Alberdi R. - Hacia Un Cristianismo Adulto - Estela 1964

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HALHUUltt Haci acia un cristianismo adulto

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HALHUUltt

Haci acia un cristianismo

adulto

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R. A L B E R D I

HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO

EDITORIAL ESTELA, S. A. AVD. José ANTONIO, 563 - BARCELONA - 11

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Reservados todos los derechos para tos países de lengua castellana

© EDITORIAL ESTELA, S. A.

primera edición, febrero de 1964

Nihil obstat: El Censor, J. M* Fondevila, S. I.

Imprimatur; t Gregorio, Arzobispo-Obispo de Barcelona

Barcelona, 9 de febrero de 1964

Núm. Reg.: 764-64 Depósito legal: T-179-64

TALLERES GRÁFICOS ALGUERO Y BAIGES, S. R. C. - TORTOSA

PRIMERA PARTE

EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO

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I

Mis queridos amigos barceloneses:

Hace años tuve ocasión de leer una frase de un autor incrédulo que decía así: «Los cristianos; esa cofradía de los ausentes». Os confieso que sentí indignación al leer la frase, porque me parecía que constituía un insulto para la conciencia cristiana y que no respondía a la verdad.

¿Estamos los cristianos tan ausentes de este mundo? ¿Somos unos seres tan estrafalarios que nada tenemos que ver con este mundo en que se juega la suerte de los hombres? Esa frase de Jean Guehenno, ¿no constituye una injusticia, no es fruto de los prejuicios que un autor in­crédulo alimenta siempre acerca de la conducta de los cristianos ?

Al mismo tiempo sentí un profundo malestar. Adentra­do por vocación en este sector apostólico que se ha venido en llamar «lo social», había tenido ocasión de comprobar que efectivamente nuestros cristianos más practicantes y, al parecer, más fervorosos no se hallaban «metidos» de lleno en este mundo, no se hallaban «comprometidos»,

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como prefiere decirlo la terminología más en boga. Pero, ¿es tal nuestra ausencia que pueda justificar la desdeñosa frase con que he comenzado esta charla?

He aquí un tema que merece nuestra reflexión, ya que afecta a nuestra manera de ser cristianos, incluso a la misma esencia de la vida cristiana o, al menos, a sus ma­nifestaciones. Tema que no podemos eludir en manera alguna, tema que tenemos que afrontar decididamente, aúneme los resultados de nuestra reflexión nos lleven a constataciones amargas y, también, a cambios radicales de actitud.

Una primera dificultad se me presenta cuando me fiio en el auditorio, en vosotros que, justamente porque asistís a estas reflexiones hechas en común, estáis demostrando de antemano que no va con vosotros la frase tantas veces repetida. Sucede ahora algo parecido a lo que ocurre cuan­do se montan conferencias para combatir la detestable costumbre de blasfemar; los asistentes no han blasfemado nunca y se hallan perfectamente convencidos de la estu­pidez, prescindiendo de otras consideraciones más graves, que significa la blasfemia.

Sin embargo, estimo que no es improcedente hablar de la condición del cristiano en el mundo, de la obligación que como cristiano tiene de intervenir en los asuntos del mundo para lograr una convivencia social fundada en la justicia informada por el amor.

Es verdad que los aquí presentes se hallan convencidos interiormente, por una especie de intuición cristiana, de la necesidad de intervenir en el mundo, de construir un mundo mejor y más justo; pero es posible que esa intui­ción primera no sepa explicarse, no sea capaz de funda­mentar la intervención del cristiano en el mundo, apare­ciendo como una opción alejada de la vida cristiana e incluso en contra de ella.

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La separación entre religión y vida ha consumido ya montañas de tinta y de papel; ha sido combatida encarni­zadamente en los últimos tiempos por aquellos cristianos que asistían rabiosos e impotentes al espectáculo de tan­tos hombres valiosos alejados de la Iglesia y hasta de Dios por la conducta deplorable de muchos católicos, para los que la vida diaria, la de los negocios, de la cultura, de la política, de la diversión... se hallaba fuera de toda ins­piración religiosa, de todo control moral.

La separación entre religión y vida siempre se dará en el mundo y cada uno de nosotros contribuirá en buena medida, a causa de nuestra infidelidad al mensaje y a la vida que Cristo nos ganó con el sacrificio redentor. Es una situación de hecho que podemos combatir, defender, o que nos puede dejar totalmente indiferentes.

La importancia mayor no se halla en la cuestión de hecho, sino precisamente en la de derecho: en la actitud que debemos tomar ante ella. La separación entre religión y vida, la ausencia del cristiano, la despreocupación por los problemas que atenazan angustiosamente a los hom­bres de hoy, ¿es legítima o condenable? Y, si un cristiano debe comprometerse y trabajar en este mundo por conse­guir una sociedad mejor, por impulsar el progreso real de la humanidad, ¿en qué podemos fundamentar esta obli­gación?

Antes de abordar la cuestión, séame permitido decir que me parece excesiva la apreciación de Guehenno. Es cierto que hay muchos cristianos que no intervienen eri este mundo, que no se comprometen, en el sentido que corrirnlemente tiene esta palabra, pero la generalización es Abusiva. Por otra parte, hay que distinguir entre inter­vención en el mundo y «compromiso» de los cristianos en el mundo, yu que muchos cristianos intervienen muy ac-(Ivnmentc! en el mundo, pero por desgracia en un sentido

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totalmente distinto del de un auténtico compromiso cris­tiano,

TRASCENDENCIA Y ENCARNACIÓN

EN LA HISTORIA

Tendremos ocasión de comprobar que muchas veces las posiciones prácticas no obedecen a convicciones teóri­cas ; el saber no coincide con la virtud y constantemente vulneramos aquello que quisiéramos defender y practicar. Pero también es cierto que en muchos cristianos la ausen­cia del mundo corresponde a una mentalidad, a la con­vicción de que su vida cristiana es independiente de su actuación en el mundo; es otra cosa. En sentido contrario, bastantes cristianos se comprometen en el mundo, traba­jan por construir una sociedad meior y más justa, obede­ciendo a una visión de fe y a imperativos de la carida?! cristiana.

Estos dos grupos representan las dos posturas que se han hecho célebres dentro del Cristianismo y que se afron­tan continuamente en nuestro tiempo. La postura de tras­cendencia estima que nuestra vida sobrenatural se halla muy por encima de las contingencias de este mundo. La postura encarnacionista cree que este mundo ha sidoi creado y redimido por Dios, cosa que evidentemente no niegan los otros, y que corresponde al cristiano vivir profunda­mente inmerso en el mundo, tratando de salvarlo, de co­laborar con Cristo en este campo preciso.

Son dos tendencias legítimas dentro de los cristianos tan legítimas que deben conservarse a toda costa para mantener el misterio cristiano en toda su radical profun­didad; de tal suerte que la dejación de cualquiera de ellas

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nos llevaría a una posición aberrante. Las dos tendencias deben conservarse, pero son susceptibles de unilateralis-mo, de exageración, hasta convertirse en errores peligro­sos en el terreno doctrinal y en desviaciones nefastas en el terreno del comportamiento práctico.

Las posturas doctrinales se reflejan inmediatamente en lo que pudiéramos llamar el tipo de espiritualidad que, a su vez, dan lugar a las actitudes frente a este mundo. Una postura trascendentalista siempre tenderá a una espiritua­lidad de «alejamiento de este mundo»; mientras una pos­tura doctrinal encarnacionista se inclina a una «presencia y actuación en el mundo», a lo que hoy se llama «el com­promiso temporal». Cada una de ellas, como ya he adver­tido, es susceptible de desviaciones y, también, de correc­tivos.

Aun corriendo el riesgo, inevitable en una charla, de una simplificación que no tiene en cuenta la complejidad del problema, me atrevería a decir que los cristianos han evolucionado a lo largo de la historia de una espiritualidad de alejamiento de este mundo a otra de compromiso tem­poral. Claro está que la afirmación se halla sujeta a toda clase de matizaciones y aclaraciones, pues en la misma época en que ha jugado una espiritualidad de alejamiento podemos comprobar que los cristianos se han comprome­tido en cierta forma, hasta dar lugar a lo que se ha llama­do cristiandad medieval. Prescindiendo de matizaciones tan importantes, se pueden trazar las etapas de la forma siguiente:

ESPIRITUALIDAD DE ALEJAMIENTO DEL MUNDO

Como han señalado muy bien diversos autores, los cris­tianos han vivido largo tiempo esperando la venida inmi-

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nente de Cristo, es decir, la segunda venida de Cristo anun­ciadora del final de la Historia. Este sentimiento, que se advierte muy vivo en los mismos apóstoles, se ha prolon­gado prácticamente hasta la Edad Moderna; hasta que el mundo ha adquirido consistencia propia y se ha hecho «protano». Es evidente que mucho antes de este aconteci­miento capital ya se habían adoptado otras posturas, pero hablamos ahora de un clima interior y exterior, que se ha traslucido en la espiritualidad de los cristianos.

En semejante situación de espíritu las cosas de este mundo carecían de verdadera importancia. ¿A qué preo­cuparse de la organización del mundo, de la explotación de los recursos, de eso que después se ha llamado progre­so, si todo va a acabar velozmente? Es preciso dedicarse a lo único necesario, a prepararse para el día definitivo, abandonando cualquier otra preocupación que pudiese distraer de lo principal.

El tipo que mejor encarna esta vivencia cristiana es el monje retirado del mundo, el enclaustrado y el eremita. Son los testigos de la trascendencia cristiana, los que re­cuerdan a los demás aquella trase de permanente valor que nos ba legado el Evangelio: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo si llega a perder su alma?».

Este tipo de espiritualidad, propio de una vocación en­teramente legitima, dentro de ciertas condiciones, en el seno de la Iglesia, se extendió prácticamente a todos los cristianos: monjes o seglares. En la práctica se llegó a descuidar algo tan importante como la vocación propia del seglar, lo que se explica perfectamente por la situación de nuestro mundo occidental en aquellos momentos. Sig­nifica una especie de regresión de la espiritualidad seglar, que nabia encontrado agudos intérpretes en épocas ante­riores entre ios Padres de la Iglesia.

Si la figura de este mundo pasa, como nos advierte

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San Pablo, parece normal que el hombre no se preocupe excesivamente de él. No se puede perder el tiempo en la transformación de este mundo que pasa; no hay que de­tenerse demasiado, sino lo menos posible, en las cosas de este mundo, puesto que hay que «usar de ellas como si no se usase». w¿í¡iáiJ

Es verdad que los hombres no tenemos más remedio que vivir en este mundo, pero vivamos de manera que nos ocupen lo menos posible, con objeto de dedicarnos ínte­gramente a Dios, a la adoración, a la alabanza y a adquirir las disposiciones necesarias contrariando las malas incli­naciones que en nosotros ha producido el pecado.

Jamás se llega a una afirmación errónea y la Iglesia de­fiende en todo momento, frente a las afirmaciones heré­ticas, la bondad de todo lo creado, que permanece aun después del pecado original. Pero es evidente que se vive un estado de ánimo que deprecia las realidades de este mundo, que tiende a considerarlas como simple obstáculo en la marcha hacia Dios.

El P. Congar ha mostrado esta depreciación de las rea­lidades terrenas por lo que respecta ai matrimonio. Frente a los errores de toda clase, que veían el matrimonio como algo impuro, lo carnal como intrínsecamente malo, se ha mantenido la auténtica doctrina cristiana: todo lo salido de las manos de Dios es bueno; el matrimonio ha sido elevado a la dignidad de sacramento y no puede ser pol­lo tanto malo, pero... es para cristianos que no saben su­perar las tendencias carnales, para cristianos de segunda categoría, a los que se ofrece el matrimonio como simple sedativo de la concupiscencia.

El mismo P. .Congar ha puesto especial interés en sub­rayar cómo, a pesar de este ambiente y del tipo de espiri­tualidad dominante, sin embargo existía otra tendencia

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que hoy, con la perspectiva histórica de que disponemos, nos llena de admiración.

Es el caso de San Gregorio VII, gran monje y gran Papa, discutido como todas las figuras grandes, que, a pesar de su condición de monje, reprocha a Hugo, duque de Borgoña, su entrada en el convento, considerada como una deserción frente a los graves peligros, a las grandes tareas que a los cristianos corresponden en el mundo de entonces. «¿Por qué no consideras, le dice al noble, en qué peligro y miseria se encuentra la Santa Iglesia?... He aquí que los que parecen temer y amar a Dios, escapan del combate de Cristo, posponen la salvación de los hermanos y buscan el descanso propio amándose tan solo a sí mismos...».

No nos engañemos. Esta actitud de Gregorio VII tam­poco coincide con la postura encarnacionista como se en­tiende hoy, pero indica bien a las claras que, en medio de una espiritualidad de alejamiento del mundo, predominan­te en la época, existe una preocupación militante, una comprensión de las tareas que hay que desempeñar en el mundo, aunque sólo sea para permitir la vida de la Iglesia en duro combate contra los que quieren arrinconarla. A una espiritualidad monástica de «alejamiento del mundo» se unen tímidos esbozos de una espiritualidad militante en medio del mundo.

Se ha mantenido rectamente la doctrina, no se ha ne­gado la bondad de la Creación; pero han quedado un poco olvidados los aspectos positivos que más tarde se pondrán de manifiesto. Con este tipo de espiritualidad es evidente que el papel del seglar quedaba despreciado y que su mayor preocupación debería consistir en librarse de las ataduras de este mundo que le impedían dedicarse a lo único necesario.

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SEPARACIÓN DE RELIGIÓN Y VIDA

Desde las profundidades de la Edad Media comienza a esbozarse un movimiento tan profundo que sus olas de fondo barren nuestro mundo todavía. A una civilización rural va a suceder una civilización industrial, que acabará manifestándose en lo que, impropiamente quizás, se ha llamado la revolución industrial. A un mundo que encuen­tra su centro en Dios va a suceder otro mundo centrado en sí mismo. La dependencia del hombre será sustituida por un afán de liberación; el mundo va a conseguir su consistencia, lo «temporal» tenderá a adquirir una auto­nomía, tantas veces tan mal comprendida, respecto a lo espiritual. Los valores económicos lograrán imponerse hasta adquirir el predominio en la escala de valores de la sociedad industrial.

Ni siquiera podemos pretender trazar un esbozo de semejante evolución, que abarca siglos enteros y condi­ciona de manera tan decisiva nuestras representaciones y comportamientos de ahora. Basta para nuestro intento señalar unos cuantos hitos que nos demuestren el cambio producido en los cristianos, el desgarrón o escisión interior que la nueva situación ha producido, al no adaptarse a la espiritualidad de alejamiento del mundo que todavía sigue constituyendo el clima general en el mundo cristiano.

En esta evolución no es posible olvidar a uno de los principales protagonistas: el grupo burgués. Indudable­mente la evolución se ha producido por un complejo de causas y la explicación unilateral se halla rechazada hoy por los mejores especialistas. Ni el materialismo histórico, ni un idealismo desencarnado para el que «las ideas go-

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biernan el mundo» son capaces de proporcionar una ex­plicación adecuada. Pero no se puede discutir la impor­tancia del grupo burgués en esta evolución. Ha sido él quien ha impuesto una manera de ser, de vivir, de pensar; él ha desplazado los ideales de la nobleza por otros nue­vos que vive nuestro mundo todavía, aunque hayan en­trado en crisis.

El grupo burgués se especifica por su vuelta al mundo. Frente a la actitud medieval de cierto despego del mundo, frente a la actitud de la nobleza, que disfrutaba del mun­do y de sus bienes, al mismo tiempo que despreciaba a los que los producían, los burgueses han experimentado el deseo de volverse sobre el mundo, de transformarlo, de explotar sus inmensos recursos. En el seno de la tenden­cia renacentista ,que significa también una vuelta al mun­do en el más amplio sentido de la palabra, la tendencia burguesa presenta este carácter específico de dominio de la razón en el mundo económico, de aprecio de estos va­lores y de deseo de acumulación de riquezas.

Sería sumamente ingenuo creer que el afán de dinero, el espíritu de lucro, no ha existido en la Edad Media. Es una constante de la vida humana y podemos descubrirlo en todas las épocas. La variación sustancial en este orden de cosas consiste en que, durante la Edad Media, la acu­mulación de riquezas era rechazada por la mentalidad co­lectiva, impregnada de motivos morales y religiosos. A partir de la Edad Moderna la acumulación de riquezas no será solamente tolerada, sino que dispondrá en sus pri­meros tiempos de una justificación ética y religiosa con el Calvinismo y su doctrina de la predestinación; con una justificación ética, pero secularizada, a partir del triunfo del racionalismo.

En todo caso, a partir de la Edad Moderna este mundo comienza a agitarse como si llevase un demonio en su in-

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terior, los hombres experimentan la fiebre de transforma­ción del mundo, que va a dar lugar al desarrollo prodigio­so de la ciencia y de la técnica. Los hombres creen que deben actuar en el mundo, el trabajo es glorificado a costa de la contemplación, la trascendencia palidece y va siendo sustituida por una inmanencia cerrada sobre sí misma, quizás como reacción contra el exclusivismo de la postura anterior.

En la nueva situación el cristiano se encuentra despla­zado. Con una espiritualidad de «alejamiento del mundo», se halla de hecho metido totalmente en el mundo y en un mundo que se desarrolla al margen de la Iglesia y muchas veces en contra de Ella; mientras los más fieles se limitan a oponerse inútilmente a la marcha de la Historia y a añorar nostálgicamente los tiempos mejores (?) del feu­dalismo y de la cristiandad medieval.

Casi forzosamente se tenía que producir, y es lo que quisiera subrayar fuertemente ante vosotros, la trágica se­paración entre la religión y la vida que ahora lamentamos y combatimos, Insensiblemente el cristiano experimen­taba el deslizamiento hacia un estado de cosas que ha sido calificado magistralmente por Guardini:

«Consecuencia de ello es que, de un lado, surge una existencia laica autónoma, libre de influencias cristianas directas, y del otro un cristianismo que imita de un modo característico esa «autonomía», Así como surge una cien­cia puramente científica, una economía puramente econó­mica, una política puramente política; nace también una religiosidad puramente religiosa. Dicha religiosdad pierde cada vez más la relación inmediata con la vida concreta, su validez general es cada vez menor, se limita con crecien­te exclusividad a la enseñanza y práctica «puramente re­ligiosas»...».

Consumada la separación en general, todavía queda

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una tarea: la de hacer interferir la moral en esta vida que se ha separado de ella y de la religión. Es lo que se inten­tará por medio de la casuística. Situados los cristianos en un contexto que no va con su espiritualidad de aleja­miento, es preciso acudir en su auxilio para salvar lo sal-vable. No se planteará decididamente el problema de trans­formación de este mundo en otro más acorde con la ins­piración cristiana. Siguiendo el ambiente individualista de la época y —¿por qué no decirlo?— el camino más fácil para los bien situados, para los buenos cristianos que han digerido a gusto el capitalismo y se han encaramado a posiciones de privilegio, los moralistas se esforzarán por encontrar los rasgos de una conducta individual que pue­dan ser aceptados moralmente.

No pretendo ensañarme con un grupo social ni tampo­co cargar la responsabilidad de lo sucedido solamente a los moralistas; pero ha sido tan grave la separación pro­ducida, son tan grandes los males que se han derivado para la Iglesia, es tan frecuente todavía esta actitud entre los cristianos, que es preciso ponerla al desnudo, comba­tirla y poner de manifiesto sus raíces disimuladas pero verdaderas.

En lugar de buscar una solución verdaderamente cris­tiana a una situación dramática para la vida cristiana, se ha intentado una «tranquilización de las conciencas», con los resultados que hoy tenemos que deplorar. Porque no hay duda de que la tranquilidad fue proporcionada a los buenos burgueses que sabían unir perfectamente la pro­secución del enriquecimiento individual por todos los me­dios y la práctica religiosa vacía de contenido.

Massillon, el gran predicador, lo anunciaba ya en su Sermón sobre la salvación: «Sabéis, decía dirigiéndose a los burgueses, que el arte de aumentar vuestros tesoros debe casi siempre el éxito a la avaricia y a la injusticia;

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que esas formas desviadas de multiplicar vuestros bienes tienen sus dificultades en la religión, y que si, entre los intérpretes de la ley, se encuentran algunos que os lo to­leran, todo el resto os condena; lo sabéis: pero esta misma variedad de opiniones os tranquiliza; y para vosotros no constituye motivo alguno de temor saber que, en materia de salvación, tenéis contra vosotros la parte más numero­sa y segura».

Si Massillon hubiese podido contemplar lo sucedido posteriormente, probablemente tendríamos otra formula­ción. Los que amontonan riquezas por cualquier medio han tenido una parte numerosa de intérpretes de la ley para tranquilizar su conciencia, aunque haya sido la parte menos segura en materia de salvación.

De lo que no se puede dudar es de las consecuencias que ha producido en la vida cri-stiana. La crisis se ha hecho cada vez más profunda y la separación entre religión y vida ha constituido casi todo el modo normal de existencia de los que seguían acudiendo n nuestras iglesias; mientras los escandalizados, los que no comprendían cómo podían conjugarse la injusticia y la explotación con la doctrina del amor, la abandonaban progresivamente. Los que que­rían ser verdaderamente cristianos no acababan de encon­trar su espiritualidad de presencia y actuación en el mundo.

LOS CRISTIANOS COMPROMETIDOS

La reacción se produjo. El examen de la situación crea­da al proletariado suscitó violentas protestas por parte de los católicos a los que se hacía intolerable el espectáculo de miseria moral y material que el proletariado ofrecía

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en el siglo XIX en los países de Europa occidental. Algunos grupos aislados comenzaron a atacar un sistema que se­gregaba injusticia por su simple funcionamiento y pedían una acción concertada para modificarlo o cambiarlo ra­dicalmente.

Cuando los Movimientos de Acción Católica, particu­larmente los especializados, intentaron en serio una cris­tianización de los hombres de diversos medios en su vida diaria. troDezaron con un nuevo descubrimiento: estos hombres vivían en un ambiente, se desenvolvían en el seno de unas estructuras e instituciones, poseían y particiban de unas representaciones colectivas, de una mentalidad, que no solamente no favorecía la vida cristiana, sino eme se oponía terminantemente a ella. Fue el gran descubri­miento del sustrato de condiciones sociales, materiales o de otra clase, que ejercen una influencia muchas veces decisiva en la actitud y en los comportamientos prácticos, así como en la misma mentalidad.

Estos dos descubrimientos han llevado a una profundi-zación de la vida cristiana, de la misma manera que a la percepción del mundo real en que los cristianos desenvuel­ven su vida, de un mundo que ha adquirido consistencia y seriedad, de un mundo entusiasmado, y también decepcio­nado, por las tareas grandiosas que desde todos los ángu­los se le proponen. El cristiano se halla inmerso profun­damente en este mundo y en esas ocupaciones normales de la vida en el mundo ha de encontrar la perfección de su vida cristiana.

Las preocupaciones de tipo práctico han favorecido y hasta provocado las investigaciones de tipo doctrinal. Los teólogos se han preguntado si la espiritualidad del seglar cristiano debe ser una espiritualidad de alejamiento del mundo o de presencia y actuación en el mundo. Se ha co­menzado por revalorizar la misión del seglar, por redes-

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cubrir que la manera de ser cristiano del seglar no coin­cide ni debe coincidir con la manera del monie; se ha hecho hincapié en que una de las misiones del seglar cristiano en el mundo es la de participar en él para mode­larlo de acuerdo con una inspiración cristiana. Este mo­vimiento doctrinal ha adquirido proporciones insosoecha-das y encontrado la aprobación del Magisterio eclesiástico que, al mismo tiempo, ponía en guardia con las exagera­ciones de una teología de la encarnación y de una herejía de la acción.

Es imposible resumir siquiera las características de esta nueva posición del cristiano comprometido en el mun­do, pero podríamos intentar esbozar una actitud funda­mental de la forma siguiente: el seglar cristiano, no Ha" mado a una vocación especial, debe comprometerse en el mundo, nara transformarlo v dominarlo, rara consagrarlo al Señor v ponerlo al servicio de los hermanos; no para acumular riauezas ni por el afán simnle de construir un humanismo cerrado a toda trascendencia.

Hay aue decir desde ahora que esta postura cristiana tiene semeianza con las que van tomando hombres aleja­dos de la Iglesia, pero que mantienen el respeto a la digni­dad de la persona humana. Contra la actitud capitalista del mayor beneficio posible por todos los medios a su alcance, se ha alzado lo mejor de la humanidad pidiendo una sociedad que tenga como principal preocupación el servicio del hombre concreto en todos los sectores: en el político, económico, social, científico, técnico, etc. En cam­bio, es de lamentar que muchos de estos hombres todavía permanezcan en el terreno de un humanismo encerrado en su inmanencia, considerando que la liberación del hombre incluye todavía la repulsa de Dios.

En esto radica fundamentalmente la diferencia y tam­bién en ello se contiene el principal peligro de desviación

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contra el cual nadie debe considerarse inmunizado. Nada más cierto que la Encarnación del Hijo de Dios, con todas las consecuencias que de tal hecho se derivan. Cristo ha asumido nuestra naturaleza, excepto él pecado que los hombres han añadido pero que no la ha corrompido, y al asumirla ha valorizado, divinizándolo por así decirlo, todo lo que pertenece a la naturaleza. El Génesis nos dice repe­tidas veces, al narrarnos con su peculiar estilo la creación, la bondad de todo lo creado por Dios: «Y vio que era bueno». Tras la Encarnación y la Redención, el cristiano puede exclamar con entusiasmo: «No solamente es bueno, sino que ha sido redimido».

El peligro está en reducir toda la vida cristiana a la construcción de un mundo mejor, en terminar tomando a Dios como un medio para conseguir nuestros fines, cuan­do en realidad debemos construir el mundo mejor, con la ayuda de Dios, para ofrecérselo en acción de gracias y como adoración práctica, efectuando lo que Pío XII lla­maba la «consecratio mundo». La trascendencia de Dios, la del cristianismo, debe ser mantenida a toda costa, pero debe integrarse con este otro misterio cristiano de la En­carnación y de la Redención. Si solamente aceptamos la trascendencia, tendremos un hombre religioso, pero no cristiano; si exageramos la nota encarnacionista, acaba­remos por despojar a nuestra vida cristiana de todo alien­to religioso, convirtiéndola en un simple humanismo con referencias religiosas.

II

Una vez que hemos desbrozado el camino, a propósito del ataque dirigido contra los católicos, podemos pasar a la justificación doctrinal de la intervención de los cristianos en el mundo. Hemos podido ver, a través de este breve recorrido histórico sobre los tipos de espiri­tualidad, que en el fondo se vislumbran dos aspectos de la vida cristiana, que siempre habrá que conservar, pero cuya exageración y exclusivismo produce las dos desvia­ciones del intervencionalismo a ultranza y del abstencio­nismo estéril.

Es interesante que antes de fijarnos en los argumen­tos positivos que justifican y exigen la intervención de los cristianos en las cosas de este mundo, estudiemos las objeciones que se presentan a la actitud encarnacionista por los partidarios desviados de la trascendencia. Siem­pre es útil saber lo que opina la tendencia contraria, porque entre las proposiciones inaceptables se esconde alguna verdad que corregirá nuestro propio punto de vista, demasiado inclinado a la parcialidad. Mucho más cuando, desde el punto de vista doctrinal, sabemos que la postura abstencionista ha tomado pie en la trascen-

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dencia cristiana que nosotros debemos defender igual mente.

Insisto en que solamente me preocupa ahora el punto de vista doctrinal, ya que hay muchos cristianos, y otros muchos que no lo son, que no intervienen o no aceptan el compromiso temporal por razones muy diversas de las doctrinales: egoísmo, cobardía, comodidad, etc. De estas últimas razones tendremos ocasión de hablar en otro mo­mento.

RAZONES DOCTRINALES DE LA NO INTERVENCIÓN

En primer lugar, hay que decir que determinados tex­tos de la Sagrada Escritura, tomados aisladamente, pa­recen justificar la postura abstencionista, al menos hasta cierto punto.

Por ejemplo, anteriormente hemos hecho referencia a ese texto sobradamente conocido en que el Señor nos dice: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo si llega a perder su alma?». Si este texto se separa de otros que figuran igualmente en la Sagrada Escritura, si se radica­liza su contenido, si no se tiene en cuenta la aparente paradoja de los Evangelios, inmediatamente daremos en la postura abstencionista. Hay que preocuparse de lo pu­ramente religioso y procurar ' tener el menor contacto po­sible con el mundo, para evitar aunque sea el menor mal de la distracción.

Podemos señalar algunos aspectos que se suelen men­cionar normalmente por los abstencionistas desde el pun­to de vista doctrinal:

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1. — CRISTO FUNDÓ UN REINO QUE NO ES DE ESTE MUNDO

Se comienza por asimilar la función de los miembros a la de la Cabeza en el Cuerpo Místico. Pues bien, Nues­tro Señor afirmó terminantemente ante Pilato, en el mo­mento solemne en que se jugaba la vida: «Mi Reino no es de este mundo». Con lo que quedó claramente mani­festado para siempre que el cristiano no tiene por qué preocuparse de las cosas de este mundo, sino de las cosas que .son del Cielo. ¿No nos dice San Pablo que busquemos las cosas de arriba, no las que están sobre la tierra?

Cristo no enunció solamente una doctrina, sino que la puso en práctica. Frente a las concepciones que los ju­díos mantenían sobre el Reino de Dios, como un reino temporal, Cristo se niega totalmente a ser proclamado rey por las turbas y huye de ellas en el momento supre­mo. Su Reino espiritual no debe ser confundido con una soberanía temporal cualquiera. A los apóstoles que le pre­guntan por la restauración de Israel en el momento en que sale de este mundo para ir al Padre, Cristo contesta claramente: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos oportunos que el Padre fijó en su propia po­testad; mas recibiréis la fuerza del Espíritu Santo... y su misión salvadora; no de una doctrina de tipo social.

2. — CRISTO SE NEGÓ A INTERVENIR EN LOS ASUNTOS DE ESTE

MUNDO

A este respecto se trae a colación el famoso texto- de San Lucas: «Maestro, di a mi hermano que reparta con­migo la herencia. Él le dijo: Hombre, ¿quién me ha cons­tituido juez o repartidor entre vosotros?» (Le, XII, 13 y

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14). Con lo que demostró claramente que no le preocupa­ban las cosas de este mundo, ni siquiera las referentes a la moral, ya que se niega a intervenir en un asunto en que podía jugarse la justicia de un reparto.

Esto mismo aparecería, al decir de los trascendenta-listas radicales, en otras parábolas como la del mayor­domo infiel, la de los viñadores de última hora, etc., en que nuestros conceptos salen mal parados y Cristo pa- . rece no concederle excesiva atención a la justicia.

Todavía más claramente aparece a algunos la postura de Cristo, que se niega a sacudir el yugo impuesto por los romanos a su pueblo. ¿No había sido conquistado el pueblo judío contra todo derecho? ¿No tenía razón al le­vantarse contra un yugo que hoy llamaríamos colonialis­mo? A Cristo no le preocupan semejantes cosas, sino so­lamente la construcción del Reino de Dios que no es de este mundo.

3. — CRISTO NO SE PREOCUPÓ DE LA REFORMA SOCIAL

Nada más lejos de Cristo que una preocupación por la reforma social; por el cambio de estructuras e insti­tuciones; incluso por solucionar el problema de la mi­seria tan grave también en aquel tiempo. Cristo no se levantó contra las instituciones de su tiempo; nada dijo acerca de la esclavitud, como tampoco la atacaron los apóstoles. Aceptó simplemente las estructuras e institu­ciones de su tiempo y se esforzó por enseñar a los hom­bres su vocación de hijos de Dios, sin preocuparse por sacarles de la condición en que se encontraban. No de otra manera se expresa San Pablo.

Cristo aceptó también el poder establecido y como es­taba establecido; pagó los impuestos y se conformó a las

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leyes de su tiempo. Los apóstoles enseñaron parecida­mente que había que someterse al poder constituido, a pesar de que no todas las medidas se conformaban con la justicia: «etiam discolis». Con ello querían significar que el centro de la vida cristiana no se halla en las tareas de este mundo; que la figura de este mundo pasa y que hay que usar de todas las cosas como si no se usase, se­gún dice San Pablo.

Más aún; Cristo realizó algunos milagros para dar de comer a la muchedumbre hambrienta, porque se compa­decía de ella; pero estos milagros se realizaban como se­ñal de algo mucho más importante. Tanto es así, que Cristo no quiso solucionar el problema de aquellas pobres gen­tes, cuando le era tan fácil hacerlo. Los preocupados por solucionar los problemas materiales de la multitud ham­brienta; los que repiten hasta la saciedad que dos terce­ras partes de la humanidad padecen hambre todavía, harían bien en recordar estos hechos significativos y con­ceder más importancia a lo espiritual.

4. —CRISTO SÓLO HABLÓ DE CARIDAD; NO DE JUSTICIA

Una buena prueba de que gran parte de los cristianos nos hemos desviado del recto camino y de la verdadera doctrina la podemos encontrar, al decir de los trascenden-talistas, en la sustitución de la caridad por la justicia, signo de la secularización de la vida contemporánea. Los cristianos se preocupan mucho por la justicia y quieren solucionar los problemas de este mundo gracias a la prác­tica de esa virtud humana. Cristo, por el contrario, sola­mente ha predicado la caridad y nimna sola mención ha hecho de la justicia.

La justicia tiende a dividir, mientras la caridad pro-

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duce la unión. La determinación de lo tuyo y lo mío pro­voca la acritud de los de abajo y cierra el corazón de los de arriba; en cuanto que tal determinación se produce en un ambiente de lucha y de tensión, debidas a la im­precisión y a la falta de concreción de lo justo. La caridad suaviza el ánimo de los que sufren abajo y predispone a la compasión el corazón de los situados en buena po­sición...

No es afán de hacer caricatura del contrario para com­batirlo más fácilmente después. Tales teorías se exponen hoy por católicos asiduos practicantes, miembros de nuestras organizaciones apostólicas y de formación cul­tural no escasa en otros terrenos. Es la postura defen­dida por numerosos católicos hasta la guerra europea de 1914, como decía Pío XI en la «Quadragesimo Anno». Es... la confusión de la caridad con las obras de caridad.

REFUTACIÓN DEL ESPIRITUALISMO DESENCARNADO

Como siempre, los argumentos esgrimidos por los par­tidarios del espiritualismo desencarnado, no por los partidarios de la trascendencia que todos debemos de­fender, encierran una parte de verdad; pero es una ver­dad parcial, que queda falseada al alejarla del contexto y al olvidar otras verdades que contribuyen a completar el sentido de aquéllas.

A los partidarios del espiritualismo desencarnado ha­bría que contestar qife no es lícito aislar una frase de los Evangelios, creyendo expresar con ella todo el contenido de la doctrina expuesta por Nuestro Señor; como no es

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posible tampoco comprender adecuadamente Su vida a través de un episodio aislado de la misma. Es un peligro del que nadie se libra y contra el que todos nos tenemos que poner en guardia. Cada uno de nosotros tiende, de manera inconsciente, a buscar en la Sagrada Escritura los argumentos para defender una tesis sostenida a prio-ri; cuando en realidad deberíamos acudir a los textos sa­grados con la mente limpia de prejuicios, sin reservas mentales ni posturas apriorísticas, para aceptar lo que Cristo realmente nos enseña con Su vida y doctrina.

Pongamos simplemente un ejemplo. Para saber en qué consiste la caridad, un cristiano debe acudir a la figura de Cristo, a Su vida y Su doctrina; en lugar de partir de un concepto filosófico del amor o de lo que los hombres consideran normalmente como amor. El amor sobrenatu­ral no puede ser medido con nuestras categorías humanas, sino que éstas han de utilizarse para iluminar lo que he­mos aprendido de Cristo.

Cristo es modelo de caridad en todo lo que hace y en todo lo que dice; no solamente en algunos pasajes de su vida o en algunos de sus discursos, sino en todas sus ac­tuaciones y en palabras que frecuentemente aparecen contradictorias a nuestra limitada inteligencia. Y es que la doctrina evangélica es una eterna paradoja; es un per­manente exaltar lo blanco y lo negro, como dice Cb.es-terton, en lugar de difuminarlo todo en un gris borroso.

Cristo era caritativo cuando perdonaba a la adúltera, cuando acudía al pozo a hablar con la samaritana, cuan­do recibía a Zaqueo, alimentaba a los pobres o moría en la Cruz perdonando a todos; pero igualmente caritativo cuando se enfrentaba con los escribas y fariseos, pronun­ciando las maldiciones más terribles salidas de boca de hombre. Cristo ejercitaba la caridad cuando arrojaba a los mercaderes del templo a golpe de látigo o se negaba

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a contestar a los fariseos, escribas y saduceos que pre­tendían tentarle.

Solamente colocándonos en esta perspectiva podemos comprender la caridad; solamente con esta apertura to­tal seremos capaces de conservar el equilibrio superior, que parece paradójico muchas veces, propio de los Evan­gelios.

Todavía he de hacer una advertencia general, a pesar de que no soy partidario de este tipo de argumentación. Los partidarios del espiritualismo desencarnado suelen ser normalmente los que poseen un cierto talante inte­grista, al menos en algunas de sus manifestaciones, con­cretamente en lo que se refiere a las relaciones sociales.

El integrista suele aparecer como celoso defensor de la ortodoxia, tan celoso que no duda en algunas ocasiones en acudir a la delación, esa fea costumbre que ni siquiera debería mencionarse entre los cristianos. Pertenece al grupo que un buen amigo mío calificaba como de «arca­buceros de la ortodoxia», siempre dispuesto a disparar sobre todo aquel que se salga del orden establecido, de las costumbres aceptadas, de la rutina social o personal.

Pero el integrista es ortodoxo a su manera; es decir, en tanto las disposiciones de la jerarquía van en el sen­tido que le conviene. Su concepto de la obediencia, y más su práctica, se resienten del defecto fundamental que le es propio: el de creerse especialmente iluminado y lla­mado por Dios a mantener a los demás en el buen camino ; que es el de conservar todo lo existente ,sin tener en cuenta los cambios producidos.

He aquí que en nuestra cuestión se han pasado al pro­testantismo. Un católico debe saber que el Magisterio adapta las enseñanzas evangélicas a las modalidades que presenta nuestro tiempo. Cuando los Papas hablan a tra­vés de las Encíclicas, distinguiendo siempre en ellas lo

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que es de valor permanente de lo que solamente puede tomarse como directiva práctica adaptada a la circuns­tancia de lugar y tiempo, no hacen más que recordar cómo debe portarse un cristiano en el mundo para acomodarse al espíritu del Evangelio. Un católico sabe o debe saber que la interpretación personal exclusiva de la Sagrada Escritura, con total independencia del Magisterio y hasta en oposición al mismo, es propio de algunas concepciones protestantes.

Es exactamente lo que hacen nuestros espiritualistas desencarnados. En 1963 acuden a las Encíclicas del Papa León XIII, para defender lo que el Pontífice ordenaba o recomendaba para 1891, olvidando, en cambio, los prin­cipios de validez permanente formulados en la «Rerum Novarum». En 1891 León XIII se les aparecía como sos­pechoso e invocaban contra él las directrices formuladas por algún otro Papa para tiempos anteriores.

Para estas gentes toda intervención de la Iglesia en estas materias es sospechosa; los sacerdotes que repiten las enseñanzas de los Pontífices son «progresistas» y, en última instancia, sus palabras no son más que una inter­pretación personal de la doctrina de la Iglesia. Son los autores de la «conspiración del silencio», que también ha caído como un espeso velo sobre las últimas Encíclicas.

Los argumentos de los espiritualistas desencarnados son fácilmente refutables a la luz de los principios ex­puestos. Me limitaré a señalar las incongruencias que se derivan de su postura.

1. — CRISTO NOS JUZGARA POR EL AMOR

Es bueno señalarlo desde ahora, aunque teóricamente los espiritualistas desencamados no tengan nada que opo-

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ner; también ellos dicen que efectivamente la caridad es el centro de la enseñanza de Cristo. He dicho teóricamen­te, porque en la práctica las cosas cambiarían muy radi­calmente.

No está de más, sin embargo, ponerlo a la considera­ción de todos los católicos. La vida cristiana tiene como centro la caridad, el amor sobrenatural con sus dos ver­tientes hacia Dios y hacia el prójimo. El cristiano no se salva ni llega a la perfección por el culto, la meditación, la pertenencia a asociaciones piadosas, ni siquiera por la recepción de los sacramentos, si todo ello no va unido al desenvolvimiento normal de la caridad.

Y la caridad que Cristo nos regala por su sacrificio en la Cruz tiene manifestaciones bien originales. Cualquiera pensaría que la perfección de la vida cristiana, de la vida que se integra en un Reino verdaderamente espiritual, consistiría en un amor sobrehumano, como es en reali­dad, que se independiza en lo posible de la condición del espíritu encarnado. Y en este último punto se equivoca totalmente.

Se ha repetido hasta la saciedad que la gracia no des­truye la naturaleza, sino que la perfecciona; hace posible que la naturaleza camine hacia la perfección gracias a la ayuda de ese principio superior. La perfección del cris­tiano no podrá prescindir de su condición de espíritu en­carnado; el amor de caridad no podrá independizarse del hombre concreto de carne y hueso, de espíritu y materia. Y la auténtica caridad no se independiza.

Es lo que pone de manifiesto la gráfica descripción del juicio que nos ha dejado San Mateo: «Entonces dirá el Rey a los de la derecha: «Venid, vosotros, los benditos de mi Padre, entrad en posesión del Reino que os está preparado desde la creación del mundo; porque tuve hambre y me distéis de comer...». Entonces le responde-

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rán los justos diciendo: «Señor, cuándo te vimos ham­briento y te dimos de comer...». Y respondiendo el Rey les dirá: «En verdad os digo, cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeñuelos, conmigo lo hicis­teis» (Mt., XXV, 34-40).

De manera que la altísima espiritualidad que Nuestro Señor nos ha venido a traer se manifiesta al final en algo tan banal como dar de comer a los hambrientos, visitar a los enfermos y los presos... Sí, afortunadamente, la per­fección de la vida cristiana se halla al alcance de todos, en cuanto no requiere las costosas iniciaciones de ciertas religiones a que tanto se van aficionando ciertos grupos de cristianos. Las cimas de la vida mística tienen que aco­modarse a los humildes servicios al prójimo; la adora­ción al Padre celestial, si quiere ser en espíritu y verdad, ha de mezclarse con la preocupación por proporcionar lo indispensable para vivir al hermano carente de todo.

2.—>CRISTO NOS ORDENA HACER LO QUE ÉL NO HIZO

Uno de los errores de los espiritualistas desencarna­dos consiste en querer modelar la vida de los cristianos sobre las actitudes exteriores de Cristo exclusivamente, sin tener en cuenta su actitud interior y, sobre todo, sin percatarse de que las misiones no son coincidentes.

A los que nos dicen que Cristo no es un reformador social hay que darles la razón. Efectivamente, Cristo no se propuso cambiar el mundo directamente, sino trans­formar al hombre en su interior; no le interesaron las estructuras directamente, sino el corazón de los hombres. A los que nos dicen que Cristo apenas se dedicó a enjugar la miseria material existente, a levantar el yugo que pe­saba sobre los oprimidos, hay que darles igualmente la

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razón. Cristo pudo realizar un milagro continuado y sa­tisfacer las necesidades más elementales de los pobres atraídos por su palabra.

A éstos habría que añadir todavía: la Iglesia es la con­tinuadora de la misión de Cristo y tiene que salvar al hombre, al hombre concreto, como decía Juan XXIII ; «espíritu, materia, inteligencia y voluntad»; pero la Igle­sia no tiene como misión satisfacer directamente las ne­cesidades materiales, ni siquiera las culturales, del hom­bre. Este es el trabajo de la civilización, de la sociedad humana. Sin embargo la Iglesia, «imitando a Cristo y con­forme a su mandato, ha mantenido constantemente en alto la antorcha de la caridad durante dos mil años... se preocupa con solicitud del vivir diario de los hombres, no sólo en cuanto al sustento y a las condiciones de vida, sino también cuanto a la prosperidad y a la cultura...» («Mater et Magistra»).

Cristo, que no ha solucionado los problemas materia­les de los hombres; que ha encomendado a su Iglesia preocuparse del hombre concreto, pero sin invadir la es­fera del César; Cristo propone a sus discípulos una doc­trina de la perfección que consiste en dar de comer al hambriento, en visitar al enfermo y al preso; su apóstol Santiago, el tremendo y concreto Santiago, nos dice que «Religión pura e inmaculada a los ojos del que es Dios y Padre, ésta es: asistir a los huérfanos y viudas en su tribulación, conservarse a sí mismo incontaminado del mundo».

He aquí una de las aparentes paradojas en que tan fe­cundo es el Evangelio. Todo deriva de nuestra condición de espíritu encarnado y de la voluntad positiva que ha querido establecer un dualismo en el mundo. La Iglesia, como institución de salvación, como depositaría de los poderes de Cristo, tiene que predicar el mensaje, trans-

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mitir la vida de Cristo y conducir al pueblo de Dios a su destino. Junto a Ella, pero también penetrado por Ella, el Mundo se tiene que esforzar por construir al hombre. Y para ello debe, ya lo veremos mañana, crear el conjun­to de condiciones en que cada hombre pueda alcanzar su talla perfecta. A este hombre construido por el mundo se dirige la Iglesia para introducirlo en el pueblo de Dios; al mundo se dirige la Iglesia para proporcionarle la ayuda sin la que todos los planes de humanización se hallan con­denados al fracaso.

El cristiano seglar se halla en el punto de convergen­cia de la Iglesia y el Mundo. Es ciudadano del Mundo y debe colaborar en su construcción, con la aportación de su técnica y de la doctrina y la vida que ha adquirido en la Iglesia. Es miembro del Cuerpo Místico y debe cola­borar en su extensión, en el afán de que la Vida llegue a todos los hombres.

LOS ARGUMENTOS POSITIVOS

Un cristiano jamás debe limitarse a una postura ne­gativa, ni a la refutación, por interesante que sea, de po­siciones no acordes con su doctrina. La actuación tem­poral del cristiano en el mundo no puede apoyarse en fundamentos tan débiles; necesita argumentos positivos, una visión grandiosa de la tarea de los hombres en el mundo; una seguridad de que la vida cristiana se perfec­ciona en las tareas temporales.

Los argumentos en verdad no escasean. Para uno que se encuentra trabajando con todo empeño en la construc­ción de un mundo más humano y justo puede resultar

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hasta enojosa la repetición. Sin embargo, insisto ¿n que es conveniente siempre, necesario en algunas ocasiones, afirmar sus convicciones para que el trabajo resulte en­tusiasmante y la vida cristiana progrese por los cauces debidos.

Es absolutamente imposible exponer en una charla como la nuestra todos los fundamentos de la actuación temporal del cristiano, ni siquiera es necesario para nues­tro intento. Me limitaré a exponer algunos de los motivos aue impulsan a la acción temporal al cristiano. Todos ellos pueden reducirse a un único motivo: la caridad de Cristo nos urge. Sí, amigos de la justicia, no temáis al oírme hablar del único motivo de la caridad. Mañana v pasado hablaremos largamente de la justicia v podréis comprobar cómo la caridad no estorba al cumplimiento de los deberes de justicia ni trata de suplantar a esta virtud; sino más bien la vivifica y la hace posible.

Todo se resuelve para el cristiano en el amor. Ni si­quiera, si se entiende bien la caridad, habría que hablar de su doble vertiente para con Dios y para con el pró­jimo. Quien ama a Dios, al Dios cristiano que se nos ha revelado en Cristo, no puede dejar de amar a sus herma­nos los hombres, por quienes el Hijo de Dios ha muerto en la Cruz. Bastaría la aceptación plena de Dios y del mensaje de amor que dirige al hombre para integrarlo todo en ese grande y único amor que responde al Dios que nos amó primero.

1. —AMAR EL MUNDO

Es lo que podríamos llamar el argumento cósmico. El «mundo» aparece en la Sagrada Escritura con dos signi­ficaciones fundamentales: una de ellas es peyorativa y se

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refiere al mundo contaminado por el pecado de los hom­bres. Es el que aparece en el discurso de Cristo en la últi­ma Cena: «Si el mundo os aborrece, sabed que a Mí me ha aborrecido primero que a vosotros. Si del mundo fue­rais, el mundo amaría lo que era suyo; mas pues no sois del mundo, sino que yo os entresaqué del mundo, por eso, os aborrece el mundo» (Jo, XV, 18-19).

Un cristiano no puede ser del «mundo» entendido en este sentido, ni debe ser tan ingenuo que ignore el pecado del «mundo». No se puede amar al «mundo» entendido en este sentido que aparece en el Evangelio de San Juan. Por desgracia, bastantes cristianos que defienden un espl­ritualismo desencarnado no han dejado de amar al «mun­do» en el peor de los sentidos. La pura trascendencia coexiste en ellos perfectamente con la celosísima salva­guardia de las posesiones y privilegios.

En el mismo Evangelio de San Juan encontramos la otra acepción de «mundo»; es decir, el salido de las manos de Dios. De él se dice: «Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de Que todo el que crea en Él alcance la vida eterna» (Jo., III, 16), En las primeras páginas del Génesis aparece el mun­do salido de las manos de Dios y una afirmación tran­quila y grandiosa: «Y vio Dios que era bueno».

Este mundo salido de las manos de Dios, cuya bondad siempre ha defendido la Iglesia luchando contra toda clase de herejías y desviaciones, ha sido afectado cierta­mente por el pecado del hombre en virtud de esa miste­riosa solidaridad que une al hombre a todo el universo. Un mundo que estaba destinado a ser el pedestal del hom­bre, el que le proporcionase lo necesario para realizar su vocación personal, el que estaba pidiendo la criatura ra­cional que cantase la gloria del Creador, ha sido desviado de su fin:

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«Porque la creación fue sometida a la vanidad, no de grado, sino en atención al que la sometió, con espe­ranza de que también la creación misma -será liberada de la servidumbre de la corrupción, pasando a la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom.. VIII, 20-21).

No es mi intención entrar en la polémica de los exé-getas, ni tampoco en la complicada cuestión de saber qué será de este mundo al final de los tiempos. Muchas posturas existen entre lo-s mismos católicos acerca de la suerte que le está reservada, como también respecto a las obras de civilización y de cultura que los hombres vamos construyendo y destruyendo.

Bastaría para mi intento mostrar que el cristiano, en virtud de su amor a Dios, debe amar también al mundo salido de las manos de Dios y cooperar con Él en la gran obra de la Creación; desentrañando las grandes riquezas que Dios puso en el mundo para el hombre, haciendo que esas riquezas sean efectivamente para el hombre en lugar de servir para su destrucción.

2. — AMAR AL HOMBRE CONCRETO

Cuando Cristo nos ordena amarnos como Él mismo nos amó, nos ordenaba un amor al hombre concreto, no al hombre entidad abstracta, sino al hombre espíritu encarnado, que necesita hallarse rodeado de una serie de condiciones para desenvolver plenamente su vida hu­mana.

El hombre concreto no es un ser puramente espiritual, sino un ser misterioso que une de una manera entera­mente misteriosa también el espíritu y la materia. Amar al hombre debe significar, sin duda, otorgarle la posibi-

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lidad de satisfacer las necesidades materiales indispen­sables para el desarrollo de la persona humana.

Santiago lo dice con su contundencia acostumbrada: «Si un hermano o una hermana andan desabrigados o desprovistos del sustento cotidiano, y uno de vosotros les dijere: «Id en paz, calentaos y saciaos», mas no les diereis lo necesario para el cuerpo, ¿qué aprovecha? Así también la fe. si no tuviere obras, muerta está por sí misma» (Santiago, II, 15-16).

La misma afirmación fundamental en San Juan, que no hace sino confirmar el famoso texto referente al iui-cio va transcrito: «En esto hemos conocido la caridad, en oue Él dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida ñor los hermanos. Pues quien pose­yere los bienes del mundo, y viere a su hermano tener necesidad, v cerrarse sus entrañas, desviándose de él, .-•cómo la caridad de Dios mora en Él? Hiiuelos, no ame­mos de nal^bra v con la lengua, sino con obra y de ver­dad» (Jo., III, 16-18).

Semeiantes textos dan en tierra con toda clase de fariseísmo aue pudiera darse entre cristianos. ¿Oué se ha hecho de la caridad afectiva como única recomendada en la SaprpHq Escritura sesún el parecer de algunos? Se ha convertido en efectiva, como corresponde al verdadero amor. Nadie creería en un auténtico amor, si se olvida de las necesidades más elementales de la persona amada.

Nunca insistiremos suficientemente en este aspecto de la caridad. En un mundo que adquiere cada día una conciencia más asruda de las diferencias existentes entre los hombres; de la mvusticia que entrañan tantas situa­ciones ; del penoso espectáculo que ofrece un mundo que se llama civilizado y deia padecer hambre a dos terceras partes de la humanidad; la caridad simplemente afee-

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tiva es motivo de burla para los hombres, que repetirían gustosamente el sarcasmo de Santiago.

Oue nadie se engañe, no obstante. Los bienes mate­riales son muv importantes para la vida del hombre, constituven el elemento básico sobre el que debe cons­truirse su vida, pero no deben mantener una primacía que no les corresponde. El hombre es esníritu encarnado y hacemos bien en subrayar esta condición del hombre; pero no olvidemos, tendré ocasión de insistir fuertemente en ello, crae es espíritu y la vida del esníritu ha de des­arrollarse nara consesruir la plenitud humana.

Esto quiere decir, no hago más que apuntarlo, oue el hombre concreto tiene necesidades de orden espiritual que ha de satisfacer. Frente a estas necesidades, los bie­nes económicos aparecen como instrumentales, como los medios necesarios para conseguir los bienes más elevados del espíritu y de la cultura.

Amar al hombre significará hacer lo posible para que el hombre tenga posibilidad de cultivarse, de desarrollar sus facultades espirituales. Amar al hombre significa crear las condiciones para que el hombre llegue al conocimiento de la verdad, para que pueda practicar la iusticía, para que goce de auténtica libertad respecto a las presiones interiores de los instintos y las exteriores del medio social. Amar al hombre significa crear una sociedad en que les sea posible a los hombres establecer una auténtica comu­nión en el amor, comunión necesaria para la consecución de la plenitud humana.

3. —AMAR AL HIJO DE DIOS

El cristiano que mira al mundo y a sus «emei antes con los ojos de la fe descubre en cada uno de los hombres al

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hiio de Dios; al que lo es ya de hecho o, por lo menos, está, destinado a serlo en los designios de Dios. Amar al hiio de Dios significa hacer todo lo posible para oue cada u r )n nneda desarrollar con la plenitud posible su vocación.

Evidentemente esta afirmación nos lleva, ante todo, a la consideración de nuestras tareas apostólicas. Un cristia­no debe hallarse preocupado siempre por la suerte de su hermano en el asunto mas trascendental de su vida; no le es lícita la postura de Caín: «;Sov acaso el guarda de mi hermano?» F.l afán de transmitir el mensaíe. de hacer partícipe al hermano de la verdad del Evantrelio. de la vida al«~an7ada para todos ñor Jesucristo debe constituir el emneño mavor de su existencia.

Pero no me refiero ahora a esta tarea directamente apostólica, sino a la actuación temporal del cristiano en relación con la vocación de hiio de Dios de cada uno de los hombres. ;Tiene algo que ver la actuación temporal con la vida cristiana de cada uno de los hombres?

Es imposible negarlo. La experiencia lo muestra con toda claridad v el Magisterio se hace eco de este problema oue en nuestro tiempo ha adquirido gravedad inusitada. La vida cristiana ha de vivirse en este mundo v se halla con­dicionada por la organización social; condicionada, he di­cho, no determinada como tos marxistas afirman con mavor o menor claridad.

El condicionamiento nace de la naturaleza social del hombre y en nuestro tiempo la presión social aumenta en virtud de la tendencia progresiva hacia la realización, en­tendida en el sentido que Juan XXTTI le daba en la «Mater et Magistra». Cada hombre depende cada vez más de las estructuras de la sociedad en aue vive, de las instituciones en que jurídicamente toman cuerpo las ideas de la época, de las representaciones colectivas del medio social en que se halla inmerso. t

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Tan acostumbrados nos hallamos a esta presión social que prácticamente muchos acaban por no sentirla; no porque no exista, sino porque se ha llegado en algunos casos a la identificación práctica del individuo con el grupo. La vida personal no se distingue entonces de la vida social y el hombre queda reducido al conjunto de sus relaciones sociales, sin que se manifieste el centro mismo de la vida personal, sin que se viva la interioridad propia del ser humano. Es una situación límite y patológica al mismo tiempo, que no nos puede servir para montar el ideal de las relaciones entre la persona y la sociedad.

En el orden de las condiciones materiales, todos sabe­mos en alguna medida la influencia eme sobre la vida moral y religiosa Duede eiercer el acondicionamiento de la vivien­da, los horarios v el ritmo del trabajo, la calidad de éste, la concentración de grandes masas, etc., etc. Ciertas con­diciones de vida significan la carencia de aquel mínimo in­dispensable que Santo Tomás requería para el ejercicio normal de la vida cristiana.

Este coniunto de condiciones materiales v las represen­taciones colectivas modelan v configuran interiormente al hombre; de suerte que cuando muchos de nuestros con­temporáneos expresan un juicio sobre alerún aconteci­miento, casi podemos asegurar que es el iuicio del grupo que se ha manifestado. Es uno de los peligros de la socia­lización revelados por Juan XXIII ; peligro que se puede obviar, pero que no deja de ser desgraciadamente muv real.

La Iglesia no puede permanecer indiferente ante este estado de cosas e interviene doctrinalmente, denunciando los aspectos negativos de nuestra civilización y señalando los cauces positivos que permitirán la construcción de un mundo en que el hombre sea respetado y ayudado en la prosecución de su quehacer de hombre.

Pero no es suficiente, aunque necesaria, la intervención

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de la Iglesia. Una vez que ha señalado los principios que deben presidir la construcción del mundo, a los seglares corresponde construirlo en la práctica, mediante la con­junción de los principios con la técnica apropiada en cada caso; aplicando los principios en programas que ya no son del dominio de la Iglesia, sino elaboración propia de la autonomía de los seglares y de su responsabilidad.

LA ENSEÑíANZA DEL MAGISTERIO

Cuanto acabo de decir se halla claramente explicado en la doctrina social de la Iglesia, esa doctrina que, en frase de Pío XII, es obligatoria y sin cuya observancia no se puede mantener la fe con seguridad.

Para no hacer inacabable la exposición, me limitaré a poner de manifiesto los que considero puntos principales en lo relativo a la actuación temporal de los cristianos. Los textos son tan evidentes que casi no necesitan comentario. Pero, así agrupados, fortifican la convicción que poseemos y contribuyen a que los desencarnados por ignorancia apre­cien a primera vista la postura del Magisterio, que les tiene que llevar a un cambio de conducta.

1. — LA IGLESIA DEBE INTERVENIR EN LO TEMPORAL

Sea ésta la primera afirmación del Magisterio, aunque no se refiera directamente a la actuación temporal de los cristianos. Si lo pongo en primer lugar es simplemente porque tengo la convicción de que es el primer punto de apoyo que toma un sector de los partidarios de la trascen-

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dencia pura, que conduce al espiritualismo desencarnado. Entre los inumerables que se pueden citar, desde León XIII a Juan XXIII, escojo uno de Pío XII por la trascen­dencia y contenido doctrinal del discurso.

«Y ahora, ¿qué se sigue de todo esto para la Iglesia? Tendrá ella que vivir, hoy más que nunca, su misión; de­berá rechazar, más enérgicamente que nunca, aquella falsa y angosta teoría —de su espiritualidad y de su vida inte­rior— que querría confinarla, ciega y muda, en el retiro del santuario. La Iglesia no puede, encerrándose inactiva en el silencio de los templos, abandonar su misión divina­mente providencial de formar al hombre completo, y así colaborar sin descanso a la constitución del sólido funda­mento de la sociedad. Esencial es en ella semejante misión. Considerada en este aspecto, la Iglesia puede definirse como la sociedad de los que, bajo el influjo sobrenatural de la gracia por la perfección de su dignidad personal de hijos de Dios y por el desarrollo armónico de todas las inclinaciones y energías humanas, edifican la potente trabazón de la con­vivencia humana». (Pío XII, 20-11-46. Disc. al Sacro Colegio Cardenal. Col. Ene. A. C, p. 329, n. 11)

2 . — NO EN LO PURAMENTE TÉCNICO

También es sobradamente conocido entre nosotros el pensamiento de la Iglesia en este punto; pero, por más que parezca increíble a estas alturas, hay gentes que no cono­cen el punto de vista de intervención de la Iglesia en los asuntos del mundo. De aquí que, ante cualquier interven­ción, piensen que saliéndose de su competencia hace polí­tica o economía.

La Iglesia no interviene en los asuntos de ese mundo en lo que es puramente técnico y deja un cauce amplio

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para las opciones que puedan realizar los católicos dentro de las directrices religioso-morales que la Iglesia propor­ciona para la actuación en el mundo.

Repitamos un texto conocidísimo de Pío XI, que ha sido confirmado repetidamente por los Pontífices poste­riores; enriquecido por nuevas aportaciones de los mis­mos en cuanto ensanchan los criterios de intervención. La Iglesia ha acabado por decir que puede y debe intervenir en lo temporal en cuanto detenta la verdad sobre el hom­bre. Limitémonos ahora a ese texto elemental, con objeto de disipar sospechas y marcar los límites de la interven­ción. ! y¡ r

«Mas renunciar al derecho dado por Dios de intervenir con su autoridad, no en las cosas técnicas, para las que no tiene medios proporcionados ni misión alguna, sino en todo cuanto toca a la moral, de ningún modo lo puede hacer» (Pío XI, «Q. Anno,» 15-VII-31. Col. Ene. A. C, p. 398, n. 14).

Notemos solamente un matiz que quedará más fuerte­mente afirmado en Pío XII. La Iglesia puede evidente­mente, de acuerdo con el texto citado, intervenir en el mundo desde su peculiar punto de vista. ¿Deberá también hacerlo o es simplemente potestativo? Hay que contestar que la Iglesia debe intervenir, no puede renunciar al dere­cho, debe ejercitar su misión de guardiana del orden mo­ral. Claro está que a Ella corresponde la elección de los momentos y de los temas en cada caso preciso.

3. — EL ESPIRITUALISMO DESENCARNADO CONDENADO

Entramos ya en el conjunto de afirmaciones que se refieren a la actuación temporal de los católicos. Comen­cemos por un texto negativo y positivo a la vez. Significa

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una condenación de la postura de algunos católicos que quieren desentenderse de las cosas de este mundo en vir­tud de un ideal de falsa trascendencia, ajeno por completo al cristianismo.

«Guardaos de los que desprecian ese servicio cristiano al mundo contraponiéndole un llamado «puro» «espiritual» cristianismo. Estos no han comprendido esta divina ense­ñanza, comenzando por su fundamento: Cristo, verdadero Dios, pero también verdadero hombre. El apóstol Pablo nos hace conocer el pleno, íntegro querer del Hombre-Dios, que mira también a ordenar este mundo terreno...» (Pío XII, RM. Navidad 1955, Doc. Soc, p. 1174-1175).

Insistamos en ello una y otra vez. Todavía entre nos­otros hay muchos católicos que no conocen la doctrina pontificia y algunos que no quieren conocerla, aunque ocu­pan altos puestos en las organizaciones apostólicas El daño que se ha hecho a la Iglesia es ya inmenso, puesto que ha aparecido a los ojos de muchos como protectora de situa­ciones adquiridas. El falso espiritualismo ha alejado a muchos hombres de la Iglesia y hasta del cristianismo, presentándolo como una doctrina a la que no preocupa en absoluto la vida del hombre en el mundo.

4. — EL CATÓLICO NORMALMENTE DEBE ACTUAR EN EL MUNDO

Es la afirmación positiva y contundente que los Papas no cesan de urgir una y otra vez, en nombre de los prin­cipios cristianos. No pretendo exponer todas las razones que invocan los Papas para esta intervención y que, más o menos, pueden reunirse en los apartados generales que an­teriormente señalé. Nos basta la seguridad de que la vida cristiana exige normalmente la intervención en el mundo para ajustarlo a las exigencias cristianas.

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«Al contrario, el espíritu y el ejemplo del Señor que vino para buscar y salvar lo que estaba perdido; el pre­cepto del amor y, en general, el sentido social que irradia de la buena nueva... las enseñanzas y exhortaciones de los Romanos Pontífices, especialmente en el correr de los úl­timos decenios, sobre la conducta de los cristianos para con el prójimo, con la sociedad y el Estado, todo esto pro­clama la obligación del creyente de ocuparse, según su con­dición y su posibilidad, con desinterés y con valor, en las cuestiones que un mundo atormentado y agitado tiene que resolver en el campo de la justicia social, no menos que en el orden internacional del derecho y de la paz».

«Un cristiano convencido no puede encerrarse en un cómodo y egoísta aislacionismo, cuando es testigo de las necesidades y de las miserias de sus hermanas; cuando le llegan los gritos de socorro de los desheredados de la for­tuna; cuando conoce las aspiraciones de las clases traba­jadoras hacia unas condiciones de vida más razonables y justas; cuando se da cuenta de los abusos de un ideal económico, que coloca el dinero por encima de todos los deberes sociales...» (Pío XII, RM. Navidad 1948, Col. Ene. A. C, pp. 268-269).

Un comentario a este texto, que prácticamente no nece­sita comentario alguno, para indicar una vez más que la doctrina pontificia no ignora ciertas vocaciones especiales que se dan dentro de la Iglesia. La doctrina expuesta vale para la inmensa mayoría de los católicos seglares, para los que viven dentro y en medio del mundo, manteniendo ple­namente su condición seglar. El abstencionismo por parte de estos seglares en nombre de cualquier espiritualismo falso o por simple comodidad se halla terminantemente prohibido por la Iglesia. ,

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5. — ACTUACIÓN EN EL MUNDO DE LAS IDEAS

El texto de Pío XII que acabo de citar es suficiente­mente explícito y nos da a conocer perfectamente el cam­po de actuación del cristiano en lo temporal, deshaciendo de una vez para siempre el mito del llamado «deber de estado», cuando es tomado en sentido restrictivo. Pero bueno será fijar unos jalones que nos ayuden a penetrar progresivamente en campos de actuación cada vez más complejos y abandonados por los católicos muchas veces.

Uno de ellos es el de las ideas. Afortunadamente existe en el mundo entero una corriente de renovación católica y el esfuerzo intelectual realizado por los católicos para hallarse presente y participar en el mundo del siglo XX es verdaderamente notable.

Sin embargo, si todo se limitase a un pequeño grupo de intelectuales, aunque fuesen de extraordinaria categoría, no se habría conseguido estructurar un mundo con crite­rio. Las ideas tienen que descender y ser vividas por el. pueblo en general y, particularmente, por aquellos que transforman de verdad el mundo.

Igualmente un cristiano no puede acudir a la construc­ción del mundo con cuatro ideas elementales y simplistas, destinadas a naufragar, quizás con el sujeto que las sus­tenta, ante síntesis e ideologías cuidadosamente elabora­das, que presentan una concepción subyugante, aunque tenga ingredientes falsos, del mundo, del hombre y de la vida. La ignorancia de los católicos de todos los medios sociales es pavorosa y peligrosa a un tiempo.

A la corrección de este defecto atendía Pío XII en un discurso a los cultivadores directos de la t ierra; es decir, a ese sector que parece más preservado que cualquier otro de la influencia de ideas perturbadoras.

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«Para un grupo social tan considerable como el vuestro y ocupado en un sector tan fundamental de la producción, es esencial mantener el contacto con los grandes movi­mientos de opinión y con las grandes corrientes de ideas que dirigen la evolución del país, y ejercitar allí un útil influjo, no con el solo fin de obtener ventajas particulares, sino por el mismo bien general. No basta, en efecto, tener principios justos, ni aplicarlos al estrecho círculo de la propia vida personal, sino que es preciso difundirlos en derredor, hacer que de ellos se aprovechen otros, mostrar claramente su valor y su eficacia para el interés nacional...» (Pío XII, Disc. a Cultiv. Directos. 18-V-55; «Ecclesia», 28-V-55).

6. —ACTUACIÓN EN LA POLÍTICA

Si la mencionamos de manera especial, es solamente porque existe una prevención manifiesta de los católicos a introducirse en este rebaladizo terreno. Desde hace mu­cho tiempo ha venido considerándose el campo de la polí­tica como el del juego sucio, en que la moral nada tiene que decir.'Los católicos han estimado que «meterse en polí­tica» significaba mancharse necesariamente. Esta opinión es sustentada también en gran parte por los católicos que intervienen en lo temporal, pero en otros sectores: social, económico, cultural, asistencia!, etc. A todo ello se añade la complejidad de la vida política, que exige unos conoci­mientos nada comunes.

Claro está que no todos tienen aptitudes para desem­peñar un puesto de ministro o de director general; pero ya Pío XII nos advertía que la actuación en lo temporal debía realizarse «según su condición y posibilidad». Todos, de una u otra manera, actúan en política, aunque no sea

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más que para confirmar el estado actual de cosas con su abstención.

«Necesaria y continuamente la vida humana —la pri­vada y la social— se encuentran en contacto con la ley y el espíritu de Cristo; de ahí resulta, por fuerza de las cosas, una compenetración recíproca del apostolado religioso y de la acción política. Política, en el sentido noble de la palabra, no quiere decir otra cosa que colaboración para el bien de la ciudad (Polis). Pero este bien de la ciudad tiene una extensión muy grande, y, por consiguiente, es en el terreno político donde se discuten y se dictan también las leyes de la mayor importancia, como las que conciernen al matrimonio, la familia, el niño, la escuela, por limitarse a estos ejemplos. ¿No son esas, acaso, cuestiones que inte­resan primordialmente a la religión? ¿Pueden dejar indi­ferente, apático, a un apóstol? (Pío XII, Disc. al Congr. Mundial de Apostolado Seglar, Col. Ene. A. C, p. 1268).

Esto ha sido verdad en todo tiempo, pero reviste una particular urgencia en el nuestro por diversas razones. Ante todo, porque la mayor complejidad de la vida social ha producido una intervención creciente del Estado en todos los dominios. Pero también porque cada vez es mayor la participación activa del pueblo en la vida pública; parti­cipación que los Pontífices no registran solamente en el terreno de los hechos, sino a la que conceden claro valor normativo, como aparece explícitamente en la «Mater et Magistra» de Juan XXIII.

«La cooperación a este fin, decía Pío XII, tantas veces olvidada por muchos, a causa de un inexplicable absentis­mo de los problemas de la sociedad, puede llegar incluso a la participación en el gobierno de la cosa pública, que hoy ya no es privilegio de unos pocos, sino deber de todos, en función de las responsabilidades de que están investi-

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dos» (Pío XII, Carta de la Secretaría de Estado a la XVI Semana Social de España, 8-V-56).

7.— EN LOS PUESTOS DECISIVOS

Anteriormente he combatido esa «mística del fracaso» que intenta presentar como «voluntad de Dios» lo eme no es sino resultado de nuestra falta de competencia. Con no menor visor hav eme luchar contra la tendencia a auedarse en la superficie de las cosas, en los fenómenos más llama­tivos ñor dolorosos, que no llegan a las raíces profundas, a las verdaderas causas de los males sociales.

Tenemos necesidad de militantes cristianos en todos los niveles; en la base de la vida social, en los puestos inter­medios v también entre los dirigentes. Las decisiones más importantes, las que comprometen la vida de la nación para muchos años, no se toman en la base, sino en centros determinados eme es preciso alcanzar.

Una precisión se impone. El cristiano que aspira, cuando tiene aptitudes, a ocupar un alto puesto en la sociedad o a influir en los lugares decisivos de la misma, debe vigi­larse continuamente para evitar que la motivación prime­ra, la del servicio a la comunidad, se convierta en un deseo de mando, de hacer prevalecer a toda costa sus opiniones. Llegar a los centros importantes solamente puede signi­ficar para un cristiano acrecentar el deseo de servir, inten­tar modelar de una manera eficaz un sector de la vida con los principios cristianos.

En un mundo que buscaba una salida a la espantosa confusión creada por el último conflicto mundial, Pío XII hizo oir su voz una vez más, aconsejando a los católicos esta postura realista y que entraña grandes sacrificios de preparación y de dedicación. Es mucho más fácil realizar

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una labor abnegada en la base que llevar la misma abne­gación, más la preparación tan costosa, a los puestos de mayor responsabilidad.

«A la evolución rápida de la sociedad y de sus institu­ciones debe corresponder en el plano religioso un esfuerzo paralelo. Es importante que el cristiano se halle presente allá donde se ejerce una influencia decisiva para el bien. Atento en seguir el movimiento de las ideas, interviene a tiempo para defender y promover los principios de la sana moral, apovada y prolongada por las luces de la Revelación en la legislación, las asociaciones y movimientos profesio­nales y culturales, los medios de información; vela para salvaguardar plenamente los derechos prcrroaativos de la persona humana frente a su destino temporal v eterno» (Pío XII, al Congreso Mariano del Canadá, 15-VIII-54).

8.— MEDIANTE UNA ACCIÓN EFICAZ

Juan XXIII nos ha resalado en la «Mater et Maeistra» un peaueño tratado de vida cristiana aue debemos explotar' convenientemente. En la última parte de la encíclica, la más pastoral de todas ellas por dirigirse a los cristianos exhortándoles al cumplimiento de las orientaciones expues­tas en las- tres primeras partes, ha querido señalarnos los tres momentos de la actuación del cristiano: instrucción, educación y acción.

Nada más oportuno. Los católicos tenemos, por lo me­nos entre nosotros, una especial predisposición a quedar­nos en el terreno de los principios, a perorar sin realizar. Hasta en muchas organizaciones de tipo apostólico se ad­vierte que han franqueado un primer paso, introduciendo la preocupación por la actuación de los militantes en el mundo; pero quedándose muy frecuentemente en el te-

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rreno de la especulación. Generalmente hemos alcanzado, en esos sectores reducidos, un mínimo de instrucción (no muy elevado); en pocas ocasiones se ha llegado al segundo nivel de la educación; casi nunca se termina en la acción propiamente dicha, que es la que puede en verdad trans­formar lo que no se halla enteramente de acuerdo con los principios cristianos.

No basta poseer los principios cristianos para la acción, ni es suficiente tener un cierto dominio de los textos pon­tificios. Hay que dar un paso decisivo con la adquisición de los conocimientos técnicos indispensables para la ac­tuación y con la educación social. Pero ni siauiera es esto suficiente. Se pueden elaborar magníficos programas que se auedarán en... programas, si es que no se procede a la realización práctica. Como no basta a un empresario tra­zar el programa de su empresa, si no pone en juego los medios aue aseguren la producción y la venta del producto en el mercado.

Las palabras de Pío XII eran ya apremiantes: «Por ello nos dirigimos a los católicos del mundo entero, exhortán­doles a no conformarse con buenas intenciones y bellos programas, sino a proceder decididamente a su realiza­ción práctica» (Pío XII, Aloe, al S. Col. Cardenalicio, 2-VI-48; Doc. Soc, p. 1128). Durante la guerra se había dirigido en términos desusados a los católicos del mundo entero, urgiendo la acción inme­diata : «No lamentos, sino acción, es el precepto de la hora presente; no lamentos sobre lo que es o lo que fue; sino reconstrucción de lo que surgirá y debe surgir para bien de la sociedad» (Pío XII, RM. de Navidad de 1942, Col. Ene., 3 ed., p. 429).

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9. — Y GRANDES SACRIFICIOS

Hay que disipar entre los católicos la creencia de que este mundo puede arreglarse mediante un procedimiento mágico que lo solucione todo sin sacrificio de nadie. Nin­guna tarea verdaderamente grande se ha realizado sin costosos sacrificios y ésta es la más grande de todas en el orden humano.

El sacrificio afectará a todos los grupos sociales y para cada uno de ellos ha de presentar distintas modalidades; pero en unas charlas dedicadas principalmente a profe­sionales es preciso declarar con toda lealtad que vuestro grupo, por otra parte no el más favorecido de la actual sociedad, ha de afrontar sacrificios muy grandes con au­téntico espíritu de servicio.

Hoy en día otros grupos en nuestro país ni siquiera con grandes sacrificios alcanzan el nivel de vida que puede considerarse mínimo en nuestra civilización. Vuestro grupo, hablaremos de ello más largamente, ocupa una buena posición en nuestra sociedad y no encuentra difi­cultad mayor para una cierta holgura de vida que, en al­gunos casos, pasa de verdadera holgura para transformar­se en auténtico lujo. Una sana justicia distributiva pide que los sacrificios se repartan proporcionalmente entre los ciudadanos y cese la desigualdad irritante que nos tocará examinar.

La admonición de Pío XII a los católicos alemanes no ha perdido actualmente entre nosotros, en estos momentos de desarrollo económico: «Ser cristiano exige también im­periosamente virtud y sacrificio. Siempre lo ha exigido; pero hoy lo exige muy especialmente, y no raras veces, vir-

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tudes heroicas y sacrificios heroicos» (Pío XII, Mensaje a los católicos alemanes, 3-XI-50. Anuario Petras, n. 71).

10. — EN LA TAREA MÁS GRANDIOSA

Terminemos ya. He querido mostrar a lo largo de la charla que la actuación temporal del cristiano, en contra de los partidarios del espiritualismo desencarnado, de los abstencionistas por diversos motivos, es algo específico del seglar que desarrolla normalmente su tarea en el mundo.

Juan XXIII nos ha hablado de ello largamente en la «Mater et Magistra». Allá se nos dice que la actuación tem­poral del cristiano responde perfectamente al plan de la Providencia y que debe ser fuente de perfección personal para cada uno de los que ardorosamente se entregan a ella.

Se nos dice también que esta actuación temporal cons­tituye un verdadero apostolado, aunque no en la misma línea que el apostolado jerárquico, deshaciendo las objecio­nes que de siempre han tendido a acumular los «espiri­tualistas». «Viene a ser un trabajo que no sólo contribuye a su propia perfección sobrenatural sino también a exten­der y difundir en los otros los frutos de la redención, y a fecundar con el fermento evangélico la civilización en que se vive y se trabaja» («Mater et Magistra», Ed. de la HOAC, n. 262).

Nos queda por hacer una última afirmación y por de­moler el último reducto de los opuestos a la actuación temporal. Es verdad que constituye un apostolado, nos dirán, pero no comparable al tradicional; siempre ha de quedar firme que lo primario y fundamental es lo otro.

No entremos en comparaciones odiosas, ni confunda­mos las distintas funciones de la Jerarquía y los seglares

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en la edificación del Reino de Dios. Lo único que nos in­teresa, lo que es verdaderamente importante para los cris­tianos que se han comprometido o ven la necesidad de comprometerse en la actuación temporal, es conocer el pensamiento del Magisterio en este punto. Con esta cita­ción termino hoy:

«El llamamiento que Nos hicimos el año pasado a los católicos alemanes se dirige también a los apóstoles se­glares de todo el mundo, donde quiera que reinen la téc­nica y la industria: «Una tarea importante os incumbe —les decíamos—, la de dar a este mundo de la industria una forma y una estructura cristiana... Cristo, por quien todo ha sido creado, el Dueño del mundo, sigue siendo también Dueño del mundo actual, pues también éste está llamado a ser un mundo cristiano. A vosotros toca grabar­le la huella de Cristo» (Mensaje al Kolner Katholikentag, 2 de septiembre de 1956). Esta es la más pesada, pero también la tarea más grande del apostolado del elemento seglar católico» (Pío XII, Disc. al Congr. Mund. de Apost. Seglar, «Ecclesia», 19-X-57).

Señores, lo acabáis de oír. No solamente la actuación temporal del cristiano está recomendada, sino ordenada. No solamente es buena, sino que constituye una tarea apos­tólica verdadera. No solamente realizáis un apostolado, sino que la actuación temporal, en las condiciones que he intentado definir, es la tarea más pesada, pero la tarea más grande del apostolado que debéis desarrollar los se­glares. Hasta mañana.

SEGUNDA PARTE

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN

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Mis queridos amigos:

Posiblemente la charla de ayer le habrá parecido a más de uno como una de tantas especulaciones a que tan aficionados somos los cristianos. Los cristianos tenemos mala prensa en el mundo de la eficacia; se nos acusa de ineficaces, de estar llenos de buenas intenciones, pero de ser totalmente inútiles cuando se llega al terreno de los hechos.

¿Para qué tanta demostración —dirá alguno— sino para disfrazar el poco interés que se tiene en la actuación temporal verdadera, en la que pretende una eficacia y un cambio reales en nuestro mundo? Ya no es ocasión de dis­quisiciones, de saber si un cristiano debe mantenerse ale­jado del mundo o debe comprometerse lealmente y parti­cipar en las principales preocupaciones que asaltan al hombre contemporáneo. Es la hora de actuar, abandonan­do de una vez las sutilezas intelectuales.

Para un cristiano no se trata de sutilezas, sino de fun­damentar debidamente su acción en el mundo, con objeto de evitar lo que cada día realizan numerosos hombres com­prometidos: no -saber por qué y para qué luchan. Para un cristiano que sabe de la existencia de la vida eterna que

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aquí comienza, pero que se consuma fuera del ámbito de la Historia, la pregunta acerca de si debe comprometerse o no, no es en manera alguna ociosa.

Resuelta ayer la cuestión en sentido afirmativo, tenemos que dar hoy un paso más y muy importante para aproxi­marnos a aquello que pedía Pío XII y que nuestros contem­poráneos corean: Ha llegado la hora de la acción. El pue­blo, con su lenguaje expresivo y su fundamento en las grandes intuiciones, suele pedir hechos que corroboren las palabras; el lenguaje de los hechos es el que convence y hoy prontamente se llama charlatán a quien no confirma las convicciones con la conducta.

Hay algo de lo que no duda uno que desea comprome­terse : la existencia de una injusticia social en el mundo, la necesidad de cambiar algo que no se halla de acuerdo con los principios cristianos. Es una intuición confusa en mu­chos, pero no por ello menos firme. No se sabría explicar con detalle en qué consiste en los diversos sectores de la vida humana; pero nadie nos podría convencer de lo con­trario, aunque no supiésemos contestar a sus argumentos.

Sin embargo, a la hora de comenzar la construcción de ese mundo más ajustado a los principios cristianos, cons­trucción en la que iremos de la mano con otros hombres no cristianos pero que aceptan los grandes principios del Derecho Natural, inevitablemente se plantea esta pregun­ta : ¿Con arreglo a qué principios comenzaremos la cons­trucción? ¿Por dónde tendremos que abordar la tarea?

La Iglesia no puede proporcionarnos las fórmulas prác­ticas de la construcción del mundo; no es de su compe­tencia, como vimos ayer. El que pretenda hallar en una exposición de la doctrina de la Iglesia la receta mágica que le solucionará todos los problemas de orden político, económico o estrictamente social sufrirá una inevitable decepción. Yo no os puedo proporcionar la receta mágica

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 63

en nombre de la Iglesia porque no es de su competencia; ni en nombre de ninguna ciencia, porque afortunadamente tal receta no existe. Tenemos que trabajar todos, cada uno en su campo propio, para hallar aquellas soluciones que mejor se adapten a las situaciones cambiantes.

En la primera parte de la charla, trataré dos temas de tipo general que todavía paralizan las fuerzas de muchos católicos en discusiones bizantinas. En la segunda, procu­raré una exposición sintética de los principios fundamen­tales que deben presidir la construcción del orden social nuevo,

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I

Cuestiones previas

¿SANTIDAD O REFORMA DE ESTRUCTURAS?

La cuestión parece chocante propuesta de esta forma; pero no ha sido elegida arbitrariamente. Desde hace largo tiempo se viene hablando del tema y los católicos aparecen escindidos en dos campos, a pesar de la existencia de una doctrina suficientemente clara y de los datos que la misma experiencia nos ha proporcionado.

Ninguno de los dos bandos establece el dilema como si necesariamente la elección de uno de los términos haya de eliminar al otro. Al contrario, las dos partes piensan que se han de conseguir los dos objetivos; la diferencia reside en que mientras los primeros creen que hay que comenzar por la reforma personal, los segundos opinan que esta se obtendrá como resultado de la creación de las condicio­nes favorables mediante la reforma de las estructuras. Es una cuestión de cronología la que se discute, pero que envuelve otros aspectos de fondo.

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A. — Los partidarios de la reforma interior.

Su mentalidad podría traducirse fielmente de la si­guiente forma: «llagamos primeramente santos; la refor­ma vendrá inevitablemente». Consciente de los peligros que encierra toda clasificación arbitraria, me atrevo, sin embargo, a identificar a los partidarios de esta postura con el sector conservador de los cristianos. Admiten perfecta­mente que el mundo necesita alguna reforma, pero la con­templan con excesivo miedo.

Sus puntos de apoyo son fuertes en un clima cristiano, ya que la vida cristiana en definitiva mira a un cambio personal e intenta que cada persona se ponga en marcha hacia la santidad. Habrá que conservar de su postura esta insistencia en la reforma interior, sin la cual no se cum­plen los objetivos principales que pretendemos, aunque se consigan algunas reformas de tipo social.

Su defecto radical, a mi entender, se halla en que no han comprendido bien la estructura y dinamismo de la vida personal; ni tampoco el dinamismo de la vida cris­tiana, y que no se resuelve en una simple interioridad, sino que reclama y exige una proyección exterior y visible.

En realidad parten de una concepción individualista de la persona humana. Cuando hablan de santidad están pensando en dos cosas: en la extirpación progresiva de los defectos que se oponen a la vida cristiana y en el desarro­llo de las virtudes entendidas de forma excesivamente in­dividualista y sin tener en cuenta el mundo en que esa persona tiene que vivir. Es como si en un árbol considera­sen solamente el tronco, las ramas, las flores... olvidando la importancia de las raíces.

Porque la persona humana no es en realidad esa estatua que vemos desde el exterior y solamente ese mundo inte-

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 67

rior que de alguna manera imaginamos cuando menos, al tratar de hacer avanzar a una persona por la vida cristiana hay que tener en cuenta lo que la herencia le dejó positiva o negativamente. Es verdad que la persona se hace por* el trabajo de la libertad sobre los datos que nos proporciona la naturaleza, pero los datos no son menos ciertos y con ellos hay que contar siempre.

Y se cuenta en realidad; se cuenta con los datos que acabo de mencionar; pero se cuenta mucho menos, si real­mente cuentan de alguna manera, con los datos del mundo exterior, con la influencia del medio ambiente, de la clase social, del trabajo que se realiza, etc., etc.

Contra todos los determinismos hay que defender la libertad humana y afirmar la falsedad de aquellos; pero esto no nos exime de admitir los condicionamientos de la libertad. El hombre no es solo interioridad; está situado en una sociedad, pertenece a un grupo social, se desarrolla en una civilización que no es igual en todos los tiempos y lugares; el trabajo que realiza le marca profundamente; en una palabra: el hombre es un ser social y hunde las raíces de su personalidad en las estructuras, instituciones, etcétera, en que vive.

De aquí que el empeño de lograr la santidad sin tener en cuenta las circunstancias exteriores sea un empeño vano. Es verdad también que algunos hombres, seres ex­cepcionales sin duda, son capaces de emerger del medio social y lograr su santidad gracias a las dificultades que encuentran en su camino; pero esa no es la realidad de todos los hombres. No hay más remedio que tener en cuenta las «clases medias de la santidad».

Si, al estudiar las causas de la descristianización, todos admiten, en una u otra medida, la influencia ejercida por las condiciones en que se desenvuelve la civilización técni­ca, particularmente para los trabajadores, parece obvio

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que sean tenidas también en cuenta a la hora de renovar el mundo desde sus cimientos. La inmensa mayoría de los hombres encuentra demasiadas dificultades en nuestro mundo.

Todavía habría que oponer una dificultad más radical que atañe a la esencia misma de la vida cristiana y yo no puedo más que mencionar. Se habla de hacer santos para que transformen después el mundo. ¿No ha llegado el mo­mento de preguntarse si, para el seglar de vocación nor­mal, es posible una santidad sin esfuerzo por transformar el mundo?

El P. Y. de Montcheuil afirmaba muy agudamente: «El deseo de santidad personal, si quiere llegar hasta el extre­mo de sus exigencias, no exige solamente una lucha en el interior contra los defectos personales y, en las relaciones sociales, un esfuerzo de caridad individual a favor de los que la Providencia pone en contacto inmediato con noso­tros; pide una lucha contra todas las injusticias, contra todas las instituciones falseadas que, en el plano humano, se oponen a la comunión de las personas, porque engen­dran el aislamiento, la envidia y el odio. No hay santidad reflexiva sin que se preste atención no solamente al estado de nuestras relaciones individuales con el prójimo, sino al estado de nuestras relaciones sociales y de las institucio nes que las expresan» (Y. de Montcheuil, «Problemes de vie spirituelle», p . 165).

B. — Los partidarios de la reforma de estructuras.

Forzosamente tenía que producirse una reacción entre los católicos contra la posición anterior que ha predomina­do durante largo tiempo. Desde el derrumbamiento del orden medieval hasta época muy reciente los católicos han

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 69

intentado vivir su vida cristiana dentro de un cuadro de estructuras e instituciones opuestas en gran parte a los principios cristianos. Vida cristiana individualista, que no se ha preocupado excesivamente de la reforma de un mun­do apartado de la inspiración.

La toma de conciencia de la importancia que para la vida cristiana tiene el cuadro de estructuras e institucio­nes en que se mueve ha sido fruto de una larga serie de causas. El desarrollo de la sociología y particularmente de la sociología religiosa; el estudio de las causas de descris­tianización de los grupos sociales; los esfuerzos de pene­tración evangélica por parte, sobre todo, de los movimien­tos especializados; un estudio más detenido y científico del mismo hombre... todo ha contribuido a terminar con la concepción individualista.

En lugar destacado hay que colocar la influencia ejer­cida por la doctrina marxista y sus relaciones; no pre­cisamente por la contaminación que se haya podido sufrir —que tampoco se puede negar en algunos casos—, sino por la perspectiva que ha abierto sobre las relaciones en­tre lo económico y lo ideológico. Sin aceptar en modo al­guno la unilateral y exclusivista tesis, al menos en las formulaciones más radicales, de la infraestructura y la superestructura, se puede dar por adquirido el influjo y condicionamiento real que la vida económica ejerce sobre todas las actividades espirituales.

Los más radicales han pasado fácilmente a otra conclu­sión de enorme gravedad. Para ellos, solamente el comu­nismo es capaz de transformar radicalmente este mundo y crear las condiciones para que todos los hombres pue­dan vivir una vida plenamente humana. Conclusión cierta­mente inaceptable desde el punto de vista doctrinal; desmentida terminantemente por las realizaciones histó­ricas que vamos contemplando.

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La equivocación en los principios ha llevado a un dis-tanciamiento tal en las conclusiones que ha merecido la reprobación oficial de la Iglesia. Los partidarios de la tesis más radical establecen un razonamiento que puede formularse así: Las condiciones en que vive el mundo de los trabajadores son tales que no permiten normalmente una vida cristiana para la mayoría. Pero solamente el co­munismo es capaz de transformar el mundo y organizar otro en que se supriman esas condiciones y el hombre pueda alcanzar la humanidad indispensable. Por consi­guiente, los cristianos deben apoyar la acción del comu­nismo en todo el mundo hasta lograr su establecimiento total. Solamente entonces se podrá proceder a la evange-lización.

La conclusión parece monstruosa, pero es lógica con­secuencia de las premisas que se han colocado. Hay que desenredar la madeja del equívoco situado en las premi­sas para poder combatir la conclusión.

Lo que nos interesa a nosotros aparece con una luz des­lumbrante. La santidad es un empeño imposible en las actuales condiciones; no sólo la santidad, pero ni siquiera la predicación del mensaje evangélico a la mayoría de los hombres. Todo ello solamente conduce en unos pocos a las «mixtificaciones de la vida interior», mientras que la inmensa mayoría ni siquera se halla preparada para escu­char el mensaje.

La línea de acción es igualmente clara. Puesto que no existen las condiciones indispensables para la tarea apos­tólica, lo primero que hay que abordar es la reforma de estructuras; después vendrá la evangelización y será posi­ble la reforma interior. En el caso de la postura radical, ya hemos visto que la reforma de estructuras se ha de reali­zar mediante el apoyo de los cristianos al comunismo; en el caso de los que no admiten el comunismo como única

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 71

solución viable para la construcción de un mundo mejor, habrá que esforzarse por cambiar las estructuras e insti­tuciones de acuerdo con principios cristianos u otros. En todos los casos, se concede la primacía, en el orden del tiempo, a la reforma de estructuras sobre la reforma in­terior de las personas, aunque en orden de importancia pase ésta por delante de aquélla,

C. — Doctrina pontificia.

La Iglesia no admite semejante dilema, ni siquiera cro­nológicamente hablando, sino que se decide por una si­multaneidad de las reformas, más acorde con la doctrina y con la misma experiencia. De esta manera el problema debatido queda resuelto doctrinalmente, aunque en la prác­tica siempre cabe una acentuación mayor o menor según las tendencias de cada cristiano, su situación particular y su propia experiencia.

Ayer veíamos que la Iglesa pide la actuación temporal de los cristianos y rechaza las doctrinas del falso espiri-tualismo. De intento dejé para esta ocasión un texto de Pío XII en que aparecen reunidas las diversas facetas que el problema presenta y en que se ve con claridad que la perfección de la vida cristiana incluye la acción para trans­formar el mundo. Larga es la citación, pero clara y de gran densidad doctrinal.

«Que no se extinga en vosotros ni se haga débil la voz insistente de los dos Pontífices de las Encíclicas sociales, que proclaman gravemente, a los que creen en la regene­ración sobrenatural de la humanidad, el ineludible deber moral de cooperar al ordenamiento de la sociedad y, en modo especial, de la vida económica, excitando a la acción no sólo a quienes participan de dicha vida, sino también

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al mismo Estado. ¿No es esto un deber sagrado para todo cristiano? ...No os conduzcan a engaño los suscitadores de errores y de teorías malsanas, perversas corrientes, no de crecimiento, sino más bien de corrupción y de destruc­ción de la vida religiosa; corrientes que pretenden que, ai pertenecer la redención al orden de la gracia sobrenatural y al ser, por lo tanto, obra exclusiva de Dios, no necesita nuestra cooperación en este mundo... Pero votros, cons­cientes y convencidos de tan sacra responsabilidad, no os conforméis jamás, en el fondo de vuestra alma, con aquella general mediocridad pública en que el común de los hom­bres no puede, si no es con actos heroicos de virtud, ob­servar los divinos preceptos, siempre y en todo caso invio­lables» (Pío XII, 50 Aniversario de la «Rerum Novarum», Col. Ene. A. C, pp. 472-473).

Este texto nos aclara negativamente la cuestión; nos confirma en aquello que nos decía ya el P. Y. de Mont-cheuil de la santidad del seglar situado en el mundo. A los que quisieran comenzar por hacer santos para cambiar posteriormente las estructuras la Iglesia responde que el trabajo para cambiarlas, la actuación temporal, es uno de los elementos integrantes de la vida cristiana en la me­dida de la condición y posibilidad de cada uno.

Todavía cabría afrmar que, aceptada la conclusión an­terior, hace falta un período de preparación, sin el cual no es posible la transformación cristiana del mundo. In­cluso alguna frase de Pío XI, que tan fuertemente insistió en la necesidad de reforma de estructuras, inclina en ese sentido.

«Pero si consideramos este asunto más diligente e ín­timamente, decía el Pontífice, claramente descubriremos que a esta restauración social tan deseada debe preceder la renovación profunda del espíritu cristiano, ...de lo con-

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trario, todos los esfuerzos serán estériles...» (Pío XI, «Q. Anno», Col. Ene. A. C, p. 418, n. 52)

La contestación se encuentra en parte en la misma En­cíclica y, sobre todo, en la cuarta parte de la «Mater et Magistra» Es preciso distinguir entre una minoría de hombres capaces de emerger de una situación y luchar contra ella; y la mayoría, que sufre demasiado pesadamen­te la influencia de las estructuras, instituciones y repre­sentaciones colectivas. Como también es preciso distinguir el proceso primero de educación y la acción de enverga­dura capaz de restaurar el orden social entero.

En primer lugar, es preciso acudir a la experiencia para reafirmar una vez más el peso de la organización social sobre la mayoría de los hombres, incluso cuando ese peso no es advertido por la creación de hábitos que con­forman al hombre con la sociedad en que vive. Una parte de las llamadas «técnicas del hombre» buscan afanosa­mente esta integración del hombre en nuestra sociedad actual, haciendo desaparecer la inadecuación mediante el cambio del hombre, no por la transformación de la so­ciedad.

Nos decía Pío XI casi como continuación del párrafo anteriormente citado: «Todos se impresionan casi única­mente con las perturbaciones, calamidades y ruinas tem­porales. Y ¿qué es todo esto, mirando con ojos cristianos, como es razón, comparado con la ruina de las almas? Sin embargo, se puede decir sin temeridad que las condicio­nes de la vida social y económica son tales, que a una gran parte de los hombres les crean las mayores dificultades para cuidarse de lo único necesario, su salvación eterna» (Pío XI, «Q. Anno», Col. Ene. de A. C, p . 418, n. 53).

Si esas condiciones crean las mayores dificultades a la mayor parte de los hombres, si una de las causas de des­cristianización es justamente la mala organización social,

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no se puede esperar que todos esos hombres normalmente puedan realizar un cambio tan total en su vida, si al mis­mo tiempo no se procura un cambio de la organización social que les ha alejado de la vida cristiana. Es necesario que el trabajo corporal no «se convierta a cada paso en instrumento de perversión» y que cese la deplorable situa­ción en que «de la fábrica sale ennoblecida la materia, mientras en aquella se corrompen y envilecen los hombres».

No solamente hay que enfrentarse con la casi imposibi­lidad práctica de la mayoría, sino que tampoco la minoría capaz de emerger de la sociedad llevará a buen fin su tarea mientras no entre por el camino de la educación activa. Es la gran lección de los movimientos especializados que Juan XXIII ha recogido en la «Mater et Magistra».

«El paso de la teoría a la práctica es arduo por natu­raleza, tanto más cuanto se trata de llevar a términos con­cretos una doctrina social como la cristiana». «Para actuar cristianamente en el campo económico y social difícilmen­te resulta eficaz la educación, si los mismos sujetos no toman parte activa en ella, y si la misma no se desenvuelve a través de la acción. Con razón se suele decir que no se consigue la aptitud para ejercer la libertad rectamente, sino por medio del recto uso de la libertad. Análogamente, para actuar cristianamente en el campo económico y social no se conseguirá educar sino por medio del concreto ac­tuar cristiano en este ámbito» (Juan XXIII, «Mater et Ma­gistra», Ed. de la HOAC, núms. 231-233-234).

Creo que tendría que decir bastante más cosas a este respecto e introducirme más a fondo en la cuestión. Efec­tivamente, estoy íntimamente convencido de que, pasando de la superficie al fondo, nos encontraríamos con el gran problema de la esencia de la misma vida cristiana. Dejé­moslo ahora y contentémonos con estas citaciones que dirimen la cuestión suficientemente.

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Con la misma claridad la doctrina de la Iglesia rechaza la postura de los partidarios de la reforma de estructura ante todo. La Iglesia no admite de ninguna manera la de­jación de su misión evangelizadora, cualquiera que sea la situación social en que se encuentre la humanidad o un pueblo determinado en una época histórica.

Reconociendo plenamente el condicionamiento de la vida religiosa por las estructuras sociales, la Iglesia niega terminantemente todo determinismo y afirma la posi­bilidad individual de vivir la vida cristiana, así como la de predicar el mensaje evangélico. Una cosa es admitir y comprender las dificultades que determinadas estructuras presentan a la vida cristiana; otra muy distinta condicio­nar la predicación del mensaje a la transformación de las mismas. Mucho más cuando la Historia desmiente tales de-terminismos.

En el discurso dirigido por Pío XII a la Acción Católica Italiana en 1951 existe una referencia clara a esta postura, así como su refutación. En él podemos advertir cómo el Papa admite la influencia de la organización social en la vida cristiana, como ya hemos visto en Pío XI; pero tam­bién la firmeza con que combate toda pretensión de subor­dinar el apostolado a la transformación social.

«La actividad de la Acción Católica se extiende a todo el campo religioso y social, es decir, hasta donde llega la misión y la obra de la Iglesia. Ahora bien, ya se sabe que el normal crecimiento y fortalecimiento de la vida religio­sa supone una determinada medida de sanas condiciones económicas y sociales. ¿Quién no siente que se le oprime el corazón al ver en qué medida la miseria económica y ios males sociales hacen más difícil la vida cristiana según los mandamientos de Dios, y exigen con demasiada frecuencia sacrificios heroicos? Pero de aquí no se puede concluir que la Iglesia deba comenzar por dejar aparte su misión reli-

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giosa y procurar ante todo la curación de la miseria so cial. Si la Iglesia ha sido siempre solícita en la defensa y promoción de la justicia, ella, ya desde el tiempo de los Apóstoles, aun ante los más graves abusos sociales, ha cumplido su misión, y, con la santificación de las almas y con la conversión de los sentimientos internos, ha tratado de iniciar el remedio incluso de los males y daños sociales, persuadida como está de que las fuerzas religiosas y los principios cristianos valen, más que otro medio cualquie­ra, para conseguir su curación» (Pío XII, 3-V-51, a la A.C. Italiana, Col. Ene. 5 ed., p. 1252, n. 4).

Más tarde, y aprovechando la misma significativa fiesta de la vez anterior (la de la Ascensión), se dirige a las A.C.L.I. insistiendo en el mismo punto; pero de una ma­nera particular en la necesidad de la conversión interior para trabajar en la reforma de estructura*. El texto, de manera extremadamente densa, compendia la postura de la Iglesia frente a dos concepciones de la vida cristiana igualmente erróneas.

«Se engañan, por lo tanto, aquellos católicos, promo tores de un nuevo orden social, que defienden lo siguien­te : Ante todo ,1a reforma social; luego ya se pensará en la vida religiosa y moral de los individuos y de la sociedad. En efecto; no se puede separar la primera cosa de la se­gunda, porque no se puede desunir este mundo del otro, ni partir en dos al hombre que es un todo viviente» (Pío XII, 14-V-53, Disc. a las A.C.L.I., Col. Ene. A.C, 5 ed., p. 1598, número 7).

Resumiendo podríamos decir que la Iglesia pide la re­forma de costumbres y la de estructuras; que estas refor­mas han de abordarse simultáneamente, puesto que no es posible la una sin la otra en la unidad viviente que es el hombre cristiano. Se engañan los que pretenden una san­tidad desencarnada, que después se ocuparía de la refor-

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ma social, porque la caridad no tolera semejantes dilacio­nes y en cada momento estamos obligados a hacer el bien posible. Se engañan igualmente los que quieren abandonar toda tarea apostólica para realizar la reforma social, espe­rando volver a aquella una vez que se hayan establecido las debidas condiciones. Para ser verdaderamente cristia­no hay que abordar las dos reformas simultánea y decidi­damente.

¿JUSTICIA O CARIDAD EN LA REFORMA SOCIAL?

De nuevo nos encontramos con otro de los temas que han constituido y siguen constiuyendo motivo de polémica entre católicos y no católicos. Entre los católicos porque, como en el problema anterior, se dan dos tendencias extre­mas e igualmente viciosas que se enfrentan sin llegar ja­más a un acuerdo; con los no católicos porque general­mente suelen mirar con compasión al que habla de caridad cuando se trata de reformas sociales.

La polémica ha tenido sus razones históricas, que bre­vemente examinaré, pero prácticamente tenía que haber terminado, una vez que el Magisterio ha deslindado los campos, haciendo más comprensibles las relaciones exis­tentes entre las dos virtudes. No es así, sin embargo, sobre todo entre nosotros, que recogemos con retraso lo que se discute y se habla en el mundo. Ayer veíamos que contra la actuación temporal de los cristianos se objetaba que el afán por la justicia tendía en muchos cristianos al menos­precio de la caridad; cuando ésta es la virtud que debe solucionar los problemas de la vida social. En el extremo contrario nos encontramos con los defensores a ultranza

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de la justicia, que estiman peligrosa la intromisión de la caridad en estas cuestiones.

A- — Por qué se ha planteado el problema.

Ricos y pobres, opresores y oprimidos ha habido siem­pre en el mundo. En ninguna época histórica los hombres han conseguido una organización social tan perfecta que haya provocado el unánime asentimiento de sus miembros y las luchas de los pobres contra los ricos, de los goberna­dos para limitar el poder de los gobernantes constituyen un elemento de primordial importancia en la complicada trama de la historia.

Pero existen grandes diferencias entre unas y otras épocas, tanto en cuanto a la organización social, como en cuanto a la conciencia que la sociedad tiene de sus propios problemas. Durante larguísimos períodos de tiempo la so­ciedad se ha encontrado dividida en estamentos jerarqui­zados, a los cuales se pertenecía por nacimiento, sin que a nadie se le ocurriese preguntar por la justicia o injusticia de tal jerarquización. Es verdad que repentinamente es­tallaba la revuelta largamente incubada; pero no pretendía normalmente acabar con el orden establecido, sino más bien significaba una protesta contra los abusos dentro del orden y el deseo de ponerles término.

Los tiempos han cambiado y hoy los hombres no admi­ten lo que anteriormente no planteaba problemas. Existe una conciencia de injusticia, producto de causas comple­jísimas que no tengo tiempo de examinar ahora y que han actuado desde hace largo tiempo sobre la mentalidad del hombre contemporáneo. Hoy, por ejemplo, la mayoría de los hombres del mundo que se llama civilizado no admite que un grupo social tenga una función permanente de

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gobierno, mientras de esa función quedan excluidos los demás grupos sociales. Hoy no se admite que las enormes diferencias en la vida social y económica tenga su origen en las leyes inmutables cuyo curso no se puede torcer, sino que los hombres se proponen como tarea de primordial importancia cambiar la organización económica y social.

No bastaría, sin embargo, la conciencia de la injusticia para explicar plenamente lo que sucede en nuestro mundo, si al mismo tiempo el hombre contemporáneo no creyese en la posibilidad de solucionar este estado de cosas. Los avances científicos y técnicos dejan vislumbrar la posibi­lidad de llegar a una solucón, al menos parcial, de los más graves casos de injusticia. Una mayor igualdad entre los hombres, el acceso a los bienes materiales y culturales por parte de todos los hombres, son objetivas que se con­templan como posibles para un futuro próximo.

Durante el s. XIX han tenido lugar dos fenómenos de incalculable alcance. Por una parte, ha nacido el proleta­riado industrial, como fruto particular del sistema cono­cido con el nombre de capitalismo liberal; masa de hom­bres que han vivido en condiciones infrahumanas, someti­das a una explotación inicua que ha provocado una espan­tosa miseria material y moral. Por otra, el proletariado industrial adquirió conciencia de la explotación injusta de que era objeto y ha llegado a la conclusión de que existen posibilidades para salir de ella organizando una sociedad en que todos puedan ser hombres.

Eso pensaba el proletariado industrial, agitado por di­versas corrientes ideológicas que explicaban su situación e impulsaban a encontrar una salida a la misma. Los capi­talistas liberales pensaban de manera muy distinta, al menos en la vida corriente, prescindiendo de las compli­caciones de pensamiento de los grandes teóricos. Para el capitalista liberal corriente, todo lo que sucedía era prác-

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ticamente inevitable y consecuencia del funcionamiento de las leyes económicas que su naturalismo social les hacía concebir como inmutables. Por increíble que nos parezca hoy, así han pensado... y así piensan todavía muchos de los privilegiados de nuestra sociedad.

La pretendida absoluta libertad de los contratos hacía creer al liberal que la justicia se había salvado en la vida económica. Consecuentemente no se podía hablar de jus­ticia al tratar de arreglar las deplorables consecuencias que el sistema acarreó consigo. La mseria de lo-s prole­tarios era inevitable desde el punto de vista económico y debida, en buena parte, a su mala administración, holga­zanería, etc., etc.

En este ambiente se mueven los católicos durante la segunda mitad del s. XIX; quiero decir los católicos que ocupan posiciones privilegiadas y que van a constituir poco a poco casi la exclusiva clientela de nuestras iglesias. Los obreros católicos se hallan ya en minoría y práctica­mente aplastados por los que utilizan la religión para cu­brir sus injusticias. Solamente unos cuantos hombres generosos, pertenecientes a la aristocracia o al grupo de los intelectuales, perciben el problema y procuran descu-

* brir una solución con mayor o menor fortuna, con medios más o menos adecuados.

La situación ha sido maravillosamente descrita por Pío XI al principio de la «Quadragesimo Anno». En primer lugar, se describe la situación de una sociedad dividida en dos clases que luchan encarnizadamente.

«En efecto, cuando el s. XIX llegaba a su término, el nuevo sistema económico y los nuevos incrementos de la industria en la mayor parte de las naciones hicieron que la sociedad humana apareciera cada vez más claramente di­vidida en dos clases: la una, con ser la menos numerosa, gozaba de casi todas las ventajas que los inventos moder-

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nos proporcionan tan abundantemente; mientras la otra, compuesta de ingente muchedumbre de obreros, reducida a angustiosa miseria, luchaba en vano por salir de la es­trechez en que vivía» (Pío XI, «Q. Anno», Col. Ene. A.C., p. 389, n. 2).

El Papa ha planteado el problema social sin disimulos, con la valentía que le caracterizaba, con un lenguaje que un pobre sacerdote no podría utilizar porque sería tachado inmediatamente de demagogia Dos clases sociales dividi­das, una diferencia enorme entre ambas. He aquí el primer aspecto del problema social que se completa con dos ca­racteres : los que disfrutan de los bienes de la civilización son unos pocos; la mayoría se encuentra en una angustio­sa miseria. Veamos las soluciones que los diversos grupos proponen:

«Era un estado de cosas al cual con facilidad se avenían quienes, abundando en riquezas, lo creían producido por leyes económicas necesarias; de ahí que todo el cuidado para aliviar esas miserias lo encomendaran tan solo a la caridad; como si la caridad debiera encubrir la violación de la justicia, que los legisladores humanos no sólo tolera­ban, sino aun a veces sancionaban» (ídem).

Es imposible extenderse en el comentario de este párra­fo lleno de intención, que cabe aplicar en su plenitud a muchas situaciones actuales. Pío XI hablaba de fines del siglo pasado, pero en ciertos aspectos no hemos superado todavía aquella etapa. Se podrían encontrar muchos cató­licos, también en nuestras organizaciones apostólicas, a los que conviene enteramente el juicio del Pontífice. Se podrían encontrar muchos mecanismos, de nuestra vida social que de hecho favorecen tales situaciones.

Claro que los obrero* no pensaban como los capitalis­tas liberales. «Al contrario, los obreros, afligidos por su angustiosa situación, la sufrían con grandísima dificultad

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y se resistían a sobrellevar por más tiempo tan duro yugo... Así también pensaban muchos católicos, sacerdotes y se­glares, que... no podían convencerse, en manera alguna, de que tan grande y tan inicua diferencia en la distribu­ción de los bienes temporales pudiera en realidad ajustarse a los designios del Creador Sapientísimo» (ídem).

El cuadro aparece perfecto. La mayoría de los católicos que ocupan posiciones privilegiadas en la vida económica y social no se plantea problema alguno de justicia ni en cuanto a la distribución de los bienes ni en cuanto a la situación deprimente y opresiva en que naufraga la dig­nidad de los obreros. Hay que acudir a la caridad para remediar estas miserias, puesto que la justicia ha sido cumplida en los contratos.

Entendámonos. Hay que acudir a la caridad entendida a su modo; es decir, a una caricatura de la caridad. La ca­ridad se reduce prácticamente a las llamadas obras de caridad, como medio de cubrir la violación de la justicia y de mantener en pie unas estructuras que segregan la injusticia. Se practican las obras de caridad en la medida suficiente para que los obreros continúen viviendo some­tidos a la misma inicua explotación. Cada uno puede hacer el inventario de las cosas que conoce, para saber si la men­talidad que denunciaba Pío XI ha desaparecido.

La suerte de los otros, de los que querían una renova­ción más a fondo, estaba echada. Fueron combatidos sa­ñudamente dentro del mismo campo católico, tachados de revolucionarios y otras cosas peores en nombre de una ortodoxia que servía a los privilegiados para mantener su posición de privilegio. Nos lo va a decir el mismo Pío XI.

«En tan doloroso desorden de la sociedad buscaban éstos sinceramente un remedio urgente y una firme defen­sa contra mayores peligros; pero por la debilidad de la mente humana, aun en los mejores, sucedió que unas ve-

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ees fueron rechazados como peligrosos innovadores, otras encontraron obstáculo entre sus mismas filas, en los de­fensores de pareceres contrarios...» (ídem).

No es preciso continuar. El resultado lamentable es la apostasía de las masas obreras, el gran escándalo del s. XX, como decía el mismo Papa. Los obreros se han encontrado con condiciones objetivas de vida que dificultaban la prác­tica de la virtud y con una actitud de los católicos privi­legiados que les ha alejado de la Iglesia.

«Es, por desgracia, verdad que las prácticas admitidas en ciertos sectores católicos han contribuido a quebrantar la confianza de los trabajadores en la religión de Jesucristo. No querían aquellos comprender que la caridad cristiana exige el reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero y que la Iglesia los ha reconocido explícitamente. ¿Qué decir de ciertos patronos católicos que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de Nuestra encí­clica «Quadragesimo Anno» en sus iglesias patronales? ¿Qué decir de aquellos industriales católicos que todavía no han cesado de mostrarse, hasta hoy, enemigos de un movimiento obrero recomendado por Nos mismo?». (Pío XI, «Divini Redemptoris», Col. Ene. A. C, p. 452, n. 50).

La reacción se tenía que producir necesariamente con esa desmesura que es propia de toda reacción, con el clá­sico movimiento pendular que lleva al extremo contrario. Frente a una caridad limitada a «las obras de caridad», mantenedora de una situación, injusta, nació el afán de solucionar la cuestión social, de organizar la sociedad nueva sobre bases de justicia exclusivamente. La caridad se había revelado sumamente peligrosa para las reformas sustanciales que había que acometer; en adelante se pres­cindiría de ella.

Dolorosa reacción que se funda, como la posición an-ii-rior, en una profunda ignorancia de lo que es la caridad.

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Para decirlo todo, hay que confesar que la enseñanza de los manuales contribuyó en gran medida a esta confusión, al alejarse de la enseñanza tradicional. La influencia libe­ral se hacía sentir también en los autores, que no supieron desprenderse del complejo individualista. La mayor parte de nuestros manuales se resienten todavía de él y no han sabido integrar la dimensión social del hombre en la moral. El abismo se había abierto, pero el Magisterio ha­blaría hasta dejar en claro la cuestión.

B. — La doctrina pontificia

Presenta una perfecta continuidad desde León XIII hasta Juan XXIII, por mencionar solamente a los Papas que han creado un cuerpo de doctrina social. En realidad la doctrina pontificia es la misma doctrina tradicional que Santo Tomás trazaba perfectamente en su tratado de la justicia; hasta el punto de que los Papas mencionan la doctrina del santo continuamente.

León XIII comienza con una afirmación que echaba por tierra la creencia de los liberales de finales de siglo: las relaciones sociales han de regirse por la virtud de la justicia y los males que padece la sociedad proceden de una violación de la misma.

Al comienzo de la «Rerum Novarum», León XIII afir­ma que «la conciencia de Nuestro Apostólico oficio Nos incita a tratar la cuestión de propósito y por completo, de modo que aparezcan claros los principios que han de dar a esta contienda la solución que exigen la verdad y la jus­ticia». (León XIII, «Rerum Novarum,» Col. Ene. A. C, p. 353, n. 1). !••" i

Al hablar de los intentos socialistas de entonces los con­dena porque «es, además, injusto por muchos títulos»

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(ídem, p. 354, n. 3). «Pero lo más grave es que el remedio por ellos propuesto es una clara injusticia porque la pro­piedad privada es un derecho natural del hombre» (ídem, n. 5). «Como los efectos siguen a su causa, así el fruto del trabajo en justicia pertenece a quienes trabajaron» (ídem, p. 356, n. 8).

Hablando ya del remedio que propone la doctrina cris­tiana señala que «toda la enseñanza cristiana, cuyo intér­prete y depositaría es la Iglesia, puede en alto grado con­ciliar y poner acordes mutuamente a ricos y proletarios, recordando a unos y otros sus mutuos deberes, y ante todo los que la justicia les impone» (ídem, p. 359-360, n. 15).

«Y el principalísimo entre todos los deberes de los amos es el dar a cada uno lo que se merezca en justicia. Determinar la medida justa del salario depende de mu­chas cosas...» (ídem, n. 17). También cuando habla de la acción del Estado indica que «entre los muchos y más gra­ves deberes de los gobernantes solícitos del bien público, se destaca primero el de proveer por igual a toda clase de ciudadanos, observando con inviolable imparcialidad la justicia» (ídem, p. 365, n. 27). En el mismo orden de cosas «no es justo —ya lo hemos dicho— que el ciudadano o la familia sean absorbidos por el Estado; antes bien, es de justicia que a uno y a otra se les deje tanta independen­cia...» (ídem, p. 366, n. 28).

Hablando de los derechos de los obreros afirma: «Nadie, por lo tanto, puede impunemente hacer justicia a la dig­nidad del hombre, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia...» (ídem, p. 368, n. 32). Hablando del salario que ha de percibir el obrero, expone la doctrina que se ha hecho célebre, por ir en contra de los postulados del capitalismo liberal: «Si él, obligado por la necesidad, o por miedo a lo peor, acepta pactos más duros, que hayan de ser aceptados —se quiera o no se quierra— como im-

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puestos por el propietario o empresario, ello es tanto como someterse a una violencia contra la que se revuelve la justicia» (ídem, p. 370, n. 36).

Me he extendido tanto en las citaciones de León XIII para mostrar la continuidad de la doctrina de la Iglesia, pues en cuanto a los demás Pontífices las cosas son sobra­damente claras.

Pío XI negaba que la libre concurrencia pudiera ser el principio rector de la actividad económica y ponía las bases en las dos virtudes sociales: «Así que se ha de bus­car algo superior y más noble para regir con severa inte­gridad aquel poder económico; a saber: la justicia y la caridad social» (Pío XI, «Q. «Anno,» Col. Ene. A. C, p. 410, n. 37).

Más adelante añade: «Las relaciones que anudan el uno al otro (capital y trabajo) deben ser reguladas por las leyes de una exactísima justicia conmutativa, apoyada en la ca­ridad cristiana» (ídem, p. 413, n. 41). «Finalmente, las ins­tituciones de los pueblos deben acomodar la sociedad en­tera a las exigencias del bien común, es decir, a las reglas de la justicia social...» (ídem, idem).

La justicia como norma de las relaciones sociales, que no tiene por qué entrar en colisión con la caridad, como veremos posteriormente, aparece en su debido puesto en las siguientes palabras de Pío XI :

«Pero la caridad no puede atribuirse este nombre, si no respeta las exigencias de la justicia; porque, como en­seña el apóstol, quien ama al prójimo ha cumplido la ley. El mismo apóstol explica a continuación la razón de este hecho: pues «no adulterarás, no matarás, no robarás...», y cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Si, pues, según el apóstol, todos los deberes, incluso los más estrictamente obligatorios, como el no matar y el no robar, se reducen a

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este único precepto supremo de la verdadera caridad, una caridad que prive al obrero del salario al que tiene estricto derecho no es caridad, sino vano nombre y mero simulacro de caridad». (Pío XI, «Div. Redemp.», BAC Doc. Sic, p. 871, n. 50).

Pío XII ha continuado en la línea de su Predecesor. Como él ha establecido dos normas universales de las rela­ciones sociales: la justicia y la caridad, que se complemen­tan, como señalaremos más tarde. Por lo que respecta a la necesidad de la justicia, recordemos los siguientes tex­tos:

«¿Cómo, pues, incribir esta caridad efectiva y eficaz en el orden económico y social del mundo contemporáneo; cómo inscribirla, por supuesto, en términos de justicia; porque, para ser auténticamente verdadera, la caridad debe tener siempre en cuenta la justicia a instaurar y no contentarse con paliar los desórdenes y las insuficiencias de una condición injusta?» (Pío XII, Carta a la Semana Social Francesa, 7-VII-52, BAC Doc. Soc, 1129-1130, n. 5).

«La caridad podrá llevar, ciertamente, algún remedio a muchas injusticias sociales, pero no basta: ante todo es preciso que florezca, domine y se aplique realmente la virtud de la justicia». (Pío XII,» Evangelii Praecones», 2-VII-51; «Ecclesia», 7-VII-51).

Ni siquiera es necesario mencionar la enseñanza de Juan XXIII por lo reciente. Bastaría ver el número de ve­ces que en la Encíclica se hace referencia a la «justicia y equidad», a la justicia y humanidad» para convencernos de la continuidad de la enseñanza pontificia.

Por último, abundando en el mismo sentido, los Metro­politanas españoles han insistido en la necesidad de la justicia como reguladora de las relaciones sociales. Decían en la Instrucción colectiva de 3 de Junio de 1951:

«La virtud de la caridad con el prójimo es muy excelsa,

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es también muy bella y atrayente; pero no creáis jamás que pueda suplir la de la justicia; ésta ha de ir por delante y en primer lugar. De nada le ha de servir al que se haya enriquecido con injusticias el practicar a manera de ador­no y muy trompeteadas algunas limosnas. Las limosnas que Dios premia con la vida eterna son las que se prac­tican cumplida primero toda justicia...» (Metropolitanos Españoles. Instrucción colectiva de 3-VI-51. «Ecclesia», 30-VI-51, p. 9).

Establecida la primera parte, fácil resulta probar que la doctrina de la Iglesia no abandona a la sola justicia el arreglo de las cuestiones sociales y la construcción de una sociedad más humanamente organizada. Juntamente con la justicia, la caridad debe informar todas las relaciones so­ciales.

Evidentemente este pensamiento se encuentra ya en León XIII: «...hagan cuanto puedan en trabajar por la salvación de los pueblos y sobre todo procuren defender en sí y encender en los demás, grandes y humildes, la ca­ridad, que es reina y señora de todas las virtudes. Porque la deseada salvación debe ser principalmente el fruto de una gran efusión de la caridad» (León XIII, «Rerum Nova-rum,» Col. Ene. A. C, 5 ed., p. 376-377, n. 48).

Pío XI, que tan fuertemente subrayó la misión de la justicia como reguladora de las relaciones sociales, que in­trodujo el término «justicia social» en la doctrina ponti­ficia, es terminante al exponer la necesidad de la caridad junto a la justicia.

Recordemos el texto ya transcrito en que la regulación de la vida económica se otorga a la «justicia y la caridad social». Enfrentándose con los que orgullosamente pre­tenden resolverlo todo con la justicia declara de manera categórica:

«Mas para lograr establecer todo ello, es menester que

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a la ley de la justicia se una la ley de la caridad, que es vín­culo de perfección. Cómo se engañan aquellos incautos reformadores que desprecian soberbiamente la ley de la caridad, cuidando sólo de hacer observar la justicia con­mutativa...» (Pío XI, «Quadragesimo Anno,» Col. Ene. de A. C, 5 ed., p . 421, n. 56).

En el mismo sentido se manifiesta Pío XII: «La justi­cia tiene como misión establecer y guardar intactos los principios de este orden de cosas que es la base primera y principal de una sólida paz. Sin embargo, por sí sola no puede triunfar de las dificultades y obstáculos que muy a menudo se oponen al establecimiento y consolidación de la paz...» (Pío XII, Mensaje de Pascua, 9-IV-39. Cia. Eglise et Soc. Econ., p. 223).

Las razones en que se basan los Pontífices son variadas. Pío XI con León XIII insiste en que sólo la caridad es capaz de unir los corazones, aunque la justicia sea capaz de terminar con las luchas sociales; pero añade que «todas las instituciones destinadas a consolidar la paz y promover la colaboración social, por bien concebidas que parezcan, reciben su principal firmeza del mutuo vínculo espiritual que une a los miembros entre sí; cuando falta ese lazo de unión, la experiencia demuestra que las fórmulas más perfectas no tienen éxito alguno...» (Pío XI, «Q. Anno». Col. Ene. A. C, 5 ed., p. 421, n. 56).

Quizás Pío XII da un paso más, advirtiéndonos sobre la dificultad de practicar la justicia si el corazón no está ani­mado por la caridad:

«Por eso, si a la inflexible y rigurosa justicia no se une en fraternal alianza la caridad, muy fácilmente los ojos del espíritu se ven impedidos de ver los derechos de los otros como por una nube; los oídos se hacen sordos a la voz de esa equidad que, con. una prudente y benévola aplica­ción, puede desenmarañar y resolver con orden y según la

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recta razón las controversias más ásperas y complicadas». (Pío XII, Mensaje de Pascua, 9-IV-39).

Podríamos decir como conclusión que las dos virtudes regulan enteramente las relaciones sociales; la caridad es el alma de la justicia, la que permite su realización y es­clarece sus preceptos; pero más allá de la justicia une los corazones y prepara la unión de la sociedad como for­mando una gran familia.

I I

Un orden social para la persona humana

Dilucidadas dos cuestiones de principio, no hemos he­cho más que desbrozar el camino para mostrar la doctrina de la Iglesia respecto a la edificación de una sociedad al servicio del hombre. La Iglesia no nos suministrará las fórmulas técnicas porque no son de su competencia; pero tampoco se limita a decir que hay que reformar las estruc­turas juntamente con el interior del hombre; ni tampoco a promulgar los principios o normas reguladoras de la vida social. La justicia y la caridad sociales son suscepti­bles de una concreción mucho mayor, aun sin descender al terreno técnico,

Conviene insistir, sin embargo, por las confusiones que continuadamente se producen aun entre los cristianos, a pesar de la claridad y nitidez de la doctrina. Para muchos, entre los que se incluyen numerosos católicos, la doctrina de la Iglesia es objeto de comparación con otros sistemas políticos, económicos y sociales. No es raro oír que la so­lución de la Iglesia es mejor o peor que el capitalismo, el socialismo o el comunismo.

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El error se comprende en uno que no sea creyente. El que carece de perspectiva religiosa generalmente no ve más que el aspecto puramente humano de las cosas; cuan­do se enfrenta con la doctrina de la Iglesia en materia social, normalmente cree encontrarse con una doctrina po­lítica o económica más, comparable con los demás sistemas existentes. La reducción de toda realidad a lo que sucede en este mundo, le incapacita para percibir el punto de vis­ta religioso-moral propio de la enseñanza de la Iglesia.

Más extraño es que esto mismo suceda entre los cató­licos ; más extraño todavía que el caso se dé con frecuencia anormal entre los muy practicantes. Cada vez que aparece a la luz pública un documento pontificio sobre materias sociales, experimentan un secreto malestar y hasta se per­miten comentarios desfavorables como: «La Iglesia no de­bería meterse en política»; «Esto no hace más que desunir a los católicos», etc.

En el fondo revelan un desconocimiento radical de la esencia misma de la vida cristiana y de la potestad de la Iglesia para intervenir en estas cuestiones desde su par­ticular punto de vista. De ahí que también entre ellos sur­jan las comparaciones de la doctrina de la Iglesia con otros sistemas, alabando a derecha o izquierda las virtudes del capitalismo o del socialismo; criticando la falta de concre­ción o la excesiva concreción de los principios. Todo ello procede de la misma fuente: la ignorancia del punto de vista peculiar de la doctrina de la Iglesia. La asimilación de la doctrina a un sistema más entre otros existentes o posibles se hace inevitable.

Contra tales desviaciones, y antes de comenzar el estu­dio de los grandes principios, que aún habremos de con­cretar más, interesa poner de manifiesto que la doctrina de la Iglesia, hasta en las concreciones últimas, hasta cuando desciende a las sugerencias y recomendaciones vá-

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lidas solamente para un tiempo y lugar determinados, si­gue siendo distinta de cualquier sistema y se halla en otro plano. En todo momento tenemos que ver en ella el punto de vista religioso-moral, que puede inspirar numerosas so­luciones, pero que no se identifica con ninguna de ellas.

Punto de vista religioso-moral no quiere decir punto de vista ineficaz; al contrario, los principios que vamos a enunciar son capaces de permitirnos un juicio acerca de la sociedad en que vivimos y también acerca de los pro­gramas que se elaboran para su transformación. Son ca­paces de orientarnos en la búsqueda de soluciones negativa y positivamente; negativamente, en cuanto nos apartan de los caminos que llevarían al aplastamiento del hombre; positivamente, en cuanto que nos trazan directrices sufi­cientemente concretas para establecer un orden social en el respeto a la persona humana en las distintas activida­des que implica la convivencia.

Es verdad que para que los principios de la doctrina social de la Iglesia demuestren su eficacia se precisa vues­tro concurso, el de los seglares católicos, porque la doc­trina, como decía Juan XXIII en la «Mater et Magistra», debe traducirse en realizaciones concretas. La ineficacia no puede ser achacada a la doctrina, sino a nuestra pereza mental, a nuestra cobardía y a nuestro gusto por el con­formismo y la comodidad.

LA PERSONA HUMANA CENTRO DE LA DOCTRINA

SOCIAL

No creo que sería fácil encontrar hoy un solo sistema en que la persona humana no figure como meta de la or­ganización social. Ha sido tan fuerte el sobresalto produ-

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cido por el aplastamiento del hombre en el mundo con­temporáneo, que nadie se atreve a formular un sistema que no tenga como objeto salvar al hombre en peligro. Su­cede aquí algo parecido a lo que viene aconteciendo con la libertad o la democracia. No hay un -solo gobierno que no se declare partidario de la libertad y de la democracia, aunque en la práctica una y otra queden preteridas y ol­vidadas.

Tampoco parece dudoso que en nuestros días las viola­ciones de la persona van alcanzando un volumen y unas características que provocan justamente la alarma de to­dos. El progreso evidente realizado en otros sectores, cien­tífico, técnico, etc., quizás quede compensado en parte por el estancamiento y hasta la regresión que se observa en otros.

Se ha hablado tanto del desfase entre progreso técnico y moral que casi no merece la pena insistir en ello. Es po­sible que los pesimistas hayan también exagerado lo malo que se encuentra en nuestro mundo. En todo caso, a medio camino y por encima de todo pesimismo u optimismo irrea­les, adoptemos la conclusión más sensata; lo que se llama progreso es una noción ambigua y es difícil afirmar el pro­greso sin más puntualizaciones, como también resulta aventurado abandonarse al pesimismo y desgañitarse con­tra el mundo de la técnica y la socialización.

Todos los sistemas afirman la primacía del hombre y se confiesan al servicio del mismo. Todos los sistemas pre­sentan grandes deficiencias en las realizaciones por ellos inspiradas. Pero tenemos necesidad de establecer una dife­rencia fundamental entre unos y otros; algunos sistemas fallan porque la concepción que sostienen del hombre es una concepción viciada por algún error; las deficiencias de los otros no se refieren a los principios, sino a la debi-

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lidad de los hombres para llevarlos a la práctica integral­mente.

No es fácil mantener el equilibrio y poseer una sana concepción del hombre en la vida social, como prueban las desviaciones que se registran constantemente en la his­toria de la humanidad. El hombre es un ser misterioso en el que se pueden distinguir dos vertientes o aspectos com­plementarios, pero cuya exageración conduce a las dos des­viaciones clásicas: el individualismo y el colectivismo'.

1. — CONCEPCIÓN INDIVIDUALISTA

La concepción individualsta, por lo que respecta a las relaciones entre el hombre y la sociedad, subraya uno de los aspectos verdaderos, pero ignora o minimiza el otro. La persona humana es más bien considerada como simple individuo en una concepción atomista y mecánica, deriva­da de las concepciones científicas y filosóficas imperantes en el siglo xvm.

Los individualistas saben que el hombre vive en socie­dad, pero su concepción de la vida social se ajusta a los cánones individualistas. La sociedad es mera suma de in­dividuos, sin que tenga consistencia propia y, en definitiva, se ha dicho todo lo que había que decir de la vida social en cuanto se han examinado las relaciones entre los indi­viduos.

En esta concepción se ignora por completo o se mini­miza el aspecto social del hombre. Las relaciones sociales del hombre aparecen como algo completamente exterior a su vida, pero que proceden de su simple individualidad; no se ve que el hombre es social fundamentalmente y que la vida social le transforma y configura desde el interior. Parece como si se pensase que la vida social es un mal

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menor que habrá que aceptar, desconociendo las tenden­cias del hombre a la comunión con los demás.

2. — CONCEPCIÓN COLECTIVISTA

Ya sé que es aventurado utilizar un término tan equí­voco, pero estimo que nos entendemos cuando afirmo que la concepción colectivista carga el acento en la colectivi­dad, en el conjunto, convirtiendo en realidad a la persona en simple instrumento de aquélla.

Como el individualismo, el colectivismo es tan viejo como la misma humanidad. Siempre ha existido y siempre existirá el peligro de las dos desviaciones, porque las dos, como siempre sucede, se apoyan en un fundamento ver­dadero.

El colectivismo insiste en el aspecto social del hombre, desde un punto de vista individual, y en la importancia de la colectividad, desde el punto de vista de la sociedad. Esta no se reduce a las meras relaciones interpersonales, sino que implica mucho más; de la misma manera que el hom­bre no es pura intimidad, hasta el punto de que Marx ha podido decir que el hombre prácticamente se reduce a sus relaciones sociales.

El colectivismo tiende, aunque no lo quiera, por más que afirme su voluntad de salvar a la persona humana, a degradarla y hacerla desaparecer bajo el peso de la vida social. La persona queda convertida finalmente en un ins­trumento de la vida social, a la que se concede una entidad superior. Claro que las matizaciones y gradaciones dentro del pensamiento colectivista, como en el seno del indivi­dualista, tienden al infinito.

Quizás pueda expresarse la opinión de algunos de ellos por medio de la respuesta que dieron a una pregunta que

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formulé personalmente en un coloquio. La respuesta fue una nueva pregunta que se me hacía: «Para Vd., ¿qué es superior, el hombre o la especie?». La pregunta es ambigua, pero suficiente para conocer la mentalidad del que la ha­cía: era un colectivista.

3, _ CONCEPCIÓN CRISTIANA

La Iglesia se ha enfrentado siempre con este problema de las relaciones entre persona y sociedad, porque el pro­blema siempre ha existido, aunque la formulación actual se deba al desarrollo de la Sociología.

La respuesta de la doctrina social de la Iglesia no puede ser más clara. La persona humana es el origen, sujeto, fun­damento y fin de la vida social. De ahí una consecuencia de la que en seguida hablaremos: la sociedad se halla al servicio de la persona y no al revés.

Esta primacía de la persona, la Iglesia la ha podido des­cubrir a través de la misma razón, por lo que puede coin­cidir en la apreciación con otros sistemas personalistas, aunque no sean de origen cristiano. Pero la Revelación ha venido a añadir un fundamento mucho más sólido, al dar­nos noticia del origen y el fin sobrenatural a que el hombre está destinado, así como de la dignidad fundamental que este fin le confiere y los derechos que le acompañan.

El P. Calvez ha podido decir que la antropología en que se funda la doctrina social de la Iglesia descansa, a su vez, en la persona de Cristo. A través de Él y en Él la Iglesia conoce como nadie lo que es la persona humana. Cada hombre es como una imitación del modelo divino y debe esforzarse por la reproducción fiel del original; pero no una reproducción y una semejanza exteriores, sino desde dentro, en cuanto que el hombre es transformado radical-

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mente por la participación en la vida divina que genero­samente se le ha ofrecido.

Así no extrañará la postura intransigente de la Iglesia al defender la primacía de la persona humana sobre la sociedad. Esta aparecerá como el «medio natural» para el desarrollo de la persona, tendrá una cierta consistencia propia, pero jamás podrá tomar a la persona como instru­mento para la realización de sus fines, sino que para la sociedad la persona humana debe ser considerada en todo momento como un fin.

La doctrina de la Iglesia en manera alguna puede con­fundirse con el individualismo. Este desconoce en su pro­fundidad el aspecto social del hombre. La Iglesia comienza por aceptar el dictamen de la razón que nos asegura que el hombre es un ser social y le añade el peso de la Revela­ción. La salvación no es asunto puramente individual, sino que tiene, como se dice hoy, una estructura fundamental­mente comunitaria. La vida cristiana es eminentemente personal, pero, por eso mismo, comunitaria.

La Iglesia sabe por la razón que la persona se perfec­ciona en la comunión con los demás hombres. La persona humana es apertura, entrega, reconocimiento de los demás y reconocimiento por los demás; es comunión o pide la comunión. La consideración de que las necesidades huma­nas piden la vida social y la cooperación viene después del examen de esa estructura más fundamental del mismo hombre.

La Iglesia sabe por la Revelación que la perfección cris­tiana del hombre se halla en la caridad, en la comunión sobrenatural, que es una comunión de personas en la per­sona de Jesucristo, una comunión de bienes que se expresa también en la Comunión de los Santos; y una comunión en la acción encaminada a la salvación de todos los hombres.

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 99

La concepción cristiana del hombre se halla alejada de todo individualismo, pero se aparta terminantemente de todo colectivismo que desconoce en definitiva el valor de la persona y la sumerge en la marea de la Historia, en el devenir de la Naturaleza o en la sociedad considerada como transpersonal.

Esta concepción del hombre y también de sus relacio­nes con la sociedad nos permite emprender la construc­ción de una nueva sociedad alejada de toda clase de ilu­siones y de utopías, de signo individualista y colectivista. Es un criterio de gran trascendencia práctica, del que se derivarán principios más concretos para la acción social del cristiano.

DIGNIDAD DE LA PERSONA Y DERECHOS FUNDAMENTALES

Seguramente no ha habido, ni ha podido haber, época en la Historia en que tanto se hable de los derechos funda­mentales de la persona humana. Las declaraciones en este sentido abundan y hasta presentan coincidencias alentado­ras, aunque haya divergencia en los principios que preten­den fundamentar los derechos.

Descendiendo, sin embargo, al terreno concreto en que pretendemos movernos, mi impresión particular es más dura. Tengo la convicción de que una buena parte de los hombres, de que una parte muy considerable de nuestro propio pueblo ignora la dignidad fundamental de la per­sona humana y los derechos que de ella se derivan.

No me fijo exclusivamente en el impresionante número de violaciones de que es objeto la persona entre nosotros.

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Estas siempre han existido y seguirán existiendo, aunque nuestra tarea es reducir en lo posible tales aberraciones, acercándonos cada vez más al ideal humano y cristiano a la vez. Mucho más peligroso me parece que fallen los cri­terios y que no se tenga conciencia de haber hecho algo mal al atropellar la dignidad de cada persona y suprimir de alguna manera sus derechos efectivos.

Es posible que la mayor laguna que exista en la menta­lidad de muchos cristianos en este orden de cosas sea la de desconocer que la persona humana se halla adornada de una suprema dignidad de la que derivan derechos funda­mentales que nadie puede violar. Es muy fácil que el ver­balismo sea uno de los defectos en que normalmente in­currimos. Se acepta teóricamente todo lo que nos dice Nuestro Señor en los Evangelios... hasta el momento en que hay que realizar la aplicación, todavía teórica, a la si­tuación práctica. Las Bienaventuranzas nos entusiasman hasta el momento en que tratamos de ver cómo hemos de traducirlas a la vida cotidiana.

El pensamiento de la Iglesia es bien claro. La persona humana está adornada de una eminente dignidad, que le confieren su cualidad de ser espiritual, en el orden mera­mente humano; y su condición de hijo de Dios desde el punto de vista de la Revelación. La persona humana es el supremo valor, sometida a Dios, y jamás puede ser to­mada como medio por nadie.

De esa doble dignidad, natural y sobrenatural, fluyen unos derechos fundamentales, que sirven a la persona para realizar su vocación. El hombre tiene como quehacer prin­cipal el de hacerse hombre, no el hacer cosas simplemente; desde un punto de vista sobrenatural su quehacer princi­pal es el convertirse en hombre cristiano.

Este quehacer principal del hombre se logra a través del ejercicio de los derechos fundamentales de la persona ;

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 101

ejercitando los derechos fundamentales el hombre desa­rrolla sus posibilidades y responde a la vocación a la que ha sido llamado. Un hombre que no puede ejercitar sus derechos fundamentales ve truncada o disminuida su po­sibilidad de hacerse verdaderamente hombre. Un cristiano normal que no pudiera ejercitar los derechos más funda­mentales no podría realizar plenamente su vocación de cristiano, que es una vocación de libertad, de libre res­puesta al llamamiento de Dios.

Una sociedad que no respete los derechos fundamen­tales de sus miembros es una sociedad mal constituida. Es lo aue quería decir Pío XII en su famoso Radiomcnsaje de 1942:

«Quien desea que aparezca la estrella de la paz y se de­tenga sobre la sociedad, contribuya por su parte a devolver a la persona humana la dignidad que Dios le concedió desde el principio; opóngase a la excesiva aglomeración de los hombres, casi a manera de masas sin alma; a su inconsis­tencia económica, social, política, intelectual y moral, a su falta de sólidos principios y de profundas convicciones, a su exhuberancia de excitaciones instintivas y sensibles, y a su volubilidad; favorezca por todos los medios lícitos, en todos los campos de la vida, aquellas formas sociales que posibiliten y garanticen una plena responsabilidad per­sonal, práctica realización de los siguientes derechos fun­damentales de la persona: el derecho a mantener y des­arrollar la vida corporal, intelectual y moral...».

A continuación el Papa enumera unos cuantos derechos fundamentales, sin pretender una exposición exhaustiva de los mismos. Todos ellos pueden integrarse cómoda­mente en los tres derechos que ha mencionado al princi­pio: a la vida corporal, intelectual y moral.

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1. — DERECHO A LA VIDA CORPORAL

No me es posible el análisis ni siquiera de los derechos fundamentales más importantes en la situación concreta de nuestro mundo. Me limitaré a insinuar algunos de ellos, haciendo ver los desafueros que se cometen y que a veces no provocan el menor movimiento de indignación por­que... precisamente se han hecho corrientes.

¿Es necesario que diga que el primer derecho a la vida corporal es el derecho a nacer? ¿Tendré que insistir en las violaciones que sufre este derecho fundamental en nuestra civilización neomalthusiana? No lo creo; este es uno de los derechos que todavía afortunadamente se mantienen cla­ros por lo general. La práctica de procedimientos anticon-cepcionistas es sentida por muchos como una falta, aun­que vaya empeorando la situación.

Derecho a la vida, mis queridos amigos. Pero, ¿se pue­de hablar de derecho a la vida en un mundo en que tan fácilmente se suprime a los hombres? ¿Tendremos que to­mar en serio este derecho fundamental en una época en que se vuelve a matar a los hombres por cualquier causa, y hasta sin causa alguna, por simple diversión?

Tengo para mí que una de las principales deficiencias de nuestra educación hace ya muchos años es el no haber sabido inculcar a los cristianos el respeto a la vida huma­na. ¿Cómo se explica que tantos católicos hayan ordenado o contribuido a suprimir la vida de muchos hombres por la simple oposición de credos políticos, cuando no por ofensas estrictamente personales?

¿Cómo explicarnos el constante recurso a la violencia de la peor especie en las relaciones sociales, sino porque ha fallado algo básico y sustancial, sacrificado al imperio de la eficacia? ¿Cómo no lamentar la conducta de bastantes

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católicos de izquierda y de derecha, decididos a utilizar los procedimientos del terrorismo en la lucha por el poder o en la represión de los mismos intentos?

Una de las mavores lacras de nuestro siprlo xx es la rea­parición de la tortura que la penetración de las ideas cris­tianas, el cultivo de la razón v la consideración del hombre habían hecho casi desaparecer. Y no es lo peor aue hava reaparecido la tortura, ni siauiera practicada por católi­cos : mucho peor es la defensa de la tortura como nrocedi-miento para el logro de los obietivos políticos, aun en el terreno de los princinios. por católicos de buena voluntad pero terriblemente ignorantes de la doctrina cristiana, aun­que la dortrina social de la Tslesia hava sido deHaradn ñor Juan XXTTI «parte integrante de la concepción cristiana de la vida».

Pío XTT fue terminante en sus declaraciones. Solamente la ignorancia puede excusar tantas violaciones: la ignoran­cia no culpable, no la ignorancia del aue prefiere seguir siendo ignorante para excusarse del cumplimiento de pre­ceptos clarísimos.

«La instrucción indicia!, decía el Papa, debe excluir la tortura física v el narcoanálisis; en primer lugar, noraue lesionan un derecho natural, aun cuando el acusado sea realmente culpable; v, en segundo lugar, poroue muv a menudo dan resultados erróneos. No es raro aue logren exactamente las confesiones deseadas por el tribunal v la condena del acusado, no poraue éste sea de hecho culpa­ble, sino porque su energía física y psíquica se ha agotado y, en consecuencia, está dispuesto a hacer todas las decla­raciones aue se auieran...» (Pío XII. TMsc. al VI Congreso Internacional de Derecho Penal, 3-X-53. Doc. Jur. de la BAC, pp. 406-407).

A continuación cita una declaración hecha en el mismo sentido el año 866 por el gran Papa Nicolás I y exclama:

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«¡Quién no desearía que durante el largo intervalo transcurrido desde entonces no se hubiese jamás apartado la justicia de esta regla! El hecho de que sea necesario recordar esta advertencia, dada hace mil cien años, es una triste señal de los extravíos de la práctica judicial en el siglo xx». (Id., id.).

Todo ello por no hablar de otras violaciones de este de­recho fundamental en la aplicación de los conocimientos científicos. La Biología ha realizado avances tan conside­rables que el hombre se muestra justamente orgulloso de ellos. ¿Se respeta siempre al hombre en las manipulacio­nes a que pueden dar lugar los conocimientos científicos? Algunas frases del biólogo materialista Jean Rostand per­miten la duda.

«Algo en nosotros impide nuestra adhesión a ese mundo organizado, controlado, tecnicizado, standardizado, aséptico, blanqueado de todas las taras, purificado del azar, del desorden, del riesgo... ¿Estamos seguros de que a fuerza de progreso no acabaremos barriendo un no sé qué, que hace que se soporte el viejo mundo imperfecto y que se encuentre incluso la fuerza de acompañarle hasta el fin? Sí, ciertamente, será la edad de oro... Nacidos de semillas seleccionadas, provistos de genes sin defecto, me­jorados por hormonas superactivas y por la ligera correc­ción del encéfalo, todos los hombres serán bellos, inteli­gentes. Se vivirá doscientos años o más. No habrá fracasos, angustias, dramas. La vida será más segura, más fácil, más larga... Pero, ¿merecerá la pena de ser vivida?» (J. Ros­tand, «Peut-on modifier l'homme?»).

Y en otro lugar se pregunta si no habrá llegado el mo­mento o va a ser posible en breve plazo el desdoblamiento de la personalidad de manera que un hombre pueda de­cir : Yo, soy él.

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 105

2. — DERECHO A LA VIDA INTELECTUAL

Los atentados a los derechos fundamentales que asisten al hombre en su vida corporal son frecuentes e importan­tes; pero la importancia aumenta cuando lo que se halla en juego es la vida intelectual del hombre. Me limitaré a una breve referencia.

El hombre es un ser dotado de inteligencia y el objeto de esta facultad es la verdad; una verdad que también se puede y se debe escribir con mayúscula, ya que la inteli­gencia del hombre no puede descansar sino en la posesión de la Verdad.

Todo hombre tiene, por consiguiente, derecho a la ver­dad. Sería sumamente instructivo recordar las continuas amonestaciones de Juan XXIII respecto a la verdad, pero no es esta la ocasión. Únicamente veremos cómo se con­culca este derecho a la verdad en nuestra sociedad contem­poránea mediante procedimientos que los antiguos no po­dían utilizar por falta de desarrollo de la técnica.

Se ha hablado de la Prensa como el cuarto poder. Y hov habría que hablar de nuevos y mavores poderes para referirnos a la radio y la televisión. Todos hemos experi­mentado su influencia y sabemos cómo estos medios de comunicación configuran a los hombres de nuestro tiempo. El lenguaje, el canto popular, los modos de sentir y reac­cionar, las actitudes ante los acontecimientos, etc., etc., se deben en gran parte a la influencia y fastidiosa uniformi­dad, que nada tiene que ver con la ansiada unión de los hombres.

Podemos afirmar con seguridad que la verdad no siem­pre es respetada. Debemos afirmar aún más : la propagan­da en nuestro tiempo tiende a convertir a los hombres en muñecos mecánicos, privándoles de todo espíritu crítico y

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obligándoles prácticamente a seguir los dictados de los grupos organizados: industriales, comerciantes, sindicalis­tas, políticos, artistas, etc., etc.

El lavado de cerebro es una triste realidad y cuando más profundo haya sido, tanto más el hombre que lo sufre se hallará convencido de su personalidad y se admirará de la coincidencia de sus opiniones con las del periódi­co, de la radio... sin darse cuenta de que él no hace más que repetir las opiniones y seguir las ideas que le han im­puesto a través de los medios de comunicación.

3. — DERECHO A LA VIDA MORAL

La responsabilidad moral nace de esa condición que distingue al hombre de los demás seres de nuestro plane­ta. El hombre no solamente es inteligente, sino que, apo­yándose en la inteligencia es libre y, como tal, capaz de responsabilidad moral. Puede y debe dar cuenta de sus actos.

Responsable de su destino en el orden natural como en el sobrenatural, el hombre necesita disponer de un mar­gen de libertad para realizar su vocación. Pero también necesita el apoyo de la sociedad. El hombre es un ser so­cial, entre otras razones, porque su vida moral depende de la ayuda que le presten los demás. Dicho con otras pa­labras: necesitamos de la sociedad para el cumplimiento de las normas morales, tanto en su conocimiento como en su ejecución.

Quizás sea éste el punto en que con más facilidad se advierten los fallos de nuestra civilización. Frente a los enormes beneficios que nos concede desde el punto de vista material, descubrimos las lagunas y las oposiciones,

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 107

procedentes de eso que se ha denominado retraso moral frente al progreso técnico.

Solamente quiero indicar o prevenir que la dificultad que encontramos para una sana vida moral en la influen­cia que ejerce la sociedad, no ha de ser limitada exclusiva­mente a los problemas que plantea el sexto mandamiento; ni tampoco debe excluirse a éste como parecen pretender algunos, en manifiesta reacción contra la tendencia a con­vertir la moral en moral de sexto mandamiento.

En este capítulo habría que decir algo de lo más im­portante en la vida del hombre: derecho a la elección de estado, etc., etc, pero escapa a las posibilidades de la charla.

También corresponde a este apartado el derecho de asociaciones de los hombres para la realización de fines particulares, de acuerdo con el bien común. Tema de gran actualidad, ahora que la Iglesia vuelve a insistir en la ne­cesidad de los organismos intermedios entre el Estado y las personas individuales. Hemos de abandonar el tema para proseguir nuestro esquema de principios.

Pero, antes de terminar este apartado sobre los dere­chos fundamentales de la persona humana, me permitiré recurrir a la autoridad de Pío XII para destacar su tras­cendencia. Nunca insistiremos sobre ello suficientemente, sobre todo en una época en que se admiten demasiado fácilmente la violación de los mismos por razones políti­cas u otras.

La Iglesia sostiene firmemente frente a todo positi­vismo jurídico que los derechos fundamentales los ha re­cibido la persona directamente del Creador y que la socie­dad política no hace más que reconocerlos.

«Sin entrar en largas consideraciones teóricas, quere­mos repetir y confirmar lo que frecuentemente hemos afirmado y lo que Nuestros Predecesores no han dejado

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nunca de inculcar: el derecho a la vida, el derecho a la integridad del cuerpo y de la vida, el derecho a los cuida­dos que le son necesarios, el derecho a ser protegido de los peligros que le amenazan, son derechos que el individuo recibe inmediatamente del Creador, no de otro hombre, ni de grupos de hombre, no del Estado ni de grupos de Estados, n! de ninguna autoridad política». (Pío XII, Radio-mensaje al VII Congr. Internac. de Médicos Católicos, ll-IX-56. Pensamiento Pontificio y Bien Común, n. 351).

Por este motivo los derechos fundamentales son invio­lables. No pueden ser suprimidos, ni su ejercicio imposi­bilitado arbitrariamente. La Iglesia se constituye en de­fensora de los derechos fundamentales del hombre porque reposan en la ley natural. Dicho sea esto en contra de la opinión demasiado extendida de que la Iglesia solamente debe preocuparse de las cosas del culto y de defender lo que se llama el campo eclesiástico.

«La Ley natural. He aquí el fundamento sobre el cual reposa la doctrina social de la Iglesia. Es precisamente su concepción cristiana del mundo la que le ha inspirado y sostenido a la Iglesia en la edificación de esta doctrina sobre tal fundamento. Cuando combate para conquistar o defender su propia libertad, es a la vez por la verdadera libertad, por los derechos primordiales del hombre por los que la Iglesia combate. A sus ojos, estos derechos esen­ciales son tan inviolables que, contra ellos, ninguna razón de Estado, ningún pretexto de bien común podría preva­lecer. Esos derechos están protegidos por una barrera in­franqueable. Del lado de acá, el bien común puede dar le­yes a su gusto. Pero del lado de allá, no; no puede tocar estos derechos, porque son éstos lo que hay de más valioso en el bien común...». (Pío XII, Disc. al Congreso de Estu­dios Humanísticos, 25-IX-49. Doc. Jur de la BAC, p. 286).

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 109

BIEN COMÜN Y DERECHOS FUNDAMENTALES

Firmemente establecido el principio de la eminente dig­nidad del hombre, de la que se derivan los derechos fun­damentales recibidos del mismo Creador, hemos de ver cómo se relaciona este principio con la vida social. Recor­demos una vez más el principio ya mencionado de que la sociedad es para el hombre y no el hombre para la socie­dad. Como decía el mismo Pío XI I : «El principio «civitas propter cives, non cives propter civitatem» es la enseñanza de los Papas León XIII, Pío X y Pío XI, no de manera ocasional, sino en términos explícitos, terminantes y pre­cisos». (Pío XII, Radiomensaje al VII Congreso Interna­cional de Médicos Católicos. Id., 351).

La sociedad cumple esta misión de ser el medio natu­ral y universal al servicio del hombre, mediante la búsqueda de su fin, que es el bien común. Con ello entramos en un campo fecundísimo, a través de una noción propia de la escuela católica, cuyos términos no quedan siempre bien delimitados.

1. — EL FIN DE LA SOCIEDAD ES EL BIEN COMÚN

Ante todo hemos de establecer el fin de la sociedad, porque, aunque parezca increíble a estas alturas, no son pocos los cristianos que desconocen esta doctrina de la Iglesia. Unos ven al Estado como el enemigo que no hace sino poner impuestos y cargas inútiles y nocivas. Otros estiman natural servirse de la maquinaria del Estado en beneficio propio. Muchos aceptarían la noción de bien

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común como fin del Estado y de la sociedad, pero desfi­gurando su contenido.

«...la familia es sociedad imperfecta, porque no tiene en sí todos los medios para su propio perfeccionamiento; mientras la sociedad civil es sociedad perfecta, pues en­cierra en sí todos los medios para su propio fin, que es el bien común temporal...». (Pío XI, «Div. 111. Magistri, 6-XI-29. Pensamiento Pontificio y Bien Común, n. 55).

Expresamente se levantan los Papas contra un defecto en que fácilmente pueden incurrir los que se hallen en el poder; el de convertir a la sociedad en una maquinaria al servicio de sus intereses particulares, individuales o de grupo.

Dirigiéndose a la juventud decía Pío XI I : «...para que el fundamento del nuevo orden social sea la justicia y no se deje de hacer ningún esfuerzo, a fin de que todos los ciudadanos, hasta el último, puedan vivir en condiciones por lo menos tolerables; para que toda la vida pública mire a promover el Bien General y no los intereses parti­culares de un partido o de una clase». (Pío XII, Disc. al Movim. de la Vanguardia Católica Italiana, 4-1-48. Pensa­miento Pontificio y Bien Común, n. 208).

2. — EL CONTENIDO DEL BIEN COMÚN

El Bien Común es una noción de tipo general que nos dice todavía muy poco en relación con el fin de la sociedad, aunque, por otra parte, nos dice ya mucho, en cuanto que se opone a que la sociedad sirva a fines particulares.

Pero el Bien Común tiene un contenido y en los discur­sos de los Papas este contenido puede precisarse sufi­cientemente, examinando aquí y allá las precisiones que los Pontífices han aportado. Para entenderlo, forzosamente

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 111

hay que referirse a todos los puntos que vamos tocando, particularmente a la concepción cristiana del hombre, que no es individualista ni colectivista.

Pío XII nos ha dado una definición del Bien Común, que después ha sido tomada por Juan XXIII y que se viene repitiendo constantemente desde entonces. El texto es justamente célebre y de una notable densidad, como tendremos ocasión de comprobarlo.

«La razón iluminada por la fe, señala a cada una de las personas y de las sociedades particulares en la organiza­ción social un puesto determinado y digno; y sabe, habla­remos solo de lo más importante, que toda la actividad del Estado, política y económica, está sometida a la realiza­ción permanente del bien común, es decir, de las condi­ciones externas necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa...». (Pío XII, Radio-mensaje Navidad 1942. Col. Ene. A. C, 5 ed, p. 211, n. 12).

En la misma noción de Bien Común aparece la preo­cupación de la Iglesia por la referencia a la persona. El Bien Común, como fin de la sociedad tiende solamente a la realización de aquel principio fundamental: la sociedad es el medio natural para el desarrollo de la persona hu­mana.

El conjunto de condiciones externas ha sido especifi­cado sin pretensiones exhaustivas por los mismos Papas. Me limitaré a agrupar lo que en la doctrina pontificia se dice en unos cuantos epígrafes que faciliten su compren­sión. Podríamos decir que el contenido del bien común está constituido por bienes materiales, culturales y espirituales, necesarios todos ellos para la plena realización de la per­sona humana.

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A) Bienes económicos

La Iglesia, poseedora de una recta concepción del hom­bre, jamás lia caído en un falso espiritualismo que no tiene en cuenta su condición de espíritu encarnado. La Iglesia sabe que el pleno desarrollo de la persona incluye también la preocupación por el cuerpo del hombre, que forma una misteriosa unidad con el alma. Como alguien ha dicho muy acertadamente, la Iglesia es la primera que, de­fendiendo a ultranza la espiritualidad del hombre, ha combatido a los herejes de todas las clases que veían el mal en la materia.

Consiguientemente no podían faltar los elementos eco­nómicos en el contenido del Bien Común. Aunque sola­mente sean de carácter instrumental y se subordinen a los culturales y espirituales, no por eso dejan de ser menos necesarios y hasta pueden convertirse en los primeros en cuanto a la urgencia de su realización.

Sin embargo, se engañaría quien redujese el contenido del Bien Común a los elementos de carácter económico. Eso sería propio de una concepción materialista de la vida, de la que la Iglesia se aleja igualmente. La excesiva riqueza, como la miseria abrumadora se oponen por igual a la vida cristiana.

«Todos conocen que en no pocas clases sociales la fe cristiana languidece hasta el punto de producir con fre­cuencia en las almas tedio y olvido de las cosas divinas. Por una parte aquellos que están largamente provistos de bienes no buscan a menudo otra cosa que abandonarse totalmente a los placeres y goces de la vida presente; y por otra, en cambio, a quellos que, angustiados por la in­digencia, deben procurarse, con sudorosa fatiga, un es­caso alimento para sí y para la propia familia, seducidos

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por falaces promesas y falsas doctrinas, se van alejando de la Iglesia, como si ésta ignorara o descuidara su mise­rable suerte, cuando, por el contrario, con todos sus me­dios tiende, no solo a iluminar con la verdad sus mentes, no solo a elevar sus ánimos con la esperanza y aliento de los bienes celestiales, sino a proveer, en cuanto está en su mano, sus necesidades de la vida presente». (Pío XII, Carta al Ministro General de los Capuchinos, 4-XII-49. Pensa­miento Pontificio y Bien Común, n. 218).

Postura equilibrada y realista; criterio magnífico para todos en la prosecución del Bien Común; punto muy im­portante para el examen de conciencia de todos nosotros. ¿En qué medida está provista nuestra comunidad de los bienes económicos? ¿Cómo está hecha la distribución de bienes? ¿Habrá que seguir impulsando al mismo ritmo el aumento de los bienes económicos o será hora de conceder una mayor urgencia a los bienes culturales y espirituales? Preguntas que cada uno debe responder, atendiendo a su propia situación y a la de la comunidad nacional.

B) Bienes culturales

No hace falta insistir en su importancia para el desa­rrollo de la persona humana. El hombre ha de vivir en su tiempo y cada época histórica presenta exigencias nuevas en todos los órdenes. Se posee una cultura, como decía un pensador, cuando se está en disposición de vivir digna­mente y de ocupar un puesto en la sociedad en que des­arrollamos nuestra existencia.

En nuestro caso concreto todavía es menos necesario encarecer la urgencia de la labor cultural. No pienso in­troduciros en la aridez de las cifras y de las estadísticas; pero a nadie se le escapará la necesidad de incrementar

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los centros de todos los grados de enseñanza; de facilitar el acceso de todos los grupos sociales, de todos los miem­bros capacitados y con aptitudes, a los estudios superiores; de trabajar para que las distintas manifestaciones artís­ticas se hallen al alcance de todos...

Últimamente se viene subrayando la necesidad de una mayor preparación cultural para aumentar el rendimiento económico. Así, se advierte la preocupación por aumentar las exiguas cantidades presupuestadas en los diversos or­ganismos públicos. Es verdad que una mejor preparación cultural hará elevar la productividad, y en este sentido lo que se gaste en mejorar la instrucción constituye una óp­tima inversión; pero no habría que perder de vista que el aspecto utilitario y puramente económico debe ceder la primacía a la preocupación por el perfeccionamiento del hombre. El mejor rendimiento económico debe ser la añadidura, que necesariamente se producirá si la población aumenta su acerbo cultural.

C) Bienes espirituales

Hay que aclarar que cuando me refiero a bienes espi­rituales como componentes del bien común, no he pasado al plano específicamente cristiano, aunque los bienes sobre­naturales ayuden poderosamente a su consecución. Hablo solamente de los bienes que responden a la naturaleza espiritual del hombre.

Uno de los bienes espirituales de mayor importancia es la paz. Solamente en un ambiente de paz y de tranqui­lidad bien entendida encuentra el hombre las condiciones necesarias para la realización de su vocación humano-cris­tiana. Y la paz surge cuando cada persona y cada grupo social, en el orden interno de una comunidad, busca el

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bien común por encima de las preferencias particulares. Así aparece la paz como fruto del bien común, al mismo tiempo que constituye uno de sus elementos.

«La paz interna, pues, no pueden esperarla los pueblos sino de hombres —gobernantes o gobernados, jefes o meros partidarios—, que, al defender sus particulares in­tereses y sus propias opiniones, no se obstinan ni se em­pequeñecen en sus puntos de vista; antes bien saben ensanchar sus horizontes y elevar sus miras al bien de todos». (Pío XII, Radiomensaje Navidad 1950. Pensamiento Pontificio y Bien Común, n. 247).

La paz, era el lema del pontificado de Pío XII, es obra de la justicia. No hay paz, ni puede existir verdadero or­den, allá donde se viola sistemáticamente la justicia; don­de, sobre todo, las estructuras segregan naturalmente la injusticia. Hace poco mencionaba una frase de Pío XII don­de afirma que el orden social nuevo debe fundarse sobre la justicia. Toda nueva citación sería estéril y superflua ante verdad tan evidente.

La libertad es uno de los mayores bienes espirituales del hombre; es la que permite*que el hombre se diferencie profundamente de todos los demás seres en la realiza­ción de su destino; la que funda su ser moral. Hablo ahora de la libertad social, no simplemente de la libertad psico­lógica, sin que por eso niegue la relación que entre los dos aspectos existe.

La doctrina de la Iglesia sobre la libertad es tan equi­librada que se puede comprobar simplemente con la com­paración de los textos de los últimos Papas. Mientras unos parecen combatir la libertad (León XIII, Pío X), los mas recientes se han convertido en ardientes defensores de la misma.

La oposición es solamente aparente y explicable por el cambio de las circunstancias históricas, admitiendo ni

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mismo tiempo que, conforme transcurre el tiempo, se va perfilando mejor el derecho fundamental del hombre al ejercicio de su libertad. León XIII se enfrentaba con los abusos de la libertad provocados por un liberalismo exa­gerado ; en tanto que Pío XII y Juan XXIII se encuentran ante un mundo en que la socialización y la intervención creciente del Estado en todos los dominios van reduciendo progresivamente el ámbito y la intensidad del ejercicio de la libertad.

Libertad y bien común no deben oponerse sino armo­nizarse convenientemente. Teóricamente la cuestión es' clara; el sano ejercicio de la libertad es fundamental para el Bien Común. A la inversa, si en nombre del Bien Común se coarta legítimamente algún ejercicio de la libertad, es seguro que ello no redunda en perjuicio de la persona y solamente significa que un bien particular cede ante el Bien Común, pero para la mejor realización de la persona. En la práctica será difícil en cada caso determinar las fronteras y establecer los límites con equidad. Siempre ha de correrse un riesgo, tanto menor cuanto más claros se hallen los principios. Una frase de Pío XII nos habla de esta armoniosa complementaridad.

«La libertad, como base de normales relaciones huma­nas, no puede interpretarse como desenfrenada licencia, ya sea de los individuos o de los partidos, de un pueblo entero —la colectividad como se dice ahora—, o aun del Estado totalitario, que, con un desprecio absoluto, utili­zará todos los medios para asegurar su propósito. No, la libertad es algo del todo diferente. Es templo del orden moral que se alza sobre líneas armoniosas, es el conjunto de derechos y deberes de los individuos y de la familia —imprescriptibles algunos, aunque un aparente bien co­mún se les pueda oponer—, de los derechos y deberes de una nación o Estado y de la familia de naciones y Estados.

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 117

Estos derechos y deberes deben ajustarse cuidadosamente y equilibrarse, de acuerdo con lo que exige la dignidad de la persona humana y la familia por un lado, y el Bien Co­mún por el otro». (Pío XII, Disc. al Embajador de Ingla­terra, junio de 1951. Pensamiento Pontificio y Bien Común, n. 248).

BIEN COMÜN Y DERECHOS FUNDAMENTALES

Así se perfila mejor la relación del Bien Común con los derechos fundamentales, a partir del ejercicio de la liber­tad. El planteamiento teórico es bastante claro y, sin em­bargo, se ha creado una verdadera confusión, base de abu­sos en dos direcciones opuestas. O bien se sacrifican los derechos fundamentales en nombre de un pretendido Bien Común; o bien, en nombre de los derechos de la persona, se niega la colaboración de los miembros de la comunidad al Bien Común y se subordina éste a los bienes particu­lares.

1. — BIEN COMÚN Y BIENES PARTICULARES

La misma noción de Bien Común puede ser pervertida por las distintas y erróneas concepciones sobre el hombre, la sociedad y las relaciones entre ambos. La noción de Bien Común para un liberal y para un totalitario es fundamen­talmente distinta; las dos se diferencian a la vez de la concepción católica.

Para un liberal, en el sentido estricto de la palabra, el bien común es simplemente la suma de los bienes particu-

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lares, no algo distinto de los mismos. Para un totalitario, el bien común es el bien de la sociedad en cuanto tal, en­tendida como algo transpersonal, en cuanto que conceden normalmente una entidad sustancial a la sociedad en las diversas escuelas.

La doctrina cristiana afirma la distinción entre bien común y bienes particulares y una cierta superioridad de aquél sobre éstos, que habrá que explicar. Pero el bien común conserva siempre un carácter eminentemente per­sonal, no puede prescindir de la referencia a las personas. El Bien Común es el bien de la Sociedad en cuanto tal, pero la doctrina católica se niega a ver en la sociedad un nuevo ser independiente y por encima de las personas que lo constituyen.

Para evitar las sutilezas que no son propias de este lusfar, trataré de hacer comprender la diferencia entre el Bien Común v los bienes particulares, al mismo tiempo que su estrecha conexión, mediante aleún ejemplo.

El bien particular para un industrial puede consistir, a primera vista, en aumentar el volumen de su negocio inde­finidamente, hasta asegurar el mayor beneficio o el volu­men óptimo de la empresa. Por otra parte, el Bien Común puede pedir en un momento determinado la disminución de la producción precisamente en ese sector económico en que trabaja nuestro industrial. La oposición parece clarí­sima, pero es más aparente que real.

Si el industrial prosiguiese la expansión de su industria, cuando en realidad perjudicaba al Bien Común, lo que su cedería en última instancia es que toda la vida económica, por lo menos en el sector de que se trata, empeoraría pro­gresivamente, recayendo finalmente las consecuencias en el mismo industrial inmediatamente beneficiado. Es lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo con una política de bajos salarios, si éstos van en contra del bien común. Al

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principio proporcionan beneficios sustanciosos e inmedia­tos a algunos empresarios, hasta que la misma vida eco­nómica, el clima social creado, etc., acaban convirtiendo en ruinas lo que se creyó próspero negocio.

2. — BIEN COMÚN REAL Y APARENTE

Los bienes particulares han de someterse al Bien Co­mún, como acabamos de decir, en cuanto que el Bien Co­mún representa al todo y el bien particular a la parte. Si este principio no se pone en relación con los anteriores, particularmente con la concepción del hombre y de sus derechos fundamentales, desembocamos inmediatamente en el totalitarismo.

Pero iustamente la doctrina cristiana evita ese escollo en virtud de la coniunción de los dos nrincinios. Decía Chesterton que la Iglesia nunca unía el blanco y el negro para crear un gris uniforme, sino oue exaltaba hasta el paroxismo los dos colores para unirlos en una paradójica unidad. Así sucede en la doctrina del Bien Común en rela­ción con los derechos fundamentales.

El P. Calvez ha distinguido bien entre los derechos fundamentales y lo que él llama ventajas individuales. Estas últimas deben ceder ante el Bien Común, mientras que éste jamás puede violar los derechos fundamentales. El error de muchos consiste justamente en confundir unas y otros.

Para que un hombre realice plenamente su vocación necesita ejercitar sus derechos fundamentales; pero a nadie se le ha ocurrido pensar que la realización plena de su vocación de hombre dependa de que posea una finca de 5.000 Has. de tierra. Esta propiedad es una ventaja in­dividual, un bien particular en el sentido más estricto,

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que debe subordinarse al Bien Común. La expropiación puede resultar lícita y conveniente en un momento deter­minado.

El problema presenta otra vertiente en cuanto nos enfrentamos con una concepción colectivista o totalita-rista del Bien Común. He dicho que la característica del Bien Común para este grupo es su carácter transpersonal, como transpersonal es también su concepción de la socie­dad. El peligro se halla aquí en colocar el Bien Común por encima de los derechos fundamentales, confundiendo éstos de nuevo con las ventajas individuales.

Pío XII adoptó una terminología especial para dar a conocer el problema, distinguiendo entre bien común real y bien común aparente. El primero sería el que respeta e integra los derechos fundamentales del hombre; mientras que el segundo los sacrificaría para conseguir el prestigio de la comunidad, la grandeza de una obra colectiva, etc.

A nadie se le puede ocultar la trascendencia de esta doctrina que ilumina uno de los problemas más candentes de la vida social actual. Mientras que los liberales o neo­liberales están dispuestos a sacrificar el Bien Común a las ventajas individuales de un grupo social o partido polí­tico, los totalitarios y colectivistas corren el peligro, y caen en él, de sacrificar los derechos fundamentales en nombre de un pretendido Bien Común. En realidad, unos y otros acaban en los mismos resultados, aunque por ca­minos distintos y en beneficio de grupos sociales diversos.

Para no alargar excesivamente esta charla, demasiado densa por otra parte, me limitaré a citar algunos textos fundamentales. He aquí el primero, sobre el carácter per­sonal del Bien Común:

«A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo... Según este criterio se ha de juzgar el principio: «Derecho es lo que es útil a

PRINCIPIOS PARA LA ACCIÓN 121

la nación... Este principio, descuajado de la ley ética... pasa por alto, al confundir el interés y el derecho, el hecho fundamental de que el hombre como persona tiene dere­chos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese ne­garlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde de vista que, en último término, el verda­dero bien común se determina y se conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho personal y vínculo social...» (Pío XI, Mit Bren-nender sorge, 14-111-37. Col. Ene. A. C, 5 ed, p. 150, n. 28).

El camino ha quedado abierto. Pío XII nos hablará del bien común aparente que pretende violar los derechos fundamentales. Entre las innumerables citas, escojamos una:

«El Estado no tiene que absorber al individuo ni a la familia; cada uno conserva y debe conservar su libertad de movimientos en la medida en que no quede en peligro el causar periuicio al Bien Común. Además, hay ciertos derechos y libertades individuales o familiares, que el Estado debe siempre proteger y que nunca puede violar o sacrificar a un pretendido Bien Común...». (Pío XII, Disc. ni Congr. Intern. de Cieñe. Administr., 5-VIII-50. Pensa­miento Pontificio y-Bien Común, n. 244).

Recordemos el discurso al Congreso de Estudios Hu­manísticos. «A sus ojos estos derechos esenciales son tan inviolables que, contra ellos, ninguna razón de Estado, ningún pretexto de bien común podrían prevalecer».

El problema se aclara, por fin, en cuanto eme los dere­chos fundamentales son pieza primordial del Bien Común. Todo Bien Común que no englobe como parte integrante los derechos fundamentales, es un Bien Común aparente.

«El Estado debería, por tanto, en virtud misma, por decirlo así, del instinto de conservación, cumplir todo

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aquello que, esencialmente y según el plan de Dios Crea-dror v Salvador, es su deber primordial, a saber: garantizar absolutamente los valores que aseguren a la familia el orden, la dienidad humana, la salud y la felicidad. Esos valores, que son propiamente los elementos del bien común, jamás podrán ser sacrificados en aras de lo que pudiera ser anarentemente un bien común». (Pío XTI, Disc. a Padres de familia, 18-IX-51. Doc. Jur. BAC, p. 324, n. 7).

Terminemos por hoy. La vida social se halla al servicio del hombre, porque éste es su origen, fundamento y fin. La sociedad es el medio natural y universal para realizar la vocación del hombre, porque gracias a ella es posible el eiercicio de los derechos fundamentales. Para ello la sociedad tiene que perseguir su fin propio que es el Bien Común o coniunto de condiciones externas necesarias para el pleno desenvolvimiento y desarrollo de los hombres. Pero el Bien Común ha de ser real, que posibilite el eier­cicio de los derechos fundamentales, frente a un bien común aparente que los sacrifica. En cambio, todos tene­mos aue estar dispuestos a sacrificar nuestras ventajas individuales al Bien Común.

He dicho sacrificar nuestras ventajas individuales. He aquí todo un programa para el cristiano de hoy, programa difícil de cumplir porque cada uno de nosotros se apega a sus veníalas individuales y porque apenas tenemos sen­tido del bien común.

Pío XII lo preveía. Es cierto que el Estado es el gerente, por decirlo así, del Bien Común; pero todos debemos nuestra participación, cada uno a su nivel. El absentismo, el frío y especulador egoísmo no deben encontrar cobijo en un corazón cristiano.

«En segundo lugar, lo que esperamos de vosotros es una prontitud de acción, en el momento presente, que no se espante ni se desanime por la previsión de cualquier

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sacrificio que el bien común exige hoy, una prontitud y un fervor que al haceros solícitos para cumplir vuestros de­beres de católicos y de ciudadanos, os preserven de caer en un «abstencionismo» apático e inerte, que sería grave­mente culpable, cuando se hallan en juego los más vitales intereses de la religión y de la patria». (Pío XII, Disc. a la Nobleza del 14-1-48. Pensamiento Pontificio y Bien Común, n. 209).

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TERCERA PARTB

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Mis queridos amigos:

Nos hemos esforzado desde el primer día en hacer com­prender que la vida cristiana en el mundo implica lo que hoy se llama el «compromiso temporal»; es decir, la ac­tuación en los diversos sectores de la vida humana para acomodar las estructuras, instituciones, representaciones colectivas, etc., a lo que la ley natural y la Revelación piden.

Establecida la necesidad del «compromiso temporal» para los seglares que viven normalmente en el mundo, también hemos intentado sorprender los principios que, según la doctrina de la Iglesia, han de presidir la construc­ción de un mundo que ayude a cada hombre a la realiza­ción plena de su quehacer de hombre y de cristiano. Esta reflexión nos ha llevado a colocar la persona humana, de­pendiente enteramente de Dios, como origen, fundamento y fin de la vida social.

Adornada, en virtud de su doble dignidad natural y sobrenatural, de unos derechos fundamentales, cuyo ejer­cicio posibilita su realización mejor, la persona humana es el trasfondo que nos permite fijar en cada momento histórico los objetivos del Bien Común, en un equilibrio armonioso de los complejos elementos que lo integran;

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en una dosificación prudente que atienda al desarrollo de todas las facultades del hombre, a la satisfacción de sus necesidades entendidas en el sentido más amplio.

Así hemos logrado escapar a las dos grandes tenta­ciones de toda construcción del edificio de la convivencia social: el individualismo, que sacrifica finalmente el bien común a las ventajas individuales de los componentes de un grupo; y el colectivismo, que sacrifica la persona a las exigencias de un pretendido bien común. La doctrina de la Iglesia se nos ha ofrecido como una síntesis armo­niosa de esos dos aspectos complementarios del hombre: el personal y el comunitario.

También hemos podido advertir que la doctrina de la Iglesia, sin invadir terrenos que no son de su competencia, presenta unos principios de actuación sumamente realis­tas. Es verdad que, por fidelidad a su propia esencia, re­huye el planteamiento de problemas puramente técnicos; pero eso no impide abrazar la realidad muy de cerca desde el punto de vista religioso-moral. La concreción siempre es posible y debe realizarse, porque no es exclusiva del do­minio técnico; lo religioso y lo moral no han de permane­cer en el terreno de las puras abstracciones, sino que re­claman una inserción profunda en las realizaciones más concretas de la vida cotidiana.

Esta misma sensación de equilibrio y de sano realismo hemos podido percibir al-examinar los presupuestos gene­rales que la doctrina cristiana establece para la actuación de los cristianos en el mundo. Lejos a la vez de una pura interioridad que no se preocuparía debidamente de la re­forma de las estructuras; y de una excesiva exterioridad, que no comprendería la necesidad de reformar al hombre interiormente para realizar la reforma de estructuras; la Iglesia afirma que hay que emprender a un tiempo las dos

HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO 129

reformas: la interior del hombre y la de las estructuras de la sociedad.

Contra todo intento ingenuo e infantil de exclusivismo y de oposición la Iglesia afirma que la vida social debe re­girse por las normas de la justicia informada por la cari­dad. El hombre es uno, la vida cristiana es una unidad en la que caben las distinciones de las virtudes, pero en ma­nera alguna su oposición.

En este afán nuestro por escapar a un infantil «idea­lismo», parece que encaja pcrlcctamonte en el cursillo una tercera charla en que la concreción se lleve al máxi­mo, sin que por eso pretendamos la elaboración de rece­tas apostólicas o temporales para uso de los irresolutos y perezosos mentales.

En la última charla trataré de presentar algunas re­flexiones sobre el modo práctico de introducirse en el «compromiso temporal». Para los ya comprometidos no tendrá más valor que el de permitir recordar la historia de su actuación y una valoración cristiana de las diversas etapas recorridas. Para los que quisieran introducirse, las reflexiones de esta charla quizás les ayuden a esquivar ciertas dificultades y a orientar sin pérdida de tiempo su actividad por caminos de eficacia temporal y de aumento de la vida cristiana.

Una segunda parte ha de ocuparse todavía del proble­ma de la reforma de estructuras. Tengo empeño en insistir en que no tratará de suministrar recetas que no existen y que yo tampoco podría proporcionar aunque existiesen. Más bien pretenderá iluminar algunos campos concretos de actuación, intentará hacer ver algunos de los problemas que nuestra sociedad tiene planteados y que exigen la de­dicación íntegra de los cristianos.

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I

Las etapas del compromiso temporal

Todo lo que exponga en esta parte no tiene más valor que el de un simple indicador. Los casos varían tan prodi­giosamente según el punto de partida, el temperamento de cada uno, las circunstancias que le rodean, su gusto por la justicia y por la buena organización de la vida social, la pujanza de su vida cristiana, etc., que no es posible trazar un camino uniforme.

Pero, si es imposible trazar de antemano los caminos que seguirá el desarrollo de cada vocación particular, sí parece conveniente sugerir aquellas características que parecen comunes a bastantes casos de cristianos que co­menzaron a comprometerse, partiendo de las exigencias de su vida cristiana. Como es lógico, el camino no será el mismo para los que se encontraban profundamente com­prometidos y han descubierto la vida cristiana precisa­mente a través del trabajo de reforma social.

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LA CREACIÓN DEL CLIMA INTERIOR

Para comprometerse seriamente, desde un punto de vista cristiano, en la construcción de un mundo mejor, es necesario que exista un clima interior y una convicción suficientemente arraigada sobre las exigencias de la vida cristiana en este punto. Este punto de partida es de ex­cepcional importancia a mi entender; hasta tal punto que el compromiso quedaría falseado radicalmente, como su­cede en tantos casos, si la claridad no fuese suficiente al comenzar. Lo que no quiere decir, por otra parte, que todo ha de ser diáfano al principio; por el contrario, la reali­zación del compromiso temporal tiene que permitir una iluminación mayor de la vida cristiana.

Esto supone, ante todo, que el cristiano que quiere co­menzar a comprometerse se halla convencido de que el «compromiso temporal» pertenece a las exigencias de su vida cristiana; que no es un añadido arbitrario, ni una concesión a la dificultad de los tiempos. En una palabra, se supone que nuestro cristiano ha superado los errores de un esplritualismo desencarnado, combatido en la pri­mera charla, de acuerdo con la doctrina pontificia.

Supone también que el cristiano es un no conformista, en el sentido de que rechaza que nuestra sociedad consti­tuya un modelo que simplemente hay qué perpetuar para admiración de propios y extraños. El satisfecho no puede comprometerse, porque el compromiso entraña la convic­ción de que esta sociedad debe ser reformada.

El conformismo es la actitud que el cristiano deberá rechazar permanentemente. Una vez comprometido el cris­tiano tiene que seguir pensando que todas las realizacio-

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nes, por grande que sea el acuerdo entre lo que se preten­día y lo que se hizo, sólo parcialmente se ajustan a las exigencias crecientes del amor cristiano; siguen presen­tando numerosas deficiencias, que exigen un reajuste per­manente a las nuevas condiciones que la vida social, en continuo devenir, presenta en cada época histórica.

Junto al no conformismo, también es necesario que quien desee comprometerse posea un mínimo de sensibi­lidad respecto a la virtud de la justicia. Solamente quien se halle así sensibilizado podrá descubrir las deficiencias sociales en un mundo que admite grandes violaciones de los derechos fundamentales sin protesta, porque pertene­cen a la vida corriente. Hay que partir de lo que sucede diariamente y no nos choca, no por eso se halla de acuer­do con las exigencias de la ley natural y de la vida cris­tiana. Es preciso someter a revisión nuestro comporta­miento personal y las estructuras e instituciones de la vida social.

Por eso pienso que si alguna persona no percibe la in­justicia global que reina en el mundo; si un cristiano estima que solamente hay algunas deficiencias que una labor individual puede fácilmente subsanar, sin abordar el cambio de buena parte de las estructuras e institucio­nes, no se halla preparado para comprometerse temporal­mente en el sentido que aquí se ha expuesto. Todavía tiene que atravesar una etapa de transformación, al cabo de la cual es posible se haya formado lo que ahora reclamo como presupuesto. El caso es tan frecuente entre los cristianos que no me ha parecido inútil la advertencia.

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ACCIÓN AHORA MISMO

Hay que precaverse inmediatamente contra una nueva tentación, también muy conocida en los medios cristianos. Se ha creado un clima interior, se ha logrado percibir, aunque sea confusamente, la injusticia de la vida social y la necesidad de llegar a una reforma global y profunda; pero todavía falta un paso importantísimo para llegar al compromiso. Esta última decisión, su ausencia mejor di­cho, esteriliza la buena voluntad de buena parte de nues­tros seglares; como esteriliza también, en nuestro campo propio, la buena disposición de tantos sacerdotes.

A los cristianos se nos ha dicho una y otra vez que hay que prepararse convenientemente para actuar. Gran ver­dad en la que yo insistiré más de una vez todavía, precisa­mente porque veo que en la vida de los que se comprome­ten temporalmente falta el ingrediente de la competencia que pide la doctrina de la Iglesia. Para algunos es fácil lanzarse alegremente a la acción, incluso suponiendo que los motivos son enteramente válidos, que la acción tem­poral se les ha presentado como exigencia de su vida cris­tiana. Es mucho más difícil hacerles admitir prácticamen­te en su vida la necesidad de la preparación espiritual, hu­mana y técnica que la acción requiere. Así la acción pierde profundidad religioso-moral y carece de eficacia temporal verdadera. El que quería comprometerse acaba convertido en mero repetidor de slogans totalmente negativos.

Los errores del «activismo» no nos tienen que hacer ol­vidar lo que pretendía recordar a propósito del compromi­so. La necesidad de «formarse» se ha convertido en bastan­tes medios cristianos, también en el seno de muchas

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asociaciones apostólicas, en una especie de slogan al revés, que aleja e impide prácticamente la acción. Nos hallamos en el extremo opuesto del activismo, extremo tan perni­cioso como este último.

La necesidad de formación se convierte así en un mag­nífico parapeto para escudar a los que no quieren actuar jamás. Bajo pretexto de que no se hallan preparados para la aceptación de determinadas responsabilidades, los cris­tianos se encierran en un mundo de ideas que jamás les llevará a la acción. La formación no termina nunca en el hombre y constituiría una pretensión inadmisible la del hombre que se estimase suficientemente «formado», como para dispensarse de posteriores reflexiones.

Hay que decir todavía más. La formación en este orden de cosas no será completa si se prescinde de la acción. Re­cordemos simplemente lo que de una vez para siempre se ha dicho en la «Mater et Magistra» de manera contun­dente :

«Para actuar cristianamente en el campo económico y social difícilmente resulta eficaz la educación, si los mis­mos sujetos no toman parte activa en ella, y si la misma no se desenvuelve a través de la acción. Con razón se suele decir que no se consigue la aptitud para ejercer la libertad rectamente, sino por medio del recto uso de la libertad. Análogamente, para actuar cristianamente en el campo económico y social no se conseguirá educar sino por medio del concreto actuar cristiano en este ámbito» (Juan XXIII, «Mater et Magistra». Ed. HOAC, p. 41, nú­meros 233-234).

Sería largo de exponer todo lo que nos dice la mejor Pedagogía y la experiencia concreta en este orden de co­sas. Quien haya seguido de cerca la vida, los militantes cristianos, sabe perfectamente dónde desemboca cada uno de los métodos empleados. El puro activismo conduce a

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los mayores desastres; destroza la vida cristiana del mili­tante y esteriliza su acción temporal apenas comenzada. Una pretendida formación que relega indefinidamente la actuación concreta sólo es capaz de crear mediocres espe­culativos, idealistas irresolutos o utópicos radicales.

ANTE LA PRIMERA INJUSTICIA

¿Cuándo habrá de comenzar a actuar? Acabo de decirlo en el apartado anterior: ahora mismo, por repetir una frase famosa de un prelado también célebre. Es decir, en cuanto se percibe la primera injusticia concreta a nuestro alrededor, en cuanto la injusticia global se haya concretado en algo que permite mi intervención.

Para quien se halla sensibilizado en las condiciones que antes he mencionado, la ocasión se presenta, por desgra­cia, inmediatamente. No tiene más que mirar alrededor para sorprender algo que exige una reforma; en la vecin­dad, en la profesión, en la vida familiar, en la cultura, en el terreno económico, social o político. Se necesita sola­mente que exista un mínimo de capacidad de observación y otro mínimo de capacidad de enjuiciamiento a la luz de la ley natural y de las exigencias de la vida cristiana.

Una vez que haya sentido la injusticia y la necesidad de reforma; en cuanto su conciencia cristiana le impulse a hacer algo para remediar una situación deficiente; el cristiano debe hacer una revisión que le llevará a la acción en las mejores condiciones. Esta revisión elemental ha de versar sobre los siguientes puntos:

1. — ¿Quién padece la injusticia? Necesitamos hacer­nos esta pregunta por muchos motivos. En primer lugar,

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porque cristianamente no podemos olvidar las personas a la hora de construir una sociedad mejor. Sería vano em­peño ocuparse de la reforma de estructuras, si al final perdíamos la visión y el contacto con las personas vivas en cuyo beneficio hay que reformar la sociedad. Pero, también, porque ese contacto personal nos permitirá «sen­tir» con la persona que sufre la injusticia; ese sentimiento constituirá el mejor motor de nuestra acción.

2. — ¿En qué consiste la injusticia? No basta la pri­mera intuición, aunque ésta es preciosa para la acción. Es preciso determinar bien el caso, comprender su plantea­miento exacto, el contexto en que se produce, etc., etc. El primer movimiento impetuoso nos puede conducir al ex­travío, si es que no tomamos la precaución de investigar con alguna profundidad las circunstancias del caso.

3. — ¿Responsables de la injusticia? No se trata, como es lógico, de culpar a una u otra persona, puesto que las intenciones seguirán ocultas en su última concreción, sino simplemente de conocer de qué personas depende que aquella situación se haya producido o se mantenga. Es muy probable que la misma estructura social y las institu­ciones en que los hombres viven tiendan a producir el caso que nos ocupa. Siempre será verdad que alguien se halla al frente de las instituciones y que éstas marchan por de­cisiones que pueden modificar una situación injusta.

4. — El primer impulso lleva a todos a querer resolver la situación inmediatamente y a escoger los medios que nos parecen más eficaces. Esto nos conduce a una actua­ción puramente individual que fácilmente puede hacerse individualista, en cuanto pretendamos resolver los proble­mas gracias a nuestra exclusiva actuación personal. Tal

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defecto es característico de los medios sociales que dispo­nen de relaciones abundantes, de influencia en algún sec­tor de la vida social. Se sabe que una simple llamada a Don Fulano puede resolver la situación. Para eso pueden Servir también las numerosas relaciones sociales de los que se hallan bien colocados en la vida social.

Frente a esta tendencia, y sin abandonar naturalmente el empleo de medios que pueden resultar sumamente efi­caces, hay que procurar estudiar brevemente el medio en que se produce la injusticia, para tratar de desarrollar una labor eficaz en las personas directa o indirectamente implicadas. De este modo se puede obtener una colabora­ción para la misma acción y se contribuye al cambio de mentalidad necesario para la reforma profunda.

5. — El siguiente paso lleva a la fijación del objetivo concreto e inmediato que hay que conseguir. Hay que re­chazar la tentación de querer resolverlo todo inmediata­mente y atender al aspecto concreto que se nos ha presen­tado. Enseguida se procede a la fijación de los medios adecuados para la consecución del objetivo, tarea de enor­me importancia para evitar quedarse en el terreno de las buenas intenciones. La buena intención, en la que jamás insistiremos suficientemente, es la que nos tiene que lle­var a la elección de los medios eficaces y permitidos a un crstiano.

6. — Solamente falta proceder a la realización, que debe ser rápida, enérgica y eficaz. Ya no es el momento de de­tenerse a reflexionar; es el momento de la acción, que sigue a una reflexión suficiente. Hay que acabar con toda indecisión y ejecutar prontamente lo proyectado, aplican­do los medios escogidos.

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REVISIÓN DE LA ACTUACIÓN

El activismo se distingue por la falta de reflexión fren­te a una acción en progresión constante, que acaba por devorarlo todo. Ni existe una preparación reflexiva de la acción, ni tampoco una revisión de la misma que nos per­mita descubrir las deficiencias y orientar la acción poste­rior corrigiéndolas.

El cristiano comprometido somete continuamente su acción a un proceso de revisión, que abarca dos aspectos distintos y complementarios a la vez. Es necesario revisar la acción desde un punto de vista más bien técnico, para averiguar los fallos cometidos que han tenido que provocar una disminución de la eficacia que buscaba la acción. Pero también se impone una revisión de la acción desde el pun­to de vista cristiano, para descubrir las posibles desvia­ciones sufridas y encarnar nuestra vida cristiana en todos los acontecmientos de la vida cotidiana.

Este es el camino para llegar a un cristianismo adulto y responsable frente al infantil que tantas veces se ve en cristianos perfectamente adultos en otra clase de proble­mas. Trataré de explicar la orientación de la revisión a través de un ejemplo sumamente sencillo y actual.

Supongamos que nuestro cristiano decidido a actuar temporalmente ha experimentado un sobresalto de inquie­tud en su conciencia ante un problema de vivienda. Una pobre familia con escasos ingresos económicos se ve abo­cada a vivir en un departamento con derecho a cocina, pagando una cantidad astronómica por el alojamiento. La vida familiar se resiente, las riñas con los otros inquilinos son constantes, etc., etc. Ese cuadro trágico que todos los

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que se han asomado a la vida social han podido contem­plar repetidas veces.

Valiéndose de sus relaciones sociales, nuestro cristiano ha conseguido alojamiento en una vivienda modesta, pero digna; y parece que los problemas familiares han entrado por vía de solución. Una legítima satisfacción le embarga al ver el bien que se ha podido hacer, al contemplar a esta familia en trance de llevar una vida normal.

Muchísimos cristianos detienen ahí su acción, lanzán­dose a continuación decididamente a la solución de otros casos parecidos. Indudablemente el trabajo no faltará ante la magnitud del problema de la vivienda, que padecemos con tantos otros países. Ha desarrollado una buena acción, pero su cristianismo sigue siendo totalmente infantil.

Si tras la primera acción hubiese hecho una revisión de la misma, esta revisión le hubiese permitido introducirse en el fondo de la problemática de la vivienda en lugar de quedarse en una acción que, en el mejor de los casos, con­seguirá la solución de unos cuantos casos parciales, dejan­do intacto el fondo del asunto.

La primera observación de la revisión le hubiese ense­ñado que el problema de la vivienda no se limita al que le ha presentado la familia que ha recibido su auxilio, sino que es un problema generalizado que afecta a miles y mi­llones de personas. Un problema, por lo tanto, que no puede resolverlo él solamente, por muy- buena voluntad que ponga ni por grande que sea su influencia en determi­nados organismos. En este momento está situándose en plena realidad, abandonando el romanticismo que inevi­tablemente acompaña a nuestras primeras acciones.

Si es consecuente, continuará con el estudio de las cau­sas que motivan la existencia del problema de la vivienda. Este estudio, profunda y sinceramente efectuado, le si­tuará ante problemas de gran envergadura, ante la misma

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constitución de la sociedad, ante la mentalidad reinante en los diversos grupos sociales, ante el sistema económico imperante, etc., etc.

Inevitablemente deberá preguntarse por qué no se construyen más viviendas que puedan satisfacer las nece­sidades de la comunidad; por qué se construyen, quizás, viviendas de precios elevadísimos, mientras que escasean prodigiosamente las que deben ocupar aquellos que sola­mente pueden pagar un alquiler módico. Se preguntará por qué es tan elevado el costo de la vivienda; por qué se realizan muchas otras obras cuya necesidad no es tan evidente...

¿Existe mejor medio para que nuestro hombre estudie a fondo la constitución de la sociedad? Este es el momento en que averiguará que el sistema económico se halla mon­tado sobre el principio del lucro, del mayor beneficio po­sible. Si es leal, seguramente se dará cuenta de que ese es el principio que gobierna también sus propias relaciones económicas y condiciona tan profundamente su vida cris­tiana...

No es necesario que continúe la descripción. La refle­xión sobre un caso resuelto permite introducirse en la problemática mucho más amplia del caso general; coloca al comprometido frente a las estructuras e instituciones que condicionan la vida de todos nosotros; le sitúa en la dureza de la vida real.

La reflexión cristiana le hará percibir como exigencia de justicia y de caridad la necesidad de continuar en el empeño, pero no limitado a la resolución del caso concre­to, sino atacando las causas o raíces profundas del proble­ma: las estructuras, instituciones, mentalidad reinante en su medio social y en otros grupos sociales, prejuicios y opiniones recibidas sin el menor espíritu crítico.

Tres caminos se ofrecen a nuestro cristiano que co-

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inicnza a comprometerse, porque ha llegado a una bifurca­ción peligrosa en que se va a decidir quizás la orientación de toda su vida: Es posible que sucumba a la tentación de facilidad. Yo no puedo complicarme la vida con pro­blemas tan enormes; ¿qué voy a hacer frente a ellos, si desbordan mi capacidad por todas partes? Consecuente­mente me seguiré dedicando a solucionar los casos indi­viduales que mis influencias permitan, pero me despre­ocuparé del gran problema que nos ofrece la perspectiva de una solución inmediata».

También cabe perfectamente el movimiento de desco­razonamiento y de escepticismo. «Esto no tiene arreglo, se dice el cristiano; es mejor volver a mi vida anterior, procurando cumplir mi deber de estado, siendo buen ma­rido, padre ejemplar y profesional escrupuloso. Todo el mundo alaba esta conducta, mientras que meterme en esos otros problemas, tras de no resolver nada prácticamente, me va a traer complicaciones sin cuento, tendré que en­frentarme con numerosas amistades, perderé el tiempo que podía dedicar a mis negocios y a mi familia...».

Queda el caso del cristiano que ve la complicación de las cosas y decide continuar por el camino emprendido para ser fiel a la voz de su conciencia, a las exigencias de la caridad que la revisión de vida le ha permitido descu­brir. Y todavía cabe una doble vía, nos encontramos ante una nueva bifurcación.

La profundización de las causas, el descubrimiento de los bajos fondos de la sociedad puede provocar un resen­timiento tan grande que lleve al hombre generoso a una actitud utópica, alejada completamente de la realidad. Presa de una angustia obsesionante, atenazado por el deseo de eficacia a toda costa, es posible que caiga en la tenta­ción de creer en las soluciones catastróficas; en el todo o nada de la reforma social. Es incapaz de aceptar pacien-

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temente las inevitables esperas, las lentitudes decepcio­nantes, el contacto con una comunidad retrasada de la que se va separando sin remedio. Su final es el del revo­lucionario profesional en busca de la eficacia por encima de cualquier otra consideración; o el del resentido que se mantiene siempre en el terreno de la utopía, sin contac­to con la verdadera realidad de una comunidad necesitada de evolución profunda.

Por fin, nos encontramos ante la solución ideal, ancla­da fuertemente en el realismo social. Nuestro cristiano siente que está llamado a meterse en mayores empresas; percibe y estudia cada día mejor la realidad social; com­prende de antemano la dificultad de una renovación como la que necesita nuestra sociedad y se decide a caminar poco a poco por la vía de una eficacia mayor, compatible y exigida por el amor a los hermanos.

LA ACCIÓN ORGANIZADA

Hemos llegado a uno de los momentos más interesantes del compromiso temporal. La romántica acción individual, convertida en una acción colectiva, va a desembocar en una acción organizada e institucionalizada. También habrá llegado el momento en que nuestro cristiano elegirá la zona de su actuación temporal.

La pretensión de renovar nuestra sociedad jamás pue­de ser individual. Un hombre necesariamente se ve des­bordado por los problemas sociales de nuestro tiempo; un hombre necesariamente se estrella contra las estructuras e instituciones. La acción individual tiene que dar paso a la acción en equipo, a la conjunción de los esfuerzos de

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muchos bajo una dirección conveniente: a una acción or­ganizada. I

Es cierto que en nuestro siglo el demonio de la organi­zación está causando daños sin cuento. Puede masificar, destrozar ese mínimo de intimidad que es necesario para que la vida resulte verdaderamente humana. Pero no es menos cierto que solamente con una acción organizada puede enfrentarse con posibilidades de éxito la renovación profunda de la sociedad. En la «Mater e t Magistra» se nos han descrito los inconvenientes y las ventajas del proceso de socialización característico de nuestro tiempo.

Aun organizada, una acción puede ser transitoria o permanente. Un grupo puede fijarse perfectamente un ob­jetivo como meta, eligiendo los medios para conseguirlo y creando una organización para ponerlos en práctica. De esta manera se puede conseguir la creación de una escuela o guardería infantil, la elección de determinadas personas para ciertos cargos, el establecimiento de una cooperativa de producción o de consumo, etc., etc. Pero no es suficien­te para la reforma social entendida en el sentido amplio que aquí he utilizado.

El cristiano comprometido tiene que percatarse de la necesidad de una acción permanente y organizada, que busque la transformación social en un sector determina­do. Con ello entra ya de lleno en el terreno institucional y estructural y comienza su acción de auténtico adulto. Pero tal decisión lleva aparejada la elección de su vocación es­pecífica en el campo del compromiso.

LOS CRITERIOS DE ELECCIÓN

La vida es una, pero realizada en distintos sectores, cada uno de los cuales tiene un campo propio y unos mé-

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todos que le son peculiares, aunque siempre en estrecha dependencia de todos los demás. Es un principio que siem­pre habrá que recordar para evitar exclusivismos perjudi­ciales, en beneficio de la eficacia y en prevención de bru­tales desengaños. Hay que reafirmar fuertemente la auto­nomía relativa de cada sector y su estrecha interdependen­cia con los demás.

En nuestros tiempos de especialización sería ingenuo y suicida querer abarcarlo todo. La vida social es extraor-nariamente complicada y requiere un tratamiento particu­lar en los diversos sectores en que, más o menos, se halla dividida. Quien quiera dedicarse a la vida municipal no puede pretender aplicar en ella los mismos métodos que son válidos en la vida sindical. Y quien pretenda introdu­cirse en la vida política ha de -saber que existen técnicas distintas de las empleadas en el campo cultural o familiar.

Frente a esta afirmación, que ha de ser mantenida con toda firmeza, hay que colocar el otro principio de la inter­dependencia de los diversos sectores de la vida social. El «comprometido» en una meritoria labor de barriada no puede sostener lo que algún militante afirmaba: «Para desarrollar mi trabajo en la barriada yo no necesito saber de política». Al contrario, tiene que saber que su labor de barriada se halla profundamente condicionada por la vida política hasta en su misma existencia. Porque de la vida política depende la mayor o menor libertad para la fundación de asociaciones, la creación de nuevas insti­tuciones culturales, etc.

El cristiano que ha comenzado a comprometerse ha tenido ocasión de ir conociendo la peculiaridad de cada sector de la vida social, como también las aptitudes y afi­ciones propias. Ahora es cuando se encuentra en las mejo­res condiciones para elegir el sector que más conviene a

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su acción temporal; es decir, la realización de su vocación particular en el campo de la actuación temporal.

Los criterios que han de presidir una buena elección en esta materia son de dos clases: se ha de tener en cuenta la aptitud del sujeto que tiene que elegir, así como las aficiones del mismo. Pero a este criterio subjetivo es pre­ciso unir otro objetivo, referente a las necesidades de la sociedad en que se vive y de la Iglesia en una localidad, región o nación determinadas.

Nadie al comenzar tiene una idea muy definida sobre sus aptitudes, ni tampoco puede conocer debidamente las necesidades de la sociedad. Por eso resulta altamente in­genua la postura de los que pretenden descubrir su voca­ción temporal antes de comenzar su actuación. La elección resultaría abstracta, falta de datos suficientes sobre sí mismo y sobre la realidad social.

Los militantes ya comprometidos aconsejan a todos los que comienzan que intervengan en los casos que se les presentan en su contorno, sin esperar a conocer por exa­men interior para qué vale cada uno. Una vez introducidos en la acción, es fácil que tengan que cambiar de sector, al descubrir que sus aptitudes o las necesidades sociales les impulsan en otra dirección. No es extraño que después de trabajar algunos años sin encontrar el campo propio, aparezca casi repentinamente, con motivo de algún acon­tecimiento, con toda claridad el sector de vida que se debe ocupar al menos en la etapa próxima.

Conviene advertir que hay que desechar cualquier ri­gidez en la elección del sector de actuación temporal. Los casos de vocación totalmente determinada son excepcio­nales y siempre sujetos a un cambio en virtud de las ne­cesidades sociales. Nadie debe quedar inactivo porque no aparece la oportunidad de trabajar en el sector correspon­diente a su vocación, o que estima como tal, de la misma

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manera que no todos pueden ocupar en la vida el puesto profesional que desearían, pero no por eso dejan de ocu­parse en algo que sirva para mantener su vida y propor­cionar un servicio a la comunidad.

ETAPAS DE LA ACTUACIÓN TEMPORAL

Una vez elegido el sector de vida en que la actuación temporal se va a desarrollar, la misma vida va indicando las etapas que se deberán recorrer en función de las apti­tudes y de las necesidades que se vayan descubriendo.

Es evidente que el cristiano comprometido en la actua­ción temporal tiene que buscar la eficacia de la misma. Hay que huir de una falsa «mística del fracaso», perver­sión del sentido de la Cruz que todo cristiano debe poseer y vivir. El cristiano no solamente puede, sino que debe ser eficaz en la realización de la vida cristiana. Esto le obliga a la elección de los medios más adecuados para la consecución de los fines propuestos y a la prosecución de estos últimos con la máxima energía.

El sentido de la Cruz, en cambio, le tiene que prevenir contra toda falsa ilusión. Frente a cualquier clase de opti­mismo irreal; frente a un humanismo cerrado en su in­manencia, el cristiano sabe que en la construcción de una sociedad mejor le aguarda el fracaso, aun después de po­ner en juego todos los medios lícitos y adecuados. Este fracaso debe ser aceptado humildemente, como una de­mostración más de nuestra contingencia, de la fragilidad de los esfuerzos humanos y de la necesidad de una cons­tante purificación.

Pero, supuesta la aceptación leal del fracaso en núes-

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tros trabajos, el cristiano debe esforzarse por ser cada vez más eficaz y para ello deberá seguir ciertas normas ele­mentales que resumo a continuación:

1) Ha de procurar tener un conocimiento de la reali­dad social. Esto le permitirá comprender los cambios de situación y huir de la rutina en la acción. Desgraciadamen­te no es raro el caso de los que proceden siempre con arreglo al mismo esquema, sin comprender que las cir­cunstancias han cambiado y que la acción debe acomo­darse a las necesidades del presente.

Por poner solamente algún ejemplo que sirva para en­tender lo que quiero decir, basta hacer referencia a la dimensión universal que ahora poseen casi todos los pro­blemas. Empeñarse en solucionar una situación económica sin referencia a la situación de la economía mundial es casi condenarse al fracaso. Quien quiera hacer política, en el mejor sentido de la palabra, no puede prescindir de la transformación que ha sufrido a partir de la progresiva intervención del Estado en todos los sectores de la vida humana. Quien quiera hacer sindicalismo adaptado y efi­caz no tendrá más remedio que aceptar que el sindicalismo de hoy es muy diferente del que tenía vigencia después de la guerra de 1914-18; a su vez el sindicalismo deberá trans­formarse para adaptarse a los problemas que planteará la automación, etc.

2) Como dice Suavet, el cristiano comprometido ha de saber dónde se toman las decisiones más importantes para que su labor sea verdaderamente eficaz. Se limita la efica­cia y hasta la acción resulta estéril, si no se acude a las verdaderas y profundas causas de los problemas sociales. Se hace algo, ciertamente; pero se pierde la oportunidad de caminar hacia una verdadera solución. Si alguien quiere

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acometer una labor cultural de envergadura, evidentemen­te no podrá limitarse a las gestiones dentro del propio Municipio, sino que elevará su acción al plano nacional y aun internacional.

Naturalmente que estoy hablando dentro del cuadro de posibilidades de cada persona. No todos tienen capacidad ni otras cualidades para llegar a las alturas; pero todos deben tener siempre bien presente que para ser eficaces es necesario llegar hasta los centros donde se toman las decisiones que compromenten un sector de vida para largo tiempo; a las personas que toman las decisiones im­portantes en la vida de una localidad, región o nación. Esta convicción les llavará a unirse en grupos, dentro de los cuales cada uno desempeña, en calidad de miembro, la tarea que se le asigna y que contribuye a la consecución del fin perseguido.

3) El cristiano comprometido debe practicar en grado muy elevado el desprendimiento de todas las cosas. Con­cretamente, respecto a las obras, instituciones, etc., que se vayan creando o en las que haya tenido una gran in­fluencia.

Para quien estime que todo lo que estoy diciendo tiene muy poco de cristiano y mucho de táctica temporal, le brindo la consideración del ejercicio de virtudes que im­plica un compromiso temporal bien realizado. ¡Es tan fácil apegarse a la obra propia, a la que se le dio vida qui­zás ; a la que, cuando menos, se le didicó una buena parte del tiempo a costa de grandes sacrificios! ¿Cuántos son los que saben abandonar la obra que crearon; colocar en su puesto a una persona competente y dedicarse por su parte a la creación de nuevas instituciones, a la reanima­ción de las existentes, de acuerdo con las necesidades y aptitudes?

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Es conveniente insistir en este punto, porque todos co­metemos graves torpezas, empeñándonos en continuar al frente de alguna obra, cuando en realidad la deberíamos abandonar para ocuparnos en otra cosa más necesaria. ¡ Qué poco comprendemos que servimos posiblemente para lanzar nuevas instituciones, pero no para gobernarlas des­pués ! ¡ Qué difícil es admtir que no se tiene iniciativa, pero que en cambio, se poseen cualidades para continuar lo que otro puso en marcha! «Yo planté, Apolo regó...». ¿No es una buena ocasión para la práctica concreta de las vir­tudes?

4) El mismo Suavet indica muy acertadamente que el comprometido debe intentar llegar cada vez más arriba, de acuerdo con sus aptitudes y con las necesidades que vaya viendo. Para eso es necesario preparar al que nos va a suceder. El desprendimiento juega en este momento su misión para ayudarnos a abandonar el ambiente agrada­ble en que nos sentíamos como en casa; para salir en busca de nuevas posiciones y experimentar la sensación, no siempre agradable, de tener que volver a comenzar.

Preparar a los sucesores para que continúen la trayec­toria de la obra emprendida, para que todo aquello no quede convertido en obra puramente personal. Pero pre­pararlos con la seguridad de que la obra no continuará exactamente con la misma dirección que le habíamos dado al nacer. Preparar a los sucesores renunciando voluntaria­mente a todo paternalismo posterior; admitiendo la auto­nomía que todos tienen que tener dentro de ciertos lími­tes. Todo ello muy fácil de enunciar, tan difícil de poner en práctica, que se puede asegurar que exige renuncia­mientos heroicos.

Tengo la impresión de que la mayoría de los exámenes de conciencia no se fijan en estos puntos decisivos y que

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son los que tenemos que vivir todos los días. Así se explica que la práctica de las virtudes se reduzca a unos «clichés» preparados a priori, sin «morder» en la vida de todos los días. Para los que confunden acción con activismo hay aquí un buen banco de prueba de las virtudes humanas y cristianas. Aquí los juegos de imaginación son bastante más difíciles que en esos ejercicios de ideas y de imágenes a que se reduce muchas veces la vida cristiana.

Permitidme la machaconería. La vida cristiana se halla también aquí, en el compromiso temporal. Todo lo que acabo de decir no es más que la aplicación de la caridad a las circunstancias en que vivimos. Yo no comprendo la caridad del que la analiza teóricamente hasta dar en la sutileza; pero no es capaz de tomar la decisión, de adquirir una competencia que le permita resolver a escala nacional los problemas de cientos y miles de hermanos.

Etapas de compromiso temporal que implican decisio­nes sumamente graves en ocasiones. Decisiones que, por su gravedad, exigen una reflexión cuidada acerca de todos los datos del problema. Reflexión que ha de hacerse, a ser posible, en equipo y contando con la familia en los casados.

ALGUNAS DIFICULTADES

DEL COMPROMISO TEMPORAL

En algunos sectores católicos el descubrimiento del «compromiso temporal» ha tenido atisbos de deslumbra­miento. Toda la perspectiva de la vida cristiana ha que­dado modificada, no porque la misma vida cristiana se modifique, sino simplemente porque se ha descubierto mejor un inmenso campo de aplicación.

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Con ser enorme la ventaja obtenida, el descubrimiento implica también sus riesgos. Entre ellos hemos de men­cionar el de convertirse en algo banal, en una especie de slogan que se repite continuamente, sin saber a ciencia cierta de qué se trata. Todavía hay algunos que estiman que se realiza el compromiso temporal cuando uno se priva de un cigarrillo (sic).

En todo caso, prescindiendo de esta perversión cari­caturesca del «compromiso temporal», es cierto que mu­chos no se dan cuenta exactamente de los riesgos que entraña. De esta forma, o se queda uno en algo que no es ni puede llamarse compromiso temporal auténtico; o nau­fraga al tropezar con dificultades no previstas.

No puedo pretender ni siquiera enunciar las más im­portantes. Por eso me limitaré a indicar algunas que tocan muy cerca al medio social en que os desenvolvéis, aunque naturalmente, de una u otra manera, pueden ser aplicadas a otros medios sociales.

1. — LA FAMILIA.

No es que la familia en cuanto tal signifique un obs­táculo para el compromiso temporal, puesto que cada uno debe tomarlo guardando el equilibrio entre sus ocupacio­nes familiares y lo que debe realizar al exterior. Me refiero a las dificultades que, de hecho, ofrece la familia a muchos cristianos de vuestro medio social que han percibido la exigencia cristiana de la actuación temporal.

Toda nuestra vida podría resumirse en la búsqueda in­cesante de un equilibrio que se rompe una y otra vez. Equi­librio entre Dios y el mundo, entre la oración y la acción, entre la intimidad y la exterioridad, entre la famila y la sociedad. Aun dentro de la familia hay que luchar para

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mantener permanentemente un equilibrio, que tiende a la ruptura, entre la dedicación a la mujer y a los hijos, entre la necesidad de proporcionar a la familia los bienes nece­sarios y la no menor necesidad de practicar en serio la bienaventuranza de la pobreza.

El equilibrio, a mi entender, se halla roto en la mayoría de los hogares cristianos en el aspecto que ahora nos inte­resa. Estoy firmemente convencido de los males que un-t educación individualista y una deficiente comprensión de las exigencias de la vida cristiana en el orden social han producido. La mayoría de los hogares cristianos no están preparados para comprender la necesidad del compromi­so temporal con todas sus consecuencias.

Cuando el marido o la mujer han descubierto indepen­dientemente la necesidad de comprometerse; y uno de ellos ha decidido hacerlo sin reservas, no tardan en pre­sentarse graves problemas que pueden dar al traste con la paz del hogar y el amor de los esposos. El peligro del desequilibrio acecha al matrimonio.

Supongamos que es el marido quien ha descubierto la exigencia cristiana del compromiso y desea ponerlo en práctica. El compromiso temporal exige una dedicación de tiempo, una aceptación de sacrificios que tocan a la vida del hogar, una necesidad de testimonio de vida cris­tiana que implica la renuncia a ciertas posiciones adquiri­das, la posibilidad de ser combatido, calumniado, perse­guido...

Si la mujer no ha sido cultivada en el mismo sentido, lo que ocurre en muy escasas ocasiones, no tardará en manifestarse la tendencia a la ruptura. La mujer, que quizás no tiene inconveniente alguno en prescindir de la presencia del esposo, siempre que la ausencia se convierta en la posibilidad de acrecentar el bienestar material del hogar; o de subir en la consideración de los demás por el

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acondicionamiento del mismo; o de mejorar la presenta­ción personal, pondrá el grito en el cielo cuando se entere de que la ausencia del marido solamente procurará dis­gustos y acarreará sacrificios.

Es duro, pero hay que decirlo así. No estamos educados para emprender una labor desinteresada y prolongada por el bien común. Se acepta el sacrificio de la ausencia del marido, si es que esa ausencia se ha de convertir en dinero o prestigio social. Se rechaza terminantemente en cuanto se trate de obras desinteresadas que, además, proporcio­nan disgustos. Claro que existen grandes compensaciones en la actuación desinteresada, pero para percibirlas hace falta un clima espiritual que todavía no se ha formado. Esto puede darnos una idea del materialismo que ha inva­dido nuestra sociedad y del falseamiento de nuestra vida cristiana.

No hay por qué decir que el caso se repite exactamente en sentido contrario. El marido está dispuesto a admitir muchas cosas si es que la salida de la mujer redunda en beneficio de unos cuantos valores que él estima. Se enfure­ce cuando la mujer se empeña en trabajar desinteresada­mente por los demás, haciendo padecer al egoísmo mascu­lino.

Todavía es muy freceunte escuchar a muchos padres cristianos una grave recriminación porque sus hijos se han complicado en tareas que no tienen una relación di­recta con su preparación profesional o su vida familiar. «¿Quién te manda a ti meterte en esas cosas?» «Si te hu­bieses dedicado al estudio, como era tu obligación, no te verías ahora en este compromiso», etc., etc.

Nadie duda de la obligación de estudiar, y malamente cumpliría su compromiso temporal quien pretendiese rea­lizarlo a costa del cumplimiento de obligaciones primarias. Pero todo tiene un límite y también debe existir una je-

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rarquía de valores. En nuestras familias cristianas pesa demasiado el olvido de los valores cristianos que han de incorporarse a la vida social.

Exquisito cuidado habrá que poner en la educación de la mujer por parte del marido, del marido por parte de la mujer, cuando se trata de la adopción de decisiones con­cernientes al compromiso temporal de cualquiera de ellos. Evidentemente no se puede sacrificar la paz del hogar por una impetuosa y precipitada decisión; pero tampoco pue­de abandonarse definitivamente el cumplimiento de las exigencias cristianas bajo pretexto de incomprensión.

Con pena he de decir que los sacerdotes observamos en esta materia una conducta especial. Si la desavenencia es por otros motivos, tratamos evidentemente de salvaguar­dar la paz del hogar; pero no dejamos de recordar los valores cristianos que han de vivirse en el seno del hogar. Basta recordar, por ejemplo, las exigencias del sexto man­damiento en el matrimonio. Cuando se trata de la actua­ción de los cristianos en el mundo, fácilmente olvidamos las exigencias de la justicia y de la caridad. ¿Por qué no realizar una labor educativa a propósito de la recepción del sacramento de la Penitencia? A veces no se comprende bien qué se hace en tantas horas dedicadas a la dirección espiritual de cristianos de confesión y comunión frecuentes,

2. — LAS POSICIONES PRIVILEGIADAS.

En la vida española universitaria se está verificando un fenómeno sumamente curioso del que se pueden derivar maravillosas enseñanzas para el tema que estamos inten­tando iluminar. Tiene tanto más interés, cuan lo que de la universidad precedéis en general los que os encontráis

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ahora aquí, pretendiendo dilucidar la tarea de un cristiano en el campo de lo temporal.

El universitario, por joven y por universitario, siempre tiende a ser radical; pero desde hace algún tiempo una minoría inquieta tiende a desembocar en las soluciones más extremas, o que parecen serlo. La revolución se ha convertido en etiqueta que distingue al universitario de­seoso de salir de la mediocridad general. Y no se crea que estoy hablando de puro «snobismo», que también existe en abundancia; no, me refiero a jóvenes universitarios bien intencionados y generosos, que realizan auténticos sacrifi­cios para adaptar su vida al ideal que la ilumina.

El fenómeno que apuntaba se produce en cuanto el universitario termina su carrera e ingresa en una profe­sión ; es decir, cuando verdadera y plenamente forma parte de su medio social, ya que la vida universitaria constituye como un medio artificial, que participa de las característi­cas del medio burgués, pero que no se asimila totalmente a él. Incluso se advierte ya en el último año de carrera, en que el universitario se hace más escéptico respecto a la acción social y va perdiendo fervor revolucionario.

Son innumerables los casos de universitarios que du­rante su permanencia en las aulas universitarias defen­dieron, no sólo teórica sino prácticamente, posturas avan­zadas de reforma social; desfondados por completo en cuanto ingresaron en los cuadros de una profesión bien definida. De revolucionarios han pasado a conservadores en el peor sentido de la palabra.

La estructura social me parece que explica suficiente­mente el lamentable fenómeno de dejación del ideal, aun­que éste fuese completamente equivocado. Lamentable, porque en realidad el ideal ha sucumbido al materialismo reinante en la sociedad y a la necesidad de conservar los privilegios del grupo social.

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Sé perfectamente que en vuestro medio social no todo es facilidad; conozco también los apuros iniciales de tan­tos médicos y abogados que ni siquiera ganan lo indispen­sable para vivir decorosamente. A pesar de ello, tengo que deciros que vuestro medio social es privilegiado dentro de la vida de la sociedad española. Privilegiado económicamen­te, ya que vuestros ingresos medios reales superan con mu­cho los de otros grupos menos favorecidos y que las dife­rencias son a veces irritantes. Privilegiado, porque vuestro medio social es rico en relaciones sociales; y ya sabemos que las relaciones valen casi siempre más que el mismo dinero.

Cuando se ingresa en vuestro medio social con pleno derecho, comienza el disfrute de una situación de privile­gio; y con ella se insinúa el peligro inminente de lo que suelo llamar «la instalación». Se ha dicho que el hombre es el peregrino de lo absoluto y es verdad; pero en el hom­bre existe una tendencia radical a instalarse en este mun­do, siempre que disfrute de una posición confortable en la vida social. Es el gran peligro de vuestro medio.

Es muy difícil renunciar continuamente a las ocasio­nes que se presentan para reafirmar la posición adquirida y para mejorarla. Constituye una tentación permanente la observación de la vida de los que se situaron, el deseo de tranquilidad y de comodidad que se hallan fácilmente al alcance de la mano. Es casi imposible sostener el asalto de la mujer y de los hijos que no se explican por qué el marido y el padre no aprovecha las ocasiones, como osten­siblemente lo hacen los vecinos y conocidos.

En cuanto comienzan las concesiones, la actuación tem­poral de nuestro universitario cambia de signo. Ahora tra­bajará para mantener unas estructuras que permiten vivir cómodamente en nuestra sociedad y la satisfacción de tantos caprichos que nuestra civilización se encarga de

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excitar. Y cuando la vida práctica discurre por esos cauces, el cambio de mentalidad no se dejará esperar. De los ata­ques del revolucionario se pasa fácilmente a la conformi­dad y a los intentos de justificación del «instalado»

3. — LA RUPTURA CON EL MEDIO SOCIAL

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Se ha dicho por voces muy autorizadas que el aposto­lado incluye dos momentos: el de la encarnación y el de la ruptura. Para transmitir el mensaje de salvación hay que encarnar profundamente en el medio social que se trata de cristianizar; todo apostolado «desde fuera» corre graves riesgos de fracasar. Pero la encarnación en el medio social no supone, sin más, la aceptación o asunción de todo lo que pertenece al medio social. A semejanza de Nuestro Señor, hay que asumirlo todo, menos el pecado.

Pues bien, el cristiano debe saber que en todo medio social se ha encarnado el pecado. Prescindiendo de la po­lémica cuestión acerca de la existencia de los pecados co­lectivos, puede afirmarse que cada medio social, porque se ha formado de las aportaciones de los hombres que lo componen, tiene sus propios pecados característicos. Así, un pecado que puede ser propio del medio obrero es el resentimiento. También vuestro medio social está impreg­nado de pecado, de pecados característicos cuya intensi­dad y frecuencia son mayores que en otros medios socia­les.

Si el compromiso temporal es la acción que el cristiano desarrolla para acomodar las estructuras e instituciones a las exigencias de los principios de la ley natural y de la doctrina cristiana, es lógico que tropiece en primer lugar con el pecado causante de la desviación. La doctrina cris­tiana no admite un total determinismo en la vida social,

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de manera que los hombres no fuesen de alguna manera responsables de lo que sucede. Al contrario, en el fondo de los problemas sociales, la Iglesia sabe que se encuentra el pecado, la violación de las virtudes que deben regular la convivencia humana.

Un cristiano de vuestro medio social que, vuelvo a re­petirlo, ocupa como tal medio social una posición privile­giada en nuestra sociedad, tiene que tropezar forzosa­mente con el pecado encarnado en las estructuras e insti­tuciones; con un pecado que favorece la posición del me­dio social propio. Al enfrentarse con el pecado, necesaria­mente surgirá el enfrentamiento con el propio medio so­cial.

Solamente los que han comenzado a trabajar seria­mente en este campo me entenderán plenamente. Es muy difícil darse cuenta a priori del drama del hombre com­prometido y enfrentado con su medio social. Al principio chocan sus actitudes; más tarde se le llama extravagante; finalmente se le excluye de alguna manera, se le hace el vacío en la medida de lo posible, se le perjudica econó­micamente y se intenta reducirle a posturas «razonables» por la sanción económica y el vacío social.

El P. Danielou ha descrito muy acertadamente la situa­ción del cristiano, refiriéndose al militante obrero:

«Si tal es la condición de todo cristiano, lo es en grado sumo del cristiano obrero. De ahí que sea él quien en nuestros días aparece como el testigo por excelencia. To­dos lo rechazan. Lo rechaza la cristiandad, que no puede admitir que se haga solidario de un movimiento que tiene como fin el destruirla, y lo rechaza por un reflejo de auto­defensa. Lo rechazan los marxistas, que no pueden acep­tar el que rehuse aceptar sus ídolos. No hay duda de que él es ese «desecho» del mundo, presentado en espec­táculo a los ángeles, que se halla en lo más profundo de

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ese remolino que agita a nuestro mundo en gestación. Es un verdadero signo de contradicción, ya que su situación no corresponde a realidad alguna existente. Es una situa­ción que tiene un sentido proféíico tan sólo. Pero es preci­samente —y en este hecho estriba su importancia— imagen del futuro, afirmación de lo imposible, un primer esbozo de una civilización obrera cristiana». (P. Danielou, «Miste­rio de la Historia», p . 101).

La ruptura no debe buscarse ni producirse como fruto del resentimiento, o de una especie de masoquismo, o también de una falsa actitud victimal. Cualquier impru­dencia en este sentido sería condenable. Pero la ruptura se producirá en cuanto el cristiano se enfrente con el pe cado y se niegue a colaborar en él. El medio social no se halla dispuesto normalmente a prescindir de las ventajas que el pecado proporciona; ni se halla dispuesto a tolerar posiciones.

Pío XII decía que la obra actual pide renuncias y sa­crificios para la práctica de la vida cristiana. Pide, incluso, sacrificios heroicos. Vuestro medio social, como cualquier otro, no se halla dispuesto al sacrificio ni a las renuncias necesarias. Paradójicamente, me atrevería a decir que el cristiano comprometido de vuestro medio social es el que combate por desmontar las posiciones en que vive insta­lado, con objeto de que la convivencia social pueda reali­zarse en la justicia y el amor.

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Sugerencias para la actuación inmediata

Como final de este cursillo acerca del compromiso tem­poral de los cristianos, podemos abordar de manera sin­tética algunos de los problemas que requieren la inserción de los cristianos para su solución. Me limitaré a hacer al­gunas sugerencias, a descubrir horizontes para la actua­ción temporal y a enjuiciar algunas situaciones de acuerdo con la doctrina de la Iglesia.

No me cansaré de recordar que un cristiano compro­metido es el que se halla convencido de la necesidad de re­formar y construir nuestro mundo desde los cimientos. Las palabras son de Pío XII e indican bien hasta dónde nos tienen que llevar las exigencias de nuestra vida cris­tiana.

El campo de actuación es enorme; la vida social se halla dividida en sectores interdependientes como decía hace poco. Las actividades pueden ser innumerables y to­das muy respetables, porque todas son necesarias para la recta convivencia social y porque tienen siempre el mismo objeto: restablecer el orden social en la justicia y el amor.

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líu la imposibilidad de tocar todos los problemas, me limi taré a indicar algunos que me parecen esenciales.

REFORMAS DE LA VIDA ECONÓMICA

Comenzaremos por la vida económica, no porque sea lo más importante de la vida humana, sino porque la vida económica nos proporciona los elementos indispensables para vivir, y sin vida no hay actividad de ninguna clase, por muy espiritual y elevada que sea. Los bienes econó­micos son muy necesarios, pero de carácter instrumental, al servicio y para la consecución de los bienes culturales y espirituales.

A. — Distribución de la riqueza y la renta

Es inevitable abordar este problema, aunque conozco perfectamente el desagrado que provoca. Muchos estiman que se ha hablado demasiado de una justa distribución y que es hora de hacer el silencio sobre esta cuestión, con objeto de producir más y parar la atención en otros pro­blemas importantes. No todo se arregla con dinero, dicen. Y tienen razón; pero no toda la razón.

Juan XXIII en la «Mater et Magistra» ha vuelto a hacer referencia a este problema en un capítulo dedicado a la retribución del trabajo. En él comienza por afirmar que existe una retribución deficiente del trabajo, incluso en los países desarrollados y acaba enunciando los criterios de una justa y equitativa distribución. No es, pues, ocioso que nosotros mencionemos el problema.

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La doctrina de la Iglesia acerca de la retribución del trabajo había sido formulada ya con claridad por los Papas anteriores. Particularmente Pío XI había señalado tres criterios para fijar la justa retribución: las necesidades del trabajador y de su familia, la situación de la empresa y el bien común. Juan XXIII ha insistido en estos criterios, pero las aplicaciones que ha realizado respecto al bien co­mún nos permitirán perfilar algunos aspectos que nece­sitan la urgente reflexión de los católicos y una acción in­mediata, aunque a largo plazo en cuanto a los resultados.

Nos dice Juan XXIII que hay que tener en cuenta el bien común nacional e internacional en la retribución del trabajo, así como en la fijación de los dividendos, del bene­ficio total, de las remuneraciones correspondientes al tra­bajo de dirección. Hay que agradecer al Papa estas deter­minaciones. Normalmente el criterio del bien común ha solido servir hasta ahora para asegurar que los salarios no deben ser tan altos que provoquen el paro obrero; pero nada se decía del bien común en relación con los dividen­dos y con los altísimos sueldos de algunos cargos. Veamos las consecuencias que tiene la aplicación del bien común en la fijación de las retribuciones.

El Papa señala las exigencias del bien común en el plano nacional tanto como en el internacional. No me pue­do detener ni siquiera en su enunciación, aunque llegaría­mos a conclusiones muy prácticas para la actuación en el campo económico. Solamente me voy a fijar en un aspecto que para mí reviste capital importancia y del que nos evadimos continuamente.

Señal indudable de que se respeta el bien común es el armonioso desarrollo de la economía, que no consiste simplemente en una mayor producción de bienes, sino en una recta y justa distribución de los mismos. La Iglesia no ha favorecido jamás el igualitarismo en las restribuciones,

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sino que lo ha combatido como contrario a la naturaleza de las cosas; pero reclama, en cambio, una disminución de las diferencias económico-sociales entre los grupos hu­manos.

«Mientras las economías de las diversas naciones evo­lucionan rápidamente y con ritmo aún más intenso des­pués de la última guerra, creemos oportuno llamar la atención sobre un principio fundamental; a saber: que el desarrollo económico debe ir acompañado y proporcio­nado con el progreso social; de suerte que de los aumentos productivos tengan que participar todas las categorías de ciudadanos. Es necesario vigilar atentamente y emplear medios eficaces para que las desigualdades económico-so­ciales no aumenten, sino que se atenúen lo más posible». (Juan XXIII, «Mater et Magistra». Ed. HOAC, p. 17, n. 73).

El paralelismo del progreso económico y del social es un principio fundamental según el Papa. Y ese paralelis­mo se mide también por la atenuación de las diferencias económico-sociales entre los distintos grupos.

Es preciso comparar este principio fundamental con nuestra realidad. No os voy a atosigar con cifras y esta­dísticas, pero me parece que las palabras de Juan XXIII implican una grave responsabilidad para todos los cató­licos. Es preciso que nos fijemos en estadísticas reales; es necesario que las elaboremos, si no existen todavía; es ab­solutamente imprescindible que sepamos si al progreso económico acompaña el progreso social y si las diferen­cias entre los grupos sociales tienden a atenuarse.

Yo no os lo podría asegurar ni en uno ni en otro sen­tido. Solamente sé que el Sr. Ministro de Hacienda en unas declaraciones de hace algunos años, al comienzo del Plan de Estabilización, afirmaba que las rentas de trabajo ha­bían disminuido en comparación al período anterior.

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Esto es extraordinariamente grave; tan grave que cae­ríamos plenamente en la censura que Pío XII dirigía a una cierta concepción del desarrollo económico y que el Papa Juan XXIII recoge y confirma: «Si tal justa distribución de bienes no fuese realizada o no estuviese más que imper­fectamente asegurada, el verdadero fin de la economía nacional no sería alcanzado, supuesto que, cualquiera que fuese la opulenta abundancia de bienes disponibles, el pue­blo, no habiendo sido llamado a participar en ellos, no sería rico, sino pobre». (Pío XII, Doc. Soc. BAC, p. 1128, número 6).

El examen de conciencia se impone y también la adop­ción de medidas eficaces como el Papa pide. Examen de conciencia que dejo a vuestro cargo, recomendándoos que establezcáis una sencilla comparación entre vuestros in­gresos totales, los que solamente se declaran ante Dios, y los que percibe un sencillo trabajador. A través de la com­paración de presupuestos podréis realizar una aproxima­ción a la realidad social y económica.

Examen de conciencia también respecto a los medios que se revelan eficaces para cambiar tal estado de cosas. La Iglesia no interviene en las cuestiones puramente téc­nicas, pero urge las morales y religiosas. Vosotros tendréis que determinar si una más justa distribución ha de reali­zarse a través de la modificación del sistema tributario o de otra forma cualquiera. Deberéis elegir el procedimien­to que os parezca más eficaz, atendidas las circunstancias de nuestro país. Pero primeramente necesitáis convence­ros íntimamente de la absoluta necesidad de la reforma y renunciar a los criterios del liberalismo económico que públicamente se exponen todavía por dirigentes de la vida económica.

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B. — Participación activa de los trabajadores

La «Mater et Magistra» está montada sobre la idea de la participación, como garantía del pleno desarrollo de la persona humana. Efectivamente, menguados serían los fi­nes de la doctrina social de la Iglesia si se limitase a pedir una más justa distribución de la riqueza en el mundo. No solo de pan vive el hombre y, con ser muy importante todo lo que afecta a su vida material, todavía tiene mayor valor lo que contribuye a su desarrollo espiritual, a lo que es específicamente humano.

Porque la Iglesia conoce al hombre sabe que para que se desarrolle plenamente necesita ejercitar sus facultades armoniosamente en todas sus ocupaciones. Es preciso que el hombre en sus actividades haga jugar a su inteligencia, ejercite su voluntad, emprenda libremente y bajo propia responsabilidad determinadas tareas. No es extraño que haya insistido en este tema de la participación dentro del cuadro de la vida económica.

«Porque en la naturaleza de los hombres se halla invo­lucrada la exigencia de que, en el desenvolvimiento de la actividad productora, tengan posibilidad de empeñar la propia responsabilidad y perfeccionar el propio ser». (Juan XXI rT, «Mpter et Magistra». Ed. HOAC, p. 18, n. 82).

Y añade el Papa: «Por tanto, si las estructuras, el fun­cionamiento... entorpecen sistemáticamente el sentido de responsabilidad... un tal sistema económico es injusto, aun en el caso de que, por hipótesis, la riqueza producida en él alcance altos niveles y sea distribuida según criterios de justicia y de equidad». (ídem., n. 83).

Conozco perfectamente la tenaz objeción que se suele oponer a esta doctrina: «Vdes., los eclesiásticos, son mora­listas ; pero no tienen en cuenta las condiciones reales. Una

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empresa necesita una autoridad fuerte para subsistir, que se opone a todo intento de participación activa de los tra­bajadores. Por otra parte, Vdes. deberían contar más con la incompetencia radical de nuestros trabajadores en la vida económica».

La objeción tiene sólidos puntos de apoyo, pero no re­siste tampoco a la crítica. En primer lugar porque me hace sospechar que los que la formulan desconocen tan profundamente la moral, como los moralistas pueden des­conocer las cuestiones económicas. Los moralistas no pi­den imposibles; señalan direcciones para la acción, metas que hay que conseguir desde el punto de vista moral, pero dejando suficiente libertad a los técnicos para el enjuicia­miento concreto. Veámoslo en este caso preciso.

No habrá un solo moralista que no reconozca la nece­sidad de una autoridad robusta en la empresa; el mismo Juan XXIII ha afirmado su necesidad en los párrafos que comentamos. Lo que niegan los moralistas, siguiendo fiel­mente al Papa, es la incompatibilidad de la autoridad con la participación activa; de la misma manera que la niegan en el terreno político o en cualquier otro campo.

Todo depende de la concepción que se tenga de la auto­ridad y de la participación. Si la autoridad se entiende como dominio tiránico de unos hombres sobre otros, es claro que existe la incompatibilidad. Pero al mismo tiempo nos alejamos de la concepción cristiana de la autoridad, que es un servicio al bien común. Si se comprende la par­ticipación activa como el reino de la anarquía, también es claro que no tolera la coexistencia con una autoridad fuer­te. Pero la participación no implica anarquía, sino demo­cracia en el sentido que la defiende la Iglesia. Y la de­mocracia pide, por definición, autoridad.

Cabe discurrir de la misma manera respecto a la com­petencia de los trabajadores. Se afirma una y o t ra vez que

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los trabajadores carecen de la preparación necesaria para intervenir en estas cuestiones. Pues bien, ha llegado el mo­mento de verificar la veracidad de estas afirmaciones y de sacar las consecuencias oportunas, cualquiera que sea la conclusión a que lleguemos.

Personalmente opino que la mayoría de nuestros traba­jadores carecen, por desgracia, de la preparación necesa­ria. Creo que se puede afirmar sin temor a ser desmentido que la culpa no recae precisamente sobre ellos, sino sobre la constitución de una sociedad que no les ha permitido adquirirla. Al mismo tiempo, me parece que hay que su­brayar el esfuerzo realizado por una minoría de trabaja­dores que probablemente podrían intervenir ya en nume­rosas cuestiones referentes a la vida de la empresa y a la economía nacional. Es peligroso desconocer la evolución de esta minoría; es dejar de manifiesto el orgullo de clase aferrarse a concepciones que ya no responden a la rea­lidad. r r-n."**W%r*R

Habría que decir algo más en este orden de cosas. La autoridad suprema corresponde en las sociedades anóni­mas, al menos nominalmente, según la legislación, a la Junta General de Accionistas. No es demasiado pedir a los cristianos que examinen lealmente si muchos accionistas se hallan mejor preparados que los trabajadores para el desempeño de tan delicada función. ¿El accionista que en­carga a un Banco la compra de unas acciones, con la mira puesta exclusivamente en la buena inversión y en el divi­dendo que percibirá al final del ejercicio, se halla mejor preparado que el trabajador que pasa gran parte de la vida dentro de la empresa?

Admitamos la falta de preparación de la mayoría. Si la participación activa de los trabajadores es una meta que nos hemos de proponer según la doctrina de la Iglesia, es necesario que con toda urgencia se pongan los medios efi-

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caces para lograr la competencia necesaria en un grupo de trabajadores representantes de sus compañeros. Y esa competencia implica un aspecto práctico que hay que abor­dar prudente, decidida y progresivamente. En el seno de la empresa existen muchas actividades en las cuales puede desarrollarse la capacidad y el sentido de responsabilidad de los trabajadores de la misma. Hay que poner buena vo­luntad e imaginación; las que se emplean cuando se ma­nejan los datos económicos y se trata de obtener una ma­yor rentabilidad.

Los Papas piden una participación activa en el plano de la economía nacional e internacional, por la dependen­cia que liga la vida de las empresas a la política económica y, en general, a las decisiones importantes que se toman en este terreno.

Algunos de vosotros os encontráis dentro de una em­presa en la vida económica; otros, en cambio, os desen­volvéis en el campo de las profesiones liberales que man­tienen un estatuto más independiente. Unos y otros no os podéis desentender de esta participación. Participación personal vuestra y de vuestros órganos de representación; esfuerzo para que en la vida económica se realice la parti­cipación de los demás grupos sociales, mediante organi­zaciones verdaderamente representativas, auténticas y efi­caces.

PROBLEMAS DE ORDEN SOCIAL

Entre los muchos que se pueden clasificar bajo esta ambigua denominación, me referiré solamente a algunos que presentan una acuidad mayor. Ahí hay campo para todas las generosidades y competencias.

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A. — Democratización mlturcí.

Con ella ligamos directamente con el último aspecto considerado. Si los trabajadores en general carecen de la formación indispensable para participar activamente en la vida económica, tanto en el plano de la empresa como en el nacional, se debe evidentemente a que han tenido cerrado en buena parte el acceso a la cultura.

Consultad las estadísticas, comenzando por la enseñan­za primaria. A pesar de todos los esfuerzos realizados, to­davía el panorama nacional presenta lagunas enormes. In­suficiencia de escuelas y de maestros; reducidos ingresos económicos y malas condiciones de vivienda de los mis­mos; necesidad de una cada vez mejor preparación peda­gógica... Comparad lo que se ha dedicado en nuestro país a la enseñanza primaria con otros gastos realizados y qui­zás llegaréis a la convicción de que es preciso cambiar la escala de valores.

¿Quién dudará de los resultados conseguidos en cuanto a la enseñanza profesional? Bastaría también hacer hablar a las estadísticas para convencer a los más reacios. Pero todos confesamos que son insuficientes. El desarrollo eco­nómico de nuestro país está exigiendo perentoriamente la creación de más especialistas y técnicos, el aprovechamien­to de tantos talentos que todavía se desperdician.

Si pasamos al campo de la enseñanza secundaria o su­perior, el panorama se hace más sombrío. No voy a juzgar de la eficiencia de nuestros Institutos, Colegios y Univer­sidades ; solamente os invito a que consultéis de nuevo las estadísticas y observéis las proporciones. Hay pocos uni­versitarios para un país que quiere progresar económica y socialmente; hay pocos universitarios y bachilleres, so­bre todo, si es que los aptos para llegar a estos grados de

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la enseñanza son más numerosos que los que en realidad llegan.

Particularmente hay que atender al problema de la igualdad de oportunidades. El fondo creado por el Estado con este nombre responde a una noble ambición: la de que nadie quede por bajo de sus posibilidades intelectua­les por falta de medios económicos. Nos hallamos, sin em­bargo, muy lejos de la meta.

Según datos proporcionados por técnicos de la educa­ción, solamente el 5 % de los estudiantes de la enseñanza superior son hijos de colonos, braceros, artesanos y jor­naleros. Las cifras no necesitan comentario, sobre todo si se tiene en cuenta lo que representan esos grupos sociales en el total de la población del país. Una buena parte de los que comienzan el bachiller o los estudios universita­rios abandona el empeño a los primeros años por dificul­tades económicas.

Ahí está el hecho bruto; ahí la elocuencia de las cifras. Sobre ellas ha de elaborarse un juicio cristiano que nos permita conocer la penetración real de nuestra vida cris­tiana en el entramado social. Si la distribución de las ri­quezas y de la renta; si la estructuración de nuestra socie­dad es tal que permite el acceso a los estudios superiores a los dotados económicamente, en tanto que lo impide a la mayoría de la población, la conclusión es bien sencilla: nuestra sociedad necesita una seria reforma para adaptar­se a los principios cristianos.

Nadie oponga que todo esto pertenece al dominio de la imaginación y a las utopías propias de gentes que no co­nocen las posibilidades reales del país. Constituiría una ingenuidad por mi parte pensar que todo ello se puede re­solver inmediatamente, como si solamente dependiese de la firma de un decreto. No; lo que afirmo solamente es que la situación actual es viciosa y hay que reformarla con

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la urgencia posible. Y para sentir la urgencia y agotar hasta las últimas posibilidades hay que estar muy conven­cido de la injusticia social y muy decidido a la aplicación de medidas eficaces. En otros países se han realizado pro­gresos sustanciales.

El acceso a los bienes de la cultura no solamente signi­fica la entrada en los estudios superiores para los verda­deramente aptos. Se extiende también a otros dominios como el del arte, etc. ¿Por qué no realizar un esfuerzo gigantesco para poner a disposición de todos las grandes obras de la literatura, música, pintura, etc.? ¿Por qué no cultivar la sensibilidad del pueblo, alelándolo al mismo tiempo de un empleo de los tiempos libres que después criticamos con injusta dureza?

Acceso a la cultura de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes; pero también de los adultos. Tengo la im­presión de que en nuestro país se hace muy poco para aumentar la cultura de los adultos. No solamente su pre­paración profesional con vistas al aumento de producti­vidad; sino también el cultivo humano que perfecciona directamente al hombre. He ahí una gran tarea en que muchos de vosotros podríais volcar los talentos recibidos y llenar una vida que quizás se distribuye entre el trabajo para ganar dinero y el simple disfrute, posiblemente tedio­so, de los bienes y posición adquiridos.

B. — Densidad de vida social

La Iglesia insiste muy particularmente en su doctrina social sobre la existencia de asociaciones intermedias en­tre el Estado y las personas particulares. El proceso de socialización analizado en la «Mater et Magistra» encamina

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al mundo en esa dirección, al intensificar las relaciones humanas complicando la trama de la vida social.

En la misma encíclica se señalan los peligros inheren­tes al proceso de socialización y la manera de obviarlos. Efectivamente, la intensificación de las relaciones entre los hombres implica un doble riesgo: el de la pérdida de inte­rioridad, al invadir lo social el terreno de la intimidad; y el peligro de estatización, por la creciente intervención del Estado aun en los campos más próximos al desarrollo per­sonal.

Contra esos dos peligros la Encíclica indica los reme­dios convenientes, puesto que el tono que utiliza el Papa Juan XXIII al hablar de la socialización es más bien opti­mista. Solamente se impedirá el proceso de masificación y de estatización, si existen asociaciones intermedias que cumplan estas dos condiciones: autonomía efectiva res­pecto de los poderes públicos y participación activa de sus miembros en la vida de la asociación.

A mi entender, es preciso fomentar estos organismos intermedios en nuestro país, donde la densidad social es escasa. Cuando la sociedad, entendida como ese conjunto de organismos intermedios dotados de las cualidades men­cionadas, apenas existe; nos encontramos en una situación peligrosa desde todos los puntos de vista. La persona hu­mana no encuentra las estructuras e instituciones necesa­rias para desarrollarse; no hay contrapeso a la actuación del Estado. El resultado es una masificación progresiva y una estatización opresora, que puede desembocar en un estallido social.

Deberían multiplicarse las asociaciones de tipo fami­liar, dedicadas a los problemas específicos de la familia en nuestra sociedad industrial. Dentro de esas asociacio­nes familiares, se ha de buscar a toda costa la parti­cipación activa de los padres, mediante procedimientos

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adecuados como encuestas; descubrimiento de matices co­rrespondientes a nuestra época y que modifican profun­damente la vida familiar; tratamiento de los problemas educativos de acuerdo con los adelantos pedagógicos y atendiendo a las características de la adolescencia y juven­tud actuales, etc.

Junto a las asociaciones familiares tienen perfecta ca­bida las de tipo cultural, bien dedicadas a la cultura en su conjunto, bien especializadas en un sector de la misma. Sin olvidar la tarea de culturización de los adultos, tan abandonada y tan necesaria en nuestro país. Las posibili­dades serán tanto mayores cuanto más libremente y sin trabas puedan desarrollar sus actividades bajo la alta vi­gilancia de la autoridad pública.

Mención especial merece en nuestra época el problema de los tiempos libres. Es cierto que desgraciadamente no es mucho el tiempo libre que queda a la mayoría de la población, teniendo en cuenta las horas que han de dedi­carse al trabajo remunerador para poder subsistir. Pero el problema se presenta ya desde ahora y ha de adquirir un volumen mucho mayor en el futuro. Tenemos que am­pliar el horizonte de los tiempos libres, reducido hoy a unas cuantas diversiones comercializadas y no pocas veces masificadoras y degradantes.

C. — Colaboración social

No nos engañemos. Los grupos sociales luchan entre sí, de forma poco visible normalmente; violentamente cuando se presenta la ocasión propicia. Que esta última forma no es más peligrosa que la primera en realidad, lo comprenderá cualquiera que pulse el estado de ánimo lar­vado que se va creando y desarrollando cuando faltan los

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choques más o menos violentos, que actúan a la manera de válvula de seguridad de las tensiones sociales.

Las tensiones sociales siempre existirán y no constitu­yen mal alguno mientras se mantienen dentro de ciertos límites. Por el contrario, pueden indicar la vitalidad de una sociedad que se desarrolla y en que todos toman parte activa. Es natural que se produzcan las tensiones entre grupos de intereses, entre opiniones diferentes acerca de las mil cuestiones de la vida social.

Cuando las tensiones, que en manera alguna niegan la colaboración, degeneran en la lucha de clases en sentido marxista, nos encontramos ante una sociedad enferma. Porque la lucha de clases en sentido marxista no solamen­te significa un enfrentamiento de los grupos sociales, sino que encierra un espíritu de odio y una tesis catastrófica acerca del progreso social. Se espera la sociedad perfecta del futuro del alumbramiento doloroso del odio y la vio­lencia.

Para llegar a una colaboración de los grupos sociales, tal y como la entiende la doctrina de la Iglesia, hay que proceder a una reforma de las estructuras e instituciones que imposibilitan el diálogo por su misma naturaleza. Esto, en el aspecto objetivo de la cuestión. Desde el punto de vista subjetivo, es necesario que cada grupo social se es­fuerce por combatir aquellos defectos característicos que más se oponen a una leal colaboración.

Por lo que se refiere a vuestro medio social, creo que los cristianos tienen que hacer un serio esfuerzo para ha­cer desaparecer la conciencia de superioridad que se ad­vierte en casi todas las manifestaciones de la vida social y el espíritu paternalista en las relaciones con otros gru­pos sociales y que es lógica consecuencia de la primera.

La conciencia de superioridad no se manifiesta sola­mente en las relaciones interpersonales. Diría que es don-

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176 HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO

de menos se manifiestan, afortunadamente, pues va pene­trando poco a poco la creencia firme en la dignidad de todas las personas humanas. Es en el terreno de la rela­ción entre grupos sociales donde surge el espíritu de clase o de casta, que niega a los miembros de otro grupo social el derecho, la competencia, la posibilidad de participar en ciertas tareas colectivas.

Vuestro grupo social considera como algo específica­mente suyo la dirección de las empresas, la gestión de la administración pública y prácticamente todas las tareas rectoras de la sociedad. Cuando representantes de los tra­bajadores industriales o agrícolas pretenden opinar en esas cuestiones, se encuentran con una negativa rotunda, con una oposición furiosa que no duda en recurrir a todos los medios, tan abundantemente colocados en sus manos.

Hay que llegar a una sociedad en que cada hombre mire a todos los demás como iguales en dignidad, como directa­mente interesados en la vida de la comunidad y partici­pantes activos de la misma, con la sola diferenciación de las funciones respectivas. Pero hay que partir del hecho que tan bien calificaba un buen amigo mío: es que en nuestra sociedad, todavía un hombre de una clase social mira a otro hombre de distinta clase social como a otra clase de hombre.

ACTUACIÓN EN EL ORDEN POLÍTICO

Sí; también un cristiano debe introducirse en este cam­po de la vida social en sentido amplio. A pesar de la mala prensa de que goza, quizás más particularmente entre los cristianos, la vida política, por ocuparse directamente de

HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO 177

la consecución del bien común, es la actividad más noble entre las terrenales.

Por un misterioso proceso, cuyo esclarecimiento nos llevaría demasiado lejos, los cristianos se han ido retiran­do del campo de la política con las consecuencias que se advierten en todo el mundo. Este es el momento en que parece vencida la repugnancia anterior y en que valerosas minorías de católicos se han lanzado a la vida pública con Ja aspiración de ordenarla según criterios cristianos.

Los cristianos han temido la contaminación al introdu­cirse en el terreno político, juzgado como el de los nego­cios sucios, el de las zancadillas alevosas, de las ambiciones desmedidas. No querían mancharse las manos, en frase de un célebre escritor; pero es muy posible que la verda­dera razón de su defección en la política no fuese esa. Es­tos cristianos no querían mancharse las manos; pero no se daban cuenta de que en realidad les faltaban los brazos.

«No es suficiente rebajar la naturaleza para elevarse en el terreno de la gracia... Porque no tienen la fuerza (y la gracia) de ser de la naturaleza creen que son de la gracia. Porque no tienen valor humano, juzgan que han penetrado en lo eterno. Porque no tienen valor para ser del mundo, creen que son de Dios. Porque no tienen el valor de pertenecer a uno de los partidos de los hombres, creen que pertenecen al partido de Dios. Porque no son del hombre, creen que son de Dios. Porque no aman a nadie, creen que aman a Dios». (Peguy).

Algo hay de eso en muchas posturas de alejamiento del mundo, aunque se presenten como producto de una espi­ritualidad elevadísima. Toda la grandeza que posee el ale­jamiento del mundo, cuando es la respuesta generosa a una auténtica vocación o llamamiento de Dios, desaparece y se convierte en mezquindad en el momento en que res-

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178 HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO

ponde al miedo a la vida, a un afán desequilibrado de pureza.

La doctrina de la Iglesia nos habla también de la inter­vención en el campo de la política. Pío XI afirmaba, en primer lugar, el derecho y el deber de los católicos a in­tervenir en la vida política; también nos ha indicado las razones de tal intervención.

«Lo cual no impide, por otra parte, que cada uno de los católicos pueda pertenecer a organizaciones de carácter político, siempre que en su programa y en su actividad den la garantía necesaria de tutelar los derechos, de no atacar a Dios y a los derechos de la Iglesia. Más aún; el preocuparse de la vida política y aun el participar en ella es deber de caridad social, porque todo ciudadano tiene la obligación de preocuparse cuanto pueda del bien de su propia nación». (Pío XI, al Card. Cerejeira, 10-XI-33. Col. Ene. de A.C., 5 ed., pp. 1107-1108).

La Iglesia posee una doctrina acerca de la vida política, siempre desde su punto de vista religioso-moral. En ella se nos dice qué es la autoridad, su misión, límites del po­der, obediencia que deben los ciudadanos a las leyes jus­tas, etc., etc. En los últimos tiempos ha insistido de ma­nera particular en unos cuantos principios, en atención a las circunstancias históricas, particularmente habida cuen­ta de la creciente intervención del Estada en todos los campos de la vida social.

También en el terreno de la política me limitaré a hacer unas cuantas sugerencias, siguiendo el pensamiento de la Iglesia para esta época histórica.

A. — Reino del Derecho

Pío XII ha reñido una gran batalla en contra del posi­tivismo jurídico, concepción del Derecho que no admite

HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO 179

más norma que la salida de manos del legislador humano. Niega el Derecho Natural y la sujeción que a él debe el Derecho positivo.

Una de las consecuencias del positivismo jurídico, y de otras doctrinas o concepciones jurídicas, es el imperio de la fuerza sobre el Derecho, tomado en toda su amplitud. En la Introducción a los Documentos Jurídicos de la BAC nos dice Carlos Viada:

«El que una norma sea declarada obligatoria en el Es­tado por el poder legislativo no basta para crear un ver­dadero derecho. El error del positivismo jurídico estriba en considerar la ley como norma suprema del derecho, error que está en la base del absolutismo del Estado y que equivale a la deificación del Estado mismo». (Doc. Jur. BAC, Prólogo, XII).

Efectivamente, Pío XII, que combatió sin descanso el positivismo jurídico, no dejó de advertir que su principal fruto era el Estado totalitario.

«Debía venir el Estado totalitario de impronta anticris­tiana, el Estado que —por principio, o al menos de he­cho— rompía todo freno frente a un supremo derecho di­vino, para descubrir al mundo el verdadero rostro del positivismo jurídico... Este «derecho legal» en el sentido aquí expuesto, ha transtornado el orden establecido por el Creador; ha llamado al desorden orden; a la tiranía, auto­ridad; a la esclavitud, libertad; y al delito, virtud patrió­tica». (Pío XII, Disc. a la Rota Romana el 13-XI-49. Doc. Jur. BAC, p. 307, n. 11-12).

Admitida la religación entre Derecho y Moral, como en­seña la doctrina cristiana, nos situamos inmediatamente en el plano del respeto a los derechos fundamentales de la persona, que deben ser reconocidos en el ordenamiento jurídico positivo. Con ello se trata de evitar la arbitrarie­dad del poder y de promover la garantía de una vida pa-

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INO HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO

i lu ta dentro del orden justo. Es el centro de la enseñanza de Pío XII en su Radiomensaje de Navidad de 1942.

«Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se de­tenga sobre la vida social, coopere a una profunda reinte­gración del ordenamiento jurídico... Del ordenamiento ju­rídico querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica, y con ello a una esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbi­trario... La relación entre hombre y hombre, del individuo con la sociedad, con la autoridad, con los deberes sociales, la relación de la sociedad y de la autoridad con cada uno de los individuos, deben cimentarse sobre un claro funda­mento jurídico y estar protegidas, si hay necesidad, por la autoridad judicial. Esto supone: a) Un tribunal y un juez que reciban sus normas directivas de un derecho cla­ramente formulado y circunscrito, b) Normas jurídicas claras, que no puedan ser tergiversadas con abusivas ape­laciones a un supuesto sentimiento popular y con meras razones de utilidad, c) El reconocimiento del principio que afirma que también el Estado y sus funcionarios y las organizaciones de él dependientes están obligados a la reaparación y a la renovación de las medidas lesivas de la libertad, de la propiedad, del honor, del mejoramiento y de la vida de los individuos». (Pío XII, RM. Navidad 1942. Doc. Jur. BAC, pp. 187-188, núms. 45-52).

Ahí tenemos todo un programa. Con semejantes prin­cipios podemos enfrentarnos con nuestro ordenamiento jurídico, tratando de corregir sus deficiencias y ajusfándolo lo más perfectamente posible a la doctrina que ve en el Derecho un «ordenamiento cuya misión no es dominar, sino servir, tender al desarrollo y crecimiento de la vita­lidad de la sociedad en la rica multiplicidad de sus fines, conduciendo hacia su perfeccionamiento a todas y cada

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una de las energías en pacífica cooperación...» (Pío XII. ídem, p. 179, n. 15).

B. — Opinión pública

Una de las mayores preocupaciones de la Iglesia en nuestro tiempo es el proceso de despersonalización y de masificación que se está verificando como producto de numerosas causas en la sociedad industrial. Nuestra vida social ofrece perspectivas y posibilidades no conocidas an­teriormente, pero también entraña riesgos contra los que nos debemos prevenir.

El hombre no se realiza plenamente como persona en tanto no sea capaz de un juicio acertado sobre los aconte­cimientos en que se ve sumergido en la vida social; juicio que permite una acción proporcionada dentro de los cau­ces en aue se sitúa la libertad humana en unas circuns­tancias determinadas.

Siendo el hombre sujeto y no objeto de la vida social, debe participar en ella activamente, como veremos a con­tinuación v para ello es condición imprescindible que en toda sociedad exista una opinión pública que «...es, en efecto, el patrimonio de toda sociedad normal compuesta de hombres que, conscientes de su conducta personal y social, están íntimamente ligados con la comunidad de la que forman parte. Ella es en todas partes, y en fin de cuentas, el eco natural, la resonancia común, más o menos espontánea, de los sucesos y de la situación actual en sus espíritus y en sus juicios». (Pío XII, La Prensa Católica y la Opinión Pública, 18-11-50. Col. Ene. AC, 5 ede, p. 333, núm, 2).

La concepción cristiana del hombre se debate entre otras que a sí mismas se llaman «realistas», pero que desconocen alguno de los aspectos esenciales, por donde

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caen necesariamente en una u otra desviación. Los indi­vidualistas desconocen la naturaleza social del hombre; los colectivistas aniquilan la persona humana reducién­dola prácticamente a sus relaciones sociales.

Dos concepciones extremosas del hombre encontramos respecto a su bondad o maldad, en íntima conexión con la división anterior en individualistas y colectivistas, aun­que las pareias de conceptos no puedan identificarse. Para unos, el hombre es naturalmente bueno y solamente las estructuras e instituciones lo pervierten. Para otros, en cambio, hav eme desconfiar plenamente de la bondad del hombre v de su capacidad. Es preferible transmitir a la sociedad todos los atributos que al hombre deben adornar.

Las dos concepciones dan lugar a las correspondientes posturas en el programa de la opinión pública. Los conven­cidos de la bondad natural del hombre son partidarios de una libertad sin límites, aunque en la realidad social que estructuran la libertad sea solamente el patrimonio de un grupo social. Los que desconfían del hombre, hasta caer en una especie de maniqueísmo social, prefieren restringir la libertad individual y traspasar al Estado, la clase social, etc, esa noble prerrogativa del hombre.

La concepción cristiana huye de tales extremos y acaba siendo verdaderamente realista, porque atiende a todo lo que es el hombre; no desconoce sus defectos y el pecado original que fue su patrimonio al nacer; pero se resiste a admitir una corrupción total y cree en las posibilidades que se ofrecen al hombre en el ejercicio de sus facultades, particularmente de su inteligencia y de su voluntad libre.

Por eso, la Iglesia reclama la existencia de una opinión pública y donde aprecia su inexistencia afirma que «se debería ver un vicio una enfermedad, una irregularidad de la vida social». (Pío XII. ídem, p. 333, n. 3).

Dos causas señala Pío XII de ese vicio grave de una

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sociedad que es la inexistencia de opinión pública: «el caso en que la opinión pública se calla en un mundo de donde aun la iusta libertad está desterrada y donde solo las opiniones de los partidos en el poder, la opinión de los iefes o de las dictadores, está autorizada a deiar oir su voz» CIdem. ídem). Pero también el caso de los países en que existe tal libertad y, sin embargo, faltan los requisitos interiores:

«Tan deplorable v acaso más funesta todavía por sus consecuencias es la de los pueblos donde la opinión pú­blica permanece muda, no por haber sido amordn/nda por una fuerza exterior, sino poraue le faltan aouellos renui-sitos interiores que deben existir en todos los hombres que viven en comunidad». (ídem, ídem).

A cada uno de vosotros corresponde el análisis, indivi­dual v en eemipo, acerca de uno de los hechos trne más nos deben preocupar ¿Existe una verdadera opinión pú­blica entre nosotros? ;En aué medida hav que modificar algunas estructuras e instituciones para eme no «ruede abosada? ¿Faltan en la población los reouisitos indispen­sables para eme exista una opinión pública normal?

La opinión pública existe, según el Papa, «hombre*? r>m-fundamente penetrados del sentimiento de su responsabi­lidad y de su íntima solidaridad con el medio en aue vi­ven». Comencemos el examen de nuestra sociedad, pero bueno será que le preceda el examen personal para saber si cada uno de nosotros llena las condiciones que se re­quieren para la existencia de una opinión pública.

Una tarea inmensa se nos abre. Hav que preparar a los hombres para ocupar con responsabilidad el puesto que les corresponde en la vida social. Hay que prepararlos des­de ahora, aprovechando todas las oportunidades, hacién­doles participar activamente en la vida de todas las aso­ciaciones intermedias, ayudándoles a formarse un criterio

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l'ioplo, gracias al cual puedan emitir un juicio sobre los acontecimientos de la vida social. La mayoría de nuestros católicos se halla lejos de este ideal del hombre y de la vida en sociedad.

C. — Participación en la vida política

He comenzado por intentar demostrar que los prejui-CJos de muchos católicos acerca de la vida política son in­fundados, al menos en derecho, aunque muchas veces ten­gan razón en cuanto a los hechos. Pero, si precisamente en la vida política diaria aparecen todos los defectos que se le achacan, es justamente por la deserción de los que tendrían que aportar su espíritu y competencia.

Se habla en todo el mundo de la despolitización, en el sentido de que los ciudadanos de una nación no se preo­cupan de la vida política; dejando este dominio al arbitrio de unas cuantas personas que encaminan fácilmente a las demás, valiéndose de todos los medios de propaganda que la técnica facilita. Concedida la despolitización en este sentido es un grave mal y una responsabilidad que recae sobre los católicos también.

Es difícil determinar la causa y el efecto, porque las acciones van seguidas de reacciones que, a su vez, actúan sobre las primeras. ¿La despolitización es causa de que solamente un grupo o unos cuantos grupos de personas se ocupen de la vida pública? ¿O será más bien el esfuerzo dirigido y organizado de estos grupos el que ha originado la despolitización? Probablemente las dos cosas actúan como causas y efectos a la vez.

Nuestro país no se libra de esa tendencia general; y la apatía, la desgana, el abandono de las responsabilidades cívicas aparecen a primera vista al observador de la rea-

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lidad social. Con ello se crean las condiciones más conve­nientes para que nuestra vida social caiga en alguna de las desviaciones que ha señalado la doctrina de la Iglesia. Per supuesto, la falta de preocupación por la vida polí­tica, cuyo fin es el bien común, es al mismo tiempo una de­ficiencia moral y la privación de uno de los medios que contribuyen a la realización personal.

Tenemos que reaccionar, ante todo, contra ciertas con­cepciones de la vida política que no pueden ser admitidas por la doctrina de la Iglesia; a pesar del margen de libertad que ésta concede a las opciones sobre la forma de gobierno, la estructuración del poder, etc.

Evidentemente hay que rechazar de plano todas aquellas concepciones que niegan la necesidad de una autoridad, a la que tienen por principal responsable de todos los ma­les sociales. La Iglesia ha condenado todas estas teorías y ha afirmado continuamente la necesidad de la autoridad como gerente del bien común, como servicio prestado a la comunidad.

Hay que rechazar igualmente de plano las pretensiones de una libertad ilimitada en la vida social. La libertad ha de tener unos cauces y está contenida dentro de las fron­teras del Derecho Natural y del Derecho positivo conforme con aquel. Vivir libremente no significa ciertamente la po­sibilidad de hacer lo que cada uno quiera en todos los órdenes. La Iglesia, que defiende ardientemente la libertad de los ciudadanos frente a un poder que siempre corre el peligro de extralimitarse, no es parca en las afirmaciones sobre las limitaciones lícitas de la libertad en la vida so­cial.

Con la misma energía rechazamos también aquellas concepciones que tienden a hacer del hombre objeto y no sujeto de la vida política. Tales concepciones se hallan muy en boga en nuestro tiempo, de ahí la insistencia de

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IHO HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO

ION Pupas más recientes en denunciar los peligros del tota­litarismo, del autoritarismo, del absolutismo del Estado, como aniauiladores de los derechos fundamentales de la persona humana.

En un discurso, poco conocido, a la Sagrada Rota Ro­mana, a propósito de las diferencias entre el ordenamiento jurídico civil y el eclesiástico, procedentes de la diferencia de naturaleza entre el Estado y la Iglesia, Pío XII condenó los esfuerzos del totalitarismo, del autoritarismo y de la falsa democracia, que «...han invocado para confirmar y para sostener sus opiniones, las presuntas analogías con la potestad eclesiástica» (Pío XII. Disc. a la Rota Romana, 2-X-45. Doc. Jur. BAC, p. 208, n. 6).

Partiendo de que «una de las exigencias vitales de toda comunidad humana, y, por lo tanto, también de la Iglesia y del Estado, consiste en asegurar debidamente la unidad en la diversidad de sus miembros», el Papa analiza cada una de las formas.

«...el totalitarismo es siempre incapaz de satisfacer esta exigencia, porque da al poder civil una extensión inde­bida, determina y fiia en el contenido y en la forma todos los campos de actividad, y de este modo oprime toda legí­tima vida propia...».

«Pero a aquella exigencia fundamental está muy lejos de satisfacer la otra concepción del poder civil, que puede ser destinada con el nombre de «autoritarismo», porque excluye a los ciudadanos de toda participación eficaz o influjo en la formación de la voluntad social. Divide, por tanto, a la nación en dos categorías, la de los dominadores y la de los dominados, cuyas recíprocas relaciones vienen a ser puramente mecánicas...».

Por fin, en cuanto a la democracia moderna: «Sin duda, donde está vigente una verdadera democracia teórica y práctica, está colmada aquella exigencia vital de toda sana

HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO 187

comunidad, a la que nos hemos referido. Pero esto tiene lugar, o puede tener lugar en igualdad de circunstancias, también en las otras formas legítimas de gobierno». (Pío XII. ídem, pp. 208-209-210, núms 8, 11 y 14).

Por donde aparece que hay dos formas políticas con­denables : el totalitarismo y el autoritarismo; y otra que puede ser sana: la democracia, junto a otras formas que no se mencionan. Los que se dediquen a la vida política tienen una referencia negativa y también otra positiva: «toda comunidad humana» debe «asegurar duraderamente la unidad en la diversidad».

Los partidarios del «autoritarismo» en economía o en política pueden adoptar un slogan antiguo, el que podía servir de divisa al despotismo ilustrado». «Todo para el pueblo, sin el pueblo». Frente a él, los católicos deben le­vantar bandera, afirmando con la doctrina de la Iglesia: «Todo para el pueblo, con el pueblo».

Poco más me queda por decir, después de haber abu­sado tan extraordinariamente de vuestra atención. La doc­trina social de la Iglesia es clara y obligatoria. Ella señala unos cauces para la vida social, sin imponer en manera alguna opciones que pertenecen al terreno de la pura téc­nica económica, social o política. Dentro de esos cauces queda campo libre para la opción personal de cada cris­tiano, para la opción de posturas bajo su propia respon­sabilidad y sin comprometer a la Iglesia.

Es preciso poner inmediatamente manos a la obra: «Solamente sobre los principios y conforme al espíritu del cristianismo pueden llevarse a cabo las reformas sociales tal cual son imperiosamente requeridas por las necesida­des y las aspiraciones de nuestro tiempo. Estas exigen por parte de unos espíritu de renuncia y de sacrificio; por parte de los otros sentido de responsabilidad y de resis­tencia; de todos un trabajo arduo y duro. Por ello Nos

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mgimos a todos los católicos del mundo entero, exhortán­dolos a no contentarse con buenas intenciones y bellos Programas, sino a proceder decididamente a su realiza­ción práctica». (Pío XII).

«No lamentos, acción es la consigna de la hora; no la­mentos de lo que es o de lo que fue, sino reconstrucción de lo que surgirá y debe surgir para bien de la sociedad» (Pío XII, RM. Navidad 1942. Doc. Jur. Bac, p. 184, n. 31).

Quería recordaros que a vuestro medio social, a vos­otros particularmente, los cristianos que deseáis trans­formarlo, convienen las palabras de Pío XII a los católicos alemanes en que se piden sacrificios y sacrificios heroicos.

Pero sacrificios que no se aceptan resignadamente y sin alegría. San Pablo nos dice que Dios ama al que da alegre­mente. ¡Qué pena produce el espectáculo de tantos cató­licos aplastados bajo el peso de unos mandamientos que deberían ser alas para volar por el camino del amor y se han convertido en pesadas losas que oprimen al hombre.

Cuando os invito, en nombre de la Iglesia, a participar en la construcción de un mundo mejor, más humano, más justo y más abierto al cristianismo, os invito a vuestra propia perfección personal; a una vida llena, vivida con entusiasmo generoso que no se asusta ante las dificulta­des ; que. se halla dispuesto a arrostrar los mayores sacri­ficios, porque esa es la voluntad de Dios y porque todo coopera al bien de los que le aman.

Muchas gracias.

índice

PRIMERA PARTE. — EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO .. . 7

I. — Trascendencia y encarnación en la historia 12 Espiritualidad de alejamiento del mundo 13 Separación de religión y vida 17 Los cristianos comprometidos 21

II. — Razones doctrinales de la no intervención 26

1. — Cristo fundó un Reino que no es de este mundo 27 2. — Cristo se negó a intervenir en los asuntos de este

mundo , 27 3. — Cristo no se preocupó de la Reforma social 28 4. — Cristo sólo habló de caridad; no de justicia 29

Refutación del esplritualismo desencarnado 30

1. — Cristo nos juzgará por el amor 33 2. — Cristo nos ordena hacer lo que Él no hizo 35

Los argumentos positivos 37

1. — Amar el mundo , 3jj 2. — Amar al hombre concreto 40 3. — Amar al Hijo de Dios 42

La enseñanza del magisterio ^g

1. — La Iglesia debe intervenir en lo temporal 45 2. — No en lo puramente técnico 4g

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190 HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO

3 - E l esplr i tual ismo desencarnado condenado 4 E l católico no rma lmen te debe ac tuar en el m u n d o 48 •> Actuación en el m u n d o de las ideas 6 Actuación en la polít ica *>1 '• — E n los puestos decisivos • " 8 Mediante u n a acción eficaz 54 9 Y grandes sacrificios S6

10 E n la tarea más grandiosa 57

SECUNDA P A R T E . _ P R I N C I P I 0 S p A R A L A A C C I 0 N 59

• — C u e s t i o n e s previas 6 5

¿San t idad o Reforma de es t ruc turas?

A. — ¿ o s partidarios de la reforma interior ..

65

„ .~„ «* , vi urina interior — ' tro

B . — Los partidarios de la reforma de estructuras C. — Doctrina pontificia •

¿Jus t ic ia o caridad en la reforma social? ' '

A. — Por qué se ha planteado el problema ' °

B . — La doctrina pontificia : 84

I I . — Un orden social para la persona h u m a n a 91

La persona h u m a n a centro de la doc t r ina social 93

1. — Concepción individual is ta 95 2. — Concepción colectivista ,. , . . 96 3 . — Concepción cris t iana 97

Dignidad de la persona y derechos fundamenta les 99

1. — Derecho a la vida corporal -inn 2 . - Derecho a la vida in te lec tual i n -3 . — Derecho a la vida mora l , „ ,

Bien común y derechos fundamenta le s 1 n „

1. — El fin de la sociedad es el b i e n común l n 0

2. — E l contenido del bien c o m ú n ,

A ) Bienes económicos .

' 112 B ) Bienes culturales . . . u

' 7 Vi C ) Bienes espirituales . .

114

HACIA UN CRISTIANISMO ADULTO 1 9 1

Bien común y derechos fundamenta les 117

1. — Bien común y bienes par t iculares 117 2. — Bien común real y aparente 119

T E R C E R A P A R T E . — H A C I A U N C R I S T I A N I S M O A D U L T O . . . 125

I . — Las etapas del compromiso temporal 131

La creación del cl ima inter ior 132

Acción ahora mismo 134

An te la p r imera injust icia 136

Revisión de la actuación 139

La acción organizada 143

Los criterios de elección 144

Etapas de la actuación temporal 147

Algunas dificultades del compromiso temporal 151

1. — La familia 152 2. — Las posiciones privilegiadas 155 3 . — La r u p t u r a con el medio social 158

I I . — Sugerencias para la actuación inmedia ta 161

Reformas de la vida económica 162

A. — Distribución de la riqueza y la renta 162 B. — Participación activa de los trabajadores 166

Problemas de orden social 169

A. — Democratización cultural 170 B . — Densidad de vida social ... 172 C. — Colaboración social 174

Actuación en el orden político 176

A. — Reino del Derecho 178 B . — Opinión pública 181 C. — Participación en la vida política 181