Aire, Fuego, Agua y Piedra

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AIRE, FUEGO, AGUA Y PIEDRA EN LA OBRA DE HUGO ZAPATA JUAN LUIS MEJÍA ARANGO A Diana, porque la mitad de esta historia le pertenece. La fecha marca a una generación. El mundo no sería el mismo después de mayo de 1968. En París los estudiantes derribaron los viejos ídolos que mantenían atrapada a la imaginación. Por esos azares de la historia, en Medellín, Colombia, una empresa textil convoca a artistas de distintas latitudes alrededor de la Primera Bienal Iberoamericana de Pintura. Según palabras de su director Leonel Estrada, los objetivos son didácticos e informativos de la realidad del arte contemporáneo. Es una bienal orientada a las masas y no a los críticos, busca educar por medio del arte y llevar un mensaje de creatividad a través de la obra de cada artista1 . El evento se convirtió en un acontecimiento social: en medio de minifaldas, coloridas corbatas y peinados a lo Marta Traba, los habitantes de la ciudad, acostumbrados a que el arte se reducía a pequeñas acuarelas y alguno que otro óleo colgado en la pared de la casa, de un momento a otro empiezan a hablar de arte cinético, minimalismo, pop art. Las tres bienales de Coltejer, realizadas en 1968, 1970 y 1972, rompieron la tradición artística, abrieron nuevas puertas y develaron lo obsoleto de la enseñanza del arte, los museos y las instituciones culturales de la ciudad de Medellín. En esa etapa de transición, un grupo de jóvenes inició sus estudios de arte en la Universidad de Antioquia. Uno de ellos se llama Hugo Zapata. Nació en La Tebaida, departamento del Quindío. Su padre era de Amagá, un pueblo cuyo subsuelo está cruzado por vetas de carbón mineral. En la infancia, escuchaba a su padre contar la historia de un incendio subterráneo que consumía las profundidades del pueblo desde el inicio de los tiempos. AIRE La búsqueda de un lenguaje 19761981 Muy joven, Hugo Zapata se inclinó por el arte. Con cierta malicia, recuerda que a las amigas de su madre les escuchaba decir: Pobre, el mayorcito le salió artista. En el imaginario social, optar por una profesión como la artística, en apariencia improductiva, era considerada una desgracia familiar. Pero el joven Zapata persistió en su vocación e ingresó a la Universidad de Antioquia para estudiar artes pláticas. La universidad vivía momentos de gran agitación política. La enseñanza de las artes se había quedado anquilosada en los preceptos de la vieja academia. Estudiar artes era asistir a clases de carboncillo y dibujo, y repetir hasta el cansancio las figuras puestas como modelo. La técnica más valorada socialmente era la llamada escuela de acuarelistas antioqueños, dedicada a exaltar los bucólicos paisajes de la montaña. Salvo contadas excepciones, como la de Francisco Valderrama, el arte abstracto era una herejía para la academia. Ante la frustración por lo obsoleto de la enseñanza artística y un poco para congraciarse con la familia, Zapata decidió estudiar arquitectura. Ese cambio de rumbo tendrá una profunda repercusión en etapas posteriores de su carrera. Sin embargo, no renunció a su práctica artística. En un principio utilizaba como forma de expresión el dibujo con grafito sobre papel fotográfico. Pero pronto descubre una técnica más afín a su interés del momento: la serigrafía. Este procedimiento tenía una cierta tradición en la ciudad, asociado con talleres que prestaban servicios a la industria textil y a las agencias de publicidad, pero no era considerado un medio de expresión artística. En los años sesenta del siglo XX, desde dos vertientes completamente opuestas, la serigrafía

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Texto Libro Villegas Editores, Autor Juan Luis Mejia

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AIRE, FUEGO, AGUA Y PIEDRA EN LA OBRA DE HUGO ZAPATA

JUAN LUIS MEJÍA ARANGO A  Diana,    porque  la  mitad  de  esta  historia  le  pertenece.  

 

La  fecha  marca  a  una  generación.  El  mundo  no  sería  el  mismo  después  de  mayo  de  1968.  En  París  los  estudiantes  derribaron   los  viejos   ídolos  que  mantenían  atrapada  a   la   imaginación.  Por  esos  azares  de   la  historia,  en  Medellín,  Colombia,  una  empresa  textil  convoca  a  artistas  de  distintas  latitudes  alrededor  de  la  Primera  Bienal   Iberoamericana  de  Pintura.   Según  palabras  de   su  director   Leonel  Estrada,   “los   objetivos  son  didácticos  e  informativos  de  la  realidad  del  arte  contemporáneo.  Es  una  bienal  orientada  a  las  masas  y  no  a  los  críticos,  busca  educar  por  medio  del  arte  y  llevar  un  mensaje  de  creatividad  a  través  de  la  obra  de  cada  artista”1.    

El   evento   se   convirtió   en   un   acontecimiento   social:   en   medio   de   minifaldas,   coloridas   corbatas   y  peinados  a  lo  Marta  Traba,  los  habitantes  de  la  ciudad,  acostumbrados  a  que  el  arte  se  reducía  a  pequeñas  acuarelas  y  alguno  que  otro  óleo  colgado  en  la  pared  de  la  casa,  de  un  momento  a  otro  empiezan  a  hablar  de  arte  cinético,  minimalismo,  pop  art.  

Las   tres   bienales   de   Coltejer,   realizadas   en   1968,   1970   y   1972,   rompieron   la   tradición   artística,  abrieron  nuevas  puertas  y  develaron   lo  obsoleto  de   la  enseñanza  del  arte,   los  museos  y   las   instituciones  culturales  de  la  ciudad  de  Medellín.  

En   esa   etapa   de   transición,   un   grupo   de   jóvenes   inició   sus   estudios   de   arte   en   la   Universidad   de  Antioquia.  Uno  de  ellos  se   llama  Hugo  Zapata.  Nació  en  La  Tebaida,  departamento  del  Quindío.  Su  padre  era   de   Amagá,   un   pueblo   cuyo   subsuelo   está   cruzado   por   vetas   de   carbón   mineral.   En   la   infancia,  escuchaba  a  su  padre  contar   la  historia  de  un   incendio  subterráneo  que  consumía   las  profundidades  del  pueblo  desde  el  inicio  de  los  tiempos.    

 AIRE La  búsqueda  de  un  lenguaje  1976-­1981    

Muy   joven,   Hugo   Zapata   se   inclinó   por   el   arte.   Con   cierta  malicia,   recuerda   que   a   las   amigas   de   su  madre   les   escuchaba   decir:   “Pobre,   el  mayorcito   le   salió   artista”.   En   el   imaginario   social,   optar   por   una  profesión   como   la   artística,   en   apariencia   improductiva,   era   considerada  una  desgracia   familiar.   Pero   el  joven  Zapata  persistió  en  su  vocación  e  ingresó  a  la  Universidad  de  Antioquia  para  estudiar  artes  pláticas.    

La  universidad  vivía  momentos  de  gran  agitación  política.  La  enseñanza  de  las  artes  se  había  quedado  anquilosada   en   los   preceptos   de   la   vieja   academia.   Estudiar   artes   era   asistir   a   clases   de   carboncillo   y  dibujo,  y  repetir  hasta  el  cansancio  las  figuras  puestas  como  modelo.  La  técnica  más  valorada  socialmente  era  la  llamada  escuela  de  acuarelistas  antioqueños,  dedicada  a  exaltar  los  bucólicos  paisajes  de  la  montaña.  Salvo   contadas   excepciones,   como   la   de   Francisco  Valderrama,   el   arte   abstracto   era   una   herejía   para   la  academia.    

Ante  la  frustración  por  lo  obsoleto  de  la  enseñanza  artística  y  un  poco  para  congraciarse  con  la  familia,  Zapata  decidió   estudiar   arquitectura.   Ese   cambio  de   rumbo   tendrá  una  profunda   repercusión   en   etapas  posteriores  de  su  carrera.  Sin  embargo,  no  renunció  a  su  práctica  artística.  En  un  principio  utilizaba  como  forma  de  expresión  el  dibujo  con  grafito   sobre  papel   fotográfico.  Pero  pronto  descubre  una   técnica  más  afín  a  su  interés  del  momento:  la  serigrafía.  

Este   procedimiento   tenía   una   cierta   tradición   en   la   ciudad,   asociado   con   talleres   que   prestaban  servicios  a  la  industria  textil  y  a  las  agencias  de  publicidad,  pero  no  era  considerado  un  medio  de  expresión  artística.   En   los   años   sesenta   del   siglo   XX,   desde   dos   vertientes   completamente   opuestas,   la   serigrafía  

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adquirió   importancia  para  el   arte:  por  una  parte,   las   corrientes   de   izquierda  proclaman   la  necesidad  de  hacer  arte  para  el  pueblo,  de  romper  la  tiranía  de  la  obra  única  y,  por  tanto,  las  distintas  técnicas  del  arte  seriado  adquirieron  una  nueva  valoración  artística.  Desde  otra  orilla   ideológica,  Andy  Warhol,  que  venía  de   la   ilustración   comercial,   utilizó   la   serigrafía   como   herramienta   para   reflejar   y   a   la   vez   cuestionar   el  sueño   americano.   Como   dice   el   crítico   Philip   Larratt-­‐Smith:   “Sus   lienzos   serigráficos   de   criminales,  víctimas  de  desastres  y  estrellas  de  Hollywood  produjeron  un  realismo  lírico  que  exaltó  y  cuestionó  a   la  vez  lo  cotidiano”2.  

A  pesar  de  usar  una  técnica  que  permitía  múltiples  copias,  los  tirajes  de  Zapata,  por  lo  general,  pocas  veces   sobrepasaban   los   siete   ejemplares.   En   realidad,   sus   obras   estaban  más   cerca   de   la   obra   única.   La  serigrafía  es  muy  sensual,  de  tacto.  “Yo  me  ponía  a  acariciar  la  seda  y,  aunque  empezaba  como  paisaje,  le  pasaba   la   mano,   le   hacía   con   los   dedos,   la   intervenía.   Eso   generaba   efectos   de   volumen,   lejos   de   la  serigrafía  tradicional,  que  es  plana”,  comenta  el  artista.  Así  cada  copia  adquiría  su  singularidad.    

El  crítico  Eduardo  Serrano  resalta  esta  característica  de  la  siguiente  manera:  “Su  obra  no  llama  tanto  la  atención  por  su  destino  múltiple,  cuanto  por  la  calidad  particular  de  cada  una  de  las  impresiones.  Zapata  pinta  con  serigrafía”3.  Gracias  a   la  experimentación  con  pigmentos  producidos  por   las  grandes  empresas  químicas,   como   Bayer   o   Hoechst,   integrados   a   una   base   o   cuerpo,   pudo   elaborar   tintas   que   generaban  veladuras,  transparencias.  “Mis  serigrafías,  eran  atmosféricas,  con  profundidad”4.    

Al   dominar   la   serigrafía,   sus   búsquedas   se   concentraron   en   los   contenidos.   La   representación   de   la  realidad  era  la  opción  que  imponía  la  academia.  En  un  principio,  los  propios  títulos  de  las  obras  insinuaban  una   tentación   figurativa:   Autorretratos,   De   los   elementos.   Sin   embargo,   sus   intuiciones   sobre   el   arte   lo  llevaron  a  explorar  caminos  interiores  profundos,  difíciles  de  explicar  racionalmente.    

Esas  intuiciones  le  fueron  aclaradas  en  una  conferencia  programada  durante  una  de  las  bienales.  Por  esos  años,  Carlos  Rojas  vino  a  Medellín  y  dictó  una  serie  de  charlas  donde  básicamente  exponía  la  idea  de  que   la  razón  tenía  posibilidades  expresivas  poco  exploradas  en  el  arte  colombiano.  Empezó  tomando  un  tomate,  lo  partió  y  habló  de  la  simetría,  del  alfabeto  que  había  por  dentro.  “Nos  enseñó  más  a  pensar  que  a  reproducir.  Yo  venía  realizando  entonces  un  trabajo  muy  suelto,  muy  libre;  oí  a  Carlos  Rojas  y  entendí  que  hay  otras  opciones  que  permiten  re-­‐crear,   jugar  con  todo  aquello.  Aparecen  entonces  los  amarres,  en  los  que   la   sensualidad,   la   sensibilidad   pueden   ser   enriquecidas.   La   obra   alcanza   otro   equilibrio,   tiene   otras  opciones.  Abre  perspectivas;  la  razón  se  expande  y  juega  con  lo  lírico”5.    

Dominada  la  técnica  de  la  serigrafía  y  liberado  de  las  ataduras  de  la  figuración,  Zapata  se  convirtió  en  un   reconocido   artista   y   empieza   a   ser   invitado   a   eventos   internacionales.   En   1977   Marta   Traba   lo  selecciona  como  uno  de  los  artistas  participantes  en  la  exposición  “Novísimos  Colombianos”,  realizada  en  Caracas.   En   los   años   siguientes   es   seleccionado   para   participar   en   eventos   tan   importantes   como   la   I  Trienal   de   Grabado   de   Buenos   Aires   (1979),   la   IV   Bienal   de   Arte   de   Valparaíso   (1979),   la   II   Bienal  Iberoamericana  de  México  (1980)  y   la  V  Bienal  de  Grabado  Latinoamericano  de  San  Juan  de  Puerto  Rico  (1981).  

 La  carrera  de  Artes  de  la  Universidad  Nacional,  sede  Medellín,  y  el  taller  central    

Resuelto  el  dilema  entre   figuración  y  abstracción,  Zapata  y  un  grupo  de  artistas  de  su  generación  se  lanzan   a   una   segunda   ruptura.   Esta   vez   se   enfrentan   al   modelo   de   enseñanza   del   arte   tal   y   como   se  concebía  en  el  país.  Desde  1967  se  había  vinculado  como  profesor  de  la  Universidad  Nacional  de  Colombia,  sede  Medellín.    

En  La  Arteria,  recordado  café  frecuentado  por  intelectuales,  se  dieron  innumerables  discusiones  sobre  el  ideal  de  un  programa  de  artes  en  nuestro  medio.  Los  interlocutores  de  la  idea  eran  Javier  Restrepo,  Luis  Fernando  Valencia   y   Alberto  Uribe.   Poco   a   poco   el   proyecto   fue   tomando   cuerpo   y   con   el   apoyo   de   los  vicerrectores  de  la  sede  de  Medellín,  el  proyecto  se  llevó  ante  el  Consejo  Académico  en  Bogotá.  Luego  de  la  presentación,   algunos   miembros   del   Consejo   expresaron   su   escepticismo   hasta   que   el   rector   Eduardo  Umaña  Luna  se  levantó  del  asiento,  colocó  las  manos  sobre  la  mesa  y  con  voz  rotunda  expresó:  “Yo  apoyo  ese  programa”.    

Así   fue   aprobada   la   carrera   de   Artes   de   la   Universidad  Nacional   de   Colombia,   sede  Medellín.   Como  primer   director   fue   nombrado   Hugo   Zapata,   quien,   para   poder   tomar   posesión   del   cargo,   tuvo   que  apurarse  a  cumplir  los  requisitos  que  le  faltaban  para  obtener  el  grado  de  arquitecto.    

El  eje  articulador  de  la  carrera  de  Artes  lo  constituye  el  llamado  Taller  Central.  Este  novedoso  modelo  

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se  nutre  de  varias  fuentes.  Por  una  parte,  Zapata,  inducido  por  su  esposa  Diana,  empieza  a  interesarse  por  las  enseñanzas  pedagógicas  de  Jean  Piaget,  quien  pregona  que  la  enseñanza  es  una  oportunidad,  una  guía  para   el   encuentro   con   el   potencial   que   yace   latente   en   el   fondo   de   cada   ser.   Por   otra   parte,   estaba   el  desencanto  con  los  métodos  de  la  enseñanza  clásica  dirigida  a  copiar  bodegones  y  desnudos.  Y  un  tercer  elemento   lo  constituían   los  cursos  de  extensión  que  se  dictaban  con  entusiasmo  en   la  universidad  y  que  pretendían  establecer  un  diálogo  con  otras  disciplinas.  En  especial  era  intensa  la  relación  con  el  curso  de  Educación   Visual,   que   en   arquitectura   dictaban   Saturnino   Ramírez   y   Jesús   Gámez,   y   con   la   carrera   de  Historia,  que  orientaba  Álvaro  Tirado  Mejía.  

Hasta   ese   momento,   en   cada   carrera   de   artes   cada   profesor   era   dueño   de   su   coto   privado.   La  enseñanza   se   generaba   en   estancos:   el   dibujo,   la   pintura,   el   grabado,   la   cerámica,   la   litografía,   la  escultura.   Cada   profesor   era   dueño   y   señor   de   su   taller.   Cuando   se  marchaba   de   éste,   lo   cerraba   con  llave.   No   existía   el   mínimo   encuentro.   El   Taller   Central   rompió   el   aislamiento   del   arte,   fomentó   los  diálogos  entre  distintas  expresiones  y,  más  que   la  enseñanza  de  una  técnica,  propuso  a   los  estudiantes  un  menú  con  múltiples  posibilidades,  el  cual  facilitaba  la  búsqueda  de  una  voz,  de  un  lenguaje  propio.  El  artista  es  un  ser  que  piensa,  no  que  sabe  hacer  cosas.  Pese  a  las  bondades  que  el  modelo  ha  demostrado,  no  han  faltado  las  críticas  de  los  que  se  horrorizan  de  aquellos  alumnos  que  apenas  conocieron  el  lápiz,  el  olor  de  la  trementina  o  una  piedra  de  litografía6.  

 La  generación  bisagra.  Los  once  antioqueños    

Pasado  el  tsunami  de  las  tres  primeras  bienales,  la  vida  artística  de  la  ciudad  de  Medellín  no  podía  ser  la  misma  de  antes.  El  Museo  de  Zea,  hoy  Museo  de  Antioquia,  organizó  a  partir  de  1970  el  Salón  de  Arte  Joven;  y  la  Universidad  de  Antioquia,  por  su  parte,  convocó  el  Abril  Artístico.  Se  abrieron  nuevas  galerías  de   arte   como   La  Oficina   y   Finale.   En   la   primera,   fundada   en   1974,   el   curador  Alberto   Sierra   agrupó   11  artistas  de  distintas  tendencias,  cuyo  denominador  común,  fuera  de  la  procedencia  regional,  era  la  ruptura  con  las  expresiones  tradicionales  del  arte  y  que  de  alguna  manera  representaban  una  nueva  generación  de  artistas   profesionales.   El   grupo   estaba   constituido   por   Marta   Elena   Vélez,   Dora   Ramírez,   John   Castles,  Humberto  Pérez,  Javier  Restrepo,  Rodrigo  Callejas,  Juan  Camilo  Uribe,  Óscar  Jaramillo,  Álvaro  Marín,  Félix  Ángel  y  Hugo  Zapata.  

La   exposición,   denominada   “Once  Artistas  Antioqueños”,  estaba  programada  en   la  Galería  100  de   la  ciudad   de   Bogotá   pero   al   llegar   las   obras   a   la   capital,   la   galería   había   cerrado.   Por   fortuna,   Eduardo  Serrano,   por   ese   entonces   curador   del   Museo   de   Arte   Moderno   de   Bogotá,   acogió   la   muestra   que  finalmente  fue  expuesta  en  las  salas  del  Planetario  Distrital,  donde  por  esa  época  funcionaba  el  Museo.    

Unos  meses  más  tarde,  en  agosto  de  1975,   la  exposición  se  realizó  en  la  Sala  de  Arte  del  Banco  de  la  República  de  Medellín  y  luego  se  llevó  a  la  ciudad  de  Pereira.  En  palabras  de  Carlos  Arturo  Fernández,  esa  exposición   “comienza   a   enfatizar   la   dimensión   urbana   de   estos   artistas:   es   algo   que   surge   casi  naturalmente  frente  a  la  decadencia  de  la  visión  folclórica,  que  rechazan  de  manera  radical.  El  trabajo  de  estos   artistas   revela   que   a   lo   largo   de   los   años   setenta   se   acentúa   el   interés   por   las   referencias  internacionales  que   el   arte   colombiano  había  descubierto   en   las  Bienales,  muy  diferente  del  moribundo  postcubismo  que  garantiizaba  una  supuesta  modernidad  a  los  artistas  de  generaciones  anteriores”7.  

  FUEGO

 De  la  serigrafía  al  volumen    

Al   iniciarse   los   años   ochenta,   Zapata   realiza   una   serie   denominada   Limo,   en   clara   referencia   a   los  depósitos   minerales   que   se   acumulan   en   el   fondo   de   ríos,   lagos   y   mares.   De   alguna   manera   esa   serie  presagia   la   tercera   ruptura  del  artista.  A  pesar  de   los   logros  en  profundidad  y   transparencia  alcanzados  con  la  serigrafía,  la  técnica  empieza  a  quedarse  corta  y  el  tránsito  hacia  lo  tridimensional  se  da  de  manera  casi  natural.  El  Limo  antecede  a  la  roca,  al  fósil,  al  metal.  

Si  en  la  etapa  precedente  Zapata  indaga  las  atmósferas,  los  efímeros  dibujos  del  aire,  a  partir  de  1981  es   el   fuego,   transformador   de   la   materia,   el   que   ocupa   sus   indagaciones.   El   mineral,   sometido   a   altas  temperaturas,  se  convierte  en  bronce,  en  hierro.  Con  esos  elementos  el  artista  construye  pequeñas  Cajas,  

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destinadas  a  acoger  en  su  entraña  la  materia  transformada  por  el  tiempo  —fósiles—  o  por  el  hombre  -­‐—escorias—,  lejano  testimonio  del  esplendor  de  las  minas  de  oro.    

En  esa  búsqueda  Zapata  descubre  que,  contrario  a  lo  que  nos  enseñaron  en  la  escuela,  el  reino  mineral  también   tiene   vida,   también   se   transforma,   cambia  de  naturaleza   y  de   colores.   Lo  que  ocurre   es   que   su  reloj  marca  otros  ritmos,  otros  tiempos.  El  diálogo  con  el  reino  mineral  implica  asimilar  un  lenguaje  más  telúrico,  más  cósmico.  Zapata  pasa  horas  en  el  Laboratorio  de  Geología  de  la  Universidad  Nacional.  A  partir  de  entonces,  en  sus  viajes  hay  una  nueva  manera  de  observar  la  montaña,  la  roca,  la  playa.  Parece  que  se  hubiera   constituido   un   nuevo   pacto   con   la   tierra.   La   roca   habla   desde   el   profundo   abismo   del   tiempo  sideral.  Dice:  “Hay  un  eco  en  esa  roca…”,  como  si  escuchara  voces  milenarias.    

En  esas  búsquedas  andaba  Zapata  en  las  selvas  chocoanas  cuando,  en  1984,  en  Bahía  Solano,  Adrián,  su   amigo   brujo,   lo   llamó   para   decirle:   “Huguito,   Huguito,   te   encontré   un   santico”.   Se   trataba   de   una  pequeña  roca  de  no  más  de  20  centímetros  de  altura.  Hugo  la  recibió  complacido  pues  creyó  que  se  trataba  de  un  objeto  arqueológico.  Cuando  fue  analizado  en  el  Laboratorio  de  Geología,  se  dictaminó  que  era  un  objeto  natural,   que   la  mano  del  hombre   jamás  había   intervenido  en   su   configuración.   “En  ese  momento  descubrí   que   los   trabajos   de   la   naturaleza,   sin   necesidad   de   intervenirla,   están   llenos   de   sugerencias.  Aprendí   que   el   trabajo   del   artista   resalta,   afirma,   modifica   esos   regalos.   Se   expresa   con   ellos.   De   esta  experiencia  surge  mi  trabajo  tridimensional”8.  

Decidió   entonces   enmarcar   esas   rocas   del   Pacífico.   A   partir   de   ese   momento   se   presenta   una  transformación   en   el   concepto  de   las   cajas.   Ya  no   evocan   los   lingotes  mineros,   ni   pretenden   abrazar,   ni  envolver   la   materia   transformada   por   el   tiempo   o   el   fuego,   sino   dignificarla,   enmarcarla.    La  caja  se  convierte  en  un  bastidor,  un  marco  que  aloja  el  objeto  y  lo  resalta.  Ese  concepto  de  marco  tendrá  una  evolución  insospechada.  

En  la  década  del  setenta  del  siglo  XX,  el  Concejo  de  Medellín  aprobó  un  acuerdo  por  medio  del  cual  se  obligaba   a  que   todo  proyecto  de   edificio   o  de  obra  de   gran   impacto  urbano,   para  obtener   la   licencia  de  construcción,   debía   incorporar   una   obra   de   arte.   Si   bien   en   el   balance   final   la   calidad   de   las   obras   es  irregular,  no  cabe  duda  de  que  el  Acuerdo  de  obra  de  arte  tuvo  un  impacto  positivo  en  la  ciudad:  quedaron  obras   de   indudable   valor   artístico,   promovió   a   una   serie   de   artistas   que   de   otra   manera   no   hubieran  encontrado  forma  de  financiar  sus  proyectos  y,  sobre  todo,  generó  un  espíritu  de  ornato  que  se  reflejaría  en   convocatorias   como   la   del   Aeropuerto   José   María   Córdova,   la   represa   de   Riogrande   II   y   el   cerro  Nutibara.  

No  es  gratuito  que  muchos  de  los  artistas  que  se  dieron  a  conocer  en  aquella  época  provinieran  de  la  arquitectura.  Basta   citar  nombres   como  el  de  Luis  Fernando  Peláez,  Ronny  Vayda,   John  Castles,  Germán  Botero   y   Alberto   Uribe.   A   ese   grupo   pertenece   Hugo   Zapata.   Algunas   de   sus   obras   incorporadas   a  proyectos   arquitectónicos   son:  Árbol   cautivo,  proyecto   no   realizado   para   el   edificio   Plaza   de   Alejandría  (1980);  Colina,  para  el  edificio  El  Capiro  (1988);  Entreaguas,  para  el  Centro  Comercial  Unicentro,  (1991);  Jardín  de  Piedras,  para  el  edificio  Colmena  (1991).  

Dentro  de  ese  espíritu,  tres  megaproyectos  públicos  convocaron  concursos  coordinados  por  el  recién  creado  Museo   de   Arte  Moderno   de  Medellín,   con   el   fin   de   dotar   de   obras   de   arte   el   entorno   donde   se  desarrollarían   las   grandes   obras.   El   primero   de   ellos   fue   el   concurso   de   esculturas   convocado   por   la  Aeronáutica  Civil  para  el  Aeropuerto  José  María  Córdova  de  Rionegro.    

Una  de  las  obras  premiadas  se  denominaba  Pórticos,  presentada  por  Hugo  Zapata.  El  artista  recuerda  que  el  viaje  se  inicia  al  cruzar  el  marco  de  la  puerta  de  la  casa.  Un  aeropuerto  es  la  metáfora  de  una  gran  puerta  por  donde  se  entra  y  se  sale.  Los  pequeños  marcos  de  metal  construidos  para  alojar   las  rocas  de  Bahía  Solano  se  transformaron  en  inmensos  Pórticos  de  18  x  18  x  0,60  metros.  Se  estaba  produciendo  la  cuarta  ruptura  en  la  obra  de  Hugo  Zapata:  la  de  la  escala.    

Si  con  las  serigrafías  el  artista  buscaba  crear  atmósferas,  con  los  Pórticos  trata  de  enmarcarlas.  “Vi  de  pronto   que   el   paisaje   debería   ser   destacado:   sentí   que   uno   debía   decir:   mire   esa   nube,   esa   colina,   ese  bosque.   Asocié   esto   con   la   idea   de   pórtico,   y   vi   que   ella  me  daba   una   opción   racional,   geométrica,   para  destacar   algunos  momentos   privilegiados   de   ese   paisaje.   Así   desarrollé   Pórticos,   que   son   como   dibujos  contra   el   cielo,   contra   la   naturaleza,   que   la   enmarcan   y   le   confieren   un   orden.   La   idea   fue   ubicar   unos  elementos  metálicos,  pintados  con  colores  reflectivos,  para  que  se  vieran  de  noche.  Tres  arcos  rojos  en  la  vía  Medellín-­‐Bogotá;   tres   verdes   en   la   carretera   a   Santa   Helena   y   tres   amarillos   en   la   carretera   de   Las  Palmas,   para   confluir   en   la   entrada   del   aeropuerto,   donde   se   levantaron   seis   elementos,   de   iguales  dimensiones,  tres  a  cada  lado  de  la  calzada”9.  (De  los  quince  Pórticos  propuestos  sólo  se  construyeron  los  

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seis  que  dan  acceso  al  aeropuerto).    

La  intervención  en  el  paisaje    

El  cerro  Nutibara  es  una  pequeña  elevación  incrustada  en  la  mitad  del  Valle  de  Aburrá,  en  la  margen  izquierda  del  río  Medellín.  En  1986,  la  Alcaldía  de  la  ciudad,  por  intermedio  del  Museo  de  Arte  Moderno,  convocó  a  una  serie  de  artistas  para  que  realizaran  una  obra  in  situ  y  de  esta  manera  convertir  el  Nutibara  en  un  parque  de  esculturas.  Fueron  invitados,  entre  otros,  Carlos  Cruz-­‐Díez,  Eduardo  Ramírez  Villamizar,  Édgar  Negret,  John  Castles,  Ronny  Vayda  y  Hugo  Zapata.    

A  fines  de  los  años  setenta  del  pasado  siglo,  Hugo  y  su  esposa  Diana  habían  visitado  en  Nueva  York  una  exposición  de  fotografías  de  María  Reiche  Neumann,  la  antropóloga  alemana  que  dedicó  su  vida  a  proteger  e  interpretar  las  líneas  de  Nazca  en  el  Perú.  A  partir  de  esa  visita  surgió  el  interés  por  el  cambio  de  foco,  de  punto  de  vista.  Las  grandes  obras  que  intervienen  el  paisaje  solo  es  posible  contemplarlas  desde  un  punto  elevado,  desde  el  aire.  Desde  entonces  los  mapas,  los  planos  topográficos,  las  fotografías  desde  satélite,  es  decir  todos  aquellos  elementos  que  permiten  abstraer  el  territorio,  empezaron  a  ejercer  gran  influencia  en  la  obra  del  artista.  

La   obra   que  Zapata   presentó  para   el   parque  de   esculturas   se   denominó  Cota   1.535.   Consistía   en  un  sendero  envolvente  del  cerro,  demarcando  exactamente  la  cota  de  los  1.535  metros  sobre  el  nivel  del  mar.  Si  bien  estaba  concebida  para  ser  observada  a  plenitud  desde  un  punto  del  aire,  era  en  realidad  un  espacio  para  observar.  En  efecto,  al  caminar  sobre  el  sendero  propuesto,  se  podría  tener  una  visión  de  360  grados  sobre  el  Valle  de  Aburrá.  Unas  pequeñas  plazas  enfatizaban  cada  uno  de  los  puntos  cardinales.  El  sendero  no  llegó  a  construirse.  

   

AGUA  

Sendero,  recorrido  sembrado  de  yarumos    

Cinco   años  más   tarde,   en  1989,   el   tema  del   sendero  usado  para  demarcar   la  cota  1.535   tendría  una  evolución   sorprendente.   En   los   Pórticos,   Zapata   había   enmarcado   el   instante   fugaz,   el   paso   de   la   nube  sobre   el   paisaje;   en   la  Cota   1.535,  proponía   al   espectador   observar   el   paisaje   desde   su   obra-­‐sendero.   El  próximo  paso  era  intervenir,  modificar,  enriquecer  el  paisaje.  La  ocasión  se  presentó  cuando  las  Empresas  Públicas  de  Medellín  convocaron  el  Concurso  Nacional  de  Arte  Riogrande  II.  El  objetivo  era  dotar  de  obras  de  arte   la  segunda  etapa  de  una  represa  que  se  estaba  construyendo  en   la  meseta  norte  circundante  del  Valle  de  Aburrá.  

Cuando  el  artista  fue  a  visitar  el   lugar  donde  se  desarrollaría  el  proyecto,  quedó  desolado  con  lo  que  observó:  tractores,  camiones,  toneladas  de  tierra  movida,  alteración  completa  del  paisaje  primigenio.  Ante  este   territorio   alterado,   se   sintió   incapaz   de   colocar   un   objeto   escultórico   en   el   lugar.   Decidió   entonces  intervenir  el  paisaje.    

Para  ello  diseñó  un  sendero,  ya  no  para  delimitar  una  cota,  sino  para  enmarcar  el  inmenso  espejo  de  agua  que   formaría   la   represa.  Con  el  paso  de   los  años,   y  visto  desde  el   aire,  una   línea  de  blanco  vegetal  envolvería  la  gran  obra  de  la  ingeniería.  En  efecto,  el  sendero  estaría  demarcado  por  la  secuencia  de  miles  de  árboles  de  yarumo  blanco  (Cecropia  spp),  sembrados  en  los  setenta  kilómetros  que  bordean  la  laguna.  Estos  árboles,  nativos  de  la  región  andina,  crecen  en  alturas  superiores  a  los  2.000  metros  sobre  el  nivel  del  mar  y  se  caracterizan  porque  en  la  madurez  sus  hojas  adquieren  un  tono  plateado  que  embellece  los  bosques  cordilleranos.    

El   sendero   estaba   concebido   en   tres   elementos   formales:   el   primero   era   el   límite   del   agua   en   la  represa;   el   otro   la   franja   de   batolito   que   bordea   la   represa   y   que   sostiene   la   tercera   línea,   la   de   los  yarumos,  cuyas  copas  plateadas  resaltan  y  a  la  vez  se  reflejan  en  el  inmenso  espejo  de  agua.  Agua,  tierra,  aire.  

El  Sendero  para  Riogrande  II  puede  enmarcarse  en  el  land  art,  arte  en  y  con  la  naturaleza.  A  partir  de  este  proyecto,   esta   relación   se   convierte   en  uno  de   los  hilos   conductores  de   las   búsquedas   artísticas  de  Zapata.  En  1996,  en  compañía  de   la  artista  Eugenia  Pérez,  y  como  parte  del  Departamento  de  Arte  de   la  Universidad  Nacional  de  Colombia,  crea  el  Grupo  de  Investigación  Arte-­‐Naturaleza.  El  grupo  obtiene  una  

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beca  de  creación  otorgada  por  el  Ministerio  de  Cultura  de  Colombia,  en  1998.      

Pirámide  de  Indias    

En   1991   se   realizó   en   Cartagena   de   Indias   el   primer   encuentro   de   inversionistas   del   carbón   del  llamado   G-­‐3,   Venezuela,   México,   Colombia.   La   reunión   tenía   como   objetivo   discutir   las   Energías   del  mañana.  Como  un  acto  colateral,  cada  país  debía  organizar  un  evento  de  carácter  cultural.  Venezuela  envió  una  muestra   de   carboncillos   y   grabados   de   artistas   contemporáneos;   una   colección   de   fotografías   de   la  Revolución  Mexicana  representó  a  ese  país;  y,  por  Colombia,  Hugo  Zapata   fue  encargado  de  realizar  una  escultura  en   la  ciudad  anfitriona,  con   la  cual,  dos  años  antes,  había  obtenido  el  primer  premio  del  XXXII  Salón  Nacional  de  Artistas  con  la  obra  Geografía.  

Luego  de   recorrer   la   ciudad,   de   otear   en   todos   sus   rincones,  Zapata   llegó   a   la   conclusión  de  que   en  ninguno  de   los   espacios  de   la   ciudad   amurallada   armonizaba   su  obra.   Salió  del   recinto   y   se   topó   con   la  inmensa  mole  del  Castillo  de  San  Felipe.  Al  anochecer  la  vio  como  una  gran  pirámide  trunca.  Allí  empezó  a  reflexionar  sobre  el  significado  de  las  pirámides  en  las  culturas  amerindias  y  sobre  el  papel  de  Cartagena  en  la  época  colonial.  Tuvo  la  sensación  de  que  la  ciudad  surgía  de  un  sueño,  del  sopor  de  los  delirios.  Fue  configurando  la  idea  de  una  pirámide  trunca  que  emana  de  la  bahía  y  se  convierte  en  un  velero  y,  de  noche,  en  un  fantasmagórico  buque  iluminado.    

El  proyecto  tenía  dimensiones  colosales:  cada  lado  de  la  pirámide  tendría  60  metros  y  una  altura  de  40  metros.  Estaría  anclada,  cual  boya  gigante,  en  un  punto  de  la  bahía  seleccionado  con  meticulosidad.  Sería  construida  en  concreto,  acero,  vidrio  y  fibra  óptica,  que  en  las  noches  iluminaría  las  aristas  de  la  pirámide  gracias  a  la  energía  solar  acumulada  en  el  día.  La  pirámide  flotante  recordaría  que  esta  figura  geométrica  ha   sido  morada   favorita  de   las   civilizaciones  para  el  paso  al  más  allá.  En  su   interior  acogería  un   recinto  propicio  para  el  ritual,  habitada  por  el  silencio.  Mientras  afuera,  el  mar,  el  incesante  mar,  recordaría  con  su  movimiento   que   es   la   fuente   de   la   vida.   Una   vez   más   la   obra   de   Zapata   enfrentaba   la   tensión   de   los  contrarios:  vida-­‐muerte,  opacidad-­‐transparencia,  luz-­‐sombra,  interior-­‐exterior.  

 Las  gavias    

Dentro  del  grupo  de  grandes  proyectos  no  realizados  y  que  tenían  relación  directa  con  el  agua,  se  debe  considerar   el   presentado   con   ocasión   del   I   Festival   de   Arte,   realizado   en   Medellín   en   1997,   evento  evocador  de  las  bienales  de  los  sesenta.    

Invitado   a   participar   en   el   evento,   Zapata   elaboró   un   proyecto   denominado   Gavia,   nombre   de   la  segunda   vela   de   los   navíos.   Para   elaborarlo   se   asesoró   de   profesores   y   estudiantes   del   posgrado   de  Ingeniería  Hidraúlica  de   la  Universidad  Nacional.  El  artista  explica  el  proyecto  de   la  siguiente  manera:  “Un  proyecto  para  la  ciudad  es  una  responsabilidad  difícil  de  asumir.  Si  se  mira  como  algo  que  va  a  ser  permanente,  debe  consultar  la  memoria  cultural  de  la  ciudad,  su  conformación  física  y  su  vocación  hacia  el   futuro…   Volvía   a  mirar   el   valle  —de   Aburrá—,   a   estudiar   sus   sitios   en   la   realidad   y   en   los   planos;  observando  desde  el  cerro  Nutibara  entendí  la  importancia  que  ha  tenido  el  río  en  el  origen  y  desarrollo  de  la  ciudad…  Sentí  que  era  posible  plantear  una  idea  sobre  el  río,  una  idea  cercana  a  su  espíritu  y  a  la  vocación   de   la   ciudad…   ajusté   las   dimensiones   de   la   Gavia   y   la   ubiqué   en   el   eje   central   del   río   para  minimizar   cualquier   efecto   secundario   sobre   su   lecho   o   taludes.   Estas   piezas,   concebidas   como  tetraedros  irregulares,  se  levantan  9  metros  a  partir  del  fondo  del  río;  sus  caras  son  blancas,  visualmente  livianas.   Cimentadas   a   distancias   no   menores   a   60   metros,   localicé   las   siete   Gavias   en   puntos  estratégicos   a   lo   largo   de   la   zona   urbana   central.   El   río   corre   de   sur   a   norte.   Cara   al   norte   hay   una  superficie   triangular   escalonada,   por   la   que   desciende   un  manto,   una   cascada   de   agua,   que   iluminada  tenuemente  desde  el  interior,  se  hace  visible  en  la  noche”10.  

  PIEDRA

 Una   larga   legión   de   escultores   admirados   y   admirables   buscó   siempre   a   los   humanos   que   estaban  

escondidos  en  la  piedra,  y  los  sacó  a  la  luz.  Hugo  Zapata  busca  la  piedra  que  hay  en  la  piedra,  el  infinito  de  plegaria  y  de  sueño  que  duerme  en  sus  repliegues.  

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WILLIAM  OSPINA      Los   caminos   de   cada   proceso   creativo   en   la   obra   de   Hugo   Zapata   tienen   orígenes   inesperados.   El  

artista  se  alimenta  de  manera  permanente  de  situaciones,  sensaciones,  lecturas,  observaciones.  El  cúmulo  de   experiencias   aflora   al   momento   de   enfrentar   los   materiales.   De   ese   diálogo   entre   lo   interno,   el   yo  profundo,  herencia  y  memoria,   experiencia   e   intuición,   y   la   externalidad  de   la  materia,   surge   la  obra.  El  camino  para  llegar  al  corazón  de  la  piedra  se  inicia  en  China.  

Cuando  todavía  trabajaba  la  serigrafía,  durante  la  elaboración  de  la  serie  Ritos  y  Rituales,  por  azar  cayó  en  sus  manos  un  libro  del  orientalista  francés  Víctor  Segalen,  que  contenía  las  traducciones  de  los  textos  grabados   en   grandes   rocas,   en   las   cuales   los   chinos   dejaban   lecciones   sobre   su   filosofía,   sus   normas   de  comportamiento   social   y   la   forma   de   relacionarse   con   la   naturaleza.   Esas   inmensas   estelas   eran  verdaderos   libros   didácticos   ubicados   a   la   orilla   de   los   caminos,   en   sitios   estratégicos   destinados   a   ser  leídos   durante   las   jornadas   del   viaje.   Esos   textos   milenarios   contenían   la   memoria   colectiva   de   esos  pueblos.  De  allí  surgió  el  interés  del  artista  por  la  huella,  la  memoria.  De  allí  surgió  la  serie  Estelas.  

Al   poco   tiempo   de   haber   realizado   esa   serie,   Zapata   y   su   esposa   Diana   fueron   invitados   por   la  Asociación   de   Amistad   Colombo-­‐China   para   integrar   una   delegación   que   visitaría   ese   país.   Los   quince  colombianos  fueron  recibidos  por  el  Ministro  de  Relaciones  de  Mao  Zedong.  El  obsequio  que  le  entregó  la  delegación   a   lan   Pignan   fueron   varias   serigrafías   de   la   serie   de   las  Estelas.  A   los   pocos   días   estaban   al  frente  de  las  Estelas  originales,  cerca  de  la  ciudad  de  Hanchou.  

Pero  la  más  importante  lección  que  le  dejó  a  Zapata  aquel  viaje  a  China  fue  conocer  la  forma  como  los  artesanos  trabajaban  la  piedra,  con  herramientas  fabricadas  por  ellos  mismos.  A  hilos  de  acero  templado,  con  un   cincel,   les   labraban  una   cadena  de  dientes   cruzados.  Antes  de   enfrentarse   a   la  piedra,   la   volvían  dócil  con  chorros  de  agua.  La  dureza  de  la  roca,  con  la  caricia  del  agua  se  convertía  en  materia  maleable.  “En  China  aprendí  que  aunque  la  piedra  sea  muy  dura,  se  puede  hacer  con  ella  lo  que  uno  quiera,  el  secreto  está  en  conocerla  y  en  tallarla  en  el  momento  preciso”.  

Hasta  ese  momento,   le   interesaban   las   rocas  por   las   formas  naturales  que  sugerían,   como  el   santico  que  le  había  regalado  Adrián,  el  brujo  de  Bahía  Solano.  Pero  luego  del  viaje  a  China,  y  de  conocer  la  forma  de   trabajo   de   los   artesanos,   se   atreve   a   modificar   la   piedra,   a   intervenirla.   Un   camino   infinito   de  posibilidades  se  abría  en  su  evolución  artística.  Si  antes  acariciaba  la  seda  de  la  serigrafía,  ahora  esa  caricia  se  otorga  a  la  piedra  para  develar  su  secreto  alfabeto.  Dice  el  poeta  William  Ospina:  “Piedra  que  asciende,  piedra  que  acaricia,  piedra  que  piensa,  piedra  de  la  agilidad,  de  la  levedad  y  de  la  iluminación,  la  obra  de  Zapata   también   nos   asoma   a   un  mundo   donde   lo   humano   parece   ausente,   pero   no   porque   se   haya   ido,  porque  haya  desaparecido,  sino  porque  nos  crea  la  ilusión  de  que  no  ha  llegado  todavía”11.    

 Estela    

En  1987,  la  Compañía  Suramericana  de  Seguros  invitó  a  Zapata  a  elaborar  una  obra  pública,  para  ser  ubicada  en  los  jardines  del  edificio  de  la  empresa.  Luego  de  analizar  el  entorno  y  definir  la  escala,  el  artista  viaja  a  las  canteras  de  mármol  de  Cementos  Rioclaro,  en  el  Magdalena  medio  antioqueño.  Ante  la  visión  de  la  montaña  desnuda,   el   artista   quedó  maravillado:   durante  miles   de   años,   hilos   de   agua   habían   labrado  canales  y  hendiduras,  esculpiendo  extrañas  figuras  en  la  superficie  de  mármol.  

Escogida   la   roca,   fue   trasladada   a   Medellín   para   ser   cortada   en   grandes   bloques,   siguiendo   las  insinuaciones  dejadas  por  el  fluir  del  agua  en  su  recorrido  milenario.  Entre  bloque  y  bloque  ubicó  lajas  de  vidrio,  las  cuales,  con  su  transparencia,  recuerdan  que  allí  había  trabajado  el  agua.  Al  final,  “la  obra  juega  con  elementos  industriales  y  naturales,  y  con  la  vegetación  del  sitio,  conforman  un  espacio  sereno,  en  una  zona   urbana   congestionada   por   el   ruido   y   el   tráfico”12.   No   es   gratuito   que   la   obra   se   denomine  Estelas.  Paralela   a   su   instalación,   Suramericana   de   Seguros   organizó   en   su   sala   de   exposiciones   una   muestra  retrospectiva  denominada  “Zapata  1979/87”.  

 La  cordillera  Oriental:  lutitas  y  pizarras    

Concluida   la  experiencia   con  el  mármol  de  Rioclaro,  Zapata   sale  a  explorar  nuevos  materiales.  En   la  cordillera  Oriental,  en  la  cuenca  del  río  Negro  del  municipio  de  Pacho,  Cundinamarca,  encuentra  dos  tipos  de  roca  que  inspirarán  su  trabajo  durante  una  larga  época.  Se  trata  de  las  lutitas  y  la  formación  horizontal  

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de  las  pizarras.    Con   la   lutita   Zapata  ha   explorado  hasta   el   límite   las  posibilidades   estéticas  que  ofrece   esta   roca.   En  

primer   lugar   ha   tratado   de   descifrar   la   oculta   escritura   que   aloja   en   sus   profundidades.   Las   palabras  escritas  por  el  artista  para  el  libro  Escrituras,  impreso  en  el  taller  Arte  Dos  Gráfico,  son  elocuentes:    

 “Hay  un  eco  en  esa  roca.  ”He  encontrado  por  azar,  en  el  interior  de  las  rocas  que  trabajo,  huellas  cercanas  a  pictogramas,  a  signos,  

a   señales,   a   ideogramas.   Son   restos   de   un   magma   primigenio,   rastros   del   trajinar   de   la   materia   en   la  eternidad   del   tiempo   geológico,   vestigios   de   avalanchas,   concreciones   y   corrientes   de   lavas   inestables,  improntas  de  metales  licuados,  rocas  blandas,  cuarzos  y  cristales.  Son  cenizas  de  hojas,  pisadas  de  garzas  en  el   barro,   trazos   de   caracoles,   de   helechos,   de   semillas   que   cayeron   en   los   espejos   de   agua   o   quedaron  atrapadas  en  densos   lodazales.  Son  sombras  de  antiguas  mariposas,  de   libélulas,  de  peces,  de  réptiles,  son  fragmentos   de   escrituras   anteriores   incrustados   en   el   cuerpo   cambiante   del   planeta;   resultado  de   iras   de  volcanes  y  de  dioses.  Son  heridas  de  la  materia  en  su  eterno  viaje  por  el  cosmos,  intrigantes  cicatrices  que  se  acercan  a  territorios  visuales  conocidos  por  el  hombre  y  su  cultura.  Son  dibujos  expresivos.  Hay  en  ellos  ecos,  ritmos,   danzas,   geometrías,   claves   misteriosas   de   un   alfabeto   tal   vez   nunca   descifrable.   Rescatarlos,  recrearlos,   establecer   un   diálogo   con   ellos   y   con   su   origen,   se   hace   posible   gracias   al   arte,   la   ciencia,   la  imaginación.  Antes  del  hombre  la  tierra  ya  escribía”13.  

 Objetos  para  la  ofrenda    

Al   tallarla,   al   pulirla,   la   piedra   abre   su   entraña   y   se   convierte   en   recipiente.   Sin   ser   su   intención,   el  objeto  adquiere  una  nueva  connotación:  el  de  receptáculo  para  la  ofrenda.  El  agua  trasparente  y  ligera  se  une   a   la   oquedad   y   dureza   de   la   piedra.   No   pueden   ser   lo   uno   sin   lo   otro.   Esa   unidad   le   confiere   una  dimensión  ritual.  El  agua,  que  sirvió  de  herramienta  para  la  talla,  se  vierte  en  Calice,  objeto  que  contiene  la  ofrenda,  en  Pilas  de  agua  para  la  purificación  del  cuerpo  antes  del  ingreso  a  los  lugares  sagrados,  en  Espejo  para   reflejar   el   fugaz   paso   de   las   nubes   y   el   rostro   de  Narciso,   o   sólidas  Vasijas   que  mantienen   el   agua  fresca  para  saciar  la  sed  de  los  viajeros  y  de  los  espíritus  errantes.  

En  las  Pilas  existe  un  claro  referente  a  la  copa  que  contiene  las  aguas  bautismales,  las  aguas  iniciáticas,  aquellas   que   purifican   y   limpian   de  manchas   anteriores   los   nuevos   estados   de   la   vida.   Pero   fuera   de   la  connotación  ritual,  las  Pilas,  desde  el  punto  de  vista  formal,  representan  la  unión  de  los  distintos  estados  de  hierro.  El  mineral  en  potencia  y  en  acto,  dirían  los  metafísicos.  El  recipiente  que  contiene  el  agua  denota  en  las  cicatrices,  en  los  matices  del  ocre,  sus  ancestros  ferrosos.  La  colada  de  hierro  que  sirve  de  soporte  es  la  roca  misma  transformada  por  el  fuego.  Piedra,  agua,  fuego.  

Un  elemento  adicional  revela   la  singularidad  y   las   inesperadas  asociaciones  que  se  encuentran  en   la  obra  de  Zapata.  Son  los  bordes  mismos  de  las  Pilas.  La  ondulante  silueta  remite  a  un  lugar  inesperado.  Casi  veinte  años  después  de  haber  visitado  la  exposición  de  fotografías  de  María  Reiche  Neumann,  Zapata  tiene  la   oportunidad   de   viajar   a   la   zona   de   Nazca,   el   desierto   cubierto   de   dibujos   gigantes   estampados   en   el  cuero  seco  del  desierto,  para  ser  observadas  por  los  dioses  en  sus  esporádicas  visitas  a  la  Tierra.  De  aquel  recorrido,   más   que   los   insólitos   dibujos,   en   el   recuerdo   del   artista   quedan   grabadas   las   sutiles   y  cambiantes  olas  de  arena  que  el  viento  va  moldeando  con  delicadeza.  Los  ondulantes  bordes  de  las  Pilas  evocan  la  fina  silueta  de  esas  dunas.  

El  hallazgo  de  grandes  piedras  esféricas,  cual  huevos  dejados  al  azar  por  aves  prehistóricas,  dio  origen  a  la  serie  de  las  Vasijas.  Al  llegar  al  taller,  al  indagar  en  su  alma,  la  dura  roca  se  convirtió,  por  su  forma  y  textura,  en  un  cántaro  moldeado  por  las  finas  manos  de  un  alfarero  mitológico.  Parece  que,  al  ponerlas  a  secar   al   sol,   hubo   un   cambio   de   era   geológica   y   el   cuenco   de   cerámica,   al   petrificarse,   se   convirtió   en  cántaro  de  roca.    

Un  jardín  de  Vasijas  y  Flores  recibía  a  los  visitantes  del  pabellón  Iberoamericano  en  la  Feria  del  Agua  de  Zaragoza,  celebrada  en  esa  ciudad  española  en  el  año  2008.  

Pero  no  siempre   los  referentes  surgen  de   la  naturaleza.  La  obra   también  se   incuba  en  un  poema,  en  una  canción.  Tal  es  el  caso  de  las  Naos  y  de  Las  Flores  del  mal.  En  el  primer  caso,  la  serie  surge  del  encargo  que   se   le   hace   al   artista   para   participar   en   una   exposición   en   homenaje   a   Alejandro   Obregón   al  conmemorarse  el  primer  año  de  su  muerte.  Mientras  en  el  estudio  buscaba  un  tema  que  permitiera  rendir  honores  al  gran  maestro  de  la  pintura  colombiana.  En  ese  momento  un  disco  dejaba  escapar  una  canción  

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de   Alan   Parsons:   “No   mires   atrás,   /   nada   de   lo   que   tienes   te   puedes   llevar.   El   barquero   te   llama,   el  barquero  te  llama…”.  El  barquero  que  conduce  a  las  almas  hacia  la  otra  orilla;  Creonte  en  su  barca,  canoa,  nao…   Allí   estaba   la   respuesta.   En   vez   de   contener   agua,   ahora   la   Nao   sirve   para   navegar   sobre   ella,  portando  una  carga  de  pigmentos  de  azul  cobalto  que  el  maestro  Obregón  olvidó  llevar  a  la  otra  orilla.  

Algo   parecido   ocurre   con   la   serie  Flores,   en   homenaje   al   libro   de   Baudelaire,  Las   flores   del  mal.   De  pronto,   los   cálices   se  vuelven  orgánicos,  dejan  de  evocar  el  objeto  para  el   culto,  para   la  ofrenda,  para  el  brindis  y  empiezan  a  estilizarse,  a   indagar  por  su  origen  vegetal.  La  copa  se  vuelve  pétalo  de  piedra.  Los  pigmentos   naranjas,   amarillos,   que   viajaron   desde   algún   taller   de   Francia,   al   ser   desechados   por   la  industria,  adquieren  una  inesperada  función:  se  convierten  en  polen  mineral.  

En  la  serie  Rituales  primigenios,  Zapata  nos  remite  a  uno  de  los  versos  del  Otro  poema  de  los  dones,  de  Jorge  Luis  Borges:   “Por  el   fuego,  que   todo   ser  humano  contempla   con  un  asombro  antiguo”.   Esta  vez,   la  oquedad  en  la  roca  se  convierte  en  pequeño  cráter.  Impregnada  con  distintos  líquidos  inflamables,  al  ser  encendidos,   la   boca   del   pequeño   volcán   arroja   una   efímera   llamarada   de   color,   la   cual,   en   ese   fugaz  instante  iluminado,  contrasta  con  el  negro  profundo  y  rutilante  de  la  piedra  pulida.  

Un  nombre  más   apropiado  para   la   serie   de  Pensadores  podría   ser  Pensadorios,   lugares  para  pensar.  Este  grupo  de  obras  tiene  también  un  origen  remoto  e  inesperado.  En  el  año  1999  Zapata  participa  en  una  exhibición   itinerante  de  artistas  colombo-­‐venezolanos  denominada  “Proyecto  Mapa”.  Fue   la  oportunidad  de   conocer   el   mágico   mundo   del   Orinoco,   pleno   de   contrastes:   infinitas   llanuras   interrumpidas   por   el  caprichoso  elevamiento  de   la  placa  de  Guyana,   ríos   inmensos  que   ignoran   ser   fronteras   creadas  por   los  hombres  para  poder  odiarse  mutuamente;  territorios  que  Humboldt  y  Bonpland  descubrieron  al  mundo  y  que   las   jóvenes   repúblicas   americanas   reintegraron   al   olvido;   geografías   habitadas   por   pueblos   que  conservan   su  mágica   relación   con   el   cosmos.   De   allí,   de   esa   remota   experiencia   surgen   obras   como   los  Tepuy,  o  las  macizas  rocas  para  pensar,  los  Pensadorios,  evocación  de  los  tronos  de  piedra  utilizados  para  mambear  y  otear  el  firmamento  por  los  mamos  koguis  de  la  Sierra  Nevada  de  Santa  Marta  y  de  los  asientos  en  forma  de  animal  totémico  de  los  chamanes  del  Orinoco  y  del  Amazonas.    

 Pizarras    

Otro   grupo  de   formaciones   geológicas   inspiran   otro  Opus  en   la   parábola   creativa   de  Hugo   Zapata.  Son  las  formaciones  de  pizarra  de  la  cordillera  Oriental  de  Colombia.  La  secuencia  de  lajas  horizontales  es  semejante  a  un  archivo  que  alguien  ordenó  con  meticulosidad  para  conservar  la  memoria  de  la  tierra.  Para   deshojar   la   tierra   con   un   orden,   el   artista   utiliza   la   cuadrícula   de   los   arqueólogos.   Al   llegar   al  estudio  y  reacomodar  las  lajas,  descubre  que  estas  son  mapas  de  lugares  que  sólo  existen  en  los  sueños  y  los   recuerdos,   planos   topográficos   de   regiones   aún   no   imaginadas.   La   tierra   guardaba   Geografías  inéditas.    

Una  variable  de  las  Geografías  lo  constituye  Río  de  Mercurio.  La  obra  surge  de  un  trabajo  de  campo  en  búsqueda   de   fósiles   en   una   mina   de   oro,   ubicada   en   el   municipio   de   El   Bagre,   en   el   departamento   de  Antioquia.  Zapata  queda  impresionado  por  el  caos  que  genera  en  la  naturaleza  la  explotación  las  minas  de  oro  de  aluvión.  La  capa  vegetal  es  destruida,  la  tierra  amarilla  que  guarda  el  llamado  “oro  vagabundo”  es  convertida  en  fango,  que  lleva  a  los  ríos  pequeños  hilos  de  mercurio  utilizado  para  separar  las  partículas  del  mineral.  La   inmisericorde  explotación  no  sólo  destruye   la   selva,   sino  que  envenena   los   ríos.  Todavía  con  el  recuerdo  reciente,  el  artista  viaja  a  la  ciudad  de  Cali  para  asistir  a  la  inauguración  de  la  exposición  “Arte  y  Tiempo,  Hugo  Zapata  y  Édgar  Negret”,   realizada  en  el  Museo  de  Arte  Moderno  La  Tertulia.  En  el  viaje   al   atardecer,   desde   el   avión,   observa   cómo   el   sol   convierte   el   río   Cauca   en   una   cinta   de   plata.   Al  regresar  a  Medellín  los  dos  recuerdos  de  viaje  se  unen  en  Río  de  Mercurio.    

Las  Geografías   son   ensambles   ordenados   con   el   rigor   y   la   simetría   de   la   cuadrícula   y   dispuestos   de  manera  horizontal  sobre  el  piso,  para  ser  observados  desde  arriba.  Cuando  la   laja  de  pizarra  se  corta  en  triángulos  y  se  levanta  del  piso,  surgen  Cordilleras,  Picos  y  Montañas.  

 Como  parte  de  esta  serie  de  formaciones  geológicas  se  puede  incluir  la  obra  Longos,  escultura  pública  ubicada  en  la  avenida  El  Dorado  de  la  ciudad  de  Bogotá,  y  que  data  de  1996.  Son  tres  figuras  triangulares,  construidas  en  lámina  de  hierro,  de  más  de  treinta  metros  de  longitud,  que  recuerdan  las  formaciones  de  la   Serranía   del   Baudó   en   el   departamento   del   Chocó,   que   al   llegar   a   la   orilla,   se   sumergen   en   las  profundidades  abismales  del  océano  Pacífico,  cual  colas  de  inmensos  lagartos  que  emergen  de  la  mar.  

Más  adelante,  en  escala  menor,  las  Cordilleras  las  construirá  en  lutita  y  al  ser  ensambladas  con  lámina  

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de   vidrio,   y   colocadas   sobre   un   espejo   de   agua,   evocan   los   longos   del   Pacífico   y   las   épocas  mágicas   en  compañía  de  Adrián,  el  brujo.  

 Espejos  estelares      

Un   momento   crucial   en   la   obra   de   Hugo   Zapata   ocurre   en   el   año   de   1996,   cuando   el   artista   es  seleccionado  para  representar  a  Colombia  en  la  Bienal  de  Sao  Paulo,  Brasil.  La  idea  de  la  obra  que  lleva  al  prestigioso  evento,  surgió  de  una  conversación  con  el  escultor  Édgar  Negret,  quien  durante  la  charla  hizo  mención  al  libro  Geometrías  andinas,  escrito  por  Carlos  Milla  Villena.  En  este  texto,  el  arquitecto  peruano  hace  referencia  a  las  concavidades  que  los  incas  tallaban  en  la  roca  para  ser  llenadas  de  agua  con  el  fin  de  convertirlas  en  observatorios  astronómicos.  El  ojo  de  la  tierra  refleja  el  momento  fugaz  en  que  una  estrella  determinada  se  refleja  en  el  espejo  del  agua,  durante  su  cíclico  recorrido  por  el  cosmos.  Ese  diálogo  de  la  tierra  con  el  cielo  permitió  a  las  antiguas  civilizaciones  determinar  los  ritmos  de  la  vida.  

Igual   función,   pero   en   escala   mayor,   cumplían   los   Cenotes   mayas   y   las   lagunas   sagradas   de   la  cordillera  de   los  Andes  y  de   la   Sierra  Nevada  de  Santa  Marta.  Por  eso  allí   se  depositaban   las  ofrendas  sagradas.   La   luz   de   las   estrellas   al   reflejarse   en   los   espejos   de   agua   recuerda   al   hombre   finito   el   ciclo  perpetuo  de  la  vida.  El  eterno  retorno.  

El  descubrimiento  de  esa  visión  integradora  del  Universo  fue  revelador  para  Zapata.  La  concavidad  de  la   lutita,   al   recibir   el   agua,   se   convirtió   en  Espejo   estelar   y   se   integró  al  mapa  de  pizarra.  Las  Geografías  dejaron   de   hacer   referencia   a   un   espacio   en   la   tierra   para   ubicar,   a   partir   de   entonces,   un   lugar   en   el  cosmos.  El  observador,  al  participar,  se  convierte  en  cosmopolita,  habitante  del  cosmos.  

No  contento  con  lo  anterior,  Zapata  decidió  complementar  la  obra  estableciendo  un  diálogo  contrario.  Si  los  Espejos  estelares  reflejaban  el  cielo  estrellado,  el  Orientador  estelar  permitiría  ubicar  las  estrellas  más  rutilantes  del  cielo  de  Sao  Paulo  durante  el  tiempo  de  permanencia  de  la  Bienal.  El  proyecto  consistía  en  colocar   en   el   parque   de   Iberapuera,   sede   del   evento,   un   emisor   de   rayos   laser,   cuyos   rayos   azules   se  reflejaban   en   un   espejo   que   los   dirigía   a   las   estrellas   seleccionadas.   Este   segundo   proyecto   se   frustró  debido  al   elevado  costo  y,   sobre   todo,  porque  al   llegar  a  Sao  Paulo,   el   artista  descubrió  que,  debido  a   la  polución,  las  estrellas  nunca  se  ven  en  el  cielo  paulista.  

Si  se  tuviese  que  encasillar  en  la  nomenclatura  artística  esta  etapa  creativa  de  Zapata,  la  tendencia  más  cercana  podría  ser  la  llamada  Reminiscencia  arqueológica,  a  la  manera  de  Boltansky  y  Sara  Modiano.    

 Mantos  de  la  tierra    

Al   año   siguiente   de   su   participación   en   Sao   Paulo,   de   manera   inesperada,   Zapata   concentra   su  interés,  ya  no  en  el  cosmos,  sino  en  el  interior  de  la  tierra.  Este  ciclo  se  origina  en  una  visita  a  la  mina  de  carbón  de  El  Cerrejón,  en  la  Guajira  y  en  un  recuerdo  recurrente:  “Mi  padre  me  hablaba  de  las  minas  de  Amagá,  un  pueblo  pequeño,  asentado  en  un  descanso  de  la  cordillera  Central.  Mi  padre  me  decía:  debajo  de  nosotros,  mijo,  hay  mantos  de  carbón  prendidos  desde  siempre,  son  sordos,  lentos  y  seguros,  nada  los  puede  detener,  nadie  lo  intenta.  Arriba  hay  vacas,  sembrados  de  café,  gente  comulgando”14.  

 Debajo   del   manto   de   la   tierra   está   la   materia   en   ebullición,   el   magma   primigenio.   Hacia   allí   se  

dirigieron   las   nuevas   preguntas   de   Zapata:   indagar   lo   que   ocurre   de   manera   permanente   debajo   de  nuestros   pies.   De   allí   surgieron   otras   propuestas   estéticas:   el   paisaje   del   fondo   de   la   tierra.   El   carbón  mineral   ha   estado   desde   siempre   en   mi   memoria;   su   estructura,   su   brillo,   su   color   y,   ante   todo,   ese  carácter  de   testigo  del  origen  y  del   tiempo…  Nuevamente   las  retículas  de   las   fotos  de  satélite  sobre   la  superficie  de  la  Tierra  y  el  trabajo  de  los  arqueólogos  fueron  los  elementos  de  soporte;  “gracias  a  ellos  pude  en  contenedores  (marcos)  recrear,  hacer  construcciones  arbitrarias  con  carbón,  petróleo  y  brea,  al  encuentro   con   el   magma   frío”15.    Con  Los  mantos  de  la  tierra,  el  artista  participó  en  el  Premio  Luis  Caballero  en  Santa  Fe  de  Bogotá  y  en  la  I  Bienal  Iberoamericana  de  Lima,  ambos  eventos  realizados  en  el  año  de  1997.  

   

ESPACIOS ESCULTÓRICOS

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Ágora    

En   el   año   2000,   la   Universidad   EAFIT   de  Medellín   encargó   a   Zapata   la   construcción   de   una   obra  escultórica   para   acompañar   la   gran   biblioteca   que   se   estaba   construyendo   en   el   campus.   Luego   de  participar   en   la   vida   cotidiana   de   la   universidad,   de   estudiar   las   escalas,   y   la   relación   con   el   paisaje  circundante,  el  artista  decide  construir  un  espacio  escultórico  a  la  manera  del  espacio  elaborado  por  el  grupo  de  Matías  Goeritz  en  El  Pedregal,  en  la  Ciudad  Universitaria  de  México.    

El  Ágora  de  EAFIT  remite  de  inmediato  a   la  plaza  pública  de  la  antigua  Grecia.  Es  un  lugar  vivo,  de  participación,   que   contribuye   a   definir   la   universidad   como   lugar   de   encuentro,   de   diálogo   de  conocimientos.  A  pesar  de  que  la  aglomeración  de  rocas  aparenta  un  ordenamiento  arbitrario,  aleatorio  o   al   azar,   la   obra   obedece   a   un   plan   estudiado   con   rigurosidad.   “Es   como   los   jardines   zen   del   Japón:  parece   que   la   naturaleza   los   hubiera   puesto   ahí   desde   siempre,   pero   cada   objeto   está   colocado   en  obediencia  a  un  plan  previsto,  acorde  a  leyes  ancestrales”.    Camellón  de  los  almendros    

Concebida   para   ser   ubicada   en   Aracataca,   y   como   un   homenaje   a   Gabriel   García  Márquez   y   Juan  Rulfo,   la   obra   se   construyó   entre   los   años   2008   y   2009.   Al   igual   que   el   Ágora,   es   un   espacio   de  participación  pública,  que  consta  de  600  bloques  irregulares  de  concreto,  ubicados  de  manera  aleatoria  a  lo  largo  de  un  camellón  de  200  metros  de  largo  por  10  de  ancho;  en  el  eje  central  surgen  28  hilos  de  agua   que   se   deslizan   en   un   plano   inclinado   a   lo   largo   de   14   metros.   El   camellón   está   sembrado   de  almendros  (Terminalia  catappa),  que  con  su  sombra  y  sus  tonos  cambiantes  del  verde  al  rojo  acogen  a  los  paseantes  en  los  sofocantes  atardeceres  de  la  costa  Caribe.  

 Aglomeraciones  de  pórfido  recortado    

Si   las   formaciones   de   pizarra   acomodadas   en   la   cordillera   Oriental   en   lajas   horizontales  permitieron  elaborar  la  serie  de  Geografías,  un  yacimiento  de  pórfidos  existente  en  las  laderas  del  cerro  de  Tusa  en  la  cordillera  Central  constituye  un  nuevo  epicentro  de  indagación  para  el  artista,  que  lo  ha  estudiado   además   en   las   formaciones   de   la   isla   de   Providencia,   en   los   inmensos   acantilados   de   las  costas  de  Irlanda.  En  la  Edad  Media,  con  pórfido  se  obtenían  los  adoquines  con  los  cuales  se  construían  plazas   y   caminos,   pues,   debido   a   su   estructura,   al   recibir   un   golpe   seco,   se   desprende   en   lajas  simétricas.    

El  pórfido,  al  contrario  de  la  pizarra,  se  encuentra  en  formaciones  verticales,  en  perfecta  formación  militar.  Desde  lejos  parecen  humanos  reunidos  en  apretujada  convivencia,  grupos  expectantes.  De  esa  estructura,   surgen   las   aglomeraciones   de   lajas   de   pórfido   recortado   que   semejan   presencias.   La  primera  de  ellas  está  diseñada  para  el  ingreso  del  edificio  de  Ingenierías  de  la  Universidad  de  Antioquia  (2009).  

   

LA PIEDRA HABLA, EL ARTISTA CALLA Y EVOCA  La   tierra   aloja   las   rocas,   algunas   a   flor   de   piel,   otras   arrastradas   por   ríos   y   quebradas   desde   la  

entraña  de  la  tierra,  muchas  aprisionadas  por  cataclismos  y  reacomodos  telúricos.  Allí  están  latentes,  a  la  espera  de  que  el  hombre  las  rescate  y  les  de  un  nuevo  uso:  en  el  puente,  en  el  camino,  en  la  catedral.  Algunas  afortunadas  se  encuentran  con  Hugo  Zapata  y  se  inicia  un  diálogo  fecundo:  de  una  parte  habla  la  forma,  la  textura,  la  dureza;  al  otro  lado  surgen  historias  de  minas  encendidas,  recuerdos  de  paisajes,  una   nube   en   el   ocaso,   la   memoria   de   una   piel   que   otorgó   la   mas   íntima   caricia;   poemas,   canciones,  conversaciones   intrascendentes,   en   fin,   ese   cúmulo   de   experiencias   que   forman   la   cultura.   Del  encuentro  de   la   roca  que  habla   y  del   artista   que   calla   y   evoca,   surge   la   obra.  A  partir   de   entonces,   la  tierra  se  enorgullece  al  ver  que  de  su  entraña  emana  un  objeto  que  embellece  y  alegra  el  fugaz  paso  de  los  hombres  por  la  vida.    

1     Estrada,  Leonel.  Arte  actual.  Diccionario  de  términos  y  tendencias.  Editorial  Colina,  Medellín,  1985.  p.  62.  

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2     Larratt-­‐Smith,  Philip.  Warhol,  ícono  pop.  Lecturas,  revista  periódico  El  Tiempo.  Bogotá,  junio  2009.  p.  8.  3     Serrano,  Eduardo.  Citado  por  Jesús  Gaviria  G.  en  La  obra  de  Hugo  Zapata.  Editorial  EAFIT.  Medellín,  1998.  p.  8.  4     Gaviria,  Jesús.  Entrevista  al  artista  en  La  obra  de  Hugo  Zapata.  Editorial  EAFIT.  Medellín,  1998.  p.  8.  5     Ibíd.  p.  9.  6     Londoño,  Santiago.  Momentos  de  la  pintura  y  la  gráfica.  En  Historia  de  Antioquia.  Suramericana  de  Seguros.  Medellín,  1988.  p.  445.  7     Fernández,  Carlos  Arturo.  Suramericana,  60  años  de  compromiso  con  la  cultura.  Villegas  Editores.  Bogotá,  2004.  p.  44.  8     Gaviria,  Jesús.  Op.  cit.  p.  11.    9     Gaviria,  Jesús.  Op.  cit.  p.  28.  10     Op.  cit.  p.  142.  11     Ospina,  William.  Zapata.  Ediciones  Taller  Arte  Dos  Gráfico.  Colección  Sextante.  Bogotá,  2005.  p.  12.  12     Gaviria,  Jesús.  Op.  cit.  p.  4.  13     Zapata,  Hugo.  Escrituras.  Libro  de  artista.  XX  ejemplares.  Taller  Arte  Dos  Gráfico.  Bogotá.  2008.  14     Mosca,  Estefanía.  Formas  primigenias.  Artículo  en  revista  Buenvivir.  N.°  80.  Bogotá,  2002.  15          Gaviria,  Jesús.  Op.  cit.  p.  128.