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1 - “Algunos alcances sobre el republicanismo histórico-chileno” en Marcos García de la Huerta y Carlos Ruíz Schneider, República, liberalismo y democracia, Santiago, 2011, pp 129-137 ALGUNOS ALCANCES SOBRE EL REPUBLICANISMO HISTÓRICO CHILENO Alfredo Jocelyn-Holt Letelier 1 El republicanismo es, ante todo, un tema abierto. Por lo mismo, un asunto al cual, mejor, no le hagamos “homenajes” ceremoniosos. No los amerita, exige o nos obliga, y menos nos conviene si ello puede llegar a impedir su análisis desde una perspectiva histórica, reflexiva, de tipo más interpretativo, que ayuda a hacerse cargo de las complejidades. El tema se presta para muchas confusiones. Se habla de republicanismo enredosamente cuando, por ejemplo, Ricardo Lagos Escobar, siendo presidente, insistía en el uso del término queriendo envolverse en su aura histórico, descartando de paso que otros (e.g. los militares, supongo) también lo fueran. Otro tanto ocurre cuando cualquiera institución se adjudica arbitrariamente, para sí, el término. Concordemos que no es lo mismo decir que el Instituto Nacional (fundado en 1813) es una de nuestras primeras instituciones republicanas que denominar a la Universidad de la República como tal, una casa de estudios relativamente nueva (data de 1989), vinculada a la masonería, de cuestionable trayectoria y trascendencia. Por suerte, a nadie se le ha ocurrido fundar un partido “republicano” en Chile, y eso que en Norteamérica lo hay, y también genera malos entendidos. El término “republicano” o “republicanismo” es, concedámoslo, ambiguo. De ahí que se preste para todo tipo de 1 Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, historiador, doctor (D. Phil.) por la Universidad de Oxford; profesor de las facultades de Derecho, y de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile; autor de diversos textos, entre ellos una Historia General de Chile en seis tomos, tres de los cuales ya han sido publicados en 2000, 2004 y 2008.

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- “Algunos alcances sobre el republicanismo histórico-chileno” en Marcos García

de la Huerta y Carlos Ruíz Schneider, República, liberalismo y democracia,

Santiago, 2011, pp 129-137

ALGUNOS ALCANCES SOBRE EL REPUBLICANISMO HISTÓRICO CHILENO

Alfredo Jocelyn-Holt Letelier 1

El republicanismo es, ante todo, un tema abierto. Por lo mismo, un asunto al cual, mejor, no le hagamos “homenajes” ceremoniosos. No los amerita, exige o nos obliga, y menos nos conviene si ello puede llegar a impedir su análisis desde una perspectiva histórica, reflexiva, de tipo más interpretativo, que ayuda a hacerse cargo de las complejidades. El tema se presta para muchas confusiones. Se habla de republicanismo enredosamente cuando, por ejemplo, Ricardo Lagos Escobar, siendo presidente, insistía en el uso del término queriendo envolverse en su aura histórico, descartando de paso que otros (e.g. los militares, supongo) también lo fueran. Otro tanto ocurre cuando cualquiera institución se adjudica arbitrariamente, para sí, el término. Concordemos que no es lo mismo decir que el Instituto Nacional (fundado en 1813) es una de nuestras primeras instituciones republicanas que denominar a la Universidad de la República como tal, una casa de estudios relativamente nueva (data de 1989), vinculada a la masonería, de cuestionable trayectoria y trascendencia. Por suerte, a nadie se le ha ocurrido fundar un partido “republicano” en Chile, y eso que en Norteamérica lo hay, y también genera malos entendidos. El término “republicano” o “republicanismo” es, concedámoslo, ambiguo. De ahí que se preste para todo tipo de

1 Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, historiador, doctor (D. Phil.) por la Universidad de Oxford;

profesor de las facultades de Derecho, y de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile; autor de diversos textos, entre ellos una Historia General de Chile en seis tomos, tres de los cuales ya han sido publicados en 2000, 2004 y 2008.

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aprovechamientos, confusiones, dobles y triples sentidos. Lo cual exige, cada vez que ello ocurre, aclarar su posible abuso, o bien, mera ambigüedad. Esta última no necesariamente abusiva, cuestión que análisis históricos pueden dilucidar. Sólo entonces podremos hacernos cargo de aspectos medulares al republicanismo y su trayectoria. El republicanismo, entendido pues no como una “catch-all-phrase” o término que se presta para casi cualquier cosa, aun cuando su vigencia de largo tiempo o duración se puede estar cifrando, en no poca medida también, en dicha equivocidad. A lo que voy, es que, quizá, sea más aterrizado hablar del republicanismo en sentido estrictamente histórico, más que nominal, filosófico-político, para qué decir científico-político. Desde estas otras perspectivas se suele tender a un tratamiento atemporal o adjetivo complicando el asunto. Al ser histórico, al abarcar una gran cantidad de tiempo, esta equivocidad, en cambio, puede estar dándonos cuenta de distintos y cambiantes escenarios o momentos históricos en que opera el republicanismo. Esto desde siempre. En efecto, la idea de República es una de las nociones políticas de más larga duración en Occidente. Va desde Platón a nuestros días pasando por Roma, las ciudades-estados italianas del Medioevo tardío y del Renacimiento como Florencia o bien Venecia, la república holandesa, la de Cromwell, y, por cierto, sus derivaciones o manifestaciones más contemporáneas: la república que se genera después de 1776 en las trece colonias inglesas de Norteamérica, las distintas repúblicas que se van sucediendo en el proceso revolucionario francés a partir de 1789, y en nuestro propio caso, las repúblicas hispanoamericanas que sobrevienen al imperio español tras su desplome ya casi 200 años atrás. Este alcance permite subrayar y aclarar algo que normalmente pasamos por alto. No es efectivo que el republicanismo comience con la Revolución francesa o con el modelo norteamericano. La obsesión con los “orígenes” históricos, tan caros a historiadores amateurs y positivistas que Marc Bloch y Jakob Burckhardt criticaban, lleva normalmente al vulgo a remontar nuestro republicanismo a estos dos supuestamente únicos orígenes que, en verdad, no son tales. Antes de 1810 en la América Hispana se hablaba también de “repúblicas”, de la república de indios, de la república indiana, así en paralelo. Pensar, por tanto, que somos republicanos en Chile porque hacia allá nos movimos después del

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cabildo abierto de 1810 es entender poco nuestra historia. Es confundir su historia con hitos fundacionales, o peor aún, con fechas de un supuesto inicio mítico para así montar el ceremonial festivo correspondiente cuando se trataría, más bien, de flujos, de trayectos tanto americanos como europeos, en fin de “tradiciones” que por lo mismo, no suelen remontarse sólo a orígenes puntuales. Es más, la coyuntura independentista hispanoamericana, desde sus inicios, allá por 1808-1810, nos ofrece una serie de sutilezas y complejidades que, al final de cuenta, le podrían estar restando al republicanismo, entre nosotros al menos, el carácter histórico supuestamente unívoco. Por de pronto, recordemos que la Independencia no fue fruto de una confabulación o conspiración previamente planificada. De hecho, fue accidental, y en la medida que no introdujo mayores cambios en lo económico ni en lo social (Haití y Venezuela pueden ser las excepciones que confirman la regla en nuestro continente latinoamericano), no correspondería hablar de la Independencia hispanoamericana como un quiebre o una revolución. Por el contrario, es muy posible que haya sido justamente lo contrario: un intento serio para impedir que ese potencial revolucionario se llevara a cabo. Conste que no he dicho que fuera una “contrarrevolución” ni mucho menos, sino simplemente que no fue, ni se propuso ser, una revolución.2 Si ustedes aceptan esta tesis, ¿qué podemos decir, entonces, del republicanismo que se instala en dicha coyuntura y persiste hasta mucho después, hasta nuestros días por ejemplo? Obviamente que no se le puede calificar de necesariamente jacobino en sus pretensiones, ni rupturista en lo social y económico, y por lo mismo, tampoco democrático per se. De hecho, de repararse en el carácter accidental de la Independencia hispanoamericana, se desprende que el republicanismo en nuestro caso tampoco tendría un sentido programático, extremo o radical, ni en aquél entonces ni eventualmente después. Los cabildantes y juntistas de la coyuntura inicial, 1808-1810, así lo entendieron y no dejaron de insistir en ello. La idea de república, el republicanismo, era uno más entre los

2 Cf. Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, La Independencia de Chile: Tradición, modernización y mito

[1992] Santiago, 2009, texto cuyas principales tesis paso, en adelante en este artículo, a sintetizar.

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distintos conjuntos argumentativos que auspiciaban autonomía --bien digo, autonomía--, ni siquiera incluso, independencia. En efecto, se recurrió a nociones escolásticas medievales tanto como se invocaron nociones ilustradas o republicana francesas. Evidentemente, decir autonomía por aquel entonces, cualquiera que haya sido la línea de argumentación socorrida, de revolucionaria o democrática, no tenía nada. No conscientemente al menos. Por cierto, el nuevo lenguaje utilizado implicaba ofertas más audaces, pero esto o servía para neutralizarlas, volverlas programáticas o utópicas, o bien, se entremezclaban con tradiciones familiares, no novedosas, con que también se confundían; términos como “parlamento”, “presidente”, o incluso “soberanía popular”, preexistían. De modo que lo más certero es atenerse al actuar político concreto, tanto el que viene de antes como el que coyunturalmente aconsejaba un manejo instrumental y pragmático. Estos amos, señores y, ahora, cada vez más propiamente patricios en el ambiente altamente nebuloso de la Independencia venían bregando, defendiendo, cuotas de autonomía dentro de la estructura imperial desde muy atrás sin por ello cuestionar dicho orden trisecular. Su aceptación posterior del ideario republicano revolucionario habría que entenderlo, entonces, en el contexto, también, de esa larga historia de demanda y actuar criollo-autonomista previo. Admitido pues que la Independencia no fue un quiebre intencional, ni tampoco surgió de un propósito revolucionario democrático radical o programático, ¿cómo entendemos, este componente republicano inicial? Pues, bien, lo que fue: una respuesta práctica, un orden de legitimación entre muchos otros, en un contexto de vacío de autoridad producido tras el derrumbe de la monarquía imperial. Un nuevo orden de legitimación agregativo que se serviría de largas tradiciones políticas, como también de nuevas vertientes recientes (la norteamericana, la girondina, la jacobina francesa), sin por ello pretender sustituir necesariamente el orden económico social establecido hasta entonces. Vale decir, contrafactualmente hablando, podríamos haber continuado en nuestro trayecto anterior admitiendo argumentos e iniciativas políticas republicanas sin tener que transformarnos en algo muy distinto a una colonia dependiente de un orden imperial con una monarquía a la cabeza. En otras palabras, podríamos haber derivado en una suerte de Cuba o de Puerto Rico hasta bien

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adentrado el siglo XIX, un contrafactual que, de hecho, se dio. Es más, podríamos haber seguido el curso que siguió la Península. Podríamos haber aceptado la vuelta de Fernando VII, lo podríamos haber obligado a aceptar la Constitución liberal de Cádiz de 1812, como ocurrió cuando volvió a reinar; en fin, podríamos haber aceptado o tolerado una monarquía constitucional, sin que ello hubiese implicado renunciar a argumentos provenientes de corrientes republicanas. En definitiva, se podría haber intentado seriamente congeniar la tradición monárquica con la republicana rediviva. En una de éstas, de haber ocurrido lo anterior, nuestra trayectoria siguiente se podría haber parecido a la de Holanda, o bien, a la inglesa, si es que no a modelos equivalentes que se intentaron (y fracasaron) a lo largo del XIX, en Francia misma. Por cierto, sabemos que ello no sucedió. ¿Por qué? ¿Porque devinimos república y republicanos en sentido revolucionario? Quienes sostienen lo anterior más bien se adscriben al mito nacionalista que, por supuesto, no es lo mismo que el republicanismo político que entró a operar a partir de la crisis monárquica en 1808. La confusión se produce, con el correr del tiempo, al convertirnos en estado-nación independiente y no porque nos volviésemos republicanos. Como es bien sabido, el rey tardó en llegar de vuelta y nosotros simplemente estábamos muy lejos. Napoleón tampoco fue capaz de exportar su versión imperial monárquica. Marcamos distancia con el virreinato del Perú (viejo anhelo que las circunstancias, de repente, convirtieron en altamente posible, de hecho, como nunca antes). No cundieron las soluciones mixtas que algunos de nuestros próceres continentales sensatamente contemplaran o auspiciaran en su momento. En fin, en Chile, entramos en guerra, no con la Península, sino con el Virreinato, y, por último, rematamos el asunto, teniendo que emprender dos guerras adicionales durante el siglo XIX en contra de Lima, afianzando de ese modo el estado-nación consiguiente. No me voy a detener a evaluar, en esta ocasión, si estas tres guerras (v. gr. la Independencia, la guerra contra la Confederación Perú-boliviana, y la del Salitre o del Pacífico) valieron o no la pena que es el único punto que interesa a los nacionalistas. Involucraron tanto costos como beneficios. Lo que me importa destacar es que una cosa es el republicanismo y otra algo muy distinta, el estado-nación que surgió después de la Independencia. Por cierto, el republicanismo demostró una extraordinaria capacidad para avenirse con el estado-nación en nuestro caso; pero, congenió tanto

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cómo podría haber convenido o haberse desarrollado hipotética o contrafactualmente dentro de una matriz imperial española. Dicho lo anterior, ¿por qué, entonces, en vez de “independizarnos” no renegociamos, en su momento, nuestra pertenencia a la matriz original? ¿No habría sido mejor haber capitalizado simplemente la autonomía adquirida sin tener que volvernos secesionistas?; ¿es que el republicanismo lo impidió? Lo primero no se ha estudiado ni reflexionado como, quizá, correspondería. Lo segundo, definitivamente es descartable. Nuestra adscripción a un esquema estatal-nacional no nos ha librado de imperialismos foráneos quién sabe si no más perniciosos que el que nos aportó este prodigioso idioma (el español) y nos integró al mundo europeo-occidental. Por tanto, digamos que el estado-nación es un propósito, o bien, un desenlace que merece una revisión histórica crítica. El republicanismo fue, sin lugar a dudas, un logro. Permitió desarrollarnos a partir de una singularidad autónoma que la Independencia, a su vez, terminó consagrando políticamente. Es más, le dio sustento doctrinario al propósito altamente legítimo de querer volvernos una sociedad afanada en pensarse a sí misma políticamente. Si antes existía un propósito autonomista criollo elitario, hacendal luego patricio, la Independencia y el republicanismo, por su parte, le dieron un sentido marcadamente ideológico. Con todo, no me parece obvio que el republicanismo debió convertirse necesariamente en un régimen político o de gobierno. Lo fue, a lo sumo, por simple descarte. Insisto, el rey (Fernando VII) tardó en volver; luego que volvió debió limitar su afanes absolutistas y soportar un orden constitucional liberal en la Península. Y, finalmente, cuando el monarca restaurado pudo deshacerse de esas constricciones y volvió a imponer el absolutismo, ello en nada nos afectó a este otro lado del Atlántico. La reconstitución del imperio se volvió imposible; de hecho, ni se intentó, no pudo concebirse seriamente siquiera. En el entretanto, ahondamos en ese distanciamiento inicialmente coyuntural. Partimos aguas, transitamos por carriles histórico-políticos paralelos: allá ellos en España, aquí nosotros en América. En fin, doblamos la página, rehusamos mirar atrás, le dimos la espalda a buena parte de nuestra historia, y seguimos por la ruta nacional. Evidentemente, no se me escapa que el orden internacional, por aquel entonces,

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favorecía y estimulaba esa opción, sin perjuicio que se nos instaba a seguirla a la vez que se nos debilitaba como conjunto de “naciones” cuán de todas más débil. Hay otra razón que hace pensar que el republicanismo entre nosotros no es un régimen político o de gobierno. Si por república entendemos un esquema no monárquico --cuestión dudosa, pero qué más da, sigamos con el argumento-- ¿cómo entendemos los caudillismos hispanoamericanos tan prevalentes, especialmente después de la debacle imperial? ¿Hay conexiones? ¿Son confluyentes o se trata más bien de una aberración republicana? Complicado asunto. No deja de hacer fuerza el hecho indesmentible que tanto caudillos como sus abogados asesores, entre ellos la gente más ilustrada y no pocas veces liberal, aceptaron la conexión sin problemas; vieron en estos caudillismos una solución de autoridad, pero sin que ello significara desechar la tradición republicana. Ya sea que, al igual que en las repúblicas toscanas tardo medievales o renacentistas, “invitaron” a que hombres fuertes –condottieri-- asumieran temporalmente el poder total, o simplemente, éstos se hicieron del poder de facto aún cuando lo siguieron revistiendo de simbología legitimante republicana. Conste, también, que el culto al hombre fuerte rápidamente encontró su cauce republicano a través de la presidencia de la república, magistratura --que a nadie que yo sepa—se le ha ocurrido calificarla una aberración republicana. Es más, desde ese entonces, los militares, de cuyo seno muchos de estos caudillos han provenido (aunque no siempre), se han estado promocionando como los más celosos guardianes de la república. Por tanto, bien o mal, nos guste o no, republicanismo y caudillismos –en nuestro contexto hispanoamericano—no son históricamente incompatibles. Y, eso, insisto, porque el republicanismo no es un régimen político o de gobierno. Puede convivir, congeniar, avenirse, con los más variados esquemas de gobierno: trátese de monarquías constitucionales, dictaduras militares, presidencialismos seudo-monárquicos, caudillismos, etc. Valga la definición de república que aventura Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo:

”Nación en que, siendo la cosa que gobierna y la cosa gobernada, una misma, sólo hay autoridad consentida para imponer una obediencia

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optativa. En una república, el orden se funda en la costumbre, cada vez más débil, de obedecer, heredada de nuestros antepasados que cuando eran realmente gobernados se sometían porque no tenían otro remedio. Hay tantas clases de repúblicas como grados entre el despotismo de

donde provienen y la anarquía adonde conducen.”

Admito que esta definición no convence ciento por ciento. Por de pronto, asimila y confunde república con nación, pero eso es un detalle. Saltémonos, también, el juego irónico implícito a que obviamente conduce su comentario; Bierce está siendo un poco satírico. Lo que importa para efectos del análisis es lo que plantea a continuación, el que las repúblicas sólo admitan autoridades consentidas. Las repúblicas suponen un acuerdo correlativo de parte de los gobernados; presumo que por éstos entendía ciudadanos, es decir, no súbditos. Es más, concibe la república dentro de un flujo histórico, más específicamente, de un flujo histórico cambiante, en que la costumbre de obedecer se ha ido tornando crecientemente en algo más débil. Por último, su definición calza con lo que decíamos ya anteriormente. Habría tantas clases de repúblicas como hay gobiernos. Abarcan o pueden involucrar a los despotismos más extremos como también a situaciones igualmente extremas en que simplemente no hay gobierno, o dicho de otro modo, puede estar cundiendo hasta la anarquía más extrema. En suma, república es una forma muy amplia de institucionalización del poder fundado en el propósito político de obedecer únicamente por vías consentidas y, en cualquier caso, aparejado a un afán por someterse lo menos posible. De aceptarse esta definición o, más bien, diagnóstico, se explican muchos aspectos históricos a la vez que se derivan diversas consecuencias. Por de pronto, se entiende la evidente afinidad entre repúblicas y grupos oligárquicos constatable históricamente, más aún si estos últimos se oponen a absolutismos tanto monárquicos como popular asambleístas. Es de suyo razonable, además, que una “renovación” del republicanismo (en tanto tradición) como el que ocurriera a partir de la Independencia de las colonias norteamericanas, de la Revolución francesa y del colapso accidental del imperio español en Hispanoamérica, se viera acompañado y asociado a la fuerza creciente del liberalismo político. Entendido este último, como una filosofía política que desconfía del absolutismo político tanto como de la democracia soberana popular. De ahí la insistencia en “checks and balances”, contrapesos constitucionales, enunciación

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escriturada de valores y derechos tenidos por naturales e inalienables, parlamentarismo partitocrático, etc. Ello no implica, sin embargo, negar la soberanía popular. En términos generales, ninguna constitución liberal, no obstante querer distanciarse del legado revolucionario y jacobino, intentará abolir enteramente la soberanía popular. Se la podrá quizá querer “representar”; se le podrán quizás introducir mecanismos limitantes censitarios para efectos de ejercerla y restringirla electoralmente, o incluso, llegar a convertirla en esa entelequia incomprensible que es la “soberanía nacional”. Así y todo, no se la repudia enteramente, no se la puede falsear. La soberanía popular, por muy erráticamente que se exprese (cuestión que ocurre demasiado a menudo, que lo digan o si no la República de Weimar y Hitler, o bien, Allende y Pinochet, todos los cuales gozaron de mayorías a su favor), ha devenido en uno de esos principios irrefutables con que simplemente hemos debido seguir viviendo y conviviendo. Ahí está, muy a pesar de su difícil materialización o del sano escepticismo que produce en muchos de nosotros, ciertamente en aquellos liberales de viejo cuño doctrinario que ven cierta sospechosa continuidad, a través del tiempo, entre soberanías monárquicas absolutas, soberanías populares revolucionarias, y, por último, totalitarismos soberano populistas. Pero, no nos detengamos en el liberalismo. No es el objeto de este análisis. Lo menciono simplemente porque no se puede hablar del republicanismo hispanoamericano y chileno sin hacer mención de su peso y figuración histórica. Lo que nos concierne, esta vez, es el republicanismo. El republicanismo en tanto tradición política inmemorial; en tanto filosofía moral, en su sentido propio y estricto, una filosofía política que pone el acento en el autogobierno y el término de tutelas en todo orden de cosas. Una filosofía moral, históricamente hablando, desde que sirviera para legitimar la recepción del poder de facto por parte de oligarquías elitarias criollas tras acefalias monárquicas y colapsos imperiales accidentales; en definitiva, en tanto propuesta política útil encaminada a querer encauzar un propósito crecientemente sospechoso de cualquier poder o gobierno omnímodo. Decía inicialmente que al republicanismo no cabe si no pensarlo y revisarlo históricamente. No sacamos mucho elucubrando, a lo Phillip Pettit, o al modo de los “comunitaristas”, en repúblicas fuera de su tiempo histórico, en repúblicas como solución eterna,

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universal, o filosófica política. De hecho, muchas de estas propuestas “filosófico” explicativas del republicanismo suponen referencias históricas aunque no lo digan o no lo expliciten abiertamente. Se suelen invocar o sirve citarlas cada vez que se quiere ir en contra de los George W. Bush, o bien, se quiere ser pro Obama, o pro Lagos o pro Bachelet, y por ende, anti Pinochet y anti neoliberalismo. Concuerdo, además, con Pablo Ruiz-Tagle, cuando en su reflexión sobre el tema introduce la variable múltiple dentro de una misma tradición política republicana. Podemos diferir en los cortes, en la periodificación y en los diagnósticos históricos puntuales que estudia Ruiz-Tagle, pero concuerdo en lo medular, en que es posible e imprescindible hablar de varias repúblicas a la vez que de una misma idea republicana subyacente que ha dado sentido renovado a nuestra historia política. Hay tantas repúblicas como “momentos republicanos” en nuestra historia.3 Así y todo, admitamos, que el republicanismo, por lo mismo que histórico y mutable, es precario, a lo sumo una “frágil fortaleza histórica” que, bien puede, también desaparecer, decaer, convertirse en eslogan como lo suele hacer Ricardo Lagos Escobar, o la masonería en su propia universidad, la Universidad de la República. En conclusión, valoremos en el republicanismo una tradición política, una filosofía político-moral, no un mero régimen de gobierno. Entendámoslo dentro de un flujo histórico que se remonta a la Antigüedad, al Renacimiento y a la Europa Moderna, también a nuestra tradición “colonial” de autonomismo criollo elitario, recogido por oligarquías altamente cívicas que cruzaron y gobernaron este país a lo largo de todo el siglo XIX legándonos algunas de nuestras más preciadas instituciones, ciertamente dos: el Parlamento chileno y la Universidad de Chile. Entendamos, pues, el republicanismo como algo bastante más amplio que el republicanismo revolucionario e independentista --según algunos-- eventual o potencialmente soberano popular, estatocrático-nacionalista y democratizante. En fin, repensemos el republicanismo, ojalá histórica y abiertamente. Concordemos que puede incluso convivir en medio de supuestas aberraciones políticas, que es un medio político y también una forma de legitimidad que hace posible el disenso y objeta todo orden autoritario que no sea consentido.

3 Véase Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle, La República en Chile. Teoría y práctica del

constitucionalismo republicano, Santiago, 2006. Para una reseña mía de este libro, véase Estudios Públicos, No. 106, Otoño, pp. 362-373, Santiago, 2007.

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Repensemos el republicanismo. Visualicémoslo, también, si se prefiere, como una utopía, una realidad por materializarse. Cualquiera sea el caso, con tal que se le trate sobriamente, sin hacer más gárgaras y ceremonias al respecto, por favor.