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A mediados del siglo XVII, el contrabando se intensifi-có en las colonias españolas agravado por las medidas ab-sorbentes del gobierno de la península y por las continuas guerras sostenidas con estados europeos, dando lugar al nacimiento de la piratería antillana.

A partir de entonces, el bucanero dominó los mares de América. Su espíritu de intrepidez y ambición, forjó haza-ñas estupendas y, su marcha sangrienta, dejó siempre tras sí la indeleble huella de sus hechos.

* * *

Envuelto en la bruma del tiempo y cercado por el fárra-go de las contradicciones, es más bien un ser mítico, un personaje legendario, cuya historia cruel y dramática no se puede seguir con claridad ni medida.

* * *

A principios de 1680, un grupo de esforzados filibuste-ros surcó las aguas del Pacífico en busca de aventuras in-concebibles; a su paso sembró la muerte, la destrucción y el dolor.

Nada pudo contenerle. La inquietud y el miedo oprimió el corazón de los pueblos que lo vieron pasar.

* * *

Los libros que forman el presente ciclo no pretenden ser obras históricas ni literaturas, sino unas novelas de aven-turas inspiradas en el viaje famoso y en ignotas consejas de los mares del Sur.

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“Sobre las rientes ondas del mar azul, donde no hay límite para nuestros pen-samientos, donde es libre nuestra alma, tan lejos como nos pueden llevar la bri-sa y las olas espumosas, contemplad nuestro imperio, ved nuestra patria, allí están nuestros dominios sin fronteras que los limiten… Nuestra bandera es un cetro obedecido por cuantos lo ven. El movimiento, el tumulto, constituyen el encanto de nuestra salvaje existencia; pasamos de la fatiga al reposo y del re-poso a la fatiga, con igual alegría y pla-cer ¿Quién podrá describirla?... ¡Ah! no serás tú, esclavo de la molicie a quien las olas alteradas atemorizan, no serás tú, hijo vanidoso de la indolencia y del lujo, que en el sueño no hallas descanso y para

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quien el placer no tiene ya atractivos. No; solo el hombre cuyo corazón ha palpita-do de alegría sobre las ondas revueltas, puede descubrir las embriagueces, los entusiasmos que agitan a los que mar-chan errantes sobre sus inmensas llanu-ras sin senderos. Diga él como amamos el combate por el combate mismo, como hallamos nuestros placeres en lo que los demás encuentran riesgos; diga con que ardor buscamos lo que el cobarde evita, y cómo cuando la esperanza, en el fondo de nuestros corazones despierta, nos du-plica el valor”.

Lord Byron: EL PIRATA.

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Una ola gigantesca anegó la playa regolfan-do. La tempestad embravecida, silbaba como un ofidio prehistórico. Había poca luz, la tristeza de la tarde se deshacía en el lloro de la tormenta.

Por momentos, el destello fugaz de los relámpagos, cruzaba las nubes como una espada de fuego. La marejada, en elevado salto, iba a estrellarse contra los peñascos de la marisma.

Y de allá, de la selva misteriosa, de entre los juncos, sa-lió, no sin cautela, un hombre de aspecto miserable. El es-peso cabello, llevado y traído por la furia del norte, semio-cultaba sus grandes y claros ojos, que vagaban desespera-dos por la infinita línea del mar, como buscando… Su nariz griega, se dilataba con fruición a cada golpe del cierzo; pero sus labios lívidos y abohetados, se contraían dolorosamen-te bajo el crecido bigote, mientras, su barba descuidada, flotaba al capricho de las ráfagas lientas.

Jirones de ropa se afanaban por cubrir su desnudo cuerpo, empalidecido por la falta de sol.

El mar continuaba su hosco murmullo y, el cortante y fiero silbo del huracán cercano, se unía al derrumbe de los cúmulos cegadores de la luz.

CAPÍTULO ILA FUGA

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El hombre astroso, llegó hasta el pie de un risco, y su-biendo a lo más alto con extrema dificultad, exploró con ansia lo poco que alcanzaba a descubrir su vista.

De pronto, alzó los brazos al cielo, gris, como una in-mensa pizarra y gritó con fuerza:

–¡Whinthers! ¡Whinthers!...El golpe de las olas y el revuelto giro del aquilón, hicie-

ron pedazos los alaridos. Un trueno amplio y progresivo se dobló y desdobló, como una lámina de proporciones in-concebibles.

Azotes de agua se precipitaban, con ataque que bien podría llamarse inteligente, sobre los árboles y cantiles, doblegando a los unos y ocultando a los otros.

La voz, empero, volvió a escucharse:–¡Whinthers! ¡Whinthers!...Su angustioso acento pugnó por sobreponerse a la in-

domable conspiración del mar y la tormenta, y perforar su muralla de estrépitos y cóleras.

Pasó un momento que pareció, al extraño sujeto, casi una eternidad.

De una roca hueca, abrigada por híbrida maleza, brotó un individuo de aspecto no mejor ni peor que el de su atri-bulado compañero.

Vaciló un instante, volviendo el rostro en todas direc-ciones.

Un regüeldo tempestuoso le llevó de nuevo el grito del hombre alzado sobre el risco.

–¡Whinthers! ¡Whinthers!... – Grito largo e intermina-ble como la desesperación.

Whinthers se llevó ambas manos a la boca para recoger la voz y, con toda la fuerza de los pulmones, profirió:

–¿Eres tú, Waring? ¡Espérame, ya voy!...

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Con agilidad sorprendente, saltó por sobre los cortados arrecifes que circundaban aquel socaire natural; midió con la viva mirada la distancia y con firme determinación, se dirigió hacia donde había escuchado el grito de su amigo.

Waring, en tanto, descendía de la abrupta prominen-cia. El huracán, que amenazaba arrasar el cenagoso islote, se alejó, haciendo que la borrasca amainara un poco, los truenos, empero, desgarraban el espacio con su tremendo bramido. El hombre, una vez en tierra, corrió inmediata-mente en dirección al socaire.

–¡Whinthers! – exclamó al encontrar a su compañero–, ¡cumplimos!

–No cabe duda, Waring, Dios nos ha ayudado.–¡Alabado sea! Pero no estamos salvos. Necesitamos

más que nunca de su ayuda. La Isla Maldita está a solo 1,800 brazas de aquí; debemos escapar.

–¡Este ciclón del diablo!.. Por fortuna cambió de rumbo. Ven, es preciso que descanses un poco.

Imposible, no hay tiempo que perder. Nos acosan. Dime, ¿has encontrado esquife?...

– Descuida, lo tengo escondido en lugar seguro.Whinthers volvió la espalda a su amigo y se dirigió a la

hospitalaria roca. Waring lo siguió.–¡Al fin! –exclamó este último–. El Cielo nos ha escu-

chado.–Estaré contigo hasta el postrer instante.–Gracias, Dennis, eres joven y valiente. He tenido suer-

te en contar con tu ayuda.Dennis Whinthers sonrió con donaire. Era un tipo de

buen humor, nada lo doblegaba; hacía frente a las peores circunstancias sin perder el ánimo.

Waring frisaría en los treinta y cinco años; era pesimis-ta, motivo por el cual la compañía de Whinthers le hacía

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provecho. Con todo, tenía gran firmeza de carácter, abne-gación, prudencia…

La furia del torbellino había cesado, pero el oleaje con-tinuaba con arrebato: las ondas bañaban los canchales con repetida copiosidad. El aire silbaba, muy agudo al pasar por los filos y grietas de los farallones.

Walter Waring suspiró fuertemente:–¿Dónde está el cayuco?–Tras aquellos lianes, frente al banco.– Es oportuno prepararlo. Hoy mismo debemos de par-

tir, mañana será tarde.–¡Es una temeridad!...–Quedarnos lo es más.–Bueno –dijo Dennis resuelto–. Soy el mejor bogador y

práctico del Caribe. No temo los temporales. –¡Bravo muchacho! Contigo se puede ir al infierno.–¡Sin duda! Ya te convencerás de mi pericia.Walter sonrió. En seguida volvió su rostro a marchitar-

se; en él estaba presente el dolor de honda tragedia, era inútil el afán de calmarlo.

–¡Ah, cruel Oates! –dolióse, con el mismo acento del cierzo que tajaba las olas–, tu castigo va a ser superior a tu crimen.

Dios no te perdonará.– Es preciso cobrar ánimo, rechazar los recuerdos amar-

gos– sugirió Dennis.–¡Qué has dicho?... ¿Acaso no llevamos aún las huellas

de los grillos? ¿No han dejado las prisiones su marca vil en nosotros?... ¿No te ves los pulsos y las tibias desgarra-dos?...¿No sientes la lengua pegada al paladar, el gaznate obstruido, las carnes duras y secas como el pergamino, el estómago hecho una cuenca?...

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Whinthers bajó la cabeza.–¡Valor, valor! –contestó en un murmullo–. A ti te per-

dió la injusticia, a mi la desgracia… Todo se olvida en el mar.

–¿En el mar?...Si, en el mar.El rumor de las olas en viaje parecía un gemido. Ambos empujaron el cayuco, tripulándolo. Un cuerda,

un atado chico de cuero de jacaré, un cuchillo y una vasija de terracota con provisión de agua, era todo lo que había en el fondo.

La pequeña embarcación se deslizó golpeadamente, aproximándose al banco.

Una ola de mucho seno, en su movimiento de retiro, la llevó lejos del peligroso veril. Dennis esgrimió los remos.

–¡Cuidado con los escollos! Hay muchísimos –advirtió Walter, sin tratar de ocultar su temor–. Creí que íbamos a chocar contra la escarpada orilla.

– Ten fe. Conozco estos mares, desde pequeño he nave-gado por ellos.

Mas a pesar de su pericia, Whinthers sentía pavorosa angustia. La embarcación guiñaba a cada bandazo de la mar alta.

El peligro era grande. Walter tomó los remos, mientras su compañero deslia-

ba el pequeño bulto, cuyo contenido era una escudilla, una carta de marear vieja y rugosa, una pequeña brújula y un racimo de bananas pasadas.

Dennis detuvo el índice en una marca de la carta y ex-clamó:

–La isla Martinica es el refugio que nos queda más cerca.A la escasa luz del efímero crepúsculo tropical. James

reparó en el punto señalado por su amigo.

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– Doy fe a tu plan– fué lo único que se aventuró a expo-ner.

–Lo he meditado tres años; desde la fecha en que me apresaron en Jamaica por ser de la tripulación de la Trom-peuse.

– A decir verdad, repito que fué suerte decidida que te tuviera por compañero de celda. El Cielo ha sido muy pro-videncial conmigo, no obstante lo adverso de mi destino.

– El 30 de marzo ya estaremos o en la Española o en Port Morant –prosiguió Whinthers sin reparar en las pala-bras de Walter–. Si llegamos a la Martinica estamos salva-dos; Jean pasará a recogernos

– Y ¿Cómo puedo saberlo?Dennis no repuso. Pasó un largo intervalo. El trueno de los rayos y su cega-

dora luz, llegaban de alta mar. La oscuridad extendía sus mantos tenebrosos; la pro-

cela que siguió al huracán, rugía con pavura y, el oleaje in-quieto, no se daba tregua.

Whithers tomó los remos de nueva cuenta.Achica un poco y no desmayes –alentó Walter– . Es pre-

ciso sobreponerse a la adversidad o a la muerte, en su caso.El agua les empapaba los sucios guiñapos, escurría por

sus cabellos y por la pegada punta de la barba, las ráfagas les azotaban el rostro y, el calante rocío de la lluvia, o el golpe de las ondas que se estrellaban encima de ellos, los asfixiaban.

El cayuco era arrastrado por los turbiones furentes, igual que una pluma en un remolino.

Waring seguía achicando sin reposo, mientras su com-pañero se esforzaba por remar.

–El largo encierro me ha debilitado –dijo éste por todo comentario–. Antes hacía prodigios en el peor tiempo.

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Jean, elogiaba mi pericia; quisiera oírle ahora. Pero no im-porta. Urgía escapar de ese infierno, so pena de ser pescado por esos desalmados y sometido a tormentos espantosos. ¡Ah!, querido camarada, tienes sobrada razón… ¡Prefiero la muerte en medio del mar!...

La luz de los rayos iluminaba de vez en vez la superficie de las aguas. El frágil cayuco era llevado al antojo de la de-riva.

–No me acobarda la muerte a mi tampoco. Dennis –afir-mó Waring–. La he visto muchas veces de cerca, he logrado vencerla algunas. Los médicos tenemos cierta afinidad con ella.

–Confía en Dios –contestó, con un largo suspiro, el acompañante.

–¿Crees que escapemos del peligro?..–¡No lo dudes!–Pero; ¡si todo conspira en contra nuestra! Hemos aba-

tido el rumbo ¡No nos podemos sobreponer a la desgra-cia!

–La corriente nos aleja de la Isla Maldita… Sea cual sea el punto a que lleguemos, será mejor que el que dejamos atrás. Procura no recordármelo… Tengo esperanzas en Hamlim –alentó Dennis–. En seguida dió los remos a Wal-ter y comenzó a achicar.

Waring esta rendido; bogaba con furia y se encomenda-ba al Creador.

Un cielo airado se desplegaba allá, en lo alto. La luz de una estrella no se veía, solo se escuchaba la voz quejum-brosa del piélago y el ruido de las ondas al correr en tropel implacable.

A intervalos, un maretazo monstruoso se alzaba para ir a caer sobre los hombros de los amigos, otras veces era el

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compacto rocío de la menguada, pero no abatida tormen-ta, al choque arrasador con las aguas del mar.

–Yo salvé la vida a Jean en la Guadalupe –farfulló, aho-gado por la fatiga, el valeroso Dennis–; por eso él me ha querido siempre, no obstante que no soy francés, –Y sin esperar a que James respondiera, añadió:– En verdad, la patria poco importa para el aventurero; se puede decir que la pierde al serlo, que deja de existir para siempre. Da igual ser inglés que escandinavo, neerlandés que español. Tu pa-tria es el mar, el océano infinito. Tus hermanos los hom-bres que bogan sobre una tabla y que arrostran con brío la fatalidad, la muerte…

Hay veces que la patria repudia a unos –comentó Wa-ring con tristeza– ¡Y lo peor es que sin haber dado motivo!

–No me sorprende. Mas pese a lo dicho, habemos hom-bres que amamos, que amaremos siempre la tierra en que se meció nuestra cuna. El mismo Jean es un ejemplo de patriotismo. Yo he sido testigo de ello, yo he estado al lado de Hamlim en cruentos ataques y le he visto pelear. ¡Es incansable!... Se ha granjeado el odio profundo de los in-gleses; pero él ha desafiado ese odio en más de una ocasión: Es ágil como un gato, astuto como una raposa y más escu-rridizo que una anguila; nadie ha podido darle caza…

De haber sostenido Whinthers esta conversación con Walter pocos lustros más tarde, hubiera comparado a Hamlin con Jean Bart, azote del comercio inglés en el tiempo en que Francia, su patria, luchaba contra Inglaterra y Holanda. De esa época turbulenta fueron los corsarios Ducasse, Gobernador de Santo Domingo; Desjeaus que se posesionó de Cartagena de Indias; Cassart, corsario de ex-traña temeridad, y el joven Duguay Trouin, que asoló Río.

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La paz de Utrecht (1713), puso fin a estos desmanes... Mas no nos desviemos de la historia y sigamos al lado de nues-tros esforzados fugitivos.

Aunque la tormenta proseguía en sus amenazas y fu-rores, la voz de Whinthers cobraba animación al hablar de Hamlin.

–Tiene amigos en todas partes; es más espléndido que lo fue Legrand, mas valiente que los fué Francois. Él me alistó entre sus hombres cuando andaba perseguido por el Gobernador de Jamaica, a causa de una innoble intriga.

El viento era frío y el agua menuda, la lluvia había casi cesado; pero la mar estaba aún gruesa y procelosa. Las ti-nieblas flotaban en lo alto y el brinco de las olas era aterra-dor.

El angosto cayuco no podía ofrecer alojamiento más incómodo y breve. Ni Waring ni Whinthers podían tener descanso posible. Uno y otro se hallaban extenuados y arrecidos.

Dennnis dio un violento golpe de remo y chascó la len-gua.

–¡Ea amigo Waring! ¿o es cierto o me engaño?–¿Qué dices?–Me ha parecido distinguir los fanales de un navío.–¡Imposible!–Es exacto. ¡Ah! Ya lo veo. ¡Mira!... y apuesto a que es la

Trompeuse. ¡Qué recuerdos me trae!. Es velera y obediente al gobernalle… digna de su patrón

–Pero, tu desvarías…¿cómo puede se la nave que dices? ¡Ah! Ya distingo la luz, parece lucero escarlata emergiendo de las olas…Se ve muy distante…

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–Si, es la Trompeuse que va con rumbo a la isla Marti-nica. Tal vez recoja algunos hermanos (1), y se provea de agua, en seguida derrotará para la Española y, de ahí, a Port Morant. Jean va a entrevistarse con ciertos amigos.

–¿Cómo sabes todo eso?–No lo sé, lo supongo. He sido de sus adictos y conozco

los lugares que frecuenta.–Es un temerario, ¿cómo puede viajar con este tiempo y

pisar territorio inglés?–Sabe cuidarse. No hay en todas las Antillas hombre

como él. La luz comenzó en ese momento a distinguirse con mayor claridad. Dennis estaba emocionado.

–¡Ah, mi Trompeuse! – exclamó–, ¡qué bien te conozco!–Ojalá y no te engañe la Engañadora (1) –dijo Waring

sonriendo.–No, no me engaña; pero para el cuento es igual. Impo-

sible que nos rescate a causa del mal tiempo y la oscuridad. Por otra parte, creo que vira para no sé donde, estoy muy desorientado; va muy aprisa. Conque ¡adiós, Hamlim!, nos veremos en la Martinica…

–O en la otra vida –expresó Walter con amargura.La luz lejana decreció, y al fin, dejó de percibirse. Profunda tristeza invadía el corazón de los dos hom-

bres. Eran completos su soledad y abandono.–¡Animo, Waring! Mañana, a la luz del amanecer, segui-

remos las aguas de nuestro barco, y te prometo por San Jorge que daremos con él.

–Mal tiempo para marcar –adujo James.Las horas se sucedieron, interminables y angustiosas. El tropel de las olas proseguía.

(1) Hermanos de la costa se llamaban entre sí los bucaneros. (1) Trompeuse quiere decir en francés Engañadora.

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Ninguno de los amigos cruzaba palabra. De pronto, el pequeño bote hizo un giro raudo y regre-

sivo; una onda, de altura lo azotó con ímpetu. El piélago se removió burlón y hostil.

El cayuco sufrió un choque violento contra una laja. Whinthers lanzó un grito y arrojó la empuñadura rota

del remo.–¡Estamos perdidos! –exclamó, tratando de asirse del

esquife. No obtuvo respuesta. Las ondas furiosas y altaneras danzaron macabramente

al redor del náufrago; y el cierzo se llevó, como un trofeo funesto, el grito atribulado de un hombre luchando inerme contra la adversidad….

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CAPÍTULO IIEL COMISARIO DEL ALMIRANTAZGO

DECLINANDO EL SIGLO XVII, el bucane-ro apareció en las Antillas, dejó su vida miserable de cazador y contrabandista, y empezó a surcar los tormentosos mares que azotan las costas de las islas que le dieran mezquina protección.

La Tortuga está separada de Santo Domingo por un ca-nal de diez kilómetros de ancho medio. Las aguas del Ca-ribe lo atraviesan, sin variar gran cosa la corriente, con dirección al este; curso que aprovechaban antaño los vele-ros para efectuar salidas a barlovento. Sus magníficas con-diciones geográficas, lo hacen seguro asilo de toda clase de buques que anclan en sus fondos con ventaja y comodidad.

La costa de la ínsula tiene lugares de fácil acceso, pero también, presenta bajos y arrecifes. Cuna de los filibuste-ros, es un lugar de historia y de leyenda, consagrado por la literatura de varios países. (1)

Al sureste de la Tortuga, se extiende la isla de Santo Domingo, que albergó por mucho tiempo toda laya de in-trigantes. Lugar exúbero, parece un pequeño paraíso. Por

(1) Philip Gosse, el famoso historiado de la piratería, disiente de esta opinión al señalar a la Española como primera base de los bucaneros.

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sus bosques, donde arraigan las encinas, los encapuchados pinos, el palo rosa y la caobilla, los primitivos bucaneros cruzaban para dar casa al jabalí, de cuya carne asada hacían productivo comercio.

Pero, sin duda, una de las más célebres estancias de los piratas, fué Jamaica que, en 1680, se convirtió en el centro del tráfico negrero.

El clima de esta isla es más acogedor que el de la Espa-ñola; muchos seres, aquejados de padecimientos, buscan allí el alivio.

La topografía, casi no es áspera. Goza de rica vegeta-ción y manantiales; por eso en la lengua de los indígenas, Jamaica significa. País de los Bosques y los Ríos. En su sua-ve ambiente tropical, las aves cantan, florece el cafeto, se da el cacao, la caña dulce y el tabaco.

Jamaica, que fue sometida al dominio español por Juan de Esquivel, enviado de Diego Colón, sufrió el primer asal-to británico en 1596, cuando el almirante sir Anthony Shirley al mando de una flota que aterró en Passage Fort, tomó Santiago y pilló sus establecimientos comerciales. A los cuarenta años de esto, el coronel Jackson la invadió de nuevo; y, finalmente, en 1655, los almirantes Penn y Ve-nables, al frente de fuerzas enviadas por Cromwell, se apo-deraron de la isla, que, en aquellos tiempos, era de las más prósperas y florecientes del Caribe. Desde esa fecha quedó agregada a la corona de Inglaterra. En 1658 los hispanos trataron de reconquistarla sin fruto. Doce años después, suscribían el tratado de Madrid, cediendo la Jamaica.

La rica isla antillana fué pronto factor importante del filibusterismo. De ahí salió, por encargo del propio gober-nador de la colonia, para atacar Curazao, el capitán Edward

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Mansfield que, en 1663, castigó rudamente el puerto de Campeche.

Y entonces, por primera vez, empezó a sonar el nombre de Henry John Morgan, que ocupó el lugar de Mansfield, muerto a manos de los españoles.

Henry Morgan era un hombre de muchos recursos; valiente y endurecido en amplia proporción. En 1668, al frente de doce buques tripulados por setecientos piratas, devastó, como un huracán, las costas de Cuba. Puerto Prín-cipe fué saqueado.

Sintiéndose con renovados bríos, se dio prisa en atacar Porto Bello con la paternal complacencia de Moodyford, primera autoridad de Jamaica.

Otra de sus memorables incursiones fué contra Mara-caibo. Allí su crueldad alcanzó aquilinos vuelos. Después del rudo asalto, el almirante español Campo y Espinosa, que mandaba una escuadra, lo atacó sin éxito.

En 1670, al frente de treinta y siete navíos y cerca de tres mil hombres, se acercó a Cartagena de Indias. Su paso fue marcado por la destrucción. Se apoderó en seguida de la isla de Santa Catalina y marchó contra Panamá: el ata-que fue terrible y dio origen, a serias reclamaciones por parte del gobierno español. Morgan fue aprehendido y lle-vado a la metrópoli.

Todos esperaban que allí se le juzgase y, en consecuen-cia, se le impusiese ejemplar castigo; mas no hubo tal.

El Rey de Inglaterra lo recibió con afecto, lo nombró te-niente gobernador de la ínsula y lo armó caballero. El in-signe privateersman, ofreció no volver a surcar los mares en son de amenaza; y, a partir de entonces, convirtióse en el más celoso reprensor de la piratería.

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Era Morgan originario del País de Gales; hijo de una rica y distinguida familia de la región. Su inquieto espíritu, lo llevó a buscar la aventura desde pequeño; y así, escapan-do del hogar, embarcó para la Barbada donde fue vendido como esclavo. Por mucho tiempo se supuso que esa pe-queña isla antillana había sido el sitio de su nacimiento. Aburrido Morgan de soportar la cadena de la servidumbre, escapó con una partida de filibusteros y se presentó en Ja-maica.

Pronto habría de distinguirse.Su consagración fué lograda en enero de 1661, a raíz

de asaltar dos fragatas mercantes, surtas en el puerto de Campeche. El botín no fué despreciable; y, el novel filibus-tero, pudo volver sin ser perseguido, a la Jamaica, donde se unió al capitán Mansfield.

Se cuenta que en su ataque a Porto Bello, Morgan ex-pugnó los fuertes construyendo macizas escalas que hizo poner, al pie de las fortificaciones, valiéndose de indefen-sos varones y mujeres religiosos. El cruel pirata no tuvo consideración ni para la edad ni para el sexo.

Pero, sin duda, una de las más sangrientas caza–parti-das la dirigió contra Maracaibo, puerto que había sufrido los cruentos saqueos del feroz Olonés.

La hermosa ciudad se extiende a la izquierda del gran lago. Es muy fértil y, en sus campos se encuentran bellísi-mos ejemplares de maderas preciosas. Adornan la pobla-ción gran número de floridas quintas.

Morgan atravesó el angosto canal que da acceso al lago, destruyó el fuerte que defendía el puerto y se apoderó de Maracaibo.

Los habitantes, consternados, huyeron por los cam-pos. La violencia se extendió como una llama inmensa;

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los asesinatos más sangrientos, los saqueos, los excesos y el exterminio, tremolaron su negro pabellón sobre los es-combros de la ciudad. Mas de un mes duro el protervo pi-llaje. Los filibusteros se retiraron, dejando a sus espaldas el retorcido esqueleto de un puerto populoso. Nada respetó el invasor. Fue quemado hasta el último hatico y la sangre inundó el mismo altar.

La incursión sobre Panamá no resultó menos cruenta. El puerto fue entregado a las llamas tras resistir furioso asalto. España protesta. Morgan es aprehendido, lleva-do a Inglaterra y nombrado comisario del Almirantazgo. Después de todo, el hecho de nombrar al gato despensero, tuvo feliz resultado. El volver a Morgan jefe comendador de las fuerzas de Jamaica, equivalió a inhumar al terrible corsario. Y fue así como el colono laborioso, el hombre de gobierno y de paz, sustituyó al viejo y empedernido priva-tersman de las Antillas.

Tal era Morgan en el tiempo en que aconteció nuestra historia. Y, aunque en ella no figurará gran cosa, la influen-cia que tuvo sobre los hombres de su tiempo, el dominio que ejerció sobre Jamaica, la celebridad que le dieron sus proezas y la relación que con ellas guardan ciertos sucesos de nuestro relato, hicieron preciso que nos ocupásemos brevemente de su siniestro pasado.

Hemos dicho algo de las islas que dieron origen a la pi-ratería del Caribe, de las temerarias hazañas del hombre que llegó a mayor altura en aquella sobresaltada época. Preciso es ahora mencionar a los bucaneros todos, por la importancia que revestirá para el lector.

No será mucho lo que digamos de ellos, ya que, en el transcurso de nuestra historia (1), el lector tendrá la opor-

(1) Las cuatro novelas que forman este ciclo.

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tunidad de conocerlos. Pero, bien vale la pena hacer un bre-ve comentario de su discutida importancia social.

Salvo las guerras y las grandes revoluciones de la huma-nidad, no hay cosa que fascine tanto la imaginación como la historia de la piratería. Y entre los grandes aventureros del mar, sobresalen las figuras de los temerarios piratas an-tillanos que, por cerca de medio siglo, amenazaron el lauto intercambio español.

Por su espíritu de tragedia, de borrasca y emoción, los hechos y las leyendas pintorescas de los demonios del mar, perdurarán por siempre en el recuerdo de los hombres, unidos a la tortuosa etapa de la dominación ibera en el continente colombino.

Las proezas y las barbaries de los filibusteros, parte na-vegantes, parte fieras, parte héroes, conmovieron al mun-do de su tiempo; y su sombra funesta oscureció la vida social de las colonias hispanas con inquietud sostenida y angustiosa.

El siglo XVII vio nacer y morir a los piratas del Caribe. Muchos de los cuales fueron hombres de verdadera teme-ridad, que jamás vacilaron en exponer su vida.

De la Tortuga surgió la famosa organización llamada Hermandad de la Costa, sus integrantes ejercieron el corzo y efectuaron expediciones o caza–partidas contra las naves o costas del Golfo, de Tierra Firme y Sud América.

Los navíos que más atraían su codicia eran los que na-vegaban con destino a la península, porque, generalmente, iban cargados de metales preciosos y granos. En cambio, los provenientes de España, que conducían mercadería de difícil venta, quincalla y objetos de arte, de más rareza y curiosidad que valor, no eran buena preza para ellos.

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El concurso de barcos solía desanimarlos; pero, ¡pobre de la nave que se rezagaba!, porque era desmantelada sin remedio.

Las sociedades que formaban los bucaneros, tenían marcado ambiente de fraternidad; así lo fueron siempre, desde su origen. El hurto entre ellos, era castigado con ex-tremo rigor. En cambio recibían premio o recompensa, si descollaban en los asaltos y, en caso de que perdieran algún miembro, se les indemnizaba con arreglo a la equidad.

Aunque sus compañías eran de carácter internacional, pues con frecuencia luchaba un holandés al lado de un bri-tánico, francés o escandinavo; cuando la disolución buca-nera de la Tortuga, los piratas se dividieron yendo los galos a Santo Domingo, y los naturales de Inglaterra y Países Bajos a Jamaica.

Así, pues, al abrigo de sus islas, el pirata se lanzaba a vagar por los mares vecinos con el ánimo de hacerse de ri-quezas para dilapidarlas, tan pronto como las obtuviera, en placeres y locuras y volver otra vez a recomenzar, surcando siempre las aguas, su vida de peligros y luchas. Tenebro-sos como la noche, demoledores como el huracán, crueles como los grandes selacios, temidos como el rayo, fueron aquellos “aventureros de todas las naciones, especialmente de Francia e Inglaterra, que lograron ocupar un sitio en la historia por el valor e intrepidez que desplegaron en las más arduas hazañas” (1)

(1) Enciclopedia Británnica.– Artículo Freebooters.

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CAPÍTULO IIIBat, El Grande

La isla de Jamaica tiene forma elíptica. En la parte meridional se encuentran las ciudades más importantes. Siguien-do la costa hasta el extremo sureste, más acá de la bahía de Foul, en el abrigo de Morante, está la población de Port

Morant. En el tiempo de nuestro relato, era uno de los puntos a

que más afluían los filibusteros para combinar sus planes y ultimar detalles. Los más connotados jefes se daban cita en la hostería de un tal Brems, viejo pirata danés que había llegado a ser lugarteniente de Scott.

Brems era todo lo contrario del hostelero clásico: alto y macilento, de rojizo cabello, ojos de un azul desteñido, bi-gotes grandes y barba descuidada. A su discreción extrema debió el que todos los jefes le tuvieran confianza y lo trata-ran como uno de la Hermandad. La hostería era tristona, el servicio no muy bueno; pero Hans Brems dejaba complaci-dos a sus clientes por su solicitud, buen carácter y reserva.

No tenía más socios que sus mujer, una señora gorda y taciturna que rara vez traspasaba los umbrales de la coci-na, y un mocillo vivaracho, muy limpio y comedido, a quien

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todos conocían por Billy, natural de la cala de Mosquito (1), que se alegraba la vida anhelando ser pirata o algo por el estilo.

El aspecto de Port Morant era poco llamativo. La pa-rroquia, hecha de piedra, de fábrica sencilla y reducida, miraba al pequeño parque; centro de las calles principales, formadas por edificios de madera.

El comercio del pueblo era moderado. En el fondeadero, rara vez se veía un barco de alto bor-

do; lo mas atracaban pobres naves de arcaica arboladura y ajetreado casco, veleros mercantes y lanchones de pesca-dores.

El día que arribaba al puerto alguna carraca, había fies-ta; máxime si traía plata, esclavos o cereales.

Lo que más sostenía a la población, compuesta de colo-nos y aventureros, era el contrabando y los vicios.

En efecto, Port Morant vivía de la buena hospitalidad que dispensaba a todo hermano de la costa. Brems se ha-bía hecho de dinero. Wyman, un hombre desconocido, que sostenía una tasca, era un Creso; y, un tal Karl Ulmer, ne-grero, amigo de los forbans, había hecho parte de su capital dirigiendo un prostíbulo muy afamado.

Ningún navegante ignoraba que en Port Morant había tres cosas de importancia: La taberna de Ulmer, si quería vino y muchachas; éstas solían ser indígenas, mulatas o de color en su mayoría. Las blancas alcanzaban cotizaciones escandalosas, lo cual no era raro dada su relativa escases: El garito de Wyman, si deseaba dilapidar cuanto había ad-quirido; y la hostería de Brems para comer, descansar y concertar caza–partidas con los comuneros.

(1) Billy (William, según presumen algunos, no es de Jamaica, sino de Panamá.

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El comedor de nuestra recomendable hostería era am-plio y ventilado. Por las ventanas entraba la suave brisa del mar, se escuchaba el clamor de las olas, se veía el vuelo va-cilante de algún zorzal.

La voz de Hans, ronca y pausada, y los dinámicos em-peños de Billy, eran tan familiares a los huéspedes como las austeras mesas de encino, las pobres bancas rústicas, los camastros duros, las sillas apolilladas y los trastos de terracota.

................................................

Una mañana de mediados de diciembre de 1679, un hombre de aspecto grave, de fino cabello castaño claro, ojos de mirar intenso, nariz aguileña, bigote corto, labios delgados y escasa perilla; portando sombrero faldón de co-lor negro con matizadas plumas, casaca cerrada de tinte gris oscuro, y botas groseras y viejas, penetró en la hos-tería con escolta de tres individuos del mismo o parecido jaez; uno de ellos, alto y membrudo, de mirar displicente y frío; otro, extremadamente enjuto, de llamativo jabot rojo y calzas blancas que, a buena fe, no le sentaban; de buen porte, semblante risueño y mirada viva el último.

Los cuatro sujetos, haciendo sonar sus toscas botas en el entablado del comedor, atrajeron la atención de Billy, quien salió a recibirlos.

–¡Ea! Muchacho –exclamó el hombre del vestido gris, que parecía ser el jefe– ¿no está el viejo Hans?

–Sentaos caballeros –suplicó el interpelado, señalando con vergonzante ademán los humildes bancos que, en ver-dad, no eran asiento como para personas de ilustre prosa-pia–. Mi patrón llegará en este momento. Me recomendó que atendiera a los huéspedes en tanto regresaba.

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–Bien, descansemos –dijo el hombre robusto, y diri-giéndose al del traje gris comentó–: parece, capitán Sharp, que este mocoso es más vivo que un martín pescador.

–Sí –gruñó el capitán–. Me han hablado de él.Billy estaba de una pieza frente a los caballeros, como el

soldado que espera instrucciones.–Toma, muchacho –exclamó el hombre de la corbata

roja, arrojándole un reluciente carlos– . Sírvenos del ron mejor que tengas.

El mosquiteño escamoteó la moneda, dio las gracias y, de un salto, desapareció.

–Me gusta –expuso el más joven de los sujetos, el in-dividuo de la expresiva mirada, cediendo con la diestra al capitán una de las bancas.

–Creo que tendremos que quitárselo a Brems –repuso el hombre del traje gris, logrando acomodo frente a la mesa–. Nos servirá de “pioneer”, ¿no os parece, señores?...

–Sí –admitió el que había hablado antes– ¿Y vos, caba-llero Ringrose, que decís a esto?

–Yo, señor Balme, estoy completamente de acuerdo con los capitanes Sharp y Cook –se dignó manifestar el perso-naje de la roja guirindola; y los tres huéspedes imitaron a su jefe tomando asiento en torno a la mesa.

Billy compareció en ese momento con el licor pedido por el caballero Ringrose.

–Es muy importante lo que tengo que deciros, señores –inició el capitán Sharp a sus acompañantes–. La persecu-ción de que hemos sido víctimas por parte de lord Vaughan, enviado del rey, y del maldito Morgan, nos ha arrojado de Port Royal y prácticamente de Jamaica por el simple hecho de ser de la Hermandad, como si el esclavo de la Barbada no hubiera sido el pirata más temible del Caribe.

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– Nada más exacto –repuso el capitán John Cook, dan-do un vigoroso puñetazo en la mesa–. La actitud de Mor-gan y el gobernador es discutible. Está bien que persigan el contrabando francés, pues Luis XIV ha tratado siempre de subyugar Inglaterra, nuestra patria; pero a nosotros… eso no es justo.

Cook se dio prisa en consumir su vaso de ron. Balme, el joven, hizo una mueca despectiva.–Esto –prosiguió el capitán Bartholomew Sharp– ha

traído, como consecuencia, un estado verdaderamente crítico para nuestra gente, que no puede ocuparse en otra cosa ajena al contrabando. Digo tal porque antier recibí la visita de un hombre notable en cuestiones de esta laya. Me refiero a John Spring.

–Lo conocemos –asentó Edouard Balme con sequedad–. Es uno de los más esforzados y audaces compañeros.

–Pienso darle serias encomiendas –contestó Sharp, dando un sorbo de aguardiente y prosiguió–: Pues bien, Spring me dijo que contaba con la ayuda de un marino fa-moso, John Watling, que fué de la compañía de Graff.

–¡Graff! –exclamó el caballero Ringrose haciendo una anotación en su diario–. ¡Es importante! –y señalando con el dedo a Billy, que no se había movido desde que sospechó que aquellos señores eran libres merodeadores, free boo-ters–(1). Dijo:

–Parece que a este muchachito le ha causado viva impre-sión nuestra plática.

El capitán Sharp se volvió a Billy:–Acércate, hijo mío, tu también nos has interesado.

¿Quisieras ser un marino como nosotros?

(1) Los etimologistas dieron de esta palabra inglesa y de fley brat, barco que vuela, lo que parece menos probable, la palabra filibustero

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–¡Ah!, si… señor. Daría a todos los diablos Port Morant.–¡Bueno, bueno! Es difícil que un hombrecito como tú

pueda ser un hermano de la costa, las reglas lo prohíben; pero en fin, serás aprendiz. ¿Te parece?...

–¡Encantado, señor capitán! ¿Cuándo puedo empezar?–Muy pronto –manifestó Sharp con gravedad–. Mien-

tras tanto debes guardar el mayor secreto. Ni una palabra de todo esto.

–¡Imposible!, señor capitán. ¡Y cuidado que sé cum-plir…!

–¿Quieres repetir el ron? –interrumpió el caballero–. O no, mejor tráenos grog del mejor cognac que tengas. El tiempo está frío y algo caliente no nos caerá mal.

Billy, de un paso, traspuso el comedor, empeñado en complacer a sus futuros jefes.

–Decía –prosiguió Sharp, tomando una pulgarada de ta-baco– que Spring cuenta con Watling, de la banda de Graff, que hoy opera en el Golfo. Watling tiene mucha gente deci-dida que está en espera de órdenes para cualquier expedi-ción a Tierra Firme.

Billy llegó en ese momento, haciendo callar al famoso pirata.

El teniente Balme alegre y atento, escanció la bebida en las copas y agregó:

–Yo, por mi parte, estoy dispuesto a aportar mi coopera-ción, que, no dudo será útil, por mis conocimientos sobre la lengua y costumbres de los españoles, al servicio de los cuales luché en los Países Bajos y a quienes hoy aborrezco, por la injusta persecución de que me han hecho objeto.

–Gracias teniente –cumplimentó Sharp, tomando una pulgarada de rapé, y agregando enseguida–: El problema estriba ahora en hacerse de barco apropiado, que ya nos

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encargaremos después de trocarlo por uno mejor. Lo im-portante es llegar a Darién.

– ¿Quién podría facilitarnos esa nave? –agregó el caba-llero con preocupado acento.

– Confío en que Brems nos saque del aprieto –contestó el capitán, guardando su caja de polvos.

Billy, sin perder una palabra de la conversación, se man-tenía como clavado a la derecha de Sharp.

–¡Pardiez! –exclamó con rudeza John Cook–. ¡Qué se demora ese maldito Brems!

–Pronto vendrá –chilló el mosquiteño, clavando sus vi-vos ojillos en la puerta de la hostería.

Un rostro paliducho, de esparcido bigote rojizo y sucias barbas, se asomó en el preciso momento.

Era Brems, el Brems de Scott, pilongo y zarrapastroso, de ajada blusa y torcidas botas; Brems, que asomó prime-ro la picuda nariz en husmeo inquisitivo, que en seguida, introdujo la cabeza hasta el delgado y huesudo pescuezo y, finalmente, el cuerpo entero.

Sin embargo, nadie, excepto Billy, pareció reparar en el hombre estrafalario, ni menos en aquella extraña manera de deslizarse. Lo cierto fué que el recién llegado entró al salón, tornó a observar con disimulo el grupo y, al detener la mirada en Sharp, lanzó un grito.

–¡Bat, Bat, amigo Bat! ¿No te acuerdas de mi?...Sharp, sorprendido, se fijó en el admirado sujeto, y lo

reconoció al punto.–¡Eres tú, viejo Brems! ¡Hace tanto tiempo que no sabía

de ti que te creía cecina! –Sharp pasó atropelladamente so-bre mesa e individuos, acercándose a Brems con los brazos abiertos.

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Hans, por su parte, dió fuertes palmadas en la espalda a su antiguo compinche. La sorpresa invadió a los compañe-ros del capitán, que observaban aquella recepción con los ojos llorosos, exclamando.

–¡Qué suerte, señores, mi viejo amigo Bat es nuestro huésped!... ¡Ea Billy, el mejor vino de casa para él. Dile a Netty que aderece una buena comida… ¡Oh caballeros! –decía, animándose cada vez más–; era de ver a Bat, el tre-mendo Bat, dirigir un navío. ¡Qué práctica la suya! ¡Y cómo lo queríamos los del Castle, y mi viejo capitán Lewis Sco-tt!... ¡Si, si!, lo conocí en la Tortuga; mariné con él en la fragata Hagarda y en la Poupée, y en el temido bergantín Night–Raven, el más veloz de Jamaica. ¡Qué recuerdos tan caros!...Billy, date prisa con el vino.

Y Hans Brems cruzaba a grandes trancos el comedor sin cesar de gritar.

El avispado mosquiteño se presentó llevando un ven-trudo pote de bourgogne.

–Es lo mejor que tiene el amo –afirmó con gravedad, de-jándolo ceremoniosamente sobre la mesa.

Los ojos del caballero se agitaron en las cuencas con ale-gre coreografía y hasta la roja guirindola pareció flamear sobre su pecho.

–Gusto del vino de Francia –exclamó–; es inmejorable.–Brindemos por Bat –propuso Hans, acercándose a los

tres–. Brindemos por el capitán Bat, lugarteniente del Ni-ght Raven.

–¡Brindemos por él! –exclamaron todos uniendo sus co-pas.

El caballero consumió con avidez chascando la lengua en señal de satisfacción, y dijo volviéndose a Billy con ridí-cula cortesía:

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–¡Riquísimo néctar Ganimedes!; ¿quieres escanciarme más para brindar ahora por la felicidad de tu generoso se-ñor?

Billy indeciso, consultó con la mirada al “generoso se-ñor”, el que no se cansaba de dar fuertes mamporros a Sha-rp en la espalda. Brems tampoco entendió lo que Ringrose deseaba; pero tuvo la feliz ocurrencia de decir:

–¡Sirve, sirve!, hijo mío, y dile a Netty que se apure. No podemos esperar. ¡Ea!, date prisa…

Balme, Cook y Ringrose libaron copiosamente.–Quiero presentarte los caballeros amigos míos –mani-

festó al hostelero, el agasajado capitán, cuando pudo hacer uso de la palabra.

–Será mucha honra para mí, querido Bat; tus amigos son personas distinguidas. Como lamento no poder ob-sequiarlos de acuerdo con su noble condición; mas he de hacer lo posible. No quiero que se marchen descontentos del viejo Brems.

–Gracias, gracias –repitió Bartholomew Sharp acercán-dose a sus amigos–. He aquí, señores, a mi viejo compa-ñero de aventuras, el intrépido lugarteniente de Scott, el famoso y resuelto Hans Brems en persona… Y tú, Hans, acércate para que conozcas al capitán John Cook, famoso en todos los mares, al comandante Balme, cuyo prestigio es también envidiable; el caballero Basil Ringrose, hombre de mundo y culto viajero que nos honra con su compañía.

Hans se aproximó entonces, saludando con palaciega afectación. Todos le protestaron su amistad y aprecio.

Billy apareció en aquel momento portando vaporosas fuentes las que distribuyó en la mesa.

El hostelero no cesaba de encomiar al capitán.

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–¡Brindad, brindad por su felicidad! ¿Sabéis cómo le de-cíamos a Bat los del Night–Raven?... Pues Bat el Grande (the Great)

– ¡Viva nuestro capitán Bat Sharp, el Grande! –exclamó al oír esto el teniente Balme, alzando su copa.

– ¡Viva! –corearon todos.Hans se moría de la emoción.–¡Qué recuerdos, querido viejo! Scott… y Jack, el Sor-

do… Ben, el Tuerto, y la taberna de Pierre, ¿Te acuerdas?... Ben era de nuestra compañía, nunca nos dejó; cuando le dieron un pistoletazo en el único ojo que le quedaba, se volvió a mí y me puso su hermosa daga en la mano. El po-bre no pudo hablar una sílaba, pero entendí cual era su de-seo: que yo guardara la daga como un recuerdo de él. Fué el último asalto afortunado que hicimos, ¿verdad…?

–Es cierto –repuso Sharp entristeciéndose– . Hablemos de otras cosas…

Hans suspiró, y se pasó el embés de la mano por sus arios ojos de azul desteñido.

Billy, con el arte de un experto maestresala, asistía a los conspicuos individuos que comían y vevían a más no po-der.

En la sobremesa, y después de que todos dieron rendi-das gracias a su obsequioso y locuaz anfitrión, el capitán Sharp manifestó:

–Querido Brems, celebró haber tenido la fortuna de pa-sar en tu compañía tan agradable rato, que me ha hecho vivir días ya desvanecidos. Estimo que mis compañeros se están felicitando en este momento – ¡cómo no se iban a felicitar!– de haberte conocido, ya que tu colaboración les será de alto valor. Y así, has de saber, que tenemos entre

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manos un gran proyecto, del cual he de imponerte muy en breve; y, en tanto, quiero que respondas a una pregunta.

–Habla sin tropiezos, viejo. Me place en grande el ser-virte a ti y a los caballeros que te acompañan.

–¿Conoces a alguna persona que pueda fletarnos una embarcación?

–Ya lo creo.–Muy bien, queremos que nos relaciones con ella. Nos

es de urgencia.–Nada más fácil –afirmó Hans, tomando el sombrero

que había dejado en un asiento–. Si los señores no tienen inconveniente, he de agradecerles que me sigan.

Los cuatro hombres se pusieron en pie, algo mareados por el bourgogne. El caballero, que había tomado tanto como Cook, hasta entonces cayó en la cuenta de que no es-taban solos; en las mesas adyacentes había varios sujetos comiendo, libando o jugando a las cartas, los cuales eran atendidos por Billy.

–¡Ola! Muchachín –farfulló sorprendiéndose–, en ver-dad es grande tu habilidad. ¡Vaya si tienes parroquia!

El mosquiteño se volvió a los cuatro aventureros y, al-zando la diestra, les gritó:

–¡Adiós, señores! No os olvidéis de Billy, y que tengáis buena suerte!…

Sólo Balme y Ringrose, que habían quedado a la zaga, le contestaron con un movimiento de mano, cerrando el último tras sí la puerta.

–¡Por mi madre! –exclamó Billy, que estos señores son genuinos navegantes– y derramó em la mesa todo el ron que servía en aquellos momentos.

Tres hombres se levantaron con las calzas mojadas.

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–¡Animal!...–vociferó uno de ellos en el colmo de la ira– ¡Si tendrás los ojos en el trasero!

–Excusadme, señor –protestó el joven indio–, fue invo-luntario.

El sujeto pescó a Billy del cuello u lo sacudió con fuerza.–Calma, Dennis, no maltrates al chico –exhortó el que

sin duda era el superior––. Desde que te recogí del maldito islote, en compañía de tu amigo, no has cesado de reñir.

–¡Dime! –preguntó el nombrado sin hacer aprecio– ¿co-noces a esos marineros?

–¡Por mi vida que no!–¡Pillo!, te he de sacar la lengua –dijo el iracundo, y con-

tinuó ahogando al pequeño sirviente.–Dinos quien es el jefe. Nada temas –inquirió con impe-

rativo acento el que había abogado por él.–No sé –insistió Billy.De una de las mesas próximas, flotó una puntiaguda na-

riz cuyo poseedor se permitió exclamar:–Si los caballeros lo desean, yo puedo revelarles el nom-

bre del sujeto que salió acompañado del viejo Brems, y otros desconocidos.

–¿Cuál es su nombre? –gritaron Dennis y el de la voz dominante.

–¡Por favor, no lo digáis! –imploró Billy–¡Quita!, arrapiezo, ¡qué sabéis!– reprendió el narigón;

y clavando la mirada en los tres hombres, contestó: –El que acaba de salir es el capitán Bartholomew Sharp…

–Y va acompañado de John Cook, famoso maderero de la costa occidental –agregó otro individuo desde su mesa.

–¡Maldición! –gritó Billy.–¡Bartholomew Sharp! –corearon a un tiempo los tres

caballeros. Dennis soltó a su víctima y se abalanzó hacia la

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puerta–. ¡Dáos prisa! –voceó, deteniéndose en el umbral. El martilleo sobre el tablado, de las botas herradas de sus compañeros, fué la respuesta.

Billy se asomó a la ventana.–Y tú, mal hombre, que has denunciado a mis amigos,

¿puedes decirme quiénes son estos señores? Gente de Morgan, ¿verdad?...–preguntó con desprecio el mosquite-ño desde su punto de observación.

No lo creo –contestó indiferente el interpelado, toman-do una carta de la baraja.

–¿Quiénes son? –insistió Billy.El hombre sorbió un poco de ron, arrojó un as de espa-

das y dijo al chico al volverse_:–Uno de ellos es Jean Hamlin.

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CAPÍTULO IVEl Capitán de la “Trompeuse” aparece y desaparece

El prostíbulo de Karl Ulmer tenía apa-riencia de taberna y serrallo. Difícil sería describirlo por el desorden que allí impe-raba. Todo el día estaba abierto; pero el pandemónium comenzaba en la tarde, y terminaba hasta muy noche o rayando el

día.La parroquia era promiscua y variable; pero nunca falta-

ban visitantes. Las mujeres cantaban, bailaban y ofrecían vino a los clientes, a los que, una vez embriagados, despo-jaban de cuanto llevaban consigo.

Karl Ulmer era un tipo obeso, de frente amplia, ojos sal-tones y oprimida nariz. Su trato era campechano, reía de todo con gruesas carcajadas, y, a veces, quedaba absorto, con la boca aierta y los ojos fijos, como un pitónido en ace-cho. Sin duda por el valimiento que tenía en el territorio, le apodaban el Morgan de Port Morant.

El salón donde los hombres beborroteaban y examina-ban concienzudamente la mercancía femenina, era amplio y sombrío, y tenía unos pequeños compartimientos que eran de preciosa utilidad en ciertos procesos aproximati-vos. Porque, lo que allí había, en suma, era pura “aproxi-

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mación”; aproximación a las copas, aproximación al estado de la inconsciencia, aproximación al último penny, aproxi-mación a los placeres, aproximación a la puerta, y aproxi-mación a la desnudez y a la vergüenza, que era lo más fre-cuente, porque a veces los incautos abandonaban el salón sin tener con qué cubrirse.

Así y todo, la casa de las “aproximaciones” se veía siem-pre socorrida. Aventuramos decir que allí se estaba, más que contento, borracho, pues no se podía estar de otro modo, ya que la embriaguez era el principio y solía ser el fin. Fuera del antro, los hombres se lamentaban. Perdían fortunas sin ir decididos a perderlas; de ahí que Brems y Wyman tuvieran servicio de licores en cada cual su nego-cio, a fin de evitar a los prudentes la consecuencia de un anzuelo terminado en cáliz dionisíaco. Por desgracia los “prudentes” escaseaban.

La taberna y prostíbulo de Ulmer no era sino un grosero símil de los refinados lupanares de Port Royal, que empe-zaban a resentirse grandemente por la persecución de que hacía objeto a los contrabandistas y maleantes, que eran el sostén de dichos centros.

Karl se aprovechaba de la oportunidad para atraer a las chicas de aquel puerto sibarita, a su ramplón negocio, el que, de paso digamos, no era el único de nuestro recién conocido. Ulmer, en sociedad con otros sujetos, se aplicaba al inhumano tráfico negrero que empezaba a despuntar en Jamaica, y era dueño de tres navíos, los que solía alquilar en ocasiones.

Al salir el viejo danés de la hostería, llevada el propósito de presentar su amigo Bat al Morgan de Port Morant, a fin de que lo ayudara en sus “misteriosos planes”, y así satis-facer los deseos de sus nuevos y distinguidos huéspedes

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quienes, con los ojos semicerrados, se arrastraban traba-josamente en pos de él, que, satisfecho, cruzaba las polvo-rientas calles con alegre y ridículo paso.

El grupo se detuvo frente a la puerta franca de una caso-na de madera y piedra, en la que imperaba desconcertante barullo.

Ringrose, Cook y Balme se atollaron en el umbral. No había poder humano que los hiciera entrar. Sharp, que es-taba más consciente lanzó un reniego.

–Es lo mismo, viejo –manifestó Hans–, podemos noso-tros solos ver a Ulmer.

El capitán porfiaba que todos debían de personarse con el extraño individuo.

–Yo no entro a ver a ese Bubbler o Bungler si no meto por fuerza a estos zoquetes.

Una sonora carcajada se escuchó tras el grupo. El capi-tán y el danés se volvieron sorprendidos.

Un robusto negro mostrando su magnífica dentadura se detuvo a pocos pasos.

–Eres tú, Beafero (1) –dijo Hans–. Acércate, quiero ha-blar contigo.

–Bien, patrón –ganguéo el mencionado–, estoy a sus ór-denes.

–¿Quién es ese individuo? –inquirió el capitán, exami-nando a Beafero.

–Un esclavo de Ulmer –respondió el danés–. Se ha gran-jeado la confianza de su amo; es activo e inteligente. Lo merece.

–Ya lo creo –manifestó Sharp, y dirigiéndose al negro ordenó: –Date prisa, pedazo de ébano, ayúdame a entrar a estos señores.(1) Este esclavo es citado por Exquemelin en la segunda parte de la obra “The bucaneer of America”.

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–¡Qué va, mi amo! Yo no haría tal cosa… Mejor preferi-ría darle un empujoncito al Mont Blue…

Hans Brems se rió estrepitosamente.No me hace gracia tu Beafero –manifestó amoscado el

capitán.–No te contraríes, viejo, quiero que nos vaya a llamar a

su patrón.En ese preciso instante, el obeso Ulmer se deshacía en

halagos y reverencias para un elegante caballero, recién lle-gado de la metrópoli, a quien el Morgan de Port Morant atendía personalmente.

El importante personaje, estaba libando en compañía de un acaudalado colono de Montego.

–Proseguid, proseguid, ilustre Hamlet, vuestra intere-sante conversación – insistía el rico labrador.

Y el gentil cortesano continuaba, entre sorbo y sorbo de exquisito vino moro:

–Decía, pues, que lord Shaftesbury, el mismo que había servido con tan censurable empeño los desórdenes del rey y el que en 1675 habíase opuesto a los sensatos proyec-tos de lord Dauby; por haber atacado con Buckingham y Whaston las irregularidades del Parlamento, fue a parar a la tenebrosa Torre de Londres (1).

–¡Qué interesante! –celebraron a una voz Ulmer y el de Montego.

–Pero, con gran sorpresa y disgusto de sus enemigos, salió de la prisión por orden del rey, y fue nombrado pre-sidente del Consejo, cargo que asumió este mismo año…

(1) Años más tarde, lord Shaftesbury fué acusado de alta traición. El jurado lo absolvió, aunque no pudo librarse de las molestias del encierro. Habiendo tomado parte en el complot de Monmouth, que excluía al duque de York de la corona, tuvo que huir a Ho-landa, muriendo en Amsterdan en 1683. Con todo, Inglaterra le debe el bill de Habeas corpus.

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Cuanto hace al asunto que os refería con anterioridad, ig-noro el desenlace que haya tenido. Por esos días me alejé de la corte… Tales son, distinguidos señores, las últimas novedades del reino.

–Ha sido muy cautivadora vuestra narración, mein Herr– aseveró Karl Ulmer.

–Lo que más me impresionó fue esa historia del infeliz vizconde de Strafford.

–Si, –ratificó el colono–. Eso está lleno de absorbente interés.

El distinguido cortesano iba a decir algo, cuando le lla-mó la atención ver entrar, en aquellos momentos, a Cook, Balme y Ringrose, conducidos por Beafero. Sharp y Brems respectivamente.

–¡Diantre! –exclamó el tudesco–. El capitán Cook en persona.

–¿Lo habéis tratado? –inquirió el colono.–Ja, en la Tortuga. Hace cinco años. Luego en Port Ro-

yal. Le prometí que la próxima vez que lo viera le haría to-mar un tonel de ron.

–¡Oh! –celebraron labrador y cortesano–. ¿Es muy bo-rracho el capitán?...

–No es eso, es que cierta oportunidad me obligó, pistola en mano, a consumir un pote de ale.

–Bien haréis en vengaros, entonces –añadieron los dos.Karl Ulmer no tuvo tiempo de responder, volvió las es-

paldas a sus predilectos y notorios clientes y fue al encuen-tro de los navegantes.

–¿A qué debo el tremendo honor de recibir en mi pobre techo a caballeros tan ilustres? –aduló el negrero inclinán-dose cuanto le permitió su globosa bartola.

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–Sin duda a la envidiable fama de que gozáis en toda Jamaica, señor – contestó Bat afectadamente.

–Exacto –confirmó Hans Brems, poniendo su sar-mentosa diestra en el abombado hombro del negrero–. El capitán Bartholomew Sharp, el más connotado mari-no del Caribe, no resistió el deseo de conocerte… Y aquí tenéis, compadre mío, a los caballeros Ringrose, Cook y Balme….

–¡Pasad, pasad! –invitó calurosamente Karl Ulmer–. Quiero que descanséis en el lugar más cómodo de mi al-bergue. –Echó a andar para mostrar el sitio aludido pero, de súbito, se volvió, y acercando el rostro a John, a quien sostenía Beafero, dijo: –¿Me conoces so pícaro?.. Sí ¿eh…?, pues yo también. Verás lo que te espera. ¡Ja, ja, ja!... –y Ulmer no pudo contener la risa.

Cook hizo un movimiento de disgusto: se libró de las garras del negro, sentóse en una silla próxima a una mesa, cruzó los brazos sobre ésta y apoyó en ellos la frente.

–¡Dejalo ahí! –indicó el capitán Sharp con aire burlón a Beafero–. No escapará de la venganza de Herr Bubbler. Será terrible. Ignoraba que usted lo conociera, Bugler.

–Me llamo Karl Ulmer –dijo éste, haciendo una ligera inclinación de cabeza–. Conocí al capitán Cook en la Tor-tuga. Tuve un pequeño disgusto con él en Port Royal, cues-tión de “capacidad”; pero… ¡seguidme, seguidme!, señores míos, el amo Ulmer quiere agasajaros.

Todos desfilaron tras el negrero, menos Cook que se había derrumbado sobre la mesa, y el esclavo de Ulmer, que lo observaba con su negra y brillante mirada desde un asiento frontero–. Una bella mulata se llegó al amodorrido capitán y principió a acariciarle los revueltos cabellos…

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–¿Quieres llevármelo a mi camarín, Bea? – trinó dulce e insinuantemente la muchacha, clavando sus enormes ojos en el negro. Este asintió con la cabeza.

Tomó a Cook, que había quedado aturdido, se lo echó a la espalda como si fuese un fardo, y lo condujo al lugar indicado por la hetera.

–¡Bravo! –dijo ésta–. Me agrada… Ahora, déjanos solos– y dio una palmadita en la vigorosa espalda a Beafero, el cual se dirigió a la puerta sin haber comprendido del todo, qué era lo que gustaba a la muchacha: ¿el traje?... ¿La per-sona del navegante?...

Dos individuos de mala catadura entraron en ese mo-mento, uno de ellos tenía un albugo en el ojo izquierdo y una cicatriz en la frente.

–¿Dónde está el capitán Cook? –preguntaron al esclavo.Este se encogió de hombros y respondió:–Pues… jefes, creo que está perdiendo plumas.–¡Por todos los diablos!... –repuso el sujeto del ojo ne-

buloso, sin entender las palabras del negro–. ¿Y el capi-tán Sharp?... Nos precisa hablarle. Dile que el piloto Cox y John Spring desean verlo. ¡Apresúrate!... No queremos emplear mal el tiempo.

–¿El capitán Sharp?...–Sabemos que está aquí. En la hostería de Brems nos

informaron.–¡Bien! –dijo el negro dando un brinco–. Esperad un

momento– y corrió cuan presto pudo.–Es exacto lo que nos dijo Billy –manifestó el hombre de

la cicatriz–. Ese indio es listo. Lo conozco bien.–Es amigo de todos los hermanos, a quienes ha servi-

do siempre con cariño –contestó el acompañante–. Pero atiende, ahí vuelve ese tiznado seguido de Ulmer.

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En efecto, el obeso negrero se llegó a los dos marinos.–¡Cox!... ¡Spring!... Wie angenehm!... Pasad, pasad, el

capitán Sharp querrá hablaros, me ha enterado de sus pla-nes y le he ofrecido mi ayuda. Todo se arreglará… Alabado sea Dios.

El ojo sano de John Spring brilló con extraña malevo-lencia.

–Sois muy generoso, Herr Ulmer –manifestó–. Sois tan-to más benévolo y solicito cuanto más hostil y nocivo se muestra sir Henry Morgan con nosotros; sujetos indefen-sos y de las más puras miras.

Cox no pudo disimular una sonrisa. El tratante hizo un movimiento de mano para indicarles que lo siguieran. Am-bos se echaron a andar en pos de Ulmer.

–¿Y el capitán John Cook? ¿No vino en compañía de Sharp? –preguntó alarmado Spring al Morgan de Port Mo-rant.

–Sí –contestó éste con sequedad–. Está con Igbona (1)–Y riendo con estrépito concluyó–: Estoy plenamente

vengado. Igbona es atroz. ¡Ay del que cae en su poder!El piloto y el amigo de Cook arrugaron el entrecejo. Mas

al sorprender a Sharp, que hablaba con Brems y Balme, se tranquilizaron.

–Capitán Sharp –exclamó Cox–, os traemos noticias muy interesantes.

–Hablad –invitó aquél, haciendo un significativo ade-mán.

Los hombres se aproximaron a la mesa donde discutían los amigos; pero se tropezaron con algo y resbalaron por el suelo. Era el podre caballero Ringrose que dormía la mona en patriarcal actitud.

(1) Encendimiento, voz yoruba.

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–Tomó demasiado –declaró Brems, tratando de discul-parlo–. El y Cook agotaron todo el borgoña… Descansen en paz.

Los navegantes se levantaron renegando.–Los compañeros Waffer y Dampier están por llegar –

continuó expresando Cox–: John Watling espera órdenes al frente de más de doscientos hermanos de la costa y, se-gún después os revelaremos, un sujeto notable nos ayuda-rá con dinero y armas.

–El comandante Harris ha sido avisado, nos aguarda en Bocas del Toro con el jefe Sawking y sus hombres –intervi-no Spring.

–¡Magnifico! –expresó el capitán–. Por su parte Herr… Ulmer nos ha facilitado una excelente embarcación que nos conducirá a Tierra Firme (1).

–Es exacto –ratificó el traficante, halagado de que se recordara bien su tudesco nombre–. Yo os ayudaré hasta donde me sea posible. –Dicho esto salió del cuarto y se di-rigió al salón para echar un vistazo.

Vió que Beafero continuaba sentado en la mesa en que había caído rendido el peneque de Cook; y que el cortesano seguía departiendo con el lanholder de Montego.

–Sehr gut! –se dijo con énfasis–. Nada de extraño. –Y regresó para reanudar la conversación que sostenía con los hermanos, pues le interesaba sobremanera.

En ese tiempo, el caballero recién arribado de la metró-poli, manifestó a su amigo:

–Siento muy cargada la cabeza… ¿Será por haber toma-do tanto?

¡Quia! Es pura aprensión.

(1) Rodrigo de Bastidas fue el primero que dio ese nombre a la costa que se extiende frente a la isla de Margarita, en Venezuela, hasta el Darién, y cuya capital era Panamá.

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–Lo dudo. –Al decir esto se fijó en Beafero que tenía los ojos clavados en la puerta. Tres individuos de indiscutible apostura irrumpieron el el recinto. Los hombres que be-bían fuera de las cabinas, y acariciaban los brazos de las mujeres; dieron un salto de sorpresa.

–¡Jean Hamlin! –gritaron todos, y las miradas se detu-vieron en el más imponente de los individuos.

Los ojos del cortesano se desorbitaron; sin embargo, no observaba a Hamlin sino a un individuo alto, de marcada arrogancia, que estaba a la derecha del notable pirata.

–¡Pardiez!..–exclamó.–Quién es ese hombre? –dijo el lanholder, señalando

con la barba al caballero que había causado el estupor de su amigo.

–Creo conocerlo, ¡por Cristo! Es el médico del duque de York. Uno de los complicados en el proceso del vizconde de Strafford.

–Acabáis de decir que sentís cargada la cabeza; ¡y bien!, ¿no estaréis loco, distinguido Hamlet?...

–No, no estoy ni me finjo, como mi ilustre namesake. Tengo la seguridad de que ese hombre es de los acusados. ¿Cómo es que está aquí?...

Al grito de los parroquianos el obeso negrero acudió con presura, tropezando con el capitán francés que, haciendo sonar sus firmes tacones se dirigía resueltamente al inte-rior.

–¡Ea!, bola de carne –exclamó con tono imperioso–. ¿Está aquí el compañero Sharp, de la Hermandad inglesa?

–Ja, mi capitán –afirmó el negrero haciendo una rendi-da cortesía–. Estoy tratando con él un asunto en el que vos os habréis de interesar…

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Hamlin, sin dar tiempo de concluir al traficante, siguió de frente acompañado de los dos sujetos.

La estupefacción de los espectadores se fué calmando. Algunas muchachas que se habían levantado volvieron a sus sitios, y tomando la diestra de sus parejas la estrecha-ron sobre su blanco pourpoint. La animación y el bureo renacieron al punto.

Ulmer, doblándose tras los conspícuos forasteros, pene-tró en el cuarto donde discutián los marinos.

Al encontrarse la mirada de Sharp con los penetrantes ojos de Hamlin, lanzó un grito de sorpresa.

–Mi querido Monsieur le capitaine! –saludó–. ¡Hace tres años que no departimos! Pero aun tengo firme recuerdo de vos…..

–¡Lo sé! –exclamó el francés, abriendo sus robustos brazos y estrechando a Sharp–. Acaso pronto volveremos a reunirnos. Tenemos una treintena de islas enfrente: las Bahamas… ¿Y ese maldito Morgan?...

–No descansa. Nos persigue con saña… ¿Qué tal andan las cosas en la Española?

–Todo bien, aunque el gobernador se muestra parcial… Hay en Nueva Providencia una base reciente. Ese lugar será de porvenir.

–No olvidaré los días que convivimos en la Tortuga.–Ni yo, mi querido Sharp. ¡Qué tiempos!... –Los ojos del

pirata se nublaron ligeramente–: Cada año nos reunimos aquí, en Jamaica. Al principio Port Royal estaba abierto para nosotros, pero después, las cosas cambiaron, y, ahora, es temeridad poner un pie en Port Morant. Los agentes de Morgan andan por todas partes… Quizás sea ésta la última vez que venga yo.

Sharp bajó la cabeza entristecido.

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–A pesar del ambiente político –prosiguió Hamlin–, he sido siempre amigo de los ingleses. Allons, Ulmer, traénos vino. Ya que es mi última visita, que no la pasemos lloran-do…

El negrero desapareció después de haber hecho una in-clinación de cabeza.

–Mon Dieu!, ¡qué estúpido soy! –tronó el corsario.– He olvidado presentaros al valiente capitán Andrew Green, y mi otrora maestro, el teniente Whinthers.

Los nombrados hicieron un discreto ademán de corte-sía.

Sharp se inclinó respetuosamente, diciendo:–Celebro conoceros, señores. Estoy a vuestra disposi-

ción.–No será tal, capitán –cortó Andrew Green–; mi com-

pañero y yo, hemos venido a ofreceros nuestros servicios.–Jamás fui objeto de honor tan distinguido –repuso

Sharp, con una graciosa sonrisa.–Sí es así –intervino Hamlin, no olvidéis que el capitán

y Whinthers son amigos míos, y que debéis de tratarlos con amplia consideración.

Jamás dejaré de recordar semejante cosa. Vuestros gen-tiles recomendados no tendrán nunca que sentir de Bar-tholomew Sharp. – Y el viejo navegante extendió la diestra a los amigos del bucanero francés.

A todo esto, Spring, Cox, y principalmente Balme y Bre-ms, habían permanecido estupefactos, sin atreverse a de-cir palabra, hasta que Bat, señalando a estos últimos, dijo a Green y a Whinthers:

–Voy a presentaros, a mi vez, al teniente Balme y mi vie-jo amigo Brems; ya que al capitán Spring y a mi práctico, los conocéis, según entiendo.

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Los acompañantes de Hamlin, se inclinaron cortésmen-te.

–Yo sí conozco al viejo Brems –intervino el pirata galo–; pero no me explico su frialdad.

El hostelero levantándose muy avergonzado, se excusó:–¡Oh, señor capitán!, temí molestaros con mi saludo.

Acaso no lo hubieseis correspondido. Hace un año os fui a visitar y vos no me reconocisteis.

–¡Qué tontería, mon bon maitre!, o tú estabas borracho o era yo el peneque. En ese estado sólo acostumbro reco-nocer las copas…

Cox y John Spring, cambiaron una mirada de inteligen-cia. El último despegó los labios para notificar:

–Mi capitán Sharp, vuestro práctico os acababa de decir que un caballero influyente, cuyo nombre os revelaría des-pués, nos ayudará con armas y recursos; y, he aquí, que ese caballero, ha tenido la gentileza de llegarse a nosotros para ratificarnos sus propósitos.

–Nos referimos nada menos que al valiente capitán Hamlin –remató John Cox con orgullo.

–¡Oh, generoso señor! –agradeció Bat–; bien sospecha-ba yo que vos érais la persona a que aludía mi segundo. Os lo agradezco en nombre de la Hermandad…

–No digáis más –ordenó Hamlin–. Os ayudo con gran entusiasmo. Las empresas arriesgadas me cautivan en ex-tremo.

El viejo Ulmer entró en esos momentos escoltando a un esclavo, a quien hizo poner unas botellas de vino sobre la mesa.

–¡Bebed, bebed!, señores míos, por mi felicidad –invitó Hamlin, alzando una copa–. Por mi felicidad y por el éxito de vuestros osados proyectos.

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Los reunidos brindaron por el famoso filibustero.–¡Qué siento que Cook y Ringrose no estén! –lamentó

el teniente Balme.–¡Descuidad! –contestó Karl Ulmer–. El caballero duer-

me en mi propia cama y a Cook lo atiende la incomparable Ignona.

–Morbleu!, gordinflón; ¡por todos los demonios!, ¿qué clase de morapio has traído? –protestó Hamlin arrojando el licor.

–¡Oh!, capitán, es el mejor que tengo; es vino del Rhin; pero a fe mía nunca podrá satisfacer vuestro gusto. Soís un hábil connaisseur… ¿Queréis que os traiga del más fino ron de Jamaica?...

–Mejor sea –admitió el pirata francés–. Prefiero ron bueno a vino malo –y añadió, dirigiéndose a sus amigos–: Y vosotros ¿cómo encontráis ese caldo que no es precisa-mente un vin de Jurancon.

–No somos buenos catadores, señor –exclamó Andrew Green–. Vosotros, los franceses, tenéis licores excelentes.

–Cierto –testificó Hans Brems.El capitán galo sonrió, se acercó a Sharp y a sus oficiales,

y dijo:–No pienso durar disfrutando de vuestra compañía.

Vine expresamente a despedirme de vosotros… No pasa-rá mucho tiempo, acaso, en que cualquiera de los aquí re-unidos salga al frente de sus hombres con la comisión de buscar al famoso Hamlin. Pero sepan que Hamlin siem-pre ha sido amigo de todos los que tengan un corazón aventurero. Hamlin es el amigo de todos los hombres va-lientes… –y señalando con el dedo a Dennis, indicó–: El teniente Whinthers os hará entrega del dinero y de las armas. Spring habló ayer conmigo y me enteró en detalle

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de vuestros proyectos. Estoy de acuerdo con ellos. Os de-seo buena suerte.

Los intrépidos marinos callaron al escuchar las palabras de Hamlin. Andrew y Dennis, se mordieron los labios, y Sharp se abismó en rápidas pero intensas consideraciones.

Las miras políticas inglesas, como había expresado el capitán de la Trompeuse, estaban en abierta oposición con el gobierno de Francia agresivo y despótico. Repre-sentaban, admás, un peligro meramente ideológico, pero de profunda trascendencia; la religión. Sospechábase que Carlos II era católico, que lo era también el duque de York, adictos ambos a Luis XIV, quien se mostraba poco ami-go de las creencias disidentes del catolicismo; hecho que quedó corroborado con la revocación del Edicto de Nan-tes.

Mas a pesar de sus creencias ortodoxas, el rey fue duro e imperioso hasta con el papa Benito Odeocaldú, uno de los más equitativos pontífices que ocupó la silla de Pedro con el nombre de Inocencio XI.

El sucesor de Clemente X se esforzó por corregir los abusos y por restaurar la relajada disciplina eclesiástica. Su caridad era grande; prohibió las usuras y socorrió a los inopes. Concedía protección a quienes la necesitaban en justicia; pensionó a la célebre reina Cristina que había abdicado el trono de Suecia y, olvidada en la Ciudad Eter-na, “se había arrodillado a besar sus pies”. Fue asimismo un mediador en las guerras sostenidas por España contra Francia y Portugal.

Los embajadores en Roma, que disfrutaban del dere-cho de asilo en sus palacios, desearon hacerlo extensivo a sendos barrios. Inocencio XI, con el celo y rectitud que le caracterizaron, se opuso a tales procedimientos, incompa-

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tibles con la veneración de la ciudad que así quedaría con-vertida en albergue de sospechosos.

El monarca francés, que se encontraba disgustado con el papa por el asunto de las regalías; rentas que se habían venido pagando a la corona cuando estaban determinadas diócesis vacantes, y que más tarde se hicieron comunes a todos los distritos de la Iglesia galicana; mandó al saber el acuerdo de Odesalchi, al marqués de Lavardín al mando de ochocientos caballeros con el propósito de imponerle su voluntad.

El papa había hecho gestiones ante los monarcas de las respectivas embajadas, haciéndoles ver lo injusto de sus procedimientos; y, éstos, habían cedido, con exclusión de Luis XIV, que respondió en la forma ya expresada. Inocen-cio resentido, excomulgó a Lavardín, y el rey ocupó la ciu-dad pontificia de Aviñón. Tales eran los arrestos del franco soberano en cuanto a política exterior.

Carlos II de Inglaterra habíase mostrado siempre ami-go de Francia. Perseguido por Cromwell, se refugió con su familia en París, donde vivió en apreturas económicas, su-friendo el desprecio de Mazarino. Pero las coas cambiaron. Carlos fue llamado por los ingleses, quienes le presentaron en Breda sus tibias condiciones, de las cuales le habría de hacer desistir su canciller Clarendón y sus miras de absolu-tismo. Para satisfacer éstas, volvió los ojos a Luis XIV, quien no esperando otra cosa, deseoso de tener a Inglaterra de su parte para asegurar sin temor la hegemonía de Francia en Europa, acudió en su auxilio con dinero y apoyo; aunque procuró fomentar en su contra al sobornable Parlamento.

La sumisión vergonzosa y venal que los católicos Es-tuardos –el rey y el duque de York– sostuvieron con Fran-

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cia, habría de engendrar las guerras y tragedias que se de-sarrollaron durante el reinado de Guillermo de Orange.

En Inglaterra hubo tenaz oposición, por parte del pue-blo, a la influencia de Francia en la política; las demostra-ciones de disgusto en contra del gobierno de Luis XIV y el papa, eran frecuentes. Esta inquietud se había extendido a las colonias, donde las noticias se exageraban o eran mal interpretadas, dándoseles un cariz amenazante.

A todo ello había aludido Hamlin al hablar, presintien-do el desenlace que tendrían tales acontecimientos.

En iguales cosas pensaban Sharp, Green, Balme y Whin-thers.

Por fortuna, el adiposo negrero entró en el salón, que se iba llenando de pesada atmósfera, y, con su empalagosa voz, distrajo a los congregados.

–¿Qué os pasa, señores míos?... Veo que todos estáis magantos y preocupados ¡Voto a Brios! Mandad al diablo esa pesadumbre y bebed.

–¡Diantre!, Ulmer, pocas veces hablas así. En verdad, caballeros, no penséis más en Hamlín, pronto seré sólo un recuerdo; pero no quiero serlo triste. Bebed, pues, a mi sa-lud.

–Sois un gran amigo, señor –exclamó el capitán Green–. Os recordaremos toda la vida con gratitud y afecto. Vuestro recuerdo será para nosotros venerado; y, a qué no decirlo, jubiloso, de no anublarlo la tristeza de vuestra ausencia…

Todos aprobaron lo dicho por Andrew, batiendo palmas acaloradamente.

Jean Hamlín se mostró agradecido y continuó con em-peño y coraje sus propósitos, y deseándoles un gran éxito.

Sharp, por su parte, manifestó que sólo esperaba el arribo del cirujano Lionel Wafer y de William Dampier, a

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quienes darían tanta celebridad sus viajes (1). Hizo resal-tar asimismo, la actividad desplegada por John Watling, gran navegante, que había logrado reunir mucha gente de-cidida.

Ulmer protestó, por enésima vez, su buena voluntad y entusiasmo. Dijo que no deseaba otra cosa que el feliz re-sultado de la gran caza–partida, una de las más notables que se registrarn en los anales de la piratería del Caribe. (2). Finalmente, expuso que, el Pelikan, su embarcación, los llevaría a Porto Bello, a fin de que pudieran atacar la famosa ciudad, y que, después, ellos decidirían a dónde de-bían de dirigirla.

–Pondremos proa al golfo de Darién –manifestó el capi-tán Sharp–. Una vez en dicho punto, vuestra ayuda habrá terminado; pagaremos a vuestro piloto lo que sea.

Karl Ulmer se inclinó como un mahometanoJuan Hamlín dio la última gorgorotada de ron y diri-

giéndose a Dennis y Andrew, les dijo:Ha llegado la hora de mi marcha… –y en voz muy queda

agregó–: Procurad porque vuestra audaz empresa, sea co-ronada por el más venturoso de los éxitos.

Los dos individuos se levantaron para abrazar a su jefe.–No olvidaremos vuestras bondades –aseguró el capi-

tán Green conmovido–. Espero que el Cielo me conceda veros algún día.

–¡Valor!, muchachos, y, buena suerte… ¡Adiós!, compa-ñero Sharp –dijo Hamlín, volviéndose a Bat–. La Trompeu-se me espera. Os dejo a mis amigos.

–Descuidad, mi capitán; mas no permitiré que vayáis solo. Yo mismo os acompañaré.

(1) Véase la obra Los monstruos, de este ciclo.(2) Véase El enviado misterioso y la novela anterior.

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–No, amigo Bat –prohibió Hamlin–. De ningún modo quiero que os toméis esa molestia. Además, no es prudente que nos vean marchar juntos. Dennis y John Spring, me acompañarán.

–Sea comó lo queráis, señor –manifestó Bartholomew Sharp.

Todos rodearon al valiente capitán de la Trompeuse para acompañarlo hasta la puerta, y despedirse de él.

Karl Ulmer, que no podía andar pronto, cerraba el sé-quito; Bat, Andrew y Dennis marchaban con Hamlín. Sa-lieron hasta el umbral.

Whinthers y Spring, tomaron al corsario francés del brazo, y desaparecieron con dirección a la bahía.

–Jean, es un gran hombre –comentó Andrew, agrade-cido–.Puedo manifestaros, señores, que gracias a él aun estoy con vida.

–Pocos hombres podrán jactarse de sobrepujarlo –agregó Bat–. Es el flagelo del comercio español y aun del inglés– y, al decir esto, se alejó de la puerta seguido de los marinos.

Al pasar por donde bebían el terrateniente de Montego y el pomposo cortesano, los ojos de Green se encontraron con la suspicaz mirada de éste, y no pudo evitar un estre-mecimiento involuntario. Máxime que observó que el gen-tilhombre bisbisaba al oído del landholder.

Los caballeros entraron de nuevo al cuarto para ultimar sus planes, y fijar el día de la partida. La discusión se llevó media hora, al cabo de la cual, Sharp y los suyos, manifes-taron deseos de retirarse.

Ulmer les propuso quedarse otro rato a disfrutar de la compañía de las muchachas.

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–Gracias –agradeció Bat, el Grande–. Temo que Cook y el caballero lo hayan hecho por nosotros – y diciendo esto, salió acompañado de sus oficiales y amigos.

Se detuvo en el espacioso salón, para ver si descubría las ovejas descarriadas. Green observó que ya no estaban los hombres que se habían fijado tanto en él, y lanzó un suspiro de alivio.

Bat ordenó a Beafero que, puesto que cuidaba de Cook y había llevado a Ringrose a la habitación de Ulmer, se los trajera, en el estado en que estuviesen, sin pérdida de tiempo.

El negro no se hizo esperar. Con el caballero doblado en-cima de su vigorosa espalda y arrastrando a Cook, a quien aseguraba con el fornido brazo derecho, se presentó ante el asombro de los navegantes.

–Este negro es un Hércules –dijo el teniente Balme–. Nos sería de preciosa utilidad en el viaje.

–Sin duda –ratificó Sharp–. Es muy forzudo.Ulmer en un rapto de generosidad, carraspeó y manifes-

tó a los hermanos:–Puesto que os gusta mi esclavo, os lo regalo. Podéis lle-

varos a Beafero.–Pero, señor… –contestó Bartholomew–, os puede ha-

cer falta…–De ningún modo; ya lo reemplazaré por Zab (1), com-

prando a traficantes argelinos o por Chinne (2) traído de Uankara (3).

Balme observó, que, si bien la generosidad de Ulmer era grande, y la fuerza de Beafero muy grande, la desnudez de

(1) Oasis, nombre muy significativo en la lengua de los tuaregs.(2) Hijo de rey, palabra odchi.(3) Alta Guinea.

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Cook y Ringrose era mayor; pues no llevaban ni sombrero, ni casaca, ni corbata, ni botas. Sin embargo, como nadie parecía poner reparo o interés en esto, creyó conveniente guardar silencio.

Al abandonar el prostíbulo, libres ya de las zalemas y cumplidos del negrero, Sharp puso la mano sobre el hue-sudo hombro de Brems y dijo:

–Puesto que Ulmer a sido desprendido con nosotros al ayudarnos y obsequiarnos a Beafero, se tú generoso tam-bién y regálanos a Billy.

Hans suspiró compungido; pero no tuvo más remedio que limpiarse con su viejo pañuelo un lagrimón, impru-dente, y decir con voz entrecortada:

–Pues que así tú lo quieres, hágase tu voluntad así en la costa como en el mar…

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CAPÍTULO VEl ataque a Porto Bello

Era una fresca mañana de enero de 1680. En el abra de Port Morant había una ex-traña agitación. Grupos de marinos iban y venían de la hostería de Brems a la casa de Ulmer, y de ésta, al embarcadero, don-de estaba en franquía el bergantín Peli-

kan. A pasos desmedidos, un hombre de traje gris llegó al

puerto y, dando voces de mando, hizo que la multitud dis-persa se congregara en su torno.

–¡Ea!, hermanos de la costa –exclamó–, os habla el capi-tán Sharp… Todo ha quedado arreglado. La hora de partir se avecina… Oídme bien… El piloto Watling os habrá im-puesto ya de nuestra misión. Ella es grande; por lo mismo, reclama nuestro empeño y coraje. Es preciso que no tripu-léis la nave si antes no estáis decididos a sufrir con entere-za las adversidades que os aguardan en alta mar…

Una onda de voces interrumpió al capitán. Todos lanza-ban gritos de júbilo y de protesta.

–¡Callad! –impuso Bat–; la empresa no es pequeña. De-béis escucharme… He dicho que nunca han sido más pre-cisos la decisión y el ánimo que ahora; no hay puesto en

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nuestra nave para los cobardes. Vamos a luchar para cubrir de gloria el ya ilustrado nombre de la Hermandad… Co-muneros quiero que cada uno de vosotros se imponga de su papel… Nuestro primer objetivo será la fuerte ciudad de Porto Bello; la atacaremos por sorpresa, no habrá es-capatoria. El mando de las operaciones de este asalto ha sido conferido al valiente capitán John Spring. Obedeced-le, pues, porque de ello pende vuestra vida y vuestro por-venir… Porto Bello no es sino el prefacio de nuestra gran expedición. No descansaremos hasta costear los peligrosos litorales de toda América meridional (1)… Estamos resuel-tos, y si algo nos sobra es firmeza. No contamos con más que nuestros pies y manos; pero es bastante para hombres decididos. Obrad, por tanto, y que Dios os proteja.

Un clamoreo se levantó como oleaje anegador. La mu-chedumbre abigarrada, asentía llena de entusiasmo. El ca-pitán Sharp y Spring eran victoreados.

De pronto, un arrapiezo salió del tumulto y, dirigiéndo-se a Bat, dijo:

–Estoy listo, mi jefe; el pequeño Billy no olvida sus com-promisos.

–¡Hurra!, piccaninny –contestó el corsario–. Date prisa: Ve y llama a Cook, Balme y el caballero. Diles que no espe-raremos más.

El mosquiteño desapareció. Se diría que, cual nuevo Hermes, tenía pies alados.

–Es inmejorable –se dijo Sharp, que, al mismo tiempo, sintió que una mano se apoyaba en su hombro izquierdo. Era la mano tosca de Watling.

(1) En esta novela se relata el asalto de Porto Bello, etc., y en las siguientes, los percances del célebre viaje a que se refiere Sharp.

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–¡Bravo!. Watling –exclamó–, sin ti no podríamos partir hoy… Ve a buscarme a Dampier y a su compañero, diles que Sharp desea saludarlos.

–Si no me engaño –contestó el famoso marino–, son los individuos que vienen ahí.

–En efecto, se acercan ya –confirmó Bat–. Nos han vis-to… Ahora se dirigen hacia nosotros.

William Dampier se llegó seguido de Lionel, su compa-ñero; y haciendo un afectuoso saludo, dijo:

–¡Qué tal!, capitán; ¿os sentís animado?...–En lo absoluto. Mi ánimo es inquebrantable. Os ofrez-

co que he de regresar por el Atlántico o no volveré jamás…–Ahí viene mi capitán Cook –indicó Watling, interrum-

piendo a Sharp–. El teniente Eduard Balme y el caballero, vuestro amigo, le siguen. Y… Brems viene atrás con Billy y el patrón Ulmer.

A los pocos instantes, estos rodeaban a Sharp abru-mándolo a preguntas y palabras sin sentido. Brems gritaba como una mujer y Ulmer hacía ridículos pucheros.

Hans regaló a Billy un muñeco de terracota y dos escu-dos, y le hizo miles de recomendaciones. Ulmer obsequió a Beafero cuatro sous y le dió una cariñosa palmadita en la espalda.

–Tengo plena esperanza –le dijo– de que ya no te volveré a ver… Gute Reise!... –Suavizó la voz al decir esto; pero se rió en vez de acongojarse.

Beafero injurió a su ex–amo, envalentonado de que ya no era su esclavo. Karl protestó; pero Whinthers, que llegó en ese momento acompañado de Green y otros navegan-tes, salió en defensa del negro.

Billy, por su parte, se mostró poco agradecido al recibir el muñeco de barro; lo botó a la vista de Hans, diciendo:

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–Solo necesito de los escudos.Cook fué nombrado jefe de la expedición; ya que, el ca-

pitán Sharp, persona muy modesta, a quien le tocaba serlo, rehusó, aduciendo que su amigo tenía más experiencia y méritos que él; y solo se avino a quedar de segundo. Cox fué nombrado contramaestre; y, a los capitanes Dampier, Green y Spring, lo mismo que a los tenientes Whinthers, Balme y Watling, se les dió mando de hombres.

Ulmer recomendó al piloto del Pelikan, que obedeciera las órdenes de Cook y Sharp; y que, cumplida su misión, retornara a la ensenada.

Por fin, Cook tomó el portavoz y dio las órdenes de zar-par para Porto Bello. El barco orzó con lentitud; las ondas, rotas por el tajamar, formaban pequeños rizos que pasa-ban raudamente azotando los bordos. El viento inflamó el velamen, soplaba acariciadora brisa y, el sol de levante, radiaba, coloreando de suave tono gualda de las nubes. En-tonces, para decirlo con las palabras de César, el navío des-aferró: “quietam nactus tempestatem, navem solvit”.

Una vez en marcha el bergantín, la tripulación se agol-pó hacia el combés. ¡Para qué volver la mirada hacia la tie-rra!... Toda la grandiosidad del mar se extendía a su vista. El timonel observó la brújula y, con mano firme, hizo girar la caña hasta encontrar el rumbo señalado en la carta ma-rina. De improviso, se volvió a ojear la costa. Aún vió cómo la multitud se arremolinaba agitando en alto paños y som-breros, y hasta logró descubrir la hidrópica andorga de su patrón, que sobresalía entre todas las demás, como si fuera la roda de un barquichuelo. En esto, el piloto echó de ver que nadie había en la parte de proa, avergonzado, se quitó la boina y la sacudió en el aire.

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Una que otra gaviota, haciendo escala en los cayos, cru-zaba el espacio de transparente azul.

Las voces confundidas de los marinos, que cantaban, fué a morir a la distante ribera.

“Hermanos de la costa, haceos a la mar y junto con las olas cantad, cantad, cantad…”

Ya muy alto el sol, Cook y Sharp se retiraron con Spring a la toldilla para combinar el ataque sobre Porto Bello. El jefe manifestó que ninguno intervendría en el primer asal-to más que el susodicho Spring.

Se acordó desembarcar al norte de la ciudad, en un sitio encubierto y algo distante, a modo de no despertar sospe-chas. En seguida se hizo el recuento de vituallas, armas y dinero y se encontró que era limitado.

Entrada la noche, Cook congregó a la tripulación y le hizo ver las dificultades con que tropezaban. Sharp la aren-gó de nueva cuenta. El viaje era un poco riesgoso por los navíos de Morgan, que vigilaban los mares a caza constan-te de piratas y contrabandistas, y porque no llevaban bue-na batería.

Con todo, el entusiasmo de los navegantes era firme. Iban contentos, incluso el capitán Green y su compañero, que se habían hecho muy amigos de Cook, hasta el grado de que éste no podía pasarse sin su compañía.

Whinthers, que tenía un bello carácter, alegraba las in-sulsas veladas del alcázar narrando inverosímiles aventu-ras.

Y… un día, un hermoso día, un gaviero notificó al con-tramaestre que había avistado la costa del istmo.

En efecto, al poco tiempo, Cook mandó desembarcar a su gente. Balme aseguró que estarían a más de veinte mi-llas de Porto Bello. Por tanto, el jefe dio la orden a Spring

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de ponerse en marcha. Deseaban los piratas tomar por sor-presa el puerto, para lo cual era preciso ir por tierra y no por agua. La vista de la nave alarmaría a los guardias, que pondrían fuego a las mechas de los poderosos cañones del castillo de San Felipe.

Sharp, deseoso de tomar parte en el asalto, se había dis-puesto para el viaje; pero Cook le dijo que mejor perma-neciera con él en el Pelikan: Se harían a la vela a los pocos días con el objeto de acercarse a la ciudad para recoger a los bucaneros, o para protegerlos si así los exigían las contin-gencias. Sorprendido Sharp, protestó con energía manifes-tando a John Cook que eso era dar pésimo ejemplo de pu-silanimidad a los hermanos, y que la falta de cumplimiento de ambos, los desalentaría. El jefe, disgustado contestó que si lo deseaba podía marcharse; mas él había determinado quedarse acompañando a Green y otros oficiales.

Sharp cedió a los empeños del capitán, y volvió a bordo en unión de Ringrose y Whinthers.

Cook daba tres días después la orden de continuar al oeste, hasta encontrar un paraje seguro y mediato a Porto Bello, pues, hombre supersticioso, no quería, como mani-festó a sus amigos, correr la suerte de Francis Drake, que murió repentinamente frente a la ciudad antes de lograr expoliarla. Sin embargo, pensaba acercarse a ella si los pi-ratas se veían en un caso apurado.

John Spring se alegró de que lo hubiesen dejado solo. En realidad ya lo presentía desde el punto y hora en que en que se le ocurrió a Cook darle el mando de las operaciones cuyo objetivo era Porto Bello. El hombre del albugo y la cicatriz, iba acompañado de Balme, Watling y el cirujano Waffer; los demás oficiales se habían quedado en el barco.

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También a Billy y a Beafero, como a otros cinco tripu-lantes, se les había ordenado quedarse.

Watling hizo el recuento de sus hombres, y halló dos-cientos noventa.

–Si no hay fuerte guarnición, son suficientes –calculó–; Porto Bello será nuestro.

Puesto que hemos hablado de Porto Bello, Puerto Bello o Portobelo, preciso es describirlo hasta donde más poda-mos. Era éste, la llave del comercio hispano, de su mag-nífico puerto despegaban los galeones reales, que hacían escala en la Habana, y, al tocar la península, aportaban en Sanlúcar, y en seguida en la ciudad que disputaba el auge aduanero de Sevilla: Cadiz, donde descargaban su rico bas-timento de cacao, tabaco, quina, añil, cochinilla, vainilla, palo de Campeche, pieles y azúcar. De regreso, iban pro-vistos de azogue, para el beneficio de la plata; paños, telas, muebles, aperos de labranza, comestibles y gran variedad de baratijas artísticas.

El mercado de Porto Bello se abría, al retorno de las na-ves, por cuarenta días; se daba el pregón de los precios y se hacían ventas o permutas, las primeras, pagaderas en pias-tras o barras de metales preciosos y, las últimas, en toda clase de granos y productos de la región; de las regiones, mejor dicho, porque el oro, la plata y los efectos proceden-tes del Perú, la tierra del inca, y de la capitanía de Chile, la indomable Arauco, que eran desembarcados en la vieja Pa-namá, se cargaban a lomo de asno y se enviaban a la enor-me feria de Porto Bello, en donde, a su vez, se remitían a la entonces poderosa metrópoli.

Tal era el fuerte comercio de la antigua ciudad, de clima febril, pluvioso y malsano; pero de excelente condiciones marítimas. Porto Bello no es a la fecha ni la sombra de lo

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que fuera ayer. De su pasada grandeza sólo quedan, como mudos testigos, los viejos castillos reconstruidos en 1751 por el teniente general Ignacio de Sola, famoso ingeniero y Gobernador de Cartagena, así como la abrigada cóncava de su buena bahía y la ventaja de su puerto llamado antaño la Caldera, donde carenaban toda clase de embarcaciones.

En la fecha de nuestro relato, tenía dos espaciosas pla-zas; una situada frente a la Aduana, edificación toda de mampostería, y la otra ante la iglesia parroquial, de piedra también, hermosa obra de la época de la colonia; así como los conventos de la Merced y San Juan de Dios, destruidos posteriormente.

El puerto estaba protegido por el cuartel de Guinea y por los castillos de San Felipe, San Cristóbal, San Jerónimo y Santiago de la Gloria; edificados en tiempo del poderoso Felipe II por el ingeniero Juan B. Antonelli, dañados seria-mente a principios del siglo XVIII por una flota inglesa y echados abajo por el almirante Wermon, que en 1742 se apoderó de la ciudad.

Porto Bello, como Maracaibo, como Campeche y como muchas otras ciudades, sufrió fuertes ataques corsarios por parte de William Parker (1602), Henry Morgan (1668), John Spring (1680), Edward Wernon (1742) y William Kinghills (1745).

A nosotros nos toca describir el tercero gran ataque que soportó aquel emporio de la América española, ya que he-mos señalado a la ligera, su movimiento.

Quedamos en que Spring, felicitándose de que lo hu-bieran dejado solo, y lleno de júbilo, se disponía a marchar contra el puerto.

Sin embargo, pronto hubo de desanimarse, puesto que tropezó con innúmeras dificultades. La distancia era ma-

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yor de la que dijera Balme y, el estado del temple, liento por las noches y abrazador al medio día, agotaba a los pi-ratas; por otra parte, llevaban pocas provisiones; las más se habían quedado en el barco; pues, presumieron que no duraría gran cosa el viaje. Caro les costó la equivocación, ya que los abastos se agotaron el segundo día, ¡y aun faltaba trecho que recorrer!...

Al cabo de la cuarta jornada, y cuando el descontento iba cundiendo entre los bucaneros, aparecieron en el hori-zonte las torres de la parroquia y los almenados muros del castillo de Santiago, Porto Bello estaba cerca.

El entusiasmo se propagó, y hasta los más carentes de ánimo cobraron aliento y buen humor; el viaje había sido penoso y extenuativo. Algunos tenían los pies tumefactos y cubiertos de llagas, otros, mejor librados, llevaban las bo-tas desechas; los guijarros y rocas del camino se ensañaron con unos y otras.

Los piratas se detuvieron un momento en un morro. El sol llameaba con furores repentinos. Spring sonreía con malicia, oteando a la distancia, como el gato que se dispo-ne a caer sobre la presa, la ciudad tostada por el ardor. Su ojo sano se iluminaba de abstruso y cenagoso placer.

Porto Bello, como ciudad concurrida y rica, ofrecía a los presuntos asaltantes cuantioso botín.

Algunos no soñaban precisamente con riquezas; lasci-vos y dipsómanos, se prometían toda suerte de goces. Los amantes de Baco paladeaban ya los caldos importados de Jerez, de Rioja o de Ocaña. Los sibaritas sentíanse ebrios y lánguidos de placer.

Tampoco faltaban los desalmados que soñaban con la rara emoción del crimen, el morboso halago de los quejidos y el siniestro matiz de la sangre; ni escaseaban los avaros

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que acariciaban, acaso con mayor placer que los libidinosos a sus víctimas, los áureos montones de dinero.

La fila de aquellos turbulentos asaltantes, se extendía como un reptil enorme, estimulado por la luz torrante del sol. De pronto hizo alto en un breñal. Spring dictó órdenes concisas, y distribuyó en grupos a sus hombres. En el cami-no se les habían unido ciento cincuenta indios.

¡Silencio! –impuso el capitán del ojo nublado–. Aguar-dad mis órdenes… Dagger, mi fiel lugarteniente, se disfra-zará de mendigo y entrará en la ciudad. El habrá de decir-nos si es oportuno nuestro asalto.

Dagger sonrió horriblemente, y vistiendo harapos, par-tió renqueando con dirección al puerto.

–No te demores – le grito el capitán.–Corriente– contestó el fingido menesteroso perdién-

dose en las quebraduras de la vía. De pronto apareció a los lejos, para volver a ocultarse tras arqueados cocoteros.

–¡Preparad vuestras armas!– previno Spring.Algunos se llevaron las manos al pecho, exaltado y fir-

me, otros crisparon las garras, como águilas hambrientas; no pocos contrajeron el bíceps braquial, y hubo quienes se lamieran los dientes.

Larga y angustiosa fue la espera; mas al fin volvió Dag-ger portando buenas noticias y limosnas.

–¡Votó al diablo!, muchachos –carraspeó–, Porto Bello es vuestro. Id sin recelos; está desguarnecido y a merced de vuestra fuerza… Pues que duerme, apresuraos a desper-tarlo… Dáos prisa, porque sé que está por llegar tropa de Cuba.

Un vocerío ensordecedor se levantó ahogando las pala-bras de Dagger.

Spring llamó a sus comandantes y les dio órdenes.

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–Marchad en grupos separados y atacad las fortalezas… Nos congregaremos todos frente a la parroquia.

Cuatro secciones se pusieron en camino. Spring coman-daba la más numerosa, que tenía por cometido asaltar el cuartel de la Guinea.

Dagger manifestó a su capitán que todo saldría bien. Re-firió que el Pelikan se acercaba, y sólo aguardaba el retorno de Billy, enviado en misión secreta, par air a esconderse en un abrigo próximo a la ensenada; supo esto porque había encontrado al astuto antillano en Porto Bello, el cual ma-nifestó que el deseo del jefe era que apresuraran el ataque.

Spring se prerecía de alegría.En esos momentos se oyó la descarga de un mosque-

te. Resultó que unos bucaneros se habían disgustado por causas baladíes, y uno hizo fuego sobre su adversario, que desvió el arma y, el tiro, fué a rozar al cabeza de Balme, a quien se apresuró a asistir el cirujano Wafer.

No es de gravedad –manifestó éste–; pero ha perdido mucha sangre y será conveniente que repose un instante, mientras le hago las curaciones indispensables.

Se mandó poner al herido a la sombra de hermosa pal-mera; en tanto, Lionel preparaba unos apósitos.

–Apresuráos –exclamó Spring– el tiempo apremia.Los piratas de la sección principal, se acercaban a la en-

trada sureste del Puerto. Como no hallaron resistencia a su paso, indicio de que

no se les esperaba, continuaron avanzando hasta llegar frente al cuartel.

–Es preciso que treinta hombres decididos penetren al interior del edificio, mientras nosotros hacemos fuego des-de aquí –manifestó el capitán–. De esa manera lo tomare-mos por sorpresa.

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Un grupo de forbans avanzó resueltamente. Sorprendió desarmada a la guarnición, e hizo que se rindiera. Sin embar-go, los centinelas de las garitas, se dieron cuenta del amago, y concentraron vivo fuego de mosquete sobre los corsarios.

Varios fueron heridos.–¡Ea!, muchachos –alentó Spring–, no os acobardéis…

¡Pronto aquí! Los nuestros tomarán el cuartel.En el interior del mismo, los piratas se apoderaban de

las armas de los guardias y encerraban a éstos, a par que contraatacaban a los que estaban apostados en las torres.

En San Jerónimo se batían bravamente los españoles. Con todo, fueron vencidos. En San Cristóbal no hubo resis-tencia. Las restantes alcazabas, por tener poca guarnición, fueron ocupadas casi al punto.

El tiroteó alarmó a la ciudad. El grito de “¡piratas asal-tantes!”, produjo pavor colectivo; las gentes, conturbadas, recordando el último ataque, cruel y cobarde, llevado a cabo por Morgan doce años atrás, corrieron a las iglesias y a los subterráneos. En un minuto no había un alma en las calles. Los mercaderes huyeron abandonando sus géneros; numerosos civiles se armaron para proteger sus intereses. El gobernador dictó las medidas que creyó oportunas, aun-que fueron en vano. Algunos no hallaron cosa mejor que esconderse donde pudieron. Las tiendas y los expendios fueron cerrados herméticamente.

La mosquetería del cuartel se rindió, después de una de-fensa denodada.

–El asalto ha sido un éxito –comentó Spring–. Apenas –esto era exagerado–, si hemos encontrado resistencia.

Luego dio permiso de comenzar el saqueo.–No hay tiempo que perder –manifestó Dagger–. Id en

busca de Billy y decidle que prevenga al capitán Cook…

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Mandad al grupo comandado por Ben Jones, que vigile el puerto, y que avise de cualquier novedad que se presente.

En seguida marchó a Santiago de la Gloria y a San Feli-pe, con objeto de remitir los prisioneros a San Jerónimo, donde hizo reforzar guardias.

Spring libraba órdenes desde la Guinea.Los piratas, semejantes a una manada de lobos ham-

brientos, se dieron entonces al exterminio. Los más, a fin de cometer sus robos, se dirigieron al mercado y a las gran-des tiendas, cuyas puertas incendiaron. Otros rufianes, penetraron en las casa de nota sacando a sus moradores a fuerza de empellones y maltratos, y apoderándose de cuanto había de valor. Como el asalto fue tan rápido, no todos pudieron huir a tiempo.

Dagger quiso personalmente tomar parte en la rapiña. Al frente de ocho bucaneros, visitó uno de los comercios principales. Una vez en el interior, registró las arcas, con anticipación exoneradas por los dueños, y se llevó el re-manente que ascendía a cerca de 200 piastras. Después, con pretexto de remojarse la garganta, entró a la bodega; encontró una gran cantidad de jarras de vino de Logroño y barriles de malta.

Dagger y sus acompañantes saciaron su sed, y salieron bien entonados al exterior.

–Es el más apetecible jugo que he probado en mi vida –dictaminó el teniente satisfecho, limpiándose los bezos.

Siguieron caminando con dirección a la parroquia; mas pronto hubieron de detenerse llenos de cautela. De varias partes salían gritos de coraje y de dolor lanzados por hom-bres heridos en la lucha, y lamentos de mujeres magulla-das, que habían tratado de defenderse.

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Dagger siguió caminando estupefacto. No creía que en tan poco tiempo sus compañeros hubiesen podido hacer tanto daño. Pronto se detuvo ante una señorial mansión de la cual escapaban ayes lastimeros. Penetró receloso has-ta llegar al lugar de donde provenían los tristes lamentos. A su vista se ofreció sangriento espectáculo.

Un caballero yacía en tierra, muerto a puñaladas, junto a una dama de edad indefinida, aparentemente desmaya-da. Apuesto mancebo reptaba por el suelo oprimiéndose el pecho; y, una doncella muy hermosa, sujeta por los bando-leros, iba a ser víctima de fornido pirata.

Dagger se pasó la mano por los ojos, como si creyése que se trataba de una alucinación alcohólica. Por un mo-mento contempló atónito a la joven, luego, recobrándose, llevó la diestra al cinto y desenvainó la espada.

Con agilidad sorprendente, el pirata que amagaba a la muchacha, se volvió contra Dagger. Al arrostrarlo, tuvo tiempo de levantar un arma caída. El lugarteniente de Spring era experto en la esgrima y pudo esquivar las aco-metidas de su adversario. Con destreza increíble paraba los golpes y contraatacaba tirándose a fondo. Su contrincante era de extremado vigor y su brazo parecía dotado de incan-sable energía; empero Dagger, como espadachín diserto, suplía con la técnica la fuerza que le faltaba.

La inquietud, tal vez, que la angustia de la doncella le producía, hizo que se volviera para verla; momento que fué aprovechado por su rival para tocarlo. Dagger no tuvo tiempo de parar el golpe, aunque retrocedió con presteza. La espada vaciló en su mano, y él se inclinó hacia delante, como tambaleándose. Era un ardid. Con rapidez imprevista se tendió a fondo, y envasó limpiamente a su adversario.

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Dagger se apretó el cuello. La joven lo miró con sus grandes, azorados ojos acane-

lados; tendría a lo sumo dieciocho años y la palidez que el terror le causara no podía acentuar ya más su lactescente blancura.

Todo esto había sucedido en breve lapso. Los canallas que sujetaban a la muchacha, presas de estupor y de la ataxia, se habían quedado como petrificados; pero al ver al lugarteniente de Spring victorioso, reaccionaron. Arro-jándose sobre él, trataron de darle muerte; por fortuna los hombres de Dagger penetraron a la habitación y, en un momento, se desembarazaron de los insumisos a toros de pistola y golpes de arcabuz.

El oficial se acercó paso a paso a la hermosa muchacha que yacía desfallecida sobre unos cojines. Su deslumbrante belleza lo turbaba más que el vino. Dagger hundió la ruda mano en la onda sedeña de sus cabellos fulbos. La joven lo observaba con sus pávidas, inexpresivas pupilas, sin arti-cular palabra. Entonces él echó un manto sobre sus hom-bros. Se acercó luego al mancebo herido y lo colocó sobre un banco.

Hecho todo esto, volvió a la doncella, tomó sus heladas manecitas y las llevó a sus labios, y después, como si te-miera despertar a alguien, se alejó de puntillas. Los ocho acompañantes acechaban a su jefe en religiosa actitud. Di-ríase que se trataba de un rito hierático, profundamente misterioso como las iniciaciones eleusinas.

Dagger dio órdenes para que la casa fuera respetada y para que retirasen los cadáveres; y salió a la calle pensativo, con la barba sobre el pecho. Atrás, en mustia procesión, seguía su escolta con los cuerpos de los tres piratas.

Uno de sus integrantes se atrevió a murmurar:

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–¿No os parece que el teniente se ha vuelto loco?–¡Oh! Nos parece –contestaron sus compañeros–; pero

también estamos trastornados nosotros.–Sólo ésos a fe que no lo están –declaró el que había

hablado la primera vez, señalando a unos hombres.Eran cuatro piratas que jugaban a los dados para decidir

quién debía de quedarse con una joven, que, amenazada por las manazas de un bucanero, esperaba temblorosa en un extremo de la calle.

Dos escoltas se rezagaron para observar aquello. Uno de los jugadores dio un puñetazo, articuló brusca interjec-ción, y ahuyentó furibundo a los otros. Había ganado.

Los curiosos se encogieron de hombros y prosiguieron su camino. A su paso se ofrecían extraños espectáculos. Una niña mostró a los piratas su muñeco desjarretado y les pidió que se lo compusieran. Otro chiquillo jugaba junto al cadáver de un viejo. Gritos, carreras y maldiciones atrona-ban la ciudad. De algunas casas escapaban llamas y hórri-dos estrépitos. Cierta muchacha salió de una encrucijada; llevaba el cabello suelto y el rostro lívido y, a poco andar, se le vió caer exánime.

Los escoltas de Dagger volvieron a encogerse de hom-bros. Pasaban en esos momentos por el mercado. Una mu-chedumbre se agolpaba frente a los puestos disputándose las mercancías abandonadas. Cerca de la parroquia, trope-zaron con una cáfila de indios y forbans, que conducían a un joven bien sujeto y a una pobre anciana que prorrumpía en lastimeros ayes.

Al llegar frente al templo, se encontraron el cadáver de Dagger…

Ambos mirones inquirieron, no sin gran asombro, a los seis escoltas que contemplaban indiferentes a su jefe

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mientras recontaban el dinero que habían sacado de sus bolsillos, cómo había acontecido esa desgracia.

–Nos ordenó que lo esperásemos. Se subió a la torre –contestó uno–, y se dejó caer desde arriba.

Esto distaba mucho de la verdad. Los templos eran el solo lugar que los piratas respetaban. Y, aun cuando sus macizas puertas hubieran permanecido abiertas, nadie, excepto Morgan y sus satélites se hubieran atrevido a fran-quearlas. Además, Dagger no tenía por qué precipitarse de lo alto, ni su cadáver presentaba machacamiento alguno. Había muerto de la hemorragia interna, causada por la le-sión recibida en defensa de la joven.

Poco a poco se formó un corrillo compuesto por bucane-ros temulentos, por indios enfurecidos y por libertinos en cuyos rostros se veía la huella de la avariosis. El grupo de asaltantes contemplaba estúpidamente al pirata encalleci-do que, antes de morir, pudo vislumbrar una estrella en las tinieblas de su alma. Y, la versión ideada por un pirata irónico y mendaz, fué creída por los aventureros.

Los subalternos de Dagger tomaron a su extinto jefe, y después de haber arrojado los despojos de los tres insu-rrectos en honda cuneta, siguieron con dirección a la Gui-nea. Al pasar frente a una tienda a juzgar por la muestra, encontraron a una mestiza que tenía el rostro amoratado por una antuviada, junto a ella un asaltante ebrio se chu-paba la mano.

–Me ha mordido la pájara, por eso le pegué –confesó el culpable a los curiosos.

El grupo siguió con rumbo al convento de San Juan de Dios, sin prestar oídos al embrutecido charrán, mas se de-tuvo frente a un amplio pórtico para observar un cuadro excéntrico. Hombres desmarridos por los excesos mordían

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y golpeaban a sus víctimas y tomaban a más y mejor. De haberle sido posible no hubieran tenido reparo en dilacerar a sus compañeras, en hacerles punturas y mutilaciones y hasta en comérselas con el mejor apetito.

La macabra escolta se alejó impasible de aquel círculo de sádicos, y prosiguió calle abajo, topando con cinco forbans que deliberaban sobre si ahorcarían a un hombre, por ha-berse negado a decirles dónde tenía su dinero.

–Hemos despachado al Cielo a cuatro, por igual moti-vo,– agregó uno de los asaltantes al ser preguntado.

Al pasar por el convento los conductores del occiso, es-cucharon los cantos de los monjes, que pedían a Cristo mi-sericordia y justicia para que los deslamados no repitieran con ellos la terrible hazaña de Morgan.

Ya cerca del cuartel hallaron a un mocetón que cargaba un costal manchado de sangre; lo interrogaron y el mucha-cho contestó, no sin burlesca sonrisa:

–Son piezas humanas de ilustres varones, que cometie-ron el desacato de no querer hacernos partícipes e sus ri-quezas; también son despojos de excelentes matronas, que tuvieron la crueldad de privarnos de la vista de sus encan-tadoras hijitas… He ido a mostrarlas al capitán.

En rigor, el fardo contenía una provisión de carne de cerdo, que Spring había apartado para llevarse.

Al llegar al cuartel, alguien del funéreo grupo indagó por el jefe.

–Está muy ocupado –le respondieron.Mas el hombre que había inquirido, se acercó al aposento

del capitán, el cual salía del mismo en aquellos momentos.–El teniente Dagger ha muerto –exclamó el intruso, de-

teniendo la vista en la velluda mano de Spring, que soste-nía gruesa botella.

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En el interior, entrevió a una mujer desfallecida, que consideró joven y bonita, mas esto resultó ser pura ilusión de óptica y acaso de malicia, pues, la tal mujer, era la verde casaca y el sombrero del capitán; quien, al recibir la funesta noticia, hizo un amplio gesto de impaciencia y, colocando la botella sobre una mesa donde había otras muchas, or-denó:

–Traédlo a mi vista–. En seguida lanzó un grito impe-rativo: –¡Aquí Small Beard, retira estas botellas y trae las otras.

Un hombre de tipo lombrosiano se apresuró a obsequiar los deseos de Spring.

– ¡Vamos!... Traedme las botellas… digo a Dagger –vol-vió a ordenar el capitán con voz que más tenía de aguar-dentosa que de conmovida.

Dos hombres de la siniestra escolta lo mostraron, no sin antes haber salido con la filfa. tenía el pecho atravesado, el rostro sudoriento estaba cubierto de polvo. Era algo im-ponente.

–¡Mil rayos! –exclamó Spring, poco observador y ladi-no–. ¡Mala suerte! Dagger era un gran filibustero, valiente, feroz, astuto… ¿Qué demonios le pasaría?... ¡Si lo habrán maleficiado!

Spring había empuñado de nuevo otra botella. En ese momento apareció un indito vivaracho y nada

corto. Vió con curiosidad al asaltante de Porto Bello y ex-clamó:

–El capitán Cook me envía a deciros que desaprueba vuestra tardanza, y que castigará vuestra crueldad. Os con-cede un cuarto de hora para la retirada. Si no obedecéis levará anclas, y os dejará a merced de la venganza de las tropas españolas.

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Spring, consternado, rechazó las botellas, y ordenó que cesara la licencia.

En seguida, dio la orden de marcha. El tumulto fue grande. Muchos protestaron diciendo que apenas comenzaban

a disfrutar del saqueo y ya se les imponía la retirada. Un pirata viejo, apodado “Grasp”, que había estado en el asalto de Maracaibo, manifestó que los capitanes modernos no eran ni la sombra de la sombra de los antiguos: Morgan, Montbar, Brasiliano…

El saco había durado cinco horas. Los forbans empeza-ron a concentrarse frente a la Guinea. Algunos no pudieron hacerlo porque estaban completamente beodos, a pesar de las órdenes dadas por Spring, de que no se embriagaran.

Uno de los más temperantes bucaneros, manifestó al jefe que Watling había tomado con exceso desde que tuvo a mano bebidas alcohólicas, y que a Wafer y Balme no se les había visto por ningún lado.

Estos últimos, por el percance experimentado, se que-daron detenidos en los aledaños de la población. Por el rui-do de los disparos y de las gentes, que huían acobardadas, entendieron que sus compañeros habían tomado la ciudad.

Cuando Balme se sintió más alentado, Wafer lo ayudó a levantarse, y echaron a caminar a fin de reunirse con los suyos.

Wafer encontró en el trayecto algunos grupos de facine-rosos, a quienes no reconoció.

–No son de la Hermandad –aclaró Balme–; no compren-den ni el francés ni el inglés. Son mestizos o indios que ro-ban amparados por nuestros compañeros. Cuando éstos se retiran, ellos se salen de sus madrigueras a pillar… Por tanto debemos apresurarnos, pues quizá los hermanos se han ido.

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Wafer habló a uno de los pícaros sin obtener respuesta. Entonces Balme dijo en español:

–Decid, por favor, si ya se han marchado los ingleses.–Se están retirando –contestó cierto individuo, después

de corta indecisión–. Varios marinos se detuvieron frente a la Aduana…Podeis alcanzarlos aún, si venís con ellos.

–Gracias –contestó Balme–, y siguió de frente, apoyán-dose en su compañero. Al penetrar en el centro de la ciu-dad, vio los muertos y escuchó las desgarradoras quejas de los heridos.

Wafer quería ayudarlos, pero Balme le metía prisa.–Es preciso violentarse, no sea que nos dejen al arbitrio

de los españoles, y nosotros paguemos los desmanes que cometieron los nuestros.

El cirujano asintió con la cabeza. Los rezagados obser-varon que los piratas habían puesto fuego a las puertas de las principales casas comerciales, y que algunos domicilios habían sido allanados.

Hallaron a su paso otras muchas víctimas de los asal-tantes.

Balme hizo un gesto de repugnancia: perros hambrien-tos se disputaban ya los despojos humanos.

Los dos hombres continuaron descubriendo cuerpos mutilados, lugares que acusaban trágicos episodios, man-chas o huellas de sangre en muros y piedras y, también, objetos olvidados por los bucaneros: Wafer levantó cuatro piezas de a ocho.

Al llegar cerca del parque, a un extremo del cual se al-zaba el edificio de la Aduana, se encontraron con una cua-drilla de filibusteros que, al verlos, agitaron las manos con demostraciones de alegría.

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–El capitán Spring , ha enviado a buscaros. Creía que habíais sido victima de alguna venganza– manifestó uno de los piratas.

–Bien lo merecíamos– repuso gravemente Balme–; el asalto ha tenido sus rigores.

–Un grupo de mentecatos que se dieron a beber y escan-dalizar en vez de cumplir la consigna

–¿Cuál consigna? –preguntó Wafer–Spring había dicho que sólo visitaran las casas gran-

des, y que se llevasen lo que fuera de valor. Les prohibió el estrago.

–Desgraciadamente él mismo se entregó a la licencia –afirmó un segundo.

–Conozco un poco a Spring –comentó Wafer–, es un hombre de poquísimos escrúpulos. No es precisamente cruel; pero le encantan las copas y sus procedimientos son nada caballerosos.

–Cada quien tiene sus defectos –expresó Balme.El cirujano y el herido se acercaron al embarcadero.

Había pocas naves surtas en el angra: una carraca de 600 toneladas se mecía próxima a la férrea fortaleza de San Fe-lipe, dos balandras y cuatro jabeques, fluctuaban a cierta distancia.

Un bogador esperaba en un lanchón a los retrasados.–¡Apresuraos!–, exclamó al verlos–. El capitán ha dado

órdenes de que marchemos luego.En los precisos momentos, el displicente Cook bramaba

en la toldilla del Pelikan, disgustado por la demora de los bucaneros.

Había enviado a Billy a decirles que se diesen prisa, que no quería mas que dinero.

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– ¡Diantre! –exclamó–. ¡qué me importa a mí que haya vino y mujeres! Yo no voy a tomar ni lo uno ni lo otro. Lo que quiero es oro. Di a Spring, si observas que anda con sus entuertos, que no lo esperaré. ¡vive Dios!, ni quince mi-nutos más.

Sharp intervino para reprocharle:–Si yo hubiese ido no hubiera permitido diversiones de

ningún género. Me hubiera ceñido estrictamente a la con-signa.

–Cierto –contestó Cook–; pero en caso de un contraa-taque sangriento, nada difícil hubiera sido que te perdié-semos. Y tu vales diez veces más que ese asqueroso pillo.

Cook llamó a Dennis y a Green; quería jugar a los dados. Sharp, en tanto, dio órdenes de acercarse a Porto Bello, a fin de recoger a los excursionistas. Al cabo de media hora del retorno de Billy, los primeros botes aparecieron a es-tribor.

Los jefes se aproximaron a la barandilla de proa.–Es el tuerto que regresa –bramó el capitán Cook.En efecto, Spring y sus auxiliares subieron a bordo.

Otros lanchones más, se llegaron al bergantín.–¡Voto a Lucifer! –gritó Cook–. Ya veo que llegáis borra-

chos tras cometer una serie de barbaridades. En cambio, lo principal que es el dinero, lo habéis olvidado. ¡Los diablos carguen con vosotros, señores pícaros!... Decid: ¿os mandé a bailar la zarabanda o a realizar una empresa de mérito y lucro?

El hombre del albugo, y de la cicatriz, que le cruzaba la turva frente, exclamó:

–¡Callad, capitán, estáis bajo la impresión de los cuentos ideados por ese maldito de Billy, a quien tengo ardientes deseos de apretarle un poco el gollete! Nosotros nos he-

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mos portado como caballeros. Vuestra consigna fue obe-decida con todo esmero. Yo mismo me expuse al disgusto y desaprobación de mis hombres, por haber extremado la energía y el rigor que requería la situación… Hemos tenido poquísimas bajas y hecho buena presa. Los habitantes e Porto Bello, fueron respetados en sus personas y hogares, sólo la bolsa de algunos sufrió detrimento… ¡Ea, mucha-chos!, decid a vuestro jefe cómo os conducísteis.

Un pirata que había servido a las órdenes de Morgan, exclamó:

–Capitán Cook, no os dejéis envenenar por la cizaña de Billy. A decir verdad, pocas expediciones han sido tan pia-dosas o equitativas como ésta. Bien merecía uno un poco de esparcimiento después de tan horribles fatigas: Cuatro días de marcha pisando espinas y guijarros y tostándose al sol; y con todo, raro fué quien se echó al coleto un poco de ron para aplacar la sed. Y contados los galantes que se permitieron requebrar a alguna hembra salerosa; que, lisa y llanamente sea dicho, nos salía al encuentro con dádi-vas y nos hacía grandes demostraciones de cariño, fiada en nuestra caballerosidad.

En tanto así hablaba el viejo afiliado de Morgan, Spring, con mucho acierto, mandó poner a la vista de Cook el dine-ro y objetos de valor tomados durante el saqueo.

–Es una fuerte cantidad –manifestó–. Lo menos nos to-carán cien piezas de a ocho por cabeza, sin meter en cuenta jerarquías ni indemnizaciones.

Graps intervino al punto, diciendo:–Puedo afirmar yo, que pasé lo mejor de mi juventud al

servicio de connotados capitanes, y que tomé parte en las expediciones de Tierra Firme, Cuba y el Golfo, que el actual asalto de Porto Bello no es digno de consideración. Estuve

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aquí con Bordely hará unos doce años, y a fe mía que no dejamos piedra sin revolver. En cambio, en esta caza–par-tida, hubo orden y respeto para todos, y hasta murieron algunos compañeros por evitar atropellos, de suerte que, el valiente Dagger, prefirió la muerte a permitir que se come-tieran incontinencias. Así, pues, ¡oh esforzado capitán!, reflexionad sobre lo dicho y dadnos más bien premio que castigo.

–¡Callad! –impuso el jefe, colérico–. Sois unos perfectos gárrulos. Os veo venir borrachos y lánguidos y aun me de-cís: “No ha habido expedición más en orden y buen acuer-do”… Mirad no os arrepintáis después de vuestras torpe-dades y locuras… ¡Ea gavilla de mandrias!, formaos para que os reparta vuestro tanto.

El contramaestre dió las órdenes necesarias y exhortó a los piratas a que, si se habían reservado algo, lo manifesta-ran en el acto.

No fueron pocos los que arrojaron en la hucha dinero, joyeles y menudos artefactos.

–¡Perros sarnosos! –exclamó Cox–. ¿Hasta cuándo pro-cederéis de modo honrado? ¡Cuidad que no os abandone-mos en al isla más solitaria del Pacífico! ¿Quién mas anda con hurtos?... Tú, taimado Small Beard, o tú, hipócrita “Hook”, beodos cimarrones, no penséis libraros esta vez de mis suspicacia.

Hook y Small Beard arrojaron en junto cinco piezas de a ocho.

–¡Ah pillos! –vociferó Sharp–, poco provecho os iba a traer vuestra codicia… ¡Mirad!, guardad silencio y tened paciencia. Se os llamará por turnos. Los heridos recibirán indemnizaciones. Aquellos que se hayan destacado por su valor y disciplina, obtendrán merecido premio.

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La distribución dió principio en seguida de acuerdo con el reglamento de la Hermandad. Hubo protestas acaloradas y largos debates. Muchos reclamaban lo que no merecían. A los más se les negaron méritos. Los ocho hombres de la escolta de Dagger, empero, recibieron magnífica parte por su buen comportamiento, fidelidad y apego a la consigna.

El sol estaba próximo al ocaso. Estratos de tono amari-llo rojizo se deshacían suavemente en la altura, como fajas de tinturado algodón cuyas pelusas, tocadas por la luz, ca-yeran sobre las aguas refulgentes en áureo y tupido rocío.

La orden de marcha fué dada… Los maniobreros se pre-cipitaron a los chafaldetes y palanquines. El helmsman re-pasó la carta marina. Sus ojos volvieron a la línea verdean-te de la costa…

Una exclamación recorrió el bergantín de la popa a la proa: “¡A Bocas del Toro!...¡A Bocas del Toro!...

El piloto, entonces, hizo girar la caña del timón hasta encontrar el rumbo señalado por la aguja de marear; y la nave viró bruscamente, largando la bahía.

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CAPÍTULO VIDarien

El viaje fué un poco dilatado y tortuoso. El Pelikan necesitaba proveerse de agua y carenarse. La ensenada de Porto Bello había quedado al este.

El propósito de los navegantes era re-coger al bravo Harris y a su jefe Richard

Sawkins, que, andando el tiempo, habría de suceder a Cook en el mando de las operaciones del Pacífico.

Bocas del Toro fué, en tiempo de nuestro relato, de poca o ninguna importancia comercial. Empero, por sus magníficas condiciones, y por los recovecos y refugios que ofrecen las islas situadas en la bahía del Almirante y en la laguna de Chiriquí, era frecuentada por gran número de embarcaciones, en cuyo puerto natural no sólo se guarne-cían sino que podían carenarse.

Harris aguardaba en la costa, acompañado de Sawkins, la llegada de Cook y sus hombres. Estaba desde un mes an-tes en una aldea de Tierra firme. Se le habían reunido al-gunos naturales o guaymíes, y cosa de treinta filibusteros, grandes marinos estos últimos.

Por fin, la ansiada nave surgió en la bahía. El entusias-mo fue indescriptible. Sawkins y los suyos, esperaban en la costa cantando y tronando las manos.

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Los piratas de Cook respondían sobre la cubierta del bergantín, con no menor regocijo. Balme, cuyo hermano Jean estaba con Peter Harris, fue el primero en bajar a tie-rra.

El barco, una vez amainadas las velas, se retiró a sitio propio para reparaciones.

El capitán Green, en compañía de Whinthers y Ringrose, observaba con curiosidad la costa exuberante, cubierta de cocoteros, bombonajes y cañaverales. Las grises techum-bres de los bohíos, hechas de guano, zacate o pinocha, y esparcidas a lo largo de la ribera, se descubrían vagamente, ocultas entre la espesa fronda.

El comandante Peter Harris, reparó en aquellos mo-mentos en los tres observadores, y preguntó a Cook y Sha-rp, cuyas manos había estrechado:

–¿Son esos caballeros de la Hermandad?–Sí –asintió Cook–. Es el capitán Andrew Green y su

amigo, el teniente Dennis Whinthers, el otro es el señor Basil Ringrose, huésped del camarada Bat.

–Voy a presentaros a ellos –intervino Sharp–. Son exce-lentes personas– y dirigiéndose a los consabidos, exclamó: – Capitán Green, teniente…, todos, acercaos, que os quiero dar a conocer al esforzado comandante Harris!

Al oír esto los caballeros, se llegaron a los jefes.El saludo fue cordial. Andrew se sintió bien impresionado de la cortesía de

Peter, éste vestía astrosamente por el abandono en que es-taba. Llevaba muy poblados la barba y el bigote y crecido el cabello. Lucía una musculatura de Hércules Pacífer; y, el sol, al caer sobre sus pectorales amplios y sudosos, que bro-taban de la desgarrada blusa, les daba un bruñido de cora-za. A su izquierda estaba parado Richard Sawkins, hombre

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apto y valiente, de ojos penetrantes y firmes. Ocultaba sus greñas un vistoso car–hang (1).

Junto a él, fumando en su pipa antillana, posaba Jean Balme, grave y majestuosos como un pavo en celo. Todos muy mal trajeados y sucios, a causa del descuido y aisla-miento.

Cuando el heráclida vio a Green, le tendió su vigorosa diestra. Andrew se la estrechó efusivamente.

–Me siento orgulloso de conoceros, señor –manifestó al comandante–. Había llegado a mis oídos, tiempo hace, vuestra envidiable fama.

En seguida saludó a Richard y a Jean Balme, que habla-ba en esos momentos con el hermano.

Peter condujo a los advenedizos a su barraca.Los piratas de Cook se habían extendió por los plantíos

en busca de plátano, cocos, quelonios y aves comestibles.El campamento de Harris era grande y bastante acep-

table. Lo formaban varias chozas de techos de gramíneas y paredes de barro y madera. En redor había hermosos pa-payos y bananeros.

Peter y Richard atendieron con extraña fineza a sus dis-tinguidos huéspedes, obsequiándoles una bebida guaymí parecida a la chicha, frutas propias de la región, y unas tor-tas hechas de maíz tierno o chócolo, mientras se discutía sobre diversos asuntos más o menos relacionados con la caza –partida.

Por la noche, cenaron un magnífico asado de pecarí y huevos de tortuga, rociados con la fermentada bebida.

Los días fueron transcurriendo sin que nadie manifes-tara deseos de proseguir la expedición, hasta que Sharp

(1) Palabras iranias, car, cabeza, y hang, que se lleva encima. Hemos aplicado los térmi-nos al paño con que algunos piratas se tocaban, a la usanza berberisca.

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hizo ver a sus compañeros los trastornos a que se exponían de continuar en esa inactividad.

Convencidos los piratas, se resolvieron a tomar el largo.La embarcación había quedado convenientemente re-

parada y lista para resistir una travesía de tiempo.El piloto de Ulmer manifestó designios de terminar

pronto, a fin de retornar a Port Morant. En vista de tales consideraciones, el jefe ordenó la marcha con enojo de no pocos bucaneros que, a todo trance, querían permanecer más, por el deseo de seguir concurriendo a las solemnida-des que se efectuaban después de la balcería o fiesta astro-nómica del guaymí.

Afortunadamente para Cook, lograron convencer a los reacios Sawkins y Harris, el del mando accidental, con quienes los piratas se habían encariñado en gran manera.

Sawkins era un hombre que sabía imponerse sin recu-rrir a los extremos. Tenía modales de caballero y alma de marino. Trataba a todos con benevolencia y consideración, y no gustaba de los excesos ni desórdenes. Era valiente y sagaz.

En tanta proporción se dio a estimar, que, la víspera de la partida, los bucaneros trataron de destituir a Cook, nombrando a Sawkins capitán. Richard, el “bien amado”, se enfadó, diciéndoles lo injusto del procedimiento, el que nunca aprobaría. Hizo que se le guardara a Cook, su hués-ped, la obediencia necesaria, y cerró su arenga con estas palabras:

–Siempre estaré a vuestro lado y procuraré encumbrar los méritos que ya otras veces os han dado fama; pero nun-ca dejaré de insistir en que todo debe ser hecho inspirado en la equidad y disciplina. Mientras no seáis constantes y os prestéis a la obediencia y buen orden, no puedo confiar

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en vosotros. Cook es el jefe común, y debemos respetarlo. Seguid enhorabuena a su mando sin animosidades ni insu-rrecciones.

Los piratas se calmaron. Pero el capitán quedó desde esa fecha a disgusto con Sawkins, y por ende, con Harris, su valiente maestre.

El día de la marcha, los indios de Bastimentos, Valien-te y Popa llevaron carne de jabato y maní, y los balseros guaymíes del Changuinola, pescado y oro en polvo, que los bucaneros compararon, así como extraños talismanes es-culpidos en tobas del volcán.

Los lugareños, amigos de Richard, se negaron a tripu-lar el bergantín, manifestando deseos de que Sawkins se quedara.

El barco hizo breve escala en un islote de las Mulatas, archipiélago en el golfo de San Blas de anegadizas playas, y lleno de arrecifes que descansan en lechos de coral.

El seis de abril, los piratas desembarcaron en el seno de Urabá. Era un día sofocante y cálido. No había una nube en el cielo desteñido; y, en la tierra fértil, la humedad concen-trada subía al calor del sol, disipándose en tenues espirales.

La línea de la costa avanzaba rica y exúbera hacia el oca-so, al este era cortada por las aguas del Atrato, cuyas ribe-ras, pobladas de mangles, se extendían en una zona larga y ardorosa infectada de moscos y reptiles.

Richard, que había incursionado ya por aquellos luga-res, acompañado ahora de Dampier, Wafer y Harris, señaló el camino para acercarse a la Antigua, población más inme-diata al lugar del desemb

Los piratas iban gritando a lo largo de la costa. Era que despedían el bergantín de Ulmer que se hacía a la mar. La emoción era grande, y, algunos se limpiaban los ojos; el pi-

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loto sacudía la boina con más fuerza que la vez aquella en que se despidió de sus amigos en Port Morant.

Sharp había liquidado cuentas y hecho el cómputo de armas y vituallas. Las primeras, quitadas en su mayoría a la guarnición de Porto Bello, eran suficientes; pero las provisiones alimenticias no alcanzaban a cubrir las nece-sidades. Lo traído de Bocas del Toro era escaso, y lo que se guardó de Jamaica estaba en muy mal estado. ¡Le tocaban cuatro galletas a cada uno!...

Era urgente hacerse de comestibles. Por desgracia los tis (ribereños), estaban más al oriente, al norte de las tierras pobladas por chocoes y catíos, de prestigio canibalesco. El único punto considerable, era la sobredicha población de la Antigua o Santa María, lugar poco poblado y floreciente, mal guarnecido desde que los españoles la abandonaron en 1526. La Antigua del Darién es una de las ciudades más añosas de América.

Los bucaneros se pusieron en marcha. El sol meridiano los agobiaba con los golpes de sus rayos, haciéndolos sudar a chorros

Algunos miraron de últimas al Pelikan, que se alejaba con las velas cuadradas de sus tres palos (1), suavemente impulsadas por los alisios. Llevaba un mensaje a Jamaica: La Hermandad conquistaría gloria en los mares del sur.

Pero ínterin, era preciso darse maña, esforzarse en sumo grado y vender cara la vida.

De pronto, la compañía hizo alto. Al nordeste, tras unas frondas de palmito, se agitaba una figura humana. Los pi-ratas se aproximaron y descubrieron a un cuna–cuna pe-lando una boa de gran tamaño.

(1) El bergantín de ese tiempo, parecido al bricbarca, pero sin cangreja, constaba de tres mástiles.

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–¡Ea!, muchacho –le gritó Sawkins–, ¿qué haces?... Di-nos tu nombre.

–Me llamo Ponca, comercio en pieles de boa, aligator y jaguar; concha de tortuga; cáscara y médula de coco.

–¡Prodigioso! –anotó Dampier–, ¿Qué hacen con la cás-cara de coco?

–Tiene diversos usos, los lelés (sacerdotes, brujos) la emplean para ahuyentar los espíritus, y para brebajes cu-rativos. Sirve también, para hacer vestiduras y techumbres

–¡Qué extraño! –comentó Waffer con escepticismo.Richard se sonrió y dijo a Ponca:–Necesitamos un muchacho inteligente y decidido como

tú, que nos sirva de guía y nos presente a los hermanos tis.–Sois hombres blancos – dijo el indio con manifiesto

disgusto.–Cierto –contestó Sawkins–; pero somos adversarios de

los que te han dejado sin tierras y se han apoderado de tus mujeres… Somos vengadores. Perseguimos a tus enemi-gos, a los enemigos de tu tribu y tu pueblo.

–Está bien, blanco –asentó Ponca–, pronto lo habrás de demostrar. Te presentaré con mis hermanos –Ocultó la serpiente en unos matojos y, dirigiéndose a todos, dijo: – seguidme.

Richard y sus acompañantes echaron tras él. A espaldas de éstos marchaba un grupo comandado por Cook, y, a retaguardia, el grueso de la compañía.

En el camino, Dampier se iba fijando en la riqueza de la tierra, en la gran variedad de árboles, en los gayos colores de las aves, que trinaban en el cielo ardiente.

De pronto, temible arma arrojadiza, parecida por el ta-maño y ligereza a la balza de los guaymies, fue a clavarse

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en el tronco fibroso de un plátano. Wafer hizo un esguince y señaló el proyectil diciendo:

–¡Mirad!: por poco y me da.Al mismo tiempo vió salir de la maleza a unos indios

vigorosos de teñidos rostros, argollada nariz e imponente aspecto, los que sujetaron a sus compañeros por los brazos.

Ponca se volvió a los asaltantes y les dijo en un sincopa-do dialecto cueva (1):

–Dejad a los blancos, son amigos–. Y como Sawkins los interrogara con la mirada, contestó: –No temáis, son los dos (Indios del Chocó), hermanos de los tules (cunas), a cuya tribu yo pertenezco.

El jefe de los salvajes se acercó a Ponca, y le habló en su confusa lengua.

El amigo de los piratas movía afirmativamente la cabe-za, y respondía a las preguntas del cacique; éste se acercó a Sawkins, le clavó sus oblicuos ojos negros, y pronunció varias palabras ininteligibles para los ingleses.

Ponca, que, como algunos ribereños mercadantes, sabía algo de inglés y español, tradujo lo dicho por el chocó.

El jefe dice que, puesto que no sois enemigo del cuna–cuna, os recibirá bien y os dará hombres para que os ayu-den en vuestras empresas.

Richard y los demás bucaneros inclinaron la cabeza en señal de agradecimiento, aceptando con regocijo la propo-sición del cacique.

Entonces Ponca agitó el brazo en alto y dijo a la gente del chocó:

–Retiraos, que los blancos son amigos de la tribu.Los indígenas desaparecieron, quedando solo Ponca, el

cacique y dos de sus adictos.

(1) El cueva de los idiomas caribe y chocó.

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–Harris se acercó al chocó y le estrechó la encayecida mano.

El jefe indio, sus dos capitanes y el cuna, invitaron a los filibusteros a seguirlos.

Llegaron a una explanada llena de palmas de tagua y pe-queñas chozas, donde había varias indias tejiendo esteras de guano. En unas cuerdas se oreaban cueros de jaguar y puma, y perniles y costillares de tapir y pecarí.

Un comoturo (músico), oculto tras un espeso plantío de yuca, tocaba un pífano de carrizo; varios indios hacinaban su cosecha de batata.

El cacique hizo extender pieles en la tierra húmeda, e indicó a los bucaneros que tomaran asiento; en seguida les dio carne de tapir y postre de jagua.

Al poco rato, Richard y sus compañeros se levantaron, abrazando al jefe indio y agradeciéndole su cooperación. Ponca les dijo que los acompañaría hasta la Antigua, y, que, después, volvería a los chocoes, los que se apresuraron a proporcionar barcas de palo de algodón y guías.

El cuna les contó, que había varios campamentos indios al sur, pero que con frecuencia cambiaban de lugar, según las condiciones del clima, y la abundancia de pesca en los ríos y caza en las selvas.

Cuando los piratas rezagados se reunieron a sus compa-ñeros, éstos les reprocharon su tardanza, y Cook aprovechó la oportunidad para vejar a Sawkins. Richard manifestó que, si bien se habían separado de la compañía, en cambio habían hecho una alianza con los darienes que resultaba de inestimable valor para el éxito de la misma.

Harris defendió calurosamente a su jefe y amigo; los ánimos se calmaron–gracias a la concordia lograda por la mediación de Sharp y Green.

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El cuna se decidió, por último, a guiarlos hasta el Tuyra, lo que regocijó a Cook en gran manera.

La marcha no fué fatigosa gracias a Ponca, que los pre-sentaba con los naturales y los llevaba a descansar a alguna aldea indígena. Los piratas entretuvieron sus ocios hama-cándose indolentemente bajo los cocoteros, y persiguiendo a los manatos que vagaban en la costa del Urabá en busca de hierbas; así y todo, llegaron más pronto de lo contado a su objetivo.

Por fortuna para los pícaros, Santa María estaba sin guarnición. Y el asalto fue cosa de minutos.

Se dirigieron a saquear algunas bodegas y a buscar co-mestibles.

Casi todos los habitantes huyeron llevándose sus bie-nes, y sólo una que otra persona descuidada o negligente fué víctima de violencias.

Encontraron algunas mestizas, las que, no pudiendo soportar las injurias de tantos desenfrenados, murieron o perdieron la cabeza.

Disgustados por el escaso botín, los aventureros incen-diaron la población, demoliendo a su paso cuanto les fue posible.

Al acercarse a la ribera, tomaron un barquichuelo y al-gunas canoas que los tis les prestaron. Ponca llevaba un costal pequeño, del cual extraían trozos misteriosos que asaba y devoraba apetitosamente, durante los descansos de la marcha.

Dijo que no podía sustraerse aún al gusto de la carne humana, de riquísimo sabor

Al caballero Ringrose le dió fiebre; no tenía alma de ca-níbal. Nadie compartió la ración del culto antropófago, sal-vo Small, Beard y Hook.

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En el istmo de Darién el caudal de los ríos decrece en el verano, estación llamada de secas, que se inicia en enero y termina en abril, a partir del cual entra el invierno, pluvio-so y cálido en parte, y que dura hasta el fin del año.

La marcha empezó, por tanto, con dificultad, a menudo encallaban las embarcaciones en los bajos del Cacarica, y hasta tenían que halarlas con cuerdas a fin de proseguir la boga hasta las aguas del Ubenatí y Paya, plagadas de mos-quitos morbíficos y de caimanes de acreditada gazuza.

Las provisiones se habían casi agotado, la desesperación era grande, y el sol, torraba de lo lindo las semi–desnudas espaldas de los boteros. Estaban en una vasta comarca, húmeda y lujuriosa, amurallada por las montañas de San Blas al noroeste, extendiéndose al sur lejano de las espesas llanuras del Chocó, ante el Cauca, hasta alcanzar el macizo del Pirri, atalaya histórico al cual asomara la intrepidez de Balboa, allá en 1513, y en donde viera desplegarse ante sus ojos la verde amplitud del Pacífico.

Fué día de entusiasmo cuando los botes se deslizaban sobre las aguas del Tuyra, río de leyenda que arrastra pla-ceres de oro, y discurre en soñadora ribera veteada de pór-fido y diorita.

La situación, sin embargo, era grave, se carecía de ali-mentos y las molestias naturales eran muchas. Algunos días los vientos alisios fueron constantes y refrescaban la atmósfera; mas otros el sol encandecido encerraba como en un caldero a los boteros, acosados constantemente por los moscos y tábanos.

Gracias a la prudencia de Sawkins, los corsarios pudie-ron al fin acercarse al Pacífico. El capitán Cook rabiaba de cólera: La fama conquistada por Richard era enorme, y los piratas le obedecían más que a él, que era el jefe.

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Esto terminó en una seria dificultad en la que abun-daron palabras insultantes. Sawkins dijo que no sentaría precedente de insurrección, que siempre había aconsejado a los bucaneros la concordia y que, así, buscaría manera de obviar dificultades remitiendo las diferencias a la com-petencia de la Hermandad. Cook temiendo ser depuesto, hizo presto las paces; sintió encono, principalmente con Harris, que salía en defensa de Richard y amenazaba al ca-pitán con sus pesados puños de heráclida.

Siguió la travesía…Las aguas del Tuyra cubiertas de confervas brillantes y

verdes como esmeraldas, iban ensanchando su valle ro-deado de fuertes encinas y alisos de alba florescencia.

El chillido de los cariblancos que se descolgaban de los juncos, y el vuelo de los loros gritones, de gayos matices, ponían una nota de júbilo en el ánimo de los boteros.

En ocasiones, éstos suspendían su boga para tomar al-gunos cocos o buscar huevos de aligator; pero tenían que reembarcarse pronto, por la abundancia de reptiles peli-grosos y el rudo piquete de las congas.

La marcha iba prosperando.De cuando en cuando, un canto sentimental hendía el

espacio y alcanzaba el ardiente cielo del trópico, que, a tre-chos, cerraba la trama de las gramíneas y júnceas.

Entre las malezas tenebrosas brillaba de súbito la mi-rada fija de un jaguar; surgía el aleteo deslumbrante del ninfálido, que secretaba la miel de las flores ribereñas; se escuchaba el horrible gemir de los caimanes, y el ruido de la hojarasca triturada por la carrera de una puma sedienta.

Un día Cook, dio órdenes de acampar en un arenal a fin de procurarse alimentos.

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Harris opuso protesta, en vista de que ya faltaba poco para llegar al golfo de San Miguel, donde desagua el Río Grande.

Cook aprovechó la oportunidad para desfogar su ren-cor. Surgió seria contienda. Peter descargó sus puños sobre el capitán, entonces éste sacó filosa damasquin; el arma brilló como un rayo trémulo sobre la nuca de Harris.

Un grito escapó de los enronquecidos pechos de los pi-ratas.

Peter contuvo el golpe, le arrebató el puñal a John y se lanzó inexorable sobre el jefe. La damasquina fulguró ma-léfica como sostenida por la mano de un demonio. Cook estaba perdido.

Los bucaneros trataron de ocultar su regocijo, apretan-do los agudos dientes en mueca horrorosa.

Un puño de hierro sujetó la muñeca de Harris, y el arma blanca desvió la dirección.

Más de un voto cruzó el espacio.Peter se volvió enfurecido, para encontrarse con la mi-

rada penetrante de Green.–¡Dejadlo! –dijo con voz imperativa–. Es nuestro jefe.–¡Maldición! – exclamó Harris.–¡Ha sido a tiempo! –terció Richard–. Es mejor no co-

meter atropellos. Sea todo por la paz… Dejad las energías y el coraje para mejor oportunidad.

–¡Qué lástima! –protestaron algunos piratas, enemigos de Cook.

Sharp y los otros jefes, corrieron a calmar a Harris. El capitán se retiró del corro, pensativo. Green lo siguió.

Llegaron tras unas palmas y John, apesadumbrado, dijo al amigo de Hamlín:

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–Sois muy generoso, señor, os debo la vida. Sabré pagar vuestra buena acción un día de tantos.

–No lo toméis en cuenta, capitán –respondió Andrew–. Nos habéis acogido bien, a Dennis, mi compañero, y a mí. Esto ha sido bastante.

Los gritos de los piratas eran grandes, y las manifesta-ciones de animosidad en contra de Cook, proseguían.

Sawkins arengó a los bucaneros, haciéndolos entrar al orden. Sharp, buscando al jefe, se acercó al sitio donde con-versaba con Green, y sugirió que era preferible continuar la travesía.

–Yo pienso que es mejor seguir adelante –dijo– para evi-tar descontentos.

–Ceded, señor –aconsejó a su vez Andrew.–Sea como queráis – consintió, ya repuesto, el capitán

Cook, dirigiéndose a su yola.Bat, reprendió a los exaltados, y la marcha se reanudó.A las pocas horas, el valle empezó a ensancharse más

y más; y por fin, a la vista de todos, apareció el espacioso estero.

Un clamoreo se levantó en manifestación de júbilo.Algunos piratas iban enfermos y agotados, su vestimen-

ta infundía compasión. Sharp los exhortaba con fuego. La fila de canoas se fué congregando en redor del bar-

quichuelo de Cook, eran como treinta y cinco botes, la ma-yor parte facilitados por los tis.

El sol radiaba en lo alto; y las aguas del Pacífico, encres-padas por el macareo del Tuyra y del Sabana, se alzaban como níveos flabelos y, a impulsos de la creciente iban a morir con suavidad a la extensa marisma.

Los boteros, encorbando el dorso sudoroso y bogando con ahínco, pasaban la ancha ría. Las venas de sus brazos

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se dilataban por el esfuerzo, y, sus pechos velludos y gra-sosos, a los que el rayo del sol daba visos tornasoles, se alzaban a cada golpe de remo.

La línea difusa del Darién, que forma las montañas de Llorana, Nique y Malí, se esfumaba al nordeste; mientras la costa del golfo se extendía, con desembarazo de llanura, al ocaso.

No bien se alejaban del estuario, cuando avistaron dos embarcaciones españolas aferradas en una pequeña cala de la isla Stanley.

Entonces Cook dio la orden de asalto; aunque procuró rezagarse para no tomar parte en el mismo.

Los piratas se aproximaron a los pequeños buques y los abordaron con presteza. La tripulación era escasa y se ha-llaba descuidada, por lo que no tuvieron gran trabajo en apresarla.

Con todo, las naves no fueron suficientes para los fili-busteros, y muchos se encontraron en la urgencia de con-tinuar en los botes.

Cook nombró, con gran asombro de sus oficiales, al va-liente Sawkins, comandante de la expedición a Panamá. Era propósito de los forbans asaltar la ciudad y piratear por sus contornos.

Richard, persuadido por Harris y casi todos los aventu-reros, aceptó la encomienda. Empero, la incursión a Pana-má, era a la sazón piu difficile che mai; ya que, desde la caza–partida de Morgan, las autoridades de Tierra Firme habían formado el empeño de aumentar la vigilancia, des-de las costas fronteras a la Taboga hasta las playas norte-ñas de Nueva Granada.

La marcha prosiguió, con no exiguas dificultades, bajo el airado sol del trópico y las endemias propias del istmo.

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Sawkins preparó sus planes, dio a Harris el mando de uno de los barcos y confirió a Green una importante mi-sión, ordenándole que se quedara en el golfo de San Miguel con varios filibusteros, Dampier y Ponca, para cubrirles la retirada y evitar que Cook y sus oficiales, se desbandasen. Cosa que se temía entre los piratas.

El capitán ignoraba que éstos le tuvieran desconfianza. Su idea, al conferir a Richard el mando de la incursión, es-tribaba en que reconocía su esfuerzo y rectitud; y quería, de éste modo, librarse de muchas molestias y dificultades. Además, al hacerlo así, dejaba satisfechos a los bucaneros, amigos de Sawkins la mayor parte.

Lo cierto era que John Cook, no tenía alma de corsario. Fué un navegante esclarecido. Sus viajes pintorescos, y sus conocimientos de mares y tierras remotas, le dieron una celebridad que apunto estuvo de correr parejas con la de un hombre con quien se le ha confundido; el notable James Cook, descubridor de Nueva Zelanda. Mas para los ataques y asaltos rudos y violentos, nunca tuvo dotes ni arrestos. Careció asimismo de constancia y resolución, prendas que no pueden faltar en el haber de un verdadero écumeur.

El viaje, como ya señalamos, prosiguió con rumbo al puerto de Panamá; el que estaba siendo reedificado en un sitio próximo al en que estuvo hasta el crítico día en que los piratas de Morgan, después de haber asaltado el Casti-llo de San Lorenzo (1) bajo la dirección del capitán Boder-ly, remontando la corriente del Chagrés en número de mil ochocientos hombres, le pusieron sitio, y, tras rápido pero intenso combate, lo tomaron. Se dice que los españoles prendieron fuego a la ciudad, en la que permanecieron los

(1) La historia de esta fortaleza, actualmente en ruinas, es casi la misma que la de los fuertes de Porto Bello.

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asaltantes tres semanas, al cabo de las cuales se retiraron con magnífico botín.

Así y todo, los empeños del gobernador Alonso Merca-do de Villacorta, y de los habitantes del lugar, habían logra-do reconstruir gran número de casas de madera de cedro y encino, y no pocas de mampostería y barro crudo.

El 23 de abril, los piratas se aproximaron a Panamá. El puerto distaba aún cosa de ocho millas; el entusiasmo era grande, y los hermanos de la costa invocaban a San Jorge, soldado, mártir del cristianismo, patrono de Bretaña, cuya solemnidad se conmemora en esa fecha, lo cual fue para ellos de buen agüero.

La abigarrada multitud, agolpada en los castillos de proa, gritaba hasta desquijararse…

El puerto no estaba desprevenido; el vigía de Sawkins había avistado con anterioridad tres fragatas bien artilla-das que aproaban hacia ellos. Multitud de coloridos car–hangs, gorros y sombreros de pluma, se removían sobre el puente, los piratas armados de mosquetes, arcabuces, alabardas y destrales, se preparaban para el combate. Ha-brían navegado como media milla cuando las baterías de barbeta de los buques españoles dispararon sobre ellos sus mortíferas cargas.

El clamoreo se hizo ensordecedor y tremendo. Los bu-caneros se tumbaron sobre cubierta, abroquelándose en las amuradas, y descansando sus armas de fuego sobre los coronamientos

Los botes se dispersaron con rapidez, a fin de dificultar el ataque enemigo.

Era grande el tumulto.Sawkins hizo disparar los pequeños cañones de proa, de

poco alcance y efectividad.

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–¡Aquí mis hombres! –exclamó–. Es preciso acercarse a una de las embarcaciones y abordarla con presteza.

En seguida mandó que los tripulantes de los botes se acercaran sin vacilación a las fragatas, y sorprendieran a los atacantes mientras los dos pequeños buques se prepa-raban para el abordaje.

–¡Ea! –gritó Richard–. Halad las relingas de barlovento hacia proa a fin de oponer el branque a los navíos!... Dispa-rad sobre la arboladura.

El fuego de las baterías de barbeta proveniente de las fragatas se hacía cada vez más intenso. Los gritos de los boteros heridos y las voces de los oficiales, incrementaban la confusión.

–¡Cazad las velas! –ordenó Sawkins a los gavieros–; es preciso atacar sin demora.

Gran número de jefes piratas se acercó a Richard seña-lando con el índice el segundo de sus barcos…

Una bala de cañón había destrozado el trinquete y oca-sionado grandes desperfectos.

–¡Pardiez! –exclamó Sawkins, pasando sus catalejos so-bre la cubierta de la goleta–. No distingo a Harris.

En el mismo momento el estallido de las baterías se in-tensificó amenazador.

–¡Mirad! –dijo, haciendo un movimiento de cabeza–, los boteros han arrojado los cloques para el abordaje. ¡Ved, ved, la suerte nos acompaña!

Los oficiales se agruparon al lado de Bat, agitando en alto sus gorras y sombreros.

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CAPÍTULO VILa Muerte de Harris

Don Jacinto de Barahona, Gran Almiran-te del Mar del Sur, jugaba una partida de revesino, con sus oficiales, en el alcázar del Santísima Trinidad, fondeado en la isla del Perico, a dos millas de la capital de Tierra Firme.

En la mesa había apilados relucientes carlos y algunos objetos de valor.

Es de advertir aquí, que el almirante Barahona, a causa de su mala suerte, encontraba especial afición por el reve-sino, pues, siendo en este juego todo trastocado, al perder en él ganaba.

No por esto se veía libre don Jacinto de lanzar interjec-ciones o descargar fuertes puñetazos sobre la mesa, cada vez que la fortuna le era adversa. Pero sabía dulcificar esta desdicha paladeando el magnífico vino, encargado expre-samente por él, a Calahorra, Montilla o Sanlúcar.

En uno de los lances del juego, el almirante inclinó hacia atrás la cabeza y, sorbiendo una pulgarada de rapé excla-mó, no sin cierto optimismo.

–Os he demostrado cinco veces que tengo buen naipe, y espero hacerlo otras tantas.

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Tomó en sus manos las cartas, barajólas y las puso gol-peadamente sobre el tapete.

Al retirar el brazo, tiró las monedas que estaban apila-das a su diestra, cayendo una en la cubierta. Barahona se inclinó para recogerla, y, al asirla entre sus dedos, sus ojos se clavaron en la efigie del prognata soberano. El almirante suspiró y no pudo evitar el decir:

–¡Pobre de Su Majestad Católica! ¡Tantas desgracias que han afligido su reinado! –y, sin apartar la vista de la mone-da, hundió la barbilla en el pecho en actitud de profunda reflexión…

Gobernaba los vastos dominios españoles Carlos II, hijo de Felipe IV, que al morir dejó el reino envuelto en guerras y discordias, las que prosiguieron in crescendo por todo el tiempo que vivió su débil y enfermizo sucesor.

Fué el gobierno del último de los Austrias marcado por subsecuentes desgracias. Los asaltos en contra de las pose-siones de ultramar fueron continuos y trágicos. Recorde-mos al respecto la cruenta toma de Porto Bello (1669) y la de Panamá (1671), y la no menos sangrienta e inolvidable expoliación de Cartagena de Indias (1697); última gran hazaña de los piratas del Caribe llevada a cabo por el almi-rante francés de Pointis, que exigió un rescate de treinta millones de libras, y que costó a la ciudad veinte millones de dicha moneda, catorce días de crudo bombardeo, y te-rribles horrores.

Al lado de estos males, las intrigas fraguadas por Luis XIV e Inocencio XII, que habían acordado el fin de la casa de Austria, preparaban el terreno para las interminables guerras de sucesión.

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España, que estuvo a principios de tan azaroso gobier-no empeñada en luchas con Francia y Portugal, se vió obli-gada a suscribir la desventajosa Paz de Nimega; perdiendo definitivamente la Lusitania, en pugna separatista desde 1640; Flandes y el Franco Condado.

En la minoría del monarca, los amaños y las ambiciones se sucedieron. Ignorándose quien tenía la suprema autori-dad, si la reina madre, doña Mariana; don Juan de Austria o el P. Nithardt, valido de la regente, que más tarde fué re-emplazado por Fernando de Valenzuela; todos mandaban, ninguno obedecía.

De nada careció el reinado, disgustos, terremotos, gue-rras, pestes y piraterías berberiscas y antillanas, a cual más trucidante.

En palacio, la corte empeoraba la situación ideando tris-tes maquinaciones, movidas por el P. Reluz, ora por Medi-naceli, por la reina consorte Ana de Newburg, por Lira y Mantilla, y otros ambiciosos que acarrearon al reino graví-simos trastornos y serias desgracias.

El periodo de Carlos el Hechizado, fué como todo el mundo sabe, trágico hasta para las letras y las artes, que languidecieron lentamente. Los grandes escritores, teólo-gos y dramaturgos que cerraron el clasicismo español, Gón-gora, Valbuena, Martínez Espinel, Francisco de Quevedo, Rodrigo Caro, Rioja, Guevara, Saavedra Fajardo, Suárez, Márquez, Mariana, Lope de Vega, Fray Gabriel Téllez, de Rojas, y los pintores Diego Velásquez, Pablo de Céspedes, El Rafael español; Herrera, Ribera, el Españoleto, y Zur-barán, habían muerto ya. De esa memorable generación, que dió gloria imperecedera a la península, quedaban el escultor Alonso Cano y el poeta y escritor Melo, desapa-

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recidos en 1667; el viejo dramaturgo Calderón de la Barca, que murió en 1681; el gran Murillo, de pincel divino, que le sucedió al año siguiente, y el historiador Solís en 1686.

…………………………………………….

Don Jacinto de Barahona levantó la cabeza, puso la bri-llante moneda sobre las otras y continuó jugando.

Había pensado en Carlos II y en sus vastos dominios, en la nube funesta que sobre ellos parecía cernerse, y que marcaría sin remedio la decadencia de un reino poderoso y grande aun…

En esos momentos el oficial de guardia abandonó el “banco de la paciencia” y penetró violentamente al alcázar.

–Vueseñoría –dijo al almirante, inclinándose–, tres de nuestros barcos están siendo atacados por piratas ingleses, al este del puerto. El caso es grave.

–¡Voto al diablo! –exclamó don Jacinto–. Son unos mandrias esos oficiales. ¡Sea por Su Majestad Católica! –y, dirigiéndose a un grumete, exclamó: –Retirad las cartas y el vino, y llamad al condestable.

El ruido de las botas que golpeaban las tablas, y de las ar-mas y espadas que se entrechocaban, se oía por todos lados.

Don Jacinto se dirigió hacia el castillo, acompañado del condestable y varios oficiales.

El rumor de los marinos que subían al puente, y de los maniobreros que soltaban los brioles, se intensificó.

En la proa, un serviola daba vueltas al cabrestante para desaferrar el navío, mientras los artilleros mandados por el condestable se precipitaban a la entrecubierta.

Barahona ordenó que las tres fragatas, y la corbeta que estaban apostadas en la isla del Perico, salieran sin demora para atacar a los filibusteros.

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En seguida, y paseando su anteojo de larga vista por la línea de la costa, hacia el este, exclamó:

–Aun están fuera del alcance de nuestros cañones. Es preciso acercarse más.

El Santísima Trinidad largó velas, siguiendo las aguas de los cuatro barcos ligeros.

Transcurrieron unos minutos angustiosos.– ¡Malditos piratas! –vociferó el contramaestre–. ¡Están

a solo dos millas de nuestro galeón!– Es exacto –respondió el almirante, requiriendo la bo-

cina de órdenes.– Atención, maniobreros –ordenó–: ¡Amurad! Es preci-

so acercarse a las naves enemigas. – Y bajando al entre-puente, gritó –Disparad los cañones de la segunda cubierta de batería. Concentrad bien el fuego.

Una descarga cerrada hizo arfar el galeón.Los buques ligeros, se acercaban, en tanto, a las embar-

caciones españolas, para protegerlas; disparando las piezas de barbeta sobre los barquichuelos piráticos.

Era tarde, de las tres fragatas salió un cañoneo de banda desesperado y arrasador…

¿Cómo había sucedido esto?En el momento en que los corsarios agitaban sus som-

breros en señal de júbilo, y Sawkins, que suplía al capitán, paseaba su catalejo sobre la cubierta de la nao del sinies-tro, los piratas de los botes habían abordado una fragata, y, posesionándose de las baterías, amenazaban a las dos restantes.

Peter, en el ínterin, se acercó a la proa de su pequeña nave, ordenando que lanzaran una carga sobre el barco enemigo más próximo.

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El fuego había sido incesante, y Harris se batía con gran encono; el árbol de proa de su goleta había sido fragmenta-do, cayendo también el cangrejo del palo mayor.

–¡A mí! –gritó entonces Peter–. ¡A mí, artilleros! Contes-tad el tiro a la fragata. Dadle duro en los mástiles. Tratad de echarla a pique… ¡Apre…! –Y sin poder terminar la palabra, agarrándose del extremo de un estay roto, derrumbóse en decúbito prono… Aun trató de levantarse, asiéndose de un grueso cable adujado; mas fué sin fruto.

Spring, que estaba cerca de él y era el contramaestre, corrió a darle auxilio.

–Id inmediatamente y decid al capitán Sawkins, que su buen amigo Peter ha muerto –exclamó conmovido, vol-viéndose a los tripulantes; en seguida se pasó el embés de la mano por los ojos lacrimosos–. ¿Qué haré, ahora, que el valiente Harris, el soldado de Kent, nos ha dejado? ¡Por Sa-tanás, que vengaré este crimen! Oídme, artilleros, reben-tad vuestros cañones; pero destruid la fragata agresora.

Un ronquido fué la contestación. El ojo mortífero de una de las pesadas armas, lanzó su proyectil certero y fué a dar sobre el castillo de proa del buque hispano, sembrando gran temor entre los artilleros, que se retiraron hasta la línea del fuerte.

Los boteros aprovecharon el descuido para abordar la nave y pasar a cuchillo a los españoles. La resistencia fue terrible; mas apoyados por el fuego de Spring, lograron im-ponerse y tomar posesión del segundo barco enemigo.

Una batahola recorrió las naves de la Hermandad.La fragata, que aun no había sido tomada, trató de huir.

Pero el fuego cerrado de las baterías le cortó la fuga. Las goletas filibusteras y los barcos recién abordados, cayeron

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sobre los arredrados enemigos. El asalto fué rápido y cruel. Muchos marinos españoles se lanzaron por la borda al mar.

Piratas armados de hachas y sables, descargaban rudos golpes por doquiera.

Voces doloridas y maldiciones desesperadas, salían de los defensores de la fragata.

Entre un charco de sangre se proseguía la lucha.Multitud de cadáveres apilados en el puente, entorpe-

cían los movimientos ofensivos y defensivos.Sharp, en tanto, ayudado de Balme y tres cirujanos,

trasbordaban a los heridos, de los barquichuelos a las nue-vas naves.

De pronto, el vigía del segundo de los buques arrebata-dos al adversario, gritó desde la cruceta del mayor.

Los piratas, volviendo el rostro hacia el gaviero, mira-ron maquinalmente hacia proa.

Cuatro barcos de guerra españoles, se acercaban a ellos en son de ataque.

Sawkins, que acababa de abordar una de las fragatas apresadas, se dirigió al puesto de mando.

–Congregad a todos en los nuevos barcos –mandó a sus oficiales–. Dad órdenes de que entreguen al fuego las go-letas.

En eso, una voz recorrió el puente de popa a proa.–¡Comandante, comandante!... Harris ha muerto.

Spring, el lugarteniente, os lo hace saber.–¿Qué oigo? –rugió Sawkins, palideciendo–. ¿Peter ha

muerto? ¡Mentira!...–Verdad, comandante –dijo el vozarrón, acercándose a

su extrañado oído–. El valiente Peter Harris ha muerto.Richard recorrió con la mirada al portador de la noticia,

era Hook en persona.

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El capitán se llevó una mano a la barbilla y tiró de ella con rabia:

–¡Maldición! –protestó–. Grande pérdida.En tanto, en la averiada goleta, unos marinos viejos car-

gaban el cuerpo de Harris y lo colocaban en un serení para llevarlo al barco de Sawkins. Y mientras los maniobreros de la otra pequeña nave se dirigían tranquilamente a las candalizas para recoger las cangrejas, en la del infortunado Peter los tripulantes se aturdían en el transbordo de los heridos, armas y enseres.

En estas fatigas los sorprendió un oficial de Richard, que fue a decir a Spring que incendiara el barco.

El mensajero señaló la otra goleta, arrasada en voraces llamas, barbotando:

–Haced lo mismo. Es para que los españoles no puedan aprovecharlas.

Spring, sin hacer aprecio, sacudió al oficial de las sola-pas de su despedazada casaca, diciendo:

–Harris ha muerto. ¿No sabéis si lo han comunicado ya al comandante? ¡Decid pronto!

–Sosegáos –apaciguó el interpelado–. Acaba de recibir la noticia y ha dado la orden de que lleven el cadáver a su barco.

–Eso mismo hemos hecho.–Muy bien, podéis estar tranquilo. El sentimiento es

general. El capitán ha sido el primero en lamentarlo… –De pronto, cortó la frase, agregando: Creo que los españoles no dilatarán el venir a combatirnos.

Un cañoneo incesante respondió a sus presunciones.–¡Apresuraos! –gruñó el oficial!–. ¡Ya están aquí!–Todo lo tenemos listo –repuso John Spring, y volvién-

dose a unos grumetes ordenó: – Incendiad la goleta y pre-

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parad los botes. ¡Ea!, compañeros, pronto, sobre las bor-das…

El clamor se hizo general. El tropel y el ruido de la arti-llería desgarraban el tímpano más resistente. Una lengua hambrienta, de rojo fuego, se alzó de la goleta de Spring, quien saltó desesperadamente a uno de los esquifes.

–¡Alerta muchachos! –demandó con vesania–. Acercáos a la popa de la fragata Ligera, misma que ocupa Richard, no perdáis los bríos.

Entre el tumulto que imperaba en la embarcación de Sawkins, saltó un marinero de luenga barba negra gritan-do.

–¡Diablos de hombres! No tenéis valor. ¡Venid, venid! La suerte es nuestra.

Era Ben Jones, horriblemente herido de un brazo. Tras él seguía un cirujano armado de filoso destral.

Una bala de cañón deshizo una de las perchas de la Lige-ra. Apresuradamente saltó Richard del entrepuente y gritó a los hombres de maniobras.

–Ceñid al viento lo más posible. Tratad de reparar el destrozo e izad otra vez la gavia.

A barlovento apareció una hermosa goleta, con los ca-ñones de proa arrojando concienzudo fuego.

–¡Animo! –exhortó Sharp, corriendo sobre la cubierta de la capitana–. Todos los artilleros a sus puestos. No déis descanso a las baterías. Preparáos para el asalto. No vaci-léis.

De las tres fragatas corsarias salió un sincopado, pero certero tiroteo.

Los hermanos de la costa, combatían sobre los cuerpos de los iberos de la embarcación que había ofrecido más re-sistencia; y que a la postre, había quedado por ellos.

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El ataque era tan furente y empeñado, que las cuatro naves españolas se dieron a la fuga con las escotas bien te-sas, lanzando, como último recurso, unas cuantas descar-gas de guardatimón.

Don Jacinto de Barahona soltó un improperio.–¡Ira de Dios! –agregó–. ¡Qué vergüenza!; dejarse ame-

drentar por esos desarrapados asquerosos. ¡Animo!, solda-dos del rey, vosotros no podéis rendiros vilmente. La dota-ción del Santísima Trinidad no se entrega. ¡Viva España!

– ¡Viva España! –respondieron muchas voces.El bravo almirante se llegó al puesto de mando seguido

de sus oficiales.–Reforzad los artilleros del castillo y las guardias de las

cofas y bordas –indicó–. Es preciso resistir hasta lo último.Uno de sus capitanes se paseaba por el puente, dando

órdenes a los gavieros.–¡Amurad! ¡Amurad! –exclamaba, mientras observaba

con su catalejo las maniobras de los corsarios.Los nautas halaron los puños de las velas unas tres cuar-

tas más, con relación a la altura, alterada por la vecindad de la lluvia tempranera.

Los piratas se acercaban con rapidez, entre las vivas rá-fagas del fuego.

Los daños recibidos por el enemigo eran grandes. Algu-nos mástiles danzaban astillados, y el velamen presentaba innumerables desgarraduras. Las cuadernas habían sido tocadas por los proyectiles, y, por tanto, el agua comenza-ba a filtrarse por las junturas mal calafateadas.

El Santísima Trinidad, no había recibido impacto de im-portancia; pero, el abordaje por los barcos de los bucane-ros, era cada vez más probable.

Don Jacinto gritó, en el colmo del furor, a la tripulación:

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–¡Todos sobre cubierta!: Colocad las batayolas y apres-táos para formar el empalletado de la defensa, y luchar cuerpo a cuerpo. Aumentad la milicia de las bandas.

La confusión y el tropel se hacían indescriptibles. Mul-titud de tripulantes se quitaban el amplio chambergo y hasta el uniforme, para cubrir las batayolas, pieles, este-ras, trapos, fardos, todo se llevaba para hacer más efectiva la protección.

–¡Al Avío! –exclamó el almirante con voz ronca–. ¡No tengáis temor!

El mar rugiente comenzó a moverse con hosca celeri-dad.

El sol, una hora antes encandecido y libre, se velaba tras negruzcas nubes, y, el viento, mugía con fúnebre insisten-cia.

De pronto, sufrió la Ligera un golpe poderoso: un des-tello de partículas y porciones arrufadas de varenga se le-vantó de la borda de estribor. Las perchas del mastelero re-cién reparado, saltaron con flexiones de víbora; y las velas de los otros palos, túmidas, como vientres de proboscidios mitológicos, se desprendieron de las vergas.

Grandes y encarrujadas se elevaban las olas, con volup-tuoso deseo de invasión.

Los guardias de servicio se abrazaron de los árboles de rotos tamboretes, alcanzaron las cofas oscilantes, y se des-lizaron temerosos por los flechastes.

Richard vociferaba sobre el puente, agitando la diestra.El intrépido helmsmen, con el pecho descubierto y la

mirada fija, engarrafaba la rueda del timón de aquella tor-mentosa nave.

–¡Desdicha! –profirió Sawkins–. Nuestro barco está zo-zobrando.

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Los gavieros del Santísima Trinidad, prorrumpieron en gritos de victoria, lanzando escupitinas de júbilo.

La fragata San Juan, de los hermanos de la costa, ame-nazaba la popa del galeón. Un hombre tuerto, de horrible aspecto, gritaba las órdenes en un ángulo del puente. El ojo sano le brillaba con maléfico entusiasmo: Era Spring. Des-pués de haber mandado el cadáver de Harris a la Ligera y de incendiar la goleta, había asumido el mando de la San Juan.

La tercera embarcación de los piratas, capitaneada por Watling, lanzaba peligrosas descargas a la arboladura del navío general.

La tripulación de éste, se defendía con no igualada bra-vura.

Don Jacinto, daba órdenes terminantes a sus oficia-les, paseando, como un fiera inquieta, sobre la cubierta de guindaste del gran bajel.

El fuego de los guardatimones se descargaba furibundo sobre la proa de la San Juan, el barco dirigido por endiabla-do piloto de mano dominadora.

Grandes turbonadas de agua se precipitaban, en el ínte-rin, sobre la capitana de los corsarios. Los nautas pulían las varaderas, descendiendo botes para el salvamento. Apretu-jados en las bordas ilesas, ansiosos de abandonar el navío de arrasada esquifazón y dañado casco, todos esperaban, sólo Richard rugía imponente sobre cubierta.

Spring, mefistofélico, seguía enardeciendo el ánimo de sus bravos.

Watling, gran navegante, acosaba con la crudeza de un tábano al poderoso navío español.

–¡Artilleros, a la parte de popa! –ordenó el almirante–. Un barco enemigo nos amenaza. Que los tiradores de las bandas no se despeguen de sus puestos.

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La orden fué tardía: las garras de arpeo habían caído so-bre el Santísima Trinidad.

Spring lanzó un huelgo ululante y funesto.Un aluvión de demonios saltó sobre el puente del navío

general. Los filibusteros se desprendían de los ramales de la obencadura en salto felino, para ir a convelerse sobre la alborotada cubierta del barco español.

El mar contestaba con animado tumulto de olas, y, en el cielo, las nubes despedían saeteo ardoroso y atronador, resolviéndose en lluvia profusa y cegadora.

El pálido brillo de los cuchillos y estoques se bañaba de bermejo esmalte.

Watling, distraído en su empeño por los náufragos de la Ligera, descargaba su ira lanzando insultos a los defenso-res del Santísima Trinidad, desde el puente de la fragata.

El coraje español era grande y tenaz. Al golpe de las to-ledanas y fusiles (1), rodaban miembros y cuerpos. Los for-bans, contestaban con saña a cada agresión.

El griterío y el desorden se difundían, así como el ola-je incesante y bullidor. De la fragata de Watling, el gran marino, salían frases de encomio para los hermanos. Vivas roncos y emotivos que alentaban la furia de los bucaneros.

La dotación del Santísima Trinidad, se atrincheró en el castillo. Iban perdiendo terreno debido a los refuerzos que le llegaban a Spring, el terrible pirata expugnador de Porto Bello.

La taifa jamaicana pasaba sobre los despojos, sanguino-lentas masas, de compañeros y adversarios. Multitud de prendas; armas, chambergos, botas y fajas, yacían esparci-das por el puente, en desorden trágico.

(1) En ese tiempo era usado también el fusil como arma de esgrima.

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De pronto, un hombre de porte majestuoso y mirada flameante se paró en el centro de la crujía. Levantó con dignidad, arrostrando a los asaltantes, la entrecana barbi-lla. Su diestra remolineaba punzante estoque, y su izquier-da sostenía unas rajuelas de pino rodeno

–¡Deteneos, miserables! –exclamó–: ¡Moriréis como lo-bos rábidos bajo el peso de mi venganza!

Un grito de pavor recorrió el galeón de un cabo a otro de su eslora.

–¡Perros sarnosos! ¡Carroña insular! ¿Sabéis por ventu-ra, el castigo que mi justicia os depara?... –el viejo indoma-ble hizo un movimiento con la siniestra, mostrando a los estupefactos corsarios el hacezuelo resinoso–. Pronto os enviaré a los infiernos: ¡pondré fuego al pañol!

Y, dicho esto, saltó con satánica ligereza cayendo en el negro horado de la escotilla.

Los corsarios, entregados al pasmo, fueron sacudiendo su extraña modorra.

Los menos influidos, corrieron con furor tras el extraño personaje.

Los marinos del rey aprovecharon la sorpresa para caer, como un aluvión, sobre los aventureros del mar.

Entre el sangriento contraataque, una voz vibradora turbó el ánimo de todos los castellanos:

–¡Es el almirante, es el bravo almirante! ¡Salvadlo!Horroroso estridor invadió las bordas. Los lobos de Wat-

ling y Sawkins, cayeron en la cubierta con resuelta saña.Volvió el triunfo a los corsarios.La figura repugnante de Spring, recorría el bajel hispa-

no con ansia incontenible.–¡Salváos!, ¡salváos o todos pereceremos!–¡Callad! –impuso un vocejón imperioso en lo alto de un

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mástil–. Aquí moriremos, si es preciso. ¡A luchar! Duro al ataque…

Era Richard, transfigurado y furente, exhortando a los hombres embravecidos.

La lucha siguió entonces con intensidad redoblada. Quejidos y lamentos escalofriantes sacudían la nave trági-ca. El viento lloraba también, con silbo triste y frío, levan-tando alto el olaje.

–¡Rendíos! –impuso una voz inflexible a los soldados reales.

–¡Jamás! –respondieron éstos resueltos, en coro terco y poderoso–. La dotación del Santísima Trinidad prefiere sepultarse en el mar.

La jauría bucanera rabiante y humillada se precipitó contra ellos con fuerza extraordinaria

Uno a uno de los hombres del navío general fueron ca-yendo.

Charcos de sangre, cada vez más grandes, se extendían por el puente dramático.

Por fin, el hacha de un pirata , segó la vida del último defensor. Un grito infernal sacudió el bajel, con ritmo vic-torioso y fúnebre.

Negras grímpolas reemplazaron los blancos gallardetes del navío.

Los bucaneros, ebrios de triunfo, se imponían con sus sonoras voces, al ruido aturdidor de la tempestad desata-da.

Entonces cayó, sobre el bajel funesto, una ola de can-sancio y pesadumbre.

Nueve horas había durado la cruenta lucha. Multitud de manos atormentadas por la angustia, se alzaron hacia el cielo gris.

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El grito de “¡Muero, muero!... ¡Un poco de ron!” se escu-chaba por doquiera.

Los lamentos de los lesionados, eran más grandes a me-dida que el tiempo pasaba.

En la refriega, raro fué quien no recibió algo de qué do-lerse, y no escasearon los que sufrieron la pérdida de dife-rentes miembros.

Los vencedores se dieron a la tarea de arrojar al mar a los muertos, y de rematar a los heridos y agonizantes ene-migos.

El sol empezaba a ocultarse; pero los densos nubarro-nes impedían verlo.

Era menos tempestuosa la lluvia, y la calma empezó a darse entre los filibusteros.

El combate había pasado. Parecía que todo surgía de los oscuros peldaños de hórrida pesadilla. Richard Sawkins comenzó a dictar breves acuerdos, a fin de atender a los maltrechos y de restablecer la disciplina.

En la boca de todos los piratas andaba el nombre de Cook.

El capitán estaba en el barco de Watling, en unión de Balme y Ringrose, con quienes sostenía colorida charla acerca del comercio de perlas del golfo, y la posibilidad de realizar compras magníficas.

En la fragata no habían quedado más personas que las anotadas, y cosa de cinco tripulantes, hombres de la con-fianza y dilección de Cook.

La actitud de éste, era tema que atraía por completo el interés de los hermanos en el preciso momento. Muche-dumbre de especies comenzaban a circular, y no eran pocos los que acusaban al jefe de cobardía e incapacidad.

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Tal suposición, que para ellos era certeza, engendraba profundo e incontenible disgusto. Por tanto, se empezó a manifestar en forma temible.

–¡Cook, Cook, que venga Cook, queremos a Cook! –ex-clamaban laringes irritadas.

Richard comprendió que pronto estallaría la tremolina.Reunió entonces a los hombres de mayor prestigio: Sha-

rp, Watling, Spring, y les expuso lo delicado de la situación.El problema era serio: Si el enojo seguía cundiendo, a

causa de la conducta del superior, la anarquía más com-pleta se apoderaría de la Hermandad; si por el contrario, se elegía nuevo jefe, éste sería víctima de las acechanzas del depuesto y los suyos, que no dejaban de ser peligrosos. Del mismo Spring se dudaba si era antagonista de Cook, a quien debía favores.

Por otro lado, el jefe sostenía la idea de regresar a Ja-maica, una vez concluido el asalto a Panamá. Pero ¡cuán obvio resultó el fiasco de tal acción, debido a la resistencia de los españoles!; que, si a duras penas fueron destroza-dos en mar, en tierra no lo serían, porque allí contaban con mucho mayores recursos. Así, pues, frustrado el ataque, y perdida la esperanza de lograr una buena presa, lo más conveniente era, como Cook pensaba, repasar el istmo de Darién y volver a las Antillas.

Empero, Sharp y muchos otros, deseaban efectuar in-cursiones por las costas del Mar del Sur, ya que se habían apoderado de un barco excelente, a bordo del cual, podrían surcar sin dificultad las ondas procelosas del océano, y rea-lizar el corzo en puertos desguarnecidos y barcos aislados.

El sueño de lo de Panamá, había pasado; pero, la intré-pida empresa de las correrías a lo largo de las costas de Sud América, no. Había muerto algo que sólo formaba parte de

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proyecto tan grande como difícil, el cual había sido el ideal que Sharp acarició, una y mil veces, allá, en las risueñas playas de Jamaica. (1)

Y ese ideal era el mismo que había cautivado el interés de hombres como Sawkins; como el llorado Harris, que ya-cía sin vida en el puente de la mejor de las dos fragatas con que aún contaban; de Watling, el viejo marino de recuerdo perenne, de Spring, cuya hazaña de Porto Bello sería tris-temente imperecedera; y del mismo Cook que, ahora, tra-taba de volverle las espaldas. Pero, Bat, el Grande, estaba seguro de que, a excepción de su actual capitán, todos lo apoyarían, y, él, lograría realizar así, su ansiado proyecto. Confiaba en que, hasta los mismos amigos de Cook, esta-rían de su parte a la hora de la determinación.

La batalla que acababan de sostener, habría de consig-narse, en la historia de la piratería, como una de las más sangrientas contiendas de los filibusteros; quienes habían luchado fieramente, con el ánimo de acometer el dorado sueño de saqueo y exterminio en las playas dilatadas del sur, que las aguas del Pacífico repasan sin descanso. Esa batalla les había dado la llave, por así decirlo, con que irían abriendo las puertas de los puntos marítimos a que fuesen llegando.

Tales consideraciones los llevaron a reafirmarse en su afán y, a exigirle a Cook que cumpliera con la palabra em-peñada, o, en su defecto, dejase el mando a quien supiera realizar este anhelo general.

Sawkins estrechó la mano de sus amigos y declaró que él presionaría al capitán, a fin de que cesaran las dificultades que, hasta ahí, habían venido estorbando los planes de la Hermandad.

(1) Véase la novela Los Monstruos.

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De pronto, Spring se estremeció.–Compañeros –dijo, tratando de ocultar la zozobra–.

¿Cómo estamos con vida, si el jefe de la nave prometió in-cendiar la santabárbara?...

Nadie pudo contestar…–Es extraño –prosiguió Spring con exagerada agita-

ción–. Cuando yo salté sobre la cubierta del navío, oí la terrible amenaza. Recuerdo que todos quedaron atóni-tos, que la voz se escuchó firme y claramente; no obstante el fragor de la lucha y la tempestad…. El hombre llevaba algo en la mano y, al terminar sus injurias, se lanzó por la escotilla… Traté de impedir tan osado propósito; pero fue imposible. En esos instantes alguien descargó sobre mi cabeza un golpe que me privó del conocimiento… Cuando volví a disfrutar de razón, quise preveniros; Richard, con el carácter de jefe, me impuso silencio… Un soldado espa-ñol me agarró en esto, del cuello luché con él y lo vencí. La contienda hizo que olvidara completamente el suceso; pero ahora lo recuerdo con espanto.

–¡Corramos a ver! –gritó Watling–. Quizás ese hombre se encuentre escondido en lo más oscuro de la bodega o del sollado, en espera de una oportunidad para acometer el designio.

Los bucaneros se lanzaron muy a prisa en busca del ex-traño personaje.

Descendieron las escaleras de la cubierta, alumbrándo-se con grandes faroles.

–Y, ¿nadie persiguió al enloquecido capitán? –inquirió Richard con desasosiego.

–No pude darme cuenta –repuso Spring–. El ataque era demasiado enconado para entretenerme en indagaciones.

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En esto, Sharp, que iba a la cabeza, emitió una cortada exclamación de asombro.

A la luz de su farol, había descubierto el cuerpo de un pirata apuñaleado; lo movió, y se percató de que estaba muerto. Alzó la luz y descubrió, en un ángulo del sollado, otros dos hombres.

Richard y los demás oficiales, comprobaron que estaban sin vida.

–Todo esto es muy extraño –dijo Spring, castañeando los dientes.

De pronto, Sharp se llevó el índice a los labios.–¡Calla! –susurró–, escucho un débil quejido.–Sí –ratificó Watling estremeciéndose–, llega de la bo-

dega.Los bucaneros vacilaron breve lapso; por fin, Richard se

decidió y dijo:–Bajemos, es preciso– y se echó por delante.Al pisar la cubierta se detuvo; hizo señas a sus compa-

ñeros para que le siguieran, y continuó caminando hacia el compartimiento del pañol.

A los pocos pasos hizo alto, los lamentos provenían de un oscuro rincón de la bodega. Sharp, Watling y Spring se acercaron.

–¡Ahí! –señaló con el dedo Richard–, tras esa porción de estiba.

Todos se llegaron, sin deliberar, hacia los sacos de lastre.A la luz de los faroles, apareció el pálido rostro de un

pirata mal herido. Sharp le puso la mano en el pecho y afirmó:

–El corazón late débilmente, aun vive.El bucanero abrió los asombrados ojos.–¡Agua, un poco de agua! –deprecó en floja voz.

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Richard se volvió a Spring y dijo:–Ve a traer agua, un cirujano y hombres. Hay que bus-

car al jefe español. John, el tuerto, no se hizo repetir la orden; voló más de miedo que de grado.

–Watling, en tanto, inspeccionaba la bodega; tenía visi-ble nerviosidad.

– Di ¿qué te pasa? –preguntó Sharp al herido–. ¿Has visto al capitán de la nave?

El hombre afirmó con la cabeza. Los ojos le vagaban en las cuencas con misterioso extravío.

Nadie le quitaba la vista.Transcurrieron algunos minutos de expectativa. Los pasos de Spring y varios filibusteros, consolaron a

los oficiales.Se hizo beber agua al pobre lesionado, y se le volvió a

repetir la intrigante pregunta.El hombre logró levantar un poco la cabeza, pero no

pudo incorporarse, tendió entonces la diestra y señaló en dirección a la santabárbara.

–¡Buscad todos ahí! –ordenó con altivez Sawkins–. El capitán del navío puede hallarse escondido en lugar segu-ro. No descanséis hasta encontrarlo.

Los piratas se resistieron, pero la insistente mirada de Richard los forzó a obedecer.

Spring señaló el herido al cirujano, consultándole.–Decidnos si vivirá.Es difícil –contestó el interrogado, examinando las le-

siones del bucanero. Este volvió con dificultad los ojos a Richard, y con gran trabajo pudo articular:

–Vosotros, ¿buscáis al hombre?, ¿no? –Sawkins hizo una señal afirmativa. El moribundo cobró aliento; pasó la viscosa lengua por los resecos y lívidos labios y concluyó en

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un hilo de voz: –Creo firmemente que jamás lo encon-trareis… Es un fantasma…

En seguida hizo un brusco movimiento de cabeza y cla-vó los aterrados ojos en un punto indeterminado.

–Se ha ido a pique –murmuró Spring con visible espan-to.

Los piratas volvieron, y manifestaron que habían bus-cado al extraño personaje hasta en la sentina… No, no es-taba por ningún lado.

¿Y qué pasó?Don Jacinto de Barahona, esforzado Gran Almirante

del Mar del Sur, había desaparecido de una manera mis-teriosa.

Circularon distintas consejas: se dijo que un marino intrépido lo había puesto en salvo; se aseguró que había muerto entre la confusión; se afirmó con vehemencia que el diablo lo había sacado del barco, después de matar –el almirante– a varios hermanos.

Lo cierto fué que, desde esa fecha, el Santísima Trinidad cobró fama, entre los piratas, de ser un bajel fantástico, en las bodegas del cual se aparecía el demonio.

FIN DE SATAN EN EL OCEANO (1)

(1) La continuación de este interesante relato podrá verse en la novela titulada El En-víado Misterioso.

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