Acerca de Juárez el rostro de piedra de Eduardo Antonio Parra

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Iconolatría Juárez. El rostro de piedra. “En 1858 Benito Juárez se convirtió en Presidente de la República por primera vez. Estuvo rodeado por los más ilustres liberales quienes conformaron su grupo de trabajo por los catorce años que estuvo en la presidencia”. El párrafo anterior no lo he tomado de un libro de historia ni de un discurso oficial. Fue repetido y memorizado y vuelto a repetir hasta el tenaz cansancio por un niño de cinco años (mi hijo), quien tuvo que repetirlo una vez más, micrófono en mano (y enfundado en flamante traje de borrego) durante una ceremonia cívica de algún remoto lunes de su tercer año de jardín. El caso viene a colación ya que refleja, en gran medida, la forma en que los ciudadanos nos vamos construyendo la historia patria, la conciencia cívica y la nacionalidad: a base de ejercicios memorísticos. El resultado de estas prácticas viene a ser una forma de construcción de la identidad histórica nacional que tiende a ser sumariamente reduccionista. A fuerza de repetir fórmulas, de recrear escenarios con bandos polarizados y de construir personajes como improntas simbólicas de individuos, terminamos simplificando la historia hasta extremos ominosamente esquemáticos: “estos fueron los buenos (luego aquellos los malos), tal batalla se llevó a cabo en tal fecha, este conflicto se solucionó así; tal personaje dijo esto”. Aparece entonces, como ejemplo emblemático, la figura hierática de Benito Juárez. ¿Qué sabemos de Juárez allá afuera, en las calles, en el discurso social común? Sabemos que aparece en los billetes de veinte pesos, que jamás sonreía o que de niño fue un humilde pastorcito. O mejor aún: pastorcillo. Sabemos que promulgó las Leyes de Reforma (cualesquiera que estas hayan sido) y que tenía cara de palo. Sabemos la ubicación de aquella calle, avenida, paseo, calzada o boulevard que lleva su nombre. Sabemos (y si hay algo que sabemos es eso) 1

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Iconolatría Juárez. El rostro de piedra.

“En 1858 Benito Juárez se convirtió en Presidente de la República por primera vez. Estuvo rodeado por los más ilustres liberales quienes conformaron su grupo de trabajo por los catorce años que estuvo en la presidencia”.

El párrafo anterior no lo he tomado de un libro de historia ni de un discurso oficial. Fue repetido y memorizado y vuelto a repetir hasta el tenaz cansancio por un niño de cinco años (mi hijo), quien tuvo que repetirlo una vez más, micrófono en mano (y enfundado en flamante traje de borrego) durante una ceremonia cívica de algún remoto lunes de su tercer año de jardín.

El caso viene a colación ya que refleja, en gran medida, la forma en que los ciudadanos nos vamos construyendo la historia patria, la conciencia cívica y la nacionalidad: a base de ejercicios memorísticos. El resultado de estas prácticas viene a ser una forma de construcción de la identidad histórica nacional que tiende a ser sumariamente reduccionista. A fuerza de repetir fórmulas, de recrear escenarios con bandos polarizados y de construir personajes como improntas simbólicas de individuos, terminamos simplificando la historia hasta extremos ominosamente esquemáticos: “estos fueron los buenos (luego aquellos los malos), tal batalla se llevó a cabo en tal fecha, este conflicto se solucionó así; tal personaje dijo esto”. Aparece entonces, como ejemplo emblemático, la figura hierática de Benito Juárez.

¿Qué sabemos de Juárez allá afuera, en las calles, en el discurso social común? Sabemos que aparece en los billetes de veinte pesos, que jamás sonreía o que de niño fue un humilde pastorcito. O mejor aún: pastorcillo. Sabemos que promulgó las Leyes de Reforma (cualesquiera que estas hayan sido) y que tenía cara de palo. Sabemos la ubicación de aquella calle, avenida, paseo, calzada o boulevard que lleva su nombre. Sabemos (y si hay algo que sabemos es eso) que dijo (impostando la voz): “El respeto al derecho ajeno es la paz”.

La construcción social de Juárez, pues, ha sido producto de esa mezcla de historia patria, clases de civismo, leyenda popular y bombardeo a través de la imagen, por la que finalmente somos capaces de afirmar que conocemos al Benemérito. Llamarlo así, incluso, no responde a una referencia histórica respecto al reconocimiento formal que en su momento recibió el hombre, sino a un uso retórico más bien costumbrista o inopinadamente laudatorio.

Pensando estrictamente en su imagen, podemos afirmar que existe una especie de inocolatría por el rostro de Juárez, por su cara de palo: estampitas escolares, billetes varios a través del tiempo, monumentos y efigies en general, nos presentan siempre un mismo e inmutable rostro, una misma postura, una misma intransitable pasividad (¿impavidez? ¿estoicismo? ¿serenidad? ¿indiferencia?).

Aparece entonces Eduardo Antonio Parra, y aquel rostro, por arte de tinta, cobra vida y se reconcilia con su humanidad perdida. Juárez. El rostro de piedra, es el título de la novela con que este autor nos hace presente a un protagonista encarnado (entintado) bajo un título que no podía ser más explícito. Inversamente explícito, si eso es posible. Se trata de la desacralización, por la vía del recuento de lo cotidiano, de una figura que, paradójicamente, luego de haber sido tachado —y con razón—de anticlerical, terminó

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convertido en un santón de la historia patria. Se trata, en todo caso, de una negociación que por la vía de la ficción histórica intenta reconciliar aquella figura impasible con un personaje pensado en su compleja humanidad, más allá de calificativos, imposturas, elogios o vituperios. Con todo lo controvertida que pueda ser la figura del presidente oaxaqueño, el de Parra no es un libro hecho para polemizar. Aunque la discusión pueda darse en torno a él, no hay adoctrinamiento ni apuestas heréticas. No hay Juárez sin política.

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Literatura e imagen: la plástica de la historia. No son cuadros de costumbres, sino acercamiento introspectivo: el monólogo interior es la base de la narración. Mayormente nos enteramos de Juárez desde el propio Juárez, desde sus inquietudes, obsesiones, prejuicios, Su figura detrás de la figura presidencial, como dos espejos encontrados.

El uso de la segunda persona vuelve pedregosa la lectura: nos obliga a mantenernos atentos, viendo con sus ojos y escudriñando el entorno desde sus propias ideas. Es la construcción de una memoria como herramienta, no como objeto. No se trata de retratar la memoria, sino de observar y describir desde la memoria.

En ese sentido, Pablo es un personaje total, protagonista, narrador in situ, sin la cómoda distancia que implica la retrospectiva: por eso Juárez parece permanentemente incómodo: así como notamos cuando alguien no está observando, el Juárez novelado presiente a los intrusos que somos los lectores, nos observa de perfil y hace como si no estuviésemos ahí.

Por momentos hay una exaltación que uno intuye nacida de la natural intimidad surgida entre investigador y objeto. En todo caso, esos arrebatos de “cariño” hacia Juárez sirven, en gran medida, para contagiar al lector de ese entusiasmo que presenta al protagonista en calidad de héroe (no a la manera de los héroes de bronce, sino como la concepción bajtiniana de héroe en tanto que protagonista reificado).

* Parra, Eduardo Antonio (2008): Juárez. El rostro de piedra. México: Grijalbo.

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