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A.L. NOLF

Edición digital

Agosto de 2014

O La Intervención Francesa en México

TOMO I

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Novela histórica dedicada al ciudadano Benito Juárez,

Presidente de la República Mexicana.

Por A. L. Nolf

Redactor de la “france liberale” Traducida del francés por el Sr. D. Carlos G. de Hassey.

Profesor de idiomas.

México Imprenta literaria 1867

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Cuando una joven nación confía su destino a un hombre de bien, esa nación se salvó.

El cielo puede oscurecerse, la borrasca rugir, la tempestad puede ser terrible: esa nación se salvó.

Los déspotas celosos pueden conjurarse, el extranjero puede ame-nazar, cincuenta mil bayonetas mercenarias pueden invadir el suelo de la Patria: esa nación se salvó.

México ha confiado su destino a Juárez, Juárez es hombre de bien. La nación se salvó …

¡A quien dedicar esta obra, sino al hombre que personificó a Mé-xico, sino al hombre que ha salvado a su Patria!

Aceptad, pues, Ciudadano Presidente, la “Hija de Oaxaca”, no como homenaje adulador, ni aun como tributo de admiración. Reci-bidla simplemente como una deuda de corazón, pagada al Ciudadano más respetable y más honrado de la República Mexicana.

Recibidla de las manos de un pobre filósofo, que estudia la histo-ria de los pueblos, y que no cree en la existencia y la grandeza futura de las naciones, sino cuando ve a su cabeza a un Washington o a un Juárez.

Recibidla, en fin, en nombre del pueblo mexicano, que en su en-tusiasmo patriótico exclama a la faz del mundo ¡Juárez allí está; la Patria se salvó!

A.L. Nolf

Ciudadano Presidente:

A cada uno su Dios.A cada uno su Patria.

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¡Amigo lector!¿Eres mexicano? Lee esta obra para conocer a los héroes modernos

de tu país.¿Eres liberal? Lee y admira los más hermosos episodios de la his-

toria de tu partido, lee y admira los prodigios hechos por el amor de la patria.

¿Eres hombre de ideas retrógradas? Lee aun, lee; porque si tu co-razón es noble, si tu espíritu está sano, te transformarás tú mismo, y antes de haber concluido la lectura de esa obra, tus principios serán los del porvenir.

¿Eres francés? Lee estas páginas, donde están puestos a descubier-to, sin rencor ni parcialidad, los hombres y las cosas de la Intervención.

¿Eres ciudadano de una de las repúblicas Hispano-Americanas? Lee y admira a México; admira el heroísmo de este joven pueblo rehu-sando morir bajo la presión de un poderoso ejército extranjero; admira el valor de esos hijos de la naturaleza, que apenas han puesto los labios sobre la copa embriagadora de la civilización, combaten y mueren por la independencia de su patria. A ti te toca, sobre todo, meditar estas páginas, porque verás en ellas que los proyectos ambiciosos de los dés-potas europeos, deben infaliblemente estrellarse ante la energía de todo pueblo que quiere guardar su autonomía.

¿Eres ciudadano de la gran república de los Estados Unidos? Lee y juzga que fuerza, que poder han alcanzado los gérmenes de libertad y de independencia que tú sembraste al principio del siglo entre los pueblos del nuevo continente.

Si eres hombre, lee para conocer y apreciar mejor a la mujer que sabe a su tiempo ser, como tú, mártir; como tú, un héroe.

Si eres mujer, lee y admira tu sexo, en el que el alma es bastante noble y el corazón bastante grande, para amar igualmente al hombre de su elección y a la patria de sus padres

Si eres joven, si no eres más que niño, lee para aprender a llegar a ser pronto hombre y un ciudadano verdadero.

El Autor

UNA PALABRA AL LECTOR

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Ya se ha escrito mucho sobre la Intervención de la Francia en nuestro país: se ha pintado bajo todos los colores y ha sido aprobada o maldecida, según el partido político al cual perte-

necía el autor.¿Acaso ha trazado fielmente la historia de la Intervención el escri-

tor apasionado?No! Porque ha habido por un lado exageración del mal; mientras

que por el otro, se ha esforzado en prestar a los déspotas de Europa, intenciones liberales y virtudes desinteresadas, que estaban lejos de tener.

La obra que acabo de traducir, me parece seguir una vía nueva; porque espejo fiel de los hombres y de las cosas, presenta al lector los hechos bajo la luz de la verdad.

Pintor imparcial, el autor da el bosquejo con grandes rasgos, del cuadro de la verdad pura, sin afecto ni atavíos. Fotógrafo de la histo-ria, escribe lo que sus ojos han visto, lo que sus oídos han escuchado. Extraño a toda política, no tiene ningún amigo a quien hacer amar, ningún enemigo a quien hacer aborrecer. Ciudadano filósofo de la in-mensa familia humana, que cubre el globo, da a cada pueblo su parte de mal, su parte de gloria, sin querer por esto ni quebrantar las afec-ciones patrióticas, ni atizar los odios nacionales. En una palabra, es historiador y nada más.

Cuando un hombre inteligente ha leído “La Hija de Oaxaca” se vuel-ve repentinamente liberal, cuando no lo era; y si ya era discípulo del Progreso, ve con orgullo, que todas las grandes virtudes patrióticas el pueblo mexicano, pertenecen a los héroes modernos de su partido.

Y sin embargo, lo repito, se ha representado al lector la pura ver-dad. Los acontecimientos de esta narración son todos históricos, y sal-vo algunas fechas que ha sido preciso trasponer para unir los diversos episodios de la novela, todo es cierto, todo exacto. Los personajes más importantes, como lo actores secundarios, pueden no solo reconocer-se, sino ser reconocidos fácilmente por sus amigos, por sus enemigos, por todo el mundo, porque cada una de sus palabras y a menudo aun

PREFACIO DEL TRADUCTOR

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varios de sus pensamientos más íntimos, han sido fielmente relatados. El todo de la obra podrá acaso parecer una ficción, pero cada una de sus partes es una verdad.

Pintura crítica y fiel del ejército francés; apología merecida del ver-dadero patriotismo mexicano.

Rehabilitación dela mujer en cuanto a lo moral, como en cuanto a lo político.

Exposición pública del carácter, del espíritu y del corazón de todos los hombres que, sea en Europa, sea en México, han representado un papel importante en la Intervención francesa.

Discusión y aprecio de los hombres y de las cosas de MéxicoLa Intervención francesa juzgada, ya en una cabaña, ya sobre un

trono; aquí por un General, allá por un soldado, en Oaxaca por mujeres patriotas, en París por la Emperatriz Eugenia.

Lucha general y a menudo sublime del corazón contra el oro y el interés.

Combate gigantesco entre un liberalismo que nace, y el despotismo agonizante.

Victoria completa de las ideas liberales sobre sofismas retrógrados, sostenidos por la fuerza brutal.

Estudio del pasado.Admiración del presente; esperanzas fundadas en un glorioso por-

venir.Tales son, pues, los objetos atractivos, que la lectura de estas pá-

ginas ofrecen a todo espíritu filosófico, a toda alma patriota, a todo corazón verdaderamente mexicano.

Dejaré al lector el cuidado de apreciar el mérito de una obra, que por la variedad de las escenas que presenta, da el mayor interés al que estudia la historia de México; traductor fiel, me contentaré con recla-mar toda indulgencia por mi trabajo. La traducción de las palabras es fácil; pero dar fielmente el pensamiento del autor, conservar en el es-tilo su fuerza y su vigor, su elegancia y su dulzura, es lo difícil: tal es el trabajo que me he impuesto.

Que me sea aquí permitido, tanto por pagar una deuda de gratitud, como por hacer justicia al verdadero mérito, dar las gracias a los seño-res D. Mariano Loaiza, D. Angel Groso, D. José Modesto Oropeza, por la ayuda benévola que han querido prestarme en mi traducción.

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En cuanto a mí, he concluido mi tarea con el cuidado que merece; y si he cometido alguna falta, que el lector me perdone, porque he tra-bajado con la esperanza de ser útil a mis conciudadanos y a mi querida y bien amada patria.

Carlos G de Hassey

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Aunque México, en su vasta extensión es casi el mismo, tratándose de sus mo-numentos, costumbres y usos; es sin embargo muy diferente en cuanto a su clima. La mayor o menor altura de sus terrenos da a su temperatura diferencias

prodigiosas, puesto que a algunos millares de metros de las regiones más frías, se encuentra el exquisito plátano y la agradable planta del café.

El valle de Oaxaca está realmente privilegiado por la na-turaleza, tanto por su posición, como por su clima; pues, lejos de sentirse el calor sofocante de las costas, o el aire helado penetrante de las montañas, reina una temperatura agradable y dulce; las súbitas variaciones son desconoci-das, y las estaciones se suceden con una graduación casi in-sensible. Los productos del terreno son tan variados como notables: aquí, a toda la extensión de la vista, los nopales cubiertos con sus depósitos preciosos que dan la cochini-lla; allá, los ramilletes con sus teñidos colores del maduro café, mas allá, el campo verde sembrado de tabaco con ho-jas largas y frondosas, y en el fondo del valle las ondulacio-nes de las altas matas de la caña de azúcar.

CAPÍTULO IUna boleta de alojamiento

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Cuando se llega de Puebla, después de haber recorrido cerca de sesenta leguas, al través de montañas áridas, el viajero sonríe a este bello Oasis en cuyo centro se eleva en medio de una constante vegetación, la hermosa ciudad de Oaxaca.

A principios del año de gracia de 1865, los franceses, aun en su error, creían ahogar el último grito de libertad en México. La ciudad de Oaxaca, después de un sitio formal acababa de caer en poder del extranjero.

Jamás se había desarrollado mejor el sentimiento na-cional del pueblo Mexicano, durante los cinco años de la Intervención, que a la entrada de los franceses en Oaxaca.

El famoso Franco, de triste memoria, que habiéndose hecho nombrar por el Emperador Maximiliano, Prefecto Político, tuvo la impudencia de servir de espía, de conseje-ro, de proveedor al ejército que iba a sitiar la capital de su Estado dio en vano órdenes severas para que los franceses fueran recibidos, si no con flores, por lo menos con tier-nas sonrisas, mas todo fue inútil, la población de Oaxaca permaneció fría y silenciosa, viendo desfilar delante de ella soldados que no calificaban sino con el nombre de traido-res e invasores.

Fieles a sus costumbres de orden y disciplina, los fran-ceses habían hecho repartir a cada oficial, desde su entrada a la ciudad, boletas de alojamiento, cuyas direcciones ha-bían sido puestas por los agentes de Franco.

El joven Eduardo de V…. descendiente de una de las pri-meras familias de Francia, formaba entonces parte del Es-tado Mayor del General Courtois d’Hurbal. Como la mayor parte de los oficiales de Estado Mayor, servía más bien para retorcerse el bigote, dirigir ardientes miradas y correspon-der cumplimientos, que para tirar una estocada; no por-

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que le faltase el valor ni bravura, sino simplemente por sus costumbres de salón y por falta de campo de batalla, don-de seguramente hubiera despertado su valor adormecido. Por lo demás, así sucede en cualquiera Estado Mayor del mundo: ser hombre bien formado, buen mozo, tener un buen nombre, saber gastar mucho dinero, hacer bastante ruido, mostrar mucho desembarazo, engañar a algunas jó-venes, ayudar a los viejos maridos, y sobre todo, a los an-tiguos Generales a tener en sus jóvenes esposas, hermosas y gordas criaturas; saber hacer en un salón reverencias con tono; tales son, pues, las cualidades que se requieren para ser admitido en ese brillante cortejo de comparsas, que en los ejércitos de Europa se llama un Estado Mayor.- Eduar-do de V…. poseía los defectos y las cualidades del cuerpo a que pertenecía: su físico era lo que se puede llamar un bello oficial; en cuanto a lo moral, la naturaleza, más que el es-tudio, le había dotado de un espíritu vivo, fogoso y alegre, que constituía las delicias de sus amigos.

Pero como la mayor parte de los buenos mozos, y sobre todo los oficiales, Eduardo tenía no solo la pretensión, sino el íntimo convencimiento de que ninguna mujer podía ser insensible a sus insinuaciones.

Esta pretensión era el resultado de una vida pasada en medio de amores fáciles, donde el pudor de la mujer, no existiendo más que de nombre, se entrega ante la fuerza irresistible de algunos billetes de banco. Cierto es que, el poco tiempo que Eduardo había pasado en México, no le había sido suficiente para producir el menor cambio en el modo de juzgar a la mujer. Puebla, México y muchas otras grandes poblaciones, le habían probado que el dinero ejer-ce por todas partes el mismo prestigio y procura los mis-mos goces.

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Pero todo cansa en esta vida; aun los placeres: la sacie-dad mana pronto del abuso, y produce, ya sobre el espíritu, ya sobre los sentidos, una especie de atonía, que embotan-do las facultades más nobles del hombre, lo sumerge en un letargo moral, de donde le es ya demasiado difícil la salida.

Tal era el estado en que se encontraba Eduardo, en el momento que los franceses hacían su entrada en Oaxaca. Jamás el disgusto de la vida se había apoderado con tanta fuerza en él, como en los últimos días; y más de una vez, durante el sitio, había suplicado a su destino le gratificase con un poco de gloria y algunos gramos de plomo en el co-razón.

Y sin embargo, ¡cuántos valientes oficiales envidiaban su suerte! ¡Cuántas veces al verlo pasar, se criticaba en voz baja esa organización del ejército francés, que, a la vista del público parece que concede todo al mérito, pero donde el nombre, el dinero, los amigos hacen más realidad en poco tiempo, que largos años de servicio a la Patria! Todo lo que brilla es hermoso, viéndolo de lejos; sobre todo, los ejérci-tos cuyos uniformes más o menos espléndidos cautivan las miradas de la multitud. Más, que celos, que sufrimientos, que decepciones, que odios, bajo esos trajes brillantes!

Eduardo era demasiado inteligente para no comprender lo falso de su posición, y más de una vez le había sucedido encendérsele el semblante, al dar la mano a uno de esos antiguos servidores de Francia, que cubiertos de gloria y heridas, no han podido, en veinte años de servicio, llegar a los grados, a los honores, que él, gracias al prestigio de su nombre, había tan fácilmente obtenido, a la sombra de una alcoba, o en medio de los saludos de una antesala.

La entrada a Oaxaca pareció disipar la nube de tristeza que envolvía todo su ser. Nuevo país, nuevas mujeres, nue-

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vos placeres; tal era su pensar cuando José, su asistente, vino a avisarle que su alojamiento estaba dispuesto.

- ¿Estoy cómodamente alojado? Preguntó bruscamen-te a José.

- Muy chic, mi Capitán, buena recámara, grandes ca-ballerizas, bonitas mujeres; nada, nada falta.

- Ah! Con que hay hermosas mujeres, y tú, bribón, las has visto!

- Cuando digo bonitas mujeres, mi Capitán, me refiero a una; pues la madre, de seguro, es por separado: al menos que sea viuda y posea algunos escudos, aña-dió en voz baja José, hablando para sí; en tal caso se podría ver….

- ¿Y la hermosa es joven?- Diez y siete o diez y ocho primaveras, como diría el

Mariscal; mas yo digo diez y siete o diez y ocho in-viernos; porque si bien es cierto que jamás he visto una jovencilla tan hermosa, también lo es, que desde que estamos en México, nunca he encontrado nada más frio, ni más seco que ella.

- ¿Y te ha hablado?- Por Dios que no! Se contentó con seguir a la vieja,

que llama madre, y me ha impedido conocer si le gus-taba yo a la venerable anciana.

- Vamos: ve por delante y al trote. Que ¿está lejos?- Como a dos pasos de la plaza del Palacio, mi Capitán.

De verás, un alojamiento digno de un oficial de Esta-do Mayor.

Este pequeño diálogo con su asistente, cambió en un momento las facciones de Eduardo; su mirada abatida por largas y tristes reflexiones, se animó pronto a la idea de una joven bonita, que aun no había visto, que quizá no poseería

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jamás, pero que se sentía atraído hacia ella sin que pudiera explicarse ni por qué poder, ni por qué sentimiento.

Apearse, entrar, presentarse, todo fue obra de un ins-tante.

La persona que José había calificado con el doble título de vieja y de madre, era una mujer que tenía cerca de cua-renta años. Enteramente vestida de negro la Señora Mar-chessa, tal era su nombre, manifestaba un aire más bien melancólico que triste. Hizo a Eduardo los honores de su casa, de una manera tal, que quedó sorprendido; pues ni aun en algunas familias de la capital de México, había en-contrado esas maneras, a la vez simples y elegantes, que recuerdan la educación francesa del buen tono.

- Señora, habláis sin duda francés, dijo él, después de haber hecho los cumplimientos de costumbre.

- Si señor, respondió ella, con un ligero acento espa-ñol.

- No podéis figuraros, cual feliz soy al encontrar en México personas, y sobre todo, señoras, que hablen el idioma de mi país. Paréceme entonces que me en-cuentro en un país amigo, pues solo la simpatía a la Francia, puede guiar al extranjero a aprender su idio-ma.

- No os equivocáis, Señor; porque antes la simpatía de México con Francia era grande, pero ¡ay! añadió la Señora Marchessa suspirando; los tiempos han va-riado mucho. La conducta observada por vuestro go-bierno, con nuestro pobre país, ha cambiado repen-tinamente en odio, en enemistad, o por lo menos en indiferencia, todos aquellos sentimientos de simpa-tía que nos atraían a vosotros. Señor oficial, añadió después de una ligera pausa; os dejo en vuestro cuar-

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to; espero que habréis dado u os serviréis dar órde-nes severas a vuestros subordinados,para que toda la familia sea respetada; la pongo bajo la salvaguardia de un caballero francés. Tengo vuestra palabra ¿no Señor? Dijo tomándole la mano.

- Señora, replicó Eduardo, estrechando suavemente la mano que se le ofreció; estad persuadida que fiel a la confianza que habéis hecho de mí, sabré hacer méri-tos de ella.

Entonces, la supuesta vieja para José, hizo una ligera reverencia y se retiró.

- Así sea, exclamó Eduardo, cuando quedó solo; ¿duer-mo o estoy despierto, es un sueño, o la realidad? ¿me encuentro en un salón en París, o en el interior de México, en una ciudad que se llama Oaxaca? Pero no, no sueño: esta señora es mujer de mundo, algunas de sus palabras han sido suficientes para recordarme mi posición, mi familia mi deber. A fe mía, al diablo las mujeres de mundo, al diablo la etiqueta, y sobre todo al diablo esos entes femeninos, que a primera vista le hacen a uno dar su palabra de caballero… de …. al he-cho, ¿Qué he prometido? Vamos, añadió después de un momento de reflexión: ella ha exigido mi palabra, y yo he contestado que sabría merecer la confianza que hiciese de mí. No veo de qué modo me haya com-prometido personalmente, excepto a obligar a mis asistentes a que guarden los respetos debidos a la familia; hablo de José y de mi caballerango, a quie-nes voy a advertirlo. Por lo que a mí toca, libre como el aire, me aprovecharé de mi libertad para gozar de todos sus beneficios, y si la joven no es gazmoña, ya veremos.

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Y se puso a hacerse la toilette, tarareando un pasaje de Norma. En este momento entró José, llevando brusca-mente un par de botas de montar, que limpiaba hacía una hora, cuyo tiempo aprovechó para registrar todos los rin-cones de la nueva habitación.

- Escucha José, le dijo Eduardo con tono severo: esta-mos en una casa respetable, procura cuidar tu len-gua, y no hagas ni digas jamás nada que pueda traer reproches sobre ti, pues de lo contrario….

- ¿Pues de lo contrario, qué, mi Capitán? replicó José, tomando esa tonta y ridícula posición que acostum-bran llamar la de un soldado sin armas.

- ¿Qué dices?- Pregunto que, ¿de lo contrario que? Mi Capitán. - Pues bien, que de lo contrario te mandaré a tu com-

pañía.- ¡Cómo, mi Capitán! pronto tendremos nueve años

de estar juntos, y hoy, por una vieja loca, como es la dueña, me amenazáis con volverme a mi compañía; yo no he dicho nada a esta mujer, solo le he dirigido miradas amorosas, es cierto; pero viendo a primera vista que mi amor no era correspondido, me dirigí luego a la de enfrente, que creo será menos feroz. Por lo demás, añadió el asistente en tono colérico, esta casa no os conviene; las caballerizas son muy chicas; no hay cocina, vuestro cuarto, vedlo, es muy húme-do, sus viviendas dan a una trinchera: si queréis, voy de vuestra parte a pedir otra boleta de alojamiento al aposentador.

- Vamos, cállate charlatán, vete a tu trabajo y ten pre-sente lo que te acabo de decir.

- Sí, sí mi Capitán, tendré mucho cuidado, como en

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Puebla. Recordareis la casa del viejo negro. Los pri-meros días de estar allí, tuvimos que andar como los reverendos padres capuchinos, con cabeza y ojos bajos, brazos cruzados, hechos unos hipócritas, qué; pero cuando la joven inocente, la hija respetable, la virgen de las vírgenes, como decíais, hubo corres-pondido ¡oh! Entonces la alegría vino a la habitación, vuestros amigos volvieron a jugar un partido de ba-carat, los negros humores desaparecieron, y nos fue al fin permitido a Juan y a mí gozar algunos momen-tos de gusto. Ya veréis, mi Capitán, que aquí sucederá como en Puebla. Vuestro fastidio durará mientras si-tiéis la plaza; pero una vez rendida, tendremos todos nuestra libertad. Quiera Dios sea pronto, suspiró el asistente; pues si el tiempo es corto para los enamo-rados, es endiabladamente largo para aquellos que esperan se abra la primera brecha en la plaza.

- ¿Te largarás, hablador?- Si mi Capitán, ya me voy, si me he permitido recor-

daros la historia de Puebla, es porque estoy persua-dido de que será lo mismo aquí, y todo eso, ya veis, es tiempo perdido para vos y para nosotros, a pro-pósito, había olvidado deciros que hay también en la familia de nuestra dueña, un joven de catorce a quin-ce años que habla francés como vos o como yo; ¡helo ahí! Llega justamente a hablaros; todo está en orden; mi Capitán, voy, con vuestro permiso, a visitar la ciu-dad y sus curiosidades.

Al mismo tiempo que salía José, entraba en efecto un joven poco más o menos de quince años; Pepe era su nom-bre, y era el hijo de la señora que algunos momentos antes había hecho una buena, pero fría acogida a Eduardo.

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- Señor, dijo en un perfecto francés, mamá desearía saber si queréis comer en casa, para que así pueda mandar preparar todo lo necesario.

- Tened la bondad, niño, de decir a vuestra mamá, res-pondió Eduardo, adelantándose hacia Pepe, que se lo agradezco infinito; los oficiales franceses tienen la costumbre de comer varios juntos, es lo que llama-mos vivir en “popote” y eso será una molestia me-nos para vuestra mamá. Diciendo esto Eduardo miró fijamente a Pepe, y quedó impresionado del pronto examen que había hecho. El joven Pepe no era un muchacho común, de un talle demasiado pequeño para su edad, parecía que el desarrollo que faltaba a sus miembros, había sido reemplazado con gran do-sis de inteligencia, que se notaba claramente en el conjunto de su fisonomía, sus ojos demasiado gran-des, tenían una fijeza dominante para aquellos que le miraban largo tiempo, su frente espaciosa y bastante desarrollada, indicaba una inteligencia mas que pre-coz; mientras que sus labios ligeramente contraídos, denotaban claramente que debía haber sufrido mu-cho. Eduardo, aunque joven, había vivido lo suficien-te para ser un buen fisonomista: comprendió desde luego, que bajo el exterior de un niño, Pepe tenía el carácter de un hombre.

- Sentaos, os suplico, dijo el oficial adelantándole uno de los sillones que había en el salón.

- Gracias, señor, replicó el joven mexicano, retirándose hacia la puerta, aborrezco demasiado a los franceses para aceptar ninguno de sus cumplimientos; y como sois el huésped de mi madre, sería inconveniente de-ciros cosas que podrían serle desagradables. Y sin dar

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a Eduardo tiempo para contestar, el joven patriota saludó y se retiró.

- ¡Caramba! Exclamó el Capitán francés, ¡vaya una energía! Esta familia se parece mucho a la de los van-deanos que daban en otro tiempo hospitalidad forza-da a los veteranos del primer Imperio, o más bien a esas familias errantes, de patriotas árabes, que acari-cian a su huésped enemigo, hasta que la salida del sol y algunos pasos distantes de la tienda, les permiten darle la muerte.

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Dispensad, mi Capitán, exclamó José al entrar muy agitado, esas historias de mujeres me habían hecho olvidar entre-garos este papel, que trajo hace una hora, un ordenanza del cuartel general.

- Aturdido, siempre haces eso. ¡Va-mos, bueno! Exclamó Eduardo, cuando concluyó de leer: una invitación para un almuerzo, en casa de mi amigo Vi-dal: después dirigiéndose a José: corre a la casa del sub te-niente Frick, y avísale que no me espere hoy.

Media hora después, Eduardo llegaba a casa de Vidal, Capitán de artillería, perteneciente al Estado Mayor, y uno de sus mejores amigos.

El Capitán Vidal, cuyo carácter conocerá el lector bien pronto, era, bajo más de un punto de vista, hombre verda-deramente notable. Lejos de ocuparse, como la mayor par-te de sus compañeros en beber ajenjo y seducir mujeres, era un filósofo que estudiando sin cesar, apreciando con-tinuamente el lado serio de la vida militar, deducía de sus estudios y observaciones pocos acontecimientos favora-bles al ejército a que pertenecía. Encontrándose en México por deber, es decir, por mandato, sufría constantemente al tener que combatir sus propios principios, y deploraba en

CAPÍTULO IIUn almuerzo de oficiales franceses

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silencio la triste alternativa que obliga al soldado francés, a ser, bajo pena de traición, el instrumento dócil de un go-bierno caprichoso y a menudo injusto. Salido del pueblo, Vidal, se debía a sí mismo su posición. No habiendo tenido jamás como Eduardo de V…., una gran fortuna que derro-char, no había perdido, en medio de una vida de disipa-ción, el respeto debido a la mujer honrada; y cada vez que se le presentaba la ocasión, sentaba por principio, que todo hombre de honor, debe respetar estrictamente el pudor de la inocencia, y no pedir la satisfacción de sus deseos, sino a mujeres extraviadas que no faltan en ningún país.

- ¡Siempre llegando tarde! Exclamó Vidal, desde que apercibió a Eduardo. Ya ves, querido amigo, que, can-sados de esperarte, nos hemos puesto a la obra. Sién-tate y recobra si puedes el tiempo perdido.

- Querido Vidal, replicó Eduardo, estrechando la mano de los otros convidados que eran todos antiguos co-nocidos: no me reconvengáis, porque hoy no lo me-rezco; si me he demorado algunos minutos, la culpa la tienen las mujeres, siempre las mujeres.

- Ya lo pensaba, dijo Vidal riéndose.- Figúrate, querido, continúo Eduardo, una aventura,

o más bien un principio de aventuras, que prometen en adelante cosas maravillosas.

- Bueno! Exclamó Vidal, siempre lo mismo, siempre la misma historia a la entrada de una gran población. ¿quieres que en dos palabras te refiera tu historia? Una niña joven y hermosa, que desea tal vez ser ama-da, una mamá, un papá o un hermano que se opone a que la amen: después el tiempo y Eduardo hacen el resto. ¿no es así? ¿Cómo en Puebla en México o en Querétaro?

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- No, amigo mío, te engañas, esta vez no has adivina-do.

- Pues bien, come y después nos dirás de que se trata.- A fe mía, dijo un joven Teniente de Estado Mayor

retorciéndose con fatuidad un naciente bigote, es preciso gozar de la juventud, ¿y donde señores, po-dremos disfrutarla con más romanticismo que en México? Corriendo de ciudad en ciudad, gozamos de los placeres del día, para olvidar los juramentos de la víspera; y que juramentos gran Dios! Exclamó el jo-ven fatuo, levantando al aire sus manos, cuya finura y blancura habrían sido envidiadas por más de una mujer. Si fuera forzoso ser fiel a todas las promesa, ya no habría en el ejército francés un solo oficial que no fuese polígamo.

- Tal es, en pocas palabras, replicó Vidal, con un tono serio, la alta filosofía moral que se cultiva en nuestro ejército: porque la mayor parte de nuestros oficiales, piensan exactamente como mi joven Teniente. Se encuentra una niña joven, hermosa, inocente, se le habla de amor; ella resiste, se le promete casamiento, cede; al día siguiente se abandona y se corre tras otra. Sabéis, Señores, que sin ser rigorista con las costum-bres, siempre he visto mal a los oficiales que son los héroes de tales aventuras; jamás he podido compren-der como, una palabra de honor dada a una mujer, dejase de comprometer a su autor, tan formalmente, como si ella la hubiese dado a un hombre.

- No empecéis a hacernos la moral, dijo Eduardo rién-dose; o entonces practicadla, mi querido Vidal; es la mejor, y para mí la sola verdadera, la única aceptable.

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- No encuentro nada en mi conducta que pueda con-tradecir mis palabras, replicó vivamente Vidal: como a vosotros señores, me gustan los placeres; como vo-sotros, adoro a la mujer, pero encuentro más honro-so, más lógico y al mismo tiempo más digno, desatar los cordones de mi bolsa, que prometer lo que no he de cumplir. Por lo demás, cada uno ve a su manera. No hablemos más, y puesto que Eduardo nos ha al-canzado, gracias a su buen apetito, nos dirá algo de su aventura.

- Mi aventura, Señores, no hace mas que comenzar, pero presagio por su principio, que tendrá un curio-so desenlace. La casualidad ha hecho que me aloje en la casa de una familia de verdaderas patriotas mexi-canas. La madre, mujer de mundo, cuyo lenguaje y maneras recuerdan a París, empezó por asegurarme con gracia, que el odio, o por lo menos la indiferen-cia, reemplaza hoy la amistad que existió antes entre México y Francia. El hijo, hombre joven de quince años, manifestó con valor su opinión, diciéndome con franqueza y a quema ropa, que detestaba cordial-mente a los franceses. En cuanto a la hija, aun no la he visto, pero supongo que será por el estilo, según el retrato que José me hizo de ella; nada más hermoso, más fino, más bello, pero al mismo tiempo nada más frío, ni más seco. Tales son sus palabras, y el bribón sabe conocer; de suerte que preveo la necesidad de dar una batalla.

- Es bastante curioso, pero triste, dijo fríamente Vidal.- Que mal tomas las cosas, amigo mío; ¿pero en qué

ves tú lo triste? Porque una mujer en un momento de capricho o de mal humor, viene a decirme, que

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nos ve con indiferencia, porque un muchacho de diez y siete años, dándose tono de hombre, grite en voz alta que nos aborrece; porque, en fin, una niña sin duda por coquetería se divierte haciendo la mustia a su nuevo huésped: ¿tu deduces de eso consecuencias siniestras?

- Consecuencias siniestras no; pero preveo poco más o menos la realidad. Alegres o no en nuestra indiferen-cia, desearíamos que las gentes del país fuesen como nosotros: pero, añadió Vidal, animándose, aprecia-mos lo suficiente el desorden, el caos que nuestro ejército trae consigo! Sabemos cuál era ayer la posi-ción política y social de esas familias que deseamos ver nos reciban con la sonrisa en los labios ¡quién sabe si el luto que llevan, no sea la consecuencia de una muerte dada por una de nuestras balas! Quién sabe si la fortuna, la consideración, la posición per-didas, no sean el resultado de nuestra Intervención! Pero lejos de pensar en eso, somos como siempre, soldados; tomamos una ciudad y no queremos en-contrar más que caras alegres y risueñas, tratamos a una familia honrada y queremos que la madre nos facilite amores con su hija; encontramos por doquie-ra una juventud instruida, inteligente y patriota, y en lugar de admirar en ella sentimientos que hacen honor a la nación que combatimos, queremos, por el contrario, sofocarlos y detener su vuelo; tenemos sin cesar en la boca las grandes palabras de civilización, progreso y moral, y al examinar con calma los hechos, fácilmente se prevé que nuestra única enseñanza a los mexicanos, cuando hayamos abandonado el país, será la de buscar en la embriaguez del ajenjo, como

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lo hacemos nosotros cada día, la excusa de todos los vicios, al mismo o tiempo que el desbordamiento de todas las pasiones. Confesemos, señores, que vamos a dejar una muy triste idea de la Francia, que se co-loca siempre en el primer rango, cuando se habla de buenas costumbres y de sana moral.

- He ahí una moral y de la buena, o yo no me conozco, exclamó Eduardo, con tono irónico.

- Eduardo, amigo mío, no hablo de moral en este mo-mento; es la pintura de la realidad, es la verdad la que te expongo, y te desafío a encontrar una obje-ción plausible, al menor de mis argumentos. Tú mis-mo, tú, que conmigo y los demás, hemos oído hablar tan a menudo y tan alto de las virtudes de la familia, ¿Cuál ha sido tu conducta pasada? ¿Cuáles son tus proyectos para el porvenir? Ayer aun, cansado de la vida, fatigado con esa existencia del campamento, que colocando al soldado enfrente de sus deberes, lo priva momentáneamente de todo placer, deseabas la muerte como un sueño de gloria, pero ya no eres el mismo hombre; has entrevisto una dicha y quie-res alcanzarla; deseas tanto vivir hoy, como halaga-bas ayer el deseo de morir. ¿y por qué? Por negar a México esas mismas virtudes de familia que honras tanto en Francia. Seamos, pues, lógicos con nosotros mismos, y sepamos respetar en cualquier país, lo que realmente es respetable.

- ¿Y quién te ha dicho que niego la virtud a las familias mexicanas?

- Tu conducta dice lo bastante, me parece, sin que sea necesario pedirte tu profesión de fe.

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- Pues bien, señores, puesto que es así, voy a haceros mi profesión de fe; y ya veréis que soy poco más o me-nos tan profundo moralista, como mi amigo Vidal. Toda vez que he encontrado familias verdaderamen-te dignas, y que en efecto, no faltan en México, me he limitado a los deberes de la más estricta decencia; he honrado a la madre, he respetado las hijas; pero a fe mía, cuando he creído que otro haría al día siguiente lo que escrupulicé hacer la víspera, no he vacilado; he seguido de frente, como dicen nuestros soldadones, y he salido bien, si no siempre, si muy a menudo; ¿es esto negar la virtud, deshonrar las familias? Cierto que no; es comprar lo que se vende y nada más. Vi-dal en su disertación magnífica de moral, ha hecho alusión a la familia, en cuya casa he sido alojado; es evidente que allí, como en todas partes, voy a sitiar la plaza, pero a la menor resistencia seria, levanto el sitio y no tomo nada por asalto.

- Perfectamente! Exclamó Vidal: vaya una profesión de fe moral que me da gusto y que honra a su autor. Pluguiera al cielo, Eduardo, que tus ideas políticas fuesen tan sanas, tan razonables, tan lógicas.

- ¿Pues qué falta a mis ideas políticas para que sean aprobadas por ti, sabio Mentor?

- ¿No lo sabes? ¿Las discusiones serias que hemos tenido tocante a la Intervención en México, no han probado aun tu error?

- Mi error, Vidal, no existe sino para ti; camino con las ideas generales de nuestro ejército, y si apruebo nuestra intervención en este país, tengo mil razones, para probar que estoy en la verdad.

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- Esa es una cuestión desde hace tiempo juzgada; se atrevió a añadir el joven Teniente Pablo. Traer el or-den, la civilización, el progreso a México: tal es la mi-sión que se impuso el gobierno francés.

- Siempre, siempre las grandes palabras, exclamó Vi-dal:¡el orden, la civilización, el progreso! Pues bien, señores, creo exactamente lo contrario; tengo la con-vicción íntima de que traemos aquí el desorden, la desmoralización, y lo que es todavía peor, ideas re-trógradas.

- Vaya una cosa fuerte, replicó Eduardo.- Fuerte para la verdad, sí, amigo mío. Creo haberte

probado hace un momento, que en hechos de moral, nuestro ajenjo y nuestras costumbres dejarán aquí una triste idea de la Francia; será lo mismo en polí-tica. Nuestra Intervención, era aquí enteramente in-útil, y ni la Francia, ni México, sacarán ningún fruto.

- ¿Cómo puedes hablar así Vidal, tú cuya sabiduría es conocida por todos? ¿puedes negar que México esta-ba en la agonía, que la revolución estaba, por todas partes, que esta sociedad naciente estaba en perfecta disolución? ¿Puedes, cerrando los ojos a la evidencia, no ver que hemos venido a tender una mano protec-tora a un pueblo, reconociendo bastante su inercia y su incapacidad para hacer llamamientos al extranje-ro?

- Si, niego todo eso; y puesto que reconoces en mí un poco de sabiduría y luces: porque soy simplemente sabio, porque no solo veo la superficie de las cosas, sino su fondo, me obstino en negar tus brillantes sofismas. Tú comienzas por decir que México esta-ba en la agonía, y yo pretendo lo contrario; hemos

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tomado los primeros gritos de un recién nacido, por los quejidos de un moribundo; hemos olvidado que antes de ser hombre es preciso ser niño; no hemos comprendido que esta sociedad naciente, como tú la llamas hacía esfuerzos sublimes para buscar su orga-nización; hemos prestado oídos a algunos ambicio-sos desterrados de su país, y la Francia engañada, ca-minando de error en error, ha venido a poner el caos en lugar de las primeras apariencias de fuerza y de inteligencia que hacían prever el brillante porvenir de un pueblo aun en su cuna.

- Tristes apariencias de fuerzas, Vidal, las que nos pre-sentan los soldados que combatimos. Tristes apa-riencias de inteligencia las de un pueblo negándose a oír obstinadamente los consejos de la sabia Europa.

- Pero pobre amigo, los soldados que combatimos son hombres como nosotros; hay esa diferencia, que no-sotros estamos cubiertos de brillantes uniformes, y ellos están apenas vestidos. ¿Sería decir que no son buenos soldados ni buenos patriotas? Nuestra propia historia está allí, para desmentir formalmente seme-jantes apreciaciones: ¿Quiénes han sido los mejores defensores de la República Francesa? ¿Cuáles fueron los héroes de Jemmapes? ¿Quiénes fueron los solda-dos que han hecho doblar la cerviz a Europa ente-ra? ¿Quiénes fueron los hombres que han derrama-do hasta la última gota de su sangre para regenerar nuestro país y liberarlo del doble yugo de la nobleza y del clero? Esos soldados héroes, esos hombres gi-gantes, eran campesinos andrajosos con zapatos de madera, sin otra arma que, a menudo, la guadaña del cosechero o las horcas de hierro del palafrenero. Y

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sin embargo, con ese ejército se han hecho temblar a todos los tronos sobre sus bases; de tal ejército han salido los Bonaparte, los Mortier, los Hoche, los Mu-rat, los Cambronne y cien otros ilustres que harán siempre la gloria de Francia. Esto es por lo que toca a la fuerza armada que pareces despreciar en México, porque visten andrajos. Tocante a este pueblo, rehu-sando, como dices, los consejos de la sabia Europa: es el instinto de conservación que reemplaza en él la inteligencia y el raciocinio; comprende que no es del Viejo Continente de donde pueden venirle los ele-mentos de vitalidad que forman las grandes nacio-nes; siente por instinto que la luz no puede salir de un centro oscuro; adivina que su independencia no puede ser protegida por déspotas. Aun en la infancia, busca alrededor de sí un ejemplo que seguir; busca una nación donde la sola nobleza sea la del mérito; donde el solo influjo sea el del saber; donde el solo derecho a la dirección general de los negocios del país reposa sobre el aprecio de sus ciudadanos; busca un pueblo donde todo hombre sea realmente hombre; un pueblo donde el único amo sea la ley; un pueblo donde no elevan altares a la Libertad, pero donde la diosa plebeya se pasea por todas las ciudades, en to-das las calles, en todas las plazuelas; un pueblo, en fin, que como él, nacido ayer, haya sabido vivir y en-grandecer, sin tener necesidad ni de los pañales, ni de los consejos de la Europa.

- Y ese pueblo imaginario, dijo Eduardo con tono bur-lesco; ese bello ejemplo que desea encontrar, lo busca por todas partes y no lo encuentra en ninguna

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- Te engañas amigo mío: ese pueblo es vecino de Méxi-co: son lo Estados Unidos de América.

- ¿cómo podéis, Capitán, respondió el joven Pablo, es-tablecer una comparación cualquiera entre México y los Estados Unidos?

- Veo, señores, replicó Vidal con aire triste, que vo-sotros os ocupáis mas del amor y los placeres, que del estudio de la filosofía política. El uno solo ve un pueblo imaginario en esta grande nación americana que llena el mundo con el ruido de sus maravillas y sus prodigios; mientas que el otro no admite que se pueda comparar la debilidad con la fuerza, la infan-cia con la virilidad, las vacilaciones del estudio con las verdades de la ciencia. Tristes consecuencias de nuestra educación francesa, que nos enseña lo que fueron los griegos y los romanos, y que nos deja ig-norar lo que son los pueblos de nuestro siglo. César, Luis XIV, Napoleón I: tal es nuestra instrucción po-lítica. Un gran rey, grandes batallas: tal es el apogeo de gloria y felicidad que soñamos para todo el país. Filósofos bastardos, queremos hacer caminar juntas la libertad individual de una sociedad, y la esclavi-tud política de una nación; y volviéndonos a noso-tros mismos ciegos, nos figuramos servir a la patria, mientras que no somos más que los instrumentos dóciles de un déspota que toma el nombre de gobier-no. No es extraño, señores, que seamos tan ineptos para apreciar los esfuerzos que hace México para vivir de su propia existencia; no es extraño que nos esforcemos en negar la grandeza y la fuerza de las instituciones políticas de los Estados Unidos. Acos-

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tumbrados a la sombra, la luz nos hace mal; y, patrio-tas más bien que observadores, no admitimos que haya para el mundo naciones que puedan, sin riesgo ninguno, compararse a nuestra Francia.

- Basta, mi buen Vidal; has hablado bastante, exclamó Eduardo, porque si continuaras, concluirías por con-vencerme de que los Estados Unidos son el primer pueblo del mundo, y que México tiene bastante ra-zón en rehusar los servicios del gobierno francés.

- Vaya una cosa bien dicha, replicó Vidal; tu exclama-ción sale del corazón. Te pareces, en este momento, a esas gentes que, teniendo sed, no quieren al prin-cipio beber por temor del efecto de la bebida que les ha sido ofrecida; pero apenas han puesto los labios sobre la copa, cuando vacían con avidez el conteni-do. Te hago entrever la luz, querido Eduardo, y tienes demasiado espíritu para no dirigir tus miradas hacia sus rayos. Antes de un mes serás de mi opinión; vi-tuperarás la Intervención de la Francia; aprobarás la resistencia de México y admirarás las instituciones de los Estados Unidos. Dejemos, pues, al tiempo, el cuidado de obrar y concluir en ti la feliz transforma-ción, que comienza.

- Si, replicó Pablo con tono enfático; hablemos de co-sas más interesantes para la juventud; hablemos de mujeres, de amor; y que las ideas político filosóficas, hagan su camino solas.

El Capitán Vidal se contentó con levantar los hombros, en respuesta al tonto argumento del joven fatuo. Después dirigiéndose a Eduardo:

- A propósito de tu aventura, le dijo, pienso en una cosa: mi dueña es una anciana. Señora mexicana, tan

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habladora como patriota; y no es poco decir; estoy persuadido que a la menor pregunta, ella nos hablará durante una hora de la familia Marchesssa. Es bueno conocer a su adversario antes de atacarlo: ¿que dices?

- Me parece bien.- Pablo, dijo entonces Vidal, tened la bondad de ir a

invitar a Doña Petra a tomar una taza de café con nosotros.

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Después de algunos minutos de ausencia, Pablo entró acompañado de Doña Petra, a quien hacía muchas instancias.

Doña Petra era una mujercilla regor-deta y fornida, la cual, a pesar de sus se-senta años, aparentaba haber alcanzado

apenas los cincuenta. Hija de un español y una mexicana, sus facciones eran una mezcla del tipo de las dos razas. Su frente, inteligente y despejada, hacía adivinar el orgullo de los catalanes; mientras que en su mirada fija, brillante y a veces algo huraña, se leía la antigua independencia de las tribus de que su madre descendía. Habiéndose casado, joven todavía, con un hombre que debía ser mas tarde uno de los más grande héroes de la Independencia, Doña Pe-tra había pasado la primera parte de su vida siendo presa de las inquietudes, de las esperanzas, de las alegrías y de los dolores que toda mujer resiente, cuando el hombre a quien ama, pasa su vida en medio de los campos y de los combates. Luego que los españoles fueron vencidos por to-das partes y que la Independencia de México fue altamente proclamada, Doña Petra formó para su país lo más hermo-sos ensueños del porvenir. La esmerada instrucción que había recibido de su padre, ayudó muy particularmente al

CAPÍTULO IIIDoña Petra o La Vieja Patriota

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desarrollo de sus facultades naturales, y aunque buena y sincera católica, había concebido en el estudio serio de la historia de España, un grande odio contra los privilegios y los abusos de autoridad de un clero, mas bien fanático que verdaderamente religioso. Siguiendo paso a paso el curso de las revoluciones, que sucedieron bien pronto a la declaración de Independencia, Doña Petra había perdido casi toda la esperanza en el porvenir de su país, cuando re-sonaron los primeros gritos de un liberalismo inteligente y esclarecido. Uniendo entonces, la experiencia de la edad al conocimiento de los hombres y de las cosas de su país, la mujer patriota procuró reemplazar con una guerra de intrigas, la que ya no podía hacer un esposo muerto en el campo del honor. Gozando de una inmensa fortuna, no quiso contraer ya nuevo enlace por respeto, o más bien or-gullosa del nombre que llevaba; nombre ilustre que pronto conoceremos. En cuanto a su carácter, era alegre, franco y leal; los dos únicos defectos que se le conocían, eran, una vivacidad que rayaba en ira, y un deseo de hablar, una faci-lidad de elocución que la hacían transformar las más sim-ples conversaciones en verdaderos discursos oratorios. A pesar de la edad avanzada a que había llegado, en el mo-mento de la Intervención francesa en México, Doña Petra estuvo muy lejos de permanecer neutral en esa política de seria oposición, ante la cual la fuerza de las bayonetas fran-cesas debió sucumbir más tarde. Pero dejemos hablar a la vieja patriota: sus palabras la harán mejor conocida y más apreciada del lector.

- Señores invasores, dijo ella al entrar, con tono semi- serio, semi- burlesco; os felicito por la manera con que os habéis organizado para el viaje; acabo de exa-minar vuestra cocina ambulante, nada falta en ella.

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Nada absolutamente: platones, platos, cubiertos, ca-zuelas, sartenes, horno, asador, vasos de cristal; ¡ah, Dios mío! ¡Dios mío! ¡que tren! Pero también que co-modidades para vosotros en campaña; no tenéis ne-cesidad de nadie, y ya sea que acampéis en las mon-tañas, sea que viváis en las ciudades, tenéis siempre lo necesario. Y luego estas camas, añadió Doña Petra, examinando el mueblaje de campamento, esa mesas de recoger y esas sillas portátiles; que bien calcula-do; así es como vamos a organizar nuestro ejército liberal, tan pronto como os volváis a vuestra bella Francia.

- ¿Cómo decís señora? Exclamó Vidal, sorprendido de semejante salida.

- Digo lo que pienso y pienso la verdad, Señor oficial, respondió con orgullo la vieja patriota, aceptando al fin el asiento que le ofrecía Pablo desde que había entrado. Cuando se hubo sentado, tomó de nuevo la palabra con su acostumbrada volubilidad.

- Celebro mucho, señores, comenzó con calma, esa oca-sión que me proporciona el poderos decir con fran-queza mi modo de pensar, y saber a la vez el vuestro acerca de la Intervención de vuestro gobierno en los asuntos de México. Ante todo, dijo, animándose, ¿para qué os ha enviado aquí la Francia? Si es para sal-varnos, habéis adoptado un mal camino; puesto que vosotros, descendientes de los héroes de la famosa revolución de 89, debéis saber que no es con cañones con lo que se impide a un pueblo hacer la revolución social que necesita; si es para perdernos, parece que acertáis, porque en lugar de adoptar las ideas de un liberalismo esclarecido, en lugar de colocaros del lado

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de la opinión general del pueblo, servís simplemente de estribo a algunos miserables, cuyo pasado es, o una mancha de sangre, o una mancha de lodo en la historia de México. No hablo de Maximiliano de Austria, quien por una singular anomalía, consecuencia del capricho de los autócratas, no ha llegado a ser Emperador de México, sino gracias a las bayonetas de los mismos zuavos a quienes en otro tiempo tuvo tanto miedo en Solferino y Magenta; el Archiduque no entra en cuen-ta, dijo doña Petra riéndose, porque bien comprendéis que la retirada de los franceses será la señal de la caída de su trono. Pero, perdón señores oficiales invasores, mil veces perdón si yo os interpelo de esta manera, porque no es a vosotros a quienes debe atribuirse la causa de tantas desgracias; sois soldados, y por consi-guiente esclavos del deber; cualquiera que sea vuestra opinión, es preciso obedecer, sin eso, añadió con aire de convicción, estoy persuadida de que las tres cuartas pates de vuestro ejército se unirían a nosotros, porque en fin…

- Si señorita, ciertamente que sí, interrumpió Vidal, temiendo que el discurso patriótico de Doña Petra durase todo el día; tenéis razón: ¿queréis aceptar una taza de café?

- Mil gracias, señor, el café francés es demasiado fuer-te para mí; tomaré, si me lo permitís, un poco de este dulce y un vaso de agua; os estoy muy obligada por vuestras atenciones; pero si las acepto, añadió doña Petra, es para probaros que se puede aborrecer y despreciar al gobierno francés, sin hacer recaer, sin embargo, ni odio ni desprecio sobre soldados que yo considero como esclavos …

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- ¡Esclavos! Interrumpió el joven Teniente Pablo.- Si, si, Señorito, esclavos, repitió la anciana filósofa,

levantando la voz; cuando es uno muchacho joven y hermoso, como vos, añadió maliciosamente diri-giéndose a Pablo se ocupa uno más bien de su her-mosa personita, que de las cosas serias; se piensa en sí al levantarse, y se invoca al acostarse el recuerdo de las hermosas jóvenes que uno deseara seducir; pero a nuestra edad, dijo doña Petra dirigiéndose hacia Vidal, a quien no agradó ser colocado entre la comunidad de los sesenta años de la vieja, empieza uno a ocuparse exclusivamente de las grandes cues-tiones políticas y sociales de nuestro planeta; se lee, se estudia, se compara y se juzga. Se ve a la España liberarse del yugo de los moros para inclinar en se-guida la frente bajo el hacha de la inquisición. Se ve a la Francia derribar millares de cabezas, declarar a la faz del mundo oprimido, los derechos del hombre y del ciudadano, hacer, en una palabra, la más radi-cal de las revoluciones, para dejar, sesenta años más tarde, volverse a establecer una monarquía basando el porvenir de su dinastía sobre el ridículo axioma del Derecho Divino. Se ve a la Inglaterra la primera que supo hacer su revolución política, no poder de-sarrollar aun en su seno, una revolución social cuya necesidad se hace sentir cada día más. Se ve a la Ita-lia, librándose del yugo del fanatismo, haciendo un llamamiento a las nacionalidades oprimidas por in-finidad de tiranuelos, para confundirse en una sola nación y probar al mundo que un pueblo puede ser católico sin ser esclavo de un Papa, y que un Papa puede permanecer poderoso y respetado, sin ser ni

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rey ni tirano. Se ve a los pueblos del norte de Ale-mania, agruparse en derredor de un trono, haciendo apelación al sentimiento nacional, y a los bárbaros de los tiempos pasados, caminar con paso lento y segu-ro, hacia una civilización, tanto más perfecta, cuanto que está basada en la instrucción dada a las masas, y en una filosofía que no admite en sus dogmas, ni las fábulas de las religiones, ni las utopías de ninguna escuela de iluminados. Se ve más cerca de nosotros a los Estados Unidos, esa república modelo, ese gran pandemónium de todas las libertades humanas, dar primero al mundo, durante casi un siglo, el extraño espectáculo de la libertad, remachando las cadenas a millares de esclavos; pero después, el sentimiento moral sublevándose repentinamente contra esa ne-gación de progreso, consentida en un día de error por el progreso mismo, se ve a ese gran pueblo de-rramar sin vacilar torrentes de sangre para libertarse del cáncer roedor que hubiera infaliblemente condu-cido a la gran república a su perdición. Se ve, en fin, a mi pobre país, dijo la vieja patriota animándose más, se ve a México, conquistado primero por la España, que en lugar de traerle los beneficios de la verdadera civilización, hizo, por el contrario, todos sus esfuer-zos para dejar a un pueblo, niño todavía, en las tinie-blas de la ignorancia, y sumergirlo en la estupidez del fanatismo, encendiendo hogueras para convencer, inventando los tormentos más atroces para conver-tir. Después, cuando nuestro grito de Independencia se hizo oír, cuando el deseo de ser libres hubo trans-formado, en un día, a millares de indios esclavos, en numerosas cohortes de patriotas; cuando después

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de haber sacudido el yugo de los opresores, íbamos a gozar, en fin, de una libertad y una independencia conquistadas a tanto precio, se ve a la Francia, olvi-dando las más bellas páginas de su historia, enviar aquí treinta mil bayonetas para ponernos un prínci-pe extranjero, se ven a los pantalones colorados ser-vir de escolta a las negras sotanas; se ve a los Gene-rales, discípulos de Voltaire y de J. J. Rousseau, llevar en plena capital de México, cirios de frailes y rosarios de peregrinos; se ve, por fin, a los hijos de una nación que se vanagloria de ser la más civilizada del mundo, venir, a ejemplo de la inquisición, a levantar aquí ca-dalsos, de los que las cortes marciales son las provee-doras y los soldados los verdugos. Triste papel para soldados, añadió doña Petra, dirigiéndose hacia el joven Pablo; pero papel que los franceses no consen-tirían jamás hacer, si no fueran verdaderamente es-clavos de la disciplina y del deber. Después, continuó la patriota, enjugando dos lágrimas que surcaban sus mejillas, si traspasando los límites del presente, se dirige una mirada escudriñadora hacia el porvenir, se ve a la Francia, justamente humillada, con vanos esfuerzos tentados por la opresión de un pueblo, vol-ver a llamar luego a sus soldados; se ve desaparecer la sombra de un trono levantado por intrigantes y sos-tenido por asesinos; en fin, se ve aparecer en el fir-mamento la brillante estrella de México, anunciando a la vieja Europa, que la cuna de un pueblo patriota, no puede nunca llegar a ser su tumba.

Los oficiales presentes al almuerzo de Vidal, habían sonreído a las primeras palabras de doña Petra; pero poco a poco, cautivados por la lógica de la mexicana, siguieron

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con interés su examen del pasado, su descripción del pre-sente, su pronóstico del porvenir.

El joven Pablo, que creía tener que escuchar a una vieja relatadora de cuentos de brujas o de bandidos, quedó estu-pefacto al frente de una instrucción política tan seria y tan variada, encontrada por casualidad en el fondo de México, en casa de una patriota de sesenta años. No hallándose su-ficiente para luchar con doña Petra, se apresuró a guardar el más profundo silencio, enfrente de su terrible adversaria.

Vidal era el único que fuera capaz de habérselas con doña Petra; pero, como en su interior participaba de las mismas ideas que la patriota mexicana, dejó a un lado la discusión.

- ¿Podríais decirme, señora, preguntó después de un largo silencio, que parecía que nadie quería inte-rrumpir, si se han salido muchas familias de Oaxaca, durante el sitio?

- ¡Ah! Dios mío, señores invasores!¡Si supierais todo el mal que nos habéis hecho! Si, ciertamente, muchas familias han ido a ponerse al abrigo del peligro, en los pueblos vecinos; las más fieles a la causa liberal son las únicas que han quedado aquí; y la mía es una de ellas; porque aunque teniendo, gracia a Dios, bastante dinero para ir también a donde me hubie-ra parecido, no quise abandonar a mi pobre ciudad sitiada; he preferido correr los mismos peligros que nuestros soldados, más bien que ir a charlar o bailar con los vuestros a los alrededores. Es verdad que …

- ¿No conocéis señora, por casualidad en Oaxaca a la familia Marchessa? Interrumpió bruscamente Eduardo, temiendo una nueva disertación política sin término.

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- ¿Ave María Purísima! Exclamó la anciana saltando de su asiento: ¡la familia Marchessa! Que si conozco a la honrada y gloriosa familia Marchessa.¡Que sea bendita, mil veces bendita del cielo! Y comenzando a zarandearse en dirección a la puerta, doña Petra ex-clamo saliendo: señores oficiales, volveré pronto …; y se esquivó con la celeridad de una joven, dejando a los oficiales franceses en la más grande estupefacción

- ¡Al diablo la vieja habladora, la sabia e insolente pa-triota! Exclamó Eduardo.

- La repentina salida de doña Petra, me parece muy singular, añadió Vidal, levantándose de la mesa; su silencio absoluto tocante a la familia Marchessa, es un misterio más que descubrir en la continuación de tu aventura; porque a la vieja le gusta hablar tanto, que solo consideraciones excepcionales, han sido lo único que puedan hacer contener su lengua; en cuan-to a su exclamación, no es preciso hacer mucho caso, porque es costumbre de las gentes del país. En fin, amigo, hete aquí con una ocupación, un enigma que descifrar, acaso una intriga que enlazar; pero ten cui-dado de no picarte con las espinas, antes de poder cortar las rosas.

- El que viva lo verá, respondió Eduardo, tomando su quepí. Señores, hasta la vista, y tú Vidal, hasta luego.

Eduardo entró a su casa más inquieto, mas enredado de lo que había salido. La exclamación de la vieja Petra le ha-bía impresionado, y ya sea simple capricho, o sea temor de tener que escuchar diariamente en su casa bravatas políti-co-filosóficas, como la que acababa de oír, se arrepintió un momento de no haber seguido el consejo de José, que des-de en la mañana quería cambiar de habitación. Pero este

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arrepentimiento pasó como el relámpago en su espíritu, y pronto el atractivo del misterio, hubo vuelto a tomar so-bre él, todo su imperio. Deseando conocer lo más pronto posible a la joven de la casa, decidió, que como verdadero gentil-hombre francés, suplicaría simplemente a la madre, tuviese la bondad de presentarlo a su hija.

Al llegar a casa, Eduardo encontró a José sentado en el umbral de la puerta, en la actitud de un hombre entregado a todas sus reflexiones.

José, cuyo carácter ha podido comenzar a apreciar el lector, era el tipo más perfecto, más completo de esta nube de criados, que en el ejército francés se llaman asistentes. El verdadero asistente, no es ni hombre, ni mujer, ni solda-do, ni civil, ni amo, ni criado: es un asistente. Dejando a un lado que sabe hacer todo y no hace sino lo que le conviene; que obedece a su oficial, obligándole siempre a hacer lo que él quiere; que cuando se le toma por los sentimientos, lava, plancha, hace la cocina, rasura, cuida un caballo, corta los cabellos y limpia las botas; pero que cuando se le regaña o veja, no hace más que porquerías a su amo. Cuando ha pasado varios años al servicio del mismo oficial, el asisten-te adquiere la confianza de su jefe, y después de haberlo seguido por varios campos de batalla, después de haberle dado pruebas de verdadera fidelidad, el criado llega a ser el amigo del amo, y no es raro ver que exista una gran fa-miliaridad entre oficiales del más alto grado y sus viejos asistentes.

Tal era José, habiendo entrado al servicio de Eduardo, poco tiempo después que éste salió del colegio militar, le había sido a menudo muy útil, haciéndole entender con medias palabras, al empezar su carrera de oficial de tropa como, con poca cosa, un jefe puede hacerse querer del sol-

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dado. Hecho prisionero en Montebello, al lado de Eduar-do, que jamás abandonaba, José por un acto de verdade-ro heroísmo, escapó, salvando a su amo, de una muerte casi cierta; este no era pues un criado para Eduardo; era un amigo; amigo que era preciso tener a cierta distancia, aunque sin embargo José estaba lejos de estar privado del buen sentido, que hace que cada hombre permanezca en los límites de su posición. Sin ser erudito, había recibido en las escuelas públicas una instrucción primaria, de la que hubiera seguramente podido hacer mejor uso; pero ya por flojera o por temor de tomar un oficio, largo tiempo aban-donado, ya por amor a la carrera militar, o en fin por cariño a Eduardo, estaba decidido a no entrar jamás en las filas de los pekins, como decía gravemente, hablando de los civiles.

Sentado sobre el dintel de la puerta, José no vio a Eduardo, sino hasta que éste le hubo dirigido la palabra, preguntándole lo que hacía allí, inmóvil como una momia.

- ¿Qué hago? Respondió entonces, levantándose, re-flexiono, mi Capitán.

- ¿Y en qué?- ¿En qué … en qué? No sé en qué.- Entonces no es cosa importante.- Al contrario, mi Capitán, precisamente es cosa im-

portante, porque está sobre mi pequeño espíritu; por eso se me trastorna la cabeza, y después de haber re-flexionado media hora, me pregunto ¿en qué he pen-sado?

- ¿No ha venido nadie durante mi ausencia?- Nadie; excepto la vieja ¡ah! Perdón, perdón, mi Ca-

pitán, quiero decir la Señora de la casa, que me ha preguntado ya dos veces si habíais vuelto; tenía todo el aire trastornado la pobre mujer, y creo que debe

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tener alguna cosa de mucha importancia que comu-nicaros, porque parecía estar muy impaciente por ve-ros.

- Ve a decirle que acabo de entrar, y que estoy a su dis-posición.

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Apenas había entrado Eduardo a su cuar-to, cuando Pepe Marchessa vino, de par-te de su madre, a suplicarle pasase a la sala.

- Señora, dijo saludando el Capitán francés, me habéis hecho el honor de ha-

cerme llamar; estoy enteramente a vuestra disposición.- Tened la bondad de sentaros, caballero, respondió la

señora Marchessa, haciendo una graciosa reverencia, porque desearía platicar con vos de un asunto muy importante.

La señora Marchessa, cuyo carácter aún no ha podido apreciar el lector, era, como había dicho Eduardo, una ver-dadera mujer de mundo nacida en México, de padres espa-ñoles, su primera educación había sido bastante abando-nada; pero tan pronto como hubo llegado a los doce años, la joven criolla, comprendió el valor del saber, y se entregó desde entonces al estudio, con tal aplicación, que, más de una vez sus ancianos padres tuvieron que calmar su ardor.

Luego que fue mujer, se casó con un criollo, cuya fa-milia española hacía mucho tiempo que estaba ligada a la suya, por los nudos de la más estrecha amistad. La señora

CAPÍTULO IVLa Familia Marchessa

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Marchessa no fue feliz, sino en los primeros años de su unión, pues habiéndose puesto su esposo a la cabeza de varios movimientos revolucionarios, fue sin cesar vigilado y perseguido por agentes del gobierno que quería derri-bar. Las crueles alternativas en que sumerge la ausencia de un ser querido, hicieron envejecer antes de tiempo a la joven esposa, entregada a menudo meses enteros a todas las aprensiones del temor y del amor; y aunque solamente contaba cuarenta años, la señora Marchessa, parecía más bien tener cuarenta y cinco. Habiendo leído y viajado mu-cho, había sacado de su lectura y de sus viajes gran prove-cho de sabiduría filosófica; inclinándose siempre ante los decretos de la Providencia, había sufrido los más grandes dolores morales, sin haber lanzado jamás al cielo una mira-da de reproche ni un pensamiento de rebeldía. Aunque es-clava de sus deberes de madre, era como todas las mujeres de Oaxaca, de un trato agradable, espiritual y fácil; mien-tras que, fiel a las lecciones políticas de su esposo, camina-ba siempre al lado de doña Petra, en aquellas reuniones de mujeres patriotas, que hacían entonces la desesperación de los agentes del Imperio.

Tan pronto como el Capitán francés se hubo sentado, la señora Marchessa tomó personalmente un sillón, y dijo con su agradable voz: ¿cometeré una indiscreción, señor, suplicándole tengáis la bondad de decirme con quien tengo el honor de hablar?

- Perdón señora, si he olvidado remitiros mi tarjeta esta mañana, respondió Eduardo, ruborizándose li-geramente por este olvido de cortesía, pero, tomad-la: Eduardo de V … para serviros.

- ¡Cómo Eduardo de V …! Repitió la señora Marches-sa, leyendo la tarjeta que acababa de serle entregada;

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después, mirando fijamente al joven oficial, como buscando en sus facciones un recuerdo o una seme-janza, exclamó: ¿seríais por casualidad, el hijo de la Condesa de V … , que vive en Francia, en el pequeño y bonito pueblo de La Rochette, cerca de Melun?

- Justamente señora- ¡Gracias, Dios mío, gracias! Exclamó la señora Mar-

chessa, juntando las manos y levantando al cielo sus ojos bañados en lágrimas. Después dirigiéndose a Eduardo: el cielo os envía, querido señor, porque estáis en un país donde tenéis conocimientos: he co-nocido mucho a la señora vuestra madre en Francia, y ahora, al hijo de una amiga, es a quien voy a pedir un servicio que ya tenía la intención de reclamar del gentil-hombre. Señor Eduardo de V … añadió levan-tándose precipitadamente, voy a daros una agrada-ble sorpresa.

Tomar un magnífico álbum, abrirlo, sacar de él un re-trato y ponerlo a la vista de Eduardo, todo fue obra de un instante.

- ¡Es posible! Mi madre, mi buena y adorada madre, exclamó Eduardo levantándose y besando el retrato.

- Tened la bondad de leer al reverso, Señor Eduardo.Eduardo volteó la fotografía y leyó estas palabras: “A mi

sincera y buena amiga María Marchessa. La Rochette, a 18 de septiembre de 18… Laura de V… “

- No cabe duda; esta es la letra y la firma de mi madre, dijo Eduardo con voz conmovida. ¿cómo es, Señora, que no he tenido el honor de encontraros en Francia?

- Aun estabais en la escuela militar en esa época, que-rido Eduardo, permitidme la libertad de llamaros así, ahora que sé sois el hijo de la condesa de V… , un

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amigo para mí, y así puedo hablaros de hoy en ade-lante con toda confianza.

- Antes de haber tenido el placer de encontraros, res-pondió Eduardo, conmovido aun con lo que acababa de pasar, estaba dispuesto a prestaros todos los ser-vicios que me hubierais pedido; pero ahora que la ca-sualidad me hace encontrar en vos, una íntima amiga de mi madre, no es ya un servicio ordinario el que estoy pronto a prestaros, es toda mi persona, todo mi débil poder, toda mi abnegación, lo que pongo a vuestras órdenes, a vuestra estera disposición.

- Gracias querido Eduardo, exclamó la señora Mar-chessa estrechando la mano que le había sido presen-tada, no esperaba menos de vos. Sentaos ahora y es-cuchadme. Muy joven aun, contraje matrimonio con el hijo único de una de las más nobles familias de Oa-xaca, familia que, aunque española, desde la guerra de Independencia, había estado siempre a la cabeza de la revolución. El General Santa Anna, temiendo la influencia de mi esposo, lo desterró; entonces fue cuando partimos para Francia y un año más tarde, habiendo comprado una pequeña casa de campo en Damarie, cerca de media legua del castillo de vuestra familia, fui presentada a la señora vuestra madre por el señor de Blois, a quien debéis conocer perfecta-mente. Nuestros caracteres simpatizaron, y en poco tiempo vuestra madre y yo fuimos íntimas amigas; ella amaba mucho a mi querida hija Julia, que luego os presentaré. ¡Qué días tan felices pasamos en vues-tro castillo de la Rochette! ¡Cuántas veces recuerdo aquellas íntimas conversaciones, al borde del estan-

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que, bajo esa verde glorieta donde a vuestra madre le gusta tanto pasar las bellas tardes de otoño!

- Perdonadme señora, dijo entonces Eduardo, me re-cordáis ahora una amistad de que mi madre me habló al despedirme. Me acuerdo todavía de sus palabras, como si fuera ayer: mira, Eduardo, me dijo: toma esta carta para una de mis amigas que vive actualmente en México; debe estar en Puebla, búscala, podrá ser-te útil, o por lo menos, su conocimiento te será muy agradable, porque está rodeada de una encantadora familia.

- Buena y verdadera amiga, exclamó la señora Mar-chessa, enjugando sus lágrimas.

- Pero, continuó Eduardo, el nombre indicado sobre la cubierta de esta carta no es el vuestro.

- Sí, sí, esperad que me acuerde: mi esposo temiendo aun en esa época ser inquietado en su corresponden-cia, tomó la costumbre de hacer dirigir todas nues-tras cartas, bajo un nombre supuesto, que era enton-ces, según creo, Mendoza y Ortiz.

- Eso es; repitió Eduardo, leyendo el sobre de una carta que acababa de sacar de su cartera: está puesto Men-doza y Ortiz. En vano he buscado en Puebla; he inda-gado por todas partes, pero no habiéndome podido dar nadie noticia alguna, no me he vuelto a ocupar de ello; concluí por olvidar esa carta y os aseguro se-ñora, que estaba muy lejos de pensar, que había de encontraros en Oaxaca, para tener la satisfacción de entregárosla personalmente.

Hacía algunos momentos que la señora Marchessa se hallaba pálida como la muerte; mas, cuando alargó la mano

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para tomar la carta que le ofrecía Eduardo, fue presa de un acceso nervioso tal, que apenas pudo tomarla.

- ¿Qué tenéis señora? Exclamó Eduardo, adelantándo-se hacia ella

- Nada, pobre Eduardo. Vuestras palabras de hace un momento, aunque contra vuestra voluntad, han he-rido profundamente mi corazón. Vuestra buena ma-dre os dijo antes de partir, que me encontraríais ro-deada de una encantadora familia. ¡Lejos estaba ella entonces de suponer que los franceses debían arrojar a esta pobre familia en el duelo y la desolación!

- ¡Cómo, señora!- ¡Ay! Si, Eduardo; los azares de la guerra, como decís

vosotros me han arrebatado en la defensa de Puebla a mi esposo y a mi hijo mayor. ¡Debéis comprender ahora, por qué, yo que amaba antes a la Francia, me estremezco hoy a la vista de un uniforme francés; porque cada soldado que pasa, cada oficial que se de-tiene delante de mí, es tal vez el asesino de mi esposo o el verdugo de mi hijo!

- Calmaos, señora y sabed dominar vuestro dolor, para hacer uso de la razón. Dignaos recordar que en los combates, no hay ni verdugos ni asesinos; que en ambas partes solo hay valientes, que mueren, unos por deber; otros por convicción. La Providencia o el destino, dan solo la muerte y es preciso saberse in-clinar ante sus decretos. Los soldados que mueren por la patria, como los dos seres queridos que lloráis, son, no solo valientes, sino héroes; y la historia de su país rodeará sus nombres con una eterna aurora de respeto y veneración. Consolaos pues, señora y en lugar de aborrecer al soldado francés, compadeced-

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lo, porque su papel en México es bastante penoso. Se bate por obedecer; y nada hay tan grande ni tan noble, como ir, a un campo de batalla, a recibir fría-mente una muerte que se maldice, porque no es útil ni a la patria, ni al país que la da.

- Es cierto, Eduardo; el dolor me hace ser cruel e injus-ta. La Providencia sola, da la muerte a quien le agra-da. ¡Ojalá y ella, en su bondad, quiera ayudarme a conservar hoy los que me quedan!

- ¿Alguno de los vuestros se encuentran todavía en pe-ligro, señora?

- ¡Ay! Eduardo; ¡que no podrán hacer en adelante a dos mujeres y a un niño! Y ¡quién sabe, replicó la pobre madre animándose, quien sabe a dónde irá a parar el odio de esas gentes! Cuando tienen a una familia entre sus garras, les es preciso hasta el último de sus miembros; les gusta la sangre por instinto como a la pantera o al buitre, y su rabia no se calma ni ante las mujeres, ni ante los ancianos, ni ante los niños.

- ¡Señora!- ¡Ah! No exagero, Eduardo; la historia de sus hechos

pasados está allí, para que uno pueda juzgar los de su porvenir. ¿Queréis algunos ejemplos? Helos aquí: lo que os voy a referir pasó en Jalapa; una mujer, que, como yo, solo vivía para sus hijos, recibió un día en su casa a uno de los Generales más conocidos del par-tido clerical. Casado ya en México, este hombre infa-me, para poder llegar más fácilmente a los fines que meditaba, tuvo la audacia y la impudencia de hacerse pasar por soltero. La hija más joven de la familia, tan inocente como hermosa, dejándose deslumbrar por las promesas y la posición del General, consintió en

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unirse a él; pero algunos días antes del casamiento, la infeliz madre, advertida sin duda de la conducta de aquel que iba a ser su yerno, puso todos los medios para oponerse a semejante enlace. Entonces cambió repentinamente en odio, el amor del seductor; se sacó a la infeliz creatura de la casa paterna, la col-mó de caricias, le prometió todo, la sedujo, y cuando hubo obtenido todo lo que la inocencia puede dar, la abandonó al brusco apetito de uno de sus más crueles subordinados, con orden de darle muerte. El digno criado de tal amo, conduce a su víctima fuera de la ciudad; pero antes de derramar sangre, quiere recibir algunos besos… antes de darle muerte, quiere gozar… en vano se defiende la desventurada creatu-ra; las fuerzas le faltan; en vano conjura, suplica; sus ruegos no son escuchados; sus súplicas son despre-ciadas y no recibe la muerte sino después de haber sido brutalmente violada por el criado de aquel in-fame que la había seducido. Esas son las costumbres de nuestros enemigos, exclamó la señora Marchessa exaltada; esos son sus hechos, esas sus obras, esos sus corazones. ¿Queréis ahora saber de lo que son capaces en política?

- La república mexicana tenía un poeta, un historia-dor, un hombre de bien en toda la extensión de la pa-labra; Ocampo era su nombre. Liberal tan esclarecido como inteligente, comprendiendo la absoluta necesi-dad de una revolución radical, no transigiendo jamás ni con sus deberes ni con sus principios, Ocampo era la personificación más perfecta de esos héroes de las antiguas repúblicas de Roma y de Atenas, que en cambio de sus servicios, de su amor, de su trabajo

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por la patria, no anhelan más que la felicidad y pros-peridad del pueblo: la ambición le era desconocida, y el solo objeto de todas sus obras, de todos sus escri-tos, de todos sus pensamientos, era la regeneración política y social de su país. Después de haber agotado sus fuerzas con largos años de un continuo trabajo intelectual, Ocampo cansado de esta lucha gigantes-ca de la razón contra la ignorancia, se decidió, a pe-sar del deseo de multitud de amigos, a retirarse para siempre del mundo político. El hombre de Estado se transformó en campesino, y las simples ocupaciones agrícolas reemplazaron en adelante para él, los tra-bajos filosóficos y estadísticos que son hoy todavía la admiración de todo el mundo. Después de haber vivido de una manera tan noble, Ocampo, tenía dere-cho para esperar una muerte tranquila; pero no pudo ser así, porque el odio de ciertos hombres no respe-ta nada, ni aun aquello que hace la gloria de su país. Los enemigos del noble patriota descubrieron su re-tirada, y sentenciaron su muerte. Una banda, no de soldados sino de miserables bandidos, le arrebatan de su casa; le amenazan, le maltratan, le pegan, sí, Eduardo, golpean a ese débil anciano, sin respetar sus canas, su edad, su talento, ni sus súplicas; le ha-cen caminar como un malhechor entre dos misera-bles, que se divierten en insultarle. Vencido por el cansancio cae bajo los golpes de los infames que lo escoltan; veinte veces tiende Ocampo hacia ellos sus manos suplicantes, pidiendo la muerte; veinte veces el insulto y las risotadas responden a esa plegaria su-prema del hombre que sufre bastante, para conside-rar la tumba como un medio de salvación.

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¿Y sabéis quien es el asesino célebre que sentenció a uno de los ilustres de su propio país? Ese es un hombre, que vosotros los franceses, habéis admiti-do en vuestras filas; habéis colocado sobre su pecho la cruz de la Legión de Honor; vuestros Generales le han estrechado la mano; vuestros soldados le han hecho los honores militares; a ese cuya mano fratri-cida se ha complacido siempre en derramar la sangre del inocente; a ese miserable que, no contento con haber matado ancianos, hizo también asesinar mu-jeres y fusilar sin juzgarlos a jóvenes médicos que iban no solo a socorrer a sus hermanos heridos, sino llevando lo sublime de la abnegación hasta ayudar a los enemigos moribundos. Y rodeado de semejan-tes hombres es como un príncipe extranjero viene a declararse nuestro Emperador. ¡Pero sería necesario que no hubiera ya un solo corazón que palpitara en el pecho de los mexicanos, para que un gobierno se-mejante pudiera sostenerse! ¡Sería preciso que todas nosotras, madres patriotas, no tuviésemos un solo hijo capaz de tomar las armas, para que un Márquez sirviese de escalón al trono de un austriaco!

- Os suplico, señora, dijo Eduardo, no os exaltéis de esa manera, vos …

- ¿Y cómo no he de exaltarme, cuando después de ha-ber perdido un esposo querido y un hijo adorado, se encuentra uno aun a merced de su enemigo? ¿Cómo no he de exaltarme cuando en lugar de respetar el duelo de las mujeres y la desesperación de las madres, aquellos que se encuentran sostenidos por vuestras armas, abusan bastante de su fuerza para arrojarnos aun a la cara el insulto y la amenaza. Tomad, Eduar-

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do, dijo ella presentándole una carta; leed esas pocas líneas y decidme si les será posible atormentar más a sus víctimas.

- Eduardo leyó en español y a media voz la carta si-guiente: “Prefectura de Oaxaca,... 1865. Señora: tengo el honor de comunicaros, que la entrada de los franceses a nuestra población, va a ser celebrada de una manera digna de ellos. Se ha convenido en ofrecerles un baile, y se desea que todas las familias nobles de la ciudad asistan a él. Como la vuestra, se-ñora, es una de las más conocidas y de más influen-cia en Oaxaca, espero que haréis olvidar con vuestra presencia, si se puede, la conducta observada por los vuestros en lo pasado. Recibid la alta consideración de vuestro servidor que obediente B. S. M. Franco.

- ¡Qué infame! Exclamó Eduardo, estrujando la carta y levantándose lleno de cólera.

- Y bien, amigo mío, ¿tengo razón para indignarme y para rebelarme?

Eduardo se paseaba a grandes pasos en la sala. Su bella fisonomía se había animado, como en el momento de un combate; se veía que trataba de concentrar todos los senti-mientos de una cólera pronta a estallar.

- ¡Qué triste papel el nuestro! Exclamó al fin, conti-nuando su marcha agitada; nosotros franceses, sol-dados de la nación más civilizada del mundo, veni-mos aquí a servir de apoyo a una pandilla de intri-gantes, de miserables, que abrigándose bajo nuestro pabellón, emplean la potencia que les damos para satisfacer sus odios de partido, sus venganzas per-sonales. Sí, es cierto, nos arrastramos a remolque de los Márquez asesinos, de los Almonte traidores, mil

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veces perjuros, de los Franco sin fe, sin honor, y tan-tos otros, tantos que ocultan su ignominia bajo la os-curidad de su nombre. Es necesario que nuestro go-bierno sea muy ciego para no ver que seguimos una senda muy extraviada. Es necesario que los Saligny, los Forey, los Corta, tengan gran interés en ocultarle lo cierto. ¿no tiene ya la Francia servidores, bastante neutrales para hablar la verdad? ¿bastante incorrup-tibles para no deshonrar su nombre, cumpliendo la misión que se les confió? ¿o al pasar el océano, al po-ner pie sobre esta tierra venal de América, el hombre de Estado habrá positivamente perdido la conciencia del bien y del mal, para no ver en perspectiva, más que el oro, que se le da en cambio de su honor?

Después de un momento de silencio, Eduardo volvió a tomar la palabra con más vehemencia.

- Malditos, mil veces malditos sean los hombres que son causa de nuestra Intervención. Hemos venido a echarnos el odio de un pueblo que nos quería; las enfermedades nos han robado millares de valientes, dignos de una muerte más gloriosa; y por último resultado, tenemos un trono que vacila ya sobre su base; como perspectiva tenemos la influencia france-sa perdida enteramente para siempre sobre el conti-nente americano; vemos nuestra bandera hasta hoy respetada, cubierta de insulto y de oprobio, esperan-do que después de haber matado al último de nues-tros nacionales, manos sacrílegas, la arrastren en la sangre o en el lodo.

En este momento se abrió precipitadamente la puerta de la sala y una joven se detuvo sorprendida, mirando al-ternativamente a Eduardo y a la señora Marchessa.

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El oficial de Estado Mayor, que durante la larga excla-mación de cólera y dolor, provocada por la carta de Franco, no había cesado de pasearse con precipitación, se detuvo de pronto a la vista de esa joven, que apareció repentina-mente como un ángel de consuelo en medio de las impre-caciones de la desesperación.

Julia Marchessa, pues era ella, no había llegado aún a los diez y ocho años. Después de haber pasado los prime-ros años de su infancia en México, Julia había acompañado a su familia a Francia. Allí completó la instrucción, muy variada ya, que su madre se había complacido en darle. Do-tada de un espíritu de observación muy vivo, tenía el juicio muy recto, y se engañaba raras veces en sus apreciaciones. Había sacado ese fondo de sabiduría de la lectura de los mejores autores, y si erraba a veces, era en política, en la que se dejaba dominar completamente por su exaltado pa-triotismo. Hija de un héroe militar, Julia Marchessa debía ser un día, no solamente la gloria del partido liberal, sino también una de las grandes notabilidades de su país.

Hermosa como lo son casi todas las mujeres a esa edad, Julia tenía además en el conjunto de su fisonomía, un no sé qué de indescriptible, que hace amar a una persona a primera vista. Su figura simpática hacía desear ser admiti-da en su intimidad, mientras que su aire melancólico deja-ba adivinar grades pesares en el fondo de su joven corazón. Si los ojos son realmente el espejo del alma, la de Julia de-bía ser muy pura y muy hermosa, porque su mirada estaba llena de una bondad, de una dulzura y de una pureza, que adornan solo a las vírgenes. Su ancha frente, acaso muy despejada para una mujer, indicaba al observador una in-teligencia superior, mientras que cierto brillo que ilumina-

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ba sus ojos negros en medio de una discusión y aun a me-nudo en una simple conversación, dejaban ver claramente, que bajo esa apariencia delicada, se ocultaba una energía rara entre las personas de sus sexo.

La importancia de su papel no comienza, sino en la se-gunda parte de esta novela histórica, cuando se trata de luchar en París contra enemigos, tanto más fuertes, cuanto que su posición es más elevada.

- Madre, dijo por fin aproximándose, perdonad mi in-discreción. He oído hablar con una voz tan fuerte, que yo no sé por qué he tenido miedo y he acudido… pero ahora que me he tranquilizado, me retiro.

- No, hija mía, quédate, dijo la señora Marchessa le-vantándose. Mira bien a este caballero, añadió, lle-vando a su hija frente a Eduardo. ¿no reconoces en sus facciones, en su fisonomía, algo que te recuerde una persona querida?

Julia miró fijamente al Capitán; sus grandes ojos negros parecían querer leer hasta en el fondo del alma del joven oficial. Las facciones del señor, dijo ella, después de un de-tenido examen, no me son desconocidas, pero no puedo reconocerle, y me es imposible recordar a quien pueda pa-recerse.

- ¿Has olvidado ya así las facciones de la Condesa de V… para no poder reconocer en su hijo, su viva ima-gen? Repuso la señora Marchessa.

- El señor es hijo de la Condesa de V…! Exclamó Julia; enseguida hablando como para sí, añadió: ¡ si, si! Esa es su dulce mirada que sabe cautivar todo lo que se le acerca.

Entonces adelantándose hacia Eduardo, le presentó su blanca frente diciéndole con familiaridad:

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- Señor Capitán, abrazadme en nombre de vuestra madre que se complacía antes en darme también el título de hija.

Eduardo, estupefacto de admiración, como fascinado por la penetrante mirada de esa bella criatura, depositó sobre aquella frente uno de esos besos ligeros, temerosos, indecisos, de que solo se siente el aliento.

- Gracias, Dios mío. Dijo Julia entonces, levantando sus hermosos ojos al cielo; solas, sin amigos, sin pro-tectores; abatidas por el dolor, comenzábamos a du-dar de las bondades de la Divina Providencia, en el momento que nos protege, enviándonos a un sincero y buen amigo. ¡Perdónanos, Dios mío! Perdónanos. En seguida acercándose a Eduardo: mi madre debe haberos contado ya nuestras penas, nuestros pesa-res, nuestros dolores. Debe haberos hablado de los seres que lloramos; debe haberos dicho también, como juntando el odio al insulto, nuestros enemi-gos quieren hoy obligarnos a servir de adorno en sus fiestas y ser los juguetes de sus placeres. Vos seréis quien nos ayudará, quien nos aconsejará, quien nos protegerá, ¿no es cierto, señor Eduardo?

- Estad persuadida señorita, que mis servicios están tanto a vuestra disposición como a la de todos los miembros de vuestra familia, a la de todos aquellos cuya causa sea justa y legítima.

- Cuan feliz será vuestra cara madre, al saber la con-ducta de un hijo tan generoso.

- Vamos, hijos míos, dijo la señora Marchessa; el tiem-po es precioso, sentémonos y conversemos. El baile al que hemos sido invitados por el Prefecto, es para mañana en la noche. ¿debemos ir, o no? Si me encon-

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trase sola, o no estuviesen todos los bienes, todos los haberes de la familia en el Estado que él manda, no vacilaría en desairar su convite, aunque recayese so-bre mí la cólera y la venganza de este nuevo Nerón; pero me quedan dos hijos de quienes debo salvar la fortuna. He resuelto, pues, que la familia vaya a ese odioso baile, pero vestida de luto, como si fuera a las honras de un cadáver. Mi hija necesita ir acompa-ñada de un caballero, acaso de un protector, os he escogido, sí a vos, Eduardo de V… ¿aceptáis? Dijo di-rigiéndose hacia el Capitán.

- ¿Y por ventura lo dudaríais, señora?- No, amigo mío, estaba cierta de vuestra respuesta;

seremos en ese baile la viva protesta contra el abuso del poder que disfraza su amenaza bajo los términos de una invitación; iremos en medio de nuestros ene-migos a hacerles presente el duelo por aquellos que nos han matado, y acaso leerán sobre nuestras fren-tes abatidas, pero siempre orgullosas, el pronóstico fatal de su propio porvenir.

- Ahora Julia, dijo después de un silencio, anda y pre-para a tu hermano para este nuevo sacrificio. Dile que es preciso por mí y por ti, porque tocante a él, el pobre muchacho sacrificaría veinte veces su fortuna, antes que degradarse a una amenaza del enemigo. Anda, hija mía, y prepara los tristes aparatos de la fiesta fúnebre a que hemos sido convidados.

Julia se retiró después de haber estrechado cordialmen-te la mano de Eduardo.

Algunos momentos después, entrando éste a su cuarto, encontró sobre la mesa una papeleta que le iba dirigida, la abrió y leyó:

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“Cuerpo expedicionario de México.- Estado Mayor Ge-neral.- Nota.- se suplica a los señores oficiales acepten la invitación que se les hace por parte de todas las familias de Oaxaca, sirviéndose asistir al baile preparado para mañana en la noche, en la casa del Sr. Franco, Prefecto Político, en honor de la entrada de los franceses a esta ciudad.- Riguro-so uniforme.- Oaxaca 11 de febrero de 1865”

Bueno, suspiró Eduardo, estas son las familias que los invitan a un baile que no preparan ellas. ¡Ah Dios mío! Y he aquí, sin embargo, bajo qué sentido los que no ven más que la superficie de las cosas, escribirán un día la historia de la Intervención.

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No bien acababa de salir Eduardo de la casa de la señora Marchessa, cuando la vieja doña Petra llegó sofocándose; entró directamente a la sala, sin preguntar por nadie; como persona de la casa, formaba parte de la familia, puesto que era madri-

na de la señora Marchessa.- ¡Gran Dios! Exclamó apercibiendo a su ahijada su-

mergida en las más tristes reflexiones; todavía pe-sadumbres, llanto; vamos María, es preciso tener valor, hija mía; mientras más fuerte es el enemigo, menos debilidad debemos mostrar. Tú también has recibido sin duda, como todas las familias de la ciu-dad, un convite para el baile de Franco; pero no te-mas nada, todas nos pondremos de acuerdo y nadie irá, de modo que los hermosos oficiales tomarán su sable por pareja, porque es preciso que no cuenten con ninguna oaxaqueña.

- Perdón madrina, he decidido que la familia vaya a ese baile, pero vestida de negro, como si se tratase de un duelo; nos haremos presentes solo algunos instantes y después nos retiraremos.

CAPÍTULO VUn baile en la casa de un prefecto del Imperio

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- ¡Válgame la Virgen de Guadalupe!, vaya una buena idea. Tengo veinticuatro horas a mi disposición y es el tiempo suficiente para correr la voz a todas las fa-milias decentes. Sí, mi querida María, todas las seño-ras irán como tú dices, vestidas de negro; esa será la más enérgica protesta contra los placeres bulliciosos en medio de nuestro dolor. Sí, me siento ya como rejuvenecida, dijo la vieja levantándose, con solo el pensamiento de ir a semejante baile; no me pesan ya mis setenta años y vuelvo a encontrar el vigor de mi juventud para obrar por mí misma, a fin de asegurar la ejecución del complot. Yo también iré al baile, sí, yo, la vieja Petra, viuda desde la primera persecución de los satélites de Franco, iré, sí, iré acompañada de mis tres hijas y de mis diez nietas, pero todas ves-tidas de la misma manera. Caminaré a su cabeza, y si algún oficial o paisano tuviere la imprudencia de no comprender que no hemos ido allí para bailar, me encargo de recordarle su deber.¡Debemos desfallecer en los momentos que nuestros enemigos parecen triunfar!. Se deseará alucinarnos, seducirnos, encan-tarnos con fiestas, con placeres; sepamos ser firmes, constantes. Los oficiales franceses, en lo particular son muy políticos, corteses, galantes y la mayor par-te liberales; no digo lo contrario; pero en conjunto, representan al extranjero, al invasor, a la potencia del austriaco, que desearía gobernarnos. Es una des-gracia que nuestras jóvenes no puedan dejarse amar por caballeros tan completos: pero la patria ante todo. Vamos, mi buena María, ¡valor! Voy corriendo; haré esta noche dos o tres visitas y mañana desde muy temprano las demás.

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- ¡Ah! Sí, dijo la vieja retirándose, ¡Ah! Señor Franco, queréis jugarnos aun una partida de las que acos-tumbráis; esperad un poco, amigo mío, y ya veréis que una vieja sirve todavía para algo; ¡Ah! Dais bailes a los franceses y queréis que os prestemos para ello a nuestras lindas hijas. Pero es que eso nos …

Y la enérgica anciana continuó con voz baja el exordio de un discurso que duró hasta llegar a la casa de la primera familia, donde comenzó su cruzada. El día siguiente como a las dos de la tarde, doña Petra entraba a su casa con la sonrisa en los labios y el júbilo en el corazón. En fin, excla-mó, ya está; y es curioso, continuó ella después de haberse quitado su gran tápalo negro; me siento tan poco cansada, cual si no hubiese salido. Dolores, Pepa, Carmen, gritó con toda la fuerza de sus pulmones, estaréis listas para esta no-che, ya sabéis que…

Pero dejemos a doña Petra en sus recomendaciones, en sus preparativos, y veamos lo que acontecía en casa de Franco. Una compañía de soldados de artillería había sido puesta a disposición del Prefecto: indios que temblaban al solo nombre de su nuevo amo, traían en silencio multitud de ramas, mientras que los sargentos acostumbrados a ésta clase de trabajo, formaban trofeos de armas, bouquets, co-ronas, en una palabra, una decoración completa. Franco, que no podía contener su alegría, iba, venía, disponía por aquí, daba órdenespor allá,se limpiaba la frente, respiraba fuertemente, como un hombre rendido por el trabajo; en fin, se parecía a una de esas viejas que llegadas un día a la fortuna y a los honores, no saben ya, donde tienen la cabeza.

Franco era un hombre sin talento y de un carácter débil, pero reemplazaba la fuerza con la terquedad y la inteligen-

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cia con la viveza y la astucia. Nacido en Chiapas, llegó no se sabe cómo, a desempeñar un papel político en el Esta-do de Oaxaca, donde era generalmente odiado, aun por los hombres de su partido. Fue uno de los primeros y de los más ardientes partidarios del Imperio, y si es dable creer a la crónica de antecámara, desde su primera entrevista con el Emperador, se prosternó a sus pies, le tomó la mano y la besó, exclamando: “vos sois el hombre de ojos azules y ca-bellera rubia, que hace tanto tiempo fue prometido al país, para darle riqueza y prosperidad”.

La adulación, el atrevimiento o la venalidad del cumpli-miento, agradó a Maximiliano, quien lo levantó, lo abrazó, lo condecoró, lo nombró Prefecto de Oaxaca, lo hizo Comi-sario Imperial de tres Estados, &,& … como poseía bien el francés, se había por sí mismo adherido al Estado Mayor del Mariscal Bazaine, que se servía de él como de un cice-rone o espía según las circunstancias. Teniendo necesidad de dinero, Franco no se desdeñó, a pesar de sus títulos, de hacerse negociante, pero negociante a su modo, pues des-de que hubo puesto el pie en el primer pueblo de su Estado, impuso a todas las poblaciones, a todas las haciendas cier-ta cantidad de forraje, que debían entregar a la intendencia francesa. En seguida recibía el dinero, pero no pagaba a los proveedores, bajo protesto de que habían estado en conni-vencia con los liberales y que por consiguiente todos eran traidores.

Desde que llegó ante las sitiadas murallas de Oaxaca, Franco tomó su rango de Prefecto, no salía más que escol-tado y rodeado de un brillante Estado Mayor; comenzó su organización civil; nombró jueces, alcaldes y llegó a ser tan insolente, tan arrogante, que era inaccesible para la mayor parte de los mortales; pero cuando se trataba del Empera-

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dor, de Bazaine, de un jefe cualquiera, en más alta posición que él, Franco se dislocaba entonces la espina dorsal a fuer-za de saludos, y se hubiera arrodillado gustoso cien veces cada día delante del trono que le había dado su posición.

Tal era el hombre que, en la época que comienza nuestra historia, presidía los destinos de tres grandes Estados de México. Pero la hora se acerca, las decoraciones del salón están concluidas, y Franco satisfecho de sí mismo, se retira para proceder a su toilette.

José por su lado prepara el uniforme de gala de su Capi-tán, y según su costumbre, habla en alta voz consigo mis-mo:

- Vaya un negocio chistoso, dijo él, dando el último ce-pillazo al uniforme de Eduardo; ¡de veras chistoso! ¡el amigo más adicto de gentes que no conocía ayer! Y luego la madre que le llama sin más ni más, Eduardo, y después el muchacho que no podía verle ni pintado, llamándole mi buen amigo Eduardo, y aún más, la hermosa joven, que hace un momento acaba de darle un apretón de mano a lo coracero, diciéndole: hasta la noche, mi querido señor Eduardo, hasta la noche. Decididamente que hay gato encerrado, como dice el refrán, pero a fe de José, que no se pasarán veinti-cuatro horas, sin que yo sepa de que proviene. Sí, se entiende, no faltaba más que eso; estar al lado de un hombre desde hace ocho años, haber sido el confi-dente de todos sus amoríos, y después venir a Oaxa-ca, para presenciar misterios, secretos intri… quien sabe, complots, porque me parece que siempre están conspirando en esta casa. La vieja bruja, en cuya casa se aloja el Capitán Vidal, ha venido hoy cuatro veces, con aire muy asustado… Vaya también una, que mira

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al soldado con mal ojo. ¡Ah! Si cayese en mis manos, vieja de los escudos, ya veríais cómo yo te los hacía escupir poco a poco. Y José continuó así sus reflexio-nes, hasta que llegó su capitán.

Eduardo entró triste, pensativo, preocupado. ¿Temía por casualidad comprometerse acompañando a la familia Marchessa al baile de Franco? No, porque era demasiado noble de sentimientos, demasiado independiente de carác-ter para que le asaltase tal pensamiento. lo que le atormen-taba, ni el mismo lo sabía, pero desde que había visto a Julia, desde que había depositado sobre su frente un beso tan cordialmente pedido y desde que esa mano infantil ha-bía estrechado con tanta franqueza la suya, Eduardo sufría sin conocer la causa, y estaba triste, pensativo, sin tener razón para estarlo.

La hora del baile se acerca. Coloquémonos a la puerta de la entrada, para que nada pase desapercibido a la vista del lector. Son las diez y media y aún no ha llegado ninguna familia. Varios oficiales superiores han entrado ya al salón, pero por la ausencia completa de señoras, se han salido para ir a respirar el aire libre.

Franco se pasea en todas direcciones delante de la puer-ta del salón, mientras que su brillante Estado Mayor civil, forma valla para recibir a la entrada a los convidados que no llegan. El Prefecto comienza a morderse los labios de cólera y despecho, cuando uno de los suyos le anuncia la llegada de las primeras señoras.

Arreglar el nudo de su corbata, jalar un poco sus man-gas, llevar la mano un magnífico prendedor de brillantes que portaba siempre, aun en camino, arrojar una mirada de satisfacción en el espejo más próximo y ensayar su más agradable sonrisa, todo esto hizo Franco en menos tiempo

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que el necesario para referirlo. No bien había concluido, cuando se encontró frente a frente con doña Petra, dicién-dole con tono gangoso y burlesco:

- Muy buenas noches, señor Prefecto Imperial; y sin darle tiempo para responder, continuó: ved señor Prefecto Imperial a toda mi pequeña familia, está completa: he aquí a mi hija Dolores, cuyo marido fue matado en Ixcahuitlán; lo recordáis, ¿no es cierto? He aquí también a Pepa, cuyo marido está prisione-ro en Bourges, ¿conoces a Bourges, en Francia, señor Prefecto Imperial? Se dice que nuestros prisioneros mexicanos han sido recibidos allí muy bien, sobre todo por las señoritas, que pretenden, que un buen patriota, debe siempre arrojar al extranjero fuera de su país. Son muy nobles mujeres, según parece, esas señoras de Bourges. Pero perdón, señor Prefecto Im-perial: he aquí a mi tercera hija, es Carmen, la cono-céis bien, ¿no es cierto? Su marido fue fusilado aquí cerca, por orden vuestra, desde que sois hace algunos días nuestro Prefecto. Recordáis a la infeliz criatu-ra, que hubiera muerto con su marido, si en vuestra bondad no hubieseis decidido que aquel muriese solo

Una palidez mortal cubría las facciones de Franco; le rodeaban no solo sus agentes, sino también muchos ofi-ciales franceses, que habían sido atraídos por la algarabía de doña Petra; abrió la boca para hacer sin duda un cumpli-miento común, que le hubiera desembarazado de su vieja convidada, pero ésta no le dejó tiempo para hablar.

- Toda la familia está completa, señor Prefecto Impe-rial, podéis contar, continuó ella, catorce mujeres y un hombre, un hombre en viernes, se entiende; pues el pobrecito querubín, no se hallaría aquí, si estuvie-

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se en estado de… de … de … viajar, señor Prefecto Imperial, añadió inclinándose ligeramente.

Franco no aguantaba ya.- ¿Porqué, señora, se atrevió a decir, está vuestra fa-

milia de luto, tratándose de una diversión? ¿alguna gran desgracia os habrá herido últimamente? En tal caso os podías haber dispensado …

- ¡Dispensarnos! Replicó la vieja con vehemencia; ¡dis-pensarnos de aceptar vuestra invitación! No, no, se-ñor Prefecto Imperial; a mi edad se sabe muy bien lo que cuesta ser impolítico con las autoridades. Por lo demás, excepto los tres pequeños accidentes de que os acabo de hablar, somos la familia más feliz del mundo: si estamos todas de luto, es un voto; sí, se-ñor Prefecto Imperial, un voto de familia a la Virgen Negra; conocéis a la Virgen Negra ¿no es así, señor Prefecto Imperial? Es la que ha libertado a los negros de la esclavitud. ¡Ah sí, la buena Virgen, Dios mío! La buena Virgen. Que ella acoja a México bajo su pro-tección, dijo doña Petra santiguándose y entrando gravemente al salón de baile.

Varias otras familias entraron sucesivamente con aire grave y solemne, que hacía un contraste singular con las alegres piezas que la música militar dejaba oír. A la vista de esta uniformidad de trajes de luto, Franco comprendió que la población de Oaxaca protestaba tácitamente, y re-solvió aclararlo a toda costa, con la primera familia que se presentase.

Precisamente en este momento apareció la señora Mar-chessa y su hijo, seguidos de Julia, ligeramente apoyada en el brazo de Eduardo. La vista de un Capitán del Estado Mayor, sirviendo de caballero a una familia enemiga, hizo

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aumentar la cólera de Franco, que adelantándose resuelto hacia la señora Marchessa, le dijo con tono casi violento:

- Señora. ¿Es costumbre en México asistir a un baile con semejante traje?

- Señor Franco, respondió en alta voz la señora Mar-chessa ¿y es costumbre en México invitar para un baile a una familia, que llora sobre dos tumbas recién cerradas?

Esta segunda interrogación, contestando a la de Franco, era tanto más diestra, que sin responderle, le obligaba a hacerlo por sí mismo. Pero Eduardo no le dejó el tiempo suficiente, elevando a su vez una voz calmada y sonora, le dijo en francés:

- Vamos señor Prefecto, respetad al menos el dolor de las señoras; y se pasó sin dirigirle ni un saludo, ni una mirada.

La cólera de Franco hubiera estallado indudablemente, sin la llegada repentina del General Courtois d’Hurbal, a quien hizo gesticulando multitud de cumplimientos. Cur-tois d’Hurbal que antes de la llegada del General Bazaine, había hecho todos los preparativos del sitio y del ataque de Oaxaca, era un antiguo conocido de Franco; de modo que el viejo escéptico se permitía de vez en cuando, algunas crí-ticas familiares, que hacían desesperar al Prefecto.

- Querido Franco, dijo, después de haber dirigido una mirada al salón: vaya una fiesta singular a la que nos habéis convidado. ¿será por casualidad moda en Oa-xaca llevar luto en señal de regocijo público? Si es así, todos son de la fiesta, porque no veo en todas direc-ciones, sino vestidos negros.

- Dios mío, mi general, el poco tiempo concedido a las familias entre la invitación y el día fijado para esta

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reunión, puede solo explicarme y hacer perdonar esta falta de etiqueta; después, añadió Franco, bajan-do la voz y acercándose al General, como para decirle algo en secreto; es preciso que sepáis que casi todas las familias de la ciudad de Oaxaca, pertenecen a la Chinaca, de modo que acaso llevan luto por aquellos que se han enviado como prisioneros de guerra esta mañana; y, añadió más bajo aun, restregándose las manos, algunas balas francesas son también, en par-te, la causa de todos estos vestidos negros.

- A fe mía, querido Franco, en ambos casos, deberías haber dejado a todas estas familias llorar en paz a cada una en su casa, sin darnos, a los franceses el triste espectáculo de un duelo. Del que somos los autores involuntarios; sin comprometerlas a animar una diversión donde nadie está contento, excepto acaso, vuestro odio personal al partido liberal.

- General, podríais suponeros, que …- Querido Franco, creo haberos dicho a menudo, que

en política, os creo capaz de todo, aun de un baile semejante. Vamos, hasta luego, hasta luego… conti-nuad haciendo los honores de esta encantadora fies-ta.

Y diciendo esto el General Courtois d’Hurbal, se dirigió hacia el capitán Vidal, a quien acababa de apercibir en el fondo del salón.

- Mirad, mirad, dijo él, he allí vuestro amigo Eduardo; tiene a su lado a una de las más bellas criaturas que he visto, desde que estoy en México.

Y en efecto, el General, no se engañaba, porque nunca mujer alguna había sido tan bella, como lo estaba la joven Julia, en ese momento. No era ni el hermoso traje, ni su bri-

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llante peinado lo que podía atraer las miradas, puesto que iba vestida de luto riguroso. El único adorno que resaltaba sobre el blanco mate de su cuello, era una pequeña cruz de azabache, engastada en plata, pendiente de una cadenilla de la misma materia, de un trabajo fino y exquisito. Pero lo que llamaba la atención del observador, eran sus facciones dulces y orgullosas a la vez, rodeadas perfectamente por un velo de encajes magníficos; era su frente tan despejada, en la que se leía una inteligencia, rara entre las mujeres de su raza; y eran sobre todo sus ojos, sus grandes ojos negros mirando todo de frente como para fascinar, subyugar; era en fin su boca con dientes indianos, cuyo brillo y regulari-dad nunca podrán igualar los más aperlados parisienses,

Julia hablaba a Eduardo con la familiaridad de una ami-ga, con la confianza de una hermana; pero su conversación era siempre seria, porque hacía ya largo tiempo, que no sa-bía lo que era la risa de la alegría, la risa de la indolencia, la risa de la felicidad, solo de vez en cuando vagaba por sus labios una sonrisa triste y melancólica.

Reflejando cierta exaltación febril que la dominaba, su hermoso rostro estaba esa noche más tristemente expresi-vo que de ordinario, y cuando por casualidad su mirada ar-diente se encontró con la vista torva ya apagada de Franco, esta hermosa y seria criatura se parecía a la Venganza, que desciende un instante a la tierra para castigar al criminal, que medita nuevos crímenes.

El anciano General colocó con cuidado un gran lente so-bre la extremidad de la nariz, adelantándose decididamen-te hacia Eduardo, y le dijo familiarmente:

- Buenas noches, feliz caballero: tened la bondad de permitirme, añadió, inclinándose hacia Julia, que presente mis respetos y homenajes a la señorita.

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- Permitidme a mi vez mi General, dijo entonces Eduardo, saludando a su jefe, que os presente a la se-ñorita Julia Marchessa, cuya familia está ligada a la mía por amistad antigua.

- ¡Amistad antigua! Repitió el General con aire sor-prendido.

- Sí mi General, la señora Marchessa, a quien también tengo el honor de presentaros, dijo Eduardo retirán-dose y señalando a la madre de Julia, que se adelan-taba hacia ellos, es una antigua amiga de mi madre; desde que su familia desterrada por Santa Anna, pasó en Francia días más felices que los que la Provi-dencia le reservaba aquí.

- ¡Cómo! Exclamó el anciano General, haciendo de nuevo un profundo saludo a la señora Marchessa, ¡cómo! ¿conocéis a la señora, a la Condesa de V… la madre de Eduardo? Pero entonces estamos todos en un país de conocidos, porque la condesa, es una de las más grandes y mejores amigas de mi familia. Des-pués de un momento de silencio, añadió: ¿queréis señora permitidme que os ofrezca mi brazo?

- Con mucho gusto, señor.Dejemos al General cumplimentar a la señora Marches-

sa y dirijamos una mirada al conjunto del baile. Franco, que había seguido con la vista al General Curtois d’Hur-bal, palideció de cólera al verle ofrecer su brazo a la señora Marchessa. En cuanto a doña Petra, semejante al soldado sobre la brecha que defiende, esperaba el ataque, y como tenía catorce nietas, de las cuales algunas eran muy jóve-nes y muy lindas, el enemigo no tardó en presentarse.

El primer derrotado, fue uno de los más audaces; un jo-ven y gallardo muchacho. Teniente de Estado Mayor, que

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habiéndose adelantado con bastante caballerosidad hacia una de las nietas de doña Petra, le preguntó en un español perfecto, si quería aceptar su brazo para recorrer el salón o para bailar. Pero la vieja estaba en acecho; sentada en me-dio de su rebaño, se levantó con demasiada viveza para su edad; dirigiéndose hacia el oficial:

- Mi hija no baila, ni se pasea con los franceses, caba-llero.

- Entonces señora, le contestó con tono burlesco el jo-ven, resfriado, le voy a enviar un compañero mexi-cano.

- No señor, es inútil, porque no baila tampoco con los mexicanos que hay aquí.

- En ese caso, señora, replico el oficial sonriéndose e inclinándose ¿por qué traéis aquí a una hermosa fa-milia, si no es para disfrutar del baile?

- ¿Por qué? Repitió la vieja patriota levantando la voz, de modo de que todos aquellos que estaban en derre-dor suyo la oyesen, porque vosotros señores france-ses, viniendo desde tres mil leguas, sin saber por qué, habéis ocupado vuestro tiempo en colocar por fuerza a un hombre que se llama Franco, en la prefectura de una ciudad que se llama Oaxaca; y que este hombre apoyado en vuestras bayonetas tiene hoy bastante indiscreción para dar, a madres que lloran a sus hijos, y mujeres que lloran a sus maridos, la orden formal de venir a bailar para divertir a aquellos cuyas balas o sables son causa del duelo general, entre familias de esta ciudad.

El joven oficial se inclinó respetuosamente ante seme-jante protesta, y se retiró.

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La observación de doña Petra, que la ma-yor parte de los oficiales franceses ha-bían repetido y que fue aprobada por la generalidad de las familias, hizo degene-rar el baile en una reunión monótona, cuyo fin parecía desearse con impacien-

cia por todos. Las señoras permanecían sentadas en derre-dor del salón, mientras que los oficiales, cubiertos de sus más lucidos uniformes, se ocupaban de la campaña que iba a verificarse en el Estado de Tehuantepec.

Nunca podrá presentarse momento más oportuno al lector, para ver reunidos, examinar de cerca y juzgar por sus hechos a algunos oficiales, que, por su posición, fueron llamados a desempeñar los primeros papeles en las diver-sas fases de la triste Intervención francesa. Aprovechamos, pues, la feliz casualidad que se nos presenta, y dejemos a la historia la impresión del momento.

Ved, desde luego, al Mariscal Bazaine; a ese viejo solda-do de España, quien, en su larga carrera militar, encuentra siempre la victoria en el campo de batalla y la derrota en el hogar doméstico. Carácter noble, soldado valiente, Ge-neral intrépido, pero con todo esto, débil de corazón. El

CAPÍTULO VIAlgunos retratos de la Intervención

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papel que desempeñó en México es complicado, y por con-siguiente difícil de definir. Representando la Intervención francesa en las diversas fases que ha recorrido, Bazaine será juzgado severamente por la Historia, porque se olvi-darán sus gloriosos triunfos para no recordar sino sus ter-giversaciones en política.

Cuando la fuerza armada interviene en un país, debe llevar un fin bien definido, bien determinado, bien calcu-lado; y confiando en el derecho que tiene o que pretende tener, debe caminar hacia ese fin, sin que ninguna consi-deración pueda hacerla desviar del camino que trazó. ¿Es ese el camino que ha seguido Bazaine? Comienza por lan-zar, ante la faz del mundo, un grito de odio y de desprecio contra el partido liberal mexicano; en seguida aparece la comparsa de notables, aclamando Emperador de México a un Príncipe de la Casa de Habsburgo; después concluye por quedar indeciso entre un trono, del que ha sido el pri-mer sostén y un partido que ayer aun parecía execrar. No nos adherimos a la idea de algunos que pretenden, que su alianza con una familia liberal tuvo demasiada influencia sobre Bazaine, para hacerle olvidar su deber. A pesar de todos los males que ha causado a México, tenemos aún bastante respeto a la gloria del antiguo soldado, y mucha confianza en su honor, para inculparle debilidades, que po-dían tomarse bajo el nombre de traiciones; admitimos más bien, que engañado por las apariencias de un partido re-presentado por Almonte y sostenido por Saligny, Bazaine obedeció desde luego a las órdenes de su gobierno, con la convicción de caminar por la senda que le trazaba su deber; pero que en seguida, después de haber estudiado el país, después de haberlo recorrido, después de haber interroga-do a todas las clases de la sociedad, adquirió por sí mismo

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la certidumbre, de que la opinión general del pueblo mexi-cano, era contraria al orden de las cosas que tan podero-samente ayudó a crear. Desde entonces comenzó para él esa terrible lucha interior, que nos le hizo ver tantas veces vacilante, entre su deber y sus convicciones. Dirige comu-nicaciones sucesivas a su gobierno, y es el primero acaso, que expone la situación bajo su verdadero punto de vista, espera en vano órdenes precisas que no llegan. De esta ma-nera, colocado entre la ineptitud completa del Emperador Maximiliano, y las excitaciones siempre en aumento de su propio gobierno, Bazaine parecía querer encerrarse en una neutralidad, tanto más discreta, cuanto que le atrajo el odio de todos: odiado de un trono que había elevado y que dejaba atacar por todas partes, sin pensar en defenderlo; odiado de sus nacionales, que había venido, según se dijo, a proteger, y que abandonaba repentinamente al furor de los partidos; odiado de los liberales, que han esperado en vano el campo político de la Intervención, si no prometido, al menos muy probable.

Pero silencio; escuchemos. Los músicos del regimiento extranjero ejecutan una magnífica danza habanera, cuya composición se debe al admirable talento del músico ma-yor del 99 de línea, uno de los primeros cuerpos que llega-ron a México. Un oficial grueso, lleno de bordados de plata en el cuello de la casaca, semejante, si no me engaño, a una placa de hojalata, se pasea poco a poco, en la actitud de un hombre que conoce lo que vale por sí mismo. Era Friant, el intendente general del cuerpo expedicionario francés.

Friant había nacido para ser comerciante de especies al por mayor, pero en un país donde no hubiese ni gendar-mes, ni tribunales. No encontrando en ningún país la au-sencia completa de esta alta civilización, reflexionó largo

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tiempo en la carrera que podría ofrecerle más ventajas; y, fatigado de la guerra, se hizo intendente. Su aire insolente, sus maneras bruscas, la falta de amigos y protectores, le retuvieron largo tiempo al pie de la escala, y poco faltó para que no pasase de allí. Entonces, para llamar la atención de las autoridades, Friant lanzó los más severos anatemas contra los ladrones. Semejante a los musulmanes, anun-ciando cada día desde lo alto de las mezquitas el momento de la plegaria, gritaba, al ladrón, por la mañana, al ladrón, al medio día, al ladrón, por la noche. Esta boruca le salió a las mil maravillas, y cuando hizo ingresar algunos sueldos perdidos a la caja del Estado, acabaron por creerle hombre honrado. Entonces comenzó realmente su carrera de nego-ciante uniformado, donde lo dejamos caminar a la sombra paso a paso, esperando encontrarle más tarde en México como intendente general de un cuerpo de ejército de trein-ta mil hombres. Este fue el apogeo que había soñado en sus días de desgracia: buscar y encontrar proveedores que le pudiesen comprender, fue cosa fácil y entonces comenzó a trabajar.

¡Oh leyes! ¡Oh moral! ¡Oh gendarmes! ¿Es ilusoria vues-tra existencia para aquellos que visten una casaca con cue-llo plateado, o son por ventura inviolables? Podría creer-se que en el siglo XIX, en la nación cuya organización de ejército es la más perfecta, exista un cuerpo que se llama “Intendencia” siendo este mismo cuerpo quien maneja y revisa sus propios hechos; un cuerpo que, después de ha-ber traficado, robado, trabajado (como se dice en términos del oficio) se constituye juez de sí mismo para revisar sus hechos, sus robos, sus trabajos! Pues bien, sí, ese cuerpo existe y el voluminosos abuelo Friant que encontramos en el baile de Franco, es una de sus más grandes, de sus más

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nobles, de sus más inteligentes caricaturas. La historia del Imperio, refiere que un día, Maximiliano, cansado de tener en el Ministerio de Hacienda hombres que, por su integri-dad, eran inútiles, hizo llamar a Friant y le dijo:

- ¿A que suma creéis, querido Friant, que pueden au-mentar las rentas de México?

- Eso es según, Sire …- ¿Según qué?- Según el Ministro que tengáis en Hacienda.- Pero, en fin, replicó el Emperador, admitido que todo

esté en las mejores condiciones posibles, que el Mi-nistro sea un hombre muy honrado, que el país se pacifique completamente; ¿Cuál es vuestra opinión acerca de la cifra de las rentas del Estado?

- Mi opinión es, contestó Friant, arreglándose los an-teojos, que un Emperador se ha hecho para mandar y un Ministro, aun el de Hacienda, para obedecer. Que un Emperador me nombre su Ministro, que me in-dique las sumas de entradas que exige, y obedeceré, reuniré la cantidad pedida.

- Bien, dijo el Emperador sonriendo, vos sois el hom-bre que busco. Sed Ministro de Hacienda, y pro-porcionadme cuarenta millones de pesos anuales. ¿Aceptáis?

- ¿Cómo podría yo rehusar, Sire, a una prueba tan gran-de de confianza por parte de Vuestra Majestad? Así es como el Intendente francés, fue nombrado Ministro de Hacienda de un Imperio Mexicano; así es, como las esperanza de un simple especiero se transforman a veces en sueños de grandes capitalistas; así es, en fin, como un Emperador escaso de recursos se acoge a todas las ramas, aun a las de una Intendencia rapaz.

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Regresemos al baile de Franco, y examinemos. En com-pañía del muy respetado pero indigno de serlo, Friant, se pasea otro oficial barrigón, también de cuello plateado; es el Intendente Maujean, el ex espantajo de los comercian-tes de Puebla. Si un filósofo, un moralista, un pintor o un escritor quisieran presentar al público la personificación de la intendencia francesa, indudablemente escogería a Maujean. Impúdico como tres frailes, gordo como cuatro y glotón como ocho, Maujean vendería a la Francia por una pierna de carnero; es el non plus ultra del tipo del gastró-nomo, y si se debe dar crédito a sus amigos, solo entró al cuerpo de intendencia para poder satisfacer con más facili-dad su pasión favorita.

La intendencia francesa es un cuerpo donde todos los deseos, todas las pasiones pueden satisfacerse; es el sanc-tasantorum donde no penetran más que los elegidos, y de donde jamás sale el menor eco; allí es donde mofándose del código y del presidio, se roban al Estado centenares de miles de francos, con tanta más impudencia, cuanta mayor buena fe se aparente exageradamente; allí es donde en el silencio del gabinete, se propone a sangre fría a los contra-tistas, el abandono temporal de la esposa o la compra del honor de la hija, en cambio de una firma, que asegura un negocio más o menos ventajoso; allí es, en fin, donde se encuentra bajo todos aspectos la personificación del vicio, pero del vicio cuya impunidad está enteramente asegura-da.

Como los rufianes y mujeres públicas, al retirarse a vivir de los productos de su oficio, quieren aparentar la honra-dez; de esta manera, los señores de cuello plateado, al de-clinar en su carrera, desean se les tenga por respetables. ¿Pero cómo respetar el fraude cubierto tantos años bajo el

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velo de transacciones honradas? ¿Cómo respetar el vicio que se disfraza con apariencias de virtud? ¿Cómo respetar al asno rebuznando bajo la piel de león? Franco era el ami-go íntimo de Maujean; ¿y cómo podría ser de otra manera, cuando había entre estas dos naturalezas, en apariencia tan opuestas, una afinidad de sentimientos casi completa?

- Y bien, querido Prefecto, exclamó Maujean, dirigién-dose a Franco, que se adelantó a él; ¿no sois feliz al principio de vuestra nueva carrera? Vuestro baile parece más bien un entierro; pero también ¿Por qué no seguís los consejos que se os dan? Sois dema-siado bueno, querido amigo, demasiado bueno con vuestros compatriotas; si hubierais mandado azotar a media docena de esas pequeñas necias, hubierais visto como las demás se habrían apresurado a poner-se sus mejores trajes; pero no, os contentáis con una invitación y caramba, se acepta vuestro convite, se os obedece, pero ya veis cómo; es decir, que se viene con el ánimo de protestar de una manera evidente contra el regocijo público que intentáis hacer.

- Sí, respondió Franco suspirando; es una cábala; es una demostración pública, no solo contra mí, sino contra todos los oficiales franceses, añadió con mali-cia. Si queréis, querido Maujean, vamos en un abrir y cerrar de ojos a pagar cábala con cábala; vamos a oponer la energía del hombre a los caprichos de la mujer ¿queréis?

- ¿Cómo?- Nada más fácil; si se viene a un baile, es para bailar;

allí tenéis unos treinta oficiales jóvenes, que parecen fastidiarse bastante y que estarían muy contentos, estoy cierto, si tomasen de la mano a algunas lindas

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compañeras. Animad a algunos y el negocio está he-cho.

- Voy a procurar hacer este pequeño servicio, pero temo mucho no lograrlo, por lo menos con las seño-ras.

En este momento pasaban cerca del Intendente dos ofi-ciales de administración; uno de ellos joven elegante, bien parecido, que llamaremos Adolfo; el otro de más edad, más robusto, cuyos modales indicaban una juventud menos cuidada, se llamaba Armando.

- ¿Cómo es, señores, que a vuestra edad no bailáis? Les dijo Meujean con aire protector.

- Pero señor Intendente, respondió Adolfo, el traje adoptado por estas señoritas, nos ha desanimado a todos; ya veis, nadie busca parejas; nadie invita, na-die baila.

- Pero, señores, replicó riéndose el gordo Intendente, los jóvenes tan buenos mozos como vosotros, deben dar la señal comenzando; vamos, pues ¿qué os falta, el valor? Ved a esa jovencita de hermosos ojos ne-gros sentada cerca de su anciana madre. Ah! estáis listos, vamos; esa es para vos, Armando, y entretanto Adolfo va a invitar a aquella encantadora criatura en quien ha fijado su mirada con tanto interés. En cuan-to a mí, a pesar de mi ligera gordura, añadió frotando suavemente con sus dos manos la extremidad de su inmenso abdomen, voy a invitar a aquella joven que hace más de media hora platica con ese capitán de Estado Mayor.

Franco fue feliz por un momento; todo se ha salvado murmuró, frotándose las manos: el baile va a comenzar, de duelo, es cierto; pero a fe mía, en la guerra como en la

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guerra. Adolfo se aproximó primero a la señorita que que-ría invitar. Esta, según lo había dicho el Intendente, era bastante hechicera; su alegre fisonomía contrastaba con la severidad de los demás semblantes. Pepa, pues, ese era su nombre, contestó apresuradamente a Adolfo:

- Señor, yo no bailo.- ¿sería una indiscreción, señorita, preguntaros por

qué ninguna señora quiere bailar esta noche?- Por qué, señor oficial, por qué …- ¿por qué señorita?- Porque no queremos a los franceses.Pepa había pronunciado estas pocas palabras en un

tono, que las desmentía por completo. Adolfo lo percibió, e inclinándose de nuevo y sonriéndose, dijo con un poco énfasis.

- Señorita, yo creo que vuestra boca no expresa los verdaderos sentimientos de vuestro corazón.

Pepa bajó la vista ruborizándose.- Si, señorita, si no deseáis bailar, replicó Adolfo anima-

do por esta tácita confesión, ¿os dignareis por lo me-nos aceptar mi brazo para dar una vuelta en el salón?

Y sin más ni más le ofreció la mano de la manera más graciosa. Joven y sin experiencia del mundo, Pepa, se dejó tomar maquinalmente la mano y se fue ligeramente apoya-da en el brazo de Adolfo. Varias viejas cuchichearon; pero los jóvenes no hicieron caso, y desaparecieron.

- Que desgracia, dijo Adolfo, después de un momen-to de silencio, que tantas hermosas señoritas estén condenadas a no bailar.

- Pero señor, nosotras de ninguna manera lo estamos, y si no queremos bailar es porque no tenemos volun-tad.

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- Pero, en fin, ¿Cuál es el motivo por qué no queréis?- Es un secreto.- Un secreto que tantas señoras conocen, no es un se-

creto, dijo Adolfo sonriéndose.- Escuchad, señor oficial; no sé por qué os tengo con-

fianza, conozco que no me traicionareis. Si no baila-mos, si todas las familias están de luto, es porque el señor Franco nos ha mandado invitar de una manera semejante a una orden o a una amenaza; si contes-tamos a los oficiales franceses que no los queremos, es hablando políticamente, porque ya comprende-réis que conociéndoles de ayer acá, no podemos decir aún, si debemos amarlos u odiarlos.

Adolfo, amante de los amores fáciles y emprendedor como lo es uno a esa edad, miró fijamente a la joven y res-pondió:

- ¡Ah señorita! Si las jóvenes mexicanas de Oaxaca concediesen a los oficiales franceses la milésima par-te del cariño que ellos les consagran, ¡qué gran pla-cer!, ¡qué felicidad!

Pepa se ruborizó más y cerrando ligeramente los labios, reflexionó un momento: después, mirando a su vez a Adol-fo, quien esperaba por lo menos un reproche común, con el que contestan casi siempre todas las mujeres a un cumpli-miento demasiado atrevido.

- Señor oficial francés, no recuerdo donde he leído que antiguamente en vuestro país, cuando un caballero deseaba obtener el afecto de una joven, era preciso que lo supiese merecer por algún acto de valor o de sacrificio.

- Sí señorita, contestó Adolfo en el colmo de la ale-gría. No solo antiguamente, sino aun hoy; no solo

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en Francia, sino en México; cualquier caballero que encuentre a una joven tal como vos, está siempre dis-puesto a arrostrarlo todo, a fin de merecer su afecto, su estimación, su reconocimiento, su amor.

- Esta última palabra está por demás, respondió la jo-ven con un acento de seguridad, que desconcertó al joven enamorado; porque el sentimiento que expre-sa, no debe llegar sino más tarde, como consecuencia de la conducta observada, del servicio prestado, de la capacidad de sacrificio.

- Es cierto, contestó Adolfo, un poco resfriado, pero entonces, agregó después de un momento de vacila-ción, como la más grande felicidad que puedo desear en el mundo, es obtener la consecuencia que bien de-mostráis, dignaos señorita, ordenar a vuestro servi-dor, que está pronto a obedecer.

- ¡Quien sabe! Suspiró Pepa con aire de desconfianza.- ¡Cómo, quien sabe! Replicó Adolfo con vehemencia;

¿podríais dudar de mi valor? ¿me creéis incapaz del sacrificio? Mandad, y ya veréis, que pronto estoy, si es necesario, a verter mi sangre por …

- ¡Oh señor! Yo no os exigiría tanto, interrumpió Pepa con cierto estremecimiento. Lo que yo desearía es lo siguiente: tengo un hermano de diez y siete años, que llevado por su valor a defender la causa liberal, fue hecho prisionero por los franceses: esta mañana ha salido bien escoltado en unión de varios compa-ñeros de infortunio, y ha debido pernoctar en la vi-lla de Etla. Se asegura que esos prisioneros van a ser enviados a Francia, y mi pobre madre moriría por la ausencia de su hijo, porque él es su dios, su vida; lo que quiero es salvarle, impedir que vaya más lejos: es

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ponerlo desde mañana mismo en brazos de nuestra pobre y desconsolada madre. ¡queréis ayudarme, se-ñor oficial?

- ¿si quiero ayudaros señorita? ¿y lo dudáis? Sí; yo haré todo lo que sea compatible con mi deber de soldado: yo mismo iré a buscarlo: os lo traeré, y …

- Y entonces –interrumpió Pepa con una sonrisa en-cantadora– ganareis mi afecto, mi reconocimiento, tal vez un poco …

El fin de la frase fue pronunciada en voz tan baja que Adolfo mismo no la oyó; pero adivinó su significado.

- Veamos, dijo entonces hablando consigo mismo el Oficial de administración: la evasión de un mucha-cho tan joven, sería fácil; pero el honor lo prohíbe. Dirigirme al Mariscal Bazaine sería una locura y per-dería indudablemente mi tiempo sin lograr mi ob-jeto. Pero me parece que se halla aquí el excelente amigo el Capitán Eduardo de V …, forma parte del Estado Mayor del General Curtois D’Hurbal que le ama como a un hijo; y estoy seguro de lograr mi de-seo. En seguida condujo a Pepa cerca de su familia.

- Señorita, le dijo ofreciéndole la mano, mañana antes del mediodía, vuestro hermano estará en el seno de su familia. ¿su nombre y apellido?

- Tomad, dijo Pepa deslizándole diestramente en la mano un papel; aquí encontrareis todos los porme-nores que necesitáis.

Adolfo recorrió con la vista el salón, y apercibiendo a Eduardo en compañía de la joven y hermosa persona que conocen nuestros lectores, fue directamente a él.

- Perdón, mi Capitán, le dijo inclinándose; tengo algo muy importante que comunicaros.

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- ¡Ah! Sois vos, mi querido Adolfo, exclamó el Capitán del Estado Mayor, tendiéndole la mano con efusión. Hablad, amigo mío, hablad: la señorita, añadió incli-nándose ligeramente hacia Julia, no es una extraña, es una amiga de la familia, y a menos que no sea un secreto del servicio, os podemos escuchar. Adolfo va-ciló; pero el recuerdo y la esperanza le dieron valor de hablar.

- Mi Capitán, dijo con franquea, se trataba de salvar a un oficial liberal mexicano, actualmente nuestro pri-sionero. He dado mi palabra de hacer todo lo que el honor permite, contando, sobre todo, con vos, por-que solo, me es imposible.

- El deber de un prisionero, y particularmente de un liberal, dijo vivamente Julia, es permanecer fiel a sus creencias, y por joven que sea vuestro protegido, se-ñor, dudo mucho que consienta en comprar su liber-tad a precio de sus convicciones.

- Mi opinión, señorita, respondió Adolfo inclinándo-se, es en todo conforme a la vuestra; pero en esta aventura nada tiene que ver la política: se trata sim-plemente de salvar la vida a una anciana madre, cuyo hijo es su ídolo, y espero, que gracias a la poca edad del preso, se podrá obtener fácilmente su libertad, sin que ningún juramento perjudique en nada su ho-nor ni sus convicciones.

- Ya os comprendo, señor, respondió Julia, y os lo agradezco sin conocer a la familia que servís; por lo demás, a nadie mejor que a mi galante caballero podríais haberos dirigido para que ayude al logro de vuestra buena obra. ¿No es cierta mi convicción, se-ñor Eduardo? Añadió con aire de súplica, volviendo

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graciosamente su rostro hacia el joven Capitán de Estado Mayor.

- Ciertamente, dijo Eduardo sonriendo; la causa era buena por sí sola; pero con un abogado tal como vos, señorita, está ganado antes de comenzar.

- ¿El nombre de vuestro protegido? Añadió dirigién-dose a Adolfo.

- Helo aquí, mi Capitán. y abriendo el papel que le había dado Pepa, Adolfo leyó estas pocas palabras, escritas en un perfecto francés. “Poned en libertad al Sub – teniente Vicente López, de edad de diez y siete años, prisionero de guerra, en camino para Ve-racruz.”

- ¡Ah, bah! Es casi una orden la que me traéis, querido Adolfo.

- No falta, en efecto, más que una firma para hacerla válida; cuento con vos, mi Capitán, para obtenerla del Mariscal.

- Es negocio del Coronel del Estado Mayor; debe es-tar aquí, voy a decir dos palabras al General Curtois D’Hurbal, y creo que mañana… pero mi capitán, in-terrumpió Adolfo, mi palabra está comprometida para esta misma noche.

- Que pronto arregláis las cosas, señor liberal, dijo Eduardo riendo. Puesto que lo habéis prometido, es preciso cumplir vuestra palabra; esperadme algunos instantes; confío en que gracias a la monotonía del baile, obtendré la firma del Coronel.

Dejemos a Eduardo en sus pasos y a Adolfo con la an-siedad en que espera, para ocuparnos de Armando que por su parte había ido a invitar para un ruidoso sohtis a una jovencita de ojos negros y que como había dicho el gordo

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intendente Maujean, se hallaba sentada cerca de su ancia-na madre. Pero lo que ignoraba Maujean, lo mismo que Ar-mando, es que la vieja era doña Petra, y que la niña de gran-des ojos negros era una de sus nietas. Apenas comenzaba Armando su invitación, cuando doña Petra le interrumpió prestamente diciéndole:

- Señor, mi hija no baila; ninguna de mis catorce hijas baila: lo he dicho ya, señor oficial, a uno de vuestros compañeros, explicándole por qué; dignaos pues, ser demasiado bueno para dejarnos en paz.

El pobre Armando apenas conocía el mundo, chapu-rreaba muy poco el español; así es, que esta brusca salida de doña Petra le dejó enteramente confundido, aturdido; se esforzó en balbucear algunas escusas, y se retiró hacien-do multitud de reverencias.

- Vayan al diablo estas mujeres, murmuró entre dien-tes, tan pronto como se alejó un poco; sobre todo las viejas, y principalmente las madres de catorce hijas que las tienen arregladas como hermosas y pequeñas fieras en exposición. Después de haber dado algunos pasos pareció tomar decididamente un partido, y agregó: que invite quien quisiere, yo no me mezclo en más.

En cuanto a Maujean a pesar de su pequeña barriga, como él mismo decía en tono complaciente, debía ir a invi-tar a la hermosa compañera del capitán del Estado Mayor. Y en efecto, se dirigió a ella; pero jamás en su carrera galan-te, había sufrido derrota semejante. Apenas pronunciado algunas palabras en pésimo español, cuando Julia, que era de quien se trataba, le interrumpió para decirle en perfecto francés.

- Señor: no bailo esta noche.

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- Pero, señorita …- Creo, señor, contestó Julia, marcando cada una de

sus palabras, haberos dicho que no bailo esa noche; tal respuesta hubiera sido bastante a cualquier caba-llero francés; y le volteó la espalda graciosamente, sin ocuparse más de él.

Maujean suspenso, atónito, encendido de cólera, quedó un momento clavado en su sitio; pero percibiendo a Franco se dirigió a él ¿Quién es, le preguntó, esa joven insolente que se apoya en el brazo del Capitán de Estado Mayor?

- Es una enemiga, respondió Franco: la hija de la Mar-chessa; la hermosa oaxaqueña, como se nombra aquí; está ya relacionada con uno de los más gallar-dos muchachos de vuestro ejército; ya eso es una vir-tud, añadió levantando los hombros.

- ¡Ah, hermosa pareja enamorada! Murmuró Maujean, apretando los puños; no os perderé de vista: yo me encargo de vuestra conducta.

Después se esquivó como un colegial sorprendido in fraganti delito de fuga, o más bien, como un merodeador jurando vengarse del obstáculo que encontró en el mo-mento de cometer un robo.

El Capitán Eduardo de V … animado por Julia, había hecho maravillas, porque media hora después de su entre-vista con Adolfo, obtuvo la firma de la orden de libertad de Vicente.

Pero las doce suenan en la Catedral; a la última campa-nada, doña Petra, sus hijas y nietas se levantan como impe-lidas por un solo resorte; desfilan lentamente por entre los oficiales que se alinearon para abrirles paso; después salen sin pronunciar una palabra, sin dirigir a nadie la menor señal de despedida. Era, según parece, la señal convenida,

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porque a pocos momentos todas las familias habían desa-parecido, y Franco quedaba solo con sus nobles huéspedes, como se complacía en llamar a los oficiales franceses.

En el momento en que la familia de Pepa atravesaba la plaza del palacio, dos jinetes pasaban a todo galope de sus corceles.

- Hasta mañana, antes del mediodía, gritó el primero, pasando cerca de la joven.

- Él es, murmuró Pepa: mi hermano se ha salvado: mi madre vivirá; después añadió más bajo aun y para sí sola: como late mi corazón, como le amo ya sin co-nocerle.

Era en efecto Adolfo, quien seguido de su fiel asistente, y a pesar de la profunda oscuridad de la noche, partía a toda prisa a Etla, a fin de que Vicente pudiera ser puesto en libertad antes que la columna de los presos se pusiese en camino. Adolfo era el tipo de oficial francés: alegre, des-preocupado, chancista, calavera, buen corazón, colocando al hombre militar aun antes de Dios; siempre dispuesto a cruzar la espada con un enemigo, así como a favorecer a un amigo, dejaba correr su vida según el azar quería. Y con tal de que de tiempo en tiempo, encontrase una aventura ga-lante en que figurar como héroe, se creía el más feliz de los hombres. México, Querétaro, Puebla sobre todo, habían sido el teatro de sus campañas amorosas, y más de una lágrima había sido derramada por hermosos ojos, cuando llevando tras sí todos sus juramentos de amor, se alejaba de una población en la que había permanecido algún tiem-po.

Pero, puesto que hemos asistido a la apertura del baile de Franco, estemos presentes al final. Después de la reti-rada general de las señoras, los oficiales franceses se veían

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unos a otros, y más de una carcajada se dejó oír a las barbas de Franco, estupefacto aun de admiración. Un solo hom-bre en este círculo parecía no querer participar de la hi-laridad general. Era el Coronel de Estado Mayor, el señor D’Osmont, promovido algunos meses más tarde al grado de General.

El señor D’Osmont, es sin contradicción, la figura más noble y más respetable de todo el Cuerpo Expedicionario francés en México. De una elocución pronta y fácil, reu-nía a la elegancia del lenguaje la más grande sencillez de maneras. Era hombre de mundo en toda la acepción de la palabra. Sabiendo a primera vista estimar el valor de una inteligencia, de un corazón o de una conciencia, hablaba a cada uno en el lenguaje que le convenía, sin tratar de herir nunca al débil ni adular al poderoso. Tal vez los mexicanos oprimidos de cualquier partido, solo en él hayan encontra-do un apoyo verdadero y desinteresado. Cuando se intentó un acuerdo serio entre el Emperador Maximiliano y el Ma-riscal Bazaine, el señor D’Osmont fue nombrado Ministro de Guerra; pero allí todo estaba por hacer, todo por crear. Entonces que ya el crédito del Imperio había desaparecido y que las cajas del tesoro estaban del todo vacías, todas es-tas dificultades hubieran sido no obstante vencidas, si las órdenes emanadas de París no hubiesen venido a desapro-bar repentinamente la elección de un hombre que el ejérci-to francés estaba celoso de ver alejarse de sus filas. De una política franca y leal, el General D’Osmont comprendió desde el principio de la Intervención, que su gobierno se-guía un camino torcido; y más tarde cuando Maximiliano se sentó en el trono, no admitió jamás, que un Emperador lo fuese de nombre; pero soldado ante todo, supo callarse y obedecer.

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Se fue llevando el aprecio de todos; estimado por los li-berales, quienes al aproximársele lo apreciaron en su justo valor; bien visto de los imperialistas que siempre encontra-ron en él al esclavo del deber.

En el baile de Franco, el General D’Osmont permane-ció serio y triste a la salida simultánea de las familias de Oaxaca, fue porque entreveía la causa de este duelo gene-ral, porque comprendía que debía serlo, en una protesta del débil contra el poderoso; es porque, más de una vez, había tenido la prueba de que la nación que combatía, ha-bía conservado fe en su antigua bandera, en su verdadero porvenir. Salió sin decir una palabra al Prefecto, que jamás había querido ni apreciado.

Media hora después, la sala del baile estaba vacía, y Franco acompañado de seis de sus más fieles acólitos, trató de olvidar en una pronta y alegre embriaguez, las afrentas que acababa de sufrir. Los primeros rayos del sol dieron la señal de partida; las últimas copas de champaña fueron va-ciadas, y sea por casualidad o sea venganza premeditada, uno de los satélites del tirano de poca importancia, pro-nunció éste brindis para siempre memorable; ¡A la memo-ria del baile de Franco!.

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CAPÍTULO VIIUn capellán francés y un sacerdote mexicano

El 14 de febrero de 1865, es decir, cinco días después de la toma de Oaxaca por los franceses, tres hombres de diferentes nacionalidades debían, en esta ciudad, sentarse a la misma mesa para partici-par del mismo convite. Uno de ellos, el

protagonista, era el señor Price, inglés de sangre; viajaba en México para hacer estudios metalúrgicos. Después de haber visitado sucesivamente la Sonora, la Sinaloa, Chi-huahua, Guerrero y varios otros Estados notables por la abundancia y la riqueza de sus minas, el atrevido viajero resolvió hacer una excursión a Oaxaca y aun a Tehuante-pec. Habiendo obtenido de los franceses la autorización de quedarse en las cercanías de las columnas expedicionarias, iba por todas partes sin ser jamás inquietado; y como goza-ba de una gran fortuna y gastaba mucho dinero, no le falta-ban amigos. Era en cuanto a su físico lo que puede llamarse un hombre bien formado, mientras que moralmente pre-sentaba todas las originalidades, todas las excentricidades que son la dote de los hombres de su raza.

Son las seis, decía para sí, paseándose a lo largo de la sala de una gran casa, situada en el ángulo de las calles del obispado y del Colegio; si a las seis y cuarto mis visitas no

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están aquí, me siento a la mesa y como solo. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando la puerta de la sala se abrió precipitadamente, para dar paso a un hombre, cuya complexión, pasos y maneras bruscas y vivas hacían singu-lar contraste con el traje que portaba.

- Buenos días, señor Price, dijo entrando, ¿Cómo va la salud? Ya veis amigo mío que soy exacto como un in-glés; son las seis en punto, y yo entro.

- Bienvenido seáis, señor abate, respondió Price en perfecto francés; vuestra exactitud os pone en el ran-go de los hijos de la noble Albión. ¿queréis que tome-mos un poco de ajenjo, mientras llega mi segundo invitado?

- Con gusto, porque tengo sed; y como dicen algunas veces nuestros oficiales, me parece que tengo frio en el corazón.

- Tienen justicia, señor abate, en tomar un ajenjo para reanimar el corazón; sabéis que encuentro en eso materia para discutir durante cien años.

- Que purista sois en nuestro idioma francés, señor inglés. Comprended que hablo por metáfora, por fi-gura. Está uno triste, inquieto, pesaroso; se ve todo negro, en fin, se tiene el spleen, se bebe un primer ajenjo y las ideas negras se alejan; se beben dos, des-aparecen; se beben tres, y el espíritu ligero ve el pre-sente y el porvenir bajo los más hermosos colores; el corazón calentado, conservo mi expresión, sale de su entorpecimiento habitual para amar lo que le rodea, para amar la vida.

- ¿Y si bebe cuatro? Preguntó maliciosamente el in-glés.

- Nunca se beben cuatro, señor Price.

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- ¿Y por qué?- Porque entonces el bienestar indefinible causado por

los tres primeros, se transforma súbitamente en en-torpecimiento, en embriaguez, en locura.

- Licor peligroso, señor abate, que debe medirse así, bajo pena de locura, o por lo menos de delirium tre-mens.

- Sois incomprensible en vuestro raciocinio, mi queri-do Price.

- ¿Cómo así?¡caramba! porque veis un peligro por todas partes. ¿por qué tenéis fuego y agua en vuestra casa?¿-No teméis un incendio o una inundación? Quedemos pues, amigo mío, en los límites de la verdad, y sepa-mos no exagerar nada; el ajenjo de que tanto mal se dice, no es peligroso sino cuando se abusa de él, pero es una bebida de las más saludables cuando se toma con moderación, el vuestro es excelente, Price; es Pernod legítimo, y os suplico me preparéis un segundo vaso.

El original abate, que de esta manera se hacía el defen-sor del licor vegetal, era el capellán en jefe del ejército fran-cés. Hombre de un mérito verdadero y de profundo saber, el señor abate Testory hubiera ciertamente llegado a las primeras dignidades de la iglesia si la independencia de su carácter y su manera excéntrica de vivir, no le hubieran hecho considerar desde largo tiempo, como a un hombre peligroso para la modestia, la humildad y la fragilidad, que deben ser los atributos del sacerdote. Aunque buen vivi-dor y huésped alegre, el señor Testory, había permanecido, sin embargo, buen sacerdote, y siempre sus exhortaciones y sus sermones a los soldados, iban acompañados de una ligera propina, a propósito, como él decía, para calentar el corazón. Bebedor intrépido, era demasiado severo con

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respeto a las costumbres, y si de vez en cuando se podía notar que las suyas no iban conformes a su doctrina, jamás se le vio correr tras los placeres fáciles que tantas mujeres ofrecen a aquel cuya bolsa está bien abastecida. No bien acababan los dos amigos el segundo ajenjo, cuando se oyó llamar discretamente a la puerta de la sala.

- ¡Adelante!. Gritó Price, sin molestarse. La puerta se abrió y un sacerdote mexicano entró saludando.

- Enhorabuena, exclamó Price levantándose para diri-girse hacia el recién venido; sois casi exacto, mi que-rido amigo Pérez. Después, tomando una postura de las más forzadas, Price se adelantó hacia el abate francés y le dijo en tono serio: señor Testory, tengo el honor de presentaros a uno de mis mejores amigos, al señor abate José María Pérez; en seguida volteán-dose de una pieza hacia el sacerdote mexicano: señor Pérez, dijo en el mismo tono:Tengo el honor de pre-sentaros al señor abate Testory, capellán del ejército francés y también uno de mis buenos amigos.

Después de haber satisfecho esa exigencia de etiqueta inglesa, Price volvió a tomar el aire risueño y burlesco que le era propio, y esa naturalidad indefinible en la que se re-conoce inmediatamente al hombre de buena sociedad.

- Mi querido hermano tomará también un poco de ajenjo, dijo Testory.

- Indudablemente, exclamó Price apresurándose a ha-cer los honores de la botella

- Gracias, señor, respondió el señor Pérez, inclinándo-se ligeramente; no tengo costumbre de tomar nin-gún licor.

El sacerdote mexicano que Price había presentado bajo el nombre de José María Pérez, era un joven de veinticinco

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a veintiséis años. Su semblante casi imberbe, tenía sin em-bargo marcadas ya fuertemente y bien caracterizadas sus facciones: sus grandes ojos negros francamente abiertos, dejaban leer la inocencia y la fuerza de su corazón: su fren-te espaciosa y despejada, mostraba una inteligencia más que ordinaria, mientras que sus labios delgados siempre ligeramente cerrados, dejaban adivinar una gran energía y una gran voluntad a toda prueba. Su postura era de las más sencillas, y sus maneras naturalmente elegantes, hacían comprender que era hijo de buena familia. El importante papel que debe representar José María Pérez en París, en la continuación de esta historia, merece que su noble carácter, sea perfectamente conocido del lector: hijo de una familia arruinada por las revoluciones, Pérez se había dedicado al principio al estudio de la medicina; pero conociendo jo-ven aun, que su vocación le guiaba irresistiblemente hacia Dios, entró por su propia voluntad a un seminario, y des-pués de largos y serios estudios se ordenó. Ávido de ciencia leyó en algunos años las obras de los autores célebres de todos los países, y se puede asegurar, que bajo su juventud, ocultaba un espíritu de profunda filosofía. Reasumiendo el sacerdocio en una vida de abnegación, de ciencia y de cari-dad, era el ejemplo de todas las virtudes, y el discípulo más asiduo de todos los estudios serios. Hablando el inglés y el francés tan bien como el español, gustaba de la sociedad de los extranjeros, acaso no por simpatía, sino más bien como objeto de estudio moral y observaciones filosóficas. No habiéndose ocupado jamás de política, no era ni liberal ni conservador; pero desde que los franceses habían inter-venido en los negocios interiores de su país, había sentido nacer en su corazón un sentimiento nuevo, y el joven sa-cerdote, cuyos pensamientos y obras, eran el más grande

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amor al prójimo, no podía impedirse de odiar a los invaso-res de su patria. Este odio no era, se entiende, como el de la gente sin instrucción, que hace recaer sobre toda una raza la falta de uno de sus individuos. Viendo bien el motivo, el joven sacerdote compadecía al pobre soldado obligado a obedecer, y disipaba su cólera contra las cabezas corona-das, que alrededor de un tapete verde, habían decidido la forma de gobierno que se debía imponer a México por la fuerza de las armas. El patriotismo de José María era tan-to más verdadero, tanto más sincero y sólido, cuanto que no era consecuencia emanada de ninguna pasión política.Sacerdote y ciudadano en la mejor acepción de estas dos palabras, el joven oaxaqueño, desde el principio de la in-tervención francesa, había colocado simplemente la mano sobre su corazón, y sintió que no solo era discípulo de Cris-to sino al mismo tiempo mexicano.

- A la mesa, señores, a la mesa, dijo Price, dando él mismo el ejemplo, y sobre todo, comamos a la ingle-sa, es decir, sin cumplimientos ni ceremonias.

Los dos abates tomaron lugar y se sirvió la comida. Price era el tipo de un perfecto gastrónomo; gastando su inmensa fortuna en viajes, no había querido nunca sepa-rarse de las comodidades de sus primeros años; los vinos más exquisitos, los manjares más selectos, nunca faltaban en su mesa y, ya sea que se encontrase acampando entre las montañas o que estuviese instalado provisionalmente en una población o ciudad, sus huéspedes podían siempre creerse en la ”Casa de Oro” o el “Café Inglés”.

La primera parte de la comida pasó sin ningún incidente notable; Price comía como un monje y bebía como cuatro ingleses; Testory hacía honor a todos los platos y ayuda-ba pasablemente a su anfitrión a vaciar botellas; mientras

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que José María Pérez se hacía notar por una reserva y una sobriedad que nada podía vencer. Los postres se sirvieron con una suntuosidad increíble, atendidas las circunstan-cias que se atravesaban. El repostero particular de Price se había excedido a sí mismo: piezas artificialmente coloca-das, ponches a la romana, ruidosa champaña, nada faltaba.

- ¡Gran Dios todo poderoso! Exclamó Testory a vista de tal profusión, ¿viajan con vos Plaissant o Fulcheri, mi querido Price? Aquí tenéis un ponche a la roma-na que parece salir del laboratorio de Tortoni, y una champaña añeja, que haría morir de despecho al cé-lebre Delmónio de Nueva York.

- Mi querido abate, respondió Price, no tengo a mis órdenes ni a Plaisant, ni a Tortoni, ni a Fulcheri, ni a Delmonio; me contento solo con tener de nevero, a un indito de quince años; solamente le he dado un ayudante precioso.

- Y este ayudante es, sin contradicciones, un gran ar-tista, replicó Testory

- Artista, si así lo queréis, contestó Price riendo; pero artista sin brazos y sin cabeza.

Y los dos abates se sonrieron con aire incrédulo.- ¿No me creéis señores? Pues sin embargo, os digo

la pura verdad: mi artista es una pequeña máquina, donde la evaporación rápida del éter, congela todos los líquidos en algunos instantes. Basta con un mu-chacho que la prepare, y lo demás se hace solo.

- Señores, dijo el abate Testory, después de un mo-mento de silencio, tomando en la mano una copa de champaña: propongo un brindis.

- ¡Bravo! Exclamó Price levantando también su vaso: ¿porqué o por quien beberemos?

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- Bebamos, dijo lentamente el abate Testory; por la re-forma del clero mexicano.

¿Por la reforma del clero mexicano? Repitió Price: no me mezclo en esos negocios; y colocando su copa so-bre la mesa se puso a aspirar lentamente el humo de un puro habano que acaba de encender.

- Pues bien, entonces nosotros dos, querido hermano, dijo Testory dirigiéndose a José María Pérez: por la reforma del clero mexicano.

- Tened la bondad de excusarme, señor abate, dijo con dulzura el joven sacerdote, tengo costumbre de no decir brindis, sino por cosas que sean útiles y nece-sarias, ya sea a la humanidad, ya sea a nuestro país.

- ¡Ah, por dios hijo mío! ¿no creéis que la reforma del clero mexicano, sea cosa útil y necesaria?

- No, padre mío; no lo creo.- Pues entonces, dijo Testory animándose, sois ciego

de nacimiento, o si veis, cerráis los ojos a la luz.- No, padre mío, no soy ciego; tengo ojos y veo.- Y ¿qué veis en el clero mexicano, sino fanatismo, ig-

norancia y corrupción? ¿cuáles son los hechos que forman la gloria de su historia? ¿Cuál su pasado, su presente, su porvenir?

- El fanatismo, la ignorancia y la corrupción, repitió el abate José María Pérez, no son mayores entre el cle-ro mexicano, que entre cualquiera de los de Europa. Aquí, como en Italia, en España o en Francia, tene-mos en el rebaño sagrado, ovejas extraviadas, pero son la excepción y no la regla. Nuestra ignorancia, padre mío, perdonad mi franqueza, no existe más que en la imaginación de aquellos que nos juzgan, y llegará un día no lejano en que probemos a la Europa

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que estamos a su altura, tanto en moral como en teo-logía; tanto como en las ciencias como en Filosofía ¿Cuál es pues? Dijo animándose el joven Pérez ¿Cuál era el clero francés bajo Clovis, bajo Carlo Magno, bajo Enrique IV? Vuestros obispos ceñían espada y caminaban al combate para oprimir a los pueblos: favoritos o esclavos del tirano que sirvieran, vertían inútilmente la sangre de sus hermanos, y los minis-tros de un Dios de amor y de caridad, se hacían los verdugos de los débiles y oprimidos.

- Pero interrumpió riéndose el abate Testory, vosotros también tenéis sacerdotes soldados: podemos pues, bajo este punto de vista, darnos la mano.

- ¡Qué diferencia! Exclamó José María, animado por el entusiasmo de su patriotismo. Vuestros sacerdotes han combatido, para sostener cetros, para oprimir pueblos para conservar en su seno el doble privilegio de la riqueza y de la ciencia; mientras que los nues-tros se han hecho soldados para liberar a sus herma-nos de la opresión de la España; para dar a los pobres indios, antes considerados como bestias de carga, derechos de hombre y de ciudadano; en una palabra, volver a sus hermanos la vida, su país, su indepen-dencia.

- ¡Bravo! Caramba, mil veces bravo. Exclamó Price; vaya una cosa bien dicha.

- Es verdad, dijo lentamente Pérez, que el clero mexi-cano no ha tenido aun sus Bossuet, sus Massillon, su Flechier, sus Lacordaire, sus Ravignac; pero, ¿cuán-tos siglos ha necesitado la Francia para producir tales hombres? No olvidéis, señor abate, que nuestro país apenas nace; no se reforman niños en la cuna; se les

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guía, se les instruye y así se forman hombres dignos de figurar un día en la historia de su patria. Así pues, si queréis modificar vuestro brindis en este sentido, con todo mi corazón uniré mis votos a los vuestros.

- Y yo, ídem per ídem, añadió Price mirando al abate Testory.

- Tendría mucho que contestaros, hijo mío, replicó éste; pero vuestra defensa es demasiado lógica, para que un adversario serio pueda contradeciros. Con-sidero, pues, al clero mexicano como a un joven a quien se disimulan muchas faltas para no detener las miradas, sino sobre las cualidades que posee, espe-rando que la criatura se forme, para que a su vez ten-ga días de triunfo y de gloria. Beberé por el porvenir del clero mexicano.

- Acepto de todo corazón, padre mío, replicó José Ma-ría, repitiendo con voz lenta y sonora. Por el porve-nir del clero mexicano.

- La paz está hecha; ratifiquémosla, dijo Price vacian-do su copa. ¿qué pensáis, hijo mío, del clero francés? Repuso Testory, después de un momento de silencio.

- Creo, padre, que el clero francés, es el más instruido, el más esclarecido del mundo católico. No le faltan más que las ideas del liberalismo sabio y esclarecido: que se haga demócrata; que olvide las locuras del De-recho Divino aplicado a las dinastías; que sea, en una palabra, republicano, y si no es perfecto, no estará lejos de serlo.

- La perfección, señores, dijo sentenciosamente Price, es solo susceptible en el tribunal de Dios y en Ingla-terra. Para un clero, cualquiera que sea, para una na-turaleza, sea la que fuere, lejos de la Inglaterra, no

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es más que una ilusión que se persigue siempre sin alcanzarla jamás.

- Y bien, replicó José María en tono sardónico; beba-mos por la Inglaterra, la nación perfecta, por la In-glaterra oprimiendo a la Irlanda; por la Inglaterra aboliendo la esclavitud y protegiendo el tráfico de su género; por la Inglaterra donde es uno verdade-ramente hombre, cuando es Lord o poseedor de mu-chas libras esterlinas.

- Por la Inglaterra pura y simplemente, replicó Price con aire descontento, por la Inglaterra tal cual es.

- Y por los ingleses semejantes a vos, añadió José Ma-ría.

Después de tocar ligeramente las tres copas de champa-ñas, las vaciaron de nuevo y reinó un instante de silencio entre los convidados.

- ¡Y qué pensáis de mí en lo personal, dijo repentina-mente Testory, mirando fijamente al joven sacerdote mexicano?

- No me permitiré, señor abate, respondió el joven Pé-rez, deciros …

- Hablad, hijo mío: el evangelio nos obliga a decir la verdad.

- Pues bien, señor abate, replico sonriéndose José Ma-ría, vuestra persona me recuerda un hecho de la his-toria de Francia.

- ¡Ah! ¡Bah! Ved que cosa tan curiosa ¿y cuál es ese he-cho?

- En la historia de Carlo Magno, comenzó lentamente Pérez; Eginhard, se expresa así: “El gran rey mandó llamar un día a Odón, su secretario favorito, y le dijo: Odón, tengo que dictarte la donación de un obispado

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a favor del hijo de un noble caballero. El secretario aproximó la mesa y escribió la fórmula ordinaria; el rey le dictó los nombres de su protegido, el de la ciudad donde debía ir y se disponía a sacar su espa-da de la vaina, para poner su sello real, cuando un ruido que se oyó en el patio, atrajo su atención: era el nuevo obispo que ensillaba para partir, pero en el momento en que quería su caballerango contener el fogoso caballo, el joven obispo rechazó la ayuda de un extraño y brincó con tanta ligereza y con tanta destreza, que Carlo Magno exclamó: eso lo hace me-jor un caballero que un prelado, y volvió la espada a la vaina sin poner el sello real sobre la donación. Odón lo miró sorprendido: el rey hizo llamar al nue-vo obispo, quien inmediatamente fue admitido en su presencia: “joven, le dijo, la espada de un soldado estaría mejor en tu mano, que el báculo de un obis-po. Tu eres hombre de guerra y no hombre de iglesia; daré a otro el obispado que te había prometido; te concedo un empleo en el ejército, y si eres bravo, ad-quirirás grande honor ante mí, porque combatir por su país, es un empleo demasiado glorioso”.

- Perfectamente, exclamó Price; vaya una pequeña his-torieta que vale el oro.

- Es decir, señores, dijo el abate Testory, riendo, ¿que he nacido más bien para ser soldado que sacerdote?

- El joven Pérez se inclinó en señal afirmativa y Price contestó. Habéis adivinado, mi querido abate

- Puesto que es así, señores, continuó el abate Testory con tono desconcertado: hablemos de otras cosas.

- No, no, mi querido abate; no mudemos una conver-sación tan agradable: puesto que la habéis provoca-

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do, habéis obligado al señor Pérez a deciros con fran-queza su opinión acerca de vos; él os ha obedecido y su comparación es tan exacta como indulgente.

- Muy exacta e indulgente, murmuró Testory, hacien-do destapar otra botella de vino espirituoso. Me per-mitiréis, sin embargo, querido Price, no ser entera-mente de vuestra opinión.

- Os permito todo lo que gustéis, señor abate, pero creo debo deciros que si me hubierais escogido para juzgaros, hubiera sido más severo.

- Hubierais probablemente referido también una pe-queña historia, dijo el abate francés, bebiendo.

- Tal vez.- Pues bien, puesto que estoy ante el tribunal, replicó

Testory riendo, juzgadme ambos; tenéis la palabra, señor Price. No seáis demasiado severo.

Severo, nunca; verdadero, siempre, señor abate. En se-guida después de haber saboreado la copa del vino espiri-tuoso, Price tomó la palabra en estos términos:

- Había una vez un hombre y una mujer …- Vamos, eso comienza como la historia de Pulgarcillo,

interrumpió Testory riendo.- Todas las buenas historias comienzas así, respondió

Price de lo más serio. Pero os suplico, señor abate no me interrumpáis. Había una vez un hombre y una mujer que tenían tres hijos …

- Justamente como en mi casa, interrumpió de nuevo Testory; éramos tres hermanos, y tres buenos mu-chachos a fe mía.

- Decididamente, señor abate, vos no queréis dejarme hablar; esperad al menos el fin de mi historia; enton-ces os permitiré comentarla por todas sus fases.

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- Hablad, amigo mío; cierro la boca y avivo el oído, dijo el abate vaciando la copa.

- Había pues un hombre y una mujer que tenían tres hijos. Gozando de ciertas comodidades adquiridas por el trabajo, el tío Jacobo, que así se llamaba el pa-dre de la familia, no pensaba más que en satisfacer su pasión favorita: la pesca con anzuelo. …

- ¡Ah caramba! Interrumpió el capellán francés, vaya una cosa rara; la pesca con anzuelo era también la pasión favorita de mi padre… pero, perdón, señor Price, esta interrupción es involuntaria; servíos con-tinuar, porque comenzáis a interesarme vivamente.

- Una tarde que el gobio no mordió el anzuelo, conti-nuó Price con tono maligno, el tío Jacobo entró en su casa con aire sombrío y taciturno. Esposa, le dijo a su cara mitad, tenemos tres bigardones que es tiempo ya de lanzar al mundo; he reflexionado maduramen-te su porvenir, y he decidido que el mayor sea sol-dado, el segundo sacerdote y el más joven zapatero, como su padre.

- ¿qué decís? Exclamó el señor Testory.- … que el mayor sería soldado, el segundo sacerdote

y el más joven zapatero como su padre, repitió lenta-mente Price. En vano la madre quiso hacerle obser-vaciones; el buen hombre Jacobo que estaba incómo-do, le dijo con tono colérico: recordad señora, que en el hogar el hombre es quien manda; id a vuestra coci-na y no penséis en contradecir mis proyectos. Quin-ce años más tarde, las terminantes órdenes del tío Jacobo se habían cumplido puntualmente. El mayor de sus hijos era capitán de caballería. El segundo era capellán de San Roque en París, y el más joven gol-

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peaba la suela a fuerza de brazo. Pero sucedió lo que la buena madre había previsto: sus tres muchachos eran desgraciados, porque ninguno de ellos había se-guido su vocación. Un día, que como de costumbre el padre Jacobo volvía de la pesca, encontró en su casa tres cartas que le iban dirigidas. La primera le anun-ciaba que su hijo mayor, el capitán de caballería, se había retirado a un convento de capuchinos, donde era modelo de todas las virtudes; la segunda le parti-cipaba el éxito del primer informe de su hijo menor, que había dejado repentinamente la alesna y el mar-tillo para hacerse abogado; mientras que la tercera …

- La tercera, repitió ansiosamente Testory, que ya no reía.

- La tercera, continuó Price, le decía en algunas pala-bras, que el vicario de San Roque, no pudiendo vivir ya más la vida tranquila y monótona del presbiterio, había obtenido un lugar de capellán militar en el ejército de África.

Price guardó un momento de silencio, pero viendo que nadie decía una palabra: la moral de esta historia, repli-có lentamente, es que se debe dejar a los hijos que elijan su vocación, so pena de ver oficiales, frailes, remendones, abogados y sacerdotes que no queriendo colgar los hábitos, hacen todo lo que les es posible para olvidar lo que son y para ser lo que no son.

- Y ¿qué pensáis de mi historia señor abate?- Pienso, mi querido Price, que el diablo haría bien de

llevaros a los más profundos infiernos.- Decid al menos al purgatorio, padre mío, replicó Pri-

ce con aire contrito.

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- Al purgatorio, sea; malcriado… en seguida, levantan-do su copa de espirituoso Cliquot, señores, dijo son-riéndose el capellán francés: bebo a vuestra salud y a nuestra próxima reunión.

Tomar su bastón, su capa, su sombrero, estrechar la mano de sus amigos, decir adiós y desaparecer, todo fue hecho por Testory en menos tiempo del que se necesita para referirlo.

- ¿Qué pensáis, vos, señor Pérez de los capellanes franceses? Dijo Price, tan pronto como la puerta se volvió a cerrar.

- He dicho al abate Testory cuál es mi modo de pensar, respondió modestamente Pérez, y creo no deber, en su ausencia, añadir, nada a mi primer juicio, ¿pero esta fábula que nos acabáis de contar, señor Price?

- Esta fábula que os acabo de contar, interrumpió el inglés, es una historia que un oficial francés me ha asegurado ser verídica.

- Me ha parecido que el señor capellán le ha dado una importancia particular.

- Probablemente se habrá reconocido en el vicario de San Roque, porque, es evidente que si el señor Tes-tory hubiera seguido su vocación, sería hoy coronel o General, pero de ninguna manera capellán.

Dieron las diez en la Catedral; el joven sacerdote mexi-cano se despidió retirándose.

Pues señor, dijo Price a sí mismo, desde que quedó solo, como engañan las apariencias; esperaba ver a Testory de-rrotar en un momento al pequeño Pérez, creía ver machu-car su lógica, aturdirle con sus razonamientos, pero nada de eso; el pequeño villano oaxaqueño se ha tenido bien en los estribos. Hay positivamente corazón y talento bajo la

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apariencia del joven sacerdote, y si México tuviese muchos hijos del temple de éste, progresaría violentamente.

Una hora más tarde, Price roncaba como inglés que era; Testory triste e inquieto, pensaba en los primeros años de su vida; Pérez rezaba por su patria.

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Diez días después del baile, de tan triste recuerdo, al cual han asistido nuestros lectores, la familia Marchessa abandonó su habitación de la ciudad, para ir a vivir en una magnífica casa de campo que po-seía en San Felipe del Agua, hermoso y

pintoresco pueblo situado en los alrededores de Oaxaca, a media legua de dicha ciudad.

Eduardo, que había permanecido en ella, no era ya el alegre vividor que hemos conocido al principio de esta his-toria; se notaba en él una transformación completa. Pre-sa de la melancolía y de la tristeza, tenía sin cesar delante de sí las simpáticas facciones de Julia: a mañana y tarde, iba a visitar a la familia Marchessa, y los pocos instantes que pasaba lejos de ella le parecían siglos. El trabajo, sus amigos, el juego, nada tenía atractivos para él, porque se hallaba bajo la influencia de un fluido que le era desconoci-do aun: ¡estaba enamorado! Él, el hombre fuerte, cansado, repelido por todos los placeres de que había gozado hasta la saciedad; él, para quien la mujer no era más que un pa-satiempo agradable que el hombre rico compra cuando le parece; él, en fin, que no creía en la virtud de las heroínas

CAPÍTULO VIIIAmor y amistad

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de novela, acababa de encontrar repentinamente en su ca-mino una mujer joven, hermosa, espiritual, agradable, y cuyos encantos le eran tanto más seductores, cuanto que no podían comprarse. Dudando al principio de sus propios sentimientos, se propuso luchar, resistir a la nube invisible que envolvía su ser; pero como todos los que aman, había sido vencido inmediatamente en esa lucha desigual, en que la razón quiere sobreponerse al corazón.

¡Y yo exclamaba algunas veces, que creía que el amor no era más que una farsa, aceptada por el mundo! ¡Cuánto me engañaba! ¡Qué nueva perspectiva se ofrece a mis miradas! ¡Yo que ha tiempo estaba cansado de mi existencia, obser-vo de pronto que aún no he vivido, porque la vida no está en el goce, en la posesión, en la seguridad de los placeres: se encuentra solo en lo ideal, que yo no podía compren-der, porque hasta aquí todo lo había materializado, aun la felicidad: pero ¿Cuál es este ideal que constituye verdade-ramente la vida? Para todo hombre lo es la mujer que ama; para mí, Julia. Y, sin embargo, ¡cuántas mujeres más se-ductoras, si no más bellas, he encontrado en mi camino! ¡Cuántas veces he sido fascinado por otros hermosos ojos negros como los suyos! ¡En cuantas manos acaso tan finas y tan bellas como las suyas han sido aceptados mis besos! Pero, ya fuese una realidad o solo deseos, toda esa felicidad de la víspera se olvidaba al día siguiente, sin dejar otra cosa que recuerdos más o menos gratos.

Así era como queriendo analizar las sensaciones de su corazón, Eduardo se extraviaba por sí mismo en ese déda-lo de su vida pasada, donde los sentidos habían ahogado siempre el sentimiento. Una mañana que como de costum-bre, estaba absorto en sus reflexiones, recibió la visita de su amigo el capitán Vidal.

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- ¿Cómo te va, querido Eduardo? Hace cerca de ocho días que no se te ve la cara; temía realmente que es-tuvieses enfermo.

- Y lo estoy en efecto, querido Vidal, suspiró Eduardo, estrechando cordialmente la mano de su mejor ami-go.

- Te comprendo: enfermedad moral; ¿no es cierto? Tu corazón está aprisionado; estás enamorado.

- Si, ¡a fe mía! largo tiempo he querido defenderme contra ese sentimiento cuya existencia había negado hasta hoy … largo tiempo he querido cerrar los ojos a la luz; pero hasta ahora estoy vencido; amo a una mujer … ¿lo comprendes Vidal? Abandonar todas las bellezas fáciles que se podrían poseer, para perma-necer en perpetua adoración ante una joven; que aun ni parece notar los homenajes que se le rinden; aban-donar el placer para hacerse mártir del sentimiento, dejar a un lado la alegría, los amigos, la felicidad de los sentidos, para vivir como ermitaño frente a fren-te con un pensamiento que absorbe todas nuestras facultades, ¿comprendes eso? Tú, el sabio; tú el mo-ralista; tú, el hombre feliz, que gobiernas tus senti-mientos como tus pasiones.

- Si, comprendo todo eso, pobre Eduardo, y te compa-dezco sinceramente, porque debes sufrir demasiado.

- Sufrir, sí; pero mi sufrimiento es el placer, es la espe-ranza; me quejo de esta tortura continua y avivo yo mismo el fuego que me devora.

- Pues bien, amigo mío, vengo precisamente a verte, para impedir que vayas más lejos; para poner fin a tu inútil martirio.

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- ¿Inútil dices? ¿y por qué? ¿no es libre Julia? ¿no es nuestro el porvenir? Su familia es una de las más honradas y apreciadas del país; ella, como tú lo sabes, está ligada a la mía por la más sincera y noble amis-tad. ¿qué podría impedir que llegase a ser mi esposa? Yo no he manifestado aun a nadie mis intenciones, y solo tú en el mundo, querido Vidal, conoces el pen-samiento secreto de mi corazón; ¿por qué dudar, por qué arrojar en mi alma destrozada el desaliento, aca-so la desesperación? ¡vamos! Habla y dime ¿por qué es mi sufrimiento un martirio inútil?

- Bien sabes, Eduardo, que la amistad que nos liga, es sincera, desinteresada, ¿tienes confianza en mí, no es cierto?

- ¿Y puedes dudarlo, querido Vidal?- No, por cierto, no lo dudo, y por esto he venido: por

esto quiero decirte toda la verdad, a pesar de lo que pueda suceder.

- Pero, ¿qué hay? Tu preámbulo me hace estremecer.- Es que amas a una mujer que no te ama.- ¿Qué dices? Exclamó Eduardo con aire amenazador

a su amigo.- Digo la verdad; Julia es, desde hace largo tiempo, la

novia del hijo único de una de las más ricas familias de la ciudad.

- Pero, ¿cómo puedes tú saber lo que yo ignoro ente-ramente?

- Tú sabes que vivo en casa de doña Petra: desde el baile de Franco, he llegado a ser el amigo casi ínti-mo de la vieja liberal, y ella sin cuidarse de nada, me ha puesto al corriente de los negocios de la familia Marchessa. El novio de –Julia que se llama Manuel

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era oficial del ejército federal, valiente, hermoso, jo-ven, magnífico sujeto, con todos los dotes necesarios para agradar, así es que, Julia lo ama como a un dios. Cuando estuvimos en el sitio de Puebla, Manuel era ayudante de campo del padre de su novia; en un reco-nocimiento que se hizo algunos días antes de la toma de la ciudad, el coronel Marchessa fue herido en el costado derecho; al recibirlo Manuel en sus brazos le confió algunas palabras que voy a repetirte textual-mente, según el relato de doña Petra: “Manuel, dijo el moribundo, habéis prometido a mi Julia llevarla un día al altar; yo bendigo vuestra unión. Protege a mi pobre familia, y amad a vuestra esposa como lo merece… adiós”. Y el coronel murió estrechando con-vulsivamente la mano de Manuel.

- A los pocos días, continuo Vidal, después de una lige-ra pausa, el ejército francés entró a Puebla, y Manuel, habiendo sido hecho prisionero, partió para Francia, donde se encuentra actualmente. Julia, loca de amor y de pesar, quiso partir para ir, según decía, a libertar a su novio; pero las lágrimas, los ruegos de su ma-dre la detuvieron, y se convino en que se esperaría aun algún tiempo, antes de tomar una decisión. Así se hallaban las cosas cuando se tomó Oaxaca, y has conocido a la familia Marchessa. Como jamás has pronunciado una palabra de amor delante de Julia; como no has hecho ni la menor confidencia ni la mas pequeña insinuación a su madre, es muy pro-bable que tus frecuentes visitas sean recibidas como prueba de amistad, tanto más natural, cuanto que es continuación de la que tu madre profesaba a la fami-lia Marchessa. Se te ama; pero se te ama como a un

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hermano, ¿comprendes ahora, querido Eduardo, por qué te decía al principio, que tu amor te hacía arros-trar sacrificios inútiles?

- Sí, te comprendo, suspiró Eduardo, y te lo agradezco, dijo estrechando cordialmente la mano de su amigo. Pero ¿qué hacer entonces?

- ¿Qué hacer? Pues nada. Curarte. Considerar los acontecimientos de todo un mes, como un sueño, y volver a la realidad anterior… volver a la vida de aventuras galantes y alegres que conoces tanto; des-atar los cordones de tu bolsa y pagar los placeres fúti-les; en una palabra, abandonar la persecución de una ilusión imaginaria, para tocar la realidad.

- Lo procuraré; pero temo demasiado que no sea tra-bajo perdido.

- ¿Cómo? ¿a tu edad, con la fuerza y energía de ca-rácter que te conozco? ¿no podrías sobreponerte a un sentimiento que degenere en locura, en absurdo, puesto que no puede ser compartido? Vamos, valor, es necesario no olvidar que los muchachos como tú, han sido creados y puestos en el mundo para trastor-nar la cabeza a las mujeres, y no para ser esclavos de sus caprichos o de su coquetería.

- A fe mía que tienes razón, exclamó Eduardo, después de un momento de reflexión. Sería ridículo permane-cer por más tiempo adorando a una estatua de már-mol, que si debe animarse algún día, no será cierta-mente para mí. Después, tratando de exaltarse, añadió con voz decidida: vamos Vidal, para nosotros la vida, para nosotros las mujeres, para nosotros los placeres, y para probarte que comienzo una nueva existencia, voy a almorzar contigo, Vidal: vamos, en marcha.

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La presencia de oficiales desconocidos que formaban el corrillo en que Vidal se encontraba, impidió que la conver-sación volviese al objeto tan extensamente discutido por los dos amigos. Jamás se había visto a Eduardo tan con-tento: en los postres, bebió champaña con profusión, y después del café, Eduardo propuso una partida de bacará en la que perdió cincuenta luises con la mayor indiferencia del mundo. Como a las tres de la tarde, el joven capitán de Estado Mayor, se retiró diciendo en voz baja a su amigo: ya ves que estoy curado.

- Veremos más tarde, respondió Vidal; porque por el momento la sobrexcitación de tu espíritu con la ca-lentura, puede ser acaso uno de los mil síntomas de la enfermedad que oculta tu corazón.

Eduardo se fue; pero apenas había entrado a su casa, cuando comprendió la verdad de las últimas palabras de Vi-dal. La lucha que a sí mismo se había impuesto hacía algunas horas, era superior a sus fuerzas, y sucumbió. ¿por qué, ex-clamó en la exaltación de su dolor, debo dar fe a las palabras de Vidal? ¿no podría tener también algún interés secreto para engañarme? Y para ocuparse tan activamente de mis negocios más íntimos ¿no tendrá algún proyecto oculto?

En seguida, después de un momento de excitación, con-tinuó: pero no, Vidal me ha dado muchas veces pruebas de una amistad verdadera, para que en mi dolor, pueda olvi-darlas. No obstante, pudiera ser que doña Petra hubiera inventado toda esta triste historia; el temor de ver casada a Julia con un francés, haría ciertamente a esta vieja patrio-ta capaz de tal invención.

- ¡Vamos! Exclamó, procediendo a algunos detalles de su toilette; no puedo permanecer en esta incerti-dumbre. José!...

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- Presente, mi capitán.- ¿Está ensillado mi caballo?- Mi capitán, me dijisteis esta mañana que no saldríais

en la tarde, de modo que nada está listo.- He variado de idea. Salgo.- Está bien, mi capitán; voy entonces a ensillar el ca-

ballo bayo, pues como me habíais dicho que no sal-dríais, llevé el otro…

- ¡Ah caramba! ¿has concluido tu charla? Ensíllame un caballo, cualquiera, y sobre todo, silencio.

- Válgame Dios, dijo José corriendo, ya pronto no se podrá decir una palabra de explicación… después, cuando estuvo más lejos: vaya un negocio ¡creo que mi capitán está loco; algunas veces habla solo, dos horas; exhala suspiros capaces de enternecer a las piedras, y cuando quiero decir una palabra, zas¡ una coz… esto, al fin enfada. ¿y es culpa mía si tiende re-des de amor, como dice el Mariscal? Según parece, esa coquetilla no le paga en la misma moneda, por-que no puede ser otra cosa: por la mañana a San Feli-pe del Agua; en la tarde a San Felipe del Agua; por lo demás, yo conozco el corazón de las mujeres: ésta lo deberá tener de acero o de roble, como dice también el Mariscal. He visto, desde el primer día a mi capitán quemar la pólvora al aire libre, y no me he engañado. Por lo demás, el corazón de las mujeres, añadió sen-tenciosamente, es como los caballos de raza pura; si en nueve días no se les doma, es inútil intentarlo en adelante.

- Vamos, José ¿ya está?- Ya, ya, mi capitán; ¿debo acompañaros?- No, es inútil.

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- Muy bien, mi capitán. si yo os preguntaba, es que…- Sí, sí; ya lo sé; pero es inútil; y diciendo esto, partió

a todo trote.- Vaya una cosa dura! Exclamó José, cuando desapa-

reció su jefe: le iba a contar algo y me contesta: sí, sí; ya lo sé. Pero es que él no sabe nada, nada, abso-lutamente nada de lo que yo iba a decir. Desde luego quería hacerle comprender que pierde el tiempo y su juventud, pero para lograr decirle esto, es necesario dar un rodeo, porque sin eso estaba seguro de la con-testación, otra coz, ah, bah! Después de todo que se arregle, ya es bastante grande para conducirse por sí solo; pero han pasado los nueve días, hace tiempo, y no ha tenido esperanza, ni la tendrá.

En algunos minutos, el caballo de Eduardo, atravesó la media legua que separaba San Felipe del Agua de Oaxaca. Al acercarse a la elegante habitación de la familia Marchessa, Eduardo vaciló, pero esto pasó como un relámpago, y entró.

- Vaya! Es el señor Eduardo, exclamó el joven herma-no de Julia. Después, acercándose para estrechar la mano del capitán, añadió riendo: sed bienvenido, se-ñor desertor.

- ¿Qué decís Pepe?- Digo, que sois desertor, porque no os he visto esta

mañana; como es la primera vez que os permitís una ausencia semejante, mi hermana se ha incomodado, y para castigaros, ha suplicado a mi madre mandase enganchar: se han ido a la ciudad y no volverán sino a la entrada de la noche; de manera que ya veis, que el castigo durará para vos hasta mañana.

- A menos que no las espere esta noche, respondió Eduardo riendo.

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- Es una buena idea, dijo Pepe, tomando el brazo de Eduardo, y yo soy el que me aprovecharé mejor, por-que vamos a dar una vuelta al jardín, y platicaremos. Me gusta tanto oíros platicar, señor Eduardo, como el otro día cuando hicisteis la descripción de lo que podía llegar a ser México, con un gobierno enérgico y de instituciones liberales.

- Ah! Querido Pepe, suspiró Eduardo: yo no pienso en este momento en México.

- Pues ¿en qué pensáis con vuestro aire triste y melan-cólico?

- Pienso en la Francia, en París, en cosas que sois de-masiado joven para comprender.

- Ah! Sí; la Francia, París; y añadió Pepe sonriéndo-se, en alguna joven señorita que amáis, y con quien debéis casaros a vuestra vuelta: ya veis que yo com-prendo.

- Puede ser, dijo Eduardo al joven mexicano, para mu-dar de conversación.

- Ya veis, señor Eduardo, continuó Pepe con aire satis-fecho, que he adivinado inmediatamente la causa de vuestra tristeza. Así adivino el motivo del pesar de mi pobre hermana, cada vez que la veo melancólica y pensativa; Julia, le digo entonces, pronto llegará el correo; tendremos noticias de Manuel, sabremos si ha obtenido su gracia, si vuelve pronto; y mi pobre hermana sonríe y se consuela.

- Pero ¿qué tenéis señor Eduardo, exclamó Pepe, no-tando la palidez del joven capitán, estaríais indis-puesto?

- No, Pepe; un malestar pasajero, acaso una indisposi-ción. Vamos, ya pasó, añadió enjugándose la frente.

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- ¿Queréis tomar alguna cosa, señor Eduardo? Voy a llamar a Juan.

- Os doy las gracias, Pepe, voy a montar y a partir. Pre-sentareis mis respetos a esas señoras, y les diréis, que en efecto mi castigo es grande; pero que no es mi culpa; es debido a las circunstancias.

- ¿Queréis que mande ensillar un caballo para acom-pañaros hasta la ciudad? No vaya suceder que os in-dispongáis en el camino.

- Gracias, estoy mejor: vamos, amiguito; hasta mañana.- Hasta mañana temprano, ¿no es así, señor Eduardo?

Porque nos tendríais con cuidado.- Temprano, repitió maquinalmente Eduardo, y partió

al galope.Media hora después de esta corta visita, un coche sen-

cillo y del mejor gusto, entraba al patio; apenas Julia y su madre, porque eran ellas, habían bajado, cuando la prime-ra, viendo que se aproximaba Pepe, le preguntó con inquie-tud, si el señor Eduardo no había venido.

- Vino, contestó Pepe, pero se ha vuelto a marchar casi inmediatamente.

- ¿Y por qué? ¡Dios mío! Le habrá contrariado nuestro paseo.

- No; fue atacado de una indisposición repentina, y te-miendo acaso algo más serio, quiso irse, sin consen-tir que yo lo acompañase hasta su casa.

- Pero ¿qué sentía? Dijo a su vez la señora Marchessa.- Algún acceso de calentura sin duda, añadió la madre

de Julia, entrando a su departamento. Si no viene mañana, iremos nosotras a hacerle una visita.

- Pobre señor Eduardo, replicó Julia después de un momento de silencio; no sé qué tiene, pero hace al-

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gunos días está muy triste. ¿no habéis notado, madre mía, que distraído se encuentra? Se le habla de una cosa y contesta otra; sus bellos y grandes ojos azules, como los de su excelente madre, se fijan minutos en-teros en un solo objeto, parece estar absorto en una contemplación interior. Pobre joven! Participo de sus sufrimientos sin conocer la causa, porque es tan amable, tan simpático. Creeríais, buena madre, que aunque hace apenas un mes que conocemos al señor Eduardo, lo quiero como a un hermano, me parece que es de la familia, y que cuando como hoy, no le veo, me falta algo? Y después añadió la joven, con tono más decidido; mañana, quiero nos diga sus se-cretos, el motivo de sus pesares; le haré comprender que un buen hermano no debe tener secretos para su hermana, y por mi parte, le diré que no solo él sufre, suspira, espera. Oh! Querido hermano Eduardo! Le diré con franqueza cuanto lo quiero y le suplicaré, en fin, abandone conmigo esa etiqueta fría que le hace tratarme siempre como a una persona extraña.

Y la familia Marchessa entró al comedor para tomar la cena. Así es como dos seres jóvenes y bellos, sufrían la in-fluencia de un fluido simpático, que les hacía amarse mu-tuamente; pero amarse con un inmenso abismo de por me-dio, porque de un lado no había mas que amistad, mientras que del otro, todo era amor.

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Acababa de salir Eduardo de su casa, para dirigirse a oír de la boca del hermano de Julia, la confirmación de lo que le había dicho su amigo Vidal, cuando un jinete, llegando precipitadamente, se detuvo delante de la puerta de su habitación.

Era Adolfo, el joven oficial de administración, que conocie-ron nuestros lectores en el baile de Franco.

- Buenos días José, dijo con familiaridad al asistente de Eduardo.

- ¡Vaya! Exclamó José, es el señor don Adolfo; ¿y de dónde venís así, mi teniente, en traje de camino y todo cubierto de polvo?

- Vengo de la expedición de Villa Alta, le contestó Adolfo, dándole la brida de su caballo. Tu capitán está en casa, ¿no es así?

- Ah! ya; si; en su casa, cuando apenas lo puedo ver ahora dos horas por día; está en San Felipe del Agua. Pero entrad, entrad, señor Adolfo. Voy a entregar vuestro caballo al caballerango, para que lo pasee un poco; pobre animal, está bañado en sudor de sangre y agua, allí, allí es, en la puerta izquierda, dijo José,

CAPÍTULO IXEl corazón de una madre

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indicando con el dedo la entrada del cuarto de Eduar-do; estaré con vos dentro de un minuto, mi teniente.

Adolfo entró sin cumplimientos, porque su amistad con Eduardo le permitía esta licencia.

- Cómo! Dijo a José, en cuanto éste volvió ¿es aquí el cuarto de tu capitán?

- Si, mi teniente.- Pues bien, mi querido José, no te hace mucho honor

el desarreglo en que se encuentra.- ¡Qué queréis! Señor Adolfo, dijo suspirando el bravo

asistente, estoy disgustado del servicio.- Ah! Bah!- Por Dios que sí; por eso veis todo trastornado. Ya no

tengo aliento de ocuparme del quehacer.- Pero, en fin, ¿por qué estás disgustado del servicio?

Tienes por casualidad algún motivo de queja de tu capitán?

- ¡Ah, no, pobre querido señor!, solo que…- ¿Sólo qué?- Pues bien, ved, mi teniente: el señor Eduardo me da

lástima; está atacado de una enfermedad de espíritu, y temo que pierda la cabeza.

- Vamos, ¿quieres chancearte, o estás loco?- No, no; no quiero reír; y si algún loco hay en la casa,

desgraciadamente no lo soy yo, es él, el intrépido muchacho.

- Veamos, José, hablemos seriamente.- Es que yo hablo seriamente, mi teniente, y os ase-

guro que tengo más bien ganas de llorar que de reír. Sí, mi capitán está loco, loco de un amor, porque es verdadero, ya comprendéis, con buenas intenciones, como dice el Mariscal.

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- ¿Y por eso, replicó Adolfo, con una franca carcajada, aparentas ese aire entristecido, y descuidas tu deber? Entonces, pobre José, estás condenado a permane-cer triste todo el tiempo que vivas al lado de tu capi-tán; porque si es preciso ver la crónica, el amor para él es un fiel compañero, que rara vez le abandona y que nunca le hace traición.

- Sí, sí mi teniente; pero hay, como os he dicho, amor y amor. ¿comprendéis?

- A fe mía, no: te confieso que no comprendo adonde quieres ir a parar.

- Es muy fácil, por cierto, señor Adolfo: a una mujer se ama o para casarse o para, para…

- Pero pobre muchacho, dijo Adolfo riendo, cuando se comienza a amar a una mujer, siempre es para el matrimonio, y solo algún tiempo después, se modi-fican las ideas; espera algunos días aun, y tu capitán se curará. Vaya, me parece que hace ocho años que estás con él y no ha de ser sin duda la primera vez que tenga una aventura semejante.

- Precisamente en eso os equivocáis, mi teniente: por-que desde hace cerca de nueve años, que estamos re-unidos, esta es la primera vez, que sucede semejante cosa. Mi capitán es cazador inteligente, y cuando si-gue el rastro de alguna buena pieza, muy pronto la atrapa. Pero esta vez no lleva los pasos de costumbre, hay en esto algo que no es natural; la liebre que persi-gue es una polla de cuenta, es cierto, pero dudo mu-cho que se deje agarrar. Por lo demás, mi teniente, mis presentimientos no me engañan nunca; desde el primer día que pusimos los pies en esta casa; desde que miré todas las figuras de la familia, comprendí,

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que pararíamos en mal; quise cambiar de alojamien-to, pero como no soy el amo y no se me quiso escu-char, ha sido preciso quedarse.

- ¿Qué, con una de las señoritas de la casa está en planta la intriga?

- ¡Ah! ¡Sí! Una guapa muchacha, pero con ojos de de-monio; se creería siempre que va a devorar el cora-zón.

- ¿No será por casualidad la joven que Eduardo llevó del brazo, hace cerca de un mes, al baile del Prefecto?

- Cabalmente; desde esa noche mi pobre capitán ha comenzado a sitiar la plaza, y ved si va largo, ya han pasado los nueve días.

- ¿Qué nueve días?- ¡Eh, caramba! Me decíais hace un momento, que al

cabo de cierto tiempo, se modifican las ideas; y bien, yo pretendo, según un sabio, que si esta modificación no se verifica en nueve días, es necesario no pensar en ello, es un negocio perdido.

Adolfo no pudo contenerse y se puso a reír a carcajadas.- Podéis reír cuanto gustéis, mi teniente, pero ya ve-

réis si me engaño. Ved que no soy hombre teórico, sino práctico.

- ¿Práctico en qué?- ¡En el conocimiento de la mujer, caramba! Y además,

siempre he desconfiado de esas picaruelas, cuyas mi-radas fijas parecen querer leerle a uno hasta el fondo de la barriga. La mujer es, según dice el Mariscal, un ser creado y puesto en el mundo para dejarse querer, sin inquietarse ni del cómo, ni del por qué; ved que así lo comprendo, y así es como debe ser.

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- ¿Crees, dijo Adolfo, comenzando a cansarse de la charla de José, que tu capitán pueda tardar mucho tiempo aun en volver?

- ¡Eh! Mi teniente, ni Dios ni el diablo, os podrían responder de una manera cierta. Todo camina aquí sin ton ni son: por las mañanas se me dice: José, no salgo; a medio día: José, salgo; no sé ya cómo vivo, y realmente sí continuo así, me veré obligado a pre-sentar mi dimisión. Pero ¡cuidado! Añadió después de haber prestado atención un momento, es el tro-te largo de Biribi; seguro es mi capitán que llega. Ya sabéis, señor Adolfo, dijo el asistente, colocando el índice de la mano derecha sobre sus labios, yo no os he dicho nada.

José no se había engañado; era Eduardo.- ¡Vamos! Mi buen Adolfo, exclamó entrando el joven

capitán de Estado Mayor, ¿y de dónde diablos salís, querido amigo? Dijo apretándole la mano.

- Llego de la expedición de Villa Alta, mi capitán, y vengo a suplicaros recibáis mis excusas y aceptéis mi agradecimiento.

- ¿Y de qué, pues?- Recordareis que en el baile del Prefecto, a petición

mía, hicisteis firmar la orden de libertad de un joven prisionero mexicano. Fiel a la palabra que había em-peñado, partí esa misma noche para la Villa de Etla, donde llegué antes de que se pusiese en marcha la co-lumna. Una vez en libertad mi prisionero, tomamos el camino de esta ciudad, a dónde llegamos como a las diez de la mañana. Pero durante mi ausencia, fue dada a una columna la orden de partida para Villa Alta, y gracias a la bondad de un compañero, mis

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jefes han ignorado mi ausencia. Partí al galope para irme a colocar a mi puesto, y no tuve tiempo ni de ver a la familia de mi protegido, ni de venir a daros las gracias por la bondad con que me habéis ayudado a cumplir mi palabra, comprometida acaso muy ligera-mente. Ya veis por qué, mi capitán, os hago la prime-ra visita, a fin de unir las excusas al agradecimiento.

- ¡Ah! Este bueno y querido Adolfo, siempre el mismo, siempre con bellas frases, siempre igual corazón…

- ¿Y qué hay de nuevo por Villa Alta?- Nada de importante; hemos atravesado un país mag-

nífico, donde todas las poblaciones nos son cordial-mente hostiles. Creo, el señor Franco tendrá mucho que hacer en su Estado de Oaxaca, porque en nin-guna parte de México he visto tan arraigados como aquí, los sentimientos de un verdadero liberalismo. ¿Y vos, mi capitán, replicó Adolfo, después de una ligera pausa, habéis permanecido con buena salud?

- Perfectamente bueno, como veis. La casualidad me hizo encontrar en Oaxaca una familia que vivió largo tiempo en Francia, y que está íntimamente unida a la mía, de modo que estoy verdaderamente en país de conocidos.

- Habéis nacido bajo la influencia de una buena estre-lla, mi capitán, respondió Adolfo, cuya curiosidad se había excitado con las confidencias de José.

- ¡Dios mío! Querido Adolfo, la estrella del hombre es la que él mismo se forja, brillante u oscura, según él mismo se hace feliz o desgraciado.

- ¡Qué buen filósofo os habéis vuelto desde hace un mes!

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- Desde hace un mes, no; pero sí desde hace una hora. Hay en la vida dos alternativas bien crueles para el hombre, que son: la esperanza y la incertidumbre; pero desde que se llega a poseer lo que se esperaba, desde que está uno cierto de lo que dudaba, aunque no haya satisfacción, ni dicha, se consigue la paz del espíritu y esto es casi la felicidad.

- Es cierto, contestó Adolfo, suspirando ligeramente y pensando en las promesas de Pepa, que no había visto desde la noche del baile de Franco.

- Vamos, querido Adolfo, dijo el capitán levantándose, te tomo por mi cuenta, cenareis conmigo esta noche; convenido; ¿no es así?

- Acepto gustoso.- ¡José!- Presente, mi capitán.- Pero, mira muchacho en qué estado está mi cuarto;

¿estás enfermo, o habrás perdido por casualidad las costumbres de orden y de trabajo?

- Yo, mi capitán, respondió José con aire consterna-do, no estoy de ninguna manera enfermo, y gracias a dios no me ha salido pelo en las manos, como dais a entender.

- Pues entonces, ¿por qué ese desorden, por qué esa negligencia?

- Este desorden existe hace un mes, mi capitán, y espe-raba que lo notaseis para…

- Para poner todo en su lugar, ¿no es así? Bien, ya estás satisfecho ahora, porque ya lo he visto; y espero que todo va a cambiar.

- ¡Ah, gracias a Dios! Exclamó José retirándose lleno de alegría, ¿se habrán modificado las ideas, como de-

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cía hace un rato el tenientito, se habrá princhado a la liebre? ¿o por casualidad me engañará mi término de los nueve días? Ya veremos, pero indudablemente hay algo de nuevo.

José no se equivocaba; había en realidad algo de nue-vo, porque una transformación súbita y completa se había obrado en el espíritu de Eduardo. Después de haber adqui-rido la certidumbre de que Julia amaba realmente a otro, había tomado la firme resolución de exponer francamente, a la madre de la joven, la causa de sus sufrimientos y ale-jarse inmediatamente de la familia. Tomada una vez esta resolución, había vuelto a su casa tranquilo y casi alegre, y en su conversación con Adolfo, había descubierto en algu-nas palabras la nueva situación de su alma. Al día siguien-te, muy temprano, se dirigió a la habitación de la familia Marchessa. Y Julia fue quien lo recibió.

- ¡Dios sea loado! Exclamó ella llena de alegría, desde que apercibió al joven oficial; temíamos que estuvie-seis enfermo, señor Eduardo, porque Pepe nos había dicho que habíais estado ayer bastante indispuesto.

- Fue simplemente un malestar, respondió Eduardo, estrechando cordialmente la mano infantil que le ofrecía Julia. ¿la señora vuestra mamá se encuentra bien?

- Aquí está; os oyó hablar y se apresuró a venir; os quiere como si fueseis de la familia.

- Y bien, señor Eduardo, exclamó la señora Marchessa, estáis mejor ¿no es cierto? Temía tuvieseis un ata-que de fiebre, pero veo que no ha sido nada, gracias a Dios.

- Solo mi mal genio ha querido que mi castigo fuese completo, exclamó Eduardo riendo, porque de buena

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o mala voluntad, he debido pasar el día sin haber te-nido el gusto de veros.

- Siempre espiritual, siempre adulador.- Señora, continuó Eduardo, fingiendo no haber oído

el cumplimiento que le había sido dirigido; también esta larga ausencia de un día me hizo descubrir un secreto que he prometido no confiar más que a vos; a lo menos por el momento, añadió sonriendo a Julia.

- Os comprendo, señor de los misterios, respondió riendo la joven; eso quiere decir que queréis hablar a solas con mamá; pues bien, os dejo, y para cumpli-mentaros, con la esperanza por supuesto de que me diréis una palabrita de vuestro gran secreto, voy in-mediatamente a escogeros algunas flores de las que preferís. Y la joven desapareció en el jardín.

- Pasemos al salón, Eduardo, dio entonces la señora Marchessa; platicaremos con más comodidad y nadie nos importunará.

Apenas se había sentado junto de la que había escogido por confidente, cuando Eduardo comenzó sin vacilar, a ex-poner el objeto de su visita.

- Señora Marchessa, dijo con voz segura, sois la amiga de mi madre; me consideráis casi como si formase parte de vuestra familia, de manera que no puedo impedirme tener en vos la más grande y la más en-tera confianza; aunque joven aun, tenéis experiencia del mundo, para no comprender desde la primera pa-labra, la importancia de mi visita; porque, por una parte están en juego mi reposo, mi salud, y mi vida; mientras por la otra, se presenta algo más precioso aun para vos, puesto que se trata de vuestra querida hija, de Julia.

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- ¿Qué queréis decir Eduardo? exclamó la señora Mar-chessa, estremeciéndose de emoción.

- Quiero decir señora, que desde el primer instante que vi a Julia; desde el día en que su mirada de fuego penetró en mi alma; desde que su voz dulce y sonora, hizo llegar a mis oídos las primeras palabras patrióti-cas; desde entonces he sido deslumbrado, fascinado; desde ese instante feliz o desgraciado, la amé, la amé inmediatamente como se ama a toda joven hermosa y hábil; la amé en seguida como se ama la luz, como se ama a Dios.

- Me asustáis, Eduardo.- No temáis nada, señora, os hablo como a una amiga,

como a una madre, y no os ocultaré nada. Ebrio de felicidad, me complacía en esta embriaguez moral, donde veía el porvenir bajo los colores más brillan-tes; solo en el mundo, con los sentimientos y las ilu-siones de mi corazón, retardaba de día en día la con-fidencia y la declaración que debía hacer, en primer lugar a vos, en seguida a Julia; cuando de repente, mi felicidad, mi alegría, mis ensueños del porvenir: todo se desvanece como si hubiera sido el juguete de un sueño o de una ilusión, al saber por el rumor pú-blico que Julia estaba prometida, que tenía un pre-tendiente.

- Es cierto, respondió suspirando la señora Marchessa.- Las más absurdas ideas trastornaron entonces mi ce-

rebro, continuó Eduardo, estaba loco, porque tenía la certidumbre de que un abismo que no podía fran-quear, existía desde luego entre el objeto de mi amor y yo: deciros señora, lo que he sufrido, sería impo-sible; ningún lenguaje humano puede traducir tales

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dolores. Era preciso, sin embargo, tomar una reso-lución que fuese tan conforme a las exigencias de la amistad, como a las leyes del honor; esta resolución la he tomado, y creyendo haber satisfecho todos mis deberes, exponiéndoos la situación bajo su verdade-ro aspecto, vengo a anunciaros mi partida de Oaxaca, vengo a despedirme.

Hacía algunos instantes que de los ojos de la señora Marchessa corrían abundantes lágrimas; estaba evidente-mente bajo la influencia de una grande emoción; pero a las últimas palabras de Eduardo, a esas palabras de una despe-dida tan noblemente anunciada, se levantó repentinamen-te, exclamando:

- ¡Eduardo mío! No partiréis, escuchad, dijo volvién-dose a sentar, después de un momento de reflexión; que pareció calmar un poco su espíritu: sabéis que-rido Eduardo, lo que todas las madres aman a sus hijos y debéis comprender que en una familia diez-mada como la mía por la guerra civil, se reúne en los que quedan, la afección que pertenecía a todos los que ya no existen. Vuestro corazón tan amante, debe deciros, cuánto amo a mi Julia y que sacrificios estoy pronta a hacer por su felicidad, por su porve-nir. ¿Cuántas veces a solas con mis pensamientos me esfuerzo en prever los días que le están reservados por la providencia! ¡Cuántas veces en el silencio de la noche, pienso en Manuel, en el hombre que algún día debe arrebatarme, llevarse y poseer mi precioso tesoro! Y yo también, Eduardo, yo también sufro en-tonces agudísimos dolores.

Y de nuevo comenzaron a correr lágrimas por las adel-gazadas mejillas de la joven viuda.

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- Pero, continuó de pronto, cuando una madre encuen-tra en su camino a un hombre, tal como vos, Eduar-do, cuando se han recibido de él las confidencias que me habéis hecho; esta madre faltaría a su deber, si a su vez, no volviese a ese hombre confidencia por con-fidencia, si no le pagase amistad, con amistad.

- Escuchadme, Eduardo, continuó después de haber enjugado su llanto, y procurad sobre todo, compren-derme bien. Manuel, el pretendiente de mi hija, fue como lo sabéis, conducido a Francia en clase de pri-sionero de guerra. Gozando de una inmensa fortuna, este viaje fue para él demasiado agradable, y salvo al-gunas ligeras exigencias de la autoridad militar, a las que todo prisionero de guerra debe someterse, nada le hacía sentir su cautividad. Amigos poderosos, que tenía en París, pronto obtuvieron la autorización del Ministro, para que viviese en la capital. Al principio, fiel a sus promesas, no dejó pasar un correo sin escri-birnos; pero poco a poco, sea por el trabajo, sea por negligencia, sea por los placeres, escribe raras veces; y ya hace dos meses que no recibimos noticias su-yas. Cuando se trata de una hija le es permitido a una madre recurrir a todos los medios que pueden acla-rar un cambio semejante; desde el primer mes de la partida de Manuel a París, he renovado, por corres-pondencia, antiguas relaciones que había abandona-do desde mi salida de Francia, y a su bondad debo, estar fielmente impuesta de la conducta de aquel. Esa conducta Eduardo, os lo confío bajo el sello del secreto, no es, ni la de un patriota ni la de un amante, y temo mucho, que en ese golfo inmenso y siempre

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tempestuoso que se llama París, Manuel haya perdi-do la conciencia y el corazón.

Después de una ligera pausa, continuó:- Debéis suponer, que mi hija está en la más completa

ignorancia de lo que pasa; si se lo dijera, no lo creería. Dos sentimientos distintos han atraído a Julia ha-cia Manuel: primero, su patriotismo, sus sacrificios por la causa liberal; después, su talento natural y los adornos físicos de que está dotado. Conozco perfec-tamente a mi hija; pero sería imposible decir, cual de esos dos sentimientos ha dominado al otro, cuando prometió su mano a Manuel. Decir hoy a Julia, que éste no es ya ni patriota, ni amante, sería matarla; porque la pobre niña también ha soñado días muy hermosos: se ha adormecido en tan dulces ilusiones; espera con tanta impaciencia y tanta seguridad al que ama, y de quien se cree amada. Que sería darle el golpe de muerte, si repentinamente se le pusiese al frente la realidad.

- ¡Pobre hija! Suspiró Eduardo.- Hará cerca de veinte días, continuó la señora Mar-

chessa, me propuse adoptar el mejor método posi-ble, cuando después de haber reflexionado madura-mente, después de haber pesado y calculado, tomé en fin ayer una resolución.

- ¿Cuál? Dijo vivamente Eduardo.- Hela aquí: dejar a Julia en la más completa ignoran-

cia acerca de la conducta de Manuel; aumentar, par-ticipando de ellas, sus inquietudes por el silencio de su novio, después acceder a la súplica tantas veces negada, que me ha hecho de ir a París ella misma,

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en compañía de su hermano Pepe y de una persona de mi elección. Me costará mucho, añadió la pobre madre, enjugando de nuevo sus lágrimas, separarme de mis dos hijos; pero la vida de Julia, su felicidad, su porvenir, es ante todo. Allá, cuando al llegar confiada a los brazos del que ama, no encuentre más que fría política e indiferencia, el golpe será terrible, pero ella lo soportará, conozco demasiado su carácter, su cora-zón, sus sentimientos, para dudar un solo instante, que el amor de Julia no se cambie repentinamente en odio y su amistad en desprecio, a la vista de Ma-nuel capaz de traicionar a su partido y de olvidarla.

- Mi querido Eduardo, dijo la señora Marchessa levan-tándose; ahora que sois mi confidente, ¿queréis ayu-darme en la ejecución de este proyecto?

- Os estimo demasiado, señora, para no ponerme completamente a vuestras órdenes; sobre todo, aña-dió levantándose a su vez, cuando se trata acaso de la eterna felicidad de Julia.

- Pues bien; entonces, mi querido ayudante de campo, escuchad bien mis instrucciones y seguidlas punto por punto, dijo la señora Marchessa con aire casi ale-gre. Debo deciros que Julia os ama mucho; pero os ama como a un hermano; ayer me decía aun la pobre muchacha: “Voy a suplicar al señor Eduardo aban-done su aire de etiqueta cuando se encuentra a mi lado, porque, puesto que le amo como a un herma-no, quiero que me trate también como hermana”. Ya veis, Eduardo, que fuerza será ceder a los deseos de vuestra encantadora amiga. Acaso la novia os hará algunas pequeñas confidencias; sabedlas escuchar con calma, y tratad de aumentar sus inquietudes con

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respecto a Manuel. Pero dejemos pasar algunos días; reuniré un pequeño consejo de familia, en que será discutido y decidido el viaje de Julia. Después, aña-dió sentenciosamente la buena madre, el tiempo y Dios harán lo demás.

En ese momento la puerta de la sala se entreabrió y Ju-lia sin entrar, dijo riendo: ¿ha concluido la gran conferen-cia? ¿se puede penetrar al cuarto de los secretos?

- Ciertamente señorita, respondió Eduardo avanzan-do hacia la puerta.

- Tened. Señor consejero de estado, replicó Julia, ha-ciendo una graciosa reverencia, he aquí algo que vale tanto, según creo, como vuestras grandes delibe-raciones: un bouquet para haceros olvidar vuestro castigo de ayer, con dos condiciones, dijo retirando vivamente el bouquet, que la mano de Eduardo iba a tomar

- Acepto sin conocerlas, señorita.- La primera es, que no volváis a desertaros; y la se-

gunda, que abandonareis con nosotros, y sobre todo conmigo, vuestro grande aire aristócrata que de nin-guna manera conviene en familia.

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Dejemos por algunos días a la tierna ma-dre esforzarse en conducir a buen fin los proyectos concebidos para la felicidad de su hija, y volvamos un momento la vista hacia Adolfo.

Son la siete de la noche y la pequeña plaza, circuida de una frondosa arboleda, que se encuentra frente a la Catedral, es el centro de reunión para los pasea-dores, que sean franceses o mexicanos, se dirigen allí, para respirar el fresco y embalsamado ambiente de una noche primaveral. Adolfo que diariamente hace la corte a Pepa, desde hace un mes, se pasea en compañía del joven Vicente López, hermano de la niña.

Aunque tenía diez y siete años, el físico de Vicente re-presentaba un muchacho de veintidós a veintitrés, según lo desarrollado de su estatura y lo caracterizado de sus fac-ciones; no así en cuanto a moral; pues muy a menudo razo-naba con el candor de un niño; este muchacho que no tenía realmente más que las apariencias de un hombre formado. Unido desde luego a Adolfo por su reconocimiento, llegó muy pronto a ser su íntimo amigo, no solo por la confor-midad de opiniones políticas que existía entre ambos con respecto a los negocios de México, sino más bien subyuga-

CAPÍTULO XEl consejo de la familia

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do por la simpatía que el buen carácter, la afabilidad y la franqueza del joven francés inspiraba al punto a todos los que le conocían.

- Sí, mi querido Vicente, decía Adolfo con aire anima-do, amo a vuestra hermana, con el amor más puro y más sincero.

- Y creo que ella os corresponde, contestó Vicente.- Sí; creo que no es indiferente a mis sentimientos,

pero todo lo que la rodea, todo lo que ve diariamen-te, todo lo que la ama y que ella ama, me es singu-larmente hostil. Vuestra misma madre, Vicente está lejos de amarme.

- La hostilidad, o por mejor decir, el odio que toda mi familia os tiene, existe, pero no a vos en lo personal, Adolfo, sino a todo el que lleva el uniforme francés. En cuanto a mi madre, os equivocáis demasiado, por-que ella bendice cada día vuestro nombre, y jamás ol-vidará que le habéis vuelto a su hijo, en el momento en que estaba separado de ella por largo tiempo, aca-so para siempre. Pero la pobre mujer se contenta con amaros en silencio, porque es de tal manera patriota, que creería faltar a su deber de liberal, mostrando en público, la menor señal de amistad a un oficial de los invasores.

- Querido Vicente, replicó Adolfo algo serio, aunque sois todavía muy joven, voy sin embargo a haceros una confidencia de las más serias. Como sabéis, amo a vuestra hermana y soy correspondido. Después de ha-ber reflexionado maduramente sobre la conducta que debo seguir, he determinado, con el consentimiento de Pepa, ir yo mismo a pedirla a vuestra madre para casarnos. Ignoro si mi petición será oída con agrado;

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pero me hace falta un amigo íntimo de vuestra ma-dre que prepare el camino para que mi petición sea, si no otorgada, a lo menos admitida en lo posible, y este amigo, seréis vos, Vicente ¿no es cierto? Añadió Adol-fo, tendiendo la mano al hermano de Pepa.

- Indudablemente, contestó el oficial liberal, estre-chando la mano de su amigo; pero os confieso que seré un mal abogado de vuestra causa, porque a mí mismo, que os estimo y aprecio tanto, me sería pe-noso ver a mi hermana unida a un oficial francés. Pues ¿qué será para mi madre, que adora a su hija y lleva tan a menudo la adhesión al partido liberal hasta el exceso? Pero, en fin, servicio por servicio, amistad por amistad, querido Adolfo; yo os juro que haré todo lo posible, para que vuestra proposición sea favorablemente escuchada.

Dentro de tres días dirigiré a la señora vuestra ma-dre, una carta pidiéndole la mano de Pepa; preparad-la a recibir tal misiva, y estad presente a su recepción, a fin de estudiar el efecto que produzca.

- Seguiré vuestras instrucciones. En cuanto a vos, que-rido Adolfo, prometedme no procurar exaltar en de-masía los sentimientos que mi hermana experimen-ta, porque su amor hacia vos es ya más que suficien-te, añadió con inocencia.

- Buenas noches, Vicente, cuento con vos.- Seréis servido como amigo, y si fracasa, no será culpa

mía; adiós.Y los dos amigos se separaron.Pero volvamos a la casa de la señora Marchessa, porque

un mes entero ha transcurrido, desde las confidencias re-cíprocas de Eduardo y de la madre de Julia. Eduardo come

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ahora con la familia, y a la salida del almuerzo sorprende-remos a los principales personajes de esta historia.

- Sí, mi querido Eduardo, dijo la buena madre diri-giéndose sola con él hacia una de las más bellas calles del jardín; creo que todo está listo, ahora es preciso obrar. Ya tenéis la prueba de que no me he engañado en ninguna de mis previsiones. Habréis podido no-tar, cuánto ama mi hija a su Manuel, y el brillante y feliz porvenir que espera al enlazase con él.

- Sí señora, respondió Eduardo, pero lo que creo ha-ber descubierto también, es que Julia ama más bien a Manuel por patriotismo que por amor; está fasci-nada por la gloria que se une ya al nombre que debe llevar; porque los antepasados de Manuel, como los vuestros, han sido todos mártires de sus conviccio-nes. Ve en su amante a un joven héroe que le trajo las últimas palabras, la última bendición de su amado padre, le sigue con el pensamiento en su abnegación en la defensa heroica de Puebla; le ve caer entre las manos del enemigo; conduciéndole después a Fran-cia, como prisionero de guerra; se lo figura, en fin, en un calabozo y aherrojado. De esta manera la pobre niña, sufriendo la influencia de su propia exaltación patriótica, contempla en éxtasis, las facciones de su futuro esposo; así es como, no pudiendo ella misma analizar los diversos sentimientos que sufre, llama amor a lo que no es realmente más que aprecio, re-conocimiento, admiración. Físicamente, Manuel no existe para ella; no le ama, sino en lo moral.

- Podríais equivocaros, Eduardo.- No señora, no me equivoco, y el porvenir lo probará.

Como me dijisteis en nuestras mutuas confidencias,

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si Julia encuentra a Manuel culpable de traición, su amistad se cambiará en odio y su estimación en des-precio.

- Creo, Eduardo, haberos dicho: “si Manuel une el olvi-do a la traición”.

- Si señora, tales han sido vuestras palabras, pero inten-cionadamente he suprimido el pensamiento de olvido, porque para mí, Manuel, amando, adorando siempre a su novia, será infaliblemente rechazado, despreciado, aborrecido, si no permanece fiel a sus convicciones po-líticas. El corazón de Julia ama a su patria sobre todo, y ella daría gustosa su sangre, su vida, por asegurar la independencia y la unión de su desgraciado país; pa-triota antes que mujer, no ama a Manuel, os lo repito, sino porque es liberal, y porque el nombre de su fami-lia es el del más grande héroe de su partido.

- El porvenir nos dirá si habéis sido buen juez, Eduar-do, entretanto es preciso tomar una decisión: he prometido hoy a Julia reunir mañana el consejo de familia, y la pobre me ha suplicado dejaros asistir a él. Eduardo, me ha dicho, tiene para mí toda la amis-tad, todo el afecto de un hermano; le he confiado el motivo de mis pesares, y él se ha compadecido; su ad-miración por la conducta valiente de Manuel, es igual a la mía, y estoy cierta, ha añadido con aire conven-cido, que si lo dejáis asistir al consejo de familia, mi hermano Eduardo, aplaudirá la causa de mi partida.

- Pobre niña! Murmuró Eduardo; como la ciega su pa-triotismo!

- Ya veis Eduardo, continuó la señora Marchessa, que todo camina según nuestro deseo; asistiréis mañana a nuestro consejo, donde se tomará la decisión defi-

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nitiva. A propósito, dijo riendo; creo deberéis adver-tir que el mayor enemigo de nuestro proyecto será mi madrina, la tía de Manuel, ya sabéis, doña Petra, a cuya casa vamos a comer todos los domingos. Pro-curad, sobre todo, no poneros en oposición abierta con ella, porque se perdería todo; aprobaremos siem-pre sus grandes argumentos políticos, y no discutire-mos más, que los medios de asegurar la ejecución de nuestro proyecto. Pero silencio, Julia llega.

- Señorita, dijo entonces alegremente Eduardo; ya sa-béis que mañana se va a decidir la cuestión de vues-tra partida.

- Ah! Respondió la joven, lo sé demasiado; después, adelantándose cerca de Eduardo y tomándole fami-liarmente la mano entre las suyas ¿no es cierto, ami-go mío, que sostendréis mi causa y que la sostendréis ante la madrina de mi madre, que no quiere absolu-tamente oír hablar de esa partida?

- Os lo prometo, contestó Eduardo. Pero sabéis, mi bue-na hermanita, que no es fácil con doña Petra, y que las más bellas frases son de poco precio para ella. En fin, dijo él riendo, sostendré vuestra causa como si fuese la mía, y ya sea por los sentimientos, ya sea por la lógica, y aun si es preciso un poco por la fuerza, espero que obtendremos convencer a la terrible madrina.

Dejemos a la familia en su íntima conversación, para hacer una visita a doña Petra, que desde por la mañana ha-bía sido prevenida para la reunión del consejo de familia y de la cuestión que debía decidirse en él.

- Dejar partir a Julia a París se decía a sí misma la vieja madrina, es cosa grave; y sin embargo, ¿qué puede hacer mi sobrino? ¿qué significa su largo silencio?

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¿El descendiente de Romero no sería acaso el here-dero de la grandeza de alma y de la firmeza de carác-ter de sus antepasados? Pero no; es cosa imposible; Manuel no puede haber fraternizado, pactado con los enemigos de su país. Después de un momento de reflexión, la vieja tía añadió: lo que me da miedo es París; donde se respira la corrupción por todos los poros; mi sobrino es rico, buen mozo: ¡quién sabe si lo habrá hechizado ya alguna pícara francesa! Esas condenadas mujeres de París son capaces de todo. Si creyese que tal desgracia pudiese suceder, añadió ella con cólera, haría a un lado mis setenta años, y yo también partiría, yo también iría a París. Es que no habría medio ninguno de seducirme; a mí, vieja por-ta bandera de las familias de Oaxaca. Sus bailes, sus reuniones, sus teatros, sus más hermosos jóvenes, todo sería desdeñado, rechazado, despreciado. Iría a gritar en voz alta en sus salones las buenas cosas que sus soldados han venido a hacer aquí; iría a pre-guntarles cual sería el resultado de su famosa expedi-ción; iría a anunciarles la próxima caída del trono del austriaco y, profetisa de la desgracia, invocaría sobre ellos la maldición del cielo por tanta sangre derrama-da tan inútilmente. Después, añadió con más vehe-mencia: si alguna mujer de París hubiese seducido a mi pobre Manuel, desgraciada de ella, porque la ma-taría… ¡Ave María Purísima! … dijo santiguándose, asustada de lo que acababa de decir. Dios mío! Con-tinuó con más calma ¿porqué me vienen tan negras previsiones a la cabeza? Sin embargo, hace tres me-ses y seis correos que Manuel no nos escribe; ¿pero es esta una razón para hacer tales suposiciones? No,

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no, yo no puedo dar fe a semejante presentimiento de mi pobre espíritu; no, no, Manuel no se ha deja-do cautivar por los encantos de esas jóvenes, que, en sustancia no valen lo que las nuestras, con sus ca-bellos postizos, sus dientes de quitar y poner, y sus pies de elefante, añadió envalentonándose con aire satisfecho.

- Pero, continuó después de un momento de reposo: todo eso me dice lo que deberé hacer mañana en el consejo de familia. Deberá partir Julia? Esta es la cuestión que se debe resolver. En seguida, después de haber reflexionado largo tiempo, se levantó con aire decidido, exclamando: eso es, sí; eso es; tengo una idea y nadie podrá quitármela! Se verá una vez más, que la vieja Petra sirve todavía para algo.

Al día siguiente, como a las diez de la mañana, estaba reunido el consejo de familia en el antiguo salón de reci-bir de doña Petra, viuda de Romero. Se hallaban presentes: doña Petra y sus tres hijas mayores; un octogenario que era conducido en un sillón y que todo el mundo llamaba respe-tuosamente don Pablo Romero; era el hermano mayor de doña Petra, y tío también de Manuel; después, la señora Marchessa acompañada de sus dos hijos, y en fin, Eduardo de V… La primera salida de doña Petra fue una frase que nadie esperaba; pues apenas se habían sentado todos en derredor del sillón de don Pablo cuando volviéndose hacia la señora Marchessa, le dijo con aire interrogador: ¿por ca-sualidad el señor Eduardo forma parte de la familia, para que mi ahijada lo haya traído al consejo?

La señora Marchessa iba a contestar, pero Eduardo no le dejó tiempo, porque a las últimas palabras de doña Petra, se había levantado, y haciendo a la vieja una profunda re-

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verencia: señora, le dijo él, si creéis que mi presencia aquí, no es conveniente, me apresuraré a retirarme; no he veni-do más, que como amigo adicto a vuestra familia, pronto a ofreceros mis servicios, a sacrificarme por vosotros si nece-sario fuere; si aun así juzgáis conveniente no aceptarlos…

- No, no; no, Eduardo, dijo vivamente doña Petra, or-gullosa de tal señal de deferencia, no os vayáis; si he hecho esta pregunta a mi ahijada, es solo para ha-ceros comprender que debía por lo menos habernos pedido nuestro consejo, a nosotros gentes de edad y de experiencia, ¿no es cierto, hermano? Añadió diri-giéndose a don Pablo.

El anciano hizo un movimiento de cabeza afirmativo.- Os suplico aceptéis mis escusas, madrina, dijo a su

vez la señora Marchessa. Eduardo es tan adicto a to-dos nosotros, que pensaba que vos también lo consi-derarais como miembro de la familia.

- Está bien; lo considero como tal, contestó la presi-denta del consejo, puesto que soy la primera en de-cirle que se quede y darle voto deliberativo en nues-tros negocios más íntimos.

- Pero, mi querida ahijada, no perdamos el tiempo en pláticas inútiles, os lo suplico; y comencemos desde luego la cuestión que es el objeto de nuestra reunión.

- Se trata, hermano e hijos míos, dijo entonces doña Petra, con entonación digna y grave, de decidir si Ju-lia debe partir a París, para reunirse allí con Manuel, obtener su gracia, sin que se le obligue a empeñar su palabra contra el partido liberal, y en fin, traerle a Oaxaca, para celebrar la unión que estas dos creatu-ras mutuamente se han prometido contraer, ¿Cuál es vuestro parecer, hermano?

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Don Pablo señaló a Julia con un pequeño movimiento de cabeza y ojos.

- Mi hermano, replicó doña Petra, que comprendía los menores gestos del anciano, quiere que sea Julia la primera que hable.

- Habla, pues, hija mía, según tu corazón y tus convic-ciones.

Julia se levantó; estaba pálida de emoción, pero jamás había estado tan bella: su boca ligeramente contraída, pa-recía impaciente por abrirse, para defender su causa y la de su novio; mientras que su mirada más fija y más brillante que de costumbre, parecía estar segura anticipadamente de la victoria.

- Prometida hace dos años a Manuel Romero, dijo con voz clara y firme, estoy impaciente por llevar su nombre; no para encontrar cerca de él las dulzuras del himeneo, sino para dar jefe a una familia que no lo tiene; para que la alianza de los dos nombres más grandes de la historia liberal del Estado de Oaxaca, sea una nueva amenaza hecha a nuestros enemigos; para que, en fin, trayendo yo misma a Manuel al cam-po de batalla, pueda encontrar en él tantos laureles, tanta gloria como nuestros antepasados. Ved porqué quiero partir, ved porqué ni un miembro de la fami-lia Romero, ni mi madre ni nadie se opondrá a mi proyecto.

Julia se sentó y el anciano hizo con la cabeza una señal de aprobación que a nadie escapó.

- ¡Siempre eres el mismo, hermano! Exclamó doña Petra, interpelando a don Pablo; espera que todo el mundo haya hablado para emitir tu opinión. El que no oye más que una campana, solo oye un sonido.

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Julia ha hablado como hija sensata, y sobre todo, como verdadera patriota, pero es necesario examinar el pro y la contra, y no dejarse alucinar por hermosas palabras. ¿cuál es vuestra opinión, ahijada, respecto al viaje de vuestra hija?

- Mi opinión, dijo la señora Marchessa permanecien-do sentada, no puede ser enunciada en presencia de mi hija. Si mi madrina quiere permitir que se retire por algunos instantes, hablaré.

- Dolores, dijo inmediatamente doña Petra a su hija más joven, y tú Pepe, acompañad a Julia a la pieza inmediata; os llamaré cuando sea tiempo. Hablad ahora, María, dijo enseguida a su ahijada.

- Creo lo mismo que mi hija, comenzó la señora Mar-chessa, que su partida a París es necesaria; pero yo fundo la necesidad de ese viaje en motivos más se-rios y menos entusiastas que los que ella acaba de exponer. Conociendo la Francia, y sobre todo París, sé todas las seducciones que puede encontrar allí la juventud, y aunque llena de confianza en Manuel, algunas veces comienzo a temer que su inexperien-cia del mundo le haga caer en una de esas mil redes tendidas a todos los deseos, a todos los caprichos, a todas las voluntades del extranjero que por primera vez visita París. Si, como espero, Manuel ha conti-nuado siendo lo que era, la llegada de Julia a París será para él el placer más grande; si por el contra-rio, la desgracia quisiese que se haya dejado arras-trar por esa corriente rápida y a veces fangosa, que se llama los placeres parisienses, la llegada de Julia sería un bien todavía, porque Manuel, súbitamente convertido por la presencia de la que ama, se arro-

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jará a sus pies, obtendrá su perdón y se casará; o, si ha entregado su corazón a otras afecciones, olvidará sus promesas y rechazará a su prometida. Ya veis que mi corazón de madre todo lo ha calculado, todo lo ha previsto; hasta la cruel alternativa en que mi pobre hija abandonada sucumbiría acaso a su dolor; pero el conocimiento de la verdad es siempre menos malo que la incertidumbre prolongada.

El anciano hizo a la madre la misma señal de aprobación que había hecho a la sobrina.

- Otra vez os suplico don Pablo, dijo a su hermano doña Petra, con tono severo, no dejéis conocer así vuestra opinión, antes de tiempo.

- Pero el anciano no pestañeó, como si no hubiese oído nada de este nuevo reproche.

- Y vos ¿qué pensáis del viaje?, dijo suavemente la pre-sidenta, volviéndose hacia Eduardo.

Sea deferencia a la edad de sus dos principales audito-res, sea por imitar a Julia, Eduardo se levantó para hablar.

- Vosotros sabéis, dijo, que amo a Julia como a una hermana; todo lo concerniente a su porvenir, a su fe-licidad, es por consiguiente para mí una de las cues-tiones más serias que puedan agitarse en el seno de vuestra familia, desde hace algunos días la señora Marchessa me había confiado sus intenciones to-cante al viaje de Julia. He reflexionado maduramen-te tanto en las consecuencias que puedan resultar, como en los motivos que puedan determinarlo, y debo confesaros que a mi modo de pensar, todo está a favor de la partida. Como decía Julia hace un mo-mento, es tiempo de dar un jefe a una familia que no lo tiene, y sería conveniente unir los dos más gran-

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des nombres del Estado; pero también, como nos lo ha expuesto su madre, es preciso asegurarse primero de que los sentimientos de Manuel han permanecido en el mismo estado ¿y quién mejor que Julia puede resolver en un momento esta cuestión complicada? ¿Quién mejor que ella puede leer en el fondo del co-razón de su novio? Su llegada a París allana repenti-namente todos los obstáculos, y si, como es preciso esperar, Manuel ha permanecido fiel a sus conviccio-nes y a su amor, Julia será la más feliz de las mujeres, obtendrá fácilmente y sin condiciones, la libertad del prisionero, y traerá para ella un esposo, para las dos familias un jefe digno de ellas, y para la causa liberal el brazo joven y vigoroso de un Romero, es decir, de un mártir o de un héroe.

- Bravo, bravo, murmuró el anciano con voz casi apa-gada, esforzándose por hacer comprender a Eduardo que quería estrecharle la mano.

- En fin, hermano, os perdono esta vez vuestra excla-mación, dijo sonriendo doña Petra, porque he estado de hacer otro tanto. Pero, Eduardo, interrumpió ella, dad pues la mano a don Pablo Romero; ¿no veis que quiere daros las gracias por el modo digno en que acabáis de hablar?

Eduardo estrechó ligeramente la mano del anciano, reci-biendo algunas palabras de elogio, que no pudo comprender.

- A mí me toca hablar, dijo la vieja tosiendo, porque mis hijas son siempre de mi opinión. Cuando mi ahi-jada y yo, decidimos el desposorio de Julia y Manuel dijo ella con voz grave y seria, estábamos lejos de suponer que nuevas desgracias pesarían sobre nues-tras familias, tan escarmentadas; esperábamos que

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se verificase la unión de nuestros hijos en medio del regocijo y de la paz; nuestras esperanzas han sido vanas, nuestro pobre país, invadido repentinamente por el extranjero, llamó a sus hijos y todos partieron sin distinción de edad ni de fortuna. Después de ha-ber perdido uno tras otro a todos los miembros de nuestras dos familias, concentramos nuestras afec-ciones, nuestra esperanza, nuestro amor en Manuel y Julia. Jóvenes hermosos, buenos patriotas, amán-dose como se ama a esa edad, nuestros dos hijos nos prometían aun un feliz porvenir, cuando el pobre de Manuel fue hecho prisionero por los invasores que lo condujeron hasta el centro de esa cloaca de corrup-ción, llamada París. Todos hemos sido testigos del dolor y la desesperación de Julia, cuando supo la par-tida de su amante; fue preciso recordarla su ternura filial para impedirla seguir al que amaba; hoy que el silencio prolongado de Manuel nos inquieta a todos, la exaltación de Julia ha llegado a su colmo, porque teme, espera y sufre, más que nosotros. La pobre criatura quiere ir a disipar por sí misma sus temores; poner un término a sus sufrimientos y, como nos lo ha dicho Eduardo, volver al partido liberal a uno de sus mejores soldados. ¡Pero quien sabe, dijo bajando la voz, quien sabe si Manuel es aun soldado de nues-tra causa! Los franceses fingen un liberalismo que no poseen, sino en su organización social, pero que no tienen en sus instituciones políticas: quien sabe si Manuel, deslumbrado por el examen de una sociedad en que cada uno tiene sus derechos, en que cada uno tiene su puesto igual, en que todo camina con una precisión que toca a la perfectibilidad; quien sabe si él

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también llegue a preferir el pan blanco que se recibe de un amo o de un tirano, al negro reservado a menu-do para los defensores, para los que sostienen, para los hijos de un gobierno libre! Si así es, añadió la vieja patriota enjugando sus lágrimas, el duelo de Romero sería eterno, porque sería el primero de sus hijos que defeccionaba a la causa del porvenir. Si fuese así, yo sería la primera en decir a Julia que ya no tenía no-vio, que ya no tenía esposo; yo misma le devolvería la palabra que ha dado ante Dios, porque ha prometido casarse con un hombre patriota, con un Romero, y no con un… un… no, es imposible, dijo animándose: no, mi sobrino no es traidor: habrá podido dejarse seducir por los encantos de alguna traviata, habrá podido lanzarse en el golfo de los placeres munda-nos; pero su conciencia ha quedado pura, sus convic-ciones políticas han permanecido indelebles. Ahora, dijo doña Petra, después de un momento de silencio, y dirigiéndose más particularmente a su hermano: conocéis las intenciones de Julia, habéis apreciado los temores de su madre y las sabias reflexiones de Eduardo, acabáis de comprender cuales son los su-frimientos morales que experimento, y veo esperáis con impaciencia mi opinión tocante a la partida. Creo, dijo entonces, levantando la voz, que la partida es necesaria, indispensable; pero dos personas deben partir, dos personas deben ir en busca, una del cora-zón, la otra de la conciencia de Manuel, y éstas dos personas, añadió solemnemente, son: en primer lu-gar, Julia; en seguida, la vieja Petra Romero.

Estas palabras fueron un rayo para todos los miembros de la familia; el anciano volvió lentamente la cabeza al lado

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de su hermana, mirándola fijamente, con aire inquieto y asustado.

- Os comprendo hermano mío, continuó inmediata-mente doña Petra: creéis que he perdido la razón, que estoy loca. Hablar a los setenta años de atrave-sar el océano, ir a París, sería en efecto locura si se tratase de motivos fútiles u ordinarios; pero cuan-do está en juego, en peligro tal vez el honor de una familia como la nuestra, desaparece la edad, porque entonces, parece que la Providencia presta a la vejez bastante fuerza, bastante energía para que su cuerpo pueda obedecer aun a las concepciones de su espíri-tu, a los impulsos de su alma.

- Pero, querida madrina, se atrevió a decir, tímidamen-te la señora Marchessa, ¿no creéis, que Julia acompa-ñada de una persona de confianza, pueda obtener de su viaje el resultado que esperamos?

- Henos ahí, ahijada, que siempre egoísta, como lo son todas las madres, no pensáis más que en vuestra hija; pero a mí, la perspicacia de la edad, el deber, tal vez los presentimientos, me hacen ver más lejos. No solo pienso en Julia, sino en al mismo tiempo en Manuel.

- Señora, dijo a su vez Eduardo, vuestro viaje, eviden-temente, debe tener un fin que aún no conocemos, porque si se trata solo de Manuel, me permito deci-ros que lo considero inútil.

- ¿Inútil, señor, y por qué?- Por dos motivos: en primer lugar, o Manuel es lo que

era, quiero decir, ardiente patriota y fiel novio, o se ha dejado seducir por los placeres de París. En el pri-mer caso, vuestra presencia no sería útil; en la segun-

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da alternativa, creo que vuestros consejos, vuestros ruegos, vuestras órdenes, no se escucharían.

Doña Petra pareció vacilar un momento ante la lógica de Eduardo; pero pronto volvió en sí.

- Raciocináis bien, amigo mío; pero habláis, como una persona extraña a la causa que se defiende; porque si es cierto que en la primera de vuestras suposiciones, mi presencia en Francia, no sea de grande utilidad, está lejos de serlo así en la segunda, y he aquí por qué: como todas las seducciones, todos los placeres, los de París no precipitan en un día; es una pendiente rápida, es cierto, en la que el hombre se deja arras-trar poco a poco, sin caer, sin embargo, de un golpe, en el torbellino fatal donde se pierde el honor: pero si este hombre, cuando es tiempo aun, escucha una voz amiga que lo atrae al deber; si encuentra una mano tendida a la suya; lucha entonces contra la fuerza de la corriente que le arrastraba, arroja una mirada de desprecio a los falsos amigos que desean su perdi-ción, y vuelve al puerto sin otra desgracia, que el tris-te recuerdo del peligro que le amenazaba. En tal caso, esa voz amiga, será la mía; la mano tendida para sal-var a Manuel, será la de la hermana de su padre.

Todo el mundo pareció convencido de la fuerza y la lógi-ca de este razonamiento.

- Carmen, dijo entonces doña Petra, a la mayor de sus hijas, decid a Julia, a Pepe y a Dolores, que pueden entrar. Luego que los recién venidos se sentaron, la vieja patriota se levantó y dijo con una voz solemne:

- Hijos míos, hemos decidido que Julia saldrá lo más pronto posible para París.

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- Gracias, buena madre, gracias, exclamó Julia, abra-zando a la señor Marchessa.

- Esperaos, señorita, dijo la madrina con tono de re-proche, no he concluido: después continuó en voz alta: hemos decidido, que iréis acompañada por la tía de Manuel, por la madrina de vuestra madre, por doña Petra.

- Y por mí, dijo sin embarazo el joven Pepe.- Eso toca a vuestra mamá, señor hombrecito; dijo

doña Petra con su voz agridulce, pero en todo caso, si venís, no contéis con intervenir en los negocios se-rios.

- No se dirá eso largo tiempo, replicó Pepe con aire digno: pronto tendré diez y siete años y probaré en la primera ocasión, que a esta edad se puede ser útil para algo, aun para los negocios más serios.

- Pues bien, señorito, guardad vuestra lengua para en-tonces, dijo doña Petra, levantándose para indicar que el consejo de familia había terminado ya sus de-liberaciones, y tomado sus decisiones. Vamos, hijos míos, añadió yéndose: pasemos al comedor; vamos a tomar el chocolate.

Así es que, impulsada por tres sentimientos, el temor, la esperanza y el deseo de venganza, una mexicana de se-tenta años tomó a sangre fría la resolución de ir a buscar a París al último heredero de una familia cuyo nombre unido a todas las glorias, lo está a todos los ilustres del México liberal.

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Una vez decidida la partida de Julia y de doña Petra, se pensó en los pormenores del viaje; y no era poco, porque la vieja patriota tenía costumbres de comodidad y conveniencia y estaba resuelta a no privarse de nada, costase lo que costase.

Pero escuchémosla hablando a sí misma, según costumbre, y así conoceremos inmediatamente sus intenciones.

- Es preciso que partamos en el paquete francés del 13 de abril, dijo ella en alta voz, después de haber re-flexionado largo tiempo, porque el vómito negro co-mienza sus depredaciones en Veracruz en los prime-ros días de mayo, y aunque vieja, me sería doloroso morir lejos de mi familia y de mi querida ciudad de Oaxaca. Se trata, pues, de ponernos en camino cuan-to antes, porque quiero viajar, haciendo diariamente cortas jornadas, a fin de no fatigarme demasiado. La especie de litera que me ha servido ya dos veces para ir a México, puede repararse en algunos días; tengo todavía en mi pequeña hacienda de Villa Alta las cua-tro mulas que me han servido antes, y que están per-fectamente acostumbradas a ese género de camina-

CAPÍTULO XIDe Oaxaca a Veracruz

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tas; mi pobre Tomás que las conducía entonces, es ya bastante viejo, pero aun así, irá hasta Veracruz y haré que su hijo mayor lo acompañe para que el trabajo se divida entre los dos. Lo que más me embaraza es la necia vieja Dionisia, mi cocinera, hace cuarenta y ocho años, quiere absolutamente que su hija mayor, la tortillera, la acompañe hasta París, y solo en bu-rro quiere hacer el viaje a Veracruz. En fin, continuó suspirando, es preciso perdonarles algo a los viejos, y por lo demás, la tortillera no será inútil, porque no se crea que voy a comer su pan a los señores franceses. No, no; no se cambia así de costumbres a los setenta años, y puesto que la tortilla es el pan nacional, es preciso no dejarse afrancesar en nada, ni aun en los potajes; probaré a las señoras parisienses, que las in-dias saben hacer manjares que valen tanto, o tal vez más que los suyos. En seguida doña Petra se puso de nuevo a reflexionar profundamente.

Eso es, sí; exclamó repentinamente, voy a llevar conmi-go a mi hija mayor y a su pequeño querubín Emilio, de esta manera, si Dios desease llamarme así, en tierra extranjera, moriré al menos rodeada de una hija y de un nieto, que representarán a mi numerosa familia. Algunos pesos más o menos, dijo levantando los hombros, importan poco en una cuestión tan grave. Hace cerca de cincuenta años que no hago más que economizar; bien puedo ahora desem-bolsar algún dinero. Vamos, está dicho, dijo contando con los dedos; yo, uno; Julia, dos; Pepe, tres; mi hija Carmen, cuatro; mi Emilio, cinco; Dionisia, seis y su hija siete. Sie-te personas para París, es una caravana demasiado impor-tante. Pero añadió con orgullo, la viuda de un Romero, no puede viajar menos decente.

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Dejemos ahora a doña Petra en sus preparativos, y ha-gamos una corta visita a Eduardo.

- Presente mi capitán, presente, respondió José, a quien acababa de llamar.

- Vamos, charlatán, le dijo Eduardo, emplea todo tu tiempo en cuchichear con las mujeres de la vecindad. Sabes, sin embargo, que no me gusta eso.

- Cuchichear. mi Capitán, cuchichear, no es esa la pala-bra que se emplea en el gran mundo.

- Pues ¿cómo se debe decir? Dijo Eduardo, que estaba ese día de muy buen humor.

- Eso, según, mi Capitán; se comienza por guiñar el ojo; en seguida se gorjea el dulce lenguaje del amor; y en fin, para obedecer al Evangelio, se esfuerza uno en hacerse crecer y multiplicar. He aquí dijo José cua-drándose, los tres términos que se emplean, según la altura a la que se ha llegado. Pero cuchichear, no conozco esa palabra, mi Capitán, no la conozco.

- Y ¿a qué altura te encuentras? Preguntó Eduardo.- Ah! Mi capitán, me preguntáis cosas que no se dicen:

bien comprendéis que un buen y leal caballero – sir-viente no debe jamás desembuchar los favores que recibe de su querida.

- Es cierto, pero ¿es a lo menos hermosa, la que te con-cede favores?

- Oh! Mi capitán, exclamó José, juntando las manos y levantando los ojos al techo; ¡si la vieseis! Ojos ne-gros como la tinta y hundidos como las almendras de China; una boca que no puede engullir de una vez el muslo más chico de un pollo, según es de pequeña; y los dientes, ah! Indudablemente dientes capaces de moler fierro.

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- Y ¿qué edad tiene?- Su edad, dijo José de lo más serio del mundo, es la

única cosa que deja acaso algo que desear, porque se-gún lo que puedo calcular, ya debe frisar en los cin-cuenta.

Eduardo no se contuvo más y soltó una fuerte carcajada.- Si os burláis de mí, mi Capitán, dijo José en tono de

enojo, no os diré más de mis amores; pero continuó después de un momento de silencio, me habéis lla-mado, mi Capitán, ¿qué se os ofrece?

- Toma una silla y ven a sentarte aquí, cerca de mí, José, porque tengo que hablarte de un negocio de los más serios.

Como en cerca de nueve años que José había estado al servicio de Eduardo, esta era la primera vez que recibía de su parte la invitación de sentarse a su lado, permaneció atónito, sin poder ni menearse ni responder.

- No me has comprendido, o no has oído; te he dicho que vengas a sentarte junto a mí.

- Pero,¡mi Capitán!- Vamos José! Desde esta mañana, no eres ya mi sol-

dado en servicio, ni mi asistente, así es que puede desaparecer la etiqueta.

- Pues ¿qué es lo que soy entonces, dijoJosé, aún más admirado, si ya no soy ni soldado ni asistente?

- Vamos, eterno charlatán, toma esa silla, siéntate y escucha bien lo que voy a decirte, porque es serio.

Ante una orden tres veces repetida, José tomó una silla, se sentó como si fuese de palo, precisamente enfrente de Eduardo.

- Puesto que lo queréis absolutamente, mi Capitán, vedme sentado; os escucho.

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- Sabes, le dijo entonces Eduardo, con tono serio, que desde hace ya largo tiempo te considero más bien como un amigo que como un criado. Después de ha-ber sabido merecer mi confianza, también supiste ganar mi aprecio. Así es que, teniendo necesidad de los servicios de un hombre seguro y adicto, he pen-sado en ti.

- Mandad, mi Capitán, dijo José levantándose; man-dad, y aunque tenga que dejar la piel, obedeceré.

- Siéntate, y no me interrumpas más. Vas a partir a París…

- ¡Con vos!- No; solo, o más bien…- Mi Capitán, interrumpió José, levantándose de nue-

vo; he prometido no abandonaros jamás, y no os abandonaré. Haced de mí lo que gustéis, ponedme en todas las salsas, como dice el cocinero del Maris-cal, pero rechazarme,¡ no! Nada de eso, mi Capitán.

- Pero, mi pobre muchacho,¿quien te habla de recha-zarte? He aquí en dos palabras de lo que se trata: una joven que conoces, puesto que es la señorita de la casa, va a embarcarse próximamente para ir a Fran-cia; la acompañarán varios miembros de su familia, pero como yo no puedo seguirla, es preciso alguno que me pueda responder con su cabeza; y ese alguno eres tú. ¿comprendes ahora?

- Sí, mi Capitán, comprendo, pero ¿de qué debo res-ponder?

- Eh, caramba, de su existencia, de su vida. Tú la acom-pañarás siempre por todas partes, y si alguna vez le sobreviniese una desgracia, estarás allí para defen-derla y salvarla.

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- Oh! De eso puedo responder, mi Capitán, pero por lo demás, yo no me encargo, dijo con tono maligno; ya sabéis, mi Capitán, que cuando una mujer quiere al-guna cosa, tiene cincuenta mil diablos a su servicio, y sea hermano, sea marido, sea cuidador, no se ve más que fuego…

- Pero ¿Quién te dice que te hago semejante encargo? La joven a quien acompañarás, es bastante grande para conducirse por sí misma, y no tiene necesidad ni de vigía ni de consejos. Irás con ella solamente, te lo repito, para protegerla, si alguna vez fuese nece-sario.

- Enterado, mi capitán pero yo no me he despedido, para ir embarcarme así, sin tambores ni trompetas.

- Lo sé; así es que he obtenido para ti una licencia de convaleciente por seis meses. Partirás con tus pape-les en regla y me esperarás allá.

- ¿Permaneceréis mucho tiempo aun en México, mi Capitán?

- No lo sé; pero en caso que no pudiera ir a Francia en esos seis meses, he tomado mis medidas para que tu licencia se revalide. En cuanto al dinero de que ten-gas necesidad en París, te entregaré el día de tu par-tida, una carta para mi banquero, que te dará todo lo que le pidas. Ya ves, José, que mi confianza en ti es grande y sin límites.

- No tendréis de qué arrepentiros, mi Capitán, porque estoy orgulloso de la confianza que depositáis en mí, y sabré probaros que la merezco.

- Pues bien, mi querido José, vuelve a comenzar tu servicio de asistente, y ensíllame mi caballo mientras llega la hora de tu marcha.

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- Voy, voy, mi Capitán. Un minuto y estará hecho.Algunos instantes después, Eduardo llegaba al gran tro-

te de su cabalgadura a la casa de campo de la familia Mar-chessa.

- Lo que se convino se acaba de decidir, señoras, dijo Eduardo entrando al salón, donde lo esperaban Julia y su madre.

- Y ¿qué? Dijo Julia con aire interrogador. - ¡Caramba! Que José, mi bueno y fiel José, consiente

en acompañaros a París, a Roma, al cielo, al infierno; por todas partes a donde queráis ir.

- Pícaro hermano, respondió Julia, haciendo una gra-ciosa mueca, bien sabéis que iremos a todas partes exceptuando la casa de los diablos.

- Quien sabe, replicó Eduardo riendo, dice el prover-bio, que cuando los diablos se vuelven viejos se hacen ermitaños, pero en París, es todo lo contrario; allí los jóvenes ermitaños son los que se vuelven diablos.

- Espero no pretendéis predecirnos, una metamorfo-sis semejante; malicioso!

- Pero, mi querida hermanita, contestó Eduardo to-mando la mano de Julia; olvidáis a menudo, según creo, para recordároslo que los ángeles no son ni er-mitaños ni diablos, y que por consiguiente no perte-necéis a ninguna de esas categorías.

- Siempre sois el adulador, que no puede impedirse de mezclar un poco de maldad aun en medio de los más hermosos cumplimientos, dijo la joven sonriendo.

- En fin, señoras, dijo Eduardo con tono más serio, ¿estáis contentas con el resultado de mis trabajos?

- Ya lo creo, respondió vivamente Julia; y por mi par-te, estoy encantada, porque anticipadamente tengo

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miedo del tohu – bohu que va a causarnos en el cami-no el gran tren de casa, de Doña Petra, y estoy per-suadida que más de una vez nos veremos obligadas a recurrir a los servicios de José. Pero, perdón, Eduar-do, dijo la joven sonriendo, voy a ocuparme de los primeros preparativos del viaje.

- Y ¿por qué ya tanta tristeza, señora? Dijo con dulzu-ra Eduardo, dirigiéndose a la señora Marchessa.

- No sé, querido Eduardo, pero aunque el momento de la separación no ha llegado aún, estoy abrumada por la tristeza, y me será muy penoso separarme de mis dos hijos.

- Pero ¿por qué no partís con la familia? - Imposible, Eduardo; los grandes intereses que tene-

mos aquí, están ya demasiado comprometidos, y solo doña Petra hubiera podido reemplazarme en mi au-sencia. Puesto que ella quiere absolutamente partir, es necesario que me resigne a quedarme, porque, os lo repito, se trata de la fortuna de mis hijos, y no pue-do abandonarla así a los caprichos y a la rapacidad de nuestros enemigos.

- La ausencia de Julia, replicó Eduardo, será por lo de-más de muy corta duración, porque de cualquier ma-nera que sea, puede estar de vuelta antes de cuatro meses.

- Y aun yo estaré libre sin duda, antes de esa época; porque desde hace algún tiempo me han hablado para la venta de tres de nuestras haciendas, cuyo capital quiero colocarlo en Europa, para que esté al abrigo de nuestras revoluciones futuras; acaso iré a reunirme con mi hija e hijo en París. ¡Cual sería nues-tra felicidad si pudiésemos un día encontrarnos aun

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reunidos todos en el castillo de la Rochette, al lado de vuestra buena madre, a quien contaríamos nuestras desgracias y vuestras hazañas!

- Tengo el presentimiento, señora, de que vuestro de-seo se cumplirá, y aun tengo en ello tal convicción, que voy a escribir próximamente a mi madre para de-cirle que se prepare a recibir una avalancha de visitas; porque, añadió riendo: el acompañamiento de doña Petra, es ciertamente una verdadera avalancha.

- Esa inmensa comitiva es casi indispensable a mi ma-drina, Eduardo; porque ella no desea por nada del mundo, separarse de sus antiguas costumbres. Sin embargo, es preciso que tenga proyectos demasiado grandes para haber decidido un viaje que le va a cos-tar tanto dinero; ella, que hace más de cuarenta años no ha gastado jamás un tlaco inútilmente.

- ¿Y es rica?- Inmensamente rica. Le pertenecen las más hermosas

haciendas del Estado, y bajo su dirección producen ganancias enormes. Siguiendo el consejo de su viejo hermano, hace más de diez años que coloca en In-glaterra casi todas sus rentas, dejando, se entiende, acumular los réditos. La mayor parte de esa fortuna está destinada a su nieto, el joven Emilio, de quien espera hacer también un soldado de la causa liberal.

- ¿Y la fortuna de su sobrino Manuel, es también con-siderable?

- No tan grande como la de mi madrina; pero es, sin embargo, lo que puede llamarse una buena fortuna. Su padre, el General Romero, temiendo sin duda las continuas perturbaciones que son la consecuencia de nuestras revoluciones, había realizado casi todo su

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capital, y lo había colocado, hace cerca de veinte años en la casa de Rotschild, de París. Siendo Manuel el hijo único, es el actual poseedor de esta fortuna rea-lizada, cuya cifra debe ascender a más de doscientos mil pesos. Ya veis que es una bonita suma para un joven.

- Si, respondió Eduardo, es bastante bonita; pero eso es lo que va a causar la perdición de Manuel: tenien-do en París esos fondos, siempre disponibles, a su disposición, no dejará de encontrar numerosos ami-gos que le ayudarán a gastar, ellos se encargarán de procurarle todos los placeres que el oro proporciona, y si encuentra en su camino una de esas mujeres sin corazón que se divierten en arrojar la deshonra, la vergüenza y la ruina en las familias, Manuel es hom-bre perdido.

- Que Dios conserve en su santa guarda a ese bravo y buen Manuel, dijo suspirando la señora Marchessa.

Diez días han pasado desde las diferentes conversacio-nes que hemos oído; los preparativos se han terminado las visitas de despedida están hechas y se van a poner en ca-mino.

- ¡Vamos, Tomás! Dijo doña Petra subiendo a su litera en la que ya se había colocado el pequeño Emilio; es preciso probar que aun hoy eres tan buen cochero, como antes cuando íbamos a México con esas mis-mas mulas y el mismo género de vehículo.

- No temáis nada, ama, respondió el viejo criado; estas bestias me conocen como si fuera su padre; obedecen a la palabra; solo la vista me falta; pero aquí está mi muchacho que caminará por delante y que responde de todo.

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- Señor General en jefe, dijo entonces doña Petra diri-giéndose a Eduardo, quien montado en un magnífi-co caballo esperaba con aire triste e inquieto que la pequeña caravana se pusiese en camino; os confío la dirección de mi columna. Colocad a Dionisio y a su hija a la cabeza: estos son los asnos que abrirán así la marcha, dijo con tono burlesco, después Hilario con las dos mulas de mano; seguirá mi litera rodeada de mi hija, de Julia, de Pepe y de José, quienes tendrán mucho cuidado de no asustar a mis mulas con sus briosos caballos: las mulas cargadas con el equipaje vendrán en seguida, y mis dos mayordomos del valle cerrarán la marcha. En cuanto a ti, dijo dirigiéndose de nuevo a Tomás, conoces tu puesto, aquí; a la dere-cha, y tu hijo por delante.

En un abrir y cerrar de ojos todo fue dispuesto como lo había ordenado sabiamente doña Petra, y la caravana tomó el camino de la Villa de Etla. Un inmenso grupo de caballos montados por jóvenes, ancianos, mujeres y niños, prece-dían con gran estrépito a la caravana de la vieja patriota; eran los habitantes de la ciudad de Oaxaca, que habiendo sabido la partida de doña Petra Romero y de Julia Mar-chessa, se apresuraban a dar una prueba grande y pública del aprecio que estas dos familias gozaban en todas las cla-ses de la sociedad.

Doña Petra no era insensible a estas señales de respeto amigable, y no teniendo otro auditor que el joven Emilio: ya ves chiquillo, le dijo, que siguiendo siempre la buena senda, se obtiene, no solo la tranquilidad de su conciencia, sino también la aprobación de todas las gentes honradas.

Tres personas de este numeroso cortejo, se hallaban bajo el peso de una gran tristeza: eran la señora Marches-

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sa, Eduardo y Julia. La pobre madre que antes tuvo el valor de hablar en favor del viaje de su hija, con trabajo podía contener hoy el dolor que le causaba la partida de sus dos hijos: se leía visiblemente en sus facciones la lucha terrible que se empeñaba en estos momentos entre su corazón y su razón; pero, permaneció firme hasta el fin, hasta el último adiós. Después de haberse arrodillado para recibir la ben-dición de su vieja madrina, bendijo a su vez a sus dos hijos teniéndolos un momento abrazados, y diciéndoles al sepa-rarse:¡no, hijos míos! ¡No adiós sino hasta la vista! ¡Hasta luego!

Una palidez mortal cubría a Eduardo, quien debía ha-cer grandes esfuerzos para que las lágrimas no viniesen a traicionar su dolor ni su amor; este amor que había sido preciso cambiar en desesperación, y que las confidencias de la señora Marchessa había rodeado de nuevas esperan-zas, no había hecho más que aumentar durante los últimos días pasados cerca de Julia, en una intimidad enteramente fraternal al ver partir a la que amaba, Eduardo, pensaba instintivamente en el porvenir, en París, en Manuel, tal vez en un casamiento; y su corazón se oprimía, su alma se destrozaba. La señora Marchessa había leído el pensa-miento del joven Capitán, porque en el momento en que se aproximaba para despedirse de Julia, le dijo en voz baja: vamos, Eduardo, valor, y sobre todo esperanza. Estas dos palabras habían producido la transformación repentina, que esperaba la buena madre, y Eduardo había tenido la fuerza de recibir casi con frialdad el beso de despedida de una mujer que adoraba.

En cuanto a Julia, sus mejillas por lo común, de un blan-co mate y puro, se habían sonrosado ligeramente; sus ojos brillantes estaban velados por las lágrimas, y necesitaba

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apelar interiormente a su patriotismo, a lo que llamaba su amor, para no desfallecer en el momento de separarse de su madre, y del que llamaba siempre su hermano.

En tanto que vuelve a la ciudad el numeroso cortejo que desfiló orgullosamente ante la litera de doña Petra, siga-mos la marcha de nuestra caravana.

José, que acaba de estrechar cariñosamente y lleno de orgullo la mano de su capitán, ya no es ni el soldado, ni el asistente que conocemos; es un caballero elegante, vestido a la mexicana: su chaqueta está cubierta de bordados; su calzonera de cuero, adornada de arriba abajo con dos hi-leras de botonadura de plata, y su sombrero jarano, todo bordado de oro, parece el más rico hacendado del país. Doña Petra, la vieja de los escudos, como antes la había llamado, fue quien le regaló este traje;: también es cierto que José se ocupaba en los más pequeños pormenores de su servicio, que prevenía todos sus deseos; era su escudero y siempre le concedía en voz alta la razón, aun cuando a su modo de ver estuviera completamente equivocada.

Por su parte, la vieja patriota, cautivada en poco tiem-po por los minuciosos cuidados y prolijas atenciones que José tenía para ella, se apresuró a estimarle de una ma-nera particular: nadie podía bajarla de la litera sino José. Si temía que fuesen atacados por los ladrones en un mal paso, consultaba con José y obraba según su consejo; en una palabra, José había suplantado en algunos días a to-dos los antiguos mayordomos, y había adquirido, cosa muy difícil, toda la confianza de doña Petra. Todos llegaron a Tehuacán sanos y salvos, sin que ocurriese nada notable a la caravana.

Apenas salió de esta ciudad la columna, cuando fue de-tenida por un piquete de caballería. Un oficial, demasiado

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joven para serlo, se adelantó hacia la litera diciendo con tono demasiado insolente: señores viajeros, vuestros pasaportes.

- Nuestros pasaportes! Repitió doña Petra estupefacta de admiración.

- Sí, señora, la orden es formal, y no debo dejar pasar a ningún viajero sin que haya llenado este requisito.

- ¿qué edad tenéis, joven?, dijo doña Petra, después de un momento de reflexión.

- Quince años, respondió el joven enderezándose cuanto le fue posible; pero no veo señor en que pue-da eso…

- Pero ya veo, interrumpió bruscamente la vieja pa-triota, que no conocéis aun los deberes de vuestro servicio. Sabed, pues, señor Oficial, que aún bajo el Imperio, las mujeres no tienen necesidad de pasapor-te para viajar. Sabed, continuó deteniéndose en cada palabra, que la mujer no gozando de sus derechos po-líticos, no está sometida a ninguna de las restriccio-nes hechas para el hombre, puesto que en él solo, se reconoce la inteligencia, el derecho y la fuerza.

- El pobre oficialito que nunca había oído tanto, cre-yó, según el gran tren, que tenía que habérselas con algún gran copetón, saludó políticamente y se apre-suró a alejarse.

- Pasaportes! Murmuró doña Petra, media legua más adelante, pasaportes a mujeres, a mujeres inofensi-vas; porque, en fin, soy una mujer, y por lo mismo que no soy hombre, no se me quiere reconocer en política, ni el deseo del bien, ni el poder del mal. Y sin embargo, añadió riendo para sí, una mujer como yo, vale tanto como treinta hombres ordinarios, so-bre todo en política, de suerte que en justicia los im-

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periales deberían exigirme treinta pasaportes. ¡pero bah! Soy mujer, y fuerza les es ser consecuentes con ellos mismos; no pudiendo hacerles ningún bien, es evidente que no puedo hacerles ningún mal.

Y doña Petra hubiera continuado así sus reflexiones, sin la llegada repentinamente de José, que le dijo con aire in-quieto.

- Señora, acabo de apercibir caballería en el fondo de la cañada, es muy numerosa para que sea de ladrones, temo mucho nos hallemos frente a alguna tropa de bandidos liberales que…

- Sabed, José, replicó severamente doña Petra, que no hay bandidos liberales; puede haber bandidos entre ellos; pero eso es distinto.

- Es lo que yo quiero decir, señora, añadió José en tono desconcertado.

- Enhorabuena, amigo mío… ¿pero esa tropa parece ocultarse o sigue el camino real?

- No señora; está simplemente apostada a cien varas del camino, en el lado opuesto a la cañada y sobre una pequeña colina que lo domina todo.

- Deben ser amigos liberales, respondió doña Petra, apresurándose a abrir un pequeño saco de cuero de Rusia que no abandonaba nunca.

- Tomad José, dijo, dándole una banderita con las armas de la república mexicana, colocad esto a la extremidad de un palo y marchad a la vanguardia de la columna.

- Pero, dijo José, examinando el águila sin corona; si son imperialistas que…

- Creía, señor José. Interrumpió la vieja con tono de-sabrido, que los soldados franceses ejecutaban siem-pre las órdenes de sus jefes, sin discutirlas jamás.

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José, un poco molesto, se inclinó y partió al galope para ponerse a la cabeza de la caravana. Un momento después, un centinela avanzado oculto en el ramaje, preparó su mosquete y gritó: ¿Quién vive?

- Libertad y república, exclamó la vieja con voz esten-tórea.

- ¿Qué regimiento? Replicó el centinela.- Oaxaca, la fiel ciudad de Oaxaca, respondió doña Pe-

tra moviéndose en su litera.- ¡Alto! Dijo de nuevo el centinela, y toda la comitiva

se detuvo.El Oficial que mandaba la guerrilla, pues era una, se

adelantó a la litera; pero apenas estaba a diez pasos, cuan-do doña Petra exclamó: Juan, es Juan, es mi Juanito; ven acá, ven para que te abrace pobre hijo, decía la vieja incli-nándose de tal manera fuera del vehículo, que poco faltó para que zozobrase todo el aparato de suspensión.

- Doña Petra, exclamó por su parte el joven Oficial li-beral, arrojándose en los brazos que estaban tendi-dos hacia él.

- José, José, gritó la pobre mujer loca de alegría, ba-jadme pronto, vamos, pronto.

- Mientras que doña Petra alentada como una joven, descendía, el que había llamado Juanito, abrazaba una a una a las otras personas de la familia de quien era perfectamente conocido.

- Madrina, dijo en seguida, Juan, volviéndose a doña Petra, ¿en qué consiste que se os encuentre así por los caminos?¿os destierran por casualidad?

- ¡Desterrada! ¡Desterrada! ¿Quién se atrevería a fir-mar la orden de mi destierro? Dijo orgullosamente la

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patriota. Pero tú, hijo mío, tú mi pobre Juan a quien hemos visto prisionero; tú, a quien creíamos en ca-mino para Francia, ¿cómo es que estás aquí a la cabe-za de una guerrilla?

- Dios protege la causa justa, respondió simplemen-te el Oficial liberal. Encontré entre los carceleros un hombre que me vendió la libertad a precio de oro.

- Bendito sea dios, hijo mío ¿pero dónde vives, donde comes?

- En las montañas.- José, José gritó de nuevo doña Petra, ayudadme a

subir y en marcha para la montaña, y volviéndose a Juan, agregó: yo soy quien te invito hoy a almorzar, pobre muchacho, yo soy la que voy a…

- Pero señora, interrumpió José, pensad bien en el pe-ligro a que vais a exponeros, vos y todos los que os acompañan.

- En el peligro, contestó con tono colérico ¿y quién, pues, os ha permitido señor José hacerme observa-ciones? ¿es uno liberal o no lo es? ¿es uno madrina o no se acuerda de serlo? ¿no es así Juanito? Dijo en tono desdeñoso a su ahijado. Que se dividan en dos secciones tus soldados, añadió con aire de General en jefe; seguiremos a la vanguardia, y la retaguardia nos advertirá si el pilluelo que nos ha pedido hace un momento nuestros pasaportes, se le antoja por casualidad honrarnos con una nueva visita.

Juan conocía sin duda a fondo el carácter de su madri-na, porque no hizo la menor observación, y se apresuró a obedecer. Algunos momentos después, la banda de guerri-lleros se adelantaba lentamente por un desfiladero donde

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los jinetes apenas podían caminar dos de frente. Al cabo de una hora de marcha, se hizo oír la voz de alto! Y todo mundo echó pie a tierra.

El lugar escogido por Juan, para aceptar la invitación de su madrina, era verdaderamente delicioso. Era una de esas pequeñas mesetas sombreadas que se encuentran tan a menudo en México en los extremos de sus deliciosas caña-das; un agua pura y cristalina destilaba de las rocas escar-padas para perderse un poco más abajo en el llano arenoso del torrente desecado.

- ¡Qué precioso comedor! Exclamó doña Petra, arro-jando una mirada de satisfacción a su derredor.

- No falta más que una cosa, madrina.- Y ¿Cuál es, Juan?- La comida, madrina, porque supongo que no traéis

con vos provisiones suficientes para…- ¡Ah! ¿lo crees así, señor Juanito? Pues bien, esperad

un momento y cambiareis repentinamente vuestro modo de pensar.

Doña Petra dijo en voz baja algunas palabras a José, que se apresuró a trasmitirlas a Dionisia y a los mayordomos. En un momento todos se pusieron en actividad y media hora más tarde, se había colocado en la yerba una comida en la que no faltaba nada, ni aun el vino, porque se cuidó de poner cuatro botellas de Jerez, cuya edad podía rivalizar con la de su propietaria.

- Ya veis, Juanito, dijo entonces doña Petra, que para un almuerzo de guerrilla, no está tan malo. ¡Ah! se-ñor oficial, continuó riendo: ¿creéis que se llega a la edad de setenta años, sin saber viajar? ¿sin prever lo que puede suceder en el camino, sin pensar en los

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encuentros que se pueden tener? No, no; estamos a la altura del siglo…

- Después de un momento de silencio continuó: a pro-pósito, Juan ¿cuántos son los soldados que mandas?

- Cincuenta y dos, madrina.- ¡Cincuenta y dos! Cinco botellas de aguardiente les

bastará: José, entrégalas al Cabo, y mientras tú darás a cada uno, dos reales de gratificación.

- Pero madrina…- Sí, mi Juanito, sí; te comprendo, no tienes tú ni un

octavo en la bolsa ¿no es cierto? Pero toma, dijo la verdadera patriota, poniendo en la mano de su ahi-jado un portamonedas bien provisto, toma; esto te ayudará por algún tiempo.

- Gracias madrina, muchísimas gracias! Exclamó el jo-ven Oficial liberal abrazando a su madrina: que Dios os lo pague, añadió poniendo el dinero en la bolsa de su chaleco.

- Sí, que dios me lo pague, replicó doña Petra con una exaltación febril: que Dios me lo pague; pero no en oro ni en plata u otros valores: que escuche solo dos votos que formulo noche y día, y seré feliz; podré ex-halar el último suspiro en paz.

- ¿Y cuáles son esos dos votos? Se atrevió a preguntar Juan, tímidamente.

- El primero, que vuelva México a los mexicanos, el se-gundo…

- ¿El segundo? Repitió maquinalmente Juan.- El segundo es un secreto, respondió con tristeza la

pobre mujer pensando en Manuel.- A la mesa! A la mesa! Exclamó José, arrojando la úl-

tima mirada a los manjares.

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La comida campestre de los guerrilleros fue de las más alegres. La conversación se hizo general, y Julia misma, cuya tristeza aumentaba a medida que se alejaba más y más de Oaxaca, pareció querer por un momento, tomar parte en la alegría de los que apreciaba. Y mientras que una anciana rodeada de niños y de un puñado de hombres, a poca distancia de un camino imperial, brindaba por la libertad y la independencia de su país, se escribía y se de-cía en Francia que el partido liberal estaba vencido, que no existía más que su nombre, que había sucumbido…

La caravana de Oaxaca llegó el 9 de abril a Paso del Ma-cho, sin haber sufrido el menor accidente. Todo el mundo se hallaba a las mil maravillas, y doña Petra, sobre todo, no cesaba de repetir que rejuvenecía. Después de haber dis-puesto todo para que se volviesen a Oaxaca los mayordo-mos y los animales, se tomó el camino de Veracruz.

Era la primera vez que doña Petra viajaba en camino de hierro, así es que hizo mil reflexionesmuy sensatas acerca de este medio rápido de transporte. ¿Cuándo tendremos establecida una vía como ésta, hasta Oaxaca? Suspiró va-rias veces; y añadió por vía de consuelo: las naciones son como los hombres, no crecen sino poco a poco…

Desde que José apercibió Veracruz, preguntó a doña Pe-tra si pararían en un hotel o en casa de los amigos como se había hecho a menudo en las diversas detenciones del camino.

- No! No! A ningún hotel, respondió ella vivamente; tengo aquí un antiguo conocido, un amigo verdadero, y lo que es más curioso, dijo riendo: es que es francés. Pero francés como deberían serlo todos, añadió me-neando la cabeza; no es él quien nos hubiera traído

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por cierto a sus soldados para arrebatarnos nuestra independencia y nuestra libertad.

- ¿Dónde vive? Señora- Dónde vive lo ignoro, pero la primera persona que

encontréis en Veracruz os conducirá a su casa, por-qué José L… es conocido de todo el mundo, añadió doña Petra con tono orgulloso y seco.

- Yo también lo conozco, replicó José, porque es el co-rresponsal del señor Eduardo.

- Pues bien muchacho, nos conduciréis directamente a su casa.

Una hora más tarde, la habitación del Señor José L… estaba toda en movimiento, pues doña Petra no había exa-gerado la amistad que le tenía el comerciante francés. Fue recibida con los brazos abiertos; todo el departamento del primer piso se puso inmediatamente a su disposición, y cada uno la cumplimentaba, como si se hubiera tratado de un gran personaje político o financiero

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El señor Don José L… francés, de corazón y de origen, que vivía en Veracruz hacía muchos años, fue siempre el defensor y a menudo también, el sostén del parti-do liberal. Su intimidad con doña Petra, databa de muchos años atrás, y se unían

a ella recuerdos políticos de la más alta importancia. A la llegada de la intervención francesa, el señor Don José L… protestó enérgicamente contra un abuso de poder que, se-gún él, jamás traería, sino resultados nulos para la Francia, y desastrosos para México. Acusado muchas veces de man-tener relaciones secretas con los jefes del partido liberal, el señor don José de L… se vio importunado y aun amagado; pero siempre probó, que aunque fiel a sus convicciones de otro tiempo, jamás había querido trocar su carácter de pa-triota, por el de espía. Así es que, en vano varios jefes de la intervención, procuraron empañar la reputación de uno de sus más honrados compatriotas; sus falsas acusaciones se volvieron contra ellos mismos, y no sirvieron más que para descorrer el velo a su falta absoluta de honor y buena fe. El señor don José L… permaneció buen francés; pero al mis-mo tiempo buen liberal, como lo había sido antes. Sordo a todos los insultos, despreciando todos los odios, siguió

CAPÍTULO XIILos pasajeros del paquebote “Panamá”

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siempre el mismo camino, sin inquietarse de las impre-caciones de sus enemigos, pocos hombres, y sobre todos pocos extranjeros, han sabido crearse en México tantas relaciones amistosas, como las que él poseía; pero pocos también han igualado su generosidad y sus liberalidades, en el momento que se trataba de salvar a cualquiera de la desgracia o del sufrimiento.

- Sí, mi querido José, sí; parto a Francia, le decía fa-miliarmente doña Petra, luego que llegó su comitiva.

- Perdonad mi indiscreción doña Petra, pero ciertamen-te tengo curiosidad de saber lo que vais a hacer a Fran-cia, a vuestra edad, y sobre todo, ahora, añadió riendo, que los franceses son vuestros mayores enemigos.

- Mientras más cerca está uno de su enemigo, más fá-cilmente puede herirle en el corazón, respondió me-tafóricamente doña Petra.

- Debo confesaros que no os comprendo.- ¡Cómo! José, no comprendéis que si todas las órde-

nes, todos los insultos, todas las seducciones, todas las decisiones nos llegan de París; en París es donde debe darse el golpe; es necesario volver insulto por insulto, seducción por seducción, y si se ofrece, ame-naza por amenaza.

- Olvidáis, doña Petra, que París es una ciudad donde todas las paredes tienen oídos por cuenta y servicio del gobierno; pocos días después de que lleguéis, si levantáis la voz, si gritáis, recibiréis la visita de un caballero que os intimará por una ley secreta y con la mayor gracia del mundo, que debéis abandonar la Francia, en veinte y cuatro horas. Olvidáis que cada paso que dan en París los mexicanos liberales, se si-gue lo mismo que se escribe cada una de sus pala-

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bras. ¿cómo queréis reuniros, concertaros con ellos, conspirar en fin, para decirlo de una vez, sin que la policía o los agentes, no estén ya advertidos?

- La policía de París, acaso es buena, respondió doña Petra con tono seguro; pero no se ocupan a menudo de las mujeres, que como yo han hecho su aprendiza-je de patriotas durante cincuenta años; si las paredes tienen orejas, no hablaremos, si se siguen vuestros pasos, no andaremos; pero vive Dios, que hemos de conspirar… y lo que es más, añadió con tono de per-fecta convicción, lograremos nuestro objeto.

- Y ¿cómo se encuentra vuestro sobrino Manuel, que creo debe estar en Bourges? Replicó José, después de un momento de silencio.

- ¡Ah! José, exclamó la pobre tía con tristeza, acabáis de colocar el dedo en la llaga más dolorosa. Manuel es quien más me inquieta; por él es más bien por quien a mi edad he decidido atravesar el océano; ir hasta Paris, para arrancarle, si es tiempo aun de las seducciones que deben rodearle, a la corrupción, que debe esforzarse en arrebatarle a su partido, a su fa-milia, a su patria.

- ¿Tenéis, pues noticias…?- No; noticias ninguna, pero tengo mis presentimien-

tos, que jamás me engañan, y son los más tristes y sombríos.

- Pero en ese caso ¿por qué no escribir, por qué no ad-quirir noticias seguras, antes de emprender tal viaje? No reconozco en eso, doña Petra, vuestra prudencia de otro tiempo.

- Escuchad, José: hay en este mundo dos cosas que no se discuten, que no admiten ni prudencia, ni calma,

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ni sangre fría, son el odio y el amor. Amo a Manuel y odio a la Francia, o más bien a su gobierno, no exijáis de mí, ni raciocinio ni lógica. Camino según los im-pulsos de mi corazón, y me detendré cuando ese mis-mo corazón me diga, que he llenado mi deber, que ha terminado mi misión.

- Veo, doña Petra, que habéis tomado una decisión irrevocable; no hablemos más y ocupémonos en los pormenores de vuestro embarque. Encontrareis un numeroso acompañamiento en el paquebote “Pana-má”; porque más de cien personas han tomado ya su boleto de pasaje; pero vais a estar rodeada de enemi-gos, porque casi todos los pasajeros son oficiales o empleados del gobierno francés.

- Poco me importa José, porque no es a los franceses a quienes odio, sino simplemente a su gobierno.

- Estoy cierto, doña Petra, dijo el señor don José L… sonriendo, que a estos los odiareis.

- ¿Por qué?- Porque no son como lo creéis, soldados que han ve-

nido por deber, son los tristes héroes de los días más desgraciados de la Intervención, son voluntarios de alto rango que han venido a México para verter la sangre, como pasatiempo, y se retiran hoy, porque su bolsa está suficientemente repleta; son también intendentes o proveedores, administradores, que lle-nos de oro y de vergüenza, vuelven a Francia para buscar los goces y la consideración que proporciona siempre la fortuna, cualquiera que sea la manera de haberla adquirido.

- Os doy las gracias por el aviso, José, porque estaré en guardia y obraré en consecuencia.

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- El Capitán del “Panamá” es un magnífico sujeto, que por su parte no tiene gran afección a todo aquel que arrastra sable; además doña Petra, vais a serle reco-mendada de una manera tan especial, que si alguno se permite burlarse de cualquier manera, sabrá vol-verle al orden inmediatamente.

- ¡Burlarse! Exclamó la vieja oaxaqueña, ¡burlarse de mí un invasor, un oficial francés! Pero ¿creéis José, que mis setenta años me han quitado mi carácter y mi energía?

- Lejos de eso, querida amiga, dijo riendo el señor don José L… sé, desde hace mucho tiempo, que estáis re-vestida de una coraza a toda prueba, y veo con placer que la edad no ha podido aun ni hacer desaparecer vuestro entusiasmo ni enfriar vuestro patriotismo.

- Sin embargo, os doy siempre las gracias por vuestra bondad, replicó doña Petra, calmada repentinamen-te por las palabras de su antiguo amigo; no se sabe lo que puede suceder, y una recomendación de esta clase nunca está por demás.

- Hay también a bordo de cada paquebote lo que se lla-ma el Comisario: es un empleado encargado de los detalles de alojamiento y de la mesa. El del “Panamá” es un joven muy apreciable que se pondrá comple-tamente a vuestra disposición; podéis tener en él la mayor confianza; porque estoy persuadido que serán suficientes algunas palabras mías para que se esfuer-ce durante toda la travesía, en satisfacer vuestras exigencias y en acceder aun a todos vuestros deseos.

- Y ¿cuándo partimos?- Pasado mañana a las doce del día.

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El 16 de abril, desde las ocho de la mañana el muelle de Veracruz presentaba una animación poco común. Los carga-dores iban, venían, juraban, se peleaban, mientras numero-sos remeros ofrecían a fuerza de gritos y gestos, sus débiles embarcaciones, para transportar bagajes y pasajeros a bordo del magnífico paquebote “Panamá”. El oficial francés creería no vivir si no hiciese mucho ruido; de modo que era un ver-dadero tohu – bohu; bofetones por aquí, palos por allá, sollo-zos de mujeres abandonadas, impertinencias de una nube de asistentes, imprecaciones de algunos marineros ataran-tados por la bebida; era una batahola infernal que solo do-minaba de tiempo en tiempo el agudo chillido que emana del exceso de vapor encerrado en el monstruo marino que iba dentro de algunas horas a partir para otro continente.

Hacia las once, el mas hermosos bote del puerto, ocupa-do por el señor don José L… doña Petra y toda su comitiva se dirigía orgullosamente hacia el “Panamá”; a las doce un cañonazo se oyó, a las dos, el buque estaba fuera de vista.

Antes de embarcarse doña Petra, sea por capricho, sea por un motivo serio, que apreciaremos más tarde, prohibió expresamente a Julia y a Pepe hablar francés y fingir siem-pre que no comprendían una palabra. En cuanto a José de-bía pasar por hombre de confianza de la familia, jamás di-rigir la palabra a los oficiales franceses y responder a todas las preguntas que pudiesen hacerle con el famoso “quien sabe” tan usado en México.

Después de haber procedido por sí mismo al arreglo de los gabinetes de toda la familia, José, fiel a sus antiguas costumbres de curiosidad, visitó todos los cuartos y salo-nes del magnífico paquebote.

El “Panamá” buque de vapor, cuya máquina represen-ta una fuerza efectiva de cerca de mil caballos, carga, poco

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más o menos, cuatro mil toneladas; esto es suficiente para comprender cuales deben ser sus dimensiones colosales. En cuanto a la distribución interior, merece una descripción especial: casi todos los vapores que deben recorrer la alta mar, tienen sobre el primer puente un salón más o menos grande, más o menos suntuoso; pero siempre rodeado de numerosos gabinetes, cuyas puertas forman una elegante perspectiva, no dejando nada que desear en cuanto a la vis-ta; pero presentando varios inconvenientes graves en cuan-to a la comodidad. El “Panamá” es excepción a esta regla de construcción viciosa. Su salón, de una elegancia y buen gus-to como ninguno, está construido sobre el primer puente. Rodeado de una galería que el hábil constructor reservó en-tre los filaretes y parte baja, este salón presenta desde luego la inmensa ventaja de recibir por todos lados el aire y la luz, en tanto que de ningún gabinete cerrado se oyen ni gritos, ni lloridos, ni las náuseas de los mareados. Allí no se percibe ni el olor desagradable ni la falta de aire, que tanto molesta en los salones de los vapores de antigua construcción.

José iba, venía, examinaba; cuando a la vuelta de la ga-lería exterior del salón se encontró repentinamente cara a cara con Adolfo, el joven oficial de administración que nuestros lectores comenzaron a conocer en el baile de Franco. El pobre José atónito por un momento, abría la boca para saludar alegremente a aquel que iba a llamar mi Teniente, cuando un gesto imperativo de Adolfo hizo espi-rase en sus labios el saludo exclamativo que iba a salir.

- Cállate José, le dijo vivamente Adolfo en voz baja; estoy aquí de contrabando; me llamo Bernardo, y soy negociante en sederías en México. Anda vivo, y por la amistad que tengo con Eduardo, ayúdame a guar-dar el incógnito.

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- Basta, respondió José también en voz baja, basta; sa-béis, mi Teniente, que los amigos del señor Eduardo son los míos; después, arrojándose al cuello de Adolfo, el bullicioso José se puso a gritar con voz estentórea.

- ¡Eh! Mi querido Sr. Bernardo, ¿cómo estáis? ¿cómo van los negocios en México? ¿Habéis vendido ya toda la sedería que trajisteis de Francia hace seis meses? Y vuestra esposa, y vuestros hijos y vuestro socio, ¿cómo están todos?

- A pesar de la gran preocupación en que parecía en-contrarse Adolfo, no pudo contener un acceso de risa y poco faltó para que se vendiese él mismo. Un gran diablo de oficial de caballería que había sido testigo de las demostraciones de José, dijo a su compañero de paseo:

- ¿Ves que habladores son todos esos comerciantes franceses de México?

- No me habléis de eso, dijo el otro; todos ellos tienen la costumbre de hacer un gran discurso para decir dos palabras.

- ¿Te has fijado en esos dos? Replicó de nuevo el gran diablo, tienen facciones bien caracterizadas: deben ser dos antiguos maestros de escuela.

Y los dos grandes fisonomistas volvieron sobre sus pa-sos después de haber arrojado gratuitamente un insulto de más a ese comercio Francés de México, cuyos intereses, según ellos, habían venido a defender. Pobres necios, que juzgando por la cara y el traje acababan de mofarse doble-mente de sí mismos, en la persona de un oficial y de un soldado de su propio ejército.

- El joven oficial de administración, Adolfo, que lla-maremos en adelante D. Bernardo, hizo seña a José

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de que lo siguiese, y cuando estuvieron solos ¿no ha acontecido nada desagradable a la familia Marches-sa?

- No mi Tenien… no señor D. Bernardo; pero ¿como sabéis?

- Eduardo me ha contado todo; salí de Oaxaca tres días después que tú, y doblando las jornadas, he podido llegar a tiempo para salir en el paquebote.

- Y, ¿Cuál es la causa de este viaje tan precipitado?¿có-mo os encuentro aquí, cuando creía que permanece-ríais largo tiempo en Oaxaca?

- Es una larga historia, pobre José, y además, es un secreto.

- Todavía alguna mujer en juego, no es verdad mi… al diablo vuestro nombre de Bernardo, que jamás me viene a la boca.

- Sí, José, se trata todavía de una mujer, pero esta vez es serio.

- ¡Cómo! ¿un amor serio a vuestra edad, con el carácter que os conozco?; vamos mi Teniente, ¿Queréis reír?

- No, amigo mío, no me chanceo, y estoy lejos de pen-sarlo, porque me encuentro en una posición bastante falsa, para considerarla como muy seria.

- Si es un secreto, no hablemos más de ello.- Es un secreto para todo el mundo, excepto para ti,

José. Escucha: estoy aquí de incógnito; la menor im-prudencia, la menor palabra me puede hacer recono-cer. Tengo necesidad de alguno de mi confianza, para ayudarme a llevar mi empresa a cabo. ¿quieres serlo tú?

- Pero mi Teniente, creo haberos dicho que acompaño a una familia y que no me pertenezco; sin eso, sabéis

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bien que estoy pronto a hacer cualquier cosa por ser-viros.

- Lo que te pido José, es que me ayudes solamente a que la mujer que está conmigo a bordo, no sea vista jamás por ninguno de los miembros de la familia que acompañas.

- Si únicamente se trata de eso, me tenéis a vuestras órdenes. ¿pero se podría saber por qué?

- ¡Caramba! El por qué es demasiado sencillo: siendo la persona que está conmigo de Oaxaca, indispen-sablemente debe ser conocida por todos los tuyos. Podría suceder, en una entrevista repentina una es-cena desagradable o de explicaciones, al menos, que quiero evitar.

- Y esa persona, mi Teniente…- Vamos, cállate curioso, que se acercan oficiales; re-

cuerda que soy el señor don Bernardo y hablemos de otras cosas. Más tarde, si lo mereces, te contaré toda mi aventura.

- Muy bien, señor don Bernardo, muy bien, replicó José en voz alta; hablaremos de ese negocio. La se-dería será siempre uno de los mejores artículos en la plaza de México. Vamos, hasta luego, señor Bernar-do, hasta luego.

Y José se fue a reunir con Pepe, que parecía buscarlo en la otra extremidad del puente. Los oficiales cuya aproxi-mación había puesto fin a la plática íntima de Adolfo con José, eran dos personajes cuyos nombres conocen perfec-tamente nuestros lectores. Uno era el coronel Dupin, ex -comandante de la contra-guerrilla del Estado de Veracruz; el otro era el señor Dubois de Saligny, promotor de la In-tervención francesa en México.

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- Si, Coronel, sí, decía con aire convencido el señor de Saligny, nuestra expedición abortó; veo el porvenir bajo tristes colores.

- Y ¿porqué? Señor Ministro, replicó Dupin.- Porque, mi querido Coronel, no tenemos en todo el

cuerpo expedicionario dos oficiales que comprendan la misión que la Francia debe llenar en México como vos; porque hacemos una guerra de cortesía; porque al Emperador Maximiliano le falta inteligencia, y so-bre todo energía; porque en fin, conozco al pueblo maldito con quien tenemos que hacer, y que solo des-truyendo completamente la raza, podríamos llegar a hacer alguna cosa.

- Y sin embargo, señor Ministro, hay algo de bueno entre los mexicanos, dijo Dupin, moviendo la cabe-za. Todos esos pícaros que he mandado fusilar, han muerto con valor gritando ¡Viva la libertad! ¡Viva la república! Creo que si hubiéramos sostenido al parti-do liberal, hubiéramos logrado algo más en México.

- ¿Cómo, mi querido Coronel?, pensáis todavía en… vos, vos, la personificación de una Intervención como yo la desearía; vos que no os dejáis seducir ni por los ruegos ni por las promesas; vos, que nunca concedéis cuartel, queréis conceder vuestra estima-ción a enemigos de tal naturaleza. Queréis olvidar en un momento los más hermosos hechos de armas de vuestra vida militar, para admirar a los bandidos que han caído bajo el sable de vuestra valiente contra – guerrilla?

- No puedo menos, señor de Saligny, que sonreírme, cuando calificamos a nuestros enemigos con el título de bandidos.

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- Cómo es eso, Coronel!- ¡Eh! Por Dios; todo aquel que lleva un fusil, todo

aquel que porta un sable, todo aquel que hace la guerra, todo el que es soldado en una palabra, pue-de ser llamado bandido, según el aspecto que se ven las cosas, según como se les juzga. Y miradme; a mí, Dupin, dijo el Coronel, pegándose en el pecho con la mano derecha, a mí que me considero como un ver-dadero hombre de honor, como uno de los mejores servidores de Francia ¿no han tenido la impudencia de llamarme ladrón de China, el bandido celeste, el devastador de pagodas, el vendedor de curiosidades? ¿y eso por qué? Porque usando el derecho de con-quista, he dejado tomar en un palacio algunas chá-charas a nuestros pobres soldados. No me gustan las calificaciones de ninguna especie, dadas al hombre de guerra. Juzgado por su enemigo, todo el que lleva un sable es siempre un bandido, el que recoge lo que le da el derecho de conquista, es un ladrón; el que mata, es un verdugo.

Saligny esperaba tan poco de parte de Dupin en el desa-rrollo de semejante teoría, que no pudo impedirse de dar a conocer su sorpresa, con una ligera exclamación.

- Esto os admira, ¿no es así señor Ministro? Compren-do vuestra admiración, pero no la admito. Compren-do que el hombre de Estado, cuyas intrigas están siempre ocultas bajo el sello del secreto, concluyen después de haber engañado a todos, por engañarse a sí mismo, por creer aun en la integridad, en el ho-nor, en el desinterés. Pero no admito que se invoque a cada momento para él y los suyos únicamente, esas grandes y hermosas frases que, tanto para la diplo-

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macia como para el ejército, no son definitivamente más que virtudes relativas que se transforman en vi-cios; algunas veces hasta en crímenes, según el pun-to de vista en que se les considera.

- Parecéis, querido Coronel, estar dispuesto a querer atacarme y hacerme tomar una parte de vuestro mal humor de hoy; felizmente para mí, la diplomacia se halla en una esfera demasiado elevada para que se le pueda alcanzar por el común de los mortales.

- Esfera demasiado elevada… común de los mortales: ya volvéis señor Ministro con vuestras grandes pala-bras, vuestras frases sonoras. Sed un poco más pro-fundo en filosofía, y veréis entonces que la diploma-cia es como el ejército; el robo y el vandalismo más o menos bien disfrazado, según las circunstancias. Hay, sin embargo, esta diferencia entre ella y noso-tros, y es, que ella lo hace todo en la sombra, y noso-tros obramos en plena luz: se nos ve; a ella se le adi-vina: se nos insulta; se le desprecia: se nos combate frente a frente; se le arroja y se le mata.

- Pero realmente, Coronel, no sé a dónde habéis ido a sacar tales teorías.

- ¡Eh! Señor Ministro, no las he ido a buscar a ninguna parte: he leído la historia, la he comprendido y eso es todo. Acusado de robo, he llegado a probarme a mí mismo, para el reposo de mi conciencia, que no hay nadie de completa honradez en este mundo; ni ofi-ciales ni diplomáticos, ni comerciantes; no hay más que una ley que se respeta, porque tras ella se ocul-tan los gendarmes que se temen. Y, añadió Dupin riendo, como los altos dignatarios del ejército y los más grandes diplomáticos, son los que temen menos

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a la gendarmería; entre ellos, por consecuencia, se respeta menos la ley.

- No veo, Coronel, de qué manera la diplomacia pueda tomar parte en vuestro capricho.

- Sois un verdadero fariseo, mi querido Ministro; te-néis ojos y no veis; tenéis orejas y no oís. La sordera y la ceguedad son por lo demás, las dos primeras vir-tudes de los buenos diplomáticos.

- Como ver, como oír; generalizáis todo y no precisáis nada.

- ¡Ah! Queréis un ataque, una personalidad, deseáis hechos; pero mi querido Saligny, examinaos vos mis-mo y quedareis convencido. Mirad un año antes de la intervención francesa en México, cuando apenas osabais esperar el desembarque de un soldado fran-cés en Veracruz, ¿Cuáles eran vuestros pensamien-tos, cuales vuestros escritos? El cuidado del honor de la Francia y la protección de sus súbditos ocultan al principio perfectamente vuestros intereses per-sonales; después, una vez decidida la expedición de tres potencias, previendo que la Inglaterra os podría ser molesta y contrarrestar vuestros proyectos, en-tabláis con el General Serrano una especie de apar-te contra esa potencia; en una de vuestras cartas, fechada, si no me engaño, en noviembre de 1861, habláis del “increíble candor” de la pérfida Albión; prometéis pruebas de la duplicidad y la necedad del Ministro británico, y anunciáis revelaciones curio-sas en lo particular acerca de un proyecto de alianza quimérica entre México, la Inglaterra y los Estados Unidos, contra la Francia y la España: ¿habéis dado estas pruebas alguna vez? ¿habéis hecho esas reve-

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laciones en algún tiempo? No; porque todas esas frases todas esas promesas no eran más que mane-jos de alta diplomacia, de los que esperabais los más brillantes resultados, y que no debían, desgraciada-mente, terminar sino en la derrota de nuestros sol-dados bajo los muros de Puebla. El General Lorencez comprendiendo entonces que lo habíais engañado recibió una desilusión aumentada por la tristeza de la derrota. “Vuestra marcha sobre México, decía él a sus soldados en una orden del día, fechada en los últimos días de mayo, ha sido contenida por obstá-culos materiales, que estabais lejos de esperar, según las instrucciones que se os habían dado: cien veces se os repitió que la ciudad de Puebla os llamaba de todo corazón, y que sus habitantes se atumultuarían sobre vuestros pasos para cubriros de flores. Solo con la confianza inspirada por estas seguridades engaño-sas, nos hemos presentado delante de Puebla. Esta ciudad estaba erizada de trincheras y dominada por una fortaleza donde se habían acumulado los medios de defensa”. Tales fueron, señor Ministro, las pala-bras del bravo Lorencez. ¿Quién era el que le había pintado los caminos cubiertos de flores? Fuisteis vos, querido amigo, y tengo demasiada fe en vuestra ca-pacidad para creer que dijeseis entonces lo que pen-sabais. Vuestros intereses personales eran urgentes; la impaciencia os ganó y disfrazasteis la verdad, con ese lenguaje dorado que conocéis. ¿no hay en vues-tra conducta robo, vandalismo, asesinato? Robo a la Francia, vandalismo en México, asesinato de mi-llares de hombres que se deben imputar a vuestras falsas instrucciones. Ya veis, querido Saligny, que la

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diplomacia vale tanto como el ejército. Podemos ca-minar juntos y darnos la mano, dijo Dupin, riendo y estrechando la mano del Ministro. El hombre, con-tinuó, es un animal que procura hacerse mejor de lo que es: y ¡qué diablo! Debe uno por lo menos tener valor para decirse a sí mismo la verdad; es preciso examinarse, juzgarse fríamente para conocerse bien, y puesto que se tiene costumbre de llamar gloria al asesinato en masa, a la matanza premeditada y orga-nizada; sepamos adquirir la gloria vertiendo la más sangre posible; pues que se ha convenido en llamar alta diplomacia a la astucia, la hipocresía, la mentira y la falta de buena fe; sepamos ser diplomáticos en toda la acepción de la palabra.

- Vamos, añadió Dupin, he aquí a nuestro amigo Al-monte que ha adivinado el objeto de nuestra discu-sión, viene hacia nosotros y estoy seguro de que será completamente de mi opinión, ¿no es cierto, mi que-rido señor Almonte, dijo Dupin estrechando mano del Ministro mexicano, ¿no es verdad que todo en este mundo es una comedia, cuyos papeles son apreciados según la posición y los intereses del espectador?

- Vaya una alta filosofía en pocas palabras, contestó Almonte riendo.

- Triste filosofía, exclamó Saligny, que tiende a demos-trar que todos los soldados son bandidos, asesinos, y que los diplomáticos son hombres sin fe ni ley.

- Así es como los juzgan sus enemigos, replicó Almon-te; ahí está la historia, para presentar a la posteridad los hechos bajo su verdadero punto de vista, enton-ces solo se ve al hombre juzgado de una manera im-parcial.

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- De una manera imparcial, repitió Dupin; pero la im-parcialidad, mi querido señor, es aún una virtud que no existe más que de nombre: el interés personal, la opinión política, la estimación y el odio del escritor de ayer, del de hoy, del de mañana: tal es la imparcia-lidad de la historia. Estamos lejos del siglo de Luis XIV, y sin embargo, sin ser el admirador del gran rey, los jesuitas de hoy defienden aun y aprueban siem-pre la revocación del edicto de Nantes ¿por qué? Por-que su interés lo exige.

- Será lo mismo en todo tiempo, y en todos los pueblos. Estoy persuadido que los historiadores de México, dentro de un año, dentro de diez, pasado un siglo, di-rán y repetirán que el señor Dupin es un ladrón, un bandido, un asesino; que el señor de Saligny ha enga-ñado a sabiendas a la Francia para lanzarla a una in-tervención falsa y peligrosa: que el señor Almonte ha vendido su país al extranjero. Y ¿dirán por eso la ver-dad? No, porque si pudiéramos oír a los reaccionarios de la misma época, nos dirían que el señor Almonte es un noble patriota, que ha llamado al extranjero para salvar a su país de la anarquía; que el señor de Saligny es un Ministro hábil y concienzudo, que solo ha queri-do el respeto debido a su bandera; que el señor Dupin es un bravo soldado, un valiente defensor del orden y de la monarquía. Ved lo que se debe esperar de lo que llamáis; imparcialidad de la historia. Vale más, seño-res, juzgarnos a nosotros mismos en adelante, a fin de no enfriar nuestras susceptibilidades personales; es preciso ver todo en general y decir: la guerra transfor-ma en bandidos a todos los que se llaman soldados; el interés de su país hace perder al diplomático toda sin-

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ceridad, toda buena fe. Esta es, señores, mi opinión; envolviéndome en una capa de una lógica indiscutible, dejo decir y escribir todo lo que se quiera, y como sol-dado, quedo soldado.

- Ved ahí a lo menos lo que se llama tener el valor de su opinión, dijo riendo el señor de Saligny.

Se oyó la primera campanada que precede a la comida, y nuestro grupo se separó; cada cual fue a su gabinete para proceder a esos pequeños detalles de toilette y de limpie-za, que preceden siempre a una comida tomada en comu-nidad. Al segundo toque todo mundo estaba en el salón. Nada más curioso en un buque de vapor, que la primera co-mida tomada a bordo. Se trata de que el Comisario designe el lugar que cada uno debe ocupar en la mesa durante todo el viaje, y no es de lo más fácil. Es preciso ser no solo un buen fisonomista, sino también hombre de mundo, para poder al primer golpe de vista, apreciar el valor de cada uno de los pasajeros, y hacer en algunos minutos una espe-cie de distinción diestra que coloque a cada cual según su esfera. Este es el mayor talento de un Comisario, y los de los buques de la compañía trasatlántica están verdadera-mente a la altura de esta delicada misión.

Los lugares de honor que están cerca del Capitán, ha-bían sido, gracias al señor don José L… reservados a Julia, doña Petra, Pepe y Dolores. Se colocó en seguida a Almon-te, Saligny, Dupin, un inspector de Hacienda, dos provee-dores enriquecidos y un oficial de administración, cuya insolencia probaba lo repleto de su bolsa. Estos formaban la primera mesa. Los numerosos oficiales subalternos to-maron bien pronto lugar en las otras y se sirvió la comida.

Según la orden dada por doña Petra, su pequeña familia no hablaba más que español. Pero Pepe fue especialmen-

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te encargado de poner cuidado a todo lo que se dijese en francés, para repetirlo más tarde a doña Petra; y el joven y orgulloso de la primera misión seria que se le había con-fiado, estaba sin cesar en acecho de la menor palabra para atraparla al paso.

El Capitán del “Panamá” era hombre encantador, ha-blando el español tan bien como el francés y el inglés, enta-bló pronto con doña Petra y Julia, una de esas conversacio-nes sencillas, de las que solo se tienen entre personas que se ven por primera vez, sin estar ligados ni por la amistad, ni por ninguna relación de negocios.

Desde que hubo terminado la comida, la familia descen-dió al gabinete que ocupaba doña Petra con su hija.

- Y bien, Pepe, ¿qué dicen los traidores dijo doña Petra riendo.

- El viejo barbón, respondió Pepe, ha murmurado con-tra los lugares que ocupábamos, y que según él, eran reservados al hombre del lente y al aristócrata mexi-cano.

- El viejo barbón, dijo doña Petra, es el famoso Dupin, de sangrienta memoria; el hombre del lente es Salig-ny; en cuanto al aristócrata, es el célebre Almonte. ¿en seguida, chiquillo?

- En seguida, Saligny ha contestado que le era indife-rente, que las señoras debían estar siempre primero que los señores, y que probablemente habríamos sido recomendados de una manera particular al Capitán.

- Y, Almonte ¿no ha hablado de nosotros?- Si, Almonte ha dicho varias veces: vaya una anciana

que conozco, que he visto en alguna parte, pero me es imposible recordar dónde y bajo qué circunstan-cias.

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- ¡Ah! Con que eso ha dicho el viejo traidor, exclamó doña Petra: ya lo creo que somos antiguos conocidos: que venga a preguntarme alguna vez quien soy, y me encargo de decirle un poco mi modo de pensar a ese vil ambicioso, a ese hipócrita que oculta su traición bajo el aspecto de amor a su patria.¿ Es todo lo que has oído, Pepe?

- En seguida ha dicho Dupin, como por vía de consue-lo: afortunadamente todos esos descendientes de Moctezuma no comprenden el francés, estaremos libres de hablar a nuestra comodidad.

- Bien, bien; que hablen los malvados, pero que no di-gan demasiado, porque entonces…

- Sin eso, interrumpió fríamente Julia, ya sabéis mamá (nombre que daba a menudo a doña Petra) que allí estoy para contestar, y que lo sé hacer, como verdadera patriota, como verdadera descendiente de Moctezuma, puesto que así nos ha llamado el Coro-nel Dupin.

- ¡Bravo hija mía, bravo, mi Julia! Exclamó doña Petra abrazando a la joven. Ahora que estamos rodeados de gentes, que no hablan mi idioma, no valgo gran cosa, pero veo que sabrás reemplazarme, la sangre de los Marchessas corre por tus venas, hija mía, tu hermosura ha hecho ya que te nombren la “hermo-sa oaxaqueña” pero que importa la hermosura, que importa la juventud, el corazón es el que forma a la mujer patriota, el alma quien eleva al rango de hé-roes. Quiero que nuestra querida ciudad olvide que eres joven y hermosa, quiero que un día te llamen la “oaxaqueña” para personificar también en ti, los sen-timientos de patriotismo y de libertad, que vibran en

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el fondo del corazón de todas las mujeres de nuestro Estado.

- Cuatro días después de esta conversación, el “Pana-má” entraba orgullosamente al puerto de la Habana; y a pesar de sus setenta años, doña Petra aprovechó las veinticuatro horas de detención para visitar la ciudad y sus alrededores.

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La isla de Cuba es la más hermosa joya de la corona de España, como han dicho con justicia los poetas, exclamó doña Petra, en el momento en que el “Panamá” salía del puerto de la Habana, para seguir su curso ligero, hacia Oriente. ¡Qué rique-

zas, qué bellezas, qué actividad, qué comercio! Y, con todo esto, la esclavitud; al lado del representante de su Majestad Católica, la negación más absoluta de los grandes princi-pios de amor e igualdad. Aun no llega para la España el tiempo en que la voz de la humanidad se sobreponga a los intereses privados. Pero se dirá sin duda, añadió la vieja liberal, animándose a sí misma: estas riquezas, esas belle-zas, esta actividad, este comercio, desaparecerá todo, en el momento que se declare la Independencia de los esclavos. En ese caso perezca más bien Cuba, que un principio; pe-rezca más bien toda España, si necesario fuere, antes que deshonrarse así, permitiendo ese tráfico diario de carne humana, para dar a su colonia la apariencia de una vida ficticia, que debe desaparecer al primer soplo del progreso, al primer grito de Libertad.

Pero dejemos a doña Petra en sus reflexiones, porque son largas y necesitarían un inmenso volumen, y ocupé-

CAPÍTULO XIIIDe La Habana a San Thomas

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monos un poco de los demás pasajeros. Este hombre alto y flaco, que se pasea siempre solo, es uno de los numerosos inspectores de Hacienda, enviados a México, para ayudar al gobierno imperial a su organización financiera.

José, a quien Pepe preguntó la explicación del título “inspector de Hacienda” con el tono más serio que pudo, contó al joven mexicano la historia que sigue: “Había una vez un buen hombre y una buena mujer, que cansados de ser hombre y mujer como todos, resolvieron elevarse a la dignidad de Emperador y Emperatriz.- hubiera sido cosa difícil, si uno de sus amigos, a quien antes le había salido bien la misma idea, no les hubiese ofrecido su ayuda y pro-tección. Ayuda quiere decir, millones; protección significa treinta mil bayonetas.- se buscó pues, por el mundo, un país que valiese la pena de molestarse, y el buen hombre y la buena mujer, vinieron a instalarse a México.- pero como esas gentes no sabían conducir su barca, hubieran zozobrado al momento y era preciso buscar en el país mis-mo, el dinero necesario para la subsistencia. Entonces el protector, no pudiendo o no queriendo enviar más dine-ro, mandó contadores de pesos. Los contadores contaron; pero contaron tan a menudo y contaron tan bien, que todo el oro del país, se derritió entre sus manos, sin que se haya podido saber nunca ni por qué, ni cómo. La moral de esta historia, añadió entonces sentenciosamente José, es que sea Emperador, sea especiero, sea cura o soldado, se debe siempre manejar la caja por sí mismo.

- Y ¿ese altote es uno de los contadores? Preguntó Pepe riendo a carcajadas.

- Como lo decís, joven.- ¿ Y esos dos elegantes que siempre están reunidos,

replicó Pepe, que grado tienen en el ejército francés?

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- Esos no forman parte del ejército; son sanguijuelas.- ¿Cómo sanguijuelas?- Sí, amigo mío. No sé cómo poderos describir las atri-

buciones de esos señores, a no ser contándoos otra historia, porque así juzgo a las personas y a las cosas.

- Os suplico, José, me contéis esa nueva historia, que debe ser, estoy cierto, de las más interesantes.

- José pareció reflexionar profundamente; tosió, es-cupió y tomó al fin la palabra, en estos términos: “Había una vez un magnífico ejército que partía a la guerra; su jefe que era hombre tan decente como valiente soldado, tomó, antes de salir, todas las me-didas que creyó necesarias para asegurar a su gente alimento sano y abundante. Escogió a proveedores, a quienes encargó la compra y distribución de víveres, mientras que intendentes debían vigilar la ejecución de todos los contratos. A pesar de tantos cuidados, a despecho de todas estas precauciones, el coman-dante en jefe, apercibió pronto que los hombres y los caballos de su ejército desaparecían a ojos vistos. Se abrió una pesquisa administrativa, y se probó que las distribuciones de víveres se hacían regularmente; que cada hombre, cada caballo recibía diariamente su ración, y que era imposible descubrir y compren-der la causa del decaimiento general.

- Se recurrió entones a una pesquisa medicinal, y un sabio doctor descubrió que millares de sanguijuelas, tan pequeñas como eran, casi imperceptibles, chupa-ban cada noche la mejor sangre de los hombres y de los animales. Se hicieron vanos esfuerzos para des-truir al animal parásito, porque semejante al fénix, renacía de sus cenizas. Se buscó, pues, lo que podría

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producirlo, a fin de desembarazarse del efecto, anu-lando la causa. Juzgad la admiración general, cuando se descubrió que estos millares de sanguijuelas no eran otras, que los mismos proveedores encargados de alimentar al ejército, los cuales, por un medio que solo ellos conocían, se transformaban por la noche en chupadores de sangre. Los bribones volvían a to-mar así, por un lado, lo que daban por el otro, y no se avergonzaban de engordar de esa manera a expensas del pobre soldado y de las desgraciadas bestias que debían mantener. Se encargó a los intendentes pusie-sen orden a un estado de cosas tan desastroso; pero estos señores, en lugar de castigar a los culpables, encontraron más sencillo, más fácil, y sobre todo, de más provecho para ellos, reclamar a los proveedores su parte del botín. Estos últimos se apresuraron a ac-ceder a una petición que los ponía desde entonces al abrigo de todo ataque y de toda vigilancia y el ejérci-to continuó sangrado como antes.

- Y, ¿esos señores, pertenecen a los proveedores – san-guijuelas? Dijo Pepe riendo.

- Sí, amigo mío, y van a Francia a gozar en paz de una fortuna noblemente adquirida, como lo veis.

- No todo lo que relumbra es oro, replicó el joven mexi-cano, y veo que este ejército francés, que se llama el mejor organizado del mundo, está entregado aun, a muchas intrigas, robos e injusticias.

Los gritos de ¡San Thomas! A la vista de San Thomas, pusieron fin a esta conversación. En efecto, la pequeña isla danesa, dibujaba su sombra en el horizonte.

Tres horas después el “Panamá” entraba en el puerto de San Thomas, donde se ofreció a la vista de los pasajeros

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uno de los más encantadores panoramas del mundo. Cons-truida en anfiteatro, la ciudad de San Thomas se parece a lo lejos a una de esas antiguas coquetas que se conocen por la compostura, por el modo de andar y por el semblante: se ve un talle esbelto, una pierna bien modelada, un pie ligero: se siente uno instintivamente atraído hacia ella; se sigue la vista de la que se cree joven y hermosa, después se levanta el velo y se encuentra uno ¡oh horror! Enfrente de las arrugas calafateadas y de una cara cuidadosamente re-novada todas las mañanas con el colorete. Exactamente lo mismo sucede con San Thomas; cuando el viajero apercibe esos bosques verdiosos en medio de los cuales descollaban de colores variados y opuestos: cuando siguiendo la ladera de la montaña, al pie de la cual se eleva la ciudad danesa, su vista se detiene sobre varios grandes edificios de forma elegante y graciosa; cuando, en fin, se ofrece a sus miradas la ciudad baja con su extenso borde de fincas con techos planos y de vastas dimensiones, este viajero, engañado por las apariencias, cree en la existencia de una espaciosa y ele-gante ciudad. Pero pronto se desvanece su ilusión, porque apenas ha puesto el pie en ella, cuando conoce su error. San Thomas no es en efecto más que una pequeñísima ciu-dad, y no tendría ninguna importancia, si el gobierno da-nés en un momento de buen humor, no la hubiese hecho, por la ausencia casi completa de los derechos aduanales, el depósito del comercio que la Europa y los Estados Unidos hacen con las Antillas. La posición geográfica de esta isla, hizo escoger su puerto a las compañías francesas e inglesas de paquebotes de vapor, para que fuese el centro de todas las correspondencias con sus líneas secundarias. Los pa-sajeros desembarcaban allí para esperar los unos durante algunos días, por solo algunas horas los otros, la partida

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de embarcaciones pequeñas que deben conducirlos a sus respectivos destinos. La permanencia temporal de extran-jeros, presta algunas veces a la ciudad una animación acti-va, que desaparece con la causa que la produjo. Si los israe-litas de hoy escribiesen una Biblia moderna, escogerían la isla de San Thomas para construir en ella la torre de Babel, porque parece que en este oculto rincón de tierra, se ha producido la confusión de las lenguas. Todos los idiomas se hablan allí, todos los pueblos se comprenden en ella, todas las costumbres son comunes.

Una sola cosa falta en esta sociedad compuesta de ele-mentos enteramente heterogéneos, son las costumbres… la mujer de San Thomas es simplemente una hembra; el hombre no es allí hombre: es un macho. Y estos machos y estas hembras franquean leyes restrictivas de sociedades morales, no obedecen más que al instinto del placer, o no ceden sino a la esperanza de ganancia. Los tristes encantos de estas hembras, más tristes aun, son una mercancía ofre-cida siempre a los viajeros, y si se preguntase a estos pocos millares de habitantes, cuáles son sus medios de existen-cia, responderían con ese dicho de la India: “La mujer es mujer, el hombre es hombre, Dios es todo”. El lector com-prenderá, sin que haya necesidad de decírselo, que las fa-milias extranjeras residentes en la isla, son una excepción a la regla general, se encuentran en su seno las virtudes de la madre, el pudor de la niña, el trabajo del padre; pero po-cos naturales siguen el ejemplo que se les da, y a excepción de algunas familias, puede decirse que por todas partes se ve y se lee la prostitución más vergonzosa. Tal es la isla de San Thomas: exigua por su extensión, importante por su comercio, notable por la desmoralización completa de sus habitantes.

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Vivian en San Thomas dos grandes notabilidades, en el momento en que pasan los hechos que escribimos. Eran: una prostituta y un hombre tristemente célebre: que eran, la Condesa de B., que fue en otro tiempo la querida del mentado Orsini y el General Santa Anna, ex presidente de la república mexicana. ¿No parece que hay en esto una lec-ción de la Providencia en la proximidad de estas dos cele-bridades decaídas? La Condesa de B., y Santa Anna gozan de un talento superior: ambos han tenido días de gloria; ambos han apurado con ansia la copa de los goces y los placeres, ambos han visto el mundo inclinarse ante ellos; después de un golpe, las dos estrellas han palidecido, las dos notabilidades han sido burladas, despreciados los dos nombres, han caído de la más alta escala social para encon-trarse en la soledad del olvido, en el fango del deshonor

Era imposible que estos dos seres, juguetes del destino y de la fortuna, viviesen así frente a frente sin encontrarse pronto. La Condesa de B… fue recibida por Santa Anna, pero la desvergüenza de su vida presente, le hizo que se le cerrasen muy pronto las puertas del ex – dictador, y la íntima amiga de la víspera se transformó en la enemiga del día siguiente. Llevada de su cólera y despecho, la antigua cortesana escribió a Santa Anna la carta siguiente:

“San Thomas, enero de 1865.- Señor: ¿por qué haberme rechazado? ¿No somos hermano y hermana? Yo soy la he-roína de un lupanar y vos sois la encarnación más perfecta de la prostitución; he vendido mi honor, vos habéis vendi-do el vuestro; he ensuciado mi nombre, vos habéis arras-trado por el lodo el vuestro, soy la vergüenza de mi familia, vos sois la de vuestra patria; en vano he querido volver a ser una mujer honrada, vos lo habéis intentado también, pero siempre en vano, volver en la arena de los hombres

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políticos. Yo moriré maldita de todos aquellos que antes me amaban y adoraban; vos abandonareis la vida, después de haber oído las imprecaciones de todo un pueblo, que an-tes también os estimaba. Os habéis equivocado, señor, con cerrarme vuestra puerta, porque la casualidad nos había hecho encontrarnos para fundir juntos nuestros recuerdos y nuestras esperanzas. Os habéis equivocado en separar-nos de mí, de una u otra manera, porque la historia de San Thomas reunirá nuestros dos nombres, nuestras dos glo-rias, nuestras dos vergüenzas.- firmado.- Condesa de B.”

No es necesario decir que Santa Anna despreció dema-siado el contenido de esta carta para contestarla. El viejo dictador se arrepintió haber recibido en su casa a la Con-desa de B., intentó alejar de San Thomas a una mujer tan peligrosa para los últimos restos de su reputación, pero no lo pudo lograr nunca, porque en 1866 la ex querida de Or-sini llenaba aun la ciudad danesa con el ruido de sus orgias y los escándalos de su vida.

Pero volvamos a bordo del “Panamá”. El ancla se ha echado, numerosas barquillas rodeaban el paquebote y negros de todos los matices hablando todos los idiomas, ofrecen sus servicios a los pasajeros que deseen ir a tierra.

Una chalupa que se hace distinguir por su elegancia y li-gereza, se dirige también hacia el “Panamá”. Cuatro negros, con brazos de acero manejaban los remos con una regulari-dad y una precisión que harían desesperar a los remeros de París, en tanto que un joven de facciones elegantes dirige el timón con la habilidad de un antiguo marinero. Para pre-servar del sol a las personas a quienes están destinados los cómodos asientos cubiertos de ricos tapices, tiene coloca-da admirablemente una tienda de colores vivos y variados.

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Apenas llegó esta chalupa cerca del “Panamá”, cuando el joven abandona el timón, brinca listamente sobre la pe-queña plataforma de escalera movible, sube las gradas, y como un hombre en país de pleno conocimiento, se dirige directamente hacia el Capitán del paquebote. El Capitán lo conocía particularmente, porque apenas lo apercibió se dirigió a él diciéndole;

- Y bien, querido Mauricio, ¿cómo estás?- Perfectamente, Capitán. y vos, ¿vuestra salud de hie-

rro no os ha faltado aun esta vez?- No, mi querido, gracias a Dios y a Neptuno, todo va

bien; y el General,¿ cómo está?- Un poco indispuesto estos últimos días, pero hoy

está completamente restablecido; él es quien me en-vía para traeros esta carta. Desea veros, se fastidia, busca por todas partes distracciones, difíciles a en-contrar en nuestro islote. El Capitán del “Panamá” tomó la carta que le presentaba Mauricio, la abrió y leyó las siguientes líneas:

- “San Thomas, 22 de abril de 1865.- Querido Capi-tán y amigo: muero de fastidio, y esperaba con im-paciencia que llegase vuestro paquebote, tanto para estrecharos la mano, como para tener noticias fres-cas de mi querido México. Dignaos hacer se entregue mi correspondencia particular al Teniente Mauricio, y decirle al mismo tiempo si puedo contar con vos para comer esta tarde conmigo. No temáis traerme gente, y sobre todo señoras; si tenéis a bordo algunos copetones de la Intervención francesa, invitadlos a mi nombre, pero advirtiéndoles que no los recibirá el hombre político, sino el viejo ermitaño que platicará y tendrá gusto de oír hablar a todos sus convidados

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con plena libertad.- Os doy un apretón de mano de amigo.- Santa Anna.”

Cuando el Capitán acabó de leer esta carta amistosa, se dirigió a un grupo de pasajeros, compuesto de Almonte, Dupin y Saligny.

- Señores, les dijo con su desenfado natural: acabo de recibir en este instante algunas palabras del Gene-ral Santa Anna. Imponeos de ellas y decidme lo que debo contestar.

- Saligny tomó la carta y la leyó en voz alta. ¡Caramba! Exclamó Dupin, después de haber oído la última fra-se de la misiva del ex dictador; ved lo que se llama un hombre de talento, y por mi parte acepto con todo corazón su convite ¿y vosotros señores?

- Yo, dijo Saligny, volviéndose hacia Almonte, no sé si debo…

- Eh, querido mío, replicó Dupín, seamos diplomáticos aun en las cosas más pequeñas. A ermitaño, ermita-ño y medio, a platicador, platicador y medio; a fran-queza e independencia de lenguaje, doble franqueza y doble independencia de hablar. ¡qué diablo! Santa Anna no nos ha de comer, y si tiene buen vino, no veo que pueda impedirnos ir a beber algunas copas a su salud… salud de ermitaño, se entiende.

- Capitán, añadió Dupin, contestando esta vez por sus dos amigos; dignaos mandar decir al General, que los copetones de la Intervención aceptan gustosos su graciosa invitación. Seremos felices de olvidar un momento nuestro carácter oficial para permanecer simplemente hombres de mundo.

- Una sonrisa de Almonte y de Saligny probó que con-sentían en dejarse conducir por su franco y jovial

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compañero de viaje. El capitán del buque se dirigió entonces hacia la familia de doña Petra, y dijo a la vieja patriota:

- ¿Queréis, señora, aceptar vos y vuestra familia una invitación a comer, que nos ha venido inesperada-mente de tierra?

- Con mucho gusto Capitán… y ¿quién es el amable anfitrión a quien deberemos el placer de ir a pasar en San Thomas algunos momentos agradables?

- El General Santa Anna.- Un rayo caído a los pies de la vieja mexicana no le

hubiera producido un efecto más terrible.- El General Santa Anna! Repitió maquinalmente, re-

trocediendo unos pasos, como si el Capitán hubie-ra sido atacado repentinamente de una enfermedad contagiosa. El General Santa Anna! Exclamó de nue-vo, con voz fuerte,¿ y pensáis, señor?...

- Pero señora, yo no sé…- Ah! Es verdad interrumpió vivamente la patriota; no

sabéis quien es Santa Anna, ni quienes somos noso-tros; ignoráis que el odio que tenemos a este hombre, que fue en otro tiempo el tirano de nuestra familia; ignoráis que mar de sangre existe entre nosotros y él; olvidáis que nos es imposible estimarlo, sin abjurar nuestro amor por la patria.

- No señora, no ignoro nada; sé todo eso.- Entonces, señor, os chanceáis, queréis reír, porque si

conocéis el odio político que existe entre este hom-bre y mi familia, no podéis suponer que podamos aceptar semejante invitación.

- Al contrario, señora, tenía lugar de suponer que apro-vecharíais esta ocasión que se os ofrece para mediros

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con vuestro enemigo. Decid a vuestros pasajeros se-lectos, me escribe Santa Anna: “que no los recibirá el hombre político, sino el viejo ermitaño que platicará y tendrá placer en oír platicar a sus convidados con toda libertad”.¿ Por qué no hacer callar un momento vuestro odio y vuestra enemistad, para ir vos misma a levantar una punta del velo en que se oculta orgu-llosamente el ex dictador de vuestro país? Quiere hablar, que se le hable, y esto con toda libertad. No tenéis, pues, nada que reprocharle, ¿o el temor de ser vencida os impedirá marchar al combate?

- Sabed, Capitán, que la verdad no teme a la derrota: es una luz que no puede extinguirse; un fuego que no puede ahogarse; si fuese a la casa de Santa Anna, le arrancaría con una palabra su máscara de ermita-ño, y poniendo al descubierto su conducta pasada, su hipocresía presente, sus proyectos del porvenir, le mostraría tal cual fue, tal cual es, o que será.

- Yo creo, señora, que nos invite a todos a hacerlo así diciéndonos de antemano, que la conversación fran-ca, debe presidir en la reunión de sus huéspedes. El General Santa Anna, por malo que pueda ser, tiene demasiado espíritu para esperar siempre ataques di-rectos, y es demasiado diestro para no saberlos con-testar. Si os presentáis frente de semejante enemigo, podréis vencerle, juzgarle, condenarle, mientras que vuestra abstención permitirá suponer que hay temor por parte vuestra o por lo menos debilidad.

- ¡Eh! Por la Virgen santísima de Guadalupe, tenéis razón, Capitán. si Santa Anna supiese que he pasa-do por San Thomas sin ir a lanzarle algunas flechas a mi modo, sería capaz de decir y aun de creer, que le

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temo, que no soy buena patriota, sino lejos del ene-migo. No será así; acepto su convite, y puesto que quiere que se le hable con toda franqueza, le hablaré; puesto que se dice ermitaño, le preguntaré si no ha conservado la esperanza de cambiar aun su ermita por una corte de dictador; le pintaré el cuadro exacto de los males que él ha atraído sobre su patria adop-tiva, y a pesar de la opresión que pesa hoy sobre Mé-xico, le mostraré el porvenir de mi país bajo colores menos sombríos que los que él se complace en trazar.

- Bravo, señora, exclamó el Capitán del “Panamá”, re-conozco al fin a la patriota de que me ha hablado el señor don José L… con placer os veo marchar al com-bate, porque tengo la íntima convicción que alcanza-reis la victoria.

- ¿ Y para qué hora es la invitación del enemigo?- En el pequeño castillo se come ordinariamente a las

cuatro de la tarde; por lo demás, mi bote estará a vuestra disposición, y espero, señora, que me permi-tiréis acompañaros.

- Gracias, señor, contestó riendo doña Petra: solo mi hija tiene el derecho de ayudarme a arrastrar mis se-tenta años; pero acepto vuestro brazo para mi Julia, que de esta manera no se verá obligada a rehusar el de un Almonte, el de un Saligny o el de un Dupin.

- Después de haber vencido así la resistencia de la vie-ja mexicana, el Capitán bajó a su gabinete y escribió la carta siguiente: “A bordo del “Panamá”.- abril 22 de 1865.- General: la invitación del ermitaño de San Thomas es demasiado espiritual y graciosa para que deje de aceptarse; pero creo de mi deber advertiros, que vais a estar rodeado de enemigos: el señor Du-

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bois de Saligny, el señor Almonte, el Coronel Dupin, estos copetones, como vos los llamáis, serán vues-tros convidados. Las señoras escasean por esta vez a bordo del “Panamá”, pero os garantizo, perdonadme la frase, que la cantidad será reemplazada por la cali-dad. Sosteneos en la defensa, porque es probable que el ataque sea vivo y general. La táctica de las mujeres, es por lo común más hábil que la nuestra; quiere de-cir, que bajo la apariencia de hijas de Eva, vuestras convidadas femeninas, serán adversarias dignas de vuestra más seria atención. Esperando que la lucha, por muy encarnizada que pueda ser, no turbará se-riamente la paz de vuestra ermita.- tengo el honor de ser vuestro servidor.-J. V.- Capitán del “Panamá”.

- De esta manera dijo para sí el Capitán, doblando su carta, no se me podrá acusar de haber llevado lobos al redil, sin dar por lo menos la voz de alarma. Después subió adonde lo esperaba el joven Teniente español.

- Tomad, Mauricio, dijo dándole la carta que acababa de escribir: dignaos entregar la presente al General, y decirle que puede contar con una docena de alegres convidados: a las cuatro en punto estaremos en el castillo.

- A las cuatro, repitió Mauricio estrechando la mano del Capitán, llevadnos sobre todo, graciosas jóvenes, es el fruto que nos falta en San Thomas.

- Perded cuidado, amigo mío: habrá señoras de todas edades y para todos los gustos.

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Lo que el Capitán del “Panamá” había lla-mado, pequeño castillo de San Thomas, era un gran edificio cuadrangular cons-truido en la pendiente de la montaña recordando por su forma y su estilo ad libitum las graciosas habitaciones de los

americanos del Oeste. Rodeada de una hermosa galería, donde crecen reunidas todas las plantas tropicales, la casa del General Santa Anna, parece más bien la quinta de un rico plantador, que la cabaña de un pobre ermitaño. Cuan-do se recorren los diversos departamentos, se ve, que el ex dictador, conserva aún sus costumbres de lujo y como-didad y si se pudiera penetrar en el ángulo reservado del edificio, se adquiriría la prueba, de que Santa Anna, a pesar de su edad avanzada, no es aun del todo insensible, a las caricias de las hijas de Eva.

A las cuatro y media de la tarde, el Capitán del paque-bote, fiel a su promesa, presentaba al General Santa Anna los pasajeros del “Panamá” que nuestros lectores conocen. Sentado en un rockingchair (mecedor) americano, colocado en la extremidad de la galería que ve al mar, Santa Anna no es el brillante General que la mayor parte de nuestros lecto-res conocieron en México, los trabajos, los placeres, las in-

CAPÍTULO XIVUna comida en casa de Santa Anna o el pasado, el presente y el porvenir de México

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quietudes, las desgracias y sobre todo, los años, han dejado profundas huellas de su paso, en la persona del General, y han transformado en anciano, al elegante caballero de otros tiempos. Sin embargo, puede decirse, que Santa Anna es un hermoso anciano: las arrugas no han hecho perder nada a la varonil acentuación de sus facciones: su vista carece del fuego juvenil; pero conserva aún su vivacidad; y cuando ani-mado por la discusión, por el pensamiento o por la obser-vación, el viejo soldado mira fijamente a su interlocutor, se descubre en él una energía, un orgullo y aun una audacia, que los años ni la desgracia han podido abatir.

Los honores de la casa se hicieron por el viejo ermitaño con la sencillez reunida a la elegancia que no se encuentra sino en la mejor sociedad. Con la sonrisa en los labios, re-cibió a cada uno de sus convidados, con la cortesía de un verdadero caballero catalán y supo probar en algunos ins-tantes que si lo físico había sufrido los ataques del tiempo, en el espíritu y en lo moral permanecía lleno de juventud y de vigor. En el centro de la galería donde fueron recibi-dos los convidados, estaba el magnífico aparador japonés, sobre el cual se hallaban colocados todos los licores que se acostumbra tomar antes de la comida

- Mauricio, dijo Santa Anna al joven oficial que le ser-vía de ayudante, hacedme el favor de ofrecer el cor-dial y los amargos. En seguida, dirigiéndose a sus convidados: sabéis, señores, añadió, que vivimos aquí a la americana, es decir sin cumplimientos ni ce-remonias; tened, pues, la bondad de olvidar por hoy la etiqueta de Europa, y consideraos absolutamente en vuestra casa.

- Gracias, General, contestó Dupin; el soldado poco entiende de etiqueta, y prefiere una buena y franca

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acogida a los cumplimientos que hacen desaparecer la verdad bajo su afectación, y en los que la lengua reemplaza al sentimiento. Daré el ejemplo de des-embarazo, añadió el Coronel adelantándose hacia los licores y tomando un poco de ajenjo.

Mauricio hizo los honores del aparador con el desem-barazo y la cortesía de un verdadero oficial de Estado ma-yor, y fue con tanta afabilidad exigente, que la misma doña Petra no pudo rehusar un poco del delicioso Jerez, y lo aceptó. Momentos después se dirigieron al comedor, y una hora más tarde la comida tocaba a su fin, sin que se hubiese suscitado ninguna cuestión que pueda interesar al lector.

El viejo ermitaño hacía por sí mismo los honores de su mesa; atento a la menor palabra, al más pequeño gesto de sus huéspedes, tenía una frase espiritual para cada uno de ellos; nada se escapaba a su vista de anfitrión, y parecía que adivinaba los pensamientos de todos. Entre los convida-dos a quien Santa Anna dirigía con más frecuencia la pala-bra, era a Dupin, y fácilmente se veía, que la franqueza del Coronel había ganado inmediatamente la simpatía del ex dictador. Se sirvieron los postres sin que ninguna cuestión seria viniese a romper la monotonía de la reunión. Santa Anna fue el primero en poner fuego a la pólvora, ya sea por el deseo de combatir con enemigos dignos de él, ya por curiosidad o simplemente de un modo casual.

- ¿Qué pensáis de México, Coronel, dijo repentina-mente a Dupin?

- Pienso, contestó este sin vacilar, que México es un cuerpo sin alma.

- ¡Un cuerpo sin alma! ¿y cómo así?- Cuando una nación, después de sacudir con brío el

yugo del opresor, permanece cincuenta años sin po-

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der darse una organización interior, cuando un pue-blo compromete su propia existencia destrozándose entre sí, para fomentar ambiciones y odios persona-les; cuando un país no teniendo la conciencia ni de su fuerza, ni de los elementos con que cuenta para re-sistir, se deja imponer la voluntad del extranjero, ese pueblo, esa nación, ese país, no tiene más que aparien-cias de vida, es una máquina que recibe su impulso de una fuerza extraña; es un autómata colosal, que habla, bebe, come y digiere, pero que carece de raciocinio; es un movimiento pasivo esclavo de un motor que no co-noce; en una palabra, es un cuerpo sin alma.

- Y no es por cierto, la Francia, quien puede dar a Mé-xico el alma, si es que le falta, añadió secamente doña Petra.

- Habláis de México un poco a la ligera, y sin conocerlo bien, replicó Santa Anna al Coronel Dupin. Esa orga-nización interior que negáis se ha dado a ese pueblo, aun puedo decir que ha producido sus frutos: esas guerras civiles que vituperáis, solo han sido fomenta-das por los agentes del poder europeo, del que antes se había libertado, y si los medios de resistencia de que México dispone no han sido suficientes para im-pedir la Intervención francesa, por lo menos la han detenido largo tiempo en su marcha, la han comba-tido valerosamente, y a pesar de lo que se dice, la lu-cha está bien lejos de terminar. Comparáis la vida del pueblo mexicano a un movimiento pasivo esclavo de un motor desconocido; pero, ¿Cuál es el motor que le hace obrar? ¿Cuál es el poder que le tiene esclavi-zado? En vano dirijo mi vista a todos lados, porque no le veo. Leed con atención la historia de México,

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Coronel y veréis que, aunque nacido ayer, ese pueblo ha hecho ya grandes cosas…

- Sobre todo, cuando ha tenido libertad, interrumpió la vieja patriota.

- Jamás le ha faltado libertad, señora, contestó San-ta Anna dirigiéndose a doña Petra. ¿dónde están, añadió el ex dictador suspirando, aquellos días para siempre memorables, en que México cansado de re-voluciones, me aclamó para gobernarlo? Fue la auro-ra de una nueva era: ahogadas por todas partes las facciones, se aliaban al gobierno: no existía más que el recuerdo del vandalismo: el comercio se hallaba floreciente, la industria prosperaba, se daba instruc-ción a las masas, se multiplicaban las vías de comu-nicación, se organizaba la marina, el ejército sabía imponer el temor y el respeto; los puertos del país estaban abiertos a las luces y a los conocimientos de los extranjeros; el pueblo, en fin, se hacía hombre, era feliz; no le faltaba…

- Más que la libertad, añadió vivamente doña Petra.- No le faltaba más, continuó Santa Anna, sin hacer

caso de la interrupción, que algunos años de perse-verancia, y estaba salvado.

- No se puede negar, dijo a su vez el señor de Saligny, que México ha tenido en esa época sus días de feli-cidad y aun sus horas de gloria; pero esos días han pasado como un sueño, esas horas han desaparecido como una ilusión. ¿por qué?

- Porque un soplo solo, basta para derribar lo que se ha construido sobre la arena, interrumpió de nuevo la vie-ja patriota; porque una nación es una gran familia cuyo jefe debe hacerse amar, si quiere ser respetado; porque

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un pueblo, aun en la infancia, no puede consentir en ser el juguete de un déspota, ni el esclavo de un tirano.

- Soy enteramente de vuestra opinión, señora, dijo el Coronel Dupin; y creo que solo la falta de libertad, ha precipitado a México en el abismo en que lo hemos encontrado.

- Y a pesar de eso tratáis de precipitarlo aún más, res-pondió doña Petra al Coronel francés.

- ¡Falta de libertad! Exclamó Santa Anna. Tal es el re-frán de los revolucionarios; tal es la eterna canción de los descontentos. ¿pero la generalidad de los mortales aprecia lo suficiente la dificultosa tarea que se impone al hombre, colocado a la cabeza de una nación? ¿com-prenden acaso lo falso de la posición en que se encuen-tra constantemente situado el jefe de un gran pueblo? ¿no debe, cualquiera que sea el gobierno, poner un fre-no a las pasiones políticas que se ocultan bajo el velo de un patriotismo que no existe más que de nombre? ¿debe el padre de familia permitir todo a sus hijos? ¿deberá dejarles caminar por una senda extraviada, bajo pretexto de no atentar contra su libertad? ¿pue-de, el hombre que dirige un carro, gobernar sus fogo-sos caballos si no lleva las riendas en la mano…

- ¿Y el látigo? Añadió doña Petra.- Sí señora, y el látigo, repitió Santa Anna; el látigo para

castigar a los que lo merecen, para impedir que intro-duzcan el desorden por todas partes, y se asocien de aquellos, cuyo único deseo es caminar rectamente.

- Es decir, replicó doña Petra, que los pueblos son ani-males, que es preciso conducirlos por la fuerza, que es preciso domar con el sable, que se debe matar con la tiranía.

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- Exageráis demasiado mi pensamiento, señora, repli-có Santa Anna. Entre el castigo infligido al culpable y la opresión general de un pueblo, hay un abismo in-menso. ¿no habéis corregido, nunca a vuestros hijos? ¿y les habéis por eso perdido el cariño? ¿no os están hoy reconocidos por la resistencia que supisteis opo-ner a sus pequeños caprichos, que hubieran podido degenerar más tarde en vicios o en pasiones?

- Señor, replicó gravemente doña Petra, es imposible comparar el odio con el amor; y eso es lo que hacéis en este momento. La madre que castiga a su hijo, obedece a los impulsos de su corazón; pero el jefe de un país que oprime a su pueblo, el dictador de una nación que acaricia con una mano, para castigar me-jor con la otra, el déspota que azota y mata; ese no trata de desviar a sus hijos del vicio y de las pasio-nes. Es un tirano que hace caer sin piedad todo lo que puede oponerse a su orgullo o a su ambición.

- Déspota, tirano, ambicioso, epíteto fácil de lanzar a la cabeza de un gobierno, exclamó Santa Anna. ¡Qué in-justo es el pueblo en sus apreciaciones! ¡Cómo se detie-ne en la superficie de las cosas, sin profundizar nada! Cae una cabeza, corre un poco de sangre, y sin com-prender que es por el bien público, sin admitir que sea necesario separar la cizaña del buen grano, sin querer escuchar la voz de la justicia proclamando la culpabili-dad del condenado; ese pueblo excitado por el oro o las promesas de viles conspiradores, voltea las armas con-tra el elegido de su voluntad, ese pueblo ingrato olvida todo, para llamar déspota a su padre, tirano a su amigo.

- Es todo lo contrario, replicó doña Petra; porque ese pueblo no olvida nada, y tarde o temprano hace jus-

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ticia a los hombres y a los abusos. ¿creéis, señor, que México haya podido olvidar jamás la cesión de Texas, la venta de La Mesilla? ¿creéis que no se haya rebe-lado el corazón del último de los mexicanos contra las ventas de indios, hechas en las costas de Yuca-tán?¿pensáis que la vista del pueblo no penetra el espesor de las murallas de estos palacios, donde se despilfarra el oro de la nación, donde se proyecta el deshonor de las familias? El buen sentido públi-co discierne pronto el bien del mal, y siempre sabe distinguir al padre que gobierna del déspota que ti-raniza. Cuando un pueblo, cansado de sufrir, se insu-rrecciona, es porque un gobierno ha llenado la copa de iniquidades, porque la ha hecho rebosar; y ame-naza inundar y sepultar al país en la ruina, la des-vergüenza y el deshonor. ¡Desgraciado entonces del jefe de un Estado que camina por una vía equivoca: desgraciado de aquel que ha vendido a su país y a sus hijos: desgraciado del hombre que abusó de su poder para dar satisfacción a todos sus vicios, a todas sus pasiones, desgraciado del hombre que, depositario y guardián de los derechos públicos, se ha servido de su fuerza para cometer impunemente todas las exac-ciones posibles, todos los crímenes! ¡Desgraciado de él, porque la cólera del pueblo es proporcional a los sufrimientos; desgraciado de él, porque se le arroja como a un infestado, se le odia como a un verdugo, se le desprecia como a un impostor!

- Sois muy severa, señora, respondió el Coronel Du-pin, conociendo que las palabras de la patriota mexi-cana habían impresionado profundamente al viejo General.

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- No señor, no soy más que verídica, más que justa.- La justicia y la verdad, exclamó Santa Anna, no per-

tenecen a las pasiones políticas; el hombre, por más justo, por más imparcial que sea, nunca puede ser apto para juzgar a su enemigo. Para no ser el blan-co constante del odio de una muchedumbre de des-contentos, es preciso que los hombres que ocupan un puesto elevado en la sociedad, dejen a la poste-ridad la apreciación de sus actos. Después añadió, dirigiéndose a doña Petra: admitamos señora, que según vuestras alusiones, he sido déspota, tirano: admitamos que he vendido Texas y la Mesilla, sin haber sido violentado por cuestiones políticas de un orden superior; admitamos que al desembarazar a Yucatán de las hordas salvajes que se oponían a la marcha de la civilización, no me han guiado altas consideraciones filosóficas; admitamos, puesto que lo queréis, que he gastado inútilmente el tesoro pú-blico y que, olvidando la alta misión que se me había confiado, he confundido la energía del padre con la crueldad del tirano: admitamos todo eso, y conside-remos mi destierro como consecuencia de la cólera de un pueblo que, como decís, arroja de su seno a los infestados y desprecia a los impostores… y después de haber admitido ciegamente todos esos sofismas, decidme señora, ¿qué ha hecho México desde que se ha desembarazado de su verdugo? ¿dónde están vuestras instituciones políticas?¿dónde está vuestro comercio y vuestra industria? ¿qué habéis hecho de vuestro ejército? ¿en qué ha venido a parar la segu-ridad de vuestros caminos? En una palabra, ¿Cuál es vuestro presente, cual vuestro porvenir?

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- El presente, aquí lo tenéis, respondió doña Petra, in-dicando con la mano a Almonte, Dupin y Saligny; es la intervención francesa, triste consecuencia del pa-sado; en cuanto al porvenir, es de Dios.

- Y ¿qué os ha proporcionado la Intervención france-sa? Preguntó Santa Anna.

- Preguntad a estos señores, dijo fríamente la vieja patriota; ellos pueden contestar mejor esa pregunta, porque a lo menos deben saber; ¿por qué, cómo y con qué fin han invadido a un país amigo? El señor Al-monte os dirá el por qué. El señor Dupin se regocija-rá explicaros el cómo y en cuanto “al fin”, el señor de Saligny está pronto a mostrároslo, según creo, pues debe conocerlo perfectamente.

- A fe mía, dijo riendo Dupin, habéis nacido para ser hombre de Estado, o por lo menos diplomático: nos ponéis a los tres en compromiso de hablar, y ¿espe-ráis tal vez que no tengamos nada lógico, nada plau-sible, nada irrefutable que oponer a vuestros sutiles argumentos? Cuidado señora, añadió riendo de nue-vo, tenemos buenas lenguas y grandes espadas; es-tad segura de que seréis vencida.

- Ya sé, respondió doña Petra, que por desgracia, las peores causas tienen por lo común los mejores de-fensores, y estamos en ese caso; pero hablad, seño-res, hablad, que aunque tengáis buenas lenguas y largas espadas, no puede decirse por eso que yo deba ser derrotada. Estoy a la defensiva y tengo de mi par-te el derecho y la razón.

- Pues bien, en tal caso tenéis la palabra, querido Al-monte, dijo Dupin sonriendo con aire burlesco; decid a esta querida señorita por qué han intervenido en

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México los franceses: yo le explicaré el cómo y Salig-ny nos indicará el fin que se proponía esperar.

- Una risa general respondió a esta invitación de Du-pin, y después que todos apuraron el ponche a la ro-mana, graciosamente ofrecido por Santa Anna, Al-monte tomó la palabra en estos términos:

- Hay, dijo, cuestiones que son muy delicadas para ocu-parse de ellas, y esta es una de tantas; no porque les hagan falta la lógica y la verdad, sino simplemente por temor de herir la susceptibilidad de sus auditores.

- Tened la bondad de hablar con toda franqueza, dijo vivamente Santa Anna, que comprendió la alusión; aquí no hay más que un ermitaño retirado del mun-do, y convidados sin ningún carácter oficial: cada uno de nosotros debe exponer su opinión franca y leal; tal es la regla que debemos seguir.

- Una nación cualquiera que sea, dijo Almonte, puede en su unidad, compararse a un hombre. Acaso muy joven, México libertado de la España, buscó en vano un guía serio en su seno; caminando de falta en falta, de error en error, pronto cayó en una especie de pos-tración moral, que hacía presagiar una muerte cier-ta: en vano se llamaron a todos los médicos políticos para el joven enfermo; el mal parecía incurable, y los de más capacidad, los de más saber y los que más de-seaban su salvación, tuvieron que retirarse uno des-pués de otro, confesando su ignorancia, su incapaci-dad, su error. El pobre enfermo, abandonado de los suyos, perdió toda su fuerza, toda su energía, toda esperanza de salud, y dirigió a Europa sus miradas agonizantes. Un gobierno protector de las naciones, le miró compadecido, y apresurándose a enviarle los

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socorros necesarios, espera verle en breve reconsti-tuido, reorganizado. He ahí explicado en dos pala-bras por qué la Francia ha intervenido en México.

- Mucho me agrada semejante personificación del en-fermo, dijo a su vez Dupin, y voy a seguirla: al lle-gar a México la Intervención, o sea mejor, el médico, comprendió inmediatamente que muchos miembros de este gran cuerpo que se llama sociedad mexicana, estaban atacados de un mal incurable; a desespera-dos males, desesperados remedios: y no hallándonos capaces de curar, hemos amputado, cortando a dies-tra y siniestra, de arriba abajo, y si se ha derramado la sangre del enfermo, es únicamente procurando salvar el corazón, de la gangrena que destruía los miembros. He aquí cómo hemos caminado en nues-tra Intervención: he aquí cómo debimos hacerlo sin vacilar, sacrificando una parte para salvar el todo.

- Y solo con un fin verdaderamente filantrópico, dijo vivamente el señor de Saligny, ha ido tan lejos la Francia al sacrificar a sus hombres y gastar su dinero: en primer lugar, para que se salve la raza latina de las usurpaciones, siempre amenazadoras de los anglo sajones; y en segundo, para hacer respetar a sus na-cionales, insultados en sus personas y atacados cada día en sus intereses, para dar a México la fuerza vi-tal que le falta; para liberarlo del yugo del fanatismo que pesa sobre él; en una palabra, para transformar bandidos en hombres de bien; para trocar en nación fuerte y vigorosa, la sociedad actual absolutamente desmoralizada: tal es el fin de nuestra Intervención.

- ¡Por María Santísima! Exclamó doña Petra: ¡que haya dado Dios tanto talento a los hombres, para que lo

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empleen tan mal!¿no se ha hecho la lengua de los diplomáticos sino para mentir? ¿se habrá armado el brazo del soldado con solo el objeto de destruir y asesinar? ¡qué poco conocéis, señores, la historia de México! O si la conocéis ¡Cómo la disfrazáis! ¡qué diestros sois para cubrirla de errores y de lodo! Co-menzáis por decir: que un pueblo es demasiado joven para sacudir el yugo de la España, después que ha sufrido tres siglos de opresión, tres siglos de servi-dumbre. Comparáis a México con un enfermo, dando el nombre de médicos a los que lo han gobernado; pero así tomáis el efecto por la causa, porque preci-samente los hombres que han estado a la cabeza del gobierno, son, los que han traído el mal, los que lo han introducido, los que han tenido complacencia en propagarlo. Es inexacto que el moribundo hubiera dirigido sus miradas hacia la Francia, porque los que buscaron socorro de ese lado, son utópicamente al-gunos ambiciosos, que no teniendo valor para tomar las armas y oprimir a su nación, han creído más sim-ple y más seguro llamar al extranjero para lograr sus fines. Este es, señor Almonte, el verdadero por qué de la Intervención francesa en México.

- A mí me toca ahora, dijo Dupin riendo: no temáis se-ñora; pegad recio, que tengo buenas espaldas.

- Sí, señor, a vuestra vez, repitió doña Petra, dirigién-dose al Coronel francés. Admitiendo la existencia del enfermo: hacéis el oficio de cirujano; amputáis como decís, a fin de preservar el corazón de la gangrena, y en vuestro entusiasmo amputador, en vuestra sed de sangre, no apercibís que cortáis lo bueno para dejar lo malo; dejáis los miembros podridos por los exce-

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sos, la prostitución, el deshonor, y la traición, diri-giendo vuestros golpes al corazón. He aquí señor Co-ronel como camináis en vuestra Intervención france-sa, confesad que tal modo de proceder en cirugía, no está lejos de llamarse asesinato.

- Vaya por el asesinato, replicó Dupín: un buen solda-do no tiene más que una bandera, una sola patria; y el día que le dice su jefe, a matar, debe hacerlo, sin inquietarse si es cirugía, medicina o asesinato. Des-pués, añadió el Coronel dirigiéndose a doña Petra ¿y qué contestáis señora a la indiscutible lógica del se-ñor Saligny?

- Nada, dio fríamente la patriota; nada señor Coronel, porque efectivamente, no se puede discutir la menti-ra y la calumnia.

- ¡Señora! Exclamó Saligny, dirigiendo su lente hacia la vieja mexicana, olvidáis…

- No señor, replicó vivamente doña Petra, no olvido lo que acabáis de decir, y niego abiertamente que sea la verdad. ¡Ved que hermosa filantropía es aquella que animando la esperanza de salvar a la raza latina, im-pone a México un príncipe sajón! ¡Ved que fútil pre-texto, el de proteger a los nacionales franceses, cuan-do el ejército de su patria, se complace en insultarlos y despreciarlos a toda hora! Ved que feliz medio es-cogió para libertar del fanatismo a un pueblo en me-dio del cual un Mariscal de Francia, lleva un cirio en una mano y su espada en la otra; o no parece por el contrario, que el fin que se propone, es de completar la desmoralización, comenzada por muchos antiguos dictadores!

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- Reinó un instante de profundo silencio entre los con-vidados: doña Petra conoció que había ido demasia-do lejos.

- Perdonadme señores, dijo sonriéndose, si mis se-tenta años se han dejado ir por la embriaguez de mi patriotismo; perdonad mi exaltación, porque sabéis que en política como en el amor, la mujer habla con el corazón.

- Mientras que el hombre solo con la boca, añadió Du-pin, soltando una franca carcajada.

- El General Santa Anna, hizo entonces llenar los va-sos de champaña; después levantándose, dijo con voz calmada y sonora:queridos convidados, hemos examinado el pasado de México: nos hemos esforza-do en analizar su presente: bebamos por su porvenir, porvenir que, como lo ha dicho muy bien la señora, solo pertenece a Dios.

- A Dios y a la nueva generación, añadió el joven Pepe, con voz firme.

- Todo el mundo se levantó, y la vieja patriota, elevan-do su copa, repitió lentamente:

- ¡Por el porvenir de México!!!- Así es como las opiniones tan divergentes de los

distintos personajes que nos ocupan, y todos sus re-cuerdos y todas sus esperanzas, se confundieron en un solo pensamiento, en una sola palabra: lo desco-nocido, el porvenir.

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Han pasado doce días desde la reunión a que hicimos asistir a nuestros lectores en la casa del General Santa Anna, cuando el paquebote “Panamá” hiende las aguas del golfo de Gascuña; veinticuatro horas más tarde los pasajeros pueden pasearse

en San Nazario; dentro de cuarenta y ocho, descubrirán a París. Los incidentes que se presentan en los últimos días de un dilatado viaje por mar, siempre son variados. No pue-de escaparse al observador la transformación gradual que moralmente han sufrido los pasajeros: algunos huyen de la sociedad, enfadados de la espera, de la enfermedad o de la impaciencia; mientras que otros, alegres y contentos por la aproximación a tierra, no saben cómo expresar ese regocijo.

El Coronel Dupin, cuya brusca franqueza conocen nues-tros lectores, no podía ocultar el júbilo que le causaba apro-ximarse a lo que llamaba su idolatrado y pequeño París; triste y pensativo Saligny, parecía temer la entrevista que necesariamente debía tener muy en breve con Napoleón; en cuanto a Almonte fácil era comprender que meditaba nuevos proyectos, según la actitud reflexiva que guardaba.

Doña Petra, como se dice en México, siguió “haciendo su rancho aparte”, con su familia de la que nunca se sepa-

CAPÍTULO XVPesetas y muchachas

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raba. En cuanto al señor Bernardo, mejor dicho, Adolfo, subía muy rara vez al puente: siempre encerrado en su ca-marote se entregaba a los placeres del amor, tan seducto-res cuando es sinceramente correspondido.

Durante la travesía, los franceses que asistían a la mesa del Capitán, se permitieron varias veces hacer amargas crí-ticas de los hombres y de las cosas de México, y más de una vez tuvo que hacer esfuerzos la joven Marchessa para permanecer impasible ante semejantes insultos.

Con la convicción de que entre la familia Marchessa no había uno que hablase ni aun comprendiese el francés, platicaban con toda libertad y ningún incidente hubiera turbado la paz en la travesía; si la crítica no hubiese dege-nerado en ultrajes contra México en general, y contra las mujeres en particular, precisamente el día en que el viaje tocaba a su fin. Un ex proveedor del ejército francés dio la voz de alarma; he aquí por qué circunstancia:

Sentados a la mesa, como fuese el último día de la tra-vesía, dispuso el Comisario que la comida tan abundante de ordinario, fuese considerablemente aumentada. Tanto la elegancia con que se había puesto la mesa, cuanto la fe-licidad de haber llegado al término del viaje, hacían que los ánimos se hallasen predispuestos al regocijo. El ejemplo, bueno o malo, siempre encuentra quien lo siga, y los pasa-jeros, imitando al Coronel Dupin que había obtenido una botella de champaña, pidieron nuevas botellas; así es que a pocos momentos en todas las copas brillaba el dorado licor.

- Bebo por lo felices recuerdos que nos ha dejado Mé-xico, dijo uno de los proveedores.

- Aprobado, contestó Dupin, y volviéndose a Saligny, añadió ¿qué decís de esto, querido ministro?

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Saligny sufrió una ligera contracción nerviosa que na-die habría notado, si su lente, que abandonando el ojo a que estaba acomodado, y cayendo en un ponche a la roma-na que tenía adelante, no hubiera llamado la atención. En seguida, con la sangre fría de un diplomático consumado, respondió Dupin:

- Querido Coronel, tengo la mejor disposición en evo-car los recuerdos de México al apurar el champaña; pero reservándome, sin embargo, calificarlos de feli-ces, así cada uno podrá recibir el brindis adoptado a su modo de ver a ese respecto.

- Me adhiero a la idea del señor Ministro, dijo Almon-te. Brindemos por los recuerdos de México, sin califi-carlos de felices o desgraciados.

- ¡Ah, ya! Respondió Dupin ¿por casualidad solo los soldados tendremos realmente el valor de nuestra opinión. ¿A que vienen tantas restricciones, señores? ¿Los habrá arruinado México? Por ventura ¿habrán permanecido cerradas para vosotros las cajas del te-soro mexicano? ¿Vuestras insinuaciones habrán sido vistas con indiferencia por las hermosas hijas de Moc-tezuma? ¿Habrán dudado siempre de vuestras pro-mesas? ¿Se habrán burlado de vuestros juramentos? Vamos, señores, México es un excelente chico, que tiende la mano a todo el mundo, y me recuerda a cier-tas mujeres de África que no les agrada venderse; pero que se apresuran a entregarse gratis. ¿Qué puede ha-ber de desagradable en vuestros recuerdos? Veamos, querido Ministro; si la crónica no miente, con vuestra posición habéis trastornado la cabeza a una niña jo-ven y hermosa, procedente de las montañas, que ol-

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vidándose o desentendiéndose de vuestros cuarenta años, os ofreció todas las riquezas de la corte inferior mexicana, con el fin de poder figurar de algún modo en las altas cortes de Europa, ¿por casualidad os será desagradable ese recuerdo? Si es así, confieso que os creía más profundo en filosofía. El oro es un metal no-ble, incoloro en lo moral, inodoro en lo físico; y vive Dios que puesto que México nos ha proporcionado oro a todos, no debemos ser ingratos; bebemos al me-nos por los recuerdos felices de México.

- Nunca, respondió Saligny, rechazando con violencia el vaso, y haciendo un gesto de impaciencia.

- Nunca, respondió Almonte, acompañando esa ex-presión con un signo negativo de cabeza.

- Vaya una cosa admirable, replicó riendo Dupin:¿có-mo, querido Almonte, también vos, siendo hijo de México, os negáis a beber por vuestra patria?

- Perdón, Coronel, no confundamos; si no quiero brin-dar por los recuerdos felices, es porque de mi pobre país solo los tengo desgraciados: he aquí todo.

- No comprendo.- Pues bien, coronel, si no comprendéis, me esforzaré

en explicároslo: amo a México como un hijo ama a su madre; pero me sangra el corazón siempre que pien-so en su pasado; se trastorna mi espíritu cuando pro-curo prever su porvenir. No sabré decir si mi patria ha sido para mí una madrastra; pero debo confesar que en mi interior conozco lo mal que se me ha com-prendido: de esto proviene mi sufrimiento, de esto mi desgracia, de esto mis tristes recuerdos.

- Pero señor embajador, respondió Dupin, creo que hoy estáis muy lejos de ser desgraciado: ocupáis el

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primer puesto del Imperio; sois, según se dice el ín-timo confidente de Maximiliano; estáis colmado de honores; todo se inclina ante vos ¿Qué más podéis desear?

- Lo que yo quiero es el aprecio de mis conciudada-nos, y lo he perdido; lo he perdido sin que yo haya hecho nada para perderlo: lo he perdido por que la Francia no me ha secundado en el sentido que me había ofrecido. Es verdad que ocupo un puesto eleva-do; que estoy colmado de honores; pero se me llama traidor; se me acusa de haber abierto las puertas de mi país al extranjero, se me hace responsable de las faltas cometidas por un ejército cuya conducta me es imposible arreglar. He aquí, por qué México a quien amo tanto, solo me da sinsabores, uno tras otro, he aquí por qué son tristes mis recuerdos y todos mis presentimientos sombríos.

- Puesto que es así, dijo serenamente Dupin, no hable-mos más de ello, no nos engolfemos en la alta polí-tica: cambiemos de brindis y bebamos simplemente por México, vamos…

- Dispensad, mi Coronel, interrumpió el proveedor que había tomado primeramente la palabra; yo pro-puse un brindis a los recuerdos felices de México; si alguno quiere asociarse a mi pensamiento, que se-cunde mi brindis, en cuanto al vuestro, mi Coronel, lo encuentro razonable; pero permitidme que ante-ponga el mío.

- Os permito cuanto queráis, respondió Dupin un poco molesto.

- El joven proveedor se levantó, e indicando al criado que llenase todas las copas de champaña, tomó la pa-

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labra en estos términos: bebo señores, por los felices recuerdos de México; por los recuerdos de ese país seductor en que abundan las mujeres; y de donde no falta el oro; por ese país donde es una fábula la moral, y una sombra el honor; por ese país de cucaña donde el robo y el vandalismo están a la orden del día, y brindo en fin, por ese magnífico país, porque para mí se reduce a dos palabras: pesetas y muchachas.

En el momento en que los amigos del proveedor ele-vaban sus copas para responder a este extraño brindis, se puso de pie una joven: era Julia Marchessa. Si la personi-ficación de la cólera se ha aparecido alguna vez entre los mortales, debió tomar la actitud y las facciones que nues-tra joven heroína tenía es ese momento. Bella como siem-pre, su noble figura tenía una palidez, que no era la de la muerte ni la del temor, sino más bien el blanco mate del mármol, de un mármol en que cada grado estuviese anima-do por una mano invisible y poderosa: de un mármol cuyos átomos se estremeciesen por sí mismos. Sus ojos más bri-llantes aunque de costumbre, se fijaban con insistencia en el joven proveedor, cuya sonrisa, que aun vagaba en sus la-bios súbitamente enmudecidos, contrastaban visiblemen-te con la calma de las facciones de Julia.

- Señores, dijo la joven oaxaqueña; si hubiera aquí un mexicano leal y de corazón, no sería ciertamente una mujer la que se encargaría de contestaros; pero como el señor afecta no contarse ya entre nuestros nacio-nales, añadió designando a Almonte, me encuentro en la necesidad de representar al país que acabáis de insultar y de defenderlo contra vuestros ataques.

Tan corto y noble exordio, produjo un efecto, que sería difícil, por no decir imposible, pintar. Todos los convida-

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dos de la mesa de honor, al oír que esta joven mexicana ha-blaba el más puro francés, no pudieron reprimir un movi-miento de admiración por que creían que no conociese más idioma que el español; se miraron entre sí estupefactos y guardaron el más profundo silencio.

- Si os parece extraño señores que hable vuestro idio-ma, continuó Julia, mucho más os debe admirar que haya podido tanto tiempo estar escuchando vuestros sarcasmos y vuestras burlas sin intentar responder-las, es, porque hasta aquí solo os habíais ocupado de los hombres y de individualidades que no me corres-pondía defender; pero hoy, continuó animándose, hoy que acabáis de atacar, de insultar y despreciar a mi patria, debo tomar la palabra para contestaros, debo hablar.

- ¡Bravo! Murmuró entre dientes Dupin; bravo; he aquí una mujer como a mí me gustan.

- Después de haber repleto vuestras bolsas con el oro de mi país; después de haber arrancado a sus hijos los sentimientos de honor, que veis solo cual som-bra, llenáis gozosos vuestros vasos, y brindáis por México, resumiéndolo en dos palaras: pesetas y mu-chachas. Voy, señores, aunque mujer, a volveros ata-que por ataque, dejando a otros el cuidado de vol-ver insulto por insulto; y desde luego, ¿Quiénes sois para mí, señores, todos los que representáis aquí la Intervención francesa? En primer lugar el señor de Saligny, promotor y uno de los principales actores de la Intervención, ¿Quién ignora la historia, quien no conoce sus actos, a quien se ocultan sus trapacerías diplomáticas?

- Señorita, interrumpió bruscamente Saligny, vos…

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- Un momento, señor, replicó Julia; hace veintidós días que os dejo hablar sin interrumpiros; dignaos al menos, dejarme la palabra por un instante. No te-máis nada, sabré decir solo la verdad, sin salir de los límites de la más estricta conveniencia.

- Después continuó; ¿Quién no conoce la historia de los últimos días desgraciados en que, México entre-gado a la guerra de los partidos, dirigía su vista a to-dos lados, buscando un punto de apoyo, que no en-contraba en ninguna parte? ¿Quién no recuerda esos días en que aprovechándose de nuestra debilidad, los gobiernos de Europa nos imponían cada día condi-ciones tan vergonzosas para el que las dictaba, como para los que estaban obligados a aceptarlos? Enton-ces el señor de Saligny impulsado por la simpatía, o según se dice, por el interés hacia un partido que es el enemigo nato de Francia y de todos los extranje-ros, tuvo la diestra diplomacia de engañar a su país, hasta el punto que tendió la mano a los que insulta-ban constantemente a sus nacionales, para volver la espalda a sus verdaderos amigos, a los que aman a los franceses como se ama a los hermanos: esto es en cuanto al promotor; pasemos a los demás, añadió la joven mexicana, volviéndose hacia Dupin.

- Dignaos sentaros, señorita, dijo éste con su más amable sonrisa.

- Gracias, señor, respondió Julia: hablo a personas de-masiado elevadas, para no guardarles todas las consi-deraciones que merecen por su rango y su celebridad.

- Celebridad, repitió Dupin, creo que…- ¿Lo dudáis, señor Coronel? Interrumpió vivamente la

joven ¿dudáis que el señor Dupin sea célebre en Méxi-

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co? Que se pregunte a las ciudades, las villas, los pue-blos y las haciendas que han gozado de su visita, y ellas se encargarán de responder; sí señor coronel, sí, sois un hombre tristemente célebre, y vuestro nombre no abandonará en mucho tiempo los labios de los mexi-canos. Nuestros hijos se referirán vuestras hazañas, como se relatan en el día en los Países Bajos, las del Duque de Alba, de sangrienta memoria. Me diréis que no fuisteis más que el brazo y el instrumento; pero en tal caso, un brazo muy terrible e instrumento dema-siado dócil para servir tan bien a una causa tan mala.

- En cuanto a vosotros, señores, dijo Julia dirigiéndo-se a los proveedores, representáis con los que os ro-dean, el lado peor de la medalla; sin la triste capaci-dad del diplomático, ni la gloria sombría del soldado: sois únicamente estafadores y nada más; deberíais callaros y no despreciar al país que os ha proporcio-nado la fortuna: decíais hace un momento que el ho-nor es una sombra, y la moral un fantasma entre los mexicanos ¿no haríais mejor en aplicaros vuestras propias palabras, para saber quiénes sois?

- No, señores, continuó la joven animándose cada vez más; nunca permitiré que brindéis con un insulto a mi país; porque este insulto se volvería frio, y rebo-zando verdad sobre la cabeza de cada uno de voso-tros. Nunca permitiré que en mi presencia se arroje impunemente la calumnia a la frente de un pueblo, que si tiene sus vicios y sus defectos, en cambio cuenta con muchas virtudes y con bastantes glorias; mucho menos cuando esas calumnias emanan de los que se han enriquecido a expensas de México que tanto denigran.

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- ¡Bravo! Exclamó Dupin riendo, bravísimo; si el señor proveedor me permite hacer una ligera variación al brindis, bebemos por México, a secas, porque soy en-teramente de la opinión de la señorita.

- Sea por México, respondió el proveedor, aturdido aun por el inesperado discurso de Julia.

Esta se sentó; se apuraron las copas de champaña y se terminó la comida, ocupándose los que a ella asistían, de cosas indiferentes. Después de tres horas, es decir, como a las nueve de la noche, dos hombres se paseaban a lo largo del puente, eran Adolfo o el señor Bernardo, puesto que con ese nombre le conocían todos los pasajeros y José, an-tiguo asistente de Eduardo de V…

- Pero en fin, mi Teniente, decía José en voz baja: explicadme cómo diablos os encontráis casado tan inesperadamente.

- Del modo más sencillo, amigo mío: habiendo partici-pado Pepa de mi amor, solicité su mano; su madre re-chazó mi proposición, prohibiéndome volver a visi-tar a la familia: como vivir separados hubiera costado la vida tanto a Pepa como a mí, proyectamos y deci-dimos nuestro enlace en pocos días, gracias a la me-diación de una antigua sirviente de la casa; poniendo de acuerdo a un sacerdote, Pepa colocó su mano en la mía y juró solemnemente que me elegía por esposo delante de Dios: al día siguiente me presenté a mi nueva familia para darle parte de lo que pasaba; pero fui rechazado sin piedad; en vano se arrojó Pepa a los pies de su madre para obtener el perdón; todo fue in-útil, y se nos puso fuera de la casa. Como la aventura comenzase a esparcirse por la ciudad, y varios jefes me interrogaron sobre los rumores que circulaban,

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me resolví a volver a Francia con mi adorada Pepa, obteniendo por la mediación de Eduardo de V… una licencia de convaleciente, y solo caminando a jorna-das forzadas, he podido llegar a tiempo para tomar pasaje en este paquebote. Ya ves José, que la mujer que me acompaña no es mi querida, sino mi esposa; si, mi mujer legítima, mi Dios, mi vida, mi todo.

- Y ahora, ¿Qué esperáis de mí, Teniente?- Escucha: antes de separarme de Oaxaca, convine con

Eduardo en que él procuraría, por todos los medios posibles, reconciliarme con mi nueva familia; por circunstancias que serían largas de referir, todas mis cartas te serían dirigidas, y tú debes hacerlas llegar a mis manos, conduciéndolas inmediatamente a la casa de mi hermano, que vive en Lieusaint, a donde iré a pasar la luna de miel. ¿entiendes?

- Entendido, convenido y resuelto, mi Teniente.- A propósito: me olvidaba; si por casualidad llegase

a saber de mi aventura la familia que acompañas, cuando reciban las primeras cartas de Oaxaca, me advertirás, fingiendo, se entiende, la más completa ignorancia de lo que a mí concierne.

- Basta mi Teniente, quedareis satisfecho de mí.- Ahora, una palabra que te corresponde: al partir pre-

cipitadamente de Oaxaca, me encargó tu Capitán, te advirtiera que si en París te ocurriese algo extraor-dinario, me des aviso inmediatamente, a fin de que pueda aconsejarte y ayudarte en caso necesario; por lo demás, ya se te darán instrucciones al efecto, en la primera carta que recibas.

- Mucho me regocija esta nueva, porque os aseguro, mi Teniente, que estoy entre mujeres que son capa-

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ces de trastornar la cabeza a todo el viejo mundo, y si no me engañan mis presentimientos, el diablillo de la señorita Julia, no dejará de hacer de las suyas en París.

- ¿Qué quieres decir?- ¡Oh! Mi teniente, todo por bien, todo honradamente,

porque si digo que va a hacer de las suyas, me refiero a la política, y no al amor; por lo demás, no sé si me engañaré; pero creo que las mujeres de este temple, tienen un clarín en vez de corazón, con el cual están tocando siempre a la carga por su famoso partido li-beral; pero que no piensan nada en amor.

- Te engañas José, las mujeres de todas las naciones tienen la particularidad de poder reunir en su cora-zón el amor de la patria y del hombre de su elección.

- Es exacto lo que acabáis de decir, mi Teniente: esas diablos de mujeres tienen el corazón más amplia-mente instalado, que el nuestro: he leído en mi ju-ventud, que nuestra famosa Juana deArco, a pesar de que amaba a toda Francia, supo reservar un poco de amor para el hermoso Dunois, y aun por esta cir-cunstancia, nuestro santísimo padre no ha querido canonizar a la pobre muchacha.

- ¿Conocéis bien la historia de Francia, José?- ¿Si la conozco? Ya lo creo, sobre todo en lo referente

a las mujeres: siempre ha sido mi fuerte este lado de la historia: podría, si quisieseis, contaros todos los desatinos de Margarita de Borgoña; los suspiros de Ana de Austria por el hermoso Buckinghan; las des-gracias de la chiquilla Lavalier; los chascos de la Mon-tespan; las necedades de la espléndida Fontagnes; las pilladas de la vieja Scarron; las complacencias de la

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Regencia de la escuela del papá Dubois; la historia de las cuatro hijas de Nesles; la de la inteligente creatriz del famoso parque de los ciervos, madama Pompa-dour, en fin, la epopeya amorosa de la alta y todopo-derosa señorita Juana Lange, condesa de Barry. Ya veis que estoy instruido, y notad que lo que paso por alto, es lo mejor.

- Y ¿de dónde diablos has aprendido todo eso?- En la escuela: en la escuela de las mujeres se entien-

de.- Ya que eres tan fuerte en historia, ¿qué piensas de la

señorita Julia?- ¡Ah! Mi Teniente, eso no es de mi competencia, no

pertenece al pasado sino al porvenir.- Pero, en fin, si te exigiese que procurases prever ese

porvenir…- ¡Prever el porvenir; y el porvenir de las mujeres!

¿pensáis en ello mi Teniente? Más fácil sería reglar anticipadamente el calendario de Mathieu Lansberg, para predecir el tiempo de un siglo entero, y costaría menos trabajo, que adivinar lo que hará dentro de una hora, cualquier mujer, por mucho que se le co-nozca.

- Vamos, decididamente, tú quieres a las mujeres, se-gún veo.

- Pues ya se ve que las quiero, y desde luego no les per-dono haber hecho comer la manzana al pobre Adán; además, no me es posible consolarme del abandono de mi decima-cuarta, que en el campo de Chalons tuvo la audacia de preferir a un brigadier de corace-ros, bajo el pretexto de que estaba construido más sólidamente que yo. ¿creéis que no está uno en el de-

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recho de quererlas, cuando después de haber mante-nido a catorce, se queda uno viudo indefinidamente sin poder echar la mano o el pie sobre una décima quinta?

- Eres verdaderamente un charlatán incorregible, José; se te pregunta el porvenir y cuentas lo pasado. Vea-mos ¿Cuál es tu opinión con respecto al viaje de Julia?

- ¿Queréis, mi Teniente, que os diga con franqueza lo que pienso?

- ¡Caramba! Pues hace una hora que te estoy suplican-do me des una respuesta.

- Pues bien; según creo, esta republicanita roja con ena-guas, no hará nunca una cosa que llame la atención.

- ¡Ah! bueno y ¿por qué?- No me gustan las mujeres políticas, y sería suficiente

que una hermosa me preguntase si yo era bonapar-tista, para que la hiciese desfilar, aunque estuviese en los momentos más avanzados de mi conquista, y era preciso que se mudase pronto para evitar un escánda-lo. La mujer ha nacido para agradar al hombre y nada más, ya veis, mi Teniente, que los cuchicheos en po-lítica no dejan hacer un buen puchero ni aun cuidar un simple guisado de conejo; además, cuando decae el día, cuando la luna de miel reemplaza al dorado sol, las mujeres políticas se ponen de mal humor, y es pre-ciso enfadarse para lograr un beso, y a mí no me agra-dan las caricias que se obtienen por el mando; esto es por lo que a mí toca; y ¿vos, mi Teniente?

- Otra vez te has lanzado fuera de lo que nos ocupa, pobre muchacho; volvamos al viaje de Julia: habla.

- He entrado de lleno en mi contestación, mi Teniente, pero es imposible evitar unir a la discusión algunos

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pequeños comentarios. Decía, pues, que la mujer ha nacido para ocuparse de la cocina y requebrar a su flaco o gordo marido; y a mi modo de ver la señori-ta Julia no es de las mujeres de ese género: es una niña que siempre sueña con un México libre, feliz, independiente; quisiera que en un momento se vol-viese su país una república de Atenas, y para ella es un sabio, un gran hombre, un héroe, el último de los indios. Por lo demás, mi vieja ama, doña Petra, debe haberle trastornado la cabeza: se dirigen ambas a Pa-rís con el fin de buscar a un novio extraviado o per-dido; pero os aseguro que de lo que de menos caso se hace, es de las dulzuras del matrimonio: se desea solo reunir dos grandes nombres del Estado de Oaxaca; se quiere proporcionar al partido liberal un brazo que le falta, y el día de las nupcias todo estará dispuesto, a excepción de los pañales para los mocosos futuros en los cuales ni se sueña.

- ¿Y qué piensas de ese novio extraviado o perdido?- En cuanto a eso, estoy tranquilo… está en París hace

algún tiempo, tiene dinero en abundancia; su cuenta está arreglada.

- ¿Cómo tiene su cuenta arreglada?… ¿qué es lo que quieres decir?

- Quiero decir, que ha encontrado indudablemente por allá alguna encantadora griseta que se habrá en-cargado voluntariamente de instruirlo en política, y al mismo tiempo de formar su educación moral.

- ¿Y el resultado?- El resultado es que a esta hora no existirá ni el novio

ni el mexicano, sino pura y simplemente un natura-lista parisiense, un vividor…

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- ¿Lo crees?- Y no solo yo pienso así; doña Petra que tiene demasia-

da experiencia, teme terriblemente por lo que pueda sobrevenir: conoce a su sobrino, y comprendiendo lo que pueden ser las mujeres de París, prevé lo que ha debido suceder; sin embargo, confía también de-masiado en su estrella, y espera llegar a tiempo para salvar al novio y al patriota. En cuanto a mí, creo que deben considerarse muy felices, si al encontrar a su Manuel, consiguen salvar una de las personificacio-nes en que lo consideran; pero y vos, mi Teniente, ¿no pensáis algo en el particular?

- Pienso que mi amigo, tu Capitán, debe sufrir mucho, porque parece que ama con delirio a Julia.

- No soy de vuestra opinión, mi Teniente; conozco al señor Eduardo mejor que nadie; sé que está dis-puesto a entusiasmarse; pero también que vuelve a la temperatura de la nieve, tan pronto como llega a la del fuego: si permaneciese al lado de Julia, creo probable y aun cierto, que aumentaría día por día su pasión; pero al dejarla de ver largo tiempo, se ocupa-rá de nuevas aventuras.

- Creo José, que por esta vez te equivocas del todo: Eduardo ama realmente; su corazón está apasiona-do, y si se le presentasen nuevas aventuras amoro-sas, no le llamarán la atención.

- Eso es precisamente lo que le perderá; vos no cono-céis a mi Capitán como yo: esta es la tercera vez que se apasiona, y que se apasiona realmente como decís; y sin embargo, todo ha vuelto a su estado primitivo.

- ¡Cuidado! Porque la tercera es la vencida.

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- En todo caso yo no lo deseo, pues no quisiera ver a un hombre de su temple, casado con una mujer polí-tica, porque sería siempre desgraciado. Cada uno tie-ne sus ideas, y como veis, yo tengo las mías bastan-te arraigadas en el cerebro, una mujer perfecta, aun cuando fuese un ángel del cielo, perdería mi aprecio, mi confianza y nunca lograría captarse mi amor, des-de el momento en que se ocupase de política.

- Ya es media noche, José; hasta mañana, y piensa se-riamente en lo que te he confiado

- Buenas noches, mi Teniente, y vivan las mujeres. ¡Ah! ¿y por ventura no es la vuestra un poco…?

- Calla, hablador.- Buenas noches. - Hasta mañana.Se dirigieron a sus gabinetes, el uno con sus reflexio-

nes simples y testarudas, pero casi siempre justas; el otro a reunirse con Pepa, mujer encantadora de Oaxaca, a quien nuestros lectores conocerán más íntimamente en el curso de esta historia.

Serían las diez de la mañana del día siguiente, cuando el “Panamá” entraba majestuosamente en el puerto de San Nazario. Este es un puerto artificial en toda la acepción del adjetivo. La rada de San Nazario, situada en la embocadu-ra del Loire, solo era en otro tiempo un lugar de descanso para las embarcaciones de cabotaje que remontaban el río hasta Nantes, y para dar una verdadera importancia a este estanque construido desde 1845, se ha necesitado el genio de los Pereire, fundadores de nuestras grandes líneas de navíos de vapor, pues antes solo servía en realidad para abrigar las barquillas de pescadores o algunos vapores ave-

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riados. Tanto en Francia como en el extranjero, ha hecho milagros la compañía trasatlántica; pero el mayor es, sin contradicción, haber logrado la transformación momentá-nea y hermosa de San Nazario.

Esta pobre y pequeña cabecera de cantón de tres mil habitantes a lo sumo, no era una ciudad, sino simplemen-te un pueblo grande con calles estrechas y tortuosas, con casas mal construidas, con habitantes de calzones cortos: era, en una palabra, un recuerdo palpitante de la antigua Francia; pero los Pereire poseen una vara mágica que hace milagros: el dinero solo no sirve, si no se asocia al genio; porque el primero no es más que la consecuencia del se-gundo, y las capacidades poco previsoras se engañan mise-rablemente al colocar el oro en primer término.

El punto de partida es la idea que llamamos genio em-prendedor: cuando la idea es buena, su resultado es la con-fianza de capitales que vienen por sí mismos a ofrecerse al hombre de iniciativa, al hombre inteligente, al hombre hon-rado: el fin es, sin disputa, tan completo como se espera; el desarrollo del comercio, las mejoras de la industria, la unión de continentes lejanos y el cambio rápido de los productos de la cinco partes del mundo: las consideraciones, el reco-nocimiento público y la fortuna particular son el resultado. El antiguo pueblo se ha transformado súbitamente en una ciudad elegante desde que se estableció la línea de vapores para México; y al desembarcar el viajero se encuentra con los magníficos hoteles que le esperan: el puerto está lleno de buques mercantes; se han construido inmensos leñeros marítimos; en fin, la vida reemplaza a la muerte.

En cuanto doña Pepa puso el pie en el muelle, se detuvo y pronuncio en alta voz, con el estilo que ya le conocemos, lo siguiente: “Yo te saludo, Francia, de donde salió en otro

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tiempo el primer grito de Libertad; yo te saludo, pueblo he-roico, que fuiste bastante poderoso para hacer estremecer al mundo en un día de cólera, pero maldición a tu gobier-no; maldición al hombre que despreciando todas las leyes divinas y humanas, hizo invadir mi país; maldición al que sea causa de que hayan sido matados todos mis parientes, mis amigos, mis compatriotas”.

José que estaba en acechanza, advirtió a doña Petra, que un joven imberbe escuchaba con atención, y esto hizo que cortase su discurso la patriota liberal que hubiera alar-gado indefinidamente

- ¡A la aduana, señores pasajeros!: ¡A la aduana! Grita-ron en ese momento dos gendarmes, indicando con la mano un portal donde se había instalado provisio-nalmente el despacho.

- ¿Y por qué a la aduana? Preguntó doña Petra a José; ni somos comerciantes ni traemos ningunos efectos; ¿qué diablos nos quieren en esa oficina?

- Probablemente es para cerciorarse si no traemos pu-ros o cigarros, contestó José.

- ¡Cómo! Exclamó doña Petra, ¿no se puede entrar a Francia con puros? Y yo que hice en la Habana una provisión completa para mi querido Manuel.

Apenas entraron los pasajeros al portal, en el que se habían depositado sus equipajes, cuando oyeron gritar a varios empleados.

- Vamos, señores pasajeros, apresuraos un poco; abrid vuestras maletas.

- No son muy políticos vuestros franceses, dijo doña Petra en voz baja a José.

- En San Nazario como en Veracruz y en todos los puertos del mundo, son siempre iguales los emplea-

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dos de las aduanas; se creen los archipámpanos de Sevilla.

- Hace diez minutos que os espero, dijo un guarda a doña Petra: apresuraos, y haced que se abran vues-tras maletas.

- Creo, sin embargo, que el gobierno os paga con ese objeto, replicó doña Petra en español; en seguida, dirigiéndose a José dijo: entendeos con esta gente, porque estoy segura de enfadarme.

- A qué enfadaros por tan poco, señora, dijo con una voz dulce el jovencito, que antes hizo remarcar José, a la vieja mexicana.

- Doña Petra miró fijamente, al que le acababa de di-rigir la palabra, y cuando lo hubo examinado de la cabeza a los pies contestó:

- Muchachito, porqué no vas a ver si se le ofrece algo a tu mamá.

- No tengo mamá, respondió en tono chansista el jo-ven francés.

- En ese caso, dejadme en paz, porque hacéis falta en la escuela.

- Y doña Petra le volvió la espalda.- ¿no traéis puros? Dijo en ese momento un guardia

dirigiéndose a José.- Sí señor, tengo algunos para mi consumo.- Vamos, vamos; abrid todo eso y pasemos al despa-

cho, donde os arreglareis, porque ocho cajas de puros para vos solo…

- ¡Pero, señor!- Ninguna observación, basta; dirigíos al despacho.- José pasó en efecto al lugar que se le indicaba; donde

se pesaron los puros sin excluir las cajas, y se le co-

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braban doscientos francos (cuarenta pesos) de dere-chos de introducción, por ochocientos puros, que en la Habana le costaron treinta y dos pesos.

- Imposible, señor, exclamó, cuando al concluir de ha-cer la cuenta, vio lo que importaba.

- Así es, señor; y si no pagáis, se os confiscarán vues-tros puros.

- Debe haber un error; pues no pueden cobrarme dos-cientos francos de derechos, por ochocientos puros que no valen mas que ciento sesenta o ciento ochen-ta francos.

- No señor, no hay equívoco ninguno, y os repito que si no pagáis, os confisco las cajas, porque no tengo tiempo para oír vuestros lloriqueos.

- José pagó sin añadir observación ninguna, al notar que doña Petra lo mandaba, con un signo de cabeza.

- No me admira ya que Francia sea tan rica, dijo doña Petra, entrando a un coche; si le producen en la mis-ma proporción todos los puros que se fuman en ella, no es extraño que ningún gobierno, haya querido echar abajo a la famosa administración de tabacos; añadió suspirando: ¡pobres ovejas! Siempre estarán oprimidas.

- Nueve horas después de haber anclado el “Panamá”, doña Petra se hallaba con toda su comitiva en París.

- ¿A dónde queréis que os conduzca, paisanita? Dijo el conductor de un coche de alquiler, dirigiéndose a Julia.

- Al Grand Hotel

FIN DEL TOMO PRIMERO

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INDICE de los capítulos que comprenden este tomo

I. Una boleta de alojamiento ..................................II. Un almuerzo de oficiales franceses .....................III. Doña Petra o la vieja patriota ..............................IV. La familia Marchessa ...........................................V. Un baile en casa de un prefecto del Imperio .......VI. Algunos retratos de la Intervención ...................VII. Un capellán francés y un sacerdote mexicano ....VIII. Amor y amistad ....................................................IX. El corazón de una madre .....................................X. El consejo de familia ............................................XI. De Oaxaca a Veracruz ..........................................XII. Los pasajeros del paquebote “Panamá” ...............XIII. De la Habana a San Thomas ................................XIV. Una comida en la casa de Santa Anna, o el pasa-

do, el presente y el porvenir de México ..............XV. Pesetas y muchachas ............................................

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La Casa de la Cultura Oaxaqueña está en pos

del segundo tomo de esta interesante obra,

el cual aparentamente se encuentra en extravío.

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