A todas las mujeres que no quieren estar calladitas.

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Tu silencio no te protegerá. Audre Lorde

El silencio es un lugar necesario en algunos momentos. La ausen-cia de ruido, de música, de voces es el escenario de la reflexión personal, un acto de introspección maleable a través del cual cono-cer la propia realidad. Y, sin embargo, el silencio, ese lugar recu-rrente, se convierte en infierno cuando actúa como opresor diletante.

El silencio representa desde esa mirada la ausencia de voz y, por lo tanto, de expresión. Si las voces se apagan, se esconden delibera-damente o simplemente no se escuchan, aquello que tienen que contar termina por desvanecerse. Se pierde un conocimiento deri-vado de la experiencia que sería una enseñanza para otras genera-ciones. Y es que hay voces a las que conviene escuchar.

En esta publicación se recogen diez relatos, de diez mujeres que han sufrido violencia machista al principio de su vida adulta, en un momento determinante para formarse la imagen del mundo, de los convencionalismos sociales, de las relaciones humanas y de la sexualidad. Es el momento de descubrir la voz propia.

Diez chicas que cuentan su testimonio, que se ficciona en forma de relato, y construyen la voz que se opone al silencio de la violencia machista. El eco de sus voces recrea una atmósfera valiente y segura, a través de la cual comprender algunos aspectos sociales cuya inercia natural hasta hace pocos años era la de mantener estricto silencio. El silencio, como demuestran estas diez valientes mujeres, no es la solución.

Calladitas no son más bonitas. La belleza reside en su voz y en la emoción de cada una de sus palabras. Voces generosas que se convierten en una mano dispuesta a sujetar la de aquellas mujeres jóvenes que necesiten un relato alternativo, una historia en la que el silencio no puede imponerse. Tu voz te hace más bonita.

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—Hace ya diez años que decidí mudarme al sureste de España. Lo confieso: el Mediterráneo ha sido durante mucho tiempo mi debili-dad y mi pasión. Cuando era joven y pasábamos los veranos en el sur de Italia o en el sur de España lo disfrutaba muchísimo. Los innumerables fines de semana que repartía pan y periódicos, ade-más de aquellas noches sirviendo copas a borrachos en el pub de Benny, merecían la pena solo porque tenía la oportunidad de zam-bullirme en las aguas azules y cristalinas del mar. Aquellos eran tra-bajos extra que compaginaba con mi empleo principal, que tam-poco era gran cosa, para poder costearme algo que me sabía a lujo y felicidad.

»Tras mi primera novela y su inesperado éxito no tuve que preocu-parme más del dinero… y eso sí que es todo un privilegio. De este modo, llegó el trabajo fijo y la publicación de más libros que me pro-porcionaron una vida feliz junto a mi familia. Y ahora, que solo me

La última novela de Eric McDowgall

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queda mi hija Margaret, echo de menos aquella felicidad. Y es por eso que me he mudado aquí: así Margaret, su mujer Diane y el pequeño Liam pueden venir de visita siempre que quieran y yo siento nostalgia, como si fuera un poeta melancólico, aunque no dejo de pensar ni un solo día en mi querida esposa Rose. Y creo que eso responde a su pregunta… ¿no?

—Claro, claro, señor McDowgall. Para un hombre de su excelencia y trayectoria no esperaba menos. Pero a los lectores de nuestro periódico les encantaría saber cuáles son sus planes en España: ¿disfrutar de nuestro país como un retiro o quizás se plantea un nuevo proyecto, aprovechando la tranquilidad de estas tierras que usted tanto aprecia?

—Lo que me fascina es cómo ustedes, los periodistas, siempre jus-tifican preguntas personales en la curiosidad de sus lectores. En cualquier caso, me ha parecido muy amable tras la conversación que hemos tenido antes sobre gastronomía, así que seré sincero con usted y luego veremos qué le permito publicar. No puedo men-tirle a alguien que está a favor de que la tortilla no lleve cebolla.

»Verá, mi intención inicial era disfrutar de mi nueva casa, de la playa que la bordea y de interminables paseos por la orilla del mar. En definitiva, lo que se esperaría de un viejo como yo o, mejor dicho, lo que el cine y el arte dicen que debe ser un anciano. Salvo visitas puntuales de los hijos y nietos, claro. Pero hace cosa de once meses una historia me llamó la atención, algo que había estado sucediendo durante todos estos años delante de mis nari-ces, en el bar en el que suelo comer todos los días. No me malin-terprete, no es que sea un cotilla, como dicen aquí, sino que, tras años de escritura, encuentro inspiración en varios lugares. ¿Recuerda mi tercera novela, La silla del emperador? Pues se me ocurrió tras disfrutar de una semana en un hotel de Lisboa. En fin, volviendo adonde estábamos…

»En el restaurante que le he mencionado sirven la mejor tortilla de patatas de la zona y el servicio es inmejorable. Es un restaurante muy familiar, y no porque los lleve una familia, sino porque son muy acogedores. Juan Carlos y Paula me llaman señor McDowgall, a pesar de mi insistencia en evitar formalismos. Sin embargo, sus hijos me llaman tío Eric. Eso me hace parece más joven, ¿no cree?

—Apuesto a que sí. Pero, entonces, ¿tiene en mente otra historia? ¿Podría avanzarme algo?

—Claro que sí. Pero pidamos otro par de cafés, que incluso aquí saben mejor. Anyway… ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Mi nueva novela.

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Verá, como padre de una mujer, he de decirle que he pasado momentos muy duros escribiéndola, ya que me ha sido muy difícil distanciarme. Seguro que me entiende, que parece un chico listo.

»Durante diez años, desde que llegué aquí he bajado a comer prácticamente todos los días al bar de Juan Carlos y Paula. He visto crecer a sus hijos y cómo toda su vida transcurría entre mesas, comandas, la mejor comida del mundo y mucho muchísimo, esfuerzo. Carla, su hija, es un encanto, ¿sabe? Pues cuando tenía unos ocho o diez años, a veces, después de comer, la invitaba a sentarse en mi mesa con su padre y su hermano para que tomáse-mos el café. Ella disfrutaba de un batido y me decía las últimas palabras en inglés que le habían enseñado en el colegio. Como le digo: los vi crecer.

»Sin embargo, hace cosa de dos años, comenzó a salir con un chico que no me gustaba nada, pero qué sé yo. Yo la veo casi como a una hija o a una nieta, así que, como comprenderá, cual-quier mala intuición me parece una amenaza.

—Esta frase parece sacada de un personaje suyo, concretamente del protagonista de La mirada del extranjero. Creo que en el cine la decía Michael Caine, quien, por cierto, se parece mucho a usted.

—Ja, ja, conozco al señor Caine. Y sí, me lo han dicho alguna vez. Tengo cara de mayordomo de Batman, ¿verdad? En cualquier caso, Carla comenzó a salir con ese chico que no me gustaba, y mucho menos a sus padres. De hecho, alguna vez lo comentaban mientras se tomaban un descanso tras el servicio de comidas. Para que se haga una idea: cuando comenzó a salir con él ella se rompió una pierna y él la obligó a ir caminando a casa… ¡Con la pierna escayolada! Y solo porque no la creía. Además, ella, a pesar de tra-bajar tantas horas como sus padres en el restaurante cobrando el mismo sueldo que los demás camareros, nunca tenía dinero. Un día, tras la comida, le dejé una propina de diez euros. Ella me miró con tristeza y me dijo: «No me dé propina, que él no lo sabe y si se entera de que tengo dinero será peor». ¡¿Cómo?!

»A las pocas semanas me indignó mucho una actitud del chico des-pués de que terminaran de comer. La camarera, compañera de ella, les pasó la cuenta, él la pagó y le dijo a Carla bien alto: “A ver si empiezas a pagar tú, que estoy harto de mantenerte”. ¡Y él no tra-bajaba! Él se dedicaba únicamente a jugar al póker y, además, por lo que contaban otros clientes del bar, se veía con otras chicas en los pueblos de al lado, a quienes mantenía con el dinero de Carla. ¿Sabe? Si me cuentan una historia así, pensaría que están

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exagerando, pero es que yo lo estaba viendo cada día; veía cómo la trataba, cómo le robaba dinero e incluso cómo llegó a irse a vivir a su casa, ¡con sus padres y todo! Una sanguijuela. Disculpe, pero solo de pensarlo me acaloro. Pido hielo para el café, ¿quiere usted?

—No, no, gracias. Continúe, por favor. ¿Este es el tema de su futura novela? ¿La historia de una pareja con problemas?

—No, no. Los hechos verdaderamente cinematográficos sucedieron hace unos once meses. A pesar del maltrato que la chica estaba sufriendo, y de la insistencia de sus padres para que dejara al chico, ella sentía que él la protegía. Hasta que una noche sucedió algo. Me costó varias semanas atar la historia al completo; parte se la escuché a los policías que venían al bar a desayunar, parte a algún vecino cotilla y parte, incluso, la leía en la prensa. Y, al final, un día, Carla se sentó en mi mesa, como cuando era niña, y me contó algo. Digo «algo» porque ella no recordaba la historia al com-pleto porque seguía aún en estado de shock.

»Carla salió una noche a divertirse con sus amigas a una discoteca del barrio. Allí se encontró con un amigo del colegio que acababa de separarse y se pusieron al día. El muchacho con el que salía a saber dónde estaba. Al salir de la discoteca, ella se quedó un rato charlando con aquel chico y entonces se acercó otro hombre. Abrazó a Carla y le acarició la cara, ella intentó zafarse y su amigo la intentó ayudar. Sin embargo, entonces, ella notó que no era dueña de sus actos. Solo era capaz de hacer lo que le decían, que-ría mover un brazo y no podía, quería caminar y tampoco… Y si le decían “quítate los zapatos” obedecía sin objeciones. Debía estar muy asustada… Pobrecilla… Así que llamó a su novio. Él la fue a recoger y se la llevó a casa después de echarle una gran bronca. A la casa de él, por supuesto. Entonces sucedió algo que… ¿Usted tiene hijas o hermanas?

»Bueno, pues imagine a una mujer joven a la que quiera. Una chica con toda su vida por delante, alegre y con energía, inteligente… Ese hombre que tenía por novio la llevó a su casa y se aprovechó de ella de las formas más desagradables que pueda imaginar, con presiones, con excesos, con gritos, insultos y egoísmo. Ejerció una violencia sobre ella, que no es propia de alguien que ama a otra persona, sino de alguien que la considera de su propiedad. Y como ella no paraba de llorar, él la echó de casa a patadas, tan solo con unas botas y una camiseta puesta, porque el muchacho también se quedó con una cadena de oro que siempre llevaba colgada alrede-dor del cuello. Discúlpeme. Necesito detenerme.

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—Sí, tómese su tiempo, por supuesto. ¿Y qué ocurrió con la chica? ¿Se encuentra bien? ¿Lo denunció?

—Perdone... Sigamos. Carla volvió a su casa como pudo. Imagí-nese ese cuerpo, disuelto por dentro, con la cabeza dando vueltas sin un pensamiento fijo, hasta que, de repente, se detuvo en uno. Entró en la habitación de sus padres, que estaban trabajando, y abrió todos los cajones hasta que finalmente encontró un bote de pastillas para la ansiedad todavía sin abrir. Se las tomó todas, llenó la bañera y se sumergió en ella con la intención de no salir más. Y mientras ella me lo contaba, me dijo: «No me creía que eso me hubiese ocurrido por segunda vez».

»Aquel día, justo cuando yo acababa de llegar al restaurante, su madre me comentó que le extrañaba que Carla no se hubiese pre-sentado. Sabía que había salido con sus amigas, pero nunca solía retrasarse. Llamó al novio y, aunque no sé qué hablaron, él decidió ir a la casa. Entonces, encontró a Carla en la bañera, y ¿sabe qué hizo? Llamó a Paula para preguntar qué debía hacer… Si la debía llevar a urgencias o no. Son of a…! Discúlpeme, es que me desqui-cio. Él, por fin, la sacó del agua y los servicios de urgencias estuvie-ron reanimándola durante un par de horas. Luego la llevaron al hospital, donde, antes de hacerle un lavado de estómago, tuvieron que reanimarla de nuevo. ¡Imagínese! Nunca había visto a sus padres con el rostro tan desencajado. Evidentemente, cerraron el restaurante los días que ella estuvo ingresada.

—No me lo puedo ni imaginar…

—¿Imaginar que yo tuve que cocinar durante todos esos días? Un desastre, sí, le entiendo. Disculpe, mi flema inglesa me delata siempre. Imagínese qué situación. Pues la historia no termina ahí. Carla, por fin, volvió a casa. Y recuerdo ver a sus padres, que leían detenidamente los informes médicos en el bar. Decidieron no hacer más pruebas ni análisis. «Me parece muy extraño, voy a llamar al abogado a ver qué podemos hacer al respecto.»

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»Meses más tarde, me encontré a Carla llorando, mientras su madre la abrazaba con mucho cariño. Les pregunté qué ocurría y, sobre todo, les ofrecí mi ayuda, aunque no sirviera de mucho. “No se preocupe, Eric, ahora ya todo ha pasado. Verá, he tenido que abortar, porque hace un par de meses mi novio… Bueno, pues él me hizo algo que no debía, sin mi consentimiento… Perdone, me resulta incómodo contarle esto, pero necesito desahogarme. Lo considero de la familia. He abortado porque no podía tener a ese niño y he roto con él. Pero lo peor… Lo peor es que… sobornó al médico que me exploró y me hizo una analítica semanas después, para que redactase un informe asegurando que yo no estaba bien y que no podría hacerme cargo del niño. Incluso habían hablado con un abogado y lo tenían todo listo para arrebatármelo. ¿Cómo es posible tanta maldad?”

»No supe qué decir. Fíjese, treinta libros publicados y me quedé sin palabras. ¡Yo! Entonces, de repente, vi pavor en el rostro de Carla. Y es que por la puerta del restaurante había entrado la madre de su ya exnovio. Una señora que me gustaba tan poco como su hijo, con aires clasistas… Siempre intentaba entablar conversación conmigo. Solo le interesaba la apariencia. Saludó a Carla y a Paula, que aún seguían agarradas por la cintura; intentó saludarme, pero, como comprenderá, yo simulé tener una urgencia propia de mi edad y me fui al aseo. Cuando volví, Carla sostenía en su mano unos patucos de bebé. Ella se los había entregado diciendo que no se había enterado de la triste noticia, cuando, en realidad, estaba al corriente de todo. Entonces, miré a Carla y a Paula y salí por la puerta del restaurante… De esto no estoy orgulloso: proferí varios insultos inapropiados para alguien de mi edad y ocupación; en mi idioma, eso sí. A gritos. Entonces pasó una vecina, la señora María, muy buena gente, siempre me informa de la prensa del corazón además de los cotilleos locales que, por cierto, no me interesan nada, y se detuvo ante mí: “¡Qué simpático es usted siempre, señor Gibson! Lástima que no le entienda. Siempre le digo a mi sobrina que qué suerte tenemos de que haya elegido nuestro barrio para vivir”.

—Entonces, ¿cómo se encuentra Carla? ¿Y su familia?

—Carla está bien. Ahora está mucho más unida a sus padres y ha vuelto a estudiar, porque el «hombre de Atapuerca» con el que salía le prohibió que estudiara una carrera. Pero volvamos a lo importante, lo que más me indigna... ¿Cómo que «señor Gibson»? Esta mujer lleva años confundida. ¡Por favor! Señora María… ¿De verdad me parezco a Gibson? Ian, no Mel… no soy tan optimista.

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Noemí comenzó una relación con un chico al poco de dejarlo con su antiguo novio. Un poco por cabezonería. Parecía que este nuevo chico nece-sitaba demasiada atención, ya que decía tener problemas familiares. A pesar de los cuidados y atención de Noemí, él empezó a tratarla mal. Una vez, incluso, la obligó a andar con una pierna escayolada. Le robaba dinero, llevaba una vida a escondidas de ella: consumo de drogas, malas compañías, juego y prostitución. A pesar de ello, él utilizaba la estrategia conocida como «luz de gas» o «gaslighting»: manipulaba la percepción de su realidad y argumentaba que ella se lo inven-taba todo.

Él provocó que ella y sus padres se separaran. Mientras, él vendía o rompía las pertenencias de ella. Ella no era capaz de dejarlo. Una noche ella salió con amigas y, al final, se quedó hablando con un amigo. Fue víctima de un delincuente que se dedicaba a drogar a chicas con burundanga

para abusar de ellas. Su novio la fue a buscar y, ya en casa, aprovechó la ocasión y la violó. Al día siguiente la echó de su casa y ella intentó suici-darse en casa de sus padres.

Después la trasladaron al hospital y la tuvieron que reanimar dos veces. No le realizaron ningún examen físico, así que ella, en ese momento, no pudo demostrar la violación ni contar mucho, ya que fue recuperando la memoria poco a poco en las siguientes semanas.Tras unos días en el hospital y varios análisis, le confirmaron que estaba embarazada y descubrió que la familia de él estaba intentando obtener informes de incapacitación para que, en caso de dar a luz, le quitasen la custodia del bebé. Ella decidió dejar al chico y abortar y entró en una depresión. A pesar de ello, la familia de él le regaló un body de bebé a los pocos días bajo la excusa de que no conocían las intenciones de ella.

Historia realNoemí, 24 años Castellón Hostelera y estudiante de Esteticismo

No tienes que salvar a nadie. Cada persona es responsable de sus decisiones.

No culpabilices a nadie de tus problemas.

Sal de fiesta con seguridad y, si algo te quita esa sensación, vete a casa.

Tu familia es tu mayor apoyo.

Los consejos de Noemí

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Aftermath

Al final de este libro y, sin embargo, justo al principio de su relato vital, una de las mujeres que comparten su testimonio en estas páginas dijo: «Perdona si me río. Después de todo lo que me ha ocurrido he desarrollado un sentido del humor que puede resultar extraño para algunas personas. Pero si no me río, entonces, ¿qué puedo hacer?». Luego hizo una breve pausa y comenzó a contar su historia. Esta era su forma de seguir su camino, con pasos aún vacilantes y el peso de un pasado reciente que se iba despren-diendo poco a poco sin que ella lo notara.

Otra de las mujeres dijo: «Yo quiero que esto lo lean las chicas jóvenes. Que sean conscientes de los peligros con los que pueden encontrarse. De la violencia que hay en la sociedad». Seguida-mente, su voz comenzó a temblar. Miró hacia la mesa y, de nuevo, dirigió su vista al frente: «No quiero que nadie más pase por lo que yo pasé». A veces el camino no es solitario, sino que se aproximan a él personas que llevan en sus manos aquello que otros seres sal-vajes arrebataron violentamente. Personas que devuelven la tran-quilidad y sanan la herida de la mujer que ha sufrido paso tras paso; devuelven la luz de la mañana y la brisa que agita los árboles a lo lejos. «La sociedad tiene que cambiar», apuntó al final de su relato esta misma mujer. Así tendía la mano y se mostraba dis-puesta a ser compañera de todas esas mujeres que caminan cada día y que no sucumben a la presión voraz del machismo estructu-ral. Ellas aseguran el camino para que los pasos no se detengan nunca.

«Ahora, cuando termine de hablar contigo, me voy a tomar un té caliente y a dar un paseo. Han pasado diez años y aún necesito tomarme mi tiempo cuando recuerdo lo ocurrido», dijo otra de las mujeres. Mirar atrás es siempre un acto imprevisible.

Al recordar el relato propio, biográfico, nace siempre una falsa ucro-nía. Sin embargo, las emociones depuran esa falsedad de cualquier interpretación fantástica. La realidad de lo ocurrido es visceral, se puede tocar, oler y escuchar como un eco que resuena al fondo de una escalera. El terror de la violencia vivida provoca aún dolor. Las elipsis del relato eran precisamente una economía lingüística, un ejercicio del propio cuerpo por sobrevivir a su propio sufrimiento. Pero había un brillo de alegría en la mirada de esta mujer, y es que, desde la cotidianidad de su vida actual, en la que aún existe la incertidumbre del miedo, mira hacia el futuro con alegría. Ella fue capaz de sobrevivir a la violencia y ahora se ve con la fortaleza suficiente como para ayudar a otras mujeres a hacer lo mismo.

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Hay algo de extraordinario en cada una de las palabras de estas mujeres. En esta constelación de pensamientos que conforman la construcción de una atmósfera violenta, agobiante y dura emergen pequeños destellos, como burbujas llenas de luz. Son esas pequeñas cosas que ellas describen como una frase secundaria de su relato, y que, en realidad, son aquello que define la fortaleza humana de la mujer. Una de ellas dijo: «No sé aún cómo conseguí terminar la carrera con todo aquello encima, pero ahí tengo el título… ¡y dos másteres!». A pesar de la violencia, del machismo, de las heridas físicas y psicológicas, del egoísmo de su pareja, que le arrancaba la personalidad de cuajo, ella fue capaz de perseverar. Quizás aún no hay una explicación plausible para comprender cómo lo hizo, pero lo que sí sabemos es que probable-mente ella no es la única, sino que hay muchas mujeres extraordi-narias, como las que relatan su historia en esta publicación, senta-das en la mesa de al lado de la cafetería, esperando el bus o haciendo jogging por la mañana.

Un mundo al revés

«Érase una vez un lobito bueno, al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba un mundo al revés.»

José Agustín Goytisolo

Una tras otra. Cada una de las mujeres que aparecen en este libro han dado forma con sus palabras a una realidad latente. Han des-crito monstruos aterradores, pero también destellos de alegría escondidos. Su relato es el de un mundo al revés, el mal sueño de una sociedad patriarcal que proyecta una violencia bajo la que las mujeres son las grandes perdedoras.

«Érase una vez» es esa frase de comienzo de tantos relatos que cuentan historias para niñas y niños y a veces para adultos. Con esas tres palabras se abre la puerta a la imaginación y a un territo-rio sin límites. Pero cuando se acaba el cuento hay siempre un final. Aquí no lo hay.

Diez mujeres, en diez relatos, han compuesto un cuento para jóve-nes y adultos con palabras que nacen de un mundo al revés. Las palabras siempre esconden un truco, y es que, leídas por las perso-nas adecuadas, son capaces hacer que el mundo gire.

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AgradecimientosEste libro está dedicado a aquellas mujeres que han prestado sus

experiencias en forma de relato para componer esta publicación: Noemí, María, Rocío, Aitziber, Judith, Sonia, Alexia, Helena, Andrea y Teresa.

Gracias por la belleza de vuestra voz.