
y a formarse un concepto de ellas. Pero las ciudades turísticas, además, reaccionan a esa interpretación que de ellas
se hace; se trata de un segundo momento por el cual éstas intentan responder a su propio concepto, imitarse a sí
mismas, re-presentarse. Actúa en este proceso una suerte de hiperrealismo urbano, que interviene la ciudad para
hacerla más “sí misma” de lo que naturalmente es.
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Como suele decirse, el hiperrealismo es en cierto modo una forma de abstracción, una que disuelve el referente de
su supuesta re-presentación sobredimensionando precisamente sus rasgos realistas. Se trata de una especie de
caricatura ontológica que quiebra, por exceso, su carácter representativo. A los espacios turísticos les sucede algo
semejante, y a las ciudades de las que éstos se adueñan también. Esta correspondencia de la ciudad hacia el
concepto que el turista se forma de ella desemboca en una evolución caricaturesca, producida no solo por agentes
privados sino guiada desde instituciones públicas. Lo madrileño re-presentado, ofrecido como lo real de Madrid, de
su historia y de su presente, diseña unos perfiles que, a través de la caricaturización, sumen a la ciudad misma en
cierto ambiente irreal o sobrerreal.
¿Cuál es el Madrid real? Probablemente sea una pregunta inoportuna. Acaso lo único oportuno sea estudiar cómo se
urden constructivamente esos sucesivos perfiles sobrereales. La realidad, si queremos hablar de ello, no aparecerá
detrás de éstos, como tras un velo de falsedad, sino en ellos mismos y en los juegos que componen. La idea de que
la construcción turística de la ciudad es “superficial” o de que es, como se ha dicho, “más cosmética que sustancial”
(Loukaitou-Sideris, Banerjee, 2007, pág. 315), ignora que el turismo, junto a otras actividades de efectos
semejantes, no se limita a “maquillar” la realidad, sino que genera hoy realidades nuevas de un peso igual a las
pretendidamente “sustanciales” y, en ocasiones, mayor.
IV
Para comprender los efectos de la actividad turística se requería un paradigma que concretase las leyes del
entramado urbano. El de Hillier, basado en el movimiento, nos ponía ante los elementos del espacio y el tiempo
como sus dos determinantes fundamentales. La relación entre el espacio y el movimiento es lo que dota a la ciudad
de sus características fundamentales y lo que hace parecer que en ella “todo está funcionando a la vez” (Hillier,
1996, pág. 247). Pero, como dijimos, más que de la relación entre el espacio y el movimiento, deberíamos hablar de
la relación entre el espacio y el tiempo que fundan el movimiento de la ciudad.
El movimiento turístico por excelencia es, evidentemente, el tour; pero ¿qué espacialidad y qué temporalidad le son
propios? Esta es una pregunta que el marketing lleva planteándose desde hace años. A día de hoy, no es ninguna
novedad que esta ciencia comercial lleve ventaja a cualquier otra en lo que se refiere a análisis de la conducta y la
experiencia. La expansión de la lógica del consumo a la práctica totalidad de las actividades humanas hace de ella
una suerte de psicología fundamental cuyo grupo experimental es la sociedad en su conjunto. Es por ello que
podemos y debemos servirnos de sus resultados, aunque nuestros fines sean distintos a los suyos.
Uno de los análisis más citados en este tipo de marketing es el de Neil Leiper3, quien descompone la experiencia
turística en sus determinaciones espaciales y temporales más elementales. El espacio es por él dividido en una
3 Para este ejemplo véase Quesada, Hervé, Aparicio, 2009.
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región generadora (origen), una ruta o zona de tránsito y una región de destino. El tiempo se descompone en fase de
decisión, fase durante las vacaciones y fase post viaje. Los estudios de marketing establecen estas precondiciones
de la experiencia turística para poder intervenir la ciudad a todos sus respectos. De este modo, no se trata solo de
conseguir efectos en la fase de decisión (captación de clientes), sino en la de post-viaje, que por ello también es
denominada de “evaluación”, con miras a ganarse una “fidelización” del turista. Ello implica, claro está, todo un
despliegue en la fase “durante las vacaciones”. Cada espacio y cada tiempo es, además, caracterizado por su
remisión a los demás: la experiencia ofrecida en el momento “durante las vacaciones” no debe solo conseguir la
satisfacción en ese “durante”, sino que debe lograr una retención de la misma lo suficientemente fuerte como para
ser recuperable en la “fase post-viaje”. La especificidad psicológica que corresponde a cada momento y lugar es
también discernida según todo un sistema de actividades y estados: a la “región generadora” y al “momento de
decisión” corresponden, por ejemplo, las actividades de organización y recogida de información, así como los
estados de expectativa y motivación; a ese mismo espacio, pero en otro tiempo (momento post-viaje) le
corresponden otras actividades (recuerdo, evaluación…) y otros estados (satisfacción/ insatisfacción…), etc. El
marketing nos brinda así un detallado análisis de los determinantes espacio-temporales de la actividad turística, lo
cual permite comprender las leyes de su movimiento y, así, su integración dentro de una totalidad que hemos
descrito como una “movement economy”.
Como resulta evidente a estas alturas, el turismo es tenido en cuenta en las iniciativas fundamentales, públicas y
privadas, que constituyen la ciudad. Esto sucede en grado variable y, en muchas ocasiones, es absolutamente
determinante. Si analizamos las condiciones descritas en el párrafo anterior, aquellas que organizan de forma
general la experiencia turística, podemos elaborar una idea general acerca de las características de los lugares que le
serán más idóneos. Estos deberán posibilitar una satisfacción rápidamente obtenible aunque no necesariamente
duradera (pues la fase “durante las vacaciones” ocupa lapsos breves de tiempo). Sí tendrá que ser duradero, no
obstante, el recuerdo de aquella satisfacción, para que pueda ser recuperado con posterioridad, favoreciendo un
regreso del turista. Por ello, la experiencia debe ser intensa. En consecuencia, un lugar tal será impresionante a
primera vista y, probablemente, anodino al poco tiempo; las relaciones sociales que promoverá serán débiles,
debido a una proyección a muy corto plazo, y las actividades que ocupen su desarrollo cotidiano serán intensas pero
repetitivas (pues lo novedosamente vivido hoy por un turista seguirá siendo nuevo para el turista de mañana, sin
necesidad de variaciones).
Los movimientos que realizan estos “habitantes” son, así, extremadamente repetitivos y, sin embargo, están
diseñados con los componentes de la novedad. Es por ello que, desde la perspectiva de otros integrantes de la
urdimbre urbana, quienes la habitan permanentemente, los turistas aparecen como una masa indistinta que repite día
tras día lo mismo y que, sin embargo, lo experimenta con excitación. Los turistas se comportan como un grupo de
sujetos privados de memoria que viven en la constante repetición de la novedad, que recorren un mismo tour día
tras día y año tras año, fotografiando, filmando y comprando en cada recorrido los mismos símbolos que la jornada
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anterior.
La temporalidad del turismo se caracteriza así por la fugacidad. Los agentes encargados de fomentar esta actividad
económica buscan la multiplicación e intensificación de las experiencias que caben en ese breve tiempo, para hacer
de ellas presencias duraderas en la memoria y favorecer así el regreso del cliente o su recomendación a otros
clientes potenciales. El turista, sin embargo, quiere “conocer la ciudad”. Un recorrido que en tan breve tiempo
pretende cubrir el espacio urbano y satisfacer las expectativas del visitante solo puede hacerlo por medio de
potentes símbolos, es decir, enlazando un número muy limitado de enclaves en cuya síntesis la ciudad quede
representada. Se trata de una suerte de symploké simbólica, hilada por el movimiento del tour.
Como afirma Hillier, no solo el espacio de la ciudad determina sus movimientos, sino que los movimientos
determinan, correlativamente, ese espacio. El tour no es una mera conexión entre emplazamientos simbólicos,
permitida por el espacio urbano, sino que, con su intensificación, este movimiento cambia las zonas que transita e
incluso puede ser causa de la apertura de nuevas vías, transformando así la ciudad. Hillier, en la cita que hemos
señalado más arriba, oponía el modelo del movimiento a otros modelos posibles para la urdimbre urbana,
concretamente al simbólico y al estético:
Son los efectos del espacio y el movimiento el uno sobre el otro (y no, por ejemplo, las intenciones estéticas o
simbólicas) […] lo que dota a las ciudades de sus características, y hace parecer que en ellas está funcionando todo
junto (Hillier, 1996, pág. 247; las cursivas son mías: JCZ).
El movimiento que aquí se trata, sin embargo, exige la referencia a cuestiones simbólicas. Y, por otra parte, en la
medida en que el turismo es hoy una actividad de gran capacidad transformadora, ese elemento simbólico no puede
considerarse como una mera cuestión marginal dentro del conjunto de la vida urbana. La actividad que estamos
analizando demuestra que no debe haber un corte entre ese modelo basado en el movimiento y otros enfoques que
apuntan a lo simbólico como elemento determinante de la ciudad. La de Hillier es una falsa alternativa; en
actividades como el turismo encontramos un tipo de movimiento que, a la vez, accede a la ciudad desde una
aproximación simbólica. Por más que la correlación primera en la que se constituye la trama urbana sea la de sus
movimientos, eso no dice nada en contra de que algunos de esos movimientos tengan una relación
fundamentalmente simbólica con su espacio y su tiempo. Ulf Hannerz lo expresa de forma muy clara en uno de sus
ensayos sobre las ciudades globales:
Los turistas, que llegan con sus guías y cámaras en busca de signos, no pueden conseguir “refuncionalizar”
nada, pues antes de hacerlo, ya están de camino a casa (Hannerz, 1996, pág. 317).
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La integración de la actividad turística en el conjunto de los movimientos urbanos opera una fuerte simbolización
de su espacio, y da una preeminencia fundamental dentro de la ciudad a los recorridos que unen esos símbolos. Los
entornos de estos enclaves (edificios históricos, calles emblemáticas, museos, negocios de gastronomía típica,
monumentos…) y las rutas que van de unos a otros, se convierten en lugares donde los signos se multiplican.
Alrededor de un elemento de interés turístico, las imágenes que lo representan proliferan en carteles, guías,
postales, mapas… Algunos de esos referentes han llegado a ser reconocibles por un mero perfil (una torre inclinada
cualquiera, representada en el lugar apropiado, se convierte en la torre inclinada de Pisa); otros se pueden señalar
por la referencia a una sola de sus partes (cierto mosaico geométrico representa a la Alhambra en su conjunto);
otros se han hecho reconocibles por algún atributo pintoresco, produciendo símbolo de un símbolo (como los seis
cuervos de la Torre de Londres). Las actividades de este tipo instituyen una economía del movimiento cuya base
fundamental es el “capital simbólico” de la ciudad. En consecuencia, su esfuerzo se orienta a aumentarlo y
articularlo. En ello radica la particular forma en que el turismo afecta a la symploké urbana.
V
La fuerza transformadora del turismo actúa hoy sobre la ciudad mediante un movimiento relativamente nuevo y de
raíz simbólica. El espacio resultante de esta actividad turística adquiere, en mayor o menor medida, el carácter del
artificio, de lo novedoso-repetitivo. Por la fuerza de la caricatura, se constituye como acumulación de facetas
sobrerreales. En la ciudad turística, el concepto y los principios desde los que se sintetizan esas infinitas facetas
parecen los propios de una conciencia privada de memoria y dispuesta para la sobreestimulación.
El turista mismo padece los efectos de este desarrollo urbanístico. Como le sucedía al rey Midas, todo lo que toca se
convierte en oro. Los negocios que frecuenta suben sus precios, el suelo urbano se revaloriza a su paso, los locales
que caen bajo su mirada cotizan al alza… Pero, también como el rey Midas, el turista ve con todo ello defraudadas
sus expectativas. Los lugares que lo reclaman son altamente decepcionantes, cada vez menos capaces de ofrecer la
diferencia y el contraste que él buscaba. Lo “tradicional” se torna “típico” y lo “típico”, “tópico”. El deambular
curioso pasa a ser una “visita obligada” y el “lugareño” un asalariado del ocio. Ni el viajero más inconsciente
ignora ya el carácter teatral del entorno que se le ha preparado y busca ambientes más “exóticos” donde aún no lo
están esperando.
Sin embargo, nada, ni siquiera la naturaleza, ofrece ya la posibilidad de esa diferencia no re-presentada, en un
mundo donde su máxima expresión son los parques naturales. El sintagma de parque natural puede recibirse como
un oxímoron: si lo natural es en su sentido antiguo (fisis) lo que crece desde sí mismo y por sí mismo, algo
culturalmente administrado no puede ser natural. Pero la globalización o, mejor, la mundialización, implica que, si
seguimos hablando en el futuro de naturaleza, deberá ser de otro modo: no como el afuera de la cultura, sino como
un modo suyo. Lo mismo sucede con cualquier otro afuera, como es lo exótico. Éste no podrá ser planteado ya
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simplemente como un término opuesto a otro (a lo endógeno, por ejemplo), gobernados ambos por un principio de
tercio excluso; si no como un modo de aquello a lo que precisamente se contrapone.
Desde este punto de vista, puede comprenderse la experiencia paradójica del turista occidental que invierte sus
vacaciones en hacer un safari por un parque natural de Kenia o en contratar un tour en una ciudad hindú. La
disposición de estos lugares re-presenta su propio carácter exótico y, al ordenarlo para el visitante, conforma un
modo del mismo mundo al que él pertenece. El exotismo turístico no puede ser de otra manera, debe dominar el
carácter insoportable de una diferencia que no es ya sino la cara mísera de lo mismo. La diferencia de ese afuera
que la mundialización ha reordenado tiene su corazón en medio de las tinieblas. En la novela de Conrad
encontramos la descripción de esa experiencia insoportable: el horror padecido por un marino londinense que viaja
al rincón de África que desde niño lo sedujo (Conrad, 1899). Nada más lejos de la experiencia del turista, un
visitante que
moviliza una multitud de instituciones al objeto de lograr una satisfacción final […y que] percibe su viaje como una
experiencia unitaria, lo que obliga a las organizaciones participantes a integrar toda la oferta turística, compuesta
por multitud de elementos que combinan bienes públicos y privados” (Quesada, Hervé, Aparicio, 2009, pág. 423).
Toda esta actividad organizativa e institucional que describe el marketing está destinada a acomodar la diferencia
pero sin destruirla, haciendo de ella un afuera que, sin embargo, no debe ir más allá de una modificación de lo
mismo.
VI
El turismo entra a formar parte del entramado de la ciudad como un movimiento que conecta símbolos. Este
simbolismo produce una diferencia administrada o, correlativamente, administra la diferencia ya dada, haciendo de
ella el “capital simbólico” de la ciudad. Las imágenes resultantes recorren hoy el mundo entero y expanden la
symploké turística a toda la urbe global. Se hacen así posibles representaciones como las que se observan en las
agencias de viajes: una esfera muestra al planeta Tierra, de él sobresalen grandes edificios como marcas de una
geografía simbólica: la Torre Eiffel, el Coliseo y la torre del Big Ben sobre Europa; el Taj Mahal y el templo de
Meenaksy Amman en India; la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida en China, etc., etc. A los arquitectónicos se
pueden sumar símbolos de otro tipo. En África probablemente se represente, entre otras cosas, un elefante o un
león; quizá, en algún lugar de América Latina, una figura ataviada con la indumentaria tradicional correspondiente,
etc. El mundo entero puede ser ya presentado como una gran ciudad turística con sus diferencias domadas.
Como ya dijimos, la administración total que es la globalización no clausura el mundo sino que multiplica sus
contradicciones. El turismo es un movimiento de escala global que efectúa hoy su apertura de un modo concreto;
con ello, produce choques y encuentros con otros movimientos y con sus formas correspondientes de comprensión.
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El simbolismo del turismo, que presenta un mundo de diferencias comunicables y de rostro amable, se enfrenta, por
ejemplo, a otros movimientos globales como el de las migraciones forzosas, donde esa misma diferencia ofrece su
faceta más violenta. La representación del globo que se haría desde esta experiencia pondría sobre su superficie no
al Big Ben o al elefante africano, sino a las grandes fronteras y alambradas, las garitas de las aduanas o las oficinas
de expedición de pasaportes. La mundialización de la Tierra, frente su mera globalización, significa que la
complejidad de los velamientos y desvelamientos que la constituyen, la conexión de sus apariciones y
ocultamientos, han alcanzado escala planetaria. En consecuencia, la filosofía solo puede pensar hoy sus fenómenos
como los tensos hilos de una symploké global.
Bibliografía
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Cristina Morales Saro | La herida entre ciudad y filosofía. Sobre las posibilidades de la filosofía en la ciudad o el concernir a lo bello de los asuntos humanos
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La herida entre ciudad y filosofía. Sobre las posibilidades de la filosofía en la ciudad o el concernir a lo bello de los asuntos humanos Cristina Morales Saro Universidad de Oviedo
El sintagma “filosofía en la ciudad” hace mención al contexto estrictamente político de la filosofía. Ya que es en la
ciudad, en la polis, donde la filosofía emerge por primera vez como de su lugar propio, nos proponemos rastrear la
posibilidad de la filosofía en la ciudad y no ya (sólo) de la ciudad. Pero el intento de devolver a la filosofía a su
contexto originario se encuentra con un obstáculo importante, a saber, la tradicional oposición entre la vida
ciudadana activa y la vida contemplativa del filósofo. Es justamente esta oposición la que estudia Hannah Arendt en
La condición humana, donde se nos ofrece el análisis de las condiciones de posibilidad y de las consecuencias que
trae consigo la tradicional enemistad entre ciudad y filosofía, a la vez que se nos descubre el contexto estrictamente
político del logos como lugar de lo que Platón llamó los asuntos específicamente humanos. Vamos a exponer aquí
las líneas fundamentales de tal análisis y de tal descubrimiento subrayando las implicaciones que entre ambos
pudieran tener para la posibilidad y actualidad de una filosofía en la ciudad.
1. Oikos y polis: las dimensiones de la existencia.
Giorgio Agamben abre sus Note sulla politica con la introducción de los dos términos “semántica y
morfológicamente distintos” que los griegos usaban para hablar de lo que hoy entendemos indistintamente con el
vocablo vida: “zoé, che esprimeva el semplice fatto di vivere comune a tutti i viventi (animali, uomini o dei) e bios,
che significava la forma o maniera di vivere propia di un singolo o di un gruppo” (Agamben, 1996, pág. 13). Pues
bien, es esta doble dimensión de “la vida” lo que se pone en juego en el surgimiento de la polis. Tal como lo
expresa Hannah Arendt, “el surgir de la ciudad-estado significó para el hombre recibir al lado de su vida privada
una suerte de segunda vida, su bios politicos. Ahora todo ciudadano pertenece a dos órdenes de existencia”
(Arendt, 1998, pág. 39). Este dimensionamiento de la existencia se concibe con excepcional claridad en la
conciencia política griega. De hecho constituye el primer capítulo de la Política aristotélica, en el que lo que
Hannah Arendt llama “los dos órdenes de existencia” aparecen caracterizados como dos formas posibles de
comunidades humanas. La vida biológica (zoé) es lo que se trata de preservar en el oikos (o comunidad familiar)
que, como tal, es signo de una condición social que comparten todos los vivientes (Aristóteles, 1988, III 1279b 9).
Esta forma de comunidad está determinada por las necesidades de conservación y de reproducción del individuo en
cuanto que individuo de su especie.
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
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La comunidad familiar es analizable a partir sus elementos constituyentes; éstos son dos, libre y esclavo: “Las
partes de la administración doméstica corresponden a aquellas de que consta a su vez la casa, y la casa perfecta la
integran esclavos y libres” (Aristóteles, 1988, I 1253b). La diferencia entre esclavos y libres es una diferencia de
naturaleza; siguiendo un argumento de Platón, Aristóteles afirma: “En efecto, el que es capaz de prever con la
mente es un jefe por naturaleza y un señor natural, y el que puede con su cuerpo realizar estas cosas es súbdito y
esclavo por naturaleza” (Aristóteles, 1988, I 1252a). Pero esta diferencia afecta a las comunidades humanas sólo en
cuanto que éstas se constituyen como asociación natural. Y esto es así porque la distinción entre el esclavo y el libre
procede de la constitución misma de la naturaleza: “En efecto, en todo lo que consta de varios elementos y llega a
ser una unidad común, ya de elementos continuos o separados, aparece siempre el dominante y el dominado, y eso
ocurre en los seres animados en cuanto que pertenecen al conjunto de la naturaleza” (Aristóteles, 1988, I 1254a).
Los seres vivos, como pertenecientes al conjunto de la naturaleza, no podrán sino presentar una estructura análoga:
“el ser vivo está constituido en primer lugar de alma y cuerpo, de los cuales uno manda por naturaleza y el otro es
mandado” (Aristóteles, 1988, I 1254 a).
La distinción, así justificada, puede proyectarse sobre las comunidades domésticas, donde la diferencia entre el
esclavo y el libre tiene que ver con la importancia del disponer de los propios movimientos, pues tal disposición
diferenciaba al libre que podía salir de la comunidad familiar y acceder a la polis, del esclavo que debía limitarse a
los dominios del oikos “por no ser dueño ni de sus movimientos ni de sí mismo” (Arendt, 1998, pág. 26). De hecho
el libre no llegaba a ser considerado realmente libre hasta que no salía de la esfera doméstica e ingresaba como
ciudadano en la polis. La libertad del ciudadano consistía sobre todo en poder dejar la propia casa y acceder al
ámbito donde no cabían ni los gobernantes por naturaleza ni los gobernados por la misma causa:“(…) no es lo
mismo el poder del amo y el político, ni todos los poderes son idénticos entre sí, como algunos dicen; pues uno se
ejerce sobre personas libres por naturaleza, y otro, sobre esclavos, y el gobierno doméstico es una monarquía (ya
que toda casa es gobernada por uno sólo), mientras que el gobierno político es sobre hombres libres e iguales”
(Aristóteles, 1988, I 1255b).
Una vez abandonado el orden de las necesidades propio del oikos, los así liberados se encuentran como ciudadanos
en el espacio común (isonómico) de la polis. “El régimen de una ciudad es una especie de comunidad, y ante todo
es necesario tener en común el lugar” (Aristóteles, 1988, 1260 b-1261 a).
Los griegos tenían un nombre especial para aquellos que vivían fuera de la ciudad, para los que no compartían el
lugar; aquellos que vivían en organizaciones despóticas dominadas por los asuntos de conservación de la especie,
competencia exclusiva de los dominios del oikos, eran considerados, como los habitantes de éste, aneu logou: “todo
el que estaba fuera de la polis, esclavo o bárbaro, era aneu logou, privado, naturalmente, no de la facultad de
discurso, sino de una forma de vida en la cual sólo el discurso tenía sentido y donde la preocupación primera de los
ciudadanos era la de hablar entre ellos” (Arendt, 1998, págs. 40-41).
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Lo que está en juego aquí no es pues la facultad del discurso como atributo del individuo humano, sino más bien
ese lugar, ese ambiente, esa forma de vida donde el discurso adquiere sentido; ese lugar es la polis. Definida de este
modo, la polis es una comunidad específicamente humana que logra separarse de los requerimientos de la zoé, en
cuanto que no se constituye para sobrevivir, sino para vivir virtuosamente (Aristóteles, 1988, 1280 a). Está por tanto
liberada de la necesidad de la supervivencia y como tal constituye una comunidad integrada por ciudadanos libres
en cuanto que liberados de las necesidades de la especie: “ninguna actividad que sirviese sólo al objetivo de
procurarse los medios de subsistencia, de alimentar el proceso vital, podía ser admitida en el ámbito político”
(Arendt, 1998, pags. 47-48).
Esta liberación de lo que podemos llamar la estructura natural de la dominación es pues el rasgo de libertad que
nos introduce en la dimensión de la comunidad política: “Aquello que todos los filósofos griegos, aun aquellos
contrarios a la vida en la polis, creían cierto es que la libertad reside exclusivamente en la esfera de la política,
mientras que la necesidad es sobre todo un fenómeno prepolítico, característico de la organización de la esfera
privada” (Arendt, 1958, pág. 31; 1998, pág. 43).
En la polis, la vida ya no es nuda vita biológica en general sino que se concibe bajo el aspecto de los bioi, donde
bioi hace referencia a la pluralidad de las formas de vida propias y características de unos u otros individuos o
grupos humanos. Mientras que zoé es la vida común a todos los vivientes, bioi son en esencia las múltiples formas
de vida particulares de los distintos individuos o grupos. Como medio de los bioi, la polis ha de contar entre sus
condiciones con la pluralidad de los mismos. Entre política y pluralidad hay una relación esencial en Hannah
Arendt, para la que la pluralidad es una de esas condiciones que la esfera política no puede perder sin dejar de ser
política: “Aunque si todos los aspectos de nuestra existencia están de algún modo conectados con la política, esta
pluralidad es específicamente la condición -no sólo la condición sine qua non, sino la condición per quam- de toda
vida política.” (Arendt, 1998, pág. 22).
En este sentido, contra la tesis unitaria de Platón que sostiene que lo mejor es que toda ciudad sea lo más unitaria
posible, Aristóteles arguye que “es evidente que, al avanzar en este sentido y hacerse más unitaria ya no será
ciudad. Pues la ciudad es por naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertirá en casa,
y de casa en hombre, ya que podríamos afirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más unitario
que la casa. De modo que, aunque alguien fuera capaz de unificar la ciudad, no debería hacerlo, porque destruiría la
ciudad” (Aristóteles, 1988 II 1261 a).
La polis, pues, como esencialmente diversa de la casa, puede comprenderse como el lugar donde acontecen los bioi,
cursos existenciales particulares que no pueden reducirse a los ciclos generales de la vida natural y que darán lugar
a los asuntos específicamente humanos.
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2. El lugar de los asuntos humanos
“Aristóteles distingue tres modos de vida (bioi) que los hombres podrían elegir en libertad, esto
es, plenamente independientes de las necesidades de la vida y de las relaciones por ella
originadas. Este prerrequisito de la libertad excluía todos los modos de vida principalmente
dedicados a la conservación de la vida misma (…). Los otros tres modos de vida tenían la
característica común de concernir a “lo bello”, esto es, a las cosas ni necesarias ni meramente
útiles: la vida de los placeres corpóreos en donde lo bello, así como se ofrece, es consumado; la
vida dedicada a la polis, en la que la elección produce bellas empresas; y la vida del filósofo
dedicado a la investigación y a la contemplación de las cosas eternas, cuya inmortal belleza no
puede ser producida por la intervención productiva del hombre ni alterada por el hecho del
consumo” (Arendt, 1958, pág. 13; 1998, pág. 26).
Notemos ya que los tres bioi que distingue Aristóteles se abren en un ámbito “plenamente independiente de las
necesidades de la vida” y que es esta plena independencia de la zoé lo que distingue la estructura de la polis con
respecto a la del oikos. Las tres formas de vida libres de la polis tienen en común el hecho de que “conciernen a lo
bello” de un modo u otro: la belleza inmediata de los placeres, las bellas acciones o empresas y la belleza de las
cosas eternas. El hecho de que sea el concernir a lo bello la propiedad común de los bioi y también que tal
orientación represente un principio de liberación con respecto a la necesidad y a la utilidad, nos coloca sobre la
pista de un principio estético de la libertad propia de la polis.
Este principio de liberación que introduce la polis, y que es compartido por cada uno de los modos de vida libres
(bioi), hace coincidir el principio estético de lo bello con el principio político de la libertad. Esta coincidencia nos
permite repensar lo político y la ciudad desde una perspectiva estética, pero también repensar la estética (como lo
que concierne a lo bello) en clave política. Un tal replanteamiento, por un lado de la estética y por otro de la
política, nos obliga a adentrarnos en la consideración de lo que Platón llamó “el ámbito de los asuntos humanos”
(Arendt, 1998, pág. 39). Tal ámbito contempla principalmente dos prácticas que se requieren mutuamente, a saber,
acción y discurso.
“Ninguna otra actividad humana requiere el discurso en la misma medida que la acción. En todas
las demás actividades el discurso desempeña un papel subordinado, como medio de comunicación
o mero acompañamiento de algo que se podría hacer también en silencio. Es cierto que el
discurso es extremadamente útil como medio de comunicación y de información, pero como tal
podría ser sustituido por un lenguaje de signos que podría resultar aún más útil y conveniente para
expresar ciertos significados (…). Así, es cierto que la capacidad humana de actuar, y
especialmente la de actuar de manera concertada, es extremadamente útil para los fines de
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autodefensa o para perseguir intereses; pero si no hubiera nada más en juego que el servirse de las
acciones como de un medio para llegar a un fin, es evidente que el mismo fin podría ser
conseguido mucho mas fácilmente por la muda violencia; así, la acción no parece ser un sustituto
realmente eficaz de la violencia, al igual que el discurso, desde el punto de vista de la mera
utilidad, parece un difícil sustituto del lenguaje de signos” (Arendt, 1998, pág. 203).
De acuerdo con la conocida reconstrucción arendtiana de las modalidades de la vida activa, la acción se distingue
fundamentalmente de la labor y de la actividad productiva. Tanto la labor como la producción tienen en común ser
medios orientados a un fin que es distinto a ellas mismas, y que acontece en forma de resultado, una vez la labor o
la producción han terminado. Sin embargo, la acción es ella misma su propio fin, que consiste en indicar quién es
uno entre otros, permitiendo el aparecer de las diferencias singulares que de otro modo serían absorbidas por la
homogeneidad propia de los individuos de una especie. Pero este fin que es ella misma la acción, no ocurre como
un producto o resultado sino que se despliega en la acción y en cuanto que se actúa. En este sentido la acción
desactiva la lógica de los medios y los fines que estructura las modalidades de la labor y de la producción.
Haciendo coincidir de este modo la esfera de los fines y la de los medios, la acción puede ser entendida como uno
de los mezzi senza fine (Agamben, 1996).
Algo parecido pasa con el discurso como asunto propiamente humano. Su especifidad, destaca Arendt, hace que no
pueda ser reducido a la forma de un instrumento para la comunicación. Antes bien, el discurso ha de ser entendido
como el elemento que, junto al pensamiento del cual es manifestación, constituye el logos: “para Sócrates, el
hombre no es todavía un animal racional, un ser dotado de la facultad de razón, sino un ser pensante cuyo
pensamiento se manifiesta en la forma del discurso. Hasta cierto punto esta preocupación por el discurso estaba ya
presente en la filosofía presocrática, y la identidad de discurso y pensamiento, que juntos forman el logos, es quizás
una de las características sobresalientes de la cultura griega” (Arendt, 2005, pág. 61).
Es el logos, pues, lo que está en juego en la identidad de discurso y pensamiento, y es también el logos lo que en su
manifestación discursiva, requiere de la acción más que ninguna otra actividad humana. En su mutuo
requerimiento, acción y discurso tienen un poder fundamental consistente en el desvelamiento del quién de uno en
el momento mismo en el que uno dice o hace algo. Los quienes, desvelados de tal modo por la acción y en el
discurso, aparecen y se presentan unos ante otros, constituyendo en su encuentro nada menos que el mundo
humano: “la realidad del mundo está garantizada para los hombres por la presencia de los otros, brevemente, por el
aparecer del mundo mismo” (Arendt, 1998, pág. 222).
Acción y discurso habían constituido desde los tiempos de Homero las prácticas constitutivamente humanas que
permitían el aparecer del mundo, esto es, del lugar donde las bellas palabras y las grandes obras podían alcanzar la
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historia. Pero esta relación esencial se empieza a difuminar de modo que, poco a poco, las concepciones de acción
y de discurso “se separan convirtiéndose en actividades cada vez más independientes” (Arendt, 1998, pág. 40).
Va a ser esta progresiva descoyntura entre la acción y el discurso lo que permitirá, a partir de la condena de
Sócrates, la instauración de la jerarquía tradicional entre la vida activa y la vida contemplativa y por tanto la herida
entre ciudad y filosofía. Hemos visto cómo la acción requiere del discurso y el discurso requiere del pensamiento
para constituir el logos; bien, pues vamos a ver ahora cómo, a partir de la condena de Sócrates, van a efectuarse
una serie de divisiones y descoyunturas en el ámbito de los asuntos humanos que tendrán como resultado la
totalización del campo de los biois, por parte de la zoé. Esto es, la desaparición del segundo orden de la existencia
inaugurado en la polis.
3. Las descoyunturas
Habíamos caracterizado el logos como el requerimiento mutuo entre la acción, el discurso y el pensamiento. La
condena de Sócrates es también la condena de un discurso, el socrático, que liga de manera inexcusable el
pensamiento y la acción. A partir de esta condena, el pensamiento se ve obligado a retirarse del lugar que le es
propio y a buscar un nuevo emplazamiento alejado de la plaza pública y del mundanal ruido. De este modo el
pensamiento pierde su condición mundana y se refugia en la quietud de la interioridad del filósofo.
Así, la soledad y el diálogo con uno mismo (la ética), que Sócrates entendía como condiciones indispensable para el
buen funcionamiento de la polis, van a ser, a partir de Platón, consideradas “la prerrogativa y el habitus profesional
del filósofo en exclusiva” (Arendt, 2005, pág. 61). Al fílósofo se le reserva, de forma exclusiva a partir de Platón, el
acceso al bios theoretikós. Pero éste se presenta ahora no como uno más de los bioi libres que hace posible la polis,
sino como el único modo de vida libre de la polis, es decir, libre de la vida activa y de la mundanidad del mundo:
“a la antigua libertad de las necesidades de la vida y de las constricciones de los otros, el filósofo añade la libertad y
el retiro de la vida pública” (Arendt, 1998, pág. 27).
El desplazamiento de la libertad, desde el ámbito más amplio de la polis al ámbito concreto de la forma de vida de
la contemplación, tiene como consecuencia que todo el resto de actividades humanas (incluso aquellas que un
tiempo habían sido consideradas propias de los otros dos bioi libres de la polis) queda del lado de la necesidad o de
la utilidad, en definitiva, de los esquemas del oikos destinados a preservar la zoé. Y es que, desde la condena de
Sócrates, el bios theoretikós, con toda la libertad acumulada, se separa de la vida en la polis y la deja sin su
elemento inaugural: “La acción fue ahora colocada entre las necesidades de la vida terrena, así que permanecía la
contemplación, el bios theoretikós, traducido por vida contemplativa, como el único modo de vida verdaderamente
libre” (Arendt, 1998, pág. 27).
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Queda pues establecida de este modo la jerarquía entre la vida activa y la vida contemplativa, donde la posición
privilegiada la ostenta en la Antigüedad la contemplación, mientras que la vida activa, ya toda ella del lado de las
necesidades de la zoé (incluyendo entre ellas ahora “la necesidad del mundo”), se somete a la contemplación. El
mundo aparece ahora bajo un aspecto oikonómico, como necesidad de la que la teoría se libera. La consecuencia
más grave de tal oposición ha de ser destacada; consiste en la indiferenciación entre las estructuras o, si queremos,
dimensiones existenciales de la polis y el oikos, que en la conciencia griega fueron cuidadosamente separadas.
Desde el momento en que la libertad se restringe al bios theoretikós y deja de ser concebida como ámbito común a
la pluralidad de los bioi, el resto de las posibilidades de acción libre (los placeres, la vida política), pierden su
condición y se asumen como actividades necesarias o útiles, esto es, se comprenden bajo el esquema del oikos,
perdiendo así su marca distintiva (su concernir a lo bello). El resultado es la totalización por parte de las estructuras
del oikos del ámbito de la polis. Los límites entre la vida biológica y las formas de vida específicamente humanas se
han esfumado y sólo queda la contemplación accesible a los filósofos, como único ámbito liberado de, por un lado,
la necesidad y la utilidad que rigen en la naturaleza y, por otro, de la vida política y la mundanidad del mundo
entendidas ahora bajo el prisma de la zoé.
Es así como la libertad deja de ser el “centro mismo de la política” (Arendt, 1996, pág. 170) y se convierte en
“tema” de la filosofía, signando la alienación del mundo a través de la dislocación de la libertad desde su ámbito
propio, el de la acción y el discurso, y permitiendo a la tradición filosófica de occidente concebir una libertad de
pensamiento sin correlato con una libertad de acción en el mundo: “La tradición filosófica (…) distorsionó, en lugar
de aclarar la idea misma de libertad tal y como se da en la experiencia humana, transportándola de su terreno
original, el campo de la política y los asuntos humanos en general, a un espacio interior, la voluntad, donde se iba a
abrir a la introspección” (Arent, 1996, pág. 157).
Al ser expulsado el filósofo de la vida pública, éste se lleva de allí el requisito y la condición misma de la polis: la
libertad. La quietud y el abandono del mundo que constituyen desde entonces el ámbito de la contemplación, en
oposición a todas las posibilidades de la vida activa, puede interpretarse como la prerrogativa que puso el filósofo a
la libertad en deliberada venganza a la condena que la polis impuso a Sócrates. Desde entonces, la reflexión del
filósofo “se fundó de modo explícito en la oposición a esa polis y a su ciudadanía” (Arendt, 1996, pág. 170.) De
hecho, como se evidencia en la República platónica, “la entera organización utópica de la polis no está sólo dirigida
por la intuición superior del filósofo sino que no tiene otro objetivo más que hacer posible el modo de vida del
filósofo” (Arendt, 1998, pág. 27).
Al no encontrarse ya la libertad en la vida política, la posibilidad misma de lo político se disuelve; es por tanto lo
propiamente político, el mundo humano, lo que está en juego en esta sucesión de transformaciones de sentido.
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Entendemos lo político como la dimensión en la que acción y discurso tienen la potencia performativa suficiente
como para hacer aparecer los quienes que han de presentarse unos a otros para constituir el mundo. Hemos hecho
ver que un cierto sentido de libertad como un concernir a lo bello de las formas de vida era lo que los bioi, lo que
las formas de vida propiamente humanas a que daba lugar la polis, tenían en común como estructura claramente
contraria a la del oikos. Pero también hemos visto cómo la condena de Sócrates hace que se sucedan una serie de
desplazamientos de sentido a partir de los cuales la distinción entre la vida activa y la vida contemplativa cubrirá
una indistinción más profunda y trascendente, a saber, la que se da entre el oikos y la polis. Cuando no podemos
distinguir un ámbito a la vez mundano y liberado de las necesidades y utilidades de la zoé, hemos perdido la
posibilidad de lo político en el sentido que aquí ha sido expuesto.
4. La totalización económica de la polis
En lo que había sido el ámbito libre de la polis, ahora se procede a la instrumentalización de “los asuntos humanos”.
Tenemos que comprender aquí bajo qué circunstancias es posible la sustitución del bios por la zoé en el ámbito
político.
La instrumentalización del discurso es posible sólo una vez que se ha disuelto el nudo que lo mantenía ligado al
pensamiento, esto es, el logos. Cuando el discurso deja de ser, a través del logos, manifestación del pensamiento,
aparece una especie de infradiscurso, un discurso técnico, que examina lo que se dice y lo valora en función de los
efectos que pueda producir. Ejemplo de ello es la actitud que mantiene Platón en la República, cuando procede a
decidir qué tipo de expresiones han de trasmitirse a los futuros habitantes de la ciudad ideal y cuáles no: “en tal
caso será correcto que eliminemos los lamentos de los varones de renombre…” (Platón, 1992, 388 a). De este
modo, el discurso deja de ser “un modo específicamente humano de responder, rebatir y reaccionar a todo aquello
que ocurría o se hacía, para constituirse como medio o instrumento de persuasión” (Arendt, 1998, pág. 40). El
discurso así considerado deja de ser constitutivo de la libertad de la vida en la polis y se convierte en instrumento de
una política que ya no se orienta a lo bello, sino por el contrario, a la necesidad y a la utilidad técnica.
La instrumentalización de la acción es posible una vez que, aglutinada la libertad en el bios theoretikós y expulsado
éste de la vida en la polis, el ámbito político es conquistado por la utilidad y la necesidad que regían los modos de
las actividades de la producción y la reproducción.
Para referirse a la acción como lugar de encuentro entre el saber hacer y el hacer (Gil, 2009, pág. 246), el griego
antiguo cuenta de nuevo con dos palabras de raíces diversas, la diversidad de los logoi consistía en que cada uno de
ellos captaba más de cerca un matiz de la acción. El verbo griego que expresaba el actuar más bien por el lado del
impulso, del saber, era argein, mientras que el que hacía notar más bien el sentido de cumplimiento, el llevar a
cabo, era prattein. La historia del uso de estas palabras nos enseña que de algún modo “la palabra que designaba en
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origen sólo la segunda parte de la acción -prattein- se convierte en la palabra aceptada para indicar la acción en
general, mientras que la palabra que designaba sólo el inicio conquista un significado especial, al menos en el
lenguaje político” (Arendt, 1998, pág. 212). De este modo la acción -prattein- se generalizó como proceso, como
cumplimiento, y la acción –argein- adquirió el significado de gobierno en el terreno político.
La unión originaria entre la promoción o la potencia y el cumplimiento, entre el saber hacer y el hacer, que
formaban la ocasión para la acción, se rompe en dos funciones adscribibles a dos instancias correspondientemente
determinables. De un lado la función de dirigir, de dar las órdenes, de mandar, argein, fue vinculada a la
competencia del gobernante, mientras que el poder material, la fuerza para llevar a término, prattein, fue depuesta
como prerrogativa de los que al que manda estaban sujetos al que manda, esto es, de los gobernados. Esta división
de la acción que tiene lugar en el ámbito político coincide con la separación funcional que regía en el oikos, donde
uno mandaba y otros llevaban a cabo. El resultado es la indistinción estructural entre ambos ámbitos.
Cuando la acción queda excluida del ámbito de lo bello y es adscrita a aquel otro ámbito de la producción y la
reproducción de la lógica oikonómica medios-fines, queda descoyuntada y distribuida separadamente entre dos
términos competentes sólo para una función específica. La acción, privada de su carácter de libertad que aglutina
ahora el bios theoretikós, se descoyunta convirtiéndose en actividad. Al desvanecerse en la polis la libertad
inherente a la acción, la política misma se convierte en actividad técnica de producción y reproducción.
Una vez que la acción es convertida en actividad y el discurso en instrumento de ésta, puede decirse que el
dimensionamiento político en sentido estricto que la polis introduce es abolido en la misma polis.
5. Conclusión
El conflicto socrático tiene como consecuencia una mutación en el modo como las actividades de la vida humana se
habían comprendido hasta entonces, de estar surcada por aquel elemento de libertad propia de lo bello, presente en
todas las formas de vida (bioi) posibles en la polis, pasamos a la neta y axiomática distinción entre las actividades
necesarias o meramente útiles y la contemplación quieta ya no de lo bello, sino del bien. Pero el mundo así
repartido, en el que los hombres sólo pueden comportarse como animales ciegos o trascender ascéticamente, ya no
es el mundo humano, sino un espacio repartido entre animales y dioses en medio del cual los humanos, entre ellos,
se habían abierto un hueco. La alienación del mundo, concluímos, pasa por la totalización técnica de la esfera de los
asuntos humanos; donde antes se hablaba y se hacía, no cabe ahora sino producir y reproducir.
En la modernidad, la tradicional jerarquía entre saber y hacer o, si queremos, entre teoría y praxis, sufre una
inversión; la praxis va a ponerse por encima de la quietud contemplativa, pero notemos que esta praxis signaba ya,
en tanto que actividad, tanto los procesos y las técnicas de producción como los ciclos incesantes de satisfacción de
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las necesidades de los individuos y de la especie. Ocurre como si en el momento en que el ámbito político es
totalizado por estas dos formas de actividad (la labor y la producción), se produjese, en el interior de un ámbito ya
no político en sentido estricto sino económico-político, el vuelco de la producción técnica sobre la vida biológica de
las personas y de los pueblos, inaugurando la posibilidad de lo que hoy conocemos como “poder sobre la vida” y
que Foucault signa en los polos de anatomopolítica y biopolítica (Foucault, 1977, pág 168). Éstas se sustentan
respectivamente en las nociones del “cuerpo como máquina” y del “cuerpo como especie”, consecuencias ambas de
la reducción económico-técnica del ser humano inaugurada a finales de la Antigüedad y perfeccionada
tecnológicamente hasta nuestros días.
Abríamos este escrito diciendo que la polis, como paradigma estrictamente político (y propiamente liberado de la
estructura de dominación amo-esclavo), significó un dimensionamiento de la existencia humana que está
íntimamente relacionado con el logos. Lo que ha estado en juego desde entonces es la posibilidad de tal
dimensionamiento estrictamente político. Podemos ahora exponer lo político como un dimensionamiento de la
existencia introducido por la orientación a lo bello de los asuntos ni estrictamente necesarios, ni meramente útiles,
pero aún propiamente humanos.
Lo político es, en definitiva, la dimensión propia de los asuntos específicamente humanos y, en este sentido,
también del logos, esto es, de la acción que requiere el discurso y del discurso que requiere el pensamiento. Lo
específicamente humano está caracterizado fundamentalmente por el elemento estético que introduce la orientación
a lo bello y que permite la perfecta distinción entre las instancias políticas y las estructuras de dominación. La
posibilidad de hacer esta distinción se desvanece y queda cubierta por la irrupción de otra distinción, a saber, la
oposición entre la vida activa y la vida contemplativa. Podemos signar la evanescencia de lo político en la forma de
la oposición entre la vida teórica y la práctica que se perpetúa, invirtiéndose en la Modernidad, llegando hasta
nuestros días en la forma de la época técnica tal y como fue descrita por Heidegger.
Las formas en que el desvanecimiento de lo político tuvo lugar en favor de la distinción entre la vida activa y la
contemplativa han sido destacadas en este trabajo; lo que nos queda por pensar es si es posible (y en qué términos)
una nueva articulación del mundo humano, o bien del logos en la polis. Todo hace pensar que la lógica que hizo
que una distinción se anulase en favor de otra puede invertirse. Esto significaría para nosotros que la disolución de
la distinción entre la vida activa y la vida contemplativa podría tener como resultado la necesidad de volver a
distinguir la comunidad política de las relaciones de dominación. Pero la distinción entre el oikos y la polis podría
no ser suficiente, al menos en los términos en que ha sido pensada hasta ahora. Si la condición de la comunidad
política es la liberación del tipo de relaciones de dominación que rigen en el oikos, podría interpretarse la estructura
del oikos, la estructura de dominación, como condición previa y necesaria para la liberación que define la
dimensión política. Esta concepción correría el peligro de hipostasiar como seno necesario y propio de la política
justamente la estructura de dominación.
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Previniendo este peligro, nos vemos en la encrucijada de pensar y de hacer filosofía justamente en medio de una
dimensión política totalizada por la estructura de dominación y justificada como espejo de la corriente natural de la
vida, tratando de hacer ver las posibilidades políticas (estrictamente humanas) de este ámbito y, en general, la no
necesidad que de la estructura técnico-económica de dominación tienen las relaciones humanas.
Bibliografía
Agamben, Giorgio (1996), Mezzi senza fine: Note sulla politica, Torino, Bollati Boringhieri.
Arendt, Hannah (1998), La condición humana, Barcelona, Paidós.
Arendt, Hannah (1996), Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Barcelona,
Península.
Arendt, Hannah (2005), La promesa de la política, Barcelona, Paidós.
Aristóteles (1988), Política, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos.
Foucault, Michel (1977), Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, México, Siglo XXI.
Gil, Francisco Javier (2009), “Platón contra la ciudad: La lectura política de Arendt acerca del mito de la caverna”,
en Domínguez, Vicente (coord.), La oscuridad radiante. Lecturas del mito de la caverna de Platón,
Madrid, Biblioteca Nueva, pp. 215-259.
Platón (1992), República, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos.
Pablo Huerga Melcón | Nota para una fundamentación antropológica de la Globalización
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Nota para una fundamentación antropológica de la Globalización Pablo Huerga Melcón Universidad de Oviedo
1. Sin duda, el criterio más utilizado para discriminar el llamado paso de la Barbarie a la Civilización es el de la
aparición de la ciudad. En su obra, Los orígenes de la Civilización, Gordon Childe establece esta idea de modo
definitivo para la tradición del materialismo filosófico. El mismo Gustavo Bueno, en el año 1989, publicó en Abaco
un artículo titulado “Teoría general de la ciudad”, en donde parte de un tipo de planteamiento paralelo al que había
establecido Gordon Childe en Los orígenes de la Civilización. En este artículo, Bueno propone aplicar a la idea
filosófica de ciudad la teoría de la esencia tal y como había quedado establecida, por ejemplo, en su libro, El
animal divino. Según esta teoría, habría, en la idea filosófica de ciudad, un núcleo, un cuerpo y un curso, que
permitirían reorganizar teóricamente la enorme complejidad fenomenológica de las ciudades en la historia. El
núcleo de la idea de ciudad estaría en la conformación de un torbellino que se produce por la confluencia de
diversas aldeas al reorganizarse en una entidad superior a cada una de ellas, y en la que se establecerían un tipo de
relaciones incompatibles e irreductibles a aquellas que rigen la vida en la aldea. Este sería un esquema
perfectamente asimilable por Childe y su descripción del origen de las ciudades en la región mesopotámica, por
ejemplo. Según Bueno, el primer modo de ciudad sería, precisamente, el que llama “ciudad absoluta”; un modo que
se referirá a aquella ciudad que no está vinculada geográficamente a ninguna otra y nace precisamente de la
resultante de dicho torbellino.
Sin embargo, en la obra de Gustavo Bueno advertimos una importante dificultad en la estructuración de esta idea,
dificultad que consideramos muy interesante para establecer un criterio de carácter ontológico para la definición del
fenómeno de lo urbano. Así, en la obra Etnología y Utopía, un libro publicado por primera vez en 1971, todavía
Gustavo Bueno defiende la idea, contra Gordon Childe, de que es imposible una ciudad entendida como tal, al
margen de un contexto de ciudades más o menos cercanas con las cuales se establecerían las relaciones típicamente
urbanas. Insiste en que ciudades como Jericó, aisladas, no se pueden considerar aun ciudades a pesar de que en ellas
se encuentren rasgos típicos de ciudad, murallas, aumento de población, división del trabajo, reorganización de la
vida de aldea, códigos, etc. Por tanto, lo que en una obra sería el modelo de “ciudad absoluta”, en la otra se insiste
en que este modelo no es ciudad propiamente.
2. Ahora bien, ¿por qué la llamada “ciudad absoluta” no debería considerarse propiamente ciudad? ¿Es necesaria la
presencia al menos de dos o más ciudades para hablar de vida propiamente urbana? ¿Qué aspecto determina que
una acumulación de población superior a la media de las aldeas, es ya una ciudad? ¿Habrá un criterio capaz de
determinar cómo empieza a surgir la vida urbana en el seno mismo del torbellino que va dando paso de la aldea a la
Fecha de entrada: 24-‐‑09-‐‑20123 Fecha de aceptación: 02-‐‑10-‐‑2013
Nota para una fundamentación antropológica de la Globalización | Pablo Huerga Melcón
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ciudad? En definitiva, ¿será posible encontrar una definición heurística de la idea de ciudad, una teoría que permita
discriminar y explicar su papel en la historia y por qué la ciudad abre el camino de la Civilización? ¿Qué cambios
se producen en la forma de vida urbana que conducen necesariamente a la superación del período de la Barbarie, si
es que se puede hablar así, teniendo en cuenta que este cambio no es uniforme sino que va teniendo lugar en
distintos lugares y épocas? ¿Es necesario un torbellino en virtud del cual los pobladores comiencen a girar en torno
a un nuevo centro para hablar de ciudad? Buscamos una teoría que permita discriminar claramente entre lo que
tradicionalmente se llama Barbarie y Civilización, y que nos permita reinterpretar muchos de los problemas
estudiados tradicionalmente por los historiadores acerca del conflicto entre la ciudad y el campo, al tiempo que
apunte una nueva perspectiva antropológica para la comprensión de la emergente era de la Globalización. Y la
cuestión es que esta teoría tiene que estar, por así decir, involucrada en el nacimiento de la ciudad, en su propia
fenomenología; involucrada en las teorías sobre el origen de la ciudad anteriormente señaladas.
Ensayaremos aquí una teoría basada en el criterio de la libertad individual: una aglomeración de personas que viven
en común empieza a ser ciudad y deja de ser una aldea neolítica o precivilizada, o bárbara, o pre-urbana, cuando
dentro de ella es posible para algunos de sus individuos (el aumento progresivo del número de ellos definiría el
curso de la ciudad en la historia), la realización de una trayectoria individual. Cuando es posible para un individuo,
dentro del grupo, salirse del guión impuesto férreamente por las costumbres, y realizar una trayectoria vital en la
que el margen de autocausalidad es suficientemente significativo. Cuando, en definitiva, el individuo que modifica
las costumbres, tiene cabida dentro de su colectividad. O, de otra manera, cuando dicha sociedad es capaz de
incorporar trayectorias divergentes a las costumbres, de manera que dichas trayectorias quedan recogidas e
integradas en el grupo, y por tanto, las costumbres reformadas, o relativizadas, o superadas.
En la vida llamada bárbara, o neolítica, hay un determinismo cultural de las costumbres de un pueblo sobre cada
uno de sus individuos de tal manera que es imposible para ellos contravenir esas normas sin ser expulsados o
eliminados del grupo de referencia. Esto queda recogido magistralmente en la teoría del Determinismo Cultural de
Marvin Harris. Los ejemplos que se pueden observar en las descripciones etnográficas es muy abundante, y ha
quedado reflejado en muchas películas y relatos. Por ejemplo, en la película, La balada del Narayama, (1983) de
Shohei Imamura, podemos observar cómo las costumbres se imponen tan férreamente a los individuos, como la
propia naturaleza a cada una de las especies. Así como cada individuo de una especie determinada debe seguir la
ley marcada por su destino específico, así el individuo humano en el grupo neolítico debe seguir la ley marcada por
las costumbres de su grupo. El grupo impone su ley de manera absolutamente implacable.
Es decir, en la medida en que las normas de cada grupo bárbaro son susceptibles de ser modificadas, la tensión
entre la vida bárbara y civilizada preside la vida de estos grupos, siendo esta tensión proporcional al grado de
complejidad social, y a la propia acumulación de población. Obviamente, la presión demográfica y la complejidad
de costumbres e instituciones de carácter objetivo, hacen más insostenible la neutralización de dicha tensión, y
Pablo Huerga Melcón | Nota para una fundamentación antropológica de la Globalización
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abren el camino de manera casi inevitable hacia formas de vida civilizadas. Cuando, en La balada del Narayama,
una familia decide robar la comida a otras familias, estas imponen la ley de tal manera que acaban enterrando en
vida a toda la familia, en medio de la noche; el grupo hace cumplir la ley a cada uno de los habitantes, al margen de
su voluntad. La abuela que tiene que ir a morir al monte Narayama cumplirá con su destino, al margen de que el
amor del hijo pretenda lo contrario, etc.
Nace la ciudad en el seno de las sociedades bárbaras que han ido acumulando costumbres e individuos hasta un
nivel crítico en el que es posible ya la existencia y la conformación de una vida personal, al margen de las normas
tradicionales. Aquí arraigaría la idea de libertad. Los factores como la escritura son factores que implican la ciudad,
no que la fundan, y por tanto no se pueden suponer como punto de partida esencial de la ciudad. Otra cosa es que la
complejidad existencial que supone la aparición de la escritura pone de manifiesto la existencia de esta nueva figura
de lo humano: la persona. Porque precisamente la escritura comienza a ser una necesidad ineludible una vez que las
normas del grupo han alcanzado tal complejidad que sólo por escrito pueden ser seguidas. Pero si no hay escritura,
no por ello es necesario rechazar la existencia de la ciudad.
3. Este criterio permite reinterpretar una noción importante dentro de la teoría antropológica de Gustavo Bueno. Me
refiero a la distinción entre concatenaciones abiertas y concatenaciones cerradas de instituciones, en función de la
cual define Bueno el paso de las sociedades bárbaras a las sociedades civilizadas. La antropología filosófica
materialista de Gustavo Bueno está sustentada sobre la noción categorial de Institución, en función de la cual se
explica la propia cultura. Las instituciones se entienden como la categoría universal del hacer humano. Nunca se
dan, por así decir, solas, sino en concatenaciones complejas. Según esto, Bueno propone que las sociedades
bárbaras son aquellas que están constituidas por concatenaciones cerradas de instituciones, frente a las sociedades
civilizadas, en las que las concatenaciones institucionales son abiertas y, por tanto, más complejas.
Ahora, lo que permite entender el significado de lo que es una concatenación cerrada de instituciones es el hecho de
que no hay posibilidad de introducir nuevas instituciones, por ejemplo, la institución de la persona que, por
definición, apunta a un horizonte institucional abierto en la misma medida en que cada institución personal es una
individualidad independiente, y autocausada. La concatenación abierta de instituciones remite a un horizonte de
trayectorias personales, abierto, y capaz de dar cabida en su seno a figuras personales, a trayectorias individuales, a
sujetos capaces de conformarse al margen de las normas establecidas. Cuando Álvar Núñez Cabeza de Vaca relata
en su extraordinario libro Naufragios, su viaje por el norte de México desde Florida, pone en consideración estas
cuestiones, al relatar cómo los españoles tuvieron que someterse a la norma de los indios con los que vivieron, y
cómo, precisamente por sus antecedentes culturales, fueron capaces de conocer sus costumbres y hacerse un hueco
dentro de ellas, recurriendo a trucos de todo tipo cuyas reacciones entre los indios ellos podían prever y controlar,
como si de un genio maligno se tratara.
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Esta es también la razón por la que intentos políticos como la propuesta de Evo Morales en la nueva constitución
boliviana, resultan inviables: porque las normas que rigen la mayoría de las tribus y pueblos originarios de Bolivia
representan formas de vida pre-urbanas, basadas en un sometimiento absoluto del individuo en el seno de su grupo
social, mientras que el Estado Boliviano representa un modo de concatenación abierta de las instituciones que tiene
como principio la preservación del individuo y de su libertad, en el marco de leyes que no sólo garantizan su vida,
sino también la posibilidad de vivir en libertad. Es una contradicción dejar, por un lado, libertad al individuo para
que se someta a la vida del grupo étnico de referencia, al tiempo que se sanciona como legítima la norma en virtud
de la cual cada etnia se va a regir por sus leyes ancestrales. El relativismo cultural manifiesta aquí su lado más
perverso y peligroso. En todo caso, una cosa es pretender gestionar esa contradicción y otra muy distinta hacerla si
quiera posible. Esa contradicción contribuirá sin duda a la desestabilización del país, porque el proceso civilizatorio
es irreversible, y alimentar el deseo de recuperar formas de vida bárbaras sólo puede contribuir al conflicto social,
un conflicto del que otros podrían beneficiarse, sin duda.
Cuando Agamenón decide sacrificar a Ifigenia para que los vientos sean favorables a la flota griega que se dirige
contra Troya, tal y como ha señalado el divino Tiresias, Agamenón e Ifigenia asumen el destino establecido por la
costumbre y la creencia. El asesinato de Agamenón por parte de Clitemnestra y el posterior asesinato que Orestes
hace de su madre, están en el ojo del huracán que está rompiendo los patrones de vida bárbaros en un horizonte en
el que los individuos pugnan por desbordar las normas tradicionales que les atan como en una cárcel. El sacrificio
de las jóvenes que hayan podido oír el rugido del toro bramador en las ceremonias de la pubertad masculina en
Australia asumen su destino o evitan contravenirlo minuciosamente porque la costumbre las esclaviza de modo
irreversible.
4. Históricamente, de acuerdo con Bueno, el conflicto que marca el paso de la sociedad bárbara a la civilizada
puede entenderse como una crisis de personalidad; sin embargo, desde el punto de vista sociológico, sincrónico, ese
conflicto vuelve a ponerse de manifiesto a lo largo de la historia de las ciudades en el conflicto entre la ciudad y el
campo. La aldea, el pueblo, el campo, siempre serán vistos como lugares en donde la presión de la costumbre y del
grupo es mayor, incluso insoportable, mientras que la ciudad se percibe precisamente como un espacio de libertad:
“aires de libertad se respira en las ciudades”, se decía en época medieval.
En definitiva, el conflicto generador de la ciudad es un conflicto que se transforma a través de las distintas
manifestaciones fenoménicas de la ciudad en su curso histórico. Por ello, este mismo criterio nos puede servir para
establecer una nota definitoria de la época de la Globalización que vivimos actualmente, porque, si el paso de la
Barbarie a la Civilización no debe entenderse como el paso entre dos estadios absolutos y definitivos, sino como
dos estadios dentro de un horizonte de posibilidades histórico aun no recorrido, podemos entender que la
Globalización es el mismo proceso de desvanecimiento del tradicional conflicto entre la ciudad y el campo. El
campo se ha urbanizado integrándose definitivamente en el modelo productivo capitalista, mientras que la ciudad se
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ha universalizado dejando por ello de ser ciudad, en la medida en que se define frente al campo. La Globalización
supone la superación del conflicto originario entre el campo y la ciudad, y el fin de la figura que constituye ese
conflicto: la persona como sujeto libre capaz de configurar su propia trayectoria vital.
Ahora, la era de la Globalización será aquella en la que todas y cada una de esas trayectorias se reencuentran de
nuevo en un espacio en el que todas las diferencias personales quedan neutralizadas, transistorizadas,
monitorizadas, robotizadas, estructuradas conforme a grandes ingenios de psicología de masas y control de las
costumbres mediante el consumo y la regulación mediática de las emociones, los valores y las preferencias
personales. La aldea global de McLuhan apuntaba a un nuevo espacio en el que los hombres han perdido
totalmente su relevancia y en donde sus trayectorias personales son tan insignificantes como las de una abeja en la
colmena, o una hormiga en el hormiguero.
5. Otro aspecto importante de esta doctrina es que nos permite determinar exactamente el campo gnoseológico de la
etnología, porque sólo en las sociedades precivilizadas y bárbaras es posible estudiar el determinismo insensato de
las costumbres en la vida de los hombres, sin excepciones. Es imposible establecer hábitos y ritmos marcados por la
costumbre para los individuos que viven en la ciudad, donde la costumbre no puede regular la existencia de manera
tan férrea y determinista como en las sociedades bárbaras, aquellas en las que la etnología busca acotar
universalmente las leyes de las costumbres. Leer cualquier descripción etnográfica, por mínima que sea, ilumina
claramente la idea que estamos defendiendo:
“En la región [África central] donde la belleza femenina está sólo identificada con la obesidad, la
muchacha en pubertad es separada, a veces durante años, alimentada con manjares dulces y
grasos, sin desarrollar actividad, y su cuerpo untado asiduamente con aceites. Se le enseña durante
este tiempo sus deberes futuros, y su reclusión termina con una ostentación de su corpulencia, que
es seguida por su casamiento con su arrogante novio. No se considera necesario que el hombre
cumpla de manera similar preparativos antes del matrimonio” (Benedict, 1971, pág. 32).
Ruth Benedict ve aquí un signo de libertad del hombre, pero es absurdo, en tanto él impone la costumbre y la
asume.
Puede uno imaginarse, una vez interpretadas así las cosas, el papel de los antropólogos de campo investigando
sociedades, involucrándose en ellas y tratando de comprender su forma de vida, sin afectar en lo posible el
trascurrir de su vida. El antropólogo padecerá el sometimiento y la presión de la norma de manera inevitable y
manifestará su frustración y la represión de maneras diversas, por ejemplo, tal y como lo ponen de manifiesto los
desgraciados diarios de Malinowsky. Creo que la obsesión general de los antropólogos y psicólogos acerca del tabú
y de las prohibiciones bárbaras no es más que la fascinación por esa idea, el hecho de que la vida de un individuo en
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un contexto bárbaro está totalmente normalizada, regulada y socialmente ritualizada. Tal como dice, por ejemplo,
Freud en Totem y tabú: “estableciendo una comparación entre la psicología de los pueblos primitivos, tal como la
etnografía nos la muestra, y la psicología del neurótico, tal y como surge de las investigaciones psicoanalíticas,
descubriremos entre ambas numerosos rasgos comunes y nos será posible ver a una nueva luz lo que de ellas nos es
ya conocido” (Freud, 1996, pág. 8).
Más adelante, nos informa de nuevo Freud, hablando de los indios de Australia:
“El tótem, es en primer lugar, el antepasado del clan, y en segundo, su espíritu protector y su
bienhechor, que envía oráculos a sus hijos y les conoce y protege aun en aquellos casos en los que
resulta peligroso. Los individuos que poseen el mismo tótem se hallan, por lo tanto, sometidos a la
sagrada obligación, cuya violación trae consigo un castigo automático, de respetar su vida y
abstenerse de comer su carne o aprovecharse de él en cualquier otra forma. El carácter totémico
no es inherente a un animal particular o a cualquier otro objeto único (planta o fuerza natural),
sino a todos los individuos que pertenecen a la especie del tótem” (Freud, 1996, pág. 9).
Un elocuente ejemplo citado por Ruth Benedict nos ayuda a aclarar un poco más esta situación propia del estadio
de Barbarie:
“Entre los esquimales, cuando un hombre ha matado a otro, la familia del asesinado puede tomar
al asesino para compensar la pérdida en el grupo. El asesino entonces se convierte en marido de la
mujer que enviudó por obra de él. Es ésta una acentuación –dice Benedict- de la restitución que
ignora todos los otros aspectos de la situación, esos que a nosotros nos parecen los únicos
importantes” (Benedict, 1971, p. 219).
Aunque la valoración del asunto por parte de la antropóloga va en la línea del relativismo cultural, lo cierto es que
un caso semejante pone de manifiesto principalmente la completa anulación del individuo como persona y su
sustitución como una función dentro del grupo, la ausencia total del carácter personal del individuo propio de la
vida urbana. El conflicto entre individuo y grupo aquí es prácticamente nulo.
Creo que La casa de Bernarda Alba de Lorca representa, con una claridad paradigmática, el conflicto entre la
presión del grupo por sostener la norma y la tensión establecida por aquellos sujetos que pugnan por romper la
costumbre y construir su propia trayectoria personal, hacerse causa de sus propios actos. Un conflicto estructural de
la humanidad que subraya el paso de la Barbarie a la Civilización, el paso del campo a la ciudad, y el papel que la
idea de persona tiene en la conformación de la vida civilizada. La obsesión por la presión de las leyes gitanas frente
a los individuos que pugnan por salir de los estrechos límites que las costumbres les establecen está a la base de
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mucha de la imaginería dramática de la literatura española. Y, en general, la admiración por los delincuentes que
despierta siempre la imaginación de los directores de cine, y que generó modas impresionantes, por ejemplo en la
Unión Soviética, mitificando a muchos de ellos, la mitificación de los piratas, y demás, está en la misma línea
antropológica argumental que estamos desarrollando. En gran medida, esa figura del hombre de frontera que
trasciende normas, que puede incluso acercarse a la comprensión del indígena, superando las limitaciones que la
propia tradición de la cultura de la que procede establece, está en la misma línea de la prefiguración de un hombre
nuevo, de la propia persona, del camino hacia la Civilización, recorrido incesantemente por la Civilización.
Dice Ruth Benedict:
“Podríamos suponer que, en cuanto al acto de matar, todos los pueblos concordarían en la
condena. Mas, al contrario, se puede decir que en casos de homicidio se está exento de culpa si las
relaciones entre países vecinos han sido rotas, o cuando uno mata por costumbre sus dos primeros
hijos, o cuando el esposo tiene derecho de vida y muerte sobre su esposa; hasta puede ser deber
del hijo matar a sus padres antes de que sean viejos. Puede ocurrir que sean muertos los que roban
un ave, o los que tienen primero sus dientes superiores, o los que han nacido en día viernes. Entre
algunos pueblos una persona sufre tormentos por haber causado una muerte accidental; para otros
es un asunto sin consecuencias” (Benedict, 1971, p. 47).
6. En su obra, El sentido de la vida, Gustavo Bueno define la ética como el conjunto de disposiciones orientadas a
la preservación del propio cuerpo, y propone como virtud ética principal la fortaleza, a la que añade la virtud de la
generosidad, que se manifiesta en el cuidado para la preservación de las vidas ajenas. La profesión médica sería la
profesión ética por excelencia. Por otra parte, define la moral como el conjunto de disposiciones orientadas a la
preservación del grupo, aun cuando esto suponga el sacrificio de algún individuo, propio o ajeno, si es que con ello
se consigue la preservación del grupo como tal. En este sentido, podríamos decir que el estadio de Barbarie es el
campo de juego de la moral, donde prima el grupo sobre el individuo hasta el máximo extremo, mientras que la
ciudad es el espacio en el que se pone de manifiesto la virtud ética, en el que surgen los conflictos entre ética y
moral. Estos conflictos dan forma a uno de los temas clásicos de la filosofía moral. Cuando Bertrand Russell se
debatía entre la opción de participar en la Primera Guerra Mundial o quedarse a cuidar a su madre, no solamente
estaba representando ese conflicto entre ética y moral, sino que estaba manifestando la sobrevivencia de la misma
tensión constitutiva de la Civilización frente a la permanente refluencia de los patrones morales que constituyen
nuestro sustrato bárbaro común.
7. De la misma manera, podemos establecer como criterio de definición de la Globalización aquel que explica que
la Globalización es el tránsito a una era en la que el hombre ha dejado de vivir en el conflicto entre lo urbano y lo
rural, en el que una nueva síntesis nos acerca al abismo de la persona, como eje sobre el que gira constantemente el
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conflicto entre la ética y la moral, para abrirse a una nueva figura de la persona, tal vez desconocida, tal vez
imposible.
En otra parte hemos propuesto una teoría sobre el despliegue de las figuras de la persona nacido del conflicto entre
los fines personales y los planes y programas generales de cada época (Huerga, 2009). Desde una perspectiva
materialista, es evidentemente que la “personalización” de un individuo sólo es posible en algún sistema de clases,
no en abstracto. El enclasamiento, aunque inevitable, es problemático: esto es, nos negamos a reconocer una idea de
alienación del individuo universal y metafísica, tal como hacía aún el marxismo tradicional. Una alienación
definitiva supondría el fin de la propia noción de persona, algo que correspondería, precisamente, al período que
Morgan definió como Barbarie, tal y como hemos visto más atrás.
La persona se define, entonces, por esa conciencia más o menos parcial, errónea, etc., de su propio enclasamiento.
Así, los fines individuales aparecen siempre articulados en el contexto de los planes y programas de la sociedad en
cada momento histórico. Del mismo modo, los cambios históricos tendrán mucho de “crisis de personalidad”, como
dice Bueno, como transformaciones en los enclasamientos de los individuos. Estas crisis dan lugar a nuevos
modelos de persona, es decir a modos de integración de los fines personales en los planes y programas de cada
nueva época nueva.
Según nuestra teoría, a lo largo de la historia se habrían sucedido, al menos, siete figuras de persona, puntos de fuga
de cada época, morfologías de la persona resultantes de previas crisis de personalidad: en primer lugar, tendríamos
la persona entendida como ciudadano de la polis, representada en la noción aristotélica del hombre como zoon
politikon. En segundo lugar, situamos la figura del hombre como ciudadano del mundo, zoon koinonikon, de los
estoicos, que se extiende por el Imperio Romano. En tercer lugar, está la figura de la persona entendida como el
ciudadano de la ciudad de Dios, de San Agustín, el hombre cristiano. La cuarta figura corresponde con el ideal
católico enarbolado por el imperio español. La quinta figura se gesta en el contexto del protestantismo, es el sujeto
burgués o capitalista, puritano, protestante, que conforma el imperio británico, tal y como fue definido por Max
Weber. La sexta figura queda recogida en la conformación del nuevo sujeto social, el proletariado de Marx, el
hombre masa de Ortega o, como lo hemos llamado nosotros, “el nuevo Prometeo” tal como lo imaginó Shelley. A
su través habría ido tomando forma la nueva figura emergente de la persona, la que corresponde con el fin de los
estados nación, y el inicio de la era de la Globalización.
Para nosotros, la revolución científico-técnica y la revolución de las tecnologías de la comunicación, la integración
de los mercados, la mejora impresionante de las comunicaciones y los transportes y la interdependencia de todos los
procesos productivos a escala planetaria, el inacabable proceso de especialización en la producción, el éxito del
maquinismo, han dado lugar a una situación en la que desfallece la conexión entre los fines de muchos individuos y
los planes y programas colectivos que hasta ahora han estado dando sentido a nuestra existencia, y no porque no
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existan planes colectivos, sino porque han llegado a ser tan abundantes que se neutralizan entre sí.
La era de la Globalización es la era del individuo flotante. Ya no es el ciudadano, o el nuevo Prometeo, sino un
sujeto sometido a toda suerte de planes y programas moldeadores, conformados sobre argumentos inconexos y
limitados, cargados de demagogia y propaganda, correspondientes a los grupos de interés más diversos y regidos
todos ellos por la ley de la oferta y la demanda: este nuevo sujeto se define operacionalmente como un consumidor
y antropológicamente como un individuo flotante, porque esa confluencia de clases o arquetipos contrapuestos
constituye precisamente una crisis recurrente de personalidad que deja al individuo no ya libre, sino más bien
indeterminado e incapaz de emprender su propio camino, sometido a las corrientes conformadoras de la elección
consumista.
Bibliografía
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Bueno, Gustavo (1971), Etnología y Utopía, Gijón, Júcar.
Bueno, Gustavo (1985), El animal divino, Oviedo, Pentalfa ediciones.
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Childe, Gordon (1975), Los orígenes de la Civilización, Méjico, Fondo de Cultura Económica.
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Núñez Cabeza de Vaca, Álbar (1985), Naufragios, Madrid, Alianza editorial.