Acción Española (Madrid). 8-1935, n.º 78 Arte y Estado Giménez Caballero

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TOMO XIV. - N.' 78 AGOSTO i93S EJEMPLAR: 3 PESETAS A ^ ccion Española Fundador: £L CONDE DE SANTIBXÑEZ DEL RlO Dircctotí IIAMIRO DE MAEZTU IIIIIIIIIIIIIIIIIUIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIHIIIIIIIIIIIHIIIIIIIIIIIIIIIIII Oanto impepial en v^ompostGla M OCHEBUENA del rotundo ochocientos. Fieita de an- sias y de anhelos. El alma se abre en esperanzas nue- vas y las voces resuenan iniciales y magníficas. Nochebuena del rotundo ochocientos. Campanas de Ro- ma tepican alegres y abren en el aire círculos triunfales. Qxx- tejo de nobles, cabalgata larga, clarines desangrando al vien- to, susurro de latines y triunfos litúrgicos. Carlomagno, hin- cado de rodillas ante León III, recibe el peso de una corona imperial. Es Emperador porque Imperio es eso: arrodillar- se ante la Cátedra de Pedro y besar el anillo del Pescador, re- conocer al Vicario de Cristo y amparar a la Iglesia Univer- sal. Carolo Auguño a Deo corónate, magno et pacifico Im- peratori Romanart*m, vita et victoria\, clama el pueblo de Roma y llena de esperanzas las vías imperiales cuando el viento hace florecer cimeras en soberbios airones. Todavía vibrando el Occidente en pulsaciones imperia- les, vuelve a oir al mismo Pontífice otra vez con geálo mag-

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TOMO XIV. - N.' 78 AGOSTO i93S EJEMPLAR: 3 PESETAS

A • ^

c c i o n E s p a ñ o l a

Fundador: £ L CONDE DE SANTIBXÑEZ DEL RlO Dircctotí IIAMIRO DE MAEZTU

I I I I I I I I I I I I I I I I IU I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I I IH I I I I I I I I I I IH I I I I I I I I I I I I I I I I I I

O a n t o impepia l en v^ompostGla

M OCHEBUENA del rotundo ochocientos. Fieita de an­sias y de anhelos. El alma se abre en esperanzas nue­vas y las voces resuenan iniciales y magníficas.

Nochebuena del rotundo ochocientos. Campanas de Ro­ma tepican alegres y abren en el aire círculos triunfales. Qxx-tejo de nobles, cabalgata larga, clarines desangrando al vien­to, susurro de latines y triunfos litúrgicos. Carlomagno, hin­cado de rodillas ante León III, recibe el peso de una corona imperial. Es Emperador porque Imperio es eso: arrodillar­se ante la Cátedra de Pedro y besar el anillo del Pescador, re­conocer al Vicario de Cristo y amparar a la Iglesia Univer­sal. Carolo Auguño a Deo corónate, magno et pacifico Im-peratori Romanart*m, vita et victoria\, clama el pueblo de Roma y llena de esperanzas las vías imperiales cuando el viento hace florecer cimeras en soberbios airones.

Todavía vibrando el Occidente en pulsaciones imperia­les, vuelve a oir al mismo Pontífice otra vez con geálo mag-

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níf ico para clamar gozoso: «Sabed cómo el cuerpo del bien­aventurado Apóstol Santiago fué llevado íntegro al territorio de Galicia en España...»

Era en el año 813. Alta noche de vela, ayunos y oracio­nes de un anacoreta y en el cielo una estrella como un sal­mo de maitines alabando a Dios. Alto roble en índice secu­lar marcando el cielo y la estrella, armonías sobrehumanas. Corren las voces y pronto los caminos se pueblan de rezos y de cánticos y un triunfo de reflejos y ornamentos señala el paso de la peregrinación primera. Teodomiro, Obispo de Iria, entra con su séquito en la espesura, hinca sus rodillas y todo el pueblo ora y ayuna. Se acercan a los sepulcros «tf abrirán o do meu por inspirazón de Deus e virón ser o Santo Corpo do Apostólo que tinha a cabeza courtada, e o bordón dentro cun letreiro que decía: Aquí jaz Jacobo filho de Ze-bedeo e de Salomé, Hirmau de Sant Joan, que matou Hero' des en Jerusalen e veu por mar co os seus discípulos fasta Iria Flavia de Galicia e veu nun carro e bois de Lupa)). Ya se hizo el milagro y ya los vientos llevan a la Cristiandad entera su aleluia triunfal, que es un preludio gozoso de las peregri­naciones.

El viejo Emperador que ja cansado de grande traballo que levara poso en sua voluntade de folgar, ve su sueño turbado en urgencias y llamadas. Un claro varón fremoso que non poderia mais le marca la ruta de un modo imperial: Peregrinar, abrir caminos de fe, que más tarde toda las té­rras de christianos, que ha de mar a mar yrán aló en rroma-ria e averán y de Deus perdom de seus pecados e daranlle y loores polas boas cousas e maravillas que fez e fas.

En una clara mañana de la Edad Media, entre piafar de caballos y entre choque de armas, se elevan los latines en espiral litúrgica y resuenan generosas las alabanzas a Dios. Es la caballería del viejo Emperador que parte para Cali-

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CANTO IMPERIAL KN COMPOSTELA 211

cia. Son los claros clarines que preludian las peregrinacio­nes europeas tocando una marcha imperial.

Quiso el Señor que el cuerpo de un discípulo amado, apareciese en tiempos de esencias de Imperio, permitió que el mismo Pontífice que pleno de autoridad coronó a Carlo-magno fuese el que anunciase el milagro del hallazgo, e im­pulsó al Emperador a hincar sus rodillas penitentes cuan­do ya sus barbas fingían nieves. Y, sobre todo, la impronta divina del hallazgo y ese ponerse en oración para que el de­do de Dios señalase cuál de los tres cuerpos era el del tes­tigo de las sublimidades del Tabor. Hincarse de rodillas que es elevarse, ayunar y orar que es purificarse en dolor y en deseos de amar, así cristianamente, imperialmente y sólo así, se pueden iniciar las peregrinaciones porque son católicas y vivir cristianamente, es vivir al modo imperial.

Christus imferat porque en el seno de la Trinidad bea­tísima, todo es Imperio. Unidad admirable en el misterio sublime, continuidad... ¡Qué más continuidad que lo eter­no!, y como fuerza la Caridad, ese Amor del Padre que al conocerse a sí mismo, expresa ese conocimiento en el Verbo y al amarlo y ser amado deriva del Padre y del Hi­jo como de fuente única una gran corriente de Vida, un Amor subsistente, una Persona, el Santo Espíritu. Ñeque confttndentes personas, ñeque suhstantiam separantes, como frente al arrianismo, afirmaba San Atanasio, aquel gran Obis­po de Alejandría, que en Nicea unió su voz a la española de Osio para afirmar la divinidad de Cristo resucitado.

Todos los Imperios tienen que ser pálidos reflejos de la Vida Trinitaria o no son nada. Tienen que vivir continuos y unidos en olor de Caridad. Tienen que ser santos, católi­cos y apostólicos. Y sobre todos la Iglesia, Imperio de Impe­rios. Por eso, ante el sucesor de Pedro, han hincado reveren-

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tes sus rodillas Reyes y Emperadores, llevando el unánime sentir de sus pueblos,

Trmidad e Imperio: Luz y reflejo. Ya eití la vida en marcha, volver la espalda es morir.

* * *

En los caminos católicos resonaron —paz y gloria— los himnos peregrinos.

Herru Sanctiagu! Got Sanctiagu! Eultreja, Esuseja I Deus, adjHva nos\

Los Flamencos abrían sus pechos nórdicos con invocacio­nes. Un triunfo jacobeo recorría Europa, y de tres puntos cardinales del mundo conocido —el cuarto era Composte-la— se elevaban cánticos de júbilo y alabanzas a Dios. El mundo de entonces converge sus miradas vacilantes en el sepulcro «do Apostólo Sanctiago, criado de Jesuchristo», y encuentra en la ruta peregrina una maravillosa fusión cató­lica que reúne todos los anhelos.

Roma, sede pontificia, piedra angular de la Iglesia; Je-rusalén, densa de recuerdos de la vida de Cristo, guardado­ra del Calvario donde el Verbo encarnado llenó con su san­gre los pulsos tenues de una humanidad dolorida; Compos-tela, meta de anhelos, rumor de pasos penitentes. Las tres —tres puntos sustentación segura— forman el trípode sobre el que se asienta la vida de Europa.

En todos los caminos resuenan los pasos, y el tintineo de «vieiras» en las esclavinas de los romeros tiene el ingenuo sonar de campanas aldeanas. Los bordones dan golpes secos que resuenan en la noche con eco esperanzado. Caminan con

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la vi^a en la blanca lluvia de eálrellas que marcaba su ruta y con la confianza pueila en Dios, recordando las palabras del salmo: «Porque mandó a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos los caminos, sobre las palmas de la mano te llevarán para que no tropiece tu pie ninguna piedra». Tranquilos y seguros Dios ayuda y Sant-Iago.

Para animarse, para fundir en una voz las ansias múlti­ples, los cánticos resonaban espléndidos:

Fiat Amén, Allelma dicamas solemniter, Eultreja, esuseja, decantemm jugiter.

Cubiertos por el polvo del camino, secos de andar y pá­lidos de ayuno, hincaban gozosos sus rodillas al ver por vez primera la silueta de las torres catedralicias y unir, quizá, a la voz de las campanas sus salmos de alabanza. Alegría llenaba su alma, ya no sentían cansancio aunque fuesen como D. Gaiferos, que al ir peregrino,

leva os fes cheos de sangre e non pode mais andar i Mal focado I | Pro he vello! Non sei s'ali chegará.

Y llegó, aunque en G)mpostela cerró sus ojos.

Este e un d'os grandes milagros que Sant-Iago Apóstol jai.

Desde el Humilladoiro —Mons Gaudii—, en donde habían hincado sus rodillas, corrían presurosos hacia el Se­pulcro. Ya no era un marchar acompasado con cantos metó­dicos, era un correr jadeante espoleado de amor. Las fati­gas, los sufrimientos, quedaban monte atrás; cara a la Ba­sílica, el largo camino era sólo recordado como un deseo de

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purificación que ahora, al entrar en Compostela, iba a ser am­pliamente compensado con una Indulgencia generosa.

Ya estaban en la meta, los cánticos pueblan las naves y en todas las lenguas se alaba á Dios. Un viento litúrgico car­gado de anhelos pasea la fórmula de la absolución entre las prietas filas de los peregrinos y eleva como un grito poten­te las palabras rotundas que el sacerdote pronuncia cara al Apóstol :

Be tom a atrom, San Giama\ A atro de labrol (i).

Desaparece el rubor de los pecados y el alma limpia siente intactas alegrías cristianas. Los pechos se abren jubilo­sos, y cuando el «botafumeiro», en amplia curva, recorría el crucero, recogía oraciones para elevarlas en espirales de in­cienso hasta el Señor para que descendiese su misericordia.

En las grandes solemnidades las procesiones recorrían las naves. Iba el Rey con sus reales insignias rodeado de Condes y guerreros ostentando su cetro, símbolo del Imperio español. Delante el Prelado: blanca mitra, doradas sandalias, anillo de oro, báculo de marfil. Larga teoría de canónigos y sacerdotes. Triunfo de cánticos y esplendor de pedrería. Todos eStos aébos y los propios del Jubileo eran vivas explo­siones de fe, ardientes deseos de vida cristiana. Eran actos imperiales porque peregrinar para arrodillarse al final, ala­bar a Dios y cantar salmos son actos de la Iglesia, son triun­fos cristianos, son gestos de Imperio.

Reyes y Emperadores han ido penitentes a Compostela.

(i) El P. Fita traduce:

Bien toma el trueno Santiago I El trueno del labio]

que quiere decir: Recibe benignamente, Apóstol Santo, este grito atro­nador que en todas las lenguas del mundo pronuncia el labio.

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El segundo de los Alfonsos fué el primero que, partiendo presuroso de Oviedo, fué a rendir la corona a quien el cielo entregó el cetro, la espada y la defensa de España. Constru­yó la primera Iglesia y dio tierras y mercedes. Los Alfonsos y los Ramiros, los Bernardos, los Sanchos, los Fernandos, los Car­los y los Felipes; los Reyes de España han ido a postrarse de hinojos ante el Arca Marmórea, Príncipes, Reyes y Em­peradores extranjeros han sentido ansias análogas, y fueron a Compostela llevando con ellos el unánime sentir de sus pueblos. Las peregrinaciones, ya por propia naturaleza im­periales, ven unirse a las largas filas de los romeros a los que en el mundo guardan esencias de Imperio. En la basílica com-postelana se han arrodillado Emperadores más altos; los San­tos. Francisco de Asís, al llegar peregrino, fundó en Com­postela el primer convento español de su Orden, iniciando el movimiento franciscano en España bajo el signo de un mi­lagro. La piedad mariana de Santo Domingo de Guzmán le llevó al sepulcro del que en Zaragoza recibió alientos de la Virgen Santísima. En Compostela se enmarcó preciso el sen­tido peregrino de San Vicente Ferrer, que recorrió Europa entela en triunfante misión de conversiones. Santa Brígida, Princesa del Norte, fundadora de conventos, halló en la sen­da peregrina las precisas normas para su vida futura. A és­tos se han unido otros muchos Santos y Beatos en el me­ditar sereno de las peregrinaciones a lo largo de los siglos. Sus nombres corren triunfantes en piedras y en pergaminos, y hav muchos que guardan su recuerdo envuelto en aromas de leyendas y milagros.

Con Santos y Beatos, con Prelados y Monjes, con Reyes y Emperadores, entonaron sus himnos en las rúas compos-telanas bardos y guerreros, nobles y plebeyos, enfermos y sanos, unidos todos en un mismo sentir, en un católico vi­vir. Esta fusión admirable unió elementos dispersos que flo-

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recían en tierras lejanas y les dio unidad. Con arquitectura y en altos vuelos teológicos pone las peregrinaciones su im­pronta imperial, que al proyectarse en el arte logra que en Compostela triunfe el románico, que es Arquitectura y es Teología y es Imperio. Abarcando grandes volúmenes de es­pacio, con claro sentido de ponderación, surge armónica y triunfante la catedral compostelana. Por los capiteles de la capilla central de las absidales corre alegre la leyenda, que al anunciar la construcción de la basílica, indica la concre­ción definitiva del ideal románico. Paso a paso se miden dis­tancias con estética teológica, y las puertas se abren y las bóvedas se cierran. El maeilro de Platerías concluye su obra y deja paso a Mateo que, en 1188, cierra con el Pórtico de la Gloria el mediodía románico.

El Pórtico no es un amontonamiento de figuras, éibo sería desorden y plebe, y Compostela es Jerarquía y es Impe­rio. El Pórtico es pura Idea, Por todas sus piedras corre un viento de gracia y una savia teológica anima a las figuras. De un lado, paganía y monstruos; de otro, judíos oprimi­dos por la ley antigua. En el centro, la Iglesia triunfante. Todo parece que surge del parteluz en el que impera la ge­nealogía del Redentor. Profetas y Evangeliitas, Angeles tu­riferarios, ancianos músicos, símbolos de la Pasión, todo un resumen de vida cristiana. Presidiéndolo todo Cristo Jesús, mostrando su cuerpo abierto en heridas. Ante el Pórtico no suenan las palabras, hay que escuchar tan sólo la voz inte­rior que habla de Imperio y que habla de Dios. Se eleva quedamente con vibración amable, un cánrico de alabanza, porque éálo es Belleza y sólo en la Verdad cabe lo Bello. Sólo el que está en la Luz puede sentir íntegramente esa sutil conversación de las figuras. Los que están en sombra per­cibirán la parte externa —maravillosa y admirable—, pero

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sólo la envoltura. Es un privilegio más del que gozamos solamente los cristianos.

Unida a la construcción de la basílica y, por lo tanto, a la plenitud románica, corre la vida de Don Diego Gelmírez, recia figura en multiforme representación de ideas imperia­les. AI recorrer hoy su palacio parece que se le oye pisar con gesto decidido y que aún tiemblan en los capiteles sus ben­diciones de hierro y amatista. Entre las naves se evoca fácil­mente su firme silueta en expectante actitud de triunfo. El mismo vigilaba las obras, sentía prisas, y así, según el cóm­puto de Aimerico, cinco años después de un fuego que cas­tigó la Catedral y edificio contiguo, la Basílica se elevaba triunfante.

Mensajeros llegaron de Roma con gloria y honores. Se aumentaba el Cabildo, y el lujo podía desbordarse en el nuevo Arzobispado. La afirmación católica y el triunfo estético, en fecunda hermandad, elevaban la Sede compostelana a sere­nas alturas.

Corriendo en paralelo con la idea de elevar a Compos-tela por la gracia de Dios y los méritos del Apóstol, vibra en él otro pensamiento también imperial: el triunfo del joven Alfonso, hijo de Doña Urraca. En la Basílica recibió las aguas bautismales del mismo Gelmírez. Cuatro años más tarde el Obispo de pontifical y el Cabildo y los clérigos, triunfantes de ornamentos, se encuadran en larga procesión para recibir al Príncipe-niño. Todo el lujo que Gelmírez con­siguió para su Sede, se iba a desplegar para un acto trascen­dental. Ante el altar del Cuerpo del Apóstol, puso el Prela­do al Príncipe, lo ungió y le hizo entrega de la espada y del cetro. Sobre su cabeza colocó una corona de oro y le dio por asiento la silla pontificia, desde donde el nuevo Empera­dor oyó una misa solemne. Concluye el acto religioso y em­pieza el civil. Todos los proceres gallegos tomaron parte en

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el imperial convite en el palacio de Gelmírez. El Prelado, con el óleo compostelano en la frente de Alfonso VII el Emperador, salvó el Imperio occidental de Espafía.

La figura de Gelmírez proyecta su sombra fecunda sobre la vida de Compostela, cuya vida puso en marcha con vo­luntad firme, preciso sonreir de político y paternal servicio episcopal. Bajo su mirada segura todo floreció en aquellos fecundos tiempos del románico. Celebró Concilios y alentó todo aquello que fuese largo vuelo de espíritu. Fué el vivo ejemplo del concepto imperial del modo de regir los pue­blos, que no es sólo solución de problemas inmediatos, sino dar cauces para el correr seguro de los días futuros. Así Com­postela, que ya llevaba una vida imperial, recibe en eáta etapa esencias nuevas que aseguran su imperio en el correr de los años. Pasa el tiempo y llueven olvidos, triunfa la fe y se va ajuálando con trazos más firmes, lo que los peregrinos han ido dejando en su incesante pasar ante el Sepulcro: ese no sé qué que quedan balbuciendo las piedras de Santiago.

Santos y Prelados, Reyes y Emperadores, bardos y gue­rreros, nobles y plebeyos, todos, en católica unión, han ido dejando las notas con los que la Hiftoria, con unidad de fe, entona un canto imperial en Compostela.

* * *

Ante las peregrinaciones España reflexiona —re-flexio-na—, y de eáte doble curvarse en sí misma surge el salto potente y fecundo. Lo que los peregrinos en su llevar y tra^r acumularon en sus piedras, la elevación espiritual que supone una corriente religiosa, dio al Imperio español su fuerza expansiva. A lo largo de los caminos, entre cruces y cruceros, en monailerios y hospitales, fueron los peregrinos dejando una vibración católica, la que a ellos les impulsaba.

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Siglos más tarde recogimos su herencia que, unida a la ten­sión continua de reconquistas, dio luces nuevas al sol que bri­llaba sin pausas en nueábro Imperio. Era aquel católico sen­tido peregrinante, que se expandía en la rosa de los vientos, llevando la Cruz para abrazar a todos. A lo largo de la his­toria, en el correr de siglos, hay siempre un gesto espa­ñol que se convierte en geáta. Al Oriente han ido catalanes y aragoneses en presurosa expedición de conquiálas. Y cuan­do en América, virgen de plantas cristianas, resonaron las primeras voces con ansia universal, fueron en nombre de España. Nueilros tercios han pueilo calor de cruces entre las brumas frías de los Países Bajos. Toda una hiitoria expansi­va y criiliana, teniendo como norma aquel peso de corona que en el rotundo ochocientos gravitó sobre un Emperador peregrino de Compostela: defensa de la Iglesia universal, baluarte firme contra herejías. Eite es el signo de España en su \ivir imperial de peregrinación de todos los caminos.

jQué ha quedado de eite Imperio en Compoátela? La impronta indeleble, lo que los tiempos hacen en su fluir mo­nárquico, lo que en vano pretenden deitruir los «nuevos ricos» de la historia.

Oigamos en cualquier rincón compoftelano las campa­nadas de los bronces catedralicios que encuadran las horas con sonora gravedad imperial. Son lentas de tiempo, arras­tran siglos que pasean en sus círculos sonores entre las rúas. Vibra la ciudad con temblor intacto y parece que las figuras arrancadas de códices y enterramientos se levantan para po­blar de vida los rincones. Hay un cortejo imperial de som­bras V ruidos que recorre calles, atraviesa plazas y se detiene extárico para ver cómo el Obradoiro, también imperial con sus liqúenes en natural dalmática, llora el pecado de haber quitado perspectiva al Pórtico de la Gloria, apartando de la vida la arquitectura teológica.

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ComposteJa —símbolo y guia— vive en el miAcrio de sus campanas, entre liqúenes y granito, una vida callada al modo imperial, esperando el claro clarín de marcha, para que al ser Dios glorificado en todo surja España apostólica. España una, España imperial.

ARMANDO DURAN MIRANDA

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t n l a p e n d i e n t e

r l i s t o p i a d e t r e s a ñ o s 0)

IV

L A O P I N I Ó N

De eálas adividades políticas ha sido el público espeda-dor y juez. Interesa darse cuenta de cómo, en qué sen­tido y con arreglo a qué leyes reacciona el público. Son

cuestiones éálas que nos obligan a remontarnos a los orí­

genes Hace cuatrocientos años que los abusos del poder per­

sonal en el orden religioso primero, y después en el orden político, han provocado la reacción del individuo y la indis­ciplina del propio sentido. Reforma y humanismo, unidos en la base, divergentes en la acción, solidarios en sus conse­cuencias, produjeron, a últimos del siglo más ordenado que h? exiátido nunca, los primeros movimientos del libre-pensa­miento. Los nombres de Bacon, de Bayle, de Locke, de Saint-Evremond y algunos otros, eitán adscritos a eátos comienzos.

De ahí arrancó la empresa de vulgarización, a la que, no sin abuso, se ha dado el nombre de filosofía y que, al

( I ) Véase núm. 77.

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ganar a todo el siglo XVIII, a las clases dirigentes sobre todo, hizo surgir la Revolución Francesa. El impulso así dado reper­cutió a lo largo del siglo XIX. Tras de algunas altemarivas, la Tercera República fundó, sobre la base así construida, un régimen que dura desde hace más de sesenta años.

Esta doctrina, en la que se anuncia, si no se satisface, la independencia de la razón, no deja de tener sus postulados, a pesar de sus pretensiones críticas. Afirma a friori la bon­dad natural, que aún está por demostrar, y el progreso inde­finido que no es posible reconocer históricamente ni en las cosas ni en los hombres. Pretende descubrir, mediante el es­tudio de las sociedades primirivas, las leyes sociales y hacer de la moral una ciencia ajena al ser humano; vuelve la es­palda al misterio, que una tras otra han reconocido las ido­latrías más elementales y las religiones más elevadas; y en nombre de la experiencia veda al hombre la inquietud me­tafísica.

De todo ello nace inevitablemente la guerra al pasado. Y como la Iglesia es la más antigua y la más fuerte de las tradi­ciones del pasado, la guerra a la Iglesia es su inmediata con­secuencia: «¡Oh naturaleza —exclama Diderot—, y vos­otras, sus hijas: virtud, razón, verdad, sed siempre nuestras únicas divinidades!». La ciencia y el progreso, transposición laica de lo sobrenatural, levantan bandera contra bandera, re­ligión contra religión.

Ese mesianismo, que se traduce en abstracciones —demo­cracia, libertad, fraternidad, justicia, humanismo, voluntad general, igualdad sobre todo, que es, sin embargo, una no­ción de orden más bien matemático que experimental—, se ha adueñado, por la «declaración de los derechos del hombre», de la vida francesa. El individualismo caracterizó las leyes de la Ganstituyente y de la Legislativa. Voltaire no había

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EN LA PENDIENTE 223

necesitado esperarlas para aconsejar al egoísmo: «cultivemos nuestro jardín».

El ataque continuó en el siglo XIX contra la Restaura­ción, contra la Monarquía de julio, contra el segundo Impe­rio; y en el seno de la República aún se ha amplificado. El alma de los partidos que lo dirigían eran las sociedades secre­tas, hijas de las sociedades de pensadores del siglo XVIII y depositarías del espíritu revolucionario. Igualitarias, republi­canas, anticlericales, esas agrupaciones fueron durante cin­cuenta años las animadoras de las insurrecciones europeas.

La más activa de entre ellas, la mejor disciplinada, la más ipficaz es la francmasonería. Esta fuerza, despreciada por unos, exagerada por otros, ha desempeñado en la historia mo­derna un papel esencial, que no por haber cambiado con los tiempos y los lugares ha dejado de obedecer a principios in­variables. Es un error pretender que todo puede explicarse culpándola a ella; la vida no es tan sencilla. Pero la historia política sería ininteligible si no se la tuviera en cuenta.

La masonería francesa, después de haber manejado y de tener más o menos a su devoción a Napoleón I, la Restaura­ción, Luis Felipe y Napoleón III, vino a encontrar en la Re­volución del 4 de septiembre el coronamiento de sus deseos. Crémieux había dicho en 1848: «la República está en la ma­sonería». Blarin confirmaba, treinta años más tarde, que la República es «la masonería fuera de sus templos». En el Congreso radical socialista de Clermont-Ferrand de 1934, Ca-mille Chautemps, gravemente comprometido en el asunto Stavisky, no vacilaba en acogerse a la protección de la Lo­gia proclamando solemnemente: «Le debo mi formación in­telectual y mi formación moral». Eáta profesión de fe le ha valido, a pesar de los cargos que sobre él pesaban, la solida­ridad disciplinada de las izquierdas.

Hay hechos irrefutables: Los primeros compromisos re-

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publicanos los suscribió Thiers, después de la G)mune, ante los masones de Lyón; de acuerdo con la masonería fué como Gambetta y sus amigos realizaron, de 1873 a 1877, su cam­paña anticlerical: aEl clericalismo, \ he ahí el enemigo!... ¡ A-plastemos a la infame!» Y no de otra parte que de la doc­trina masónica proceden —ideas y hombres— la política escolar de la República y las leyes que la han definido.

El plan era viejo y no se había recatado en absoluto. Ya en 1866 el masón Jean Macé fundaba la Liga de la Enseñanza, y hacía públicos sus fines. No bastaba el triunfo alcanza­do sobre la Iglesia sesenta años antes por la creación de la Universidad imperial. Para ser arbitros de la política era pre­ciso dominar la escuela primaria y orientarla franca y enérgi­camente hacia el porvenir, contra el pasado. Fué obra de al­gunos hombres: Jules Ferry, Paul Bert, Steeg, Pecaut, Mo-nod, Fcrdinand Buisson, Rabier, sectarios honrados, pero en­cendidos de pasión, a los que llamaban los obispos protestan­tes y para los que la inspiración masónica neutralizaba toda formación confesional. Ellos hicieron de la escuela el reducto central de todas las fuerzas de izquierda.

Se comenzó por forjar el instrumento. Con la gratuidad como medio y la neutralidad como cebo, la escuela, sustraí­da a la influencia religiosa y con un reclutamiento homogé­neo asegurado por los viveros de maestros, se dedicó más a la formación política de la juventud que a la enseñanza des­interesada. El propósito era, como entonces se decía, liberar los espíritus.

El decreto de 7 de mayo de 1794 había declarado que la República reconocía la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. La escuela republicana fué la escuela sin Dios. Para defenderse contra el pasado, afirmó que la hiáloria de Francia comenzaba en 1789. Para preservarse del oscuran­tismo pretendió no enseñar más que hechos. Acumulando

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EN LA PKNDIENTK 225

nomenclaturas y nociones experimentales, excluyó de sus pesados programas todos los problemas del alma y de la vida moral. A esto llamaba, por un exceso verbal más que secu­lar, realizar obra científica.

Como la naturaleza, sin embargo, tiene horror al vacío, incluso en pedagogía, la escuela se vio precisada a buscarse un dogma. No sólo encontró uno, sino varios. El primero en el orden cronológico fué ese nacionalismo democrático, debido a los viejos jacobinos y que profesaban los primeros maestros. Fué luego, para obedecer al progreso, esta religión de la humanidad, que es la de las Internacionales y que hace ol­vidar a los niños el amor al país, el respeto a la familia y el orgullo del pasado, en tanto que las escuelas alemanas se han conservado fieles a las lecciones de Fichte.

A estas dos doctrinas corresponden dos períodos en la his­toria del personal. En el primreo, los maestros eran, por re­gla general, radicales socialistas. En el segundo, son en su ma­yor parte socialistas y comunistas. En los dos casos han apren­dido en sus escuelas normales a meditar la frase de Jean iMacé: «Nosotros no tenemos que hacer pedagogía, sino propaganda republicana».

La República que se enseña en muchas de nuestras escue­las, es la de Marx y Lenin: un régimen puramente materia­lista, sin una preocupación de metafísica, de moral o de ética. Se ofrece a la juventud una doctrina que sólo se preocupa del cuerpo; en que las dos abstracciones, trabajo y sociedad, aplas-tatj a los individuos. Este empirismo utilitario, que orienta los espíritus jóvenes hacia las formas provechosas de la ac­tividad, ha dado lugar a una regresión brutal de las nociones de dignidad humana y de solidaridad nacional.

El hombre es para semejante sistema, el fin del hombre; y la anarquía individualista no encuentra límite más que en el estatismo despótico, que es la culminación política del

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socialismo. Ocuparse de otra cosa más que de sí mismo, es exponerse al dominio del «tirano metafísico». ¿Cómo iba a desoír esta llamada el pueblo castigado por la vida? El interés, aunque sea ilusorio, es el más tentador de los guías: la Re­volución debió lo mejor de su fuerza popular a la supresión de los derechos feudales; Napoleón debió la suya al compro­miso de no restablecerlos y a la decisión de no devolver sus bienes a los emigrados; la Restauración, a la abolición de los derechos reunidos. Los pueblos son materialistas por ins­tinto.

Y volvemos a encontrar aquí a la francmasonería en su forma más reciente. La sociedad filosófica y filantrópica de 1721, se ha trocado, cuando menos en Francia, en una em­presa de dirección del Estado —en un mismo sentido análo-í.

go al que los Jesuítas daban a la palabra dirección—, y de explotación del Estado en provecho de los iniciados. Ciertas carreras rápidas y fructuosas, en las administraciones, sólo son posibles con su apoyo. Para triunfar rápidamente era preci­so, en otros tiempos, ser noble o regicida. En la Tercera Re­pública es preciso ser francmasón.

Esta persecución del interés, nacida de la enseñanza pú­blica y fortificada, desde hace medio siglo, por el ejemplo, ha dado lugar a la creencia de que el ciudadano tiene dere­cho a esperarlo todo del Estado. ¿No se ve cómo por media­ción de los elegidos se reparten entre particulares, converti­dos en rentistas a costa del Estado, más de la mitad de los ingresos públicos en forma de salarios, indemnizaciones, re­titos, subsidios, subvenciones y gajes? La enseñanza del egoísmo en la escuela, prepara y dirige el juego de las de­magogias electorales y parlamentarias.

En ello encuentra la muerte todo ideal colectivo. Hasta en la última aldea, so pretexto de progreso, se ha desviado a los jóvenes del sentido de la tradición. Hemos llegado a ser

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—Único en su género— un país que odia su pasado. En la es­cuela ya no se habla de Dios desde hace cincuenta años, Ya no se habla de la patria desde hace treinta. Desde hace quince ya no se habla de la guerra. Por temor a un nacionalismo francés, se huye sistemáticamente, de pensar en los naciona­lismos vecinos. Para predicar la paz, que todos los franceses desean, se mvocan los motivos más bajos: menor esfuerzo militar y menor esfuerzo fiscal.

Después de recibir estas lecciones, el ciudadano vota. Ya no cree, ni poco ni mucho, en la eficacia del sufragio univer­sal. Es escéptico en cuanto a su soberanía y a sus resultados. Desprecia desde luego, y a veces injustamente, a aquellos a quienes elige, lo que, por otra parte, no impide que los reeli­ja, aun después de haber corrido desagradables aventuras, ya que al materialismo no le sorprende que la influencia se pon­ga al servicio del dinero (i). Sobre la masa pasiva de los ciu­dadanos hacen presa unos millares de vividores.

De ahí viene la continuidad de los hombres y de las opiniones. El francés es poco aficionado a cambiar. Sus vo­tos son estables, y lo que produce las mayorías parlamenta­rias es el cambio de postura de unos pocos. Nuestro pueblo se ha inclinado ante todos los golpes de Estado, que París le enviaba por telégrafo; y, hasta última hora, ha amado todos los regímenes nacidos de esos golpes de Estado. Seis meses antes del 4 de septiembre, otorgaba siete millones de votos a Napoleón III.

La resistencia, por parte de una opinión así formada, no es frecuente. Antes de la guerra, no le preocupaba lo más mí­nimo la amenaza alemana, y en abril de 1914 había elegido

( I ) Nunca se ha visto que cualquiera de los muchos escándalos co­nocidos —asunto Wilson, Panamá, asunto Rochettc, Hanau, Oustric, Sia-visky— hayan ocasionado un perjuicio duradero a los parlamentarios-com­prometidos.

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una mayoría para que aboliese la ley de los tres años, votada algunos meses antes. Cuando Ribot señaló un posible peli­gre de guerra, esta mayoría le gritó: «¡Ah! ¡No! ¡Nada de eso!» Y le derribó sin pensarlo un minuto. Después de la paz, Francia ha parecido indiferente lo mismo a la ame­naza de la quiebra, que a la de la guerra civil, que a la de la guerra extranjera. Cierto que se produjo un destello el 6 de febrero, pero, inmediatamente después volvió el letargo. En todos los tiempos —Liga, Fronda, Revolución, Monar­quía de julio, Commune—, París se ha puesto dificultosamen­te en armonía con el resto del país.

Se me dirá, acaso, que, desde hace tres años, el pueblo, o alguna parte del pueblo, ha demostrado ruidosamente su descontento. Es cierto. Lo han hecho los agricultores, los co­merciantes, los sin trabajo. Pero, ¿por qué razón? Siempre por cuestiones de dinero, cuya gravedad nadie desconoce, pero que, como el silencio que rompen, son de base materialista y sin el menor matiz de ideal. Los franceses mejores, los que han expuesto generosamente su vida por el país, impulsados por sus dirigentes han limitado su acción a reivindicaciones utilitarias. Y uno piensa en la frase del Duque de Broglie: 'lEl sufragio universal carece del sentido de la vista. No tiene más que el del tacto.»

No se diga que el caso no es específicamente francés y que en todas partes el mismo ruido de calderilla arrulla el sueño de la humanidad. En primer lugar, esto no es del todo exacto. Pues si Bélgica, Inglaterra, España, los Estados Unidos, se han hundido, con nosotros, en el egoísmo mate­rialista, ni Italia ni Alemania, naciones más jóvenes, pare­cen, en los últimos años, participar de la rutina imprevisora y blanda que pesa sobre la vida francesa, ni haber perdido el sentido de lo colectivo. En segundo lugar, aunque la deca­dencia fuera universal, un pueblo como el nuestro, que ha

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ejercido, a través de los siglos, una misión civilizadora, no de­jaría de tener un deber propio que cumplir.

La historia demuestra que esta ruina del espíritu públi­co que disgrega la sociedad, no es el estado normal de Fran­cia, Francia se ha visto conducida artificialmente por unas doctrinas, una enseñanza y una política, que acaso no hayan previsto el resultado de su triunfo, pero cuya responsabili­dad no podrán eludir. Esta política ha llevado al límite de elasticidad el resorte nacional. Francia no opone ya reacción ni a Jos actos de sus dirigentes, ni a los actos de los dirigentes de otros países. Si se le quiere devolver la capacidad de reac­ción, es preciso atacar las raíces del mal.

V

E L 6 DE FEBRERO

En el triste juego de los partidos y en la atonía de la opinión que señalan los tres años transcurridos desde 1932 a '935, la jornada del 6 de febrero de 1934 ha brillado con trágico resplandor, excepción aislada que confirma la regla.

Desde primeros de enero se oía gritar; «¡Abajo los la­drones!», y ese grito no tenía nada de metafórico. El asun­to Stavisky, ahogado meses y meses por ministros, policías y magistrados que lo conocían perfectamente, de pronto, ha­cia fines de diciembre de 1933, había llegado a conocimiento del público, que se asombraba ante la tremenda estafa cometi­da por medio de instituciones de carácter público bajo la vi­gilancia del Eátado, y con la ayuda de cartas oficiales firma­das por los mismos ministros a quienes su cargo obligaba a descubrirla y castigarla.

Aparecían más o menos comprometidos en ella una vein-

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tena de parlamentarios, pertenecientes, bien al grupo radical-socialifta de la Cámara, bien a la izquierda democrática y radical-socialiáta del Senado, entre los cuales había varios ex mmistros y ministros en funciones. Es evidente que los hom­bres que ocupaban el Poder, Camille Chautemps primero y después Daladier, afectaban no ver en ello más que un he­cho banal de «sección de sucesos», para tratar de conseguir que ni en el orden judicial ni en el parlamentario se hiciese el menor esfuerzo sincero para descubrir ni para sancionar.

La jornada del 6 de febrero nació de la repugnancia que inspiraba este espectáculo. Por parte de los manifestantes no hubo aquel día ni complot ni motín. De los 30.000 hom­bres que iban a ser recibidos en la plaza de la Concordia y en los Campos Elíseos por las balas gubernamentales, sólo una pequeñísima parte pertenecía a las agrupaciones de derecha o de izquierda. Las nueve decimas partes eran buenos fran­ceses, indiferentes a la política, pero celosos de la honradez, que acudieron sin armas, con las manos en los bolsillos, para dar fe de la común opinión, con la conciencia de que ejer­cían un derecho, sin obedecer a ninguna consigna.

En condiciones análogas, otras aglomeraciones no menos importantes habían ya venido al mismo lugar a manifestar otros eilados de espíritu muy semejantes; en 1889, mien­tras se esperaba la laboriosa dimisión del señor Grévy; en 1898, con ocasión de la dimisión del general Chanoine, mi­nistro de la Guerra; en 1899, con motivo de la elección del señor Loubet. Pero los guardias nunca habían hecho fuego.

Ya se sabe lo que ocurrió luego: unas fuerzas policíacas desencuadradas, sin jefe, que por tres veces hacen fuego sobre los manifestantes; veintiséis muertos y centenares de heri­dos, empleados, comerciantes, ex combatientes casi todos, que de haber tenido la intención de recurrir a la violencia, lo hubieran )iecho de otro modo, ya que no carecían de la expe-

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riencia necesaria. Una maniobra política ha intentado descar­gar la culpa sobre los muertos. Pero la falsedad es eviden-

Por la noche, mientras la radio del señor Mistler, minis­tro de Comunicaciones, anunciaba que el señor Daladier aca­baba de obtener una doble viéloria —una en la Cámara, otra en la calle—, el jefe del Gobierno, que por la tarde, anonada­do en su banco, se había mostrado tan incapaz de hacer ce­sar el fuego como de contestar a los que le interpelaban, me­ditaba un plan de detenciones arbitrarias y de represión re­forzada con acompañamiento de tanques... De madrugada, disipada la embriaguez por el nuevo día, los ministros, sin decir palabra, abandonaban su puesto. Y el Elíseo llamó al señor Doumergue.

Durante la jornada del 7 eáta llamada fué repetida en tres ocasiones, como una imploración, por el Presidente de la Re-piíblica, el Presidente del Senado y el Presidente de la Cá­mara, que, nueve meses después, parecían no conservar el mtnor recuerdo del caso. Al señor Doumergue lo recibieron en París las aclamaciones del pueblo. En aquel momento po­día haber hecho lo que hubiera querido: desde dar a su Ministerio la forma que le conviniese, hasta exigir y realizar las más profundas reformas.

Excesivamente escrupuloso y modeálo, prefirió limitarse

( I ) Esta evidencia, radicalmente contraria a las conclusiones partidis­tas formuladas por la Comisión investigadora del 6 de febrero, ha sido reconocida por hombres de izquierda. El Sr. Déat, socialista de Francia, ha escrito: «El 6 de febrero, sobre la Plaza de la Concordia, había, sin duda, gentes que habían sido convocadas por sus ligas y sus asociaciones. Pero oUí, más que nada, había una masa de franceses que no pertenecían i ningún partido, y que pedían simplemente que se desembarazase a la República de aquellos que la deshonraban.» Por su parte, Edouard Pfeif-fer, Secretario general que fué y miembro del partido radical-socialista, escribía: «El descorazonamiento general ha sido la causa principal de la manifestación del 6 de febrero.^

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a realizar el-servicio que se le pedía y proceder, por los me­dios normales, al restablecimiento de la paz civil. G)nstitu-yó, pues, un Gabinete con arreglo a las viejas fórmulas de unión nacional, haciendo ministros incluso a algunos que aca­baban de serlo del Gabinete Daladier. Después, lograda la calma de la calle, el jefe del Gobierno chocó, como le había ocurrido al señor Poincaré en 1926, con la herencia habitual del Cartel. El déficit abrumaba el presupuesto y, como de costumbre, el Tesoro eilaba exhausto.

El Ministerio Doumergue duró nueve meses. Merced a los decretos de economía, redujo en tres mil quinientos mi­llones los gastos públicos. Hizo que se votase una reforma fiscal destinada a aliviar el peso de ciertos impuestos y a re­animar los negocios. Rectificó, con su nota del 17 de abril, la situación de política exterior que marchaba a la deriva.

Llegado el verano, y próxima la reapertura del Parlamen­to, el jefe del Gobierno, en uno de aquellos discursos al país que daban tan cálida impresión de sinceridad y de deseo de servir, hizo pública su intención de proponer una reforma constitucional (i). Efta reforma, por limitada que fuese, exi­gía nada menos que dos votos concordantes de las áos Cá­maras y la reunión en Versalles de una asamblea nacional... Halaba bien. Pero era demasiado tarde.

Demasiado tarde; porque apenas libres de la amenaza po­pular, los ministros del 6 de febrero, su partido y sus afines, dando al olvido su espanto, habían recuperado el guálo por la lucha. El 12 de de febrero, socialistas y comunistas habían organizado ya en París, con la simpatía de la prensa radical, una manifestación subversiva y una huelga general de una hora de los servicios públicos. Días más tarde, los radicales socializas, no obstante formar parte del Gobierno, se adhirie-

(i) Discurso dd 24 de septiembre de 1934.

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ron al Frente común para decorar todos los muros de Fran­cia con un inmenso cartel firmado por doscientos catorce par­lamentarios de izquierda, en el que se declaraba la guerra a todo lo que procedía del 6 de febrero; al Gobierno, por lo tanto.

Así comenzó el doble juego. Por medio de los cinco mi­nistros que tenía en el Gabinete, el partido radical-socialista se cubría con el nombre del señor Doumergue. En las asam­bleas le daba una gran mayoría de sus votos. Pero por la masa de sus cuadros y de sus militantes restablecía en la calle el acuerdo con los socialistas. Se vio con toda claridad en el mes de marzo, en el Congreso de Clermont-Ferrand, en el que, por bajo de una aparente conciliación final, rugieron cóleras furiosas contra la tregua, contra el Ministerio y contra su jefe, sospechoso de querer modificar la Constitución y, acaso, disol­ver la Cámara. Cuando llegaron las vacaciones a principios de julio, las izquierdas tenían ya decidida la muerte del Go­bierno. Faltaba la ocasión, que si no se presentaba ya sabrían ellas mismas crear.

Un primer ataque se perfiló a fines del mismo mes, cuan­do, llamado por la Comisión investigadora del asunto Sta-visky para declarar ante ella bajo juramento, dije, como me imponía mi deber, todo lo que yo sabía del escándalo. Ataca­do desde los principios de marzo por la prensa de izquierdas con una campaña torpe, pero odiosa, que sus mismos auto­rías habían de apresurarse a desaprobar en mi presencia, me vi, obligado por el deber de decirlo todo, a colocar en postu­ra difícil a algunos parlamentarios radicales-socialistas, y es­pecialmente al señor Chautemps. El cual, sin preocuparse de refutar una declaración que había durado seis horas, hizo sa­ber, asistido por su partido, que la tregua había quedado rota per mi causa. O el señor Doumergue me excluía de su Mi-

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nisteno, o lo abandonarían inmediatamente los ministros ra­dicales.

La operación, así planeada, era de tal eílupidez que fra­casó en tres días. ¿Qué se pretendía? De un lado, conside­rar como legítima y conforme a las leyes de la tregua una campaña de falsedades de cuatro meses contra un miembro de! Gobierno; de otra parte, denunciar como una ruptura de esla tregua la respuesta del ministro atacado, dada, a mayor abundamiento, en una investigación judicial realizada por una Comisión de mayoría cartelista. El público no se dejó en­gañar, y al artificial tumulto de la prensa de izquierda res­pondió por calurosas manifestaciones de simpatía hacia mí (i). El señor Doumergue no aceptó la dimisión que le presenté, y ios ministros radicales se abstuvieron de ofrecer la suya. La primera ola se había estrellado. Era preciso encontrar otra cosa.

El Congreso radical-socialiála, reunido en Nantes en el mes de octubre, se ocupó de ello. No se resolvió aún a acordar la ruptura, pero acumuló las intimidaciones. Al señor Herriot se le confirió el encargo, vago y amenazador, de defender a la República contra los posibles atentados a la Constitución. «Republicano Herriot —le dijo cómicamente el presidente de la Comisión investigadora Stavisky, el señor Guernut—, os encomendamos la guarda de las fronteras de la República; que no pase nadie».

Al mismo tiempo se celebraba en Arras el Congreso de la Alianza democrática. El señor Flandin, ministro del señor Doumergue, que lo presidía, prodigó en él tales finezas a los radicales^socialistas, que llenaron de asombro a la opinión y la hicieron pensar en una acción combinada. Se sabía, en efec­to, que al propio tiempo Jules Jeanneney, presidente del Se-

(i) A la salida de los Consejos de Gabinete del 20 y del 23 de julio, y en la despedida al Sr. Doumergue, en la estación de Órsay.

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EN LA PENDIENTE 235

nado, y con él algunos comparsas, se ocupaban asiduamente de derribar al Gabinete. El señor Lebrun, Presidente de la República, no ocultaba, por otra parte, en sus conversaciones las alarmas que le inspiraba «la obstinación» del jefe del Go­bierno.

Parecía tocarse el fin, cuando en la primera semana de noviembre, el señor Doumergue dio a conocer a sus colegas V al público su proyecto de reforma constitucional. He dicho antes que fui yo el único de los ministros que apoyó en el Consejo tal proyeíto. El señor Herriot le criticó con cierto embarazo, invocando, más que su propia opinión, la de su partido. Pero una vez más se disipó la amenaza cuando de­claró el señor Doumergue que no trataba de comprometer el voto de nadie y que le bastaba con que se le autorizase para presentar a la Cámara el proyecto. El Consejo de ministros del 3 de noviembre se avino, en menos de diez minutos, a eáte procedimiento conciliador.

Se inició entonces la última ofensiva. Para desencadenar­la pensaron que serviría de pretexto una proposición del pre­sidente del Consejo, que, conocida desde hacía quince días p r todos los ministros, no había provocado, sin embargo, ninguna objeción. Se trataba de recabar inmediatamente el voto de tres dozavas provisionales, a fin <le no eálar atados, al principio del año de 1935, por un retraso en la votación del presupuesto, y poder, s\ fuera preciso, solicitar la disolución.

Tras un conciliábulo de veinticuatro horas, que tuvo lu­gar el domingo 4 de noviembre en casa del señor Herriot, que más seguía que dirigía y obedecía más que inspiraba, los radicales llegaron a la conclusión de que eála petición de do­zavas era un atentado a la soberanía nacional. El día 6 anun­ciaban los ministros radicales su dimisión, que hicieron efec­tiva el 8. Inmediatamente, el señor Doumergue presentó la suya al Presidente de la República.

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¡ ^ A C C I Ó N B S P A Ñ O L A

Desde hacía meses venía diciéndose: «i Qué sucedería si derribaran a Doumergue?» No sucedió absolutamente nada, ni en las Cámaras ni en la calle. He recordado ya la aAitud de abandono de la casi totalidad de los diputados moderados en las sesiones del 6 y del 13 de noviembre. La misma acti­tud observaron los jefes de las Ligas. Después de no haber querido apoyar al jefe del Gobierno con una demostración de confianza el 4 de noviembre, antes de la crisis, esperaron al domingo siguiente, 11 de noviembre, es decir, cuatro días después de su caída, para prodigarle la esterilidad de sus la­mentaciones y realizar, bajo sus ventanas, el más inútil de los desfiles.

Entre tanto, la crisis ministerial se había tramitado como codas las crisis. En lugar de un Ministerio Doumergue ha­bía un Ministerio Flandin, que se preciaba de parecérsele como un hermano a otro, pero que, en realidad, se diferenciaba de él por dos rasgos importantes. Si figuraban en éi los ministros que habían participado en la expulsión del viejo jefe, reforzados con algunos cómplices del exterior, en cam­bio, los que le habían sido fieles desaparecían, al mismo tiem­po que la totalidad del programa que con él habían de­fendido.

Tres meses más tarde, cuando llegó el aniversario del 6 de febrero, se confirmó eila voluntad de renegar de todos los buenos propósitos. Sin entusiasmo, como a disgusto, las or­ganizaciones nacionales propusieron una, dos, tres, cuatro fórmulas de homenaje en la plaza de la Concordia; todas ellas, hasta las más modeálas, fueron rechazarlas secamente por el Gobierno. Cuatro <íías más tarde se les infligió la afrenta de autorizar el desfile de 60.000 revolucionarlos en li plaza de la República, a presencia del ministro de la Go­bernación. Las Ligas aceptaron sin pestañear la afrenta de la negativa y la afrenta del contraste. Y al mismo tiempo, el

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KN LA PENDIENTE 237

arzobispo de Toulouse se hacía el sordo a la petición de una misa solemne en memoria de los muertos. La deserción era general.

En la primavera de 1934, se había dicho: «El espíritu público ha despertado. Se acabó la resignación pasiva. Acaba de nacer un pensamiento revolucionario». Se había recordado la frase de Clemenceau: «Nada podrá cambiarse ni mejorar mientras no haya corrido la sangre de los burgueses en la plaza de la Concordia». ¿Qué había de cierto en todo ello? Como en 1830 y en 1848, la revolución se había detenido. Las balas del Gobierno habían hecho correr la sangre y todo seguía igual. Ni rastro de un pensamiento renovador. El es­píritu público dormía. Volvíamos otra vez a las andadas.

¿Razones de eñe sueño? Se ha querido encontrar la cau­sa en algún desencanto provocado por los acítos del Gabinete Doumergue; y esta explicación está, en parte, justificada. Pero es preciso ir al fondo del problema y buscar la clave en surcos más profundos de la vida nacional.

¿Desencanto.? Sí, porque se habían puesto demasiadas esperanzas en los comienzos para que, al final, no sobrevinie­ra la decepción. Pero también por razón de ciertos hechos: irritación contra las economías; sorpresa ante la impunidad para la huelga general de funcionarios de febrero de 1934; protesta contra la inhibición de la justicia y de la policía cuando se trataba de los culpables más notorios en el asunto Stavisky; indignación contra la criminal incuria de esta mis­ma policía con ocasión del atentado de Marsella; decepción experimentada cuando, después de sus vigorosos discursos re­novadores, el señor Doumergue, sin apelar ni a las Cámaras ni al país, dimitió bruscamente. Todo eito había dado lugar a una depresión, es verdad. Pero es ésta una verdad sólo a medias.

La verdad de fondo es que la opinión pública, después

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deJ arranque de espontaneidad de principios de 1934, no ha­bía mantenido su adtitud, y se había dejado ir otra vez por sus antiguos carriles. Por los días que siguieron al 6 de febre­ro, la opinión no había comprendido ni sospechado siquiera el carácter de la transformación que se hacía necesaria. No se había dado cuenta de que era urgente una honda reforma del Eslado. No había comprendido ni el peligro de la oposición parlamentaria rehecha inmediatamente ni el peligro de una tregua que, repudiando lo mismo que le había dado na­cimiento, no era más que un refugio para unos y una trampa para otros. De este modo había vuelto a sucumbir ante los jefecillos de los comités, dueños de Francia desde hace me­dio siglo, y víctimas de la rutina de su materialismo.

Las causas permanentes de disgregación del espíritu pú­blico habían vencido. ¿No daba razón la experiencia a los que asociaban la idea de una política de lucro personal a la de una dominación de las izquierdas? ¿No habían ido ya el 10 de febrero de 1934, como de costumbre, a los radicales las carteras eledlorales en el Gabinete Doumergue? (i). ¿No había vuelto a confirmarse algunos meses más tarde la fuer­za radical, cuando se presentó al señor Doumergue una dele­gación parlamentaria encargada de exigir la supresión de la libertad de prensa para proteger al señor Chautemps contra los ataques de los periódicos? ¿No era también esta fuerza la que actuaba, sea en la instrucción, sea en la Comisión in­vestigadora, retrocediendo a la hora de concretar responsabi­lidades y elaborando a brazo inocencias? ¿No era ella la que se daba a luz cuando se formaba el Ministerio Flandin?

Si eso era la tregua, si eso era la pacificación, si eso era la

(I) Gobernación, a Albert Sarraut; Agricultura, a Henri Queuille; Instrucción pública, a Aimé Berthod; Comercio, a Lamoureux; Marina, a AVilliam Bertrand.

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EN I.A PENDIENTE 239

iusticia, la verdad, ¿para qué cambiar? Edouard Herriot y 1-eon Blum, tras la ejecución del señor Doumergue, volvían a ser dueños de la situación; ¿qué cosa más natural? Y, en­tre tanto que los diputados moderados concedían pródiga­mente al nuevo Gabinete su participación y sus votos, el país se iba amodorrando de nuevo.

VI

L o s DOS PELIGROS

Material y moralmente, desde 1932 a 1935, Francia, por contentarse con mal vivir, ha ido debilitando sus propias esencias.

En otro lugar he descrito las causas políticas del mal, y no he de volver sobre ellas. Además, ¿quién va a discutir­las? «Triple esclavitud del Poder ejecutivo, del legislativo y {O dci ele<floral a oligarquías demagógicas; disminución de la autoridad del Estado en razón inversa del aumento de su vo­lumen; intriga permanente contra él de unos funcionarios que se lo deben todo y de unos ciudadanos que todo se lo piden; ruina de la hacienda y de la conciencia cívica; triun­fo de un despotismo múltiple, ciego y confuso» (i); tales son los rasgos caraéterísticos de la situación aétual. En veinte años sólo ha habido dos Gobiernos fuertes; y su fuerza procedía del miedo: miedo a la derrota en tiempo de Clemenceau, miedo a la quiebra en tiempo de Poincaré.

Efte libro es un documento teálifical de los hechos de los treinta y seis últimos meses. Política extranjera y política in­terior, ejército, hacienda, agricultura, moralidad pública: ta-

(i) Louis Blanc: Lettres sur l'Angleterre.

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les son los temas. El testimonio es direélo, porque eilá saca­do, día por día, de mis propias intervenciones. Como en mis discursos y en mis obras precedentes, tampoco se encontrará en éála ni huella de la violencia que gratuitamente me repro­chan mis adversarios, ni una apelación al garrote.

Tres años: tres fases. Derrotado en mayo de 1932 por cuatrocientos mil votos entre once millones de sufragios, que equivale a un tres por ciento, desde el mes de junio siguiente al mes de febrero de 1934. yo dije lo que pensaba de los actos del Cartel reconstituido. Ministro del señor Doumergue des­de febrero a noviembre de 1934, creí mi deber seguir sién­dole fiel y no quise entrar a formar parte del Gobierno que na­cía de su caída al lado de los hombres de cuya conjura lo derri­baban. De noviembre de 1934 a mayo de 1935, sin evitar con ello que se redoblasen las campañas de odio de las que tengo desde hace treinta años el honroso privilegio de ser objeto, me condené a un silencio absoluto. Para juzgar he esperado los actos, y estas páginas son la primera expresión de mi juicio.

Sobre la política de los seis ministerios del Cartel, sobre la del Ministerio Doumergue y del Ministerio Flandin, es­toy seguro de no haber dicho nada que no se apoye en prue­bas sólidas. A todos eilos Gabinetes hubiera deseado, por el bien público, mejor fortuna, lo mismo al último que a los de­más. Fui yo quien, en 1929, llamó por primera vez al señor FJandin a la vida pública. Y, no sin lamentarlo profunda­mente, me he visto precisado a señalar con los límites de su éxito el error de base que explica eáta limitación.

Repudiando para obedecer a sus asociados de la izquierda, el programa que había aceptado en el Ministerio Doumergue, el señor Flandin proyedtaba sobre sí la mala suerte que le aho­ga. La imposibilidad de obrar de que se queja siempre que habla, no la debe a otra cosa que a aquel repudio. La auto-

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ridad a que aspira se la vedó él mismo al privarse de los me­dios de construirla. Y, lo que es peor, ha agravado la crisis francesa de una manera duradera y, acaso, definitiva.

Eála crisis del régimen caduco y del parlamentarismo co­rrompido, que él no negaba al hablar en 1928, debe al cho­que de su propio pasado con las tendencias de su Gobierno, una nueva acuidad. Antes podía pensar Francia que contra los abusos de la demagogia de izquierda encontraría en el cen­tro y a la derecha una fuerza reformadora coherente. Hoy es imposible. Los partidos que hubieran podido ser los motores del cambio se han entregado atados de pies y manos a los enemigos de toda variación y han llegado a prestarles la capa de su propio nombre: hecho nuevo que imprime un sello dramático a la situación.

Cuando en junio de 1930 (i) afirmaba yo en Dijon la urgencia de una profunda reforma del Estado; cuando en ene­ro de 1933, y después, proponía para iniciar eita reforma cin­co medios, se me revelaron dos clases de contradictores. Los unos no me preocupaban, porque, autores y beneficiarios de los abusos que yo combatía, era natural que los defendiesen. Las voces de los otros tenían, por el contrario, un eco en mi conciencia, porque al reprocharme que no iba bastante lejos, tenían razón. Me atuve, sin embargo, a mi programa, pro­grama mínimo —e insuficiente, por lo tanto—, porque sin la previa condición de su realización y sin la restauración de la autoridad, las dos reformas capitales que la necesidad nos diéla —reforma de la economía, reforma de la escuela y de la moral— no me parecía que pudieran tener éxito, ni empren­derse, ni concebirse.

La jornada del 8 de septiembre de 1934, por lo que des-

( I ) Véase mi libro, L'Epreuve du pouvoir, cap. 11.

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truía y por lo que preparaba, fué como la lápida sobre la tum­ba de e¿la reforma inicial y, por lo tanto, también de las otras dos. Tres meses antes cabían todas las esperanzas. El jefe del Gobierno, con el crédito de su popularidad, había decidido apropiarse lo esencial de la reforma. Una G)misión parlamen­taria de mayoría izquierdista la aceptaba en principio. Bas­taron pocas semanas de intriga para que todo se hundiese. El programa gubernamental, conforme a las exigencias de las izquierdas, ya no consiste, en manos del señor Flandin, en reformar el Eátado, sino en llevar la legislatura a su tér­mino normal de abril de 1936. Pero esto es precisamente lo contrario de aquéllo.

Porque llevar la legislatura a su término normal quiere decir, en primer lugar, que, para evitar contrariedades, no se intentará de aquí a la primavera de 1936 ninguna reforma de la Constitución ni de la ley Electoral. Y esto, a su vez, significa también, por la fuerza de las cosas, que, llegado el día de las elecciones, a los eledores no se les invitará a otra cosa que a consagrar, confirmar y consolidar todas las taras que padece Francia. Dada su manera de ser, y presentada la cuestión como va a presentárseles, es seguro de que han de inclinarse hacia el statu quo.

En otros términos, Francia, en plena confusión europea, bajo la amenaza de una guerra, cuya fecha determinarán las complicaciones políticas o financieras del régimen hitleriano, decidirá de nuevo, en 1936, continuar tal y como está. El Eátado francés se ocupará del interés general utilizando me­dios subordinados a los intereses particulares. Pradicará la economía dirigida, sin tener para dirigirla el menor vestigio de autoridad. Continuará, ya en el ocaso de sus ritos, viendo cómo caen sin debate los Gobiernos, como les ocurrió a los tres últimos. Se mezclarán como hoy las aspiraciones vagas

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a las vanas recriminaciones. Y continuaremos marchando ha­cia lo peor.

De una parte, la hiátoria de la post-guerra demueilra que el régimen adbual es impotente y peligroso. De otra parte, la historia del Ministerio Doumergue y del Ministerio Flandin eálá probándonos que los poderes públicos, ejecutivo y legis­lativo, arbitros constitucionales del acto indispensable para la reforma, son irredudliblemente hostiles a ella: tal es el drama.

Dos rasgos, tan profun<lamente contradictorios como es­trechamente asociados, saltan a la vista. Primero: el citado político de Francia no puede soportarse más tiempo; segundo: el eilado político de Francia no puede mejorarse legalmente. Intolerables y no perfectibles; así se nos presentan las con­diciones de nuestro Gobierno, después de haber sido reem­plazado el señor Doumergue por el señor Flandin. Y así, sólo que acentuados los rasgos, se nos seguirán presentando después de que las elecciones generales les hayan deparado la ratificación perezosa del país.

Intolerables y no perfectibles; conviene parar la atención en lo que esto significa. Esto quiere decir que la sustitución del Ministerio Flandin al Ministerio Doumergue ha estre­chado aún más los dos términos de este dilema —el más grave que pueda pesar sobre un pueblo— del que Francia es prisionera. A falta de un procedimiento normal, se le im­pone una elección entre dos términos igualmente cargados de alarma.

Porque una de dos: o se perseverará en la inmovilidad y entonces, tarde o temprano, y venga de dentro o de fue­ra, nos encontraremos en plena catástrofe, o para escapar a esta catástrofe, que prepara el obtuso conservadurismo de los poderes legales, los franceses no tendrán otra salida que la siempre peligrosa de una revolución voluntaria. No escribo esto sin una gran contrariedad, pero lo hago al dictado de la

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evidencia, porque un pueblo no puede ser condenado a muer­te por su propia representación.

Si las cosas son así —y así son en realidad—, cuando se re­flexiona y se tiene interés por el bien público, es preciso sa­car conclusiones inmediatas de conciencia y de conduela. Quiero decir con esto que en el umbral ya de una opción trá­gica, ha pasado la hora de los procedimientos empíricos que, desde hace quince años, han empleado hasta la saciedad la debilidad de los Gobiernos y la cobardía de las asambleas. Para curar los males hay que suprimir sus causas.

Es preciso, ante todo, renunciar a la fórmula equívoca que durante tanto tiempo ha obstruido nueálros caminos bajo el nombre de concentración. E¿la fórmula consiste en divi­dir en dos al centro y a la derecha y lanzar una de eftas mi­tades a la oposición para esclavizar la otra al servicio de los ra­dicales-socialistas. Yo no quise prestarme a esa operación, que consideraba deshonesta y peligrosa, cuando el señor Chau-temps me la propuso en febrero de 1930. Pero otros, desde luego sin éxito, la han juzgado interesante; por ejemplo, el señor Flandin, desde junio de 1932 a febrero de 1934-

Bien sé que la concentración está muerta al nacer y que no sin ironía los mismos sucesos han emitido su fallo. Duran­te veinte meses, el señor Flandin se ha manifestado presto a (.concentrar», lo que significaba que aceptaría el entrar, sin el señor Marin y su federación republicana, en un Gabinete radical-socialista. Durante veinte meses se han sucedido seis ministerios radicales, sin que ninguno solicitara la colabora­ción del señor Flandin. Cuando, al cabo de esos veinte meses, el señor Flandin volvió a ser ministro, no lo fué en un Gabi­nete de concentración, sino en un Gabinete de unión nacio­nal y al lado del señor Marin. Y cuando, nueve meses más tarde, el señor Flandin formó Ministerio, al señor Marin, ha­ciendo juego con el señor Herriot, le confió el cargo de mi-

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ni.<lro de Eñudo (i), que yo me había negado a conservar. El proceso queda visto para sentencia.

Al descartar la concentración, elimino con no menor fir­meza, para las necesidades del porvenir, esta concentración ampliada que se llama «unión nacional». A la inversa de la primera, la segunda ha acftuado varias veces. Para fines limi­tados en el espacio y en el tiempo, incluso ha llegado a pres­tar, temporalmente, servicios. Pero, en primer lugar, carece de la virtud de perdurar. Y cada vez que resolvía problemas inmediatos, planteaba al mismo tiempo y complicaba todos los demás. Por otra parte, nadie puede decir lo que hubiera ocurrido si se hubiera prescindido de la unión nacional, ni afirmar que ella fuera indispensable. En el período en que nos encontramos no es más que impotencia y engaño.

Desde hace veinte años yo he formado parte de todos los Gobiernos de unión nacional. Fui miembro del Ministe­rio Clemenceau en 1919 y 1920, del Ministerio Poincaré de 1926 a 1928, del Ministerio Doumergue en 1934. Guarda­ba, pues, a esta fórmula tan cara a mis antepasados y que concibió por vez primera con el resultado que se conoce, el espíritu quimérico de Emile OUivier en 1869, una perfecta deferencia. Cada vez que he tenido que formar un Ministe­rio he intentado inspirarme en ella, ofreciendo a los radicales-socialistas una colaboración que siempre me negaron, como se la habían negado al señor Poincaré en 1928, al señor Briand en 1929 y al señor Laval en 1931.

El tema me es, por lo tanto, familiar. Los a<flos de mi vida política están muy en relación con él, y para enjuiciarlo no carezco de datos. Puedo declarar, pues, con pleno conoci-

(i) Huelga recordar que el Ministerio que en España se denomina de Ebtódo, se llama en Francia de Negocios Extranjeros. Ministre d'Etat es un Ministro sin cartera (N. de la R.)

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miento de causa que, pesado y medido todo, no volvería a hacer mañana lo que hice ayer, y que, ni como jefe ni como ministro, volveré a participar en Gobiernos de eáta especie.

No accedería a ello, porque he sufrido muy de cerca y muchas veces las amargas consecuencias de eflas combinacio­nes. Vi demoler en 1919 la obra de Clemenceau antes de que fuera firmada la paz, por los hombres que su generosidad había asociado a la viétoria. Vi destruir en noviembre de 1928 la obra de Poincaré por el mismo partido que él había recogi­do en plena quiebra, treinta meses antes, y hecho elegir en abril del mismo año. Vi en 1934 el esfuerzo del señor Dou-mergue completamente anulado por aquellos a quienes él ha­bía salvado, no ya en el sentido político del término, sino en el físico también, ocho meses antes. Tal inestabilidad y tan­tas traiciones han formado mi convicción.

No aceptaría, además, por otra razón que viene a aña­dirse a la primera, y es que esta pretendida unión se ha empleado siempre contra las ideas que yo defiendo. Se llama a la unión a intervenir, invariablemente cuando, por sus quie­bras, las izquierdas se ven perdidas. Cuando funcionan es en beneficio exclusivo de las izquierdas, que jamás acuden a ellas lealmente. Cuando se rompe es a costa de los partidos moderados, a quienes las izquierdas reprochan, ante los elec­tores, las medidas impopulares que los Ministerios de ese género se ven inevitablemente precisados a adoptar.

Tal sucedió después de la guerra. El Paéto del Bloque nacional de 1919, escrito por mano del señor Herriot y fir­mado por él en nombre de su partido, empezaron ellos a desbarrarlo a partir de 1923; gastada y comprometida por los sacrificios a que se había prestado la mayoría moderada, fué hecha jirones en las elecciones de 1924. Lo mismo sucedió tras la reitauración financiera de 1926-1928; cuando el se­ñor Poincaré tuvo llenas las arcas, el Cartel se reconstruyó

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contra él y contra sus sucesores, y en las elecciones de 1932 las izquierdas, unidas, triunfaron una vez más. Y tal como van las cosas, bajo la tapadera de la tregua que se dice reno­vada, ¿quién se atrevería a presumir que no ocurra otra cosa en las elecciones de 1936.?

Escribía yo en febrero de 1934: «Después de muchas ex­periencias gubernamentales, no apetece nada volver a empe­zarlas si ello ha de ser en las condiciones que ya hemos co­nocido». Al día siguiente de una nueva experiencia, mi pen­samiento se precisaba concretándose en las conclusiones que se acaban de leer. Basta ya de fórmulas engañosas que sólo sirven para privar al Eálado de toda estabilidad y de toda au­toridad ; fórmulas que vedan a Francia la esperanza y la capa­cidad de reconquistar, dentro de un marco político renovado, un ideal y una economía. Concentración y unión nacional equivalen a continuación de una Francia acéfala gobernada por los pies, sometida a la tiranía de algunos charlatanes —a los que enloquece el temor de no ser reelegidos—, a la dicta­dura impersonal e irresponsable de los apetitos inferiores. Hace diez y ocho meses que enuncié el principio. Ahora saco la consecuencia, a fin de que, en las luchas del mañana, quede clara mi posición, tanto para mí mismo como para los demás. Imagino que no me faltarán ocasiones de volver sobre el te­ma; y lo digo para los buenos espíritus que han de reprochar­me, de seguro, no haber dicho bastante.

Estoy oyendo ya la granizada de objeciones. ¿A qué vie­ne eála pretensión de vivir en desacuerdo con su tiempo ? Por mal que hoy se juzgue el eálado de la institución parlamen­taria, ¿qué hay superior a ella? ¿No es una torpeza tomarla a contrapelo? Conozco este concierto. Desde hace veinte años que vine al Parlamento estoy oyéndolo. ¿Resultado? Des­pués de llegar a las Cámaras, no como tantos otros, al salir de la escuela, sino en una edad en que tenía ideas y proyec-

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tos, he sacrificado con excesiva frecuencia unas y otros a esos insidiosos consejos de prudencia y de transacción. Con excesi­va frecuencia, ese sacrificio me ha hecho sustituir las medias medidas al acto pleno. Ya no más; estoy harto del sistema.

Aún me dirán otras cosas. En primer lugar, que yerro al predicar el cambio en un país que guata tanto de la inmo­vilidad. Me dirán que ha transcurrido medio siglo desde que Rouviert declaró: «Francia se disuelve», y que Francia no se ha disuelto. Me dirán que, también desde entonces se vie­nen anunciando revoluciones de la izquierda o de la derecha que no se realizan. Todo eíto es cierto. Sé también que los he­chos recientes y las últimas elecciones han puefto de relieve una inmovilidad que, por otra parte, data de mucho tiempo, y que a este gusto de inmovilidad responden tanto mejor los Gobiernos cuanto menos significan. ¿No es ésta una razón más para denunciar la asombrosa impotencia y para no cola­borar a la anestesia que administran al paciente?

Se añadirá que para esta reacción, no en el sentido político, sino etimológico y propio del término, no hay actualmente mayoría ni en las Cámaras ni fuera de ellas. Esto es eviden­te, porque, bajo la República, como bajo los regímenes pre­cedentes, las mayorías son, por definición, las conservadoras de los abusos de que los regímenes mueren. Pero precisamente por eso, todas las reformas beneficiosas han sido obra de mi­norías; todas nuestras libertades fueron obra de minorías; en la decadencia política de las mayorías solamente las mi­norías pueden poseer una mística. Y, por la misma razón, ante tantas crisis amenazadoras, yo aspiro, en lugar de Ga­binetes de ilusoria conciliación, a Gobiernos fuertes y dura­mente homogéneos, aptos para las batallas, en que se tem­plan las ideas.

Cierto es que cuanto más se limitan las condiciones en que uno eátá dispuesto a gobernar, más se precisa la obliga-

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Clon que tiene de consagrar al país la acción que se resiste a poner al servicio de ministerios paralíticos. Es natural. Te­nemos ya bastantes pruebas acumuladas de que un año de efta acción llevada a cabo por el libro cerca de las minorías iílectas entre las masas por el periódico, el folleto, el cartel y Ja palabra, vale más que un año de figurar en un Gobierno. Si se quiere que vuelva a vibrar lo más hondo de Francia, que deje de ser ese pueblo triále y decadente de que habla Bossuet, no se puede vacilar entre los dos métodos. «Los ciu­dadanos contra los poderes», definía el filósofo radical. Acep­to las palabras, pero invierto el sentido.

Se trata de decir la verdad y de hacer que se acepte. Berg-son hacía notar hace poco que de diez errores políticos nueve de ellos procedían de que se continúa creyendo cierto o se aparenta creer cierto lo que ha dejado de serlo. ¿No es éste el caso de Francia, que cree o aparenta creer en la eficacia de métodos, cuya quiebra eñá reconocida? ¿Se quiere que esto cambie? Sólo hay un medio: que cada uno, cuando haya comprendido que alguna cosa ha dejado de ser verdadera, diga francamente, aunque tenga que entonar un mea culpa: vcEsto no es cierto». Con ello padecerán comodidades, cos­tumbres, camaraderías. ¿Qué importa, si precisamente es por su culpa por lo que se perpetúa el error?

Por las ideas, como por los pueblos, hay que combatir para que venzan. No se ha encontrado la fórmula jurídica capaz de suprimir las guerras. La fórmula política que elimi­ne la lucha de las ideas tampoco se ha encontrado. No será la ley del mayor número la que las proporcione. Una de dos: o se cree en la verdad, o no se cree en ella. El que no crea en ella, que se calle. Pero si se cree en ella, hay que pelear intelec­tual, y materialmente si es preciso (i). Y que se luche a plena

( I ) N O otro parece ser aquí el sentido del verbo se battre, cuyo signi­ficado entraña en todas las acepciones un concepto de violencia material (N. de la R.)

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luz, en lugar de huir a la penumbra. Es deber lo mismo de los Gobiernos que de los hombres.

Francia, en eila primavera de 1935, tiene que elegir entre muchos peligros. Existen peligros financieros, peligros eco­nómicos, peligros internacionales. Pero el peligro moral es el más grave de todos. Nuestra depresión es artificiosa y anor­mal ; pero es profunda. Nuestra entereza venció en otro tiem­po más graves peligros; pero eála entereza eitá atacada aho­ra de una intoxicación mortal. Es la hora de proteger los valores espirituales contra las fuerzas que es posible contabi­lizar. Se requieren remedios brutales, remedios rápidos. (jNos los ofrecerá la persistencia del equívoco condenado? ¿Des­pertaremos al hada dormida reincidiendo en la mentira?

ANDRE T A R D I E U

Annonciata 30 de abril de 1935.

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Lope de Veqa ij el A r t e de su época

DESARRÓLLASE la vida de Lope de Vega entre 1562, fe­cha de su natalicio, y 1635, año de su fallecimiento, es decir, en la época de la Hiitoria que España repre­

senta el apogeo de su engrandecimiento y cultura. Los siglos XVI y XVII son la genuina expresión del

mundo civilizado con el gran desarrollo de la producción científica y la manifestación literaria y artística que los ca­racteriza; época en la que diíundiéndose el pensamiento es­pañol sobre el de todos los demás países, tanto contribuyó al progreso intelectual y a la total expansión de toda la cul­tura del espíritu y el desarrollo de las Artes, siguiendo el curso y el empuje de la Tradición, desde el reinado de los Reyes Católicos con la explosión del Renacimiento.

El progreso de los estudios científicos y literarios incre­mentaron este afán y deseo de cultura, hasta el punto de ser harto frecuente ver que una misma persona cultivase la li­teratura y la ciencia, la teología y la jurisprudencia; mate­máticos que son a la vez naturalistas; historiadores que com­parten sus eihidios con la medicina, exigiendo quienes des­tacan en las tres bellas artes plásticas y son arquitectos, pin­tores y escultores en una misma persona, como Alonso Ca­no y Berruguete.

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Fué también considerable el número de mujeres espa­ñolas, sobre todo en el siglo XVI, que se hacen notables por su saber y sus aficiones literarias. No pocas las que escriben obras notables, contribuyendo todo ello —puesto que la opi­nión general miraba con respeto y satisfacción estas mani­festaciones del feminismo— al concepto que se tenía a cuan­to hacía relación con el cultivo de la inteligencia.

Con razón se ha denominado a esta época de la cultura española El siglo de oro de la Ciencia, del Arte y de la Li­teratura nacionales.

Al esplendor de e¿te ambiente contribuyeron las Uni­versidades de Alcalá y Salamanca y todas las demás, creadas por Arzobispos y representantes del Clero con el tipo de Universidades conventuales, sin olvidar las de fundación re­gia, como la de Granada por Carlos V y las de la Corona de Aragón de que nos habla Fernández de Navarrete, como aquel establecimiento docente creado por Felipe IV con el nombre de Estudios Reales de San Isidro, que tanto influyo en la cultura madrileña, centro de enseñanza nobiliario, com­petidor terrible de las Universidades a la sazón existentes, como lo fueron los múltiples Colegios que se fueron estable­ciendo en Gandía, el que dirigió en Madrid el humanista López de Hoyos y el fundado por Doña María de Molina en 1590, a cargo de los PP. Agustinos.

Completaban eále cuadro educador la renovación de los estudios clásicos, como consecuencia de la conmoción mun­dial que ocasionó la Reforma por el movimiento ideológico que la engendró y el empuje de la Contrarreforma Católi­ca, en la que tanto influyeron San Ignacio, Santa Teresa de Jesús y toda la pléyade de Santos y Doctores de la Iglesia.

Además, exiálían los Centros de cultura profesional, entre los que podían contarse los de enseñanza religiosa de Ingle­ses e Irlandeses en Valladolid, Salamanca y Alcalá, y los Co-

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LOPB DE VEGA Y EL ARTE DE SU ÉPOCA 253

legios y Seminarios de Jesuítas y Diocesanos reglamentados por el Concilio de Trento.

Carlos V, Emperador, I de la Casa de Austria en Espa­ña, funda en Sevilla unos estudios para las Ciencias Mate­máticas, y, más tarde, su hijo Felipe, en 1583, la célebre Academia de Ciencias, cuyo primer Director fué el Arqui­tecto Herrera, en la que se estudiaban Matemáticas, Hidráu­lica, Arquitectura, Náutica, Principios de Fortificación y otras disciplinas. Centro de enseñanza a modo de Escuela politécnica, dotada de excelente material científico y nota­ble Biblioteca especializada, que desapareció a principios del siglo XVII, con lo que terminó su eficaz influencia, quedan­do la Biblioteca Escurialense, de reconocida fama, que llegó a reunir las colecciones de libros de los más famosos eruditos, con rica colección de manuscritos árabes, persas y turcos, per­tenecientes al Emperador de Marruecos Muley Cidan.

Esta Biblioteca fué la más notable de su época, y tiene adquirida, con razón, fama mundial. *

Ella y otras notables, como la del Duque de Calabria, que trajo a España multitud de libros de literatura desconocida; las procedentes del tiempo de los Reyes Católicos, y las ri­cas y variadas de las Catedrales Toledana y Ovetense, fue­ron arsenal y venero de la cultura española, lo mismo que los Archivos que, organizados desde el siglo decimoquinto, se completaron con el que en 1558 se formó en Roma, y el de Simancas en España, ambos por iniciativa del Segundo de los Felipes.

Por otra parte, la imprenta contribuía a difundir la cul­tura. Fama tuvieron de ello, entre otras, la de Juan de la Cuesta, donde se imprimió el Quijote, la de Arnaldo Gui­llen, en Alcalá, y la de Cormellas, que establecida primera­mente en eila ciudad, tuvo su asiento y desarrollo después en Barcelona.

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Vivió, por consiguiente, Lope de Vega una época de cul­tura realmente privilegiada y excepcional, en la que florecie­ron teólogos y filósofos como Suárez, Fonseca, Arriaga, el Cardenal Toledo y otros. Quevedo, defensor de Epicuro y sus doctrinas; Gouvea, que lo fué de Aristóteles; Pedro Lucion Abril, pedagogo como Vives, y todos cuantos culti­varon el Lulismo, cuya doctrina prevalecía todavía y a la que el propio Rey Felipe II fué tan afecto.

Historiadores como Ambrosio de Morales y el P. Ma­riana, Hurtado de Mendoza y el P. Sigüenza, Argote de Molina y tantos otros, que contribuyeron con los grandes exploradores españoles como Legazpi y Urdaneta, Elcano, Pinzón, Loaysa, Mendaña y López de Villalobos, a que tuvieran lugar los grandes descubrimientos geográficos y el cultivo literario de nuestra historia con nuevo sentido para los eftudios hiitóricos.

Época, en fin, en la que la manifestación doctrinal más importante y preferida fué la de los eátudios gramaticales, y en la que ios grandes humaniálas se afanaron por verter al habla nacional los grandes modelos del clasicismo griego y latino; y así, Nebrija, Arias Montano, Covarrubias, Fray Luis de León, que tanto influjo tuvieron en los diferentes géneros de literatura, dieron lugar a que fuera el teatro nacio­nal una de las manifestaciones en que, en todo el ciclo de la vida de Lope, más se revelara la originalidad y su influencia en la literatura universal.

En eáb fase o manifeálación del Arte se pierde la plu­ma durante el inmenso período culminante del Teatro, en el que corresponde a Lope la primacía cronológica, descon­tadas las tentativas escénicas poco afortunadas de Cervantes, las de Avendaño y la regeneración del Teatro popular, de­bida al sevillano Lope de Rueda. Entonces aparece Lope, cuando empezaba el Teatro sus primeros pasos con éáte, con

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Virués y Juan de Timoneda, y se encontraba en su plenitud el frondoso huerto del arte literario, con Fray Luis de León, Garcilaso, Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Hernando de Herrera.

Lope, cuya profesión de fe estética la formuló en su Arte de hacer comedias, creando una dramática nueva al desenten­derse de reglas —que nunca han existido ni podrán exiátir en Arte puro—, pero conservando los frincifios —siempre inmutables— trasladó a la escena casi toda la Historia de Es­paña, reflejando las costumbres de su época en la comedia llamada de Capa y espada, de la que fué el verdadero creador.

Su facilidad de producción le llevó a la falta de plan en muchas de sus obras, y así resulta muchas veces autor de es­cenas y no de obras completas; pero prueba palpable de que las supo escribir es la grandeza de sus conceptos y la estruc­tura verdaderamente arquitectónica de no pocas de sus pro­ducciones teatrales que le han hecho inmortal a través de la Hiiboria en la Dramática española, que tuvo como conti­nuador —superándole a veces—, a ser posible en españolis­mo, en sus obras religiosas y caballerescas, el no menos in­mortal D. Pedro Calderón de la Barca.

Alrededor de Lope figuran autores y poetas de merece­dor recuerdo, como Vélez de Guevara, Montalban, Mira de Amescua, Hurtado de Mendoza y otros muchos a quienes el renombre de Lope eclipsó injustamente, excepción hecha de Fray Gabriel Téllez (Tirso de Molina) y Juan Ruiz de Alarcón, que pueden medirse en muchas de sus grandes cualidades de dramaturgos con el Fénix de los Ingenios, no teniendo perdón que se olvidara al glorioso Cervantes, cuya inmortal novela El Ingenioso Hidalgo —con serlo cuantas salieron de su pluma— le han dado fama mundial, enalte­ciendo a la España del siglo XVI por los siglos de los siglos.

Lope conoció a Tirso en Toledo, y por su admiración

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al Fénix surgió en el Teatro con su obras la Villana de Va-llecas, Marta la piadosa, y otras obras celebradas; trató a Mateo Alemán, en Sevilla, y a Baltasar de Alcázar, y allí co­noció a los pintores —poetas— Pablo de Céspedes y Juan de Jáuregui.

Conoció Lope de Vega tres monarcas. Los tres Felipes de la Casa de Austria.

Felipe II no sintió gran entusiasmo por el Arte dramá­tico. Sus aficiones se concentraron en las Ciencias exactas, y así lo deja entrever Lope de Vega en su Arte Nuevo cuando habla del desagrado del Monarca al ver salir figuras de Re­yes a la escena.

Felipe III conservó en el Regio Alcázar el Salón de Co­medias, pero su deseo de llevar la residencia de la Corte a Valladolid influyó no poco en el decaimiento de la escena española, a pesar de que por entonces Lope —el monstruo de la Naturaleza— llevaba escritas un millar de comedias; pero recobró su esplendor con Felipe IV, el Rey del Teatro, y bajo cuyo cetro comenzó el esplendor del Madrid cortesano.

El Salón de Comedias referido, fué frecuentemente uti­lizado en los tiempos del Rey poeta, que elevó a Madrid al rango de ciudad-madre del teatro español, cuna de los tres poetas dramáticos más grandes de aquella centuria, Lope de Vega, Calderón y Tirso de Molina, cuyas obras se repre­sentaban en los dos Corrales fijos: el del Principe y el de la Cruz, alternando con las de Montalbán, Moreto, Cañi­zares y otros dramaturgos de segunda categoría, que com­partían las glorias de la escena con Juan de la Cueva y Lope de Rueda en el Corral de Doña Elvira, de Sevilla, la ciudad de los grandes acaparadores, negociantes y aventureros; la ciudad en que floreció, de modo exuberante, la cultura mu­sulmana, después de Córdoba y Granada, y patria de Ma­teo Alemán, el iniciador de la novela picaresca, y del exi-

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mió pintor Bartolomé Esteban Murillo; la Ciudad, en fin, que compartió con Madrid y Toledo el esplendor de sus fiestas religiosas y en la que vivió hasta 1654 el poeta, pin­tor y crítico de arte Francisco Pacheco, que tanta influen­cia como beneficiosa intervención tuvo con los artistas de los que fué mecenas y consejero, dando relieve a su persona y fama al conceder por esposa de Velázquez, el gran pintor español, a su hija D." Juana.

Pero con ser grande el medio literario en que se desen­volvió la vida de Lope, aún lo fué mucho más el ambiente de Arte español, porque en su siglo florecieron las Artes plásticas y todas las de aquéllas derivadas.

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Cuando Fray Félix de Vega Carpió vio la luz primera en la Corte de las Españas, el caserío madrileño carecía por com­pleto de importancia arquitectónica, porque aunque edificado Madrid sobre siete colinas como Roma, era un lugarón feo y destartalado cuando el hijo de Carlos V hizo su entrada en la Capital de España.

Trashumante la Corte entre Valladolid, Toledo y la Vi­lla del Oso y el Madroño, cuando Felipe III estableció sus reales en la Coronada Villa coincide con la época en que Lo­pe alcanza la plenitud de su gloria literaria.

Ya con la Corte en Madrid, los grandes señores comen­zaron a construir amplios caserones, como los del Marqués de Cañete y el Duque de Uceda, del Arquitecto Mora y otros faltos de buen guálo. Haáta entonces no encerraba Ma­drid, como apuntado queda, nada de notable, como no fue­ran el Hospital de La Latina, la Torre de los Lujanes, la Igle­sia de San Pedro con su torre mudejar y la Iglesia de San Andrés, panteón de San Isidro.

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Por lo que describen los croniitas de la coronada Villa, eran sus calles empinadas, muy estrechas y, desde luego, sin aceras.

Población de origen morisco, falta de toda policía y ca­rente de seguridad personal, bien sabido es que cuando sonaban las campanadas del Ave María era peligrosísimo an­dar por las calles, cuyas encrucijadas se prestaban a que fue­ran guarida de maleantes y malandrines que cometían todo género de tropelías.

La gente, muy devota, no impedía que el templo fuese lugar de esparcimiento y amoríos, de los cuales pudieron ser teáligos los templos del Buen Suceso (i), de la Victoria (2) y el de San Felipe el Real (3), cuyas gradas fueron célebre Mentidero de Madrid.

La calle Mayor y el Prado de San Fermín eran los luga­res de paseo con abundancia de coches, pues las damas, con tal de tenerlo, carecían de las más apremiantes necesidades, dando motivo a que Tirso, en su comedia Quien calla otor­ga, y Calderón, en la suya conocida de Mañanas de abril y mayo, lo ridiculizaran con maestría, como el propio Lope en La discreta venganza, cuando dice:

Quien tiene coche, ¿no ves Que aunque por ley que lo manda Con sus dos caballos anda Es fuerza que tenga tres, Porque si se manca alguno Pueda servir el que queda

( I ) Ocupaba parte de la manzana donde hoy está emplazado el Ho­tel de Paris.

(2) En la calle de Espoz y Mina, Carrera de San Jerónimo y calle de la Victoria.

(3) Situado en la manzana que hoy ocupa el Bazar de La Unión.

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I OPE DE VEGA y El, ARTE DE SU ÉPOCA 259

Para que no le fueda Faltar en tiempo alguno?

La noche de San Juan de 1631 se inauguró con toda pom­pa el Buen Retiro, delicioso vergel levantado alrededor de la casa del mismo nombre, que mandó edificar dos años más tarde el Conde Duque de Olivares al Oriente de la villa y al final del Prado, en cuyos salones y jardines se celebraron las sorprendentes fiestas de que nos hablan los cronistas.

En aquel escenario estrenó Calderón, entonces en el apo­geo de su vida dramática. El mayor encanto Amor y has for­tunas de Andrómeda y Verseo, comenzando también a cono­cer los mágicos resortes de la escenografía con los efedbos de luz y decoraciones que Lotti y del Biancho importaron de Italia.

El pueblo de Madrid contribuyó con verdadero deleite a la construcción de eáte lugar de esparcimiento, que sustituyó al lugar que Felipe II llamara El Cuarto, y que existió en la huerta del Monasterio de San Jerónimo, lugar de aparta­miento que el fundador de El Escorial eligió para sus tempo­radas de luto familiar, más tarde Gallinero real, refugio de las aves traídas de Indias.

A la verdad, y dicho sea de paso, el cortesano Buen Red­ro de Felipe IV, que, muy mutilado de su antigua traza, lle­gó hasta nosotros, fué un lugar de recreo de solaz y esparci­miento de la vida madrileña durante muchos años del si­glo XIX, que, desaparecido por reformas urbanas, ha dejado un vacío en la sociedad de Madrid que no ha tenido susti­tuto.

El autor de La Dorotea, ya en los postreros años de su vida, en unos versos que llevan por título A la primera fies­ta del Palacio nuevo, cantó las jornadas de aquella noche es-

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pléndida y galante —como casi todas las que en el Buen Retiro se celebraron durante el reinado del nieto de Felipe II.

El ambiente de Arte español que predominó en la época de Lope de Vega supera con exceso al medio cultural en que se desarrolló su vida literaria, y que seguramente influyó en la evolución del arte dramático, en el que Lope rayó a tan co­losal altura.

Las nuevas influencias de la Arquitectura, aparecidas du­rante el reinado de los Reyes Católicos, período de transición y enlace de dos tipos de vida y cultura diferentes, continua­ron en los tiempos de Lope, en los que se determina la des­aparición del estilo ojival y la evolución del Renacimiento en tres períodos que se compenetran y pasan de uno a otro sin caracteres acentuados, pero que comienzan con el predominio del verdadero Renacimiento sobre los propios del plateresco.

Ejemplos: la fachada de la Universidad de Salamanca y la del Ayuntamiento de Sevilla, San Marcos de León y el Archivo complutense; el patio de la Casa de Zaporra, la fa­chada de la Universidad de Alcalá y el patio y la fachada del Alcázar toledano.

Eálos dos últimos ejemplares se caradlerizan por su aus­teridad de líneas y sobriedad en el ornato, iniciándose aquí el segundo período o fase del Renacimiento con el predominio grecorromano y la superposición de los eítilos clásicos del pa­ganismo, siendo el edificio tipo más grandioso de eála arqui-tedtura, tan sencilla como severa, el Monasterio de El Esco­rial, traza desarrollada, por lo que al templo atañe, sobre la de San Pedro, de Roma.

Coetáneos del cenobio y palacio escurialenses fueron la Catedral de Valladolid, colosal proyecto no realizado por

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LOPE DE VEGA Y EL ARTE DE SU ÉPOQA 261

completo; la Casa Consistorial de la Imperial Toledo; el palacio de Carlos V, en Granada; la puerta de Santa María, en Burgos; de donde resulta que Juan Bautista de Toledo, Herrera, Pedro Machuca y los Moras, entre otros, fueron contemporáneos del autor de La Dorotea, como lo fué en las letras el famoso Luis de Góngora, representante de un estilo barroco literario equivalente al que en Arquitectura consti­tuye la tercera fase renacentista, importado a España años más tarde de la Arquitectura italiana de los Bernini y Ba-rromini.

Entre los escultores —cuyo arte plástico en el Siglo de Oro no tuvo el proceso de la Arquitectura—, lucharon los repre­sentantes del desaparecido estilo ojival, ya puro, ya plateres­co, como Forment, Felipe de Vigarny, Diego de Siloe, con los artistas influenciados por las escuelas francamente ita­lianas, como Miguel de Florencia, Torrigiano y Domeni-co Florentino, autor del sepulcro de Cisneros, en Alcalá, y del Príncipe Don Juan, en Avila. Y así, Ordóñez y Be-rruguete, discípulo de Miguel Ángel, influyen en la escul­tura española que admiramos en Valladolid, Sevilla, Gra­nada y El Escorial, que han hecho célebres los nombres de Gregorio Hernández, Juan de Juni, Martínez Montañés, Alonso Cano, Monegro y Gaspar Becerra; no debiendo pasar en silencio a los grandes orfebres Jacome da Trezzo, los Ver-garas y Villalpando, cuyas sublimes obras se contemplan en León, Burgos, Salamanca, El Escorial, Córdoba y Sevilla.

Ancho campo presenta la Pintura en la época en que Lope enriquecía el Teatro con sus obras.

La Pintura española se desarrolla influenciada también por la importación de la paleta italiana de Ticiano.

Por eso Alonso Berruguete, pintor también como Gaspar Becerra, autor de unos frescos en el Palacio de El Pardo, Ve-lasco y Carvajal, Juan de Joanes, en Valencia; Ribalta y Pa-

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blo de Céspedes, Pacheco y Pan toja de la Cruz, constituyen el notable cuadro de los pintores españoles en la época de Lope que contribuyen, con Sánchez Coello, al esplendor del arte pictórico en que florecen Domenico Theotocopuli, Ri­bera, Zurbarán, el gran Velázquez, Alonso Cano, el eximio Murillo, Valdés Leal y Coello, el autor, andando el tiempo, del sugestivo cuadro de la Sagrada Forma de El Escorial, así como Navarrete el Mudo, llamado el Ticiano español, de quien Lope de Vega cantó su gloria en inspirados versos.

El esplendor en las artes adquiere mayor relieve con los trabajos de críticos y tratadistas, que expusieron sus ideas es­téticas y preceptivas, amparándose de las artes plásticas, tan­to antiguas como contemporáneas, y por eso fueron célebres los famosos Diálogos, de Carducho (1633); los no menos no­tables e interesantes de Juseppe Martínez, y, sobre todo, el Tratado de las fábricas que faltan a la ciudad de Lisboa (1571). en los que se dejan sentadas fundamentales doctrinas de Ar­quitectura.

Las artes industriales o industrias de artes no fueron a la zaga en eite período de florecimiento de las letras y de las Bellas Artes.

El arte del bordado alcanzó fama notable en la época del Fénix de los Ingenios,

Conocido es el esmero y aplauso con que lo cultivaba su padre, y debe recordarse la predilección de Felipe II por esta industria del Arte, como lo demuestra la Escuela funda­da por su mandato en El Escorial y las exenciones y privile­gios con que honró a los que la profesaban.

Ejemplares dignos de estima, por su valor y mérito, exis­ten en los Reales palacios y señoriales mansiones españolas, así como en iglesias y museos públicos y particulares, de los cuales dan fe muchos contratos hallados en el taller de Fe­lices de Vargas.

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I<OPE DE VEGA Y SI< ARTE DE SV ÉPOCA 263

Lope de Vega fué muy amante de la Pintura, y lo de­muestra en la Silva sobre las excelencias de tan bello Arte, que escribió a Carducho, en la cual habla de sus maravillas, y dice al maestro: «Le ofrezco eilos requiebros (refiriéndose a ella) como a dama que quise tanto desde que nací a sus puertas»; demostrando con ello que vio la luz primera en el taller de su padre, que, como todos los artífices bordado­res, era, a la vez, también pintor.

Lope mismo se dedicó a la pintura en sus primeros años, y lo confirma en la portada de El Peregrino y en su testamen­to, en que dice que una de las habitaciones de su casa eátaba destinada a su eátudio de pintor.

El autor de tantas obras literarias que le dieron fama pos­tuma y gloria universal estuvo en relación constante de bue­na amistad con Felipe Liaño, gran retratista al óleo en retra­tos en chico, por lo cual fué llamado el pequeño Ticiano, y a quien Lope escribió aquel epitafio que comenzaba diciendo:

Yo soy el segundo Apeles En color, arte y destreza

Con Pacheco y con Carducho visitó con frecuencia la casa de Velázquez, todo lo cual pone de manifieito sus fer­vores por la Pintura y su técnica, según menciones frecuen­tes que existen diseminadas en su producción literaria en pro­sa y en verso, lo que confirma palpablemente que las letras y las artes se hermanaron siempre como hijas del género crea­dor de los que las ejercen.

Por último, la música española, que desde anteriores épo­cas eftaba caracterizada por la aceptación de un elemento expresivo genuinamente nacional, sin determinar escuela to­davía, adquirió en el siglo de Vega Carpió las características de un Arte completamente formado, produciendo una serie

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de maestros que, con influencias italianas y flamencas, sobre­salieron como Urreola, que imprimió a nueilra música un ca­rácter verdaderamente sentimental.

Y adquirió la música en eála época tres caradteres bien distintos. El religioso, cuyas melodías interpretaba el órgano; la música de corte, que utilizaba la vihuela, origen de la po­pular guitarra española, y la llamada popular teatral, que ad­quieren mayor difusión y preponderancia, pueáto que las dos anteriores constituían un arte verdaderamente aristocrático, cuyo escenario eran las naves de nuestras catedrales o los rea­les palacios, sin llegar a penetrar en la masa del pueblo ni en la vida general de la nación.

De eña última nadie como Lope de Vega ha pintado en La noche de San Juan, famosa comedia que escribió en dos días para una fiesta improvisada en Palacio, las alegrías, hol­gorios y diversiones de la víspera del Santo.

La música popular iba siempre acompañada de canto y baile, siendo la guitarra el instrumento casero, así como en la escena, en la que se utilizaba también el arpa y el contra­bajo, siendo muy digno de consignar la afición a la danza y al baile, para cuya manifestación artísticgf presentaron siem­pre felices disposiciones las españolas, a juzgar por lo que dejó escrito el inmortal Cervantes en el tercer pasaje de su come­dia La Gran Sultana:

aNo hay mujer española que no salga Del vientre de su madre, bailadora.»

No obstante, en la primera mitad del siglo XVII se veri­ficó una transformación en el baile tradicional español y el tránsito de lo clásico a lo barroco, que se manifiesta en la Ar-quitecfbjra y en la Literatura por el abuso del conceptismo y del cultismo, se presenta y observa en la coreografía por una

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LOPB DE VEGA Y EL ARTE DE SU ÉP(X:A 265

licencia y desgarre rayanos en un desenfreno, que obligaron a Lope de Vega a decir en su Dorotea (I. 7): «Ya se van ol­vidando los instrumentos nobles, como las danzas antiguas, con eálas gesticulaciones y movimientos lascivos de las Cha-conasy>; supuesto que los bailes y danzas en boga en los bue­nos tiempos de Lope fueron la danza, acompañada de casta­ñuelas, que se llamó la Capona y el Rastreado acompañado de panderos y guitarras, del cual se habla en La Casa del Pla­cer honesto, publicada en 1620, según nos dice Cocarelo en la Introducción al tomo XVII de la Nueva Biblioteca de Au­tores Españoles.

No quiere todo eálo decir que la música religiosa no ad­quiriese en nuestro Siglo de Oro preponderancia suma.

El Concilio Tridentino dejó ordenada la desaparición de toda música profana en el templo a causa de los abusos a que se daba lugar, ya que aires profanos vulgares y hasta lascivos sustituían las frases de la liturgia, predominando las tonadas provenzales.

Eita corrupción, predominante en Francia y en Italia, no llegó, sin embargo, a tomar incremento en nuestra España.

El insigne maestro Victoria, de origen abulense, profesor del Colegio Germánico, a la sazón en Roma, producía con el más depurado gusto sus Coros de Semana Santa, patroci­nados por el inmortal Palestrina, autor de la Misa del Papa Marcelo, y que, publicada bajo los auspicios de Felipe II, ha pasado a la posteridad.

Desde entonces arraigó la música religiosa en nuciros genios nacionales, entre los que sobresalieron el incomparable Salinas (el Ciego), Clavijo, sucesor en la Catedral salmantina, y muchos más, conálituyéndose entonces y durante los reina­dos de los Auitrias, la Capilla religiosa más notable de la épo­ca, en el Real Monasterio de El Escorial, a lo que contribu­yeron los magníficos y bien construidos órganos del Coro y

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del Crucero, unidos al severo y excelente canto litúrgico de la venerable Orden jerónima.

En cuanto a la música cortesana, en la centuria del Fénix de los ingenios, eitá nutrida por los cantos populares de una parte y por los religiosos de otra, interpretados a los acordes de la vihuela, instrumento que tuvo durante eála etapa, como ya se ha dicho, el valor social que el piano en los siglos pos­teriores y en nueilros días. Con la vihuela se acompañaban todas las canciones y melodías tanto religiosas como profanas, así de autores españoles como extranjeros.

La música designada con el apelativo de teatral, que po­dría denominarse dramática, tuvo su origen en los trozos mu­sicales a cuatro voces que cantaban antes de la representación los actores y actrices de la compañía.

Estos trozos o tonadas iban también acompañados de vi­huela, auxiliada del violín, dando origen al nacimiento de la tonadilla, cuya fuente de inspiración fué la musa popular, asociándose en los comienzos de la decimoséptima centuria las canciones a los dramas y comedias, como acontece en algu­nas obras de Lope, La selva sin amor, por ejemplo, siendo el origen del teatro lírico, que más tarde tomó el nombre de zarzuela.

En eSbos géneros de música rodearon al autor de La gato-maquia, Cristóbal Morales, predecesor de Palestrina, ya ci­tado; Francisco Guerrero, sevillano como Morales; el orga­nista Cabezón, denominado el Bach español, ciego desde su infancia y precursor de la polifonía sinfónica moderna; el ya citado Tomás Luis Victoria, el catalán Alberto Vila y Co­mes, notable músico valenciano entre los de su época, pléya­de de maestros españoles que elevaron el divino Arte en la patria española, influyendo en los compositores extranjeros.

La cultura intelectual y artíática de la España de Lope de

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tOPE DE VEGA Y EL ARTE DE SU ÉPOCA 267

Vega se extendió también a las Indias españolas, cuyos dos principales centros fueron Nueva España y el Perú, ocurrien­do respecfto a las Bellas Artes que su efedto sobre la masa in­dígena fué mayor y más elevado que en los demás órdenes de la cultura general, reflejándose allí los eftilos predominan­tes en España.

Así resultan las catedrales de Lima, en la que lucen sus talentos Francisco Becerra y Pedro Noguera a principios del siglo XVII; la de México, notable por más de un concepto; la de Quito, la de Chile y tantas otras.

La afición a la Pintura, como a la Escultura y a las indus­trias de Arte, se difundió rápidamente, y Francisco Bejarano, que exornó con sus cuadros el convento de Agustinos de Lima, Juan de Illescas, Fernando Rivera, jesuíta; Vázquez Ceballos, los escultores Pedro Noguera y Francisco Ilises, que labraron la sillería coral del convento referido y la imagen de Santa Rosa, respectivamente, y muchos más, españoles unos e indígenas otros, pusieron en alto grado el nombre y prestigio del Arte español en el Nuevo Mundo.

* * *

Tal fué la época de Lope de Vega Carpió. Época en que el honor era llevado a la exageración, como el fanatismo reli­gioso y el quijotismo caballeresco; época en que reinaba en la sociedad el predominio de la forma sobre la esencia de las cosas de una manera casi tiránica, y en la que alternaban las costumbres licenciosas, hechas a la chita callando, con los abu­sos de la pública administración y con las cosas y aconteci­mientos que, a falta de prensa diaria, nos refieren y relatan los libros de viajes, novelas y narraciones de aquel entonces; pero que —en medio de la inmoralidad dominante— nos pre­senta el tipo de la familia patriarcal severa en sus costum-

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bres, cuyas mujeres, de origen y prosapia tradicionalmente cristiana y española, se pasaban la vida dedicadas a sus labo­res o a obras piadosas, y era el modelo doméstico por exce­lencia.

Predominaba el galanteo, pero imperaba la caballerosidad y la hidalguía, y cuando ya era Rey Felipe IV y Lope llegaba al cabo de sus días dejando por herencia a España el caudal inmenso de su peregrino ingenio, España era grande en le­tras y artes.

Por eso, al rememorar a Lope en el tercer centenario de su muerte. ACCIÓN ESPAÑOLA ha realizado una obra cultu­ral, a la que cuantos amamos el Arte y admiramos al poeta catamos obligados, por modesta que sea la colaboración, a contribuir a su exaltación soberana, en relación con cuanto alrededor de su gigante figura se desarrolló en el siglo que ha hecho célebre la Historia.

LUIS M . ' CABELLO LAPIEDRA

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L l destino de Lspaña en la Mistoria

Universal

I

PRELIMINARES

E XISTEN actualmente entre nosotros cuatro corrientes inte-leAuales, que se disputan la formación de la conciencia nacional y la dirección de nuestro pueblo. La primera es

la socialiila, que todo lo espera de la lucha de clases y del fac­tor económico. La segunda, la representada por la llamada generación del 98, que se agrupa ahora alrededor de la Re-viila de Occidente, y cifra la salvación de España en el olvi-<Jo de su historia y en su europeización. La tercera, la per­sonificada en el espíritu de Giner de los Ríos, transmitido a través de la Institución Libre de Enseñanza, cuyo afán es crear una sociedad culta eminentemente naturalista, de tipo inglés, Y la cuarta, la propugnada por las fuerzas católicas.

Esta última ofrece dos matices: una parte de esas fuer­zas, aunque en su programa lleva escrito por delante la vuel­ta a la tradición hispánica, en su aduación la moldea y recor­ta según patrón extranjero (alemán, belga o italiano), que pudo inspirar cierta confianza hace sesenta, treinta o veinte

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años, pero que hoy está fracasado y en completa bancarrota. Conste que, al hacéi estas apreciaciones, prescindo absoluta­mente de tácticas y posiciones políticas. Me sitúo en un plano meramente histórico. Contemplando desde esa elevada pla­nicie la postura de esas fuerzas intelectuales, me viene es-pontánamente a la memoria el dicho, no por poco halagüeño menos verdadero, de que a España llegan las cosas de Eu­ropa con medio siglo de retraso, y de que nuestros ensayos comienzan cuando allende el Pirineo ha terminado la repre­sentación.

Hay otras fuerzas intelectuales católicas que quieren na­vegar a velas desplegadas por el mar fecundo e inmenso de nuestra tradición. Son las que se cobijan bajo los pliegues su­tiles de la bandera de «Acción Española», que difunde sus ideales en una Revista ponderada y admirable; que en su edito­rial «Cultura Española» ha puesto en manos del público obras tan aleccionadoras y sustanciosas como la Historia de España, por Menéndez Pelayo, y Defensa de la Hispanidad, por Ra­miro de Maeztu.

Pero si en las páginas de esta revista y de estos libros se leen conceptos bellísimos, síntesis deslumbradoras, y alienta un empeño decidido por iluminar la noche tenebrosa por que camina España y saciar la inquietud de la sociedad, que ansia recobrar el rumbo perdido y arribar a puerto feliz, es lo cierto (por lo menos a mi juicio) que aún no se ha llegado a concretar con precisión, con dialéctica, y sobre base históri­ca escalonada e irrefragable, cuál es el destino de España en la Historia Universal.

El sólo intentarlo parecerá temeridad. Pero una vida de más de treinta años consumida exclusivamente en el exa­men de nuestro pasado, creo que da cierto derecho a acome­ter la empresa. A lo menos, los conceptos aquí emitidos no

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EL DESTINO DE BSEAÑA 271

podrán ser tachados de hijos de la ligereza, sino de fruto sa­zonado de prolijos estudios y hondas meditaciones.

Me anima, además, a tratar el tema la convicción since­ra de que, mientras este problema no quede dilucidado, y mientras los directores de nuestro pueblo no lo conozcan y, conocido, lo sirvan, no tendrán remedio nuestras desdichas nacionales, ni habrá esperanza alguna de que España salga de su postración y encanijamiento.

No será preciso recordar que el tema que voy a desarrollar entra de lleno en el campo de la Filosofía de la Historia, y se roza con el abordado por San Agustín en la Ciudad de Dios y por Bossuet en su conocido Discurso sobre la Historia Uni­versal. Se diferencia, con todo, de éstos en su concreción, pues queda limitado a España y al estudio del papel que la Pro­videncia la ha asignado en la representación trágico-cómica del mundo.

II

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

El orden de las ideas exige que, antes de entrar de lleno en el tema particular referente a nuestra patria, vayan por delante algunas consideraciones generales que sitúen el pro­blema en su verdadero marco.

Sea la primera la Valoración de los hechos históricos. Es­tos, en sí mismos considerados, podrán satisfacer nueábra cu­riosidad, pero carecen de valor social. Sólo cuando el historia­dor, reflexionando sobre ellos, estudia, no las causas particu­lares e inmediatas que los han producido, sino las leyes gene­rales que rigen su desenvolvimiento, sólo entonces, digo, en­tran esos hechos en el campo de la Filosofía de la Historia e influyen en las directrices de los pueblos.

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Los descubrimientos arqueológicos y documentales han puefto ante nueábros ojos una serie innumerable de pueblos con civilizaciones, ora rudimentarias, ora refinadas y exube­rantes, que se han ido sucediendo sin interrupción, desapa­reciendo unos para dar lugar a otros, en continuo flujo y reflu­jo, en continua lucha, en continua oscilación. Sin salir de nueálro suelo, el Museo Arqueológico Nacional, las ruinas de Ampurias, Clunia, Numancia, Sagunto y Cabeza de Griego, los edificios de Toledo, Córdoba, Mérida, Segovia, Sevilla, Granada, etc., ofrecen a nuestra vista objetos, calles, acueductos, puentes, murallas, teatros, sinagogas, mezqui­tas y templos católicos, que nos traen a la memoria el asen­tamiento en nuestras tierras de la gente aborigen y el paso por ella de fenicios, griegos, cartagineses, romanos, bizanti­nos, vándalos, alanos, suevos, visigodos y sarracenos; pue­blos todos que han dejado su impronta en nuestro tipo, en nuestro carácter, en nuestras costumbres, en nuestra ideolo­gía y en nuestra cultura material, jurídico-social e mtelectual.

III

PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA FILOSOFÍA

DE LA HISTORIA

Ante eite constante movimiento de Ja SQCIC¿3Í¿, el histo­riador reflexivo no puede menos de hacerse eátas tres pregun­tas, que constituyen el nervio de la Filosofía de la Historia:

¿Cuál es el origen de la Humanidad.? ¿A dónde va la Humanidad? Y ¿cuáles son los fadores generales y perma­nentes que la dirigen a ese fin? Estas tres preguntas se iden­tifican en el fondo con lo que los alemanes llamaban antes

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KL BESTINO DE ESPAÍSA 273

Weltanschaung, o sea concepción o idea del mundo, y hoy Sinn der Geschichte (sentido de la Historia) (i).

Desde luego, a todo aquel que desee ahondar en el valor de Ja vida y en sus actividades, la primera cuestión que se le presenta a la mente es conocer el origen de su ser y de la sociedad en que se mueve.

Hubo algunos que creyeron que el hombre había sido ex­traído de la materia; pero como ni las experiencias ni los re-aélivos químicos fueran suficientes para producir la vida, se desechó el sistema, y se proclamó el principio de que: «Todo viviente procede de otro viviente; toda célula, de otra célu­la; todo núcleo, de otro núcleo».

A mediados del siglo pasado, la hipótesis darwiniña pre­tendió establecer que el hombre procedía del bruto, lo que dio lugar a la teoría de la Evolución. Mas como tampoco se encontraran los anillos entre ambas especies, ya en 1901 el profesor Branco, director del Instituto Zoológico-Paleontoló-gico de la Universidad de Berlín, decía en el Congreso Zoo­lógico Internacional de la misma ciudad: «El hombre se nos presenta a la vista como un ser nuevo en la Historia del mun­do, no como descendiente de otras especies».

Esta confesión nos abre el camino para estudiar las cuali­dades características del hombre, que es el sujeto o base de la colectividad, del pueblo y de la nación.

Ante todo hay en él una fuerza interna, propia y exclusi­va, que le distingue del reino vegetal y animal. Esa fuerza es la Inteligencia. Gracias a ella, la humanidad progresa, mien­tras que el rebaño de brutos irracionales permanece estacio­nario. No hay pueblo, por rudimentario que haya sido, que no haya creado una lengua, al paso que los animales, a pesar

( I ) En mi Metodología y Crítica históricas, segunda edición, Barcelo­na, .1921, págs. 332-349, traté ya de este problema.

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de poseer muchos de ellos todos los órganos que esta propie­dad exige, carecen de habla. Esa Inteligencia, abstrayendo de lo concreto lo universal, formula los principios de toda ló­gica sana, que son el de contradicción e identidad, construye sobre ellos los sistemas filosóficos, fija las leyes de la física y matemática, combina los colores y los sonidos produciendo obras maravillosas de arte y de recreo, junta en la arquitectura adecuada y divinamente las piedras que se elevan en monu­mentos imperecederos, percibe los conceptos abstractos de jus­ticia, de honor, de bien y de mal. La percepción de estos con­ceptos influye en su conducta, sugiriéndole el sentimiento de la responsabilidad y del pudor; en fin, remontándose a las esferas sobrehumanas, llega a comprender lo que es espíritu, y hasta a rastrear la existencia y la esencia de Dios, como dice San Pablo.

Otra cualidad inherente al hombre, base asimismo de la formación de las grandes colectividades, es su Sociabilidad, que le lleva instintivamente a unirse a sus semejantes, crean­do familias, que se agrupan más tarde en tribus, y, por fin, en Estados organizados. Pero esta cualidad encierra dentro de sí un matiz fecundísimo, que es el de la Solidaridad. La hu­manidad adlual siente perfectamente el lazo de unión que le liga a sus antepasados y a sus venideros. Disfruta de todos los bienes que aquéllos le han legado, y, a su vez, pensando en los descendientes, emprende obras como la construcción de ferrocarriles y de pantanos, la repoblación forestal y otros trabajos cuyos frutos no ha de gozar ella, sino sus sucesores. Esta solidaridad de la especie humana se manifiesta menos egoísta y aprovechada, pero más emotiva y consoladora, en el recuerdo de los hechos de sus mayores, que los toma como propios, extasiándose ante sus monumentos artísticos y conme­morativos; leyendo con avidez las crónicas, donde se con­signan sus hazañas; entristeciéndose con sus desgracias, ale-

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EL DSSTINO DE ESPAÑA 275

grándose con sus prosperidades y estimulándose con sus ejemplos.

Tenemos, pues, que el sujeto de la humanidad, o sea el hombre, no procede de la materia inerte ni del bruto; y como sería una sinrazón recurrir al acaso, no hay más reme­dio que acogerse a la solución católica, que nos dice en el Libro del Génesis que el hombre fué creado por Dios.

En las mismas páginas del Génesis se da cuenta de la formación de la mujer y de la creación de la familia. Esta es la base de toda la organización social y política desarrollada ulteriormente. El proceso, pues, de la formación de las nacio­nes puede resumirse así en sus líneas generales:

Dios creó a nuestros primeros padres, quienes, con sus hijos, constituyeron la primera familia. Obedeciendo el man­dato de Dios de que crecieran y se multiplicaran y llenaran la tierra, de esta familia original nacieron otras muchas, las cuales fueron poco a poco aunándose en comunidades regidas por los patriarcas. Más tarde, creciendo las necesidades de la existencia, y respondiendo al impulso de la naturaleza huma­na, esencialmente sociable, se fueron formando Estados ma­yores, con demarcaciones propias, municipios y provincias, hasta que se llegó a esas organizaciones asombrosas que ac­tualmente contemplamos.

Estas organizaciones recibieron su Unidad, bien por la delimitación geográfica en la que estaban encerrados sus ha­bitantes, bien por el vínculo de la misma lengua, bien por la comunidad de intereses a todos consustanciales, bien por la defensa de ideales en que todos participaban, bien por el convenio, expreso o tácito, de una mutua convivencia y ayu­da. A medida que los tiempos fueron transcurriendo, todos estos lazos se hicieron más fuertes y nació en los pechos de sus componentes el sentimiento irrompible de mutua solida­ridad, que dio origen y fuerza a lo que llamamos Nación.

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Desde luego, la base fundamental de la organización na­cional hay que buscarla en la Sociabilidad de la especie hu­mana. Esta cualidad, juntamente con la Unidad de esa mis­ma especie, llevaría al hombre de por sí a constituir una sola familia y una sola nación, bajo el mando supremo de su Creador. Pero esta idea tan Universalista, que choca con la limitación del pensamiento humano y de sus pasiones, sólo se logra y realiza en una sociedad que, por su carácter divi­no, borra todos los antagonismos y restricciones de lá peque­nez humana. Esa sociedad es la Iglesia Católica.

Nuestro gran Carlos I tuvo la misma idea universalista de cobijar bajo su mando a todos los pueblos del mundo, considerándose como el representante civil de la gran familia humana. Ya antes el imperio de Carlomagno y el Sacro Ro­mano imperio, habían acariciado las mismas esperanzas que salieron fallidas por la rivalidad, antagonismo, limitación y ambiciones de los pueblos y sus dirigentes. El hecho es que fólo en la Iglesia Católica es donde esos mismos pueblos vie­ron francamente plasmada la idea de la Universalidad, porque no perseguía en su actuación bienes terrenos, sino los impere­cederos e inmortales, identificados con el último fin, adonde tiende la humanidad.

Y ¿cuál es este último fin} Esta es la segunda pregunta que debe hacerse todo historiador al filosofar sobre los he­chos que estudia.

El escepticismo histórico, cuyo representante más auto­rizado es Lessing, niega todo sentido y finalidad al conjunto de los hechos humanos. Entre nosotros, yo no conozco a na­die que lo sostenga en su crudeza. Sin embargo, aunque a través de vacilaciones y dudas, parece adoptar esta posición un historiador de nuestros tiempos, que ha influido no poco en la formación del pensamiento actual español e hispano­americano. Me refiero al Sr. Altamira. El año 1915 publicó

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en las ediciones de La Lectura su Filosofía de la Historia y Teoría de la Civilización; y allí se expresa en los siguientes términos (pág. 35):

«Llega el historiador a conocer, o a creer que conoce, los principales hechos de la historia humana...; y todavía, des­pués de esto, quedan aquellas preguntas inquietantes en que está todo el programa de la Filosofía de la Historia: ¿A dón­de va la Humanidad? ¿Hay para ella un fin de que no tie­ne conciencia todavía, pero al que marcha la corriente cen­tral de su historia? ¿La impulsa hacia ese fin algo que está fuera de ella misma? ¿Qué significado, qué valor tiene su vivir dentro de la realidad toda del proceso universal? ¿Está entregada al azar o lleva una orientación? Y si la hay, ¿cabe deducirla o adivinarla a través de lo que de sus hechos co­nocemos? ¿Existe en sus mismas condiciones de vida algún factor que dé la piedra angular de la historia? Y en función de todo esto, ¿qué estado es el que marca o marcará el es­plendor de esa historia, la situación culminante y más con­forme con los fines del Universo? ¿Es posible para lo futu­ro el señalamiento de una trayectoria fundamental de la hu­manidad, o la Filosofía de la Historia no debe traspasar lo presente ?»

Después de estas preguntas y de una alusión somera a las soluciones que hasta el día se han dado a todas ellas, aca­ba el Sr. Altamira por hacer la confesión de nuestra impo­tencia actual o permanente para resolver este problema.

Muy semejante a esta historia es la del -pesimismo rela­tivo, según el cual cada Cultura está llamada a perecer, sin que en la sucesión de dichas culturas se obtenga fruto nin­guno duradero, ni se llene fin o sentido ninguno precisos. Esta posición ha adoptado Spengler, quien además partici­pa del naturalismo determinista, que niega la libertad hu­mana y la existencia de una fuerza superior, directora de los

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acontecimientos. Consecuencia de estas hipótesis es el dia-lecticismo trágico, defendido por Hartmann y Liebert, quie­nes rotundamente afirman que no se puede hallar una so­lución definitiva a las contradicciones de la existencia.

Los cuatro sistemas: Escepticismo, Pesimismo, Natura­lismo determinista y Dialecticismo trágico convienen en des­valorizar la significación de la humanidad sobre la tierra. Y, sin embargo, la idea de que nuestra vida es algo grande, san­to e intangible; algo de que se debe hacer buen uso, y que tiene su fin propio y específico, está extendida entre toda la gente imparcial y sin prejuicios.

El P. Cathrein, en su precioso libro La idea católica del mundo en sus líneas fundamentales (i), refuta valientemen­te estos sistemas de la siguiente manera:

«Una acción o movimiento sin fin ninguno es un con­trasentido y una sinrazón. Porque la acción no es más que una tendencia hacia un bien, una dirección hacia un fin. Un hombre sensato no pasea sólo por pasear, sino por lle­gar a algún sitio o recrearse. Pensamos y estudiamos para enriquecer nuestros conocimientos y alcanzar la posesión de la verdad. Comemos y bebemos para sostener nuestras fuer­zas, o, al menos, saciar nuestra gula. Aún el loco obra con un fin determinado. Ahora bien: la vida del hombre es la suma de las acciones y movimientos de su larga o corta exis­tencia. ¿Y no sería un contrasentido constante y permanen­te el que esa vida no tuviera ningún fin? De ser esto así, ha­bría que admitir que el hombre es un ser inútil, y se le pue­de quitar del Universo sin cometer crimen ninguno. Habría que admitir que, a pesar de ser la corona de la Creación, es inferior a las demás criaturas que le están sometidas. Ha-

(i) Die Katholische Weltanschaung in ihren Gmndlinien. Hcrder, 1909. 2.* edición, pág. 71.

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bría, finalmente, que admitir que Dios, al crearlo, obró insen­satamente; pues ningún sabio ni prudente, hace una obra maravillosa sin un fin preciso y determinado.»

Por estas y otras razones abundan hoy poco los que nie­gan que la humanidad tiene un fin preciso y determinado, disputándose en cambio acremente sobre cuál sea ese fin.

Los Epicúreos, de que todavía quedan no pocos en el mundo, lo ponen en el placer sensible y sensual. Este siste­ma es la quintaesencia del egoísmo, rebaja al hombre al ni­vel de los brutos; somete el bien público al particular y ba­rrena en sus cimientos el orden moral, puesto que por con­seguir el gusto propio es lícito emplear todos los medios, por criminales que sean.

Para el filósofo darwinista Spencer y el socialista Bebel, la humanidad no tiene otro fin que ir preparando en su con­tinuo desarrollo el hombre perfecto, el tifio ideal, el super­hombre. Cuando se llegue a este estado, se cubrirán y am­pararán mutuamente el egoísmo y el altrmsmo. Bastará se­guir su propio gusto para que se dé gusto a los demás. Pero esta teoría está en contradicción con la historia; porque físi­camente la humanidad, lejos de mejorar, empeora. En tal es­tado social no habría ni anormales, ni idiotas, ni criminales, ni estropeados. Además, la hipótesis del ininterrumpido des­arrollo de la humanidad no puede sostenerse. Pues qué, ¿no han desaparecido culturas y civilizaciones, como la babiló­nica, la fenicia, la griega, la romana, que habían alcanzado una altura sorprendente? Y nosotros mismos, ¿podemos com­pararnos con nuestros antepasados del siglo XVI? ¿Y los diez siglos que duró la Edad Media, no representan una interrup­ción en la marcha de la cultura? ¿Y quién nos asegura que las.civilizaciones actuales no han de correr la misma suerte que las anteriores? En fin; ¿cómo es creíble que fuerzas tan

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opuestas como son el egoísmo y el altruismo se armonicen de modo que se amparen y den gusto mutuamente?

Entre las extravagancias de los evolucionistas, ninguna más absurda que la de Nietzsche, para quien la masa co­mún de los hombres no tiene otro fin que servir a los genios, a los aristócratas del espíritu y del talento. Según esto, el núcleo principal de la humanidad sería una manada de es­clavos, un instrumento en manos del capricho de los seudo-intelectuales. Esto \o rechaza, la naturaleza humana, que en todos, grandes y pequeños, sabios e ignorantes, es esen­cialmente la misma, y no reconoce más Señor que a Dios, su Creador.

Una modificación de las teorías anteriores es la que sos­tiene que el hombre e¿tá en eita tierra únicamente para con­tribuir al progreso del mundo y al bien de la humanidad. Así lo afirman, con leves diferencias, Schleiermacher, Zie-gler, Paulsen, Stuart Mili, Wundt y Hartmann. Aunque, al parecer, eila teoría eleva al hombre sobre el nivel de las demás criaturas, de hecho le rebaja, haciéndole un instru­mento mecánico en la producción de nuevos elementos de progreso, y, sobre todo, le independiza de Dios. En nuestros tiempos, con las ideas socialiilas, comunistas y soviéticas, ha prendido eita teoría en muchos cerebros, a lo que ayuda la concepción materialista de la vida. Despreciados los valores del espíritu, se fijan las masas únicamente en aquello que puede satisfacer sus necesidades materiales, acogiéndose de buen grado bajo la bandera de eStos sistemas, que creen han de darles resuelto el problema de la existencia corporal, que es a lo que aspiran. ¡No se fijan en los errores que eStos sis­temas encierran, ni menos aún en su imposible aplicación.

Frente a eStas soluciones inadecuadas, deficientes y fal­sas, del magno problema del fin a donde camina la Huma­nidad, presenta la doctrina católica la suya, verdadera, inque-

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brantable y consoladora. El hombre, creado por Dios, no pue­de tener otro fin que el de darle Gloria a El. Eáta Gloria no es intrínseca, sino extrínseca; puesto que Dios, por ser infinito, no puede recibir nada de la criatura. Esa misma infinitud exige que no haya nada exento de su dominio, y, por ende, que la relación final de todo ser sea, mediata e inmediatamente, el mismo Dios.

Con este fin último del hombre iirfprimió Dios a su na­turaleza una inclinación irresistible a la felicidad; pero no a una felicidad caduca, perecedera, parcial, sino a una felici­dad absoluta y eterna, y como efta felicidad absoluta y eter­na no puede hallarse fuera de Dios, sigúese que el hombre tiende, naturalmente y con una fuerza irresistible, hacia Dios.

Sin embargo, la concepción católica del mundo no se de­tiene ahí. En ella entra, como elemento intrínseco, la Re­velación. Por ésta sabemos que Dios elevó al hombre al es­tado sobrenatural. Este estado sobrenatural fué roto por nues­tros primeros padres; y entonces, para reparar la falta, se hizo hombre la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Con su preciosa sangre nos rescató del demonio y nos recon­cilió con Dios; y por sus méritos, mediante nuestra coopera­ción, nos conduce al fin que nos ha señalado. Para hacernos más fácil esta empresa, funda una sociedad jerárquica, que nos endereza, nos enseíía y nos gobierna. Esta sociedad es la Iglesia Católica. Perteneciendo a ella y observando la Ley natural y divina, por El mismo impuesu, alcanza el hombre el premio eterno de los cielos. A los transgresores, en cam­bio, les condena a la pena, también eterna, del infierno.

En armonía con este fin sobrenatural de cada Individuo está el fin peculiar de la Colectividad o de las Naciones. Este no esta encerrado en ellas mismas, sino que las sobrepasa. También para ellas es Dios el fin último; pero no el dios

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panteísta de Hegel, que se desarrolla en el proceso del mun­do, sino la revelación y glorificación del Dios eterno, la cual se realiza con la actuación y la propagación de su Reino sobre la tierra. Esa finalidad trascendente no excluye esotra inma­nente, que lleva consigo la perfección de la grandeza del hombre y el aumento de su cultura. Porque, al fin y al cabo, el Reino de Dios se desenvuelve entre hombres, y éstos sirven al Señor por medio de la actividad de sus fuerzas.

Esta doctrina nos abre horizontes inmensos, y nos hace concebir la vida en su verdadero aspecto. A través de ella se nos presenta la existencia de la humanidad y su paso por este mundo, como una peregrinación, como un tiempo de prue­ba, como un capital del que hay que dar cuenta, y que nos ha de valer más tarde eterno castigo o eterna recompensa.

De ahí se desprende otra consecuencia importantísima, y es que los puntos cardinales de la historia de la humani­dad son aquellos que más íntimamente están unidos con su origen y con su último fin. ¿Y cuáles son éstos? La creación del hombre, su caída, su redención por Cristo, la fundación de la Iglesia y su desarrollo a través de los tiempos. Y aun en medio de estos puntos cardinales sobresale, como faro lu­minoso, el Nacimiento de Jesucristo, que es el centro de to­dos los acontecimientos históricos, el que salvó a la Humani­dad, el Rey del Universo, y el que la ha de juzgar al fin de los siglos. No sólo en la cronología, sino en la vida social y política, cambia este suceso el aspecto de los pueblos, mode­lando su ideología, trocando sus aspiraciones y perfeccionando sus costumbres.

La Humanidad vive sobre la tierra, ora en paz, ora en guerra; pero lo indiscutible es que a través de todos estos vai­venes se dirige al origen de donde nació y a dar cuenta de sus actos al que es alfa y omega, principio y fin de todas las cosas.

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EL DESTINO DE ESPAÑA 283

¿Y cuales son los factores generales y fermanentes que la dirigen a ese fin ? Esta es la tercera pregunta que nos hici­mos al principio. Nótese que no hablo aquí de factores par­ticulares y pasajeros, como serían la topografía, el carácter, la cultura, en una palabra, el Medio Ambiente, en que se des­arrolla la humanidad en los distintos períodos históricos. Se trata de algo mis trascendental. De señalar las causas que in­fluyen siempre, de manera continua y en todas partes, en el desenvolvimiento de los sucesos históricos.

La escuela materialista sostiene que es una fuerza mera­mente mecánica; la positivista, el factor social; la espiritua­lista, ciertas ideas psicológicas; la socialista, el factor econó­mico, y la naturalista el sino o las fuerzas naturales (sangre, raza, economía, comercio, etc.). No es menester que nos de­tengamos a refutar estas teorías, pues ya lo hemos hecho en los párrafos anteriores.

Frente a ellos, y en consonancia con las ideas ya expues­tas, está el sistema católico, designado comunmente con el nombre de providencialista. Que la Providencia rija los desti­nos de la humanidad, como los del individuo, lo dice abierta­mente la Escritura, en el Libro de la Sabiduría (i), en el Ecle­siástico (2), y en el Nuevo Testamento (3). Además, para los católicos existe la declaración franca del Concilio Vaticano, que en su sesión tercera, capítulo primero, lo declaró Dogma de fe (4).

Pero, aun ateniéndonos a la razón, se prueba suficiente­mente esta verdad. Providencia, según el gran filósofo gra­nadino P. Francisco Suárez (5), no es otra cosa sino el acto

( I ) VI, 8; VIII, I ; XI, 21; XII, 13; XIV, 3. (2) XI, 14. (3) San Mateo VI, 25; X, 29. (4) Denzinger. Enchiridion, lo, núm. 1.784. (5) De divina substancia eiusque attributis, lib. III, cap. X, núm. 9.

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por el cual se ordenan y dirigen las cosas a sus fines. Esto su­pone en el ordenador sabiduría, poder, voluntad y dominio absoluto sobre las cosas. Ahora bien, todo esto lo tiene en sumo grado Dios. Es más, como todo y en todo depende de El, sigúese que El es el único que tiene providencia, no sólo fí­sica, sino también moral, de todas las cosas y de todas las ac­ciones libres, aun las más mínimas. De modo que la razón suprema de la Providencia Divina hay que buscarla en la per­fección infinita de Dios y en su suma Bondad. En la prime­ra, porque nada puede haber ni existir independientemente de El -, y en la segunda, porque desea ardentísima y seriamen­te que todas las criaturas, y en particular el hombre, alcancen el fin para que fueron criadas.

Pero aunque es verdad que Dios dirige los sucesos todos de la Humanidad, esto no lo hace automáticamente, sino de­jando a salvo el libre Albedrío del Hombre. Este es el segun­do factor esencial en la concepción católica de la Filosofía de la Historia. Esto nos explica la existencia del mal en el mun­do. El hombre, los pueblos, libremente se apartan del fin que Dios les ha designado, y nace la injusticia, y brota la Ciudad del Diablo, frente a la Ciudad de Dios, como escribe San Agustín. La Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo, o el combate entre el Bien y el Mal forman toda la trama de la vida humana. Ambas ciudades están mezcladas en la tierra, y sólo serán separadas en la consumación de los siglos, reci­biendo cada una de ellas su merecido.

Todo este sistema de la Filosofía de la Historia lo ha expresado maravillosamente San Pablo en estas preciosas pa­labras pronunciadas ante los sabios de Grecia, en el Areopago de Atenas (i). Dice así:

«El Dios que crió el mundo y todas las cosas que hay

( I ) Act. Afost., XVII, 24-27.

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en él, hizo nacer de uno solo a todo el linaje humano, para que habitase la vasta extensión de la tierra. El fijó el orden de los tiempos y los límites de la habitación de cada pueblo. El quiso que buscasen a Dios, conociéndole por el admirable concierto del Universo... El fué el que estableció el día en que ha de juzgar al mundo con rectitud, por medio de aquel varón constituido por El, dando de esto a todos una prueba cierta con haberle resucitado de entre los muertos.» He aquí, el plan Divino en el desarrollo de la Humanidad con los puntos cardinales y los factores permanentes que en él in­tervienen. El Apóstol fija, primero, la unidad de la especie humana. Segundo, la determinación por Dios de los límites y tiempos en que han de vivir los diferentes pueblos; terce­ro, el fin de la Humanidad, que es el conocimiento de Dios y la propagación de su Reino, y cuarto, la cuenta que han de dar todos a Dios en el supremo día del Juicio.

Es preciso detenernos un momento a examinar algunos puntos del pensamiento del Apóstol. Según él, al crear Dios a los hombres de un solo tronco es que quiso que todos ellos formasen una sola familia. La insistencia de San Pablo en des­tacar la Unidad de la especie humana, se explica porque los atenienses se consideraban a sí mismos como autóctonos y de una raza privilegiada.

Sigue el Apóstol diciendo que «Dios fijó el orden de los tiempos y los límites de la habitación de cada pueblo». Con esto hace referencia a la Providencia que gobierna el mun­do, que es otro de los elementos esenciales del sistema cató­lico en la Filosofía de la Historia. Pero aquí surge una in­terrogación inquietante. Afirma categóricamente San Pablo que Dios señaló a cada pueblo sus límites geográficos propios y el tiempo en que ha de desarrollar su actividad sobre la tierra. ¿Quiere esto decir que los pueblos, a semejanza de los individuos, tienen una vida limitada por la Providencia,

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y acabada esa vida envejecen, y al fin mueren, para dar paso a otros? De hecho la historia nos ha trasmitido la noticia de la exigencia de los pueblos babilónicos, fenicios, egipcios, medos, persas, griegos y romanos, que han desaparecido del globo.

Pero hay un ejemplo todavía más elocuente. Es el del pueblo hebreo. El propio San Pablo, en la Sinagoga de An-tioquía de Pisidia recalcó cómo todos estos factores del sis­tema providencialifta de la Historia se verificaron en él (x). Resumiendo lo que él allí dijo y lo que pasó después, po­demos trazar el siguiente cuadro sintético:

Escogido el pueblo judío por Dios para que de él salie­ra el Redentor del mundo, se constituye bajo la dirección in­mediata de la Providencia en régimen Teocrático. Durante muchos siglos siente la mano del Todopoderoso de manera especialísima. Sus jueces y sus reyes son escogidos con su in­tervención directa. Su Ley la recibe del mismo Dios entre truenos y relámpagos en la cumbre del Sinaí. Sometido por los Egipcios baja del cielo el Ángel exterminador, quien ma­tó en una noche a todos los primogénitos del pueblo que le esclavizaba. Libertado de su cautiverio, hace Dios que se abran las aguas del Mar Rojo para que pueda pasar a pie enjuto, mientras que al atravesarlo sus adversarios, quedan sumergidos entre las ondas que vuelven a su cauce. Falto de alimento, al cruzar el desierto, le envía todos los días en for­ma de rocío el Maná, para satisfacer su hambre. A fin de que se preparara para la venida del Redentor, que había de salir de su sangre, envía Profetas, que durante varios siglos le amonesten y le predigan cómo había de venir, dónde ha­bía de nacer, y lo que había de sufrir. Por fin aparece el Me­sías, prodigando su bondad por todas las partes de Palesti-

(i) Act. Afost., XIII, 16-52.

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na. Le admiran las turbas y le aclaman como a Rey y Sal­vador; pero los Escribas y Fariseos y los Sacerdotes, es decir, las autoridades civiles y eclesiásticas, se conjuran contra él, logran cambiar la opinión de las multitudes, de suyo torna­dizas, y consiguen dar satisfacción a su envidia y a sus ins­tintos, clavándole en una Cruz. En medio del frenesí, cla­maron los judíos que la sangre de aquel Justo cayera sobre sus cabezas y las de sus hijos; y cayó, efectivamente. El pue­blo hebreo se deshizo, y perdió su nacionalidad. El año 70 fué arrasada Jerusalén y devastado su Templo, como lo ha­bía predicho Cristo, y hoy la raza hebrea, sin hogar, sin te­rritorio definido, sin ideal nacional común, anda errante por todas las partes del mundo.

Dios asignó al pueblo hebreo un fin bien determinado. No lo cumplió, y pereció. También a España ha señalado Dios su fin y destino propios. ¿Cuál es éíle? ¿Lo ha cum­plido? ¿Ha acabado ya su misión sobre la tierra?

Como no hemos tenido revelación directa de él, hemos de sacarlo por inducción, estudiando el carácter de nuestro pue­blo y el desenvolvimiento de su historia.

Desde luego podemos avanzar que ese Destino eátá con­cretado en la defensa y propagación del Reino de Criálo sobre la tierra, que es la Iglesia Católica.

IV

UNIVERSALIDAD Y PARTICULARISMO DEL CARÁCTER

ESPAÑOL

El carácter español es, a primera vüla, contradictorio. Eítá perfectamente representado en los dos tipos creados por Cervantes: Don Quijote, suma del idealismo, y Sancho Pan-

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za, cifra del egoísmo. Es decir, que en nueitra raza se dan un individualismo feroz y un universalismo sorprendente. Expresión de ese mortífero individualismo la tenemos en las manifestaciones de la vida social, donde es casi imposible aunar dos voluntades para un fin común; en esa indiferencia por los males ajenos, mientras no nos llegan a nosotros; in­diferencia que eití gráficamente expresada en el dicho vul­gar: «Ahí me las den todas».

Pero al lado de ese feroz individualismo que nos divide, nos corroe y entorpece los esfuerzos mancomunados, eálá el carácter español dotado de un universalismo capaz de los mayores sacrificios y de las mayores empresas. Don Quijo­te, desfacedor de entuertos, atormentador de malandrines, defensor de la inocencia, propugnador de los ideales de los caballeros andantes, es el tipo del desprendimiento, de la hi­dalguía, de la anchura de corazón, de la universalidad.

La misma falta de patriotismo que a veces solemos acha­carnos radica en esa cualidad acogedora, amplia y sin lími­tes que extiende sus brazos a toda la humanidad.

El carácter español es, además, sobrio, austero, morige­rado y pundonoroso. Posee, otrosí, en grado no corto la cuali­dad de la adaptación al medio ambiente en que se mueve, como lo prueban su pronta y completa romanización, su fu­sión con los visigodos y su mezcla con los indios de Amé­rica.

Con todas eftas dotes ni que decir tiene que, al operarse la transformación del mundo por el hecho de la Redención, of'-ecía España un campo muy abonado para recibir la nue­va doctrina de horizontes sin límites.

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EL DESTINO DE ESPAÑA 289

V

PREPARACIÓN DE ESPAÑA PARA SU MISIÓN PROVioENaAL

Por los mercaderes sirios que comerciaban con Cádiz y coii nueálros puertos del Mediterráneo, llegó, sin duda al­guna, a oídos de San Pablo esa buena disposición de nues­tro pueblo, y entusiasmado con ella, escribe a los Romanos que desea ardientemente visitarlos, pero que lo hará sólo de paso cuando se traslade a España (i).

El proyecto del viaje del Apóstol a nueálra patria se rea­lizó, efectivamente, y gracias a su predicación, a la de los siete varones apostólicos y (según antigua tradición) a la de Santiago, arraigó entre nosotros la fe con tal fuerza, que a fines del siglo IV se hallaba extendida por las cuatro Pro­vincias en que por entonces estaba dividido el territorio, la Bética, la Tarraconense, la Lusitana y la de Galicia.

La tenacidad en defenderla fué tal, que apenas hubo per­secución en que no murieran compatriotas nueilros, sellán­dola con su sangre. Al mismo tiempo que los católicos es­pañoles defendían sus creencias contra el poder político de Roma, se esforzaban por conservarlas inmaculadas en el or­den de las ideas y de la moral, contra los herejes libeláticos, novacianos y priscilianiábas.

Ya entonces se notan en los personajes más célebres atis­bos de la conciencia de esa misión providencial.

Hacia el año 258 tuvo lugar en Tarragona el martirio de su Obispo, Fructuoso, y de sus Diáconos, Augurio y Eulo­gio. Afortunadamente se nos ha conservado el Proceso Ver­

il) Ad Romanos, 15, 24.

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ba' auténtico de aquel martirio, y en él se leen las siguien­tes palabras:

«Cuando los tres atletas de Criólo eilaban en el anfitea­tro para ser quemados vivos, se acercó al Santo Obispo un cristiano llamado Félix, y cogiéndole la mano derecha le rogó encarecidamente que se acordase de él, a lo que Fructuoso repuso con voz clara, que todos pudieron oir: «Yo debo de acordarme de toda la Iglesia Católica, esparcida de Oriente a Occidente.» Las Actas de eitos mártires solían leerse en la iglesia africana. Cierto día, después de su lectura, dirigió un sermón al pueblo San Agustín, y en él tuvo singularísi­mo cuidado de recoger el Obispo de Hipona e¿la respuesta de San Fructuoso, haciendo resaltar la universalidad en ella contenida, tan en armonía con la idea de catolicidad predi­cada por Jesucristo y sus Apóstoles.

Otro ejemplo singularísimo: A mediados del siglo IV regia la diócesis de Barcelona su Obispo San Paciano. En sus ardorosas polémicas contra los novacianos que infecta­ban la región tarraconense, escribió una obra sobre la cato­licidad de la Iglesia fundada por Críalo, explicando que aquel vocablo encerraba en sí la idea de unidad y de univer­salidad. Allí dejó estampada una frase que se ha hecho cé­lebre entre los autores eclesiásticos de todas las edades. Re­volviéndose contra un tal Semproniano, a quien disguitaba aquella denominación, le dice: «No te inquietes, hermano. Mi nombre es cristiano y mi apellido católico. Aquél me per­sonifica; éste me muestra. Con aquél soy probado; con éste señalado.»

Como queda dicho éátos no son más que atisbos, mani­festaciones aisladas y aun quizá inconscientes, aunque no for­tuitas, en el plan de la Provindencia.

En el transcurso del siglo IV tuvieron lugar tres acon­tecimientos importantísimos para la catolicidad, que conmo-

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BI, DESTINO DE ESPAÑA 291

vieron al mundo entero, y en los cuales tomó España parte muy principal. El primero fué la conversión al catolicismo del Emperador G)nstantino; el segundo, el Concilio de Nicea, y el tercero la promulgación del Código teodosiano. Desde el momento en que Constantino abrazó la fe, éila, perseguida, o a lo más tolerada hasta entonces, fué reconocida oficialmente, permitiéndose su culto con toda libertad. Mu­chas veces se ha hecho resaltar la trascendencia de este acon­tecimiento. Pero lo que no se destaca suficientemente es que quien convirtió a Constantino, formó su conciencia y le de­cidió a tomar medida tan importante, fué un español que, de Obispo de Córdoba, pasó a ser Consejero suyo, el gran Osio.

Por la misma época corría la catolicidad grave riesgo de sucumbir ante las sutilezas y proselitismo de los Arríanos. Para oponerles un dique se reúne en Nicea un Concilio uni­versal, el primero de los Ecuménicos. Pues bien; el presiden­te y el alma de aquella asamblea que condenó al arrianismo fué nuestro Osio. En él depositaron el Papa, el Emperador y la Iglesia de Oriente y Occidente la defensa de los intere--ses católicos, y no se vieron defraudados. Con admirable te­són e irrefragable lógica dirigió las sesiones todas, consiguien­do se proclamara dogma de fe la Divinidad de Jesucriito. Era tal la autoridad y empuje teológico de Osio, que allí don<ie surgía tal dificultad doctrinal o moral se requería su pre­sencia para zanjarla. Brota en África el cisma de los donatis-tas, y en seguida recibe Osio la orden del Emperador de trasladarse a Cartago y solucionarla. Cuando la lucha entre arríanos y ortodoxos era más violenta en Alejandría, allí se presenta Osio, enviado por el mismo Emperador para hacer callar a los disidentes. El año 344 se reúnen en Sardis 84 Obispos occidentales y 76 orientales para juzgar la conduc­ta del gran San Atanasio, depuesto y restablecido una y otra

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vez en la sede de Alejandría, y terminar con el error arriano, <jue había retoñado de nuevo. A pesar de su avanzada edad, se rogó insistentemente a Osio <jue acudiera a la asamblea. La impresión que a los Obispos católicos produjo aquel an­ciano de ochenta y tres años, la expresan bien las siguientes frases de Smodal enviada después del Concilio a todas las Igle­sias del mundo : ((Allí, dicen, se presentó aquel hombre de fe­liz ancianidad, digno de toda reverencia por edad, por su con­fesión de la fe y por los muchos trabajos sufridos.» Osio fué elegido presidente. A su alrededor se agrupó la mayoría, y de nuevo triunfó la nave de la catolicidad, sabiamente diri­gida por nuestro compatriota.

Desde la muerte de Constantino, acaecida en 337, hasta la subida al trono del Emperador Teodosio, no fué muy bueno el trato que se dio a la Iglesia Católica. Pero, apenas éste empuñó las riendas del mando, promulgó una serie de leyes sin precedente, y no igualadas, ni aún por los Monar­cas más católicos que han exiitido. El 27 de febrero de 380, de acuerdo con el Papa San Dámaso, decreta: «que es su voluntad que todos los pueblos sometidos a su cetro abracen la fe que la Iglesia romana había recibido de San Pedro, de­clarando a las sectas heterodoxas fuera de la ley.» Sucesi­vamente fué redactando su famoso código; el primero que lleva la impronta indeleble de las enseñanzas evangélicas. Bajo su mando se celebró el Concilio de Constantinopla, se­gundo de los Ecuménicos, en que fué anatematizada la herejía de Nestorio. Y, ¿de dónde era efte Emperador, tan resuel­tamente pueálo al servicio de la Iglesia universal.? De Coca, pueblecillo de la provincia de Segovia. Y español era tam­bién, como afirma el Liber pontificalis, el representante en­tonces de Criáto en la tierra, el Papa San Dámaso.

ZACARÍAS GARCÍA VILLADA, S. J. De la Academia de la Historia.

(Concluirá.)

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M u j c p e s d e r e y e s

U o ñ a o i b i l i a d e l o p t i á

I

LA VIUDA AMPURDANESA

Si el Dante que hundió en el fuego lustral a casi todos los monarcas de su tiempo: Felipe el Atrevido, de Francia y sus lirios; Enrique de Navarra y su noble y melancólica belleza; al rey aragonés Pedro III, todo envuelto en corazón; Carlos I, conde de Provenza y Rey de las Dos Sicilias, con su maschio naso; Enrique de Inglaterra y su simplicidad de vida..., hubiera alcanzado los días del Rey don Pedro IV de Aragón y III de Cataluña; el del puñal asiduo en el cinto y de las fastuosas ceremonias; lo habría sumergido sin duda en las llamas del círculo séptimo de su Purgatorio, con las almas de los incontinentes que sintieron en sus lomos el tósigo mordaz de Venus, y no supieron redimirse de la in-fición pegajosa. Ahora, estas sombras lánguidas, mientras se purifican del vicio tenaz que manchó su carne, van can­tando el himno litúrgico, impetratorio de la castidad: Sum-mae Deus clementiae (i).

( I ) Dante: Lá ComWÍÍ/M, Purg. XXV.

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Porque es de saber que este gran Rey sietemesino no es­tuvo exento de aquel vicio que tuvieron otros grandes reyes desde los días de Salomón, que pusieron mancilla en su glo­ria, e inclinaron femara sua mulieribus (i). En su propia dinastía le persuadía esto mismo, el cercano e imperioso lla­mamiento de su sangre. Pedro I, su fundador, fué hom de femnes, fué hombre mujeriego, según el testimonio de su hijo el Conquistador; y si en las mansas y resignadas entra­ñas de su esposa Doña María de Montpeller suscitó aque­lla gloriosa maternidad fué, más que obedeciendo a la volun­tad de su carne, sirviendo el querer de Dios y el genio pro­fundo e indeclinable de la Historia. Y el propio Don Jaime el Conquistador, ¡con cuántas guirnaldas de brazos blandos no sentía trabados sus pies de guerrero, rápidos como los de Aqui-les! Hasta el punto de que cuando Murcia, aún sarracena, le sonreía en medio de sus huertas y él ambicionaba cogerla, y depositarla, peregrina flor, en los altares de Nuestra Se­ñora Santa María; hincado de rodillas, con espíritu de hu­mildad y de confesión, decía a Fray Arnaldo de Segarra que acaso sólo un pecado podía frustrar su generoso empeño; y este pecado era aquello de doña Berenguela (2).

El buen rector de Santa María de la villa de Blanes, del obispado de Gerona y del vizcondado de Cabrera, mosén Bernat Boades, autor del libro Fets d'armes de Catalunya que conoció personalmente al Rey Don Pedro IV de Ara­gón, traza de él esta expresiva etopeya:

«Debéis saber que este Rey era muy codicioso de ser honrado y reverenciado y acatado con muchas ceremonias reales, tanto que por esta afición suya se le puso el sobre-

(i) Ecdi., XLVII, 21. (2) A Nostre Senyor no li cuidavem tener edtre tort ferque nos deg-

nessem ésser perdut sino tant solament de dona Berenguera. Crónica o co-mentaris del Rey En Jacme, cap. 426.

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MUJERES DE REYES 295

nombre de Rey de las ceremonias; pues él recopiló todas aquéllas que mejor le parecieron de todos los reyes de la tierra, a fin de que con ellas su persona fuese mejor honra­da, pues la estatura de su cuerpo era muy poca y era muy esmirriado de cara y de carnes y de miembros y por ende su presencia era muy poco honorable...» (i).

La mujer que prendió fuego en esta seroja, extraordina­riamente combustible, y encendió en esta sangre escasa una llaina acre de amor senil y metió espríritu carnal en esta carne triste, que fatigó tres tálamos, fué una viuda ampur-danesa que quedó del matrimonio primero, con todo el sa­bor acedo de una verde juventud. El mismo señor rector de Santa María de Blanes que la conoció y era, además, con­terráneo suyo nos la pinta de esta manera:

«Era una muy bella y agraciada hembra, de linaje mili­tar muy bueno y aprobado; pues aunque no fuera de lina­je de condes, ni de barones ni de nobles, pero lo era de ca­balleros muy antiguos del Ampurdán. Y esta mujer era de nombre apellidada Sibilia, y era hija de Bernat de Fortiá, varón de gran probidad; y era viuda; pues tuvo un primer marido, Artal de Poces, de muy antiguo linaje; y quedó­se ella viuda muy joven; y como fuese tan agraciada y be­lla y muy casta...» (2).

No; el señor rector de Blanes mejora a su conterránea. Sibilia de Fortiá no fué, por lo menos durante algún tiempo de su tierna viudedad, tan casta como certifica el buen cura párroco. La indiscreta posteridad, la historia cana que a todos los rincones lleva el implacable candil y con su mano de sar­mientos rasga todas las cómplices telarañas, ha averiguado

(I) Boades: Feyts ¿'armes de Catalunya, cap. XXI, pág. 413. Edi­ción Aguiló. Barcelona, 1873.

(2) ídem, id., pág. 412.

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con sus lejanos ojos lo que no vieron los bondadosos de mo-sén Boades, que la contemplaron presente. Tuvo acaso Si-bilia la belleza y la apetitosa juventud de la hebrea Judith; pero no tuvo su castidad feroz; ni a la tienda real se acer­có vestida ella y la espada desnuda. Dice el señor rector cro­nista que el Rey la vio un día en su propia casa, en donde, ((faciendo su vía, hubo de aposentarse y que mucho se agra­dó de ella y la tomó por mujer en faz de la Santa Madre Iglesia-». Mosén Boades precipita los hechos y borra benig­namente de la vida de su conterránea y soberana, dos años y un parto.

Sibilia de Fortiá antes que esposa legal del Rey Don Pe­dro, el Ceremonioso, fué su amiga y amistanzada. El día del Viernes Santo del año 1375, que ocurricí a los veinte días de abnl, se ennegreció el reino de Aragón con un luto nue vo. Recién llegada de Sicilia murió en la ciudad de Lérida, la reina Doña Leonor, a quien el pueblo llamaba la reina grossa (la reina gorda). No había que serlo exageradamen­te, para parecerlo al lado de su marido. El momento pre­ciso en que el Rey, a hurto, cedió a la viuda relicta de Ar-tal de Poces la fría mitad del lecho que le sobraba, no lo dice la historia; pero sí cuando la llama ciega que ha pren­dido en el Rey se denuncia sin equívocos. El Rey la corte­ja públicamente y la mima. Le regala una muía de pelo blan­co que le costó ciento cincuenta florines. Le asigna dos mil florines de oro. Le hace donación irrevocable entre vivos de diez mil florines de oro de Aragón.

En el mes de enero del año 1376, la Fortiana como la llama el pueblo despecrivamente, ya se muestra cerca del Rey; demasiado cerca. En el mes de julio de este mismo año, el Rey envía a pedir con toda urgencia las andas que pertenecieron a la reina Doña Leonor (a qui Deu perdó\) que tiene en su poder el Obispo de Lérida; porque las nece-

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Sita Madona Sibilia. Envía a seguida a pedir unas nuevas andas, las suyas, con todo su arnés, que estaban en Hues­ca y en las cuales iba la infanta, nieta suya. Harto se adivina el motivo por que el Rey pide con tal premura las dos andas. Se anuncia el fruto de los abrazos vedados. Sibilia ha entra­do en meses mayores y va a entregar al Rey de Aragón una infanta, tardío esfuerzo de su muslo.

II

LA REINA NO SABE LETRAS...

La bendición nupcial rompe los lazos furtivos, y el rocío amargo del hisopo derrama blancura sobre la frente hollada y mancillada. La frente tersa de Sibilia se limpia del ominoso carmín. El Dietari de la Ciutat de Barcelona trae esta nota escueta:

Die dominica XI. die octohris, anno a nativitate Dommi M.CCCLXX, séptimo dominus Petras, rex aragonum, du-xit in Hxorem cum henediccione ecclesiastica, dominam Si-biliam de Furtiano, que fuerat uxor nohilis Artaldi de Fos-sibus.

Es a saber: El día once de octubre, que fué domingo, del año de la natividad del Señor 1377, el señor Don Pe­dro, Rey de Aragón, recibió por mujer, con la bendición de la Iglesia, a la señora Sibilia de Fortiá, esposa que había si­do del noble Artal de Poces.

Y nada más. El Rey de las ceremonias puso bien pocas en la recepción por mujer legtima, de la bella ampurdanesa ya prelibada, y madre.

La hija del villorrio de Fortiá de ciento cuarenta y cua­tro fuegos, hoy tópico vano, pues el oscuro caserío que llevó

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este nombre ha sido borrado por el agua rápida de las inun­daciones, ya es reina de Aragón. Pero la reina de Aragón no sabe letras, y es indecoroso que las ignore una de las más poderosas reinas de la cristiandad. El Rey escribe a la prio­ra del monasterio de Sígena, bajo su sello secreto, esta car­ta confidencial:

«El Rey. Prioressa: la Reyna nue¿\:ra cara companyo-na no sabe letras e querendo aprender. E nos e eyla havemos esleyda que haya por Mayestras duas duenyas del dito vues­tro Monaálerio porque vos rogamos e queremos que de to­das las duenyas del dito vueálro Monafterio esleyscades duas, las quales seyan de meya edat y es a saber de XXXV en XXXX o XLV anyos e que sean buenas religiosas e bien ho­nestas e bien scientes e tais que conviengan a la Reyna por amostrarle de letras segund dito yes e por conversar e eálar con ella. Dada en el lugar de Gabanes (i) dius (bajo) nuestro siello secreto, a IV dias de janero del anyo M.CCC.L.XXXII.»

La priora de Sigena, halagada por el encargo de su Rey, se apresuró a contestarle, defiriendo al ruego honroso. El Rey acusa recibo de la carta responsiva:

«El Rey. Prioressa. Recibida havemos vueStra letra e re­graciamos vos la bona respuesta que nos feriestes sobrel feyto de las duas duenyas de vuestro Monasterio que demandamos por mostrar letras a la Reyna, nuestra cara companyona. E assin rogamos vos que les nos embiedes tales como nos fezles-tes saber. E faredes nos ende plazer e servicio. Dada en Va­lencia, dius nuestro siello secreto a XXII dias de janero del año MCCC.L.XXXII.»

También la Reyna quiere testimoniar su agradecimien­to a las religiosas del monasterio oséense de comendadoras sanjuaniátas, y hace expedir eSla carta, encareciendo la gra-

(i) Situado en camino de Tortosa a Valencia.

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titud del Rey con la suya personal y urgiendo el ruego del Rey con el suyo propio :

«La Reyna. Prioressa: vostra letra avernos recebida res­ponsiva a una que vos havia embiado el senyor Rey marido e senyor nuestro muyt caro que nos embiassedes duas duen-yas de vueálro Monailerio para amostrar a nos de letra. E regreciando nos muyto vuestra buena offerta e le gran affec-cion que havedes a servir al senyor Rey e a nos, Rogamos vos affedhiosament que por honra del senyor Rey e nuestra nos embiedes luego sin falta alcuna las ditas duenyas, tales como el senyor Rey vos fizo a saber e como vos respondiestes en la dita vueátra letra. E faredes deáto plazer e servicio al dito senyor e anos muy grand. Dada en Valencia, dius nues­tro siello secreto, a XXII dias de janero del anyo M.CCC. L.XXXII.»

Los reyes felicitan a la venturosa ampurdanesa por su en­cumbramiento al trono de Aragón. Al parabién protocola­rio que le envía el Rey de Caálilla, Sibilia contesta gentil­mente :

«E agradecemos vos. Rey, tanto quanto podemos, lo que nos embiastes adezir en la dita vuestra carta y es saber que hoviesses gran plazer del bien y honra que Dios por su mer­ced nos ha querido dar.»

El matrimonio subsiguiente no ha apagado la sangre en­candilada del Rey, ni ha debilitado la primitiva idolatría. Los viajes por sus tierras son como viajes de novios en sus frescas mocedades; y aquel Rey, inflexible hasta la crueldad defiere a los antojos de Sibilia hasta un punto inverosímil. Hállanse en Játiva, en el mes de julio. Es insoportable la pesadumbre del calor. El día llueve brasas, la noche exhala vahos. La fresca Sibilia se deshace, cual fruta jugosa, en aquel aliento ígneo. Y el Rey prohibe que los naturales enciendan hogue­ras en los montes vecinos no sea que se acrecienten las calo-

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res que ya son asaz grandes. De la dignidad de la Reina cui­da con una terrible inexorabilidad. Un payés de la villa ma-llorquina de Inca, por nombre Andrés Salt, acaso para favo­recerse, quizá para autorizarse entre el pueblo, proclama a boca llena que la Reina es prima suya. Esta presunción del labriego llega a oídos del Rey, quien, ofendido por tales ftala-bras, que redundan en menos-^recio nuestro y de la Reina, manda al gobernador de Mallorca que abra una información secreta, y si le encuentra culpable hágale prender en conti­nente y castigúele con tal severidad que al lenguaraz sea pe­na y a los otros, si otro tal osaren, terror y ejemplo. Ya sa­bemos lo que amagaba el Rey de Aragón con estas suavi­dades.

Sibilia distribuye su tiempo entre las dos dueñas del mo­nasterio de Sigena y las más sabrosas obligaciones que le im­pone el cuidado de su hijita. Entremos en el real gineceo y en las amorosas intimidades de Sibilia, Reina y madre feliz. Toda la casa real de Aragón gravita sobre la leve cuna osci­lante: In te domus omnis inclinata recumbtt; sobre aquel esquife frágil, que va a ser presa de vientos fieros. La concen­tración de la madre es mayor en la tierna Infanta, porque, poco ha, la Muerte entró en la real cámara y se llevó, como un torbellino, a una rosa naciente, al segundogénito, el In­fante Don Pedro, nacido a primeros de julio de 1378 y pro­rrogado en su vida precaria hasta el 17 de abril del año 1379. Sibilia envolvió aquella gota de leche, aquel manojillo de sus entrañas, en un lienzo de oro de Laca; le orló de cendal negro con las armas de Aragón; forró el chico ataúd de paño verde y lo encomendó a la tierra. Y con redoblado afecto me­droso se volvió a inclinar sobre la cuna de su hija.

Duerme la niña en primoroso brizo de madera, labrado por Pascual de Peralta y pintado en colores por Bartolomé Zamora. El amor moroso de su madre la envuelve en manti-

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lias de lienzo de grana de Malinas. Ha crecido la Infantina. Toca la viva seda tenue de sus cabellos con una capenicita de paño de Douai. De lo mismo es el corpino que aprisiona el pecho infantil; lleva un manto de lo mismo, con un es­trecho friso de oro; la saya es de paño rojo de Malinas. Usa vestiditos bordados de oro y de perlas, sanastres de hilo de oro adornados de pieles, armiños y veros. Las ropas que eftán en contadto con el rosado corpezuelo son finísimas y aéreas: nieblas de lino, viento textil. En las fieilas señaladas la tierna madre enrama la cunita con flores y con violetas.

Tiene la Reina Sibilia demasiado magníficas las manos, hechas para que en ellas se posen oro, pedrería y besos. Ha de mantener a ultranza la llama de amor viva en la sangre que se hiela de su real consorte y le da pábulo con afeites prolijos y con costosas veáliduras. Harto lo sabe la Real Teso­rería. Si no halla cerca estofas preciosas las manda traer de lueñe. Un Ruchardó de París, un mercader de Beziers y otto de Genova, Bartolomeo Escarampo, le sirven telas y pieles peregrinas. Vendas para sus peinados se las proporciona Doña Urraca de Millars. Su ropa íntima pasa por las manos de hada de Bienvenida de Arenys. Dos judías de Granada, lla­mada la una Mira y la otra Astruga Soldarla y una mora za­ragozana, Zofra de nombre, con sutilezas de araña, elaboran sus encajes. Sus suntuosos mantos de raso de Londres, con ancha orla de oro hilado, se los rocían de perlas las manos miríficas del bordador Mateo de Torres, puesto asiduamen­te a su servicio; y como sea que ha llegado a sus oídos la no­ticia de que un hospedero de Perpiñan, Perestortes, tiene una hija ya casadera, Boneta de nombre, que, como la Aurora, sembradora de aljófares, tiene las manos ricas, hace escribir a su real consorte que se avenga su padre a darla por mujer al susodicho Mateo de Torres, obrero excelente en su oficio de bordador, y con el cual haría conveniente pareja.

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Más aún que las telas raras le seducen las joyas. Sus ma­nos relumbran de fulgores minerales. Pero el amor de sus amores es el balaje, el monstruoso rubí del Turquestán, ancha gota de sangre amoratada. Salido de cautiverio, pasa por Bar­celona el Rey de Armenia, que trae consigo uno de ciento se­senta quilates. Ella lo sabe, y desde Almenar confía a un agente suyo que de la mejor y más secreta manera que pueda, averigüe si se ha de vender el balaje peregrino, que le ponga precio, que se lo comunique y que, mientras tanto, procure que la piedra rara no tome otro camino. Esta pasión de Si-bilia, esta acérrima emacidad y fiebre de adquisición de ex­quisitos minerales que pongan riqueza y frialdad en la nieve ardiente de su carne la envuelve en una atmósfera de suspica­cias. Al Duque de Berry le son hurtados seis balajes, dos za­firos y diez perlas y se dice que los ha comprado la rutilante y gemada Reina de Aragón. Uno de los consejeros del Du­que, el Obispo de Marllezais (?), escribe a Sibilia que se dig­ne remitir las joyas hurtadas por persona notable y segura. La Reina de Aragón se exculpa con tan tibias reticencias que el Obispo insiste una y otra vez en la demanda, a la cual contesta Sibilia secamente que su carta contiene verdad en todos sus extremos. Tanto gustan los balajes a la Reina de Aragón, que su marido, por complacerla, manda arrancar dos que pertenecieron a su mujer difunta, Doña Leonor de Sicilia, engastado uno en el cetro que para ella mandó hacer y otro en el pomo de oro asimismo hecho para ella. Y no so­lamente e¿lo, sino que al Rey su consorte, que fué, como otros reyes, pecuniae farcus ac tenax, le contamina con aquella misma fiebre adquisitiva de piedras preciosas.

Por su escribano de ración, Francesc Dez Blada, que lo anotaba puntualmente en su libro de cuentas, sabemos cómo eran las estofas que guarnecían su cama. Sabemos en qué aromas bañaba su cuerpo y en qué perfumes saturaba la rica

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garba de sus cabellos. Valencia exprime para ella la suave flor de sus naranjos, y para la Reina de Aragón exprime sus rosas Alejandría. Alejandría le envía asimismo su bálsamo, del que pide la mayor cantidad y el más fino que hallarse pueda, a Bernardo Gualbes, cónsul de los catalanes en la ciu­dad oriental. A Doña Violante de Bar, mujer de su hijasti'o Juan I, Duque de Gerona y heredero de la Corona de Ara­gón, unos judíos valencianos hiciéronle un primoroso sahu­mador de oro. Lo sabe Sibilia y encarga a su procurador en aquel reino, Pedro Marrades, que a los mismos judíos man­de hacer otro sahumador de oro, igual del que han hecho a la señora Duquesa. Y que se lo hagan a la mayor brevedad y sin falta. En la mesa de la señora Reina de Aragón vuelca su cuerno la abundancia de aquella bendita aldea descrita tan donosamente por fray Antonio de Guevara:

«... palominos de verano, pichones caseros, tórtolas de jaula, palomas de encina, pollos de enero, patos de mayo, lavancos de río, lechones de medio mes, gazapos de julio, ca­pones cebados, ansarones de pan, gallinas de cabe el gallo, liebres de dehesa, conejos de zarzal, perdigones de rastrojj, peñaras de lazo, codornices de reclamo, mirlos de vaya y zor­zales de vendimia.»

El celo por su casa la devora; el celo por su casa solarie­ga de Fortiá, se sobreentiende, de la cual se constituye de­saforada protectora. Su divisa es ésta: Cascu es tengut de •pregar e instar abans fer los seus que per los estranys. (Cada cual está obligado a rogar y a instar antes por los suyos que por los extraños.) Y ella pide e insta oportuna e inoportuna­mente. Todo le parece poco para sus familiares y deudos: la abadía del monasterio de San Daniel de Gerona para su pa-rienta Sor Gerarda de Blancs; la abadía del monasterio de Monserrat para su consanguíneo fray Galzerán Dezcatilar; para un hermano suyo, de la Orden de San Benito, el priora-

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to de Santa María de Roses, y para un tío suyo. Fray Ramón de Palau, del Orden del Hospital, una pingüe comendadu-ría en las circunstancias que el propio Rey de Aragón, por incitaciones de su esposa, expone al gran Maestre de la Orden:

«Honorable Maeálre: porque vos sedes natural nueálro e criastes con el senyor Rey nuestro padre e con nos, vos es-cnvimos familarment es a saber: que fray Ramón de palau de vuestro orden, el qual es estado apóstata y es a saber que avia dexado el orden e abito, es estado agora assin por dios inspirado que yes tornado en el dito orden e abito, con pro­posito de venir daquiadelant en aquell, religiosament e ser­vir dios asin como se pertenece dombre Religioso. E como nos hayamos presa por muUer e companyona nuestra la Reyna dona Sibilia e el dito Fray Ramón sea hermano (era tío; ;lo diría el Rey para encarecer más su petición?) de la dita Reyna. E por esto tingamos a corazón que el dito Fray Ramón, no contrastant la gran errada que fizió en sallir del dito orden, hoviesse alguna buena e notable comendaria, con la qual po-diesse estar honorablement e sostenir su estado de guissa que compliesse a honor de la dita Reyna e bien suyo... E no te-nades en esto su dita errada, mas el gran deudo e sangre que ha con la dita Reyna, la qual cobdicia muyto assí como debe, la honor e bien dell...»

La abundancia de su corazón hace sus manos munificen-tes. Planta en el camino de Ruzafa, cerca de Valencia, un mona¿terio de monjas blancas del Cister, a reverencia y de­voción de San Urbano. Da una cabeza de plata a la iglesia de Santa Engracia, de Zaragoza, para engastar en ella el crá­neo de la Virgen mártir. A Santa María del Pilar, de Zara­goza, ofrece un ex voto un blandón de veinte libras, con sus armas. El día de la Cena, o Jueves Santo, da a trece mujeres pobres, por amor de Dios, limosna de piezas de lana y de lino.

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zapatos y dineros; y durante los Días Santos, suálenta a to­das las mujeres públicas de Barcelona, Magdalenas o Egip­ciacas, como se las llamaba, que por reverencia de los augus­tos miíterios cristianos, e¿tán vedadas de ejercer su oficio. El Viernes Santo, cubierta de lutos y llevando a su hijita la In­fanta Isabel de la mano, sale a adorar la Vera Cruz en siete templos distintos, y en todos deja una larga limosna. En eáte día y en la vigilia de Nuestra Señora de Febrero, la Reina de Aragón ayuna a pan y agua. Santa María Candelaria es so­lemnidad grande en la corte de Aragón. Pálida del ayuno, preside la Reina la procesión de las candelas, llevando un cirio entre los dedos céreos. Y en la Dominica de Ramos, para fes­tejar el triunfo del Rey de la mansedumbre, la Reina Sibilia de Aragón se asocia a los hosanas, blandiendo en su mano desnuda, fría de tanta pedrería, un blanco cogollo de palma.

III

LA GUERRA DOMÉSTICA

La incorporación de la Fortiana en la dinastía de la Casa de Aragón fué nuncio de la mareta sorda que la trabajó pro­fundamente, hasta que a la muerte del Rey Don Pedro IV estallaron con violencia los tenaces odios sombríos. El here­dero de la Corona de Aragón, Don Juan, Duque de Gerona, en la primera vehemencia que le inspiró la intrusión en la di­nastía de la Fortiana, subida al tálamo de su padre, declaró que nos nous veuriem en nenguna guisa ab Madona Sibilia (que con Doña Sibilia, él no se vería de ninguna manera). El tiempo o quizás el cálculo político, en esta negativa, como en tantas otras cosas, puso tregua y paz falaz. El hubiera prefe­rido a la unión paladina el lazo clandestino y el hurto vedado a la posesión tranquila. Sibilia, con su fina sagacidad de mu-

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jer, conoció esta disposición de sus hijaitros Juan el Cazador y Martín el Humano, futuro liquidador de la dinastía; y se dispuso a conjurarla con su sedosa flexibilidad felina. Apa­rentemente, las relaciones entre Sibdia y sus hijastros y (cosa mis ardua) sus hijastras Violante de Bar y María de Luna no pueden ser más cordiales. El Duque de Gerona, Don Juan, regala a su madrastra una muía de pelo blanco, y ella grati­fica al escudero que se la trae con veinte florines; le regala una podenca y Sibilia manda hacer para ella, en obsequio del egregio donante, un precioso collar de piel de ternero rojo, con tres lizos de oro, plata y seda. Ella regala al Duque una broncha de oro con un riquísimo camafeo. A quien le trae la nueva del hijo del primogénito de Pedro IV con la hija del Duque de Bar, le entrega en albricias cien florines. A quien le hace noticiosa de que la Condesa de Luna, mujer del In­fante Don Martín, ha parido un hijo, le da cincuenta flori­nes; y encabeza la carta de felicitación al venturoso padre con este afectuoso comienzo: Mon car fill e senyor. (Mi caro hijo y señor...)

Sibilia de Fortiá actúa de medianera entre la ligereza de los hips y la severidad del padre. Pedro IV no quería que su hijo Martín retornase a la corte, de la cual se había separado sin la difícil venia paternal, pero a la postre se rinde, y esto, dice, es porque la Reina, compañera nuestra muy cara, nos lo ha suplicado con grande y afectuoso encarecimiento. Y sabed que de otra guisa no nos pluguiera, ni tolerariarnos que viniesis a nueñtra presencia.

Enferma el primogénito y Sibilia lo sabe y le anima y le reprende tiernamente y le arrulla con ternezas cuasi materna­les y le encarece que se guarde con meticuloso cuidado del enfriamiento y destemplanzas que hace, pues si Dios quiere, el accidente se reducirá a un golpe de aire y de frió que le tomó cerca del mar.

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Da a luz Doña Violante de Bar. Su madraálra le da el

parabién, y como ha parido hija, la Fortiana, la mujer bur­

guesa de Gerona, la anima, recordándole el proverbio que

anda entre las mujeres del pueblo: Qui de filia anceta, de

filis enresta: la que con hija comienza, con hijos prosigue.

Y eño, señora, os pasará a vos. Por eHo haréis bien y yo os

lo aconsejo, que, tras el puerperio, inmediatamente os pre­

paréis y dispongáis a tener un hijo...»

El Rey Don Pedro, Doña Sibilia su mujer, y el Príncipe

heredero Don Juan, Duque de Gerona, encuéntranse en

Monzón. Es natural que Doña Violante de Bar, que vuelve

a estar embarazada, se sienta en demasiada soledad, mientras

va madurando el fruto de su vientre. Doña Sibilia es la en­

cargada de tranquilizar a su nuera, y lo hace con una finura

y un tacto exquisitos:

aPodéis eñar, señora, sin ansia alguna del señor Duque,

porque, por la gracia de Dios, aquí encuéntrase bien; sólo

vuestra compañía le falta, la cual añora mucho; por esto, le

tendréis ahí, a vuestro lado, con frecuencia, como es razón, y

yo que os seré buena procuradora, pues pienso que me será

agradecido. Y asimismo vos, señora, manteneos alegre y no os

añoréis ni estéis en pesadumbre por el preñado, de guisa que

feliz y alegremente, si a Dios pluguiere, lo llevéis al deseado

parto...))

La nuera, dulcemente afectada por este interés tan since­

ro y vivo, corresponde con una fineza de feminidad que afec­

ta asimismo tiernamente a su suegra adventicia, que la re­

gracia en eftos términos:

aLas flores, señora, que dentro de la carta me enviasteis,

os agradezco tanto cuanto que semejantes obsequios son más

placenteros y aceptables en los lugares en donde no se crian,

como es éste (Monzón), y no mucho menos en el lugar en

donde vos eñáis, señora (Gerona). Y con toda verdad, señora,

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puédoos decir que son las primeras flores de naranjo que yo vide este año. El Espíritu Santo... etc.»

Para aquilatar la delicadeza con que Sibilia de Fortiá pro­cedía para con sus hijastros, se ha de conocer la indignación que produjo en aquel gran monarca chico, báratro de odios insondables e implacables, el casamiento de su primogénito con la francesa, como la llamaban despectivamente los con­temporáneos. Pedro IV le tenía predestinada la mano de la Reina de Sicilia; y no perdonó jamás que el Príncipe frustra­se con una corazonada sus sagaces ambiciones políticas. En la ira era tan pronto como tenaz; ¡ y cuánta hiél cabía en su pecho estrecho! Era poeta intermitente el Rey de Aragón, y la indignación, su musa. Contra su propio hijo primogéni­to, con motivo de este enlace, aguzó las rimas como hierros e hinchó las estrofas de sombrías maldiciones, de pestífero vino negro. Por la uña, el león:

Mon car fill, per Sant Antoni\ Vos juram mal consellat com leixats tal matrimoni en que us dava un bon regnat e vos altre nheu fermat en infern, am lo dimoni...

«Juróos por San Antonio, mi caro hijo, que, mal aconse­jado, desdeñareis aquel matrimonio en que os daba un buen reinado y vos habéis contraído otro, en el infierno, con el demonio...» A sus subditos no les pareció un demonio pre­cisamente Doña Violante de Bar, que era hermosa sobre toda ponderación, que era más ceremoniosa que su propio sue­gro, pues en sus días la corte aragonesa llegó a unos no igua­lados esplendores palatinos, y que en los meses de su gravidez paseábase lenta y sola, por la soledad de su frío palacio de Gerona, y con sus dedos de blancura fraterna cogía la nieve

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MUJERES DE REYES 309

en ampo de la flor de azahar y con ella perfumaba de una au-gural ternura las cartas que enviaba a Sibilia, su suegra.

El Rey de Aragón alienta amores tiernos por Sibilia de Fortiá. La sangre helada hierve a borbotones. Compartió con Sibilia su tálamo; y con ella quiere compartir oálensiblemen-te su corona. El Rey de las ceremonias quiere coronar a su esposa ceremoniosamente. Y busca un lugar conspicuo: Za­ragoza. Y aprovecha o provoca una ocasión solemne: la de tener en la capital aragonesa reunido a todo su reino. Y quie­re con especial ahínco, para aquel día, tener congregada a toda su familia; cosa harto más difícil que congregar a su reino. Y escribe a sus hijos Don Juan y Don Martín: Sapiats que nos, si a Deu plan, entenem a fer coronar la Reyna nostra muller aci en Saragossa... E com a Nos flauna molt qne en tan assenyalat jet com es aquest vos hi fossets, Pregam vos que si bonament fer se fot, que vos que ht siats... (Sabed que nos, si a Dios place, tenemos intención de hacer coronar a la Reina, nuestra esposa, aquí, en Zaragoza... Y como mu­cho nos complacería que en tan sefíalado hecho como eále vos estuvierais presente, os suplicamos que si buenamente pudie­reis, asistáis...) La indócil obediencia de los hijos se manifies­ta; y eálalla la sorda hoálilidad. Sus hijos, confabulados, se niegan a asistir. Don Juan, el primogénito, es quien repug­na más a sumarse al ttiunío de la Fortiana. No contesta a la invitación de su padre y renueva su antiguo juramento: Nos no ens veuriem en nenguna guisa amb Madona Sibilia. No, no quiere ver a Madona Sibilia con la Gjrona de Aragón en las sienes y con el cetro hereditario en la mano, que las seni­les complacencias del padre mutilaron, arrancando el magní­fico balaje para satisfacción de la concupiscente vanidad de la Fortiana. Pedro IV rompe toda suerte de relaciones con él: media entre ellos la hosquedad de un silencio iracundo; un pesado mar de plomo, pretíado de rencores y de tempestad.

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Sabe que él es quien acaudilla la conjura sombría, para que no asidla a la coronación de su esposa nmgún deudo. Lleno de cólera sorda y de amarguísimo despecho, escribe el Rev a su hijo pequeño Don Martín:

«... Puesto que vos teméis más el mandamiento de vues­tro hermano el Duque que el nuestro y le queréis complacer en las cosas que os manda y que no son permitidas, más que no en las lícitas y honestas que os mando yo, y más que a mi, le queréis honrar y temer, tened por cosa cierta que nos os daremos a entender que somos vueátro señor y padre y que debéis más honrarnos y temernos que a él y a todos cuantos son. Y os castigaremos por vuestra desobediencia de tal ma­nera que os convenceréis de vuestro grave yerro y doleros ha todo el tiempo de vuestra vida. Pero la fiesta de la coronación se hará con toda solemnidad, sin vos y sin él. Y nos place por anticipado el despecho que tragaréis...»

Y la coronación se hizo. Dice Jerónimo Zurita: «Por es­tar congregado allí todo el Reyno, acordó que se coronase la Reyna Doña Sibilia de Porcia, su muger; y la fieála de la co­ronación se hizo en fin del mes de Enero del año de mil ) trezientos y ochenta y uno con tanto aparato como si fuera en el principio de la sucesión del Rey y en sus primeras bodas» ( I ) .

Son muy escasos los pormenores que nos han llegado de la rutilante ceremonia, que por cierto, resultarían intere­santísimos, dado el afecto que el Rey sentía por Sibilia, su cara mujer, y la parte directa que tomó en el ritual el propio monarca ceremonioso. Hasta se caldeó su musa senil y es­candió una copla en loor de la señora de sus pensamientos. Esta copla iba colgada del cuello de un hermoso pavón, pre-

(i) Zurita: Libro X de los Anales de la Corona de Aragón, cap. 28.

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sentado en el banquete palaciego, con la solemnidad que hace adivinar este fragmento de noticiario:

«ítem: fué presentado a los poálres del banquete un bello

entremés es a saber, un hermoso pavón haciendo la rueda,

colocado en un bello bastimento, en cuyo redor había mucha

volatería asada, cubierta con paños de oro y plata; este pa­

vón fué servido y presentado en la mesa de dicha señora, con

muchos instrumentos, así de cuerda como de otra manera, y

venían aparte, delante del mayordomo y caballeros y donce­

les; y el susodicho entremés llevaba en su pecho una copla

escrita que decía así:

A vos, madó senyora de valor al present jorn per vostra gran honor., etc.

Este ceremonial, que para la historia política de la Casa

de Aragón tiene alguna importancia; la tiene suma para la

historia literaria. Es la primera vez que en la literatura cata­

lana asoma el nombre entremés; el nombre y la cosa. Milá

y Fontanals cita este significativo pasaje en sus Orígenes del

teatro catalán. La copla está toda llena de provenzalismos. La

poesía catalana, ni aun en boca de uno de sus reyes más po­

derosos, ha conseguido su total autonomía. ¿Y quien le dijera

al Rey Don Pedro IV que el tratamiento de Madó (abrevia­

ción de Madona) que él dio a Doña Sibilia en la fiesta mayor

de su triunfo y de su coronación, había de perdurar en la

variedad dialectal catalana que hablan los isleños de Mallorca,

aplicándolo a las esposas de los honorables artesanos, a la mu­

jer del carpintero, a la mujer del herrero?

Para este banquete solemnísimo, el Rey había mandado

traer de Barcelona una vajilla suntuosa sobre todo encareci­

miento; una mesa de jaspe, engastada en plata, esmaltada

de perlas con cuatro pies de plata y cuatro leoncitos que la

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sostenían, dos trompas de plata con seis caños con las armas de Sicilia, dos barriles de plata dorados y esmaltados. La in­discreta Historia ha llegado a saber cómo vestía la Reyna de Aragón en aquella celebridad: cabalgando un corcel con silla y freno de plata y llevando ella camisa romana de tela de Reims blanca y encima una túnica (camis que tiene mucha semejanza con el paramento litúrgico llamado alba) de adzei-toni blanco; una dalmática de lienzo de seda blanco damas­quino, con orlas de oro y forrada de rojo tafetán; un manípu­lo de lo mismo y un cinto de seda blanca con botones de hilo de oro.

La ausencia de sus hijastros Don Juan y Don Martín cau­só en su orgullo de mujer una herida ciega que jamás se ex­teriorizó: una cárdena violeta que avariciosamente guardó escondida en su seno. No así el Rey Pedro IV, que, violento como era, tradujo el agravio en malquerer y las amenazas en efectividades. Desde Tamarit de la Litera pidió su testamen­to y que le fuese remitido por persona cierta y fiel, poraue nos lo queremos reconocer y cambiar enmendar en algunas cosas. La real familia quedó escindida en dos, y el reino de Aragón fué un hervidero de bandos. Por de pronto, el Rey localizó su ira en uno de los más activos fautores del Infante primogénito, Julián Garrius, contra quien, acusado de diver­sos crímenes contra la persona del Rey, que le hacen mere­cedor de corporal punición, manda que dondequiera den con él, le prendan en nombre del Rey, y que preso y bien guar­dado, muerto o vivo, con cadena al cuello, sea arrastrado a su presencia. Luego hubo de ampliar su indignación, y el pe­queño Júpiter comenzó a fulminar rayos ciegos. Y en este turbio e impotente afán, con callados pasos, se le acercó la enfermedad postrera.

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MUJERES DE REYES 313

IV

REINA DE LOS TRISTES DETINOS

Cuando el Rey Pedro IV poálróse en el lecho herido de la enfermedad que fué de muerte, en su cara esposa Sibilia de Fortiá suscitáronse, más que la ternura y el indeficiente amor, unos oscuros instintos de urraca ampurdanesa. Dejó al Rey casi sólo en su dolor a la entrada misma de las puertas tene­brosas. Y llamando con sigilo a Jaime de Claramunt, lugarte­niente del escribano de ración de su real casa, mandóle que se pusiera a las órdenes de su hermano Bernardo de Fortiá. Este le exigió silencio bajo religión de juramento, de todo lo que le mandaría. Pidióle los libros de anotamientos del escri­bano de ración y que juntamente con tres camareros que ha­bían prestado igual juramento de sigilo reconociera si toda la vajilla de plata y todas las ropas estaban conformes con aque­llos anotamientos; que toda la vajilla fuera metida en cofres y que las ropas fuesen liadas convenientemente, y que fuer;? depositado todo ello en la cámara de Madona major, que era la propia madre de Sibilia, Doña Francesca, y que las lla­ves fuesen entregadas a su hermano Bernardo de Fortiá.

En el silencio de la noche discreta, y no muy lejos de la cámara en donde agonizaba el Rey, trabajaban afanosamf;n-te para Sibilia de Fortiá los fieles gnomos de la avaricia. A la hora del primer sueño, cuando son más dulces sus lazos y más fuertes y cuando el beleño más sutil empapa las sienes de los pobres mortales, Bernardo de Fortiá ordenó sacar los cofres llenos de plata y toda la ropa y llevarlos al puerto de Barce­lona, en donde aguardaban unas barcas clandestinas venidas de Sitges. Rehusaron la obediencia aquellos servidores de la

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Reina, diciendo que en virtud de su cargo doméstico, no eran tenidos a obedecerlo más allá del recinto del palacio real.

Y el día 29 de diciembre del atío 1387, a la hora del prim son (siempre a la hora del primer sueño), siete días antes que el Rey Don Pedro devolviera su alma grande a Dios y su cuerpo enteco a la tierra, la Reina Sibilia de Fortiá, callada­mente, con pies de fieltro, abandonó el palacio real y el real mando a presas con la muerte, acompañada de su oscuro sé­quito clandestino, camino de Sitges, en donde esperaban unas barcas a cuya infidelidad ella confió sus riquezas y su huida. Esta fuga insólita causó un gran escándalo, del que queda rastro en los noticiarios de la época. El Dietari de la Ciutat registra el suceso- en eftos términos:

«El día veintinueve de diciembre, que fué sábado, del año 1387, la susodicha Reina huyó de la ciudad de Barcelo­na, juntamente con el honorable Bernardo de Fortiá, su her­mano, y con Bartolomé Lunes y con otros, abandonando al señor Rey Don Pedro, reducido a sus postrimerías, en la mis­ma ciudad. Y se recogieron en el castillo de la Roca, en el Panadcs.»

Eálo dice el sucinto dietario. Otros amplían un poco más este trance y dan la relación nominal de los partidarios de Sibilia que la acompañaron en este éxodo sin gloria. Huyeron con ella el Conde de Pallars, Mosén Berenguer de Abella, Bernardo de Fortiá su hermano, y su madre, Bartolomé Lu­nes y los Vilamarins Bernardo Ramón de Vilamarí y su her­mano Botafoch y muchos otros que se ampararon en el cas­tillo de San Martín de Foix, en el Panadés. La del alba sería cuando Jaime Pallares se lanzó en persecución de la Reina fu­gitiva y sitióla en el castillo de San Martín Surroca, que era de su hermano Bernardo.

Desde Gerona atisbaba ansioso el desenlace de la enfer­medad mortal de su padre el heredero de su trono, su primo-

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MUJERES DE REYES ' 315

génito Juan I, Duque de Gerona. Cuando al clarear el alba fría y cana del día 5 de enero del año 1388, el Rey Don Pe­dro murió, el nuevo Rey votado él asimismo a una muerte temprana y trágica y unido asimismo a una mujer de tristes destinos, reclamó con toda urgencia los anillos que su padre llevaba, la piedra llamada Betzar, los libros de Titm Livius y Valerius Maximus, los aálrolabios y los cuadrantes del Rey, los halcones de Bernardo de Fortiá y el podenco del Rey, que respondía al nombre de Cordero. Algunas acémilas de la Rei­na fugitiva, con ropa y otros objetos, fueron detenidos ai pa­sar por cerca de Vilafranca; y Juan I los reclamó para su es­posa Doña Violante de Bar.

La caravana fugitiva acaudillada por Sibilia —DMX fae-mina facti, como la virgiliana Dido—, se rindió y entregó al sitiador Jaime de Pallares, en nombre del Infante Don Mar tín, el día 7 de enero, dos días después del tránsito de Pe­dro IV. Doña Sibilia, su madre y su hermano, fueron depo­sitados en el monasterio de Pedralbes, de momento; luego Sibilia fué encerrada en el caálillo de Moneada; su anciana madre, dejada en libertad, y Bernardo, su hermano, con ca­dena al cuello, fué metido en la curia del vicario real de Bar­celona. La venganza cayó, implacable y repugnante, sobre los otros fugitivos: Lunes y Abella fueron recluidos, como alimañas, en una jaula de hierro, en el Castell Nou, de Bar­celona, haála el día 29 de abril en que fueron decapitados en la plaza de San Jaime. El cuerpo de Lunes fué, además, des­cuartizado y expuesto en cuatro lugares distantes de la cu-dad ; en la Plaza Nueva, dentro de una espuerta, sus entra­ñas e intestinos. La cabeza de Abella, empalada por la boca con un palo verde de álamo blanco, quedó en la plaza de San Jaime, hasta la noche. La misericordia cristiana hurtó con manos de bálsamo estos restos lastimosos al gran impudor d-í la muerte. Los frailes menores enterraron en el aula de su

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capítulo los despojos de Abella. Y los frailes predicadores cu­brieron de piadosa tierra bendecida los restos de Bartolomé Lunes.

Es fama que Juan I, que odiara entrañablemente a su madrastra doña Sibilia, mientras compartió el tálamo de su padre, en su viudedad, la acosó inexorablemente con sus te­naces odios sombríos: Segnar atris ignibusl Como una fu­ria antigua, al decir de poetas e historiadores, la persiguió con sus antorchas negras. Quien más que nadie contribu­yó a dar autoridad a la creencia en las persecuciones de Si­bilia por parte de sus hijastros y en los tormentos de que hablan algunos historiadores, fué el médico de la reina Do­ña María de Castilla, mujer de Alfonso V, el Magnánimo. Era este médico el poeta Jaime Roig, quien en su poema Sfill o Lltbre de les Dones vierte su virulentísima ginofo-bia contra

Na Foríiana qui catalana jone natural...

y fué además ladrona, y envenenadora de su marido y hechi­cera de sus hijos; y que

fer tais fecats jone ben rodada e turmentada; moltes cremades de ses criades a lur malgrat...

Por tales culpas y maleficios fue expuesta, según el poe­ta ginófobo, a un rueda de tormentos y entregada a la se­vicia minuciosa de sus aiadas. Ello no resulta históricamen­te probado. Pero de todas maneras, en los casi veinte años

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MUJ8RBS DE RBYES 317

<jue sobrevivió a la muerte del Rey, la Reina ampurdanesa, a quien el maestral con su ala vehemente, subió a la cumbre y de la cumbre la derrocó con mayor caída pudo probar prolijamente aquel tormento dantesco:

Nessun maggior dolore Che ricordarsi del temfo felice Nella miseria...

El día 25 de noviembre del año 1406, día de jueves, fieála de Santa Catalina, entre ocho y nueve de la noche, en una casa contigua al palacio de la Reina, que la Reina Doña María, mujer de Alfonso V el Magnánimo, alquiló para la viuda relicta de Pedro el Ceremonioso, en cien florines de oro, moría en la ciudad de Barcelona la ex Reina Sibilia de Fortiá, religiosa de la Tercera Orden de San Francisco. Y una vez muerta, fué expueála en una sala del palacio de la Reina, y allí eituvo durante diez y ocho días, descubierto el céreo roilro, pero eviscerada, saturada de mirra y con el ce­rebro extraído. Y a los doce días del mes de diciembre, fué entregada a la sepultura eclesiástica en la iglesia de los frai­les menores de Barcelona, y a su sepelio acudieron procesio-nalmente la iglesia catedral de Barcelona y todas las parro­quias y todas las órdenes mendicantes y los otros religiosos de la ciudad.

En un verso, que jamás morirá, perenne como una estre­lla o como un diamante, ha dicho Sainte Beuve:

Le temfs, vieillard divin, honore et hlanchit tout.

El Anciano divino, sobre la memoria de la Fortiana ha derramado con perezosa mano sus lirios y su perdón. Si en algo la mujer pecó lo expió la ex Reina con largueza. La per­secución tenaz del hijastro bien vale por la fugaz delecta-

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ción de los lomos, que la Iglesia, al borde del sepulcro, bo­rra con la unción del óleo de los enfermos, en un rasgo de misericordiosísima piedad.

Mais, oti sont les neiges d'antan? La royne Blanche, comme lys}

preguntábase el viejo Frangois Villon, con infinita melan­colía. ¿En dónde están las nieves de antaño.'' ¿En dónde la Reina Blanca, como lirio.?

Blanca como un lirio la Reina Sibilia de Fortiá ahora duerme el sueño marmóreo, arrancada de su tumba, en el anonimato á&\ Museo de Santa Águeda de Barcelona, con las manos frías, con la frente fría, sin cerebro y sin entrañas.

LORENZO R I B E R

De la Academia Española.

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El A . t I E s t a d O

ESTADO Y ARTE

Recordar.

Abrimos eile libro asegurando que para su claridad y elegancia no lo comenzábamos definiendo lo que el Arte fue­ra. Sino que —al trepanar problemas y perforar túneles te­máticos— lo iríamos induciendo tensa, nerviosamente. Y que sólo al cabo de esa tarea esforzada —a fin de rematarla con redondez de cúpula— abordaríamos lo que el Eátado fuese en sus nexos con el Arte.

Nos parece haber cumplido generosamente la fatiga de exammar el Arte y las Artes en sus relaciones con el Estado. No hemos de resumir esos exámenes en conclusiones y con­siderandos. Queremos que cada capítulo anterior tenga va­lidez por sí mismo, más que por sus definiciones: por sus sugeftiones. La definición es siempre un verbalismo que deja escapar la realidad, abstrayendo la.

En cambio, la sugeálión es siempre un método vivo de dar sentido a la realidad: de concretarla, de animarla.

Pero el lector de este libro —al llegar a este punto final— me dita que tal vez yo he conseguido dejarle orientado en lo que el Arte sea.

Y haáta en las relaciones del Arte, con el Eálado. Mas lo

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que no comprende es por qué he nombrado tantas veces la palabra «Eálado» y tanto me he referido a ella, y sea ese con­cepto uno de los dos fundamentales en que eáte libro se po­lariza —jsin decir nada, hasta ahora, sobre lo que pueda en­tenderse por Eñadol

(jQué es eso del ESÍado? Por qué tanta alusión al EHa-du? ¿Qué entiendo yo por el Eñado? ¿Y qué deberá, en consecuencia, el lector de este libro entender por Estado}

E>1 E^tadot concepto ntt1>e.

Llegamos al último nodulo de las cueáliones. A su rema­te final.

Me ha placido dejar en la mayor de las vagarosidades ese término de Eñado, a lo largo de todo el libro, como si ese tér­mino hubiese sido una blanda y moldeable nube que debía conformarse al viento que soplara en cada instante. Es decir: haciendo que el ledlor, como el contemplador de nubes, vie­se en el concepto Eñado lo que mi incitación y su imagina­ción del momento le sugiriesen: una montaña, un reino de serafines, un dragón, un monstruoso palacio, un ángel, una materia informe y sin figura...

Hay conceptos-nubes que sin ser ellos delimitados, sir­ven como delimitaciones, para que se deátaquen los perfiles en el paisaje. Uno de tales conceptos es, sin duda, ese del Es­tado. Por eso lo he utilizado así. Y creo no haberme equivo­cado al haber hecho de él un uso externo e inftrumental has­ta ahora. (Tantos servicios se deben al Eátado que uno más —¿£tc— no podía negárnoslo.) Pero llega el momento en que necesitamos conocer los secretos de esa naturaleza nebular. Su estratigrafía vaporosa. Su esencia. Porque de ello depende nada menos que todo el tema de eále libro. Su éxito o su fra-

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EL ARTE Y EL ESTADO 321

caso. Si posee o no valor y trascendencia el emparejamiento conceptual de Arte y EHado que lo encabeza.

Es ya el punto de preguntarnos con toda energía y deci­sión: ¿Qué es el Estado.?

Deformacione* jnrídicaa.

Ante todo, hemos de responder de un modo periférico y como de oídas: el EHado es hoy un concepto que no se le cae de la boca a nadie, un concepto-moda; algo que todo el mundo cree conocer e intuir, pero que nadie logra represen­tarlo, perfilarlo.

Y menos que nadie los tratadistas de Derecho político. Que son algo así para el EHado como los Teólogos para Dios. Gentes que a fuerza de usar y abusar del nombre, dejan in-tacflo lo que detrás del nombre hay. La definición y el ca-suismo, el teorema y sus corolarios, pareciendo haber apresa­do la verdad, dejan siempre que la verdad, como el perfume, se evanezca.

Creo que fué Jellinek el que clasificó las teorías sobre el Eálado en tres tipos: a) teorías objetivas, b) subjetivas y c) jurídicas.

A las teorías objetivas pertenecían, por ejemplo, eftas ecuaciones:

El EHado es un hecho. El EHado es una forma patrimonial, de dominio. El EHado es la población. El EHado es el Soberano. El EHado es un órgano de tipo biológico.

A las teorías subjetivas pertenecían eáta otra serie de equi­

valencias : El EHado es un organismo moral. El EHado es una unidad coleéliva de asociación.

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Finalmente, las teorías jurídicas: El Eñado es un objeto de Derecho. El Eñado es un sujeto jurídico. El Eñado es una relación jurídica. Es muy difícil que con cualquiera de esas definiciones

pudiéramos emparejar lo que haila aquí hemos dicho sea el Arte. Y hasta que tenga nada que ver. Véase sólo por el enunciado de ello: «El Arte y la relación jurídica», «El Arte y la forma patrimonial». ¡Qué horror!

Y es que los tratadiilas de Derecho deformando profe-sionalmente, jurídicamente, los conceptos vitales— han hecho del concepto Eñado algo no más allá de un término folttico, legal, fositivo. Cuando ese concepto «Estado», si a algo concreto alude, es a lo menos concreto del mundo: a lo me­tafíisico, a lo trascendente, a lo religioso. Y, por ende, a lo artíftico.

Ser y «mtax, en £«p«2a .

Yo no veo otra manera mejor de comprender, de intuir, lo que el Eñado sea, si no es partiendo de lo más elemental y', al parecer, más equívoco: su literalidad, su signo gramati­cal : su letra. Y ascender por su letra a su espíritu: a su sen­tido.

La palabra Eñado es un sustantivo postverbal, E¿to quie­re decir que procede esa sustancia de una acción. La acción de eñar.

Eñado es el participio pasivo del verbo eñar. Eáto es: algo que participa pasivamente de un verbo que de por si tie­ne un sospechoso cariz de pasividad: el eñar.

Etimológicamente, todos los indicios nos inducen a afir­mar que Eñado es un concepto antidinámico: quietiáta.

Como la mineralización de una fluencia anterior, como

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KL ARTB Y KU KSTADO 323

la fría piedra volcánica procedente de una erupción remota. Sin embargo, eibo que gramaticalmente es cierto, en rea­

lidad no lo es. Pero sigamos nuestra indagación literalista. La lengua española tiene entre las peculiaridades de su

genio, una muy conocida precisamente sobre eile verbo es­tar. Que lo diferencia netamente del verbo ser.

Lo cual no acaece en otros idiomas y culturas. En Espa­ña, estar denota la cualidad pasajera en un sujeto 0uan esií malo).

Ser: señala la cualidad permanente en ese sujeto (Juan es malo). La diferencia la hace la lengua española nítidamen­te con ambos verbos. No es lo mismo estar malo, accidente y eventualidad en la vida de un hombre, que el ser malo ese hombre, tara moral congénita.

Por tanto, eñado sera algo como eventual en un ser. Una permanencia más o menos duradera, pero sujeta a cambios y desapariciones. Retengamos eábi conclusión. Para aproximar­la a eála otra:

El verbo ser, en español, no procede del latín esse = ser, sino de sedere = estar sentado. En una posición como perma­nente y fija.

Mientras eñar viene de Haré, que en un principio dicen que significó eñar de fie. Es decir, con posibilidad de tras­lación, de fuga, de marcha, de tránsito.

Luego eñado —contra lo que nos indica su caráéter de pasividad— tiene un sustrato adtivo, transitivo: eñado es aquello que siendo, permaneciendo, existiendo, puede de un momento a otro dejar de ser, de permanecer, de existir.

La lengua griega tenía cuatro clases de verbos clasifica­dos por Aristóteles:

Dos verbos de carácter de pasividad, noluntariosos: Kaioflai yacer yaoxsivxsufrir, y otros dos con esencia más acftiva y que­renciosa : éxstv tener y TCOEIV hacer.

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(E¿los verbos fueron llamados «vacíos» por gramáticos poáleriores.)

Pues bien: el caso del verbo eñar es un verbo que parti­cipa de esos dos cara(íteres contradidlorios: de un lado es un verbo de pasión, de noluntad. Pero de otro, implica una po­sibilidad opueála.

Por tanto: eílado participa sólo de lo pasivo en cuanto que esa pasividad es resultado de un siendo. De un siendo producido por un hacer y por un tener.

# # #

Salgamos de e¿las sutilezas lingüísticas a una más clara luz ejemplificadora:

El Eñado en un individuo, en una política, en una reli­gión, es exacflamente lo que el sustantivo postverbal y pasivo en la lengua española. Una forma transeúnte, pero deter­minada, de ese ser. Llámese ese ser ]uan, España, Catoli­cismo.

£1 cokete y el Estado.

Pero con eito no hemos alcanzado quizá sobre el concep­to de Eñado sino una débil claridad auroral.

Trasplantémoslo del mundo de la filología —saltando por encima de lo político— hacia aquel horizonte metafísico que Nietzsche nos señaló con su imperativo famoso: ¡llega a ser lo que eres!

Traducido el aforismo nietzscheano al verbo eñar, equi­valdría a eáto: ¡llega al eñado supremo de todos tus eñadosl

Al vértice de tus posibilidades, quemando todas las an­teriores, como el cohete aniquila sus reservas explosivas para alcanzar la última cima telúrica de ímpetu: aquella en que

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EL ARTB Y nt ESTADO 325

eálalla de eftrellas e ilumina el cielo más que las estrellas del cielo.

Por consiguiente: en un ser hay plurales eñados de ser. Ascendentes y descendentes. Y entre ambos —como un pico de sierra—, ese estado cima, único cielo, única ventura re­servada a la vida: la felicidad de ser todo cuanto se era pre­viamente.

El Eñado así vifto será, pues, etapa y fin. Medio y meta. Un concepto instrumental y teleológico. Creación y deálruc-ción a la par. Algo así como el avión que vuela mientras pue­de sostenerlo su hélice. Y bate las alturas que el corazón del piloto da de sí.

El Eálado no es un país, no es una nación, no es una cultura, no es un individuo. Ahora bien: cada individuo, cada cultura, cada nación, cada país, tienen sus estados. Y esos eñados varían, o bien en ascensión hacia uno ideal, pre­fijado. O bien descienden de él tras haberlo vivido tanto o cuanto tiempo.

Do^ma de la Santíaima Trinidad.

Pero no saldremos de eátas anfibologías conceptuales si no pegamos un golpe de timón y nos remontamos a un punto de vista general. A algo que constituye la medula de este libro, el miradero cenital de eke libro: mi fe en la tripartición genial o divina del mundo. Es decir: mientras no nos atrevamos a enfrontarnos nada menos que con el viejo dogma, cada día más olvidado de la Santísima Trinidad. Ese dogma que de todos los dogmas católicos es el que me produce más desve­los para hacerlo mío, para comprenderlo y llegar a su último sentido. Los cristianos ortodoxos, como los griegos, tolera­ban sabiamente la recreación de los dogmas a través de la experiencia personal. La fe ignorante sobre un dogma da sa-

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biduría. Pero la sabiduría anhelante sobre ese mismo dogma llega a dar la fe. Y yo hoy, tras mis búsquedas ansiosas, gnós-ticas ^ y o creo, como el primer católico del mundo, en el dogma de la Santísima Trinidad, que los jesuítas en el si­glo XVII marginaron cautamente para evitar nuevos conflic­tos interpretativos, sustituyéndolo con el dulce, familiar y fácilmente accesible dogma trinitario de: Jesús, María y José.

# # #

Ya en el siglo III comenzaron las querellas entre las re­laciones del Padre y del Hijo. ¿Eran de la misma sustancia? ¿Iguales los dos? ¿Cuál el lugar del Esflritu Santo en ese siálema?

Un obispo de Antioquía, Pablo de Samosata, subordinó el Hijo al Padre. Dios era más.

Arrio o Ario, sacerdote de Alejandría, provocó por las mismas razones el terrible movimiento ariano o arriano que condenaría el Concilio de Nicea en 325; que combatiría San Ambrosio, y que haría dogmatizar al Concilio de Constan-tinopla (381), sobre el Espíritu Santo, haciéndolo tercera per­sona de la Santísima Trinidad. Como un tercer Dios, armoni-zador y completivo de los otros dos en litigio. Un tercer Dios «espiritual» y «ordenador» que representaba, se ha dicho, la evolución del Logos platónico.

El dogma trinitario fué fijado por el llamado símbolo de Atanasio, obra quizá del obispo Vigila (490).

«Adoramos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad, sin confundir las personas ni dividir la suálancia...

En efta Trinidad las tres personas son co-eternales e igua-

les entre sí. Porque si cada una de esas tres personas —tomada apar-

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EL ARTE Y EL ESTADO 327

te— es Dios y Señor, la religión católica nos prohibe decir que exiilen tres Dioses o Señores.»

Cuando yo —intuitiva, poética, católicamente—, en mi Genio de España (1932), afirmé que el mundo se repartía en dos genios o divinidades, que —luchando entre sí se com­pletaban en armonía por un tercer espíritu ordenador—, alu­día, sin querer, al dogma central y básico del Catolicismo.

Establecía mi sistema religioso sobre mi propia religión, poniendo al día los misteriosos conceptos de Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Cuando yo decía que el Genio de Oriente significaba Dios sobre el Hombre y el de Occidente el Hombre sobre Dios, y el Genio romano, crismático, la armonía de Dios y Hombre: el espíritu de conciliación, sentaba con nuevas denominaciones el dogma trinitario. Y al referir ese espíritu de conciliación, de Espíritu Santo al fascismo —sobre bolche­vismo (Oriente)— y liberalismo (Occidente), asignaba al fas­cismo, certeramente, la misión continuadora de una «nueva catolicidad». (Véase mi Nueva Catolicidad, 1933.)

£atacloa «geniales» y Eatadoa «políticos*.

Pues bien: el genio de Oriente —Dios sobre el Hom­bre— tiene sus calados. Aquel ESlado será el supremo en Oriente, que llegue a ser todo lo que el genio de Oriente es.

Por eso, el budismo y hoy el bolchevismo, son los eSlados perfeélos de ese genio oriental. Y sus concreciones políticas —perfedtas—, por ejemplo, el Estado de Lenin, la Rusia ma-ximaliSla, donde el ansia aniquiladora de lo individual se ex­tendió con genialidad perfecta, de lava amorfa e invasora, anulando y aplastando todo.

¿Por qué se dice que Inglaterra es el EStado más perfee-

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to del mundo liberal? Porque su Estado político ha llegado a ser lo que el genio del inglés, del ario liberal, quería ser.

¿Y por qué se ha viilo en el Eftado fasciála de Mussoli-ni algo así como la suprema tensión a que podía conducir la eálirpe romana? Porque con su ecuación de libertad y auto­ridad en lo nacional, en el Eñado, lograba «su Eftado». Ese Eálado a que siempre aspiró, aspira y aspirará Roma mien­tras Roma exista en el mundo.

Sólo así pueden explicarse las grandezas y decadencias de los pueblos y naciones.

Cada país tiene su fórmula dada, su eálado latente, su genio, como yo lo llamo. Mientras lo tenga incipiente y dé­bil, ese Eilado no es. Es otro Eálado falso, o simplemente in­firme.

Y si después de haber alcanzado lo que debía alcanzar, abandona la tensión por mantener ese Estado, los estados su­cesivos, alejados de ese ideal, preformal (genial), lo arrastran a abismos de degeneraciones y fracasos.

Ahí eftá España con el símbolo de su Eñado supremo alcanzado un día, unos años del siglo XVI: El Escorial. Es­tado hecho piedra, jeroglífico esfinge. Hoy hundido en el tiempo, como en una sima desde cuyo fondo, sus torres, cam­panas, cruces y cúpulas, nos dan voces de angustia, de so­corro, de templo sumergido, para que una generación titá­nica española lo vuelva a sacar a luz y a vértice de historia.

El Eacorial.

Eftos gritos de socorro ya los oyó en 1915 D. ]osé Orte­ga y Gasset cuando meditaba, en El Escorial, sobre El Esco­rial. «Hosco y silencioso aguarda el paisaje de granito, cor su gran piedra lírica en medio, una generación digna de arran carie la chispa espiritual.»

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BL ARTE Y El. ESTADO 329

Ortega —sibilinamente— creyó que esa generación era la suya. Concretamente: él.

Creyó que le bastaba oír aquellas campanas y saber dónde. Es decir: «definirlas», «señalarlas».

Pero cuando Ortega escribía esas líneas meditabundas —1915—, su generación acababa de traicionar a El Escorial.

El Escorial —piedra guerrera levantada a la gloria católi­ca e imperial de la Casa Germánica de España contra los fran­ceses (batalla de San Quintín), y contra los herejes de Orien­te y Occidente— acababa de ser traicionado por una gene­ración que entregaba su simpatía a los franceses y a los he­rejes. Y renunciando, además, a la guerra, i 1915! Fundación de la Revi^ Esfaña en Madrid. Nacimiento público de la generación de Ortega y Gasset que, proclamando la demo­cracia, el pacifismo, la francofilia y el heretismo, abocaría a la España más opueála a la de El Escorial: el 14 de abril de 1931. (Por eso Manuel Azaña —otro meditador escuria-lense— intentaría llevar a la acción lo que Ortega soñara en meditación.)

Pero no podía ser. Ya denuncié de una vez para siempre (Genio de España, 1932) que lo caracteríftico de esa genera­ción pacifista, intelectual y republicana, fué la hipocresía la misma del tero: la de dar en un lado los gritos y en otro po­ner los huevos.

Ortega dio con el grito de El Escorial, pero puso el so­corro donde ese socorro no podía servir para nada. (Si no fue­ra trágico lo que hizo, diría que hizo una chaplinada.)

I Pues no se le ocurre pensar a Ortega que el error de El Escorial estuvo en ser «un tratado del esfuerzo puro»! En ser sólo «ímpetu, coraje, furor». Sin contenido ideal, sin saber para qué ni por qué se esforzaba, como le pasó a Don Qui­jote. Hombre Don Quijote poco inteledual, según Ortega, aunque muy hazañoso y pleno de voluntad.

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Según Ortega, El Escorial sucumbió de analfabetismo. Por falta de meditaciones de El Escorial sobre El Escorial. Por no hacer caso a Ortega y Gasset e intelectualizar su loca y ciega voluntad. ¡Ah! —^piensa Ortega sin decirlo—. ¡Un Escorial que, además de su coraje, hubiera sido neokantiano 1

Pero El Escorial, aun en su sima y lejanía presente, toda­vía es el más soberbio Eñado, la imagen más sublime y ge­nial de lo que España quiso ser, fué y desearía volver a ser.

Y si El Escorial dejó de ser lo que era, para rodar a un ba­rranco del Guadarrama como una piedra más, ahogada, aplas­tada de chalets burgueses y democráticos, fué porque el ím­petu le decayó. Porque dejó de querer aquel Eñado. Porque se le debilitó la gana de ser El Escorial, como diría Keyser-

El ideal de un individuo, de un pueblo, de una cultura, sólo es voluntad de ser plenamente lo que se es. El ideal que se lleva dentro es el que se proyecta fuera y al que se deben tender los brazos como el escalador de Alpes tiende sus dedos crispados por las junturas de los amenazantes peñascos, hacia arriba.

Quien vea de una mirada clara, simple, elemental —sin complicaciones meditabundas—, El Escorial, ha viálo lo que <(es» España. El Eñado de España. Lo que quiso siempre ser desde los tiempos románicos e imperiales de Alfonso X el Sabio (siglo XIII) haála los Reyes Católicos: haáta Carlos V.

¿Acaso no se sabe que la primera preocupación de Feli­pe II —tras la primordial de centrar su mando en el centro de España, que era ése; y en el centro del mundo, que era ése (entre Europa y América)— fué aquella de centrar tam­bién bajo el altar mayor los muertos de su dinastía?

¿Acaso no se recuerda que apenas tuvo perfil en el aire El Escorial (1571). presenció Castilla el más egregio y pas­moso cortejo de cadáveres reales: toda la historia de Esfa-

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EL ARTK y BL ESTADO 331

ña anterior a Felife II en marcha haáta El Escorial para que Felipe II apoyase en ella su rodilla y elevase a Dios las gra­cias por consentirle ser cima y vértice —Eñado supremo— de todos los anteriores esfuerzos, de todos los anteriores Es­tados?

El Escorial no es un tratado, no es un ensayo filosófico, sino un resultado: un estado que fué, mientras ese estado se sintió enante, sostenido en vilo por una voluntad de pleni­tud. ¡ Llega a ser lo que eres España! He ahí: El Escorial.

£atado y Arte.

Y El Escorial es, ante todo, Arquiteétura: nada de «es­fuerzo puro», de música y vaguedad.

Es construcción. Es medida. Mesura —como diría el Padre Sigüenza—. Es conquista —frente a la naturaleza circundan­te— de una fórmula matemática de edificación. Sus piedras son trozos de los montes circunvecinos. Por lo que el paisaje parece siempre que va a recoger sus piedras —como las va­cas a sus terneruelos— y derrumbar el Monasterio. Pero la ma­no del hombre, su voluntad, ha hincado esas piedras en orden, falange y cruz, para que sirvan de ciudadela a otra cosa que a la Naturaleza: al creador de esa Naturaleza: Dios.

G)n lo que la Naturaleza se arrodilla también —obliga­da por la mano del hombre— ante la mayor gloria divina.

Ningún ejemplo más resumidor de todo efte libro que ese majestuoso de El Escorial.

Nada en El Escorial de confusiones valórales. Nada de esfuerzos puros y románticos. Todo él: jerarquía, armonía. «Motor inmóvil» de España.

El Rey (supremo valor humano) supeditado a Dios. (Ca­tólica, sacra y Real Majeálad de Felipe II.)

La Naturaleza —montes, granito, arroyuelos, robleda-

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les, viento, nubes, mirlos, eátrellas, silencio y llanura— su­peditada al Hombre. Al constructor.

Arquiteéiura. Motor inmóvil. El Escorial, en el centio del cosmos imperial hispánico del quinientos, desde el que partían riendas, cammos y mensajes, como radios concéntri­cos, a ceñir todo el mundo dominado.

Y lo mismo que el paisaje escurialense —domeñado por la mano arquitectónica en jardinería y artes forestales—, a í todas las demás artes. ¡Qué jerarquía, qué orden, qué disci­plina de todas las artes!

La Escultura, no en independencias humaniilas y rebel­des, sino controlada y regida por un plan general. Escultuia monumental de Reyes bíblicos de piedra en el Patio de los Reyes. Evangelizas en el Patio de los Evangelizas. Monar­cas temporales, en su rango de adorantes —áureos bultos dv los Leoni—, junto al altar mayor, bajo el Rey de Reyes: CriZo.

Escultura menor, de oriíicerías y marfiles por las depen­dencias accesorias. Rejerías. Lampadarios. Candelabros. Pin­tura de gran formato narrativo y simbólico por frescos y bó­vedas. Pintura de taller y maestría personal en los cuadros de alusión ornamental.

Bordados de tapices. Bordados de casullas. Joyería visual de los jaspes. Música de órgano. Cánticos de coro. Arte del incienso, combinado con el vaho delirante del verde boscaje de la Herrería, bajo el sol, para lanzar el alma hacia las dos ven­tanas que desde su cuarto había polarizado su alma el Rey: hacia la Naturaleza y hacia el Altar. Afuera y adentro. Mun­do e intramundo.

Jerarquía y ordenación y síntesis de todo un orbe, de toda una época. EZilo perfedo de toda una creación. Todas las artes jerarquizadas, disciplinadas, por una volundad suprema de lograr lo que se era:

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SI ARTE V EL ESTADO 333

Lograr la unidad de España, no sólo en política, sino con materias de servicio a la gran armonía, al gran Estado, del mo­nasterio. Los jaspes de Granada. Las rejerías de Zaragoza. Los candelabros de Toledo. La orfebrería de Madrid...

Y unidad universal también: las pinturas de Flandes y de Venecia. Los libros de Oriente y Occidente. Las especias y pájaros raros que venían del mundo nuevo, unidos a las flo­res y animales carpetovetónicos del contorno.

¡ Ser como San Pedro de Roma —iglesia de planta de cruz griega, cúpula bramantina, fietra serena—, y estar en plena Caátilla realizando la función universa y arquitedtónica de ordenar el mundo, como San Pedro de Roma soñara!

El Escorial es eso: «El Genio de España». La ecuación catoliciáta, universa entre Oriente y Occidente, entre liber­tad y autoridad, entre racismo germánico e igualitarismo se­mita : criñiandad. Escorial: supremo Eliado de la Cristian­dad. La perfección de su unicidad.

Yo eáloy seguro que si todas las leyes emanadas de aquel reinado de El Escorial pudieran ordenarse y plasmarse «verse», en su jerarquía valorativa, el resultado sería sorprendente: sería, como el Monasterio reflejado en la alberca del jardín: sería la imagen misma y perfecta de El Escorial.

* * «

La otra noche contemplaba yo una vez más el Monaste­rio. Yo, apoyado en el pretil, sobre la alberca del Jardín de los Frailes.

Aquello, por la lejanía ideal, arqueológica, podía ser una pirámide faraónica. Podía ser, pero no lo era. Porque mi co­razón de español llenaba de rumores y palpitaciones prome­tedoras tan enorme caparazón de crustáceo imperial. Y así como en el caparazón de una tortuga, alguien tensando unas

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fibras trémulas logró sones de lira, así mi voluntad y mi en­sueño le arrancaron a aquella bquedad sonora chispas melo­diosas.

Sus 1.200 puertas. Sus 2.600 ventanas. Sus 86 escale­ras. Sus 16 patios. Su proporción de crucero trasatlántico an­clado en la llanura rumbo a Europa y América, yo sentía lo que fué El Escorial: pueálo de mando, central de órdenes del mundo. Trepidación de turbinas ideales, tic-tac de tele­grafía sin hilos, hélices de ímpetu, hacia todos los puertos de un orbe nueátro...

¿Qué necesitaba aquella fábrica fabulosa de mando para volver a sesgar el infinito de la noche?

Un artilla. Un creador. Es decir: corazón. El Escorial tenía ya —de antemano— en sus atriles bi-

tacóricos todos los pensamientos, todas las consignas necesa­rias para navegar. Ortega, miope y ensimismado, no vio mis que sus propias y personales meditabundeces. No eran pen­sares lo que a El Escorial le faltaban, era motor. Corazón. Corazón. Furor sacro: Fe.

El Escorial era un Eítado. Era el resultado de un arte: el arte de lograr un EHaáo, y el supremo eftado de nueftm pueblo, de nueibro genio. Faltaba otra vez el artiábi que des­pertase ese genio adormecido e incendiase de acción aquel motor inmóvil. Pues si lograr un Eálado supremo es sencilla­mente un Arte (el Arte más sublime y divino entre todos los artes del hombre), también el hombre de Eátado que logra tal Eátado, no es un político: es un arriaba primordial. Es de­cir : la mayor cercanía que el hombre puede alcanzar con la divinidad. Con Dios mismo.

Dloa, cl político y el artícta.

Esa intuición de que el universo todo no es obra de un azar, sino de una voluntad plasmadora, artiga, reside en las más viejas cosmogonias.

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EL ARTE Y KI. BSTADO 335

Toda la filosofía naturalista de la escuela Milesia, en Gre­cia, concede ya. a un elemento, ya a otro, la capacidad plas­madora y ordenadora de las cosas.

En Homero —reflejando poéticamente esas creencias—, el mar es el origen de todas las aguas, de todos los aábros, de todos los dioses.

Tal filósofo ve en el fuego la causa primera. Esotro en el aire. Aquél en la tierra.

Heráclito habló de un logos ordenador. Pero fué Anaxá-goras, con su teoría del ñus, el que instituyó cómo ese ñus venía a ser un artiila supremo poniendo en movimiento la masa inerte de las homeomerias y ordenándolo todo: arqui-teélurándolo. De ese vago ntts creador —^semejante al Jeho-vá bíblico, que en siete días realizara el plan semanal del mun­do, soberbio didtador— procederían luego los siálemas de Pla­tón y de Aristóteles.

# « *

Platón, con su concepción de ideas-matrices y del Sumo Bien, sentó para siempre la creencia en una ordenación pre­via del mundo en forma jerárquica.

Por eso llama a la ocupación de gobernar «el arte del Es­tado».

Platón asignó también al Amor, con su fuerza poética, la gran creación del mundo, como luego Ludwig Klages des­arrollaría, en su Eros cosmogónico, en la gran escritura de amor y carádter que es el mundo.

Aristóteles supuso una inteligencia única —motor in­móvil—, causa primera de todo el orden cósmico, que ac­tuaba según sus fines.

A Aristóteles le parecía una ceguera incomprensible —ha dicho el gran pensador Brentano— el que ninguno de los

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filósofos anteriores a Anaxágoras reconociese que la belleza y el orden del universo presuponía una inteligencia ordena­dora, lo mismo que la belleza de una obra de arte, producida por un entendimiento humano.

Fué Aristóteles el que introdujo —junto a la idea del mo­tor inmóvil— de un modo clásico, los dos conceptos polares que valdrían para el universo y para el arte: materia y forma.

* * #

San Agustín adoptó un punto de vifta platonizante en el problema de los principios de las cosas. Materia y forma son los dos componentes que integran toda cosa. Pero no al modo aristotélico, sino según la concepción del Timeo.

La creación del mundo, como obra de una voluntad, no pudo ser un suceso ciego e irracional para San Aguátín. «Así como el arriata humano tiene en su espíritu una imagen de la obra que ha de crear, así el artista Creador, la sabiduría di­vina, lleva todo en sí, a la manera del arte, y crea según el Plan de las ideas divinas, de las formas primarias e inmuta­bles, de las razones y de los números originarios en el espíri­tu divino.»

El a¿to de la creación fué —para San Aguitín— un pro­ceso eminentemente artístico. El Creador se hizo arriata y matemático. E¿to es: arquiteáx).

Pero no sólo eso: las cosas no tienen un ser separado de Dios: un citado autónomo. Tienen en Dios su eátado y cau­sa constante. Conservación y gobierno son, pues: creación continuada. Dios no creó su obra y la abandonó luego, sino que su fuerza creadora no cesa de proteger lo creado y de conservarlo en su eñado.

Por eso, el Eñado de Dios, la Ciudad de Dios, no se hun-

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El, ARTE Y EL ESTADO 337

de en la sima como la creada por los hombres. Sus Escoriales

no periclitan.

# * *

Ese Dios que ha dejado su inmovilidad ariábotélica para hacerse creador conservador, arüHa perenne, con San Agus­tín, reaparece en majestad central en Santo Tomás. Y como en San Aguálín, el Santo de Aquino desarrolla la idea de que la conservación del mundo por Dios es una creación con­tinuada.

Es un Eñado-eñante, haciente, eficiente. Una pasividad activa. Igual a la del mundo del arte, como dijo Stephan George.

Al asignar hoy Keyserling el secreto, el sentido de la vida a la creatividad junto a la destruSiividad, vuelve a esta­blecer la vieja ecuación divina, desarrollada por San Agus­tín y Santo Tomás.

# « *

Esa ecuación que —a imitación de Dios— es el sueño de todos los grandes hombres de EBado que ha tenido el mun­do. De todos los Césares. De todos los arriatas de pueblos y naciones.

Las naciones y los pueblos es mentira que aspiren a otra cosa que a ser interpretadas, salvadas, por un artista.

Quiero recordar lo que yo dije de Hitler cuando avan­zaba hacia el Poder en 1932.

«Todo el pueblo es en el fondo una querencia de amor de mujer. Cuando encuentra su hombre, se entrega. Porque en el amor es donde se encuentran los seres. Es también, todo pueblo, como un raudal de viento con voluntad de mú­sica que va buscando su inálrumento para resolverse en me-

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lodía triunfal. Es todo pueblo, asimismo, como una arcilla que sufre la tortura de lo informe, haila que una mano la salva en forma, en estatua.»

El Poder en la política es incompartible. Como el de Dios en el cielo. Todo lo más jerarquizable.

Para mí toda la teoría del Poder político se resume en una fórmula salvadora: la absolutidad, como la luz en el sol. En­carnada en un Príncipe por la gracia de Dios. En un Rey auténtico, natural. Creador: Artista. Como decía Lope de la Monarquía: «es sol para un cielo sólo».

En cuanto que esa luz se comparte, suceden estas tres degeneraciones o eclipses parciales.

O comparte el poder con otro hombre. Y viene la dege­neración política del privado, del vicerrey, del valido.

O comparte el poder con muchos hombres. Y viene la degeneración de la Cámara parlamentaria de los 400 reye­zuelos.

O comparte el poder —con unos pocos hombres, priva­dos—. Y viene la tragedia de la Camarilla.

La historia sólo marcha a grandes golpes de artiálas de creadores, de Príncipes de imitación es de Dios. Del que reci­ben inspiración y gracia: Arte.

Todo gran Jefe de Eflado lo es porque es Artiáta. La ins­piración y no la ciencia, la fuente de su obra estadista.

Maneja masas, números, corazones, proyectos, destinos, como el organista teclas y registros de su armonio. Y el pin­tor, colores y líneas. Y el arquitecto, cálculos, planos, pers-pedlivas.

* * *

Sólo los grandes artistas de pueblos crean los grandes pue-glos, los grandes estados de esos pueblos. Estadista equivale a Artiña.

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St ARTE y BL BSTADO 339

Así como el Arte equivale a reflejo y propaganda de Eálado.

Observaba Ivan Lazaroff que en el arte religioso egipcio —pesado— horrible, aplastante para el alma humana, se en­cuentran huellas netas de la vida nacional de Egipto. La su­misión servil de las gentes ante la divinidad y ante los Fa­raones está subrayada en el arte egipcíaco claramente y con insistencia. Los trajes de los Egipcios antiguos (que tapa­ban sólo la mitad inferior del cuerpo) son con los que vestían a sus divinidades. En cambio, los cuerpos enteramente des­nudos de los dioses griegos no hubieran sido inventados si en la vida corriente, el culto de la belleza y de la salud del hombre no hubiese sido el secreto de Grecia. Y en el arte cristiano la escena de género (popular) se confunde con la es­cena religiosa. Mientras en el Renacimiento es la vida del pueblo la que destaca su primacía sobre la del santoral.

Por eso el Arte no es siempre más que una revelación de todo Eñado, sea el que sea. Y, además, su potenciación y su propaganda. El gran arquitecto y humanista León Bau­tista Alberti lo vio claro para siempre: «El que la pintura exprese los dioses de manera que sean adorados por los pue­blo fué un inmenso don concedido a los mortales. La pin­tura debe favorecer la piedad, por la cual los hombres nos unimos a los dioses, ayudándonos así a mantener íntimamen­te religiosas nuestras almas».

Lograr un Eálado es un Arte. Y un Arte supremo lograr aquel Estado que encarne el genio absoluto de un pueblo, de una nación, de una cultura.

Estado griego de Pendes: alma de Grecia. Estado bol­chevique de Lenin: genio de Rusia. El Escorial: genio de España.

Y el mundo: genio de Dios. ¿Qué más Eñado y Arte

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que el mundo en el misterio de su Santísima Trinidad y al tiempo mismo en su unicidad perfecta?

* # *

¿No somos —nosotros, pobres humanos perdidos entre es­trellas— una estrella más de música y canto en manos de Dios?

¡Cantemos al Señor que con nosotros edifica todos los días el mundo, como enciende todos los días luceros en el cielo!

Obedezcamos con disciplina individua de nota musical en una melodía que sólo Dios pulsa y escucha.

Sólo así salvaremos nueálro destino contingente, creando nueátro propio destino final. Haciendo de nuestra vida, de cada estado de nuestra vida, una aspiración ulterior al per­fecto Estado, al que se adecúe con nuestro congénito y pre­vio mandato, de llegar a ser lo que ser debíamos.

El Arte de la vida sólo en eso consiste: en lograr pasar del estado de individuo a Estado de patria, para alcanzar a través suyo el supremo eálado eterno: de la paz y contem­plación de Dios.

ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO

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M onarquía confra plutocpacia ( í )

( C O N C L U S I Ó N )

«No podéis servir a Dios y a Mam­món».

Nuestro Señor Jesucristo,

CAPÍTULO XXIV

C O N T R A A T A Q U E

C ÓMO quedó justificada la fe del Rey en su pueblo es cosa viva aún en la memoria de todo individuo. La

Gran Bretaña renunció al patrón oro; el patriotismo, el va­lor y la disciplina del pueblo británico hicieron de aquel acon­tecimiento causa de diversión más que de calamidad. En la creencia de que así ayudaban a su país amoldaron a la impo­sición de nuevas y abrumadoras cargas fiscales; los parados, en el mismo día en que las reducciones de sus escasas pensio­nes se hicieron efectivas, votaron por los hombres que habían decretado las restricciones. El mundo, atónito, se enteró de que el crédito de una nación reside en los corazones de sus hombres y mujeres, en su lealtad y devoción y en su modo de sentir el servicio del bien común.

( I ) Véanse núms. 56-57, 58-59, 60-61, 62-63, ^4-%' ^ ^ 7 , 68-69, 70-71, 75 y 76.

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Pero sería un error, sin embargo, el suponer que estas ma­nifestaciones del amor que los ingleses profesan a su Rey y a su país no se tuvieran inmediatamente en cuenta por la plu­tocracia internacional. Los ingleses habían accedido a nive­lar el presupuesto nacional, porque creían que esa actitud sos­tendría ante el mundo el honor de Inglaterra. ¿Cuántos de ellos sabían que el mérito de un presupueálo nivelado, a los ojos del dinero, reside en el hecho de que soslaya la necesidad, que podría surgir de otro modo, de elevar los precios de las mercancías? Si una nación se niega a soportar nuevos impues­tos para nivelar su presupuesto, el proceso de la nivelación sólo podrá llevarse a cabo creando más contribuyentes —eábo es, aumentando el poder de compra— y elevando los precios, acreciendo así el número de las gentes capaces de realizar ga­nancias.

El único objetivo de la plutocracia, al que —con crisis o sin ella— siguió adhiriéndose obstinadamente, fué el de ex­traer el oro que yacía atesorado en Nueva York y París y así restaurar el patrón oro a su completa actividad. Este ob­jetivo, como ya hemos visto, exigía que se detuviese la co­rriente de oro que fluía hacia esos centros. Pedía, por lo tanto, la desaparición de las deudas de guerra y de reparaciones y la reducción de las tarifas americanas y francesas. América se debía persuadir de su espléndido destino como pacificadora del mundo y amiga bienhechora de la Humanidad; Fran­cia debía persuadirse de que el único camino conducente a su seguridad era el de perdonar las deudas y reducir los ar­mamentos.

Ahora bien; es evidente que los ideales del desarme, del perdón de las deudas y del amor de hermanos entre los pue­blos, deben tener un efecto inmediato de atracción sobre los hombres de simpatías y amables sentimientos de todos los países del mundo. Esto se está viendo todos los días. ¡Que

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sorpresa, pues, para las buenas gentes que por toda Europa pidan reducciones de deudas y armamentos, igualdad de de­rechos para Alemania, fortalecimiento del poder de la Socie­dad de Naciones y del valor de los diversos pactos y conve­nios de paz, si supiesen que actúan exactamente en el mismo sentido en que la plutocracia desearía que actuasen y que, probablemente, por lo tanto, son enemigos, más que amigos, de las causas por las que abogan! Porque deseo de la pluto­cracia es amarrar al mundo nuevamente con aquel sistema de ruinosa competencia por la conquista de los mercados ex­tranjeros que es el patrón oro y que, como verdadera ley de la selva, es una causa primordial de la lucha y la guerra entre las naciones.

No menos sorprendidos se encontrarían, probablemente, los miembros del partido conservador si comprendiesen que la política de protección y de comercio imperial está, en nuestros días, sirviendo eficazmente a los designios de la plutocracia internacional. Una y otra vez hemos sentado en estas páginas que un mercado británico libre es esencial al funcionamiento satisfactorio del sistema financiero, y este aserto sigue siendo verdadero, como tal vez descubra algún día el partido conservador. El caso es que el sistema mone­tario no funciona al presente satisfactoriamente, debido a la imposibilidad de sacar el oro acumulado en Nueva York y en París. Hicimos notar más arriba que cuando los Gobier­nos norteamericano y francés levantaron a tal altura sus mu­rallas aduaneras que sus deudores se vieron impedidos de pagar en mercancías los intereses de los empréstitos que se les habían hecho, estos deudores hicieron uso de los merca­dos libres de Europa. Vendieron en Inglaterra sus mercan­cías oro (elevando así el número de los parados de nuestro país) y enviaron éste a Nueva York y a París. Teniendo en cuenta que el más inmediato objetivo de la plutocracia es

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el de poner un tope a este tráfico del oro en un solo senti­do, el cierre del mercado británico es, por el momento, un agradable paso dado en el camino de sus deseos. Más aún: el arancel impidiendo las importaciones ayuda a enderezar la balanza comercial, evitando así una corriente de oro hacia afuera, que, inevitablemente, tomaba la dirección de Nue­va York y París.

Pero los propagandistas de la plutocracia no han podido sufrir, no pudieron soportar nunca que se olvide que su ob­jetivo final no es la protección, sino la libertad de comer­cio en todo el mundo. El arancel británico y los acuerdos de Ottawa es fácil adivinar que, si el principal objetivo de la plutocracia —esto es, la redistribución del oro— ha de cum­plirse, serán convertidos en blanco de los más violentos ata­ques y de las más amargas críticas de la plutocracia en todas partes. Si Londres ha de seguir siendo el centro financiero del mundo, el mercado de Londres debe ser libre. Por tan­to, el partido conservador, que en su aturdimiento efbá de­jando que la agricultura británica derive a una ruina sin esperanza y que se está convirtiendo en el intérprete o por­tavoz de la campaña pro-salarios y jornales más bajos, de­biera buscar un rápido esclarecimiento. Podría ser cierto que un alza en el precio de la carne infligiese molestias a los jor­naleros del Norte de Inglaterra; pero así, ciertamente, y en un grado mucho más elevado, las acarrearían las pérdidas de jornales ocasionados por las campañas pro-econon\ía. Es­tas, emprendidas en el momento en que el mundo se hunde bajo el peso de sus productos sin salida, son propicias a pro­ducir daño a quienes las dirigen. ¿Está seguro el partido conservador de que su impopularidad, cuando llegue el mo­mento de volver al comercio libre, será motivo de pesadum­bre para la plutocracia internacional? El conservadurismo está débil porque ha vuelto durante mucho tiempo la espalda al

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Torysmo. Recuérdense las palabras de Disraeli: «El Torys-mo tiene sus orígenes en grandes principios; simpatiza con los humildes; levanta sus ojos al Ser Supremo. No está muer­to, sino dormido».

Que la plutocracia internacional quiere ver a Inglaterra adoptar de nuevo al patrón oro, es, naturalmente, cierto, ¿c toda certidumbre. Pero esto no significa que hubiese dema­siadas lamentaciones entre los financieros cuando tuvo lugar la ruptura con el patrón oro en septiembre de 1931- Sin du­da, la plutocracia, por las razones ya expresadas, hubiera que­rido evitar aquella ruptura; pero no ha perdido un minuto en inútiles lamentaciones. Entre tanto, los productores britá­nicos han aprovechado algunas pequeñas ventajas. Eálo se entenderá fácilmente cuando se recuerde que por el simple hecho de dejar que la libra «caiga» con relación al dólar y al franco, los precios de las mercancías británicas pueden redu­cirse en los países extranjeros sin necesidad de operar ningu na disminución del poder de compra —esto es, de los jorna­les— en la propia Inglaterra. Mientras más bajen en los mer­cados extranjeros los precios de las mercancías británicas, más difícil se hace a las de los franceses y americanos la compe­tencia con ellas, porque éstos y aquéllos, como siguen mante­niéndose en el patrón oro, sólo pueden reducir sus precios acortando los jornales, esto es, disminuyendo el poder de com­pra de sus mercados internos, el cual es ahora demasiado bajo para permitir que en los mercados interiores se recuperen los coábes. Por consiguiente, por ahora no hay que pensar en prac­ticar el dumfing.

La plutocracia del mundo, sin embargo, utiliza la opor­tunidad que le brinda la suspensión del patrón oro en Ingla­terra, no para tratar de elevar, según la creencia popular, los precios mundiales de las mercancías, sino para reducirlos a ni­veles aún más bajos. La verdad es que mientras los producto-

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res consideran los precios existentes como ruinosamente bajos, la plutocracia los estima ruinosamente altos.

Porque la plutocracia mide los precios sólo en relación al oro. Como quiera que exiáte muy poco oro libre a la disposi­ción del mundo en nuestros días, y como el poder de compra del mundo está todavía rígidamente limitado por esta peque­ña cantidad de oro, los precios, de acuerdo con el parecer del Dinero, deberían ser considerablemente más bajos de lo que son y los jornales deberían reducirse seriamente en orden a facilitar la baja de precios.

Según esta teoría, es obvia la consecuencia de que la total desaparición del oro libre, que, si América insifte en cobrar hasta el último céntimo es posible que ocurra, reduciría pre­cios y jornales a cero y traería consigo el fin de la actividad y de la vida humanas, por grande que fuese el poder de pro­ducción de los hombres. En otros términos: el suitento no es suátento siempre y cuando no haya oro que le infunda la calidad de alimento. Eila es una doctrina, más bien mística que económica, que nos sugiere que el poder de las tinieblas es más real de lo que mucha gente está dispueála a creer en nueftros días.

Exiften observadores competentes que creen que la larga y temible lucha por conseguir precios más y más bajos, que es la expresión económica de la batalla entre la usura de un lado, y los induftriales americanos y nacionalizas franceses por otro, se decidirá en un futuro no muy remoto en favor de la usura. En otras palabras: el oro atesorado en Nueva York y en París se colocará una vez más a intereses elevador por todo el mundo. Esta opinión se basa en los hechos ya mencionados; esto es, que el presupuesto inglés se ha nivela­do y que, al contrario que Francia y América, Inglaterra po­see una valuta que no está actualmente ligada al oro.

Los dos presupueálos, americano y francés, eftán descon-

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soladoramente desnivelados. Pueden nivelarse sólo por ulte­riores reducciones drásticas en los gaftos del Estado y por nue­vas y más duras cargas fiscales o elevando el nivel de los pre­cios internos. Se estima que son imposibles nuevas reduccio­nes de gastos y nuevos aumentos de impuestos y contribucio­nes. En ambos países se afirma deben, pues, subirse los precios.

Pero precios más altos, dada la desmoralización existen­te en los mercados interiores de América y Francia, significan el fracaso de la competencia con Inglaterra en los mercados mundiales. (Los produétores ingleses, sin reducir los jorna­les, con un presupuesto nivelado y una moneda libre, pue­den, si lo necesitan, bajar más aún los precios.) Se arguye, por tanto, que Inglaterra se apoderará de todo el comercio ¿t: exportación del mundo y atraerá hacia así, en pago de sus ex­portaciones, gran parte del oro que hoy yace acumulado et/. Nueva York y en París, si bien puede razonablemente ob­jetarse que esto ha de tener probablemente un proceso lento, dado el monopolio americano del algodón, del tabaco de Virgi­nia y, parcialmente, del petróleo, y que, en todo caso, Amé­rica puede volver a la política de dumping. No cabe duda de que todos los elementos de la situación económica que fa­vorecen a la plutocracia internacional han sido utilizados por ese poder con gran habilidad y atrevimiento. Pero sería un error suponer que el induálrialismo americano y el naciona­lismo francés no han seguido ofreciendo una firme resistencia.

Se cree comunmente en Inglaterra que desde septiembie de 1931. los Gobiernos americano y francés han venido prac­ticando políticas diametralmente opueátas. Eálo no es así pre­cisamente. Ni el Gobierno americano ni el francés dudan del supremo valor del oro; pero sobre ambos Gobiernos pesan demandas especiales. El Gobierno americano, como se ha vis­to, eftá comprometido en el mantemiento de las tarifas jidua-

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ñeras; el francés está subordinado al Tratado de Versalles. Y la plutocracia se opone implacablemente tanto a aquéllas como a éáta.

Sería sorprendente, en eálas circunstancias, que no exis­tieran lazos de simpatía, en cierto modo, entre los indnftria-les americanos y los nacionalistas franceses. Después de la \i-sita a Washington de M. Laval, Presidente entonces del Go­bierno francés, se dijo en Inglaterra que América se había visto obligada a dejar de prestar ayuda a Alemania ante las amenazas considerables recogidas de oro francés. Mubo, en efecto, grandes retiradas de oro; pero é ^ s continuaron des­pués de que los intereses americanos en Alemania parecie­ron haberse evaporado.

Parece más probable que las explosiones de cólera contra ios franceses, que de tiempo en tiempo tienen lugar en Amé­rica, provengan de los dueños del oro, y que la verdadera cla­ve de la política americana en 1931 sea la actitud de los in-duftriales de aquel país respecto a la moratoria de Hoover. Los induilriales americanos, antes de la visita de M. Laval, se habían persuadido de que la moratoria era un primer paso dado en la larga senda que conduce a la reducción del f ran cel americano. Vieron la buena acogida que la moratoria ob­tuvo por parte de todos sus rivales del mundo entero y pen-saicr, sin duda, que no les presagiaba bien alguno.

Los induibriales americanos criticaron, por tanto, tan acer­bamente la moratoria, que el Presidente Hoover no pudo op­tar más que por abstenerse de toda intervención en los círcu­los europeos. La visita de M. Laval aprobó efta actitud, que fué impuesta más tarde al Presidente de un modo formal por el G)ngreso, lo mismo que le fué impuesta, en fecha más re­mota, al Presidente Wilson, la no intervención en los asun­tos de Europa.

Al comienzo de 1932, pues, la plutocracia se hallaba más

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lejos que nunca de alcanzar su propósito. No parecía haber señales de que pudiera sacarse el oro de América ni de Fran­cia. Pero, a medida que el año avanzaba, se fueron despertan­do nuevas esperanzas. Alemania anunció rotundamente que no pagaría ni un céntimo más, y su aditud ocasionó una viva inquietud en París, donde, como en América, los cíeáxis de la quiebra mundial empezaban a ejercer su entera y fatal in­fluencia. Tanto América como Francia daban mueftras de agotamiento; cundió el miedo por todas las ciudades; la at­mósfera se tomaba favorable.

En eálas circunstancias, el Gobierno americano desplegó un nuevo interés en los asuntos europeos, y en especial, en los esfuerzos de la Sociedad de Naciones, por intervenir la contienda chino japonesa, y el Gobierno francés adaptó un tono más templado. Gentes pesimistas declararon que si a Francia y a sus antiguos aliados se les pudiese inclinar al olvido de las reparaciones, y si el desarme se llevase a cabo en términos que el Presidente Hoover pudiese presentarlo como un triunfo del espíritu americano respeAo de los asun­tos mundiales, podría conquistarse al pueblo americano para que accediese a una cancelación de las deudas de guerra.

En muchos centros europeos empezó a discutirse con este fin. Se sugirió que las reclamaciones contra Alemania se solventarían en una conferencia preliminar que se cele­braría simultáneamente a la del desarme, en Ginebra, y se expresó la esperanza de que un gesto de América indicase a la Conferencia del Desarme, durante sus sesiones, la clase de acuerdo que sería más grato al pueblo americano y a sus representantes electivos. Entre tanto, todo esfuerzo que el genio del hombre pudiese arbitrar se pondría a contribución para influir, sobre la opinión francesa, a favor de una acti­tud menos intransigente, y sobre la opinión americana, a favor de un comercio más libre.

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La Conferencia de Ottawa no mereció buena acogida por parte del dinero internacional. Su carácter peligroso, por el contrario, fué claramente percibido. Era probable que exas­perase a la opinión americana, y podría fácilmente procurar una plataforma a aquellos estadistas del Imperio que querían discutir el patrón oro y su substitución por una moneda «di­rigida». Ottawa, a los ojos del dinero, era un riesgo; pero un riesgo inevitable.

Durante algún tiempo, las esperanzas de llegar a un acuerdo se cumplieron en gran parte. En Francia cayó el Gobierno nacionalista de M. Laval, siendo substituido por el liberal de M. Herriot. Alemania se inclinó a la derecha y obsequió al mundo, especialmente a Francia, con el regalo de un retorno al prusianismo; espeétáculo suficientemente te­rrorífico. La fuerza del repentino desastre económico azotó a Francia y América con tanta eficacia, que nació un estado de ánimo tal, que un observador lo calificó de «pánico crónico». En Ottawa, también la discusión de la cuestión financiera quedó abandonada a una Conferencia económica mundial, en la que América estaría representada. Es digno de notar, sin embargo, que América manifestó claramente que ella no podría, en esta Conferencia mundial, discutir sobre las Deu­das de guerra o las tarifas aduaneras, materias acerca de las que la plutocracia estaba implacablemente decidida hacerla discutir.

Entre tanto los americanos hicieron saber, en la forma más grata, la satisfacción que sentían por el resultado de la Conferencia de Lausana, satisfacción que todo el mundo compartía. Las reparaciones quedaban, por fin, abolidas; ¿po­drán continuar floreciendo las Deudas de guerra? La creen­cia de que hasta el empedernido corazón del Congreso po­dría ablandarse se propagó ampliamente y ampliamente se admitió. Los hombres de buena voluntad de todo el mun­do iniciaron una campaña en favor del desarme europeo, si-

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MONARQUÍA CONTRA PLUTOCRACIA 351

guiendo las normas al efecto sugeridas, a la Conferencia del Desarme, por el Presidente Hoover.

De pronto, Alemania empezó a agitarse. Era evidente para Berlín que todas las esperanzas de sus antiguos enemi­gos estaban pueílas en el desarme, como medio de persua­dir a América a que anulase las deudas de guerra. Allí cata­ba la oportunidad para la petición de igualdad de derechos con Francia. Los representantes alemanes recibieron instruc­ciones de su Gobierno en el sentido de retirarse de la Confe­rencia del Desarme.

Tan duro golpe, sumió tanto a Europa como a América en un estado de viva inquietud. Si la Conferencia del Desar­me fracasaba, las esperanzas de persuadir al Congreso de que anulase las deudas de guerra tendrían que abandonar­se. Eitas inquietudes no se vieron mitigadas por el fracaso de las Potencias, en inducir a Alemania a asistir a una Con­ferencia en Londres o cualquier otra parte. Los alemanes, cuando vieron el desaliento causado por su petición de igual­dad de derechos, pusieron en seguida precio a sus conce­siones. Francia reaccionó. América se retiró una vez más de una Europa que, como sus industriales se lo aseguraban, no es más que una incubadora de guerras. Pero renació la es­peranza de nuevo, cuando Francia dio muestras de un espíri­tu más acomodaticio respeéto a Alemania. El interés pues­to en la Conferencia del Desarme, que se había evaporado casi del todo, se reavivó. El resultado de la elección presi­dencial americana vino a proporcionar un mayor bienestar, dado que el partido democrático en América es de sentir li­beral, y que nunca ha sido muy amigo de aranceles altos.

En eSla atmósfera se despacharon las notas de los Go­biernos europeos a Washington, pidiendo la cancelación o posposición de las deudas de guerra. En el momento en que eSto se escribe (diciembre de 1932), la respuesta de Améri-

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ca sale ante el mundo. Un grande envío ulterior de oro eélá. gravitando contra las arcas neoyorquinas, y los partidos ame­ricanos afirman, una vez más, su fe en los aranceles por un lado y en el oro por el otro. Los induftriales americanos si­guen cabalgando en su montura, y aunque el caballo lleva una marcha áspera, todo hace que piensan mantenerse en la silla. En estas circunftancias la Conferencia económica mun­dial presenta un aspeéto menos alentador.

Pero, aunque las naciones están desnudas, será necio el que crea que el Dinero ha abandonado por completo su es­peranza. Mientras los Gobiernos y los pueblos sigan sien­do incapaces de distinguir entre la verdadera riqueza y el oro, se harán nuevos planes y se pondrán en práctica nuevos ex­pedientes. Y así, tal vez retornemos un día al siílema finan­ciero en su antigua despiadada forma; a las quiebras y a las épocas de inusitada prosperidad; a los barrios bajos de vida sórdida y a las reformas sociales (con subsidios menores, sin embargo); al hambre y a la sobreproducción; en resumen, a aquella «ley económica inexorable» que como ahora se va viendo, es una ley destinada a sacrificar al mundo entero con objeto de hacer del mundo presa para la Usura.

Aunque tal retorno tuviese lugar, no es probable que sea totalmente satisfactorio para el dinero. Porque la «cortina de humo del oro» es menos densa que antes. Lo que los ame­ricanos hacen, exigiendo el pago de las deudas de guerra, en oro, corresponde exactamente en una escala mundial a la actitud del público acudiendo en masa a las ventanillas de un banco cualquiera, ante el anuncio de dificultades eco­nómicas en él. Aun para los más legos, se ha hecho evi­dente que el sistema financiero del mundo no posee garan­tía en oro ni para la décima parte de sus obligaciones. El sistema financiero eálá, por tanto, en peligro, a menos que a los induátriales americanos y a los nacionaliálas franceses

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se les pueda reducir, a tiempo, de tener que cerrar sus puer­tas y desfalcar.

Esta es la pesadilla que agita el sueño de todo financie­ro internacional. Porque lo extraordinario del caso es que, después de cruzar el Atlántico el último cargamento de oro, Europa seguirá trampeando bastante bien con su papel mo­neda, ¿Quedará, pues, frustrada para siempre la ilusión del oro? Recuerda uno, sin poderlo remediar, al héroe de Ros-tand, aquel gallo que, en la granja, subía todas las maña­nas a un pequeño montículo y cacareaba, Al son del can­to del gallo se levantaba el sol, y los demás habitantes de la granja creían, sin excepción, que presenciaban un mila­gro, ¿Qué sería de ellos si Chantecler no les agraciase a diario con aquella bendición de luz? Pero un día Chante­cler se quedó dormido, y el sol salió sin esperar sus inti­maciones,

¿Por qué no insiste nadie, al presente, en que la agricul­tura y las minas de carbón británicas tienen su valor inde­pendientemente de la capacidad de obtención de beneficios que posean? ¿O en que una agricultura floreciente propor­cionaría el mejor de los mercados (el mercado nacional), a una próspera industria? El único obstáculo que prevalece en la senda de un tal desenvolvimiento del mercado propio e imperial es la plutocracia y su patrón oro. Si la agricultura británica e imperial pudiesen comprar los produébos de la in­dustria imperial y británica, de modo que los produAores pudieran obtener sus medios de vida sin salirse del Imperio, todo el edificio de las finanzas holandesas quedaría derrui­do; porque no sería posible en lo sucesivo vaciar a nuestro país de dinero en favor de algún país extraño y compeler así a los vendedores a buscar compradores en los extremos del mundo. En lugar de la doctrina de la baratura tendríamos en­tonces la más antigua y mejor doctrina de servicio. La plu-

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tocracia y su dios oro dejarían de tener sobre los productores derecho de vida y muerte y, sobre todo, el mundo a través de aquéllos, y nos ahorraríamos ese horror que nos amenaza, de un Banco mundial.

Sin duda, si el sistema financiero se rompiese, se le echa­ría un remiendo para hacerle surgir de nuevo. Pero, ¿alcan­zará verdadero éxito la plutocracia? Contra ella se alza hoy el espíritu de servicio que en 1931 salvó a los aterrorizados señores de Mammón de la ruina que habían maquinado. Si ha de ser el sino desgraciado de Inglaterra que se la haya es­cogido como ciudadela del dinero, es su gloria que su pueblo conserve, más tal vez que ningún otro, los ideales del feuda­lismo cristiano. No existe sacrificio que los ingleses no estén dispuestos a realizar por Inglaterra. Por consiguiente, si la plutocracia ha de triunfar, debe convencer a eále pueblo y mantener después su convicción de que el patriotismo que la anima no es inferior al patriotismo de ellos, y de que, sir­viendo los fines que ella sirve, servirán ellos los de su país. La maquinaria toda de una vasta publicidad pertenece al dinero; pero es dudoso, sin embargo, que la propaganda que tanto éxito obtuvo en el siglo XIX resulte igualmente eficaz en el XX.

Una razón para ello es el poder que el hombre ha adqui­rido sobre las fuerzas de la naturaleza. Hasta este momento, el poder de compra, como se ha visto, se ha distribuido inva­riablemente al pueblo en forma de salarios, jornales, dividen­dos y beneficios; pero la fuerza humana está siendo despla­zada tan rápidamente por la fuerza de la máquina, que aun ahora —dado que las máquinas no ganan jornales— no se genera suficiente poder de compra para que pueda consumir­se lo que la producción rinde. Es seguro que dentro del siste­ma del dinero se intensificará grandemente eile eátado de cosas. Aun en la cúspide de la prosperidad americana, exis-

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tian 2.000.000 de parados en los Estados Unidos, porque ha­bía máquinas que podían desempeñarlo. Un cálculo re­ciente hace creer que, por lo menos, un cuarto de los i2.ooo.ooo de individuos que están sin trabajo al presente en América, no podrán nunca volver a emplearse bajo el ac­tual sistema; tal vez bajo ningún sistema concebible.

¿Cómo, pues, en tanto que los salarios y los jornales des­aparecen, ha de distribuirse el poder de compra? He aquí un nuevo campo de batalla para el dinero que resistirá hasta el límite la idea de que, a medida que el trabajo humano se hace más productivo, se necesitarán mayores cantidades de dinero para el intercambio de los productos de ese trabajo. La pre­gunta «¿Ha de darse dinero a los hombres a cambio de nada.?», está destinada a ser hecha por quienes tienen y han tenido siempre por oficio el dar un dinero, creado por ellos de la nada, a cambio de las mayores cantidades posibles de mercancías y servicios.

No es la intención del autor entrar en la cuestión de la distribución del poder de compra en el mundo en que el po­der de producción se tStá. aumentando casi de hora en hora. (Remitimos al lector a los luminosos trabajos del Mayor Dou-glas.) Pero podrá hacerse notar que en el divino sistema de Dios no se consideraba un mal el procurar mayores posibili­dades de descanso y recreo. Depende esto de cuál creamos que es el objeto de la vida del hombre. Si este objeto es el trabajo, según el dinero entiende el mundo, cualquier inven­to, incluyendo la azada, es un mal, por cuanto reduce la cantidad de trabajo. Si, por el contrario, el objeto es el servir y gozar de Dios, no hay en ello mal alguno.

Los hombres, hasta ahora, han podido disfrutar pocas ocasiones de dedicarse a esa especie de cultivo del espíritu, que va asociada a la vida contemplativa.

«Las condiciones de la vida social y económica —decía

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el Papa en su reciente Encíclica— son tales, que vastas mul­titudes de hombres, sólo a costa de gran dificultad pueden prestar atención a aquella sola cosa necesaria, esto es, a su eterna salvación.»

Fué creencia de los que edificaron el sistema de Dios que la revelación cristiana es de una riqueza tan infinita que su tesoro no habrá sido por completo conocido al acabar el mundo. Estos artífices no hubieran considerado ciertamente como un mal los descubrimientos que, cuando haya sido roto el poder del dinero, darán descanso a hombres y mujeres en todo el mundo y permitirán así a mayor número de unos y de otras conseguir un disfrute de Dios más profundo, y, por tan­to, servir más noblemente a sus prójimos.

Podrá argüirse que la prosperidad y la pereza constituyen grandes tentaciones. Pero está bien demostrado por la expe­riencia que la pobreza y la miseria son las más prolíferas ma­dres del vicio. Todos los hombres contemplan hoy con ojos asombrados un mundo inundado de mercancías, pero poblado de indigentes. Hasta ahora, toda la elocuencia de la alta finan-za no ha sido bastante a explicar este extraño y triste espec­táculo. Por el contraro, incidentes como el del Consejo del Departamento de Agricultura de los Eátados Unidos a los algodoneros de «arar, sólo uno, de cada tres surcos» quedan grabados en la memoria pública. La plutocracia debe con­tar ahora con el hecho de haber escandalizado la conciencia de toda la humanidad. El pueblo llano está aprendiendo; con su apoyo y bajo la tutela de Dios, la Realeza se hizo efectiva y quedó constituida la nación. Los ingleses deben a la Reina Victoria y a sus descendientes que los ideales de deber y ser­vicio no se marchitasen en un mundo en que la codicia del lucro alcanzó una justificación casi universal.

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MONARQUÍA CONTRA PLUTOCRACIA 357

CAPITULO XXV

SERVICIO

El siálema feudal, permítasenos la repetición, se basaba en la creencia de que la tierra es del Señor y todo cuanto hay en ella, por consiguiente. Hasta el mismo dominio del Rey sobre la tierra en que reinaba era sólo por delegación de Dios, su verdadero dueño. El más ínfimo vasallo, por tanto, estaba asociado a aquel universal servicio de Dios, que era el sólo oficio de los reyes, nobles y eclesiásticos.

No queda espacio en tal sistema para la propiedad, sin res­ponsabilidad. Tampoco lo hay para la concepción socialiála del Estado como institución de beneficios mutuos. El bene­ficio mutuo implica la posesión de derechos; el feudalismo re­conocía sólo deberes para con Dios y, por debajo de Dios, para con los hombres.

Una pequeña consideración indicará que el sistema de Dios es, de hecho, el único sustitutivo del sistema del dinero. Cualquier otro sistema está condenado, por su naturaleza, a llevarnos de nuevo al dinero, más tarde o más temprano. Se sigue de e¿to, que los desailres del mundo no pueden curar­se por ningún medio, por sutil que sea, sino sólo por un re­torno a la fe sobre la que, al principio, se edificó la civiliza­ción europea. Si los hombres han dejado realmente de creer en Dios, seguirán siendo víctimas de Mammón y no habrá método de manejo de la moneda o de economía de Eftado' que los salve. Napoleón no se equivocaba al declarar que la Religión es la base de la sociedad.

Fué el escepticismo del siglo XVIII el que preparó el ca­mino al advenimiento de la plutoaacia. Pero aquel escepticis­mo no era más que la rebeldía de mentes honradas contra un abuso die privilegios por parte de la autoridad espiritual

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como por la de la temporal. La cuita no era el feudalismo, sino la falta de él. Si la Iglesia hubiera seguido en todo fiel a su Maestro, si los reyes y los nobles se hubieran atenido a la regla Nobleza obliga, no habría habido motivo de duda. Una Iglesia siempre avanzando en el conocimiento de Dios; tronos en los que todos los hombres viesen la prenda de su servicio, no habrían padecido nada de la crítica o del cinismo. Que el trono de Inglaterra goce hoy de la confianza creciente del pueblo, es motivo, por tanto, de sincero regocijo. Poco a poco, la idea de la propiedad individual irresponsable —y también la de la propiedad en común sin responsabilidad— va dando paso a la idea de una propiedad con fin de ser­vicio. La masa del pueblo, en otros términos, permanece fiel a los viejos ideales —como se vio durante la guerra, y de nuevo durante 1931— y no está falta de otra cosa que -de llegar al convencimiento de lo que es el sistema del dinero para dar fin con él. El mejor servicio, por tanto, que un hombre puede hacer a sus semejantes es instruirles acer­ca de lo que es la plutocracia y estimularles a hacer uso de sus votos.

El verdadero internacionalismo, déjesenos decirlo, es la amistad entre las naciones, no el retorno a la vida de tribu bajo el superdominio de la finanza internacional. En esen­cia : es el reconocimiento por una nación de los designios de Dios sobre otra, y, por tanto, una extensión del conocimien­to de Dios que el hombre posee. Es la conjunción de dos sis­temas de servidumbre en que se reconoce a Dios como fin de ambos, y en la que los hombres hallan, por consiguiente, un deber común y una común hermandad en el deber. El verdadero internacionalismo, pues, como el nacionalismo, es un sistema de servicio que nos viene del cielo, y que es por completo opuesto al sistema de lucro. La plutocracia no

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MONABOITÍA CONTRA PLUTOCRACIA 359

puede alcanzar con más facilidad conseguir tal unión, que po­dría lograr el bienestar de una nación en particular.

Porque la nación es una sociedad cuya base es espiritual y no material. Una nación no es un bien comunal del que todo ciudadano participa por igual; no es un «Eátado» en que el pueblo goce por igual de unos derechos; la idea del derecho natural o de nacimiento es extraña a su constitución. En esencia: es un tenientazgo de Dios, una parte de su uni­verso confiada a uno de sus capitanes y existente sólo para su satisfacción. Los subditos del Rey, como el Rey mismo, no tienen derecho alguno que no sea el de obedecer la divina voluntad, y no pueden poseer nada, en tanto que la posesión no sea necesaria al cumplimiento de un deber. Si se objeta que una idea semejante resulta grotesca en este mundo mo­derno, se podrá responder adecuadamente que más grotesco es el espectáculo que ahora presentan los reinos de Mammón, en los cuales cualquier nueva demostración del poder del hombre en el uso de los bienes de Dios es acompañada por una nueva calamidad y ruina, y en los que cada aumento que se hace a la riqueza de la humanidad, acrecienta inevitable­mente el número de los desamparados.

MAC NAIR W Í L S O N

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P o l í t i c a u L c o n o m í a

La conversión de los Bonos oro. Los Decretos-leyes de Laval.

EL Ministro de Hacienda sometió, inesperadamente, al Parlamento la aprobación de un proyecto de ley de reembolso de los Bonos oro 6 por 100 de Tesorería. El proyecto fué dictaminado, rápidamente,

por la Comisión, y aprobado, casi sin debate, por la Cámara. Es la prinie-ra ley de autorizaciones que el Sr. Chapaprieta reclama dd Parlamento.

Por virtud de ella, el Ministro de Hacienda queda autorizado para llamar a reembolso, en una o varias veces, los Bonos oro creados en 1929. El De­creto de emisión autorizaba este reembolso anticipado a partir del quL'iio año. Los Bonos tenían vida por diez años, devengaban el 6 por 100, esta­ban garantizados por la renta de Aduanas, y constituían Deuda públi­ca interior. Fui el Ministro responsable de la emisión, y puse mucho em­peño en que constase de manera fehaciente esut última característica, por lo mismo que se trataba de Deuda que convenía filtrar en Bolsas y carteras extranjeras.

Además del reembolso, la ley prevé la creación de otros Bonos oro de la misma naturaleza que los extinguidos, salvo el interés, que será un 4 por 100 únicamente. Por consiguiente, aun en el supue^o de que sobreviva el mismo volumen de Deuda oro, su carga quedará reducida en seis rii-Uones de pesetas oro (pues el nominal asciende a 305 millones), y la eco­nomía importará unos 14 millones plata, cifra ciertamente no desdeñable.

Para el reembolso se aprecia fácilmente en la ley un doble criterio. Los tenedores españoles lo harán efectivo en pesetas papel. Los tenedorc* extranjeros podrán recibir Bonos oro de la nueva emisión o divisas oro. Esa diferencia de trato tiene explicación «de facto» en la situación del mer­cado valutario español. Pero proyecta sobre la operación cierto matiz discn-

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POLÍTICA Y ECONOMÍA 361

minatorio poco jurídico. Aparte de que hace de una Deuda interior, deuda, en algún aspecto, exterior. Las deudas de eñe tipo, en efecto, se conocen en que rodean a los tenedores extranjeros de garantías singulares. Ahora, la de cobrar en divisas oro o en Bonos 4 por 100. Ninguna de estas dos perspectivas queda abierta al tenedor español, que ha de cobrar precisamente en pese­tas papel, al cambio fijado para la liquidación de los derechos de Aduanas en el decenio. Ha sido una suerte que el paquete de Bonos que se halla en manos de extranjeros no rebase de 30 millones de pesetas. Suponíase antes que ascendería a un centenar de millones. La diferencia de régimen queda compensada con la exigüidad del núcleo favorecido.

Se dirá: ^Y para qué la creación de los nuevos Bonos, si no han de ir a manos de los tenedores españoles, que representan 275 millones sobre 305 circulantes? El legislador ha conectado esta operación, de carácter pro­piamente presupuestario, con otra u otras de tipo monetario. Los citados Bonos serán entregados al Centro de Contratación de la Moneda, a cambio de la correspondiente contrapartida de pesetas papel. El Centro tomará estas pesetas de la masa que tiene en cuenta especial, por efecto, de sus ventas de divisas a los importadores españoles; y como el mencionado stock es insu­ficiente —dícese que no pasa de 450 millones— y la cantidad precisa para el reembolso ha de exceder de 650 millones, en cuanto a esta diferencia, el Eftado hará uso de la cuenta de Tesorería del Banco de España. De efta guisa, el Centro quedará dueño y señor de la nueva emisión de Bonos.

Y el Miniíbro se propone: i.°, que los rendimientos de la misma se apliquen a cubrir gastos del Centro, y por ende, de la intervención en la moneda; 2.", que los nuevos títulos puedan finanzar aperturas de créditos oro en el extranjero, cuando eso sea menester para el desarrollo de la polí­tica atribuida al Centro. El primer objetivo es claro y de segura realiza­ción. Merced a él, el Centro irá amortizando las pérdidas, muy cuantiosas, que haáta el día ha producido el control de los cambios; y una vez cubier­tas el Centro —o sea, Eftado y Banco por mitad—, disfrutarán una renta, que para el Eítado será reintegro simple de parte de sus pagos.

El segundo objetivo es más nebuloso. No en su concepción, sino en su viabilidad. Aquélla no ofrece la menor falla. Un valor oro puede pignorarse perfectamente... si hay quien quiera prestar oro con garantía prendaria no física. Este es el quid. No ocultamos nuestro escepticismo respecto a la fórmula escogitada. O el Eálado inspira confianza plena, y entonces no ne­cesito prenda alguna —ni física ni mobiliaria— para encontrar prestamis­tas de oro; o no la inspira, y en esa hipótesis, necesita ofrecer garantías tí-

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sicas. Lo primero ocurrió en la época del Sr. Ventosa; lo segundo, en la del Sr. Prieto. Con Ventosa no hizo falta más que la firma del Banco con el respaldo del Ministro de Hacienda. No fué preciso exportar oro, ni habría servido para nada disponer de Bonos oro. Con Prieto, no bastó la firma do­ble, ni habría satisfecho la pignoración de estos títulos; hubo que exportar oro a Mont Marsant. Nos tememos mucho que en el futuro ocurra lo mismo.

Queda nueítra Bolsa desprovista del único valor oro nacional que en ella se cotizaba. Eíto nos parece un error. Ese valor llenaba una misión evi­dente. Para el capital extranjero podía servir, en circunstancias determinadas, como refugio seguro; para el capitalista español, otro tanto. Un valor oro es un valor estable. Los capitalistas buscan por doquier valores de esa na­turaleza, pero les cuesta trabajo encontrarlos, porque hay pocos. El Bono oro 4 por loo habría llenado tales requisitos, desempeñando una misión intere­sante. Por de pronto es de temer que parte de los capitales españoles refu­giados en esa colocación busquen ahora la salida por la frontera, aunque e£tá prohibida por la ley. No se olvide que en bastante cuantía, los Bonos se habían suscrito con capital repatriado a ese mero efecto.

Pero la operación producirá otro resultado, a saber: el aumento de los medios de pago, y, casi paralelamente, de la circulación fiduciaria. Nun­ca se ha conocido en España un caso tan auténtico de inflación estatal. El Eátado vá a lanzar al mercado 650 millones de pesetas en billetes. Los interesados los llevarán a sus cuentas; los Bancos aplicarán eítas entregas a saldar sus débitos en el de España, si son deudores, o a acrecentar sus saldos activos, caso contrario. Ese doble proceso de regreso al Banco emi­sor, paliará el acrecimiento fiduciario; pero las disponibilidades se habrán elevado justamente en aquella medida. Ya se explica así gran parte de la euforia bursátil de eítos últimos días. La inflación encarece. En efte caso encarece las cotizaciones, porque se trata de inflación predestinada a jugar en la Bolsa, ya que de la Bolsa —de valores mobiliarios— proviene.

Con eila conexión se asegura el éxito de las conversiones de Deuda, de que hableremos en nueibra próxima crónica, porque la presente ha de recoger los Decretos-leyes de Francia, y nos faltará espacio. Casi siempre es preciso emitir Deuda —o sea, recabar dinero «fresco»— al efectuarse una Conversión para compensar los reembolsos que se soliciten. Para ese evento constituye una importante ayuda la existencia de una disponibi­lidad de 650 millones. Tal es su máxima ventaja. No ocultamos que ofre­ce otros aspectos menos gratos. Implica, desde luego, una creación arbi-

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POLÍTICA Y ECONOMÍA 363

iraria de medios de pago. Sin compensación en simultáneas creaciones de riqueza. Y, por lo tanto, en vacío. Inflación pura. Además, en parte, infla­ción «directa», que es la peor de todas. Porque hay otra inflación, que diríamos indirecta, a saber: la provocada por los particulares al demandar billetes en función de créditos, pignoraciones, etc. En eñe segundo caso, el Banco va a remolque; y el Eílado es espectador casi impotente, porque no suelen servir apenas los resortes de descuento y otros. En el que ahora comentamos, es el Eálado quien toma equis billetes del Banco emisor para pagar a unos acreedores. Si siquiera quedase cancelada la Deuda, habría un saneamiento crediticio casi compensatorio. Pero no ocurre eso, y, por lo tanto, la inflación ostenta máximo descaro.

Se advierte por eálas someras consideraciones toda la complejidad de la operación. En su primera parte —reembolso— concluirá el 5 de septiem­bre; al menos, respecto de los tenedores españoles. De la segunda sería aventurado profetizar. Ya se verá, andando el tiempo, lo que se hace con los nuevos Bonos y para qué sirven y cómo se emplean. Se ha pensado, probablemente, en cancelar todo o parte del débito existente a favor del Banco de Francia. Para ello habría que levantar otro crédito con la garan­tía de esos Bonos. El actual es morigerado, en cuanto al interés; pero one­roso, porque exige desplazamiento de metal amarillo. Se ha insinuado la posibilidad de repatriar parte de eile metal. Bien eítá, si el oro obtenido para ese efecto no se nos preála en condiciones más apremiantes que las estatuidas por el Banco de Francia. Otra aplicación del crédito que se abriese con los Bonos —éáta más esencial— sería nutrir las arcas del Centro de Contratación de Moneda. Ello podría permitir una mayor cele­ridad en la entrega de las divisas cedidas. El Minütro ha hecho públi­ca una cierta mejoría en eile particular. Los comerciantes e industriales espaííoles han de celebrarlo vivamente. Porque se había llegado a un gra­do de parálisis, o, si se quiere, de demora verdaderamente nocivo.

Tales son los comentarios que nos sugiere eíta ley de autorizaciones. El Ministro ha obtenido, además, otras dos: la denominada de Restric­ciones y la de Conversión de Deuda. De ellas hablaremos en el próximo número de ACCIÓN ESPAÍ5OLA.

« * •

El Gabinete Laval ha sorprendido a Francia, y aun al mundo entero, con un paquete de 29 Decretos-leyes de indudable y máxima trascen-

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dencia. Dictados todos ellos en virtud de los plenos poderes que concedió

el Parlamento, después de dos negativas (a Handin y a Bouisson), constitu­

yen un conjunto orgánico que merece atento examen, y representan, desde

luego, un gigantesco esfuerzo para salvar a Francia de la profunda postra­

ción económica y política en que vive actualmente.

El Gabinete Laval celebró una reunión prolongadísima el día 17 de

julio. De ella se facilitó una nota que en esencia dice lo siguiente: «El

Gobierno ha aprobado 29 Decretos-leyes, 20 de los cuales realizan una me­

jora de 7.063 millones en el presupuefto del Eñaáo, de ig^ en el de la

Caja Autónoma, de 1.385 en el de las Corporaciones locales y de 2.316 en

el de las Compañías ferroviarias, o sea, en total 10.959 íniUoneS) compren­

diendo la cuantía de los Decretos anteriormente dictados para coordinar

ferrocariles y carreteras.»

Los Decretos van precedidos de un informe general que se eleva al

Presidente de la República, y que contiene afirmaciones sustanciosas. nEl

8 de junio —dice— el Gobierno ha recibido del Parlamento el derecho

de adoptar, por Decreto, las medidas precisas para defender el franco.

Por ese mero hecho, el Parlamento se ha pronunciado contra la devalua­

ción monetaria. Nosotros no queremos hacerla; nosotros no la haremos.

Una devaluación implicaría sacrificios injustos, por desiguales, para las

diversas categorías sociales, agravaría la situación del mundo y no libra­

ría a Francia del esfuerzo necesario para equilibrar su presupuesto. Sólo

hay un medio de defender el franco: preservarle contra nuevos ataques.

Ahora bien; sólo se ven atacadas las monedas de aquellos países que viven

sin equilibrio financiero. El Gobierno, pues, se propone equilibrar el pre­

supuesto de modo inmediato y completo, y a la par, desarrollar una ac­

ción encaminada a la revigorización de la actividad económica. EHo úl­

timo se inicia con nueve de los 29 Decretos-leyes, a los que seguirá una se­

gunda serie. Muchas de esas disposiciones constituyen, en el sentido li­

teral de la frase, una acción de salud pública a la que el Gobierno ha

tenido que sacrificar ciertas preferencias y aun principios tradicionales. Se

ha procurado, por otra parte, que el sacrificio sea igual para todos y redu­

cido en grado máximo, tanto en su importancia como en el tiempo. A

este fin se dispone que queden automáticamente reducidas las diversas

medidas de upenitenciav tan pronto como se compruebe la existencia de

excedentes en el presupuesto general de gastos del Estado.»

Veamos ahora, brevemente, el contenido de los principales Decretos.

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POI.ITIC.\ Y ECONOMÍA 365

Los agruparemos en dos grandes núcleos: Decretos de saneamiento pre-

supueftario y Decretos de saneamiento económico.

Medidas fresufuestarias. A) El Decreto más importante es el que es­

tablece una Tasa o gravamen general del lo por lOO sobre todos los pa­

gos públicos, o sea, del Estado, colectividades locales, Argelia, Colonias,

países de protectorado, territorios bajo mandato y empresas concesionarias

o subvencionadas a cuyo cargo corra algún servicio público. Sólo estarán

exceptuados de esta carga los gastos relativos a la Defensa Nacional, los de

subsidio a la Asistencia y a los parados, algunas pensiones de ancianidad,

etcétera.

Efte Decreto constituye, en frase del Gobierno, «la clave del arco» de

la obra financiera. Las demás medidas de represión de abusos, poda de acu­

mulaciones, etc., no podían bastarse para enjugar el déficit. El Gobierno

necesitaba economías macizas y rápidas. El tren de vida de la Nación —su­

mando toda clase de presupuestos públicos— sube de 80.000 millones en

1928, a más de 100.000 en 1935. Los presupuestos municipales han subi­

do de i6 .000 a 23.000 millones, desde 1929 a 1935. doblando sus cargas

por Deuda. La perspectiva de especulaciones contra el franco es agobia-

dora. El Gobierno, pues, se decidió a cortar por lo sano estableciendo ese

«prelevement» uniforme del 10 por roo. Que sea necesario, no cabe dis­

cutirlo. ¿Es también justo? El Gobierno sostiene que sí alegando que los

precios al detall de 29 artículos de alimentación registran una baja del

28,4 por 100 en provincias, y del 30,5 por 100 en París, a partir de 1930;

y que, en general, el coste de la vida ha descendido entre un 15 y un

20 por loo en igual período.

La medida apenas tiene atenuaciones. Los funcionarios que perciben

menos de 8.000 francos, sólo soportarán un «prelevement» del 3 por 100; y

del 5 por 100 aquellos que perciban más de 8.000 y menos de 10.000. Y

no existen otras regulaciones especiales. Por supueilo, quedan sujetos a

la tasa todos los pagos de Deuda pública: intereses, lotes y primas de

reembolso; no las amortizaciones puras y simples. No importa que la

Deuda goce de exención por pacto solemne, verificado al tiempo de ser

emitida. No la pagarán los títulos emitidos en el extranjero y no cotizados

en la Bolsa de París; pero sí los que se coticen, salvo que pertenezcan a

extranjeros. Tampoco los títulos representativos de deuda notante, ni los

Bonos de la Defensa Nacional, y Bonos o Letras a plazo que no exceda

de un año.

B) Sigue en trascendencia la reforma del impuesto que grava los

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Tipos antiguos

Por 100

17

12 17

20

17

Nuevos tipos

Por 100

24 18

12 18

25

24

366 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

valores mobiliarios. Para apreciar su incidencia insertamos el siguiente cua­dro comparativo de los impuestos anteriores y nuevos:

Tributación de los valores mobiliarios franceses y extranjeros no abonados.

AI portador: Tasa general Valores que se emitan ulteriormente,.,.

Nominativos: Personas físicas Personas jurídicas

Valores extranjeros no abonados: Tasa general Títulos depositados contra «recepisés»

nominativos

En resumen: la tributación de los valores mobiliarios al portador queda agravada en un 7 por 100, pero con carácter retroactivo tan sólo, o sea, que los valores que se emitan a partir de eite Decreto-ley sólo pa­garán el i8 por 100, y no el 24 por 100. Si dichos valores fuesen extran­jeros, el aumento de tributación será de un 5 por 100 o del 7 por 100, según los casos.

C) Las rentas de más de 80.000 francos sufren un nuevo recargo por el impuefto general: en lo que excedan de 80.000 francos, sin pasar de 100.000 pagarán un 25 por 100 más de lo que corresponda por la tarifa vigente, y en el exceso de 100.000 francos anuales, un 50 por 100 en igual concepto.

Con carácter similar a este gravamen debe apuntarse el establecido —20 por 100— sobre el beneficio que realicen las empresas suministra­doras de material para la Defensa Nacional a los Ministerios de la Gue­rra, Marina y Aire.

D) Otros Decretos de este grupo, de trascendencia ya más relati­va, disponen: 1.°, la supresión de acumulaciones abusivas en todos los Ministerios; a este fin actúan en toda Francia veinte Comisiones investi­gadoras. 2.°, la supresión de pensiones abusivas. 3.°, la elevación dd plazo de servicio mínimo para ascender en la Administración, en cada clase, en un año. 4.°, la supresión de la indemnización doble de residencia cuando tengan derecho a percibirla marido y mujer. 5.°, la reducción en 420 mi-

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POLÍTICA Y ECONOMÍA 367

üones de la contribución que el Eftado debe aportar a la Caja de Seguros Sociales. 6.°, el traspaso a la Caja autónoma de Amortización de 500 mi­llones para diversas amortizaciones contractuales, que hasta ahora corrían a cargo del ptesupueáto general, j . " , ú aumento del impuefto sobre el jue­go en los Casinos, que oscilará entre el, 15 y el 65 por 100, según la cuan­tía de la recaudación bruta.

Medidas económicas. En esta materia, los Decretos-leyes que estudia­mos, esbozan una política de revigorización. Otros deberán seguirles en plazo breve. Los más importantes, hasta ahora, dictados, establecen:

A) La baja del precio del kilo del pan en 0,10 francos, a partir del 18 de julio.

B) La baja del precio del carbón, según haremos de 5 a 15 por 100; de 25 a 30 francos para los carbones domésticos, y del 5 por 100 para los abonos potásicos.

C) Baja de los precios máximos de electricidad para luz y fuerza motriz, en un 10 por 100.

D) Revisión general de las tarifas de gas, a base de beneficiar ínte­gramente a los abonados con el importe de las economías obtenidas por virtud del «prelevement» de 10 por 100 sobre gastos.

E) Toda deuda, civil o comercial, contraída por una persona jurí­dica o individual antes de la publicación de efte Decreto, puede ser reem­bolsada en cualquier momento, cualesquiera que sean sus cláusulas sobre inconvertibilidad. Efta disposición no regirá en los contratos posteriores. Su alcance es notorio y grave. El Gobierno pretende reducir las cargas de carácter financiero que hoy pesan sobre la producción, encareciendo sus costos. Los deudores tendrán libertad para converrir sus deudas, si en­cuentran dinero. A tal designio les ayudará grandemente el hecho de que los nuevos títulos no estarán sujetos al «prelevement» del 10 por 100 creado para la Deuda pública, ni al recargo de 7 por 100 establecido para los va­lores mobiliarios privados.

F) Reducción del lo por 100 en los alquileres de edificios destinados a vivienda o uso profesional, y de otro 10 por 100 en las cargas hipoteca­rias de los propietarios de inmuebles perjudicados con la primera. Los in-quilinos de locales para usos comerciales c industriales podrán promover, en el plazo de seis meses, la revisión de sus alquileres, conforme a la ley de 1933.

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Seremos muy parcos en el comenurio de este conjunto de disposicio­nes, porque aún han de publicarse otras muchas, y porque su trascen­dencia salta a la vista y no requiere mayor señalamiento. Las de carác­ter presupue^rio se proponen extirpar el déficit. No parece, sin embar­go, que eíto sea cosa hecha. Al menos, en cfte año rendirán solamente parte de sus frutos naturales; y algún autorizado escritor —Gastón Jéze— afirma de modo rotundo que, para llegar a esa nivelación, ha de recorrer­se todavía mucho camino, porque algunas de las medidas decretadas no pueden producir rendimiento tan copioso como el que se les atribuye. De todas suertes, el esfuerzo es gigantesco, y revela verdadero valor cívico, porque afecta de lleno a millares y millares de franceses acostumbrados a tener a raya a Gobiernos y Parlamentos a través de sus Sindicatos clasis­tas y como «meneurs» electoreros con los que ningún Diputado quiere re­ñir. La agitación observada entre los funcionarios de diversos Ministerios —especialmente maestros, maestranzas marítimas, postales y telegrafistas; como se ve, los núcleos más numerosos,, sin olvidar los antiguos comba­tientes— permite pronosticar jomadas difíciles. Los políticos de izquier­da aprovechan el efecto del descontento para desacreditar la formación La­va!, aplicarle el epíteto de fascista y urdir una trama que permita, en oc­tubre, recabar el Poder para el Frente Común.

Políticamente, pues, eíla primera serie de Decretos-leyes ha revuelto las aguas, ya encrespadas, de la política francesa, suscitando manifestacio­nes y protestas, a ratos tumultuarias, que d Gobierno, sin embargo, supo contener con diapasón de energía no muy habitual en la vecina Repúbli­ca. En cambio, en el orden financiero, la sensación que se recoge es de aliento y fe. Las cotizaciones no mienten, y a ellas nos atenemos. La Deu­da pública, a pesar del «prelevement» de un lo por loo sobre sus inte­reses, registra sensible mejoría después de los Decretos-leyes. El fenómeno es verdaderamente instructivo, y revela que los tenedores de Deuda, buenos psicólogos, se consideran más seguros ahora que antes, y gracias a eso ca­pitalizan más altos sus títulos. He aquí un cuadro comparativo de varias Renus francesas en la Bolsa de París:

Cotización Cotización V A L O R E S el 9 de julio el 30 de julio

3 por 100 perpetuo 77,10 78,40 4por 100, 1918 78,00 81,00 4 y medio por 100, 1932 A 83,50 86,10 4 y medio por 100, 1932 B 82,15 86,90

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POLÍTICA Y ECONOMÍA 369

Por otra parte, es incuestionable que el Gobierno ha logrado generali­

zar el sacrificio sin localizarlo, como otras veces, en núcleos determinados

de contribuyentes. De las disposiciones que hemos enumerado saldrán to­

cados todos los empleados públicos —no menos de 700 u 800 mil los del

Eftado—', los de Compañías de ferrocarriles, electricidad, navegación, ta­

lleres de construcción naval, fábricas de gas y demás servicios públicos;

los rentistas, los poseedores de valores mobiliarios, los propietarios de inmue-'

bles urbanos, los acreedores hipotecarios con garantía de esos mismos in­

muebles, etc., etc. Quedan todavía, claro es, ciudadanos insertos en otros

estratos sociales, que no son rentistas, ni empleados, ni pensioniftas, ver­

bigracia, los comerciantes, los obreros en gran parte, los agricultores. Pero

al parecer se preparan nuevas disposiciones con relación a estos núcleos.

El efecto psicológico de los Decretos-leyes, en el orden monetario, ha

sido muy claro y beneficioso. Los especuladores contra el franco quedaron no­

tificados de la firme decisión ministerial de defenderlo, y no se retrasa­

ron las consecuencias; Cese de las salidas de oro, primero, y entradas en se­

guida en el encaje del Banco emisor; baja del tipo de descuento, etc.

Habrá que examinar en breve plazo su repercusión en la vida econó­

mica. ¿Bajarán los costos de producción? ¿Disminuirán los salarios? ¿Se

corregirán los desniveles de precios? La deflación ofrece doble filo, como

ciertas armas. Desde luego, la reducción de ciertos gastos influye en la

baja de los coitos. Un comerciante que logre reducción de alquiler, y

consuma a menor precio electricidad y gas, y pague menos precio por

análogas razones a su mayorista o fabricante proveedor, podrá vender más

baratos los artículos a que dedica su establecimiento comercial. Pero para

que la contracción de los gastos generales no se neutralice, será menester

que ei volumen de ventas subsista íntegro. Si también se contrae, aquella

economía quedará desvirtuada. Y esa baja en el consumo puede surgir de

las medidas deflacioniitas en cuanto merman sueldos, rentas, etc. Es te­

ma siempre vivo. ¿Disminuye forzosamente la capacidad de compra de

un pueblo con las medidas de deflación presupuestaria? A primera vista,

sí; pero ese criterio podría conducir al absurdo de convertir en >panacea

de todos los males la inflación del gailo eitatal. Cuando el Eálado gaita

menos en objetivos no creadores de riqueza —verbigracia, sueldos—, el con­

tribuyente tiene que pagar menos. Se nivelan las dos partidas, sin duda. Pero

no hay paridad entre ellas, cualitativamente. El potencial de gasto de un

parásito del escalafón, es más activo que el potencial de gaito de un con­

tribuyente cuya cuota fiscal queda reducida. En otros términos, lo que

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370 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

cobra un empleado innecesario se gaita íntegramente; lo que ahorra un

contribuyente desgravado a consecuencia de una deflación, quizá no se

consume, y sí se ahorra. Ahora bien; los pueblos que practican la defla­

ción presupuestaria no cubren, casi nunca, los gastos excesivos con impues­

tos, sino con empréstitos. Y en eítas condiciones, la deflación es siempre

sana. Porque el dinero absorbido en los empréstitos no creadores de ri­

queza, es desviado de sus naturales cauces, para un proceso de consun­

ción totalmente antieconómico.

El peligro de las deflaciones económicas —no ya tan sólo presupues­

tarias— es que carezcan de generalidad, esto es, que sean fragmentarlas. Las

inflaciones atacan por lo común todos los sectores de la vida económica

de una Nación. Se reflejan en la moneda, y éífa preside todos los cam­

bios. Hay felicidad o desastre; pero igual para todos, en principio, aunque

a la postre estalle la diferenciación, como hemos comprobado en las deva-

luciaciones monetarias recientemente producidas pot la inflación. Las de­

flaciones, por el contrario, no se extienden a todos, ni en el mismo mo­

mento. Lo más corriente es que repercutan encuno u otro sector del ins­

trumental económico. Bruning, en Alemania, y Mussolini, en Italia, han

intentado organizarías con carácter cíclico y global. Ahora se propone

lo mismo Laval. Para saber si lo conseguirá hay que esperar la segunda

tanda de Decretos-leyes. Desde ahora, sin embargo, puede afirmarse que

es empresa de muy difícil logro. Cada interesado en la antideflación, pro­

cura trasladar a un vecino los efectos de la deflación.

La que ha iniciado Francia es beneficiosa porque purifica el presupues­

to de una dolencia terrible, el déficit, y determina, ipso jacto, una onda

de optimismo que ha de repercutir en el ambiente financiero general.

Pero, indudablemente, eso no basta. Francia se resiente de otra enfer­

medad : la crisis del intercambio comercial. La política de contingentes,

licencias, tasas, retorsiones, etc., es antieconómica en un grado inconmensu­

rable. Claro que no siempre ha arrojado Francia la primera piedra. Pero

en fin de cuentas, es a los poderosos a quienes incumbe marcar la pauta

de los grandes virajes históricos. Mientras Francia no reduzca el número

de contingentes —de ello se habla— ningún otro pueblo de Europa puede

pensar en semejante aventura.

Tocamos, así, sin proponérnoslo, el grave problema de los costos m-

duilriales franceses, que son de los más elevados del mundo. A ellos contri­

buye en enorme escala el peso formidable de la fiscalidad imperante en

d vecino país. ¿Podrá iniciarse la era de la dcsgravación? Ese sería el

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POLÍTICA Y ECONOMÍA 371

mejor signo. La deflación, que sólo sirve para evitar empréstitos, no libera

de momento los costos, porque los gastos financiados sin impuestos no re­

caen inmediatamente sobre las economías privadas; son, más bien, letras

giradas a fecha incierta. La deflación que permite desgravar, ya es cosa

muy di^inta. A eso tiene que llegar Francia para encontrarse en camino

de salud. Y eso no se ha notado todavía. Como habrás visto, lector, entre

los Decretos-leyes del 17, hay algunos que recargan ciertos impuestos.

Mal camino, aunque seguramente inevitable.

JOSÉ CALVO SOTELO

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A c t i v i d a d i n t e l e c t u a l

LETRAS E H i s _ T O R Í A

L O P E y t o s PREDICADORES DE SUS HONRAS

£1 2? de agosto de l635 murió en Madrid Lope de Veáa.

¿Qué dijeron de Lope los predicadores de sus honras? A esu pregun­ta acaba de contestar el P. Félix G. Olmedo, S. J. —cuyos estudios sobre la elocuencia sagrada de aquel tiempo tardan ya en aparecer—, exhumando tres sermones predicados a la muerte del Fénix: el de la iglesia de San Sebastián, donde fué enterrado, el de los funerales organizados por el Duque de Sessa y el de los que celebró en la de San Miguel de Octoes la Vene­rable Congregación de Sacerdotes de Madrid (i).

De un modo general, y sin entrar en el estudio parricular de los trabajos a que se refiere, escribe Vossler (Lope de Vega y stt tiempo, 90): «Los sermones funerales, necrologías y poemas con que se abrumó la memo­ria del muerto —más de ciento cincuenta han llegado hasta nosotros— no añaden a su imagen ningún rasgo esencial. Sólo testimonian el asombro, acentuado por manera miilriple, con que se admiraba a este portento de la Naturaleza, y al que tampoco nosotros podemos resistir».

La fama de Lope era inmensa. El propio Vossler cita eftas palabras de Qucvedo escritas un año antes de la muerte del monstruo: «Lope, cuyo nombre ha sido universalmente proverbio de todo lo bueno, prerrogati­va que no ha concedido la fama a otro hombre». Y añade el crítico ale-

(1) Vid. RaZ'6» y F«» ndms. 462-463.

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ACTIVIDAD INTBI,ECTüAL 373

ma'n; «En una palabra: llegó a ser en vida una figura fabulosa y un

símbolo casi de la grandeza de su pueblo». {Ob. cit., 12.)

Y sin casi, podemos añadir. Puestos a recordar los elogios de sus

contemporáneos, los de Cervantes se recuerdan solos. A pesar de su ene­

mistad con Lope, le llamó, en el prólogo de sus «Comedias», monstruo de

la Naturaleza que se alzó con la monarquía cómica. Cervantes, que tenía

el alma grande, elogió, además, con entusiasmo a Lope en dos lugares, que

sepamos, del Quijote. En el prólogo de la segunda parte salió al paso de un

juicio del llamado Avellaneda, que prologando a su vez su propia obra,

decía que Cervantes había tratado de ofenderle; y no sólo a él, sino tam­

bién «particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más ex­

tranjeras, y la nueálra debe tanto por haber entretenido, honeftísima y fe­

cundamente, tantos años los teatros de España con estupendas e innume­

rables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguri­

dad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se puede esperar». A

esto replica Cervantes: «He sentido también que me llame invidioso, y

que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia; que en reali­

dad de verdad, de dos que hay yo no conozco sino a ia santa, a la noble

y bien intencionada; y siendo eíto así, como lo es, no tengo yo de perse­

guir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del San­

to Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo

en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación con­

tinua y virtuosa». Cierto que, como nota Rodríguez Marín (i), estas últi­

mas palabras son una sangrienta ironía; pero la alabanza queda hecha.

Como queda también en la invectiva del Cura contra el nuevo arte de

hacer comedias (cap. XLVIII de la primera parte), donde habla de las

muchas e infinitas comedias que ha compueño un felicísimo ingenio des-

tos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con

tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente, tan llenas

de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama...

Los predicadores tenían, pues, que habérselas con un hombre que era

el pasmo del mundo: adorable ingenio, en expresión cervantina; gigante

impar, cuya excelsitud se había hecho ya proverbio, como nos dice Que-

vedo. Por eso, nota el P. Olmedo, los predicadores de las honras de Lope

rompieron con la costumbre de glosar el texto de la Escritura que servía

de tema al discurso, aludiendo sólo al final, de pasada, a la vida y virtu-

(i) Quijote, t. ÍV, 31.

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374 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

des del muerto. Se trataba de Lope de Vega, y aquellos Padres sintieron

la necesidad de dar rienda suelta a las efusiones de su corazón en la muer­

te del genio.

Y así, Fray Francisco de Peralta, autor de la mejor oración fúnebre lo­

pesca, lo primero que hace en cuanto sube al pulpito es advertir que nadie

debe maravillarse de que desde aquel sagrado lugar se alabe a un gran

poeta. «^ Quién —dijo— se maravilla de que deben ser alabados por ora­

dores eclesiásticos los varones insignes y grandes en la profesión de sus

artes, puesto que la alabanza desa eminencia le halla a Dios tan cerca

como distribuidor universal destas perfecciones? Omne datum optimum et

omne donum perfeélum est descendens a Patre luminum, dijo el apóstol

Santiago..., y, consiguientemente, alabados eilos maravillosos efectos, que­

da engrandecida la causa universal de donde proceden. Por todo se debe

hacimiento de gracias, aunque sea solamente dentro del orden natural;

cuanto más cuando éfte, siendo eminente, no estuvo desacompañado y

desnudo de acciones virtuosas y ejemplares, como se verá adelante». Prueba

a continuación que Lope es uno de los hombres más gloriosos del mundo.

«Buen argumento es desta verdad los deseos que sus noticias solicitaron en

distantes regiones y remotos climas de conocer a un hombre cuya fama se

hahia extendido con presuroso vuelo for la redondez del orbe... ¿Cuán­

tos han entrado en esta corte con ansias de conocer a este Fénix español,

que, por serlo, no le hallaron igual en sus países, ni aun apenas semejanzas

que pudiesen entretener lo impetuoso de sus deseos? Entre los suyos mismos

no descaeció jamás la novedad de verle con lo familiar y común de tra­

tarle... Tan nuevo era Lope de Vega cada día en esta corte, perpetua mo­

rada suya, que, para admirarle, siempre vivió ausente della, y eran tan

ruidosos sus pasos y tan estruendosa su aclamación, que en cualquier calle

que pisaba, como si llevara clarines que plausiblemente avisaran de su

venida (mas, ¿qué trompetas como las de su fama aún no ajada entre los

suyos?), así arrebataba a todos la atención y suspendía la vista; y

haíta perdelle della, nadie le apartaba los ojos...

«¿Quién vio su mismo nombre hecho regla y arancel de todo lo perfec­

to y consumado? Proverbio hizo el lenguaje castellano del nombre de

Lope para encarecimiento de lo mejor. La tela más rica y vistosa, para ven­

derla por tal, de Lope la llama el mercader; la más bien acabada pintura,

no de Apeles, de Lope la llama el pintor; no es ya Orfco el encarecimiento

del músico en lo más dulce de la melodía: con el nombre de Lope ensal­

za los acentos de sus armónicas consonancias. Todo lo bueno, al fin, con

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ACTIVIDAD INTELECTUAL 375

el nombre de Lope se califica por taJ, entrándose por las jurisdicciones de

las demás artes, tan admitido dellas para su calificación, que, siendo la

profesión ajena, no le ponen pleito de tirano, antes, como a dueño natural,

le reciben con agrado (tales son los intereses que adquieren sólo con la som­

bra de su nombre), y no negando la propia profesión, apetecen el nombre

del que es famoso en la ajena. Y no negando su nombre a sus propias per­

fecciones, no es Lope como Terencio, no es de Horacio su poesía, no son

sus versos de Homero; de Lope son los versos de Lof)e, para que quede

enteramente encarecido: que no es mucho que sea encarecimiento de sí

mismo el que es hipérbole de los demás.

))Y si opusiese la envidia que el ejercicio métrico no es prenda de varo­

nes grandes ni ocupación seriosa, y así, por más que se le divinice la mate­

ria y se encarezca el estilo, queda siempre en corta estimación el empleo:

a esto respondo, en honor del difunto en gracia de su arte y por resguardo

del crédito de los vivos que la profesan, que el arte de la poesía tiene gana­

da ejecutoria en mucha antigüedad de siglos.»

Sobre la claridad y la facilidad de Lope, dice el orador: «Cuanto me­

jor acertó nuestro Lope en su eétilo dando lugar a que lo claro abriese el

paso por donde caminase la alabanza para llegar presto a lo sentencioso...

¡Oh, cuántos ingenios malogran sus escritos, y, siendo los conceptos deli­

cados y las sentencias ponderosas, por afectar oscuridad, desperdician la eru­

dición, a cuya pluma se puede decir con lástima: O manus, quam redle

scrifsisses, si sicut esfrimis sententiam esfrimeres daritatem! Con tanta

facilidad los escribía (los versos) como si naturalmente los hablara, corrien­

do o volando tan ligera la pluma del escritor que parecía competir con la

presteza del concepto y con lo apresurado del pensamiento, si no es que

digamos que es la pluma del que escribe ejemplar de la presteza del que

habla... Preguntarás: ¡¡cómo Lope escribió tan copiosa y abundantemente,

siendo en él tan corta la distancia de las ideas del pensamiento haáta las

ejecuciones de su pluma? Doy te por respuesta la que dio Jacob a su pa­

dre: Voluntas dei fuit; son dádivas del cielo, que las reparte como quie­

re. Y no es la mayor maravilla la abundancia de sus obras, sino la per­

fección dellas: que suele la priesa en lo artificioso olvidar reglas del arte,

y, por seguir el alcance a lo último de lo que se obra, desatiende mu­

chas veces a lo pulido y aliñoso».

Todavía pondera Fray Francisco la grandeza de Lope en perdonar a

sus enemigos: «¿Fué acaso vulgar virtud para un tan celebrado poeta el

no querer desquitar los agravios que recibió de ajenas plumas? Silencio

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376 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

generoso, tanto más estimable cuanto más fácilmente le pudiera y supiera

romper vengativa voz y copiosa pluma. ¿Cuándo se quejó, ni lo plebeyo

ru lo grande, de su poesía murmuradora rri de sus versos satíricos? ¿A

quién obligaron o a desamparar el domicilio, o a retirarse a lo escondido,

o a darse a la publicidad con empacho? Ajustadamente se le acomodan los

versos que Nacianceno el teólogo, poeta también grande, dijo de sí mismo

(que es advertido celebrar con ellos al que por ellos fué tan celebrado):

Vipéreo nullum ego mordax dente fetivi, Nullius in solium insilui, tellurc nec ullum Eieci patria, fraus ñeque culta mihi.

Supo tolerar agravios y perdonar injurias, tan fácil en remitirlas, como

pudiera en versificar; virtud en él tan aplaudida de todos los que le trata­

ron que le pudiera hacer smgular y peregrino, cuando no tuviera otro ca­

rácter y señal de raro y prodigioso. Tan mesurado en las ocasiones en que

la irascible suele en los hombres más modestos atropellar la cordura, que le

sucedió tal vez desempeñarse de un desafío tan airosa y tan festivamente,

que, sin dejar quejoso al duelo, no entrando en él, dejó admirado y ven­

cido al que le provocaba. Fué el caso que un hombre iracundo y mal ad­

vertido desafió a Lope, hallándose en estado que ya los hábitos eclesiás­

ticos le excusaban la respuesta. Instó el que desafiaba, y empuñando la

espada, enojado más con su silencio, le dijo: —((Ea, salgamos fuera.

—Vamos —dijo Lope poniéndose con mucho espacio el manteo—, va­

mos, yo al altar a decir misa, y vuestra merced a ayudarme a ella.»

En parecidos términos se desenvuelven las otras dos oraciones sagra­

das: la de Fray Ignacio de Vitoria y la del Dr. Quintana, íntimo de

Lope. Nadie como él, dice Menéndez Pelayo, supo tanto de España por

instinto y por amor. Y fué el pueblo español, clamoroso, unánime, quien

cubrió de flores su tumba por boca de unos frailes.

FIGURAS_:^_HECHOS

JOSÉ CORTS, CATEDRÁTICO

Unos ejercicios de oposición tan brillantes de forma como profundos de

contenido, han llevado a la cátedra de Filosofía del Derecho de la Uni­

versidad de Granada a un hombre joven, a un muchacho bien conocido

del lector: a ojsé Corts Grau, colaborador y conferencista de ACCIÓN Es-

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ACTIVIDAD INTELECTUAL 377

PAÑOLA. La Revista há publicado algún trabajo suyo; en Acción Española

dio, meses atrás, una conferencia sobre (cBalmes, contrarrevolucionario»;

ha sido, en fin, en nuestra biblioteca donde apareció su Ideario político de

Balmes, la síntesis más perfecta con que hoy se cuenta para estudiar este

aspecto del pensamiento balmesiano.

Corts, que es valenciano, de Fortaleny, pasó del Colegio de Francisca­

nos de Onteniente, donde estudió el bachillerato, al Colegio Mayor del

Beato Juan de Ribera, de Burjasot, y allí hizo la licenciatura y luego el

doctorado de Derecho con premios extraordinarios. Peregrinó, después,

por Franciay Alemania: estudios con G. Renard en Nancy, con }. Dé­

los en Lille, con Martín Heidegger en Friburgo. Si por una parte perfec­

cionó Corts en eños viajes la especialización en la disciplina que ya en­

seña, por otra redondeó también, al completar su formación lingüística,

su preparación de humanifta. No entremos ahora en definiciones ni dis­

tingos. Corts es un exquisito humanifta, y ya nos entendemos: un hom­

bre que hace sinónimos Forma y Alma. Es en uno de sus más bellos

trabajos de investigación filosófico-jurídica —El sentido óntico y teoló­

gico del Derecho en la Escolástica—, donde Corts ha escrito estas pala­

bras que retratan su espíritu mejor que cualquier minucioso estudio que

pudiéramos dedicarle:

«.Luego de aquel apólogo donde, en el Protágoras, cuenta Platón cómo

fué dada y repartida la Justicia a los hombres, formula un pensamiento

en el que viene a cifrarse el espíritu clásico: Toda la vida del hombre

—dice— tiene necesidad de número y de armonía. Para el clásico todo lo

exiñente posee su ley conñitutiva, cumple su canon. Esa columna es un

árbol, pero es también un estilo, un orden. Ideas platónicas, arquetipos.

Balanza de la Justicia, limpidez desnuda de la Verdad, ojos de Minerva.

Conversión de las entidades naturales en conceptos socráticos, conversión

del paisaje en Acrópolis, edificar en el paisaje interior del espíritu, mudar

el azar en Destino, con mayúscula, ese es el clasicismo griego. ...El nú­

mero pitagórico y la armonía platónica confluyert en la Etica de Aristó­

teles, y al cristianizarse, aquellos principios se animan como se animarían

los mármoles clásicos: sintiendo en su sophrosyne la tensión de la idea

y la herida siempre abierta del infinito.)>

Aquí se vislumbra, en efecto, la personalidad del joven maestro. El co­

nocedor de nuestros clásicos, a quienes debe buena parte de su forma­

ción científica. El que ha ahondado en los problemas de las filosofía jurí­

dica. Y también el artista. El que redacta en latín elegante y puro. El

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378 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

que en artículos y estudios, ya sean periodísticos o de especulación, busca y

encuentra el estilo. El estilo: fuente de controversia, clarín de guerra,

piedra de escándalo. ¡Que mal una filosofía que no lo sea, porque todo se

disuelva en estilo! ¡Qué mal una filosofía que lo sea, pero que esté re­

ñida con él! ¡Qué bien una filosofía bañada en el oro solar de un

gran estilo!

Corts ha puesto al frente del estudio Georges Renard y su doctrina

de la institución estas palabras de Stammler: «£/ juriña que no es más

que juriña es bien trine cosa». Podrían ser el lema de Corts, gran juris­

ta y artista.

EL P. NOGUEU, S. J- • • •

La vida del P. Narciso Noguer acaba de extinguirse dulce y callada­

mente, como se extingue, según el clásico, la vida del varón justo y teme­

roso de Dios que practica la virtud y se adorna con la sabiduría silenciosa

yihumilde.

Había nacido en Barcelona el año 1858, y cuando iba a licenciarse en

Derecho y Filosofía, interrumpió sus estudios para ingresar en la Compa­

ñía de Jesús. Ordenado en 1890, fué a Roma y después a Austria y

Holanda.

Poseía cuantioso caudal de lenguas clásicas y modernas. En realidad,

su talento minucioso y paciente hubiera brillado, más que en nada, en

los estudios de la Escritura. Al fundarse Razón y Fe, en 1900, el P. No­

guer pasó a la Redacción de la Revista, y en ella puede decirse que ha

dejado su obra entera.

Consagrado ya a la sociología publicó en Razón y Fe estudios que

luego reunía en libros: «El modernismo y la acción social», «Los sin­

dicatos profesionales de obreros», «La acción católica», etc.

Las características de los trabajos del P. Noguer son la solidez, la

probidad intelectual, nacida de un espíritu exigentísimo consigo mismo,

y la seguridad del dictamen. Era un religioso de cuerpo entero, entrega­

do por completo a Dios. Por eso, el aislamiento y la intensa vida espiritual

en que vivió siempre, trascienden a sus escritos, comunicándoles apacibi-

lidad y sosiego, y dotando a su juicio de una alta tranquilidad inaltera­

ble. Escuchaba desde su celda el fragor de las disputas, y permanecía

seteno e incorruptible.

Puso razón sola en cucftiones debatidas al dictado de la pasión, y nos

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ACTIVIDAD INTELECTUAL

hizo recordar, en medio de un mar agitado por todas las acritudes y as­

perezas, la imagen viva del Pacificador de las aguas. Sus trabajos son ma­

cizos y densísimos. Abruma, a veces, su paciencia técnica de exégeta, que

no perdona esfuerzo para verificar y contrastar textos, para apurar sus sig­

nificados, para examinarlos, como cuerpos físicos, a una y otra luz, hasta

colmar la puntualidad y exactitud del sentido. Pero esta minuciosidad acaso

abrumadora se le perdona pronto si se piensa que siempre redunda en pro­

vecho de la verdad. Los pasajes dudosos salían de sus manos ya que no

con el esplendor del arte verbal, al menos con la limpieza, con el brillo,

con el buen olor sano y santo de la más noble y aventajada artesanía.

Léase, por ejemplo, ese libro de título algo tosco y sin desbaste: CueS'

tiones candentes sobre la Propiedad y el Socialismo. ¡Cuántas discusiones

estériles evitaría! ¡Qué seguridad al fijar la doctrina social del catolicis­

mo ! ¡ Qué exactamente estudiados tantos problemas políticos que son an­

tes problemas de Teología y de Moral! En este trabajo, quizá el más

sólido que se haya escrito en castellano, podían aprender mucho, lo mismo

los que por ligereza borran los contomos de la cristiana desigualdad social,

que los que olvidan, en su abundancia, la hermandad que nos vincula en

un cuerpo superior, no por místico menos real, y vivo, y suficiente. Alií está,

en sus comentarios a las Encíclicas sociales, el punto juAo donde puede

inspirarse una política cristiana: llamamiento al deber sin fáciles y hala­

gadoras generalizaciones, de las que se abusa, con mejor intención que

rigor crítico, hasta en el mismo pulpito.

Tal es la gloria del humilde jesuíta.

FIN DE CURSO

Para celebrar la brillantez y el éxito de los cursos seguidos en Acción

Española sobre los Maestros del pensamiento contrarrevolucionario y la

figura de Lope de Vega, se reunieron, en comida llena de calurosa intimi­

dad, cerca de un centenar de entre los hombres de letras que se afanan por

la restauración del pensamiento hispano.

No vamos a resumir en estas breves líneas las charlas con que, por

vía de sobremesa, esmaltaron bellamente esta fiesta de fin de curso Don

Eugenio Vegas, D. Pedro Sáinz Rodnguez, D. Antonio Goicoechea, Don

Ramiro de Maetzu y el insigne inventor del autogiro D. Juan de la

Cierva. Baste saber que se expresaron en todas ellas, además de multitud de

proyectos y sugestiones sobre la actividad de Acción Española, unánimes

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380 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

adhesiones a las doctrinas que sustenta, felicitaciones fervorosas por los

éxitos conseguidos y los más vivos deseos de ver realizados los ideales que

aquélla profesa.

P E N S A M I E N T O S DE H O N O R Y DE PotlTicA

Hace unas semanas entraba en la Academia francesa el mariscal Fran-

chet d'Espérey, elegido para ocupar la vacante de Lyautey. Abel Bon-

nard hizo el elogio del nuevo académico, «que tuvo la gloria de reconquis­

tar Reims, cuya catedral —dijo—, tan sublime en el arte como augusta

en la historia, parece llegarnos del pasado con santos y reyes por pasa­

jeros y ángeles por tripulantes». A través de las referencias continuas que

en uno y otro discurso se hacen a la personalidad de Lyautey, han dejado

sus autores unos bellos pensamientos de honor y de política, o de polí­

tica de honor. Jerarquía y disciplina, fidelidad, sentido de la autoridad,

nobleza, amor al hombre y al confín nativo; todo esto se respira en las

páginas del mariscal y del escritor. Es grato ver a las armas y a las le­

tras unidas en la defensa de aquella idea sin la cual no es posible mantener

una civilización verdadera. Porque lo que palpita en los dos discursos es

esto/ todo lo que fué alguna vez noble y magnífico, puede y debe vol­

ver a serlo.

De F. d'Espérey.—L El último de sus abuelos maternos (se refiere a

Lyautey), Grimoult de Villemotte, descendiente de veinte generaciones de

caballeros normandos recientemente establecidas en Lorena —gentiles ca­

balleros que, durante siglos, sirvieron al Rey espada en mano— abando­

nó el Ejército después de las postreras jomadas de julio. Murió antes de

nacer el futuro mariscal, pero dejó una viuda nacida de la más linajuda

nobleza militar lorenesa, y cuya influencia sobre su nieto se hizo sentir

profundamente. Hermosa, viva, espiritual, tierna, enamorada de su país

y de sus duques, exaltó en este niño, precozmente sensible, los gustos he­

redados con la sangre de los viejos señores de Crevic: gusto de la elegan­

cia y de la representación, curiosidad por las cosas bellas, conciencia de

su rango, amor a los humildes y pequeños...

Mas si la solidez y el amor al trabajo son las características de la m-

fluencia paterna, y si la sangre materna aportó, sobre todo, elegancia y

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ACTIVIDAD INTELECTUAL 381

sentimiento de lo bello, ambas líneas se unifican en una misma devoción

al país, en idéntica fidelidad a la tradición nacional, que no separan del.

Rey. Buscando un día las raíces atávicas de su ser, el mariscal Lyautey

comprobaba, con orgullo, que, desde el siglo XII, sus antepasados norman­

dos habían tomado partido por el Rey de Francia contra el inglés; y,

confundiendo en un mismo elogio a los Lyautey, que permanecieron leales

realistas sirviendo a dos imperios, y a los Villemottes, rebeldes a los usur-,

padores, repetía gustoso la frase de su abuela: «Niños, yo doy gracias a

Dios porque a pesar de ser tan distintos no hay entre vosotros un solo,

republicano».

II. Entonces busca fuera del Ejército donde volcar su entusiasmo, y

Albert de Mun, famoso coracero, gran orador «lo recolectó —ha dicho

él mismo— como un fruto maduro» y lo lanzó a la acción social. Con él

y con el capitán La Tour du Pin, Lyautey se apasionó por el «Orden so­

cial cristiano», en cuya restauración ve su inteligencia, católica y legiti-

mista, la salvación de Francia.

III. La justicia es vana sin la fuerza, y en ésta reside, aun hoy, el

único apoyo de la civilización y del progreso. Lyautey ha impueálo pri­

mero su autoridad, y los beneficios se han hecho sentir en seguida.

IV. «Muchachos, decía un día el embajador Constans a unns jóvenes

diplomáticos, las democracias no son gloriosas». La acogida que el go­

bierno de entonces tenía reservada al viejo jefe no es para invalidar eáte se­

vero juicio. Es cruel recordar que los únicos honores rendidos al creador

de Marruecos fueron bajo pabellón inglés.

V. Volvió a su provincia natal, y a la sombra de la colina inspirada,

no lejos de la casa de su infancia incendiada por el invasor, se refugió

en el pasado. No, ciertamente como su tío abuelo, que en i86o, encasti­

llado en su arrogancia, continuaba sin leer periódicos desde julio de 1830,

y colocaba los sellos cabeza abajo porque llevaban la efigie del usurpa­

dor. Si él medita los recuerdos de sus antepasados y hojea los archivos de

su provincia, y busca la compañía de los aldeanos y de los eruditos de

Nancy, es para rehacerse un alma lorena y volver a encontrar en el otoño

de su vida las razones de aquel «Orden social cristiano» que apasionó su

juventud.

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382 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

De A. Bonnard.—I. Al contrario de lo que podría hacer creer una

retórica mentirosa, el soldado no es el hombre por guien exiñe la guerra;

es el hombre por quien la paz puede exiñir; no es el adversario de la

actividad espiritual: es su defensor.

II. Se repite mucho hoy día la palabra ser/u, y sin duda es prove­

choso hacerlo si con ello se recuerda al hombre que no puede regenerar­

se sino consagrándose a algo más grande que él. Pero el inconveniente

de jugar con las grandes palabras es que se corre el peligro de desnatura­

lizar su esencia. Servir es un deber que se impone a todos, pero que se

define de diferente manera según la naturaleza y facultades de cada uno;

porque si para muchos servir es obedecer, para algunos es mandar.

losÉ-Luis VÁZQUEZ DODERO

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A c t u a l i d a d i n t e r n a c i o n a l

Lección de los que se dejan engafiar.

Lección inútil, casi seguramente, por lo tanto.

Acaba de celebrarse en Praga el Congreso católico checoeslovaco. El Su­

mo Pontífice ha querido prestar a su solemnidad el concurso de una delega­

ción. Y el Gobierno de la República ha puesto al cuadro la orla de unos

agasajos marginales al legado pontificio.

Esto colmará, sin duda, la medida de la satisfacción a los fofulistas de

todos los países: una concentración de millares de católicos; un Cardenal le­

gado presidiéndola, y este Bencs tan de la cascara amarga —digámoslo con

aire de refectorio, y con acento de «asociación de antiguos alumnos» o de re­

dacción de lerrouxistas de comunición diaria— cumplimentando al Cardenal

mientras derrama su mirada complacida sobre la grey, no son cosas que se

ven todos los días.

Ahora, que cuando se ven, conviene pararse un momento a considerar

el caso y a examinar sus ocultas razones.

Y no, evidentemente, por el gusto malsano de aguar el regocijo de los

amigos de monseñor Sramek, ni en un intento de apagar la chispa gozosa a

punto, quizá, de prender en muchos «corazones de Sramek» retorcidos ascé­

ticamente para acercarse a tantos Benes, de mayor o menor cuantía. Sino para

buscar en el fondo de las cosas la posibilidad, un poco desesperanzada, de

una enseñanza.

Podría extrañar la prolongada convivencia de este monseñor Sramek,

sacerdote católico y jefe del partido populista checo, con el señor Benes, ar­

bitro de los destinos de Checoeslovaquia y eje de su política a la que tras­

mite las impulsiones de ese motor sutil y misterioso que es la masonería. Tan-

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384 A C C I Ó N E S P A Ñ o I. A

ta mayor la sorpresa, cuando mejor se recuerda que el scííor Benes es el jefe

del partido nacionalsocialista checoeslovaco, más parecido que nada al radi-

calsocialismo francés, cargado de una fuerte dosis de sustancia anticlerical que

—como es bien sabido— no es, en fin de cuentas, otra cosa que anticato-

licismo.

Cierto que el partido populista checo ha sabido resignarse con las exigen­

cias de su posición minoritaria; y así en política interior como en política ex­

terior —ahí la alianza con la Rusia comunista, por ejemplo— ha aceptado

las direcciones impuestas por el señor Benes, que cuenta con una fuerza in­

finitamente menor para respaldarlo.

Y, sin embargo, los católicos en Checoeslovaquia forman las tres cuar­

tas partes de la población. Quiere decirse que en un régimen democrático

como el que padecen —aunque algunos puedan decir que lo gozan— en

Checoeslovaquia los católicos unidos pudieran hacer pesar su voluntad.

Claro que en circunstancias ordinarias no sería ésta una prespectiva dema­

siado gozosa para el señor Benes. Probablemente hasta ahora, no habría

visto con excesiva pena que unos se agrupasen alrededor de monseñor Sra-

mek en el partido populista checo, otros siguiesen a monseñor Hlinka, en

las filas populistas eslavas, otros se juntasen en el partido cristiano-social ale­

mán y aún otros se llamasen cristianosociales magyares.

Pero ha ocurrido ahora que las elecciones de mayo han restado fuerza a

estos grupos católicos —singularmente al alemán— para dar el triunfo al Heit-,

matfront, de Henlein, que es hoy el más poderoso de la República; y

urgía el hallazgo de un aglutinante que prestara cohesión a los dispares

grupos étnicos que los desatinados diplomáticos de Versalles introdujeron

a modo de cuña entre Alemania, de un lado, y Austria y Hungría, del otro.

Y el único ingrediente espiritual común era el catolicismo.

Este Congreso no tenía seguramente en el ánimo de sus organizadores

ningún propósito político; pero al señor Benes no se le ocultaba que los

lazos que en él se anudasen podrían ser de utilidad para sus fines. Y así,

esos lazos en sus manos, acaso eran trampa para incautos; la religión era

instrumento de una política. Frente a una posibilidad antirromana de la Ale­

mania de Hitler, Benes vuelve la vista a Roma, concluye el modus vivendi,

presta calor ai Congreso católico, agasaja al legado pontificio. Si de todo

ello acaba por obtener el refuerzo del bloque gubernamental con los ca­

tólicos eslovacos de monseñor Hlinka, no podrá pedir nada mejor para de­

fenderse del empuje nazi, que se ha revelado excesivamente peligroso.

Que los Benes de todos los climas saben elegir siempre el menor entre

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ACTUALIDAD INTERNACIONAL 385

dos peligros. Hay un tipo de política — por abreviar, y no sin exactitud, po­dríamos llamarla «política de logia»— que se caracteriza por un sentido del oportunismo que hasta ahora han tratado en vano de imitar los partidos populistas.

Registremos, para poner punto a esta nota, dos hechos significativos. Su Santidad —es uno— designó como legado para el Congreso al Carde­nal Verdier. Es un detalle que conviene poner en su lugar, junto al con­dado pontificio de que se hizo merced al señor Laval, y de la entrada del señor Lebrún en la Orden del Cristo, por gracia de Su Santidad; porque todos ellos son eslabones de una cadena política, que es bueno tener a la vista.

El otro, que pocos días después del Congreso, el mismo Gobierno che­coeslovaco y el presidente de la República se hadan representar oficial-men por el señor Benes en el aniversario de Juan Huss.

Tristeza y fracaso de un alcalde. Por la Bastilla a Moscú La gran penitencia.—Aquel hombre...

El Comité ejecutivo del partido radical celebró a primeros de julio su anunciada reunión.

Su presidente actual había dicho antes: «Estoy harto de cuanto ocurre en el seno del partido. No soy hombre de derechas; pero no puedo con­sentir que se desnaturalice nuestra fisonomía hasta el punto de mezclarla y confundirla con la extrema izquierda. No es nuestra tradición. En la reunión que el Comité ejecutivo celebrará el miércoles, habrá que escoger. Y, desde luego, en el caso de que el partido adopte la táctica extremista, presentaré mi dimisión con carácter irrevocable.»

Y ello parecía grave frente a la actitud de algunos otros jefecillos más o menos caracterizados, y aún mirado con los ojos de no pocos de los que forman el estado llano del partido.

Ha de decirse, porque lo pide la verdad, que aquéllos ajustaban su con­ducta a la lógica harto mejor que Herriot; porque, en definitiva, el Frente común, contra el que al parecer iban las censuras del alcalde de Lyon, no era sino el hijo legítimo del Cartel, que si no creación de Herriot, encontró en él siempre el más firme apoyo.

Acaso fué un gesto de consideración a él en el terreno personal, la apro­bación de su propuesta que soslayaba las divergencias planteadas sobre la

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386 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

oportunidad de que el partido asistiera al desfile del 14 de julio, organizado

por el frente marxista. Con aiíadir que el texto fué aceptado por unani­

midad, queda dicho que se trataba de una vaga declaración de fidelidad a

los principios del partido. Pero, con todo, Herriot ya se cuidaba de anunciar

en una frase del documento que, en cuanto termine su mandato presiden­

cial, esto es, en octubre próximo, renunciará a la reelección y volverá a

ser un soldado de filas.

Y habría que atribuir esto, sin duda, a que, a pesar de todo, Herriot

no podía hacerse el sordo al rumor que subía de las entrañas turbias de la

reunión.

El deseo de sumarse a los comunistas a la sombra de la bandera roja

era patente; y así, de un modo tácito, se acordaba que el partido se sumase

a la manifestación del 14 de julio.

Herriot dejará en octubre la presidencia del Comité; y acaso deje tam­

bién el partido con este señor Pfeiffer que era su vicepresidente y antes

había sido secretario general de la organización.

Pero a nadie más que a sí mismo tendrá que culpar el alcalde de Lyon.

Había obtenido el Gobierno de los Cruces de Fuego que trasladasen al

día 14 el homenaje que el 7 debían rendir al Soldado desconocido. De este

modo pretendía declarar el Gobierno su neutralidad; era como si quisiera

decir: ni con unos ni con otros; ni con el Frente común, ni con el Frente

nacional. Y con el propósito de dar esa sensación el Ministerio del Interior

odoptó medidas rigurosas para que las fuerzas de cualquiera de los dos

bandos no invadiesen el itinerario reservado al otro. La manifestación del

Frente común se organizó en la plaza de la Bastilla para disolverse en

el Bosque de Vincennes. Los Cruces de Fuego se formaron en los Campos

Elíseos y se dislocaron en el Bosque de Bolonia.

Y no pasó nada. Ni las izquierdas se extralimitaron, a pesar del disgus­

to que les causó que el Gobierno quisiera dar la sensación de no estarles

rendido enteramente; ni las fuerzas nacionales hicieron otra cosa que des­

filar con orden.

La verdad es que no resulta fácil construirse una explicación de por qué

el señor Laval autorizó la famosa manifestación del Frente común. Cuan­

do trac entre manos el empeño de devolver la confianza a la economía

francesa, no parece lo más discreto consentir que los patrocinadores del

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ACTUALIDAD INTKRNACIONAt 387

desorden realicen una exhibición de las fuerzas con que cuentan para

apoderarse del Poder, y con el Poder, de los bancos, de las empresas y de

las fortunas; porque el espectáculo no es como para infundir ánimo a leí

desmayados productores franceses.

Acaso —valdrá más creerlo así— no fué otra la razón, sino que cuando

se planteó por primera vez el problema estaba aún abierto el Parlamento,

y una negativa le hubiera valido el ataque de Daladier.

Pero la razón verdadera y honda es, probablemente, la que apuntaba un

diario de París: «¿Por qué la consiente el Gobierno? —se preguntaba—. N o

hay más que una razón. Es tan incapaz de impedirla como lo era Herriot

de pronunciarse contra el deseo del señor Daladier de arrastrar al partido

radical tras la bandera roja. Un conjunto de fuerzas, ocultas las unas, de­

masiado evidentes las otras, y que tocan a la misma esencia dd régimen,

impiden toda acción a estos hombres que temen al orden casi tanto como

al desorden, y que quisieran mantener a la sociedad entre uno y otro, en

un estado intermedio; son los hombres que temen a los excesos de la re­

volución, pero que guardan amorosamente sus principios».

Las calles de París profusamente cubiertas de grandes rótulos —«¡Viva

el Rey!» «¡Viva Francia!» de mano de los camelots— presenciaron las tres

paradas; la miliur de la mañana, y las dos civiles, cargadas de hostilidad,

de la tarde.

Componían la del Frente común las fuerzas aparentemente heterogé­

neas de la defensa laica, los capítulos masónicos, las juventudes radicales,

los comités antifascistas, los desnudistas, y, probablemente, no pocos espe­

rantistas, vegetarianos y espiritistas, unidos todos en un grito común que

reclamaba el Poder para un hombre.

¡Para Daladier! Daladier, el hombre del 6 de febrero; vale decir el de

la impunidad para la banda de Stavisky.

Todo esto es la evidencia misma. Los fervores revolucionarios se ponen

al servicio de una preocupación: asegurar la impunidad a los Péret, Vidal,

Dalimier, Renoult, Falcoz, Raynaldy... Y procurar de paso el beneficio de

los especuladores audaces; porque la mano rapaz de estas gentes —y aquí,

lo mismo que el nombre de Patenotre, pudieran registrarse muchos— no

anda lejos.

Al pie de la Bastilla, se han juntado otra vez —junto con algunos exal­

tados de extraviada buena fe— las gentes de aventura y de mala vida.

Ha venido a parar en esto lo que con razón se resistían los mejores

franceses a llamar su fiesta nacional.

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388 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

Hace ya veinticinco años que Jacques Bainville escribía:

«Se quiere hacer del 14 de julio una fiesta de la grandeza nacional.

Ello es tan sensato sobre poco más o menos como lo sería que un sujeto

celebrase el aniversario del día que se rompió una pierna, o del que con­

trajo unas fiebres infecciosas. Felicitaos por las razones que queráis de esta

jornada inicial del período revolucionario; pero no turbéis a la patria con

vuestro regocijo.

«Cuando escribo estos renglones —os lo aseguro— no me anima nin­

gún odio contra los vencedores de la Bastilla. He aprendido por mi cuen­

ta a pensar —según el criterio expuesto por Renán— que la Revolución fue

un mal para mi país. No juzgo aquí a la Revolución sino por sus resultados,

que han sido desastrosos para Francia. Torrentes de sangre vertida, más de

veinte años de guerra, tres invasiones, el territorio desmembrado, destrucción

de un estado de cosas europeo laboriosamente construido en provecho nues­

tro, nacimiento de potentes monarquías hostiles, necesidad del aplastante ré­

gimen de la paz armada... Todo esto es, desde el punto de vista nacional, lo

que nos trajo el 14 de julio de 1789. ¡Hermoso balance! Y, sin embargo, se

ha hecho de él ocasión para poner colgaduras en los balcones y gallarde­

tes en las calles. Pero la verdad es que si estos sucesos hubieran tenido

por teatro el imperio de Asiria o el reino del Ponto, en vez de Francia, na­

die los juzgaría de otra manera, y el historiador diría que por una aberra­

ción prodigiosa, el gobierno de estos pueblos había transformado en un

día de regocijo, el más nefasto de los días, y hacía bailar y beber para con­

memorar un suceso de que habían venido, tanto para el Estado como para

los particulares, una terrible cantidad de calamidades y de daños.»

Esta gran penitencia de Francia no es ni una romería, ni una peregri­

nación. Aunque acaso llegue a tener algo de ayuno.

Tras un largo y accidentado Consejo de Ministros, se acuerda, al fin, el

plan de economías. Economías que se cifran en 10.939 millones. El

total se descompone así: Presupuestos generales, 7.063 millones; Caja au­

tónoma, 1.951 millones; Haciendas departamentales y locales, 1.385 millo­

nes; ferrocarriles, 1.066 millones; además, otras economías relativas a los

transportes, votadas últimamente por las Cámaras, 1.250 millones.

El jefe d d Gobierno habló a los franceses para decirles: «Si el Gobier-

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ACTUALIDAD INTBRNACIONAL 389

no se hubiese evadido de sus deberes, Francia iría a la bancarrota. Los de-

fensores de la devaluación olvidan que Francia ha desvalorizado ya su mo­

neda en sus cuatro quintas partes. Los protagonistas de la devaluación quie­

ren emitir, en el fondo, moneda falsa. Hemos escogido otro camino.

«Pedimos a todos los franceses grandes sacrificios, mediante los cuales

vamos a realizar e! equilibrio del presupuesto. Sólo el número de los de­

cretos demuestra que el Gobierno está firmemente decidido a proseguir el

saneamiento económico completo. El resultado de estas medidas demostra­

rá si el Gobierno ha hecho bien. La tranquilidad y la sangre fría de la

población le harán fácil al Gobierno la misión que se ha impuesto:

estabilidad de la moneda francesa, seguridad de la Hacienda pública y

salvamento de la paz interior. Todo esto dará al Jefe del Gobierno la auto­

ridad necesaria para hablar en nombre de Francia en el terreno interna­

cional. En el porvenir, el presidente del Consejo tendrá plena libertad de

acción.»

Y claro es que como se les hablaba de deberes —los hombres apenas

saben ya oir más que de derechos— les sonaba aquello a penitencia.

No es cosa de reproducir aquí los Decretos que la regulan; pero no

sobrará traer la nota oficiosa en que se anunciaron:

«El Gobierno —decía— ha adopudo 29 Decretos-leyes, de los cuales,

los veinte primeros realizan 7-063 millones de economía en el presupues­

to del Estado, 195 millones en el presupuesto de la Caja autónoma,

1.385 en el presupueíbo de las colectividades locales, 2.316 en los ferro­

carriles; es decir, en total 10.959.000.000, comprendiendo en ellos las

economías obtenidas por los recientes Decretos, ya publicados, relativos

a la coordinación de la carretera y d rail.

«Los Decretos de economías se refieren, además de a la investigación

de los abusos, acumulaciones, etc., aludidos en los precedentes comunir

cados del Consejo de Ministros, a la supresión o reducción de acumula­

ciones, indemnizaciones, asignaciones, subvenciones, etc.

»Por otra parte se prevé un descuento del 10 por 100 en todos los pa»

gos del E ^ d o , a las colectividades locales, colonias y países de protectora­

do, sociedades concesionarias de servicios públicos o subvencionadas.

«Eitos descuentos no se aplicarán a las indemnizaciones de paro y de

asilencia, ni a los pagos correspondientes a suminiítros ya en curso.

»Se limitarán al 3 por 100 para los sueldos inferiores a 8.000 francos,

y al 5 por 100 para los comprendidos entre 8.000 y 10.000. Disposiciones

análogas se adoptarán antes del 31 de julio en favor de los rentistas de

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390 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

sesenta y cinco años en adelante que juíttifiquen ingresos inferiores a

lo.ooo francos.

»A fin de asociar al sacrificio nacional al conjunto de los ciudadanos

que pueden equitativamente participar en él, diversos Decretos-leyes au­

mentan el impuesto general sobre la renta para los ingresos superiores a

80.000 francos, así como el impueilo sobre los valores mobiliarios, excep­

ción hecha de los títulos nominativos.

))Se ha previsto también un impueilo sobre los beneficios de las in-

duArias que trabajan para la defensa nacional.

«Otra serie de Decretos-leyes está destinada a compensar los sacrifi­

cios asi impucílos con una rebaja del coAc de la vida y con diversas medi­

das de carácter económico.

))Los textos prevén, singularmente, la rebaja de los precios de la elec-

ti'icidad por una nivelación general de las tarifas, rebaja del precio del

gas, en función de las reducciones de gaStos de las Compañías concesiona­

rias, rebaja de los precios del carbón industrial del 5 al 10 por 100 de los

precios oficiales del pasado invierno, y en las mismas condiciones de 25 a

30 francos por tonelada de los carbones domésticos, reba/a del precio de

los abonos potásicos de 5 por 100, rebaja de diez céntimos en el precio

del kilo de pan a partir del 18 de julio, rebaja del 10 por 100 de los

precios de alquiler de las casas de habitación o de uso profesional, con

rebaja de los empréstitos hipotecarios contratados por los propietarios a los

que afecte eSta medida.

«Elevación de los subsidios por cargas de familia a partir del tercer hijo.

»Por ultimo, y en otro orden de ideas, se dan facilidades para la mo­

vilización de los créditos bloqueados de nueStros exportadores.»

No es pequeño el esfuerzo realizado para concretar en la forma que

ahí se enuncia, someramente, el plan de economías.

Pero las izquierdas no se dieron por vencidas. Publicados los Decre­

tos comenzó la campaña: manifestaciones de funcionarios, primero;

conjura, luego, para derribar al Gobierno, anticipando reglamentariamente

la reapertura del Parlamento...

La maniobra ha fracasado ahora. Pero, ¿y luego?

• • •

Ha muerto Dreyfus. No traeríamos la noticia a estas páginas si no

fuera porque nos brinda la coyuntura de apreciar todo el poder de una

falsedad pueSla en circulación hábilmente y dosificada con largueza.

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ACTUALIDAD INTBRN\CIONAL 391

De todos los periódicos de Madrid, uno sólo dio con exactitud la no­

ticia biográfica. I os demás se dejaron ganar por la- falsa hiftoria.

Y es que no bafta tener la verdad. Sino que hay que arrollar a los

enemigos de la verdad, venciéndolos con sus mismas armas.

Contribuyamos ahora a restablecerla, reproduciendo la breve nota perio­

dística a que aludíamos:

«Alfredo Dreyfus, capitán de Artillería, fué condenado el 22 de di­

ciembre de 1894, por el Consejo de guerra de París, por haber entregado

a Alemania los documentos enumerados en el «Bordereau», carta de re­

misión de dichos documentos al agregado militar alemán Schwarzkoppen,

y que habían sido recogidos en su cesto de papeles por madame Bastían.

Eíta, doncella de la Embajada de Alemania, era un agente del Servicio de

Información francés.

»Efte Servicio hizo indagaciones sobre las personas que podían conocer

los documentos entregados a Alemania y previa una confrontación de le­

tra, se tuvo la seguridad de que el espía era Dreyfus.

«Enviado a la isla del Diablo, su familia y amigos se ocuparon de reha­

bilitarlo. Una campaiía formidable, pagada por el oro judío, tanto en el in­

terior como en el extranjero, fué hecha para agitar la opinión. Se intentó

endosar el crimen de Dreyfus a Esterhazy, oficial tarado y a sueldo de

los judíos, que había conseguido modelar su carácter de letra como la

del «Bordereau», imitando un facsímil pueálo a su disposición. Pero Es­

terhazy, por razón de las funciones que había desempeñado en el ejérci­

to, no había podido conocer los documentos entregados a Schwarzkoppen.

Llevado ante un Consejo de guerra, por denuncia de Marthieu Dreyfus,

hermano de Alfredo, fué absuclto. Sin embargo, el Tribunal de casación, en­

cargado del asunto, merced a la complicidad del Gobierno, casó la sen­

tencia de 1894 y envió a Dreyfus ante el Consejo de guerra de Rennes,

el cual pronunció una nueva sentencia condenatoria.

«Previamente había sobrevenido el suicidio del coronel Henry, convic­

to de haber falsificado una carta de Panizzardi contraria a Dreyfus, La

sentencia condenatoria era de 1894, y efta carta no se presentó hasta

1896, por lo cual nada pudo influir en la sentencia. Horas antes de suici­

darse el coronel Henry, escribió a su mujer: «Tú sabes en interés de quién

he obrado. Mi carta es una copia, y no tiene nada de falsa; no hace

más que confirmar los informes verbales que me habían dado algunas

horas antes». La detención y el suicidio del coronel Henry provocaron viva

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392 ACCIÓN E S P A Ñ O L A

emoción, pero la opinión pública se serenó pronto. Tres días de^ués dd suicidio, d 2 de septiembre de 1898, explicaba en Le Petit Joumd M. }u-det d acto dd corond Henry como d deseo de dar una prueba «fiducia­ria» de la culpabilidad de Dreyfus, ya que siendo secreto d sumario no podía hacerse público sin graves complicaciones internacionales. El 6 y d 7 de septiembre, en la Gazette de Trance, Charles Mautras señaló d patrio­tismo, d sentido de responsabilidad, la idea de salud nacional que anima­ban al corond, saludó «su noble memoria» y predijo que d sentimiento nacional resucitado le vengaría.

»G>ndenado nuevamente Dreyfus por sentencia dictada por cmco vo­tos contra dos, d Gobierno se apresuró a indultarle en decreto de 19 de septiembre de 1899, y Dreyfus retiró d recurso que había interpueíto.

»No obstante, d partido dreyfusista no se dio por satisfecho hasta con­seguir la sentencia dd Tribunal Supremo de 11 de julio de 1906, en que se dedaró la inocencia de Dreyfus, tergiversando, para conseguirla, d ar­tículo 445 dd Código de Instrucción Criminal.»

Entre la paz y la fuerra.

La guerra anda envudta ahora en vdos de diplomacia, antes de ded-dirse a romper d encanto de leyenda en d imperio dd Rey de reyes.

Ello no podrá ser antes de octubre; ni antes de que Mussolini haya puesto a orillas dd mar Rojo las fuerzas que crea precisas para iniciar la »-rea. Tarea, que no aventura, queremos decir de ella.

Tarea a la que empieza por consagrar sus propios hijos. Anda la moneda de la fortuna volviendo, a veces, la cara y a veces la

cruz a MusscJini por esas cancillerías de Dios. Un día — y con él empieza d mes— llega la oferta de Inglaterra:

a cambio de las concesiones económicas que d Negus puede hacer a Italia, Inglaterra cedería a Abisinia una salida al mar por la Somalia inglesa.

Pero Italia no desfrunce d ceño. La ofrta es un poco de burla; porque un puerto etíope al sur de Djibuti, sólo daños puede traer a Italia, y aun a Franda. No la invita tampoco al sosiego, ciertamente, la dedara-ción que hace por los mismos días d Negus: «aunque tengamos que so­metemos algún día a un protectorado, la potenda protectora no será Italia». Es un desdén que no puede encontrar fácilmente perdón.

¿Qué pudo incitar días después —d 11— a sir Samud Hoare, para ¿edarar legitimo d deseo italiano de expansión? £1 caso es que la nueva

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ACTUALIDAD INTERNACIONAL 393

actitud de Inglaterra encontró la mejor acogida en París y en Roma. Ha

parecido un momento que Inglaterra quisiera evitar a toda costa el es­

tallido guerrero en Abisinia, como si temiera que de allí fuera a levan­

tarse un avispero de balas coloniales para abrasarla a ella.

¿Qué pide Italia ya? Si Marinetti era voz del espíritu italiano en aquel

desconcierto gritador de las manifestaciones de Roma, Italia lo que pide

es nada más que eAo: ¡Abisinia!

Pero de Abisinia llega también una gran voz. Haüé Selasié —Fuerza

de la Trinidad—, el Rey de los reyes de Etiopía, ha dicho también pala­

bras muy fuertes: «ni concesiones territoriales, ni económicas; y si lle­

gan a romperse las hostilidades yo seré el primer soldado de mi ejército».

Sin embargo, el Negus, bien quisiera ahorrarse el trance: y dama a

Ginebra en demanda de protección.

Pero la Sociedad de las Naciones está viviendo su gran fracaso; que

no quiere decir tanto como que esté en trance de muerte. La Sociedad

de Naciones —escribió donosamente d'Ormesson— se ha convertido. en

una administración, y las administraciones no mueren.

Poco importa que ande en jirones el pacto Kellogg, que Alemania

se muestre esquiva a la Sociedad, que Japón prescinda de sus buenos

oficios para obrar a su talante o que Italia no le ahorre desdenes. Pero

hay algo — la nómina— que se mantiene, y sería necio dejarla monr.

Por eso, aun después dd fracaso dd Comité de arbitraje de Scheve-

ningen, aún se cierra d mes sobre la reunión dd Consejo de la Sociedad.

Reunión, también, estéril.

Empieza a inspirar serios temores la suerte de la candida paloma de

la paz.

• • •

Suenan un poco ctfmo prdudios guerreros e&as. notas que trae d aire

de cada mañana. Una viene a decimos que Norteamérica aumenu los

efectivos de su ejército y anuncia nuevas construcciones navales; otra nos

habla de los planes de maniobras militares en Italia; otra de los progre­

sos de la aviación alemana; otra de las revistas aérea y naval en It^jlaterra.

en las que d gozo jubilar tiene también—y quizá sobre todo— acentos

bélicos.

• • *

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39* A C C I Ó N HSP ASOLA

Mal año para la paz. En el trance no nos estará de más encerramos un poco con nueítei propia inquietud.

Y en eAa hora de meditación puede servir de guión a nueitros pensa­mientos aquel discurso que pronunció, acaba de hacer los veinte años, en la Zarzuela, D. Juan Vázquez de Mella. ¿Lo recordáis? Cualquier día tendremos que volver sobre él.

Al borde de un nuevo «Kulturkampf».

Una orden circular del general Goering ha derramado de nuevo todas

las preocupaciones sobre las relaciones espinosas del Gobierno nazi con los ca­

tólicos alemanes.

Dirigida a codas las autoridades administrativas y policíacas que de

él dependen, la circular es una violenta requisitoria contra el deto y contra

las organizaciones católicas, a los que acusa de realizar una acción política

ilícita al amparo de la religión.

Parecía natural que en el trance —si efectivamente había lugar— se

recurriera a la jerarquía eclesiástica, para atajar las demasías que se hu­

bieran advertido. Y da que pensar en la falta de fundamento de las im­

putaciones, el haber omitido esa gestión que parecía obligada, dando por

cierta su inutilidad.

Pero eibá lo más grave del caso, en el concepto que el general Goering

tiene, al parecer, de la misión y del carácter sacerdotales. Porque decir

que los ministros dd altar aen tanto que están al servicio del Estado,

tienen la obligación, como los demás servidores del Estado, de sostenerle

de un modo positivo», vale tanto como suponer que deben estar sometidos

a una jerarquía que, en ocasiones, puede estar en pugna con la jerarquía

edesiástica.

Eite supuefto baftaría para quitar todo valor a las palabras con que

el mismo Goering asegura que «d Estado nacionalsocialista garantiza

la intangibilidad de la Iglesia cristiana, y, por lo tanto, de la I^esia ca­

tólica»; o a las del Führer cuando afirma que son para él «las dos con­

fesiones cristianas las bases más firmes de la vida nacional».

Porque no es lo más grave que le puede ocurrir a la Iglesia que se le

persiga con violencias materiales; d incendio purifica y d martirio es ca­

mino de santidad. Pero la inducción a la apostasía mansa tiene una irmien-

s» capacidad de destrucción.

Si Goering llegara a conseguir la tolerancia — ya que no d elogio—

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ACTUALroAD IMTBKNACIONAL 395

para leyes, por ejemplo, como la de esterilización, que atacan directamen­te a la doctrina católica, el daño para la Iglesia sería incalculable.

Se advierte en el «totalitarismo» alemán una tendencia a la substitu­ción de toda creencia, todo dogma y toda tradición de carácter universal por creencias, dogmas y tradiciones exclusivamente germánicas. No diría­mos que fuese absolutamente injuAo al acusar a los sacerdotes y a las organizaciones católicas de «hacer política». Pero de fijo que la tendrían éftos entera en reprochar al nacionalsocialismo un propósito evidente de «hacer religión».

No hace mucho, con ocasión de la protesta formulada por el obispo de Münster contra las conferencias dd Dr. Hauer, «apóstol del germanis­mo», las autoridades dieron la razón a éste contra el obispo. Y ello no es un incidente, sino un síntoma más.

Un síntoma de que el nacionalsocialismo empuja al pueblo alemán hacia una reedición del Kulturkamff más grave, probablemente, que la primera.

JORGE V I G O N

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L a bPGVG dad de la vida en nuestra

poesía I ípica

Discurso leído por el Excmo. Sr. D. Ramiro de Maeztu, en el acto de su recepción en la Academia Espaftcla.

SEÑORES ACADÉMICOS;

LA vida de mi iluftre predecesor, D. Cipriano Muñoz y Manzano» Conde de la Vinaza, puede dividirse grosso modo, en dos períodos: el dedicado a la literatura y a las investigaciones hbtóricas y filo­

lógicas, que se extiende desde 1880, cuando D. Cipriano se doctora en Fi­losofía y Letras en la Universidad de Madrid, hasu el final del sigjo; y el consagrado al silencio afanoso de sus tarcas diplomáticas, que le ocu­paron, con breves interrupciones, las tres primeras décadas de la nueva centuria, hasta que el cambio en la nueva forma de gobierno le hace re­cogerse en el retito, a donde la muerte fué a buscarle.

La primera parte de su vida la dedica el Conde a la reivindicación de los valores de su región aragonesa o de su patria espafiola. Su primer li­bro tiene por tema «Goya; su tiempo, su vida, sus obras». La mayor par­te de los trabajos que lo integran se habían publicado en la «Revista Con­temporánea», en 1882. Se trata de una obra de extrema juventud, y, con todo, ya se hace en ella justicia al genio dramático de Goya, a la riqueza de su paleta, al vuelo de su fantasía, a su perspicacia de costumbrista y aun a la influencia que ejercieron en su arte la revolución francesa y los horrores de la guerra napoleónica, y aunque posteriormente se hayan es­crito libros más completos sobre Goya, pero nunca el que nos facilite el acceso a las honduras de su genio, ni siquiera el que muestre en d pm-

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LA BREVBDAD DE LA VIDA 3^7

tor de Fuendetodos al vasta que mejor expresa los cambios sufridos por el mundo, al pasar de las dulzuras del antiguo régimen a los espantos e incertidumbres de la revolución, la obra del Conde de la Vinaza ha de considerarse como uno de los primeros intentos españoles de justipreciar la figura de un artiila, que gozó en su larga vida la reputación de ser el mejor de su tiempo, pero a quien la escuela española, que admiraba algu­nos aspectos de su obra, tuvo que volver la espalda, por lo menos a sus mejores cuadros y grabados, porque la brusquedad y veracidad inexora­bles de las obras más grandes de Goya hubieran resultado incompatibles con las exigencias de la moda en el curso del siglo XIX, y acaso seguirían siéndolo ahora mismo. ,

El libro sobre Goya vio la estafflpr en 1887. Le siguieron en suce­sión rápida las ediciones de las obras inéditas de los Argensola, empe­zando por la de las sátiras y siguiendo años después por las tres tra­gedias de Lupercio y numerosas obras sueltas de los dos hermanos, gra­cias a las cuales podemos formamos idea más completa de los insignes ara­goneses, de su espíritu horaciano y de la gran dignidad de su prosa. Entre las dos ediciones que hizo de las obras desconocidas de los Argensola, publicó el estudio crítico de otro gran aragonés: el poeta Prudencio, el más inspirado de los vates cristianos de la antigüedad.

A estos ttabajos siguen las grandes labores eruditas del Conde: la «Bibliografía de las lenguas indígenas de América», premiado por la Bi­blioteca Nacional e impreso por el Eftado en 1892; la Memoria sobre los «Escritos de los españoles y portugueses referentes a las lenguas de Chi­na y el Japón, para el Congreso de orientaliítas de Lisboa, del mismo año; la «Biblioteca hiftórica de la filología castellana», premiada por voto unánime de la Real Academia Española y publicada a sus expensas, de 1893, y las «Adiciones al Diccionario de Bellas Artes de España, de Cea Bermúdez», cuatro tomos, publicados en 1894. Al año siguiente ingre­só en la Academia de la Lengua con un discurso sobre la poesía satírico-política en España, leído el 16 de junio, que fué contestado por D. Ale­jandro Pidal. Entre tanto, había sido dos veces diputado por Egea de los Caballeros, pero a partir de efta última fecha, en que fué nombrado Mi-niftro plenipotenciario en Bruselas el 15 de julio, empezó a reducirse la producción literaria del Conde, que ya no interrumpió su silencio sino para leer su dbcurso sobre «Los croniálas de Aragón», al ingresar en 1904 en la Academia de la Hiíboria, en sesión presidida por Don Alfon­so XIII, y para conmemorar el Centenario de la edición del «Quijote»

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3 ^ A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

en Lisboa, donde era Ministro plenipocenciarío, con un discurso sobré «Portugal y Cervantes», que fué le/do en la Real Academia de Ciencias en sesión presidida por el Rey Don Carlos.

Son cualidades de eátas obras el patriotismo, en primer término, regio­

nal y nacional, que le hacen buscar para tema de sus trabajos los gran­

des aragoneses, como Coya, los Argensola, Prudencio y los crónicas del

glorioso Reino, y fijarse certeramente en los trabajos de los misioneros en

el Oriente y en América, en las obras de arte y en el idioma castellano,

como las más altas expresiones del genio nacional; pero, también, la con­

ciencia, la escrupulosidad, la veracidad de su trabajo. N o quiere hablar

al aire. Es un amigo de los libros, que ha de documentarse pata cuan­

to dice. Su investigación podrá ser incompleta; toda invest^ación ha de

serlo, porque mientras la verdad es absoluta y se rige por la categoría

de ser o no ser, el conocimiento es relativo, gradual, y sólo se mide por

el más y el menos. Otra cualidad relevante en el Conde de la Viííaza es

la fidelidad con que refleja el espíritu de su tiempo. Durante los años

de la Restauración y la Regencia creyeron posible los españoles conciliar sin

dificultades el espíritu de tradición con el de progreso, y los hombres re­

presentativos eran al mismo tiempo patriotas, liberales y católicos. En

aquel optimismo les sorprendieron las guerras coloniales, y a partir de

1898 empezaron a separarse los caminos, hasta que los españoles nos en­

contramos divididos en dos campos, sin esperanza, por ahora, de que se

descubra el terreno neutral donde la convivencia sea menos penosa.

Es, por tanto, gran pena que la vida diplomática hiciera suspender las

ocupaciones literarias del Conde de la Vinaza. Con ello nos privó de los

frutos de su madurez espiritual, experiencia del mundo, y superior cultu­

ra. Pero creo que con ese silencio dio otra muestra de su talento y ca­

pacidades, porque los altos cargos diplomáticos son celosos de las activi­

dades de sus ocupantes y no toleran que se dediquen a otras aficiones.

Estoy por decir que son todavía más celosos los de naciones cuya polí­

tica internacional es menos intensa, porque allí donde los Embajadores

intervienen en la preparación de alianzas y de tratados importantes, las

gentes no reparan sino en la política que están realizando, pero aquellos

otros diplomáticos de países obligados a retraerse de los afanes de la

alta política y a dejar pasar el tiempo, a fin de que sus pueblos puedan

recobrar en la paz y en el redro las fuerzas necesarias para actuar como

sujetos en la historia, hacen que la atención, que debiera fijarse en Su po­

lítica, se concentre en sus recepciones, en sus dichos, en sus comidas, en

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I<A BREVEDAD DE X.A VIDA 399

sus descuidos protocolarios, en las mil naderías de la vida elegante y en sus códigos complicados, que son las redes en las que caen y vienen a ser presa los diplomáticos de países sin política, como no pongan los cinco sentidos en sortearlas y en vigilar los propios actos, y aun las propias pa­labras, para no hacer y decir sino lo necesario y para no dejar de hacerlo o de decido cuando fuere oportuno y hasta inevitable.

Que el sacrificio de sus amores literarios no fué inúdl lo demuestran los grandes honores que recibió el Conde de la Vinaza como Ministro y como Embajador, lo mismo de los Gobiernos de los pueblos en donde estaba acreditado que del suyo propio. Poesía el Collar de Carlos III y la Gran Cruz de San Mauricio y San Lázaro, la Gran Cruz de Pío IX y la de San Alejandro Newsky, la de Leopoldo de Auftria y la de Villavidosa de Portugal, la de San Gregorio el Grande y la de San Alejandro de Bul­garia... La muerte no se detuvo ante sus grandes dignidades. «Pallida mors aequo pulsar»... Esto lo aprendíamos con el latín del Instituto. «Mors ómnibus communis»... No hay lugar común más extendido entre los proverbios de todos los idiomas. Tenemos que morir. La muerte no respeta jerarquías. Ya lo sabemos. No hace falta que se nos r ^ t a . Pero lo que no es un lugar común, lo que es un fenómeno únicp en la lite­ratura universal, es el hecho de que este lugar común haya inspirado en la poesía castellana las mejores composiciones. Ello no sucede, que yo sepa, en ninguna otra de las literaturas modernas. Y a este hecho singular se ha de consagrar este discurso, que no comienzo sino embargado de te­mor reverente, porque el honor más alto que puede recibir un escritor es el verse admitido en esta ilustre casa de la Academia Española, y como en el origen de la vida espiritual está la poesía y «En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios», no encuentra tema que mejor exprese mi gratitud hacia eáta Corporación que hablar de los versos que cantan en la memoria de todos sus miembros y de todos los hombres cultos de nuestra habla.

Ya en los comienzos del siglo XV nos encontramos el «Dezir» de Ferrant Sánchez Talavera, que pasaría por ser una de las mejores com­posiciones de la Edad Media si no invitara, y aun provocara, la com­paración con las coplas de Manrique:

Pues, do los imperios c do los poderes, rreynos, rrcntas e los señoríos, a do los orgullos, las famas e bríos, a do las empresas, a do los traheres?

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400 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

A do las (ienfias, a do los saberes, a do los maestros de la poetria; a do los rrymares de grant maestria. a do los cantares, a do los tañeres?

Las coplas de Manrique no son únicamente la flor de nuestra linca, sino un acontecimiento histórico. Que la víspera de hacerse nuestra uni­dad nacional, que la antevíspera de descubrirse el Continente donde ha­bía de establecerse nueitro imperio ultramarino, que en el momento mis­mo de transformarse nueitro romance en una de las grandes hablas de la cultura, apareciese un poema de perfección nunca igualada, en el que se dijera que los imperios y ejércitos y riquezas, y los Infantes de Aragón y «tanta invención como trajeron» y «las músicas acordadas que tañían», no son sino bienes efímeros, «verduras de las eras», «rocíos de los prados», tenía que ejercer influencia imborrable no sólo sobre los poetas, sino sobre cuantos hombres habían de dirigir en siglos posteriores nuestros poderes temporales y espirituales, al pimto de que nunca llegaron a considerar nuestro imperio y cultura como bienes dcfinirivos y finales, sino más bien cómo medios para alcanzar «el vivir, que es perdurable», cantado por Manrique, por lo que, en rigor, este estudio ha debido extenderse a todas nueras initítuciones y modalidades del espíritu, porque en todas es sen­sible la huella que ha dejado la creencia en la transitoriedad de nueilxos bienes mundanales, y si lo limitamos a la poesía lírica no es sólo por la necesidad de expresar nueifaro pensamiento en una hora, sino porque la lí­rica viene a ser como el elemento común y primario de todas las artes y, aunque sea inagotable la complejidad que puede encontrarse en cual­quier verso, porque en él se funden las artes plásricas y la música, la Natu­raleza y el alma humana, el pensamiento y la palabra, el ideal y la rea­lidad, no es menos cierto que la «diricita», el lirismo, es lo que hay de común en todas las artes y en la esencia misma de la vida, porque casi se confunde con la espiritualidad del afecto amoroso.

De las coplas de Manrique se ha dicho, no sin cierta disimulada hos­tilidad, que no se componen sino de un rosario de lugares comunes, y es que el poeta, en efecto, no ha querido decimos nada que no supiéra­mos por adelantado. Su pensamiento es sencillo, porque sabe que es co­mún a todo el mundo. Las palabras en que se expresa son tan vulgares y corrientes que parecen surgir espontáneamente de los labios. El estilo, en cambio, está muy trabajado, pero no al objeto de elevarlo sobre el or-

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LA BREVEDAD DE lA VIDA 401

dinarío nivel, sino, al contrario, para producir la ilusión de la facilidad abso­luta, como si el poeta no dijera sino lo que ya tienen en la punta de la lengua su lector o su oyente. No quieren las coplas que pensemos en Jorge Manrique, ni en el dolor que lloran, ni siquiera pretenden que evo­quemos nueábros propios dolores, como no sea para buscar consuelo, al alzados al plano del dolor universal, que e£ti en la naturaleza de las cosas. Pero al mismo tiempo -nos presentan un lenguaje tan acabado y musical, que cada palabra está pensada para armonizar mejor que ninguna otra con las que la preceden o la siguen, y no es ya extraño que haya ejercido este poema tan grande influencia sobre todos los poetas sucesivos. Es una obra maestra. El mismo tema lo había tratado poco antes Gómez Manri­que, y hasta con imágenes que recuerdan las de Jorge, porque dice de los vicios y bienes y honores de la vida: «pásanse como frescuras de las flores»; pero las coplas de Gómez Manrique son mera tentativa si con las de Jorge se comparan. Lo mismo puede decirse de cuantas Danzas de la Muerte se compusieron en las diversas lenguas europeas durante la Edad Media, porque, anteriores a la madurez de las hablas modernas, se en­cuentran forzosamente a medio hacer. Lo mismo de la famosa balada de Villon sobre las damas de otro tiempo: Tais, Eloísa, Juana de Anco. El poeta se pregunta dónde se hallan, y se contesta con la línea tan celebra­da: «¿Dónde están las nieves de antaño?» (Mais ou sont les neiges d' anianí). Pero esto es el acierto de una sola frase, mientras que en cada una de las endechas de Manrique se encuentra una piedra preciosa de más quilates, al punto que parece imposible que se logre tanta perfección por otro medio que la paciente y sabia eliminación de cuanto en las pri­meras redacciones pareciera pedante o literario, al objeto de no dejar en las coplas más que el sentimiento inicial, pero en su desnudez y en su delicadeza depuradas. El hecho es que no ha habido poeta de mayor in­fluencia sobre sus colegas. A partir de las coplas, no hay vate español que, al cruzarse en su camino con el tema del gran rasero de la muerte, no lo sienta vibrar en la caja de resonancia de su religión, sus recuerdos literarios, su propia vida y la hi^oria de su patria. Es tema apropiado para suscitar los sentimientos más profundos. Cuenta, por adelantado, con la simpatía de su lector o de su oyente, porque se trata de un afecto imiversal. Ver­dad que esta misma universalidad requiere que se exprese con dignidad y sencillez, pero estas dos virtudes sólo se llegan a unir en la grandeza.

Puede hallarse en Boscán:

No es perpetuo el placer, ni lo es el llanto.

J3

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*02 A C C I Ó N E S P A S O t A

Seguramente se encuentra en Cristóbal de Castillejo;

A las tierras de Madrid

hemos de ir;

todos hemos de morir.

Es verdad que Garcilaso da al tema de la muerte la interpretación ho-

raciana, el carpe diem, aprovéchate de la ocasión antes de que sea tarde,

y que se anticipa a Ronsard, en toda una generación, para decimos:

Coged de vuestra alegre primavera

el dulce £ruto, antes que ei tiempo airado

cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,

todo lo mudará la edad ligera,

por no hacer mudanza en su costumbre.

Los versos más celebrados de Santa Teresa parecen dar por conocidos

los de Manrique y seguir adelante. Así cuando comenu aquellos otros

que rezan:

Vivo sin vivir en mí

y tan alta vida espero

que muero porque no muero,

como cuando puede exclamar triunfalmente:

Un alma en Oíos escondida

¿qué tiene que desear

sino amar y más amar,

y en amor toda encendida

tomarte de nuevo a amar?

Este es el anverso de la medalla. El alma se concentra en el «vivir,

que es perdurable», por lo mismo que está persuadida de la fugacidad de

los bienes temporales. Tampoco en Montemayor falta el eco de Man­

rique:

Pasados contentamientos,

¿qué queréis?

dejadme, no me canséis.

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LA BREVEDAD DE tA VIDA 40»

Fray Luis de León no se fatiga de expresar el moiosptecio qt)e la vida mundana le inspira:

¿Cuándo será que pueda libre de esta prisión volar al cielo?

escribe a Ruiz de la Torre; y al salir de la cárcel:

Dichoso el humilde estado

del sabio que se retira

de aqueste mundo malvado.

Pero es en la «Noche serena», la más alta de sus composiciones, la más sublime acaso de toda nueftra lírica, donde se precisa la reminiscencia de las coplas:

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte no cuidando,

y con paso callado,

el cielo vueltas dando

las horas del vivir le va hurtando.

¡Ay! despertad, mortales;

mirad con atención en vuestro daño;

las almas inmortales

hechas a bien tamaño,

¿podrán vivir de sombra, y sólo engaño?

Es la misma idea central de Manrique. El alma eftá dormida cuando

sólo se apega a bienes temporales y es misión del poeta despertarla. Carac­

terístico del singular genio de Cervantes es que no se encuentre el tema

de Manrique entre sus poesías numerosas. Todavía en San Juan de la

Cruz puede percibirse como un eco suavísimo de las coplas, aunque en

él, como en Fray Luis, en Santa Teresa y en todos los místicos se encuen­

tre superado el dolor de la muerte en el goce de la vía unitiva. La «Epís­

tola moral», en cambio, parece escrita para rivalizar con el poema de Man­

rique. Se encuentran en ella las mismas imágenes:

Como los n'os que en veloz corrida

se llevan a la mar, tal soy llevado...

...¿Qué es nuestra vida más que un breve día?

¿Qué más que el heno, a la mañana verde,

seco a la tarde?

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*04 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

Quizá no tengamos otra composición con tantas líneas felices y aun perfectas:

Fabio las esperanzas cortesanas prisiones son, do el ambicioso muere...

...¡Más quiere el ruiseñor su pobre nido... ...augur de los semblantes del privado!...

¿De la pasada edad, qué me ha quedado... ...el otoño pasó con sus racimos...

...Un ángulo me basta entre mis lares... ...que gárrula y sonora por las cañas!...

...¿Es por ventura menos poderosa que el vicio, la virtud, o menos fuerte?

...La codicia en las manos de la suerte se arroja al mar, la ira a las espadas...

Y aún pudieran citarse otras tantas. Que no sepamos a punto fijo el nombre de eíbc gran poeta, que no se cuidara de dedmoslo, demuestra ser verdad lo que nos dijo al aseguramos que le bastaba con un ángulo para vivir contento, A veces los sentimientos de e¿ta «Epííbila» no pare­cen compadecerse con las obligaciones de un gran pueblo imperial, como era la España de aquel tiempo. Parece que los españoles de entonces no ha­bían nacido para renunciar a toda ambición y vegetar olvidados en algún paraje desconocido. Y hasta se puede observar con amargura que si los sentimientos de eáta «Epístola» se apoderaron de las almas españolas no es ya extraño que la "nación se haya ido retirando poco a poco de todas las tierras del planeta. Pero en la misma «Epístola» nos pide el autor que no creamos

que pongo la virtud en ejercicio;

también nos asegura que sólo se trata de un principiante en las discipli­nas de la ascética:

basta al que empieza aborrecer el vicio.

El poema es, probablemente, hijo de conversión reciente. No me sor­prendería que resultara ser la obra de un soldado que, después de una

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I,A BREVEDAD DE LA VIDA 406

vida de acción y de aventura, sintiera el llamamiento de lo alto. Asi, al menos, parecen indicarlo los versos finales:

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro de cuanto, simple, amé; rompí los lazos...

Asi también se entienden mejor aquellos otros:

¿Piensas acaso tu que fué criado el varón para el rayo de la guerra, para surcar el piélago salado, para medir el orbe de la tierra?...

A partir de la «Epístola moral», puede decirse que no hay poeta de nueftra habla que no consagre a efte tema de la muerte y de la transi-toriedad de los bienes terrenales, alguna, por lo menos, de la más cele­brada de sus obras. Los sonetos más famosos de los Argensola son el que empieza:

Imagen espantosa de la muerte.

Y d que acaba:

¡Ciego! ¿Es la tierra el centro de las lamas?

Según el de Lupercio, es la muerte la que ha de castigar al tirano y al avaro. Según el de Bartolomé, hay que pasar por ella para encontrar, con la jufticia, el centro de las almas.

El tumulto de la vida de Lope parece incompatible con el recogi­miento de la poesía de carácter ascético, pero las tres composiciones más populares suyas son de ese tipo. En el soneto que empieza:

Pastor que con tus silbos amorosos Me despertaste del profundo sueño...

el pensamiento es el mismo de Manrique y de Fray Luis. Es la contemplación de lo eterno lo que despierta el alma de su sueno.

El romance famoso:

A mis soledades voy, de mis soledades vengo...

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•Wfi A C C I Ó N B S P A Ñ O L A

aparta coa una mano cuanto en la vida es ruido, disputa, nombradla, para poner los ojos en una existencia recoleta. Y la

¡Pobre barquilla mía,

entre peñascos rota!

es la vida, su vida, la de todos. Lope no quiere el mar, y el mar es como

el fondo de la vida.

Rodrigo Caro debe su fama de poeta a haber expresado el mismo sen­

timiento en su «Canto a las ruinas de Itálica»: Los campos de soledad:

Fueron un tiempo Itálica famosa;

Junto a este anfiteatro despedazado, que el «amarillo jaramago» e ^

afrentando, nació

Pío, felice, triunfador Trajano

ante quien muda se postró la tierra.

y allí también

rodaron de marfil y oro las cunas

de Adriano, de Teodosio y de Silio. ¿Qué se hizo de todo ello? :

Casas, jardines, Césares murieron y aun las piedras que de ellos se escribieron.

Así pasaron la Roma de los dioses y los reyes y la sabia Atenas, la de

las leyes juñas.

Quevedo no aparta de la mente eíla idea. Roma eálá en ruinas, escri­

be; es toda una tumba. De la Roma antigua no queda sino el Tíber:

Huyó lo que era firme, y solamente

lo fugitivo permanece y dura.

Otro soneto empieza:

Todo tras sí lo lleva el aík) breve.

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LA BREVÍDAD DB tA VIDA 407

Otro termina así:

¡Cualquier instante de la vida bumana es nueva ejecución, con que me advierte cuan frágil es, cuan mísera, cuan vana!

V otro acaba, desolación de desolaciones:

Vencida de la edad sentí la espada y no hall¿ cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte.

En una de las líneas más felices de nuestra lírica, dice Mira de Mescua

de su fortuna que es:

Breve bien, fácil viento, leve espuma.

El dulce Rioja y el grave Calderón lloran en las rosas efímeras el

destino del hombre:

¿Cómo naces tan llena de alegría,

si sabes que la edad que te da el cielo

es apenas un breve y vdoz vuelo?

pregunta Rioja, y Calderón contesta:

Estas que fueron pompa y alegría

despertando al albor de la mañana

a la tarde serán lástima vana.

Sólo que este sentimiento es todo Calderón, y no una sola de sus

composiciones. En tomo suyo siente que ei poderío español va de caída.

Es una sombra, casi una ficción, tal vez un sueño. Las dinastías se extin­

guen. Los imperios se derrumban, la$ glorias se marchitan, pero el bien,

la conciencia moral y la buena voluntad son oro y diamante y roca viva,

que desafí'an el tiempo. Este me parece ser d pensamiento central de todo

Calderón, que es el Jorge Manrique del drama y del teatro. Es posible

que no efté en nueíbas manos mantener indefinidamente la posición po­

lítica de España en el mundo, pero lo que podemos y debemos hacer los

españoles es seguir siendo honrados y decentes. Efta es la úlóma condu-

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*08 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

sión calderoniana, y con este pensamiento se despide nuestra patria de su pompa imperial.

En la aridez del siglo XVIII, porque las poesías de Sor Juana Inés de la Cruz no se publican sino en 1725, vienen de América a la madre patria los ecos de su viejo sentir. La monjita mejicana escribe de su retrato que:

Es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

Al transcurrir el siglo de la Ilustración y resurgir la vena lírica, vuelve Jovellanos sobre el tema de la «Epístola moral», y al ver sucederse en el Paular a la belleza primaveral los ardores y sequedades del estío y del oto­ño, exclama el poeta:

¡Así también de juventud lozana pasan, oh Anfriso, las livianas dichas!

...¡Ah dichoso el mortal de cuyos ojos un pronto desengaño corrió el velo de la ciega ilusión!...

Es caratfterística del romanticismo la hinchazón del yo humano, por lo mismo que no se siente ya amparado, recogido y contenido por la mano de Dios. En su ansia de vida, de renombre, de placer y de poderío, lo desafía todo: leyes humanas y divinas, tradiciones y columbres y hafta la misma muerte. Pero los románücos de España y de los pueblos hispá­nicos vienen a decir lo mismo, con su tumulto e ímpetu, que habían dicho respcAo de nueábro tema, pero con su profunda sencillez, los poetas clá­sicos. Es verdad que, en vez de los rios caudales y silenciosos de Manri­que, nos encontramos con el estruendo abrumador del Niágara, de He-redia. El poeta hace un esfuerzo desesperado por salvar, ante el hórrido abismo que devora las aguas, la espuma de la gloria, y pide al cielo que:

Al escuchar los ecos de mi fama alcen las nubes la radiosa frente.

Pero el pensamiento central no -es distinto del que cantó Manrique:

Miro tus aguas que incansables corren, como el largo torrente de los siglos rueda en la eternidad: así del hombre pasan volando los floridos días y despierta el dolor...

{Continuará.)

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L c c t u F a s

Apuntes del Archivo de la Diputación permanente y Consejo de la Gran­deza de España (1815-1864), por el Conde de Atares. Madrid, 1955.

Ha querido el Conde de Atares aprovechar su paso por la Secretaría de la Diputación de la Grandeza para examinar el archivo de la misma y re­coger y dar a la luz pública cuantos datos de algún interés para la Histo­ria pudieran hallarse encerrados en él. La azarosa existencia que vienen arrastrando desde la muerte de Don Fernando VII el Eátado español y to­das las inálituciones que más o menos directamente con él se relacionan, han sido causa de que el Archivo en cuestión haya llegado a nosotros muy cercenado. Sin embargo, el experto criterio del Conde de Atares ha con­seguido arrancar al Archivo algunos datos de verdadera importancia, que no podrá silenciar el historiador futuro que escriba la Hbtoria de España en el siglo XIX.

Es interesante a este respeto el discurso pronunciado por el Duque del Parque en la Junta general de los Grandes de España celebrada el 18 de agosto de 1816 bajo la presidencia del Infante Don Carlos María Isidro, en que exhortó a la Clase y a la Nobleza en general a que, siguiendo el ejemplo de la aristocracia francesa e inglesa y de otras naciones, «se deter­mine a no vivir siempre encerrada en la capital. Algunos meses del año que destinen a correr sus posesiones, bastaría para mejorarlas y vivificar los Pue­blos en cuyos términos se hallan situadas, devolviéndolas natural e indi­rectamente por medio de su estancia en ellos una parte del total con que han contribuido, el que al presente pasa íntegro a manos muy extrañas para los mismos pueblos, sin recibir éftos ninguna especie de retribución por los productos de que se desprendieron y que con sus fatigas y sudores saca­ron del centro de la tierra».

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También son de interés los acuerdos adoptados por la Diputación de

la Grandeza y el manifiesto por éila dirigido a S. A. R. el Duque de Angu­

lema, jefe de la expedición enviada por Francia en 1823 para derribar el

régimen liberal instaurado en 1820 como consecuencia de la sublevación de

Riego. En tal ocasión, el Conde de Puñonrostro formuló un voto particu­

lar del que son estas palabras: «Nada significa que digamos a la Regen­

cia que disponga de nuestras personas, pues que nueftras personas son po­

cas y no todas útiles para la guerra. Nada vale tampoco que ofrezcamos

los restos que han sobrado o sobrevivido a nuestras combatidas fortunas,

pues eíba enumeración envuelve una confesión de pobreza con la cual pa­

rece que pretendemos conjurar el sacrificio que las circtmitancias nos man­

dan hacer. Los Grandes de España debemos dar a la edad presente una

lección útil, y a la posteridad un ejemplo memorable. Levantemos un Cuer­

po de 12.000 hombres, vistámosle, armémosle y completemos el esfuerzo

alistándonos en él nosotros y nuestros hijos y nuestros parientes.

»Para subvenir a eStos gaábos con la perentoriedad que reclama la ur­

gencia de la situación, abramos un empréilito, hipotecando todos nuestros

bienes. Asentistas hay que nos facilitarán al instante cuantos fondos ne­

cesite la empresa gloriosa de rescatar a nuestro Monarca. E ^ empresa es

la primera necesidad de la España, la primera obligación de sus Grandes, y

el primer deseo de Europa.»

Por cíbe tiempo la Diputación se interesa por la suerte del Grande de

España, Marqués de Alcañiccs, encarcelado a la sazón, y el Ministro del

Interior en su respuesta, después de afirmar que el encarcelamiento había

salvado la vida al Marqués, quien de otra suerte hubiera muerto a manos

del pueblo indignado, añade: «De aquí conocerá V. E. y la Diputación la

necesidad de una providencia a la que debe el interesado su existencia y

tle la que ni éste ni su Clase pueden en manera alguna resentirse. La

exaltación de un pueblo, rq)rensible en d modo por todo Gobierno, tuvo

d leal y noble motivo de la desconfianza de un Grande de España, indi­

viduo de la llamada Milicia Nacional, que como tal, y unido a su escua-

thón, había conducido preso a su Soberano a la ciudad de Sevilla; este

entusiasmo, al paso que eimoblece al pueblo fiel, humilla a un individuo

perteneciente a la primera Clase del Efhído..., etc.»

Enumera el Conde de Atares varios acuerdos, exposiciones y memorias

tdacivas a las Vmculaciones y régimen de bienes de la Grandeza española

y cauenta así: «Se ve, pues, la lucha de eitos hombres durante medio

•siglo, 1B13-1864, por conservar, no privilegios egoístas, ni riquezas fabu­

losas, pero sí la dignidad que hiítóricamente represoitan sus nombres,

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mediante el derecho hereditario al Senado; garantía al propio tiempo de la prospendad del Estado y firme puntal para la Monarquía, y d poder perpetuar sus decaídas casas mediante las vinculaciones. ¿Qué mal traían con eíto a la Nación? ¡Ah!, pero había que acabar con ellos pata tan lue­go y fácilmente derribar la Monarquía que estorbaba, no a España, sino precisamente a la anti España.»

Por razones de brevedad venzo ia tentación de recoger algunos ocios extremos de interés que encierran estos Apuntes; y para terminar, una vez rendido público testimonio de agradecimiento por los dogios que d Con­de de Atares hace de ACCIÓN ESPAÑOLA en d enjundioso prólogo que ha puesto a su trabajo, reproduzco con gusto las siguientes palabras dd pro­loguista :

«Luchar, caer y levantarse para volver a empezar es d estigma de la hu­manidad. No falte la Nobleza en la llamada a filas y tenga presente su guión. En bien de ella y como valladar a futuras revoluciones.

«Mezquina idea dan de lo que día fué, manos pulidas, flexible espina­zo y pomposos uniformes, aun cuando todo conviene. Pero yo veo al no­ble español —y muchos quedan, por fortuna— al cuido de sus tierras, en medio de sus gentes, que un día y otro abren el surco, cultivan los campos y cosechan el fruto. La tez curtida del sol y d aire, lluvias y escarchas. El blasón en el frente de la casona y d rosario en la mano al toque de ora­ciones. Y así se es noble y así se hace Patria.»

E. V. L

England. Douglas Jerrold, Arrowsmilh. Londres, 1935.

Douglas Jerrold, maduro y brillante escritor ya conocido de nuestros

lectores por la presentación que de él se hizo al iniciar su colaboración en

eíta REVISTA, pertenece a ese grupo benemérito de la intelectualidad in­

glesa que forman al presente los Dawson, los Petrie, Lewis y tantos otros

cuyos nombres son familiares a quienes siguen d movimiento intdectual

que va, de día en día, apoderándose de los mejores espíritus dd mun­

do, y que en nuestra patria representa con creciente fortuna nuestra RE­

VISTA. Milita Jerrold en esa falange de hombres de pluma que pone su

intdigencia y su espíritu crítico al servicio de la verdad, de vuelta de los

prejuicios, errores y falsedades de tanto historiador, biógrafo y ensayista

como han producido estos dos últimos siglos de falsa filosofía, de demo­

cracia demagógica y de anarquía con piel de liberalismo; de revolución, en

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fin, solapada en unos países o abiertamente declarada en otros, pero triun­fante siempre.

Coincidiendo con los batalladores escritores de la Francia que despier­ta: Bertrand, Bainville, Gaxotte, Benoist...; con los reanimadores de los viejos y clásicos principios que luchan en el resto del antiguo continen­te europeo por expulsar del organismo de sus pueblos el virus envenena­dor de tanta utopía corruptora; y, con todos ellos, en la meritoria labor de ir presentando al mundo la verdad histórica al desnudo, lá realidad sin velos de la historia, Douglas JerrOld, escritor católico de vigorosa y amena pluma, ha querido, en un breve libro de doscientas treinta páginas, ofrecer al lector estudioso un compendio histórico, lleno de enjundia, sobre In­glaterra.

De propósito, han quedado al margen de este trabajo las historias in­

ternas de Escocia, Gales e Irlanda, la del Imperio Británico y la de la

Gran Guerra de 1914-1918. En sus capítulos históricos ha tratado —son

sus propias palabras— sólo aquellos acontecimientos, tendencias e influen­

cias culturales que parecen tener una significación política real, no como

fundaciones, con frecuencia completamente accidentales, de las modernas

instituciones, sino porque ilustran las leyes, costumbres y métodos de la

organización social, que han determinado la historia y el destino de nues­

tro pueblo, y que continuarán determinándolos, a menos y en tanto que

no sean sustituidos.

«Es imposible —continúa Jerrold en el prefacio de su obra— eludir

en un eáludio de efte carácter que se le achaque al autor el dárselas de

listo después de pasadas las cosas. Replicaré a eílo que la única alternativa

a seguir es la de continuar, después, siendo tan tonto como antes de

ocurrir los hechos. El papel esencial del hUtoriador es el de intentar elu­

dir, aunque no siempre lo consiga, la caída en este último término de

la alternativa.»

«Se observarán —continúa el autor— algunas diferencias considera­

bles respecto a la ortodoxia histórica y política, especialmente en lo que

se refiere al desarrollo de la constitución inglesa desde 1625 hasta fines

del siglo XIX, a la organización económica desde 1846 y a la organiza­

ción internacional desde 1918. Si algo de lo que he escrito sobre estas

materias impulsa a inteligencias más jóvenes y mejor preparadas a un nue­

vo examen de estos 'problemas —todos ellos de vital importancia contem­

poránea—, creeré que este libro habrá cumplido su propósito.»

Estas breves líneas dicen, mejor que podrían hacerlo todos nuestros

comentarios, del espíritu y de las miras —plenamente loadas , añadimos

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nosotros— que han inspirado el excelente estudio de Jerrold. Materia de honda meditación y provechosa enseñanza existe en á para los ya for­mados en el nuevo concepto de la historia; y su lectura llevará, a los que sólo superficialmente conocen a Inglaterra por los textos deficientes y mal informados de las historias escolares, y por los ditirámbicos apologistas de sus decantadas instituciones liberales, la sorpresa primero y el convenci­miento después, del error con que han juzgado a esa nación hasta el pre­sente.

La historia no se contenta ya con nutrir las mentes de quienes quie­ren poseerla con una inarmónica danza de fechas y con relatos meramen­te cronológicos de guerras y conflictos. Trate hoy de desentrañar los hon­dos móviles, las causas próximas o remotas de las mutaciones que han ido sufriendo en el correr de los siglos, esos cercados de humanidad que son las naciones. Saca las consecuencias, la experiencia de esa ciencia de la hÜtoria, que como toda ciencia indaga leyes, sin cuyo dominio no podrá el pensador político, el hombre de Eftado que opera sobre la historia en vivo, dominar con el conocimiento de los factores que rigen en ün momento dado la vida de su pueblo, los problemas que su gobernación y guía le planteen.

En dos partes divide su obra Douglas Jerrold. La primera, que titula Fondo de escena, consta de seis capítulos. Cuatro más componen la se­gunda: Estudio contemporáneo.

Los títulos de ambas partes indican ya, claramente, cuál ha de ser el rasgo característico de la obra. Los de sus capítulos señalan los jalo­nes que caracterizan la formación hiftórica del gran pueblo inglés actual. Orígenes; Edad Media; Nacimiento de la moderna Inglaterra; Tiempos de Oligarquía; El Siglo XIX y Después; Desde la Guerra a la crisis, 1918-1931, son los de la primera parte. Y los de la segunda: Inglaterra bajo el Capitalismo del Eñado; Inglaterra como Potencia Mundial; Ca­rácter y Opiniones; Perspectiva.

Sería imposible en los estrechos límites de una noticia bibliográfica, dar una idea, siquiera somera, de cuanto digno de notarse se condene en eita obra.

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Toda eila eñi esmaltada de profundas observaciones que calan en bre­vas r^gos el sentido y significación de hechos que, más o menos adver­tidamente para la historia hasta nuestros tiempos, han dejado su huella e impreso su sello en la marcha histórica del pueblo inglés.

Lleno de profundo sentido es su concepto, expueáto, en certeras frases, al final del capítulo de los Orígenes, de cómo para enjuiciadas sin error deben utilizarse historias de gran escala. Es magistral la brillante apología del siglo XIII, no sólo reivindicación para Inglaterra de la denigrada Edad Media, sino para los pueblos de nuestra civilización cristiana. Es también digna de notarse la objetividad con que al tratar dd nacimiento de la moderna Inglaterra, y refiriéndose a la lucha de aquélla con España, en­juicia los factores que contribuyeron al engrandecimiento de aquélla, y destruye el tópico de que Inglaterra venció a España con el desastre de la Armada en 1388. «Es éfta una fantasía para chicos de escuela —dice Jerrold—. A lo largo del dilatado reinado de Felipe II, que duró hasta 1398, Espaiía creció constantemente en riqueza y poder, y fué del Im­perio español, entonces constituido, del que se dijo el conocido alarde de que en él «no se ponía el sol». La guerra entre Inglaterra y España duró hasta 1604, dejando a España sin comparación la más grande de las potencias.

»En los intervalos de su lucha contra los piratas ingleses y los flamen­cos rebeldes, y de la invasión de Irlanda, España salvó a Europa de los turcos, conquütó Argel, la coila Malabar y las Indias Orientales, añadió a su Imperio América Central y del Sur, y restauró para el mundo católico la Europa del Centro. Entre tanto, Velázqucz y El Greco en la pintura, Lo­pe de Vega, Cervantes y Calderón en la literatura, elevaron la cultura española a su más alta expresión...» «España fué el fuego en el que el acero inglés se templó...» «Inglaterra bajo Isabel fué l'enfant terrible de Europa, papel que más adelante había de convertirse en el de pérfida AU bión. Saqueamos y cometimos enormidades, invadimos y comerciamos con csclayos, navegamos alrededor del mundo. Abrimos el comercio con Rusia, y enviamos colonizadores, que fracasaron, a Terranova. Pero, a fin de cuentas, España había consolidado sus posesiones del Nuevo Mundo en im poderoso Imperio que perduró hasta el siglo XIX...» «Los hombres que lucharon contra España, luchaban, al hacerlo, contra el catolicismo. También hicieron sustanciosas fortunas personales. Los que les presta­ban su apoyo político en la nación eran también gentes que habían sa­cado grandes ventajas personales de la batalla contra el orden y la dis-ciplma de Roma. Los primeros vieron en los galeones españoles cargados

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de riquezas, como los segundos habían visto en los Monasterios ingleses, un campo en el que, como dice con gracia Mr. Trcvelyan, podian hacer­se fortunas personales, rendirse público servicio a su real ama, y defender la para ellos verdadera religión. Fué una coyuntiua smgularmente afortu­nada para hombres aventureros y codiciosos, que pudieron y, en realidad, se dedicaron a robar en una escala sin ejemplo en cualquier época ante­rior y ni siquiera igualada en América durante el siglo XIX.»

El cisma, la oligarquía de los partidos, la era victoriana, la etapa de postguerra, son estudios de acabada y perfecta lógica en las conclusiones de profundo valor hÜbórico-filosófico a que su cririco temperaokento lle­va al autor.

Los cuatro capítulos de la segunda parte no son menos fecundos en consecuencias de aplicación útil a las demás naciones de civilización oc­cidental, pero entre ellos merece notarse el dedicado al eitudio de Ingla­terra bajo el capitalismo de Estado. El autor revela un profundo conoci­miento de los problemas sociales que entenebrecen la vida de las primeras potencias económicas del mundo. La crítica implacable a que somete la labor legislariva de los últimos años en la Gran Bretaña, en su aspecto social, está plagada de aciertos y llena de un alto sentido de la realidad, teniendo un apreciable valor como enseñanza para quienes se preocupan de problemas de tan palpitante actualidad en otros países.

En resumen, England contiene en sus doscientas treinta páginas el mejor epítome de historia de Inglaterra que se haya jamás publicado, por su moderna orientación, por su independiente objetividad y por su calilo profundo y ameno a la vez.

M. A. S.

Biblioteca Ligera. Cien opúsculos, por D. Félix Sarda y Salvany.

La Librería y Tipografía católica de Barcelona ha tenido la feliz ini­ciativa de reeditar, en un volumen de más de seiscientas páginas de copio­sa lectura, cien opúsculos de apologética popular escritos por el eminente autor de El Liberalismo es pecado.

A la luz de la más pura doctrina, con claridad meridiana e irrefuta­ble lógica, ataca Sarda y Salvany gran número de tópicos falsos que tanto

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daño han Hecho y siguen haciendo merced a la inexcusable pero positiva ignorancia religiosa que impera en todas las clases sociales, incluso entre las que presumen de cultas.

En la imposibilidad de enumerar los sugestivos temas desarrollados en el volumen que nos ocupa, a guisa de muestra, mencionaremos algunos: «Bueno; pero el alma nadie la ha visto». «¿Milagros?; no soy tan bobo». <(¿Y cómo rio hay ahora milagros?». «Esos curas... ¡Los hay tan malos!». «¡Todos somos iguales!». «Lo de Lourdes». «Tolerantes e intolerantes». «¡Qué iglesias y conventos! Escuelas y talleres-necesitamos». «No estoy para tanto lujo en las iglesias: Cristo fué pobre». «¡Esos teatros!»...

Nuestra felicitación a los editores por la plausible iniciativa de reeditar los excelentes escritos del doctor Sarda y Salvany, y nuestra recomendación a aquellos de nuestros lectores que precisen de una apologética popular para que adquieran eíta obra, en la que corren pareja la amenidad y la competencia de su autor.

E. V. L.