A Madrid, porque esto es culpa suya. · como aquella. El profesor esquivó un par de charcos y...

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© Third Kind, octubre 2013Diseño de la portada e ilustraciones: Neith

Flores de asfalto: El Despertar de Third Kind está bajo una licencia Creative Commons. Creada a partir de la obra en http://estudio-tk.blogspot.com.

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Agradecimientos

Flores de Asfalto: El Despertar no habría sido posible sin la crisis del año 2008, sin el paro, sin las noches de invierno, sin la Gran Vía, sin el reloj de Telefónica, sin los Caskärrabias, sin los Bajos de Argüelles, sin la calle Estrella y la calle Luna, sin el Dark Hole, sin el 666, sin la Calle Montera, sin los «búhos», sin los taxis, sin las largas avenidas llenas de semáforos, sin el Bulevar, sin el Centro Comercial ni el Burguer King. Además, tampoco habría sido posible sin M83, sin Depeche Mode, sin NewRetroWave radio, sin Atrium Carceri, sin Distance, sin Desiderii Marginis, sin Faun, sin el shoegaze, sin Ludovico Einaudi y tantos otros. No habría sido igual sin Silent Hill, sin Resident Evil, sin Ink, sin La escalera de Jacob. No habría sido lo mismo sin Final Fantasy ni Akira. Gracias a todos.

Gracias a mis padres, suegros, hermanos, cuñados y amigos por apoyarme, por servirme de inspiración y por el sacrificio que supone tener a alguien que escribe en la familia, alguien a quien se le pasan las horas delante del ordenador y no llama. Gracias y perdón. Os quiero.

Gracias a los nuevos amigos que se enamoraron de esta historia y la están esperando con ganas: a toda la gente de Amor Yaoi y Slasheaven, a los que visitan el blog de Third Kind Studio esperando más historias pacientemente y a quienes nos han seguido y animado desde facebook: Lucero, Sabrina, Jessica, Marina, Aura, Marta, Ana, Esther, Visi y a otros amigos y amigas. También quiero hacer una mención a todos los colegas que cuentan historias, de quienes tanto aprendemos y cuyo apoyo y ánimo siempre nos ilumina. Gracias Aeren, Aurora, Diana, Mer, Nisa, Nut y Sergio.

Gracias a mis gatos, por dejarme hacer esto. Gracias a mi marido, por querer que lo hiciera.

Gracias a Myriam, por ser mi awen.

Y también a ti, que tienes este libro en tus manos ahora mismo. Gracias a personas como tú podemos seguir realizando nuestra labor.

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Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mary una ciudad mejor con certeza hallaré.

Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,Y muere mi corazón

lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.Donde vuelvo los ojos sólo veolas oscuras ruinas de mi vida

y los muchos años que aquí pasé o destruí”.

No hallarás otra tierra ni otro mar.La ciudad irá en ti siempre. Volverás

a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;en la misma casa encanecerás.

Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-ni caminos ni barco para ti.

La vida que aquí perdistela has destruido en toda la tierra.

Constantino Cavafis

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18 de enero – Gabriel

El invierno estaba resultando más lluvioso de lo habitual, y eso ya era decir en una ciudad como aquella. El profesor esquivó un par de charcos y buscó el refugio de las cornisas, una vez salvados los escalones del metro. El cielo estaba encapotado y las gotas de lluvia brillaban con el verde, el rojo y el ámbar de los semáforos cambiantes.

Miró el reloj y soltó una maldición por lo bajo cuando una gota gruesa le mojó la esfera. Era tarde, más de lo habitual. La cena se había prolongado, el vino había corrido hasta que el tiempo dejó de importar. Se sacudió el agua de la chaqueta de piel y hundió las manos en los bolsillos, cruzando la calzada y saltando los charcos más profundos.

No le molestaba la lluvia, siempre le había gustado. Le empapaba el cabello y se le escurría por el cuello. No era perfecta, sabía que estaba sucia y cargada de polución, pero aun así le resultaba agradable.

Cuando vio la figura encogida junto al contenedor, no le prestó demasiada atención. Una de la mañana de un viernes, era habitual encontrar borrachos en alguna esquina, gente herida y tirada en la calle, jóvenes agonizantes aquí y allá que al día siguiente despertarían con resaca o con una vía en la vena y suero goteando. Estaba justo al lado de su portal, un bulto negro con la cabeza hundida entre las rodillas.

Lo evitó, manteniéndose en la acera contraria hasta que no le quedó más remedio. Al cruzar, rebuscó las llaves en el bolsillo e hizo caso omiso de su presencia. Siempre había mejores cosas en las que pensar.

Al día siguiente tenía que preparar clases, corregir exámenes. Y una pila de dvds con series que esperaban ser devoradas por su carácter compulsivo.

Ni siquiera le habría mirado dos veces si el tipo tirado junto al contenedor no hubiera levantado el rostro un momento, pasándose la mano por el pelo. No le habría vuelto a mirar si no hubiera hablado.

—No es real… —murmuró, con la voz rota entre la lluvia restallante—. No es real.

Le asomaban las puntas de los dedos bajo unos mitones negros. Tenía los ojos verdes, brillantes, parecían fosforecer en la oscuridad. Dos esmeraldas transparentes sobre un rostro pálido como la luna. Un espectro fantasmal.

El profesor había metido la llave en la cerradura. Se giró un poco, frunciendo el ceño.

—¿Estás bien?

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Era una pregunta obvia. El bulto oscuro se removió. Su rostro blanco parecía resplandecer bajo la luz nublada de las farolas. Llevaba el cabello negro cortado de esa manera extraña que ahora gustaba a los jóvenes, corto por atrás y largo por delante, con un flequillo escalado que le cubría la mitad de la cara. Los ojos verdes, acuosos, abandonados, se fijaron en los suyos.

—No es real —repitió el chico.

Porque era un chaval, de unos veinte años, veintitrés a lo sumo. El profesor le dio vueltas a su imagen familiar en la cabeza hasta que le reconoció.

Había ido a sus clases, el curso pasado o quizá el anterior. Recordaba haberle visto sentado en el aula, con una sonrisa burlona y alguna broma que no entendía escrita en la mirada. No le ubicaba más allá de un par de recuerdos difusos, y por entonces no tenía el aspecto perdido y frágil que lucía ahora.

—¿El qué no es real? —preguntó.

Dejó la llave colgando de la cerradura y le encaró directamente. Dio un paso hacia él, observando las pupilas dilatadas. Los párpados del joven estaban enrojecidos, algo hinchados.

—Nada —susurró el chico, mirándole—. Nada lo es. Estoy soñando.

Genial. El profesor suspiró. Estaba drogado o borracho, o ambas cosas, delirando al lado de su maldita puerta. Podía haberse dado la vuelta y haber subido arriba, sin pensar más en ello. Podía ignorar a aquel bulto negro y seguir con su plan: Dormir, levantarse al día siguiente, corregir, preparar clases, ver series.

Y sin embargo, parecía tan frágil, tan perdido…

«Maldita sea».

Se acuclilló delante suya, recogiéndose la chaqueta para que no se hundiera en el charco. Los contenedores, soliviantados por la lluvia, desprendían un olor infame. El joven tenía los pies hundidos cerca de la alcantarilla, lo cual no era mucho mejor, y cuando Gabriel acercó la mano para tocarle, él no hizo ademán de apartarse. Le tocó las mejillas con las yemas de los dedos. Estaban muy frías.

—Vas bien colgado —dijo, pasándole la mano debajo de los brazos para levantarle—. Venga, arriba.

—No es real…

La ciudad era grande. Un monstruo de hormigón y asfalto donde las personas correteaban como insectos sobre la panza del depredador, los árboles se hacían hueco entre las calles como podían y el humo empujaba al aire para quitarle el sitio. La ciudad era un dragón de metal que se comía a la gente, que devoraba los sueños. Por algún motivo, Gabriel no quiso dejar aquel sacrificio de ojos verdes a la ciudad, y giró la llave al fin, abriendo la puerta y metiendo a través de ella al chico tambaleante.

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8 de enero – Cain

—Mierda…

Todo daba vueltas. Los colores destellaban. Le salpicaban los ojos, fluctuaban, giraban. Blanco, blanco, blanco, y explosión azul. Rojo. Hormigas mordisqueándole, arañas bailando sobre su cuerpo.

Se sacudió y se golpeó con algo duro y escurridizo. Aturdido, se abrazó a sí mismo. Estaba desnudo, ¿había vuelto a algún útero desconocido? «No es real, no es real», se repetía, intentando salir de aquel viaje maldito. Las paredes que le rodeaban eran dolorosamente blancas, casi luminosas, y parecían burbujear. Cerró los ojos con fuerza, tragándose un sollozo.

—Ni se te ocurra dormirte.

La voz grave, suave, espesa, vibró en sus oídos. Una cuerda bien templada, cálida y firme. A la mierda. Sólo quería dormir. Pero la voz decía que no.

Las hormigas desaparecieron, las arañas se detuvieron y forcejeó para ponerse en pie. Estaba dentro de un cuenco blanco y resbaladizo, sus manos no parecían capaces de aferrar nada. Alguien le sujetó y le sacó de allí, y una toalla le envolvió. Dios, una toalla. Podía reconocer eso.

Los dientes le castañeteaban y no encontraba el punto de equilibrio. La toalla se movió y le frotó el pelo, los miembros ateridos, el pecho y la espalda. Y entonces vio a San Miguel. Se le quedó mirando, incrédulo y sin saber si reír o llorar. Como no lo sabía, no hizo ninguna de las dos cosas.

San Miguel no fluctuaba, sus colores no cambiaban y no se volvía deforme de repente. Tenía el rostro sereno, maduro, de rasgos caucásicos y facciones propias de una escultura romana. El cabello ondulado le caía sobre los hombros, castaño claro o rubio oscuro, era difícil de decir. Y tenía los ojos azules, profundos y viejos. Le parecía todo él envuelto en una extraña aura brillante y acogedora.

San Miguel le estaba secando con una toalla. Jodidas drogas.

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29 de enero – Gabriel

El profesor se había considerado siempre afortunado. Tenía un buen trabajo. Tenía dinero y podía vivir como quería. Tenía televisor de plasma de alta definición, un ordenador de sobremesa de última generación, un portátil, un par de videoconsolas, una colección de libros envidiable, sofá de piel, lavavajillas, calefacción y aire acondicionado. No tenía coche, pero sí una moto que utilizaba cuando le apetecía, una CSR custom vistosa y bien cuidada.

Daba clases en la universidad, tenía buenos amigos y una novia formal.

A pesar de todo, no podía hacer que las mañanas fueran soleadas ni que la inspiración acudiera, así que, si bien se consideraba afortunado, no era del todo feliz. Había un pequeño hueco vacío en su espíritu: el del sillón que nadie estrenó en su alma, el de la fiesta a la que nadie acude, el de las musas esquivas.

Estaba sentado en el sofá, sorbiendo café y mirando fijamente el papel pautado bajo la luz de la mañana, que entraba a raudales por el amplio ventanal.

Era un callejón sin salida. Había empezado a trabajar en aquella obra hacía más de diez años y no había manera de continuarla. La progresión era buena, la armonía, perfecta. Sonaba en su cabeza con la rutilancia de las galaxias en expansión, un ambiente conseguido que ascendía, igual que un big bang. Un pequeño punto que se hinchaba más y más, creciendo, creando expectativa y tensión. Pero había que resolver aquella expectativa con un clímax a la altura, algo realmente grande y divino. Y no lo encontraba. Había probado varias cosas diferentes, pero siempre le habían dejado mal sabor de boca. Era como llegar a lo alto de una escalera y, tras todo el esfuerzo y la esperanza, ver que no hay nada realmente auténtico ahí. Nada verdadero ni pleno. Nada real.

El chirrido de la puerta contigua le hizo volver la vista. El chico se paró en seco en el salón, con la camiseta y los pantalones que le estaban grandes colgándole del cuerpo como sacos, despeinado y con ojeras dignas de un museo de cera gótico. Miró al hombre sentado en el sofá, con aire confundido.

—Hola —dijo el profesor con toda sencillez—. El baño a tu derecha. Ahí está la cocina. Hay café, si tienes ánimos para enfrentarte a él.

—¿Quién eres? —espetó el joven con voz ronca y hostil.

—Según tú, el arcángel San Miguel.

El chico se pasó la mano por la cara, murmurando una maldición. El hombre se rió para sus adentros.

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—¿Y según tú? —replicó al fin. No se había movido del sitio.

—Me llamo Gabriel.

Sonrió a medias y el chico resopló. Sí, era un poco irónico. Miguel, Gabriel… sí. En fin.

—¿Dónde está mi ropa? ¿Y mi cartera? No sé cómo he llegado aquí.

El joven hablaba en tono imperativo e insistente.

Gabriel volvió a mirar su partitura, sorbiendo el café. Ojalá supiera cómo resolver esa maldita progresión. Hasta el momento había hecho exactamente lo que quería, la música había salido de su interior como si llevara años ahí encerrada, esperando una ocasión para gritar «¡estoy aquí!», y mostrar su cara al universo.

—Tu cartera está en la habitación de la que has salido —respondió al fin—. Estás en mi casa, te subí anoche. Te encontrabas en pleno mal viaje, bajo la lluvia. Al borde de la hipotermia.

—La gente normal llama a una ambulancia —escupió el chico, dándose la vuelta para volver a la habitación con aire indignado.

Gabriel arqueó la ceja.

—No hay de qué —dijo para sí.

Intentó un paso arriesgado con una séptima salida de la nada, la visualizó en su mente y se dirigió al piano con el café y las partituras. El mundo es de los intrépidos, solían decir.

9 de enero – Cain

Decir que le dolía la cabeza era ser magnánimo. Parecía que tuviera dentro una bola de acero con pinchos girando enloquecidamente, y para terminar de arreglarlo, cuando conseguía sustraerse de aquellas terribles descargas se daba cuenta de que también le dolía el resto del cuerpo, desde las raíces del pelo hasta los dedos de los pies. Tenía una sensación espesa y amarga en el paladar, el estómago descompuesto y la impresión de haber sido atropellado por el Ejército Británico al completo, con carros de combate y caballería incluidos. Estaba aturdido y le costaba reaccionar. Pero al menos no recordaba nada. Eso siempre era un alivio.

Tal y como había dicho el tío alto, encontró su ropa en la habitación en la que se había despertado, un cuarto de invitados de cortinas azules con un póster enmarcado de unos obreros almorzando en una viga como única decoración. Sus prendas estaban sobre una silla, frente al radiador de pared. Las palpó, comprobando que la calefacción las había secado por completo, y se quitó la camiseta y los pantalones que no eran suyos.

La ropa que llevaba puesta olía a madera y sándalo. Aquel aroma se le había pegado hasta en el cerebro y de repente le hacía sentir muy incómodo, como si le hubieran impuesto la piel de otra persona. Dejó las piezas de ropa sobre la cama y, al moverse, una sensación de frescor inusitado entre las piernas le hizo notar que no llevaba ropa interior. Poco a poco, tomó conciencia de la situación: ese tío, Gabriel, le había metido en su casa y le había desnudado. Recordaba algo de toallas y una ducha, una voz insistiendo en que no se quedara dormido. Sintió una repentina vergüenza. «Dios mío, esto es una mierda, una gran mierda». Se vistió a toda prisa, se calzó la camiseta negra con correas y se pasó los dedos por el pelo antes de salir precipitadamente hacia la puerta, tras comprobar que tenía la cartera en un bolsillo.

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Se dirigió al salón, dispuesto a pedirle explicaciones. ¿Quién se creía que era para llevarle a rastras y desnudarle? ¿Y si le había hecho algo? No era la primera vez que se despertaba en la casa de un desconocido, pero por norma general no le duchaban ni le cambiaban de ropa. Todo era demasiado raro y él se sentía mal, beligerante y con ganas de discutir.

Sin embargo, al llegar a la amplia estancia escuchó las notas del piano. Sus pies se detuvieron por sí solos, como si aquel sonido formase parte de algún condicionamiento impuesto en su subconsciente. Se quedó inmóvil, en silencio. Escuchando. El tío había abandonado el sofá de piel y estaba delante del Yamaha de pared, sentado en el taburete. Acariciaba las teclas con suavidad mientras mantenía pisado el pedal de sordina.

Se sintió repentinamente ridículo. Ridículo en su atuendo de criatura de la noche, absolutamente fuera de lugar bajo la luz nublada de la mañana, que parecía muy blanca en el espacioso apartamento. Ridícula su indignación. Aquel hombre que le daba la espalda, del que ahora sólo veía la camiseta gris y el cabello ondulado, le había llevado a su casa y probablemente le había salvado la vida. Debería estarle agradecido o algo.

La gente normal llama a las ambulancias y se desentiende. O sólo se desentiende, sin llamar a nadie. No se explicaba por qué el tal Gabriel no había hecho ninguna de las dos cosas. Por el contrario, le había llevado a su casa, y no para lo que normalmente le llevaban a sus casas los desconocidos. ¿Qué querría de él? A lo mejor pretendía secuestrarle, o… o algo peor. Recordó la bañera. Había oído hablar de los traficantes de órganos y de gente que hacía cremas con la grasa de los muertos y de otros asuntos turbios. Pero no, no tenía sentido. Esa música sonaba muy bien y no le parecía que le hubieran extraído nada. Al menos no se notaba recién cosido.

Pensó en dirigirse a la puerta del piso, salir sin hacer ruido y olvidarse de aquello. Le pareció la mejor idea. Sí, marcharse. Bastante vergüenza había pasado ya, y además, no quería estar allí durante más tiempo, bajo aquella luz que le hacía parecer patético. Sin embargo, en vez de largarse se dirigió a la cocina y miró la cafetera. Había tazas en el escurridor. Tenían nombres de ciudades. Cogió la de Hamburgo, marrón y blanca, y la llenó por la mitad del humeante café negro, aspirando el olor.

Volvió al salón casi de puntillas y se sentó en el sofá de piel, escuchando el piano.

La música era suave, evocadora. Le traía reminiscencias de un hogar que nunca había tenido, de una serenidad de la que no disfrutaba. Era agradable y le ponía algo triste. Pero allí todo parecía limpio, claro, blanco. Hasta la melodía sonaba transparente y hermosa.

Cuando la música se detuvo no se había terminado ni la mitad de la taza. Gabriel resopló y cerró la tapa de golpe. Luego hizo girar el taburete y le miró con serenidad. «Joder, es que se parece a San Miguel», se repitió Cain. Tenía los rasgos firmes y bien cincelados, aunque al verle ahora, sin la pátina ilusoria de las drogas, parecía más humano y menos celestial. Aun así, los ojos azules y hundidos, profundos, parecían desprender luz. Sobre las mejillas crecía una barba de tres días del mismo color del cabello: tonos cálidos y otoñales. Le resultaba muy familiar, pero no podía recordar de qué le conocía.

—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó el hombre, con la misma voz suave y segura que había escuchado en su delirio la noche anterior.

—Estoy bien. Tengo resaca —repuso, desviando la mirada.

—¿Cómo te llamas?

El hombre aún tenía las partituras en la mano; notaba su mirada sobre sí.

—Cain —dijo. Era lo que le decía a todo el mundo.

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—Ya. —Lógicamente no se lo creía—. Bueno, puedes quedarte cuanto quieras y marcharte cuando te apetezca. Siéntete libre.

El hombre se volvió hacia el piano otra vez, apoyó los papeles en la tapa y dejó de prestarle atención. El muchacho miró a su alrededor: Estanterías blancas de diseño llenas de cds y libros, muchísimos libros. Una televisión increíble, una X-box, también una Playstation 3. Lector de dvd y un equipo de sonido Pioneer. En las paredes y sobre la mesa no vio ninguna foto de familia. Había un par de carteles enmarcados, uno con un gato negro dibujado con un extraño halo tras la cabeza y la mirada desafiante, amarilla. Le chat noir, se leía. El otro era una preciosa fotografía en blanco y negro de la ciudad de Edimburgo. En los muebles había pocos objetos de decoración. Una cruz templaria, un huevo de cerámica pintado, una figurilla de Shiva danzante, una muñeca rusa con forma de pera.

Terminada la inspección, Cain miró al hombre que seguía inmerso en su partitura. Después, tendió la mano hacia el mando a distancia, con cierta inseguridad. Apretó el botón y bajó el volumen para no molestarle.

En algún momento se quedó dormido en el sofá, que parecía abrazarle, mientras Bob Esponja bailaba una danza hipnótica con un montón de medusas.

Se despertó a las seis de la tarde. El piso estaba vacío y tenía un hambre de lobo. Se sentó en los cojines y meditó un rato qué debía hacer. Finalmente, se puso en pie y se dirigió a la cocina, sacó un par de lonchas de queso de la nevera y dos rebanadas de pan de molde, se hizo un sandwich y se marchó, cerrando la puerta con cuidado a su espalda.

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315 de enero – Gabriel

El aula se había vaciado por completo en cuestión de segundos. No habían acudido muchos alumnos y los pocos que lo habían hecho habían salido por piernas como impulsados por un resorte en cuanto apagó las diapositivas, encendió la luz y dijo «es todo por hoy». Era lo habitual los viernes. Los chavales tenían la teoría de que faltar a clase los viernes era algo más que justificado, y quizá tenían la esperanza de imponer una nueva rutina oficial a fuerza de costumbre, pero a Gabriel le daba igual. Él daba su sesión de la misma manera, fuera el día que fuera.

Estaba recogiendo sus papeles y pensando en la cena esperada cuando alguien irrumpió en la sala al tiempo que el último alumno se marchaba. Gabriel alzó la mirada y se encontró con una imagen inesperada. El chico llevaba gomina en el pelo y otra de esas camisetas raras, con hebillas y cuello cerrado. Una vez más vestía completamente de negro y sus botas gigantescas resonaban sobre el suelo de linóleo. También llevaba los ojos pintados, delineados con lápiz oscuro; brillaban como estrellas verdes. El flequillo largo le caía sobre el rostro mientras que las puntas de su cabello se disparaban hacia arriba en la coronilla.

Cain se le acercó, con una sonrisa maliciosa y un brillo divertido en los ojos.

—Hola, profe.

—Hola, hijo de la noche —replicó él, santiguándose con fingida solemnidad—. Pareces un vampiro.

—Qué gracioso eres. —El joven ladeó la cabeza, con una sonrisa desdeñosa—. Al poco de marcharme recordé que eras profesor de historia, pero no sabía que también eras humorista.

Gabriel no respondió. Cerró el portafolios y puso las manos sobre la mesa, observando al joven. Cain le estaba dedicando una mirada lenta, estudiándole, y parecía que algo en él o en aquella situación le resultaba divertido.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo al fin el profesor.

—Me preguntaba… —hizo una pausa y se pasó el dedo por debajo del labio inferior, pensativo, como si buscase las palabras adecuadas—. Cuando dijiste «puedes quedarte cuanto quieras y marcharte cuando te apetezca», ¿era literal?

Gabriel frunció el ceño y se inclinó hacia adelante. Cain se apartó el flequillo del rostro, con una sonrisa y un mohín.

—No sé si te entiendo.

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—Tu casa es muy bonita. Tienes una habitación para invitados, y yo estoy buscando piso para compartir. He visto tu anuncio. Y puedo pagarte el alquiler que pides.

El profesor disimuló su asombro y volvió a sentarse en la silla, mirando al joven desde abajo. Cuando le había rescatado de la lluvia, la semana anterior, le había parecido frágil y perdido, pero ahora más bien parecía un espectro burlón, con aquella sonrisa ambigua y sus gestos exagerados.

Se preguntaba por qué el chico no prefería vivir con estudiantes, con gente de su edad. Eso habría sido lo normal, lo habitual. Entrecerró los ojos, dándole vueltas al asunto, y luego unió las yemas de los dedos. Tenía que tomar una decisión. Recordó cómo el chico se había quedado dormido en su sofá. Entonces, Gabriel le había mirado y se había dado cuenta de lo relajado que estaba su semblante. «Tal vez necesita un refugio. Y es cierto que eso es lo que yo le ofrecí, sin darme cuenta».

Gabriel tenía una gran percepción a la hora de averiguar cuándo alguien estaba en problemas. Le había costado años fortalecerse hasta que aprendió a ignorar aquel sexto sentido y dejar que cada cual se las arreglara por sí mismo, y se había esforzado en ello por su propio bien. Pero este chaval le transmitía una sensación demasiado trágica y, por alguna absurda razón, no estaba del todo seguro de que su tragedia no fuera asunto suyo.

—No tengo claras tus intenciones. ¿Qué estás buscando verdaderamente?

El joven descompuso el semblante y luego le lanzó una mirada trémula, como si le hubiera pillado en falta. Enseguida se puso a la defensiva.

—Vivienda. ¿Para qué has puesto el maldito cartel si no? —le espetó—. Lo he leído, está en los tablones, «se alquila habitación, referencia: departamento de historia». Así que no me hagas perder el tiempo, ¿alquilas la habitación o no?

Gabriel sonrió a medias.

—Sí, así es. Busco un inquilino.

—Yo también podría preguntarte a ti qué es lo que buscas, ¿no? Y cuáles son tus intenciones. Porque no te faltaba de nada, profe. Vamos, pero de nada. ¿Qué necesidad tienes de alquilar el cuarto? No parece que estés mal de dinero, con esa televisión de plasma y demás.

Vaya con el chaval. Sus ojos verdes se habían vuelto punzantes. Sacó un sobre de uno de los bolsillos de su pantalón negro y lo tiró sobre la mesa. Gabriel lo abrió, miró el contenido y volvió a cerrarlo, empujándolo hacia él.

—Si son los dos meses de fianza, aún no he dicho que sí. —Cain le volvió a atravesar con la mirada. «No tengo remedio, me gustan los problemas», se dijo, abriendo el portafolios. Sacó una hoja impresa—. Estas son las normas.

—¿Qué normas? —El chico cogió el papel con desconfianza, como si fuera una serpiente venenosa en vez de un folio.

—Mis normas, por supuesto. Léelas y firma debajo si las aceptas.

Cain sacó un bolígrafo de su cartera, mirándole con descaro, y firmó sin leer ni un párrafo, entregándole la hoja y el sobre con el dinero. «Me gustan los problemas, y me estoy metiendo en uno bien grande».

—¿Ya está? ¿Está hecho? ¿Somos compañeros de piso, o tienes algún caprichito más?

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—No somos compañeros. Tú eres mi inquilino, y cualquier incumplimiento de las normas que has firmado me dará un buen motivo para ponerte de patitas en la calle. Espero que las hayas leído bien.

—Sí, sí. ¿Tienes unas llaves para mí?

Gabriel asintió, rebuscando en el bolsillo de la gabardina. Luego dejó un llavero sobre la mesa. Cain lo cogió y observó con curiosidad el trébol dorado que pendía de una cadena, con un logotipo corporativo al final. Era el vulgar y anodino llavero de una marca de cerveza.

—¿Guinness? No te pega.

—Qué sabrás tú lo que me pega o no.

—Claro, profe. Lo que tú digas. —El chico sonrió y se guardó las llaves—. No me esperes despierto.

Gabriel frunció el ceño y le detuvo por la manga antes de que se marchara. Cain se dio la vuelta y le miró, a la defensiva. Le soltó despacio y masticó bien lo que quería decirle.

—Que no se te vaya la mano —pronunció al fin, con una mirada severa—. La otra noche te quedaste al filo de una desgracia, chico. Espero que seas consciente.

Cain volvió a dedicarle una sonrisa burlona.

—Mientras pague, cumpla tus normas y no te dé problemas, lo que yo haga fuera de tu casa no es asunto tuyo, así que no vayas de padre conmigo —respondió, desabrido—. Ojos que no ven, corazón que no siente.

—No te equivoques. No me importa lo que hagas mientras, como has dicho, me pagues y cumplas las normas. Una de ellas, una no escrita, es que no te mueras en mi casa —le replicó Gabriel con sequedad—. Así que no te pases.

Cain pestañeó, algo confuso, como si no se esperase una respuesta tan ruda. Se le amargó el semblante y su voz sonó cargada de desprecio cuando volvió a hablar.

—Eres un capullo.

Su silueta oscura desapareció por la puerta a largas zancadas. Gabriel abrió el sobre, echando un vistazo a los billetes sin contarlos. Después, salió por la puerta. De camino al suburbano, se detuvo en el bar de la esquina, delante de una máquina expendedora de pelotas de goma. Introdujo una moneda y giró la llave, dejando que una de ellas cayera sobre su mano. Era transparente, y en su interior brillaban cientos de motas de colores.

—Capullo tú —dijo, guardándose la pelota en el bolsillo y mezclándose con la masa humana que le dirigía hacia la boca de metro.

15 de enero – Cain

Estaba dando tumbos en medio de la calle cuando recuperó la conciencia de sí. Parpadeó y miró alrededor para ubicarse. Tenía la lengua pegada al paladar, aún con las reminiscencias del sabor amargo del sexo y la coca. Escupió y se rió sin motivo, luego aguantó un sollozo. Había bebido demasiado, había fumado demasiado y esnifado demasiado. Le dolía la garganta y también le dolía el trasero, por fuera y por dentro. Le costaba un poco andar y notaba una humedad pegajosa y el conocido escozor interior que siempre le asaltaba cuando se pasaba de la raya.

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17

—Cabrones… —dijo, sin dirigirse a nadie en particular, y empezó a andar sin rumbo.

Cain no sabía a quién odiaba en particular. Tampoco le apetecía pararse a pensarlo. La vida le arrastraba y él se dejaba arrastrar, porque eso era genial, y le gustaba. Le gustaba, sí, era su modo de vida. Y sin embargo, estaba enfadado y frustrado la mayor parte del tiempo. Exploraba los límites a conciencia pero se sentía como quien trata de retener el agua entre los dedos: se le escapaba de las manos, lo bueno de verdad, lo absoluto, lo que le daría un sentido.

—Cabrones todos —insistió.

Debía ser una de las calles cercanas al centro. Era inclinada y estrecha y por los bordes del asfalto corrían hilos de agua sucia. La bajó tambaleándose y luego buscó la torre del reloj. Al fin encontró los dígitos rojos que brillaban en la lejanía.

Eran las cuatro de la mañana. Había estado en La Caverna y en el Sótano, también en el Berlinés, y ninguno de los tíos a los que había aliviado en los baños de aquellos antros había tenido la elegancia de invitarle a su casa. A veces pasaba. Lo hacían en el servicio, deprisa y con urgencia, y eso era todo. No era desagradable, ni siquiera cuando le hacían daño, pero cuando nadie le ofrecía cobijo, encontrar techo y cama se convertía en un problema. Tendría que alquilar habitación en alguna pensión, si le dejaban entrar. Se palpó los bolsillos para comprobar que aún llevaba la cartera y no le habían robado nada, y se tropezó con las llaves.

Ah, sí.

Ahora tenía casa, lo había olvidado.

—Vivo con el Arcángel Miguel —dijo, exhalando una risa pastosa. Le gustaba escuchar su voz. Lo hacía todo más real—. No, no, es Gabriel. ¿Ese era el de la espada de fuego? ¿O el de la trompeta?

Se arrastró por las calles como un espectro, sintiéndose invisible, deshecho y destruido. Las noches como aquella pasaban demasiado deprisa y terminaban recompensándole con una fría sensación de vacío.

«Soy un cascarón, la lustrosa piel de la fruta prohibida… que después de ser arrancada se pudre y arruga en el suelo seco. Los huesos de la tentación, eso soy. Cenizas del banquete. Eso soy».

Lo repitió en voz alta hasta llegar al portal de su nuevo hogar. Para entonces se sentía un poeta maravilloso.

Entró al portal y subió las escaleras intentando no hacer ruido. Al abrir la puerta del apartamento encontró la oscuridad rota por las luces de la ciudad que entraban por el cristal de la gran ventana rectangular. No se oía nada, pero la sombra frente al piano y el olor a sándalo y madera le confirmaron que el profesor estaba allí. No veía más que su negra silueta entre todas las demás formas oscuras, recortándose entre las sombras. El piano estaba abierto y el profesor tenía los dedos sobre el teclado. Los movía, pero sin llegar a pulsar las teclas, como si estuviera repasando una lección.

Cain cerró a su espalda y se guardó las llaves, tratando de no interrumpir lo que fuera que estaba haciendo. Luego se apoyó en la pared y se quedó mirando la curiosa imagen.

—¿Por qué no tocas? —dijo al final, en voz muy baja.

La voz de Gabriel le llegó con suavidad.

—Estaba tocando el silencio.

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18

Cain sonrió. Se movió con cuidado hasta el sofá y se acurrucó allí. Recordaba haber dormido en ese sofá la semana pasada, un descanso plácido y tranquilo como no había tenido en años. En algún momento, una melodía cristalina se había filtrado en sus oídos y le había acunado, y después se había hundido en el sueño como en los brazos de una madre. La piel del sofá era blanda y acogedora. Parecía un nido, cómodo y cálido. De repente se sentía seguro, tranquilo.

Cerró los ojos.

Al cabo de un instante, una nota suave se abrió paso en el silencio, apagada. Sólo una. Luego escuchó cerrarse la tapa del piano y los pasos suaves del profesor. Una puerta giró sobre las bisagras y luego se cerró.

«Ojalá hubiera tocado algo más».

Durante un rato, Cain se balanceó en un plácido duermevela, pensando en la música y dejándose llevar por una inusual sensación de calma. Se sentía reconfortado, aunque no sabía exactamente por qué. A las seis se despertó sin saber por qué y, cansado del sofá, se escurrió hacia su nueva habitación. Al pasar delante de la puerta de Gabriel percibió una sensación extraña, como si una presencia estuviera siendo consciente de él. Se quedó inmóvil, mirando fijamente el picaporte. La presencia estaba ahí, tras la hoja de madera, y emanaba un misterioso magnetismo que le atraía poderosamente. Pensó que tal vez era él quien estaba detrás de la puerta. Gabriel. Sí… quizá también Gabriel estaba mirando el pomo y preguntándose, igual que él se lo preguntaba, si sería correcto ir a su encuentro, buscar la compañía del otro, estar juntos, tal vez hablar de algo o simplemente mantenerse callados, protegiéndose el uno al otro de la soledad. De repente estuvo completamente seguro de que era así, de que el profesor aguardaba al otro lado. Puso la mano sobre la puerta y acercó el oído. ¿Era una respiración eso que apenas se escuchaba?

De repente, lo que estaba haciendo le pareció una locura, un sacrilegio. También sus pensamientos se lo parecieron. La mera idea de girar el picaporte y encontrarle ahí le resultó aterradora, angustiosa y muy embarazosa, todo a la vez. Se apartó, colándose en su cuarto y cerrando por dentro, confuso y somnoliento.