Acerca Del Origen de La Moral

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Acerca del origen de la moral Freddy Sosa G ULA/Venezuela Entre los asuntos más difíciles de comprender, más aun, quizás, que la muerte, el mal o los límites del universo, está la moral. Desde la voluntad ciega de persistencia del ser se explican la muerte, el mal, la ciencia o el amor, pero no se explica plenamente la moral puesto que la moral es la impersistencia del ser. Su complejidad se puede plantear de un modo muy simple: un niño en la escuela por torpeza vierte en el escritorio de la maestra un frasco de tinta. Nadie lo ha visto. Nadie puede saberlo. Pero cuando la maestra pregunta quién lo hizo, él contesta “fui yo”. Un hombre ve en la calle tirado a un borracho bien vestido ―tal vez alguien que salió de una fiesta a dar una vuelta anoche― de cuyo bolsillo pende una cartera con dinero. El hombre o ayuda al caído o pasa de largo, pero no mueve su mano para apoderarse de la cartera aun sabiendo ciertamente que nadie lo ve. Una parte de la moral incrimina, reprime o anula la voluntad de ser, porque lo que se espera de la voluntad de ser es que se proteja del castigo de la maestra o que consiga más dinero, esto es más poder, más supervivencia, más ser. Si el universo fuera en este sentido moral no habría universo, pues se negaría ―se abnegaría― a sí mismo. ¿Cuál es el origen de la capacidad humana para autorestringirse, para autoinculparse, o, incluso, para inmolarse? Y, después, cuál es la relación entre esta capacidad y lo que en general concebimos como moral: el respeto por la tradición, la observancia de la ley, el escrúpulo, el pudor, el buen trato, la bondad. Llamaremos primera moral a la moral de la abnegación, y segunda moral a la de la observancia de las leyes, las normas y las tradiciones. La diferencia entre ambas es que la segunda moral no implica la impersistencia del ser sino que, al contrario, supone una forma racional de persistencia ontológica: respetamos los semáforos, no defraudamos al fisco, sonreímos al vecino y no nos hartamos de postre porque nos conviene, porque conviene a la persistencia del ser. No porque lo neguemos. La segunda moral, es, pues, consecuencia de la racionalidad conceptual. Así, en el campo de esta segunda moral tanto da defraudar al fisco como no defraudarlo o sonreírle al vecino como ignorarlo o agredirlo. El resultado siempre será el mismo: la persistencia del ser. Si para sentirme bien, para acrecentar mi poder, para sentirme cómodo, conviene mentir, miento; si conviene decir la verdad, la digo. Es esta desconfiable relatividad lo que lleva a Kant a desconfiar de la felicidad como destino de la moral, y a ir en busca de un imperativo categórico que funcione independientemente de la experiencia. La segunda moral es, como decimos, consecuencia de la racionalidad conceptual, como lo son también, en general, valores que juzgamos eternos, universales y absolutos, pero que sólo obedecen en realidad a una moral acomodaticia, supervivencial y eudemócica. La fraternidad universal, la honestidad, la justicia son, como casi todos los valores, no instalaciones a priori o divinas sino el resultado de un proceso de racionalización conceptual que lleva a detectar igualdades interhumanas en lugar de egoísmos incómodos. Una prueba de ello es que el horror por la antropofagia no incluye el respeto a los animales: respetamos la vida de los hombres pero nos comemos a las vacas sin ningún escrúpulo. El paso de la visión del mundo de unos hombres hambrientos, acosados por el frío y por sus rivales a otros hombres que se ponen de acuerdo para cazar usando palabras, no es irrelevante en la construcción de esta segunda moral. El origen del derecho, de la defensa colectiva, de la división del trabajo, del Estado, de la solidaridad como valor, es producto de ese paso. Casi diríamos que tal paso es producto del lenguaje si no fuera porque el lenguaje es producto de los cambios de la racionalidad. Pensar lingüísticamente obliga no sólo a la acuñación de conceptos para ordenar el

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¿Cuál es el origen de la capacidad humana para autorestringirse, para autoinculparse, o, incluso, para inmolarse? Y, después, cuál es la relación entre esta capacidad y lo que en general concebimos como moral: el respeto por la tradición, la observancia de la ley, el escrúpulo, el pudor, el buen trato, la bondad.

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Acerca del origen de la moral 

Freddy Sosa GULA/Venezuela

Entre los asuntos más difíciles de comprender, más aun, quizás, que la muerte, el mal o los límites del universo, está la moral. Desde la voluntad ciega de persistencia del ser se explican la muerte, el mal, la ciencia o el amor, pero no se explica plenamente la moral puesto que la moral es la impersistencia del ser.Su complejidad se puede plantear de un modo muy simple: un niño en la escuela por torpeza vierte en el escritorio de la maestra un frasco de tinta. Nadie lo ha visto. Nadie puede saberlo. Pero cuando la maestra pregunta quién lo hizo, él contesta “fui yo”. Un hombre ve en la calle tirado a un borracho bien vestido ―tal vez alguien que salió de una fiesta a dar una vuelta anoche― de cuyo bolsillo pende una cartera con dinero. El hombre o ayuda al caído o pasa de largo, pero no mueve su mano para apoderarse de la cartera aun sabiendo ciertamente que nadie lo ve. Una parte de la moral incrimina, reprime o anula la voluntad de ser, porque lo que se espera de la voluntad de ser es que se proteja del castigo de la maestra o que consiga más dinero, esto es más poder, más supervivencia, más ser. Si el universo fuera en este sentido moral no habría universo, pues se negaría ―se abnegaría― a sí mismo. ¿Cuál es el origen de la capacidad humana para autorestringirse, para autoinculparse, o, incluso, para inmolarse? Y, después, cuál es la relación entre esta capacidad y lo que en general concebimos como moral: el respeto por la tradición, la observancia de la ley, el escrúpulo, el pudor, el buen trato, la bondad.Llamaremos primera moral a la moral de la abnegación, y segunda moral a la de la observancia de las leyes, las normas y las tradiciones. La diferencia entre ambas es que la segunda moral no implica la impersistencia del ser sino que, al contrario, supone una forma racional de persistencia ontológica: respetamos los semáforos, no defraudamos al fisco, sonreímos al vecino y no nos hartamos de postre porque nos conviene, porque conviene a la persistencia del ser. No porque lo neguemos. La segunda moral, es, pues, consecuencia de la racionalidad conceptual. Así, en el campo de esta segunda moral tanto da defraudar al fisco como no defraudarlo o sonreírle al vecino como ignorarlo o agredirlo. El resultado siempre será el mismo: la persistencia del ser. Si para sentirme bien, para acrecentar mi poder, para sentirme cómodo, conviene mentir, miento; si conviene decir la verdad, la digo. Es esta desconfiable relatividad lo que lleva a Kant a desconfiar de la felicidad como destino de la moral, y a ir en busca de un imperativo categórico que funcione independientemente de la experiencia.La segunda moral es, como decimos, consecuencia de la racionalidad conceptual, como lo son también, en general, valores que juzgamos eternos, universales y absolutos, pero que sólo obedecen en realidad a una moral acomodaticia, supervivencial y eudemócica. La fraternidad universal, la honestidad, la justicia son, como casi todos los valores, no instalaciones a priori o divinas sino el resultado de un proceso de racionalización conceptual que lleva a detectar igualdades interhumanas en lugar de egoísmos incómodos. Una prueba de ello es que el horror por la antropofagia no incluye el respeto a los animales: respetamos la vida de los hombres pero nos comemos a las vacas sin ningún escrúpulo.El paso de la visión del mundo de unos hombres hambrientos, acosados por el frío y por sus rivales a otros hombres que se ponen de acuerdo para cazar usando palabras, no es irrelevante en la construcción de esta segunda moral. El origen del derecho, de la defensa colectiva, de la división del trabajo, del Estado, de la solidaridad como valor, es producto de ese paso. Casi diríamos que tal paso es producto del lenguaje si no fuera porque el lenguaje es producto de los cambios de la racionalidad.Pensar lingüísticamente obliga no sólo a la acuñación de conceptos para ordenar el mundo, sino a la acuñación de conceptos desde la base de estos conceptos; un paso que no dan los animales, cuyos conceptos no poseen una base acumulativa abstracto/conceptual, lo que se traduce en un muy débil y exiguo firmamento cultural para la ordenación del mundo. Ese acuñar conceptos desde conceptos supone el manejo de equidistancias, de similitudes, de identificaciones que rompen con una visión del mundo desde el mero sujeto y obligan al sujeto a situarse en la perspectiva del otro. La razón rompe la subjetividad animal y crea universales que cuando se trasladan al plano de la acción, del qué debo hacer, conducen a advertir que la cooperación, la tolerancia, la indulgencia o la piedad hacen con frecuencia más llano el camino de la supervivencia. Lo mismo puede decirse de la fiel observancia de los principios religiosos, de la adscripción a grupos de meditación para alcanzar la paz o de la devoción a lugares sagrados, a reliquias o a santos. La moral eudémonica en todos los tiempos, al proponer la abnegación como un instrumento más para el control del mundo, es una moral del egoísmo.Afortunadamente. El cimiento sobre el que se erige la razón, y con ella la moral eudemónica, no es la desprendida entrega del amor sin recompensa, sino un inevitable y necesario egoísmo visible en la existencia misma de lo que denominamos ser. Ser en su sentido más abstracto supone un para-sí, un ser de cara a sí mismo, un pensar-se, un ser-se, una identidad consigo mismo, que explica la persistencia del universo. Cuando decimos que el amor es entrega callamos que lo es hasta que

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nuestro ser se vea en peligro: amamos mientras seamos correspondidos. Nos sacrificamos por quienes amamos hasta el momento en que nuestra pareja no elija a otro que nos reemplace. Incluso el amor filial o maternal es un ejercicio de supervivencia. El universo es un acto reflejo. Sin ese ser-para-sí, sin esa dosis de egoísmo, no habría universo. O lo habría de un modo ahora incomprensible para nosotros.Pero hay muestras de la existencia de otro amor que es sólo entrega; esto es, de una moral no eudemónica. Francisco recibiendo los estigmas, Buda iluminado, la escoba de San Martín de Porres barriendo el polvo del monasterio, tal vez la crucifixión de Cristo, tal vez Sócrates bebiendo de la taza, tal vez la madre de Gorki dejando setas en las ventanas de las familias pobres en el invierno ruso, o el hambriento que divide su pan en cuatro trozos, o el que da la razón al equivocado por piedad y no por educación, o el que salva a una mariposa del estanque, o el que recoge un perro enfermo y lo cuida a sabiendas de que jamás recibirá por ello recompensa. Es el caso del niño que dice “fui yo” ante el volcado tintero en lugar de esconderse y protegerse.El rasgo definitorio de esta moral primera es la impersistencia del yo. A diferencia de la eudemónica, en la moral primera no se obtiene la felicidad como consecuencia del control-del-mundo o del acomodo-en-el-mundo. Más bien es una felicidad ―la palabra gozo es más exacta pero es palmario que tampoco gozo es el concepto adecuado― obtenida desde el cese del yo, desde la ruptura del ser con el mundo, desde la incomodidad. Pero tampoco es la moral kantiana. Aunque la moral kantiana vaya dirigida al encuentro de una fundamentación a priori de los principios universales del que-debo-hacer, la solución del imperativo categórico no deja de ser eudemónica. Actúa de forma tal que lo que hagas se pueda convertir en ley universal equivale, o casi, a no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti. Si esta equivalencia es legítima, estamos de nuevo frente a una moral de la felicidad acomodaticia, empírica y supervivencial.No es sencillo determinar las dimensiones exactas de la moral primera, pero podemos barruntar que no se trata de un acomodo-en-el-mundo, ni de estratagemas para apoderarse de él, ni de una “verdosa mirada contra la vida” como sospechaba Nietzsche. Sabemos que hay una negación del mundo, sabemos también que hay una negación del individuo ―cuando menos en lo que toca a su relación con el mundo― y sabemos que hay un gozo en esa negación. Este gozo nos permite saber que hay un yo en el fondo de esta moral no eudemónica, que ese yo supone el acto reflejo de ser, pero también que ese ser esta fuera del mundo.¿Como se puede estar fuera del mundo? Para saberlo hay que saber qué es el mundo. En este caso la respuesta es simple: el mundo es lo que deviene. Cada ser es un ser-en-el-mundo que impone su ser a otro y a otros seres-en-el-mundo. La urdimbre de ese gran tejido es el mundo. El mundo, por lo tanto, no es un conjunto de leyes, ni de grupos o especies, ni siquiera de hechos, sino de individuos, de seres, de yos concretos obligados a conocer a sus vecinos y cambiando por ello en la medida en que cambian los otros. Ese poderoso río de seres que se ansían, que se temen, se repelen, se buscan, es el mundo, y su condición de ser es el devenir. El mecanismo de ese cambio es conceptual, y es eso exactamente la racionalidad: la dialéctica conceptual del devenir. Así que lo que diferencia la moral ascética o mística de la moral eudemónica es que la moral primera ocurre fuera del devenir, esto es, que la moral primera no es conceptual.La pérdida de ser-en-el-mundo va acompañada en la moral primera de un goce extrañísimo que es, como decimos, aconceptual y que no va dirigido al mundo. La experiencia mística narrada ―que es un acto conceptual posterior o anterior a la experiencia mística misma― habla de muerte en Dios, de deseo de alcanzar la eternidad, de nirvana, de cese de la voluntad, de infinitudes, de paraísos, de cielos y de espíritus, pero nada indica que tales conceptos reúnan y resuman con exactitud en qué consiste ese goce, que, en el acto mismo, en el momento en que ocurre, es inefable, averbal, aconceptual, lo que no significa que deba ser irracional. Se trata, probablemente, de una racionalidad sin conceptos.Esta racionalidad sin conceptos, tan cercana, por otra parte, a la experiencia estética, ha de estar por fuerza antes o después de la racionalidad conceptual de todos los días. Esto es: o la moral primera está en las fuentes de la segunda o, al contrario, la primera es consecuencia de la segunda. Esta última hipótesis se puede formular así: visto que en los tiempos primitivos, en los que la necesidad de alimentación, abrigo, calefacción y seguridad era imperantes y vitales, no habría lugar para una moral de la abnegación que se opusiera a la supervivencia de cada ser. Esta moral primera, ascética y aconceptual, es consecuencia de la evolución del espíritu humano, que cuando estableció condiciones de supervivencia más o menos confortables tuvo entonces tiempo para la piedad, para la abnegación y para la búsqueda de la infinitud. Así, serían mejores estos tiempos para una moral no eudemónica que, pongamos por caso, la Edad Antigua o la edad de la colonización de América. La mística, visto así, sería consecuencia de la lógica. Y, por lo tanto, los estigmas de Francisco tendrían que estar vinculados a la evolución de la racionalidad conceptual del mundo. Serían, por así, decirlo, comprensibles en una sociedad proto-burguesa como la precapitalista italiana del siglo XIII.Esto, evidentemente, es objetable. No sólo porque hay evidencias de experiencias místicas y estéticas en las condiciones más hostiles de la evolución del hombre sino, además, porque nada indica que seamos más abnegados y piadosos en la medida en que vivimos más confortablemente. La moral eudemónica de la gente que habita los países que han alcanzado mayor confort no se convierte mecánicamente en una moral mística; más bien, en general existe una tendencia a defender hostilmente ese confort frente a amenazas políticas o sociales. Por otra parte, el ejercicio de la lógica a nivel individual puede allanar el camino para la asunción de una moral ascética, pero no hay paso de una moral a otra. Cuando Platón en Banquete propone pasar

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de la belleza de este mundo a la belleza en sí el paso se hace mediante un “de repente” visionario, aconceptual, iluminado, místico. No se accede al goce de la mística mediante microscopios, calculadoras o laboratorios. No nos aguarda Dios en la Universidad.Habría que forjar una segunda hipótesis: la moral mística está en el origen de la moral eudemónica. Contra esta presunción se erige un argumento ciclópeo cuya evasión es complicada: una moral de lo no conceptual hubiera paralizado en cualquier momento el universo. Incluso sin hombres, en una moral tal sólo sería imaginable un gozo sin individuos persistiendo, un universo sin tiempo, sin movimiento, sin espacio. Un ser único cuyo ser sea su propio goce. Dios pensando en sí mismo. Dios siendo-el-que-es. Y de una entidad así ¿por que habría de surgir mundo alguno?La larga sombra de Parménides cubre también el problema del origen de la moral: en esta segunda hipótesis la solución del problema de la moral pasa por la discusión del problema ontológico de Parménides. Para Parménides el ser es y de lo que no es no se puede hablar. Más claramente: si Dios existe y es Uno el hombre de la calle no tiene ser porque todo el ser le pertenece a Dios, o habría dos seres, lo cual contradiría la unicidad divina. Así, del ser, de lo absoluto, de Dios, no surge nada. Sólo existiría Dios en su plenitud absoluta y el problema de qué es el mundo es un problema alterno supeditado al hecho de que toda la ontología es propiedad de un Dios cuya naturaleza es pensar en él mismo, pues no habría nada más, ni hombres, ni bestias, ni espacios, ni tiempos capaces de delimitar tal plenitud. Si no surgen hombres, tampoco tendría por qué surgir de Dios en esta visión moral alguna.Pero la presunción de un Dios único y absoluto puede ser solamente un ejercicio de la capacidad abstractiva de nuestra racionalidad forjadora de conceptos. Dios, dicho así, podría ser sólo un concepto, y de un concepto meramente lógico no tendría por qué surgir ontología alguna. Un Dios ontológico tendría que ser lógico y algo más que lógico, tendría que ser algo más que un concepto en la mente de Parménides. Tendría que ser un verdadero sujeto.En esa ontología puede residir el origen de la moral primera. De hecho, el gozo del esteta o del místico sugiere un regreso a una ontología atávica, primitiva, original. Probablemente el gozo de Francisco de Asís en rechazar el confort, el poder, la gloria, el bienestar, la salud y el prestigio sea simplemente un rechazo al devenir y una búsqueda de una ontología sin devenir y sin concepto a la que él perteneció y a la que todos pertenecemos. Desde esta hipótesis la moral primera sería un delicioso volver a casa; y en ese volver el río de Heráclito, el devenir, el mundo, es un mero incidente que se puede ignorar.