Adolfo Briceño Picón - El tirano aguirre

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ADOLFO BRICEÑO PICÓN Biblioteca Virtual de Dramaturgia Venezolana Tintateatro 1 EL TIRANO AGUIRRE (Drama nacional de gran espectáculo en tres actos) Representado por primera vez en el Teatro de Mérida, el 30 de diciembre de 1872, y repetido el 6 de enero de 1873.

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Drama nacional de gran espectáculo en tres actos

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EL TIRANO

AGUIRRE (Drama nacional de gran espectáculo en tres actos)

Representado por primera vez en el Teatro de Mérida,

el 30 de diciembre de 1872, y repetido el 6 de enero de 1873.

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Personajes:

CORA, joven peruana, hija de Lope de Aguirre.

LA TORREALBA, su aya.

DON PEDRO DE URSÚA. General. Jefe expedicionario en demanda de El Dorado.

DON ARTURO DE VILLENA. Coronel.

LOPE DE AGUIRRE, oficial aventurero de la expedición.

ANTÓN LLAMOSA, oficial aventurero.

CRISTÓBAL DE CHAVES, soldado.

BALTASAR CORTÉS, soldado.

DON FERNANDO DE GUZMÁN.

Un Oficial del Ejército de Mérida.

El Verdugo.

Ejército Español.

Conjurados.

La escena pasa en los Brasiles, en la Isla de Margarita y en Barquisimeto, por los años de 1560 a 62, época de la famosa expedición en pos de El Dorado o país de los Omeguas.

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ACTO PRIMERO

La Conspiración

(Campamento de los Españoles a orillas del Marañón o Amazonas. De fondo se ve bajar el caudaloso río hasta el segundo término del escenario; en donde forma un ángulo dirigiéndose a la derecha. A la orilla izquierda del río rocas escarpadas de granito, dominando la que está situada en el codo del río, a la que subirá Arturo en la última escena. Al lado izquierdo del escenario tiendas que se prolongan y pierden en el fondo. Es de noche: la luna llena ilumina el paisaje, preparada la tramoya de tal modo, que en su oportunidad se vaya cubriendo de nubes, hasta que desaparezca del todo, dejando completamente oscura la escena.)

Escena I

(Cristóbal de Chaves, a orillas del río, luego Baltasar Cortés, ambos embozados en sus capas.)

CHAVES.-

¡Qué calma reina en este sitio!... ¡Por Satanás! Parece que todos duermen tranquilamente… sólo se sienten, allá a lo lejos, las voces de los centinelas del campamento; y aquí el blando oleaje de este caudaloso mar de agua dulce, que llaman Orellana o Amazonas… ¡Cuán blandamente se deslizan sus cristalinas aguas!... ¡Eh Marañón! cuánto se deleita mi vista al contemplarte, y mucho más aquel que sabe que, por tu curso, irá hasta la codiciada tierra del Dorado… esa tierra de manantiales de oro y pedrerías, por la que tanto han trabajado en hallar los hijos de Castilla… ¡Ah! qué

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felices hemos sido al dejar el suelo del Perú, que está ya estéril de riquezas, para venir en busca del codiciado Dorado, cuna de los Indios Omeguas… ¡Voto a cribas! que hemos sido bien afortunados… Pero aún no hemos llegado y ya empiezan las conspiraciones… Hoy nada menos…

(Viendo a Cortés que sale embozado en su capa de una tienda)

¡Eh!... ¡Un embozado!... (Ocultándose un poco)

CORTÉS.-

(Observando la escena) ¡Nadie!... ninguno aún en el sitio convenido… (Viendo a Chaves, se emboza más) Un hombre allí…

CHAVES.-

(Aparte, ocultándose más) ¡Este hombre aquí!... No creo que sea de los nuestros… ¿qué querrá? Le daré el alerta y si no contesta… (Llevando la mano al puñal)

CORTÉS.-

(Adelantándose y reconociéndole) ¡Cristóbal de Chaves!…

CHAVES.-

(Lo mismo) ¡Baltasar Cortés!...

CORTÉS.-

¡Y qué!... ¿retrocedéis de mi vista? ¿Os espantáis de verme en este sitio?

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CHAVES.-

Sí… y mucho.

CORTÉS.-

¿Y por qué, camarada?... ¿creéis, Chaves, que no estoy iniciado en la conspiración que se trama esta noche contra el General Don Pedro de Ursúa?

CHAVES.-

(Aparte) Todo lo sabe… ¡vive Dios!... ¿si estaremos descubiertos?

CORTÉS.-

Nada temáis, amigo mío; acercaos… estáis temblando como un cobarde… ¡Por Santiago! ¿Creéis que no soy de los vuestros? ¿Creéis que no tengo ambición? Muy mal me juzgáis, por cierto. ¿Pensáis que si salí del Perú, fue para ser siempre un miserable soldado?... Seríais un insensato al creer que en mi pecho no existe también esa llama fulminante que hace la felicidad o la desgracia del hombre: ¡la ambición!...

CHAVES.-

(Sacando el puñal) ¿Pensáis engañarme, miserable?... ¿Vos en una conspiración como ésta? Es una cosa enteramente increíble… (Abalanzándosele) ¡La señal! Y si no preparaos a morir. ¿Quién vive?

CORTÉS.-

(Con prontitud) Los Marañones.

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CHAVES.-

(Lo mismo) ¿Qué piden?

CORTÉS.-

¡La cabeza de Ursúa!

CHAVES.-

¿Quién le sucederá en el mando?

CORTÉS.-

¡El Demonio!... o lo que es lo mismo, Lope de Aguirre.

CHAVES.-

(Guardando el puñal) Esto es… perdonad, si he creído que erais un espía. No estaba en cuenta de que vos fueseis también un conspirador… ¡Por Cristo! Que si no dais tan pronto la señal, ya hubierais ido a parar al infierno, pues no sé a qué otra parte vayan los que mueran en esta noche de diabluras… Pero, hablemos más bajo, camarada; porque pueden oírnos.

CORTÉS.-

Tenéis razón; ya veo que no habéis perdido nada de vuestro antiguo carácter; ¡sabéis ejecutar vuestro papel a las mil maravillas! ¡Chaves! Nada habéis perdido de vuestro natural reservado en estas aventuras… ya reconozco al endiablado conspirador de Lima.

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CHAVES.-

Pero vos estáis completamente cambiado… En Lima hacíais el papel de espía, soplando al oído de los alguaciles del Marques de Cañete nuestras travesuras; y hoy os encuentro mesclado en una conspiración bien atrevida. Viéndolo bien, habéis dejado vuestro papel, a fe mía, amigo mío.

CORTÉS.-

Cierto, que es así; pero, ¿qué queréis, Chaves? Nuestra vida de aventuras es como los climas del mundo por donde vamos… unas veces nos hallamos en los fuegos de los trópicos; otras en las zonas intertropicales; y otras en los rigurosos hielos de los polos… En Lima era en Lima; y aquí nos hallamos en las riberas del Marañón… En el Perú sacaba provechos haciendo el papel de espía, andando tras los oidores y virreyes, y lo ejecutaba brillantemente; y aquí hago el papel de conspirador, y creo que lo ejecutaré perfectamente, como os lo probaré en su oportunidad. Y no podría ser de otro modo, camarada, porque desde que salimos del Perú, las cosas han cambiado extraordinariamente. Su Excelencia, el Sr. Marqués de Cañete, Don Andrés Hurtado de Mendoza, nos ha enviado a una expedición a los Brasiles, a estos países de bárbaros, en pos del Dorado, sin tener en cuenta que, entre los que componen dicha expedición, hay hombres inquietos y revoltosos… A Lope de Aguirre, el domador de potros del Perú, el fiero conspirador de Lima, el que tiene pacto con el diablo, según dicen, se le ha antojado fraguar una conspiración que habrá de estallar esta noche, contra el Jefe del ejército, el General Don Pedro de Ursúa, el cual será decapitado, para poner en su lugar a Don Fernando de Guzmán, el hijo de un veinticuatro de Sevilla, y a Lope de Aguirre por su Maestre de Campo… Ya veis, amigo mío, cómo estoy perfectamente instruido en todo el asunto, y no debéis desconfiar de mí. ¡Pobre General Ursúa!, mejor le hubiera ido quedándose en el Perú, o en el Nuevo Reino de Granada, del que fue conquistador. Su nombre habría ya sonado como el de un héroe por todas partes.

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CHAVES.-

Pero el pobre ha caído en malas manos; y el sol de mañana no será visto por él… Yo te lo juro, por Satanás, amigo Cortés.

CORTÉS.-

Este ejército, de que es Jefe, en número de cuatrocientos hombres, está compuesto de los individuos más corrompidos de Lima… ¿Y creéis creerlo? Soy de opinión de que el Marqués de Cañete, Virrey del Perú, tuvo la feliz idea de enviarnos en demanda del Dorado, que, tal vez es una quimera, para purgar su virreinato de tantos bandidos.

CHAVES.-

¿Quimera del Dorado? ¡Qué insensato sois!... ¿Y las pruebas tan evidentes que se tienen de su existencia? Muchos indios, dignos de fe, nos han asegurado que el Dorado es una realidad.

CORTÉS.-

(Burlándose) Sí, que las montañas de esta bendita tierra son de oro purísimo: y que el rey o casique, como lo llaman estos bárbaros, se daba baños de oro en polvo todos los días… ¡Por vida mía! ¡Cómo nos vamos a reír con semejante mamarracho… qué figura!

CHAVES.-

Felipe de Utre, a pesar de todos los informes que adquirió sobre el Dorado, no pudo dar con él; pero fue por falta de conocimientos geográficos, y nosotros nos vamos provistos de todo, y podemos abrigar grandes esperanzas de regresar al Perú colmados de riquezas.

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CORTÉS.-

Me río de vuestra credulidad… yo estoy convencido de que el virrey Cañete no tuvo otro objeto, al intentar esta expedición, sino el de deshacerse de tanto malvado que le importunaba.

CHAVES.-

Bien puede ser, camarada, que ese haya sido también el motivo, pero no el único. El Marqués de Cañete es un hombre astuto.

CORTÉS.-

Y si no os convencéis aún, voy a probároslo. ¿Quiénes son los que componen este ejército? ¡Por Cristo! Que no hay a quienes distinguir en él, sino a nuestro General Don Pedro de Ursúa, a su teniente Juan de Vargas, y al joven Arturo de Villena… Y a propósito de este nombre… ¿no sabéis, amigo mío, lo que ocurre?

CHAVES.-

No sé nada, si vos no me lo decís.

CORTÉS.-

Pues se dice que el joven Arturo está locamente enamorado de la bella Cora, la hija de Lope de Aguirre.

CHAVES.-

¡Desgraciado!

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CORTÉS.-

¿Y por qué? El de Villena es un joven apuesto, muy cortés, y un cumplido caballero… De seguro que ella le ama; tanto más cuanto que Cora, según dicen, es la hija de una pobre india… y su padre, Lope de Aguirre, el domador de potros de Lima.

CHAVES.-

No lo digo por eso, sino…

CORTÉS.-

¡Ah! ¡Ya caigo! Soy un camueso… En efecto: el Coronel Arturo de Villena no pertenece a nuestro bando.

CHAVES.-

Y además: ¿no sabéis tampoco que Aguirre va a ofrecer la mano de su hija al de Guzmán, con tal de que éste le entregue el ejército?

CORTÉS.-

¿De veras?... ¿Al hijo de un veinticuatro de Sevilla?

CHAVES.-

Como lo estáis oyendo: acabo de saberlo.

CORTÉS.-

¡Silencio! Hacia aquí se dirigen dos hombres embozados.

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AGUIRRE:-

¡Marañones!

Escena II

(Dichos, Lope de Aguirre y Antón Llamosa, entrando de brazo por el fondo, vienen conversando)

ANTÓN.-

(Desde el foro) ¿Y creéis, Lope, que consentirá?

AGUIRRE.-

Así lo espero, y si no, ya verás. (A Chaves y a Cortés al bajar la escena) Sois muy cumplidos compañeros: habéis concurrido al punto de reunión como os lo había indicado. Los demás conjurados aguardan a orillas del río y cerca del campamento, donde he dispuesto que os apostéis tras las rocas más escarpadas. Id a reuniros a ellos; mas debo advertiros que he variado el alerta, como acostumbro hacerlo cada media hora… A la voz de <¿quién vive?> responderéis <caballero nocturno>, y así no seréis sospechosos de los demás compañeros… Ya podéis retiraros… ¡Audacia y sangre fría! (Salen por la izquierda del fondo Chaves y Cortés)

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Escena III

(Lope de Aguirre y Antón Llamosa, -éste cabizbajo y pensativo-)

AGUIRRE.-

(Dando una palmada a Antón en el hombro) ¿Y qué haces, socarrón?... ¡Vive Dios! que te veo, Antón, tan preocupado y con aspecto tan ajeno de los momentos en que estamos, que a fe no te conozco. A no dudarlo, meditas alguna objeción que hacerme… Habla, bribón, que eres mi viejo compañero.

ANTÓN.-

(Alzando la cabeza) Lope, siempre he sido tu cómplice: recuerda el juramento que te hice en otro tiempo, prometiéndote amistad eterna; y el cual no he quebrantado jamás… y ¡voto al Diablo! Ahora más que nunca, puedes juzgar si lo cumpliré hasta el fin. Como siempre me consultas en todas tus marañas e intrigas, quiero darte mi opinión en este asunto. La conspiración que has tramado es atrevida, arriesgada, decisiva; y por lo mismo, creo debe premeditarse mucho para prever sus consecuencias en caso adverso. He reflexionado un tanto, y creo que no es prudente poner en cuenta del plan de conspiración al joven Guzmán… Por tano opino, que aprovechemos el momento en que todos duerman, para poner fuego a las tiendas; y cayendo a la vez sobre el ejército, a favor del tumulto y la confusión, nos sea más fácil apoderarnos de Ursúa, así como de Juan de Vargas; y una vez en nuestro poder, podremos ya entrar a deliberar acerca del género de muerte que deba dárseles…

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AGUIRRE.-

Eres, mi buen camarada, un hombre admirable, en la concepción y desarrollo de un plan. De hoy más reconozco a mi antiguo compañero de travesuras en Lima, con las que tanto inquietábamos al de Cañete… Pero, a pesar de todo esto, tengo de hacer algunas modificaciones a tu excelente plan… Los conjurados estamos en minoría, y no es difícil que nos arrollen y que nos lleven mil legiones de demonios… Oye, Antón amigo… el medio que te indico puede dar mejores resultados. Nuestro presunto príncipe Guzmán, ese hijo de un veinticuatro de Sevilla, es un oficial de grande influjo en el ejército; y, por consiguiente, su nombre hace falta en nuestras filas: sabes también que ese tunante está perdido de amores por mi hija Cora; y no dudo que él sacrificará no digo la vida, sino hasta su honra en esa pasión. Además, le ofreceré nombrarle cabo del ejército, y en seguida príncipe del Perú, cuando demos la vuelta a esa rica comarca, dejando a un lado la quimera del Dorado, que es el sueño de los necios… Posesionados del Perú, nos apoderamos de nuestro Príncipe: hacemos de él lo que acostumbramos con lo que estorba; y luego veremos a la nobleza entera, a esos señores privilegiados que se creen los únicos hijos de Dios, rendidos a nuestros pies y humillados ante los hijos del pueblo… No temas que el tonto de Guzmán nos delate; yo he previsto el caso… Recuerda, mi buen Llamosa, que tengo especial gusto en la complicación de estos enredos… y a fe de Lope de Aguirre, mi puñal está dispuesto para dar cuenta de todo el que se me oponga. En Lima conspiraba por ambición, por placer y por venganza… ¡y cuántas veces no me he visto bajo el dogal, y siempre me he escapado de él!

ANTÓN.-

Tanto, que por eso dicen estás poseído del demonio y… ¡vive Dios! que lo creo puesto que pudiste escapar el pellejo en aquel asuntillo de Charcas, cuando enviamos a mejor vida a Don Alonso de Inojosa, y de otros lances no menos serios.

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AGUIRRE.-

¿Todavía recuerdas eso?... de los muertos no hay para qué hacer mención… Yo he obrado y obro siempre por mi propia conveniencia. Los nobles, Antón, han querido convertir al sencillo labriego de Oñate en un bandido, ¡y lo han alcanzado! Cuando salí de España sólo tuve la mira de tantos aventureros que se lanzaban a la naciente América a hacer fortuna… pero los nobles me han perseguido siempre, y no han consentido que el pobre domador de bestias deje su penoso oficio para adquirir una posición más elevada… Dotado yo de un espíritu domador y turbulento, con el alma henchida de ideas de libertad e independencia, no he podido consentir jamás en vivir subyugado bajo la mano de hierro de esos oidores y virreyes, que nos envía el idiota Felipe II, rey de Castilla y de las Indias. Yo, sin embargo, no fui jamás malhechor en mis montañas de Viscaya; pero vine a las Américas; tenía ambición: quisieron ponerme freno y no lo consentí. He aquí, mi viejo camarada, por qué soy ahora un bandido; he aquí por qué me he declarado en guerra abierta contra los nobles, a quienes odio con toda mi alma… Por otra parte, mi ambición no tiene límites: quiero poseer los espléndidos palacios de esos poderosos señores; quiero verlos humillados a mis plantas… ¡quiero, en fin, Antón, ser virrey del Perú, para que en el obscuro y humilde labriego montañés, el despreciado domador de potros en Lima se siente en el suntuoso estrado de Su Excelencia el poderoso señor Marqués de Cañete!

ANTÓN.-

(Aparte) ¡Virgen de Atocha! ¡Este maldito es capaz de hacerlo como lo dice!... (Alto) ¡Ten cuidado, Lope, que puedes, al fin, caer en el garlito!...

AGUIRRE.-

(Con arrogancia) ¿Y qué me importa a mí eso?... hay ciertos temples de alma en las sociedades que no se avienen nunca con la mediocridad, y para los cuales la disyuntiva es forzosa… ¡vivir en la grandeza o morir!

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Pues bien, yo moriré, si así lo quiere el diablo; pero al sucumbir arrastraré al género humano, mi feroz enemigo… ahora mismo pongo en cuenta al de Guzmán de la conspiración… Si no acepta… (Descubriéndose el justillo, y mostrando en el pecho una ancha y enorme daga): este puñal dará cuenta de su vida, y entonces soy enteramente de tu mismo parecer. Es indispensable que la conjuración estalle esta noche, porque todo está preparado para ello.

ANTÓN.-

¿Y la joven Cora aceptará la mano de Guzmán?

AGUIRRE.-

Mucho sentiría su repulsa. Sí: tú sabes con qué ternura amo a mi hija, para que puedas comprender lo doloroso que será verme forzado a violentarla.

ANTÓN.-

¿Ignoras, Lope, que tu hija ama al Coronel Arturo de Villena?

AGUIRRE.-

Lo sospecho, y trataré de hacerla desistir de esa locura; porque si no condescendiese a mis instancias…

ANTÓN.-

(Cruzándose de brazos con maligna provocación) ¿Qué harás?

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AGUIRRE.-

¿Qué haré? ¡Ah, Antón! No supongas eso, porque sufriría horriblemente. ¡Oh, sacrificar a Cora!... ¡pobre hija mía!... ¡Pero no! ¡es preciso ahogar este afecto entrañable que siento por ella! Hasta ahora nadie ha osado contrariarme, y… ¡desgraciado el que lo intente!... Lope de Aguirre no ha retrocedido jamás, cuando se propone algún objeto, ante cualquier obstáculo que se le presente, por insuperable que parezca! (Dirigiéndose hacia el fondo) Voy, voy a ver a Guzmán, y en seguida a Cora.

ANTÓN.-

(Volviéndose a él) Aguarda un instante… ¿en qué punto habremos de reunirnos luego?

AGUIRRE.-

Tras las rocas de la ribera izquierda del río, donde están apostados los demás compañeros.

ANTÓN.-

¿Dentro de cuánto tiempo?

AGUIRRE.-

Dentro de dos horas a lo sumo daremos el golpe de cualquier modo. Parte a mantener en continuo alerta a nuestros fieros marañones, y cuida de que todos estén preparados.

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ANTÓN.-

Confía en mí.

AGUIRRE.-

Ánimo y resolución… El grito de rebelión será: < ¡Muera Ursúa! ¡Viva el príncipe Guzmán! ¡Vivan los Marañones!... >. (Riendo ambos con burla) ¡Ja! ¡ja! ¡ja!... (Saliendo por el foro)

ANTÓN.-

(Siguiéndole) ¡Vivan! ¡ja! ¡ja! ¡ja!...

(La luna, en toda esta escena, se cubrirá a menudo de celajes, volviendo luego a reaparecer en todo su brillo. Uno que otro relámpago fugaz en el horizonte anuncia el principio de lejana tempestad.)

Escena IV

(Arturo de Villena, que ha aparecido al final de la anterior escena oculto entre las rocas del fondo, viene también embozado en su capa y trae debajo de ésta un laúd)

ARTURO.-

(Solo) Si no me engaño, estos hombres misteriosos que de aquí se alejan, son el execrable Lope de Aguirre y Antón Llamosa, digno escudero, autor y cómplice de esa larga cadena de crímenes que horrorizan la naturaleza… Apenas he escuchado sus últimas palabras: <Viva el príncipe Guzmán>,

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<Vivan los Marañones>, ¿Qué significan esas palabras siniestras? ¿Guzmán príncipe? ¿El hijo de un veinticuatro de Sevilla… un pobre hidalgo, que no posee más título que el de su padre? ¡Por vida mía!, ¡que ciertamente es cosa de risa! ¡Y hasta esos dos monstruos lo comprenden porque ellos también han reído de tan ridícula extravagancia! ¿Qué quiere decir esto?... La entrevista misteriosa de estos hombres… a estas horas… en este apartado y solitario lugar… las palabras significativas y burlescas que han proferido con risa estúpida… ¿Tramarán esos hombres algún motín, alguna rebelión de esas con que han marcado siempre en el Perú todos los pasos de su vida aventurera y criminal? ¿Cómo es que no se ha apercibido de estos manejos el prudente general Ursúa? ¡Todo debe temerse de estos hombres inquietos y turbulentos! ¡Redoblemos de vigilancia! ¡Ah, imprudente marqués de Cañete! Por librar el virreinato de esta horda de feroces forajidos, habéis expuesto a su puñal alevoso el mejor de vuestros Generales… a vuestros más fieles servidores. ¡Funesta excursión del Dorado!... (Recostándose con abatimiento al pie de un peñasco. Pequeña pausa) ¡Si viniera mi Cora!... esa hermosa India, tipo acabado de la raza de los Incas, acaso que con su talento que caracteriza su noble estirpe, podría explicarme el horrible misterio que preocupa mi ánimo y ofusca mi razón… ¡Ah, Cora mía!... fuérame dado oír tu voz, tu canto celestial, con el que anuncias tu venida… (Observando a la playa) ¡Nada!... ¡nadie!... ¡Ilusión de mis oídos!... Todo yace en el más profundo silencio… Tan sólo las voces confusas de los centinelas en el campamento y nada más… (Pausa. Volviendo a la escena) Sin embargo, mi bella no puede tardar: ella no falta nunca cuando mi corazón la evoca… (Volviendo a apoyarse en la roca. Pausa. Oyese a lo lejos una voz de mujer que canta un aire indígena, dulce y melancólico) Mas… ¡ahora no es ilusión!... me parece que oigo su voz. ¡Oh! sí… es su voz fascinadora… es ella… ¡Es Cora! Porque mi alma extasiada no puede resistir el impulso de su atracción. (Sacando prontamente el laúd que trae debajo de la capa, acompaña muy piano la voz que irá gradualmente acercándose)

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Escena V

(Arturo y Cora)

CORA.-

(Que se presenta por el foro, con la vestidura de las sacerdotisas del Cuzco, toda cubierta de joyas y pedrerías. De la cabeza se desprenderá un gran velo blanco que le caerá hasta los pies, corriendo entusiasmada hacia Arturo y estrechando entre sus manos una de él) ¡Arturo! ¡Querido Arturo!… ¡Aun vuelvo a verte y a estrechar tu mano!

ARTURO.-

¡Cora! ¡Mi único pensamiento!

CORA.-

¡Cuán largas se me hacían las horas y cuántos temores asaltaban mi imaginación, a la sola idea de un soñado peligro! ¡Cuánto sufre el que espera!... ¡Si hubieras visto a tu pobre Cora, clavada sobre una roca, con la vista fija en ese magnífico Amazonas, sobre cuyas aguas hemos recorrido setecientas leguas, aguardando con ansia tu venida! A cada momento creían mis ojos verte por todas partes… imaginábame que a cada ráfaga de viento, que hacía flotar mi cabellera, traía a mis oídos los dulces acordes de tu laúd… Enajenada en mi fascinación, dirigía la vista al cielo; y ya en una, ya en otra estrella fugitiva que brillaba en esa bóveda misteriosa, ¡veía reflejarse tu imagen… Fatigados mis ojos, mas no convencida mi razón, dirigía de nuevo mis miradas hacia el gigantesco río… y aún allí, en medio de sus agitadas ondas, esperaba con tenacidad en momento feliz de verte alzar erguido sobre las aguas para venir al encuentro de tu Cora. <¡Arturo, ven, Arturo!...> exclama desalada… ¡Ay! y

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a poco volvía de mi fascinación y ¡Dios mío! Todo aquello no era otra cosa sino ilusiones de mi loca fantasía. ¡Sí!, ¡porque tú no estabas ni en las cristalinas aguas del Marañón, ni en la región de las estrellas, ni tampoco oía los armoniosos acordes de tu laúd!... Entonces, sobrecogida de temor y desconsuelo, entonaba mi canción de dolor, y cantaba… y cantaba… ¡ay de mí! con voz ahogada por los sollozos, y a no haber llegado esta vez a mis oídos las vibraciones de las cuerdas de tu instrumento…

ARTURO.-

(Cayendo a sus pies y besándola una mano) ¡Ángel mío!

CORA.-

¿No es verdad, mi bien amado, que me amas mucho?

ARTURO.-

¿Pudieras dudarlo, Cora mía? ¿Cabe esa pregunta, cuando en tu corazón y en tus labios está mi respuesta? ¡Sí, luz de mi vida: tú eres el cielo estrellado de mi porvenir: el principio y término de todas las aspiraciones de mi joven corazón, el faro luminoso de mi existencia y el único móvil que la vivifica! Sin ti, mi pecho no respiraría: mis ojos no verían la claridad en los cielos; y mi vida no pasaría de ser una carga pesada… ¡Oh! si tú dudaras de mi amor, dudarías, ¡oh Cora! De ese astro brillante que ilumina nuestros rostros con su melancólico brillo, y cuyos discos se reflejan en las plateadas ondas de ese soberano de los ríos… Tú lo sabes, Cora mía: desde que te vi en Lima, mi corazón fue herido por el rayo de tu dulce mirada; mi alma pareció engrandecerse; y cuando mis ojos se fijaban en los tuyos, involuntariamente se obscurecían, debilitados por esa fuerte y tierna emoción, que caracteriza las primeras impresiones de un afecto puro y sincero. Mi espíritu, poseído hasta entonces de profunda melancolía, salvó desde ese instante venturoso la valla del sufrimiento, para entregarse

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sin recelos a la nueva vida que tu amor santificaba… La halagüeña esperanza de llamarte mi esposa fue la idea dominante en mí… Con el bálsamo divino de tu amor curaste las antiguas heridas de mi corazón. Cuando dejé la España acababa de perder a mi madre, a quien amaba entrañablemente… y quedé solo… enteramente solo, sin encontrar quien llenara el hondo vacío que me causó aquella pérdida… sin hallar quien enjuagara mis lágrimas. Desesperado entonces, me lancé al océano, llevando por rumbo la naciente América, y por fin buscar en la muerte el alivio de mi constante penar. He recorrido los desiertos de este vasto hemisferio, de este nuevo Mundo virgen, que salió del mar… Sus dilatados bosques, sus bellas campiñas, su naturaleza inmaculada no bastaron a calmar mis dolores. Por último, llegué al virreinato de Perú, a Lima, donde te vieron mis ojos; ¡y fue entonces que renació la felicidad para mí! Un cielo de ventura se abrió a mi vista… ¡Oh, Cora! ¡Tú eres el ángel con que mi madre desde el cielo, me envía la dicha!...

CORA.-

También yo, a mi vez, quiero hacerte, Arturo mío, el relato de mi vida. Mi madre, hija del sol, descendiente de Atahualpa, me hizo entender desde mi tierna infancia, que ese astro que parece todos los días, al despuntar la aurora, y se oculta por la tarde, era mi Dios y mi todo… Después, a medida que crecía, me despertaba mi madre todas las mañanas con un beso, conduciéndome enseguida a las orillas del Rimac. Allí me hacía postrar mostrándome el horizonte en que aparecía la inmensa masa de fuego irradiante del rey de los astros, y me hacía adorarlo. Al caer la tarde, cuando el sol declinaba, escoltado de los brillantes colores del crepúsculo, repetíamos los mismos homenajes de adoración. Así transcurrió mi infancia hasta la edad de ocho años, época en que el terrible y cruel destino cerró el libro de mi ventura presentándome en otro las lúgubres páginas de mi infortunio. A esa edad debía echar de menos el beso maternal de la mañana, los cuidados solícitos del día y las caricias de la noche… ¡Ay! a esa edad debía sufrir los rigores del aislamiento; mis ojos debían arrastrarse en lágrimas al pronunciar el dulce y melodioso nombre de mi

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madre… ¡Ay, Arturo!... ¡No hay dolor más profundo que el que se experimenta con la pérdida de una madre! La mía, antes de volar a las celestiales regiones donde habita el Grande Espíritu, como ella decía, me reveló el nombre de mi padre… Allí, en su lecho de muerte, le rogó con lágrimas velase por su hija y la hiciese feliz; promesa que él juró cumplir. En breve fui trasladada por orden suya al convento de la Anunciada, en cuyo santo asilo fui formada y educada, enseñándome a conocer y a adorar al único y verdadero Dios… Lope de Aguirre me visitaba algunas veces, me prodigaba un cariño entrañable, cumpliendo así la promesa hecha a mi madre moribunda…

ARTURO.-

¡Extraño proceder en un hombre como Aguirre!

CORA.-

(Con amargura) ¿Y por qué, Arturo?... ¿No es mi padre? Por otra parte, nosotros no somos los llamados a juzgarle. Se dicen tantas cosas de él, ¡ay! que una hija no puede atreverse ni aún a sospecharlas… No sé qué pensar ni qué decir. Cuando se trata de mi padre desgraciado, yo no veo sino el tierno afecto por su hija. Ya lo ves, mi amado: no ha querido dejarme en Lima, no ha consentido en separarme de su lado… ¿Y estando cerca de Lope, no estás tú también cerca de mí?... (Se oye un trueno sordo muy lejano)

ARTURO.-

(Pensativo) En efecto: enrolado yo en las mismas filas en que está tu padre, como oficial del ejército, y teniéndote él en compañía, indirectamente nos hace felices… Así, pues, perdóname, mi bella Cora… tienes razón: yo no debo censurar su conducta, cuando nos proporciona a ambos el bien inestimable de vernos y hablarnos a menudo…

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CORA.-

¡Oh, sí! ¡Somos felices… muy felices, Arturo, el uno cerca del otro!

ARTURO.-

(Cada vez más preocupado y pensativo) ¡Muy dichosos!... (Esforzándose en ocultar su angustia) ¡Sí, mucho! (Aparte, conmovido) ¡Dios de bondad!... ¡qué horrible contraste! ¡El ángel de pureza debe el ser a un demonio en forma humana!... (Alto a Cora, con timidez) ¡Cora! ¡Amada mía!... temo, a pesar de todo, que… un ángel malo… un enemigo celoso de nuestra dicha, intente separarnos… ¡y acaso para siempre!...

CORA.-

(Asustada) ¿Qué dices, mi caro Arturo? ¿Por qué te asalta de repente esa negra idea? ¿Quién, quién se atrevería a separarnos? ¡Sólo la muerte!

ARTURO.-

(Vacilando aún) Antes que la muerte, otro lo intentará… ¡Cora! ¡No conoces la terrible fatalidad que nos amaga!

CORA.-

(Con ansiedad apasionada) Dime, dime, Arturo, ¿quién es el infame que…?

ARTURO.-

¡Tu padre! ¡Lope de Aguirre!

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(Todo este diálogo, hasta el final de la escena, debe ejecutarse con suma rapidez y agitación en los dos interlocutores.

La luna va oscureciéndose hasta desaparecer por completo. A poco un relámpago fugaz ilumina el espacio, y se sucede luego profunda obscuridad, trueno sordo y prolongado; ráfagas impetuosas de viento agitan los arbustos del foro, en cuyo último término se ejecuta toda esta tramoya)

CORA.-

¡Mi padre!... ¡Dios inmenso, amparadme! ¡No! ¡No lo creas… él no se opondrá a nuestra unión. ¡No! No será capaz de afligirme. ¡Oh! ¡Si supieras cuánto me ama! Y si, por acaso, ¡yo le recordaría el solemne juramento que hizo a una hija de Atahualpa en su última agonía, a una princesa de la noble raza de los Incas! … ¡Nada temas, oh, mi Arturo!

ARTURO.-

¡Te engañas, incauta y noble joven! ¡Lope de Aguirre todo lo sacrificará a su ambición!...

CORA.-

¿Qué escucho, Dios mío? ¡Algún misterio, aún más espantoso que la evidencia, ocultan tus palabras siniestras!... ¡Habla, Arturo mío! ¿Por qué bajas los ojos delante de tu Cora, cuando eres tú mi dueño y señor? Habla, explícate… ¡por piedad!

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ARTURO.-

¡Cora! ¡Un abismo espantoso se abre a nuestros pies!... Aún no tengo en mis manos todos los hilos de la trama infernal que, sin duda, se está preparando, y… ¿no es verdad que tú me ayudarás a buscarlos?

CORA.-

Sí, sí… pero explícate.

(Un súbito relámpago, seguido de trueno espantoso que se repercute a lo lejos, con ecos prolongados. Lluvia perceptible desparramada por el viento, que le zumba con impetuosidad hasta el centro de la escena. La obscuridad debe ser tal, que el escenario y el foro sólo se distingan a la luz de los relámpagos. Desde ese momento, la tempestad irá en aumento. – Atribulada, refugiándose al pie de un árbol del escenario):

¡Inmaculada María! ¡Protegednos!... ¡Qué horrible tempestad nos amenaza!

ARTURO.-

Serénate, Cora mía, y escúchame. ¿Viste, acaso, dos hombres que de este sitio se alejaban, antes que oyeras las cuerdas de mi laúd?

CORA.-

(Siempre agitada) Sí… sí: y les he reconocido también. Eran mi padre y Antón Llamosa, su escudero.

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ARTURO.-

¡Tu padre… y Antón Llamosa!... ese monstruo, ese miserable bandido, que ha jurado a Aguirre amistad eterna, hasta el potro y el cadalso; ¡y que es el alma de todas las tenebrosas maquinaciones que se fraguan! ¡Llamosa! ¡Esa fría estatua del crimen y la perfidia!

CORA.-

¡Arturo!...

ARTURO.-

(Con precipitación) ¿Y escuchaste algunas de sus palabras?

CORA.-

No: estaban muy distantes del sendero que aquí conduce.

ARTURO.-

(Con energía) Pues, sabe Cora, que esos hombres audaces traman alguna conspiración horrorosa… Aquí, en este mismo sitio en que estamos, les he visto yo… Han tenido una conferencia misteriosa, cuyas palabras tampoco pude oír por la distancia que de ellos me separaba.

CORA.-

(Inquieta) ¿Y qué más?

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ARTURO.-

Al alejarse, sólo les pude percibir estas palabras: <¡Viva el príncipe Guzmán! ¡Vivan los Marañones!> y se rieron con risa satánica y burlesca.

CORA.-

¡Príncipe! ¿El de Guzmán príncipe? ¡Qué escucho! ¿Ese insensato presuntuoso que me atormenta a todas horas con sus pretensiones absurdas?... ¿Ese vanidoso que sólo puede inspirarme odio y desprecio? ¿Dices que reían al mismo tiempo que le vitoreaban?

ARTURO.-

Sí, Cora… rieron del sarcasmo sus mismos autores, y yo también he reído.

CORA.-

¡Tú!

ARTURO.-

Sí, yo también, porque presiento que ese hombre va a caer en una red espantosa… ¡y ese hombre (con rabia) se ha atrevido a poner los ojos en mi Cora!

CORA.-

¿Y qué deduces de todo esto?

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ARTURO.-

Oye, Cora, y nada temas. Esas palabras, con esa risa diabólica, son las precursoras de una conjuración que es preciso hacer abortar a toda costa. Tu padre, que autoriza las pretensiones de Guzmán respecto de ti, sin duda le ha ofrecido tu mano, a fin de que aquel le preste su ayuda, entregándole el ejército expedicionario. Esto fácilmente se concibe, porque siendo Guzmán el segundo Cabo de nuestra tropa y el oficial más influyente en ella, bien comprenden que, comprometiendo a aquel, su triunfo es seguro… y además… (Indignándose) la posesión de tu mano unida a la burla de ese principado ridículo… ¡vive Dios! si tal farsa llegase a verificarse… los traidores…

CORA.-

¡Mi mano a ese miserable! ¡Nunca, Arturo, nunca!

ARTURO.-

Aun cuando la autoridad paterna…

CORA.-

(Con altivez) ¡Aunque haya de costarme la vida! La raza de los Incas es indomable y acaso más orgullosa que la raza castellana. ¡Oye, Arturo! Tú has sido mi primer y único amor… lo que por ti siento no me es dado explicártelo, pero sí comprendo que no podré vivir sin ti, así como la naturaleza no puede existir sin el astro que la vivifica y reanima, como los ángeles sin su Dios…

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ARTURO.-

(Besándole una mano con pasión) ¡El cielo bendiga, amada mía, tu candor y tu lealtad!

(Un fuerte relámpago seguido de un trueno. Lluvia)

CORA.-

La tempestad continúa y ese relámpago…

ARTURO.-

(Dirigiendo la vista al foro) Sí… Dime: ¿a la claridad de ese relámpago, no distinguiste, allá a lo lejos una sombra misteriosa que hacia aquí se dirige a pasos precipitados?

CORA.-

No pude ver nada. Mas, si has creído distinguir esa sombra, retírate prontamente, que puede ser mi padre que viene en busca mía… ¡Adiós, Arturo! vela por la vida de Ursúa; por la tuya que me pertenece y si tus temores se confirman, compadécete de los culpables.

ARTURO.-

(Abrazándola) Adiós, Cora, estrella de mi vida.

(Sale apresurado por la izquierda del centro)

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Escena VI

Cora, sola

(La tempestad arrecia ahora con más violencia)

CORA.-

(Atribulada, divagando por la escena) ¡Dios mío! ¡Qué horrible noche!... ¡Qué tempestad tan aterradora! ¡Qué cambio tan súbito? Hace poco se veía el firmamento tachonado de estrellas, y ahora negras nubes y fuegos eléctricos llenan el espacio…

(Relámpago y trueno pavoroso estallan simultáneamente; se verán caer centellas en el Amazonas.- cayendo arrodillada):

¡Virgen Santa, protegedme!

(Levántase sobrecogida de terror para dirigirse a la primera tienda que ocupa el escenario, a tiempo que se presenta Aguirre por el fondo. Deteniéndose y dirigiéndose hacia él):

¡Padre mío!

Escena VII

(Cora, Lope de Aguirre)

(De aquí en adelante la tempestad va calmando, por grados, como principió; figurándose que se aleja de esta orilla del río, para fijarse en la otra; por manera que la tramoya puede continuar ejecutándose en el último término del foro,(1) con los intervalos del caso, para no perturbar a los interlocutores en esta escena)

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AGUIRRE.-

Cora, querida hija mía: ¿Cómo te has dejado sorprender por esta tempestad, fuera de la tienda?

CORA.-

Había salido, Señor, como acostumbro, a contemplar el estrellado cielo y ese majestuoso Marañón, que despiertan en mí la memoria de mi madre. En noches como principió ésta, solía ella conducirme a las orillas de nuestro Rimac, y contemplando el espectáculo magnífico de nuestras bellas campiñas, plateadas por el astro de la noche, elevábamos nuestra oración al Grande Espíritu, como ella decía. ¡Pobre madre! Hoy he querido hacer lo mismo, mas esta terrible tempestad ha frustrado mis deseos. Afortunadamente parece que ya va calmando…

AGUIRRE.-

(Aparte) ¡Pobre criatura!... (Alto a Cora) En efecto, ya el león se va cansando de rugir… ¿Parece, hija mía, que te asustan los truenos?

CORA.-

Siempre me atribula su fragor, porque mi madre decía que los cielos bramaban cuando el Grande Espíritu se enojaba.

AGUIRRE.-

¡Supersticiones de los bárbaros de estas comarcas!... ¿Ignoras, Cora, que eso no es más que un fenómeno natural en las riberas del Amazonas?

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CORA.-

Lo sé, padre mío, porque me lo enseñaron las buenas religiosas de Lima; pero por más que haya ilustrado mi entendimiento, siempre quedan algunos regazos de antigua superstición indígena, no es fácil desarraigar tan presto, cuando fueron inculcados en la infancia por boca de una madre. Perdonadme estas susceptibilidades de mi raza.

AGUIRRE.-

Está bien, hija mía: no nos ocupemos de esas simplezas, por ahora… Traigo entre manos un negocio grave, que quiero comunicarte desde luego, Cora.

CORA.-

(Aparte) ¡Dios inmenso!, ¡tiemblo de que se realicen los siniestros presentimientos de Arturo! (Alto) Os escucho, padre mío.

AGUIRRE.-

Pues el caso es que Fernando de Guzmán, oficial de distinción de nuestro ejército, noble, joven y dotado de relevantes prendas, me ha pedido tu mano… Ahora bien, yo deseo saber si ese mancebo ha excitado en tu corazón ese sentimiento que llaman amor.

CORA.-

(Aparte) ¡Madre mía!, ¡inspiradme y sostenedme en esta lucha!

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AGUIRRE.-

Vamos… habla…no hay por qué turbarse: ya eso se sabe.

CORA.-

¿Por qué ocultároslo, padre mío?, debo deciros la verdad. Hace algún tiempo que don Fernando de Guzmán me lanza miradas y aún palabras amorosas que no puedo corresponder; mas yo he cerrado mis oídos, porque no tienen eco en mi corazón… porque yo no puedo amarle, padre mío.

AGUIRRE.-

(Aparte) Antón ha dicho la verdad: ama al de Villena… ¡Qué contratiempo!... (Alto) ¿No puedes amarle?, veamos: ¿Y si yo te dijera, Cora, que tu felicidad depende de ese enlace, y que yo deseo se verifique?

CORA.-

¿Vos?

AGUIRRE.-

Sí, querida hija mía: lo deseo y lo exijo, porque don Fernando nos honrará con este enlace. Vamos: es cosa que tengo yo decidida.

CORA.-

¡Ah, padre mío, perdonad!

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AGUIRRE.-

¿Qué quiere decir eso?

CORA.-

Que yo no puedo entregar mi mano a un hombre que mi corazón rechaza.

AGUIRRE.-

¿Qué no puedes? Todo se puede cuando yo lo quiero y lo mando.

CORA.-

¡Jamás!...

AGUIRRE.-

(Ceñudo) ¿Y no podré yo saber el motivo de tu resistencia?... Sin duda amas a otro, Cora.

CORA.-

Nunca he mentido, Señor, debo confesároslo.

AGUIRRE.-

¿Sin mi consentimiento?

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CORA.-

Perdonad, si hasta ahora he tardado en confiaros mi secreto; aguardaba nuestro regreso a Lima para abriros mi corazón… Pero, ya que vos habéis querido disponer de mi mano, sin consultar antes mis inclinaciones, debo haceros esta confesión… Sois mi padre: os debo todo vuestro amor; no dudo que disculpéis mi reserva y aprobaréis mi elección. Amo a un noble y digno caballero, que ocupa un puesto más distinguido que el de Guzmán en el ejército.

AGUIRRE.-

¿Su nombre?...

CORA.-

(Trémula) El coronel Arturo de Villena.

AGUIRRE.-

(Con ceño adusto) ¡Arturo de Villena!...

CORA.-

¿Acaso es indigno de mi mano?

AGUIRRE.-

(Más colérico) ¡El de Villena! ¡Un noble!... ¡Un caballero!...

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CORA.-

Muy digno de mi corazón y de mi mano… y de vuestro aprecio.

AGUIRRE.-

(Pateando furioso) Calla, desgraciada… porque… ¡fuego del infierno; soy capaz de…!

CORA.-

(Llena de terror) ¡Perdón, padre mío! ¿os desagrada mi inocente elección?

AGUIRRE.-

(Estallando) Más que desagrado… ¡Vive Dios!... me irrita… me enfurece…

CORA.-

¿Y por qué, Señor?

AGUIRRE.-

Porque ese Arturo de Villena es uno de los enemigos más encarnizados de Lope de Aguirre…

CORA.-

Estáis engañado… En el corazón de Arturo no se alberga la ruin pasión del odio… Si acaso prevenciones…

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AGUIRRE.-

(Interrumpiéndola) No son prevenciones; para él, para todos esos malditos privilegiados, no soy más que un miserable, un infame bandido… ¿no es cierto?

CORA.-

Señor, calmaos.

AGUIRRE.-

Y tú, débil criatura a quien tanto he amado, ¿cómo has podido entregar tu corazón a uno de los hombres que conspiran en mi ruina?

CORA.-

(Llorosa, pero enérgica) No, padre mío… os sostendré siempre que Arturo de Villena, por el hecho mismo de amar a Cora, no puede ser el enemigo de su padre… Además, permitidme que os repita que el coronel Villena es reconocido en todo el ejército por el más leal y cumplido caballero.

AGUIRRE.-

(Estallando de cólera) Caballero… ¿No sabes, Cora, que esos que tú llamas caballeros, nos desprecian a nosotros los plebeyos, y que todos han jurado guerra a muerte a Lope de Aguirre? ¡Miserables!... Mil rayos van a caer sobre esos privilegiados por la estupidez y ciega fortuna… Yo quiero hacerles comprender, Cora, que yo también puedo ser grande y sobreponerme a ellos… (Con risa brutal y tomando bruscamente de la mano a Cora, la que yace absorta y anonadada) ¡Oye, pobre ilusa! La primera venganza que voy a ejercer con uno de esos nobles que han sido arrullados por la felicidad; que nacieron y viven cubiertos de ropajes de oro

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y seda; que ha osado poner los ojos en la ilustre nieta de Manco Capac y de Atahualpa, ¡será obligar a ésta a que le desprecie! ¡Oh, sí!.... Satanás me inspira esta insigne idea… ¡La humilde hija del domador de bestias en Lima despreciando al muy encumbrado caballero, coronel de Villena!

(Relámpagos y truenos)

CORA.-

(Aparte) ¡Bondad divina! , no me abandonéis en este terrible trance. (Alto) ¿Qué es lo que proferís, padre mío? La cólera os ciega, y os hace incurrir en contradicciones flagrantes. Si reprobáis mi amor al de Villena, tan sólo por su alta posición, ¿cómo me exigís dé mi mano a Fernando de Guzmán, que es también otro noble caballero?... Ya veis, Señor…

AGUIRRE.-

(Aparte) Me estrecha fuertemente y no consigo el asustarla. (Alto) Pues justamente, Cora, en eso consiste el misterio que no penetras. Y, una vez que tú misma me abres la puerta, voy ya a explicarme con claridad… Sorda conspiración arde en el campamento expedicionario contra el General Ursúa. Tu padre es el caudillo de esta trama: Fernando de Guzmán me ofrece la entrega del ejército, si yo le respondo de tu mano de esposa…

CORA.-

(Aparte) ¡Arturo! ¡Arturo!, todo lo comprendiste. ¡Qué horror!

(Relámpagos y truenos)

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AGUIRRE.-

Como es natural que tu Coronel no querrá ser de los nuestros, ya ves que no debes ocuparte más de él, porque de seguro se irá a pasear con los suyos. Ya te lo dije antes: estoy resuelto a todo… quiero escalar el poder para que tú también te sientas bajo un solio: quiero ser Virrey del Perú; y… si para alcanzarlo, se requiere negociar con el mismo Satanás, celebraremos el pacto cuando él guste… ¡y vamos adelante!

(Un nuevo relámpago y trueno horrísono anuncia que la tempestad retrocede y vuelve a fijarse en esta orilla del Amazonas)

CORA.-

(Horrorizada) ¿Estáis loco, Señor? ¿Así ofendéis a Dios? Pensad, padre mío: calculad todos los males que puede ocasionarnos vuestra desesperada tentativa…

AGUIRRE.-

Muy poco me cuido de esas previsiones, cuando están de por medio mi ambición y mi venganza. Nada temas, Cora: todo saldrá bien una vez que nos preste su ayuda el de Guzmán. A propósito, ahora recuerdo que éste me exigió que, en prenda de mi promesa, le remita el anillo que más estimas y llevas en tu dedo.

CORA.-

(Aparte, retrocediendo) ¡Otra red!... una prenda de mi Arturo para el monstruo infame que abomino… ¡jamás!, ¡aunque me cueste la vida!... (Alto) Padre mío, yo os ruego no insistáis más en vuestras pretensiones, porque me es imposible obedeceros.

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AGUIRRE.-

¿Sí?, desde luego sabes, Cora, que tu terquedad va a exponer a tu padre a correr las eventualidades de una rebelión sin el apoyo de Guzmán. Si éste recibe de tu mano la prenda de tu amor, habrás salvado a tu padre por no haberle iniciado a éste en el plan; si, por el contrario, te obstinas en rechazarle, y él se venga de nosotros revelándolo todo a Ursúa, presto verías a tu padre colgado en una horca.

CORA.-

(Queriéndole abrazar. Aguirre la rechaza) ¡Por piedad, padre mío! ¡no destrocéis mi pobre corazón!... volved sobre vuestros pasos… desistid de tan temeraria empresa… pasad contraorden a vuestros compañeros. ¡Por Dios, no os sublevéis contra el poder legítimo del Rey!...

AGUIRRE.-

(Furioso) ¡Imposible, nada escucho! Acabemos, Cora… Si no te resuelves de ser la esposa de Guzmán, ahora mismo doy la señal del asalto: caemos como buitres hambrientos sobre Ursúa y Juan de Vargas; ¡y yo mismo tendré la complacencia de traerte en una pica la preciosa cabeza de tu Arturo de Villena!

CORA.-

(Lanzando un grito) ¡Monstruo!... (Cayendo de rodillas) ¡Misericordia, piedad!... (Temblando) ¡Perdón, perdón, padre mío!...

AGUIRRE.-

¡No hay piedad!

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CORA.-

(Levantándose y siguiendo a Aguirre que se pasea por la escena sin atenderla) ¡Señor!... ¡Señor!... ¿queréis volverme loca? ¡Padre, compadeceos de vuestra hija infeliz!

AGUIRRE.-

(Colérico) Yo no reconozco por hija a la que se atreve a contrariar mis proyectos.

CORA.-

¡Señor!... ¡Señor, me volveré loca!... (Con desesperación) ¡Padre mío! ¿Habéis amado alguna vez?

AGUIRRE.-

¿A qué viene esa pregunta?

CORA.-

¡Por Dios, respondedme!

AGUIRRE.-

¿Has oído decir que Lope de Aguirre haya amado jamás?

CORA.-

¡Ay, mi madre!... ¿Con que soy aún más desgraciada? ¡Dios mío! (Llorando) Entonces, ¿por qué posaste en mi corazón esta llama

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fulminante que lo abrasa? ¿por qué hiciste que la flor se desarrollase lozana y bella, cuando debió haber muerto al nacer? Vos no comprendéis entonces, padre mío, lo que experimenta el alma llena de amor, las dulces y tiernas emociones del corazón que ama… ¡Oh!, infeliz y mil veces infeliz aquel de cuyos labios no han salido las sublimes palabras <yo te amo>. ¿Y sabéis, Señor, lo que experimenta el alma cuando ese amor se ve contrariado? ¡Oh, qué horribles tormentos, qué sufrimientos tan atroces!... La desesperación se apodera de todo el ser, se angustia el corazón y se pierde la cabeza… Entonces se sufre mucho… ¡oh, tanto! ¡Es para volverse loca!... Y si se pierde el objeto de su amor, que era su vida, se siente un vacío inmenso en su corazón… la savia del árbol desaparece, la flor se ve sin nutrición, se dobla, languidece y muere… ¡Oh, padre mío! ¡yo os juro que, si Arturo perece, iré a reunirme a donde él esté!

AGUIRRE.-

¿Es decir que decididamente renuncias a Guzmán no obedeciendo, y exponiendo la vida de tu padre?

CORA.-

Señor, no puedo combatir con la naturaleza: Dios ha hecho a Arturo para amar a Cora, y a ésta para Arturo… ¡Perdonad, padre mío!

AGUIRRE.-

(Impaciente) Pues yo combatiré con la naturaleza saldré victorioso; yo te lo juro; ¡porque la hija de Lope de Aguirre no será jamás la esposa del coronel Arturo de Villena! (Colérico) Y tú has de hacer lo que te ordene, o el diablo me lleve y a ti también… ¡Dame el anillo, lo exijo, lo mando!

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CORA.-

(De rodillas) ¡Padre mío, sois muy cruel!

AGUIRRE.-

Es verdad: ¿has oído decir jamás lo contrario?

CORA.-

Pero conmigo… con vuestra Cora… jamás lo habéis sido… (Llorando) ¡Piedad, señor, piedad!

AGUIRRE.-

(Conmovido hasta el extremo) También es verdad… (Aparte) ¡Oh, el corazón se me hace pedazos, me falta el valor! (Alto) Hija mía, es verdad: jamás he sido cruel contigo. Levántate. ¿Tú, postrada a mis pies? ¿El ángel ante el demonio? ¡Oh, ven a mis brazos, ángel querido! Tú no sabes lo que sufro en este momento, tú no sabes a qué agudos y crueles momentos me expones con negarme lo que te exijo, porque yo no quiero violentarte… ¡porque te amo tanto! Eres el único ser a quien he amado en el mundo, con este cariño de padre, que no sé cómo ha tenido cabida en este corazón lleno de crímenes.

(La tempestad se va acercando como antes, los relámpagos se suceden con más frecuencia, y uno que otro trueno a intervalos, pero lejano)

CORA.-

Y entonces, ¿por qué queréis mi muerte?

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AGUIRRE.-

¿Tu muerte? ¡eso no, Cora de mi alma, no! (Llorando) ¿Hija mía, no me ves llorar? ¡Son las primeras lágrimas de mi vida! Aguirre no ha llorado nunca… y llora delante de su hija, para que ésta consienta lo que pide… Renuncia, Cora, a Arturo de Villena.

CORA.-

¡Le quiero con toda mi alma!

AGUIRRE.-

¡Hija mía, por piedad, dame ese anillo! (Postrándose delante de Cora) Mira que vamos a ser descubiertos si la conspiración no estalla esta noche… ¡Por tu madre, la infeliz hija de los Incas!

CORA.-

¡Mi madre! ¡Oh, padre mío… no puedo… levantaos!

AGUIRRE.-

(Con furor) ¡Maldición, maldición sobre ti! ¡No más compasión! ¡Es necesario que el ángel sucumba ante el demonio…! La antorcha de mi ambición y mi venganza han apagado el amor paternal… Cora, serás la esposa de Fernando de Guzmán. ¡Ese anillo!... (Quiere arrancárselo por la fuerza, y Cora le rechaza) ¡Yo lo mando! ¡Lope de Aguirre ha recobrado su carácter feroz hasta con su hija!

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CORA.-

¡Señor, si insistís en quitarme este anillo, lo arrojaré a las profundidades de ese inmenso río!

AGUIRRE.-

Pues bien; tú igualmente vas a conocer al fiero domador de potros del Perú. ¡Furias y maldiciones! Ábrase el infierno y trágueme, si Arturo de Villena no es la primera víctima. (Dirigiéndose hacia el foro para salir)

CORA.-

¡Oh, Dios mío!, ¡deteneos, Señor, deteneos!

AGUIRRE.-

(Volviéndose) ¿Qué me quieres?

CORA.-

(Quitándose el anillo) Tomad, tomad ese anillo… Seré la esposa de Fernando de Guzmán… ¡pero no le matéis!... ¡por piedad, no le matéis!...

AGUIRRE.-

(Gozoso) ¡Oh, gracias, hija mía! Perdona, olvida mi Cora amada, lo que te he hecho sufrir. Pero ya lo ves… la crítica situación en que estoy… Ahora cuenta con mi amor. Vete a la tienda donde te aguarda Torralba y nada temas… Ya empieza otra vez la tempestad. (Sale apresuradamente por el fondo)

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Escena VIII

CORA.-

(Sola, recorriendo la escena) ¡Arturo!... ¡Arturo de mi alma!... ¿Con que tendré que renunciar a tu mano por salvarte?, ¿con que habré de dar la mía a Guzmán, al hombre que detesto, que abomino?... ¡Dios mío, a qué ruda prueba me somete el destino!... ¡Ah, voy a volverme loca… mi cabeza está ardiendo, mi corazón languidece! (Un relámpago muy encendido ilumina toda la escena) ¡Jesús, yo muero!... (Cae desmayada al pie de un

Escena IX

(Cora, desmayada, Arturo, entrando por el lado izquierdo del centro, pausadamente, con los brazos cruzados. La escena está completamente obscura, se adelanta, y a la luz de los relámpagos que se suceden ya en el foro, ya en la escena, distingue a Cora. Acércase a ésta y la contempla en silencio)

CORA.- (Volviendo en sí e incorporándose) ¿Dónde estoy?... ¿Qué me ha pasado? ¡Ah! ya recuerdo… ¡Mi padre! (Viendo ahora a Arturo) ¡Arturo!... ¿Eres tú?... ¡Qué desgraciada soy!... ¡No sabes lo que pasa!... ¡Tus sospechas se han confirmado!...

ARTURO.-

(Con tristeza) Me basta haber oído las últimas palabras que dijiste a tu padre, para saber que soy el más infeliz de los hombres. Lo sé todo…

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CORA.-

¡Todo!... Pues bien, ya ves era una situación horrible… (Notando la frialdad y disgusto de Arturo) Pero, ¡Dios mío! ¿qué tienes?

ARTURO.-

(Con despecho) ¿Qué tengo? ¡Oh, y me lo preguntas! ¿Qué tengo?... ¿Dónde están tus amorosas palabras: <Te amaré siempre, decías, y no podré vivir sin tu amor, como la naturaleza no puede vivir sin su astro radiante que la vivifica, como los ángeles sin su Dios>? ¿Has sido tan débil que no has podido resistir las amenazas de tu padre? Bien se conoce que perteneces a un sexo en que todo es debilidad, engaño… Bien se conoce que tus promesas y que tu amor son palabras escritas en las tinieblas de la noche, que desaparecen cuando la aurora renace, como las preciosas gotas de suave rocío que se depositan en los cálices de las flores, que caen al más ligero soplo… ¡Adiós, Cora, adiós! Ya que has sacrificado mi amor por el más infame de los hombres… ¡Adiós, y para siempre!... (en ademán de salir por el fondo)

CORA.-

¡Arturo!... ¡me das la muerte!... ¡detente!...

ARTURO.-

(Devolviéndose) ¿Qué quieres, qué tienes? (Viendo a Cora que está como desvanecida, tomándole una mano) ¡Cora!...

CORA.-

(Con languidez) ¿Por qué quieres matarme? ¿por qué me has dirigido esas crueles palabras?

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ARTURO.-

Cora, estoy loco… el corazón se me hace pedazos… me falta el valor… Mi General corre un gran peligro: va a estallar una conspiración contra nosotros, y yo sería un criminal si no corriese a avisar a Ursúa el riesgo que le amenaza; y no tengo valor para separarme de ti, porque no puedo vivir sin tu amor… ¡No amarme tú, Cora! ¡No hacer tú los mayores sacrificios por mí! ¿Entregarte al más infame de los hombres?

CORA.-

¿No amarte yo, Arturo? ¡Dios mío! ¿Cómo crees tal cosa? Perdóname si he consentido en dar mi mano a Guzmán… Ya ves, era una situación horrible… ¡iban a matarte!.... Ibas a perecer… si yo no consentía en renunciar a tu amor… ¡Yo iba a ser criminal, yo iba a ser tu verdugo! ¡Arturo, por salvar tu vida, he sacrificado la mía, entregándome al hombre que aborrezco… y dices que no te amo!

ARTURO.-

(Abrazándola enajenado) ¡Oh, bendita seas, criatura angelical! ¡Perdona mi loco afecto que me ha hecho dirigirte palabras tan crueles!... ¡perdón, Cora, perdón! ¿Pero crees que yo no moriré luchando contra los que intentan derrocar el poder legítimo? ¿Crees que yo podría vivir después de este crimen, reunido con sus autores?

CORA.-

Es verdad… pero, ¿qué hacer?

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ARTURO.-

Es preciso salvar nuestro honor, o saber perecer, si es necesario… ¿Me amas, Cora?

CORA.-

Sí, Arturo, sí: y con este amor podré sobrellevar todas las desgracias que sucedan.

ARTURO.-

¿Me juras no pertenecer a Guzmán?

CORA.-

Te lo juro.

ARTURO.-

Bien, ahora podré ir al lado de mi General, a arrostrar el peligro con valor. ¿No temes ahora por mi vida?

CORA.-

¡Dios la protegerá! ¡Sí: la Virgen Santísima velará por la santa causa. Parte, Arturo, a avisar a Ursúa del peligro que le amenaza.

ARTURO.-

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¡Dios quiera que llegue a tiempo! (Oyese a lo lejos, en el foro, confuso rumor, voces ininteligibles y algunas detonaciones de arcabuces, pero a mucha distancia)

CORA.-

(Sobresaltada) ¡Dios mío!

ARTURO.-

¿Oyes?... La conspiración ha estallado. (Precipitadamente) ¡Adiós, Cora!... ¡Dios proteja la causa de los leales!

(La abraza con efusión y sale apresurado por el foro. – El trueno y la gritería se irán acercando gradualmente. Una tienda del foro, en último término, a gran distancia, se verá ardiendo. Al mismo tiempo la tempestad arrecia con tanta furia como al principio. Multitud de centellas caen en el Amazonas. El sordo rumor lejano y las detonaciones de los arcabuces se confunden con las tronadas. Figuras siniestras discurren a lo lejos en el foro, con teas encendidas incendiando las tiendas. En breve el fuego se propaga por todas partes, pero sin llegar al escenario)

Escena X

CORA.-

(Sola, postrada al pie de un árbol, o de una roca, con las manos extendidas al cielo): ¡Dios de bondad y misericordia, protegedle! ¡Virgen Santísima, ampárales con tu mano, a él que es mi dueño amado, y a mi infeliz padre que va a hacerse más criminal! (Levantándose y discurriendo por la escena, horrorizada) La tempestad hace estragos por doquiera y los hombres se destrozan… (Mirando al foro) ¡Dios mío, la tienda del General Ursúa está ardiendo! (Gritos tumultuosos más cercanos)

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VOCES DENTRO.-

¡Muera Ursúa!

EN EL FORO.-

¡Viva Guzmán!

TODOS.-

¡Viva!

CORA.-

(Llena de pavor) ¡Santo Dios, hacia aquí vienen ya!... ¡Socorro!... ¡Torralba, socorro!...

Escena XI

TORRALBA.-

(Entrando apresurada por el centro izquierdo): ¡Hija mía!... ¿qué hacéis aquí?... Por todas partes os he andado buscando… ¿No oís esa gritería? Parece que algo siniestro ha ocurrido allá en el campamento. ¡Huyamos, Cora, huyamos!

(Cora y la Torralba salen precipitadamente de la escena y van a refugiarse a la tienda más próxima del foro. Oyese gran tropel de gente y choque de espadas desnudas que se acercan a la escena siempre por el foro. Luego va cesando el ruido como si la gente retrocediese -figurando la anterior ilusión en esta escena muda- Entre tanto la tempestad irá quedando

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reducida a relámpagos y truenos sordos con ecos prolongados, hasta el fin del acto)

Escena XII

El General don Pedro de Ursúa

(Entrando por el foro, él vestido en desorden, sin casco, con sólo la empuñadura de la espada en la mano. Entra precipitadamente, como perseguido de cerca por los conjurados)

URSÚA.-

(Solo) han perdido mis huellas y ya no me persiguen. Mi espada se ha roto y he tenido que huir… ¡El general Ursúa huyendo!... ¡Maldición!... ¡Qué infame deslealtad!... Mis tropas se han sublevado cuando yo dormía tranquilamente y se han vuelto contra mí… ¿Quién las habrá seducido?... Todas mis glorias van a eclipsarse, y yo voy a perecer en medio de tantos bandidos… ¡Oh, noche negra, noche de tempestad, noche de furor!... ¿Dónde está mi teniente Juan de Vargas!..., ¿dónde Villena?..., ¿dónde Guzmán?... ¡me han abandonado! ¡Vive Dios! Voy a arrostrar el furor del tumulto… pereceré al menos como un valiente… ¡pero estoy desarmado! … ¡Oh, furor! ¡que no se desplomen los cielos sobre mi cabeza y me sepulten en los antros de la tierra!

(Sigue oyéndose la gritería de los amotinados, pero a lo lejos.- La tempestad sigue con fuerza)

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Escena XIII

El General de Ursúa, Arturo de Villena

ARTURO.-

(Entrando apresuradamente por el fondo con la espada desnuda) Os buscaba, mi General.

URSÚA.-

¿Qué suceso es éste, coronel de Villena? ¿Qué es de mi teniente Juan de Vargas?

ARTURO.-

Señor, acaba de morir luchando con los sublevados.

URSÚA.-

¡Ah, Vargas, amigo mío, muerto!... ¿Pero quién ha sublevado el ejército?

ARTURO.-

Fernando de Guzmán, el hijo de un veinticuatro de Sevilla.

URSÚA.-

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¡Miserable!

ARTURO.-

Impelido por Lope de Aguirre y Antón Llamosa, han tenido parte en la conspiración que contra vos han tramado estos dos hombres, y les ha entregado el ejército.

VOCES.-

(Dentro en el foro) ¡Viva don Fernando de Guzmán!

OTRAS.-

¡Muera Ursúa!

TODOS.-

¡Que muera!

ARTURO.-

¿Oís cómo vienen vitoreándole?... Oíd también los gritos de muerte que lanzan contra vos… ¡Huid, señor, que piden vuestra cabeza!...

URSÚA.-

¿Huir? Eso no, ¡vive Dios! es necesario perecer, Villena… es preciso morir combatiendo. (El tumulto se aproxima)

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VOCES.-

¡Vivan los Marañones!

ARTURO.-

Aquí se acercan. (Mirando al foro) ¡Mirad! El incendio se propaga por todas partes… ¡Qué veo!... ¡la tienda de Cora está ardiendo!... General, voy a salvar el objeto de mi amor y, en seguida, me tendréis a vuestro lado para morir con vos. (Lánzase a la tienda donde entró Cora)

Escena Última

El General Ursúa, Guzmán, Aguirre, Llamosa, Chaves, Cortés.

(Un gran número de conjurados armados de arcabuces, picas y lanzas, y todos el puñal en mano. –Luego Arturo conduciendo a Cora desmayada-.

VOCES.-

(Dentro) ¡Por aquí, por aquí se escaparon!

OTRAS.-

¡Mueran!

(Ahora penetran todos en la escena entrando por todos los puntos del foro en confuso tropel; algunos traen teas o antorchas incendiarias. Lope de Aguirre y Guzmán marchan a la cabeza del tumulto. Ursúa retrocede algunos pasos, hasta colocarse a la izquierda del proscenio)

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AGUIRRE.-

(Blandiendo la espada e indicando a la tropa al General Ursúa): Mirad: ahí tenéis al hombre que buscamos… ¡Muera Ursúa!...

TODOS.-

(Con voz atronadora) ¡Que muera!

GUZMÁN.-

¡Muera el de Villena!

TODOS.-

¡Muera!

URSUÁ.-

(Adelantándose con dignidad) ¿Soldados, no reconocéis a vuestro General?

AGUIRRE.-

(Con voz más fuerte) ¡No!... ¡que muera!...

TODOS.-

¡Que muera!...

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(Llamosa, Chaves y Cortés se lanzan sobre Ursúa y le dan de puñaladas. Llamosa es el primero que le hiere. Ursúa retrocede algunos pasos, vacila y cae, arrojando sangre por sus heridas.

GRITO DE TODOS.-

¡Vivan los Marañones!...

VOCES.-

¡Viva Guzmán!...

(En este momento de gritería y confusión, sale Arturo de la tienda incendiada, con Cora desmayada a la que coloca al pie de un peñasco del proscenio. Luego, con la rapidez posible, escala la roca que está en el ángulo del río con asombro y estupor de los presentes, que no se mueven de sus puestos; y desde allí, volviéndose a los conjurados exclama):

ARTURO.-

¡Lope de Aguirre, socorre a tu hija que se muere!... (A la turba): ¡Miserables asesinos, vuestro triunfo no durará mucho tiempo!...

(Lánzase al río en el que se le ve sumergirse y reaparecer por dos veces en las superficies de las aguas sobrenadando. Un trueno horroroso estalla al mismo tiempo, causando en todos los presentes un instante de terror)

AGUIRRE.-

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(Volviéndose a los suyos) ¡A él, camaradas!...

GUZMÁN.-

¡Muera el infame!

(Ambos disparan a Arturo sus arcabuces y todos se aproximan al río en confuso desorden, con aspecto amenazador)

Fin de Acto Primero

ACTO SEGUNDO

LA PRISIÓN

(Salón del Gobernador en la isla de Margarita, ricamente adornado con suntuosos cortinajes y muebles del siglo XVI.- Ventana grande al fondo que da a la plaza principal de la ciudad; otra más pequeña a la izquierda de los actores.- Puertas laterales y molduras de estilo árabe o gótico.- Una mesa de un solo pie con carpeta, recado de escribir y una campanilla.- Es de tarde.)

Escena I

Cora, La Torralba

(La primera ricamente ataviada, en traje de corte, reclinada en un sillón, con la cabeza entre las manos y los codos descansando sobre la mesa que

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tiene delante. La Torralba de pie, a corta distancia de Cora, contempla a ésta)

TORRALBA.-

¿Pero siempre habéis de estar así, hija mía? ¿Por qué no os acercáis a esta ventana, ahora que se ve tanta gente en la plaza y que el sol poniente de esta perla de las Antillas, la hermosa isla de Margarita, se ostenta tan grandioso y resplandeciente? Vamos, Cora, sacudid esta tristeza que os va marchitando vuestras frescas mejillas, olvidad esos recuerdos que tanto daño os hacen.

CORA.-

(Con abatimiento) Al contrario, Torralba, esa tristeza me da vida y fortalece. Esos recuerdos me comunican un lenitivo tan grato a mis amargos pesares, que, a ser posible desecharlos, me haría aún más desgraciada de lo que soy… ¡Grato! sí, muy grato, porque tal es la complacencia que trae envuelta el sufrimiento, cuando tiene su origen en la causa que me aflige… Madre mía, ¿qué importa que mis mejillas palidezcan, si para mí todo ha concluido en el mundo; si mi corazón está marchito, y ni una sola gota del suave rocío del consuelo puede reanimarlo? ¡Ay, Torralba, dejadme, dejadme morir!...

TORRALBA.-

No, querida hija mía: el dolor extravía vuestra razón y amengua vuestro valor. Además, ¿por qué os habéis atormentar alimentando vanas quimeras, recordando sucesos lamentables que no pueden repararse?

CORA.-

¿Y por qué, Torralba? ¿Por qué, madre mía?

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TORRALBA.-

Porque es indudable que el Coronel Arturo de Villena no existe… ¡Ah!... después de haberse arrojado de lo alto de una roca en el caudaloso Amazonas, es imposible que haya podido escaparse de sus embravecidas ondas.

CORA.-

No me aflijáis, por piedad; no agravéis más mis padecimientos con ese recuerdo doloroso… ¡Ay, qué cruel os mostráis con vuestra pobre Cora!... Arturo no ha muerto… Dejadme siquiera halagar esa esperanza.

TORRALBA.-

Es un doble tormento, porque os consumiréis aguardando en vano que vuestro sueño se realice. Lo que en mi concepto os valdría más, hija mía, sería aceptar con santa resignación el sacrificio que Dios os impone, y procurar distraer vuestras penas.

CORA.-

¡Me es imposible!... La última imagen que queda en mi cerebro, después de largas vigilias, al conciliar el sueño, es la de mi amado Arturo; así como al despertarme, también es la primera que asalta a mi mente. Le veo en mis sueños con tal claridad, como durante el día se fija su noble figura sin cesar en mi imaginación. Sí, madre mía: a todas horas y en todas partes, ¡siempre Arturo, siempre él!...

TORRALBA.-

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Recomendada, como sabéis lo estoy por vuestro padre Lope de Aguirre, para asistiros con solícito esmero, no puedo consentir en dejaros padecer así. Es preciso que os resolváis a olvidar lo pasado como una espantosa pesadilla.

CORA.-

¿Olvidar?... ¡Olvidar es para mí la muerte!... El olvido es para las almas pequeñas, para corazones helados… ¿Podría yo olvidar, madre mía? ¡Oh, nunca, nunca!... ¿Cómo es posible apagar un incendio que abrasa hasta mi última fibra? ¿Cómo repeler de mi alma un sentimiento que toda la domina?... ¿Cómo pedir alegrías a mi corazón, cuando todo él está impregnado de amargura y de dolor?... Sería necesario secarlo enteramente, matar el cerebro… (Pausa) Tal vez os tengáis razón, madre mía… Arturo ha muerto… Precipitarse en el río, aquella noche de horrible tempestad y de carnicería. ¡Oh, Dios mío!, y morir solo, abandonado de los suyos, perseguido de lobos furiosos… y luego luchando contra el terrible elemento… rodeado acaso de monstruos voraces… (Dando un grito ahogado) ¡Ah, y no haber recogido yo su último suspiro… no conservar de él ni un jirón de sus vestidos… ni un rizo de su cabellera… ni aún ese fatal anillo, prenda de su amor! (Llorando) ¡Nada, nada!, sino su imagen en mi pecho y el tristísimo recuerdo de su amor… ¡Ay, Torralba, qué martirio tan atroz! (Sollozando con el rostro entre las manos)

TORRALBA.-

(Conmovida, enjuagándose una lágrima) ¡Pobre hija mía!...

CORA.-

¿Por qué, ingrata, no me lancé tras él a la muerte, para morir a su lado? ¿Cómo pude olvidar, desconocida, que él acababa de salvarme de las llamas? Él, que hubiera sacrificado por su Cora hasta la última gota de su

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sangre… ¡Dios mío, Dios mío!... Si privada de conocimiento no me hubiesen trasladado a la tienda de mi padre, aquella noche de crímenes y horrores, ¡oh, mi Arturo! yo no te habría dejado perecer, o juntos nuestros cadáveres habrían sido arrojados por la corriente de ese funesto río, a alguna de sus playas solitarias. Pero, ¡ay de mí! Ha muerto… ¡Y ha muerto solo!...

TORRALBA.-

(Angustiada) ¡Cora, Cora, hija mía!, vuestras quejas me desgarran el alma. Dad treguas a vuestro justo dolor, escuchad la voz de la razón… Sois joven y hermosa, y en la juventud, creedme, todo pasa… todo calma… todo se olvida… Si alguna vez la flor se ve tronchada por el huracán del infortunio, más tarde vuelve a recobrar su belleza y lozanía.

CORA.-

Acaso os engañáis, mi buena madre, una flor puede renacer, después de la tempestad, cuando el tallo que la sostiene no ha sido lastimado en su raíz. Torralba, yo soy esa flor marchita, cuyo tallo ha sido arrancado violentamente, cuya savia, que son mis ilusiones, ha desaparecido con la pomposa fronda que ella produce… Sí; yo he pasado ya, estoy muerta para el mundo. ¡Ah! desde aquella noche tenebrosa, noche de fatal recuerdo, en que fue derrocado el poder legítimo por el horrendo atentado cometido por mi padre, mi vida ha sido una cadena de horribles sufrimientos.

TORRALBA.-

Es verdad, hija mía.

CORA.-

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Después del triunfo completo de los conjurados Guzmán, el desgraciado hijo de un veinticuatro de Sevilla, reclamó mi mano, ofrecida en premio de su infame traición: pero mi padre, -¡justo castigo del cielo!, acaso por cariño hacia mí, se la negó con su habitual arrogancia. El de Guzmán se encoleriza, y contando con el ejército, de que era Jefe, quiso obligar a mi padre al cumplimiento de su promesa; pero el incauto no previó que, al nombrar él mismo a Lope de Aguirre por su Maestre de campo, se había colocado en la misma posición del malogrado General Ursúa respecto de él… Así fue que Guzmán cayó muerto a puñaladas en su misma tienda. Ya desembarazado de un competidor tan terrible, mi padre, con insólita audacia, se impone como jefe absoluto de aquella tropa insubordinada y turbulenta: hace decapitar en el acto a los que intentaron oponer alguna resistencia; y desde aquel momento se hace proclamar caudillo de los Marañones, erigiéndose en un tirano espantoso, cuya farsa odiosa terminó ese día… ¡qué horror!, con asesinatos del capellán del ejército y de una piadosa matrona, porque se atrevieron a reconvenirle por las blasfemias que profería contra Dios!...

TORRALBA.-

(Conmovida) Sí, la noble Señora Doña Inés de Atienza: una santa mujer, llena de abnegación y de caridad evangélica. ¡Ay! esto no puede parar bien. Alentado Lope con el buen resultado que obtiene en todas sus maldades, concibió la idea descabellada de dar la vuelta al Perú, para derrocar al Virrey Cañete: constituirse Príncipe de esa rica comarca y rebelarse, por supuesto contra nuestro legítimo Rey y Sr., Su Majestad Don Felipe II… Pero Dios no quiso que esto se efectuara, pues ya hemos visto que, después de haber vagado por todo el mar Caribe, sin lograr apostar a las costas del Pacífico, las borrascas del Archipiélago de estas Indias nos arrojan a Tierra Firme, a esta hermosa Venezuela que Lope de Aguirre ha escogido para teatro de sus malas intenciones, sobretodo esta infortunada isla de Margarita, a la que hace un año arribamos, y en la que ese mal hombre ejerce todo género de crueldades, sin temor de Dios ni del Rey.

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CORA.-

¡Ah!, sí, madre mía: mi padre es un azote de la humanidad, que llena de espanto y desolación hasta a los mismos que le sostienen y ejecutan sus atrocidades… ¡Disimulad, madre querida, que os hable así del autor de mi desgraciada existencia!... Con frecuencia me repite que sólo a mí ama en la tierra… y, sin embargo, Torralba, sus hechos, como siempre, contradicen sus palabras… ¿Podrá amar a su hija, el que toma por sorpresa y artificios reprobados una ciudad indefensa y confiada?... ¿el que engaña hasta con burla a su Gobernador, a quien hace morir con inaudita crueldad?... ¿el que diezma a su escasa población?... ¿el que se apodera de sus cajas reales?... ¿el que hace huir a los montes a los pacíficos habitantes, cual rebaño perseguido por hambriento tigre?... ¿el que tala y destruye cuanto encuentra a su paso?... ¡No!... no, Torralba: no puede amar a su hija el que no teme a Dios, sino que por el contrario blasfema y maldice a su santo nombre!... Perdonadme, madre mía, este lenguaje irrespetuoso que no debe emplear un hijo tratándose de su padre… ¡Pero el recuerdo de mi Arturo infeliz!... me perturba la razón y me olvido…

TORRALBA.-

(Interrumpiéndola) Es muy cierto, Cora, lo que decís… Por otra parte, los atentados se repiten sin cesar: no se pasa un solo día sin que veamos el espectáculo de la ejecución sangrienta en esa plaza… Lope de Aguirre se divierte haciendo correr a torrentes la sangre de sus semejantes. ¡Se ha vuelto loco!...

CORA.-

¡Y sin embargo me aconsejáis que deseche mis pesares… que ahogue mi dolor!... Torralba, la vida que llevamos en esta isla, en este suntuoso palacio, es un continuo y prolongado martirio… es cosa de perder la

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razón… ¡Dios mío!... ¡me laten las sienes… mi cabeza está ardiendo!... No veo sino sangre por todas partes.

TORRALBA.-

Ánimo y confianza en Dios, mi pobre Cora… Vamos… venid, hija mía querida, a tomar un poco de aire a esta ventana, que sin duda os hará bien, ya que no queréis bajar a los jardines. La vista constante a estas monótonas cortinas debe naturalmente fatigaros. (Tomando a Cora por la mano y llevándola a la ventana del foro) Venid, venid, pues.

CORA.-

(Levantándose con un suspiro) Voy a obedeceros. (Dejándose conducir por la Torralba) Decíais la verdad… (Asomándose) ¡Qué tarde tan hermosa!... El cielo está azul y tenso como un espejo… ¡Qué espectáculo tan grandioso y sublime presenta el sol poniente!... Mirad, madre mía: ¡qué bella vista!... Aquellos montecitos rojos que parecen de oro y púrpura… y aquellos otros de un vivísimo amarillo esmaltado también de oro… Ved, ved, cómo palidecen y toman nuevas formas y colores aún más sublimes y esplendentes… ¡Oh! ¿y habrá quien ose dudar de la grandeza de Dios?... (Pausa mirando hacia abajo) ¡Qué gentío discurre en la plaza!, parece un día de fiestas… ¿Qué espectáculo atrae a la muchedumbre? Allá asoma mi padre, Torralba, seguido de Antón Llamosa… (Sobresaltada) ¡Dios mío! el hombre fatídico de siempre… el espíritu malo que le sugiere las iniquidades… ¿Recordáis, madre mía, aquel día en el que Lope de Aguirre hizo asesinar a Martín Pérez, su Maestre de Campo?

TORRALBA.-

¿Cómo pudiera olvidarlo, Cora, cuando ese día fue en el que ese monstruo horrendo, para probar su fidelidad a vuestro padre que le sospechaba de connivencia en una trama con él, se arrojó como un lobo hambriento sobre

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el cadáver de infeliz Pérez y chupó la sangre humeante que arrojaban sus heridas, y los sesos que brotaban de su cráneo despedazado?

CORA.-

¡Qué horror!... ¡Qué corazón de demonio!... (Inclinándose otra vez a la ventana) ¿Pero, qué ocurre?... El gentío se aumenta en la plaza… ¿No veis dos hombres, allá al otro extremo, que conducen maniatados?... (Oyese muy lejos el sonido de trompetas o clarines que tocan marcha fúnebre, y al mismo tiempo el tañido de una campana que toca plegaria y luego doble) ¿Oís?... tocan marcha fúnebre… (Pausa) ¿No es plegaria lo que tocan? ¡Sí, sí!... ¿Y aquello que se alza por sobre la multitud en el centro de la plaza?... (Horrorizada) ¡Virgen Santa!... ¡una horca!....

(Cubriéndose el rostro con las manos, separándose violentamente de la ventana, y cayendo anonadada en el sillón que antes ocupara)

TORRALBA.-

(Separándose también de la ventana tan acongojada como Cora) ¡Misericordia! ¡Dios mío, misericordia!...

CORA.-

(Reconviniendo a la Torralba) Madre mía, ¿para presenciar ese horrible espectáculo me hicisteis salir a esa ventana?... ¿También vos, Torralba, contribuís a atormentarme?... ¡Retiraos, por Dios… dejadme sola!...

TORRALBA.-

¿Por qué me hacéis tal agravio, hija mía querida? ¿Acaso preveía yo lo que iba a pasar ahí? (Ahora el doble) ¡Dios de misericordia!... ¿qué haremos, pobre de nosotras?

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CORA.-

Orar por las almas de las infelices víctimas… y también por su verdugo. (Arrodillándose con fervor)

TORRALBA.-

(Haciendo lo mismo) Así es, hija mía… sí: imploremos la misericordia divina para que contenga el furor de vuestro insano padre.

(Oran en silencio y recogimiento en breve rato.- Las trompetas anuncian el fin de la ejecución: toque de diana, la campana cesa el doble y las señoras se ponen de pie después de una corta pausa)

Escena II

Cora, la Torralba, Baltasar Cortés

(Que se ha detenido respetuosamente y descubierto en la puerta de la derecha al ver a las señoras arrodilladas. Cuando éstas se han puesto de pie, se adelanta algunos pasos, e inclinándose respetuosamente delante de Cora, dice:)

CORTÉS.-

Perdonad, señorita Cora, que interrumpa vuestra oración.

CORA.-

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Hemos concluido. ¿Qué se os ocurre, Cortés?

CORTÉS.-

Un indio de gentil apostura implora a las puertas de este alcázar la gracia de que se le permita llegar hasta vos.

CORA.-

¿Un indio?... ¿De esta isla?

CORTÉS.-

Parece que no.

CORA.-

¿Sabéis de dónde viene?

CORTÉS.-

Me ha dicho, a lo que pude comprenderle, que pertenece a una tribu de otra isla vecina a ésta, cuyos habitantes se llaman… (Aparte) ¡Voto a sanes, que no sé pronunciar ese nombre pagano!... (Alto y muy despacio) Se llaman… los… Guai… qui… rí… es.

CORA.-

Está bien: no importa el nombre de la tribu.

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CORTÉS.-

Con vivas instancias me rogó le hiciese este servicio; y, para más obligarme, me ha regalado esta prenda preciosa, que no es una baratija. (Mostrando un cerco de perlas)

CORA.-

(Después de un rato de reflexión) Puedes hacerle entrar, Cortés. (Va a salir Cortés inclinándose) Aguarda… Dime antes: ¿quiénes son los que acaban de ajusticiar?

CORTÉS.-

Dos desertores del ejército, dos Marañones.

CORA.-

¿Marañones? ¿Cómo es eso? ¿hasta a los mismos compañeros de expedición están sacrificando?

CORTÉS.-

Así es la verdad, señorita Cora… (Meneando la cabeza) ¡Las cosas se van poniendo de mal en peor!... Parece que a vuestro padre, a quien Dios tenga de su mano, le dan a veces antojos de ver correr sangre y más sangre!... ¡por vida de!... hasta de los buenos camaradas y amigos… Ya lo veis; por eso nuestros compañeros, los Marañones, se van desertando por docenas… (Sacudiendo la cabeza) ¡Hum!... y pronto quedará reducido el ejército a Antón Llamosa, el bebedor de sangre, a Chaves y a mí… El caso

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es, Doña Cora, que ya no hay misericordia para amigos ni enemigos; y que ya aquí nadie puede contar con cabeza sobre los hombros.

CORA.-

(Con desconsuelo) ¡Dios mío! Cortés, haz entrar ese indio.

(Sale ahora Cortés por donde entró, inclinándose)

Escena III

Cora, La Torralba

CORA.-

Ese indio será tal vez algún infeliz que viene a implorar mi protección, al que habrán despojado de su hacienda; o quizás algún pariente o amigo de alguna persona que tendrán presa en capilla… ¡Dios mío!... acaso sea algún padre… y viene su hijo a impetrar mi supuesto valimiento con el mío!... Pero, ¿qué podré hacer yo? ¡Si mi padre me oyese!... Yo soy la única persona que puede alcanzar de él alguna gracia. (A la Torralba) Madre mía, permitidme que hable en privado a este indio.

TORRALBA.-

Sí, hija mía, ya me retiro: conozco las costumbres de los indígenas: el indio se dirige a vos; y si, al entrar, os encuentra acompañada, de seguro se devuelve sin deciros una palabra.

CORA.-

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Tal había yo pensado. Adiós, madre mía. (Sale la Torralba por la derecha arriba)

Escena IV

(Cora, luego Arturo. Disfrazado de indio, con toda la elegancia de un jefe de poderosa tribu)

CORA.-

Ya me parece que oigo los pasos de ese indio, que siento vibrar en mis oídos las conchas de su guayuco, y los anillos de sus pies… Cortés ha dicho que tiene buena presencia… El corazón se me conmueve, no sé por qué. ¿Qué querrá de mí?... En fin, él lo dirá. Helo aquí.

ARTURO.-

(En actitud respetuosa desde la puerta de la derecha, sin adelantarse a la escena) Perdonad, señora, el atrevimiento de un pobre indio de llegar hasta vos. Me han hablado de la bondad de vuestro corazón, de vuestras virtudes; y, al contemplar vuestro rostro, rostro angelical…

CORA.-

(Aparte) ¿Es un sueño?... Ese porte… esa voz… Es él… es él… (Alto, con la más viva emoción) ¡Arturo!... ¡Arturo!... (Arrojándose en sus brazos)

ARTURO.-

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¡Sí, soy yo… mi amada Cora!... yo, que doy gracias al cielo… que bendigo este feliz momento, porque vuelvo a encontrarte tan digna, tan santa como te dejé!... ¡Dios es justo y pródigo en sus bondades!...

CORA.-

¡Oh, dicha inmensa!... ¡Mi Arturo aquí!... ¡salvado!... (Llora de gozo) ¡cuando le he llorado muerto!... ¡Gracias, Dios mío, gracias!... ¿No es una ilusión… un sueño de mi loca fantasía? ¡Oh, no!... ¡porque tú estás aquí… aquí conmigo… porque te veo… porque oigo tu voz… porque el corazón no engaña!…

ARTURO.-

¡Sí, ángel mío!... Mas dime ante todo ¿cómo has podido reconocerme bajo este disfraz, con el cual he logrado burlar la vigilancia de los satélites de tu padre?

CORA.-

¡Porque el corazón ve con más claridad que los ojos, Arturo mío!... Y además, ¿qué importa que lleves el vestido indiano, que hayas ocultado tu rostro bajo la tez bronceada del americano, si quedan descubiertas para mí tu voz y tus ojos?... Sí, los ojos son las antorchas del corazón… y tu voz… ¡oh, tu voz, cuyo eco se repercute constantemente en mis oídos!... ¡Arturo, Arturo! Ni yo acertaré a expresarlo, ni tú a comprender cuánto ha padecido tu Cora desde aquella noche de crímenes y atrocidades en que fuimos separados… Desde entonces, mi loco anhelo quería encontrarte en todas partes… quería verte en donde no estabas… ¡ay! y en mis crueles noches de insomnio y pesadilla, mis ojos, fatigados por el llanto, mi despertar era un tormento atroz, horrible… porque había oído tu voz… te había visto en mis sueños; y no podía, no quería convencerme de que todo aquello era una ilusión. ¿Y me preguntas cómo he podido reconocerte? Ahora

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refiéreme, que ansío por saberlo, ¿cómo has podido salvarte de las ondas del Amazonas?... ¿dónde has estado?... ¿cómo has aportado a la Margarita, ignorando quizás que me encontrarías en esta isla?.. Dímelo todo, que todo me interesa.

ARTURO.-

¡Todo es obra de esa savia y divina Providencia que vela por los desgraciados!... Cora, yo sostenía la causa honrosa de los leales; y viéndola completamente perdida en los Brasiles, no vacilé en preferir una muerte que Dios me enviara, antes que caer, con ignominia, bajo el puñal de los furiosos bandidos… y Dios aceptó mi sacrificio… y me salvó de una muerte inevitable. Luché contra el terrible elemento casi hasta el amanecer… La noche no mostraba un lucero: el cielo furioso lanzaba centellas: monstruos horribles se deslizaban cerca de mí, y me rozaban con sus escamas… Juguete de las olas, ya cansado y sin aliento, iba ya a sumergirme… Mas, ese ser Omnipotente, cuya voz hace enmudecer las tempestades, y tus ruegos a la Madre del Creador, llegaron a ella sacrosantos y purísimos. Logré ganar una orilla escarpada, y cuando el sol naciente principiaba a dorar los montes lejanos, yo sobre la arena elevaba a Dios mi corazón, dándole gracias por haberme salvado tan prodigiosamente.

CORA.-

(Con ansiedad) Sí, sí. ¡Ha sido un milagro!... ¿Y después?... Continúa, Arturo, que los momentos son preciosos, y si sospechasen…

ARTURO.-

Desde la ribera, en que permanecía oculto entre unas rocas, vi embarcarse a Lope de Aguirre con sus cuatrocientos que había seducido; y, entre esa turba de malvados, ibas tú también, amada mía.

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CORA.-

¡Ay! ¡cuán lejos estaba yo de imaginarme que estuviese tan cerca de tu Cora!... Te creía muerto… y lloraba…

ARTURO.-

¡Pobre amor mío!... Resuelto, como estaba, a reducir los rebeldes a la obediencia del poder legítimo; y, sobretodo, a no desmayar hasta verte en mi poder; me embarqué para el Callo, donde me avisté con Fajardo, el heroico guerrero, el sostenedor infatigable del pendón de Castilla, y le di cuenta de los sucesos ocurridos en el Marañón… Indignado Fajardo al oír mi relato, dispuso enviarme con una nave en persecución de Lope de Aguirre: mas las borrascas frecuentes en las costas del mar Pacífico, demoraron mi arribo a Tierra Firme; circunstancia que, por otra parte, me fue provechosa, puesto que supe en Maracapana el paradero de Aguirre, en la Margarita. Allí se encontraba con una armada el Comendador de la Española, el Reverendo padre Fray Montesinos. Pero no se atrevió a desembarcar con su gente para atacar al Tirano, por temerle como a una fiera. Para disimular tan insigne pusilanimidad, dirigió desde su bastimento una carta a tu padre, llena de consejos.

CORA.-

De la que se burló Aguirre en términos desmedidos, como acostumbra hacerlo con los frailes.

ARTURO.-

Tal conducta del Reverendo padre Comendador es hasta cierto punto criminal; puesto que a ella se deben los inauditos excesos y maldades cometidos en esta desgraciada isla… Yo hice por mi parte cuantos esfuerzos me fueron posibles para contener el mal; y hasta intenté desembarcar solo con la poca gente de mi carabela; pero el pusilánime

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Montesinos se opuso a ello, llamándome rebelde al Rey y a su representante en la Española.

CORA.-

Y por último, ¿qué resolvió el padre Comendador, en tan críticas circunstancias?

ARTURO.-

Informar a las islas cercanas de lo que pasaba en la Margarita, y enviarme de nuevo en pos de Fajardo excitándole a que viniese a Venezuela bien provisto de municiones y de gente de guerra. Fajardo puso inmediatamente en ejecución la orden que se le daba: pero han sido tales los contratiempos que se han presentado que, hasta ahora, no hemos podido organizar una pequeña expedición, de la que soy uno de los principales jefes.

CORA.-

(Con inquietud) Tú, Arturo… Pero, ¿de qué expedición me hablas?... Nada se sabe en la isla…

ARTURO.-

En efecto: nada se sospecha… Pero no quiero ocultarte nada a ti, Cora mía… Fajardo ha conseguido, por fin, sesenta indios flecheros, y ha desembarcado, hace poco, para sorprender al Tirano… Nuestra gente está emboscada cerca de la ciudad, y esta noche daremos la carga sobre los Marañones… Sí, Cora, ya es tiempo de derrocar esta odiosa tiranía… ¡He jurado que los traidores del Marañón no gozarían por mucho tiempo de un poder usurpado, y quiero cumplir mi juramento!...

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CORA.-

(Asustada) ¡Calla, Arturo, calla, por Dios! que pueden oírte y reconocerte.

ARTURO.-

(Calmado) Tranquilízate, y nada temas por mí… ¿y quién podría reconocer al Coronel de Villena con este disfraz?... ¿quién trasluciría la blanca tez del europeo oculta en la bronceada y quemada por el sol del indio meridional? Sólo tú, amor mío, tienes ese talismán en tu corazón y en tus oídos.

CORA.-

(Siempre inquieta) Sin embargo, ¡tengo miedo, Arturo! ¡Si te vieran aquí conmigo a solas!… ¡cielos!... si mi padre te sorprendiese en esta fortaleza…

ARTURO.-

(Con mucha sangre fría y arrogancia castellana) ¿Y qué?... me haría ahorcar en el acto.

CORA.-

(Atribulada) ¡Dios inmenso!... ¡Me haces estremecer, Arturo!

ARTURO.-

(Con indiferencia) ¿Y qué otra cosa puede esperarse del desalmado que sacrifica cobarde y traidoramente a Ursúa, al valeroso general que se lanza desde Lima en pos de esa quimera de El Dorado, la ilusión magnífica de

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los españoles americanos, el sueño de los Reyes de Europa?... ¿Qué del monstruo que sobrepujando a Atila, tala, incendia y degüella cuanto encuentra a su paso?... ¿Qué del miserable tiranuelo, que derrama por sus propias manos hasta la sangre de los feroces compañeros, cómplices de sus atrocidades y siervos sumisos a sus mandatos?...

CORA.-

(Poseída del más profundo dolor) ¡Ay, Arturo!... ¡pero es mi padre!...

ARTURO.-

(Con creciente fuego y sin oírla) ¿No oíste, Cora, no ha mucho, el fúnebre clarín de ejecuciones y la aterradora campana de agonía?

CORA.-

(Llorando) Sí, sí… y me sentí morir…

ARTURO.-

(Con el mismo arranque) ¡Pues bien, ángel mártir!... ¡Esos lúgubres sonidos anunciaban un nuevo crimen del Tirano Aguirre!... ¡Dos Marañones están aún colgados en una misma horca! (Dirigiéndose a la ventana en que antes se asomara Cora) ¡Helo allí, Cora, helo allí, cual pantera sanguinaria al pie del cadalso, contemplando, con risa infernal, el terrible espectáculo con que divierte a esta población desolada!

CORA.-

(Como antes) ¡Arturo!... ¡Lope de Aguirre es mi padre!...

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ARTURO.-

(Con solemnidad y acento de inspirado) ¡Y Dios el vengador de sus víctimas! Sí, amada mía… Dios se ha cansado de tolerar tanta iniquidad, tantas impiedades, tantos actos sacrílegos; y, por mi boca, dice al Tirano1 <Has querido medir tus fuerzas con el que da las fuerzas…>. Y a su pura e inocente hija: <Y tú, que con santa resignación, apuras, gota a gota, el amargo cáliz con que pruebo y purifico a mis escogidos en la tierra, ¡yo te daré una recompensa superior a tu martirio!>.

CORA.-

(Cayendo de rodillas a los pies de Arturo) ¡Oh, Arturo!... ¡Arturo!... ¡tus palabras conmueven las profundidades de mi alma!... me hacen estremecer de dolor al mismo tiempo que inundan mi corazón de consuelo y de inefable alegría!...

ARTURO.-

(Con súbita resolución) Esto debe ser. Álzate, Cora mía. (Alargándole la mano) Prepárate a partir, en breve, al campo de Fajardo.

CORA.-

(Asombrada) ¿Qué dices, mi dueño y señor?

ARTURO.-

Que desde hoy estarás siempre conmigo: que morirás a mi lado, si yo muero; y juntos recogeremos nuestros últimos suspiros… Quiero sacarte

1 Imitación de Eugenio Sue, Misterios de París (El Maestro de Escuela)

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esta noche misma de esta horrible fortaleza; porque, aunque todo está dispuesto para sorprender y apresar a Aguirre, éste puede escaparse y llevarte consigo.

CORA.-

Pero, ¿cómo intentas sacarme de aquí?... todo este alcázar está amurallado y cercado de centinelas.

ARTURO.-

Cortés me auxilia: este hombre me conducirá como lo hizo ahora, y podremos salir sin ser vistos. Esta ventana (Indicando la del foro) da a la plaza donde, me ha asegurado Cortés, no habrá centinela… Por ella nos descolgaremos… (sacando una escala de cuerda que traía oculta) Aquí tienes esta escala: guárdala y avisa a la Torralba para que nos acompañe.

CORA.-

Todo se hará como dices; mas, temo que nos sorprendan… Si Cortés…

ARTURO.-

Nada temas: está de nuestra parte… Dentro de una hora estaremos en el Campo de Fajardo.

CORA.-

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¡Dios lo quiera!... La noche se aproxima… Parte luego, Arturo, y no tardes en volver… ¡Adiós!

ARTURO.-

¡Adiós, Cora mía!, confía en mí y nada temas. (Sale por la misma puerta de la derecha por donde entró)

Escena V

Cora

CORA.-

(Sola, siguiendo con la vista a Arturo) ¡Arturo aquí!... Me parece un sueño… No… No… esta vez es una realidad… (Pausa. Acercándose a la ventana del foro) Ya sale de esta fortaleza… Allí va haciendo sonar las perlas de sus brazaletes… ¡Qué gallardo se ostenta con ese disfraz de indígena!... Ya no le distingo desde aquí… (Como asustada) Mas, mi padre se dirige hacia ese lado… Mi padre, ¡Dios mío! yo creía que ese dulce título sólo se daba a un ser predilecto, a un ser en quien el hijo encuentra todas sus complacencias… Pero, ¡infeliz de mí! que no puedo ver en Lope de Aguirre sino el terror de la humanidad… Dice que me ama mucho, y en efecto sólo conmigo no es cruel… ¡Pero yo le tengo miedo! (Volviendo pausadamente del foro al proscenio) ¡Dios mío! ¿será malo esto?... Yo se lo he preguntado a la Torralba; pero ésta nada me responde… (Dos pajecillos colocan bujías sobre las mesas, por ser ya entrada la noche) ¿Pero qué estoy pensando? Dentro de una hora volverá Arturo y debo ir a preparar… (Deteniéndose sobresaltada al ver a su padre) ¡Santo Dios!... mi padre… (Va a sentarse en un extremo del salón, desviada de Lope)

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Escena VI

Cora, Lope de Aguirre

(Que se presenta de improviso en la puerta de la derecha, sin apercibirse de la presencia de Cora en el salón. Trae un pliego en la mano, en cual arroja sobra la mesa)

AGUIRRE.-

¡Voto a Satanás! Que, con la lección que acaban de recibir mis soldados, ya no se atreverá ninguno a abandonarme. (Volviendo ahora la vista y notando a Cora, a quien dice con aire festivo) ¡Eh, Cora! Querida hija mía: ¿qué haces ahí tan triste? (Cora, muy abatida, con los ojos bajos y con el ánimo inquieto y preocupado) ¿Siempre has de estar lloriqueando? ¡Vamos! déjate de tonterías, y ven a abrazarme… mira que sufro mucho, ¡vive Dios! cuando te veo padecer… ¿Por qué no has salido a paseo esta tarde con tu aya?

CORA.-

(Siempre triste y abatida) Poco me agrada el paseo, padre mío: prefiero más mi retiro.

AGUIRRE.-

(Con jovialidad) ¡Bobilla!... ¡cuando tú eres la soberana de esta isla!... te rendirán sus homenajes… te colmarán de honores… (Con gracejo) ¡Voto a bríos!... que tal vez algún galán…

CORA.-

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(Con disgusto) No me habléis de eso, señor… yo os lo suplico…

AGUIRRE.-

¡Ya!... Estamos pensando siempre en el gallardo Coronel de Villena… ¿no es esto? Pues no hay más que irlo a buscar en el vientre de algún pez del Marañón. El insensato se dio un baño, con la esperanza de escapárseme.

CORA.-

¡Ah, padre mío!... ¡no tenéis compasión de mí!

AGUIRRE.-

Sí, sí… no te disgustes por lo que te he dicho, Cora: ha sido una mera chanza, porque hoy estoy de buen humor… ¡Pobrecita hija mía!... ¿Y te aburres aquí en la Margarita?

CORA.-

No, señor: es muy bonita esta isla de Venezuela.

AGUIRRE.-

¿Oye? Sabes que todos los que te ven se admiran de tu hermosura.

CORA.-

(Suspirando con desaliento) ¡Ah!...

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AGUIRRE.-

Sí, hija… y mira, yo me complazco sobremanera cuando oigo hablar así de ti… ¡y por Dios! que no les falta razón… Si yo fuera joven, ya me daría al diablo, porque caería en la tentación de enamorarme de ti…

CORA.-

(En tono de reconvención) ¡Padre mío!

AGUIRRE.-

(Mirándola fijamente) ¡No hay duda! Eres, Cora, el vivo retrato de tu madre, ¡el mismo! Acércate aquí, ven a sentarte a mis pies en este cojín. (Cora obedece, siempre lánguida y preocupada) ¡Si supieras cuánto te amo! ¡Cuánto siento no poder estar siempre a tu lado… porque cuando estoy contigo, es que me ocurren buenas ideas, pensamientos de humanidad… qué sé yo! Sólo en tu presencia es que no pienso en que se lleve el diablo el mundo entero.

CORA.-

Señor, no habléis así, ¡que me causáis miedo!

AGUIRRE.-

(Acariciándole la cabeza) Es verdad… se me olvidaba que no gustas oír hablar de ese tunante… ¡Qué hermosa cabellera tienes! La de las antiguas hijas del sol, como decía tu madre… Es digna de una diadema, de una corona… ¿quién sabe?

CORA.-

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Esa simpleza suele decirme a veces, cuando me peina la Torralba, por lisonjearme.

AGUIRRE.-

¿La Torralba? ¡Hola!, pues ha dicho muy bien… ¿Y dónde está ahora esa vieja devota?

CORA.-

No ha mucho se separó de mí. Pero, ¡por Dios! no tratéis así a mi pobre aya: ¡es tan buena!, ¡me ama como a una hija!

AGUIRRE.-

¿De veras?... pues ya eso es otra cosa… ¿Conque te quiere mucho?

CORA.-

Sí, señor, con extraordinario cariño: apenas deseo alguna cosa, cuando la tengo ya en mis manos.

AGUIRRE.-

Por supuesto… así se lo tengo recomendado… y si no lo hiciera así, ya la habría mandado a dar garrote en la mitad de la plaza.

CORA.-

(Suspirando) ¡Pobre Torralba! Es tal su ternura para conmigo, que no puedo habituarme a llamarla sino madre.

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AGUIRRE.-

No consiento en eso; porque la vieja dueña se creería con derechos que, ¡voto a cribas!... ¿quién habría de concedérselos? Primero la mandaría a Barrabás.

CORA.-

Y yo os rogaría que no la separaseis de mi compañía.

AGUIRRE.-

¿Es decir, que resistirías a mi mandato?

CORA.-

Sí, señor; por injusticia e ingratitud.

AGUIRRE.-

(Sonriendo) ¡Así… así me gusta que me hables!... pues sabe, picaruela, que lo alcanzarías; porque te juro por mi cabeza, que de hoy más no habrá cosa que me pidas que no te la conceda, mi amada Cora. (Notando que ésta sigue siempre triste y preocupada) Pero, ¡qué diablos!... ¡tú sigues siempre triste y abatida, pensando sin duda en los muertos!... ¿No me crees?... Todo mi afán consiste, desde que llegamos a esta tierra, en llenarte de satisfacciones… Haz la prueba… pídeme lo que quieras, y verás que no tardo en complacerte. (Con arrogancia) Soy poderoso: esta isla me pertenece, y todos sus habitantes son mis humildes siervos…

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¿Quieres que demos una vuelta al Perú para hacerte coronar allí como una emperatriz?

CORA.-

¡No penséis en esos delirios, padre mío!

AGUIRRE.-

(Sin hacer caso) ¿Quieren que te adoren aquí en la Margarita, como a una Reina, como a una diosa, por el estilo de allá en el Cuzco?

CORA.-

¡Oh, no, padre mío!

AGUIRRE.-

¿Quieres tener a tus pies, en este palacio, toda la nobleza castellana de la isla?

CORA.-

(Angustiada) No, no, señor. Nada quiero sino que no seáis el azote de estos pueblos, que no seáis cruel e inhumano, que no derraméis más sangre de vuestros semejantes, que no seáis más el terror de los habitantes de esta pacífica isla.

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AGUIRRE.-

¿Eso me pides, Cora? ¡Pues no es mucho, por vida mía!... vas a ser obedecida en el acto: ¿qué más?

CORA.-

Quiero que se abran las puertas de las cárceles, y que pongáis en libertad absoluta a todos los detenidos en ellas, principiando por los que tenéis en capilla, condenados a la horca.

AGUIRRE.-

Está bien, hija mía. Mi cerebro se ilumina, mi corazón como que se compadece de esos infelices… ¡Vamos!... tú lo deseas, y se ha de hacer, porque tienes privilegio con Lope de Aguirre, hasta para hacerle abrir las puertas del templo de la piedad… ¿Qué más? ¿qué me pides para ti?

CORA.-

¿Para mí?... nada, padre mío… nada más deseo.

AGUIRRE.-

Pues bien: voy a dar la orden para cumplirte lo que pides.

(Se levanta, se acerca a la mesa, escribe de prisa un papel, lo dobla y agita la campanilla que está sobre la mesa. Cortés aparece en la puerta de la derecha arriba)

Escena VII

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Dichos, Baltasar Cortés

CORTÉS.-

(Inclinándose en la puerta) ¿Qué mandáis, señor?

AGUIRRE.-

Toma esta orden y entrégala a mi carcelero: de paso manda formar mis Marañones, y diles que yo ordeno hagan salvas con sus arcabuces para festejar la libertad de los presos; y dirás también a éstos que deben la gracia a mi muy querida hija Cora.

CORTÉS.-

(Inclinándose) Seréis puntualmente obedecido. (Sale por donde entró, llevando la orden)

Escena VIII

Lope de Aguirre, Cora

CORA.-

(Arrojándose a los pies de su padre con las manos juntas) ¡Gracias, gracias, padre mío!... Con actos como éste, me hacéis completamente feliz.

AGUIRRE.-

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(Alzándola y abrazándola) Y yo también lo soy al verte ya contenta, mi querida Cora… ¡Vamos!... ¿No es ciertos que de ahora en adelante te reirás y alegrarás como allá en Lima?

CORA.-

¡Oh, sí!... (Aparte, muy conmovida) ¡Dios de justicia y de bondad! Ilumíname para salvar, a un tiempo, y mi padre y a mi amado, sin traicionar al uno ni al otro.

AGUIRRE.-

Ya has visto que cumplo lo que ofrezco, y que con mi Cora soy bastante pródigo.

CORA.-

(Aparte, separándose algunos pasos de su padre) ¡Pobre padre mío!... ¡Si supiera lo que viene sobre él!... yo su hija, soy sabedora del peligro que le amenaza… ¡en que tal vez va a ser víctima!... y yo seré criminal, si no le pongo en cuenta de todo lo que se me ha revelado… Pero Arturo… ¡Dios mío! traicionar a Arturo… ¡Oh, nunca!... Enmudeceré, y cúmplase la voluntad de Dios.

AGUIRRE.-

(Festivo) Otra vez preocupada, pensando en imposibles… En suma, Cora mía, te anuncio formalmente que, dentro de un mes, regresaremos al Perú, para hacer que todos aquellos magnates te reconozcan por su reina y señora.

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CORA.-

(Esforzándose por sonreírse) No haréis tal cosa, porque me habéis empeñado vuestra palabra de no derramar más sangre humana, y yo confío en la palabra de Lope de Aguirre.

AGUIRRE.-

Muy bien dicho; pero volveremos al Perú cuanto antes.

CORA.-

Sí, señor: yo también lo deseo, porque es mi patria… (Ahogando un suspiro. Aparte) ¡Ay!, ¡cuánto sufro!… ¿Qué hacer en semejante alternativa?... ¡Dios de clemencia! ¡Si sigo callando, vendo a mi padre… y si develo a éste el secreto de Arturo, pierdo a mi amante!... ¡Oh, no!... ¡jamás!... ¡jamás!...

Escena IX

Dichos, Antón Llamosa

ANTÓN.-

(Entrando por la derecha arriba) Os buscaba, excelentísimo señor. (A Cora inclinándose profundamente) Vuestro humildísimo súbdito, mi señora Doña Cora. (Ésta no se cuida ni de mirarle siquiera)

AGUIRRE.-

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Llegas muy a tiempo, pues precisamente iba a hacerte llamar… tenemos que tratar de un asuntillo que nos interesa… Querida Cora, hace tiempo que no ves a tu aya, y sería bueno, que fueses a estar con ella.

CORA.-

Sí, señor: en ello pensaba. (Aparte, saliendo por la izquierda arriba) ¡Cielos!... ¡prestadme vuestro auxilio!...

Escena X

Lope de Aguirre, Antón

AGUIRRE.-

Acércate, hijo de Barrabás, y platiquemos un poco de política… Como tú has sido y serás siempre mi camarada y consejero, voy a leerte la carta que escribo al imbécil de Felipe II, que Dios guarde allá en Castilla.

ANTÓN.-

(Aparte) ¡Buen comienzo!... y cómo habla este maldito de la Majestad de Nuestro Rey y Señor. (Alto) Vamos a ver esa carta que debe ser cosa digna del Tirano Traidor, como te apellidan las gentes.

AGUIRRE.-

(Tomando el pliego que puso sobre la mesa cuando entró) Ya verás, Antón, que por este pliego nos declararemos independientes y rebeldes al

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Rey de Castilla y de las Indias… Dios nos ha favorecido hasta aquí; y por supuesto ha de seguir favoreciéndonos en lo sucesivo.

ANTÓN.-

Tal creo.

AGUIRRE.-

(Levantando la vista al cielo con impía audacia) <Ya lo sabes, Dios, que me has de ayudar hasta que vuelva al Perú, a proclamarme Rey o Príncipe de esa tierra; y si no lo haces… no quiero nada contigo… Con que ya verás lo que haces>. 2

ANTÓN.-

(Aparte) ¡Cuerpo de Cristo! ¡y cómo tienta a Dios este endiablado!... Comparándome con él, yo soy un santo.

AGUIRRE.-

(Volviendo a dirigirse al cielo como la primera vez) >Lo he dicho: si no me ayudas, he de hacerte la guerra, y desde luego me liga con Satanás>.3

ANTÓN.-

No hay para qué; porque ese negocio está arreglado de viejo.

AGUIRRE.- 2 Oviedo. Historia de la conquista de Venezuela. 3 Ibíd.

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Dime pues, Antón, amigo: ¿hasta cuándo hemos de sufrir la tiranía de esos pícaros oidores, virreyes, frailes e inquisidores que nos manda a América el hijo de Carlos V?

ANTÓN.-

Hasta que regresemos nosotros al Perú.

AGUIRRE.-

En efecto: no estaré contento hasta que destrone al orgulloso Marqués de Cañete… Pero vamos a la carta que quiero que me oigas leer con atención… Escucha pues: (Abriendo el pliego lee): <Rey Felipe: natural español: hijo de Carlos invencible: Lope de Aguirre tu muy mínimo vasallo, cristiano viejo, de medianos padres, y en mi prosperidad hijodalgo, natural vascongado en ese reino de España, y en la Villa de Oñate vecino; pasé en mi mocedad el mar Océano a las partes del Perú, por valer más con la lanza en las manos, y por cumplir con la deuda que debe todo hombre de bien>.

ANTÓN.-

Pero todavía ahí no le dices nada que valga la pena.

AGUIRRE.-

Aguarda un poco que ya verás: esto no es más que la salutación. (Leyendo) <Así mismo, en veinticuatro años, te he hecho muchos servicios en el Perú, en conquistas de indios, y poblar pueblos en tu servicio>.

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ANTÓN.-

Todo es la pura verdad: pero todavía no me mientas a mí, Lope.

AGUIRRE.-

No seas bruto, Antón: cuando diga <mis compañeros>, entras tú también en la colada; oye, y no me interrumpas… (Leyendo) <Por no poder sufrir más las crueldades que usan estos tus Oidores, y Virreyes y Gobernadores, he salido de hecho, con mis compañeros de tu obediencia, y desnaturalizados de nuestras tierras, que es España, y hacerte en estas partes la más cruel guerra que nuestra gente pudiera sustentar. El año de 59, el marqués de Cañete dio la jornada del río de las Amazonas, a Pedro de Ursúa, navarro o por mejor decir francés. Fue éste mal Gobernador, perverso, ambicioso y miserable, que no lo pudimos sufrir, y así lo matamos con muerte cierta, y bien breve>.

ANTÓN.-

Tan breve, que fui yo quien le dio la primera puñalada.

AGUIRRE.-

(Continuando) <Luego, a un mancebo, caballero de Sevilla, que se llamaba Don Fernando de Guzmán, alzamos por Rey y lo juramentamos como a tu real persona, como parece por las firmas de todos aquellos que nos hallamos>.

ANTÓN.-

Lope, ahí debías decirle que no va mi firma porque yo no sé escribir.

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AGUIRRE.-

No hay para qué: alguno firmará por ti, si se lo ruegas… (Leyendo) <A mí me nombraron por su Maestre de Campo; y porque no consentí en sus insultos y maldades, me quisieron matar; yo maté al nuevo Rey, al Capitán de su guardia, Teniente General, a cuatro Capitanes, a su Mayordomo, a su Capellán (Clérigo de misa), a una mujer, a un Comendador de Rodas, a un Almirante, dos Alféreces, y a otros cinco o seis criados suyos, y con intención de llevar la guerra adelante y morir en ella, de nuevo nombré capitanes y sargentos, y me quisieron matar, y los ahorqué a todos. A la salida que hicimos del río de las Amazonas, que se llama Marañón, vinimos a una isla que se llama la Margarita; y Dios te guarde, Rey excelente, muchos años: LOPE DE AGUIRRE, el Tirano Traidor>. (Hablando) Ahora bien, Antón: ¿está bien escrita? ¿No se te ocurre nada qué agregar?

ANTÓN.-

Nada: todo está muy bien dicho, y bien escrito como de tu mano… no puede decirse más… Los conceptos, la redacción… todo, todo está perfectamente… Nada tengo que agregar.

AGUIRRE.-

Pues bien, Antón, se la enviaremos así al bellaco de Felipe II, en primera oportunidad. (Oyese rumor dentro, como tropel de alarma y movimiento)

AGUIRRE.-

(Volviéndose) ¿Pero qué es eso?... ¿Quién viene hacia aquí?... Es Chaves.

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Escena XI

Dichos y Chaves

(Que entra apresuradamente por la puerta de la derecha arriba)

CHAVES.-

(Gritando) ¡Alerta, señor, alerta!...

AGUIRRE Y ANTÓN.-

(A la vez) ¿Qué hay, Chaves?

CHAVES.-

Sesenta indios flecheros, a las órdenes de Fajardo, han desembarcado y están rodeando la ciudad.

AGUIRRE.-

(Furioso) ¡Infierno!... ¿qué dices?...

ANTÓN.-

Pero, ¿cómo?...

CHAVES.-

Vienen resueltos a jugarlo todo. Los Marañones no pueden resistirlos…

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AGUIRRE.-

¡Cobardes!... ¿No pueden resistir los valientes Marañones a sesenta indios flecheros?... ¿los doscientos Marañones con sus arcabuces?...

CHAVES.-

No son ya doscientos, porque muchos se han pasado a las filas de Fajardo.

AGUIRRE.-

¡Traidores!...

ANTÓN.-

¡Qué miserables!...

CHAVES.- Además, los vecinos de la isla, que huían para los montes, se han unido a ellos; y apenas podemos contar con cien Marañones, y esos mismos disgustados… ¡No podemos resistir a los de Fajardo!...

AGUIRRE.-

¡Voto al demonio!... ¿Qué hacer, Antón?...

ANTÓN.-

Huir…

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AGUIRRE.-

¿Huir?... ¡Condenación!... ¡Mi fortuna va a cambiarse! (Levantando la vista al cielo en su impío frenesí) <Dios, ¿qué haces?... ¿por qué me abandonas?...>.4 (Volviéndose a Chaves con furor) ¡Chaves!... di la verdad: si me engañas, te ahorco ahora mismo… ¿y dónde están?...

CHAVES.-

Emboscados cerca de la ciudad para atacarnos esta noche… Yo, yo les he visto con mis propios ojos.

AGUIRRE.-

¿Y sostienes que no podremos resistirles?... Di pronto la verdad… (En ademán de desenvainar la espada) si no, te paso el pecho con la espada.

CHAVES.-

(Temblando) Señor, he dicho la verdad: ¡la resistencia es imposible!... Si no huimos prontamente, somos perdidos.

AGUIRRE.-

(Con prontitud) Entonces, Antón: vete al instante a dar la voz de alerta a los Marañones que nos quedan, y embarca toda nuestra gente… Corre, Antón.

4 Ibídem.

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ANTÓN.-

Está bien, señor. (Sale apresurado por la izquierda del fondo)

Escena XII

Lope de Aguirre, Chaves

AGUIRRE.-

(Cayendo abatido en un sillón) ¡Maldición!, ¡mis proyectos se desvanecen como el humo!... Esto me faltaba…

CHAVES.-

(Con recelo) Señor, aún me falta deciros otra cosa.

AGUIRRE.-

(Poniéndose de un salto en pie) ¡Qué!... Di pronto…

CHAVES.-

El Coronel Arturo de Villena, que es el Maestre de Campo de Fajardo, ha entrado a esta fortaleza hace poco, disfrazado de indio.

AGUIRRE.-

(Con furia) ¡Por Satanás!... ¡No había muerto!... ¿Y ha penetrado hasta aquí? ¿Quién le ha introducido?...

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CHAVES.-

Baltasar Cortés; y ha hablado a vuestra hija.

AGUIRRE.-

(Con furia) ¡A Cora!... ¡Miserable!... ¡Atrevido!... ¡A Cora!

CHAVES.-

Y su entrevista no ha tenido otro objeto, sino convenir en que, al anochecer, se la llevará al campo de Fajardo.

AGUIRRE.-

(En el colmo del furor) ¡Robarme a mi hija!... ¡Mi Cora!... ¡Furias y maldiciones!... ¡Me muero de furor!... (Pateando) ¡Oh rabia!... ¿Y Cortés?... ¿dónde está Cortés para despedazarlo entre mis manos?

CHAVES.-

Al campo de Fajardo se marchó con Arturo de Villena.

AGUIRRE.-

¡Se ha frustrado mi venganza! ¡Ira de Dios!...

CHAVES.-

Señor, ya ha anochecido completamente: dentro de pocos instantes debe venir personalmente el Coronel Arturo a robaros a vuestra hija… Por esa ventana deben descolgarse… (Señalando a la ventana del fondo)

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AGUIRRE.-

¿Por esa que da a la plaza?

CHAVES.-

Sí, señor.

AGUIRRE.-

¡En hora buena!, estamos prevenidos… Pon un soldado al pie de esa ventana, y deja entrar al de Villena. En seguida, parte a activar el embarque de nuestra gente y envíame antes cuatro soldados con sus arcabuces, que yo me encargo de lo demás.

CHAVES.-

Voy al instante a obedeceros. (Sale por la derecha arriba)

Escena XIII

LOPE DE AGUIRRE.- (Solo) ¡Miserables!... ¡Pretenden sorprenderme!... ¿Creen que Lope de Aguirre se deja pillar?... ¡Qué insensatos!... ¡Y Arturo de Villena se atreve a entrar a esta fortaleza para robar a mi hija Cora, el objeto de todos mis encantos!... ¡La encarnación de mi paternal cariño!... ¡Oh, rabia!... ¡Primero me hará pedazos, que apoderarse de mi hija!... ¡Infame!... ¡por esta vez no te me escaparás!... (Sale por la izquierda arriba)

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Escena XIV

Cora, la Torralba

(Ambas con abrigos de noche.- La Torralba traerá oculta la escala de cuerdas que diera Arturo a Cora en la escena cuarta)

CORA.-

(Desde la puerta al entrar) Venid, madre mía, venid: ya la noche ha posado sobre los muros de esta fortaleza, y la hora de la llegada de mi Arturo está vencida.

TORRALBA.-

Sí, ya son las siete de la noche… El Coronel de Villena no debe tardar.

CORA.-

Estoy temblando, Torralba: tengo miedo… si nos sorprendiesen… si descubren los centinelas a Arturo al entrar… ¡Dios mío, favorecednos!

TORRALBA.-

Valor, hija mía: nada temáis; Arturo habrá dispuesto todo bien… ¡Tranquilizaos!...

CORA.-

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Roguemos, madre mía, a la Virgen Santísima, para que nos saque con bien. (Oyese ruido sordo de armas en una pieza de la izquierda del foro) ¡Cielos!... ¿No oís?...

TORRALBA.-

¿Qué, hija mía?

CORA.-

Sentí como ruido de armas hacia aquella pieza. El corazón se me oprime. ¡Me siento desfallecer!... Observad, Torralba.

TORRALBA.-

(Dirigiéndose al lugar indicado cuya puerta está cerrada por dentro, y volviéndose al lado de Cora) ¡No es nada! Es que os lo figuráis… no es nada, no os asustéis.

CORA.-

¡Qué horrible angustia! Estos momentos son terribles, madre mía… ¿Y mi padre?... Si lo llegaran a apresar… ¡Dios mío!, ¡yo voy a ser la causa inocente de su pérdida!... ¡por no haberle apercibido del peligro que le amenaza! ¡Oh, sostenedme, madre mía!... ¡yo fallezco!...

TORRALBA.-

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Nada temáis, Cora: si vuestro padre es aprehendido, el Coronel de Villena lo salvará.

CORA.-

¡Oh, sí!, yo le pediré la vida de Lope, y me la otorgará… Sin duda. Ahora, ya estoy más tranquila… ¿Oís?... hacia aquí viene gente… (Indicando la izquierda del centro) ¿Sí, será Arturo?... Torralba, ¡es él!... ¡es él!... Ya noto el ruido que hacen las conchas de su disfraz indígena… ¡Arturo!...

Escena XV

(Las mismas, Arturo, entrando bajo el mismo disfraz de indio, por la izquierda del centro, dice al acercarse:)

ARTURO.-

¡Mi amada, Cora!... El tiempo urge… (A ambas) ¿Estáis preparadas?

CORA.-

Sí… pero mira… tengo miedo… ¿Nadie te vio al entrar?

ARTURO.-

Nada temas… Esta es la ventana… (Se acerca a ella y suena un silbato que trae de prevención) Esta es la señal para Cortés. (Oyese un silbato igual al de Arturo, figurado abajo en la plaza) Nadie vigila allá abajo en la plaza… Podemos descolgarnos sin recelo… dame la escala.

TORRALBA.-

Tomadla. (Arturo la recibe y se dirige a la ventana del foro para atarla)

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CORA.-

¡Dios mío, favorecednos!

(Mientras Arturo ata la escala a la ventana, ábrase con sigilo la puerta de la izquierda del foro, e inmediatamente se dispara un arcabuz dirigido a él, que, sin embargo, no lo hiere.- Tras el tiro entra en escena Lope de Aguirre, seguido de cuatro soldados.

CORA Y TORRALBA.-

(A un tiempo, al oír la detonación) ¡Cielos!...

(Arturo queda sereno e impasible)

Escena XVI

Cora, la Torralba, Arturo, Lope de Aguirre, los cuatro soldados.

AGUIRRE.-

(Al entrar con los soldados, a Arturo) ¡Alto ahí, infame raptor!... Por esta vez has caído en mis manos.

ARTURO.-

(Con dignidad y sangre fría) Tenéis mala puntería: habéis errado el tiro. El último de nuestros soldados os hubiera enviado a donde debéis ir.

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AGUIRRE.-

Daos preso y preparaos para marchar a la horca.

ARTURO.-

No temo la muerte y presto quedaré vengado.

CORA.-

(A los pies de Aguirre, desolada) ¡Piedad, padre mío, piedad!... ¡yo sola soy la culpable!

AGUIRRE.-

(Apartándose de Cora) ¡No la hay para los traidores!

Escena Última

Dichos, Antón, Chaves

(Entrando estos últimos por la derecha de arriba)

ANTÓN.-

(A Aguirre) Ya las tropas están embarcadas, y las naves en son de izar velas. Fajardo se acerca: casi está a las puertas de esta fortaleza. (Oyese un cañonazo lejos en el mar) ¿Oís?

AGUIRRE.-

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¿Qué quiere decir ese cañonazo?

ANTÓN.-

Que los bastimentos van a zarpar… Pronto, señor, partamos.

AGUIRRE.-

(A Chaves) Encárgate tú de este preso, para darle garrote a bordo. (Antón y Chaves se llevan a Arturo, por la derecha del foro. Los cuatro soldados cierran la marcha)

AGUIRRE.-

(Tomando de un brazo a Cora) Y tú, ingrata hija mía, ven; partamos.

CORA.-

(Afligida, aparte) ¡Dios mío, Dios mío! favoreced a Arturo. (Sale con Aguirre. La Torralba los sigue llorando)

Fin del Acto Segundo

ACTO TERCERO

EL PARRICIDIO

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(Una pieza sin adorno ni muebles de una de las casas en que se alojó el Tirano Aguirre en la ciudad de Barquisimeto, construida en prisión. Puerta principal al fondo y dos laterales; todas estarán cerradas)

ARTURO.-

(Solo, sentado en un humilde banco, atado a una cadena, cuyo extremo lo estará en un poste de madera tosca. Traje natural)

¡Preso!... ¡Atado a esta cadena desde que llegamos a esta ciudad de Barquisimeto, a donde nos ha conducido la serie de acontecimientos que se han sucedido desde mi prisión en la Margarita por la traición de Cortés!... El Tirano Aguirre se puso en fuga de la isla esa misma noche, porque las tropas de Fajardo venían ya sobre él. La campaña que hemos corrido hasta aquí ha sido horrorosa… Desembarcamos en la Burburata y emprendimos nuestra marcha por tierra hasta esta ciudad… Por todas las poblaciones que ha atravesado este monstruo con sus Marañones, ha dejado el sello del exterminio y de la devastación. Los habitantes huían a los montes, y esta ciudad de Barquisimeto ha quedado desolada. Su Gobernador, que es un cobarde, ha huido también, y ha pedido auxilio al de Mérida para atacar al Tirano… ¡Y este malvado, cada día más espantoso, cada día cometiendo más atrocidades, más locuras!... ¿Cómo es que no ha mandado degollarme?... Este proceder es muy extraño en ese hombre. Sólo el amor que profesa a mi Cora, a mi amada Cora, habrá podido ablandar su corazón de fiera: sólo ella habrá podido alcanzar que, cuando menos, se me encierre en esta cárcel improvisada, donde me veo encadenado como un criminal… ¡Cora, inocente criatura!... ¡flor purísima que embriagó mi aliento e iba a llenar de oloroso perfume mi existencia; virgen bella que iba a mostrarme un vislumbre de la felicidad eterna… ¡un pedazo del cielo arrojado a mis brazos!... ¡Cora!... cuantas veces has querido salvarme, han salido mal nuestros proyectos… ¡Ah! ¡hace tanto tiempo que no la veo!... el odioso Tirano no la permite llegar hasta mí. Quizás no la veré más… Cuando se le antoje a Aguirre, mandará sacrificarme aquí en esta prisión… ¡Desgraciado! ¡Oh, mil veces desgraciado, si he de morir aquí obscuramente, y no en la honrosa lid lleno

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de gloria!... Ya tal vez se acercan las tropas de mis compañeros, ¡y yo no estoy con ellos!... Esta cadena cuyos eslabones no puedo romper… ¡Oh, si Dios me diera la fuerza de volverla trizas!... (Sacudiéndola con violencia) ¡Imposible!... ¡Aquí encerrado en esta triste prisión, voy a morir sin ver más ser humano que al malvado Antón Llamosa, el compañero inseparable del Tirano!... ¡Dios mío, Dios mío!... (Pequeña pausa. Se pone las manos en la cara, sentándose) ¡Alguien viene!... ¿si será él?... (Oyese correr el cerrojo de la puerta del fondo, y aparece Cora) ¡Cielos!... ¡es una mujer! ¡Es Cora! (Se levanta)

Escena II

Arturo, Cora

CORA.-

(Que entra precipitadamente y estrecha las manos de Arturo) ¡Arturo!... ¡Al fin he logrado penetrar hasta tu prisión!...

ARTURO.-

¡Ven, ángel mío, a mis brazos!... ¡Oh! no esperaba volverte a ver en el mundo… ¡Ahora nada menos me parecía que quien entraba era el verdugo; pero ¡oh ventura! eres tú, Cora mía.

CORA.-

¿Has sufrido mucho, mi caro Arturo?

ARTURO.-

¡Oh! tanto… ya puedes figurarte… atado a esta cadena, sin ver otro ser humano que Antón Llamosa, mi carcelero, y esperando que, de un instante

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a otro, se convirtiera en mi verdugo… ¡Oh, Cora! ¿Qué más sufrimiento que no verte, que no saber de ti, que eres mi único consuelo?... ¿de ti, que eres el paraíso de mi vida?... ¿el cielo dorado de mi felicidad? Pero no hablemos más de mi desdicha… Mira, tu vista me hace olvidar todos mis padecimientos.

CORA.-

¡Arturo!... ¡todo va a decidirse!...

ARTURO.-

(Con ansiedad) ¡Dios mío! ¿qué dices?... ¡habla!...

CORA.-

Oye… La causa justa va a triunfar: mi infeliz padre va a sucumbir… Todos sus soldados, los Marañones, se le han desertado, por haber encontrado en varias casas ciertas cédulas por las cuales el Gobernador de Barquisimeto les concede completo indulto, con tal que abandonen a Lope de Aguirre; y además, como éste los hace ahorcar día por día, por la más simple sospecha o denuncia, el descontento es general, y mi padre ha quedado reducido a un corto número de Marañones, con lo cual no podrá resistir al ejército unido que viene contra él, y que está a las puertas de la ciudad.

ARTURO.-

(Con asombro mesclado de júbilo) ¿Qué dices?... ¿De qué ejército me hablas?

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CORA.-

El Gobernador de Barquisimeto, que se había retirado al Tocuyo, ha sido auxiliado con tropas traídas de Mérida, al mando de García Paredes y Pedro Bravo, cuyos heroicos campeones están al frente de Barquisimeto y ya va a empezar la pelea… de seguro que mi desgraciado padre sucumbirá. (Oyese algunos tiros de arcabuces, lejanos como de avanzadas que se reconocen) ¿No oyes algunos tiros de arcabuces?

ARTURO.-

(Con profundo dolor) ¡Sí, oh Cora!... ¡Qué desgraciado soy!... ¡atado a esta cadena sin poder romper sus hierros!... ¡Maldición! ¡no poder estar al lado de mis compañeros!.... ¡Cora, qué desgraciado soy!...

CORA.-

No desesperes, amor mío, yo vengo a darte libertad.

ARTURO.-

¿Tú?... ¿Y cómo, Dios mío?

CORA.-

(Mostrándole una lima que trae oculta en sus vestidos) Mira: voy a romper esos eslabones.

ARTURO.-

¡Ángel mío!

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CORA.-

Démonos prisa, no nos sorprendan. Yo misma quiero hacer esta obra. (Empieza a limar la cadena) ¡El corazón me palpita de placer!... ¡Oh, Arturo, qué bello es este oficio!

ARTURO.-

¡Qué satisfacción para mí el que tú lo hagas!

CORA.-

¿No es verdad que me amas mucho?

ARTURO.-

¡Cora, tú eres mi vida! Dentro de pocas horas nos uniremos para siempre.

CORA.-

¿Y nos volveremos al Perú, a Lima, no es verdad?

ARTURO.-

Sí, amada mía.

CORA.-

¡Qué hermosa es Lima! ¿no, Arturo?... El país de los Incas, la patria de mi madre… ¡Pobre madre mía! Si ella viviera, ¡Dios mío! qué feliz fuera yo al

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verla. Sólo falta del eslabón como media pulgada… (Se oyen otros tiros) ¿No oyes?... el fuego se enciende.

ARTURO.-

Sí…mi cabeza está ya ardiendo, mi corazón reboza de valor… ¡Oh! ¡cuánta dicha me proporcionas liberándome para ir al combate!... Date prisa, porque pueden sorprendernos, y entonces nuestra felicidad será destruida.

CORA.-

No tengas cuidado: nadie vendrá… Y tú, al entrar triunfante, vendrás por mí… ¿no, Arturo?

ARTURO.-

Sí, Cora: no respiraré hasta tenerte en mis brazos.

CORA.-

¡Qué bueno eres, amor mío!... ¡qué felices vamos a ser!

ARTURO.-

Entonces la dicha será siempre… siempre con nosotros.

CORA.-

Nadie la turbará, ¿no es cierto?

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ARTURO.-

¡Nadie!... ¡desafiaremos a los ángeles del cielo!... Apresúrate, amada mía, apresúrate, que el corazón se me sale del pecho.

CORA.-

Ya está… ya está… sacude esa horrible cadena.

ARTURO.-

Ahora, gracias, y ven a mis brazos, ¡ángel de mi salvación! ¡Cuánta ventura!

CORA.-

¡Dios mío!...Ahora parte a reunirte con las tropas libertadoras… Tú no tienes armas: toma este puñal. (Sacándolo del pecho) Por esta puerta saldrás sin ser visto. (Indicándole la de la izquierda arriba)

ARTURO.-

(Con precipitación) Adiós, Cora: vuelo al lado del ejército. (Se adelanta hacia la puerta que se le indicó y se devuelve súbitamente. Se oyen más tiros lejanos como de un combate formal)

CORA.-

¿Por qué te detienes?

ARTURO.-

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(Preocupado, aparte) ¡Cielos! ¡Qué horrible idea!... (Alto y muy conmovido) ¡Cora! Ven a mis brazos… aún otra vez… ¡Creí que no volvería a verte!... ¡La Madre de Dios te cuide!

CORA.-

Sí, ella proteja la santa causa.

(Arturo vuelve a dirigirse a la puerta y antes de salir, mira a Cora con profundísima tristeza; y como dominado por una idea aterradora, exclama:)

ARTURO.-

¡Dios mío! ¡salvad a mi esposa! (Sale apresurado)

Escena III

CORA.-

(Sola) ¡Partió!... ¡Gracias, Dios mío, gracias!... ¡Cuán satisfecha estoy, y cuán feliz!... He salvado a mi amante: pronto volverá lleno de gloria a mis brazos… Ya parece que la cadena del infortunio va a cesar de torturar mi corazón!... ¡Sí: es justo, Dios mío, es justo que Cora, la pobre hija de la

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desgraciada Inca, sea dichosa! Ahora debo vestirme, debo ataviarme, adornarme con mis galas, para parecer más hermosa. Arturo… Sí, mi pelo está descompuesto… Torralba me adornará. ¡Pobre Torralba! es tan buena mi pobre aya… ¡Pero qué digo!... ¡qué loca soy!... ¿Y mi padre?... ¡Mi infeliz padre que tal vez va a perecer!... ¡En estos momentos está corriendo los riesgos del combate! ¡tal vez ha muerto!... Y yo estoy pensando en mi felicidad, en mi ventura! ¡En este día tan tremendo para mi padre estoy pensando en ser feliz! ¡Insensata!... toda la gente de Lope ha huido y lo han dejado solo… ¡Él va a perecer! ¡Me ama tanto que no puedo ser indiferente a su cariño, a pesar de todo, a pesar de tantos crímenes que ha cometido!... (Se oyen arcabuzazos en distintos puntos, siempre lejanos.- Corta pausa.- Cora se asoma a la puerta del fondo) Ya se oye el tumulto del combate que se acerca… (Volviendo a la escena y arrodillándose) ¡Madre de Dios, Madre Santísima, favoreced a mi padre!... ¡haced que los vencedores tengan compasión de él!... (Poniéndose de pie) ¿Quién viene hacia aquí? ¡Ah, es Torralba! ¡Madre mía!...

Escena IV

Cora, la Torralba, que entra apresurada por la puerta del fondo)

TORRALBA.-

¡Cora, querida hija mía, al fin os encuentro! Por toda esta casa he andado loca buscándoos… ¿Qué hacéis aquí?... (Observando la escena) Y… ¿dónde está el preso?...

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CORA.-

Acabo de darle libertad.

TORRALBA.-

¿Vos?... ¿Y si lo sabe vuestro padre?... ¿si él viene?...

CORA.-

Arturo me salvó de las llamas en las riberas del Marañón… ¡Arturo es mi amante!...

TORRALBA.-

¿Y no sabéis que vuestro padre está perdido, que los Marañones le han abandonado, y que sólo ha quedado con muy poca gente, y que las tropas reales están a las puertas de la ciudad? ¿No oís el combate que ya ha empezado?...

CORA.-

Todo lo sé, madre mía.

TORRALBA.-

¿Y qué haremos?… Están perdidos los Marañones… ¡El combate se ha trabado horroroso!... No hay remedio: ¡las tropas del Rey triunfarán, y vuestro padre va a ser víctima!... Acaban de traer aquí varios heridos del campo, y dicen que se han pasado al enemigo varias partidas de los Marañones… ¡Aguirre va a perecer!...

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CORA.-

¡Torralba, imploremos la misericordia divina!...

TORRALBA.-

¿Y si vuestro padre vuelve y nos encuentra aquí? Verá que hemos libertado al preso… se enfurecerá… ¡y ya sabéis cómo es Aguirre!... Vámonos, hija mía, vámonos de aquí.

CORA.-

Nada temáis: aquí esperaremos el resultado de este conflicto. Madre mía, ¿no queréis componerme mis adornos?

TORRALBA.-

Con mucho gusto, Cora: así esperaremos con menos angustia lo que suceda… (Confuso rumor lejano, mesclado de detonaciones de arcabuces) Oíd… el estruendo se acerca…

CORA.-

Esperemos con calma, Torralba: me siento en el mismo banco que ocupaba Arturo. (Lo hace, y la Torralba empieza a arreglarla el pelo y la diadema)

TORRALBA.-

Hija mía, ¡cuánto placer tengo en tocar vuestra hermosa cabellera!... es muy digna de adornar la cabeza de una virgen.

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CORA.-

Pero ya veis que sólo que la cortara, pudiera tener este oficio… y entonces…

TORRALBA.-

Eso no gustaría a Arturo: no le pareceríais tan hermosa.

CORA.-

Sí… Pero mirad: hay otro medio.

TORRALBA.-

¿Cuál?

CORA.-

(Pensativa) Si yo muriese…

TORRALBA.-

¡Morir, hija mía! Eso no es posible… tan joven… tan bella… tan hermosa… ¡No seáis loca!

CORA.-

No es posible que yo muera, Torralba… Yo no puedo morir… y mirad… sentiría tanto morir ahora…

TORRALBA.-

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Se comprende… ¡La muerte es incompatible con los enamorados!

CORA.-

¿Creéis que es por eso?

TORRALBA.-

¡Bah! ¿y por qué otra cosa?

CORA.-

Sí, madre mía: la muerte me espanta: ¡eso debe ser horrible!.. de sólo suponerlo me entristezco. Madre mía, no hablemos de esto.

TORRALBA.-

Ya estáis arreglada: habéis quedado muy elegante, muy hermosa.

CORA.-

¡Sois muy lisonjera, madre mía!

TORRALBA.-

Es verdad… (Tiros más cerca y confuso rumor de voces) ¿Pero no escucháis? El combate se acerca… parece que ya están en esta casa.

CORA.-

(Inquieta) ¡Dios mío!... ¡salvad a mi padre!... ¡favorecednos!... (Más rumor)

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TORRALBA.-

(Aproximándose a la puerta del fondo y dirigiendo la vista hacia fuera) ¡Hija mía, hacia aquí viene vuestro padre, con un arcabuz en la mano!

CORA.-

¡Él! ¡Dios mío!...

TORRALBA.-

¡Huyamos, Cora, huyamos!

CORA.-

Ya no es tiempo… ya está aquí… Nada temáis, madre mía.

Escena V

(Entrando por la puerta del fondo, con el aspecto aterrador, los vestidos en desorden así como la cabellera; no trae casco ni sombrero: enorme puñal al cinto y un arcabuz en la mano.- Al entrar arroja una mirada feroz en torno suyo y luego exclama con furor:)

AGUIRRE.-

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¡Furias del averno!... ¡Estoy perdido!... Pero aún les falta derrotarme el último tercio de mis más fieles y esforzados Marañones mandados por Antón Llamosa… Esos valientes están combatiendo con los realistas, hasta triunfar o morir el último de ellos… (Viendo a Cora y a la Torralba que están sobrecogidas de temor) Y vosotras, ¿qué hacéis aquí?

TORRALBA.-

(Trémula) Asustada, Cora ha venido a refugiarse a este sitio.

AGUIRRE.-

(A Torralba) ¡Retírate!... ¡sal de aquí pronto!... (Volviéndose a Cora con cariño) Tú, hija mía, quédate.

TORRALBA.-

(Yéndose por la puerta de la derecha arriba, aparte:) ¡Dios mío, favorecedla!... (Llorando) ¡Pobre hija mía!

Escena VI

Cora, Lope de Aguirre

(Sentándose en el banco con el arcabuz entre las piernas, y cubriéndose el rostro con las manos. Cora, de pie a corta distancia, le contempla con lástima.- El combate ha continuado.

CORA.-

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(Después de algunos instantes de silencio) ¿Qué tenéis, padre mío? ¿Por qué no huís?...

AGUIRRE.-

(Alzando la cabeza con espanto) ¿Huir, Cora?... ¿Cómo huir?... ¿Adónde quieres que huya?... ¡Todo se ha conspirado contra mí, y creo que la hora del destino ha sonado!... ¡Es necesario esperarla! El hombre que ha jurado la destrucción de toda la creación, y de la especie humana en particular, no encuentra asilo ni en las guaridas de las fieras, porque ellas mismas le rechazarían… Sí, hija mía: la pantera feroz destruye y mata lo que encuentra; pero, al verse acosada por sus perseguidores, huye y encuentra su cueva en los montes… Lope de Aguirre no encuentra refugio ni en los montes más espesos; porque el dedo de Dios, a quien ha desafiado y con quien ha estado en pugna, le ha tocado… ¡Es necesario sucumbir!...

CORA.-

¡Pobre padre mío!

AGUIRRE.-

¡Ah… siquiera tú me compadeces, hija de mi corazón, mi único amor!... ¡tú me compadeces, oh Cora!... con que tú me ames estoy satisfecho, aunque la humanidad entera y aún los infiernos mismos me detesten… Tú eres el único ser que ha despertado en mí las fibras del sentimiento… tú la que has hecho a mi cerebro hirviente arrojar en mi corazón el suave rocío del amor… ¡Este corazón que sólo ha latido para vomitar odio y venganza contra la humanidad entera!... Sí, Cora: hace mucho tiempo que mi pecho sólo respira furias y maldiciones contra todo ser humano; y la carrera de mi vida ha sido una continua persecución a todo ser de mi especie. Sólo tú has escapado, hija de mi alma: sólo por ti he sentido ese fuego divino de amor de padre, chispa celestial colocada por Dios en nuestra alma… ¡Oh,

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Cora!... ¡Qué bello, qué sublime es amarte como te amo!... Yo te juro que, si he sentido inmenso placer al ver correr torrentes la sangre de la humanidad, no puede compararse esto con lo que siento por ti, cuando te veo, cuando te estrecho contra mi corazón… (Abrazándola) ¡Oh, ven a mis brazos, ángel adorado! ¡Gran Dios!... ¡Qué suprema felicidad!... Cora, ¿no es cierto que jamás he sido cruel contigo?

CORA.-

¡Nunca, nunca!... (Llorando) Siempre habéis sido muy bueno conmigo.

AGUIRRE.-

(Con enternecimiento) ¿Lloras?... ¡Pobre Cora!... (Con voz ahogada) ¡Pobre hija mía!... ¿no es verdad que siempre he procurado hacerte dichosa en cuanto me ha sido posible?

CORA.-

Es verdad.

AGUIRRE.-

¿No me odias? ¿no te inspiro horror?

CORA.-

¡Horror!... Es imposible que un hijo odie a su padre por más criminal que éste sea. El corazón de un hijo es todo para adorar al que le dio el ser.

AGUIRRE.-

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¡Cuán feliz soy, Cora!... Estoy satisfecho… Mi odio se funda en la perversión de la especie humana…5 Porque mira: ¡la historia del hombre es la historia de la injusticia, la historia del crimen y de la infamia!… Todos los hombres están encenagados en la corrupción más espantosa, y su sociedad no encierra más que crímenes, depravación y mentira… En el corazón de todos sólo germina el interés, y por él sacrifican su honra; ¡y la infamia es para ellos un golpe teatral!... ¿Crees que hay alguna diferencia entre Lope de Aguirre, el terror de la humanidad, y los demás hombres?... Mira: la única diferencia consiste en que el Tirano Aguirre se ha quitado la careta, y los demás la llevan puesta. Aguirre se ha mostrado a la faz del mundo, tal como es; y los demás hombres encubren sus crímenes con las riquezas, con el poder, y hasta con lo más sagrado, ¡con los mantos religiosos!... Ellos son aún más criminales que yo… ¿sabes por qué?... ¿sabes cómo han llegado a los más encumbrados puestos los llamados poderosos y señores de la tierra?... a fuerza de crímenes, a fuerza de derramar la sangre de sus semejantes!... Algunos han empuñado la espada para hacerse poderosos y temidos, para ver a millares de adoradores a sus pies y considerarse superiores a ellos, cuando todos nacimos de un mismo padre. Ellos han levantado el estandarte de la guerra… ¡La guerra!... este crimen de lesa humanidad… ese fantasma aterrador para los hombres honrados y laboriosos… Todo lo destruyen, y derraman la sangre a torrentes… ¿Y sabes cómo son recibidos en las grandes ciudades, esos señores que han llevado al exterminio desde el soberbio palacio hasta la más obscura choza?... ¡Maldición!... ¡Sus semejantes le levantan arcos triunfales, y con coros de espléndida música, todos los vitorean y los elevan hasta lo más alto! Ves los ricos engolfados en sus riquezas, adquiridas a costa de los sacrificios de millares de infelices a los que contratan por la mitad de su jornal, y éstos sacrifican la otra mitad, ¡porque sus familias se mueren de hambre!... ¿No los ves indiferentes a los gritos de miseria y desesperación del desvalido?... ¿No ves la clase paupérrima encenagada en los mayores vicios y maldiciendo hasta de su Creador?... ¡Sí, Cora!... ¡la corrupción se extiende, desde el más poderoso monarca hasta el más humilde aldeano, que vegeta bajo una triste choza de paja! ¡Por todas partes, infamia… por todas partes 5 Casi todo este párrafo se omitió en la representación.

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crímenes!... ¡Todo lo más grande, lo más bello, sacrificado por mezquinos intereses!... ¡He aquí por qué me he constituido yo en perseguidor de la especie humana, y mi exaltación me ha llevado hasta desafiar la cólera divina!... ¡Sólo tú has escapado de mi odio, no has sido criminal a mis ojos! ¡Por eso no te he perseguido… por eso te amo con este cariño sacrosanto… entrañable, que no sé cómo ha tenido cabida en mí!...

CORA.-

(Con enternecimiento) Yo os agradezco, padre mío, vuestro tierno afecto… (El combate ha continuado, siempre a intervalos, para dejar oír a los actores) ¿No escucháis el rumor del combate? Ya se acercan vuestros contrarios… ¿Por qué no huís, padre mío? Vienen a mataros… ¡Por piedad, huid, señor, huid!...

AGUIRRE.-

Aún no vienen… tal vez no se atrevan… Además, Antón, que ha quedado combatiendo, vendrá a avisarme cuando haya muerto el último Marañón… Oye: mi gente me sostiene, la pelea es encarnizada… Triunfarán, pero aún tendrán que morir muchos.

CORA.-

Pero, ¿por qué no huis, padre mío?

AGUIRRE.-

Ya te he dicho que la fuga es imposible: toda la ciudad está cercada por las tropas reales.

CORA.-

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Y entonces, ¿qué hacer, Dios mío? ¡Me volveré loca!... ¡Van a mataros, padre mío!

AGUIRRE.-

Mi muerte es infalible, Cora. ¡Todo se ha encadenado para conducirme a esta maldita tierra! Yo voy a perecer: dentro de pocas horas seré decapitado y mi cabeza será el juguete y la burla de esa muchedumbre ansiosa de hollarla. Y después… oye bien, hija mía: la colocarán en el punto más culminante de la ciudad, para que sirva de escarnio y todos la maldigan… Y mira, hija mía, oye bien: ¡MI trágica vida ocupará una página de la historia llena de sangre!... Por muchos años, y aún siglos, quedará mi nombre execrado, y en los cuentos populares se me recordará, y aún se tendrá miedo de mi sombra. Los necios creerán que mi alma sale en pena en forma de espectro para espantarlos… Pero esto no importa… Soy un criminal, y es justo que la cólera divina descargue su omnipotente brazo sobre mi cabeza, y que todas las generaciones me maldigan… Mas ¡ay! también la injusticia humana llevará su escarnio hasta la desgraciada hija de ese insigne criminal. Tú, Cora, hija adorada: ¿podrás soportar el peso de los crímenes e ignominia de tu padre?... ¿Tu prometido no se avergonzaría de ver que su esposa es la hija de un monstruo?... ¡Todos te señalarían con el dedo de la infamia, y tu mísera existencia sería una larga cadena de horribles sufrimientos!... Y yo, que tanto te amo, ¿podré consentir que seas desgraciada?... ¡No, imposible!... ¡Hija adorada! Preciosa paloma bajada del cielo, querubín encantador, deslizado del trono celestial, es necesario que vuelvas al lado de Dios… ¡Cora!... ¡es necesario que mueras!...

CORA.-

(Consternada) ¡Es verdad, señor!... todo lo que decís es cierto: el peso de todas vuestras faltas caerá sobre vuestra hija… ¡El fallo de los hombres es terrible!... Pero, ¿cómo queréis que desaparezca? ¿cómo queréis que muera?

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AGUIRRE.-

(Sacando una medalla del pecho) ¡Mira!...

CORA.-

(Retrocediendo aterrorizada) ¡Cielos!... ¡un veneno!...

AGUIRRE.-

Esta medalla me la dio tu madre al morir… tu madre, la infeliz hija de Manco Capac, que la colocó en mi pecho, diciéndome con voz moribunda: <Lope, si alguna vez nuestra hija es desgraciada, no dudes en hacerla tomar este tósigo: es terrible; y el que lo toma vuela en pocos instantes donde el Grande Espíritu>.

CORA.-

(Con energía) ¡Suicidarme yo, padre mío!... ¡No, no!... ¡el suicidio es para las almas débiles, para cerebros enloquecidos!... Padre mío, yo os juro que no tomaré ese veneno, aunque me lo ordenase mi madre, cuya memoria es para mí tan sagrada. Vos sabéis, señor, que ella adoraba al Sol por su Dios; y yo adoro al Salvador del mundo, que fue sacrificado en una Cruz, y que prohíbe severamente el suicidio como un crimen.

AGUIRRE.-

¿Y qué hacer entonces, Cora?... Es necesario que desaparezcas; es necesario que a toda costa, dejes de existir.

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CORA.-

(Con resolución) Antes que suicidarme, soportaré el peso de la execración humana… También el Dios de los Cristianos sufrió las burlas y las calamidades de sus enemigos, hasta que fue llevado al patíbulo de la Cruz.

AGUIRRE.-

¡Cora, no me hagas perder la cabeza!... Si no tomas este veneno, lo tomaré yo, y verás a tu padre expirar en tu presencia… ¡Tómalo, por piedad!, y yo iré entonces tranquilo a entregar mi cabeza a esa turba sedienta de mi sangre… ¡Por piedad!... (Postrándose ante Cora) hija mía!... yo te lo suplico de rodillas.

CORA.-

Levantaos, señor: yo os he dicho que no lo tomo…

AGUIRRE.-

¿No bastan mis ruegos y mis lágrimas? (Alzándose del suelo) pues entonces yo tomaré el veneno. (Llevándose la medalla a los labios)

CORA.-

(Esforzándose por arrancársela de la mano) ¡Desgraciado!... ¿Hasta cuándo tentáis a Dios?...

AGUIRRE.-

(Rechazándola) ¡Déjame!... ¡Déjame!...

CORA.-

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(Desviándose de él con despecho) Pues bien: haced lo que queráis.

AGUIRRE.-

(Arrojando lejos de sí la medalla) ¡Oh, miserable de mí!... No tengo valor… Soy tan criminal que me falta valor para tomar ese tósigo… (Furioso) ¡Soy un cobarde! ¡Maldición!... ¿con que faltaba aún para sellar la carrera de mi vida un crimen más horrendo, más espantoso?... Tú lo has querido, hija mía: ¡tú has querido que yo sea parricida!... (Tomando el arcabuz que había dejado sobre el banco, y preparando la mecha para disparar sobre Cora)

CORA.-

(Dando un grito desesperado) ¡Horror!... ¡Por piedad, padre, no cometáis crimen tan execrable!... (Arrodillándose) ¡Piedad, señor, piedad!...

AGUIRRE.-

(Como loco) ¡Tú lo has querido!... Prepárate a morir… ¡Oh! Satanás me posee…El infierno canta su himno de triunfo… ¡No hay piedad, Cora!... yo he jurado que no serás la execración de la humanidad, a quien detesto con toda mi alma. (Con risa) ¡Cuán bella eres, hija mía!... ¡cuán hermosa estás!... Eres una criatura espléndida de las obras de Dios, y es imposible que la maldecida especie humana te posea, ¡belleza encantadora!... ¡Sí, es preciso que mueras por la mano de tu mismo padre!... ¡Oh! mi cabeza está ardiendo… el infierno sigue entonando sus cantares de júbilo.

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CORA.-

(Anonadada) ¿No tenéis ya corazón ni para vuestra hija?... ¡Dios mío, Dios mío, socorredme!... ¡No consistáis que se cometa un crimen tan espantoso!... (Gritando con supremo dolor) ¡Padre mío!... ¡tened lástima de vuestra inocente hija!... ¡No me sacrifiquéis… por piedad, no me matéis!...

AGUIRRE.-

(Bajando el arcabuz) ¡Cora, querida, Cora! El corazón se me hace pedazos… ¡Oh, tú no sabes lo que sufro en este momento… Este es el mayor de mis padecimientos… pero ya te lo he dicho: ¡es imposible que me sobrevivas!

CORA.-

(Con súbita inspiración) Dadme, dadme el veneno… ¡Acepto el suicidio, para evitaros que cometáis el más espantoso de los crímenes; para impedir que manchéis vuestras manos con la sangre de vuestra hija!... Dadme el veneno…

AGUIRRE.-

(Con estoica brutalidad) ¡Ya es tarde!... Lo he arrojado. Resígnate, Cora… Recita tu última oración, mientras yo contemplo un instante más tu peregrina belleza… ¡Oh, los ángeles van a envidiarla!... ¡qué encantadora criatura!... (Gran rumor dentro, por el foro choque de armas blancas mesclado con gritos perceptibles)

VOCES.-

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<¡Muera el Tirano!...>.

OTROS.-

<¡Viva el ejército libertador de Mérida!...>.

OTROS.-

<Estamos rendidos>.

ANTÓN.-

(Gritando dentro) ¡Lope de Aguirre!... Estoy preso… ¡Te he sido fiel hasta lo último… he cumplido mi juramento!... (Como si hubiese sido herido de muerte, con voz apagada) ¡Mal… dito… seas!... (Continúa el rumor sordo, se figura en las puertas de la casa)

AGUIRRE.-

(Con grito feroz) ¡Todo está concluido!... ¡He aquí la señal que aguardaba!... ¡Ya están aquí!... (Tomando de nuevo el arcabuz y apuntando a Cora) ¡Oh, furias del infierno… caiga este crimen más sobre la humanidad entera!

CORA.-

(En el colmo de la desesperación y la angustia) ¡Misericordia!... ¡Dios mío!... ¡Madre mía!... ¡favorecedme!...

(Al tiempo de tirar Aguirre de la cuerda del arcabuz, entra la Torralba corriendo por la puerta de la derecha y rápidamente da un golpe en el brazo de Aguirre, cuyo choque le hace variar la dirección del tiro, que, sin

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embargo, se escapa sin hacer daño a Cora. Aguirre, furioso, arroja el arcabuz, saca una daga y se lanza sobre Cora; a quien, asiéndola por un brazo, arrastra hacia la puerta de la izquierda, cerrándola luego con violencia.- Toda esta acción debe ejecutarse con suma rapidez y naturalidad por ser rigurosamente histórica)

Escena VII

Cora, Lope de Aguirre, la Torralba

TORRALBA.-

¡Miserable!... ¡Ese crimen no puede consentirlo el cielo!...

AGUIRRE.-

(Furioso) ¡Condenación del infierno!... (Empujando brutalmente a la Torralba) ¡Mujer maldita, no me impedirás mis intentos!... (Llevándose a Cora)

CORA.-

(Gritando) ¡Arturo! ¡madre mía! ¡socorro!...

Escena VIII

TORRALBA.-

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(Sola, golpeando a la puerta) ¡Monstruo, abrid!... ¡Hija mía querida… pobre hija mía!... (Corriendo como loca a la puerta del fondo) ¡Socorro, socorro!...

CORA.-

(Dentro de la pieza izquierda, con voz expirante) ¡Ay de mí!...

Escena IX

(Torralba, Lope de Aguirre, que entra por la puerta de la izquierda con el rostro desencajado y el puñal ensangrentado en la mano.)

AGUIRRE.-

(Arrojando el puñal al entrar) ¡Ahora, ábrase el infierno y trágueme!

VOCES.-

(Dentro) <¡Muera el Tirano!>.

OTRAS.-

<¡Muera!>

TORRALBA.-

¿Qué habéis hecho de vuestra hija?

AGUIRRE.-

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(Como enajenado por la locura) ¿Cora?... ¿Mi hija?... ¡Ah, Cora es dichosa!...

(Volviendo sobre sí mismo y con voz ahogada) ¡Hija de mi alma!... ¡oh, es muy feliz!... Ahora, cúmplase mi destino… (Dirígese hacia la puerta de la derecha con ánimo de huir y, después de un momento de vacilación, sale. La Torralba se precipita al cuarto de la izquierda, por donde salió Aguirre)

VOCES.-

(Dentro) <¡Muera el Tirano Aguirre!>

TODOS.-

(Dentro) <¡Que muera!>

TORRALBA.-

(Saliendo del cuarto consternada) ¡Muerta… asesinada por ese malvado que le dio el ser!... (Llorando) ¡Hija mía… pobre hija mía!...

Escena X

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(Torralba, Arturo, entrando precipitadamente por la puerta del fondo en completo traje de guerra con la espada desnuda, y seguido de cuatro soldados que se quedan apostados en el fondo, sin bajar a la escena)

ARTURO.-

(A la Torralba) ¡Torralba… Torralba!... ¿Dónde está mi Cora?...

TORRALBA.-

(Indicándole el cuarto de la izquierda) ¡Allí está, señor, muerta por el monstruo!...

ARTURO.-

(Fuera de sí) ¡Muerta!... ¡Ira de Dios!... ¡venganza!...

(Entra furioso al cuarto donde está el cadáver de Cora. La Torralba le sigue. Pausa prolongada. Gritos dentro. El clarín toca victoria)

Escena Última

(El Verdugo, trayendo asida por los cabellos la cabeza de Aguirre. Las tropas vencedoras ocupan todo el fondo, y el oficial que las manda se coloca a su frente. Un clarín anuncia o toca silencio; y el Verdugo, mostrando la cabeza al público, dice:)

VERDUGO.-

¡Ved aquí la cabeza del más inicuo de los tiranos, cortada por las tropas libertadoras de Mérida!

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EL OFICIAL.-

(Bajando al proscenio y blandiendo la espada) <¡Vivan los heroicos hijos de Mérida que han salvado a Barquisimeto!>

TODOS.-

¡Vivan!...

Fin del Drama