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N N o o c c h h e e b b l l a a n n c c a a Kathleen O’Brien Noche Blanca (1997) Título Original: White midnight (1996) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Bianca 877 Género: Contemporáneo Protagonistas: Drake Daniels y Amanda Larkin Argumento: Drake Daniels había traicionado a Amanda seis años atrás aceptando el dinero ofrecido por su familia a cambio de que la abandonara. Durante todo ese tiempo. Amanda había estado deseando volver a verlo para poder decirle lo que pensaba exactamente de él. Pero cuando Drake volvió, y tuvo oportunidad de hacerlo, se encontró con que, en vez de sentir odio, lo que quería era que la estrechara en sus brazos e hiciera desaparecer el dolor de aquellos años.

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Noche Blanca (1997) Título Original: White midnight (1996) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Bianca 877 Género: Contemporáneo Protagonistas: Drake Daniels y Amanda Larkin

Argumento: Drake Daniels había traicionado a Amanda seis años atrás aceptando el dinero ofrecido por su familia a cambio de que la abandonara. Durante todo ese tiempo. Amanda había estado deseando volver a verlo para poder decirle lo que pensaba exactamente de él. Pero cuando Drake volvió, y tuvo oportunidad de hacerlo, se encontró con que, en vez de sentir odio, lo que quería era que la estrechara en sus brazos e hiciera desaparecer el dolor de aquellos años.

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Capítulo 1 A medio camino, Amanda comprendió que no podría alcanzarlo. Las piernas le

temblaban por el cansancio y veía alejarse a toda velocidad las luces del coche. Era como si Drake estuviera deseando librarse cuanto antes de Mount Larkin, de la familia Larkin y, especialmente, de ella.

Pero no podía darse por vencida, se dijo mientras intentaba llenar de aire sus pulmones. El viento de agosto secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas antes de que pudieran alcanzar sus labios. Se tropezó con una piedra y tuvo que aferrarse a una rama para no caer.

—¡Drake! —gritó. Pero Drake no podía oírla. Entre otras cosas, el coche necesitaba un silenciador… Habían estado bromeando sobre ello justo el día anterior—. ¡Drake, espera!

Pero estaba demasiado lejos. Oyó la respuesta de un a su grito, pero ya ni siquiera se escuchaba el motor del coche. Las luces se habían desviado de la carretera de Larkin para perderse en la autopista por la que Drake se alejaría para siempre de allí.

Había una esperanza de detener a Drake: tomar un atajo. Giró en el redondo y se precipitó corriendo hacia un escarpado camino que había al final de la propiedad. Las vides y lo resbaladizo del terreno hacían que le resultara casi imposible correr. En un instante de pánico, volvió a perder de vista las luces del coche y mientras las buscaba ansiosamente con la mirada, perdió el equilibrio, pero consiguió enderezarse rápidamente y observó los faros que se alejaban de ella como dos estrellas fugaces.

De pronto, el terreno se hizo mucho más empinado y se encontró corriendo hacia delante, a una velocidad que sus cansadas piernas no podían soportar. Sentía que el corazón se le subía a la garganta como si quisiera sal írsele del pecho y los pulmones luchaban para llenarse de aire. Pero al menos las luces ya estaban más cerca.

¡Demasiado cerca!, pensó asustada.

Sólo una milésima de segundo antes de que el coche la alcanzara, empezó a pensar fríamente otra vez. Fue consciente de que se había equivocado; aquél no era el coche de Drake; aquél no era Drake. Se oyó a sí misma gritar de dolor y se vio rodeada de fuego.

—¡No! —Amanda se incorporó bruscamente en la cama y se quedó mirando la habitación iluminada por la luna—. Dios mío, no, otra vez no —susurró desesperada.

Se mordió el labio para que no escapara una sola palabra más de su boca, se apartó un mechón de pelo de la cara y escuchó con atención. ¿Habría despertado a su tía? Lo único que oía al principio eran los latidos de su propio corazón, pero al poco

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rato advirtió que algo se movía en la habitación de al lado. Cicely ya debía de estar poniéndose la bata para ir a verla.

Amanda apoyó la cabeza en la mano y esperó la inevitable pregunta, que no tardó en llegar.

—¿Mandy? —como siempre, su tía permanecía tímidamente en el marco de la puerta que separaba sus respectivas habitaciones, permitiendo que Amanda pudiera recuperarse en la intimidad—. ¿Estás bien, cariño?

¡Aquel maldito sueño otra vez!, se dijo Amanda exasperada. Eso significaba que Cicely comenzaría a preocuparse, y no había ninguna razón para ello. Aquella pesadilla se le repetía desde hacía seis años, pero ya había dejado de tener significado. Era como una vieja cinta de vídeo que se conectaba por error durante el sueño, pero era casi imposible intentar convencer a Cicely de que realmente no tenía importancia.

—Estoy bien, de verdad —le dijo Amanda, mientras empujaba las sábanas y apoyaba los pies en el suelo; forzando una sonrisa, preguntó—: ¿Por qué no te acuestas e intentas volver a dormir?

Como si aquella pregunta fuera la señal que había estado esperando, su tía cruzó la habitación y se sentó al borde de la cama.

—Has tenido otro de esos sueños, ¿verdad?

—No me acuerdo —mintió Amanda, y se levantó para evitar la mano consoladora de su tía. Sabía que las intenciones de Cicely eran buenas, pero tenía derecho a que al menos sus sueños fueran algo privado.

La luz de la luna se filtraba por las ventanas del dormitorio y, a falta de otro destino mejor, Amanda se dirigió hacia ellas. Caminaba lentamente; cuando empezaba a andar, siempre sentía un poco rígida la pierna derecha. Pero en cuanto hacía algo de ejercicio, la cojera se hacía casi imperceptible.

Le había costado seis años, pero había conseguido recuperarse tanto física como emocionalmente mucho mejor de lo que nadie esperaba. Sólo en sueños volvían a tener alguna importancia Drake, el accidente y las ligeras secuelas que le había dejado.

Ignorando el silencio de su tía, Amanda permaneció mirando hacia el patio, donde una alfombra de hojas anunciaba otra mañana típicamente invernal, tristemente fría y lluviosa. Aquella imagen la desilusionó. Pensaba ponerse a pintar aquel día, pero su estilo no encajaba bien con los colores fríos del invierno. Necesitaba colores brillantes, el azul del cielo, el amarillo del sol…

En Florida ya debía de ser de día y el cielo estaría lleno de nubes de algodón flotando sobre los verdes campos. Le habría encantado pintar a Julie bajo el cielo azul de Florida… Al pensar en ello, la asaltó una terrible nostalgia de su hija. Frecuentemente, después de aquellas pesadillas, iba de puntillas hasta su cama, buscando consuelo. Y lo encontraba en los mechones dorados y despeinados que enmarcaban su carita y en las manitas que descansaban semiabiertas sobre las

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sábanas. Amanda se sentaba en la mecedora y la observaba en silencio y muchas mañanas Julie la descubría durmiendo allí al despertar.

—Eso no es una cama, mami —le decía riendo.

—¿No? —le contestaba Amanda con fingido asombro.

Y comenzaba un nuevo día olvidando por completo sus temores nocturnos.

Pero no debía pensar negativamente en aquellas vacaciones tan especiales de las que estaba disfrutando Julie.

Volvería en un par de semanas, cerca ya de la Navidad y para entonces era posible que la lluvia ya hubiera dado paso a las primeras nieves. Julie adoraba la nieve.

En cualquier caso, se dijo, hiciera el tiempo que hiciera, no habría podido pintar aquel día pues esperaban la llegada de un huésped.

—¿Qué hora es? —Amanda podría haber ido a mirarlo ella misma, pero estaba arrepentida de la brusquedad con la que había tratado a su tía, y quería hacerle saber que no estaba enfadada.

—Sólo son las cinco —le contestó Cicely, sofocando un suspiro—. Amanda…

—Habría que lavar esas cortinas —la interrumpió Amanda, sabiendo que su tía estaba a punto de sacar a relucir el tema del sueño y que sólo podía distraerla hablando de algo relacionado con las tareas del hogar, su principal preocupación.

—¿Sí? —se levantó inmediatamente—. Entonces será mejor que lo pongamos en la lista.

Amanda asintió con aire ausente, mientras pasaba la mano por las cortinas. La luz de la luna iluminaba la delicada tela, y su ojo de artista estaba más pendiente en ese momento de aquel efecto que del problema de la limpieza.

—Sí, pero será mejor que lo pongamos al final —sugirió secamente—. Los huéspedes nunca ven nuestras habitaciones, así que es preferible que nos ocupemos antes de las cortinas de las suyas.

Apartó la mano de aquella tela de encaje con una sonrisa cargada de ironía. Si tenía que tener pesadillas, se preguntó a sí misma, ¿por qué tenían que ser con Drake Daniels? ¿Por qué no podía soñar con algo más reciente en el tiempo… como la visita que debía hacer al banco al día siguiente? Imaginó con desagrado las manos pulcras del señor Tindal, sus uñas siempre inmaculadas, y la fría mirada con la que la observaría mientras le explicaba los detalles del contrato y las exigencias del nuevo inversor.

Amanda sacudió mentalmente la cabeza. No debería quejarse, de hecho, debería alegrarse de que hubiera algún inversor. Había sido una suerte encontrar a alguien que quisiera invertir en Mount Larkin.

Lentamente, demasiado lentamente para la mayor parte de los hombres con dinero, Mount Larkin empezaba a hacerse un nombre, especialmente entre los círculos literarios y artísticos. Sus encantos sureños atraían.

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Después de todo, Roger Stowe juzgaría su estancia en Mount Larkin por la comodidad del lugar y la calidad de la comida, y no por el aspecto de sus propietarias, de modo que no tenía sentido que estuviera maquillándose con tanto esmero. Arrugó la nariz mientras se pintaba los labios, desdeñando su escasa estatura, sus ojos verdes y su pelo castaño rojizo. Le habría encantado ser como cualquiera de las maravillosas protagonistas que salían en los libros de Roger Stowe.

Observó atentamente su guardarropa. Su presupuesto no le permitía hacer muchas compras, así que lo mejor que pudo encontrar fue una falda de color amarillo claro que se puso con un jersey verde. No podía decirse que fuera a la última moda, pero el amarillo era un color que la favorecía y enfatizaba los reflejos castaños de su pelo. Se recogió la melena con una cinta del mismo color que la falda y se miró en el espejo para supervisar el resultado.

No tendría el aspecto de una protagonista de novela, pero tampoco iba a defraudar al escritor. Sabía que era una tontería tomarse tantas molestias por un hombre al que no había visto en su vida, pero al fin y al cabo, no hacía ningún daño a nadie con ello. No podía pasarse la vida triste y preocupada, no por eso iba a conseguir el dinero más rápidamente. Y además, estaba segura de que a Julie le encantaría verla así. Amanda guiñó un ojo a su reflejo, dio media vuelta y se dispuso a bajar las escaleras.

Media hora después, cuando el aroma de los bizcochos inundaba ya la cocina, Webster Bronson asomó la cabeza por la puerta y olfateó con el entusiasmo de un sabueso.

—¡Dios mío! ¿Es posible que estés haciendo bizcochos? —cuando Amanda asintió, entró en la cocina, se sentó en una de las sillas de madera y le sonrió.

—Estás maravillosa, Amanda. No sé cómo os las arregláis las mujeres Larkin para tener un aspecto tan estupendo por las mañanas.

Amanda se echó a reír y le palmeó el hombro mientras se dirigía hacia el frigorífico.

—Tengo un plan de belleza secreto —le dijo en un susurro—. Hace unos años me hice una solemne promesa: no volver a correr jamás en mi vida.

Webster, que estaba empapado por la lluvia, se señaló a sí mismo y suspiró.

—Una mujer hermosa e inteligente. Algún día llegarás a convertirte en una excelente esposa. No hay muchas mujeres que a las seis y media puedan estar levantadas, perfectamente maquilladas y con una bandeja de bizcochos de mantequilla perfumando la cocina.

Amanda le pasó una toalla para que se secara el pelo y un vaso de zumo de naranja.

—¿Eso es todo lo que quieres de una esposa? —se sentó en la mesa, cerca de él—. ¿Los labios pintados, bizcochos e insomnio?

—Eso para empezar —bebió un poco de zumo—. Por supuesto, estaría bien que le gustara cantar, bailar y salir a pasear de vez en cuando con un vejete como yo.

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Amanda sonrió, imaginándose a Cicely, que probablemente estaría en ese momento tarareando alguna vieja canción mientras ordenaba su habitación.

—Humm… Pensaré en ello para ver si conozco a alguien que reúna todas esas cualidades.

—Hazlo, por favor —contestó Webster sonriente—. Y también podrías preguntarle a tu tía qué tal se le da eso de bailar —inclinó la silla hacia atrás y miró a Amanda con los ojos entrecerrados—. Por cierto, ¿y qué esperas tú de un marido? Tengo un sobrino al que le encantan los bizcochos de mantequilla.

Amanda fingió considerar lo que le estaba diciendo; cruzó las piernas y se mordisqueó la uña con aire pensativo.

—Déjame ver. Para empezar, tiene que ser devastadoramente atractivo, por supuesto. E inteligente, claro; el sentido del humor también es muy importante, ¿no crees? Me gustaría también que tuviera aficiones excitantes, un trabajo maravilloso, que fuera un hombre sofisticado… —se levantó de la mesa y se alisó la falda con un gesto de exagerada resignación—. Pero Paul Newman ya está casado, así que supongo que tendré que seguir sola.

Cicely apareció justo a tiempo de oír la última frase de su sobrina.

—¡Cicely! —exclamó Webster al verla—. Llegas en el momento oportuno. Estoy intentando convencer a Amanda de que es un crimen que permanezca soltera. ¡Ayúdame!

Cicely observó a su sobrina con sus dulces ojos grises.

—Amanda es viuda, Webster, y no quiere volver a casarse.

—Claro que quiere —replicó Webster—. Mira esa preciosa chica, ¿crees que tiene el aspecto de ser una madre viuda durante el resto de su vida? —sonrió a Amanda, que lo observaba con el ceño fruncido—. El doctor Hamilton murió hace tres años. Ya ha pasado tiempo suficiente. Ése no es el problema. El problema es que tiene unas aspiraciones demasiado altas; deberías haber oído la descripción que ha hecho del único hombre con el que se casaría… Nada más y nada menos que un auténtico ídolo de ojos azules.

Cicely abrió los ojos como platos y miró boquiabierta a su sobrina, que al darse cuenta de lo que estaba pensando, se apresuró a explicarle:

—Estaba hablando de Paul Newman.

—Por supuesto —respondió Cicely con una débil sonrisa—, por supuesto. Pero aunque es cierto que es un hombre muy atractivo, dicen que está muy enamorado de su esposa. Además, me parece un poco mayor para ti, aunque…

Amanda suspiró, se levantó y se puso a doblar unas servilletas intentando no prestar demasiada atención a la conversación de su tía. Pobre Cicely. A veces parecía que había sufrido más por lo sucedido con Drake Daniels que ella misma. Y era cierto que al principio había sido terriblemente duro, pero después de seis años de práctica, Amanda había aprendido a bloquear todos sus pensamientos conscientes sobre Drake. Aunque a veces, cuando el cielo del atardecer adquiría un peculiar color

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cobalto, o cuando el aroma de la madreselva la sorprendía en una esquina, la asaltaba algún recuerdo involuntario… Pero desde luego, no se ponía nerviosa ante la simple mención de unos ojos azules, como le ocurría a Cicely.

—Bueno, creo que será mejor que pongamos un sitio más en la mesa —dijo de repente—, no sé a qué hora va a llegar Roger Stowe, pero no me gustaría que se sintiera como un intruso.

—Nadie se siente como un intruso en Mount Larkin —repuso Webster y, cuando Cicely estaba poniéndole los cubiertos a su lado, le apretó cariñosamente la mano.

Al ver el rubor que teñía las mejillas de su tía, Amanda contuvo la respuesta que tenía en la punta de la lengua. ¿Nadie? Webster no sabía que había habido una época, mucho tiempo atrás, en la que la habían hecho sentirse como si fuera una intrusa. Antes de que Mount Larkin se convirtiera en un hospedaje, cuando la familia era rica, o al menos quería que todo el mundo así lo creyera, no podía decirse que Olivia Larkin se hubiera alegrado mucho de la llegada de su pequeña nieta huérfana. Aunque a su modo, había terminado aceptándola y convirtiéndola en una valiosa posesión de los Larkin. Esa era la razón por la que Drake Daniels había sido tratado siempre como un advenedizo al que sólo dejaban acceder al interior de la casa por la puerta de servicio.

Pero estaba siendo tan tonta como Cicely al dejar que una palabra conjurara todos sus fantasmas. Ya había pagado un precio muy alto por los errores cometidos en aquella época y, aunque quizá no pudiera controlar su subconsciente, que parecía decidido a revivir hasta el último detalle de lo ocurrido en sus sueños, podía y debía dominar sus pensamientos. Enterró a Drake Daniels una vez más en el fondo de la memoria y se dispuso a recibir al resto de los huéspedes, que estaban llegando ya a desayunar.

—Buenos días, Lina. Hola, Tom. Empezad con el zumo y el café, los huevos estarán en un santiamén.

Mientras los preparaba, estuvo escuchando las conversaciones de los demás. Tom Wyndham les contaba con orgullo que se había levantado a las cuatro de la mañana porque el espectáculo de las gotas de lluvia deslizándose por las agujas de los pinos era demasiado maravilloso para que un pintor se lo perdiera. Amanda sonrió. Tom tenía treinta y cinco años y el mismo entusiasmo que un adolescente. La inspiración lo asaltaba a veces en sueños y se levantaba de la cama para atraparla en sus lienzos. Era un auténtico artista y hacía falta mucho más que una lluviosa mañana de invierno para enmohecer su espíritu. Amanda se había sentido realmente halagada cuando había admirado sus sencillas acuarelas. De hecho, le había llevado algunas al propietario de una galería que conocía, y si a éste le gustaban… Pero esa era una posible fuente de ingresos a muy largo plazo, Amanda no se podía permitir contar con ella.

Carolina Travers, Lina, era justo lo contrario. Era la hija de una de las amigas de Cicely y sus padres le habían pagado dos semanas de estancia en Mount Larkin como regalo de graduación. Normalmente, se quedaba despierta hasta la madrugada

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escribiendo poemas y no se levantaba hasta el mediodía. Era extraño verla allí a esas horas.

¿Qué habría pasado para que les honrara con su compañía aquella mañana? La observó con curiosidad mientras sacaba el jamón del frigorífico. Ahh… Lina llevaba el mejor de sus vestidos y un peinado especial. Instintivamente comprendió que Lina también se había preparado para el encuentro con el nuevo huésped.

Ruborizándose al pensar en su coleta, Amanda llevó los huevos a la mesa. Incluso Cicely, observó, se había puesto una gargantilla.

Al ver a las tres mujeres sentadas a la mesa, Tom Wyndham también reparó en su aspecto. Las miró atentamente y se volvió hacia Webster con una enorme sonrisa.

—No sé si son imaginaciones mías, Webster, o estas mujeres se han arreglado especialmente esta mañana. ¿Hay algún cumpleaños?

Lina soltó una carcajada y sacudió sus hermosos rizos dorados.

—No Tom, por supuesto que no. Simplemente estamos esperando la llegada de Roger Stowe, ¿verdad Amanda?

Amanda sonrió tímidamente, sorprendida una vez más por la desinhibición absoluta de Lina, pero antes de que pudiera contestar, se adelantó Webster.

—Por qué? ¿Qué tiene de especial ese Roge Stowe? Tú nunca lo has visto, ¿verdad? He oído decir que prácticamente no aparece en público.

—Tú tampoco has visto nunca a Shakespeare, y sin embargo estoy segura de que estarías entusiasmado si supieras que va a aparecer por aquí —la argumentación de Carolina podría haber sido un poco más fina, pero desde luego no quedaba ninguna duda sobre sus sentimientos hacia Roger Stowe.

—¡Shakespeare! —Webster estuvo a punto de atragantarse con el café. Dejó su taza en el plato y miró a la joven con incredulidad—. Ese Stowe sólo ha escrito dos novelas policíacas, ¿se puede saber qué tiene que ver con Shakespeare?

Lina se limitó a arquear las cejas, pero Cicely sorprendió a Amanda al defender calurosamente al escritor.

—Son dos libros maravillosos, Webster. Su detective tiene un carácter fascinante y los argumentos son increíbles. Deberías leer las dos novelas. Hasta el New York Times las recomendó.

—Sí, leí ese artículo —comentó Tom—. Y me dije que debía leer los libros, pero todavía no he tenido tiempo. Espero no ofenderlo —se llevó un trozo de huevo a la boca y terminó con un suspiro—. Como él también es un artista, es posible que hasta lo comprenda. ¡El arte es un amante tan exigente!

Las tres mujeres se echaron a reír, pero Webster permanecía muy serio, parecía incluso un poquito amargado y Amanda sonrió. Era evidente que estaba celoso por el interés de Cicely en el misterioso autor que estaba a punto de llegar a Mount Larkin. Observó a su tía preguntándose si sería consciente de ello.

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—Además —continuó diciendo Webster—, aunque ese tipo hubiera escrito Guerra y Paz, ¿a qué viene eso de arreglarse tanto? Parece que estáis esperando a una estrella de cine cuando por lo que sabemos podría ser perfectamente un viejo cabezota como yo. O incluso peor.

—Qué va. Roger Stowe no —repuso Lina con expresión soñadora—. Es joven y atractivo, y sabe más sobre el amor que ninguno de los hombres que he conocido.

—¿Cómo puedes saberlo si no lo has visto en tu vida?

—Lo sé por sus libros. El detective es muy atractivo, y está tan enamorado de la protagonista… —suspiró—. Y ni siquiera sabe cómo se llama. Es una situación trágica, pero también maravillosa.

Amanda sintió una extraña presión en el estómago al pensar en aquellas novelas que había leído recientemente. Aunque al hablar de ellas Lina las hacía parecer ridículas, era cierto lo que decía. Las novelas de Roger Stowe, argumento policiaco a parte, eran las novelas más románticas y apasionadas que había leído en su vida. Ella tampoco podía creer que las hubiera escrito un viejo cabezota.

—Todo eso me parece demasiado sentimentaloide —gruñó Webster.

—Es un escritor excelente, ¿verdad? —repuso Lina y Amanda se vio obligada asentir—. Será interesante ver cómo es.

—Es un cretino —insistió obstinadamente Webster—. Si no lo fuera, no viviría tan escondido. Yo estoy seguro de que es todo lo contrarío que los protagonistas de sus novelas. Seguramente sus publicistas no lo dejan aparecer en público por miedo a que caigan las ventas. Probablemente tenga más de cincuenta años y sea calvo como una bola de billar. Debe de estar gordísimo y…

—Estás completamente equivocado —replicó Lina. Amanda no había oído ningún coche, pero era obvio que Lina, que estaba sentada frente a la puerta de la cocina, había visto algo que le gustaba—. Acaba de aparcar y viene ahora hacia la puerta. ¡Y es absolutamente maravilloso, incluso mejor de lo que yo pensaba!

Tratando de ignorar el nerviosismo causado por las palabras de Lina, Amanda se disculpó y se levantó de la silla. Se obligó a caminar despacio, de modo que el timbre sonó dos veces antes de que hubiera llegado al vestíbulo. Los demás la habían seguido de cerca, y en ese momento estaban todos apiñados al final del vestíbulo. Entre todos los rumores, se oyó la penetrante voz de Lina diciendo:

—¿Lo veis? Es perfecto. Es exactamente igual que su detective. Ya os lo dije.

Amanda se quedó helada con la mano cerrada alrededor del pomo de la puerta, sintiéndose incapaz de girarlo. Roger Stowe permanecía pacientemente en el exterior, pero el asombrado grupo podía verlo perfectamente a través de la puerta de cristal.

Al verlo, los pensamientos de Amanda desbordaron el dique en el que los había tenido contenidos durante tantos años. Lina tenía razón. Roger Stowe era el hombre perfecto.

Era exactamente igual que Drake Daniels.

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Capítulo 2 —¡Amanda! ¡Abre la puerta! Ya sé que es impactante, pero no hace falta que

entres en trance. Déjalo entrar antes de que se empape.

Lina le dio un codazo, pero Amanda apenas lo sintió; todo su cuerpo era presa de la más absoluta confusión. Tenía dificultades para respirar y el corazón parecía habérsele subido a la garganta. Se sentía como si hubiera estado corriendo y, de alguna manera, pensó estúpidamente, así había sido. Durante seis largos años había estado huyendo del fantasma de Drake Daniels, de los ecos de su risa y del recuerdo de sus ardientes abrazos.

Pero, al igual que ocurría en sus pesadillas, tanto correr no la había llevado a ninguna parte. Allí estaba en ese momento, en el mismo lugar en el que había empezado; mirando fijamente los profundos ojos azules del único hombre al que alguna vez había amado. Y el único que la había hecho sentirse amada…

Se recordó sobre un montón de hierba, en los límites de la propiedad de los Larkin. Drake la había estrechado contra su torso desnudo y la había empujado hasta tumbarla en el suelo.

—¡No es justo! —sin dejar de reír, Amanda había arrojado un puñado de hierba sobre su pelo dorado—, tú estás en mucha mejor forma que yo.

Drake había deslizado su mirada ardiente por su rostro, deteniéndola después en el escote del sencillo vestido de tirantes que Amanda llevaba.

—Lo siento, cariño —le había contestado Drake, exagerando su acento tejano para disimular la excitación que se reflejaba en su voz—, pero no puedo estar de acuerdo con eso.

Amanda había intentado reír, pero sólo había conseguido articular un pequeño jadeo. Impelida por sensaciones tan emocionantes como desconocidas para ella, le había pedido en un susurro:

—Drake, bésame.

—Será mejor que no lo haga, Mandy —había contestado Drake, tensando los brazos alrededor de su cuerpo.

—Por favor —había apoyado la cabeza en su pecho y había empezado a acariciarle la espalda. Drake había estado trabajando en el jardín, y el sudor humedecía sus músculos perfectos. Embriagada por aquel contacto, Amanda había enredado las manos en el vello dorado de su pecho y había sentido entonces cómo se erguían sus propios pezones contra la tela del vestido.

Él también debía de haberlo sentido, porque de pronto, la había empujado y había exclamado:

—¡Basta ya, Mandy! Esto no es un juego.

Todavía tumbada y hechizada por su aroma y sus caricias, Amanda había alargado la mano para acariciarle delicadamente el pecho.

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—¿No quieres besarme? —le había preguntado con una perezosa sonrisa.

La respuesta de Drake había sido un violento juramento que había dejado a la joven sin respiración. Con un duro movimiento, la había hecho incorporarse para volverla a empujar contra la hierba.

—¡Basta ya, maldita sea! —hablaba en un tono extraño, con una dureza que Amanda nunca había percibido en su voz—. No juegues conmigo, Mandy. Yo no soy uno de esos estudiantes estúpidos que van detrás de ti como fueran gatitos siguiendo un ovillo de lana. Yo soy un hombre. ¿No te has dado cuenta todavía?

Amanda no le había contestado. Ni siquiera podía respirar. Claro que se había dado cuenta. Siempre lo había sabido, pero nunca con la certeza que tenía en ese momento.

—¿Me preguntas que si quiero besarte? —fijó la mirada en sus labios—. Sabes perfectamente que sí. Pero no podría detenerme allí, Mandy. Necesito más. Necesito todo de ti.

Se había aferrado a sus hombros con fuerza y Amanda había empezado a temblar. De pronto había comprendido que durante las últimas semanas Drake había llegado a ser para ella algo tan necesario como el sol que sobre ellos brillaba.

—Oh, Drake —había empezado a decir. Quería explicarle que tenía razón. Que ella era una joven mimada y estúpida, que tenía suerte de que Drake hubiera estado dispuesto a esperar tanto tiempo. Había recordado entonces las advertencias de su abuela, que le repetía constantemente aquello de que «los hombres no se quedan con lo que pueden conseguir fácilmente». Qué fuera de lugar estaban aquellas palabras en un momento en el que el amor y el deseo se habían unido para causar un auténtico cataclismo.

Pero Amanda no sabía expresar sus sentimientos con palabras. Temblando cada vez más, le había enmarcado el rostro con las manos y había vuelto a decir:

—Bésame, Drake.

Drake se había quedado mirándola durante unos segundos interminables con expresión de incredulidad y conteniendo la respiración. Había recorrido su rostro con la mirada, como si quisiera adivinar lo que se escondía tras sus bellas facciones y, al final, se había abandonado por completo, la había rodeado con sus brazos y la había estrechado contra él para que pudiera advertir la intensidad de su deseo.

No tenía por qué haber sido tan maravilloso. La hierba recién cortada se pegaba a su espalda, el sol abrasaba sus rostros. Ella era una joven de diecinueve años, tan ingenua y virginal como Drake sospechaba, y él estaba agotado después de un día de duro trabajo.

Pero en cuanto Drake había empezado a deslizar sus manos y su boca por su cuerpo, había despertado una profunda espiral de placer en el interior de Amanda. No sentía miedo, ni ningún tipo de vergüenza a pesar de que estaban en la tierra de su abuela, protegidos solamente por unos viejos pinos. Sus gritos de abandono y placer vibraban en el silencio que los rodeaba y le resultaban a ella misma tan extraños y sorprendentes como el canto de un pájaro exótico. Cuando al final Drake

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se había hundido en ella, el intenso dolor inicial había sido barrido por la fuerza de la pasión.

Sí, era un hombre. El único hombre al que Amanda amaría en su vida.

—Por el amor de Dios, Amanda, déjame abrir a mí —la voz de su tía se filtró en sus pensamientos y Amanda advirtió que alguien se acercaba rápidamente a la puerta.

Herida por los recuerdos, Amanda retrocedió instintivamente, sin ser capaz de decir una sola palabra para advertir a su tía. El clic del pomo de la puerta al girar sonó para ella como un pistoletazo. Oyó gemir a su tía e, inmediatamente después, entró Drake Daniels en el vestíbulo.

—Hola a todo el mundo —dijo con un acento tejano dolorosamente familiar.

Era su voz, su maravillosa voz. Entonces era cierto. No estaba sufriendo una alucinación. Drake Daniels acababa de entrar en el vestíbulo de su casa. ¿Pero por qué?

No tenía tiempo para buscar respuestas. Todo el mundo esta esperando que dijera algo, y era ella la que tenía que tomar la iniciativa, pues sabía que Drake no la iba a ayudar en absoluto. Para consternación de Amanda. seguía sin moverse, sonriendo de oreja a oreja. ¿Qué demonios estaría haciendo allí?, volvió a preguntarse la joven.

Tuvo que clavarse las uñas en las palmas para intentar calmar el temblor de sus manos. La última vez que había estado con Drake, la última noche de agosto del verano, él estaba agotado después de haber asistido a clase a primera hora de la mañana y haber estado trabajando durante el resto del día. Pero aún así, había sido ella la primera en quedarse dormida. Estaba en la pequeña vivienda de Drake, oyendo la lluvia golpeando las ventanas y el rítmico traqueteo de la máquina de escribir. Se recordaba despertándose al sentir el calor de los labios de Drake sobre los suyos…

Amanda intentó poner orden a sus confusos pensamientos. ¿Sería posible que en un período de seis años Drake hubiera pasado de ser un pobre dramaturgo a convertirse en un escritor de éxito? El enfado acudió en su rescate, ayudándola a aclarar sus pensamientos. Claro que era posible, se contestó a sí misma. Los diez mil dólares que le había sacado a su abuela eran suficientes para empezar a forjarse una carrera.

Bueno, fueran cuales fueran las razones que lo habían llevado hasta allí, no iba a tener la satisfacción de hacerle perder la compostura. Amanda ya no era una joven de diecinueve años, con el corazón inundado de amor y un cuerpo ansioso de caricias. Era seis años mayor e infinitamente más sabia. Había sobrevivido a su engaño y abandono. Después de aquello, sería mucho más sencillo enfrentarse a una visita inesperada de Drake.

Consiguió esbozar una calurosa sonrisa y le tendió la mano:

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—Hola —le dijo tranquilamente, y fue recompensada con una mirada de ligera sorpresa. ¿Esperaba quizá que se amedrentara?—. Bienvenido a Mount Larkin, señor…

—Stowe. Roger Stowe —dijo Drake, arqueando una ceja como si estuviera retándola a contradecirlo. Al ver que no lo hacía, estrechó la mano que la joven le tendía.

Amanda desvió la mirada cuando sus manos se encontraron. Había olvidado ya el contacto de sus dedos. Drake sostuvo su mano entre la suya durante más tiempo del conveniente para un saludo educado, pero ella se negaba a ser la primera en apartarse. Observó oscurecerse sus ojos a medida que se prolongaba el contacto de sus dedos, y comprendió que en los suyos estaba ocurriendo lo mismo.

Entreabrió los labios para decir algo, pero no pudo. Incapaz de soportar durante un segundo más la intensidad de aquellas sensaciones, apartó bruscamente la mano y advirtió que Drake la miraba con expresión triunfante.

—Gracias —dijo Drake en tono burlón mientras se quitaba la chaqueta y la colgaba en un perchero sin vacilar, como si estuviera en su propia casa—. Estoy empezando a preguntarme si Mount Larkin se merece realmente la fama de lugar hospitalario que tiene.

—Puedo asegurárselo, señor Stowe —incapaz de seguir conteniéndose, Lina dio un paso hacia delante—. Hola. Soy Carolina Travers. Llevo aquí dos semanas y creo que me quedaría a vivir en este lugar —«especialmente ahora que ha llegado usted», pareció añadir en silencio con una sonrisa.

Drake se volvió hacia Lina y sonrió. Pero no le brindó a sonrisa fría y afectada que le había ofrecido a ella, advirtió Amanda. Fue la sonrisa radiante y audaz que ella recordaba, e incluso Lina, que era la que había empezado a flirtear con él, se sonrojó al verla.

—Oh, no creo que pudiera quedarse siempre aquí —la corrigió Drake mientras le estrechaba la mano—. Es usted joven, pero supongo que ya habrá aprendido que no hay nada que dure para siempre.

Todavía tenía la mirada fija en Lina, pero Amanda tuvo la sensación de que sus palabras encerraban un mensaje para ella. Incluso llegó a preguntarse por un brevísimo instante si se trataría de una forma de disculpa. ¿Pretendería decir que su relación tampoco habría durado aunque no le hubieran ofrecido una buena suma de dinero para que se alejara de su lado?

Pero en ese momento se volvió hacia ella y su expresión le demostró lo equivocada que estaba. Sonreía, pero mantenía una frialdad y una dureza estremecedora en la mirada. Amanda jamás había visto así sus ojos, ni siquiera en sus pesadillas. Recordaba su mirada llena siempre de ternura y encendida a menudo por el fuego de la pasión. En ese momento, había en sus ojos algo distinto. Un sentimiento muy cercano al odio.

—¿No es cierto?

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Pero Amanda no pudo contestar directamente. La mirada de Drake la había dejado sin aliento. ¿Por qué había odio en sus ojos? ¿Qué razones tendría Drake Daniels para odiarla? Podía haber odiado a su abuela quizá, que siempre le había dejado claro que no tenía categoría suficiente para casarse con una Larkin. Pero estaba segura de que Drake sabía que su abuela había muerto hacía ya cinco años, que ya era demasiado tarde para ir en busca de venganza. En realidad, ya era demasiado tarde para cualquier cosa. Ya no quedaba nada de su pasión adolescente, cosa que ella agradecía. Aquel amor había estado a punto de costarle la vida.

—Desde luego —consiguió decir al fin con suficiente naturalidad—. Y créeme Lina, es mejor que así sea. Siempre puede ser demasiado tiempo en muchas ocasiones.

Lina parecía ligeramente perpleja y Amanda aprovechó aquel silencio momentáneo para cambiar de tema.

—Pero venga a conocer al resto de la casa. Este es otro de nuestros huéspedes, Webster Bronson —este último asintió, aparentemente aliviado por el hecho que de que el escritor fuera demasiado joven para competir por Cicely—. Y éste es Tom Wyndham.

Drake les estrechó la mano a los dos, intercambiando algún comentario sobre el mal tiempo y se volvió al final hacia Cicely.

—Y, por supuesto, ésta es la señora Cicely Larkin —dijo él mismo, endureciendo de nuevo su mirada.

Cicely balbuceó un saludo y Amanda pudo ver que, aunque estaba intentando combatir en silencio su confusión, su tía todavía no había conseguido mantener sus sentimientos bajo control.

—Supongo que al señor Stowe le gustaría subir a su habitación —empezó a decir Amanda, deseando evitar las preguntas de su tía, pero fue demasiado tarde. Cicely se volvió hacia ella y dijo con voz débil:

—Pero Amanda, ¿por qué lo llamas señor Stowe? ¿Cómo es posible que Drake Daniels sea Roger Stowe? Realmente no entiendo nada.

Amanda le apretó la mano a su tía de forma suficientemente elocuente y le respondió:

—No creo que el señor Stowe quiera que desvelemos secretos. ¿No te das cuenta de que escribe bajo seudónimo? Si ha reservado la habitación con un nombre falso es porque no quiere que nadie sepa quién es.

A medida que lo decía, la furia se iba apoderando de ella. Drake había decidido ocultar su identidad, entre otras cosas, porque sabía que jamás lo habría aceptado como huésped. Y en ese momento, a juzgar por las miradas de admiración de las que era centro el célebre escritor, iba a tener que permitirle que se quedara. No podía correr el riesgo de que sus huéspedes terminaran contándoles a sus amigos que había maltratado a Roger Stowe.

Cicely permanecía con el ceño fruncido y se retorcía las manos nerviosa.

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—¿Es verdad eso, Drake? ¿Realmente eres tú Roger Stowe? ¿Eres tú el que has escrito esas novelas de misterio?

—¿Te sorprende Cicely? —le preguntó en tono burlón—. Supongo que sí. Tu familia no esperaba grandes cosas de mí, ¿verdad? Como mucho que terminara en algún cuchitril.

Mientras observaba sonrojarse a su tía, Amanda se dijo que Drake no había llegado en son de paz. Era cierto que aquella frase podría haber sido propia de Olivia, sobre todo cuando temía que Drake quisiera compartir con ella aquel «cuchitril». Pero ya había pasado mucho tiempo desde entonces. ¿Cómo podía conservar tanta amargura? El Drake Daniels que ella recordaba no era un hombre vengativo ni amargado. Al parecer, el éxito no le había sentado demasiado bien. Amanda dio un paso adelante y le habló con burlona amabilidad:

—Y ahora estamos encantadas de que nos haya demostrado lo equivocadas que estábamos, señor Daniels —ronroneó, deseando que advirtiera el sarcasmo de sus palabras—. Pero supongo que estará deseando instalarse. así que, ¿por qué no viene conmigo para que le enseñe su habitación?

Se volvió hacia el resto de los huéspedes, que estaban comentando entre sí los asombrosos descubrimientos que acababan de hacer.

—¿Por qué no vais a terminar de desayunar? —sugirió—. Dejemos al señor Daniels descansar, estoy segura de que después se reunirá con nosotros.

Los hombres asintieron y siguieron a Cicely hacia la cocina, esperando, sin duda, sonsacarla todo lo que pudieran sobre el escritor, pero Lina, que no estaba acostumbrada a contener sus impulsos, insistió.

—Esto es increíblemente emocionante —volvió la cabeza hacia el escritor—. ¿Cómo debo llamarte, Drake o Roger?

—Creo que en Mount Larkin debería volver a ser Drake Daniels —contestó después de considerarlo en silencio—. No me gustaría que mis anfitrionas se sintieran incómodas.

Lo que pretendía era exactamente lo contrario, se dijo Amanda enfadada. Eso era exactamente lo que quería, demostrarle a la familia Larkin que era tan bueno como cualquiera de sus miembros, que tenía tanto dinero como la familia que tiempo atrás lo había despreciado. Aunque seguramente tendría mucho más, se dijo Amanda, a tenor de los reveses que había sufrido la fortuna familiar y de la indudable calidad de la ropa que Drake llevaba. Observó también su excelente corte de pelo que permitía que, incluso estando empapado por la lluvia, permaneciera perfecto; qué poco tenía que ver con los mechones despeinados que ella había acariciado seis años atrás.

Sintió una extraña angustia en su interior y desvió la mirada hacia la ventana.

Por su parte, Lina no parecía haberlo mirado suficientemente.

No apartó los ojos de él hasta que no estuvo a punto de salir del vestíbulo, y antes de desaparecer, dijo sin ningún tipo de discreción:

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—Tienes que contarnos toda la historia sobre cómo conociste a Amanda —lo urgió—. Suena tan excitante…

—Tendré tiempo para hacerlo más adelante —le contestó Drake con una sonrisa, después de observar durante un instante a Amanda.

Por fin se quedaron solos. Durante los últimos seis años, Amanda había fantaseado en infinidad de ocasiones sobre la posibilidad de que llegara ese momento. Ansiaba tener la oportunidad de enfrentarse a Drake Daniels para decirle exactamente lo que pensaba de él y de su comportamiento. Y ya había llegado el momento de dejar de comportarse como la perfecta anfitriona y de exigirle que le dijera exactamente qué demonios estaba haciendo allí.

Pero no podía. Aunque odiara admitirlo, en su imaginación, aquellas situaciones terminaban siempre de la misma forma: ella le golpeaba el pecho con rabia, gritándole por la angustia sufrida durante esos seis años mientras él la abrazaba con fuerza, le explicaba lo sucedido y secaba con besos sus lágrimas. Instintivamente supo que aquello no podría suceder nunca. Drake había cambiado demasiado. Y quizá ella también.

El hombre que permanecía frente a ella era muy distinto a aquel que la había traicionado. A pesar de todo lo que habían compartido, era un extraño para ella y todas las acusaciones que tenía acumuladas contra él eran mucho menos intensas que el desprecio que en ese momento le inspiraba.

Le dio la espalda y continuó mirando por la ventana.

—Parece que ya no llueve tanto —comentó sin volverse—. Te ayudaré a subir las maletas.

—Estupendo —contestó Drake, pero ninguno de los dos se movió. Era como si ambos supieran que tenían muchas cosas que decirse antes de iniciar una nueva relación, aquella vez entre anfitriona y huésped. Había que decir algo para poner fin al pasado. ¿Pero cuáles eran las palabras mágicas? Amanda no conocía ninguna palabra suficientemente poderosa para neutralizar el dolor de aquellos años.

Confundida, siguió con un dedo el camino de una gota que se deslizaba lentamente por el cristal. Mientras lo hacía, enfocó la mirada, y en vez de observar el húmedo camino trazado por la gota, observó el reflejo del vestíbulo en la ventana.

Vio que se movía lentamente el reflejo de Drake, se acercaba poco a poco hasta fundirse con el suyo. Drake se detuvo justo detrás de ella; Amanda sintió el calor de su cuerpo, de su cercanía, y el corazón empezó a latirle aceleradamente. Advirtió un círculo de vaho en la ventana, y comprendió que no era sólo su corazón el que se había acelerado. Avergonzada, cerró sus labios y se obligó a respirar lentamente, deseando que Drake no hubiera advertido hasta qué punto seguía siendo vulnerable en su presencia.

Pero Drake lo había notado. Posó la mano en su hombro y acercó el rostro a su cabeza; con la otra mano, dibujó una línea en el círculo que el aliento de Amanda había dejado en la ventana y, después de soltar una maliciosa risa, preguntó:

—¿Vamos entonces?

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Amanda se alegró de estar de espaldas a él, pues aquella pregunta la había hecho sonrojarse violentamente. ¿Realmente había llegado a desear que la tocara, que le afectara a él tanto su presencia como a ella le afectaba la suya? En ese caso, era una verdadera estúpida. Aquello sólo era un juego para él. Drake había conseguido traspasar su barniz de indiferencia con la misma facilidad con la que un niño era capaz de destripar un juguete para ver lo que había en su interior. Y en cuanto lo había averiguado, había desechado su juguete.

Pero era absurdo que la sorprendiera. Era lo mismo que había hecho seis años atrás. Amanda borró el círculo de la ventana con la mano y contestó con firmeza:

—Claro, vámonos.

Salieron y rodearon la casa. Amanda no se había puesto nada encima del jersey, y al poco rato sintió el frío húmedo de Georgia en la piel. Drake tampoco llevaba nada encima y la fuerza y el vigor de sus músculos se adivinaban bajo la lana del suéter; era evidente que no llevaba la típica vida sedentaria de los escritores.

Pasaron bajo un pino que estaba un poco inclinado y Drake lo rozó con el hombro, salpicando el rostro de Amanda con las gotas de lluvia que retenían sus agujas.

—Puff —se quejó la joven, y se detuvo para secarse la cara—. ¡Ten más cuidado!

—Lo siento —repuso Drake educadamente. Sacó un pañuelo del bolsillo y se dispuso a limpiarle las mejillas.

—Puedo hacerlo yo —dijo Amanda con cierta irritación; le quitó el pañuelo y se secó el rostro violentamente. No quería que Drake la tocara bajo ningún concepto—. Y la próxima vez mira por dónde vas. No te olvides de lo alto que eres.

—Sí, mamá —le contestó Drake burlón, y se apoyó contra un árbol para observarla—. Pero no te acalores tanto. Sabes que no lo he hecho queriendo. Si hubiera querido tocarte, habría sido mucho más directo —parecía estar evaluándola con la mirada y, a pesar de su enfado, Amanda se descubrió preguntándose qué pensaría de lo que estaba viendo. Habían pasado seis años durante los cuales, no sólo se había transformado en una mujer, sino que había sido madre incluso. Era consciente de que a los veinticinco años tenía ya poco que ver con la adolescente que Drake había conocido.

Pero él también estaba diferente; tanto física como emocionalmente.

—¿De verdad? —le contestó al fin, apretando con fuerza los puños para no abofetearlo—. Pues procura tener en cuenta que, si lo hicieras, mi respuesta también sería mucho más directa.

Drake soltó una carcajada, pero la risa no llegó a su mirada.

—He dicho si te deseara. Y no aprietes los puños, porque te aseguro que no es ese el caso.

A pesar de que se sentía como si hubiera sido ella la que había recibido una bofetada, Amanda levantó la barbilla con aire desafiante y le tendió el pañuelo.

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—Estupendo. En ese caso, supongo que no te importará decirme qué estás haciendo aquí. Mi abuela te ofreció una buena cantidad de dinero para mantenerte lejos de aquí, mucho más del que realmente estaba en condiciones de pagar, así que no sé a qué has venido.

—Humm —dobló el pañuelo y empezó a caminar otra vez—. Supongo que por curiosidad.

Estaban llegando ya a la parte trasera de la casa, al lugar en el que Drake había dejado el coche. Amanda iba un paso o dos detrás de él, pero lo oyó perfectamente y le pareció inaudito que esa fuera su única explicación.

Drake sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón y metió una en la cerradura. La brusquedad de sus movimientos no tenía nada que ver con la fría educación de su tono de voz. Giró la llave y abrió la puerta.

—¿Cómo…? —empezó a preguntar Amanda, pero Drake no parecía dispuesto a dejarle hablar.

—¿Quién se encarga ahora de segar el césped? —le preguntó a Amanda mientras sacaba las maletas—. ¿Hay algún joven que atienda ahora tus… —cerró la puerta del coche con violencia y le dirigió una mirada insolente—… necesidades?

—Mis necesidades están perfectamente cubiertas —contestó Amanda, sobreponiéndose a aquel ataque tan directo.

—¿De verdad? —recorrió la propiedad con la mirada, y la joven advirtió que se estaba fijando en los cambios que se habían producido. En vida de Olivia, las cuatro hectáreas de terreno estaban perfectamente cuidadas y, en aquel momento, sólo cuidaban los inmediatos alrededores de la casa; el resto del terreno estaba abandonado—. La propiedad no parece estar muy cuidada…

La observó con un ligero brillo de diversión en la mirada. Parecía estar esperando una respuesta, y probablemente también que mostrara su embarazo. Amanda desvió la mirada de su rostro y se fijó por primera vez en el coche. El destartalado modelo que antes conducía parecía haber seguido el camino de sus viejas ropas. El señor Roger Stowe, escritor de fama, conducía un coche mucho más acorde con su nuevo estilo de vida, un Jaguar deportivo de color rojo.

A Amanda le bastó con echar un vistazo a su coche para confirmar sus anteriores sospechas: aunque pudiera tener otras razones para viajar hasta allí, era evidente que había ido a verlas con la intención de restregarles su nueva posición social. Y quizá también para reírse de la caída de la familia Larkin.

Aquella idea la hizo sentirse enferma. Jamás había creído a Drake capaz de un comportamiento tan cruel. Durante todos aquellos años, se había repetido a sí misma que Drake había aceptado el dinero por pura desesperación, por las dificultades económicas en las que se encontraba. En medio de su desolación, había intentado buscar cualquier excusa para justificar su actitud, hasta había llegado a pensar que quizá necesitara el dinero porque su madre tenía algún problema serio de salud, y estaba convencida de que algún día Drake podría explicarle lo ocurrido.

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Pero el día había llegado, y a esas alturas ya estaba muy claro que Drake no pretendía dar ninguna explicación. Ni siquiera pensaba que tuviera que hacerlo. Estaba orgulloso de la posición que había conquistado y parecía divertirle que a ella las cosas no le hubieran ido tan bien.

Ante aquel amargo descubrimiento, Amanda hizo el primer comentario hiriente que se le ocurrió.

—Espero que no estés pensando en ofrecerte a hacer tú ese trabajo —comentó en tono burlón, mientras deslizaba un dedo por el Jaguar y le dirigía una antipática sonrisa—. No es que no te considere capaz de hacerlo, por supuesto. Lo que ocurre es que el precio que le pones a tu trabajo nos parece un poco… desproporcionado.

Alegrándose de ver que había desaparecido la sonrisa de sus labios, le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta de la cocina.

—Es un coche maravilloso, Drake. Es una pena que mi abuela no esté viva para ver el vuelco que ha dado la vida de su jardinero.

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Capítulo 3 La harina iba extendiéndose en círculos cada vez mayores en la mesa mientras

Amanda aporreaba la masa con gestos enérgicos. Ya era media tarde, ¿qué habrían estado haciendo juntos durante tantas horas? Al oír la risa de Lina seguida por una carcajada de Drake, volvió a golpear la masa con el puño, y en aquella ocasión con tanta fuerza que se dio contra los azulejos del mostrador. No sabía qué demonios estarían haciendo, pero era evidente que habían hecho muy buenas migas.

¿Y por qué no iban a hacerlas? Amanda se limpió una mota de harina de los labios y se apartó de los ojos un mechón de pelo. Sabía perfectamente lo encantador que podía llegar a ser Drake cuando se lo proponía, y especialmente con una jovencita romántica. Quizá debiera hacerle alguna advertencia a Lina, se dijo, pero ella misma se dio cuenta de que era absurdo: Lina ya tenía veintidós años, edad más que suficiente para saber lo que hacía. Si quería seguir hablando con Drake hasta que amaneciera, no era asunto suyo. De modo que, intentando ignorar los sonidos procedentes de la otra habitación, redobló sus esfuerzos con la masa del pan.

Cuando empezaron a dolerle los brazos, se detuvo y fue a echar un vistazo a la hogaza que había metido en el horno. Pronto estaría lista y metería otra. Había decidido ponerse a cocinar porque, aparte de pintar, era la mejor terapia que conocía, y aquel día no estaba en condiciones de hacer vida social. Ni siquiera la llamada de Julie a primera hora de la tarde había conseguido tranquilizarla. De hecho, las divertidas historietas que Julie le había contado sobre Mickey Mouse y Cenicienta habían intensificado de tal manera las ganas de estar con su hija que durante un instante había considerado incluso la posibilidad de montarse en el próximo avión que fuera a Florida.

Pero sabía que no podía dejar a Cicely con la casa llena de huéspedes, y mucho menos siendo Drake uno de ellos. Le había resultado muy difícil colgar el teléfono y le había repetido al menos una docena de veces a su hijastro, Martin Hamilton, que se acordara de darle a la niña sus vitaminas. Martin le había preguntado si se encontraba bien y, aunque Amanda le había contestado afirmativamente, ella misma dudaba de que pudiera soportar una semana entera cerca de Drake cuando en unas cuantas horas había conseguido ponerla en tal estado de nerviosismo.

Como las risas continuaban, decidió dejar de hacer pan. Ya estaba harta de oír las tonterías de Lina así que en cuanto la última hogaza estuviera lista, se iría al jardín y los dejaría coquetear cuanto quisieran.

De pronto, la puerta de la cocina se abrió. Amanda se enderezó, se limpió las manos en el delantal y deseó que sus mejillas no estuvieran demasiado rojas por el calor del horno. Pero fue Cicely la que entró.

—Hola —la saludó, preguntándose por qué sentía una punzada de desilusión—. ¿Tienes hambre? Todavía falta un rato para la hora de cenar. Si quieres, siéntate un rato y te preparo un vaso de leche en cuanto termine de sacar esto del horno.

—No te preocupes, ya lo haré yo.

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Amanda oyó a su tía dirigiéndose hacia el frigorífico y suspiró agradecida. Necesitaba tiempo para relajarse y recomponer su tensa expresión, aunque sólo fueran unos segundos. No quería preocupar a Cicely, y menos cuando se había pasado la mañana asegurándole que podía soportar perfectamente la presencia de Daniel.

—¿Has hecho tres hogazas, Amanda? —su tía se acercó al horno—. ¿Por qué tantas?¿Esperamos algún huésped más para mañana? ¿Un batallón, quizás? Deberías habérmelo dicho…

Amanda levantó la mirada rápidamente. Aquel tono jocoso no era habitual en su tía. A pesar de lo tensa que estaba, al ver el brillo que iluminaba los ojos de Cicely, no pudo evitar una sonrisa. Su almuerzo con Webster debía de haber sido muy satisfactorio…

—No, no espero nuevos huéspedes —miró a su tía con aire travieso—, pero he oído decir que el amor da hambre, y he pensado que sería mejor estar preparada.

Acababa de meter una nueva hogaza en el horno cuando llegó hasta la cocina la risa de Lina.

—Oh, Drake —la oyeron decir—, no sabes cuánto me alegro de que estés aquí.

Amanda y su tía intercambiaron miradas.

—Humm, me pregunto cuántas rebanadas de pan fresco querrá Carolina mañana por la mañana —comentó Cicely, evitando mirar a su sobrina.

—Miles —contestó Amanda. Sabía a dónde quería llegar su tía, y se adelantó a su siguiente comentario—. Pero lo más preocupante es saber cuánta hambre tendrá el señor Stowe-Daniels. Y por lo que estoy oyendo, creo que será capaz de terminar con los desayunos de todos.

Cicely asintió.

—Yo también lo creo, Mandy, y me preocupa. Es demasiado mayor para Lina. Ya tiene más de treinta años, ¿no? Pero el problema no es sólo la edad, él es… —estaba haciendo un esfuerzo por encontrar el adjetivo más adecuado— demasiado…

—Ya sé lo que quieres decir —la interrumpió Amanda con impaciencia—, demasiado astuto, y excesivamente zalamero. Ya lo sé.

—Bueno, el caso es que la madre de Carolina confía en que estando yo cerca de ella no se meta en problemas. Ya sé que la vida privada de nuestros huéspedes no es asunto nuestro, pero Carolina no es una turista más y no creo que esté bien dejar que ande detrás de un hombre que no la toma en serio —Cicely bebió un sorbo de leche. Las chispas de alegría que habían iluminado antes sus ojos habían sido sustituidas por un ceño de preocupación—. Odio tener que hacerlo, pero creo que debería decirle algo a su madre.

—Dios mío —exclamó Amanda, incapaz de contenerse—, eso me suena demasiado familiar.

Pero en cuanto pronunció aquellas palabras, se arrepintió de haberlo hecho y se volvió hacia su tía pidiéndole perdón con la mirada. Se había prometido a sí misma

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no volver a reprocharle jamás a Cicely nada sobre el tema. El cielo sabía que ya le había dicho suficientes cosas la noche en que Drake la había abandonado, cosas que ninguna de ellas podría olvidar nunca.

Advirtió la tristeza que se reflejaba en los ojos de Cicely y se reprochó el no haber sido capaz de contenerse. Su tía era una mujer delicada, tímida e incompetente a la hora de guardar un secreto; pero eso era porque tampoco sabía engañar a nadie. Cuando le había descubierto a Olivia el secreto de Amanda, lo había hecho porque pensaba que era lo mejor que podía hacer por su sobrina. El único culpable de lo que había ocurrido a continuación había sido Drake Daniels, no tenía ningún derecho a culpar a Cicely.

Durante esos seis años, Amanda había mantenido sus labios sellados; había contenido el resentimiento de haberse sentido traicionada, se había negado a desahogar su enfado y al final el rencor parecía haberse evaporado.

O al menos eso pensaba hasta que había aparecido Drake aquella mañana y los viejos sentimientos habían vuelto a escabullirse en su nueva vida. No llevaban ni veinticuatro horas bajo el mismo techo y Drake ya había empezado a sembrar la discordia.

Amanda se secó las manos en el delantal y fue a darle un abrazo a su tía.

—No te preocupes, Cicely. Tienes razón sobre lo que dices de Drake. La tuviste entonces y la tienes ahora. Pero quiero decirte una cosa —tomó las manos de su tía entre las suyas—, antes de preocupar a la madre de Lina, déjame hablar con Drake. Es muy posible que crea que Lina tiene más experiencia de la que realmente tiene —rió, esperando que su despreocupación ayudara a mitigar la ansiedad de su tía—. Lina tiene un aspecto muy llamativo, y durante la comida ha hecho lo imposible para que Drake lo notara.

A pesar de su risita, Amanda sintió un pinchazo en el estómago ante el recuerdo de la comida. Había estado salpicado de las continuas risas y exclamaciones de Lina, que parecía pensar que cada palabra salida de la boca de Drake era una muestra de la más preciosa inteligencia. Ante aquella exhibición de ingenuidad, Amanda se había sentido como una vieja y ceñuda institutriz al lado de una bulliciosa adolescente.

—Supongo que, en el fondo —admitió Cicely con expresión de tristeza—, no es Caroline la que me preocupa, sino tú —miró a su sobrina con ansiedad—. Te noto rara, cariño. Ya sé que me has dicho que estás bien, pero yo no lo veo. Quizá debiéramos pedirle que se fuera…, no lo sé. ¿Crees que podemos hablar con Drake?

—No lo sé —contestó Amanda, intentado disimular la amargura de su voz—. Pero podemos intentarlo. Antes de hacer cualquier cosa, déjame hablar con él, ¿de acuerdo?

Todavía no había contestado su tía cuando llegó hasta ellas otra carcajada y Amanda comprendió que ya no aguantaba aquella situación ni un minuto más.

—Vigila el horno por mí, ¿quieres Cicely? —en cuanto su tía asintió, agarró su caja de ceras y empujó bruscamente la puerta de la cocina.

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* * * Dos horas más tarde, estaba todavía sentada frente al estanque del jardín,

diciéndose que en algún momento tendría que entrar. Los huéspedes ya debían de estar hambrientos. De un momento a otro, se prometió, recogería las pinturas y se pondría a trabajar de nuevo.

Pero todavía no. Dejó caer la cera de color verde que había estado utilizando para hacer un bosquejo de la desgastada estatuilla de Cupido que presidía el estanque y se reclinó en el banco en el que estaba sentada. Estaba empezando a hacer mucho frío, pero todavía no pensaba meterse en casa.

El cielo se había aclarado y, a pesar de las bajas temperaturas, hacía una tarde hermosa. El sol se estaba escondiendo entre los árboles, haciendo que las ramas parecieran antorchas de fuego. Sus rayos se reflejaban en el estanque, convirtiendo en ascuas doradas sus musgosas aguas.

El jardín parecía un lugar mágico bajo aquella luz y Amanda se sentía protegida estando allí.

¿Pero de qué necesitaba protegerse exactamente? ¿De Drake? A pesar de la forma en la que había reaccionado su cuerpo nada más verlo, y a pesar del aguijón de los celos, todo había terminado entre ellos. Alguna vez había leído que cuando a alguien le amputaban un miembro, seguía sintiendo dolor en aquella parte del cuerpo durante algún tiempo; el dolor que había sentido durante todo el día, debía de ser un dolor parecido, un dolor fantasmal…, pero que dolía como el más real.

—¿Estás escondiéndote?

Amanda llevaba tanto tiempo sola que al oír una voz se sobresaltó. Inmediatamente volvió la cabeza.

—¡Drake! —recortado su cuerpo contra los rayos del sol, parecía una estatua dorada, más que un hombre. La estatua de un gladiador, pensó, dejando que siguiera volando su imaginación.

—Tu tía me ha pedido que venga a buscarte —le dijo tranquilamente—, creo que es por algo relacionado con el pavo.

—Habrá algún problema con la salsa —comentó, sonriendo a pesar de sí misma.

Drake se sentó entonces a su lado y el cuerpo de Amanda reaccionó traicioneramente ante su proximidad. Una oleada de calor la atravesó de pies a cabeza, pero Drake no pareció notarlo. Permanecía cómodamente sentado en el banco, esperando que fuera ella la primera en hablar.

Pero Amanda no se sentía cómoda en absoluto y, además, no tenía idea de qué podía decir.

—Así que estás escondiéndote —comentó al final con una sonrisa—, y olvidándote de tus deberes hacia el pavo.

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—Por supuesto que no —replicó ella—, sólo estaba disfrutando de un rato de tranquilidad.

—Y tengo que decir que no me extraña en absoluto. No pasan cinco minutos sin que alguien te esté llamando dentro de la casa.

—¿Por algo urgente? —le preguntó Amanda preocupada.

Drake soltó una carcajada.

—Al menos ellos lo creen. Linda quiere que la ayudes a elegir entre dos vestidos. Wyndham que admires su último cuadro. Tu tía está preocupada ante la posibilidad de que se seque el pavo; por su tono de voz, parecía que estaba avecinándose un desastre de proporciones cósmicas. Incluso Bronson ha estado preguntando que dónde estás, aunque no ha querido decir por qué. Esto es una casa de locos.

Amanda soltó una carcajada.

—No, simplemente es un día típico de Mount Larkin. Será mejor que vaya a ver lo que pasa —contestó, pero no se levantó.

Y tampoco Drake. Continuaron sentados en silencio, escuchando el viento deslizándose entre las ramas de los pinos. Al cabo de un rato, Drake se inclinó ligeramente sobre ella para quitarle de las manos el bosquejo.

—Es muy bonito —comentó lentamente—, un poco triste, pero tiene fuerza. Has llegado a convertirte en una artista, ¿verdad? Tus cuadros siempre han sido hermosos, pero he estado viendo en el interior de la casa lo que has hecho durante estos años y creo que has madurado considerablemente.

Amanda se alegró de que las sombras de la tarde la ayudaran a ocultar el sonrojo de placer provocado por aquellas palabras.

—Bueno, todo el mundo envejece, no creo que tenga ningún mérito.

—No he hablado de envejecer, sino de madurar —la corrigió—. Y no estás siendo demasiado agradecida con mi cumplido. Bastaría con que me dijeras: «muchas gracias, Drake».

—Gracias —musitó Amanda, y se inclinó para recoger sus cosas.

—Saber aceptar los cumplidos es todo un arte. Por ejemplo, yo he aprendido a decir «gracias» cada vez que alguien me dice que ha disfrutado leyendo mis libros —dijo en tono de broma—. He visto que tienes mis dos libros en una estantería. ¿Quieres poner mis modales a prueba?

—De acuerdo —comentó mientras metía las ceras en la caja—. He leído tus libros y he disfrutado con ellos. Ahora dame las gracias.

—Gracias —dijo Drake secamente—. ¿Pero eso es lo mejor que puedes decir de ellos?

—No necesito decirte que tus libros son buenos, Drake. Ya lo dicen el New York Times y otros muchos periódicos. Además —lo miró a los ojos—, estoy segura de que

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los beneficios económicos que has obtenido con ellos son más elocuentes que cualquier palabra. Es evidente por tanto que no necesitas mis elogios.

—¿No? —se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas—. Estoy decepcionado. Antes eras mucho más generosa con tus alabanzas.

Sí, recordó Amanda, lo era. Habían pasado seis años y lo recordaba como si hubiera sucedido el día anterior. Había pasado horas pintando sus fuertes manos, o su maravilloso perfil; había llegado a pintar hasta la curva de su espalda cuando estaba sentado frente a la máquina de escribir. Muchas veces leían juntos lo que Drake había escrito y ella se quedaba extasiada. Con la misma falta de mesura que Lina, utilizaba todo tipo de superlativos para describirlo. Drake era el escritor de más talento, el más inteligente, el más imaginativo…

Y después, como si se hubiera aburrido de escuchar la lista de sus virtudes, o excitado quizá al sentir su cuerpo moldeándose contra el suyo, Drake tiraba sus papeles al suelo y le hacía volver el rostro para…

—Sí, pero como tú mismo has dicho, he madurado desde entonces —contestó.

Se preguntaba en silencio por qué no era capaz de decirle la verdad, que adoraba sus libros y que le respetaba como escritor mucho más que seis años atrás. ¿Tan seco estaba su corazón, que ni siquiera era capaz de decirle los elogios que merecía? Aunque no se sentía orgullosa de su actitud, no pudo dejar de pensar que aquel viaje no iba a ser muy recomendable para el ego de Drake.

—Bueno, creo que ya es hora de volver al trabajo —dijo con un suspiro, mientras ataba las cintas de su portafolios.

—¿Ya nos vamos? Oh, maldita sea. Se me había olvidado completamente lo que había venido a decirte —exclamó irritado, y se palmeó el bolsillo—. Tu tía quería que te diera esta carta. Me ha dicho que estabas esperándola —se metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre blanco.

Al reconocer en él la letra de su hijastro, Amanda rió encantada.

—Qué bien —comentó mientras la agarraba—. Esperaba que llegara hoy.

Drake la observó en silencio mientras rasgaba el sobre y leía el preámbulo de Martin, que le aseguraba que todo estaba yendo perfectamente y que esperaba que pasaran todos juntos las navidades.

Ignorando el silencioso escrutinio de Drake, Amanda devoró las cortas e indescriptibles frases de Julie. Se las habría dictado Martin, por supuesto, pero al ver la letra de su hija, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Te echo de menos, mamá. Nuestra casa es más bonita que el Palacio de Cenicienta. Creo que voy a escribir un cuento sobre nuestra casa cuando vuelva. ¿Ya está nevando? Estas navidades quiero montar en trineo. Te quiere, Julie.

Amanda sostuvo la carta con fuerza, intentando contener una amenazadora oleada de tristeza. Mientras leía aquella simple carta, había sentido a su hija con ella. No sabía cómo iba a soportar otras dos semanas sin verla. Las llamadas de teléfono no le bastaban para consolarse por su ausencia.

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—¿Malas noticias? —hasta que la voz de Drake no interrumpió sus pensamientos no se le ocurrió pensar en el aspecto que debía de tener. Apretó los ojos con fuerza y consiguió retener las lágrimas.

—No, en absoluto —le aseguró—. Todo va estupendamente. Sólo es una carta de Julie —levantó la mirada al recordar que nunca habían hablado de ella—, mi hija —añadió con embarazo.

No sabía si era porque el cielo estaba más escuro, pero tuvo la sensación de que el semblante de Drake se oscurecía.

—Sí, ya me he enterado de que tienes una hija. Webster me ha contado que está ahora con su hermano, con su hermanastro, mejor dicho.

—Es cierto. Es un hijo de Richard, de su primer matrimonio. Martin es médico, ahora está de médico residente en un hospital de Florida y todos los años por estas fechas Julie va a hacerle una visita. Lo llama tío Martin y lo adora.

Estaba hablando demasiado. Siempre lo hacía cuando se ponía nerviosa. ¿Se habría dado cuenta Drake? Intentó tranquilizarse y hablar más despacio.

—Éste es el último año que va a poder ir por estas fechas, pues el año que viene ya empezará a ir al colegio, así que se va a quedar más tiempo de lo normal; no puedo evitar echarla de menos.

Drake permaneció durante algunos segundos en silencio, al cabo de los cuales le preguntó:

—¿Cuántos años tiene?

—Acaba de cumplir cinco respondió Amanda disimulando el nerviosismo causado por aquella pregunta—. Ha empezado a ir al jardín de infancia este año y ya se siente como una adulta, pero es de las más pequeñas de la clase. Para ingresar en el jardín de infancia es necesario haber cumplido los cinco años antes del uno de septiembre y Julie por poco no llega —permaneció algún tiempo en silencio, durante el que se preguntó nerviosa si no le habría dado demasiada información. Quizá no debería haber hablado del límite de fechas…

—Bueno —comentó Drake, rompiendo el silencio—. Hamilton y tú no perdisteis el tiempo, ¿verdad?

Amanda respiró hondo y se levantó.

—No podíamos perderlo —contestó Amanda—. Cuando conocí a Richard ya estaba enfermo, no teníamos tiempo que perder.

Como había tenido la pierna derecha rígida y en medio de tanta humedad, cuando se dispuso a caminar tuvo que hacerlo despacio. Hasta que no llevaba recorridos unos metros, no se dio cuenta de que Drake no la estaba siguiendo. Se detuvo y volvió la cabeza.

—¿No vienes? —le preguntó.

—Sabías que Hamilton estaba agonizando cuando te casaste con él? —hablaba lentamente y en tono de cierta incredulidad.

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—Sí… —farfulló Amanda, sin saber a dónde podría llevarla aquella conversación. ¿Le habría revelado algo que debería haber mantenido oculto?—. Tenía una enfermedad muscular y sabíamos que no podría vivir durante mucho tiempo.

—Mandy… —se inclinó hacia delante, como si quisiera acercarse a ella, pero al momento se controló.

Aun así, Amanda tuvo tiempo de advertir la compasión que había acompañado a su nombre. Hasta entonces, había podido soportar el enfado y el desprecio de Drake, pero no estaba preparada para enfrentarse a su compasión. Se quedó mirándolo fijamente, envuelto en la ya tenue luz del crepúsculo. El sol había dejado de convertirlo en una estatua dorada, pero continuaba estando tan sobrecogedoramente atractivo entre aquellas sombras como bajo los tonos dorados del atardecer. Y los sentimientos que a ella le inspiraba eran idénticos…

¡No!, se dijo a sí misma, sobrecogida por un viejo dolor. Hacía mucho tiempo que creía haber conseguido arrancar a Drake de su vida; no podía permitir que volviera a confundirla el deseo. Desesperada, intentó desenterrar las amargas afirmaciones que la habían acompañado durante aquellos años para aplacar el fuego que abrasaba su corazón. «Recuerda», se decía, «es un mentiroso, un charlatán, un gigoló, un chantajista»… Pero no había forma de controlar aquel fuego que convertía en cenizas hasta las más firmes decisiones del pasado.

Quisiera o no, Drake continuaba siendo el hombre al que amaba.

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Capítulo 4 Se quedó tan aturdida ante aquel descubrimiento que no oyó la pregunta que

Drake había formulado, y éste tuvo que repetirla.

—¿Sabías que iba a morirse y aun así te casaste con él?

—Sí.

—¿Por qué, Amanda?

Amanda intentó inventar una mentira convincente, pero después de aquella revelación, le resultaba imposible. Hizo un gesto de resignación con la mano y se volvió sin contestar. Quizá al día siguiente se le ocurriera algo. Aquella noche estaba demasiado cansada como para mentir.

Pero de pronto, se volvió decidida hacia él. No tenía por qué mentir, se dijo a sí misma; en aquella ocasión, la verdad era la mejor respuesta y, además, Drake nunca sabría lo que había querido decir.

—Cuando quieres a alguien no hay nada más importante —susurró—. Ni siquiera el hecho de que no haya futuro para tu relación con esa persona.

Había oscurecido demasiado para poder interpretar la mirada de Drake, pero su silencio fue sobrecogedoramente frío.

—Ya veo. ¿Y tu madre y tu tía recibieron bien a tu nuevo marido, o se vio obligado a utilizar la puerta de servicio como yo?

Evidentemente, había cambiado de humor. Amanda se preguntó por qué. Quizá se sintiera extraño estando como huésped en un lugar en el que había sido un simple trabajador. Aquella época debía de haber sido muy dura para él. «No voy a ser un jardinero toda mi vida», le había prometido en una ocasión. Y al menos aquella promesa sí la había cumplido, aunque al parecer, el recuerdo de los días de servidumbre continuaba mortificándolo.

—Bueno, hoy has entrado por la puerta principal —le contestó secamente, ignorando sus preguntas. No quería permanecer allí ni un segundo más. Temía la dura amargura de Drake.

—Para sorpresa de tu tía —respondió, riendo sin ninguna alegría—. ¿Sabes? Creo que me tiene miedo, y la verdad es que no sé si debería sentirme insultado o halagado.

—Ninguna de las dos cosas. Deberías sentirte avergonzado —contestó Amanda. Se acercó a él y lo miró de frente, con sus preciosos ojos verdes oscurecidos por el enfado. Observó sus elegantes ropas y pensó indignada que prefería con mucho sus viejos andrajos. Al menos era un hombre íntegro cuando los llevaba—. Te metes en nuestra casa utilizando un nombre falso porque sabes que sabiendo quien eres jamás te recibiríamos y, después, te dedicas a amedrentar a una pobre mujer que es mucho más débil que tú.

—Supongo que no te refieres a ti.

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—Por supuesto que no —le espetó la joven. Aquello no iba a ser nada fácil; por lo visto, Drake estaba decidido a seguir llevando las cosas a un plano personal.

—Supongo que no es nada fácil asustarte a ti. Pareces bastante fuerte —volvió a examinarla de pies a cabeza, dejando que sus maravillosos ojos azules corrieran libremente por su cuerpo.

Amanda era tristemente consciente de que, con el delantal que llevaba, debía parecer una empleada en vez de la dueña de la casa. Asumió su cuidadoso escrutinio con toda la altivez que pudo, pero aun así se sonrojó.

—Así que quieres advertirme que me comporte mejor con tu tía —comentó Drake arrastrando las palabras, mientras fijaba los ojos en su rostro—. No has olvidado que no tengo sangre azul, ¿verdad Mandy? Sólo soy un don nadie que ha olvidado cuál es su lugar —se sacudió una mota del pantalón—, y en todos estos años no he sido capaz de aprender cómo debe de comportarse un buen jardinero.

Allí estaba otra vez el recuerdo de Olivia. Si esas eran las cosas que le decía, Amanda casi podía comprender que Drake hubiera terminado aceptando su dinero. Casi. Porque nunca podría comprender, ni perdonar, que antes de marcharse hubiera hecho el amor con ella. Drake, con toda su experiencia, la había conducido a un mundo de sensual abandono; le había enseñado el placer insuperable de entregarle el alma y el cuerpo al hombre del que estaba enamorada. Pero no necesitaba llegar tan lejos. Para Olivia, ya era suficientemente inquietante que se gustaran, le habría dado el dinero en cualquier caso; no hacía falta que se llevara su alma también.

—No es ninguna advertencia, sólo una forma de recordarte amablemente que cuides tus modales… Y, ya que estamos, me gustaría hablarte también sobre Lina.

—Ahh… Es una joven encantadora, ¿verdad? Me recuerda a ti —con las manos en los bolsillos, se acercó hacia Amanda, que descansaba con la espalda apoyada en el tronco de un árbol—. A ti hace seis años… ¿Sabes que escribe poemas?

—Claro que lo sé, pero yo no escribía poesías —contestó, sin saber muy bien qué tenía que ver aquello con el motivo de su conversación.

—No —confirmó Drake—, pero había poesía dentro de ti. Hacías el amor como si estuvieras escribiendo una poesía apasionada, ¿te acuerdas, Amanda?

—Sí… —no era eso lo que quería contestar, pero le costaba pensar con claridad. De pronto, se sentía como si estuviera en medio de una hoguera; un intenso calor le subía por las piernas y amenazaba con abrasar todo su cuerpo… Y eso que Drake ni siquiera la había tocado—. Quería decir que no.

—¿No? —preguntó Drake con una sonrisa.

Amanda se aferró al árbol con todas sus fuerzas.

—Lo que quiero decir es que eso no tiene nada que ver con lo que estábamos diciendo. Estábamos hablando de Lina.

—Oh, es cierto. Veamos… ¿estabas a punto de preguntarme si tenía algún plan para ayudar a Lina con su poesía?

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Su mueca era insultante, tanto para ella como para Lina. Amanda sintió que la cólera bullía en su interior como la lava de un volcán a punto de entrar en erupción.

—No, maldita sea. Iba a decirte que tuvieras cuidado con Lina. Sólo es una niña.

—Es mayor de lo que eras tú cuando te conocí.

—Lo sé, pero tú también eres ahora mayor que entonces. Y tienes mucha más experiencia que ella. Eres tan… —odiaba decirle lo que pensaba sinceramente de su transformación; Drake ya tenía el ego suficientemente inflado. Probablemente, se tomaría como un cumplido que le dijera que todo su aspecto reflejaba que era un hombre de éxito y que una jovencita ingenua como Lina encontraría irresistibles su natural cinismo y su perezosa indiferencia—… mayor —terminó diciendo, siendo consciente de que no era la palabra más adecuada.

—¿De verdad? —le preguntó Drake con los ojos entrecerrados—. Me parece que tú no eres la persona más indicada para reprochármelo. Tus huéspedes me han estado hablando de tu marido, el señor Hamilton. Creo que te doblaba en edad. Y teniendo en cuenta que yo sólo soy diez años mayor que Lina, comparativamente hablando soy todavía un muchacho.

—¿Quieres dejar de meterme a mí en esta conversación? —le preguntó Amanda furiosa—. Mi matrimonio no tiene nada que ver ni con Lina ni contigo. Lo único que te estoy pidiendo es que seas respetuoso con una amiga. Creo que Lina se merece algo mejor que inspirar una escena de amor en la próxima novela de Roger Stowe.

—Te has convertido en una mujer muy cínica, Amanda. No me lo esperaba —hablaba con la voz cargada de cinismo. Alargó la mano para rozar una de las puntillas del delantal—. Y muy casera, también. Estoy segura de que no aprendiste a llevar una casa cuando eras pequeña. Me parece recordar que había más de tres empleadas sólo para atender la cocina, en aquella época —Amanda mantenía la mirada lejos de su rostro; le bastaba con soportar la amargura de su voz—. ¿Aprendiste a cocinar cuando te casaste con el bueno del doctor?

—Sí —contestó cortante.

—¿Entonces no vivíais aquí?

—Claro que no —respondió con evidente acritud—. Richard tenía una casa en Atlanta, pero viajamos mucho durante nuestro matrimonio. Estuvimos viviendo en Suiza durante algún tiempo —se sentía ofendida por el sarcasmo de Drake, y por ello no pensaba explicarle que habían viajado tanto en busca de alguna solución para la enfermedad de Richard. Éste odiaba tener que gastar sus ahorros, pues quería dejarle algo a su esposa cuando muriera, pero Amanda insistía en probar todos los medios que podían ofrecerle alguna posibilidad de mejora. Richard había sido un buen médico, pero sobre todo, había sido un gran hombre.

—Debió de ser una vida muy placentera para ti. ¿Así es como te dañaste la pierna? ¿Te caíste mientras estabas esquiando en los Alpes?

Amanda se quedó boquiabierta y se sonrojó violentamente. Hasta entonces había albergado la esperanza de que Drake no lo hubiera notado.

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—Lo he notado, sí —dijo Drake implacable—. Ya ves, recuerdo todo sobre ti. Hasta tu forma de caminar. En cuanto te he visto andar, me he dado cuenta de que tenías algún problema en la pierna derecha.

Mientras fijaba la mirada en el rostro de Drake, Amanda pensaba en el desesperado descenso por la colina y en la forma en la que había terminado. Pero jamás le diría que lo había seguido aquella noche, que quería suplicarle que la llevara con ella, sabiendo incluso que acababa de cambiarla por un puñado de dólares. Jamás.

—Fue en una colina —contestó, asumiendo que los prejuicios de Drake le impedirían preguntar qué había sucedido exactamente.

Tal como esperaba, Drake no volvió a decir nada del tema. Chasqueó la lengua y sonrió con frialdad antes de comentar:

—Al parecer has llevado una vida llena de lujos. No habrías podido ir a vivir a Europa si te hubieras casado con un escritor que estaba abriéndose camino. Piensa en todas las molestias de las que te has librado. Montones de ropa que lavar, los niños gritando y ninguna niñera que pudiera hacerse cargo de ellos…

Amanda se encogió de hombros como si ni siquiera estuviera dispuesta a pensar en ello, pero la verdad era que aquellas imágenes le estaban doliendo. Hubo un tiempo en el que habría hecho cualquier cosa por ser ella la mujer con la que compartiera cada día sus cenas. Y en cuanto a los niños… ni siquiera quería pensar en ello.

Le dio la espalda sin contestar; hacía rato que debería haber vuelto a la casa y quería detener aquella conversación antes de que escapara a su control. Pero no había dado dos pasos cuando Drake la agarró por los hombros y la hizo volverse bruscamente hacia él.

—Pero hay algo que has echado de menos, ¿verdad, Mandy? —la estrechó contra él de tal forma que Amanda podía sentir los latidos de su corazón—. Echabas de menos esto —gruñó, y se apoderó de su boca con un apasionado beso.

Amanda sintió el árbol a su espalda cuando Drake la obligó a apoyarse contra él. Las caras ropas que Drake llevaba no conseguían disimular la fuerza y la energía del cuerpo que ocultaban. La tenía aprisionada de tal manera, que Amanda no podía hacer nada para combatir las exigencias de sus manos y su boca.

Se sentía como si estuviera siendo succionada por un negro remolino. Intentaba agarrarse a cualquier pensamiento racional para combatir la intensidad de sus emociones, pero muy pronto desapareció hasta el último de sus asideros. Pero entonces, en vez de precipitarse como temía en aquel infinito vacío, sintió que se elevaba. Se aferró a los hombros de Drake y dejó que la cubriera aquel sentimiento. Sí, aquello era amor, lo recordaba perfectamente. Su cabeza había intentado olvidar las tardes que habían pasado juntos en los límites de la propiedad de los Larkin, tumbados sobre los montones de hierba recién segada, pero su cuerpo todavía las recordaba. En aquel instante, y con un solo beso, su cuerpo había reconocido al de Drake y estaba floreciendo bajo sus caricias.

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—Drake… —suspiró hundiendo los labios en su pelo. Y éste trazó un camino de besos por la columna de su cuello.

Había pasado tanto tiempo… Las sensaciones eran tan intensas, que Amanda no se sentía capaz de soportarlas; aquello era como enfrentar los ojos a la luz del sol después de haber permanecido días en la más absoluta oscuridad.

Sintió llegar una lágrima a sus labios, y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para respirar, pero en cuanto Drake deslizó las manos por su espalda, todas las tensiones desaparecieron. En ese momento se sentía como si estuviera hecha de calor, de deseo, de una extraña mezcla que sólo Drake era capaz de moldear.

Una parte de ella permanecía replegada, asustada al verse tan sumisa ante Drake… Pero era sólo una pequeña parte. El resto, se había sumergido voluntariamente en las peligrosas fauces del amor.

Gracias a aquella parte de conciencia que todavía conservaba lúcida, oyó el ruido de un motor y comprendió que alguien se acercaba a la casa. En un alarde de lucidez, pensó que no podía permitir que sus huéspedes la vieran de aquella forma, así que, reuniendo la poca fuerza de voluntad que le quedaba, fue capaz de decir:

—Drake, no —aquellas dos palabras bastaron para romper el hechizo. Drake retrocedió al instante y la miró con unos ojos tan sombríos como un cielo de tormenta.

—¿Por qué no? Sé que me deseas —observó sus labios henchidos y su respiración entrecortada y añadió—. Tu doctor jamás te hizo sentirte de esta forma. Has pasado los últimos seis años de tu vida como si fueras una piedra. Maldita sea, Amanda. No sólo es que me deseas, es que me necesitas.

La imagen que Drake acababa de conjurar era tan acertada, que Amanda se quedó boquiabierta. Así era exactamente como se había sentido durante seis años: como una mujer de piedra, tan fría como el Cupido que acababa de pintar. Y con un solo beso, Drake había terminado con aquellos años de sentimientos muertos, había hecho brotar la sangre en un corazón de piedra. Amanda desvió la mirada asustada por la intensidad de lo que sentía. ¿Lo necesitaba? Tanto como necesitaba el aire para respirar.

Pero entonces se oyó el coche más cerca; Drake desvió la mirada hacia la carretera y miró de nuevo a Amanda.

—Ya veo. Pero ven aquí, así no nos verá nadie —le tendió la mano, pero Amanda no se la tomó. Estaba apoyada contra el tronco del árbol, aferrándose a él con manos temblorosas. En el momento en el que Drake se había alejado de ella, había empezado a tranquilizarse y no podía arriesgarse a que volviera a tocarla, pues sabía que en aquella ocasión, ya no habría nada que pudiera detenerla.

—No, Drake —le dijo con voz débil.

—¿Por qué no? —la miró fijamente durante unos segundos y después dejó caer lentamente la mano—. Ah, ya comprendo. ¿La familia Larkin todavía es demasiado buena para mí? —deslizó insolentemente la mirada por el delantal blanco de Amanda—. Permíteme dudarlo. Ya nunca serás la princesita mimada de esta casa,

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¿verdad, Mandy? De hecho, he oído decir que vivís pendientes de una hipoteca —se inclinó él también contra el árbol más cercano y continuó con duro desprecio—. Reconozco que me sorprende que mis besos no sean mejor recibidos ahora que pueden ser una fuente de ingresos. Tenía entendido que siempre te inclinabas por el mejor postor.

Los rescoldos de la pasión que la había consumido minutos antes, volvieron a encenderse, pero aquella vez convertidos en rabia.

—¡Eres repugnante! —le escupió, y se aferró al árbol con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos, mientras luchaba contra las ganas de echarse a llorar. Ya se había expuesto demasiado; no podía permitir que Drake viera la facilidad con la que podía quebrar su precario equilibrio—. ¿Crees que no me he dado cuenta de lo que pretendes, Drake? Tú no me deseas a mí; lo que quieres es hacer el amor conmigo aquí, en esta casa, en la casa de la que te echaron. Quieres demostrarte a ti mismo que vales más que la familia Larkin.

—Eso hace años que lo sé, no necesito demostrarlo.

—Pues yo creo que sí —insistió Amanda—. Todavía te duele todo lo que te dijo mi abuela. Pues bien, si eso te hace feliz, estaré encantada de admitir que tienes más dinero que nosotras. Eres rico y nosotras no, y estoy segura de que tu maravilloso Jaguar te hace sentirte todo un hombre. Pero no sólo es eso lo que ha cambiado. Ahora tú eres el único snob, eres el único que piensa que tener dinero es tenerlo todo —se estiró el delantal—. Cuando nos menosprecias porque tenemos que cocinar y que limpiar, estás rebajándote al mismo nivel que Olivia, lo cual me facilita las cosas enormemente. Ahora ya puedo despreciaros a ambos.

Drake no contestó y Amanda, moviéndose con la firmeza que sus temblorosas piernas le permitían, se dirigió hacia la casa, dejándolo con la única compañía de aquel triste Cupido.

Al mediodía del día siguiente, llegaron las primeras nieves que siempre eran alegremente celebradas. Pero en aquella ocasión, Amanda, que iba sentada tras el volante de un Cadillac que acababa de calarse, no estaba para demasiadas alegrías.

Los copos de nieve enmarcaban el parabrisas, dándole a la escena el aspecto de una postal navideña. Era el tipo de paisaje que a Amanda normalmente le gustaba pintar, pero aquel día contemplaba la escena gravemente, sin reparar siquiera en su vivificante belleza.

Dejó la llave colgando inútilmente en el contacto, apoyó los brazos en el volante y sobre ellos la barbilla. «,Y ahora qué?», se preguntó. Tenía que ir a la ciudad fuera como fuera. Miró por la ventanilla, intentando calibrar hasta dónde había llegado antes de que el coche se calara y comprendió que debía estar a más de un kilómetro de Mount Larkin.

Miró el reloj y giró la llave de contacto un par de veces sin ningún resultado. Soltó un juramento entre dientes y golpeó el volante con la palma de la mano. Si

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volvía en ese momento a la casa y llamaba al taller y a un taxi, llegaría como poco una hora tarde a su cita. Y además, completamente empapada.

Pero todavía tenía una pequeña oportunidad. Agarró el bolso, se abrochó hasta el último botón del abrigo y abrió la puerta del coche. Inmediatamente sintió el viento en el rostro; se subió el cuello del abrigo y empezó a caminar.

Y mientras subía la cuesta que conducía hasta la casa, iba pensando en posibles disculpas. El señor Tindal esperaba que sus clientes fueran tan puntuales en sus citas como en sus pagos. Amanda se imaginaba perfectamente el gesto de su boca cuando le dijera que se le había calado el coche. Esperaba poder comprarse uno nuevo, quizá no un Cadillac en aquella ocasión, pero prefería un Chevy que funcionara a un Cadillac de doce años que escogía los momentos más inoportunos para estropearse.

A pesar de la nieve, vio el Jaguar al final de la cuesta antes de oírlo. A los pocos segundos, advirtió que el coche disminuía su velocidad; era evidente que Drake la había visto. En cuanto estuvo suficientemente cerca, lo vio agitar el brazo a modo de saludo y, por un instante de pánico, Amanda deseó poder correr hasta un pino y esconderse tras él. Necesitaba toda la serenidad de la que pudiera hacer acopio para la reunión del banco y el día anterior ya había tenido oportunidad de descubrir lo perjudicial que podía ser para ella la presencia de Drake.

Pero luchó contra aquel impulso y permaneció allí, observándole aproximarse a ella.

—¿Necesitas que te lleve a algún sitio? —le preguntó Drake en cuanto llegó a su lado.

Amanda vaciló. No era capaz de adivinar su estado de ánimo. Como no había bajado a desayunar, había llegado a la conclusión de que intentaría mantenerse apartado de ella todo el tiempo que le fuera posible durante su estancia en Mount Larkin.

—Vamos —la urgió con impaciencia—. Si voy a estar aquí toda una semana, será mejor que procuremos llevarnos bien —sacó una mano por la ventanilla—. Te pido disculpas por todo lo que sucedió anoche. Pero todo fue por culpa de algo que sucedió hace muchos años, así que será mejor que lo olvidemos, ¿de acuerdo?

Amanda miró hacia la cuesta con el ceño fruncido. Ya estaba cubierta por una ligera capa de nieve y tenía que reconocer que no tenía muchas ganas de seguir caminando.

—No sé… Tendría que llamar al taller…

—Podemos llamar desde la ciudad —repuso Drake, y le abrió la puerta—. Entra, no te voy a morder —la miró con los ojos entrecerrados—. ¿O no es eso lo que temes?

—No temo nada —respondió, mientras se metía en el coche—. Simplemente, no sé si debería dejar el coche ahí durante tanto tiempo.

Drake miró hacia el Cadillac y soltó una fría carcajada.

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—Creo que deberías dejarlo allí para siempre —puso el coche en marcha y pisó el acelerador—. Ya andabas con ese Cadillac cuando yo era jardinero.

Aunque Amanda sólo podía verle el perfil, advirtió su retorcida sonrisa y comprendió que, pese a sus palabras, no había mejorado su humor.

—No todo el mundo puede tener un Jaguar, Drake. Algunos tenemos que conformarnos con medios de transporte menos exóticos.

—No seas tan rencorosa —respondió Drake con voz dura. y mirándola de reojo—. Mírame a mí, que ya estoy pensando en regalarte una puesta a punto para el coche por Navidad.

Amanda estaba a punto de estallar, pero se obligó a mantenerse fría.

—Qué generoso por su parte, señor Stowe, pero teniendo en cuenta que no va a estar aquí en Navidad, no creo que sea una propuesta muy pertinente.

Drake soltó una sonora carcajada.

—Has hablado como una verdadera aristócrata sureña. Supongo que estás diciéndome con finos modales me vaya al infierno —alargó la mano y le acarició suavemente el pelo—. ¿Debo entender entonces que tienes forma de conseguir ese dinero?

Amanda se adelantó un poco para evitar su mano, consciente de que el más mínimo contacto podría hacerle perder su capacidad de resistencia. Ya había aprendido la lección.

—Me repugnas. Drake.

Drake le acarició delicadamente el cuello, haciendo que se le pusiera la carne de gallina.

—Anoche no tuve la impresión de que te disgustaran mis caricias.

Amanda se irguió dignamente, como si pudiera negar la fuerza de la química que había entre ellos haciendo un simple esfuerzo de voluntad.

—¿De verdad? Entonces es que no me escuchaste. Creo que usé la misma palabra —le recordó, intentando ignorar las sensaciones provocadas por sus caricias.

El coche le parecía de pronto demasiado pequeño para ellos dos. El aroma de la loción de Drake se mezclaba con el de los asientos de cuero, y aquella combinación era para Amanda más embriagadora que el mejor incienso. Drake continuaba con el brazo alrededor de sus hombros, como si quisiera unir sus cuerpos.

—No me refiero a lo que dijiste, Mandy —la contradijo en voz baja. Desplazó la mano desde su hombro hasta su mejilla—. Estoy hablando de lo que estaba diciéndome tu cuerpo. Ayer tuve la sensación de que bajo ese frío cinismo, se escondía la hermosa joven que yo conocí. Una chica que hacía el amor entre los árboles del bosque, bajo el ardiente sol del verano, y parecía una reina.

A medida que iban penetrando en la cabeza de Amanda aquellas palabras, se incrementaban el ritmo y la fuerza de los latidos de su corazón… Sonaba como si alguien estuviera llamando insistentemente a una puerta que se negaban a abrirle.

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Cerró los ojos y se cruzó de brazos como si estuviera protegiendo simbólicamente la puerta de sus sentimientos. Jamás volvería a abrirla otra vez. Al enamorarse de Drake seis años atrás, había estado a punto de arruinar para siempre su vida, y amarlo en ese momento supondría un desastre todavía mayor. No sabía lo que lo había llevado de nuevo a Mount Larkin, podía ser la curiosidad, o quizá la venganza… Pero estaba segura de que no había vuelto hasta allí impulsado por el amor.

Intentó apartarse de nuevo de su mano, pero la química parecía haber empezado ya a funcionar y le resultaba prácticamente imposible moverse.

Desesperada, reunió todo el orgullo que le quedaba y dijo con voz tensa y extraña, como si fuera una estatua animada que hubiera sido programada para hablar.

—Esa chica ya no existe, Drake.

Drake la miró con los ojos entrecerrados.

—Lo que pasa es que se ha perdido, pero yo la puedo encontrar.

—¿Tú? —lo miró sin disimular su enfado— ¿Tú Drake? Tú fuiste la persona que la destrozaste.

Drake soltó un juramento entre dientes, apartó el brazo de sus hombros y se aferró al volante con tanta fuerza que palidecieron sus nudillos.

Liberada por fin de su hipnótico abrazo, Amanda respiró hondo, miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaban parados en un semáforo en rojo, al lado del edificio del banco. Tomó entonces una decisión repentina; abrió bruscamente la puerta. La ráfaga de aire frío que la recibió fue más eficiente que cualquier otro método para bloquear sus nervios.

—Es aquí donde tengo que ir —le dijo a Drake, y se alegró al ver que había desaparecido la sonrisa de su rostro.

Drake se la quedó mirando en silencio, con un brillo metálico en los ojos. Después, agarró con fuerza la palanca de cambios y pisó a fondo el acelerador.

—Nos veremos, Amanda. Nos veremos.

Amanda cerró de un portazo y, sin volverse a mirarlo, se dirigió hacia el banco. Fue un alivio encontrarse con la tranquilidad del interior del vestíbulo y poder sacar a Drake de sus pensamientos. Era tal el descanso que suponía estar en aquel ambiente tranquilo, arrullada por los villancicos del hilo musical, que hasta cuando la secretaria del señor Tindal le pidió que esperara, se sintió agradecida. Necesitaba tiempo para controlarse; le temblaban las manos vergonzosamente, y todavía sentía las rodillas débiles. Ni el señor Tindal ni el ejecutivo de la Vermont sabían nada de Drake Daniels y pensarían que su nerviosismo se debía al nuevo inversor; eso era lo peor que podía pasarle.

Miró el reloj y maldijo a Drake Daniels en silencio. Amanda quería impresionar al inversor que estaba esperándola con el señor Tindal detrás de aquella puerta de

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roble. Quería que confiara en ella, que la creyera capaz de dirigir Mount Larkin sin problemas.

Tenía que conseguirlo como fuera. La idea de compartir Mount Larkin, incluso una pequeña parte de la propiedad, le parecía horrible. Sí, sabía que tenían que hacerlo, que tenían que conseguir dinero de alguna manera, y que como Olivia no le había convertido a ella en propietaria del lugar, era poco lo que podía decidir sobre todo aquel asunto. Pero lo que más le fastidiaba era tener que compartir la propiedad justo en el momento en el que estaba empezando a considerarla como su verdadero hogar. Qué ironía… Cuando se había ido de Mount Larkin seis años atrás para casarse con Richard, se marchó con la esperanza de no volver a ver aquel lugar. Y cuando, tres años después, se había visto obligada a regresar, convertida en una joven viuda y con una hija a la que atender, había llegado a la casa aterrorizada. Eran muy pocos los recuerdos buenos que tenía de Mount Larkin: la dominante influencia de Olivia, el accidente… hasta los recuerdos de Drake eran amargos.

Pero Cicely necesitaba su ayuda y tanto ella como Julie necesitaban desesperadamente un lugar donde vivir. De modo que allí había estado trabajando durante los últimos años, intentando que Mount Larkin saliera adelante. Y, aunque pareciera increíble, con el trabajo había conseguido algo que no le había sido posible alcanzar durante su privilegiada infancia: había aprendido a amar su hogar.

Se aferró con fuerza al brazo de la silla en la que estaba sentada. ¿Qué querría cambiar el nuevo el inversor? Quizá no le gustara la idea de tener a una niña sentada a la mesa, molestando a los huéspedes. Quizá quisiera que ella y la niña se fueran a vivir a otra parte. Al fin y al cabo, no tenía ningún derecho legal sobre la propiedad. Olivia había decidido sacarla de su testamento el día que había descubierto su relación con Drake. ¡No se podía permitir que un miembro de la familia Larkin se relacionara con un vulgar empleado! De modo que Cicely había heredado íntegramente la casa, y Olivia se había encargado de dejar estipulado que jamás podría llegar a ser propiedad de Amanda. Esta era consciente de lo mucho que le molestaría a su abuela saber que estaba viviendo allí y que Cicely en la práctica estaba dejando que fuera ella la que se ocupara de la casa.

En cualquier caso, el futuro inversor tenía perfecto derecho a pedirle que se fuera, y ya no sería ella la que se sentaría en el porche, cansada después de un día de trabajo, para observar a los arrendajos volando entre las madreselvas. ¿Y qué sería de Julie? Julie pertenecía a aquel lugar, se dijo con fiereza. Era una Larkin y tenía derecho a estar en Mount Larkin. Cicely ya había hecho testamento y le había dejado todo a la niña.

—El señor Tindal ya puede atenderla —le dijo en ese momento la secretaria a Amanda.

Amanda dejó la revista que estaba hojeando y, perdida en sus propios pensamientos, siguió a la secretaria hasta el interior del despacho del vicepresidente del banco. Al verla, este último se levantó educadamente detrás de su escritorio y le tendió la mano.

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Fue entonces cuando Amanda vio al otro hombre que había en el despacho; estaba sentado en una butaca, al lado de un enorme ventanal, y en su sonrisa se adivinaba lo mucho que estaba disfrutando de aquella segunda sorpresa.

—Amanda —dijo el señor Tindal—, me gustaría presentarte a Drake Daniels.

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Capítulo 5 —Drake Daniels.

Por un instante, Amanda temió que iba a echarse a reír. Cualquiera habría pensado que aquel era el momento más indicado para que se echara a llorar y empezara a soltar todo tipo de juramentos. Pero curiosamente, lo único que sentía era un deseo totalmente irracional de soltar una carcajada.

Era como si su capacidad de respuesta emocional estuviera saturada después de todos los impactos recibidos durante las últimas veinticuatro horas y la estuviera empujando a enfrentarse de una forma totalmente inapropiada a su última sorpresa.

Consiguió controlarse y lo único que hizo fue dirigirle a Drake una enorme sonrisa mientras estrechaba la fría y delgada mano del señor Tindal.

—Oh, no es necesario que nos presente, señor Tindal. Drake Daniels y yo nos conocemos bastante bien. Aunque parece que no tiene fin su capacidad para inventar sorpresas —le tendió la mano a Drake, que se levantó de la butaca con una medio sonrisa de admiración en los labios—. Así que eres tú el ejecutivo de Vermont.

Drake le estrechó la mano con firmeza.

—Exactamente.

El señor Tindal se colocó bien las gafas y los miró con cierto grado de aturdimiento.

—Estupendo —los miró alternativamente a uno y a otro y se sentó en su sillón—. Estupendo…

—Estupendo —repuso Amanda mientras tomaba asiento en un cómodo butacón y sentía la amenaza de una nueva carcajada. Se volvió hacia Drake, que permanecía sonriente, pero con expresión de alerta en la mirada—. No sabía que una pequeña venganza pudiera tener tanto valor para ti. Francamente, deberíamos haber subido el precio si hubiéramos sabido que eras tú.

Antes de que Drake pudiera contestar, le explicó al señor Tindal en tono confidencial.

—Ya ve. Drake odia a los Larkin. Mi familia no fue especialmente amable con él años atrás.

El señor Tindal, que no salía de su asombro, miró a Drake como si quisiera disculparse.

—Verdaderamente Amanda. no sé exactamente que… Qué relación… —como no respondió, le dirigió una mirada implacable—. No creo que a tu abuela le hubiera gustado que te comportaras de esta forma.

Amanda ya no pudo contenerse; se echó a reír a carcajadas y se levantó de su asiento.

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—Oh, no se imagina lo equivocado que está. señor Tindal. Pero quizá Drake quiera informarle de todo en cuanto yo me vaya. Estoy segura de que pronto averiguará cuál es su idea de lo que debe de ser una broma —se dirigió hacia la puerta—. Pero la verdad es que yo no tengo tiempo para andarme con juegos de este tipo. Tengo un negocio que atender.

Oyó al señor Tindal farfullar algo mientras ella salía, pero no volvió siquiera la cabeza, no tenía ganas de ver la sonrisa que, estaba segura, estaba dibujándose en los labios de Drake.

Mientras cruzaba el pasillo, negándose a correr, tenía la sensación de que era dos veces más largo que cuando había entrado, y cuando llegó al vestíbulo, descubrió que estaba temblando.

Se apoyó contra una columna, intentando tranquilizarse.

Así que Drake era el inversor que durante tanto tiempo había estado esperando, el hombre que se escondía detrás de las siglas de una supuesta empresa. Eso significaba que podría ir a Mount Larkin cada vez que se le antojara y ella no tendría ningún derecho a pedirle que se marchara. Amanda apretó sus temblorosos labios e intentó pensar.

Pero su cabeza todavía no estaba preparada para hacerlo con coherencia. Ni siquiera era capaz de entender cómo una persona podía estar tan cerca de la risa y de las lágrimas al mismo tiempo.

—Toma. Bébete esto —Amanda vio frente a ella un vaso lleno de agua y levantó la mirada.

Drake estaba a su lado, mirándola con dureza. Al verlo, sacudió la cabeza y se volvió.

—Vete —le dijo. Sentía las piernas peligrosamente débiles y miró hacia el vestíbulo buscando una silla vacía.

—Bébete el agua —insistió Drake, tomándole la mano para obligarla a agarrar el vaso—. Lo necesitas. Estás muy pálida. Creo que te has llevado un buen susto.

—¿Un susto? —le espetó—. Eso es lo que te gustaría, ¿verdad? —observó su inexpresivo rostro y tuvo que dominar la tentación de echarle el agua encima—. Desde que has llegado aquí, has estado intentando acabar conmigo —tiró el vaso lleno de agua en uno de los ceniceros del vestíbulo y lo miró con firmeza—. Pues bien, no te va a funcionar. Soy una Larkin, y los Larkin no se derrumban tan fácilmente. No es miedo lo que ves en mi rostro, sino furia. Y vergüenza. ¡Vergüenza por no haberme dado cuenta de cómo eras realmente hace seis años!

Se echó el abrigo por los hombros y sin mirar atrás se dirigió hacia la puerta. Tenía que alejarse de él. Tomaría un taxi, aunque le costara afrontar el gasto. Pero de momento, lo único que quería era que sus piernas fueran capaces de llevarla hasta cualquier almacén comercial para esconderse en el anonimato de todos los compradores navideños.

Drake la atrapó antes de que llegara a la puerta. Sin decir palabra, la agarró por los hombros y la condujo hacia fuera. A pesar de sí misma. Amanda agradeció su

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ayuda, pero sintió entonces la amenaza de las lágrimas. Las ganas de reír habían desaparecido completamente. Aquello no tenía nada de divertido, era una auténtica pesadilla. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decirle a Cicely?, se preguntaba, intentando contener los sollozos.

No era consciente de nada de lo que la rodeaba; sólo sabía que sentía frío y que la cercanía de Drake la protegía del viento que soplaba a su espalda.

Drake no le decía nada, probablemente era consciente de que todavía no estaba en condiciones de contestarle.

Poco a poco, fue apaciguándose la tristeza de Amanda. Empezó a respirar con normalidad y recuperó la conciencia sobre su situación. Descubrió sorprendida que habían llegado al centro de la ciudad. Todavía estaba nevando y los copos se posaban en sus mejillas, derritiéndose al contacto corno si fueran lágrimas.

—¿A dónde vamos?—. le preguntó a Drake, sin preocuparse por la posibilidad de que interpretara su pregunta como una capitulación.

—A comer —contestó Drake tranquilamente. Le presionó suavemente el brazo y la condujo hacia un edificio—. Te sentirás mejor en cuanto tomes algo.

¿Pero era necesario entrar en el Peachtree Plaza? Vaciló antes de entrar y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Necesitas comer —insistió Drake—, y además tenemos mucho que hablar.

Amanda asintió en silencio y entró al edificio como un autómata. Se detuvo enfrente del ascensor y esperó pasivamente a que Drake apretara el botón. Si esperaba que le agradeciera el que hubiera elegido aquel restaurante, se iba a llevar una gran desilusión. En ese momento, comiera lo que comiera, le iba a saber a serrín.

De hecho, no se creía capaz de comer nada en absoluto.

Sentía la garganta cerrada y hasta tragar saliva le resultaba doloroso. Tomó aire varias veces y en el momento en el que se sentaron y Drake pidió un par de copas, daiquiri para ella y whisky para él, ya estaba bastante recuperada.

Armándose de todo el orgullo de los Larkin, lo miró a los ojos.

—Supongo que deberíamos empezar a hablar de negocios —le dijo.

Drake ignoró aquel comentario, se desabrochó la chaqueta y se inclinó en la silla. A pesar del tono belicoso de Amanda, parecía sentirse muy cómodo.

—¿Ya te encuentras mejor? —la examinó atentamente con la mirada.

—No me sentiré mejor hasta que sepa lo que quieres. Escucha, Drake. Creo que ya es hora de que dejemos de jugar al gato y al ratón. Dime exactamente cuáles son los términos de tu propuesta.

La camarera les dejó en ese momento las copas en la mesa, no sin antes brindarle a Drake una coqueta sonrisa. Amanda disimuló su impaciencia lo mejor que pudo mientras Drake pedía lo que iban a comer. Miró hacia la ciudad, que se extendía a sus pies, pensando al mismo tiempo en todas las preguntas para las que no tenía respuesta. ¿Qué podría decirle a Cicely? ¿Y qué diablos iba a hacer ella?

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Cicely se quedaría destrozada. A Amanda le avergonzaba pensar que su impetuoso comportamiento de años atrás las había conducido a aquella situación. Si hubiera sabido resistirse entonces, si hubiera sabido mantenerse lejos de sus brazos, nada de aquello habría ocurrido. Se le llenaron los ojos de lágrimas y dio un sorbo a su bebida para dominarlas.

—¿Y bien? —se volvió hacia Drake, que en ese momento estaba mirándola intensamente—, ¿Qué es lo que quieres?

Drake inclinó ligeramente el vaso y observó su contenido como si pudiera encontrar en él la respuesta. Cuando volvió a mirarla, lo hizo con una expresión insondable.

—¿Has considerado en algún momento la posibilidad de que sólo quiera ayudarte? ¿De que me haya enterado de que tienes dificultades y haya venido aquí para ver lo que puedo hacer por ti?

—Jamás.

—Ah. Piensas que me conoces muy bien, ¿verdad?

Amanda dio otro sorbo a su daiquiri. El alcohol la estaba ayudando a tranquilizarse, y sentía que tenía la situación bajo un mínimo control. Le dirigió una fría sonrisa.

—Ya he conocido a otras personas generosas. Mi marido, por ejemplo, lo era, y mucho. Tú no das el tipo, Drake, no puedes engañarme.

Lo vio apretar con fuerza su vaso y sintió un amargo placer en su interior. Había sufrido tanto por su culpa que la complacía verlo sufrir a él.

—Oh, sí. El bueno del doctor. Debía de tener un espíritu muy generoso. Y por lo visto, tampoco tenía mucho con lo que ejercer su generosidad.

—Richard era un hombre maravilloso —lo defendió con ardor, y comprendió, cuando ya era demasiado tarde, que lo que Drake pretendía era irritarla. En cualquier caso, no comprendía por qué Drake sentía tanta hostilidad hacia un hombre al que ni siquiera conocía. Richard no había hecho nada malo en su corta vida. Y desde luego, no se podía decir lo mismo de él.

—Sí, un ejemplo a seguir, ya me lo has dicho —musitó, y dio un sorbo al whisky, sin dejar de mirarla por encima del borde del vaso.

—Eso es cierto —dijo Amanda, intentando no perder la dignidad—. ¿Pero por qué no hablamos directamente de negocios? ¿Por qué tienes interés en invertir cincuenta mil dólares en un pequeño hospedaje de Atlanta? Estoy segura de que hay inversiones mucho más interesantes para una persona como tú.

—Quizá lo único que quiera es tener derecho a entrar y salir de Mount Larkin cuando quiera —tomó una aceituna y se la comió antes de añadir—: Por la puerta que me apetezca.

A pesar de la expresión de imperturbabilidad que pretendía reflejar, Amanda descubrió un sentimiento más intenso en sus ojos.

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—No creo que eso valga cincuenta mil dólares, Drake —le contestó Amanda, con sus hermosos ojos verdes cargados de incredulidad—. Ahora que te has convertido en el maravilloso Roger Stowe, tienes abiertas todas las puertas que quieras. No necesitas que te abramos también las nuestras.

Drake bajó la mirada hacia su bebida y acarició el borde del vaso con el dedo pulgar.

—Quizá tengas razón —le dijo sin levantar la mirada—, posiblemente haya sobreestimado el valor de ese placer en particular.

Alzó repentinamente la cabeza y Amanda apreció una amargura en su rostro que la sorprendió.

—Aunque es indudable que he disfrutado escuchando la historia de tu idílico matrimonio con el incomparable Richard de tus propios labios.

Amanda contuvo la respiración. Había advertido claramente el sarcasmo de su voz, pero su corazón había apreciado también algo distinto, un sentimiento que creía reconocer ligeramente, pero que no conseguía comprender. Era algo que había notado en la voz de su hija en un par de ocasiones; por ejemplo, cuando se había enterado de que Santa Claus era un hombre como cualquier otro con un disfraz… Un sentimiento que se producía cuando la cruel realidad hacía acto de presencia en un sueño.

¿Cuál habría sido el sueño de Drake?, se preguntó Amanda, sin atreverse a enfrentarse a su desoladora mirada. ¿Qué sueño esperaba ver realizado al volver a Mount Larkin? Fuera lo que fuera, tenía la certeza de que había sufrido una desilusión.

Una oleada de compasión ablandó su corazón, y se asombró de ser capaz de albergar aquel sentimiento junto al de temor y furia. Pero ella conocía dolorosamente bien lo triste que era ver morir los propios sueños.

Recordó entonces cuántas veces había oído decir que la venganza, aunque era un plato muy dulce, dejaba un sabor amargo. Drake debería habérselo pensado mejor antes de llegar cobardemente a su vida buscando vengarse. Y estaba segura de que, por mucha que fuera su amargura, no era comparable a la suya.

Comieron en silencio, y Amanda se dedicó a considerar su situación. Mientras meditaba las últimas palabras de Drake, sintió que nacía en ella una tímida esperanza. Si realmente le había decepcionado lo que había encontrado en Mount Larkin, era muy posible que renunciara a su particular vendetta y decidiera marcharse. Amanda agarró con fuerza el tenedor, intentando no mostrar su excitación. Quizá hubiera algún camino para salir de aquel embrollo.

Si tuviera dinero suficiente para comprar la parte de Drake… No creía que éste tuviera muchos problemas para renunciar a su parte de la propiedad a cambio de dinero.

Pero su esperanza decayó inmediatamente. No tenían dinero suficiente, en caso contrario, no habrían necesitado ningún inversor.

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Al morir Richard, Amanda había recibido una pequeña cantidad de dinero, pues su marido tenía un seguro de vida, pero lo había invertido casi todo en pagar la carrera de Martin. Amanda tenía pensado darle el resto cuando terminara las prácticas de médico residente para que pudiera montar una consulta, comprarse un piso o cualquier otra cosa. Nunca había pensado que ese dinero fuera suyo, no se había casado con Richard por dinero. Durante sus últimos años de vida, lo había cuidado en todo momento sin apartarse de su lado, pero era mucho más lo que Richard le había dado a ella. Richard había obrado un milagro en su vida, la había salvado, y había salvado también a Julie.

—¿Otro daiquiri?

Amanda levantó la mirada sobresaltada. No se había dado cuenta de que había vuelto la camarera.

—No gracias —contestó. No quería terminar medio mareada, necesitaba estar completamente lúcida para resolver aquella situación. Drake también rechazó una segunda copa.

En cuanto se quedaron solos. Amanda se aclaró la garganta y lo miró fijamente.

—Drake —empezó a decir.

—Amanda —repuso a su vez Drake arqueando las cejas.

Amanda se sonrojó ante el sarcasmo de su voz. Le resultaría mucho más fácil hablar con él si se mostrara algo más receptivo. Pero él no estaba dispuesto a facilitarle las cosas, de modo que sería mejor que se lanzara sin pensar.

—Drake —tragó saliva—, tengo una propuesta que hacerte.

Drake se reclinó en la silla, apoyó la barbilla en la mano y se pasó el pulgar por el labio.

—Humm… ¿Y es tan interesante como suena?

—Podría serlo. Espero que a ti te lo parezca.

Drake sonrió, pero no la invitó a continuar y Amanda comprendió entonces que no iba a ayudarla en nada.

—Allá va entonces —continuó con fuerza—. Voy a explicarte cómo veo yo todo este asunto. En primer lugar, creo que tenemos un problema común. Tú has hecho una inversión, y no pareces especialmente contento con ella, cosa de la que no te culpo. Mount Larkin no es una propiedad especialmente grande, y reconozco que no está en las mejores condiciones.

—Se le puede poner remedio a esa situación —respondió Drake—. Puedo quedarme algún tiempo aquí para ver las posibilidades que tiene la propiedad. Me gustaría estudiar la situación actual y recomendar algunos cambios.

¿Quedarse allí? A Amanda empezó a latirle acaloradamente el corazón. La noche anterior, en el jardín, había logrado enfrentarse a sí misma para no caer de nuevo en sus brazos. Pero no sabía cuántas veces iba a ser capaz de decir no, de negar el inconfundible e intenso deseo que Drake despertaba en ella. Lo miró

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aterrada. No podía pasar con él un mes más, ni siquiera una semana. Incluso unas cuantas horas en su compañía podían suponer un final terrible.

Un brillo de diversión iluminó los azules ojos de Drake y Amanda se preguntó avergonzada si habría adivinado sus pensamientos. La sonrisa de Drake la hizo sentirse más incómoda todavía, pero aun así se obligó a continuar. No tenía otra opción.

—Bueno, eso no es todo. Para ser sincera contigo, no creo que mi tía se sienta muy incómoda ante la idea de tenerte como socio —acompañó sus palabras de una apaciguadora sonrisa, intentando quitarles hierro—. Siempre la has intimidado un poco, probablemente te habrás dado cuenta. Y no creo que tú y yo pudiéramos llegar a ser buenos socios tampoco, ¿no te parece?

Drake sacudió lentamente la cabeza.

—Probablemente no.

—En ese caso —dijo Amanda. que iba hablando más rápidamente a medida que se acercaba al meollo del asunto—, aquí va mi propuesta. Tengo una pequeña cantidad de dinero que recibí del seguro de vida de Richard. No es demasiado, sólo unos veinte mil dólares. Sé que no es suficiente para comprar tu parte, pero he estado pensando que quizá bastaría para… Bueno, aunque mantengas tu parte de la propiedad en el contrato, y recibas tu parte de los beneficios, supongo que podrías volver a donde quiera que vivas a continuar escribiendo tus libros…, así no tendrías que tomarte ninguna molestia ni con nosotras ni con la casa.

Se interrumpió de pronto, completamente sonrojada. Sonaba tan terrible dicho así… era como un intento de comprarle. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? No podía permitir que se quedara. Amanda clavé la mirada en el plato, incapaz de enfrentarse a sus ojos.

—Ya sé que no es demasiado —repitió—, pero es todo lo que tengo. Puedo intentar ahorrar algo más y dártelo después —el silencio de Drake la obligó a alzar la mirada. Estaba desesperada por ver su expresión, pero el rostro de Drake era una máscara ilegible—. ¿Drake? ¿Vas a pensar mi propuesta?

—Déjame ver si te he comprendido —comenté Drake al cabo de unos segundos de silencio interminables—. ¿Estás dispuesta a darme veinte mil dólares, todo el dinero que tienes, para que salga de tu vida?

—No exactamente. Tal como lo dices tú, suena mucho peor.

—Estoy intentando descubrir lo que se oculta detrás de esa maraña de palabras. ¿Sabes? Hablas mucho cuando te pones nerviosa —abandonó su pose de imperturbabilidad y se inclinó hacia delante. Amanda retrocedió instintivamente—. Pero no te preocupes. He entendido perfectamente lo que querías decir; tu abuela me hizo una oferta similar hace seis años. Pero ella no estaba tan nerviosa, fue directamente al meollo de la cuestión. Tengo que reconocer que por lo menos fue sincera.

Amanda se puso roja como la grana. Le parecía inaudito que Drake se atreviera hablar de sinceridad y de dignidad. En cualquier caso, ella acababa de demostrarle

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que podía ponerse a su altura. Sacó la chequera del bolso, la dejó encima de la mesa y escribió cuidadosamente en un cheque la cantidad de veinte mil dólares; a continuación lo firmó sin vacilar.

—De acuerdo, Drake —mientras arrancaba el cheque de la chequera, se esforzó en contener el temblor de sus manos—, iré entonces directamente al grano. Quiero que salgas de mi vida. Si tuviera veinte millones de dólares, no dudaría en utilizarlos para librarme de ti. ¿Vas a aceptar el dinero, o no?

Drake no contestó; ni siquiera miró el cheque y, frustrada y enfadada, Amanda dio un golpe con el puño en la mesa.

—Tú mismo has dicho que venir a atormentar a las Larkin no te ha resultado tan divertido como esperabas —empujó el cheque hacia él—. Vamos Drake. ¿Por qué no agarras el dinero y te vas corriendo? Vuelve a tu mundo de Jaguars y admiradoras. No nos necesitas, y nosotras no te queremos —se echó para atrás, estaba agotada—. ¿He sido suficientemente clara?

—Desde luego —contestó Drake con voz dura y tensa—. Felicidades, Amanda. Tu abuela estaría orgullosa de ti —ignorando el cheque que descansaba entre ellos, Drake llamó por señas a la camarera—. La cuenta —le pidió en tono autoritario.

Amanda, obligándose a no perder la calma, le dijo:

—Me gustaría que me dieras una respuesta.

—Paciencia, Amanda —contestó Drake, taladrándola con la mirada—, ésa es la cualidad más importante en el mundo de los negocios. Mucho más importante incluso que el dinero.

—Pero…

—He pagado una semana por adelantado para disfrutar de una maravillosa estancia en Mount Larkin —la interrumpió—. Eso quiere decir que tengo hasta el domingo que viene para pensar en tu generosa oferta. Así que tranquilízate; antes del domingo que viene, te habré dado una respuesta.

Amanda frunció el ceño, consternada. Aunque en ese momento comprendía que era absurdo, hasta entonces había albergado la esperanza de que agarrara el cheque y se marchara. Iba a tener que pasar toda una semana observando su rostro impasible, esperando encontrar en él alguna expresión más tierna y sabiendo a la vez que su maravillosa sonrisa iba a convertirse en una tortura durante sus sueños. Tendría que acostumbrarse a oír su risa, cuando estuviera con Lina quizá, una risa vibrante y profunda, sabiendo que jamás podría compartirla con ella. Una semana entera.

Y aunque ella fuera capaz de soportar su presencia, ¿cómo iba a poder aguantarla Cicely? No podría. Además, Cicely no podía saber que Drake era el inversor que habían estado esperando hasta que éste se hubiera ido. ¿Pero sería posible? ¿Le permitiría Drake conservar aquella información en secreto?

Amanda se mordió el labio intentando contener la necesidad de suplicarle que se fuera. ¡Cuánto le gustaría a Drake verla suplicar! Todavía no se había dignado

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siquiera a mirar el cheque y era evidente que no pensaba hacerlo, así que Amanda lo agarró y lo dobló nerviosa.

—Me gustaría que lo que hemos hablado quedara entre nosotros hasta entonces. Prefiero que mi tía no sepa nada de esto hasta que lo hayamos resuelto.

—¿Que quede entre nosotros? Qué encantador —curvó los labios en una sonrisa burlona—. Nuestro pequeño secreto… Será como en los viejos tiempos.

Su sarcasmo era como la más dura y despectiva de las bofetadas. ¿Cómo podría haber llegado Drake a ser tan cruel? Pero a pesar del daño que su dureza le hacía, Amanda se negaba a dejarle ver cuánto la estaba hiriendo.

—Estupendo —dijo fríamente, a pesar de que el corazón le estaba latiendo con tanta fuerza que parecía a punto de salírsele del pecho—. Y recuerda que tienes el cheque a tu disposición en cuanto quieras.

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Capítulo 6 —Debería cortarme el pelo —gruñó Amanda con impaciencia, mientras su tía le

recogía el pelo en una bonita trenza.

Cicely chasqueó la lengua y le echó la cabeza hacia delante para poder recoger mejor los últimos mechones de pelo.

—Claro que debería cortármelo —insistió Amanda—. Estoy demasiado ocupada para perder así el tiempo todos los sábados por la noche. Además, ya no tengo edad para llevar una melena tan larga.

—Pues te estás portando peor que si tuvieras la edad de Julie. Estate quieta. ¿Qué te pasa esta noche? Sabes que el pelo te queda muy bonito así recogido. ¿Te acuerdas de lo que dijo aquel hombre que se quedó un par de semanas en Mount Larkin el verano pasado?

Amanda se encogió de hombros. Lo recordaba perfectamente. No había sido el primer huésped que le expresaba su admiración al verla con aquel peinado y con el vestido escotado que utilizaba para los días de fiesta. Pero aquel había sido el más poético. Y también el más insistente.

—Si tuviera la seguridad de que cortándomelo me dejarían de molestar los tipos como él, no me lo pensaría ni un minuto —gruñó—. Comprendo que a algunos hombres les obsesione el pelo largo, pero eso no significa que las mujeres tengamos que alimentar su fetichismo.

Cicely no se molestó en responder, pues sabía que las palabras de su sobrina sólo eran producto de su pésimo humor. Refunfuñando nerviosa, Amanda permaneció con la mirada fija en la falda del vestido. Quizá debería cambiarse, se dijo. Pero no tenía demasiados vestidos de fiesta, y aquél se lo había puesto sin ningún problema en multitud de ocasiones… Mientras pensaba en ello, sus pensamientos retrocedieron seis años atrás cuando aquel vestido todavía era nuevo…

Había ido a un baile que se celebraba en el instituto, nada especial, puesto que ya ni siquiera se acordaba de quién había sido su acompañante. Pero después del baile, un grupo de jóvenes habían decidido ir a la Universidad Central a tornar un café. Amanda no había decidido unirse al grupo hasta último minuto, pues estaba cansada y ya era muy tarde. Muchas veces se preguntaba qué habría sido de su vida si hubiera decidido volver directamente a casa, o si Drake se hubiera marchado unos minutos antes.

Pero ella no se había ido a casa y Drake continuaba en el café cuando ella y sus amigos habían llegado. Estaba solo, sentado en una de las esquinas de la cafetería e inclinado sobre un libro de texto. Aun así, había reparado inmediatamente en él, en su aspecto serio, en su aire de misterio…, le había parecido extraño que un hombre tan atractivo estuviera solo. Una de sus compañeras había empezado a glosar en voz alta y arrogante sus cualidades, y al principio, Amanda se había unido a las risas de los demás.

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Pero entonces, Drake había levantado la mirada y se había sentido profundamente avergonzada.

A partir de aquella noche, no había vuelto a asistir a ese tipo de bailes. Era una locura, lo sabía, pero la breve mirada de Drake le había bastado para aborrecer a aquellas risueñas jovencitas y a sus inmaduros acompañantes, incapaces de hablar de ningún tema que no estuviera relacionado directamente con el fútbol.

Pero a pesar de que había vuelto en numerosas ocasiones a la cafetería de la Universidad Central con intención de encontrarlo, no había vuelto a ver a Drake. Al cabo de algún tiempo, había renunciado a los sueños que aquel breve cruce de miradas había despertado y había aceptado, para alegría de su abuela, ir a un baile con uno de los corredores de bolsa encargados de dirigir las inversiones de la familia. No era un hombre tan enigmático como Drake, pero debía de tener su edad, y poseía además cierto glamour.

Olivia estaba más que satisfecha con el acompañante de su nieta y durante los meses que Amanda había estado saliendo con él, había sido especialmente cariñosa con ella. La joven había recibido ansiosa aquel cariño que tanto había ansiado y necesitaba y, confundiendo trágicamente aquellas demostraciones con amor, había permitido que el corredor de bolsa continuara llamándola.

La noche que le había enseñado a su abuela el anillo de compromiso que su pretendiente le había regalado, Olivia se había quedado extasiada. Incluso había llegado a abrazarla y a darle un beso. Al sentir que disfrutaba de la aprobación de su abuela, Amanda se había puesto tan contenta que había estado a punto de ignorar sus propias dudas.

Pero no lo había hecho.

Una buena mañana de aquel verano, se había encontrado con uno de los jardineros de Mount Larkin; un hombre alto y rubio, que al verla había sonreído…

—¡Ya está! —exclamó Cicely, y Amanda se levantó lentamente, alegrándose en su interior de que hubiera interrumpido sus recuerdos. Era mejor no adentrarse en los recuerdos de aquel verano.

Volvió ligeramente la cabeza para contemplar en el espejo el trabajo que había hecho su tía.

—Gracias, Cicely —le dijo, intentando hacerla olvidar su malhumor—. Te ha quedado muy bonita.

—¿Bonita? Tú eres la que estás maravillosa —contestó Cicely—. Siempre has estado preciosa con ese vestido. Si al menos Drake… Me gustaría que tú… que él…

—No, no te gustaría —la interrumpió Amanda con firmeza—. Y a mí tampoco.

Una nube ensombreció la mirada de Cicely, y Amanda comprendió que la había herido.

—Cicely —dijo Amanda con más delicadeza, pero con la misma firmeza—. Drake se va mañana. No te hagas ilusiones.

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—De acuerdo, cariño —repuso Cicely con un suspiro de resignación—. Pero es difícil no hacérselas se miró en el espejo mientras se cepillaba el pelo—. Cuando llegó, tengo que reconocer que me asusté. Pero ha sido tan amable, ¿no crees? Se ha convertido en un hombre encantador. No puedo dejar de pensar que quizá… Quizá deberías hablar con él.

—Déjalo, tía. Ni por un instante se me ha ocurrido hablar con él, y además, se va mañana —o al menos eso era lo que ella esperaba: que aceptara el cheque y se alejara para siempre de su vida.

Pero si Drake tenía pensado marcharse, ¿por qué se había pasado toda la semana siendo tan solícito y encantador? Cuando Amanda iba a sacar la basura, se encontraba con que él ya lo había hecho, cuando iba a comprobar si había leña en la chimenea, Drake siempre se la había adelantado, y no era raro que tropezara con él en las escaleras cuando iba a subir ropa limpia al segundo piso. Y teniendo en cuenta lo que sentía por ella, por Cicely y por Mount Larkin, la verdad era que no resultaba nada sencillo encontrar una explicación a su actitud. De hecho, estaba volviéndola loca.

El día anterior, Amanda lo había encontrado arreglando una de las puertas del jardín y había estallado.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le había preguntado, enfadada.

—Estoy arreglando esta puerta, señorita Amanda —le había contestado Drake, mirándola con fingida inocencia—. ¿Necesita que haga alguna otra cosa?

—Ya sabes lo que necesito, Drake: necesito que aceptes mi oferta y te vayas.

—¡Pero si sólo es viernes! Y hasta el domingo, puedo hacer lo que me apetezca.

Las noches eran todavía peores. Después de cenar, solían sentarse todos al rededor de la chimenea. Amanda aprovechaba aquellos momentos para dibujar o repasar sus bosquejos, Drake jugaba al ajedrez con Webster o leía poesía con Lina, y Cicely se dedicaba a zurcir la ropa que lo necesitaba. Eran como una familia feliz, y aquella confortable intimidad llegaba a seducir hasta tal punto a Amanda, que se veía obligada a luchar constantemente contra las ganas de sonreír a Drake o acariciarle la cabeza cuando pasaba a su lado. Incluso sus dedos la traicionaban y en más de una ocasión se había encontrado dibujando el rostro de Drake en su cuaderno.

Una de aquellas noches, Amanda lo había cerrado violentamente y había salido del salón después de excusarse. Se había metido en la cama y había intentado dormirse antes de oír a Drake subir a su habitación.

Porque desde que Drake había llegado, el sueño parecía rehuirla, y cuando lo oía al pasar al lado de su puerta para dirigirse a su habitación, el corazón se le aceleraba violentamente. Pero Drake jamás aminoraba el paso, y cuando lo sentía alejarse, Amanda enterraba la cabeza en la almohada, intentando ahogar la irracional desilusión que la embargaba.

En cualquier caso, al día siguiente Drake tendría que darle una respuesta, y podrían poner fin a aquella farsa.

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Amanda se alisó la falda del vestido con determinación y le dirigió una sonrisa a su tía.

—Bueno, ¿no crees que nos sentaría bien una sonrisa? Ya pronto será Navidad, tenemos que adornar el árbol y Julie está a punto de volver a casa. Tenemos muchas razones para ser felices, ¿no crees?

Un delicado rubor tiñó las mejillas de Cicely.

—Supongo que sí —contestó con voz ronca.

Amanda recordó entonces la pequeña cajita con la que había sorprendido a Webster, y comprendió que era muy probable que los sueños de su tía se hicieran realidad en aquellas navidades.

—Ve a vestirte entonces —le ordenó con cariño—. No puedes pasarte todo el tiempo arreglándome a mí. Tú también tienes que estar especialmente guapa esta noche. Y ya me encargaré yo de que todo esté listo.

Pero cuando bajó al piso de abajo, se encontró con que María, una asistenta que iba una vez a la semana, ya lo había preparado todo y no había nada que hacer. Había dejado las cajas con los adornos navideños en una esquina del salón y la mesa ya estaba puesta, con la mejor vajilla y la más lujosa mantelería. Amanda se dedicó a merodear por el salón, intentando no preguntarse si Drake se reuniría con todos a cenar.

Estuvo intentando leer, pero no conseguía concentrarse, y al final se dio por vencida. Llamó a Martin, con la esperanza de encontrar a Julie despierta, pero no contestaron. Seguramente habían ido a pasar otro día en Disney World.

Suspiró. ¡Cuánto echaba de menos a su hija! Se arrodilló en la alfombra y abrió la carpeta en la que guardaba los dibujos que le había hecho a Julie.

Inmediatamente se encontró con su luminosa sonrisa, y buscó en el papel la suavidad de sus rizos dorados. Amanda adoraba a su hija. Intentó concentrarse en ella, pero incluso Julie parecía estar a millones de kilómetros de su pensamiento. Aquella noche, sólo parecía capaz de conjurar el sarcástico rostro de Drake Daniels.

Cerró lentamente la carpeta y la dejó encima de la mesita del café. Había otra carpeta que no había vuelto a abrir desde hacía seis años. Se había prometido no volver a hacerlo. Pero aquella noche, parecía haberla abandonado el sentido común. Localizó la carpeta, la sacó de su sitio y, sin darse tiempo para pensarlo dos veces, la abrió.

Inmediatamente se esparcieron sobre la alfombra los dibujos que en ella guardaba y Amanda retrocedió asustada. La caja de Pandora no podría haber desencadenado mayor desdicha que aquella simple carpeta.

Tomó uno de los dibujos con dedos temblorosos. Dios mío, gimió en silencio. Había hecho bien en enterrar aquellas pinturas durante tanto tiempo… El dolor de volverlas a ver era casi insoportable.

Y no sólo porque la ardiente sensualidad de Drake fuera palpable en cada uno de sus trazos… Drake todavía conservaba un impresionante sex appeal. No, era algo

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más. Era el fantasma de sus sueños, que había escapado de una carpeta aquella noche y estaba presionando de tal forma su corazón que lo sentía a punto de estallar. En aquellos apuntes de pintora aficionada, había capturado la esencia de una fantasía infantil. El amor que se reflejaba en la mirada de Drake, la tierna promesa de sus labios y la seguridad que sus manos ofrecían eran los rasgos que habían pervivido en su memoria, los rasgos que jamás podrían resucitar, porque jamás habían sido otra cosa que los hilos con los que Amanda había tejido sus sueños.

Arrugó uno de los dibujos y agachó la cabeza, luchando contra el dolor y las lágrimas que llenaban sus ojos.

—¿Estás rezando?

Amanda miró sorprendida por encima de su hombro. Drake estaba en el marco de la puerta, con una retorcida sonrisa en el rostro. Como no confiaba en la firmeza de su voz, la joven no contestó. Se volvió hacia la carpeta y, mientras volvía a guardar los dibujos, parpadeó para alejar las lágrimas.

Consciente de que Drake todavía estaba allí aunque no lo viera, dejó la carpeta en la estantería y se puso a recogerlos dibujos de Julie. ¿Por qué tenía que aparecer Drake así, como si fuera el fantasma que acababa de liberar?

—¿Estás pidiendo intercesión divina para ayudarme a tomar una decisión, quizá?

El desprecio y la insolencia de su voz fueron corno una bofetada para Amanda en medio de su tristeza. Cerró la segunda carpeta, se levantó y dijo con frialdad:

—No creo que sea necesaria la intervención divina. Sospecho que aceptarás el trato. Es el doble de lo que te ofrecieron la última vez, y un buen pago por sólo una semana de trabajo —se quedó mirándolo fijamente. Y ahora tengo que hablar con la asistenta. Así que si me perdonas —pasó por delante de él, ignorando su mirada sombría.

Durante la siguiente media hora, Amanda estuvo haciendo tiempo en la cocina. Allí permaneció, hablando con la asistenta, hasta que oyó voces en el salón.

En ese momento, recompuso cuidadosamente su rostro y se propuso entrar al salón con una sonrisa. Fue un valiente esfuerzo, pero una rápida mirada le demostró que también inútil, puesto que Drake no estaba allí.

Lina sí, con un deslumbrante vestido de color azul. También Tom y Webster, ambos de esmoquin. Los dos hombres se adelantaron a recibir a Amanda y a su tía, que llegaron al vestíbulo al mismo tiempo.

La conversación fluía agradablemente entre todos ellos, con el sonido de fondo de las notas de Chopin. El olor del abeto perfumaba el ambiente, inundándolo de aromas navideños.

Así era antes la vida en Mount Larkin, y así debería ser. Amanda no debía desperdiciar ni un minuto más de aquella noche especial, la única noche de la semana que podía dedicarse a sí misma. Mientras daba rápida cuenta de la copa de champán, se descubrió atenta a cualquier sonido que pudiera oírse en la puerta. ¿Volvería Drake? Quizá le había parecido demasiado duro su último reproche y

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había decidido que no podía continuar allí. Se sonrojó al recordar lo que le había dicho y se preguntó si no habría sido una imprudencia. Durante toda la semana, había estado procurando no enfrentarse a él. Se mordió el labio y miró una vez más hacia la puerta.

Lina no tardó en formular en voz alta la pregunta que a la propia Amanda tenía intrigada.

—¿No va a venir Drake? —preguntó mientras pasaban al comedor y se sentaban a la mesa—. ¡No puede perderse esta cena!

Todo el mundo comentó que no sabía los planes que tenía Drake para esa noche, incluso María, que contestó a la interrogativa mirada de Amanda sacudiendo ligeramente la cabeza. De modo que ni siquiera había dicho nada en la cocina, pensó Amanda. ¡Menudos modales!

—Esta misma mañana le he contado lo maravillosas que eran las cenas del sábado por la noche. Incluso le he dicho que podía reproducirlas en alguna de sus novelas —comentó Lina, frunciendo el ceño como sise encontrara ante un misterio inexplicable—. Él me ha dicho que lo que le contaba le evocaba las antiguas cenas sureñas. Estaba segura de que iba a venir.

Amanda apretó los labios. Ese comentario indicaba todo lo contrario. Pero Lina no podía saber cuánto despreciaba Drake las afectaciones de gran dama de Olivia.

—Bueno —contestó Amanda secamente—, teniendo en cuenta que sus novelas suelen transcurrir en bares de Texas y ranchos ganaderos, no creo que le hubiera servido de mucho —advirtió que Webster la estaba mirando muy atentamente y temió haber dejado que se reflejara demasiada amargura en su voz, de modo que añadió con más suavidad—. En cualquier caso, parece que ha decidido perderse esta oportunidad. Dejaremos su plato, pero creo que los demás deberíamos empezar sin esperarlo.

—El caso es que se va a perder una cena muy especial —dijo Webster mientras empezaban a servirles la sopa de marisco, y le guiñó el ojo a Amanda mostrándole su apoyo—. Yo no sé si podrían servir para alguna escena de una novela de misterio, pero estas cenas son un placer que siempre espero expectante.

Cicely susurró las gracias y se inclinó tímidamente sobre su plato.

—Pues yo creo que proporcionan un buen material literario —insistió Lina—. De hecho, ya he escrito dos poemas inspirados en estas cenas.

—Yo creo que Drake no encontraría aquí ninguna inspiración —Tom Wyndham no estaba de acuerdo con ella—. Estas cenas son demasiado civilizadas. Sus libros son más, no sé…, indómitos, sí quizá sea esa la palabra. Aquí no hay suficiente pasión.

Todos sonrieron, excepto Lina.

—Creía que habías dicho que no habías leído sus libros —protestó la joven irritada.

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—Los he leído esta semana —replicó Tom—. Y tienes razón, ¡son magníficos! Y esas escenas de amor son verdaderamente ardientes, ¿verdad Web?

—Bueno, si tú piensas que aquí no hay material para una aventura apasionada, es que estás ciego, Tom. Afortunadamente, Drake no piensa así —señaló Lina con una mueca.

Amanda sorprendió la mirada preocupada de su tía y sacudió la cabeza ligeramente, intentando tranquilizarla. Pero a ella misma le habría gustado estar tan tranquila como aparentaba. Drake había pasado mucho tiempo con Lina durante aquella semana, y ella cada vez parecía más coqueta. Al pensar en ello, Amanda perdió repentinamente el apetito.

Haciendo un enorme esfuerzo, le dirigió a Tom una sonrisa y le palmeó cariñosamente el brazo.

—Te perdono por ese comentario —bromeó—. En cualquier caso, no estoy muy segura de que la pasión sea la mejor compañera en la vida. Y creo que ser calificado como civilizado debería ser un cumplido suficiente para cualquiera.

Afortunadamente, la conversación derivó hacia otros temas y el nombre de Drake no volvió a ser pronunciado.

Hasta que apareció dos horas después.

Acababan de cambiar la música clásica por villancicos y Amanda estaba subida en lo alto de una escalera, decorando las ramas más altas del árbol. Tom sujetaba la escalera con una mano y con la otra le pasaba las bolas que iba necesitando. Lina estaba clasificando adornos y Cicely y Webster sostenían absortos una tranquila conversación sentados en el sofá.

Amanda vio a Drake en el vestíbulo antes que nadie, por un momento estuvo a punto de perder el equilibrio y tuvo que sentarse en el último peldaño para poder mantenerse firme.

Al principio, Drake no pareció verla. Permaneció en el vestíbulo, observando desde allí aquella escena hogareña. Era evidente, por los vaqueros, la camisa y las botas, que en ningún momento se le había ocurrido unirse a la cena.

Al final, Drake se fijó en el árbol y fue alzando la mirada lentamente hasta el final de la escalera. Su expresión no cambió al verla, pero sus miradas se encontraron. Amanda sintió un escalofrío en todo el cuerpo; fue una sensación mucho más fuerte que la que había sentido la primera vez que se habían visto, en una ocasión en la que ella llevaba el mismo vestido.

—¡Drake! Sabía que vendrías —Lina dejó los adornos en el suelo y se levantó de un salto—. ¡Ven a ayudarnos! Hemos estado toda la noche esperándote.

Amanda no dijo nada, ni siquiera se movió. Tampoco estaba muy segura de que pudiera hacerlo, pero Tom, Webster y Cicely se unieron a la petición de Lina.

—¡Entra, Drake!

Y al final éste entró en la habitación, aunque de una forma tan lenta que parecía estar haciéndolo a desgana.

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—No quería interrumpir —dijo cordialmente. Sólo quería disculparme por haberme perdido la cena, pero tenía una cita.

—No interrumpes nada, tonto —insistió Lina, agarrándolo del brazo y obligándolo a avanzar—. Además, no creo que estuvieras pensando en marcharte furtivamente sin haber hecho la crítica de mi poesía que me prometiste.

Cicely miró a Lina sacudiendo la cabeza en gesto de reproche.

—Lina, no debes molestarlo mientras esté aquí. La gente se va de vacaciones para poder olvidarse de su trabajo —miró hacia Drake y le brindó una sonrisa—. Lo siento, Drake. Carolina está muy entusiasmada con la poesía, pero estoy segura de que no pretendía ponerte en un compromiso.

A Amanda la sorprendió la naturalidad con la que su tía se dirigía a Drake. Jamás la había visto hablar en un tono tan confiado delante de una persona tan intimidante como él. La miró con curiosidad y advirtió que estaba dándole la mano a Webster. De pronto, todo cobró sentido para Amanda. El amor era el que le había dado a su tía aquellas fuerzas inesperadas.

—No te preocupes, Cicely —le contestó Drake con una sonrisa—. He disfrutado mucho leyendo las poesías de Lina. De hecho —continuó, volviéndose hacia Lina—, ya te las he dejado encima de tu mesa, con las notas correspondientes.

—Estoy demasiado excitada para esperar hasta que llegue la hora de irme a la cama —exclamó Lina, nerviosa—. Tienes que decirme sí te han gustado o no.

Drake le palmeó cariñosamente el brazo.

—Por supuesto que me han gustado. Es imposible permanecer ajeno a tanta pasión. Amas el mundo, Carolina. Tus poemas están vivos, escritos con amor.

Lina rió encantada.

—Oh, si muriera en este momento, moriría completamente feliz —le dijo, agarrándolo con fuerza del brazo. A Amanda no le habría sorprendido que le besara la mano. ¡Cuánto debía de gustarle a Drake tanta adulación!—. No podía haber recibido una alabanza mejor, sobre todo viniendo de ti. Todo el mundo sabe que eres un experto en el amor. Hasta Tom lo ha reconocido esta noche.

La sonrisa de Drake fue de pronto sustituida por una expresión mucho más sombría.

—No te engañes, Lina. No soy ningún experto en el amor —repuso Drake. Amanda, que recordaba sus súbitos cambios de humor, observó la tensión de su mandíbula y comprendió que estaba enfadado. ¿Con Lina, quizá?—. Y tampoco lo son mis personajes, ¿no te has dado cuenta? Nunca tienen ninguna relación amorosa real.

Apartó a Lina de su brazo y se dirigió hacia el mueble bar. Todo el mundo estaba en silencio, desconcertado por aquel estallido.

—No —dijo firmemente, mientras se servía un whisky—. Nunca viven el amor. Lo único que hacen es satisfacer un deseo puramente físico. Quizá yo también sea un

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experto en ese tipo de relaciones, pero no sé absolutamente nada del amor sobre el que tú escribes, un amor sincero, inocente y feliz.

Vació la mitad del whisky de un trago y, por lo que Amanda advirtió, la bebida pareció tranquilizarle.

—Ven aquí —le dijo a Lina con más delicadeza. Cuando ésta obedeció, le palmeó la mano con cariño, como si quisiera mitigar su confusión—. Ahora escucha al tío Drake. Lo mejor que puedo aconsejarte es que dejes de leer libros como los míos. Vuelve a casa. Busca a ese amigo sobre el que tanto has escrito y continúa escribiendo poesías sobre puestas de sol, amaneceres y tardes de verano —la tomó por la barbilla—. Y lo más importante, no te conviertas nunca en un ser tan cínico como yo.

Lina esbozó una trémula sonrisa.

—De acuerdo —musitó—, creo que estás equivocado en lo de tus libros, pero me parece que sé lo que quieres decir.

Todos lo sabían. Amanda tenía que admitir que había tenido un comportamiento intachable. Drake Daniels acababa de decirle a aquella joven tan adorable como ingenua que no iba aprovecharse de ella.

Amanda le estaba profundamente agradecida. Era lo mejor que podía hacer por Lina, que pese a todos sus coqueteos, era una joven sin ninguna experiencia. Pero lo más importante para Amanda era el alivio de saber que Drake no se acostaba con la primera jovencita que se arrojaba a sus brazos.

Aun así, no pudo evitar sentir cierta compasión por Lina. Sabía por propia experiencia lo difícil que era olvidar a Drake Daniels. La pobre todavía parecía un poco impresionada, así que Amanda intentó pensar una forma de cambiar de tema.

—Por favor, ¿alguien puede pasarme el ángel que va en la cima del árbol? —preguntó—. En cuanto lo ponga, quiero bajar de aquí. Ya está empezando a faltarme el aire.

Drake levantó bruscamente la mirada, corno si acabara de verla.

—Amanda, ¿eres tú? Durante todo este tiempo he estado pensando que eras el ángel de la Navidad.

Todos soltaron una carcajada, agradeciendo el cambio de tema. Pero la risa de Drake parecía algo forzada después de la amargura con la que acababa de hablar. Amanda se preguntó si habría estado bebiendo antes de volver a Mount Larkin. En caso de que así fuera, ella no tendría ningún derecho a criticarle. Había llenado tantas veces su copa de champán aquella noche, que ya había perdido la cuenta de las copas que llevaba.

Sin dejar de reír, todos se acercaron a las cajas de los adornos en busca del ángel dorado. Drake fue el que lo encontró y le tendió la figurita a Amanda con gesto triunfante.

—¡Voilà! Aquí sube otro ángel.

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Amanda se inclinó para tomar el adorno y vio, como a través de un telescopio, la figurita entre los dedos de Drake. Los dedos le temblaban a medida que iban acercándose a los de Drake, pero al final, sus manos se encontraron.

—Amanda —susurró Drake, uniendo convulsivamente los dedos a los suyos.

Se miraron a los ojos, y Amanda vio brillar en los de Drake el mismo deseo que tantas veces había visto en ellos años atrás. Aturdida por la luz de sus ojos, se aferró a su mano y por un instante se sintió como si la sangre se le hubiera convertido en un río de fuego que hizo arder su corazón.

Pero tan rápidamente como se había iniciado, aquel instante terminó. Drake se alejó tranquilamente de la escalera y, como un autómata obediente, Amanda colocó el ángel en el pico del árbol. Si no hubiera sido por la purpurina que todavía brillaba entre sus dedos, habría creído que había imaginado todo lo ocurrido.

—Ya está, baja —la llamó Webster—. Tenemos que hacer un brindis antes de encender las luces del árbol. Y Cicely tiene una noticia que daros.

Drake estaba en una esquina del salón hablando con Lina, de modo que Tom corrió a ayudar a Amanda a bajar la escalera. Amanda se obligó a sonreír, anticipando ya la noticia de su tía.

Hasta entonces, pensaba que iba a ser muy feliz cuando su tía y Webster anunciaran su compromiso, pero en vez de eso, se sentía fría, como entumecida; era como si al apartar su mano de la suya, Drake hubiera apagado el fuego que ardía en su interior.

Pero no podía estropear un momento que para su tía era tan especial. Bebió un sorbo de la copa de champán que Webster acababa de entregarle para darse valor.

—No nos hagas esperar —bromeó mientras se acercaba a su tía—. Nos morimos de ganas de oír la noticia.

—De acuerdo —Cicely tomó la mano de Webster y le sonrió a su sobrina—. La noticia es un auténtico regalo de Navidad para Mandy. Todos habéis visto cuánto trabaja —un coro de voces la contestó—. Bueno, pues deberíais verla cuando está Julie en casa: entonces trabaja mucho más. De modo que, para principios de año, vamos a contratar a una empleada que venga todos los días de la semana.

Amanda dejó la copa de champán a medio camino de su boca. ¿Había oído bien? Debía de haber bebido más de la cuenta, pues no encontraba ningún sentido a lo que estaba diciendo su tía. Se quedó mirándola fijamente.

—Tía Cicely, ¿qué quieres decir? Sabes que no podemos afrontar ese gasto. Ni siquiera se te ocurra pensar en ello. Yo puedo encargarme perfectamente de todo el trabajo.

Su tía le dirigió una sonrisa radiante.

—Ése es el resto de la sorpresa. El coste estará cubierto por Inversiones Vermont. He recibido una llamada del señor Tindal esta mañana. Me ha dicho que ellos creen que será bueno para el negocio —se volvió hacia Amanda con los brazos

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extendidos—. ¿No es maravilloso? Oh, no sabes cuánto me alegro de que decidiéramos aceptar su oferta.

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Capítulo 7 Amanda miró a su alrededor sintiéndose completamente indefensa. Todos los

demás parecían encantados con la noticia. Tom estaba felicitando a Cicely, y Drake descorchando otra botella de champán. Amanda intentó atrapar su mirada, pero él evitaba cuidadosamente sus ojos. Webster levantó su copa.

—Propongo un brindis.

Los demás lo imitaron y esperaron sonrientes.

—Por Mount Larkin —dijo—, y por las dos mujeres maravillosas que lo han convertido en la casa tan especial que es.

Todos juntaron alegremente sus copas.

—Bueno, yo también tengo que dar una noticia —añadió Tom con entusiasmo—. He estado esperando el momento más oportuno para darla, y creo que esta es la noche de las sorpresas para Amanda, así que voy a añadir la mía.

Amanda se volvió sonriente hacia él. Esperaba que no pensara hacer su anuncio en forma de brindis; el champán y las nuevas noticias ya la tenían suficientemente mareada.

—¿Más buenas noticias? —le preguntó.

—Magníficas, diría yo —la corrigió, y se aclaró la garganta—. El propietario de las Galerías Sureñas, ha decidido exponer la obra de Amanda Larkin en una de las galerías de la ciudad. Y no sólo eso, sino que él mismo quiere comprar una de sus obras.

Amanda apenas podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿De verdad? —le preguntó incrédula—. ¿Tanto le han gustado mis cuadros?

—Le han encantado. Ya te lo había dicho yo, Amanda. Eres realmente buena.

Amanda rió feliz y Cicely la abrazó.

—Oh, Mandy, es una noticia maravillosa.

—¡Qué gran noche para ti! —le dijo Lina, con cierta tristeza en la voz, que le recordó a Amanda la desilusión que había sufrido esa misma noche.

—Gracias Lina. También ha sido una gran noche para ti —añadió—. Drake ha hecho una buena crítica de tus poemas, y él es toda una autoridad en el mundo de la literatura, aunque no lo sea en el amor. Deberías estar más animada.

—Lo sé, y lo estoy —dijo Lisa desalentada, y miró hacia Drake, que estaba apoyado contra la repisa de la chimenea—. Es curioso que algunos hombres ni siquiera necesiten arreglarse, ¿verdad? —suspiró—. Seguro que Ed no está tan guapo con sólo unos vaqueros.

Amanda se echó a reír.

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—No hay muchos hombres que lo estén —admitió—. Pero no creo que el físico sea lo único que cuenta. Estoy segura de que Ed te trata como a una princesa.

—Sí —contestó Lina, mientras asomaba a sus labios una hermosa sonrisa—. Además, no estoy segura de que quiera salir con un tipo que tiene los ojos más bonitos que yo.

Ambas soltaron una carcajada. Amanda se volvió después hacia Tom.

—No sé como agradecerte lo que has hecho por mí.

Todavía me cuesta creer que haya vendido un cuadro. ¿Cuál ha sido?

—El del árbol. Yo también pensaba que era el mejor —contestó Tom—, sin contar los de Julie, claro, pero esos no los quieres vender. Yo le dije que intentaría convencerte para que también expusieras alguno de esos y él estaba encantado.

En ese momento, Drake se acercó al lado de Amanda y alzó su copa.

—Hagamos entonces un brindis por el buen gusto del propietario de la galería —dijo suavemente.

Amanda, que no estaba segura de si había estado suficientemente cerca para oír toda su conversación, no sabía si había advertido o no cierta ironía en su voz.

Gracias —le dijo educadamente, haciendo un esfuerzo para mirarlo a los ojos, y bebió con los demás. Desgraciadamente, en cuanto terminaron el brindis Tom empezó a hablar con ella y Drake se apartó.

—Tienes que reunir algunos cuadros de Julie —le dijo. Mientras Tom hablaba, Amanda observaba a Drake alejándose.

Al cabo de un rato, lo vio profundamente enfrascado en una conversación con Lina. Deseaba que la mirara para poder ver en sus ojos lo que estaba pensando. Pero, corno si estuviera decidido a mantenerlo en secreto, Drake no volvió en ningún momento la cabeza hacia ella. Estaba de perfil, de manera que Amanda sólo podía ver la curva de sus labios y sus espesas pestañas mientras hablaba con Lina. Se terminó el resto de la copa de champán y sintió que la cabeza le daba vueltas, pero no sabía si era por el efecto de la bebida o de su propia confusión.

De lo único de lo que estaba segura era de que, cuando aquella noche Drake había tocado su mano, había tenido la sensación de que había dejado en ella una huella imborrable. Quien quiera que fuera el hombre que se escondía tras la atractiva fachada de Drake, todavía lo amaba y lo deseaba con una pasión tan profunda que la asustaba… era la misma pasión que seis años atrás la había llevado a olvidar sus miedos para entregarse a él.

Se estremeció al pensar en ello y cerró los ojos, intentado encontrar una salida para aquel dilema imposible. Estaba atrapada en las arenas movedizas del pasado, y para lo único que parecían servir todos sus esfuerzos era para hundirla más todavía. Aun siendo consciente de que lo amaba, sabia también que tenía que hacer todo lo que pudiera para que se fuera al día siguiente. No podía quedarse ni un día más, pues Julie volvía a casa la semana siguiente.

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—Bueno, creo que ya ha llegado el momento de que encendamos las luces del árbol —Cicely puso la música más alta y Webster se inclinó sobre el enchufe para iluminar el árbol.

Cuando se encendieron los cientos de bombillas que habían colocado, se oyó un murmullo de admiración. Al final, y con evidente desgana, como si lo estuviera haciendo contra su voluntad, Drake miró a Amanda y la joven reconoció en sus ojos una luz más intensa y brillante que la del árbol. Sobrecogida por una oleada de deseo, tuvo que aferrarse al respaldo de una silla para sostenerse en pie.

—Perdonadme —susurró la joven mientras se dirigía hacia la puerta. Le tomó la mano a Cicely—. Creo que será mejor que me acueste. Estoy cansada, ha sido un día muy largo.

Cicely le sonrió con aire distraído, toda su atención estaba concentrada en Webster, que en ese momento le estaba susurrando algo al oído y Amanda se fue sin que nadie protestara por ello.

Mientras subía a su habitación, casi no sentía los escalones que tenía bajo sus pies. Nunca más, se juró, volvería a beber tanto. El alcohol debía de ser para personas que no tenían nada que temer, gente como Lina, en la que el único efecto que tenía la bebida era hacerla hablar más alto y estar más risueña. Incluso su tía podía compartir algunas copas con Webster sin tener que soportar a cambio nada más que un ligero dolor de cabeza. Pero la gente como ella, que estaba huyendo del pasado, del futuro y de sí misma, debía tener mucho más cuidado. El alcohol interfería en su habitual control, liberando los demonios de la soledad y la tristeza que habitualmente dejaba encerrados.

Oyó una risa procedente del salón, pero le sonaba débil y distante. Tenía la sensación de que en vez de estar subiendo una simple escalera, estaba subiendo toda una montaña. Se sentía profundamente sola, tan sola como si acabara de ascender al pico más alto de una cordillera.

Pero pronto descubrió que no estaba sola en absoluto. Drake, que había subido detrás de ella, la tomó de las manos justo en el momento en el que acababa de llegar al piso de arriba.

—Amanda —le dijo—, tenemos que hablar.

—Podemos hablar mañana, Drake —estaba ya en la puerta de su habitación, y se volvió hacia él intentando reunir el poco orgullo que le quedaba antes de que se derrumbaran definitivamente sus defensas—. ¿Por qué no te vas a hacer la maleta, para que puedas irte a primera hora de la mañana?

Drake golpeó el marco de la puerta con tanta fuerza, que la joven pensó que iba a romperlo.

—¿Todavía quieres que me vaya?

—Por supuesto.

—Y lo que ha pasado abajo, ¿no quiere decir nada?

—¿Abajo? No sé lo que quieres decir.

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—¿Que no lo sabes, maldita sea? —estalló Drake.

Amanda posó la mano en el pomo de la puerta.

—No, lo siento, no lo sé —repitió con una sonrisa conciliadora—. Y si no te importa, estoy muy cansada y me gustaría irme ahora mismo ala cama.

Drake posó la mano sobre la suya, impidiéndole abrir la puerta. Estaban tan cerca, que la tela de la falda del vestido de Amanda rozaba los pantalones de Drake.

—Por favor, vete —le dijo con voz glacial, pero Drake no se movía y el corazón se le había acelerado desesperadamente. No podía soportar el estar tan cerca de él. Sentía una extraña debilidad en las rodillas y el pánico empezaba a apoderarse de ella.

—Disculpa, Drake —le dijo, intentado apartarle el brazo, pero él permanecía inamovible.

Alzó la mirada hacia su rostro y contuvo la respiración al verlo; jamás lo había visto tan furioso.

—¡No! —la agarró del brazo y la hizo apoyarse contra la pared—. Voy a demostrarte lo que sientes realmente —con la mano que tenía libre, tomó la de Amanda y la hizo apoyarla sobre su pecho. La joven sintió la fuerza de los latidos de su propio corazón—. Eso es lo que quería demostrarte, Amanda. Sé que me deseas.

La agarró por los hombros con tanta fuerza que le hizo daño, pero aun así Amanda intentó sostenerle la mirada. Drake había conseguido enfadarla. ¿Cómo se atrevía a utilizar esas tácticas con ella?

—Vete, Drake —le dijo con voz burlona—. Creo que has bebido demasiado.

—Tú también —contestó Drake—. Pero eso no tiene nada que ver con esto.

—Tiene mucho que ver —replicó Amanda—. El alcohol puede hacernos decir cosas de las que después nos arrepintamos.

—Lo que yo quiero decirte es lo mismo que me están diciendo a mí tus ojos y tu corazón —el tono ligeramente ronco de su voz, la hizo estremecerse—. Sabes que no estoy mintiendo.

Amanda lo miró con los ojos entrecerrados.

—Y si tuvieras razón —le dijo con amargura—, ¿qué? ¿Tendríamos que meternos en esa habitación para recordar los viejos tiempos? Es posible que esa sea tu forma de hacer las cosas, Drake, pero puedes estar seguro de que no es la mía. El deseo no es suficiente para mí. Tiene que haber… —le tembló la voz, pero consiguió controlarla y terminó con firmeza—… algo más.

Drake la agarró con más fuerza.

—¿Algo más? ¿Te refieres al amor? ¿A lo que sentías por el maravilloso Richard?

—El amor puede ayudar —contestó Amanda con voz apagada.

Drake soltó un juramento en voz baja.

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—¿Y tú no deseas esto en absoluto? ¿De verdad puedes prescindir de esto? —posó las manos en su cuello, sin hacer ninguna presión, pero aun así, Amanda pronto se encontró con serias dificultades para respirar con normalidad.

Permanecía erguida contra la pared, clavando la mirada en la de Drake con gesto decidido.

Drake, sin dejar de sostenerle la mirada, sin pestañear siquiera, deslizó sus manos ardientes por su torso, dibujó la línea de sus senos y descendió a continuación hasta las caderas.

A pesar de la delicadeza de sus caricias, la respuesta del cuerpo de Amanda fue inmediata; la fuerza del deseo era tal, que sentía como si estuviera corriendo un río de lava en su interior.

Drake continuaba acariciándola, incrementando poco a poco la presión de sus manos, haciendo aumentar el deseo y dejándolo siempre insatisfecho.

Sí, Amanda lo deseaba. Su cuerpo vibraba, latía con un dolor sordo, deseando todo aquello que sólo Drake podía darle. Los labios le temblaban, necesitaban sentir la presión de su boca. Pero Drake no la besó. Simplemente continuó con sus caricias. El mensaje estaba muy claro: quería conseguir más de lo que ella estaba dispuesta a darle, quería obligarla a decir las palabras que él quería oír.

El orgullo sucumbía ante aquel torrente de deseo. ¿Por qué no decirlas? Drake tenía razón. A esas alturas, ya había olvidado por qué no quería admitir que lo deseaba. Los dedos de Drake alcanzaron sus pezones y Amanda soltó un gemido con el que reconocía su derrota.

Entonces, Drake se alejó, y la observó mientras ella cruzaba los brazos sobre su pecho, como si quisiera protegerse.

—Si no necesitas esto, Mandy, entonces vete a la cama con tus preciosos recuerdos. Pero si lo que necesitas es un hombre de carne y hueso en vez de un fantasma, ya sabes dónde estoy.

Amanda sintió que le subía un sollozo a la garganta y alargó la mano hacía su pecho. Con unos reflejos sorprendentes, Drake la agarró de la muñeca con fuerza.

—Estoy cansado de este continuo vaivén sentimental. Sé que me deseas. Me deseas tanto como yo a ti, pero no quieres admitirlo. Prefieres fingir que es algo que no existe. Esta vez no tienes una abuela a la que responder, pero tienes que responder ante ti misma, y no quieres, ¿verdad? Prefieres ser seducida, para no tener que culparte de nada de lo que ocurra. Quizá incluso pretendas fingir que soy tu adorado Richard.

—No, eso no es cierto.

—Quizá no —Drake se encogió de hombros—, pero cualquiera que sea tu motivación, esta vez no te va a resultar tan fácil. Si quieres hacer el amor conmigo, tendrás que ser consciente de lo que estás haciendo. Y también de que soy yo el que está contigo.

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Le soltó la mano, y mientras Amanda se la frotaba, intentando restablecer la circulación, le abrió la puerta del dormitorio.

—Te deseo, Amanda —le dijo con los ojos brillantes—. Me estás volviendo loco, pero voy a irme. Si me deseas, y me refiero a mí, y no a un sustituto para tu marido, tendrás que venir a buscarme.

Pero, por supuesto, Amanda no estaba dispuesta a ir a pedirle nada.

Enfadada y con la garganta constreñida por un nudo que apenas le permitía tragar saliva, se bajó la cremallera del vestido y se lo sacó por la cabeza. A continuación, deshizo la trenza que le había hecho su tía, dejando suelta su melena.

Después, se quitó el maquillaje, frotándose la cara con tanta fuerza que al final le escocía. Detrás de la máscara de sofisticación que le proporcionaba el maquillaje, encontró el rostro de una niña de ojos grandes y labios llenos, vulnerable pero decidida.

Sacó un camisón de uno de los cajones de la cómoda y se lo puso. Era un camisón sencillo, de algodón blanco, sin encajes ni nada que llamara la atención. No era un camisón hecho para seducir a nadie, y tampoco necesitaba otra cosa, puesto que no entraba en sus planes el ir a buscar a Drake.

Se sentó frente al espejo del tocador y estuvo cepillándose el pelo una y otra vez hasta dejarlo convertido en una mata de seda que caía libremente sobre sus hombros. En el espejo, veía el reflejo del reloj de la habitación: eran las once. Debía de haber pasado ya una hora desde que Drake se había ido, pero todavía vibraba en su interior un intenso deseo. Respiró hondo y presionó con la palma de la mano las cerdas del cepillo.

¿En qué estaría pensando Drake mientras esperaba a que fuera a su habitación? ¿Estaría dando vueltas, intentando relajar los músculos entumecidos por el deseo? ¿Habría ido desesperándose a medida que pasaban los minutos? ¿O el deseo habría sucumbido ante el enfado al darse cuenta de que no iría a buscarlo?

Sin levantarse del taburete, se volvió hacia la ventana. Las nubes que antes ocultaban la luna habían sido arrastradas por el viento y en ese momento la luna brillaba como un enorme anuncio luminoso en medio del cielo, bañando el bosque con su fría luz de plata. Caía de vez en cuando algún copo de nieve que se desintegraba antes de llegar siquiera al suelo. Amanda observaba aquel paisaje helado deseando que el frío pudiera penetrar en ella para apagar el fuego que la abrasaba.

Y como si algún dios del invierno hubiera decidido acceder a su petición, empezaron a caer copos de nieve cada vez más grandes y a mayor velocidad, mientras las agujas del reloj continuaban avanzando, marcando el paso del tiempo. Amanda, como si estuviera en trance, observaba el paisaje sin moverse. Una hora después, cuando las manecillas del reloj se unieron para marcar las doce, el campo

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estaba ya completamente blanco y la luna continuaba iluminando impertérrita aquel paisaje.

Pero era una luz triste, fría, y al reparar en ello se estremeció. ¿Por qué había llegado a pensar que el frío le llevaría la tranquilidad? Ella odiaba el invierno que todo lo ocultaba: escondía la hierba verde esmeralda, las agujas caídas de los pinos, incluso el lujoso coche de Drake… Todo había sido sepultado bajo el sudario del invierno.

Y también la enterraría a ella, si lo permitía. Si dejaba que la escarcha helara su corazón, si dejaba que Drake se fuera al amanecer, una parte de ella se apagaría para siempre. Se estremeció cuando una ráfaga de viento empujó los copos de nieve contra la ventana, como si estuvieran solicitando permiso para entrar. Con los ojos llenos de lágrimas, cerró entonces las cortinas de un tirón.

No, no quería dar paso al invierno. Era el verano lo que su alma deseaba aquella noche, cuando el sol extraía de cada flor su perfume, cuando sentía la hierba recién cortada en su espalda y el cuerpo de Drake sobre el suyo.

Se levantó bruscamente, con una repentina determinación. Sabía que era una locura, pero iba a ir a buscarlo. Sentía ya la euforia de la anticipación. Miró sus ojos en el espejo y vio en ellos un hermoso brillo, como si acabaran de resucitar a la vida. ¿Sería así como brillaban en el pasado, cuando Drake hundía en ellos su mirada?

Sí, iría a verlo, y juntos encenderían un fuego que acabaría con los rigores del invierno. Y si ese fuego conseguía hacer arder de nuevo su corazón, estaría salvada.

Sin mirar siquiera si había alguien en el pasillo, voló hasta la habitación de Drake, giró el picaporte y abrió la puerta.

La habitación de Drake estaba totalmente iluminada. Lo primero que vio Amanda fue una silla frente a la ventana, donde Drake, al igual que ella, debía de haber estado observando la nevada, y en la mesa una maleta medio llena. Al final vio a Drake. Estaba al lado del armario, con una camisa en la mano. Llevaba puestos sólo los vaqueros y el cinturón desabrochado.

No dijo nada al verla; permaneció con la mano en la puerta del armario, mirándola en silencio.

Amanda pasó y cerró la puerta tras ella.

—Tengo frío —le dijo—. Necesito que me abraces.

—¿Estás segura? —le preguntó Drake en tono apagado—. Quiero que estés segura.

Amanda abrió los brazos en respuesta.

Durante una fracción de segundo, Drake vaciló, pero al momento, dejó caer la camisa al suelo, cruzó el espacio que los separaba y la acogió en sus brazos.

—Casi había perdido la esperanza —susurró Drake.

Amanda pasó sus temblorosos dedos por su pecho.

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—No podía permanecer tan lejos —le rodeó el cuello con los brazos y le hizo inclinar la cabeza hacia la suya—. Por favor, Drake, bésame.

Sus labios se unieron, y Amanda recibió el beso más maravillosamente dulce que había recibido en su vida. Drake movía su boca con una ternura exquisita, instándola a entreabrir los labios con tanta reverencia que a Amanda se le llenaron los ojos de lágrimas. Fue un beso propio del mundo de los sueños, de un cuento de hadas. La joven pensó que podría continuar así eternamente, sintiendo sus labios sobre los suyos sin necesitar nada más. Pero pronto aquella dulzura fue filtrándose por sus venas para alimentar un deseo más profundo y estrechó su cuerpo contra el de Drake, ansiando sentir la fuerza de sus músculos.

En respuesta, Drake empezó a desabrocharle el primer botón del camisón y continuó con el segundo y con el tercero, hasta dejar el escote al descubierto. A continuación, se puso de rodillas y fue desabrochando lentamente el resto de los botones, uno a uno. Amanda no llevaba nada debajo del camisón y Drake, arrodillado a sus pies, acariciaba con la mirada cada centímetro de su cremosa piel. Deslizó las manos lentamente por las piernas de Amanda, y subiendo por los muslos, llegó hasta la cintura, que abrazó posesivamente. Amanda estaba asombrada por su infinita paciencia. Su propio deseo era ya insoportable; casi no podía sostenerse en pie. Hundió los dedos en su pelo y susurró:

—Ámame, Drake, ámame.

Drake elevó las manos por la suave curva de su trasero, alzó la cabeza y la hundió en su cuerpo. Amanda gimió al sentir primero su respiración húmeda y caliente sobre su vientre, y después sus delicados besos.

Ya casi sin aliento, se inclinó sobre él y hundió las manos todavía más en las hebras doradas de su pelo. Y de pronto, como si el fuego que su pasión había prendido hubiera alcanzado una caja de explosivos, sintió arder todo su cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás y gritó mientas aquel fuego la consumía. Sentía que sus huesos y sus músculos se derretían en aquella hoguera, y si no hubiera sido por Drake, que la sostenía con firmeza, se habría caído al suelo.

Ni siquiera cuando la fuerza de aquel fuego disminuyó, Amanda estaba segura de poder mantenerse en pie.

Al sentir el temblor de sus piernas contra su pecho, Drake se incorporó rápidamente y la levantó en brazos. Amanda llevaba los senos al descubierto, pero no sentía ninguna vergüenza. Apoyó la cabeza en su pecho mientras Drake la llevaba a la cama, y Sintió los latidos salvajes de su corazón.

Drake la dejó delicadamente en la cama y se irguió. Durante un instante de pánico, Amanda temió que se fuera. ¿Pensaría Drake que el fuego había muerto? ¿No se habría dado cuenta de que había ya encendida una nueva hoguera entre ellos, que lo necesitaba más que nunca?

—Drake —le dijo, tendiéndole la mano—. Vuelve…

Pero en ese momento Drake estaba quitándose los vaqueros, dejando al descubierto las piernas que Amanda tan bien recordaba. Observó expectante aquel

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cuerpo adorado que durante seis años sólo había visto en sueños. Era tal como lo recordaba; el pecho ancho, las caderas estrechas, y un vello dorado que cubría la mayor parte de su cuerpo. Una oleada de deseo incontenible la sacudió de pies a cabeza.

Al final, se acercó a la cama desnudo, y Amanda comprendió que ya no se iría.

Con movimientos deliberadamente lentos, como si estuviera intentando dominar la pasión que estallaba en su interior, se tumbé a su lado, se deslizó entre sus piernas y apartó ambas partes del camisón.

—Eres preciosa —susurré, mientras posaba las manos en sus senos. Los pezones se irguieron inmediatamente ante aquel contacto y Drake los acarició suavemente—. ¿Sabes que a través de mis libros he hecho el amor contigo todos los días? —Amanda lo miró con los ojos abiertos de par en par, y Drake asintió—. Pues sí, lo he hecho. Todos los días, mediante palabras, he venerado tu pelo, tus ojos, tu fuego… —hundió la boca entre sus senos y deslizó la lengua alrededor de los pezones—. Ese es el motivo por el que la protagonista no tenía nombre, yo era el único que podía nombrarla. Su nombre es Amanda.

Amanda gimió y se retorció ante aquel contacto. El fuego volvía a avivarse en su interior.

—Nunca he olvidado nada de ti —susurré, mientras acariciaba sus senos con los labios—. Jamás me lo permitiría. Pero al final las palabras no fueron suficientes. Tenía que volver a verte, tenía que abrazarte otra vez —se estrechó contra ella—. Oh, Mandy, ha pasado tanto tiempo —gimió, mientras le pasaba los brazos por la espalda y la abrazaba con fuerza.

Y a partir de entonces ya no hubo espacio para las palabras. Drake empezó a beber el fuego de los labios de Amanda, dejándose consumirse en él. Seis años de deseo insatisfecho habían secado la pasión que en ese momento estaba siendo pasto de las llamas de un deseo que amenazaba con hacer arder la casa. Y en medio de aquel fuego, Amanda sintió una explosión de placer tan violenta, que ya ni siquiera sabía dónde se encontraba.

Cuando todo pasó, permanecieron agotados y temblorosos, tumbados uno al lado del otro. Amanda tenía la cabeza apoyada en el brazo de Drake, y la mano de éste descansaba protectoramente sobre el hombro de la joven, que no movía un solo músculo temiendo romper el hechizo. Drake respiraba tan lentamente, que pensó que se había quedado dormido hasta que le oyó decir:

—Y tú, Amanda, ¿has pensado en mí? ¿Alguna vez en todos estos años has deseado que estuviera aquí, tumbado a tu lado?

Amanda no lo miró. Los ojos se le habían llenado de lágrimas. Asintió lentamente, esperando no derramarlas en su pecho.

—Sí —susurró.

Drake le hizo volver la cabeza hacia él. Amanda observó el brillo increíble de sus ojos.

—¿Sólo sí? ¿Así, sin más?

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—Sí Drake, te he deseado. Todavía te deseo —dejó caer las manos en su pecho y acarició los pezones de Drake—. Así de sencillo.

—No es nada sencillo —susurró Drake. Gimió de placer y volvió a estrecharla contra él—. Pero por esta noche fingiremos que lo es.

Sólo por una noche. Amanda escuchó débilmente sus palabras. En ese momento, su cuerpo estaba más atento al deseo salvaje que la atravesaba, apartando cualquier otra consideración de su camino.

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Capítulo 8 Cuando Amanda se despertó horas más tarde, Drake ya se había ido, aunque

no debía de haberse levantado hacía mucho, pues la cama todavía permanecía caliente. Amanda se estiró y observó medio dormida la habitación vacía. No sabía cuánto tiempo llevaba dormida, pero la luz rosada que iluminaba la habitación indicaba que hacía muy poco que había amanecido.

¿Dónde estaría Drake? ¿Habría bajado a comer algo, quizá?

Amanda volvió a acurrucarse entre las sábanas. Vio desde allí la maleta a medio hacer de Drake, pero aquella imagen había perdido el poder de aterrorizarla. Estaba segura de que ya no se iría. No podía marcharse después de haber pasado la noche uno en brazos de otro, haciendo el amor una y otra vez. Aunque al final Drake se había quedado dormido, Amanda había permanecido mucho tiempo despierta a su lado, observando su pecho moviéndose al ritmo de su respiración, memorizando cada uno de los rasgos de su perfil a la luz de la luna.

No, aunque en ningún momento hubieran hablado de lo que les depararía el futuro, no podía creer que Drake se marchara después de lo que habían descubierto aquella noche.

¿Pero qué habían encontrado exactamente?, le preguntó una impertinente vocecilla interior. Recordó palabra por palabra la explicación que le había dado Drake a Lina sobre la diferencia entre el amor y el deseo. Le había explicado que sus personajes desconocían totalmente el significado del amor.

Pero si ella le había servido de inspiración para crear a su protagonista… ¿No era posible deducir que era algo más que el deseo lo que los había consumido aquella noche? Desgraciadamente, de lo único de lo que podía estar segura era de que en ningún momento habían mencionado la palabra amor.

En cualquier caso, ella ya era consciente de lo que la esperaba cuando había ido a buscarlo. Drake no le había ofrecido amor. Lo único que le había ofrecido era un hombre de carne y hueso, Hundió la cabeza en la almohada y aspiró el delicioso aroma que había dejado Drake.

Decidida a relajarse, acarició suavemente la almohada. No, había algo más que deseo. Drake no podía haberla abrazado como lo había hecho si no la amara. Sus caricias habían sido reverenciales, no solo lujuriosas. Cada uno de sus besos había encerrado una promesa, aunque no hubiera dicho una sola palabra. Su unión había sido completa, no sólo se habían encontrado sus cuerpos, sino también sus corazones.

Ambos habían sentido lo mismo, estaba segura. Y después de lo ocurrido, pensó, había llegado el momento de expresar mediante palabras sus sentimientos. No iba a ser nada fácil. Tenía demasiadas cosas que contarle, cosas sobre su matrimonio, sobre cómo había sido su vida durante los años que había pasado sin él.

El día anterior lo habría considerado una tarea imposible. El abismo que se abría entre ellos le había parecido demasiado ancho para intentar cruzarlo. Pero

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conservando todavía el recuerdo de sus caricias en la piel, estaba segura de que encontraría una forma de hacerlo. Juntos podrían construir un puente entre el pasado y el futuro, un puente por el que podrían alejarse de la soledad y el dolor de los seis años que habían pasado el uno sin el otro.

Con repentina impaciencia, se sentó en la cama y se abrochó el camisón. Corrió hasta su habitación, alegrándose de que no hubiera nadie despierto. Drake y ella necesitaban tiempo para hablar. Se quitó el camisón y se puso lo primero que encontró. En ese momento, no le preocupaba su aspecto, lo único importante era volver a estar cerca de él, sentir sus manos contra su espalda, estrechándola contra él, advertir la ternura de sus ojos… Necesitaba saber que era real, que lo que había ocurrido aquella noche no era un producto de su imaginación.

Sin detenerse siquiera a peinarse, bajó a la cocina. Antes de llegar, la recibió el delicioso aroma a café recién hecho y entró en la cocina saludando con un tentativo «buenos días». En cuanto miró a su alrededor, se dio cuenta de que estaba vacía. Aun así, encontró la cafetera con el café recién hecho y una bandeja con dos tazas y un par de servilletas.

El corazón le dio un vuelco de alegría al ver la bandeja. Sería maravilloso poder compartir con él aquellos placeres tan sencillos durante el resto de su vida. Si durante las siguientes horas Amanda fuera capaz de hacerle comprender todo lo ocurrido, era muy posible que pudieran llegar a pensar en un futuro juntos.

—¿Drake? —miró en la enorme despensa, pero estaba vacía. ¿A dónde podía haber ido? Abrió entonces la puerta de la cocina que daba al patio, y vio que su coche estaba todavía allí. La cerró, temblando de frío y volvió a llamarlo.

Y entonces lo vio. Estaba en el salón, agachado al lado de la misma estantería en la que la había encontrado a ella la otra noche. Al ver la carpeta que descansaba en la mesita del café, murió en sus labios la sonrisa con la que pensaba darle los buenos días.

Aunque a aquella distancia todavía no podía estar segura de cuáles eran las pinturas que estaba viendo, el pelo rubio y los ojos azules que desde la puerta vislumbraba sólo podían pertenecer a Drake o a Julie.

El terror corría por sus venas. «¡No, Drake!», gritaba en su interior, «¡No, todavía no! ¡Tengo que explicártelo!» Apartó la mirada de las pinturas para mirarlo a él. Estaba en cuclillas, con los codos apoyados en las rodillas y las manos hundidas en su pelo. Miraba los dibujos perplejo, como si estuviera viendo en ellos algo que no terminaba de comprender. Aquella postura fue la que le indicó a Amanda que estaba viendo los dibujos de Julie.

Así que ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para ofrecerle las explicaciones que había anticipado minutos antes; demasiado tarde para ofrecerle con orgullo y alegría la noticia de que juntos habían concebido una preciosa niña. A Amanda se le encogió el corazón. Drake ya lo sabía. Le habría bastado ver un solo dibujo para comprenderlo.

—Drake —le dijo, como en un ruego.

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Drake se sobresaltó al oírla. Alzó la mirada y se quedó observándola en silencio.

—Es mía, ¿verdad? Es mi hija.

Amanda vaciló durante una fracción de segundo, pero inmediatamente asintió. Drake volvió a fijar la mirada en las pinturas, pasando lentamente el dedo de una a otra, comparando lo que en ellas veía. Amanda lo observaba sintiéndose profundamente indefensa e intentando encontrar algo adecuado que decir.

De pronto, Drake soltó un juramento y sacudió violentamente la cabeza.

—¿Cómo has podido hacerme una cosa así, Amanda? Por el amor de Dios, ¿cómo has podido? —agarró uno de los dibujos y Amanda retrocedió como si lo hubiera visto blandir un sable. Con la gracia letal de un depredador, Drake se levantó, dejó caer el dibujo que llevaba en la mano y caminó acechante hacia ella.

—De acuerdo, Amanda —musitó con voz afilada—. Esta vez quiero saber la verdad. ¿Cuándo nació tu hija?

—Amanda tragó saliva, pero la voz parecía haberle desaparecido; era incapaz de decir nada—. ¡Maldita sea, contesta! —como Amanda continuaba sin decir palabra, la agarró de ambos brazos—. ¿Cuándo nació tu hija, Amanda?

—En primavera —se obligó a susurrar al fin—. En abril, el diez de abril. Justo en la época de las azaleas —se le llenaron los ojos de lágrimas—. Julie adora las azaleas. Cree que florecen porque es el día de su cumpleaños —apartó la mirada, incapaz de soportar el odio que veía en los ojos de Drake—. Tú nunca llegaste a ver las azaleas, ¿verdad Drake? Te habías ido siete meses antes de que Julie naciera. Siete meses y tres días exactamente.

—¿El diez de abril? —preguntó Drake, taladrándola con la mirada—. Entonces tú ya lo sabías, ¿verdad? La última vez que estuvimos juntos antes de que yo me fuera ya lo sabías…

Amanda asintió nuevamente. En aquel entonces no estaba del todo segura, ¿pero qué otra cosa podía decir? Ya no quedaba lugar para la mentira.

—¡Dios mío! —gimió Drake.

Amanda casi podía sentir sus dedos pulverizando sus huesos.

—Durante todos estos años… —las palabras le salían a borbotones—. Es realmente curioso. He pasado mucho tiempo intentando entenderlo; sabía que eras joven y que habías sido una niña mimada. Me decía a mí mismo que era lógico lo que había pasado, que tú no fuiste capaz de renunciar a la fortuna de los Larkin. que habías preferido quedarte sin mí a prescindir de los lujos a los que estabas acostumbrada —volvió a maldecir—. Odiaba lo ocurrido, te odiaba a ti, pero al volver aquí, fui lo suficientemente estúpido como para pensar que habías cambiado. Y después de lo que ha pasado esta noche, ya estaba dispuesto a perdonarte todo, a perdonarte estos seis años de vacío y soledad que he soportado.

Amanda sollozó; las lágrimas rodaban ya por sus mejillas. ¿No podía comprender Drake que para ella también habían sido años de vacío y desesperanza?

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¿Pero había sido realmente así?, se interrogó a sí misma. Al menos ella había podido contar con Julie.

—Pero Drake, yo… —empezó a decir.

—Todavía no he terminado —la interrumpió Drake—. Pero ni siquiera ibas a decírmelo en esta ocasión, ¿verdad? Ni siquiera después de lo que ha pasado esta noche, que por lo visto no ha significado nada para ti. Y yo que pensaba… —no terminó la frase, sacudió la cabeza violentamente y se levantó furioso—. ¿No te das cuenta de lo que me has hecho? Me has robado a mi hija a cambio de unos cuantos vestidos de fiesta y un par de viajes a Europa. Me has quitado a mi hija, Amanda.

Los ojos le brillaban de tal manera que, por un momento, la joven pensó que iba a llorar, y estuvo a punto de perdonarle aquel arrebato. Intentó ponerse en su lugar, imaginándose que por alguna razón no hubiera podido ver a su hija durante seis años y fue incapaz de controlar el llanto.

—Oh, Drake. Lo siento, lo siento.

Drake la apartó violentamente de él.

—¿Y crees que eso puede hacer que cambie la situación? ¿Continúas siendo una niña mimada que piensa que basta decir lo siento para que yo te lo perdone todo?

—Tú no lo entiendes.

—Tienes toda la razón, no lo entiendo. Cuando me fui de aquí es posible que no tuviera mucho dinero, pero creo que tenía suficiente dignidad como para que nadie me hiciera lo que tú te has atrevido a hacerme.

—¡Yo pensaba que no te importaba! —gritó Amanda—. Te fuiste tan deprisa… ¡no pude hacer nada para detenerte!

—Oh, estoy seguro de que lo intentaste, ¿verdad? Aunque no creo que tuvieras tiempo siquiera para darte cuenta de que me había ido. Estabas demasiado ocupada haciendo planes para la boda.

—¡Lo intenté, Drake! Lo intenté —susurró Amanda.

—¡Mentira! —dio un puñetazo en la pared—. Habían pasado muy pocas semanas desde que me había ido cuando recibí una carta de Olivia anunciándome tu boda, «por si todavía albergaba alguna esperanza», me decía —se le quebró la voz—. ¡Maldita seas, Amanda! Ni siquiera tuviste el valor de decírmelo tú misma.

—¿Cómo podía habértelo dicho? —gritó Amanda—. ¿Qué crees que podía haberte dicho si te hubiera llamado? No podía mejorar la oferta de mi abuela.

La furia incontenible de Drake se transformó de pronto en una frialdad de hielo no menos peligrosa.

—Porque pensabas que no tenías que hacerlo. Pensabas que tu abuela ya había conseguido librarte de mí —la recorrió de pies a cabeza con la mirada con evidente disgusto—. ¿Todavía llevas el cheque encima? —se acercó a ella y le sacó del bolsillo el cheque que la joven había firmado en el restaurante—. ¿Lo ves? Has conseguido ofrecerme algo mejor que tu abuela. De momento, has doblado la cantidad de dinero.

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Amanda se sonrojó violentamente al darse cuenta de lo que debía estar pensando. En su precipitación, no se había dado cuenta de que se había puesto el mismo vestido que llevaba el día del restaurante, pero era obvio que Drake pensaba que había bajado para pagarle lo prometido. ¡Dios mío!, sollozó Amanda en silencio, ¿por qué no habría sacado el cheque del bolsillo? ¿Y cómo podía pensar Drake que había bajado para ofrecérselo? Después de lo que había ocurrido aquella noche, ¿cómo podía pensar que todavía quería que se fuera?

—Yo no… —no sabía siquiera por dónde empezar—. Yo no pretendía arrebatarte a tu hija, Drake…

Drake la interrumpió con una amarga carcajada.

—¿Qué pretendías entonces? ¿Comprarla? No te atrevas siquiera a decir una sola palabra más. Dios mío, las Larkin sois monstruosas. ¿Crees que tener dinero te da derecho a hacer lo que te apetezca con la vida de los demás? ¿De verdad piensas que el hecho de ser la heredera de Olivia Larkin te da derecho a arrebatarme a mi hija? Hay algo que ni tu abuela ni tú habéis entendido nunca. A la gente no se la puede comprar. Por mucho que te moleste, Julie es mi hija, y siempre lo será. Ahora quiero que llames a ese hombre con el que está y le digas que me la traiga hoy mismo a casa —aquellas palabras fueron como una bofetada en pleno rostro para Amanda.

—No voy a llamar, Drake —jadeó la joven con la voz quebrada por las lágrimas—. La asustarías, y no quiero que le hagas ningún daño.

—Ya no puedes darme órdenes, señorita Amanda. No olvides que ésta es también mi casa —soltó una cruel carcajada—. Son curiosas las vueltas que da la vida. ¿Sabes? Esas azaleas que tanto le gustan a nuestra hija, ahora son también mías, Sí, Amanda. Ahora que sé cuándo es su cumpleaños, yo también podré regalarle una flor ese día. Y ahora, asegúrate de que la traigan pronto a casa —continuó con voz venenosa, y sin darle tiempo a replicar, abrió bruscamente la puerta del salón y se marchó.

Martin, sin dejar de mostrar su extrañeza, estuvo de acuerdo en llevar Julie a Mount Larkin a casa inmediatamente. Después de colgar el teléfono, Amanda fue con desgana hasta la habitación de Drake para darle la noticia, pero descubrió aliviada que no había vuelto. Le dejó en el escritorio una breve nota en la que le decía a qué hora estaba prevista la llegada de Julie y le recordaba que llegaría muy cansada y tendría que irse directamente a la cama.

El resto del día lo vivió como si estuviera en medio de un sueño. Realizó las labores de la casa como un autómata; tras las dolorosas emociones de la mañana, ya no era capaz de sentir nada. Después del desayuno, estuvo hablando con Cicely y con Webster, poniéndoles al corriente de todo lo ocurrido y, a continuación, mientras Webster intentaba consolar a Cicely, se dedicó a sus quehaceres cotidianos.

Estuvo trabajando frenéticamente durante todo el día. Aunque estaba agotada por la tensión emocional y la falta de sueño, se alegraba de tener cosas que hacer,

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pues así evitaba pensar. Le resultaba demasiado doloroso. Cuando tenía algún momento de tranquilidad, aparecían en su mente imágenes de Drake o de Julie, destrozándole el corazón, de modo que intentaba olvidar su dolor y abordaba otra tarea.

Drake regresó al cabo de unas horas. Amanda vio el Jaguar desde la ventana de uno de los dormitorios del piso de arriba, en el que estaba haciendo una cama. Antes de que Drake hubiera tenido tiempo siquiera de apagar el motor, apareció Webster en el patio y la joven observó a los dos hombres mientras hablaban como si fuera una fría espectadora. El rostro de Webster estaba marcado por la preocupación; el de Drake era una fría máscara de piedra. Al final, Drake se dirigió hacia la casa, dejando a Webster con el ceño fruncido y expresión pensativa tras él.

A pesar de su parálisis emocional, Amanda sintió una oleada de afecto hacia Webster. Era una suerte que estuviera en la casa en un momento en el que Cicely necesitaba su fuerza y su consuelo más que nunca. Ella no habría podido ayudar nada a su tía.

Más tarde, preparó la cena, pero no se quedó con los demás a cenar. Le llevó a Cicely una bandeja a su habitación y a fue al dormitorio de su hija para preparar su llegada.

Al ver la camita de su hija, con el oso de peluche encima, sintió en los ojos el escozor de las lágrimas. ¿Qué pensaría Julie, que en su corta vida sólo había recibido amor de todo aquello? Julie siempre había aceptado la explicación de Amanda sobre su padre; ésta le había contado que, aunque no podía vivir con ellas, la adoraba. Pensaba esperar a que Julie fuera mucho mayor para contarle todo lo ocurrido con Drake. Pero con el brusco cambio que habían tomado los acontecimientos…

Amanda se sentó a los pies de la cama y acarició con expresión ausente el osito de peluche. Quizá todo saliera bien. Julie era una niña que aceptaba muy bien a todo el mundo. La continua llegada de gente a Mount Larkin le había enseñado a acoger cariñosamente a los extraños, y, si Drake se mostraba amable con ella, también lo admitiría a él.

¿Y qué actitud tendría Drake hacia su hija? Durante los últimos seis años había cambiado extraordinariamente, pero la noche anterior le había demostrado que todavía podía ser un hombre delicado y cariñoso. Amanda todavía sentía el recuerdo de sus caricias en la piel. Quizá se apaciguara su furia cuando viera a Julie aquella misma noche.

—Son casi las nueve.

Amanda levantó la mirada aturdida. No había querido encender la luz del pasillo y sólo veía la sombra de Drake en el marco de la puerta. No podía ver su rostro y hablaba en voz demasiado baja como para poder interpretar su tono.

Clavó los dedos en el oso de peluche. El avión en el que llegaba Julie salía a las ocho y Martin había insistido en que no fuera a buscarlos al aeropuerto estando las carreteras nevadas. Lo único que le había pedido era que le dejara las luces encendidas por si llegaban tarde.

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Pues bien, las luces estaban encendidas y Julie llegaría de un momento a otro. Amanda sintió de pronto que no estaba preparada para lo que iba a ocurrir; no había leído en ningún lugar la fórmula para enfrentarse a aquella situación. Había vivido durante los últimos seis años convencida de que Drake había salido de su vida para siempre.

—Necesito saber lo que le has contado —Drake dio un paso para meterse en la habitación y se detuvo; observó la pequeña estantería de Julie, el baúl amarillo en el que guardaba sus juguetes y la cama en la que Amanda estaba sentada—. Quiero saber qué le has contado sobre su padre.

—No mucho —respondió Amanda con voz apagada—. Todavía es muy pequeña, y todo es tan complicado —abrazó al osito como si pudiera protegerla del dolor—. Siempre le he contado que su padre no podía vivir con nosotras, pero que la quería mucho.

—¿Nunca le has dicho entonces que tu marido era su padre?

Amanda sacudió la cabeza. Richard se lo había aconsejado, pues pensaba que era lo más fácil para la niña, pero ella no se había sentido capaz de hacerlo.

—Te agradezco que al menos no le hayas mentido en eso —contestó Drake con voz extrañamente impersonal.

Amanda se levantó y dejó el osito en la cama.

—No lo hice por ti —le dijo con voz tensa, y se acercó a la ventana.

Drake no respondió. Ambos permanecieron en silencio durante algunos minutos; la tensión que había en el ambiente era cada vez mayor. Justo cuando Amanda estaba empezando a pensar que ya no podía soportar aquella situación ni un minuto más, distinguió los faros del taxi en la carretera. Se volvió y le dijo a Drake con voz tensa.

—Ya está aquí. Por favor, Drake, ten paciencia. No puedo decírselo esta noche, tendrás que darme tiempo.

—Tómate todo el tiempo que quieras —respondió Drake sombrío—. Después de haber esperado seis años, puedo esperar unos días más.

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Capítulo 9 —¡Mami!

El momento que Amanda tanto había temido, tuvo al final la sencillez de lo inevitable. Julie dejó caer un Mickey Mouse casi tan grande como ella en el suelo del vestíbulo y corrió directamente hacia su madre.

Amanda se arrodilló para abrazar a su hijita, mientras Martin y Drake las observaban en silencio. La joven había pensado presentar directamente a Drake, pero hacía tanto que no veía a Julie que no podía esperar para abrazarla.

—Hola cariño —le dijo, conteniendo las lágrimas—. Te he echado mucho de menos.

—Yo también —contestó Julie, abrazándola feliz, sin ser consciente del alcance que tenía su llegada. Se separó de Amanda y miró hacia las escaleras—. ¿Dónde está tía Cicely? —preguntó, y al mirar a su alrededor vio por primera vez a Drake y vaciló, sintiéndose ligeramente desconcertada. Inmediatamente le dio la manita a Amanda.

—Julie, Martin…, éste es Drake —los presentó Amanda mientras se levantaba—. Es uno de nuestros huéspedes.

Amanda advirtió que Drake se tensaba al oír aquella explicación, pero Julie esbozó una sonrisa radiante. La presentación de su madre situaba a Drake en una perspectiva que la niña era capaz de comprender. Siempre había algún huésped en Mount Larkin.

—Hola —lo saludó Cicely, y volvió a preguntar—: ¿Dónde está Cicely? ¿Está en el piso de arriba? ¿Puedo ir a enseñarle lo que te he traído?

—Claro, cariño —le acarició suavemente la cabeza—. Está esperándote impaciente, dale un beso muy grande.

Y mientras Julie subía corriendo las escaleras, llamando a gritos a su tía, Amanda se volvió hacia Martin.

—Gracias por haberla traído tan rápidamente —le dijo, dándole un abrazo.

Martin se limitó a asentir y a mirar a Drake de reojo. Era evidente que había comprendido lo que significaban los ojos azules y el pelo rubio de Drake.

—Para decirte la verdad, Julie estaba empezando ya a ponerse algo nostálgica —la observó con atención—. ¿Estás bien, Amanda?

—Sí, estoy bien —le aseguró ella.

Todavía no le había soltado la mano a Martin, pero tenía toda su atención puesta en Drake, que permanecía de espaldas a ellos con la mirada fija en las escaleras. A Amanda se le encogió el corazón al sentir intuitivamente la frustración y el dolor de Drake. Sabía que era mucho mejor para Julie que lo considerara un huésped como otro cualquiera al principio, que aprendiera a aceptarlo antes de

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enfrentarse a la verdad, pero comprendía lo duro que debía de ser para Drake. Ver a su hija por primera vez y ser descartado con un simple «hola»… Debía de ser terrible.

Se acercó a él y apoyó la mano eh su hombro. Bajo la luz de la lámpara, su pelo parecía tan suave como el de Julie y, por un instante de locura, deseó acariciárselo, como tantas veces había acariciado el pelo de su hija.

Drake se volvió y Amanda apartó la mano inmediatamente. La furia que se reflejaba en sus ojos no tenía nada que ver con la dulce mirada de Julie.

—¿Se supone que ahora tengo que darte las gracias por los dos minutos de paternidad de los que me has dejado disfrutar?

—No —contestó Amanda titubeante—. Por supuesto que no.

—Mejor así —la empujó para pasar delante de ella ignorando su mirada suplicante y el ceño fruncido de Martin—. Porque no me siento nada agradecido.

Abrió la puerta y entró una ráfaga de aire helado que hizo estremecerse a Amanda. Salió afuera, se volvió hacia ella y le espetó furioso:

—Díselo pronto, Amanda. No quiero tener que esperar eternamente.

La nieve continuó cayendo, cubriendo el paisaje de un manto inmaculado, y durante los siguientes días, permanecieron todos encerrados en la casa, escuchando villancicos y preparando los regalos navideños.

Para alivio de Amanda, Drake no se acercaba prácticamente ni a ella ni a Julie. Parecía contentarse, al menos de momento, con ser uno más entre los habitantes de la casa, y Julie fue acostumbrándose poco a poco a su presencia.

Participaba con los demás en los preparativos navideños, e incluso se reunió un día con Amanda en la cocina para elaborar una rica bebida con la que acompañar la sopa que tanto alababan los huéspedes.

La Navidad estaba cada vez más cerca y llegó el día en el que abandonaron la casa Lina y Tom. Ya no se preveía la llegada de más huéspedes. Amanda nunca los había admitido por Navidad, pues, aunque quizá no fuera la decisión más sabia para las finanzas de Mount Larkin, pensaba que Julie debía pasar aquellas fechas rodeada únicamente de su familia.

Nadie mencionaba la presencia de Drake. Cicely, por supuesto, evitaba enfrentarse a él y, para ello, procuraba que estuvieran siempre en extremos opuestos de la casa. Martin se mantenía también a una prudente distancia; al parecer, todavía no le había perdonado el estallido de la noche de su llegada. De todos ellos, sólo Webster pasaba algún tiempo a solas con Drake. Los dos pasaban largas horas frente al fuego, jugando al ajedrez y hablando entre ellos. Amanda no se imaginaba cuál podía ser el tema de sus conversaciones.

Por las noches, ella se retiraba pronto, acostaba a Julie y, después de leerle un capítulo de La Reina de las Nieves, se iba a la cama, procurando no pensar ni en el

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pasado ni en el futuro, ni en el hombre que en ese momento estaba en su salón, estudiando una jugada sobre el tablero de ajedrez.

Pero una noche, la partida de ajedrez acabó antes de lo habitual y Drake apareció en la puerta del dormitorio de Julie justo cuando Amanda estaba buscando un libro nuevo en la estantería; había terminado el cuento de La Reina de las Nieves el día anterior.

Amanda se quedó mirándolo fijamente, peso Julie le dirigió inmediatamente una sonrisa.

—Hola, Drake —lo saludó, y Amanda intentó sonreírle también.

Drake miró hacia la estantería, donde Amanda estaba sentada, con las piernas cruzadas leyendo los lomos de los libros.

—¿Estás buscando un buen libro?

Amanda asintió, evitando mirarlo a los ojos.

—Sí, pero no es nada fácil. Ya los hemos leído todos muchas veces —le explicó nerviosa—. Creo que Julie se los sabe de memoria.

—Bueno, pues acaba de ocurrírseme una idea —se sentó en el borde de la cama, sonriente. Julie se enderezó al instante, intuyendo encantada que el momento de dormir iba a postergarse un poco aquella noche.

—¿Cuál? —le preguntó, ligeramente avergonzada.

—¿Por qué no nos inventamos un cuento? Tu mamá me ha contado que te encanta inventar historias, y a mí también me gusta —miró a Amanda por encima del hombro y le sonrió de forma inequívoca, cosa que no hacía desde hacía días.

A Amanda empezó a latirle aceleradamente el corazón y tuvo que tomar aire para controlarse. Le había sonreído porque estaba Julie delante, se decía, aquello era una farsa en la que estaban representando el papel de padres felices.

—De acuerdo —Julie lo miró con timidez, pero con abierto interés.

Entonces Drake empezó a hilar una historia encantadora sobre un regalo de Navidad que se había perdido y no había sido encontrado hasta después de muchos años. Le explicó a Julie que él contaría una frase y que ella tendría que inventar la siguiente, y poco a poco fueron tejiendo una historia que al final hizo brotar las carcajadas de Julie y con ellas la risa de Amanda.

Los observaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra la estantería, y de repente se descubrió deseando que aquel momento no acabara nunca. Miraba sus dos cabezas rubias casi pegadas y los dos pares de ojos azules brillando con la misma fuerza; era una imagen que no esperaba poder ver en su vida.

Al cabo de unos minutos, Drake se volvió sonriente hacia ella.

—Tenemos que preguntárselo a mamá —estaba sugiriendo. Amanda se dio cuenta entonces de que estaba tan absorta contemplándolos que no sabía lo que le decían. Pero aun así, hubo algo en la naturalidad con la que Drake pronunció aquellas dos sílabas que hizo que se le encogiera el corazón. Sintió el escozor de las

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lágrimas, y los dos rostros que esperaban expectantes su respuesta empezaron a aparecer borrosos ante sus ojos.

—No lo sé —farfulló, sin saber qué hacer. No quería llorar delante de Julie, pues ésta nunca lo entendería. Se levantó con torpeza y acertó a decir—: Me voy, vendré a verte más tarde, cariño.

Le dio un beso en la frente a su hija y salió corriendo del dormitorio. Una vez fuera, se llevó las manos a los ojos, intentando contener el llanto.

¿Cómo iba a poder soportar aquella parodia? ¿Durante cuánto tiempo tendría que seguir viviendo bajo el mismo techo que Drake, amándolo, deseándolo y siendo consciente de cuánto la odiaba? ¿Cómo iba a soportar ver su creciente amor por Julie, sabiendo que jamás sentiría el más mínimo aprecio por ella?

Apoyó la cabeza contra la pared y dejó que las lágrimas corrieran libremente por su rostro. Era evidente que Drake pretendía comportarse como un padre, como un buen padre, y ella debería alegrarse por ello. Julie lo necesitaba. Pero ella también necesitaba a Drake, pensó sollozando desesperada.

—Lo odias, ¿verdad?

Amanda se enderezó, sorprendida por el tono cortante de su voz. No esperaba que saliera tan pronto, pero intentó recobrar rápidamente la compostura.

—¿Qué se supone que odio?

Drake la agarró del codo para alejarla de la puerta de la habitación de la niña y la condujo hasta el vestíbulo que había delante del dormitorio de Amanda.

—Odias yerme con ella.

Amanda apartó el brazo bruscamente.

—No, por supuesto que no —esperaba que las lágrimas no le hubieran alterado demasiado la voz. Puso la mano en el picaporte de la puerta, insinuando que quería retirarse.

El semblante de Drake se oscureció.

—Claro que lo odias. Lo he visto cada vez que estoy con ella, apartas siempre la mirada. Has intentado impedirme que estuviera cerca de Julie, y ahora no soportas que esté empezando a conocerme.

Amanda giró el picaporte.

—Eso son imaginaciones tuyas. Y ahora, si me perdonas.

—No, no te perdono —puso la mano sobre la suya—. Voy a hacerte una advertencia: tú eres la responsable de que esto se solucione de la mejor forma posible. Esa niña es mi hija, y voy a hacer que me quiera, aunque me cueste el resto de mi vida. Y si intentas interferir en mi relación con ella, por muy sutil que…

Había incrementado la presión de su mano amenazadoramente, y Amanda sintió que su propio enfado aumentaba con igual intensidad.

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—No voy a meterme en tu camino, Drake —le contestó entre dientes—. Pero sí me gustaría que comprendieras una cosa. Si consigues que Julie llegue a quererte, ya no tendrás forma de dar marcha atrás, será demasiado tarde para decidir que en realidad prefieres continuar siendo Roger Stowe, un hombre libre y sin obligaciones.

Ya no podrás venir a mí a pedirme un cheque a cambio de tu partida.

Drake la soltó, como si su frialdad lo hubiera afectado, y Amanda aprovechó ese momento de libertad para abrir la puerta y meterse en su dormitorio.

—No olvides que he tenido el privilegio de verte antes en acción —le advirtió—, y sé de lo que eres capaz, Drake. Un amor de verano es una cosa, pero la paternidad no puede durar sólo unos meses. De modo que, o estás dispuesto a ser su padre para siempre, o renuncia ya a ello.

Y sin más, cerró de un portazo y se apoyó después contra la puerta, con el corazón latiéndole alocadamente en el pecho, y escuchando lo que ocurría fuera. Al principio, no se oía nada, como si Drake permaneciera sin moverse al otro lado de la puerta, pero al cabo de unos segundos oyó sus pasos, lentos y pesados. Parecía estar bajando al vestíbulo.

Aquella noche Amanda durmió mal. Se le repetía constantemente el mismo sueño: corría, gritaba y se caía, corría gritaba y se caía, y así una y otra vez. Cuando por fin se despertó, estaba empapada en sudor y respiraba con dificultad, como si estuviera exhausta.

Era la víspera de Navidad. Amanda se levantó, se obligó a hacer algunos ejercicios y sin preocuparse especialmente por su atuendo se puso un traje azul de lana. Desde que se había despertado, tenía un inquietante presentimiento que no era capaz de quitarse de encima.

Estaba en la cocina cuando oyó el grito. Desde el primer momento se dio cuenta de que era Julie la que chillaba. Dejó el recipiente con los huevos que estaba batiendo en la encimera, corrió hacia la puerta y salió, buscando ansiosamente a Julie con la mirada.

Otro grito rasgó el aire helado del invierno. Procedía de la zona en la que terminaba la propiedad. Ignorando la punzada de dolor que sintió en la pierna derecha, corrió hacia el lugar del grito. «Por favor, por favor», suplicaba en silencio, «que no le pase nada».

Dobló la esquina de la casa justo en el momento en el que un nuevo grito inundaba el aire, y entonces la vio. Drake estaba empujando un trineo rojo, y Julie, enfundada en un abrigo de piel de conejo y un gorro nuevo, iba montada en él, riendo a carcajadas y con los mechones que escapaban del gorro volando al viento.

Horrorizada, vio que su hija estaba deslizándose por la colina, por la maldita colina que seis años atrás había estado a punto de matarlas a las dos.

—¡No! —gritó—. ¡Para, por favor, para! —pero sabía que ya no había forma de atraparla. Julie se deslizaba sobre la nieve a toda velocidad y fue cayendo y cayendo hasta aterrizar en los brazos de Webster.

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Casi sin respiración, Amanda llegó al lado de este último pocos segundos después de que lo hiciera la niña; la agarró y la abrazó con todas sus fuerzas, mientras la regañaba.

—¿No te he dicho que no juegues nunca en esa colina? ¿No te he dicho mil veces que no puedes llegar hasta aquí? No deberías haber hecho esto sin preguntárselo antes a mamá —soltó a la niña y reparó entonces en el abrigo y el gorro nuevo.

—Drake me ha dicho que podía, mami. Él ha sido el que me ha comprado el trineo, y también este abrigo.

Drake acababa de llegar hasta donde ellas estaban con el rostro tenso.

—¿Qué problema hay, Mandy?

Incluso Webster parecía preocupado, y Amanda empezó a sentirse como una estúpida. En cuanto había llegado a Mount Larkin con su hija, había puesto una cerca al final de la colina para separarla de la carretera, y además, Julie habría estado a salvo de todas maneras, estando Webster esperándola a media colina. En ningún momento había corrido el peligro de acercarse excesivamente a la carretera.

Pero aun así, había sido una imagen terrorífica para ella. Aquella colina siempre la había aterrorizado; era la representación de tantas pérdidas, el recuerdo de tanto dolor…

—Lo siento —dijo con torpeza—. No había visto que estaba aquí Webster para agarrarte. Sólo estaba preocupada. ¿Pero por qué no vas con el trineo detrás de casa? Allí la pendiente no es tan pronunciada.

Julie hizo un puchero.

—Yo quiero montar aquí —Amanda se volvió, dispuesta a hacer valer su autoridad. Drake estaba mimándola demasiado.

Pero para su sorpresa, en ese momento Drake levantó en brazos a Julie y le explicó.

—Venga, mamá ha dicho que no —la alzó tan alto que la cría rió encantada—. Vamos al otro lado. Esta parte ya te la conoces demasiado bien, ya es hora de que cambiemos de paisaje —dejó a Julie en el suelo y le acarició cariñosamente la cabeza—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —una vez más, prevaleció la naturaleza alegre y optimista de Julie, que tomó a Webster de la mano y empezó a subir la cuesta, arrastrando el trineo con la otra mano tras ella.

Drake también se volvió, como si fuera a unirse con ellos, pero se detuvo cuando Amanda le tocó el brazo.

—Quiero hablar contigo —le explicó la joven. Drake asintió, pero esperó en silencio a que hubieran desaparecido de su vista Webster y Julie antes de volverse hacia ella.

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—¿Qué te ha pasado, Amanda? —le repitió suavemente, y le secó con una mano el sudor de la frente—. ¿Por qué estás tan asustada?

Amanda odiaba que su cuerpo pareciera derretirse ante el más mínimo contacto con Drake, y rezó en silencio para que éste no lo advirtiera.

—No estoy asustada —lo contradijo—. Estoy enfadada. Julie sabe perfectamente que no puede jugar en esta colina y debería haberme pedido permiso. A partir de ahora, consúltame antes de hacer algo tan peligroso. Aunque ahora te creas con derecho a comprarle juguetes nuevos, soy yo la que marca las reglas. ¿Me has entendido?

Drake se quedó mirándola fijamente sin contestar. El enfado se reflejaba en cada línea de su rostro.

—Hablaremos de eso más tarde —le dijo al fin.

—No hay nada que discutir sobre eso —repuso Amanda fríamente, y se volvió—. Y otra cosa. Ese abrigo es totalmente inadecuado para una niña de la edad de Julie. Debe de haberte costado una fortuna.

—No veo nada malo en ello —contestó Drake enfadado, y la agarró del brazo para obligarla a mirarlo a la cara—. Sólo pretendía que tuviera lo mejor.

Con un gruñido de frustración, la agarró de ambos brazos e intentó acercarla a él, pero Amanda permanecía rígida.

—¿Por qué estás poniendo las cosas tan difíciles? La quiero, Mandy. ¿No te das cuenta? Quiero que se feliz, quiero hacer cosas por ella… Todos los padres hacen cosas por sus hijas. No me saques de su vida, deja que Julie aprenda a quererme.

Amanda apretó los labios, intentando endurecer su corazón.

—El dinero no es lo mismo que el amor, Drake. Julie no necesita tu dinero. No necesita ropas caras, ni juguetes nuevos. Era perfectamente feliz antes de que hubierais aparecido tú y tu dinero.

Drake la miró con los ojos entrecerrados.

—¿Y seguiría siéndolo si me fuera? ¿Es eso lo que estás intentando decirme?

Amanda estuvo a punto de contestar afirmativamente a aquella pregunto, pero prevaleció al final su sinceridad.

—No —susurró—. Creo que si te fueras, te echaría de menos.

No era precisamente el más efusivo de los cumplidos, pero aun así, Drake jamás podría imaginarse lo que le había costado admitirlo. Julie había llegado a apreciar a Drake de una forma tan tranquila, tan natural, que era como si hubieran llegado a reconocerse sin necesidad de palabras. Amanda sabía que nunca podría interponerse entre ellos, y tampoco tenía intención de hacerlo. Aunque ello significara tener que vivir atormentada por la continua presencia de Drake, por el profundo sonido de su voz, por la maravillosa caricia de sus dedos…

Drake clavó los ojos en su rostro y estudió sus facciones hasta hacerla sonrojarse y estremecerse con un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío ambiental.

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—¿Y tú? —la acercó tanto a él que las puntas de sus senos rozaban su jersey blanco—. ¿Me echarías de menos tú si ahora me fuera?

—Sí… porque creo que a la niña le viene bien estar contigo —contestó, intentando no sentir el calor de su cuerpo. Amanda no iba apropiadamente vestida para estar en medio de la nieve y el viento estaba congelándole la espalda, mientras el calor que irradiaba el cuerpo de Drake la abrasaba por delante. Era como una refinada forma de tortura de la que debía escapar rápidamente.

El viento siseaba entre los pinos, repitiendo como un eco el mismo susurro que salió de los labios de Amanda cuando Drake la estrechó suavemente contra él.

—¿Pero y tú? —le preguntó con voz profunda. Oírlo era como adentrarse en un pozo inacabable de deseo. Aturdida por aquella imagen, Amanda cerró los ojos.

—Creo que podría sobrevivir —contestó, esperando que el tono de su voz fuera suficientemente firme y despreocupado, a pesar del temblor de sus labios.

—¿De verdad? —los labios de Drake estaban tan cerca de su rostro que la joven podía sentir su cálida respiración en las mejillas—. ¿Crees que podrías sobrevivir? —rozó suavemente sus labios—. ¿Y no echarías esto de menos? —Amanda entreabrió los labios y Drake deslizó la lengua por ellos, encendiendo un círculo de fuego—. ¿O esto?

Amanda sacudió la cabeza. Una parte de ella todavía quería resistirse.

—No —susurró.

Pero aquella respuesta pretendidamente desafiante no supuso ningún impedimento para Drake, que continuó acariciándole la cintura y deslizando después las manos hasta llegar a sus senos.

—Yo sí —murmuró contra su cuello, y el corazón de Amanda empezó a latir erráticamente.

Mientras Drake deslizaba las manos por sus senos, el cuerpo de Amanda se revolvía de deseo, como un mar agitado en medio de una tormenta. ¿Tendría que ser siempre así?, se preguntaba, ¿seguiría temblando durante toda su vida cada vez que lo viera, continuaría dejándose arrastrar por aquella marea de deseo cada vez que se le ocurriera tocarla?

Gimió en su interior. No podría soportarlo. Entendía perfectamente por qué aquel arreglo le resultaba a Drake tan atrayente. Podía estar cerca de su hija y al mismo tiempo tenía acceso a la madre, a la que al parecer continuaba encontrando deseable. Era consciente de que le bastaba con besarla o murmurar unas frases bien escogidas para que Amanda se derritiera en sus brazos como un cubito de hielo en medio de una hoguera. Podía acercarse a ella cuando le apeteciera y olvidarla al momento siguiente. A Drake no le importaba dejarla sufriendo y necesitada de un amor que él no sentía, ansiando la ternura que tenía reservada para otras mujeres.

Ayudada por aquellos pensamientos, lo obligó a apartar la cabeza.

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—¡Basta ya! —se estremeció cuando Drake se apartó de ella, dejándola sin ningún tipo de protección contra el viento—. Déjame sola. Ya te he contestado varias veces que no.

Cruzó los brazos frente a su pecho, intentando esconder la verdad que se ocultaba tras aquellas palabras.

—Arreglemos esto de una vez por todas, Drake. Estoy de acuerdo en permitirte que pases todo el tiempo que quieras con tu hija, pero no estoy dispuesta a convertirme en tu juguete. Vivimos bajo el mismo techo porque has tenido el privilegio de poder hacerte con una parte de Mount Larkin, pero el derecho a dormir en mi cama no está en venta.

Drake se enderezó como si acabaran de darle una bofetada en pleno rostro.

—Muy bien —contestó muy tenso—. Aunque confieso que tengo cierta curiosidad.

—¿Sobre qué? —preguntó Amanda, arqueando las cejas.

Drake se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y descargó su peso sobre una de sus piernas.

—Si te hubiera comprado a ti un abrigo de piel en vez de habérselo comprado a Julie, ¿tu respuesta habría sido la misma?

La respuesta de Amanda fue una sonora bofetada. Drake no se inmutó, ni siquiera sacó las manos de los bolsillos, pero Amanda tuvo oportunidad de oír el ruido de aquel golpe vibrando en el aire mientras se alejaba.

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Capítulo 10 Aquella noche, cuando ya todo el mundo se había ido a la cama, Amanda bajó

de puntillas al comedor, llevando los paquetes que quería envolver. No había podido hacer muchas cosas durante el día, pues había estado demasiado ocupada intentando contener su propio torbellino emocional y los nervios de Julie, excitada ante la cercanía de la Navidad. Por fin, la casa se había quedado tranquila y podía ponerse a hacer algo.

Pero cuando llegó a la puerta, se detuvo bruscamente, con los brazos llenos de cajas, lazos y papel de regalo, y se quedó mirando consternada al interior de la habitación. No todo el mundo se había ido a la cama, Drake todavía estaba allí, arrodillado delante de una bicicleta a medio montar. La habitación estaba tenuemente iluminada, los únicos focos de luz eran el árbol de Navidad, el fuego que ardía en la chimenea y la lámpara de mesa que estaba utilizando Drake para leer el librillo de instrucciones.

Estaba tan concentrado en su trabajo que ni siquiera pareció advertir su presencia. Amanda se dijo a mí misma que debería irse a la cocina a envolver sus regalos. No podía arriesgarse a que tuvieran otra escenita. Estaban en vísperas de Navidad, aquella época era una época de paz y amistad, no de amarguras; pero su cuerpo se negaba a obedecerla, hipnotizado como estaba con la imagen de Drake bajo aquellas mágicas luces que extraían destellos de plata de su pelo.

Como cada vez que lo veía, sintió una debilidad en las rodillas ya familiar y uno de los paquetes que llevaba en la mano se cayó al suelo.

Al oírlo, Drake levantó la mirada del libro de instrucciones y se volvió hacia ella. A Amanda le dio un vuelco el corazón. Aunque estaba preparada para una fría recepción, la impresionó lo que vio. Los ojos de Drake estaban absolutamente vacíos de calor y eran duros como el granito.

—Lo siento —se disculpó Amanda estúpidamente, y entonces deseó con todas sus fuerzas poder dar marcha atrás en el tiempo. ¿De qué demonios tenía que disculparse?

Drake permanecía mirándola impasible y no hizo nada para ayudarla cuando Amanda se inclinó para recogerla caja.

La joven se incorporó nerviosa, procurando no mirarlo. La falta de vida que había visto en sus ojos le resultaba mucho más alarmante que la furia que los había iluminado en su último encuentro. Al menos el enfado indicaba que tenía sentimientos humanos, pero un hombre con una mirada tan fría como aquella, se dijo, sería capaz de hacer cualquier cosa.

Alzó la mirada y apoyó la mano en el pomo de la puerta para ayudar a sus temblorosas piernas. Drake ya no estaba mirándola. Sin decir una sola palabra, había vuelto a concentrarse en su trabajo.

Su indiferencia hirió el orgullo de Amanda. Pues bien, se dijo, le demostraría que ella también podía ser indiferente. Con la cabeza bien alta, se metió en la

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habitación. ¿Por qué iba a tenerle miedo?, se preguntaba, ¿por qué iba a tener que salir corriendo de su propio salón? Al fin y al cabo, estaba en su casa. Si alguien tenía que irse, era Drake.

Sin decir una sola palabra, dejó sus cosas en la mesita del café y se puso a buscar en el escritorio un rollo de celo.

—La tengo yo —dijo Drake en un tono totalmente inexpresivo. Amanda se volvió y vio el rollo en el suelo, a su lado, entre los papeles que al parecer había estado utilizando.

—Gracias —se acercó hasta allí y se agachó a levantar la cinta.

Durante una media hora, permanecieron ambos sentados en un silencio total. Lo único que se oía era el crujir de los papeles y algún «clinc» ocasional cuando se le caía a Drake alguna herramienta al suelo.

Amanda no podía imaginarse qué podía estar pensando Drake, pero sí que sus propios pensamientos estaban entristeciéndola. Involuntariamente, estaba rememorando la escena de la colina y la bofetada que al final le había dado a Drake. ¿Cómo podía haber llegado su amor a aquellos extremos?

Había llegado el momento de enfrentarse a la verdad: ya no había ninguna esperanza para ellos, ninguna. Era como si hubieran llegado al final de una complicada carretera. Desde que Drake había llegado a la casa, su relación había sido bastante difícil, pero aquel día las cosas habían ido demasiado lejos. Se habían dicho cosas que no podrían perdonarse jamás.

Amanda apoyó la cabeza en la mano. Lo único que tenía por delante era sufrimiento. ¿Qué sería de ellos? ¿Qué clase de vida podrían llevar? ¿Y cuánto tiempo tardaría Julie en darse cuente de la amargura que presidía la relación entre sus padres?

Amanda oyó el ruido de la bicicleta cuando Drake la acercó hasta el árbol, pero no se molestó en alzar la mirada. Seguramente Drake no tardaría en marcharse y, aunque la habitación quedara incluso más sombría sin él, al menos podría terminar el resto del trabajo sin la inquietud que le causaba saber que estaba detrás de ella.

Aunque de momento, se dijo, la inquietud iba a hacerse más fuerte. Alzó la mirada, y vio que Drake estaba a su lado.

—Supongo que debería pedirte permiso para regalarle a Julie la bicicleta —le dijo con la misma voz carente de toda emoción con la que le había hablado al principio—. ¿También te da miedo que monte en bicicleta?

Amanda se sonrojó.

—No, por supuesto que no —dijo acaloradamente—. Pero todavía no sabe andar con dos ruedas, necesita las ruedas de apoyo.

Drake señaló la bicicleta con la cabeza.

—Ya las lleva.

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—Ah, sí. Entonces no hay ningún problema —contestó Amanda, sintiéndose completamente estúpida.

—Bien —Drake arqueó las cejas—. ¿Quieres un informe detallado del resto de los regalos? Me gustaría poder contar con tu aprobación oficial antes de ponerlos debajo del árbol. No quiero que tengamos una escena mañana delante de Julie.

—Y yo tampoco —repuso Amanda cortante—, pero estoy segura de que todos tus regalos son estupendos.

—Entonces no hay nada más que hablar. Buenas noches, Amanda.

Se iba a ir. Al día siguiente volverían a encontrarse frente al árbol, sonriendo e intentando evitar que Julie descubriera lo que realmente sentían. Era una perspectiva deprimente, le destrozaba el corazón.

—Drake…

—¿Qué? —se detuvo, pero era patente su rigidez. Amanda bajó la mirada. Cuando Drake la miraba de aquella forma, con una expresión tan dura, apenas podía creer que unas noches atrás hubieran hecho el amor. ¿Podía ser aquel extraño el mismo hombre que la había hecho arder de amor y deseo?

—No podemos continuar así —le dijo desesperadamente—. Esto no es bueno para Julie, ¿no te das cuenta?

Su tono de desesperación no hizo cambiar ni un ápice la pétrea expresión de Drake.

—Claro que me doy cuenta —contestó Drake—. Lo que no sé es qué podemos hacer para solucionarlo.

Amanda se levantó y se sacudió los restos de de papel que se le habían pegado al jersey.

—Yo tampoco lo sé —apoyó las manos en el respaldo de la silla para poder mantenerse firme—. Pero supongo que si fuéramos capaces de hablar, quizá pudiéramos dejar todo esto detrás.

Drake se giró hacia la puerta, como si le hubieran desilusionado sus palabras y estuviera dispuesto a irse.

—No creo.

—Oh, no quiero decir que podamos perdonamos —contestó Amanda, intentando detenerlo—. Pero quizá, por el bien de Julie, podamos intentar dejarlo en un lugar de nuestras vidas en el que no pueda hacer ningún daño a Julie.

El escepticismo de Drake era evidente.

—¿Te refieres a que establezcamos una especie de control sobre los posibles daños?

Amanda asintió, negándose a dejarse intimidar por su cinismo.

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—No me importa cómo quieras llamarlo, Lo que quiero es que lleguemos a un acuerdo que nos permita convivir pacíficamente. Tengo algunas sugerencias que hacerte y estoy segura de que tú también tendrás algo que decir.

Drake se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo con indiferencia—. ¿Por qué no? Aliviada, Amanda se sentó en un sofá, a pesar de que Drake permanecía de pie, con los brazos cruzados en actitud de reprimida hostilidad.

—Has dicho que tenías algunas sugerencias que hacerme…

Amanda tragó saliva, deseando de pronto poder salir corriendo. Pero ya no podía huir a ninguna parte. El destino parecía haberlos encerrado en la misma jaula y tenían que encontrar una forma de hacer las paces si no querían destrozarse para siempre.

—De acuerdo —alzó la barbilla—. En primer lugar, creo que todo iría mejor si tú no… no me tocaras, por lo menos en la forma en que lo has hecho hoy. Me hace sentirme… incómoda, y eso puede afectarle a Julie.

Adam curvó los labios en una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes blancos y perfectos.

—¿De verdad crees que a nuestra hija le puede afectar ver a sus padres besándose?

Amanda se sonrojó.

—Ya sabes lo que quiero decir. Teniendo en cuenta cómo son las cosas… Digamos que nosotros no somos como otros padres, Drake.

—Me parece una medida un poco exagerada —la recorrió de pies a cabeza con la mirada—. Pero haré lo que tú quieras. No volveré a tocarte, te doy mi palabra.

Amanda se removió incómoda en su asiento. Sintió un extraño vacío en su interior cuando Drake hizo la promesa, pero era la mejor solución, se dijo. No podían hacer otra cosa.

—Gracias —dijo con torpeza—. Creo que eso puede ayudar —alzó la mirada—. ¿Y tú? ¿Puedo hacer algo yo para facilitarte las cosas?

Drake soltó una carcajada, una carcajada en la que no había ni rastro de alegría, y se acercó hacia la ventana, situándose de espaldas a Amanda.

—Sí… podrías dejar de mirarme como si fuera tan condenadamente deseable. Eso me ayudaría.

Amanda lo observó con los puños apretados, sin saber si estaba bromeando o no. ¿Qué podía contestar ella a aquella declaración?

—Lo estoy intentando —le dijo, sorprendiéndose a si misma por su candor. Una hora antes, le habría parecido impensable hacer aquella confesión; era como alertar al enemigo de sus propias debilidades. Pero comprendía que la sinceridad era imprescindible en un momento tan duro como aquél. No había lugar para el orgullo en la prisión en la que ellos mismos se habían encerrado.

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Drake no se volvió; su silueta continuaba recortándose contra la oscuridad del cielo que se veía a través del cristal.

—Sí —comentó—. Supongo que eso es lo que hace que nos encontremos en una situación tan complicada. Si no fuera por eso, podríamos ser como cualquier otra pareja de divorciados. Un número más en esa triste estadística.

Amanda admitió en silencio la verdad que encerraban sus palabras. Julie podría superar perfectamente el hecho de que sus padres estuvieran divorciados. Millones de niños lo hacían. Pero no sería tan fácil para ella soportar el círculo vicioso de hostilidad y deseo en el que estaban encerrados sus progenitores.

Se frotó inconscientemente la pierna derecha, que le dolía ligeramente. En épocas de tensión siempre le dolía más de lo habitual.

—Quizá con el tiempo —aventuró—, sea más fácil, cuando no estemos viéndonos tanto. Quizá vivir bajo el mismo techo sea…

Drake se volvió; las luces del árbol iluminaban su tensa expresión.

—¿De verdad crees lo que estás diciendo? Hemos pasado seis años sin vernos, y mira cómo estamos. ¿Cuántos años piensas que harán falta?

Amanda sabía que tenía razón, ¿pero qué otra cosa cabía esperar? ¿Cómo iban a solucionarlo? Mientras compartieran la custodia de Julie… El corazón le dio un vuelco al considerar la posibilidad de que Drake no quisiera compartirla. ¿Estaría dispuesto a renunciar a Julie? ¿O quizá fuera a proponerle que renunciara ella a su custodia y se la entregara a él?

Alzó la mirada hacia sus ojos y, al advertir que estaba mirándole la pierna, apartó lentamente la mano. ¿Por qué habría dejado que creyera esa estúpida mentira de que se la había lesionado esquiando en los Alpes?

—Quiero que me digas algo —le dijo Drake, que continuaba con la mirada fija en la pierna.

—¿Qué?

—Dime por qué te da miedo esa colina.

Amanda entreabrió los labios.

—Yo… sólo tenía miedo de que Amanda se hiciera daño. Es muy peligrosa.

—No, no lo es. Webster y yo estábamos teniendo mucho cuidado. Y además hay una cerca al final, de modo que es imposible terminar en la carretera. Julie no corría ningún peligro, y sin embargo estabas aterrorizada. No ha sido una reacción normal, Mandy. ¿Qué era lo que te asustaba?

Amanda buscaba a toda velocidad una salida para aquella pregunta, pero no la había. Todos sus pensamientos terminaban empujándola a afrontar la verdad. De modo que, reuniendo todo su valor, se levantó y lo miró ala cara.

—Me lesioné la pierna allí, bajando por esa colina —lo miró, maravillada por lo simple que sonaba la verdad—. Llegó un coche en el momento en el que me caí en la carretera.

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—¿Te caíste o ibas corriendo por ella?

Amanda frunció el ceño. ¿Sabría ya lo ocurrido?, se preguntó. La vergüenza tiñó sus mejillas de rubor. Quizá siempre lo había sabido. Quizá la había visto por el espejo retrovisor y había decidido ignorarla.

—Iba corriendo.

—Me lo imaginaba. ¿Tan repugnante te parecía la idea de tener un hijo mío? —le preguntó con voz quebrada—. ¿O simplemente no te atrevías a enfrentarte a tu abuela? ¿Es que no sabías que hay formas mucho más fáciles de librarse de los hijos no deseados? Estoy seguro de que el bueno de tu marido podría haberlo arreglado.

Amanda sacudió la cabeza, intentando comprender lo que estaba diciendo. Hablaba con una amargura infinita. ¿Cómo podía pensar…?

—¿Es que te has vuelto loco? ¿De qué demonios estás hablando? —cerró los ojos, intentando contener las lágrimas—. ¿Crees que estaba intentando suicidarme?

—Quizá. O quizá sólo estabas intentando —tragó saliva— librarte de mi. O de mi hija.

Amanda se aferró con tanta fuerza al sillón que podría haberlo rasgado. Al principio, una oleada de furia le dejó la lengua paralizada, pero al momento, las palabras empezaron a salirle a borbotones. Era como un volcán que acabara de entrar en erupción.

Se acercó a él con los puños cerrados. Las lágrimas corrían por sus mejillas y, perdiendo el poco control que le quedaba, empezó a golpearle en el pecho.

—¡Maldito seas, Drake! Jamás has sabido cómo soy realmente, ¿verdad? Sólo eras capaz de ver en mí a una niña rica y mimada. Jamás te diste cuenta de que había madurado, de que podía llegar a ser tu esposa, de que estaba preparada para tener un hijo e ir contigo a dondequiera que fuera.

Drake le agarró los puños e intentó tranquilizarla.

—Chsss, Mandy, cálmate.

Amanda se retorcía furiosa, intentando liberarse.

—¡No! Supongo que yo tampoco te conocía, Drake. Pensaba que eras el hombre más maravilloso del mundo, que merecía la pena correr tras de ti, que merecía la pena abandonarlo todo, incluso arrojarme corriendo por esa maldita colina. Pensaba que me amabas, Drake.

Drake le apretó las manos con fuerza y dijo lentamente, como si no confiara en poder controlar su voz:

—Amanda, creo que no lo entiendo. Cuéntamelo todo e intenta tranquilizarte. ¿Cuándo te caíste? ¿Cuándo estuviste siguiéndome?

Después de aquel estallido, Amanda no tuvo que esforzarse mucho para tranquilizarse.

—La noche que te fuiste de Mount Larkin. La noche que mi abuela te pagó para que te marcharas.

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—¿Estabas aquí esa noche?

Amanda asintió sin levantar la mirada.

—Por supuesto que estaba.

—Tu abuela me dijo que te habías ido… con tu prometido —guardó silencio durante unos instantes—. Pero si estabas allí, ¿por qué tuviste que perseguirme? Si querías yerme, ¿por qué no entraste cuando estaba hablando con Olivia?

La furia volvió a asaltarla. ¿Cómo podía hacerle una pregunta tan ridícula? Era como si todo aquello continuara siendo un juego para él. ¿No se daba cuenta de lo que Olivia y él les habían hecho a ella y a Julie? La amargura que había contenido durante aquellos años volvió a bullir en su interior.

—Porque yo no sabía dónde estabas. Entraste de noche, furtivamente, dispuesto a chantajearla y tanto tú como Olivia os mantuvisteis muy tranquilos durante las negociaciones. Ninguno alzó la voz, todo fue muy civilizado. No tuve el placer de oír nada de lo ocurrido, pero ella se encargó de contármelo todo más tarde. Ahora ya puedo comprenderlo todo. Siempre se te han dado muy bien las imitaciones. Estoy segura de que aquella noche hiciste una imitación magnífica del vulgar empleado. ¿Te quitaste el sombrero y hablaste servilmente? ¿Usted quiere que su nieta se case con un tipo rico, verdad? Bueno, pero será más difícil conseguir un buen pretendiente si llega a saberse que se ha estado acostando con el jardinero. En cualquier caso, yo ya tengo ganas de volver a Texas, pero no puedo afrontar los gastos del viaje». Y, por supuesto, mi abuela no se hizo esperar y te entregó inmediatamente un cheque para que te fueras, ¿verdad?

Se mordió el labio, tomó aire y continuó hablando.

—Y yo no me habría enterado de nada si no hubiera oído el motor de tu coche. ¿Te acuerdas de ese coche, Drake? —le escupió venenosamente—. No era tan lujoso como el Jaguar, ¿no es cierto? Tenía un motor mucho más escandaloso…

—¿Se puede saber qué estás diciendo? —por fin reaccionaba Drake. Intentó agarrarla del brazo, pero ella se apartó rápidamente. No quería que volviera a tocarla nunca más—. ¿De verdad crees que eso fue lo que sucedió aquella noche? ¿Crees que yo pedí ese dinero? ¿Estás diciéndome que no sabías que iba a ir a la casa? ¿Que no le pediste a Olivia que te librara de mí?

—¿Decirle eso yo? Estaba desesperadamente enamorada, Drake, e iba a tener un hijo tuyo. ¿Cómo iba a pedirle que me librara de ti? No, Drake, a no ser que pienses que estoy loca, vas a tener que inventarte una explicación que tenga más sentido.

—Olivia me dijo que ibas a casarte con otro, con un hombre rico, y eso fue exactamente lo que hiciste. Tu marido era un hombre «de tu clase».

Amanda estuvo a punto de soltar una carcajada, pero había demasiada amargura en su interior.

—Richard no era un hombre rico. Era el tipo de médico que raras veces puede cobrar una factura. Decía que no se debía importunar a las personas enfermas. Había pasado la mayor parte de su vida en una de las zonas más depauperadas de Georgia.

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Antes de conocerme, sólo llevaba un par de años en Atlanta y había venido porque estaba enfermo y necesitaba un buen neurólogo.

Drake sacudía la cabeza, como si estuviera intentando ordenar sus pensamientos.

—¿Por qué entonces? ¿Por qué, Amanda?

—Porque él me cuidó, ¡ése es el por qué! —sintió que los ojos volvían a llenársele de lágrimas, y empezó a hablar precipitadamente, intentando contenerlas—. Estaba en la sala de urgencias aquella noche, y me atendió después del accidente. Estaba a mi lado el día que le dije a Olivia que no quería librarme del bebé. Nos necesitábamos el uno al otro. Él necesitaba una amiga, alguien que pudiera ayudarlo a soportar su enfermedad. Y yo necesitaba un amigo y un lugar en el que vivir, después de que Olivia me hubiera dicho que un bastardo de Daniels jamás sería bienvenido en Mount Larkin. Y como era evidente que tú no pensabas darle el apellido a tu hijo, también necesitaba a alguien que estuviera dispuesto a reconocerlo.

Ella misma era consciente de la frialdad y la dureza de su voz.

—¿Durante todo este tiempo has estado pensando que yo era una cazafortunas?

—Deberías pensarlo mejor, Drake. Creo que ni la más estúpida de las mujeres abandonaría su relación con un joven y atractivo escritor a cambio de ser desheredada, tener un hijo ilegítimo y casarse con un hombre de cuarenta y ocho años que estaba a punto de morir.

Drake se pasaba nervioso las manos por el pelo.

—Yo… —parecía haber pedido la capacidad de articular palabras. Se frotó los ojos, como si estuviera combatiendo la presión de las lágrimas. Cuando volvió a hablar, lo hizo con la voz alterada por un profundo sentimiento—. Mandy…

Ella no contestó y Drake continuó durante unos segundos en silencio, con la mirada perdida.

—¿No lo sabías, verdad? —dijo al fin. Hablaba suavemente, como silo estuviera haciendo con los recuerdos. Como si Amanda no estuviera en la habitación—. Tú no lo sabías… Ella estaba mintiendo…

Amanda no contestó, ni lo invitó a continuar o a interrumpirse. La tristeza y el enfado la mantenían completamente paralizada.

—Olivia me dijo que tú le habías contado todo sobre nosotros —continuó Drake con voz apagada—. Y que habías decidido enmendar tu error, que querías casarte con otro hombre, con un hombre de tu clase. Y me explicó que te preocupaba que yo apareciera en el momento más inoportuno y te pusiera en un aprieto. Así que por tu bien, estaba dispuesta a pagarme para que volviera a Texas.

—¿Y la creíste?

—Sí —contestó lentamente—. La creí. Me pidió que pensara en tu bienestar, me dijo que estabas arrepentida de tu «indiscreción» y que esperabas que no destrozara tu futuro. Sólo el cielo sabe cuánto pude odiarte aquella noche.

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La angustia que se reflejaba en aquellas palabras alcanzó el corazón de Amanda.

—¿Pero por qué, Drake? ¿Por qué la creíste sin hablar siquiera conmigo? ¿No te había demostrado ya lo mucho que te amaba?

—Supongo que siempre pensé que todo era demasiado maravilloso para ser cierto. Tú eras una Larkin, con todo lo que conllevaba aquel nombre, y yo era un don nadie de una pequeña ciudad de Texas. No tenía nada que ofrecerte. De alguna manera, esperaba que en algún momento te dieras cuenta de lo que estabas haciendo y te arrepintieras.

Amanda emitió un pequeño gemido de protesta, pero Drake continuó hablando.

—No sé cómo pudo enterarse de lo nuestro… Tuvimos tanto cuidado. Eras muy joven, Mandy, y tenías mucho miedo de que alguien lo averiguara y se lo contara. ¿Recuerdas que me decías que tu abuela era capaz de destrozar cualquier cosa, incluso nuestro amor? Tenías tanto miedo… —sacudió lentamente la cabeza—. Yo me había asegurado de que nadie nos viera, y jamás le había contado nada a nadie. Cuando vi que tu abuela lo sabía, me imaginé que se lo habías dicho tú.

Amanda soltó una carcajada carente por completo de alegría.

—Fue Cicely —le explicó con amargura—. Yo se lo había contado esa misma tarde. Había llegado el momento de tomar una decisión: o decírselo a Olivia o hacer las maletas y marcharme contigo. No le dije que pensaba que estaba embarazada, lo único que le conté fue que te amaba. Ella me prometió no traicionarme —sonrió con tristeza—. Pero lo hizo. Después me dijo que lo había hecho por mi bien.

—¡Dios mío! Fue Cicely… Jamás me lo habría imaginado de ella.

—Fue una tontería confiar en ella, estando como estaba completamente sometida a la influencia de Olivia. Pero como tú mismo has dicho, yo era demasiado joven. Afortunadamente, he aprendido a no cometer ese tipo de errores.

Amanda se volvió; no era capaz de soportar la desolación que veía en los ojos de Drake. No parecía posible arreglar todo aquel enredo. ¿Sería así como había sucedido realmente? ¿Olivia les habría mentido a los dos? ¿Bastaban un par de mentiras para destrozar la vida de dos personas?

La zozobra que rodeaba su corazón fue aumentando hasta hacerla sentir que se ahogaba. Sentía un calor asfixiante y, en un impulso, abrió las puertas que daban al porche para contemplar el paisaje tranquilo y silencioso que escondían tras ellas. Hacía una noche hermosa; ya había dejado de nevar y sobre el manto blanco, se alzaba un cielo oscuro, tachonado de estrellas.

Amanda salió al porche y oyó los pasos de Drake tras ella. Este permaneció a su lado, apoyado en la barandilla en silencio. El viento le alborotaba ligeramente el pelo y tenía un aspecto mucho más joven; más joven y vulnerable.

—¿Yo soy uno de esos errores que no volverás a cometer? —le preguntó en voz baja.

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Amanda no contestó inmediatamente. Como cada vez que estaba a su lado, le costaba pensar con claridad. El corazón le latía alocadamente y no podía ignorar el calor que crecía en su vientre. Apartó la mirada de su rostro, esperando poder apagar aquella llama.

—No sé —dijo por fin—. No sé lo que voy a hacer.

Drake permanecía con la mirada perdida en el paisaje y, cuando volvió a hablar, su voz sonó monótona, casi indiferente, como si los detalles que iba a contar ya no tuvieran ninguna importancia.

—Rompí el cheque, ¿sabes? Su dinero, su esnobismo y su crueldad me ponían enfermo, y se lo dije.

Amanda respiró hondo, y alzó la mirada hacia las ramas desnudas de un viejo roble.

Los ladridos de un perro rasgaron la noche durante unos segundos, pero ese fue el único sonido que se oyó. Todo permanecía en completo silencio. Ni siquiera se oía el susurrar del viento entre las agujas de los pinos. Estaban solos con los ecos del pasado…

Amanda se abrazó a sí misma e inclinó ligeramente la cabeza antes de decir:

—Cuando estaba contigo, yo no tenía ningún miedo. Lo único que temía era perder tu amor. Y después temía que sólo hubieras ido detrás de mi dinero, que todo hubiera sido una farsa.

—¿Una farsa? —Drake sonrió, y el calor de aquel gesto familiar atizó los restos del fuego que ardía en el interior de Amanda—. Dios mío, Amanda. Me volvías loco. Nadie puede fingir una cosa así.

Amanda sintió una punzada de deseo al oír su voz baja y profunda. Drake permanecía frente a ella, a sólo unos centímetros, pero Amanda no se movió, ni lo animó tampoco a acortar la distancia que los separaba.

Drake permaneció mirándola en silencio durante algunos segundos y después apartó la mirada para dirigirla hacia la cuesta por la que había bajado Julie aquella mañana; bajo las sombras de la noche, parecía mucho más pronunciada de lo que era en realidad. Amanda siguió el curso de su mirada y se estremeció.

—No, Drake —le dijo, sabiendo instintivamente que se estaba imaginando su caída.

Drake se volvió y midió con la mirada la distancia que separaba la casa de la carretera.

—Maldita sea, Mandy. Era una locura —dijo con voz dura—. Está demasiado lejos y yo iba conduciendo a toda velocidad. No tenías ninguna posibilidad de alcanzarme.

Amanda asintió, y apretó los puños contra su estómago intentando dominar el pánico que la sofocaba cada vez que recordaba lo ocurrido.

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De pronto, Drake se llevó las manos a la cara y soltó un juramento. Permaneció así durante un buen rato y después apoyó las manos en la barandilla, encerrando a Amanda entre sus brazos.

—Olvida todo lo que te dijo, Amanda. Olvida todo lo que has oído —no la abrazaba, pero había apoyado su frente contra la de ella y Amanda sentía su cálido aliento en los labios—. Ya no puede hacernos ningún daño. Todo ha terminado.

Amanda cerró los ojos. Drake le dio un beso en la mejilla y dijo con voz profunda:

—Te amo. Siempre te he amado, Mandy, y sé que tú también me amas. Así que lo único que tienes que decir es que te casarás conmigo. Puedes hacer que desaparezcan los últimos seis años pronunciando una sola palabra.

Amanda tenía tal nudo en la garganta, que no podía pronunciar una sola palabra, así que en silencio, pero con la sensación maravillosa de haber vuelto por fin a casa, apoyó la cabeza en su pecho.

Drake la rodeó inmediatamente con sus brazos y enterró sus labios en su pelo. Y allí, sintiéndose por fin a salvo, Amanda abrió las compuertas tras las que había contenido sus sentimientos durante aquellos años. Por primera vez en su vida, veía claramente lo patética que había sido Olivia y se sentía libre…

—Eh, vuelve aquí —la voz de Drake irrumpió en sus pensamientos. La agarró de la barbilla y la hizo levantar el rostro hacia él—. Este no es el mejor momento para soñar despierta. Te he dicho que vas a casarte conmigo.

—Ah, sí… —susurró Amanda jubilosa, mientras le rodeaba el cuello con los brazos—. Sí, voy a casarme contigo —sentía en su propio pecho los violentos latidos del corazón de Drake—. Si a tu hija no le importa, claro está.

—No le importará —contestó Drake, sonriente—. Le gusto, vamos a escribir libros juntos y te dejaremos que te ocupes de las ilustraciones —le mordisqueó la oreja—. Además —susurró—, le ha dicho a Webster que soy muy guapo.

—No seas tan vanidoso —susurró Amanda entre risas—. Lo único que me gustan son tus ojos… —pero se le quebró la voz cuando Drake la besó. Se estrechó contra él y deslizó los dedos por debajo del jersey para acariciar su pecho desnudo.

Drake la abrazó posesivamente y bajó la mirada. Amanda se estremeció al advertir el amor y el deseo que se reflejaban en su rostro.

—Drake… Drake, te quiero.

—¿Sí, cariño? —sonrió—. Entonces será mejor que le digamos a Julie que su regalo de Navidad es un papá.

Amanda soltó una carcajada y le rozó el cuello con los labios.

—No sé… Julie quería un cachorro.

—Bueno, también se lo regalaremos. Y para el año que viene, ¿qué te parece que la sorprendamos con un hermanito?

Se separó de ella para poder verle los ojos y le acarició delicadamente el rostro.

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—Sí, un hermanito —continuó—. Un bebé con unos preciosos ojos verdes y el maravilloso pelo de su madre.

Amanda quería responder algo gracioso, pero las palabras se negaban a salir de su boca. Drake debió leer algo en sus ojos, porque sonrió y la miró con tanta ternura, que la joven se emocionó. Él reclamó sus labios y, entonces, bajo aquella fervorosa caricia, el pasado se disolvió y se abrió por fin un futuro para ellos.

Fin