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A través de la historia de Margaret Hale, unajoven del sur de Inglaterra que porcircunstancias familiares se ve obligada atrasladarse al Norte, a la ciudad industrial deMilton —un trasunto apenas disfrazado deManchester—. Elizabeth Gaskell plasma deforma magistral los conflictos sociales ypolíticos derivados de la Revolución Industrialen la Inglaterra de mediados del siglo XIX.Para la heroína, el Sur donde ha nacidosimboliza el idilio rural, el triunfo de la armoníasocial y el decoro; frente a él, el Norte essucio, rudo y violento. Sin embargo, a medidaque va penetrando en ese nuevo mundo y susdistintos estratos —desde Bessy, la jovenobrera enferma y su padre, líder sindical,hasta John Thornton, dueño de una fábricatextil, por quien siente una creciente atracción—, tendrá que ir corrigiendo sus prejuicios; y

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del mismo modo, su condición de mujersubordinada evolucionará hacia una maduraaceptación de sí misma y de sussentimientos.

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Elizabeth Gaskell

Norte y sur

ePub r1.0Edusav 19.10.14

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Título original: North and SouthElizabeth Gaskell, 1855Traducción: Ángela PérezRetoque de cubierta: Edusav

Editor digital: EdusavePub base r1.1

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Nota al texto

Norte y Sur se publicó en veintidós entregassemanales (septiembre de 1854 a enero de 1855)en la revista Household Words , dirigida porDickens. La primera edición del libro (revisada yampliada) en dos volúmenes apareció en 1855,seguida a los pocos meses por una segundaedición, también revisada por la autora. Estatraducción corresponde al texto de la segundaedición.

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Prefacio de la autora a la primeraedición

En su primera aparición en Household Words, estahistoria tuvo que adaptarse a los requisitos de unapublicación semanal y atenerse a determinadoslímites anunciados para cumplir con los lectores.Aunque estas condiciones eran lo más ligerasposible, la autora se vio ante la imposibilidad dedesarrollar la historia como se había propuesto alprincipio y, más específicamente, se vio obligadaa apresurar los acontecimientos con inverosímilrapidez hacia el final. Para subsanar hasta ciertopunto este defecto evidente, se han insertadoalgunos pasajes cortos y se han añadido varioscapítulos nuevos. Con esta breve explicación, seencomienda la historia a la bondad del lector.

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«Suplicándole con humildad, piedad yclemencia, que tenga compasión de su torpeestructura».

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Capítulo ILas prisas de la boda

Cortejada, casada y demás[1]

—¡Edith! —susurró Margaret con dulzura—.¡Edith!

Pero Edith se había quedado dormida. Estabapreciosa acurrucada en el sofá del gabinete deHarley Street con su vestido de muselina blanca ycintas azules. Si Titania se hubiese quedadodormida alguna vez en un sofá de damascocarmesí, ataviada con muselina blanca y cintasazules, podrían haber tomado a Edith por ella.Margaret se sintió impresionada de nuevo por labelleza de su prima. Habían crecido juntas desdeniñas, y todos menos Margaret habían comentado

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siempre la belleza de Edith; pero Margaret nohabía reparado nunca en ello hasta los últimosdías, en que la perspectiva de su separacióninminente parecía realzar todas las virtudes y elencanto que poseía. Habían estado hablando devestidos de boda y de ceremonias nupciales; delcapitán Lennox y de lo que él le había explicado aEdith sobre su futura vida en Corfú, donde estabadestacado su regimiento; de lo difícil que eramantener un piano bien afinado (algo que Edithparecía considerar uno de los problemas mástremendos que tendría que afrontar en su vida decasada), y de los vestidos que necesitaría para lasvisitas a Escocia después de la boda. Pero el tonosusurrado se había ido haciendo cada vez mássoñoliento hasta que, tras una breve pausa,Margaret comprobó que sus sospechas eran ciertasy que, a pesar del murmullo de voces que llegabade la sala contigua, Edith se había sumido en unaplácida siestecilla de sobremesa como un suave

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ovillo de cintas, muselina y bucles sedosos.Margaret iba a contarle a su prima algunos

planes y sueños que abrigaba sobre su vida futuraen la rectoría rural en que vivían sus padres ydonde había pasado siempre las vacaciones muycontenta, aunque en los últimos diez años la casade su tía Shaw había sido su hogar. Pero, a falta deoyente, tuvo que considerar en silencio elinminente cambio de la vida que había llevadohasta entonces. Fue una cavilación feliz, si bienmatizada por la pena de verse separada durante untiempo indefinido de su cariñosa tía y de suquerida prima. Mientras pensaba en la dicha quesupondría ocupar el importante puesto de hijaúnica en la vicaría de Helstone, llegaban a susoídos retazos de la conversación de la salacontigua. Su tía Shaw conversaba con cinco o seisseñoras que habían cenado allí y cuyos espososseguían en el comedor. Eran los asiduos de lacasa, vecinos a quienes la señora Shaw llamaba

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amigos sólo porque comía con ellos más a menudoque con otras personas y porque si Edith o ellanecesitaban algo de ellos, o a la inversa, no teníanreparos en acudir a sus respectivas casas antes dela hora del almuerzo. Aquellas señoras y susesposos habían sido invitados a la cena dedespedida, en su calidad de amigos, en honor de lapróxima boda de Edith. Ésta había puestobastantes objeciones al plan, pues esperaban alcapitán Lennox, que llegaría aquella misma tardeen un tren de última hora; pero, aunque era unaniña mimada, era demasiado despreocupada ynegligente para tener una voluntad propia muyfuerte, y cedió en cuanto supo con certeza que sumadre había encargado los exquisitos manjares dela temporada que se supone que son siempreeficaces contra la pena desmedida en losbanquetes de despedida. Se conformórecostándose en la silla, jugueteando con lacomida de su plato, y mostrándose seria y

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distraída, mientras todos los que la rodeabandisfrutaban con las ocurrencias del señor Grey, elcaballero que ocupaba siempre la cabecera de lamesa en las cenas de la señora Shaw y que pidió aEdith que los obsequiara con un poco de música enla sala. El señor Grey estuvo especialmentesimpático en aquella cena de despedida, y loscaballeros permanecieron en el comedor mástiempo del habitual. Y había estado bien que lohicieran así, a juzgar por los fragmentos deconversación que le llegaban a Margaret.

—Yo sufrí demasiado, y no es que no fueramuy feliz con el pobre y querido general. Pero aunasí, la diferencia de edad es un inconveniente; uninconveniente que yo estaba decidida a que Edithno tuviera que soportar. Claro que ya preveía yoque mi preciosa hijita se casaría pronto. Y no espasión de madre. De hecho, había dicho muchasveces que estaba segura de que se casaría antes decumplir los diecinueve años. Tuve un sentimiento

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muy profético cuando el capitán Lennox —y aquíla voz se convirtió en un susurro inaudible, aunqueMargaret pudo llenar el vacío sin problema. Elcurso del verdadero amor de Edith había sidosumamente fácil. La señora Shaw había cedido alpresentimiento, como decía ella, y en realidadhabía alentado la boda, aunque quedaba pordebajo de las expectativas que muchos conocidosde Edith habían imaginado para ella: una herederajoven y hermosa. Pero la señora Shaw alegó quesu única hija se casaría por amor, y suspiróprofundamente, como si el amor no hubiese sido elmotivo de que ella se hubiera casado con elgeneral. La señora Shaw disfrutaba delromanticismo del presente compromiso bastantemás que su hija. Y no es que Edith no estuvieraprofunda y absolutamente enamorada, aunque sinduda habría preferido una buena casa en Belgraviaa todo el pintoresquismo de la vida en Corfú quedescribía el capitán Lennox. Edith simulaba

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temblar o estremecerse ante los mismos detallesque entusiasmaban a Margaret mientras escuchaba;en parte, por el placer que le procuraba que sutierno enamorado la disuadiera de sus afliccionesy, en parte, porque todo lo relativo a una vidaprovisional o errante le resultaba verdaderamentedesagradable. Pero si hubiese aparecido alguiencon una mansión espléndida, un gran patrimonio, yun buen título por añadidura, Edith se habríaaferrado al capitán Lennox mientras la tentacióndurara; y es posible que, cuando pasara, hubieratenido pequeñas dudas de mal disimuladoarrepentimiento porque el capitán Lennox noaunara en su persona todo lo deseable. En eso separecía a su madre, que, después de casarse asabiendas con el general Shaw sin ningúnsentimiento más cálido que el respeto a su caráctery su posición, no había dejado de lamentar nunca,aunque discretamente, la mala suerte de verseunida a alguien a quien no podía amar.

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»No he escatimado gastos en su ajuar —fueronlas palabras que oyó Margaret a continuación—.Tiene todos los chales y pañuelos indios preciososque me regaló el general y que yo no volveré ausar.

—Es muy afortunada —repuso otra voz, queMargaret reconoció. Era la señora Gibson, unadama que se interesaba mucho más en laconversación porque una de sus hijas se habíacasado hacía pocas semanas—. Helen tenía todasu ilusión puesta en un chal indio, pero la verdades que cuando averigüé el precio exagerado quepedían por él, me vi obligada a negárselo. Semorirá de envidia cuando sepa que Edith tienechales indios. ¿De qué clase son? ¿De Delhi, conesas preciosas orlas?

Margaret oyó de nuevo a su tía, pero esta vez,como si se hubiera incorporado de su posiciónmedio recostada y mirara hacia el gabinete, dondela luz era más tenue.

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—¡Edith! ¡Edith! —gritó; y se recostó como siestuviera agotada por el esfuerzo.

Acudió Margaret.—Edith se ha dormido, tía Shaw. ¿Puedo hacer

yo algo?—¡Pobrecita! —exclamaron las damas al

unísono al oír aquella triste información sobreEdith. Y la perrilla faldera de la señora Shawempezó a ladrar en sus brazos como si laexplosión de piedad la hubiera agitado.

—¡Cállate, Tiny, niña mala! Vas a despertar atu dueña. Sólo quería pedir a Edith que le dijera ala señora Newton que baje los chales. ¿Lo harástú, Margaret, cariño?

Margaret subió a la antigua habitación de lasniñas, en la última planta de la casa, dondeNewton estaba ocupada preparando algunosencajes que hacían falta para la boda. Mientrasella iba a sacar los chales (no sin refunfuñar entredientes), que ya se habían enseñado tres o cuatro

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veces aquel día, Margaret miró a su alrededor:aquélla era la primera habitación de la casa quehabía conocido hacía nueve años cuando lallevaron, recién salida del bosque, a compartir elhogar, los juegos y las clases de su prima Edith.Recordaba el aspecto oscuro y lúgubre de lahabitación, presidida por una niñera austera yceremoniosa que estaba obsesionada con lasmanos limpias y los vestidos rotos. Recordó laprimera cena allí arriba, mientras su padre y su tíacenaban en algún sitio al que se llegaba bajando unnúmero de escaleras infinito; pues a no ser queella estuviera en el cielo (había pensado la niña),ellos tenían que estar en el fondo de las entrañasde la tierra. En casa, antes de que fuera a vivir aHarley Street, el vestidor de su madre era tambiénsu cuarto; y como en la rectoría rural se recogíantemprano, Margaret siempre cenaba con suspadres. ¡Ay! Qué bien recordaba la joven dedieciocho años alta y majestuosa las lágrimas que

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había derramado acongojada la niñita de nueveaquella primera noche con la cara oculta debajo delas sábanas; y cómo le había dicho la niñera queno llorara porque despertaría a la señorita Edith; ycómo había seguido llorando con la mismaamargura aunque más quedamente hasta que su tía,bella y elegante, a quien acababa de conocer,había subido las escaleras con el señor Hale sinhacer ruido para que él viera a su hijitadurmiendo. La pequeña Margaret había silenciadoentonces sus sollozos procurando hacerse ladormida para no disgustar a su padre con su pena,que no se atrevía a mostrar delante de su tía y quecreía que estaba mal sentir después de la largaespera y de los planes y arreglos que habían tenidoque hacer en casa para que pudiera disponer de unguardarropa en consonancia con unascircunstancias más elevadas, y antes de que papápudiera dejar la parroquia para ir a Londresaunque sólo fuera unos días.

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Ahora le tenía cariño a aquella habitación,aunque ya sólo era un cuarto desmantelado. Miró asu alrededor con una especie de pesar gatuno,pensando que se marcharía de allí para siempre alcabo de tres días.

—¡Ay, Newton! —dijo—. Creo que todaslamentaremos dejar esta querida habitación.

—La verdad, señorita, le aseguro que yo no.Mi vista ya no es lo que era, y aquí hay tan pocaluz que sólo puedo arreglar los encajes junto a laventana, donde hay siempre una corriente tanespantosa como para agarrarse un catarro mortal.

—Bueno, supongo que en Nápoles habrá buenaluz y abundante calor. Tendrá que guardar hastaentonces toda la ropa para zurcir que pueda.Gracias, Newton, ya los bajaré yo, que usted estáocupada.

Así que Margaret bajó cargada con los chales,aspirando su fragancia oriental. Su tía le pidió quehiciera de maniquí para que los vieran, pues Edith

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seguía dormida. Nadie reparó en ello, pero lafigura elegante y esbelta de Margaret, con elvestido de seda negra de luto que llevaba puestopor algún pariente lejano de su padre, realzaba losbellos pliegues largos de los preciosos chales quecasi habrían ahogado a Edith. Margaretpermaneció erguida bajo un candelabro, silenciosay pasiva, mientras su tía se los iba poniendo. Devez en cuando, al darse la vuelta, vislumbraba suimagen en el espejo que había sobre la repisa de lachimenea y se reía de su aspecto: los rasgosfamiliares con el atuendo insólito de una princesa.Acariciaba los chales que la envolvían ydisfrutaba de su tacto suave y sus colores vivos,complacida por el esplendor del atuendo ydisfrutando de él como una niña, con una sonrisasatisfecha en los labios. En aquel preciso momentose abrió la puerta y anunciaron al señor HenryLennox. Algunas damas retrocedieron como si seavergonzaran un poco de su interés femenino por

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la ropa. La señora Shaw tendió la mano al reciénllegado. Margaret no se movió, pues creía quepodrían necesitarla aún como una especie depercha para los chales, pero miró al señor Lennoxcon expresión alegre y divertida, como si estuvierasegura de que él comprendía su sensación deridículo al verse sorprendida así.

Su tía estaba tan abstraída haciendo al señorHenry Lennox (que no había podido asistir a lacena) toda suerte de preguntas sobre su hermano elnovio, su hermana la dama de la novia (queacudiría con el capitán a la boda desde Escocia) yotros miembros de la familia Lennox, queMargaret comprendió que ya no la necesitabacomo portadora de chales y se dedicó a atender alas otras visitas, a quienes su tía parecía haberolvidado de momento. Casi de inmediato aparecióEdith pestañeando y guiñando los ojos por laintensa luz al salir del gabinete, echándose haciaatrás los rizos un tanto alborotados y con el

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aspecto general de Bella Durmiente recién sacadade sus sueños. Incluso profundamente dormidahabía sabido de forma instintiva que había llegadoun Lennox y que debía despertarse. Y teníamuchísimas preguntas que hacerle sobre la queridaJanet, su futura cuñada, a quien profesaba tantoafecto que si Margaret no hubiera sido muyorgullosa se habría sentido un poco celosa de larival advenediza. Cuando quedó en segundo planoal reincorporarse su tía a la conversación,Margaret vio que Henry Lennox miraba un asientovacío que había a su lado y supo con toda certezaque se sentaría allí en cuanto Edith le liberara delinterrogatorio. Había sido casi una sorpresa verleaparecer, porque su tía había dado explicacionesbastante confusas sobre sus compromisos y noestaba segura de que pudiera ir aquella noche.Pero ahora supo que pasaría una velada agradable.A él le gustaban y le disgustaban casi las mismascosas que a ella. Se le iluminó la cara de alegría

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franca y sincera. Él se acercó poco a poco. Ella lerecibió con una sonrisa en la que no había elmenor rastro de timidez o afectación.

—Bien, supongo que está metida de lleno en eltrabajo, en el trabajo femenino, quiero decir. Muydistinto al mío, que es el genuino trabajo legal.Jugar con chales no tiene nada que ver conredactar acuerdos.

—Vaya, ya sabía yo que le divertiríaencontrarnos tan ocupadas admirando las prendasdelicadas. Pero lo cierto es que los chales indiosson prendas perfectísimas de su género.

—No me cabe ninguna duda. Sus preciostambién son perfectos. Como corresponde.

Los caballeros fueron llegando de uno en uno,y se intensificó el tono del murmullo y el ruido.

—Ésta es la última cena, ¿no? ¿No habrá másantes del jueves?

—No. Creo que después de esta nochepodremos descansar, que estoy segura de que es

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algo que no he hecho durante semanas; al menosese tipo de descanso en que las manos no tienenmás que hacer y se han realizado ya todos lospreparativos previstos para un acontecimiento queha de ocupar la mente y el corazón de una. Mealegrará tener tiempo para pensar, y estoy segurade que a Edith también.

—Yo no estoy tan seguro en cuanto a ella; peroimagino que usted lo hará. Siempre que la he vistoúltimamente se había dejado arrastrar por lavorágine de alguna otra persona.

Sí —repuso Margaret con cierta tristeza,recordando la interminable conmoción pornimiedades que había durado más de un mes—:Me pregunto si una boda ha de ir precedidasiempre por lo que usted llama vorágine, o si enalgunos casos podría haber antes un período decalma y tranquilidad.

—Que se encargara del ajuar, el banquetenupcial y las invitaciones el hada madrina de

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Cenicienta, por ejemplo —lijo el señor Lennoxriéndose.

—Pero ¿es necesario plantearse tantosproblemas? —preguntó Margaret, mirándoledirectamente en espera de una respuesta. Justo enaquel momento la oprimió una sensación deindescriptible hastío por tantos preparativos paraque todo tuviera buen aspecto, en los que Edithhabía estado ocupada como autoridad supremadurante las últimas seis semanas. Necesitabaverdaderamente que alguien la ayudara conalgunas ideas agradables y tranquilas relacionadascon una boda.

—¡Pues claro que lo es! —repuso él,adoptando ahora un tono circunspecto—. Hay queatenerse a protocolos y ceremonias, no tanto porpropia satisfacción como para cerrar la boca a losdemás, sin lo cual habría muy poca dicha en estavida. Pero dígame, ¿cómo organizaría usted unaboda?

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—Bueno, nunca he pensado mucho en ello.Sólo sé que me gustaría que tuviera lugar unaespléndida mañana de verano, y que me gustaría ira la iglesia caminando a la sombra de los árboles.Y no tener tantas damas de honor y que no hubierabanquete nupcial. Creo que estoy reaccionandocontra las mismas cosas que más problemas mehan causado precisamente ahora.

—No, no lo creo. La idea de espléndidasencillez coincide con su carácter en todo.

Esta forma de hablar no le gustaba nada aMargaret. Y se asustó todavía más al recordarotras ocasiones en las que el señor Lennox habíaintentado llevarla a una discusión sobre sucarácter y su forma de actuar (en la que éldesempeñaba el papel elogioso). Le cortódiciendo bastante bruscamente:

—Es natural que yo piense en la iglesia deHelstone y en el paseo hasta ella y no en un viajeen coche a una iglesia de Londres por una calle

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empedrada.—Hábleme de Helstone. Nunca me lo ha

descrito. Me gustaría tener alguna idea del lugar enel que vivirá usted cuando el número noventa yseis de Harley Street parezca lúgubre, sucio, feo ycerrado. Dígame, ¿es Helstone un pueblo o unaciudad?

—¡Oh, es sólo una aldea! Creo que no podríaconsiderarse pueblo en absoluto. Es sólo la iglesiay unas cuantas casas en el campo, más biencabañas, todas cubiertas de rosales.

—Que, para completar el cuadro, florecentodo el año, especialmente en Navidad —dijo él.

—No —repuso Margaret, un poco enfadada—.No estoy haciendo un cuadro. Sólo intentodescribir Helstone tal como es. No debería haberdicho eso.

—Lo lamento —dijo él—. Es que parecía unpueblecito de cuento de hadas más que de la vidareal.

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—Y lo es —replicó Margaret con impaciencia—. Todos los demás lugares de Inglaterra que hevisto resultan prosaicos y duros comparados conel New Forest. Helstone parece un pueblo de unpoema, de uno de los poemas de Tennyson. Perono seguiré describiéndolo. Se reirá de mí si lohago, si le digo lo que me parece, lo que esrealmente.

—No lo haré, de verdad. Pero ya veo que nova a cambiar de idea. Bueno, pues entonces megustaría todavía más saber cómo es la casaparroquial.

—Oh, no puedo describir mi hogar. Es elhogar, y no puedo expresar su encanto conpalabras.

—Me rindo. Está usted muy severa esta noche,Margaret.

—¿Cómo? —preguntó ella, posandodirectamente en él sus ojos grandes y dulces—. Nolo sabía.

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—Bueno, no me dirá cómo es Helstone ni medirá nada de su hogar porque he hecho uncomentario desafortunado, aunque le he dichocuánto me gustaría saber ambas cosas, sobre todolo segundo.

—Pero es que en realidad no puedo hablarlede mi casa. Creo que es algo sobre lo que no hayque hablar, a menos que la conociera.

—Bien, pues entonces —hizo una breve pausa—, cuénteme qué hace allí. Aquí lee, recibelecciones o se cultiva de alguna otra forma hasta elmediodía; da un paseo antes del almuerzo, sale encoche con su tía después y tiene algún tipo decompromiso por la tarde. Vamos, ahoraexplíqueme cómo pasará el día en Helstone. ¿Darápaseos a caballo, en coche o a pie?

—A pie, por supuesto. No tenemos caballos, nisiquiera uno para papá. Él va caminando hasta losconfines de su parroquia. Los paseos son tanbonitos que sería una vergüenza ir en coche, casi

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lo sería incluso ir a caballo.—¿Trabajará mucho en el jardín? Creo que ésa

es una ocupación propia de señoritas en el campo.—No lo sé. Me temo que no me gustaría mucho

un trabajo tan duro.—¿Tiro al arco, excursiones, bailes, cacerías?—¡Oh, no! —dijo ella riéndose—. Papá gana

muy poco, pero creo que no haría nada de esoaunque pudiéramos permitírnoslo.

—Ya veo que no va a contarme nada. Sólo medirá que no hará esto o aquello. Creo que le haréuna visita antes de que terminen las vacaciones yasí veré a qué se dedica realmente.

—Espero que lo haga. Así comprobarápersonalmente lo precioso que es Helstone. Ahoratengo que irme. Edith se dispone a tocar y misconocimientos musicales sólo me permiten pasarlelas hojas; además, a tía Shaw no le gusta quehablemos.

Edith tocó espléndidamente. A la mitad de la

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pieza, se entreabrió la puerta, y Edith vio alcapitán Lennox, que vacilaba sin saber si entrar ono. Ella abandonó la música y salió corriendo dela habitación, dejando que Margaret explicara alos asombrados invitados, confusa y ruborizada, lavisión que había provocado la súbita huida deEdith. El capitán Lennox había llegado antes de loque esperaban; ¿o sería realmente tan tarde ya?Todos consultaron sus relojes, manifestaroncumplida sorpresa y se marcharon.

Edith volvió luego pletórica de dicha,acompañando a su alto y apuesto capitán contimidez y orgullo. Los hermanos Lennox sesaludaron con un apretón de manos y la señoraShaw recibió al capitán a su modo amable ydiscreto, que tenía siempre algo quejumbroso,debido al prolongado hábito de considerarsevíctima de un matrimonio incompatible. Ahoraque, tras la muerte del general, disfrutaba de todaslas ventajas de la vida con los mínimos

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inconvenientes, se había sentido bastante perplejaal descubrir si no pena, sí angustia. Peroúltimamente se había concentrado en la propiasalud como motivo de aprensión. Siempre quepensaba en ello le daba una tosecilla nerviosa, yalgún médico complaciente le había prescrito justolo que ella deseaba: un invierno en Italia. Laseñora Shaw tenía deseos tan fuertes como lamayoría, pero no le gustaba hacer nada por elclaro y manifiesto motivo de su propia voluntad yplacer. Prefería verse impulsada a satisfacer susgustos por la orden o el deseo de otra persona. Seconvencía realmente de que no hacía más quesometerse a alguna cruda necesidad externa; y asípodía gemir y quejarse a su modo delicado,cuando en realidad estaba haciendo lo que quería.

Y así fue como empezó a hablar de su propioviaje al capitán Lennox, que asentía debidamente acuanto decía su futura suegra mientras buscaba conlos ojos a Edith, que estaba poniendo la mesa y

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pidiendo toda clase de manjares exquisitos, pese aque él le había asegurado que había cenado hacíamenos de dos horas.

El señor Henry Lennox contemplaba divertidola escena familiar, apoyado en la repisa de lachimenea. Estaba junto a su apuesto hermano. Elera el feo de una familia singularmente bienparecida, pero tenía una cara inteligente, animosay expresiva. Margaret se preguntaba qué estaríapensando mientras guardaba silencio, aunque eraevidente que observaba con interés un tantosarcástico lo que hacían Edith y ella. El sarcasmose debía a la conversación de la señora Shaw consu hermano y no tenía nada que ver con el interésque le producía la bella escena de las dos primastan atareadas con los preparativos de la mesa.Edith quería ocuparse de casi todo. Le complacíademostrar a su amado lo bien que lo haría comoesposa de un militar. Descubrió que el agua de latetera estaba fría y pidió la tetera grande de la

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cocina; la única consecuencia de ello fue quecuando se la dieron en la puerta e intentó llevarla ala mesa, era demasiado pesada para ella y volviócon un mohín, una mancha negra en el vestido demuselina y la marca del asa en la manita blanca ytorneada, que decidió enseñar al capitán Lennoxcomo una niñita herida. El remedio era el mismoen ambos casos, por supuesto. La lámpara dealcohol rápidamente ajustada de Margaret fue elartilugio más eficaz, aunque no tanto como elcampamento gitano que Edith, en una de sussalidas, decidió considerar lo más parecido a lavida militar.

Después de esta velada todo fue ajetreo hastaque pasó la boda.

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Capítulo IIRosas y espinas

A la tenue luz verdosa del claro del bosque,en las riberas cubiertas de musgo transcurrió tu infancia;

junto al árbol de cosa, por el que tu miradabuscó enamorada el cielo estival por primera vez.

SRA. HEMANS[2]

Margaret vestía de nuevo traje de calle: viajabatranquila con su padre, que había ido a Londrespara asistir a la boda. Su madre se había vistoobligada a quedarse en casa por múltiples razonesque no entendía nadie, excepto el señor Hale. Élsabía muy bien lo inútiles que habían resultadotodos sus argumentos a favor de un vestido gris desatén, que estaba a medio camino entre lo viejo ylo nuevo; y que, como no tenía dinero para equipar

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a su esposa de pies a cabeza, ella no deseaba quela vieran en la boda de la única hija de su únicahermana. Si la señora Shaw hubiese sabido laverdadera razón de que la señora Hale noacompañara a su esposo, la habría cubierto devestidos de gala. Pero habían transcurrido casiveinte años desde los tiempos en que la señoraShaw fuera la pobrecita señorita Beresford, yhabía olvidado todos los agravios salvo el de lapesadumbre causada por la diferencia de edad enla vida conyugal, de la que podía quejarse cadamedia hora. La queridísima Maria se había casadocon el hombre al que amaba, un hombre que sólole llevaba ocho años y que tenía un carácterafabilísimo y un cabello negro azabache muy pococomún. El señor Hale era uno de los predicadoresmás fascinantes que había oído en su vida laseñora Shaw, y un perfecto modelo de párroco.Tal vez no fuera una deducción muy lógica detodas esas premisas, pero aun así, la conclusión

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característica de la señora Shaw cuando pensabaen la suerte de su hermana seguía siendo: «Casadapor amor, ¿qué más puede desear en este mundo laqueridísima Maria?». Si la señora Hale fuesesincera, podría haber contestado con una listapreparada: «Un vestido de seda gris perla, unsombrero blanco, ¡ay!, y muchísimas cosas para laboda y muchísimas más para la casa».

Margaret sólo sabía que su madre no habíajuzgado conveniente ir, y no la entristecía pensarque el encuentro y el recibimiento tendrían lugaren la rectoría de Helstone y no en la confusión delos últimos dos o tres días en la casa de HarleyStreet, donde ella misma había tenido queinterpretar el papel de Fígaro, pues y la requeríanen todas partes al mismo tiempo. Le dolía física ymentalmente recordar ahora todo lo que habíahecho y dicho en las últimas cuarenta y ocho horas.Las despedidas precipitadas, entre todos losdemás adioses, de aquellos con quienes había

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vivido tanto tiempo, la oprimían ahora con untriste pesar por los tiempos pasados; no importabalo que hubieran sido aquellos tiempos, habíanpasado y no volverían. Margaret nunca habíaimaginado que pudiera sentir una congoja tangrande al dirigirse hacia su amado hogar, el lugary la vida que había añorado durante años, en esemomento preciso de añoranzas y anhelos, justoantes de que los sentidos pierdan sus agudoscontornos en el sueño. Apartó con dolor elpensamiento del recuerdo del pasado paraconcentrarse en la contemplación animosa y serenadel futuro prometedor. Dejó de ver las imágenesde lo que había sido para concentrarse en lo quetenía realmente ante sí: a su amado padre, quedormía recostado en su asiento del vagón del tren.Su cabello negro azulado era gris ahora, y le caíaralo sobre la frente. Se le marcaban claramente loshuesos de la cara, demasiado para resultar bellossi no hubiera tenido las facciones tan delicadas;

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pero así, poseían gracia propia, incluso encanto.Su semblante en reposo parecía más bien dedescanso después de la fatiga, y no la serenidad dequien lleva una vida plácida y satisfecha. Margaretse sintió dolorosamente impresionada por laexpresión de agotamiento y de preocupación de supadre, y repasó las circunstancias evidentes ymanifiestas de su vida para hallar la causa de lasarrugas que con tanta claridad revelaban angustia ydepresión habituales.

«¡Pobre Frederick! —pensó, con un suspiro—.¡Ay, si se hubiera hecho clérigo en vez de ingresaren la Marina y que lo perdiéramos! Ojalá losupiera todo. Nunca entendí bien las explicacionesde tía Shaw, sólo que no podía regresar aInglaterra por aquel suceso horrible. ¡Pobre papá,qué triste parece! Cuánto me alegro de volver acasa para poder consolarlos a él y a mamá».

Cuando su padre despertó, estaba preparadapara recibirle con una sonrisa en la que no había el

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menor rastro de fatiga. Él se la devolvió, peroleve, como si le costase un esfuerzoextraordinario, y su rostro se replegó en lasarrugas de angustia habituales. Tenía la costumbrede entreabrir la boca como si fuera a decir algo, loque alteraba continuamente la forma de sus labiosy le daba una expresión indecisa. Pero tenía losmismos ojos grandes y dulces que su hija, unosojos que se movían lentos y casi espléndidos enlas órbitas, perfectamente velados por lospárpados blancos transparentes. Margaret separecía más a él que a su madre. La gente seextrañaba a veces de que unos padres tan apuestoshubieran tenido una hija que distaba mucho de serlo que se entiende por guapa; que no lo era enabsoluto, según algunos. Tenía la boca demasiadogrande; no un capullito de rosa que se abriera sólolo justo para emitir un «sí» o un «no» o un «porfavor, señor», Pero la boca grande era una suavecurva de labios rojos y plenos. Y su cutis no era

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blanco y rosado, pero poseía una tersura y unadelicadeza marfileñas. Si la expresión de su rostroera en general demasiado circunspecta y reservadapara una persona tan joven, al hablar ahora con supadre era luminosa como la mañana: llena dehoyuelos y miradas que expresaban alegría infantily esperanza ilimitada en el futuro.

Margaret regresó a casa a finales de junio. Losárboles del bosque eran de un verdor oscuro,pleno y umbrío. Los helechos que crecían bajoellos atrapaban los rayos oblicuos del sol: eltiempo era bochornoso, de una calma tensa.Margaret solía caminar decidida junto a su padre,aplastando los helechos con jubilosa crueldadcuando los sentía ceder bajo sus pies ligeros ydesprender su peculiar fragancia; por los extensoscampos a la cálida luz aromática, viendomultitudes de criaturas libres y salvajes,disfrutando del sol y de las flores y las hierbas queiluminaba. Esta vida, al menos los paseos,

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colmaban todas las previsiones de Margaret.Estaba orgullosa de su bosque. Sus gentes eran sugente. Se llevaba muy bien con todos. Habíaaprendido sus peculiares palabras y le encantabaemplearlas. Recuperó su libertad entre ellos,cuidaba a sus niños, hablaba o leía despacio y conclaridad a los ancianos, llevaba platos exquisitos alos enfermos. Al poco tiempo, decidió dar clasesen la escuela, adonde su padre acudía todos losdías como tarea fija, aunque se sentíacontinuamente tentada de ir a ver a algún amigoconcreto (hombre, mujer o niño) de alguna casitade la zona umbría y verde del bosque. Su vida alaire libre era perfecta. La vida en casa tenía susinconvenientes. Se culpaba con la sana vergüenzade una niña de su agudeza visual al apreciar queno todo era allí como debería ser. Su madre —quehabía sido siempre cariñosa y tierna con ella—ahora parecía disgustada a veces con su situación;creía que el obispo descuidaba extrañamente sus

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deberes episcopales al no dar al señor Hale unbeneficio mejor; y casi reprochaba a su esposo queno se atreviera a decir que quería dejar aquellaparroquia y hacerse cargo de una mayor. Él solíalanzar un sonoro suspiro y contestaba que sipudiera hacer lo que debía en la pequeñaparroquia de Helstone daría las gracias. Pero sesentía cada día más abrumado. El mundo resultabacada vez más desconcertante. Margaret veía que supadre se achicaba más y más a cada nuevoapremio de su esposa para que se dedicara abuscar un ascenso. Y, en tales ocasiones, seesforzaba por reconciliar a su madre con Helstone.La señora Hale decía que la proximidad de tantosárboles le afectaba a la salud; y Margaret intentabaanimarla a salir a la hermosura del ejido, a losextensos campos, elevados y salpicados de sol ysombra; porque estaba segura de que su madre sehabía acostumbrado demasiado a no salir de casa,y casi nunca llegaba en sus paseos más allá de la

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iglesia, la escuela y las casas de al lado. Estoresultó bien durante una temporada; pero, a medidaque avanzaba el otoño y el tiempo fue haciéndosemás variable, se agudizó la idea de su madre deque el lugar era insalubre, y se lamentaba inclusocon más frecuencia de que su marido, que era másinstruido que el señor Hume y mejor párroco queel señor Houldsworth, no hubiera recibido elbeneficio que habían conseguido aquellos dosvecinos suyos.

Margaret no estaba preparada para estadestrucción de la paz hogareña con largas horas dedescontento. Ya sabía, e incluso se habíacomplacido con la idea, que tendría que renunciara muchos lujos, que en realidad sólo habían sidoproblemas y cortapisas a su libertad en HarleyStreet. Su entusiasta goce de todos los placeressensuales lo compensaba plenamente y hasta concreces el orgullo consciente de ser capaz deprescindir de todos ellos en caso necesario. Pero

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las nubes nunca aparecen en la zona del horizonteque esperamos. Ya había oído las leves quejas ylamentaciones de su madre sobre alguna nimiedadrelacionada con Helstone y la posición de su padreen el lugar durante las vacaciones de veranoanteriores, pero había olvidado los pequeñosdetalles menos agradables en la dicha general delrecuerdo de aquellos tiempos.

En la segunda mitad de septiembre empezaronlas tormentas y las lluvias otoñales y Margaret sevio obligada a pasar en casa más tiempo que antes.Helstone quedaba a cierta distancia de todos losvecinos de su mismo nivel y refinamiento.

—Es uno de los lugares más apartados deInglaterra, desde luego —dijo la señora Hale enuno de sus accesos quejumbrosos—. No dejo depensar lo lamentable que es que papá no tenga aquícon quién relacionarse. Está desperdiciado. Sólove a agricultores y labriegos de un fin de semanaal siguiente. Si al menos viviéramos al otro lado

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de la parroquia ya sería algo. Desde allí hay sóloun paseo a casa de los Stansfield. Y la de losGorman queda al lado.

—Gorman —dijo Margaret—. ¿Los Gormanque hicieron su fortuna en el comercio enSouthampton? ¡Oh! Me alegro de que no losvisitemos. No me gustan los comerciantes. Creoque estamos mucho mejor aislados y prefiero queconozcamos sólo a campesinos, labradores y gentesin pretensiones.

—¡No debes ser tan maniática, Margaret,cariño! —dijo la señora Hale, pensando en unjoven y encantador señor Gorman a quien habíavisto una vez en casa de los Hume.

—¡No! Yo considero que mi gusto es muyamplio; me gusta toda la gente cuya ocupacióntiene que ver con la tierra; me gustan los soldadosy los marineros, y las tres profesiones ilustradas,como las llaman. Estoy segura de que no querrásque admire a los carniceros, panaderos y cereros,

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¿a que no, mamá?—Pero los Gorman no eran carniceros ni

panaderos sino carroceros muy respetables.—Perfecto. Construir coches es un oficio

comercial también y yo creo que mucho más inútilque el de carnicero y panadero. ¡Ay! ¡No sabes loharta que estaba de los viajes diarios en coche conla tía Shaw y cuánto añoraba pasear!

Y desde luego Margaret paseaba, a pesar deltiempo. Era tan dichosa al aire libre, junto a supadre, que iba casi bailando; y con la suaveviolencia del viento del oeste detrás, cuandocruzaba algún brezal parecía transportada haciadelante, con la misma ligereza que una hoja caídaarrastrada por la brisa otoñal. Resultaba másdifícil ocupar las tardes de forma placentera. Supadre se retiraba a la biblioteca en cuanto cenabany su madre y ella se quedaban solas. La señoraHale nunca se había interesado mucho por loslibros y había disuadido a su esposo de leerle en

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voz alta mientras ella hacía labor de estambre. Endeterminado momento habían probado el juego delchaquete como recurso. Pero cuando el señor Haleempezó a interesarse cada vez más por la escuelay por los feligreses, comprobó que su esposatomaba muy a mal las interrupciones debidas aestas obligaciones y que no las aceptaba comotareas naturales de su profesión, sino queprotestaba y luchaba contra ellas. Así que,mientras los niños aún eran pequeños, él seretiraba a la biblioteca y pasaba las tardes (cuandoestaba en casa) leyendo los libros teóricos ymetafísicos que tanto le gustaban.

Margaret siempre había llevado a Helstonepara las vacaciones una caja grande llena de librosrecomendados por los profesores o la institutriz, ylos días estivales se le hacían demasiado cortospara acabar las lecturas antes de regresar a laciudad. Ahora sólo había allí libros de lacolección de clásicos ingleses bien encuadernados

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y poco leídos, que habían sacado de la bibliotecade su padre para llenar la pequeña librería de lasala. Las estaciones de Thompson, el Cowper deHayley y el Cicerón de Middleton eran con mucholos más ligeros, nuevos y entretenidos. Losestantes no aportaban muchos recursos. Margaretexplicó a su madre con todo lujo de detalles suvida londinense, por la que la señora Haledemostró sumo interés haciendo preguntas, unasveces divertida y otras con cierta tendencia acomparar las circunstancias de desahogo ycomodidad de su hermana con los medios máslimitados de la vicaría de Helstone. En esasveladas, Margaret guardaba silencio de pronto y sequedaba escuchando el goteo de la lluvia en elemplomado del mirador. Más de una vez sesorprendió contando maquinalmente la repeticiónde aquel monótono sonido mientras pensaba si seatrevería a preguntar sobre un tema muy caro a sucorazón: dónde estaba ahora Frederick, qué hacía,

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cuándo habían recibido noticias suyas por últimavez. Pero la idea de que la delicada salud de sumadre y su evidente aversión a Helstone databanambas de la época del motín en que habíaparticipado Frederick —cuya historia Margaret nohabía oído nunca completa y que ahora parecíatristemente condenada al olvido—, la obligaba adetenerse y dejarlo. Cuando estaba con su madre,su padre le parecía la persona más idónea a quienpedir información; y cuando estaba con él, pensabaque le resultaría más fácil hablar con su madre.Seguramente no hubiera mucho nuevo que contar.En una de las cartas que había recibido antes demarcharse de Harley Street, su padre le decía quehabían tenido noticias de Frederick: seguía en Río,estaba muy bien de salud y le enviaba todo sucariño. Eso era lo esencial, pero no los detallesque ella quería saber. En las raras ocasiones enque mencionaban su nombre, siempre se referían aél como «el pobre Frederick». Conservaban su

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habitación tal como la había dejado. Dixon, ladoncella de la señora Hale, la limpiaba y laordenaba regularmente, aunque ella no seencargaba de ninguna otra tarea doméstica ysiempre recordaba el día en que lady Beresford lahabía contratado como doncella de las pupilas desir John, las lindas señoritas Beresford, lasbeldades del condado de Rutland. Dixon siemprehabía considerado al señor Hale como una plagaque se había abatido sobre las perspectivas vitalesde su señorita. Si la señorita Beresford no sehubiera precipitado tanto casándose con un pobreclérigo rural, nadie sabía lo que podría haberllegado a ser. Pero Dixon era demasiado leal paraabandonarla en su desgracia y perdición (es decir,su vida de casada). Se quedó con ella y seconsagró a sus intereses, considerándose siempreel hada buena y protectora, cuyo deber eraconfundir al gigante malvado, el señor Hale. Elseñorito Frederick había sido su orgullo y su

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preferido. Todas las semanas se dedicaba aordenar su habitación, y su actitud y su aspecto sesuavizaban un poco, como si él fuera a llegar acasa aquella misma tarde.

Margaret no dejaba de pensar que habíanrecibido alguna noticia de Frederick que su madreignoraba y que ésa era la razón de la inquietud ypreocupación de su padre. Parecía que la señoraHale no advertía ningún cambio en el aspecto y elcomportamiento de su esposo. Él siempre habíasido sensible y afable y le afectaba todo lorelacionado con el bienestar de los demás. Podíapasarse muchos días deprimido después de asistira un enfermo en el lecho de muerte o enterarse dealgún delito. Pero Margaret notaba ahora en él unafalta de atención, como si le preocupara algunaotra cosa, cuyo agobio no se podía aliviar conactividades cotidianas como consolar a losfamiliares de la persona fallecida o dar clases enla escuela con la esperanza de atenuar los males

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de la siguiente generación. El señor Hale ya novisitaba tanto a sus feligreses, pasaba más tiempoencerrado en su estudio y estaba pendiente delcartero del pueblo, cuya llamada era un golpe en elpostigo de la cocina, que en tiempos tenía querepetir hasta que alguien reparaba en la hora deldía, se daba cuenta de lo que era y acudía aatenderle. Pero ahora el señor Hale esperaba alcartero paseando por el jardín si hacía buen día ysi no, en el estudio, de pie junto a la ventana conexpresión absorta, hasta que llamaba o seguía sucamino, tras saludar con un cabeceo entrerespetuoso y confidencial al párroco, que sequedaba mirándolo hasta que pasaba el seto deeglantina y el gran madroño. Luego se apartaba dela ventana e iniciaba el trabajo del día,manifestando todos los indicios de abatimiento ypreocupación.

Pero Margaret tenía esa edad en que cualquieraprensión que no se base plenamente en el

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conocimiento claro de los hechos se olvidafácilmente con un día de sol o cualquiercircunstancia exterior agradable. Y cuandollegaron los luminosos días de octubre, todos suscuidados desaparecieron como vilanos de cardoarrastrados por el viento, y sólo pensaba en losesplendores del bosque. Ya habían recogido lacosecha de helechos; y como habían pasado laslluvias, eran accesibles muchas hondonadas quesólo había podido atisbar durante julio y agosto.Había aprendido a dibujar con Edith; y habíalamentado tanto durante la oscuridad del maltiempo la ociosa y placentera contemplación de labelleza del bosque mientras aún hacía buentiempo, que decidió bosquejar lo que pudiera antesde que empezara de verdad el invierno. Y unamañana estaba ocupada preparando el tablero,cuando la sirvienta Sara abrió de par en par lapuerta de la sala y anunció:

—El señor Henry Lennox.

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Capítulo IIIVísteme despacio que tengo prisa

A ganar la confianza de una damaaprende como cosa elevada, noblemente,

con seriedad probaday con valor, como cuestión de vida o muerte.

Apártala de las mesas festivas,enséñale las estrellas del cielo,guárdala, con palabras sentidos,

pura de los halagos del galanteo.

SRA. BROWNING[3]

«El señor Henry Lennox». Margaret había pensadoen él hacía sólo un momento, y había recordadosus preguntas sobre sus probables ocupaciones encasa. Aquello era parler du soleil et l’on en voitles rayons[4]. Y la luz del sol le iluminó la cara

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cuando posó la tabla y se acercó a saludarle.—Avisa a mamá —le dijo a Sara—. Mamá y

yo queremos hacerle un montón de preguntas sobreEdith. Le agradezco muchísimo que haya venido.

—¿No dije que lo haría? —preguntó él en tonomás bajo que el que había empleado ella.

—Pero le hacía tan lejos en las Tierras Altasque nunca creí que viniera a Hampshire.

—¡Bueno! —dijo él en tono mas ligero—,nuestros recién casados se dedicaban a gastar unasbromas tan tontas y a correr toda clase de peligros,escalando una montaña, navegando en el lago, quela verdad es que pensé que necesitaban un mentorque los cuidara. Y en realidad, así era; mi tío nopodía controlarlos y tenían al buen ancianoaterrado dieciséis de las veinticuatro horas deldía. Lo cierto es que en cuanto comprobé que no seles podía dejar solos, consideré una obligación nosepararme de ellos hasta que los viera embarcadosa salvo en Plymouth.

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—¿Ha estado en Plymouth? Vaya, Edith no lomenciona en ninguna carta. Claro que ha escritotan apurada últimamente. ¿Embarcaron realmenteel martes?

—Embarcaron realmente, y me liberaron demuchas responsabilidades. Edith me dio muchosmensajes para usted. Creo que tengo una notaminúscula en algún sitio; sí, aquí está.

—¡Gracias! —exclamó Margaret; y como enrealidad quería leerla a solas sin que la observara,se excusó diciendo que iba a avisar ella misma asu madre de su llegada (sin duda Sara habíacometido algún error).

El empezó a mirar alrededor a su modoescrutador en cuanto ella salió de la estancia. Elsol matinal inundaba la salita y le daba un aspectoinmejorable. Estaba abierta la puerta vidrieracentral del mirador y la madreselva y los rosalestrepadores asomaban por la esquina. La pequeñaextensión de césped estaba preciosa con verbenas

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y geranios de vivos colores. Pero la mismaluminosidad exterior hacía que los colores delinterior parecieran tenues y desvaídos. Sin duda laalfombra había visto tiempos mejores y la zarazade las cortinas y las fundas tenía muchos lavados.Todo el aposento era más pequeño y raído de loque él había esperado como fondo y marco deMargaret, tan majestuosa ella. Había varios librossobre la mesa. Alzó uno: era el Paradiso deDante, con la adecuada encuadernación antigua devitela blanca y dorada; al lado había undiccionario y algunas palabras escritas porMargaret. Sólo era una lista aburrida de palabras,pero aun así le agradaba mirarlas. Los dejó con unsuspiro.

«Resulta evidente que el beneficio es tanpequeño como me dijo. Parece extraño, pues losBeresford pertenecen a una buena familia».

Margaret había encontrado a su madre mientrastanto. La señora Hale tenía uno de sus días

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cambiadizos, en los que cualquier cosa seconvertía en un problema y una dificultad; y lallegada del señor Lennox adoptó esa forma,aunque en el fondo se sentía halagada por el hechode que hubiera considerado que la visita merecíala pena.

—¡Es muy inoportuno! Hoy comeremos prontoy sólo tomaremos fiambre para que las sirvientaspuedan seguir con la plancha. Pero claro, tenemosque invitarle a comer, es el cuñado de Edith ydemás. Y tu padre está muy desanimado estamañana por algo, no sé por qué. He ido al estudiohace un momento y estaba inclinado sobre la mesacon la cara cubierta con las manos. Le dije quecreía que el aire de Helstone no le sienta mejorque a mí y levantó la cabeza de repente y me pidióque no volviera a decir una palabra contraHelstone porque no lo soportaba; que si había unlugar que amara en el mundo, era Helstone. Peroestoy segura de que es este aire húmedo y

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enervante.Margaret tuvo la sensación de que una nube

fina y gélida se había interpuesto entre el sol y ellaHabía escuchado a su madre pacientemente con laesperanza de que la aliviara un poco desahogarse;pero era hora de que la llevara a saludar al señorLennox.

—A papá le agrada el señor Lennox; en elbanquete de la boda lo pasaron en grande. Creoque se animará con su visita. Y no te preocupespor la comida, querida mamá. El fiambre será unalmuerzo estupendo, que es lo que seguramenteconsiderará el señor Lennox una comida a las dos.

—Pero ¿qué haremos con él hasta entonces?Sólo son las diez y media.

—Le pediré que me acompañe a hacer algunosbosquejos. Sé que le gusta y así no tendrás queocuparte de él, mamá. Pero ahora ven, anda; si no,va a parecerle muy extraño.

La señora Hale se quitó el delantal de seda

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negra y suavizó el gesto. Parecía una dama bella ydistinguida cuando saludó al señor Lennox con lacordialidad debida a alguien que era casi pariente.Él sin duda esperaba que le pidieran que pasaraallí el día, y aceptó la invitación tan complacidoque la señora Hale deseó poder añadir algo alfiambre. A él todo le agradaba; le encantó la ideade Margaret de salir juntos a dibujar, y por nadadel mundo molestaría al señor Hale, pues severían muy pronto en la comida. Margaret sacó losmateriales de dibujo para que él eligiera los quequisiera y, tras escoger debidamente papel ypinceles, se marcharon los dos contentísimos.

—Espere, por favor, paremos un momento aquí—dijo Margaret—. Ésas son las casas que meobsesionaron tanto las dos semanas de lluvia Mereprochaba no haberlas dibujado.

—Antes de que se derrumben y desaparezcan.La verdad es que si hay que dibujarlas, y son muypintorescas, será mejor no dejarlo para el año que

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viene. Pero ¿dónde nos sentamos?—¡Tendría que haber venido directamente del

bufete del Temple en vez de haber pasado antesdos meses en las Tierras Altas! Mire ese preciosotronco que han dejado los leñadores justo en ellugar perfecto para la luz. Pondré encima elpañuelo y será un trono del bosque ideal.

—Con los pies en ese charco a modo deescabel regio. Espere, me apartaré y así podráacercarse más por aquí. ¿Quién vive en esaschozas?

—Las construyeron los colonos ilegales hacecincuenta o sesenta años. Una está deshabitada; losforestales van a derribarla en cuanto se muera elanciano que vive en la otra, ¡pobrecillo! Mire, ahíestá. Tengo que ir a hablar con él. Está tan sordoque se enterará usted de todos nuestros secretos.

El anciano tomaba el sol delante de su casa,con la cabeza descubierta y apoyado en el bastón.Relajó el gesto rígido esbozando una sonrisa

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cuando Margaret se acercó y le dijo algo. El señorLennox se apresuró a introducir ambas figuras ensu esbozo y acabó el paisaje con una referenciasubordinada a ambos, como advirtió Margaretcuando llegó el momento de levantarse, desecharagua y borradores y enseñarse el uno al otro losesbozos. Entonces se echó a reír y se ruborizó. Elseñor Lennox observaba su gesto.

—Vamos, eso se llama traición —dijo ella—.¿Cómo iba a imaginar yo que nos dibujaría alanciano Isaac y a mí cuando me pidió que lepreguntara la historia de esas cabañas?

—Fue irresistible. No sabe qué tentación tanfuerte. Casi no me atrevo a decirle lo mucho queme gusta este esbozo.

Él no estaba totalmente seguro de que Margarethubiera oído la última frase antes de irse al arroyoa lavar la paleta. Volvió bastante colorada, perocon expresión totalmente ingenua y despreocupada.Él se alegró de que así fuera, porque el comentario

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se le había escapado, en realidad, algo bastanteraro en un hombre que premeditaba sus actos tantocomo Henry Lennox.

El aspecto de la casa era perfecto y luminosocuando llegaron. El ceño aborrascado de la señoraHale se había despejado bajo la propiciainfluencia de un par de carpas que le habíaregalado muy oportunamente una vecina. El señorHale había regresado de sus visitas matinales yesperaba al visitante junto al portillo del jardín.Parecía todo un caballero con su chaqueta raída ysu sombrero gastado. Margaret se enorgullecía desu padre, siempre le producía un orgullo nuevo ytierno ver la impresión favorable que causaba atodos los extraños. Pero escrutó con su miradaaguda el rostro paterno y encontró rastros dealguna preocupación inusual, que sólo habíadejado a un lado de momento, pero no eliminado.

El señor Hale les pidió que le enseñaran losbocetos que habían pintado.

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—Me parece que has hecho los tonos de latechumbre de paja demasiado oscuros, ¿no crees?—le dijo a Margaret al devolverle el suyo y tendióla mano para coger el del señor Lennox, que loretuvo un momento, sólo un momento.

—¡No, papá! No lo creo. La siemprevivamayor y la uña de gato se han oscurecido muchocon la lluvia. ¿Se parecen, papá? —dijo ellaatisbando por encima del hombro de su padremientras él contemplaba las figuras del esbozo delseñor Lennox.

—Sí, mucho. Tu figura y tu porte están muybien. Y también la forma rígida de encorvar laespalda larga y reumática el pobre Isaac. ¿Qué eslo que cuelga de la rama del árbol? No puede serun nido.

—¡Oh no! Es mi sombrero. No puedo pintarnunca con el sombrero puesto; me calienta muchola cabeza. No sé si sabría pintar figuras. Hay poraquí muchas personas que me gustaría pintar.

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—Yo diría que siempre conseguiría hacer unretrato que desee mucho hacer —dijo el señorLennox—. Yo confío plenamente en la fuerza devoluntad. Creo que a mí mismo me ha salidobastante bien el suyo.

El señor Hale había entrado antes que ellos enla casa, mientras Margaret se entretenía cortandounas rosas para adornar con ellas su vestidomatinal para la comida.

«Una joven londinense normal comprendería elsignificado implícito de ese comentario —pensó elseñor Lennox—. Trataría de descifrar en todo loque le dijera un joven el arrière-pensée de uncumplido. Pero no creo que Margaret…».

—¡Un momento! —exclamó—. Déjemeayudarla.

Y cortó algunas rosas rojas aterciopeladas queMargaret no alcanzaba; luego dividió el botín, sepuso dos en el ojal y la hizo pasar complacida yfeliz a arreglar sus flores.

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La conversación fluyó de forma agradable ytranquila durante la comida. Ambas partes teníanque hacerse muchas preguntas y que intercambiarlas últimas noticias sobre los movimientos de laseñora Shaw en Italia. Y por el interés de lo quese decía, la sencillez sin pretensiones de lavicaría, y sobre todo la proximidad de Margaret,el señor Lennox olvidó la leve decepción quehabía sentido al principio cuando vio que ella sólole había dicho la pura verdad al describir elbeneficio de su padre como muy pequeño.

—Margaret, cariño, podrías haber recogidounas peras para el postre —dijo el señor Halecuando colocaron en la mesa el generoso lujo deuna botella de vino recién decantada.

La señora Hale estaba apurada. Daba laimpresión de que los postres fueran algo insólito eimprovisado en la vicaría; pero si el señor Halehubiera mirado detrás, habría visto bizcochos ymermelada, y además, todo dispuesto de forma

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ordenada en el aparador. Pero se le había metidoen la cabeza la idea de las peras y no iba arenunciar a ellas.

—Hay algunas de donguindo maduras en elmuro del sur que superan a todos los frutos yconservas extranjeros. Anda, Margaret, ve abuscarlas.

—Propongo que pasemos al jardín y lastomemos allí —dijo el señor Lennox—. No haynada más delicioso que hincar los dientes en elfruto jugoso, crujiente, cálido y perfumado por elsol. Lo peor es que las avispas son tan insolentescomo para disputárnoslo incluso en el momentomás placentero.

Se levantó como si se dispusiera a seguir aMargaret, que había desaparecido por la puertavidriera: sólo esperaba el permiso de la señoraHale. Ella hubiera preferido acabar la comidacomo era debido y con todo el ceremonial que sehabía desarrollado a la perfección hasta entonces,

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máxime cuando Dixon y ella habían sacado losaguamaniles de la despensa a fin de ser tancorrecta como correspondía a la hermana de laviuda del general Shaw; pero no tuvo más remedioque resignarse cuando se levantó también el señorHale, dispuesto a acompañar a su invitado.

—Me armaré con un cuchillo —dijo el señorHale—. Terminaron para mí los días de comerfruta de la forma primitiva que ha descrito usted.Tengo que pelarla y partirla para poder disfrutarla.

Margaret hizo un frutero para las peras con unahoja de remolacha, que realzaba admirablementesu color castaño dorado. El señor Lennox lamiraba más a ella que a las peras. Pero su padre,dispuesto a decidir con sumo cuidado el mismosabor y la perfección de la hora que le habíarobado a su angustia, escogió primorosamente lafruta más madura y se sentó en el banco del jardínpara disfrutarla a placer. El señor Lennox yMargaret pasearon por el sendero elevado junto al

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muro del sur, donde se oía el zumbido de lasabejas que se afanaban en las colmenas.

—¡Qué vida tan agradable llevan ustedes aquí!Siempre he sentido cierto desdén por los poetas,con sus deseos de «Tenga yo mi cabaña al pie deuna colina» y cosas por el estilo. Pero ahora creoque he sido un capitalino ignorante. En estemomento tengo la impresión de que un año de vidatan serena como ésta compensaría con crecesveinte años de duro estudio de leyes. ¡Qué cielos!—exclamó alzando la vista—, ¡qué follaje rojo yambarino, tan perfectamente inmóvil! —concluyó,señalando algunos de los grandes árboles delbosque que cerraban el jardín como si fuera unnido.

—Le complacerá recordar que nuestros cielosno siempre son tan azules como ahora. Tambiénaquí llueve. Y las hojas se caen y se pudren,aunque a mí me parezca que Helstone es un lugartan perfecto como el que más. Recuerde cómo

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menospreció mi descripción una tarde en HarleyStreet: «un pueblo de cuento de hadas».

—¡Menospreciar, Margaret! Ésa es unapalabra bastante dura.

—Tal vez lo sea. Yo sólo sé que me hubieragustado explicarle lo que me entusiasmabaentonces y usted…, ¿cómo lo diría?, hablóirrespetuosamente de Helstone como un simplepueblecito de cuento.

—No volveré a hacerlo —dijo él con fervor.Doblaron la esquina del paseo.

—Casi desearía, Margaret —añadió, y seinterrumpió, titubeante. Era tan insólito que eldesenvuelto abogado titubeara que Margaret alzóla vista hacia él con cierto asombro inquisitivo;pero al instante (por algo de él que no podíadeterminar) deseó regresar junto a su madre, juntoa su padre, a donde fuera pero lejos de él, puesestaba segura de que iba a decir algo a lo que nosabría qué responder. Pero el amor propio dominó

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al instante aquella súbita agitación, que esperabaque él no hubiera advertido. Claro que podríaresponder y responder lo adecuado. Era vil ydespreciable de su parte no atreverse a oír lo quefuese, como si no tuviera fuerza para poner fin acualquier conversación con su elevada dignidadpudorosa.

—Margaret —dijo él, sorprendiéndola altomarle una mano, de modo que ella se vioobligada a quedarse donde estaba y escucharle, yse despreció por la palpitación que sintió en elpecho—. Margaret, desearía que no le gustaratanto Helstone, que no pareciera tan absolutamentedichosa y serena aquí. He estado esperando quepasaran estos tres meses para encontrarlaañorando Londres y a los amigos de Londres, unpoco, lo suficiente para que escuchara másamablemente —(pues ella intentaba tranquila perofirmemente soltarse la mano de la de él)— aalguien que no tiene mucho que ofrecer, es cierto,

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sólo proyectos para el futuro, pero que la ama,Margaret, casi a pesar de sí mismo. Margaret,¿tanto la he sobresaltado? ¡Hable!

Pues advirtió que le temblaban los labioscomo si fuera a echarse a llorar. Ella hizo un granesfuerzo para calmarse y no habló hasta queconsiguió dominarse y que no le temblara la voz.Entonces dijo:

—Me ha sorprendido. No sabía que meestimara de ese modo. Le he considerado siempreun amigo; y, por favor, preferiría seguirhaciéndolo. No me gusta que me hable como lo hahecho. No puedo contestarle como quiere que lohaga, y, sin embargo, lamentaría muchísimodisgustarle.

—Margaret —dijo él, mirándola a los ojos,que le sostuvieron la mirada con expresión francay directa, de absoluta buena fe y reacia a causardolor. Él estuvo a punto de preguntarle si amaba aotro, pero pensó que la pregunta ofendería la pura

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serenidad de aquella mirada—. ¡Perdóneme! Hesido demasiado brusco. Ya he recibido mi castigo.Deme alguna esperanza. Deme el pobre consuelode decirme que no ha visto nunca a nadie a quienpudiera… —Otra pausa. No pudo acabar la frase.Margaret se reprochó ser la causa de su aflicción.

—¡Ojalá no se le hubiera metido semejanteidea en la cabeza! ¡Era tan agradable considerarleun amigo!

—Pero, Margaret, ¿puedo o no puedo esperarque me considere alguna vez un enamorado? Yaveo que todavía no, pero no hay prisa, algunavez…

Ella guardó silencio un par de minutos,tratando de determinar sus verdaderossentimientos antes de responder. Luego dijo:

—Le he considerado siempre un amigo y sóloun amigo. Y me complace considerarlo como tal,pero estoy segura de que nunca podré considerarlode otro modo. Intentemos ambos olvidar que ha

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tenido lugar esta conversación… —Iba a decir«desagradable» pero se interrumpió a tiempo.

Él hizo una pausa antes de contestar. Luegorepuso en su tono frío habitual:

—Por supuesto, ya que sus sentimientos sontan claros y esta conversación le ha resultado tanclaramente desagradable, sería mejor norecordarla. Eso es absolutamente perfecto enteoría, ese plan de olvidar todo lo que seadoloroso, pero a mí al menos me resultará un pocodifícil conseguirlo.

—Está enfadado —dijo ella con tristeza—.Pero ¿cómo puedo remediarlo yo?

Parecía tan sinceramente apenada cuando dijoesto que él luchó un momento con su francadecepción y luego respondió más animoso, aunquetodavía con cierta dureza en el tono:

—Ha de tener en cuenta la vergüenza,Margaret, no sólo de un enamorado, sino de unhombre muy poco dado al romanticismo en

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general, prudente, mundano, como me consideranalgunos, que se ha desviado de sus hábitosregulares por la fuerza de la pasión. Bien, nohablaremos más de eso; pero en la única salidaque ha concebido para los sentimientos más noblesy profundos de su naturaleza, se encuentra con elrechazo y la repulsa. Tendré que consolarmemenospreciando mi propia estupidez. ¡Un letradovoluntarioso que piensa en matrimonio!

Margaret no podía responder a esto. Lemolestaba el tono. Parecía tocar y expresar todoslos puntos de discrepancia que le habíanmolestado siempre en él. Sin embargo seguíasiendo el hombre afable, el amigo máscomprensivo, la persona que mejor la entendía enHarley Street. Sintió cierto desdén mezclado conla pena de haberle rechazado. Su bello semblanteadoptó un levísimo aire displicente. Fue oportunoque, tras haber dado toda la vuelta al jardín,encontraran súbitamente al señor Hale, cuyo

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paradero habían olvidado por completo. Aún nohabía terminado la pera. La había pelado condelicadeza en una larga tira fina como papel deseda y la estaba comiendo con parsimoniosodeleite. Era como la historia del rey oriental quemete la cabeza en una palangana de agua, apetición del mago, y antes de sacarla de inmediatopasa por la experiencia de toda una vida. Margaretse sentía anonadada, incapaz de recuperar elnecesario dominio de sí misma para poderparticipar en la conversación trivial quemantuvieron a continuación su padre y el señorLennox. Estaba seria y poco dispuesta a hablar, yse preguntaba cuándo se marcharía de una vez elseñor Lennox y le permitiría relajarse y pensar enlos acontecimientos del último cuarto de hora. Eltenía casi tantas ganas de marcharse como ella deque lo hiciera, pero debía a su vanidadmortificada, o a su dignidad, el sacrificio de unosminutos de charla despreocupada y ligera, por

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mucho que le costara. Observaba la cara pensativay triste de ella de vez en cuando.

«No le soy tan indiferente como cree —se dijo—. No renuncio a la esperanza».

Antes de que transcurriera un cuarto de hora,había empezado a conversar con tranquilosarcasmo; hablaba de la vida en Londres y de lavida en el campo como si fuera consciente de susegundo yo burlón y temiera la propia burla. Elseñor Hale estaba desconcertado. Su visitante eraun hombre distinto al que había conocido en elbanquete nupcial y aquel mismo día en la comida;un hombre más mundano, ingenioso y ligero y,como tal, en desacuerdo con el señor Hale. Lostres sintieron un gran alivio cuando al fin dijo quetenía que marcharse en seguida si quería tomar eltren de las cinco. Entraron en la casa a buscar a laseñora Hale para que se despidiera de ella. En elúltimo momento, salió de nuevo a la luz elverdadero yo del señor Lennox.

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—Margaret, no me desprecie. Tengo uncorazón, a pesar de toda esta forma vana dehablar. Como prueba de ello, creo que la amo másque nunca, si es que no la odio, por el desdén conque me ha escuchado durante esta última mediahora. Adiós, Margaret… ¡Margaret!

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Capítulo IVDudas y dificultades

Arrójame a un desnudo litoraldonde sólo pueda seguir el rastro

de algún triste naufragio;si estás tú allí, aunque ruja el mar,

no imploro mayor calma.

HABINGTON[5]

Él se había marchado. Cerraron la puerta alatardecer. Ya no había cielos azul intenso ni tonosrojos y ambarinos. Margaret subió a cambiarsepara el té y encontró a Dixon bastantemalhumorada por el trastorno que habíaocasionado la visita en un día de tanto trabajo. Lodemostró cepillándole el cabello furiosamente,con el pretexto de que tenía mucha prisa para ir a

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atender a la señora Hale. A pesar de todo,Margaret tuvo que esperar un buen rato en la sala aque bajara su madre. Se sentó sola junto al fuego,de espalda a las velas apagadas sobre la mesa, ypensó cómo había transcurrido el día: habíaresultado muy satisfactorio el paseo, y hacer losbosquejos; la comida había sido agradable yanimada; y el paseo por el jardín, desagradable ylamentable.

¡Qué distintos eran los hombres de lasmujeres! Allí estaba ella, tan inquieta y desdichadaporque su instinto había hecho imposible todomenos el rechazo, mientras que él, a los pocosminutos de haberse encontrado con el rechazo delo que debía haber sido la propuesta más profunday sagrada de su vida, podía hablar como si lossumarios, el éxito y todas sus consecuenciassuperficiales de una buena casa, la compañíainteligente y agradable, fueran los únicos objetosdeclarados de sus deseos. ¡Santo cielo! ¡Cómo

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podría haberle amado si hubiera sido sólodiferente, con una diferencia que, al pensarlo,creía que tenía que ser profunda! Entonces se leocurrió que, en realidad, tal vez hubiese fingidoligereza para disimular la amargura del desengaño,una amargura que a ella se le habría grabado en elcorazón si hubiese amado y hubiese sidorechazada.

Su madre llegó al fin, antes de que esetorbellino de pensamientos se asentara en algoparecido al orden. Margaret tuvo que desechar losrecuerdos de todo lo dicho y hecho durante el díapara escuchar con atención el relato de su madre:Dixon se había quejado de que la tabla de laplancha había vuelto a quemarse; habían visto aSusan Lightfoot con flores artificiales en elsombrero, lo que demostraba su carácter vanidosoy alocado. El señor Hale tomaba el té a sorbossumido en un silencio abstraído. Margaret serespondía a todo ella misma. Se preguntaba cómo

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podían ser tan olvidadizos su padre y su madre, tanindiferentes a su compañero durante todo el díaque ni siquiera habían mencionado su nombre.Olvidaba que a ellos no les había hecho ningunaproposición.

Después del té, el señor Hale se levantó y sequedó plantado junto a la chimenea, con el codoapoyado en la repisa y la cabeza apoyada en lamano, cavilando y suspirando profundamente devez en cuando. La señora Hale fue a consultar aDixon sobre la ropa de invierno para los pobres.Margaret preparó la labor de su madre, pensandohorrorizada en la larga velada que le aguardaba ydeseando que llegara la hora de irse a la camapara poder repasar los acontecimientos del día.

—¡Margaret! —dijo el señor Hale al fin, deforma tan súbita y apremiante que la sobresaltó—.¿Es urgente ese tapiz? Quiero decir, si puedesdejarlo un momento y venir a mi estudio. Tengoque hablar contigo de algo muy importante para

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todos nosotros.«Muy importante para todos nosotros». El

señor Lennox no había tenido ocasión de hablar asolas con su padre después de su rechazo, porqueeso sí que sería un asunto muy importante. Enprimer lugar, Margaret se sentía culpable yavergonzada de haberse hecho tan mayor comopara que pensaran en su casamiento; y, en segundolugar, no sabía si disgustaría a su padre quehubiese decidido rechazar la proposición delseñor Lennox. Pero en seguida se dio cuenta deque su padre no quería hablarle de nada quehubiera ocurrido última y súbitamente y hubieseprovocado ideas complicadas. El la hizo sentarsea su lado, avivó el fuego, despabiló las velas ysuspiró un par de veces antes de decidirse ahablar. Y sus palabras fueron un sobresalto, pese atodo.

—¡Margaret! Voy a dejar Helstone.—¡Dejar Helstone, papá! Pero ¿por qué?

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El señor Hale no contestó de inmediato.Jugueteó unos instantes con los papeles que habíasobre el escritorio, confuso y nervioso, abriendovarias veces la boca para hablar, pero cerrándolade nuevo sin tener el valor de pronunciar una solapalabra. Margaret no podía soportar elespectáculo de aquella tensión, que era inclusomás penosa para su padre que para ella misma.

—¿Por qué, querido papá? ¡Dímelo!Él alzó la vista hacia ella de pronto y le dijo

con una calma lenta y forzada:—Porque no puedo seguir siendo pastor de la

Iglesia anglicana.Margaret había imaginado que le habían

concedido al fin alguno de los ascensos que tantodeseaba su madre, uno que le obligaría a dejar elprecioso y amado Helstone y que quizá le exigiríairse a vivir en uno de los recintos silenciosos yseñoriales que Margaret había visto de vez encuando en las ciudades catedralicias. Eran lugares

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grandiosos e imponentes, y le habría causado undolor profundo, largo y perdurable tener que dejarel hogar de Helstone para ir allí. Pero eso no eranada comparado con la impresión que leprodujeron las últimas palabras de su padre. ¿Quéquería decir? Era mucho peor por ser tanmisterioso. Sintió un súbito escalofrío al ver laexpresión de lastimosa angustia de su cara, casicomo si implorara un juicio bondadoso y clementede su hija. ¿Se habría visto implicado en algo quehubiera hecho Frederick? Su hermano era unproscrito. ¿Se habría comprometido su padre,llevado por el amor natural hacia su hijo, enalgún…?

—¿De qué se trata, papá? ¡Por favor, dímelo!¿Por qué no puedes seguir siendo clérigo? Estoysegura de que si se le explica al obispo todo loque sabemos de Frederick, y la dureza e injusticiacon…

—No se trata de Frederick. El obispo no

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tendría nada que ver con eso. Soy yo mismo. Te loexplicaré, Margaret. Contestaré a todas laspreguntas por una sola vez ahora. Pero después deesta noche no volveremos a mencionarlo. Puedoafrontar las consecuencias de mis dolorosas ylamentables dudas, pero no soporto hablar de loque tanto sufrimiento me ha causado.

—¿Dudas, papá? ¿Dudas religiosas? —preguntó Margaret, más asustada todavía.

—No, dudas religiosas no. Ni el más ligeromenoscabo en eso.

Hizo una pausa. Margaret suspiró como siestuviera al borde de otro nuevo horror. Su padrecontinuó, hablando deprisa, dispuesto a cumpliruna obligación:

—No lo entenderías bien si te explicara miangustia durante los últimos años por saber si teníaalgún derecho a conservar el beneficio, misesfuerzos por apagar mis ardientes dudas con laautoridad de la Iglesia. ¡Oh, Margaret, cuánto amo

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a la santa Iglesia de la que tengo que excluirme! —Por un momento, no pudo continuar. Margaret nosabía qué decir; todo aquello le parecía tan arcanocomo si su padre estuviera a punto de hacersemahometano.

»Hoy he estado leyendo sobre los dos mil quefueron expulsados de sus iglesias —añadió elseñor Hale con una leve sonrisa—, tratando deconseguir un poco de su valor. Pero no sirve denada, es inútil, no puedo evitar lamentarloamargamente.

—Pero papá, ¿lo has considerado bien?¡Parece tan espantoso, tan horrible! —dijoMargaret, y se echó a llorar a lágrima viva depronto. El único fundamento sólido de su hogar, dela idea que tenía de su amado padre, parecíaresquebrajarse y tambalearse. ¿Qué podía decirella? ¿Qué había que hacer? El señor Hale vio laangustia de su hija y se armó de valor para intentarconsolarla. Se tragó los sofocantes sollozos sin

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lágrimas que habían estado subiendo de su pechohasta entonces, se acercó a la estantería y bajó unlibro que leía a menudo últimamente y del quecreía que había sacado fuerzas para emprender elcamino que había iniciado.

—Escucha, querida Margaret —le dijo,rodeándole la cintura con un brazo. Ella tomó lamano de su padre entre las suyas y la apretó, perono podía alzar la cabeza. En realidad, su agitacióninterior era tan grande que tampoco podía prestaratención a lo que leía él.

»Es el soliloquio de alguien que fue en tiemposclérigo de una parroquia rural como yo. Loescribió el señor Oldfield, pastor de Carsington,en Derbyshire. Sus padecimientos se acabaron.Libró una buena batalla —dijo las dos últimasfrases en voz baja, como si hablara consigomismo. Luego, leyó en voz alta:

»“Cuando no puedas seguir en tu tarea sindeshonrar a Dios, desacreditar la religión,

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renunciar a tu integridad, herir la conciencia,destrozar la paz y arriesgarte a perder lasalvación; en una palabra, cuando las condicionesen que debes continuar (si continúas) en tu cargosean pecaminosas e injustificadas por la palabrade Dios, debes, sí, has de creer que Dios tomara tumismo silencio, suspensión, privación y renunciapara Su gloria y una mayor difusión del Evangelio.Cuando Dios no te emplee de una forma, aun así lohará de otra. Jamás faltará ocasión de servirle yhonrarle al alma que desea hacerlo. No debeslimitar al Santo de Israel pensando que sólo tieneun medio de glorificarse por ti. Él puede hacerlopor tu silencio tanto como por tu predicación, portu renuncia tanto como por tu continuación en elcargo. No es el pretexto de hacer el máximoservicio a Dios o cumplir el deber más gravoso loque excusará el menor pecado, aunque ese pecadonos permita cumplir ese deber o nos dé laoportunidad de hacerlo. Tendrás pocas gracias,

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alma mía, si cuando te acusen de corromper elculto a Dios falseando tus votos, finges que esnecesario hacerlo para continuar en el ministerio”.

Mientras leía esto, y consideraba mucho másque no leía, se armó de resolución, y sintió comosi también él pudiera ser firme y valiente al hacerlo que consideraba justo. Pero cuando terminó,oyó el quedo sollozo convulsivo de Margaret y sucoraje flaqueó bajo la viva sensación desufrimiento.

—¡Margaret, cariño! —le dijo, estrechándola—. Piensa en los primeros mártires, piensa en losmillares que han sufrido.

—Pero, padre —dijo ella, alzando de prontola cara enrojecida y bañada de lágrimas—, losprimeros mártires sufrieron por la verdad,mientras que tú…, ¡ay!, papá, querido papá.

—Yo sufro por la conciencia, hija mía —repuso él, con una dignidad que sólo era trémulapor la profunda sensibilidad de su carácter—;

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debo seguir los dictados de mi conciencia. Hesoportado durante mucho tiempo remordimientosque habrían despertado a una mente menosaletargada y cobarde que la mía. —Movió lacabeza y continuó—: El vano deseo de tu madre,satisfecho al fin de la forma burlona en que suelencumplirse los deseos demasiado fervientes, comotomatillos del diablo que son, ha provocado estacrisis, por lo que debería estar agradecido, y creoque lo estoy. El obispo me ofreció otro beneficiohace menos de un mes. Si lo hubiese aceptadohabría tenido que hacer una nueva declaración deconformidad con la liturgia en mi investidura.Intenté hacerlo, Margaret; intenté conformarmerechazando sin más el ascenso adicional yquedándome tranquilamente aquí, sofocando miconciencia como lo había hecho antes. ¡Que Diosme perdone!

Se levantó y paseó de un lado a otro de lahabitación mascullando palabras de remordimiento

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y humillación, de las que Margaret sólo oyóalgunas, y lo agradeció. Al final dijo:

—Vuelvo a la triste carga anterior, Margaret:tenemos que marcharnos de Helstone.

—¡Sí! Comprendo. Pero ¿cuándo?—He escrito al obispo informándole de mi

intención de renunciar a la vicaría. Supongo que yate lo he dicho, pero se me olvidan las cosasprecisamente ahora —dijo el señor Hale,sumiéndose de nuevo en su actitud abatida encuanto empezó a hablar de los crudos detallesprácticos—. Ha sido amabilísimo; ha empleadoargumentos y amonestaciones, todo en vano…, envano. Son lo mismo que me he repetido yo sinresultados. Tengo que presentar la renuncia yvisitar al obispo para despedirme de él. Será unaprueba. Pero peor, mucho peor, será despedirmede mis amados feligreses. Se ha nombrado uncoadjutor para que dirija los oficios, un tal señorBrown. Vendrá mañana a quedarse con nosotros.

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El próximo domingo daré mi sermón de despedida.¿Iba a ser tan repentino, entonces?, se preguntó

Margaret. Aunque tal vez fuese mejor así.Prolongarlo sería hurgar más en la llaga; erapreferible sumirse en el aturdimiento oyendo todosaquellos preparativos que parecían estar casiterminados antes de decírselo a ella.

—¿Qué dice mamá? —preguntó, con unprofundo suspiro.

Para su sorpresa, su padre empezó a pasear denuevo por la estancia antes de contestar. Al fin sedetuvo y replicó:

—Margaret, soy un vil cobarde en realidad.No soporto causar dolor. Sé perfectamente que lavida de casada de tu madre no ha sido lo que ellaesperaba, lo que tenía derecho a esperar; y ahoraesto va a ser un golpe tan fuerte que no he tenidovalor para decírselo. Pero hay que decírselo, ya—dijo, mirando a su hija con tristeza. Margaret sequedó casi anonadada ante la idea de que su madre

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no supiese nada y todo el asunto estuviera tanadelantado.

—Sí, hay que decírselo —dijo Margaret—. Alo mejor, pese a todo, no se… ¡Oh, sí!, lo hará. Sedisgustará —añadió, sintiendo de nuevo elimpacto del golpe al intentar determinar cómoreaccionaria otro—. ¿Adónde iremos? —preguntóal final, impresionada de nuevo por la perplejidadacerca de sus futuros planes, si es que su padretenía planes, en realidad.

—A Milton del Norte —respondió él, contorpe indiferencia, pues había percibido que,aunque el amor de su hija la había impulsado aapoyarle y a esforzarse para calmarle con sucariño, la intensidad del dolor seguía tan viva ensu mente como siempre.

—¡Milton del Norte! ¿La ciudad industrial deDarkshire?

—Sí —contestó él, del mismo modo abatido eindiferente.

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—¿Por qué allí, papá? —preguntó ella.—Porque allí puedo ganar el pan para la

familia. Porque allí no conozco a nadie y nadieconoce Helstone ni puede hablarme nunca de él.

—¡El pan para la familia! Yo creía que mamáy tú teníais… —y se interrumpió, conteniendo ellógico interés por su vida futura al advertir el ceñode su padre. Pero la agudeza intuitiva de él lepermitió ver en la cara de su hija como en unespejo el reflejo de su propio abatimiento y seesforzó por rechazarlo.

—Ya te lo explicaré todo, Margaret. Ahoraayúdame a decírselo a tu madre. Creo que podríahacer cualquier cosa menos eso: la sola idea de sudolor me da pánico. Si te lo explico todo, podríasdecírselo mañana. Yo estaré fuera todo el día, iréa despedirme del granjero Dobson y de los pobresde Bracy Common. ¿Te molestaría muchodecírselo tú, Margaret?

Le molestaba tener que hacerlo, le horrorizaba

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más que ninguna cosa que hubiera tenido que haceren toda la vida. No podía hablar, de pronto. Supadre dijo:

—Te disgusta mucho hacerlo, ¿verdad,Margaret?

Ella se dominó entonces y contestó conexpresión animosa y firme:

—Es doloroso pero hay que hacerlo, y lo harélo mejor que pueda. Tú debes tener muchas cosasdesagradables que hacer.

El señor Hale movió la cabeza abatido y leapretó la mano en señal de gratitud. Margaretestaba a punto de echarse a llorar otra vez. Paradesechar los pensamientos dijo:

—Ahora dime cuáles son nuestros planes,papá. Mamá y tú tenéis algún dinero, aparte de losingresos del beneficio, ¿no? Sé que tía Shaw lotiene.

—Sí. Creo que tenemos unas ciento setentalibras anuales propias. Setenta han sido siempre

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para Frederick desde que está en el extranjero. Nosé si lo necesita todo —añadió, vacilante—. Debede tener alguna paga por servir en el ejércitoespañol.

—Frederick no debe sufrir —dijo Margaretcon decisión—; en un país extranjero; tratado taninjustamente por el propio. Quedan cien libras.¿Podríamos vivir mamá, tú y yo con cien libras alaño en algún lugar muy barato…, muy tranquilo deInglaterra? Bueno, yo creo que sí.

—¡No! —dijo el señor Hale—. Eso noserviría. Tengo que hacer algo. Tengo quemantenerme ocupado, desechar los pensamientosmorbosos. Además, en una parroquia ruralrecordaría dolorosamente Helstone y mis deberesaquí. No lo soportaría, Margaret. Y cien libras alaño se quedarían en nada una vez cubiertos losgastos de la casa, para proporcionar a tu madre lascomodidades a las que está acostumbrada y quedebe tener. No. Tenemos que ir a Milton. Eso está

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decidido. Siempre decido mejor solo, sin vermeinfluenciado por mis seres queridos —le dijo, casidisculpándose por haber decidido sin consultar susplanes con nadie de la familia—. No soporto lasobjeciones. Me hacen vacilar.

Margaret resolvió guardar silencio. Al fin y alcabo, ¿qué importaba adónde fueran, comparadocon el único cambio terrible?

El señor Hale prosiguió:—Hace unos meses, cuando mi suplicio de

dudas se hizo superior a lo que podía soportar sinhablar con alguien, escribí al señor Bell.¿Recuerdas al señor Bell, Margaret?

—No. Creo que no lo he visto nunca. Pero séquién es. El padrino de Frederick, tu antiguo tutoren Oxford, ¿no?

—Sí. Es miembro de la corporación dePlymouth College. Es oriundo de Milton del Norte,me parece. El caso es que tiene allí propiedades,cuyo valor ha aumentado mucho desde que Milton

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se ha convertido en una ciudad industrial tangrande. Bueno; tenía razones para suponer(imaginar) que era preferible no decir nada alrespecto, sin embargo. Pero estaba seguro de lacomprensión del señor Bell. No sé si me diomucha fuerza. Ha llevado siempre una vidacómoda en su colegio. Pero no podría haber sidomás amable. Y debido a él vamos a ir a Milton.

—¿Qué? —dijo Margaret.—Bueno, tiene allí arrendatarios, casas y

talleres. Así que, aunque el lugar es demasiadobullicioso para sus hábitos y no le gusta, estáobligado a mantener cierto tipo de contacto. Y medice que sabe que hay buenas oportunidades paraun profesor particular allí.

—¡Profesor particular! —exclamó Margaretcon aire displicente—. ¿Para qué van a querer losindustriales a los clásicos o la literatura o losconocimientos de un caballero?

—Bueno —contestó su padre—, parece que

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algunos son individuos refinados, conscientes desus propias carencias, que es más de lo que puededecirse de muchos hombres de Oxford. Algunosdesean aprender, están decididos a hacerlo aunquehayan llegado a la edad adulta. Algunos deseanque sus hijos sean más instruidos que ellos. Locierto es que hay una oportunidad, tal como hedicho, para un profesor particular. El señor Bellme ha recomendado a un tal señor Thornton,arrendatario suyo y hombre muy inteligente, en lamedida en que puedo juzgar por sus cartas. Y enMilton, Margaret, encontraré una vida ocupada,aunque no sea una vida feliz, y personas yescenarios tan distintos que no me recordaránnunca Helstone.

Había un motivo secreto, como bien sabíaMargaret por sus propios sentimientos. Seríadiferente. Pese a ser discordante (sentía casiaversión por todo lo que había oído siempre delNorte de Inglaterra, los fabricantes, la gente, el

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campo inhóspito y agreste), contaba sin embargocon esta única virtud: sería diferente de Helstone yjamás les recordaría aquel amado lugar.

—¿Cuándo nos marcharemos? —preguntóMargaret tras un breve silencio.

—No lo sé con exactitud. Quería hablar deello contigo. Verás, tu madre no sabe nada todavía.Pero creo que dentro de unos quince días… Unavez presentada la renuncia ya no tendré derecho aquedarme.

Margaret estaba casi anonadada.—¡Dentro de quince días!—No, bueno, no exactamente. No hay nada

establecido —dijo su padre con angustiosavacilación al ver el dolor que nublaba los ojos desu hija y el súbito cambio de su expresión. Pero serecobró de inmediato.

—Sí, papá, habría que decidirlo pronto ydefinitivamente, como dices tú. ¡Pero mamá nosabe nada! Eso es lo más embarazoso.

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—¡Pobre Maria! —repuso el señor Hale conternura—. ¡Pobre, pobre Maria! ¡Ay, qué fácilsería si no estuviera casado, si estuviera solo en elmundo! ¡La verdad es que no me atrevo adecírselo, Margaret!

—Bueno —dijo Margaret con tristeza—. Loharé yo. Dame hasta mañana por la noche paraelegir el momento. ¡Ay, papá! —exclamósúbitamente en tono suplicante y apasionado—:¡Dime que es una pesadilla! ¡Convénceme de queesto no es la realidad sino un mal sueño! ¡Nopuedes decir en serio que vas a dejar la Iglesia, arenunciar a Helstone, a separarte para siempre demamá y de mí, arrastrado por una ilusión, por unatentación! ¡No es posible!

El señor Hale mantuvo una calma rígidamientras su hija hablaba.

Luego la miró a la cara y le dijo en tonopausado, lento y ronco:

—Es así, Margaret. No te engañes dudando de

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la sinceridad de mis palabras, de la firmeza de miresolución y mi propósito.

Guardó silencio y se quedó mirándola delmismo modo fijo y gélido unos instantes. Ella ledevolvió la mirada con expresión suplicante hastaque se convenció de que todo aquello erairrevocable. Entonces se levantó y se dirigió haciala puerta, sin una palabra ni una mirada más. Posólos dedos en la manilla y oyó que la llamaba.Estaba de pie junto a la chimenea, encogido yencorvado. Pero cuando ella se acercó, se irguiócuan alto era, le puso las manos en la cabeza y dijocon solemnidad:

—¡Que Dios te bendiga, hija mía!—Y que te devuelva a Su Iglesia —respondió

ella, desbordada por la emoción. Acto seguidotemió que su respuesta a la bendición paternahubiese sido irreverente, errónea, que pudieraherirle por proceder de su hija, y le echó losbrazos al cuello. Él la estrechó unos instantes.

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Margaret le oyó murmurar para sí: «Los mártires ylos confesores tuvieron que soportar más dolor.No flaquearé».

En aquel momento los sobresaltó la voz de laseñora Hale que preguntaba por su hija. Sesepararon plenamente conscientes de todo lo queles esperaba. El señor Hale se apresuró a decirle:

—Ve, Margaret, ve. Mañana pasaré el díafuera. Cuando regrese por la noche ya se lo habrásdicho a tu madre.

—Sí —repuso ella. Y volvió a la sala en unestado de aturdimiento y confusión.

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Capítulo VDecisión

Te pido un amor vigilantesabio, atento y leal,

que sepa en la alegría sonreír,y los ojos llorosos enjugar;

y un corazón descuidado de sí,que sepa comprender y calmar.

ANONIMO[6]

Margaret fue una buena oyente de todos lospequeños planes que había hecho su madre paraaliviar un poco la suerte de los feligreses máspobres. No podía por menos que escuchar, aunquecada nuevo proyecto era una puñalada en sucorazón. Cuando llegaran las heladas estaríanlejos de Helstone. El reumatismo del anciano

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Simon podría agravarse, podría empeorar su vista,y no habría nadie que fuera a leerle y a confortarlecon tazones de caldo y prendas de abrigo de buenafranela roja. O si lo había, sería un extraño, y elanciano la esperaría en vano a ella. El hijitotullido de Mary Domville se arrastraría hasta lapuerta y esperaría mirando para verla salir delbosque. Aquellos pobres amigos nuncacomprenderían por qué los había abandonado; yhabía muchos otros, además.

—Papá siempre ha gastado los ingresos delbeneficio en la parroquia. Quizá esté usando lascuotas siguientes, pero el invierno puede ser muycrudo y tenemos que ayudar a nuestros pobresancianos.

—Bueno, mamá, haremos lo que podamos —dijo Margaret impaciente, sin ver el aspectoprudencial del asunto y aferrándose sólo a la ideade que prestarían aquella ayuda por última vez—.Tal vez no sigamos aquí mucho tiempo.

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—¿Te encuentras mal, cariño? —preguntó laseñora Hale preocupada, malinterpretando lainsinuación de Margaret sobre la incertidumbre depermanecer en Helstone—. Estás pálida y cansada.Es este aire húmedo, bochornoso e insalubre.

—No, no, mamá, no es eso: el aire esdelicioso. Huele a la más pura y fresca fraganciacomparado con la atmósfera cargada de HarleyStreet. Pero estoy cansada, ya casi debe de serhora de acostarse.

—No falta mucho, son las nueve y media. Peroes mejor que te vayas ya a la cama, cariño. Pídelea Dixon unas gachas. Yo iré a verte en cuanto teacuestes. Me preocupa que te hayas resfriado, orespirado el aire pútrido de una de esas lagunasestancadas…

—Ay, mamá —dijo Margaret, besando a sumadre con una leve sonrisa—. Estoyperfectamente, no te preocupes por mí; sólo estoycansada.

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Subió a su habitación. Tomó un tazón degachas para tranquilizar a su madre. Estaba echadalánguidamente en la cama cuando llegó la señoraHale a hacer algunas preguntas finales y darle unbeso antes de retirarse a su habitación. Margaretse levantó presurosa en cuanto oyó que se cerrabala puerta de su madre, se echó la bata por encima yse puso a pasear de un lado a otro hasta que elcrujido de una tabla del viejo entarimado lerecordó que no debía hacer ruido. Se acurrucó enel asiento de la ventana, pequeña y de huecoprofundo. Cuando había mirado afuera aquellamañana, le había saltado de alegría el corazón alver sobre la torre de la iglesia las luces claras eintensas que presagiaban un día espléndido ysoleado. Esa noche (habían pasado como máximodieciséis horas) se sentó, demasiado triste parallorar, pero con una pena sorda y fría que parecíahaber exprimido para siempre la juventud y elcontento de su ser. La visita del señor Henry

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Lennox —su proposición— era como un sueño,algo al margen de su vida real. La cruda realidadera que su padre se había permitido dudastentadoras hasta llegar a ser cismático, un paria.Todos los cambios consiguientes se agrupaban entorno a aquel único hecho importante y lamentable.

Contempló las líneas gris oscuro de la torre dela iglesia, justo en el centro de la vista, que serecortaba sobre las profundidades transparentesdel azul oscuro que miraba y que creía que podríaseguir mirando siempre y viendo en cada momentoalguna distancia mayor, ¡pero ningún rastro deDios! En aquel instante el mundo le parecía másdesolado que si lo rodeara una cúpula de hierrodetrás de la cual podrían hallarse la paz y la gloriaindelebles del Todopoderoso. Aquellos abismosde espacio infinito le parecían en su serena quietudmás engañosos que ninguna barrera material:rodeaban los gritos de los dolientes que podíanascender ahora en el infinito esplendor de

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inmensidad y perderse, desaparecer para siempresin llegar nunca a Su trono. Ése era su estado deánimo cuando llegó su padre sin que lo oyera. Laluz de la luna era lo bastante intensa parapermitirle ver a su hija en un lugar y una actitudinusuales. Ella no se dio cuenta de su presenciahasta que sintió que le tocaba el hombro.

—Margaret, sabía que estabas aquí. No hepodido evitar venir a pedirte que reces conmigo.Recemos el padrenuestro, nos hará bien a los dos.

El señor Hale y Margaret se arrodillaron juntoal asiento de la ventana: él, mirando hacia arriba;ella, con la cabeza inclinada, avergonzada yhumilde. Dios estaba cerca de ellos y escuchabalas palabras que susurraba su padre. Tal vez supadre fuera un hereje, pero ¿acaso no se habíamostrado ella mucho más escéptica hacía cincominutos en las dudas de la desesperación? Nopronunció una palabra, pero en cuanto su padre semarchó, se acostó sigilosamente como una niña

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avergonzada de su culpa. Si el mundo estaba llenode problemas complejos, confiaría y sólo pediríaver el único paso que tenía que dar en cadamomento. Aquella noche rondaron sus sueños elseñor Lennox, su visita y su proposición, cuyorecuerdo se había visto desplazado bruscamentepor los acontecimientos del día: él trepaba a unárbol de fabulosa altura para alcanzar una rama dela que colgaba el sombrero de ella; y se caía, yella intentaba salvarlo, pero una mano fuerte einvisible la sujetaba y se lo impedía. Él moría. Ysin embargo, la escena cambiaba y ella estaba denuevo en la sala de Harley Street hablando con élcomo tantas veces, pero sabía todo el tiempo quele había visto matarse por aquella terrible caída.

¡Noche triste y agitada! ¡Mal preludio para elpróximo día! Despertó sobresaltada, sin haberdescansado bien, y consciente de alguna realidadincluso peor que sus sueños febriles. Lo recordótodo: no sólo la pena sino también la terrible

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discordancia en la pena. ¿Hasta dónde habíallegado su padre, qué distancia había recorridollevado por las dudas que ella considerabatentaciones del Maligno? Deseaba saberlo pero nose lo habría preguntado por nada del mundo.

La mañana despejada y fresca hizo que sumadre se sintiera especialmente bien y animada ala hora del desayuno. Siguió hablando y planeandolas buenas obras del pueblo, ajena al silencio desu esposo y a las respuestas monosilábicas deMargaret. El señor Hale se levantó antes de querecogieran la mesa. Posó una mano en ella comopara apoyarse.

—No volveré hasta la noche. Voy al campo deBracy y pediré al granjero Dobson que me dé algode comer. Volveré a las siete para la cena.

No miró a ninguna de las dos, pero Margaretentendió lo que quería decir: a las siete tenía quehaberle dado ya la noticia a su madre. El señorHale habría esperado a hacerlo a las seis y media,

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pero Margaret no era de la misma pasta que él.Ella no podía aguantar aquella carga todo el día,prefería pasar el peor trago cuanto antes. El díasería demasiado corto para consolar a su madre.Pero mientras estaba de pie junto a la ventana,pensando cómo empezar y esperando que lasirvienta saliera de la habitación, su madre subió aarreglarse para ir a la escuela. Bajó preparadapara marcharse, más animada de lo habitual.

—Mamá, ven conmigo al jardín esta mañana.Demos sólo una vuelta —le dijo Margaret,rodeándole la cintura con un brazo.

Pasaron por la puerta vidriera abierta. Laseñora Hale dijo algo. Margaret no la entendió, sefijó en una abeja que entraba en una campanilla:cuando saliera con su botín, empezaría, ésa seríala señal… Salió.

—¡Mamá! ¡Papá va a dejar Helstone! —dijobruscamente—. Va a dejar la Iglesia y se irá avivir a Milton del Norte.

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Ya estaban los tres hechos innegables, apenasexplicables.

—¿Por qué dices eso, Margaret? —preguntó laseñora Hale, sorprendida e incrédula—. ¿Quién teha dicho semejante insensatez?

—Papá, él mismo —contestó Margaret,deseando añadir algo amable y consolador, perosin saber cómo hacerlo. Llegaron al banco deljardín. La señora Hale se sentó y se echó a llorar.

—No te comprendo —dijo—. O has cometidoun grave error o no te entiendo en absoluto.

—No, madre, no he cometido ningún error.Papá ha escrito al obispo comunicándole que tienetales dudas que en conciencia no puede seguirsiendo pastor de la Iglesia anglicana y que tieneque abandonar Helstone. Ha consultado también alseñor Bell, el padrino de Frederick, ya sabes,mamá. Y se ha decidido que vayamos a vivir aMilton del Norte.

La señora Hale no apartó la mirada de la cara

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de su hija mientras hablaba: su tristeza le indicabaque al menos ella creía que era verdad lo que leestaba diciendo.

—No puedo creerle —dijo la señora Hale alfin—. Si fuese cierto me lo habría dicho antes dellegar a este punto.

Margaret estaba plenamente convencida de quesu madre tendría que haber sido informada detodo: fueran cuales fuesen sus quejas ylamentaciones, no estaba bien que su padre dejaraque se enterase de su cambio de opinión y de suinminente cambio de vida por su propia hija, quesabía más que ella de todo aquello. Margaret sesentó junto a su madre, le hizo apoyar la cabeza ensu pecho e inclinó sus suaves mejillascariñosamente para acariciarle la cara.

—¡Queridísima mamá! Nos asustaba tantodarte un disgusto… Papá estaba tan preocupado…,sabes que no eres fuerte y habrías tenido que pasarpor una terrible tensión.

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—¿Cuándo te lo explicó a ti, Margaret?—Ayer, mamá. Ayer mismo —repuso

Margaret, detectando los celos que habíanprovocado la pregunta—. ¡Pobre papá! —añadió,tratando de desviar los pensamientos de su madrehacia la comprensión compasiva de todo lo quehabía pasado su padre. La señora Hale levantó lacabeza.

—¿Qué quiere decir con lo de que tienedudas? —preguntó—. Estoy segura de que no serefiere a que piensa de otro modo, que sabe másque la propia Iglesia.

Margaret movió la cabeza con los ojos llenosde lágrimas, pues su madre había puesto el dedoen la llaga de su propio pesar.

—¿No puede hacerle entrar en razón elobispo? —preguntó la señora Hale, casiimpaciente.

—Me temo que no —dijo Margaret—. Pero nose lo pregunté. No hubiera soportado lo que

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pudiera contestarme. Todo está arreglado hastacierto punto. Dejará Helstone dentro de quincedías. No sé exactamente si dijo que habíapresentado la renuncia.

—¡Quince días! —exclamó la señora Hale—.Creo que todo esto es muy extraño, y nadacorrecto. Me parece insensible —dijo, empezandoa relajarse con las lágrimas—. Dices que tienedudas y que renuncia al beneficio, y todo sinconsultarme. Creo que si me hubiera explicado susdudas al principio, podría haberlas cortado deraíz.

Margaret pensaba que su padre no habíaobrado bien, pero no soportaba oírselo decir a sumadre. Sabía que la reserva de él se debía alcariño que sentía por ella, y que podía ser cobardepero no insensible.

—Casi esperaba que te alegraras de dejarHelstone, mamá —dijo, tras una pausa—. Nunca tehas sentido bien en este aire, ya sabes.

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—No creerás que la atmósfera cargada dehumos de una ciudad industrial llena de chimeneasy sucia como Milton del Norte será mejor que esteaire, que es puro y dulce, aunque sea demasiadohúmedo y enervante. ¡Imagínate lo que será vivirentre las fábricas y la gente de las fábricas! Claroque si tu padre deja la Iglesia no nos admitirán ensociedad en ningún sitio. ¡Será una gran desgraciapara nosotros! Pobrecito sir John. Menos mal queno vive para ver a lo que ha llegado tu padre.Todos los días después de comer, cuando era niñay vivía con tu tía Shaw en Beresford Court, sirJohn acostumbraba a hacer el primer brindis:«¡Por la Iglesia y el Rey, y abajo elParlamento!»[7].

Margaret se alegró de que su madre dejara depensar en el silencio de su marido con ella sobreel tema que debía de ser más caro a su corazón.Después de la profunda angustia vital por lanaturaleza de las dudas de su padre, ésa era la

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circunstancia del caso que le causaba más dolor.—Bueno, aquí nos relacionamos muy poco,

mamá. Los Gorman, que son nuestros vecinos máspróximos (que podamos considerar buenasociedad, y casi nunca los vemos), soncomerciantes hace tanto tiempo como la gente deMilton del Norte.

—Sí —dijo la señora Hale casi conindignación—, pero de todos modos los Gormanhacían carruajes para casi toda la pequeña noblezadel condado y de alguna forma se relacionaban conella. Pero esa gente de las fábricas, ¿a quién se leva a ocurrir usar algodón si puede usar lino?

—Bueno, mamá, renuncio a los algodoneros;no los estoy defendiendo más que a otroscomerciantes. Sólo que tendremos querelacionarnos lo mínimo con ellos.

—¿Puede saberse por qué ha elegido tu padreMilton?

—En parte, porque no se parece nada a

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Helstone —contestó Margaret con un suspiro—; y,en parte, porque el señor Bell dice que allí hayoportunidades para un profesor particular.

—¡Profesor particular en Milton! ¿Por qué nopuede ir a Oxford y dar clase a los caballeros?

—¡Lo olvidas, mamá! Deja la Iglesia a causade sus opiniones: sus dudas no le ayudarían nadaen Oxford.

La señora Hale guardó silencio un rato,llorando quedamente. Al final dijo:

—Y los muebles, ¿cómo se supone que vamosa organizar el traslado? Nunca, nunca he hecho untraslado, y sólo disponemos de quince días paraorganizarlo todo.

Margaret se sintió indeciblemente aliviada alver que la angustia y la aflicción de su madre sereducían a ese punto, que a ella le parecía taninsignificante, y en lo que podría ayudar mucho.Hizo planes y promesas y demostró a su madrecómo organizar todo lo que se podía hacer hasta

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que supieran más concretamente lo que seproponía el señor Hale. No se separó de ella entodo el día; se concentró con toda el alma encomprender los diversos cambios de sussentimientos. Hacia el atardecer, empezó aponerse cada vez más nerviosa pensando que supadre tenía que encontrar un hogar acogedor ytranquilizante cuando llegara tras un día de fatiga yangustia. Insistió en lo que tenía que haber sufridoen secreto durante tanto tiempo; su madre sólorespondía fríamente que debía habérselo dicho yque así al menos habría tenido alguien que leaconsejara. Se sintió desfallecer cuando oyó lospasos de su padre en el vestíbulo. No se atrevió asalir a recibirle y explicarle lo que había hechodurante todo el día por miedo al enojo celoso desu madre. Le oyó pararse, como si la esperara aella o alguna señal de ella, y no se atrevió amoverse. Vio el temblor de labios y la palidez desu madre y supo que también ella se había dado

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cuenta de que había llegado su esposo. Él abrió lapuerta de la habitación y se quedó allí plantado sinsaber si entrar o no. Estaba triste y pálido, teníauna expresión temerosa y tímida en los ojos, algoque resulta casi lastimoso en la cara de un hombre;pero su gesto de incertidumbre y abatimiento, delanguidez física y mental conmovió a su esposa,que se acercó a él y se arrojó en su pecho,gritando:

—¡Oh, Richard, Richard! ¡Debías habérmelodicho antes!

Margaret los dejó entonces y subió lasescaleras llorando; se echó en la cama y ocultó lacara en los cojines para sofocar los sollozoshistéricos que brotaron incontenibles al fin tras eltenso dominio de sí misma que había mantenidotodo el día.

No sabía cuánto tiempo llevaba así. No oyóningún ruido, aunque la doncella entró a ordenar lahabitación. La muchacha salió de puntillas

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aterrada y fue a decirle a la señora Dixon que laseñorita Hale estaba llorando desgarradoramente,que si seguía llorando de aquel modo se pondríamalísima, seguro. A consecuencia de esto,Margaret sintió que la tocaban y se incorporó; viola habitación habitual, y, en la penumbra, la figurade Dixon, que estaba de pie con la vela un pocoretirada por miedo al efecto que pudiera causar laluz en los ojos asustados de la señorita Hale,hinchados y cegados.

—Oh, Dixon, no te he oído entrar —dijoMargaret reanudando su tembloroso autocontrol—.¿Es muy tarde? —prosiguió, incorporándoselánguidamente y disponiéndose a salir de la cama,posando los pies en el suelo pero sin levantarse,mientras se retiraba el pelo revuelto de la cara eintentaba mostrarse como si no pasara nada, comosi sólo hubiera estado durmiendo.

—No tengo ni idea de la hora que es —contestó Dixon en tono ofendido—. He perdido la

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noción del tiempo desde que la señora me dio laespantosa noticia cuando la ayudaba a vestirsepara la cena. Y desde luego no sé lo que va a serde todos nosotros. Cuando Charlotte me ha dichoahora mismo que usted estaba llorando, señoritaHale, pensé, no me extraña, pobrecita. Y mira queocurrírsele ahora al señor hacerse disidente aestas alturas de la vida, cuando, aunque no puedadecirse que le haya ido bien en la Iglesia, tampocoes que le haya ido tan mal, después de todo. Tuveun primo, señorita, que se hizo predicadormetodista a los cincuenta y tantos años, después deser sastre toda la vida. Claro que él nunca habíasido capaz de hacer unos pantalones como Diosmanda mientras se había dedicado al oficio desastre, así que no era tan raro. ¡Pero el señor!Como le dije a la señora: «¿Qué habría dicho elpobre sir John? ¡Él no quería que se casara con elseñor Hale, pero le aseguro que si hubiera sabidoque todo acabaría así, sus juramentos hubieran

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sido peores que nunca, si tal cosa fuese posible!».Dixon estaba tan acostumbrada a hacer

comentarios sobre el proceder del señor Hale a suseñora (que la escuchaba o no, según el humor delmomento) que no advirtió la mirada fulminante y elrictus indignado de Margaret. ¡Tener que escucharque una sirvienta le hablara de su padre así a lacara!

—Dixon —dijo, en el tono bajo que empleabasiempre cuando estaba muy nerviosa, y en el quehabía un rumor de tumulto lejano o de tormentaamenazadora que se desencadenaba a lo lejos—.¡Dixon! Olvidas con quién estás hablando.

Se irguió y se puso de pie con firmeza,encarándose con la doncella y clavando en ella sumirada fija y perspicaz.

—Soy la hija del señor Hale —añadió—.Márchate. Has cometido un error extraño, y estoysegura de que tus buenos sentimientos harán que lolamentes cuando pienses en ello.

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Dixon se demoró unos minutos en lahabitación, indecisa. Margaret repitió:

—Debes marcharte, Dixon. Quiero que lohagas.

Dixon no sabía si tomar a mal tan decididaspalabras o echarse a llorar. Ambos métodoshabrían surtido efecto con su señora. Pero, comose dijo a sí misma: «La señorita Margaret tienealgo del anciano caballero, igual que el pobreseñorito Frederick; ¿de dónde lo sacarán?». Yella, que se habría ofendido si alguien le hubieradicho aquello de forma menos resuelta y altiva, secontuvo lo suficiente para decir en tono humilde ydolido:

—¿Le desabrocho el vestido y le arreglo elpelo, señorita?

—¡No, esta noche no, gracias!Margaret la hizo salir de la habitación y cerró

la puerta. Dixon obedeció. A partir de entonces,admiró siempre a Margaret. Decía que era porque

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se parecía mucho al pobre señorito Frederick;pero lo cierto era que a ella, como a tantos otros,le gustaba que la mandara alguien de carácterfuerte y decidido.

Margaret necesitó toda la ayuda de Dixon enacción y que guardara silencio; pues, durante untiempo, ésta consideró un deber demostrar queestaba ofendida hablando lo menos posible a suseñorita; así que concentró sus energías en actuarmás que en hablar. Quince días era muy pocotiempo para hacer todos los preparativos de untraslado tan importante. Como dijo Dixon:«Cualquiera menos un caballero, en realidadcualquier otro caballero…». Advirtió justo en estepunto la mirada rotunda y severa de Margaret, yuna tos súbita le impidió acabar la frase; aceptódócilmente la pastilla de marrubio que le ofrecióMargaret para calmar «el picor de garganta,señorita». Pero cualquiera menos el señor Halehabría tenido suficiente sentido práctico para

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comprender que en tan poco tiempo seríaimposible encontrar una casa en Milton del Norte,y en realidad en cualquier sitio, para trasladar elmobiliario que tenían que sacar de la vicaría deHelstone.

La señora Hale se sintió tan abrumada por losproblemas y por la necesidad de tomar decisionesinmediatas que parecía recaer de pronto sobreella, que se puso enferma. A Margaret casi lepareció un alivio que su madre decidiera guardarcama y dejara que se encargara de organizarlotodo ella. Y Dixon, fiel a su deber deacompañante, atendía a su señora y sólo salía deldormitorio de la señora Hale para mover la cabezay murmurar para sí de un modo que Margaretdecidió ignorar. Pues lo único claro y urgente eraque tenían que marcharse de Helstone. Ya habíannombrado al sucesor del señor Hale en elbeneficio; y, en todo caso, después de la decisiónde su padre, no debía haber demora, tanto por él

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como por todo lo demás. Había decididodespedirse personalmente de cada feligrés y cadatarde regresaba a casa más deprimido. Margaretcarecía de experiencia en los asuntos prácticosque había que solucionar y no sabía a quién acudiren busca de consejo. La cocinera y Charlottetrabajaban muy dispuestas y con tenacidad en todoel traslado y empaquetamiento; y en cuanto a eso,el admirable sentido de Margaret le permitió verlo que era mejor y dirigir cómo debía hacerse.Pero ¿adónde irían? Tenían que marcharse en unasemana. ¿Directamente a Milton o adónde?Muchos preparativos dependían de esoconcretamente, y Margaret decidió preguntárselo asu padre una noche, a pesar de su fatiga yabatimiento evidentes. Él contestó:

—Pero hija, la verdad es que he tenidodemasiadas cosas en que pensar para ocuparme deeso. ¿Qué dice tu madre? ¿Qué quiere ella? ¡PobreMaria!

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Le respondió un eco más sonoro que sususpiro. Dixon acababa de entrar en la habitacióna buscar otra taza de té para la señora Hale, y aloír las últimas palabras del señor Hale, yprotegida de la mirada recriminatoria de Margaretpor su presencia, se atrevió a decir:

—¡Mi pobre señora!—Espero que no se encuentre peor hoy —dijo

el señor Hale, volviéndose apresuradamente.—No podría decirlo, señor. No me

corresponde a mí juzgar. La enfermedad parecemental más que física.

El señor Hale se mostró infinitamente afligido.—Será mejor que lleves el té a mamá antes de

que se enfríe, Dixon —dijo Margaret en tono deserena autoridad.

—Oh, le pido disculpas, señorita. Me hedistraído pensando en mi pobre…, en la señoraHale.

—¡Papá! —dijo Margaret—. Es esta

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incertidumbre lo que os hace más daño a los dos.Es lógico que mamá lamente tu cambio deopiniones, eso no podemos evitarlo —añadiósuavemente—. Pero ahora sabemos a quéatenernos, al menos hasta cierto punto. Y creo quepodría conseguir que mamá me ayudara en losplanes si me dijeras cuáles son. Ella no hamanifestado nunca ningún deseo en ningún sentido,y sólo piensa en lo inevitable. ¿Iremosdirectamente a Milton? ¿Has buscado casa allí?

—No —contestó él—. Supongo que tendremosque ir a un hostal y buscar luego una casa.

—¿Y embalar los muebles para poder dejarlosen la estación de tren hasta que encontremos una?

—Supongo que sí. Tú haz lo que te parezcamejor. Pero recuerda que dispondremos de muchomenos dinero.

Margaret sabía perfectamente que nunca habíannadado en la abundancia. De pronto tuvo lasensación de que echaban sobre sus hombros una

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carga muy pesada. Hacía sólo cuatro meses, todaslas decisiones que tenía que tomar consistían enqué vestido ponerse para la cena y en ayudar aEdith a redactar las listas de invitados y a decidirquién debía sentarse junto a quién en las cenas. Yel hogar en que vivía no requería que se tomaranmuchas decisiones. Excepto en el único casoimportante de la propuesta de matrimonio delcapitán Lennox, todo funcionaba como un reloj. Sutía y su prima mantenían una larga discusión unavez al año para decidir si iban a la isla de Wight,al extranjero o a Escocia; pero en tales ocasiones,Margaret estaba segura de llegar sin el menoresfuerzo personal al tranquilo refugio del hogar.Ahora, desde la visita del señor Lennox que lahabía sobresaltado obligándola a tomar unadecisión, cada día tenía que resolver algúnproblema de suma importancia para ella y paraaquellos a quienes amaba.

El señor Hale subió a hacer compañía a su

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esposa después del té. Margaret se quedó sola enla sala. De pronto cogió una vela y fue al estudiode su padre a buscar un atlas grande; volvió con éla la sala y empezó a examinar detenidamente elmapa de Inglaterra. Estaba a punto de incorporarsealegremente cuando su padre bajó las escaleras.

—Papá, se me ha ocurrido un plan estupendo.Mira, ven: en Darkshire, a menos de un dedo deMilton, está Heston, que siempre he oído decir a lagente que vive en el Norte que es un pueblecito debaños muy agradable. A ver qué te parece. ¿Nopodríamos llevar allí a mamá y a Dixon mientrastú y yo vamos a ver casas y arreglamos una paraella en Milton? El aire del mar la reanimaría parael invierno, y se ahorraría toda la fatiga. Y Dixondisfrutaría cuidándola.

—¿Va a venir Dixon con nosotros? —preguntóel señor Hale con cierta consternación desvalida.

—¡Pues claro! —repuso Margaret—. Ellapiensa hacerlo y no creo que mamá se arregle sin

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ella.—Lo siento, hija, pero me temo que tendremos

que resignarnos a llevar un modo de vida muydistinto. En una ciudad es todo mucho más caro.No creo que Dixon se sienta cómoda allí. Y siquieres que te diga la verdad, Margaret, a vecesme parece que esa mujer se da muchos aires.

—Pues claro que se los da, papá —repusoMargaret—. Y si tiene que adaptarse a una nuevaforma de vida, nosotros tendremos que aguantarsus aires, que serán peores. Pero la verdad es quenos quiere mucho a todos y la entristeceríadejarnos, estoy segura, sobre todo en este cambio;así que, por el bien de mamá y por su lealtad, creoque tiene que seguir con nosotros.

—Muy bien, cariño. De acuerdo. Me resigno.¿A qué distancia queda Heston de Milton? Laanchura de un dedo tuyo no me da una idea muyclara.

—Bueno, veamos, yo calculo que unas treinta

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millas. ¡No es mucho!—No en distancia, pero en… ¡No importa! Si

de verdad crees que le sentará bien a tu madre,organízalo todo.

Eso fue un gran paso. Margaret ya podía actuary hacer planes. Y la señora Hale consiguió salir desu languidez y olvidar su verdadero sufrimientopensando en lo agradable y gozosa que sería suestancia en la costa. Sólo lamentaba que el señorHale no pasara con ella los quince días comohabía hecho una vez, cuando se prometieron y ellaestaba con sir John y lady Beresford en Torquay.

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Capítulo VIDespedida

Se mecerá esa rama en el jardínsin que nadie la mire. La tierna flor caerá.

Sin nadie que la ame el haya de oscuro vestirá,y sin amor el arce se habrá de consumir.

Sin amor el girasol de llamas rodearásu disco de semillas

y las claveles rosa de fragancia invernalel aire susurrante impregnarán.

Y entre el jardín y el bosque naceráuna desconocida unión y, año tras año,

se irá haciendo el paisaje familiaral que será ya el hijo de un extraño.

Mientras año tras año el labrador laboraen su gleba de siempre o limpia el claro,

de lo que las colinas circundan se evaporanuestro recuerdo año tras año.

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TENNYSON [8]

Llegó el último día. La casa estaba llena de cajasde embalaje que llevaban a la puerta principalpara transportarlas a la estación de tren máspróxima. Hasta el césped precioso que había juntoa la casa estaba descuidado y sucio, cubierto depaja que había sido arrastrada hasta allí por lapuerta y las ventanas abiertas. Había un extrañosonido retumbante en las habitaciones, la luzentraba a raudales por las ventanas sin cortinas, yparecían ya desconocidas y ajenas. El vestidor dela señora Hale permaneció intacto hasta el final.Dixon y ella estaban guardando los vestidos y seinterrumpían una a otra cada poco conexclamaciones, contemplando con ternura algúntesoro olvidado: alguna reliquia de los niñoscuando eran pequeños. No avanzaban mucho en sutrabajo. Margaret permanecía abajo muy serena,

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dispuesta a orientar o aconsejar a los hombres queayudaban a la cocinera y a Charlotte. Estas doslloraban a intervalos, y se preguntaban cómo podíaaguantar así la señorita hasta el último día; yambas llegaron a la conclusión de que como habíapasado tanto tiempo en Londres seguramente no leimportaba mucho Helstone. Estaba allí plantada,muy pálida, observándolo todo en silencio, porinsignificante que fuera, con sus grandes ojosserios, manteniéndose a la altura de lascircunstancias. Ellas no comprendían su profunday constante congoja, aquella presión que no podíaaliviar ni eliminar ningún suspiro, ni hasta quépunto el continuo esfuerzo de sus facultadesperceptivas era lo único que le impedía echarse allorar desconsolada. Además, ¿quién haría lascosas si ella cedía? Su padre estaba examinandopapeles, libros, registros y lo que fuera en lasacristía con el sacristán, y cuando volviera a casatenía que empaquetar sus libros, eso no podía

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hacerlo a su gusto nadie más que él. Además,¿acaso era Margaret de las que pierden el controldelante de extraños, o incluso delante de amigasde la casa como la cocinera y Charlotte? ¡No! Peroal fin los cuatro embaladores se fueron a la cocinaa tomar el té y Margaret abandonó rígida ylentamente el lugar del vestíbulo en que habíapermanecido tanto tiempo y salió por la sala vacíay resonante al crepúsculo vespertino de primerosde noviembre. El sol aún no se había puesto deltodo, y un vaporoso velo de bruma oscura teñíatodos los objetos de un tono malva, cubriéndolossin ocultarlos. Cantaba un petirrojo; tal vez, pensóMargaret, el mismo del que su padre solía hablarcomo su mascota de invierno y para el que habíahecho con sus propias manos una especie de jaulajunto a la ventana del estudio. Las hojas estabanmas preciosas que nunca; se caerían todas con lasprimeras heladas. Alguna que otra caíaconstantemente, ambarina y dorada con los rayos

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oblicuos del sol.Margaret siguió el sendero que discurría junto

al muro del peral. No había vuelto allí desde quelo recorriera con Henry Lennox. Allí, junto a aquelariete de tomillo, él había empezado a hablar dealgo en lo que ella no debía pensar ahora. Y sumirada se había posado en aquel rosal tardíomientras trataba de responder: y había captado laidea de la vívida belleza de las hojas plumosas delas zanahorias a mitad de la última frase. ¡Hacíasólo quince días! ¡Y había cambiado todo tanto!¿Dónde estaría él ahora? En Londres, siguiendo laantigua rutina: cenando con el grupo de HarleyStreet, o con amigos suyos jóvenes más alegres.Incluso en aquel momento, mientras ella paseabatristemente por el húmedo y sombrío jardín alatardecer y todo se desmoronaba y se desvanecía yvolvía a desintegrarse a su alrededor, él quizáestuviera guardando los libros de derecho tras unajornada de trabajo satisfactorio para refrescarse,

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como le había contado que solía hacer, dando unavuelta por los jardines del Temple y captar alhacerlo el tremendo y potente clamor de miles ymiles de hombres ajetreados, al acercarse lanoche, pero sin verlos, y captando siempre en susrápidas vueltas vislumbres de las luces de laciudad que llegaban de las profundidades del río.Le había hablado a Margaret a veces de aquellospaseos rápidos que solía dar entre el estudio y lacena. Le había hablado de ellos en sus mejoresmomentos y cuando estaba de mejor humor. Y laidea de los mismos había despertado suimaginación. Allí no se oía ningún sonido. Elpetirrojo se había sumido en la honda quietud de lanoche. De vez en cuando, abrían y cerraban lapuerta de una casa a lo lejos, como para recibir aun labriego cansado en el hogar; era un ruido muydistante. Pero se oía un sonido sigiloso y crujienteen la hojarasca del bosque, más allá del jardín,que parecía casi al lado. Margaret sabía que era

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algún cazador furtivo. Sentada en su dormitorioaquel último otoño, con la luz de la vela apagada ydeleitándose solamente con la grandiosa bellezadel cielo y de la tierra, había visto muchas vecesel ligero salto silencioso de los furtivos sobre lacerca del jardín, su paso rápido por el céspedcubierto de rocío a la luz de la luna y sudesaparición en la oscuridad silenciosa más allá.Le fascinaba la libertad aventurera y desenfrenadade su vida; se sentía inclinada a desearles éxito; nole daban miedo. Pero esta noche se asustó, sinsaber por qué. Oyó que Charlotte cerraba lasventanas y echaba los cerrojos sin darse cuenta deque alguien había salido al jardín. Una ramita —tal vez de madera podrida, o partida a la fuerza—cayó con un ruido sordo en la parte más próximadel bosque, y Margaret corrió a la casa raudacomo Camila[9] y llamó a la ventana con tímidapremura que sobresaltó a Charlotte.

—Ábreme, ábreme, Charlotte. Soy yo.

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Los rápidos latidos de su corazón no secalmaron hasta que se vio a salvo en la sala, conlas puertas cerradas y atrancadas y las paredesfamiliares a su alrededor. La habitacióndesmantelada y oscura estaba triste y fría, sinfuego y sin más luz que la vela de Charlotte sindespabilar hacía mucho. Charlotte se quedómirándola sorprendida. Margaret se dio cuenta,sintiéndolo más que viéndola, y se levantó.

—Tenía miedo de que me dejaras fuera,Charlotte —le dijo con una leve sonrisa—. Luegono me habrías oído en la cocina. Y las puertas delcamino y de la iglesia están cerradas hace mucho.

—Ay, señorita, seguro que la habría echado demenos en seguida. Los hombres necesitarían queles dijera cómo seguir. He llevado el té al estudiodel señor porque es la habitación más confortable,como si dijéramos.

—Gracias, Charlotte. Eres muy amable. Teecharé de menos. Tienes que escribirme, si alguna

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vez puedo ayudarte en algo o darte un buenconsejo. Me alegrará mucho recibir carta deHelstone, ¿sabes? Te mandaré la dirección encuanto la sepa, no lo olvidaré.

Todo estaba dispuesto en el estudio para lacena. Había un buen fuego encendido y velasapagadas en la mesa. Margaret se sentó en laalfombra, en parte para calentarse porque se lehabía impregnado la ropa de la humedad de lanoche y se sentía helada por la fatiga. Mantenía elequilibrio con las manos unidas alrededor de lasrodillas y la cabeza inclinada sobre el pecho. Suactitud era de abatimiento, fuera cual fuese suestado de ánimo. Pero cuando oyó los pasos de supadre en la gravilla, se puso en pie de un salto ycorrió a abrirle la puerta, retirándose el tupidocabello negro de la cara y enjugándose de lasmejillas unas lágrimas que se le habían escapadosin darse cuenta. El parecía mucho más abatidoque ella. A duras penas consiguió que dijera algo,

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aunque procuró hablar de temas que le interesaban,con un esfuerzo que cada vez creía que sería elúltimo.

—¿Has tenido que caminar mucho hoy? —lepreguntó, al ver que se negaba a probar la comida.

—Hasta Fordham Beeches. Fui a visitar a laviuda Maltby; lamenta muchísimo no despedirsede ti. Dice que la pequeña Susana se ha pasado losúltimos días mirando el sendero esperándote. Eh,Margaret, ¿qué pasa, cariño?

La idea de la niña esperándola y su desilusiónal ver que no llegaba —no porque la hubieraolvidado, sino por auténtica imposibilidad de salirde casa— fue la gota que colmó el vaso y la pobreMargaret empezó a sollozar acongojada. El señorHale se quedó perplejo y consternado. Se levantóy paseó de un lado a otro de la estancia. Margaretintentó controlarse, pero no habló hasta que pudohacerlo sin que le temblara la voz. Oyó decir a supadre como si hablara consigo mismo:

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—No puedo soportarlo. No soporto ver elsufrimiento de los demás. Creo que podríaaguantar el mío con paciencia. ¡Ay!, ¿no habrávuelta atrás?

—No, padre —dijo Margaret en voz baja yfirme, mirándole fijamente—. Es duro creer queestás en un error. Pero sería muchísimo peor habersabido que eras un hipócrita.

Bajó más la voz en las últimas palabras, comosi considerar la idea de hipocresía un momento enrelación con su padre tuviera un matiz irreverente.

—Además —añadió—, es sólo que estoycansada, no pienses que sufro por lo que hashecho, querido papá. Creo que ninguno de los dospodemos hablar de ello esta noche —dijo, al sentirque volverían las lágrimas y los sollozos a pesarde sí misma—. Voy a llevar a mamá esta taza deté. Ella lo tomó muy temprano, cuando yo estabademasiado ocupada para ir a verla, y estoy segurade que agradecerá mucho tomar otra taza ahora.

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El horario de trenes los arrancóinexorablemente del precioso y amado Helstone ala mañana siguiente. Ya se habían marchado.Habían visto por última vez la casa baja yalargada de la vicaría, medio cubierta de rosas dela China y espino negro; más hogareña que nuncaal sol matinal que brillaba en las ventanas, cadauna de las cuales pertenecía a una habitación muyquerida. Apenas se habían acomodado en el coche,enviado desde Southampton para llevarlos a laestación, y ya se habían marchado para no volvernunca. Una punzada en el pecho obligó a Margareta esforzarse por mirar para ver por última vez latorre de la vieja iglesia en la curva, donde sabíaque se vería sobre un mar de árboles del bosque;pero su padre también lo recordó, y ella reconocióen silencio que él tenía más derecho a la únicaventanilla desde la que podía verse. Se recostó enel asiento y cerró los ojos: las lágrimas brillaronun momento contenidas por las pestañas

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protectoras, le rodaron despacio por las mejillas ycayeron despreocupadamente en el vestido. Teníanque pasar toda la noche en Londres en algún hoteltranquilo. La pobre señora Hale había llorado a sumodo todo el día; y Dixon demostraba su disgustocon un mal humor exagerado y procurandocontinua y quisquillosamente que sus faldas norozaran siquiera al irresponsable señor Hale, aquien consideraba culpable de todo aquelsufrimiento.

Recorrieron las calles conocidas, pasaroncasas que habían visitado con frecuencia, tiendasen las que Margaret había esperado impacienteque su tía tomara alguna decisión importante;incluso se cruzaron con conocidos en las calles;pues, aunque la mañana les había parecido eterna yaunque tenían la sensación de que debía de estartodo cerrado hacía mucho por el descansonocturno, llegaron precisamente a la hora de másajetreo de una tarde londinense de noviembre.

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Había pasado mucho tiempo desde la última vezque la señora Hale visitara Londres y seentusiasmó casi como una chiquilla al ver lascalles diferentes a su alrededor y se volvía a mirartiendas y carruajes con exclamaciones.

—¡Oh, ahí está Harrison’s, donde comprétantas cosas para mi boda! ¡Caramba! ¡Quécambiado! Han puesto inmensos escaparates decristal, mayores que los de Crawford’s enSouthampton. Oh, mirad, ¡santo cielo!…, no, noes…, sí, ¡lo es! Margaret, acabamos de pasar allado del señor Henry Lennox. ¿Adónde irá entretodas estas tiendas?

Margaret hizo ademán de inclinarse paramirar, pero retrocedió al momento, riéndose caside sí misma por tan repentino impulso. Ya habíanrecorrido un buen trecho; pero él parecía unareliquia de Helstone: estaba asociado a unamañana luminosa, un día lleno de acontecimientos,y le habría gustado verlo sin que él la viera, sin

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posibilidad de hablar.Pasaron la velada ociosa, larga y pesada en la

habitación del hotel. El señor Hale fue a sulibrería y a visitar a un par de amigos. Todas laspersonas que vieron en el hotel y en la calleparecían apresuradas. Todas tenían prisa porllegar a una cita, o esperaban a alguien. Sólo ellosparecían extraños, sin amigos, desolados. Sinembargo, Margaret conocía todas las casas en unamilla a la redonda, casas en las que ella por símisma y su madre por su tía Shaw serían bienrecibidas si acudían con alegría, o incluso contranquilidad de espíritu. Pero si acudíanapesadumbradas buscando comprensión en unproblema complicado como el actual, entonces sesentirían como sombras en todas aquellas casas deconocidos íntimos, que no amigos. La vidalondinense es demasiado vertiginosa y ajetreadapara permitir ni siquiera una hora de profundosilencio sensible como el de los amigos de Job

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cuando «se sentaron con él en el suelo durantesiete días y siete noches y ninguno dijo unapalabra, pues veían que su dolor era muygrande[10]».

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Capítulo VIICaras y escenas nuevas

La niebla cubre el sol:casas enanas y humeantes

a nuestro alrededor por todas partes.

MATTHEW ARNOLD [11]

Tomaron el pequeño ramal del ferrocarril quellevaba a Heston al día siguiente a media tarde.Heston quedaba a unas veinte millas de Milton delNorte y era una calle larga e irregular, paralela ala costa. Tenía un carácter propio, tan diferente delos pueblecitos de baños del sur de Inglaterracomo éstos de los del continente. Allí todo parecíamás eficaz, como dirían los escoceses. Loscarruajes de la región tenían más hierro y menosmadera y cuero en las guarniciones de las

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caballerías; la gente de las calles, aunque coninclinaciones festivas, estaba siempre concentrada.Los colores parecían más grises, más resistentes,no tan alegres y vistosos. No se veíanguardapolvos, ni siquiera entre los campesinos:dificultaban los movimientos y podían engancharseen la maquinaria, por lo que habían caído endesuso. En las poblaciones parecidas del sur deInglaterra, Margaret había observado que loscomerciantes, cuando no estaban ocupados en latienda, holgazaneaban un poco en las puertas desus establecimientos, tomando el aire fresco ymirando arriba y abajo de la calle. Aquí, si teníanalgún rato libre, se ocupaban en la tienda; aunquefuera desenrollando y enrollando innecesariamentelas cintas, imaginaba Margaret. Cayó en la cuentade todas estas diferencias cuando su madre y ellasalieron al día siguiente por la mañana a buscaralojamiento.

Las dos noches que habían pasado en hoteles

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les habían costado más de lo que el señor Halehabía previsto, y tomaron encantadas las primerashabitaciones limpias y alegres que encontraron.Margaret se sintió allí tranquila por primera vez enmuchos días. Había una ensoñación en el descansoque lo hacía aún más perfecto y espléndido. Elsonido acompasado del oleaje que besaba la playaa lo lejos; los gritos más cercanos de los niños delos asnos; las escenas insólitas que pasaban anteella como cuadros y que, dado su estado deindolencia, desaparecían sin que se molestara enbuscarles sentido; el paseo por la playa pararespirar el aire marino, suave y cálido en aquellitoral arenoso incluso a finales de noviembre; elhorizonte largo y brumoso, de un color tenue,donde el mar tocaba el cielo: la vela blanca de unbarco a lo lejos, plateada por un rayo de solpálido. Tenía la impresión de que podría pasarsela vida entregada a aquella suntuosa ensoñación,en la que no se atrevía a pensar en el pasado ni

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quería considerar el futuro, por lo que todo sehacía presente.

Pero hay que pensar en el futuro, por muy tristey duro que sea. Una noche acordaron que Margarety su padre irían al día siguiente a Milton del Nortea buscar una casa. El señor Hale había recibidovarias cartas del señor Bell y un par del señorThornton. Estaba deseando comprobar cuantoantes muchos detalles sobre su posición y susposibilidades de éxito allí, y sólo podía hacerlomediante una entrevista con el segundo caballero.Margaret sabía que tenían que trasladarse; pero lerepugnaba la idea de una ciudad industrial y creíaque el aire de Heston estaba beneficiando a sumadre, por lo que hubiera aplazado de buen gradola expedición a Milton.

Varias millas antes de llegar a Milton vieronuna nube plomiza en el horizonte, en la direcciónen que quedaba la ciudad. Parecía más oscura porel contraste con el pálido tono gris azulado del

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cielo invernal; pues en Heston ya habían llegadolos primeros indicios de hielo. Más cerca de laciudad, el aire tenía gusto y sabor a humo. Tal vez,en realidad, fuera más la ausencia de la fraganciade la hierba y la vegetación que gusto y olorverdaderos. Pasaron rápidamente por largas callesrectas y desangeladas, con casas construidasregularmente, todas bajas y de ladrillo. La molerectangular de una fábrica con muchas ventanas sealzaba aquí y allá como una gallina entre suspolluelos, lanzando un humo negro«antiparlamentario» que explicaba con creces lanube que Margaret había tomado por presagio delluvia. En el viaje de la estación al hotel tuvieronque pararse continuamente al cruzar las calles másanchas y más largas: grandes furgones cargadosbloqueaban las vías no demasiado anchas.Margaret había acompañado a su tía alguna queotra vez en sus viajes al centro de Londres. Peroallí los vehículos lentos y pesados parecían

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diferentes en cuanto a objetivos e intención. Aquí,en cambio, todos los vagones y camionestransportaban algodón, bien en rama en sacos, o yatejido en balas de percal. La gente abarrotaba lasaceras, casi todos bien vestidos en cuanto almaterial, pero con una falta de rigor descuidadaque pareció a Margaret diferente del esmerogastado y raído de la clase equivalente en Londres.

—New Street —dijo el señor Hale—. Creoque es la calle principal de Milton. Bell me hahablado a menudo de ella. Fue precisamente laampliación que la convirtió en una vía públicaancha hace treinta años la razón de que subieratanto el valor de sus propiedades. La fábrica delseñor Thornton no debe de quedar muy lejos,porque es arrendatario del señor Bell. Aunquesupongo que se refiere a su almacén.

—¿Dónde queda nuestro hotel, papá?—Creo que al final de esta calle.

¿Almorzaremos antes o después de ver las casas

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que hemos marcado en el Milton Times?—Oh. Hagamos primero el trabajo.—De acuerdo. Entonces, sólo comprobaré si

hay alguna nota o carta del señor Thornton, quedijo que me haría saber lo que pudiera averiguarde estas casas, y nos vamos. Conservaremos elcoche; será más seguro que perdernos y que se noshaga tarde para tomar luego el tren.

No habían dejado ninguna carta para él.Iniciaron la búsqueda de casa. Sólo podíanpermitirse treinta libras anuales. En Hampshirehabrían encontrado una casa espaciosa con unjardín agradable por ese dinero. Aquí, parecíainalcanzable incluso el imprescindible alojamientode dos salas y cuatro dormitorios. Recorrieron lalista, rechazando una casa tras otra después devisitarlas. Luego se miraron consternados.

—Creo que tendremos que volver a lasegunda. Ésa, la de Crampton, ¿no le llamaron elsuburbio? Tiene tres salas. ¿No recuerdas lo que

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nos reímos del número comparado con los tresdormitorios? Pero lo he planeado todo. Lahabitación delantera de la planta baja será elcomedor y tu estudio. ¡Pobre papá! Verás,acordamos que mamá ha de tener la sala másalegre; y la habitación delantera de arriba con elempapelado rosa y azul horroroso y la cornisaagobiante, en realidad tenía una vista preciosa dela llanura, con un gran recodo del río, o canal, o loque sea al fondo. Así que yo podría quedarme eldormitorio pequeño de la parte de atrás, en aquelsaliente al principio del primer tramo deescaleras, sobre la cocina, ya sabes, y mamá y túla que queda detrás de la sala, y el gabinete de laazotea os servirá de espléndido vestidor.

—¿Pero y Dixon y la chica que tendremos quebuscar para que ayude en la casa?

—Espera un momento. Me siento abrumadapor el descubrimiento de mi genio organizativo.Dixon ocupará…, veamos, ya lo había decidido, la

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salita de atrás. Creo que le gustará. No para derefunfuñar por las escaleras en Heston; y lamuchacha ocupará el desván que queda sobrevuestra habitación. ¿Qué te parece? ¿Servirá?

—Tal vez sí. Pero los empapelados… ¡Vayaun gusto! ¡Y lo recargado de la casa con ese colory esas cornisas!

—¡No importa, papá! Creo que podrásconvencer al casero para que empapele un par dehabitaciones, la salita y vuestro dormitorio, puesmamá pasará más tiempo en ellas; y tu libreríaocultará buena parte del diseño chillón delcomedor.

—Entonces ¿te parece la mejor? Porque si esasí, más vale que vaya cuanto antes a ver a esteseñor Donkin a quien remite el anuncio. Teacompañaré al hotel. Puedes encargar el almuerzoy descansar, y para cuando esté preparado yahabré vuelto. Espero conseguir que cambien elempapelado.

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Margaret también lo esperaba, aunque no hizoningún comentario. No había estado nuncarealmente en contacto con el gusto que ama elornamento, aunque sea malo, sólo con la sencillezque es de suyo el marco de la elegancia.

Cruzaron la entrada del hotel, su padre la dejóal pie de la escalera y se fue a ver al casero de lavivienda que habían escogido. Cuando Margaretpuso la mano en la puerta de su sala, se le acercóun mozo a paso ligero.

—Disculpe, señora. El caballero se hamarchado tan rápidamente que no me ha dadotiempo a decírselo. El señor Thornton llegó casinada más marcharse ustedes antes; y como entendípor lo que dijo el caballero que regresarían en unahora, así se lo comuniqué. Ha vuelto hace unoscinco minutos, y le he dicho que podía esperar alseñor Hale. Está en su habitación ahora, señora.

—Gracias, mi padre regresará en seguida, yentonces puede decírselo usted.

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Margaret abrió la puerta y entró con el porteerguido, decidido y digno habitual en ella. Nosentía el menor embarazo. Dominaba los hábitossociales a la perfección. Allí había una personaque había ido a ver a su padre; y como era alguienque había sido amable con su padre, estabadispuesta a tratarle con la debida cortesía. Elseñor Thornton se mostró bastante mássorprendido y desconcertado que ella. En lugar deun clérigo tranquilo de mediana edad, se presentóuna joven con franca dignidad, una joven distinta acasi todas las que él solía ver. Vestía atuendo muysencillo: sombrero de paja ajustado de excelentesforma y material, adornado con cinta blanca;vestido oscuro de seda sin adornos ni volantes; unchal indio grande que le caía en pliegues largos yabundantes y que portaba como una emperatriz sumanto. No comprendió quién era cuando captó lamirada simple, franca, imperturbable, que indicabaque la presencia de él allí no alteraba el bello

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semblante ni causaba ningún rubor de sorpresa ensu pálido cutis marfileño. Le habían dicho que elseñor Hale tenía una hija, pero había supuesto quesería una niña.

—El señor Thornton, supongo —dijoMargaret, tras una pausa brevísima, durante la queél no alcanzó a formular palabra—. Tome asiento,por favor. Mi padre me ha acompañado hasta lapuerta hace un momento, pero lamentablemente nole dijeron que estaba usted aquí y se ha ido aatender un asunto. Pero volverá en seguida.Lamento mucho que se haya tomado la molestia devenir dos veces.

El señor Thornton estaba acostumbrado aejercer la autoridad, pero aquella joven parecíahaber asumido cierto dominio sobre él deinmediato. Cuando llegó ella estaba empezando aimpacientarse por perder el tiempo de aquel modoun día de mercado. Pero la obedeció y tomóasiento tranquilamente.

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—¿Sabe adónde ha ido el señor Hale? Tal vezpueda encontrarlo.

—Ha ido a ver a un tal señor Donkin de lacalle Canute. Es el casero de la vivienda quequiere alquilar mi padre en Crampton.

El señor Thornton conocía la casa. Había vistoel anuncio y había ido a verla, atendiendo así lapetición del señor Bell de que ayudara al señorHale cuanto pudiera: y movido también por interéspersonal en el caso de un clérigo que habíarenunciado a su beneficio en circunstancias comolas del señor Hale. La casa de Crampton le habíaparecido perfecta. Pero al ver a Margaret, sudesenvoltura y su porte distinguido, se avergonzóun poco de haber dado por sentado que estaba muybien para los Hale, a pesar de cierta vulgaridadque le había llamado la atención cuando fue aecharle un vistazo.

Margaret no podía evitar su belleza; pero sudesenvoltura, su rotunda barbilla saliente, la

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manera de erguir la cabeza, sus movimientos ycierto aire de desafío femenino daban siempre alos desconocidos una impresión de altivez. Enaquel momento estaba cansada y hubiera preferidoguardar silencio y descansar como le había dichosu padre; pero tenía la obligación de comportarsecomo una dama, por supuesto, y hablar concortesía de vez en cuando con aquel desconocido;no demasiado pulido, ni demasiado refinado trassu duro encuentro con las calles y lasmuchedumbres de Milton, había que reconocerlo.Ella deseaba que hiciera lo que había comentado yque se marchara, en vez de quedarse allí sentadorespondiendo con frases breves a sus comentarios.Se había quitado el chal y lo había dejado en elrespaldo de su silla. Se sentó frente a él de cara ala luz. Él contempló toda su belleza: su cuelloflexible y blanco, bien formado, que surgía de lafigura plena pero ágil; sus labios, que movía tanlevemente cuando hablaba, sin quebrar la fría

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expresión serena de su rostro con ningunavariación del precioso contorno altivo; sus ojos,con una suave melancolía, que se encontraban conlos suyos con serena libertad femenina. Casi sedijo que no le caía simpática antes de que suconversación concluyera. Intentaba resarcirse asíde la sensación mortificante de que mientras él lamiraba con admiración incontenible, ella le mirabaa él con altiva indiferencia, tomándolo, en suopinión, por lo que era, se dijo irritado: un tipomuy tosco sin gracia ni refinamiento de ningúngénero. Tomó por desdén la actitud de frialdadserena de la joven, y le ofendió en lo más hondohasta el punto de que tuvo que contenerse para nolevantarse y marcharse y no volver a tener nadaque ver con aquellos Hale y su altanería.

Cuando Margaret había agotado el último temade conversación (si bien no podía llamarseconversación lo que consistía en tan pocos y tanbreves parlamentos), llegó su padre y restableció

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su nombre y familia en la buena opinión del señorThornton con afable cortesía caballerosa.

El señor Hale y su visitante tenían mucho quehablar sobre su común amigo el señor Bell; yMargaret, complacida de que hubiera terminado supapel de atender al visitante, se acercó a laventana e intentó familiarizarse más con el extrañoaspecto de la calle. Tan absorta se quedó en lacontemplación de lo que ocurría fuera que no oyóa su padre y éste tuvo que repetirle lo que le habíadicho:

—¡Margaret! El casero insiste en que esehorrendo empapelado es precioso, y mucho metemo que tendremos que aguantarnos.

—¡Santo cielo! ¡Lo siento! —repuso ella yempezó a barajar las posibilidades de ocultar almenos una parte con algunos de sus bocetos; peroal final renunció a semejante idea, por considerarque sería todavía peor. Su padre, mientras tanto,insistía con su amable hospitalidad campesina en

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que el señor Thornton se quedara a almorzar conellos. Hubiera sido muy inconveniente para élhacerlo, aunque creía que habría aceptado siMargaret hubiese secundado la invitación de supadre de palabra o con su actitud. Se alegró de queno lo hiciera; y, sin embargo, se irritó con ella porno hacerlo. Ella lo despidió con una leveinclinación, que le hizo sentirse más torpe ycohibido que nunca en toda su vida.

—Bueno, Margaret, ahora vamos a almorzar lomás rápido posible. ¿Encargaste la comida?

—No, papá; ese hombre estaba aquí cuandollegué y no tuve ocasión de hacerlo.

—Entonces tomaremos lo que sea. Lamentoque haya tenido que esperar tanto tiempo.

—La verdad es que a mí me pareció unaeternidad. Estaba en las últimas cuando llegaste.No seguía ningún tema, se limitaba a darrespuestas breves y cortantes.

—Pero muy agudas, supongo. Es un hombre

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muy lúcido. Dice que Crampton (¿no lo oíste?)queda en terreno pedregoso y que es con mucho elbarrio más salubre de los alrededores de Milton.

Cuando volvieron a Heston, tuvieron que darel parte del día a la señora Hale, que no paraba dehacerles preguntas, que ellos contestaban entresorbo y sorbo de té.

—¿Y cómo es tu corresponsal, el señorThornton?

—Pregúntaselo a Margaret —contestó suesposo—. Él y ella hicieron una larga tentativa deentablar conversación mientras yo estaba hablandocon el casero.

—La verdad, apenas sé cómo es —repusoMargaret con desgana; estaba demasiado cansadapara poner a prueba sus dotes descriptivas. Luegose animó y dijo—: Es un hombre alto, ancho deespaldas, de unos…, ¿cuántos años tendrá, papá?

—Yo diría que unos treinta.—De unos treinta años, y no es lo que se dice

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feo ni tampoco agraciado, nada extraordinario: enabsoluto un caballero; aunque eso no cabíaesperarlo.

—Ni vulgar ni ordinario —terció el padre, untanto reacio a aceptar que menospreciaran al únicoamigo que tenía en Milton.

—¡Oh no! —dijo Margaret—. Con semejanteaire de resolución y poder ninguna cara puede servulgar ni ordinaria, por poco agraciada que sea.No me gustaría tener que negociar con él, pareceinflexible. En conjunto, mamá, tiene aspecto de unhombre hecho para su medio: sagaz y fuerte, comocorresponde a un buen comerciante.

—No llames comerciantes a los industriales deMilton, Margaret —dijo su padre—. Son muydiferentes.

—¿De verdad? Yo llamo comerciantes a todoslos que tienen algo tangible que vender. Pero sicrees que el término es incorrecto, no lo emplearé,papá. Y, hablando de vulgaridad y ordinariez,

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mamá, ¡prepárate para ver el empapelado denuestra sala! ¡Rosas de color rosa y azul con lashojas amarillas! ¡Y una cornisa gruesa alrededorde la habitación!

Pero cuando se trasladaron a su nueva casa deMilton, el empapelado aborrecible habíadesaparecido. Dieron las gracias al casero, que lasaceptó tan tranquilo, dejando que creyeran, siquerían hacerlo, que se había vuelto atrás de sufirme resolución de no cambiar el empapelado. Notenía por qué molestarse en explicarles que lo queno haría por un reverendo señor Hale desconocidoen Milton, estaba dispuesto a hacerlo de muy buengrado ante la breve y escueta amonestación delseñor Thornton, el acaudalado fabricante.

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Capítulo VIIIAñoranza

Y es el hogar, hogar, hogar,el hogar es lo que anhelo[12].

Fue necesario el precioso y alegre empapelado delas habitaciones para que aceptaran Milton. Perohacía falta más, algo que no podían tener. Habíanllegado las densas nieblas amarillentas denoviembre, y la vista de la llanura del valle queformaba el amplio recodo del río estabacompletamente tapada cuando la señora Hale llegóa su nuevo hogar.

Margaret y Dixon se habían pasado dos díastrabajando, sacando las cosas y colocándolas,pero todo en el interior de la casa parecía aún en

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desorden; y fuera, una niebla cerrada llegaba hastalas mismas ventanas y entraba por todas laspuertas abiertas en sofocantes espirales blancas devaho malsano.

—¡Oh, Margaret! ¿Tenemos que vivir aquí? —preguntó la señora Hale con perplejaconsternación.

El corazón de Margaret se hacía eco del tristetono de la pregunta. A duras penas consiguiódominarse para decir:

—¡Te aseguro que las nieblas de Londres sonmucho peores a veces!

—Pero allí sabes que la ciudad y los amigosestán detrás. Aquí… ¡Bueno! Aquí estamos solos.¡Ay, Dixon, vaya un lugar!

—Y que lo diga, señora, estoy segura de queserá su muerte en poco tiempo, y entonces yo sémuy bien quién… ¡Espere! Eso es demasiadopesado para que lo alce sola, señorita Hale.

—En absoluto, Dixon, gracias —contestó

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Margaret con frialdad—. Lo mejor que podemoshacer por mamá es acabar de arreglar suhabitación para que se acueste mientras voy abuscarle una taza de café.

El señor Hale estaba tan desanimado como suesposa, y también recurrió a Margaret en busca decomprensión.

—Margaret, me parece que este lugar es muyinsalubre. ¿Y si se resiente la salud de tu madre ola tuya? ¡Ojalá hubiera ido a algún sitio del campoen Gales! Esto es verdaderamente espantoso —dijo, acercándose a la ventana.

No había consuelo posible. Se habíaninstalado en Milton, y tenían que aguantar el humoy las nieblas durante una temporada. En realidad,todo lo demás parecía separado de ellos por unaniebla de circunstancias igualmente densa.Todavía el día anterior, el señor Hale había estadocalculando consternado lo que les habían costadoel traslado y la estancia de quince días en Heston,

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y había comprobado que había supuesto casi todasu pequeña reserva de dinero en efectivo. ¡No!¡Estaban allí y allí tenían que quedarse!

Margaret estuvo a punto de sumirse en unestupor desesperado cuando lo comprendió por lanoche. El aire cargado de humo rondaba sudormitorio, que ocupaba el saliente estrecho yalargado de la parte posterior de la casa. Laventana situada a un lado del rectángulo daba almuro liso de un saliente similar que quedaba amenos de diez pies. Surgía entre la niebla comouna barrera contra la esperanza. En el interior deldormitorio reinaba el desorden. Habíaconcentrado todos sus esfuerzos en arreglar lahabitación de su madre. Se sentó en una caja y sequedó mirando la tarjeta de la dirección, que sehabía escrito en Helstone: ¡el precioso y amadoHelstone! Se sumió en lúgubres pensamientos.Pero en seguida resolvió no seguir pensando en elpresente y recordó de pronto la carta de Edith, que

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con el ajetreo de la mañana sólo había podido leera medias. Le describía en ella su llegada a Corfú;su viaje por el Mediterráneo: la música y losbailes celebrados a bordo durante la travesía; lavida nueva y alegre que se extendía ante ella; sucasa con el balcón enrejado y las vistas de losacantilados blancos y el mar de un azul intenso.

Edith escribía con fluidez y soltura, inclusovívidamente. No sólo sabía captar los rasgoscaracterísticos o destacados de una escena, sinoque mezclaba en la descripción detalles suficientespara que Margaret pudiera hacerse una idea. Elcapitán Lennox y otro oficial recién casadocompartían una villa situada en lo alto de lasescarpaduras rocosas que se alzaban sobre el mar.Al parecer, pasaban los días de finales del añohaciendo excursiones campestres o marinas. Todala vida al aire libre de Edith, alegre y placentera,se parecía a la bóveda profunda del cielo azul quese extendía sobre ella, libre, absolutamente libre

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de manchas o nubes. Su esposo tenía que asistir ala instrucción y ella, la esposa del oficial masmusical del regimiento, tenía que copiar lasmelodías nuevas y populares de la música inglesamás reciente en beneficio del director de la banda;ésos parecían ser sus deberes más arduos yrigurosos. Expresaba el cariñoso deseo de queMargaret les hiciera una larga visita si elregimiento seguía otro año en Corfú. Lepreguntaba si recordaba aquel mismo día en queescribía hacía un año: cómo llovió todo el día sinparar en Harley Street; y que ella no queríaponerse su vestido nuevo para ir a una estúpidacena y mojárselo y salpicárselo todo al ir hasta elcoche; y que en aquella misma cena habíanconocido al capitán Lennox.

¡Sí! Margaret lo recordaba muy bien. Edith y laseñora Shaw habían ido a la cena. Y ella se habíaunido a la fiesta por la noche. El recuerdo delextraordinario lujo de todos los arreglos, el

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majestuoso esplendor del mobiliario, el tamaño dela casa, el apacible y despreocupado desahogo delos visitantes, todo acudió vívidamente a su menteen extraño contraste con su situación actual. El maren calma de aquella antigua vida se cerró sin dejarhuella alguna que indicara dónde habían estadotodos. Las fiestas habituales, las visitas, lascompras, los bailes, todo seguía, seguía siempre,aunque su tía Shaw y Edith ya no estuvieran allí; ya ella la extrañarían menos, por supuesto. Dudabade que alguien de aquel antiguo círculo pensaraalguna vez en ella, a no ser Henry Lennox. Sabíaque también él procuraría olvidarla, por el dolorque le había causado. Le había oído jactarsemuchas veces de su capacidad para desechar lospensamientos desagradables. Margaret ahondó másentonces en lo que podría haber sido. No le cabíala menor duda de que si ella le hubiera amado y lehubiera aceptado, el cambio de las opiniones de supadre y el consiguiente de su posición social

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habrían exasperado al señor Lennox. Era unaamarga mortificación para ella. Pero podíasoportarlo con paciencia porque conocía laabsoluta honradez de su padre y eso le dabafuerzas para soportar sus errores, pese aconsiderarlos tan graves y serios. Pero el hecho deque los demás consideraran degradado a su padre,según su juicio burdo e indiscriminado, habríaimpacientado al señor Lennox. Al comprender loque podría haber sido, Margaret agradeció lo queera. Estaban en el nivel más bajo ahora; no podíanestar peor. Tendrían que afrontar con valentía elasombro de Edith y la consternación de su tíaShaw cuando llegaran sus cartas. Así que Margaretse levantó y empezó a desnudarse despacio,disfrutando plenamente del lujo de actuar sinprisas después de la premura del día y a pesar delo tarde que era. Se durmió esperando algunaclaridad interna o externa. Pero si hubiera sabidocuánto tiempo pasaría antes de que llegara aquella

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claridad, se le habría caído el alma a los pies.Aquella época del año era la menos propicia parala salud y el buen ánimo. Su madre contrajo uncatarro grave, y era evidente que Dixon no estababien, aunque no había nada que la ofendiera másque el que Margaret intentara ahorrarle esfuerzos ocuidarla. Nadie sabía de ninguna muchacha quepudiera ayudarla. Allí todas trabajaban en lasfábricas; y las que se presentaron recibieron unabuena reprimenda de Dixon por creer que podríanaceptarlas para que trabajaran en casa de uncaballero. Así que tuvieron que arreglarse con unaasistenta que trabajaba casi fija. Margaret estabadeseando mandar a buscar a Charlotte; pero apartedel inconveniente de que ahora no podíanpermitirse una sirvienta tan buena, la distancia erademasiado grande.

El señor Hale encontró varios alumnos, porrecomendación del señor Bell, o por la influenciamás directa del señor Thornton. Casi todos tenían

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la edad en que muchos muchachos estarían aún enla escuela, pero, según el criterio generalizado y alparecer bien fundado de Milton, para hacer de unmuchacho un buen comerciante había que captarlojoven y acostumbrarlo a la vida del taller, laoficina o el almacén. Si lo enviaban a estudiar alas universidades escocesas, luego no se adaptabaa las actividades mercantiles; cuanto más, portanto, si fuera a Oxford o a Cambridge, donde nopodía ingresar hasta los dieciocho años. Así quemuchos fabricantes colocaban a sus hijos en ciernea los catorce o quince años, cortandoimplacablemente todos los retoños que siguiesenla dirección de la literatura o el elevado cultivomental, con la esperanza de concentrar toda lafuerza y el vigor de la planta en el comercio. Perohabía algunos padres más sensatos; y algunosjóvenes con juicio suficiente para percibir suscarencias y esforzarse por remediarlas. Más aún,había algunos que ya no eran jóvenes, sino

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hombres en la flor de la vida, que tenían el sentidocomún de reconocer su ignorancia y aprender tardelo que deberían de haber aprendido antes. El señorThornton quizá fuera el alumno mayor del señorHale. Desde luego era su preferido. El señor Halecogió la costumbre de citar sus opiniones tan amenudo y con tanto respeto que se convirtió en unabroma familiar preguntarse qué momento duranteel tiempo destinado a la instrucción se dedicabaexclusivamente al aprendizaje, puesto que parecíaque pasaban conversando buena parte del mismo.

Margaret fomentaba bastante esta forma ligeray alegre de considerar la relación de su padre conel señor Thornton, porque creía que su madre solíamirar la nueva amistad de su esposo con recelo.Mientras él había dedicado todo su tiempo a suslibros y a sus feligreses, como hacía en Helstone,parecía no preocuparse de si lo veía mucho o no;pero ahora que él esperaba con impaciencia cadanueva oportunidad de renovar su relación con el

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señor Thornton, ella se mostraba ofendida yenojada, como si él desdeñara su compañía porprimera vez. Las excesivas alabanzas del señorHale producían en sus oyentes el mismo efecto quesuelen producir los elogios exagerados; se sentíanun poco inclinados a rebelarse contra el hecho deque llamaran siempre el justo a Arístides[13].

Después de haber llevado una vida tranquilaen una vicaría rural durante más de veinte años, elseñor Hale se sentía deslumbrado por aquellaenergía que superaba fácilmente inmensasdificultades; la potencia de la maquinaria deMilton y el vigor de los hombres de Milton leproducían una impresión de grandeza que aceptabasin preocuparse de analizar los detalles de suaplicación. Pero Margaret salía menos y veíamenos la maquinaria y a los hombres; veía menosel efecto público de la energía y, además, se topócon un par de los que, en todas las medidas queafectan a las masas, han de ser víctimas del bien

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de muchos. La cuestión siempre es si se hace todolo posible para causar el menor sufrimientoposible a estas excepciones. O si, en elmultitudinario desfile triunfal, se atropella a losdesvalidos en lugar de apartarlos con cuidado delcamino del conquistador al que no tienen fuerzapara acompañar en su marcha.

Margaret tuvo que encargarse de buscar unacriada que ayudara a Dixon, que se habíacomprometido primero a encontrar exactamente lapersona que necesitaba para que hiciera todo eltrabajo duro de la casa. Pero las ideas de Dixonsobre las chicas de servicio se basaban en laspulcras alumnas mayores de la escuela deHelstone, que tenían a gala poder ir a la vicaríalos días de mucho trabajo y que trataban a laseñora Dixon con el mismo respeto quedemostraban a los señores Hale y con bastante másmiedo. Dixon no ignoraba ese temor reverencialhacia su persona; ni le desagradaba. Le halagaba

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tanto como a Luis XIV que sus cortesanos seprotegieran los ojos de la deslumbrante luz de supresencia. Pero solamente su fidelidad a la señoraHale le había permitido soportar el descaroinsolente con que todas las chicas de Milton que sepresentaron para el puesto de sirvientarespondieron a sus preguntas sobre sus aptitudes.Habían llegado incluso al extremo de devolverlelas preguntas; de plantearse dudas y temorespropios sobre la solvencia de una familia quevivía en una casa de treinta libras anuales y sinembargo se daba aires y tenía dos sirvientas, y unade ellas tan engreída. Allí nadie consideraba alseñor Hale el vicario de Helstone, sinosimplemente un hombre de medios limitados.Margaret estaba harta de las continuas historiasque le contaba Dixon a la señora Hale sobre elcomportamiento de aquellas aspirantes asirvientas. No es que a ella no le repugnaran susmaneras toscas y groseras, ni que no rehuyera con

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remilgada arrogancia su actitud campechana ni leofendiera su descarada curiosidad en cuanto a losmedios y la posición de una familia que vivía enMilton y no se dedicaba de uno u otro modo alcomercio. Pero cuanta más impertinencia percibíaMargaret, más probable era que guardara silenciosobre el tema. Y además, si se encargaba ella debuscar una sirvienta le ahorraría a su madre laenumeración de sus decepciones y ofensasimaginarias o reales.

Por consiguiente, Margaret acudió a lascarnicerías y tiendas de comestibles buscando unamuchacha sin par. Descubrió que era muy difícilencontrar a alguien en una ciudad industrial que noprefiriera los mejores salarios y la mayorindependencia que suponía trabajar en una fábrica,y se vio obligada a reducir sus esperanzas yexpectativas semana tras semana. Le resultó durosalir sola en una ciudad tan bulliciosa. La idea deldecoro de la señora Shaw y su desvalida

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dependencia de los demás la habían hecho insistirsiempre en que acompañara a Edith y a Margaretun lacayo si iban más allá de Harley Street o susinmediaciones. Margaret se había rebelado ensilencio contra los limites que esta norma de su tíaimponía a su independencia, y había disfrutadodoblemente de las caminatas y excursiones libresde su vida en el campo precisamente por elcontraste que suponían. Allí caminaba con pasolibre y audaz que se convertía en carrera cuandotenía prisa, o en perfecto reposo para escuchar conatención o contemplar a alguna de las criaturassalvajes que cantaban en las zonas arboladas omiraban con sus vivos ojos brillantes en la malezao los matorrales de tojo enmarañado. Fue unaprueba pasar de ese movimiento o esa quietud,guiada sólo por la propia voluntad, al paso regulary decoroso necesario en las calles. Pero se habríareído de sí misma por preocuparse de tal cambiosi éste no hubiese ido acompañado por una

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molestia mucho más grave.La zona de la ciudad en la que quedaba

Crampton era sobre todo una vía de paso para lostrabajadores de las fábricas. En las callejuelas quelas rodeaban había muchos talleres de los quesalían raudales de hombres y mujeres dos o tresveces al día. Margaret tuvo la mala suerte deencontrarse siempre con ellos hasta que se enteróde los horarios de sus entradas y salidas. Ibancorriendo, con expresión audaz y desenfadada, conrisotadas y burlas, dirigidas en particular a todoslos que parecían de rango o posición superior a lade ellos. Los tonos de sus voces y su olvido de lasnormas de urbanidad más elementalesamedrentaron a Margaret un poco al principio. Laschicas hacían comentarios con una libertad bruscaaunque no desagradable sobre su atuendo, inclusole tocaban el chal o el vestido para determinar sugénero exacto; un par de veces le hicieronpreguntas acerca de alguna prenda que les parecía

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especialmente admirable. Había una confianza tansimple en su comprensión femenina del amor deellas al vestido, y en su afabilidad, que Margaretcontestó de buen grado a las preguntas en cuantolas entendió; y respondió a sus comentarios conleves sonrisas. No le importaba encontrarse conlas jóvenes, por muchas que fueran, pese a ser tanvocingleras y escandalosas. Pero los obreros laasustaban y la indignaban sucesivamente, aunqueellos no hacían comentarios sobre su atuendo sinosobre su aspecto físico y de la misma forma francay audaz. Ella, que había considerado siempreimpertinencia cualquier comentario sobre suapariencia personal, por muy delicado que fuese,tenía que soportar ahora la admiración manifiestade aquellos hombres sin pelos en la lengua. Peroese mismo desparpajo demostraba que no losmovía ningún deseo de ofender su sensibilidad,como habría advertido si no se hubiese asustadotanto por el alborotado tumulto. El destello de

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indignación que le producía el miedo le encendíalas mejillas y le inflamaba los ojos oscuros cuandooía algunos de sus comentarios. Pero decíantambién otras cosas que cuando llegaba a laseguridad del hogar le hacían gracia aunquetambién la irritasen.

Por ejemplo, un día, tras haberse cruzado conmuchos hombres, algunos de los cuales le habíanhecho el cumplido nada insólito de desear quefuera su amor, uno de los rezagados añadió: «Tucara bonita hace más radiante el día, cariño». Yotro día, mientras sonreía sin darse cuenta poralguna idea que se le había ocurrido, un obreropobremente vestido de edad madura le dijo: «Yapuedes sonreír, preciosa. Muchas sonreirían situvieran una cara tan bonita». El hombre parecíatan agobiado por las preocupaciones que Margaretno pudo evitar dedicarle una sonrisa, complacidaal pensar que sus encantos, por decirlo así, habíantenido el poder de inspirar un pensamiento

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agradable. Él pareció captar su mirada dereconocimiento y se estableció entre ambos unamuda aceptación siempre que las circunstanciasdel día hacían que sus caminos se cruzaran. Nohabían intercambiado nunca una palabra: ningunode los dos había dicho nada después de aquelprimer cumplido. Pero, de alguna forma, Margaretconsideraba a aquel hombre con más interés que aningún otro de Milton. Lo vio algún que otrodomingo paseando con una joven, que parecía suhija, y todavía más enfermiza que él, si tal cosa eraposible.

Margaret y su padre habían llegado un díahasta los campos que rodean la ciudad; era acomienzos de primavera y ella había recogidoalgunas flores de los setos y acequias, violetascaninas, celidonias menores y otras parecidas, conmuda añoranza por la dulce profusión del Sur. Supadre había ido luego a ocuparse de algún asunto aMilton y ella volvió sola a casa. En el camino se

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encontró con sus humildes amigos. La joven sequedó mirando las flores anhelante y Margaret selas regaló siguiendo un súbito impulso. Sus ojosde color azul claro se iluminaron al aceptarlas, ysu padre habló por ella:

—Gracias, señorita. Bessy tendrá en mucho lasflores; ya lo creo. Y yo no olvidaré su amabilidad.No es de por aquí, ¿verdad?

—¡No! —contestó Margaret, casi suspirando—. Soy del Sur de Hampshire —añadió, temiendoherirle haciéndole reparar en su ignorancia siempleaba un nombre que no entendiera.

—Eso queda más allá de Londres, ¿verdad?Yo soy de Burnleyways, cuarenta millas al norte.Y sin embargo, ya ve, Norte y Sur se encuentran ytraban amistad, como quien dice, en este gran lugarcargado de humo.

Margaret había aflojado el paso para seguircaminando con el hombre y con su hija, cuyadebilidad marcaba el ritmo. Se dirigió luego a la

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muchacha, y la tierna piedad del tono de su voz alhacerlo llegó directamente al corazón del padre.

—Me parece que no te encuentras muy bien.—No —repuso la chica—. Ni lo estaré nunca.—Se acerca la primavera —dijo Margaret,

como si quisiera sugerir pensamientosesperanzadores y agradables.

—Ni la primavera ni el verano mebeneficiarán —dijo la chica tranquilamente.

Margaret alzó la vista hacia el padre como siesperara algún tipo de contradicción por su parte,o al menos algún comentario que modificara laabsoluta desesperanza de su hija. Pero, en su lugar,él añadió:

—Me temo que ella dice la verdad. Me temoque está demasiado consumida.

—Será primavera en el lugar al que iré ytendré flores y amarantos y ropajes brillantesademás.

—¡Pobrecilla, pobrecilla! —dijo el padre en

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voz baja—. Yo no estoy tan seguro de eso; pero ati te consuela, pobrecita mía. ¡Pobre padre! ¡Serápronto!

Sus palabras impresionaron mucho a Margaret;la impresionaron pero no la ahuyentaron; más bienla atrajeron e interesaron.

—¿Dónde viven? Creo que somos vecinosporque nos encontramos muy a menudo en estecamino.

—Nos alojamos en el número nueve de lacalle Frances, la segunda vuelta a la izquierdapasado el Goulden Dragon.

—¿Y cómo se llaman? No debo olvidarlo.—No me avergüenzo de mi nombre. Me llamo

Nicholas Higgins. Ella se llama Bessy Higgins. ¿Aqué la pregunta?

Esto sorprendió a Margaret, pues en Helstonehubiera quedado sobreentendido por las preguntasque había hecho que se proponía ir a visitar acualquier vecino pobre cuyo nombre y domicilio

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hubiera preguntado.—Pensaba…, me proponía hacerles una visita.Se sintió cohibida de pronto al proponer la

visita sin poder dar ninguna razón de su deseo dehacerlo, aparte del bondadoso interés por unextraño. Todo pareció adoptar de pronto un aire deimpertinencia por su parte; así lo interpretótambién en la mirada del hombre.

—No soy muy aficionado a recibir extraños enmi casa. —Pero al ver acentuarse el rubor deMargaret, cedió y añadió—: Es usted forastera,digamos, y quizá no conozca a mucha gente aquí, yle ha dado aquí a mi hija las flores de su propiamano… Puede ir a vernos si quiere.

El razonamiento divirtió e irritó a Margaret.No estaba segura de que fuera a ir a un sitio dondele daban permiso como si de un favor se tratara.Pero cuando llegaron a la esquina de la calleFrances, la chica se detuvo un momento y le dijo:

—No se olvide de que tiene que venir a

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vernos.—Sí, sí —dijo el padre con impaciencia—.

Vendrá. Ahora está un poco estirada porque creeque yo debía haber hablado con más cortesía; perose lo pensará mejor y vendrá. Leo en su preciosacara orgullosa como si fuera un libro. Vamos Bess;está sonando la sirena de la fábrica.

Margaret se fue a casa, pensando asombradaen sus nuevos amigos y sonriendo por lo bien quehabía comprendido el hombre lo que estabapensando ella. A partir de aquel día, Milton lepareció un lugar más luminoso. Y no era por losdías largos, frescos y soleados de primavera, niporque hubiera empezado a aceptar la ciudad enque vivía con el tiempo. Era que había encontradoun interés humano.

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Capítulo IXCambiarse para el té

Que el caolín enriquecido con manchas de color,vetas de azur y oro perfilado,

de la hoja indiana reciba el grato oloro el perfume de los granos de moca al sol tostados.

SRA. BARBAULD[14]

Al día siguiente de este encuentro con Higgins ycon su hija, el señor Hale entró en la sala de arribaa una hora insólita. Se acercó a distintos objetosde la estancia como si fuera a examinarlos, peroMargaret se dio cuenta de que era un truconervioso: una forma de aplazar algo que deseabapero temía decir. Al final lo soltó:

—¡Cariño! He invitado al señor Thornton atomar el té esta noche.

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La señora Hale estaba recostada en su sillóncon los ojos cerrados y la expresión dolorida quese había hecho habitual en ella últimamente. Peroal oír a su esposo se incorporó y dijoquejumbrosa:

—¡El señor Thornton! ¡Y esta noche! ¿Puedesaberse para qué quiere venir aquí el hombre? YDixon está lavando mis muselinas y encajes, y nohay agua blanda con estos horribles vientos deleste que supongo que tendremos todo el año enMilton.

—El viento está cambiando, cariño —dijo elseñor Hale, mirando el humo que llegabaexactamente del este, aunque él todavía nocomprendía los puntos cardinales y solía ubicarlosa discreción según las circunstancias.

—¡No me digas! —dijo la señora Haleestremeciéndose y arropándose más con la toquilla—. Pero supongo que este hombre vendrá conviento del este o del oeste.

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—Eso demuestra que no has visto nunca alseñor Thornton, mamá. Da la impresión de ser unapersona que disfrutaría luchando con cualquieradversidad: enemigos, vientos o circunstancias.Cuanto más llueva y más viento haga, más segurospodemos estar de que vendrá. Pero voy a ayudar aDixon. Creo que llegaré a ser una almidonadoracélebre. Y no necesitará más diversión queconversar con papá. Papá, estoy deseando conoceral Pitias de tu Damón. Ya sabes que sólo lo hevisto una vez y estábamos tan desconcertados sinsaber de qué hablar que no nos fue demasiadobien.

—No creo que te caiga bien nunca ni te resulteagradable, Margaret. No es un seductor.

Margaret arqueó el cuello en una curvadespectiva.

—No admiro particularmente a los seductores,papá. Pero el señor Thornton viene como amigotuyo, como alguien que te aprecia…

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—La única persona de Milton —dijo la señoraHale.

—Así que le daremos la bienvenida y pastasde coco. Dixon se sentirá halagada si le pedimosque las prepare. Y yo me encargaré de planchar tusgorros, mamá.

Margaret deseó muchas veces aquella mañanaque el señor Thornton no fuera. Tenía previstasotras ocupaciones: una carta a Edith, un buenpoema de Dante, una visita a los Higgins. Y, en sulugar, tuvo que planchar escuchando las quejas deDixon con la esperanza de poder impedirle queacudiera con su retahíla de pesares a la señoraHale mediante un derroche de comprensión.Margaret tuvo que recordarse de vez en cuando lomucho que estimaba su padre al señor Thorntonpara aplacar la irritación del cansancio que lainvadió y que le provocó uno de los fuertesdolores de cabeza a los que era propensaúltimamente. Apenas podía hablar cuando se sentó

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al fin y le dijo a su madre que ya no era Peggy laplanchadora sino Margaret Hale la dama. Intentabacon ello hacer una pequeña broma, y lamentó nohaberse mordido la lengua al ver que su madre selo tomaba en serio.

—¡Ay, sí! Si alguien me hubiera dicho cuandoera la señorita Beresford y una de las bellezas delcondado que una hija mía tendría que pasarse depie medio día en una cocina minúscula trabajandocomo una sirvienta, que nos prepararíamoscorrectamente para recibir a un comerciante, y quedicho comerciante sería el único…

—¡Ay, mamá! —dijo Margaret levantándose—. No me tortures así por un comentariodespreocupado. No me importa nada planchar nihacer el trabajo que sea por ti y por papá. Y nopor eso dejo de ser una dama, aunque tenga quefregar el suelo o lavar los platos. Ahora estoycansada, en seguida se me pasará. En media horaestaré dispuesta a volver a empezar. Y en cuanto a

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lo de que el señor Thornton sea un comerciante, elpobre hombre ya no puede evitarlo. Supongo quesu educación no le permitirá mucho más.

Margaret se levantó despacio y se fue a suhabitación; en aquel preciso momento, no podíasoportar mucho más.

En casa del señor Thornton y exactamente a lamisma hora, tenía lugar una escena similar, aunquediferente. Una señora de huesos grandes, bastantepasada ya la madurez, cosía sentada en uncomedor amueblado con sombría elegancia. Susrasgos, como su constitución, eran fuertes ysólidos, más que gruesos. Su rostro pasabalentamente de una expresión decidida a otraigualmente decidida. No había gran variedad en susemblante; pero quien lo miraba una vez, solíavolver a hacerlo. Incluso los transeúntes solíanvolver la cabeza en la calle para contemplar uninstante más a aquella mujer firme, severa y dignaque nunca cedía el paso por urbanidad ni detenía

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su avance hacia el fin claramente definido que sehabía propuesto.

Vestía con elegancia de seda negra fuerte en laque no se veía ni un hilo gastado o descolorido.Estaba arreglando un tapete largo de finísimatextura, que alzaba al trasluz de vez en cuando paraver los lugares gastados que requerían susdelicados cuidados. No había un solo libro en laestancia con la excepción de los Comentariossobre la Biblia de Matthew Henry, seis volúmenesde los cuales ocupaban el sólido aparador,flanqueados por una tetera grande a un lado y unalámpara al otro. Alguien practicaba al piano enuna dependencia lejana. Ensayaba una pieza desalón, que tocaba rápidamente, equivocándose osaltándose una de cada tres notas por términomedio, y la mitad de los acordes fuertes eranerróneos aunque no por ello menos satisfactoriospara el intérprete. La señora Thornton oyó un pasotan decidido como el suyo al otro lado de la puerta

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del comedor.—¡John! ¿Eres tú?Su hijo abrió la puerta y entró.—¿Qué te trae tan pronto a casa? Creía que

ibas a tomar el té con ese amigo del señor Bell;ese señor Hale.

—Así es, madre. He venido a casa paracambiarme.

—¡Cambiarte! ¡Bah! Cuando yo era joven, loshombres se daban por satisfechos con vestirse unavez al día. ¿Por qué tienes que cambiarte para ir atomar una taza de té con un viejo clérigo?

—El señor Hale es un caballero, y su esposa ysu hija son damas.

—¡Esposa e hija! ¿Ellas también dan clases?¿Qué hacen? Nunca las habías mencionado.

—No, madre, porque no conozco a la señoraHale; y a la señorita Hale sólo la he visto una vezdurante una media hora.

—Ten cuidado, no te dejes pescar por una

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chica sin dinero, John.—No es fácil pescarme, madre, supongo que

ya lo sabes. Pero no me gusta que se hable así dela señorita Hale. Me parece ofensivo, la verdad.Nunca me he percatado de que ninguna jovenintentara pescarme, y no creo que ninguna se hayatomado nunca la molestia de hacerlo.

La señora Thornton había decidido llevar lacontraria a su hijo; porque si no, en general, seenorgullecía bastante de su sexo.

—¡Bueno! Yo sólo te digo que tengas cuidado.Tal vez nuestras chicas de Milton tengandemasiado carácter y demasiado sentido comúnpara andar a la caza de marido; pero esa señoritaHale viene de los condados aristocráticos, y, sison ciertas las historias que cuentan, los maridosricos son presas valiosas.

El señor Thornton torció el gesto y dio otropaso hacia su madre.

—Madre —soltó una risilla burlona—, me

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obligarás a confesar. La única vez que he visto a laseñorita Hale me trató con una cortesía altaneraque tenía un marcado tinte despectivo. Guardó lasdistancias como si fuera una reina y yo su humildey sucio vasallo. Tranquila, madre.

—No. No estoy tranquila, ni contenta tampoco.¿Qué razón tenía para despreciarte de ese modoella, la hija de un clérigo renegado? Yo en tu lugardesde luego no me cambiaría para ninguno deellos…, ¡valientes insolentes!

Al salir de la habitación, él añadió:—El señor Hale es bondadoso, afable y culto.

No es insolente. En cuanto a la señora Hale, ya teexplicaré cómo es esta noche si quieres saberlo.

Cerró la puerta y se marchó.«¡Despreciar a mi hijo! ¡Habráse visto! ¡Tratar

como a un vasallo a John! ¡Vamos! ¡Ya me gustaríaa mí saber dónde podría encontrar otro igual!Muchacho y hombre, tiene el corazón más noble yvaleroso que he visto en mi vida. Y no es porque

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sea su madre. Me doy cuenta de las cosas, no soyciega. Sé cómo es Fanny; y sé cómo es John. ¡Miraque despreciarlo! ¡La aborrezco!».

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Capítulo XOro y hierro forjado

Somos los árboles a los que la sacudida sujeta más.

GEORGE HERBERT[15]

El señor Thornton salió de casa sin volver alcomedor. Se le había hecho un poco tarde, y noquería desairar a su nuevo amigo por nada delmundo con una falta de puntualidad irrespetuosa.El reloj de la iglesia dio las siete y media mientrasesperaba que llegara de una vez Dixon, cuyalentitud se duplicaba siempre que tenía querebajarse a abrir la puerta. Le hizo pasar y leacompañó a una salita, donde le recibiócordialmente el señor Hale, que le presentó luegoa su esposa, cuya palidez y cuya figura envuelta en

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un chal constituían una muda justificación de lafría languidez de su saludo. Margaret estabaencendiendo la lámpara cuando él entró, pueshabía empezado a oscurecer. La lámpara proyectóuna luz preciosa en el centro de la estancia enpenumbra, de la que con sus hábitos rurales noexcluían los cielos nocturnos ni la oscuridadexterior. Aquella habitación contrastaba de algúnmodo con la que acababa de dejar: majestuosa,sólida, sin ningún detalle femenino, excepto en ellugar en que se sentaba su madre, y ningunacomodidad para ningún otro uso que los de comery beber. Era un comedor, por supuesto. Su madreprefería sentarse allí, y su voluntad era ley en lacasa. Pero la sala no era como ésta. Era dos,veinte veces mejor; y mucho menos acogedora.Aquí no había espejos, ni siquiera una pieza decristal que reflejara la luz y respondiera al mismofin que el agua en el paisaje; ni dorados; unacálida y sobria extensión de colorido, bien

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realzado por las cortinas y las fundas de zaraza delos asientos del querido Helstone. Junto a laventana que quedaba enfrente de la puerta había unescritorio abierto; y en la otra, un velador con unjarrón chino blanco, del que colgaban guirnaldasde hiedra, abedul verde claro y hojas de hayacobrizas. Había lindos cestos de labor endiferentes lugares; y sobre la mesa, como siacabaran de dejarlos allí, libros preciosos no sólopor las encuadernaciones. Junto a la puerta habíaotra mesa preparada para el té, con un mantelblanco, adornada con las pastas de coco y unacanasta llena de naranjas y sonrosadas manzanasamericanas sobre un lecho de hojas.

El señor Thornton pensó que todos aquellosdetalles eran habituales en la familia; y muy enconsonancia con Margaret. Ella estaba de pie juntoa la mesa del té, con un vestido de muselina devivos colores, entre los que dominaba el rosa.Parecía que no atendía a la conversación, sino que

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se concentraba en las tazas del té, entre las quemovía las preciosas manos marfileñas con mudadelicadeza. Llevaba una pulsera en un brazotorneado que se le caía continuamente sobre ladelicada muñeca. El señor Thornton observabacómo volvía a colocarse el adorno problemáticocon mucha más atención que la que prestaba a loque decía su padre. Parecía fascinado observandocómo se lo subía con impaciencia hasta que leapretaba el blando brazo; y luego el aflojamiento yla caída. Casi podría haber exclamado: «¡Otravez!». Ya estaba casi todo preparado para el técuando él llegó, por lo que lamentó un poco tenerque comer y beber al momento y dejar de observara Margaret. Ella le ofreció su taza de té con el airealtivo de una esclava insumisa; pero sus ojoscaptaron el momento en que él tenía ganas detomar otra taza; y casi deseó pedirle que hicierapor él lo que se vio obligada a hacer por su padre,que le sujetó los dedos meñique y pulgar con su

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mano masculina y los hizo servirle de pinzas parael azúcar. El señor Thornton la vio alzar los bellosojos hacia su padre, luminosos, risueños y tiernos,mientras la pantomima proseguía entre ambos sinque nadie los observara, creían ellos. A Margarettodavía le dolía la cabeza, como podrían habertestificado la palidez de su rostro y su silencio;pero estaba decidida a echarse al ruedo si seproducía alguna pausa larga e inconveniente antesque permitir que el amigo, alumno e invitado de supadre tuviera motivos para considerarseabandonado de algún modo. Pero la conversaciónprosiguió; y, en cuanto recogieron las cosas del té,Margaret se retiró a un rincón junto a su madre conla labor. Y creyó que podría dejar vagar lospensamientos sin miedo a que la necesitaran depronto para que llenara un vacío.

El señor Thornton y el señor Hale retomaronalgún tema que habían iniciado en su últimareunión y se concentraron en él. Algún comentario

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trivial que hizo su madre en voz baja obligó aMargaret a recobrar la noción del presente. Alzóde pronto la vista de la labor y le llamó la atenciónla diferencia de aspecto exterior entre su padre yel señor Thornton, que denotaba caracteres tanclaramente opuestos. Su padre parecía más alto delo que era por su delgadez, cuando no se lecomparaba con alguien de complexión alta eimponente como en aquel momento. Las arrugas desu rostro eran blandas y curvadas, con una especiede frecuente ondulación de movimiento temblorosoen ellas, que indicaba cada fluctuante emoción; lospárpados grandes y arqueados daban a sus ojosuna belleza lánguida y peculiar, casi femenina.Tenía las cejas perfectamente arqueadas, aunquepor el tamaño mismo de los párpados se alzaban auna considerable distancia de los ojos. En elrostro del señor Thornton, en cambio, las cejasrectas estaban cerca de los ojos claros, serios yhundidos que, sin ser desagradablemente astutos,

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parecían lo bastante penetrantes para llegar alcorazón y al núcleo mismo de lo que miraran.Tenía pocas arrugas, pero firmes, como talladas enmármol, concentradas en las comisuras de loslabios, que apretaba levemente sobre unadentadura tan impecable y bella que producía elefecto de un súbito rayo de sol cuando la rarasonrisa luminosa aparecía un instante, destellabaen sus ojos y transformaba totalmente la expresiónresuelta y severa de un hombre dispuesto a hacerlo que fuera sin vacilar, con el sincero y profundogozo del momento que sólo suele manifestarse deforma tan audaz e instantánea en los niños.

A Margaret le gustó aquella sonrisa. Era loprimero que le agradaba de aquel nuevo amigo desu padre, y la oposición de carácter quedemostraban todos estos rasgos de su aparienciaque había estado observando explicaba en ciertomodo la evidente atracción que sentían el uno porel otro.

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Arregló la labor de su madre y volvió asumirse en sus pensamientos, tan absolutamenteolvidada por el señor Thornton como si noestuviera en la habitación; aquél explicaba alseñor Hale el magnífico poder y el delicado ajustede la potencia del martillo pilón, lo que recordó alseñor Hale los cuentos maravillosos de losserviciales genios de Las mil y una noches, quetan pronto se extendían desde la tierra hasta elcielo y ocupaban toda la anchura del horizonte,como se comprimían obedientes en una vasija tanpequeña que podía llevarla un niño en la mano.

—Y esta invención formidable, estarealización práctica de una idea grandiosa, saliódel cerebro de un hombre de nuestra buena ciudad.Y a este hombre le corresponde superar paso apasó cada prodigio que consigue para lograrmayores portentos. Y he de añadir que hay entrenosotros muchos que podrían ocupar el hueco si élfaltara, y seguir esa lucha en que se obliga y se

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seguirá obligando a toda fuerza material asometerse a la ciencia.

—Su alarde me recuerda los antiguos versos:

Tengo cien capitanes en Inglaterra —dijo—,

tan buenos como él.

Margaret alzó de pronto la vista al oír la citade su padre, con un asombro inquisitivo en lamirada. ¿Cómo podrían haber pasado de lasruedas dentadas a la balada de Chevy Chase?

—No es un alarde mío —repuso el señorThornton—; es la pura y simple verdad. No niegoque me enorgullece pertenecer a una ciudad (o talvez debiera decir una región) cuyas necesidadesdan origen a semejante grandeza de concepción.Preferiría ser aquí un hombre que trabaja y sufre,mejor dicho, que falla y fracasa, que llevar unavida próspera y tediosa en los viejos surcos raídos

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de lo que ustedes llaman sociedad másaristocrática del Sur, con sus días lentos de ociodespreocupado. Uno puede atascarse en la miel yser luego incapaz de alzar el vuelo.

—Se equivoca —dijo Margaret, enardecidapor aquella calumnia a su amado Sur y dispuesta adefenderlo con una vehemencia que hizo aflorar elcolor a sus mejillas y lágrimas de enfado a susojos—. Usted no sabe nada del Sur. Si hay menosempresas mercantiles o menos progreso (supongoque no debo decir menos emoción) del azarosoespíritu del comercio, que parece requisito paraque se produzcan esos inventos prodigiosos,también hay menos sufrimiento. Aquí veo hombresen las calles que miran al suelo agobiados por lapena o la preocupación y que no sólo son víctimassino enemigos. En el Sur también hay pobres, peroallí no se ve en sus semblantes esa terribleexpresión de hosco sentimiento de injusticia queveo aquí. Usted no conoce el Sur, señor Thornton

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—concluyó, hundiéndose en un silencio resuelto eindignada consigo misma por haber hablado tanto.

—¿Me permite decir que usted no conoce elNorte? —preguntó él, con un tono indeciblementetierno, al ver que la había ofendido de verdad.Ella siguió aferrada a su empecinado silencio;añoraba los preciosos lugares que había dejadolejos en Hampshire con un apasionamiento que leindicaba que le temblaría la voz si hablaba.

—De todos modos, señor Thornton —terció laseñora Hale—, reconocerá usted que Milton esuna ciudad mucho más cargada de humo y desuciedad que ninguna que pueda encontrarse en elSur.

—Lo lamento, pero debo renunciar a sulimpieza —dijo el señor Thornton con su rápidasonrisa reluciente—. El Parlamento nos haordenado eliminar nuestro propio humo; así quesupongo que tendremos que hacer lo que nosmandan como niños buenos…, alguna vez.

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—Pero creo que me dijo usted que habíamodificado las chimeneas para eliminar el humo,¿no es así? —preguntó el señor Hale.

—Yo decidí modificar las mías antes de que elParlamento tomara cartas en el asunto. Fue undesembolso directo, pero me compensa por elahorro de carbón. No estoy seguro de que lohubiera hecho si hubiera esperado a que seaprobara la ley. En realidad, habría esperado aque me denunciaran y me multaran y me aplicarantodas las medidas de presión que legalmentepudieran. Pero las leyes cuyo cumplimientodepende de denuncias y multas resultaninoperantes por lo odioso del mecanismo. No creoque hayan denunciado en Milton una sola chimeneaen los últimos cinco años, aunque las constantesemisiones de algunas suponen que un tercio de sucarbón se vaya en lo que se llama humoantiparlamentario.

—Yo sólo sé que es imposible que las cortinas

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de muselina duren limpias más de una semana; y enHelstone duraban un mes o más. Y en cuanto a lasmanos…, Margaret, ¿cuántas veces me has dichoque tuviste que lavarte las manos esta mañanaantes de las doce? Tres veces, ¿no?

—Sí, mamá.—Parece que se opone usted a las leyes

parlamentarias y a toda la legislación que afecte asu modo de actuar aquí en Milton —comentó elseñor Hale.

—Sí, así es. Y muchos otros también. Y creoque con justa razón. Toda la maquinaria de laindustria algodonera (y ahora no me refiero a lamaquinaria de hierro y de madera) es tan nuevaque no tiene nada de extraño que no funcione bienen todas partes de inmediato. ¿Qué era hacesetenta años? ¿Y qué no es ahora? Se juntaronmaterias primas burdas; hombres del mismo nivel,en cuanto a educación y posición, ocuparon depronto los diferentes puestos de amos y

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empleados, gracias a la agudeza en lo concernientea oportunidades y probabilidades que distinguía aalgunos y que les hizo darse cuenta del gran futuroque ocultaba el rudimentario modelo de sirRichard Arkwright[16]. El rápido desarrollo de loque podríamos llamar nueva industria dio aaquellos primeros patronos enorme riqueza ypoder. Y no me refiero solamente sobre losobreros; quiero decir también sobre loscompradores: sobre todo el mercado mundial.Puedo mencionar como ejemplo un anunciopublicado no hace cincuenta años en un periódicode Milton, de que uno de los pocos estampadoresde algodón de la época cerraría diariamente eltaller al mediodía; de manera que todos loscompradores tendrían que acudir antes de esahora. Imagínese a un hombre dictando de ese modoel horario en que vendería y en que no. Yo creoque ahora, si un cliente decide venir a media nocheme levantaría y esperaría con el sombrero en la

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mano para recibir sus pedidos.Margaret torció el gesto, aunque había algo

que la obligaba a prestar atención; ya no podíaabstraerse en sus pensamientos.

—Sólo menciono estas cosas para demostrarel poder casi ilimitado que tenían los fabricantes acomienzos de siglo. Se les subió a la cabeza. Elhecho de que un hombre triunfara en sus empresasno era razón para que en todo lo demás fueramentalmente equilibrado. Muy al contrario, sunoción de la justicia y su sencillez solían quedartotalmente aplastadas por el peso de la riqueza quese le venía encima. Se cuentan extrañas historiassobre la vida desenfrenada que se permitían enfiestas de varios días aquellos primeros magnatesalgodoneros. También es evidente la tiranía queejercieron sobre sus trabajadores. Ya conoce elproverbio, señor Hale: «Pon a un mendigo acaballo y se irá al diablo». Bueno, algunos deaquellos primeros fabricantes se fueron al diablo a

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lo grande, aplastando a los seres humanos con loscascos de sus caballos sin remordimiento. Peroluego llegaría una reacción: había más fábricas,más patronos; se necesitaban más trabajadores. Elpoder de los patronos y de los obreros seequilibró más equitativamente; y la lucha queestamos librando ahora es mucho más justa. Nonos someteremos a la decisión de un imperio, ymucho menos a la interferencia de un entrometidoque apenas tiene conocimiento de los verdaderoshechos del caso, aun cuando ese entrometido sellame Tribunal Supremo del Parlamento.

—¿Es necesario llamarlo batalla entre las dosclases? —preguntó el señor Hale—. Ya sé por suempleo del término que da una idea veraz de lascosas, en su opinión.

—Es cierto. Y creo que es necesario en lamedida en que la prudencia y el buencomportamiento se oponen siempre a la ignoranciay la imprevisión y libran una batalla contra ellas.

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Una de las grandes virtudes de nuestro sistema esque un obrero puede conseguir el poder y laposición de patrón mediante el propio esfuerzo yel buen comportamiento; que, en realidad, quien serige por la decencia, la conducta sobria y elcumplimiento del deber, pasa a nuestras filas;quizá no sea siempre como patrón, sino comosupervisor, cajero, contable, oficinista, uno dellado de la autoridad y el orden.

—Entonces, si he entendido bien, considerausted enemigos a todos los que no consiguenmedrar, por la causa que sea —dijo Margaret convoz clara y fría.

—Son sus propios enemigos, sin duda —seapresuró a decir él, bastante ofendido por la altivadesaprobación que indicaban su forma deexpresión y su tono de voz. Pero su rectitud sindobleces le hizo creer que sus palabras sólo eranuna pobre evasiva a lo que había dicho ella. Yaunque ella pudiera ser todo lo displicente que

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quisiera, él se debía a sí mismo el explicar contoda la sinceridad posible lo que quería decir.Pero era muy difícil aclarar la interpretación deella y diferenciarla de lo que quería decir él. Lohubiese ilustrado mejor contándoles algo de suvida. Pero ¿no era ése un tema demasiado personalpara tratarlo con extraños? Sin embargo, era laforma más franca y simple de explicar a qué serefería. Así que dejó a un lado el amago de timidezque hizo aflorar a sus mejillas un rubormomentáneo y dijo:

»Hablo por propia experiencia. Hace dieciséisaños, mi padre murió en circunstanciaslamentables. Me sacaron de la escuela y tuve queconvertirme en un hombre (lo mejor que pude) enpocos días. Me ha tocado en suerte una madrecomo hay pocas, una mujer de gran entereza yfirme resolución. Nos fuimos a un pueblo pequeño,donde la vida era más barata que en Milton ydonde conseguí empleo en una pañería (un lugar

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único, por cierto, para aprender a conocer losgéneros). Nuestros ingresos semanales ascendían aquince chelines, con los que teníamos que vivirtres personas. Mi madre consiguió que ahorraratres de esos quince chelines regularmente. Y ésefue el comienzo, así aprendí abnegación. Y ahoraque puedo proporcionar a mi madre lascomodidades que requiere su edad, más que supropio deseo, le agradezco en silencio en todomomento la temprana enseñanza que me dio.Cuando pienso ahora que en mi caso no es buenasuerte ni mérito ni talento, sino simplemente loshábitos de la vida que me enseñaron a despreciarlos lujos y placeres no totalmente ganados (enrealidad, a no pensar dos veces en ellos), creo queel sufrimiento que la señorita Hale dice que estágrabado en los semblantes de la gente de Milton essólo el castigo natural por el placer disfrutadodeshonestamente en alguna etapa anterior de susvidas. No creo que las personas sensuales y

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demasiado indulgentes consigo mismas merezcanmi odio; sólo las miro con desdén por su falta decarácter.

—Pero usted tenía los rudimentos de una buenaeducación —comentó el señor Hale—. Elentusiasmo con que lee ahora a Homero medemuestra que no es un libro desconocido parausted: lo ha leído antes y sólo está recordando suantiguo conocimiento.

—Es cierto, pasé por él a ciegas en la escuela;hasta diría que me consideraban un estudiantebastante bueno en aquel tiempo, aunque heolvidado el latín y mi griego desde entonces. Perole pregunto, ¿qué preparación eran para una vidacomo la que yo tenía que llevar? Ninguna.Absolutamente ninguna. En cuanto a educación,cualquier hombre que sepa leer y escribir tiene losmismos conocimientos útiles que tenía yoentonces.

—Bien, no estoy de acuerdo. Tal vez peque un

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poco de pedante en eso. ¿No le dio ánimos elrecuerdo de la heroica sencillez de la vidahomérica?

—¡En absoluto! —exclamó el señor Thorntonriéndose—. Estaba demasiado ocupado parapensar en los muertos, con los vivos al ladopresionando en la lucha por el pan. Ahora que mimadre está a salvo y puede disfrutar de laserenidad que conviene a su edad y querecompensa debidamente sus esfuerzos anteriores,puedo volver a esa antigua historia y disfrutarlaplenamente.

—Yo diría que mi observación se debe a laidea profesional de que no hay nada como lo queuno conoce —repuso el señor Hale.

Cuando el señor Thornton se levantó paramarcharse, estrechó la mano al señor y a la señoraHale y dio un paso hacia Margaret para desearlebuenas noches del mismo modo. Era la costumbrefranca y familiar del lugar; pero Margaret no

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estaba preparada para ello y se limitó a despedirsecon una leve inclinación de cabeza. Aunquelamentó no haber advertido la intención en cuantole vio hacer ademán de tender la mano y retirarlarápidamente. El señor Thornton, sin embargo, nadasabía de su pesar, por lo que, se irguió cuan altoera y se marchó, mascullando al salir de la casa:«Nunca he visto joven más engreída ydesagradable. Su actitud displicente te haceolvidar incluso su gran belleza».

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Capítulo XIPrimeras impresiones

Dicen que todos tenemos hierro en la sangre,y tal vez un grano o dos sea bueno;

pero él me hace sentir por su durezaque tiene en la suya demasiado acero.

ANÓNIMO[17]

—¡Margaret! —dijo el señor Hale cuandovolvió de acompañar a su invitado abajo—, nopude evitar observar tu cara con cierta angustiacuando el señor Thornton nos confesó que habíasido dependiente. Yo ya estaba enterado, por elseñor Bell, así que sabía lo que iba a contarnos;pero te aseguro que creí que ibas a levantarte ysalir de la habitación.

—¡Por favor, papá! ¿No querrás decir que me

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consideras tan estúpida? Me agradó lo que noscontó de sí mismo más que todo lo demás. Enrealidad, todo lo demás me indignó por su dureza;pero luego habló de sí mismo con tanta franqueza,sin rastro de la pretensión que hace tan vulgares alos comerciantes, y con un respeto tan tierno por sumadre, que te aseguro que era menos probable queme hubiera marchado de la habitación entoncesque cuando se dedicó a alardear de Milton como sino hubiera otro lugar igual en el mundo; o apresumir tranquilamente de despreciar a los demáspor su imprevisión despreocupada y excesiva, sintener en cuenta, al parecer, que es su deber intentarque sean distintos, enseñarles algo de lo que leenseñó a él su madre y a lo que es evidente quedebe su posición, sea la que sea. ¡No! Suconfesión de que había sido dependiente es lo quemas me ha gustado.

—Me sorprendes, Margaret —dijo su madre—. ¡En Helstone siempre estabas metiéndote con

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los comerciantes! Y creo, señor Hale, que no hasobrado bien presentándonos a semejante personasin explicarnos antes lo que había sido. La verdades que temía que se diera cuenta de lo mucho queme escandalizaban algunas cosas que decía. Supadre que murió en «lamentables circunstancias».Porque podría haber sido en el asilo de pobres.

—No estoy seguro de que no fuera peor que elasilo de pobres —repuso su esposo—. El señorBell me explicó gran parte de su vida antes de queviniéramos aquí; y como él ya os ha contado otraparte, añadiré lo que falta. Su padre especuló deforma insensata, perdió y se suicidó porque nopodía soportar la deshonra. Todos sus amigos seacobardaron ante las revelaciones que había quehacer de sus apuestas fraudulentas, luchasdesaforadas y desesperadas hechas con el dinerode otros para recuperar su moderada porción deriqueza. Nadie acudió en ayuda de la madre y elhijo. Había también una niña, creo; demasiado

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pequeña para ganar dinero, pero por supuestohabía que mantenerla. Al menos, ningún amigo losayudó de inmediato; y me parece que la señoraThornton no es de las que esperan hasta que laamabilidad tardía llega a buscarla. Así que semarcharon de Milton. Yo ya sabía que él habíatrabajado en una tienda, y que se habían arregladomucho tiempo con sus ingresos, y con algunapequeña propiedad de su madre. El señor Bell medijo que se habían alimentado durante añosexclusivamente de gachas de avena con agua, nosabía cómo. Pero cuando los acreedores ya habíanperdido la esperanza de cobrar alguna vez lasdeudas del señor Thornton padre (si es que algunavez habían creído que lo harían, después de que sesuicidara), este joven volvió a Milton y fue averlos a todos y les pagó el primer plazo deldinero que se les debía. Lo hizo sin ruido, sinreunir a los acreedores, de forma silenciosa ydiscreta. Y acabó pagándolo todo, con la ayuda

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material de la circunstancia de que uno de losacreedores, un viejo rezongón, según el señorBell, tomó al joven señor Thornton como unaespecie de socio.

—Eso es muy digno de elogio —dijo Margaret—. Qué lástima que un carácter así se deshonrarapor su posición como fabricante de Milton.

—¿Cómo que se deshonrara? —preguntó supadre.

—Bueno, papá, midiéndolo todo por el nivelde riqueza. Cuando hablaba de la fuerza mecánica,sin duda la consideraba sólo un medio de ampliarel comercio y hacer dinero. Y los pobres hombresque lo rodean son pobres porque son depravados,y no merecen sus simpatías porque no tienen sucarácter férreo ni las aptitudes que el mismo le dapara ser rico.

—Depravados no; eso no lo ha dicho.Imprevisores e indulgentes consigo mismos, ésasfueron sus palabras.

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Margaret estaba recogiendo la labor de sumadre y se disponía a irse a la cama. Al salir de lahabitación, vaciló. Se sintió inclinada a hacer unaconfesión que creía que complacería a su padre,aunque para ser completa y sincera debía incluirun pequeño inconveniente. De todos modos, lohizo:

—Papá, el señor Thornton me parece unhombre extraordinario; pero personalmente no megusta nada.

—¡Pues a mí sí! —dijo su padre, riéndose—.Personalmente, como dices tú, y todo. No es que loconsidere un héroe ni nada por el estilo. Perobuenas noches, hija. Tu madre parece muycansada, Margaret.

Margaret había notado con angustia hacía ratoel aspecto agotado de su madre, y el comentario desu padre despertó en ella un temor sordo, que leoprimía el corazón como un peso. La vida enMilton era muy distinta a la que la señora Hale

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estaba acostumbrada a llevar en Helstone, dondeentraba y salía continuamente de casa al aire libre;el mismo aire era muy distinto aquí, parecíacarecer de todo principio vivificante; y laspreocupaciones domésticas acuciaban tanto a lasmujeres de la familia de una forma nueva y tansórdida que Margaret tenía buenas razones paratemer que la salud de su madre se vieragravemente afectada. Había otros indicios de que ala señora Hale le pasaba realmente algo. Dixon yella mantenían misteriosas conferencias en sudormitorio, del que Dixon salía llorosa y enojada,como era habitual en ella cuando algún problemade su señora requería su comprensión. Margarethabía entrado una vez en la estancia al salir Dixon,y había encontrado a su madre de rodillas; y alretirarse sigilosamente, captó algunas palabras queeran sin duda una oración pidiendo fuerza ypaciencia para soportar graves sufrimientosfísicos. Margaret anhelaba recuperar el vínculo de

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confianza íntima que se había roto con suprolongada residencia en casa de su tía Shaw, y seesforzaba con tiernas caricias y dulces palabraspor llegar al lugar más cálido del corazón de sumadre. Pero aunque ella le respondía también conuna profusión tal de caricias y ternezas que antesla habría llenado de gozo, seguía teniendo laimpresión de que le ocultaban algo que creía queguardaba estrecha relación con la salud de sumadre. Aquella noche permaneció despierta muchotiempo, pensando cómo podría atenuar lainfluencia perniciosa de la vida que llevaban enMilton en la salud de su madre. Encontraría unasirvienta fija que ayudara a Dixon si dedicaba todoel tiempo a la búsqueda; así por lo menos sumadre podría recibir toda la atención personal quenecesitaba y a la que había estado acostumbradasiempre.

Margaret dedicó todo su tiempo y suspensamientos a visitar las oficinas de empleo

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doméstico: vio a muchas candidatas inaceptables ya muy pocas mínimamente aceptables durantevarios días. Una tarde, se encontró con BessyHiggins en la calle y se paró a hablar con ella.

—¡Bessy! ¿Qué tal? Supongo que teencontrarás mejor ahora que ha cambiado elviento.

—Bueno, mejor y peor, si entiende lo quequiere decir.

—No exactamente —repuso Margaretsonriendo.

—Estoy mejor porque la tos no me destroza denoche, pero estoy harta y cansada de Milton ydeseo marcharme a la tierra de Beulah[18]. Ycuando pienso que estoy cada vez más lejos se meparte el corazón y entonces no me encuentro mejor;me encuentro peor.

Margaret dio la vuelta para acompañar a Bessyen su lento avance hacia casa. Pero guardósilencio unos minutos. Al final, dijo quedamente:

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—¿Deseas morir, Bessy?Pues a ella le espantaba la muerte y se aferraba

a la vida, como es tan natural en las personasjóvenes y saludables.

Bessy guardó un breve silencio. Luegorespondió:

—Si usted llevara la vida que llevo yo, yestuviera tan harta de ella como yo, y pensara aveces «a lo mejor dura cincuenta o sesenta años,los hay que viven tanto», y se sintiera mareada yaturdida y enferma como yo cuando cada uno deesos sesenta años parece girar a mi alrededor yburlarse de mí con su longitud de horas y minutos einfinitos segundos…, ¡ay, amiga mía! Le aseguroque entonces se alegraría cuando el médico dijeraque temía que no volviera a ver otro invierno.

—¿Por qué, Bessy? ¿Cómo ha sido tu vida?—No mucho peor que la de muchos otros,

supongo. Sólo que yo me rebelo contra ella y ellosno.

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—Pero ¿qué pasó? Bueno, yo no soy de aquí yquizá no comprenda lo que quieres decir tanrápidamente como si hubiera vivido siempre enMilton.

—Si hubiera ido a vernos cuando dijo que loharía quizá se lo hubiera contado. Pero mi padredice que es usted como los demás, ojos que no vencorazón que no siente.

—No sé quiénes son los demás; y he estadomuy ocupada; y si he de ser sincera, habíaolvidado mi promesa…

—Pues fue idea suya. Nosotros no se lopedimos.

—Se me olvidó —dijo Margaret en voz baja—. Lo habría recordado cuando estuviera menosocupada. ¿Puedo acompañarte ahora?

Bessy la miró de soslayo para comprobar sihablaba en serio. La dureza de su gestodesapareció al ver la expresión tierna y afable deMargaret, dando paso a un vehemente deseo.

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—Nadie se preocupa tanto por mí. Puede venirsi quiere.

Siguieron caminando en silencio. Llegaron a unpatio pequeño que daba a una calleja y Bessy dijo:

—No se preocupe si está en casa mi padre y esun poco brusco al principio. Es que le cayó ustedbien y le parecía estupendo que nos visitara; yluego se enfadó y se ofendió sólo porque leagradaba.

—Pierde cuidado, Bessy.Pero Nicholas no estaba en casa cuando

llegaron. Una chica muy desaliñada, más joven queBessy pero más alta y más fuerte, trabajaba en latina de lavar con brusca eficacia, pero armandotanto ruido que Margaret se horrorizó pensando enla pobre Bessy, que se había dejado caer en laprimera silla como si estuviera agotada por elpaseo. Margaret pidió a la hermana un vaso deagua y mientras ella se apresuraba a buscarlo(tirando de paso los accesorios de la chimenea y

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volcando una silla), soltó las cintas del sombrero aBessy para ayudarla a recuperar el aliento.

—¿Cree que merece la pena vivir así? —preguntó Bessy jadeante. Margaret le acercó elvaso de agua a los labios en silencio. Bessy tomóun sorbo largo y febril; luego se recostó en la sillay cerró los ojos. Margaret la oyó murmurar parasí: «Ya no padecerán hambre, ni sed; ni les afligirála luz del sol, ni pasarán calor[19]». Margaret seinclinó y le dijo:

—Bessy, no te impacientes con tu vida, seacomo sea o pueda haber sido. Recuerda quién te ladio e hizo que sea como es.

Se sobresaltó al oír la voz de Nicholas detrásde ella. No le había oído entrar.

—Vamos, no consentiré que suelte un sermón ami hija. Ya está bastante mal como está con sussueños y sus fantasías metodistas y sus visiones deciudades con las puertas de oro y piedraspreciosas. No me importa si a ella le divierte,

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pero no estoy dispuesto a permitir que le metanmás cuentos en la cabeza.

—Pero seguro que usted cree en lo que hedicho —repuso Margaret, volviéndose—, queDios le dio la vida y dispuso qué clase de vidatenía que ser.

—Yo creo lo que veo y punto. Eso es lo quecreo, jovencita. No me trago todo lo que me dicen.¡Ni hablar! Oí a una joven empeñarse en averiguardónde vivíamos para visitarnos. Y mi hija aquípensó mucho en ello, y se ruborizaba muchasveces cuando creía que no la estaba mirando al oírpasos extraños. Pero al final ha venido, y será bienrecibida mientras procure no predicar sobre lo queno sabe nada.

Bessy no había apartado los ojos de la cara deMargaret. Le apoyó entonces la mano en el brazo yse incorporó para hablar, con ademán suplicante.

—No se enfade con él. Aquí hay muchos quepiensan lo mismo; muchísimos. ¡Si los oyera

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hablar no se escandalizaría por lo que dice él!Padre es un hombre muy bueno, lo es. Pero ¡ay! —dijo recostándose desesperada—, a veces dicecosas que me hacen desear la muerte más quenunca, porque quiero saber tantas cosas y estoyhecha un mar de dudas.

—Pobre hija mía, pobrecilla. Sabes que noquiero disgustarte. Pero un hombre tiene quedefender la verdad, y cuando veo el mundo tanequivocado a estas alturas, preocupado por cosasde las que no sabe nada y dejando de lado todo loque estaría en su mano arreglar, en fin, me digo,deja en paz esa cháchara sobre religión y ponte atrabajar en lo que ves y conoces. Ése es mi credo.Es simple, fácil de entender y nada difícil decumplir.

Pero su hija siguió suplicando a Margaret:—No le haga mucho caso. Es un hombre

bueno, lo es. A veces pienso que me moriría depena incluso en la Ciudad de Dios si mi padre no

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estuviera allí. —El rubor y el brillo febrilesafloraron a sus mejillas y a sus ojos—. ¡Peroestarás allí, padre! ¡Estarás allí! ¡Ay, mi corazón!

Se llevó la mano al pecho y se puso muypálida.

Margaret la abrazó y le hizo recostar lacansada cabeza en su pecho. Le retiró el suave yralo cabello de las sienes y se las humedeció conagua. Nicholas entendió las señas que le hizo paraque le diera las diferentes cosas que necesitabacon premura amorosa, e incluso la hermana deojos desorbitados se movió con laboriosadelicadeza ante el ¡chist! de Margaret. El accesoque presagiaba la muerte pasó en seguida y Bessyse animó y dijo:

—Me voy a la cama, es donde estoy mejor.Pero… —Agarró a Margaret del vestido y añadió—: ¡Volverá, sé que lo hará, pero prométamelo!

—Vendré mañana —dijo Margaret.Bessy se apoyó en su padre, que se dispuso a

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llevarla arriba; pero cuando Margaret se levantópara marcharse, se debatió para decir algo:

—Desearía que existiera un Dios aunque sólofuera para pedirle que la bendiga.

Margaret se marchó muy triste y pensativa.Llegó tarde a cenar. Su madre siempre había

considerado una falta grave que no fuera puntual alas horas de las comidas en Helstone; pero ahoraeso parecía haber perdido su poder de irritación,como tantas otras irregularidades, y Margaret casiañoró las antiguas protestas.

—¿Has encontrado sirvienta, cariño?—No, mamá. Esa Anne Buckley no habría

servido.—¿Y si lo intentara yo? —preguntó el señor

Hale—. Todos los demás ya han intentadosolucionar este gran problema. Dejadme probar amí ahora. Podría ser la cenicienta que loconsiguiera, después de todo.

Margaret se sentía tan agobiada por la visita a

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los Higgins que no tenía fuerzas para reír la bromade su padre.

—¿Qué harías, papá? ¿Cómo lo abordarías?—Bueno, pediría a una buena ama de casa que

me recomendara a alguna que conocieran ella osus sirvientas.

—Muy bien. Pero tendremos que encontrarprimero al ama de casa.

—Ya la tenéis. O, mejor dicho, ella va a caeren la trampa y podréis cogerla mañana si soishábiles.

—¿A qué te refieres, señor Hale? —preguntósu esposa con curiosidad.

—Verás, mi alumno modélico (como lo llamaMargaret) me ha dicho que su madre se proponevisitar a la señora y a la señorita Hale mañana.

—¡La señora Thornton! —exclamó la señoraHale.

—¿La madre de la que nos habló él? —preguntó Margaret.

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—Sí, la señora Thornton, la única madre quetiene, creo yo —dijo el señor Hale tranquilamente.

—Me gustará conocerla. Debe de ser unapersona singular —añadió su madre—. Tal veztenga alguna parienta que nos convenga y a la quele guste nuestra casa. Parecía ser una persona tancuidadosa con la economía, que me gustaría muchoalguien de la misma familia.

—Por favor, cariño —dijo el señor Haleasustado—. Te ruego que no pienses en eso.Supongo que la señora Thornton es tan altiva yorgullosa a su modo como nuestra pequeñaMargaret al suyo, y que ha olvidado la época depadecimientos, pobreza y economías de la que suhijo habla tan abiertamente. En cualquier caso,estoy seguro de que no le gustará que los extrañossepan algo de eso.

—Te aseguro, papá, que yo no soy altiva enese sentido, si es que lo soy en alguno; con lo queno estoy de acuerdo, aunque tú siempre me acusas

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de ello.—No sé a ciencia cierta que ella lo sea,

aunque lo supongo por lo poco que me ha contadoél.

No se molestaron en preguntarle qué era lo quele había contado su hijo de ella. Margaret sóloquería saber si tenía que quedarse en casa pararecibir la visita, ya que si era así no podría ir aver cómo estaba Bessy hasta última hora del día,pues siempre estaba ocupada en las tareas de lacasa desde por la mañana temprano. Pero se diocuenta de que no podía dejar a su madre todo elpeso de atender a su visitante.

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Capítulo XIIVisitas matinales

Bien, supongo que debemos.

FRIENDS IN COUNCIL[20]

Al señor Thornton le había costado bastanteanimar a su madre hasta el punto de la cortesíadeseable. Ella no solía salir de visita; y cuando lohacía, era siempre en las mismas condiciones enque cumplía todas sus obligaciones. Su hijo lehabía regalado un carruaje, pero ella se negó apermitirle tener caballos. Los alquilaban en lasocasiones solemnes en que hacía visitas matinaleso vespertinas. Todavía no hacía dos semanas quehabía tenido caballos tres días seguidos, y había«liquidado» sin problemas a todos sus conocidos,

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a los que correspondería ahora tomarse la molestiay el gasto. Pero Crampton quedaba demasiadolejos para ir caminando; y preguntó insistentementea su hijo si su deseo de que visitara a los Hale eratan fuerte como para compensar el gasto quesupondría alquilar un coche. Habría agradecidoque no lo fuera, pues, según dijo, «no veía ningunautilidad en establecer amistad y relaciones íntimascon todos los profesores y maestros de Milton;vamos, ¡lo siguiente sería pedirle que visitara a laesposa del maestro de baile de Fanny!».

—Y lo haría si el señor Mason y su esposa notuvieran amigos y estuvieran en una ciudad extrañacomo los Hale, madre.

—¡Vamos! No hace falta que te precipites.Pienso ir mañana. Sólo quería que te hicierascargo.

—Si vas a ir mañana, pediré caballos.—Bobadas, John. Cualquiera diría que nadas

en la abundancia.

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—No del todo, todavía. Pero en cuanto a loscaballos, no hay discusión. La última vez quefuiste en coche de alquiler volviste a casa condolor de cabeza del traqueteo.

—Nunca me quejé, estoy segura.—¡No! Mi madre no es propensa a las quejas

—dijo él, con cierto orgullo—. Razón de más paraque tenga que cuidar de ti. En cuanto a Fanny, unpoco de privación le sentaría bien.

—Ella no está hecha de la misma madera quetú, John. No lo soportaría.

La señora Thornton guardó silencio tras estaspalabras, que guardaban relación con un tema quela mortificaba. Despreciaba instintivamente ladebilidad de carácter; y Fanny era débilexactamente en todo aquello en que su madre y suhermano eran fuertes. La señora Thornton no erauna mujer muy dada al razonamiento; su juiciorápido y su firme resolución le resultabanutilísimos en lugar de discusiones y argumentos

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prolongados consigo misma. Sabía instintivamenteque nada podría hacer que Fanny soportara conpaciencia las privaciones ni afrontara lasdificultades con valentía; y aunque se estremecíaal reconocer esto acerca de su hija, sólo leproducía cierta ternura compasiva hacia ella; unaactitud muy parecida al trato que acostumbran adar las madres a sus hijos débiles y enfermos. Unextraño, un observador indiferente, habríadeducido que la actitud de la señora Thornton consus hijos indicaba mucho más cariño a Fanny que aJohn. Pero se habría equivocado totalmente. Elmismo coraje con que madre e hijo se decían lacruda verdad demostraba la confianza de ambos enla firmeza espiritual del otro; que la preocupadaternura de la actitud de la señora Thornton con suhija, la vergüenza con que intentaba ocultar que suhija carecía de todas las grandes cualidades queella misma poseía y a las que tanto valor daba enotros; esa vergüenza, repito, delataba la falta de un

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lugar seguro en que depositar su afecto. Nuncallamaba a su hijo por otro nombre que no fueraJohn; «amor», «cariño» y apelativos parecidosestaban reservados para Fanny. Pero su corazóndaba gracias por él día y noche; y gracias a élcaminaba con orgullo entre las mujeres.

—¡Fanny, cariño! Hoy dispondré de caballospara ir en el coche a visitar a esos Hale. ¿Noquieres ir a ver a la niñera? Queda en la mismadirección, y siempre se alegra mucho de verte…Podrías seguir hasta allí mientras yo estoy en casade la señora Hale.

—¡Ay, mamá! Queda muy lejos y estoy muycansada.

—¿De qué? —preguntó la señora Thornton,enarcando ligeramente las cejas.

—No lo sé…, del tiempo, supongo. Es tanenervante. ¿No podrías traerla tú a casa, mamá?Podría recogerla el coche y que pasara aquí elresto del día, sé que le gustaría.

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La señora Thornton no contestó, pero dejó lalabor sobre la mesa, como si se concentrara enpensar.

—¡Sería una caminata muy larga para ellavolver luego de noche! —comentó al fin.

—No, la mandaré a casa en un coche. Nuncapermitiría que fuera andando.

Entró entonces el señor Thornton, antes demarcharse a la fábrica.

—Madre, ni que decir tiene que si haycualquier cosa que puedas hacer por la señoraHale como enferma, se lo dirás, estoy seguro.

—Si puedo averiguarlo, lo haré. Pero yo nuncahe estado enferma, así que no sé mucho de loscaprichos de los enfermos.

—¡Bueno! Para eso tenemos aquí a Fanny, querara vez está libre de alguna dolencia. Ella podrásugerir algo, ¿verdad, Fan?

—Yo no tengo siempre alguna dolencia —dijoFanny quejosa—; y no voy a acompañar a mamá.

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Me duele la cabeza y no voy a salir.El señor Thornton torció el gesto. Su madre

tenía la vista clavada en la labor, en la que cosíaahora afanosamente.

—¡Fanny! Quiero que vayas —dijo él, en tonoautoritario—. No te hará ningún mal, te sentarábien. Me harás un favor si vas, y no añadiré nadaal respecto.

Y, dicho esto, salió bruscamente de lahabitación.

Si hubiera esperado un minuto, Fanny habríaprotestado por su tono autoritario, aunque hubieseempleado la frase «me harás un favor». Pero comose había marchado, ella refunfuñó.

—John siempre habla como si me imaginaraque estoy enferma y estoy segura que nunca hagosemejante cosa. ¿Quiénes son esos Hale por losque se preocupa tanto?

—No hables así de tu hermano, Fanny. No nospediría que fuéramos si no tuviera buenas razones

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para ello, sean las que sean. Date prisa y arréglateen seguida.

Pero el pequeño altercado entre su hijo y suhija no inclinó a la señora Thornton másfavorablemente hacia «esos Hale». Su celosocorazón repitió la pregunta de su hija: «¿Quiénesson para que esté tan empeñado en que lesprestemos tanta atención?». Surgía como elestribillo de una canción, mucho después de queFanny hubiera olvidado todo el asunto con el gratoentusiasmo de ver el efecto de un sombrero nuevoen el espejo.

La señora Thornton era tímida. Sólo en losúltimos años había dispuesto de suficiente tiempolibre para presentarse en sociedad; y comosociedad no le gustaba. En cuanto a dar cenas ycriticar las que daban otros, disfrutaba haciéndolo.Pero lo de visitar a desconocidos y entablarrelación con ellos era algo muy distinto. Se sentíaincómoda, y parecía más adusta e imponente de lo

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habitual cuando entró en la salita de los Hale.Margaret estaba ocupada bordando una pieza

de batista para alguna prenda pequeña para elbebé que esperaba Edith. «Labor insustancial,inútil», se dijo la señora Thornton. Le gustó muchomás la de punto doble de la señora Hale; erapráctica en su género. La habitación en generalestaba llena de baratijas, cuya limpieza debía deexigir mucho tiempo. Y para las personas derecursos limitados, el tiempo es oro.

La señora Thornton se hizo todas estasreflexiones mientras conversaba a su modoceremonioso con la señora Hale, y soltando todoslos lugares comunes que puede decir la mayoría dela gente con los sentidos bloqueados. A la señoraHale le costaba bastante más esfuerzo responder,cautivada por un encaje verdaderamente antiguoque lucía la señora Thornton. Como le comentaríadespués a Dixon: «Encaje de ese punto inglésantiguo de hace setenta años que ya no se

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encuentra. Tiene que ser una reliquia de familia ydemuestra que tiene antepasados». Así que lapropietaria del encaje ancestral se hizomerecedora de algo más que el lánguido esfuerzode ser cortés con una visita, al que el interés de laseñora Hale por la conversación se habría visto deotra forma limitado. Y en ese momento, Margaret,que se devanaba los sesos para hablar con Fanny,oyó que su madre y la señora Thornton sezambullían en el interminable tema de lassirvientas.

—Supongo que no es aficionada a la música,porque no veo piano —comentó Fanny.

—Me gusta oír buena música. No sé tocarbien; y papá y mamá no se interesan demasiadopor ella; así que vendimos nuestro viejo pianocuando nos trasladamos aquí.

—No sé cómo pueden vivir sin él. A mí meparece casi indispensable.

«¡Quince chelines semanales de los que

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ahorraban tres! —se dijo Margaret—. Claro queella debía de ser muy pequeña. Seguro que haolvidado esa experiencia personal. Pero tiene quesaber todo lo que pasaron». La actitud de Margarettenía un dejo de frialdad adicional cuando habló acontinuación.

—Tienen buenos conciertos aquí, supongo.—¡Oh, sí! Estupendos. Va demasiada gente,

eso es lo peor. Los directores admiten sindiscriminación. Pero puedes estar segura de queoirás la música más reciente. Yo siempre tengo unpedido largo que hacer a Johnson’s al día siguientede un concierto.

—¿Le gusta la música sólo por su novedad,entonces?

—Bueno, sabes que es lo que está de moda enLondres, porque si no los cantantes no lo traeríanaquí. Habrá estado en Londres, claro.

—Sí —contestó Margaret—, viví allí variosaños.

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—¡Ay! Londres y la Alhambra son los doslugares que estoy deseando ver.

—¡Londres y la Alhambra!—¡Sí!, desde que leí los Cuentos de la

Alhambra. ¿Los conoce?—Creo que no. Pero el viaje a Londres es muy

fácil, ¿no?—Sí, pero el caso es que mamá no ha estado

nunca en Londres y no comprende mi deseo —dijoFanny, bajando la voz—. Está muy orgullosa deMilton; una ciudad que a mí me parece sucia yllena de humo. Creo que a ella le gusta másprecisamente por esas cualidades.

—Entiendo perfectamente que le guste si hasido su hogar durante muchos años —dijoMargaret con voz clara y sonora.

—¿Qué dice de mí, señorita Hale, si mepermite preguntarlo?

Margaret no tenía preparadas las palabrasoportunas para esta pregunta, que la cogió un poco

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desprevenida, así que contestó la señoritaThornton:

—¡Ay, mamá! Sólo intentamos explicarnos quetengas tanto cariño a Milton.

—Gracias —dijo la señora Thornton—. Nocreo que requiera ninguna explicación mi cariñonatural por el lugar en que nací y me crié y que hasido desde entonces mi lugar de residencia durantemuchos años.

Margaret se enfadó. Tal como lo habíaplanteado Fanny, parecía que estuvierananalizando de modo impertinente los sentimientosde la señora Thornton. Pero también se rebelócontra el modo en que la señora Thorntondemostraba que estaba ofendida.

La señora Thornton añadió tras una brevepausa:

—¿Conoce algo de Milton, señorita Hale? ¿Havisto alguna de nuestras fábricas? ¿Nuestrosespléndidos talleres?

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—¡No! —contestó Margaret—. No he vistonada de eso todavía.

Luego pensó que no era sincera ocultando suabsoluta indiferencia por todos aquellos lugares.Así que añadió:

—Creo que papá ya me habría llevado si meinteresara. Pero la verdad es que no me satisfacemucho inspeccionar fábricas.

—Son lugares muy curiosos —repuso laseñora Hale—, pero hay demasiado ruido y polvosiempre. Recuerdo que una vez fui con un vestidode seda color malva a ver cómo hacían las velas yquedó completamente destrozado.

—Es muy probable —dijo la señora Thornton,en tono cortante y disgustado—. Yo simplementecreía que como forasteros recién instalados en unaciudad que ha alcanzado renombre en el país porel carácter y el progreso de su peculiar industria,se habrían interesado por alguno de los lugares enlos que se desarrolla; lugares únicos en el reino,

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según me han informado. Si la señorita Halecambia de idea y se digna manifestar curiosidadpor las manufacturas de Milton, quiero que sepaque le facilitaré con mucho gusto la admisión a lostalleres de estampado, de tejido o de lasoperaciones más simples de hilado que se realizanen la fábrica de mi hijo. Creo que todos losadelantos de la maquinaria pueden verse allí a laperfección.

—Cuánto me alegro de que no le gusten lasfábricas y las manufacturas y todo ese tipo decosas —dijo Fanny casi en un susurro, cuando selevantó para acompañar a su madre, que se estabadespidiendo de la señora Hale con rígidadignidad.

—Creo que me gustaría estar al corriente detodo si estuviera en su lugar —dijo Margaretdiscretamente.

—¡Fanny! —dijo la señora Thornton cuando sealejaban en el coche—, seremos amables con estos

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Hale, pero no establezcas una de tus amistadesprecipitadas con la hija. Me parece que no te haríaningún bien. La madre tiene aspecto de estar muyenferma y parece una persona amable y discreta.

—No quiero hacer amistad con la señoritaHale, mamá —dijo Fanny con un mohín—. Creíque cumplía con mi deber conversando con ella eintentando entretenerla.

—¡Muy bien! Al menos ahora John se dará porsatisfecho.

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Capítulo XIIIBrisa ligera en un lugar bochornoso

Que duda y conflicto, miedo y aflicción,y angustias, todos ellos, vanas sombras son,

que hasta la misma muerte tiene conclusión;

que agotadores desiertos debemos cruzar,oscuros laberintos hemos de salvar,

y por oscuras sendas bajo tierra andar;

mas si obedecemos al único Guía,el arduo camino, la ruta sombría

se convertirán en glorioso día;

a distintas costas fuimos arrojados,mas, tras el duro viaje seremos juntados

¡en casa del Padre todos como hermanos!

R C. TRENCH[21]

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Margaret subió volando a ponerse el sombrero y elchal en cuanto se fueron las visitas, y corrió a vercómo se encontraba Bessy Higgins y a hacerlecompañía el tiempo que le quedaba hasta la horade comer. Mientras pasaba por las estrechascalles, se dio cuenta de que le interesaban muchomás por el simple hecho de haber aprendido aestimar a uno de sus habitantes.

Mary Higgins, la desaliñada hermana menor,se había esforzado todo lo posible por arreglar lacasa para la visita esperada. Había fregado conasperón el centro del suelo, pero junto a lasparedes y debajo de las sillas las losasconservaban el tono oscuro de la suciedad. Hacíaun día caluroso, pero ardía un buen fuego en lachimenea y la casa parecía un horno. Margaret nosabía que el esplendoroso fuego era una muestrade cordialidad por parte de Mary y creyó que talvez el calor agobiante fuera necesario para Bessy.

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Ésta descansaba en un diván pequeño, colocadojunto a la ventana. Se encontraba mucho más débilque el día anterior, y agotada de alzarse cada pocopara ver si llegaba Margaret. Y ahora queMargaret ya había llegado y se había sentado enuna silla a su lado, Bessy se recostó en silencio,contemplando satisfecha la cara de Margaret ytocando sus prendas de vestir con infantiladmiración por la fina textura.

—Nunca había comprendido por qué a la gentede la Biblia le gustaban las vestiduras delicadas.Pero tiene que ser agradable vestir como usted. Esdistinto de lo corriente. Mucha gente fina me agotala vista con sus colores. Pero los suyos me alivian,no sé por qué. ¿Dónde se compró este vestido?

—En Londres —contestó Margaret, muydivertida.

—¡Londres! ¿Ha estado en Londres?—¡Sí! Viví allí varios años. Pero mi hogar

estaba en el bosque; en el campo.

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—Cuénteme cómo es —dijo Bessy—. Megusta que me cuenten cosas del campo y losárboles y todo eso.

Se recostó y cerró los ojos, cruzando lasmanos sobre el pecho, en perfecto reposo, como sise dispusiera a captar todas las ideas que pudierasugerir Margaret.

Margaret no había hablado nunca de Helstonedesde que se había marchado, a no ser paranombrarlo casualmente. Lo veía en sueños másvívido que la realidad, y cuando se abandonaba alsueño por la noche su memoria vagaba por todoslos sitios agradables del lugar. Pero entoncesabrió el corazón a aquella muchacha.

—¡Oh, Bessy! No sabes cuánto amaba el hogarque dejamos. Me gustaría que lo conocieras. Nopuedo explicarte ni la mitad de su belleza. Hayárboles enormes que lo rodean por todas partes,cuyas ramas se extienden largas y horizontales ydan una sombra densa y acogedora incluso al

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mediodía. Y sin embargo, aunque pueden versetodas sus hojas inmóviles, hay siempre un sonidode movimiento rápido alrededor, no muy cerca. Enalgunos lugares, el césped es tan suave y tan finocomo terciopelo; y en otros, exuberante por laperenne humedad de un arroyo cantarín próximo. Yen otras partes, hay helechos ondulantes, camposenteros de helechos; unos verdes a la sombra yotros iluminados por el sol: exactamente igual queel mar.

—Yo nunca he visto el mar —susurró Bessy—. Pero siga.

—Y hay también extensos campos aquí y allá,muy altos, como si estuvieran sobre las mismascopas de los árboles.

—Eso me encanta. Me sentía sofocada abajo.Cuando salgo a dar un paseo siempre deseo subir alo alto y mirar a lo lejos y respirar hondo aquelaire. Me siento bastante agobiada en Milton, ycreo que me aturdiría el sonido del que habla entre

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los árboles, que continúa por siempre jamás. Es loque hacía que me doliera tanto la cabeza en eltaller. Pero en esos campos me parece que haypoco ruido, ¿verdad?

—Sí —contestó Margaret—. Sólo se oyealguna que otra alondra en el aire. Yo a veces oíaa algún granjero que reñía a voces con dureza asus sirvientes, pero era tan lejos que sólo merecordaba gratamente que otra gente se afanaba enel trabajo en algún lugar remoto, mientras yoestaba tranquilamente sentada en el brezal sinhacer nada.

—Yo antes pensaba a veces que si pasara undía sin hacer nada, un día entero descansando enun lugar tranquilo como del que habla usted, talvez me restableciera. Pero ahora he pasadomuchos días de ociosidad y estoy tan harta de elloscomo antes de mi trabajo. A veces estoy tanagotada que pienso que no podré gozar del cielosin un poco de reposo antes. Me asusta ir

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directamente sin un buen sueño reparador en lasepultura antes. Para reponerme.

—No tengas miedo, Bessy —dijo Margaret,posando una mano sobre la de la joven—: Diosproporciona reposo más perfecto que la simpleociosidad en la tierra o el sueño de los difuntos enla sepultura.

Bessy se agitó inquieta; luego dijo:—Me gustaría que mi padre no hablara como

lo hace. Tiene buena intención, ya se lo dije ayer yse lo repito. Pero, verá, aunque no creo nada de loque dice durante el día, sin embargo por la noche,cuando tengo fiebre y estoy medio dormida ymedio despierta, entonces se me ocurre otra vez…,¡oh, es horrible! Y pienso que si esto fuera el finalde todo y si todo para lo que he nacido es sólopara agotar el corazón y la vida y enfermar en estelugar deprimente, con los ruidos de sus fábricassiempre en los oídos hasta el punto de que podríaponerme a gritar para que pararan y me

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permitieran un momento de silencio, y con lapelusa llenándome los pulmones hasta que memuero de ganas de respirar a fondo el aire purodel que habla usted (y mi madre murió, y no podrédecirle nunca otra vez cuánto la quería y todos misproblemas), creo que esta vida es el final, y que noexiste ningún Dios que seque todas las lágrimas detodos los ojos… ¡Ay, hija, hija! —exclamó,incorporándose y agarrando con fuerza, casifuriosa, la mano de Margaret—. Podría volvermeloca y matarla, podría hacerlo.

Se recostó completamente agotada por lacólera. Margaret se arrodilló a su lado.

—Bessy, tenemos un Padre en el cielo.—¡Lo sé! ¡Lo sé! —dijo ella gimiendo y

moviendo la cabeza de un lado a otro inquieta—.Soy muy malvada. He hablado con maldad. Oh, nose asuste de mí y deje de venir. No le tocaría unpelo de la cabeza. Y creo —añadió, abriendo losojos y mirando sinceramente a Margaret— más

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que usted quizá en lo que pasará. He leído elApocalipsis hasta aprendérmelo de memoria ycuando estoy despierta y en mi sano juicio nuncadudo de toda esa gloria a la que llegaré.

—No hablemos de las cosas que se te ocurrencuando estas con fiebre. Preferiría que me contarasalgo de lo que hacías cuando estabas bien.

—Creo que estaba bien cuando murió mimadre, pero más o menos desde entonces no hevuelto a estar bien del todo. Empecé a trabajar enla sala de cardado poco después, y la pelusa se memetió en los pulmones y me envenenó.

—¿Pelusa? —preguntó Margaret concuriosidad.

—Pelusa —repitió Bessy—. Trocitospequeños que se sueltan del algodón cuando locardan y llenan el aire hasta que parece polvoblanco fino. Dicen que rodea los pulmones y losexprime. El caso es que hay muchos que trabajanen la sala de cardado que se consumen, tosiendo y

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escupiendo sangre porque están intoxicados por lapelusa.

—Pero ¿no pueden evitarlo? —preguntóMargaret.

—No sé. Algunos tienen una rueda grande a unlado del taller de cardado que hace una corriente yse lleva el polvo; pero esa rueda cuesta un montónde dinero, unas quinientas o seiscientas libras, yno da beneficios; así que pocos patronos la ponen;y me han contado que algunos obreros no queríantrabajar en los sitios donde había una rueda porquedecían que les daba hambre, después de que sehabían acostumbrado a tragar la pelusa y quetenían que subirles los salarios si querían quetrabajaran en esos sitios. Así que entre lospatronos y los trabajadores, las ruedas sequedaron en nada Yo sólo sé que ojalá hubierahabido una en nuestro taller.

—¿Y tu padre lo sabe? —le preguntóMargaret.

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—¡Claro! Y lo siente muchísimo. Pero nuestrafábrica era muy buena en conjunto; y la gente muyseria, y mi padre tenía miedo de dejarme ir a unsitio extraño, porque, aunque ahora nadie lo diría,muchos me consideraban una chica bastante guapa.Y no me gustaba que me creyeran floja y débil, yhabía que pagar la escuela de Mary, decía mimadre, y mi padre siempre ha sido aficionado acomprar libros y a ir a conferencias, todo lo cualcuesta dinero, así que yo seguí trabajando hastaque ya no me podré quitar nunca el zumbido de losoídos ni la pelusa de la garganta en la vida. Eso estodo.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Margaret.—Diecinueve haré en julio.—Yo también tengo diecinueve.Margaret pensó con más tristeza que Bessy en

el contraste entre las dos. Intentó controlar laemoción que le impedía seguir hablando.

—En cuanto a Mary —dijo entonces Bessy—.

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Quería pedirle que sea amable con ella. Tienediecisiete años, pero es la última de nosotros. Yno quiero que vaya a la fábrica, pero no sé quépuede hacer.

—No podría… —Margaret miróinvoluntariamente los rincones sucios de lahabitación—. No podría ocupar un puesto desirvienta, ¿verdad? Nosotros tenemos una fielsirvienta mayor, casi una amiga, que necesitaayuda, pero que es muy especial; y no estaría bienagobiarla dándole una ayuda que en realidad fuerauna molestia y un motivo de irritación.

—No, ya comprendo. Me parece que tienerazón. Mary es una buena chica: pero ¿quién la haenseñado lo que hay que hacer en una casa? Sinmadre, y conmigo en la fábrica hasta que ya noservía para nada más que para reñirla por hacermal lo que yo no sabía hacer. Pero me hubieragustado que viviera con usted, pese a todo.

—Aunque no sea la más adecuada para venir a

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vivir con nosotros como sirvienta, y yo eso no losé, intentaré siempre ser su amiga, lo haré por ti,Bessy. Y ahora tengo que irme. Volveré a verte encuanto pueda; pero si no es mañana ni pasadomañana, ni dentro de una semana o de quince días,no pienses que te he olvidado. Quizá esté ocupada.

—Sé que no volverá a olvidarse de mí. Ya nodesconfío de usted. Pero recuerde que dentro deuna semana o de quince días, a lo mejor ya no meencuentra.

—Volveré en cuanto pueda, Veis —le dijoMargaret, apretándole la mano—. Pero avísame site encuentras peor.

—Sí, lo haré —dijo Bessy, apretándoletambién la mano.

A partir de aquel día, la señora Hale seconvirtió en una enferma cada vez más doliente. Seacercaba el aniversario de la boda de Edith yMargaret recordó el cúmulo de problemas del añotranscurrido, preguntándose cómo habían podido

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soportarlos. Si hubiera podido imaginarlos, habríaretrocedido horrorizada y se habría escondido delfuturo. Y sin embargo, día a día había sido de suyoy por sí mismo muy soportable: puntos brillantes eintensos de verdadera alegría centelleaban entrelas penas. Hacía un año, o cuando regresó aHelstone y advirtió silenciosamente el humorquejumbroso de su madre, hubiera gemidoamargamente ante la idea de tener que soportar unalarga enfermedad en un lugar extraño, inhóspito yajetreado, con menos comodidades en todos lossentidos de la vida familiar. Pero con el aumentode graves y justos motivos de queja, había surgidoen el ánimo de su madre un nuevo género depaciencia. Se mostraba delicada y tranquila con elintenso dolor físico casi en proporción a loinquieta y abatida que se había mostrado cuandono existía ninguna verdadera causa de aflicción. Elseñor Hale se hallaba exactamente en esa etapa deaprensión que adopta la forma de ceguera

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voluntaria en los hombres de su carácter. Margaretnunca le había visto irritarse tanto como ahora antela manifiesta preocupación de su hija.

—La verdad, Margaret, te estás volviendo muyfantasiosa. Bien sabe Dios que yo sería el primeroen alarmarme si tu madre estuviera realmenteenferma; siempre nos dábamos cuenta de cuandotenía dolores de cabeza en Helstone sin que nos lodijera siquiera. Se pone muy pálida y muy blancacuando está enferma. Y ahora tiene el mismo colorvivo saludable en las mejillas que cuando laconocí.

—Pero papá, creo que es el rubor del dolor —dijo Margaret vacilante.

—Tonterías, Margaret. Te aseguro que eresdemasiado fantasiosa. Creo que eres tú quien noestá bien. Llama mañana al médico para que tevea; y luego, si eso te tranquiliza, que vea tambiéna tu madre.

—Gracias, querido papá. Sí, me quedaré más

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tranquila.Se acercó a él para darle un beso. Pero él la

apartó, con delicadeza, por supuesto, pero aun asícomo si le hubiera sugerido ideas desagradablesde las que le complacería librarse en cuantopudiera hacerlo también de su presencia. Paseó deun lado a otro de la habitación, con inquietud.

—¡Pobre Maria! —dijo, casi como si hablarapara sí—. Ojalá uno pudiera hacer lo correcto sinsacrificar a otros. Odiaré esta ciudad y me odiaréa mí mismo si ella…, dime, Margaret, te lo ruego,¿te habla a menudo tu madre de los antiguoslugares…, quiero decir de Helstone?

—No, papá —contestó Margaret con tristeza.—¿Lo ves? Eso es que no los añora. Siempre

ha sido un consuelo pensar que tu madre era tansencilla y tan franca que me enteraría de cualquiermotivo de queja que tuviera. Nunca me ocultaríanada que afectara gravemente su salud, ¿a que no,Margaret? Estoy completamente seguro de que no

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lo haría. Así que no quiero volver a saber nada deesas ideas mórbidas estúpidas. Anda, dame unbeso y ve en seguida a la cama.

Pero le oyó dar vueltas (mapachear, como lollamaban Edith y ella) mucho después de queacabara de desnudarse lenta y lánguidamente,mucho después de que se pusiera a escucharacostada en la cama.

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Capítulo XIVEl motín

Estaba acostumbradaa dormir de noche como un niño.

Ahora me despierta si sopla fuerte el vientoy pienso en mi pobre hijo sacudido

en las mares bravíos. Y entoncesme parece creer que fue muy cruel quitármelo

por tan pequeña falta.

SOUTHEY[22]

Fue un consuelo para Margaret por entonces que sumadre la tratara con más ternura y confianza quenunca desde los días de su infancia. La tomó comosu amiga íntima, el puesto que siempre habíadeseado ocupar; había envidiado a Dixon porquela prefería a ella. No escatimó esfuerzos en

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responder a todas sus peticiones de comprensión(y eran muchas), aunque guardaran relación connimiedades que ella misma no hubiera consideradoni observado más de lo que percibe un elefante laastillita en el suelo, que sin embargo alza concuidado a la orden de su amo. Margaret seacercaba sin saberlo a una recompensa.

Una tarde que el señor Hale no estaba en casa,su madre empezó a hablarle de su hermanoFrederick, precisamente el tema sobre el queMargaret había querido preguntarle tantas veces, ycasi el único en el que su timidez era superior a sufranqueza natural. Cuanto más deseaba saber deltema, menos probable era que hablara de él.

—¡Qué viento tan fuerte hizo anoche,Margaret! ¡Entraba bramando por la chimenea denuestro cuarto! No pude dormir. Nunca puedodormir cuando hace tanto viento. Empezó apasarme cuando el pobre Frederick estaba en elmar; y ahora, aunque no me despierte de

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inmediato, sueño que está en algún martempestuoso con enormes muros de olas verdeclaro a ambos lados del barco, pero mucho másaltos que los mástiles más altos, y que seencrespan sobre él con esa cruel y espantosaespuma blanca, igual que una serpiente copetudagigante. Es un viejo sueño, que se repite siemprelas noches ventosas hasta que resulta un aliviodespertar y me quedo sentada en la cama rígida yaterrada de miedo. ¡Pobre Frederick! Ahora estáen tierra y el viento no puede hacerle ningún daño.Aunque anoche creí que derribaría una de esaschimeneas altas.

—¿Dónde está ahora Frederick, mamá? Sé quele enviamos las cartas a la atención de los señoresBarbour de Cádiz; pero ¿dónde está él?

—No recuerdo el nombre del lugar. Pero ya nose llama Hale, tienes que recordarlo, Margaret.Fíjate en el F. D. de cada esquina de las cartas. Hatomado el apellido de Dickenson, yo quería que

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empleara Beresford, al fin y al cabo tiene ciertoderecho a llevarlo, pero tu padre creyó preferibleque no lo hiciera. Podrían reconocerle si usaba miapellido, ¿comprendes?

—Mamá, yo estaba en casa de tía Shawcuando ocurrió todo —dijo Margaret. Y supongoque era demasiado pequeña para que me locontarais sin rodeos. Pero ahora me gustaríasaberlo, si no te causa demasiado dolor hablar deello.

—¡Dolor! No —repuso la señora Halesonrojándose—. Lo doloroso es pensar que quizáno vuelva a ver a mi querido hijo nunca. Por lodemás, obró bien, Margaret. Pueden decir lo quequieran, pero yo tengo sus cartas que lodemuestran, y le creo, aunque sea mi hijo, más quea ningún consejo de guerra del mundo. Ve a miescritorio japonés, cariño, y en el segundo cajónde la izquierda encontrarás un manojo de cartas.

Margaret obedeció. Encontró las cartas

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amarillas con manchas de agua de mar y lafragancia característica de las cartas de losmarinos. Se las llevó a su madre, que soltó la cintade seda con dedos temblorosos, examinó lasfechas y se las dio a Margaret para que las leyera,haciéndole comentarios apresurados y angustiosossobre su contenido, casi antes de que su hija sediera cuenta de lo que eran.

—Verás, Margaret, que desde el principiomismo le cayó mal el capitán Reid. Era el segundoteniente del barco, el Orion, en el que embarcóFrederick la primera vez. Pobre hijo mío, qué bienle quedaba el traje de guardiamarina, con el sableen la mano, ¡abría con él los periódicos como sifuera un cortapapeles! Pero ese señor Reid, queeso era entonces, al parecer cogió manía aFrederick desde el primer momento. Y luego,¡espera! Éstas son las cartas que escribió a bordodel Russell. Cuando le asignaron a él y encontró asu viejo enemigo el capitán Reid al mando, se

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propuso soportar con paciencia su tiranía. ¡Mira!,ésta es la carta. Léela, Margaret. Donde dice,espera, «Mi padre puede confiar en mí, quesoportaré con la debida paciencia todo lo que unoficial y caballero puede aguantar de otro. Aunquepor mi anterior conocimiento de mi capitán actual,confieso que espero con aprensión un prolongadoperíodo de tiranía a bordo del Russell». Verás,promete aguantar con paciencia, y estoy segura deque lo hizo porque era un muchacho afabilísimo, elmuchacho más dulce del mundo cuando no estabaenfadado. ¿Es ésa la carta en la que habla de laimpaciencia del capitán Reid con los marinerospor no hacer las maniobras del barco tanrápidamente como en el Avenger? Dice que habíamuchos marineros novatos en el Russell, mientrasque el Avenge r llevaba casi tres años en elservicio, sin casi nada que hacer más queperseguir a los negreros y hacer trabajar a sushombres hasta que subían y bajaban de las jarcias

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como ratas o monos.Margaret leyó despacio la carta, medio

ilegible porque la tinta se había desvaído. Podríaser —seguramente lo era— una declaración de laactitud autoritaria del capitán Reid en nimiedades,muy exagerada por el narrador, que la habíaescrito cuando la escena del altercado aún estabareciente. Había unos marineros que estabanaparejando la vela del palo mayor, el capitán lesordenó que bajaran corriendo amenazando al quellegara el último con el gato de nueve colas. Elque estaba más lejos en el palo, viendo laimposibilidad de adelantar a sus compañeros yaterrado al mismo tiempo por la vergüenza delcastigo, se lanzó desesperado a coger una cuerdaque había mucho más abajo, pero falló y cayó en lacubierta sin sentido. Sólo vivió unas horas, y laindignación de los tripulantes estaba al rojo vivocuando el joven Hale escribió.

—Pero no recibimos esta carta hasta mucho,

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muchísimo después de habernos enterado delmotín. ¡Pobre Fred! Creo que le consolaríaescribirla, aunque no supiera cómo enviarla,pobrecito. Y luego (es decir, mucho antes derecibir la carta de Frederick), vimos en losperiódicos un reportaje sobre un motín atroz quese había producido a bordo del Russell, y que losamotinados habían tomado el barco, que sesuponía que se había hecho pirata; y que habíandejado en un bote a la deriva al capitán Reid y aalgunos hombres (oficiales o lo que fuera), cuyosnombres se daban todos, pues los había rescatadoun vapor de las Antillas. ¡Ay, Margaret! ¡No sabesel suplicio que pasamos tu padre y yo cuandovimos que no figuraba ningún Frederick Hale en lalista! Pensamos que tenía que ser un error; elpobre Frederick era tan bueno, solamente quizá unpoco apasionado; y esperamos que el nombre deCarr que figuraba en la lista fuera una errata deHale, los periódicos son tan descuidados. Y a la

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hora del correo al día siguiente, papá fuecaminando a Southampton a buscar los periódicos;y yo no aguantaba en casa, así que salí a suencuentro. El tardó mucho, mucho más de lo queyo había pensado que tardaría. Y me senté junto alseto a esperarle. Al final llegó, con los brazoscolgando a los costados y la cabeza baja, ycaminaba como si cada paso fuera un esfuerzodoloroso. Lo estoy viendo, Margaret.

—No sigas, mamá. Lo comprendo muy bien —dijo Margaret, apoyándose cariñosamente en sumadre y besándole la mano.

—No, no puedes, Margaret. No puede hacerlonadie que no lo viera entonces. Yo no podíalevantarme para acercarme a él, me parecía quetodo daba vueltas a mi alrededor de pronto. Ycuando llegué a su lado, no me dijo nada ni semostró sorprendido de encontrarme allí, a más detres millas de casa, junto al haya de Oldham. Perome tomó del brazo y me acarició como si quisiera

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calmarme para que aguantara con serenidad ungolpe muy fuerte; y cuando temblé tanto que nopodía hablar, me abrazó, inclinó su cabeza sobrela mía y empezó a temblar y a llorar con vozbronca y apagada hasta que yo, completamenteparalizada de miedo, le pedí que me dijera lo quehabía averiguado. Y entonces, sacudiendo la manocomo si la moviera alguien contra su voluntad, medio a leer un periódico infame que llamaba anuestro Frederick «traidor de la peor calaña»,«vergüenza degradante e ingrata para suprofesión». Ay, no sé qué insultos no emplearon.En cuanto leí el periódico lo rompí en trocitos, lorompí, sí. Margaret, creo que lo rompí con losdientes. No lloré. No podía. Me ardían lasmejillas y me abrasaban los ojos. Vi a tu padre queme miraba muy serio. Dije que era mentira, y loera. Meses después recibimos esta carta, y ya vesla provocación que tuvo que soportar tu hermano.Y no por sí mismo, ni por agravios propios. Pero

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le dijo lo que pensaba al capitán Reid y todo fuede mal en peor; y ya ves, casi todos los marinerosfueron fieles a Frederick.

»Creo que me alegro de ello, Margaret —añadió luego, tras una pausa, con voz débil,temblorosa y agotada—, estoy más orgullosa deque Frederick se rebelara contra la injusticia quesi hubiera sido sólo un buen oficial.

—Te aseguro que yo también —dijo Margareten tono firme y resuelto—. La lealtad y laobediencia a la sabiduría y la justicia están bien;pero es aún mejor desafiar el poder arbitrarioejercido de forma injusta y cruel, no en nuestrapropia defensa sino en la de otros más desvalidos.

—Por eso me gustaría poder ver a Frederickuna vez más, sólo una vez. Él fue mi primer hijo,Margaret.

La señora Hale hablaba con nostalgia, y casicomo si se disculpara por aquel deseo ardiente yanhelante, como si fuera un menosprecio a su hija.

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Pero semejante idea nunca se le ocurrió aMargaret. Ella sólo pensaba en cómo podríasatisfacer el deseo de su madre.

—De eso hace seis o siete años, ¿todavía lejuzgarían, madre? Si viniera y le juzgaran, ¿cuálsería la pena? Sin duda podría presentar pruebasde que tuvo buenos motivos.

—No serviría de nada —contestó la señoraHale—. A algunos de los marineros queacompañaron a Frederick los capturaron y losjuzgaron en consejo de guerra a bordo del Amicia.Creo todo lo que alegaron en su defensa lospobres, porque coincide con la historia deFrederick; pero no sirvió de nada.

La señora Hale se echó a llorar por primeravez en toda la conversación. Pero algo impulsó aMargaret a insistir para que su madre leconfirmara lo que preveía y temía.

—¿Qué les pasó, mamá? —preguntó.—Los colgaron del penol —contestó la señora

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Hale solemnemente—. Y lo peor fue que eltribunal, al condenarlos a muerte, dijo que habíandejado que sus oficiales superiores los apartarandel cumplimiento de su deber.

Guardaron un largo silencio.—Y Frederick estuvo unos años en América

del Sur, ¿verdad?—Sí. Y ahora está en España. En Cádiz, o en

algún sitio cerca de Cádiz. Si viniera a Inglaterrale colgarían. No volveré a verlo, porque si viene aInglaterra le colgarán.

No había consuelo posible. La señora Hale sevolvió hacia la pared y permaneció totalmenteinmóvil, sumida en su desesperación materna.Nada podía decirse para consolarla. Retiró lamano de la de Margaret con un leve movimiento deimpaciencia, como si deseara quedarse a solas conel recuerdo de su hijo. Cuando llegó el señor Hale,Margaret se marchó agobiada por la tristeza. Noveía ninguna luz esperanzadora en ninguna parte

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del horizonte.

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Capítulo XVPatronos y empleados

Luchan pensamiento y pensamiento, una chispa de verdadsalta del choque del escudo y la espada.

W S. LANDOR[23]

—Margaret, tenemos que devolver la visita ala señora Thornton —le dijo su padre al díasiguiente—. Tu madre no se encuentra muy bien ycree que no puede caminar tanto, así que iremos túyo esta tarde.

En el camino, el señor Hale empezó a hablarsobre la salud de su esposa con cierta angustiavelada, y Margaret se alegró de ver que sepreocupaba al fin.

—¿Consultaste al médico, Margaret? ¿Le has

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enviado aviso?—No, papá. Me dijiste que viniera a verme a

mí. Y yo estaba bien. Pero si supiera de algúnbuen médico, iría esta misma tarde a pedirle queviniera a casa, porque estoy segura de que mamáestá gravemente indispuesta.

Lo dijo tan lisa y llanamente porque su padrese había negado de plano a aceptar la idea laúltima vez que le había mencionado sus temores.Pero ahora había cambiado de actitud. Él contestóen tono abatido:

—¿Crees que tiene alguna afección oculta?¿De verdad crees que está muy enferma? ¿Te hadicho algo Dixon? ¡Dímelo, Margaret! Meatormenta la idea de que nuestro traslado a Miltonhaya acabado con ella. ¡Mi pobre Maria!

—Vamos, papá, no imagines esas cosas —dijoMargaret horrorizada—. No está bien, eso es todo.Muchas veces se encuentra mal durante un tiempoy con buenos consejos médicos se recupera y se

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pone más fuerte que nunca.—Pero ¿te ha dicho Dixon algo?—No. Ya sabes que le encanta hacer misterios

de insignificancias; y está bastante misteriosasobre la salud de mamá últimamente, lo cual me haalarmado bastante; eso es todo. Sin motivo, loconfieso. Mira papá, el otro día dijiste que meimaginaba cosas.

—Espero y confío en que sea así. Pero ahoraolvida lo que dije entonces. Me gusta que tepreocupes por la salud de tu madre. No temasexplicarme tus fantasías. Me gusta que lo hagas,aunque, lo confieso, hablé como si estuvieraenojado. Pediremos a la señora Thornton que nosrecomiende a un buen médico. No tiraremosnuestro dinero consultando al que no sea el mejor.Espera, tenemos que torcer en esta calle.

Parecía imposible que hubiera en aquella callealguna casa bastante grande para ser la residenciade la señora Thornton. El porte de su hijo no daba

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ninguna idea sobre el tipo de casa en que pudieravivir. Pero Margaret había imaginado de formainconsciente que la señora Thornton, tan alta,imponente y espléndidamente vestida, tenía quevivir en una casa que correspondiese a su carácter.Sin embargo, la calle Marlborough consistía enlargas hileras de casitas con un muro blanco aquí yallá; al menos eso era todo lo que veían desdedonde habían entrado.

—Me dijo que vivían en la calle Marlborough,estoy seguro —dijo el señor Hale, bastanteperplejo.

—Quizá sea una de las economías que aúnpractica, vivir en una casa pequeñísima. Pero haymucha gente en la calle. Déjame preguntar aalguien.

Así que se lo preguntó a un transeúnte, que leindicó que el señor Thornton vivía junto al taller yle señaló la puerta de entrada de la fábrica, al finaldel muro ciego en el que se habían fijado.

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La entrada de la caseta del guarda era comouna cancela normal. A un lado había grandespuertas cerradas para la entrada y salida defurgones y vagones. El guarda los dejó pasar a unpatio rectangular muy grande: a un lado del mismoestaban las oficinas para las transacciones delnegocio; al otro, un taller enorme con muchasventanas, de donde salía el ruido constante de lamaquinaria y el estruendo quejumbroso de lamáquina de vapor, suficiente para ensordecer a losque vivían en el recinto. Frente al muro a lo largodel cual discurría la calle, en uno de los ladospequeños del rectángulo, se alzaba una espléndidavivienda rematada en piedra (ennegrecida por elhumo, por supuesto, pero con pintura, ventanas yescaleras impecables). Era evidente que se tratabade una casa construida hacía unos cincuenta osesenta años. Los revestimientos de piedra, lasestrechas y alargadas ventanas y el número deéstas, así como los tramos de escaleras a ambos

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lados de la puerta principal y protegidos conbarandillas, daban fe de su época. Margaret sepreguntó por qué personas que podían permitirsevivir en una casa tan espléndida y mantenerla entan perfecto estado, no preferirían una viviendamucho más pequeña en el campo o incluso enalgún barrio de las afueras y no allí, con elestruendo y ajetreo de la fábrica. Apenas podía oírlo que le decía su padre mientras esperaban a queles abrieran la puerta. También el patio, con lasgrandes puertas en el muro ciego como unabarrera, constituía un panorama deprimente paralas salas de la casa, según descubrió Margaretcuando subieron las anticuadas escaleras y leshicieron pasar al salón, cuyas tres ventanas dabana la entrada principal y a la habitación quequedaba a su derecha. No había nadie en el salón.Parecía que nadie hubiera entrado allí desde el díaen que habían enfundado los muebles con tantocuidado como si la casa fuera a quedar cubierta de

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lava y ser descubierta mil años después. Lasparedes eran de color rosa y dorado; el diseño dela alfombra representaba ramilletes de floressobre un fondo claro, pero estaba cuidadosamenteprotegida en el centro por una cubierta de linosatinada e incolora. Las cortinas de las ventanaseran de encaje; las butacas y sofás tenían fundasindividuales de malla o de punto. Grandesconjuntos de alabastro ocupaban cada superficielisa, libres de polvo, bajo unas pantallas decristal. En el centro de la estancia, justo debajo dela araña cubierta con una bolsa, había una mesaredonda grande con libros de fina encuadernacióndispuestos a intervalos regulares en toda lacircunferencia de su superficie pulida quesemejaban radios de vivos colores de una rueda.Todo reflejaba la luz, nada la absorbía. Laestancia entera tenía un lastimoso aspectomoteado, tachonado, pintado que causó tandesagradable impresión a Margaret que apenas

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reparó en el trabajo necesario para mantenerlotodo tan pulcro e inmaculado en semejanteatmósfera, ni en las molestias que debían detomarse para conseguir aquel efecto deincomodidad gélida y blanca como la nieve.Mirase donde mirase, veía pruebas de esmero ytrabajo, pero no para procurar comodidad yfomentar hábitos de sosegada labor hogareña, sinopara adornar y para preservar el ornamento de lasuciedad y el deterioro.

Tuvieron tiempo de observar y de hablar entresí en voz baja antes de que llegara la señoraThornton. No hablaban de nada que no pudiera oírtodo el mundo; pero es efecto común de lashabitaciones como aquélla inducir a la gente abajar la voz, como si no quisieran despertar ecosnuevos.

La señora Thornton llegó al fin, acompañadadel susurro de preciosa seda negra, según sucostumbre. Sus muselinas y encajes competían sin

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superarla con la inmaculada blancura de lasmuselinas y mallas de la estancia. Margaretexplicó la razón de que su madre no losacompañara a devolver la visita a la señoraThornton. Pero, en su afán de no despertar denuevo los temores de su padre con demasiadaintensidad, hizo un torpe relato, por el que laseñora Thornton supuso que la señora Hale teníasólo una indisposición temporal o imaginaria,propia de damas delicadas, que podría haberdejado a un lado por algo más importante; pues siestuviera tan grave como para no poder salir aqueldía, hubiesen pospuesto la visita. La señoraThornton recordó los caballos del coche quehabían alquilado para la visita a los Hale, y cómohabía ordenado el señor Thornton a Fanny quefuera a presentarles todos sus respetos, y se irguióun poco ofendida, sin dar a Margaret ningunamuestra de simpatía, ni de que creyera, enrealidad, la historia de la indisposición de su

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madre.—¿Qué tal el señor Thornton? —preguntó el

señor Hale—. Temía que no se encontrara bien,por su breve nota de ayer.

—Mi hijo casi nunca está enfermo; y cuando loestá, nunca habla de ello ni lo toma como excusapara dejar de hacer algo. Me dijo que no teníatiempo para estudiar con usted anoche, señor. Lolamentó, estoy segura. Aprecia mucho las horasque pasa con usted.

—Le aseguro que son muy gratas para mí —repuso el señor Hale—. Me hace sentir joven denuevo verle disfrutar y apreciar cuanto deadmirable tiene la literatura clásica.

—No me cabe duda de que los clásicos sonmuy valiosos para la gente que tiene tiempo libre.Pero le confieso que mi hijo renovó el estudio delos mismos en contra de mi parecer. Creo que eltiempo y el lugar en que vive requieren toda suenergía y atención. Los clásicos pueden ser muy

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beneficiosos para los hombres que se pasan lavida en el campo o en los colegios; pero loshombres de Milton deben concentrar suspensamientos y sus energías en el trabajocotidiano. Al menos, ésa es mi opinión.

Pronunció la última frase con «orgullodisfrazado de humildad[24]».

—Pero si la mente se concentra durantedemasiado tiempo en un único objetivo, acabarásin duda entumecida y rígida, sin capacidad paratener una diversidad de intereses —dijo Margaret.

—No entiendo en absoluto lo que quiere decircon lo de mente entumecida y rígida. Y no megustan las personas de carácter variable que seentusiasman un día con una cosa y al siguiente laolvidan para interesarse por otra. No creo que a unfabricante de Milton le convenga tener muchosintereses. Le basta, o tendría que bastarle, con ungran objetivo y concentrar todos sus esfuerzos enrealizarlo.

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—¿Y cuál es? —preguntó el señor Hale.Sus mejillas amarillentas se colorearon y se le

iluminaron los ojos al contestar:—Alcanzar y conservar un lugar elevado y

honorable entre los comerciantes de su país, loshombres de esta ciudad. Mi hijo lo ha conseguidopor su propio esfuerzo. Vayan a donde quieran, yno me refiero sólo a Inglaterra sino también aEuropa en general, y comprobarán que todos loshombres de negocios conocen y respetan elnombre de John Thornton de Milton. Esdesconocido en los círculos elegantes, porsupuesto —añadió despectivamente—. No esprobable que las damas y los caballeros ociosossepan mucho de un fabricante de Milton, a menosque ingrese en el Parlamento o se case con la hijade un lord.

Tanto el señor Hale como Margaret sesintieron incómoda y absurdamente conscientes deque no habían oído aquel nombre hasta que el

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señor Bell les había escrito diciéndoles que elseñor Thornton sería un buen amigo en Milton. Elmundo de la madre orgullosa no era el mundo delas elegancias de Harley Street, por un lado, ni elde los clérigos rurales y los hacendados deHampshire por otro. Pese a todos los esfuerzos deMargaret por mantener una expresión atenta, sugesto indicó a la sensible señora Thornton lo quepensaba.

—Piensa que nunca ha oído hablar de estemaravilloso hijo mío, señorita Hale. Cree que soyuna anciana cuyas ideas están limitadas porMilton, y cuyo mirlo blanco es el más blancojamás visto.

—No —dijo Margaret con bastante ánimo—.Quizá sea cierto que estaba pensando que no habíaoído el nombre del señor Thornton antes de venir aMilton. Pero desde que llegué he oído lo suficientecomo para hacer que le respete y admire y creerque es muy justo y muy cierto lo que ha dicho usted

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de él.—¿Quién le ha hablado de él? —preguntó la

señora Thornton un tanto aplacada, pero recelosade que las alabanzas de otros no le hubieran hechoplena justicia.

Margaret vaciló antes de responder. No legustaba aquel interrogatorio imperioso. Tercióentonces el señor Hale, acudiendo al rescate,como pensaba él.

—Fue lo que dijo el propio señor Thornton loque nos hizo saber qué clase de hombre es,¿verdad, Margaret?

La señora Thornton se irguió y dijo:—Mi hijo no es de los que hablan de sí

mismos. Se lo preguntaré de nuevo, señorita Hale,¿quién le habló de él y le hizo formarse tan buenaopinión? Las madres somos curiosas y estamosdeseando oír elogios de nuestros hijos, ¿sabe?

Margaret contestó:—Fue más bien lo que el señor Thornton no

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nos reveló de lo que nos había contado el señorBell de su vida anterior; fue mas eso que lo queexplicó lo que nos hizo pensar a todos cuántarazón tiene usted al sentirse orgullosa de él.

—¡El señor Bell! ¿Qué puede saber él deJohn? Él, que lleva una vida ociosa en un colegioadormecido. Pero se lo agradezco, señorita Hale.Muchas jovencitas hubieran negado a una ancianael placer de oír que se habla bien de su hijo.

—¿Por qué? —preguntó Margaret,desconcertada, mirando fijamente a la señoraThornton.

—¿Que por qué? Pues supongo que porque susconciencias podrían decirles que estabanconvirtiendo a la anciana madre en su defensora encaso de que tuvieran pensado conquistar al hijo.

Esbozó una sonrisa, pese a todo, pues le habíacomplacido la franqueza de Margaret. Y tal vezpensase que había hecho preguntas como si tuvieraderecho a catequizar. Margaret se rió de la idea

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expresada, se rió tan alegremente que hirió el oídode la señora Thornton como si las palabras quehabían provocado aquella risa fuesen total yabsolutamente absurdas.

Margaret dejó de reírse al ver la expresiónhosca de la señora Thornton.

—Le ruego que me disculpe, señora. Pero leagradezco muchísimo que me exonere de hacerplanes para conquistar el corazón del señorThornton.

—No sería la primera —dijo la señoraThornton con frialdad.

—Supongo que la señorita Thornton está bien—terció el señor Hale, deseando desviar el cursode la conversación.

—Está tan bien como siempre. No es fuerte —repuso la señora Thornton de modo cortante.

—¿Y el señor Thornton? Supongo que nosveremos el jueves.

—No puedo responder de los compromisos de

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mi hijo. Parece que hay algún problema en laciudad, una amenaza de huelga. De ser así, suexperiencia y buen juicio hacen que sus amigosconsulten mucho con él. Pero creo que irá eljueves. En cualquier caso, estoy segura de que sino puede le avisara.

—¡Una huelga! ¡Para qué! ¿Para qué van ahacer huelga? —preguntó Margaret.

—Para hacerse con el dominio y el control dela propiedad de otros —dijo la señora Thorntoncon un furioso bufido—. Para eso es para lo quehacen siempre huelga. Si los trabajadores de mihijo se declaran en huelga, sólo diré que son unajauría de desagradecidos. Pero no me cabe dudade que la harán.

—Querrán salarios más altos, ¿no? —preguntóel señor Hale.

—Esa es siempre la excusa. Pero la verdad esque quieren ser patronos y convertir a los patronosen esclavos en su propio terreno. Siempre están

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intentándolo. Es lo que piensan siempre. Y cadacinco o seis años se produce una lucha entrepatronos y obreros. Pero me parece que esta vez sedarán cuenta de que se han equivocado en loscálculos. Tal vez no les resulte tan fácil volver altrabajo si lo dejan. Creo que los patronos tienen unpar de ideas que enseñarán a los trabajadores a novolver a la huelga precipitadamente, si lo intentanesta vez.

—¿No crea mucho alboroto en la ciudad? —preguntó Margaret.

—Por supuesto. Pero estoy segura de que no esusted cobarde, ¿verdad? Milton no es lugar paracobardes. Una vez tuve que abrirme paso entre unamultitud de hombres blancos furiosos que jurabanque acabarían con Makinson en cuanto se atrevieraa asomar la nariz de su fábrica. Él no sabía nada,así que alguien tenía que ir a decírselo o seríahombre muerto. Y tenía que ser una mujer, así quefui yo. Y cuando llegué, no podía salir. Estaba en

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juego mi vida. Así que subí al tejado, donde habíapiedras amontonadas preparadas para arrojarlas ala cabeza de la gente si intentaban forzar laspuertas de la fábrica. Y hubiera alzado aquellaspiedras pesadas y las habría arrojado con tanbuena puntería como el mejor hombre, de nohaberme desmayado por el calor que habíapasado. Si vive en Milton, señorita Hale, tendráque aprender a ser valiente.

—Haré lo que pueda —repuso Margaretbastante pálida—. No sabré si soy valiente o nohasta que llegue el momento de demostrarlo.Aunque me temo que sería una cobarde.

—Los del Sur suelen asustarse de lo quenuestros hombres y mujeres de Darkshire llamanluchar para vivir. Pero le aseguro que cuandolleve diez años entre gente que siempre guardarencor a sus superiores y sólo espera la ocasión devengarse, sabrá si es cobarde o no, puede creerme.

El señor Thornton fue aquella tarde a casa del

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señor Hale. Le hicieron pasar a la sala de arriba,donde el señor Hale estaba leyendo en voz alta asu esposa y a su hija.

—Vengo a entregarles una nota de mi madre, yen parte a disculparme por no haber cumplido mihorario ayer. La nota contiene la dirección quepidieron: el doctor Donaldson.

—¡Gracias! —dijo Margaret apresuradamente,tendiendo la mano para coger la nota, pues noquería que su madre se enterara de que habíanpreguntado por un médico. Se alegró al ver que elseñor Thornton captaba de inmediato su intencióny le daba la nota sin hacer ningún comentariosobre el asunto.

El señor Hale empezó a hablar de la huelga. Elseñor Thornton adoptó un gesto parecido al peorde su madre, que repugnó de inmediato a la atentaMargaret.

—Sí; los muy estúpidos harán huelga. Alláellos. A nosotros nos viene muy bien. Pero les

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dimos una oportunidad. Creen que la industria estátan floreciente como el año pasado. Nosotrosvemos la tormenta en el horizonte y acortamosvelas. Pero como no les explicamos los motivosque tenemos para hacerlo, creen que actuamosirracionalmente. Tenemos que darles cuenta decómo decidimos gastar o ahorrar nuestro dinero.Henderson probó un sistema con sus obreros enAshley y fracasó. El prefería con mucho unahuelga; le hubiera ido muy bien. Así que cuandollegaron los hombres a pedir el cinco por cientoque reclamaban les dijo que lo pensaría y que lesdaría la respuesta el día de paga; sabiendoperfectamente todo el tiempo cuál sería surespuesta, claro, pero creyendo que habíareforzado la idea de los obreros de seguir en sustrece. Sin embargo, fueron más astutos que él, yestaban bastante enterados de las malasperspectivas de la industria. Así que sepresentaron el viernes y retiraron su

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reivindicación, y ahora no tiene más remedio queseguir trabajando. Pero nosotros, los patronos deMilton, hemos presentado hoy nuestra decisión. Noaumentaremos un penique. Les decimos que quizátengamos que bajar los salarios, pero que nopodemos permitirnos subirlos. Y así estamos.Esperando su ataque siguiente.

—¿Y cuál será? —preguntó el señor Hale.—Yo creo que una huelga general. Supongo

que verán Milton sin humo unos cuantos días,señorita Hale.

—Pero ¿por qué no pueden explicarles lasbuenas razones que tienen para esperar que elmercado vaya mal? —preguntó Margaret—. No sési empleo las palabras correctas, perocomprenderá lo que quiero decir.

—¿Da usted a sus sirvientas explicaciones desus gastos o de su economía en el empleo de supropio dinero? Nosotros, los propietarios delcapital, tenemos derecho a decidir lo que haremos

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con él.—Un derecho humano —dijo Margaret en voz

muy baja.—Perdone, pero no he oído lo que ha dicho.—Preferiría no repetirlo —repuso ella—. Se

refería a una opinión que no creo que compartausted.

—¿Por qué no me pone a prueba? —alegó él, yconcentró de pronto todos sus pensamientos ensaber lo que había dicho. Ella estaba contrariadacon la pertinacia de él, pero decidió no dardemasiada importancia a sus palabras.

—Dije que tenía usted un derecho humano.Quería decir que parecía no haber ninguna razónsalvo las religiosas para que no haga lo que quieracon su dinero.

—Veo que discrepamos en nuestras opinionesreligiosas. Pero ¿no me reconoce el mérito detener alguna, aunque no sea la misma que la suya?

Él hablaba en voz baja, como si lo hiciera sólo

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para ella.Margaret no deseaba que se dirigiera tan

exclusivamente a ella. Contestó en su tonohabitual:

—No creo que tenga ocasión de considerar susopiniones religiosas especiales en el asunto. Loúnico que quería decir es que no hay ninguna leyhumana que impida a los patronos despilfarrar otirar todo su dinero si quieren. Pero que haypasajes de la Biblia que dan a entender, al menosen mi opinión, que faltan a su deber deadministradores si lo hacen. Sin embargo, sé tanpoco de huelgas y nivel de salarios, capital ytrabajo, que preferiría no hablar con un economistapolítico como usted.

—No, razón de más para que lo haga —dijo élanimoso e impaciente—. Me encantaría explicarletodo lo que puede parecer anómalo o misterioso aun profano. Sobre todo en un momento como éste,en que nuestras actividades seguramente van a ser

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inspeccionadas por todo escritorzuelo quedisponga de una pluma.

—Gracias —respondió ella con frialdad—.Lógicamente, acudiré a mi padre primero paracualquier información que pueda darme si medesconcierta vivir aquí en esta sociedad extraña.

—¿Le parece extraña? ¿Por qué?—No sé. Supongo que porque veo a dos clases

que dependen una de la otra en todo, pero cada unade las cuales considera los intereses de la otracontrarios a los propios. No he vivido nunca en unlugar donde hubiera dos grupos de personasinsultándose siempre unas a otras.

—¿A quién ha oído insultar a los patronos? Nole pregunto a quién ha oído hablar mal de losobreros porque veo que insiste en tergiversar loque dije el otro día. Pero ¿quién le ha hablado malde los patronos?

Margaret enrojeció; luego dijo, esbozando unasonrisa:

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—No me gusta que me interroguen. Me niego aresponder a su pregunta. Además, no tiene nadaque ver con el hecho. Tendrá que aceptar mipalabra, es decir, que he oído a algunostrabajadores, mejor dicho, a uno solo, hablar comosi los patronos tuvieran interés en impedirles ganardinero, por creer que serían demasiadoindependientes si tuvieran una cantidad en la cajade ahorros.

—A mi entender, fue ese tal Higgins quien tedijo todo esto —dijo el señor Hale. El señorThornton no dio muestras de haber oído lo que eraevidente que Margaret no quería que supiera. Perolo había captado.

—También he oído que se considera ventajosopara los patronos tener obreros ignorantes; nopicapleitos, como solía llamar el capitán Lennox alos hombres de su compañía que preguntaban yquerían saber la razón de cada orden.

El último comentario iba dirigido más a su

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padre que al señor Thornton. ¿Quién es el capitánLennox?, se preguntó el señor Thornton,extrañamente contrariado, lo que le impidióresponder de inmediato. Reanudó la conversaciónel señor Hale.

—Nunca te han gustado las escuelas, Margaret;de lo contrario, lo habrías comprobado y sabríaslo mucho que se está haciendo por la educación enMilton.

—¡No! —dijo ella, con súbita docilidad—. Yasé que no me preocupo bastante por las escuelas.Pero el conocimiento y la ignorancia de los quehablo no tienen nada que ver con leer y escribir,con la enseñanza o la información que puede darsea un niño. Estoy segura de que lo que quería decirera la ignorancia del conocimiento que ha de guiara hombres y mujeres. No sé lo que es. Pero él, esdecir, mi informante, hablaba como si a lospatronos les gustase que sus empleados sean niñosgrandotes, que viven en el momento presente, con

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una especie de obediencia ciega e irracional.—En resumen, señorita Hale, es evidente que

su informante encontró a una oyente muy biendispuesta a aceptar todas las calumnias quedecidiera soltar contra los patronos —dijo elseñor Thornton en tono ofendido.

Margaret no contestó. Le molestaba el carácterpersonal que el señor Thornton atribuía a lo quehabía dicho ella.

Habló a continuación el señor Hale:—Debo confesar que, aunque yo no conozco

tan íntimamente como Margaret a ningúntrabajador, me impresiona mucho el antagonismoentre patrón y empleado incluso en el aspectosuperficial de las cosas. Saco la misma impresiónincluso de lo que dice usted de vez en cuando.

El señor Thornton guardó silencio un rato antesde responder. Le molestaba la atmósfera que sehabía creado entre Margaret y él. Ella acababa desalir de la sala. Sin embargo, aquella leve

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irritación le hizo distanciarse y reflexionar, dandomayor dignidad a lo que dijo a continuación:

—Mi teoría es que mis intereses son idénticosa los de mis trabajadores y a la inversa. Sé que ala señorita Hale no le gusta que se llame «manos»a los trabajadores, así que no emplearé esetérmino, aunque me viene más rápidamente a lalengua que el técnico, y cuyo origen, sea el quesea, es muy anterior a mi época. En el futuro, algúndía (en algún milenio, en Utopía), esta unidad sellevará a la práctica, lo mismo que imagino unarepública como la forma de gobierno más perfecta.

—Leeremos La República de Platón en cuantoacabemos Homero.

—Bueno, tal vez en el ciclo platónico seamostodos (hombres, mujeres y niños) dignos de unarepública. Pero en el estado actual de moralidad einteligencia, que me den una monarquíaconstitucional. En nuestra infancia necesitamos quenos gobierne un despotismo prudente. En realidad

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mucho después de la infancia, niños y jóvenes sonmás felices bajo las leyes de una autoridad firme ydiscreta. Coincido con la señorita Hale en lo deatribuir a nuestra gente la condición de niños,mientras que niego que los patronos tengamos algoque ver con que lo sean o sigan siéndolo. Sostengoque el despotismo es la mejor forma de gobiernopara ellos; por lo que en las horas en que estoy encontacto con ellos he de ser forzosamente unautócrata. Emplearé toda mi discreción (sinpatrañas ni sentimiento filantrópico, de lo que yahemos tenido demasiado en el Norte) paraestablecer normas prudentes y tomar decisionesjustas en la administración de mi negocio; normasy decisiones para mi propio bien, en primer lugar;y para el suyo en segundo. Pero nadie me obligaráa dar explicaciones ni a volverme atrás de lo quehaya declarado que es mi resolución. ¡Que haganhuelga! Yo sufriré tanto como ellos, pero al finaldescubrirán que no he cambiado ni me he movido

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un ápice.Margaret había vuelto a la habitación y estaba

sentada con su labor; pero no habló. Respondió elseñor Hale:

—A mi modo de ver, y hablo con granignorancia, pero por lo poco que sé, yo diría quelas masas ya están pasando rápidamente a la etapaconflictiva que media entre la infancia y la edadadulta, en la vida de la multitud así como en la delindividuo. Ahora bien, el error que cometenmuchos padres en el trato del individuo en estaépoca es insistir en la misma obediencia irracionalque cuando todo lo que debía hacer era obedecerlas simples normas de «Ven cuando te llaman» y«Haz lo que te mandan». Pero un padre prudenteaccede al deseo de actuar con independencia paraser amigo y consejero al cesar su gobiernoabsoluto. Si me equivoco en mi razonamiento,recuerde que fue usted quien eligió la analogía.

—Hace poco me contaron una historia —terció

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Margaret— de lo que ocurrió en Nuremberg hacesólo tres o cuatro años. Un hombre rico vivía allísolo en una de las inmensas mansiones que habíansido en tiempos viviendas y almacenes. Decíanque tenía un hijo, pero nadie lo sabía a cienciacierta. Durante cuarenta años, este rumor siguiócirculando, con mayor o menor intensidad, sindesaparecer nunca del todo. Cuando el hombremurió, se descubrió que era cierto. Tenía un hijo:un hombre hecho y derecho con la inteligencia noejercitada de un niño, a quien había mantenido enaquel extraño estado para salvarle de tentaciones yerrores. Pero lógicamente, cuando el niño viejoquedó suelto en el mundo, cualquier mal consejerotenía poder sobre él. No distinguía el bien del mal.Su padre había cometido el error de educarle en laignorancia tomándola por inocencia; y a loscatorce meses de vida desenfrenada, lasautoridades municipales tuvieron que hacersecargo de él para impedir que muriera de hambre.

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Ni siquiera sabía emplear las palabras con laeficacia necesaria para subsistir como mendigo.

—Yo empleaba la comparación (sugerida porla señorita Hale) de la posición del patrón con ladel padre; así que no debo quejarme de que hayaconvertido el símil en arma contra mí. Pero, señorHale, cuando puso el ejemplo del padre prudente,dijo que complacía a sus hijos en el deseo deobrar de forma independiente. Es indudable que noha llegado el momento de que los trabajadoresactúen por su cuenta durante las horas de trabajo;así que no sé a qué se refería entonces. Y digo yo,que los patronos usurparían la independencia desus obreros de un modo que a mí, al menos, no meparecería justificado, si se inmiscuyerandemasiado en la vida que llevan fuera de lasfábricas. No creo que el que trabajen diez horas aldía para nosotros nos dé ningún derecho aimponerles andadores el resto de su tiempo. Yovaloro tanto mi propia independencia que no

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puedo imaginar mayor degradación que la de tenersiempre a otro hombre guiándome, aconsejándomey adoctrinándome, o incluso organizando de algúnmodo mis actos. Su intromisión me ofendería lomismo aunque se tratara del hombre más sabio delmundo, o del más poderoso, y me rebelaría contraella. Supongo que este sentimiento es más fuerte enel Norte de Inglaterra que en el Sur.

—Disculpe, pero ¿no se deberá a que no existela igualdad de la amistad entre el consejero y lasclases aconsejadas? ¿A que todo hombre ha tenidoque mantenerse en una posición aislada yanticristiana, separado y receloso de su prójimo,siempre temeroso de que sus derechos seanusurpados?

—Yo me limito a exponer los hechos. Lolamento, pero tengo un compromiso a las ocho enpunto. Y tendré que aceptar los hechos como losencuentre esta noche, sin intentar explicarlos. Locual, en realidad, no cambiaría nada a la hora de

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determinar cómo actuar, tal como están las cosas.Hay que admitir los hechos.

—Pues a mí me parece que no es lo mismo enabsoluto —dijo Margaret en voz baja. Su padre leindicó con un gesto que se callara y dejara alseñor Thornton acabar lo que tenía que decir. Yase había levantado y se disponía a marcharse.

—Al menos me dará la razón en esto: teniendoen cuenta el fuerte sentimiento de independenciade todos los hombres de Darkshire, ¿me asistealgún derecho a imponer a otro mis opinionessobre la forma en que actúa (algo que yo mismorechazaría con todas mis fuerzas), solamenteporque él tiene trabajo para vender y yo capitalpara comprar?

—No, en absoluto —dijo Margaret decidida adecir sólo esto—; no por sus posiciones de trabajoy capital, sean cuales fueren, sino porque es ustedun hombre que trata con una serie de hombressobre los que tiene un poder inmenso, tanto si

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decide ejercerlo como si no, únicamente porquesus vidas y su bienestar están siempre taníntimamente entrelazados. Dios nos creó para quehaya entre nosotros una dependencia mutua.Podemos ignorar la propia dependencia, onegarnos a reconocer que otros dependen denosotros en más aspectos que el pago de lossalarios semanales. Pero las cosas son como son.Ni usted ni ningún otro patrón puede valerse solo.El hombre más orgulloso e independiente dependede quienes lo rodean por su imperceptibleinfluencia sobre su carácter. Y el más aislado detodos sus egos de Darkshire tiene personas quedependen de él en todas partes; y no puededeshacerse de ellas lo mismo que la gran roca queparece que no puede deshacerse…

—Te ruego que no empieces con símiles,Margaret, ya nos has distraído una vez dijo supadre sonriendo, pero incómodo por la idea deque estaban reteniendo al señor Thornton contra su

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voluntad. Lo cual era erróneo, pues más bien leagradaba, mientras Margaret hablara, aunque loque decía sólo le irritase.

—Dígame sólo una cosa, señorita Hale, ¿estáusted siempre influenciada…?, no, ésa no es laforma correcta de expresarlo; pero si es ustedsiempre consciente de estar influenciada por losdemás, y no por las circunstancias, ¿actúan losdemás directa o indirectamente? ¿Se esfuerzan enexhortar, en imponerse, en actuar correctamentepor mor del ejemplo, o se limitan a cumplir con sudeber y a hacerlo con resolución sin pensar quesus actos tenían que hacer a este hombreindustrioso y a aquel otro ahorrador? Porque, si yofuera obrero, me impresionaría veinte veces mássaber que mi patrón es honrado, puntual, agudo,resuelto en todos sus actos (y los obreros sonespías más observadores incluso que los ayudasde cámara) que el que se entrometiese en mi formade actuar fuera de las horas de trabajo. Prefiero no

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pensar demasiado en lo que soy yo mismo, perocreo que confío en la honradez de mis trabajadoresy en el carácter franco de su oposición, adiferencia de la forma en que se organizará lahuelga en otros talleres, sólo porque saben que nome aprovecharé indignamente de nada ni haré nadabajo cuerda. Es mucho más que todo un curso delecciones sobre «La rectitud es la mejor política»:vida diluida en palabras. ¡No, no! Como sea elpatrón serán los hombres, sin que tenga que pensardemasiado en ello.

—Eso es toda una confesión —dijo Margaretriéndose—. Cuando veo a los hombres violentos yobstinados en la afirmación de sus derechos, debodeducir que el patrón es igual. Que es un pocoignorante de aquel espíritu longánimo, que esamable y no busca lo suyo[25].

—Es usted igual que todos los forasteros queno entienden el funcionamiento de nuestro sistema,señorita Hale —se apresuró a decir él—. Supone

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que nuestros hombres son muñecos de masa,preparados para ser moldeados en cualquier figuraafable que nos apetezca. Olvida que sólo tenemoscontacto con ellos durante un tercio de su vida; yme parece que no se da cuenta de que los deberesde un fabricante son mucho mayores y más ampliosque los de un simple empresario: tenemos unaamplia reputación comercial que mantener, quenos convierte en los grandes adelantados de lacivilización.

—Me parece que podrían abrir nuevoscaminos aquí —dijo el señor Hale sonriendo—.Son individuos bárbaros y rudos estos hombressuyos de Milton.

—Lo son —repuso el señor Thornton—. Lostratamientos blandos no sirven con ellos.Cromwell habría sido un industrial excelente,señorita Hale. Ojalá contáramos con él para quesofocara esta huelga por nosotros.

—Cromwell no es uno de mis héroes —repuso

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ella con frialdad—. Pero estoy intentandoconciliar su admiración del despotismo con surespeto al carácter independiente de los demás.

Él enrojeció ante el tono de ella.—Prefiero ser el patrón indiscutible e

irresponsable de mis obreros durante las horas quetrabajan para mí. Pero nuestra relación cesa encuanto pasan esas horas. Y entonces se impone elmismo respeto por su independencia que yo mismoexijo.

Guardó un breve silencio, estaba muy enojado.Pero lo superó y dio las buenas noches al señor y ala señora Hale. Luego se acercó a Margaret y ledijo bajando la voz:

—Le he hablado a la ligera una vez esta noche,y me temo que bastante groseramente. Pero ya sabeque sólo soy un vulgar fabricante de Milton. ¿Meperdonará?

—Por supuesto dijo ella con una sonrisa,mirándole a la cara, en la que había una expresión

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de inquietud y pesadumbre que no se relajó al versu dulce semblante luminoso, del que se habíadesvanecido completamente el efecto tormentosode su discusión. Pero no le tendió la mano, y élacusó de nuevo la omisión y la achacó al orgullo.

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Capítulo XVILa sombra de la muerte

Confía en la mano velada que a nadie llevapor el camino que seguía;

y procura estar siempre preparado para el cambio,pues el mundo se rige por flujos y reflujos.

TRADUCIDO DEL ÁRABE[26]

El doctor Donaldson hizo su primera visita a laseñora Hale el día siguiente por la tarde. Sereanudó el misterio que Margaret creía habersuperado gracias a sus recientes hábitos deintimidad. No le permitieron entrar en lahabitación, pero a Dixon sí. Margaret no era unaamiga fácil, pero cuando amaba a alguien, lo hacíacon una pasión que no estaba en modo algunoexenta de celos.

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Pasó al dormitorio de su madre, que quedabajusto detrás de la salita, y esperó a que saliera eldoctor paseando de un lado a otro. De vez encuando se paraba a escuchar; creyó oír un gemido.Apretó las manos y contuvo la respiración. Estabasegura de que había oído un gemido. Siguió a estoun silencio de varios minutos; y luego se oyó unarrastrar de sillas, las voces más altas y el ligerorevuelo de la despedida.

Oyó que abrían la puerta y salió del dormitoriorápidamente.

—Mi padre no está en casa, doctor Donaldson;tiene que atender a un alumno a esta hora. ¿Seríatan amable de acompañarme a su habitaciónabajo?

Vio y superó todos los obstáculos que pusoDixon en su camino, ocupando el lugar que lecorrespondía como hija, con cierto ánimo dehermano mayor que contuvo la oficiosidad de lavieja sirvienta con mucha eficacia. Asumir esta

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dignidad insólita en su relación con Dixon distrajoun momento a Margaret de su angustia. Advirtiópor el gesto sorprendido de Dixon loabsurdamente grandiosa que debía de parecer; y laidea la llevó escaleras abajo hasta la habitación.Le permitió olvidar un instante el lacerante asuntoque la ocupaba. Sintió que se le cortaba larespiración al recordarlo de nuevo. Tuvo quedejar pasar unos segundos para poder hablar.

Pero habló con serenidad cuando preguntó:—¿Qué le pasa a mamá? Me hará el favor de

decirme la pura verdad.Y, al advertir entonces una leve vacilación por

parte del doctor, añadió:—Soy la única hija que tiene… aquí, quiero

decir. Mi padre no está demasiado preocupado,me temo; y por lo tanto, si hay algún motivo seriode temor, habrá que decírselo con delicadeza. Yopuedo hacerlo. Y puedo cuidar a mi madre. Leruego que hable, señor; ver su cara y no ser capaz

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de descifrarla me da más miedo del que esperoque justifiquen sus palabras.

—Estimada señorita, parece que su madretiene una sirvienta muy eficaz y atenta, que es másque su amiga…

—Yo soy su hija, señor.—Pero si le digo que ella desea expresamente

que no se le diga a usted…—No soy lo bastante buena y paciente para

aceptar la prohibición. Además, estoy segura deque es usted demasiado prudente y demasiadoexperto para haber prometido guardar el secreto.

—Bueno —dijo él, esbozando una leve sonrisabastante triste—, en eso tiene razón. No se lo heprometido. En realidad, me temo que el secreto sesabrá muy pronto sin necesidad de revelarlo.

Hizo una pausa. Margaret se puso muy blanca yapretó los labios un poco más. Por lo demás, nomovió ni un músculo. Con la agudeza especialpara comprender el carácter de las personas, sin la

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que ningún médico puede llegar a la eminencia deldoctor Donaldson, vio que ella exigiría toda laverdad; que se daría cuenta si le ocultaba unapizca; y que el que se lo ocultara sería mayortortura que saberlo todo. Pronunció dos frasesbreves en voz baja, observándola todo el rato;pues las pupilas de sus ojos se dilataron en unhorror negro, y la blancura de su piel se tornólividez. El guardó silencio. Esperó quedesapareciera aquel gesto, que llegara el jadeo.Entonces ella dijo:

—Le agradezco sinceramente su confianza,señor. Ese temor me ha atormentado durantemuchas semanas. Es una verdadera y auténticaagonía. ¡Mi pobre madre, pobrecita! —empezarona temblarle los labios, y él le dejó que tuviera elalivio del llanto, convencido de su fuerza devoluntad para controlarlo.

Sólo derramó unas lágrimas antes de recordarlas muchas preguntas que deseaba hacer.

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—¿Será muy doloroso?El médico cabeceó.—No podemos saberlo. Depende de la

constitución. De mil cosas. Pero los últimosdescubrimientos de la ciencia médica nos permitendisponer de gran poder de alivio.

—¡Mi padre! —exclamó ella, temblando depies a cabeza.

—No conozco al señor Hale. Quiero decir quees difícil dar consejo. Pero yo le diría que,sabiendo lo que me ha obligado a explicarle tanbruscamente, espere hasta que el hecho que no hesabido ocultarle le sea en cierta medida familiar,para que pueda proporcionar a su padre algúnconsuelo sin demasiado esfuerzo. Hasta entonces,con mis visitas, que, por supuesto, repetiré de vezen cuando aunque me temo que no puedo hacernada más que aliviar el dolor, se habrán producidomuchas pequeñas circunstancias que provocarán sualarma, que la intensificarán, de modo que estará

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mejor preparado. No, querida señorita, no,querida, he visto al señor Thornton y respeto a supadre por el sacrificio que ha hecho, por muyequivocado que pueda parecerme que está. Bueno,eso es todo por ahora, si le parece bien, querida.Pero recuerde que cuando vuelva, lo haré comoamigo. Y tiene que aprender a considerarme comotal, porque vernos, llegar a conocernos enmomentos como éstos vale por años de visitasmatinales.

El llanto impidió hablar a Margaret; pero leestrechó la mano al despedirse.

«¡Eso es lo que yo llamo una joven excelente!—se dijo el doctor Donaldson cuando se acomodóen su carruaje y tuvo tiempo de examinarse lamano del anillo, que había sufrido ligeramente conel apretón—. ¿Quién hubiera pensado que unamanita como ésa pudiese dar semejante apretón?Pero los huesos estaban muy bien ensamblados, yeso da mucha fuerza. ¡Es toda una reina! Con la

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cabeza bien alta al principio para obligarme adecirle la verdad; y luego inclinada hacia delanteávidamente para escuchar. ¡Pobrecita! Tengo queprocurar que no se agote. Aunque es asombroso loque pueden hacer y sufrir esas criaturas con clase.Es una joven valiente hasta la médula. Cualquierotra que se hubiera quedado tan lívida como ellano habría reaccionado sin desmayarse o ponersehistérica. Pero ella no haría eso, ¡ella no! Y serecobró por pura fuerza de voluntad. Una jovencomo ella me conquistaría si tuviera treinta añosmenos. Ahora es demasiado tarde. ¡Bien! Yaestamos en casa de los Archer». Bajó de un salto,con pensamiento, sabiduría, experiencia ycompasión atentos y dispuestos todos a atender losrequerimientos de aquella familia como si nohubiera otra en el mundo.

Mientras tanto, Margaret había vuelto alestudio de su padre un momento para recuperar lasfuerzas antes de subir a ver a su madre. «¡Ay, Dios

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mío, Dios mío! Es terrible. ¿Cómo voy asoportarlo? ¡Una enfermedad tan grave! ¡Sinesperanzas! ¡Ay, mamá, mamá, ojalá no hubieraido nunca a casa de tía Shaw y pasado todosaquellos años preciosos lejos de ti! ¡Pobre mamá,cuánto debe de haber soportado! Dios mío, te loruego, que no sufra mucho. Te lo ruego, Dios mío,que sus dolores no sean demasiado fuertes,demasiado espantosos. ¿Cómo voy a soportarverla sufrir? ¿Cómo voy a soportar la angustia depapá? No debe saberlo todavía; no de repente. Lomataría. Pero no perderé otro momento de miqueridísima madre».

Subió corriendo. Dixon no estaba en lahabitación. La señora Hale descansaba recostadaen un sillón, envuelta en un chal blanco suave y ungorrito que la favorecía y que se había puesto parala visita del doctor. Tenía un leve color en la cara,y el propio cansancio que le había causado elreconocimiento le daba una expresión serena.

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Margaret se sorprendió al verla tan tranquila.—¡Vaya, Margaret, qué aspecto tan extraño

tienes! ¿Qué pasa?Y entonces cayó en la cuenta de lo que pasaba

en realidad y añadió bastante contrariada:—¿No habrás estado haciendo preguntas al

doctor Donaldson, verdad, hija?Margaret se limitó a mirarla con tristeza en

silencio. La señora Hale se disgustó más.—Es imposible que haya faltado a la palabra

que me dio y…—Sí, mamá, lo ha hecho. Le obligué a hacerlo.

He sido yo, échame a mí la culpa.Se arrodilló junto a su madre, le cogió la mano

y la retuvo, a pesar de que la señora Hale intentóretirarla. La cubrió de besos y de lágrimasardientes.

—Has obrado muy mal, Margaret. Sabías queyo no quería que lo supieras —le dijo su madre,pero cesó en su intento de retirar la mano, como si

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el leve forcejeo la hubiera agotado; y, al pocorato, le devolvió la presión débilmente. Eso animóa Margaret a hablar.

—¡Mamá, déjame ser tu enfermera! Aprenderétodo lo que pueda enseñarme Dixon. Sabes quesoy tu hija y creo que tengo derecho a hacerlo todopor ti.

—No sabes lo que me pides, hija mía —dijo laseñora Hale con un escalofrío.

—Sí lo sé. Sé mucho más de lo que tú crees.Déjame cuidarte. Déjame intentarlo al menos.Nadie lo ha intentado nunca ni lo intentará contanto empeño como lo haré yo. Será un granconsuelo, mamá.

—¡Pobre hija mía! Bueno, probarás. ¿Sabesque Dixon y yo pensamos que me rehuirías sisupieras…?

—¡Dixon creyó eso! —exclamó Margaret, conuna mueca despectiva—. ¡Dixon no puedereconocerme el mérito de sentir suficiente amor

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verdadero, tanto como ella! Supongo que se creeque soy una de esas pobres mujeres enfermizas alas que les gusta echarse en lechos de rosas y quelas abaniquen todo el día. No permitas que lasfantasías de Dixon vuelvan a interponerse entre túy yo, mamá. ¡No lo hagas, por favor! —imploró.

—No te enfades con Dixon —dijo la señoraHale, con inquietud. Margaret se recobró.

—¡No! No lo haré. Procuraré ser humilde yaprenderé a hacer las cosas a su modo si tú medejas hacer todo lo que pueda por ti. Déjame estaren primer lugar, mamá, no sabes cuánto lo deseo.Cuando estaba lejos en casa de tía Shaw solíaimaginar que me olvidarías y lloraba hasta que mequedaba dormida por la noche pensando en ello.

—Y yo solía pensar que cómo iba a soportarMargaret nuestra pobreza después del lujo y lascomodidades de Harley Street, incluso me hesentido muchas veces más avergonzada de quevieras tú las artimañas a las que teníamos que

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recurrir en Helstone, que de que las descubrieracualquier extraño.

—¡Oh, mamá, y a mí me gustaban tanto! ¡Eranmucho más divertidas que todas las rutinas deHarley Street! El anaquel del ropero con asas, queservía de bandeja en las grandes ocasiones. Y lascajas grandes de té, rellenas y cubiertas que hacíande otomanas. Creo que lo que llamas artimañas delquerido Helstone eran una parte encantadora de lavida allí.

—No volveré a ver nunca Helstone, Margaret—dijo la señora Hale con los ojos llenos delágrimas. Margaret no pudo contestar. La señoraHale prosiguió—: Cuando vivíamos allí, siempredeseaba marcharme. Cualquier sitio se meantojaba mejor. Y ahora moriré lejos de allí. Es uncastigo merecido.

—No debes hablar así —dijo Margaret conimpaciencia—. El ha dicho que puedes vivir años.Ay, madre, todavía te llevaremos a Helstone.

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—¡No, nunca! Tengo que aceptarlo como justapenitencia. Pero, Margaret… ¡Frederick!

Al mencionar aquella única palabra, se puso agritar como si tuviera un dolor fuerte. Parecía quepensar en él hubiera trastocado toda sucompostura, destruido su calma, superado suagotamiento. Un grito desesperado seguía a otro.

—¡Frederick! ¡Frederick! Ven, por favor.Estoy muriéndome. ¡Pequeño mío, mi primogénito,ven a verme otra vez!

Era una fuerte crisis de histerismo. Margaretcorrió a llamar a Dixon aterrada. Dixon acudió,ceñuda, y acusó a Margaret de habersobreexcitado a su madre. Margaret lo soportótodo dócilmente, confiando sólo en que su padreno apareciera. A pesar de su alarma, que eraincluso mayor de lo que justificaba la ocasión,obedeció todas las instrucciones de Dixon conprontitud perfecta, sin alegar nada en su defensa. Yesa actitud aplacó a su acusadora. Acostaron a su

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madre en la cama y Margaret se sentó a su lado yno se movió hasta que se quedó dormida, ydespués, hasta que Dixon le indicó por señas quesaliera de la habitación y, con gesto amargo, comosi supusiera un gran esfuerzo, le mandó que tomarauna taza de café que le había preparado y esperópendiente de ella con actitud imperiosa mientras lohacía.

—No debería de haber sido tan curiosa,señorita, y así no habría tenido que preocuparseantes de tiempo. Creo que no habría tenido queesperar mucho. Supongo que ahora se lo dirá alseñor, ¡y menuda familia tendré con ustedes!

—No, Dixon —dijo Margaret con tristeza—.No se lo diré a papá. Él no podría soportarlocomo yo.

Y para demostrar lo bien que lo soportabaella, se echó a llorar a lágrima viva.

—¡Ay! Ya sabía yo lo que pasaría. Ahoradespertará a su mamá, justo cuando se ha quedado

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dormida tan tranquila. Señorita Margaret, querida,he tenido que ocultarlo todas estas semanas; yaunque no puedo pretender quererla como usted, laquiero más que a ninguna otra persona, hombre,mujer o niño. No he querido nunca tanto a nadie,sólo al señorito Frederick. Sí, desde que ladoncella de lady Beresford me llevó la primeravez a vestirla con crespón blanco y espigas yamapolas rojas y me clavé una aguja en el dedo yse partió dentro y ella rasgó su pañuelo de bolsillobordado, después de sacarla, y volvió ahumedecer el vendaje con loción cuando regresódel baile, donde había sido la joven más bella,nunca he querido a nadie como a ella. Pocopensaba yo entonces que viviría para verla en estasituación. No intento reprochárselo a nadie.Muchos la consideran a usted guapa y buena moza,y qué sé yo. Incluso en este lugar tan lleno de humocomo para cegarla a una, hasta los mochuelospueden verlo. Pero usted nunca se parecerá a su

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madre en belleza…, nunca, ni aunque viva cienaños.

—Mamá es muy guapa todavía. ¡Pobre mamá!—Ahora no empiece otra vez o acabaré

dejándome llevar yo también —dijo gimoteando—. No aguantará la llegada y las preguntas delseñor si seguimos así. Salga a dar un paseo yrecóbrese un poco. Cuántas veces he deseado yodar un paseo para despejarme, dejar de pensar enlo que le pasaría y cómo terminaría todo.

—Ay, Dixon —exclamó Margaret, cuántasveces me he enfadado contigo sin saber el secretoterrible que tenías que soportar.

—Dios la bendiga, niña. Me gusta ver quedemuestra un poco de ánimo. Es la buena sangreantigua de los Beresford. Porque el antepenúltimosir John dejó en el sitio de un tiro a su mayordomopor decirle que exprimía a los arrendatarios, y leaseguro que los había exprimido hasta que no pudosacarles más jugo porque ya no les quedaba.

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—Bueno, Dixon, yo no te mataré, y procuraréno volver a enfadarme.

—Nunca lo ha hecho. Si lo he dicho a veces,ha sido siempre hablando para mí, en privado,para hacer un poco de conversación agradable,porque no tenía con quien hablar. Y cuando seenfurece, es usted la viva imagen del señoritoFrederick. Sería capaz de sacarla de quiciocualquier día sólo para ver esa expresión de furiade él cubrirle la cara como un nubarrón. Peroahora váyase, señorita. Yo velaré a la señora; y encuanto al señor, sus libros son compañía suficientepara él, si llega.

—Iré, Dixon —dijo Margaret. Se quedó unmomento junto a ella, como si tuviera miedo o sesintiera indecisa. Luego, le dio un beso de pronto ysalió rápidamente de la habitación.

—¡Bendita sea! —exclamó Dixon—. Esencantadora. Hay tres personas a las que tengocariño: la señora, el señorito Frederick y ella.

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Sólo a ellos tres. Eso es todo. Por mí, queahorquen a todos los demás, no sé para qué estánen el mundo. Supongo que el señor nació paracasarse con la señora. Si creyera que la amabacomo es debido, le habría tomado cariño con eltiempo. Pero tendría que haberle hecho mucho máscaso en vez de pasarse el tiempo leyendo ypensando, siempre leyendo y pensando. ¡Miraadónde le ha llevado! Muchos no leen nunca, nisiquiera piensan, y llegan a rectores y deanes y loque sea. Y yo creo que si el señor hubiera hechocaso a la señora y hubiera dejado de leer y depensar tanto podría… Ahí va. —Había oído elruido de la puerta y estaba mirando por la ventana—. ¡Pobre señorita! Su ropa tiene un aspectolastimoso, comparado con el que tenía cuandollegó a Helstone hace un año. Entonces no había niuna media zurcida ni un par de guantes gastados entodo el guardarropa. ¡Y ahora…!

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Capítulo XVII¿Qué es una huelga?

Hay zarzas en todos los caminos,que requieren paciente atención;

hay una cruz en todos los destinosy un ardiente anhelo de oración.

ANÓNIMO[27]

Margaret salió cansinamente y de bastante malagana. Pero el aire de la calle —sí, el aire de unacalle de Milton— vigorizó su sangre joven enseguida, antes de que llegara a la primerabocacalle. Aligeró el paso y se le colorearon loslabios. Empezó a prestar atención, en lugar deconcentrar los pensamientos tan exclusivamente ensí misma. Vio paseantes insólitos en las calles:hombres con las manos en los bolsillos, grupos de

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chicas que hablaban alto y reían a carcajadas, alparecer excitadas hasta la fogosidad y con unabulliciosa independencia de carácter ycomportamiento. Los hombres de aspecto másdesagradable —la minoría vergonzosa—haraganeaban en los escalones de las cervecerías ylicorerías, fumando y haciendo comentariosbastante libremente sobre los que pasaban. AMargaret le molestaba la perspectiva del largopaseo por aquellas calles para llegar a los camposa los que se proponía llegar. Así que decidió ir aver a Bessy Higgins. No sería tan agradable comoun paseo tranquilo por el campo, pero tal vez fueralo mejor.

Nicholas Higgins estaba sentado junto al fuegofumando cuando llegó ella. Bessy se mecía al otrolado.

Nicholas se quitó la pipa de la boca, selevantó y acercó una silla a Margaret; luego seapoyó en la repisa de la chimenea con actitud

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indolente, mientras Margaret preguntaba a Bessycómo se encontraba.

—Está bastante alicaída de ánimo, pero mejorde salud. No le gusta esta huelga. Está demasiadoempeñada en la paz y la tranquilidad a cualquierprecio.

—Esta es la tercera huelga que veo —dijoBessy suspirando, como si eso lo explicara todo.

—Bueno, a la tercera va la vencida. Veremossi no vencemos a los patronos esta vez. Veremos sino vienen a suplicarnos que volvamos a nuestroprecio. Eso es todo. Hemos perdido antes, deacuerdo; pero esta vez vamos a por todas.

—¿Por qué hacen huelga? —preguntó Margaret—. Hacer huelga es dejar el trabajo hasta queconsiguen su nivel de salarios, ¿no? No debeasombrarse de mi ignorancia. No había oídohablar nunca de huelgas en el sitio del que soy.

—¡Ojalá estuviera allí! —dijo Bessycansinamente—. No va conmigo estar enferma y

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cansada de huelgas. Ésta es la última que veré.Antes de que termine estaré en la Gran Ciudad, laSanta Jerusalén.

—Está tan obsesionada con la vida futura queno puede pensar en el presente. Y yo, verá, yotengo que hacer todo lo posible aquí. Creo quevale más pájaro en mano que ciento volando. Yésos son los diferentes puntos de vista que tenemossobre la cuestión de la huelga.

—Pero si la gente hiciera huelga, como lollaman ustedes —dijo Margaret—, en el sitio delque soy yo, como allí casi todos trabajan en elcampo, no sembrarían ni recogerían el heno ni lacosecha.

—¿Bien? —dijo él. Había vuelto a fumar, ydio a este «bien» forma interrogativa.

—Pues —siguió ella—, ¿qué sería entonces delos labradores?

El echó una bocanada de humo.—Me parece que tendrían que dejar las tierras

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o pagar salarios justos.—Supongamos que no quisieran o no pudieran

hacer lo segundo. No podrían dejar las tierrastodos de repente, por mucho que lo desearan; perono tendrían heno ni grano que vender aquel año; y¿de dónde saldría entonces el dinero para pagarlos salarios de los trabajadores al año siguiente?

El siguió fumando. Al final dijo:—No sé nada de las costumbres del Sur. Pero

me han dicho que son una manada de apocadosoprimidos; casi muertos de hambre; demasiadoaturdidos por el hambre para darse cuenta de quelos engañan. Aquí no es así. Les aseguro que aquísabemos muy bien cuándo nos engañan. Y tenemosdemasiados redaños para soportarlo. Así quedejamos los telares y decimos: «¡Pueden hacernospasar hambre, pero no van a engañarnos, señoresnuestros!». ¡Y al diablo con ellos, esta vez no sesaldrán con la suya!

—¡Ojalá viviera en el Sur! —dijo Bessy.

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—También allí hay que soportar muchas cosas—repuso Margaret—. En todas partes hay penasque sobrellevar. Hay que hacer mucho trabajofísico pesado con pocos alimentos para darfuerzas.

—Pero al aire libre —dijo Bessy—, y sin esteruido incesante y este calor insoportable.

—A veces llueve muchísimo, y a veces haceun frío crudísimo. Los jóvenes pueden soportarlo,pero las personas mayores se ven atormentadaspor el reumatismo y se encorvan y se consumenprematuramente. Y tienen que seguir trabajando lomismo o ir al asilo de pobres.

—Creía que le encantaba la vida del Sur.—Y me encanta —dijo Margaret con una leve

sonrisa, al verse atrapada—. Lo que quiero decir,Bessy, es que en este mundo todo tiene su ladobueno y su lado malo; y como te lamentas de lomalo de aquí, me parece justo que sepas tambiénlo malo de allí.

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—¿Y dice que allí nunca hacen huelga? —preguntó de pronto Nicholas.

—¡No! —contestó Margaret—. Creo quetienen demasiado sentido común.

—Y yo creo —replicó él, vaciando la cenizade la pipa con tanta vehemencia que la rompió—que no es que tengan demasiado sentido común,sino que tienen demasiado poco espíritu.

—Vamos, padre —dijo Bessy—, ¿qué hansacado de las huelgas? Recuerda la primera,cuando murió madre, la necesidad que pasamostodos, y tú más que nadie; y sin embargo muchosvolvieron al trabajo cada semana por el mismosalario, hasta que todos decidieron que había quetrabajar; y algunos se convirtieron en mendigospara siempre después.

—Sí, aquella huelga se organizó muy mal —dijo él—. Los del comité eran estúpidos o notenían agallas. Pero esta vez será muy diferente, yalo verás.

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—Todavía no me ha dicho por qué hacen lahuelga —dijo Margaret otra vez.

—Pues mire, porque hay cinco o seis patronosque se niegan a pagar los salarios que llevanpagando los dos últimos años sin dejar deprosperar y enriquecerse cada vez más. Y ahoravan y nos dicen que tenemos que ganar menos. Yno queremos. Antes nos morimos de hambre. A verquién trabaja para ellos entonces. Matarán a lagallina de los huevos de oro, creo yo.

—¡Así que se propone morir para vengarse deellos!

—No —dijo él—. No es eso. Sólo considerola posibilidad de morir en mi puesto antes queceder. Eso es lo que la gente considera admirabley honroso en un soldado, ¿por qué no en un pobretejedor?

—Pero un soldado muere por la causa de lanación —dijo Margaret, por la causa de losdemás.

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—Jovencita —dijo él con una sonrisa forzada—, es usted una criatura, pero no creerá que puedomantener a tres personas, es decir, a Bessy, a Maryy a mí mismo, con dieciséis chelines semanales,¿verdad? ¿No pensará que es por mí mismo porquien hago huelga esta vez? Es tanto por la causade otros como el soldado, sólo que da la puñeteracasualidad de que la causa por la que muere él esla de alguien a quien nunca ha puesto la vistaencima, ni ha oído en toda su vida, mientras que yodefiendo la causa de John Boucher, que vive aquíal lado, con la mujer enferma y ocho hijos que aúnno tienen edad para trabajar en las fábricas. Y nodefiendo sólo su causa, aunque sea un pobredesgraciado que sólo sabe manejar dos telares a lavez, sino que defiendo la causa de la justicia. Megustaría saber por qué tenemos que ganar ahoramenos que hace dos años.

—No me lo pregunte a mí —dijo Margaret—.Yo soy muy ignorante. Pregúnteselo a los patronos.

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Seguro que ellos le darán alguna explicación. Noserá una decisión arbitraria que hayan tomadoirracionalmente.

—Usted es forastera y nada más —dijo éldespectivamente—. Hay que ver cuánto sabe.¡Pregúnteselo a los patronos! Ellos nos dirían quenos ocupemos de nuestros asuntos y que ellos seocuparán de los suyos. Y nuestro asunto es aceptarla rebaja de salario y dar las gracias; y su asuntoes reducirnos al nivel del hambre para engrosarsus beneficios. ¡De eso se trata!

—Pero la situación comercial —dijoMargaret, decidida a no ceder, aunque se dabacuenta de que le estaba irritando— tal vez no lespermita darles la misma remuneración.

—¡La situación comercial! Eso no es más queuna patraña de los patronos. Estoy hablando denivel de salarios. Los patronos controlan lasituación comercial y la esgrimen como si fuera elcoco para convencer a los niños malos de que sean

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buenos. Le diré cuál es su papel, su norma, comodicen algunos: obligarnos a aceptar salarios másbajos para engrosar su fortuna; y el nuestro esplantarnos y luchar encarnizadamente, no sólo pornosotros mismos, sino también por todos los quenos rodean, por la justicia y el juego limpio.Nosotros contribuimos a que obtengan susbeneficios y tendríamos que contribuir también agastarlos. Y no es que ahora necesitemos su platatanto como otras veces. Tenemos dinero ahorrado;y estamos decididos a aguantar y a caer juntos. Niun solo hombre aceptará menos de lo que elsindicato dice que nos corresponde. Así que digo«¡viva la huelga!» y ¡que se preparen Thornton,Slickson, Hamper y los demás!

—¡Thornton! —exclamó Margaret—. ¿Elseñor Thornton de la calle Marlborough?

—¡Sí! Thornton de Marlborough Mill, como lollamamos nosotros.

—Es uno de los patronos con los que están

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luchando, ¿no? ¿Qué clase de patrón es?—¿Ha visto alguna vez un bulldog? Pues

plántelo sobre las patas traseras, vístalo conchaqueta y pantalones y tendrá al mismísimo JohnThornton.

—No —dijo Margaret riéndose—, no esverdad. El señor Thornton es bastante pocoagraciado, pero no se parece a un bulldog, connariz chata y gesto torcido.

—¡No! Físicamente no, tiene razón, perocuando se le mete una idea en la cabeza se aferra aella como un bulldog; puede apartarlo con unahorca que no lo soltará. Es duro de pelar ese JohnThornton. En cuanto a Slickson, sé que cualquierdía de estos engatusará a sus hombres conpromesas justas para que vuelvan al trabajo y lasincumplirá en cuanto los tenga de nuevo en supoder. Los engañará con artimañas sin problema,se lo aseguro. Es más escurridizo que una anguila.Es como un felino, meloso, astuto y fiero. Con él

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nunca habrá tira y afloja honrado, como conThornton. Thornton es terco como un mulo, el tipomás obstinado que conozco, el viejo bulldog.

—¡Pobre Bessy! —dijo Margaret volviéndosehacia ella—. Te cansa todo esto. A ti no te gustaforcejear y luchar como a tu padre, ¿verdad?

—¡No! —contestó ella cansinamente—. Mepone mala. Me habría gustado oír otraconversación en mis últimos días en vez de lamisma cantinela machacona de siempre sobretrabajo y salarios y patronos y obreros yesquiroles.

—¡Bah, chica!, estos días pasarán. Ya se veuna perspectiva mejor gracias a un poco deagitación y cambio. Además, yo estaré mucho aquípara que te resulte más animado.

—El humo del tabaco me ahoga —dijo ellaquejumbrosa.

—No volveré a fumar en casa —repuso él conternura—. Pero ¿por qué no me lo has dicho antes,

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niña tonta?Ella guardó silencio un rato. Luego dijo, en

voz tan baja que sólo la oyó Margaret:—Me parece que necesitará todo el consuelo

que puedan darle la pipa o la bebida antes de queesto termine.

Su padre salió a la calle, evidentemente afumar. Bessy dijo entonces con vehemencia:

—Mire que soy tonta, ¿eh, señorita? ¡Mire quesé que tengo que retenerlo en casa, lejos de los queestán siempre dispuestos a tentar a un hombre entiempo de huelga para que vaya a beber, y quetengo que morderme la lengua y aguantar la pipa!Y ahora se irá, sé que lo hará, como siempre quequiere fumar, y nadie sabe dónde acabará. Ojaláme hubiera asfixiado antes de abrir la boca.

—Pero ¿bebe tu padre, Bessy? —preguntóMargaret.

—No, no es que beba, lo que se dice beber —repuso ella, todavía en el mismo tono irritado—.

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Pero ¿qué desahogo hay? Algunos días se levantauno, como los demás, supongo, y se pasa las horasdeseando algún cambio, un pequeño estímulo,como si dijéramos. Yo misma he ido a compraruna hogaza grande un día de ésos a otra panaderíasólo porque me ponía mala la idea de seguirviendo lo mismo siempre, y oyendo lo mismo, ysaboreando lo mismo y pensando (o no pensando,en realidad) siempre lo mismo día tras día. Hedeseado ser hombre para irme por ahí, aunquefuera sólo una trampa, para irme a un lugar nuevoen busca de trabajo. Y mi padre, todos loshombres, lo sienten con más fuerza que yo, secansan de la monotonía y el mismo trabajo desiempre. ¿Y qué han de hacer? No son tanculpables si van a la taberna para conseguir que lasangre les corra más deprisa, para animarse unpoco y sentirse vivos y ver lo que no ven nunca:cuadros y espejos y cosas parecidas. Pero padrenunca ha sido un borracho, aunque quizá se pone

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peor por beber de vez en cuando. Pero comprenda—y su voz adoptó un tono lastimero y suplicante—, en tiempo de huelga hay muchas cosas queaplastan a un hombre, aunque todos empiecen contantas esperanzas. ¿Y con qué van a consolarseentonces? Se pone furioso y fuera de sí, todos lohacen, y luego se cansan de estar furiosos y fuerade sí y tal vez hagan cosas en su arrebato queluego les gustaría olvidan ¡Dios bendiga su dulcecara piadosa, todavía no sabe lo que es unahuelga!

—Vamos, Bessy —dijo Margaret—, no diréque exageras porque no sé lo suficiente de todoesto. Pero es posible que, como no te encuentrasbien, veas sólo un aspecto. Y tienes que mirartambién otros, tal vez más agradables.

—Usted puede decir eso tranquilamenteporque ha vivido en lugares verdes toda la vidasin conocer necesidades ni cuidados, ni debilidad,tampoco, si vamos a eso.

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—Mira bien cómo juzgas, Bessy —dijoMargaret con las mejillas encendidas y los ojosbrillantes—. Ahora volveré a casa con mi madreque está enferma, tan enferma, Bessy, que su únicasalida de la prisión del gran sufrimiento es lamuerte. Y sin embargo, tengo que hablaranimosamente a mi padre, que no sabe nada de suverdadero estado y que tiene que irse enterandopoco a poco. La única persona, la única que mecomprendería y me ayudaría, cuya presenciaconsolaría a mi madre mas que ninguna otra cosaen este mundo, está acusada falsamente, y searriesgaría a morir si viniera a ver a su madreagonizante. Te digo todo esto, Bessy, sólo a ti. Nopuedes mencionárselo a nadie. No lo sabe nadie enMilton, ninguna otra persona en Inglaterra. ¿Teparece que no tengo preocupaciones, que noconozco la angustia porque voy bien vestida ytengo comida suficiente? Ay, Bessy, Dios es justo,y nos da a cada uno según su voluntad, aunque

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nadie más que Él conoce la amargura de nuestrasalmas.

—Le pido perdón —repuso Bessy conhumildad—. A veces, cuando pienso en mi vida,en las pocas alegrías que he tenido, creo que quizásea una de esas personas predestinadas a morirpor la caída de una estrella del cielo: «El nombrede la estrella es Ajenjo; y la tercera parte de lasaguas se convirtió en ajenjo; y murieron muchoshombres por las aguas, que se habían vueltoamargas[28]». Una puede soportar mejor el dolor ylas penas si cree que todo ha sido profetizado hacemucho tiempo, porque entonces es como si eldolor fuera necesario para que se cumpliese; si no,parece todo enviado para nada.

—No, Bessy, piensa —dijo Margaret—. Diosno nos causa aflicción voluntariamente. Procura nopensar demasiado en las profecías y lee las partesmás alentadoras de la Biblia.

—Seguro que sería mas prudente; pero ¿dónde

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encontraría tan grandiosas palabras de esperanza yoiría contar algo tan diferente de este mundosombrío y esta ciudad como en el Apocalipsis?Me repito muchas veces los versículos delcapítulo séptimo sólo por el sonido. Es mejor queun órgano y muy diferente de lo cotidiano también.No, no dejaré el Apocalipsis. Me proporciona masconsuelo que ningún otro libro de la Biblia.

—Déjame venir a leerte algunos de miscapítulos preferidos.

—Sí —dijo ella, ávidamente—, hágalo. Quizála oiga mi padre. Está aturdido con mi charla; diceque no tiene nada que ver con las cosas de hoy,que es lo que a él le importa.

—¿Dónde está tu hermana?—Va a cortar los hilos del fustán. Yo no

quería dejarla ir; pero de alguna forma tenemosque vivir, y el sindicato no puede darnossuficiente.

—Tengo que marcharme ya, Bessy. Me has

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ayudado mucho.—¡La he ayudado mucho!—Sí. Cuando vine estaba muy triste y casi

convencida de que la causa de mi tristeza era laúnica del mundo. Y ahora sé lo que has tenido quesoportar tú tantos años y eso me da fuerzas.

—¡Válgame Dios! Creía que las buenas obraseran sólo cosa de la gente bien. Me volveréorgullosa si pienso que puedo ayudarla.

—No lo harás si piensas en ello. Sólo lograrásdesconcertarte a ti misma si lo haces, eso es unconsuelo.

—Nunca he conocido a nadie como usted. Nosé qué pensar de usted.

—Yo tampoco. ¡Adiós!Bessy dejó de mecerse para verla marcharse.«¿Habrá muchas personas como ella en el Sur?

Es como una bocanada de aire puro del campo, nosé por qué. Me reanima más que nada. ¿Quiénhubiera pensado que esa cara tan luminosa y tan

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fuerte como el ángel con el que sueño podríaconocer la pena de la que habla? Me preguntocómo pecará. Todos tenemos que pecar. La tengoen mucho, desde luego. Y creo que padre también.Y hasta Mary. Y eso que ella no suele fijarsedemasiado».

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Capítulo XVIIIGustos y aversiones

Mi corazón se rebela en mi interior, y dos vocesse hacen audibles en mi pecho.

WALLESNTEIN[29]

Margaret encontró dos cartas sobre la mesa alllegar a casa: una era una nota para su madre; laotra había llegado en el correo y evidentementeera de su tía Shaw: cubierta de matasellosextranjeros, fina, plateada y susurrante. Alzó laotra y estaba examinándola cuando llegósúbitamente su padre.

—¡Así que tu madre está cansada y se haacostado temprano! Mucho me temo que un día tantormentoso no haya sido el mejor del mundo para

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la visita del médico. ¿Qué ha dicho? Dixon medice que habló contigo sobre ella.

Margaret vaciló. Su padre adoptó unaexpresión más seria y preocupada.

—¿No creerá que está gravemente enferma?—No de momento; dice que necesita cuidados;

ha sido muy amable, y me dijo que volvería paraver el efecto de los medicamentos.

—Sólo cuidados, ¿no ha aconsejado un cambiode aires? ¿No ha dicho que esta ciudad cargada dehumo la perjudica, eh, Margaret?

—¡No! Ni siquiera lo mencionó —contestóella rotundamente—. Estaba preocupado, meparece.

—Los médicos siempre adoptan esa actitudpreocupada; es algo profesional dijo él.

Margaret advirtió en el nerviosismo de supadre que la primera impresión de posible peligrohabía hecho mella en su mente, a pesar de quitarimportancia a lo que le decía ella. No podía

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olvidar el tema, no podía dejarlo y pasar a otrascosas. Siguió volviendo a él toda la velada, reacioa aceptar incluso la más leve idea desfavorable, locual entristeció a Margaret profundamente.

—Esta carta es de tía Shaw, papá. Ha llegadoa Nápoles y le parece una ciudad demasiadocalurosa, así que se ha instalado en Sorrento. Perocreo que no le gusta Italia.

—¿Y no te dijo nada sobre la dieta?—Sólo que debía ser nutritiva y suave. Mamá

tiene un apetito excelente, creo yo.—Sí, por eso es más extraño que se le

ocurriera hablar de la dieta.—Se lo pregunté yo, papá. —Siguió otra

pausa; luego, Margaret continuó—: Tía Shaw diceque me ha enviado unos adornos de coral, papá;pero que teme que los disidentes de Milton no losaprecien —añadió, esbozando una leve sonrisa—.Ha sacado todas sus ideas sobre los disidentes delos cuáqueros, ¿verdad?

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—No olvides decirme siempre si tu madredesea algo en cuanto lo sepas o te des cuenta. Meaterra que no me diga siempre lo que quiere. Y porfavor, encárgate de esa chica que nos dijo laseñora Thornton. Si consiguiéramos una buenacriada, Dixon podría dedicarse sólo a m madre yestoy seguro de que se recuperaría en seguida, sise trata de cuidados. Ha estado muy cansadaúltimamente, con tanto calor y el problema paraencontrar sirvienta. Con un poco de descanso sepondrá bien, ¿verdad, Margaret?

—Supongo que sí —dijo Margaret; pero contanta tristeza que su padre lo advirtió. Le pellizcóla mejilla.

—Vamos, si estás tan pálida, tengo que darteun poco de color así. Cuídate, hija, o serás túquien necesite al médico la próxima vez.

Pero no pudo concentrarse en nada aquellatarde. Se pasó el rato yendo y viniendo acomprobar si su esposa seguía dormida,

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caminando laboriosamente de puntillas. Suinquietud acongojaba a Margaret: su intento decontener y sofocar el espanto que surgía de loslugares oscuros de su corazón.

Volvió al fin, bastante animado.—Ahora está despierta, Margaret. Ha sonreído

y todo al verme a su lado. Su antigua sonrisa. Ydice que se siente descansada y preparada para lacena. ¿Dónde está la nota para ella? Quiere verla.Se la leeré mientras preparas el té.

La nota resultó ser una invitación formal de laseñora Thornton a cenar el próximo día 21 para elseñor, la señora y la señorita Hale. Margaret sesorprendió al ver que consideraban laprobabilidad de aceptar, con lo que había sabidode las tristes perspectivas durante el día. Pero asíera. La idea de que su esposo y su hija asistieran ala cena había cautivado la imaginación de laseñora Hale antes incluso de que Margaret seenterara del contenido de la nota. Era un

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acontecimiento que rompía la monotonía de suvida de enferma; y se aferró a él con pertinaciairritable incluso cuando su hija puso objeciones.

—Bueno, Margaret, si ella quiere, estoy segurode que iremos los dos de buena gana. No seempeñaría en que fuésemos si no se encontraramucho mejor, en realidad mejor de lo quepensábamos, ¿eh, Margaret? —dijo el señor Halecon inquietud al día siguiente mientras se disponíaa escribir la nota de aceptación.

—¿Eh, Margaret? —repitió, moviendonervioso las manos. Parecía cruel negarle elconsuelo que anhelaba. Y además, su vehementenegativa a admitir la existencia de temor casiinfundió esperanzas a la propia Margaret.

—Creo que está mejor desde anoche —le dijo—. Tiene la mirada más viva y la tez más clara.

—Dios te bendiga —dijo su padre de corazón—. Pero ¿es cierto? Ayer hacía tanto bochorno quetodo el mundo se sentía mal. Fue un día funesto

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para que la viera el doctor Donaldson.Él se fue a atender sus obligaciones diarias,

que habían aumentado con la preparación dealgunas conferencias que se había comprometido adar a los trabajadores en un liceo próximo. Habíaelegido como tema la arquitectura eclesiástica,bastante más acorde con su gusto y conocimientosque con el carácter del lugar o los génerosconcretos de información que deseaban los queserían sus oyentes. En cuanto a la propiainstitución, que tenía muchas deudas, estabaencantada de que impartiera un curso gratis unhombre culto e inteligente como el señor Hale,fuera cual fuese el tema.

—Y bien, madre, ¿quién ha aceptado tusinvitaciones para el veintiuno? —preguntó aquellanoche el señor Thornton.

—Fanny, ¿dónde están las notas? Vendrán losSlickson, los Collingbrook, los Stephens; losBrown no. Los Hale, vendrán el padre y la hija, la

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madre está demasiado enferma. Y vendrán losMacpherson, y el señor Horsfall y el señor Young.Estaba pensando en invitar a los Porter, ya que losBrown no pueden venir.

—Muy bien. ¿Sabes?, me temo que la señoraHale no está nada bien, por lo que dice el doctorDonaldson.

—Pues es extraño que acepten la invitación siella está muy enferma —dijo Fanny.

—No he dicho muy enferma —repuso suhermano con cierta acritud—. Sólo he dicho nadabien. Y tal vez no lo sepan.

Recordó entonces de pronto que, por lo que lehabía explicado el doctor Donaldson, al menosMargaret tenía que estar al corriente del verdaderoestado de su madre.

—Es muy probable que sepan perfectamente loque dijiste ayer, John: lo mucho que podríabeneficiarles, quiero decir, al señor Hale, que lespresenten a personas como los Stephens y los

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Collingbrook.—Estoy seguro de que eso no influiría. ¡No!

Creo que comprendo de qué se trata.—¡John! —dijo Fanny, con su leve risilla

nerviosa característica—. Hay que ver cómopresumes de comprender a esos Hale, y parece quenunca nos permitirás saber algo de ellos. ¿Deverdad son tan diferentes de la mayoría de la genteque tratamos?

No pretendía provocarle; pero no podríahaberlo hecho mejor si se lo hubiera propuesto. Suhermano guardó un hosco silencio, sin molestarseen responder a su pregunta.

—A mí no me parecen fuera de lo común —dijo la señora Thornton—. Él parece un individuobastante respetable, quizá un poco simple para elcomercio. Tal vez por eso fuera primero clérigo yahora profesor. Ella es toda una señora, con suenfermedad; y en cuanto a la hija, es la única queme desconcierta cuando pienso en ella, aunque no

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suelo hacerlo. Creo que le parece importante darseaires; y no entiendo por qué. Casi me dio laimpresión de que a veces se cree demasiado buenapara la compañía. Y sin embargo no son ricos ni lohan sido nunca, que yo sepa.

—Y no es refinada, mamá. No sabe tocar elpiano.

—Vamos, Fanny. ¿Qué más le falta para estar atu altura?

—No, John —dijo su madre—. Fanny nopretende ofender. Yo misma oí decir a la señoritaHale que no sabe tocar. Si no insistieras tanto, talvez nos cayera bien y pudiéramos apreciar susméritos.

—Estoy segura de que yo no podría —susurróFanny, escudándose en su madre. El señorThornton lo oyó, pero no se molestó en responder.Paseaba de un lado a otro del comedor, deseandoque su madre pidiera las velas y le permitieraponerse a trabajar, a leer o a escribir, y dar por

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terminada la conversación. Pero ni siquiera se leocurría nunca interferir en ninguna de las pequeñasnormas domésticas que solía observar la señoraThornton en memoria de sus antiguas economías.

—Madre —dijo, parándose y expresandovalerosamente la verdad—, desearía que teagradara la señorita Hale.

—¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida porsu actitud seria, aunque afable—. ¿No estaráspensando en casarte con una chica como ella queno tiene un centavo?

—Ella nunca me aceptaría —repuso él con unarisilla seca.

—No, creo que no lo haría —respondió sumadre—. Se rió en mi cara cuando la elogié pordecirme algo que había dicho en tu favor el señorBell. Me agradó que lo hiciera con tanta franqueza,porque demostraba que no tenía intencionesrespecto a ti; y acto seguido me ofendió por creer,al parecer… Bueno, no importa. Tienes razón, se

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cree demasiado buena para pensar en ti. ¡La muydescarada! ¡Me gustaría saber dónde encontraríauno mejor!

Si esas palabras ofendieron a su hijo, lapenumbra de la estancia le impidió delatar ningunaemoción. Se acercó en seguida a su madreanimosamente, le posó una mano en el hombro y ledijo:

—Bueno, como yo estoy tan convencido comopuedas estarlo tú de que es verdad lo que hasdicho; y como no tengo ninguna intención depedirle nunca que sea mi esposa, me creerás si tedigo que no me interesa en absoluto hablar de ella.Preveo que tendrá problemas, tal vez falta decuidados maternos, y lo único que quiero es queestés dispuesta a ser su amiga en caso de quenecesite una. Y tú, Fanny —añadió—, confío enque tengas suficiente delicadeza para comprenderque es una gran ofensa tanto para la señorita Halecomo para mí, en realidad a ella le parecería

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mayor, suponer que tengo algún motivo más que elque digo ahora para pediros a ti y a madre queseáis atentas y amables con ella.

—Yo no puedo perdonarle su orgullo —dijo laseñora Thornton—. Seré amable con ella, si esnecesario, porque tú me lo pides, John. Seríaamable con la mismísima Jezabel si me lopidieras. Pero esa chica, que nos mira por encimadel hombro, que te desprecia a ti…

—Vamos, madre, yo no me he puesto alalcance de su desdén nunca, y quiero decir nunca.

—¡Desdén, exactamente! —(Uno de losbufidos expresivos de la señora Thornton)—. Nosigamos hablando de la señorita Hale, John, sitengo que ser amable con ella. Cuando la veo no sési me gusta o me disgusta más; pero cuando piensoen ella, y cuando te oigo hablar de ella, la odio. Yveo que se ha dado aires contigo igual que si me lohubieras dicho.

—Y si lo hubiera hecho —dijo él, y se

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interrumpió un momento; luego prosiguió—: Nosoy un muchacho para amilanarme por la miradaaltiva de una mujer o preocuparme porque memalinterprete o malinterprete mi posición. ¡Me ríode eso!

—¡Por supuesto! ¡Y también de ella, con susideas refinadas y sus gestos altivos!

—Pues entonces no sé por qué habláis tanto deella, la verdad —dijo Fanny—. Os aseguro que yoestoy bastante harta del tema.

—¡Bueno! —dijo su hermano con ciertaamargura—. Pues a ver si encontramos un temamás agradable. ¿Qué os parece una huelga comotema de conversación placentero?

—¿Han parado realmente los obreros? —preguntó la señora Thornton con vivo interés.

—Los hombres de Hamper sí. Los míos estánacabando la semana por miedo a que los denunciepor incumplimiento de contrato. Habría llevado ajuicio para que lo sancionaran por ello a todos los

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que abandonaran el trabajo antes de que se cumplael tiempo.

—Los gastos legales hubieran sido más de loque merecían los obreros, ese montón de inútilesdesagradecidos.

—Por supuesto, pero les habría demostradoque cumplo mi palabra y me propongo quecumplan la suya. A estas alturas ya me conocen.Los hombres de Slickson no van al trabajo,prácticamente seguros de que él no gastará dineroen conseguir que los sancionen. El paro está apunto de empezar, madre.

—Supongo que no habrá muchos encargospendientes.

—Claro que los hay. Lo saben perfectamente.Pero no lo entienden todo, aunque se lo crean.

—¿Qué quieres decir, John?Habían encendido las velas y Fanny había

sacado su interminable labor y bostezaba inclinadasobre ella. De vez en cuando, se recostaba en el

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asiento para contemplar el vacío y relajarse a susanchas sin pensar en nada.

—Pues que los americanos están introduciendosus hilados en el mercado general, de modo que nonos queda más salida que producirlos a un preciomás bajo. Si no podemos hacerlo, tendremos quecerrar el negocio de inmediato y a la calle todos,obreros y patronos. Pero estos estúpidos vuelven alos precios de hace tres años, mejor dicho, algunosde sus dirigentes citan ahora los precios deDickinson, aunque saben tan bien como nosotrosque, con las multas descontadas de los salarioscomo no lo haría ningún hombre honorable, másotros sistemas que al menos yo no me rebajo aponer en práctica, el salario real que se paga enDickinson es inferior al nuestro. Te aseguro,madre, que me gustaría que siguieran en vigor lasantiguas leyes de asociación. Ya es bastantelamentable ver que unos estúpidos, ignorantes ytozudos como estos hombres, simplemente uniendo

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sus ridículas y débiles ideas, pueden decidir sobrelas fortunas de quienes aportan toda la sabiduríaque pueden dar el conocimiento y la experiencia, ya menudo la penosa tarea de pensar y depreocuparse. Lo siguiente será que tengamos que ira pedir trabajadores, quitarnos el sombrero y pedirhumildemente al secretario del sindicato detejedores que tenga la amabilidad deproporcionarnos trabajadores al precio estipuladopor ellos; en realidad, ya casi hemos llegado aeso. Es lo que quieren ellos, que no tienensuficiente sentido común para ver que si noconseguimos una parte justa de los beneficios quenos compense por nuestros esfuerzos aquí enInglaterra podemos trasladarnos a otro país; y que,teniendo en cuenta la competencia nacional yextranjera, no es probable que ninguno de nosotrosconsiga más que un beneficio, y podríamos darnoscon un canto en los dientes si lo conseguimos unnúmero medio de años.

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—¿No puedes conseguir obreros en Irlanda?Yo no aguantaría a esos hombres ni un día más.Les demostraría quién es el dueño y que puedoemplear a los sirvientes que quiera.

—Sí, claro que puedo hacerlo. Y lo haré sisiguen mucho tiempo. Será problemático ycostoso, y me temo que también algo peligroso;pero lo haré antes que ceder.

—Si tiene que haber todos esos gastos extra,lamento dar ahora precisamente una cena.

—Yo también, no por el gasto en sí sinoporque tengo que pensar en muchas cosas ydedicar tiempo a solucionar imprevistos. Peroteníamos que ver al señor Horsfall, que no sequedará mucho en Milton. Y en cuanto a losdemás, les debemos las cenas y estamosobligados.

Siguió paseando inquieto en silencio, aunquede vez en cuando daba un suspiro profundo, comosi intentara desechar algún otro pensamiento

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preocupante. Fanny hizo a su madre numerosaspreguntas que no tenían nada que ver con el temaque ocupaba su atención, como habría advertidouna persona más prudente. No lamentó quellegaran los sirvientes a las diez para lasoraciones. Siempre las dirigía su madre, que leíaprimero un capítulo. Ahora recorríanlaboriosamente el Antiguo Testamento. Cuandoacabaron las oraciones y su madre le dio lasbuenas noches con aquella mirada suya larga yfija, que no transmitía la ternura que abrigaba en sucorazón pero que aun así tenía la intensidad de unabendición, el señor Thornton reanudó su paseo.Todos sus planes mercantiles habían sufrido unrevés por la inminencia de la huelga, una paradasúbita. La previsión, fruto de muchas horas deansiedad, ya no servía de nada, se había ido altraste por el capricho insensato de los obreros, quese perjudicarían a sí mismos más que a él, aunquenadie pudiese poner coto a los daños que estaban

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causando. ¡Y aquellos hombres se considerabancapacitados para enseñar a los patronos a disponerde su capital! Hamper había dicho aquel mismodía que si se arruinaba por la huelga, empezaría denuevo, consolándose con la idea de que quienes lohabían provocado todo se verían en una situaciónmás difícil que él, ya que él tenía cabeza ademásde manos, mientras que ellos sólo tenían manos; yque si destruían su mercado, no podrían seguir enél ni recurrir a otra cosa. Pero eso no consolaba aThornton. Tal vez la venganza no le proporcionaraningún placer; o tal vez valorara tanto la posiciónque había conseguido con el sudor de su frente quelamentaba profundamente verla en peligro por laignorancia o la locura de otros, tan profundamenteque no podía pensar cuáles serían lasconsecuencias de su comportamiento para ellosmismos. Caminaba de un lado a otro de lahabitación, apretando los dientes de vez encuando. Al final dieron las dos. Las velas titilaban

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en sus arandelas. Encendió la suya y masculló parasí:

«Sabrán de una vez por todas con quién tienenque tratar. Puedo darles quince días, ni uno más. Sien ese tiempo no comprenden su locura, traeréobreros de Irlanda. Creo que eso es lo que estáhaciendo Slickson, ¡malditos sean él y sus tretas!Creyó que tenía excedentes y simuló ceder alprincipio, cuando la delegación acudió a él y, porsupuesto, no hizo más que reforzar su locura, talcomo se proponía. De ahí se propagó».

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Capítulo XIXLas visitas del ángel

Así como los ángeles en algunos sueños vívidosvisitan al alma cuando el hombre duerme,

así algunos pensamientos extraños trascienden los temashabituales

para atisbar la gloria.

HENRY VAUGHAN[30]

La señora Hale se interesó y se entretuvocuriosamente con la idea de la cena que iban a darlos Thornton. No dejaba de pensar en los detallescon cierta ingenuidad infantil, como el niño quedesea que le describan de antemano los placeresque espera. Pero la vida monótona que llevan losenfermos los hace como niños, ya que ni unos niotros tienen sentido de la medida de los

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acontecimientos y al parecer creen que las paredesy cortinas que separan su mundo cerrado delmundo exterior han de ser por fuerza más grandesque todo lo que queda más allá. Además, la señoraHale había tenido sus vanidades de niña; quizá sehubiera sentido excesivamente mortificada alconvertirse en la esposa de un clérigo pobre; talvez esas vanidades se hallasen sofocadas ycontenidas pero no se hubieran extinguido.Disfrutaba con la idea de ver a Margaret vestidapara una fiesta y hablaba de lo que debía ponersecon una preocupación exagerada que divertía a suhija, más habituada a los actos sociales en un soloaño en Harley Street que su madre en veinticincoaños en Helstone.

—Así que piensas llevar el de seda blanca.¿Seguro que te quedará bien? ¡Hace casi un añoque se casó Edith!

—¡Sí, mamá! Lo hizo la señora Murray yseguro que está bien. Tal vez un poco estrecho o

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ancho de cintura si he engordado o adelgazado.Pero creo que estoy exactamente igual.

—¿No será mejor que lo vea Dixon? A lomejor se ha quedado amarillento de no usarlo.

—Como quieras, mamá Pero en el peor de loscasos, tengo uno muy bonito de gasa rosa que meregaló tía Shaw sólo dos o tres meses antes de quese casara Edith. Ése no puede haberse puestoamarillo.

—¡No! Pero puede haberse descolorido.—¡Bueno! Entonces tengo uno de seda verde.

Esto me parece más bien tener demasiado paraelegir.

—Ojalá supiera lo que deberías llevar —dijola señora Hale, nerviosa.

La actitud de Margaret cambió al instante.—¿Quieres que me los pruebe todos y así

podrías ver el que te gusta más, mamá?—Pues… ¡sí! Tal vez sea lo mejor.Así que allá se fue Margaret. Al verse tan

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elegante a hora tan insólita, se sintió muy inclinadaa gastar algunas bromas, como hacer unagenuflexión de modo que su precioso globo deseda blanca semejara un queso y retirarsecaminando hacia atrás como si su madre fuera lareina. Pero cuando se dio cuenta de que susbromas se tomaban por interrupciones en un asuntomuy serio y que como tales molestaban a su madre,en seguida adoptó una actitud seria y tranquila. Noentendía qué se había apoderado del mundo (de sumundo) para armar tanto revuelo por su vestido.Pero cuando aquella misma tarde mencionó elcompromiso a Bessy Higgins (a propósito de lasirvienta acerca de la que la señora Thorntonhabía prometido informarse), también ella se agitómucho con la noticia.

—¡Caramba!, ¿y va a ir a cenar a casa de losThornton en Marlborough Mill?

—Sí, Bessy ¿Por qué te sorprende tanto?—Bueno, no sé. Ellos se relacionan con la

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gente principal de Milton.—Y crees que nosotros no somos en absoluto

gente principal de Milton, ¿eh, Bessy?Bessy se ruborizó un poco al ver que le leía

tan fácilmente el pensamiento.—Bueno —dijo—, verá, aquí tienen en

muchísimo el dinero y creo que ustedes no son muyricos.

—No —dijo Margaret—, eso es cierto. Perosomos personas cultas y hemos vivido entrepersonas cultas. ¿Hay algo tan sorprendente en quenos invite a cenar un hombre que se considerainferior a mi padre acudiendo a él para que leenseñe? No pretendo censurar al señor Thornton.Pocos dependientes de pañería, como él fue unavez, podrían haber llegado a lo que él.

—Pero ¿pueden ustedes corresponder a lascenas en su pequeña casa? La de Thornton es tresveces más grande.

—Bueno, creo que podríamos arreglarnos para

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corresponder a la cena del señor Thornton, comodices tú. Tal vez no en una estancia tan grande nicon tanta gente. Pero me parece que no nos lohemos planteado así en ningún momento.

—Nunca pensé que cenaría usted con losThornton —repitió Bessy—. Porque el mismoalcalde cena allí; hasta miembros del Parlamento ytodo.

—Creo que podría soportar el honor deconocer al alcalde de Milton.

—¡Pero las señoras visten a lo grande! —dijoBessy, mirando con gesto preocupado el vestidoestampado de Margaret, que su mirada miltonianavaloraba en siete peniques la vara.

Margaret soltó una risa alegre, y se lemarcaron los hoyuelos.

—Gracias, Bessy, por preocuparte tanto pormi aspecto entre toda la gente elegante. Pero tengomuchos vestidos espléndidos. Hace una semanahubiera dicho que demasiados para cualquier cosa

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que volviera a necesitar. Pero como ahora tengoque ir a cenar a casa del señor Thornton, y quizáconozca al alcalde, me pondré el mejor de todos,te lo aseguro.

—¿Qué se pondrá? —preguntó Bessy, bastantealiviada.

—Seda blanca —contestó Margaret—. Unvestido que llevé en la boda de una prima hace unaño.

—¡Perfecto! —dijo Bessy, recostándose en lasilla—. No me gustaba pensar que la mirarían porencima del hombro.

—Bueno, me pondré elegante si eso impideque me miren por encima del hombro en Milton.

—Me gustaría verla vestida —dijo Bessy—.Creo que no es lo que la gente diría guapa; no es lobastante sonrosada y blanca para eso. Pero ¿sabe?,soñaba con usted mucho antes de conocerla.

—¡Tonterías, Bessy!—Pero es verdad. Su misma cara, mirando con

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sus ojos claros fijos en la oscuridad y el peloretirado de la frente, y que le salían como rayos asu alrededor, tan suave y tersa como ahora, ysiempre venía a darme fuerzas, que yo parecíasacar de sus profundos ojos reconfortantes, yllevaba una vestimenta brillante como la que va allevar a la cena. Así que ya ve, ¡era usted!

—No, Bessy —dijo Margaret con dulzura—,fue sólo un sueño.

—¿Y por qué no voy a poder soñar yo unsueño en mi aflicción igual que otros? ¿No lohacían muchos en la Biblia? ¡Sí, y también teníanvisiones! Pero si hasta mi padre piensa mucho enlos sueños. Se lo repito, la vi perfectamente,avanzaba rápidamente hacia mí, con el pelo haciaatrás por la misma rapidez con que se movía,exactamente igual que crece, como un pocoseparado; y el vestido blanco brillante que va aponerse. Déjeme ir a verla con él. Quiero verla ytocarla tal como estaba en realidad en mi sueño.

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—Pero Bessy, eso es sólo una fantasía tuya.—Fantasía o no, ha venido, tal como sabía yo

que haría, cuando vi su movimiento en mi sueño, ycuando está aquí conmigo, creo que me siento mástranquila y reconfortada, igual que reconforta elfuego un día desapacible. Ha dicho que era elveintiuno. Si Dios quiere iré a verla.

—¡Oh, Bessy! Claro que lo harás y serás muybien recibida, pero no hables así que me entristecemucho. De verdad.

—Entonces me lo guardaré para mí, aunquetenga que morderme la lengua. Pero eso no quieredecir que no sea cierto.

Margaret guardó silencio. Al final dijo:—Hablaremos de ello algún día si crees que

es cierto. Pero ahora no. Dime, ¿ha dejado detrabajar tu padre?

—¡Sí! —dijo Bessy con tristeza, en un tonocompletamente distinto del que había empleadohasta entonces—. Él y muchos otros, todos los

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hombres de Hamper y muchos más. Y esta vez lasmujeres están tan furiosas como los hombres. Losalimentos son caros, y tienen que dar de comer asus hijos, lo sé. Suponga que los Thornton lesmandasen su cena. ¡El mismo dinero empleado enpatatas y harina calmaría el llanto de muchos niñosy aliviaría un poco la angustia de sus madres!

—¡No hables así! —dijo Margaret—. Mehaces sentir malvada y culpable por ir a esa cena.

—¡No! —dijo Bessy—. Algunas personas sonelegidas para espléndidos banquetes y púrpuras ylino fino. Quizá sea usted una de ellas. Otros sudany trabajan toda la vida y ni siquiera los perros soncompasivos en nuestros días como lo eran en lostiempos de Lázaro. Pero si usted me pidiera que lerefrescara la lengua con la punta del dedo, cruzaríapara ello el gran abismo pensando en todo lo queha hecho aquí por mí[31].

—Bessy, tienes mucha fiebre. Lo sé por elpulso y por lo que dices. No será suficiente

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división en ese día terrible el que unos hayamossido mendigos aquí y otros hayamos sido ricos, noseremos juzgados por esa pequeña casualidad,sino por haber seguido fielmente a Jesucristo.

Margaret se levantó a buscar agua: humedecióen ella su pañuelo, refrescó la frente a Bessy yempezó a frotarle los pies helados. Bessy cerró losojos y se dejó cuidar. Al final dijo:

—También usted habría perdido los cincosentidos igual que yo si hubiera tenido queaguantar a los que vienen preguntando por mipadre y se quedan a contarme sus historias.Algunos hablan de odio mortal y dicen cosas tanhorribles de los patronos que hacen que se mehiele la sangre en las venas; pero la mayoría, queson mujeres, sigue quejándose y quejándose (conlas lágrimas rodándoles por las mejillas, sinmolestarse en secárselas) del precio de la carne,de que sus hijos no pueden dormir por de nochepor el hambre.

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—¿Y creen que la huelga lo remediará? —preguntó Margaret.

—Eso dicen —repuso Bessy—. Dicen que elnegocio ha ido bien durante mucho tiempo, y quelos patronos han hecho muchísimo dinero; padreno sabe cuánto, pero el sindicato sí, claro; yquieren su parte de los beneficios, como esnatural, ahora que la comida está encareciendo. Yel sindicato dice que no cumplirían con suobligación si no consiguen que los patronos lesden su parte. Pero la verdad es que los patronosnos llevan ventaja; y me temo que la mantenganahora y siempre. Es como la gran batalla deArmagedón, la forma en que siguen resistiendo yluchando unos con otros hasta que incluso mientrasluchan son arrojados al abismo.

En aquel momento, llegó Nicholas Higgins.Oyó las últimas palabras de su hija.

—¡Sí! Y yo también seguiré luchando; y loconseguiré esta vez. No llevará mucho hacerlos

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ceder, porque han aceptado un montón deencargos, todos con contrato, y pronto se daráncuenta de que es mejor que nos den nuestro cincopor ciento que perder el beneficio queconseguirían, y eso sin contar la multa porincumplimiento de contrato. ¡Ajá, señores míos!Yo sé quién ganará.

Su actitud hizo pensar a Margaret que habíaestado bebiendo, no tanto por lo que decía comopor la agitación con que hablaba; y esa idea se vioconfirmada por el evidente deseo que manifestóBessy de que se marchara en seguida.

—El veintiuno cae en jueves —le dijo—. Iré averla vestida para la cena de los Thornton. ¿A quéhora es?

—¡Thornton! —exclamó Higgins antes de queMargaret pudiera contestar—. ¿Va a ir a cenar acasa de Thornton? Pídale que brinde por el éxitode sus pedidos. Creo que para el veintiuno yaestará estrujándose la sesera para ver cómo los

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sirve a tiempo. Dígale que hay setecientos que irána Marlborough Mills al día siguiente de que dé elcinco por ciento y le ayudarán a cumplir elcontrato en un periquete. Estarán todos allí. Mipatrono Hamper. Él es de los chapados a laantigua. No sabe hablar con un hombre sinjuramentos y maldiciones. Creo que se moriría sime hablara con educación. Claro que perroladrador poco mordedor, y si quiere puedecontarle que lo ha dicho uno de sus huelguistas.¡Verá a un montón de fabricantes de primera encasa de Thornton! Ya me gustaría tener una charlacon ellos cuando se sienten un poco másdispuestos a guardar silencio después de cenar yno pueden salir por patas. Les diría cuatroverdades. Les diría lo que se merecen porponernos las cosas tan difíciles.

—¡Adiós! —dijo Margaret apresuradamente—. ¡Adiós, Bessy! Espero verte el veintiuno si teencuentras bien.

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Los medicamentos y el tratamiento que habíaprescrito el doctor Donaldson a la señora Hale lesentaron tan bien al principio que no sólo ella sinotambién Margaret empezaron a creer que tal vez sehubiera equivocado y que podría curarse. Encuanto al señor Hale, aunque nunca había tenidouna idea clara de la gravedad de sus aprensiones,desechó sus temores con evidente alivio,demostrando así lo mucho que le había afectadovislumbrar la naturaleza de los mismos. SóloDixon seguía graznándole continuamente aMargaret al oído. Pero Margaret no hizo caso desus malos augurios y concibió esperanzas.

Necesitaban aquel rayo de luz en casa, porquefuera incluso sus ojos legos captaban la lúgubre einquietante atmósfera de descontento. El señorHale había conocido a algunos trabajadores por sucuenta, y estaba deprimido por historias desufrimiento y prolongada resistencia que lecontaban. No se hubieran dignado a hablar de lo

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que tenían que soportar con alguien que, por suposición, pudiera haberlo entendido sin suspalabras. Pero allí estaba aquel hombre de uncondado lejano, desconcertado por elfuncionamiento del sistema en medio del cual sehabía visto arrojado, y todos deseaban que hicierade juez y darle testimonio de los motivos de suirritación. El señor Hale llevaba luego toda lacolección de agravios y se los exponía al señorThornton para que él, con su experiencia depatrón, los ordenara y explicara su causa. Y lohacía siempre, basándose en sólidos principioseconómicos, demostrando que, tal comofuncionaba la industria, tenía que haber siempre uncrecimiento y una disminución de la prosperidadcomercial. Y que durante la disminución acababaen la ruina determinado número de patronos, ytambién de trabajadores. Y no volvían a aparecerentre las filas de los felices y prósperos. Hablabacomo si esta consecuencia fuese tan absolutamente

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lógica que ni empleadores ni empleados tuviesenningún derecho a quejarse si ése era su destino: elempresario tenía que retirarse de una carrera en laque ya no podía seguir, con la amarga sensación defracaso e incompetencia, herido en la lucha,aplastado por los compañeros en suapresuramiento por hacerse ricos, desairado dondehabía sido respetado en otros tiempos, pidiendohumildemente empleo en vez de ofrecerlo conmano señorial. Por supuesto, al hablar así deldestino que como patrono podría ser el suyo en lasfluctuaciones del mercado, era improbable quetuviera más compasión por el de los obreros quese dejan de lado en el rápido e implacable cambioo mejora, que desearían echarse y desaparecertranquilamente de un mundo que ya no losnecesitaba, pero sentían que no podrían descansaren sus tumbas por los gritos persistentes de losseres amados y desvalidos que dejarían atrás, queenvidiaban la fuerza del ave silvestre que puede

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alimentar a sus crías con la sangre de su propiocorazón. El espíritu de Margaret se rebelabacontra él cuando razonaba de esa forma, como si elmercado lo fuera todo y la humanidad no fueranada. No podía agradecerle la amabilidadindividual que le llevaría aquella misma tarde aofrecerle (ni la delicadeza que le hizo comprenderque debía ofrecérselo a ella en privado) lo quefuese para la enfermedad de lo que su propiariqueza o la previsión de su madre les habíanhecho acumular en la casa y que, como sabía porel doctor Donaldson, la señora Hale podríanecesitar. Su presencia, después de la forma enque había hablado, el hacerle recordar la muerteque en vano intentaba convencerse de que aúnpodría alejarse de su madre, todo ello crispaba aMargaret cuando le miraba y le escuchaba. ¿Quéderecho tenía él a ser la única persona, aparte deldoctor Donaldson y de Dixon, que conocía elterrible secreto que ella ocultaba en el rincón más

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oscuro y sagrado de su corazón, sin atreverse aexaminarlo a menos que invocara la fuerza divinapara soportar la idea de que algún día no muylejano llamaría a su madre y no llegaría ningunarespuesta de la oscuridad silenciosa y sombría?Pero él lo sabía todo. Ella lo vio en su miradacompasiva. Lo oyó en su voz trémula y grave.¿Cómo conciliar aquella mirada y aquella voz consu lógica dura e implacable al exponer losaxiomas mercantiles y desarrollarlos serenamentehasta sus últimas consecuencias? Esa discrepanciala irritaba inexplicablemente. Y aún más por elcreciente sufrimiento de que le había habladoBessy. El padre, Nicholas Higgins, hablaba de otraforma, por supuesto. Él era miembro del comitésindical y aseguraba conocer secretos de los quelos extraños nada sabían. Lo dijo de una formamás expresa y específica la misma víspera de lacena de la señora Thornton, cuando Margaret fue ahablar con Bessy y lo encontró discutiendo el tema

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con Boucher, el vecino a quien había oídomencionar con frecuencia, bien por despertar lacompasión de Higgins, como obrero poco hábilcon una familia numerosa que mantener, o bien porindignar a su vecino más enérgico y optimista porsu falta de lo que éste llamaba espíritu. Laexaltación de Higgins era muy evidente cuandollegó Margaret. Boucher estaba de pie, con ambasmanos apoyadas en la repisa de la chimenea,bastante alta, balanceándose ligeramente sobre elapoyo que le proporcionaban de ese modo losbrazos, y mirando ferozmente el fuego con unaespecie de desesperación que crispaba a Higgins,aunque le llegaba al alma. Bessy se balanceabaenérgicamente en la mecedora, como solía hacercuando estaba nerviosa (algo que, para entonces,Margaret ya había advertido). Su hermana Mary seestaba atando el sombrero con lazadas grandes ydesmañadas (como correspondía a sus dedosgrandes y torpes) para ir al trabajo, gimoteando y

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sin duda deseando perder de vista cuanto antesaquella escena que la angustiaba.

Margaret apareció entonces. Vaciló unmomento en la puerta, y luego se llevó un dedo alos labios y se acercó sigilosamente a sentarse enel sofá junto a Bessy. Nicholas la vio entrar y lasaludó con un cabeceo brusco pero no hostil. Maryaprovechó encantada que la puerta estaba abierta yse apresuró a salir de casa, echándose a llorar encuanto se vio lejos de la presencia de su padre.John Boucher fue el único que no se fijó en quiénentraba y quién salía.

—Es inútil, Higgins. Ella no puede vivirmucho así. Se está consumiendo, y no por falta decarne para ella misma, sino porque no puedesoportar ver pasar hambre a los pequeños. ¡Sí,hambre! Cinco chelines semanales pueden bastartea ti que sólo tienes dos bocas que alimentar, y unade ellas es ya una muchacha que puede ganarse elpan. Para nosotros es la miseria. Y te lo aseguro,

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si ella muere antes de que consigamos el cinco porciento, tal como me temo que pasará, les tiraré eldinero a la cara a los patronos y les diré:«¡Malditos seáis vosotros y todo vuestro mundocruel que me ha robado la mejor esposa que hayadado hijos a un hombre!». Y te aseguro, amigo,que os odiaré a ti y a toda la caterva del sindicato.Sí, y te perseguiré con mi odio por cielo y tierra,¡lo haré, amigo! Lo haré… si me llevas por malcamino en este asunto. Nicholas, tú mismo dijisteel miércoles de la semana pasada, y estamos amartes de la segunda semana, que antes de quincedías los patronos nos estarían suplicando quevolviéramos al trabajo, con nuestro salario, y eltiempo casi se ha terminado, y tenemos a nuestropequeño Jack en la cama tan débil que no puedegritar pero que llora a cada poco a lágrima vivapor falta de comida, nuestro pequeño Jack, ¡te loaseguro, amigo! Ella no ha levantado cabeza desdeque él nació, y lo quiere más que a su propia vida

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tal como es, porque sé que me ha costado eseprecio valiosísimo, nuestro pequeño Jack, que medespertaba cada mañana buscando con sus labiosen mi cara áspera y horrorosa, buscando un lugarsuave para besarme, y se está muriendo de hambre.—Los grandes sollozos impidieron seguirhablando al pobre hombre y Nicholas alzó la vistahacia Margaret con los ojos llenos de lágrimas,antes de reunir fuerzas para hablar.

—Aguanta, hombre. El pequeño Jack no pasaráhambre. Tengo dinero y le compraremos un pocode leche y una buena hogaza ahora mismo. Lo míoes tuyo si lo necesitas, ya lo sabes. ¡Pero no tedesanimes, hombre! —añadió, buscando a tientasel dinero en una lata de té—. Te apuesto el alma yel corazón a que ganamos pese a todo, sólotenemos que aguantar otra semana y ya verás cómovienen a suplicarnos que volvamos a los talleres.Y el sindicato se ocupará (es decir, yo) de quetengas lo suficiente para los niños y la señora, así

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que no te acobardes y vayas a pedir trabajo a lostiranos.

Boucher se volvió al oír esas palabras: tenía lacara tan pálida, demacrada, surcada de lágrimas ytan llena de desesperación que su misma calmahizo llorar a Margaret.

—Sabes muy bien que un tirano peor de lo quehayan sido nunca los patronos dice: «Muere dehambre, y deja que mueran todos de hambre, antesde atreverte a ir contra el sindicato». Lo sabes muybien, Nicholas, porque eres uno de ellos. Podéisser buenos cada uno por separado, pero juntos noos apiadáis de un hombre más de lo que lo haría unlobo feroz enloquecido por el hambre.

Nicholas tenía la mano en la manilla de lapuerta. Se detuvo y se volvió hacia Boucher, quele seguía de cerca.

—Bien sabe Dios que hago lo que creo que esmejor para ti y para todos nosotros. Si obro malcreyendo que obro bien, la culpa es suya que me

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ha dejado donde estoy en la ignorancia. Hepensado hasta que me dolían los sesos, créeme,John, lo he hecho. Y lo repito, no tenemos másremedio que confiar en el sindicato. ¡Loconseguirán, ya lo verás!

Margaret y Bessy no habían abierto la boca.Habían contenido el suspiro que sus respectivasmiradas indicaban a la otra que les brotaba delfondo del corazón. Bessy dijo al final:

—Creía que no volvería a oír a mi padreinvocar a Dios. Pero usted le ha oído decir «¡Biensabe Dios!».

—¡Sí! —contestó Margaret—. Déjame traerteel dinero que pueda conseguir, y algo de comidapara los hijos de ese pobre hombre. Que no seenteren de que no procede de tu padre. Será poco.

Bessy se recostó sin prestar atención a lo quedecía Margaret. No lloraba, sólo temblabajadeante.

—Mi corazón se ha quedado sin lágrimas —

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dijo—. Boucher ha venido estos días pasados acontarme sus problemas y sus temores. El pobre esmuy apocado, ya lo sé, pero no deja de ser unhombre. Y aunque me he enfadado muchas vecescon él y con su mujer, que no sabe organizarsemejor que él, sin embargo, verá, no todas laspersonas tienen juicio, pero Dios permite quevivan, sí, y les da a alguien a quien amar y que losame, tan bien como Salomón. Y si la pena hacesufrir a aquellos a quienes aman, les duele tantocomo le dolía a Salomón. No sé. Quizá esté bienque alguien como Boucher tenga el sindicato quese cuida de él. Pero me gustaría ver a los hombresque forman el sindicato y ponerlos uno a uno caraa cara con Boucher. Creo que si le escucharan ledirían (si los pillara de uno en uno) que volvieraal trabajo y aceptara lo que fuera, aunque no fueselo que piden ellos.

Margaret siguió sentada en silencio. ¿Cómoiba a poder volver a sus comodidades y olvidar la

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voz de aquel hombre, con el tono de desesperaciónindescriptible que explicaba mejor que suspalabras lo que tenía que sufrir? Sacó elmonedero. No llevaba en él mucho que pudieseconsiderar suyo, pero se lo dio a Bessy sin hablar.

—Gracias. Muchos no tienen más, y no estántan mal, al menos no lo demuestran como él. Peropadre no dejará que pasen necesidad ahora que losabe. Verá, Boucher se ha hundido por los hijos, ypor ella, que es tan enfermiza; todo lo que podíanempeñar ha desaparecido este último año. No secrea que habríamos dejado que pasaran hambre,aunque estemos todos un poco agobiados. Si losvecinos no se ayudan, ya me dirá quién va hacerlo.—Parecía que Bessy quería que Margaret nopensara que no tenían voluntad y, hasta ciertopunto, medios de ayudar a quien era evidente quecreía que debían ayudar ellos. Prosiguió—:Además, padre está segurísimo de que lospatronos cederán en los próximos días, no pueden

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resistir mucho más. Pero se lo agradezco igual, selo agradezco por mí misma tanto como porBoucher, porque esto hace que la aprecie todavíamás.

Bessy parecía mucho más tranquila aquel día,pero demasiado lánguida y agotada. Margaret seasustó al ver lo fatigada y débil que estaba cuandoacabó de hablar.

—No, todavía no es la muerte —dijo Bessy—.He pasado una noche espantosa de sueños, o algoparecido a los sueños, porque estabacompletamente despierta, y estoy medio mareadatodo el día, sólo ese pobrecillo me ha animado.¡No!, no es la muerte todavía, aunque no anda muylejos. Sí, tápeme, a lo mejor duermo un poco, sime deja la tos. Buenas noches, buenas tardes,debería decir, pero hace un día tan oscuro ybrumoso…

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Capítulo XXHombres y caballeros

Que coman todos, mozo, jóvenes y viejos, ya está.Que coman por diez cada uno, tanto me da.

ROLLO, DUQUE DE NORMANDÍA[32]

Margaret regresó a casa tan apenada y pensativacon lo que había visto y oído que no sabía cómoanimarse para atender los deberes que leaguardaban, la necesidad de mantener un constanteflujo de conversación para su madre que, ahoraque no podía salir, esperaba que el regreso deMargaret del más corto paseo le llevara siemprealguna noticia.

—¿Y puede tu amiga trabajadora venir eljueves a verte vestida?

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—Estaba tan enferma que no se me ocurriópreguntárselo —contestó Margaret compungida.

—¡Vaya por Dios! Parece que todo el mundoestá enfermo ahora —dijo la señora Hale, con unpoco de la envidia que es capaz de sentir unenfermo por otro—. Pero tiene que ser muy tristeestar enferma en uno de esos barrios pobres. —Seimpuso entonces su carácter bondadoso yvolvieron los antiguos hábitos de Helstone—. Yaes bastante malo aquí. ¿Qué podrías hacer por ella,Margaret? El señor Thornton me ha enviado unpoco de su oporto añejo mientras estabas fuera.¿Crees que le sentaría bien una botella?

—¡No, mamá! Y no creo que sean muy pobres.Al menos, no hablan como si lo fueran; y, de todosmodos, lo que tiene Bessy es consunción, noquerrá vino. Podría llevarle algunas conservas defruta de nuestro querido Helstone. ¡No! Hay otrafamilia a la que me gustaría ayudar… Ay, mamá,¿cómo voy a ponerme mis mejores galas para ir a

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fiestas elegantes tan tranquila con lo que he vistohoy? —exclamó Margaret, rebasando los límitesque se había impuesto antes de llegar contándole asu madre lo que había visto y oído en casa de losHiggins.

La señora Hale se afligió mucho. Se sintióimpaciente y disgustada hasta que pudo hacer algo.Mandó a Margaret que llenara un cesto en lamisma sala para enviarlo a casa de Higgins yluego a la otra familia. Casi se enfadó con ella pordecir que no importaba que no llegara hasta el díasiguiente por la mañana, porque sabía que Higginsse había ocupado de atender sus necesidadesinmediatas y ella misma había dado dinero a Bessypara ellos. La señora Hale la llamó insensible y nose dio un respiro hasta que enviaron el cesto a lacasa. Entonces dijo:

—No sé si no habremos obrado mal, despuésde todo. La última vez que vino el señor Thorntondijo que no son verdaderos amigos los que

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contribuyen a prolongar la lucha ayudando a loshuelguistas, ¿no es así?

La señora Hale planteó la pregunta a su esposocuando subió después de dar la clase al señorThornton, que había acabado en conversacióncomo de costumbre. A Margaret no le preocupabaque sus regalos prolongaran la huelga. Su estadode nerviosismo le impedía pararse a pensarlo.

El señor Hale escuchó y procuró mantenersetan sereno como un juez. Recordó todo lo quehabía parecido tan claro hacía menos de mediahora al salir de labios del señor Thornton. Luegollegó a una conclusión poco convincente: suesposa y su hija no sólo habían obrado bien enaquel caso, sino que no veía cómo podían haberobrado de otra forma. No obstante, como normageneral, era muy cierto lo que decía el señorThornton, ya que si la huelga se prolongaba,acabaría obligando a los patronos a contratarobreros de fuera, siempre que el resultado final no

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fuese, como tantas otras veces, la invención dealguna máquina que permitiera prescindir de losobreros. Así que era evidente que el mayor bienque se podía hacer era negarles toda la ayuda querespaldara su locura. Y en cuanto a aquel Boucher,lo primero que haría al día siguiente por la mañanasería ir a verlo e intentaría averiguar qué podíanhacer por él.

El señor Hale fue a ver a Boucher al díasiguiente por la mañana, tal como se habíapropuesto. No lo encontró en casa, pero tuvo unalarga conversación con su esposa y le prometiópedir una orden de hospitalización para ella. Violas abundantes viandas, enviadas por la señoraHale y consumidas bastante pródigamente por losniños, que eran los amos absolutos en ausencia desu padre, y regresó con un relato más reconfortantey alentador de lo que Margaret se había atrevido aesperar. En realidad, lo que ella había contado lanoche anterior había predispuesto a su padre para

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encontrar una situación mucho peor, por lo que élse la describió luego mejor de lo que era enrealidad.

—Pero volveré a ver al marido —concluyó elseñor Hale—. Todavía no sé cómo comparar susviviendas con las casas rurales de Helstone. Aquítienen muebles que los trabajadores agrícolasnunca podrían comprar, y alimentos que ellosconsiderarían lujo. Pero ahora que estas familiasno cuentan con el salario semanal, parece que notienen más recurso que la casa de empeños. Aquíen Milton habría que aprender otro lenguaje ymedirlo todo con otros parámetros.

También Bessy se encontraba bastante mejoraquel día. Sin embargo, seguía tan débil queparecía haber olvidado su deseo de ver a Margaretvestida para la fiesta, si es que no había sido, enrealidad, el deseo febril de un estadosemidelirante.

Margaret no pudo por menos que comparar

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aquella extraña vestimenta suya para ir a donde nodeseaba —teniendo como tenía tantos motivos decongoja— con los modelos alegres y juveniles quevestían Edith y ella hacía poco más de un año.Pero el único placer que le proporcionaba ahoraengalanarse era pensar que su madre disfrutaríaviéndola arreglada. Se ruborizó cuando Dixonabrió la puerta de la sala y reclamó admiración:

—La señorita Hale está muy guapa, ¿verdad?El coral de la señora Shaw no podía quedar mejor.Da el toque de color perfecto, señora. Si no,estaría demasiado pálida, señorita Hale.

Margaret tenía el cabello negro demasiadotupido para llevarlo trenzado. Hacía faltaenrollarlo bien formando rodetes sedososapretados que le ceñían la cabeza como unacorona y se unían formando un moño espiraldetrás. Lo sujetaban dos prendedores grandes decoral, del tamaño de pequeños dardos. Las mangasde seda blanca del vestido se recogían con tiras

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del mismo género, y llevaba al cuello, justo bajola base de su garganta curvada y blanca como lanieve, el collar de coral grueso.

—¡Oh, Margaret! Cuánto me gustaría ir contigoa una de las antiguas reuniones de Barrington,llevándote como solía llevarme a mí ladyBeresford.

Margaret besó a su madre por aquel ligeroarrebato de vanidad maternal; pero estaba tantriste que no pudo sonreír.

—Preferiría quedarme en casa contigo; lopreferiría con mucho, mamá.

—¡Tonterías, cariño! Procura fijarte bien entodo. Me gustaría saber cómo organizan estascosas en Milton. Sobre todo el segundo plato,cariño. A ver qué toman en lugar de caza.

La señora Hale habría sentido más que interés,se habría asombrado, si hubiera visto lasuntuosidad de la mesa. Con su refinado gustolondinense, Margaret consideró agobiante la

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abundancia de manjares. Hubiese bastado la mitady el efecto hubiera resultado así más ligero y máselegante. Pero una de las estrictas normas dehospitalidad de la señora Thornton era que decada plato exquisito se sirviera lo suficiente paraque todos los invitados lo probaran si les apetecía.Despreocupada hasta la frugalidad en sus hábitoscotidianos, se enorgullecía de ofrecer un festín alos pocos invitados suyos a quienes les gustaba. Suhijo compartía este parecer. No había conocidonunca otra forma de relación social (aunque podríahaberla imaginado y tenía capacidad paradisfrutarla) más que la que se basaba en unintercambio de banquetes, e incluso ahora, aunquese negaba a sí mismo el gasto personal de unpenique innecesario y había lamentado más de unavez que hubieran enviado las invitaciones paraaquella cena, aun así, como tenía que hacerse, lecomplacía contemplar la magnificencia de todo.

Margaret y su padre fueron los primeros en

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llegar. El señor Hale se molestó en llegarpuntualmente a la hora indicada. La señoraThornton y Fanny estaban solas en la sala dearriba. Habían retirado todas las fundas y laestancia resplandecía con el damasco amarillo deseda y una alfombra floreada radiante. Todos losrincones parecían llenos de adornos hasta el puntode fatigar la vista, y contrastaban extrañamente conla fealdad desnuda del gran almacén, cuyas puertasestaban abiertas para que entraran los coches. Lafábrica se alzaba imponente a la izquierda de lasventanas, proyectando la sombra de sus muchasplantas que oscurecía prematuramente el atardecerestival.

—Mi hijo estaba ocupado hasta última horapor el trabajo. No tardará en llegar, señor Hale.¿Quieren tomar asiento, por favor?

El señor Hale estaba de pie junto a una ventanacuando habló la señora Thornton. Se volvió y dijo:

—¿No les resulta un poco molesta a veces la

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proximidad de la fábrica?Ella se acercó:—Nunca. No me he vuelto tan delicada como

para querer olvidar el origen de la riqueza y elpoder de mi hijo. Además, no hay otra fábricaigual en Milton. Una sala tiene doscientas veinteyardas cuadradas.

—Lo decía por el humo y el ruido, ¡elconstante ir y venir de los obreros tiene que serfastidioso!

—¡Estoy de acuerdo con usted, señor Hale! —dijo Fanny—. Siempre huele a maquinaria devapor y a grasa, y el ruido es absolutamenteensordecedor.

—Yo he oído ruido mucho más ensordecedoral que llaman música. La sala de máquinas quedaal final de la calle de la fábrica; sólo se oye enverano, cuando abren todas las ventanas. Y encuanto al constante murmullo de los obreros, nome molesta más que el zumbido de un enjambre de

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abejas. Si alguna vez pienso en ello, lo relacionocon mi hijo y me doy cuenta de que todo lepertenece a él y de que él es el jefe que lo dirige.Ahora mismo no se oye ningún ruido de la fábrica.Los obreros han sido tan ingratos como para parar,tal vez se haya enterado. Precisamente el asuntoque les comentaba antes del que tenía queocuparse era de las medidas que va a tomar paraenseñarles cuál es su sitio.

Su expresión siempre severa se intensificó aldecir esto, mostrando una cólera sombría. Y no sedisipó cuando el señor Thornton entró en lahabitación, pues ella percibió en él al instante elpeso de la inquietud y la preocupación que nopodía quitarse de encima, aunque saludó a susinvitados con actitud animosa y cordial. Estrechóla mano a Margaret. Él sabía que era la primeravez que sus manos se unían, aunque ella no fueseen absoluto consciente de tal hecho. Preguntó porla señora Hale y escuchó el informe optimista y

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esperanzador del señor Hale. Miró a Margaretpara determinar hasta qué punto coincidía ella consu padre, y no vio en su rostro ningún gestodiscrepante. Y mientras la miraba con estaintención, le impresionó de nuevo su gran belleza.Nunca la había visto vestida así, y sin embargo lepareció que aquella elegancia era tan propia de sunoble figura y de su majestuosa serenidad quedebería ir siempre así ataviada. Estaba hablandocon Fanny; no podía oír de qué. Pero advirtió quesu hermana se arreglaba continuamente una u otraparte del vestido con impaciencia, y que sus ojossaltaban de un lado a otro sin ningún propósito ensu observación; y los comparó inquieto con losgrandes ojos serenos que miraban firmes de frentea un objeto como si su luz emitiera un suave influjode reposo: las curvas de sus labios rojos,separados sólo por el interés de oír lo que decíasu interlocutora, la cabeza un poco inclinada haciadelante, formando una larga y amplia curva desde

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la parte superior, donde la luz iluminaba el cabellonegro azabache, hasta la punta marfileña delhombro; los brazos blancos torneados, y las manosahusadas, posadas ligeramente una sobre otra yabsolutamente inmóviles en su quietud perfecta. Elseñor Thornton suspiró al abarcar todo esto en unade sus súbitas y amplias miradas. Y luego dio laespalda a las jóvenes y se entregó, con esfuerzopero en cuerpo y alma, a conversar con el señorHale.

Fueron llegando los demás invitados. Fannydejó a Margaret para ayudar a su madre arecibirlos. El señor Thornton advirtió que nadiehablaba con Margaret ya y ese aparente abandonole inquietó. Pero no se acercó a ella en ningúnmomento; no la miró. Aunque estaba atento a loque hacía o dejaba de hacer que a los movimientosde ninguna otra persona de la estancia. Margaretestaba tan ajena a sí misma y se divertía tantoobservando a los demás que no se fijó en si pasaba

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inadvertida o no. Alguien la acompañó alcomedor. No entendió su nombre, y no le pareciómuy dispuesto a conversar con ella. Los caballerosmantenían una conversación muy animada. Lasdamas, en general, guardaban silencioconcentrándose en tomar nota de la cena y criticarlos vestidos de las otras. Margaret captó la idea dela conversación general, se interesó y prestóatención. El señor Horsfall, el forastero cuyavisita a la ciudad había sido el motivo original dela fiesta, hacía preguntas sobre la industria y lasfábricas del lugar. Y los demás caballeros (todoshombres de Milton) le contestaban y le dabanexplicaciones. Surgió cierta disputa, que fueacaloradamente debatida. Se consultó al señorThornton, que apenas había hablado hastaentonces, pero que dio su opinión, cuyas basesfueron tan claramente expuestas que hasta losadversarios cedieron. Margaret concentró así laatención en él; su actitud general, como dueño de

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la casa y anfitrión de sus invitados era tan franca,pero tan sencilla y modesta, que resultabatotalmente digna. Margaret pensó que nunca lehabía visto en situación tan ventajosa. Cuandohabía ido a su casa, siempre había habido algo, obien entusiasmo excesivo o aquella especie deenojo ofendido que parecía dispuesto a presuponerque se le juzgaba injustamente y sin embargo sesentía demasiado orgulloso para intentar hacerseentender mejor. Pero allí, entre sus colegas, nohabía la menor duda en cuanto a su posición.Todos ellos le consideraban un hombre de carácterfuerte y poderoso en muchos sentidos. No teníaque esforzarse en ganarse su respeto. Ya contabacon él; y lo sabía. Y esa certeza daba a su voz y asu actitud una gran serenidad que Margaret nohabía advertido nunca.

No estaba acostumbrado a hablar con lasdamas; y lo que decía era un poco ceremonioso.Con Margaret no habló en absoluto. Ella se

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sorprendió al pensar lo bien que lo había pasadoen la cena. Ya sabía lo suficiente para comprendermuchos asuntos locales, incluso algunos de lostérminos técnicos que empleaban los impetuososfabricantes. Participó de forma resuelta en silencioen el tema que discutían. De todos modos,hablaban con enérgica franqueza y no de la formacansina que tanto la aburría en las antiguas fiestasde Londres. Le extrañó que hablando tanto de lasmanufacturas y la industria del lugar no hicieranninguna alusión a la huelga inminente. Aún nosabía con cuánta tranquilidad tomaban los patronosaquellas cosas, que tenían sólo un final posible.Por supuesto, los obreros se estaban labrando supropia ruina, como habían hecho tantas veces.Pero si eran tan estúpidos como para ponerse enmanos de una pandilla de delegados sinvergüenzasa sueldo, tendrían que aceptar las consecuencias.Algunos pensaban que Thornton parecíadesanimado, y tenía bastante que perder con la

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huelga. Pero eso era algo que podía ocurrirles aellos mismos cualquier día. Y Thornton era tanbueno como el que más para solucionarlo. Porqueera un tipo tan fuerte como cualquiera de Milton.Los obreros se habían equivocado de hombreprobando aquella artimaña con él. Y se reían entredientes imaginando el fracaso y el asombro de losobreros que pretendían modificar un ápice lo quehabía decretado Thornton.

Margaret se aburrió bastante en la sobremesa.Se alegró cuando llegaron los hombres, no sóloporque captó la mirada de su padre para sacarlade su somnolencia, sino también porque podríaescuchar algo más interesante que las nimiedadesde las que habían estado hablando las señoras. Leagradaba el jubiloso sentimiento de poder quetenían aquellos hombres de Milton. Podía serbastante extravagante en su manifestación, y untanto presuntuoso; pero aun así, parecían desafiarlos viejos límites de lo posible, en una especie de

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embriaguez sutil causada por el recuerdo de lo quese había conseguido y de lo que se conseguiría.Aunque en sus momentos más fríos no aprobara suespíritu en todo, aun así había muchos aspectosadmirables en aquel olvido de sí mismos y delpresente, en los triunfos que se prometían sobretoda la materia inanimada aunque ninguno de ellosviviría para verlo. Se sobresaltó al oír al señorThornton a su lado, que le decía:

—Me pareció qué estaba de nuestro lado en ladiscusión durante la cena, ¿no es así, señoritaHale?

—Por supuesto. Aunque en realidad sé muypoco del tema. Sin embargo, me sorprendióenterarme por lo que dijo el señor Horsfall de quehay otros que piensan de forma diametralmenteopuesta, como el señor Morison al que mencionó.No será un caballero, ¿verdad?

—No soy en modo alguno la persona adecuadapara determinar la caballerosidad de nadie,

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señorita Hale. Verá, no entiendo bien suaplicación de la palabra. Pero diría que eseMorison no es un hombre de bien. No sé quién es;sólo le juzgo por la información del señorHorsfall.

—Creo que mi «caballero» corresponde a su«hombre de bien».

—Y a muchísimo más, querrá decir. No estoyde acuerdo. Para mí un hombre es un ser muysuperior y más consumado que un caballero.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Margaret—.Creo que entendemos las palabras de distintaforma.

—A mi modo de ver, «caballero» es untérmino que sólo describe a una persona en surelación con los demás; pero cuando digo quealguien es «un hombre», no sólo lo considero enrelación con sus semejantes, sino en relaciónconsigo mismo, con la vida, el tiempo, laeternidad. La entereza, la fortaleza, la fe de

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náufrago solitario como Robinson Crusoe, de unprisionero encerrado en un calabozo para siempre,incluso de un santo de Patmos, se define mejor sidecimos que es «un hombre». Yo estoy bastanteharto de la palabra «caballeroso», que me pareceque se emplea unas veces de forma impropia yotras, con demasiada frecuencia, distorsionandoexageradamente el significado, sin reconocer lasencillez del sustantivo «hombre» y del adjetivo«humano», lo que me induce a considerarlo partede la hipocresía imperante.

Margaret reflexionó un momento. Pero antes deque pudiera expresar su lenta conclusión,reclamaron al señor Thornton algunos impacientesfabricantes, cuya conversación no podía oír ella,aunque imaginó su importancia por las respuestasbreves y claras que daba él, que se puso serio yfirme al oírse el estruendo de un cañón de salvas alo lejos. Era evidente que estaban hablando de lahuelga y de cuál sería el mejor curso a seguir. Oyó

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decir al señor Thornton:—Eso ya se ha hecho.Llegó luego un murmullo apresurado, al que se

unieron dos o tres.—Se han tomado todas esas medidas.El señor Slickson planteó algunas dudas y citó

algunos problemas, tomando del brazo al señorThornton para recalcar mejor sus palabras. Elseñor Thornton se apartó un poco, arqueólevemente las cejas y repuso:

—Yo me arriesgo. No tienen por quéparticipar si no quieren.

Expusieron otros temores.—No me asusta algo tan ruin como la agitación

incendiaria. Somos enemigos declarados; y puedoprotegerme de la violencia que preveo. Yprotegeré a todos los que acudan a pedirmetrabajo, por supuesto. Ellos conocen mideterminación tan bien como ustedes.

El señor Horsfall le apartó un poco a un lado,

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según supuso Margaret, para hacerle algunas otraspreguntas sobre la huelga; pero, en realidad, erapara informarse de quién era ella, tan serena, tanmajestuosa y tan bella.

—¿Una dama de Milton? —le preguntó,cuando le dijo el nombre.

—¡No! Del sur de Inglaterra, de Hampshire,creo —fue la respuesta fría e indiferente del señorThornton.

La señora Slickson estaba interrogando aFanny sobre el mismo tema.

—¿Quién es esa joven tan guapa de aspecto tandistinguido? ¿Es hermana del señor Horsfall?

—¡Santo cielo, qué va! Aquél es el señorHale, su padre, el que está hablando con el señorStephens. Da clases; es decir, instruye a losjóvenes. Mi hermano lo ve dos veces por semana ypor eso pidió a mamá que los invitara, para que sedé a conocer. Creo que tenemos algunos de susfolletos, si le interesan.

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—¡El señor Thornton! ¿De verdad tiene tiempopara estudiar con un tutor con su trabajo y encimaesta huelga abominable?

La actitud de la señora Slickson no permitíadeterminar a Fanny si debía enorgullecerse oavergonzarse de la conducta de su hermano; y,como todos los que toman las opiniones de otrospor norma de las propias, solía avergonzarse decualquier comportamiento singular. Su vergüenzase vio interrumpida por la dispersión de losinvitados.

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Capítulo XXILa noche oscura

Nadie en el mundo conocesonrisa sin lágrimas.

ELLIOTT[33]

Margaret y su padre volvieron a casa caminando.La noche era espléndida, las calles estabandespejadas y, con su precioso vestido de sedablanca «alzado hasta la rodilla» como el de saténverde de Leezie Lindsay en la balada, se fue consu padre dispuesta a saltar con el estímulo del airepuro y fresco de la noche.

—Creo que Thornton no las tiene todasconsigo respecto a la huelga. Parecía muypreocupado esta noche.

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—Lo extraño sería que no lo estuviera. Aunquehabló con los otros con su calma habitual cuandosugirieron diferencias justo antes de que nosmarcháramos.

—Hizo lo mismo en la sobremesa. Sería muydifícil que dejara de hablar con su calma habitual.Pero parece preocupado.

—Yo en su lugar también lo estaría. Tiene queestar al tanto de la creciente cólera y el odioapenas sofocado de sus obreros, que le considerantodos un «hombre duro» en el sentido bíblico, notanto injusto como insensible; de juicio claro, queinsiste en sus «derechos» como ningún ser humanodebería hacerlo considerando lo que nosotros ynuestros nimios derechos somos a ojos delTodopoderoso. Me alegra que pienses que parecepreocupado. Cuando recuerdo la actitud y laspalabras casi demenciales de Boucher no soportola frialdad con que habló el señor Thornton.

—En primer lugar, yo no estoy tan seguro

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como tú de la absoluta penuria de ese Boucher. Nodudo que no tuviera nada de momento. Pero haysiempre una misteriosa provisión de dinero de lossindicatos. Y, por lo que dices, es evidente que esun hombre de carácter apasionado y efusivo y queexpresó libremente cuanto sentía.

—¡Vamos, papá!—Bueno, yo sólo quería hacer justicia al señor

Thornton. En mi opinión, su carácter escompletamente distinto. Es un hombre que no tienea gala en absoluto demostrar sus sentimientos.Precisamente el carácter que yo creía queadmirarías tú, Margaret.

—Y lo hago, o debería hacerlo. Sólo que noestoy tan segura como tú de la existencia de esossentimientos. Es un hombre de gran fuerza decarácter y de inteligencia excepcional, siconsideramos las escasas oportunidades que hatenido.

—No tan escasas. Ha llevado una vida

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práctica desde edad muy temprana; se ha vistoobligado a ejercitar el juicio y el dominio de símismo. Todo eso desarrolla una parte delintelecto. Claro que necesita cierto conocimientodel pasado, que constituye la verdadera base parahacer conjeturas sobre el futuro. Pero esconsciente de esa carencia, lo cual ya es mucho.Estás totalmente predispuesta contra el señorThornton, Margaret.

—Es el primer ejemplar de fabricante, depersona dedicada al comercio, que tengo ocasiónde estudiar, papá. Es como si fuera la primeraaceituna que pruebo, permíteme torcer el gestomientras decido si me gusta. Sé que es bueno en sugénero y que acabará gustándome. Prefiero pensarque ya está empezando a hacerlo. Me interesómucho lo que hablaban los caballeros aunque noentendí ni la mitad. Lamenté de veras que laseñorita Thornton me llevara al otro extremo de lahabitación, diciéndome que estaba segura de que

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me incomodaba ser la única dama entre tantoscaballeros. Yo estaba tan concentrada escuchandoque ni siquiera se me había ocurrido semejanteidea. ¡Y las señoras eran tan aburridas, papá, oh,qué pesadas! Aunque creo que estuvo bien detodos modos. Me recordaba nuestro antiguo juegode pensar muchos nombres para formar una frase.

—¿A qué te refieres, hija? —preguntó el señorHale.

—Verás, empleaban nombres que eransímbolos de cosas que denotan riqueza, como amade llaves, ayudantes de jardinero, dimensiones deespejos, encaje valioso, diamantes y demás; y cadauna elaboraba su discurso empleándolos de laforma más casual posible.

—Te sentirás igualmente orgullosa de tu únicasirvienta cuando la tengas, si es cierto lo que dicede ella la señora Thornton.

—No lo dudo en absoluto. Me sentía muyhipócrita esta noche allí sentada con mi traje de

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seda blanco mano sobre mano cuando recordaba elmeticuloso trabajo doméstico que había hecho hoy.Me tomaron por una dama fina, estoy segura.

—Incluso yo me equivoqué hasta el punto deparecerme que eras una dama, cariño —dijo elseñor Hale, con una leve sonrisa.

Pero sus sonrisas se tornaron palideztemblorosa al ver la cara de Dixon cuando lesabrió la puerta.

—¡Ay, señor! ¡Ay, señorita Hale! Gracias aDios que llegan. Ha venido el doctor Donaldson.La sirvienta de la casa de al lado fue a avisarle,porque la asistenta se había marchado. Ya estámejor, pero ¡ay, señor! Hace una hora creí que semoría.

El señor Hale se apoyó en el brazo deMargaret para no caerse. La miró a la cara y viosorpresa y profundísimo dolor, pero no el terrordesesperado que atenazaba su pobre corazóndesprevenido. Ella sabía más que él, y sin

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embargo escuchaba con aquella expresión abatidade temor sobrecogido.

—¡No debía haberla dejado, soy una malahija! —susurró Margaret con un gemido, ayudandoa su padre a subir las escaleras apresuradamente.El doctor Donaldson los esperaba en el rellano.

—Ya está mejor —les dijo en voz baja—. Elopiáceo ha hecho efecto. Los espasmos eran muyfuertes, no es extraño que la doncella se asustara.Pero se recuperará esta vez.

—¡Esta vez! ¡Déjeme verla!Media hora antes, el señor Hale era un hombre

maduro; ahora le fallaba la vista, le flaqueaban lossentidos y su paso era tan vacilante como el de unanciano de setenta años.

El doctor Donaldson le tomó del brazo y leguió al dormitorio, seguido de cerca por Margaret.Allí yacía su madre, con una expresióninconfundible. Estaba dormida y tal vez se sintieramejor ya, pero la muerte la había marcado y era

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evidente que no tardaría en volver para llevársela.El señor Hale se quedó mirándola un rato ensilencio. Luego empezó a temblar de pies acabeza, se apartó del atento cuidado del doctor ybuscó a tientas la puerta; no la veía, aunque habíavarias velas encendidas que habían llevado alproducirse el súbito revuelo. Entró tambaleante enla sala y buscó a tientas un asiento. El doctorDonaldson se apresuró a acercarle uno y le ayudóa sentarse. Luego le tomó el pulso.

—Hable con él, señorita Hale. Hay quereanimarle.

—¡Papá! —exclamó Margaret, en tonoapremiante y dolorido—. ¡Papá! Contéstame.

El señor Hale recuperó la visión e hizo un granesfuerzo.

—¿Lo sabías, Margaret? ¡Oh, qué cruel hassido!

—No señor, no ha sido cruel —replicó eldoctor Donaldson con firmeza—. La señorita Hale

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ha obrado siguiendo mis instrucciones. Tal vezhaya sido un error, pero cruel no. Su esposa seráuna persona distinta mañana, espero. Ha tenidoespasmos, tal como yo había previsto, aunque nole expliqué a la señorita Hale mis temores. Hatomado el opiáceo que traje. Tendrá un sueñolargo y profundo; y mañana habrá desaparecido laexpresión que tanto le ha asustado.

—Pero la enfermedad no, ¿verdad?El doctor Donaldson miró a Margaret. Siguió

con la cabeza inclinada, no alzó la cara con gestosuplicante de aplazamiento temporal, lo que indicóa aquel fino observador de la naturaleza humanaque la joven creía preferible que dijera toda laverdad.

—La enfermedad no. No podemos tocar laenfermedad, pese a nuestra pobre y encomiadadestreza. Sólo podemos demorar su progreso,aliviar el dolor que causa. Sea un hombre, señor,sea cristiano. Tenga fe en la inmortalidad del

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alma, a la que ni dolor ni enfermedad mortalpueden afectar ni atacar.

—Usted no ha estado casado, doctorDonaldson; no sabe lo que es. —Recibió por todarespuesta estas entrecortadas palabras y loshondos sollozos viriles que quebraron la quietudde la noche como fuertes pulsaciones de dolordesesperado.

Margaret se arrodilló a su lado y le consolócon llorosas caricias. Nadie, ni siquiera el doctorDonaldson, sabía cuánto tiempo pasó. El señorHale fue el primero que se atrevió a hablar de lasnecesidades del presente.

—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó—.Díganoslo a los dos. Margaret es mi báculo, mibrazo derecho.

El doctor Donaldson les dio instruccionesclaras y sensatas. No había que temer aquellanoche, incluso habría tranquilidad al día siguientey durante muchos días todavía. Pero no existía

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ninguna esperanza de recuperación. Aconsejó alseñor Hale que se acostara, que se quedara sólouna persona velando el sueño de la enferma, quecreía que sería tranquilo. Prometió volver al díasiguiente por la mañana temprano. Les estrechócálida y cordialmente la mano y se marchó.

Apenas hablaron. Estaban demasiado agotadospor el terror para hacer algo más que decidir elcurso de acción inmediato. El señor Hale decidiópasar la noche en vela, y todo lo que pudo hacerMargaret fue convencerle de que descansara en elsofá de la sala. Dixon se negó de plano aacostarse; y, en cuanto a Margaret, sencillamenteera imposible que dejara a su madre aunque todoslos médicos del mundo hablasen de «administrarlos recursos» y de que «sólo hace falta que veleuna persona». Así que Dixon se sentó, veló,parpadeó y dio cabezadas, se espabilósobresaltada y finalmente renunció a la lucha y sequedó como un tronco. Margaret se había quitado

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el vestido de seda echándolo a un lado condisgustada impaciencia y se había puesto la bata.Tenía la sensación de que no podría volver adormir nunca; de que absolutamente todos sussentidos eran esenciales y estaban dotados deagudeza doble para velar. Cualquier objeto,sonido, incluso cualquier pensamiento, tocabaalgún nervio en lo más vivo. Durante más de doshoras oyó a su padre moverse inquieto en lahabitación contigua. Se acercaba una y otra vez ala puerta de la habitación de su madre y sequedaba escuchando hasta que ella, sin haber oídosu presencia oculta, se acercaba y la abría paradecirle que todo iba bien respondiendo a laspreguntas que él apenas podía formular con loslabios cuarteados. Al final, también él se quedódormido y la casa se sumió en el silencio.Margaret permanecía detrás de la cortinapensando. Todos los intereses de los días pasadosparecían muy lejanos en el tiempo, muy lejanos en

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el espacio. Sólo hacía treinta y seis horas estabapreocupada por Bessy Higgins y por su padre, ymuy acongojada por Boucher. Ahora, todo aquelloparecía el nebuloso recuerdo de una vida anterior.Todo lo que había ocurrido fuera de allí parecíaajeno a su madre y por lo tanto irreal. InclusoHarley Street le parecía diferente. Recordaba igualque si hubiera sido ayer cómo se había consoladobuscando los rasgos de su madre en la cara de sutía y las cartas que la hacían sumirse en losrecuerdos del hogar con amorosa nostalgia. HastaHelstone quedaba en el brumoso pasado. Los díasgrises del invierno y la primavera anteriores, tanaburridos y monótonos, parecían más relacionadoscon lo que ahora valoraba por encima de todo.Deseaba aferrarse a los bordes de aquel tiempoque se desvanecía y rezar para que volviera y ledevolviera lo que tan poco había apreciadomientras aún lo tenía. ¡Qué espectáculo tan vano leparecía la vida! ¡Qué insustancial, titilante y fugaz!

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Era como si en un campanario etéreo, por encimade la agitación y el estruendo de la tierra, hubierauna campana que anunciara continuamente: «¡Todoson sombras! ¡Todo es pasajero! ¡Todo hapasado!». Y cuando alboreó el día y llegó lamañana fría y gris como tantas mañanas anterioresmás felices, Margaret miró uno tras otro a losdurmientes, y la noche terrible le pareció tan irrealcomo un sueño. También era una sombra Tambiénhabía pasado.

La misma señora Hale cuando despertó nosabía lo enferma que había estado la nocheanterior. Le sorprendió bastante la temprana visitadel doctor Donaldson y le desconcertaron lascaras angustiadas de su esposo y de su hija.Reconoció que estaba cansada y accedió aquedarse aquel día en la cama, pero insistió en queal día siguiente se levantaría, y el doctorDonaldson dio su consentimiento a que volviera ala sala. Estaba inquieta e incómoda en cualquier

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postura, y antes de que llegara la noche teníamucha fiebre. El señor Hale se mostrabacompletamente apático y era incapaz de tomarninguna decisión.

—¿Qué podemos hacer para evitar que paseotra noche igual? —preguntó Margaret al tercerdía.

—Es en buena medida la reacción a losopiáceos fuertes que me he visto obligado a darle.Me parece que es más penoso para ustedes verloque para ella soportarlo. Pero creo que siconsiguiéramos un colchón de agua seríaestupendo. De todos modos, mañana estará mejor,mucho mejor que antes de este ataque. Aun así, megustaría que dispusiera de un colchón de agua. Séque la señora Thornton tiene uno. Procuraré ir averla esta tarde. Un momento —dijo, advirtiendola cara de Margaret, pálida de permanecer en lahabitación de una enferma—. No estoy seguro deque pueda ir hoy; tengo que hacer un largo

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recorrido. No le sentaría mal dar un buen paseohasta la calle Marlborough y preguntar a la señoraThornton si puede dejárnoslo.

—Por supuesto —dijo Margaret—. Podría iresta tarde mientras mamá duerme. Estoy segura deque la señora Thornton nos lo dejará.

Se cumplió lo que les había dicho el doctorDonaldson. La señora Hale parecía libre de lassecuelas del ataque, y por la tarde estaba másanimada y mejor de lo que Margaret había creídoque volvería a verla nunca. Su hija la dejó despuésde comer sentada en su sillón, con la mano en la desu esposo, que parecía mucho más agotado ydolorido que ella. Aun así, ahora ya era capaz desonreír; bien es cierto que leve y vagamente. Dosdías antes Margaret había pensado que no volveríaa verle hacerlo.

Había unas dos millas desde su casa deCrampton Crescent hasta la calle Marlborough. Yhacía demasiado calor para caminar muy deprisa.

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Eran las tres de la tarde y el sol de agosto caía aplomo. Margaret caminó sin advertir nadadiferente de lo habitual durante la mitad deltrayecto; iba concentrada en sus pensamientos, y yahabía aprendido a abrirse paso entre la irregularriada de seres humanos de las calles de Milton.Pero al doblar una esquina le sorprendió laexagerada densidad de la multitud que atestaba lacalle. Le pareció que la gente no avanzaba sinoque hablaba, escuchaba y murmuraba, conagitación pero sin moverse. Aun así, mientrasseguía su camino concentrada en el objetivo y enlas circunstancias que la llevaban allí, sucapacidad de observación estaba muy mermada.Llegó a la calle Marlborough sin advertirplenamente la sensación opresiva e inquieta de lagente, la atmósfera agitada y tormentosa tantomoral como físicamente que la rodeaba. De todaslas callejas que desembocaban en la calleMarlborough llegaba un bronco rugido lejano,

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como de miríadas de voces indignadas. Loshabitantes de todas las míseras viviendas seconcentraban en puertas y ventanas o estaban yaplantados en los estrechos pasos, todos con lamirada fija en un punto. La calle Marlborough erael foco de todas aquellas miradas que delatabanintensísimo interés de género diverso: unasfuriosas de cólera, amenazantes e implacables,otras dilatadas de temor o implorantes. Y cuandoMargaret llegó a la pequeña entrada lateral junto alas puertas del enorme muro ciego del patio deMarlborough y esperó la respuesta del portero a lallamada, miró a su alrededor y oyó el primerretumbo largo y lejano de la tempestad. Y viollegar la primera oleada de la amenazadoramultitud que se alzaba lentamente, con su crestaamenazadora, caer y retroceder en el extremolejano de la calle que hacía un momento parecieratan llena de estruendo contenido pero que ahoraestaba sumida en una calma tensa. Todas estas

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circunstancias se impusieron al fin obligando aMargaret a reparar en ellas, pero sin quepenetraran en su corazón preocupado. No sabía loque significaban, cuál era su capital trascendencia.Mientras se daba cuenta, sintió la viva presióncortante del puñal que pronto se le hundiría en elcorazón dejándola huérfana. Intentabacomprenderlo para poder consolar a su padrecuando llegara.

El portero abrió la puerta cautelosamente, nisiquiera lo suficiente para que pasara Margaret.

—Es usted, ¿eh, señora? —dijo con un largosuspiro, y abrió la puerta un poco más, pero no deltodo. Margaret pasó. Él cerró rápidamente.

—Parece que la gente viene hacia aquí,¿verdad? —le preguntó.

—No sé. Creo que pasa algo raro; pero estacalle está completamente vacía, me parece.

Cruzó el patio y subió las escaleras de la casahasta la puerta. No se oía ningún ruido cerca: ni

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los golpes y resuellos de las máquinas de vapor, niningún chasquido de maquinaria; ni la confusión yel estrépito de voces; sólo aquel bramidoamenazador a lo lejos, aquel clamor sordo.

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Capítulo XXIIUn golpe y sus consecuencias

Pero el trabajo escaseaba cada vez más, mientras el pan seencarecía;

y los salarios bajaban, además;pues las hordas irlandesas eran licitadoras

para hacer nuestro trabajo por la mitad.

CORN LAW RHYMES[34]

Hicieron pasar a Margaret a la sala, que habíarecuperado su estado habitual con fundas y bolsas.Las ventanas estaban entornadas por el calor, y laspersianas echadas; una luz grisácea que sereflejaba del pavimento de abajo confundía todaslas sombras y se combinaba con la luz verdosa deltecho, dando una palidez fantasmal incluso alrostro de Margaret, tal como lo vio ella en los

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espejos. Se sentó a esperar. No llegaba nadie. Devez en cuando, se oía el sonido lejano de lamultitud como arrastrado por el viento, ¡pero nohacía viento! Luego se sumía todo en una profundaquietud hasta la próxima oleada.

Al fin llegó Fanny.—Mamá vendrá en seguida, señorita Hale. Me

ha pedido que la disculpe. Tal vez sepa que mihermano ha importado trabajadores de Irlanda yeso ha irritado a la gente de Miltonexageradamente, como si él no tuviera derecho aconseguir obreros donde pueda; y los estúpidosdesgraciados de aquí ya no trabajan para él. Yahora han asustado tanto con sus amenazas a estospobres irlandeses muertos de hambre que no nosatrevemos a dejarlos salir. Mire, puede verlosacurrucados en aquel cuarto alto de la fábrica. Vana tener que dormir allí, para protegerlos de esasbestias que ni trabajan ni los dejan trabajar. Mamáestá ocupándose de su comida, y John está

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hablando con ellos porque algunas mujeres estángritando que quieren volver a sus casas. Ah, yaviene mamá.

La señora Thornton llegó con una expresión tanlúgubre que Margaret comprendió que habíaelegido un mal momento para preocuparla con supetición. Claro que había sido su expreso deseoque le pidiera cualquier cosa que necesitara sumadre en el curso de la enfermedad. La señoraThornton frunció el entrecejo y apretó los labiosmientras Margaret le explicaba con delicadamodestia la inquietud de su madre y el deseo deldoctor Donaldson de que contara con el alivio deun colchón de agua. Se interrumpió. La señoraThornton no contestó de inmediato. Luego, selevantó y exclamó:

—¡Están en las puertas! Llama a John, Fanny,que venga de la fábrica. ¡Están en las puertas! ¡Tedigo que llames a John!

Se oyó al mismo tiempo junto al muro el

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creciente rumor de pasos —que era en lo queestaba concentrada la señora Thornton en vez deprestar atención a lo que le decía Margaret—, y elclamor cada vez más fuerte de voces enfurecidasse alzó tras la barrera de madera, que se agitabacomo si la multitud invisible arremetieraenloquecida contra ella empleando sus cuerpos amodo de arietes y retrocediendo luego lo justopara volver con renovado ímpetu hasta que lostremendos golpes hicieron temblar las resistentespuertas como juncos agitados por el viento.

Las mujeres se acercaron a las ventanas ycontemplaron fascinadas la escena aterradora: laseñora Thornton, las sirvientas, Margaret, todasestaban allí. Fanny había regresado gritandoescaleras arriba como si le pisaran los talones y sehabía echado sollozando histérica en el sofá. Laseñora Thornton esperaba a su hijo, que seguía enla fábrica. Él salió al fin, alzó la vista hacia ellas,sonrió alentadoramente al grupo de caras pálidas y

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cerró con llave la puerta de la fábrica. Luego pidióa una de las mujeres que bajara a abrirle la puertaque había cerrado Fanny en su disparatada huida.Bajó la señora Thornton. Y el sonido de su vozimperiosa bien conocida al parecer enardeció a lamultitud enfurecida. Hasta entonces habíapermanecido muda y sorda, pues necesitabaconcentrar toda la fuerza en derribar las puertas.Pero al oírle hablar entonces en el interior, se alzóun alarido feroz tan espantoso que hasta la señoraThornton estaba pálida de miedo cuando entró enla habitación delante de su hijo. El entró un pocosonrojado, pero le brillaban los ojos como enrespuesta al trompeteo de peligro, y con unaexpresión orgullosa y desafiante que le hacíaparecer un hombre noble, e incluso apuesto.Margaret siempre había temido que le fallara elvalor en una situación de emergencia y resultaraser lo que temía que era: una cobarde. Peroentonces, en aquel momento decisivo de miedo

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razonable, de terror casi, se olvidó de sí misma ysólo sintió una compasión profunda —profundahasta el dolor— por los problemas del momento.

El señor Thornton se acercó y le dijo confranqueza:

—Lamento que nos haya visitado en estedesdichado momento, señorita Hale, podría verseenvuelta en cualquier riesgo que podamos correr.¡Madre! ¿No sería mejor que fuerais a lashabitaciones de atrás? No estoy seguro de que noconsigan abrirse paso hasta el establo por Pinner’sLane; pero si no, estaréis más seguras allí queaquí. ¡Vamos, Jane! —añadió dirigiéndose a ladoncella. Ella obedeció y las demás la siguieron.

—¡Yo me quedo aquí! —dijo su madre—.Donde estés tú, estaré yo.

En realidad, era inútil retirarse a lashabitaciones de atrás. La multitud había rodeadolas dependencias de la parte posterior y seguíalanzando sus gritos amenazadores también allí. Las

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sirvientas se retiraron a las buhardillas entre gritosy chillidos. El señor Thornton sonriódespectivamente al oírlas. Echó una ojeada aMargaret, que estaba sola de pie junto a la ventanaque quedaba más cerca a la fábrica. Lerelumbraban los ojos, y el tono de sus mejillas yde sus labios era más intenso. Se volvió hacia élentonces, como si hubiera advertido que la miraba,y le preguntó algo que llevaba un rato pensando:

—¿Dónde están los pobres obrerosimportados? ¿En la fábrica?

—¡Sí! Los dejé acurrucados en un cuartopequeño al final de un tramo de escaleras; les pedíque corrieran el riesgo y escaparan si oían queatacaban las puertas de la fábrica. Pero no losquieren a ellos sino a mí.

—¿Cuándo llegarán los soldados? —preguntósu madre en voz baja pero firme.

Él sacó el reloj con la misma composturapausada con que lo hacía todo. Hizo un breve

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cálculo:—Suponiendo que Williams fuese

directamente en cuanto se lo dije y que no hayatenido que desviarse por ellos, dentro de unosveinte minutos.

—¡Veinte minutos! —exclamó su madre,mostrando por primera vez su terror en el tono.

—Cierra en seguida las ventanas, madre —exclamó él—, las puertas no resistirán otraembestida igual. Cierre esa ventana, señorita Hale.

Margaret obedeció y acudió luego en ayuda dela señora Thornton, que hacía lo propio con dedostemblorosos.

Por alguna razón, hubo una pausa de variosminutos en la calle invisible. La señora Thorntoncontemplaba el semblante de su hijo conincontenible preocupación, como si pudieraindicarle la razón de la súbita quietud. El habíaadoptado un gesto desafiante y despectivo, en elque no se apreciaba miedo ni esperanza.

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Fanny se levantó:—¿Se han marchado ya? —preguntó en un

susurro.—¿Marchado? —repuso él—. ¡Escucha!Ella escuchó. Todos pudieron oír un enorme

jadeo, el crujido de madera que cedía lentamente,el chirrido de hierro, la estruendosa caída de laspesadas puertas. Fanny se tambaleó, dio uno o dospasos hacia su madre y cayó desmayada en susbrazos. La señora Thornton la alzó con una fuerzaque era tanto física como de voluntad y se la llevó.

—¡Gracias a Dios! —dijo el señor Thornton alverla salir de la habitación—. ¿No sería mejor quese fuera arriba, señorita Hale?

Margaret formuló un «no» con los labios, queél no pudo oír por el estruendo de innumerablespasos junto al muro de la casa, y el rugido coléricode las voces enfurecidas cargadas de un ferozmurmullo de satisfacción, más espantoso que susgritos desconcertados pocos minutos antes.

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—¡No se preocupe! —dijo él, intentandoanimarla—. Lamento mucho que se haya vistoatrapada en todo este conflicto. Pero ya no puededurar mucho. En pocos minutos llegarán lossoldados.

—¡Santo cielo! —gritó Margaret de pronto—.Ahí está Boucher. Conozco esa cara, aunque estálívido de cólera. Intenta llegar delante, ¡mire,mire!

—¿Quién es Boucher? —preguntó el señorThornton con frialdad, acercándose a la ventanapara ver al individuo por el que tanto se interesabaMargaret. En cuanto vieron al señor Thorntonlanzaron un alarido; llamarlo inhumano no expresanada, parecía el ansia demoníaca de una fierasalvaje ávida del alimento oculto a su voracidad.Incluso él retrocedió un instante, espantado por laintensidad del odio que había provocado.

—Que griten cuanto quieran —dijo—. Dentrode cinco minutos…, sólo espero que mis pobres

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irlandeses no se mueran de miedo con semejanteruido infernal. Mantenga el valor otros cincominutos, señorita Hale.

—No tema por mí —se apresuró a responderella—. ¿En cinco minutos qué? ¿No puede hacernada para calmar a esas pobres criaturas? Esespantoso verlos.

—Los soldados llegarán en seguida, y eso leshará entrar en razón.

—¡En razón! —exclamó Margaret—. ¿Quégénero de razón?

—La única que funciona con individuos que seconvierten en fieras salvajes. ¡Santo cielo! ¡Vanhacia la puerta de la fábrica!

—Señor Thornton —dijo Margaret, temblandode pies a cabeza—, baje ahora mismo si no es uncobarde. Baje y enfréntese a ellos como unhombre. Salve a esos pobres extranjeros a los queha traído aquí engañados. Hable con sustrabajadores como si fueran seres humanos. Hable

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con ellos amablemente. No permita que lleguen lossoldados y maten a unos infelices que hanenloquecido. Yo veo allí a uno que lo está. ¡Situviera usted una pizca de valor o de noblezasaldría a hablar con ellos de hombre a hombre!

Él se volvió a mirarla mientras le hablaba así.Una nube oscura ensombreció su rostro mientras laescuchaba. Apretó los dientes al oír sus palabras.

—Iré. Tendré que pedirle que me acompañeabajo y atranque la puerta cuando yo salga. Mimadre y mi hermana necesitarán esa protección.

—¡Oh! ¡Señor Thornton! No sé, quizá meequivoque, yo sólo…

Pero él ya se había marchado; estaba abajo enel vestíbulo; había abierto la puerta principal. Loúnico que pudo hacer ella fue seguirlerápidamente, cerrarla y subir de nuevo lasescaleras acongojada y confusa. Volvió a su sitiojunto a la ventana del fondo. Él estaba abajo en losescalones de la puerta. Lo supo siguiendo la

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dirección de mil miradas furiosas. Pero no podíaoír ni ver nada, salvo la feroz satisfacción delairado murmullo fluctuante. Abrió la ventana depar en par. Muchos obreros eran muchachoscrueles e irreflexivos. Crueles porque eranirreflexivos. Otros eran hombres feroces comolobos, locos por atrapar a su presa. Margaret sabíacómo era. Eran iguales que Boucher, tenían hijoshambrientos en casa, confiaban en el éxito final desus esfuerzos para conseguir salarios más altos, yse habían desquiciado al descubrir que iban allevar irlandeses que robarían el pan a suspequeños. Margaret lo sabía todo; lo leía en lacara de Boucher, desolada y lívida de rabia.Parecía preferible que el señor Thornton les dijeraalgo, aunque sólo les dejara oír su voz, que elfuror y los golpes salvajes contra el pétreosilencio que no se dignaba a responderles con unapalabra aunque fuese de indignación o dereproche. Pero tal vez les estuviera hablando

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ahora. Hubo un silencio momentáneo en suestruendo, inarticulado como el de un tropel deanimales. Se quitó el sombrero. Y se asomó paraoír. Sólo pudo ver, pues si el señor Thornton habíahecho el intento de hablar, el impulso momentáneode escucharle había cesado y a la gente rugía másque antes. El permanecía allí plantado con losbrazos cruzados, inmóvil como una estatua ypálido de agitación contenida. Ellos intentabanintimidarle, hacer que se acobardara. Todosinstaban a los demás a la acción inmediata deviolencia personal. Margaret supo instintivamenteque en un momento se desencadenaría el tumulto.El primer chispazo provocaría una explosión en laque, entre tantos cientos de hombres furiosos ytantos muchachos temerarios, peligraría incluso lavida del señor Thornton. Un instante más, y laspasiones desatadas se desbordarían y saltaríantodas las barreras de la razón o el miedo a lasconsecuencias. Vio que los muchachos del fondo

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se inclinaban para sacarse los pesados zuecos demadera (el proyectil más a mano que podíanencontrar). Entonces comprendió que sería eldetonante y salió corriendo de la habitación con ungrito que no oyó nadie, bajó las escaleras y seencontró (había alzado la gran barra de hierro conuna fuerza imperiosa y había abierto la puerta depar en par) frente a aquel mar embravecido dehombres, lanzándoles dardos inflamados dereproche con la mirada. Vio que los zuecosseguían en las mismas manos, que los semblantes,tan malignos un segundo antes, eran ahoraindecisos, como si se preguntaran qué significabaaquello. Porque ella se había interpuesto entreellos y su enemigo. No podía hablar, pero tendiólos brazos hacia ellos hasta que consiguió recobrarel aliento.

—¡No empleen la violencia! ¡El es uno solo yustedes son muchos! —Pero sus palabras seextinguieron porque su voz no tenía tono; era sólo

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un susurro bronco. Él estaba a su lado; habíasalido de detrás de ella como si se sintiera celosode que algo se interpusiera entre el peligro y él.

—¡Márchense! —dijo ella una vez más (yahora su voz fue como un grito)—. Han avisado alos soldados, llegarán en seguida. Váyansepacíficamente. ¡Márchense! Sus quejas seránatendidas, sean cuales sean.

—¿Enviarán de vuelta a los canallasirlandeses? —gritó alguien de la multitud en tonofurioso y amenazante.

—Nunca por orden vuestra —exclamó el señorThornton. Y acto seguido se desencadenó latormenta. El clamor y los gritos llenaron el aire,pero Margaret no los oía. Ella miraba fijamente algrupo de muchachos que se habían armado con loszuecos hacía un rato. Vio su ademán, comprendiólo que significaba, interpretó su propósito. Unsegundo más y el señor Thornton podría estarmuerto. Y ella le había instado y aguijoneado para

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que se pusiera en aquella peligrosa situación. Enaquel momento sólo pensó cómo podía salvarle.Le echó los brazos al cuello, hizo de su cuerpoescudo entre él y la muchedumbre enfurecida.Inmóvil, con los brazos cruzados, él se zafó deella.

—Márchese —le dijo, con su voz grave—.Éste no es lugar para usted.

—¡Sí lo es! —dijo ella—. Usted no ha visto loque yo.

Estaba muy equivocada si pensaba que elhecho de ser mujer la protegería, si al dar laespalda con ojos entrecerrados a la terrible cólerade aquellos hombres abrigaba alguna esperanza deque antes de que volviera a mirar se habríanparado a reflexionar y habrían desaparecidosigilosamente. Su pasión insensata los habíallevado demasiado lejos para detenerse, al menoshabía llevado demasiado lejos a algunos; porquesiempre son los muchachos salvajes, con su amor

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por el entusiasmo cruel, quienes dirigen losmotines, insensibles al derramamiento de sangreque puedan causar. Un zueco surcó el aire con unsilbido. Margaret observó fascinada su curso. Noalcanzó su objetivo y ella se asustó, pero no semovió, limitándose a ocultar la cabeza en el brazodel señor Thornton. Luego se volvió y habló denuevo:

—¡Por amor de Dios! No perjudiquen su causacon esta violencia. No saben lo que hacen. —Seesforzó para que sus palabras fueran nítidas.

Una piedra afilada pasó rozándole la frente yla mejilla y corrió una cortina de luz cegadoradelante de sus ojos. Cayó como muerta en elhombro del señor Thornton. Él descruzó entonceslos brazos y la sujetó rodeándola con uno uninstante.

—¡Muy bien! —gritó—. Venís a expulsar aextranjeros inocentes. Atacáis entre cientos a unhombre solo; y cuando aparece ante vosotros una

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mujer a pediros por vuestro propio bien que seáisrazonables, descargáis en ella vuestra cóleracobarde. ¡Muy bien!

Todos miraban boquiabiertos y con ojosdesorbitados el hilo de sangre rojo oscuro que leshabía sacado de su trance de apasionamiento. Losque estaban más cerca de las verjas se marcharonsigilosamente avergonzados. Un movimientorecorrió la multitud: un movimiento de retirada.Sólo se oyó un grito:

—La piedra era para usted; ¡pero se refugiódetrás de una mujer!

El señor Thornton tembló de cólera. El fluir dela sangre había hecho que Margaret recobrara elconocimiento leve y vagamente. Él la colocó concuidado en el umbral de la puerta, con la cabezaapoyada en el marco.

—¿Puede descansar aquí? —le preguntó. Perobajó los escalones despacio sin esperar surespuesta hasta el centro de la muchedumbre—.

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Ahora podéis matarme si ése es vuestro brutaldeseo. Aquí no hay ninguna mujer que me proteja.Podéis matarme a golpes, ¡no me haréis cambiarde decisión nunca!

Se quedó plantado entre ellos con los brazoscruzados, exactamente en la misma actitud quehabía adoptado en las escaleras. Pero elmovimiento de retirada hacia la puerta se habíainiciado de forma tan irracional, tan ciega quizá,como la cólera simultánea. O quizá, la idea de lainminente llegada de los soldados y la visión deaquella cara alzada, pálida, con los ojos cerrados,triste e inmóvil como el mármol, aunque laslágrimas brotaban de la larga maraña de laspestañas y caían; y caía también la sangre de laherida en un goteo más lento y más denso que laslágrimas. Hasta los más desesperados, incluidoBoucher, retrocedieron, vacilantes, ceñudos, yfinalmente se fueron, maldiciendo en susurros alpatrono que seguía en su actitud inmutable

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observando su retirada con expresión desafiante.En cuanto la retirada se convirtió en huida

(como era seguro que haría por su propiocarácter), él corrió escaleras arriba junto aMargaret.

Ella intentó incorporarse sin su ayuda.—No es nada —le dijo, con una sonrisa

forzada—. Sólo un rasguño y un vahídomomentáneo. ¡Me alegra tanto de que se hayanmarchado! —añadió, y dio rienda suelta al llanto.

Él no podía compadecerla. Seguía indignado;en realidad, su indignación aumentó en cuanto pasóel peligro inmediato. Se oyó el estrépito lejano delos soldados; por cinco minutos de retraso, nopodrían hacer sentir a la muchedumbre disuelta lafuerza de la autoridad y el orden. Esperaba que loshubieran visto al menos y se arredraran con la ideade que se habían librado por muy poco. Mientrasestos pensamientos cruzaban por la mente delseñor Thornton, Margaret se agarró al marco de la

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puerta para aguantarse. Pero se le nublaron losojos. Él pudo sujetarla por muy poco.

—¡Madre! ¡Madre! —gritó—. ¡Baja, ya se hanmarchado, y la señorita Hale está herida!

La llevó al comedor y la echó en el sofá: lohizo con mucho cuidado, y, al contemplar su rostroblanquísimo, lo dominó con tanta intensidad laidea de lo que suponía para él que lo expresó en sudolor:

—¡Ay, Margaret, mi Margaret! Nadie sabe loque significa para mí. Inerte, fría, tal como yaceahí, es la única mujer a quien he amado. ¡Oh,Margaret, Margaret!

Incapaz de expresarse con fluidez, arrodilladojunto a ella y gimiendo más que formulando laspalabras, se levantó de pronto, avergonzado de símismo, cuando llegó su madre. Ella no advirtiónada, sólo que su hijo estaba un poco más pálido,un poco más adusto de lo habitual.

—La señorita Hale está herida, madre. Una

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piedra le ha rozado la sien. Creo que ha pedidobastante sangre.

—Parece muy grave. Casi parece muerta —dijo la señora Thornton muy asustada.

—Es sólo un desmayo. Me ha hablado hace unmomento.

Pero sintió que toda la sangre del cuerpo se leagolpaba en el corazón mientras hablaba, y temblóde pies a cabeza.

—Ve a llamar a Jane, ella puede encontrarmetodo lo que necesito; y ve a ver a los irlandeses,que están gritando y chillando despavoridos.

Él obedeció. Se fue como si llevara pesasatadas a cada pierna que le alejaba de ella. Avisóa Jane; avisó a su hermana. Ella debía recibirtodos los cuidados femeninos, las atenciones másdelicadas. Pero el corazón le latía con fuerza alrecordar cómo había bajado y se había expuesto almáximo peligro. ¿Lo habría hecho para salvarle aél? La había apartado y le había hablado con

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rudeza. No se había dado cuenta de nada, sólo delpeligro innecesario que corría. Fue a ver a losirlandeses, con todos los nervios del cuerpoestremecidos al pensar en ella, y le costó bastantecomprender lo que le decían para intentartranquilizarlos y disipar sus temores. Le dijeronque no se quedarían allí; exigieron que losenviaran de vuelta.

Y entonces tuvo que pensar, hablar y razonarél.

La señora Thornton humedeció las sienes aMargaret con agua de colonia. Ni ella ni Jane sehabían fijado en la herida. Pero Margaret abrió losojos al sentir en ella el alcohol; era evidente queno sabía dónde estaba, ni quiénes eran ellas. Se leacentuaron las ojeras, le temblaron y se lecontrajeron los labios y volvió a perder elconocimiento.

—Ha recibido un golpe terrible —dijo laseñora Thornton—. ¿Hay alguien que pueda ir a

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buscar un médico?—Yo no, señora, por favor —dijo Jane

retrocediendo—. La chusma debe de estar portodas partes. No creo que el corte sea tan profundocomo parece, señora.

—No correré el riesgo. Le ha pasado ennuestra casa. Si eres una cobarde, Jane, yo no losoy. Iré yo.

—Déjeme mandar a un policía, por favor. Hanllegado muchos, y soldados también.

—¡Pero te da miedo ir! ¡No les quitaré sutiempo con nuestros recados! Ya tienen bastanteque hacer agarrando a algunos de esosdesgraciados. No tendrás miedo de quedarte enesta casa y seguir humedeciendo la frente a laseñorita Hale, ¿verdad? —le preguntó en tonodisplicente—. No tardaré ni diez minutos.

—¿No podría ir Hannah, señora?—¿Por qué ella? ¿Por qué cualquiera menos

tú? No, Jane, si no vas tú, lo haré yo.

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La señora Thornton fue antes a la habitación enque había dejado echada en la cama a Fanny, quese levantó de un salto al ver llegar a su madre.

—Oh, mamá, ¡qué susto me has dado! Creíaque eras un hombre que había entrado en la casa.

—¡No digas bobadas! Ya se han marchadotodos. Hay soldados por todas partes tratando dehacer su trabajo ahora que ya es demasiado tarde.La señorita Hale está malherida en el sofá delcomedor. Voy a buscar al médico.

—¡No, mamá, no te vayas! Te matarán.La agarró del vestido. La señora Thornton se

zafó de un tirón sin contemplaciones.—Búscame a alguien que vaya; pero esa chica

no va a morir desangrada.—¿Desangrada? ¡Ay, qué horror! ¿Cómo se ha

herido?—No lo sé. No tengo tiempo de preguntarlo.

Ve abajo, Fanny, y procura ser útil. Jane está conella; y espero que no sea tan grave como parece.

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Jane se ha negado a salir de casa, ¡la muy cobarde!Y no me arriesgaré a más negativas de lassirvientas, así que iré yo.

—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —exclamó Fannyllorando y disponiéndose a bajar antes quequedarse sola con la idea de heridos yderramamiento de sangre en su propia casa.

—¿Qué pasa, Jane? —preguntó al entrarsigilosamente en el comedor—. ¡Qué pálida está!¿Cómo se hirió? ¿Es que tiraron piedras alcomedor?

Margaret estaba realmente muy pálida ymacilenta, aunque empezaba a volver en sí. Perose sentía todavía muy débil, por el aturdimientodel desmayo. Era consciente de movimiento a sualrededor, y del alivio del agua de colonia, y deldeseo de que siguieran aplicándosela sininterrupción; pero cuando dejaron de hablar, nopodría haber abierto los ojos ni hablado parapedir que le pusieran más colonia mejor de lo que

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pueden moverse o susurrar quienes yacen comomuertos para detener los atroces preparativos desu entierro, pese a ser plenamente conscientes nosólo de los actos de quienes los rodean sinotambién de la idea que es el motivo de tales actos.

Jane dejó de humedecer la frente a Margaretpara contestar la pregunta de la señorita Thornton.

—No le habría pasado nada si se hubieraquedado en el comedor o hubiera ido arriba connosotras, señorita. Estábamos en la buhardilladelantera y podíamos verlo todo sin peligro.

—¿Dónde estaba ella, entonces? —preguntóFanny, acercándose poco a poco, a medida que sefamiliarizaba con la cara pálida de Margaret.

—¡Justo delante de la puerta principal, con elseñor! —dijo Jane con segunda intención.

—¡Con John! ¡Con mi hermano! Pero ¿cómollegó allí?

—No lo sé, señorita. No me corresponde a mídecirlo —contestó Jane, con un leve cabeceo—.

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Sara…—¿Sara qué? —preguntó Fanny con curiosidad

e impaciencia.Jane reanudó su tarea como si no estuviera

dispuesta a repetir lo que Sara hubiera dicho odejado de decir.

—¿Sara qué? —repitió Fanny bruscamente—.No hables con medias frases porque no teentiendo.

—Bueno, señorita, como se enterará igual…Sara, verá, estaba en el mejor sitio para ver, en laventana de la derecha; y ella dice, y lo dijoentonces también, que vio a la señorita Hale echarlos brazos al cuello del señor y abrazarle delantede toda la gente.

—No lo creo —dijo Fanny—. Sé que le gustami hermano, eso todo el mundo puede verlo; y creoque daría lo que fuera por que se casara con ella(algo que él no hará nunca, te lo aseguro). Pero nocreo que sea tan atrevida y tan descarada como

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para echarle los brazos al cuello.—¡Pobre señorita! Ya lo ha pagado bien caro

si lo hizo. Yo creo que el golpe le ha hecho subirtanta sangre a la cabeza que no se recuperaránunca. Parece un cadáver ya.

—¡Ay, quiero que vuelva mamá! —exclamóFanny retorciéndose las manos—. Nunca he estadoen la misma habitación que un muerto.

—¡Un momento, señorita! No está muerta. Letiemblan los párpados y tienen lágrimas en lasmejillas. ¡Hable con ella, señorita Fanny!

—¿Se encuentra ya mejor? —preguntó Fannycon voz temblorosa. No hubo respuesta; ningunaseñal de reconocimiento; pero volvió a sus labiosun leve tono rosado, aunque la cara seguía lívida.Entró apresuradamente la señora Thornton,seguida del primer médico que había encontrado.

—¿Cómo está? ¿Se encuentra mejor, hija? —Margaret abrió los ojos empañados y la mirócomo en un sueño—. Este es el señor Lowe, que

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ha venido a verla.La señora Thornton hablaba en voz alta y

clara, como si se dirigiera a una persona sorda.Margaret intentó incorporarse y se retiróinstintivamente el pelo abundante y alborotado dela herida.

—Ya estoy mejor —dijo, en voz muy baja ymuy débil—. Estaba un poco mareada.

Dejó que el médico le cogiera la mano paratomarle el pulso. El color vivo volvió un momentoa su cara cuando él le pidió que le dejara examinarla herida de la frente; y ella alzó la vista haciaJane, como si rehuyera su examen más que el delmédico.

—Me parece que no es nada. Ya estoy mejor.Tengo que irme a casa.

—No hasta que le haya aplicado unas tiras deesparadrapo y descanse un poco.

Se sentó apresuradamente, sin añadir unapalabra, y dejó que le vendara la herida.

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—Ahora, por favor, tengo que marcharme —dijo luego—. Mamá no se dará cuenta, creo. Estádebajo del pelo, ¿no?

—Sí; nadie se fijaría.—Pero no puede marcharse —dijo la señora

Thornton con impaciencia—. No está encondiciones de irse.

—Debo hacerlo —repuso Margaret confirmeza—. Piense en mi madre. Si se enteraran…Además, tengo que irme —añadió con vehemencia—. No puedo quedarme aquí. ¿Puedo pedir uncoche?

—Está muy acalorada y febril —observó elseñor Lowe.

—Es por estar aquí cuando lo que deseo esmarcharme. El aire de la calle me sentará mejorque ninguna otra cosa —le rogó ella.

—Creo que tiene razón —repuso el señorLowe—. Si su madre está tan enferma como me hacontado en el camino seria muy grave que se

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enterara del disturbio y no viera a su hija en casa ala hora que la espera. La herida no es profunda.Buscaré un coche si sus sirvientas aún tienenmiedo de salir.

—¡Muchas gracias! —dijo Margaret—. Mesentará mejor que nada. Es el aire de estahabitación lo que me hace sentirme tan mal.

Se recostó en el sofá y cerró los ojos. Fannypidió a su madre por señas que saliera de lahabitación y le explicó algo que le hizo desear lapartida de Margaret tanto como a ella. No es quecreyera del todo la historia de Fanny. Pero sí losuficiente para que su actitud con la joven fuese untanto forzada al despedirla.

Regresó el señor Lowe en el coche.—La acompañaré a casa, si me lo permite,

señorita Hale. Las calles no están muy tranquilastodavía.

Margaret estaba lo bastante lúcida y conscientepara desear librarse del señor Lowe y del coche

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antes de llegar a Crampton Crescent, por miedo aasustar a sus padres. No miraría más allá de eseúnico objetivo. No podía olvidar el desagradablesueño de comentarios insolentes sobre ella, pero sídejarlo a un lado hasta que se sintiera más fuerte;porque, ay, estaba muy débil; y su mente buscabaalgún hecho presente al que aferrarse y que leimpidiera volver a perder el conocimiento en otrodesmayo espantoso.

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Capítulo XXIIIErrores

Que cuando lo vio su madrese sintió atribulada, sin saber qué pensar.

SPENSER[35]

No hacía ni cinco minutos que se había marchadoMargaret cuando llegó el señor Thornton conexpresión radiante.

—No he podido venir antes: el comisarioquería… ¿Dónde está? —Miró a su alrededor yluego se volvió casi con fiereza a su madre, queordenaba tranquilamente los muebles del comedory que no contestó en seguida—. ¿Dónde está laseñorita Hale? —preguntó él de nuevo.

—Se ha ido a casa —contestó ella en tono

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cortante.—¡Se ha ido a casa!—Sí. Estaba mucho mejor. Creo que la herida

no era tan grave en realidad; sólo que algunaspersonas se desmayan por nada.

—Lamento que se haya marchado —dijo él,dando vueltas inquieto—. No podía estar bien parahacerlo.

—Ella dijo que sí; y el señor Lowe también.Fui a buscarlo yo misma.

—Gracias, madre. Se detuvo e hizo ademán detender la mano para darle un apretón deagradecimiento. Pero ella no lo advirtió.

—¿Qué has hecho con tus irlandeses?—Mandarlos al Dragon para que les den una

buena comida, pobres infelices. Y luego, porsuerte, me encontré al padre Grady y le he pedidoque hable con ellos y los convenza de que no semarchen todos a la vez. ¿Cómo se fue la señoritaHale a casa? Estoy seguro de que no podía

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caminar.—Se fue en coche. Se ha hecho todo como es

debido, incluso el pago. Hablemos de alguna otracosa. Ya ha causado bastante trastorno.

—No sé dónde estaría yo ahora si no hubierasido por ella.

—¿Acaso estás tan desvalido como para quetenga que defenderte una chica? —preguntó laseñora Thornton desdeñosamente.

El enrojeció.—Pocas chicas habrían recibido los golpes

destinados a mí; con toda intención, además.—Una chica enamorada hace lo que sea —

replicó la señora Thornton bruscamente.—¡Madre! —Dio un paso al frente, se detuvo;

jadeó indignado.Ella se asustó un poco al ver el esfuerzo que le

costaba mantener la calma. No estaba segura de lanaturaleza de las emociones que había provocado.Sólo era evidente la violencia de las mismas. ¿Era

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cólera? Le brillaban los ojos, se agrandó su figura,se le aceleró la respiración. Era una mezcla dealegría, cólera, orgullo, gozosa sorpresa y dudajadeante, pero no podía desentrañarlo. Aun así leinquietaba, pues la presencia de un sentimientofuerte cuya causa no se comprende plenamente nise comparte produce ese efecto siempre. Se acercóal aparador, abrió un cajón y sacó un paño queguardaba allí para cualquier eventualidad. Habíavisto una gota de agua de colonia en el pulidobrazo del sofá y decidió maquinalmente limpiarla.Pero se quedó de espaldas a su hijo mucho mástiempo del necesario; y cuando habló al fin, su vozparecía forzada y extraña.

—Habrás tomado algunas medidas respecto alos alborotadores, supongo. No temes que hayamás violencia, ¿verdad? ¿Dónde se había metidola policía? ¡Nunca están a mano cuando losnecesitas!

—Todo lo contrario, yo vi a unos cuantos

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forcejeando y sacudiendo a base de bien cuandocedieron las puertas; y llegaron más corriendocuando estaban despejando el patio. Podría haberhecho detener a algunos entonces, si no hubieraperdido la cabeza. Pero no habrá ningún problemaporque puede identificarlos mucha gente.

—Pero ¿no volverán esta noche?—Tengo que ocuparme de que haya guardia

suficiente para el local. He quedado con el capitánHanbury dentro de media hora en la comisaría.

—Tienes que cenar algo antes.—¡Cenar! Sí, supongo que debo hacerlo. Son

las seis y media y quizá esté fuera bastante tiempo.No me esperes levantada, madre.

—¿No creerás que voy a acostarme antes deasegurarme de que vuelves a salvo, verdad?

—Bueno, quizá no. —Vaciló un momento—.Pero es que si me da tiempo pasaré por Cramptoncuando acabe con la policía y haya visto a Hampery a Clarkson.

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Sus ojos se encontraron. Se miraron fijamentedurante un minuto. Luego, ella preguntó:

—¿Por qué vas a pasar por Crampton?—Para preguntar por la señorita Hale.—Ya me ocuparé yo de hacerlo. Williams

tiene que llevar el colchón de agua que vino apedirnos. Preguntará cómo se encuentra.

—Tengo que ir yo.—¿No sólo a preguntar cómo está la señorita

Hale?—No, no sólo a eso. Quiero darle las gracias

por haberse interpuesto entre la multitud y yo.—¿Cómo se te ocurrió bajar siquiera? Te

metiste en la boca del lobo.Él la observó detenidamente. Advirtió que no

sabía lo que había pasado entre Margaret y él en lasala y contestó con otra pregunta:

—¿Tendrás miedo de quedarte sin mí hasta quemande a algunos policías? ¿O será mejor que vayaWilliams ahora mismo a buscarlos y así estarán

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aquí cuando acabemos de cenar? No hay tiempoque perder. Tengo que marcharme dentro de uncuarto de hora.

La señora Thornton salió de la estancia. Lossirvientes se extrañaron de que sus instrucciones,siempre claras y categóricas, fuesen ahora tanconfusas y vacilantes. El señor Thornton se quedóen el comedor e intentó concentrarse en lo quetenía que solucionar en la comisaría. Pero enrealidad no dejaba de pensar en Margaret. Todoparecía borroso y vago excepto el roce de susbrazos en su cuello, el suave abrazo que hacíaencenderse y apagarse sus mejillas al recordarlo.

La cena hubiera sido muy silenciosa sin ladescripción detallada que hizo Fanny de sussentimientos: se había asustado, luego había creídoque se habían marchado, y luego se había mareadoy se había sentido débil y temblorosa como unflan.

—Bien, ya basta —dijo su hermano

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levantándose de la mesa—. Ya he tenido más quesuficiente con la realidad.

Iba a salir de la habitación cuando su madre lodetuvo poniéndole la mano en el brazo.

—Vuelve aquí antes de ir a casa de los Hale—le dijo en voz baja y preocupada.

«Yo sé lo que sé», se dijo Fanny.—¿Por qué? ¡Será demasiado tarde para

molestarlos!—John, vuelve a casa esta noche. Será tarde

para la señora Hale. Pero no es eso. Ya irásmañana. ¡Vuelve directamente a casa esta noche,John!

La señora Thornton casi nunca suplicaba a suhijo; era demasiado orgullosa para hacerlo. Peronunca le había suplicado en vano.

—Volveré directamente aquí en cuanto losolucione todo. ¿Te encargarás tú de preguntar porellos? ¿Por ella?

La señora Thornton no fue en modo alguno una

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compañera muy locuaz aquella noche para Fanny,ni siquiera una buena oyente mientras su hijoestuvo fuera. Pero cuando él volvió, prestóatención y aguzó su excelente vista y su fino oídopara enterarse de todos los detalles que pudieradarle sobre las medidas que había tomado paraprotegerse él y proteger a los hombres quedecidiera emplear de cualquier posible repeticiónde las atrocidades de aquel día. Él veía claramentesu objetivo. Castigo y sufrimiento eran lasconsecuencias lógicas para quienes habíanparticipado en el disturbio. Había que cortar porlo sano, era imprescindible para proteger lapropiedad e imponer la voluntad del propietario.

—¡Madre! ¿Sabes lo que le tengo que decir ala señorita Hale mañana?

La pregunta llegó bruscamente, durante unapausa en la que, al menos ella, había olvidado aMargaret.

Alzó la vista hacia él.

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—¡Sí! Lo sé. No puedes hacer otra cosa.—¡Hacer otra cosa! No te entiendo.—Quiero decir que, después de haberse

dejado arrastrar por sus sentimientos como lo hizo,creo que estás obligado por el honor…

—Obligado por el honor —dijo éldespectivamente—. Lo siento pero el honor notiene nada que ver con esto. «¡Dejado arrastrar porsus sentimientos!». ¿A qué sentimientos terefieres?

—¡Vamos, John, no hay por qué enfadarse!¿No bajó corriendo y se aferró a ti para salvartedel peligro?

—¡Así es! —contestó él. Y añadió,interrumpiendo de pronto su ir y venir y parándoseenfrente de ella—: Pero no me hago ilusiones,madre. Nunca he sido tímido; pero no puedo creerque semejante criatura se interese por mí.

—No seas tonto, John. ¡Semejante criatura!Cualquiera que te oyera hablar así creería que es

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hija de un duque. No sé qué más pruebas necesitasde que se interesa por ti. Creo que ha tenido queluchar con sus ideas aristocráticas; pero me caemejor porque al final ha visto las cosas conclaridad. Y te aseguro que es mucho que lo diga yo—dijo la señora Thornton, conteniendo laslágrimas y esbozando una leve sonrisa—, porquedespués de esta noche yo ocuparé un segundolugar. Te pedí que no fueras hasta mañana paratenerte sólo para mí unas horas más.

—¡Madre querida! —(Incluso el amor esegoísta, y en un instante él volvió a sus esperanzasy temores de un modo que hizo deslizarse lasombra fría y furtiva en el corazón de la señoraThornton)—. Pero sé que no se interesa por mí. Teaseguro que si creyera que existe una solaposibilidad entre mil, o entre un millón, mepondría a sus pies. Lo haría.

—¡Pierde cuidado! —dijo su madre,dominando la pena que sentía por la escasa

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atención que había prestado él al raro arrebato desus sentimientos maternales, la punzada de envidiaque delataba la intensidad de su amor desdeñado—. ¡Pierde cuidado! —repitió con frialdad—. Porlo que al amor se refiere, debe ser digna de ti. Hatenido que costarle mucho superar su orgullo. Notemas, John —añadió, dándole las buenas nochescon un beso. Y salió de la habitación lenta ymajestuosamente. Pero cuando entró en la suya,cerró la puerta y se sentó a llorar lágrimasinsólitas.

Margaret entró en la habitación, muy pálida ylívida. Sus padres seguían sentados y conversabanen voz baja. Se acercó a ellos antes de atreverse ahablar.

—La señora Thornton enviará el colchón deagua, mamá.

—Pareces muy cansada, cariño. ¿Hace muchocalor, Margaret?

—Mucho, y las calles están bastante mal con la

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huelga.Margaret recobró el color vivo y brillante de

siempre un momento; pero éste se desvaneció enseguida.

—Han traído un recado de Bessy Higginspidiéndote que vayas a verla —dijo la señoraHale—. Pero me parece que estás demasiadocansada.

—¡Sí! —dijo Margaret—. Estoy cansada, nopuedo ir.

Permaneció muy callada y temblorosa mientraspreparaba el té. Se alegró de que su padreestuviera tan pendiente de su madre que no se fijóen su aspecto. No quiso apartarse de ella nisiquiera cuando se acostó, y se dispuso a leerlehasta que se durmiera. Margaret se quedó sola.

«Ahora pensaré en ello, ahora lo recordarétodo. Antes no podía, no me atrevía». Se quedósentada con las manos cruzadas sobre las rodillas,los labios apretados, la mirada fija de quien ve

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una visión. Respiró hondo.«Yo, que odio las escenas; yo, que he

despreciado a las personas que demuestran susemociones por no saber dominarse, no pude evitarmeterme en el conflicto como una estúpidaromántica. ¿Sirvió de algo? Se habrían marchadosin mi intervención, estoy segura».

Pero eso era pasar por alto la conclusiónlógica, como advirtió al instante con sensatez.

«No, tal vez no lo hubieran hecho. Obré bien.Pero ¿qué me impulsó a defender a ese hombrecomo si fuera un niño desvalido? ¡Ay! —se dijo,apretando las manos—. No me extraña que piensenque estoy enamorada de él, después de ponerme enevidencia de ese modo. ¡Yo enamorada y ademásde él!». Se le encendieron súbitamente las pálidasmejillas. Se cubrió la cara con las manos. Cuandolas retiró, las tenía mojadas de lágrimas ardientes.

«¡Ay, qué bajo he caído para que digan eso demí! No habría sido tan valiente con ningún otro,

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sólo porque me es tan absolutamente indiferente, o,incluso, puede que le tenga verdadera aversión.Eso me hizo desear más que hubiera juego limpiopor ambas partes, y comprobé lo que era el juegolimpio. No era justo —se dijo con vehemencia—que él estuviera allí, protegido, esperando que lossoldados atraparan a aquellos pobres seresenloquecidos sin hacer el menor esfuerzo para queentraran en razón. Y aún era más injusto quecumplieran las amenazas. Lo haría otra vez, quedigan lo que quieran de mí. Si impedí un golpe,una acción cruel y violenta que podría habersecometido, hice un trabajo de mujer. ¡Que insultenmi amor propio de doncella cuanto quieran, soypura a los ojos de Dios!».

Alzó la vista y pareció que una paz noblecubriera su rostro y lo calmara, hasta ser «mássereno que mármol cincelado[36]».

Llegó Dixon:—Perdone, señorita Margaret, han traído el

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colchón de agua de parte de la señora Thornton.Me temo que demasiado tarde para esta noche,porque la señora ya está casi dormida; pero irámuy bien para mañana.

—Muy bien —dijo Margaret—. Dile que se loagradecemos muchísimo.

Dixon sé fue y volvió al momento.—Perdone, señorita Margaret, dice que tiene

que preguntar especialmente cómo se encuentrausted. Creo que se refiere a la señora, pero diceque sus últimas palabras fueron preguntar cómoestaba la señorita Hale.

—¡Yo! —exclamó Margaret irguiéndose—.Yo estoy perfectamente. Dígale que estoyperfectamente.

Pero tenía la cara tan blanca como su pañuelo.Y le dolía muchísimo la cabeza.

Entró el señor Hale. Había dejado a su esposadormida. Margaret comprendió que necesitabadistraerse e interesarse por algo que le dijera.

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Soportó su dolor con tierna paciencia sin unaqueja; y se esforzó por sacar múltiples temas deconversación, todos excepto el tumulto, que nisiquiera mencionó. Se ponía enferma sólo depensar en él.

—Buenas noches, Margaret. Tengo muchasposibilidades de pasar una buena noche y tú estásmuy pálida. Si tu madre necesita algo llamaré aDixon. Acuéstate y duerme como un lirón; creo quete hace falta, pobrecita mía.

—Buenas noches, papá.Dejó que se le fuera el color, desvanecerse la

falsa sonrisa, apagarse los ojos con el intensodolor. Liberó su fuerte voluntad de la laboriosatarea. Podría sentirse enferma y cansada hasta porla mañana.

Se echó y permaneció inmóvil. Mover unamano o un pie, incluso sólo un dedo hubiera sidoun esfuerzo superior a su capacidad de volición yde movimiento. Estaba tan cansada, tan aturdida,

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que creía que no se dormiría nunca; suspensamientos febriles cruzaban una y otra vez lafrontera entre sueño y vigilia sin perder sudolorosa identidad. No podía estar sola, postrada,impotente como estaba: una nebulosa de rostros lamiraba sin transmitirle ninguna idea de intensa yvívida cólera ni de peligro personal, sino unaprofunda sensación de vergüenza por verseexpuesta así como objeto de atención general: unasensación de vergüenza tan intensa como sihubiera excavado la tierra para ocultarse y nisiquiera así pudiera escapar de aquella mirada fijade múltiples ojos.

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Capítulo XXIVErrores aclarados

Tu belleza fue lo primero que conquistó el lugar,y escaló las murallas de mi corazón impávido,

que languidece ahora cautivo en un rincón,sufriendo el cruel rigor del abandono:

pero de todas modos tu siervo aguantará,a despecho del brusco rechazo y del callado orgullo.

WILLIAM FOWLER[37]

Margaret se levantó al día siguiente contenta deque hubiera terminado la noche: no se sentía comonueva pero sí descansada. Todo había ido bien enla casa; su madre sólo se había despertado unavez. Una ligera brisa agitaba el aire caliente yaunque no había árboles que mostraran el alegremovimiento de las hojas agitadas por el viento,

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Margaret sabía que en uno u otro lugar, al bordedel camino, en los sotos o en la espesura delbosque, había un alegre sonido susurrante, un ruidocreciente y decreciente, cuya sola idea era un ecode alegría lejana en su corazón.

Se sentó con su labor en la habitación de laseñora Hale. En cuanto pasara el reposo deaquella mañana, ayudaría a vestirse a su madre;después de comer iría a ver a Bessy Higgins.Desterraría todos los recuerdos de la familiaThornton, no había ninguna necesidad de pensar enellos hasta que se le aparecían en carne y hueso.Pero, por supuesto, el esfuerzo de no pensar enellos hacía que se le apareciesen con más fuerza;y, de vez en cuando, le cubría la cara un ruborardiente que la iluminaba como el rayo de solentre nubarrones que se mueve rápidamente sobreel mar.

Dixon abrió la puerta muy despacio y seacercó de puntillas a Margaret, que estaba sentada

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junto a la ventana sombreada.—El señor Thornton, señorita Margaret. Está

en la sala.Margaret dejó la costura.—¿Ha preguntado por mí? ¿No ha ido papá?—Ha preguntado por usted, señorita. El señor

ha salido.—Bueno, ahora voy —dijo Margaret

tranquilamente. Pero se demoró de forma extraña.El señor Thornton esperaba de pie junto a una

ventana, de espaldas a la puerta; parecíaconcentrado en observar algo de la calle. Pero enrealidad, tenía miedo de sí mismo. Se le acelerabael corazón al pensar en la llegada de ella. Nopodía olvidar el roce de sus brazos en el cuello,que le había impacientado en el momento; pero elrecuerdo de su defensa aferrándose a él parecíaestremecerle de pies a cabeza, derretir toda laresolución y la capacidad de controlarse como sifuera cera junto al fuego. Le aterraba acercarse a

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ella para saludarla con los brazos abiertos en unamuda súplica de que se acurrucara en ellos comohabía hecho el día antes sin que le hiciera ningúncaso, pero que ya nunca sería así. El corazón lelatía deprisa y con fuerza. Pese a ser un hombrefuerte, temblaba al pensar lo que tenía que decir ycómo reaccionaría ella. Ella podría flaquear,ruborizarse y caer en sus brazos como en su lugarde descanso y su hogar natural. Tan prontoresplandecía de impaciencia al pensar que loharía, como temía un rotundo rechazo, cuya solaidea ensombrecía su futuro de tal forma que senegaba a pensarlo. Se sobresaltó al sentir lapresencia de otra persona en la estancia. Sevolvió. Había entrado tan suavemente que no lahabía oído; los ruidos de la calle le habían llegadocon más nitidez que los lentos movimientos de ellacon su vestido de muselina.

Ella se paró junto a la mesa y no le pidió quese sentara. Tenía los párpados entornados y sus

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labios entreabiertos dejaban ver la línea blanca desus dientes cerrados, pero no apretados. El levemovimiento de la fina y bella nariz al respirar erael único movimiento apreciable en su rostro. Lapiel delicada, la mejilla ovalada, el preciosocontorno de los labios, sus comisuras con hoyuelosprofundos: todo era pálido y lívido aquel día; lapérdida del saludable color natural resaltaba máspor la tupida sombra del cabello oscuro que lecaía sobre las sienes para ocultar todo rastro delgolpe que había recibido. Echaba levemente haciaatrás la cabeza con su antiguo porte altivo, a pesarde la mirada baja. Y tenía los brazos caídos a loslados. En conjunto, parecía una prisionerafalsamente acusada de un delito que aborrecía ydespreciaba y que la indignaba demasiado parajustificarse.

El señor Thornton dio dos pasos apresuradoshacia ella; se contuvo y se acercó con tranquilaresolución a la puerta (que ella había dejado

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abierta) y la cerró. Volvió luego y se detuvo frentea ella un momento, captando la impresión generalde su hermosa presencia, antes de atreverse aperturbarla, tal vez ahuyentarla, con lo que teníaque decir.

—Señorita Hale, ayer fui muy ingrato.—No tenía nada que agradecer —dijo ella,

alzando la vista y mirándole directamente a la cara—. Supongo que se refiere a que cree que tieneque agradecerme lo que hice. —A pesar de símisma, a despecho de la cólera que sentía, unintenso rubor le cubrió toda la cara, inflamándoleincluso los ojos, aunque no alteró su mirada fija ygrave—. Fue sólo un instinto natural; cualquiermujer hubiera hecho lo mismo. Todasconsideramos la santidad de nuestro sexo un granprivilegio cuando vemos peligro. Más biendebería pedirle disculpas yo —añadióapresuradamente— por haberle dicho palabrasirreflexivas que le hicieron ponerse en peligro.

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—No fueron sus palabras; fue la verdad queexpresaban, aunque formulada con acritud. Pero nome disuadirá con eso para rehuir la expresión demi más profundo agradecimiento, de mi… —Estaba al borde ahora; no hablaría dejándosellevar por su pasión ardiente; sopesaría cadapalabra. Lo haría; y su voluntad venció. Seinterrumpió a media carrera.

—No intento rehuir nada —dijo ella—. Sólodigo que no me debe gratitud; y añadiría quecualquier manifestación de la misma me molestaríaporque creo que no la merezco. De todos modos,si hacerlo le exime de una obligación, aunque seaimaginaría, hable.

—No deseo eximirme de ninguna obligación—dijo él aguijoneado por la actitud tranquila deella—. Imaginaria o no (no me lo pregunto),prefiero creer que le debo la vida; sí, sonría ypiense que es una exageración si quiere. Lo creoporque añade un valor a esa vida considerar…,

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¡ay, señorita Hale! —prosiguió, bajando la vozcon una ternura apasionada tan intensa que la hizoestremecerse y temblar delante de él—, pensar quefue así, que siempre que me sienta exultante apartir de ahora, me diré: «¡Toda esta alegría devivir, el orgullo sincero de cumplir con mi misiónen el mundo, todo este profundo sentimiento se lodebo a ella!». Y duplica la alegría, enaltece elamor propio, agudiza el sentido de la existenciahasta que ya no sé si es dolor o placer, el pensarque se lo debo a alguien (no, tiene que saberlo y losabrá) —añadió, dando un paso adelante con firmeresolución—, a alguien a quien amo como no creoque hombre alguno haya amado nunca a una mujer.

Le tomó una mano y la estrechó. Y esperójadeante su respuesta. Le soltó la mano indignadoal oír su tono glacial; pues glacial era, aunque suspalabras brotaron balbuceantes, como si nosupiera dónde encontrarlas.

—Su forma de hablar me escandaliza. Es

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blasfema. No puedo evitarlo, si ése es mi primersentimiento. Quizá no fuera así, supongo, sicomprendiera la clase de sentimiento que usteddescribe. No deseo molestarle; y además, tenemosque hablar bajo porque mamá está dormida. Perosu actitud me ofende…

—¡Cómo! —exclamó él—. ¡La ofende! ¡Soyrealmente muy desgraciado!

—¡Sí! —dijo ella, con recobrada dignidad—.Me siento ofendida. Y creo que con razón. Meparece que cree que mi comportamiento de ayer —de nuevo el intenso rubor, pero esta vez con losojos inflamados de indignación en lugar devergüenza— fue un acto personal entre usted y yo;y que puede venir a agradecérmelo sin darsecuenta como haría un caballero, ¡sí!, un caballero—repitió, aludiendo a la conversación que habíanmantenido sobre esa palabra—, de que cualquiermujer digna de tal nombre habría reaccionadoprotegiendo con su venerada impotencia a un

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hombre en peligro de la violencia de muchos.—¡Y al caballero así rescatado le está vedado

el alivio de agradecerlo! —dijo éldespectivamente, interrumpiéndola—. Soy unhombre. Reclamo el derecho a expresar missentimientos.

—Y yo he cedido al derecho; simplementediciendo que me hacía sufrir insistiendo en él —respondió ella con arrogancia—. Pero parecehaber imaginado que no me guió sólo el instintofemenino, sino —y aquí las lágrimas ardientes(tanto tiempo contenidas, contra las que habíaluchado con vehemencia) afloraron a sus ojos y lequebraron la voz—, sino que me impulsaba algúnsentimiento particular por usted, ¡usted! Pues nohabía un solo hombre, ni un pobre hombredesesperado en toda aquella multitud, por quien nosintiera más compasión, por quien no hubierahecho de mejor gana lo poco que pudiera.

—Puede seguir hablando, señorita Hale. Estoy

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al corriente de todas esas impropias simpatíassuyas. Ahora creo que sólo fue su sentido deopresión innato (sí, aunque patrono, puedo estaroprimido), lo que la impulsó a obrar tannoblemente como lo hizo. Sé que me desprecia;permítame decir que es porque no me comprende.

—No quiero comprender —repuso ella,apoyándose en la mesa para recuperar elequilibrio; pues le parecía cruel, y lo erarealmente, y se sentía fatigada de indignación.

—No, ya lo veo. Es usted desleal e injusta.Margaret apretó los labios. No contestaría a

semejantes acusaciones. Mas, a pesar de todo, apesar de sus palabras despiadadas, él se habríaarrojado a sus pies y besado el borde de suvestido. Ella guardó silencio; no se movió.Derramó ardientes lágrimas de orgullo herido. Élesperó un rato, deseando que ella dijera algo a loque pudiera replicar, aunque fuera un sarcasmo.Pero siguió callada. Él recogió el sombrero.

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—Algo más. Me parece que piensa usted quemi amor la deshonra. No puede evitarlo. Yo,aunque quisiera, no puedo librarla de él. Y no loharía aunque pudiera. No he amado nunca aninguna mujer: he estado siempre demasiadoocupado, demasiado preocupado por otrosasuntos. Ahora amo, y seguiré amando. Pero notema demasiadas demostraciones por mi parte.

—No tengo miedo —repuso ella, irguiéndose—. Nadie se ha atrevido nunca a ser impertinenteconmigo, y nadie lo hará nunca. Pero ha sido ustedmuy amable con mi padre, señor Thornton —añadió, cambiando de tono y adoptando unasuavidad muy femenina—. No sigamosofendiéndonos el uno al otro. Se lo ruego.

Él no prestó la menor atención a sus palabras.Se concentró en alisar el pelo del sombrero con lamanga del abrigo durante medio minuto o así. Yluego, rechazando la mano que le ofrecía ella yhaciendo como que no veía su seria expresión de

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pesar, se volvió bruscamente y salió de lahabitación. Margaret captó su expresión antes deque se fuera.

Le pareció haber visto el brillo de lágrimascontenidas en sus ojos al marcharse; y esoconvirtió su orgullosa aversión en algo diferente ymás amable, aunque casi igualmente penoso: elremordimiento por haber causado tantamortificación a alguien.

«Pero ¿cómo podía haberlo evitado? —sepregunto—. Nunca me ha gustado. Siempre he sidoeducada; pero no me he molestado en disimular miindiferencia. En realidad, nunca he pensado en él yen mí misma, por lo que mi actitud tenía que haberdemostrado la verdad. Si ha interpretado mal todolo de ayer es culpa suya y no mía. Yo volvería ahacerlo si fuese necesario, aunque me cause todasestas complicaciones y esta vergüenza».

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Capítulo XXVFrederick

La venganza debe imponerse,la férrea disciplina proclama a gritos su causa,

y los oficiales agraviados invocan sus leyes transgredidas.

BYRON[38]

Margaret empezó a preguntarse si todas lasdeclaraciones serían tan imprevistas y tanangustiosas en el momento de producirse como lasdos que le habían hecho a ella. Surgió en su menteuna comparación involuntaria entre el señorLennox y el señor Thornton. Había lamentado quelas circunstancias hubieran inducido al señorLennox a manifestarle cualquier otro sentimientoque no fuera el de la amistad. El pesar fue elsentimiento predominante la primera vez que le

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habían hecho una propuesta de matrimonio. No sehabía sentido tan aturdida, tan impresionada comose sentía ahora, en que los ecos de la voz del señorThornton aún persistían en la habitación. En elcaso del señor Lennox, le había parecido quesobrepasaba el limite entre amistad y amor unmomento; y que, al instante siguiente, lo lamentabacasi tanto como ella, aunque por motivos distintos.En el caso del señor Thornton, que Margaretsupiera, no existía la etapa de amistad intermedia.Su relación había sido un desacuerdo constante.Sus opiniones chocaban; y en realidad ella nuncahabía advertido que a él le interesaran susopiniones como propias de ella, la persona. En lamedida en que desafiaban su pétrea firmeza, suapasionado convencimiento, parecía rechazarlascon desprecio hasta que ella sentía la fatiga delesfuerzo de protestar en vano; ¡y ahora sepresentaba allí para declararle su amor de aquelmodo extraño y disparatadamente apasionado!

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Pues, aunque al principio se le había ocurrido queaquella proposición la había forzado y provocadouna profunda compasión por la forma en que sehabía expuesto ella, algo que él, como otros,podría malinterpretar, sin embargo, incluso antesde que él saliera de la habitación, y desde luegomenos de cinco minutos después de que lo hiciera,sintió el pleno convencimiento, se dio cuenta conabsoluta nitidez, de que él la amaba; de que lahabía amado; de que la amaría. Y entonces temblóy se estremeció, fascinada por una fuerzagrandiosa, incompatible con toda su vida anterior.Retrocedió sigilosamente y rechazó la idea. Perofue en vano. Parodiando un verso del Tasso deFairfax[39]:

La fuerte imagen de él vagaba por supensamiento.

Lo aborrecía más todavía por haberse

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adueñado de su voluntad. ¿Cómo se atrevía a decirque la amaría aunque ella lo rechazara condesprecio? Ojalá le hubiera hablado con más…dureza. Se le agolparon en la mente palabras másrotundas y mordaces ahora que ya era demasiadotarde para pronunciarlas. La profunda impresiónque le había causado la entrevista era como elhorror de un sueño; que no se va de la habitaciónaunque despertemos y nos frotemos los ojos yforcemos una sonrisa rígida. Que sigue allí enalgún rincón, encogido y farfulllante, con miradafija fantasmal, atento, para comprobar si nosatrevemos a hablar de su presencia a alguien. ¡Ysomos tan cobardes que no nos atrevemos!

Y así retrocedió estremecida de la amenaza deamor perdurable de él. ¿Qué quería decir? ¿Notenía ella fuerza de disuadirle? Ya vería.Amenazarla de aquel modo era gran atrevimiento,impropio de un hombre. ¿Se basaría en eldesdichado día anterior? Haría lo mismo mañana,

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si fuese necesario, lo haría por un mendigo tullido,voluntariamente y de buen grado; incluso por él, loharía por él con el mismo valor, a pesar de susconclusiones y del infame comentario de aquellamujer impertinente. Lo haría porque era justo, ysimple y verdadero salvar donde pudiera salvar;incluso tratar de salvar. Fais ce que dois,advienne que pourra[40].

No se había movido de donde la había dejado;ninguna circunstancia externa la había sacado deltrance discursivo en que la habían sumido lasúltimas palabras de él y la expresión de su miradaprofundamente apasionada cuando sus llamas lehabían hecho bajar la suya. Se acercó a la ventanay la abrió para disipar la agobiante opresión.Luego fue a abrir la puerta también, con un afánimpetuoso de borrar el recuerdo de la última hora,en compañía de otros o mediante el ejercicio.Reinaba en la casa un profundo silencio: esaquietud del mediodía en que el enfermo consigue

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el sueño no reparador que se le niega a las horasnocturnas. Margaret no quería estar sola. ¿Quédebía hacer? «Ir a ver a Bessy Higgins», pensó, alrecordar el mensaje que le había enviado la nocheanterior. Y así lo hizo.

Cuando llegó, encontró a Bessy echada en elescaño junto al fuego, aunque hacía un díasofocante y bochornoso. Estaba completamenteinerte, con esa languidez que sigue a un paroxismode dolor. Margaret pensó que respiraría mejor unpoco incorporada; y, sin mediar palabra, la alzó ycolocó los almohadones para que estuviera máscómoda, pese a su languidez.

—Creía que no volvería a verla —dijo al finBessy, mirándola anhelante.

—Me temo que estás mucho peor. Pero ayer nopude venir, mi madre estaba tan enferma, pormuchas razones —dijo Margaret, sonrojándose.

—Tal vez crea que me extralimité enviando aMary a buscarla ayer. Pero las voces y la

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discusión me destrozaron y cuando se marchó mipadre pensé, ay, si pudiera oír su voz leyéndomealgunas palabras prometedoras y pacíficas medesvanecería en el silencio y el descanso de Dioscomo un niño pequeño que se duerme con la nanade su madre.

—¿Quieres que te lea un capítulo ahora?—¡Sí, por favor! A lo mejor al principio no

atiendo al sentido; me parecerá muy lejano, perocuando llegue a la parte que me gusta, a los textosreconfortantes, me sonará muy próximo y creo queme atravesará, como si dijéramos.

Margaret empezó a leer. Bessy se balanceaba aun lado y a otro. Se esforzaba en atender unmomento y al siguiente parecía doblementeagitada. Al fin, exclamó:

—No siga leyendo. Es inútil. Estoyblasfemando todo el rato pensando furiosa en loque no tiene remedio. ¿Se ha enterado del tumultode ayer en Marlborough Mills? Ya sabe, la fábrica

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de Thornton.—Tu padre no fue, ¿verdad? —dijo Margaret,

ruborizándose intensamente.—Él no. Él hubiera dado la mano derecha para

que no pasara. Eso es lo que me preocupa. Estácompletamente destrozado por ello. No sirve denada decirle que los idiotas siempre rompen lasbarreras. No hay hombre más desmoralizado queél.

—Pero ¿por qué? —preguntó Margaret. Noentiendo.

—Porque, verá, él es miembro del comité deesta huelga especial. El sindicato lo nombróporque, aunque no esté bien que lo diga yo, estáconsiderado como un hombre inteligente y honradoa carta cabal. Y él y los otros delegados hicieronlos planes. Tenían que aguantar unidos contraviento y marea; y todos tenían que aceptar lo quepensara la mayoría, quisieran o no. Y sobre todo,había que respetar la ley. La gente los apoyaría si

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los veían esforzarse y pasar necesidad conpaciencia. Pero en cuanto hubiera el menor rumorde lucha y enfrentamiento (aunque fuera con losesquiroles) se acabaría todo, lo sabían por laexperiencia de todas las veces anteriores.Intentarían hablar con los esquiroles yconvencerlos, y razonar con ellos y tal vezadvertirlos. Pero el sindicato ordenó a todos losafiliados que aguantaran hasta morir si eranecesario sin dar un golpe, pasara lo que pasara;estaban seguros de que así contarían con laopinión pública. Y además de todo eso, el comitésabía que tenían razón en su demanda y no queríaque se mezclara la verdad con la mentira hasta elpunto en que la gente ya no puede separarlas lomismo que yo no puedo separar los polvos de lamedicina de la jalea que me regaló para mezclar;la jalea es mucho mejor, pero los polvos loimpregnan todo. Bueno, ya le he hablado bastantede esto, y estoy agotada. Usted misma puede

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deducir lo que supone para mi padre ver todo sutrabajo deshecho por un estúpido como Boucher,que tiene que ir contra las normas del comité ydestrozar la huelga como si se propusiera ser unJudas. Claro que padre se las cantó bien clarasanoche. Llegó a decirle que iría a la policía y lesexplicaría dónde podían encontrar al cabecilla dela revuelta; que se lo entregaría a los patronospara que hagan lo que quieran con él. Demostraríaa todo el mundo que los verdaderos dirigentes dela huelga no eran como Boucher, sino hombresserios y sensatos; buenos trabajadores; y buenosciudadanos, partidarios de la ley y el buen juicio ydefensores del orden. Que sólo querían un salariojusto y que no trabajarían aunque se murieran dehambre hasta que lo consiguieran; pero que nuncadañarían la propiedad ni la vida. Porque —bajó lavoz— dicen que Boucher tiró una piedra a lahermana del señor Thornton, y que a poco la mata.

—Eso no es cierto —dijo Margaret—. No fue

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Boucher quien tiró la piedra.Primero se ruborizó y luego se quedó pálida.—Entonces, estuvo allí, ¿no? —preguntó

Bessy lánguidamente: pues, en realidad, habíahablado con muchas pausas, como si le resultaraespecialmente difícil hacerlo.

—Sí. No importa. Sigue. Sólo que no fueBoucher quien tiró la piedra. Pero ¿qué le contestóa tu padre?

—No dijo una palabra. Temblaba tanto decólera contenida que yo no podía soportar mirarlo.Oía su jadeo rápido y una vez me pareció queestaba sollozando. Pero cuando padre le dijo quelo entregaría a la policía, dio un grito enorme ygolpeó a mi padre en la cara con el puño cerrado yse largó como un rayo. Mi padre se quedópasmado por el golpe al principio, pese a lo débilque estaba Boucher por la cólera y el hambre. Sequedó sentado un rato tapándose los ojos con lasmanos. Y luego se fue hacia la puerta. No sé de

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dónde saqué fuerzas pero me levanté del escaño yme aferré a él. «¡Padre! ¡Padre! —le dije—, dejaen paz a ese pobre hombre. No te soltaré hasta queme lo prometas». «No seas estúpida —me contestó—, una cosa es decirlo y otra hacerlo. Nunca hepensado denunciarle a la policía; aunque voto aD… que se lo merece y no me importaría quecualquiera hiciera el trabajo sucio y que loencerraran. Pero ahora que me ha atizado sería aúnmás difícil que lo hiciera porque metería a otrosen mi pleito. Pero si alguna vez sale de ésta y seencuentra bien, él y yo tendremos una pelea entoda regla, patadas y todo, y ya veré qué puedohacer por él». Así que se deshizo de mí, que enrealidad estaba bastante débil y deprimida, y éltenía la cara blanca como la nieve donde no estabaensangrentada y me mareaba. Y no sé si estuvedormida o despierta o perdí el conocimiento hastaque llegó Mary. Y le pedí que fuera a buscarla. Nome hable, prefiero que lea el capítulo. Estoy más

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tranquila ahora que lo he soltado; pero necesitoalgunos pensamientos del mundo lejano que mequiten el mal sabor de boca. No me lea un capítulode sermón sino uno de historia. Veo las imágenesque tienen con los ojos cerrados. Léame sobre elcielo nuevo y la tierra nueva[41], a ver si olvidotodo esto.

Margaret leyó con voz dulce y delicada. Bessyescuchaba con los ojos cerrados, pero prestóatención durante un rato, porque la humedad de laslágrimas se concentró densa en sus pestañas. Alfin, se quedó dormida; con muchos sobresaltos ysúplicas susurrantes. Margaret la arropó y semarchó, pues le preocupaba que la necesitaran encasa, aunque hasta aquel momento le habíaparecido cruel dejar a aquella muchachamoribunda.

La señora Hale estaba en la sala cuandoregresó su hija. Era uno de los días que mejor seencontraba y se deshizo en alabanzas sobre el

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colchón de agua. Se parecía más a los de la casad e sir John Beresford que ningún otro en el quehubiera dormido desde entonces. No lo entendía,pero parecía que se hubiera perdido el arte dehacer colchones como los que hacían cuando ellaera joven. Se diría que era bastante fácil; había elmismo tipo de plumas y, sin embargo, hasta lanoche pasada no recordaba haber tenido un sueñoprofundo y reparador.

El señor Hale indicó que algunas virtudes delos colchones de plumas antiguos podríanatribuirse a la actividad de la juventud, que hacíaplacentero el reposo; pero su esposa no aceptó debuen grado la idea.

—Nada de eso, señor Hale, eran los colchonesde la casa de sir John. Bueno, Margaret, tú eresbastante joven, y andas de un lado para otrodurante el día, ¿son cómodos los colchones?Recurro a ti. ¿Te dan una sensación de reposoperfecto cuando te echas en ellos; o das vueltas y

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vueltas intentando encontrar una postura cómoda ydespiertas por la mañana tan cansada como cuandote acostaste por la noche?

Margaret se echó a reír.—Si quieres que te diga la verdad, mamá,

nunca se me ha ocurrido pensar en la cama, en laclase de colchón. Tengo tanto sueño por la nocheque me quedo como un tronco en cuanto me echodonde sea. Así que no sé si soy un testigo fiable.Claro que también es cierto que nunca tuve laoportunidad de probar las camas de la casa de sirJohn Beresford. No estuve nunca en Oxenham.

—¿De veras? ¡No, claro! Recuerdo que llevéconmigo al pobrecito Fred. Después de casarmesólo fui una vez a Oxenham, a la boda de tu tíaShaw; y el pobrecito Fred era el pequeñoentonces. Y sé que a Dixon no le gustaba pasar dedoncella a niñera y me daba miedo que quisieradejarme si la llevaba cerca de su antiguo hogar yentre los suyos. Pero el niño, el pobrecito, se puso

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malo en Oxenham, con la dentición; y como yodedicaba tanto tiempo a Anna antes de su boda, yademás no me encontraba tampoco muy fuerte,Dixon tuvo que ocuparse de él más que nunca hastaentonces; y le tomó tanto cariño, y se sentía tanorgullosa cuando se apartaba de todos y seaferraba a ella, que creo que no volvió a pensar endejarme; aunque no se parecía en nada a lo queella estaba acostumbrada. ¡Pobre Fred! Todos letenían cariño. Nació con el don de ganarse loscorazones. Me hace pensar muy mal del capitánReid el saber que aborrecía a mi queridomuchacho. Me parece una prueba indiscutible deque era una mala persona. ¡Oh, tu pobre padre,Margaret! Se ha marchado de la habitación. Nosoporta que hable de Fred.

—A mí me gusta oír hablar de él, mamá.Cuéntame todo lo que quieras. Nunca serádemasiado. Cuéntame cómo era de pequeño.

—Bueno, Margaret, no te ofendas, pero era

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mucho más guapo que tú. Recuerdo que cuando tevi por primera vez en brazos de Dixon, dije:«¡Santo cielo, qué feíta es!». Y ella dijo: «¡Todoslos niños no se parecen al señorito Fred, benditosea!». ¡Santo cielo, qué bien lo recuerdo! Entoncespodía tener a Fred en brazos todo el día, y sucunita estaba junto a mi cama; y ahora, ahora…Margaret, no sé dónde está mi hijo y a veces creoque no volveré a verlo.

Margaret se sentó en un escabel junto al sofáde su madre. Le tomó la mano con suavidad,acariciándosela y besándosela para consolarla. Laseñora Hale dio rienda suelta a su aflicción y seechó a llorar. Al final, se incorporó, se irguió en elsofá y se volvió hacia su hija diciendo consinceridad lacrimosa y casi solemne:

—Margaret, si pudiese mejorar, si Dios meconcediese una oportunidad de recuperación,tendría que ser viendo a mi hijo una vez más. Esodespertaría las escasas fuentes de salud que me

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quedan.Hizo una pausa, como si intentara reunir

fuerzas para añadir algo. Se le quebró la voz alproseguir, temblorosa como si considerara algunaidea extraña pero muy presente.

—Y si he de morir, Margaret, si soy una de laspersonas señaladas para morir antes de que pasenmuchas semanas, tengo que ver primero a mi hijo.No se me ocurre cómo puede organizarse; pero teencomiendo, Margaret, por el consuelo que túmisma esperas en las últimas horas, que me lotraigas para que pueda darle mi bendición. Sólocinco minutos, Margaret No puede haber peligroen cinco minutos. ¡Oh, Margaret, haz que puedaverlo antes de morir!

Margaret no vio nada irracional en laspalabras de su madre, no buscamos razón ni lógicaen las súplicas apasionadas de los enfermosgraves. Nos remuerde el recuerdo de las miloportunidades perdidas de satisfacer los deseos de

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quienes se irán pronto de nuestro lado; si nospidieran la futura felicidad de nuestra vida, lapondríamos a sus pies y renunciaríamos a ella.Pero aquel deseo de la señora Hale era tan natural,tan justo, tan bueno para ambas partes, queMargaret creyó que tanto por Frederick como porsu madre tenía que olvidar todas lasprobabilidades de peligro y comprometerse ahacer cuanto estuviera en su mano parasatisfacerlo. Su madre la miraba fijamente conaquellos ojos grandes, suplicantes y dilatados, y letemblaban los labios pálidos como si fuera unaniña pequeña. Margaret se levantó despacio y sequedó frente a su madre, para que pudiera deducirde la firmeza serena del rostro de su hija quecumpliría su deseo.

—Escribiré esta noche a Frederick y se lodiré, mamá. Estoy tan segura de que vendráinmediatamente como de mi vida. Tranquilízate,mamá, te aseguro que lo verás en la medida en que

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puede prometerse lo humanamente posible.—¿Le escribirás ahora? Ah, Margaret, el

correo sale a las cinco. Te dará tiempo, ¿verdad?Me quedan tan pocas horas; cariño, tengo lasensación de que no me recuperaré, aunque aveces tu padre me hace concebir esperanzas.Escribirás en seguida, ¿verdad? No pierdas unsolo correo; porque sólo por ese único correopodría no verlo.

—Pero, mamá, papá está fuera.—¡Papa está fuera! ¿Y qué? ¿No querrás decir

que él me negaría este último deseo? Porque noestaría enferma, agonizando, si no me hubieratraído de Helstone a este lugar insalubre, lleno dehumo y sin sol.

—¡Mamá, por favor! —dijo Margaret.—Es la pura verdad. Y él lo sabe muy bien. Lo

ha dicho muchas veces. Haría lo que fuera por mí.No pienses que me negaría este último deseo,plegaria, si quieres. Y en realidad, Margaret, el

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deseo de ver a Frederick se interpone entre Dios yyo. No puedo rezar hasta que lo consiga; de verdadque no puedo. No pierdas el tiempo, hija, porfavor te lo pido. Escribe para que la carta salga enel próximo correo. Así podría estar aquí, llegar enveintidós días. Seguro que vendrá. Ni sogas nicadenas pueden impedírselo. Dentro de veintidósdías veré a mi hijo.

Se recostó, y, durante un rato, no se dio cuentade que Margaret seguía sentada sin moverse, conuna mano sobre los ojos.

—¡No estás escribiendo! —exclamó al fin sumadre—. Tráeme papel y unas plumas, escribiréyo misma.

Se incorporó temblando de pies a cabeza conimpaciencia febril.

Margaret bajó la mano y miró con tristeza a sumadre.

—Espera a que llegue papá. Le preguntaremoscuál es la mejor forma de hacerlo.

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—Me lo has prometido, Margaret, no hace niun cuarto de hora; me dijiste que vendría.

—Y lo hará, mamá; no llores, por favor, madrequerida. Escribiré ahora mismo, me verás hacerloy saldrá en este mismo correo. Y si papá loconsidera oportuno, puede escribir de nuevocuando llegue; es sólo un día de retraso. Mamá,por favor, no llores con tanta pena.

La señora Hale no podía contener las lágrimas;lloraba histérica y, en realidad, no hacía el menoresfuerzo para controlarlas, sino que conjurabatodas las imágenes del pasado feliz y el probablefuturo: imaginando la escena en que yacería decuerpo presente con el hijo a quien tanto habíaanhelado ver en vida llorando junto a ella, y ellainconsciente de su presencia, hasta que la lástimade sí misma la sumió en un estado de agotamientoy sollozos que acongojó a Margaret. Pero al finalse tranquilizó y observó anhelante a su hija, quehabía empezado a escribir la carta, una breve

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misiva urgente. La cerró en seguida por miedo aque su madre le pidiera que se la enseñara: yluego, para asegurarse todavía más, y a petición dela señora Hale, la llevó ella misma al correo. Supadre la alcanzó en el camino de vuelta a casa.

—¿Y dónde ha estado mi linda doncella? —lepreguntó.

—En la oficina de correos, con una carta; unacarta para Frederick. No sé si he hecho mal, papá:pero mamá sentía un ferviente anhelo de verlo,dijo que se recuperaría, y dijo que tiene que verloantes de morirse. No sabes lo insistente que sepuso. ¿He obrado mal?

El señor Hale no respondió de inmediato.Luego dijo:

—Deberías haber esperado a que llegara yo,Margaret.

—Intenté convencerla… —guardó silencio.—No sé —añadió el señor Hale tras una pausa

—. Debería verlo si tanto lo desea, pues creo que

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le sentaría mucho mejor que toda la medicina deldoctor; ¡quizá se recupere del todo! Pero me temoque supone un peligro muy grande para él.

—¿Después de tantos años del motín, papá?—Sí. El gobierno tiene que tomar medidas muy

estrictas para la represión de delitos contra laautoridad, por supuesto, y sobre todo en la Marina,donde el oficial al mando ha de estar rodeado aojos de sus hombres de la vívida conciencia delpoder del país que le respalda, protege su causa yvenga las ofensas que le hayan hecho si fuerenecesario. A ellos no les importa hasta qué puntosus autoridades han tiranizado, enfurecido a lostemperamentos vivos hasta la locura, o, aunque esopudiera ser después una excusa, no se acepta nuncaen primera instancia; no se ahorran gastos, envíanbarcos, recorren los mares para apresar a losinfractores, los años transcurridos no borran lamemoria del delito, sigue siendo un crimenreciente y vívido en los libros del Almirantazgo

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hasta que se borra con sangre.—¡Ay, papá, qué he hecho! Y sin embargo me

parecía tan correcto en el momento. Estoy segurade que el propio Frederick se hubiera arriesgado.

—Lo haría; ¡debería hacerlo! Bueno, Margaret,me alegra que se haya hecho, aunque no meatreviera a hacerlo yo. Mejor que haya sido así.Yo habría vacilado hasta que quizá hubiera sidodemasiado tarde para servir de algo. QueridaMargaret, has hecho lo correcto; y el final quedafuera de nuestro control.

Todo estaba muy bien; pero el relato que hizosu padre del castigo implacable que se imponía alos amotinados horrorizó a Margaret. ¿Y si hubieraatraído a su hermano a casa para borrar lamemoria de su error con su propia sangre? Vio quela angustia de su padre era más honda que la fuentede la que habían surgido sus últimas palabrasanimosas. Le tomó del brazo y regresó a casa conél, pensativa y agotada.

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Capítulo XXVIMadre e hijo

He hallada el sagrado lugar de reposotodavía inmutable.

SRA. HEMANS[42]

Cuando el señor Thornton salió de la casa aquellamañana estaba casi ciego de cólera desconcertada.Se sentía tan mareado como si Margaret, en vez demostrarse, hablar y actuar como una joven tierna ydelicada, hubiera sido una verdulera robusta y lehubiera dado unos buenos puñetazos. Sentíaverdadero dolor físico: un fuerte dolor de cabeza ypalpitaciones intermitentes. No soportaba el ruido,la intensa luz y el movimiento y el estruendocontinuos de la calle. Se llamó estúpido por sufrir

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de aquel modo. Y sin embargo, de momento nopodía recordar la causa de su sufrimiento nideterminar si correspondía a sus efectos. Hubiesesido un alivio sentarse en el escalón de una puertay llorar con un niño pequeño que vociferaba alágrima viva indignado por algo que le habíanhecho. Se dijo que odiaba a Margaret, pero unaintensa sensación de amor desbordante surcó sulúgubre embotamiento como un rayo inclusomientras formulaba las palabras que expresabanodio. Su mayor consuelo consistía en abrazar sutormento; y en sentir, como le había dicho a ella,que no cambiaría un ápice aunque lo despreciara,lo desdeñara y lo tratara con su soberana y altivaindiferencia. No podía hacerle cambian La amaba,y seguiría amándola a pesar de ella y de aquelinsidioso dolor físico.

Se paró un momento a tomar esta resolucióncon firmeza y claridad. Pasaba un ómnibus que ibaal campo. El conductor creyó que quería subir y

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paró junto a la acera. Era demasiado complicadodisculparse y explicarse, así que subió y se alejóde allí. Pasaron largas hileras de casas, luegovillas independientes con jardines muy biencuidados y llegaron a los verdaderos setos delcampo y, luego, a un pueblecito. Bajaron todos losviajeros, y el señor Thornton hizo lo mismo; ycuando se alejaron caminando, los siguió. Seadentró a paso ligero en los campos, porque elejercicio le despejaba la mente. Ahora podíarecordarlo todo: el lastimoso papel que habíarepresentado; el ridículo que tantas veces se habíadicho que era lo más estúpido del mundo; y lasconsecuencias habían sido exactamente las quehabía vaticinado siempre con sensatez si algunavez se ponía en ridículo de aquel modo. Estabaembrujado por aquellos bellos ojos, aquella bocasuave entreabierta y susurrante que se habíaposado tan cerca, en su hombro, todavía ayer. Nisiquiera podía librarse del recuerdo de que ella

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había estado allí, que le había rodeado con losbrazos una vez, aunque no volvería a hacerlo. Sólocaptaba vislumbres de ella. No la entendía engeneral. Tan pronto era muy valiente como muytímida; tan pronto muy tierna como altiva yorgullosa. Decidió repasar detenidamente todaslas veces que la había visto para olvidarla luegode una vez. La vio con diferentes atuendos y endistintos estados de ánimo y no supo cuál lesentaba mejor. Incluso aquella mañana, ¡quéespléndida estaba fulminándolo con la mirada antela idea de que como había compartido ayer supeligro le interesara lo más mínimo!

Si el señor Thornton había sido estúpido por lamañana, como se repitió por lo menos veinteveces, no era mucho más juicioso por la tarde. Loúnico que consiguió a cambio del viaje de seispeniques en ómnibus fue convencerse más de quenunca había existido ni existiría nunca alguiencomo Margaret; que ella no le amaba ni le amaría

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nunca; pero que ni ella ni el mundo entero leimpedirían amarla. Volvió a la pequeña plaza delmercado y tomó de nuevo el ómnibus para regresara Milton.

Ya era media tarde cuando bajó cerca de sualmacén. Los lugares habituales le recordaron loshábitos y los discursos mentales habituales. Sabíacuánto tenía que hacer: más que el trabajo habitual,debido a la conmoción del día anterior. Tenía quever a los magistrados, completar los acuerdos quesólo había hecho a medias por la mañana para lacomodidad y la seguridad de sus obrerosirlandeses recién importados; tenía que evitar todaposibilidad de comunicación entre ellos y lostrabajadores descontentos de Milton. Y, porúltimo, tenía que ir a casa y enfrentarse a sumadre.

La señora Thornton había pasado todo el díasentada en el comedor, esperando de un momento aotro la noticia de que la señorita Hale había

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aceptado a su hijo. Se había preparado una y otravez al oír un ruido súbito en la casa volviendo a lalabor medio abandonada y dándole a la aguja condiligencia, aunque con las gafas empañadas ymano temblorosa; y habían abierto la puerta una yotra vez y había entrado alguien indiferente conalgún recado insignificante. Entonces su rostrorígido relajaba la expresión gélida y triste y susrasgos adoptaban un gesto de abatimiento bastanteinsólito en su severidad. Procuró no pensar en loscambios fastidiosos que supondría para ella elmatrimonio de su hijo, obligándose a concentrarseen las rutinas domésticas. Los futuros reciéncasados necesitarían ropa blanca nueva, y laseñora Thornton había mandado sacar cestos ycestos llenos de mantelerías y había empezado acalcular la provisión. Había cierta confusión entrelo que era de ella y llevaba las iniciales G. H. T.(por George y Hannah Thornton) y lo que era de suhijo (comprado con su dinero y marcado con sus

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iniciales). Algunos de los juegos marcados con lasiniciales G. H. T. eran de finísimo damascoholandés antiguo; ya no los había iguales. Laseñora Thornton se quedó mirándolos muchotiempo: habían sido su orgullo cuando se casó.Luego frunció el entrecejo, apretó con fuerza loslabios y deshizo con mucho cuidado la G y la H.Llegó incluso a buscar el carrete de hilo de marcarpara poner las iniciales nuevas, pero estabagastado y no tuvo ánimo para mandar a por másprecisamente entonces. Así que se quedó mirandofijamente el vacío; pasaron ante ella una serie devisiones, de todas las cuales su hijo era elprincipal y único objeto: su hijo, su orgullo, supropiedad. No acababa de llegar. Sin duda estabacon la señorita Hale. El nuevo amor ya habíaempezado a desplazarla del primer lugar queocupaba en su corazón. Sintió un dolor profundo(una punzada de celos vanos): no sabía si erafísico o mental. Pero la obligó a sentarse. Al

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momento estaba otra vez de pie, tan erguida comosiempre, con una sonrisa porfiada, preparada paraque se abriera la puerta y apareciera el jubilosotriunfador que nunca sabría el enorme pesar quesentía su madre por aquel matrimonio. En todoesto, apenas figuraba la futura nuera como persona.Tenía que ser la esposa de John. Ocupar el lugarde la señora Thornton como señora de la casa sóloera una de las muchas consecuencias queadornaban la gloria suprema. Toda la abundancia yla comodidad de la casa, toda la púrpura y el hilofino, honra, amor, obediencia, tropeles de amigos,todo resultaría tan natural como las piedraspreciosas en el manto de un rey y se consideraríaigualmente poco por su valor separado. Serelegida por John separaría a una sirvienta del restodel mundo. Y la señorita Hale no estaba tan mal.Si hubiera sido una joven de Milton a la señoraThornton le habría encantado. Era mordaz, y teníagusto, y ánimo, y gracia. Claro que estaba llena de

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prejuicios y era muy ignorante, pero eso era algoque cabía esperar de su educación sureña. Cruzósu mente una extraña y penosa comparación deFanny con ella y, por una vez, habló con dureza asu hija. La puso de vuelta y media. Y luego, amodo de penitencia, abrió los Comentarios deHenry e intentó concentrarse en el libro, en lugarde continuar con la tarea que la enorgullecía ycomplacía y seguir con la inspección de la ropa demesa.

¡Su paso al fin! Lo oyó incluso mientras creíaestar acabando una frase; mientras su vista pasabasobre ella y podría haberla repetido de memoriapalabra por palabra: le oyó llegar a la puerta delvestíbulo. Su percepción agudizada podíainterpretar cada sonido: ahora estaba junto alperchero, ahora en la misma puerta de lahabitación. ¿Por qué se detenía? ¡Que acabara deuna vez con su tormento!

Pero siguió con la cabeza inclinada sobre el

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libro; no alzó la vista. Él se acercó a la mesa y sedetuvo allí, esperando que ella terminara elpárrafo en el que parecía absorta. Al fin alzó lavista con esfuerzo.

—¿Y bien, John?El sabía lo que significaba la escueta pregunta.

Pero se había armado de valor. Deseó contestarcon una broma. La amargura que sentía podríahaber aportado una, pero su madre merecía que latratara mejor. Se acercó y se colocó detrás de ella,de forma que no podía verle, le inclinó hacia atrásla cara gris y pétrea y la besó, murmurando:

—Nadie me ama, sólo me quieres tú, madre.Se dio la vuelta y se quedó de pie con la

cabeza apoyada en la repisa de la chimenea,intentando contener las lágrimas que llenaban susojos varoniles. Ella se levantó tambaleante.Aquella mujer fuerte se tambaleó por primera vezen su vida. Le posó las manos en los hombros; erauna mujer alta. Lo miró a la cara: le obligó a

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mirarla.—El amor materno es un don divino, John. Es

firme y perdurable. El amor de una chica es comouna bocanada de humo, cambia con el viento. Note ha aceptado, ¿verdad? —Apretó los dientes;enseñó toda la dentadura, como un perro. Élcontestó con un cabeceo.

—No soy apropiado para ella, madre; yo ya losabía.

Ella masculló algo con los dientes apretados.Él no la oyó. Pero dedujo por su mirada que erauna maldición, aunque no tan burdamenteexpresada como para surtir efecto como siempreque se pronunciaba. Y sin embargo el corazón deella saltó alegre al saber que él volvía a ser suyo.

—¡Madre! —se apresuró a exclamar él—. Noquiero oír ni una palabra contra ella. ¡Por favor,madre! Estoy muy débil y muy afligido. Todavía laamo; la amo más que nunca.

—Y yo la odio —dijo la señora Thornton

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indignada en voz baja—. He procurado no odiarlacuando se interponía entre tú y yo, porque medecía que te haría feliz; y daría la sangre de micorazón por eso. Pero ahora la odio por tusufrimiento. Sí, John, es inútil ocultarme tu pena.Soy la madre que te trajo al mundo y tu pena es mitormento; y si tú no la odias, yo sí.

—Entonces haces que la quiera más, madre. Latratas injustamente y tengo que compensarlo. Pero¿por qué hablamos de amor y de odio? Ya esbastante que no me quiera, demasiado. Novolvamos a tocar el tema nunca. Es lo único quepuedes hacer por mí en este asunto. No volvamos anombrarla.

—Estoy completamente de acuerdo. Sólodeseo que ella y todo cuanto le pertenece vuelvanal lugar del que vinieron.

Él siguió de pie sin moverse, mirandofijamente el fuego unos minutos. Ella se quedómirándolo con ojos secos y apagados, que se le

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llenaron de lágrimas inusitadas; pero parecía tanadusta y serena como siempre cuando él volvió ahablar.

—Hay orden de arresto contra tres hombrespor conspiración, madre. El disturbio de ayer hacontribuido a reventar la huelga.

La señora Thornton y su hijo no volvieron amencionar el nombre de Margaret. Volvieron a sumodo de conversación habitual: sobre hechos, nosobre opiniones y mucho menos sobresentimientos. Sus voces y sus tonos eran fríos ytranquilos. Un extraño podría haber sacado laconclusión de que nunca había vistocomportamiento tan gélido entre parientes tanpróximos.

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Capítulo XXVIIFruta

Pues nunca puede ser malo algoinspirado por la llaneza y el deber.

SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO[43]

El señor Thornton analizó recta y claramente losasuntos del día siguiente. Había una ligerademanda de artículos terminados; y como afectabaa su rama de la industria, la aprovechó y negocióbien. Asistió puntualmente a la reunión de suscolegas magistrados, procurándoles toda la ayudade su sólido juicio y su capacidad de ver lasconsecuencias con un vistazo y llegar a unadecisión rápida. Hombres de más edad, hombresde la ciudad de toda la vida, hombres mucho más

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ricos (que se habían dado cuenta de las cosas yhabían invertido en tierras, mientras que el suyoera todo capital flotante, comprometido en sunegocio) recurrían a él en busca de un juiciorápido y certero. Fue el encargado de tratar con lapolicía para que se diesen los pasos adecuados.Prestaba tanta atención a esa deferencia instintivacomo al ligero viento del oeste que apenasalteraba el curso del humo de las altas y enormeschimeneas hacia el cielo. No advertía el mudorespeto que le manifestaban. Si hubiese sido deotro modo, lo hubiera considerado un obstáculo enla consecución del objetivo que perseguía. Pero,dadas las circunstancias, sólo se preocupaba delograr ese objetivo. Eran los aguzados oídos de sumadre los que captaban los comentarios de lasesposas de aquellos magistrados y hombresacaudalados sobre la excelente opinión que elseñor Tal o el señor Cual tenía del señorThornton; que, de no haber sido por él, las cosas

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habrían ido de otro modo: es decir, pésimamente.Solucionó bien sus asuntos y dio por terminada lajornada. Parecía que su honda mortificación deldía anterior y el curso confuso y sin rumbo de lashoras posteriores le hubieran despejado todas lasbrumas mentales. Sentía su fuerza y disfrutaba conello. Casi podía desafiar a su corazón. Podríahaber cantado la canción del molinero que vivía ala orilla del río Dee si la hubiera sabido:

No quiero a nadie,nadie me quiere.

Le presentaron las pruebas contra Boucher yotros cabecillas de los disturbios. Faltaban las deconspiración contra los otros tres. Peroencomendó encarecidamente a la policía quemantuviera la guardia; pues el rápido brazo de laley debía estar dispuesto a golpear en cuantopudieran demostrar una falta. Y luego salió de la

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cargada sala del juzgado a la calle, más fresca,pero todavía sofocante. Parecía que hubieraretrocedido de repente; sintió una languidez que leimpedía controlar los pensamientos que vagabanhacia ella; recordó la escena: no la de su repulsa yrechazo del pasado día, sino las caras y los actosdel anterior. Siguió maquinalmente por las callesatestadas, sorteando a los viandantes sin verlos,casi enfermo de anhelo de que volviera aquellamedia hora, aquel breve espacio de tiempo en queella se abrazó a él y su corazón latió sobre el suyo.

—¡Eh, señor Thornton! Me deja usted con elsaludo en la boca, caramba. ¿Qué tal la señoraThornton? ¡Un tiempo espléndido! ¡Le aseguro quea los médicos no nos gusta nada!

—Disculpe, doctor Donaldson. La verdad esque no le había visto. Mi madre está muy bien,gracias. Hace un día espléndido; bueno para lacosecha, supongo. Si hay trigo abundante,tendremos un comercio muy activo al año que

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viene. No sé ustedes los médicos.—Sí, sí. Cada uno a lo suyo. Su mal tiempo y

sus malos tiempos son buenos para mí. Cuando laindustria va mal, hay más debilitamiento de lasalud y predisposición a la muerte entre loshombres de Milton de lo que se cree.

—No en mi caso, doctor, yo soy de hierro. Nila noticia de la peor deuda impagada me haalterado el pulso. Le aseguro que esta huelga nome quita el apetito, y eso que me afecta más a míque a nadie de Milton, más que a Hamper. Tendráque ir a buscar un paciente en otra parte, doctor.

—Por cierto, me recomendó usted a una buenapaciente, ¡pobre señora! Pero dejemos ese tono tancruel, de verdad creo que a la señora Hale (ladama de Crampton, ya sabe) no le quedan muchassemanas de vida. No es que creyera que iba acurarse, me parece que ya se lo comenté a usted,pero hoy la he encontrado muy mal.

El señor Thornton guardó silencio. Se le alteró

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un instante el pulso firme del que se había jactado.—¿Puedo hacer algo yo, doctor? —preguntó

con voz quebrada—. Ya sabe, habrá visto que noles sobra el dinero; ¿hay algo especial o algúnmanjar que puedan ayudarla?

—No —repuso el médico con un cabeceo—.Le apetece mucho la fruta, tiene una fiebrepersistente; pero las peras tempranas le sentaríantan bien como cualquier otra fruta y hay muchas enel mercado.

—Estoy seguro de que si cree que puedo haceralgo me lo dirá —repuso el señor Thornton—.Confío en usted.

—¡Pierda cuidado, lo haré! No le ahorrarégastos. Sé que tiene la bolsa bien llena. Ojalá mediera carta blanca con todos mis pacientes y todassus necesidades.

Pero el señor Thornton no era partidario de labenevolencia en general, de la filantropíauniversal; algunos no le habrían reconocido

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siquiera el mérito de tener sentimientos. Sinembargo, fue directamente a la mejor frutería deMilton y eligió el racimo de uvas negras de lustremás delicado, los melocotones de color más vivo,las hojas de parra más lozanas. Lo colocaron todoen un cesto y el frutero esperó la respuesta a supregunta:

—¿Adónde lo enviamos, señor?No hubo respuesta.—A Marlborough Mills, supongo, ¿no, señor?—¡No! —dijo el señor Thornton—. Deme el

cesto, lo llevaré yo.Tuvo que sujetarlo con las dos manos; y tuvo

que cruzar la parte más concurrida de la ciudad,donde las mujeres hacían la compra. Muchasjóvenes conocidas se volvieron a mirarlo y seextrañaron al verlo ocupado en menesteres propiosde un mozo o recadero.

Él pensaba: «No voy a permitir que pensar enella me impida hacer lo que quiero. Me agrada

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llevar esta fruta a la pobre madre y es muycorrecto que lo haga. Su desdén no va a impedirmehacer lo que me plazca. ¡Estaría bueno que pormiedo a una joven arrogante dejara de hacer unfavor a un hombre a quien aprecio! Lo hago por elseñor Hale; lo hago a despecho de ella».

Caminó a paso ligero y llegó en seguida aCrampton. Subió las escaleras de dos en dos yentró en la sala sin dar a Dixon tiempo deanunciarle. Tenía la cara colorada y los ojosbrillantes de ferviente amabilidad. La señora Haleestaba echada en el sofá, acalorada por la fiebre.El señor Hale leía en voz alta. Margaret bordaba,sentada en un taburete bajo junto a su madre. Lepalpitó con fuerza el corazón al verlo, aunque a élno. Él no le prestó ninguna atención a ella, y muypoca al señor Hale. Se acercó directamente a laseñora Hale con el cesto y dijo, en ese tono suavey amable que resulta tan conmovedor cuando loemplea un hombre fuerte y saludable para hablar

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con una enferma débil:—Me encontré al doctor Donaldson, señora, y

me dijo que le sentaría bien la fruta, así que me hetomado la libertad, la gran libertad, de traerle unpoco que me ha parecido excelente.

La señora Hale se mostró sumamentesorprendida; sumamente complacida; temblorosade impaciencia. El señor Hale expresó con menospalabras una gratitud más profunda.

—Trae un frutero, Margaret, un cesto, lo quesea.

Margaret se quedó de pie junto a la mesa unmomento, como si temiera moverse o hacer elmenor ruido que delatara al señor Thornton supresencia. Pensó que sería incómodo para ambosprovocar un enfrentamiento deliberado: y supusoque no la había visto, porque cuando entró ellaestaba en un asiento bajo, y ahora de pie detrás desu padre. ¡Como si no sintiera él su presencia entodas partes, aunque no hubiera posado la mirada

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en ella en ningún momento!—Tengo que marcharme —dijo él—. No

puedo quedarme. Disculpen la libertad que me hetomado, los modales toscos, demasiado bruscos,me temo; seré más cortés la próxima vez. Mepermitirá el placer de traerle fruta de nuevo si veoalguna que sea tentadora. Buenas tardes, señorHale. Adiós, señora.

Se marchó. Sin dirigir una palabra ni unamirada a Margaret. Ella creía que no la habíavisto. Fue a buscar un frutero en silencio y sacó lafruta con delicadeza, con las yemas de sus finosdedos ahusados. Había sido muy amablellevándola; ¡y después de lo del día anterior,además!

—¡Oh! ¡Está deliciosa! —exclamó la señoraHale con un hilo de voz—. ¡Qué amable, mira queocurrírsele pensar en mí! Margaret, cariño, pruebaestas uvas. ¿No crees que ha sido muy amable?

—Sí —contestó Margaret en voz baja.

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—¡Margaret! —exclamó el señor Hale un tantoquejoso—. Siempre te molesta lo que hace elseñor Thornton. Nunca he visto a alguien contantos prejuicios.

El señor Hale acabó de pelar un melocotónpara su esposa; cortó un trocito para tomarlo él ydijo:

—Si yo tuviera prejuicios se habríanevaporado con este regalo. Nunca he probado frutatan exquisita, la verdad, ni siquiera en Hampshirede pequeño. Aunque supongo que a los chicos todala fruta les parece buena. Recuerdo las endrinas ylas manzanas silvestres que comía con deleite.¿Recuerdas los groselleros que había en el rincóndel muro occidental del jardín en casa, Margaret?

¿Lo recordaba? ¿No recordaba todas lashuellas del tiempo del viejo muro de piedra, de loslíquenes pardos y amarillos que lo marcaban comoun mapa, los picos de grulla que crecían en lasgrietas? Los acontecimientos de los dos últimos

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días la habían afectado; precisamente ahora todasu vida era una tensión sobre su fortaleza; y, dealgún modo, aquellas despreocupadas palabras desu padre, al mencionar el recuerdo de losluminosos tiempos pasados, la impulsó alevantarse de pronto. Dejó caer la labor al suelo,salió corriendo de la habitación y se recluyó en sucuarto. Apenas había soltado el primer sollozoentrecortado cuando se dio cuenta de que Dixonestaba junto a su cómoda buscando algo.

—¡Válgame Dios, señorita! ¡Qué susto me hadado! ¿No estará peor la señora, verdad? ¿Qué eslo que pasa?

—Nada, nada, Dixon. Es que soy tonta yquiero un vaso de agua. ¿Qué estás buscando? Enese cajón tengo las muselinas.

Dixon siguió hurgando sin contestar. Lafragancia del espliego llenó toda la habitación.

Dixon encontró al fin lo que buscaba. Margaretno podía ver lo que era. Dixon se volvió y le dijo:

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—Bueno, no quería decirle lo que buscabaporque ya tiene bastante con lo que está pasando ysé que va a disgustarse. Pensaba decírselo estanoche o en un momento parecido.

—¿Qué pasa? Te ruego que me lo digas de unavez, Dixon.

—La joven a la que visitaba, Higgins, quierodecir.

—¿Y bien?—Bueno, pues que ha muerto esta mañana y

está aquí su hermana. Ha venido a pedir algoextraño. Por lo visto la joven que ha muerto teníael capricho de que la enterraran con algo suyo. Poreso ha venido su hermana a pedirlo, y estababuscando un gorro de dormir que no seademasiado bueno para regalárselo.

—¡Oh! Déjame, ya lo buscaré yo —dijoMargaret entre lágrimas—. ¡Pobre Bessy! Nuncapensé que no volvería a verla.

—Vaya, pues ésa es otra. La chica que espera

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abajo me ha dicho que le pregunte si quiere ir averla.

—¡Pero si ha muerto! —exclamó Margaret,palideciendo un poco—. No he visto nunca a undifunto. ¡No! Preferiría no ir.

—No se lo habría dicho si no hubiera venidoahora aquí. Le diré que no irá.

—Ya bajo yo a hablar con ella —dijoMargaret, temiendo que la brusquedad de Dixonofendiera a la pobre chica. Así que bajó enseguidaa la cocina con el gorro en la mano. Mary tenía lacara hinchada de tanto llorar, y empezó a hacerlode nuevo en cuanto vio a Margaret.

—¡Ay, señora, ella la quería tanto, la quería,de veras la quería!

Margaret no consiguió que dijera otra cosadurante un buen rato. Al final, su compasión y laregañina de Dixon consiguieron sacarle hechosnuevos. Nicholas Higgins había salido de casa porla mañana, dejando a Bessy tan bien como el día

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anterior. Pero había empeorado al cabo de unahora; una vecina había ido corriendo al trabajo deMary. No sabían dónde estaba su padre. Maryhabía llegado pocos minutos antes de que muriera.

—Hace dos días pidió que la enterráramos conalgo de usted. No se cansaba de hablar de usted.Decía que era lo más bonito que había visto. Laquería muchísimo. Sus últimas palabras fueron:«Dale mis cariñosos recuerdos, y procura quepadre no beba». Venga a verla, señora. Sé que ellalo consideraría un gran cumplido. A Margaret leasustaba un poco contestar.

—Sí, a lo mejor. Sí, iré. Iré antes de la cena.Pero ¿dónde está tu padre, Mary?

Mary movió la cabeza y se dispuso amarcharse.

—Señorita Hale —dijo Dixon en voz baja—,¿qué sentido tiene que vaya usted a ver a la pobremuerta? No abriría la boca si pudiera hacer algopor ella; y no me importaría ir yo misma, si eso la

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complaciera. Esta pobre gente lo considera unaforma de honrar a los difuntos. Bueno —dijo,volviéndose bruscamente—. Ya iré yo a ver a tuhermana. La señorita Hale está ocupada y nopuede.

La chica miró con tristeza a Margaret. El quefuera Dixon podía ser un cumplido, pero no era lomismo para la pobre hermana, que había tenido susleves punzadas de celos en vida de Bessy por suamistad con la señorita.

—¡No, Dixon! —dijo Margaret con firmeza—.Iré yo. Mary, nos veremos esta tarde.

Y se marchó en seguida para no tener ningunaposibilidad de volverse atrás, por miedo a lapropia cobardía.

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Capítulo XXVIIIConsuelo en la tristeza

¡Por la cruz a la corona! Y aunque tu vida espiritualsufra enormes ataques con fuerza colosal,

¡levanta el ánimo! La lucha encarnizada Pronto terminará,y reinarás con Cristo al fin en paz.

KOSEGARTEN[44]

A fe que nos sentimos demasiado afortunados Paranecesitaros en ese camino; pero, al llegar la desgracia,

muda es el alma que no clama a «Dios».

SRA. BROWNING[45]

Margaret fue a paso ligero a casa de Higginsaquella tarde. Mary estaba atisbando para ver si laveía llegar, con expresión un tanto recelosa.Margaret la miró con ojos risueños para

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tranquilizarla. Cruzaron la sala y subierondirectamente las escaleras hasta el cuartosilencioso donde estaba la difunta. Margaret sealegró entonces de haber ido. Su cara, tan fatigadacasi siempre por el dolor, tan preocupada por losproblemas, mostraba ahora la leve y tierna sonrisadel descanso eterno. Se le anegaron poco a pocolos ojos de lágrimas, pero una calma profundadominó su espíritu. ¡Así que aquello era la muerte!Parecía más tranquila que la vida.

Todos los hermosos textos sagrados acudierona su mente. «Descansen de sus trabajos». «Dadreposo al fatigado». «Pues Él colma a su amadomientras duerme[46]». Margaret se volvió y seapartó de la cama muy despacio. Mary sollozabaquedamente al fondo. Bajaron las escaleras ensilencio.

Nicholas Higgins estaba en el centro de lahabitación con las manos apoyadas en la mesa;tenía los grandes ojos desorbitados por la noticia

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que le habían dado muchas lenguas entrometidascuando iba al juzgado. Consideraba con ojos secosy mirada feroz el hecho de la muerte de su hija;intentaba hacerse a la idea de que no volverían averla. Había estado tanto tiempo enferma,agonizando, que él había llegado a convencerse deque no se moriría, de que «saldría adelante».

Margaret pensó que no tenía derecho a estarallí, tan familiarizada con el entorno de la muerteque él, el padre, acababa de conocer. Habíahabido un instante de pausa en la empinadaescalera cuando lo vio por primera vez; peroahora intentó esquivar su mirada absorta y dejarleen el solemne círculo de su desgracia familiar.

Mary se sentó en la primera silla que encontróy se echó a llorar, cubriéndose la cabeza con eldelantal. El sonido hizo reaccionar a su padre, queagarró a Margaret del brazo hasta que consiguióordenar las palabras para hablar. Parecía que teníala garganta seca; preguntó con voz ronca, pastosa y

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entrecortada:—¿Estaba con ella? ¿La vio usted morir?—¡No! —respondió Margaret, sin moverse,

con suma paciencia al ver que había advertido supresencia. Él guardó silencio un rato, sin soltarleel brazo.

—Todos tenemos que morir —dijo al fin, conextraña gravedad, que primero hizo pensar aMargaret que había bebido, no tanto como paraembriagarse pero sí lo suficiente para obnubilarse—. Pero ella era más joven que yo.

Nicholas siguió cavilando sobre el suceso sinmirar a Margaret pero sujetándola con fuerza. Depronto alzó la vista hacia ella y le preguntó conuna mirada escrutadora y demencial:

—¿Está segura de que ha muerto, que no es undesmayo, un mareo? Ya le ha pasado muchasveces.

—Ha muerto —contestó Margaret. No le dabamiedo hablar con él, aunque le apretaba tanto el

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brazo que le hacía daño y pese al furordesquiciado que brillaba en sus ojos beodos.

»¡Ha muerto! —repitió.Nicholas no apartó de ella aquella mirada

escrutadora; al fin pareció desvanecerse de susojos y entonces le soltó el brazo de pronto y seechó sobre la mesa, haciéndola temblar y haciendotemblar todos los muebles de la habitación con susviolentos sollozos. Mary se acercó a él muyasustada.

—¡Largo, fuera! —gritó él, golpeándola confuria ciega—. ¡Déjame en paz! —Margaret tomó lamano de Mary y la retuvo suavemente entre lassuyas. Él se tiró del pelo, se dio cabezazos contrala dura madera y luego se calmó, agotado yconfuso. Su hija y Margaret permanecíaninmóviles. Mary temblaba de pies a cabeza.

Nicholas se incorporó al fin (al cabo de uncuarto de hora, tal vez, o al cabo de una hora).Tenía los ojos hinchados y enrojecidos y parecía

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que había olvidado que no estaba solo. Las miróceñudo al verlas. Se agitó violentamente, les lanzóotra mirada torva y se encaminó hacia la puerta ensilencio.

—¡Oh, padre, padre! —exclamó Mary,intentando sujetarle—. ¡Esta noche no! ¡Oh,ayúdeme! ¡Se va a beber otra vez! ¡No le dejaré,padre! Pégueme si quiere, pero no le dejaré. ¡Loúltimo que me dijo ella fue que no le dejara beber!

Pero Margaret estaba en la entrada, calladapero imperiosa. El la miró desafiante.

—¡Ésta es mi casa! Quítese de en medio,muchacha, o la obligaré yo a hacerlo. —Se habíazafado de Mary por la fuerza; parecía dispuesto agolpear a Margaret. Pero ella no se inmutó, noapartó su mirada seria y profunda de él ni unmomento. Él la miraba a su vez con lúgubreferocidad. Si ella hubiera vacilado lo más mínimo,él la habría quitado de en medio incluso con mayorviolencia que la que había empleado con su hija,

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que se había golpeado la cara con una silla al caery estaba sangrando.

—¿Por qué me mira de ese modo? —preguntóal fin, turbado e intimidado por la serenidad deella—. Está muy equivocada si cree que va aimpedir que vaya a donde me dé la gana porqueella la estimaba, y además, en mi propia casa, a laque nunca le he pedido que viniera. Es muy duroque un hombre no pueda recurrir al único consueloque le queda.

Margaret se dio cuenta de que reconocía sufuerza. ¿Qué podía hacer a continuación? Nicholasse había sentado en una silla, cerca de la puerta;medio vencido y medio ofendido; se proponía saliren cuanto ella se quitara de en medio; pero ya noestaba dispuesto a emplear la violencia comohabía dicho unos minutos antes. Margaret le posóla mano en el brazo.

—¡Venga conmigo! —le dijo—. ¡Vamos averla!

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Le habló en tono muy bajo y solemne; pero sinindicios de que le diera miedo o dudara de suobediencia. Nicholas se levantó despacio. Sequedó de pie vacilante, con gesto obstinado. Ellaesperó; esperó paciente y silenciosamente que semoviera. Él sentía un extraño placer haciéndolaesperar; pero al final se encaminó hacia laescalera. Ambos se acercaron a la difunta.

—Sus últimas palabras fueron: «Procura quepadre no beba».

—Eso ya no puede hacerle daño. Ya no puedehacerle daño nada —rezongó él. Y añadió,alzando la voz en un fuerte lamento—: Podemospelear y reñir, podemos hacer las paces y seramigos, podemos quedarnos en los puros huesos yninguna de nuestras penas volverá a afectarla. Ellapasó lo suyo. Primero con el duro trabajo y luegocon la enfermedad, llevó una vida de perro. ¡Ypara morir sin haber conocido una sola alegría entodos sus días! Quiá, muchacha, dijera lo que

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dijera ya no podrá enterarse, y tengo que echar untrago para aguantar la pena.

—No —dijo Margaret, ablandándose con laactitud más suave de él—. No es cierto. Si su vidafue como usted dice, al menos no temía tanto lamuerte como algunos. Debería haberla oído hablarde la vida futura, la vida oculta con Dios, que esdonde está ahora.

Él movió la cabeza y la miró de soslayo. Surostro pálido y demacrado impresionódolorosamente a Margaret.

—Está usted muy cansado. ¿Dónde ha pasadotodo el día? En el trabajo no, ¿verdad?

—En el trabajo no, por supuesto —dijo él conuna risilla lúgubre—. No en lo que usted llamatrabajo. Estuve en el comité hasta que me harté deintentar que esos estúpidos entraran en razón. Lamujer de Boucher me sacó de la cama esta mañanaantes de las siete. Está muy enferma, pero se moríapor saber dónde estaba ese zopenco de hombre

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que tiene, como si yo fuera su guardián, como si élse dejara guiar por mí. ¡El maldito imbécil, que hadesbaratado todos nuestros planes! Y me hedespellejado los pies buscando a los tipos que nose dejan ver ahora que la ley está contra nosotros.Y tenía destrozado el corazón, además, que espeor que el dolor de pies. Y aunque vi a un amigoque se atrevió a hablar conmigo, no me enteré deque ella estaba muriéndose aquí. Bess, hija, tú mecrees, ¿verdad que me crees? —preguntó,volviéndose desesperado a la pobre figura muda.

—Estoy segura —dijo Margaret—. Estoysegura de que no lo sabía, fue muy repentino. Peroahora en realidad sería diferente; ahora sí lo sabe;la está viendo; y sabe lo que dijo con su últimoaliento. No se marchará, ¿verdad?

Él no contestó. En realidad, ¿dónde podíabuscar consuelo?

—Venga a casa conmigo —le dijo ella al fin,con osadía, casi temblando al pensar en ello

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mientras se lo decía—. Al menos tomará algoreconfortante, estoy segura de que lo necesita.

—¿Su padre es párroco? —preguntó él,cambiando súbitamente de planes.

—Lo fue —contestó ella secamente.—Pues iré a tomar un poco de té con él, ya que

me invita. Hay muchas cosas que he deseadodecirle a un párroco a veces, y me da igual quepredique o no.

Margaret se quedó perpleja: parecía imposibleque fuera a tomar el té con su padre, que noesperaba en absoluto su visita; y su madre tanenferma; pero si se volvía atrás sería mucho peor,lo empujaría a la taberna. Pensó que si conseguíallevarlo hasta su casa, sería un paso tan grande queconfiaba en poder abordar luego la serie dedesgracias.

—Adiós, hija. Al fin nos separamos, sí. Hassido una bendición para tu padre desde el mismodía en que naciste. Benditos sean tus labios

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pálidos que sonríen ahora, y me alegra ver una vezmás tu sonrisa aunque estoy solo y triste parasiempre.

Se inclinó y besó con ternura a su hija; lecubrió la cara y siguió a Margaret. Ella habíabajado a toda prisa a explicarle el plan a Mary; adecirle que era lo único que se le había ocurridopara impedir que fuera a la taberna; a convencerlade que fuera ella también, pues no soportaba laidea de dejar a la pobre joven afectuosa allí sola.Pero Mary le dijo que algunos vecinos amigosirían a hacerle compañía; de acuerdo; pero elpadre…

Le habría dicho algo más si él no hubieraestado al lado. Se había sacudido la emocióncomo si le avergonzara incluso haberse dejadollevar; se había recuperado hasta tal punto queadoptó una especie de risilla amarga, como elchisporroteo de las brasas bajo una olla.

—¡Voy a tomar el té con su padre, me voy!

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Pero se encasquetó bien la gorra al salir a lacalle, y caminó pesadamente junto a Margaret sinmirar a los lados. Tenía miedo de que le alterarenlas palabras y sobre todo las miradas de losvecinos compasivos. Así que él y Margaretcaminaron en silencio.

Al llegar a la calle en la que él sabía que vivíala joven, se miró la ropa, las manos y los pies.

—¿No tendría que haberme adecentado unpoco?

Hubiera sido deseable, sin duda, peroMargaret le dijo que pasara al patio y que ledarían jabón y una toalla; no podía dejar que se leescapara de las manos precisamente entonces.

Él siguió a la criada por el pasillo y la cocina,pisando con cuidado las marcas oscuras del hulepara ocultar la suciedad de sus pisadas, Margaretsubió las escaleras. Encontró a Dixon en elrellano.

—¿Cómo está mamá? ¿Dónde está papá?

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La señora estaba cansada y se había retirado asu habitación. Quería acostarse, pero Dixon lahabía convencido de que se echara en el sofá ytomara allí el té. Eso era mejor que impacientarsepor pasar demasiado tiempo en la cama.

Todo bien, de momento. Pero ¿y el señorHale? Margaret llegó casi sin aliento, con laapresurada historia que tenía que explicarle. No selo explicó todo, claro. Y su padre se quedóbastante desconcertado con la idea del tejedorborracho que le esperaba en su tranquilo estudio,con quien se suponía que iba a tomar el té y porquien su hija abogaba encarecidamente. Elbondadoso y afable señor Hale le habríaconsolado de muy buena gana en su aflicción,pero, lamentablemente, Margaret insistió sobretodo en el hecho de que había estado bebiendo yen que le había llevado a casa como últimorecurso para evitar que se fuera a la taberna. Cadacosa había llevado a la siguiente de forma tan

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natural, que Margaret no se dio cuenta de lo quehabía hecho hasta que vio el vago gesto derepugnancia en la cara de su padre.

—¡Oh, papá! Te aseguro que es un hombre queno te desagradará, si no te escandalizas en primerlugar.

—¡Pero mira que traer a un hombre borracho acasa, Margaret! ¡Y estando tu madre tan enferma!

Margaret perdió el aplomo y dijo conexpresión abatida:

—Lo siento, papá. Es un hombre muytranquilo, ni siquiera está achispado. Sólo estababastante extraño al principio, pero eso podríadeberse a la impresión por la muerte de la pobreBessy.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Su padrele sujetó la preciosa cara suplicante con ambasmanos y le dio un beso en la frente.

—De acuerdo, cariño. Procuraré que se sientalo más cómodo posible; tú atiende a tu madre.

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Pero te agradeceré que vayas a hacernos compañíaen cuanto puedas.

—Oh sí, gracias.Cuando el señor Hale salía ya de la habitación,

corrió tras él.—Papá, no te extrañes de lo que diga. Él es,

bueno, quiero decir que no cree en mucho de loque creemos nosotros.

«¡Santo cielo! Un tejedor borracho infiel», sedijo el señor Hale. Pero a su hija sólo le dijo:

—Procura bajar en cuanto tu madre se duerma.Margaret entró en la habitación de su madre.

La señora Hale dormitaba, pero alzó la cabeza.—¿Cuándo escribiste a Frederick, Margaret?

¿Ayer o anteayer?—Ayer, mamá.—Ayer. ¿Y echaron la carta?—Sí, mamá. La llevé yo misma.—Ay, Margaret, ¡me da tanto miedo que

venga! ¿Y si le reconocen? ¿Y si le detienen? ¿Y

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si le ejecutan después de haber vivido todos estosaños a salvo lejos de aquí? En cuanto me quedodormida sueño que le han capturado y le estánjuzgando.

—No temas, mamá. Hay cierto riesgo, sinduda, pero lo reduciremos al mínimo. Y es muypequeño. Si estuviéramos en Helstone, seríaveinte, cien veces mayor. Allí todo el mundo lerecordaría. Y si se enteraban de que había unextraño en la casa, supondrían que era Frederick.Pero aquí nadie nos conoce ni se interesa pornosotros lo suficiente para fijarse en lo quehacemos. Dixon guardará la puerta como un dragónmientras él esté aquí. ¿Verdad, Dixon?

—Más les valdrá no intentar entrar pasando ami lado —dijo Dixon enseñando los dientes, sólode pensarlo.

—¡Y sólo podrá salir de noche el pobre!—El pobre —repitió la señora Hale—. Casi

preferiría que no le hubieras escrito. ¿Será

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demasiado tarde para que no venga si le escribesde nuevo, Margaret?

—Me temo que sí, mamá —dijo Margaret,recordando el apremio con que le suplicaba en lacarta que fuera de inmediato si quería ver a sumadre con vida.

—Siempre me disgusta hacer las cosas contanta prisa —dijo la señora Hale.

Margaret guardó silencio.—Vamos, señora —dijo Dixon con cierta

autoridad animosa—, sabe que ver al señoritoFrederick es lo que más desea. Y me alegro de quela señorita Margaret escribiera en seguida sintitubeos. A punto había estado de hacerlo yomisma. Y le cuidaremos bien, no le quepa duda. Laúnica que no haría mucho por él en caso de apuroes Martha. Y estoy pensando que podría ir a ver asu madre precisamente entonces. Ha comentadoalguna que otra vez que le gustaría hacerlo, porquesu madre tuvo un ataque de apoplejía después de

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venir ella a trabajar aquí; sólo que no le gustabapedirlo. Pero ya me encargaré yo de que se vayaen cuanto sepamos cuándo viene el señorito,¡bendito sea! Así que tome el té tranquilamente yconfíe en mí, señora.

La señora Hale confiaba en Dixon más que enMargaret. Sus palabras la tranquilizaron demomento. Margaret sirvió el té en silencio,intentando pensar en algo agradable que decir.Pero sus pensamientos respondían como Daniel O’Rourke cuando el hombre de la luna le pedíaque soltara la guadaña: «Cuanto más nos lo pidas,menos nos moveremos». Cuanto más se empeñabaen encontrar algo que no tuviera nada que ver conel peligro al que se expondría Frederick, más seaferraba su imaginación a la desventurada idea quese le ocurría. Su madre cotorreaba con Dixoncomo si hubiera olvidado completamente laposibilidad de que juzgaran y ejecutaran aFrederick y que se arriesgaría por deseo suyo,

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aunque a instancias de Margaret. Su madre era deesas personas que sueltan las posibilidades másterribles, las probabilidades más espantosas y todasuerte de casualidades desgraciadas como uncohete las chispas; pero si las chispas prenden enun material combustible, primero arden y luegoestallan en una llamarada aterradora. Margaret sealegró cuando pudo bajar al estudio, una vezcumplidos sus deberes filiales con ternura ycuidado. Se preguntaba cómo les iría a su padre ya Nicholas Higgins.

Para empezar, el caballero bondadoso, afabley sencillo, chapado a la antigua, había provocadocon sus modales educados y finos toda la cortesíalatente del otro.

El señor Hale trataba a todos sus semejantesdel mismo modo: jamás se le había ocurridoestablecer diferencias según el rango social.Ofreció una silla a Nicholas, rogándole que tomaraasiento y esperó de pie a que lo hiciera; y le

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llamaba siempre «señor Higgins» en vez deemplear los escuetos «Nicholas» o «Higgins» alos que el «tejedor borracho infiel» estabaacostumbrado. Pero Nicholas no era un bebedorhabitual ni un infiel riguroso. Bebía para ahogar lapena, como habría dicho él mismo; y era infiel enel sentido de que no había encontrado todavíaningún credo al que pudiera entregarse en cuerpo yalma.

Margaret se sorprendió un poco y se sintió muycomplacida al encontrar a su padre y a Higginsenfrascados en animada conversación, y hablandocada uno de ellos al otro con delicada cortesía,aunque sus opiniones chocaran. Nicholas —limpio, arreglado (aunque sólo en la pila) y dehablar sosegado— le pareció otra persona, puessiempre lo había visto en el medio tosco de supropio hogar. Se había «atusado» el pelo con aguafresca; se había arreglado el pañuelo del cuello yhabía pedido un cabo de vela para pulir los

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zuecos; y allí estaba, sentado, exponiendo algunaopinión a su padre, con marcado acento deDarkshire, es cierto, pero en voz baja y conexpresión serena y afable. Su padre, además, seinteresaba por lo que decía su compañero. Desvióla vista cuando llegó ella, sonrió, le ofreció suasiento en silencio y se sentó lo más rápidamenteposible, disculpándose por la interrupción con unaleve inclinación de cabeza a su invitado. Higginssaludó a Margaret con un cabeceo; y ella posó concuidado la labor en la mesa y se dispuso aescuchar.

—Como estaba diciendo, señor, me parece queno tendría mucha fe si viviera aquí, si se hubieracriado aquí, y le pido disculpas si empleopalabras incorrectas; pero lo que yo entiendo porfe ahora mismo es creerse los dichos, las máximasy las promesas que hizo gente que uno nunca havisto, sobre las cosas y la vida que ni uno ni nadieha conocido. Ahora bien, dice usted que son cosas

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verdaderas y dichos verdaderos y una vidaverdadera. Y yo sólo digo: ¿dónde está la prueba?Hay muchísimos más sabios y montones másinstruidos que yo a mi alrededor, gente que hatenido tiempo para pensar en estas cosas, mientrasque yo he tenido que dedicar mi tiempo a ganarmeel pan. Bien, veo a esa gente. Su vida escompletamente clara. Son gente real. Y no creen enla Biblia, no señor. Pueden decir que sí deboquilla, pero, santo cielo, señor, no me diga quecree que su primer grito por la mañana es «¿Quéharé para alcanzar la vida eterna?», sino más bien«¿Qué haré para llenarme la bolsa este benditodía? ¿Adónde iré? ¿Qué tratos cerraré?». La bolsay el oro y los billetes son cosas reales, cosas quepueden palparse y tocarse. Son reales. Pero lavida eterna es pura palabrería, muy convenientepara… Le pido disculpas, señor. Usted es unpárroco sin trabajo, creo. ¡Bien! Nunca hablaréirrespetuosamente de un hombre que se encuentra

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en el mismo apuro que yo. Pero le haré una últimapregunta, señor, y no quiero que me la conteste,sólo que la rumie bien y la digiera antes dedecidirse a catalogarnos a los que sólo creemos enlo que vemos como estúpidos y tarugos. Si fueraverdad lo de la salvación y la vida eterna y lodemás, no en las palabras de los hombres sino enel fondo de su corazón, ¿no cree usted que nosmachacarían con ello igual que con la economíapolítica? Se mueren por convencernos de eso.Pero lo otro sería una inversión mucho mejor sifuera verdad.

—Pero los patronos no tienen nada que ver consu religión. Sólo se relacionan con ustedes en eltrabajo, según dicen ellos, y por tanto en lo únicoque les interesa rectificar sus opiniones es en laciencia de la industria.

—Me alegra que introduzca usted «según dicenellos», señor —repuso Higgins con un curiosoguiño—. Lo siento, pero me habría parecido un

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hipócrita si no lo hubiera hecho, aunque sea ustedpárroco o precisamente por serlo. Mire, si hablarausted de la religión como una cosa que, de sercierta, no incumbiera a todos los hombresconvencer a todos los hombres, por encima detodo lo demás de esta tierra universal, lo habríaconsiderado un bellaco para ser párroco. Ypreferiría considerarlo estúpido antes que bellaco.Espero que no lo tome a mal, señor.

—No, en absoluto. Usted cree que yo estoyequivocado y yo creo que usted está mucho másfatalmente equivocado. No espero convencerlo enun día ni en una conversación; pero podemosvernos y hablar francamente de estas cosas y laverdad se impondrá. Si no lo creyera no creería enDios. Señor Higgins, confío en que sea cual seatodo lo demás a lo que haya renunciado —el señorHale bajó con reverencia la voz—, crea usted enÉl.

Nicholas Higgins se levantó de pronto, muy

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rígido. Margaret se puso en pie de un salto al verel espasmo de su cara, pues creyó que iba a darleun ataque. El señor Hale la miró consternado. Alfinal, Higgins dio con las palabras:

—¡Hombre! Podría tirarle al suelo portentarme. ¿Qué juego se trae ahora para engañarmecon sus dudas? Piense en ella muerta allí, despuésde la vida que ha llevado; y piense luego que menegaría usted el único consuelo que me queda, queexiste un Dios, que le dio esa vida. No creo queviva otra vez —dijo; se sentó y añadió como si sedirigiera al fuego indiferente—: No creo que hayaninguna otra vida más que ésta, en la que ellasufrió tanto y tuvo preocupaciones sin cuento. Y nosoporto pensar que fue una serie de casualidadesque podrían haber cambiado con la brisa o elviento. Muchas veces he pensado que no creía enDios, pero nunca lo he ido publicando como hacenmuchos. Quizá me haya burlado de los que creían,para aguantar hasta el final, pero luego miraba a

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mi alrededor para ver si Él me había oído, si esque existía. Pero hoy estoy desconsolado y noquiero escuchar sus preguntas y sus dudas. Sóloexiste una cosa segura y tranquila en este mundotambaleante y me aferraré a ella, con o sin razón.Todo es perfecto para la gente feliz…

Margaret le tocó el brazo con delicadeza. Nohabía hablado en todo el rato y él no la había oídolevantarse.

—Nicholas, nosotros no necesitamos razonar.Ha entendido mal a mi padre. Nosotros norazonamos, nosotros creemos; y usted también. Esel único consuelo en estos momentos.

Él se volvió y le agarró la mano.—Sí, sí, lo es. —Se secó las lágrimas con el

dorso de la mano—. Pero ella está muerta en casa;y yo estoy casi aturdido de pena y a veces casi nosé lo que digo. Es como si los discursos que hahecho la gente, y que me parecieron en su momentoingeniosos y agudos, volvieran ahora que tengo el

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corazón destrozado. La huelga ha fracasadotambién; ¿no lo sabía, señorita? Volvía a casa apedirle, como el mendigo que soy, que meconsolara un poco del disgusto. Y me aplastóalguien que me dijo que ella había muerto, queacababa de morir. Nada más. Demasiado para mí.

El señor Hale se sonó la nariz y se levantó adespabilar las velas para ocultar su emoción.

—No es un infiel, Margaret. ¿Cómo pudistedecir algo así? —susurró reprobatoriamente—.Estoy deseando leerle el capítulo catorce de Job.

—Todavía no, papá. Quizá nunca.Preguntémosle por la huelga y démosle todo elconsuelo que necesita y que esperaba de la pobreBessy.

Así que le preguntaron y escucharon. Loscálculos de los trabajadores se basaban en falsaspremisas (como muchos de los patronos).Contaban con sus compañeros como si poseyeranlas mismas potencias calculables que las

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máquinas, sin tener en cuenta las pasiones humanasque vencen a la razón, como en el caso de Bouchery los alborotadores; y creyendo que lasrepresentaciones de sus agravios tendrían elmismo efecto en los extranjeros lejanos que losagravios (imaginarios o reales) en ellos mismos.Así que los sorprendió y los indignó que lospobres irlandeses aceptaran que los importaran ylos llevaran a ocupar sus puestos. Esa indignaciónestaba empañada hasta cierto punto por eldesprecio a «los irlandeses» y el placer ante laidea de la forma chapucera en que trabajarían ydesconcertarían a sus nuevos patronos con suestupidez y su ignorancia, de las que corrían yapor la ciudad extrañas historias exageradas. Peroel golpe más cruel fue que los trabajadores deMilton hubieran desafiado y desobedecido lasórdenes del sindicato de mantener la calma a todacosta, sembrando la discordia y propagando elpánico al despliegue de la policía contra ellos.

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—Así que la huelga ha terminado —dijoMargaret.

—Sí, señorita. Se acabó. Tendrán que abrir depar en par las puertas de las fábricas mañana paraque puedan entrar todos los que irán a pedirtrabajo. Sólo para demostrar que no tuvieron nadaque ver con una medida que, si hubiéramos tenidolo que hay que tener, habría permitido quesubieran los salarios a un punto que no hanalcanzado en estos diez años.

—Usted conseguirá trabajo, ¿verdad? —preguntó Margaret—. Es usted un trabajadorexcelente, ¿verdad?

—Hamper me dará trabajo en su fábricacuando se corte la mano derecha, ni antes nidespués —dijo Nicholas en voz baja.

Margaret guardó silencio, entristecida.—En cuanto a los salarios —dijo el señor

Hale—, no se ofenda, pero creo que cometealgunos errores lamentables. Me gustaría leerle

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unos comentarios de un libro que tengo.Se levantó y se acercó a la estantería.—No hace falta que se moleste, señor —dijo

Nicholas—. Sus tonterías librescas entran por unoído y salen por otro. No saco nada en limpio.Antes de que Hamper y yo rompiéramos ahora, elcapataz le dijo que yo estaba incitando a loshombres a pedir aumento de salarios; y Hamperme encontró un día en el almacén. Llevaba un librodelgado en la mano y va y me dice: «Higgins, mehan dicho que eres uno de esos malditos imbécilesque creéis que podéis conseguir que suban lossalarios pidiéndolo; sí, y mantenerlos altos cuandohayáis conseguido que suban por la fuerza. Mira,voy a darte una oportunidad de demostrar si tienesalgo de juicio. Éste es un libro que ha escrito unamigo mío y si lo lees comprenderás que lossalarios encuentran su propio nivel sin que lospatronos ni los obreros tengan nada que ver; a noser que los trabajadores se caven su propia tumba

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con huelgas, como los condenados memos queson». Y ahora le pregunto a usted, señor, que espárroco y se ha dedicado a predicar y ha tenidoque intentar convencer a la gente de la forma depensar que usted creía que era la correcta:¿Empezaba usted llamándolos estúpidos y cosasparecidas, o prefería tratarles amablemente alprincipio para predisponerlos a escuchar yconvencerse si podían? ¿Y se paraba de vez encuando en sus sermones y decía, medio para símismo y medio para ellos: «Pero sois un hatajo deestúpidos y estoy convencido de que es inútil queintente meteros un poco de juicio en la cabeza»?Confieso que yo no estaba en las mejorescondiciones para captar lo que tuviera que decir elamigo de Hamper, estaba indignado por la formaen que me lo había planteado. Pero me dije:«Vamos, veré lo que tienen que decir estos tipos ya ver quién es el tarugo, si ellos o yo». Así queacepté el libro y luché a brazo partido con él hasta

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que me quedé dormido. Santo cielo, trataba delcapital y el trabajo, o del trabajo y el capital, noconseguí aclarar qué era qué; y hablaba de elloscomo si fueran virtudes o vicios; y yo lo quequería saber eran los derechos de los hombres,sean ricos o pobres, de forma que sólo fueranhombres.

—Pero a pesar de todo eso —dijo el señorHale—, y admitiendo la forma absolutamenteofensiva y anticristiana con que le habló el señorHamper al recomendarle el libro de su amigo, sidecía lo que él le dijo que decía, que los salariosencuentran su propio nivel, y que la huelga demayor éxito sólo puede conseguir que suban por lafuerza para hundirlos mucho más después, debidoa la misma huelga, el libro le habría dicho laverdad.

—Bueno, señor —dijo Higgins bastanteobstinado—, tal vez sí, y tal vez no. Hay dosopiniones para establecer este punto. Pero

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supongamos que fuera doblemente verdad, no eraverdad para mí si no podía entenderlo. En miopinión, sus libros en latín contienen la verdad;pero para mí es galimatías y no es verdad si no sélo que significan las palabras. Si usted, señor, ocualquier otro hombre culto y paciente, viene y medice que me enseñará lo que significan laspalabras, y no me riñe si soy un poco estúpido o siolvido cómo se relacionan unas cosas con otras,bueno, al final tal vez consiga ver la verdad; oquizá no. No voy a decir que acabaré pensando lomismo que cualquier hombre. No soy de los quecreen que la verdad puede formularse con palabrascomo las planchas de hierro que cortan loshombres de la fundición. Los mismos huesos nosirven para todos. Lo que aprovecha a unoatraganta a otro. Sin hablar de que, una veztragado, puede ser demasiado fuerte para éste odemasiado débil para aquél. Los que decidenarreglar el mundo con su verdad tienen que

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adaptarse de forma diferente a diferentes juicios; yser un poco delicados en la forma de ofrecerla,además, o los pobres estúpidos se la escupirán enla cara. Pero Hamper primero me da un sopapo yluego me tira ese gran bolo diciendo que no meservirá de nada porque soy tan estúpido, pero ahíestá.

—Estaría bien que alguno de los patronos másamables y más prudentes se reunieran con losobreros y tuvieran una buena charla sobre estascosas; creo que sería la mejor forma de superarsus problemas, que a mi modo de ver, se deben asu ignorancia (disculpe, señor Higgins) sobretemas que tienen que entender bien tanto lospatronos como los trabajadores, por el bien deambos. No sé si sería posible persuadir al señorThornton de que lo hiciera —añadió, dirigiéndosea su hija.

—Papá, recuerda lo que dijo un día, ya sabes,sobre los gobiernos —repuso ella en voz muy

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baja. No quería hacer una alusión más clara a laconversación que habían mantenido sobre el modode dominar a los trabajadores, dándoles suficienteinformación para que se rigieran por sí mismos, omediante un despotismo prudente por parte delpatrono, porque se dio cuenta de que Higgins habíacaptado el nombre del señor Thornton, aunque notoda la frase; en seguida empezó a hablar de él.

—¡Thornton! Él es el tipo que se apresuró aescribir pidiendo irlandeses y provocó la protestaque acabó con la huelga. Incluso el bravucón deHamper habría esperado un poco. Pero Thorntonno, él no se anda con chiquitas. Y ahora que elsindicato le agradecería que siguiera hasta el finalcon Boucher y los tipos que contravinieronnuestras órdenes, es Thornton quien va y dice quepuesto que la huelga ha terminado, él, como parteperjudicada, no quiere seguir adelante con lasacusaciones contra los alborotadores. Creía quetendría más agallas. Creía que impondría su

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criterio y se vengaría sin problema; pero ahoradice (uno del juzgado me citó sus palabrasexactas): «Los conocen muy bien, recibirán elcastigo natural por su conducta con la dificultadque tendrán para encontrar empleo. Será castigosuficiente». Me gustaría que agarraran a Boucher yque lo llevaran ante Hamper. ¡Imagino al viejotigre lanzándose sobre él! ¿Creen que él losoltaría? Por supuesto que no.

—El señor Thornton tiene razón —dijoMargaret—. Está usted furioso con Boucher,Nicholas, de lo contrario sería el primero en darsecuenta de que donde el castigo natural essuficiente, cualquier otro sería venganza.

—Mi hija no es muy amiga del señor Thornton—dijo el señor Hale, sonriendo a Margaret;mientras ella, roja como una amapola, volvía a lalabor con doble diligencia—, pero creo que tienerazón. Él me cae bien por ello.

—Bueno, señor, esta huelga ha sido un asunto

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agotador para mí, y no le extrañará que esté unpoco molesto al ver que fracasa sólo por unoscuantos hombres que no saben sufrir en silencio yresistir con valentía y firmeza.

—¡Tiene poca memoria! —dijo Margaret—.Yo no sé mucho de Boucher; pero la única vez quelo vi no se quejó de sus sufrimientos sino de los desu esposa enferma, de los de sus hijos pequeños.

—¡Cierto! ¡Pero él no era de hierro! Se hablapuesto a gritar por sus propias penas acontinuación. No es de los que aguantan.

—¿Cómo ingresó en el sindicato? —preguntóMargaret ingenuamente—. Parece que no lemerece mucho respeto; ni que ganara mucho con suparticipación.

Higgins torció el gesto. Guardó silencio unosminutos. Luego dijo con cierta brusquedad:

—No me corresponde a mí hablar delsindicato. Hacen lo que les toca. Que es que elgremio tiene que mantenerse unido; y para los que

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no están dispuestos a arriesgarse con los demás, elsindicato tiene métodos y recursos.

El señor Hale se dio cuenta de que Higginsestaba enfadado por el curso que había tomado laconversación, y guardó silencio. No así Margaret,que no advirtió el disgusto tan claramente como él.Sabía instintivamente que si conseguía expresarsecon franqueza, tendría algo concreto en quebasarse para abogar por lo bueno y lo justo.

—¿Y cuáles son los métodos y los recursos delsindicato?

Él alzó la vista hacia ella como si estuvieradispuesto a resistirse obstinadamente a su deseode información. Pero su mirada serena, paciente yconfiada le impulsó a responder.

—¡Bueno! Si un hombre no pertenece alsindicato, los que trabajan en los telares de al ladotienen órdenes de no dirigirle la palabra; y tanto daque esté triste o enfermo. Está en zona prohibida;no tiene nada que ver con nosotros. En algunos

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sitios multan a quienes le hablan. Imagíneselo,señorita, imagínese lo que es vivir uno o dos añosentre personas que miran para otro lado cuando lasmiras; trabajar a menos de dos yardas de montonesde hombres que sabe que guardan un rencorabsoluto, que no abren la boca ni mudan el gesto siles dice que está contento, a quienes no puededecirles nunca nada si está afligido, porque nuncahacen caso de sus suspiros ni de su cara triste (¿yno es nadie un hombre que grita desesperado sinque la gente le pregunte qué pasa?); pruébelo,señorita: diez horas durante trescientos días ysabrá un poco lo que es el sindicato.

—¡Vaya! ¡Qué tiranía! —exclamó Margaret—.La verdad, Higgins, me importa un comino suenfado. Sé que no puede enfadarse conmigoaunque quiera, y tengo que decirle la verdad: quenunca he leído, en toda la historia que he leído,tormento más lento y prolongado que éste. ¡Ypertenece usted al sindicato! ¡Y habla de la tiranía

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de los patronos!—¡No, puede decir lo que quiera! —repuso él

—. Los muertos se interponen entre usted y micólera. ¿Cree que olvido quién yace allí y cuántola quería? Son los patronos los que nos hacenpecar si el sindicato es un pecado. Tal vez no losde esta generación. ¡Sus padres redujeron a polvoa nuestros padres; nos aplastan a nosotros!¡Párroco! Recuerdo un texto que leía en voz altami madre: «Los padres comieron los agraces y losdientes de los hijos sufren la dentera[47]». Pues asíes con ellos. En aquellos días de gran opresión secreó el sindicato; era necesario. Y sigue siéndolo,a mi modo de ver. Es una oposición a la injusticiapasada, presente y futura. Como la guerra en ciertaforma. Va acompañada de crímenes. Pero creo quemayor crimen sería no hacer nada. Nuestra únicaposibilidad es unir a la gente en un interés común;y aunque unos sean cobardes y otros estúpidostendrán que unirse a la gran marcha cuya única

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fuerza radica en el número.—¡Ay! —dijo el señor Hale con un suspiro—,

su sindicato sería de suyo bello, glorioso, sería lacristiandad misma, si tuviera sólo un objetivo queafectara al bien de todos y no sólo el de enfrentar auna clase con otra.

—Creo que es hora de marcharme, señor dijoHiggins cuando el reloj dio la diez.

—¿A casa? —preguntó Margaret en voz muybaja. Él comprendió lo que quería decir y leestrechó la mano que le ofrecía.

—A casa, señorita. Confíe en mí, aunque seadel sindicato.

—Confío plenamente en usted, Nicholas.—¡Un momento! —dijo el señor Hale

corriendo a la estantería—. ¡Señor Higgins! ¿No leimportará acompañarnos en el rezo familiar?

Higgins miró a Margaret indeciso. Los ojosserios y tiernos de ella se encontraron con los deél, que guardó silencio, pero siguió donde estaba.

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Margaret la Anglicana, su padre el Disidente yHiggins el Infiel se arrodillaron juntos. No les hizodaño.

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Capítulo XXIXUn rayo de sol

Me vinieron a la mente unos deseos y me animé un poco,y algunos placeres melancólicos menores

pasaron volando con ligerísimas alas plateadasa la pálida y tibia luz de la esperanza:

¡Palomillas en el rayo de luna!

COLERIDGE[48]

Margaret recibió carta de Edith al día siguientepor la mañana. Era tan cariñosa e inconsecuentecomo su autora. Pero el afecto era encantador parala naturaleza afectuosa de Margaret; y ella habíacrecido con la inconsecuencia, así que no laadvertía. Decía así:

¡Oh, Margaret, merece la pena un viaje desde Inglaterrapara ver a mi chico! Es un muchachito espléndido, sobre

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todo con sus gorros, y más todavía con el que le enviastetú, perseverante señorita de primorosos dedos. Ya he dadoenvidia aquí a todas las madres, así que quiero enseñárseloa alguien nuevo y escuchar una nueva serie de expresionesadmirativas; tal vez sea ésa la razón; tal vez no; no, tal vezhaya un poco de amor de prima mezclado con todo; pero locierto es que tengo muchísimas ganas de que vengas,Margaret. Estoy segura de que sería estupendo para la saludde tía Hale. Aquí todo el mundo es joven y saludable,nuestro cielo siempre es azul y nuestro sol siempre brilla,y la banda toca maravillosamente de la mañana a la noche;y, volviendo al estribillo de mi cancioncilla, mi niño sonríesiempre. Estoy deseando que me des tu opinión, Margaret.Haga lo que haga es lo más precioso, gracioso,maravilloso. Creo que le quiero muchísimo más que a mimarido, que se está volviendo corpulento y gruñón, aunqueél lo llama «estar ocupado». ¡No! No es verdad. Acaba dellegar con la noticia de un picnic encantador que dan losoficiales del Hazard, que está anclado abajo en la bahía.Como ha traído nuevas tan agradables, retiro todo lo queacabo de decir de él. ¿No se quemó alguien la mano porhaber dicho o hecho algo que lamentaba? Bueno, yo nopuedo quemarme la mía porque me dolería y la cicatrizsería fea. Pero me apresuro a retractarme de cuanto hedicho. Cosmo es tan absolutamente encantador como el

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niño y nada gordo y no existe esposo menos gruñón que él.Sólo que algunas veces está ocupadísimo. Creo que puedodecirlo sin faltar a mis deberes conyugales, ¿por dónde iba?Tenía algo muy especial que decirte, lo sé. Ah, sí, es esto,Margaret queridísima: tienes que venir a verme. Le sentaríamuy bien a tía Hale, como te decía antes. Haz que elmédico se lo recomiende. Dile que es el humo de Miltonlo que le sienta mal. En realidad, estoy segura de que es así.Tres meses aquí (no podéis venir por menos tiempo), coneste clima delicioso, siempre soleado, y las uvas, que sontan corrientes como las moras, y se recuperaría del todo.No invito a mi tío —(aquí la carta se hacía más forzada ymejor escrita; el señor Hale estaba castigado como un niñomalo por haber renunciado a su beneficio)— porque, en miopinión, a él no le gustan la guerra, los soldados ni lasbandas de música. Al menos sé que muchos disidentespertenecen a la Peace Society, y supongo que no querrávenir; pero si le apetece, te ruego que le digas que Cosmo yyo haremos todo lo posible para que se sienta feliz; yesconderé la casaca roja y la espada de Cosmo y pediré a labanda que toque todas las piezas serias y solemnes; o, quesi interpretan pompas y vanidades, lo hagan a ritmo máslento. Querida Margaret, si él decide acompañaron a tíaHale y a ti intentaremos que vuestra estancia aquí resulteagradable, aunque me da bastante miedo alguien que ha

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hecho algo por la conciencia. Espero que tú no lo hagasnunca. Dile a tía Hale que no traiga mucha ropa de abrigo,aunque me temo que cuando podáis venir será ya haciafinales de año. ¡Pero no te imaginas el calor que hace aquí!En una excursión intenté lucir mi precioso mantón indio.Procuré animarme con proverbios mientras pude, «hay quemantener la dignidad» y consejos saludables parecidos.Pero fue inútil. Parecía Tiny, la perrita de mamá, conarreos de elefante; asfixiada, oculta, muerta con mismejores galas. Así que lo usé de espléndida alfombra parasentarnos todos. Aquí tienes a este hijito mío, Margaret. Sino haces la maleta en cuanto recibas esta carta y vienes deinmediato a verlo, ¡pensaré que desciendes del reyHerodes!

Margaret anheló un día de la vida de Edith: sudespreocupación, su hogar alegre, su cielosoleado. Si el deseo pudiera haberla transportado,habría ido; sólo por un día. Ansiaba la fuerza quele proporcionaría un cambio así: pasar aunquesólo fuera unas horas en aquel ambiente luminosoy sentirse joven de nuevo. ¡Todavía no habíacumplido veinte años! Pero había tenido que

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aguantar tanta presión que se sentía viejísima. Ésefue su primer sentimiento después de leer la cartade Edith. Luego volvió a leerla olvidándose de símisma y le divirtió lo mucho que se parecía a lapropia Edith. Y estaba riéndose alegrementemientras leía cuando entró en la sala la señoraHale apoyada en el brazo de Dixon. Margaret seapresuró a colocar los cojines. Su madre parecíamás débil de lo habitual.

—¿De qué te reías, Margaret? —le preguntó sumadre en cuanto se recuperó del esfuerzo deacomodarse en el sofá.

—De una carta de Edith que he recibido estamañana. ¿Quieres que te la lea, mamá?

La leyó en voz alta. La señora Hale parecíaatenta al principio y no dejaba de preguntarse quénombre le habría puesto Edith al niño,proponiendo toda suerte de nombres posibles ytodas las razones probables de cada uno para quese lo pusiera. Mientras lo hacía, llegó el señor

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Thornton, con otro regalo de fruta para la señoraHale. No podía (mejor dicho, no quería) negarseel posible placer de ver a Margaret. No teníaningún otro objetivo que la gratificación delmomento. Era la inquebrantable obstinación de unhombre que solía ser más razonable y ecuánime.Entró en la habitación y captó la presencia deMargaret al momento. Pero, tras saludarla con unavenia fría y distante, no se permitió volver amirarla, al parecer. Se quedó sólo un momentopara ofrecer los melocotones y pronunciar unaspalabras cordiales. Su fría mirada ofendida secruzó luego con la de Margaret en una gravedespedida al salir de la habitación. Ellapermaneció sentada, pálida y silenciosa.

—¿Sabes una cosa, Margaret? El señorThornton empieza a parecerme bastante agradable.

Margaret no contestó nada al principio. Luegose obligó a formular un gélido:

—¿De veras?

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—Sí. Creo que está adoptando unos modalesmuy refinados.

Margaret respondió con mas presteza ahora.Replicó:

—Es muy atento y muy amable, de eso no hayduda.

—Me extraña que no haya venido la señoraThornton. Tiene que saber que estoy enferma, porel colchón de agua.

—Supongo que está al tanto de tu estado por suhijo.

—De todos modos, me gustaría verla. Tienestan pocos amigos aquí, Margaret.

Margaret comprendió lo que pensaba sumadre: el ansia maternal de encomendar a labondad de alguna mujer a la hija que pronto sequedaría sin madre. Pero no podía hablar.

—¿Crees que podrías ir a pedir a la señoraThornton que venga a verme? —preguntó la señoraHale tras una pausa—. Sólo una vez. No quiero ser

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pesada.—Haré lo que tú quieras, mamá; pero si…,

pero cuando venga Frederick…—¡Claro, claro, por supuesto! Tendremos las

puertas cerradas. No podremos recibir a nadie. Yano sé si deseo que venga o no. A veces creo quepreferiría que no lo hiciera. A veces sueño con él,unos sueños tan espantosos…

—¡Vamos, mamá! Tendremos mucho cuidado.Atrancaré la puerta con el brazo antes de quepueda pasarle nada[49]. Confía en mí, mamá. Locuidaré como una leona a sus cachorros.

—¿Cuándo recibiremos noticias suyas?—No antes de una semana, por supuesto, tal

vez más.—Tenemos que mandar a Martha a su casa con

tiempo. No podemos esperar a que llegue él yhacerlo entonces a toda prisa.

—Dixon nos lo recordará sin falta. Se me haocurrido que si necesitáramos ayuda en la casa

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mientras esté él aquí podríamos pedírsela a MaryHiggins. Anda muy floja de trabajo y es una buenachica, y estoy segura de que se esmeraría parahacerlo todo lo mejor posible, y dormiría en sucasa y no tendría que subir nunca arriba ni saberquién está aquí.

—Como quieras. Como quiera Dixon. Pero noemplees esas horribles expresiones de Milton.«Floja de trabajo» es un localismo. ¿Qué dirá tutía Shaw si te oye hablar así cuando vuelva?

—Mamá, por favor, no intentes convertir a tíaShaw en el coco —dijo Margaret riéndose—.Edith aprendió toda clase de jerga militar delcapitán Lennox y tía Shaw nunca reparó en ello.

—Pero lo tuyo es jerga fabril.—Y si vivo en una ciudad fabril, tendré que

hablar lenguaje fabril cuando lo necesite. Mira,mamá, podría asombrarte con un montón depalabras que no has oído en tu vida. Seguro que nosabes lo que es un rompehuelgas.

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—Claro que no, hija. Lo único que sé es queparece muy vulgar. Y no quiero oírte emplearlo.

—Muy bien, queridísima madre. No lo haré.Pero tendré que emplear una frase explicativacompleta en su lugar.

—No me gusta este Milton —dijo la señoraHale—. Edith tiene bastante razón al decir que esel humo lo que me ha puesto tan enferma.

Margaret se levantó de un salto cuando sumadre dijo eso. Acababa de entrar en la habitaciónsu padre y no quería que se agudizara la vaga ideaque había visto en su mente de que el aire deMilton había perjudicado a su madre. No debíaverla confirmada. No podía saber si había oído loque acababa de decir la señora Hale; pero empezóa hablar apresuradamente de otras cosas, sin darsecuenta de que el señor Thornton seguía a su padre.

—Mamá me está acusando de haber aprendidomucha vulgaridad desde que llegamos a Milton.

La «vulgaridad» de la que hablaba Margaret se

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refería exclusivamente al empleo de palabraslocales, y correspondía a la conversación quemantenían. Pero el señor Thornton torció el gesto;y Margaret se dio cuenta de pronto de que podíahaber malinterpretado su comentario; así que, conel tierno deseo natural de no causar dolorinnecesario, se obligó a seguir con un brevesaludo, y completar lo que estaba diciendodirigiéndose expresamente a él.

—A ver, señor Thornton, ¿no es verdad que«rompehuelgas» es expresivo, aunque no suenemuy bien? ¿Podría prescindir del término al hablarde lo que representa? Si es vulgar emplear laspalabras locales, entonces yo era muy vulgar enNew Forest. ¿No crees, mamá?

Era impropio de Margaret imponer su tema deconversación a otros; pero, en este caso, estaba tandeseosa de impedir que el señor Thornton sesintiera molesto por el comentario que había oídocasualmente que hasta que no acabó de hablar no

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se ruborizó al darse cuenta, sobre todo cuando elseñor Thornton pasó a su lado de largo conceremonioso ademán de fría reserva, como si noentendiera el fondo o el alcance de lo que decía, yse acercó a hablar con la enferma.

Su aparición recordó a la señora Hale el deseode ver a su madre y encomendarle el cuidado deMargaret. Margaret se sentó en un ardientesilencio, enfadada y avergonzada por su dificultadpara mantener la corrección y la indiferenciacuando el señor Thornton pasó a su lado, y oyó asu madre pedirle en voz queda que fuera a visitarlala señora Thornton; a verla pronto; al díasiguiente, si era posible. El señor Thorntonprometió que lo haría, conversó un poco y semarchó. Y, al parecer, entonces los movimientos yla voz de Margaret se liberaron de cadenasinvisibles. Él no le había dirigido ni una mirada; y,sin embargo, la cuidadosa esquivez de sus ojosindicaba que sabía de algún modo exactamente

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dónde se posarían en ella si por casualidad mirabahacia allí. No daba muestra alguna de prestaratención si ella hablaba, y sin embargo sucomentario siguiente a cualquier otro estabamodificado por lo que ella había dicho; a veceshabía una respuesta expresa a lo que ella habíacomentado, pero dirigida a otra persona como sino tuviera nada que ver con ella. No se trataba demala educación por ignorancia: era malaeducación deliberada que surgía de una profundaofensa. Era una actitud deliberada en el momento;de la que se arrepentía después. Pero ningún planmeticuloso, ni ingenio cuidadoso podían haberlosituado en tan buena posición. Margaret pensabaen él más que nunca; sin ningún matiz de lo que sellama amor, sino con pesar por haberle herido tanprofundamente; y con un leve y paciente anhelo derecuperar la situación de amistad hostil anterior;pues creía que como amigo lo habían consideradoella y el resto de la familia. Había una

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considerable humildad en su actitud hacia él, unamuda disculpa por las palabras excesivamenteduras con que había reaccionado a los hechos deldía del tumulto.

Pero él sentía una honda amargura por aquellaspalabras. Seguían resonando en sus oídos; y seenorgullecía del sentido de justicia que le permitíaseguir siendo amable con sus padres en cuantopodía. Disfrutaba de la entereza que demostraba alobligarse a enfrentarse a ella siempre que se leocurría algo que pudiera complacer a su padre o asu madre. Pensaba que le disgustaba ver a alguienque le había herido en lo más vivo; pero estabaequivocado. Le producía un placer lacerante estaren la misma habitación que ella y sentir supresencia. Pero él no era buen analista de suspropios motivos y, como ya he dicho, seequivocaba.

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Capítulo XXXEn casa al fin

Las aves más tristes hallan una temporada de canto.

SOUTHWELL[50]

Nunca envuelvas en el manto la pena oculta,nunca, abrumado de nuevo por las nubes de la memoria,

inclines la cabeza. ¡Te vas a casa!

SRA. HEMANS[51]

La señora Thornton visitó a la señora Hale al díasiguiente por la mañana. La enferma habíaempeorado mucho. Se había producido uno deesos cambios súbitos (esos pasos agigantadoshacia la muerte) durante la noche, y el aspectomacilento y consumido que había adoptado en

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aquellas doce horas de sufrimiento asustó inclusoa su familia. La señora Thornton no la había vistoen varias semanas y se ablandó de repente. Sólohabía ido porque su hijo se lo había pedido comoun favor personal, pero sin abandonar su orgullosoresentimiento contra aquella familia a la quepertenecía Margaret. Dudaba de que la señoraHale estuviera enferma de verdad; dudaba que lavisita respondiera a ninguna necesidad, aparte delcapricho pasajero de aquella dama que la habíaobligado a desviarse del curso previamenteestablecido de sus ocupaciones aquel día. Le habíadicho a su hijo que deseaba que los Hale no sehubieran acercado nunca a Milton, que no loshubiera conocido nunca, que no se hubieraninventado nunca lenguas tan absurdas como el latíny el griego. Él lo soportó todo en silencio. Perocuando ella concluyó su invectiva contra laslenguas muertas, él volvió a expresarle de formabreve, cortante y firme su deseo de que visitara a

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la señora Hale a la hora convenida, que sin dudaera la más oportuna para la enferma. La señoraThornton accedió de muy mala gana al deseo de suhijo, al mismo tiempo que le consideraba aún másnoble por expresarlo y exageraba para sí la ideaque tenía él de ser extraordinariamente bueno pormantener la relación con los Hale con tantoempeño.

La bondad rayana en debilidad de su hijo(como todas las virtudes más delicadas, a su modode ver) y el desprecio que sentía ella por el señory la señora Hale, amén de su clara aversión haciaMargaret, eran las ideas que dominaban la mentede la señora Thornton; pero se desvanecieron depronto ante la oscura sombra de las alas del ángelde la muerte. Allí yacía la señora Hale —madretambién, como ella; y mucho más joven que ella—,en el lecho del que todo parecía indicar que novolvería a levantarse. No existía para ella másvariedad de luz y sombra en aquella habitación en

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penumbra, ni capacidad de acción, apenas cambiode movimiento; sólo vagas alternancias de levessusurros y deliberado silencio. Y sin embargo,¡aquella vida monótona parecía casi excesiva!Cuando llegó la señora Thornton, fuerte y pletóricade vida, la señora Hale yacía inmóvil, aunque sehizo evidente por su expresión que la reconocía.Ni siquiera abrió los ojos durante un par deminutos. La densa humedad de las lágrimasempañó sus pestañas antes de que alzara la vista.Tanteó débilmente la ropa de la cama buscandolos dedos largos y firmes de la señora Thornton ydijo con un hilo de voz (la señora Thornton tuvoque agacharse para oírla):

—Margaret…, usted tiene una hija…, mihermana está en Italia. Mi hija se quedará sinmadre…, en un lugar extraño… si me muero…,¿querría usted…?

Y clavó su mirada errante, empañada ycargada de nostalgia en la cara de la señora

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Thornton. No se advirtió ningún cambio en surigidez adusta e inmutable durante un minuto, perola enferma podría haber visto la nube oscura quecruzó aquel gélido semblante si las lágrimas no lehubieran nublado los ojos lentamente. La señoraThornton se conmovió al fin, pero no por pensar ensu hijo, ni por la imagen de su hija Fanny, sino porun súbito recuerdo, provocado por algo en ladisposición de la estancia: el recuerdo de unahijita muerta en la infancia hacía muchos años quefundió cual súbito rayo de sol la capa de hielo trasla que se ocultaba una mujer muy tierna.

—Quiere que sea amiga de la señorita Hale —dijo la señora Thornton con su voz mesurada, queno se había ablandado al mismo tiempo que sucorazón, sino que brotó nítida y firme.

La señora Hale apretó la mano posada bajo lasuya sobre la colcha con los ojos aún fijos en lacara de la señora Thornton. No podía hablar. Laseñora Thornton añadió con un suspiro:

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—Seré una amiga de verdad si lascircunstancias lo requieren. No una amigabondadosa. Eso no podría serlo —«para ella»,estuvo a punto de añadir, pero se contuvo al ver lacara angustiada de la enferma—. No es propio demí demostrar cariño aunque lo sienta, ni darconsejos sin que me los pidan. No obstante, apetición suya y si le sirve de consuelo, se loprometeré.

Siguió a esto una pausa. La señora Thorntonera demasiado escrupulosa para hacer promesasque no se proponía cumplir; y le costaba muchoser amable con Margaret, que le desagradaba másque nunca en aquel momento; era casi imposible.

—Prometo —dijo, con una grave severidadque, pese a todo, infundió a la agonizanteconfianza en algo mas permanente que la vidamisma: ¡vida tambaleante, titilante, fugaz!—. Leprometo que en cualquier dificultad en que laseñorita Hale…

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—¡Llámela Margaret! —exclamó con un jadeola señora Hale.

—En que acuda a mí en busca de ayuda, se laprestaré con todos los medios a mi alcance comosi fuese mi propia hija. Prometo también que sialguna vez la veo hacer algo que considereimpropio…

—Margaret nunca hace nada impropio, no deforma deliberada —alegó la señora Hale. Laseñora Thornton prosiguió como si no la hubieraoído:

—Si alguna vez hace algo que me parezca queestá mal, aunque no nos afecte a mí ni a los míos,en cuyo caso podría suponérseme un motivointeresado, se lo indicaré sin rodeos, tal como megustaría que hiciesen con mi hija.

Hubo una larga pausa. La señora Hale tenía lasensación de que la promesa no lo incluía todo,aunque era mucho. Había en ella ciertas reservasque no comprendía. Pero se sentía débil, confusa y

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cansada. La señora Thornton, mientras tanto,repasaba todos los posibles casos en los que habíaprometido actuar. Le producía un intenso placer laidea de decirle a Margaret unas cuantas verdadesen cumplimiento de su deber. La señora Haleempezó a decir:

—Gracias. Que Dios la bendiga. Novolveremos a vernos en este mundo. Pero misúltimas palabras son: gracias por prometerme seramable con mi hija.

—¡Amable no! —declaró la señora Thornton,con descortés sinceridad hasta el final. Pero, trashaber tranquilizado su conciencia con estaspalabras, no lamentó que la enferma no las hubieraoído. Apretó la mano suave y lánguida de laseñora Hale, se levantó y salió de la casa sin ver anadie más.

Mientras la señora Thornton mantenía estaentrevista con la señora Hale, Margaret y Dixon seconcentraban en los planes para mantener la

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llegada de Frederick en absoluto secreto.Esperaban su respuesta de un día para otro. Y élllegaría poco después. Tenían que mandar aMartha de vacaciones. Dixon vigilaría la puertaprincipal y sólo dejaría pasar a los contadosvisitantes asiduos al estudio del señor Hale: lagrave enfermedad de la señora Hale sería buenaexcusa para hacerlo así. Si necesitaban a MaryHiggins para que ayudara a Dixon en la cocina,tendrían que procurar que no viera a Frederick yque supiera lo menos posible de él. En casonecesario, se referirían a él como señor Dickinsoncuando hablaran con ella. Claro que el carácter denatural lánguido e indiferente de la joven era lamejor salvaguarda.

Decidieron que Martha se marchara aquellamisma tarde a visitar a su madre. Margaretlamentaba que no lo hubiera hecho el día anterior,porque podría resultar extraño que dieran permisoa una sirvienta cuando el estado de su señora

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requería tanta atención.¡Pobre Margaret! Tuvo que pasarse la tarde

interpretando el papel de hija amantísima, dando asu padre las escasas fuerzas que le quedaban aella. El señor Hale esperaba sin desesperar entrelas crisis de la enfermedad de su esposa y seanimaba con cada tregua del dolor, creyendo queera el principio del restablecimiento definitivo. Ycuando llegaba el siguiente paroxismo, siempremás grave que el anterior, se sumía en nuevostormentos y mayores disgustos. Aquella tarde nosoportaba la soledad de su estudio ni ocuparse ennada y se sentó en la sala en silencio, con lacabeza apoyada en los brazos cruzados sobre lamesa. Margaret lo miró con profundo dolor, peroprefirió no intentar consolarle. Martha se habíamarchado. Dixon velaba el sueño de la señoraHale. Todo era quietud y silencio en la casa. Y asífue cayendo la tarde sin que nadie se molestara enbuscar las velas. Margaret se sentó junto a la

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ventana y contempló las lámparas y la calle perosin ver nada, sólo atenta a los hondos suspiros desu padre. No quería bajar a buscar las luces, portemor a que si desaparecía la tácita contención quele imponía su presencia, diera rienda suelta a unaemoción más violenta sin que ella estuviera allípara consolarle. Pero estaba pensando que teníaque ir a la cocina a ocuparse del fuego, pues nohabía nadie más que ella que lo atendiera, cuandooyó el sonido apagado de la campanilla de lapuerta, accionada con tanta fuerza que los cablesresonaron en toda la casa, aunque el sonido en síno fuese grande. Se levantó de un salto, pasó juntoa su padre (que no se había movido por el sonidoapagado y velado), y se dio la vuelta y lo besó conternura. Él no se movió ni reaccionó a su cálidoabrazo. Margaret bajó luego la escalera a oscurascon cuidado. Dixon habría echado la cadena antesde abrir la puerta, pero Margaret no abrigabaningún temor en su mente preocupada. La figura de

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un hombre alto se alzaba entre ella y la calleiluminada. Miraba hacia otro lado, pero se volvióen cuanto oyó el pestillo y preguntó con voz clara,llena y delicada:

—¿Vive aquí el señor Hale?Margaret tembló de pies a cabeza. No contestó

de inmediato.—¡Frederick! —susurró a los pocos segundos,

tendiendo ambas manos para tomar las de él yhacerle pasar.

—¡Oh, Margaret! —exclamó él, sujetándolapor los hombros después de besarse como sipudiera verle la cara en la penumbra y leer en suexpresión una respuesta a su pregunta más rápidade la que podían dar las palabras.

—¡Y mi madre! ¿Está viva?—Sí, está viva, queridísimo hermano. Está…

muy enferma; ¡pero viva! ¡Está viva!—¡Gracias a Dios! —dijo él.—Papá está muy abatido con esta gran pena.

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—Esperabais mi llegada, ¿verdad?—No, no hemos recibido ninguna carta.—Entonces es que he llegado yo antes. Pero

madre sabe que venía, ¿no?—Todos sabíamos que vendrías. ¡Pero espera

un poco! Ven, dame la mano. ¿Qué es esto? Oh, tubolsa de viaje. Dixon ha cerrado lascontraventanas; pero éste es el estudio de papá ypuedo acercarte hasta una silla para que descansesunos minutos mientras yo subo a decírselo.

Se abrió paso a tientas hasta la vela y losfósforos. Cuando la tenue lucecilla les permitióverse se sintió cohibida. Sólo podía percibir quesu hermano tenía la tez insólitamente oscura, ycaptó la mirada furtiva de unos ojos azulesincreíblemente grandes que centellearonsúbitamente con la excepcional conciencia de sumutuo propósito de observarse el uno al otro. Elhermano y la hermana se miraron un instante concompasión sin intercambiar una palabra. Pero

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Margaret estaba segura de que Frederick leagradaría como compañero tanto como le queríaya como hermano. Subió las escaleras mucho másanimada. Y no es que su dolor fuera menor, enrealidad, sino que resultaba menos opresivoporque contaba con alguien que tenía la mismarelación que ella con él. La actitud abatida de supadre ya no tendría el poder de desalentarla.Seguía echado en la misma postura, tan desvalidocomo siempre. Pero ahora ella tenía el conjuro quele animaría. Tal vez fuera demasiado bruscadebido al enorme alivio que sentía.

—Papá —le dijo, echándole los brazos alcuello cariñosamente. En realidad, le alzó lacabeza cansada con cierta brusquedad hasta que laapoyó en sus brazos y pudo mirarle a los ojos paraque tomara fuerza y seguridad de los suyos.

»¡Papá! ¡Adivina quién ha venido!El la miró. Ella vio que la idea de la verdad

titilaba en la empañada tristeza de sus ojos y

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desaparecía luego, rechazada como disparateimaginario.

El señor Hale volvió a inclinarse y ocultó unavez más la cara en los brazos extendidos sobre lamesa. Margaret le oyó susurrar y se inclinó conternura para escuchar lo que decía.

—No lo sé. No me digas que es Frederick, porfavor. No puedo soportarlo, estoy demasiadodébil. ¡Y su madre se está muriendo!

Se echó a llorar y a gemir como un niño. Sureacción era tan diferente de la que ella habíaimaginado y esperado que se sintió mal deldisgusto y guardó silencio un instante. Luegovolvió a hablar, en un tono completamente distinto,no tan jubiloso, mucho más tierno y delicado.

—¡Papá, es Frederick! Piensa en mamá, ¡en laalegría que va a llevarse! Y en lo contentos quetendríamos que estar nosotros por ella. Y tambiénpor él, ¡nuestro pobre muchacho!

Margaret creyó advertir que su padre intentaba

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comprender la realidad, aunque no cambió deactitud.

—¿Dónde está? —preguntó al fin, con la caraaún oculta en los brazos abatidos.

—En tu estudio, completamente solo. Encendíla vela y subí corriendo a decírtelo. Estácompletamente solo y se preguntará por qué…

—Bajaré —dijo su padre, interrumpiéndola.Se levantó y se apoyó en los brazos de ella comoen los de un guía.

Margaret le acompañó hasta la puerta delestudio. Estaba tan nerviosa que creyó que nosoportaría presenciar el encuentro. Se dio lavuelta, subió las escaleras y lloró con ganas. Erala primera vez que se permitía aquel desahogodesde hacía días. La tensión había sido terrible,ahora se daba cuenta. ¡Pero Frederick habíallegado! ¡Su queridísimo hermano estaba allí asalvo con ellos de nuevo! No podía creerlo. Dejóde llorar y abrió la puerta de su dormitorio. No se

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oía el sonido de las voces y pensó casi asustada sino habría sido un sueño. Bajó las escaleras y sequedó escuchando en la puerta del estudio. Oyó elrumor de las voces, era suficiente. Fue a la cocina.Atizó el fuego, iluminó la casa y preparó elrefrigerio para el trotamundos. ¡Era una suerte quesu madre estuviera dormida! Sabía que dormía porla pajuela colocada en el ojo de la cerradura de sudormitorio[52]. El viajero podría descansar,reponerse y calmarse tras la emoción delencuentro con su padre antes de que su madre sediera cuenta de que pasaba algo inusual.

Cuando todo estaba a punto, Margaret abrió lapuerta del estudio y entró como una camarera conla pesada bandeja en los brazos. Se sentíaorgullosa de servir a Frederick. Pero él se levantóde un salto al verla y la alivió de la carga. Fue unejemplo, un indicio de la ayuda que le aportaría supresencia. El hermano y la hermana pusieron lamesa juntos, sin hablar apenas, pero sus manos se

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rozaban de vez en cuando y sus ojos hablaban elexpresivo lenguaje natural que dominan a laperfección los familiares. Se había apagado elfuego. Margaret se concentró en encenderlo, pueslas noches habían empezado a refrescar; pero eraaconsejable no hacer ruidos que pudieran llegar ala habitación de la señora Hale.

—Dixon dice que encender el fuego es un don;no un arte que pueda aprenderse.

—Poeta nascitur, non fit [53] —susurró elseñor Hale, y Margaret se alegró al oír de nuevouna cita, aunque la hiciese tan lánguidamente.

—¡La queridísima Dixon! ¡Cómo nosbesaremos! —dijo Frederick—. Recuerdo que mebesaba y después me miraba a la cara paraasegurarse de que era la persona adecuada, ¡yluego empezaba de nuevo! Pero Margaret, ¡quédesastre! Jamás he visto manitas tan torpes einútiles. Anda, ve a lavártelas para cortar el budíny deja el fuego. Uno de mis atributos naturales es

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encender fuegos.Así que Margaret se fue. Y regresó. Y entró y

salió de la habitación con una inquietud gozosaque no podía calmar sentándose tranquilamente.Cuanto más pudiera hacer por Frederick, mássatisfecha se sentiría. El lo comprendióinstintivamente. Era una alegría robada en la casadel duelo, y se aferraban más a ella porque todossabían en lo más profundo de su ser la penairremediable que les aguardaba.

Oyeron entonces los pasos de Dixon en lasescaleras. El señor Hale se levantó del sillón en elque había estado observando a sus hijosensoñadoramente, como si representaran una obrade teatro feliz que resultaba agradable contemplarpero que no correspondía a la realidad y en la queél no intervenía. Se quedó plantado frente a lapuerta, mostrando tan súbito y extraño deseo deimpedir que viera a Frederick cualquiera quellegara, aunque fuese la fiel Dixon, que Margaret

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se estremeció. La actitud de su padre le recordó elnuevo temor de sus vidas. Agarró con fuerza aFrederick del brazo mientras un pensamientosombrío le hizo apretar los dientes con la caracrispada. Y sin embargo, sabían que era el andarpausado de Dixon. Escucharon mientras recorríatodo el pasillo hasta la cocina. Margaret selevantó.

—Voy a decírselo. Y a ver cómo está mamá.La señora Hale se había despertado. Al

principio, divagaba. Se había reanimado con unpoco de té, pero no tanto como para estardispuesta a hablar. Era preferible dejar quetranscurriera la noche antes de decirle que habíallegado su hijo. Esperaban al doctor Donaldson ysu visita le produciría excitación nerviosasuficiente para la velada. Él podría aconsejarlescómo prepararla para recibir a Frederick. Estabaallí, en la casa; podía acudir en cuanto se lopidieran.

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Margaret no podía estarse quieta sentada. Setranquilizó ayudando a Dixon en todos suspreparativos para «el señorito Frederick». Teníala impresión de que ya no se cansaría nunca.Sentía nuevas fuerzas cada vez que echaba unaojeada a la habitación donde padre e hijoconversaban de lo que fuese, no lo sabía ni leimportaba. Ya llegaría su momento de hablar y deescuchar, estaba demasiado segura de ello paratener prisas. Observó el aspecto de su hermano yle agradó. Tenía las facciones delicadas,redimidas de afeminamiento por la piel atezada yla fuerza expresiva. Sus ojos eran risueños casisiempre, aunque Margaret advirtió también unapasión latente en los cambios súbitos de su miraday su boca que casi le asustó. Pero aquellaexpresión duraba sólo un instante, y no había enella rastro de obstinación o de rencor. Era másbien la ferocidad expresiva instantánea que cruzael semblante de los naturales de países salvajes o

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sureños: una ferocidad que realza el encanto de ladulzura infantil en la que suele disiparse esaexpresión. Margaret podía temer la violencia delcarácter impulsivo delatado de aquel modo algunaque otra vez, pero no había nada en él que lahiciera desconfiar del nuevo hermano o eludirlo enmodo alguno. Todo lo contrario: su relación fueespecialmente grata para ella desde el principio.La intensa sensación de alivio que le procuraba lapresencia de Frederick le permitió darse cuentaentonces de la enorme responsabilidad que habíatenido que asumir. Él comprendía a su padre y a sumadre, conocía el carácter y las flaquezas deambos y actuaba con una desenvoltura absoluta, almismo tiempo que demostraba un delicadísimoesmero en no lastimar ni herir sus sentimientos.Parecía que supiera instintivamente los momentosen que el natural ingenio de su actitud y suconversación no chocaría con la profundadepresión de su padre o aliviaría el dolor de su

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madre. Siempre que podía resultar discordante oinoportuno, entraban en juego su devoción pacientey su vigilancia, que lo convertían en un enfermeroadmirable. Margaret se sintió tan conmovida porlas frecuentes alusiones que hacía él a su infanciaen New Forest que tuvo que contener las lágrimas.No se había olvidado de ella nunca —ni tampocode Helstone— en todo el tiempo que llevabavagando por países lejanos entre extraños. Podíahablar con él de su antiguo hogar sin temor aaburrirle. A pesar de haber anhelado tanto sullegada, a veces había tenido miedo de él. Creíaque siete u ocho años habían producido cambiostan enormes en ella misma que había discurrido,olvidando lo que quedaba de la Margaret original,que si sus sentimientos y sus gustos habían variadotanto materialmente, incluso en su vida hogareña,la tormentosa carrera de su hermano, de la que ellasabía muy poco, tenía que haber sustituidoprácticamente por otro Frederick al mozalbete alto

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con uniforme de guardiamarina, a quien recordabaque respetaba con asombro y admiración. Perodurante la larga separación se habían hecho máspróximos en edad, y en muchas otras cosas. Y deesa manera se aligeró la carga de Margaret, aqueltiempo doloroso. No tenía más luz que lapresencia de Frederick. La madre se recuperódurante unas horas, al ver a su hijo. Permaneciósentada con la mano de él entre las suyas, no quisosepararse de él ni siquiera mientras dormía, yMargaret tuvo que darle de comer como a un niñopequeño para que no moviera ni un dedo y noperturbara a su madre. La señora Hale despertómientras estaban así ocupados. Volvió despacio lacabeza sobre la almohada y sonrió a sus hijos aldarse cuenta de lo que estaban haciendo y por quélo hacían.

—Soy muy egoísta —dijo—, pero no será pormucho tiempo. Frederick se inclinó y besó la débilmano que aprisionaba la suya.

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El doctor Donaldson le dijo a Margaret queaquella calma no duraría muchos días, tal vez nisiquiera muchas horas. Ella bajó sigilosamente aver a Frederick en cuanto el amable médico semarchó. Le habían pedido que durante la visita serecluyera en silencio en la salita interior, quehabitualmente era el dormitorio de Dixon pero quele habían cedido entonces a él.

Margaret le explicó lo que había dicho eldoctor Donaldson.

—No lo creo —exclamó él—. Está muyenferma, muy grave, tal vez, en peligro inminente,también. Pero es inconcebible que estuviera comoestá si se encontrara al borde de la muerte.¡Margaret, tenemos que pedir otra opinión,consultar a algún médico de Londres! ¿No se te haocurrido nunca?

—Sí —contestó Margaret—, más de una vez.Pero creo que no serviría de nada. Y la verdad esque no tenemos dinero para traer a ningún médico

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eminente de Londres, y estoy segura de que eldoctor Donaldson se cuenta entre los mejores.Puede que incluso los supere.

Frederick empezó a caminar impaciente de unlado a otro por la habitación.

—Yo tengo crédito en Cádiz —dijo—, peroaquí no, debido al maldito cambio de nombre.¿Por qué dejó Helstone nuestro padre? Fue unerror garrafal.

—No fue ningún error —dijo Margaret contristeza—. Y te ruego que procures evitar portodos los medios que papá oiga algo como lo queacabas de decir. Sé perfectamente que seatormenta con la idea de que mamá no habríaenfermado si se hubiera quedado en Helstone, ¡yno conoces su inmensa capacidad deremordimiento!

Frederick se alejó como si estuviera en elalcázar de un barco. Al final se detuvo frente a ellay consideró su actitud abatida y triste un momento.

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—¡Mi pequeña Margaret! —le dijo,acariciándola—. Esperemos mientras podamos.¡Pobrecita! ¡Eh! ¿Qué es esa cara llena delágrimas? Tendré esperanza. Lo haré a pesar demil médicos. Anímate, Margaret. Sé lo bastantevaliente para tener esperanza.

Margaret intentó hablar pero se le quebró lavoz; y cuando al fin lo consiguió, lo hizo en vozmuy baja.

—He de procurar ser lo bastante dócil paraconfiar. ¡Ay, Frederick! ¡Mamá había empezado aquererme tanto! ¡Y yo había empezado acomprenderla! ¡Y ahora llega la muerte asepararnos!

—¡Vamos, vamos, por favor! Subamos, anda, yhagamos algo en vez de seguir aquí perdiendo untiempo que puede ser valiosísimo. Pensar me haentristecido muchas veces, cariño, pero hacercosas nunca en toda la vida. Mi teoría es unaespecie de parodia de la máxima: «Haz dinero,

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hijo, honradamente si puedes; pero haz dinero».Mi precepto es: «Haz algo, hermana, provechososi puedes; pero de todos modos haz algo».

—Sin excluir las travesuras —repusoMargaret, esbozando una leve sonrisa entre laslágrimas.

—En modo alguno. Lo que sí excluyo es elremordimiento después. Borra tus fechorías (sieres particularmente concienzudo) con una buenaobra en cuanto puedas; lo mismo que hacíamos unasuma correcta en la pizarra en la escuela dondeuna incorrecta sólo estaba borrada a medias. Eramejor que humedecer el borrador con las lágrimas.Se perdía menos tiempo que teniendo que esperarlas lágrimas y causaba mejor efecto al final.

Margaret pensó al principio que la teoría deFrederick era bastante burda, pero luegocomprobó que él la ponía en práctica conexcelentes resultados. Tras pasar una mala nochecon su madre (pues insistió en hacer su turno

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acompañándola), por la mañana antes deldesayuno se dedicó a idear un artilugio para queapoyara las piernas Dixon, que había empezado aacusar el cansancio de las prolongadas velas.Durante el desayuno, despertó el interés del señorHale con los sensacionales, gráficos y vívidosrelatos de la vida fantástica que había llevado enMéxico, América del Sur y otros lugares. Margarethabría renunciado al esfuerzo de sacar a su padredel abatimiento, desesperada; éste incluso lahabría afectado haciéndola sentirse incapaz dehablar. En cambio Fred, fiel a su teoría, siempreestaba haciendo algo, y hablar era lo único quepodía hacer durante el desayuno, aparte de comer.

Antes de que anocheciera aquel día, quedódemostrado que la opinión del doctor Donaldsonestaba bien fundada. La señora Hale tuvo unacceso de convulsiones; y cuando cesaron, estabainconsciente. Su esposo podía sentarse a su lado yagitar la cama con sus sollozos, su hijo podía

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alzarla en sus fuertes brazos con ternura paracolocarla en una postura cómoda, su hija podíahumedecerle la cara. Pero ella no los reconocía. Yno los reconocería de nuevo hasta que seencontraran en el cielo.

Todo había terminado antes de que llegara lamañana. Margaret salió del temblorosoabatimiento y se convirtió en el ángel consoladorfuerte de su padre y de su hermano. PorqueFrederick se había derrumbado y su teoría ya no leservía de nada. Se encerró solo en su cuarto denoche y lloró a lágrima viva tan fuerte queMargaret y Dixon se asustaron y bajaron a pedirleque se callara, porque los tabiques de la casa eranfinos y los vecinos de al lado podrían oír susapasionados sollozos juveniles, tan diferentes deltormento tembloroso y apagado de la vejez,cuando ya nos hemos acostumbrado al dolor y nonos atrevemos a rebelarnos contra el destinoinexorable, sabiendo quién lo decreta.

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Margaret se quedó con su padre en lahabitación de la difunta. Hubiese sido un alivioverle llorar. Pero siguió junto a la cama muytranquilo. De vez en cuando, le descubría la cara yla acariciaba con ternura, produciendo un levesonido inarticulado, como el de una hembracuando acaricia a su cachorro. No prestaba lamenor atención a la presencia de Margaret. Ella seacercó a besarle un par de veces. Él lo aceptó yluego la empujó levemente, como si su afecto lodistrajera de su concentración en la difunta. Sesobresaltó al oír los sollozos de Frederick ymovió la cabeza, susurrando: «¡Pobre muchacho,pobre muchacho!», pero siguió como antes, sinprestar más atención. Margaret sentía una profundacongoja. Pensar en la pérdida de su padre leimpedía pensar en la propia. La noche tocaba a sufin y se acercaba ya el día, cuando la voz deMargaret quebró el silencio de la estancia sinprevio aviso con un sonido tan nítido que se

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sorprendió incluso ella:—No se turbe vuestro corazón dijo, y siguió

hasta terminar todo el capítulo de consueloinefable[54].

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Capítulo XXXI¿Deberíamos olvidar a los viejos

amigos?

¿No demuestran esa actitud y todos estos rasgasla astucia de la serpiente y la caída del pecador?

CRABBE[55]

Llegó la mañana de octubre gélida y escalofriante:no la mañana de octubre en el campo con brumasplateadas que los rayos de sol despejan realzandola espléndida belleza del colorido, sino la mañanade octubre en Milton, cuyas brumas plateadas erandensas nieblas y donde el sol sólo alumbraba laslargas calles oscuras cuando conseguíaatravesarlas y brillar. Margaret iba de un sitio aotro ayudando a Dixon en las tareas domésticas.

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Las lágrimas le nublaban los ojos continuamente,pero no tenía tiempo para entregarse al llanto. Supadre y su hermano contaban con ella. Mientrasellos daban rienda suelta a su dolor, ella tenía quetrabajar, hacer planes, pensar detenidamente. Tuvoque ocuparse incluso de los preparativosnecesarios para el entierro.

Cuando el fuego estaba vivo y chisporroteante,cuando ya estaba todo preparado para el desayunoy la tetera silbaba, Margaret dio un último repasoa la habitación antes de ir a llamar al señor Hale ya Frederick. Quería que resultara todo lo másalegre posible; y cuando lo consiguió, el contrasteentre la estancia y sus pensamientos le provocó unsúbito llanto incontenible. Estaba arrodillada juntoal sofá con la cara oculta entre los cojines paraque nadie oyera sus sollozos cuando sintió la manode Dixon en el hombro.

—Vamos, señorita Hale, ¡vamos, querida! Nopuede dejarse llevar. ¿Qué será de nosotros si lo

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hace? No hay nadie más en la casa que pueda darinstrucciones y hay muchas cosas que hacer. Hayque decidir quién va a oficiar el entierro, quiénasistirá y dónde se hará. Y hay que organizarlotodo. Y el señorito Frederick está como loco detanto llorar. Y al señor nunca se le ha dado muybien organizar las cosas, pero ahora el pobre va deun lado para otro como si estuviera perdido. Ya séque es muy triste, querida. Pero la muerte nos llegaa todos. Y tiene suerte de no haber perdido nunca aun amigo.

Tal vez fuera así. Pero esta pérdida parecíaúnica. No tenía comparación con ninguna otra cosadel mundo. Las palabras de Dixon no consolaron aMargaret, pero la insólita ternura de la estiradasirvienta le llegó al alma; y más por el deseo dedemostrarle su gratitud que por ninguna otra razón,se levantó y respondió con una sonrisa a su miradapreocupada, y fue a avisar a su padre y a suhermano de que el desayuno estaba preparado.

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El señor Hale acudió como en un sueño, o,mejor dicho, con el paso maquinal de unsonámbulo que percibe con los ojos y la mentecosas que no están presentes. Frederick llegó conpaso ligero y una alegría forzada, le cogió lamano, la miró a los ojos y se echó a llorar.Margaret tuvo que concentrarse en hacercomentarios triviales durante todo el desayunopara evitar que sus compañeros recordaran laúltima comida que habían hecho juntos mientrasescuchaban tensos, atentos a cualquier sonido oseñal que pudiera llegar de la habitación de laenferma.

Margaret decidió hablar con su padre sobre elentierro después del desayuno. El asintió con uncabeceo a cuanto le dijo, aunque muchas de suspropuestas eran contradictorias. No consiguiósacarle ninguna decisión. Y cuando se disponía asalir de la habitación lánguidamente para consultarcon Dixon, el señor Hale le indicó que volviera a

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su lado.—Pregúntale al señor Bell —le dijo con voz

cavernosa.—¡El señor Bell! —exclamó ella, un poco

sorprendida—. ¿El señor Bell de Oxford?—El señor Bell —repitió él—. Sí. El fue mi

padrino de boda.Margaret comprendió la asociación.—Le escribiré hoy —repuso. Su padre se

sumió de nuevo en la apatía. Ella deseabadescansar pero no paró en toda la mañana,arrastrada por un continuo remolino de asuntostristes.

Al atardecer, Dixon le dijo:—Lo he hecho, señorita. Tenía miedo por el

señor, temía que le diera un ataque de tristeza. Seha pasado el día con la pobre señora. Escuché enla puerta y le oí hablar con ella sin parar como sipudiera oírle. Cuando entré se calló, pero estabacompletamente confuso. Así que me dije: hay que

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hacerle reaccionar. Aunque se asuste al principio,quizá sea lo mejor después. Así que lo hice, le hedicho que creo que el señorito Frederick no estáseguro aquí. Y estoy convencida Este mismomartes cuando salí, me encontré con un hombre deSouthampton, el primero que veo desde que lleguéa Milton. No creo que vengan muchos aquí. Era eljoven Leonards, ya sabe, el hijo de Leonards elpañero, el mayor pícaro del mundo, que casi mataa su padre a disgustos y luego escapó al mar.Nunca pude soportarle. Sé que estaba en el Orioncuando el señorito Frederick. Lo que no recuerdoes si estaba allí cuando el motín.

—¿Te reconoció, Dixon? —preguntó Margaretimpaciente.

—Bueno, eso es lo peor. Creo que no mehabría reconocido si yo no hubiera sido tanestúpida como para llamarle. Era un hombre deSouthampton en un lugar extraño, de lo contrarionunca se me habría ocurrido confraternizar con

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semejante inútil repugnante. Va y me dice:«¡Señorita Dixon! ¡Qué casualidad encontrarlaaquí! Pero a lo mejor me equivoco y ya no es ustedla señorita Dixon». Así que le dije que podíaseguir tratándome como a una señora solteraaunque si no hubiese sido tan especial habríatenido buenas oportunidades de matrimonio. Fue lamar de educado: «No podía mirarme y dudar demí». Pero yo no iba a dejarme engañar consemejante chanza de un tipo como él, y se lo dije.Y para no ser menos, le pregunté por su padrecomo si fueran los mejores amigos del mundo,aunque sabía que le había echado de casa. Yentonces empezó a preguntarme por el señoritoFrederick para fastidiarme (pues ya ve que nosestábamos poniendo agresivos, aunque éramosmuy corteses el uno con el otro) y me dijo que enmenudo lío se había metido (como si los líos delseñorito Frederick fueran a borrar los de GeorgeLeonards o a hacer que dejaran de parecer

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inmundos) y que le colgarían por amotinamiento silo encontraban y que habían ofrecido unarecompensa de cien libras por su captura y quehabía sido una desgracia para su familia. Todopara fastidiarme, sabe, querida, porque en tiemposyo había ayudado al señor Leonards a echar unabuena bronca a George, allá en Southampton. Asíque le dije que yo sabía que había otras familiasque tenían muchos más motivos para avergonzarsede sus hijos, y para dar las gracias si creían que seestaban ganando la vida honradamente lejos decasa. A lo cual contestó con su descaro natural queocupaba un puesto de confianza y que si yoconocía a algún joven desafortunado que sehubiese descarriado y quisiera volver al buencamino, él no tendría ningún inconveniente enprestarle su patrocinio. ¡Precisamente él, quecorrompería a un santo! Hacía años que no mesentía tan mal como el otro día allí plantadahablando con él. Me habría puesto a gritar sólo de

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pensar que no podía fastidiarle más, pues seguíasonriéndome como si tomara todos mis cumplidosen serio; y no podía entender que no le importaralo más mínimo lo que dijera mientras a mí mesacaban de quicio sus parrafadas.

—Pero ¿no le dirías nada de nosotros, deFrederick?

—No —contestó Dixon—. No tuvo la cortesíade preguntarme dónde vivía. Y si me lo hubierapreguntado no se lo habría dicho, claro. Tampocoyo le pregunté cuál era su precioso empleo. Estabaesperando un autobús que llegó precisamenteentonces, y le hizo señas. Pero para atormentarmehasta el final, se volvió antes de subir y dijo: «Sime ayuda a capturar al teniente Hale nosrepartiremos la recompensa, señorita Dixon. Séque le gustaría ser mi socia, ¿a que sí? No seatímida y diga que sí». Y subió de un salto alautobús. Pero vi su cara horrorosa que me mirabade refilón con una sonrisa malévola creyendo que

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había dicho la última palabra atormentadora.Esta historia de Dixon preocupó mucho a

Margaret.—¿Se lo has dicho a Frederick? —le preguntó.—No —contestó Dixon—. Me desazonaba

mucho saber que el perverso Leonards estaba en laciudad, pero luego, con tantas preocupaciones nopensé más en ello. Hasta que vi al señor sentadotan rígido con la mirada tan vidriosa y tan triste.Entonces pensé que reaccionaría si tenía quepensar un poco en la seguridad del señoritoFrederick. Así que se lo conté todo, aunque meavergonzaba decir cómo me había hablado unjoven. Y le ha sentado bien al señor. Y si vamos atener que mantener escondido al señoritoFrederick, tendría que marcharse el pobre antes deque llegue el señor Bell.

—Oh, no me preocupa el señor Bell, pero síese Leonards. Tengo que decírselo a Frederick.¿Qué aspecto tenía Leonards?

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—Un tipo muy malcarado, señorita, la verdad.Unas patillas tan pelirrojas que a mí meavergonzarían. Y aunque dijo que tenía un puestode confianza iba vestido de fustán como cualquiertrabajador.

Era evidente que Frederick tenía quemarcharse. Marcharse, además, cuando se habíareincorporado a su puesto en la familia y prometíaser el sostén y el báculo de su padre y de suhermana. Marcharse, cuando sus cuidados por sumadre enferma y el dolor por su muerte parecíanconvertirlo en una de esas personas especiales alas que nos une el mismo amor por quienes nos hansido arrebatados. Mientras Margaret se hacíatodas estas consideraciones sentada junto al fuegoen la sala y su padre permanecía inquieto ypreocupado bajo la presión de este nuevo temordel que todavía no había hablado, llegó Frederick.Su animación se había apagado, pero la profundaintensidad de su aflicción también había pasado.

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Se acercó a Margaret y le dio un beso en la frente.—Qué pálida estás, Margaret —le dijo en voz

baja—. No has dejado de pensar en todos y nadiepiensa en ti. Échate en el sofá. No tienes nada quehacer.

—¡Eso es lo peor! —susurró ella con tristeza.Pero obedeció. Su hermano le tapó los pies con unchal. Luego se sentó en el suelo a su lado y ambosempezaron a hablar en voz queda.

Margaret le explicó todo lo que le habíacontado Dixon de su encuentro con el jovenLeonards. Frederick frunció los labios con unprolongado uf de consternación.

—Me gustaría aclarar las cosas con ese tipo.El peor marinero que haya pisado un barco, ytambién el peor hombre. ¡Santo cielo, Margaret!¿Conoces las circunstancias de todo el asunto?

—Sí, mamá me lo explicó.—Bien, cuando todos los marineros dignos de

tal nombre estaban indignados con nuestro capitán,

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ese individuo, para ganarse el favor…, ¡bah! ¡Ypensar que está ahora aquí! Si supiera que meencuentro a menos de veinte millas de él, medenunciaría para saldar viejas rencillas. Preferiríaque se llevara las cien libras que creen que valgocualquiera antes que ese sinvergüenza. ¡Lástimaque la pobre Dixon no se dejara convencer paraentregarme y hacer provisión para su vejez!

—Frederick, por favor, cállate. No digas eso.El señor Hale se acercó a ellos tembloroso e

impaciente. Había oído de lo que estabanhablando. Tomó la mano de Frederick entre lassuyas.

—Tienes que marcharte, hijo mío. Lo lamentomucho, pero comprendo que tienes que hacerlo. Yahas hecho todo lo que podías, has sido un consuelopara ella.

—¿Tiene que marcharse, papá? —preguntóMargaret, pese a que sabía que era inevitable.

—Confieso que me dan ganas de afrontarlo y

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que me juzguen. ¡Ojalá pudiera conseguir mispruebas! No soporto la idea de estar en poder deun canalla como Leonards. En otras circunstancias,casi habría disfrutado de esta visita furtiva: hatenido todo el encanto que atribuía la francesa alos placeres prohibidos.

—Una de las primeras cosas que recuerdo esuna vez que estabas en un gran oprobio por robarmanzanas, Fred —dijo Margaret—. Teníamosmuchísimas, los manzanos estaban cargados, peroalguien te había dicho que la fruta robada era másrica, te lo tomaste au pied de la lettre y allá tefuiste. No has cambiado mucho desde entonces.

—Sí, tienes que marcharte —repitió el señorHale, respondiendo a la pregunta que le habíahecho antes Margaret. Tenía una idea fija y lecostaba mucho seguir los comentarioszigzagueantes de sus hijos, un esfuerzo que nohacía.

Margaret y Frederick se miraron. Aquel rápido

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entendimiento instantáneo desaparecería en cuantoél se fuera, tantas cosas que comprendían conmiradas y que no podían expresarse con palabras.Ambos siguieron el mismo curso de pensamientohasta que desembocó en la tristeza. Frederick lodesechó primero:

—¿Sabes que esta tarde estuve a punto de darun buen susto a Dixon y de llevármelo yo también,Margaret? Estaba en mi dormitorio, había oído quellamaban a la puerta de la calle, pero creía quequien fuera ya habría cumplido su cometido y sehabría marchado hacía rato, así que abrí la puertade mi cuarto para salir al pasillo y vi a Dixonbajar las escaleras. Me miró ceñuda y me empujópara que me escondiera de nuevo. Dejé la puertaabierta y oí que daba un mensaje a un hombre queestaba en el estudio de mi padre y que luego semarchó. ¿Quién sería? ¿Un tendero?

—Seguramente —contestó Margaret conindiferencia—. Hacia las dos vino un hombrecillo

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por los pedidos.—Pero el que yo digo no era un hombrecillo

sino un individuo alto y fuerte. Y eran más de lascuatro cuando vino.

—Era el señor Thornton —dijo el señor Hale.Margaret y Frederick se alegraron de haberconseguido que su padre se interesara en laconversación.

—¡El señor Thornton! —exclamó Margaret unpoco sorprendida—. Creía…

—Y bien, pequeña ¿qué creías? —le preguntóFrederick al ver que dejaba la frase en el aire.

—No, nada —repuso ella, enrojeciendo ymirándole a la cara—. Sólo que imaginaba que tereferías a alguien de otra clase, no a un caballero;alguien que venía a hacer un recado.

—Es lo que parecía —dijo Frederick en tonodespreocupado—. Me pareció un tendero y resultaque es un fabricante.

Margaret guardó silencio. Recordó que ella

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había hablado y pensado igual que Frederickahora, al principio, cuando no conocía su carácter.Era la impresión natural que le había causado, ysin embargo le disgustaba un poco. No estabadispuesta a hablar. Deseaba explicar a Frederickla clase de persona que era el señor Thornton,pero se sentía cohibida.

—Supongo que vino a ofrecernos toda la ayudaque necesitemos —añadió el señor Hale—. Perono pude verle. Le dije a Dixon que le preguntara siquería verte a ti, creo que le pedí que te buscara yque le atendieras tú. No sé lo que le dije.

—Es un conocido muy amable, ¿no? —preguntó Frederick, lanzando el comentario comouna pelota a quien quisiera recogerlo.

—Un amigo muy amable —dijo Margaret alver que su padre no contestaba.

Frederick guardó silencio un rato. Luego hablóasí:

—Margaret, es doloroso pensar que no puedo

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dar las gracias a quienes os han demostradoamabilidad. Vuestros conocidos y los míos han deestar separados. Bueno, en realidad, a menos queafronte los riesgos de un consejo de guerra o quetú y mi padre vayáis a España. —Dejó caer laúltima sugerencia a modo de sonda, y luego selanzó súbitamente—: No sabes cuánto deseo quelo hagáis. Tengo una buena posición yposibilidades de mejorar —añadió, ruborizándosecomo una doncella—. Ojalá conocieras a DoloresBarbour, Margaret, ya te he hablado de ella; estoyseguro de que te gustaría, mejor dicho, la amarías.Todavía no ha cumplido los dieciocho años, perosi no cambia de opinión será mi esposa dentro deun año. El señor Barbour no nos deja decir queestamos prometidos. Pero si fueseis a España,encontraríais amigos en todas partes, además deDolores. Piensa en ello, padre, Margaret,apóyame.

—No, yo ya no quiero más traslados —dijo el

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señor Hale—. Uno me ha costado la vida de miesposa. No más traslados en esta vida. Ellaseguirá aquí, y aquí pasaré yo el tiempo que mequede.

—Oh, Frederick —dijo Margaret—.Cuéntanos más cosas de ella. Nunca he pensado enesto, pero me alegro mucho. Tendrás alguien aquien amar y que te ame. Cuéntanoslo todo.

—En primer lugar, es católica. Ese es el únicoinconveniente que preveía. Pero el cambio deopinión de mi padre…, no, Margaret, no suspires.

Margaret tuvo motivos para suspirar un pocomás antes de que terminara la conversación. Enrealidad, también Frederick era católico, aunquetodavía no había hecho profesión de fe. Así queaquélla era la razón por la que le habíamanifestado tan tibiamente en las cartas sucondolencia por el gran disgusto que supuso paraella que su padre dejara la Iglesia. Lo habíatomado en su momento por despreocupación de

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marino, pero lo cierto era que ya entonces sesentía inclinado a renunciar a la religión en quehabía sido bautizado, aunque sus opiniones fueranexactamente en la dirección contraria a las de supadre. Ni siquiera Frederick podría haber dichocuánto tenía que ver el amor con ese cambio.Margaret renunció a comentar ese aspecto del temay se concentró en el compromiso, enfocándolo deun modo distinto.

—Pero por ella, Fred, deberías intentar que teabsolvieran de las falsas acusaciones presentadascontra ti, aunque la de motín sea cierta. Si tejuzgaran en consejo de guerra y pudieras encontrartestigos al menos podrías demostrar que tudesobediencia a la autoridad se debió a que dichaautoridad se ejercía de forma indigna.

El señor Hale prestó atención a la respuesta desu hijo.

—En primer lugar, Margaret, ¿quién va abuscar a mis testigos? Son todos marineros

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destinados a otros barcos, excepto aquellos cuyadeclaración no serviría de gran cosa porqueparticiparon en el motín o lo apoyaron. En segundolugar, tengo que decirte que no tienes ni idea de loque es un consejo de guerra. Crees que es unaasamblea en la que se administra justicia, y no loque es en realidad: un tribunal donde la autoridadpesa un noventa por ciento en la balanza, y laspruebas sólo el diez por ciento restante. En talescasos, las pruebas mismas no pueden eludir lainfluencia del prestigio de la autoridad.

—Pero ¿no merece la pena intentarlo para vercuántas pruebas podrían encontrarse y presentarsea tu favor? En la actualidad, todos los que teconocían antes te consideran culpable sin la menorexcusa. Tú nunca has intentado justificarte ynosotros nunca hemos sabido dónde buscar laspruebas que te justifican. Explica ahora tucomportamiento a la gente, hazlo por amor a laseñorita Barbour. A ella no le importará, claro.

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Estoy segura de que confía en ti tanto comonosotros, pero no debes dejar que se una a alguiensobre quien pesa tan grave acusación sindemostrar claramente tu postura. Desobedeciste ala autoridad y eso estuvo mal, pero habría sidoinfinitamente peor que te hubieras quedadocruzado de brazos sin abrir la boca mientras dichaautoridad se ejercía brutalmente. La gente sabe loque hiciste; pero no los motivos que hacen que tucomportamiento deje de ser un delito paraconvertirse en heroica protección de los débiles.Yo creo que tienen que saberlo, por el bien deDolores.

—Pero ¿cómo voy a hacerlo? No estoy tanseguro de la pureza y la justicia de quienes seríanmis jueces como para entregarme a un consejo deguerra, aunque pudiera presentar toda unaformación de testigos veraces. No puedo mandar aun pregonero a gritar y proclamar por las calles loque a ti te gusta llamar mi heroísmo. Y si publicara

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un panfleto de justificación nadie lo leería a estasalturas. Ha pasado mucho tiempo.

—¿Consultarías a un abogado tusposibilidades de exculpación? —preguntóMargaret alzando la vista y poniéndose muycolorada.

—Primero tendría que encontrarlo y echarleuna ojeada para ver si me gusta antes de hacerlemi confidente. Muchos abogados cesantes podríanconvencerse de que se ganarían cien libras sinningún problema haciendo una buena obra:entregarme como delincuente a la justicia.

—¡Tonterías, Frederick! Conozco a unabogado en cuyo honor puedo confiar, cuya periciaprofesional es muy ponderada y que creo que setomaría muchas molestias por cualquier… parientede tía Shaw. El señor Henry Lennox, papá.

—Me parece una buena idea —dijo el señorHale—. Pero no propongas nada que retenga aFrederick en Inglaterra. No lo hagas, te lo pido por

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tu madre.—Podrías ir a Londres mañana en un tren

nocturno —añadió Margaret, entusiasmándose conel plan—. Me temo que tendrá que irse mañana,papá —añadió con ternura—. Lo hemos planeadoasí por el señor Bell y por ese desagradableconocido de Dixon.

—Sí, tengo que marcharme mañana —dijoFrederick con decisión.

—No soporto separarme de ti y, sin embargo,me muero de angustia mientras sigas aquí —rezongó el señor Hale.

—Muy bien —dijo Margaret—. Escuchad miplan. Llega a Londres el viernes por la mañana.Yo…, podrías…, ¡no! Será mejor que escriba unanota para el señor Lennox. Lo encontrarás en subufete del Temple.

—Escribiré una lista de todos los nombres querecuerdo del Orion. Podría encargarle que loslocalizara. Es hermano del marido de Edith, ¿no?

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Recuerdo que lo mencionabas en tus cartas. Tengodinero en manos de Barbour. Puedo pagar unabuena minuta si existe alguna posibilidad de éxito.El dinero que pensaba dedicar a algocompletamente distinto, querido padre; así que loconsideraré un préstamo tuyo y de Margaret.

—No lo hagas —dijo Margaret—. No loarriesgarás si lo haces. Y será un riesgo; sólo quemerece la pena. ¿Puedes embarcar en Londresigual que en Liverpool?

—Por supuesto, cariño. En cuanto noto elempuje del agua debajo de un tablón me siento encasa. Encontraré algún barco que me lleve, no ospreocupéis. No me quedaré ni veinticuatro horasen Londres, lejos de vosotros por un lado y dealguien más por otro.

Fue un considerable alivio para Margaret queFrederick decidiera mirar por encima del hombromientras escribía al señor Lennox. Si no se hubieravisto forzada a escribir concisa y rápidamente,

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podría haber vacilado, parándose a considerarcada palabra sin saber elegir entre múltiplesexpresiones, debido al embarazo de ser la primeraen reanudar la relación que había terminado deforma tan desagradable para ambas partes. Sinembargo, su hermano tomó la nota casi sin darletiempo a leerla, y se la guardó en un libro debolsillo del que cayó al hacerlo un rizo de pelonegro, que iluminó de dicha los ojos de Frederick.

—Te gustaría verlo, ¿verdad? —preguntó—.¡No! Tienes que esperar a verla a ella. Esdemasiado perfecta para que la conozcas porfragmentos. Ningún mísero ladrillo será unamuestra del edificio de mi palacio.

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Capítulo XXXIIInfortunios

¡Cómo! ¿que espere a ser denunciado,arrastrado con cadenas tal vez?

WERNER[56]

Pasaron todo el día siguiente sentados juntos lostres. El señor Hale sólo hablaba cuando sus hijosle obligaban a volver al presente, como sidijéramos, preguntándole algo. Frederick novolvería a demostrar ni a manifestar su aflicción.Había pasado el primer paroxismo y ahora seavergonzaba de haberse derrumbado por laemoción. Y aunque la aflicción por la pérdida desu madre era un dolor real y profundo que duraríatoda su vida, no volvería a mencionarse nunca.

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Margaret había reaccionado con menosapasionamiento al principio y sufría más ahora. Aveces lloraba a lágrima viva; y había en su actitud,incluso cuando hablaba de cosas indiferentes, unaternura dolorida que se intensificaba al posar lamirada en Frederick y pensar en su partidainminente. Se alegraba de que se marchara por supadre, pese a lo mucho que pudiera lamentarlo porsí misma. El señor Hale vivía sumido en unangustioso terror a que descubrieran y capturaran asu hijo, que superaba con creces el placer que supresencia le procuraba. Su nerviosismo habíaaumentado desde la muerte de la señora Hale, sinduda porque pensaba en él más exclusivamente. Sesobresaltaba en cuanto oía cualquier sonidoextraño, y sólo estaba tranquilo cuando Frederickse sentaba donde no podía verlo directamentenadie al entrar en la habitación. Hacia elatardecer, dijo:

—¿Acompañarás a Frederick a la estación,

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Margaret? Me gustaría saber que se va sinproblema. ¿Me dirás que se ha ido de Milton porlo menos?

—Por supuesto, papá —contestó Margaret—.Me gustaría, siempre que no te sientas solo sin mí.

—¡No, no! Si tú no me dices que le has vistomarcharse no dejaría de imaginar que alguien lehabía reconocido y que le habían detenido. Id a laestación de Outwood. Queda casi a la mismadistancia y no hay tanta gente. Id en coche. Asíhabrá menos posibilidades de que os vean. ¿A quéhora pasa tu tren, Frederick?

—A las seis y diez. Será casi de noche. ¿Quéharás tú luego, Margaret?

—Oh, ya me las arreglaré. Me estoy volviendomuy valiente y muy fuerte. Hay un camino devuelta a casa bien iluminado, si oscureciese. Perola semana pasada estuve fuera mucho más tarde.

Margaret se alegró de que terminara ladespedida: la despedida de la madre difunta y del

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padre vivo. Hizo que Frederick se apresurase asubir al coche para acortar una escena que causabatanto dolor a su padre, que había acompañado a suhijo a dar el último adiós a su madre. Debido enparte a esto y también a uno de los frecuenteserrores de la «Guía de ferrocarriles» sobre lallegada de los trenes a las estaciones máspequeñas, en Outwood se encontraron con quefaltaban casi veinte minutos. Todavía no habíanabierto la taquilla y ni siquiera podían sacar elbillete. Así que bajaron el tramo de escalerashasta el nivel del suelo por debajo de la vía.Había un camino de ceniza que cruzaba endiagonal un campo paralelo al camino de coches yfueron a pasear por él los minutos que faltaban.

Margaret cogió del brazo a Frederick, que leestrechó la mano cariñosamente.

—¡Margaret! Consultaré al señor Lennox encuanto a las posibilidades de exculpación parapoder volver a Inglaterra cuando quiera más por ti

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que por nadie. No soporto la idea de lo sola que tequedarías si le ocurriera algo a mi padre. Está muycambiado y muy débil. Me gustaría que leconvencieras de que piense en el plan de Cádizpor muchas razones. ¿Qué harías tú si él muriera?No tienes ningún amigo cerca. Y es extraño, perotenemos muy pocos parientes.

Margaret contuvo a duras penas el llanto antela tierna ansiedad con que exponía Frederick unaposibilidad que ella misma había considerado aveces al advertir los graves efectos que habíanproducido en el señor Hale las preocupaciones delos últimos meses. Procuró sobreponersediciendo:

—Se han producido cambios tan insólitos einesperados en mi vida durante los dos últimosaños que estoy más convencida que nunca de queno merece la pena preocuparme demasiado de loque haría si ocurriera algo imprevisto en el futuro.Procuro pensar sólo en el presente.

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Hizo una pausa. Se detuvieron un momento enla escalera que pasaba del campo a la carretera.Les daba en la cara el sol poniente. Fredericktomó la mano de su hermana entre las suyas y lamiró a la cara con profunda tristeza, viendo en ellamás cuidados y preocupaciones de los que estabadispuesta a permitir que delataran sus palabras.Ella prosiguió:

—Nos escribiremos con frecuencia, y teprometo que te explicaré todos mis problemas,pues veo que te tranquilizará. Papá es… —Un levesobresalto apenas perceptible la hizointerrumpirse, pero Frederick notó el súbitomovimiento de la mano que agarraba y se volvióhacia la carretera, por la que cabalgaba despacioun jinete que pasó junto a la escalera dondeestaban ellos. Margaret le saludó con un ligeravenia; él le devolvió el saludo con ceremoniosafrialdad.

—¿Quién es? —le preguntó Frederick cuando

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apenas había pasado.Margaret contestó un poco abatida y algo

ruborizada:—El señor Thornton; lo viste antes en casa,

¿recuerdas?—Sólo de espaldas. Es un individuo poco

atractivo. ¡Menudo ceño tiene!—Ha ocurrido algo que le irrita —dijo

Margaret—. No te parecería desagradable si lohubieras visto con mamá.

—Creo que es hora de que vaya a sacar elbillete. Si hubiera sabido que se haría tan de nocheno habríamos dejado que se fuera el coche,Margaret.

—No te preocupes por eso ahora. Puedo tomarun coche aquí si quiero, o volver por la vía, en quetendría tiendas y gente y lámparas todo el caminodesde la estación de Milton. No pienses en mí;preocúpate de ti mismo. Me horroriza pensar queLeonards tome el mismo tren que tú. Mira bien en

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el coche antes de entrar.Volvieron a la estación. Margaret insistió en

entrar ella a la intensa luz de gas llameante a sacarel billete. Un grupo de jóvenes de aspecto extrañoholgazaneaba con el jefe de estación. Margaretpensó que había visto en algún sitio la cara de unode ellos y respondió con orgullosa expresión dedignidad ofendida a su mirada impertinente deadmiración descarada. Volvió rápidamente con suhermano que esperaba fuera y le agarró el brazo.

—¿Has cogido la bolsa? Paseemos aquí por elandén —le dijo, un poco nerviosa al pensar que sequedaría sola en seguida, y su valentía se disipóbastante más rápidamente de lo que queríaconfesarse incluso a sí misma. Oyó pasos que losseguían por las losas. Se detuvieron cuando ellosse pararon, mirando la vía y oyendo el silbido deltren que llegaba. No se dijeron nada. Se loimpedía la emoción. Un minuto más y llegaría eltren; otro minuto, y él se habría marchado.

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Margaret lamentó un poco entonces haberle pedidoque fuera a Londres con tanta urgencia; así habríamuchas más posibilidades de que lo descubrieran.Si hubiera embarcado rumbo a España enLiverpool, habría estado lejos de Inglaterra en doso tres horas.

Frederick se dio la vuelta y quedó justo frentea la lámpara, que destelló de pronto anunciandovívidamente la llegada del tren. Apareció entoncesun individuo vestido de maletero: un hombremalcarado, que parecía hallarse en un estado deembrutecimiento por la bebida, aunque tenía lossentidos bien despiertos.

—Con permiso, señorita —dijo, empujandobruscamente a Margaret hacia un lado y agarrandodel cuello a Frederick.

—Se llama usted Hale, ¿verdad?En un instante (Margaret no vio cómo, porque

todo bailaba ante sus ojos), mediante algunaartimaña de lucha, Frederick le había echado la

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zancadilla y el hombre cayó del andén al sueloblando junto a la vía, una altura de tres o cuatropies. Se quedó allí.

—¡Corre, corre! —jadeó Margaret—. El trenya llega. Era Leonards, ¿verdad? Oh, corre, yo tellevaré la bolsa.

Y le agarró del brazo para hacerle correr consus escasas fuerzas. Se abrió la puerta de uncoche, él subió de un salto y cuando se asomó adecir «¡Que Dios te bendiga, Margaret!», el trenpasó a toda velocidad junto a ella, que se quedósola allí plantada. Se sentía tan débil y mareadaque dio gracias cuando consiguió llegar a la salade espera de señoras para sentarse un instante. Alprincipio se concentró sólo en recuperar el aliento.¡Qué apuro tan grande! ¡Qué susto espantoso! ¡Quépoco había faltado! Si el tren no hubiera llegadoen aquel momento, el hombre habría vuelto alandén y habría pedido ayuda para detenerle. Sepreguntó si se habría levantado. Intentó recordar si

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le había visto moverse, se preguntó si estaríagravemente herido. Se arriesgó a salir. El andénestaba tranquilo, pero completamente desierto. Seacercó muy asustada al borde del mismo y miró.No había nadie. Se alegró de haberlo hecho, dehaberse obligado a comprobarlo, pues, de locontrario, luego habrían rondado sus sueñospensamientos espantosos. E incluso así, estaba tantemblorosa y asustada que creía que no podríavolver andando por la carretera, que le pareciósolitaria y oscura cuando la miró desde la luzintensa de la estación. Volvería en tren. Tomaría elprimero que pasara. Pero ¿y si Leonards lareconocía como la compañera de Frederick? Miróa su alrededor antes de atreverse a ir a la taquillaa sacar el billete. Sólo había empleados delferrocarril que hablaban a voces.

—¿Así que Leonards ha estado bebiendo denuevo? —dijo uno, que parecía el jefe—. Meparece que esta vez va a necesitar todas las

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influencias de las que tanto se jacta para conservarel empleo.

—¿Dónde se ha metido? —preguntó otro,mientras Margaret, que estaba de espaldas a ellos,contaba el cambio con dedos temblorosos, sinatreverse a dar la vuelta hasta que oyera larespuesta a esa pregunta.

—No sé. Hace menos de cinco minutos vinocon un cuento larguísimo sobre que se había caído,y maldiciendo como un loco. Quería que leprestara dinero para tomar el próximo tren aLondres. Me hizo toda clase de promesas beodas,pero yo tenía cosas más importantes que hacerpara perder el tiempo escuchándole; le mandéocuparse de sus asuntos. Salió por la puertaprincipal.

—Habrá ido a la taberna más próxima, estoyseguro —dijo el que había hablado primero—.Que es donde habría ido a parar también tu dinerosi hubieras sido tan estúpido como para

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prestárselo.—¡A mí con ésas! Sabía muy bien cuál era su

Londres. Todavía estoy esperando los cincochelines… —y siguieron así.

Toda la angustia de Margaret se concentróentonces en que llegara el tren. Volvió a ocultarseen la sala de espera de señoras e imaginaba quetodos los sonidos que oía eran los pasos deLeonards y todas las voces fuertes y estrepitosas,la suya. Pero nadie se acercó a ella hasta que llegóel tren. Un maletero la ayudó amablemente a subir.No se atrevió a mirarle a la cara hasta que el trenarrancó, y entonces comprobó que no eraLeonards.

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Capítulo XXXIIIPaz

¡Duerme, amor mío, en tu lecho helado,que nada turbe tu sueño!

Mi último buenas noches: no despertaráshasta que yo alcance tu destino.

DR. KING[57]

La casa parecía extrañamente silenciosa despuésde tanto terror y conmoción. El señor Hale habíasupervisado los preparativos necesarios para elrefrigerio de Margaret cuando regresara y luego sehabía sentado de nuevo en su sillón habitual paraentregarse a uno de sus tristes ensueños. Dixonreprendía y daba instrucciones a Mary Higgins enla cocina, y su reprimenda no era menos enérgicapor que la hiciese en un susurro irritado, sino que

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consideraba irreverente hablar a voces mientrashubiera un difunto en la casa. Margaret habíadecidido no mencionar el susto culminante y finala su padre. No tenía sentido hacerlo, habíaacabado bien y lo único preocupante era queLeonards pudiese conseguir de algún modo que leprestaran dinero suficiente para llevar a cabo supropósito de seguir a Frederick a Londres ybuscarlo allí. Pero era muy improbable quelograra llevar a buen término su plan, así queMargaret decidió no atormentarse pensando enalgo que no podía evitar. Frederick se cuidaríatanto como pudiera protegerle ella, y estaría asalvo fuera de Inglaterra en un par de días a mástardar.

—Supongo que mañana tendremos noticias delseñor Bell —dijo Margaret.

—Sí —repuso su padre—, supongo que sí.—Calculo que si puede venir, llegará mañana

por la tarde.

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—Si él no puede venir, pediré al señorThornton que me acompañe al entierro. No puedoir solo. Me derrumbaría.

—No se lo pidas al señor Thornton, papá.Déjame acompañarte a mí —dijo Margaretimpulsivamente.

—¡Tú! Las mujeres no suelen ir, cariño.—No, porque no saben controlarse. Las

mujeres de nuestra clase no van porque nodominan sus emociones y se avergüenzan dedemostrarlas. Las mujeres pobres sí van, y no lesimporta que las vean abrumadas por el dolor. Teprometo que no te causaré ningún problema si medejas acompañarte. No vayas con un extraño y meexcluyas a mí. Queridísimo papá, si el señor Bellno puede venir, iré yo. Si viene él, no te impondrémi deseo contra tu voluntad.

El señor Bell no podía ir. Tenía gota. Su cartaera muy afectuosa, manifestaba sincero y profundopesar por no poder asistir y esperaba hacerles una

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visita muy pronto, si le aceptaban. Su propiedadde Milton requería atención y le había escrito suagente comunicándole que su presencia eranecesaria. De lo contrario, habría evitadoacercarse a Milton, y ahora lo único que lepermitía resignarse a aquella visita obligatoria erapensar que vería a su buen amigo y que tal vezpudiera consolarle.

Margaret tuvo muchísimos problemas paraconvencer a su padre de que no pidiera al señorThornton que le acompañara. Sentía una aversiónindescriptible a que diera aquel paso. La nocheantes del entierro recibieron una pomposa nota dela señora Thornton para la señorita Hale, en la quele decía que, por deseo de su hijo, les enviarían elcoche para el entierro si la familia no teníainconveniente. Margaret dio la nota a su padre.

—Por favor, prescindamos de todos estosformulismos, papá —le dijo—. Vayamos tú y yosolos. No les importamos, si no se hubiese

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ofrecido él a ir en vez de ofrecernos un cochevacío.

—Creía que eras muy reacia a que asistiera,Margaret —dijo el señor Hale un tantosorprendido.

—Y lo soy. No quiero que vaya, y medisgustaba especialmente la idea de pedírselo.Pero esto parece una parodia de duelo y la verdades que no lo esperaba de él —repuso ella y seechó a llorar, sobresaltando a su padre. Habíacontenido tanto su aflicción, había sido tanconsiderada con los demás, tan delicada y pacienteen todo, que él no comprendía su actitudimpaciente aquella noche; parecía nerviosa einquieta; y ante toda la ternura que le prodigó supadre, se limitó a llorar todavía más.

Pasó una noche tan mala que no estabapreparada para toda la angustia que le causó unacarta de Frederick que llegó por la mañana. Elseñor Lennox estaba fuera de la ciudad y su

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pasante le había dicho que regresaría el próximomartes a más tardar; que tal vez llegara el lunes.Así que, tras considerarlo bien, Frederick habíadecidido quedarse en Londres otros dos días.Había pensado volver a Milton, la tentación habíasido muy fuerte, pero la idea de que el señor Bellestaría instalado en la casa y el susto que se habíallevado a última hora en la estación le habíanhecho decidir quedarse en Londres. Margaretpodía estar segura de que tomaría todas lasprecauciones necesarias para evitar que Leonardsdiera con él. Margaret se alegró de que la cartallegara mientras su padre estaba en la habitaciónde su madre. Si hubiese estado allí, le habríapedido que se la leyera en voz alta y se habríasumido en un estado de nerviosismo que ella nohubiera podido calmar. Y no era sólo el hecho deque Frederick siguiera en Londres, sobremanerapreocupante, sino las alusiones escalofriantes aque le habían reconocido en el último momento en

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Milton y a la posibilidad de persecución. ¿Y cómohabría afectado a su padre? Muchas veces lamentóMargaret haber propuesto y alentado el plan deconsultar al señor Lennox. En su momento le habíaparecido que ocasionaría escasa demora y queademás había muy pocas posibilidades de quedieran con él. ¡Pero todo lo que había ocurridodesde entonces lo hacía tan desaconsejable…!Margaret se debatió con el pesar que sentía poralgo que ya no podía evitarse, el remordimientopor haber propuesto lo que en su momento lepareció tan sensato pero que los sucesos estabandemostrando que había sido estúpido. Su padre sehallaba en un estado físico y mental demasiadodeprimido para soportarlo. Sucumbiría a todosaquellos motivos de angustia por algo que ya nopodían impedir. Margaret hizo acopio de todas susfuerzas. Era evidente que su padre había olvidadoque tenían alguna razón para esperar carta deFrederick aquella mañana. Estaba absorto en una

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sola idea: que iban a llevarse el último signo de lapresencia de su esposa y que desaparecería de suvista. Temblaba lastimosamente mientras elempleado de la funeraria colocaba los crespones asu alrededor. Miraba con tristeza a Margaret, ycuando acabó, se acercó tambaleante a ella ysusurró:

—Reza por mí, Margaret. Ya no me quedanfuerzas. No puedo rezar. Renuncio a ella porque séque tengo que hacerlo. Intento soportarlo, de veraslo intento. Sé que es la voluntad de Dios. Pero noentiendo por qué ha muerto. Reza por mí,Margaret, para que tenga fe para rezar. Es muyangustioso, hija mía.

Margaret se sentó a su lado en el coche, casisosteniéndolo en brazos, y repitió todos los noblesversículos de santo consuelo y todos los textos queexpresaban fiel resignación que podía recordar.No se le quebró la voz ni una vez; y ella mismaconsiguió fuerzas haciéndolo. Su padre movía los

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labios repitiendo los textos que conocía tan bien yque sugerían las palabras de ella. Era terrible versu paciente y denodado esfuerzo para conseguir laresignación que no tenía fuerzas para acoger en sucorazón como parte de sí mismo.

La entereza de Margaret estuvo a punto defallar cuando Dixon le indicó con un leve ademánque se fijara en Nicholas Higgins y en su hija, queestaban a cierta distancia, pero muy atentos a laceremonia. Nicholas vestía su ropa de fustánhabitual, pero se había cosido un paño negro en elsombrero, una señal de duelo que no habíamostrado nunca en memoria de su hija Bessy. Peroel señor Hale no veía nada. Repetía para símaquinalmente el oficio fúnebre que leía el clérigooficiante. Cuando todo acabó suspiró dos o tresveces y luego apoyó la mano en el brazo de suhija, suplicándole en silencio que le guiara, comosi fuera ciego y ella su fiel lazarillo.

Dixon sollozaba en voz alta. Se tapó la cara

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con el pañuelo y estaba tan absorta en su dolor queno advirtió que había empezado a dispersarse lamultitud que se siente atraída siempre en talesocasiones hasta que oyó que alguien le decía algo.Era el señor Thornton. Había permanecido durantetoda la ceremonia de pie con la cabeza inclinadadetrás de un grupo de gente, y en realidad no lehabía reconocido nadie.

—Disculpe, pero ¿puede decirme qué tal estáel señor Hale? ¿Y la señorita Hale también? Megustaría saber cómo se encuentran.

—Por supuesto, señor. Ya puede suponerlo. Elseñor está completamente destrozado. La señoritaHale lo sobrelleva mejor de lo que cabía esperar.

El señor Thornton hubiera preferido que ledijera que Margaret estaba sufriendo el dolornatural. En primer lugar, era lo bastante egoístacomo para que le hubiera complacido la idea deque su gran amor podría consolarla yreconfortarla; era en buena medida el mismo

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género de placer que el extraño gozo apasionadoque lacera el corazón de una madre cuando suhijito enfermo se acurruca junto a ella y dependede ella para todo. Pero la deleitable visión de loque podría haber sido, a la que se había entregadopocos días antes a pesar del rechazo de Margaret,se vio lamentablemente perturbada por el recuerdode lo que había visto junto a la estación deOutwood. «Lamentablemente perturbada» no es lobastante expresivo. Le obsesionaba el recuerdodel joven apuesto con quien la había visto en unaactitud de familiaridad; y el recuerdo seguía comoun tormento hasta hacerle apretar los puños paraaplacar el dolor. ¡A aquellas horas y tan lejos decasa! Requería un gran esfuerzo moral mantener laconfianza —tan total antes— en la absoluta purezade Margaret; esa confianza se venía abajo yquedaba hecha trizas en cuanto cesaba el esfuerzo:y las fantasías más disparatadas se sucedíanentonces en su mente. Y allí tenía una pequeña

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prueba de lacerante y triste confirmación.«Sobrellevaba mejor de lo que cabía esperar» estedolor. Había tenido alguna esperanza a la querecurrir, tan agradable que por su naturalezaafectuosa podía iluminar incluso las lúgubreshoras de una hija que acababa de perder a sumadre. ¡Sí, él sabía cómo amaría ella! No la habíaamado sin captar de forma instintiva eseconocimiento de las aptitudes que poseía. Su almacaminaría en la gloriosa luz del sol si algúnhombre era digno de conquistar su amor mediantesu capacidad de amar. Incluso en su dueloreposaría con sosegada fe en su compasión. ¡Sucompasión! ¿La de quién? La de otro hombre. Ybastó el que fuese otro para que el rostro serio ypálido del señor Thornton palideciera y seendureciera mucho más con la respuesta de Dixon.

—Espero poder visitarlos —dijo con frialdad—. Me refiero al señor Hale. Tal vez me recibapasado mañana.

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Lo dijo como si la respuesta le tuviera sincuidado. Pero no era así. A pesar de su dolor,anhelaba ver a la causante del mismo. Odiaba aMargaret a veces, pero cuando pensaba en aquellatierna familiaridad y en todas las circunstanciasconcurrentes sentía un profundo anhelo derecuperar su imagen mentalmente, anhelabarespirar el mismo aire que respiraba ella. Sehallaba en el Caribdis de la pasión y tenía quegirar y girar forzosamente cada vez más cerca delcentro fatídico.

—Estoy segura de que el señor le recibirá.Lamentó mucho no poder hacerlo el otro día, perolas circunstancias no eran las mejoresprecisamente entonces.

Por una u otra razón, Dixon no le mencionónunca a Margaret la conversación que habíamantenido con el señor Thornton. Tal vez fuerasimple casualidad, pero lo cierto es que Margaretno supo nunca que él había asistido al entierro de

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su pobre madre.

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Capítulo XXXIVMentira y verdad

¡La verdad nunca te fallará!Aunque la tempestad arrastre tu barca,

aunque todas las tablas se partan,¡la verdad siempre te salvará!

ANÓNIMO[58]

El «sobrellevarlo mejor de lo que cabía esperar»suponía una enorme tensión para Margaret. Aveces la asaltaba de pronto el súbito y bruscopensamiento de que ya no tenía madre, inclusodurante las conversaciones en apariencia alegrescon su padre, y entonces creía que gritaría dedolor sin poder controlarse. También sentía unagran inquietud por Frederick. El hecho de que nohubiera correo el domingo interfirió en su

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correspondencia de Londres, y el martes, Margaretse sintió sorprendida y desanimada al ver que aúnno había carta. No sabían nada de los planes de suhermano, y su padre se sentía muy abatido poraquella incertidumbre. Alteró su reciente hábito depasarse medio día sentado inmóvil en un sillón.Ahora daba vueltas de un lado a otro de lahabitación, luego salió de la estancia y ella le oyóabrir y cerrar las puertas del dormitorio sin ningúnobjetivo aparente. Procuró tranquilizarle leyendoen voz alta, pero era evidente que no podíamantener la atención mucho rato. Margaret sealegró entonces de haberse guardado el nuevomotivo de preocupación que suponía su encuentrocon Leonards. Y dio gracias a Dios al oír queanunciaban al señor Thornton. La visita obligaría asu padre a desviar sus pensamientos por otrocauce.

El señor Thornton se dirigió directamente alseñor Hale, le tomó las manos y se las estrechó en

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silencio durante un par de minutos, tiempo en elque su cara, sus ojos y su aire expresaron mássimpatía y condolencia de las que podían expresarlas palabras. Luego se volvió hacia Margaret. Nole pareció «mejor de lo que cabía esperar». Sumajestuosa belleza estaba atenuada por las muchasvigilias y las abundantes lágrimas. La expresión desu semblante era de mansa tristeza paciente, no deverdadero sufrimiento. El pensaba saludarla confrialdad estudiada, pero no pudo evitar acercarse aella, que se había apartado un poco y se mostrabatímida debido al desconcierto que le causaba eltalante de él últimamente, y le dijo las pocaspalabras consabidas con una voz tan tierna que aella se le llenaron los ojos de lágrimas y se volviópara ocultar su emoción. Cogió la labor y se sentómuy tranquila y silenciosa. Al señor Thornton lelatía el corazón muy deprisa y con fuerza y olvidócompletamente el sendero de Outwood, demomento. Procuró conversar con el señor Hale y,

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como su compañía resultaba siempre un placerpara éste, ya que su fuerza y su decisión hacían deél y de sus opiniones un puerto seguro, fueinsólitamente agradable para su padre, segúnadvirtió Margaret.

Al poco rato, llegó Dixon y dijo:—Preguntan por usted, señorita Hale.Dixon parecía tan nerviosa que Margaret se

angustió. Seguro que le había ocurrido algo a Fred.Menos mal que su padre y el señor Thorntonseguían concentrados en la conversación.

—¿Qué pasa, Dixon? —preguntó Margaret encuanto cerró la puerta de la sala.

—Venga por aquí señorita —dijo Dixon,abriendo la puerta del que había sido el dormitoriode la señora Hale y que ahora ocupaba deMargaret, pues su padre se había negado a dormirallí después de la muerte de su esposa—. No esnada, señorita —añadió Dixon, bajando un poco lavoz—, sólo un inspector de policía. Quiere verla a

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usted, señorita. Pero en mi opinión no pasa nadaen absoluto.

—¿Ha dicho…? —preguntó Margaret en tonocasi inaudible.

—No señorita, no ha dicho nada. Sólo hapreguntado si vivía usted aquí y si podía hablarcon usted. Le abrió la puerta Martha y le hizopasar. Está en el estudio del señor. Fui yo primeroa verle para ver si bastaba; pero no, quiere hablarcon usted, señorita.

Margaret no volvió a decir nada hasta queposó la mano en el pomo de la puerta del estudio.Entonces se volvió y dijo:

—Encárgate de que papá no baje. El señorThornton está con él ahora.

El inspector se sintió intimidado por la actitudaltiva de Margaret cuando entró. Su gestoexpresaba cierta indignación, aunque tan conteniday controlada que le daba un espléndido aire dedesdén. No se advertía en él sorpresa ni

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curiosidad. Esperó a que el inspector expusiera elmotivo de su visita. No le hizo ninguna pregunta.

—Le ruego que me disculpe, señora, pero eldeber me obliga a hacerle unas preguntas simples.Ha muerto en el hospital un hombre a consecuenciade una caída que sufrió en la estación de Outwoodel jueves veintiséis del corriente entre las cinco ylas seis de la tarde. Parece ser que entonces no sedio importancia a la caída, pero ha resultado fatal,según los médicos, por la existencia de unaafección interna y por el hábito de beber delhombre.

Los grandes ojos oscuros que miraban confijeza al inspector a la cara se dilataron un poco.Por lo demás, sus expertas dotes de observaciónno advirtieron ningún movimiento perceptible.Frunció levemente los labios en una curva másplena de lo habitual debido a la forzada tensión delos músculos, pero él no sabía cuál era su aspectohabitual, y por lo tanto, no podía reconocer el

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insólito y hosco desafío en las firmes y ampliascurvas. Ella no se inmutó ni tembló en ningúnmomento. No apartó la mirada de él. Y cuando elpolicía hizo una pausa, le dijo como si le animaraa contar su historia:

—Muy bien, ¡continúe!—Parece ser que habrá que llevar a cabo una

investigación. Hay ciertas pruebas de que el golpe,el empujón o la refriega que causó la caída fueprovocado por la impertinencia del pobreindividuo que estaba un poco ebrio, con unaseñorita que caminaba con el hombre que leempujó y le tiró del andén. Así lo observó alguienque estaba en el andén y que, sin embargo, novolvió a pensar en ello, ya que el golpe parecía deescasa importancia. Hay también motivos paraidentificar a la dama con usted, en cuyo caso…

—Yo no estuve allí —le dijo Margaret, sindejar de mirarle con ojos inexpresivos, con elgesto vacío de un sonámbulo.

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El inspector inclinó la cabeza, pero no dijonada. La dama que estaba frente a él nomanifestaba ninguna emoción, ni temor ninerviosismo, ni angustia, ni deseo de poner fin a laconversación. La información que le habían dadoera muy vaga; uno de los maleteros que saliócorriendo para estar a punto cuando llegara el trenhabía visto una riña al otro extremo del andénentre Leonards y un caballero acompañado por unadama, pero no había oído nada. Y antes de que eltren arrancara de nuevo y acelerara después de laparada, casi le había atropellado Leonards quecorría furioso profiriendo maldiciones medioborracho. No había vuelto a pensar en el asuntohasta que se lo hizo recordar el inspector, que alhacer algunas pesquisas en la estación se habíaenterado por el jefe de que había visto a aquellahora a un caballero y a una señorita —una damabellísima— y que el dependiente de una tienda decomestibles que estaba entonces allí había dicho

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que era la señorita Hale, que vivía en Crampton ycuya familia compraba en su tienda. No habíacerteza de que el caballero y la dama mencionadosen ambos casos fueran los mismos, aunque era muyprobable. Leonards se había ido medio loco decólera y de dolor a la taberna más próxima, dondelos camareros atareados no habían hecho caso desu cháchara beoda, aunque sí recordaban que sehabía levantado de pronto y se había maldecidopor no haber pensado antes en el telégrafo paraalgún propósito desconocido; y creían que sehabía marchado con la idea de ir allí. En elcamino, sucumbió al dolor y a la bebida y se habíatumbado en la carretera, donde lo habíaencontrado el policía que le había llevado alhospital: no había recobrado el conocimiento losuficiente para poder describir su caída concoherencia, aunque un par de veces habíademostrado bastante lucidez para que lasautoridades avisaran al magistrado

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correspondiente con la esperanza de que pudieratomar declaración al moribundo sobre la causa desu muerte. Pero cuando llegó el magistrado,Leonards estaba divagando sobre el mar ymezclando nombres de capitanes y tenientes deforma confusa con los de sus compañeros de laestación, y sus últimas palabras fueron unamaldición a la «llave de Cornualles» que, segúndijo, le había hecho cien libras más pobre de loque hubiese sido de otro modo. El inspector loreconsideró todo: la vaguedad de las pruebas quedemostraban que Margaret había estado en laestación y la rotunda y serena negación de ella.Siguió allí plantada esperando sus palabrassiguientes con una serenidad que parecía suprema.

—Entonces, señora, ¿niega usted que fuera ladama que acompañaba al caballero que dio elgolpe o el empujón que causó la muerte a esepobre hombre?

Un dolor agudo y súbito recorrió el cerebro de

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Margaret. «¡Santo cielo, ojalá supiera queFrederick está a salvo!». Un buen observador delrostro humano habría identificado el dolormomentáneo en sus grandes ojos tristes como eltormento de una criatura acorralada. Pero elinspector, aunque era muy agudo, no era muy buenobservador. Le sorprendió un poco, sin embargo,la forma de la respuesta que le pareció unarepetición maquinal de la primera, sin ningúncambio ni modificación para corresponder a suúltima pregunta.

—Yo no estuve allí —dijo ella, en voz baja yprofunda. Y durante todo este tiempo no cerró losojos nunca, ni cambió aquella mirada vidriosa eirreal. El eco apagado de su negación anteriordespertó los recelos del policía. Era como si seobligara a decir una mentira y no tuviera ningunacapacidad para variarla.

El alzó su cuaderno de forma muy deliberada.Luego alzó la vista; ella no se había movido más

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de lo que lo habría hecho una gran estatua egipcia.—Espero que no me considere impertinente si

le digo que tal vez tenga que volver a visitarla. Talvez tenga que pedirle que comparezca en lainvestigación judicial y presente una coartada simis testigos —sólo uno la había reconocido—insisten en declarar que presenció usted eldesdichado suceso.

La miró fijamente. Seguía absolutamentetranquila: ningún cambio de color, ni la menorsombra de culpabilidad en su rostro altivo. Creyóque la había visto pestañear: no conocía aMargaret Hale. Estaba un poco avergonzado por sucompostura regia. Tenía que haber un error deidentificación. Continuó:

—Es muy improbable que tenga que hacer algoasí, señora. Le ruego que me disculpe, pero sólocumplo con mi deber, aunque pueda parecerimpertinente.

Margaret inclinó la cabeza cuando él se dirigió

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hacia la puerta. Tenía los labios rígidos y secos.Ni siquiera pudo pronunciar las palabras de ladespedida habituales. Pero se adelantó de pronto,abrió la puerta del estudio y le precedió hasta lapuerta principal, que abrió de par en par para quesaliera. Se quedó mirándolo de la misma formaindiferente y fija hasta que salió de la casa. Cerróentonces la puerta y se dirigió al estudio; a mediocamino, se volvió como movida por un impulsoviolento, y atrancó la puerta.

Entonces volvió al estudio, se detuvo, avanzótambaleante, volvió a pararse, se balanceó uninstante donde estaba, y cayó de bruces al suelo,desmayada.

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Capítulo XXXVExpiación

No hay nada tan finamente tejidoque no llegue al sol[59].

El señor Thornton seguía allí. Tenía la impresiónde que su compañía complacía al señor Hale y sesentía conmovido por el ruego anhelante y quedode que se quedara un poco mas: el quejumbroso«No se vaya todavía» que su amigo sugería de vezen cuando. Le extrañaba que no volviera Margaret.Pero no se demoró con la idea de verla. Se mostrórazonable y sereno por la hora y por hallarse enpresencia de alguien que sentía tan profundamentela insignificancia del mundo. Le interesaba muchotodo lo que el señor Hale decía.

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De la muerte, de la tensa calmay del cerebro que se embota.

Era curioso que la presencia del señorThornton tuviera la virtud de hacer que el señorHale desvelara los pensamientos secretos queocultaba incluso a Margaret. Ya fuese que lacomprensión de ella era tan cabal y se manifestabade manera tan viva que él temía la propiareacción, o fuese que en aquel momento surgían ensu mente especulativa toda clase de dudas, querogaban y exigían su resolución en certidumbres, yque él sabía que a ella le horrorizarían algunas deaquellas dudas, mejor dicho, él mismo por sercapaz de concebirlas, fuera cual fuese la razón, enfin, lo cierto es que podía desahogarse mejor conel señor Thornton que con ella de todos lospensamientos, fantasías y temores congeladoshasta entonces en su mente. El señor Thorntonapenas hablaba, pero cada frase que pronunciaba

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aumentaba la confianza y el respeto que el señorHale sentía por él. Si éste hacía una pausamientras describía algún tormento que recordaba,el señor Thornton completaba la frase ydemostraba lo profundamente que comprendía susignificado. Si una duda, un miedo, una vagaincertidumbre buscaba reposo sin hallarlo, tancegados por el llanto estaban sus ojos, el señorThornton no se sorprendía sino que parecía haberpasado por el mismo estadio de pensamiento ypodía indicar dónde hallar el rayo de luz precisoque iluminara los puntos oscuros. Aunque era unhombre de acción, ocupado en la gran batalla delmundo, poseía una religiosidad que le hacíaobedecer a Dios en todos sus errores, pese a sufuerte obstinación, más profunda de lo que el señorHale hubiese soñado jamás. Nunca volvieron ahablar de tales cosas; pero aquella únicaconversación los hizo muy especiales el uno parael otro; los unió como no podría haberlos unido

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ninguna charla sobre asuntos sagrados. Cuandotodo se admite, ¿cómo puede haber unsanctasanctórum?

Y durante todo ese tiempo, Margaretpermaneció tan inmóvil y blanca como la muerteen el suelo del estudio. Se había hundido bajo lacarga. Una carga pesada que había llevado durantetanto tiempo con paciencia y mansedumbre hastaque le falló la fe de pronto y había buscado ayudaa tientas en vano. Se advertía una dolorosacontracción en sus hermosas cejas, pero ningunaotra señal de conocimiento. Tenía los labios —poco antes fruncidos desdeñosamente en un gestodesafiante— relajados y lívidos.

E par che de la sua labbia si movaUno spirito soave pien d’amore.

Che va dicendo a l’anima: sospira[60]!

El primer síntoma de que estaba volviendo en

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sí fue un temblor de labios, un leve y silenciosointento de hablar. Pero siguió con los ojoscerrados y el temblor cesó. Margaret se apoyóluego débilmente en los brazos un instante parasostenerse, se irguió y se levantó. Se le habíacaído la peineta del pelo y un deseo instintivo deborrar los rastros de debilidad y recomponerse laimpulsó a buscarla, aunque tenía que sentarse cadapoco durante la búsqueda para recuperar lasfuerzas. Trató de determinar la intensidad de sutentación, con la cabeza inclinada y una manosobre la otra, esforzándose en vano por recordarlo que había desembocado en aquel miedo mortal.Sólo comprendía dos hechos: que Frederick corríapeligro de que le persiguieran y le descubrieran enLondres no sólo como culpable de homicidioinvoluntario, sino como autor del delito másinfame de jefe del motín; y que ella había mentidopara salvarle. Había un consuelo: su mentira lohabía salvado aunque sólo fuese ganando un poco

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más de tiempo. Si el inspector volvía al díasiguiente después de que ella hubiera recibido lacarta que tanto anhelaba para asegurarse de que suhermano estaba a salvo, afrontaría la vergüenza yaceptaría el amargo castigo, ella, la altivaMargaret, reconociendo en la sala del juicio llenade gente si era necesario, que había sido como «unperro y lo había hecho[61]»; pero si llegaba antesde que tuviera noticias de Frederick; si volvía alcabo de unas horas, tal como había amenazado conhacer, entonces ella volvería a mentir; aunque nosabía cómo podría hacerlo sin delatar su falsedaddespués de aquella espantosa pausa de reflexión yarrepentimiento. Pero la repetición de la mentiraganaría tiempo, tiempo para Frederick.

La sacó de sus cavilaciones la llegada deDixon, que acababa de acompañar al señorThornton a la puerta.

Él no había dado ni diez pasos por la callecuando se detuvo a su lado un autobús, del que

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bajó un individuo que se acercó a él tocándose elsombrero. Era el inspector de policía.

El señor Thornton no lo reconoció alprincipio. Le había conseguido el primer empleoen la policía, y de vez en cuando tenía noticias delos progresos de su protegido, pero se habían vistomuy poco.

—Soy Watson, señor. George Watson, ustedme consiguió…

—¡Sí, claro! Ya recuerdo. Tengo entendidoque le va muy bien.

—Sí, señor. Debería agradecérselo, señor.Pero sólo me tomo la libertad de molestarle ahorapara consultarle un asunto. Creo que es usted elmagistrado que acudió a tomar declaración a unpobre hombre que murió anoche en el hospital.

—Sí —repuso el señor Thornton—. Hizo unaespecie de declaración divagatoria, que según elactuario no sirve de gran cosa. Me temo queestuviera borracho, aunque no hay duda de que

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murió por violencia al final. Creo que unasirvienta de mi madre estaba comprometida con ély se encuentra muy afligida hoy. ¿Cuál es elproblema?

—Verá, señor, su muerte se relacionaextrañamente con alguien de la casa de la que le hevisto salir ahora: la del señor Hale, creo.

—¡Sí! —exclamó el señor Thornton,volviéndose del todo y mirando al inspector a lacara con súbito interés—. ¿Qué pasa?

—Verá, señor, me parece que tengo una seriede pruebas muy claras que inculpan a un caballeroque paseaba con la señorita Hale esa noche en laestación de Outwood como el individuo quegolpeó o empujó a Leonards tirándolo del andén ycausando así su muerte. Pero la joven dice que noestuvo allí.

—¡La señorita Hale dice que no estuvo allí! —repitió el señor Thornton con voz alterada—.Dígame, ¿qué día fue? ¿A qué hora?

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—El jueves veintiséis hacia las seis de latarde.

Caminaron juntos en silencio unos minutos. Elinspector fue el primero en hablar:

—Verá, señor. Es probable que haya unainvestigación; y tengo a un joven que estáconvencido, bueno, lo estaba al principio, porquedesde que sabe que la señorita lo ha negado diceque no se atrevería a jurarlo; pero sigue estandoconvencido de que vio a la señorita Hale en laestación con un caballero unos minutos antes de lahora en que uno de los mozos vio una pelea queachacó a alguna insolencia de Leonards, pero quellevó a la caída que le provocó la muerte. Y alverle salir de la misma casa, señor, se me ocurrióque podría tomarme la libertad de preguntarlesi…, verá, siempre es difícil tener que tratar concasos en los que hay problemas de identificación,y a uno no le gusta dudar de la palabra de unajoven respetable a menos que tenga pruebas

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concluyentes en contra.—¡Y ella ha negado que estuviera en la

estación aquella tarde! —repitió el señor Thorntonen tono bajo y pensativo.

—Sí, señor, dos veces, sin vacilar lo másmínimo. Le dije que volvería a hablar con ella,pero al verle a usted cuando regresaba deinterrogar al joven que declaró que era ella, se meocurrió pedirle consejo, como el magistrado quevio a Leonards en su lecho de muerte y tambiéncomo el caballero que me consiguió el puesto en elcuerpo de policía.

—Ha hecho muy bien —repuso el señorThornton—. No dé ningún paso hasta quevolvamos a vernos.

—La señorita esperará mi visita, por lo que ledije.

—Sólo quiero que espere una hora. Ahora sonlas tres. Vaya a mi almacén a las cuatro.

—¡De acuerdo, señor!

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Se despidieron. El señor Thornton se apresuróhacia el almacén, ordenó a sus empleados que nopermitieran que nadie le interrumpiera, se retiró asu habitación privada y cerró la puerta con llave.Se entregó a continuación a la tortura de repasarlotodo y analizar hasta el último detalle. ¡Cómopodía haberse sumido en la calma confiada en quela imagen llorosa de ella se había reflejado hacíamenos de dos horas, hasta sentir cierta piedad ycongraciarse con ella olvidando los recelosferoces que le había inspirado verla con aqueldesconocido a aquellas horas y en aquel lugar!¡Cómo podía una criatura tan pura rebajarse deaquel modo y olvidar su comportamiento noble ydecoroso! Pero ¿era decoro? ¿Lo era? Se odió porla idea que se le impuso un instante, sólo uninstante, pero que mientras duró le hizoestremecerse con toda su vieja fuerza de atracciónhacia la imagen de ella. Y luego esta mentira; quéespantoso tenía que ser el miedo a la vergüenza de

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que se descubriera, pues, al fin y al cabo, laprovocación de un individuo como Leonards,excitado por la bebida, sería sin lugar a dudas másque suficiente para justificar a cualquiera que sepresentara a exponer las circunstancias claramentey sin reserva. Qué espeluznante y fatídico tenía queser aquel miedo que podía doblegar a la sinceraMargaret induciéndola a mentir. Casi lacompadecía. ¿Cómo acabaría aquello? Ella nopodía haber considerado lo que había iniciado sise llevaba a cabo una investigación y aparecía eljoven. Se levantó de un salto. No habríainvestigación. El salvaría a Margaret. Asumiría laresponsabilidad de evitar la investigación, cuyoresultado sólo podía ser dudoso, por laincertidumbre del testimonio médico (que él habíaescuchado vagamente la noche anterior del médicode guardia). Los médicos habían descubierto unaenfermedad interna muy avanzada y estabanseguros de que resultaría fatal, habían determinado

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que la muerte podría haberse acelerado por lacaída, la bebida y el frío posteriores. Si él hubierasabido cómo se había mezclado en aquel asuntoMargaret, si al menos hubiera previsto que podríahaber manchado su blancura con una mentira,podría haberla salvado con una palabra, pues elasunto de abrir o no una investigación se habíasopesado la noche anterior. La señorita Hale podíaamar a otro —era indiferente y despectiva con él—, pero él le haría favores de los que ella nuncase enteraría. Él podría despreciarla, pero la mujera la que había amado una vez debía verse libre devergüenza. Y vergüenza sería jurar en falso en untribunal público o, de lo contrario, reconocer susmotivos para desear la oscuridad en vez de la luz.

El señor Thornton parecía muy triste y adustocuando pasó entre sus sorprendidos empleados.Estuvo fuera una media hora. Y su aspecto no eramás animoso cuando volvió, aunque su misiónhabía tenido éxito.

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Escribió dos líneas en una hoja de papel, lametió en un sobre y lo cerró. Se lo entregó a unode sus empleados, diciéndole:

—He quedado con Watson (el que eraempaquetador en el almacén y que ingresó en lapolicía) en que vendría a verme a las cuatro. Peroacabo de encontrarme con un caballero deLiverpool que quiere verme antes de marcharse dela ciudad. Encárguese de dar esta nota a Watsoncuando venga.

La nota decía lo siguiente:

No habrá investigación. Las pruebas médicas noson suficientes para justificarla. No dé más pasos.No he visto al juez instructor, pero asumo laresponsabilidad.

«Bueno —pensó Watson—, me ahorra untrabajo desagradable. Ninguno de mis testigosparecía seguro de nada, excepto la joven. Ella fueclara y tajante; el mozo de la estación había visto

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una riña; pero cuando descubrió que quizá tuvieraque declarar como testigo, entonces ya no habíasido una riña sino una broma, y Leonards podríahaber saltado él mismo del andén; no estabaseguro de nada. Y Jennings, el dependiente de latienda de comestibles, bueno, él no era tan malo,pero dudo que pudiera haberle sacado unjuramento después de enterarse de que la señoritaHale lo negaba de plano. Habría sido un trabajodifícil y sin ninguna satisfacción. Y ahora puedo ira decirles que no los necesitaremos».

Así que acudió de nuevo a casa del señor Haleaquella noche. Dixon y su padre habían intentadoconvencer a Margaret de que se acostara, peroninguno de los dos sabía la razón de sus débiles ycontinuas negativas a hacerlo. A Dixon le habíacontado parte de la verdad, pero sólo parte.Margaret no explicaría a ningún ser humano lo quehabía dicho y no revelaría la fatal conclusión de lacaída de Leonards del andén. Así que la

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curiosidad de Dixon se combinaba con su lealtadpara instar a Margaret a retirarse a descansar.Estaba echada en el sofá y su aspecto demostrabaque lo necesitaba realmente. No hablaba más quecuando le hablaban. Intentaba sonreír en respuestaa las miradas preocupadas y a las tiernas preguntasde su padre, pero en lugar de una sonrisa, suslabios pálidos se abrían en un suspiro. Se sentíatan inquieta que al final accedió a retirarse a suhabitación y prepararse para acostarse. Estaba apunto de renunciar a la idea de que el inspectorvolvería aquella noche, pues ya eran más de lasnueve.

Se paró junto a su padre y se apoyó en elrespaldo de su asiento.

—Te acostarás pronto, papá, ¿verdad? ¡No tequedes levantado solo!

No oyó la respuesta; sus palabras se perdieronen el lejano sonido, que amplificó por los temoresde ella y llenó su mente: una leve llamada a la

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puerta.Besó a su padre y bajó la escalera con una

presteza de la que nadie que la hubiera visto unosminutos antes la hubiese creído capaz. Apartó aDixon.

—Deja, abriré yo. Sé que es él, puedo, tengoque solucionarlo todo yo.

—¡Como quiera, señorita! —dijo Dixonirritada; aunque añadió en seguida—: Pero no estáen condiciones de hacerlo. Está más muerta queviva.

—¿De verdad? —dijo Margaret volviéndose ymirándola con un extraño fuego en los ojos y lasmejillas encendidas, aunque aún tenía los labiossecos y lívidos.

Abrió la puerta al inspector y le hizo pasar alestudio. Colocó la vela en la mesa y la despabilócon cuidado; luego se volvió hacia él.

—¡Llega tarde! —le dijo—. ¿Y bien?Esperó la respuesta, conteniendo el aliento.

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—Lamento haberla molestadoinnecesariamente, señora. Después de todo, hanrenunciado a la idea de llevar a cabo unainvestigación. No he podido venir antes porque hetenido que hacer otro trabajo y atender a otraspersonas.

—Entonces, se ha acabado —dijo Margaret—.No van a investigan más.

—Creo que llevo aquí la nota del señorThornton dijo el inspector, buscando con torpezaen la cartera.

—¡El señor Thornton! —dijo Margaret.—Sí, es magistrado…, ah, aquí está.Margaret no podía leerla; estaba junto a la vela

pero no veía. Las palabras bailaban ante sus ojos.Pero la aguantó en la mano y la miró como si laestudiara atentamente.

—Le aseguro que me ha quitado un gran pesode encima, señora. Porque las pruebas eran taninciertas, ¿sabe?, ese hombre no había recibido

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ningún golpe, y cuando interviene cualquierproblema de identificación el caso es muycomplicado, como le dije al señor Thornton…

—¡El señor Thornton! —volvió a decirMargaret.

—Me encontré con él esta mañana, justocuando salía de esta casa y, como es un viejoamigo mío, además de ser el magistrado que vio aLeonards anoche, me tomé la libertad deexplicarle mi problema.

Margaret suspiró profundamente. No queríasaber más. Le daba miedo lo que ya había oído ylo que pudiera oír. Deseaba que el hombre semarchara. Se obligó a hablar:

—Gracias por venir. Es muy tarde. Creo quemás de las diez. Ah, tenga la nota —añadió,interpretando de pronto el significado de la manoque le tendió él para cogerla. La estaba guardandocuando ella dijo—: Me parece una letra muyapretada e indescifrable. No he podido leerla.

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¿Quiere leérmela usted?Se la leyó en voz alta.—Gracias. ¿Le dijo usted al señor Thornton

que yo no estuve allí?—Oh, claro, señora. Ahora lamento haber

actuado basándome en información que parece sertan errónea. Al principio, el joven estaba muyseguro; y ahora dice que no está seguro de nada yque espera que su error no la haya molestado tantocomo para que su tienda la pierda como clienta.Buenas noches, señora.

—Buenas noches.Llamó a Dixon para que le acompañara a la

puerta. Cuando Dixon volvía por el pasillo, laadelantó rápidamente.

—¡Todo va bien! —dijo, sin mirarla; y antesde que Dixon pudiera seguirla con más preguntas,subió la escalera, entró en el dormitorio y cerró lapuerta con pestillo.

Se echó en la cama vestida. Estaba demasiado

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agotada para pensar. Transcurrió media hora omás hasta que la incomodidad de la postura y elfrío sustituyeron a la gran fatiga y tuvieron elefecto de despertar sus facultades adormecidas.Entonces empezó a recordar, a asociar, a hacersepreguntas. Primero se le ocurrió que había pasadola terrible preocupación por Frederick. Luegoquiso recordar todo lo que había dicho elinspector sobre el señor Thornton, palabra porpalabra. ¿Cuándo lo había visto? ¿Qué le habíadicho? ¿Qué había hecho el señor Thornton?¿Cuáles eran las palabras exactas de su nota? Y sumente se negó a proseguir hasta que pudo recordarincluso la colocación u omisión de un artículo, lasexpresiones exactas que él había empleado en lanota. Pero la siguiente conclusión a la que llegóera bastante clara: el señor Thornton la había vistocerca de la estación de Outwood el fatídico juevespor la noche, y le habían dicho que ella habíanegado que hubiera estado allí. Había quedado

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como una mentirosa ante él. Era una mentirosa.Pero no se sentía culpable ante Dios. Solamente elcaos y la noche rodeaban el único hecho morbosode que estaba degradada a ojos del señorThornton. No se molestó en considerar las excusasque podía alegar, ni siquiera para sí. Eso no teníanada que ver con el señor Thornton. Nunca habíaimaginado que él ni ninguna otra persona pudieradescubrir un motivo para sospechar de algo tannatural como que acompañara a su hermano. Perolo que de verdad era falso y erróneo era lo que élsabía, y tenía derecho a juzgarla. «¡Ay, Frederick,Frederick! —gritó—. ¡Qué no habría sacrificadopor ti!». Incluso cuando se quedó dormida, suspensamientos se vieron impulsados a recorrer elmismo círculo pero con exageradas y monstruosascircunstancias de dolor.

Una nueva idea destelló en su mente aldespertar con toda la luminosidad de la mañana.El señor Thornton se había enterado de su mentira

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antes de ver al juez. Eso la indujo a pensar que talvez se hubiera visto impulsado a hacerlo paraahorrarle a ella la repetición de la mentira. Perodesechó esta idea con la tozudez enfermiza de unniño. Si fuese así, no se lo agradecía en absoluto,pues sólo le demostraba que estaba convencido deque ya se había deshonrado antes de tomarse taninsólitas molestias para ahorrarle poner a pruebasu veracidad, que ya había fracasado tanrotundamente. Ella hubiera preferido pasar portodo, hubiera perjurado para salvar a Frederick,antes, mucho antes de que el señor Thorntonhubiera sabido lo que le impulsó a intervenir parasalvarla. ¿Qué infortunio le había puesto encontacto con el inspector? ¿Qué había hecho quefuese precisamente él el magistrado que acudió atomar la declaración de Leonards? ¿Qué habíadicho Leonards? ¿Hasta qué punto lo habíaentendido el señor Thornton que, por lo que ellasabía, podría estar enterado ya de la antigua

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acusación contra Frederick por su común amigo elseñor Bell? Si fuese así, habría intentado salvarcomo fuera al hijo que había desafiado la ley paraacudir junto al lecho de su madre agonizante. Ycon esta idea, ella podía sentir gratitud, como nopodría hacerlo nunca si su intervención hubieraestado motivada por el desdén. ¡Ay! ¿Teníaalguien motivo tan justo para despreciarla? ¡Másque nadie el señor Thornton, a quien ella habíamirado por encima del hombro desde susimaginarias alturas hasta entonces! Se vio depronto a los pies de él y se sintió extrañamenteconsternada por su caída. No se atrevió a seguirlas premisas hasta su conclusión, reconociendo asíen su fuero interno lo mucho que valoraba elrespeto y la buena opinión de él. Siempre que se lepresentaba esta idea al final de una larga serie depensamientos, se negaba a seguirla, no creía enella.

Era más tarde de lo que pensaba, pues con el

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nerviosismo de la noche anterior se habíaolvidado de dar cuerda al reloj; y el señor Halehabía dado órdenes especiales de que no ladespertaran a la hora habitual. Al poco rato, seabrió la puerta despacio y se asomó Dixon. Vioque Margaret estaba despierta y entró con unacarta.

—Tengo algo que la animará, señorita. Unacarta del señorito Frederick.

—Gracias, Dixon. ¡Qué tarde es!Hablaba con una gran languidez, y esperó a

que Dixon dejara la carta sobre el cobertor sintender la mano para cogerla.

—Supongo que quiere el desayuno. Se lotraeré en seguida. Sé que el señor ha preparado labandeja.

Margaret no contestó y esperó a que se fuera.Quería estar sola para abrir la carta. Al fin lo hizo.Se fijó primero en la fecha: era de dos días antes.Así que había escrito cuando había prometido

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hacerlo y podrían haberse ahorrado tantapreocupación. Pero leería la carta para ver. Erabastante apresurada pero plenamente satisfactoria.Había visto a Henry Lennox, que sabía losuficiente del caso como para cabecear alconsiderarlo, en primer lugar, y decirle que habíacometido una grave temeridad al regresar aInglaterra pesando sobre él semejante acusación,respaldada por tan poderosa influencia. Perocuando hablaron de todo, el señor Lennox habíareconocido que tal vez hubiera alguna posibilidadde absolución si podía demostrar susdeclaraciones con testigos fidedignos, que en talcaso podría merecer la pena que le juzgaran, peroque de lo contrario supondría un gran riesgo.Examinaría el caso, se tomaría todas las molestias.

Me pareció —añadía Frederick— que mi notade presentación era muy importante, hermanita…¿Es así? Te aseguro que me hizo muchas preguntas.Me parece un individuo agudo e inteligente y que

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tiene un buen bufete también, a juzgar por losindicios de negocio y por el número de pasantes.Pero quizá sean sólo tretas de abogado. Heconseguido pasaje en un paquebote que está a puntode zarpar, saldré en cinco minutos. Tal vez tenga queregresar a Inglaterra por este asunto, así que guardaen secreto mi visita. Enviaré a padre un jerez añejoespecial que no podéis comprar en Inglaterra, ¡unocomo el de la botella que tengo delante! Necesitaalgo así. Dale todo mi cariño, Dios le bendiga.Estoy seguro… Llega mi coche. P. D.: ¡Qué fugafue aquélla! Procura no decir una palabra de miestancia a nadie, ni siquiera a las Shaw.

Margaret miró el sobre. Estaba marcado«Demasiado tarde». Debía haber confiado la cartaa algún camarero descuidado que se habíaolvidado de echarla al correo. ¡Ay! ¡Qué redes tanligeras de casualidades se alzan entre nosotros y laTentación! Frederick estaba a salvo y fuera deInglaterra hacía veinte horas; no, treinta.

Y hacía sólo unas diecisiete que ella habíamentido para impedir una búsqueda que incluso

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entonces hubiera sido inútil. ¡Qué infiel habíasido! ¿Dónde estaba ahora su orgulloso lema Faisce que dois, advienne que pourra? ¡Qué contentase sentiría ahora si hubiese tenido el valor deexplicar la verdad respecto a sí misma,desafiándolos a descubrir lo que se negaba aexplicar referente a otro! No humillada ante Diospor haber perdido la confianza en Él; ni degradaday rebajada en la opinión del señor Thornton. Seinterrumpió en este punto con un temblorespantoso: estaba comparando la baja opinión quetenía él de ella con el disgusto de Dios. ¿Cómo eraposible que se obsesionara con él de forma tanpersistente? ¿Qué sería? ¿Por qué le preocupaba loque él pensara, a pesar de su orgullo, a pesar de símisma? Creía que podía haber soportado la ideadel disgusto del Todopoderoso porque Él lo sabíatodo y podía interpretar su arrepentimiento y oírsus gritos de ayuda en el futuro. Pero el señorThornton… ¿Por qué temblaba y ocultaba la cara

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en la almohada? ¿Qué fuerte sentimiento se habíaapoderado de ella?

Se levantó de la cama de un salto y rezó largay fervorosamente. Se calmó y se reconfortóabriendo su corazón de ese modo. Pero en cuantoconsideró su situación descubrió que la heridaseguía allí, que no era lo bastante buena ni lobastante pura para que la mala opinión de un serhumano le resultara indiferente: pues la idea deque él la despreciaba se interponía entre ella y laconciencia de haber obrado mal. Llevó la carta asu padre en cuanto se vistió. La alusión al sustoque se habían llevado en la estación era tan leveque el señor Hale la pasó por alto sin prestarle lamenor atención. En realidad, aparte del simplehecho de que Frederick había embarcado sinproblema, no se fijó en mucho más de la cartaentonces, pues estaba muy preocupado por lapalidez de Margaret. Parecía siempre al borde delllanto.

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—Estás agotadísima, hija. No me extraña. Perotienes que dejarme que te cuide.

La convenció de que se echara en el sofá y fuea buscar un chal para taparla. Su ternura la hizollorar, y lloró amargamente.

—¡Pobrecita! ¡Pobrecita! —musitó él,contemplando a su hija agitada por los sollozos,echada de cara a la pared. Cuando se calmó alcabo de un rato se preguntó si se atrevería adesahogarse explicándole todo lo que le pasaba asu padre. Pero había más razones en contra que afavor. La única razón para hacerlo era el alivioque le procuraría; y en contra pesaba la idea deque aumentaría el nerviosismo de su padre, si alfinal Frederick tenía que volver a Inglaterra. Seobsesionaría pensando en que su hijo habíacausado la muerte de un hombre, por muyinvoluntariamente que hubiese sido, y el saberlosería un tormento recurrente en diversas formas deexageración y distorsión de la simple verdad. Y en

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cuanto al enorme pecado de ella, él se angustiaríasobremanera por su falta de valor y de fe, aunquese preocupara siempre por intentar justificarla. Enotros tiempos, Margaret habría acudido a él comosacerdote y como padre y le habría confesado sutentación y su pecado; pero últimamente no habíanhablado mucho de esos temas; y, tras su cambio deopiniones, no sabía cómo respondería si el fondode su alma apelaba a la suya. No, guardaría elsecreto y llevaría la carga ella sola. Sola acudiríaa Dios y le suplicaría Su absolución. Solasoportaría la opinión que tenía el señor Thorntonde ella. Se sentía indeciblemente conmovida porlos tiernos esfuerzos de su padre para encontrartemas de conversación alentadores y apartar asísus pensamientos de todo lo que había ocurridoúltimamente. Meses antes ella había sido tanlocuaz como él ahora. No estaba dispuesto apermitirle levantarse y ofendió mucho a Dixoninsistiendo en cuidarla él.

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Margaret sonrió al fin; una sonrisa leve, peroque procuró a su padre auténtico placer.

—Resulta extraño pensar que lo que nos damás esperanza en el futuro se llame Dolores —dijo. El comentario era más propio de su padreque de ella. Pero aquel día parecía que hubierancambiado los papeles.

—Me parece que su madre era española, loque explica su religión. Su padre era un rígidopresbiteriano cuando yo lo conocí. Pero es unnombre muy dulce y muy bonito.

—¡Qué joven es! Catorce meses más joven queyo. Tiene la misma edad que Edith cuando seprometió al capitán Lennox. Papá, iremos a verlosa España.

Él movió la cabeza. Pero dijo:—Como quieras, Margaret. Pero volvamos

aquí. Sería muy injusto y muy cruel con tu madre, aquien me temo que siempre le disgustó tantoMilton, que nos marcháramos ahora que yace aquí

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y no puede acompañarnos. No, cariño. Puedes ir túa verlos y luego me explicarás cómo es mi hijaespañola.

—No, papá, yo no iré sin ti. ¿Quién te cuidaríacuando yo me fuera?

—Me gustaría saber quién cuida a quién. Perosi fueras, convencería al señor Thornton de que mepermitiera darle clases dobles. Estudiaríamos alos clásicos a fondo. Sería un interés permanente.También puedes ir a Corfú a ver a Edith, siquieres.

Margaret no contestó de inmediato. Luego dijocon bastante seriedad:

—Gracias, papá. Pero no quiero ir. Esperemosque el señor Lennox se desenvuelva tan bien queFrederick pueda traer a Dolores a vernos cuandose casen. Y en cuanto a Edith, el regimiento noseguirá mucho tiempo en Corfú. Tal vez losveamos aquí antes de un año.

El señor Hale había agotado los temas de

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conversación alentadores. Algún recuerdodoloroso había cruzado sigiloso su mente,sumiéndolo en el silencio. Margaret dijo luego:

—Papá, ¿viste a Nicholas Higgins en elentierro? Estaba allí, y Mary también. ¡Pobrehombre! Era su forma de demostrar compasión.Tiene un corazón noble y afectuoso detrás de suactitud brusca.

—No me cabe la menor duda —repuso elseñor Hale—. Lo he sabido siempre, inclusocuando intentabas convencerme de todos susdefectos. Iremos a verlos mañana, si te encuentrascon fuerzas suficientes para caminar tanto.

—Por supuesto. Quiero verlos. No hemospagado a Mary. Mejor dicho, ella se negó aaceptar el dinero, según dice Dixon. Podemos irpara encontrarlo justo después de comer y antes deque se vaya al trabajo.

Al atardecer, el señor Hale dijo:—Estaba casi seguro de que vendría el señor

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Thornton. Ayer me habló de un libro que tiene yque me gustaría ver. Me dijo que procuraríatraerlo hoy.

Margaret suspiró. Sabía que no iría. Erademasiado delicado pata correr el riesgo deencontrarse con ella mientras siguiera tan fresca ensu memoria su vergüenza. La sola mención de sunombre renovó su angustia y provocó una recaídaen la sensación de agotamiento deprimido ypreocupado. Cedió a la languidez indiferente. Sele ocurrió de pronto que aquélla era una maneraextraña de demostrar su paciencia, o derecompensar a su padre por desvelarse por ellatodo el día. Se incorporó y le propuso leer en vozalta. Últimamente le fallaba la vista, y accediócomplacido. Ella leía muy bien, daba el énfasisapropiado. Pero si alguien le hubiese pedidocuando terminó que explicara lo que había leído,no habría sabido qué decir. Se sentía atormentadapor la sensación de ingratitud hacia el señor

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Thornton, ya que, al igual que por la mañana, sehabía negado a aceptar la amabilidad que le habíademostrado al pedir más información a losmédicos para evitar que se llevara a cabo unainvestigación. ¡Ella era agradecida! Había sidocobarde y mentirosa y había demostrado sucobardía y su falsedad actuando de un modoirreparable; pero no era desagradecida. Sintió unacalidez especial al darse cuenta de lo que podíasentir por alguien que tenía motivo paradespreciarla. Y ese motivo era tan justo que lerespetaría menos si creyera que no sentía desdén.Era un placer saber lo absolutamente que lorespetaba. Él no podría evitar que lo hiciera; erasu único consuelo en todo este sufrimiento.

El libro esperado llegó más tarde, «consaludos del señor Thornton y deseos de sabercómo se encuentra el señor Hale».

—Dígale que estoy mucho mejor, Dixon, peroque la señorita Hale…

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—No, papá —dijo Margaret con impaciencia—, no digas nada de mí. No lo pregunta.

—Margaret, hija, estás temblando —dijo supadre pocos minutos después—. Tienes queacostarte ahora mismo. ¡Estás muy pálida!

Margaret no se opuso a hacerlo, aunque seresistía a dejar solo a su padre. Pero ellanecesitaba el consuelo de la soledad tras un día detanto pensar y tantísimo arrepentimiento.

Al día siguiente parecía estar casi como decostumbre; la tristeza y el abatimiento persistentesy el ensimismamiento ocasional no eran síntomasinsólitos en los primeros días de duelo. Y casi almismo tiempo que su recuperación de la salud seprodujo una recaída de su padre, que volvió asumirse en las cavilaciones abstraídas sobre laesposa que había perdido y sobre la época de suvida que había terminado para siempre.

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Capítulo XXXVILa unión no siempre hace la fuerza

Los pasos de los porteadores, fuertes y acompasados,los sollozos de los dolientes, hondos y apagados.

SHELLEY[62]

Margaret y su padre fueron a visitar a NicholasHiggins y a su hija a la hora acordada el díaanterior. Ambos recordaban su reciente pérdida,por una extraña timidez con su nuevo atuendo y porel hecho de que era la primera vez en muchassemanas que salían juntos tranquilamente. Sesentían muy unidos en una muda y recíprocacompasión.

Encontraron a Nicholas sentado junto al fuegoen su rincón habitual. Pero no fumaba su pipa

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como siempre. Tenía la cabeza apoyada en lamano y el brazo sobre la rodilla. No se levantó alverlos, aunque Margaret interpretó su mirada comouna bienvenida.

—Siéntense, siéntense, el fuego está casiapagado —dijo, atizándolo vigorosamente, comosi quisiera desviar la atención de su persona.Tenía un aspecto bastante desaliñado, sin duda. Labarba negra de varios días hacía que parecieramás pálido aún, y llevaba una chaqueta quehubiese ganado mucho con unos remiendos.

—Sabíamos que le encontraríamos en casadespués de comer —dijo Margaret.

—Sí, sí. Las penas son más abundantes que lascomidas, precisamente ahora; creo que mi hora dela comida se prolonga todo el día. Pueden estarsegurísimos de encontrarme.

—¿Está sin trabajo? —preguntó Margaret.—Sí —contestó él secamente. Luego, tras un

breve silencio, alzó la vista por primera vez y

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añadió—: No es que no tenga pasta. No lopiensen. La pobre Bess tenía unos ahorrillos bajola almohada, dispuestos a caer en mi mano aúltima hora; y Mary corta fustán. Pero yo estoy sintrabajo igualmente.

—Nosotros debemos dinero a Mary —dijo elseñor Hale antes de que Margaret le apretara elbrazo para que se callara.

—Si lo acepta, la echo de casa. Yo esperaréentre estas cuatro paredes y ella esperará fuera.Eso es todo.

—Pero tenemos que agradecerle su amableservicio —empezó otra vez el señor Hale.

—Yo nunca le he agradecido a su hija aquí elcariño que demostró a mi pobre muchacha. Nuncaencontré las palabras. Tendría que empezar aprobar ahora si usted se pone a armar jaleo por laayuda de Mary.

—¿Está sin trabajo por la huelga? —preguntóamablemente Margaret.

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—La huelga se acabó. Terminó por ahora.Estoy sin trabajo porque no lo he pedido. Nipienso hacerlo, porque las buenas palabrasescasean y las malas abundan.

Estaba de un humor propicio para disfrutarhoscamente dando respuestas que parecíanacertijos. Pero Margaret se dio cuenta de que legustaría que le pidieran una explicación.

—¿Y las buenas palabras son…?—Pedir trabajo. Me parece que son casi las

mejores palabras que puede decir un hombre.«Deme trabajo» significa «y lo haré como unhombre». Son buenas palabras.

—Y malas palabras son negarle el trabajocuando lo pide.

—Sí. Malas palabras es decir: «¡Ajá, amigomío! Tú has sido fiel a tu clase y yo seré fiel a lamía. Hiciste cuanto podías por los que necesitabanayuda; ésa es tu forma de ser fiel a los tuyos. Y yoseré fiel a los míos. Has sido un pobre estúpido

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que no sabías más que ser un verdadero estúpidofiel. Así que al car… Aquí no hay trabajo para ti».Son malas palabras. No soy estúpido; y si lo fuera,la gente tendría que haberme enseñado a serjuicioso a su modo. Habría aprendido si alguienhubiera intentado enseñarme.

—¿No merecería la pena preguntar a suantiguo patrono si le readmite? —preguntó elseñor Hale—. Quizá no sea una gran oportunidad,pero sería una oportunidad.

Nicholas volvió a alzar la vista con una miradaintensa a su interlocutor. Luego soltó una risillaamarga.

—Señor mío, no se ofenda, pero le haré yo unpar de preguntas.

—Las que quiera dijo el señor Hale.—Entiendo que se gana el pan de algún modo.

La gente no suele vivir en Milton sólo por gusto sipuede hacerlo en otro sitio.

—Está en lo cierto. Tengo algunos medios

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personales, pero mi intención al instalarme enMilton era hacerme profesor particular.

—Enseñar a la gente. ¡Bien! Supongo que lepagan por enseñar, ¿no?

—Sí —repuso el señor Hale, sonriendo—.Enseño para que me paguen.

—¿Y los que le pagan, no le dicen lo que tieneo no tiene que hacer con el dinero que le dan enjusta retribución por sus molestias, como justointercambio?

—No, claro que no.—No le dicen: «Puedes tener un hermano o un

amigo tan querido como un hermano que necesiteeste dinero para algo que tanto tú como élconsideréis bueno; pero tienes que prometermeque no se lo darás. Puedes creer que emplearíasbien tu dinero dándoselo, si quieres. Pero anosotros no nos parece bien, así que si lo empleasen eso, no queremos tratar contigo». No le diceneso, ¿verdad?

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—¡No, claro que no!—¿Y lo aguantaría si se lo dijeran?—Sería una presión muy dura la que me

hiciera pensar siquiera en someterme a semejantedictado.

—No existe en todo el ancho mundo presiónque me obligue a aceptarlo a mí —dijo NicholasHiggins—. Ahora lo ha captado. Ha dado en elblanco. En la fábrica de Hamper, que es dondetrabajaba yo, obligan a sus hombres acomprometerse a no dar un penique al sindicato nia los huelguistas para que no pasen hambre.Pueden prometer y hacer prometer —prosiguiódespectivamente—, eso sólo crea mentirosos ehipócritas. Y es un pecado menor, a mi entender,endurecer tanto los corazones de los hombres queno hagan ningún favor al que lo necesite ni ayudenen la causa justa aunque vaya contra la fuerzamayor. Pero yo no juraría en falso nunca ni portodo el trabajo que pudiera darme el rey.

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Pertenezco al sindicato; y creo que es lo único quebeneficia al trabajador. Y he sido huelguista, y sélo que es pasar hambre; así que si consigo unchelín, seis peniques serán para ellos si me lospiden. Por consiguiente, no sé dónde voy aconseguir un chelín.

—¿Y esa norma de no cotizar al sindicato rigeen todas las fábricas? —preguntó Margaret.

—No lo sé. Es una norma nueva en la nuestra;y creo que descubrirán que no pueden ceñirse aella. Pero ahora está vigente. Ya comprobarán quelos tiranos crean mentirosos.

Hubo una breve pausa. Margaret no sabía sidebía decir lo que pensaba. No quería irritar aalguien que ya estaba bastante disgustado yabatido. Al final lo dijo. Pero en tonos suaves y asu modo renuente, demostrando que no pretendíadecir nada desagradable, y no molestó a Higgins,sólo le desconcertó.

—¿Recuerda que el pobre Boucher dijo que el

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sindicato era un tirano? Creo que dijo que era elpeor tirano del mundo. Y recuerdo que entonces ledi la razón.

Higgins se tomó mucho tiempo para contestar.Tenía la cabeza apoyada en las manos y miraba elfuego, por lo que Margaret no podía verle la carapara interpretar su expresión.

—No voy a negar que el sindicato creenecesario obligar a un hombre por su propio bien.Hablaré con franqueza. Un hombre lleva una vidalúgubre si no está en el sindicato. Pero en cuantoentra en el sindicato, se ocupan de todos susintereses mejor de lo que lo haría él y con mejoresresultados, en realidad. Es la única forma de quelos trabajadores consigan que se respeten susderechos, uniéndose todos: cuantos más, másposibilidades tendrá cada uno por separado de quese le haga justicia. El gobierno se cuida de lostontos y de los locos; y si un hombre se sienteinclinado a hacerse daño a sí mismo o al prójimo,

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lo controla un poquito, tanto si le gusta como si no.Eso es todo lo que hacemos en el sindicato. Nopodemos meter a la gente en la cárcel, peropodemos hacer la vida tan insoportable a unhombre que se vea obligado a ingresar y serjuicioso y amable a pesar de sí mismo. Boucherfue siempre un estúpido, y nunca más estúpido queal final.

—¿Los perjudicó a ustedes? —preguntóMargaret sin malicia.

—Sí, ya lo creo. Teníamos a la opiniónpública de nuestro lado hasta que él y los de suralea empezaron a armar jaleo y a quebrantar lasleyes. Eso acabó con la huelga.

—¿Y no hubiera sido mucho mejor, entonces,dejarlo en paz que obligarle a ingresar en elsindicato? No les sirvió de nada y lo volvieronloco.

—Margaret —dijo su padre, amonestándola envoz baja, al ver la tensión concentrada en la cara

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de Higgins.—Me cae bien —dijo él de pronto—. Dice

con franqueza lo que piensa. No entiende elsindicato, pese a todo. Es una gran fuerza. Esnuestra única fuerza. He leído una poesía de unarado que pasaba sobre una margarita que hizo quese me saltaran las lágrimas antes de que tuvieraotros motivos para llorar. Pero el tipo nunca sedetuvo a guiar el arado, estoy seguro, pese a todala pena que le diera la margarita. Tenía demasiadosentido común para eso. El sindicato es el arado,que prepara la tierra para la mies. La gente comoBoucher (sería excesivo compararlo con unamargarita; más parece un yerbajo tirado en elsuelo) sólo tenía que decidirse a quitarse de enmedio. Pero ahora estoy indignado con él. Así quetal vez no sea justo con él. Podría pasarle porencima con un arado yo mismo con todo el placerdel mundo.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Algo

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nuevo?—Ya lo creo. Ese hombre no puede

comportarse nunca como es debido. Primero va yse pone furioso como un maldito idiota y arma elalboroto. Luego va y se esconde donde estaríatodavía si Thornton le hubiera seguido como yoesperaba que hiciera. Pero Thornton no se molestóen seguir con el proceso por los disturbios encuanto consiguió lo que quería. Así que Bouchervolvió sigilosamente a casa. No se atrevió a salirdurante un par de días. Tuvo esa gentileza. Yluego, ¿adónde creen que fue? Pues a la fábrica deHamper. Maldito sea. Fue a pedir trabajo, con esacara de santurrón que me da vómitos, aunqueconocía perfectamente la nueva norma decomprometerse a no dar nada a los sindicatos, niayudar a los huelguistas necesitados. Cuando él sehabría muerto de hambre si el sindicato no lehubiera ayudado en su momento de apuro. Allá sefue ese judas inútil, dispuesto a prometer lo que

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fuera y a comprometerse a contar todo lo que sabíasobre nuestras medidas. Pero diré algo en favor deHamper y se lo agradeceré hasta mi último día.Mandó a Boucher a paseo y no quiso saber nadade él, aunque la gente que estaba cerca dice que eltraidor lloraba como una criaturita.

—¡Oh, qué vergonzoso! ¡Qué lamentable! —exclamó Margaret—. Higgins, hoy no lereconozco. ¿No comprende que usted haconvertido a Boucher en lo que es, empujándolo aentrar en el sindicato contra su voluntad, sin queestuviera convencido? ¡Usted le ha convertido enlo que es!

—¡Convertirle en lo que es! ¿Qué era?El sonido de voces fue llenando la calleja, un

sonido hueco y acompasado que se oía cada vezmás cerca, hasta que los obligó a prestar atención.Muchas voces eran murmullos apagados: se oíanmuchos pasos, que no avanzaban, al menos no conrapidez ni regularidad, sino como si dieran vueltas

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alrededor de un punto. Sí, era un lento rumor depasos que llegaba nítido a sus oídos; el pausado ylaborioso andar de hombres que llevaban unacarga pesada. Corrieron todos a la puertaarrastrados por un impulso incontenible; impelidosno por la curiosidad sino como si respondieran auna llamada solemne.

Seis hombres avanzaban por el centro de lacalle; tres eran policías. Llevaban a hombros unapuerta, arrancada de los goznes, sobre la que yacíaun ser humano muerto. Y los lados de la puertagoteaban continuamente. Todos los vecinos de lacalle salieron a ver lo que pasaba y se unieron a lacomitiva. Los porteadores, que respondían a suspreguntas casi de mala gana después de repetirtantas veces la historia.

—¡Lo encontramos en el arroyo del prado demás allá!

—¡El arroyo! ¡Pero si no tiene agua suficientepara ahogarse!

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—Era un tipo decidido. Se echó boca bajo.Estaba harto de vivir, decida la causa que teníapara ello.

Higgins se acercó al lado de Margaret y dijoen un tono de voz débil y aflautado:

—¿No es John Boucher, verdad? Él no teníaagallas para eso. ¡Seguro! ¡No es John Boucher!Pero mire, miran hacia aquí. ¡Escuche! Tengo unzumbido en la cabeza y no oigo.

Dejaron la puerta con cuidado sobre laspiedras, y todos pudieron ver al pobre infelizahogado: los ojos vidriosos, uno entreabierto,clavados fijos en el cielo. Tenía la cara hinchada ydescolorida, debido a la postura en que lo habíanencontrado; además, le había manchado la piel elagua del arroyo, que se había empleado para teñir.La parte delantera de la cabeza era calva, perodetrás tenía el cabello largo y ralo y cada mechónera un conducto para el agua. Margaret reconocióa John Boucher entre todas esas desfiguraciones.

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Le pareció tan sacrílego atisbar aquel pobre rostrodifunto distorsionado que, en un impulso instintivo,se adelantó y cubrió delicadamente la cara deldifunto con su pañuelo. Los que la vieron hacerlola siguieron con la mirada cuando regresó de supiadosa obra y se vieron conducidos así al lugaren que estaba plantado Nicholas Higgins, queparecía paralizado. Los hombres conferenciaronun momento y luego uno de ellos se acercó aHiggins, que de buena gana se habría metido denuevo en su casa.

—¡Higgins, tú lo conocías! Tienes quedecírselo a su mujer. Hazlo amablemente, amigo,pero hazlo rápido, porque no podemos dejarloaquí mucho tiempo.

—Yo no puedo hacerlo. No me lo pidáis. Nopuedo enfrentarme a ella.

—Tú la conoces mejor —insistió el hombre—.Nosotros ya hemos hecho bastante trayéndolo aquí,cumple tú con tu parte.

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—No puedo hacerlo —dijo Higgins—. Yaestoy bastante destrozado con verlo. No éramosamigos. Y ahora ha muerto.

—Bueno, si no quieres, no quieres. No es unplato de gusto pero alguien tendrá que hacerlo.Cada minuto que pasa es más probable que seentere de alguna forma más dura si nadie va adecírselo poco a poco, como si dijéramos.

—Papá, hazlo tú —dijo Margaret en voz baja.—Si pudiera, si tuviera tiempo de pensar en lo

que debería decirle, pero así de repente…Margaret se dio cuenta de que su padre no

podía. Estaba temblando de pies a cabeza.—Iré yo dijo.—Muchísimas gracias, señorita, será una

buena obra, porque ha estado casi siempre enfermay nadie sabe mucho de ella.

Margaret llamó a la puerta cerrada, pero habíatanto alboroto dentro que no oyó ningunarespuesta. En realidad, dudaba que la hubieran

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oído y como cada momento de demora le daba máshorror lo que tenía que hacer, abrió la puerta yentró. La cerró y echó el pestillo, sin ver aún a lamujer.

La señora Boucher estaba sentada en unamecedora al otro lado de la chimenea descuidada.Parecía que nadie se hubiera molestado en ordenarla casa durante días.

Margaret dijo algo, no sabía bien qué, tenía lagarganta y la boca secas, y el alboroto de los niñosimpedía que la oyera. Volvió a intentarlo.

—¿Cómo está, señora Boucher? Me temo quenada bien.

—No tengo posibilidad de estar bien —contestó la señora Boucher en tono quejumbroso—. Estoy completamente sola con estos niños sinnada que darles para que se callen. John no debíade haberme dejado, y estoy muy mal.

—¿Cuánto hace que se marchó?—Cuatro días ya. Nadie le daba trabajo aquí y

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tuvo que ir andando a Greenfield. Pero tenía quehaber vuelto ya o mandarme recado si hubieraencontrado trabajo. Podría…

—Bueno, no le eche la culpa —dijo Margaret—. Lo lamentó muchísimo, estoy segura…

—¡Quieres parar y dejarme oír lo que dice laseñorita! —gritó, dirigiéndose en tono muy pocodulce a un chiquillo de más o menos un año. Yañadió, disculpándose—: No para de marearmecon «papi» y «tosta» y no tengo tostas que darle ypapi no está en casa y nos ha olvidado a todos,creo. Es el mimado del padre, lo es —añadió,cambiando súbitamente de tono; alzó al niño, losentó en su regazo y empezó a besarlecariñosamente.

Margaret le posó la mano en el brazo parallamar su atención. Sus miradas se encontraron.

—¡Pobrecito! —dijo entonces, despacio—;era el mimado de su padre.

—Es el mimado de su padre —dijo la mujer,

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levantándose de pronto y plantándose frente aMargaret. Ambas guardaron silencio unossegundos. Luego la señora Boucher empezó ahablar en un quedo susurro que fue subiendo detono poco a poco—: Él es el mimado de su padre,digo. Los pobres pueden amar a sus hijos igual quelos ricos. ¿Por qué no dice nada? ¿Por qué memira con sus grandes ojos lastimeros? ¿Dónde estáJohn? —Y a pesar de lo débil que estaba,zarandeó a Margaret para obligarla a contestar—.¡Oh, Dios mío! —exclamó, entendiendo al fin elsignificado de aquella mirada triste. Se dejó caerde nuevo en la mecedora. Margaret alzó al niño yse lo puso en los brazos.

—Él lo quería —dijo.—Sí —dijo la mujer, moviendo la cabeza—,

nos quería a todos. Teníamos a alguien que nosquería. Hace mucho tiempo, pero cuando vivía yestaba con nosotros, nos quería, sí. Tal vezquisiera al pequeño más que a ninguno, pero me

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quería a mí y yo le quería a él, aunque me metieracon él hace cinco minutos. ¿Está segura de que hamuerto? —preguntó al fin, intentando ponerse depie—. Si es sólo que está enfermo y como muertopueden hacerle volver en sí todavía. ¡Yo mismaestoy tan enferma, llevo tanto tiempo mal!

—¡Ha muerto, se ha ahogado!—La gente vuelve en sí después de morirse

ahogados. ¿En qué estaría pensando paraquedarme cruzada de brazos cuando tendría quemoverme? Vamos, cállate, hijo, ¡cállate! Tomaesto, tómalo para jugar pero no grites porque seme parte el alma. ¡Ay! ¿Dónde está mi fuerza? ¡Oh,John, esposo!

Margaret cogió a la mujer en brazos paraevitar que cayera al suelo. Se sentó en la mecedoray la aguantó sobre las rodillas, con la cabezaapoyada en su hombro. Los otros niños seagruparon asustados y empezaron a comprender elsentido de la escena; pero las ideas llegaban

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despacio, porque su percepción mental eralánguida y torpe. Lanzaron tal grito dedesesperación cuando adivinaron la verdad queMargaret no sabía cómo soportarlo. El más fuertefue el grito de Johnny, aunque el pobrecillo nosabía por qué gritaba.

La madre se estremeció en los brazos deMargaret. Margaret oyó un ruido en la puerta.

—Abre. Abre en seguida —le dijo al niñomayor—. Está echado el cerrojo. No hagáis ruido,estad muy callados. Oh, papá, llévalos arriba conmucho cuidado y así quizá ella no los oiga. Se hadesmayado, eso es todo.

—Es mejor para ella, pobrecilla —dijo unamujer que entró detrás de los que llevaban almuerto—. Pero usted no puede aguantarla. Espere,iré a buscar un almohadón y la echaremos concuidado en el suelo.

Esta vecina servicial fue un gran alivio paraMargaret; evidentemente, era una extraña en la

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casa, una recién llegada al barrio, en realidad;pero era tan amable y considerada que Margaretcomprendió que ya no la necesitaban y que seríamejor dar ejemplo y despejar la casa que estaballena de mirones ociosos, aunque compasivos.

Miró a su alrededor buscando a Higgins. Noestaba allí. Así que habló con la mujer que sehabía encargado de echar a la señora Boucher enel suelo.

—¿Puede decirle a toda esta gente que esmejor que se marchen en silencio? Así cuandorecobre el conocimiento sólo verá a una o dospersonas que conoce. Papá, podrías hablar tú conlos hombres y convencerlos de que se marchen. Lapobrecilla no puede respirar con tanta gentealrededor.

Margaret se arrodilló junto a la señoraBoucher y le humedeció la cara con vinagre. A lospocos minutos se sorprendió al sentir una ráfagade aire fresco. Miró a su alrededor y vio que su

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padre y la vecina intercambiaban una sonrisa.—¿Qué pasa? —preguntó.—Que nuestra buena amiga aquí ha dado con

un recurso perfecto para despejar la casa —repusosu padre.

—Les pedí que se fueran y se llevara cada unoa un niño, y que recordaran que eran huérfanos y sumadre viuda. Ha sido mano de santo, todos se losdisputaban. Y los niños llenarán el estómago hoy yrecibirán cariño también. ¿Sabe ella ya cómo hamuerto?

—No —contestó Margaret—. No podíadecírselo todo a la vez.

—Hay que decírselo por la investigación.¡Mire! Está volviendo en sí. ¿Se lo dice usted o lohago yo? ¿O sería mejor que lo hiciera su padre?

—No, usted, usted —contestó Margaret.Esperaron en silencio hasta que recobró del

todo el conocimiento. La vecina se sentó entoncesen el suelo y apoyó la cabeza y los hombros de la

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señora Boucher en su regazo.—Vecina —le dijo—, tu hombre ha muerto.

¿Sabes cómo murió?—Se ahogó —dijo débilmente la señora

Boucher, y empezó a llorar por primera vez, anteeste brusco sondeo de sus penas.

—Lo encontraron ahogado. Volvía a casa muydesesperado de todo en la tierra. Pensó que Diosno podía ser más duro que los hombres; tal vez notanto; tal vez tan tierno como una madre; tal vezmás. No digo que hiciera bien ni digo que hicieramal. Sólo pido que ni yo ni los míos tengamosnunca tanta pena como él o haríamos cosasparecidas.

—¡Me ha dejado sola con todos estos niños!—se lamentó la viuda, menos afligida por lamanera de la muerte de lo que esperaba Margaret;pero era propio de su carácter desvalido creer quela pérdida del esposo la afectaba principalmente aella y a sus hijos.

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—Sola no —dijo el señor Hale solemnemente—. ¿Quién está con usted? ¿Quién hará Suya sucausa?

La viuda clavó la mirada con ojosdesorbitados en el nuevo interlocutor cuyapresencia no había advertido hasta entonces.

—¿Quién ha prometido ser el padre de todoslos huérfanos? —añadió él.

—Pero tengo seis hijos, señor, y el mayor noha cumplido ocho años. No es que quiera dudar deSu poder, señor, pero hace falta mucha fe —dijoella, y se echó a llorar de nuevo.

—Mañana podrá hablar mejor, señor —dijo lavecina—. Ahora el mayor consuelo sería sentir aun niño en su pecho. Lamento que se hayan llevadoal pequeño.

—Iré a buscarlo —dijo Margaret. Regresó alos pocos minutos con Johnny, que tenía toda lacara manchada de comida y las manos cargadas detesoros: conchas, trocitos de cristal y la cabeza de

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una figura de yeso. Lo dejó en brazos de la madre.—Ya está —dijo la vecina—, ahora váyanse.

Llorarán juntos y se consolarán el uno al otro,nadie puede hacerlo mejor que un niño. Yo mequedaré con ella mientras me necesite, y si vienenmañana podrán hablar razonablemente con ella.Hoy no está en condiciones.

Margaret y su padre subieron lentamente lacalle y se detuvieron a la puerta de la casa deHiggins. Estaba cerrada.

—¿Entramos? —preguntó el señor Hale—.Estaba pensando en él también.

Llamaron. No hubo respuesta, así queintentaron abrir. La puerta estaba atrancada, peroles pareció oír ruido dentro.

—¡Nicholas! —dijo Margaret. No huborespuesta, y se habrían marchado creyendo que nohabía nadie si no hubieran oído un ruido casual,como el de un libro al caerse.

—¡Nicholas! —repitió Margaret—. Somos

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nosotros. ¿No va a dejarnos entrar?—No —contestó él—. Creo que he hablado

bien claro sin emplear palabras cerrando la puerta.Déjenme tranquilo hoy.

El señor Hale iba a insistir, pero Margaret lepuso el dedo en los labios.

—No me extraña nada —le dijo—. Yotambién deseo estar sola. Me parece que es lomejor después de un día como éste.

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Capítulo XXXVIIUna ojeada al Sur

¡Una pala, un rastrillo, un azadón!¡Un pico o una piqueta!

Una guadaña o una hoz para la siega,un mayal o lo que quieras:y una mano bien dispuesta

a manejar el utensilio necesario,can destreza aprendida en las duras lecciones

de la dura escuela del trabajo.

HOOD[63]

La puerta de la casa de Higgins estaba cerradacuando Margaret y su padre fueron a visitar a laviuda de Boucher al día siguiente, pero un vecinoamable les dijo que había salido. Había pasado aver a la señora Boucher, no obstante, antes deiniciar su trabajo diario, fuera el que fuese. La

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visita a la señora Boucher fue poco satisfactoria;ella se consideraba una mujer maltratada por elsuicidio de su pobre esposo; una idea difícil derefutar por el germen de verdad que contenía. Perono resultaba agradable verla concentrarse tanto ensí misma y en su situación, un egoísmo queabarcaba incluso las relaciones con sus hijos, aquienes consideraba estorbos pese al cariño untanto animal que sentía por ellos. Margaretprocuró familiarizarse con dos de ellos mientrassu padre se esforzaba por elevar los pensamientosde la viuda a un plano un poco más alto que el delmero estado quejumbroso. Los niños le parecíandolientes mas inocentes y sinceros que la viuda. Supadre había sido cariñoso con ellos; cada unoexplicó a su modo titubeante algún ejemplo deternura o de benevolencia del padre que habíanperdido.

—¿De verdad es él el que está arriba? Noparece él. Me dio miedo y papi nunca me daba

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miedo.Margaret sintió una pena profunda al saber que

la egoísta necesidad de compasión de la madre lahabía impulsado a llevar a los niños a ver su padredesfigurado. Mezclaba el burdo horror con laprofundidad del dolor natural. Intentó hacerlespensar en otra cosa: en lo que podían hacer por sumadre, en lo que le hubiera gustado a su padre quehicieran, pues ésta era una forma más eficaz deexpresarlo. Margaret tuvo más éxito que el señorHale en sus esfuerzos. Los niños vieron que suspequeños deberes consistían en actuar en suentorno inmediato y cada uno intentó hacer algopara ordenar la casa desastrada siguiendo lasindicaciones de Margaret. Pero el señor Haleplanteó un nivel demasiado elevado y unaperspectiva demasiado abstracta a la enfermaindolente. No consiguió despertar su mentealetargada lo bastante para que imaginara de formavívida el sufrimiento que había llevado a su

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marido a dar aquel último paso terrible. Sólopodía considerarlo en la medida en que la afectabaa ella, no comprendía la misericordia perdurabledel Dios que no había intervenido concretamentepara impedir que el agua ahogara a su esposopostrado. Y aunque en su fuero interno censuraba asu marido por haber caído en tan lúgubredesesperanza y negaba que tuviera excusa poraquel último acto impetuoso, no cejó en susimproperios contra todos aquellos que podíanhaberle empujado a cometerlo de un modo u otro.Los patronos, en particular el señor Thornton, cuyafábrica había sido atacada por Boucher y que,después de que se diera la orden de detención porlos disturbios, había hecho que la retiraran; elsindicato, cuyo representante era Higgins para lapobre mujer; los hijos tan numerosos, tanhambrientos y tan escandalosos: todos formaban ungran ejército de enemigos personales, que tenía laculpa de que ella fuera ahora una viuda desvalida.

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Margaret oyó este discurso irracional losuficiente para desanimarse; y cuando semarcharon le resultó imposible animar a su padre.

—Es la vida de la ciudad —le dijo—. Lasprisas, la agitación y la velocidad de todo lo quelos rodea aumentan su nerviosismo; y eso sinmencionar el confinamiento en estas casasreducidas, que basta por sí mismo para causardepresión y desaliento. En el campo la gente vivemucho más al aire libre, incluso los niños eincluso en invierno.

—Pero la gente tiene que vivir en las ciudades.Y en el campo algunos se acostumbran a pensar deforma tan aletargada que acaban siendo casifatalistas.

—Sí. Lo reconozco. Supongo que cada formade vida produce padecimientos propios ytentaciones propias. Los que viven en las ciudadesdeben de considerar tan difícil ser pacientes ytranquilos como los del campo ser activos y estar

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a la altura en emergencias desacostumbradas. Aunos y a otros tiene que costarles mucho concebirun futuro de cualquier género; a los unos porque elpresente es tan vivo, tan apresurado y taninmediato; y a los otros, porque su vida los tienta adeleitarse en la mera sensación de la existenciaanimal, sin conocer y, por lo tanto, sin preocuparsepor ningún otro deseo de placer para cuyaconsecución pueda hacer planes y sacrificarse eilusionarse.

—Y así tanto la necesidad de absorción comoel estúpido contento en el presente producen losmismos efectos. ¡Pero esta pobre señora Boucher!¡Podemos hacer tan poco por ella!

—De todos modos, no la dejaremos sinesforzarnos, aunque parezca tan inútil. Ay, papá,qué duro es este mundo.

—Sí lo es, hija mía. Al menos así nos loparece ahora; pero hemos sido muy felices, inclusoen medio de nuestra pena. ¡La visita de Frederick

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fue todo un placer!—¡Es verdad! Fue algo encantador,

apresurado, prohibido —dijo Margaretentusiasmada. Pero se calló de pronto. Habíaestropeado el recuerdo de la visita de Frederickcon su cobardía. El defecto que más despreciabaen otros era la falta de valor, la flaqueza que llevaa la falsedad. ¡Algo de lo que ella misma eraculpable! Entonces surgió el pensamiento de que elseñor Thornton conocía su falsedad. Se preguntó sile habría preocupado tanto que lo supieracualquier otro. Se puso a prueba mentalmente consu tía Shaw y con Edith, con su padre, con elcapitán Lennox y el señor Lennox, con Frederick.La idea de que su hermano se enterara de lo quehabía hecho, aunque hubiese sido por él, fue lamás dolorosa, pues ambos estaban en el primerarrebato del respeto y el cariño fraternalrecíprocos; pero ni siquiera la idea de perder laconsideración de Frederick podía compararse con

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la vergüenza, la estremecedora vergüenza quesentía al pensar en encontrarse otra vez con elseñor Thornton. Sin embargo, deseaba verlo,acabar de una vez; comprobar qué opinión tenía deella. Le ardían las mejillas al recordar laarrogancia con que había insinuado una objeciónal comercio (al principio de conocerse) porquesolía llevar también al engaño de hacer pasarartículos inferiores por artículos superiores por unlado; y a asumir crédito por riqueza y recursos noposeídos, por otro. Recordó la mirada de serenodesdén del señor Thornton cuando le dio aentender en pocas palabras que, en el granesquema del comercio, todas las formas deactuación deshonrosas sin duda resultabaninjuriosas a la larga, y que, examinar tales actossimplemente conforme al escaso éxito nodemostraba juicio sino insensatez en cada tipo deengaño tanto en el comercio como en todo lodemás. Recordaba (ella, entonces tan fuerte en su

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verdad sin tentación) que le había preguntado si nocreía que comprar en el mercado más barato yvender en el más caro demostraba una falta dejusticia transparente que está tan íntimamenterelacionada con la idea de verdad; y ella habíaempleado la palabra caballerosidad, y su padre lahabía corregido con la palabra superior, cristiano;y así siguió él la discusión, mientras ella guardabasilencio con un leve sentimiento de desdén.

¡Se había acabado el desdén para ella! ¡Sehabía acabado hablar de caballerosidad! Enadelante, se sentina humillada y avergonzada en supresencia. Pero ¿cuándo lo vería? Le daba un saltoel corazón cada vez que sonaba el timbre de lapuerta; y, sin embargo, cuando se silenciaba, sesentía extrañamente triste y abatida con cadadecepción. Era evidente que su padre esperaba suvisita y que le extrañaba que no fuera. La verdadera que la otra noche no habían tenido tiempo deextenderse sobre algunos puntos de la

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conversación; pero había quedado sobreentendidoque se verían al día siguiente, si era posible; y sino entonces, en la primera tarde que tuviera libreel señor Thornton. El señor Hale esperaba suvisita con impaciencia desde que se habíandespedido. Aún no había reanudado las clases consus alumnos, que había interrumpido cuando seagravó la enfermedad de su esposa, por lo quetenía menos ocupaciones que de costumbre; y elenorme interés de los últimos días (el suicidio deBoucher) le había hecho volver a susespeculaciones con mayor empeño que nunca. Sepasó toda la velada impaciente. No paraba dedecir: «Estaba seguro de que vendría el señorThornton. Creo que el mensajero que trajo el libroanoche debía de tener alguna nota y se olvidó deentregarla. ¿Crees que ha llegado algún mensajehoy?».

—Iré a preguntarlo —dijo Margaret trasrepetir de distintas formas las mismas frases un

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par de veces—. Un momento, llaman a la puerta.Se sentó al instante y se inclinó con atención

sobre la labor. Se oyeron pasos en las escaleras,pero eran sólo de una persona y se dio cuenta deque eran los de Dixon. Alzó la cabeza con unsuspiro y creyó alegrarse.

—Es ese Higgins, señor. Quiere hablar conusted, o con la señorita Hale. O tal vez con laseñorita Hale primero y luego con usted, señor; laverdad es que está bastante raro.

—Será mejor que suba y así podrá vernos alos dos y decidir con quién prefiere hablar.

—Oh, de acuerdo, señor. No me apetece nadaoír lo que tiene que contar, desde luego. Pero si leviera los zapatos, seguro que la cocina leparecería el lugar más adecuado.

—Supongo que puede limpiárselos —dijo elseñor Hale. Dixon se fue indignada a pedirle quesubiera. Se calmó un poco, sin embargo, al ver quese miraba los pies y vacilaba. Luego se sentó en el

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último peldaño, se quitó los zapatos ofensivos ysubió las escaleras sin decir una palabra.

—¡Servidor, señor! —dijo al entrar en lahabitación, alisándose el pelo—. Si ella me excusa—añadió mirando a Margaret— por estar encalcetines. Me he pasado el día pateando lascalles, y no precisamente las más limpias.

Margaret pensó que su cambio de actitudpodría achacarse a la fatiga, pues estabainsólitamente tranquilo y contenido; y era evidenteque le costaba explicar lo que había ido a decir.La amabilidad siempre a punto del señor Hale contodo género de timidez o vacilación le impulsó aacudir en su ayuda.

—Vamos a tomar el té en seguida, así quepodrá acompañarnos y tomar algo con nosotros,señor Higgins. Estoy seguro de que está cansado,si se ha pasado fuera este día lluvioso ydeprimente. Margaret, cariño, ¿no puedesapresurar el té?

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Margaret sólo podría hacerlo encargándosedirectamente de los preparativos, con lo cualofendería a Dixon, que estaba pasando de la penapor la muerte de su señora a un estado muysusceptible e irritable. Pero Martha, como todoslos que trataban a Margaret —incluida la propiaDixon a la larga— consideraba un placer y unhonor complacerla en lo que fuera. Y su buenadisposición y la tierna tolerancia de Margaret notardaron en hacer que Dixon se avergonzara de símisma.

—No entiendo por qué el señor y usted recibensiempre arriba a las clases bajas desde quellegamos a Milton, la verdad. En Helstone nuncapasaban de la cocina. Y a más de uno le dejé bienclaro que podía considerarlo un honor.

Higgins pudo desahogarse mejor con unapersona que con dos. Cuando Margaret salió de laestancia, se acercó a la puerta y se aseguró de queestuviera cerrada. Luego volvió y se sentó junto al

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señor Hale.—Señor —le dijo—, no se imaginará

fácilmente lo que he estado buscando hoy sinparar, sobre todo si recuerda mi forma de hablarayer. He estado buscando trabajo. Lo he hecho —dijo—. Seré educado, me dije, hablaré comoquieren. Me morderé la lengua antes que hablardeprisa. Por ese hombre, ya sabe. —Movió elpulgar señalando una dirección desconocida.

—No, no sé —dijo el señor Hale, advirtiendoque esperaba alguna confirmación ycompletamente perplejo en cuanto a quién podríaser «ese hombre».

—El tipo que yace allí —dijo Higginsrepitiendo el gesto—. El que fue y se ahogó, pobrehombre. No creía que fuera capaz de estarse quietoy dejar que el agua lo cubriera hasta morirse.Boucher, ya sabe.

—Sí, ya entiendo —dijo el señor Hale—.Vuelva a lo que estaba diciendo: que no hablaría

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deprisa.—Por él. Pero no por él. Porque esté donde

esté y sea lo que sea, no volverá a pasar hambre nifrío; sino por su mujer y por los pobres chiquillos.

—¡Bendito sea! —dijo el señor Hale,levantándose de un salto. Luego se calmó y añadió—: ¿Qué quiere decir? Explíquemelo.

—Ya se lo he explicado —contestó Higgins,un tanto sorprendido por la agitación del señorHale—. No pediría trabajo por mí; pero ellos hanquedado como una responsabilidad mía. Ojaláhubiera guiado a Boucher a un final mejor; pero lodesvié de su camino y ahora tengo que responderpor él.

El señor Hale estrechó vigorosamente la manode Higgins en silencio. Higgins parecía molesto yavergonzado.

—¡Vamos, vamos, señor! No hay entrenosotros un hombre, lo que se dice un hombre, queno hiciera lo mismo; sí, y todavía mejor. Porque,

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créame, yo nunca conseguiré trabajo, no tengoninguna posibilidad. Pese a todo le dije a Hamper,sin mentar su promesa, que yo no firmaría, no, nopodría, ni siquiera por esto, que nunca tendría untrabajador como yo en su fábrica, no quiso sabernada de mí, y tampoco los otros. Soy una pobreoveja negra inútil, los niños se morirán de hambresin que pueda evitarlo a menos que me ayude.

—¡Ayudarle! Pero ¿cómo? Haría lo que fuera,pero ¿qué puedo hacer yo?

—Aquí la señorita —Margaret había vuelto ala habitación y escuchaba en silencio— ha habladomuchas veces del Sur y de las costumbres de allí.No sé lo lejos que queda, pero he estado pensandoque si pudiera llevarlos allí, donde la comida esbarata y los salarios buenos y toda la gente selleva bien, ricos y pobres, patronos y trabajadores,tal vez usted pudiera ayudarme a trabajar. Aún nohe cumplido los cuarenta y cinco y tengo muchafuerza, señor.

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—Pero ¿qué trabajo podría hacer allí, amigomío?

—Bueno, creo que podría cavar un poco.—Y por eso, Higgins —dijo Margaret dando

un paso adelante—, por cualquier cosa quepudiera hacer con la mejor voluntad del mundoganaría unos nueve chelines semanales; diez comomucho. La comida cuesta más o menos lo mismoque aquí, sólo que podría tener una pequeñahuerta.

—Los niños podrían trabajar en ella —dijo él—. Estoy harto de Milton, de todos modos, yMilton está harto de mí.

—No debe ir al Sur —dijo Margaret—, pese atodo eso. No lo soportaría. Tendría que estar alaire libre siempre. Se moriría de reumatismo. Elsimple trabajo físico a su edad acabaría con usted.La comida es muy distinta de la que suele tomar.

—No me importa mucho la carne —dijo él,como si el comentario le hubiera ofendido.

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—Pero cuenta con tomar carne a diario sitrabaja; descuente lo que subiría eso de sus diezchelines y mantenga a esos pobres niños si puede.Tengo que explicarle todo bien claro, se lo deboporque ha sacado esa idea de mi modo de hablar.No soportaría el aburrimiento de la vida, no sabelo que es, le carcomería como herrumbre. Los quehan vivido allí toda la vida están acostumbrados aempaparse en las aguas estancadas. Trabajan díatras día en la absoluta soledad de los camposhúmedos, sin hablar ni alzar nunca sus pobrescabezas inclinadas. Labrar la tierra es un trabajoduro que entumece la mente. La monotonía de sutarea agotadora les embota la imaginación, no semolestan en reunirse para hablar sobre ideas yespeculaciones cuando terminan su jornada,vuelven a casa brutalmente cansados, pobrescriaturas, sin más deseo que comer y descansar.No podría animarlos ni incitarlos a la compañía,tan abundante en la ciudad como el aire que

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respira, sea bueno o malo, no lo sé; pero lo que sísé es que precisamente usted no soportaría vivirentre esos trabajadores. Lo que sería paz paraellos, sería tormento eterno para usted. No piensemás en ello, Nicholas, se lo ruego. Además, nopodría pagar la estancia de la madre y los hijosallí, ésa es una buena razón.

—Ya lo he calculado. Una casa nos serviríapara todos y los muebles de la otra se venderíanmuy bien. Y los hombres allí tendrán sus familiasque mantener, seis o siete hijos. ¡Dios los asista!—dijo él, más convencido por su propiaexposición de los hechos que por todo lo quehabía dicho Margaret, y renunciando de pronto a laidea que había tomado forma hacía poco en uncerebro agotado por la fatiga y la angustia del día—. ¡Que Dios los asista! Norte y Sur tienen cadauno sus propios problemas. Si allí el trabajo esseguro y regular, está pagado con salarios dehambre; mientras que aquí ganamos mucho un

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trimestre y ni un céntimo al siguiente. Sin duda elmundo está en una confusión que supera micomprensión y la de cualquier hombre. Hay quearreglarlo, pero ¿quién va a hacerlo si es comodicen y sólo hay lo que vemos?

El señor Hale estaba concentrado en cortar elbudín de pan y mantequilla; Margaret se alegró deque así fuera, porque se dio cuenta de que erapreferible dejar a Higgins a su aire: que si supadre empezaba a hablar aunque fuese tansuavemente sobre las ideas de Higgins, éste secreería desafiado a una discusión y se sentiríaobligado a defender su postura. Su padre y ellamantuvieron una conversación trivial hasta queHiggins, casi sin darse cuenta, hubo tomado unacomida muy considerable. Apartó entonces su sillade la mesa, e intentó interesarse por lo quehablaban ellos. Pero fue inútil, y se sumió denuevo en una vaga tristeza.

—Higgins —dijo Margaret de pronto. Llevaba

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un rato pensando en ello, pero las palabras se lehabían atragantado—, ¿ha ido a MarlboroughMills a pedir trabajo?

—¿A la fábrica de Thornton? —preguntó él asu vez—. Sí, he estado allí.

—¿Y qué le dijo él?—Los tipos como yo no suelen ver al patrono.

El encargado me dijo que me largara y me mandóal ca…

—Ojalá hubiera visto al señor Thornton —dijoel señor Hale—. Es probable que no le hubieradado trabajo, pero no habría empleado eselenguaje.

—En cuanto al lenguaje, ya casi estoyacostumbrado. No me importa. Y no me amilanocuando me echan. Lo que me molestó fue el hechode que no me quisieran allí, no más que en ningúnotro sitio.

—Pero me gustaría que hubiera visto al señorThornton —repitió Margaret—. Ya sé que es

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mucho pedir, pero ¿iría mañana y se lo preguntaríaa él? Me gustaría mucho que lo hiciera.

—Me temo que no serviría de nada —dijo elseñor Hale en voz baja—. Sería mejor que yohablara antes con él.

Margaret siguió mirando a Higgins yesperando la respuesta. Era difícil resistir sumirada afable y seria. Él exhaló un suspiro.

—Pondrá a prueba mi orgullo más de lacuenta. Si fuera por mí mismo, antes soportaríamuchas necesidades. Lo tumbaría antes que pedirleun favor. Haría lo que fuera antes que venderme,pero usted no es una joven corriente, con perdón,ni tiene maneras corrientes. Torceré el gesto y loafrontaré mañana. Pero no crea que él lo hará. Esehombre sería capaz de arder en la hoguera antes dedar su brazo a torcer. Lo hago por usted, señoritaHale, y es la primera vez en mi vida que cedo alos deseos de una mujer. Ni mi esposa ni Besspudieron decir nunca eso contra mí.

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—Se lo agradeceré todavía más por eso —dijoMargaret sonriendo—. Aunque no le creo: estoysegura de que ha cedido a los deseos de su esposay de sus hijas tanto como la mayoría de loshombres.

—Y en cuanto al señor Thornton —dijo elseñor Hale—, le daré una nota para él que meatrevería a decir que le garantizará que le escuche.

—Agradezco su amabilidad, señor, peropreferiría apañármelas solo. No soporto la idea deque me busque favores alguien que no conoce lospormenores del pleito. Meterse entre patrono ytrabajador es lo más parecido del mundo a meterseentre marido y mujer: requiere muchísimo juiciopara no conseguir nada. Montaré guardia a laentrada. Me plantaré allí a las seis de la mañana yno me moveré hasta que consiga hablar con él.Pero preferiría barrer las calles si los indigentesno hubieran copado ya ese trabajo. No esperenada, señorita. Sería más fácil sacar leche de las

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piedras. Les deseo buenas noches y les doy lasgracias.

—Encontrará sus zapatos junto al fuego de lacocina; los puse allí para que se secaran —dijoMargaret.

Se volvió y la miró fijamente, y luego se pasóla mano huesuda sobre los ojos y siguió su camino.

—¡Qué orgulloso es ese hombre! —dijo elseñor Hale, que estaba un poco disgustado por laforma en que había declinado Higgins suintercesión con el señor Thornton.

—Lo es —dijo Margaret—, pero qué grandescualidades humanas posee, orgullo y todo.

—Es divertido ver el evidente respeto quesiente por el aspecto del carácter del señorThornton que es como el suyo.

—Hay granito en todos estos norteños,¿verdad, papá?

—Me temo que el pobre Boucher no teníamucho; ni creo que lo tenga su esposa.

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—Yo diría por los acentos que son de origenirlandés. Ya veremos cómo le va mañana. Si él yel señor Thornton hablaran claramente de hombrea hombre mañana, si Higgins olvidara que el señorThornton es un patrono y hablara con él como connosotros, y si el señor Thornton fuera lo bastantepaciente como para escucharle con su corazónhumano y no con sus oídos de patrono…

—Estás empezando a hacer justicia al señorThornton por fin, Margaret —dijo su padre,tirándole de la oreja.

Margaret sintió un extraño ahogo en el pechoque le impidió responder. «Oh —pensé—, ojaláfuera hombre y pudiera ir a obligarle a expresar sudesaprobación y decirle sinceramente que sé quela merezco. Resulta duro perder su amistadprecisamente cuando había empezado a sentir suvalor. ¡Qué cariñoso fue con la querida mamá! Megustaría que viniera aunque sólo fuera por ella yasí al menos sabría lo poco que me considera».

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Capítulo XXXVIIIPromesas cumplidas

Se levantó entonces muy digna,con lágrimas en los ojos:

«Diga lo que diga, piense lo que piense,no diré una palabra».

BALADA ESCOCESA[64]

No era sólo que el señor Thornton supiera queMargaret había mentido —aunque ella suponía quepor ese único motivo había cambiado él la opiniónque tenía de ella—, sino que, a su modo de ver,aquella falsedad suya guardaba estrecha relacióncon otro amigo. No podía olvidar la miradaferviente y tierna que intercambiaban ella y el otrohombre: la actitud de familiaridad, si es que no deverdadero amor. Esa idea le atormentaba

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constantemente, era una imagen viva delante de susojos, fuera a donde fuese e hiciera lo que hiciese.Además de esto (y rechinaba los dientes cuando lorecordaba), estaban la hora, el anochecer y ellugar, tan alejado de casa y relativamente pocofrecuentado. La parte más noble de su ser le habíaindicado al principio que todo esto podría serfortuito, inocente, justificable; pero una vezconcedido su derecho a amar y a ser amada —¿acaso tenía él alguna razón para negar talderecho, no habían sido sus palabras rotundamenteexplícitas cuando rechazó su amor?—, podríafácilmente haber sido seducida a dar un paseo máslargo o a una hora más avanzada de lo que habíaprevisto. ¡Pero aquella mentira demostraba el fatalconocimiento de algo incorrecto que tenía queocultar, algo impropio de ella! Esto lo reconocía,aunque habría sido un alivio en todo momentoconsiderarla absolutamente indigna de su amor. Yera eso lo que le hacía sufrir: que la amaba

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apasionadamente y la consideraba, incluso contodos sus defectos, más bella que ninguna mujer ysuperior a todas; sin embargo, la creía tan unida aotro hombre, tan desorientada por su amor almismo como para violentar su naturaleza veraz. Lamisma mentira que la mancillaba era prueba de suciego amor por otro (aquel hombre moreno,esbelto, elegante y apuesto, mientras que él eratosco y adusto y fornido). El señor Thornton setorturaba sumido en una agonía de celos furiosos.Pensaba en aquella mirada, aquella actitud:¡hubiese puesto su vida a los pies de ella poraquella tierna mirada, aquel amorosoarrobamiento! Se burlaba de sí mismo por haberapreciado que le hubiera protegido maquinalmentede la furia de la muchedumbre; ahora había vistolo dulce y cautivadora que resultaba cuando estabacon un hombre a quien amaba de verdad.Recordaba la mordacidad de sus palabras puntopor punto: «No había un solo hombre en toda

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aquella multitud por quien ella no hubiera hecho lomismo mucho más cordialmente que por él». Élcompartía con la multitud el deseo de ella deevitar derramamiento de sangre; pero este hombre,este amor oculto no compartía nada con nadie. Éllo poseía todo: miradas, palabras, abrazos,mentiras, ocultación.

El señor Thornton se daba cuenta de que no sehabía sentido tan irritable como ahora nunca, entoda la vida. Se sentía inclinado a contestar deforma brusca (más gruñido que palabras) acualquiera que le preguntara algo, y el saberlohería su amor propio. Siempre se habíaenorgullecido del dominio de sí mismo, y secontrolaba. Así que la actitud se sometió a unasosegada deliberación, aunque el asunto era másdifícil y más grave de lo normal. En casa estabamás silencioso que de costumbre, pasaba lasveladas en un continuo ir y venir que habríamolestado a su madre sobremanera en cualquier

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otro y que no fomentaba precisamente la pacienciani siquiera con su amado hijo.

—¿No puedes estarte quieto y sentarte unmomento? Tengo que decirte algo si dejas de unavez ese continuo caminar sin parar.

Él se sentó al instante en una silla junto a lapared.

—Quiero hablarte de Betsy. Dice que tiene quedejarnos, que está tan quebrantada por la muertede su novio que no consigue concentrarse en eltrabajo.

—Muy bien. Supongo que habrá otrascocineras.

—¡Qué propio de un hombre es eso! No setrata sólo de cocinar, es que ella conoce todas lascostumbres de la casa. Además, me ha dicho algode tu amiga la señorita Hale.

—La señorita Hale no es mi amiga. Mi amigoes el señor Hale.

—Me alegra oírtelo decir, porque si fuera

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amiga tuya te disgustaría lo que dice Betsy.—Cuéntamelo —repuso él, con aquella actitud

absolutamente sosegada que había adoptado en losúltimos días.

—Betsy dice que la noche que su novio…, norecuerdo el nombre, porque ella siempre lo llamaél.

—Leonards.—La noche que vieron por última vez a

Leonards en la estación, cuando lo vieron porúltima vez en el trabajo, en realidad, la señoritaHale estaba allí paseando con un joven que Betsycree que mató a Leonards de un golpe o unempujón.

—Leonards no murió de un golpe ni de unempujón.

—¿Cómo lo sabes?—Porque se lo pregunté claramente al médico

del hospital. Él me dijo que Leonards tenía unaenfermedad interna desde hacía tiempo, causada

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por el hábito de beber en exceso; que el hecho deque empeorara rápidamente mientras estaba ebriozanjaba la cuestión en cuanto a si el último ataquefatídico había sido causado por exceso de bebidao por la caída.

—¡La caída! ¿Qué caída?—La caída o el empujón de que habla Betsy.—¿Entonces es que hubo un golpe o un

empujón?—Eso creo.—¿Y quién lo hizo?—Como no ha habido investigación, debido a

la opinión del médico, no lo sé.—Pero ¿la señorita Hale estaba allí?No contestó.—¿Y con un joven?Siguió sin contestar. Al final, dijo:—Te digo que no ha habido investigación,

madre, ninguna pesquisa. Pesquisa judicial, quierodecir.

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—Betsy dice que Woolmer (un conocido suyoque trabaja en una tienda de comestibles deCrampton) jura que la señorita Hale estaba en laestación paseando con un joven a esa hora.

—No veo qué nos importa a nosotros. Laseñorita Hale puede hacer lo que le plazca.

—Me alegra oírte hablar así —dijo la señoraThornton encantada—. Desde luego no nosimporta… y menos a ti después de lo que pasó.Pero yo, yo prometí a la señora Hale queamonestaría y aconsejaría a su hija en casonecesario. Y desde luego le haré saber mi opiniónsobre semejante conducta.

—No veo ningún mal en lo que hizo aquellatarde —dijo el señor Thornton, levantándose yacercándose a su madre. Se quedó junto a la repisade la chimenea, de espaldas a la habitación.

—No aprobarías que hubieran visto a Fannypaseando con un joven en un lugar tan solitariodespués de oscurecer. Y eso sin mencionar la

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oportunidad del momento para semejante paseo,cuando todavía no habían enterrado a su madre.¿Te gustaría que el dependiente de una tienda decomestibles hubiera visto a tu hermana en talescircunstancias?

—En primer lugar, como fui dependiente deuna pañería no hace muchos años, la meracircunstancia de que el dependiente de un colmadose fije en algo no altera el carácter del hecho, enmi opinión. Y en segundo lugar, me parece queexiste una gran diferencia entre la señorita Hale yFanny. Supongo que la primera podría tenerrazones de peso que pudieran y tuvieran quehacerla pasar por alto cualquier aparenteimpropiedad de su conducta. Que yo sepa, Fannynunca ha tenido razones de peso para nada. Otraspersonas la protegen. Creo que la señorita Halesabe cuidarse sola.

—¡Vaya descripción de tu hermana, John, laverdad! Te aseguro que cualquiera creería que la

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señorita Hale ya te ha hecho bastante para que seasmas perspicaz. Te indujo a hacerle una propuestacon una descarada demostración de falso cariñopara provocar a este mismo joven, estoy segura.Ahora comprendo claramente su conducta. Creesque es su amigo, supongo, reconócelo.

Él se volvió a mirar a su madre, con gestotriste y ceñudo.

—Sí, madre. Creo que es su amigo.Una vez dicho esto, se volvió de nuevo; se

retorció como si le doliera algo. Apoyó la cara enla mano. Luego, sin darle tiempo a ella a hablar, sevolvió de pronto:

—Madre. Es su amigo, sea quien sea. Pero talvez necesite ayuda y consejo femeninos. Puedehaber problemas y tentaciones que nosotrosdesconocemos. Y no quiero saber cuáles son. Perocomo tú siempre has sido una madre buena, sí, ycariñosa conmigo, ve a verla, gana su confianza ydile lo que debe hacer. Sé que pasa algo, algo

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espantoso, que tiene que ser un terrible tormentopara ella.

—¡Por amor de Dios, John! —dijo su madre,verdaderamente asustada ahora—. ¿Qué quieresdecir? ¿Qué es lo que sabes?

El no contestó.—¡John! No sé qué pensar si no te explicas.

¡No tienes ningún derecho a decir lo que has dichocontra ella!

—¡Contra ella no, madre! ¡No podría hablarcontra ella!

—Muy bien. No tienes ningún derecho a decirlo que has dicho si no te explicas. Esoscomentarios a medias son los que arruinan lareputación de una mujer.

—¡Su reputación! Madre, no te atrevas… —dio media vuelta y miró a su madre a la cara conojos llameantes. Luego se irguió y añadió,adoptando cierta compostura y dignidad—: Nodiré más que esto, que no es ni más ni menos que

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la pura verdad, y estoy seguro de que me crees:tengo buenas razones para creer que la señoritaHale se encuentra en un aprieto, algún problemarelacionado con un compromiso que es suyo, porlo que sé del carácter de la señorita Hale,totalmente inocente y correcto. Me niego aexplicar cuáles son mis razones. Pero no permitasque oiga a nadie decir una palabra contra ella,insinuando cualquier imputación más grave que elhecho de que ahora necesita el consejo de unamujer amable y tierna. ¡Tú prometiste a la señoraHale ser esa mujer!

—¡No! —dijo la señora Thornton—. Mealegra decir que no le prometí amabilidad yternura, porque entonces me pareció que podríaestar fuera de mi alcance manifestar ambas cosas aalguien con el carácter y la forma de ser de laseñorita Hale. Prometí consejo y orientación, talcomo se los daría a mi propia hija. Hablaré conella tal como lo haría con Fanny si hubiera andado

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correteando con un joven de noche. Y hablaré conrelación a las circunstancias que conozco, sindejarme influenciar en ningún sentido por las«buenas razones» que no me confías. Con esocumpliré mi promesa y mi deber.

—No lo tolerará dijo él con vehemencia.—Tendrá que hacerlo si le hablo en nombre de

su difunta madre.—¡Muy bien! —dijo él, marchándose de

pronto—. No quiero saber nada más. No soportopensar en ello. En cualquier caso, será mejor quehables con ella a que no le digan nada. —Ycuando se encerró en su habitación masculló—:¡Oh, aquella mirada de amor! Y esa malditamentira, que demuestra una vergüenza terrible alfondo que había que impedir que saliera a la luz enla que yo creía que vivía ella siempre. ¡Ay,Margaret, Margaret! ¡Madre, cómo me hastorturado! ¡Ay, Margaret! ¿No podrías habermeamado? Soy zafio e insensible, pero nunca te

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habría hecho mentir por mí.Cuanto más pensaba la señora Thornton en lo

que había dicho su hijo suplicando un juiciocompasivo de la indiscreción de Margaret, másresentimiento sentía contra ella. Disfrutabaferozmente con la idea de «decirle lo quepensaba» so pretexto de cumplir con su deber.Disfrutaba con la idea de mostrarse indiferente al«encanto» que sabía que Margaret tenía el poderde proyectar sobre muchas personas. Bufó alpensar en la belleza de su víctima. Su cabellonegro azabache, su cutis claro y terso, sus ojosluminosos no le ahorrarían una sola palabra deljusto y severo reproche que la señora Thorntonpreparó mentalmente durante media noche.

—¿Está en casa la señorita Hale?Sabía que sí estaba en casa porque la había

visto en la ventana. Tenía los pies en el pequeñovestíbulo antes de que Martha acabara de contestara su pregunta.

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Margaret estaba sola escribiendo a Edith; ledaba muchos detalles de los últimos días de sumadre. Era una tarea debilitante y tuvo que secarselas lágrimas espontáneas cuando anunciaron a laseñora Thornton.

La recibió con tanta delicadeza y cortesía quela hizo sentirse un poco intimidada y le impidiópronunciar el discurso tan bien preparado cuandono había nadie a quien dirigirlo. La voz grave ysonora de Margaret era más suave de lo habitual; ysu actitud más gentil, pues sentía un profundoagradecimiento hacia la señora Thornton por ladelicadeza de su visita. Se esforzó por encontrartemas de conversación interesantes. Alabó aMartha, la sirvienta que les había buscado laseñora Thornton. Le dijo que había pedido a Edithun aire griego del que le había hablado a laseñorita Thornton. La señora Thornton estabarealmente desconcertada. Su acero damascenoparecía fuera de lugar e inútil entre pétalos de

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rosa. Guardó silencio, procurando obligarse acumplir su cometido. Al final, se incitó a hacerlopermitiendo que cruzara su mente la sospecha deque, pese a toda probabilidad, aquella dulzura erafingida con el propósito de ganarse la voluntad delseñor Thornton; que, de alguna manera, el otrocompromiso había fracasado y la señorita Hale seproponía ahora recuperar al pretendienterechazado. ¡Pobre Margaret! Tal vez hubiera tantaverdad en la sospecha como ésta: que la señoraThornton era la madre de alguien cuyaconsideración apreciaba y temía haber perdido; yque esa idea aumentó inconscientemente su naturaldeseo de complacer a alguien que le demostrabasu amabilidad visitándola. La señora Thornton selevantó para marcharse, aunque parecía que teníaalgo más que decir. Carraspeó y empezó:

—Señorita Hale, tengo un deber que cumplir.Prometí a su pobre madre que, en la medida de mipobre juicio, no le permitiría actuar de modo

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impropio, o… —aquí suavizó un poco el tono— odescuidado sin amonestarla al menos, sin ofrecerleconsejo, lo aceptara usted o no.

Margaret se quedó plantada delante de laseñora Thornton mirándola con ojos desorbitadosy ruborizada como cualquier culpable. ¡Creía quehabía ido a hablarle de la mentira que había dicho,que el señor Thornton le había encargado que leexplicara el peligro al que se había expuesto deque la refutaran en pleno juicio! Y aunque se lecayó el alma a los pies al pensar que él no habíadecidido ir personalmente a reconvenirla yescuchar su arrepentimiento devolviéndola a subuena opinión, sin embargo se sentía demasiadohumillada para no soportar cualquier acusaciónsobre este tema con paciencia y docilidad.

La señora Thornton prosiguió:—Cuando me enteré por una de mis sirvientas

de que la habían visto paseando con un caballeroen la estación de Outwood, tan lejos de casa y a

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tales horas del atardecer, al principio no podíacreerlo. Pero lamento decir que mi hijo meconfirmó que era verdad. Fue indiscreto, por nodecir algo peor. Muchas jóvenes han perdido lareputación antes…

Margaret la miró con ojos relampagueantes.Aquélla era una idea nueva: demasiado insultante.Si la señora Thornton hubiese hablado de lamentira que había dicho, muy bien, lo habríareconocido y se habría humillado. Pero afear suconducta, ¡hablar de su reputación! Y que lohiciera ella, la señora Thornton, una extraña, ¡erademasiado impertinente! No contestaría, no diríani una palabra. La señora Thornton vio el espíritucombativo en la mirada de Margaret y surgiótambién su combatividad.

—Por su madre, he considerado correctoadvertirla contra tales impropiedades; a la larga ladegradarán en la estima del mundo aunque no lehagan verdadero daño.

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—Por mi madre —dijo Margaret con vozlacrimosa— soportaré mucho, pero no puedosoportarlo todo. Estoy segura de que ella nuncaquiso exponerme a la injuria.

—¡Injuria, señorita Hale!—Sí, señora —dijo Margaret con más firmeza

—, injuria. ¿Qué sabe usted de mí que la lleve asospechar…? Oh —dijo, derrumbándose ycubriéndose la cara con las manos—. Ahoraentiendo, el señor Thornton le ha dicho…

—No, señorita Hale —dijo la señoraThornton, impulsada por la sinceridad de Margareta detener la confesión que estaba a punto de hacer,aunque se moría de curiosidad—. Basta. El señorThornton no me ha dicho nada. No conoce usted ami hijo. No es digna de conocerle. Me dijo losiguiente. Escúcheme para que comprenda, si escapaz, la clase de hombre que rechazó usted. Estefabricante de Milton de gran corazón, a pesar dehaber visto despreciado su cariño, sólo me dijo

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anoche: «Ve a verla. Tengo buenas razones parasaber que está en algún apuro, debido a algúncompromiso; y necesita consejo femenino». Creoque ésas fueron sus palabras. Aparte de eso, apartede admitir el hecho de que estuvo usted en laestación de Outwood con un caballero el veintiséispor la tarde, no me ha dicho nada contra usted, niuna palabra. Si sabe algo que la haga sollozar deese modo, se lo guarda para él.

Margaret seguía con las manos sobre la cara.Tenía los dedos llenos de lágrimas. La señoraThornton se aplacó un poco.

—Vamos, señorita Hale. Admito que a veceshay circunstancias que si se explican, puedensuprimir la aparente impropiedad.

Margaret siguió en silencio. Estabaconsiderando lo que iba a decir. Deseaba ganarseel favor de la señora Thornton; y, sin embargo, eraincapaz de dar ninguna explicación, no podíahacerlo. La señora Thornton se impacientó.

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—Lamentaría romper una amistad; pero, poramor a Fanny, como le dije a mi hijo, si Fannyhubiera hecho algo que consideráramosvergonzoso, y Fanny pudiera extraviarse…

—No puedo darle ninguna explicación —dijoMargaret en voz baja—. He obrado mal, pero node la forma que usted cree o sabe. Creo que elseñor Thornton me juzga con más clemencia queusted —le costaba un gran esfuerzo contener laslágrimas para evitar que le temblara la voz—,pero creo que su intención es buena.

—Gracias —dijo la señora Thornton,irguiéndose—. No sabía que se pusiera en duda miintención. No volveré a inmiscuirme. Me costóaceptar que lo haría cuando su madre me lo pidió.No aprobaba el cariño de mi hijo por usted cuandosólo lo sospechaba. No me parecía usted digna deél. Pero cuando usted se puso en evidencia comolo hizo el día del tumulto, exponiéndose a loscomentarios de sirvientes y trabajadores, creí que

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ya no tenía derecho a oponerme al deseo de mihijo de proponerle matrimonio. Un deseo que, porcierto, había negado siempre hasta aquel día. —Margaret se estremeció y respiró con unprolongado sonido silbante, que, sin embargo, laseñora Thornton no advirtió—. Y lo hizo, pero alparecer usted había cambiado de idea. Ayer le dijea mi hijo que creía posible, aunque había pasadopoco tiempo, que hubiera oído o sabido usted algode ese otro pretendiente…

—¿Qué opinión tiene de mí, señora? —preguntó Margaret, echando la cabeza hacia atráscon orgulloso desdén y arqueando el cuello comoun cisne—. No diga nada más, señora Thornton.Declino todo intento de justificarme por nada. Leruego que me permita salir de la habitación.

Y salió majestuosamente, con la graciasilenciosa de una princesa ofendida. La señoraThornton tenía humor natural más que suficientepara advertir lo absurdo de la posición en que

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había quedado. No le quedaba más remedio quemarcharse también. No se sentía especialmenteenojada por el comportamiento de Margaret. Ellano le importaba tanto como para eso. Habíatomado la reconvención de la señora Thornton tana pecho como aquella dama esperaba; y elapasionamiento de Margaret aplacó a su visitantemucho más de lo que podrían haberlo hecho elsilencio o la reserva. Demostraba el efecto de suspalabras. «Jovencita —se dijo la señora Thornton—, menudo genio se gasta. Si John y usted sehubieran unido, él habría tenido que ser muyestricto para enseñarle su sitio. Pero no creo quevuelva a pasear con su galán a esa hora del día sinmás. Tiene demasiado orgullo y demasiado templepara hacerlo. Me gusta que una joven salgavolando ante la idea de dar que hablar. Demuestraque no es atolondrada ni atrevida por naturaleza. Yésta puede ser atrevida, pero nunca seríaatolondrada. Tengo que reconocerlo. En cuanto a

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Fanny, ella seria atolondrada pero no seríaatrevida. No tiene valor, ¡pobrecilla!».

La mañana del señor Thornton no fue tansatisfactoria como la de su madre. Al fin y al cabo,ella estaba cumpliendo todo lo que se habíapropuesto. Él trataba de determinar en quésituación se encontraba; el daño que le habíacausado la huelga. Buena parte de su capital estababloqueado en maquinaria nueva y costosa; ytambién había comprado algodón en abundanciacon vistas a algunos pedidos importantes que teníaentre manos. La huelga había retrasado muchísimola terminación de aquellos encargos. Incluso con elexperto personal habitual había tenido bastantesdificultades para cumplir sus compromisos; peroahora, la incompetencia de los irlandeses, aquienes habían tenido que enseñar su trabajo en unmomento que requería extraordinaria actividad,constituía un fastidio diario.

No era un momento propicio para que Higgins

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hiciera su petición. Pero le había prometido aMargaret que lo haría a toda costa. Así que,aunque su disgusto, su orgullo y su mal humoraumentaban por segundos, siguió junto al murohora tras hora, apoyado primero en una pierna yluego en la otra. Al final, alzaron bruscamente elpicaporte y salió el señor Thornton.

—Necesito hablar con usted, señor.—Ahora no puedo, amigo. Se me ha hecho muy

tarde.—Bueno, señor, creo que puedo esperar hasta

que vuelva.El señor Thornton estaba en mitad de la calle.

Higgins suspiró. Pero era inútil. Abordar «alpatrono» en la calle era la única oportunidad quetendría de hablar con él. Si hubiera llamado a lacaseta del guarda o incluso hubiera ido a la casa apreguntar por él, le habrían mandado al capataz.Así que se quedó allí plantado de nuevo, sinmolestarse en contestar más que con un leve

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cabeceo de reconocimiento a los pocos hombresque le conocían y hablaban con él cuando lamultitud salió del almacén a la hora de la comida,y miró ceñudo a los esquiroles irlandeses reciénimportados. Al final volvió el señor Thornton.

—¡Vaya! ¿Todavía está aquí?—Sí, señor. Tengo que hablar con usted.—Pase, entonces. Espere, cruzaremos el

almacén. Los hombres no han vuelto y lotendremos para nosotros solos. Veo que esta buenagente está comiendo —dijo, cerrando la puerta dela caseta del portero.

Se paró a hablar con el capataz. Éste le dijo envoz baja:

—Supongo que sabe usted que ese hombre esHiggins, uno de los dirigentes del sindicato, señor.El que hizo aquel discurso en Hurtsfield.

—No, no lo sabía —dijo el señor Thornton,volviéndose a mirar al hombre que le seguía.Conocía a Higgins de nombre como individuo de

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carácter violento.—Vamos —le dijo, en un tono más áspero que

antes. «Son los hombres como éste los queinterrumpen el comercio y perjudican a la ciudaden que viven: puros demagogos, amantes del podera cualquier precio para los demás», se dijo.

»Bien, señor, ya me dirá lo que quiere de mídijo el señor Thornton dando media vuelta paramirarlo en cuanto llegaron a la oficina de lafábrica.

—Me llamo Higgins…—Ya lo sé —dijo el señor Thornton

interrumpiéndole—. ¿Qué quiere, señor Higgins?Ésta es la pregunta.

—Quiero trabajo.—¡Trabajo! Tiene mucha cara viniendo a

pedirme trabajo. Desfachatez no le falta, eso estáclaro.

—Tengo enemigos y difamadores, como missuperiores; pero ninguno me ha criticado por pecar

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de modestia, que yo sepa —dijo Higgins. Le habíaalterado un poco la sangre la actitud del señorThornton, más que sus palabras.

El señor Thornton vio una carta dirigida a élen la mesa. La cogió y la leyó. Al terminar, alzó lavista y dijo:

—¿Qué está esperando?—Una respuesta a la pregunta que le he hecho.—Ya se la he dado. No pierda más tiempo.—Ha hecho usted un comentario sobre mi

desfachatez, señor. Pero a mí me enseñaron que esde buena educación contestar «sí» o «no» cuandome hacen una pregunta correcta. Le agradeceríaque me diera trabajo. Hamper le dirá que soy unbuen trabajador.

—Me parece que sería mejor que no meenviara a pedir informes a Hamper. Podríaenterarme de más de lo que le conviene.

—Correré el riesgo. Lo peor que pueden decirde mí es que hice lo que creía que era lo mejor,

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incluso para mi propio perjuicio.—Pues entonces vaya a ver si le dan trabajo.

Yo he despedido a más de cien de mis mejoresmanos solamente por seguirle a usted y a los queson como usted; ¿de verdad cree que voy acontratarle? Sería tanto como poner una tea entrela borra.

Higgins se volvió para marcharse. Entoncesrecordó a Boucher y dio media vuelta, era lamáxima concesión que podía obligarse a hacer.

—Le prometería, señor, que no diré unapalabra que pueda perjudicarle si nos trata bien; yprometería mas: prometo que si veo que seequivoca y obra de forma injusta, hablaré primerocon usted en privado; y ésa seria una advertenciajusta. Si usted y yo no estuviéramos de acuerdo ennuestra opinión de su conducta, podría despedirmeen una hora.

—¡A fe mía que no se considera usted pocacosa! Hamper ha sufrido una gran pérdida

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privándose de usted. ¿Cómo ha podido prescindirde usted y de su sabiduría?

—Bueno, nos separamos por mutuodescontento. Yo no estaba dispuesto a hacer lapromesa que pedían; y ellos no me aceptaban deningún modo. Así que puedo aceptar otrocompromiso libremente. Y como ya he dicho,aunque no debiera hacerlo yo, soy un buentrabajador, señor, y un hombre formal, sobre todocuando me abstengo de beber, que es lo que haréahora aunque no lo haya hecho nunca antes.

—Para poder ahorrar así más dinero para otrahuelga, supongo.

—¡No! Ojalá fuera libre para hacerlo; es porla viuda y los hijos de un hombre que se volvióloco por esos esquiroles suyos; despedido de supuesto por un irlandés que no distingue la trama dela urdimbre.

—¡Bien! Será mejor que acuda a algún otro sitiene tan buenas intenciones. Yo le aconsejaría que

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no se quedara en Milton: aquí es demasiadoconocido.

—Si estuviéramos en verano —dijo Higgins—buscaría trabajo de irlandés, haría de peóncaminero, de segador o lo que fuese, y no volveríaa aparecer por Milton. Pero estamos en invierno ylos niños tendrán hambre.

—¡Menudo peón caminero sería usted! ¡Noconseguiría hacer ni la mitad de trabajo que unirlandés en un día!

—Pues cobraría media jornada por las docehoras si no pudiera hacer más trabajo en esetiempo. ¿No conoce ningún sitio en que me pongana prueba lejos de los talleres si soy tanincendiario? Aceptaré el jornal que crean quemerezco, lo haré por esos chiquillos.

—¿Es que no se da cuenta de lo que seríaentonces? Sería un esquirol. Aceptaría salariosmás bajos que los demás trabajadores, y todo porlos hijos de otro hombre. Piense cómo insultaría a

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cualquier pobre individuo que estuviera dispuestoa hacer lo que pudiera para mantener a sus hijos.Usted y su sindicato le atacarían de inmediato.¡No, no! Aunque sólo sea por el modo en que hanutilizado a los pobres esquiroles antes le contestono a su pregunta. No le daré trabajo. No diré queno me creo la excusa para venir a pedirme trabajo;no sé nada al respecto. Tal vez sea verdad o talvez no. Es una historia bastante inverosímil, detodos modos. Déjeme pasar. No le daré trabajo.Ya tiene la respuesta.

—Entiendo, señor. No le habría molestado sino me hubiera pedido que viniera alguien queparecía creer que tenía usted algún lugar tierno enel corazón. Ella se equivocó y yo me dejé engañar.Pero no soy el primer hombre que se deja engañarpor una mujer.

—Dígale a ella que se preocupe de sus asuntosen vez de hacer perder el tiempo a los demás.Creo que las mujeres están en el fondo de todas las

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desgracias de este mundo. ¡Lárguese!—Le agradezco su amabilidad, señor, y sobre

todo su forma delicada de decirme adiós.El señor Thornton no se molestó en contestar.

Pero, al mirar por la ventana un minuto después, leimpresionó la figura enjuta y encorvada que salíadel patio. Su paso lento contrastaba extrañamentecon la determinación clara y resuelta del hombreque había hablado con él. Fue a la caseta delportero:

—¿Cuánto tiempo ha estado esperando ese talHiggins para hablar conmigo?

—Estaba en la verja antes de las ocho, señor.Creo que no se movió de ahí desde entonces.

—¿Y ahora son…?—Es la una, señor.«Cinco horas —pensó el señor Thornton—. Es

mucho tiempo para que espere un hombre sin másque hacer que confiar y temer».

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Capítulo XXXIXHacer amistades

No, he terminado; no me sacará más:y me alegro, sí, me alegro con toda mi alma

de ser completamente libre.

DRAYTON[65]

Margaret se encerró en su habitación después dedejar a la señora Thornton. Empezó a caminar deun lado a otro, como hacía siempre cuando estabanerviosa. Pero recordó de pronto que en aquellacasa de construcción frágil se oían las pisadas deuna habitación en las otras y se sentó hasta que oyóque la señora Thornton se marchaba. Se obligóentonces a recordar toda la conversación quehabían mantenido. Procuró repasarla mentalmente,frase por frase. Al final se levantó y se dijo en

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tono melancólico:«De todos modos, sus palabras no me afectan;

me resbalan; porque soy inocente de todo cuantome atribuye. Pero, aun así, es duro pensar que unamujer pueda creer eso de otra tan fácilmente. Esduro y es triste. No me acusa de lo que he hechomal, eso no lo sabe. Él no se lo ha dicho: ¡tendríaque haberme dado cuenta de que no lo haría!».

Alzó la cabeza como si se enorgulleciera de ladelicadeza de sentimientos que demostraba elseñor Thornton. Luego se le ocurrió otra idea yapretó con fuerza las manos unidas.

«También él debe de haber tomado al pobreFrederick por mi amante. —Enrojeció cuando lapalabra le pasó por la mente—. Ahora locomprendo. No es sólo que sepa que mentí, sinoque además cree que me quiere otro; y que yo,¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué voy a hacer? ¿Quéquiero decir? ¿Por qué me importa lo que pienseél, aparte de haber perdido la buena opinión que

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tenía de mí por haber mentido o dejado de mentir?No lo sé. ¡Pero no lo soporto! ¡Ay! ¡Qué triste hasido este último año! He pasado de la infancia a lavejez. No he tenido juventud ni madurez; puedoolvidar las esperanzas de la mujer adulta, porqueno me casaré; y mis cuidados y pesares son los deuna anciana, y también mi ánimo timorato. Estoycansada de esta continua necesidad de fortaleza.Podía soportarlo por papá, porque es un deberpiadoso natural. Y creo que pude resistir, en todocaso, tuve energía para tomar a mal las sospechasinjustas e impertinentes de la señora Thornton.Pero no soporto pensar lo absolutamenteequivocado que sin duda está él en cuanto a mí.¿Qué ha ocurrido para que me sienta tan morbosahoy? No lo sé. Sólo sé que no puedo evitarlo.Tengo que dejarme llevar a veces. No, no lo haré—dijo poniéndose en pie de un salto—. No loharé, no seguiré pensando en mí misma y en misituación. No analizaré mis sentimientos. Sería

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inútil ahora. Algún día, si llego a vieja, me sentaréjunto al fuego y analizaré cómo podía haber sidomi vida, mirando las brasas».

Pensaba todo esto mientras se arreglaba a todaprisa para salir, deteniéndose sólo de vez encuando para secarse con gesto impaciente laslágrimas que brotaban a pesar de su valentía.

«Tal vez haya muchas mujeres que cometen unerror tan lamentable como yo y se dan cuentacuando ya es demasiado tarde. ¡Con cuántaarrogancia e impertinencia le hablé aquel día!Pero entonces no me daba cuenta. Lo he idocomprendiendo poco a poco y no sé dóndeempezó. Ahora no cederé. Será difícilcomportarme del mismo modo con él, con estaidea lamentable de mí misma; pero me mostrarétranquila y discreta, y apenas hablaré. Claro queseguramente no lo veré. Procura mantenersealejado de nuestro camino. Eso será lo peor. Claroque no es extraño que me evite, creyendo lo que

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debe de creer de mí».Salió de casa y se dirigió rápidamente hacia el

campo, procurando ahogar la reflexión mediante larapidez de movimientos.

Cuando estaba en el umbral de la puerta, deregreso, llegó su padre.

—¡Estupendo! —dijo él—. Has estado en casade la señora Boucher. Precisamente me proponíair antes de comer si me da tiempo.

—No, papá. No he estado allí —dijoMargaret, ruborizándose—. Ni siquiera hepensado en ella. Iré nada más comer. Iré mientrastú duermes la siesta.

Y así lo hizo. La señora Boucher estaba muyenferma; no sólo indispuesta sino enferma deverdad. La vecina amable y sensata que la habíaayudado el otro día se había hecho cargo de todo,al parecer. Algunos niños estaban con vecinos.Mary Higgins se había llevado a los tres máspequeños antes de comer; y Nicholas había tenido

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que ir a avisar al médico. Todavía no habíallegado; la señora Boucher se estaba muriendo; ylo único que podían hacer era esperar. Margaretpensó que le gustaría conocer su opinión, y quesería mejor que fuera a ver a los Higgins mientrastanto. Así podría saber si Nicholas había habladocon el señor Thornton.

Encontró a Nicholas muy ocupado haciendogirar un penique sobre la mesa de la cocina paradiversión de los tres niños pequeños, que seabrazaban a él sin miedo. Él sonreía igual queellos mientras la moneda giraba. Y Margaret pensóque su animosa concentración en lo que hacía erauna buena señal. Cuando el penique se paró, «elpequeñín Johnnie» empezó a llorar.

—Ven conmigo —le dijo Margaret, alzándolode la mesa y cogiéndolo en brazos; le acercó elreloj a la oreja y preguntó a Nicholas si habíavisto al señor Thornton.

Su expresión cambió en el acto.

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—¡Sí! —contestó—. Le he visto y le heescuchado demasiado.

—¿No le ha dado trabajo, entonces? —preguntó Margaret con tristeza.

—Por supuesto que no. Yo ya lo sabía desde elprincipio. ¡Es absurdo esperar clemencia de lospatronos! Usted es una extraña y una forastera y esnormal que no sepa cómo son. Pero yo sí lo sé.

—Lamento haberle pedido que fuera. ¿Estabaenfadado? No le hablaría como Hamper, ¿verdad?

—¡No se deshizo en cordialidad! —exclamóNicholas, haciendo girar el penique otra vez, tantopara su propio entretenimiento como para el de losniños—. Pero no se preocupe, estoy donde estaba.Volveré a buscar mañana. Le pagué con la mismamoneda. Le dije que no tenía tan buena opinión deél como para volver por mi cuenta, pero que mehabía aconsejado usted que fuera y que estaba endeuda con usted.

—¿Le dijo que le había mandado ir yo?

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—No sé si mencioné su nombre. Creo que no.Dije que una mujer que no tenía ni idea me habíaaconsejado que fuera a ver si tenía algún puntosensible en el corazón.

—¿Y él…? —dijo Margaret.—Me dijo que le dijera que se ocupe de sus

propios asuntos. Ésta es la vez que más ha duradogirando, chicos. Yeso fue de lo más amable queme dijo. Pero no importa. Estamos dondeestábamos; y picaré piedras en la carretera antesde permitir que estos pequeños pasen hambre.

Johnnie no paraba quieto en brazos y Margaretvolvió a dejarlo en la mesa.

—Lamento haberle pedido que fuera a ver alseñor Thornton. Me ha decepcionado.

Se oyó un ruido ligero detrás. Se volvieron losdos al mismo tiempo y vieron al señor Thorntoncon cara de sorpresa y disgusto. Margaretobedeció un impulso repentino y se marchó. Pasó asu lado sin decir una palabra, saludándole sólo

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con una venia, lo que le permitió bajar la cabeza yocultar la súbita palidez que sentía en la cara. Élrespondió igual a su saludo y cerró la puerta. Ellaoyó el portazo mientras se alejaba a buen pasohacia la casa de la señora Boucher, y le parecióque colmaba la medida de su mortificación.También él se enfadó al encontrarla allí. Teníabuen corazón («un punto sensible», como decíaNicholas Higgins); pero se enorgullecía deocultarlo; lo guardaba bien a salvo, lo considerabasagrado, y recelaba de cualquier circunstancia queintentara llegar a él. Pero aunque temía demostrarsu ternura, también deseaba que todos los hombresreconocieran su justicia; y creía que había sidoinjusto manifestando tanto desdén a alguien quehabía esperado con humildad y paciencia cincohoras para hablar con él. El hecho de que aquelhombre le hubiera hablado con insolencia cuandohabía tenido ocasión de hacerlo no le importabanada al señor Thornton. Le agradaba más

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precisamente por ello; y era consciente de lapropia irritabilidad en el momento, lo queseguramente los dejara en paz a ambos. Eran lascinco horas de espera lo que impresionaba alseñor Thornton. Él mismo no disponía de esetiempo; pero había dedicado dos horas de su arduoy perspicaz trabajo intelectual, así como físico, areunir pruebas sobre la veracidad de la historia deHiggins, la naturaleza de su carácter, el tenor de suvida. Y a pesar de que se resistió a reconocerlo,estaba convencido de que todo cuanto le habíadicho era verdad. Y ese convencimiento habíallegado, como por medio de algún encantamiento,hasta la ternura latente de su corazón: la pacienciade aquel hombre y la simple generosidad delmotivo (pues se había enterado de la pelea entreBoucher y Higgins) hicieron que olvidaratotalmente los meros razonamientos de la justicia,pasándolos por alto mediante un instinto superior.Había ido a decirle a Higgins que le daría trabajo,

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y le había irritado más encontrarla allí que oír susúltimas palabras, pues comprendió entonces queera ella la mujer que había instado a Higgins a queacudiera a él; y temía la admisión de cualquieridea de ella como motivo de lo que hacía sóloporque era correcto.

—¿Así que la mujer de la que me habló ustedera esa dama? —le preguntó indignado a Higgins—. Podría haberme dicho quién era.

—¿Y entonces habría hablado usted de ellacon más cortesía de lo que lo hizo? Tendrá usteduna madre que podría impedirle burlarse cuandodijo que las mujeres están en el fondo de todas lasdesgracias.

—Se lo habrá dicho a la señorita Hale, porsupuesto.

—Por supuesto. Al menos eso me parece. Ledije que no tenía que meterse en nada que leincumbiera a usted.

—¿De quién son esos niños? ¿Suyos? —El

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señor Thornton sabía perfectamente de quién eran,por lo que le habían contado; pero le resultabadifícil desviar la conversación de su inicio pocoprometedor.

—No son míos; y son míos.—¿Son los niños de los que me habló esta

mañana?Higgins se dio la vuelta y contestó con

indignación mal contenida:—Cuando me dijo que mi historia podía ser

cierta o no serlo, pero que era muy inverosímil.No lo he olvidado, señor.

El señor Thornton guardó silencio un momento.Luego dijo:

—Yo tampoco. Y recuerdo lo que le dije. Notenía ningún motivo para hablarle de esos niñoscomo lo hice. Y no creí lo que me dijo. Yo no mehabría hecho cargo de los hijos de otro hombre sise hubiera portado conmigo como se portóBoucher con usted, por lo que me han contado.

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Pero ahora sé que me dijo la verdad. Le pidodisculpas.

Higgins no se volvió ni contestó en seguida.Pero cuando habló al fin, lo hizo con un tono mássuave, aunque sus palabras fueron bastantecontundentes.

—No tiene por qué entrometerse en lo queocurrió entre Boucher y yo. Él ha muerto y yo lolamento. Es suficiente.

—Muy bien. ¿Trabajará conmigo? Es lo que hevenido a preguntarle.

La obstinación de Higgins se tambaleó, cobrófuerza y se mantuvo firme. No pensaba decir nada.El señor Thornton no volvería a preguntárselo.Higgins posó la mirada en los niños.

—Me llamó usted descarado, mentiroso yliante. Y tal vez no le faltara razón porque solíadarme a la bebida de vez en cuando. Y yo le hellamado tirano y viejo bulldog y patrono duro ycruel; ésa es la situación. Pero, por los niños,

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¿cree que podremos llevarnos bien?—¡Bueno! —exclamó el señor Thornton casi

riéndose—, mi propuesta no ha sido que salgamosjuntos. Pero hay una ventaja en lo que usted mismoreconoce, y es que ninguno de los dos podremosllegar a pensar peor del otro de lo que lo hacemosahora.

—Es verdad —dijo Higgins pensativo—.Desde que nos vimos esta mañana no he dejado depensar que había sido una suerte que no meaceptara porque en mi vida he visto a un hombremás insoportable. Pero quizá sea un juicioprecipitado; y el trabajo es el trabajo, para lagente como yo. Así que aceptaré, señor; y lo quees más, se lo agradezco; trato hecho, por mi parte—dijo con más franqueza, dando media vuelta depronto y mirando de frente al señor Thornton porprimera vez.

—Trato hecho —dijo el señor Thornton,estrechándole la mano con fuerza—. Procure ser

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puntual —añadió, volviendo a su papel de patrón—. No aguanto remolones en mi fábrica.Aplicamos a rajatabla las multas establecidas. Yla primera vez que le sorprenda armandodiscordia, a la calle. Así que ya sabe a quéatenerse.

—Esta mañana habló usted de mi sabiduría.Me parece que la llevaré conmigo. ¿O prefiere quevaya sin sesera?

—Sin sesera si la emplea para entrometerse enmis asuntos. Con sesera si es capaz de ocuparsesólo de los suyos.

—Voy a necesitar mucho juicio paradeterminar dónde terminan mis asuntos y empiezanlos suyos.

—Los suyos todavía no han empezado y losmíos me esperan, así que buenas tardes.

Margaret salió de casa de la señora Boucherpoco antes de que el señor Thornton llegara a lapuerta. No lo vio, y él la siguió unos minutos,

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contemplando con admiración su andar ligero ynatural y su figura alta y airosa. Pero esta sencillaemoción placentera se vio mancillada de pronto,envenenada por los celos. Deseaba alcanzarla yhablar con ella para ver cómo reaccionaba ahoraque tenía que saber que estaba enterado de quetenía otra relación. También deseaba, aunque deeste deseo se avergonzaba un poco, que supieraque había reconocido su juicio al enviar a Higginsa pedirle trabajo y que se había arrepentido de sudecisión de la mañana. La alcanzó. Ella sesobresaltó.

—Permítame decirle, señorita Hale, que seprecipitó un poco al manifestar su disgusto. Heaceptado a Higgins.

—Me alegro —repuso ella con frialdad.—Me ha dicho que le repitió lo que le dije

esta mañana de… —vaciló. Margaret terminó lafrase por él:

—De que no se entrometan las mujeres. Tenía

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todo el derecho del mundo a expresar su opinión,que fue muy correcta, no me cabe duda. Pero —añadió un poco más impaciente— Higgins no ledijo toda la verdad exacta. —La palabra «verdad»le recordó su mentira y se calló de pronto,sintiéndose muy molesta.

El señor Thornton no entendió su silencio alprincipio, y luego recordó la mentira que habíadicho ella y todo lo que había pasado.

—¡La verdad exacta! —exclamó—. Muy pocaspersonas dicen la verdad exacta. Yo he renunciadoa esperarlo. ¿No tiene que darme ningunaexplicación, señorita Hale? Se habrá dado cuentade lo que he de pensar.

Margaret guardó silencio. Se preguntaba si unaexplicación de algún tipo sería consecuente con sufidelidad a Frederick.

—No —dijo él—. No insistiré. Podría ponertentaciones a su paso. Su secreto está a salvoconmigo de momento, créame. Permítame decirle

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que corre grandes riesgos siendo tan indiscreta.Ahora hablo sólo como amigo de su padre. Si tuvealgún otro pensamiento o esperanza, por supuestose acabó. No me guía ningún interés personal.

—Ya lo sé —dijo Margaret, obligándose ahablar en tono indiferente y despreocupado—. Medoy cuenta de lo que debe de pensar de mí, pero elsecreto es de otra persona y no puedo explicarlosin perjudicarla.

—No tengo el menor deseo de entrometermeen los secretos del caballero —dijo él conirritación creciente—. Mi único interés por ustedes el de un amigo. Tal vez no me crea, señoritaHale, pero así es, a pesar de la persecución conque me temo que la amenacé en otro momento;pero todo eso se acabó, ha terminado. ¿Me cree,señorita Hale?

—Sí —contestó Margaret quedamente contristeza.

—Bueno, entonces no veo ningún motivo para

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que sigamos caminando juntos. Pensaba que quizátuviera algo que decir, pero ya veo que no somosnada el uno para el otro. Si está completamenteconvencida de que cualquier estúpida pasión pormi parte ha desaparecido completamente, le deseobuenas tardes.

Se marchó apresuradamente.«¿Qué pretenderá? —se preguntó Margaret—.

¿Qué habrá querido decir hablándome de esemodo, como si yo estuviera pensando siempre quese interesa por mí cuando sé que no es cierto, queno puede? Su madre le habrá contado todasaquellas cosas crueles de mí. Pero no voy apreocuparme por él. Creo que soy lo bastantedueña de mí misma para controlar este sentimientotorturante y disparatado que me ha tentado inclusoa traicionar a mi querido Frederick para poderrecuperar su buena opinión de mí: la buenaopinión de un hombre que se toma tantas molestiaspara decirme que no significo nada para él.

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¡Vamos! Pobre corazón, sé animoso y valiente.Nos ayudaremos mucho si nos abandonan yquedamos desolados».

Su padre se sorprendió un poco al verla tananimada aquella tarde. Hablaba sin cesar y forzósu humor natural hasta límites insólitos. Y aunquehabía un leve tono de amargura en cuanto decía,aunque sus relatos del grupo de Harley Streetfuesen un poco sarcásticos, su padre no se atrevióa interrumpirla como hubiera hecho en otrotiempo, porque le complacía ver que se libraba desus cuidados. En plena velada la llamaron paraque bajara a hablar con Mary Higgins, y cuandovolvió, el señor Hale creyó ver rastros delágrimas en sus mejillas. Pero no podía ser,porque tenía buenas noticias: Higgins habíaconseguido trabajo en la fábrica del señorThornton. La animación de Margaret se habíaapagado, de todos modos, y le costaba muchotrabajo seguir hablando, y más aún hacerlo del

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mismo modo disparatado que antes. Su estado deánimo cambió extrañamente durante unos días. Ysu padre había empezado a preocuparse por ella,cuando llegaron noticias de un par de sitios, queprometían cierto cambio y variedad para ella. Elseñor Hale recibió una carta del señor Bell, en laque el caballero les anunciaba su visita; y el señorHale suponía que la compañía de su viejo amigode Oxford daría un giro tan agradable a lospensamientos de Margaret como a los propios.Ella procuró interesarse en lo que complacía a supadre, pero estaba demasiado lánguida parapreocuparse por ningún señor Bell aunque fueseveinte veces su padrino. La animó más una cartade Edith, llena de compasión por la muerte de sutía; llena de detalles sobre sí misma, su marido ysu hijo, y en la que le decía al final que como elclima no sentaba bien al niño y como la señoraShaw hablaba de regresar a Inglaterra, creíaprobable que el capitán Lennox traspasara su

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puesto y entonces volverían todos a vivir en lacasa de Harley Street; que, sin embargo, pareceríaincompleta sin Margaret. Margaret añorabaaquella casa y la placidez de la vida monótona yordenada que había llevado allí. Le habíaresultado tediosa a veces, pero se había visto tanzarandeada desde entonces, y se sentía tan agotadapor esta última lucha consigo misma, que leparecía que incluso el estancamiento sería undescanso y un alivio. Así que empezó a considerarla posibilidad de hacer una larga visita a losLennox cuando regresaran a Inglaterra como a unlugar…, no, de esperanza no, pero sí de ocio, en elque podría recuperar la fuerza y el dominio de símisma. De momento, le parecía que todos lostemas tendían hacia el señor Thornton; como si nopudiera olvidarse de él a pesar de sus esfuerzos.Si iba a ver a los Higgins, hablaban de él. Supadre había reanudado las clases con él y citabacontinuamente sus opiniones; hasta la visita del

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señor Bell pondría sobre el tapete el nombre de suarrendatario; pues mandó recado de que creía quetendría que dedicar buena parte de su tiempo alseñor Thornton, ya que estaban preparando unnuevo contrato de arrendamiento y tenían queponerse de acuerdo sobre las condiciones delmismo.

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Capítulo XLDiscordancia

No sufro agravio si no puedo exigir ningún derecho,nada me quitaron cuando nada tenía,

aunque de mi infortunio no pueda estar seguro;puesto que otro puede complacerse

de lo que pesaroso me entristece.

WYATT[66]

Margaret no esperaba disfrutar mucho con la visitadel señor Bell, aunque se alegraba por su padre;pero cuando llegó su padrino, ocupó de inmediatola posición de amistad más natural del mundo. Éldijo que ella no tenía ningún mérito por ser lo queera: una joven tan absolutamente adorable, de lasque le gustaban. Sólo era una cualidad hereditariaque poseía: aparecer y ganarse su estimación. Ella,

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a su vez, le reconoció el mérito de estar tan lozanoy joven con la toga y el birrete de la universidad.

—Lozano y joven en cordialidad y amabilidad,quiero decir. Porque lo siento, pero debo admitirque sus opiniones me parecen las más anticuadascon que me he encontrado en todo este tiempo.

—¡Escucha a esta hija tuya, Hale! Su estanciaen Milton la ha corrompido completamente. Es unademócrata, una republicana roja, pertenece a laPeace Society, es socialista…

—Papá, sólo lo dice porque defiendo elprogreso del comercio. El señor Bell lomantendría aún en el intercambio de pieles deanimales salvajes por bellotas.

—No, no. Yo cavaría la tierra y cultivaríapatatas. Y esquilaría a los animales salvajes parahacer popelín con la lana. No exagere, señorita.Pero estoy cansado de este ajetreo. Todosatropellándose en su precipitación por hacersericos.

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—No todos pueden sentarse cómodamente ensus habitaciones de la residencia universitaria ydejar que su riqueza aumente sin el menor esfuerzopor su parte. Seguro que hay muchos hombres aquíque estarían encantados si sus propiedadesaumentaran como han hecho las tuyas sin tener quepreocuparse para nada de ello —dijo el señorHale.

—No creo que lo hicieran. Es el ajetreo y lalucha lo que les gusta. Y en cuanto a lo de sentarsetranquilamente y aprender del pasado o describirel futuro mediante trabajo fiel realizado conespíritu profético, la verdad, no creo que haya unsolo hombre en Milton que sepa estarse quieto. Yes todo un arte.

—Supongo que la gente de Milton piensa quelos de Oxford no saben moverse. Seria estupendoque se mezclaran un poco más.

—Sería estupendo para los miltonianos.Muchas cosas que pueden ser buenas para ellos

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serían muy desagradables para otros.—¿No es usted de Milton? —preguntó

Margaret—. Creía que se sentiría orgulloso de suciudad.

—Confieso que no sé qué hay para sentirseorgulloso de ello. Si fueras a Oxford, Margaret, teenseñaría un lugar para enorgullecerse.

—¡Bueno! —dijo el señor Hale—, el señorThornton vendrá a cenar con nosotros, y él está tanorgulloso de Milton como tú de Oxford. Podréisintentar haceros más tolerantes el uno al otro.

—Yo no necesito ser más tolerante, gracias —dijo el señor Bell.

—¿Va a venir a cenar el señor Thornton, papá?—preguntó Margaret en voz baja.

—A cenar o un poco después. No estabaseguro. Me dijo que no esperáramos.

El señor Thornton había decidido no preguntara su madre hasta dónde había llevado a cabo suproyecto de hablar con Margaret sobre su

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comportamiento impropio. Estaba seguro de que sila entrevista tenía lugar, la relación que hiciera sumadre de lo ocurrido no haría mas que irritarle ydisgustarle, aunque sabía la alteración que sufriríaal pasar por la mente de ella. Le horrorizabaincluso oír mencionar el nombre de Margaret;aunque la culpaba y estaba celoso de ella, aunquerenunciaba a ella, la amaba profundamente, pese así mismo. Soñaba con ella. Soñaba que seacercaba a él bailando con los brazos abiertos, ycon una ligereza y una alegría que le hacíanodiarla, aunque le cautivaba. Pero la impresión deesta imagen de Margaret —despojada de todo elcarácter de Margaret tan absolutamente como sialgún espíritu maligno hubiera tomado posesión desu cuerpo— estaba tan grabada en su imaginaciónque cuando despertaba se sentía casi incapaz deseparar a la Una de la Duessa[67], y el disgusto quele producía la segunda parecía envolver ydesfigurar a la primera. Sin embargo, era

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demasiado orgulloso para reconocer su debilidadevitando verla. No buscaría ni eludiría laoportunidad de estar en su compañía. Y paraconvencerse de su capacidad de dominarse, no seapresuró en los asuntos de la tarde. Se obligó ahacer cada cosa con lentitud y deliberacióninsólitas, y que eran las ocho pasadas cuando llegóa casa del señor Hale. Tenía que negociaracuerdos en el estudio con el señor Bell, quesiguió hablando cansinamente, sentado junto alfuego, cuando terminaron todos sus asuntos ypodían haber subido a reunirse con los Hale. Peroel señor Thornton no estaba dispuesto a decir unapalabra. Aguantó cada vez más irritado, pensandoque el señor Bell era un compañero aburridísimo,mientras éste le devolvía el cumplido, diciéndoseque el señor Thornton era el individuo más seco ymás brusco que había conocido, y totalmentedesprovisto de inteligencia y de modales. Al final,oyeron un leve sonido arriba que sugirió la

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conveniencia de subir ya. Encontraron a Margaretcon una carta en la mano, discutiendo convehemencia el contenido de la misma con supadre. La dejó a un lado en cuanto entraron loscaballeros.

Pero el señor Thornton captó con agudezaalgunas palabras del señor Hale al señor Bell.

—Una carta de Henry Lennox. Margaret laconsidera muy esperanzadora.

El señor Bell asintió. Margaret estabaencarnada como una rosa cuando el señorThornton la miró. Él sintió un impulso inconteniblede levantarse en aquel mismo instante, salir de laestancia y no volver a poner los pies en aquellacasa.

—Habéis tardado tanto —dijo el señor Hale—que creíamos que el señor Thornton y tú habíaisseguido el consejo de Margaret y estabaisintentando convertiros el uno al otro.

—Y pensasteis que no quedaría nada de

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nosotros más que una opinión, como la cola delgato de Kilkenny. ¿Y puede saberse qué opinióncreíais que tendría la vitalidad más obstinada?

El señor Thornton no sabía de qué estabanhablando y no se molestó en preguntarlo. El señorHale tuvo a bien aclarárselo.

—Señor Thornton, esta mañana acusamos alseñor Bell de cierta intolerancia oxoniensemedieval con su ciudad natal. Y propusimos,Margaret, creo, que le convendría relacionarse unpoco con los fabricantes de Milton.

—Disculpe. Margaret pensó que convendría alos fabricantes de Milton relacionarse un poco máscon los hombres de Oxford. ¿No fue así, Margaret?

—Creo que mi idea fue que les beneficiaría atodos conocerse un poco mejor, no sé si fue ideamía o de papá.

—Así que ya ve, señor Thornton, deberíamoshaber estado instruyéndonos el uno al otro abajo,en lugar de hablar de las familias Smith y Harrison

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desaparecidas. Sin embargo, estoy dispuesto acumplir con mi parte ahora. Me pregunto cuándose proponen vivir los hombres de Milton. Pareceque dedican toda la vida a acumular los mediosmateriales para hacerlo.

—Supongo que con vivir se refiere usted adisfrutar.

—Sí, a disfrutar. No especifico de qué porquesupongo que los dos consideramos el mero placerun gozo muy pobre.

—Preferiría que definiera la naturaleza dedisfrutar.

—¡Bueno! Disfrutar de ocio, disfrutar delpoder y la influencia que proporcionan el dinero.Todos luchan por conseguir dinero. ¿Para qué loquieren?

El señor Thornton guardó silencio. Luegocontestó:

—La verdad es que no lo sé. Pero yo no luchopor el dinero.

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—¿Por qué, entonces?—Es una pregunta muy personal. Tendría que

ponerme al descubierto ante semejante catequista yno sé si estoy dispuesto a hacerlo.

—¡No! —dijo el señor Hale—; no seamospersonales en nuestro catequismo. Ninguno deustedes son hombres representativos. Ambos sondemasiado individualistas para eso.

—No sé si considerarlo un cumplido. Megustaría ser el representante de Oxford, con subelleza, su conocimiento y su noble historiaantigua. ¿Qué opinas tú, Margaret? ¿Debo sentirmehalagado?

—Yo no conozco Oxford. Pero existe unadiferencia entre ser el representante de una ciudady el hombre representativo de sus habitantes.

—Muy cierto, señorita Margaret. Ahorarecuerdo que esta mañana estaba contra mí y eraabsolutamente miltoniana e industrial en suspreferencias.

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Margaret advirtió la rápida mirada de sorpresaque le lanzó el señor Thornton y le disgustó la ideaque podría sacar del comentario del señor Bell.Este prosiguió:

—Ay, ojalá pudiera enseñarte nuestra HighStreet, nuestra Radcliffe Square. No hablo denuestros colegios, al igual que permito que elseñor Thornton no mencione sus fábricas al hablarde los encantos de Milton. Tengo derecho acriticar a mi ciudad natal. Recuerden que soy deMilton.

Los comentarios del señor Bell irritaronexageradamente al señor Thornton. No estaba dehumor para bromas. En otro momento, tal vezhubiera disfrutado de las críticas del señor Bell auna ciudad cuya vida distaba tanto de los hábitosque él había adquirido; su irritación le impulsóentonces a defender lo que nadie pretendía atacaren serio.

—No creo que Milton sea un modelo de

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ciudad.—¿No arquitectónicamente? —preguntó con

malicia el señor Bell.—¡No! Estamos demasiado ocupados para

preocuparnos de la mera apariencia exterior.—No diga mera apariencia exterior —dijo el

señor Hale amablemente—. Nos impresionan atodos desde la infancia, todos los días de nuestravida.

—Un momento —dijo el señor Thornton—.Tenga en cuenta que no somos de la misma razaque los griegos, para quienes la belleza lo era todoy a quienes el señor Bell podría hablar de una vidade ocio y gozo sereno, buena parte del cual lesentraba por los sentidos externos. No me propongodespreciarlos más de lo que los imitaría. Pero yopertenezco a la estirpe teutónica. En esta región deInglaterra está poco mezclada, menos que en otras.Conservamos buena parte de su lengua,conservamos más de su espíritu. Nosotros no

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consideramos la vida un tiempo para disfrutar,sino un tiempo para la acción y el esfuerzo.Nuestra gloria y nuestra belleza surgen de nuestrafuerza interior, que nos hace vencer la resistenciamaterial y dificultades mayores incluso. Y somosteutones aquí en Darkshire en otro aspecto.Odiamos que nos impongan leyes elaboradas adistancia. Deseamos que nos dejen regirnos anosotros mismos en lugar de entrometersecontinuamente con su legislación imperfecta.Defendemos el gobierno autónomo y nosoponemos al centralismo.

—O sea, que les gustaría restaurar laheptarquía. Bien, de todos modos, retiro lo quedije esta mañana: que la gente de Milton norespeta el pasado. Adoran ustedes a Tor.

—Si no reverenciamos el pasado como ustedesen Oxford es porque queremos algo que puedaaplicarse al presente de forma mas directa. Estámuy bien cuando el estudio del pasado lleva a una

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profecía del futuro. Pero para hombres que sedebaten a tientas en circunstancias nuevas seríamejor que las palabras de la experiencia nosindicaran cómo actuar en lo que nos concierne másíntima y directamente, que está lleno dedificultades que hay que afrontar. Y de la forma dehacerlo y superarlas (y no simplemente apartarlasde momento) depende nuestro futuro. Que nosayude a abordar el presente la sabiduría delpasado. ¡Pero, no! La gente puede hablar de utopíamucho mejor que de la obligación del díasiguiente; y, sin embargo, cuando otros cumplenfielmente ese deber, grita: «¡Qué vergüenza!».

—La verdad es que no sé de qué estáhablando. ¿Se dignarían ustedes los hombres deMilton a exponer su problema actual a Oxford?Aún no nos han puesto a prueba.

El señor Thornton se rió de buena gana deesto.

—Creo que hablaba con referencia a algo que

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nos preocupa mucho últimamente. Pensaba en lashuelgas que hemos soportado, que son asuntosbastante problemáticos y perjudiciales, como estoydescubriendo por experiencia. Y, sin embargo,esta última huelga, con la que estoy sufriendo, hasido respetable.

—¡Una huelga respetable! —exclamó el señorBell—. Me parece que ha llegado muy lejos en elculto a Tor.

Margaret sentía, mas que ver, que el señorThornton estaba disgustado porque tomabancontinuamente a broma lo que él consideraba muyserio. Intentó cambiar de tema, pues aquélimportaba muy poco a una parte mientras que a laotra le parecía profunda y personalmenteinteresante. Se obligó a decir algo.

—Edith dice que encuentra percalesestampados en Corfú más baratos y mejores que enLondres.

—¿De verdad? —preguntó su padre—. Me

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parece que debe de ser una de las exageracionesde Edith. ¿Tú lo crees, Margaret?

—Yo sólo sé que ella lo dice, papá.—Entonces yo lo creo —dijo el señor Bell—.

Margaret, estoy tan convencido de tu sinceridad,que la extiendo incluso al carácter de tu prima. Nocreo que una prima tuya pueda exagerar.

—¿Tanto destaca la señorita Hale por lasinceridad? —preguntó el señor Thornton conamargura. Se hubiera mordido la lengua nada máshacerlo. ¿Qué era él? ¿Y por qué tenía queavergonzarla de aquel modo? ¡Qué malvado eraesta noche! Se había puesto de mal humor portener que esperar tanto rato para verla, le habíairritado la mención de cierto nombre porque creíaque era el de un amante más afortunado, y ahora semostraba displicente porque había sido incapaz dedebatir animosamente con alguien que sólopretendía pasar una velada agradable concomentarios ligeros y despreocupados, el

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característico buen amigo de todas las reuniones,cuya actitud debería conocer perfectamente aaquellas alturas el señor Thornton, que le habíatratado durante muchos años. ¡Y hablar a Margaretcomo lo había hecho! No se levantó y salió de lahabitación como había hecho tiempo atrás cuandola brusquedad o el genio de él la irritaban. Siguiósentada en silencio, tras la primera mirada dedolida sorpresa como la de un niño ante unrechazo inesperado; pasó luego a una expresión deprofunda tristeza, cargada de reproche; bajódespués los ojos, se inclinó sobre la labor y novolvió a hablar. Pero él no pudo evitar mirarla yvio el leve temblor de su cuerpo, como si loestremeciera un frío inusitado. Se sintió como sehabría sentido la madre que se hubiera marchadodejando de «acunar y reñir» antes de que su levesonrisa de plena confianza en el amor maternodemostrara la renovación de su cariño[68]. Dabarespuestas escuetas; estaba molesto y enojado,

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incapaz de discernir la broma de la seriedad;deseoso únicamente de una mirada, una palabra deella ante la que postrarse con humildad penitente.Pero ella no alzó la vista ni habló. Sus dedos finosvolaban sobre la labor con tanta regularidad yrapidez como si le fuera la vida en ello. No podíasentir afecto por él, se dijo, pues, de lo contrario,el apasionado fervor de su anhelo la hubieseobligado a alzar la vista, aunque fuese un instante,para leer el tardío arrepentimiento en la suya.Podría haberla golpeado antes de marcharse sólopara tener el privilegio de expresarle elremordimiento que roía su corazón mediante uninsólito acto de grosería. Estuvo bien que cerrarala velada aquel largo paseo al aire libre. Lepermitió calmarse y recuperar la firme resoluciónde verla lo menos posible a partir de entonces, yaque el simple hecho de ver su cara y su figura, deoír los sonidos de aquella voz (cual ráfagas depura melodía) poseían semejante poder para

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desequilibrarle. ¡Muy bien! Había conocido lo queera el amor: ¡una herida profunda, una experienciaardiente entre cuyas llamas se debatía! Perolucharía para salir de aquel horno a la serenidadde la madurez, tanto más generoso y más humanopor haber conocido esta gran pasión.

Cuando él salió de la estancia de forma untanto brusca, Margaret se levantó de su asiento yempezó a recoger la labor en silencio. Lascosturas largas eran gruesas e insólitamentepesadas para sus brazos lánguidos. Las curvas desu rostro se alargaron y tensaron y su aspecto erael de alguien que había pasado un día de extremafatiga. Cuando los tres se disponían a retirarse, elseñor Bell susurró una escueta crítica al señorThornton.

—En mi vida he visto a un individuo tanestropeado por el éxito. No aguanta una palabra,ningún género de broma. Parece que todo ofendasu elevada dignidad. Antes era tan sencillo y tan

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noble como la luz del día; no podías ofenderleporque no tenía vanidad.

—No es vanidoso —dijo Margaret,apartándose de la mesa y hablando con serenaclaridad—. Esta noche no era él mismo. Tiene quehaber pasado algo que le disgustara antes de venir.

El señor Bell le lanzó una de sus miradaspenetrantes por encima de las gafas. Margaret laaguantó tranquilamente. Pero cuando ella salió dela habitación, él preguntó de pronto:

—Hale, ¿se te ha ocurrido alguna vez que tuhija y Thornton sientan el uno por el otro lo quelos franceses llaman tendresse?

—¡Nunca! —repuso el señor Hale, primerosorprendido y luego nervioso por la nueva idea—.No, estoy seguro de que te equivocas. Estoy casiseguro de que estás en un error. Si hubiera algo,sería sólo por parte del señor Thornton.¡Pobrecillo! Espero y confío en que no piense enella, porque estoy seguro de que ella no le

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aceptaría.—¡Bueno! Yo soy soltero y he evitado las

aventuras amorosas toda la vida, así que tal vez nohaya que tener en cuenta mi opinión. De locontrario, ¡yo diría que había síntomas clarísimosen ella!

—Entonces creo que te equivocas —repuso elseñor Hale—. Es posible que él se interese porella, aunque la verdad es que ha sido casi groseracon él a veces. ¡Pero ella! En fin, estoyconvencido de que nunca pensaría en él. Semejanteidea ni siquiera se le ha pasado por la cabeza.

—Tal vez por el corazón sí. Pero yo no hehecho mas que apuntar una posibilidad. Tal vez meequivoque. Y tanto si me equivoco como si no,tengo mucho sueño. Así que, después deestropearte el reposo nocturno (según compruebo)con mis inoportunas fantasías, me entregaré al míocon la conciencia tranquila.

Pero el señor Hale decidió que no se

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preocuparía por una idea tan descabellada; así quepermaneció despierto, decidido a no pensar enella.

El señor Bell se fue al día siguiente, pidiendoa Margaret que le considerara como alguien quetenía derecho a ayudarla y protegerla en todos susproblemas, fueran del género que fuesen. Y alseñor Hale le dijo:

—Esa Margaret tuya se me ha metido en elcorazón. Cuídala, porque es una criaturapreciosísima, demasiado para Milton, en realidadsólo apropiada para Oxford. Me refiero a laciudad, no a los hombres. Yo no conozco a nadiedigno de ella todavía. Cuando lo haga, traeré aljoven para que esté junto a tu joven mujer igualque el genio de las mil y una noches llevó alpríncipe Camaralzaman a unirse con la princesaBadoura.

—Te ruego que no hagas nada parecido.Recuerda las desgracias que siguieron. Y además,

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yo no puedo prescindir de Margaret.—Bueno, la verdad es que, pensándolo mejor,

nos cuidará dentro de diez años, cuando seamosunos viejos enfermos y cascarrabias. ¡En serio,Hale! Me gustaría que dejaras Milton. Es un lugarmuy poco adecuado para ti, aunque te lorecomendara yo. Si pudiera, eliminaría mis restosde dudas y aceptaría un beneficio universitario.Margaret y tú iríais a vivir a la casa parroquial, túpodrías ser una especie de coadjutor lego y teencargarías por mí del populacho. Y ella seríanuestra ama de casa sería, la Dama Generosa dellugar durante el día; y por la noche, nos leeríahasta que nos durmiéramos. Yo sería muy feliz conesa vida. ¿Qué te parece a ti?

—Ni hablar —dijo el señor Hale sin vacilar—. Ya hice mi único gran cambio y he pagado elprecio en sufrimiento. Me quedaré aquí siempre; yaquí me enterrarán y me perderé en la multitud.

—Pues yo no renuncio a mi plan. Aunque no te

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acosaré más con él ahora. ¿Dónde está la Perla?Vamos, Margaret, dame un beso de despedida. Yrecuerda, cariño, dónde puedes encontrar unverdadero amigo para todo lo que esté en supoder. Eres mi niña, Margaret. ¡Recuérdalo, y queDios te bendiga!

Así que volvieron a la monotonía de la vidatranquila que llevarían en lo sucesivo. Ya no habíaenferma por quien tener esperanza y temor; inclusolos Higgins, por quienes tanto se había preocupadoe interesado durante un tiempo, parecían lejos detoda necesidad inmediata de su atención. Los niñosBoucher, huérfanos también de madre, requerían laatención que Margaret podía procurarles. Iba conmucha frecuencia a ver a Mary Higgins, que secuidaba de ellos. Las dos familias vivían en lamisma casa: los niños mayores estaban en escuelashumildes, y a los más pequeños, mientras Marytrabajaba, los atendía la vecina amable cuyosentido común había impresionado tanto a

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Margaret cuando murió Boucher. Por supuesto, lepagaban por las molestias; y en realidad, en todosestos pequeños planes y arreglos para loshuérfanos, Nicholas demostró una sensatez y uncriterio ordenado que no tenían nada que ver consus actos anteriores más excéntricos. Estaba tanentregado a su trabajo que Margaret lo vio muypoco durante los meses de invierno; y cuando lohizo comprobó que eludía cualquier referencia alpadre de aquellos niños a quienes había tomadoplena y cariñosamente a su cuidado. No hablabafácilmente del señor Thornton.

—A decir verdad —dijo—, me desconciertabastante. Es dos tipos. Uno que conocía hacetiempo como patrono cien por cien. El otro notiene nada de patrón. No sé cómo pueden estarambos unidos en el mismo cuerpo. Es un misterioque tengo que aclarar. Pero no me doy por vencidopor eso, sin embargo. Mientras tanto, él viene aquícon frecuencia, y así he conocido al individuo que

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es un hombre, no un patrón. Y creo que yo ledesconcierto a él tanto como él a mí, porque sesienta y escucha y mira como si yo fuera un animalraro recién capturado en alguna de las zonas. Perono me amilano. Haría falta mucho para amilanarmeen mi propia casa, como él comprende. Y le digoalgunas de mis opiniones que me parece quehubiera sido mejor que le explicaran cuando eramás joven.

—¿Y no le contesta? —preguntó el señor Hale.—¡Bueno! No diré que sólo se beneficie él,

aunque me atribuya el mérito de mejorarlobastante. A veces dice alguna que otra cosa burdaque no resulta agradable al principio, pero queluego cuando lo rumias tiene un sabor raro averdad. Me parece que vendrá esta noche, por lode la escuela de los niños. No está satisfecho conla calidad y quiere examinarlos.

—¿Cuáles son…? —empezó a decir el señorHale, pero Margaret le tocó el brazo y le enseñó el

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reloj.—Son casi las siete —le dijo—. Las tardes

son más largas ahora. Vamos, papá.No respiró tranquila hasta que estuvieron a una

prudente distancia de la casa. Entonces, máscalmada ya, lamentó haberse apresurado tanto.Porque ya casi nunca veía al señor Thornton yhabría sido agradable verlo aquella noche si iba acasa de Higgins, por la antigua amistad.

¡Sí! Ya casi nunca iba a ver al señor Hale, nisiquiera por el frío y aburrido propósito de lasclases. El señor Hale estaba disgustado por eldesinterés de su alumno acerca de la literaturagriega que tanto entusiasmo despertara en él hacíapoco tiempo. Solía llegar una nota apresurada delseñor Thornton en el último momento, en la que lecomunicaba que estaba tan ocupado que no podíair a la clase con el señor Hale. Y, aunque otrosalumnos habían ocupado más que su lugar encuanto a tiempo, ninguno ocupaba el lugar de su

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primer estudiante en el corazón del señor Hale.Estaba triste y deprimido por este cese parcial deuna relación que había llegado a apreciar tanto, ysolía sentarse a cavilar sobre la razón que podíahaber ocasionado aquel cambio.

Una noche sorprendió a Margaret, que estabasentada con su labor, preguntándole súbitamente:

—¡Margaret! ¿Has tenido alguna vez motivospara creer que el señor Thornton se interesaba porti?

Casi se ruboriza al hacerle esta pregunta. Perola idea del señor Bell, que había descartado,volvía a su mente una y otra vez, y las palabrashabían brotado de su boca antes de que se dieracuenta de lo que hacía.

Margaret se tomó tiempo para contestar. Peroél supo cuál sería la respuesta por la inclinaciónde su cabeza.

—Sí; creo que sí. Oh, papá, debería habértelodicho.

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Dejó la labor y se cubrió la cara con lasmanos.

—No, cariño, no creas que te lo pregunto porimpertinencia. Estoy seguro de que me lo habríasdicho si hubieras creído que podíascorresponderle. ¿Te ha hablado de ello?

No hubo respuesta al principio. Luego se oyóun discreto y renuente «sí».

—¿Y le rechazaste?Un largo suspiro. Una actitud más desvalida,

débil, y otro «sí». Pero antes de que su padrepudiera hablar, Margaret alzó la cara, sonrosadade preciosa vergüenza, clavó los ojos en él y ledijo:

—Por favor, papá, no puedo decirte mas de loque te he dicho. Todo el asunto es muy dolorosopara mí. Todo lo relacionado con ello me resultatan amargo que no soporto pensar en ello ni hablarde ello. Siento mucho que hayas perdido a tuamigo, papá, pero yo no he podido evitarlo, no

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sabes cuánto lo lamento.Se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en sus

rodillas.—También yo lo lamento, hija. El señor Bell

me desconcertó realmente cuando me dijo algo porel estilo…

—¡El señor Bell! ¿Se dio cuenta el señor Bell?—Un poco; pero se le metió en la cabeza que

tú…, ¿cómo la diría? Que tú no veías con malosojos al señor Thornton. Yo sabía que eraimposible. Esperaba que todo fuera sóloimaginaciones suyas; pero sabía perfectamentecuáles eran tus verdaderos sentimientos parasuponer que pudiera gustarte el señor Thornton deese modo. Lo lamento muchísimo.

Guardaron silencio unos minutos, sin moverse.Pero cuando él le acarició la cara poco despuéscon ternura se sorprendió al notar que la teníahúmeda de lágrimas. Ella se levantó de un salto,sonrió con forzada alegría y se puso a hablar de

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los Lennox con tanto empeño en cambiar deconversación que el bondadoso señor Hale no seatrevió a volver al tema anterior.

—Mañana, sí, mañana llegarán a HarleyStreet. Oh, qué extraño resultará. Me pregunto enqué habitación pondrán el cuarto de los niños. TíaShaw estará feliz con el bebé. ¿Te imaginas aEdith de mamá? Y el capitán Lennox… ¿A qué sededicará ahora que ha renunciado a su puesto?

—Te diré una cosa —dijo su padre, deseosode complacerla con este nuevo tema de interés—.Creo que tengo que prescindir de ti durante quincedías para que vayas a la ciudad a ver a losviajeros. Te pondrías más al corriente en mediahora de conversación con el señor Lennox sobrelas posibilidades de Frederick que leyendo unadocena de estas cartas suyas; así que en realidadunirías diversión y trabajo.

—No, papá, no puedes prescindir de mí. Y loque es más, no quiero que lo hagas. —Hizo una

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pausa y añadió—: Lamentablemente, estoyperdiendo la esperanza acerca de Frederick. Semuestra indulgente con nosotros, pero me doycuenta de que el señor Lennox no confía en poderencontrar a los testigos en años y años. No —continuó—, esa ilusión era preciosa y muy cara anuestros corazones; pero se ha roto como tantasotras; y tenemos que consolarnos alegrándonos deque Frederick sea tan feliz y de ser tan importantesel uno para el otro. Así que no me ofendasdiciendo que puedes prescindir de mí, papá,porque te aseguro que no es verdad.

Pero la idea de un cambio arraigó y germinó enel corazón de Margaret, aunque no de la forma enque la había expuesto su padre al principio.Empezó a pensar en lo agradable que sería algoasí para su padre, cuyo ánimo siempre débil lefallaba ahora con demasiada frecuencia, y cuyasalud, aunque él nunca se quejaba, se había vistomuy afectada por la enfermedad y la muerte de su

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esposa. Seguía atendiendo regularmente a susalumnos, pero aquel dar sin recibir ya no podíallamarse compañía como cuando el señor Thorntonacudía a estudiar con él. Margaret era conscientede la carencia que padecía, sin darse cuenta: lafalta de una relación con otros hombres. EnHelstone siempre existía la posibilidad deintercambiar visitas con los clérigos del entorno; ylos pobres campesinos que labraban los campos ovolvían sin prisas a casa al atardecer, o atendíanal ganado en el bosque, siempre estaban librespara hablar o escuchar. Pero en Milton todosestaban demasiado ocupados para conversar consosiego y para cualquier intercambio serio deideas. Ellos hablaban del comercio, que era algomuy presente y muy real. Y cuando cesaba latensión mental relacionada con sus asuntoscotidianos, se sumían en el reposo baldío hasta lamañana siguiente. No podía hallarse al obrero trasla jornada laboral; se había ido a alguna

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conferencia o a algún club, o a alguna cervecería,según su personalidad. El señor Hale pensó en laposibilidad de dar un ciclo de conferencias enalguna de las instituciones municipales, pero se loplanteaba como una obligación y con tan escasoimpulso de amor a su trabajo y al fin del mismo,que Margaret estaba convencida de que no lo haríabien hasta que pudiera considerarlo con un pocode celo.

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Capítulo XLIEl fin del viaje

Veo mi camino coma las aves su curso sin huellas:¡Llegaré! A qué hora, después de cuántas vueltas,

no pregunto: pero a menos que Dios envíe su granizoo cegadores bólidos, aguanieve o nieve sofocante,

algún día, a su debido tiempo, llegaré,Él nos guía a las aves y a mí. ¡Cuando Él quiera!

PARACELSO, DE BROWNING[69]

Así fue transcurriendo el invierno y los díasempezaron a alargarse sin traer consigo la claridadesperanzadora que suele acompañar al sol defebrero. La señora Thornton no había vuelto a casade los Hale, por supuesto. El señor Thornton ibamuy de vez en cuando, y sus visitas eran sólo parael señor Hale y se reducían al estudio. El señor

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Hale le hablaba como lo había hecho siempre; enrealidad, parecía que apreciaba todavía más surelación por lo poco que se veían. Y, por lo quepudo deducir Margaret de lo que había dicho elseñor Thornton, la interrupción de sus visitas no sedebía a ningún agravio o disgusto. Sus asuntos sehabían complicado durante la huelga y requeríanmás atención de la que les había dedicado elpasado invierno. Margaret descubrió incluso quehablaba de ella alguna que otra vez, y siempre, queella supiera, del mismo modo amistoso ysosegado, sin eludir ni buscar nunca la mención desu nombre.

No se sentía de humor para animar a su padre.La monótona calma del presente había estadoprecedida de un período tan largo de ansiedad ypreocupación —entremezclado incluso contormentas— que su pensamiento había perdidoelasticidad. Procuraba ocuparse enseñando a losdos niños Boucher más pequeños, y procuraba

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hacerlo bien. Ponía en ello gran empeño, para sermás exactos, pues su corazón parecía inerte alfinal de todos sus esfuerzos; y aunque lo hacíapuntual y laboriosamente, seguía tan lejos comosiempre de la alegría; su vida parecía aún triste yaburrida. Lo único que hacía bien era lo que hacíapor piedad espontánea: consolar y reconfortar ensilencio a su padre. No había anhelo suyo que nohallara comprensión en Margaret; ni un solo deseode él que ella no intentara adivinar y satisfacer.Eran deseos tranquilos, sin duda, y nuncamencionados sin vacilación y excusas. Todavíamás perfecto y más bello era su manso espíritu deobediencia. Marzo trajo la noticia de la boda deFrederick. Dolores y él escribieron; ella en inglés-español, como era lógico; él, con algunos giros einversiones que demostraban lo mucho que elidioma del país de su esposa le estabacontagiando.

En cuanto recibió carta de Henry Lennox

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comunicándole las escasas posibilidades queexistían de que pudiera exculparse en un consejode guerra sin los testigos desaparecidos, Frederickescribió a su vez a Margaret una carta vehementeque contenía su renuncia a Inglaterra como patria.Deseaba poder desnaturalizarse, y declaraba queno aceptaría el perdón si se lo ofrecieran, niviviría en el país aunque tuviera permiso parahacerlo. Esto le pareció a Margaret muy cruel alprincipio y le hizo llorar desconsolada. Peroluego, pensándolo mejor, vio en talesmanifestaciones el patetismo de la desilusión quehabía aplastado así sus esperanzas, y decidió queno había más remedio que la paciencia. En la cartasiguiente, Frederick hablaba tan entusiasmado delfuturo que no pensaba en el pasado. Y Margarettuvo entonces ocasión de emplear la paciencia quehabía anhelado para él. Tendría que ser paciente.Pero las cartas ingenuas, tímidas y preciosas deDolores estaban empezando a encantar tanto a

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Margaret como a su padre. Era tan evidente eldeseo de la joven española de causar buenaimpresión a los parientes de su amado, que supreocupación femenina asomaba en cadatachadura. Y las cartas que anunciaban la bodallegaron acompañadas de una mantilla negrapreciosa elegida por Dolores para su desconocidacuñada, a quien Frederick había descrito comodechado de belleza, inteligencia y virtud. Lasituación material de Frederick había mejoradocon el matrimonio hasta el nivel más alto quepodían desear. Barbour & Co. era una de las casasespañolas más importantes y Frederick se habíaincorporado a la misma como socio adjunto.Margaret sonrió levemente y suspiró al recordarde nuevo sus antiguas diatribas contra el comercio.¡Y allí estaba ahora su hermano, su galantecaballero, convertido en mercader, encomerciante! Pero luego se rebeló contra sí mismay protestó en silencio contra la confusión implícita

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entre un comerciante español y un industrial deMilton. El caso era que, comerciante o no,¡Frederick era muy, muy feliz, Dolores tenía queser encantadora y la mantilla era preciosa! Yentonces volvió a la vida presente.

Su padre había experimentado de vez encuando cierta dificultad para respirar aquellaprimavera, que le había angustiado mucho.Margaret no se preocupó tanto porque dichadificultad desaparecía completamente en losintervalos. Pero seguía estando tan deseosa de queél se tranquilizara, que insistió en que aceptase lainvitación del señor Bell y fuera a verle a Oxfordaquel mes de abril. La invitación del señor Bellincluía a Margaret. Más aún, le había escrito unacarta especial ordenándole que fuera; pero ellapensó que sería un gran alivio quedarsetranquilamente en casa sin responsabilidades deningún tipo y descansar anímicamente como nohabía podido hacerlo en los últimos dos años y

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pico.Cuando su padre se alejó en el coche camino

de la estación, Margaret sintió lo grande yprolongada que había sido la presión en su tiempoy en su ánimo. Era asombroso, casi apabullante,sentirse tan desocupada. Nadie dependía de susamorosos cuidados, cuando no de su capacidad deproporcionar verdadera dicha. No tenía que hacerplanes ni pensar en ningún enfermo. Podíapermanecer ociosa y tranquila en silencio. Y loque le parecía mejor que todos los demásprivilegios: podía sentirse desgraciada si quería.Durante los últimos meses había tenido que ocultartodos sus problemas y preocupaciones personalesen un armario oscuro, pero ahora disponía detiempo libre para sacarlos, llorar por ellos,analizarlos y buscar la verdadera forma dereducirlos a elementos de paz. Durante todasaquellas semanas había sido consciente de suexistencia de un modo confuso, aunque estuvieran

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ocultos. Ahora los consideraría de una vez portodas y asignaría a cada uno de ellos su funciónexacta en su vida. Así que permaneció sentada,casi inmóvil, durante horas en la sala, repasandola amargura de cada recuerdo con firmeresolución. Sólo gritó una vez ante la laceranteidea de la perfidia que había dado origen a aquellamentira degradante.

Ya ni siquiera reconocía la fuerza de latentación. Sus planes para Frederick habíanfracasado rotundamente y la tentación semejabauna burla absoluta: una burla que no había tenidonunca vida; ¡la mentira había sido estúpida ydespreciable, vista a la luz de los acontecimientosposteriores, y la fe en el poder de la verdad erainfinitamente más juiciosa!

En su nerviosismo abrió sin darse cuenta unlibro de su padre que había sobre la mesa: laspalabras que atrajeron su mirada parecían escritaspara su estado actual de humillación.

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Je ne voudrais pas reprendre mon coeur en cestesorte: meurs de honte, aveugle, impudent, traistre etdesloyal à ton Dieu, et semblables choses; mais jevoudrais le corriger par voye de compassion. Orsus, mon pauvre coeur nous voilá tombé dans lafosse, laquelle nous avions tant résolu d eschapper.Ah! Relevons-nous, et quittons-la pour jamais,réclamons la miséncorde de Dieu, et espérons ene l le qu’elle nous assistera pour désormais estreplus fermes; et remettons nous au chemin de l’humilité. Courage, soyons meshuy sur nos gardes,Dieu nous aydera[70].

«El camino de la humildad, ay, ése es el queyo he dejado. Pero valor, corazón. Regresaremos yencontraremos la senda perdida con la ayuda deDios».

Se levantó decidida a ponerse a trabajar deinmediato en algo para olvidarse de sí misma.Para empezar, llamó a Martha cuando pasó por lapuerta de la sala hacia las escaleras, e intentóaveriguar qué se ocultaba tras la actitud servicial,

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respetuosa y seria, que encostraba su carácter conuna obediencia casi maquinal. Le costó bastanteconseguir que Martha hablara de sus interesespersonales; pero al final tocó su fibra sensiblenombrando a la señora Thornton. La cara deMartha se iluminó entonces y, con un pequeñoaliento, explicó una larga historia de la relación desu padre en la juventud con el marido de la señoraThornton, mejor dicho, de su posición de poderhacerle incluso cierto favor; Martha no sabíaexactamente cuál, pues había ocurrido cuando ellaera muy pequeña; y las circunstancias habíanintervenido luego para separar a ambas familiashasta que Martha era casi adulta, cuando su padrehabía bajado cada vez más de su posición anteriorcomo empleado de un almacén y, habiendo muertosu madre, ella y su hermana se habrían «perdido»(según la expresión de Martha) si no hubiese sidopor la señora Thornton; ella las había buscado, sehabía preocupado por ellas y las había cuidado.

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—Yo había tenido la fiebre y estaba muydelicada; y la señora Thornton, y también el señorThornton, no descansaron hasta que consiguieroncuidarme en su propia casa, y me enviaron a lacosta y todo. Los médicos dijeron que la fiebre eracontagiosa, pero a ellos no les importó nada eso,sólo a la señorita Fanny y se fue a visitar a esagente, la familia del hombre con quien se va acasar ahora. Así que aunque tenía miedo entoncestodo ha terminado bien.

—¡La señorita Fanny va a casarse! —exclamóMargaret.

—Sí; y con un caballero rico, además, sóloque es mucho mayor que ella. Se llama Watson, ysus talleres están en un sitio más allá de Hayleigh.Es un matrimonio muy bueno, aunque él sea tanviejo.

Toda esta información sumió a Margaret en elsilencio el tiempo suficiente para que Martharecobrara la compostura y con ella su sequedad y

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apocamiento habituales. Limpió la chimenea,preguntó a qué hora debía preparar el té y salió dela estancia con la misma cara inexpresiva con quehabía entrado. Margaret tuvo que obligarse a nocaer en la manía que le había dado últimamente detratar de imaginar cómo afectaría al señorThornton cualquier acontecimiento relacionadocon él del que se enteraba: si le agradaría o ledesagradaría.

El día siguiente dio clase a los pequeñosBoucher y luego un paseo largo, y acabó con unavisita a Mary Higgins. Se sorprendió al ver queNicholas ya había vuelto a casa del trabajo; habíacreído que era más pronto de lo que en realidadera, porque oscurecía mucho más tarde. Tambiénél parecía, por su actitud, haberse adentrado unpoco más en el camino de la humildad; era mássosegado y mucho menos presuntuoso.

—¿Así que su señor padre está de viaje, eh?—le dijo—. Me lo han dicho los pequeñajos.

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¡Mira que son listos! Casi estoy por creer queganan a mis chicas, aunque quizá esté mal decirlo,y más estando una de ellas en la tumba. Parece quehay algo en el tiempo que hace vagar a la gente. Mipatrón, allá en el taller, anda por esos mundos enalgún sitio.

—¿Es ésa la razón de que haya vuelto tanpronto a casa hoy? —preguntó Margaretingenuamente.

—No sabe nada de nada, la verdad —contestóél, desdeñoso—. Yo no soy de los que tienen doscaras, una delante del patrono y otra a susespaldas. Conté la hora que daban los relojes de laciudad antes de salir del trabajo. ¡No! EseThornton es bastante bueno para luchar con él,pero demasiado bueno para engañarlo. Fue ustedquien me consiguió el puesto y le estoyagradecido. La de Thornton no es una mala fábricapara los tiempos que corren. Retírate, chico, y ditu precioso himno a la señorita Margaret. Muy

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bien, bien plantado y el brazo derecho tan rectocomo una espada. Uno, quieto; dos, espera; tres,preparado; cuatro, ¡ya!

El niño entonó un himno metodista, cuya letrano podía comprender pero cuyo ritmo habíacaptado con la refinada cadencia de un miembrodel Parlamento. Cuando Margaret terminó deaplaudir debidamente, Nicholas pidió otro y luegootro, con gran sorpresa de ella, que lo encontró asíextraña e inconscientemente interesado en asuntosreligiosos que antes había rechazado.

Llegó a casa pasada la hora de la cenahabitual, pero tenía el consuelo de saber que nadiela estaba esperando y de poder pensar librementemientras descansaba, en lugar de observarangustiada a otra persona para determinar si teníaque estar alegre o seria. Después de cenar, decidióexaminar un grueso manojo de cartas y apartar lasque había que tirar.

Encontró entre ellas cuatro o cinco del señor

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Henry Lennox sobre los asuntos de Frederick; y lasleyó detenidamente otra vez, al principio con laúnica intención de determinar con exactitud la sutilcasualidad de la que dependía la defensa de suhermano. Pero cuando acabó de leer la última ysopesó los pros y los contras, le llamó la atenciónla escasa revelación de carácter personal quecontenían. La frialdad de la redacción demostrabaclaramente que el señor Lennox no había olvidadonunca su relación con ella en ningún interés quepudiera sentir por el tema de la correspondencia.Eran cartas ingeniosas, Margaret lo advirtió en unsantiamén. Pero carecían del tono simpático ycordial. No obstante, debía conservarlas comovaliosas. Así que las dejó con cuidado a un lado.Cuando concluyó esta tarea, se sumió en unensueño. Y el pensamiento de su padre ausenteocupó de forma extraña la mente de Margaretaquella noche. Se sentía casi culpable de habersentido su soledad (y, por lo tanto, la ausencia de

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él) como un alivio. Pero aquellos dos días lahabían reconfortado, infundiéndole fuerzas yesperanzas. Los planes que se le habían aparecidoúltimamente en guisa de tareas, ahora le parecíanplaceres. Se le había caído la venda morbosa delos ojos y veía su situación y su trabajo de formamás realista. Ojalá el señor Thornton ledevolviera la amistad perdida. No, bastaría quefuera de vez en cuando a animar a su padre comoantes, aunque ella no lo viera nunca. Entoncessentiría que el curso de su vida futura, si no deperspectiva brillante, se extendía ante ella claro yregular. Suspiró y se levantó para ir a acostarse. Apesar del «Un paso me basta», a pesar del únicodeber sencillo de devoción a su padre, seguían ensu pecho la angustia y una punzada de dolor.

Y el señor Hale pensó en Margaret aquellanoche de abril de forma tan extraña y persistentecomo ella en él. Se había fatigado recorriendo losantiguos lugares con sus viejos amigos. Había

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imaginado y exagerado el posible cambio deactitud que sus distintas opiniones podrían suponeren el recibimiento que le dieran sus amigos. Peroaunque tal vez algunos se sintieran impresionados,disgustados o indignados por su caída en loabstracto, en cuanto vieron la cara del hombre aquien habían amado una vez, olvidaron susopiniones; o sólo las recordaron lo suficiente paraañadir cierta gravedad tierna a su actitud. Pues elseñor Hale no había tenido muchos amigos. Habíaestudiado en uno de los colegios más pequeños yhabía sido siempre tímido y reservado. Peroquienes se habían molestado en la juventud enllegar a la delicadeza de pensamiento ysentimiento que se ocultaba bajo su silencio eindecisión, le tomaron verdadero cariño, un afectomatizado de cierta amabilidad protectora quehabrían demostrado a una mujer. Y la renovaciónde esta bondad tras un intervalo de años, y unperíodo de tanto cambio, le abrumó más de lo que

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podría haberlo hecho cualquier insolencia ocrítica.

—Creo que nos hemos cansado demasiado —dijo el señor Bell—. Ahora estás pagando lasconsecuencias de haber vivido tanto tiempo en eseaire de Milton.

—Estoy cansado —dijo el señor Hale—. Perono es el aire de Milton. Tengo cincuenta y cincoaños y ese pequeño detalle explica por sí mismo lapérdida de fuerza.

—¡Tonterías! Yo tengo más de sesenta y nosiento ninguna pérdida de fuerza, ni física nimental. No quiero oírte hablar de ese modo.¡Cincuenta y cinco! Pero si eres prácticamente unmozo.

El señor Hale movió la cabeza.—¡Estos últimos años! —dijo. Pero tras una

breve pausa se incorporó de la postura recostadaen uno de los lujosos sillones del señor Bell y dijocon temblorosa y sincera gravedad:

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—¡Bell! No creas que si hubiera previsto lasconsecuencias de mi cambio de opinión y de mirenuncia al beneficio…, ¡no!, ni aunque hubierasabido cuánto sufriría ella, lo hubiera revocado, elacto de sincero reconocimiento de que ya no teníala misma fe que la Iglesia de la que era sacerdote.Cuando lo pienso ahora, aunque pudiera haberprevisto el crudelísimo martirio de sufrimiento,todo el dolor de alguien a quien amaba, sé quehubiera hecho exactamente lo mismo en todo loconcerniente a dejar libremente la Iglesia. Tal vezlo hubiera hecho de otro modo y hubiera actuadocon más prudencia en cuanto hice después por mifamilia. Pero no creo que Dios me dotara demucho juicio o fuerza —añadió, recostándose denuevo.

El señor Bell se sonó la nariz ostentosamenteantes de contestar.

—Te dio fuerza para seguir los rectos dictadosde tu conciencia, y no creo que necesitemos fuerza

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más elevada o más sagrada que ésa; ni mayorsabiduría. Yo sé que no tengo tanta, y sin embargolos hombres me describen en sus ridículos libroscomo un sabio, un personaje independiente,resuelto y toda esa jerigonza. El mayor imbécilque se atiene a sus principios, aunque sea sólolimpiándose los zapatos en un felpudo, es mássabio y más resuelto que yo. ¡Pero qué pánfilossomos los hombres!

Siguió una pausa. Habló primero el señorHale, retomando el hilo de su pensamiento:

—En cuanto a Margaret.—¡Bueno! En cuanto a Margaret, ¿qué?—Si yo muero…—¡Tonterías!—¿Qué sería de ella? Me lo pregunto con

frecuencia. Supongo que los Lennox le pediríanque viviera con ellos. Procuro convencerme deque lo harán. Su tía Shaw la quería bien a su mododiscreto; pero se olvida de amar a los ausentes.

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—Una falta muy común. ¿Qué clase depersonas son los Lennox?

—El es apuesto, desenvuelto y agradable.Edith es una belleza mimada. Margaret la quierecon toda su alma, y Edith a ella con toda aquellade la que puede prescindir.

—Vamos, Hale, sabes que esa hija tuya es muycara a mi corazón. Ya te lo había dicho. Porsupuesto, como hija tuya y como ahijada mía, metomé mucho interés por ella antes de verla laúltima vez. Pero en la última visita que os hice aMilton me cautivó. Fui una antigua víctimavoluntaria, siguiendo el carro del conquistador.Pues, de verdad, es tan espléndida y tan serenacomo quien ha luchado y puede estar luchando y,sin embargo, tiene la victoria asegurada a la vista.Sí, a pesar de todas sus angustias actuales, ésa erala expresión de su rostro. Y así, todo cuanto tengoestá a su disposición si lo necesita; y será suyocuando yo muera, lo necesite o no. Además, yo

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mismo seré su caballero galante, aunque seasesentón y gotoso. En serio, amigo mío, tu hija serámi principal responsabilidad en la vida, y contarácon toda la ayuda que puedan proporcionarle miingenio, mi sabiduría y mi buena voluntad. No creoque sea ningún motivo de preocupación. Pero sédesde hace mucho que si no te preocupas por algono eres feliz. Me sobrevivirás muchos años. Loshombres delgados están siempre tentando yengañando a la muerte. Son los individuosrobustos y rubicundos como yo los que se vansiempre primero.

Si el señor Bell hubiera tenido visión proféticahabría visto la vela casi extinguida y al ángel derostro grave y sereno muy cerca haciendo señas asu amigo. Aquella noche el señor Hale posó lacabeza en la almohada de la que no la levantaríacon vida. El sirviente que entró en su habitaciónpor la mañana, no recibió ninguna respuesta; seacercó a la cama y contempló el rostro hermoso y

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sereno que yacía blanco y frío bajo el indeleblesello de la muerte. Su expresión era sumamentetranquila. No había habido dolor, ni lucha. Elcorazón debía de habérsele parado mientrasdescansaba.

El señor Bell quedó aturdido por la impresión.Y sólo se recobró cuando llegó el momento deindignarse ante las sugerencias de su hombre.

—¿Una investigación judicial? ¡Bah! ¡Nocreerá que lo he envenenado! El doctor Forbesdice que es el fin natural de una dolencia cardiaca.¡Pobre Hale! ¡Agotaste ese tierno corazón tuyoantes de tiempo! ¡Pobre amigo mío! Cómo hablabade esto… Wallis, prepáreme una bolsa de viaje encinco minutos. Y yo hablando aquí. Que laprepare, le digo. Tengo que ir a Milton en elpróximo tren.

La bolsa estuvo a punto, el coche también, y elseñor Bell llegó al tren a los veinte minutos dehaber tomado esa decisión. El tren de Londres

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pasó silbando, retrocedió un poco, y el jefeimpaciente hizo subir a toda prisa al señor Bell.Éste se recostó en su asiento y cerró los ojos paraintentar comprender cómo alguien lleno de vida eldía anterior podía estar muerto hoy; las lágrimasse deslizaron furtivas en seguida entre sus pestañasentrecanas y, al sentirlas, abrió los ojos vivos y semostró todo lo animoso que su firmedeterminación le permitía. No iba a lloriqueardelante de un grupo de extraños. ¡Él no!

No había ningún grupo de extraños, sólo unosentado en el mismo lado que él al otro extremo.El señor Bell lo miró disimuladamente para verqué clase de hombre era el que podría haberestado observando su emoción. Y detrás de lasgrandes hojas extendidas del Times reconoció alseñor Thornton.

—¡Caramba, Thornton! ¿Es usted? —exclamó,acercándose rápidamente a él. Le estrechó la manocon vehemencia, hasta que el apretón cesó en un

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súbito relajamiento, porque necesitaba la manopara limpiarse las lágrimas. Había visto porúltima vez al señor Thornton en compañía de suamigo Hale.

—Voy a Milton, obligado a cumplir con uncometido triste. Tengo que dar a la hija de Hale lanoticia de su muerte repentina.

—¡Muerte! ¡El señor Hale muerto!—Sí. No dejo de repetírmelo: ¡Hale ha

muerto! Pero eso no lo hace más real. Él ha muertopese a todo. Se encontraba bien anoche cuando seacostó, todo parecía indicarlo, y estabacompletamente frío cuando mi sirviente entró allamarlo esta mañana.

—¿Dónde? No entiendo.—En Oxford. Estaba pasando unos días

conmigo. Hacía diecisiete años que no venía. Yéste ha sido el final.

No hablaron una palabra durante un cuarto dehora. Luego, el señor Thornton dijo:

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—¡Y ella! —Y se paró en seco.—¿Se refiere usted a Margaret? Sí. Voy a

decírselo. El pobre no hacía más que pensar enella anoche. ¡Santo cielo! Sólo anoche… ¡Y loinfinitamente lejos que está ahora! Pero yo tomaréa Margaret como mi hija por él. Anoche le dijeque lo haría por ella. Bueno, ahora lo haré por losdos.

El señor Thornton hizo un par de tentativas dehablar, antes de conseguir formular las palabras:

—¡Qué será de ella!—Creo que habrá dos partes esperándola: por

lo pronto yo. Llevaría a un dragón real a vivir encasa si contratando semejante carabina y tomandopersonal propio pudiera hacer feliz mi vejezteniendo a Margaret por hija. ¡Pero están esosLennox!

—¿Quiénes son? —preguntó el señor Thorntoncon tembloroso interés.

—Oh, londinenses elegantes, que

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probablemente creerán que tienen más derecho. Elcapitán Lennox es el marido de su prima, la chicacon la que creció. Gente bastante buena, supongo.Y luego está la tía, la señora Shaw. ¡Podría haberuna solución, tal vez, si propusiera matrimonio aesa respetable dama! Pero eso sería un últimorecurso. ¡Y luego está el hermano!

—¿Qué hermano? ¿Un hermano de su tía?—No, no. Un Lennox listo (el capitán es tonto,

ya me entiende); un joven abogado, que estaráponiendo sus miras en Margaret. Sé que la hatenido en la cabeza estos últimos cinco años omás, me lo dijo uno de sus colegas, y que sólo secontiene por la falta de fortuna de ella. Ahoradesaparecerá ese obstáculo.

—¿Cómo? —preguntó el señor Thornton, concuriosidad demasiado sincera para darse cuenta dela impertinencia de su pregunta.

—Bueno, tendrá mi dinero en cuanto yo muera.Y si ese Henry Lennox es mínimamente bueno para

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ella, y a ella le gusta, ¡perfecto! Podría encontrarotra forma de conseguir un hogar mediante unmatrimonio. Tengo verdadero pánico de que metiente la tía si me pilla desprevenido.

Ni el señor Bell ni el señor Thornton estabande humor para bromas, así que ambos pasaron poralto los singulares comentarios del primero. Elseñor Bell silbó sin emitir sonido alguno, apartede un prolongado soplo sibilante. Cambió deasiento sin encontrar comodidad ni reposo,mientras el señor Thornton permanecía inmóvil,con los ojos clavados en el periódico, que habíaalzado para darse tiempo a pensar.

—¿Dónde ha estado? —preguntó el señor Bellal poco rato.

—En Havre. Intentando descubrir el misteriode la enorme subida del algodón.

—¡Uf! Algodón y especulaciones y humo,maquinaria bien limpia y cuidada y obreros suciosy descuidados. ¡Pobre Hale! ¡Pobre Hale! No sabe

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usted el cambio que supuso para él desdeHelstone. ¿Conoce New Forest?

—Sí —muy cortante.—Entonces podrá calcular la diferencia entre

aquello y Milton. ¿En qué parte estuvo usted? ¿Haestado alguna vez en Helstone? ¡Es un pueblecitotan pintoresco como algunos del Odenwald!¿Conoce Helstone?

—Sí, lo he visto. Fue un cambio enormedejarlo para instalarse en Milton.

Alzó el periódico con aire decidido, como siestuviera resuelto a evitar la conversación; y elseñor Bell volvió de buen grado a su ocupaciónanterior de intentar averiguar la mejor forma decomunicarle la noticia a Margaret.

Ella estaba en una ventana del piso de arriba.Lo vio apearse. Adivinó la verdad instintivamenteal momento. Se quedó plantada en medio de lasala, como paralizada en un primer impulso decorrer escaleras abajo, y como si la sola idea de

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contenerse la hubiera convertido en piedra; tanblanca e inmóvil estaba.

—¡Oh, no me lo diga! Lo sé por su cara.Habría enviado…, no le habría dejado solo siestuviera vivo. ¡Ay papá, papá!

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Capítulo XLII¡Sola! ¡Sola!

Cuando una voz amada que era para tia la vez sonido y dulzura cesa súbitamente

y el silencio, contra el que no te atreves a gritar,te duele como una enfermedad violenta y nueva,¿qué esperanza, qué ayuda, qué música reparará

ese silencio en tu sentido?

SRA. BROWNING[71]

La impresión había sido fuerte. Margaret cayó enuna postración que no se manifestó en sollozos ylágrimas ni halló siquiera el alivio de las palabras.Permanecía echada en el sofá con los ojoscerrados y sólo hablaba cuando le decían algo, yentonces en susurros. El señor Bell estabadesconcertado. No se atrevía a marcharse ni se

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atrevía a pedirle que fuera con él a Oxford, segúnuno de los planes que había hecho en el viaje aMilton, pues su agotamiento físico no le permitiríarealizar semejante esfuerzo, dejando al margen laescena a la que tendría que enfrentarse. El señorBell siguió sentado junto al fuego, considerandoqué sería mejor que hiciera. Margaret yacía a sulado inmóvil y casi sin aliento. Él no se moveríade su lado ni siquiera para tomar lo que le habíapreparado Dixon y que le había instado a comercon sollozante cordialidad. Tomó un plato de algoque le subió. En general, era bastante especial yremilgado, e identificaba todos los sabores de sucomida, pero aquel pollo especiado le supo aserrín. Cortó en trocitos pequeños un poco paraMargaret y lo salpimentó bien; pero cuando Dixonintentó dárselo siguiendo las instrucciones de él, ellánguido cabeceo demostró que en el estado en elque se encontraba la comida la atragantaría, no laalimentaría.

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El señor Bell exhaló un profundo suspiro;levantó las viejas piernas robustas (entumecidaspor el viaje) de su cómoda posición y salió de laestancia detrás de Dixon.

—No puedo dejarla. Tengo que escribir aOxford para que hagan los preparativos. Puedenseguir con ellos hasta que llegue yo. ¿No podríavenir a acompañarla la señora Lennox? Leescribiré diciéndole que lo haga. Necesita a unaamiga, aunque sólo sea para convencerla de quellore cuanto quiera.

Dixon lloraba por las dos. Se secó los ojos,recobró la voz y consiguió decir al señor Bell quea la señora Lennox le faltaba muy poco para elparto y no podría emprender ningún viaje en aquelmomento.

—¡Bueno! Supongo que tendremos quepedírselo a la señora Shaw. Ha regresado aInglaterra, ¿no?

—Sí señor, ha regresado. Pero no creo que

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esté dispuesta a dejar a la señora Lennox en unmomento tan interesante —dijo Dixon, que no eramuy partidaria de que se entrometiera en la casauna extraña a compartir con ella el cuidado deMargaret.

—¡Qué momento interesante ni qué…! —Elseñor Bell se limitó a mascullar el resto de lafrase—. Pudo estar la mar de contenta en Veneciao en Nápoles o en alguno de esos lugares papistasen el último «momento interesante» que tuvo lugaren Corfú, creo. ¿Y qué significa el «momentointeresante» de esa mujercita próspera comparadocon la situación de esta pobre criatura, la pobreMargaret desvalida, sin hogar y sin amigos, queyace inmóvil en ese sofá como si fuera unmonumento y ella la estatua de piedra colocadasobre el mismo? Le aseguro que la señora Shawvendrá. Encárguese de arreglar una habitación o loque necesite para mañana por la noche. Yo meencargaré de que venga.

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Así que el señor Bell escribió una carta que,según declaró la señora Shaw entre copiosaslágrimas, se parecía tanto a una del queridogeneral cuando iba a darle un ataque de gota quesiempre la apreciaría y la conservaría. Si lehubiera dado la opción de creer que podíanegarse, mediante ruegos y súplicas, tal vez nohubiera ido a pesar de su sincero y profundocariño por Margaret. Hacía falla la orden firme ybrusca para conseguir que dominara su inercia ydejara que su doncella la llevara cuando acabó deprepararlo todo. Edith salió a lo alto de lasescaleras, toda gorro y chal y lágrimas, mientras elcapitán Lennox acompañaba a su madre al coche:

—No lo olvides, mamá: Margaret tiene quevenir a vivir con nosotros. Sholto irá a Oxford elmiércoles, y tienes que mandarle recado por elseñor Bell de cuándo tenemos que esperaros. Y sinecesitas a Sholto, puede ir de Oxford a Milton.No lo olvides, mamá; tienes que traer a Margaret.

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Edith volvió a la sala. El señor Henry Lennoxestaba cortando las hojas de una nueva revista.Dijo sin alzar la cabeza:

—Si no te gusta que Sholto esté tanto tiempoausente, puedo ir yo a Milton y ayudar en lo quepueda, Edith.

—Oh, gracias —contestó Edith—, creo que elbueno del señor Bell hará cuanto pueda y no haráfalta más ayuda. Sólo que uno no espera tantosavoir faire de un profesor residente. ¡Miqueridísima Margaret! ¿No será estupendo volvera tenerla aquí? Vosotros erais grandes aliadoshace años.

—¿De veras? —preguntó él en tonoindiferente, como si estuviera concentrado en unpasaje de la revista.

—Bueno, tal vez no. Lo he olvidado. Estabatan absorta en Sholto. Pero ¿no es una suerte que simi tío tenía que morirse, lo haya hechoprecisamente ahora que hemos vuelto y nos hemos

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instalado en la antigua casa y estamoscompletamente preparados para acoger aMargaret? ¡Pobrecilla! ¡Va a ser un cambioenorme para ella después de vivir en Milton!Pondré zaraza nueva en su dormitorio para queparezca nuevo y alegre y la anime un poco.

La señora Shaw viajó a Milton con el mismoánimo bondadoso, preocupada de vez en cuandopor el primer encuentro y preguntándose cómodiscurriría; pero sobre todo pensando cuándopodría llevarse a Margaret de «ese lugarhorroroso» y regresar a la vida cómoda yagradable de Harley Street.

—¡Santo cielo! ¡Mira esas chimeneas! —ledijo a su doncella—. ¡Pobre hermana mía! ¡Creoque no habría podido descansar en Nápoles sihubiera sabido cómo era! Tenía que haber venidoa llevármelas a ella y a Margaret.

Y reconoció en su fuero interno que siemprehabía considerado a su cuñado un hombre bastante

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débil, aunque nunca tanto como ahora, al ver ellugar por el que había dejado la preciosa casa deHelstone.

Margaret seguía en el mismo estado: pálida,inmóvil, sin hablar y sin llorar. Le habían dichoque su tía estaba en camino, pero no habíamanifestado sorpresa, ni alegría ni disgusto. Elseñor Bell, que había recuperado el apetito y hacíahonor a los esfuerzos de Dixon para satisfacerlo,insistió en vano en que probara unas mollejas conostras. Pero ella movió la cabeza con la mismaobstinación muda que el día anterior y él se vioobligado a consolarse del rechazo tomándoselastodas. Margaret fue la primera que oyó pararse elcoche que había llevado a su tía desde la estación.Parpadeó, y se le colorearon y le temblaron loslabios. El señor Bell bajó a recibir a la señoraShaw. Y cuando ambos subieron, Margaret sehabía levantado e intentaba aguantarse en pie.Cuando vio a su tía avanzó hacia ella con los

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brazos abiertos para recibirla y halló al fin elardiente consuelo de las lágrimas en el hombro dela señora Shaw. Todos los pensamientos de amorsereno, de ternura de años de relación con ladifunta, todo ese parecido inexplicable de aspecto,tono y gesto que resulta propio de una familia yque le recordó a Margaret tan intensamente a sumadre en aquel momento, ablandaron su corazónentumecido y la hicieron deshacerse en lágrimasardientes.

El señor Bell salió furtivamente de la estanciay bajó al estudio, donde pidió que encendieran elfuego e intentó distraer sus pensamientos hojeandoalgunos libros que bajó de las estanterías. Cadauno provocaba un recuerdo o una sugestión de suamigo difunto. Podría ser un cambio de ocupaciónde sus dos días de velar a Margaret, pero no fue uncambio de pensamiento. Se alegró al oír la voz delseñor Thornton, que preguntaba algo en la puerta.Dixon le estaba despachando con bastante

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displicencia; pues la llegada de la doncella de laseñora Shaw había llevado consigo visiones deantigua grandeza de la familia Beresford, de la«posición» (como le gustaba decir a ella) de laque su señorita había sido separada y a la que,gracias a Dios, volvería ahora. Esas visiones (queDixon había considerado complacida en suconversación con la doncella de la señora Shaw,sonsacándole hábilmente al mismo tiempo todoslos detalles de posición e importanciarelacionados con el personal de Harley Street,para edificación de la atenta Martha) inclinaronbastante a Dixon a la altivez en su trato concualquier habitante de Milton; así que aunquesiempre había sentido un temor reverencial por elseñor Thornton, le dijo que no podía ver a nadiede la casa aquella noche en el tono mas cortanteque se atrevió a adoptar. Y le molestó bastante quela contradijera el señor Bell, que abrió la puertadel estudio y gritó:

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—¡Thornton! ¿Es usted? Venga un momento.Quiero hablar con usted.

Así que el señor Thornton pasó al estudio yDixon tuvo que retirarse a la cocina, donderecuperó el amor propio con una historiaprodigiosa sobre el coche de seis caballos quetení a sir John Beresford cuando era juez delcondado.

—En realidad no sé lo que quería decirle. Esbastante aburrido sentarse en una habitación dondetodo te recuerda a un amigo muerto. Pero Margarety su tía necesitan la sala para ellas solas.

—¿Ha llegado la señora…, su tía? —preguntóel señor Thornton.

—¿Llegado? Sí, con doncella y todo.¡Cualquiera pensaría que podría haber venido solaen un momento como éste! ¡Y ahora tendré queirme de aquí y conseguir llegar al Clarendon!

—No tiene que ir al Clarendon. En casa haycinco o seis dormitorios libres.

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—¿Bien ventilados?—Creo que en eso puede confiar en mi madre.—Entonces subiré corriendo a dar las buenas

noches a esa niña pálida y a despedirme de su tía yme voy con usted ahora mismo.

El señor Bell se demoró bastante arriba. Elseñor Thornton empezó a pensar que demasiado,pues estaba muy ocupado y le había costadobastante hacer un hueco para ir hasta Crampton apreguntar por la señorita Hale.

Cuando al fin se marcharon, el señor Bell dijo:—Me retuvieron esas mujeres en la sala. La

señora Shaw quiere regresar en seguida (dice quepor su hija) y quiere llevarse a Margaret. Pero ellano está en mejores condiciones para viajar de loque lo estoy yo para volar. Además dice, y contoda la razón del mundo, que tiene amigos a losque debe ver, que quiere despedirse de variaspersonas; y su tía la hizo preocuparse por viejosderechos preguntándole si se había olvidado de

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los antiguos amigos. Y ella contestó llorando alágrima viva que se alegraría bastante demarcharse de un lugar donde había sufrido tanto.Yo tengo que regresar a Oxford mañana y no sé dequé lado inclinarme.

Hizo una pausa, como si esperara respuesta auna pregunta. Pero no recibió ninguna de sucompañero, el eco de cuyos pensamientos seguíarepitiendo:

«Donde había sufrido tanto». Así serecordarían aquellos dieciocho meses en Milton—que él consideraba tan valiosos—, incluso contoda su amargura, que compensaba el resto de ladulzura de la vida. Ni la pérdida del padre, ni lapérdida de la madre, a quien tanto estimaba elseñor Thornton, podían haber estropeado elrecuerdo de las semanas, los días y las horas enque un paseo de dos millas, cada paso del cual eragrato porque le acercaba cada vez más a ella, lollevaba a su dulce presencia; y cada paso del cual

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era precioso, cuando cada momento recurrente quelo alejaba de ella le hacía recordar alguna gracianueva de su conducta o la agradable acritud de sucarácter. ¡Sí! Nada de lo que le hubiera ocurrido aél era ajeno a su relación con ella, él nunca podríahablar de aquel tiempo en que la había visto adiario, en que la había tenido a su alcance, como sidijéramos, como una época de sufrimiento. Para élhabía sido una época espléndida y suntuosa, contodas sus heridas y afrentas, comparada con lapobreza que amenazaba y reducía la expectativadel futuro a la sordidez, y la vida a una atmósferasin esperanza ni temor.

La señora Thornton y Fanny estaban en elcomedor; la segunda, en un revuelo jubilosomientras la doncella alzaba una tela brillante trasotra para ver el efecto de los vestidos de boda a laluz de la vela. Su madre se esforzaba porcomprenderla, lo intentaba de veras, pero nopodía. Ni pruebas ni vestidos eran lo suyo, y

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lamentaba profundamente que Fanny no hubieseaceptado la oferta de su hermano y hubieraencargado los trajes de la boda a uno de losmejores modistos de Londres, con lo que se habríaahorrado las interminables y pesadas discusiones yla molesta indecisión provocadas por su empeñoen elegirlo y supervisarlo todo ella. El señorThornton consideraba un placer demostrar suagradecida aprobación a cualquier hombre sensatoque se sintiera cautivado por los mediocresencantos de Fanny, facilitando a su hermanaabundantes medios para que se procurara susgalas, que sin duda competían con el prometido ensu estimación, si es que no lo superaban. Fanny seruborizó y sonrió cuando aparecieron su hermano yel señor Bell, revoloteando entre las señales de sutarea de una forma que no habría podido dejar dellamar la atención de nadie más que del señorBell. Si él pensó en ella y en sus sedas y satenes,fue sólo para compararla y compararlos con la

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pena pálida que había dejado atrás, sentadainmóvil con la cabeza inclinada y las manoscruzadas en una habitación donde la quietud eratan grande que casi creías que el bullicio de tusoídos tensos se debía a los espíritus de losmuertos que seguían entre sus seres queridos.Pues, cuando el señor Bell había subido al piso dearriba, la señora Shaw dormía en el sofá; y ni elmás leve sonido quebraba el silencio.

La señora Thornton dio la bienvenida al señorBell con ceremoniosa cordialidad. Nunca era tangentil como cuando recibía a los amigos de su hijoen casa de su hijo. Y cuanto más imprevistasfuesen las visitas, más a gala tenía ella realizar susadmirables preparativos domésticos para que sesintieran cómodos.

—¿Cómo está la señorita Hale? —preguntó.—Completamente destrozada por el último

golpe.—Estoy segura de que será un gran consuelo

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contar con un amigo como usted.—Ojalá fuera el único, señora. Creo que

puede parecer muy brutal, pero me he vistodesplazado y sustituido en mi papel de confortadorpor su buena tía; y tiene primos y demás que lareclaman en Londres, como si fuera un perrillofaldero de su propiedad. Y ella está demasiadodébil y se siente demasiado desgraciada paradecidir por sí misma.

—Sin duda tiene que estar débil —dijo laseñora Thornton con un sentido implícito que suhijo entendió perfectamente. Y añadió—: Pero¿dónde estaban esos parientes todo el tiempo quela señorita Hale parecía no tener ningún amigo yha tenido que soportar tanta angustia?

Pero la respuesta a su pregunta no le interesabatanto como para esperar. Salió de la estancia paraencargarse de los preparativos necesarios.

—Vivían en el extranjero. Tienen ciertoderecho sobre ella. Tengo que reconocerlo. La tía

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la educó y su prima y ella han sido comohermanas. Lo que me fastidia es que queríaprohijarla; y tengo celos de esa gente, me pareceque no valora el privilegio de su derecho. Claroque sería diferente si la reclamara Frederick.

—¡Frederick! —exclamó el señor Thornton—.¿Quién es? ¿Qué derechos…?

Se interrumpió de pronto sin acabar suvehemente pregunta.

—¡Frederick! —exclamó a su vez el señorBell sorprendido—. Pero ¿no lo sabe? Es suhermano. ¿No le han hablado…?

—Es la primera vez que oigo su nombre.¿Dónde está? ¿Quién es?

—Estoy seguro de que le hablé de él cuando lafamilia vino a Milton. Es el hijo que estuvoinvolucrado en aquel motín.

—Es la primera vez que oigo hablar de él.¿Dónde vive?

—En España. Se expone a que le detengan en

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cuanto ponga los pies en Inglaterra. ¡Pobrecillo!Lamentará no poder asistir al entierro de su padre.Tendremos que conformarnos con el capitánLennox; pues no conozco a ningún otro pariente aquien recurrir.

—Espero que me permita asistir a mí.—Por supuesto; se lo agradezco. Es usted una

buena persona, en realidad, Thornton. Hale loestimaba. Todavía el otro día me habló de usted enOxford. Lamentaba haberle visto tan pocoúltimamente. Le agradezco que desee presentarlesus respetos.

—Y en cuanto a Frederick, ¿no ha vuelto nuncaa Inglaterra?

—Nunca.—¿No estuvo aquí cuando murió la señora

Hale?—No. Bueno, yo estaba aquí entonces. Hacía

muchos años que no veía a Hale; y recordará ustedque vine. No, vine un tiempo después. Pero el

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pobre Frederick Hale no estuvo aquí entonces.¿Qué le ha hecho pensar que sí?

—Un día vi a un joven paseando con laseñorita Hale —repuso el señor Thornton— y creoque fue por entonces mas o menos.

—Oh, sería este joven Lennox, el hermano delcapitán. Es abogado y mantenían correspondencia;y recuerdo que el señor Hale me comentó quecreía que vendría. ¿Sabe usted —añadió, dandomedia vuelta y cerrando un ojo para concentrarsemejor en el agudo escrutinio del rostro del señorThornton— que una vez creí que sentía usted ciertaternura por Margaret?

No hubo respuesta. Ningún cambio en susemblante.

—Y también el pobre Hale. Él al principio no,no hasta que se lo metí yo en la cabeza.

—Admiraba a la señorita Hale. Todos tienenque hacerlo. Es una criatura encantadora —dijo elseñor Thornton, acorralado por el interrogatorio

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pertinaz del señor Bell.—¡Eso es todo! Puede hablar de ella en ese

tono comedido diciendo simplemente que es «unacriatura encantadora», simplemente algo que llamala atención. Esperaba que tuviera la noblezasuficiente para rendirle el homenaje del corazón.Aunque creo, en realidad lo sé, que le habríarechazado; aun así, haberla amado sin que lecorrespondiera le habría elevado más que a todosesos, quienesquiera que sean, que nunca la hanconocido para amarla. «¡Criatura encantadora!».¡Vamos! ¡Habla de ella como si fuera un caballo oun perro!

Los ojos del señor Thornton brillaban comoascuas encendidas.

—Antes de hablar así, señor Bell —le dijo—,debe recordar que no todos los hombres son tanlibres de expresar sus sentimientos como usted.Hablemos de otra cosa.

Pues, aunque le brincaba el corazón a cada

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palabra del señor Bell como a un toque de corneta,y aunque sabía que cuanto había dicho uniríaestrechamente en adelante el recuerdo del viejoprofesor de Oxford a todo lo que más apreciaba,aun así, no le obligaría a decir nada de lo quesentía por Margaret. Él no era un pájaro burlónpara intentar ganar a otro en elogios sólo porqueensalzara lo que él respetaba y amabaapasionadamente. Así que pasó a uno de los áridosasuntos que se interponían entre el señor Bell y élcomo propietario y arrendatario.

—¿Qué es ese montón de ladrillos y cementocon que tropezamos en el patio? ¿Hacen faltareparaciones?

—No, ninguna, gracias.—¿Está construyendo por su cuenta? Si es así,

le estoy muy agradecido.—Estoy construyendo un comedor para los

hombres. Para los obreros, quiero decir.—Hubiera pensado que era usted difícil de

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complacer si esta habitación no fuese lo bastantebuena para satisfacerle, siendo soltero.

—He conocido a un individuo curioso y hellevado a la escuela a dos niños por los que él seinteresa. Así que cuando pasaba cerca de su casaun día, fui por algún pago insignificante que habíaque hacer, y vi una comida miserable tanachicharrada, una carne tan carbonizada ygrasienta que empecé a pensar. Pero hasta que lasprovisiones subieron tanto este invierno no se meocurrió que comprando las cosas al por mayor ycocinando una buena cantidad de provisionespodría ahorrarse mucho dinero y ganarse muchobienestar. Así que hablé con mi amigo (oenemigo), el hombre que le he mencionado, y élcriticó todos los detalles de mi plan; entonces lodejé a un lado, tanto por irrealizable como porquellevarlo a cabo supondría inmiscuirme en laindependencia de mis hombres; y luego, un buendía aparece este Higgins y me propone gentilmente

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un plan casi idéntico al mío, tanto que podríahaberlo declarado propio; y, además, laaprobación de varios de sus compañeros detrabajo con los que había hablado. Confieso queme irritó un poco su actitud y pensé en echarlotodo por la borda y olvidarme del asunto. Peroluego me pareció estúpido renunciar a un plan queuna vez me había parecido acertado y perfectosólo porque no me reconocieran todo el mérito y laimportancia debidos al autor. Así que acepté sinmás el papel que me asignaron, que viene a seralgo así como despensero de un club. Compro lasprovisiones al por mayor y suministro a una buenasupervisora o cocinera.

—Espero que sea usted eficaz en su nuevafunción. ¿Es buen juez de las patatas y lascebollas? Aunque supongo que le ayudará en lascompras la señora Thornton.

—En absoluto —repuso el señor Thornton—.Ella se opone a todo el plan y ya ni lo

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mencionamos. Pero me las arreglo bastante bien.Compro grandes stocks en Liverpool y elcarnicero de nuestra familia me abastece de carne.Le aseguro que las comidas calientes que preparala encargada no son en modo alguno desdeñables.

—¿Prueba usted cada plato que sirven envirtud de su cargo? Supongo que tendrá una varade mando.

—Al principio era muy escrupuloso,limitándome a la parte de la compra, e incluso eneso seguía las órdenes de los hombres,transmitidas por mediación de la encargada, masque guiarme de mi propio juicio. En determinadomomento, el vacuno era demasiado grande; y enotro, el cordero demasiado poco gordo. Creo quese dieron cuenta de que ponía mucho cuidado enno inmiscuirme ni imponerles mis ideas. Un día,unos cuantos, mi amigo Higgins entre ellos, mepreguntaron si quería ir a tomar un tentempié.Estaba muy ocupado aquel día, pero comprendí

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que se ofenderían si no aceptaba, después de haberdado ellos el primer paso. Así que fui, y leaseguro que no he comido mejor en mi vida. Lesdije (a los que estaban a mi lado, porque nunca hesido buen orador) que me gustaba muchísimo; ydurante bastante tiempo, siempre que tocaba eseguiso especial, estaba seguro de que aquelloshombres me avisarían con un «Patrón, hoy hayestofado, ¿vendrá?». Si no me hubieran invitado nome habría metido en sus asuntos más de lo quehubiera ido al rancho en los cuarteles sininvitación.

—Yo diría que debe limitar usted bastante laconversación de sus anfitriones. No puedenmeterse con los patronos estando usted delante.Supongo que lo dejan para los días que no hayestofado.

—¡Bueno! Hasta ahora hemos evitado todoslos asuntos controvertidos. Pero si surge de nuevoalguna de las viejas disputas, le aseguro que diré

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lo que pienso el siguiente día de estofado. Perousted no conoce apenas a los hombres deDarkshire, aunque sea también de Darkshire.¡Tienen un sentido del humor y un gracejoincreíbles! Estoy llegando a conocer realmente aalgunos y hablan con toda libertad delante de mí.

—No hay nada como comer juntos para igualara los hombres. La muerte no es nada encomparación: el filósofo muere sentenciosamente;el fariseo, ostentosamente; el simple,humildemente; y el pobre idiota tan ciegamentecomo el gorrión cae a tierra; pero el filósofo y elidiota y el publicano y el fariseo comen todos delmismo modo, dada una digestión igualmente buena.¡Ahí tiene una teoría!

—En realidad yo no tengo ninguna teoría.Detesto las teorías.

—Le pido disculpas. Para demostrarle miarrepentimiento, ¿aceptaría un billete de diezlibras para su compra y dar un banquete a los

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pobres hombres?—Gracias. Pero preferiría no hacerlo. Me

pagan un alquiler por los locales del horno y elcomedor detrás de los talleres: y tendrán que pagarmás por el comedor nuevo. No quiero que seconvierta en una obra de caridad. No quierodonativos. En cuanto lo hiciera, la gente empezaríaa hablar y estropearían la sencillez de todo elasunto.

—La gente hablará de cualquier plan nuevo.No puede evitarlo.

—Mis enemigos, si tengo alguno, quizá armenun alboroto filantrópico sobre este plan; pero ustedes un amigo y espero que otorgue a mi experimentoel respeto del silencio. Sólo es una escoba nuevade momento, y barre bastante bien. Pero luego nosencontraremos con muchos escollos, sin duda.

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Capítulo XLIIIEl traslado de Margaret

Lo más insignificante de lo que nos despedimospierde su insignificancia a la hora del adiós.

ELLIOTT[72]

La señora Shaw tomó una aversión a Milton tanfuerte como podía hacerlo una dama delicadacomo ella. Era una ciudad ruidosa y llena de humo,la gente pobre que veía por las calles era sucia,las damas ricas vestían de forma extravagante y nohabía visto ni a un hombre, rico o pobre, con ropaa la medida. Estaba convencida de que Margaretno recuperaría las fuerzas mientras siguiera allí.Ella misma temía sufrir uno de sus antiguosataques de nervios. Margaret tenía que marcharse

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con ella y tenía que hacerlo cuanto antes. Ése, sino la fuerza exacta de las palabras, fue de todosmodos el ánimo de lo que recomendó a Margaret,hasta que, débil, cansada y abatida, le prometió demala gana que en cuanto pasara el miércolesvolvería con ella a la ciudad, dejando que Dixonse ocupara de pagar las facturas, vender losmuebles y cerrar la casa. Antes de aquel miércoles—aquel miércoles triste en que iban a enterrar alseñor Hale, lejos de los hogares que habíaconocido en vida y lejos de la esposa que yacíasola entre extraños (y esto último era el granproblema de Margaret, pues creía que si no sehubiera entregado a aquel incontenible estupordurante los primeros días tristes, podría haberorganizado las cosas de otro modo)—, antes deaquel miércoles, Margaret recibió una carta delseñor Bell.

Querida Margaret:Me proponía regresar a Milton el jueves, pero

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lamentablemente coincide con una de las raras ocasionesen que los compañeros de Plymouth tenemos que cumplirciertos deberes y no puedo faltar. El capitán Lennox y elseñor Thornton están aquí. El primero parece un hombreelegante y bienintencionado; y ha propuesto ir a Milton yayudarte a buscar el testamento. Es evidente que no existeo ya lo habrías encontrado a estas alturas si has seguido misinstrucciones. El capitán dice que luego tiene que llevarosa casa a ti y a su suegra; y, encontrándose su esposa en elestado en que se encuentra, no veo cómo puedes esperarque se quede más allá del viernes. No obstante, esa Dixontuya es leal, y sabe defenderse sola y defender tus intereseshasta que llegue yo. Pondré los asuntos en manos de miabogado de Milton si no hay testamento; pues dudo queeste elegante capitán sea un gran hombre de negocios. Sinembargo, sus mostachos son espléndidos. Habrá que haceruna venta; así que selecciona lo que quieres conservar. Opuedes enviar luego una lista. Ahora dos cosas más yterminaré. Ya sabes, y si no lo sabes tu pobre padre sí losabía, que te dejaré todos mis bienes y mi dinero cuandomuera. No es que piense morirme todavía; pero lomenciono sólo para explicar lo siguiente. Parece que estosLennox te tienen mucho cariño ahora; y tal vez siga siendoasí; o tal vez no. Así que es mejor empezar con un acuerdoformal; es decir, que les pagarás doscientas cincuenta

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libras anuales mientras ellos y tú consideréis agradablevivir juntos. (Eso incluye a Dixon, por supuesto; no te dejesengatusar para pagar más por ella). Así no te verásabandonada a tu suerte si algún día el capitán quiere tener lacasa para él solo, sino que podrás irte con tus doscientascincuenta libras a alguna otra parte; eso si no te he pedidoantes que vengas a llevar mi casa. Luego, en cuanto a ropa,Dixon, gastos personales y dulces (todas las jóvenes tomandulces hasta que les llega la sensatez con la edad):consultaré a una dama que conozco y veré cuánto tequedará de tu padre antes de determinar esto. Bien,Margaret, ¿has salido corriendo antes de llegar hasta aquí,preguntándote qué derecho tiene el viejo a arreglar tusasuntos tan caballerosamente?

Estoy seguro de que lo has hecho. Pero te diré que elviejo tiene un derecho. Ha estimado a tu padre durantetreinta y cinco años. Le acompañó el día de su boda; lecerró los ojos cuando murió. Y, además, es tu padrino. Ycomo no puede beneficiarte mucho espiritualmente, puesconoce en secreto tu superioridad en tales asuntos, lecomplacería hacerte el pobre bien de dotartematerialmente. Y el viejo no tiene ningún parienteconocido en la tierra; «¿quién va a llorar a Adam Bell?», ytodo su corazón está empeñado en esta única cosa yMargaret Hale no es la chica que le dirá que no. Escríbeme

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a vuelta de correo aunque sean sólo dos líneas dándome turespuesta, pero no las gracias.

Margaret tomó una pluma y escribió con manotemblorosa: «Margaret Hale no es la chica que ledirá que no». En su estado de debilidad no se leocurrieron otras palabras, aunque le irritó emplearéstas. Pero se fatigó tanto con este leve esfuerzoque si hubiera sabido algún otro medio deaceptación no se habría incorporado para escribirni una sílaba. Se vio obligada a echarse de nuevo,y procuró no pensar.

—¡Queridísima niña! ¿Te ha disgustado opreocupado la carta?

—¡No! —contestó Margaret débilmente—.Estaré mejor cuando pase mañana.

—Estoy segura de que no te sentirás mejorhasta que no te saque de esta atmósferainsoportable, cariño. No concibo cómo lo hassoportado estos dos años.

—¿Adónde iba a ir? No podía dejar a mamá y

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a papá.—Bueno, no te aflijas, cariño. Tal vez fuera

mejor así, pero no tenía ni idea de que vivierais deeste modo. La mujer de nuestro mayordomo viveen una casa mejor que ésta.

—A veces es preciosa…, en verano; nopuedes juzgar por su aspecto ahora. He sido muyfeliz aquí —dijo Margaret, y cerró los ojos paraponer fin a la conversación.

La casa rebosaba comodidad entonces,comparada con lo que había sido. Las tardes eranfrescas y encendieron las chimeneas de todos losdormitorios por orden de la señora Shaw. Mimabaa Margaret de todos los modos posibles ycompraba las golosinas y los manjares másexquisitos en los que ella misma hubiera buscadoconsuelo. Pero Margaret era indiferente a esascosas; o si conseguían llamarle la atención, erasólo como motivos de gratitud a su tía. Se sentíaimpaciente, a pesar de la debilidad. Procuró no

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pensar en la ceremonia que iba a celebrarse enOxford y se pasó el día vagando de una habitacióna otra y colocando aparte los artículos que queríaconservar. Dixon la seguía, por deseo de la señoraShaw, supuestamente para recibir instrucciones,con una orden privada de convencerla de quedescansara en cuanto pudiera.

—Conservaré estos libros, Dixon. ¿Podrásenviar todos los demás al señor Bell? Son de ungénero que él apreciará por sí mismos y por papá.Éste… Y quiero que le des éste al señor Thorntoncuando me haya marchado. Espera; escribiré unanota.

Y se apresuró a sentarse, como si temieracambiar de opinión, y escribió:

Estimado señor:Estoy segura de que apreciará este libro por

amor a mi padre, a quien perteneció.Le saluda atentamente,MARGARET HALE.

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Reanudó el recorrido por la casa, sacandoobjetos que conocía desde la infancia, con ciertarenuencia acariciante a dejarlos, por muyanticuados que fuesen, o usados y raídos queestuvieran. Pero no volvió a hablar; y el informede Dixon a la señora Shaw fue que «dudaba que laseñorita Hale oyera una palabra de lo que le decía,aunque hablaba continuamente para distraerla». Elresultado de pasar de pie todo el día fue unagotamiento físico excesivo al llegar la noche y elreposo nocturno mejor que había conseguido desdeque se enteró de la muerte de su padre.

El día siguiente a la hora del desayunomanifestó su deseo de ir a despedirse de algunosamigos. La señora Shaw puso objeciones:

—Pero cariño, estoy segura de que no puedestener amigos aquí lo bastante íntimos parajustificar que los visites tan pronto; antes de haberido a la iglesia.

—Pero hoy es el único día que tengo. Si el

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capitán Lennox viene esta tarde y si tenemosque…, si tengo que irme mañana…

—Sí, claro. Nos iremos mañana. Estoy cadavez más convencida de que este aire te perjudica yque por eso estás tan pálida y te encuentras tanmal. Además, Edith nos espera. Y tal vez menecesite. Pero no puedes ir sola a tu edad, cariño.No, si tienes que hacer esas visitas, teacompañaré. Dixon, supongo que podráconseguirnos un coche, ¿verdad?

Así que la señora Shaw se dispuso a ocuparsede Margaret y se llevó a la doncella para que seocupara de los chales y los cojines neumáticos.Margaret estaba demasiado triste para reírse detodos estos preparativos para hacer dos visitas queella había hecho sola muchas veces a cualquierhora del día. Le daba un poco de miedo reconocerque una de las casas a las que iba era la deNicholas Higgins. Sólo cabía esperar que su tíadecidiera no salir del coche y subir andando y que

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la ropa húmeda colgada a secar en la calle de lascuerdas tendidas de una casa a otra le golpeara lacara con cada ráfaga de viento.

La señora Shaw se debatió mentalmente entrela comodidad y un sentido del decoro matronil.Pero ganó la primera. Y tras muchas advertenciasa Margaret de que tuviera cuidado y no cogieraninguna fiebre de las que acechaban siempre enaquellos lugares, le permitió al fin que fuera adonde había estado muchas veces sin tomarninguna precaución ni requerir ningún permiso.

Nicholas había salido. Sólo estaban en casaMary y dos de los niños Boucher. Margaret seirritó consigo misma por no haber calculado mejorla hora de la visita. Mary era muy poco despierta,pero poseía sentimientos cálidos y bondadosos. Yen cuanto entendió cuál era el objetivo de la visita,empezó a llorar y a sollozar con tan pococomedimiento que Margaret comprendió que eranvanos todos los comentarios que se le habían

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ocurrido en el viaje en coche. Sólo pudo intentarconsolarla un poco sugiriendo la vaga posibilidadde que volvieran a verse alguna vez en algún lugar,y pidiéndole que le dijera a su padre lo mucho quele gustaría que fuera a verla si podía cuandoterminara el trabajo aquella tarde.

Cuando se marchaba, se paró y miró a sualrededor; vaciló un momento y dijo:

—Me gustaría tener algún recuerdo de Bessy.Mary reaccionó en seguida con viva

generosidad. ¿Qué podían regalarle? Y al señalarMargaret un vasito corriente que recordaba habervisto siempre junto a Bessy con bebida para suslabios febriles, Mary dijo:

—Oh, elija otra cosa mejor; eso sólo valecuatro peniques.

—Eso está bien, gracias —dijo Margaret; y semarchó rápidamente, mientras la alegría de Marypor tener algo que regalar le iluminaba la cara.

«Ahora a casa de la señora Thornton. Hay que

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hacerlo», se dijo Margaret, con expresión pálida yrígida; y le costó mucho encontrar las palabrasexactas para explicarle a su tía quién era la señoraThornton y por qué tenía que despedirse de ella.

Las hicieron pasar a la sala (pues la señoraShaw allí sí bajó del coche), donde acababan deencender la chimenea. La señora Shaw se envolvióbien en el chal y tembló.

—¡Qué habitación tan helada! —exclamó.Tuvieron que esperar un rato a que llegara la

señora Thornton. Sentía bastante benevolenciahacia Margaret ahora que iba a perderla de vista.Recordaba el ánimo que había demostrado endiferentes momentos y lugares más incluso que lapaciencia con que había soportado cuidadosprolongados y agotadores. La saludó conexpresión más afable de lo habitual; una sombra deternura cruzó su semblante al ver la cara deMargaret pálida e hinchada por las lágrimas yadvertir el temblor de la voz que intentaba

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dominar.—Permítame presentarle a mi tía, la señora

Shaw. Me marcho mañana de Milton, no sé si losabe. Pero quería volver a verla, señora Thornton,para… para disculparme por mi actitud la últimavez que nos vimos, y para decirle que estoy segurade que se proponía ser amable, a pesar de lo malque nos hayamos comprendido.

Las palabras de Margaret desconcertaronsobremanera a la señora Shaw. ¡Gracias por laamabilidad! ¡Y disculpas por la falta de buenosmodales! Pero la señora Thornton replicó:

—Me complace que me haga justicia, señoritaHale. No hice más que lo que consideraba mideber amonestándola. Siempre he deseadodesempeñar el papel de amiga suya. Me alegra quelo reconozca.

—Y —dijo Margaret, ruborizándoseexageradamente mientras hablaba— ¿me haráusted justicia y creerá que, aunque no puedo, no

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quiero, dar explicaciones de mi conducta, no heactuado del modo indecoroso que usted temía?

Margaret dijo esto con voz tan dulce y miradatan suplicante, que la señora Thornton se vioafectada por una vez por la actitud encantadora ala que hasta entonces se había mostradoinvulnerable.

—Sí, la creo. No hablemos más de ello.¿Dónde va a residir, señorita Hale? Sabía por elseñor Bell que iba a marcharse de Milton. Nuncale ha gustado Milton, ¿verdad? —dijo la señoraThornton, esbozando una leve sonrisa—; pero, apesar de todo, no espere que la felicite pormarcharse. ¿Dónde va a vivir?

—Con mi tía —repuso Margaret, volviéndosehacia la señora Shaw.

—Mi sobrina residirá conmigo en HarleyStreet. Es casi como una hija para mí —dijo laseñora Shaw mirando cariñosamente a Margaret—; y me complace manifestarle mi propio

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agradecimiento por haber sido amable con ella. Siusted y su esposo van alguna vez a la ciudad, leaseguro que tanto mis hijos, el capitán y la señoraLennox, como yo haremos cuanto esté en nuestropoder por atenderles.

La señora Thornton pensó en su fuero internoque Margaret no se había tomado la molestia deexplicar a su tía el parentesco que unía al señor yla señora Thornton, así que respondió secamente:

—Mi esposo murió. El señor Thornton es mihijo. No voy a Londres nunca, así que no podréaprovechar su amable ofrecimiento.

En este preciso momento entró en la sala elseñor Thornton; acababa de llegar de Oxford. Sutraje de luto indicaba la razón que le había llevadoallí.

—John —dijo su madre—, te presento a laseñora Shaw, tía de la señorita Hale. Lamentotener que decir que la señorita Hale ha venido adespedirse de nosotros.

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—¿Se marcha usted entonces? —preguntó él envoz baja.

—Sí —contestó Margaret—. Nos marchamosmañana.

—Mi yerno viene esta tarde paraacompañarnos —dijo la señora Shaw.

El señor Thornton se dio la vuelta. No se habíasentado, y ahora parecía que estaba examinandoalgo que había en la mesa casi con tanto interéscomo si hubiera descubierto una carta sin abrir yhubiera olvidado que no estaba solo. Ni siquierapareció advertir que se levantaban para marcharse.Pero se adelantó para ayudar a la señora Shaw abajar hasta el coche. Mientras éste se acercaba, ély Margaret esperaron muy juntos en el umbral dela puerta. Era inevitable que se abriera paso en lamente de ambos el recuerdo del día de losdisturbios. En la de él, irrumpió asociado a laconversación del día siguiente; la vehementedeclaración de ella de que no había un solo

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hombre en toda aquella muchedumbre violenta ydesesperada por quien no se preocupara tantocomo por él. Torció el gesto al recordar lassarcásticas palabras de ella, aunque su corazónlatía cargado de amor ardiente. «¡No! —se dijo—.Ya lo puse a prueba una vez y lo perdí todo. Dejaque se vaya, con su corazón de piedra y su belleza;¡qué rígida y terrible es su expresión ahora a pesarde su belleza! Tiene miedo de que yo diga lo querequeriría severa represión. Que se vaya. Por muybella y heredera que sea, le resultará difícilencontrar amor más sincero que el mío. ¡Que sevaya!».

Y no hubo rastro alguno de pesar, ni emociónde ningún género en la voz con que le dijo adiós; yla mano ofrecida se aceptó con decidida calma yse soltó con la misma despreocupación que si deuna flor muerta y marchita se tratara. Pero nadie ensu casa volvió a ver al señor Thornton aquel día.Estaba muy ocupado; o al menos eso dijo.

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Margaret quedó tan absolutamente agotada porestas visitas que tuvo que resignarse a loscuidados, caricias y suspiros de su tía, salpicadosde «ya te lo dije». Dixon comentó que estaba tanmal como el día que le comunicaron la muerte desu padre, y ella y la señora Shaw consideraronincluso la conveniencia de retrasar el viaje. Perocuando la señora Shaw propuso de mala gana aMargaret esperar unos días, ella retorció el cuerpocomo si sintiera un dolor agudo y dijo:

—Oh, vámonos. No puedo seguir aquí. No mepondré bien aquí. Necesito olvidar.

Así que prosiguieron los preparativos; y llegóel capitán Lennox con noticias de Edith y del niño;y Margaret descubrió que le sentaba bien laconversación anodina y despreocupada de alguienque, aunque amable, no era un simpatizantedemasiado cariñoso y preocupado. Se animó; y ala hora que sabía que podía llegar Higgins,consiguió salir de la sala tranquilamente y esperar

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en su habitación la llamada esperada.—¡Ay! —dijo él en cuanto entró ella—,

¡pensar que su señor padre haya muerto así! Casime caigo de espaldas cuando me lo dijeron. «¿Elseñor Hale? —pregunté—. ¿El que era clérigo?».«Sí», me dijeron. «Entonces ha muerto el hombremas bueno que haya vivido en este mundo, seanquienes sean los demás». Y vine a verla paradecirle cuánto lo sentía, pero las mujeres de lacocina no quisieron avisarla. Me dijeron queestaba usted enferma; y que me aspen, pero noparece usted la misma. Y va a ser una gran damaen Londres, ¿verdad?

—Una gran dama no —dijo Margaretesbozando una leve sonrisa.

—Bueno, Thornton me dijo, va y me dice haceun par de días: «Higgins, ¿ha visto a la señoritaHale?». «No —le digo yo—, hay una manada demujeres que no me dejan verla. Pero puedoesperar el momento oportuno si está enferma. Ella

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y yo nos conocemos muy bien. Y ella sabe lomucho que siento la muerte de su señor padre y nova a dudarlo sólo porque no pueda entrar adecírselo». Y él me dice: «No tendrá muchotiempo de verla, amigo, no va a quedarse connosotros un día mas si puede evitarlo. Tieneparientes importantes y se la llevan. Y no laveremos más». «Señor —le dije yo—, si no la veoantes de que se vaya, procuraré ir a Londres lapróxima Pascua de Pentecostés. Nadie va aimpedirme decirle adiós, por muy pariente suyoque sea». Pero sabía que vendría, ya lo creo. Sólohice ver que pensaba que se iría de Milton sinverme para seguir la corriente al patrón.

—Tiene razón —dijo Margaret—. Me conocebien. Y estoy segura de que no se olvidará de mí.Aunque no me recuerde nadie más en Milton, estoysegura de que usted lo hará; y a papá también.Usted sabe lo bueno y lo cariñoso que era. ¡Mire,Higgins! Ésta es su Biblia. La he guardado para

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usted. Me cuesta separarme de ella; pero sé que aél le gustaría que la tuviera usted. Estoy segura deque la cuidará y la leerá con atención, lo hará porél.

—No lo dude. Lo haría aunque fueran losgarabatos del mismísimo diablo y me pidiera quelos leyera por usted y por su padre. ¿Qué es esto,muchacha? No me gusta aceptar su dinero, ni se leocurra. Hemos sido grandes amigos sin que pasaraentre nosotros el ruido del dinero.

—Es para los niños, para los niños de Boucher—se apresuró a decir Margaret—. Tal vez leshaga falta. No tiene derecho a rechazarlo por ellos.A usted no le daría un penique —añadió sonriendo—; no crea que es para usted.

—¡Bueno, muchacha! Sólo puedo decirgracias, bendita sea y amén.

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Capítulo XLIVComodidad sin paz

Torpe girar sin pausa,la cara de ayer igual que la de hoy.

COWPER[73]

De lo que cada uno debe ser, él ve la forma y norma,y hasta que lo consigue no es plena su alegría.

RÜCKERT[74]

La excepcional quietud de la casa de Harley Streetdurante la recuperación de Edith tras el parto sentómuy bien a Margaret, le permitió el descansonatural que necesitaba. Le dio tiempo paraasimilar el súbito cambio de circunstancias quehabía tenido lugar en los dos últimos meses. Se

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encontró de pronto instalada en una viviendasuntuosa, donde el simple conocimiento de laexistencia de cualquier problema apenas parecíahaber penetrado. Las ruedas de la maquinaria de lavida cotidiana estaban bien engrasadas yfuncionaban con absoluta suavidad. La señoraShaw y Edith se desvivían por atender a Margarettras el regreso a su hogar, como insistían enllamarlo. Y ella consideraba casi ingratitud elsecreto sentimiento de que la vicaría de Helstone,incluso la humilde casita de Milton, con su padrepreocupado, su madre enferma y todos lospequeños problemas domésticos de la relativapobreza constituían su idea de hogar. Edith estabaimpaciente por recuperarse para llenar eldormitorio de Margaret de todas las comodidades,adornos y fruslerías que atestaban el suyo. Laseñora Shaw y su doncella estuvieron muyocupadas devolviendo el guardarropa de Margareta un estado de elegante variedad. El capitán

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Lennox era tranquilo, amable y caballeroso; todoslos días se sentaba en el gabinete de su esposa conella un par de horas; jugaba con su hijo otra hora, yganduleaba el resto del tiempo en su club cuandono tenía algún compromiso para cenar fuera. Pocoantes de que Margaret se hubiera recuperado losuficiente para no necesitar quietud y reposo, antesde que hubiera empezado a considerar su vidavacía y aburrida, Edith bajó las escaleras yreasumió su papel habitual en la casa; y Margaretvolvió a la antigua costumbre de observar, admirary atender a su prima. Se encargó de buen grado detodos los aparentes deberes de Edith: contestaba alas cartas, le recordaba sus compromisos, lacuidaba cuando no había ningún entretenimiento enperspectiva y, por consiguiente, se sentía bastanteinclinada a creerse enferma. Pero el resto de lafamilia estaba entregada de lleno a la temporadalondinense y Margaret solía quedarse sola en casa.Entonces sus pensamientos volvían a Milton, con

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una extraña sensación por el contraste entre la vidaen un lugar y otro. Estaba empezando a cansarse deaquella cómoda monotonía que no exigía ningúnesfuerzo. Temía incluso que pudiera sumirse en unletargo insensible y ajeno a todo lo que no fuera lavida muelle que la rodeaba. Tal vez hubiera genteque hacía trabajos duros y penosos en Londres,pero ella no la veía nunca; hasta los sirvientes dela casa vivían en un mundo subterráneo propio,cuyas esperanzas y temores ella desconocía; yparecía que sólo cobraran existencia cuando losnecesitaban para satisfacer algún deseo o caprichode su señor y su señora. Existía un extraño vacíoinsatisfecho en el corazón y en la forma de vida deMargaret. Se lo había insinuado un día a Edith, queestaba fatigada de bailar la noche anterior; suprima le acarició lánguidamente la mejilla.Estaban como habían estado tantas veces entiempos: Margaret, sentada en un escabel junto alsofá en el que descansaba Edith.

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—¡Pobrecita! —le dijo su prima—. Es unpoco triste para ti que te dejemos noche tras nocheprecisamente ahora que hay tanta animación. Perodentro de poco empezaremos a celebrar nuestrascenas, en cuanto regrese Henry del distrito judicialy será un cambio agradable para ti. ¡No me extrañaque te deprimas, pobrecita!

Margaret no creía que las cenas fueran unapanacea. Pero Edith presumía de sus cenas; «tandiferentes de las antiguas cenas de viuda bajo elrégimen de mamá», como decía ella; y la señoraShaw, por su parte, parecía disfrutar con losnuevos métodos y con el círculo de conocidos delgusto del capitán Lennox y señora tanto comohabía disfrutado con las fiestas más ceremoniosasy pesadas que solía dar ella. El capitán Lennox erasiempre muy amable y fraternal con Margaret. Ellasentía auténtico cariño por él, excepto cuandodemostraba una atención especial al atuendo y a laapariencia de Edith, deseoso de que su belleza

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impresionara lo bastante al mundo. Entoncessurgía la Vasti [75] latente que había en Margaret ytenía que esforzarse para no decir lo que pensaba.

Los días de Margaret solían discurrir delsiguiente modo: una o dos horas tranquilas ante undesayuno tardío; una comida poco puntual quetomaban lánguidamente los comensales cansados ymedio dormidos, pero a la que se esperaba queella asistiera del principio al fin porque cuandoterminaba se discutían los planes y, aunqueninguno de ellos era de su incumbencia, esperabanque diera su aprobación si no podía aportar susconsejos; un sinnúmero de notas que escribir, queEdith le dejaba siempre a ella con cariñosasalabanzas a su elocuencia para redactarlas; unbreve entretenimiento con Sholto cuando élregresaba de su paseo matinal; además de cuidar alos niños durante la comida de los sirvientes; unpaseo en coche o visitas; y alguna comida ocompromiso matinal de su tía y sus primos, que

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dejaba libre a Margaret, es cierto, pero bastanteaburrida de la inactividad del día, abatida y débil.

Margaret esperaba con vivo y mudo interésque llegara Dixon de Milton, donde la ancianasirvienta se había ocupado hasta entonces desolucionar todos los asuntos de la familia Hale.Sentía como una súbita carencia afectiva aquellabrusca interrupción de noticias sobre la gente entrela que había vivido tanto tiempo. Bien es verdadque Dixon citaba de vez en cuando en sus cartasuna opinión del señor Thornton sobre lo que eramejor que hiciera acerca de los muebles, o laactitud a seguir con el casero de la vivienda deCrampton Terrace. Pero raras veces mencionabaese nombre, ni ningún otro, en realidad; y Margaretestaba sentada una tarde completamente sola en elgabinete de los Lennox con las cartas de Dixon enla mano, aunque no las estaba leyendo, sinopensando en ellas, recordando los tiempospasados e imaginando la vida ajetreada y nunca

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olvidada de la que se había apartado la suya,preguntándose si todo seguiría igual que si supadre y ella nunca hubieran estado allí. Sepreguntaba en su fuero interno si nadie en toda lamultitud la echaría de menos (no Higgins, nopensaba en él), cuando anunciaron de pronto alseñor Bell. Margaret guardó apresuradamente lascartas en el costurero y se levantó, ruborizándosecomo si la hubieran sorprendido haciendo algovergonzoso.

—Oh, señor Bell, no esperaba verle.—Pero supongo que me recibirás con una

bienvenida, además de con ese lindo gesto desorpresa.

—¿Ha cenado? ¿Cómo ha venido? Permítamepedir que le preparen algo.

—Sólo si vas a tomar algo tú también. Si no,verás, no hay nadie que se preocupe menos porcomer que yo. Pero ¿dónde están los demás? ¿Hansalido a cenar? ¿Te han dejado sola?

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—Sí, claro, y es un gran alivio. Precisamenteahora estaba pensando… Pero ¿se arriesgará acenar? No sé si hay algo en la casa.

—Bueno, para ser sincero, te diré que hecenado en el club. Pero ya no cocinan como antes,así que me dije que si tú ibas a cenar podíacompletar mi cena. ¡Pero no importa, no importa!No hay ni diez cocineros en Inglaterra dignos deconfianza en cenas improvisadas. Si sushabilidades y sus fuegos aguantan, su genio no.¿Puedes prepararme un poco de té? Y ahora, dime,¿en qué estabas pensando? Ibas a decírmelo. ¿Dequién eran esas cartas que guardaste tanrápidamente, ahijada?

—Sólo de Dixon —repuso ella, enrojeciendo.—¡Vaya! ¿Eso es todo? ¿Quién crees que vino

en el tren conmigo?—No sé —contestó Margaret, decidida a no

hacer suposiciones.—Tu como lo llames. ¿Qué nombre se da al

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hermano de un primo político?—¿El señor Henry Lennox? —preguntó

Margaret.—Sí —repuso el señor Bell—. Lo conociste

antes, ¿verdad? ¿Qué clase de persona es,Margaret?

—Me agradaba hace mucho —dijo Margaret,bajando la vista un momento. Luego le miródirectamente y continuó del modo habitual—: Yasabe que hemos mantenido correspondencia acercade Frederick, pero hace casi tres años que no nosvemos y quizá haya cambiado. ¿Qué le parece austed?

—No sé. Estaba tan ocupado tratando deaveriguar quién era yo, en primer lugar, y qué era,en segundo, que no reveló qué era él. A menos queesa velada curiosidad suya por la clase deindividuo con quien tenía que hablar no seasuficiente y justo indicio de su carácter. ¿Teparece agraciado, Margaret?

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—¡No! Claro que no. ¿Ya usted?—Tampoco. Pero pensaba que a lo mejor a ti

sí. ¿Es muy importante aquí?—Supongo que cuando está en la ciudad sí.

Está de viaje en el distrito judicial desde que hellegado. Pero ¿viene de Oxford o de Milton, señorBell?

—De Milton. ¿No ves que estoy ahumado?—Sí, claro, pero creía que podía ser efecto de

las antigüedades de Oxford.—Vamos, sé sensata. Podría haber manejado a

todos los caseros de Oxford y salirme con la míacon muchísimos menos quebraderos de los que meha causado tu casero de Milton, que me ha vencidoal final. No acepta que le entreguemos la casahasta el mes de junio. Menos mal que el señorThornton ha encontrado un arrendatario. ¿Por quéno me preguntas por el señor Thornton, Margaret?Te aseguro que ha demostrado ser muy buen amigotuyo y muy eficaz. Se ha encargado de solucionar

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la mitad de los problemas.—¿Y cómo está? ¿Qué tal la señora Thornton?

—preguntó Margaret apresuradamente en voz baja,aunque procuraba hablar fuerte.

—Supongo que están bien los dos. Me alojé ensu casa hasta que tuve que marcharme por elconstante parloteo sobre la boda de la jovenThornton. Era excesivo incluso para Thornton,aunque fuese su hermana. Solía retirarse siempre asu habitación. Le está pasando casi la edad depreocuparse de esas cosas, sean principales oaccesorias. Me sorprendió que la señora Thorntoncayera también en la corriente dejándose arrastrarpor el entusiasmo de su hija por las flores deazahar y el encaje. Creía que estaba hecha de otropaño.

—Haría lo que fuera para ocultar la debilidadde su hija —dijo Margaret en voz baja.

—Tal vez. La has observado bien, ¿verdad?Me parece que no te tiene mucho afecto.

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—Ya lo sé —dijo Margaret—. ¡Oh, aquí estael té al fin! —exclamó como si se sintieraaliviada. Y con el té, llegó también el señorLennox, que había ido hasta allí dando un paseodespués de una cena tardía y que sin dudaesperaba encontrar a su hermano y a su cuñada encasa. Margaret supuso que él se alegraba tantocomo ella de que hubiera una tercera persona enaquel primer encuentro desde el memorable día desu proposición y el rechazo de ella en Helstone.Ella no sabía qué decir al principio y agradeció laexcusa de las ocupaciones de la mesa del té que lepermitía guardar silencio y le daba a él laoportunidad de recobrarse. Pues lo cierto es quehabía tenido que obligarse a ir a Harley Streetaquella tarde, con la idea de superar un encuentroincómodo, incómodo incluso en presencia delcapitán Lennox y de Edith, y doblemente ahora queMargaret era la única dama y la persona a quiennatural y forzosamente tenía que dirigir buena

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parte de la conversación. Margaret recobró antesque él dominio de sí misma. Tras el primermomento de torpeza tímida empezó a hablar deltema que tenía mas presente.

—Le agradezco muchísimo todo lo que hahecho por Frederick, señor Lennox.

—Lo único que lamento es que haya sido taninfructuoso —repuso él, lanzando una miradarápida al señor Bell como si intentara determinarlo que podía decir delante de él. Margaret sedirigió al señor Bell como si le leyera elpensamiento, y ambos lo incluyeron en laconversación suponiendo que estaba al corrientede todos los pasos que se habían dado paraintentar demostrar la inocencia de Frederick.

—Ese Horrocks, el último testigo de todos,resultó ser tan inútil como los demás. El señorLennox ha averiguado que embarcó rumbo aAustralia el pasado agosto; sólo dos meses antesde que Frederick viniera a Inglaterra y nos diera

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los nombres de…—¡Frederick en Inglaterra! No me lo habías

dicho —exclamó el señor Bell sorprendido.—Creía que lo sabía. Estaba segura de que se

lo habíamos dicho. Por supuesto, era un gransecreto, tal vez no debiera haberlo mencionadoahora —dijo Margaret un poco consternada.

—Yo no se lo he mencionado ni a mi hermanoni a su prima —comentó el señor Lennox concierta sequedad profesional de reproche implícito.

—No te preocupes, Margaret. Yo no vivo enun mundo de habladurías y murmuraciones ni entregente que intente sonsacarme. No te preocupestanto por haberte ido de la lengua delante de unviejo ermitaño como yo. No mencionaré a nadie laestancia de Frederick en Inglaterra; no tendré quevencer la tentación de hacerlo porque nadie me lopreguntará. ¡Un momento! —exclamó,interrumpiéndose bruscamente—. ¿Fue para elentierro de tu madre?

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—Estuvo con ella cuando murió —dijoMargaret con ternura.

—¡Claro! ¡Por supuesto! Es que alguien mepreguntó si no había estado aquí por entonces y yolo negué categóricamente. Hace pocas semanas…,¿quién sería? ¡Ah, ya recuerdo!

Pero no dijo el nombre; y aunque Margarethabría dado lo que fuera por saber si sussuposiciones eran ciertas y se trataba del señorThornton, no podía hacerle la pregunta al señorBell.

Hubo una breve pausa. Luego el señor Lennoxse dirigió directamente a Margaret.

—Supongo que como el señor Bell conoce yatodas las circunstancias del lamentable dilema desu hermano, lo mejor que podría hacer esexplicarle cómo está en este momento lainvestigación de los testimonios que esperábamospresentar en su favor. Así que si me concede elhonor de desayunar conmigo mañana, repasaremos

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los nombres de esta gente desaparecida.—Me gustaría conocer todos los pormenores,

si es posible. ¿No puede venir usted aquí? No meatrevo a invitarles a desayunar a ambos, aunqueestoy segura de que serían bien recibidos. Perohágame saber todo lo posible respecto aFrederick, aunque de momento no haya esperanza.

—Tengo un compromiso a las once y media,pero por supuesto vendré si lo desea —repuso elseñor Lennox, con tan buena disposición ahora,que Margaret se acobardó y casi se arrepiente dehaber expuesto su petición natural. El señor Bellse levantó y miró a su alrededor buscando elsombrero, que había sido retirado para hacer sitioal té.

—¡Bueno! —dijo—, no sé lo que se proponehacer el señor Lennox, pero yo me dispongo aponerme en camino hacia casa. Ha sido un día deviaje y los viajes empiezan a dejarse sentir a missesenta y pico años.

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—Creo que yo me quedaré para ver a mihermano y a mi hermana —dijo el señor Lennoxsin hacer ademán de marcharse. Se apoderóentonces de Margaret un embarazoso temor aquedarse sola con él. Tenía tan presente la escenadel huerto de Helstone que no podía dejar depensar que a él le pasaba lo mismo.

—No se vaya todavía, señor Bell, por favor —se apresuró a decir—. Quiero que vea a Edith; yquiero que Edith le conozca. ¡Por favor! —añadió,posándole una mano ligera pero resuelta en elbrazo. El la miró atentamente y advirtió laconfusión que se agitaba en su semblante; se sentóde nuevo, como si el leve roce de la jovenestuviera dotado de una fuerza irresistible.

—Ya ve cómo me domina, señor Lennox —dijo—. Y espero que advierta la feliz elección desus expresiones: quiere que «vea» a su primaEdith, que es toda una belleza, según me han dicho;pero tiene la franqueza de cambiar de término en

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lo referente a mí: quiere que la señora Lennox me«conozca». Supongo que no tengo mucho que«ver», ¿eh, Margaret?

El bromeaba para darle tiempo a recobrarsedel ligero nerviosismo que había detectado en suactitud por su proposición de marcharse; y ellacaptó el tono y devolvió la pelota.

El señor Lennox no entendía cómo podíahaberle dicho su hermano, el capitán, que ellahabía perdido todos sus encantos. Con su discretovestido negro, sin duda contrastaba con Edith,bailando con su traje de crespón blanco de luto ysu largo cabello dorado flotante, toda dulzura ybrillo. Se ruborizó y se le marcaron los hoyuelosmuy apropiadamente cuando le presentaron alseñor Bell, consciente de que tenía que mantenersu fama de belleza. Y no podía permitirse queningún Mardoqueo[76] se negara a rendirle culto yadmirarla aunque fuese un viejo profesor de quiennadie había oído hablar nunca.

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La señora Shaw y el capitán Lennox dieron unacordial y sincera bienvenida al señor Bell, cadauno a su modo, ganándose su simpatía casi pese así mismo, sobre todo cuando vio la naturalidad conque Margaret ocupaba su lugar de hermana e hijaen la familia.

—¡Lamento que no estuviéramos en casa pararecibirle! —dijo Edith—. ¡Ni a ti, Henry! Aunqueno creo que nos hubiéramos quedado en casa porti. ¡Pero por el señor Bell, por el señor Bell deMargaret…!

—¡Quién sabe los sacrificios que habríashecho! —dijo su cuñado—. ¡Hasta una cena! Y elplacer de lucir este vestido tan apropiado y quetanto te favorece.

Edith no sabía si enfadarse o sonreír. Pero noconvenía al señor Lennox empujarla a la primerade tales alternativas, por lo que añadió:

—¿Demostrarás tu buena disposición a hacersacrificios invitándome a desayunar mañana para

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ver al señor Bell, en primer lugar, y, en segundo,siendo tan amable de pedir que lo dispongan todopara las nueve y media en lugar de las diez? Tengoalgunas cartas y documentos que quiero enseñar ala señorita Hale y al señor Bell.

—Espero que el señor Bell considere nuestracasa como la suya durante su estancia en Londres.Sólo lamento no poder ofrecerle un dormitorio.

—Gracias, se lo agradezco mucho. Meconsideraría un grosero si lo hiciera, pues creoque debería declinar la oferta a pesar de todas lastentaciones de tan agradable compañía —dijo elseñor Bell, haciendo una venia a todos yfelicitándose en el fondo por el ingenioso giro quehabía dado a la frase, que en lenguaje llanohubiera sido más de este estilo: «No podríasoportar los formalismos de personas tan correctasy corteses: sería como carne sin sal. Agradezcomucho que no dispongan de dormitorio. ¡Las frasesme han quedado bordadas! Se me da de maravilla

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esto de los buenos modales».Siguió muy satisfecho de sí mismo hasta que se

vio en la calle caminando junto al señor Lennox.Recordó de pronto la expresión suplicante deMargaret cuando le instó a que se quedara un pocomás, y recordó también algunas insinuaciones quele había hecho sobre la admiración del señorLennox por Margaret un conocido del mismo. Esocambió el rumbo de sus pensamientos.

—Tengo entendido que conoce usted a laseñorita Hale hace tiempo. ¿Cómo la encuentra? Amí me parece pálida y enferma.

—Yo creo que tiene un aspecto estupendo. Talvez no fuese ésa mi primera impresión cuandollegué, ahora que lo pienso. Pero en cuanto seanimó, yo desde luego la he visto tan bien comosiempre.

—Han sido muchas las cosas por las que hatenido que pasar —dijo el señor Bell.

—Sí. Lo lamenté muchísimo cuando me enteré

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de todo lo que ha tenido que soportar; no sólo lapena común y general de la muerte, sino todo eldisgusto que tuvo que causarle la conducta de supadre, y luego…

—¡La conducta de su padre! —exclamó elseñor Bell, sorprendido—. Es evidente que le haninformado mal. Actuó con la máximaescrupulosidad. Demostró más entereza de la queyo le hubiera creído capaz.

—Tal vez me hayan informado mal. Pero susucesor en el beneficio, que es un hombreinteligente y sensato y un clérigo riguroso ydiligente, me ha dicho que no había ningún motivopara que el señor Hale hiciera lo que hizo,renunciar al beneficio y ponerse él y poner a sufamilia en las inclementes manos de la enseñanzaparticular en una ciudad fabril; el obispo le habíaofrecido otro beneficio, es cierto; pero si abrigabaalgunas dudas podía haberse quedado dondeestaba y así no habría tenido motivo para

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renunciar. Pero la verdad es que estos clérigosrurales llevan una vida tan solitaria, quiero deciraislados de toda relación con hombres de sumismo nivel, con cuyas opiniones podrían regularlas propias y descubrir si van demasiado deprisa odemasiado despacio, que son muy propensos apreocuparse con dudas imaginarias en cuanto a losartículos de fe y renunciar a las oportunidades dehacer el bien por fantasías propias poco claras.

—No estoy de acuerdo con usted. No creo quesean muy propensos a hacer lo que hizo mi pobreamigo Hale —dijo el señor Bell. En el fondo sesentía muy disgustado.

—Tal vez haya empleado una expresióndemasiado general al decir «muy propensos». Perosin duda llevan una vida que suele producirengreimiento desordenado o un estado deconciencia morboso —repuso el señor Lennox conabsoluta frialdad.

—¿No encuentra ningún engreimiento entre los

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abogados, por ejemplo? —le preguntó el señorBell—. Y supongo que rara vez algún caso deconciencia morbosa.

Estaba cada vez más irritado y más alejado desu dominio de los buenos modales reciénadquirido. El señor Lennox se dio cuenta al fin deque había molestado a su compañero; y como enrealidad había hablado más que nada por deciralgo y pasar así el rato mientras siguieran elmismo camino, le importaba bastante poco ponersede un lado u otro en el asunto, y cambiótranquilamente de postura, diciendo:

—Por supuesto, es bastante admirable que unhombre de la edad del señor Hale deje el que hasido su hogar durante veinte años y renuncie atodos los hábitos arraigados por una idea queseguramente era errónea, aunque ésa no es lacuestión, un pensamiento intangible. Uno no puedepor menos que admirarlo, con una mezcla delástima en la misma admiración, algo parecido a lo

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que siente uno por Don Quijote. ¡Y qué caballeroera también! Nunca olvidaré la delicada y sencillahospitalidad con que me recibió aquel último díaen Helstone.

Aplacado sólo a medias y sin embargodeseoso de creer que el comportamiento del señorHale tuviese un matiz quijotesco, a fin de calmarciertos escrúpulos de conciencia, el señor Bellgruñó:

—¡Sí! ¡Y no conoce usted Milton! ¡Tandiferente de Helstone! Han pasado años desde queestuve en Helstone, pero seguro que sigue igual,cada palo y cada piedra en el mismo sitio desdehace un siglo, mientras que Milton…, voy cadacuatro o cinco años y nací allí, pero, le aseguroque a veces me pierdo entre los montones detalleres que han construido en el huerto de mipadre. ¿Nos separamos aquí? Muy bien, buenasnoches, señor. Supongo que nos veremos mañanapor la mañana en Harley Street.

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Capítulo XLVComodidad sin paz

¿Dónde están los sonidos que alegrabanel aire cuando yo era joven?

Ha cesado la última vibración,y ya no están quienes escuchaban.¡Déjame cerrar los ojos y soñar!

W S. LANDOR[77]

El recuerdo de Helstone que la conversación conel señor Lennox había sugerido a la mentedespierta del señor Bell pululó toda la noche porsus sueños. Era de nuevo tutor del mismo colegioen el que ahora era miembro numerario; estabapasando unas largas vacaciones en casa de suamigo recién casado, orgulloso esposo y felizvicario de Helstone. Daban saltos increíbles sobre

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los arroyos susurrantes que parecían mantenerlosdías enteros suspendidos en el aire. Tiempo yespacio no existían, aunque todo lo demás parecíareal. Los sucesos se medían por las emociones dela mente, no por su existencia real, pues no latenían. Pero los árboles lucían esplendorosos sufollaje otoñal, la cálida fragancia de las flores ylas hierbas impregnaba el aire, la joven esposa semovía por la casa con la misma mezcla de enojopor su situación en lo que se refiere a riqueza, yorgullo por su apuesto y devoto marido que elseñor Bell había observado en la vida real hacíaun cuarto de siglo.

El sueño era tan similar a la vida que, cuandodespertó, su vida actual le pareció un sueño.¿Dónde estaba? ¡En la habitación cargada yamueblada con elegancia de un hotel de Londres!¿Dónde estaban los que hablaban con él, andaban asu alrededor y le tocaban hacía sólo un instante?¡Muertos! ¡Enterrados! Perdidos para siempre

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jamás en la medida en que se extendiera laeternidad de la tierra. Él era un anciano, tanjubiloso entonces en la plenitud de su fuerza viril.Era insoportable pensar en la absoluta soledad desu vida. Se levantó rápidamente y procuró olvidarlo que no podía volver a ser vistiéndoseapresurado para el desayuno en Harley Street.

No podía atender a todos los detalles de lasexplicaciones del abogado que, según advirtió,hacían que los ojos de Margaret se dilataran y quele palidecieran los labios mientras el destinodecretaba, o eso parecía, que todas las pruebasque exonerarían a Frederick cayeran a sus pies ydesaparecieran. Hasta la voz profesional bientemplada del señor Lennox adoptó un tono mássuave y más tierno al aproximarse a la extinción dela última esperanza. No era que Margaret nosupiese perfectamente el resultado. Era sólo quelos detalles de cada sucesiva decepción aplastarontodas las esperanzas con tan implacable

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minuciosidad que al final casi se echó a llorar. Elseñor Lennox interrumpió la lectura.

—Será mejor que no siga —dijo, en tonopreocupado—. Fue una propuesta estúpida por miparte. El teniente Hale… —el darle el título delservicio del que tan bruscamente había sidodespojado tranquilizó a Margaret—, el tenienteHale es feliz ahora. Tiene más seguridad en cuantoa fortuna y perspectivas futuras de la que podríahaber tenido en la Marina; y sin duda ha adoptadoel país de su esposa como propio.

—Es verdad. Y creo que es muy egoísta por miparte lamentarlo —dijo Margaret, intentandosonreír—. Y sin embargo, le he perdido y estoymuy sola.

El señor Lennox volvió a sus papeles, y deseóser ya tan rico y próspero como creía que llegaríaa ser algún día. El señor Bell se sonó la nariz,pero, por lo demás, también guardó silencio. Y alos pocos segundos, parecía que Margaret también

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había recuperado la compostura habitual.Agradeció cordialmente al señor Lennox lasmolestias, con más cortesía y gentileza, pues sedio cuenta de que su comportamiento tal vez lehubiera inducido a creer que le había causado undolor innecesario. Sin embargo, dolor no le habíafaltado.

El señor Bell se acercó a despedirse de ella.—Margaret —dijo mientras intentaba ponerse

los guantes con torpeza—, voy a ir a Helstonemañana a echar una ojeada al viejo lugar. ¿Tegustaría acompañarme? ¿O te daría mucha pena?Dímelo, no temas.

—Oh, señor Bell —dijo ella, y no pudo seguir;pero le agarró la mano vieja y gotosa y la besó.

—Vamos, vamos; basta —dijo él, conruboroso desconcierto—. Supongo que tu tía teconfiará a mí. Iremos mañana por la mañana yllegaremos hacia las dos, supongo. Tomaremos untentempié y encargaremos la cena en el hostal, el

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Lennard Arms, creo, e iremos al bosque para abrirel apetito. ¿Podrás soportarlo, Margaret? Seráduro para los dos, lo sé, pero será un placer paramí al menos. Y luego cenaremos, tendrá que servenado, si conseguimos que nos preparen algo. Yluego yo echaré una cabezada mientras tú vas a vera tus antiguas amigas. Y te traeré sana y salva, amenos que haya un accidente de tren, y asegurarétu vida por mil libras antes de salir, lo cual puedeser un consuelo para tus parientes; pero si no haycontratiempo, te devolveré a la señora Shaw elviernes a la hora de comer. Así que si aceptas,subiré a proponérselo.

—Es inútil que intente decir cuánto me gustará—dijo Margaret entre lágrimas.

—Bueno, entonces demuestra tu gratitudmanteniendo cerrados esos dos manantiales tuyosdurante los dos próximos días. De lo contrario, mefallarán también a mí los lagrimales y eso no megusta nada.

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—No lloraré —dijo Margaret parpadeandopara deshacerse de las lágrimas de las pestañas yesbozando una sonrisa forzada.

—Así me gusta. Vamos arriba y arreglémoslotodo.

Margaret se hallaba en un estado de emocióncasi temblorosa mientras el señor Bell analizabasu plan con la señora Shaw, que al principio seasustó, luego se mostró dubitativa y perpleja, y alfinal accedió, más por la pura fuerza de laspalabras del señor Bell que por su propiaconvicción; pues en cuanto a esto, si estaba bien omal o era propio o impropio no podríadeterminarlo a plena satisfacción hasta que elregreso a salvo de Margaret, tras la felizrealización del proyecto, le diera decisiónsuficiente para decir que estaba segura de que«había sido una buena idea del señor Bell, yexactamente lo que ella había estado deseandopara Margaret, en cuanto a proporcionarle

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exactamente el cambio que necesitaba después detodo el tiempo lleno de preocupaciones que habíapasado».

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Capítulo XLVIAntes y ahora

Siempre que me atrevo a pensar de nuevoen aquellos tiempos tan felices,

he de añorar aún a los amigos fielesque la muerte se llevó de mi lado.

Pero cuando existe verdadera amistad,espíritu es lo que el espíritu encuentra.

En espíritu entonces nuestro gozo hallamos,y en espíritu sigo a ellos ligado.

UHLAND[78]

Margaret estaba preparada mucho antes de la horaprevista, y tuvo tiempo de llorar un poco,quedamente, cuando no la observaban, y de sonreíranimosa cuando alguien la miraba. Su últimapreocupación fue que llegaran tarde y perdieran el

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tren. ¡Pero no fue así! Llegaron a tiempo; y respirótranquila y feliz por fin, sentada frente al señorBell en el coche, mientras las estacionesconocidas iban quedando rápidamente atrás. Veíalos antiguos pueblos y aldeas sureños, dormidos ala cálida luz del sol puro, que daba un colortodavía más rojizo a sus tejados, tan diferentes delos de pizarra del norte. Las palomas revoloteabansobre los pintorescos tejados posándose despacioaquí y allá y erizando las plumas brillantes ysuaves como si expusieran todas las fibras aldelicioso calor. Se veían pocas personas en lasestaciones y parecían casi demasiadoperezosamente contentas para querer viajar. Allíno se advertía el ajetreo y la animación que habíaobservado Margaret en sus dos viajes en la líneade Londres y Norte-Oeste. Más adelante, aquellalínea cobraría vida y movimiento cuando sellenara de buscadores de placeres; pero en cuantoal constante ir y venir de los atareados

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comerciantes, sería siempre muy distinta de laslíneas del norte. Allí siempre había algunosespectadores ociosos en casi todas las estaciones,con las manos en los bolsillos y tan absortos en elsimple hecho de observar que los viajeros sepreguntaban qué harían cuando el tren se perdieraen la lejanía y sólo pudiera contemplar la víavacía, algunas cabañas y los campos distantes. Elaire caliente bailaba sobre la dorada quietud de latierra, iban quedando atrás una granja tras otra, ycada una recordaba a Margaret los idiliosalemanes, Hermann y Dorotea[79], y Evangeline[80].Salió de este ensueño. Era el momento de bajardel tren y tomar el coche a Helstone. Y entonces leatravesaron el corazón sentimientos más intensos,no sabría decir si de dolor o de gozo. Cada trechoestaba cargado de asociaciones que no se hubieseperdido por nada, aunque cada una la hacía llorarcon honda añoranza «por los tiempos pasados».Había recorrido por última vez aquella carretera

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cuando se marchó del lugar con su padre y sumadre: el día y la estación eran sombríos entoncesy ella misma se sentía desesperada, pero los teníaa ellos. Ahora estaba sola, huérfana; y ellos sehabían alejado de ella extrañamente y habíandesaparecido de la faz de la tierra. Le dolía ver lacarretera de Helstone tan inundada de sol, y cadarecodo y cada árbol conocido tan exactamenteiguales en su esplendor estival que como losrecordaba. La naturaleza no sufría cambios y erasiempre joven.

El señor Bell sabía lo que pasaba por la mentede Margaret, y guardó un prudente y cordialsilencio. Llegaron al Lennard Arms; medio granjamedio hostal, un poco apartado de la carretera, losuficiente para indicar que el anfitrión no dependíade la clientela de viajeros tanto como para tenerque ir a su encuentro; más bien tenían que buscarloellos. La casa daba al ejido del pueblo; y justodelante se alzaba un tilo centenario, en alguno de

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cuyos huecos frondosos colgaba el lúgubre blasónde los Lennard. Las puertas estaban abiertas de paren par, pero no acudió nadie a recibir a losviajeros. Apareció al fin la dueña (y antes de quelo hiciera podrían haber sustraído muchosartículos), les dio una cordial bienvenida, casicomo si fueran invitados, y se disculpó por habertardado tanto, alegando que como era la temporadade la siega y había que enviar las provisiones a loshombres al campo, estaba tan ocupada preparandolos cestos que no había oído el ruido de las ruedasen el sendero herboso que tomaban los cocheshasta el hostal al salir de la carretera.

—¡Bueno, válgame Dios! —exclamó cuandoacabó de disculparse y un destello de sol le hizofijarse en la cara de Margaret, que le había pasadodesapercibida hasta entonces en la penumbra—.¡Pero si es la señorita Hale! ¡Jenny! —exclamó,corriendo a la puerta y llamando a su hija—: Venahora mismo, corre, ¡es la señorita Hale!

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Se acercó luego a Margaret y le estrechó lasmanos con cariño maternal.

—¿Y qué tal? ¿Cómo están todos? ¿Qué tal elvicario? ¿Y la señorita Dixon? ¡Sobre todo elvicario, bendito sea! ¡Todavía lamentamos que nosdejara!

Margaret intentó decirle que su padre habíamuerto. Era evidente que la señora Purkis estabaenterada de la muerte de su madre porque no lehabía preguntado por ella. Pero le falló la voz,sólo consiguió tocarse la ropa de luto riguroso ypronunciar la palabra «papá».

—¡Qué me dice! ¡El señor, no puede ser! —exclamó la señora Purkis, volviéndose hacia elseñor Bell para que confirmara la triste sospechaque acababa de ocurrírsele—. Vino un caballeroen primavera, o tal vez fuera el invierno pasado,que nos habló mucho del señor Hale y de laseñorita Margaret; y nos dijo que la señora Halehabía muerto, pobrecilla. ¡Pero ni siquiera

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mencionó que el vicario estuviera enfermo!—Así es, sin embargo —dijo el señor Bell—.

Murió de repente en Oxford, donde estaba pasandounos días conmigo. Era un hombre bueno, señoraPurkis, muchos agradeceríamos tener un final tanplácido como él. ¡Vamos, Margaret, querida! Supadre era mi mejor amigo, y ella es mi ahijada, asíque se me ocurrió venir juntos a visitar el antiguohogar. Sé desde hace mucho que puedeproporcionarnos habitaciones cómodas y excelentecomida. Ya veo que no me recuerda, pero mellamo Bell, me alojé aquí alguna que otra vezcuando la vicaría estaba ocupada y probé suexcelente cerveza.

—Por supuesto. Discúlpeme, pero comprendaque estaba ocupada con la señorita Hale.Permítame enseñarle su habitación, señoritaMargaret, allí podrá quitarse el sombrero ylavarse la cara. Esta misma mañana he metidocabeza abajo en el jarro unas rosas recién

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cortadas, porque, me dije, a lo mejor viene alguieny no hay nada tan agradable como agua demanantial perfumada con rosas almizcleñas.¡Pensar que ha muerto el vicario! En fin, todostenemos que morir; pero por lo que dijo aquelcaballero se estaba recuperando tras el disgusto dela muerte de la señora Hale.

—Señora Purkis, baje a verme cuando hayaatendido a la señorita Hale. Quiero hacerle unaconsulta sobre la comida.

La pequeña ventana de bisagras de lahabitación de Margaret estaba casi tapada porramas de rosal y de parra. Pero apartándolas haciaun lado y asomándose un poco pudo ver laschimeneas de la casa parroquial sobre los árbolesy distinguir muchos rasgos bien conocidos entre elfollaje.

—¡Ay! —exclamó la señora Purkis, alisandola cama y enviando a Jenny a buscar toallasperfumadas con espliego—, los tiempos han

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cambiado, señorita; nuestro nuevo vicario tienesiete hijos y está construyendo una habitación paramás, justo donde estaban antes el cenador y lacaseta de herramientas. Ha mandado hacerchimeneas nuevas y una ventana de vidriocilindrado en la sala. El y su esposa son muyactivos y han hecho mucho bien; al menos esodicen. Si no fuera así yo diría que lo estánponiendo todo patas arriba para nada. El nuevovicario es abstemio, señorita, y magistrado, y suesposa tiene un montón de recetas para hacerplatos económicos, y es partidaria del pan sinlevadura; y los dos hablan al mismo tiempo y tantoque te dejan para el arrastre, como si dijéramos, yhasta que no se marchan y te tranquilizas un pocono se te ocurre todo lo que podrías haber dicho detu propia opinión sobre el asunto. El busca laslatas de los hombres en el henar y mira dentro yluego arma jaleo porque no llevan refresco dejengibre, pero yo no puedo hacer nada. Mi madre y

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mi abuela antes que yo daban a los segadores buenlicor de malta, y tomaban sales y sena cuando noandaban bien; y yo tengo que hacer lo mismoaunque la señora Hepworth no quiera darmeconfites en vez de medicinas, que son muchomejores según dice, sólo que yo no tengo ningunafe en ellas. Pero tengo que irme, señorita, aunqueestoy deseando saber muchas cosas. Volveré enseguida.

El señor Bell esperaba a Margaret con fresascon nata, una rebanada de pan moreno y una jarrade leche (además de un queso azul de Stilton y unabotella de oporto para su refrigerio particular); ydespués de este rústico almuerzo salieron apasear, sin saber muy bien qué camino seguir, porlos muchos alicientes de todos.

—¿Pasamos por la vicaría? —preguntó elseñor Bell.

—No, todavía no. Vamos por aquí; daremos unrodeo y volveremos por ella —repuso Margaret.

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Habían talado algunos árboles viejos aquí yallá el otoño anterior; y había desaparecido unabarraca ruinosa. Margaret lo advertía todo y losechaba de menos como a viejos amigos. Pasaronpor el sitio donde el señor Lennox y ella habíanestado haciendo esbozos. El tronco hendido por elrayo de la venerable haya entre cuyas raíces sehabían sentado ya no estaba allí; el anciano quevivía en la choza ruinosa había muerto. Habíanderribado la casa y habían construido en su lugaruna nueva, pulcra y respetable. Un huertecilloocupaba el lugar donde había estado la gran haya.

—No creía que fuera tan vieja —dijoMargaret, tras un silencio; y se volvió, suspirando.

—¡Sí! —dijo el señor Bell—. Los primeroscambios de las cosas que conocemos es lo quehace que los jóvenes consideren tan misterioso eltiempo. Con la edad, perdemos el sentido de lomisterioso. Yo considero normales todos loscambios que veo. La inestabilidad de todo lo

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humano me es familiar. Para ti es algo nuevo yopresivo.

—Vamos a ver a Susanita —dijo Margaret,guiando a su compañero por un sendero herbosoque discurría a la sombra de un claro del bosque.

—De mil amores, aunque no tengo ni idea dequién es Susanita. Pero aprecio a todas lasSusanas por la sencilla Susana.

—Mi Susanita se enfadó porque me marché sindespedirme de ella; y eso me ha pesado en laconciencia desde entonces, porque le causé unapena que podría haber evitado con muy pocoesfuerzo. Pero queda un poco lejos. ¿Seguro queno se cansará?

—Seguro. Es decir, si no caminas tan deprisa.Verás, aquí no hay ninguna vista que pueda darle auno la excusa para pararse a recobrar el aliento.Te parecería romántico caminar con alguien «torpey corto de aliento» si yo fuera Hamlet, príncipe deDinamarca. Ten compasión de mis debilidades por

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él.—Caminaremos más despacio por usted. Le

prefiero mil veces a Hamlet.—¿Por aquello de que vale más un asno vivo

que un león muerto?—Tal vez. No analizo mis sentimientos.—Me doy por satisfecho aceptando tu

predilección por mí, sin examinar con excesivacuriosidad los elementos de que se compone. Perotampoco hace falta que vayamos a paso de tortuga.

—De acuerdo. Vaya a su paso y yo lo seguiré.O párese a meditar como el Hamlet con quien secomparaba si voy demasiado deprisa.

—Gracias. Pero como mi madre no haasesinado a mi padre para casarse luego con mitío, no sabría en qué pensar, no siendo en sopesarlas posibilidades de que nos preparen una buenacena. ¿Tú qué opinas?

—Yo tengo grandes esperanzas. Por lo quetocaba a la opinión de Helstone, era una cocinera

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excelente.—Pero ¿tienes en cuenta la distracción mental

que supone la siega?Margaret apreciaba el bondadoso empeño del

señor Bell en bromear animosamente sobrenaderías para impedir que ahondara demasiado enlos recuerdos del pasado. Pero si el deseo de estarsola no hubiese sido excesiva ingratitud habríapreferido recorrer aquellos amados senderos ensilencio.

Llegaron a la casa donde vivía la madre viudade Susan. Su hija no estaba. Había ido a la escuelaparroquial. Margaret se decepcionó y la pobremujer lo advirtió e intentó disculparse.

—¡No se preocupe! —dijo Margaret—. Mealegra saber que está en la escuela. Tenía quehaberlo pensado. Es que solía estar en casa conusted.

—¡Es verdad! ¡Y no sabe cuánto la echo demenos! Yo le enseñaba lo poco que sé por las

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noches. Que por supuesto no era mucho. Se estabahaciendo tan habilidosa que la echo muchísimo demenos. Pero ahora sabe mucho más que yo —dijola madre con un suspiro.

—Yo no entiendo nada —refunfuñó el señorBell—. No me haga caso. Estoy cien añosanticuado. Pero diría que la niña recibía unaeducación mejor, más sencilla y mas naturalquedándose en casa, ayudando a su madre yaprendiendo a leer un capítulo del NuevoTestamento cada noche a su lado que con todos losestudios del mundo.

Margaret no quería animarle a seguirreplicándole y prolongar la discusión delante de lamadre, así que se volvió hacia ella y le preguntó:

—¿Cómo está la señora Bessy Barnes?—No lo sé —dijo la mujer en tono bastante

seco—. No nos hablamos.—¿Por qué? —preguntó Margaret, que había

sido antiguamente la conciliadora del pueblo.

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—Me robó el gato.—¿Sabía que era suyo?—No lo sé. Supongo que no.—¡Vaya! Pues podrá recuperarlo en cuanto le

diga que es suyo.—¡No! Porque lo quemó.—¿Que lo quemó? —exclamaron Margaret y el

señor Bell al unísono.—¡Lo achicharró! —explicó la mujer.No era una explicación. A fuerza de preguntar,

Margaret le sonsacó el espantoso hecho de queBessy Barnes se había dejado convencer por unagitana que le había dicho la buenaventura, y lehabía dejado la ropa de los domingos de su maridocon la promesa de que se la devolvería sin falta elsábado por la noche antes de que Goodman Barnesla echara de menos; pero las prendas noaparecieron y Bessy Barnes se asustó y, temiendola cólera de su marido, recurrió a una de lassalvajes supersticiones de la región, según la cual,

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los maullidos agónicos de un gato mientras lohierven o lo queman vivo obligaba a los poderesocultos a cumplir los deseos del verdugo. Eraevidente que la pobre mujer creía en su eficacia.Sólo estaba indignada porque habían elegido parael sacrificio precisamente a su gato. Margaret laescuchó horrorizada e intentó en vano iluminar lamente de la mujer, pero se vio obligada arenunciar. Consiguió hacerle reconocer poco apoco determinados hechos cuyo orden y conexiónlógicos eran clarísimos para Margaret; al final, ladesconcertada mujer sencillamente repitió suprimera afirmación, es decir, que sin duda era muycruel y que a ella no le gustaría hacerlo; pero queno había nada igual para dar a una persona lo quequería; que lo había oído siempre; aunque era muycruel pese a todo. Margaret se dio por vencida yse marchó angustiada.

—Muchas gracias por haberme demostradoque no tenía razón —le dijo el señor Bell.

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—¿Cómo? ¿A qué se refiere?—Reconozco que estaba equivocado sobre la

escuela. Cualquier cosa es preferible a educar aesa niña en semejante paganismo práctico.

—¡Ah, ya entiendo! ¡Pobre Susan! Tengo queverla; ¿le importa que vayamos a la escuela?

—En absoluto. Siento curiosidad por ver quéclase de enseñanza recibe.

Apenas hablaron mientras se abrían paso porlas hondonadas boscosas cuya suave influenciaverde no pudo disipar el disgusto y la pena delcorazón de Margaret tras la revelación desemejante crueldad; una historia, además, quedelataba absoluta falta de imaginación y decompasión por la pobre víctima.

El rumor de voces como el murmullo de unacolmena de abejas humanas atareadas se hizoaudible en cuanto salieron del bosque al ejido másdespejado en el que se alzaba la escuela. La puertaestaba abierta de par en par. Entraron. Una señora

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briosa, vestida de negro, que tan pronto estabaaquí como allá y en todas partes, los vio y les diola bienvenida con cierto aire de anfitriona queMargaret recordó que solía adoptar su madre,aunque de forma más lánguida y suave, cuandoaparecía algún visitante a inspeccionar la escuela.Se dio cuenta en seguida de que era la esposa delnuevo vicario, la sucesora de su madre; y sihubiese podido, habría retrocedido y eludido laentrevista. Pero dominó en un instante estesentimiento y avanzó recatadamente entre alegresmiradas de reconocimiento y susurros contenidosde «¡Es la señorita Hale!».

La esposa del vicario oyó el nombre y adoptóde inmediato una actitud más afable. Margaretlamentó que adoptara también mayor petulancia.La señora tendió una mano al señor Bell, diciendo:

—Su padre, ¿verdad, señorita Hale? Lo sé porel parecido. Me alegro muchísimo de conocerle,señor. El vicario se alegrará también.

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Margaret le explicó que no era su padre, yañadió tartamudeando que había muerto,preguntándose cómo habría soportado el señorHale volver a visitar Helstone si hubiera sido élcomo había supuesto la señora del vicario. Noescuchó lo que decía la señora Hepworth y dejóque respondiera el señor Bell, mirando mientrastanto alrededor en busca de caras conocidas.

—¡Vaya! Ya veo que le gustaría dar una clase,señorita Hale. Lo sé por mí misma. Levantaos lasde primero para dar lección de gramática a laseñorita Hale.

La pobre Margaret, cuya visita era sentimentaly en modo alguno de inspección, se sintióatrapada; pero como de alguna forma la ponía encontacto con caritas ávidas que había conocidobien en tiempos y que habían recibido elsacramento del bautismo de su padre, se sentó,entreteniéndose en rastrear los rasgos cambiantesde las niñas y sujetando la mano de Susan unos

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minutos sin que nadie se fijara, mientras laspequeñas buscaban sus libros y la esposa delvicario llegaba todo lo lejos que podía llegar unadama acorralando al señor Bell mientras leexplicaba el sistema fonético y le repetía unaconversación que había mantenido con el inspectorsobre ese tema.

Margaret se inclinó sobre el libro sin ver nada;sólo oía el rumor de las voces infantiles. Volvió eltiempo pasado, y pensó en él, y se le llenaron losojos de lágrimas hasta que de pronto hubo unapausa, una de las niñas tropezó con una palabraaparentemente simple sin saber cómo denominarla.

—Un, artículo indeterminado —dijo Margaretsuavemente.

—Disculpe —dijo la esposa del vicario, todaojos y oídos—; pero el señor Milsome nos enseñaque «un» es…, ¿quién lo recuerda?

—Adjetivo determinativo —contestaron a lavez media docena de voces. Margaret se sintió

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avergonzada. Las niñas sabían más que ella. Elseñor Bell la miró y sonrió.

Margaret no volvió a hablar durante la lección.Pero cuando terminó, se acercó tranquilamente aalgunas de sus preferidas y habló un poco conellas. Estaban dejando de ser niñas,convirtiéndose en personas adultas; ydesapareciendo de su memoria en su rápidodesarrollo, lo mismo que ella se desvanecía de lassuyas por los tres años de ausencia. De todosmodos, se alegraba de haberlas vuelto a ver,aunque se mezclara con el gozo un rastro detristeza. Cuando acabaron las clases del día,todavía era temprano en la tarde estival, y laseñora Hepworth propuso a Margaret que el señorBell y ella la acompañaran a la vicaría y vieran…—iba a decir «las mejoras» pero lo sustituyó atiempo por el más prudente «los cambios»— loscambios que estaba haciendo el vicario. AMargaret no le interesaba lo más mínimo ver los

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cambios, que chocarían con sus recuerdos del quehabía sido su hogar; pero deseaba verlo una vezmás, aunque temblara por la pena que sabía quesentiría.

La vicaría estaba tan cambiada en el interior yen el exterior que el dolor real fue menor de lo queMargaret esperaba. No parecía el mismo lugar. Eljardín, el césped, antiguamente tan primorosamentecuidado que hasta un pétalo de rosa parecía unamancha en su disposición y arreglo perfectos,estaba ahora salpicado de las cosas de los niños,una bolsa de canicas aquí, un aro allá; un sombrerode paja colgaba de un rosal como de un perchero,destrozando una preciosa rama nueva cargada deflores que en otros tiempos hubiera recibidotiernos y amorosos cuidados. El pequeño vestíbulocuadrado también estaba lleno de señales deinfancia feliz, saludable y desordenada.

—Disculpe este caos, señorita Hale —dijo laseñora Hepworth—. Cuando acaben el cuarto de

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los niños impondré un poco de orden. Estamosconstruyendo un cuarto para los niños en suhabitación, creo. ¿Cómo se arreglaban ustedes sincuarto de niños, señorita Hale?

—Éramos sólo dos —contestó Margaret—.Ustedes tienen muchos hijos, ¿no?

—Siete. ¡Miren! Estamos abriendo una ventanaal camino de este lado. El señor Hepworth estágastando muchísimo dinero en esta casa. La verdades que era prácticamente inhabitable cuandollegamos, quiero decir para una familia tannumerosa como la nuestra, por supuesto.

Habían cambiado todas las habitacionesademás de la mencionada por la señora Hepworth,que había sido en tiempos el estudio del señorHale, y donde la penumbra verdosa y la agradablequietud del lugar habían conducido, como decía él,a la formación de un carácter más capacitado parael pensamiento que para la acción. La ventananueva permitía una vista del camino y tenía muchas

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ventajas, como señaló la señora Hepworth. Desdeella podían ver a las ovejas descarriadas delrebaño de su esposo que avanzaban hacia latentadora cervecería creyendo que nadie lasobservaba, cuando en realidad no era así; pues elenérgico vicario mantenía vigilada la carreteraincluso mientras redactaba sus sermones másortodoxos, y tenía un sombrero y un bastóncolgados a mano para cogerlos antes de salir trassus feligreses, que hubiesen necesitado piernasrápidas para refugiarse en el Jolly Forester antesde que el vicario abstemio se lo impidiera. Todala familia era rápida, briosa, vocinglera,bondadosa y carente de excesiva finura perceptiva.Margaret temía que la señora Hepworth se dieracuenta de que el señor Bell se burlaba de ella conla admiración que consideraba propio manifestarpor todo cuanto hería especialmente su gusto.¡Pero no! Lo tomaba todo al pie de la letra y de tanbuena fe que Margaret no pudo evitar

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reprochárselo al señor Bell cuando volvíanpaseando despacio al hostal.

—No rezongues, Margaret. Lo hice por ti. Mehabría portado bien si no te hubiera enseñadotodos los cambios con tan evidente júbilo por sucapacidad superior para saber cómo mejorar estoo lo otro. Pero si vas a seguir sermoneando, esperahasta después de cenar y así me ayudará a dormir ya hacer la digestión.

Los dos estaban cansados, y Margaret tantoque no le apetecía salir como se había propuesto adar otra vuelta por los bosques y campos querodeaban el hogar de su infancia. Y de algúnmodo, esta visita a Helstone no había sido enabsoluto, no había sido exactamente lo que habíaesperado. Había cambios por todas partes;cambios leves, pero que lo dominaban todo. Lasfamilias habían cambiado por ausencia, muerte omatrimonio, o por las mutaciones naturales quetraen los días, los meses y los años que nos llevan

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imperceptiblemente de la infancia a la juventud yde ahí por la edad adulta a la madurez, en quecaemos como fruta bien madura a la madre tierrasilenciosa. Los lugares habían cambiado: aquíhabía desaparecido un árbol, allí una rama, con loque llegaba un rayo de luz donde antes no había luzalguna; habían arreglado y estrechado un camino yel sendero herboso que lindaba con él había sidocercado y labrado. Una gran mejora, lo llamaban;pero Margaret suspiraba por el antiguopintoresquismo, la antigua penumbra y el senderoherboso de otros tiempos. Se sentó junto a laventana en el pequeño escaño y contempló contristeza las sombras de la noche que iba cayendo yque armonizaba con su estado meditabundo. Elseñor Bell dormía profundamente tras el ejercicioexcepcional del día. Se despertó cuando llegó labandeja del té portada por una joven campesinacolorada que sin duda había pasado el díaayudando en el henar para dar cierta variedad a su

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ocupación habitual de camarera.—¡Hola! ¿Quién es? ¿Dónde estamos? ¿Quién

es…? ¿Margaret? Ya lo recuerdo todo. Noentendía qué mujer podía estar sentada ahí enactitud tan compungida, con las manos apretadassobre las rodillas y mirando tan fijamente al frente.¿Qué mirabas, Margaret? —preguntó el señorBell, acercándose a la ventana y quedándosedetrás de ella.

—Nada —contestó Margaret, levantándose enseguida y procurando adoptar un tono animoso.

—¡Nada en realidad! Un fondo de árbolessombrío, unos lienzos colgados en el seto deeglantina, y una inmensa ráfaga de aire húmedo.Cierra la ventana y ven a tomar el té.

Margaret guardó silencio un rato. Jugueteabacon la cucharilla sin prestar especial atención a loque decía el señor Bell. Él la contradijo y ellarespondió esbozando una sonrisa como si lehubiera dado la razón. Luego suspiró, posó la

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cucharilla y empezó a hablar sin que viniera acuento y con el tono de voz agudo que sueleindicar que quien habla ha estado pensandobastante tiempo en el asunto que quiere exponer:

—Señor Bell, recuerda lo que hablamosanoche de Frederick, ¿verdad?

—Anoche. ¿Dónde estaba yo? ¡Sí, yarecuerdo! Parece que hayan transcurrido semanas.Sí, por supuesto, recuerdo que hablamos de él,pobrecillo.

—Sí, ¿y recuerda que el señor Lennox dijo quehabía estado en Inglaterra por la época en quemurió mi querida madre? —preguntó Margaret,bajando la voz más de lo usual.

—Lo recuerdo. No lo sabía, nadie me lo habíadicho.

—Y yo creía… Siempre creí que se lo habíaexplicado papá.

—¡No! No lo hizo. Pero ¿qué querías decirme,Margaret?

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—Quería contarle algo que hice entonces y queestuvo muy mal —contestó Margaret, mirándolefijamente de pronto con su expresión más franca, yruborizándose al confesar—: ¡Dije una mentira!

—Bueno, reconozco que estuvo mal; y no esque yo no haya dicho un buen número en mi vida,no todas con palabras rotundas como supongo quehiciste tú, sino con actos o de un modo mezquino,con circunloquios, induciendo a la gente a dejar decreer la verdad o a creer una mentira. ¿Sabes cuáles la mayor mentira, Margaret? Verás, haymuchísimas personas que se creen buenísimas yque mantienen relaciones extrañas con lasmentiras, matrimonios morganáticos y primossegundos. La sangre contaminante de la falsedadcorre por las venas de todos nosotros. Yo te habríasupuesto tan alejada de ella como a la mayoría.¡Vamos, ahora te pones a llorar, niña! No, nohablaremos de ello si la cosa va a acabar así. Creoque ya lo has lamentado bastante y que no volverás

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a hacerlo, ha pasado mucho tiempo y no quiero queestés triste. Quiero verte muy contenta.

Margaret se secó los ojos e intentó hablar deotra cosa, pero de pronto volvió a empezar:

—Por favor, señor Bell, déjeme contárselo.Tal vez pueda ayudarme un poco. No, ayudarmeno, pero si supiera usted la verdad tal vez podríacorregirme…, aunque tampoco es eso, en realidad—dijo, desesperada por no poder expresarse conla precisión que deseaba.

El señor Bell cambió de actitud.—Está bien, hija, cuéntamelo —dijo.—Es una larga historia. Pero cuando vino

Fred, mamá estaba muy enferma y yo estabadestrozada de angustia y también tenía miedo dehaberle hecho ponerse en peligro. Y nos llevamosun susto en cuanto ella murió, porque Dixon seencontró con alguien en Milton, un individuollamado Leonards que conocía a Fred y que por lovisto le guardaba rencor o por lo menos se sentía

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tentado por la recompensa ofrecida por su captura.Y con ese nuevo miedo se me ocurrió que seríamejor que Fred se fuera en seguida a Londres,donde, como comprendería por lo que le dijimosanoche, debía consultar al señor Lennox sobre lasposibilidades que tendría de ser absuelto si lejuzgaban. Así que fuimos a la estación, es decir,fuimos él y yo. Era por la tarde y estabaoscureciendo, pero aún había luz suficiente parareconocer y ser reconocido. Llegamos demasiadopronto y salimos a pasear por el campo que quedaal lado. Yo estaba aterrada todo el rato porquesabía que ese Leonards andaba cerca. Y entonces,cuando estábamos en el campo y la luz roja del solponiéndose me daba en la cara, pasó alguien acaballo por la carretera justo al pie de la entradadel campo en que estábamos nosotros. Alprincipio no supe quién era, me daba la luz en losojos, pero al momento pasó el resplandor y vi queera el señor Thornton, y nos saludamos con una

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venia.—Y él vio a Frederick, claro —dijo el señor

Bell, animándola a seguir con su historia mientrasél cavilaba.

—Sí; y luego, en la estación, apareció unhombre achispado y tambaleante que intentóagarrar a Fred y que perdió el equilibrio cuandoFred se zafó de él, y se cayó por el borde delandén. No fue una caída muy grande, no habría másde tres pies. Pero, ay, señor Bell, ¡aquella caídade algún modo lo mató!

—Menudo problema. Supongo que era eseLeonards. ¿Y cómo se fue Frederick?

Se marchó en seguida después de la caída.Creíamos que el pobre hombre no podía habersehecho daño, parecía que tenía que ser algo muyleve.

—¿Entonces no murió en seguida?—¡No! No murió hasta dos o tres días después.

Y entonces, ¡ay, señor Bell! Ahora viene la peor

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parte —dijo, entrelazando los dedos—. Sepresentó en casa un inspector de policía y meacusó de ser la compañera del joven cuyo empujóno golpe había causado la muerte a Leonards; erauna acusación falsa, claro, pero aún no sabíamossi Fred había embarcado o si seguía en Londres,en cuyo caso, se exponía a que le detuvieran conesa falsa acusación y luego descubrieran que era elteniente Hale acusado de causar aquel motín, y quelo mataran. Todo eso me pasó por la cabezafugazmente y dije que no era yo, que yo no habíaestado en la estación de tren aquella noche, que nosabía nada del asunto. Sólo pensaba en salvar aFrederick, era lo único que me preocupaba.

—Opino que obraste bien. Yo habría hecho lomismo. Te olvidaste de ti misma pensando en otro.Sí, supongo que yo habría hecho lo mismo.

—No, usted no lo habría hecho. Obré mal, fuidesobediente y desleal. En aquel momento Fredestaba a salvo fuera de Inglaterra, y en mi

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obcecación olvidé que había otro testigo que podíadeclarar que me había visto allí.

—¿Quién?—El señor Thornton. Ya le he dicho que me

vio cerca de la estación. Nos saludamos con unavenia.

—¡Bueno! El no sabía nada de este lío por lamuerte del borracho. Supongo que la investigaciónno llegó a nada.

—¡No! El proceso sobre el que habíanempezado a hablar en la investigación seinterrumpió. El señor Thornton está enterado detodo. Era el magistrado del caso y averiguó que lacausa de la muerte no había sido la caída. Pero noantes de saber lo que yo había dicho. ¡Ay, señorBell!

Se cubrió la cara con las manos como siquisiera ocultarse de la presencia del recuerdo.

—¿Se lo has explicado? ¿Le has expuestoalguna vez el importante motivo personal?

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—La falta de fe personal y que me aferré a unpecado para no hundirme —repuso ella conamargura—. No. ¿Cómo iba a hacerlo? Él no sabíanada de Frederick. ¿Iba a contarle los secretos dela familia para recuperar su buena opinión de mí, yarriesgar así las posibilidades de exculpación deFrederick, según parecía entonces? Las últimaspalabras de Fred habían sido para encarecerme amantener en secreto su visita. Ya ve que papá nisiquiera se lo dijo a usted. ¡No! Podía soportar lavergüenza, al menos así lo creía. Y la soporté. Elseñor Thornton no ha vuelto a respetarme desdeentonces.

—Claro que te respeta. Estoy seguro —dijo elseñor Bell—. Claro que eso explicaría algo…Pero siempre habla de ti con consideración yestima, aunque ahora comprendo ciertas reservasde su actitud.

Margaret guardó silencio. No prestó atención alo que siguió diciendo el señor Bell. Perdió la

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noción del momento. Pero al final dijo:—¿Me dirá a qué se refiere con lo de sus

«reservas» cuando habla de mí?—Bueno, sólo que me irritó que no se uniera a

mis alabanzas de ti. Creí como un viejo tonto quetodo el mundo tendría la misma opinión que yo; yera evidente que él no podía estar de acuerdoconmigo. Me desconcertó entonces. Pero si nuncase ha aclarado el asunto, tiene que estar perplejo.En primer lugar, que pasearas con un joven denoche…

—¡Pero era mi hermano! —exclamó Margaretsorprendida.

—Claro. Pero ¿cómo iba a saberlo él?—No lo sé. Nunca se me había ocurrido

pensar una cosa así —dijo Margaret, enrojeciendoy mostrándose dolida y ofendida.

—Quizá tampoco a él, a no ser por la mentiraque, dadas las circunstancias, sostengo que fuenecesaria.

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—No lo fue. Lo sé ahora. Y me arrepiento deveras.

Siguió un largo silencio. Lo rompió al finMargaret:

—Es probable que no vuelva a ver nunca alseñor Thornton —se interrumpió ahí.

—Yo diría que hay muchas cosas másimprobables —repuso el señor Bell.

—Pero creo que no lo haré. Aun así, de algúnmodo no es agradable caer tan bajo como he caídoyo en… en la opinión de un amigo. —Tenía losojos llenos de lágrimas pero hablaba con vozfirme y el señor Bell no la estaba mirando—. Yahora que Frederick ha renunciado a todaesperanza de demostrar su inocencia y volver aInglaterra, y casi a todo deseo de hacerlo, aclarartodo esto sólo sería hacerme justicia. Si ustedquisiera, si pudiera, si se presentara la ocasión (noimponiéndole una explicación, por favor), pero sipudiera, ¿le explicaría todas las circunstancias y le

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diría también que yo le he dado permiso parahacerlo, porque creo que por papá no deberíaperder su respeto aunque es probable que novolvamos a vernos?

—Por supuesto. Creo que tiene que saberlo.No me gusta que pese sobre ti la menor sombra defalta de decoro. Seguro que no sabía a quéatenerse al verte sola con un joven.

—En cuanto a eso —dijo Margaret conbastante altivez—, sostengo que honni soit quimal y pense[81]. De todos modos, preferiríaaclararlo si se presenta una ocasión deexplicárselo con naturalidad. Pero no es paralibrarme de cualquier sospecha de comportamientoindecoroso por lo que deseo que lo sepa, sicreyera que había sospechado de mí no meimportaría su buena opinión; no, es que tiene quesaber cómo fui tentada y cómo caí en la trampa;por qué dije aquella mentira, en suma.

—De lo que yo no te acuso. Y te aseguro que

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no es debilidad por mi parte.—Lo que piensen otros de la rectitud o la

maldad no es nada comparado con mi profundoconvencimiento, mi convicción personal de queobré mal. Pero no sigamos hablando de ello, porfavor; lo hecho, hecho está. Ahora tengo quedejarlo atrás y procurar ser sincera siempre, sipuedo.

—Muy bien. Si te gusta preocuparte yacongojarte, allá tú. Yo siempre mantengo laconciencia tan cerrada como una caja desorpresas, porque cuando cobra existencia mesorprende por su magnitud. Así que consigo quevuelva a su sitio como hizo el pescador con elgenio. «Prodigioso —digo—, pensar que hasestado oculta tanto tiempo y en un espacio tanreducido que verdaderamente no conocía tuexistencia. Por favor, en lugar de crecer más y mása cada instante y desconcertarme con tus difusoscontornos, ¿no podrías comprimirte de nuevo y

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volver a las dimensiones anteriores?». Y cuandolo consigo, precinto bien el recipiente y pongosumo cuidado en abrirlo de nuevo y oponerme aSalomón, el más sabio de todos los hombres, quelo confinó allí en primer lugar.

Pero Margaret no lo consideraba un asunto debroma. Apenas prestaba atención a lo que decía elseñor Bell. Estaba dando vueltas a la idea, que yaabrigaba antes pero que ahora había cobradofuerza de convicción, de que el señor Thornton yano mantenía su buena opinión sobre ella: que lehabía decepcionado. No creía que una explicaciónpudiera devolverle nunca, no ya su amor, pueshabía resuelto no volver a pensar nunca en él ni encualquier correspondencia por su parte y semantenía firme en su resolución, sino el respeto yla elevada consideración que le harían estarsiempre dispuesto, con el espíritu de los hermososversos de Gerald Griffin, a.

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Volverse y mirar atrás al oírel sonido de mi nombre.

Siguió atragantándose y tragando siempre quepensaba en ello. Intentó consolarse con la idea deque lo que él imaginara que fuera ella no alterabael hecho de lo que era. Pero era un lugar común,una fantasía, y se quebraba bajo el peso de suaflicción. Tuvo veinte preguntas en la punta de lalengua para hacérselas al señor Bell, pero noformuló ninguna. El señor Bell pensó que estabacansada y la envió temprano a su habitación,donde pasó largas horas sentada junto a la ventanaabierta contemplando la cúpula púrpura en lo altodonde asomaron las estrellas y brillaron ydesaparecieron tras los grandes árboles sombríosantes de que ella se fuera a la cama. Durante todala larga noche ardió una lucecita en la tierra. Unavela de su antiguo dormitorio, que era el cuarto delos niños con los nuevos habitantes de la vicaría

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hasta que construyeran el nuevo. Un sentimiento decambio, de insignificancia personal, deperplejidad y decepción abrumaba a Margaret.Nada era lo mismo; y esa ligera inestabilidadgeneral le causaba más dolor que si hubieracambiado todo completamente y no lo reconociera.

«Ahora empiezo a comprender lo que ha de serel cielo y, oh, la grandeza y el consuelo de laspalabras “El mismo ayer y hoy y para siempre”.¡Eternidad! “Desde la eternidad y para siempreeres tú, Dios[82]”. Ese cielo que hay sobre míparece inmutable, y sin embargo cambia. Estoy tancansada, tan cansada de todas estas fasesvertiginosas de mi vida en la que nada permanecea mi lado, ninguna criatura, ningún lugar, es comoel círculo en que las víctimas de la pasión terrenalgiran continuamente. Estoy de un humor en el quelas mujeres de otra religión toman el velo. Buscopermanencia celestial en la monotonía terrenal. Sifuera católica, podría calmar mi corazón, aturdirlo

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con un buen golpe, podría hacerme monja. Perosuspiraría por mis congéneres; no, mis congéneresno, pues el amor a mi especie no podría llenar micorazón excluyendo el amor a las personas. Talvez fuera así, tal vez no. No puedo decidirlo estanoche».

Se fue a la cama cansinamente, se levantócansinamente al cabo de cuatro o cinco horas. Perocon la mañana llegó la esperanza, y una visión másoptimista de las cosas.

«Pese a todo, está bien —se dijo, al oír lasvoces de los niños que jugaban mientras se vestía—. Si el mundo permaneciera inmóvil, seríaretrógrado y se volvería corrupto, si eso no escontradictorio. Si miro fuera de mí misma y de midolorosa sensación de cambio, el progreso de todocuanto me rodea es justo y necesario. Si quierotener un juicio recto y un ánimo confiado no debopensar tanto en cómo me afectan a mípersonalmente las circunstancias, sino en cómo

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afectan a los demás». Entró en la sala con unasonrisa en los ojos presta a saltar a sus labios, ysaludó al señor Bell.

—Vaya, señorita, te acostaste tarde anoche y tehas levantado tarde hoy. Pero tengo una noticiapara ti. ¿Qué me dices de una invitación a cenar?Una visita matutina, literalmente al amanecer. Hevisto al vicario, ha pasado por aquí camino de laescuela. No sé lo que tendría que ver su madrugóncon el deseo de dar a nuestra anfitriona una pláticaabstemia en beneficio de los segadores; pero aquíestaba cuando bajé poco antes de las nueve. Yestamos invitados a cenar allí hoy.

—Pero Edith me espera hoy, no puedo ir —dijo Margaret, alegrándose de tener tan buenaexcusa.

—Sí, ya lo sé, así se lo dije. Supuse que noquerrías ir. Pero la invitación sigue en pie, si teapetece.

—¡Oh no! —dijo Margaret—. Atengámonos a

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nuestro plan. Salgamos a las doce. Es muybondadoso y amable por su parte, pero en realidadno puedo ir.

—¡Muy bien! No te pongas nerviosa y yo loarreglaré todo.

Antes de marcharse, Margaret salió sigilosa yfue a la parte de atrás del huerto de la vicaría ycogió una ramita de madreselva. No había cortadoni una flor el día antes por miedo a que laobservaran e hicieran comentarios sobre susmotivos y sus sentimientos. Pero cuando volvíapor el ejido, el lugar tenía de nuevo la mismaatmósfera encantadora de siempre. Los sonidos dela vida eran más musicales allí que en ningún otrolugar del mundo, la luz era de un dorado másintenso, la vida más plácida y más llena de gozoensoñador. Margaret recordó entonces sussentimientos del día anterior y se dijo:

«Yo también cambio perpetuamente, tan prontode una forma como de otra, ahora decepcionada e

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irritable porque no es todo como lo imaginaba, yluego de pronto descubro que la realidad es muchomás bella de lo que imaginaba. ¡Oh, Helstone!Nunca amaré otro lugar como a ti».

Pocos días después, las cosas se habíanasentado y decidió que estaba muy contenta dehaber ido y haberlo visto de nuevo. Sabía que paraella sería siempre el rincón más precioso delmundo, pero estaba tan lleno de asociaciones conel pasado, sobre todo con su padre y con su madre,que si tuviese que pasar todo de nuevo se resistiríaa hacer otra visita como la que había hecho con elseñor Bell.

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Capítulo XLVIIInsatisfacción

Cual pálido músico sostiene la experienciaun salterio de paciencia en la mano;

de ahí que no entendamos las armoníasdel designio de Dios para sus mundos, y se abra la tensión

en tristes acordes menores de perplejidad.

SRA. BROWNING[83]

Dixon llegó de Milton por entonces, y ocupó supuesto como doncella de Margaret. Llevó consigohistorias sin cuento de las habladurías de Milton:Martha se había ido a vivir con la señoritaThornton tras la boda de ésta; una relación de lasdamas de honor, trajes y desayunos de aquellainteresante ceremonia; que la gente creía que elseñor Thornton la había convertido en una boda

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demasiado espléndida, habida cuenta de lo muchoque había perdido con la huelga y todo lo quehabía tenido que pagar por incumplimiento decontratos; el poco dinero que habían sacado de laventa de los muebles, una vergüenza considerandolo rica que era la gente de Milton; que la señoraThornton se había presentado un día y habíaconseguido dos o tres gangas, y el señor Thorntonhabía ido al siguiente y en su empeño porconseguir un par de artículos había subido laspropias apuestas, para gran diversión de loscuriosos, con lo que según observó Dixon, seigualaron las cosas: si la señora Thornton habíapagado demasiado poco, el señor Thornton habíapagado demasiado. El señor Bell había enviadotoda clase de instrucciones acerca de los libros,pero no había forma de entenderlo, tan especialera. Si hubiese ido personalmente habría sidoperfecto, pero las cartas siempre eran y siempreserán tan desconcertantes que no sirven de nada.

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Dixon no sabía mucho de los Higgins. Su memoriatenía un sesgo aristocrático y era muy engañosacuando ella intentaba recordar cualquiercircunstancia relacionada con quienes vivían pordebajo de su nivel. Creía que Nicholas estaba muybien. Había ido varias veces a la casa a preguntarqué se sabía de la señorita Margaret. Era la únicapersona que había preguntado por ella, excepto elseñor Thornton una vez. ¿Y Mary? ¡Oh, ella estabamuy bien, por supuesto, una criatura grande,robusta y descuidada! Había oído, o quizá lohubiera soñado, aunque sería extraño que ellasoñara con gente como los Higgins, que Maryhabía empezado a trabajar en el taller del señorThornton, porque su padre quería que aprendiera acocinar; pero no sabía lo que podía significarsemejante tontería. Margaret estaba de acuerdocon ella en que la historia era tan absurda comopara parecer un sueño. Sin embargo, le complacíapoder hablar de Milton y de la gente de Milton con

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alguien. Dixon no sentía una debilidad especialpor el tema y prefería correr un tupido velo sobreesa parte de su vida. Le gustaba mucho másextenderse sobre los discursos del señor Bell, quele habían sugerido la idea de cuál era realmente suintención: nombrar heredera a Margaret. Pero suseñorita no alentó ni satisfizo en modo alguno suspreguntas insinuantes, aunque disfrazadas desospechas o afirmaciones.

Durante todo ese tiempo, Margaret sentía unextraño anhelo indefinido de saber si el señor Bellhabía hecho una de sus visitas de negocios aMilton; pues había quedado claro entre ellosdurante su conversación en Helstone que laexplicación que ella deseaba sólo debía darse alseñor Thornton de viva voz, e incluso así, sinimponérsela de ninguna manera. El señor Bell noera un gran corresponsal, aunque escribía de vezen cuanto cartas largas o breves, según el humordel momento; y aunque Margaret no era consciente

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de ninguna esperanza concreta al recibirlas,siempre dejaba a un lado las notas con un vagosentimiento de decepción. No iba a ir a Milton; almenos no decía nada al respecto. ¡Bien! Tenía queser paciente. Antes o después se despejarían lasbrumas. Pero el señor Bell no parecía el mismo enlas cartas; éstas eran breves y quejosas, con algúnque otro toque de amargura insólito en él. Nohablaba del futuro, más bien parecía lamentar elpasado y estar cansado del presente. Margaretconjeturó que tal vez no se encontrara bien. Peroen respuesta a una pregunta de ella sobre su salud,le envió una breve nota diciéndole que existía unavieja dolencia llamada esplín; que la padecía yque a ella le tocaba decidir si era más mental quefísica; pero que le gustaría permitirse refunfuñarsin verse obligado a emitir un boletín cada vez quelo hiciera.

A consecuencia de esa nota, Margaret no hizomás preguntas sobre su salud. Un día Edith

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mencionó de pasada el fragmento de unaconversación que había tenido con el señor Bell laúltima vez que él había estado en Londres, queobsesionó a Margaret con la idea de que seproponía llevarla a visitar a su hermano y a sucuñada a Cádiz en el otoño. Preguntó e interrogó aEdith hasta que ésta se hartó y declaró que nohabía más que recordar, que todo lo que le habíadicho era que a lo mejor iba él para saber por símismo qué tenía que decir Frederick del motín; yque sería una buena oportunidad para queMargaret conociera a su cuñada; que él siempreiba a algún lado durante las vacaciones largas yque no veía por qué no iba a ir a España lo mismoque a cualquier otro sitio. Eso era todo. Edithesperaba que Margaret no quisiera dejarlos yestaba preocupada por todo esto. Y luego, comono tenía nada mejor que hacer, se echó a llorar ydijo que ya sabía que quería mucho más aMargaret que Margaret a ella. Margaret la consoló

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lo mejor que pudo, pero no le pudo explicar cuántole complacía y encantaba la idea de España, pormuy ilusoria que fuera. Edith solía pensar quecualquier placer disfrutado lejos de ella era unaafrenta tácita o como mínimo una prueba deindiferencia. Así que Margaret tuvo queguardárselo para ella y sólo lo dejó escapar amodo de válvula de seguridad preguntándole aDixon mientras se vestía para la cena si no legustaría muchísimo ver al señorito Frederick y asu esposa.

—Ella es papista, ¿verdad?—Supongo…, oh, claro, por supuesto —

contestó Margaret, un poco desanimada de prontoal recordarlo.

—¿Y viven en un país papista?—Sí.—Entonces lo siento pero tengo que decir que

aprecio mucho más mi alma que al señoritoFrederick incluso, con todo lo que le quiero.

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Estaría siempre aterrada por si me convertían,señorita.

—Bueno, no sé si iré —dijo Margaret—. Perosi voy, no soy una dama tan delicada como para nopoder viajar sin ti. ¡No, mi vieja y querida Dixon!Tendrás unas largas vacaciones si voy. Aunque metemo que sea un largo «si».

A Dixon no le gustó esta conversación. Enprimer lugar, no le hacía ninguna gracia lacostumbre de Margaret de llamarla «vieja yquerida Dixon» cuando se ponía especialmenteefusiva. Sabía que la señorita Hale era propensa aemplear vieja a modo de tratamiento, pero Dixonsiempre se resistía a que se lo aplicara a ella, que,con poco más de cincuenta años, se consideraba enla flor de la vida. En segundo lugar, no le gustóque le tomara la palabra tan fácilmente, pues, pesea todo su terror, sentía una oculta curiosidad porEspaña, la Inquisición y los misterios papistas.Así que carraspeó un poco, como para demostrar

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su decisión de eliminar las objeciones, y preguntóa la señorita Hale si creía que si procuraba no vernunca a un cura ni entrar en ninguna de sus iglesiashabría tanto peligro de que la convirtieran. Seguroque el señorito Frederick se había pasado al otrolado irresponsablemente.

—Creo que lo hizo por amor —dijo Margaretcon un suspiro.

—¡Pues vaya, señorita! —repuso Dixon—. Laverdad, puedo protegerme de los curas y de lasiglesias, pero el amor llega a hurtadillas. Creo queno debería ir.

Margaret tenía miedo de pensar demasiado enla visita a España. Pero eso evitó que cavilara conexcesiva impaciencia sobre su deseo de que elseñor Thornton lo supiera todo. De momento,parecía que el señor Bell seguía inmóvil enOxford y no tenía intención de ir a Milton; yparecía también que una reserva oculta impidiera aMargaret preguntar incluso o aludir de nuevo a

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cualquier posibilidad de semejante visita por suparte. Tampoco se sentía libre para mencionar loque le había dicho Edith de la idea de ir a España,que tal vez sólo hubiese abrigado durante cincominutos. El no se lo había mencionado en Helstonedurante todo el día soleado de ocio; podría habersido sólo una fantasía momentánea, pero si fuesecierto, qué alivio supondría en la monotonía de suvida actual, que estaba empezando a aburrirla.

Uno de los grandes placeres de Margaret eneste período era el niño de Edith. Era el orgullo yel juguete de sus padres mientras se portaba bien.Pero cuando manifestaba la firme voluntad desalirse con la suya, y en cuanto le daba una de suspataletas, Edith renunciaba desesperada y fatigaday decía con un suspiro:

—¡Santo cielo! ¿Qué voy a hacer con él?Margaret, por favor, toca el timbre para que vengaHanley.

Pero a Margaret casi le gustaba mas en estas

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manifestaciones de genio que cuando se portabacomo un angelito. Se lo llevaba entonces a unahabitación donde luchaban ambos hasta el final.Ella con una firmeza que lo apaciguaba, mientrasempleaba de la forma apropiada todo el encanto ytoda la astucia que poseía hasta que él frotaba lacara lacrimosa y ardiente con la de ella, con besosy caricias hasta que se quedaba dormido en susbrazos o sobre su hombro. Esos eran los momentosmas dulces de Margaret. Le daban un indicio delsentimiento que creía que se le negaría siempre.

El señor Henry Lennox añadió un elementonuevo y nada desagradable al curso de la vidafamiliar con su frecuente presencia. A Margaret leparecía más frío aunque más brillante que antes;pero había gustos intelectuales firmes y abundantey variado conocimiento que daban sabor a laconversación, por lo demás bastante insípida.Margaret advirtió en él atisbos de un ligero desdénpor su hermano, su cuñada y su modo de vida, que

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parecía considerar frívolo y sin sentido. Margaretle oyó emplear un tono bastante áspero con suhermano un par de veces, preguntándole si pensabarenunciar totalmente a su carrera; y ante larespuesta del capitán Lennox de que tenía de sobrapara subsistir, había visto el rictus del señorLennox al decir: «¿Y es eso todo lo que esperas dela vida para lo que vives?».

Pero los hermanos estaban muy unidos, comosuelen estarlo dos personas cuando una es masinteligente y guía siempre a la otra y esta última sesiente contenta dejándose guiar. El señor Lennoxprogresaba en su profesión; cultivaba conminuciosa previsión todos los contactos quepudieran serle útiles a la larga. Era agudo,perspicaz, inteligente, sarcástico y orgulloso.Desde la última conversación larga sobre losasuntos de Frederick que había mantenido con él laprimera tarde en presencia del señor Bell, nohabían tenido mucho trato, aparte del propio de las

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estrechas relaciones de ambos con la mismafamilia. Pero eso bastó para disipar la cautela deella y todos los síntomas de vanidad y orgulloherido de él. Se veían continuamente, porsupuesto, aunque Margaret creía que él procurabaevitar quedarse a solas con ella. Suponía quepercibía igual que ella que se habían alejadoextrañamente de su antiguo fondeadero en el quecompartieran muchas opiniones y todos los gustos.

Y sin embargo, cuando él hablabaexcepcionalmente bien o con extraordinaria fuerzaepigramática, ella creía que buscaba la expresiónde su semblante antes que nada, aunque sólo uninstante; y que, en la relación familiar que losreunía continuamente, la opinión de ella era laúnica que escuchaba con deferencia: la máscompleta, porque la daba de mala gana y laocultaba todo lo posible.

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Capítulo XLVIIINo volver a encontrarse

¡Amigo de mi padre, amigo mío!¡No puedo separarme de ti!

Nunca has demostrado, nunca has sabidoel gran cariño que te tengo.

ANÓNIMO[84]

Los elementos de las cenas que daba la señoraLennox eran los siguientes: sus amigas aportabanla belleza; el capitán Lennox, el conocimientodespreocupado de los temas del día; y el señorHenry Lennox y algunos hombres influyentesinvitados como amigos suyos, el ingenio, lainteligencia, el vasto y profundo conocimiento delque sabían sacar partido sin resultar pedantes nirecargar el rápido fluir de la conversación.

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Estas cenas eran muy agradables, pero inclusoen ellas la insatisfacción que sentía Margaret lasorprendía. Se desplegaban todos los talentos,todos los sentimientos, todos los conocimientos;no, incluso todas las inclinaciones a la virtud,como materiales de fuegos de artificio; el fuegosagrado, oculto, se consumía en centelleo ycrepitación. Hablaban de arte de forma meramentesensual, considerando los efectos externos en vezde permitirse aprender todo lo que tiene queenseñar. Se estimulaban hasta el entusiasmo sobretemas elevados en compañía y no volvían a pensaren ellos cuando estaban solos; derrochaban susdotes críticas en un simple flujo de palabrasapropiadas.

Un día, cuando los caballeros subieron a lasala, el señor Lennox se acercó a Margaret y ledirigió casi las primeras palabras voluntarias quele había dicho desde que había vuelto a vivir aHarley Street.

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—Me pareció que no le complacía lo quedecía Shirley en la cena.

—¿De veras? Mi cara debía de ser muyexpresiva —repuso Margaret.

—Siempre lo ha sido. No ha perdido el don deser elocuente.

—No me gustó su forma de defender lo quesabía que es erróneo, tan manifiestamente erróneo,ni siquiera en broma.

—Pero era muy ingenioso. ¡Cómo decía cadapalabra! ¿Recuerda los felices epítetos?

—Sí.—Y los desprecio, le gustaría añadir. Por

favor, no tenga reparos, aunque sea mi amigo.—¡Vaya! Ése es exactamente el tono que

emplea… —se interrumpió de pronto.El esperó muy atento a ver si terminaba la

frase; ella se ruborizó y se volvió. No obstante,antes de hacerlo, le oyó decir en voz muy baja ymuy clara:

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—Si es mi tono o mi forma de pensar lo que lemolesta, ¿será sincera conmigo y me lo dirá,dándome así la oportunidad de aprender acomplacerla?

Durante todas aquellas semanas no huboninguna noticia del viaje del señor Bell a Milton.Él le había comentado en Helstone que tendría queir bastante pronto; pero debía de habersolucionado los asuntos por carta, pensó Margaret,y sabía que no iría a un lugar que le desagradaba sipodía evitarlo. Y además, poco entendía él laimportancia secreta que daba ella a la explicaciónque sólo podía darse de viva voz. Sabía que élconsideraba necesario que se hiciera; pero pocoimportaba que fuera en verano, otoño o invierno.Estaban en agosto y no había habido menciónalguna del viaje a España del que le había habladoa Edith, y Margaret procuraba resignarse a que suilusión se desvaneciera.

Pero una mañana recibió una carta en la que le

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comunicaba que iría a la ciudad a la semanasiguiente; quería hablarle de un plan que se lehabía ocurrido; y además, se proponía someterse aun pequeño tratamiento, pues había empezado aaceptar su opinión de que sería agradable pensarque se debía más a su salud que a él mismo que sesintiera irritable y enfadado. La carta tenía un tonogeneral de animación forzada que Margaretadvertiría después; pero entonces acapararon suatención las exclamaciones de Edith.

—¡Venir a la ciudad, santo cielo, y yo estoytan agotada por el calor que creo que no mequedan fuerzas para otra cena! Además, se hanmarchado todos menos nuestras estúpidas personasque no pueden decidir de una vez adónde ir. Nohabrá nadie para recibirle.

—Estoy segura de que prefiere venir a cenarcon nosotros solos tranquilamente que con losextraños más agradables que pudieras reunir.Además, si no se encuentra bien no tendrá ganas de

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invitaciones. Me alegra que lo haya reconocido alfin. Estaba segura de que se encontraba mal por eltono general de sus cartas, y sin embargo no mecontestó cuando se lo pregunté y no tenía a quiénrecurrir para saberlo.

—Bueno, no estará tan mal o no pensaría enEspaña.

—No menciona España.—No, pero el plan que tiene que proponerte

seguro que se refiere a eso. Pero ¿irías realmentecon este tiempo?

—Oh, refrescará cada día más. ¡Sí! Piénsalo.Sólo me preocupa haberlo pensado y deseadodemasiado de ese modo obstinado y absorbenteque acaba siempre en desilusión o satisfecho alpie de la letra sin procurar ningún placer en elfondo.

—Pero eso es supersticioso, Margaret, estoysegura.

—No, no lo creo. Sólo debe prevenirme e

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impedirme dar rienda a deseos tan apasionados.Es algo así como «Dame hijos o me muero[85]».Supongo que mi súplica es «Déjame ir a Cádiz ome muero».

—Querida Margaret, te convencerán para quete quedes allí. ¿Y qué haré yo entonces? Ojaláencontrara a alguien aquí con quien te casaras paraestar segura de que no te marchas.

—Yo no me casaré nunca.—Tonterías y dobles tonterías. Porque como

dice Sholto eres un atractivo tal para la casa, quesabe que hay muchos hombres que estaránencantados de visitarnos el año que viene por ti.

Margaret se irguió altivamente.—¿Sabes, Edith?, a veces creo que tu vida en

Corfú te ha enseñado…—¡Muy bien!—Sólo unas pizquitas de ordinariez.Edith empezó a sollozar tan amargamente y a

declarar con tal vehemencia que su prima ya no la

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quería ni la consideraba su amiga, que Margaretllegó a pensar que había sido demasiado bruscapara desahogar el orgullo herido, y acabó siendoesclava de Edith el resto del día; mientras ladamita, abrumada por los sentimiento heridos,yacía como una víctima en el sofá exhalando algúnque otro suspiro profundo, hasta que al final sequedó dormida.

El señor Bell no apareció tampoco el día parael que había aplazado la visita por segunda vez.Por la mañana llegó una carta de su sirvienteWallis, en la que explicaba que hacía un tiempoque su señor no se encontraba bien, lo cual habíasido la verdadera razón de que pospusiera suviaje; y que en el mismo momento en que tenía quehaber salido para Londres, le había dado un ataquede apoplejía; en realidad, añadía Wallis, eraopinión de los médicos que no pasaría de aquellanoche; y más que probable que cuando la señoritaHale recibiera la carta, su pobre señor ya no

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viviera.Margaret recibió la carta a la hora del

desayuno; palideció mientras la leía; luego ladepositó en silencio en las manos de Edith y salióde la habitación.

Edith se quedó horrorizada cuando la leyó y seechó a llorar, sollozando espantada con tantodesconsuelo que angustió a su marido. La señoraShaw estaba desayunando en su habitación, yrecayó en el capitán Lennox la tarea de hacer quesu esposa aceptara el contacto próximo con lamuerte que parecía ser el primero de su vida, quepudiera recordar. ¡Un hombre que tenía que habercenado con ellos hoy yacía muerto o agonizando!Tardó un buen rato en poder pensar en Margaret.Entonces se levantó y fue corriendo a suhabitación. Dixon estaba guardando algunosartículos de aseo mientras Margaret se poníaapresuradamente el sombrero con lágrimas en losojos y con manos tan temblorosas que casi no

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podía atarse las cintas.—¡Querida Margaret! ¡Qué espantoso! ¿Qué

haces? ¿Vas a salir? Ya telegrafiará Sholto o harálo que quieras.

—Voy a Oxford. Hay un tren dentro de mediahora. Dixon se ha ofrecido a acompañarme, peropuedo ir sola. Tengo que verle otra vez. Además,quizá haya mejorado y necesite cuidados. Ha sidocomo un padre para mí. No me detengas, Edith.

—Pero tengo que hacerlo. No le gustará nada amamá. Vamos a preguntárselo, Margaret. No sabesadónde vas. No me importaría si tuviera una casapropia, pero en sus aposentos del colegio…Vamos a ver a mamá y se lo preguntas antes deirte. Será un momento.

Margaret cedió y perdió el tren. La señoraShaw se quedó desconcertada con lo repentino delsuceso y se puso histérica, haciendo perder untiempo precioso a Margaret. Pero había otro trenal cabo de dos horas; y después de varias

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discusiones sobre lo propio y lo impropio, sedecidió que el capitán Lennox acompañara aMargaret, ya que lo único en lo que se manteníafirme era en su resolución de ir, sola o como fuese,en el próximo tren, sin importarle que lespareciera correcto o incorrecto hacerlo. El amigode su padre, su propio amigo, estaba al borde de lamuerte; y ese pensamiento se apoderó de ella tanvívidamente, que ella misma se sorprendió de lafirmeza con que afirmó esa parte de su derecho aobrar de forma independiente. Cinco minutos antesde que saliera el tren estaba sentada en un cocheenfrente del capitán Lennox.

Sería siempre un consuelo pensar que habíaido, aunque sólo fuese para enterarse de que elseñor Bell había muerto por la noche. Vio leshabitaciones en las que había vivido y las asociósiempre después con cariño en el recuerdo con laidea de su padre y de su querido y fiel amigo.

Habían prometido a Edith antes de marcharse

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que si todo había terminado, tal como temían,volverían para la cena. Así que Margaret tuvo queinterrumpir la larga y detenida mirada alrededorde la habitación en que había muerto su padre paradespedirse en silencio del bondadoso rostro delque tantas veces habían brotado palabras amablesy alegres ocurrencias y extravagancias.

El capitán Lennox se quedó dormido en elviaje de vuelta. Y Margaret pudo llorar conlibertad y recordar aquel año funesto y todos losinfortunios que le había deparado. En cuantocobraba plena conciencia de una pérdida, llegabaotra: no a sustituir su aflicción por la anterior, sinoa reabrir las heridas y los sentimientos apenascurados. Pero el sonido de las voces tiernas de sutía y de Edith, de la risilla jubilosa de Sholtocuando llegó, y el ver las habitaciones bieniluminadas, con su señora linda con su palidez y suvehemente y afligido interés, Margaret despertó desu sordo trance de desesperación casi

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supersticiosa y empezó a sentir que incluso a sualrededor podían congregarse el gozo y la alegría.Ocupó el lugar de Edith en el sofá, el pequeñoSholto aprendió a llevar a la tía Margaret su tazade té con mucho cuidado, y cuando ésta subió avestirse, dio gracias a Dios por haber ahorrado asu querido amigo una enfermedad larga y dolorosa.

Pero cuando llegó la noche, nochedesgarradora, y toda la casa se sumió en elsilencio, Margaret seguía sentada contemplando labelleza del cielo londinense a aquella hora aquellanoche estival; los leves reflejos rosáceos de lasluces terrestres en las tenues nubes que flotabantranquilas a la pálida luz de la luna sobre la cálidaoscuridad que se mantenía inmóvil en el horizonte.La habitación de Margaret había sido el salón delas niñas en su infancia, justo cuando éstadesembocaba en la juventud, y cuando lossentimientos y la conciencia despertaron porprimera vez a la plena actividad. Recordó que una

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noche como aquélla se había prometido quellevaría una vida tan valiente y tan noble comocualquier heroína de novela de la que hubieraleído u oído hablar, una vida sans peur et sansreproche[86]. En aquel entonces le parecía quesólo tenía que desearlo y lograría llevar aquellavida. Y ahora había aprendido que no solamentequerer sino también rezar es una condiciónnecesaria para lo verdaderamente heroico. Habíaconfiado en sí misma y había caído. Era justaconsecuencia de su pecado que todo lo que laexcusaba de él, lo que la había tentado acometerlo, permaneciera siempre oculto a lapersona en cuya opinión la había hundido hasta lomás bajo. Se enfrentó a su pecado al fin. Loreconoció como lo que era. La benévola sofisteríadel señor Bell de que casi todos los hombres eranculpables de actos equívocos y de que el motivoennoblecía el mal nunca había influido realmenteen ella. Ahora le parecía mezquina y miserable su

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primera idea de que si lo hubiera sabido todopodría haber dicho la verdad sin miedo. No, elafán de que contar la verdad la excusaraparcialmente a ojos del señor Thornton, comohabía prometido hacer el señor Bell, era unaconsideración nimia e insignificante ahora que lamuerte le había enseñado de nuevo lo que debíaser la vida. Aunque todo el mundo hablara, actuarao guardara silencio con intención de engañar,aunque estuvieran en juego los intereses máspreciados y las vidas más amadas estuviesen enpeligro, aunque nadie conociera nunca susinceridad o su falsedad para medir por ella elrespeto o el menosprecio que merecía,completamente sola donde estaba, en presencia deDios, rogó que le diera fuerza para ser siempresincera de palabra y de obra.

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Capítulo XLIXRespirar tranquilidad

Y camina despacio por la playa soleada,con muchas pausas vacilantes,

la pena ejerce una influencia tan secreta y sagrada.

HOOD [87]

—¿No es Margaret la heredera? —susurróEdith a su esposo cuando estaban solos en suhabitación por la noche, después del triste viaje aOxford. Le había hecho bajar la cabeza, se habíapuesto de puntillas y le había implorado que no seasustara antes de aventurarse a hacerle la pregunta.Pero el capitán Lennox no tenía ni idea. Si algunavez se lo habían dicho, lo había olvidado. Unmiembro numerario de un pequeño colegio nopodía tener mucho que dejar. Claro que él nunca

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había querido que ella pagara el alojamiento, y eraabsurdo que les diera doscientas cincuenta librasanuales teniendo en cuenta que no bebía vino.Edith se apoyó normalmente en los pies un pocomás triste, con un idilio hecho añicos.

Una semana más tarde, se acercó cabrioleandoa su marido y le hizo una reverencia.

—Yo tengo razón y tú te equivocas, nobilísimocapitán. Margaret ha recibido carta de un abogadoy es heredera universal, siendo los legados unasdos mil libras, y la propiedad de unas cuarenta milal valor actual de los inmuebles en Milton.

—¡Caramba! ¿Y cómo se ha tomado su buenafortuna?

—Bueno, por lo visto ya sabía que iba atenerla desde el principio; sólo que no sabía queera tanto. Está muy blanca y muy pálida y dice quele da miedo; pero eso es absurdo, ya sabes, ypasará pronto. He dejado a mamá colmándola deparabienes y me he escabullido para decírtelo.

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Al parecer, todos consideraron lo más naturaldel mundo mediante acuerdo general que el señorLennox fuera asesor legal de Margaret de allí enadelante. Ella no sabía nada de las cuestiones denegocios y tenía que recurrir a él en casi todo. Éleligió al apoderado; él fue a verla con losdocumentos que tenía que firmar. Y cuando sesentía mas feliz era cuando le enseñaba a ella dequé eran signos y ejemplos todos estos misteriosde la ley.

—Henry —dijo Edith maliciosamente un día—, ¿sabes en qué confío y espero que acabentodas estas largas conversaciones con Margaret?

—No, ni lo sé ni quiero saberlo dijo él,ruborizándose.

—Pues muy bien; entonces no necesito pedirlea Sholto que no invite a casa tan a menudo al señorMontagu.

—Como quieras —repuso él con simuladaindiferencia—. Lo que piensas puede ocurrir o no;

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pero esta vez sopesaré bien las cosas antes decomprometerme. Invita a quien te plazca. Tal vezno sea muy cortés, Edith, pero si te inmiscuyes loestropearás todo. Ha estado muy arisca conmigodurante mucho tiempo; sólo ahora ha empezando asuavizar un poco conmigo su actitud deZenobia[88]. Tendría madera de Cleopatra, si fueraun poco más pagana.

—Yo por mi parte —dijo Edith con ciertamalicia—, estoy muy contenta de que sea cristiana.¡Conozco tan pocos!

No hubo España para Margaret aquel otoño;aunque confió hasta el último momento en quealguna feliz oportunidad reclamara a su hermano aParís, donde podría verle fácilmente si alguien laacompañaba. En lugar de Cádiz, tuvo queconformarse con Cromer. Su tía y los Lennoxestaban vinculados a aquel lugar. Siempre habíanquerido que los acompañara y, por consiguiente,dado su carácter, no se esforzaron gran cosa por

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estimular su deseo de un destino distinto. Tal vezCromer fuese lo mejor para ella, en cierto sentidode la expresión. Necesitaba fortalecerse ytonificarse físicamente, además de descanso.

Entre otras esperanzas que se habíandesvanecido estaba la fe, la confianza que habíatenido en que el señor Bell explicara al señorThornton las circunstancias familiares que habíanprecedido al desdichado accidente que desembocóen la muerte de Leonards. Había querido quecualquier opinión del señor Thornton, por distintaque pudiera ser de la que hubiese tenidoanteriormente, se basara en el conocimientoverdadero de lo que ella había hecho y por qué lohabía hecho. Le habría proporcionado unasatisfacción; le habría dado reposo en un tema queahora la preocuparía toda la vida a menos quepudiera resolverse a no pensar en ello. Después detanto tiempo de los sucesos ya no había medioalguno de explicarlos más que el perdido con la

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muerte del señor Bell. Tendría que resignarse aque él la juzgara mal, como tantos otros. Peroaunque se convenció a fuerza de razonar de que susuerte en eso no era excepcional, no por ellodejaba de anhelar angustiada que alguna vez —dentro de muchos, muchísimos años—, al menosantes de morir, él supiera lo grande que había sidosu tentación. Pensó que no necesitaría enterarse deque se lo habían explicado todo si pudiera estarsegura de que lo sabía. Pero éste era un deseovano, como tantos otros. Y cuando consiguióconvencerse de ello, volvió con toda su alma y sufuerza a la vida que la rodeaba y decidióesforzarse y sacar el mejor partido de ella.

Solía pasar largas horas sentada en la playa,contemplando el continuo movimiento del oleajeque rompía en la costa de guijarros; o miraba lasuperficie ondulante del mar más a lo lejos, sucentelleo frente al cielo, y oía, sin ser conscientede ello, el eterno salmo que se elevaba sin cesar.

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Se calmó sin saber cómo ni por qué. Permanecíaallí sentada lánguidamente en el suelo con lasmanos alrededor de las rodillas, mientras su tíaShaw hacía pequeñas compras y Edith y el capitánLennox recorrían en coche la costa y el interior.Las niñeras que paseaban a los niños pasaban yvolvían a pasar a su lado y comentaban encuchicheos asombradas qué podría ver paraquedarse mirando tanto tiempo día tras día. Ycuando la familia se reunía a la hora de comer,Margaret permanecía tan callada y absorta queEdith decidió que estaba abatida y acogió muysatisfecha una propuesta de su marido: tenían queinvitar al señor Lennox a pasar una semana enCromer a su regreso de Escocia en octubre.

Pero todo este tiempo para pensar permitió aMargaret situar los sucesos en su justo lugar, encuanto a causa y significación, tanto respecto a suvida pasada como a su futuro. No fueron horasperdidas las que pasó a la orilla del mar, como

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podría haber visto cualquiera que hubiera tenido laagudeza necesaria para descifrar o la atenciónnecesaria para interpretar la expresión que fueadoptando gradualmente la cara de Margaret. Elcambio impresionó sobremanera al señor Lennox.

—Creo que el mar le ha sentado muy bien a laseñorita Hale —comentó en cuanto ella salió de lahabitación tras su llegada al círculo familiar—.Parece diez años más joven que en Harley Street.

—Es el sombrero que le he comprado —dijoEdith entusiasmada—. Supe que le sentaría bien encuando lo vi.

—Perdona —dijo el señor Lennox, en el tonoindulgente y despectivo que solía emplear conEdith—, pero creo que conozco perfectamente ladiferencia entre los encantos de una prenda y losencantos de una mujer. Ningún simple sombreropuede hacer que los ojos de la señorita Hale seantan luminosos y tan suaves a la vez, ni sus labiostan plenos y tan rojos, ni su cara tan llena de paz y

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de luz. Es igual, y todavía más, que —bajó la voz—, que la Margaret Hale de Helstone.

A partir de entonces, aquel hombre inteligentey ambicioso concentró todas sus potencias enconseguir a Margaret. Amaba su dulce belleza.Veía el alcance oculto de su mente a la que (creíaél) podía inducirse fácilmente a abrazar todos losobjetivos en que había puesto él su corazón.Consideraba su fortuna solamente una parte delcarácter completo y soberbio de ella y de suposición, aunque era plenamente consciente delsalto que le permitiría dar a él, el pobre abogado.Conseguiría tanto éxito con el tiempo y tantoshonores que podría pagarle con intereses aquelprimer adelanto de caudal por el que estaría endeuda con ella. Había ido a Milton por asuntosrelacionados con las propiedades de ella a suregreso de Escocia; y con la perspicacia deabogado experto, atento siempre a captar y sopesarlas contingencias, había visto el considerable

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valor añadido anualmente a los terrenos y lasfincas que poseía ella en aquella ciudad prósperay en crecimiento. Veía complacido que su actualrelación de cliente y asesor legal permitía superargradualmente el recuerdo de aquel día de desdichay extravío de Helstone. Le brindaba ocasionesexcepcionales de relación íntima con ella, ademásde las propias de la relación entre las familias.

Margaret estaba muy bien dispuesta a escucharsiempre y cuando él hablara de Milton, aunque nohubiese visto a las personas a las que ella conocíamejor. Con su tía y su prima el tono al hablar deMilton había sido de disgusto y desdén;precisamente los sentimientos que Margaret seavergonzaba de recordar que había expresado ysentido al principio cuando había ido a vivir allí.Pero el señor Lennox casi superaba a Margaret ensu valoración del carácter de Milton y de sushabitantes. Su energía, su fuerza, su indomablecoraje en debatirse y luchar y su llamativa

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intensidad vital atraían y cautivaban su atención.No se cansaba de hablar de ellos; y no habíapercibido en ningún momento lo materialista yegoístas que eran muchos de los objetivos que seproponían conseguir con su poderoso e infatigableempeño. Hasta que Margaret, incluso en medio desu complacencia, tuvo la franqueza de señalárselocomo el pecado que empañaba todo lo que eranoble y digno de admiración. Sin embargo, cuandootros temas la aburrían y daba sólo respuestasbreves a muchas preguntas, Henry Lennoxdescubrió que indagar sobre alguna peculiaridaddel carácter de Darkshire devolvía la luz a susojos y el color a sus mejillas.

Cuando regresaron a la ciudad, Margaretcumplió uno de sus propósitos y tomó las riendasde su propia vida. Antes de ir a Cromer, habíasido tan dócil con las normas de su tía como sifuera aún la pequeña forastera asustada que sehabía quedado dormida llorando aquella primera

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noche en el cuarto de las niñas de Harley Street.Pero en aquellas solemnes horas de reflexiónhabía aprendido que tendría que responder de suvida y de lo que había hecho con ella algún día; eintentó resolver ese dificilísimo problema de lasmujeres: cuánto debe entregarse en obediencia a laautoridad y cuánto puede reservarse para actuarcon libertad. La señora Shaw era todo lo afableque podía ser; y Edith había heredado estacualidad doméstica encantadora; tal vez fueseMargaret quien tenía peor carácter de las tres,pues su agudeza y su viva imaginación la hacíanser precipitada, y su temprano distanciamiento dela complacencia la había hecho orgullosa; peroposeía una ternura de corazón infantilindescriptible, que hacía sus modales irresistibles,incluso las pocas veces que se había mostradoobstinada anteriormente, y que ahora, aplacada porlo que los demás llamaban su buena fortuna,vencía la resistencia de su tía a someterse a su

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voluntad. Y Margaret consiguió así elreconocimiento de su derecho a seguir las propiasideas de lo que era su deber.

—Lo único que te pido es que no seassargentona —le suplicó Edith—. Mamá quiere quetengas un lacayo propio, y me parece muy bien queno lo hagas, porque son grandes plagas. Sólo porcomplacerme, cariño, no seas varonil. Es lo únicoque pido. Con o sin lacayo, no seas varonil.

—No te preocupes, Edith. Me desmayaré entus brazos mientras cenan los sirvientes en laprimera ocasión. Y entonces, con Sholto jugandocon el fuego y el bebé llorando, empezaras adesear que haya una mujer resuelta a tu lado capazde afrontar cualquier emergencia.

—¿Y no te parecerá impropio bromear y seralegre?

—Qué va. Lo pasaré mejor que nunca ahoraque emprendo mi propio camino.

—¿Y no irás extravagante y me dejarás

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comprarte los vestidos?—La verdad es que me propongo

comprármelos yo. Puedes acompañarme siquieres; pero no puede complacerme nadie másque yo misma.

—Bueno, me temía que te vistieras de pardo yocre para que no se note la suciedad que cogerásen todos esos sitios. Me alegra que conservesalgunas vanidades, aunque sea como recuerdo detu ser anterior.

—Voy a ser exactamente la misma, Edith, si esque tú y mi tía podéis creerlo. Sólo que como notengo ni marido ni hijo que me proporcionendeberes naturales, tengo que buscarme algunos,además de encargar los vestidos.

En el cónclave familiar que celebraron Edith,su madre, y su marido, se decidió que tal vez todosestos planes de Margaret la aseguraran más paraHenry Lennox. La mantendrían fuera del alcancede otros amigos que pudieran tener hijos o

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hermanos que fueran buenos partidos; y se acordótambién que parecía que no disfrutaba nuncamucho de la compañía de nadie más que de la deHenry, aparte de su propia familia. Los otrosadmiradores, atraídos por su apariencia o por lafama de su fortuna acababan arrastrados por surisueño desdén inconsciente a los caminosfrecuentados por otras bellezas menos melindrosasu otras herederas con una mayor cantidad de oro.Henry y Margaret fueron intimando más poco apoco; pero ni él ni ella eran personas que sepermitieran dar la menor muestra de lasincidencias de su relación.

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Capítulo LCambios en Milton

Ahora subimos cada ve más,y ahora bajamos sin parar [89]

Mientras tanto, en Milton las chimeneas echabanhumo, el estruendo incesante y el ajetreovertiginoso seguían y se aceleraban continuamente.Madera, hierro y vapor carecían de sensibilidad yde objetivos en su empeño incesante, pero lapersistencia de su trabajo monótono competía enresistencia infatigable con la vigorosa multitudque, con sentido y propósito trabajaba sin treguaen busca… ¿de qué? En las calles había pocosociosos, nadie que caminara por el mero placer dehacerlo. Hasta los rostros de los hombres

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mostraban los rastros del afán y la ansiedad.Todos buscaban noticias con avidez enardecida, ylos hombres se empujaban unos a otros en elMercado y en la Bolsa con el hondo egoísmo de lacompetencia, igual que en la vida. El pesimismoimperaba en la ciudad. Acudían pocoscompradores, y los vendedores miraban con receloa los que lo hacían, pues el crédito era incierto ylos más estables podían ver afectadas sus fortunaspor el acaparamiento en el gran puerto vecinoentre las compañías navieras. No se habíanproducido quiebras en Milton, de momento. Pero,por las inmensas especulaciones que habían salidoa la luz al acabar mal en América e incluso máscerca de casa, se sabía que algunas empresas deMilton se verían tan afectadas que los hombrespreguntaban a diario con el gesto si es que no conpalabras: «¿Hay noticias? ¿Quién ha quebrado?¿Cómo me afectará a mí?». Y cuando se reuníandos o tres, hacían hincapié en los nombres de

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quienes estaban a salvo, sin atreverse a insinuarlos que probablemente estuviesen al borde de laquiebra, en su opinión; pues, en talescircunstancias, el rumor ocioso podía causar lacaída de alguien que de otro modo podría capearel temporal, y el que cae arrastra a muchosconsigo. «Thornton está a salvo —decían—. Suempresa es grande, más cada año; ¡pero con unacabeza como la que tiene, y tan prudente pese atoda su audacia…!». Entonces un hombre hace unaparte con otro y le dice al oído: «La empresa deThornton es grande, pero ha invertido susbeneficios en ampliarla. No tiene capital ahorrado,ha renovado la maquinaria en los dos últimos añosy le ha costado… ¡no diremos qué! ¡A buenentendedor pocas palabras…!». Pero aquel señorHarrison era un pájaro de mal agüero, unindividuo que había heredado la fortuna que habíahecho su padre con el comercio, que había tenidomiedo de perder cambiando su modo de negociar

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por cualquier otro de mayor alcance, pero queenvidiaba cada penique que hacían otros másosados y perspicaces.

No obstante, lo cierto era que el señorThornton estaba en apuros. Lo sentía sobremaneraen su punto vulnerable: su orgullo por el prestigioque había conseguido. Artífice de su propiafortuna, no lo atribuía a méritos o cualidadespropias, sino al poder que creía que daba elcomercio al hombre valiente, honrado yperseverante de elevarse al nivel desde el quepodía ver e interpretar el gran juego del éxitomaterial, y honradamente, mediante talconocimiento, disponer de más poder e influenciaque en ningún otro modo de vida. Lejos de allí, enel este y el oeste, donde no le conocerán nuncapersonalmente, su nombre sería respetado, susdeseos serian cumplidos y su palabra tendría elvalor del oro. Ésa era la idea de la vida mercantilcon que había empezado el señor Thornton. «Sus

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mercaderes eran príncipes[90]», decía su madre,leyendo en voz alta, como si fuera un toque detrompeta para invitar a su hijo a la lucha. Él estabacomo tantos otros (hombres, mujeres y niños)atento sólo a lo lejano y ajeno a lo próximo.Buscaba la influencia de un nombre en paísesextranjeros y mares lejanos, ser la cabeza de unaempresa que se conociera durante generaciones. Yle había llevado largos años silenciosos llegarincluso a un atisbo de lo que podría ser ahora, hoy,aquí, en su propia ciudad, en su propia fábrica,entre los suyos. Ellos y él habían llevado vidasparalelas, muy próximas, pero sin tocarse nunca,hasta el accidente (o eso parecía) de su relacióncon Higgins. Una vez cara a cara, de hombre ahombre, con un individuo de las masas que lerodeaban y (muy importante) al margen de lacondición de patrono y trabajador en primer lugar,habían empezado a reconocer que «todos tenemosun corazón humano[91]». Fue el primer paso. Y

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hasta ahora, en que el temor a perder la relacióncon algunos obreros a quienes había empezado aconocer como hombres hacía tan poco tiempo, atener que dejar algunos planes que eranexperimentos muy caros a su corazón sin haberlospuesto a prueba, dio nueva intensidad al miedosutil que le invadía de vez en cuando. Hastaentonces, no había reconocido nunca la hondura ylas dimensiones del interés que había empezado asentir últimamente por su posición comofabricante, sencillamente porque le permitía tanestrecho contacto, y le daba la oportunidad detanto poder, con un grupo de gente extraña,perspicaz e ignorante, pero ante todo, llena decarácter y fuerte sensibilidad humana.

Examinó su posición como fabricantemiltoniano. La huelga de hacía año y medio, o mas,pues hacía tiempo invernal en una primaveratardía, aquella huelga, cuando era joven, y ahoraera viejo, le había impedido cumplir algunos

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encargos importantes que le habían hechoentonces. Había invertido una gran cantidad decapital en maquinaria nueva y costosa y tambiénhabía comprado gran cantidad de algodón pararealizar aquellos encargos conseguidos bajocontrato. El no haber podido cumplirlos se debíahasta cierto punto a la absoluta falta deconocimientos de los obreros irlandeses que habíaimportado, ya que buena parte de su trabajo eradeficiente y no podía darle salida una empresa quese preciaba de fabricar sólo artículos de primeracalidad. Los problemas creados por la huelgahabían sido un obstáculo en el camino del señorThornton durante muchos meses. A veces leentraban ganas de gritar furioso a Higgins sinningún motivo cuando posaba la mirada en él, ypensaba en las graves consecuencias del suceso enque había estado implicado. Pero cuando caía enla cuenta de este resentimiento súbito y vivo,decidía dominarlo. No le habría satisfecho eludir a

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Higgins. Tenía que convencerse de que dominabala propia cólera poniendo especial cuidado en dara Higgins acceso siempre que las estrictas normasdel trabajo o el tiempo libre del señor Thornton lopermitían. Y con el tiempo todo su resentimientose diluyó en el asombro de que fuese o pudiese serposible que dos hombres como Higgins y él, quevivían del mismo negocio, que trabajaban cadauno a su modo con el mismo objetivo,consideraran la posición y las obligaciones delotro de forma tan insólitamente distinta. Y de ahínació aquella relación que aunque no pudieraproducir el efecto de evitar todo futuro choque deopiniones y actuaciones, sí permitiría que, llegadoel momento, patrono y trabajador se juzgaran uno aotro con más caridad y comprensión y fuesenmucho más pacientes y amables el uno con el otro.

Pero ahora había llegado uno de esos períodosde mal comercio en que la caída del mercadohacía bajar el valor de todas las grandes

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existencias. Las del señor Thornton cayeron casi lamitad. No recibió nuevos pedidos, así que perdióel interés del capital que había invertido enmaquinaria. Era difícil incluso cobrar los encargosentregados, aunque seguía existiendo la constantesangría de los gastos de funcionamiento delnegocio. Luego llegaron las facturas del algodónque había comprado; y, como el dinero escaseaba,tuvo que pedir préstamos a un interés exorbitante.Y sin embargo, no podía hacer efectivo nada delvalor de su propiedad. Pero no desesperó, seesforzó día y noche en prever y tomarprecauciones contra todas las emergencias. Semostraba tan tranquilo y afable con las mujeres desu familia como siempre y no hablaba mucho conlos trabajadores del taller, que para entonces ya leconocían y que no recibían sus respuestascategóricas y cortantes con el antagonismo latentey contenido de antes y la predisposición desiempre a las palabras y los juicios duros, sino

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con comprensión porque sabían los apuros que leacuciaban. «El patrón tiene muchos quebraderos»,dijo Higgins un día, al oír la pregunta breve ycortante de por qué no se había cumplido unaorden. Y captó su suspiro contenido al pasar unasala en la que trabajaban algunos hombres. Higginsy otro empleado hicieron horas extras aquellanoche para acabar un trabajo, sin que lo supieranlos demás, y el señor Thornton nunca se enteró deque no lo había hecho el capataz, a quien habíadado la orden en primer lugar.

«¡Ay, creo que sé quién habría lamentado veral patrón sentado así como una pieza de calicógris! Si el viejo clérigo hubiera visto eldesconsuelo que he visto yo en la cara de nuestropatrón, su corazón femenino se habríadesgarrado», pensó Higgins un día al acercarse alseñor Thornton en la calle Marlborough.

—Señor —dijo, abordando a su patrón quecaminaba deprisa y resuelto, y haciendo que aquel

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caballero alzara la vista con súbita sorpresa yenojo, como si sus pensamientos estuvieran muylejos—, ¿ha sabido algo de la señorita Margaretúltimamente?

—¿La señorita qué?—La señorita Margaret, la señorita Hale, la

hija del viejo clérigo, sabría a quién me refiero silo pensara un poco —no había nada irrespetuosoen el tono con que dijo esto.

—¡Ah, sí! —Y de repente, la gélida expresiónpreocupada había desaparecido de la cara delseñor Thornton, como si un cálido viento estival sehubiera llevado toda la angustia de su mente. Yaunque seguía apretando los labios como antes,miró con ojos risueños y benévolos a suinterlocutor.

»Ahora es mi arrendadora, Higgins. Sé cómole va por su agente, que viene de vez en cuando.Está bien y entre amigos, gracias, Higgins.

Ese «gracias» que se rezagó tras las otras

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palabras y sin embargo surgió con tantacordialidad, dio nueva luz al perspicaz Higgins.Podría ser sólo un fuego fatuo, pero decidióseguirlo y comprobar adónde le llevaba.

—¿Y no se ha casado, señor?—Todavía no. —Su gesto se ensombreció de

nuevo—. Se habla algo de que tal vez lo haga conun conocido de la familia, creo.

—Entonces no volverá por Milton, supongo.—¡No!—Un momento, señor. —Se acercó entonces

confidencialmente y preguntó—: ¿Se hademostrado la inocencia del señorito? Intensificóel alcance de la información con un guiño, quesólo hizo que al señor Thornton le pareciera todomás misterioso. —El joven caballero, quiero decirel señorito Frederick como lo llaman, el hermanode ella que estuvo aquí, ya sabe.

—Que estuvo aquí.—Sí, claro, cuando murió la señora. No se

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preocupe que no voy a decir nada; Mary y yo losupimos todo el tiempo pero nos callamos, nosenteramos porque Mary trabajaba en la casa.

—Y estuvo aquí. ¡Era su hermano!—Por supuesto. Creía que lo sabía, porque si

no nunca se lo hubiera dicho. ¿Sabía que tiene unhermano?

—Sí, lo sé todo de él. ¿Y vino cuando murió laseñora Hale?

—No, no voy a decirle más. Quizá ya les hayacreado problemas, pues lo guardaban muy ensecreto. Sólo quería saber si le han absuelto.

—No que yo sepa. No sé nada. Sólo sé de laseñorita Hale ahora como casera mía y por suabogado…

Se apartó de Higgins para seguir el asunto enel que estaba concentrado cuando le habíaabordado, desconcertándole con su actitud.

«Era su hermano —se dijo el señor Thornton—. Me alegra saberlo. No volveré a verla, pero es

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un consuelo, un alivio. Sabía que no podía haceralgo indigno y sin embargo añoraba laconfirmación. ¡Ahora estoy contento!».

Fue un hilillo dorado que atravesó el oscurotejido de sus vicisitudes actuales; que se hicieroncada vez más pesimistas y lúgubres. Su agentehabía confiado mucho en una casa del comercioamericano que quebró, junto con algunas otras,precisamente entonces, como el naipe que provocala caída de los demás. ¿Cuáles eran loscompromisos del señor Thornton? ¿Podía resistir?

Noche tras noche se llevaba libros ydocumentos a su habitación y permanecía allísentado despierto mucho tiempo después de que lafamilia se hubiera ido a la cama. Creía que nadiesabía en qué ocupaba las horas que debía haberdedicado a dormir. Cuando la luz del díaempezaba a filtrarse por los huecos de laspersianas una mañana y él aún no se habíaacostado, y pensaba con despreocupada

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indiferencia que podía arreglarse sin las dos horasde descanso que era todo lo que podría permitirseantes de que empezara de nuevo el revuelo deltrabajo diario, se abrió la puerta de su habitación yapareció su madre, vestida igual que el díaanterior. Tampoco ella se había acostado. Susmiradas se encontraron. Ambos tenían la cararígida y fría, y estaban pálidos por la larga vigilia.

—¡Madre! ¿Por qué no estás en la cama?—John, hijo —dijo ella—, ¿crees que puedo

dormir tranquila mientras tú estás despierto llenode preocupaciones? No me has dicho lo que tepasa, pero estás muy preocupado estos últimosdías.

—El comercio va mal.—Y temes…—No temo nada —repuso él, irguiendo y

manteniendo erguida la cabeza—. Ahora sé queningún hombre sufrirá por mí. Ésa es mipreocupación.

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—Pero ¿cuál es la situación? ¿Crees…?¿Habrá una quiebra? —Su voz firme temblada deforma insólita.

—Una quiebra no. Tengo que dejar el negocio,pero pago a todos los hombres. Podríadesquitarme, siento una gran tentación…

—¿Cómo? ¡Por favor, John! Mantén tureputación, consíguelo como sea. ¿Cómo salvarlo?

—Con una especulación muy arriesgada queme han propuesto, y que si saliera bien me dejaríamás que a flote, de forma que nadie tendría porqué saber nunca los apuros en que estoy. Sinembargo, si saliera mal…

—Si saliera mal —dijo ella acercándose yposándole la mano en el brazo, con los ojosbrillando de impaciencia. Contuvo la respiraciónpara escuchar el final de la frase.

—Los hombres honrados se arruinan por ungranuja —dijo él lúgubremente—. Tal como estoyahora, el dinero de mis acreedores está a salvo

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hasta el último céntimo; pero no sé dóndeencontrar el mío, quizá se haya perdido todo y estéen la miseria. Por lo tanto, es el dinero de misacreedores el que tendría que arriesgar.

—Pero si sale bien no tienen por qué saberlonunca. ¿Es una especulación tan peligrosa? Estoysegura de que no, o no se te habría ocurrido nunca.Si sale bien…

—Sería un hombre rico y mi tranquilidad deconciencia desaparecería.

—¡Vamos! No perjudicarías a nadie.—No; pero habría corrido el riesgo de

arruinar a muchos por mi propio enriquecimientomezquino. ¡Lo he decidido, madre! No lamentarásmucho que dejemos esta casa, ¿verdad, queridamadre?

—No, pero me partiría el corazón que fuerasdistinto de lo que eres. ¿Qué puedes hacer?

—Ser siempre el mismo John Thornton, seancuales sean las circunstancias; procurar obrar bien

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y cometer grandes errores; y entonces intentarempezar de nuevo con valor. Pero es difícil,madre. He trabajado tanto y he hecho tantosplanes. He descubierto fuerzas nuevas en misituación demasiado tarde, y ahora todo haterminado. Soy demasiado mayor para empezar denuevo con el mismo ánimo. Es difícil, madre.

Se volvió y se cubrió la cara con las manos.—No entiendo cómo puede ser —dijo ella,

con un tono triste y desafiante—. Aquí está mimuchacho: buen hijo, hombre justo y de buencorazón, y fracasa en todo lo que emprende.Conoce a una mujer que amar, y no se preocupamás de su afecto que si fuera un hombre corriente;trabaja y su trabajo se reduce a nada. Otrosprosperan y se hacen ricos y mantienen susnombres mezquinos encumbrados y libres devergüenza.

—La vergüenza nunca me ha tocado —dijo élen voz baja, pero ella continuó:

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—A veces me he preguntado dónde estaba lajusticia y ya no creo que exista tal cosa en elmundo, y ahora tú llegas a esto; tú, mi JohnThornton, ¡tú y yo podríamos ser mendigos juntos,mi querido hijo!

Se inclinó y le besó la cabeza con lágrimas enlos ojos.

—¡Madre! —dijo él, abrazándola con ternura—, ¿quién me ha dado la buena y la mala suerte enla vida?

Ella movió la cabeza. No quería saber nada dela religión precisamente en aquel momento.

—Madre —continuó él, advirtiendo que ellano iba a decir nada—, yo también me he rebelado,pero me esfuerzo para no seguir haciéndolo.Ayúdame como lo hiciste cuando era pequeño.Entonces decías muchas palabras buenas, cuandomurió mi padre y a veces teníamos tan pocascomodidades, lo que no ocurrirá nunca ahora. Túdecías entonces palabras nobles, valientes y

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confiadas, que han permanecido latentes en mí yque nunca he olvidado. Háblame así ahora, madre.No tenemos que pensar que el mundo haendurecido demasiado nuestros corazones. Si medijeras las mismas palabras amables me haríansentir algo de la piadosa sencillez de la infancia.Me las repito, pero sería distinto si laspronunciaras tú, recordando todas laspreocupaciones y pruebas que has tenido quesoportar.

—Que han sido muchas —dijo ella, sollozando—, pero ninguna tan dolorosa como ésta. ¡Vertebajar del lugar que te corresponde! Lo haría pormí, John, pero no por ti. ¡No por ti! Dios haconsiderado oportuno ser muy duro contigo,mucho.

Se agitó con los sollozos, que son tanconvulsivos cuando quien llora es una personamayor. El silencio que la rodeaba la sorprendió alfinal y se calló para escuchar. Ningún ruido. Miró.

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Su hijo estaba sentado junto a la mesa, con losbrazos extendidos sobre la misma y la cabezainclinada hacia delante.

—¡Oh, John! —exclamó ella y le alzó la cara.La palidez y la extraña tristeza que vio en ella lehicieron pensar por un momento que eranprecursoras de la muerte. Pero cuando susemblante recobró el color natural, desapareció larigidez y volvió a ser él mismo, la señoraThornton se dio cuenta de la bendición que era suhijo para ella por el simple hecho de existir y sedisipó la mortificación material. Dio gracias aDios por ello y sólo por ello, con un fervor queborró de su mente todos los sentimientos rebeldes.

Él no habló de inmediato. Abrió lascontraventanas, y la luz rojiza del amanecer inundóla estancia. Pero soplaba viento del este y hacía unfrío cortante. Llevaba así semanas. Aquel año nohabría demanda de géneros ligeros de verano.Tendrían que renunciar a toda esperanza de

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reanimación del comercio.Fue un gran consuelo haber tenido aquella

conversación con su madre y estar seguro de quepor más que pudieran guardar silencio a partir deentonces sobre todas aquellas preocupaciones, losdos comprendían los sentimientos del otro yestaban, si no en armonía, al menos tampoco endiscordia en su forma de verlos. El marido deFanny se disgustó por la negativa de Thornton aparticipar en la especulación que le habíapropuesto y retiró toda posibilidad de que pudieraconsiderársele capaz de ayudar con el dinero enefectivo, que en realidad el especuladornecesitaba para su propia operación.

El señor Thornton no tuvo más remedio quehacer lo que temía desde hacía semanas: renunciaral negocio al que había dedicado tanto tiempo contanto honor y éxito, y buscar un empleosubordinado. Marlborough Mills y la viviendacontigua estaban sujetos a un contrato de

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arrendamiento largo. Tendrían que realquilarlos sipodían. Le ofrecieron en seguida algunos puestos.El señor Hamper se hubiera asegurado susservicios de muy buena gana como socio sensato yexperto de su hijo, a quien estaba estableciendocon un gran capital en una ciudad próxima. Pero eljoven estaba poco educado en cuanto ainformación y nada en absoluto respecto acualquier responsabilidad que no fuese conseguirdinero, y tan embrutecido tanto en cuanto a susplaceres como a sus pesares. El señor Thorntondeclinó participar en una asociación que frustraríalos pocos planes que habían sobrevivido a laquiebra de su fortuna. Antes aceptaría ser unsimple administrador, condición en la que podríatener cierto grado de poder aparte de la simpleobtención de dinero, que tener que soportar loscaprichos tiránicos de un socio adinerado conquien estaba seguro de que reñiría a los pocosmeses.

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Así que esperó y se hizo a un lado converdadera humildad mientras se extendía por laBolsa la noticia de la enorme fortuna que habíahecho su cuñado con su osada especulación. Eléxito trajo consigo su consecuencia material degran admiración. Nadie era considerado tan sabioy perspicaz como el señor Watson.

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Capítulo LIReencuentro

¡Ánimo, corazón valeroso! Fuerza y serenidad.Dominaremos descaro, burla y curiosidad,que no aparezca ninguna señal indicadora.

Ella siempre ha sido, es y será encantadora[92].

Era un caluroso atardecer de verano. Edith acudióal dormitorio de Margaret, la primera vez porcostumbre, y la segunda vestida para la cena.Primero no encontró a nadie. Luego encontró aDixon preparando el vestido de Margaret sobre lacama, pero Margaret no había llegado. Edith nopodía estarse quieta.

—¡Por favor, Dixon! Esas flores azuleshorrorosas con ese vestido de color oro viejo no.¡Vaya un gusto! Espera un momento que voy a

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buscar unos capullos de granado.—No es de color oro viejo, señora. Es

amarillo claro. Y el azul siempre ha combinadocon el amarillo claro.

Pero Edith había vuelto con las floresencarnadas antes de que Dixon acabara deprotestar.

—¿Dónde está la señorita Hale? —preguntóEdith en cuanto probó el efecto del aderezo. Luegoañadió malhumorada—: No entiendo cómopermitió mi tía que cogiera esa costumbreexcursionista en Milton. Siempre creo que vapasarle algo horrible en esos sitios espantosos enlos que se mete. Yo no me atrevería nunca a ir poresas calles sin un sirviente. No son apropiadaspara las damas.

Dixon seguía enfurruñada por el comentariodespectivo sobre su gusto, así que replicó en tonobastante cortante:

—No me extraña nada cuando oigo a las

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damas hablar tantísimo de ser damas, y cuando sondamas tan miedosas, delicadas y melindrosasademás, digo que no me extraña que ya no hayasantos en la tierra…

—¡Oh, Margaret! ¡Al fin llegas! Te necesitotanto. Pero qué coloradas tienes las mejillas delcalor, pobrecita. Aunque sólo pienso en lo que hahecho el pesado de Henry. Te aseguro quesobrepasa los límites de cuñado. Justo cuando mifiesta estaba tan maravillosamente organizada,preparada precisamente para el señor Colthurst,aparece Henry, con una disculpa es cierto, yempleando tu nombre como excusa, y me preguntasi puede traer a ese señor Thornton de Milton, tuarrendatario, ya sabes, que está en Londres poralgún asunto legal. Me desbaratará el númerocompletamente.

—A mí me da lo mismo la cena. No meapetece nada —dijo Margaret en voz baja—.Dixon puede traerme una taza de té aquí y estaré en

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la sala cuando subáis. La verdad es que megustaría descansar un poco.

—No, no, ni hablar. Estás palidísima, desdeluego. Pero es sólo el calor y no podemosarreglarnos sin ti. (Esas flores un poco más abajo,Dixon. Parecen llamas gloriosas en tu cabellonegro, Margaret). Sabes que lo hemos organizadopara que hables de Milton con el señor Colthurst.¡Vaya, pero si resulta que ese hombre es deMilton! Creo que será estupendo después de todo.El señor Colthurst puede sonsacarle todos lostemas que le interesan y será divertidísimo rastreartus experiencias y la sabiduría de ese señorThornton en el próximo discurso del señorColthurst en la Cámara. La verdad, me parece quees un acierto de Henry. Le pregunté si era unhombre del que uno se avergonzaría. Y mecontestó: «No si tienes el menor juicio,hermanita». Así que espero que sea capaz depronunciar las haches, que no es un logro corriente

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de Darkshire, ¿eh, Margaret?—¿Te ha dicho el señor Lennox por qué está

en la ciudad el señor Thornton? ¿Tiene algo quever el asunto legal con la propiedad? —preguntóMargaret en tono forzado.

—Oh, ha fracasado o algo por el estilo de loque Henry te habló aquel día que te dolía tanto lacabeza…, ¿qué era? (Así, estupendo, Dixon. Laseñorita Hale nos hace honor, ¿a que sí?). Megustaría ser tan alta como una reina y tan morenacomo una gitana, Margaret.

—Pero ¿qué me dices del señor Thornton?—¡Bueno! En realidad tengo muy mala cabeza

para los asuntos legales. Pero Henry te loexplicará todo encantado. Sé que la impresióngeneral de lo que me dijo es que el señor Thorntonanda mal de dinero y que es un hombre muyrespetable y que tengo que ser muy amable con él.Y como no sabía cómo, acudí a ti para pedirteayuda. Y ahora acompáñame abajo y descansa en

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el sofá un cuarto de hora.El cuñado privilegiado llegó temprano.

Margaret empezó a preguntarle lo que quería saberdel señor Thornton, ruborizándose mientrashablaba.

—Ha venido por el subarriendo de lapropiedad, Marlborough Mills, y la casa y losedificios colindantes, creo. No puede mantenerlo yhay que revisar las escrituras y los contratos dearrendamiento y redactar nuevos acuerdos. Esperoque Edith le reciba como es debido, aunque me dicuenta de que le molestaba que me hubiera tomadola libertad de invitarle. Pero pensé que a usted leagradaría demostrarle alguna atención, y habríaque ser especialmente escrupuloso en mostrar todoel respeto del mundo a un hombre que va de capacaída. —Estaba sentado al lado de Margaret yhabía bajado la voz para hablar con ella. Pero encuanto terminó, se levantó de un salto y presentó alseñor Thornton a Edith y al capitán Lennox.

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Margaret observó con expresión inquieta alseñor Thornton mientras estaba así ocupado. Hacíabastante más de un año que no lo veía, y habíacambiado mucho con los acontecimientosacaecidos en ese tiempo. Su espléndida planta lehacía destacar incluso entre los hombres deestatura corriente y le daba un aire distinguido porla desenvoltura que emanaba de ella, y que le eranatural. Pero parecía avejentado y agobiado porlas preocupaciones, aunque mostraba una nobleserenidad que impresionó a quienes acababan deenterarse de su cambio de posición, con unasensación de dignidad innata y fortaleza varonil.Advirtió la presencia de Margaret a la primeraojeada que dio a la habitación. Había visto suexpresión de ocupación atenta mientras escuchabaal señor Henry Lennox; y se acercó a ella con laactitud mesurada de un viejo amigo. Con susprimeras palabras tranquilas afloró a las mejillasde Margaret un color vívido que no las

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abandonaría en toda la velada. Parecía que notenía mucho que decirle. Le decepcionó con sumodo tranquilo de hacerle las preguntas que a él leparecían estrictamente necesarias sobre susantiguos conocidos de Milton. Pero se acercaronotros invitados más íntimos de la casa que él, yvolvió al fondo, donde el señor Lennox y élhablaron de vez en cuando.

—¿Qué le parece la señorita Hale? Tiene muybuen aspecto, ¿verdad? —comentó el señorLennox—. Milton no le sienta bien, supongo.Porque cuando volvió a Londres al principiopensé que no había visto nunca a nadie tancambiado. Esta noche está radiante. Y está muchomás fuerte. El otoño pasado se fatigaba con unpaseo de dos millas. El viernes por la tardecaminamos hasta Hampstead, ida y vuelta. Pero elsábado estaba tan bien como ahora.

«¿Fuimos? ¿Quiénes? ¿Ellos dos solos?».El señor Colthurst era un hombre muy

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inteligente y nuevo miembro del Parlamento. Teníabuena vista para apreciar el carácter de laspersonas y le impresionó un comentario que hizoel señor Thornton durante la cena. Preguntó a Edithquién era aquel caballero; y ella descubriósorprendida por el tono del «¡No me diga!» de élque el nombre del señor Thornton de Milton no leera desconocido como había supuesto. La cenaestaba yendo muy bien. Henry estaba de buenhumor y lució su ingenio mordaz admirablemente.El señor Thornton y el señor Colthurst encontraronalgunos temas de interés común que sólo pudieronrozar, reservándolos para la conversación másprivada de sobremesa. Margaret estaba bellísimacon las flores de granado. Y aunque se retrepó enla silla y habló poco, Edith no se enojó, porque laconversación fluía suavemente sin ella. Margaretobservaba la cara del señor Thornton. Él no lamiraba nunca, así que podía estudiarle sin que élla observara y advertir los cambios que aquel

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breve espacio de tiempo había causado en él. Sólose le iluminó la cara ante una broma inesperadadel señor Lennox, volviendo a su antiguaexpresión de intenso placer; el brillo alegre volvióa sus ojos, abrió los labios lo justo para sugerir labrillante sonrisa de otros tiempos. Y, por uninstante, su mirada buscó instintivamente la de ellacomo si necesitara su comprensión. Pero cuandosus ojos se encontraron, su gesto cambió y volvióa ser serio y preocupado. Y durante el resto de lacena evitó resueltamente mirar incluso hacia dondeestaba ella.

Sólo había otras dos damas además de las dela casa, y como éstas estaban ocupadasconversando con Edith y con su tía, cuandosubieron a la sala, Margaret se concentró en unalabor. Al final subieron los caballeros: el señorColthurst y el señor Thornton conversandoanimadamente. El señor Lennox se acercó aMargaret y le dijo en voz baja:

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—De verdad creo que Edith tiene que darmelas gracias por mi aportación a su fiesta. No tieneni idea de lo agradable y juicioso que es esearrendatario suyo. Él mismo ha dado al señorColthurst todos los datos que quería saber. Noentiendo cómo se las ha ingeniado para llevar malsus asuntos.

—Con sus dotes y oportunidades, usted habríatriunfado —dijo Margaret.

A él no le hizo gracia el tono del comentario,si bien las palabras sólo expresaban una idea queya se le había pasado por la mente. Guardósilencio. Les llegó el crescendo de laconversación que mantenían junto a la chimenea elseñor Colthurst y el señor Thornton.

—Le aseguro que he oído hablar de ello consumo interés. Mejor dicho, con curiosidadrespecto al resultado. Oí mencionar su nombre confrecuencia durante mi breve estancia en la zona. —Se perdieron algunas palabras; y cuando volvieron

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a oír, hablaba el señor Thornton.—No poseo las condiciones necesarias para la

popularidad, por lo que creo que se equivocabansi hablaron de mí de ese modo. Inicié los nuevosproyectos lentamente; y me cuesta dejar que meconozcan incluso aquellos a quienes deseoconocer y con quienes no tendría ninguna reserva.Sin embargo, y pese a todos esos inconvenientes,me pareció que estaba en el buen camino y que, apartir de una especie de amistad con uno estabaconociendo a muchos. Las ventajas eranrecíprocas. Estábamos enseñándonos unos a otrosconsciente e inconscientemente.

—Dice usted «estábamos». Confío en quepiense seguir el mismo curso.

—Tengo que interrumpir, Colthurst —dijoHenry Lennox apresuradamente. Y con unapregunta brusca pero pertinente, cambió el cursode la conversación para ahorrar al señor Thorntonla vergüenza de tener que reconocer su fracaso y

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su consiguiente cambio de posición. Pero encuanto el nuevo tema se agotó, el señor Thorntonreanudó la conversación en el mismo punto en quelos había interrumpido y respondió a la preguntadel señor Colthurst.

—He fracasado en los negocios y he tenidoque abandonar mi posición de patrono. Ahoraestoy a la espera de un puesto en Milton, donde talvez encuentre empleo con alguien que me permitaseguir mi propio camino en asuntos como éstos.Puedo confiar en mí mismo porque no tengoteorías decididas que llevar precipitadamente a lapráctica. Mi único deseo es tener la oportunidadde mantener alguna relación con los obreros apartedel mero «nexo monetario», pero podría ser elpunto que buscó Arquímedes para mover la Tierra,a juzgar por la importancia que le dan algunos denuestros manufactureros, que sacuden la cabeza yse ponen serios en cuanto menciono un par deexperimentos que me gustaría probar.

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—Veo que los llama «experimentos» —dijo elseñor Colthurst, con un sutil aumento de respeto ensu actitud.

—Porque creo que lo son. No estoy seguro delas consecuencias que puedan derivarse de ellos.Pero sí estoy seguro de que deben probarse. Hellegado al convencimiento de que las simplesinstituciones, por mucha sabiduría y muchareflexión que haya requerido organizarlas yconcertarlas, no pueden unir a las clases comodebería hacerse, a menos que el desarrollo dedichas instituciones pusiese en contacto personalrealmente a individuos de diferentes clases. Esarelación es el auténtico aliento vital. No se puedeconseguir que un trabajador sienta y sepa lo muchoque su empleador puede haber trabajadoestudiando los planes en beneficio de sus obreros.Un plan completo surge como una máquina,aparentemente adaptado a cualquier emergencia.Pero los trabajadores lo aceptan lo mismo que la

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maquinaria, sin comprender la reflexión y elesfuerzo mental intensos y previos necesarios parallevarlo a esa perfección. Sin embargo, tengo unaidea cuyo desarrollo exigiría la relación personal.Tal vez no fuera bien al principio, pero con cadaobstáculo que se presentase se interesaría mayornúmero de hombres y al final todos desearían quetuviera éxito, ya que todos habrían participado ensu elaboración. Y estoy seguro de que inclusoentonces perdería vitalidad, dejaría de estar vivoen cuanto dejara de contar con ese interés comúnque hace siempre que la gente encuentre medios ymodos de verse unos a otros y familiarizarse losunos con el carácter y la personalidad de los otros,e incluso con sus manías y formas de hablar. Noscomprenderíamos unos a otros mejor, e incluso meaventuraría a decir que nos gustaríamos más.

—¿Y cree usted que evitaría la recurrencia delas huelgas?

—No, en absoluto. Mi máxima expectativa

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sólo llega hasta esto: que haga que las huelgasdejen de ser las fuentes ponzoñosas y amargas deodio que han sido hasta ahora. Un hombre másoptimista podría imaginar que una relación másestrecha y cordial entre las clases acabaría con lashuelgas. Pero yo no soy un hombre optimista.

Y entonces, como si se le hubiera ocurrido depronto una nueva idea, se acercó a donde estabasentada Margaret y le dijo sin preámbulos, como sisupiera que ella lo había escuchado todo:

—Señorita Margaret, recibí una petición dealgunos de mis hombres, sospecho que con la letrade Higgins, declarando su deseo de trabajar paramí si alguna vez vuelvo a estar en condiciones deemplearlos por mi cuenta. Está bien, ¿no leparece?

—Sí. Muy bien. Me alegro —contestóMargaret, alzando la vista y mirándoledirectamente a la cara con sus ojos expresivos,que bajó ante la elocuente mirada de él. El volvió

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a mirarla un momento como si no supiera a quéatenerse. Luego suspiró, se dio la vuelta diciendo«sabía que le gustaría» y no volvió a hablar conella hasta que le dirigió un ceremonioso «buenasnoches».

Cuando el señor Lennox se despidió, Margaretle dijo sin poder contener el rubor y ciertavacilación:

—¿Podría hablar con usted mañana? Necesitosu ayuda acerca de… de algo.

—Por supuesto. Vendré a la hora que me diga.No puede proporcionarme mayor placer que el depermitirme servirla en lo que sea. ¿A las once? Deacuerdo.

Un brillo jubiloso animó la mirada del señorLennox. ¡Cómo estaba aprendiendo a contar conél! Todo parecía indicar que cualquier día deaquellos le daría la certidumbre, sin la que habíadecidido no proponerle matrimonio de nuevo.

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Capítulo LIISe despejan las nubes

En la alegría y la tristeza,en la esperanza y el temor,

para siempre jamás igual que ahora,En la discordia y en la paz, llueva o brille el sol.

ANÓNIMO[93]

Edith iba de un sitio a otro de puntillas, y detuvo aSholto en pleno discurso en voz alta aquellamañana, como si cualquier ruido súbito pudierainterrumpir la conferencia que se celebraba en lasala. Llegaron las dos, y seguían allí sentados conlas puertas cerradas. Luego se oyeron pasos dehombre rápidos escaleras abajo y Edith se asomó.

—¿Bien, Henry? —preguntó con expresióninquisitiva.

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—¡Bien! —dijo él, bastante brusco.—¡Ven a almorzar!—No, gracias. No puedo. Ya he perdido

demasiado tiempo aquí.—¡Entonces no está todo arreglado! —

exclamó Edith desanimada.—No, en absoluto. Y nunca lo estará, si te

refieres a lo que supongo. Eso no ocurrirá nunca,Edith, así que olvídalo, ¿quieres?

—Pero sería tan agradable para todos —alegóEdith—. Yo me sentiría siempre cómoda con losniños sabiendo que Margaret está cerca. Ahorasiempre tengo miedo de que se vaya a Cádiz.

—Si me caso, procuraré buscar una señoritaque sepa manejar a los niños. Es todo lo quepuedo hacer. La señorita Hale no me aceptaría. Yyo no se lo pediría.

—¿Entonces de qué habéis estado hablando?—De mil cosas que tú no entenderías:

inversiones, contratos de alquiler y valor del

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suelo.—Pues márchate si eso es todo. Sois

insoportablemente estúpidos los dos si habéisestado hablando de cosas tan aburridas todo estetiempo.

—Muy bien. Volveré mañana y traeré al señorThornton conmigo para hablar un poco más con laseñorita Hale.

—¡El señor Thornton! ¿Qué tiene que ver élcon eso?

—Es arrendatario de la señorita Hale —dijoel señor Lennox, dándose la vuelta—. Y quiererescindir el contrato.

—Bueno, muy bien, no entiendo los detalles,así que no me los expliques.

—El único detalle que quiero que entiendas esque nos dejéis disponer del gabinete sinmolestarnos como hoy. Los niños y las sirvientasno paran de entrar y salir y no me dejan explicarbien nada; y los acuerdos que tenemos que hacer

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mañana son importantes.Nadie supo nunca por qué no acudió a su cita

al día siguiente el señor Lennox. El señor Thorntonllegó a la hora convenida; y, tras hacerle esperardurante casi una hora, Margaret se presentó al finmuy pálida e inquieta.

Empezó apresuradamente:—Lamento mucho que no haya venido el señor

Lennox, él lo habría hecho mucho mejor de lo quepuedo hacerlo yo. Es mi asesor en esto…

—Lamento haber venido si le molesta. ¿Quiereque vaya al bufete del señor Lennox e intenteencontrarlo?

—No, gracias. Quiero que sepa lo mucho queme apenó saber que voy a perderlo comoarrendatario. Pero el señor Lennox dice que seguroque las cosas mejorarán…

—El señor Lennox sabe poco de eso —dijo elseñor Thornton con calma—. Es feliz y afortunadoen todo lo que aprecia un hombre y no comprende

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lo que es ver que ya no eres joven, pero que has devolver al punto de partida que requiere laalentadora energía de la juventud, y sientes que sete ha pasado la mitad de la vida y que no has hechonada, que no queda nada de la oportunidaddesaprovechada más que el amargo recuerdo de loque ha sido. Señorita Hale, preferiría no saber laopinión del señor Lennox sobre mis asuntos. Losque son felices y prósperos suelen quitarimportancia a los infortunios de los demás.

—Es usted injusto —dijo Margaretamablemente—. El señor Lennox sólo hacomentado que cree que existe una excelenteprobabilidad de que recupere usted, más querecuperar, lo que ha perdido. No hable hasta quehaya acabado, se lo ruego.

Margaret recobró una vez más el dominio de símisma mientras hojeaba algunos documentoslegales y extractos de cuentas apresurada ytemblorosamente.

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—¡Vaya! Aquí está, y… él me redactó unapropuesta, ojalá estuviera aquí para explicarla,que demuestra que si aceptara usted una cantidadde dinero mío, mil ochocientas cincuenta y sietelibras, que en este momento están inmovilizadas enel banco y que sólo me aportan el dos y medio porciento, podría pagarme usted un interés mucho másalto y Marlborough Mills podría seguirfuncionando. —Se le había aclarado la voz, queera más firme ahora. El señor Thornton guardósilencio, y ella siguió, buscando algún documentoen el que estaban escritas las propuestas degarantía, procurando ante todo dar al asunto uncariz de mero acuerdo comercial en el que ellatendría la principal ventaja. El corazón deMargaret dejó de latir al oír el tono en que elseñor Thornton dijo algo mientras ella buscabadicho documento. Su voz era ronca y temblorosade tierna pasión cuando dijo:

—¡Margaret!

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Ella alzó la vista un instante; y luego intentóocultar sus ojos luminosos, apoyando la cabeza enlas manos. Él imploró de nuevo, acercándose, conotra apelación trémula y anhelante a su nombre:

—¡Margaret!Ella bajó todavía más la cabeza, ocultando así

aún más la cara hasta apoyarla casi en la mesa quetenía delante. Él se acercó más. Se arrodilló a sulado para quedar a su altura y le susurró jadeanteestas palabras al oído:

—Cuidado. Si no dice nada, la reclamarécomo propia de algún modo presuntuoso y extraño.Si quiere que me marche dígamelo ahora mismo.¡Margaret!

A la tercera llamada, ella volvió hacia él lacara, cubierta aún con las manos pequeñas yblancas, y la posó en su hombro sin retirar lasmanos. Y era demasiado delicioso sentir la suavemejilla de ella en la suya para que él deseara verintensos arreboles o miradas amorosas. La

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estrechó. Pero ambos guardaron silencio. Al fin,ella susurró con voz quebrada:

—¡Oh, señor Thornton, no soy lo bastantebuena!

—¡No es bastante buena! No se burle de miprofundo sentimiento de indignidad.

Al cabo de unos minutos, él le retiró concuidado las manos de la cara y le colocó losbrazos donde habían estado una vez paraprotegerle de los alborotadores.

—¿Te acuerdas, cariño? —susurro—. ¿Y lainsolencia con que te correspondí al día siguiente?

—Recuerdo lo injustamente que te hablé, sóloeso.

—¡Mira! Alza la cabeza. ¡Quiero enseñartealgo!

Ella volvió la cara hacia él despacio, radiantede bella vergüenza.

—¿Conoces estas rosas? —preguntó él,sacando unas flores secas de la cartera en la que

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estaban guardadas como un tesoro.—¡No! —contestó ella con sincera curiosidad

—. ¿Te las regalé yo?—No, vanidosa, no lo hiciste. Podrías haber

llevado rosas iguales, seguramente.Ella las observó pensativa un momento, luego

esbozó una leve sonrisa y dijo:—Son de Helstone, ¿a que sí? Lo sé por los

bordes aserrados de las hojas. ¡Oh! ¿Has estadoallí? ¿Cuándo?

—Quería ver el lugar donde Margaret habíallegado a ser lo que es, incluso en el peormomento, cuando no tenía ninguna esperanza deque me aceptara alguna vez. Fui al regresar deHavre.

—Tienes que dármelas —dijo ella, e intentóquitárselas de la mano con ligera violencia.

—Muy bien. ¡Pero tienes que pagarme porellas!

—¿Cómo voy a decírselo a tía Shaw? —

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susurró ella, después de un rato de deliciososilencio.

—Déjame que hable yo con ella.—¡Oh, no! Debo decírselo yo. Pero ¿qué crees

que dirá?—Lo supongo. Su primera exclamación será:

«¡Ese hombre!».—¡Calla! —dijo Margaret—, o intentaré

mostrarte los indignados tonos de tu madre cuandodiga: «¡Esa mujer!».

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ELIZABETH GASKELL. Nació el 29 deseptiembre de 1810 en Chelsea, Londres. Setrasladó a Manchester al contraer matrimonio enagosto de 1832, con el clérigo William Gaskell.

Su primera novela se tituló Mary Barton,publicada anónimamente en 1848. Amiga deCharles Dickens, con quien colaboró en su nuevarevista, Household Words . De 1851 a 1853,escribió artículos que se publicaron con el títulod e Cranford (1853). Escribió también una

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biografía (1857) de su amiga, la novelistaCharlotte Brönte, y las novelas y relatos La casade Moorland (1850); Ruth (1853); Norte y sur(1855) y Esposas e hijas, publicada póstumamente(1866).

Elizabeth Gaskell falleció el 12 noviembre de1865 en Alton, Hampshire.

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Notas

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[1] Estribillo de un poema de Alexander Ross (1691-1754): «Wooded and married and a’». <<

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[2] Felicia Dorothea Hemans (1793-1835), de «TheSpells of Home»: «By the soft green light in thewoody glade, / On the banks of moss where thychildood played; / By the household tree thro'which thine eye /First looked in love to thesummer sky». <<

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[3] Elizabeth Barrett Browning (18061861), de«The lady’s Yes»: « Learn to win a lady’s faith /Nobly, as the thing is high; / Bravely, as for lifeand death- / With a loyal gravity. / Lead her fromthe festive boards, / Point her to the starry skies,/ Guard her, by your truthful words, / Pure from courtship’s flatteries». <<

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[4] Mentar el sol y ver sus rayos. Equivalente a«Hablando del rey de Roma…»<<

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[5] William Habington (1606-1664), de Castara,tercera parte: «Cast me upon some naked shore,/Where I may tracke / Only the print of some sadwracke / If thou be there, though the seas roare, /I shall no gentler calm implore». <<

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[6] «I ask Thee for a thoughtful love, / Throughconstant watching wise, / To meet the glad withjoyful smiles, / And to wipe the weeping eyes; /And a heart at leisure from itself / To soothe andsympathise». <<

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[7] Antiguo brindis de los monárquicos-anglicanoscontra el resto del Parlamento largo, el Parlamentodepurado, de 1648 <<

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[8] De In Memoriam (1830): «Unwatch’d thegarden bough shall sway, / The tender blossomflutter down, / Unloved that beech will gatherbrown, /The maple burn itself away; / Unloved,the sun-flower shining fair / Ray round withflames her disk of seed, / And many a rose-carnation feed /With summer spice the hummingair, /… /Till from the garden and the wild / Afresh association blow, / And year by year thelandscape grow /Familiar to the stranger’s child;/ As year by year the labourer tills / His wontedglebe, or lops the glades; / And year by year ourmemory fades / From all the cirde of the hills».<<

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[9] La veloz princesa guerrera de la Eneida. <<

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[10] Job, 2:13. <<

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[11] M. Arnold (1822-1888), de «Consolation»:«Mist clogs the sunshine,/ Smoky dwarf houses /Have we round ou wery side». <<

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[12] De «Hame, Hame, Hame». (Jacobite relics, 1820-1821), del poeta escocés James Hogg (1770-1835): «And it’s hame, hame, hame, /Hamefain wad I be». <<

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[13] Alusión irónica a la anécdota del ciudadanoque pidió al militar y político griego Arístides elJusto (540-468) en la asamblea que lo condenaríaal ostracismo (483) que le escribiera, «Arístides»en la concha del voto. Arístides quiso saber quémal le había hecho, y el hombre contestó queninguno, pero que estaba harto de que le llamaransiempre «el justo». <<

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[14] Anna Letitia Barbauld (1743-1824), de «TheGroans of the Tankard»: «Let China’s earth, enrich’d with colour’d stains, / Pencil’d withgold, and streak’d with azure veines, / Thegrateful flavour of the Indian leaf, / Or Mocho’ssunburnt berry glad receive». <<

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[15] G. Herbert (1593-1633), de «Affliction V».:«We are the trees whom shaking fastens more ».<<

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[16] Inventor e industrial británico (1732-1792),que patentó la primera máquina de hilado en 1769.<<

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[17] «There’s iron, they say, in all our blood, /And a grain or two perhaps is good; / But his, hemakes me harshly feel, /Has got a little too muchof steel». <<

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[18] Isaías, 62,4: «Y llamarán a tu tienesDesposada [Beulah]… Y tu tierra tendrá esposo».<<

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[19] Isaías, 49:10 <<

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[20] De Arthur Helps (1813-1875): «Well… Isuppose we must». <<

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[21] Richard Chevenix Trench (1807-1886), de«The Kingdom of God»: «That doubt and trouble,fear and pain, / And anguish, all, are shadowsvain, / That death itself shall not remain; / Thatweary deserts we may tread, / A dreary labyrinthmay thread, / Thro' dark ways underground beled; / Yet, if we will one Guide, obey / Thedreariest path, the darkest way / Shall issue outin heavenly day; / And we, on divers shores nowcast, / Shall meet, our perilous voyage past, /Allin our Father’s house at last!». <<

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[22] Robert Southey (1774-1843), «La madre delmarinero, English Eglogues, IV: “I was used / Tosleep at nights as sweetly as a child, / Now if thewind blew rough, it made me start, / And think ofmy poor boy tossing about / Upon the roaringseas. And then I seemed / To feel that it was hardlo take hirn from me / For such a titile fault”».<<

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[23] Walter Savage landor (1775-1864), Epigramaxxiii de The Last Fruit Off an Old Tree «Thoughtfights with thought; out springs a spark of truth/From the collision of the sword and shield». <<

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[24] Samuel T. Coleridge, de «The Devil’sThoughts» (1799). <<

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[25] Referencia a Corintios, 13, 4 y 5 (sobre lacaridad). <<

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[26] «Trust in that veilëd hand, which leads / Noneby the path that he would go; / And always be forchange prepared, /For the world’s law is ebb andflow». <<

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[27] «There are briars besetting every path, / Whichcall for patient care; / There is a cross in every lot,/ And an earnest need for prayer». <<

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[28] Apocalipsis, 8, 11. <<

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[29] De Friedrich Schiller (1759-1805). Versióninglesa de S. T. Goleridge: «My heart revoltswithin me and two voices / Make themselvesaudible within my bosom». <<

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[30] H. Vaughan (1621-1695); de Silex Scintillans,1650: «As angels in some brighter dreams / Callto the soul when man doth sleep, / So somestrange thoughts transcend our wonted themes, /And into glory peep». <<

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[31] Referencia a la parábola del hombre rico y elpobre Lázaro, a quien los perros lamían las llagas(Lucas, 17, 19-26). <<

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[32] De la obra de teatro The Bloody Brother;atribuida a John Fletcher (1579-1625): «Old andyoung, boy, let’em all eat I have it / Let’em haveten tire of teeth a-piece, I care not». <<

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[33] Ebenezer EIliott (El Herrero de Sheffield 1781-1849), de «The Exile»: «On earth is knownto none / The smile that is not sister to a tear».<<

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[34] Poemas sobre la ley de los cereales, deEbenezer Elliott, de «The Death Feast»: «Butwork grew scarce while bread grew dear, / Andwages lessened, too; / For Irish hordes werebidders here, / Our half-paid work to do». <<

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[35] Edmund Spenser (1552-1599), de The FaerieQueene: «Which when his mothee saw, she in hermind / Was troubled sore, ne wist well what toween». <<

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[36] Referencia a «A Dream of Fair Women» deAlfred Tennyson. <<

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[37] W. Fowler (1560.1612) de The Tarantula ofLove, soneto 9: «Your beauty was the first thatwon the place, / And scal’d the walls of myundaunted heart, / Wich, captive now, pines in acaitive case, / Unkindly met with rigor for desert;/ Yet not the less your servant shall abide, / Inspite of rude repulse or silent pride». <<

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[38] Del poema «La isla» (sobre el motín delBounty): «Revenge may have her own;/ Rouseddiscipline aloud proclaims their cause, /Andinjured navies urge their broken laws». <<

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[39] Referencia a la traducción al inglés de EdwardFairfax de la obra Gerusalemme Liberata (1581)de Torquato Tasso. La autora cambia «la dulceimagen de ella» para «adaptar» el verso a surelato. <<

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[40] Haz lo que debes, pase lo que pase. <<

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[41] Referencia a Apocalipsis, 21, 1. <<

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[42] De «The Bride’s Farewell»: «I have foundthat holy place of rest / Still changeless». <<

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[43] Acto V, escena 1; Teseo: «For never any thingcan be amiss / When simpleness and duty tenderit». <<

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[44] «Ay and sooth, we feel too strong in weal, toneed Thee un that road; /But woe being come thesoul is dumb, that crieth no on “God”». <<

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[45] iu <<

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[46] Referencia a Apocalipsis, 14, 13; Isaías, 28,12; Salmos, 127, 2. <<

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[47] Ezequiel, 18, 2. <<

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[48] Fragmento 34, Cuaderno 2: «Some wishescrossed my mind and dimly cheered it / And one ortwo poor melancholy pleasures, / Each in the paleunwarning light of hope, / Silvering its flimsy wingflew sileat by / Moths in the mombeam!». <<

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[49] Alusión a la historia de Catherine Douglas, quelo hizo para proteger a Jacobo I de Escocia (1397-1437). <<

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[50] Robert Southwell (1561-1595), de «Time goesby turnes»: «The saddest birds a season find tosing». <<

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[51] De «The two voices»: «Never to fold the robe o’er secret Pain, / Never, weighed down by memory’s clouds again, / To bow thy head! Thouart gone home!». <<

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[52] Tira de papel retorcida, astilla o «cerilla», quese usaba para encender las velas. <<

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[53] El poeta nace, no se hace. <<

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[54] Juan, 14. <<

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[55] George Crabbe (17541882), de The Boroughcarta 14: «Show not that manner, and thesefeatures all / The serpent’s cunning and the sinner’s fall?». <<

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[56] Drama poético de Byron, V, II: «What! remainto be / Denounced - dragged, it may be, in chains».<<

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[57] Henry King (1592-1669), de «An Exequy…»,escrito en 1624 a la muerte de su esposa: «Sleepon, my love, in thy cold bed, / Never to bedisquieted! / My last Good Night - thou wilt notwake / Till I thy fate shalt overtake». <<

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[58] «Truth will fail thee never, neverl / Thoughthy bark be tempst-driven, / Though each plankbe rent and riven, / Truth will bear thee on forever». <<

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[59] «There’s nought so finely spun / But it comethto the sun». <<

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[60] De La vita nuova de Dante, soneto 26: «Yparece que de sus labios surgiera / un espíritusuave de amor pleno / que va diciendo al alma:¡Suspira!». <<

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[61] Alusión a II Reyes, 8, 13. <<

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[62] De «The Sensitive Plant» (1820): «The stepsof the bearer, heavy and slow, /The sobs of themourners, deep and low». <<

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[63] Thomas Hood (1799-1845), de «The Lay of theLabourer»: «A spade! a rake! a hoz! / A pickaxeor a bill! / A hook to reap, or a scythe to mow, / Aflail or what ye will - / And here’s a ready hand /To ply the needful tool, / And skill’d enough, bylessons roagh, / In Labour’s rugged school». <<

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[64] «Then proudly, proudly up she rose, / Tho' thetear was in her e’e, / “Whate’er ye say, thinkwhat ye may, / Ye’s get na word frae me!”». <<

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[65] Michael Drayton (1563-1631), de Idea, soneto61: «Nay, I have done, you get no more of me, /And I am glad, yea glad with all my heart, / Thatthus so clearly I myself am free». <<

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[66] Thomas Wyatt (1503-1542), de «Th’answerethat ye made to me…»: «I have no wrong, where lcan claim no right, / Naught ta’en me fro, where Ihave nothing had, / Yet of my woe I cannot so bequite, / Namely, since that another may be glad /With that, that thus in sorrow makes me sad». <<

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[67] Personajes de The Faerie Queene, de EdmundSpenser (1552-1599), símbolos de, lo verdadero ylo falso, la verdad y la mentira. <<

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[68] Alude a una canción (en que una madre acuna yriñe… a su hijo hasta que se calma y sonríe).Véase la recopilación de The Paradise of DaintyDevices del poeta y dramaturgo Richard Edwards (1523-1566). <<

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[69] Robert Browning (1812-1889), de Paracelsos:«I see my way as birds their trackless way - / lshall arrive! what time what circuit first, / I asknot: but unless God send his hail. / Or blindingfire-balls, sleet, or stifling snow, / In some time—his good time— I shall arrive; / He guides meand the bird. In His good time!». <<

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[70] Francisco de Sales (1567-1622), Introduccióna la vida devota (1608): «No quisiera reprender ami corazón de esta manera: Qué miserable yabominable eres, desvergonzado, traidor y desleala tu Dios, y otras cosas parecidas; sino quepreferiría corregirlo por el camino de lacompasión: Animo, pobre corazón mío. Hemoscaído en el precipicio del que queríamos escapar.Levantémonos y salgamos de él para siempre;acudamos a la misericordia de Dios y confiemosen que nos ayudará a ser más resueltos en adelante;emprendamos el camino de la humildad. ¡Valor!Seamos más vigilantes. Dios nos ayudará». <<

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[71] Del soneto «Substitution»: «When somebeloved voice that was to you / Both sound andsweetness, faileth suddenly, / And silence, againstwhich you dare not cry, / Aches round you like astrong disease and new - / What hope? what helphat music wil undo / That silence to yoursense?». <<

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[72] Ebenezer EIiott, de The Village Patriarch:«The meanest thing to which we bid adieu, /Loses its meanness in the parting hour». <<

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[73] William Cowper, de «Hope»: «A dullrotation, never at a stay, / Yesterday’s face twinimage of today». <<

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[74] Friedrich Rückert (1781-1866), de«Pantheon»: «Of what each one should be, he seesthe form and rule, / And till he reach to that, hisjoy can ne’er be full». <<

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[75] La esposa del rey Asuero (Ester, 1,12), que senegó a asistir al festín de éste para que todosvieran su belleza. <<

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[76] Tío de Ester (Ester, 3), que se niega apostrarse ante Amán, favorito del rey Asuero. <<

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[77] De The Last Fruit Off an Old Tree «Where arethe sounds that swam along /The buoyant airwhen I was young? / The last vibration now is o’er, / And they who listened are no more, /Ah! letme close my eyes and dream». <<

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[78] Johann Ludwig Uhland (1787-1862), de Ueberdiesen Strom vor Jahren «So on those happy daysof yore / Oft as I dare to dwell once more, / Stillmust I miss the friends so tried, / Whom Deathhas severed from my side. / But ever when truefriendship binds, / Spirit it is that spirit finds / Inspirit then our bliss we found, / In spirit yet tothem I’m bound». <<

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[79] Referencia al poema de Goethe («Hermann undDorothea», 1797). <<

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[80] Poema de Longfellow (1847). <<

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[81] Que se avergüence quien mal piense. <<

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[82] Hebreos, 18, 8 y Salmos, 90, 2. <<

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[83] Del soneto «Perplexed Music»: «Experience,like a pale musician, holds /A dulciner ofpatience in his hand; / Whence hamonies wecannot understand, / Of God’s will in His worlds,the strain unfolds / In sad, perplexed minors». <<

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[84] «My own, my father’s friend / I cannot partwith thee! / l ne’er have shown, thou ne’er hastknown, / How dear thou art to me». <<

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[85] Génesis, 80, 1 (palabras de Raquel a Jacob).<<

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[86] Sin miedo y sin tacha. <<

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[87] Thomas Hood (1799-1845), de «Hero andLeander»: «And down the sunny beach she pacesslowly, / With many doubtful pauses by the way; /Grief hath an influence so hush’d and holy». <<

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[88] Septimia Zenobia, reina de Palmira (siglo III).<<

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[89] Canción infantil: «Here we go up, up, up; / Andhere we go down, down, downee!». <<

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[90] Isaías, 23, 8. <<

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[91] William Wordsworth (1770.1850), de The OldCumberland Beggar. <<

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[92] Juego de rimas: «Bear up, brave heart! wewill be calm and strong; /Sure, we can mastereyes, or cheek, or tongue, / Nor let the smallest tell-tale sign appear / She ever was, and is, andwill be dear». <<

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[93] «For joy or grief for hope or fear /For allhereafter as for here, /In peace or strife, in stormor shine». <<