Adelantes muchachas/os, por la democracia

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La crisis actual ha tenido, al menos, una cosa buena: nos ha desvelado aspectos importantes del orden político en que vivimos; ha puesto de manifiesto su naturaleza no democrática; ha sacado al primer plano de la actualidad no sólo a los que nos roban y nos han robado nuestro presente y nuestro futuro, ya desde las grandes empresas privadas y los bancos, ya desde las propias instituciones llamadas impropiamente públicas; no solo ha desenmascarado a los ladrones sino a todo un sistema basado en el robo, en la ocupación del Estado por organizaciones basadas en el interés privado, y que ahora se intenta perpetuar por la propaganda y la represión. De este modo, la no existencia de una democracia no solo está en el origen de la crisis actual, sino que es un obstáculo para su superación. En el caso de España, es además el producto de una estafa histórica, la llamada Transición, asumida con vergonzosa complicidad por una parte importante del pueblo español. Desde la Corona hasta el último ayuntamiento, el Estado español debe volver a las manos de sus legítimos dueños: los españoles. Hay que cambiar de raíz las reglas del juego. Hay que empezar a jugar otro juego. Y hay que hacerlo ya. Estos ensayos pretenden ser una contribución para la consecución de la democracia en España.

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Extracto gratuito destinado a promoción de la obra Adelante muchachas/os, por la Democracia del autor Carlos Almira Picazo, publicada por la editorial Enxebrebooks.

Se puede adquirir la obra completa en formato electrónico o papel en http://www.descubrebooks.com

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MANIFIESTO

POR LA DEMOCRACIA

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El sistema económico y político actual se enfrenta a un doble dilema: por una parte, su supervivencia; por otra, su adaptación, es decir, una transformación de aquellos aspectos que hoy amenazan desde

dentro esa supervivencia. El fin de todas las políticas actuales a nivel global, tanto neoliberales como socialdemócratas, es perpetuar el sistema en sus rasgos esenciales, al precio de sacrificar a buena parte de la sociedad civil.

El dilema de la sociedad civil, por lo tanto, es justo el inverso: o bien sacrificarse para que el actual modelo económico y político pueda superar sus contradicciones y perpetuarse, o bien romper con él y cambiar las reglas del juego en sus rasgos esenciales, desde dentro y desde abajo.

Las fuerzas que hoy amenazan al modelo económico y político no están fuera sino dentro de él; le son propias desde siempre, pero solo han empezado a constituir un problema con la globalización: la globalización económica y política ha puesto, por primera vez en la historia, al sistema capitalista ante el dilema de su supervivencia o su desaparición.

Estas fuerzas consisten en dos contradicciones fundamentales: la primera, cómo mantener un equilibrio entre el mercado de trabajo y el mercado de bienes y servicios (es decir, cómo hacer que al menos una parte importante de los trabajadores y sus familias puedan seguir siendo consumidores al nivel que exige el mercado, con sueldos y derechos decrecientes); la segunda, cómo hacer que las empresas logren niveles de eficiencia similares sin destruir (o al menos estrangular con ello, en una competencia cada vez más feroz, mundial, por los mercados) su propia viabilidad.

Estas dos contradicciones no presentaban ningún problema antes de la globalización: la primera, porque el capital podía encontrar abundantes mercados, baratos y sumisos, de trabajadores y materias primas y energéticas, en amplios territorios (África, Asia, casi toda América), aparte del clásico ejército de reserva de trabajadores en sus propios territorios de origen; y mantener así un segundo mercado de trabajo con sueldos y derechos “privilegiados” en los llamados países desarrollados (Europa, América del Norte, Oceanía, Japón), capaz de absorber como consumidores los bienes y servicios producidos, merced a una creciente deslocalización, primero industrial y luego financiera, a unos costes cada vez más bajos, con crecientes márgenes de beneficio.

La segunda contradicción se resolvía separando territorialmente las empresas eficientes, ubicadas en los países ricos, de sus filiales, explotadoras, que se

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apoyaban sobre todo en una baratura de los costes humanos y naturales, en los países pobres.

Naturalmente, a cada situación correspondía un orden político y de Derechos distinto: dictaduras militares o parlamentarias para los países de “bajo coste”, los pobres; y “democracias” (Estados de Partidos), cimentadas en derechos privados sin capacidad política real de la población, anestesiada por la cultura de masas y el consumismo, en los países ricos.

No hay que olvidar que el modelo de democracia vigente hoy en occidente surgió, en sus rasgos esenciales, de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, en un momento histórico en que era urgente dotar de estabilidad institucional a unos países y sociedades arrasados por la guerra, y bajo la espada de Damocles del “comunismo soviético”. Estos sistemas fueron, pues, diseñados para neutralizar cualquier iniciativa de transformación surgida de la sociedad civil, articulando una estructura de dominio eficaz (acaso la más eficaz desde el antiguo Imperio Romano) por parte de las élites de los Partidos Políticos, los Sindicatos oficiales, los Bancos, las Grandes Empresas y los Medios de Comunicación de masas; todo ello bajo el amparo de las organizaciones surgidas de la guerra (fundamentalmente en torno a la ONU, organizada como un Directorio mundial).

Ahora bien, este engranaje ya no es sostenible debido a la globalización del capitalismo. ¿Por qué?

A esto se reduce, en mi opinión, el trasfondo de la crisis actual.

¿Qué hacer? Para los dirigentes económicos y políticos que hoy mandan en el mundo bajo la apariencia legitimadora de la “democracia”, la solución pasa por la supervivencia del sistema político y económico sin subvertir la globalización, esto es, a costa de los derechos y del bienestar de buena parte de la sociedad civil de los países que, hasta ahora, han figurado en la periferia del mundo desarrollado: es decir, los países del sur de Europa, algunos Estados y grupos raciales de los EE.UU. etcétera.

Porque no se puede trabajar como esclavos y seguir consumiendo como clase media; porque no se puede trabajar como esclavos y seguir gozando de derechos, aunque sean solo derechos privados, como ciudadanos; y porque las mismas empresas no pueden ser igualmente eficaces a nivel mundial sin destruirse unas a otras en una competencia feroz por los mercados.

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Para que el actual sistema sobreviva, es preciso, pues, que los trabajadores y la clase media de estos países pasen a ser trabajadores baratos y ciudadanos de segunda; esto es, que asumamos una situación propia de países subdesarrollados, a fin de que los trabajadores y la clase media de los países del norte y centro de Europa, y de los Estados más dinámicos y las minorías raciales privilegiadas de EE.UU., puedan seguir actuando como consumidores y ciudadanos de primera. Correlato de esto, es que las grandes empresas encuentren en los primeros países nuevos viveros baratos de recursos y trabajadores sin derechos y en los segundos, prósperos mercados para sus productos.

Conseguido esto, se habrá superado (de momento) la crisis.

Nuestro dilema, el dilema de la sociedad civil de países como España, es convertirnos en esta nueva periferia subdesarrollada o romper con el sistema económico y político que hoy lucha por sobrevivir a nuestra costa.

Ahora bien, ¿cómo hacer esto?

Primero: hay que tener muy claros los objetivos. Aquello que es parte del problema no puede ser parte de su solución; los Estados de Partidos (seudodemocráticos) surgidos de la Segunda Guerra Mundial son parte del problema. Y por cierto, son un obstáculo formidable entre otras cosas, porque solo se dejan transformar desde dentro de sus propias estructuras y reglas de juego, diseñadas entre otras cosas para neutralizar cualquier iniciativa de cambio surgida de la sociedad civil. Porque la sociedad civil solo existe para estas “democracias” como un vivero de votos y como un sujeto de derecho privado.

Teniendo en cuenta esto, es preciso articular el natural descontento de la sociedad civil en un movimiento político capaz de entrar en las instituciones, con una idea muy clara: el primer objetivo es transformar el Estado de Partidos en una Democracia Real; dados los medios con que cuenta el Estado, esto es

El objetivo fundamental y primero es crear un movimiento político capaz de disputar a los actuales partidos del sistema, el poder político

dentro del Estado

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imposible lograrlo desde fuera; por otra parte, como la sociedad civil es una realidad humana plural, dicho movimiento debe articularse desde esta pluralidad, es decir, aglutinando en base a unos objetivos mínimos que sean asumibles por todas aquellas personas que, ante el dilema entre el sistema político y económico actual y los derechos y el bienestar de los ciudadanos, se incline inequívocamente por estos últimos.

Esto, naturalmente, no debe ser incompatible con una creciente movilización del descontento, con un movimiento pacífico pero firme y creciente, de desobediencia civil al que se sumen cada vez más, sectores de la sociedad.

En segundo lugar: hay que optar por la ruptura con las actuales instituciones en lo que estas tienen de antidemocrático, lo que a la postre significa transformarlas (a nivel nacional y Europeo) en otras completamente nuevas. Puesto que la amenaza es global, la respuesta no puede ceñirse a las fronteras nacionales.

Ante la tesitura de permanecer dentro de esas instituciones en las actuales condiciones o quedar fuera, no puede haber ninguna duda: salir; más teniendo en cuenta que el sistema no puede sobrevivir sin esa nueva periferia, ni él ni sus instituciones actuales.

¿Y luego? La democracia.

La denuncia del pago de cualquier deuda privada.

La creación de una Banca Pública.

La socialización de los beneficios y la privatización de las pérdidas.

Y el fin duradero de la crisis.

¡Adelante muchachos y muchachas, por la Democracia!

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OLIGARQUÍA Y DEMOCRACIA:

EL CASO DE ESPAÑA

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A partir de la Revolución Francesa se hizo cada vez más difícil en occidente, justificar el ejercicio del poder de uno solo (monarquía) o de unos pocos (oligarquía). Esta tendencia histórica en la cultura

política occidental se reforzó tras la derrota del fascismo y del nazismo en 1945, y tras el derrumbe del modelo soviético (aunque de un modo aún demasiado ambiguo y abierto, como demuestran los casos de China o algunas países periféricos al gran capitalismo, por no hablar del mundo islámico).

Así, por una serie de vicisitudes históricas, más que por una voluntad o una convicción profunda y consciente de la sociedad civil, la Democracia se ha convertido en el único paradigma político, al cual las elites de los distintos Estados se suscriben sin rubor para justificar su ejercicio del poder. En este sentido puramente negativo, la Democracia se ha convertido hoy en el único discurso legitimador viable para las distintas formas de ejercer el poder, más o menos oligárquicas. Pues la política y la capacidad de influir en los asuntos de la sociedad y del Estado sigue siendo, también en los llamados regímenes democráticos (parlamentarios, constitucionales, etcétera), asunto exclusivo de unos pocos. En el mejor de los casos, además de ser un discurso legitimador, la Democracia se ha convertido hoy en un horizonte deseable al que aspira, y se aproxima en mayor o menor medida, la sociedad civil o incluso una parte (la más moderada y razonable) de la clase política de algunos países.

En cualquier caso, y quizás salvadas algunas raras excepciones, la Democracia sensu stricto como sistema político, no existe hoy por hoy en ninguna parte, y no ya la Democracia Directa sino la llamada Democracia Indirecta o representativa. Por otro lado, allí donde surgen o se mantienen otras ideologías justificadoras del poder político (como el Islam, el Comunismo, el Nacionalismo, etcétera), en la periferia del llamado mundo desarrollado, la Democracia es claramente un discurso legitimador como democracia del pueblo, de la comunidad nacional, religiosa, etcétera.

En resumen: el poder político sigue siendo asunto de unos pocos, aunque ya no pueda justificarse como tal, sino recurriendo a la idea de una participación y de un consenso de la mayoría de la sociedad más o menos imaginario, muchas veces con el asentimiento pasivo y tácito de esa mayoría. Pero incluso en los regímenes parlamentarios y constitucionales, que gozan de un cierto sistema de libertades, como en el caso español, los partidos y otros grupos de poder dispersos en la sociedad civil siguen funcionando con los clásicos mecanismos oligárquicos tan bien descritos en su día por Robert Michels; y en último

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extremo, tienden a realizar una política no razonable, imponiendo sus propias cosmovisiones si cuentan con la mayoría parlamentaria para ello, sin tener en cuenta la pluralidad de cosmovisiones razonables que hay en la sociedad civil (Jhon Rawls). Pero ni siquiera solo por estas restricciones se puede hablar aquí de ausencia de Democracia, pues concurren además otros factores que, para el caso de España paso a describir.

Si definimos la Democracia como un sistema político basado en el poder real del pueblo para elegir y remover (por medios legales y pacíficos) a sus gobernantes, y como un Estado apoyado en la división real de poderes, entonces tenemos que concluir que tal régimen no existe en España. El régimen político que ha sustituido aquí a la Dictadura de Franco, incólume hasta la fecha como trataré de demostrar, es una OLIGARQUÍA. Antes de entrar a explicar el porqué de esto, y sus graves consecuencias actuales, es preciso aclarar los términos.

Quien escribe esto asume de antemano cualquier crítica fundada, bien o mal intencionada, convencido de que no está en posesión de ninguna verdad incuestionable, sino todo lo contrario.

Entiendo por Democracia, pues, un tipo de Estado en el que los ciudadanos tienen alguna clase de influencia real sobre el gobierno, y en el que los distintos poderes del Estado (al menos, los tres poderes clásicos descritos por Montesquieu, especialmente el poder Judicial) se contrapesan realmente, equilibrándose y ajustando así el funcionamiento de las decisiones de quienes detentan el poder al principio del Derecho.

Esta concepción de Democracia se ajusta a su sentido antiguo, en la tradición de Rousseau, y no solo a su sentido moderno, en la tradición de Locke: es decir, considera que los ciudadanos no son solo individuos, sujetos privados con obligaciones y derechos, libres en su vida particular, en la manifestación de sus opiniones, sus pensamientos, en el disfrute lícito de sus propiedades, etcétera. Entiendo que, para que pueda hablarse de una Democracia, los ciudadanos no solo deben gozar de un régimen de libertades que garantice el ejercicio de sus derechos (y obligaciones), sino que han de ser también sujetos políticos, en el sentido antiguo, público, del término polis.

Es decir, han de tener la capacidad real de determinar, hasta cierto punto al menos y según el juego consensuado de las mayorías, la marcha política cotidiana de los asuntos públicos.

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Para que este segundo requisito se cumpla no hace falta una Democracia directa, asamblearia, etcétera, hoy ciertamente inviable. Es suficiente con que los electores tengan la capacidad real de controlar e influir en los elegidos (sus representantes), al menos en un doble sentido: primero, mediante la elección real y desde abajo, de dichos representantes políticos, en todos los niveles del Estado; y segundo, mediante el seguimiento y el control real de sus decisiones.

Con lo anterior se relaciona claramente la división de poderes, que deben tener orígenes y funciones, distintos y delimitados. Ahora bien, ninguna de estas dos condiciones se da en España que, hoy por hoy y desde la muerte de Franco, se ha consolidado como un sistema oligárquico.

Lo que le da una apariencia de Democracia a nuestro sistema político (y seguramente también, a los de otros muchos Estados occidentales avanzados), es el régimen de libertades del que, indiscutiblemente, disfruta la población española tras el fin de la Dictadura.

Entre estas libertades está la de votar cada cuatro años al partido político que cada ciudadano considera oportuno. Sin embargo, este derecho al sufragio universal no es ni siquiera una sombra de un derecho político real.

Sin querer extenderme sobre este punto, por considerarlo obvio, apuntaré a modo de ejemplo que nadie elige aquí a los candidatos, sino que solamente los ratifica, desde los concejales hasta el presidente del gobierno. Por otra parte, es obvio que en nuestro sistema político (y tal aspecto puede verse en la Constitución oligárquica de 1978 y, lo que es más importante, en el día a día del

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funcionamiento real del mismo), el único poder real es el ejecutivo, no solo por su monopolio de facto de la iniciativa legislativa, sino por los mecanismos de selección de los principales cargos del Poder Judicial (Fiscal General del Estado, miembros del CGPJ, miembros del Tribunal Constitucional, etcétera). Más allá de las meras intenciones, no existe en España una auténtica división de poderes, ni una participación real de los ciudadanos en las decisiones políticas. Es decir, no hay un régimen democrático en España, aunque sí un amplio sistema de libertades en el plano de la vida privada, en la tradición de Locke.

Entiendo por Oligarquía u Oligocracia un sistema político en el que el poder y las decisiones están en manos de unos pocos. En este sentido, es obvio que España es una Oligarquía u Oligocracia: desde la selección de los candidatos (la elaboración de las famosas listas electorales), hasta la toma de decisiones por el juego mecánico de las distintas asambleas: concejales, diputados autonómicos, diputados nacionales. Todas las opciones son tomadas por una élite, que es la que en cada momento domina los partidos políticos. Los ciudadanos solo ratifican o desmienten, in extremis, a los candidatos elegidos siempre desde arriba (pese a la apariencia de Congresos e Instituciones democráticas que cumplen una función legitimadora de los propios partidos políticos). Por otra parte, el sistema de portavoces de grupo garantiza que todas las votaciones son realizadas en bloque por los diputados, senadores, etcétera, en función de las directrices que en cada caso da esa minoría (oligarquía) que controla el partido. Si alguien no se atiene a esto es inmediatamente penalizado por la organización, que se considera –y lo es– la única y auténtica depositaria del voto, no siendo incluido en las próximas listas electorales, o incluso siendo expulsado de su formación. En este sentido, no es el Gobierno (la Banca Azul) quien depende del voto de su grupo de parlamentarios, sino que es cada parlamentario el que depende, para ser incluido en las próximas listas electorales, de la oligarquía de su partido, entre las que suelen ser miembros destacados los propios miembros del gobierno. Esto, con matices, se puede hacer extensible a otros niveles representativos del Estado.

Así pues, todas y cada una de las decisiones políticas están en todo momento en manos de la minoría que detenta realmente el poder en España. La Democracia, aparte del disfrute del régimen de libertades y derechos (y obligaciones) del que indudablemente gozan los ciudadanos, solo existe en España como un discurso legitimador de la Oligarquía, la Oligocracia, que es nuestra verdadera y oculta

Oligocracia, nuestra verdadera y oculta forma de estado

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forma de Estado.

¿Por qué y cómo se estableció en nuestro país un sistema Oligárquico tras la muerte del General Franco? ¿Cuáles son las consecuencias más importantes para el presente y el futuro que cabe esperar de esto? A la primera pregunta puede responderse así: la Oligocracia se estableció en España tras la muerte de Franco porque quisieron los propios españoles. Aunque resulte paradójico, el responsable de que aquí no exista ni hayan perspectivas de alcanzar una tal Democracia, es el propio pueblo español.

¿Por qué la inmensa mayoría de nuestra sociedad se conformó y se conforma aún hoy con este régimen político, y qué obtiene a cambio de esa dejación de su participación real en las decisiones públicas?

A la primera cuestión cabe responder que la sociedad española que asumió las formas y el resultado de la llamada Transición Democrática fue moldeada, a grandes rasgos, bajo el segundo franquismo, es decir, a partir de las grandes transformaciones sociales, económicas y mentales que marcaron los últimos años de nuestra década de los cincuenta. Los años del llamado desarrollismo franquista. Sin entrar en detalles, a partir de estos años se puede decir que en la práctica totalidad de los grupos sociales, penetraron y se cimentaron valores comunes en torno a las ideas de orden, paz, estabilidad, y disfrute material y personal en la vida privada civil. Es decir, la sociedad española que asumió y consolidó–no siempre con su pasividad–la Transición, no deseaba un espacio público de decisión que funcionase realmente como tal, es decir, un Régimen Democrático, sino un marco institucional que le permitiera disfrutar de sus libertades y derechos. Incluida la ilusión de su libertad política.

La sociedad española, razonable, moderna y pacífica moldeada desde los años sesenta, cedió pues, su soberanía (reconocida formalmente en la Constitución Oligárquica de 1978) a la oligarquía de los Partidos. En otros niveles de la vida, a las cambiantes élites de Sindicatos, Empresas, Medios de Comunicación de Masas, etcétera.

A cambio de que estas minorías administrasen sin rendir cuentas al marco institucional –salvo en los casos extremos en que se vulnerara la Ley–, debían garantizarse el disfrute de esos derechos y libertades en la vida civil. Este, y no otro, fue el pacto fundacional del nuevo Estado surgido en España tras la muerte de Franco.

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Los hitos de este acuerdo de fondo entre la sociedad civil –voluntaria y complacidamente desmovilizada–, y los nuevos oligarcas, son de sobra conocidos. El ascenso de Suárez, la Ley para la Reforma Política, las legalización de los Partidos Políticos, las primeras Elecciones “Democráticas”, los Pactos de la Moncloa, el ascenso del PSOE; y cada uno de estos hitos puede verse y explicarse a la luz de todo lo anterior, y en contra de la interpretación dominante de una transición modélica desde un régimen autoritario y unipersonal, a un régimen democrático en España.

Por otra parte, la lógica oligárquica se ha consolidado –con idéntica apariencia democrática–, en todos los niveles de la sociedad, como queda dicho, desde los sindicatos hasta los grandes grupos y medios de comunicación, la universidad, etcétera.

El requisito básico para el funcionamiento de este sistema es el flujo continuo de recursos y libertades de arriba abajo, y el flujo, como contrapartida, de soberanía de abajo arriba. Es decir, el intercambio de trabajo, subsidios, orden público, pensiones, becas, libertades privadas, etcétera, por capacidad política real. Mientras las dos partes del acuerdo de esta especie de contrato social cumplan, el sistema será estable y la única pugna posible será dentro de él, entre los partidos políticos y sus organizaciones afines, extendidas por la sociedad civil. De paso, se subrayará cada vez más nítidamente, la separación entre las dos partes: por un lado, las élites con capacidad de influencia pública; y por otro, la sociedad civil estabulada en el ámbito privado.

Lo único que puede poner en entredicho el funcionamiento de sistema oligárquico en España –cuya forma institucional por cierto, es la Monarquía Parlamentaria–, es que una de las dos partes, o ambas, dejen de cumplir el trato: bien por una crisis de recursos, bien por una transformación de los valores y la mentalidad sociales. Solo cuando la sociedad civil vea peligrar su bienestar y sus libertades (por ejemplo, por una crisis económica), o cuando, por alguna razón, reclame una participación real en los asuntos públicos, se verá el sistema político oligárquico amenazado. La minoría nunca dará voluntariamente el paso hacia la Democracia.

Hasta entonces, la democracia necesaria y suficiente en España será la que ahora existe, es decir, un régimen de “bienestar” y libertades reducido al ámbito privado, y que ha de servir de discurso legitimador de la Oligarquía. Tal vez algo parecido pueda decirse de otros muchos países.

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