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Proyecto México Contemporáneo 1970 - 2020

Carlos Ramírez

A 68 años de la A 68 años de la polémica Sartre-Camuspolémica Sartre-Camus

Editorial Indicador PolíticoEditorial Indicador Político #48#48

El eterno debate sobre el El eterno debate sobre el papel de los intelectualespapel de los intelectuales

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Sobre el autor: Carlos Ramírez, Periodista y escritor, Lic. en Periodismo, Mtro. en Ciencias Políticas, candidato a Dr. en Ciencias Políticas, periodista desde 1972, columnista político desde 1990, director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y Seguridad, director del portal indicadorpolitico.mx., director de la revista La Crisis, director de la carta política Agenda Setting, director del Diario Indicador Político digital, profesor de ciencia política en la Universidad Autónoma del Estado de Mo-relos, presidente de la Comisión de Análisis Político y Social del Colegio de Econo-mistas del Valle de México. Sus últimos libros: Obama, La comuna de Oaxaca, El regreso del PRI (y de Carlos Salinas de Gortari), La silla endiablada, Peña Nieto y la sucesión presidencial de 2018: salvar su alma o salvar la república, La Crisis de México... más allá de 2018, El 68 no existió y Octavio Paz y el 68: crisis del sistema político priísta. Sus ensayos se publican en Kindle de Amazon.

Primera edición, 2019.D.R. © Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad, S.A. de C.V.,Cerro Tuera 49, Col. Oxtopulco Universidad,Delegacion Coyoacán,Ciudad de México, México.Tel: 6264-0054http://indicadorpolitico.mxEditor responsable: Carlos Javier Ramírez Hernández.

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A 68 años de la polémica Sartre-CamusEl eterno debate sobre el papel de los intelectuales

Proyecto México Contemporáneo 1970 - 2020

CENTRO DE ESTUDIOS ECONÓMICOS, POLÍTICOS Y DE SEGURIDAD, S.A. DE C.V.CENTRO DE ESTUDIOS ECONÓMICOS, POLÍTICOS Y DE SEGURIDAD, S.A. DE C.V.

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A Marco Antonio Campos, por nuestras conversaciones de antes y de ahora

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ÍNDICE

I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .8

II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .12

III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15

Bibliografía básica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .21

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En 2020 se cumplen sesenta y ocho años de una de las grandes polémicas in-telectuales que marcaron la segunda parte cultural del siglo XX: el enfrentamiento en 1951-1952 entre los escritores franceses Albert Camus (1913-1960, 60 años de su muerte en este enero de 2020) y Jean-Paul Sartre (1905-1980), a propósito del ensayo del primero titulado El hombre rebelde. Amigos entrañables, coincidentes en la filosofía del existencialismo, combatientes contra el nazismo en la segunda guerra mundial, las ideas --como suele suceder-- los enfrentaron y los enemistaron hasta la muerte prematura de Camus en un estúpido accidente de tránsito.

En 1980, luego de varios años de leer la literatura de Camus, Sartre y Simone de Beauvoir, escribí en la revista Proceso un acercamiento a ese ambiente intelec-tual francés: una nota más o menos amplia sobre esa polémica. Entonces había poca literatura al respecto y había que buscarla en librerías de viejo. Pero entionces apenas pude conseguir los textos de los tres y dos libros de Francis Jeanson, el cola-borador de la revista Les Tempes Modernes que detonó la polémica con una severa crítica al ensayo de Camus. Sin embargo, en años posteriores me fui acercando más a ese grupo cultural y a sus discusiones.

Las polémicas intelectuales me han atraído. A finales de 1977 y comienzos de 1978, yo trabajaba en Proceso y me tocó presenciar la polémica entre el ensayista Carlos Monsiváis y el poeta Octavio Paz a propósito de una entrevista de Paz con el director de la revista, Julio Scherer García. El tema del debate giró en torno a las afirmaciones contundentes de Paz contra el socialismo burocrático y la defensa de Monsiváis al modelo del socialismo realmente existente, con todo y sus pecados. La polémica Sartre-Camus había girado en torno al mismo asunto: la crítica de Camus al socialismo y el papel de la historia y la definición de una rebeldía no sólo contra el capitalismo sino contra las ideas dictatoriales y la justificación de Sartre en tanto existiera una imagen real de socialismo. En ambas polémica el invitado de piedra fue el comunismo burocrático y totalitario de la Unión Soviética y el papel de Stalin; en 1951-1952 Stalin aún estaba vivo y las primeras revelaciones sobre los campos de trabajos forzados para disidentes comenzaron a difundirse; en 1977, Stalin no sólo estaba bien muerto sino que ya Jruschov había desmitificado, Cuba comenzaba a ser criticado por la falta de libertades y la persecución de escri-tores y el socialismo había pasado la dura prueba de las disidencias en Hungría y Checoslovaquia, aplastadas a sangre y fuego; era posible, después, criticar los abu-sos autoritarios del socialismo sin poder en duda la validez del modelo comunista.

El debate Sartre-Camus tuvo ahí uno de sus temas: criticar excesos, pero man-tener la viabilidad del modelo. En 1977 había comenzado a consolidarse la pro-puesta del Eurocomunismo, un socialismo marxista pero democrático, electoral y revalidado en las urnas. En 1951 no había alguna salida lateral; al contrario, las

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críticas contra el autoritarismo soviético habían provocado ya muchas disidencias entre simpatizantes. En el fondo, el debate Sartre-Camus se centró en la validez del socialismo, en el papel de la historia y la función de una revolución, aunque se desvió hacia el valor de la crítica al autoritarismo socialista. El modelo soviético se movía con tensión entre una idea, una realidad o una metáfora.

El contexto de la polémica Sartre-Camus se colocaba en el arranque formal de la segunda mitad del siglo XX. Las críticas al socialismo comenzaban a multipli-carse entre quienes lo rechazaban, los que lo repudiaban y los que lo justificaban. En el fondo había cuando menos tres pistas: los que lo sostenían a pesar de sus excesos autoritarios, los que lo rechazaban porque consideraban que la represión no era un exceso o un mecanismo de defensa sino una función intrínseca y los que titubeaban entre la necesidad del socialismo y la crítica a los excesos dictatoriales. El problema de ese entonces radicó en el hecho de que la polarización ideológica no dejaba espacios para la reflexión sin aspavientos.

El ambiente cultural se preparaba para la ruptura progresista con el socialismo soviético, entonces la única muestra palpable de su puesta en práctica. En 1951 la filósofa alemana Hannah Arendt había publicado su monumental obra Los orígenes del totalitarismo. En 1939 el escritor francés André Gide había circulado su decepción en su libro Regreso de la URSS. En 1941 el escritor húngaro Arthur Koestler había circulado su obra de denuncia El cero y el infinito sobre el terror policiaco en el socialismo. En 1945 el ensayista vienés Karl Popper publicó su tex-to La sociedad abierta y sus enemigos, una durísima crítica al historicismo teleo-lógico. En 1951 el escritor inglés Arthur London fue arrestado en Praga y acusado de contrarrevolucionario y su experiencia la narró en la novela La confesión, más tarde hecha película por el cineasta Costa-Gavras.

Hacia adelante, después del ensayo de Camus, otras obras siguieron el camino: el propio Sartre publicó en Les Temps Modernes, en agosto de 1952, su ensayo “Los comunistas y la paz” para dar sus enfoques sobre los errores del comunismo, pero también su vigencia histórica. En 1953 el escritor polaco Czesław Milosz publicó la novela El poder cambia de manos, una narración del centralismo auto-ritario del socialismo en Polonia, y en ese año también circuló uno de los ensayos seminales de la crítica al autoritarismo intelectual del socialismo: El pensamiento cautivo. En 1955, el sociólogo francés Raymond Aron, amigo de Sartre y de Ca-mus y progresista en su juventud, rompió lanzas contra los intelectuales que se cegaban con la Unión Soviética con El opio de los intelectuales, jugando con la frase de Marx de que la religión era el opio de los pueblos, una droga que los abs-traía de la realidad. Y en 1961 Popper regresaría al debate, en el escenario abierto por Camus, de la crítica a la dictadura de la historia: Miseria del historicismo.

La revisión de textos sobre la crítica al socialismo es apenas somera, destaco los más importantes. Si bien algunos parecieron en su momento fundamentalis-tas por el alcance de su razonamiento, de todos modos, representaron el espacio para debatir el socialismo. Sin embargo, el mundo se encontraba sumido ya en la guerra fría, el enfrentamiento entre sistemas ideológicos y sus correlativas formas

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de producción: el socialismo en la URSS y el capitalismo en Estados Unidos, con el mundo como campo de batalla: Corea, Cuba, Sudeste asiático, medio oriente, América Latina, el capitalismo. Por tanto, las reflexiones no tenían que ver con una utopía sino con una viabilidad en curso. Esos espacios de debate se hundie-ron en la dinámica de la lucha EU-URSS. Y mientras Moscú rechazaba cualquier indicio de crítica para mejorar y exigía la subordinación absoluta, Washington alimentaba y patrocinaba la lucha ideológica contra el socialismo.

Por eso la polémica derivó desde el principio en una ruptura. Sartre aceptó que la reseña al ensayo de Camus la hiciera Francis Jeanson, un joven filósofo radical hecho a imagen y semejanza de Sartre. Y si bien Sartre respetaba la libertad de crí-tica, el ambiente en la sala de redacción de Les Temps Modernes ya era contrario a Camus. Jeanson destrozó el ensayo de Camus, Camus se enojó revirando con una carta helada dirigida a su amigo Sartre como “Señor director” y Sartre ni se aguantó y publicó una larga carta de respuesta que saludaba a Albert como “que-rido Camus” pero que en la primera frase no ocultaba la ruptura: “nuestra amistad no era cosa fácil, pero he de lamentarla”. Obvio, Sartre culpaba a Camus porque Camus, con su carta, acreditaba la paternidad del texto de Jeanson a Sartre.

En medio de Sartre y Camus quedó una personalidad que siempre era el es-pacio de descomprensión de pasiones: Simone de Beauvoir. Pero ella también era radical y veía en Camus a un moralista sin remedio, cuando la lucha estaba en la necesidad de tomar posición. Camus era, ante todo, un filósofo, es decir, un analista de las ideas. Y no le gustaba ser obligado a tomar posición, aunque en la segunda guerra mundial, en medio de la entrega de Francia a Hitler, militó en la resistencia, escribió duramente en el periódico que llevaba la militancia en el nombre: Combat.

Sartre era el hombre de la militancia, del compromiso. Sartre apelaba a la situación y Camus se movía en la moral. El tema central del papel de los intelec-tuales lo había fijado el propio Sartre: el compromiso, no más la torre de marfil que Saint-Beuve le había cantado, en un poema, a Víctor Hugo y Alfred de Vigny a mediados del siglo XIX:

Lamartine reinó; cantor alado que suspira,Se cernía sin esfuerzo; Hugo, duro miliciano(se ve como a Dante, un barón feudal,florentino o de Pisa), combate bajo la armadura,y tiene alta su bandera en medio del murmullo:La mantiene aún; y Vigny, más secreto,Como en su torre de marfil, antes de mediodía,Volvía a entrar.

El debate se había apoderado de los espacios intelectuales: el compromiso era la militancia, la toma de partido, frente a un Camus que entonces apelaba a la no participación en un lado, lo que llevaría a la excelencia en sus crónicas sobre la

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crisis en Argelia: la reflexión sin participación, porque si no entonces sería mili-tancia. Orientado a la pureza de las ideas, Camus llevaba ese enfoque a la realidad: ¿cómo era posible criticar excesos del comunismo soviético en aras de la idea final de sistema de justicia social? Para Camus era un problema --conflicto-- moral. En el poco tiempo que le quedó antes de morir, Camus fortaleció su coherencia de criticar y no avalar y dejar por ahí algunas convicciones sobre el socialismo. Sartre, en cambio, se lanzó a fondo a apuntalar el socialismo y justificar --perdonar-- los excesos autoritarios, incluyendo en 1960 su viaje a Cuba después de los juicios y fusilamientos de contrarrevolucionarios.

Pero al final del día, el problema fue entre posiciones intelectuales, a pesar de que los dos habían militado en la resistencia armada ante la toma de París por los nazis. Luego vendría la militancia intelectual, porque ninguno de los dos tomó las armas para ayudar a la liberación de Argelia y combatir al capitalismo estadunidense. Ahora se sabe que las polémicas intelectuales conducen siempre al vacío cuando tratan de posiciones ideológicas tangibles, aunque en el camino se puedan dar el lujo de acicatear los tradicionales espacios tranquilizantes de las capillas intelectuales.

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II

¿Qué decía Camus en El hombre rebelde? Una severa crítica al modelo histo-ricista del socialismo, una acusación contra el nihilismo como alimentador de las pasiones anarquistas. Camus se metió en una polémica adicional con los surrea-listas por sus críticas a Lautréamont. Su crítica se enfocó a tres rebeldías: la meta-física, la histórica y la intelectual. Y entre ellas, el tema de debate profundo fue el del análisis de la revolución y el arte, desde entonces instalado en el inconsciente colectivo social por la represión asociada intrínsecamente, casi como condición, al modelo comunitario.

El hombre rebelde es el que dice no, apuntaba Camus, pero también el que dice sí. Su ensayo fue un acto de rebeldía contra una realidad ideológica existente. Ciertamente que tenía que ver con el marxismo, con el modelo comunal, con la represión. No pocos ensayistas encontraban relaciones entre la parte de terror de la Revolución Francesa con el terror de la represión en el campo soviético. Algu-nos historiadores han encontrado en las “Instrucciones de Lyon”, de Fouché, el primer manifiesto revolucionario socialista y la vía revolucionaria. O como lo dijo con claridad Robespierre: “¿queríais una revolución sin revolución?”

La revolución destruye y construye, pero en su fase violenta, y aún ahí se requiere de un cuerpo de ideas. La revolución soviética --como otras, entre ellas la cubana-- destruyeron la inteligencia: la persecución de intelectuales comenzó a comienzos de los cincuenta, cinco años después del fin de la Segunda Guerra. En 1950 Aleksandr Solzhenitsyn fue enviado al primer campo de reacondiciona-miento ideológico, luego conocidos como Gulags, para convencerlo de las bonda-des del socialismo. El escritor francés David Rousset, sobreviviente del campo de concentración nazi de Buchenwald, descubrió en 1949 que los rusos no habían cerrado los campos nazis y los usaban en contra de disidentes. En 1955 publicó testimonios --incluyendo un texto de ruptura de Octavio paz con el socialismo soviético, que explica su anticomunismo soviético-- y abrió el debate sobre el totalitarismo soviético.

En este escenario ocurrió El hombre rebelde, algo que han negado sus críticos, Sartre y Jeanson. El intelectual se debatía entre Nietzsche y Stalin, entre la nada y el absolutamente todo. “Si el hombre en rebeldía ha de rechazar a la vez el furor a la nada y el consentimiento a la totalidad, el artista ha de escapar al mismo tiem-po al frenesí formal y a la estética totalitaria de la realidad”, escribió Camus en la parte titulada “Creación y revolución”. Eludiendo las posiciones polares, Camus apelaba a la “síntesis creadora”. Para ello el artista debería descubrir la “fuente de la rebeldía”, más allá de la historia y del vacío. Moscú había demostrado que la independencia intelectual derivaba en una crítica al socialismo y por tanto debía exterminarse o excluirse. Ahí es donde los críticos del comunismo insistían en

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debatir, aunque la discusión pudiera conducir a la percepción de que el socialismo era inviable en una sociedad plural y democrática. La Unión Soviética pasó del zarismo al comunismo, sin experimentar otras formas de organización política. “La belleza, sin duda, no hace las revoluciones. Pero llega un día en que las revo-luciones tienen necesidad de ellas”.

El método de análisis de Camus no era el de Sartre: aquél partía de la libertad creativa, éste de la necesidad de un sistema político definido. “¿Se puede rechazar eternamente, la injusticia sin dejar de reconocer la naturaleza del hombre y la belleza del mundo?”, preguntaba Camus. Sartre, en cambio, decía que el intelec-tual tenía un compromiso con la revolución, por lo que las ideas pasaban a un segundo término. Era, repito, la guerra fría, y a ella habían sido arrastrados los intelectuales. Antes de 1951, Sartre había escrito dos ensayos fundacionales: ¿Qué es la literatura? y La república del silencio, en donde había fundado su tesis del compromiso. Ello no era nuevo: Sartre utilizó la literatura en la lucha de resisten-cia contra el invasor nazi; Camus también lo hizo desde Combat, pero se concretó a la escritura de resistencia ante la invasión, no como eje central de su obra. En su trilogía Los caminos de la libertad, Sartre no había deslumbrado porque se trata-ban de tres novelas de tesis, de personajes ajustados a una exposición de ideología. Sartre, hacia el comienzo de los cincuenta, ya había agotado su vena literaria y se dedicaba al artículo político, al ensayo de ideas.

Camus buscó el camino intermedio: “el pensamiento del mediodía”, el que eludía los extremos. Se preguntaba estupefacto: “¿no se ha convertido la rebeldía, por el contrario, en la coartada de los nuevos tiranos?” Y luego afirma que “la revolución sin más límites que la eficacia histórica significa la servidumbre sin límites”. Frente a la desmesura, propone la mesura. ¿Por dónde estará la salida ante los extremismos? Intelectual organicista, Camus acude a los equilibrios de la naturaleza y encuentra el secreto: el mediterráneo, esa parte de Europa que se localiza entre el norte de Africa --la Argelia de Camus-- y la Europa continental, el Mediterráneo era el justo medio aristotélico, cuando “se alza la naturaleza frente a la historia”. Es el punto medio entre la noche y la mañana, el mediodía, la elusión de los extremos.

Camus no llegó desarmado a 1951. Venía de la crisis argelina de la primera mitad de los cuarenta, justo en medio de la Segunda Guerra, aunque extendió su participación en el debate hacia finales de los cincuenta. Fue un caso de violencia revolucionaria, de violencia destructiva. ¿Cómo debía entrar en ese espacio por su condición de escritor, de intelectual? En 1958, luego de El hombre rebelde y su polémica con Sartre, Camus reflexiona su función, marca las coordenadas de su compromiso. En medio de revoluciones, agitaciones y lucha de sistemas, los intelectuales seguían el camino sartreano de justificar, no de pensar, las que, a su vez, echaban gasolina al fuego de la revolución violenta.

Camus decidió salirse del arrinconamiento:

Por eso, ante la imposibilidad de unirme a ninguna de las posiciones extrema exis-

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tentes, ante la desaparición progresiva de esa tercera posición en la que aún era posible conservar la cabeza fría, dudando también de mis convicciones y de mis conocimien-tos, seguro al fin de que la verdadera causa de nuestras locuras reside en las costumbres y el funcionamiento de nuestra sociedad intelectual y política, he decidido no participar más en las incesantes polémicas que no tienen otro efecto que el de enquistar en Argelia las posiciones intransigentes que se encuentran enfrentadas y el de dividir un poco más una Francia ya de por sí envenenada por los odios y las sectas.

No era una decisión fácil. Pero Camus era más sensible con la humanidad que con la revolución: cuando estaba en juego el destino de la humanidad, los textos “escritos desde la comodidad del despacho” influyen en las conductas y por ello “uno tiene el deber de duda y de sopesar los pros y los contras”. Por ello condenó lo mismo a la colonia francesa represora que a la lucha armada violenta de la guerrilla independentista, “si se quiere ser eficaz, esas dos condenas (a la guerrilla y a la colonia) no pueden separarse”. Y ahí encontró Camus lo que pudiera ser la coartada de la barbarie: “cada una (de las partes) se apoya, para justificarse, en el crimen del otro. Hay ahí una casuística de la sangre en la que un intelectual, me parece, no pude participar, cuando no tome él mismo las armas”. Camus no suelta la prenda, aún a sabiendas de que condenar la violencia de la guerrilla argelina lo colocaba en el otro lado que también condenaba, pero que pocos atendían. “El papel de los intelectuales no puede ser, tal como leemos todos los días, el de excu-sar desde la lejanía una de las violencias y condenar la otra, con lo que se consigue el doble efecto de enfurecer al violento al que condena y animar una violencia mayor al violento al que se aplaude”.

Argelia se convirtió en una especie de microcosmos de la reflexión de Camus que venía desde antes, inclusive, de El hombre rebelde, quizá desde El extranjero en 1942. El hombre rebelde debería decir no a las dos violencias, la estatal y la revolucionaria, la de la izquierda y la de la derecha, porque “no definen más que el nihilismo de nuestra época”. Por ello el intelectual como hombre rebelde debe sa-lirse de la polarización que lo quiere en uno de los lados. “El papel del intelectual consiste en discernir, en cada campo según sus medios, los límites respectivos de la fuerza y de la justicia. Es necesario iluminar las definiciones para desintoxicar los espíritus y apaciguar los fanatismos, incluso aunque sea a contracorriente”.

Camus, en el fondo, era un intelectual de la razón, pero a partir de la ob-servación de la realidad. Sus ideas, a pesar de los cuestionamientos de Sartre, de Jeanson, no salían del purismo, del aislamiento, de la razón pura. Su compromiso como intelectual existió, aunque no en las líneas de acción que Sartre y Jeanson exigían sin flexibilidades. Repito: en el largo plazo, Sartre veía el mundo como una situación y Camus como un acto moral válido.

En sus libretas, Camus anotó una condena a las formas de la crítica, luego de la polémica de 1952: “lo único que los excusa es lo terrible de la época”.

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III

En el estreno de Las moscas, en junio de 1943, Albert Camus y Jean Paul Sartre se encontraron por primera vez. Con referencias mutuas, los dos escritores habían coincidido en intereses: la existencia del hombre en medio de catástrofes. Juntos combatieron durante la resistencia y juntos compartieron reflexiones y pre-ocupaciones generales en los primeros días de la paz. En 1944, cuando Alemania desocupaba París, el grito era común: “estamos liberados”, y en la euforia era una consigna: “de la resistencia a la revolución”. Pero De Gaulle y la guerra fría rom-pieron esquemas y esperanzas en Francia, y quizá hasta visiones idílicas. Hacia los cincuenta, el “fantasma rojo” (la URSS) alejó a Europa de tiempos nuevos, enfrió la gran amistad entre Camus y Sartre y los hizo romper definitivamente en 1952. Veinticinco años más tarde, en el momento de redactar y dedicar su testamento, Sartre revivía el sentido anarquista de su pasado y recordaba, con afecto nostálgi-co, doloroso, solitario y solidario, al escritor argelino: “a mis amigos anarquistas, tan injustamente despreciados por mí, y a la memoria de mi amigo Camus”.

El affaire Camus-Sartre enfrentó a “un justo sin justicia” contra un filósofo que “oponía la eficacia de la praxis a la vanidad de la moral”, en definiciones de Simone de Beauvoir. En el contexto histórico de la posguerra en Europa, la polémica rebasaba el enfrentamiento personal y adquiría características peculiares que resumían los problemas del cambio social. Camus señalaba que la generación de intelectuales de aquella época se había encontrado frente a la irrupción de las masas y concluía, ya, en el fin de la soledad del escritor. “El tiempo de los maestros venerables, de los artistas con camelias y de los genios encaramados en su sillón, ha terminado. Crear hoy es crear peligrosamente”, decía en 1957 al recibir el Pre-mio Nobel de Literatura. Frente a los horrores de la Segunda Guerra, el grito que surgió del fascismo clamaba por la existencia del hombre y, concebida ésta, el pro-blema era vincular esa existencia a un compromiso real con los demás hombres: era una vía más de acceso al socialismo. “De qué sirve existir si no se sabe”, era una frase de La invitada, de Simone de Beauvoir, era así mismo, una divisa. Europa, en general, y Francia, en particular, fueron, de 1945 a 1955, el campo de lucha del hombre en busca de moral o de compromiso: Camus y Sartre constituyeron justamente el eje intelectual de la discusión de esas ideas, en un combate que des-bordaba personalismos: la cultura discutía lo que la política soslayaba.

En 1960, en el France-Observateur, Sartre encaró la muerte absurda de Ca-mus en un accidente automovilístico en carretera. Sentía, a destiempo, la muerte de su amigo Camus. “Camus encarnaba en este siglo, y contra la Historia, el he-redero actual del antiguo linaje de los moralistas”. Al conocer el informe del acci-dente automovilístico y de la muerte del argelino y luego de recordarlo en silencio, Sartre decía: “se acabó; el escándalo singular de esta muerte es la abolición del

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orden humano, por irrupción de lo inhumano”. Camus tenía que vivir, se dolía sin reconocer aún el hecho de la muerte ni tomarla, como lo hicieron después él y De Beauvoir, como una forma de darle sentido a la vida. Si en los sesenta había ya pocos indicadores para creer en el arribo del socialismo a Europa Occidental, Sartre señalaba que quedaba la esperanza del hombre, la realidad humana. 1968 le haría renacer la esperanza en la revolución. En 1975 escribía su testamento: “repitamos el grito de anatema y de exterminio contra la religión, la familia, el capital y el gobierno (...) La revolución es la revolución”.

Los años de la posguerra en Europa fueron tiempos de historias y de histerias. Comenzó ahí, en esa guerra fría, el nuevo mito del Sísifo contemporáneo: el fan-tasma de la Unión Soviética. Los intelectuales estarían condenados, desde enton-ces, a empujar la pesada piedra de la denuncia del estalinismo y el neoestalinismo como la desautorización absoluta del socialismo, de subirla hasta lo alto de la co-lina de la Historia, para dejarla rodar cuesta abajo y volverla a subir nuevamente. Y así por siempre. En aquellas fechas fue una gran tragedia; hoy, una especie de comedia. Ayer como hoy los horrores son al socialismo y a las posibilidades del hombre. Y ya en aquellas épocas De Beauvoir lamentaba la preocupación parcial de los intelectuales, porque se jugaban el todo por una parte: la denuncia de la existencia de trabajos forzados en el Este cerrando los ojos a sus propias realidades. Decía De Beauvoir en La fuerza de las cosas, tercer tomo de memorias, la de la etapa francesa de la posguerra y los posicionamientos intelectuales:

Completamente indiferentes a los 40,000 muertos en Sétif, a los 80,000 malgaches asesinados, al hambre y la miseria de Argelia, a los pueblos incendiados de Indochi-na, a los griegos que agonizaban en los campos, a los españoles fusilados por Franco, los corazones burgueses súbitamente se partieron ante las desgracias de los prisioneros soviéticos.

Esta era la clave: la denuncia acerca de los campos soviéticos llevaba, en últi-ma instancia, una gran carga ideológica. En los primeros diez años después de la guerra se dieron en Europa los reacomodamientos de las fuerzas que luchaban por, contra o dentro del cambio. La política definía personas: Malraux, Camus, Aron, etcétera. La unidad lograda dentro de la resistencia, en los años de la ocupación nazi, se había roto en los primeros años de paz: el degaullismo –”un sentimiento”: Malraux– representaba una corriente mesiánica que ignoró y despreció la lucha de las clases. Los ministros socialistas y comunistas de los primeros años de la des-ocupación fueron echados del gobierno. Frente al avance de los Estados Unidos y su Plan Marshall y en medio de una guerra fría que condenaba a la izquierda europea por “complicidades con la URSS”, estaba ya instalada una decepción por posibilidades frustradas. En Francia, De Gaulle abrió el fuego y condenó al Partido Comunista Francés.

Los valores se cambiaron y las posiciones se trastocaron. Malraux definía una nueva etapa en Francia: “la civilización de las máquinas no tiene valores supremos,

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sino pasiones y deseos”. Eran dos Francias: aquella del Consejo Nacional de Re-sistencia había sucumbido ante la Francia degaullista. Las condiciones económi-cas habían cambiado. Dice el historiador Walter Lacqueur: “Francia experimentó (después de la guerra) un boom que resultaba totalmente inesperado. Ni los más optimistas habían previsto en 1945 un resurgir de tamaña magnitud. Francia ha-bía sido el museo de Europa, el país donde nunca pasaba ni cambiaba nada”. La izquierda partidista fue sorprendida, también, por esta situación: no tuvo nada que ofrecer a las masas y éstas optaron por el confort. Los valores supremos per-dieron su condición fundamental, en palabras de Malraux: su invulnerabilidad. Las memorias de De Beauvoir, los textos de Camus, las Antimemorias de Malraux y la biografía de Sartre --escrita por Francis Jeanson-- exhiben el doloroso tránsito de una generación por el tiempo y por la Historia: de la Europa independiente y con gérmenes prerrevolucionarios a la Europa de la OTAN.

En París, el problema comenzó en los primeros días de la desocupación. En 1945 Sartre y Camus tuvieron un alejamiento y la aparición de La peste los acer-có, pero apenas había débiles lazos de relación. Sartre ya había fundado Les Temps Modernes y decía que el Combat de Camus hacia “mucha moral y poca políti-ca”. Era el principio del fin. Los franceses leían ávidamente estas discusiones para orientar sus preferencias. La ceguera del PC Francés desdeñó esta polémica, como un indicador de su marginamiento de la lucha política e ideológica: no era un enfrentamiento entre intelectuales. De Beauvoir narra en sus memorias los dis-tintos problemas entre Sartre y Camus para enfrentar el momento: la vinculación del existencialismo con el marxismo, a través del compromiso, para Sartre; y la colocación de la moral por sobre la Historia, para Camus. Hubo encuentros fríos, discusiones, recriminaciones y separaciones. Francia hervía.

Dos obras aceleran las contradicciones: Camus publica en 1951 El hombre rebelde y Sartre pone en escena El diablo y el buen Dios. El escritor argelino exorcizaba los fantasmas de la historia; el filósofo del existencialismo reivindicaba la praxis revolucionaria. El contexto era, ya, claro, y De Beauvoir lo recrearía li-terariamente en su novela Los mandarines. En la realidad, estaban circulando las primeras versiones sobre la represión en la URSS --que después serían oficializadas en el informe secreto de Jruschov en 1956 al XX congreso del PCUS--. Los textos, en versión de David Rousset, partían del hecho de que los campos soviéticos de trabajos forzados eran producto y no excrecencia del socialismo. Camus retomó esos hechos y se incorporó a la causa. Sus discrepancias con Sartre aumentaron.

Para Camus, al contrario de Sartre, el escritor se encontraba “embarcado” en la realidad y no “comprometido”. Y él se “embarcó” con El hombre rebelde en una requisitoria contra la Historia: “el propósito de este ensayo es, una vez más, aceptar la realidad del momento, que es el crimen lógico, y examinar precisamente sus justificaciones”, decía en la introducción y señalaba que el problema central se ubica en que “si toda rebelión debe acabarse en justificación del crimen univer-sal”. Sartre, por su lado, explicaba en El diablo y el buen Dios su posición acerca del ejercicio del poder y del compromiso del hombre, desde la perspectiva de la

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praxis y la justificación --se decía entonces-- de los crímenes del estalinismo. Era el momento de definiciones: Sartre optó por la defensa y el análisis integral de lo que ocurrió en la URSS y Camus se decidió por enfrentar a Sartre.

El hombre rebelde --que había alejado a Camus del André Breton de ese mo-mento-- era, para el grupo de Sartre, el alegato de un hombre frente a la moral y de espaldas a la Historia. Había que decirlo, pero Sartre no quería hacer la reseña del ensayo. Francis Jeanson se propuso y, confesó, empezó de una manera que qui-so ser fría, pero terminó con una larga llamada a cuentas a Camus. De Beauvoir dice que el texto fue apenas depurado, pero tuvo que ser publicado en Les Temps Modernes sin censura. “Albert Camus o el alma rebelde”, era el título. La guerra empezaba en la definición de una generación. “La posguerra había acabado de acabar”, decía De Beauvoir al final de la polémica.

El comentario de Jeanson irritó a Camus. Aunque muchos, entonces y ahora, pretenden ubicar esa polémica en “la orilla izquierda” de esa época, Jeanson, Ca-mus y Sartre entendieron que lo que se jugaba no era un prestigio sino la defini-ción de opciones sociales y políticas. Camus no perdió el tiempo y contestó con una larga carta a petición de Sartre para responder al comentario de Jeanson. Pero usa dos formas que destruyen la amistad de ambos personajes: la misiva abre un frío tono de “señor director” y se dirige directamente a Sartre, atribuyéndole el pa-ternalismo de las frases hirientes de Jeanson. El artículo de Jeanson, efectivamen-te, estaba plagado de oraciones que señalaban también problemas de política cul-tural y ataques propios de enfrentamientos entre capillas de intelectuales. Decía, por ejemplo, que La peste traslucía “una moral de Cruz Roja” y usaba demasiado la ironía para machacar los “placeres (puramente) artísticos” de Camus. Camus señalaba que si no había simpatía hacia El hombre rebelde, cuando menos debiera haber un “honrado examen”; descubría Camus párrafos donde Jeanson era más hígado que cerebro y hacía reclamaciones duras a ese respecto.

Camus destacaba dos hechos en su respuesta a Les Temps Modernes. Antes de señalarlos, escribía a Sartre: “ocurre todo en su (de nuevo el dardo de paternidad del texto de Jeanson como de Sartre) artículo, como si defendiese usted al marxis-mo como dogma implícito sin poder afirmarlo como política abierta”. Enseguida, Camus mostraba los dos aspectos centrales de la polémica: 1.- Jeanson --y Sartre tras de él, según Camus-- planteaba la “negativa a discutir tesis sobre Marx y Hegel” y los consideraba “principios intocables”. 2.- “Guarda silencio sobre todo lo que en mi libro se refiere a desgracias e implicaciones propiamente políticas del socialismo autoritario”, y Jeanson “se refugia en el pudor”. Reconocía ideas de fondo en el artículo de crítica y señalaba el motivo de su larga respuesta: “si el artículo fuese solamente frívolo y su tono simplemente inamistoso, yo me hubiera callado”. Camus lanzaba el reto.

Sartre recogió el guante. En su revista publicó una carta de respuesta que empezaba con estas dos palabras: “querido Camus”. Sartre daba por concluida la amistad y la atribuía, tratando de disminuir la polémica a “una disputa literaria”. Decía que esa relación no había sido fácil: “si la rompe usted hoy, será porque esta-

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ba destinada a romperse”. La amistad “tiende al totalitarismo: hay que optar entre el acuerdo en todo o el distanciamiento. Hasta los que no pertenecen a ningún partido se comportan como si militaran en partidos imaginarios”. Sartre calificaba a Camus de anticomunista y se negaba a discutir y hacer reductible, según sus opiniones, la cuestión del socialismo a los campos soviéticos de trabajos forzados. “Ha sentado sus reales en usted una dictadura violenta y ceremoniosa, que se apoya en una burocracia abstracta y pretende imponer una ley moral. Mucho me temo, sin embargo, que esté usted más dispuesto a rebelarse contra el Estado comunista que contra sí mismo”. Lamentaba, decía, que “sobre este desorden espiritual (de la época), a veces excusable, haya fundado usted un orden retórico. Usted es burgués”. Recordaba Sartre que, poco después de las declaraciones de Rousset, Les Temps Modernes había editorializado sobre los campos soviéticos. “La existencia de esos campos --decía a Camus-- puede producirnos indignación, puede causarnos horror, hasta es posible que nos obsesione, pero ¿por qué habría de ponernos en un aprieto?” Tras de señalar que ese problema era de análisis am-plio, decía que usarlo aislado era un “argumento de barricada”. Acusa a Camus de un cambio en su conducta. Y concluía: “su moral se transformó primero en moralismo; hoy no pasa de ser literatura; mañana, tal vez, sea inmoralidad”.

No hubo vencedores ni vencidos. La polémica en torno de los campos sovié-ticos se intensificó muchos años después --Hungría y Checoslovaquia contribu-yeron a ello, como lo registró el propio Sartre en El fantasma de Stalin de 1957--, aunque para una tendencia de intelectuales fue a dar vueltas sobre el mismo lugar, sin ninguna evolución política, moral y social: los campos por sobre todo; para otros, en contraposición, éstos no existían o quedaban reducidos a defectos, en el mejor de los casos, o pasaban a depender ideológicamente de los criterios del PCUS. Pocos intentaron un análisis crítico, lúcido.

En México se recuerda a José Revueltas. El movimiento estudiantil de mayo de 1968 en París descubrió que los términos de la polémica estaban vigentes. Asimis-mo, la corriente eurocomunista --con Italia a la cabeza; con un PC Francés a quien pocos creen y con el PC Español confuso--, asumida como tendencia histórica a la reflexión, la autocrítica y la independencia, hizo evolucionar la disputa a nivel de masas: algunos dirigentes e intelectuales se han quedado rezagados y consideran que la represión política sólo existe en los países socialistas y no en México, Esta-dos Unidos, América Latina, Europa, Africa.

Este mito del Sísifo contemporáneo fue destacado, años después, por el propio Sartre, quien dejó de creer en la URSS, pero no en el marxismo ni en el socialismo. Decía acerca del aplastamiento de la Primavera de Praga: “la izquierda protesta, se niega, censura, lo lamenta. Que no se olvide, que no existe un mutismo que sig-nifique aceptación, pero a condición de no convertir la coartada en moralismo”. En ese texto, Sartre censuraba a los hombres que habían hecho del socialismo una “razón petrificada”, pero no al régimen, no al sistema. Sartre murió. Si él decía que Camus no debía morir, ¿acaso Sartre tenía que morir? ¿Se acabó? Muchos años después de su discusión con Camus, Sartre tuvo que enfrentarse no a polémicas

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sino a discusiones absurdas y estériles que lo identificaban con posiciones supe-radas ideológica e intelectualmente. Ya en 1970 decía: “recuerdo que me decían, hacia 1960, mis amigos soviéticos: `paciencia, quizá esto requiera tiempo, pero ya verá: el proceso es irreversible’; y a veces tengo el sentimiento de que nada hay irreversible, salvo la degradación implacable y continua del socialismo soviético”. Contra esa osificación combatió hasta su muerte.

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