Agustin Tomas Anselmo

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ADMIRACIÓN Y ASCENSO EN SAN AGUSTÍN A. Agustín; Confesiones; Libro VII, capítulo XVII Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Mas conmigo era tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien debía yo adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque el cuerpo que se corrompe apesga el alma y la morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas. Asimismo estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu divinidad. Porque buscando yo de donde aprobaba la hermosura de los cuerpos –ya celestes, ya terrestres- y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía: «Esto debe ser así, aquello no debe ser así»; buscando, digo, de donde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable. Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la potencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez, juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la misma inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo mudable; y de dónde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo conociera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y,

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ADMIRACIÓN Y ASCENSO EN SAN AGUSTÍN

A. Agustín; Confesiones; Libro VII, capítulo XVII

Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Mas conmigo era tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien debía yo adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque el cuerpo que se corrompe apesga el alma y la morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas. Asimismo estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu divinidad.

Porque buscando yo de donde aprobaba la hermosura de los cuerpos –ya celestes, ya terrestres- y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía: «Esto debe ser así, aquello no debe ser así»; buscando, digo, de donde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable.

Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la potencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez, juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la misma inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo mudable; y de dónde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo conociera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y, finalmente, llegué a «lo que es» en un golpe de vista trepidante.

Entonces fue cuando «vi tus cosas invisibles por la inteligencia de las cosas creadas» pero no pude fijar en ellas mi vista, antes, herida de nuevo mi flaqueza, volví a las cosas ordinarias, no llevando conmigo sino un recuerdo amoroso y como apetito de viandas sabrosas que aún no podía comer.

EL ARGUMENTO ONTOLÓGICO

Anselmo de Canterbury; Proslogio, cap. 2 (en F. Canals Vidal, Textos de los grandes filósofos. Edad Media, Herder, Barcelona 1979, p. 67).

Así, pues, ¡oh Señor!, tú que das inteligencia a la fe, concédeme, cuanto conozcas que me sea conveniente, entender que existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos. Ciertamente creemos que tú eres algo mayor que lo cual nada puede ser pensado. Se trata, de saber si existe una naturaleza que sea tal, porque el insensato ha dicho en su corazón: no hay Dios. Pero cuando me oye decir que

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hay algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, este mismo insensato entiende lo que digo; lo que entiende está en su entendimiento, incluso aunque no crea que aquello existe. Porque una cosa es que la cosa exista en el entendimiento, y otra que entienda que la cosa existe. Porque cuando el pintor piensa de antemano el cuadro que va a hacer, lo tiene ciertamente en su entendimiento, pero no entiende todavía que exista lo que todavía no ha realizado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el entendimiento sino que entiende también que existe lo que ha hecho. El insensato tiene que conceder que tiene en el entendimiento algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo que se entiende existe en el entendimiento; y ciertamente aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, no puede existir en el solo entendimiento. Pues si existe, aunque sea sólo en el entendimiento, puede pensarse que exista también en la realidad, lo que es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor. Luego existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual nada puede ser pensado.

CINCO ARGUMENTOS DE LA EXISTENCIA DE DIOS

Tomás de Aquino; Suma de teología, Primera parte, cuestión 2, a. 3, (en C. Fernández, Los filósofos medievales. Selección de textos, 2 vols., BAC, Madrid 1980, vol. II, p. 484-489).

La primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto de aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, v.gr., el fuego, hace que un leño, que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr., es caliente en acto no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste, otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.