Alcanzando Al Dios Invisible p Yancey

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Alcanzando al Dios Invisible Philip Yancey

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Alcanzando al Dios

Invisible

Philip Yancey

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Así dice el Señor: «Que no se gloríe el sabio de su sabiduría, ni el poderoso de su poder, ni el rico de su riqueza. Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe de conocerme …»

JEREMÍAS 9:23-24

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ÍNDICE

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Title Page

Prefacio

Primera parte — La sed: Nuestro anhelo de Dios

1. Nacido de nuevo, pero en mala posición

2. Sediento junto a la fuente

Segunda parte — La fe: Cuando Dios parece ausente, indiferente, e incluso hostil

3. Lugar para la duda

4. La fe bajo fuego

5. Las dos manos de la fe

6. Vivir en fe

7. El dominio de lo ordinario

Tercera parte — Dios: El contacto con el Invisible

8. Conozca a Dios, o a alguien más

9. Un perfil de personalidad

10. En el nombre del Padre

11. La piedra de Rosetta

12. El intermediario

Cuarta parte — La unión: Una relación de desiguales

13. La transformación

14. Fuera de control

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15. La pasión y el desierto

16. Amnesia espiritual

Quinta parte — El crecimiento: Las etapas del camino

17. Niño

18. Adulto

19. Padre

Sexta parte — La restauración: La meta de la relación

20. El paraíso perdido

21. La ironía de Dios

22. Un matrimonio concertado

23. El fruto de la labor del viernes

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About the Pubilisher

NOTAS

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PREFACIO

En cierto sentido, he estado escribiendo este libro desde el primer día en que sentí hambre por conocer a Dios. Esta hambre parece más bien básica, pero muchas de las recetas que he seguido para saciarla no me han satisfecho. Los cristianos presentan la brillante promesa de «una relación personal con Dios», como indicando que el conocimiento de Dios funciona de la misma forma que la relación con una persona humana. Sin embargo, un día baja el telón; el que separa lo invisible de lo visible. ¿Cómo puedo tener una relación personal con un ser, cuando nunca estoy totalmente seguro de que esté presente? ¿O es que existe alguna forma de estar seguro? He escrito el libro en forma de progresión desde la duda hasta la fe, de manera que recapitule mi propio peregrinar. A los desconfiados con la espiritualidad, o tal vez escarmentados por malas experiencias en las iglesias, les sugiero que lean mientras puedan y después se detengan. Tengo planes de escribir un segundo libro para hablar de cuestiones más prácticas sobre esta relación, como la comunicación con Dios. En cada caso, tengo presente el comentario de C. S. Lewis de que, más que recibir instrucción, necesitamos que se nos recuerde lo que sabemos. Al fin y al cabo, estoy tomando las preguntas más antiguas dentro de la experiencia cristiana, preguntas que sin duda preocuparon tanto a los cristianos del siglo primero como nos preocupan hoy a nosotros en el siglo veintiuno. A causa de ciertas sensibilidades, también debo mencionar que en ocasiones me apoyo en el pronombre masculino para referirme a Dios. Por supuesto, sé que Dios es invisible, y que no tiene cuerpo con partes (razón fundamental por la que escribo este libro), y es lamentable que no tengamos unos pronombres personales neutros adecuados. Me disgustan todas las soluciones que convierten a Dios en una abstracción, haciéndolo menos personal. A causa de las limitaciones del lenguaje, regreso a la solución bíblica de los pronombres masculinos. John Sloan, mi corrector de estilo, me acompañó a lo largo de un sendero editorial más tortuoso que de costumbre. John se las arregla para señalar defectos que van a necesitar semanas de trabajo para corregirlos, pero lo hace de forma tal que lo hace sentir a uno animado y esperanzado. Según he podido aprender, un buen corrector de estilo tiene algo de terapeuta o de trabajador social. Bob Hudson y muchos otros en Zondervan hicieron pasar mi original por las etapas electrónicas posteriores. Y Melissa Nicholson, mi ayudante, me prestó un servicio muy valioso. Les envié un primer borrador de este libro a una diversidad de lectores, a fin de recoger sus impresiones, y las copias con anotaciones que recibí de vuelta por correo me convencieron de que la relación con Dios es tan subjetiva y variada como las personas que están en el otro extremo. Quiero presentar mi agradecimiento a Mark Bodnarczuk, Doug Frank, David Graham, Kathy Helmers, Rob Muthiah, Catherine Pankey, Tim Stafford, Dale Suderman y Jim Weaver por sus valiosas respuestas. Me ayudaron, no solo con el contenido, sino también con la estructura y con el concepto general del libro. En los primeros borradores, me sentía como atrapado dentro de un laberinto; ellos me dieron las indicaciones que me ayudaron a encontrar el camino de salida. Uno de esos lectores me contestó diciendo: «Así que tenga buen ánimo, amigo mío, y deje que este libro sea lo que todo libro religioso es: un dedo imperfecto que señala con una inexactitud indeterminable hacia Alguien al que no podemos hacer presente solo con señalarlo, sino hacía Alguien de quien y hacia quien aún así sentimos el permiso para señalar débilmente,

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irrisoriamente, tiernamente». A estas palabras respondo de todo corazón: ¡Amén!

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PRIMERA PARTE

La sed

Nuestro anhelo de Dios

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CAPÍTULOUNO

NACIDO DE NUEVO, PERO EN MALA POSICIÓN

¡Oh, Dios mío, no te amo; ni siquiera deseo amarte, pero quiero querer amarte! TERESA DE ÁVILA

Un año, mi esposa Janet y yo visitamos Perú, el país donde ella pasó su niñez. Viajamos hasta el Cuzco y Machu Picchu para ver las reliquias de la grandiosa civilización inca, que tuvo tantos logros sin el beneficio de un alfabeto y sin conocer el uso de la rueda. En una verde meseta en las afueras del Cuzco, nos acercamos a una pared formada por unas inmensas piedras grises que pesaban unas diecisiete toneladas cada una. «Las piedras que ven aquí fueron cortadas a manos y ensambladas en el muro sin mortero, y con una precisión tal, que no es posible ni insertar una hoja de papel entre ellas», se ufanó nuestro guía peruano. «Ni siquiera los rayos láser modernos pueden cortar con tanta precisión. Nadie sabe cómo lo hicieron los incas. Por supuesto, esa es la razón por la cual Erich von Daniken sugiere en el libro Chariots of the Gods que una avanzada civilización procedente del espacio debe haber visitado a los incas». Alguien de nuestro grupo preguntó acerca de la ingeniería necesaria para transportar aquellas gigantescas piedras por el terreno montañoso sin el uso de ruedas. Los incas no dejaron nada escrito, lo cual hace surgir muchas preguntas de este tipo. Nuestro guía se acarició la barbilla pensativo, y después se inclinó hacia nosotros, como si fuera a divulgar un gran secreto. «Bueno, la cosa es así …» El grupo se quedó callado. Pronunciando con cuidado cada palabra, nos dijo: «Conocemos las herramientas … pero no conocemos los instrumentos». Una mirada de satisfacción cruzó su rostro quemado por el sol. Mientras todos lo seguíamos mirando en espera de una explicación, el guía se dio media vuelta y siguió al recorrido. Para él, su misteriosa respuesta había resuelto el rompecabezas. A lo largo de los días siguientes, como respuesta a otras preguntas, repetía la frase, que para él tenía algún significado especial, aunque el resto de nosotros no lo lograba captar. Después de irnos del Cuzco, aquello se convirtió en una especie de chiste continuo dentro de nuestro grupo. Cada vez que alguien decía, digamos, que iba a llover por la tarde, otro contestaba, imitando al guía: «Bueno … conocemos las herramientas … pero no conocemos los instrumentos». Esas enigmáticas palabras me vinieron a la mente hace poco, cuando asistí a una reunión con varios antiguos compañeros de estudio de un colegio universitario cristiano. Aunque no nos habíamos visto durante veinte años, muy pronto pasamos de la charla inconsecuente a un nivel de intimidad más profundo. Todos habíamos luchado con la fe, pero a pesar de esto, seguíamos sintiendo el gusto de identificarnos como cristianos. Todos habíamos conocido el dolor. Nos fuimos poniendo al día, hablando primero de nuestros hijos, profesiones, traslados de un lugar para otro y títulos universitarios. Entonces la conversación se volvió más difícil: padres con la enfermedad de Alzheimer, compañeros de estudios divorciados, enfermedades crónicas, fallos morales, hijos de los que habían abusado miembros del personal de las iglesias.

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Al final llegamos a la conclusión de que Dios está mucho más en el centro de nuestra vida ahora que durante nuestra época de estudiantes. Pero al recordar el lenguaje usado entonces para describir las experiencias espirituales, nos parecía casi incomprensible. En las clases de teología de veinticinco años atrás, habíamos estudiado la vida llena del Espíritu, el pecado y la naturaleza carnal, la santidad, la vida abundante … Sin embargo, ninguna de aquellas doctrinas había resultado de la forma que nosotros esperábamos. Explicarle una vida de éxtasis espiritual a una persona que se pasa el día entero cuidando a un padre enfermo de Alzheimer, malhumorado y que moja su cama, es como explicar las ruinas incas diciendo: «Conocemos las herramientas … pero no conocemos los instrumentos». Sencillamente, el lenguaje no transmite el significado. Las palabras que se usan en las iglesias tienden a confundir a la gente. El pastor proclama que «el propio Cristo vive en usted» y que «somos más que vencedores» y, aunque esas palabras despierten una nostálgica sensación de añoranza, en el caso de muchas personas no tienen aplicación a la experiencia diaria. Un adicto sexual las oye, ora para pedir liberación, y esa misma noche cede de nuevo ante un mensaje que le llega sin pedirlo a su carpeta del correo electrónico, procedente de alguien que lleva por nombre Candy o Heather, y que promete satisfacer sus fantasías más ardientes. Una mujer que se sienta en la misma banca, piensa en su hijo adolescente, encerrado en un reformatorio a causa del abuso de drogas. ¿Acaso Dios ama a su hijo menos que ella? Muchos más ya ni se acercan a la iglesia, y entre ellos se incluyen tres millones de estadounidenses que se identifican a sí mismos como cristianos evangélicos, pero nunca asisten a una iglesia. Tal vez tuvieron una época de fervor en el colegio universitario, y después ese ardor se desvaneció para nunca volverse a encender. Uno de los personajes de John Updike hacía notar en la obra A Month of Sundays [Un mes de domingos]: «No tengo fe. Mejor dicho, tengo fe, pero no parece tener aplicación alguna a mi vida». Escucho a algunas personas así, y recibo cartas de muchas más. Me dicen que la vida espiritual no los marcó de manera permanente. Lo que experimentaban en persona parecía ser de un orden distinto a lo que oían describir con tanta seguridad desde el púlpito. Para mi sorpresa, son muchos los que no culpan a la iglesia, ni a otros cristianos. Se culpan ellos mismos. Piense en esta carta de un señor de Iowa: Yo sé que hay un Dios: creo que existe; solo que no sé qué creer acerca de él. ¿Qué puedo esperar de ese Dios? ¿Interviene cuando se lo pido (a menudo o raras veces) o debo aceptar el sacrificio de su Hijo por mis pecados, sentirme afortunado y dejar en ese punto la relación? Acepto que soy un creyente inmaduro; que obviamente, mis expectativas con respecto a Dios no son realistas. Supongo que sea porque me he visto desilusionado tantas veces, que cada vez oro pidiendo menos, para no seguir recibiendo desilusiones una y otra vez. A fin de cuentas, ¿qué aspecto debe tener una relación con Dios? ¿Qué debemos esperar de un Dios que dice que somos amigos suyos? Esa desconcertante pregunta acerca de las relaciones sigue apareciendo en las cartas. ¿Cómo se sostienen relaciones con un ser tan diferente a todos los demás, imposible de percibir por nuestros cinco sentidos? Es lo que estoy escuchando de un incontable número de personas que luchan con estos interrogantes. Me imagino que sus cartas hayan sido motivadas por libros que he escrito con títulos como: Cuando la vida duele: ¿Dónde está Dios cuando se sufre? [Editorial Clie] y Desilusionado con Dios [Editorial Unilit]. Una persona me escribió diciendo: He estado pasando por un par de años enormemente difíciles. A veces me parece que la

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presión me va a aplastar. Todo esto ha sacudido mi fe en Jesucristo, y todavía estoy tratando de empatar los pedazos de una fe que solía ser indestructible. No me pregunto, si Dios o Jesús son reales, sino si mi fe y lo que llaman una «relación personal» son genuinas. Recuerdo todo lo que he dicho y hecho con relación a él, y me pregunto: «¿Era realmente sincero en lo que estaba diciendo?», o sea, ¿cómo puedo decir que tengo fe en Dios cuando me estoy preguntando siempre si él realmente, está presente? Oigo hablar de gente que ora para pedir cosas, y que Dios les ha dicho esto o aquello, pero cuando yo soy el que digo esas cosas «espirituales», me encuentro con que solo estoy tratando de impresionar a alguien, o simplemente, actuando con poca sinceridad. Solo pensarlo me revuelve el estómago. Por eso me sigo preguntando: «¿Cuándo me va a tocar a mí? ¿Cuándo van a funcionar las cosas para mí?» ¿Qué me sucede? Otro lector me escribió con el mismo espíritu de abatimiento, preguntando si la frase «relación con Dios» tiene en realidad algún sentido. Me describió a su abuelo, un santo varón que se pasa todo el día orando, leyendo la Biblia y libros cristianos, y escuchando sermones grabados. El anciano apenas puede caminar u oír, y toma píldoras para aliviarse del dolor que le produce la artritis en las caderas. Desde la muerte de su esposa ha vivido solo en un estado cercano a la paranoia, en continua ansiedad por las facturas de la calefacción y las luces que se quedan encendidas. «Cuando lo miro», me decía el nieto, «no veo a un santo lleno de gozo y en comunión con Dios; veo a un anciano solitario y agotado, sentado la mayor parte del tiempo en espera de ir al cielo». Entonces citaba un pasaje de Garrison Keillor acerca de la anciana tía Marie: «Ella sabía que la muerte solo era una puerta de entrada al reino, donde Jesús le daría la bienvenida, donde no habría más llanto ni sufrimiento, pero mientras tanto estaba obesa, le dolía el corazón y vivía sola con sus malgeniosos perritos, dando vueltas por su oscura casita llena de figuritas chinas y periódicos dominicales viejos». Otro lector fue más conciso: «Me pregunto si en la metáfora de nacer de nuevo, yo no habré nacido en mala posición». Hace unos diez años, los miembros de un grupo de discusión al que pertenecía acordamos realizar un ejercicio en el cual cada uno de nosotros le iba a escribir a Dios una carta abierta, para traerla consigo a nuestra siguiente reunión. Hace poco, mientras revisaba algunos papeles, encontré mi propia carta: Querido Dios: Una de las amigas de Pattie le hizo la siguiente acusación: «Tú no actúas como si Dios estuviera vivo», y desde entonces, la misma me ha perseguido en forma de pregunta: ¿Actúo yo como si tú estuvieras vivo? Algunas veces te trato como si fueras una sustancia; un narcótico como el alcohol o el valium, cuando necesito alivio, cuando hace falta suavizar la dureza de la realidad o hacerla desaparecer. Algunas veces me puedo salir de este mundo con facilidad para entrar en una conciencia de que existe un mundo invisible; y la mayor parte del tiempo creo realmente que existe, y que es tan real como este mundo de oxígeno, de césped y de agua. Pero, ¿cómo hago lo opuesto? ¿Cómo hago que la realidad de tu mundo —tu realidad— entre en mi vida diaria, en mi yo diario, para transformar su entumecedora monotonía? He visto progresos; lo admito. Ahora te veo como alguien a quien respeto; incluso, reverencio, en lugar de temer. Ahora, tu misericordia y tu gracia me impresionan más que tu santidad y el temor a ti. Jesús es quien lo ha hecho, supongo. Te ha amansado; al menos lo suficiente como para que podamos vivir juntos en la misma jaula sin que me tenga que mantener arrinconado todo el tiempo. Te ha hecho atractivo, digno de amor. Y me digo que a mí también me ha hecho atractivo y digno de amor. Nunca habría podido lograr eso por mi cuenta; tengo que

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aceptar tu palabra. Gran parte del tiempo, apenas la creo. Entonces, ¿de qué manera actúo como si tú estuvieras vivo? Esas células de mi cuerpo; las mismas que sudan, orinan, se deprimen y dan vueltas incómodas durante la noche en mi cama; ¿cómo llevan consigo esas células el esplendor del Dios del universo de una forma que se desborde de ellas para que los demás lo noten? ¿Cómo amo aunque sea a una persona con el amor que tú viniste a traer? De vez en cuando me quedo atrapado en tu mundo, y te amo, y he aprendido a arreglármelas bien en este mundo, pero ¿cómo los puedo reunir a los dos? Eso es lo que te pido, me parece: que pueda creer en la posibilidad de un cambio. Cuando vivo dentro de mí mismo, me es difícil observar el cambio. Muchas veces parece como una conducta aprendida, como una serie de adaptaciones a un ambiente, tal como dirían los científicos. ¿Cómo dejo que me cambies en mi esencia, en mi naturaleza, para hacerme más semejante a ti? ¿O es eso posible siquiera? Es divertido que me sea más fácil creer en lo imposible —creer que abriste el Mar Rojo, creer en el Domingo de Resurrección— que creer en lo que debería parecer más posible: el lento y continuo amanecer de tu vida en gente como yo, y Janet, y Dave, y Mary, y Bruce, y Kerry, y Janis, y Paul. Dios mío, ayúdame a creer en lo imposible. Recuerdo que mi amigo Paul se sorprendió cuando le leí mi carta al grupo. Me dijo que parecía muy impersonal, distante y vacilante. Lo que describía no tenía nada que ver con la cercanía que él sentía con respecto a Dios. El recuerdo de su reacción resucita mis propias dudas, haciendo que me detenga para preguntarme qué me autoriza a escribir un libro en el que investigue una relación personal con Dios. En una ocasión, una casa editora me pidió un libro más «pastoral», y no se lo pude escribir. No soy pastor, sino un peregrino infectado por la duda. Solo puedo ofrecer esa perspectiva: la de un peregrino en el que se refleja lo que Frederick Buechner ha descrito como «uno que va por el camino, aunque no haya recorrido un gran tramo, y que al menos tiene una idea ligera y a medio construir de a quién es al que hay que darle las gracias». He vivido la mayor parte de mi vida en la tradición protestante evangélica, que insiste en la relación personal, y he decidido por fin escribir este libro porque quiero identificar por mí mismo cómo funciona en realidad la relación con Dios, no cómo se supone que funcione. La posición de la tradición evangélica —la de una persona que busca a Dios ella sola, sin sacerdotes, iconos u otros mediadores— encaja de manera peculiar en el temperamento de un escritor. Aunque consulte otras fuentes y entreviste a gente sabia, al final debo poner orden en las cosas en medio de la soledad, de forma introspectiva, con papeles en blanco para escribir en ellos mis pensamientos. Esto crea sus propios peligros, porque la vida cristiana no está hecha para que la viva una persona que se pase todo el día sola, sentada pensando acerca de ella. Cuando comienzo un libro, tomo un machete y me empiezo a abrir paso a machetazos por la selva, no con la idea de abrirles brecha a otros, sino con el fin de hallar un sendero por el cual la pueda atravesar yo mismo. ¿Me va a seguir alguien? ¿He perdido el camino? Nunca sé las respuestas a esas preguntas mientras escribo. Solo sigo blandiendo el machete. Sin embargo, esa imagen no es muy precisa. Al abrirme paso, estoy siguiendo un mapa trazado por muchos otros, la «gran nube de testigos» que me han precedido. Mis luchas con la fe tienen por lo menos esto a su favor: proceden de una larga y distinguida línea de personas. En la propia Biblia encuentro unas expresiones semejantes de duda y de confusión. Sigmund Freud acusaba a la iglesia de enseñar solo las preguntas que ella misma puede responder. Tal vez haya iglesias que lo hagan, pero podemos estar seguros de que Dios no lo hace. En libros como Job, Eclesiastés y Habacuc, la Biblia hace unas francas preguntas que no tienen respuesta.

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Al investigar, descubro que hay grandes santos que también se han encontrado con muchas de las mismas barricadas, los mismos desvíos y los mismos callejones sin salida que yo experimento y también expresan los que me escriben. Las iglesias modernas tienden a presentar con frecuencia testimonios de éxitos espirituales; nunca fracasos. Eso solo hace que aquellos que están batallando en las bancas se sientan peor que antes. Los libros y los videos se centran también en los triunfos. Sin embargo, indague con un poco más de profundidad en la historia de la iglesia y va a hallar una historia diferente. La de aquellos que se esfuerzan por nadar contracorriente como los salmones que van a desovar. En sus Confesiones, San Agustín describe con minuciosos detalles su lento despertar. «Quería estar tan seguro de las cosas que no puedo ver como lo estaba de que siete y tres son diez», escribe. Nunca llegó a hallar esa certeza. Este sabio del siglo cuarto que vivió en el norte de África luchaba con las mismas cuestiones que incomodan a los cristianos hoy: creer en lo invisible y superar una persistente desconfianza con respecto a la iglesia. Hannah Whitall Smith, cuyo libro The Christian’s Secret of a Happy Life [El secreto de la vida feliz del cristiano] alentó a millones de lectores de la era victoriana a escalar a un plano más elevado en la vida, nunca halló mucha felicidad ella misma. Su esposo, famoso evangelista, se fabricó una nueva fórmula para llegar al éxtasis que satisfacía los anhelos espirituales con emociones sexuales. Más tarde, fue cayendo en esquemas de adulterios serios y renegó de la fe. Hannah permaneció con él, cada vez más desilusionada y amargada. Ninguno de sus hijos fue fiel a la fe. Una de sus hijas se casó con el filósofo Bertrand Russell y se convirtió en atea, como su esposo. Las descripciones que hace Russell de su suegra describen a una mujer cuya vida no tenía nada de victoriosa. El autor contemporáneo Eugene Peterson asistió siendo adolescente a una conferencia religiosa en la cual la gente se reunía junto a un lago todos los veranos. Manifestaban una ardiente intensidad espiritual y usaban frases como «una vida más profunda» y «la segunda bendición». Sin embargo, mientras observaba la vida de esas personas, notó que había poca continuidad entre la exuberancia que había en el lugar donde sostenían las conferencias y la vida diaria en sus hogares. «Las madres de nuestros amigos que eran unas arpías, seguían siendo arpías. El señor Billington, nuestro maestro de historia, tan venerado en aquel centro, nunca abandonó su posición en la escuela secundaria como el más malvado de todos nuestros maestros». Menciono estos fallos, no para apagar la fe de nadie, sino para añadirle una dosis de realismo a la propaganda espiritual que promete más de lo que puede dar. De cierta forma extraña, los mismos fallos de la iglesia demuestran sus doctrinas. Como el agua, la gracia corre hacia los lugares más bajos. En la iglesia lo que tenemos para ofrecerle al mundo no es una fórmula para el éxito, sino humildad y contrición. Casi solos dentro de nuestra sociedad tan orientada hacia el éxito, admitimos que hemos fallado, estamos fallando y siempre seguiremos fallando. La iglesia del año 3000 va a estar tan plagada de problemas como la iglesia del año 2000, o la del año 1000. Por eso nos volvemos hacia Dios con tanta desesperación. «El cristiano tiene una gran ventaja sobre los demás hombres», decía C. S. Lewis, «no porque sea menos caído que ellos, ni menos condenado a vivir en un mundo caído, sino por saber que es un hombre caído que está en un mundo caído». Ese reconocimiento es mi punto de partida para lanzarme a andar por un camino que me lleve al conocimiento de Dios. Cuando comencé este libro, acudí a amigos a quienes respeto como cristianos. Algunos son líderes de sus iglesias y unos pocos tienen renombre a nivel nacional. Otros son ciudadanos comunes y corrientes del mundo trabajador que se toman en serio su fe. Les hice esta pregunta:

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«Si se le acercara una persona que anda buscando y les preguntara en qué difiere su vida cristiana de la suya como persona moral no cristiana, ¿qué le diría?» Quería saber si la fe de ellos ofrecía algo además de los fallos y los sueños sin realizar; tal vez la esperanza de una transformación. Si no, ¿para qué molestarme? Hubo quienes mencionaron cambios concretos. «Gracias a Dios, no he abandonado mi matrimonio, a pesar de que hay inmensas cuestiones sin resolver», dijo uno. «Y la forma en que uso el dinero también ha quedado muy afectada. Busco formas de ayudar a los pobres, en lugar de pensar solo en mis propios deseos». Una señora que había sobrevivido a un aterrador encuentro con la cirugía de seno hablaba de sus ansiedades. «No puedo evitar preocuparme. Me preocupaba por el cáncer, me preocupaba que mis hijos se fueran a extraviar. Sé que preocuparse no ayuda, pero lo hago de todas formas. Sin embargo, tengo una especie de confianza básica en Dios. Aunque parezca algo muy diminuto, creo a un nivel muy profundo que él tiene el control de todo. Hay quienes dicen que eso solo es una muleta. Yo lo llamo fe. Al fin y al cabo, para un lisiado hay una cosa que es peor que las muletas: no tener muleta alguna». Otra hablaba de sentir la presencia de Dios, de tener la sensación de no estar sola: «Tengo que inclinar el oído y esforzarme para oír hablar a Dios; algunas veces me habla mejor por medio del silencio, pero me habla». Un hombre me decía que solo podía detectar su progreso espiritual a base de mirar al pasado. «Sé que si se incendiara mi casa, correría a salvar mi diario. Es mi posesión más valiosa; un registro de mi relación con Dios. He tenido pocos momentos dramáticos, pero han sido momentos íntimos. Al leer ahora mi diario, en retrospectiva, puedo ver la mano de Dios sobre mi vida». Una enfermera de un hospicio describía los resultados evidentes de la fe junto a la cama de los pacientes en agonía. «Veo una diferencia en la forma en que las familias con fe se enfrentan a la muerte. Claro que se lamentan y lloran, pero también se abrazan, oran y cantan himnos. Hay menos terror. Para los que no tienen fe, la muerte es definitiva; con ella termina todo. Se quedan allí, hablando del pasado. Los cristianos se recuerdan unos a otros que también habrá un futuro». Tal vez la respuesta más conmovedora fue la que me vino de un amigo cuyo nombre es famoso en los círculos cristianos. Tiene un programa nacional de radio donde da sólidos consejos bíblicos todas las semanas. Sin embargo, su propia fe ha sido sacudida en estos últimos años, sobre todo después de una enfermedad que por poco acaba con él. A causa de su entrenamiento en la radio, mi amigo responde muchas veces las preguntas por pedazos, como si le estuviera respondiendo en el aire a un oyente. Sin embargo, esta vez pensó por algún tiempo antes de responderme, y después dijo: No tengo problema alguno en creer que Dios es bueno. Mi pregunta es más bien hasta qué punto es bueno. Hace algún tiempo oí decir que la hija de Billy Graham estaba pasando por problemas en su matrimonio, así que los Graham y los padres del esposo volaron a Europa para reunirse con la pareja y orar por ellos. De todas formas, terminaron divorciándose. Si las oraciones de Billy Graham no obtienen una respuesta, ¿para qué voy a orar yo? Miro a mi propia vida: los problemas de salud, las luchas de mi hija, mi matrimonio … Clamo a Dios para pedirle ayuda, y me es difícil saber cómo me responde. En realidad, ¿hasta qué punto podemos contar con él? Esa pregunta final me sacudió como una bala, y se ha quedado alojada en mi interior. Conozco teólogos que se burlarían de unas palabras así como una señal más de una fe centrada en sí mismo. Sin embargo, creo que esta frase se encuentra en el centro de gran parte de la

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desilusión con Dios. En todas nuestras relaciones personales —con nuestros padres, nuestros hijos, los empleados de las tiendas, los de las gasolineras, los pastores, los vecinos— tenemos una idea de lo que podemos esperar de ellos. ¿Y de Dios? ¿Qué podemos esperar de una relación personal con él? Mi compañero de cuarto durante dos años en un colegio universitario cristiano era un alemán llamado Reiner. Después de graduarse, Reiner volvió a Alemania y estuvo enseñando allí en un campamento para personas incapacitadas. Apoyándose en las notas que tenía de sus estudios, pronunció un ardiente discurso sobre la vida cristiana victoriosa. «A pesar de la silla de ruedas donde estás sentado, puedes tener la victoria. Puedes tener una vida plena. ¡Dios vive dentro de ti!», les dijo a sus oyentes parapléjicos, pacientes con parálisis cerebral y personas con limitaciones mentales. Le pareció desconcertante hablarles a personas con poco control de sus músculos. La cabeza se les tambaleaba, estaban desplomados en sus sillas y babeaban continuamente. Los oyentes hallaron igualmente desconcertante lo que les dijo Reiner. Algunos de ellos se acercaron a Gerta, la directora del campamento, quejándose de que no le encontraban sentido a lo que él estaba diciendo. «¡Bueno, díganselo!», fue la respuesta de Gerta. Una audaz mujer se armó de valor y se enfrentó a Reiner. «Cuando usted habla es como si nos estuviera hablando del sol y nosotros estuviéramos en un cuarto oscuro sin ventanas», le dijo. «No podemos entender nada de lo que nos dice. Habla de las soluciones, de las flores que hay fuera, de vencer y de victoria. Esas cosas no tienen aplicación a nuestra vida». Mi amigo Reiner se sintió destrozado. Para él, aquel mensaje había sido muy claro. Les estaba citando directamente las epístolas de Pablo, ¿no era así? Con el orgullo herido, pensó en volver con una especie de estaca espiritual y decirles: «Hay algo en ustedes que no anda bien. Necesitan crecer en el Señor. Necesitan triunfar sobre las adversidades». En lugar de hacerlo, y después de una noche de oración, Reiner volvió con un mensaje distinto. «No sé qué decir», les dijo a la mañana siguiente. «Me siento confundido. Sin el mensaje de victoria, no sé qué decir». Se calló y bajó la cabeza. Por fin, la señora que se le había enfrentado le habló desde aquella habitación llena de personas incapacitadas. «Ahora lo comprendemos», le dijo. «Ahora estamos listos para escucharlo». Los conceptos crean ídolos; solo el asombro llega a comprender algo.

GREGORIO NICENO

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CAPÍTULODos

SEDIENTO JUNTO A LA FUENTE

La comedia humana no me atrae lo suficiente. No soy totalmente de este mundo … soy de algún otro lugar. Y vale la pena hallar este otro lugar más allá de los muros. Pero, ¿dónde se encuentra?

EUGENE IONESCO

En una visita que hice a Rusia en 1991 asistí por vez primera a un culto de la iglesia ortodoxa. Estos cultos están pensados para expresar con los sentidos el misterio y la majestad de la adoración. Las velas de los candelabros le daban un resplandor suave y misterioso a la catedral, como si las paredes de estuco fueran la fuente de aquella luz, en lugar de reflejarla. Se sentía en el aire un murmullo procedente de la grave armonía gutural de la liturgia rusa, un sonido de vibración celular que parecía proceder de debajo del suelo. Un culto dura entre tres y cuatro horas, y los asistentes entran y salen según lo necesiten. Nadie invita a los congregantes a «dar la paz» ni «a saludar a los que les rodean con una sonrisa». Permanecen de pie —no hay sillas ni bancas— y observan a los profesionales, los cuales, después de mil años de una liturgia sin cambio alguno, son ciertamente muy profesionales. Aquel mismo día, acompañado por un religioso y por Ron Nikkel, representante de Prison Fellowship, visité una capilla situada en el sótano de una prisión cercana. En un notable acto de atrevimiento, un funcionario comunista de aquella nación anteriormente atea había permitido su construcción. Situada al nivel subterráneo más bajo de todos, la capilla era un oasis de belleza en medio de una sombría mazmorra. Los presos habían sacado de la habitación toda la suciedad acumulada de setenta años, instalado un piso de mármol y puesto en las paredes unos candelabros de bronce finamente trabajados. Se sentían orgullosos de su capilla, que en aquellos momentos era la única capilla existente en una prisión rusa. Cada semana, los religiosos iban desde un monasterio a celebrar allí un culto, y para esta ocasión el alcaide permitía que los presos salieran de sus celdas, lo cual, como es natural, garantizaba una buena asistencia. Nos pasamos unos pocos minutos admirando el trabajo realizado en aquella habitación, y el Hermano Bonifato, el religioso, señaló el icono de la capilla, llamado «Nuestra Señora que se lleva la tristeza». Ron comentó que dentro de aquellos muros debía haber mucha tristeza, y después se volvió hacia el Hermano Bonifato y le preguntó si quería hacer una oración por los presos. Él puso cara de asombro, así que Ron repitió: «¿Podría hacer una oración por los presos?» «¿Una oración? «Ustedes quieren una oración?», nos preguntó el Hermano Bonifato, y nosotros asentimos. Él desapareció detrás del altar que estaba al fondo de la habitación. Sacó otro icono de la «Señora que se lleva la tristeza» y lo colocó en un soporte. Después sacó dos candeleros y dos cuencos con incienso, que colgó en su lugar con gran trabajo y encendió. Su dulce fragancia llenó la habitación al instante. Se quitó el sombrero y las vestimentas exteriores y se puso unos resplandecientes puños dorados sobre las negras mangas de la ropa. Se colocó

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alrededor del cuello una estola dorada que le caía sobre el pecho y después se puso un crucifijo de oro. Con gran cuidado, se cubrió la cabeza con una especie de gorro diferente y más formal. Antes de cada acción hacía una pausa para besar la cruz o hacer una genuflexión. Finalmente, estuvo listo para orar. La oración comprendía una nueva serie de formalidades. El Hermano Bonifato no pronunciaba aquellas oraciones, sino que las cantaba, siguiendo la pauta de un libro de rúbricas litúrgicas colocado en otro atril. Por último, veinte minutos después que Ron le pidiera una oración por aquellos presos, dijo «Amén» y todos salimos de la prisión al vigorizante aire fresco del exterior. En otro lugar de Rusia me encontré cristianos occidentales que criticaban fuertemente a la Iglesia Ortodoxa. «Sí, reverencia, sumisión, temor reverencial; estas cualidades las manifiestan los ortodoxos de una manera maravillosa en su adoración», admitían, «pero su Dios se mantiene lejano, y solo es posible acercársele después de mucha preparación y por medio de intermediarios como los sacerdotes y los iconos». Sin embargo, regresé convencido de que nosotros tenemos algo que aprender de los ortodoxos. Bajo un régimen comunista que no le quería dar lugar alguno a Dios, que hacía del ser humano la medida de todas las cosas, la iglesia rusa siguió poniendo a Dios en el centro y sobrevivió al asalto ateo más decidido de toda la historia. Sabía que el Hermano Bonifato no tenía ninguna mística del otro mundo, porque lo había visto servir en medio de criminales y en un lugar que solo podría recibir el nombre de mazmorra. Con todo, su tradición le había enseñado que uno no se acerca a «Otro» como se acercaría a los de su propia raza. El rito lo ayudaba a pasar de un espíritu de urgencia e inmediatez —las exigencias del ministerio en una prisión— a una posición de tranquilidad cuyos ritmos eran los ritmos de la eternidad. Si a usted se le hace muy fácil hallar a Dios, sugiere Tomás Merton, tal vez no sea Dios el que usted ha hallado. El físico John Polkinghorne, quien renunció a su posición en Cambridge para pedir la ordenación al sacerdocio anglicano, señala una diferencia de importancia entre conocer ciencia y conocer teología. La ciencia acumula los conocimientos de forma progresiva: primero Tolomeo, después Galileo, Copérnico, Newton y Einstein. Cada uno de estos científicos edificó sobre los cimientos puestos por los que le precedieron, de tal forma que un científico corriente de hoy tiene un concepto más preciso del mundo físico que el concepto que le era posible tener a Sir Isaac Newton. El conocimiento de Dios actúa de una forma totalmente distinta. Cada encuentro es único e individual, lo mismo que cualquier encuentro entre dos personas, de tal forma que un místico del siglo V, o un inmigrante analfabeto, puede tener un conocimiento más profundo de Dios que un teólogo del siglo XX. Con la perversa arrogancia de un cosmólogo medieval, Carl Sagan solía pronunciarse acerca de lo que no tenía manera de conocer: «El cosmos es todo lo que hay, y todo lo que habrá jamás». Sin embargo, ni siquiera Sagan permaneció inmune al anhelo de hacer conexión con el «Otro». Su novela Contacto habla de gobiernos dispuestos a gastar quinientos mil millones de dólares para enviar un mensajero a otro mundo. Ese mensajero, cuyo papel lo desempeña Jodie Foster en la película, logró al fin hacer contacto y después regresó para descubrir que los científicos descartaban su informe, mientras que las masas lo recibían. La novela de Sagan revelaba más de lo que tal vez él habría querido revelar. Los cristianos afirmamos que hay momentos, aunque tal vez sean menos frecuentes de lo que conducimos a los demás a creer, en los cuales sí logramos hacer contacto personal con el

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Creador del universo. «He visto cosas que hacen que todos mis escritos no parezcan más que paja», escribiría Tomás de Aquino acerca de uno de estos encuentros. En la película Contacto, Jodie Foster pasa el tiempo frente a una formación de grandes antenas de radio, día tras día, noche tras noche, hasta que un día, un esquema distintivo de sonidos chisporrotea en los audífonos que trae puestos y ella se endereza de un golpe en su asiento. «Hay algo allí afuera! También a los cristianos el contacto les puede producir una especie de estremecimiento. Escuche a C. S. Lewis: Siempre es estremecedor encontrar vida donde pensábamos estar solos. «¡Cuidado!», gritamos, «que está vivo». Y por tanto, este es el instante preciso en el cual muchos se echan para atrás —de haber podido, yo mismo lo habría hecho— y no quieren seguir adelante con el cristianismo. Un «Dios impersonal» está bien. Un Dios subjetivo lleno de belleza, verdad y bondad y situado dentro de nuestra propia cabeza, mejor aún. Una fuerza vital sin forma que brota de nosotros, un vasto poder que podemos aprovechar, lo mejor de todo. Pero Dios mismo, vivo, tirando del otro extremo de la soga, tal vez acercándose a una velocidad infinita, como el cazador, rey y esposo … eso ya es otra cosa. Llega un momento en el cual los niños que han estado jugando a los ladrones se callan de repente: «Oímos unos pasos de verdad en el corredor? Llega un momento en el cual la gente que ha estado chapoteando en la religión («¡La búsqueda de Dios por el hombre!») se echa atrás repentinamente. «Y si lo encontráramos de verdad? «Nunca tuvimos la intención de que resultara así! Peor aún, «y si él nos encuentra a nosotros? Yo también he sentido a veces el tirón; un tirón lo suficientemente fuerte para arrancarme del cinismo y la rebelión; suficientemente fuerte para mover de golpe mi vida en una nueva dirección. Sin embargo, durante largo tiempo, durante unos momentos dolorosamente largos, también me he sentado con los audífonos puestos, en la urgencia de recibir algún mensaje del otro mundo, anhelando que se produzca un tranquilizador contacto, y oyendo únicamente la estática. «Cómo es posible que algo tan fundamental como un Dios que nos creó para conocerlo y amarlo se pueda volver tan difícil de alcanzar? Si Dios, tal como le dijo Pablo a un culto grupo de escépticos en Atenas, hizo «esto», es decir, toda la creación, para que nosotros pudiéramos encontrarlo y alcanzarlo, «por qué no se hizo a sí mismo más evidente? Los escritores de la Biblia vivían en la «Tierra Santa», donde las zarzas ardían en medio de las llamas, donde las rocas y los volcanes despedían metáforas sagradas y las estrellas proclamaban la grandeza de Dios. Ya no es así. Al parecer, el mundo sobrenatural se ha escondido, dejándonos solo con lo visible. No obstante, la sed de Dios, del contacto con lo invisible, el hambre por el amor de un Padre cósmico que de alguna manera le puede dar sentido a este mundo tan revuelto, persisten desafiantes. Es comprensible que aquellos que vivimos en un mundo material, en cuerpos cubiertos de piel, queramos que Dios se conecte con nosotros en nuestro mundo. En una ocasión visité el imponente santuario de la Virgen de Guadalupe, a las afueras de la ciudad de México. En una sala museo hay unos carteles que explican que la Virgen se le apareció milagrosamente a un indio en aquel sitio en 1531 y dejó su imagen impresa en su tilma, una cosa andrajosa que en la actualidad cuelga dramáticamente dentro del santuario. En un ojo de la Virgen se supone que se encuentra la imagen del indio, y los turistas escudriñan unas granulosas ampliaciones del iris de este ojo en busca de la pequeña imagen de este hombre. Hay otras ampliaciones donde aparece el lóbulo de la oreja, donde se dice que está escrito el Cantar de los Cantares. Aquel día había miles de peregrinos, y todos contemplamos una estatua de la Virgen desde una senda mecanizada que nos transportó suavemente por todo el santuario mientras los sacerdotes decían misa al otro lado

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de una pared de vidrio. No sé si Carl Sagan visitó alguna vez el santuario de Guadalupe, pero puedo adivinar su reacción si lo llegó a hacer: la gente se imagina lo que quiere, como forma de proyectarse o de realizar sus deseos. Anhelamos la visibilidad, con la esperanza de hacer descender lo sobrenatural a nuestro nivel de materialidad. En 1999 apareció una imagen de Jesús en la Florida, en la cristalera de un edificio de oficinas. Se podía percibir por lo menos hasta cierto punto desde un ángulo determinado. Al día siguiente había una procesión de autos de casi un par de kilómetros de largo que estuvo deteniendo el tránsito en la calle que pasa junto al edificio. Somos criaturas de carne y hueso, y perdemos la paciencia con todo lo que no se manifieste bajo nuestras condiciones. Alan Turing, uno de los pioneros en las computadoras y la inteligencia artificial, propuso un método para responder la pregunta: «¿Pueden pensar las computadoras?» Ponga un teclado y un monitor a un lado de una pared, y ponga a X (una persona o una máquina) al otro. Hágale una serie de preguntas a X y espere a que las respuestas aparezcan en el monitor. Escríbame un soneto sobre el siguiente tema [dígale uno]. Sume 34957 con 70764. «Juega ajedrez? [y después preséntele una serie de problemas de ajedrez]. Turing sugiere que se podría decir que una máquina piensa si el que hace las preguntas no puede determinar finalmente a partir de las respuestas si X es una persona o una máquina. En 1950, cuando escribió este estudio, las probabilidades iban muy en contra de la máquina. En la actualidad, la inteligencia artificial ha avanzado hasta el punto de que hay computadoras que pueden derrotar a los mejores ajedrecistas del mundo, y programas de consejería que pueden sostener extensos diálogos con sus «clientes». Es concebible que una máquina bien programada pueda confundir a un interrogador por algún tiempo. Puesto que Dios se mantiene invisible, la gente tiende a rehacerlo a su propia imagen. El fenómeno Conversations with God [Conversaciones con Dios] de Neale Donald Walsch, comprende tres libros, todos éxitos de venta con millones de lectores ávidos, sobre los cuales el lector afirma que fueron dictados por Dios. Hace poco me encontré con uno de los entusiastas de estos libros y le pedí que describiera al Dios en el que cree. «Dios no existe fuera de nosotros», dijo. «Él está compuesto por toda la energía buena que hay en el mundo. Somos nosotros quienes creamos a Dios; todos nosotros». En otras palabras, Dios nunca pasaría la prueba de Turing. En cambio, los cristianos creemos que Dios posee todas las cualidades de los seres personales: impredecible, relacionado, libre, inteligente, emocional, algunas veces colaborador y otras resistente. El problema consiste en hallar la manera de llevarlo al otro lado de una pared para que responda nuestras preguntas. Él no va a teclear las respuestas. Dicen los científicos que él no es verificable por medios empíricos. Tenemos necesidad de creer en algo —es un instinto tan fuerte como la sed o el hambre—, pero ya no sabemos qué creer. Hay personas para las cuales la teología tradicional es algo similar a leer recetas de cocina a personas que se están muriendo de hambre, o como una sed sin mitigar. La película Sleeper, de Woody Allen, presenta una escena en la cual Woody, que ha sido congelado y después descongelado para reanimarlo en un siglo futuro, repasa viejas fotos, tratándoles de explicar su época a los habitantes del mundo doscientos años más tarde. Hace sus comentarios sobre Richard Nixon y Norman Mailer, y entonces encuentra una foto de un famoso evangelista. «Este es Billy Graham. Afirmaba conocer personalmente a Dios». Invariablemente, el público del cine se ríe, y «quién lo puede culpar? Es una idea que parece más bien absurda; sin embargo, no hay nada que exprese mejor la promesa que pende delante de nuestra vista. Dios es un ser personal. Gran parte de la teología cristiana, que tomó forma en la

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enrarecida atmósfera de la filosofía griega, obscurece esa sencilla realidad a base de usar frases personales como «La base de todo ser» o «La conclusión inevitable», para describirlo.* En cambio, la Biblia, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, describe a un Dios que nos afecta a nosotros y es afectado por nosotros. «Porque el Señor se complace en su pueblo», dice el salmista (149:4). A veces también Dios se ofende grandemente con su pueblo, dicen los profetas. Su personalidad salta desde casi todas las páginas de la Biblia. «Dios es amor», dice el apóstol Juan. «El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él». Sería difícil ponerse a un nivel más personal. Entonces, «por qué se nos hace tan difícil relacionarnos personalmente con este Dios? En diversas épocas, la gente tuvo la tendencia de rezar a los santos locales, que parecían más accesibles y causaban menos espanto. En cambio, tanto los reformadores protestantes como los místicos católicos nos han desafiado a relacionarnos directamente con Dios, sin intermediarios. Y el movimiento evangélico moderno nos convoca a conocer a Dios, conversar con él y amarlo como podríamos amar a un amigo. Escuche los «cantos de alabanza» de las iglesias modernas, que suenan exactamente igual que los cantos de amor que se oyen en las estaciones populares de radio, con la diferencia de que Dios, o Jesús, toma el lugar de la persona amada. La misma tradición evangélica que nos incita a una intimidad mayor, también nos invita a abusar de ella. «Le pregunté al Señor qué debía decir, y él me dijo: No hables del orgullo; habla de la mayordomía». «El Señor me dijo que quería un nuevo centro médico en esta ciudad» «Dios me está susurrando al oído en este mismo instante que hay alguien en este lugar que está luchando con un matrimonio destrozado». Sé con seguridad que hay afirmaciones como estas que son engañosas, y proceden de oradores que las dicen con descuido, o por manipular. La forma en que están expresadas implica una especie de conversación de persona a persona que no se ha producido, y el almibarado informe tiene el efecto de crear una casta espiritual que rebaja las experiencias de los demás. Martin Marty, ministro luterano y popular escritor, confiesa que él «puede contar con los dedos de una mano el número de veces en su vida que la «proximidad» [a Dios] lo había sacudido lo suficiente como para merecer que hablara de ella con la persona más cercana a él, y no puede recordar ni una sola vez en que valiera la pena anunciarlo al público». En lugar de esto, habla de una temporada de abandono por parte de Dios, de soledad, que descendió sobre él durante la larga enfermedad mortal que padeció su esposa. Frederick Buechner es un escritor al que tengo en la más alta estima, tanto por sus dotes literarias como por su consagración cristiana. Dejó una prometedora carrera de novelista para asistir al seminario y recibir la ordenación como ministro presbiteriano, aunque después regresara a la labor de escritor como su principal «púlpito». En sus memorias, Buechner recoge una escena de tensa expectación en la cual estaba tirado bajo los cálidos rayos solares, suplicando un milagro, alguna señal concreta del Señor. En un lugar así, y en un día así, estaba tirado sobre la hierba con aquellas extravagantes expectativas. Parte de lo que significa creer en Dios; al menos, parte de lo que significa para mí, es creer en la posibilidad del milagro, y a causa de diversas circunstancias, tenía una sensación muy fuerte en aquel instante de que había llegado el momento del milagro; mi vida estaba madura para el milagro, y la fuerza misma de aquel sentimiento me parecía una especie de vanguardia del milagro. Algo iba a suceder —algo extraordinario que tal vez hasta podría ver y oír—, y estaba casi tan totalmente seguro, que ahora que lo pienso me sorprende que por medio del poder de autosugestión no fuera capaz de hacer que sucediera. Pero el resplandor del sol era demasiado fuerte, el aire demasiado claro, algún residuo de escepticismo en mí mismo

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demasiado agudo para hacer posible que me imaginara fantasmas entre los manzanos, o voces entre las avispas, y no se produjo nada de lo que yo esperaba que sucediera. Lo que recibió fue el susurro del viento y el sonido de dos ramas de manzano que chocaban entre sí. «Había hablado Dios o no? «Por qué Dios no quería usar un vocabulario menos abierto a la duda y a la falsa interpretación? Al menos para Buechner, Dios no lo había hecho. Cuando ya tenía más de cincuenta años, Buechner se pasó un semestre dando clases en Wheaton College, donde se encontró con la familiaridad del lenguaje evangélico por vez primera. «Estaba atónito al oír que los estudiantes pasaban informalmente de una charla intrascendente sobre el clima y las películas a una discusión sobre lo que Dios estaba haciendo en su vida. Si alguien decía algo como aquello en los lugares de donde yo procedía, el techo le caía encima, la casa se le incendiaba y la gente levantaba los ojos llena de asombro». Aunque llegó a admirar el fervor de los estudiantes, le pareció al principio que el Dios de ellos se parecía más a un «mejor amiguito» cósmico. «Estamos nosotros, como los anuncios de Pepsi, fomentando una sed que no podemos saciar? La semana pasada, esto fue lo que se cantó en mi iglesia: «Quiero conocerte más /quiero tocarte /quiero ver tu rostro». En ningún lugar de las Escrituras encuentro la promesa de que vayamos a tocar a Dios o ver su rostro; al menos, no en esta vida. La religión moderna occidental habla con Dios en plan de «amistad», aunque, como señala C. S. Lewis en The Four Loves [Los cuatro amores], la amistad es la forma de amor que describe con menos precisión la verdad del encuentro de una criatura con el Creador. Entonces, «cómo podemos tener una «relación personal» con un Dios que es invisible, cuando nunca estamos totalmente seguros de que él se está ahí? Me muero de sed aquí, junto a la fuente.

RICHARD WILRUR

* El filósofo William James observó mordazmente: «¿Habrían cantado los mártires en medio de las llamas por una simple conclusión, por inevitable que esta fuera?»

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SEGUNDA PARTE

La fe

Cuando Dios parece ausente, indiferente, e incluso hostil

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CAPÍTULOTRES

LUGAR PARA LA DUDA

Creemos y dejamos de creer un centenar de veces por hora, lo cual mantiene ágil nuestra fe.

MILY DICKINSON

Debo ejercitar la fe hasta para creer que Dios existe, lo cual es requisito básico para toda relación. Sin embargo, cuando quiero explorar la forma en que funciona la fe, por lo general me deslizo por la puerta trasera de la duda, porque cuando mejor aprendo que necesito la fe es cuando está ausente. La invisibilidad de Dios garantiza que voy a pasar por tiempos de duda. Todos colgamos de un péndulo que oscila de la fe a la incredulidad, de vuelta a la fe, y termina … ¿dónde? Hay quienes nunca hallan la fe. Una señora le preguntó a Bertrand Russell, el ateo más famoso del mundo en sus tiempos, qué haría él si al final resultaba que había estado equivocado y se hallaba de pie fuera de las Puertas de Perla del cielo. Se le iluminaron los ojos, y le respondió en el alto tono de su fina voz: «Pues diría: “¡Dios, no nos diste suficientes evidencias!”» Otros tienen fe y la pierden. Peter De Vries, educado en un estricto hogar calvinista y con sus primeros estudios universitarios en Calvin College, se dedicó a escribir unas novelas salvajemente cómicas acerca de la pérdida de la fe. Uno de sus personajes «no podía perdonar a Dios por no existir», palabras que explican en gran parte la obra obsesionada con Dios del propio De Vries. Su novela The Blood of the Lamb [La sangre del cordero] habla de Don Wanderhope, padre de una niña de once años que contrae leucemia. Cuando la médula ósea comienza a reaccionar ante los tratamientos y se acerca a un alivio de los síntomas, se propaga en el pabellón del hospital una infección que la mata. Wanderhope, que ha traído un pastel decorado con el nombre de su hija, deja el hospital, regresa a la iglesia donde había orado para que se curara, y le lanza el pastel al crucifijo que pende en el frente de la iglesia. El pastel lo golpea inmediatamente debajo de la corona de espinas, y el glaseado de brillantes colores va chorreando por el triste rostro de piedra de Jesús. Me siento identificado con aquellos que, como Russell, consideran imposible creer, o como De Vries, consideran imposible seguir creyendo ante la presencia de una aparente traición. En ocasiones me he hallado en la misma posición, y me maravilla que Dios haya derramado sobre mí un inesperado don de fe. Al examinar mis períodos de falta de fe, veo en ellos todas las formas posibles de incredulidad. Algunas veces me alejo por falta de evidencias, otras me escabullo y me voy herido o desilusionado, y otras me aparto en medio de una desobediencia voluntaria. Sin embargo, hay algo que me sigue trayendo de vuelta a Dios. ¿Qué es?, me pregunto a mí mismo. «Esta enseñanza es muy difícil, ¿quién puede aceptarla?», dijeron los discípulos de Jesús con unas palabras que resuenan en todos los que dudan. Los oyentes de Jesús se sentían atraídos y repelidos al mismo tiempo, como la aguja de una brújula cuando se le acerca a un imán.

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Mientras iban asimilando sus palabras, la multitud de espectadores y seguidores se fue disipando, yéndose uno tras otro y dejando solo a los doce. «¿También ustedes quieren marcharse?», les preguntó Jesús en un tono que estaba entre quejumbroso y resignado. Como de costumbre, fue Simón Pedro el que le respondió: «Señor … ¿a quién iremos?» Para mí, esta es la respuesta definitiva a la razón por la que sigo aquí. Para mi vergüenza, admito que una de las razones más fuertes por las que permanezco en el redil es la falta de buenas alternativas, muchas de las cuales he intentado. Señor, ¿a quién iré? Lo único más difícil que tener una relación con un Dios invisible, es no tenerla. Con frecuencia Dios hace su obra por medio de «tontos santos», soñadores que se lanzan movidos por una fe ridícula, mientras que yo me enfrento a la toma de decisiones de una forma calculada y cautelosa. Por cierto, en las cuestiones de fe parece aplicarse una curiosa ley de inversión. El mundo moderno honra la inteligencia, el buen aspecto externo, la firmeza y el refinamiento. Al parecer, Dios no. Para realizar su obra, Dios se apoya con frecuencia en personas sencillas y sin estudios que lo más que saben es confiar en él, y por medio de ellos se producen maravillas. La persona menos dotada se puede convertir en una experta en oración, porque la oración solo requiere un intenso anhelo de pasar tiempo con Dios. Mi iglesia de Chicago, que es una encantadora mezcla de grupos raciales y económicos, programó en una ocasión una vigilia de oración de toda la noche durante una crisis importante. Varias personas manifestaron su preocupación. ¿Habría seguridad, teniendo en cuenta que nuestro vecindario se halla en los barrios bajos? ¿Deberíamos contratar guardias o escoltas para la zona de estacionamiento? ¿Y si no llegaba nadie? Discutimos largamente los aspectos prácticos de aquella noche de oración antes de fijarla en el calendario. Los miembros más pobres de la congregación, un grupo de ancianos de un proyecto de viviendas baratas, fueron los que respondieron con mayor entusiasmo a la vigilia de oración. No podía menos que preguntarme cuántas de sus oraciones habían quedado sin respuesta a lo largo de los años —vivían en aquellos lugares, al fin y al cabo, en medio del crimen, la pobreza y el sufrimiento—, y sin embargo, manifestaban una confianza de niños en el poder de la oración. «¿Cuánto tiempo se quieren quedar; una hora o dos?», les preguntamos, pensando en la organización del transporte. «No; nos vamos a quedar toda la noche», contestaron. Una dama afroamericana de más de noventa años, que caminaba con un bastón y apenas podía ver, le explicó a un miembro del personal de la iglesia por qué ella se quería pasar la noche sentada en las duras bancas de una iglesia en un vecindario peligroso. «Verá, son muchas las cosas que no podemos hacer en esta iglesia. No tenemos muchos estudios, y ya no nos queda tanta energía como a muchos de ustedes, que son más jóvenes. Pero sí podemos orar. Tenemos el tiempo y tenemos la fe. Al fin y al cabo, muchos de nosotros no dormimos tanto. Podemos orar toda la noche si es necesario». Y lo hicieron. Mientras tanto, un puñado de gente en buena posición que eran miembros de una iglesia de un barrio bajo, aprendieron una importante lección: la fe aparece donde menos la esperamos, y vacila donde debería florecer. A pesar de mi escepticismo innato, suspiro por el tipo de fe que era tan natural para aquellos ancianos; la fe de niños que le pide a Dios lo imposible. Lo hago por una razón. Jesús valoraba notablemente esa fe, como nos hacen ver los relatos de milagros en los Evangelios. «Tu fe te ha sanado», solía decir, desviando la atención de sí mismo a la persona sanada. El poder milagroso no procedía solo de él, sino que de alguna forma, dependía también del que recibía el milagro. Leyendo juntos todos los relatos de sus milagros, noto que la fe se presenta en diferentes

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grados. Unos pocos manifestaron una fe osada e inconmovible, como el centurión que le dijo a Jesús que no tenía que molestarse en ir a visitar su casa, porque una palabra bastaba para que sanara a su siervo en la distancia. «Les aseguro que no he encontrado en Israel a nadie que tenga tanta fe», observó Jesús asombrado. En otra ocasión, una mujer extranjera persiguió a Jesús mientras él andaba en busca de paz y tranquilidad. Al principio, no le respondió ni una sola palabra. Después le respondió duramente, diciéndole que él había sido enviado a las ovejas perdidas de Israel, y no a los «perros». Nada fue capaz de detener a esta obstinada mujer cananea, y su perseverancia le ganó el favor de Jesús. «Oh mujer, grande es tu fe», le dijo. Estos extranjeros, que eran las personas con menos posibilidades de manifestar una fe fuerte, impresionaron a Jesús. ¿Por qué habrían de poner su confianza un centurión y una cananea sin raíces judías de ninguna clase en un Mesías que a los de su propia raza les costaba aceptar? En deslumbrante contraste con esto, vemos gente que debió haber entendido mejor las cosas y, sin embargo, tenían una fe muy pobre. Los propios vecinos de Jesús dudaron de él. Juan el Bautista, su primo y precursor, llegó a poner en duda su identidad. Entre los doce discípulos vemos que Tomás dudó, Pedro maldijo y Judas traicionó, todos ellos después de haber pasado tres años con él. La misma ley de la inversión que observé en mi iglesia de Chicago parece aplicarse a los evangelios. La fe aparece donde menos se la espera, y titubea donde debería estar floreciendo. Sin embargo, lo que me da esperanzas es que Jesús actuaba, utilizando la fe que manifestara la persona, aunque fuera una simple semilla. Al fin y al cabo, honró la fe de todos los que le pidieron algo, desde el osado centurión, hasta Tomás con sus dudas, y también hasta aquel angustiado padre que clamó: «¡Sí creo! …¡Ayúdame en mi poca fe!» Al observar la amplia gama de la fe que se presenta en la Biblia, me pregunto si las personas no se dividirán de manera natural en diversos «tipos de fe», de la misma forma que se dividen en tipos de personalidad. Soy introvertido, y me acerco a los demás con cautela; también a Dios me acerco de la misma forma. Y así como tiendo a ser calculador en cuanto a mis decisiones, y a tomar en cuenta todos sus aspectos, también experimento la maldición del síndrome del «por otra parte» cada vez que leo una resplandeciente promesa en la Biblia. Me solía sentir culpable constantemente por mi falta de fe, y aún anhelo tener más, pero me he ido adaptando poco a poco a mi nivel de fe. No todos somos tímidos, melancólicos o introvertidos; ¿por qué vamos a esperar que todos tengamos la misma medida o el mismo tipo de fe? Las dudas son el esqueleto escondido en el armario de la fe, y no conozco otra forma mejor de tratar el esqueleto que sacarlo a la luz y revelarlo tal cual es: no algo que haya que esconder o temer, sino una dura estructura sobre la cual puede crecer tejido vivo. Si le pidiera que dejara de leer a todo aquel cuya fe haya titubeado —como consecuencia de una tragedia, o de un encuentro con la ciencia o con otra religión que haya hecho vacilar esa fe, o de una desilusión con la iglesia, o con algún cristiano en particular— lo mejor sería que terminara aquí mismo este libro. Entonces, ¿por qué trata la iglesia a las dudas como si fueran el enemigo? En una ocasión se me pidió que firmara la declaración de fe de la revista Christianity Today «sin dudas ni ambigüedades». Tuve que decirles que apenas puedo firmar mi propio nombre sin dudas ni ambigüedades. «No sé cómo puede ser el tipo de fe que necesita un cristiano que viva en el siglo XX si no se fundamenta en la experiencia de la incredulidad», le escribe la novelista Flannery O’Connor a un amigo. «Pedro dijo: “Ayúdame en mi poca fe”. Es la oración más natural, humana y dolorosa de los evangelios, y me parece que es la oración que le sirve de base a la fe». La señora O’Connor se equivocó de personaje (esas palabras proceden del padre del

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endemoniado en Marcos 9, y no de Pedro) pero lo que siente es correcto. La duda coexiste siempre con la fe, porque en la presencia de la certeza, ¿para qué habría de hacer falta la fe? Cuando era niño, escuchaba un viejo coro escocés que decía: «Anímense, santos de Dios, / que no hay nada de qué preocuparse, / nada que les haga sentir miedo, / nada que los haga dudar». Me encantaba el inspirador espíritu del canto, en especial si los que lo cantaban hacían retumbar las erres con acento escocés. Sin embargo, ahora, al pensar en las palabras, me pregunto si el escritor leía la misma Biblia que yo leo; un libro cuyos héroes van dando tumbos desde una desalentadora crisis hasta la siguiente. Los amigos de Job reaccionaron ante sus dudas con asombro y desánimo. «¡Deja de sentirte así! ¡Vergüenza debería darte por tener unos pensamientos tan escandalosos!» Eso era lo que le estaban diciendo en realidad. Dios, que tuvo sus propias diferencias con Job, al que apoyó como héroe fue a él, y no a sus amigos. Hay libros como Job, Eclesiastés, Salmos y Lamentaciones, que nos muestran que Dios comprende el valor de las dudas del ser humano, y las describe ampliamente en las sagradas Escrituras. La psicología moderna enseña que, como en realidad es imposible eliminar los sentimientos, lo mejor que se puede hacer es decidirse a expresarlos abiertamente, y la Biblia parece estar de acuerdo con ella. Los que se enfrentan con sinceridad a sus dudas, muchas veces terminan creciendo hasta llegar a una fe que pasa por encima de las dudas. Solo tengo que mencionar a unos cuantos cristianos incondicionales para dejar sentado el hecho de que las dudas no solo prevalecen, sino que es posible que sean inevitables. Martín Lutero batalló constantemente contra las dudas y la depresión. En una ocasión escribió: «Durante más de una semana se me perdió Cristo por completo. Me sacudieron la desesperación y la blasfemia contra Dios». El puritano Richard Baxter apoyaba su fe en «probabilidades, y no en certezas plenas carentes de dudas»; otro puritano, Increase Mather, escribió párrafos enteros en su diario donde decía cosas como: «Grandemente importunado por las tentaciones al ateísmo». Una iglesia de Boston retrasó la aprobación de la solicitud del evangelista Dwight L. Moody para hacerse miembro, porque sus creencias parecían muy inciertas. El misionero C. F. Andrews, amigo de Gandhi, se llegó a sentir incapaz de dirigir a su congregación india en la recitación del Credo de Atanasio a causa de sus dudas. La mística inglesa Evelyn Underhill admitía haber pasado por momentos en los cuales «toda la urdimbre de lo espiritual parecía estar en tela de juicio». Leyendo las biografías de grandes personas de fe, tengo que escudriñar para hallar uno cuya fe no haya crecido a partir de un esqueleto de duda, y que llegara a crecer realmente de tal manera que al final el esqueleto quedara escondido. En su novela The Flight of Peter Fromm [El vuelo de Peter Fromm], Martin Gardner pone en boca de un profesor la sugerencia de que el cristiano intelectualmente honrado de hoy debe escoger entre ser un traidor veraz o un leal mentiroso. Adán, Sara, Jacob, Job, Jeremías, Jonás, Tomás, Marta, Pedro y muchos otros personajes de la Biblia demuestran la existencia de una tercera categoría: el traidor leal que pone en duda, se retuerce y se rebela, pero permanece leal. Dios parece sentirse menos amenazado que la iglesia por las dudas. La iglesia tiene una gran deuda con los traidores leales. En diversos momentos, sus líderes han insistido en una tierra joven de seis mil años de edad, se han opuesto al uso de medicinas como impedimentos para que se realice la voluntad de Dios, han apoyado la esclavitud y han clasificado a ciertas razas (y también a las mujeres) como seres inferiores. Cuando alguien ha osado manifestarse incrédulo ante estos y otros dogmas, muchas veces se ha buscado la condenación y la persecución.

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En A Prayer for Owen Meany [Una oración por Owen Meany], el novelista John Irving describe a un maestro que hizo atractiva la fe porque le daba valor a la duda. Es probable que estuviera aludiendo a Frederick Buechner, quien había sido su maestro de internado, y a quien le da las gracias al principio del libro. Buechner da por sentado que la relación entre un Dios invisible y unos seres humanos visibles siempre va a comprender un elemento de duda: «Si no hay algo que me destruya de alguna forma en el proceso, ¿cómo se me podría revelar Dios de tal forma que no quedara lugar para las dudas? Si no hay lugar para ellas, entonces no habría lugar tampoco para mí». Después de haber dicho tantas cosas elogiosas acerca de las dudas, también necesito reconocer que pueden apartar a una persona de la fe, en lugar de acercarla a ella. En mi caso, las dudas me han movido a poner en tela de juicio muchas cosas que lo necesitaban, y también a investigar otras alternativas, ninguna de las cuales se halla a su altura. Hoy en día sigo siendo cristiano a causa de mis dudas. Sin embargo, en muchos casos las dudas han tenido el efecto opuesto, y han obrado como una especie de enfermedad de los nervios para causar una lenta y dolorosa parálisis espiritual. Casi todas las semanas respondo la carta de alguien atormentado por las dudas. Su sufrimiento es tan agudo y debilitante como todos los sufrimientos que conozco. Aunque no podamos controlar las dudas, que con frecuencia se infiltran en nosotros sin haberlas invitado, sí podemos aprender a canalizarlas de tal forma que hagamos que sean con mayor probabilidad nutritivas que venenosas. Para comenzar, trato de plantearme mis dudas con la humildad adecuada a mi condición humana. Muchas veces me he preguntado por qué la Biblia no da respuestas claras a ciertas interrogantes. Dios tuvo la oportunidad perfecta para hablar del problema del dolor en su discurso al final del libro de Job, el discurso más largo suyo en toda la Biblia; sin embargo, evadió por completo este tema. La Biblia trata otras cuestiones importantes a base de ligeras sugerencias y pistas, no de pronunciamientos directos. Tengo una teoría sobre el porqué, aunque admito abiertamente que se aventura dentro de lo que son las opiniones personales. Sobre el escritorio tengo un libro titulado The Encyclopedia of Ignorance [La Enciclopedia de la Ignorancia]. Su autor explica que, aunque la mayoría de las enciclopedias recopilan información conocida, él va a tratar de bosquejar las regiones de la ciencia que aún no podemos explicar: cuestiones de cosmología, del espacio curvo, los acertijos de la gravitación, el interior del sol, el estado consciente del ser humano. Me pregunto si tal vez Dios no haya cercado algún aspecto del conocimiento: «La Enciclopedia de la Ignorancia Teológica», por muy buenas razones. Estas respuestas se mantienen dentro de su dominio, y no le ha parecido adecuado revelarlas. Piense en la salvación de los niños pequeños. La mayoría de los teólogos han hallado suficientes indicios bíblicos para convencerse de que Dios recibe a todos los niños que se hallan «por debajo del uso de razón», aunque las evidencias bíblicas son escasas. ¿Qué habría sucedido si Dios se hubiera pronunciado con toda claridad diciendo: «Así dice el Señor: Yo voy a recibir en el cielo a todos los niños que tengan menos de diez años»? Me es fácil imaginarme a los cruzados del siglo XI montando una campaña bélica para matar a todos los niños de nueve años o menos con el fin de garantizar su salvación eterna, lo cual, por supuesto, querría decir que ninguno de nosotros habría estado aquí un milenio después para meditar en este tipo de cuestiones. De forma similar, los celosos conquistadores de la América Latina habrían acabado por completo con los pueblos nativos si la Biblia hubiera afirmado con claridad que Dios está pasando por alto «los tiempos de ignorancia» aplicados a todos los que no han oído el nombre de Jesús.

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Acercarme a la historia de la iglesia sin mencionar la reflexión sobre mi propia vida es un ejercicio que ciertamente me hace sentir humilde. En vista del desastre que hemos hecho con los mandatos más claros —la unidad de la iglesia, el amor como la marca distintiva de los cristianos, la justicia racial y económica, la importancia de la pureza personal, los peligros de las riquezas—, tiemblo al pensar lo que haríamos si algunas de las doctrinas ambiguas fueran menos ambiguas. Nuestra manera de plantearnos cuestiones difíciles debería estar de acuerdo con nuestra posición de criaturas finitas. Tomemos la doctrina de la soberanía de Dios, que la Biblia enseña de tal forma que se mantiene en una tensión sin resolver entre ella y la libertad humana. La perspectiva de Dios, como ser todopoderoso que ve toda la historia de un solo golpe, en lugar de verla desarrollarse segundo tras segundo, ha desconcertado a los teólogos y siempre los desconcertará, por la sencilla razón de que a nosotros nos es imposible alcanzar ese punto de vista, que incluso nos resulta imposible de imaginar. Los mejores físicos del mudo se esfuerzan por explicar las saetas multidireccionales del tiempo. El enfoque humilde acepta esa diferencia en perspectiva y adora a un Dios que va mucho más allá de nuestras limitaciones. Los hipercalvinistas muestran lo que sucede cuando nos adueñamos de prerrogativas que ningún ser humano es capaz de soportar. Así fue también como los maltusianos se opusieron a la vacuna para la viruela porque, según ellos, interfería con la voluntad soberana de Dios. Las iglesias calvinistas desalentaban a los primeros misioneros: «Joven … cuando le plazca a Dios convertir a los paganos, él lo va a hacer sin su ayuda ni la mía», le dijeron a William Carey, pasando por alto la obvia realidad de que somos nosotros los escogidos por Dios para llevar las buenas nuevas al mundo entero. Después que Calvino trazó una sólida línea de separación entre los elegidos y los réprobos, sus seguidores llegaron a la conclusión de que los humanos podemos discernir quién cae en cuál de los dos lados de la línea. El Libro de la Vida pertenece a la categoría de la «ignorancia teológica», de algo que no podemos saber, y para lo cual debemos confiar en Dios (de lo cual debemos estar agradecidos). Por supuesto, necesitamos y debemos investigar algunas de las cuestiones marginales de la doctrina. Por ejemplo, he hallado consuelo en la descripción que hace C. S. Lewis del infierno en su obra The Great Divorce [El gran divorcio] como un lugar que la gente escoge, y sigue escogiendo incluso cuando termina allí. Así lo expresa el Satanás de la clásica obra de Milton: «Mejor reinar en el infierno, que servir en el cielo». Sin embargo, debo insistir en que las preguntas más importantes acerca del cielo y del infierno —quién va dónde, si hay una segunda oportunidad, qué forma toman los castigos y las recompensas, el estado inmediato después de la muerte—, en el mejor de los casos, son opacas para nosotros. Cada vez me siento más agradecido por esa ignorancia, y porque el Dios que se reveló en Jesús es el mismo que determina las respuestas. Con el transcurso del tiempo me he ido sintiendo cada vez más cómodo con el misterio que con la certeza. Dios no le tuerce el brazo a nadie, ni nos fuerza a meternos en un rincón cuya única salida es la fe en él mismo. Nunca podremos presentar la Prueba Definitiva, ni a nosotros mismos, ni a nadie. Siempre, como Pascal, veremos «demasiado para negarlo y demasiado poco para estar seguros …» Busco en Jesús, Dios puesto a plena vista del ser humano, las pruebas de que Dios se niega a torcernos el brazo. Muchas veces Dios hizo que a la gente le fuera más difícil creer, no más fácil. Nunca violó la libertad de decisión de una persona, aunque decidiera en contra de él. Me maravillo ante la forma tan delicada en que manejó el informe sobre las dudas de Juan el Bautista en la prisión, y la ternura con la cual restauró a Pedro después de su brusca traición. Y

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su relato del hijo pródigo revela una actitud divina de perdón por adelantado que podrá parecer indulgente y riesgosa, pero que restauró a la vida a un hijo dado por muerto. «Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres», dijo Jesús. Me encanta esa arrolladora proclamación magistral, porque he llegado a la conclusión de que lo opuesto también es cierto: La «verdad» que no libera, no es verdad. Los que oyeron a Jesús proclamar esto tomaron piedras para matarlo. No estaban preparados para esa clase de libertad, como tampoco lo ha estado la iglesia muchas veces. Lea The Devils of Loudon [Los diablos de Loudon] de Aldous Huxley, cualquier biografía de Juana de Arco, o un relato de los juicios de las brujas de Salem, y verá los extremos a los que llega una iglesia amenazada por la libertad. El ambiente eclesiástico en el que crecí no dejaba lugar a dudas. «¡Solo tienes que creer!», nos decían. Todo el que se descarriara de la verdad definida, se estaba arriesgando a que lo castigaran por desviarse. En el colegio bíblico, a mi hermano lo suspendieron en los años sesenta por un discurso en el cual tuvo el atrevimiento de sugerir que la música rock no es inmoral en sí misma. Aunque mi hermano era músico clásico, y en realidad no le gustaba la música rock, no pudo hallar apoyo bíblico alguno para los argumentos que se presentaban en aquel centro contra este tipo de música. He oído hablar a mi hermano muchas veces —es un argumentador muy competente— y he visto las notas que hizo para su presentación, y no tengo duda alguna de que obtuvo una calificación de «F» por una sola razón: el maestro no estuvo de acuerdo con su conclusión. Más aún, el maestro llegó a la conclusión de que Dios mismo estaba en desacuerdo con ella. Una mala calificación en una asignatura no puede estar nunca a la altura del castigo infligido por los jueces en Salem o en Loudon. Mi hermano no perdió la vida; dejó la escuela. También dejó la fe y nunca ha vuelto a ella, en gran parte según creo, porque no vio que la verdad liberara a las personas, y nunca halló una iglesia que les diera un lugar a los pródigos. Mi experiencia fue muy distinta a la de mi hermano. En mi peregrinar, encontré una iglesia llena de gracia y una comunidad de cristianos que es un lugar seguro para mis dudas. Observo en los Evangelios que Tomás, el discípulo de Jesús, seguía en compañía de los demás discípulos, aunque no podía creer su relato sobre la resurrección de Jesús —el sine qua non de toda proclamación doctrinal— y fue en medio de esa comunidad donde se le apareció Jesús para fortalecer su fe. De una forma similar, mis amigos y colegas de la revista Campus Life, en la actualidad Christianity Today, y la iglesia de la calle LaSalle de Chicago crearon un refugio de aceptación que me sacó adelante cuando mi fe titubeó. Delante de toda una clase de la iglesia donde yo era el maestro, podía decir: «Sé que debería creer esto, pero lo cierto es que en estos momentos me resulta difícil». Me siento triste por los que tienen dudas y están solos; todos necesitamos unos compañeros de dudas que sean dignos de confianza. En el mejor de los casos, la iglesia prepara un lugar seguro y protegido para que un día lo llene la fe; no necesitamos entrar por la puerta con unas creencias plenamente formadas, como si fueran el billete de admisión. Cuando comencé a escribir abiertamente acerca de las dudas, y puse en tela de juicio algunos de los dogmas del mundo evangélico, esperaba el rechazo y el castigo, tal como los había recibido en mi adolescencia. En lugar de esto, descubrí que las cartas llenas de enojo y condenación eran superadas en número por otras procedentes de lectores que reafirmaban mis preguntas y mi derecho a poner en duda. Gradualmente, esas dudas fueron a parar a un lugar de menor importancia, o se resolvieron, y creo que lo hicieron porque el temor se derritió. Aprendí que lo opuesto a la fe no es la duda, sino el temor. Uno de los Sonetos Santos de John Donne contiene estas misteriosas palabras: «Las mejores iglesias para orar son las que tienen menos luz». Las mismas se pueden interpretar de diversas formas, la más literal de ellas es como una referencia a las catedrales iluminadas solo

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con velas. Sin embargo, teniendo en cuenta el angustioso historial de Donne con la iglesia, la mayoría de sus lectores hallan aquí otro significado más hondo: Las iglesias que dejan lugar para el misterio, que no pretenden que pueden decir con detalles lo que Dios no ha dicho con detalles, crean el ambiente que conduce más a la adoración. Al fin y al cabo, aprendemos acerca de Dios a partir de nuestra necesidad, y no a partir de nuestra abundancia. Entonces, ¿por qué son tantas las iglesias que luchan por dar el aspecto de estar resplandecientes y bien iluminadas? En un famoso dilema alegórico, un monje francés del siglo XIV contaba de un burro que tiene ante sí dos pacas de heno igualmente atractivas y situadas a la misma distancia de él. El animal las contempla, titubea, las contempla un poco más y termina muriéndose de hambre, porque no tiene justificación lógica para moverse hacia una o hacia la otra. Sin un elemento de riesgo, no hay fe. Nathaniel Hawthorne escribía acerca de Herman Melville: «No puede creer ni conformarse con su incredulidad». Como en el caso del burro indeciso entre las dos pacas de heno, este terreno intermedio podría representar el peor de los peligros, porque hace desaparecer la pasión en la relación de una persona con Dios. La fe se convierte en una especie de rompecabezas intelectual, lo cual nunca constituye fe bíblica. La fe significa lanzarse sin tener a la vista ningún final claro, y tal vez sin tener siquiera una clara visión del paso siguiente. Significa seguir, confiar, extender una mano hacia un Guía invisible. Como lo expresara Thomas Graham, decano de una escuela de teología, la fe es la razón convertida en valentía; claro, no lo opuesto a la razón, sino algo más que la razón y que nunca se conforma solo con la razón. Siempre falta dar un paso más allá de donde llega la luz. Un año, un amigo me vino a visitar a fines de junio con el propósito expreso de escalar montañas. La nieve de fines de estación hacía que todas las montañas, con excepción de unas pocas, estuvieran accesibles, así que nos decidimos por una de las más fáciles, el monte Sherman. Normalmente, era posible ir siguiendo una fácil senda que lo va llevando a uno directamente hasta la cima. Sin embargo, cuando tomamos la senda nos dimos cuenta de que una tormenta veraniega de nieve lo había cambiado todo. De vez en cuando, las nubes se abrían lo suficiente para dejarnos ver lo que pensábamos que era la cima, pero después, el cielo se cerraba firmemente a nuestro alrededor, impidiéndonos ver por completo. Las falsas cimas —y la mayoría de las montañas las tienen— son una prueba para el montañero. Durante tres horas, usted mira cada pocos segundos a esa cima. Hay una fuerza semejante a la de gravedad que le atrae los ojos; no se puede resistir a mirar el inmenso pico que lo atrae hacia sí. Entonces, en el mismo momento de alcanzar el punto más elevado, se da cuenta de que no es la cima. La perspectiva que tenía abajo lo ha engañado, y ve la verdadera cima, un kilómetro más adelante. ¿O se trata de otra falsa cima? Cuando íbamos subiendo el monte Sherman, comenzamos en medio de nieve y nubes, y terminamos también en medio de nieve y nubes; y fue poco lo que vimos en el intermedio. Cuando se pierde por completo la visibilidad, uno pierde también toda orientación con respecto al horizonte, y no es capaz de saber si está subiendo, bajando o caminando con la cabeza. Va andando a ciegas, lo cual, en montañas tan peñascosas como las Rocallosas, puede ser mortal. Mi compañero y yo consideramos la posibilidad de regresar, pero decidimos no hacerlo. Nos sentábamos a esperar que las nubes se abrieran un poco, escogíamos un punto y marcábamos una medida del compás para lanzarnos de nuevo. Cuando las nubes se volvían a cerrar, nos sentábamos en la humedad de la nieve y esperábamos a que se volvieran a abrir. Conscientes del peligro de que se produjera un alud, escogimos deliberadamente una ruta más larga, que rodeaba las laderas más suaves de la montaña. En la cubierta de nubes,

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escuchábamos los temibles ruidos de avalanchas que se desprendían de otros picos que nos rodeaban. El pesado aire hacía que cada uno de ellos sonara como si viniera directamente hacia nosotros, aunque en nuestra mente, nosotros sabíamos que no era así; o al menos eso pensábamos. El hecho de estar sentado en la nieve en medio de una nube, con sonidos que parecen explosiones resonando por todas partes, hace que uno ponga en duda los mapas, las brújulas, los sentidos del cuerpo y la razón misma. Sin embargo, habíamos juzgado bien, y no hubo ningún alud que pasara cerca de nosotros. Las nubes se abrían el tiempo suficiente para permitirnos ver un reborde que nos llevaba directamente a la verdadera cima, y con cuidado, nos las arreglamos para llegar a ella. El cilindro de las firmas que había en el punto más alto, enterrado en la nieve, indicaba que nosotros éramos los primeros que habíamos subido al monte Sherman en aquella estación. Después vino lo divertido. Las nubes se abrieron, pudimos escoger las laderas, y mientras que nos había tomado cuatro horas subir, nos tomó menos de una hora bajar … sobre la espalda, deslizándonos como en un tobogán, por cuestas resbaladizas llenas de nieve recién caída. Aquella subida, como pensé más tarde, era una recapitulación de lo que he aprendido acerca del peregrinar de la fe. Incluye cálculos equivocados, emociones y apuros, largos períodos de espera y largos períodos en que se camina pesadamente. Por bien que me prepare, tome precauciones y trate de eliminar los riesgos, nunca lo logro. Siempre hay momentos en que se cierra todo, no puedo ver nada y los aludes rugen a mi alrededor. Sin embargo, cuando se llega a la cima, no hay nada en el mundo que se compare a esa sensación de logro y exaltación. Sin embargo, el monte Sherman, al fin y al cabo, solo es un monte de Colorado con cuatro mil doscientos metros de altura. Aún me quedan cincuenta y dos más. Cuando podamos poner en orden nuestra casa espiritual, estaremos muertos. Esto sigue. Uno llega a tener la suficiente certeza como para poder seguir adelante, pero lo va haciendo en medio de las tinieblas. No espere que la fe le aclare las cosas. La fe es confianza, no certidumbre.

FLANNERY O’CONNOR

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CAPÍTULOCUATRO

LA FE BAJO FUEGO

No creo en ni confieso a Jesucristo como un niño. Mi Hosanna nace en el horno de la duda.

FYODOR DOSTOEVSKI

Me identifico con la poetisa Anne Sexton, quien decía que le encantaba la fe, pero que tenía poca. Mis rasgos de escepticismo los adquirí mayormente en la iglesia: escuchando «testimonios» que luego descubria que eran fingidos, viendo las hipocresías de los líderes espirituales, oyendo a la gente alabar a Dios por una sanidad milagrosa la semana antes de fallecer. Prácticamente todas las «respuestas a la oración», según descubrí, tenían otras explicaciones posibles, y me apresuré a encontrarlas. Terminé superando la etapa de querer abrir agujeros en la fe de otras personas, pero me ha quedado el hábito de ser escéptico, junto con una fuerte aversión al abuso de la fe. Porque he escrito acerca del dolor y el sufrimiento, tengo toda una sección de mis archivos repleta de cartas procedentes de ardientes cristianos que oran —por su hijo que nació con un defecto, por un tumor cerebral que no se puede operar, por la mejora de una parálisis progresiva—, que buscan que los unjan con aceite y siguen todas las exhortaciones de la Biblia, y sin embargo, no encuentran alivio para sus sufrimientos ni recompensa para su fe. También les he preguntado a numerosos médicos cristianos si ellos han presenciado alguna vez un milagro médico innegable. La mayoría piensan por un minuto y me hablan de uno probablemente; tal vez dos. Lo extraño es que dedicar mi tiempo a escribir acerca de la fe cristiana no hace las cosas más fáciles. Un amigo comentaba acerca de los cristianos en general: «Si usted se repite a sí mismo algo con suficiente frecuencia, puede llegar a creerlo». ¿Es eso lo que yo hago? Paso y repaso las palabras, tratando de que estén perfectamente correctas. Pero, ¿cómo puedo saber si las creo de verdad o solo me las estoy repitiendo a mí mismo, como un vendedor telefónico que ensaya una promoción de ventas? Cuando uno tiene que tratar con un Dios invisible, es inevitable que se cuelen las dudas. Por razones como estas, siempre me ha costado escribir acerca de la fe, con el temor de causar que otra persona pierda la suya. Aunque no quiero desalentar a nadie que tenga una fe sencilla, tampoco quiero provocar unas expectativas poco realistas sobre lo que la fe puede lograr. «Tentar a Dios significa tratar de conseguir de él más seguridades de las que nos ha dado», dijo el sabio obispo Leslie Newbigin. Tengo que enfrentarme a la sincera realidad de que los cristianos viven en la pobreza, se enferman, pierden el cabello y los dientes y usan lentes, aproximadamente en la misma proporción que todos los demás. Y mueren en la misma proporción exacta: el cien por ciento. Vivimos en un planeta caído, repleto de sufrimiento, del cual no estuvo exento ni siquiera el Hijo de Dios. Durante su vida, tanto Jesús como el apóstol Pablo* oraron para pedir formas

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más fáciles de vivir en un planeta así, y ninguno de los dos consiguió alivio alguno. El sociólogo Bronislav Malinowski presenta esta distinción entre la magia y la religión: En la magia, la gente trata de hacer que los dioses cumplan su voluntad, mientras que en la religión, la gente trata de conformarse a la voluntad de los dioses. La fe cristiana denota una aceptación de la voluntad de Dios, signifique esto lo que signifique. «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa», dijo Jesús en su oración en el huerto de Getsemaní, «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». George Everett Ross presenta la misma idea que Malinowski, aunque en palabras distintas: Llevo treinta años, casi treinta y uno, en el ministerio. He llegado a comprender que hay dos clases de fe. Una dice un «si» condicional, mientras la otra dice «aunque». La primera dice: «Si todo me va bien, si tengo prosperidad en mi vida, si soy feliz, si no muere ninguno de mis seres queridos, si tengo éxito, entonces voy a creer en Dios, orar, ir a la iglesia y dar lo que pueda aportar». La segunda dice aunque: «Aunque prospere la causa de la maldad, aunque sude en Getsemaní, aunque tenga que beber mi copa en el Calvario, con todo, y precisamente entonces, voy a confiar en el Señor que me hizo». Por eso Job clama: «¡Que me mate! ¡Ya no tengo esperanza! Pero en su propia cara defenderé mi conducta». Tengo amigos que ven un demonio detrás de cada arbusto y un ángel detrás de cada estacionamiento vacío, y algunas veces me maravilla ver lo que logra su sencilla fe. Sin embargo, cuando no hay milagro, cuando necesitan algo más cercano a la fidelidad a largo plazo que a las maravillas a corto plazo, observo que acuden a personas que tienen una fe más cautelosa y paciente. La Biblia presenta modelos, tanto de fe sencilla como de una fidelidad capaz de mantenerse contra toda probabilidad. Abraham, Habacuc y los demás profetas, y muchos de los héroes de la fe que se mencionan en Hebreos 11, sufrieron largas sequías durante las cuales no se producía milagro alguno, en las cuales sus urgentes oraciones caían al suelo sin haber sido contestadas, y Dios no parecía que fuera solo invisible, sino que estaba totalmente ausente. Es posible que aquellos que seguimos sus pasos hoy experimentemos por momentos una cercanía poco frecuente, durante la cual Dios parece responder a todas nuestras necesidades, pero también es posible que pasemos por temporadas en las cuales él permanece en silencio, y en las que todas las promesas de la Biblia nos dan la impresión de ser deslumbradoramente falsas. Durante mis viajes al extranjero he visto que hay una sorprendente diferencia en la forma de expresarse en las oraciones. Los cristianos de los países donde hay abundancia tienden a orar diciendo: «Señor, quítanos de encima esta prueba». En cambio, he escuchado presos, cristianos perseguidos y algunos de los que viven en países muy pobres, que han dicho: «Señor, danos la fuerza necesaria para soportar esta prueba». Es paradójico que los tiempos difíciles ayuden a alimentar la fe y fortalecer los lazos. Veo esto en las relaciones humanas, que tienden a hacerse más sólidas en los momentos de crisis. Mi esposa y yo tenemos abuelas que han pasado ya de los cien años de edad (en el año 2000 entraron en su tercer siglo). Hablando con ellas y con sus amigos, detecto una tendencia que parece casi universal en los recuerdos de la gente anciana: les vienen a la mente unos tiempos difíciles y tumultuosos con un toque de nostalgia. Los ancianos intercambian relatos acerca de la Segunda Guerra Mundial y la Gran Depresión; hablan con afecto de apuros como las tormentas de nieve, el escusado que tenían en casa cuando eran pequeños y los tiempos del colegio universitario en los que comían sopa enlatada y pan viejo durante tres semanas seguidas. Pregúntele a una familia fuerte y estable de dónde saca esa fortaleza, y es muy probable que le cuenten la historia de una crisis: amontonados en la sala de espera de un hospital, o

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esperando ansiosos por saber algo del hijo que huyó de la casa, o registrando en los escombros después de un tornado, o consolando a una hija después de haberse roto su compromiso de matrimonio. Las relaciones se fortalecen cuando se estiran al máximo y no se rompen. Al ver la forma en que vive la gente este principio, puedo comprender mejor uno de los misterios de la relación con Dios. La fe se reduce en última instancia a una cuestión de confianza en una relación determinada. ¿Tengo confianza en mis seres amados … o en Dios, según sea el caso? Si me estoy sosteniendo sobre un lecho de roca de confianza, la peor de las circunstancias no va a destruir la relación. Abraham al subir el monte Moriah con su hijo, Job mientras se rascaba las llagas bajo el ardiente sol, David escondido en una cueva, Elías lamentándose en el desierto o Moisés mientras suplicaba que se le diera otro trabajo; todos estos héroes pasaron por momentos de crisis que los tentaron dolorosamente a juzgar a Dios como falto de amor o de poder, o incluso hostil. Confusos y en tinieblas, se enfrentaron a un instante decisivo: alejarse amargados o seguir adelante en fe. Al final, todos ellos escogieron la senda de la confianza, y por esta razón los recordamos como gigantes de la fe. Lo triste es que no todos pasan estos exámenes de fe con buenas notas. La Biblia está repleta de historias sobre otros —Caín, Sansón, Salomón, Judas— que reprobaron la asignatura. Su vida despide el olor de la tristeza y el remordimiento: «¡Ah, lo que habría podido suceder!» El pensador cristiano Søren Kierkegaard se pasó toda la vida explorando las pruebas de fe que ponen en duda el que Dios sea digno de confianza. Kierkegaard era un hombre extraño, con una personalidad difícil y vivió en un tormento interior constante. Una y otra vez acudía a personajes bíblicos como Job y Abraham, cuya fe sobrevivió atroces pruebas. Durante sus momentos de prueba, tanto a Job como a Abraham les parecía que Dios se estaba contradiciendo a sí mismo. Con toda seguridad, Dios no actuaría así; sin embargo, está claro que lo está haciendo. La conclusión definitiva de Kierkegaard es que la fe más pura es la que brota de una situación difícil. Aunque no lo comprenda, voy a seguir confiando en Dios. He aprendido mucho de Kierkegaard y de su desequilibrado concepto sobre la fe. Digo «desequilibrado» porque se centra intensamente en las grandes pruebas de la fe y dice poco de los aspectos cotidianos que conlleva el mantenimiento de una relación con Dios. Describe a los «caballeros de la fe», esas pocas personas escogidas por Dios para alguna hazaña extraordinaria. Dios los probó como hoy podríamos probar un avión de propulsión a chorro: no para destruirlos, sino para medir los límites de su utilidad. «Al fin y al cabo, ¿no habría sido mejor que Dios no lo hubiera escogido?», preguntó Kierkegaard en una ocasión acerca de Abraham. Sin duda, el propio Abraham se hizo esa misma pregunta en medio de sus pruebas, pero dudo que se la hiciera al final de su vida. Para el creyente, la fe gira alrededor de una crisis en las relaciones personales más que alrededor de las dudas intelectuales. ¿Merece Dios nuestra confianza, cualquiera que sea el aspecto que tengan las cosas en este momento? Un autor cristiano a quien amo y respeto, escribe: «La forma en que Dios dispone a veces las cosas parece destinada exclusivamente a frustrarnos: el neumático que revienta camino del hospital, el lavabo que se atasca una hora antes que llegue la visita que va a pasar la noche en casa, el amigo que nos falla cuando más necesitamos su apoyo, la laringitis que se desarrolla repentinamente el día en que les vamos a hacer una presentación a unos compradores importantes». A los cristianos que viven en lugares como Paquistán o el Sudán, estas pruebas les parecerán obscenamente insignificantes. Sin embargo, sé muy bien que una serie de complicaciones exactamente como estas puede sembrar una semilla de duda en mi relación con

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Dios y socavar mi confianza básica. No obstante, tropiezo una y otra vez con estas palabras de mi amigo: «La forma en que Dios dispone a veces las cosas». ¿De veras Dios pone un clavo en la calle de tal forma que le pase por encima con el auto cuando voy para el hospital? ¿O enreda un montón de cabellos en el desagüe del lavabo para que se obstruya inmediatamente antes de llegar la visita? También culpo a Dios de manera instintiva cuando suceden cosas desagradables, y pongo en duda toda relación de confianza. ¿Debo hacerlo? ¿Es Dios quien dispone que estallen los neumáticos, se echen a perder las computadoras y germinen los virus en mi vida como pruebas hechas a la medida de mi fe, de forma parecida a las pruebas de fe que soportaron Abraham y Job? Lo dudo. Si hay una lección que enseñe el libro de Job, sobre todo en el discurso de Dios al final, es que los seres humanos no tienen razón, y mucho menos competencia, para tratar de comprender toda la complejidad de los motivos por los cuales suceden las cosas. Dios retó a Job a hacer algo mejor en lugar de dedicarse a esto: ¿Tienes acaso un brazo como el mío? ¿Puede tu voz tronar como la mía? Si es así, cúbrete de gloria y esplendor; revístete de honra y majestad. Da rienda suelta a la furia de tu ira; mira a los orgullosos, y humíllalos; mira a los soberbios, y somételos; aplasta a los malvados donde se hallen Dios se abstiene de estar interfiriendo continuamente en todo lo que sucede en la tierra, decidiendo no humillar a todo soberbio ni aplastar a los impíos en su sitio, por razones que siguen dejando perplejas a las víctimas de estos. Nosotros, al igual que Job, damos por sentado que Dios ha dispuesto todos los sucesos de alguna forma, y de ahí sacamos unas conclusiones cuya falsedad es patente: Dios no me ama. Dios no es justo. La fe ofrece la opción de seguir confiando en Dios al mismo tiempo que aceptamos los límites de nuestra humanidad, lo que significa aceptar que nosotros no podemos responder todos los porqués. Cuando la princesa Diana murió en un accidente de automóvil, recibí una llamada telefónica de un productor de televisión. «¿Podría aparecer en nuestro programa?», me preguntó. «Queremos que explique cómo es posible que Dios haya permitido un accidente tan terrible». Sin pensarlo, le contesté: «¿Podría esto haber tenido algo que ver con un conductor ebrio que iba a ciento cuarenta kilómetros por hora por un túnel estrecho? ¿De qué forma exacta participó Dios en todo esto?» No participé en el programa de televisión, pero su pregunta me llevó a sacar una carpeta con archivos donde he ido amontonando notas sobre cosas de las cuales se le echa la culpa a Dios. Encontré unas palabras del boxeador Ray «Boom-Boom» Mancini, que acababa de matar a su contrincante coreano con un fuerte derechazo. En una conferencia de prensa después de la muerte del boxeador coreano, Mancini dijo: «A veces me pregunto por qué Dios hace las cosas que hace». En una carta al Dr. James Dobson, una joven le hacía esta angustiosa pregunta: «Hace cuatro años estaba saliendo con un hombre y quedé encinta. ¡Me sentí destrozada! Entonces le pregunté a Dios: “¿Por qué has permitido que me suceda esto?”» Susan Smith, la madre de Carolina del Sur que empujó a sus dos hijos varones a un lago para que se ahogaran, y después le echó la culpa a un secuestrador fantasma por lo sucedido, escribió en su confesión oficial: «Llegué al punto más bajo cuando permití que mis hijos bajaran aquella rampa hasta el agua sin mí. Salí corriendo y gritando: “¡Oh, Dios! ¡No, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Por qué has dejado

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que suceda esto?”» ¿Qué papel desempeñó Dios en el hecho de que un boxeador golpeara tan fuertemente a su contrincante, una pareja de adolescentes perdiera el control en el asiento posterior de un auto, o una madre ahogara a sus hijos en un lago? Me pregunto cuál sería. ¿Dispuso Dios que se produjeran estos incidentes como pruebas de fe? Al contrario; los veo como manifestaciones espectaculares de la libertad humana ejercida en un planeta caído. En momentos así, en que quedamos al descubierto como frágiles y mortales, la tomamos contra la persona equivocada: Dios. Después de haber examinado todas las situaciones de sufrimiento humano que aparecen escritas en la Biblia, he llegado al convencimiento de que muchos cristianos que se enfrentan a una prueba de fe tratan de responder una pregunta distinta a la que les está haciendo Dios. Por instinto, huimos hacia las preguntas que miran al pasado: ¿Qué causó esta tragedia? ¿Estuvo involucrado Dios? ¿Qué me está tratando de decir Dios? Juzgamos la relación a partir de unas evidencias incompletas. La Biblia da muchos ejemplos de sufrimiento que, como el de Job, no tienen que ver nada con un castigo divino. En todos sus milagros de sanidad, Jesús echó abajo la idea muy extendida en sus tiempos de que el sufrimiento —la ceguera, la cojera, la lepra— cae sobre quien se lo merece. Él mismo se lamentaba de muchas cosas que pasan en este planeta, lo cual es señal segura de que Dios las lamenta mucho más que nosotros. Ni una sola vez le aconsejó a nadie que aceptara el sufrimiento como voluntad de Dios; lo que hacía era ir por todas partes sanando enfermedades e incapacidades. La Biblia no nos da respuestas sistemáticas a los porqués, y muchas veces los evade por completo. Un neumático pinchado, un lavabo atascado, un caso de laringitis: estas pruebas, por pequeñas que sean, pueden muy bien provocar una crisis de confianza en nuestra relación con Dios. Sin embargo, no nos debemos atrever a caminar por zonas que Dios ha sellado como de dominio exclusivo suyo. La providencia divina es un misterio que solo Dios comprende, y pertenece a lo que he llamado «La Enciclopedia de la Ignorancia Teológica» por una sencilla razón: ningún humano atado al tiempo, que viva en un planeta rebelde y esté ciego a las realidades del mundo invisible puede tener capacidad para comprender las respuestas. Esto es un breve resumen de la contestación que Dios le dio a Job. Muchas veces los cristianos leen la Biblia de tal forma que exageran las promesas de Dios, preparándose así para desilusiones posteriores. «Fíjense en las aves del cielo», dijo Jesús en una ocasión, «no siembran ni cosechan ni almacenan en graneros; sin embargo, el Padre celestial las alimenta … Observen cómo crecen los lirios del campo. No trabajan ni hilan». A partir de estos versículos, los lectores deducen que Dios siempre va a proveer, lo cual a su vez produce una gran crisis de fe cuando llegan la sequía y el hambre. Ahora bien, ¿cómo alimenta el Padre celestial a las aves y hace crecer a los lirios? No hace que aparezcan por arte de magia unas semillas de girasol en el suelo, como el maná en el desierto. Alimenta a las aves a base de llenar el planeta de bosques, flores silvestres y gusanos; y los humanos sabemos muy bien que nuestros barrios residenciales y grandes centros comerciales pueden tener unas consecuencias desastrosas sobre las aves que pueblan los lugares. Los lirios del campo crecerán sin esforzarse, pero su crecimiento depende también de la regularidad de los sistemas que producen el clima. En los años de fuerte sequía, ni trabajan, ni hilan ni sobreviven. «¿No se venden dos gorriones por una monedita?», dijo también. «Sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el Padre; y él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza. Así que no tengan miedo; ustedes valen más que muchos gorriones». Hay

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quienes toman este pasaje como un consuelo. El famoso canto dice: «Si él cuida de las aves, cuidará también de mí». Lo irónico es que Jesús lo dijo en medio de una serie de graves advertencias a sus seguidores en cuanto a que los azotarían, arrestarían e incluso matarían, lo cual no es un gran consuelo.* Jacques Ellul señala que esta mala traducción o interpretación es muy corriente: el texto griego, a diferencia de nuestra versión, solo dice «sin el Padre», y no dice nada de la voluntad de Dios: Se ha añadido la idea de «sin que lo permita Dios» para aclarar las cosas. Pero esa añadidura cambia por completo el significado. En este caso, Dios quiere la muerte del pajarillo; en el otro, su muerte no se produce sin que él esté presente. En otras palabras, la muerte se produce de acuerdo con las leyes de la naturaleza, pero Dios no deja que muera nada en su creación, sin estar él allí; sin ser el consuelo, la fortaleza, la esperanza y el apoyo de lo que muere. Lo que está en juego es la presencia de Dios, y no su voluntad. Nosotros tenemos la tendencia de ver la actuación de Dios en relación con los sucesos de la tierra como algo que «viene de lo alto», a semejanza de los rayos, el granizo o los truenos de Zeus, que caen a tierra procedentes del cielo. Así, el Dios del cielo se inclina hacia la tierra para intervenir por medio de sucesos como las diez plagas. Tal vez sería mejor que nos imagináramos la actuación de Dios como un río subterráneo que sube a la superficie en manantiales y fuentes. Robert Farrar Capon, sacerdote episcopal, presenta este paso en The Parables of Judgment [Las parábolas de juicio] desde la perspectiva superior hasta la inferior, mostrando los actos de Dios como «afloramientos, apariciones a plena vista de las puntas del único témpano continuo que hay debajo de toda la historia. Así, cuando analizamos nuestra misma serie anterior de actos poderosos, no se convierten en incursiones en la historia por parte de una presencia extraña procedente de lo alto, sino en afloramientos dentro de la historia de una presencia permanente que se encuentra debajo de ella». En otras palabras, Dios no pasa por alto, sino que pasa por debajo. Su presencia sostiene a toda la creación, y en todo momento: «Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente», afirma Pablo. Su presencia fluye también hacia aquellos que se alinean junto a él. El Espíritu de Dios, compañero invisible, obra desde el interior para sacar bien del mal. Son muchos los cristianos que citan el versículo de Romanos 8:28: «Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito», con el entendimiento de que, de alguna forma, todo va a terminar bien. Es más adecuado traducir el texto griego original de esta forma: «En todo lo que sucede, Dios obra para conseguir el bien junto a aquellos que lo aman». He visto la veracidad de esa promesa en todos los desastres y apuros por los que he tenido que pasar personalmente. Las cosas pasan, unas para bien y otras para mal, y muchas de ellas fuera de nuestro control. En todas ellas, he sentido la constante fiel de un Dios dispuesto a obrar conmigo y por medio de mí para producir algo bueno. En un proceso así, estoy convencido de que la fe siempre será recompensada, incluso cuando los porqués queden sin respuesta. En Juan 9 hay un relato que ilustra la diferencia entre estas dos maneras de enfocar el texto. La historia comienza donde comienzan muchos enfermos, con una pregunta sobre las causas. Al tropezarse con un ciego de nacimiento, los discípulos miran al pasado para averiguar el porqué. ¿Quién pecó para merecer este castigo, el ciego o sus padres? (Piense en lo que se está insinuando: ¿habría pecado aquel hombre dentro del vientre materno? La respuesta de Jesús no deja lugar a dudas: «Ni él pecó, ni sus padres … sino que esto sucedió para que la obra de Dios se hiciera evidente en su vida». Dirigiendo ahora la atención de ellos hacia el futuro, les hace una

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pregunta distinta: «¿Con qué fines?» Me parece que la respuesta de Jesús ofrece un conciso resumen del enfoque de la Biblia sobre el problema del sufrimiento. Thornton Wilder escribió The Bridge of San Luis Rey [El puente de San Luis Rey] para investigar por qué cinco personas en particular murieron al derrumbarse este puente. Cuando le preguntaron acerca de una tragedia parecida —¿por qué habían muerto dieciocho personas en un accidente de una construcción?—, Jesús se negó a responder. En lugar de hacerlo, les devolvió la pregunta a los que se la habían hecho: ¿Estarían ustedes preparados para la muerte si les cayera encima una torre? Según Jesús, se puede usar incluso la tragedia para empujar a una persona hacia Dios. En lugar de mirar hacia atrás en busca de explicaciones, él miraba hacia delante, en busca de consecuencias redentoras. A las preguntas que miran hacia atrás en busca de una causa, a las preguntas sobre el porqué, la Biblia no les da una respuesta definitiva. Lo que sí hace es presentarnos una esperanza para el futuro, la de que es posible transformar hasta el sufrimiento, de manera que produzca buenos resultados. Algunas veces, como en el caso del ciego, se manifiesta la obra de Dios por medio de un dramático milagro. Otras, como en el de Joni Eareckson y tantos otros que oran para pedir una sanidad que nunca llega, no es así. En todos los casos, el sufrimiento nos ofrece la oportunidad de manifestar la obra de Dios, ya sea en nuestra debilidad o en nuestra fortaleza. El «milagro» de Joni Eareckson —adolescente devastada por la parálisis que se convierte en profetisa de los incapacitados para el resto de la iglesia— lo demuestra ampliamente. Conozco a Joni desde que era adolescente, y creo con toda firmeza que la transformación obrada en ella es aún más impresionante que si de repente hubiera recuperado la capacidad de caminar. «Las tormentas son el triunfo de su arte [el de Dios]», dijo el poeta George Herbert. Estoy escribiendo estas palabras poco después de la tragedia de la escuela secundaria de Columbine, en Littleton, Colorado, no muy lejos de mi casa. Todos los días, los periódicos y los programas de televisión de esta zona analizan el suceso con doloroso detalle. Se transmitieron en vivo los funerales de doce alumnos y una maestra. Los ministros, los padres, las autoridades escolares y todo aquel a quien ha alcanzado esta tragedia preguntan por qué, pero nadie tiene una respuesta. El elemento de maldad —adolescentes racistas y llenos de odio dedicados a rociar a sus compañeros de clase con las balas de unas armas automáticas— es tan gigantesco en esta tragedia en particular, que nadie relaciona en público a Dios con el suceso. Hay quienes preguntan por qué Dios no interviene en un momento así, pero nadie sugiere que él haya causado este brote de violencia. Usted tendría que vivir en Colorado para valorar plenamente la respuesta a la otra pregunta impuesta por la tragedia: ¿Puede salir algún bien de algo tan horrible? ¿Es posible redimirlo? Una semana después de aquella matanza, visité la colina de Clement Park donde había quince cruces, observé el montón de ramos de flores, chaquetas atléticas, animales de peluche y otros recuerdos, y leí algunas de las notas escritas a mano llenas de amor y apoyo que llegaron de todas partes del mundo. También leí las notas escritas a los dos asesinos; notas personales procedentes de otros desajustados y parias, lamentando que Eric Harris y Dylan Klebold no hubieran hallado amigos en quienes confiar, que aliviaran su sufrimiento. Asistí a iglesias que se llenaban espontáneamente con centenares de adoradores afligidos en los días y semanas posteriores al suceso. Vi por televisión el programa Today Show en el cual Craig Scott, hermano de una de las víctimas, le puso la mano en el hombro al padre de un estudiante afroamericano que había sido asesinado y lo consolaba, mientras la entrevistadora Katie Couric se echaba a sollozar en pleno programa. Oí cómo diversos amigos de los alumnos describían la valentía de sus compañeros mientras el asesino les apuntaba a la cabeza con su arma y les exigía:

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«¿Crees en Dios?» Oí hablar de otros resultados: de grupos de jóvenes reunidos por toda la ciudad, de maestros que les pedían perdón a sus alumnos por no haberse identificado como cristianos y los invitaban a reunirse con ellos después de clase para aconsejarlos en su dolor, del padre de una de las víctimas que se hizo evangelista, y del padre de otra que lanzó una campaña de control de armas. De la maldad, incluso de una maldad tan terrible como la de la masacre de Columbine, puede salir el bien. En muchos casos, el sobresalto de la tragedia, la enfermedad o la muerte es lo único capaz de crear en la persona una crisis de fe existencial. En un momento así, nosotros queremos claridad, mientras que Dios quiere contar con nuestra confianza. Un predicador escocés del siglo pasado perdió de repente a su esposa, y después de su fallecimiento predicó un sermón desacostumbradamente personal. Admitió en su mensaje que no comprendía esta vida que llevamos. Pero menos aún podía comprender cómo era posible que la gente abandonara la fe al enfrentarse con una pérdida así. «¿Abandonarla para ir a buscar qué?», dijo. «Ustedes, los que se hallan bajo la luz del sol, tal vez crean a la fe, pero los que estamos en las sombras tenemos que creerla. No tenemos nada más». Si a usted le es absolutamente necesario conocer las respuestas a los interrogantes de la vida, entonces olvídese del viaje. Nunca va a llegar a ningún lado, porque se trata de un viaje basado en cosas imposibles de conocer … en preguntas y enigmas sin respuesta, cosas incomprensibles y, sobre todo, cosas injustas.

MADAME JEANNE GUYON

* Pablo describe las terribles circunstancias que vivió en 1 Corintios: «Hasta el momento pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa, se nos maltrata, no tenemos dónde vivir … Se nos considera la escoria de la tierra, la basura del mundo, y así hasta el día de hoy». En su siguiente epístola habla del fracaso de sus oraciones para pedir que le fuera quitada «una espina» de su cuerpo. * Uno de los personajes de Doris Bett tiene un concepto más realista: «Dios sabe que los pajarillos caen, pero los pajarillos siguen cayendo. ¿Acaso la creación no es más que una serie de pájaros muertos, uno tras otro?»

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CAPÍTULOCINCO

LAS DOS MANOS DE LA FE

Por todo lo que ya ha sido, gracias. Por todo lo que ha de ser, sí. DAG HAMMARSKJÖLD

Años después del fin de la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, alguien le preguntó a George Pickett, el general confederado que lanzó la «carga de Pickett» en Gettysburg, que explicara por qué su bando perdió. Él se atusó por un instante el bigote y después contestó: «Bueno, me parece que los yanquis tuvieron un poco que ver en el asunto». Para dibujar una imagen más completa, debo mencionar otra forma de mirar la realidad. El Dios invisible no se encuentra solo. La Biblia insiste en que vivimos en medio de otros «poderes» invisibles, unos dedicados al bien y otros al mal. Si un día tenemos como Job la oportunidad de preguntarle a Dios en persona las cosas que nos han preocupado durante nuestro tiempo en el planeta tierra, es posible que Dios nos conteste: «Bueno, me parece que los rebeldes tuvieron algo que ver en el asunto». Cuando comenzaba a trabajar de reportero, en el momento más alto del movimiento de Jesús, en los años setenta, entrevisté a una banda de rock que se presentó en un festival de música cristiana. Ellos me manifestaron un concepto del mundo con el que nunca antes me había encontrado: Sí, hombre, de veras que nos estaban atacando. El Señor estaba con nosotros en Indianápolis. Su Espíritu llenaba aquel lugar. Así que entonces, Satanás bajó mientras nosotros íbamos por la carretera y rompió el enlace entre el remolque y nuestro autobús. Allí se fueron todos nuestros amplificadores e instrumentos. El viaje hubiera podido terminar allí mismo. Pero Dios intervino. Él guió aquella cosa para que no chocara con nada, sino que todo lo que hizo fue detenerse junto en la carretera. Estamos de nuevo en acción, hombre. ¡En los asuntos del Señor! En su jerga típica de la gente de Jesús, aquellos músicos me mostraron un mundo en el que participaban Dios y Satanás forcejeando sobre cuanto incidente se producía en la tierra. Después de entrevistar a la banda, le comencé a prestar atención al tipo de lenguaje que usan los cristianos. Una familia sale de viaje rumbo al Oriente Medio durante un tiempo de tensiones crecientes: «Estamos en las manos de Dios», dicen. Un hombre pasa por un conflictivo divorcio: «Dios me está enseñando a buscar su rostro». He oído a los seminaristas hacer un chiste acerca de un hombre que sale de la cuneta y falta poco para que lo atropelle un automóvil a exceso de velocidad. «La providencia lo cuidó», dice un observador. Un día después, el mismo hombre sale de la misma cuneta, y esta vez lo atropellan. Después de largos meses se recupera de unas serias lesiones. «¿Verdad que es maravillosa la forma en que Dios lo libró?», dice el observador. Más tarde, saliendo de la misma cuneta, lo atropellan de nuevo, y esta vez muere a consecuencia de las lesiones. «Bueno, a Dios le complació llevárselo», es el comentario. Hay momentos en que todos nosotros caemos en esta forma de pensar. El gran León

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Tolstoy luchaba para hallarle sentido a la participación de Dios en la invasión de Napoleón. En La guerra y la paz examina cada maniobra y cada ataque del enemigo mientras atraviesa Rusia. Por supuesto que no puede ser voluntad de Dios que ese corso aventurero conquiste la Santa Madre Rusia. ¿Es que Dios está durmiendo? ¿Pueden prevalecer las fuerzas del mal sobre las del bien? Cuando el ejército francés avanza sobre Moscú, Tolstoy escudriña con fervor en busca de alguna forma de comprender la providencia que pueda explicar semejante catástrofe. Lo único que encuentra es «la irresistible oleada del destino». Todo el que cree en Dios lleva consigo una suposición básica sobre la forma en que él actúa en relación con nosotros. El novelista francés Flaubert decía que todo gran escritor debía ocupar en su novela el mismo lugar que Dios en su creación: no se le debe ver ni oír por ninguna parte. Dios está en todas partes, y sin embargo, es invisible, silencioso, y al parecer, ausente e indiferente. Tal vez haya un puñado de intelectuales que disfruten de la adoración de un Dios ausente como este, pero la mayoría de los cristianos prefieren la imagen de Dios como el padre amoroso que presenta Jesús. Necesitamos algo más que un relojero que le dé cuerda al universo para que se mueva. Necesitamos amor, misericordia, perdón y gracia, cualidades que solo puede ofrecer un Dios personal. Sin embargo, mientras más personal sea el concepto de Dios que tengamos, más desesperantes son las preguntas acerca de él. ¿Acaso un Dios amoroso no debería intervenir con mayor frecuencia a favor nuestro? Además, ¿cómo podemos confiar en un Dios del que nunca podemos esperar con seguridad que venga a ayudarnos? En una ocasión conocí a una paranoica genuina una joven totalmente convencida de que el mundo estaba en contra de ella. Se las arreglaba de alguna forma para introducir todo lo que pasaba en su teoría sobre la conspiración de un mundo hostil. Si trataba de consolarla diciéndole algo como: «Creo que usted tomó ese comentario de forma equivocada. Marta solo estaba tratando de ayudarla, pero no la detesta», mi labor pacificadora solo servía para alimentar su paranoia. Ajá, conque es uno de ellos. Es probable que Marta lo enviara. Está tratando de suavizarme, de quebrantar mi resistencia. Nada de lo que se le decía o se hacía por ella era capaz de atravesar la armadura protectora de su paranoia. El paranoico orienta su vida alrededor del miedo. Mi esposa Janet trabajaba para un supervisor que llegó a convencerse, sin razón, de que ella estaba tratando de quedarse con su puesto. Cuanta sugerencia hacía ella en el trabajo, el supervisor la tomaba como un intento por socavar su posición. Todos los elogios los tomaba como un intento subversivo por ganárselo. Nada que ella dijera lo podía convencer de lo contrario, y al final tuvo que dejar ese trabajo para poder conservar su propia salud mental. Lo que estoy aprendiendo es que la fe madura, que abarca al mismo tiempo la fe sencilla y la fidelidad, obra de forma opuesta a la paranoia. Reúne todos los acontecimientos de la vida alrededor de la confianza en un Dios amoroso. Cuando suceden cosas buenas, las acepto como regalos de Dios, dignos de acción de gracias. Cuando suceden cosas malas, no las tomo como que vengan de Dios necesariamente —en la Biblia veo evidencias de lo contrario—, y no hallo en ellas razones para divorciarme de él. Al contrario. Confío en que él puede usar incluso esas cosas malas para mi beneficio. Al menos, esa es la meta hacia la cual me dirijo. La persona fiel ve la vida desde la perspectiva de la confianza, no del temor. La fe sólida me permite creer que, a pesar del caos del momento presente, sigue siendo cierto que Dios reina; que por indigno que yo me sienta, le importo de verdad a un Dios de amor; que ningún dolor dura para siempre y que ninguna maldad triunfa al final. La fe ve incluso el hecho más tenebroso de toda la historia, la muerte del Hijo de Dios, como un preludio necesario al más

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resplandeciente de todos. El escéptico me respondería que acabo de presentar una racionalización clásica: a partir de una premisa, procedo a manipular todas las evidencias para apoyar esa premisa. Tiene razón. Comienzo con la premisa de que hay un Dios que es bueno y amoroso como primer principio del universo; todo lo que contradiga esa premisa debe tener otra explicación. En la política, dice William Safire, «al candidato al que se le acredita la lluvia, se le echa la culpa de la sequía». Entonces, ¿cómo puedo «sacar a Dios del apuro» en vista de las cosas tan terribles que le pasan a la gente todos los días? En primer lugar, tal como ya he sostenido, no debemos dar por sentado que todo sucede con la aprobación de Dios. Cuando dos adolescentes enajenados entran a una escuela secundaria, tiran bombas y disparan novecientas balas contra sus compañeros, ¿forma eso parte del plan de Dios? Un amigo me habló muy emocionado de los numerosos «milagros» que se produjeron en la escuela secundaria de Columbine. Los asesinos pusieron noventa y cinco aparatos explosivos en la escuela, y muy pocos de ellos explotaron. Un estudiante recibió dos balas a quemarropa, directamente en la cara; «milagrosamente», las dos balas se alojaron en la parte gruesa de la mandíbula, a cada lado de la cara, y sobrevivió. Otro estudiante se fue a casa aquel día porque estaba enfermo, y sus padres alabaron a Dios por su cuidado providencial. Oigo estos relatos y me regocijo por su final, pero me pregunto cómo les sonarán estas afirmaciones a los padres que perdieron a sus hijos en esa masacre. En este mundo pasan muchas cosas que van claramente en contra de la voluntad de Dios. Lea a los profetas, los voceros nombrados por Dios, que truenan contra la idolatría, la injusticia, la violencia y otros síntomas del pecado y la rebelión del ser humano. Lea los relatos de los Evangelios en los cuales Jesús trastorna el orden religioso establecido, liberando a las personas de unas limitaciones físicas que los teólogos habían clasificado como «voluntad de Dios». Aunque la providencia sea un gran misterio, no encuentro justificación para el que le echa la culpa a Dios por algo a lo cual él se opone con tanta claridad. Sin embargo, la pregunta del escéptico no desaparece. ¿Cómo puedo alabar a Dios por las cosas buenas de la vida sin censurarlo por las malas? Solo puedo hacer algo así a base de establecer una actitud de confianza —la paranoia al revés— basada en lo que he aprendido con relación a Dios. Encuentro un paralelo en mis relaciones humanas. Si estoy esperando a mi amigo Larry en el lugar donde hemos acordado, y él no se ha presentado una hora después del momento debido, no comienzo a maldecir su falta de responsabilidad y de consideración. Los años de amistad me han enseñado que Larry es una persona puntual y de fiar. Supongo que algo —¿un neumático pinchado, un accidente?— sobre lo cual él no tiene control, le ha echado a perder los planes.* A los que amo, les atribuyo las cosas buenas, y trato de no culparlos por las malas, suponiendo en cambio que hay otras fuerzas en funcionamiento. Hemos desarrollado juntos unos esquemas de confianza y amor con discernimiento. Con el tiempo, tanto por medio de mis experiencias personales como del estudio de la Biblia, he llegado a conocer también ciertas cualidades de Dios. Muchas veces su estilo me deja perplejo: se mueve con lentitud, tiene preferencia por los rebeldes y los pródigos, se reprime en su poder, y habla en susurros y en el silencio. Sin embargo, aun en estas cualidades veo evidencias de su paciencia, misericordia y anhelo por atraer, más que por forzar. Cuando siento dudas, me centro en Jesús, que es la revelación menos filtrada de la personalidad de Dios. He aprendido a confiar en él, y cuando se produce alguna tragedia o algún mal que no puedo sintetizar con el Dios al que he llegado a conocer y amar, entonces busco otras explicaciones.

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Piense en los apuros de un espía que opera tras las líneas enemigas y de repente pierde todo contacto con las fuerzas amigas de su país de origen. ¿Lo han abandonado? ¿Lo han dejado a su suerte? Si confía plenamente en su gobierno, lo que supone en lugar de pensar lo contrario, podría pensar que las líneas de comunicación han sido descubiertas y se han anulado los contactos para protegerlo. Si lo capturan y lo mantienen secuestrado en Beirut o Teherán, no va a tener evidencia alguna de que haya alguien en su país a quien él le importe. No obstante, el espía leal confía en que su gobierno esté recorriendo los canales diplomáticos, ofreciéndoles recompensas a los informantes y tal vez lanzando un esfuerzo clandestino para rescatarlo. Cree, contra todas las evidencias en su contra, que su gobierno lo aprecia y valora su bienestar. C. S. Lewis da otras ilustraciones sobre los momentos en los cuales la confianza ayuda, aun en condiciones que parecerían dar razones en su contra: Cuando sacamos a un perro de una trampa, o le extraemos de un dedo una espina a un niño, o le enseñamos a un jovencito a nadar, o rescatamos a alguien que no sabe hacerlo, o llevamos a un asustado principiante hasta un lugar difícil en una montaña, es muy posible que el obstáculo fatal sea su desconfianza. Les estamos pidiendo que confíen en nosotros con todos sus sentidos, su imaginación y su inteligencia. Les estamos pidiendo que crean que lo doloroso va a aliviar su dolor, y que lo que parece peligroso es su única seguridad. Les pedimos que acepten unas imposibilidades aparentes: que mover la pata hacia dentro de la trampa es la única forma de salir; que herir el dedo mucho más es lo que va a hacer que deje de doler; que el agua, obviamente permeable, va a resistir el peso del cuerpo y lo va a sostener, que aferrarse al único apoyo que tienen a su alcance no es la forma de evitar hundirse; que subir más e ir hasta un saliente más al descubierto es la forma de no caer. Para respaldar todas esas cosas increíbles, solo podemos contar con el apoyo de la confianza que tenga en nosotros la otra persona; una confianza que ciertamente no se basa en la demostración, que admitimos que está llena de emociones, y tal vez, si somos personas extrañas, solo se puede apoyar en una seguridad como la que pueden proporcionar el aspecto de nuestro rostro y el tono de nuestra voz, o incluso, en el caso del perro, nuestro olor. Algunas veces, a causa de su incredulidad, no es mucho lo que podemos hacer. Pero si triunfamos, lo hacemos porque ellos han mantenido firme su fe en nosotros a pesar de unas aparentes evidencias en nuestra contra. Nadie nos culpa por exigir tanta fe. Nadie los culpa a ellos por darla. Nadie dice después qué poco inteligente debe haber sido el perro, el niño o el jovencito para confiar en nosotros … Ahora bien, aceptar lo que propone el cristianismo es ipso facto creer que nosotros somos para Dios, siempre, lo que ese Dios, o ese niño, o ese bañista, o ese montañero fueron para nosotros; solo que a un nivel mucho mayor. En una carta desacostumbradamente reveladora, dirigida a su amigo el Padre Giovanni Calabria, Lewis se aplicó este principio de una forma muy personal. A los cincuenta años, sintió que se estaba quedando sin su talento como escritor. Estaba dedicado a cuidar de su madre enferma y también de un amigo, en una casa caótica devastada por los pleitos. «¿Hasta cuándo, Señor?», escribe Lewis. Le explica a Calabria lo que lo distrae, le pide oración y le dice que las interrupciones están impidiendo que trabaje en muchos libros. Añade: «Si Dios quiere que escriba más libros, bendito sea. Y si no quiere, también bendito sea. Tal vez lo más sano para mi alma sea que pierda tanto la fama como la capacidad, no vaya a ser que caiga en esa malvada enfermedad llamada vanagloria». La carta de Lewis se me clavó como una flecha en el corazón porque me gano la vida escribiendo libros, por cierto, tengo cincuenta años de edad al escribir este, y también tengo una idea de lo que significaba para Lewis llegar a ese punto de confianza y sumisión. Lo que

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amenazaba con ser un gran sacrificio y una gran pérdida, él lo interpretó en cambio como una bendición en potencia, por la sencilla razón de que confiaba en Dios. Lewis creía que cuanto entrara en su vida, incluso lo que fuera opuesto a sus propios deseos, Dios lo podía convertir en beneficio y ganancia. Gregorio de Nicea dijo en una ocasión que la fe de San Basilio era «ambidiestra», porque recibía de buen grado lo agradable con la mano derecha, y las aflicciones con la izquierda, convencido de que ambas cosas serían útiles para los designios de Dios sobre él. Jean-Pierre de Caussade, director espiritual del siglo XVIII, se hace eco de Basilio. «La fe viva no es más que una perseverante búsqueda de Dios a través de todo lo que lo disfraza, desfigura, derriba, y trata de abolirlo, por así decir». De Caussade trataba de aceptar cada momento como una revelación de Dios, con la creencia de que, cualquiera que sea el aspecto de las cosas en un momento dado, toda la historia servirá a fin de cuentas para realizar los propósitos de Dios sobre la tierra. Este es su consejo: «Ama y acepta el momento presente como el mejor, con una confianza perfecta en la bondad universal de Dios … Todo, sin excepción, es instrumento y medio de santificación … El propósito de Dios con respecto a nosotros siempre es lo que contribuya más para nuestro bien». Esto es lo que significa para mí la fe «ambidiestra», o hábil con ambas manos, al menos en teoría, aunque no lo sea siempre en la práctica. Lo tomo «todo sin excepción» como una actuación de Dios, en el sentido de preguntarme qué puedo aprender de aquello, y orar para que Dios lo redima a base de mejorar mi persona. No tomo nada como actuación de Dios en el sentido de juzgar la personalidad divina, porque he aprendido a aceptar mi endeble categoría de criatura, que comprende un punto de vista limitado, el cual oscurece las fuerzas invisibles del presente y también un futuro que solo Dios conoce. Tal vez el escéptico insista en que esta posición libera injustamente a Dios de toda responsabilidad, pero quizá eso sea la fe: confiar en la bondad de Dios a pesar de todas las evidencias aparentes en su contra. Como el soldado confía en las órdenes de su general; mejor aún: como el hijo confía en su padre amoroso. Una amiga que está luchando con la depresión me escribió diciendo: «No le puedo explicar mi depresión a nadie. No es racional y se opone abiertamente a mi cómoda vida. Le imprime su color a mi manera de ver el mundo entero, y la albergo como un punto de vista secreto que nadie más comparte ni puede llegar a conocer. Nada me parece más real cuando estoy deprimida. La oscuridad define mi vida». Después me dice que, desde su conversión —la cual, por ser judía, aún esconde de su familia—, la depresión la domina con menos frecuencia. «De hecho, estoy comenzando a ver la fe como el lado opuesto de la depresión. También le da su color a todo. No siempre se la puedo explicar a otros, y sin embargo, está comenzando a traer luz gradualmente a mi tenebrosa vida». La paranoia a la inversa, la imagen de la depresión en el espejo, ha estado recorriendo unas imágenes de la fe que lo mejor es ilustrarlas, más que analizarlas. Pienso en los tres amigos del profeta Daniel, que desafiaron a un tirano proclamando: «Si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos puede librarnos del horno y de las manos de Su Majestad. Pero aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua». Pienso en Jesús en la cruz, clamando por una parte: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», y por la otra: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Los amigos de Daniel recibieron una liberación milagrosa, pero Jesús no; sin embargo, tanto ellos como él confiaron en Dios sin tener en cuenta las circunstancias. O bien pienso en el exaltado estado del apóstol Pablo, según lo describe en Filipenses. Sus valores parecen estar al revés de lo que debían. Considera deseables sus limitaciones en la prisión, porque esos apuros han producido muchos buenos resultados. Riqueza o pobreza,

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consuelo o dolor, aceptación o rechazo, incluso muerte o vida; ninguna de esas circunstancias le importaba demasiado a Pablo: «He aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a pasar hambre, a tener de sobra como a sufrir escasez». Pienso también en John Donne, poeta y decano de la Catedral de San Pablo, en Londres, durante el siglo XVII. Gran parte de cuanto creo acerca de Dios y del sufrimiento lo he aprendido de Donne, a quien considero un modelo de esa fe ambidiestra. John Donne era un hombre que conocía la aflicción. Durante su labor en la iglesia más grande de Londres tres oleadas de peste bubónica barrieron la ciudad. La última de estas epidemias mató ella sola a cuarenta mil personas. Los londinenses acudían en masa al decano Donne en busca de una explicación, o al menos de unas palabras de consuelo. Mientras tanto, el propio Donne cayó enfermo con algo que los doctores diagnosticaron inicialmente como plaga (resultó ser una fiebre con erupciones, como el tifus). Durante seis semanas estuvo acostado temblando a las puertas de la muerte, escuchando mientras las campanas de la iglesia doblaban ante cada nuevo fallecimiento, y preguntándose si el próximo sería el suyo («Nunca mandes a preguntar por quién doblan las campanas, porque doblan por ti»). Durante estos oscuros momentos, Donne, a quien se le había prohibido leer o estudiar, pero al que se le había permitido escribir, redactó el libro llamado Devotions [Devociones], que es una meditación acerca del sufrimiento. Estaba afinando su instrumento junto a las puertas, dijo, las puertas de la muerte. En Devotions llama a cuentas a Dios. Algunas veces le habla con sarcasmo, otras se humilla y le suplica que lo perdone, y otras discute ferozmente. Pero ni una sola vez lo deja fuera del proceso. La presencia de Dios arroja su sombra sobre todo pensamiento y toda frase. Donne pregunta el porqué una y otra vez. El calvinismo era relativamente nuevo, y meditó en la idea de que las plagas y las guerras eran «ángeles de Dios». Muy pronto la rechazó: «Por supuesto que no eres tú; no es tu mano. La espada que devora, el fuego que consume, los vientos que vienen del desierto, las enfermedades del cuerpo, todo lo que afligió a Job, venían de las manos de Satanás, y no de las tuyas». Con todo, nunca se sintió totalmente seguro, y el hecho de no saber causaba en él un tormento interno. El libro de Donne nunca responde a los porqués, como ninguno de nosotros puede responder esas preguntas que se hallan más allá del alcance de la humanidad. Ahora bien, aunque Devotions no resuelva las dudas intelectuales, sí recoge la firmeza emocional de Donne. Al principio —confinado a su lecho, recitando oraciones sin respuesta, pensando en la muerte y regurgitando la culpa— no puede encontrar alivio para ese temor siempre presente. Obsesionado, revisa todas las veces que aparece la palabra temor en la Biblia. Cuando lo hace, se da cuenta de que en la vida siempre va a haber circunstancias que incitan al temor; si no es la enfermedad, son los problemas económicos; si no es la pobreza, es el rechazo; si no es la soledad, es el fracaso. En un mundo así, Donne ve con claridad lo que debe escoger: temer a Dios, o temer a todo lo demás; confiar en Dios, o no confiar en nada. En su lucha con Dios, cambia de preguntas. Había comenzado con la pregunta sobre el origen —«¿Quién causó esta enfermedad y por qué?»— para la cual no había encontrado respuesta. Sus meditaciones van pasando gradualmente hacia la cuestión de la respuesta. Lo que tiene la máxima importancia, aquello a lo que tiene que enfrentarse toda persona que pase por una gran prueba, es esa misma cuestión de la respuesta: ¿Le voy a confiar a Dios mi dolor, mi debilidad e incluso mi temor, o me voy a alejar de él lleno de amargura y de ira? Donne decide que en realidad no importa que su enfermedad sea castigo de Dios o simplemente un suceso natural. En cualquiera de los dos casos, va a confiar en Dios, porque al final la confianza representa el temor correcto al Señor.

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Donne hace una comparación con el proceso de este cambio suyo de actitud hacia los médicos. Inicialmente, cuando ellos estaban analizando su cuerpo en busca de nuevos síntomas y discutiendo sus hallazgos en voz baja fuera de su habitación, no podía evitar el miedo. Con el tiempo, al ver la compasiva preocupación de ellos, se convenció de que merecían su confianza, aunque los tratamientos fueran dolorosos. Este mismo esquema se aplica a Dios. Aunque muchas veces no comprendamos sus métodos, ni las razones que los impulsan, el asunto detrás de todo esto es determinar si Dios es un «médico» digno de confianza. Donne decide que sí. En un pasaje que recuerda la letanía de Pablo en Romanos 8 («Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios … podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor») hace una lista de sus posibles temores. ¿Grandes enemigos? No constituyen una amenaza, porque Dios puede vencer a todos los enemigos. ¿Hambre? No, porque Dios puede suplir. ¿Muerte? Ni siquiera ese temor, el peor para el ser humano, constituye una barrera permanente para los que temen a Dios. Llega a la conclusión de que lo mejor que puede hacer es cultivar un temor correcto al Señor, porque ese temor puede sustituir a todos los demás. Por eso ora diciendo: «Así como me has dado un arrepentimiento del que no me debo arrepentir, también dame, Señor, un temor del cual no tenga por qué tener temor». Sea lo que fuere la fe, y cualesquiera sean las respuestas que dé, y cualquiera sea aquel a quien se las dé, cada una de esas respuestas le da a la existencia finita del ser humano un significado infinito; un significado que no pueden destruir los sufrimientos, las privaciones ni la muerte. * En un misterioso pasaje de Daniel 10, la Biblia describe una escena con un paralelo muy cercano. Daniel no puede comprender por qué una de sus oraciones no ha sido contestada. Entonces aparece un ángel para explicarle lo que ha estado sucediendo en el mundo invisible: durante tres semanas, este ángel ha estado tratando de vencer la resistencia por parte del «príncipe de Persia» para responder a la oración de Daniel, y solo hace poco ha recibido refuerzos de un poder celestial llamado Miguel. Dudo que Daniel volviera a orar otra vez de manera casual.

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CAPÍTULOSEIS

VIVIR EN FE

Es fácil vivir en el pasado y en el futuro. En cambio, vivir en el presente es como ensartar una aguja.

WALKER PERCY

Bill Leslie, mi pastor de Chicago, decía que muchas veces se sentía como una de esas viejas bombas de agua operadas a mano, del tipo que aún se encuentran en algunos campamentos. Todo el que acudía a él en busca de ayuda bombeaba vigorosamente unas cuantas veces, y cada vez sentía que algo salía de él. Así terminó por llegar a una situación de vacío espiritual en el cual no le quedaba nada más que dar. Se sentía seco, desecado. En medio de este período, Bill asistió a un retiro de toda una semana y le abrió el alma a la directora espiritual que le habían asignado, que era una monja. Esperaba que ella le dijera unas palabras de alivio sobre la persona tan generosa y sacrificada que él era, o tal vez le recomendara que se tomara un año sabático. Pero lo que ella hizo fue decirle: «Bill, solo hay una cosa que hacer si se te han agotado las reservas. Tienes que ir más hondo». Volvió de aquel retiro convencido de que su fe dependía menos de su caminar exterior por la vida y el ministerio, que de su caminar interior hacia la profundidad espiritual. Al pie de las montañas Rocallosas, que es donde vivo, los cavadores de pozos tuvieron que profundizar hasta los doscientos metros antes de encontrar agua para nuestra casa. Y aun entonces, el agua solo subía en un chorro pequeño, hasta que utilizaron una técnica conocida como «franqueado», abreviatura para fracturación hidráulica. Bombeando agua por la apertura del pozo a una presión muy fuerte, los técnicos hicieron añicos el granito, que se convirtió en grava, y de esta forma abrieron nuevas vetas para que corriera el agua. Mientras observaba, presiones que a mí me parecía que iban a destruir el pozo, lo que hicieron fue llegar hasta nuevas fuentes de agua. Estoy seguro de que a Bill Leslie le encantaría esta analogía: presiones extremas, aparentemente destructoras, lo forzaron a buscar nuevas fuentes de fortaleza; la misma razón por la que había estado buscando dirección espiritual desde el principio. El profeta Jeremías, en una metáfora similar, escribe acerca de un arbusto que hunde sus raíces en el árido suelo del desierto. En los tiempos de lluvia y prosperidad, la planta florece, pero durante la sequía, sus raíces superficiales se secan y mueren. Jeremías establece un contraste con el que vive en fe: Bendito el hombre que confía en el Señor, y pone su confianza en él. Será como un árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme que llegue el calor, y sus hojas están siempre verdes. En época de sequía no se angustia,

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y nunca deja de dar fruto. La Biblia no hace ninguna promesa color rosa acerca de vivir en una primavera eterna. Lo que hace es señalar hacia la fe que nos ayuda a prepararnos para las estaciones de sequía. Vendrán duros inviernos, seguidos por veranos ardientes. No obstante, si las raíces de la fe adquieren la suficiente profundidad para llegar hasta donde se halla el Agua Viva, podremos sobrevivir a los tiempos de sequía y florecer en los tiempos de abundancia. Según Stanley Hauerwas, la vida de fe está formada por la paciencia y la esperanza. Cuando aparece algo que pone a prueba nuestra relación con Dios, nos apoyamos en esas dos virtudes: la paciencia, formada por un largo conjunto de recuerdos, y la esperanza de que nuestra fidelidad demuestre que ha valido el riesgo que estamos corriendo. Tanto judíos como cristianos hemos insistido siempre en estas virtudes, observa Hauerwas, porque creemos que un Dios que es bueno y fiel es quien controla el universo; la paciencia y la esperanza mantienen viva la fe durante los tiempos que arrojan una sombra de duda sobre nuestras creencias. Podría parafrasear a Hauerwas diciendo que la vida de fe consiste en vivir en el pasado y en el futuro. Vivo en el pasado para echar raíces en lo que Dios ya ha hecho, como forma de adquirir seguridad en cuanto a lo que puede hacer de nuevo. La relación con un Dios invisible comprende ciertas limitaciones: sin evidencias sensoriales en el presente, tenemos que mirar al pasado para recordar quién es aquel con el cual nos estamos relacionando. Cada vez que Dios se presentaba a sí mismo como «el Dios de Abraham, Isaac y Jacob», le recordaba a su pueblo escogido su historia con él, una historia que para aquellos tres antepasados suyos comprendía épocas de prueba y de duda. También he aprendido acerca de la fe a base de mirar a Abraham, Isaac y Jacob, porque Dios procedió de una manera sumamente asombrosa con los tres. Después de haber prometido que les daría un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo, lo que siguió se parece más a un estudio de casos de esterilidad a escala familiar. Abraham y Sara tenían más de noventa años antes de ver a su primer hijo; ese hijo (acertadamente llamado Isaac, o «risa») se casó con una mujer estéril; Jacob, el nieto, tuvo que esperar catorce años por la mujer de sus sueños, solo para descubrir que ella también era estéril. Esta tortuosa senda hacia la creación de una gran nación indica que Dios opera a partir de un calendario diferente al que esperamos los impacientes seres humanos. De Abraham, Isaac y Jacob —y también José, Moisés, David y muchos otros— aprendo que Dios se mueve de formas que no soy capaz de predecir, ni de desear. Sin embargo, todos estos personajes del Antiguo Testamento vivieron y murieron en fe, asegurando hasta el final que Dios había cumplido realmente sus promesas. A lo largo de todos los Salmos, David y los demás poetas miran por encima del hombro hacia momentos del pasado en los cuales Dios daba la impresión de no tener poder, y sin embargo, siempre triunfaba; cuando una confianza que parecía atrevida demostraba ser prudente. Los Salmos, que repasan la historia de la liberación hecha por Dios, dejan ver con frecuencia la inquietud del escritor sobre si Dios va a intervenir de nuevo de una forma tan espectacular. Los recuerdos fuertes alivian un presente inquieto, como pueden atestiguar muchos de los Salmos. Las epístolas del Nuevo Testamento dan el mismo consejo: Estudie las Escrituras con diligencia, porque son la guía necesaria para las competencias de fe. Más allá de la Biblia, se encuentra el testimonio de la iglesia entera con respecto a la fidelidad de Dios. Me pregunto dónde estaría mi propia fe sin Agustín, Donne, Dostoievski, Jürgen Moltmann, Tomás Merton y C. S. Lewis. Muchas veces he ido a aprender en sus palabras, como un viajero exhausto podría aprender de un monumento situado junto al camino. «Me encuentro anhelando la luz como un sediento anhela el agua», escribió el

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comandante Richard Byrd durante una estancia de seis meses en una choza metálica en el Polo Sur. En el invierno antártico, el sol no aparece durante cuatro meses. «Un fúnebre resplandor se deja ver en el firmamento durante el crepúsculo. Es el período entre la vida y la muerte. Es la forma en que el mundo va a ver al último hombre cuando este muera». Tres semanas antes de la fecha en que el sol debía regresar, escribió en su diario acerca de su reaparición: «Traté de imaginarme cómo sería, pero la idea era demasiado amplia para que la pudiera captar». Esas palabras deben haber parecido muy extrañas cuando Byrd hizo más tarde la corrección de ese diario para publicarlo, y terminó sus días en una latitud donde veía todos los días los rayos solares. Aunque no mantengo un diario formal, mis escritos realizan algo parecido. Tomo un artículo que escribí hace veinticinco años, y me maravillo ante la pasión que sentía por una cuestión en la que apenas he pensado desde entonces. ¡Tanta ira, tanta duda, tanto cinismo apenas controlado! En los márgenes de mi Biblia encuentro gritos de lamentación que escribí hace mucho tiempo, y doy gracias por haber logrado atravesar ese valle en particular. Cuando me siento exuberante, les echo una mirada a mis escritos del pasado, y me quedo perplejo ante los pantanos de aflicción en los que me revolcaba; cuando me siento deprimido, me sorprende la fe tan resplandeciente que solía tener. Generalmente adquiero de mi pasado la perspectiva de que aquello que siento y creo ahora mismo no va a ser lo que siempre voy a sentir y creer, y eso me lleva a hacer más profundas aún mis raíces, hasta llegar a capas del subsuelo que no son afectadas por El Niño ni por otras extravagancias del clima. Recordar mi relación con Dios exige esfuerzo e intencionalidad. No puedo sacar un video hecho en casa para ver nuestra historia y nuestro crecimiento juntos; no hay álbumes de fotos de la vida en fe. Debo trabajar conscientemente para revisar tanto el progreso del dolor como el de su curación. Al reflexionar sobre su propia vida, el apóstol Pablo escribía: «Este mensaje es digno de crédito y merece ser aceptado por todos: que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero precisamente por eso Dios fue misericordioso conmigo, a fin de que en mí, el peor de los pecadores, pudiera Cristo Jesús mostrar su infinita bondad». Pablo mira a su pasado solo lo necesario para recordar lo que era y afirmar lo que proclama, y después se vuelve hacia el futuro: «Por tanto, al Rey eterno, inmortal, invisible, al único Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén». El arroyo que pasa junto a mi casa se congela todos los inviernos. Sin embargo, si me inclino cerca de él, puedo oír el agua correr por debajo del hielo con un sonido amortiguado, pero inconfundible. Nunca se detiene. Bajo las frías capas del invierno se encuentra la prueba de un verano inevitable. La vida de fe está hecha de paciencia y esperanza; del pasado y del futuro. Martin Marty, quien calificó de «invernales» en su tono a la mitad de los Salmos, también observó que ciento cuarenta y nueve de los ciento cincuenta terminan llegando a la esperanza. Jürgen Moltmann, uno de los mejores teólogos del siglo XX, relata en su delgado libro Experiences of God [Experiencias con Dios] su peregrinaje personal hacia la esperanza. Reclutado en su adolescencia para la Segunda Guerra Mundial, fue enviado al frente alemán, donde los ingleses lo capturaron pronto. Pasó detenido los siguientes tres años, enviado de un campamento de prisioneros a otro en Bélgica, Escocia e Inglaterra. Mientras tanto, el imperio de Hitler se vino abajo, dejando al descubierto la pudrición moral que había en el centro mismo del Tercer Reich, y a su alrededor, Moltmann fue viendo cómo otros alemanes «se derrumbaban por dentro, cómo abandonaban toda esperanza, se enfermaban por la falta de ella, y algunos morían.

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Lo mismo estuvo a punto de sucederme. Lo que impidió que me pasara fue el haber renacido a una nueva vida …» Con excepción de los atavíos culturales de la Navidad y de otros días de fiesta, Moltmann no tenía fondo cristiano alguno. Solo se había llevado consigo a la batalla dos libros: los poemas de Goethe y las obras completas de Nietzsche, en ediciones que Hitler les había distribuido a sus tropas. Por decirlo con suavidad, ninguno de los dos alimentaba la esperanza. Pero un capellán le dio un Nuevo Testamento con un apéndice que contenía los Salmos. «Si subiera al cielo, allí estás tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí», leyó Moltmann aún prisionero. ¿Acaso podría estar presente Dios en aquella tenebrosa noche? «Así que guardé silencio, me mantuve callado. ¡Ni aun lo bueno salía de mi boca! Pero mi angustia iba en aumento … Ante ti soy un extraño, un peregrino, como todos mis antepasados». Mientras leía, Moltman fue hallando palabras que captaban perfectamente sus propios sentimientos de desolación. Se convenció de que Dios «estaba presente incluso detrás de las alambradas; no, sobre todo detrás de las alambradas». Mientras seguía leyendo, Moltmann encontró también algo nuevo en los Salmos: esperanza. Recorriendo el perímetro de la alambrada por la noche para hacer ejercicio, rodeaba una pequeña colina situada en el centro del campamento, en la cual había una cabaña que servía de capilla. Para él, la cabaña se convirtió en símbolo de la presencia de Dios que irradiaba en medio del sufrimiento, y de ese símbolo creció su esperanza. Cuando quedó libre, abandonó sus planes de estudiar física cuántica para dedicarse a la teología, y fundó un movimiento llamado «una teología de la esperanza». Llegó a la conclusión de que en la tierra existimos en un estado de contradicción entre la cruz y la resurrección. A pesar de estar rodeados por la corrupción, tenemos la esperanza de una perfección, de una restauración del cosmos. No tenemos pruebas de que se pueda lograr algo así, sino solo una señal en la historia, el «resplandor anticipado» de la resurrección de Cristo de entre los muertos. Sin embargo, si somos capaces de sostener la fe en ese glorioso futuro, puede transformar el presente, tal como la esperanza de Moltmann de que lo liberaran al fin del campamento de prisioneros transformaba su experiencia diaria en aquel lugar. Una fe futura puede alterar el presente, al menos al permitir que suspendamos nuestro juicio sobre Dios. La persona que no tiene fe en el futuro da por supuesto en su lógica que el sufrimiento y el caos que hay en este planeta son de alguna manera un reflejo de Dios; por tanto, Dios no es ni totalmente bueno, ni todopoderoso. La fe futura me permite creer que Dios no está satisfecho tampoco con este mundo, y tiene planes de restaurar el universo a su diseño original. Así como Moltmann llegó a creer en la posibilidad de vivir algún día fuera de un campamento de prisioneros, yo también puedo creer en un tiempo futuro en el cual Dios va a reinar con una justicia perfecta. «Desaparece, desconfianza: mi Dios lo ha prometido, y él es justo», escribió George Herbert. Necesito recordar esto todos los días. Con la fe en el futuro, puedo confiar en esa justicia que aún no he podido comprobar, a pesar de todas las contradicciones aparentes que hay en este planeta que gime. En su autobiografía, llamada A Long Walk to Freedom [Un largo camino a la libertad], Nelson Mandela recuerda la escena en que vio por primera vez a su nieta. En aquellos tiempos había estado haciendo trabajos forzados en Robben Island, en unas condiciones casi insoportables, cortando piedra caliza en una cantera bajo un sol tan brillante que faltó poco para que lo dejara ciego. Solo había una cosa que impedía que los presos se desesperaran, según

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escribe: cantaban juntos mientras trabajaban. Los cantos les recordaban su familia, su hogar y su tribu, y el mundo exterior que de otra manera habrían podido olvidar. Durante el año número catorce en prisión, Mandela consiguió permiso para que lo visitara su hija (por lo general le prohibían las visitas). Ella atravesó la habitación corriendo y lo abrazó. Mandela no había abrazado a su hija desde que era una jovencita, y para él era conmovedor y desconcertante a la vez abrazar a aquella hija que se había convertido ya en una mujer. Entonces, ella le puso su bebé recién nacida, la nieta de Nelson, en sus manos rugosas y llenas de callosidades. «Sostener una bebé recién nacida, tan vulnerable y suave, con mis rugosas manos, unas manos que durante demasiado tiempo solo habían sostenido picos y palas, fue un profundo gozo. No creo que ningún hombre haya estado tan feliz por sostener a un bebé como lo estuve yo aquel día». La cultura tribal de Mandela tenía la tradición de que fuera el abuelo quien escogiera el nombre del bebé, y Nelson estuvo barajando diversos nombres mientras sostenía aquella pequeña e indefensa niña. Por fin se decidió por Zaziwe, que significa «esperanza». «Ese nombre tenía un significado especial para mí, porque durante todos mis años en prisión nunca dejé de tener esperanza … y a partir de entonces, nunca la perdería. Estaba convencido de que esa niña formaría parte de una nueva generación de sudafricanos para los cuales el apartheid sería un recuerdo distante. Ese era mi sueño». Tal como resultaron las cosas, Mandela en ese momento apenas había cumplido la mitad de su sentencia y no quedaría en libertad sino hasta trece años más tarde. Sin embargo, la visión de la esperanza lo sostuvo. A pesar de existir en aquellos momentos muy pocas evidencias, creyó que algún día la realidad del apartheid se derrumbaría en África del Sur. Llegaría el momento, ya fuera durante su vida o durante la de su nieta, en que se proclamaría un nuevo tipo de justicia. La fe en el futuro era la que determinaba su presente. Aun para aquellos que, a diferencia de Mandela, no viven para ver realizadas sus esperanzas en esta vida, la fe en el futuro contiene la esperanza en la resurrección. Dallas Willard conocía una señora que se negaba a hablar sobre la vida más allá de la muerte porque, según ella, no quería que sus hijos se desilusionaran si resultaba que no había otra vida. Tal como Willard señala, si no existe la otra vida, nadie va a tener conciencia alguna con la cual sentir esa desilusión. En cambio, si hay otra vida, ¿no nos deberíamos preparar para ella? Cuando vivía en Chicago, presenciamos el deterioro físico continuo de una dama de la iglesia llamada Sabrina. Joven, delgada, hermosa, llena de estilo, Sabrina captaba la vista de todos los hombres y la envidia de todas las mujeres, hasta que un tumor cerebral imposible de operar comenzó a realizar en ella su cruel labor. En nuestra iglesia había cada mes un tiempo de oración por sanidad, y Sabrina pasaba al frente cada mes con su esposo. Pronto empezó a usar bufandas llenas de colorido para esconder los efectos de la quimioterapia. Demasiado pronto también comenzó a caminar cojeando y a necesitar ayuda, solo para recorrer el pasillo hasta el frente. Después perdió el uso de todas sus extremidades, y comenzó a venir a la iglesia en silla de ruedas. Más tarde, se quedó ciega y confinada a su lecho. Hacia el final, ya no podía hablar y se comunicaba pestañeando cuando se lo pedía su esposo. Los que conocíamos a Sabrina clamábamos a Dios por ella. Los pastores la ungían con aceite. Queríamos un milagro y orábamos para pedirlo. Nos sentíamos impotentes y enojados cuando veíamos que nuestras oraciones quedaban sin respuesta y observábamos el inexorable progreso de la enfermedad. En el funeral de Sabrina, que se realizó en la misma iglesia, alrededor de la mitad de los asistentes eran miembros de la congregación, y la otra mitad eran compañeros suyos de trabajo.

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Sus colegas del trabajo contemplaban los himnarios y la liturgia del programa como si estuvieran escritos en un idioma extranjero. Todos nosotros, cualquiera que fuera nuestra procedencia en cuanto a fe o creencias, compartíamos la misma aflicción y la misma indignación por lo que le había sucedido a Sabrina. Sin embargo, su esposo, sus pastores y los otros miembros de la iglesia también compartían algo que era incomprensible para los demás asistentes: la esperanza de que la vida de Sabrina no había terminado en realidad; la esperanza de que un día la volveríamos a ver. «Señor … ¿a quién iremos?», preguntó Simón Pedro en un momento de confusión. Siento sus palabras muy hondo en cada funeral al que asisto. Sin la fe en la resurrección, sin la creencia en un futuro que se encuentra más allá de lo que ahora conocemos, la muerte tiene la última palabra y proclama burlona su victoria. Por supuesto que el «resplandor anticipado» de la resurrección no disipa las sombras, pero sí las baña en la nueva luz de la esperanza. León Tolstoy, quien no tenía a menos añadirles una moraleja a sus relatos, termina su cuento corto «Tres preguntas» de esta forma: «Recuerda entonces: solo hay un tiempo que es importante … ¡El presente! Es el más importante, porque es el único tiempo en el que tenemos algún poder». El historial de fidelidad de Dios en el pasado se combina con la esperanza en un futuro mejor para lograr un fin: prepararnos para el presente. Como decía Tolstoy, no tenemos control alguno sobre ningún otro tiempo. El pasado es imposible de cambiar y el futuro es impredecible. Solo puedo vivir la vida que tengo directamente delante de mí. Los cristianos fieles oran diciendo: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo», y después proceden a poner por obra la voluntad de Dios —el amor, la justicia, la paz, la misericordia, el perdón— en el presente, aquí en la tierra. He aprendido por analogía lo importante que es el presente en el proceso de escribir. Si me centro en los libros y artículos que he escrito en el pasado, agitándome por mis fallos y saboreando mis éxitos, o si me centro en el futuro, preocupándome por las fechas de entrega y llevando el libro entero en la mente, voy a sufrir una parálisis en el presente. Me debo dedicar a la palabra y la oración gramatical que tengo ante mí; al momento presente. Mis amigos de los grupos de recuperación viven de acuerdo con un lema que les es indispensable: «De día en día». El historiador de los Alcohólicos Anónimos tituló su obra Not-God [No Dios], porque según él, la valla más importante que tiene que pasar una persona adicta es la de reconocer en lo más profundo del alma que él o ella no es Dios. No hay dominio alguno de la manipulación y el control, en los cuales se destacan los alcohólicos, que pueda vencer la raíz del problema; lo que necesita el alcohólico es reconocer que no se puede ayudar a sí mismo y dejarse caer en los brazos del Poder más alto. «Lo primero que tenemos que hacer es dejar de jugar a que somos Dios», esta es la conclusión de los fundadores de A.A. Después, le debemos permitir en fe a Dios mismo que «haga el papel de Dios» en nuestra vida, lo cual comprende una entrega diaria, e incluso de un momento tras otro. Si reflexiono en todo mi peregrinaje espiritual de un solo golpe, suelo terminar con nostalgia por aquellos tiempos en los cuales Dios parecía estar mucho más cerca. He descubierto que la fe no es algo en lo cual me acomodo, como una habilidad que aprendo a dominar. Viene como don de Dios, y necesito pedirla en oración a diario, así como oro para pedir el pan de cada día. Una amiga mía que quedó paralizada en un accidente remonta su punto crítico en cuanto a la fe a este mismo principio. No se podía enfrentar a una vida de parálisis total; en cambio, sí se podía enfrentar con sus días, uno a uno y con la ayuda de Dios. La Biblia contiene trescientos sesenta y cinco mandatos de «no temer» —el mandato más repetido en la Biblia— como si nos

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quisiera recordar a diario que nos vamos a enfrentar con dificultades que en lo natural nos provocarían temor. «En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor», escribe el apóstol Juan. Después señala la fuente de ese amor perfecto: «Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero». En otras palabras, la cura del temor no es un cambio en las circunstancias, sino más bien llegar a tener unos cimientos profundos en el amor de Dios. Le pido a Dios que me revele su amor directamente, o por medio de mis relaciones con aquellos que también lo conocen a él. Pien so que a Dios le complace mucho responder esa oración. Cuando me deprimo acerca de mis fallos del presente, le pido que me recuerde mi verdadera identidad; la de alguien que va a ser perfeccionado, y ya ha sido perdonado. «Tienes que ir más hondo», le dijo la monja a mi exhausto pastor. Perfore el pozo hasta el nivel de agua que nunca se agota. Tomás Merton concedía que en la vida de las ciudades modernas todo conspira contra este sometimiento. Nos preocupamos por el dinero, por lo que necesitamos tener y conocer, por las personas con las que tenemos que competir, y por lo que se nos está escapando de las manos. Esta agitación, que Merton califica de «neurosis», fue la que terminó llevándolo a él a un monasterio, donde por fin halló un lugar para el silencio y la meditación. Por cierto, su autobiografía relata el día que decidió entrar al monasterio en lugar de irse al ejército. Él creía que en cualquiera de las dos decisiones hallaría la felicidad, si era la que Dios quería que tomara. «Solo hay una felicidad: la de agradarle a él. Solo hay una angustia: la de desagradarle …» Merton halló el secreto de la libertad verdadera: Si vivimos para agradar solo a Dios, nos estaremos liberando de los cuidados y las preocupaciones que nos empujan. Son muchas aquellas de mis propias preocupaciones que se remontan a la ansiedad en cuanto a si estoy a la altura de las expectativas de otras personas, y si me consideran aceptable. Vivir solo para Dios es algo que me exige una reorientación radical; un despojarme de todo lo que me pueda atraer para alejarme de esa meta primaria que consiste en agradar a Dios. La vida en fe comprende el que yo agrade a Dios, mucho más que el que él me agrade a mí. Conozco un cirujano de las manos que se especializa en volver a poner los dedos que han sido cortados parcial o totalmente en un accidente. Cuando entra al quirófano, sabe que va a tener que estar mirando por un microscopio durante seis u ocho horas, ordenando y cosiendo un amasijo de nervios, tendones y vasos sanguíneos más finos que un cabello humano. Un solo error, y el paciente puede perder permanentemente el movimiento o la sensación. No se puede detener para tomar café; ni siquiera para ir al baño. En una ocasión, este amigo mío recibió una llamada de emergencia a las tres de la mañana, y apenas se podía enfrentar a la idea de comenzar un procedimiento tan arduo. Con el fin de añadirle incentivo y enfoque, decidió dedicarle aquella operación a su padre, que había fallecido recientemente. Durante las horas siguientes, se imaginó que su padre estaba de pie junto a él, con la mano puesta sobre su hombro, dándole ánimo. Aquella técnica funcionó tan bien, que comenzó a dedicarles sus operaciones a sus conocidos. Los llamaba, muchas veces despertándolos, y les decía: «Tengo una operación muy difícil por delante, y quiero dedicártela. Si pienso en ti mientras opero, eso me va a ayudar a salir bien de la operación». Y entonces se le ocurrió algo: ¿acaso no le debería ofrecer a Dios su vida de la misma forma? Los detalles de lo que hacía a diario —responder las llamadas telefónicas, contratar personal, leer revistas médicas, reunirse con sus pacientes, programar operaciones— cambiaron poco, pero de alguna forma, el hecho de estar consciente de que vivía para Dios les fue dando colorido gradualmente a cada una de esas tareas cotidianas. Así descubrió que trataba a las enfermeras con más cuidado y respeto, pasaba más tiempo con los pacientes y se preocupaba menos por el aspecto económico.

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He estado en Calcuta, un lugar de pobreza, muerte y problemas humanos imposibles de remediar. Allí, las monjas adiestradas por la Madre Teresa sirven a los más pobres; a la gente más infeliz del planeta: cuerpos medio muertos que recogen en las calles de la ciudad. El mundo contempla asombrado la consagración de estas hermanas y los resultados de su ministerio, pero hay algo en ellas que a mí me impresiona aun más: su serenidad. Si me entregara a un proyecto tan desalentador, estoy seguro de que andaría agitado, enviándoles por fax mis notas de prensa a los que me apoyan económicamente, suplicando que me den más recursos, tragando pastillas tranquilizantes y aferrándome a las formas de enfrentarme con una desesperación cada vez mayor. Estas monjas no son así. Su serenidad se remonta a lo que tiene lugar antes de que comience su día de labor. A las cuatro de la mañana, estas hermanas se levantan mucho antes que el sol, las despiertan una campana y la invocación: «Bendigamos al Señor». «Demos gracias a Dios», contestan. Vestidas con unos saris blancos impecables, desfilan hacia la capilla, donde se sientan en el suelo al estilo de la India para orar y cantar juntas. De la pared de aquella sencilla capilla cuelga un crucifijo con estas palabras: «Tengo sed». Antes de encontrarse con su primer «cliente», se sumergen en la adoración y en el amor de Dios. No he podido captar pánico alguno en las hermanas que dirigen el Hogar para los Agonizantes e Indigentes de Calcuta. Sí veo preocupación y compasión, pero no obsesión ante lo que no se ha podido hacer. En realidad, cuando estaba comenzando su obra, la Madre Teresa instituyó la regla de que sus hermanas dedicaran los jueves para orar y descansar. «El trabajo siempre va a estar presente, pero si no descansamos y oramos, no vamos a tener la presencia necesaria para hacer nuestra labor», explicaba. Estas hermanas no están trabajando para llenarle un expediente a una agencia de servicios sociales. Están trabajando para Dios. Comienzan su día con él, y lo terminan con él, de vuelta en la capilla para las oraciones de la noche, y todo lo que hay en el medio, se lo presentan a él como ofrenda. Es únicamente Dios quien determina su valor y mide su éxito. Cuando San Ignacio de Loyola estaba viendo amenazada la obra de toda su vida, le preguntaron qué haría si el papa Pablo IV disolvía la Sociedad de Jesús, a la cual él había dedicado su energía y sus dotes. Esta fue su contestación: «Oraría durante un cuarto de hora y después no volvería a pensar en ello». No puedo pretender que llegue a algo semejante a la actitud magistral de Ignacio, o de las monjas de la Madre Teresa. Los admiro, incluso les tengo reverencia y oro para que algún día pueda llegar a algo semejante a la santa sencillez que manifiestan en su vida. Por ahora, todo lo que puedo invocar es un proceso diario (y en realidad errático) en el cual trato de «centrar» mi vida en Dios. Quiero que mi vida quede integrada en la realidad verdadera de un Dios que me conoce por completo y solo desea mi bien. Quiero considerar todas las distracciones de mi día desde la perspectiva de la eternidad. Quiero abandonarme a un Dios que me puede elevar por encima de la tiranía de mi propio yo. Nunca seré libre del mal, ni de las distracciones, pero pido en mis oraciones que quede libre de la ansiedad y la agitación que se infiltran junto con ellas. Por la mañana, pido la gracia de vivir solo para Dios, y sin embargo, cuando suena el teléfono con un mensaje que satisface mi yo, o cuando abro una carta procedente de un lector enojado, me doy cuenta de que me deslizo de vuelta —no, caigo rodando— a una conciencia de mí mismo en la cual son las demás personas o las circunstancias las que deciden mi valor y mi serenidad. Siento que necesito una transformación, y sigo adelante solo porque esa sensación es la única base segura para la posibilidad de un cambio. «Los movimientos de la gracia; la dureza del corazón; las circunstancias externas»,

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escribía Pascal en una de sus crípticas notas. Estas son las tres cosas que abarcan nuestra vida. Las circunstancias externas nos presionan: las luchas familiares, las presiones del trabajo, las preocupaciones económicas, las inquietudes del planeta. Los movimientos de la gracia, los dones de Dios que llevamos dentro, tratan de enraizarnos en una realidad más profunda. ¿La dureza del corazón? De las tres cosas, esta es la única que cae un poco bajo mi control. Todo lo que puedo hacer es orar a diario para que Dios «me ablande el corazón», en expresión de John Donne, o mejor aún, que me lo derrita con su amor. Al final, la transformación se produce no por un acto de nuestra voluntad, sino por un acto de la gracia. Todo lo que podemos hacer es pedirla, y seguirla pidiendo. En cada día hay un momento que Satanás no puede hallar.

WILLIAM BLAKE

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CAPÍTULOSIETE

EL DOMINIO DE LO ORDINARIO

Para llegar a lo que no eres, tienes que pasar por el camino en el cual no estás. T. S. ELIOT

Como forma de veracidad en la publicidad, me siento obligado a explorar la forma en que obra la fe en la práctica diaria real, no solo en la teoría. En mi propia vida de fe he tenido muchas sorpresas para las cuales nadie me había preparado. Por supuesto, si en el camino no hubiera unos cuantos baches, tramos oscuros y desvíos inesperados, necesitaríamos muy poco la fe. Algunos monjes describen una vida integrada, en la cual la fortaleza espiritual fluye hacia todas las actividades para inundarlas. Ahora bien, la mayoría de ellos viven en comunidades espirituales con momentos programados de oración y adoración, y no tienen teléfonos celulares ni televisores que les interrumpan el día. ¿Qué decir entonces del resto de nosotros, que nos enfrentamos a listas de cosas por hacer que nunca se terminan, y vivimos en una cultura que conspira para ahogar el silencio y llenar todas las pausas? Cuando comienzo la mañana centrándome intencionalmente en Dios, a partir de ese momento de tranquilidad tengo la esperanza de que la serenidad y la paz se extiendan para afectar al resto de mi día. Sin embargo, he descubierto que aun si logro conseguir solo esa media hora de calma en medio de un día repleto de actividades, el esfuerzo sigue valiendo la pena. Solía pensar que todo lo importante de mi vida — el matrimonio, el trabajo, las amistades íntimas, la relación con Dios— necesitaba estar en orden. Un aspecto defectuoso, como un programa que no funcionara bien en mi computadora, haría que todo el sistema se viniera abajo. En cambio, he aprendido a buscar a Dios y apoyarme fuertemente en su gracia, incluso, y especialmente, cuando uno de los otros aspectos va en picada hacia el desastre. Por el hecho de escribir y hablar en público acerca de mi fe, también he aprendido a aceptar que soy una «vasija de barro» que Dios puede usar en un momento en que me siento indigno o hipócrita. Puedo pronunciar un discurso, o predicar un sermón que era auténtico y tenía vida para mí cuando lo compuse, aunque al pronunciarlo, mi mente esté recordando una discusión que acabo de tener, u ocupada con una lesión que he recibido de manos de un amigo. Puedo escribir lo que creo cierto, aun cuando me sienta dolorosamente consciente de mi propia incapacidad para alcanzar aquello hacia lo cual trato de motivar a otros. El ejercicio de la fe en el presente significa confiar en que Dios va a obrar por medio del encuentro que tengo delante, a pesar del embrollo que hay en el fondo de mi vida. Como nos ha enseñado el movimiento de recuperación, es nuestra propia impotencia la que nos lleva a Dios.* La persona adicta puede descubrir que su debilidad es un regalo velado, porque es lo que la impulsa todos los días hacia la gracia, mientras el resto de nosotros tratamos en vano de negar que la necesitemos. Anne Lamott, quien escribe con toda franqueza acerca de su alcoholismo, dice que ella tiene dos oraciones favoritas: «Gracias, gracias, gracias» y «Ayúdame, ayúdame, ayúdame».

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He estado en el hogar de William Cowper, en el pequeño poblado de casas de piedra de Olney, en Inglaterra. Cowper escribió algunos de los himnos más conocidos en la iglesia —«Quién pudiera caminar más cerca de Dios», «Dios se mueve de formas misteriosas para realizar sus maravillas», «Hay una fuente llena de sangre»— y durante un tiempo compartió una casa con John Newton, traficante de esclavos convertido y autor de «Sublime gracia». Sin embargo, al recorrer los lugares donde vivió Cowper, me di cuenta de lo pequeña que era la gracia que estaba experimentando él en realidad. Atormentado por el temor de haber cometido el pecado imperdonable, y perseguido por los rumores de una aventura ilícita, Cowper sufrió una depresión nerviosa, trató de suicidarse varias veces y hubo que mantenerlo en un manicomio con camisa de fuerza para protegerlo de sí mismo. En la parte final de su vida, se desentendió por completo de la asistencia a la iglesia. ¿Dónde está la bendición que conocí cuando busqué al Señor por vez primera? ¿Dónde está el rocío refrescante para el alma que son Jesús y su Palabra? ¡Qué horas tan pacíficas disfrutaba! ¡Qué dulce sigue siendo su recuerdo! Pero han dejado un doloroso vacío que el mundo nunca podrá llenar. ¡Regresa, Paloma Santa, regresa, dulce mensajero del reposo! Detesto los pecados que te han hecho gemir, y te han sacado de mi pecho. En el idealismo de mi juventud, me habría lanzado contra Cowper, acusándolo de ser el típico cristiano hipócrita, alguien que escribió acerca de lo que no podía llevar a la práctica. En cambio ahora, mientras medito en las grandes obras que dejó tras sí el poeta, veo que tal vez sus himnos sean las únicas señales de claridad en una vida tristemente llena de tribulaciones. «El amor redentor ha sido mi tema, y lo seguirá siendo hasta que muera», escribió Cowper. Pienso que en su corazón era totalmente sincero al escribir estas palabras para que otros las cantaran. Aunque personalmente sintiera poco de aquello, dejó una prueba perdurable del amor redentor en el tesoro de sus himnos. Un artista como Cowper no crea con el fin de adquirir una gloria futura, sino más bien para asirse, para escuchar con atención, para expresar al mismo tiempo el dolor y la alabanza. Nosotros, los que venimos detrás, le otorgamos la gloria al artista, porque de su lucha surge la verdad permanente que le habla a nuestra alma. La gracia de Dios puede obrar esa transformación en cualquiera de nosotros, usando los fallos del presente como las herramientas mismas con las cuales darnos forma a su imagen. Cowper lo expresó de esta forma: Algunas veces, una luz sorprende al cristiano mientras canta. Es el Señor, que se levanta con sanidad en sus alas; cuando disminuyen los consuelos, le concede de nuevo al alma un tiempo de claro resplandor para alegrarla después de la lluvia. «Mi enseñanza no es mía … sino del que me envió. El que esté dispuesto a hacer la

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voluntad de Dios reconocerá si mi enseñanza proviene de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta», dijo Jesús. Observe la secuencia: Tome la decisión de hacer la voluntad de Dios y la seguridad la obtendrá más tarde. Jesús presenta el camino de la fe como un peregrinaje personal comenzado en la incertidumbre y en una frágil confianza. Hay psicólogos que practican una escuela de terapia de la conducta que anima al cliente a «actuar como si» un cierto estado fuera verdadero, por poco razonable que parezca. Esta escuela sostiene que cambiamos la conducta no a base de excavar en el pasado, o de tratar de crear sintonía entre las motivaciones y las acciones, sino más bien a base de «actuar como si» el cambio debiera producirse.* Es mucho más fácil actuar para cambiar los sentimientos que sentir para mover las acciones. Si usted quiere conservar su matrimonio, pero no está seguro de amar realmente a su esposa, comience a actuar como si la amara: sorpréndala, muéstrele afecto, hágale regalos, sea atento. Es posible que descubra que los sentimientos amorosos se materializan cuando usted actúa como una persona enamorada. Si quiere perdonar a su padre, pero se siente incapaz, actúe como si lo hubiera perdonado. Diga las palabras: «Te perdono», o «te amo», aunque no esté totalmente convencido de decirlas con sinceridad. Muchas veces, el cambio de conducta por parte de uno produce un notable cambio en el otro. Algo parecido funciona en mi relación con Dios. Ya quisiera yo que toda mi obediencia brotara de un anhelo instintivo por agradar a Dios, pero no es así. Para mí, la vida de fe consiste algunas veces en actuar como si todo esto fuera cierto. Doy por supuesto que Dios me ama con un amor infinito, que el bien va a vencer al mal, que es posible redimir toda adversidad, aunque no tenga una confirmación segura, y solo me estimulen unas escasas epifanías a lo largo del camino. Actúo como si Dios fuera un Padre amoroso; trato a mis vecinos como si realmente llevaran en sí la imagen de Dios; perdono a los que me hacen el mal, como si Dios me hubiera perdonado a mí primero. Debo apoyarme en esta técnica, a causa de la diferencia inherente entre la relación con otro ser humano y la relación con Dios. Voy a la tienda de víveres y me encuentro con Judy, una vecina a la que no he visto en meses. Judy acaba de pasar por un divorcio, me digo, recordando que no hemos sabido de ella últimamente. Verla me mueve a actuar. Le pregunto por su vida y por sus hijos, tal vez la invito a ir a la iglesia. Más tarde, le digo a mi esposa, recordando el encuentro en la tienda: «Tenemos que reunirnos con Judy y sus hijos». Con Dios, la secuencia es a la inversa. Nunca «veo» a Dios. Raras veces me encuentro con pistas visuales que me lo recuerden, a menos que las ande buscando. El acto de mirar, la búsqueda misma, es lo que hace posible el encuentro. Por esta razón, el cristianismo siempre ha insistido en que primero vienen la confianza y la obediencia, y después les sigue el conocimiento.* A causa de esa diferencia, persevero en las disciplinas espirituales, me sienta como me sienta. Lo hago con una meta principal, la meta de todas las disciplinas espirituales: quiero conocer a Dios. Y al buscar una relación con Dios, tenemos que atenernos a sus condiciones, no a las nuestras. Fénelon, el famoso director espiritual, les aconsejaba a sus estudiantes que en los tiempos difíciles «es posible que la oración sea menos fácil, la presencia de Dios menos evidente y consoladora, los deberes externos más duros y menos aceptables, pero la fidelidad que los acompaña es mayor, y a Dios eso le basta». Primero obedecemos, después hallamos la fuente de las enseñanzas de Jesús. Los profetas del Antiguo Testamento eran muy francos cuando establecían las condiciones previas para conocer a Dios, como vemos en este versículo de Miqueas: «¡Ya se te

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ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios». Siguiendo el mismo pensamiento, las epístolas del Nuevo Testamento nos dicen una y otra vez que el amor a Dios, que significa actuar de forma amorosa hacia él, alimenta la relación y lleva al crecimiento. No se trata de conocer a Dios y después hacer su voluntad, lo llego a conocer por hacer su voluntad. Entro en una relación activa, lo cual significa pasar momentos con él al querer a la gente que él quiere y seguir sus mandamientos, tanto si siento hacerlo de manera espontánea, como si no. «¿Cómo podemos comenzar a saber quién eres, si no comenzamos nosotros mismos a ser algo de lo que eres?», pregunta Tomás Merton. Dios es santo; es el Otro. Me es tan imposible llegar a conocer a Dios sin que tengamos algo en común, como me es imposible llegar a conocer a un húngaro con el cual no tengo un lenguaje en común. Merton añade: Solo recibimos iluminación en la proporción en que nos vayamos entregando más totalmente a Dios por medio de una humilde sumisión y del amor. Al principio no vemos, sino que actuamos: actuamos y entonces vemos … Y por eso el hombre que espera ver con claridad antes de creer, nunca echa a andar. ¿Cómo podemos obedecer sin certeza cuando nos asaltan las dudas? He llegado a la conclusión de que la fe exige obediencia sin pleno conocimiento. Como Job, como Abraham, acepto que hay mucho más allá de mi finito alcance, y sin embargo, tomo la decisión de confiar en Dios de cualquier forma que sea, aceptando con humildad mi posición como criatura cuyo valor, y cuya vida misma, dependen de la misericordia de Dios. La mayoría de nosotros nos enfrentamos a unas pruebas inferiores a las que soportaron Job y Abraham, pero aun así, siguen siendo pruebas. La fe también pasa por pruebas cuando se desvanece nuestra sensación de la presencia divina, o cuando la rutina misma de la vida nos hace preguntarnos si en realidad nuestras respuestas tienen alguna importancia. Nos preguntamos: «¿Qué puede hacer una sola persona? ¿Cambian algo mis pequeños esfuerzos?» En una ocasión vi en la televisión una serie basada en entrevistas con supervivientes de la Segunda Guerra Mundial. Estos soldados recordaban de qué forma habían pasado un día determinado. Uno había estado sentado en un hoyo todo el día; una o dos veces pasó cerca un tanque alemán, y él le disparó. Otros jugaron a las cartas para pasar el tiempo. Unos cuantos se vieron envueltos en intensos tiroteos. En su mayor parte el día había pasado como cualquier otro día para los soldados de infantería que estaban en el frente. Más tarde supieron que habían acabado de participar en uno de los encuentros más grandes y decisivos de la guerra, la Batalla del Bulge. A ninguno de ellos le pareció que fuera decisivo en aquellos momentos, porque ninguno disponía del cuadro general de lo que estaba pasando en los demás lugares. Se ganan grandes victorias cuando la gente común y corriente ejecuta la tarea que se le ha asignado … y la persona fiel no debate cada día sobre si tiene ganas de seguir las órdenes del sargento o de presentarse en un trabajo tan aburrido. Ejercitamos la fe a base de responder a la tarea que tenemos delante, porque solo tenemos dominio sobre nuestras acciones en el momento presente. Algunas veces habría deseado que los escritores de los Evangelios hubieran incluido detalles acerca de la vida de Jesús antes de que se dedicara al ministerio. Durante la mayor parte de su vida adulta, estuvo trabajando como el carpintero del poblado. ¿Puso alguna vez en tela de juicio el tiempo que estaba empleando en unas tareas tan repetitivas? Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, observó que casi todos sus seguidores pasaban por períodos de frustración. Su fe comenzaba a vacilar, dudaban de su valor personal y se sentían inútiles. Así fue como estableció una serie de pruebas para ayudar a identificar la causa de su desespero espiritual. En todos los casos, cualquiera que fuera la causa, les prescribió

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la misma cura: «En los tiempos de desolación nunca debemos hacer cambios, sino permanecer firmes y constantes en las resoluciones y decisiones en las cuales estábamos el día antes de la desolación, o en el tiempo de la consolación precedente». Aconsejó pelear las batallas espirituales con las armas más difíciles de usar en esos momentos determinados: oración y meditación, examen de conciencia y arrepentimiento. La obediencia, y solo la obediencia, ofrece una salida. Una persona criada en un hogar cristiano, que ha absorbido la fe junto con los demás valores familiares que le han brindado unos padres en los cuales confía, un día se va a enfrentar a una crisis que ponga a prueba su lealtad. Tal vez haya tenido experiencias religiosas o haya sentido algo de cercanía con Dios. Sin advertencia alguna, esa sensación desaparece. No siente más que las dudas sobre todo lo que ha pasado antes. La fe pierde todo el apoyo de los sentimientos y se pregunta si no habrá estado viviendo una ilusión. En momentos así, tal vez parezca muy absurdo aferrarse a la fe a pesar de todo. Sin embargo, tal como aconseja Ignacio, ese es el momento de «mantenerse firme». La fe puede sobrevivir a los períodos de tinieblas, pero solo si nos aferramos a ella en medio de la oscuridad. Con mayor frecuencia de la que me gustaría admitir me asaltan las dudas. Me pregunto acerca de los conflictos aparentes de la Biblia, acerca del sufrimiento y la injusticia, acerca del inmenso abismo que hay entre los ideales y la realidad de la vida cristiana. En esos tiempos sigo adelante, «actuando como si» fuera cierto, apoyándome en el hábito de creer, orando para pedir la seguridad que terminará llegando, pero que nunca me escuda contra la posibilidad de que regresen las dudas. Mi competencia como pianista depende de una cosa por encima de todo: la práctica constante. No siento gozo alguno cuando estoy practicando las escalas y los arpegios, y la mayor parte del tiempo los paso por alto para irme a piezas con mayor melodía. Sin embargo, cuando lo hago, encuentro que las piezas musicales más grandiosas me parecen más un trabajo que un gozo. No practico las escalas por las escalas mismas, sino que, para poder tocar las piezas más grandiosas, necesito edificar a partir del dominio diario de lo ordinario. Andrew Greeley decía: «Si uno quiere eliminar la incertidumbre, las tensiones, las confusiones y el desorden en su vida, entonces no vale de nada que se ande mezclando con Jehová, ni con Jesús de Nazaret». Crecí con la esperanza de que la relación con Dios trajera orden, certeza y una calmada racionalidad a mi vida. En lugar de esto, he descubierto que vivir en fe comprende una gran cantidad de tensiones dinámicas. A todo lo largo de la historia de la iglesia, los líderes cristianos han manifestado la tendencia a concretarlo todo, a reducir la conducta y la doctrina a unos principios absolutos que podrían ser las respuestas en un examen de verdadero o falso. Lo significativo de todo esto es que no encuentro esta tendencia en la Biblia. Lejos de esto, lo que hallo es el misterio y la incertidumbre que caracterizan toda relación, en especial una relación entre un Dios perfecto y unos seres humanos falibles. En una memorable expresión que se convirtió virtualmente en la piedra angular de su teología, G. K. Chesterton dijo: «El cristianismo superó la dificultad de combinar unos puntos opuestos furiosos por medio de conservarlos a ambos y mantenerlos a los dos furiosos». La mayoría de las herejías proceden de la adhesión a uno de los opuestos a expensas del otro. La iglesia que se sienta incómoda con la paradoja tenderá a inclinarse en uno u otro sentido, por lo general con desastrosas consecuencias. Lea a los teólogos de los primeros siglos en su intento por explicar a Jesús, el centro de nuestra fe, el cual era de alguna manera plenamente Dios y plenamente hombre. Lea a los teólogos de la Reforma cuando descubren las

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majestuosas consecuencias de la soberanía divina, y después luchan por impedir que sus seguidores se asienten en un resignado fatalismo. Lea a los teólogos de hoy mientras debaten las complejidades de la revelación escrita: una Biblia que nos presenta las palabras de Dios, y que a pesar de esto, ha sido escrita por personas entre las cuales hay amplias variaciones en inteligencia, personalidad y estilo literario. Los primeros serán los últimos; encuentra tu vida a base de perderla; no hay logro que importe si no hay amor; obra tu salvación con temor y temblor, porque es Dios quien obra en ti; el Reino de Dios ha venido, pero no en su plenitud; entra al Reino de los cielos como un niño; el que sirve es el mayor; mide tu valor, no por lo que piensan de ti los demás, sino por lo que tú piensas de ellos; el que se incline más, será el que más alto escale; donde abunda el pecado, la gracia abunda más; somos salvados solo por fe, pero la fe sin obras es muerta. Todos estos profundos principios de vida aparecen en el Nuevo Testamento, y ninguno de ellos resulta con facilidad lógicamente coherente. «La verdad no se encuentra en el medio ni en uno de los extremos, sino en ambos extremos», observaba el pastor inglés Charles Simeon. Aunque con cierta reticencia, he tenido que estar de acuerdo. Piense en la composición básica de los seres humanos. Según nosotros creemos, dentro de todas las personas que hay en la tierra se puede encontrar la imagen de Dios. Sin embargo, dentro de cada persona también vive una bestia. Todo sistema religioso o político que no tenga en cuenta ambos extremos —furiosos opuestos, en palabras de Chesterton— va a fallar miserablemente. Un rabino judío lo expresa así: «El hombre debería llevar dos piedras en el bolsillo. En una debería haber una inscripción que dijera: “Solo soy polvo y ceniza”. En la otra debería aparecer: “El mundo fue creado pensando en mí”. Y debería usar cada una de las dos piedras según la necesite». La tensión dinámica que hay dentro de cada uno de nosotros aflora en la vida diaria, revelando lo que hay realmente dentro de nuestro corazón. El libro The Road Less Traveled [El camino menos transitado], de Scott Peck, pasó más tiempo en la lista de éxitos editoriales del New York Times que ningún otro libro en la historia, y creo que el secreto de su éxito se deriva de sus primeras palabras: «La vida es difícil». Peck levanta una considerada protesta contra los libros de resolución de problemas y explicaciones sobre cómo hacer las cosas uno mismo, los que normalmente ocupan estas listas, y en especial, las listas de triunfos editoriales cristianas. Cuando una mujer da a luz a un niño con retraso grave, no hay libro que le pueda explicar cómo deshacerse de la angustia. La pobreza y la injusticia no desaparecen, a pesar de nuestros mejores programas. Los jovencitos de los barrios más distinguidos también les disparan a sus compañeros en las escuelas. Los problemas matrimoniales no se resuelven. La muerte nos atrapa finalmente a todos. Y toda fe que no tenga en cuenta estas complejidades, no puede durar. Sencillamente, ser humano es peligroso para la salud. A diferencia de los ángeles, los humanos contraen cáncer, pierden sus trabajos y pasan hambre. Necesitamos una fe que permita de alguna forma la posibilidad de un gozo en medio del sufrimiento, al mismo tiempo que permite el realismo en medio de la alabanza. Solía creer que el cristianismo resolvía los problemas y facilitaba la vida. Cada vez creo más que mi fe complica la vida de la manera en que hace falta que se complique. Como cristiano, no puedo dejar de preocuparme por el ambiente, por los que no tienen un techo y por los pobres, por el racismo y la persecución religiosa, por la injusticia y la violencia. Dios no me da la posibilidad de escoger. El filósofo cuáquero Elton Trueblood está de acuerdo con esto: «En muchos aspectos, el evangelio, en lugar de llevarse las cargas de las personas, las hace más pesadas». Cita a John

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Woolman, próspero mercader cuáquero que llevaba una vida cómoda hasta que Dios le hizo sentir convicción por el ultraje de la esclavitud. Woolman renunció a su próspero negocio, usó su dinero para comprar la libertad de diversos esclavos, empezó a usar trajes sin teñir para no tener que usar el tinte producido por los esclavos, viajaba a pie como manifestación de solidaridad con los esclavos, a quienes no se les permitía viajar en carruajes, y se negaba a comer azúcar, tomar ron, melaza o cualquier otro producto manchado por la labor esclava. En gran medida gracias a este «callado revolucionario», en 1787 ya no había uno solo cuáquero del continente americano que tuviera esclavos. Trueblood escribe: De vez en cuando hablamos de nuestro cristianismo como algo que resuelve problemas, y en cierto sentido, esto es cierto. Sin embargo, mucho antes de que esto ocurra, aumenta tanto el número como la intensidad de los problemas. Hasta nuestros interrogantes intelectuales aumentan al aceptar una fuerte fe religiosa … Si un hombre quiere evitar el perturbador efecto de las paradojas, lo mejor que se le puede aconsejar es que deje en paz la fe cristiana. En el centro mismo del Evangelio se encuentra la paradoja del yugo. Jesús nos ofrece consuelo —«Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso»— pero el consuelo consiste en tomar sobre sí una nueva carga; la suya propia. «Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana». Jesús ofrece una paz que comprende nuevas perturbaciones; un descanso que comprende nuevas tareas. La «paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento» prometida en el Nuevo Testamento es una paz en medio de la batalla, una tranquilidad en medio del temor, una seguridad en medio de la duda. Puesto que vivimos como residentes extranjeros en una tierra extraña, ciudadanos de un Reino secreto, ¿qué otro tipo de paz podríamos esperar? En este mundo, la inquietud, no el contentamiento, es señal de salud. La Biblia usa la palabra «meditar» para describir la forma en que una persona se enfrenta a este tipo de tensión. Cuando María, la madre de Jesús, se encontraba con cosas que no podía resolver de forma lógica, las guardaba dentro de su alma, «meditándolas», y cargando con la tensión en lugar de tratar de eliminarla. Mi suegro, quien fuera toda su vida maestro de Biblia con unas fuertes raíces calvinistas, encontró tribulación en medio de su fe en sus años finales. Una enfermedad que le estaba degenerando el sistema nervioso lo confinó a su lecho, impidiéndole realizar la mayor parte de las actividades que le agradaban. Su hija de treinta y nueve años de edad batallaba contra una grave forma de diabetes. Las presiones económicas iban en aumento. Durante la crisis más grave, escribió una carta de navidad y se la envió por correo a otros miembros de la familia. Había muchas cosas que había enseñado antes, y ahora se sentía incómodo con ellas. ¿Qué podía creer con certeza? Estas fueron las tres cosas que señaló: «Que la vida es difícil. Que Dios es misericordioso. Que el cielo es seguro». Con estas cosas podía contar. Cuando su hija falleció a la semana siguiente, debido a complicaciones en su diabetes, se aferró a esas verdades más fuertemente que nunca. Pablo menciona tres virtudes cristianas —la fe, la esperanza y el amor— al final de 1 Corintios 13, su gran capítulo sobre el amor, y cada una de ellas comprende una paradoja. El amor supone tenerles afecto a personas a las cuales la mayoría de nosotros preferiríamos no tenérselo. Dicho en palabras de Pablo, «el amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Un programa así tal vez parezca razonable en otro planeta donde rijan otras normas, pero no en el nuestro, donde

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la gente actúa con injusticia, mezquindad y venganza. Por naturaleza, lo que hacemos es guardar rencor, vengarnos y exigir nuestros derechos; el amor no hace nada de eso. La esperanza nos da el poder necesario para mirar más allá de unas circunstancias que de otra manera parecerían desesperadas. Es la esperanza la que mantiene vivos a los rehenes cuando no tienen prueba racional alguna de que su situación le importe a nadie; es la que convence a los agricultores para que siembren la semilla en la primavera después de tres años seguidos de sequía. «La esperanza que se ve, ya no es esperanza», les dice Pablo a los romanos. En otro lugar les menciona algunas de las cosas buenas que se pueden derivar de las dificultades: «El sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, esperanza». Menciona la esperanza al final, en lugar de donde yo la esperaría normalmente, que sería al principio, como el combustible que mantiene activa a la persona. No; la esperanza brota de las luchas, como producto secundario de la fidelidad. En cuanto a la fe, siempre significará creer en lo que no se puede demostrar; entregarse a algo de lo que nunca se puede estar seguro. La persona que vive en fe debe seguir adelante a partir de unas evidencias incompletas, confiando por adelantado en algo que solo va a tener sentido cuando se pueda ver desde el final. Como escribe Dennis Covington: «El misterio no es la ausencia de significado, sino la presencia de más significado que aquel que nos es posible comprender». Durante varios siglos, el Progreso del Peregrino ha vendido más copias anualmente que cualquier otro libro, con excepción de la Biblia. Al leerlo de nuevo hace poco, me impresionó ver cómo la versión que da Juan Bunyan de la vida cristiana difiere de lo que leo en la mayoría de los libros cristianos de hoy. Cada cierto número de páginas, el peregrino comete un absurdo error y está a punto de perder la vida. Toma caminos y desvíos equivocados. Su único compañero se hunde en el Pantano de la Depresión. El peregrino cede ante las tentaciones mundanas. Flirtea con el suicidio y decide una y otra vez que va a abandonar su búsqueda. En uno de estos momentos, el Sr. Esperanzado le asegura: «Anímate, hermano mío, porque ya siento el fondo, y es sólido». Actuando con una fe valiente, el peregrino continúa su viaje y al final llega a su punto de destino, la Ciudad Celestial. El Progreso del Peregrino ha demostrado ser una guía digna de confianza para millones de cristianos a lo largo de los años. Hoy en día hay libros joviales destinados a la resolución de problemas, que ofrecen una guía mucho más atractiva, pero no puedo menos que preguntarme qué se nos ha perdido a lo largo del camino. No hay nada que valga la pena hacer que podamos lograr en el transcurso de nuestra vida; por tanto, debemos ser salvos por la esperanza. No hay nada que sea verdadero, hermoso o bueno, que tenga un sentido completo en ningún contexto inmediato de la historia; por consiguiente, debemos ser salvos por la fe. Nada que podamos hacer, por virtuoso que sea, lo podremos realizar solos, por lo tanto, debemos ser salvos por el amor. * Bill W., uno de los fundadores de AA., le escribió al psiquiatra Carl Jung una nota de agradecimiento, y recibió una contestación en la cual Jung le decía que tal vez no sea un accidente el que les llamemos «espíritus» a las bebidas alcohólicas. Tal vez, le sugería Jung, los alcohólicos tengan una sed mayor por el espíritu que otras personas, una sed espiritual que con demasiada frecuencia toma una dirección errada. * El poeta MarkVan Doren les solía decir a sus alumnos cuando estudiaban el Don Quijote: «Una de las lecciones de este libro es que la forma de convertirse en caballero es actuar como tal». Más tarde le dijo a Tomás Merton: «La forma de convertirse en santo es actuar como tal».

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* En A Severe Mercy [Una misericordia severa], Sheldon Vanauken describe el proceso de esta forma: «Decidirse a creer es ya creer. Eso es todo lo que puedo hacer: decidirme … No afirmo carecer de dudas por completo; todo lo que hago es pedir ayuda después de haberme decidido, para superarlas. Todo lo que hago es decir: Señor, yo creo … Ayuda a mi incredulidad».

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TERCERA PARTE

Dios

El contacto con el Invisible

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CAPÍTULOOCHO

CONOZCA A DIOS, O A ALGUIEN MáS

Es incomprensible que Dios exista, y también es incomprensible que no exista; que el alma esté unida al cuerpo, y que no tengamos alma; que el mundo haya sido creado, y que no lo haya sido …

BLAS PASCAL

Una noche estuve sentado hasta las dos de la mañana, escuchando mientras Stanley y Judy, dos amigos nuestros, me relataban sus dificultades para relacionarse con Dios. Stanley me hablaba de cómo había luchado toda su vida para creer que él le importaba a alguien y que Dios se interesaba en él. Judy lo interrumpió con un tono de impaciencia estirado hasta el punto de romperse. «No le puedo decir el número de veces que he tratado de hacer contacto con Dios. Todo lo que logro con mis esfuerzos es la sensación de un silenció frío y desaprobador». Como conocía bien a estos amigos, no pude menos que suponer que podrían estar proyectando en Dios los problemas de su propia familia. Judy había perdido a su madre siendo aún una niña, y aunque su padre había trabajado con valentía para criar tres hijas en un hogar estable, nunca les había dado mucho afecto. Ella lo veía como una especie de maestro de escuela o entrenador atlético, que iba a juzgar su actuación para hacer más fuertes sus exigencias después. En cuanto a Dios, me dijo que una expresión usada en el funeral de su madre: «Dios se la llevó porque él la necesitaba más que nosotros», creó un bloqueo en sus relaciones con Dios que aún no ha podido superar. Stanley procede de una familia grande, llena de vida, con siete hijos, donde el afecto nunca faltaba. Sin embargo, por ser el cuarto hijo, y gemelo además, tuvo siempre la persistente e incómoda sensación de que a él lo pasaban por alto. Invariablemente, los maestros en la escuela lo comparaban con sus hermanos mayores. Su padre nunca llegó a dominar por completo el arte de distinguirlo de su gemelo, aunque los dos no eran idénticos. «Si hubiera desaparecido de repente de mi familia, es posible que hicieran falta una o dos semanas para que alguien se diera cuenta», decía con una irónica sonrisa. Aquella noche me recordó que todos tenemos una imagen de Dios distorsionada de alguna forma. Por supuesto, así debe ser, puesto que Dios está fuera de nuestra capacidad para imaginárnoslo. Nuestras experiencias en la familia y la iglesia se combinan con sugerencias extrañas procedentes de la literatura y las películas (The Scarlet Letter [La letra escarlata], de Hawthorne; «Pecadores en la mano de un Dios airado», de Jonathan Edwards) para determinar el tipo de imagen de Dios que llevamos en nosotros. Entonces, ¿cómo podemos conocer al verdadero Dios? Si Judy y Stanley hubieran estado describiendo a uno de mis amigos, al cual habían juzgado mal, yo se lo podría presentar para ayudarlos desde una imagen distinta y más real. Pero, ¿cómo puedo hacer eso con Dios? Lo intenté aquella noche, diciéndoles: «El Dios que ustedes me están describiendo … Ese Dios no existe». Tuvimos una estimulante discusión a pesar de lo

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tarde que era, pero al final se marcharon con la misma imagen de Dios que tenían impresa desde su niñez. Damos por seguro que conocer a un Dios invisible tiene poco en común con conocer a una persona viva de carne y hueso. ¿O no? En realidad, mientras mejor comprendamos cómo funciona la mente, más claro veremos que todo conocimiento —de Dios, de la gente o de cualquier otra cosa— comprende incertidumbre y exige un acto de fe. El proceso del conocimiento se produce en el cerebro, la parte más aislada del cuerpo humano. El cerebro nunca ve: aunque un cirujano lo pusiera en contacto con la luz, su materia no puede ver nada. Tampoco oye: está tan protegido de los golpes, que las células cerebrales solo pueden detectar los sonidos más fuertes, como un avión de propulsión a chorro, que hace que vibren. No tiene tacto, ni células del dolor: el neurocirujano tiene que dar anestesia para cortar la piel y el cráneo, pero una vez dentro, puede mover o cortar los tejidos del cerebro sin causarle dolor a un paciente, aunque esté consciente. Su temperatura solo varía en unos pocos grados, así que nunca siente calor ni frío. A causa del aislamiento del cerebro, todo lo que forma mi conocimiento del mundo se reduce a una secuencia de señales eléctricas, como los puntos y rayas del código Morse, que van informando a partir de millones de sensores nerviosos. Piense en la voz que le llega por el teléfono. Alguien habla al otro extremo, y el equipo electrónico convierte esas ondas sonoras en señales eléctricas que pasan a través de unas estaciones de relevo para reunirse de nuevo en su extremo en forma de vibraciones que producen sonidos audibles. Si el que llama utiliza un teléfono celular, el sonido es transformado en paquetes de códigos digitales y difundido por el aire, como una transmisión de radio, antes de entrar al receptor de su teléfono. Sin embargo, usted «oye» la voz de su madre de una forma que se parece a la realidad. De una forma muy parecida, el cerebro, en su aislamiento, debe valerse de los mensajes en código digital que le llegan de sus órganos sensoriales. Suena el timbre de la puerta y corro escaleras abajo para responder. Tom, el conductor de la UPS, tiene un paquete para mí. Lo saludo, firmo la entrega del paquete y vuelvo a mi escritorio para seguir trabajando. Haría falta todo un programador de computadoras para valorar plenamente las maravillas envueltas en un acto tan sencillo. Las células receptoras de sonidos de mis oídos detectaron la frecuencia del timbre de mi puerta, aproximadamente a una octava por encima del «do medio» del piano, y después interpretaron el sonido mucho más variable de la voz de barítono de Tom. En la actualidad hay programas de computadora capaces de reconocer las señales de una voz en particular, e incluso las palabras que se pronuncien con claridad. Sin embargo, no hay aún computadora alguna que haya dominado la tarea mucho más difícil de reconocer un rostro humano. Los ciento treinta millones de células receptoras que tiene el ojo humano me informaron al instante sobre la forma, contextura y color de los labios, los ojos, las cejas, la nariz y el cabello de Tom. No tuve que ponerme a reunir conscientemente los datos; mi cerebro lo hizo sin esfuerzo alguno, pasando lo que las células de mis ojos me informaban a través de un banco de memoria donde están todos los rostros que conozco e identificando a Tom en una fracción de segundo. Una persona incapaz de distinguir los colores no habría notado que Tom tiene ojos azules, y un sordo no habría podido captar su tono de voz. En realidad, a todos nosotros se nos infiltran excepciones o ilusiones que informan incorrectamente al aislado órgano que es el cerebro y le dan a cada persona de todas las que han vivido sobre la tierra una percepción distinta del mundo. Sin embargo, el cerebro es tan ingenioso que llena los espacios vacíos y crea una

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sensación de realidad a pesar de todo. Un gran compositor, como lo era Beethoven, puede «escuchar» toda una sinfonía en su cabeza a pesar de tener una sordera total. Menciono este fondo anatómico para ilustrar el hecho de que mi conocimiento sobre otras personas, como Tom, el conductor de la UPS, depende necesariamente de un acto de fe. Aunque mi cerebro ha almacenado en su encierro una imagen de mis amigos y conocidos, me doy cuenta de que la imagen contiene una gran medida de confianza. Confío en que Tom no tenga una máscara puesta, o un bigote falso, y en que es cierto que trabaja para la UPS y no es un ladrón tratando de conocer mejor mi casa. Pienso que lo conozco, pero ¿cómo puedo estar seguro? Tal vez tenga un gemelo idéntico que esté compartiendo el trabajo con él. Son muchas las veces que la gente me ha sorprendido y desorientado. He descubierto que uno de mis mejores amigos llevaba una vida secreta de adicción sexual, que el padre de otra amiga había estado abusando de ella durante quince años. Creía conocer a estos amigos, pero descubrí que carecía de una información acerca de ellos que era vital. Todas las relaciones humanas se hallan sobre una plataforma de incertidumbre que protege esa misteriosa cualidad de ser otro. Al conocernos mutuamente, siempre nos quedamos cortos. Sin embargo, en el nivel más básico, confío en que esos amigos existan en realidad como personas individuales, tal como yo mismo existo. ¿Lo puedo saber con seguridad? El problema de «las otras mentes» se presenta como un rompecabezas que ha ejercitado la mente de los filósofos durante muchos años.* Yo sé que existo, y pienso conocer mi propia mente. Ahora bien, ¿cómo conozco la mente de usted? Por ejemplo, Creo que cuando alguien se atrapa un dedo en la puerta del automóvil siente dentro algo que se parece mucho a lo que yo siento cuando cierro la puerta de un auto sobre mi propio dedo. Sin embargo, no lo puedo saber con seguridad, porque no me puedo meter dentro de su mente; debo aceptar su palabra al respecto cuando me diga lo mucho que le duele. ¿Cómo sabe usted que yo existo? Está leyendo mis palabras en una página, sí, pero a lo mejor, «Philip Yancey» no es más que un seudónimo. Tal vez este libro lo esté escribiendo un escritor fantasma o un programador del Seminario Fuller que diseñó brillantemente un programa para escribir libros de teología popular. Si usted trata de hacer contacto conmigo por medio de la Internet, nunca sabrá si soy «yo» quien le responde, o si solo es un nombre inventado para la pantalla. (Una amiga mía se pasó dos años escribiéndose con otra joven en un cuarto de charla, y al final descubrió que en realidad era un joven que le estaba jugando una broma.) Para mí, yo soy un «yo»; para todos los demás soy un «tú», y esa distinción introduce una poderosa veta de incertidumbre. Claro, la mayor parte de la gente no se pasa la vida preguntándose si existen otras mentes y otras personas. Lo damos por sentado sin pensarlo demasiado. Sin embargo, cada mente siempre va a formar una versión distinta de la misma persona. Piense en los autores de los cuatro evangelios —Mateo, Marcos, Lucas y Juan—, cada uno de los cuales se sintió impresionado por aspectos distintos de la personalidad y la vida de Jesús. Cuando reflexionaron en lo que conocían acerca de él, les vinieron a la mente palabras y escenas distintas. O piense si no en los doce discípulos: todos ellos siguieron a Jesús por todas partes durante tres años, pero la conclusión de Judas sobre él era totalmente distinta a la de Juan. Más tarde, un fariseo llamado Saulo de Tarso, pensaba que conocía muy bien quién era Jesús, hasta que un encuentro personal cambió de manera radical su opinión y alteró la dirección de su vida. «Conocer» a otra persona es algo complicado, que exige mucha aproximación y mucho misterio. Tal vez el proceso necesario para conocer a otros seres humanos arroje alguna luz sobre la forma en que conocemos a Dios. En primer lugar, reconozco que el hecho de conocer «otras

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mentes», ya se trate de otros humanos o de Dios, siempre exige un acto de fe. Alvin Plantinga, filósofo contemporáneo, aplica esta realidad a la cuestión de la existencia de Dios. No puedo estar seguro de la existencia de Dios, reconoce; no me es posible demostrarla de manera racional. Sin embargo, tampoco puedo estar seguro de la existencia de ninguna otra persona; tal vez todas sean productos de mi imaginación. Sí creo que no estoy solo en el universo, pero como no me puedo meter dentro del estado mental de ninguna otra persona, debo aceptar esta creencia por analogía … o por fe. Plantinga llega incluso a decir, después de una abundante argumentación filosófica, que tenemos tantas evidencias para creer en Dios, como las que tenemos para creer en los demás humanos. Además de esto, tengo que suponer que mis sentidos nunca me proporcionan una representación completa de otra persona. Puedo aprender mucho acerca de usted a base de observarlo, escucharlo o tocarlo. Sin embargo, siempre sigue existiendo una parte suya que me es inaccesible, la persona que hay dentro de su cuerpo, el verdadero «usted». Donde más claramente discierno esto es en las personas incapacitadas que han perdido la estrecha y segura conexión que existe entre la mente y el cuerpo. Tuve una maravillosa amiga con parálisis cerebral llamada Carolyn, que durante años estuvo erróneamente confinada a un hogar para retrasados mentales. Movía los brazos de maneras extrañas, no podía caminar y lanzaba gruñidos en lugar de palabras. Todos los que la conocían —y trágicamente esto incluía a su propia familia— daban por seguro que era una persona retrasada. Sin embargo, con el tiempo, los profesionales reconocieron que Carolyn tenía una mente excelente encerrada dentro de un cuerpo que no colaboraba con ella. La pasaron a un hogar más adecuado, asistió a la escuela secundaria y después al colegio universitario. Terminó convirtiéndose en escritora. En una ocasión, estando en su colegio universitario, una amiga leyó un discurso que ella había escrito para una reunión en la capilla. Los estudiantes permanecieron sentados en un silencio total mientras escuchaban las elocuentes palabras de Carolyn, quien estaba desplomada en una silla de ruedas en la plataforma junto a su amiga que hablaba por el micrófono. (Había escogido un texto tomado de 2 Corintios: «Tenemos este tesoro en vasijas de barro»). Todos habían visto su silla de ruedas en el recinto universitario, e incluso algunos habían hecho chistes crueles a sus expensas; pocos habían hecho un esfuerzo para llegar a conocer la destacada mente que funcionaba dentro del retorcido cuerpo de Carolyn. Otro amigo mío, Don, está luchando actualmente con la enfermedad de degeneración de los nervios conocida como ELA (esclerosis lateral amiotrópica) o enfermedad de Lou Gehrig. Conocí a Don cuando era un robusto amante de la vida al aire libre que administraba un rancho para la cría de caballos y guiaba expediciones en canoa por los rápidos de los ríos. Sin embargo, la última vez que lo visité estaba sentado en una silla de ruedas. Aunque todavía podía hablar, los nervios que controlan la voz y el lenguaje no podían actuar a la misma velocidad que las indicaciones que les daba su mente. Tropezaba con las palabras, y las frases más sencillas las tenía que decir con lentitud. Prefería escribir lo que pensaba en una computadora portátil, que después hablaba por él con una extraña voz al estilo de Darth Vader. Todo el que entrara al cuarto podía ver un hombre sentado muy quieto, sin decir nada, con una delicada sonrisa que a veces le cruzaba el rostro. Pero las palabras poco personificadas que salían de la computadora, y los lúcidos mensajes que recibo de Don por correo electrónico hasta el día de hoy, demuestran que dentro de ese plácido exterior sigue existiendo una mente llena de vida y energía. Me siento agradecido de que la tecnología moderna les permita comunicarse a personas como Don y Carolyn, aunque hayan perdido las funciones corporales que producen el habla. Stephen Hawking, uno de los científicos más brillantes del mundo, solo puede mover un dedo de

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una mano; sin embargo, por medio del mismo programa que usa Don, Hawking se puede dirigir a reuniones de científicos. (Como es inglés, dice que le molesta el acento norteamericano del programa). Leí un libro «escrito» de un francés que solo podía pestañear con el ojo izquierdo; una enfermera iba pasando el dedo por el alfabeto en un cartel hasta que él pestañeaba al llegar a la letra que quería, y después comenzaban de nuevo hasta que señalaba cuál era la siguiente letra de la palabra. Aunque estas personas perdieran toda su capacidad para comunicarse, a causa de una parálisis total o una afasia provocada por la apoplejía, doy por seguro que en algún lugar de su interior, su mente seguía viviendo. Sin embargo, es inevitable que tengamos que confiar en el cuerpo de las demás personas para que sea este el que nos dé a conocer lo que tienen en la mente. Las adaptaciones que he tenido que hacer al comunicarme con mis amigos incapacitados suscitan una interesante cuestión teológica. Puesto que Dios no tiene cuerpo, ¿cómo lo podemos percibir? ¿Cómo nos podemos comunicar con Dios? ¿Será que poseemos la capacidad de conocerlo directamente, es decir, sin tener que apoyarnos en el cuerpo y en sus sentidos? De ser así, nuestro conocimiento de Dios operaría de manera distinta a la forma en que conocemos a otros humanos. Es concebible que un Dios que es espíritu pueda usar una forma de intuición directa para comunicarse con los humanos, en un proceso gobernado por reglas diferentes, porque Dios no necesita nuestro cuerpo para tener acceso a nuestra mente. Tennyson lo expresa así en un poema: «Más cercano está Él que nuestro aliento, y más que las manos y los pies». Jesús insinuó con claridad que después de su muerte se abriría una nueva manera de conocer: no el proceso normal de un cerebro aislado que se forma imágenes de la realidad, sino una senda interna y directa de conocimiento. «Cuando venga el Consolador, que yo les enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará acerca de mí», dijo. «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él los guiará a toda la verdad». Todas las criaturas de la tierra tienen una forma de relacionarse con el ambiente que las rodea; una forma de recoger y procesar lo que hay en él. A este mecanismo le voy a dar el nombre de correspondencia. En algunos casos, la correspondencia de un animal puede exceder notablemente nuestras capacidades humanas. Los murciélagos detectan los insectos por medio del sonar; las anguilas aturden a su presa con electricidad; las palomas siguen su rumbo de acuerdo con los campos magnéticos; los sabuesos recogen un mundo de olores que no se halla a nuestro alcance.* Tal vez el mundo invisible exija un conjunto innato de correspondencias que sean activadas por alguna especie de avivamiento espiritual. Dios no está «allí afuera», en el mundo material, y solo lo podemos percibir a base de adquirir una nueva capacidad que permita correspondernos con él. «El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente», dice Pablo. «Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado», dijo Jesús. En el centro mismo de la historia cristiana se encuentra la promesa de una correspondencia directa con el mundo invisible; un enlace tan profundo como para compararlo con un nuevo nacimiento, y que es clave de la vida más allá de la muerte orgánica. Como senda hacia el mundo invisible, la Biblia representa la fe, que Hebreos define como «la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve». Moisés «se mantuvo firme como si estuviera viendo al Invisible», dice más adelante este mismo capítulo, indicando que estaba en operación una correspondencia poco usual. Desde su primera página hasta la última, la Biblia presenta el relato de otra realidad que opera de forma simultánea a la realidad material de la tierra, pero que suele estar escondida de ella.

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A veces el mundo invisible «toma prestado» al visible en un intento por comunicarse, como sucedió con la zarza ardiente que vio Moisés con sus ojos físicos. Con la excepción de estas ocasiones poco corrientes, los humanos nos apoyamos primordialmente en los «medios de la gracia» como la iglesia, las disciplinas espirituales y los sacramentos, para la correspondencia con el mundo invisible. Por ejemplo, la oración opera de una forma parecida a la respiración: nos mantiene espiritualmente vivos. Evelyn Underhill observa: «Somos criaturas de sentidos y espíritu, y debemos llevar una vida anfibia». Según la Biblia, la mayor distinción existente entre los seres humanos no se basa en la raza, la inteligencia, los ingresos ni los talentos. Es una distinción basada en la correspondencia con el mundo invisible. Los «hijos de la luz» tienen esa correspondencia; los «hijos de las tinieblas» no la tienen. Un día llegaremos a una correspondencia total, no parcial, con ese mundo. El apóstol Juan lo dijo de esta forma: «Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es». Al hablar del problema de las «otras mentes» no lo he dicho todo. La razón por la cual a los filósofos les obsesionan estas cuestiones, y a la mayor parte de la gente no, es que los filósofos se sientan en habitaciones repletas de libros y permiten que las abstracciones anden flotando en su mente, mientras el resto de nosotros estamos recogiendo la ropa en la lavandería, preparando a los niños para la escuela, peleando batallas en la asociación de padres y maestros o en el consejo municipal, o cuidando de un pariente anciano. Creemos en otras mentes porque nos estamos encontrando con ellas durante todo el día. Nos relacionamos con ellas. En realidad, llegamos a ser quienes somos en gran parte a causa de esas relaciones. No entramos al mundo como mentes discretas puestas de forma mágica dentro de cuerpos que las estaban esperando. Nuestras experiencias, mayormente nuestras relaciones, son las que nos forman como personas. Los niños salvajes, esos casos raros, pero documentados, de niños criados por animales salvajes, nunca desarrollan realmente la capacidad para relacionarse con los demás, y apenas se les puede clasificar como personas en ningún sentido significativo. De manera semejante, los niños que han estado encerrados en un cuarto durante años en espantosas condiciones de maltrato, nunca desarrollan su capacidad verbal, y parecen permanentemente atolondrados. Al ser humano le lleva más tiempo madurar que a cualquier animal. El antílope puede salir del vientre materno, ponerse de pie y dominar en cuestión de horas las habilidades básicas de correr y alimentarse. En cambio, los bebés humanos son impotentes y deben depender de otras personas durante muchos meses. Un bebé no se puede convertir realmente en persona sin tener relaciones humanas. De igual manera, concibo la vida espiritual como una capacidad innata en la persona humana, pero que solo se puede desarrollar en una relación con Dios. «Te llamo a mi alma», decía Agustín, «la cual tú mismo preparas para aceptarte por medio del anhelo que tu aliento pone en ella». Aunque todos tengamos esa capacidad, nuestro anhelo espiritual va a permanecer insatisfecho hasta que hagamos contacto, y después desarrollemos las habilidades de la «correspondencia» espiritual. Considerada de esta forma, la asombrosa imagen de Jesús sobre nacer de nuevo tiene perfecto sentido. La conversión, el proceso de conectarse con la realidad espiritual, despierta el potencial para una vida totalmente nueva, y como hijos de Dios, nos convertimos en lo que somos por medio de una relación con Dios y con los suyos. Pienso en la persona que ha influido en mi vida cristiana más que ninguna otra: el cirujano misionero Paul Brand. Durante un período de quince años, escribí tres libros con el Dr.

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Brand. Lo acompañé en viajes a la India y a Inglaterra, donde recorríamos juntos los principales sucesos de su vida. Pasé centenares de horas haciéndole cuanta pregunta se me ocurría acerca de sus experiencias en la medicina, en la vida y con Dios. Entrevisté antiguos pacientes, colegas, familiares, enfermeras que entraban con él en el quirófano (descubrí que son la mejor de todas las fuentes para saber la verdad acerca de la personalidad de un cirujano). El Dr. Brand es un buen hombre, al mismo tiempo que un gran hombre, y me siento eternamente agradecido por el tiempo que pasamos juntos. En una etapa de mi desarrollo espiritual en la cual sentía poca seguridad para escribir acerca de mi propia fe, tuve una seguridad absoluta al escribir sobre la suya. Cambié a causa de mi relación con el Dr. Brand, quien se convirtió en canal de crecimiento espiritual para mí. Mi fe se fortaleció porque tenía delante el modelo vivo de una persona, realzado en todo sentido por su propia relación con Dios. Ahora veo las cuestiones de justicia, estilo de vida y dinero, mayormente a través de sus ojos; veo de forma diferente el ambiente natural; veo el cuerpo humano, y en especial el dolor, bajo una luz muy distinta. Mi relación con el Dr. Brand me afectó profundamente, en el núcleo de mi ser, en mi interior. Sin embargo, cuando miro atrás, no puedo recordar situación alguna en la cual él se me impusiera o buscara manipularme para transformarme. Cambié voluntariamente y de buen grado cuando mi mundo y mi ser se encontraron con los suyos. Creo que el proceso que obra con Dios es similar a este. Llego a ser quien soy como cristiano a base de relacionarme con Dios. De maneras misteriosas, y muchas veces difíciles de escribir —pero que nunca suponen coerción ni manipulación— he cambiado a lo largo del tiempo a causa de mi contacto con Dios. Si pudiera entrevistar a personajes bíblicos como Jeremías, Jacob, Job, Santiago y Judas, cada uno de ellos me respondería distinto a esta cuestión: «Hábleme de su relación con Dios; ¿cómo es?» Si le hiciera esa pregunta a David, o a los demás salmistas, recibiría de la misma persona respuestas totalmente diferentes. La relación varía de un Salmo al siguiente, e incluso varía dentro del mismo Salmo. Por ejemplo, el Salmo 143 reflexiona en «los tiempos de antaño», cuando Dios parecía cercano e íntimo, y después clama: «No escondas de mí tu rostro». David, en especial, comprendió tal vez mejor que ningún otro que haya vivido jamás la relación viva y dinámica que se produce entre un ser humano y Dios. Ciertamente, veo muchos paralelos entre llegar al conocimiento de Dios y llegar al conocimiento de una persona humana. Lo primero que aprendo es el nombre de la persona. Hay algo en su personalidad que me atrae hacia ella. Paso tiempo con mi nuevo amigo, aprendiendo cuáles son las actividades que tenemos en común. Le doy regalos a ese amigo y hago pequeños sacrificios por él. Para agradarle, hago cosas que de otra forma, no haría. Compartimos los tiempos de alegría y los de tristeza; reímos juntos y lloramos juntos. Le revelo mis secretos más profundos. Me arriesgo en la relación. Me comprometo. Peleo y discuto, y después me reconcilio. Todas esas etapas en la relación se aplican también a Dios. Sí, claro, objetará alguien, usted hace que esos paralelos parezcan perfectos. Yo tengo muchas relaciones buenas con otras personas. Las puedo ver, tocar, escuchar. Pero cuando trato de relacionarme con un Dios invisible, no sucede nada. Nunca tengo la sensación de que Dios ni siquiera esté presente. No desecho esa objeción, porque en mi vida he pasado por tiempos en los que me he preguntado eso mismo. Aun ahora, mi relación con Dios descansa o se derrumba según mi fe (aunque, tal como ya he señalado, esto les pasa a todas las relaciones). Puede ver el problema observando escenas de experiencias religiosas en las películas. En una palabra, son aburridas. Un santo se arrodilla a orar, y la acción se detiene. Suponemos que

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está sucediendo alto, pero no de la clase que puede grabar una cámara. El proceso es invisible, lo cual, para la mayoría de la gente, es mucho menos interesante que algo en lo que actúa nuestro cuerpo, como las relaciones sexuales. Sé que mi relación con Dios no va a ser del todo paralela a mi relación con los seres humanos, y que en algunos aspectos va a ser radicalmente distinta. Dios es infinito, intangible e invisible. Si me permite usar un lenguaje así, los humanos simpatizamos poco con los problemas a los que se tiene que enfrentar un Ser que se quiere relacionar con nosotros. El Barón von Hugel presenta la analogía de la relación entre un hombre y un perro.* Su paralelo es generoso con nosotros. La relación entre un Dios infinito y los seres humanos significa un desafío mucho mayor que la de un hombre con su perro; tal vez la comunicación entre un ser humano y una garrapata sería una analogía más estrecha. Es inevitable que la comunicación entre unas criaturas tan desiguales cause confusión y desaliento para ambas partes. Lo que los humanos queremos obtener en una relación podría muy bien estar en contra de lo que quiere Dios. Nosotros queremos que él sea como nosotros: palpable, material, perceptible (de aquí la larga historia de la idolatría). Queremos que Dios hable con palabras que podamos oír y comprender con claridad (Ezra Stiles, de Yale, estudió hebreo para poder conversar con Dios en su idioma nativo). Sin embargo, con excepción de la Encarnación y unas pocas epifanías, Dios manifiesta poco interés en corresponder con nosotros a nuestro nivel. Él ya ha pasado por todo eso y no tiene razón alguna para confinarse dentro del tiempo y el espacio más de lo necesario. Lo que él busca de nosotros es la correspondencia en el ámbito espiritual, y parece más interesado en otras clases de crecimiento: en justicia, misericordia, paz, gracia y amor, cualidades espirituales que se pueden introducir en un mundo espiritual. En resumen, lo que Dios quiere es que nosotros seamos más parecidos a él. Un escritor ortodoxo antiguo escribió: «A Dios no se le puede captar con la mente. Si se le pudiera captar, no sería Dios». Dios y yo somos profundamente distintos, lo cual explica por qué el modelo principal utilizado en la Biblia para describir nuestra relación no es la amistad. Es la adoración. Después de sobrevivir al confinamiento en un campo de concentración Nazi, Viktor Frankl se llegó a convertir en un famoso terapeuta. Recuerda un tiempo en el cual, temiendo morir en cualquier momento, él y otro prisionero fueron obligados por los guardas nazis a caminar hacia un punto de destino desconocido. Mientras caminábamos tropezando durante kilómetros, resbalando en los lugares donde había hielo, sosteniéndonos uno a otro una y otra vez, arrastrándonos mutuamente para levantarnos y seguir adelante, no decíamos nada, pero ambos lo sabíamos; cada uno de nosotros estaba pensando en su esposa. De vez en cuando, yo miraba al cielo, donde estaban desapareciendo las estrellas y la luz rosada de la mañana se estaba comenzando a extender detrás de un oscuro banco de nubes. Pero mi mente permanecía fija en la imagen de mi esposa y me la imaginaba con una increíble precisión. La oía responderme, la veía sonreír con su aspecto franco y lleno de ánimo. Real o no, su mirada era entonces más luminosa que el sol que estaba comenzando a levantarse en el horizonte. Un pensamiento me atravesó: Por vez primera en mi vida, vi la verdad como la han cantado tantos poetas, proclamada como la sabiduría definitiva por tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta máxima y más elevada a la que pueden aspirar los seres humanos. Entonces capté el significado del mayor secreto que pueden revelar la poesía humana y la fe del ser humano: La salvación del hombre se produce por medio del amor y en el amor …

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Por vez primera en mi vida pude comprender el sentido de estas palabras: «Los ángeles se quedan absortos en la contemplación perpetua de una gloria infinita». Cuando leo las memorias de Frankl sé, sin que me quede la menor duda, en quién estaría pensando yo si alguna vez llegara a un punto de terror, sufrimiento y muerte inminente. Como Frankl, fijaría todos los poderes de concentración que me quedaran en el rostro de mi esposa, que ha compartido mi vida y me ha enseñado el significado del amor. Me pregunto si alguna vez habría podido aprender a amar a Dios, de no haber aprendido primero a amar, gracias a ella. Si nos convertimos en personas por medio de las relaciones, entonces la persona que soy hoy se debe en gran medida a ella. A pesar de que era dolorosamente tímido, socialmente inepto y sufría daños emocionales cuando la conocí, ella supo mirar más allá de esas limitaciones y me otorgó su amor y su atención. Mientras escribo estas palabras, ella está visitando a su familia, a más de tres mil kilómetros de aquí; sin embargo, «vive» dentro de mí. La historia que hemos compartido me llena la mente y le da forma a mi propia personalidad. Hoy he sentido durante todo el día su ausencia como una especie de presencia. Pienso en lo que estará haciendo en estos instantes. Oro por ella. La echo de menos. Al pensar en las formas en que me afecta Janet, comprendo por qué la Biblia acude con tanta frecuencia al amor y el matrimonio en busca de imágenes de la relación que Dios quiere con nosotros. Viktor Frankl, al pensar en su esposa, comprendió por vez primera el significado de una adoración que siempre se le había escapado. Sin embargo, no somos ángeles absortos en una contemplación perpetua, sino seres humanos imperfectos que nos manifestamos inconstantes en el cumplimiento de nuestro contrato de amor con Dios, y también con nuestros compañeros humanos.* Mi propio matrimonio, que ha durado tres décadas, se basa en un pacto subyacente que ambos renegociamos a diario. Es la fidelidad la que nos ha mantenido unidos, y no el romance. Cuando llevábamos poco tiempo de casados, un matrimonio mayor y más sabio nos dio este consejo: «No confíen en el amor romántico, porque no va a perdurar. El amor es una decisión, y no un sentimiento». Cegado por mi luna de miel, descarté su consejo como síntoma de que pertenecían a una generación de más edad, desconectada de sus sentimientos; ahora, años más tarde, tiendo a estar de acuerdo. Sí, el matrimonio se alimenta del amor, pero es la clase de amor que exige la paternidad, o el discipulado cristiano: una sólida decisión de seguir adelante, paso a paso, poniendo un pie delante del otro. Para mí, hay muchas cosas que han seguido siendo iguales desde que me decidí a seguir a Cristo. Hay otras que se han vuelto más difíciles y complejas. No obstante, como me ha sucedido con el matrimonio, he encontrado que la vida con Dios da unas satisfacciones mucho mayores. Seguir a Cristo fue el punto de partida, el momento en que escogí la senda por la que iba a andar. Todavía sigo caminando con dificultad por esa misma senda, después de más años aún de los que llevo casado. Dios también vive dentro de mí, su ausencia es una forma de presencia, y así me transforma, me orienta y me recuerda mi verdadera identidad. Siempre existirán diferencias entre un pacto matrimonial y un pacto con Dios. Ambos pactos exigen fidelidad, pero solo uno exige fe, en el sentido de tener «certeza de lo que no se ve». Nunca dudo de la existencia de mi esposa porque cada mañana, con la excepción de los tiempos en que uno de los dos anda de viaje, puedo extender el brazo y tocarla, para obtener una prueba palpable. Por naturaleza, Dios se dedica a revelarse a sí mismo; tiene necesidad de darse a conocer. Sin embargo, también se dedica a esconderse a sí mismo. «Lo secreto le pertenece al Señor

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nuestro Dios», les dijo Moisés a los israelitas. Vivimos colgados entre las cosas secretas, escondidas de nosotros tal vez para protegernos, y las cosas reveladas. El Dios que satisface nuestra sed es también el gran Desconocido, aquel a quien nadie puede mirar al rostro y vivir. Tal vez hagan falta tanto esa ausencia como esa presencia de Dios para que nosotros sigamos siendo nosotros mismos, o incluso para que sobrevivamos. Oímos con frecuencia que la gente dice: «No me cabe en la cabeza» cuando rechaza una imagen bíblica de Dios como Padre, Madre, Señor o Juez; de Dios como amante, airado o celoso, de Dios en una cruz. Yo pienso que las palabras escogidas son reveladoras, por real que sea el dolor que reflejan: si andamos en busca de un Dios que «nos quepa en la cabeza», eso es exactamente lo que vamos a conseguir. Un Dios que podamos manipular, sospechosamente semejante a nosotros mismos, y cuya amplia misericordia nosotros hemos reducido a nuestro tamaño.

KATHLEEN NORRIS

* He aquí cómo planteaba el problema George Berkeley, filósofo del siglo XVIII: «Está claro que no podemos conocer la existencia de otros espíritus [personas] si no es por medio de sus operaciones, o de las ideas suyas que nos han movido. Yo percibo ciertos movimientos, cambios y combinaciones de ideas que me informan que hay ciertos seres actuantes en particular semejantes a mí que los acompañan y concurren en su producción». * La historia «Micromages», de Voltaire, se imagina a unos visitantes de otro planeta que viven quince mil años y tienen setenta y dos sentidos para percibir al mundo. Los seres humanos, mucho más «incapacitados», detectan una pequeña fracción del espectro electromagnético: los rayos infrarrojos y ultravioletas nos atraviesan sin que nos demos cuenta, como lo hacen también las frecuencias que transportan la radio, la televisión y los mensajes de los teléfonos celulares. * «Nuestros perros nos conocen y nos aman de una forma muy real, sin embargo, no hay duda de que solo nos conocen de forma gráfica, pero no con claridad; es evidente que les agotamos la mente después de un tiempo, y entonces es cuando les gusta alejarse entre los criados y los niños; y ciertamente, les encanta escapar de la compañía humana … No obstante, ¡qué maravilloso! Los perros de esta forma necesitan a otros perros, a los superficiales y claros, pero también nos necesitan a nosotros, los profundos y nebulosos; en realidad, necesitan lo que pueden captar … La fuente y objetivo de la religión, para que la religión sea verdadera y su objetivo sea real, no pueden ciertamente, bajo ninguna posibilidad, ser tan claros para mí, como yo lo soy para mi perro». * Thomas Green, sacerdote católico que dedicó su vida a estudiar la espiritualidad y escribió siete libros acerca de la oración, hace una interesante observación. Él calcula que la proporción de personas que han tenido una vida de oración muy abundante es similar a la de aquellas que han tenido gran éxito en su matrimonio. El hecho de poder tocar no es tampoco lo que importa, afirma, porque esto no es lo que asegura el éxito en las relaciones humanas.

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CAPÍTULONUEVE

UN PERFIL DE PERSONALIDAD

Dios nos da lo suficiente para que lo busquemos, pero nunca bastante para hallarlo por completo. Hacer más sería inhibir nuestra libertad, y esa libertad es muy valiosa para él.

RON HANSEN

Ciertos «rasgos de la personalidad de Dios» hacen que toda relación con él se convierta en un desalentador reto. Los libros de teología tienden a usar palabras inertes como «omnisciente», «impasible» o «imperturbable» para describir su personalidad, pero la Biblia nos habla de un Dios que no tiene nada de inerte. Este Dios entra en la historia, se pone de parte de los oprimidos, discute con la gente (algunas veces dejando que gane) y puede ejercitar su poder o bien restringirlo. En la Biblia, la vida con Dios parece más un cuento de misterio, un romance, que un texto de teología. Lo que encuentro en sus páginas difiere marcadamente de lo que espero, y de lo que espera la mayoría de la gente cuando trata de conocer a Dios. Es posible que los aspectos siguientes de la personalidad divina sorprendan y dejen perplejo a alguien que ande en busca de una relación personal con él. DIOS ES TÍMIDO. Con esto no estoy diciendo que lo sea como un muchachito de primer año de secundaria en una fiesta. Dios puede hablar con voz de trueno, y cuando se presenta en persona, los seres humanos caen al suelo aterrados. Más bien, Dios es tímido en cuanto a intervenir. Si tenemos en cuenta las numerosas cosas que le deben desagradar en este planeta, veremos que se domina a sí mismo de una forma increíble, y que a veces nos vuelve locos. La Biblia presenta la meta de la creación como un tiempo de descanso sabático en el cual tanto Dios como todas sus criaturas pueden disfrutar de paz y armonía. Sin embargo, la historia sigue perturbando ese descanso con unas interrupciones ruidosas y sonadas. Sobre todo en el Antiguo Testamento, Dios vence su timidez cuando el mal o el sufrimiento aumentan hasta un punto crítico. Algunas veces interviene con una aparición personal directa, otras lo hace por medio de fenómenos naturales. Sin embargo, comparada con los escritos sagrados de otras religiones, la Biblia ofrece pocas escenas de enlace entre el mundo visible y el invisible. Nosotros tendemos a centrarnos en los milagros y en las apariciones dramáticas, como la hecha ante Moisés en una zarza ardiente y ante los profetas en sueños y visiones. No obstante, estos sucesos se hallan metidos en medio de períodos en los cuales no tenemos registro alguno de que el mundo invisible haya hecho su aparición. Por lo general, la intervención solo llega después de mucho clamor y oración, con décadas o incluso siglos de retraso. Dios no es impetuoso para actuar, sino más bien tímido. ¿Por qué esta cualidad? Claro que no puedo hablar en nombre de Dios, pero la respuesta debe reflejar en parte el «problema» de que un ser invisible se relacione con la gente en un mundo material. Si es cierto que existe un mundo invisible, paralelo a este, como insiste la Biblia, no tenemos los sensores necesarios para detectarlo. Nunca me he encontrado con un cristiano con la capacidad de Eliseo para ver carros de fuego. Incluso cuando desarrollamos una

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correspondencia con el mundo invisible, lo hacemos por esa fe que el libro de Hebreos define como tener «certeza de lo que no se ve». Dios se enfrenta con una situación que es casi la opuesta. A diferencia de nosotros, él tiene un punto de vista que lo abarca todo, desde el cual recoge el mundo que vemos y también los demás ámbitos que nos están escondidos. Más aún, él ve toda nuestra historia de un solo golpe, como una sola bola de hijo, comparada con los cortos pedazos de hilo consecutivos que experimentamos nosotros. Sin las limitaciones de un cuerpo, Dios existe en todos los lugares al mismo tiempo. (Nos debemos sentir afortunados de que Dios sea espíritu, porque un ser infinito material llenaría todos los espacios, sin dejar lugar para ninguna otra cosa). La misma barrera que nos separa a nosotros de Dios, lo separa a él de nosotros, aunque de una forma totalmente distinta. Cada vez que Dios decide manifestarse en nuestro mundo, tiene que aceptar las limitaciones. Él «condesciende» (literalmente, «desciende para estar con») a nuestro punto de vista. Moisés vio una zarza ardiente que lo confundió, cambiando el curso de su vida y de toda la historia. Entre las llamas del fuego escuchó la voz de Dios que le hablaba. En cambio, Dios experimentó esa misma zarza ardiente como una acomodación; una limitación. La zarza apareció ante Moisés en el desierto del Sinaí; no en China ni en América Latina. Así comenzó lo que los críticos llaman el «escándalo de la particularidad». ¿Por qué quiso Dios escoger a Israel de entre todas las tribus disponibles? ¿Por qué se quiso encarnar en la persona de Jesús y asentarse en una provincia lejana de Palestina? Por decirlo torpemente, Dios tiene pocas opciones si se quiere comunicar de una forma que los humanos puedan comprender. Para irrumpir en nuestro mundo, se tiene que someter a las reglas de tiempo y espacio. Toda correspondencia entre el mundo invisible y el visible, entre Dios y los seres humanos, funciona en ambos sentidos, afectando a ambas partes. Una analogía: es posible que un día los humanos aprendamos el lenguaje de las ballenas, de tal forma que podremos bajar al agua un transmisor para comunicarnos por medio de chillidos y chasquidos de una forma que ellas puedan comprender. Al hacerlo, nos vamos a interpretar de manera descendente, de una forma en que nos limitaremos a nosotros mismos para hacernos comprensibles a las ballenas. Estas no van a recibir toda la esencia de lo que significa ser humano; solo podremos «hablar» de peces, plancton y océanos, no de computadoras portátiles, rascacielos o el béisbol de las grandes ligas. Esa analogía nos da una limitada imagen de lo que debe significar para un Dios omnisciente y omnipotente la comunicación con los seres humanos. En resumen, Dios debe ir delante en la comunicación, de manera que nosotros solo lo podemos conocer cuando él decida darse a conocer. La desigual sociedad entre el Dios invisible y los seres humanos materiales garantiza que hay mucho que va a quedar envuelto en el misterio. Dios lo puede saber todo con respecto a nosotros, pero nosotros nunca lo podremos saber todo con respecto a él. Dios mismo le dijo a Jeremías: «¿Soy acaso Dios sólo de cerca? ¿No soy Dios también de lejos?» Ciertamente, la Biblia contiene claros indicativos acerca de una razón por la que Dios se limita y no interfiere de manera más directa y con mayor frecuencia: Él se limita movido por su misericordia, y para nuestro beneficio. El apóstol Pablo les responde a los que se burlan porque ponen en duda el control de Dios sobre la historia, usando estas palabras: «Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca sino que todos se arrepientan». Cuando contemplo las espectaculares intervenciones de Dios en el Antiguo Testamento

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—el diluvio de Noé, la torre de Babel, las diez plagas de Egipto, las invasiones asirias y babilonias— me siento mayormente agradecido por esta timidez divina. En palabras de John Updike: «No se puede evitar la sensación del silencio; un Dios estrepitoso y evidente sería un abusador, un tirano inseguro, un dato aplastante, en lugar de ser, como él es, un aliento sin límites a nuestro titubeante y asustado ser». DIOS SE ESCONDE. Según el filósofo judío Martín Buber, «la Biblia sabe que Dios esconde su rostro, sabe de momentos en los cuales el contacto entre el cielo y la tierra parece haberse interrumpido. Dios parece retirarse por completo de la tierra, sin volver a participar en su existencia. Entonces, el espacio de la historia se llena de ruido, pero es como si estuviera carente del aliento divino». ¿Vivimos ahora en una época así, me pregunto a veces, llena de ruido pero vacía de Dios? Y, ¿por qué Dios hace resplandecer su presencia un momento y no el siguiente, como una luciérnaga demasiado rápida para poderla atrapar? Isaías lo dijo con toda franqueza: «Tú … eres un Dios que se oculta». En una meditación sobre este versículo, Belden C. Lane hace la observación de que él se solía atormentar por la forma en que sus hijos jugaban al escondite. Su hijo gritaba «¡Listo!» cuando encontraba un buen escondite, lo cual por supuesto lo descubría al instante. Lane padre seguía hablando del motivo del juego —«Se supone que te debes esconder, no que te descubras tú mismo»— hasta que un día se dio cuenta de que, desde la perspectiva de su hijo, era él quien no entendía el motivo del juego. Al fin y al cabo, la diversión está en que lo encuentren a uno. ¿A quién le gusta quedarse solo y sin descubrir? «Dios es como una persona que tose mientras se halla escondida, y de esa forma se descubre», decía el Maestro Eckhart. Tal vez también a él le agrade que lo encuentren. La hija de Lane usaba otra técnica más sutil. Fingía correr a esconderse, y después se escurría de nuevo junto a su padre, mientras él estaba aún contando con los ojos cerrados. Aunque él podía oír su emocionada respiración a unos pocos centímetros de distancia, nunca la descubría. En lugar de hacerlo fingía estar encantado cuando abría los ojos para anunciar: «¡Listos o no, allá voy yo!», y ver que su hija tocaba la base antes que él comenzara siquiera a buscar. Lane reflexiona al respecto: Por supuesto que ella estaba haciendo trampa y, aunque no sé por qué, yo siempre la dejaba hacerla. ¿Era porque ansiaba tanto aquellos pocos momentos en que estábamos tan juntos, fingiendo ni oír ni ser oídos, atrapados en un juego que por un instante disolvía la distancia entre padre e hijo, que nos liberaba para tocarnos, buscarnos y hallarnos mutuamente? Era un acto de gracia sencillo, casi insignificante, el que no hiciera ver que sabía que ella estaba allí. Sin embargo, sospecho que en aquel acto puedo haber reflejado a Dios ante mi hija mejor que en ninguna otra forma en que habría podido hacerlo. Aún hoy, al parecer, Dios es para mí como una hija de siete años, deslizándose de vuelta por la hierba, aguantando la respiración, queriendo sorprenderme de nuevo con una presencia más cercana de lo que la habría podido esperar. «Tú … eres un Dios que se oculta», proclamó en una ocasión el profeta. Una juguetonería y al mismo tiempo un oscuro misterio que se manifiestan ricamente entretejidos en esa grandiosa y compleja verdad. ¿Se hace Dios difícil de encontrar por el gusto de ser descubierto? Una vez más, no puedo hablar por él. La Biblia lo presenta algunas veces como el iniciador, el perseguidor de los cielos. Sin embargo, cuando pensamos que lo tenemos, de repente nos sentimos como Isaías, en busca de aquel que se oculta, el Deus abscónditus. Ahora lo ves, y ahora no. Lo que sí sabemos es que en sus relaciones con la gente Dios recompensa la fe que solo se puede ejercer en aquellas circunstancias que permitan la duda; unas circunstancias como

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cuando él se halla escondido. Jesús les respondió a los que ponían en tela de juicio la timidez de Dios y su reticencia con estas palabras: «¿Acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará mucho en responderles? Les digo que sí les hará justicia, y sin demora». Y añade después una sombría advertencia: «No obstante, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» Más tarde, el apóstol Juan escribiría: «Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe». Si Dios todo lo que quisiera fuera darles a conocer su existencia a todos los habitantes de la tierra, no se escondería. Sin embargo, la presencia directa de Dios abrumaría nuestra libertad de manera inevitable, y la vista reemplazaría a la fe. En lugar de esto, él quiere una clase distinta de conocimiento; un conocimiento personal que exija compromiso por parte del que busca conocerlo. Mi propia comprensión del Dios escondido se remonta, no al juego infantil del escondite, sino más bien a mi primera visita a un museo de historia natural. Me quedé boquiabierto ante los inmensos osos grises disecados, los lanudos mamuts y los amarillentos esqueletos de ballenas y dinosaurios que colgaban del techo. Sin embargo, había una pieza de la exhibición que me seguía atrayendo: una exhibición del camuflaje de los animales. La primera vez que pasé junto a él, vi unas escenas del invierno y del follaje del verano, una a continuación de la otra. Solo cuando regresé y miré fijamente pude notar los animales escondidos en el diorama: un hurón cazando a una liebre de las nieves en la escena del invierno, mantis religiosas, aves y polillas en la de verano. En una placa se indicaba con detalle la cantidad de animales que estaban escondidos, y allí me pasé la mitad del día, tratando de localizarlos a todos. En otro lugar hablé de lo que terminó llevándome a Dios: no fue la Biblia, ni la literatura cristiana, ni los sermones de nadie. Me acerqué a Dios primordialmente porque descubrí la bondad y la gracia en el mundo: a través de la naturaleza, de la música clásica, del amor romántico. Al disfrutar de los dones, comencé a buscar al dador; lleno de gratitud, necesitaba alguien a quien darle las gracias. Como los animales del diorama, Dios había estado presente todo el tiempo, esperando a que yo me diera cuenta. Aunque aún no tenía pruebas, sino solo pistas, esas pistas me llevaron a ejercitar la fe. En una ocasión salí de una fiesta de fin de año poco antes de la medianoche para no atascarme en el tránsito. Habíamos viajado un par de horas para asistir a aquella fiesta en Colorado Springs, y tenía la esperanza de poder recorrer unos cuantos kilómetros fuera de la ciudad antes de que los juerguistas atolondrados se unieran a la circulación. Sin que lo supiera en aquellos momentos, hay unos robustos montañeros que tienen una tradición para la despedida del año. Llenan al máximo sus mochilas con fuegos artificiales y caminan en medio de la nieve y la oscuridad hasta la cima de Pike’s Peak. Iba conduciendo el auto cuando, de repente, al dar la medianoche, empezaron a salir de la montaña luces de bengala rojas, azules y amarillas. No oía nada, a causa de la distancia. Aquellas luces formaban unas inmensas y bellas flores que flotaban lentas y silenciosas en el cielo, iluminando tras ellas al propio Pike’s Peak, nevado monumento que llenaba nuestra línea de visión y hacía pequeño todo lo demás que veíamos. La montaña había estado allí siempre, pero nosotros no habíamos tenido ojos para verla. «Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía», exclamó Jacob. Si no captamos la presencia de Dios en el mundo, ¿será porque no lo hemos buscado en los lugares correctos, o tal vez porque hemos mirado sin ver la gracia que tenemos delante de los ojos? DIOS ES DELICADO. No conozco forma mejor de presentar esta verdad que el contraste. En Marcos 9 aparece una viva descripción de una posesión por un espíritu maligno, en las palabras de un padre angustiado que le describe a Jesús lo que aflige a su hijo:

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Cada vez que se apodera de él, lo derriba. Echa espumarajos, cruje los dientes y se queda rígido. Les pedí a tus discípulos que expulsaran al espíritu, pero no lo lograron … Muchas veces lo ha echado al fuego y al agua para matarlo. Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos. El espíritu, reconociendo a Jesús, lanzó de inmediato al muchacho a uno de sus ataques. Me es fácil imaginarme esta escena, porque he visto gente en medio de la agonía de un ataque epiléptico, en el cual las células cerebrales se disparan de forma indebida, los músculos se paralizan en un rigor mortis prematuro y las quijadas se aprietan violentamente. Compare esta escena con la posesión por parte del Espíritu Santo. «No apaguen al Espíritu», advierte Pablo en un lugar. «No agravien al Espíritu Santo de Dios», dice en otro. Dios se humilla tan profundamente que de alguna forma se pone a nuestra merced. Mientras que un espíritu maligno lanza a una persona al fuego o al agua, creando una grotesca caricatura de ser humano, un Dios soberano viene a habitar en esa misma persona y le dice: «No me hagas daño». Solo es posible entristecer o herir a alguien que tenga emociones, que sienta profundamente. Veo esa misma bondad y esa decisión de no forzarnos en la vida del Hijo de Dios. Al relacionarse con la gente, presenta las consecuencias de una decisión y después le vuelve a poner en las manos la decisión a la otra persona. Jesús demostró tener un respeto sin límites por la libertad humana: hasta en el momento en que lo estaban matando, su oración fue: «Padre … perdónalos, porque no saben lo que hacen». Los padres conocen el precario equilibrio que existe entre guiar y manipular a sus hijos. Tal vez sea cierto que «papá sabe más» y mamá sabe más aún. Pero la meta de la paternidad no consiste en producir clones que sean una copia exacta de la vida de sus padres, sino adultos maduros que tomen sus propias decisiones. Hay padres que logran esa meta mejor que otros. Al parecer, nuestro Padre celestial «yerra» a favor de la libertad humana, sometiéndose a nuestras decisiones y obrando desde dentro de su creación, en lugar de actuar sobre ella desde el exterior. Este esquema de conducta puede arrojar luz sobre los demás rasgos de la personalidad de Dios. ¿Por qué es tímido? ¿Por qué se esconde? ¿Por qué es tan bondadoso? Dios reconoce que nosotros somos los que vamos de camino, no él. Ese camino no se revela como la caza de un tesoro, de tal forma que si seguimos las instrucciones y miramos con detenimiento, hallaremos ese tesoro. No; el camino es la meta en sí mismo. La misma búsqueda de Dios, nuestra decidida búsqueda, nos cambia de las formas que más importan. El silencio y la oscuridad con los que nos encontramos, las tentaciones, e incluso los sufrimientos, pueden contribuir todos a la meta proclamada por Dios de darnos forma para que seamos unas personas más semejantes a lo que él quiere … más parecidos a su Hijo. La coerción nunca ha logrado demasiado en cuanto a rehacer a la gente, por eso es que quedan en el mundo muy pocos adoctrinadores marxistas, y menos nazis aún. Hasta los utopianos han tenido que aceptar que el cambio se produce mejor en el ser humano cuando es de dentro hacia fuera. Tal vez eso explique por qué, tal como dice John V. Taylor, Las palabras que [Dios] repite sin cesar en todos los detalles de su creación son: «Hoy pongo al cielo y a la tierra por testigos contra ti, de que te he dado a elegir entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición. Elige, pues, la vida, para que vivan». Permanece tal como estás y saldrás mal; cambia, por doloroso que sea, y muévete hacia la vida. Cada vez que aprendo un poco más acerca del proceso de la creación, me vuelvo a asombrar de la increíble osadía del Espíritu Creador, que parece jugarse todas las ganancias del pasado en una nueva iniciativa, incitando a sus criaturas a una aventura tan loca y un riesgo tan grande. LA PRESENCIA DE DIOS VARÍA. «Esto es sólo una muestra de sus obras, un

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murmullo que logramos escuchar», dijo Job durante el largo tiempo en que Dios guardó silencio. Al final del libro, podría haber corregido esas palabras para que dijeran: «Cuán fuerte es el rugido que hemos oído de él». Dentro de las páginas de un mismo libro, esta misma persona experimenta una abrumadora sensación de la presencia de Dios, y también de su ausencia. He mencionado a creyentes como Martin Marty y Frederick Buechner, los cuales no indican señales inconfundibles de la presencia de Dios. Con la misma facilidad habría podido hablar del esquema opuesto: la visión de Agustín, o de George Fox, o de Juliana de Norwich, o cualquiera de las visitaciones registradas en The Varieties of Religious Experience [Las variedades de la experiencia religiosa], de William James. La Biblia revela este mismo esquema tan fluido: En lugar de presentar un modelo de la presencia de Dios para que todos se esfuercen en buscarlo, presenta a un Dios que a veces se esconde y a veces se acerca. En los días de Salomón, Dios descendió de manera espectacular sobre el templo. En los de Ezequías, se retiró silenciosamente; en los de Jonás, persiguió al profeta como un perro de presa. Juliana de Norwich experimentó tanto la presencia como la ausencia de Dios en rápida sucesión. Su séptima revelación habla de momentos en que se sentía «realizada con la seguridad perdurable», lo cual solo le duraba un poco de tiempo, y después se hallaba «en la pesadez y el agotamiento de mi vida, y mi propia ingratitud, casi sin tener paciencia para vivir». Su humor espiritual se elevó y cayó de esta forma unas veinte veces, según ella misma. He aprendido un principio absoluto para calcular la presencia o ausencia de Dios, y ese principio es que no lo puedo hacer. Dios, invisible, soberano, que según el salmista, «puede hacer lo que le parezca», es quien fija los términos de esa relación. Como insistía con tanta fuerza el teólogo Karl Barth, Dios es libre: libre para revelarse o esconderse; para intervenir o no intervenir; para obrar dentro de la naturaleza o fuera de ella; para gobernar al mundo o ser incluso despreciado y rechazado por él; para exhibirse o limitarse. Nuestra propia libertad humana se deriva de un Dios que valora la libertad. No puedo controlar a un Dios así. Lo mejor que puedo hacer es situarme en el marco adecuado para encontrarme con él. Puedo confesar mi pecado, quitar los obstáculos, purificar mi vida, esperar con ansias y —tal vez lo más duro de todo— buscar la soledad y el silencio. No le ofrezco ningún método garantizado para lograr la presencia de Dios, porque él es el único que gobierna todo esto. La soledad y el silencio solo proporcionan el estado que mejor conduce a escuchar el susurro de Dios. Sin embargo, hay una forma segura de causar la ausencia de Dios. C. S. Lewis la presenta con toda claridad: Evite el silencio, evite la soledad, evite toda línea de pensamiento que lo saque de la senda transitada. Concéntrese en el dinero, el sexo, la posición social, la salud y (sobre todo) en sus propias quejas. Tenga encendida la radio. Viva en medio de un montón de gente. Use muchos sedantes. Si tiene que leer libros, escójalos con mucho cuidado. Pero estaría más seguro si se limitara a los periódicos. Hallaría que los anuncios son útiles, sobre todo los que tienen un atractivo de tipo sexual o esnobista. Lewis añade que él no puede aconsejar nada en cuanto a buscar a Dios, puesto que nunca ha tenido esa experiencia. «Ha sido al revés; él ha sido el cazador (o al menos, eso me ha parecido) y yo el venado … Pero es significativo que ese encuentro evadido por largo tiempo se produjera en un momento en el cual yo estaba haciendo un serio esfuerzo por obedecer a mi conciencia». Si Dios nos dejara ver un poco de lo que ven los santos y ángeles en el cielo, nuestra frágil naturaleza se hundiría bajo su peso … Una burbuja así es demasiado débil para llevar un peso tan grande. Por eso no es de extrañarse que se diga que nadie puede ver a Dios y vivir.

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JONATHAN EDWARDS

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CAPÍTULODIEZ

EN EL NOMBRE DEL PADRE

Toda la ley de la existencia humana se halla aquí: en que el ser humano pueda inclinarse ante el infinitamente grande.

FYODOR DOSTOEVSKI

Dorothy Sayers combinó dos profesiones que tienen más en común de lo que parecen a simple vista. Gracias a la BBC y a la PBS, la mayoría de la gente la conoce como la autora de las historias detectivescas basadas en el personaje llamado Lord Peter Wimsey … otros la conocen como teóloga laica en la tradición de G. K. Chesterton y C. S. Lewis. En ambos esfuerzos ha rastreado los misterios con sagacidad e ingenio. El libro fundamental de Sayers, llamado The Mind of the Maker [La mente del hacedor], le sigue el rastro a la Trinidad, que probablemente sea el mayor de todos los misterios. El cristiano promedio tiene poca comprensión sobre esta doctrina, pero no nos es posible conocer a Dios, ni sondear la naturaleza de sus contactos con nosotros, sin una idea básica de lo que es la Trinidad. Como mejor comprendemos a Dios, sugiere Dorothy Sayers, es pensando en él como un artista creativo. Imagíneselo como un ingeniero, un relojero o una fuerza inmóvil, y se desviará. La imagen de Dios resplandece para nosotros con la mayor claridad en el acto de la creación —que comprende tres etapas: la idea, la expresión y el reconocimiento—, y al reproducir este acto, podemos comenzar a captar la idea de la Trinidad por analogía. Aplico la noción de Sayers a la forma de creatividad que mejor conozco: la de escribir. Todo escritor comienza con una idea. Piense por ejemplo en este libro. Durante años, leí otros libros, hablé con personas y tomé notas en pedazos de papel, todo esto relacionado con lo que aún era una vaga idea. No tenía en mente ningún título, ni, tampoco un concepto claro de la forma que podría tomar el libro. Solo tenía un fuerte anhelo de explorar mis propias preguntas acerca de cómo nosotros, los seres humanos visibles, nos podemos relacionar con un Dios que es invisible. Algunas veces, mis amigos me preguntaban: «¿En qué estás trabajando, Philip?», y se los trataba de explicar, pero la mirada perdida que me daban me decía que mi idea original era impenetrable.* Finalmente, llegó el momento de comenzar a escribir, de escoger la mejor expresión para mi idea. Escribo usando como género la literatura no novelesca, aunque, tal como lo demostraron Dante y Milton, la teología se puede expresar en otras formas, como la poesía épica. Juan Wesley escribía sermones y su hermano componía himnos. Cada artista escoge un medio —poesía, alfarería, ópera, pintura, novela, canto coral, cine, fotografía, tejido, escultura— para expresar la idea con la cual da el primer paso. Mi expresión cambia de forma todos los días. Ayer mismo pasé un gran bloque de texto de un capítulo a otro, y después borré por completo varias páginas. Como promedio, termino quitando un centenar de páginas del primer borrador en cada uno de mis libros. Al hacer la

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revisión, me doy cuenta de que algunas páginas, en las cuales he estado trabajando arduamente durante muchos días, interrumpen la idea original, al atascar el libro o hacer que siga diversas direcciones en conflicto. La idea tiene su vida propia, y con el tiempo he aprendido a seguir mis instintos cuando me alertan de que mi expresión no está representando la idea de la forma debida. De igual manera, mis amigos que escriben en forma de novela me dicen que la historia misma los lleva por rumbos que nunca habían pensado ni imaginado siquiera. Cualquiera que sea el medio que se utilice, todo ser humano creador trata de expresar a la perfección su idea, y se queda corto. Cuando Miguel Ángel visitaba la Capilla Sixtina después de terminada, estoy seguro de que se daba cuenta de todos los defectos y las imperfecciones. Sin embargo, el acto creativo no termina cuando acabo mi trabajo: es necesario que lo reciba otra persona. En realidad, ese paso final se está cumpliendo en este mismo instante, mientras usted lee estas palabras. El artista crea con un propósito, que es comunicar, y el proceso creativo queda inconcluso, a no ser que por lo menos una persona más lo reciba. Dorothy Sayers le llama «reconocimiento» a este último paso. La obra de arte que tiene éxito es la que provoca una respuesta en quien la recibe. En efecto, cuando encontramos un arte maravilloso, se produce algo similar al enlace químico, y nuestro cuerpo mismo reacciona: los músculos, los latidos del corazón, la respiración, el sudor. El dramaturgo Arthur Miller decía que él nunca descansaba hasta sentarse entre el público y mirarles a los ojos a las personas. Si veía la chispa de reconocimiento —¡Dios mío, pero si ese soy yo!— sabía que su obra había triunfado. El reconocimiento completa el ciclo de creatividad. El libro de Dorothy Sayers lleva con toda destreza esta analogía a la Trinidad. Aunque Dios es uno, dentro de esa unidad podemos distinguir la obra de tres personas distintas. Dios Padre es la Idea, o Esencia, de toda realidad. «Yo soy el que soy», dijo al presentársele a Moisés, en unas palabras hebreas que tal vez estarían mejor traducidas si dijéramos: «Yo seré lo que seré». Todo lo que existe —todo— fluye de esa Esencia. Aunque aprendemos algo acerca de Dios en todo lo que es la creación —cuásares y pulsares, cerdos hormigueros y osos hormigueros, y sobre todo, seres humanos— Dios Hijo es el que representa la Expresión perfecta de esa Esencia. «El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es», escribe el autor de Hebreos. «Él es la imagen del Dios invisible», dice Pablo. Para ver cómo es Dios, basta mirar a Jesús. La etapa final en la revelación creativa de Dios llegó a su realización máxima en Pentecostés, cuando Dios vino a habitar dentro de los seres humanos. Algo de la Esencia de Dios, el mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en la Creación, vive ahora dentro de unos seres humanos llenos de defectos, dándonos el reconocimiento de una nueva identidad: «El Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: “¡Abba! ¡Padre!” El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios». El acto creador de Dios llegó a su punto máximo. «Dios hizo al hombre porque le encantan las historias», decía Elie Wiesel. Y una parte central de esa historia tiene que ver con su forma de relacionarse con sus criaturas. En términos de la analogía de Dorothy Sayers acerca del artista, Dios escribió un drama en el planeta tierra, lo puso en movimiento y les dio libertad a los personajes. Cada artista, por no decir cada padre, sabe lo que es crear algo y lanzarlo al mundo para que otros hagan con ese algo lo que quieran. Crear significa soltar, liberar, y en el caso de Dios, significó permitir que su criatura humana echara a perder todo lo demás. Sin embargo, insatisfecho con que los rebeldes personajes echaran a perder la trama, Dios diseñó formas de entrar a su historia. Juan escribió que «en el principio ya existía el Verbo, y el

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Verbo estaba con Dios», más tarde «se hizo hombre y habitó entre nosotros», suceso a partir del cual aún la mayor parte del mundo sigue fijando las fechas en su calendario. En tres cortos años de ministerio, Jesús hizo más para presentar la Esencia de Dios que todos los profetas juntos. «Señor … muéstranos el Padre y con eso nos basta», le pidió uno de sus discípulos en un momento de incertidumbre. Esta fue su contestación: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre … Las palabras que yo les comunico, no las hablo como cosa mía, sino que es el Padre, que está en mí, el que realiza sus obras». Más tarde, cuando Jesús se estaba preparando para marcharse del planeta Tierra, les dio a sus discípulos una fórmula trinitaria al exhortarlos para que fueran a hacer «discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Tanto la Encarnación como Pentecostés divulgaron algo nuevo acerca de Dios y causaron agitación en la forma en que la gente pensaba acerca de él. Hicieron falta las mentes más brillantes de la iglesia durante casi cinco siglos para producir unas fórmulas duraderas que expresaran el concepto de la Trinidad.* En el mundo invisible no existe confusión alguna acerca de la forma en que tres Personas pueden ser un solo Dios. En cambio, en nuestro lado del telón, aprendemos acerca de las tres Personas de la única forma que unas criaturas atadas al tiempo pueden aprender algo: en secuencia. Primero aprendemos en el Antiguo Testamento acerca de Dios Padre. Después aprendemos acerca de Jesús en los Evangelios, y del Espíritu principalmente en el libro de los Hechos y las epístolas. Un día, estaba hablando de la Trinidad con unos amigos en un grupo pequeño, tratando de conectar la teología abstracta con la vida práctica, cuando Elisa hizo esta reflexión: «¿Saben? Así es como yo llegué a conocer a Dios, por medio de las tres Personas de la Trinidad. Primero conocí a Dios Padre en la iglesia, donde aprendí que Dios es santo, terrible, merecedor de nuestra adoración. Más tarde, siendo adolescente, conocí a Jesús, un hombre al que quise seguir por el resto de mi vida. Y entonces —y fue casi como una segunda conversión— descubrí el poder del Espíritu, del Dios que vive dentro de mí». De una forma sencilla y personal, Elisa había captado con claridad el progreso de la revelación de Dios, tal como la percibimos los humanos, seres atados al tiempo. Dios se le reveló primero como santo y trascendente a una tribu a la que fue llevando, como un padre lleva a un hijo, por las primeras etapas de su desarrollo. «El principio de la sabiduría es el temor del Señor» es lo que podríamos señalar como la lección más perdurable del Antiguo Testamento. Jesús introdujo una nueva etapa de intimidad. «Ya no los llamo siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los he llamado amigos, porque todo lo que a mi Padre le oí decir se lo he dado a conocer a ustedes», les dijo a sus discípulos. Y cuando se preparaba para irse, les prometió el Espíritu, un Consolador que lograría una intimidad tan profunda, que de alguna forma, nosotros también participamos en la actuación del mismo Dios en la tierra: Él hace su obra por medio de nosotros. En mi labor periodística he conocido a unas cuantas personas famosas: Billy Graham, algunos presidentes, atletas de las Olimpíadas, escritores de fama nacional … Sin embargo, me relaciono con ellos de una forma muy distinta a la que uso para relacionarme con mis vecinos, o con mi familia. Solo para hacer contacto con ellos, tengo que pasar por una serie de agentes y secretarios que me dan la cita, y sé de antemano que mi tiempo con ellos va a ser breve, y fuertemente centrado en un punto. Nunca nos quedamos sentados disfrutando de la brisa, y en realidad, ellos no llegan a conocer casi nada sobre mí. Con mis vecinos me relaciono de una forma mucho más informal. Es raro que haga cita para verlos. Me encuentro con ellos cuando voy a recoger la correspondencia, o cuando salen a caminar con su perro por nuestra calle. Hablamos del clima, de los deportes, los planes para los

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días festivos, el peligro de los incendios forestales o cualquier otra cosa que tengamos en común. Los llamo para que me ayuden si se me queda el auto atascado en la nieve, o si necesito que alguien me firme la llegada de un paquete en mi ausencia. En alguna noche solitaria en medio de la semana, tal vez decidamos espontáneamente salir a cenar juntos. Con mi familia, me relaciono de una manera distinta por completo. Me comunico con mayor regularidad y a un nivel más íntimo. Si un médico me da una noticia alarmante después de una prueba médica, ellos son los primeros en saberlo. No tengo que desempeñar ningún papel dentro de mi familia; nuestro parentesco define nuestra relación. El hecho de conocer a un Dios que es tres Personas tiene ciertos paralelos con el de conocer a la gente. La relación con Dios depende de lo que quiere que conozcamos acerca de él, y lo circunscribe el cambio de papeles. Si le pidiera a un israelita del Antiguo Testamento: «Describa lo que es una relación personal con Dios», recibiría una respuesta muy distinta que si le hiciera la misma pregunta a uno de los discípulos de Jesús, o al apóstol Pablo. Por esa razón, en lo que queda de este capítulo y en los dos siguientes, voy a hablar de cada una de las Personas de la Trinidad de manera individual. Tal vez las palabras que escoja parezcan irreverentes, pero mi intención es mirar la Trinidad a la luz de las «ventajas» y las «desventajas» que trae cada persona al proceso de conocer a Dios. No hay ser humano que sea capaz de captar plenamente la Esencia de Dios. Conocemos al Dios invisible solo según se nos haya revelado a nosotros en sus diversas expresiones. Y cada vez que ese Dios invisible condesciende de una forma que nosotros podemos percibir en nuestro mundo material, nos beneficiamos en ciertos sentidos y sufrimos en otros. Tal como señalara el autor Tim Stafford, aunque los teólogos tiendan a resaltar las cualidades de Dios —omnipotencia, santidad, soberanía, omnisciencia—, esa no es nuestra forma normal de conocer a los seres personales. Identificamos a los objetos físicos por sus cualidades, pero llegamos a conocer a la gente mayormente a través de su historia. «Hábleme de usted», digo cuando estoy comenzando una relación, esperando saber dónde creció mi nuevo conocido, qué clase de familia tiene y a qué escuela asistió. Con el tiempo, a medida que se va haciendo más profunda la amistad, compartimos experiencias y creamos nuestra historia común. (Sucede que Tim Stafford es un buen amigo mío, y fuimos colegas, así que con solo mencionar su nombre, me vienen a la mente claros recuerdos de historias que hemos compartido: estar sentados junto a una cancha de tenis en las primeras horas de la mañana, en espera de que saliera el sol, sentirnos asustados por el grito de un búho en una acampada, o correr juntos por una playa desierta del África). De una forma parecida, conocemos a Dios Padre mayormente a través de los relatos del Antiguo Testamento. Dios ha tenido la capacidad de relacionarse con toda la creación al mismo tiempo, sosteniendo su existencia, como celebraban los hebreos en sus salmos sobre la naturaleza y la acción de gracias. Sin embargo, también decidió relacionarse a un nivel más íntimo con una tribu de gente descendiente de Abraham, Isaac y Jacob. En realidad se relacionó tan estrechamente con ellos que «se mudó» entre ellos, primero en una tienda de campaña en el desierto, y después en un templo edificado por Salomón. Dios compartió con los hebreos esa experiencia de su campamento, no porque necesitara un lugar donde vivir, sino porque ellos necesitaban su presencia real con el fin de conocerlo. Más importante aún, estableció un «pacto» con Israel, un contrato que estableció los términos para ambas partes. Tal como lo dijo el erudito Perry Miller, cuando uno tiene un pacto con Dios, ya no tiene una divinidad remota e inaccesible, sino que tiene un Dios con el que puede contar. Uno

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sabe a qué atenerse. Además de todo esto, Dios se les apareció unas pocas veces de forma dramática a personas individuales. Le habló a Caín, a Abraham y a Samuel, y le dio a Noé unas instrucciones detalladas en cuanto al arca. Moisés vio y oyó una zarza ardiente; más tarde Dios le habló «cara a cara». Jacob luchó con un visitante nocturno, obtuvo un nombre nuevo y se alejó agradecido cojeando y maravillándose: «He visto a Dios cara a cara, y todavía sigo con vida». En cada una de esas historias, Dios, que se relaciona con el mundo físico en todos los lugares, decidió irrumpir en él en un punto determinado, para escoger un cuerpo, una zarza o un sueño como vehículo de su presencia. Los seres humanos lo podían ver y escuchar por medio de los sentidos físicos de la visión y el oído. En la nube y el pilar de fuego del desierto de Sinaí esa manifestación continuó por cierto tiempo. El poeta George Herbert reflexiona con nostalgia acerca de esos tiempos: Dulces eran los días en que habitaste con Lot, luchaste con Jacob, te sentaste con Gedeón, aconsejaste a Abraham … ¿Quién no ha anhelado el tipo de relación con Dios tan segura y casi palpable de la que disfrutaban Abraham y Moisés? Mi libro Desilusionado con Dios examinaba tres preguntas que hacen muchos cristianos: ¿Se ha escondido Dios? ¿Guarda silencio? ¿Es injusto? Mientras lo escribía, me sacudió con gran fuerza el darme cuenta de que esas preguntas no preocupaban a los hebreos cuando estaban en el desierto de Sinaí. Ellos veían evidencias de Dios a diario, lo oían hablar y estaban asociados con él bajo los términos de un justo contrato que Dios había firmado con su propia mano. De esta relación surgió el gran regalo de los judíos al mundo: el monoteísmo, la creencia en que existe un solo Dios santo y soberano. Los profetas se burlaban de los ídolos hechos de madera y de piedra, y en lugar de adorarlos, adoraban al Dios real, al Hacedor de toda la madera y de toda la piedra. A los estadounidenses modernos, quienes tienden a tratar a Dios más bien como un buen amigo cósmico, les vendría bien un curso de repaso sacado del Antiguo Testamento acerca de la majestad de Dios. Gordon MacDonald, pastor y autor, afirma que su amor por Dios se ha ido alejando de un modelo sentimental que nunca le había satisfecho, hacia algo más cercano al modelo de padre e hijo. Está aprendiendo a reverenciar y obedecer a Dios, y a darle gracias; a expresar el arrepentimiento adecuado por sus fallos y pecados; a buscar un silencio en el cual pueda oír el susurro de Dios. En otras palabras, está buscando una relación con Dios que sea adecuada a la diferencia profunda que existe entre los dos. Añade esta advertencia: «Los pecados más costosos que he cometido se produjeron en un tiempo en el cual suspendí brevemente mi reverencia hacia Dios. En ese momento llegué de manera callada (y loca a la vez) a la conclusión de que no le importaba a Dios, y de que lo más probable era que no interviniera si me arriesgaba a violar uno de sus mandamientos». He descubierto que necesito acudir a otras culturas para poder contrarrestar el enfoque familiar de Dios que tienen los evangélicos de Estados Unidos. Por ejemplo, un amigo de Japón me escribió para decirme que él ha llegado más a comprender el espíritu de oración correcto escuchando a los cristianos japoneses que por las enseñanzas de los misioneros estadounidenses. «Nosotros sabemos llegar a Dios con osadía, pero como siervos humildes», afirma. «A los japoneses no hay que hablarles de jerarquías. Cuando saben que Dios es el Señor, también saben de inmediato todo lo que esto implica. Saben quién manda y eso nunca lo ponen en tela de juicio. Cuando oran, usan un lenguaje que combina las formas más altas de locución con las frases más

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íntimas de amor y entrega. Cuando le piden algo, se lo piden con verdadera humildad, sabiendo que no tienen derecho a lo que están pidiendo, excepto porque Dios les da ese derecho y les promete que les va a responder». El Antiguo Testamento insiste en lo maravilloso que es que este Dios santo y soberano anhele tener contacto con sus criaturas tan llenas de defectos. Dios quiere relacionarse con los seres humanos, lo cual explica por qué siguió buscando a los rebeldes israelitas. Un Dios lo suficientemente poderoso para sacar a su pueblo de las manos del imperio más poderoso de la tierra estaba al mismo tiempo ansioso por condescender y habitar en medio de él en una tienda de campaña. En todos los momentos, por mucho que se apartara su pueblo, Dios demostró que él es el «Emanuel», el Dios con nosotros. Les hizo vestidos a Adán y Eva después de su rebelión, les dio a Abraham y a Moisés una oportunidad tras otra, soportó las humillaciones de la infidelidad de Israel, y siguió regresando para ofrecer más amor. En realidad, fue la compasión de Dios, no su poder, lo que impresionó primero a los hebreos. Israel dio un salto de importancia en el momento en que se dio cuenta de que Dios se interesaba por la situación que tenía en Egipto: «Y al oír que el Señor había estado pendiente de ellos y había visto su aflicción, los israelitas se inclinaron y adoraron». Qué distinto era su Dios a los dioses de los egipcios, tan lejanos y muchas veces tan crueles. El Antiguo Testamento explica en detalle una clara «ventaja»: este Dios majestuoso tiene una infinita capacidad para entrar en contacto personal con los seres humanos. A diferencia de la gente famosa, Dios no necesita utilizar secretarias que concierten sus citas, ni limitar el tiempo que pasa con cada persona. «Dios ama a cada uno de nosotros como si solo hubiera uno solo de nosotros a quien amar», decía Agustín. Dios Padre puede tratar a toda la creación con atención incesante, como indicó Jesús en su comentario acerca de que los cabellos de la cabeza de cada persona estaban contados. Ya he mencionado a mi amigo Stanley, quien dijo: «No puedo creer que, en un mundo con seis mil millones de personas, Dios conozca mi nombre». Precisamente porque él es infinito, puede hacer su inversión en esos seis mil millones de personas, una a una, sin sentir agotamiento ni disminución de ningún tipo. Eso es lo que significa ser Dios. El Antiguo Testamento revela a un Padre con un apetito ilimitado por el amor. ¿Qué «desventajas» podría presentar el Antiguo Testamento en cuanto al conocimiento de Dios? Tal vez la mejor forma de responder esta pregunta tan impertinente es citar a un judío moderno, para el cual el Antiguo Testamento representa toda la revelación escrita de Dios. El judaísmo, dice Gershom Scholem, se sigue centrando en el «amplio abismo» existente entre Dios y el hombre. Este judío de la actualidad confiesa que «percibe mayormente el hecho de lo remoto que está Dios». Scholem no ha entendido el mensaje de un Dios que anhela intimidad. El amor tiende a disminuir cuando aumenta el poder, y viceversa. El mismo poder que abrumaba repetidamente a los israelitas, les hacía difícil captar el amor de Dios. Un padre se yergue cuan alto es para infundir respeto en su hijo, y también se inclina hacia él en busca de abrazos y de afecto. En el Antiguo Testamento, Dios se erguía. Si usted quiere saber de qué clase de «relación personal con Dios» disfrutaban los israelitas, escuche sus palabras: «¡Estamos perdidos, totalmente perdidos! ¡Vamos a morir! Todo el que se acerca al santuario del Señor muere, ¡así que todos moriremos!». Y en otra ocasión: «No quiero seguir escuchando la voz del Señor mi Dios, ni volver a contemplar este enorme fuego, no sea que muera». «La voz de Dios es terrible para el oído del mortal», escribió Milton. Los escritores del Nuevo Testamento, adiestrados en escuelas hebreas y en su mayor parte criados en fieles hogares judíos, no manifestaban mucha nostalgia por la época del Antiguo Testamento. Lo honraron

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como una época de preparación para una revelación más avanzada en Jesús. Según Pablo, judío que reconocía muchos beneficios en el Antiguo Pacto (vea Romanos 9—11), ese arreglo no logró su meta más importante: no produjo un crecimiento espiritual. Mientras mayor es la luz, más oscura es la sombra que contrasta con ella. La sombra de Dios era tan grande que impedía el crecimiento. Los israelitas, como hijos dependientes, se quejaban y rebelaban con tanta frecuencia que un viaje fácil de dos semanas terminó durando cuarenta años. Cuando Dios, el padre, los hizo entrar en la Tierra Prometida y dejó de estar tan estrechamente involucrado con ellos — el maná dejó de caer cuando cruzaron el río Jordán— comenzaron a dar sus primeros pasos vacilantes, y dieron con el rostro en tierra. Era un presagio de las cosas que vendrían. He llegado a la conclusión de que la mayoría de los cristianos de hoy evitan el Antiguo Testamento por la sencilla razón de que el Dios que describe les parece terrible y remoto. Doris Lessing lo explica con unas irónicas palabras: «Jehová no piensa ni se comporta como un trabajador social». Lo que hace Jehová es comportarse como un Dios santo que trata desesperadamente de comunicarse con unos seres humanos irritables. En el pasado, cuando leía el Antiguo Testamento, solía buscar formas de hacer a Dios más aceptable y menos feroz. Ahora me centro en tratar de ser yo más aceptable ante él, puesto que al fin y al cabo esa era la idea del Antiguo Testamento. Claro que Dios buscaba la intimidad con su pueblo, pero bajo sus propias condiciones solamente. Escuche el veredicto del propio Dios en cuanto a los tiempos del Antiguo Testamento: «Pero mi pueblo no me escuchó; Israel no quiso hacerme caso. Por eso los abandoné a su obstinada voluntad, para que actuaran como mejor les pareciera». «Pregunten entre las naciones: ¿Quién ha oído algo semejante? La virginal Israel ha cometido algo terrible … mi pueblo me ha olvidado … Ha tropezado en sus caminos». Después de citar estos pasajes y docenas más de pasajes parecidos, Abraham Heschel hace esta observación: «En las palabras de Dios late la melancolía de su corazón … Dios mismo se está lamentando». A continuación dice: Con la angustia de Israel vino la aflicción de Dios, su desplazamiento, su falta de un hogar en la tierra y en el mundo … Porque la deserción de Israel no fue simplemente una injuria dirigida al hombre, sino fue un insulto a Dios. Es la voz de un Dios que se sentía eludido, angustiado y ofendido. La experiencia de Israel señala que es posible alejar a Dios, u obligarlo a esconderse, como consecuencia de lo que hace la gente. Algunas veces Dios permite que seamos nosotros mismos quienes decidamos la intensidad de su presencia. Hay una escena del Antiguo Testamento que capta ambos lados de la relación con Dios Padre. Se encuentra en 1 Reyes 18, y se produce en un momento en el cual Israel se ha hundido hasta uno de sus puntos más bajos. El rey Acab y la reina Jezabel estaban persiguiendo y asesinando a los profetas de Dios, y reemplazándolos por los profetas de su propia corte, que servían a dioses paganos. En una confrontación que se ha hecho clásica, Elías reta a un duelo a ochocientos cincuenta de esos profetas. Mientras él se burla y les habla con sarcasmo, ellos se sajan la piel con lanzas y espadas hasta que corre la sangre, mientras claman a sus dioses durante el día entero sin obtener respuesta. Finalmente, mientras el rojizo sol se comienza a hundir en el Mediterráneo, Elías levanta un altar, lo empapa tres veces con cuatro grandes cántaros de agua —y esto, después de tres años de sequía—, y le pide a Dios que se dé a conocer. «En ese momento cayó el fuego del Señor y quemó el holocausto, la leña, las piedras y el suelo, y hasta lamió el agua de la zanja. Cuando todo el pueblo vio esto, se postró y exclamó: “¡El Señor es

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Dios, el Dios verdadero!”» Si la historia hubiera terminado aquí, nosotros miraríamos con mayor nostalgia a los tiempos del Antiguo Testamento. Pero no fue así. No se produjo ningún avivamiento entre los hebreos. El rey Acab, que lo presenciaba todo desde la primera fila en el monte Carmelo, dejó su legado como uno de los reyes más perversos de Israel. Él y su mujer restablecieron con rapidez su dominio sobre el gobierno y la religión. Y el propio Elías, quien acababa de hacer que cayera fuego del cielo y derrotar a ochocientos cincuentas profetas en un solo día, huyó para salvar la vida por miedo a Jezabel. «¡Estoy harto, Señor! … Quítame la vida, pues no soy mejor que mis antepasados», se lamentaba. En un acto de gran ternura, Dios lo visitó en aquellos momentos de desesperación. Lo que sucedió después habla abundantemente acerca de cuál es el estilo que funciona mejor cuando un Dios omnipotente decide comunicarse con los diminutos seres humanos: Como heraldo del Señor vino un viento recio, tan violento que partió las montañas e hizo añicos las rocas; pero el Señor no estaba en el viento. Al viento lo siguió un terremoto, pero el Señor tampoco estaba en el terremoto. Tras el terremoto vino un fuego, pero el Señor tampoco estaba en el fuego. Y después del fuego vino un suave murmullo. Elías oyó el suave murmullo. Dios se había adaptado a su profeta, usando una suave voz que era casi como el silencio. Porque lo dice el excelso y sublime, el que vive para siempre, cuyo nombre es santo: «Yo habito en un lugar santo y sublime, pero también con el contrito y humilde de espíritu, para reanimar el espíritu de los humildes y alentar el corazón de los quebrantados».

ISAÍAS 57:15

* La mayoría de los escritores que conozco tienen un leve ataque de pánico cuando les preguntan: «¿En qué estás trabajando». Yo quisiera contestar: «Aún no lo sé. Deja que termine de escribirlo, y entonces te lo podré decir». La idea existe solo como primera etapa dentro del proceso creativo. * La misma palabra «Persona» es producto de ese largo debate. Los teólogos tomaron prestada una palabra —persona en latín y prósopon en griego— usada para designar la máscara que usaban los actores en el escenario, con el fin de expresar de qué manera un solo Ser se podía expresar en tres Personas.

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CAPÍTULOONCE

LA PIEDRA DE ROSETTA

No nos conformamos con menos que con un relato perfecto; y aunque charlemos, o estemos escuchando toda nuestra vida con la estridencia de nuestras ansias —chistes, anécdotas, novelas, sueños, películas, dramas, canciones y la mitad de las palabras de nuestros días— solo nos satisface ese único cuento corto que sentimos cierto: La historia es voluntad de un Dios justo que nos conoce.

REYNOLDS PRICE

Aléjese por un instante para contemplar el punto de vista de Dios. Como espíritu que no está atado al tiempo y al espacio, él ha tomado de vez en cuando objetos materiales —como una zarza ardiente o una columna de fuego— para hacer obvia su presencia en el planeta tierra. Cada una de esas veces, ha adoptado el objeto con el fin de presentar el mensaje, como el actor que se pone una máscara y después sigue adelante. En Jesús, sucedió algo nuevo: Dios se convirtió en una de las criaturas del planeta, suceso sin paralelo, inaudito, único en el sentido más pleno de la palabra. El Dios que llena el universo hizo implosión para convertirse en un niño pobre que, como todos los niños que han vivido, tuvo que aprender a caminar, hablar y vestirse. En la Encarnación, el Hijo de Dios se «imposibilitó» a sí mismo deliberadamente, cambiando su omnisciencia por un cerebro que tuvo que aprender del arameo un fonema tras otro; su omnipresencia por dos piernas y un asno de vez en cuando; su omnipotencia por unos brazos lo suficientemente fuertes para aserrar madera, pero demasiado débiles para defenderse.* En lugar de supervisar un centenar de miles de millones de galaxias al mismo tiempo, se tuvo que limitar a un estrecho callejón de Nazaret, un montón de piedras en el desierto de Judea o una atestada calle de Jerusalén. Es posible que el discípulo Juan, quien conocía bien a Jesús, estuviera haciendo una confesión personal cuando escribió estas palabras: «El que era la luz ya estaba en el mundo, y el mundo fue creado por medio de él, pero el mundo no lo reconoció». No es de extrañarse. Sus propios discípulos estaban siempre esperando que él hiciera sentir su poder, como un Dios de verdad. Sí, había limpiado el templo en una ocasión, pero … ¿y el palacio de Herodes, el Senado de Roma o el Coliseo? La expresión perfecta de Dios era, para su escándalo, lo que nadie hubiera pensado por su cuenta. Sí, los Evangelios relatan que Jesús retuvo el acceso a ciertos poderes poco corrientes. Sentía por adelantado los sucesos en ocasiones, y tenía una fuerte premonición sobre la forma en que terminaría su vida. Podía sanar cuerpos quebrantados, incluso lejos de donde estaban, si había necesidad. En una ocasión modificó el clima. Sin embargo, nadie podía confundir al carpintero de Nazaret con la deslumbradora figura descrita en el Apocalipsis, la segunda Persona de la Trinidad; aquel que, en palabras de Milton, «ascendería al trono hereditario, y ataría su reino con los amplios lazos de la tierra, y su gloria con los cielos». Y nadie podía confundir la

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voz de Jesús, que hacia el final se debilitó hasta convertirse en un grito y un jadeo, con el marchitante rugido de Jehová. En 1996, la cantante popular Joan Osborne se hizo famosa preguntando cómo cambiarían las cosas si Dios fuera uno de nosotros, «un simple espantajo, como cualquiera de nosotros», un extraño en un autobús camino de su casa. Hubo quienes consideraron sacrílegas las palabras; era exactamente la misma reacción de los parientes, vecinos y compatriotas de Jesús, a los cuales les era igualmente difícil imaginarse a Dios como «uno de nosotros». En todo sentido, Jesús llevó una vida trágica: rumores de que era hijo ilegítimo, acusaciones de locura procedentes de su propia familia, rechazo por parte de la mayoría de quienes lo oían, traición de amigos, una salvaje hostilidad de la multitud en contra suya, una serie de juicios que eran una burla del sistema legal, una ejecución en una forma reservada para los esclavos y los criminales violentos. Ciertamente, una lamentable historia, y ese es el centro mismo del escándalo: no esperamos tener que sentir lástima por Dios. ¿Cómo se conoce a Dios de manera personal? En los tiempos de Jesús, la respuesta era asombrosamente simple. Se le conoce de la misma forma que se conoce a cualquier persona. Uno se le presenta, le da un apretón de manos, comienza una conversación y le pregunta acerca de su familia. Gracias a Jesús, ya no tenemos que volvernos a preguntar si es cierto que Dios quiere tener intimidad. ¿Quiere Dios realmente perder el contacto con nosotros? Jesús renunció al cielo para tenerlo. Él en persona restableció el enlace original entre Dios y los seres humanos; entre el mundo visible y el invisible. Paul Tournier, médico y escritor suizo, menciona una «ventaja» evidente en la relación con la segunda Persona de la Trinidad. Antes que el régimen actual subiera al poder en Irán, él fue a hablar en una mezquita de Teherán, invitado por un ayatolá. A aquellos musulmanes que estaban tan atentos, les dijo que él, protestante de Ginebra, se sentía cercano a ellos, porque Juan Calvino les había dado a sus seguidores un agudo sentido de la inconmensurable grandeza de Dios, semejante al perfil de Alá. Sin embargo, eso crea un peligro, porque la persona que vive constantemente consciente de la inmensa diferencia que hay entre Dios y sus criaturas se puede desviar hacia el fatalismo. Después les dijo que, a diferencia del islam, el cristianismo ofrece el equilibrio que supone la intimidad con Jesús. Jesús reveló un nuevo aspecto de intimidad con Dios; una relación tan personal, que usó la palabra «Abba» o «Papito» para dirigirse a él.* Hay un canto espiritual que se cantaba en los días de la esclavitud en el sur de los Estados Unidos que capta esta ventaja tan práctica que ofrece la Encarnación. A los esclavos se les hacía difícil acercarse al Dios exaltado; había palabras como Amo y Señor que no las aceptaban tan fácil. No necesitaban un Dios terrible y distante, sino un Dios personal y cercano al que pudieran imaginarse y amar. Mi Dios es tan alto, que no se puede ir por encima de él, tan bajo, que no se puede ir por debajo de él, tan ancho, que no se puede ir alrededor de él, así que es necesario entrar a él por el Cordero y a través de él. Jesús «descendió del cielo» y, al hacerlo, fue tan lejos, que nos hizo más comprensibles para Dios. No solo somos nosotros los que gracias a Jesús comprendemos mejor a Dios, sino que él también nos comprende mejor a nosotros. Otro canto espiritual lo expresa así: Nadie sabe las angustias en que me he visto; nadie las sabe sino Jesús … ¡Gloria, aleluya! Gracias a Jesús, Dios capta nuestra condición humana de una forma distinta. Hebreos llega incluso a decir que Jesús «aprendió a obedecer» y fue «consumada su perfección» por

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medio del sufrimiento. Estas palabras llenas de misterio indican que la Encarnación tuvo un significado para Dios, no solo para nosotros. Como ser espiritual, Dios nunca había sentido el dolor físico. ¿Cómo habría podido, sin tener células nerviosas? Así fue como «aprendió» acerca del dolor de la misma forma en que los humanos aprendemos: a base de experiencia personal. Entre las muchas limitaciones que aceptó al venir a la tierra estaba el sufrimiento físico, que llegó a conocer de la peor de las formas. Literalmente, se moría por estar con nosotros. El autor de Hebreos sacó una importante lección de este hecho: «Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, pero sin pecado», para que así pueda «tratar con paciencia a los ignorantes y extraviados». Gracias a Jesús, Dios comprende plenamente lo que significa ser humano. Es cierto: nadie sabe las angustias en las que nosotros nos hemos visto; nadie sino Jesús. Sigo regresando a esta realidad acerca de Jesús porque tanto por ser cristiano, como por ser escritor, he pasado una porción desproporcionada de mi tiempo explorando los misterios del dolor y el sufrimiento. Y he obtenido tanto preguntas como respuestas. No obstante, he aprendido un importante principio: no juzgar a Dios por algún infortunio que me acontezca a mí o a algún ser amado mío. Mis preguntas acerca de la providencia y el sufrimiento son respondidas primordialmente en la persona de Jesús, no en los sucesos de la vida diaria con los que me pueda encontrar ahora. Cuando el Hijo de Dios visitó la tierra, trajo sanidad, no dolor, y cuando se fue de la tierra, prometió volver un día a fin de restaurarla a la intención original de Dios. Fue su propio cuerpo resucitado lo que ofreció como prueba. No puedo aprender de Jesús la razón por la que pasan cosas malas —por qué un alud de lodo producido por una inundación diezma un poblado específico y no el vecino; por qué la leucemia ataca a un niño y no a otro— pero sí puedo estar seguro de que voy a aprender cómo se siente Dios en cuanto a esas tragedias. Solo tengo que ver cómo reacciona Jesús ante las hermanas de su buen amigo Lázaro, ante una viuda que acaba de perder a su hijo o una víctima de la lepra a la cual se le ha prohibido la entrada en la ciudad. Jesús le da rostro a Dios, y ese rostro está surcado por las lágrimas. En una excelente analogía, H. Richard Niebuhr compara la revelación de Dios en Cristo con la piedra de Rosetta. Antes de su descubrimiento, los egiptólogos solo podían tratar de adivinar el significado de los jeroglíficos. Un día inolvidable, descubrieron una piedra negra que presentaba el mismo texto en griego, en la escritura del pueblo egipcio y en jeroglíficos anteriormente imposibles de descifrar. A base de comparar las traducciones entre sí, llegaron a dominar los jeroglíficos y pudieron contemplar con claridad un mundo del que solo habían tenido un conocimiento nebuloso. Niebuhr dice después que Jesús nos permite «reconstruir nuestra fe». Podemos confiar en Dios porque confiamos en Jesús. Si dudamos de Dios, o lo encontramos incomprensible, imposible de conocer, la mejor de todas las curas consiste en mirar fijamente a Jesús, la piedra de Rosetta de la fe. Usando una imagen distinta a la de Niebuhr, imagino a Jesús como la «lupa» de mi fe, frase que necesita un poco de explicación. Tengo el honor de poseer el Oxford English Dictionary, que contiene todas las palabras del idioma inglés. Este diccionario viene en dos versiones. Las bibliotecas y los bibliófilos compran una versión en veinte volúmenes que cuesta unos tres mil dólares. Sin embargo, al inscribirme en un cierto club de lectores, obtuve una edición especial en un solo volumen por solo $39.95. Contiene todo el texto del diccionario, con el único inconveniente de que la letra ha sido tan reducida de tamaño que no hay nadie en la tierra que la pueda leer sin ayuda. Después, me compré una espléndida lupa de la clase que usan

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los joyeros, y del tamaño de un plato para la cena, montada en un brazo móvil, con una luz fluorescente incorporada que zumba cuando está encendida. Con esto, y la ayuda ocasional de otra lupa que sostengo por el mango, puedo estudiar los distintos significados de cualquier palabra inglesa. Con el uso de mi diccionario he aprendido acerca de las lupas. Cuando centro el cristal sobre una palabra, la pequeña letra impresa se ve definida y clara en el centro, mientras que hacia los bordes va estando cada vez más distorsionada. En un paralelo exacto, Jesús se ha convertido en el foco de mi fe, y cada vez voy aprendiendo más a mantener la lupa de esa fe centrada en él. En mi peregrinaje espiritual, y también en mi profesión de escritor, me he estado deteniendo por demasiado tiempo en los márgenes, reflexionando sobre unas preguntas sin respuesta acerca del problema del dolor, los enigmas de la oración, la providencia frente al libre albedrío y otras cuestiones similares. Cuando lo hago, todo se vuelve borroso. En cambio, miro a Jesús y eso me restaura la claridad. Por ejemplo, la Biblia deja sin respuesta muchas preguntas acerca del problema del dolor, pero en Jesús veo evidencias innegables de que Dios no es el autor de los sufrimientos concretos. Para mí, una de las principales contribuciones de Jesús ha sido la decisiva revelación de Dios como el «Dios de toda consolación». Pensemos en otro ejemplo: ¿Por qué Dios no responde mis oraciones? No lo sé, pero me ayuda el darme cuenta de que el propio Jesús conoció algo de esa misma frustración. En Getsemaní se tiró al suelo, clamando para que hubiera otra forma de hacer las cosas … pero no la había. Oró para que la iglesia manifestara la misma unidad que hay en la divinidad, y esa oración está muy lejos de ser contestada. Oró diciendo: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo», y el periódico de cualquier día basta para ver con claridad que esa oración aún no ha sido respondida. De igual manera me puedo preocupar hasta caer en un estado de indigestión espiritual por preguntas como: «¿De qué sirve orar si Dios ya lo sabe todo?» Jesús silencia ese tipo de preguntas, porque si él veía que hacía falta orar, y algunas veces con tanta urgencia que se pasaba toda la noche haciéndolo, también lo debo hacer yo. Admito que hay muchas doctrinas cristianas tradicionales que me incomodan. ¿Qué me dice del infierno? ¿Va a comprender realmente toda una eternidad de tormentos? ¿Y los que viven y mueren sin oír hablar siquiera de Jesús? Me vuelvo a la respuesta del obispo Ambrosio, mentor de Agustín, al cual le preguntaron en su lecho de muerte si tenía temor de enfrentarse a Dios en el juicio. «Tenemos un buen Amo», contestó sonriente. Al conocer mejor a Jesús, voy aprendiendo a confiarle a Dios mis dudas y mis luchas. Si le parece evasivo, le sugiero que esto en realidad refleja con precisión la centralidad de Jesús en el Nuevo Testamento. Comenzamos con él como punto focal y dejamos que nuestros ojos se vayan moviendo con cuidado hacia los márgenes. Por tanto, como gran ventaja en cuanto al conocimiento de Dios, Jesús ofrece una imagen muy cercana del punto de vista que tiene el propio Dios. Lo que me molesta a mí acerca de este planeta —la injusticia, la pobreza, el racismo, el sexismo, el abuso del poder, la violencia, la enfermedad— también le molestaba a él. Al contemplar a Jesús, comprendo mejor la forma en que Dios se siente con respecto a lo que sucede aquí abajo. Jesús expresa la Esencia de Dios de una forma tal que no es posible interpretarla mal. «Es mejor un poco de fe ganada con esfuerzo … que perecer en la espléndida abundancia de los credos más ricos», escribió Henry Drummond. Para mí, ese núcleo de fe «ganada con esfuerzo» se apoya firmemente en el centro mismo; en Jesús.

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El apóstol Pablo hizo una aplastante proclamación acerca de Jesús en la epístola a los Colosenses: «Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal». Para él, la muerte de Jesús presenta la ventaja imprevista mayor de todas en cuanto a su triunfo. Mi escepticismo se echa atrás al leer lo que acaba de proclamar: Claro, Pablo. Mira a tu alrededor. ¿Se parece este mundo realmente a un mundo en el cual Dios haya triunfado sobre las «potestades»? Entonces recuerdo que Pablo escribió estas palabras mientras se hallaba arrestado en Roma, rehén del mayor poder de sus tiempos. Muy pronto, tal vez bajo el gobierno de Nerón, se uniría a Jesús en la galería de los mártires. Otros pasajes nos dicen que el apóstol apostó la vida sobre la creencia de que aquello que Dios había logrado en la resurrección de su hijo, derrotando al poder decididamente destructor de la muerte, también lo lograría para todo este planeta envuelto en gemidos. Sin embargo, en este pasaje concreto de Colosenses, no dice nada acerca de la resurrección, y mantiene la vista fija en la cruz. ¿A qué triunfo se estará refiriendo? En los últimos años, un filósofo y antropólogo francés llamado René Girard ha estudiado esta misma pregunta; por cierto, la exploró con tanta profundidad que, ante la consternación de sus colegas seculares, se convirtió al cristianismo. Lo que le llamó la atención fue que la historia de Jesús va contra la corriente de todas las historias heroicas de sus tiempos. Los mitos de Babilonia, Grecia y otros lugares celebraban a unos héroes fuertes; no a unas víctimas débiles. En cambio, desde el mismo principio, Jesús se puso del lado de los desvalidos: los pobres, los oprimidos, los enfermos, los «marginados». En realidad, decidió nacer en la pobreza y la deshonra, pasó su infancia como refugiado, formó parte de una raza minoritaria bajo un duro régimen y murió prisionero, injustamente acusado. Jesús admiraba a gente como el soldado romano que se preocupaba por su esclavo moribundo, el recaudador de impuestos que les distribuyó su fortuna a los pobres, un miembro de una raza minoritaria que se detuvo para ayudar a un hombre que había sido atacado por salteadores, un pecador que hizo una simple oración pidiéndole ayuda, una mujer avergonzada que extendió el brazo en su desesperación para tocar su manto y un limosnero que comía las migajas que caían de la mesa de un rico. En cambio, rechazaba a los profesionales de la religión que se negaron a ayudar al herido por temor a quedar inmundos, al clérigo orgulloso que despreciaba a los pecadores, al rico que solo le ofrecía migajas al hambriento, al hijo responsable que no quería saber nada de su hermano pródigo, a los poderosos que vivían a costa de los pobres. Cuando él mismo murió de manera ignominiosa como víctima inocente, esto inició lo que uno de los discípulos de Girard ha llamado «la revolución histórica más arrolladora del mundo; esto es, el surgimiento de la compasión por las víctimas». En ningún lugar más que en la Biblia es posible hallar un relato antiguo sobre una víctima inocente, pero heroica, llevada a su muerte. Para los antiguos, los héroes eran heroicos, y las víctimas eran despreciables. Según Girard, las sociedades han tenido por tradición reforzar su poder a través de la «violencia sagrada». El grupo mayor (digamos los nazis alemanes o los nacionalistas serbios) escoge una minoría como víctima expiatoria y envalentona a la mayoría. El poder judío y el romano probaron esa técnica contra Jesús, y les salió lo contrario de lo que esperaban.* Lo que sucedió fue que la cruz hizo añicos las viejas categorías de víctimas débiles y héroes fuertes, porque la víctima surgió como el héroe. El apóstol Pablo habló de una profunda verdad acerca de la paradójica contribución de Jesús cuando les escribió a los colosenses acerca del tema. Hubo un espectáculo público cuando

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Jesús descubrió como falsos dioses a los mismos principados y potestades de los cuales se enorgullecen tanto los seres humanos. La religión más refinada de sus tiempos acusó a un hombre inocente, y el sistema legal más famoso fue el que llevó a cabo la sentencia. Uno de los personajes sureños de Flannery O’Connor comentaba: «Jesús lo desequilibró todo». El evangelio centrado en esa cruz inauguró una asombrosa inversión de valores que terminó afectando al mundo entero. Hoy en día, la víctima es la que ocupa el alto nivel de la moralidad: son testigos de ello los recientes Premios Nóbel de la Paz, otorgados a un clérigo negro de Suráfrica, un líder de unión polaco, un sobreviviente del holocausto, una campesina guatemalteca, un obispo de la perseguida zona del este de Timor. Que el mundo honre a los marginados y a los privados de derechos, dice Girard como conclusión, es resultado directo de la cruz de Jesucristo. Las mujeres, los pobres, las minorías, los incapacitados, los defensores de los derechos humanos y ambientales; todos ellos sacan su fuerza moral del poder del evangelio desatado en la cruz, cuando Dios se puso del lado de la víctima. En una gran ironía, el movimiento «políticamente correcto» que defiende estos derechos se sitúa muchas veces en una posición de enemistad con respecto al cristianismo, cuando en realidad, el evangelio es el que ha construido los mismos cimientos que hacen posibles estos movimientos. La expresión de Dios en Jesús tomó al mundo de sorpresa, y dos milenios más tarde las reverberaciones no se han detenido. En una cultura que glorifica el éxito y cada vez está más sorda ante el sufrimiento, necesitamos que se nos recuerde constantemente que en el centro de la fe cristiana cuelga un Cristo sufriente y sin éxito, que muere en medio de la vergüenza. Roberta Bondi, profesora de historia de la iglesia, relata una anécdota muy personal sobre cómo la compasión de Jesús por los privados de derechos deshizo su resistencia contra Dios y la ayudó a corregir una imagen distorsionada. Durante largo tiempo había luchado con la frase «Dios Padre», mayormente porque su padre humano había sido para ella un personaje duro y distante. No toleraba imperfecciones ni debilidades, no permitía desobediencia alguna por parte de sus hijos o de su esposa, y no se le podía interrogar ni tratar de que explicara el porqué de nada. Tenía una clara imagen del lugar que le corresponde a la mujer: dulce y complaciente, callada y sumisa. Por mucho que lo intentara, Roberta nunca logró ser complaciente ni callada, y así pasó por toda su niñez llevando la pesada carga de haberle fallado a su padre. Él abandonó a la familia antes que ella cumpliera los doce años, y después de aquello solo lo veía una vez al año. La ira se extendió por todo su interior como una infección, y cada vez que oía que alguien decía «Dios Padre» se encendía de nuevo. Su carrera de erudición la llevó a Oxford, donde irónicamente, estudió a los «padres de la iglesia primitiva». En los escritos de los monjes cristianos del desierto egipcio descubrió una imagen distinta de un Padre celestial: un Dios bondadoso que ama en especial a aquellos que desprecia el mundo, y que comprende nuestras debilidades, tentaciones y sufrimientos. Trató de usar la palabra «Padre» en sus oraciones, con un éxito limitado, hasta que un día se encontró con la larga conversación final de Jesús con sus discípulos antes de su arresto y su muerte. En esa escena, mientras Jesús habla de irse al Padre, los discípulos lo contemplan sin comprenderlo hasta que por fin Felipe habla: «Señor … muéstranos el Padre y con eso nos basta». Jesús le responde: «¿Tanto tiempo llevo ya entre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo puedes decirme: “Muéstranos el Padre”?» «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Estas palabras sorprendieron a Bondi, historiadora de la iglesia y teóloga, como un asombroso concepto nuevo. Si Jesús manifiesta un

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interés especial en los pobres, las viudas y los rechazados por la sociedad, entonces el Padre también. Si Jesús tiene amigas a las que valora, también el Padre. Bondi había proyectado equivocadamente hacia Dios su propia imagen resquebrajada de la paternidad. Entonces comprendió que era todo lo contrario; que el ideal de Dios debería ofrecer un fuerte correctivo para aquellos padres humanos que no estén a la altura de su paternidad. A través del lente de Jesús —Dios hecho visible— ella vio a Dios de una forma nueva. Cuando leyó los Evangelios con los ojos abiertos, los relatos fueron tomando un colorido totalmente nuevo. Por ejemplo, en el relato de Lázaro en Juan 11, observó la relación entre Jesús y las dos hermanas. El mismo Jesús que tiene acceso al poder del Padre para resucitar a Lázaro de entre los muertos, también se deshace en compasión, llorando junto con sus amigas María y Marta. Más aún, permite que las dos hermanas lo regañen por haber llegado tarde. Aún adolorida por su propia niñez, notó como contraste que las dos hermanas no parecían sentirse intimidadas por Jesús en absoluto. No aceptaron sumisas lo que había sucedido como voluntad de Dios, sino que le hicieron ver a Jesús su dolor y su enojo. Poco a poco, Roberta Bondi fue adquiriendo una imagen del aspecto que podría tener la relación con Dios. Había estado dando por sentado que cuando Jesús nos dijo que le llamáramos «Padre» a Dios, había querido decir que, como hijos suyos, nos debíamos relacionar con ese Padre como los niños muy pequeños se relacionan con esa clase de padre benevolente, pero dominante, que prefiere los niños pequeños a los adolescentes, porque los pequeños son dulces y los adolescentes son complicados … No me podía permitir el lujo de relacionarme con un Dios Padre que me exigiera vivir como una niña indefensa. Para su encanto, descubrió que Dios prefiere mucho más una relación con adultos maduros, como la que tuvo Jesús con sus discípulos. «Ya no los llamo siervos … los he llamado amigos», les anunció Jesús a sus discípulos con una evidente sensación de alivio, disfrutando de las ventajas de la Encarnación. Hay una sencilla realidad que manifiesta la «desventaja» de la Encarnación: pocos de los que conocían a Jesús reconocieron en Dios su origen. El excelente resumen de Pablo en Filipenses lo dice bien: «Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos». Durante todo el tiempo que estuvo en la tierra, Jesús se despojó de sus privilegios como Dios, y así se arriesgó a que no lo reconocieran. La gente espera de su Dios el poder, no la ausencia del mismo; la fortaleza, no la debilidad; la grandeza, no la pequeñez. Para poder evaluar el cambio, recuerde una de las numerosas veces en las cuales Dios habló de forma audible en el Antiguo Testamento. Después de treinta y ocho capítulos de teorías por parte de Job y de sus amigos, Dios rugió desde una tormenta, tirándolos a todos por tierra con sus primeras palabras. Aunque echó a un lado las preguntas que había suscitado Job con tanta pasión, el hecho mismo de que cruzara el abismo entre los dos mundos, adentrándose en el mundo material lo suficiente para hacer temblar los tímpanos de los seres humanos, bastó para silenciar a Job. Por eso se arrepintió en polvo y ceniza. Si lo comparamos, veremos que los evangelios solo recogen tres ocasiones en las cuales Dios habló de forma audible. En dos de ellas (el bautismo de Jesús y la Transfiguración), dijo prácticamente lo mismo: «Éste es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él. ¡Escúchenlo!» En la última ocasión, cuando habló para beneficio de los griegos que estaban dudando (Juan 12), algunos de ellos oyeron truenos, más que palabras. La voz de Dios no tiró por tierra a nadie

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durante el tiempo que Jesús estuvo en esta tierra. Durante los traumáticos juicios ante Herodes y Pilato, el propio Jesús se mantuvo callado la mayor parte del tiempo, y Dios Padre no dijo una sola palabra. Jesús no organizó exhibiciones de relámpagos, ni una nube de humo lo rodeaba cuando le hablaba a la multitud. Al superar las desventajas que tenían las revelaciones de Dios en el Antiguo Testamento, Jesús perdió sus ventajas. No se parecía en nada a Dios; tenía el aspecto de … bueno, un ser humano. ¿No es acaso el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María?, decían en son de burla. «Señor … muéstranos el Padre y con eso nos basta», fue la súplica de Felipe. Sin embargo, cuando Jesús le contestó señalándose a sí mismo, estuvo claro que no bastaba: aquella misma noche Felipe y todos los demás lo abandonaron. Tal vez haya un poco de Felipe en cada uno de nosotros; un anhelo de ver a Dios aunque sea una sola vez en la innegable versión del humo y el fuego, para aclarar las dudas de una vez por todas. Lo que Dios nos ofrece como respuesta no nos satisface. El mundo no puede cruzar el inmenso abismo que hay entre lo que nosotros esperamos de Dios y lo que él nos ofreció en Jesús. Otras religiones respetan a Jesús como un maestro sabio y líder admirable, pero no como Dios. Los seguidores de la Nueva Era buscan algo más místico, que los satisfaga más personalmente. La mejor expresión de la Esencia de Dios provoca en nuestros días tanto rechazo como el que provocaba en los suyos. Dios se agota a través del infinito grosor del tiempo y del espacio con el fin de alcanzar y cautivar al alma. Si ella permite que se le arranque un consentimiento puro y total (aunque sea tan breve como un relámpago), entonces Dios conquista a esa alma … El alma, a partir del extremo opuesto, recorre el mismo camino que Dios recorrió para llegar hasta ella. Y ese camino es la cruz.

SIMONE WEIL

* He aquí cómo expresa Agustín esta paradoja: El autor del hombre fue hecho hombre de manera que él, el que manda sobre las estrellas, se pudiera alimentar de los pechos de su madre; que el Pan tuviera hambre; que la Fuente tuviera sed, que la Luz durmiera, que el Camino se cansara de caminar; que la Verdad fuera acusada de falso testimonio; que el Maestro fuera golpeado con látigos, que el Fundamento fuera colgado de un madero; que la Fortaleza se debilitara; que el Sanador fuera herido, y que la Vida pudiera morir. * Solo para mostrar el cambio en cuanto a lo que se destaca: el Antiguo Testamento llama Padre a Dios once veces, mientras que el Nuevo lo hace ciento setenta veces. * El sumo sacerdote Caifás expresó a la perfección esta fórmula de la víctima expiatoria cuando dijo acerca de Jesús: «Conviene más que muera un solo hombre por el pueblo, y no que perezca toda la nación».

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CAPÍTULODOCE

EL INTERMEDIARIO

La verdad nos golpea desde atrás, y en la oscuridad. HENRY DAVID THOREAU

El escritor italiano Umberto Eco (El nombre de la rosa, El péndulo de Foucauld) escribió un fascinante relato sobre una travesía por América, el cual tituló Viajes por la Hiperrealidad, y en el que hizo observaciones sobre nuestra manera totalmente material de ver la vida. Hasta la mitología estadounidense toma una forma palpable, según él observó: Santa Claus entronizado en todos los centros comerciales durante la época de Navidad y los inmensos personajes animados que andan caminando por Disneylandia todo el tiempo. Los griegos de la antigüedad celebraban a sus héroes en poesías épicas recitadas alrededor de una fogata; los estadounidenses modernos les dan la mano a sus héroes vestidos con disfraces. La televisión religiosa le intrigó a Eco. «Si ve los programas religiosos del domingo por la mañana en la televisión, llegará a comprender que a Dios solo se le puede experimentar como naturaleza, carne, energía e imagen palpable. Y, como ningún predicador se atreve a presentárnoslo bajo la forma de un monigote con barba, o como un autómata de Disneylandia, solo se le puede encontrar bajo la forma de las fuerzas naturales, el gozo, la sanidad, la juventud, la salud y las mejoras económicas». Eco llega a la conclusión de que los estadounidenses perciben a su Dios de una forma casi palpable. ¿Dónde se encuentra el mystérium tremendum, pregunta, el Dios santo, misterioso e inefable? Me pregunto qué habría pensado Eco de una escena que vi en las Filipinas, en una iglesia donde se encuentra una estatua de Jesús en ébano. Los peregrinos, algunos de los cuales caminan de rodillas durante kilómetros para acercarse a la estatua, hacen fila para tocarle los dedos de los pies. Se los solían besar, pero el desgastamiento al que estaba sometida la imagen hizo que la iglesia la cubriera de plexiglás, con solo los dedos de los pies sin cubrir. Para consternación de los peregrinos filipinos, que suelen ser de baja estatura, las autoridades también elevaron la imagen, de manera que los fieles tienen que dar un gran salto para tocar los dedos sagrados. Ahora se forman largas filas de personas de hasta cierto punto baja estatura que después saltan como los jugadores de baloncesto para alcanzar los dedos de la imagen, los cuales de nuevo están mostrando señales de desgastamiento. Una vez al año, la iglesia permite que el Nazareno Negro salga en procesión pública, y la mayoría de los años hay alguien que muere aplastado en medio del frenesí. Según Eco, los humanos buscamos señales claras de la presencia de Dios, como si aún estuviéramos suspirando por la zarza ardiente o la voz audible. Como seres materiales que somos, le damos menos valor al espíritu como si fuera menos real, y queremos que Dios aparezca en el ámbito de la materia, donde nosotros vivimos. Jesús respondió durante un tiempo a estos deseos, suceso que celebramos en el arte sagrado, pero el hecho simple y llano es que regresó al ámbito de lo invisible.

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«Dios es espíritu», insistía Jesús, algo que creía todo judío fiel. Ahora bien, ¿cómo nos podemos imaginar a un Espíritu, o visualizar a Dios sin pensar en ninguna forma visible? Además, ¿cómo se puede relacionar un espíritu con nuestro mundo de materia? ¿Puede «ver» un espíritu sin tener una retina con células que reciban y enfoquen las ondas luminosas, u «oír» sin un tímpano que recoja las vibraciones de las moléculas? ¿Podremos nosotros determinar jamás si hay un Dios-espíritu que se relaciona en su actuación con la vida en este planeta? A fin de cuentas, ¿cómo creer en un Dios que no podemos ver? Lamentablemente, en el Antiguo Testamento los israelitas no estuvieron a la altura de un reto así; a pesara de tantas evidencias acerca de Dios, se volvían una y otra vez a unos ídolos que ellos podían tocar y ver. Algunos cristianos, como los que encontró Umberto Eco en los Estados Unidos, quieren reproducir esos tiempos en los cuales Dios se hacía más evidente. Consideran al Espíritu como una versión preferida del Dios de los israelitas en el desierto. Les habla directamente, les proporciona alimento y ropa, les garantiza salud, los guía con toda claridad. En otras palabras, el Espíritu cambia las reglas de la vida, de manera que nunca necesitamos experimentar nada que cause desánimo. Sé que son demasiados los cristianos enfermos y necesitados que creen esto. Veo al Espíritu no tanto dedicado a tocar nuestra vida cotidiana con una varita mágica como trayendo el reconocimiento (la palabra de Dorothy Sayers) de la presencia de Dios a lugares que tal vez nosotros hayamos pasado por alto. El Espíritu puede traer ese sobresalto de reconocimiento a las cosas más comunes y corrientes: a la sonrisa de un bebé, a la nieve que cae sobre un lago congelado, a un campo de espliego en el rocío de la mañana, a un rito de adoración que inesperadamente se vuelve algo más que un rito. De repente vemos esos placeres momentáneos como dones de un Dios que es digno de alabanza. Buscar al Espíritu es como andar a la caza de los lentes, teniéndolos puestos. Esto es lo que dice John V. Taylor: «Nunca podemos estar directamente conscientes del Espíritu, puesto que en toda experiencia de reunión y reconocimiento, él es siempre el intermediario que crea esa conciencia». El Espíritu es aquello con lo que percibimos, no lo que percibimos en sí; el que nos abre los ojos a las realidades espirituales subyacentes. El reconocimiento de los demás por el Espíritu puede muy bien desafiar lo convencional, porque tiene muy poco que ver con la forma del cuerpo, los ingresos anuales y los atavíos del poder. En lugar de esto, es posible que nos lleve a los mismos grupos de gente a los cuales les ministró Jesús —extranjeros, viudas, prisioneros, gente sin techo, hambrientos, enfermos— para que poco a poco lleguemos a considerar a «uno de estos pequeños» como los considera Dios. Un estudiante de un colegio universitario me habló de la forma en que él se imagina al Espíritu Santo. «Supe por vez primera que existía el Espíritu por las lecciones que me daban de niño con un franelograma. En ellas lo representaban como un ser humano en miniatura, una clase de homúnculo, que vive muy dentro de nuestro cuerpo. Aún llevo conmigo esa imagen. El Espíritu vive en algún lugar de mi interior, tal vez en mi cerebro o en mi corazón. Como un conserje atrapado dentro de un edificio, me llama la atención golpeando la tubería de mi conciencia o de mi subconsciente. Si no le hago caso, se reduce. Si lo atiendo, crece hasta llenarme todo». Las menciones del Espíritu Santo crean mucha confusión. Si una persona o un grupo afirma: «La Biblia dice», uno lo puede buscar por sí mismo. En cambio, si afirman: «El Espíritu me dijo», ¿dónde puede mirar? Ahí es donde está el problema: por definición, el Espíritu es invisible. Jesús le trazó un paralelo a Nicodemo: «El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu». ¿Cómo podemos detectar una presencia que no tiene forma alguna identificable?

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Sin embargo, nadie que quiera conocer a Dios puede pasar por alto al Espíritu, quien hizo su dramática aparición en la tierra en un momento clave. Cuando Jesús se despidió de sus seguidores, les pidió primero que hicieran algo de gran importancia: Esperen, les dijo. Regresen a Jerusalén y esperen allí al Espíritu Santo.* ¿Qué ha sucedido desde que la desaparición de Jesús desafía a la fe y, con toda sinceridad, aleja a muchas personas de Dios? En Jesús, Dios se había unido deliberadamente a un mundo infectado por la maldad y había caído, víctima de esa misma maldad. Con el Espíritu, un Dios santo arriesgó su reputación con las propias personas infectadas por la maldad al extender la Encarnación para que abarque a todos los seguidores de Jesús. El Dios que tomó forma de carne humana para que nosotros pudiéramos experimentarlo en nuestro mundo material aún sigue tomando forma de carne humana: la nuestra. Podemos leer la triste y accidentada historia de la iglesia. Por decirlo con delicadeza, lo cierto es que los seres humanos mortales no encarnan la expresión de Dios tan bien como Jesús. En realidad, tenemos más posibilidades de apartar a la gente de Dios que de atraerla hacia él. «Les conviene que yo me vaya», les dijo Jesús a sus vacilantes discípulos al prometerles el Consolador. ¿En qué sentido? ¿Qué «ventaja» hay en esta revelación definitiva de Dios? Ciertamente, si alguien anhela una «relación personal con Dios», el Espíritu toma la palabra personal a un nuevo nivel, ninguna otra religión hace una proclamación tan extrema: que el Dios del universo exista, no solo como un poder externo al que debamos obedecer, sino como alguien que vive dentro de nosotros, transformándonos de adentro hacia afuera y abriendo un canal de correspondencia directa con él. Tomás Merton lo explica así: «Puesto que nuestra alma es una sustancia espiritual, y Dios es Espíritu puro, no hay nada que impida una unión entre nosotros y él que sea extática, en el sentido literal de la palabra». Nuestras relaciones con otras personas, como ya he dicho, siempre contienen un cierto grado de incertidumbre y de duda. Los vecinos de alguien culpable de múltiples asesinatos expresan muchas veces su sorpresa cuando ven llevarse esposado al criminal: «Era un hombre tan agradable …» Todos mantenemos escondida una parte de nosotros mismos, el ser interior, y solo le mostramos al mundo un yo externo. En el Espíritu, Dios supera esa barrera. Él vive ahora dentro de nosotros, en nuestro ser interior, y busca la forma de producir la armonía entre esas dos formas del yo, para que no estemos divididos, sino que tengamos una identidad unificada. Recibimos «dones del Espíritu» de uno que, por vivir dentro de nosotros, sabe con precisión cómo se puede usar la combinación exclusiva de personalidad, crianza y capacidades naturales de cada persona para el servicio de Dios. Jürgen Moltmannn señala que «el Espíritu de vida» solo se encuentra como el Espíritu de esta vida y aquella otra en particular, tan concreto y variado como la gente en la cual habita. El Espíritu resalta y da forma, pero nunca aplasta nuestra personalidad y nuestros talentos individuales. Según un relato, la reina Victoria tenía una impresión muy distinta de sus dos primeros ministros más famosos. Cuando estaba con William Gladstone, decía: «Siento que estoy con uno de los líderes más importantes del mundo». En cambio, de Benjamín Disraeli expresaba: «Me hace sentir como si yo fuera una de las personas más importantes del mundo». Al leer esa descripción, pensé en la diferencia entre las reacciones ante Jehová en el Antiguo Testamento y ante el Espíritu que habita en nosotros: el primero causa temor reverencial, mientras que el segundo proporciona vida. Mi amigo Ken, cristiano consagrado que lucha con su fe, me dijo: «Francamente, veo más evidencias a favor del Espíritu que de los otros dos miembros de la Trinidad. El hambre de Dios que siento es señal de la presencia del Espíritu dentro de mí. Mis espasmódicas luchas con

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la lujuria, mi convicción de orgullo, la fuerte sensación que tengo cuando necesito pedir perdón y en el momento en el que debo perdonar … todas estas señales de Dios son tan impresionantes para mí como una zarza ardiente. Me hacen saber que Dios sigue obrando en mi interior». Tengo la sospecha de que las pequeñas victorias como las que describe Ken le agradan a Dios tanto, y tal vez más, que cualquiera de los milagros de los tiempos bíblicos. También conozco a mucha gente «común y corriente» que visita las prisiones, cuida de los moribundos, construye casas para Habitat for Humanity, adopta bebés rechazados y recibe familias de refugiados. Y estas cosas las hacen movidos por el Espíritu de Dios. «¿Está usted lleno del Espíritu?» Si le hiciera al apóstol Pablo una pregunta así, lo más probable es que le respondiera mencionando las cualidades que produce el Espíritu: amor, gozo, paz, bondad, etc. ¿Tiene usted esas cualidades? ¿Expresa el amor de Dios por los demás? Cada una de las cartas de Pablo termina con un llamado a practicar actos de amor y de servicio: orar, compartir con los necesitados, consolar a los enfermos, ser hospitalario, ser humilde. No nos atrevamos a devaluar la obra «común y corriente» —en realidad, la más extraordinaria de todas— que realiza Dios al hacerse un hogar en nuestra vida. Estas son las señales de la vida llena del Espíritu, unas señales del invisible hecho manifiesto en nuestro mundo visible.* No se puede mantener al Espíritu como si fuera un animalito doméstico, viviendo en un pequeño compartimiento de nuestro interior para sacarlo cuando queramos. La presencia viva de Dios en nuestro interior debe impregnar todo cuando veamos y hagamos. Adaptándonos a la analogía del estudiante del colegio universitario, el Espíritu no es un hombrecito que se pasa el tiempo golpeando las tuberías para que nosotros le hagamos caso, sino más bien una parte interior de todo el edificio. El Espíritu no actúa tanto sobre nosotros como con nosotros, como parte de nosotros; como el Dios del proceso, no el Dios de los vacíos. Jesús se unió a la raza humana por un tiempo para podernos servir ahora como nuestro compasivo defensor. En un tierno pasaje, Pablo muestra que el Espíritu añade una contribución más a nuestras luchas en esta tierra. Romanos 8 resume totalmente la situación del ser humano; más aún, la de todo el planeta: «Sabemos que toda la creación todavía gime a una, como si tuviera dolores de parto». Y añade que también nosotros, los humanos, «gemimos interiormente». El planeta y todos sus habitantes están emitiendo una continua corriente de señales de auxilio de baja frecuencia. A Pablo le gustaba hacer buenos juegos de palabra, y las dos primeras apariciones del verbo «gemir» preparan el escenario para presentar su conclusión culminante: «En nuestra debilidad el Espíritu acude a ayudarnos. No sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras». Conozco bien la sensación de impotencia que se tiene cuando no se sabe qué decir al orar; cómo orar por una persona que se encuentra en un matrimonio sin futuro que solo presenta atrofiamiento, no desarrollo; o por alguien que fue víctima de maltratos sexuales en su niñez y ahora de adulto se le hace imposible disfrutar de la vida sexual; o por un padre o un hijo al que se le ha diagnosticado un cáncer mortal; o por una cristiana de Paquistán, presa por su fe; o por un consejo municipal o un tribunal que no comparte mis creencias más básicas. ¿Qué puedo pedir? ¿Cómo puedo orar? El Espíritu nos da la buena noticia de que no tenemos que estar planificando con exactitud nuestra manera de orar. Solo necesitamos gemir. Cuando leo las palabras de Pablo, hay una imagen que me viene a la mente, y es la de una madre que se sintoniza con el mundo de los llantos sin palabras de su bebé. Conozco madres que pueden distinguir el llanto para pedir comida del llanto para pedir atención, o un llanto producto de un dolor de oídos de otro debido a

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un dolor de estómago. Para mí, suenan idénticos, pero la madre percibe de manera instintiva el significado del gemido sin palabras de su hijo. La imposibilidad que tiene el niño de articular palabras, el hecho mismo de que esté indefenso, es lo que le da a su compasión tanta intensidad. El Espíritu de Dios tiene recursos de sensibilidad que van incluso más allá de los que tiene la más sabia de las madres, y es evidente que Dios también se deleita en nuestro desvalimiento, porque nuestra debilidad le da una oportunidad a su fortaleza. Enlazando esto con los gemidos de Romanos 8, Pablo nos está hablando de un Espíritu que vive dentro de nosotros, que detecta unas necesidades que nosotros no podemos expresar y las pone en un lenguaje que no podemos comprender. Cuando no sabemos cómo orar, el Espíritu llena los espacios en blanco. La palabra griega que se le aplica al Espíritu Santo es Paracleto o parákletos, y significa «el que se encuentra de pie junto a uno», como el abogado defensor, imagen que les debe haber dado un fuerte consuelo a los primeros cristianos en medio de sus persecuciones. Los que nos enfrentamos a diferentes pruebas —cáncer en la familia, una adicción que no desaparece, un adolescente descarriado, un fracaso en el trabajo— también necesitamos la presencia interna de un Espíritu que interceda por nosotros «con gemidos que no pueden expresarse con palabras», o como una traducción lo expresa, «con suspiros demasiado profundos para contener palabras». La misma palabra griega describía a una especie de animador convocado cuando un ejército se preparaba para una batalla decisiva. Para las tropas intimidadas y llenas de miedo, el parákletos significaba una voz tranquilizadora que levantaba la moral. Nosotros tenemos acceso a esa clase de voz interior, la voz del propio Dios. La Biblia presenta, por decirlo así, una «trinidad de gemidos», un progreso en la intimidad en cuanto a la participación de Dios con su creación. El Antiguo Testamento nos habla de un Dios que está en lo alto, un Padre que atiende a nuestras diminutas necesidades humanas. Los evangelios hablan de otro paso más adelante, el Dios que está junto a nosotros, que se hizo uno de nosotros, tomando oídos, cuerdas vocales y células sensoriales. Y las epístolas nos hablan del Dios de dentro, un Espíritu invisible que les da expresión a las necesidades que no podemos poner en palabras. Romanos 8, el capítulo de los «gemidos», termina con la osada promesa de que un día no habrá necesidad alguna de gemir. Uno de mis colegas escritores estuvo a punto de abandonar su fe después de una horrible serie de problemas de salud y emocionales. Durante su hora más oscura, según dice, Dios se mantuvo en silencio. La oración no lo favorecía en nada. Al final, cuando terminó saliendo del valle de sombras, me dijo: «¿Sabe lo que impidió que lo echara todo a rodar, que apostatara? Solo esto: Eso habría significado que tendría que ir a tres o cuatro personas a las cuales respeto más que a nadie en el mundo para decirles: “Usted ha sido engañado”. No podía llegar al punto de negar la realidad del Espíritu de Dios en sus vidas». Un amigo mutuo, que lo estaba escuchando, tenía otra opinión. «¡Precisamente por eso me siento tentado de apostatar! Francamente, no veo la realidad del Espíritu de Dios en la vida de la gente. Quiero evidencias directas de Dios». La «desventaja» de conocer a Dios por medio del Espíritu Santo es que, cuando Dios le entregó su misión a la iglesia, se la entregó de verdad. Como consecuencia, muchas personas que lo rechazan a él, no lo están rechazando a él en realidad, sino a una caricatura suya que le presenta la iglesia. Sí, la iglesia ha ido al frente en cuestiones de justicia, alfabetización, medicina, estudios y derechos civiles. Sin embargo, para nuestra eterna vergüenza, el mundo que nos observa juzga a Dios por una iglesia en cuya historia también se incluyen las cruzadas, la inquisición, el antisemitismo, la opresión de la mujer y el apoyo al comercio de esclavos.

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Muchas veces quisiera que pudiéramos echar a un lado la historia de la iglesia, lavar por completo las numerosas capas de sedimento y encontrar por vez primera las palabras de los Evangelios. No serían todos los que aceptarían a Jesús —no fue así ni siquiera en sus propios días— pero al menos la gente no lo rechazaría por una razón indebida. Sin embargo, lo que estoy deseando no solo es imposible, sino que no es bíblico tampoco. Tengo que recordarme a mí mismo las palabras de Jesús de que nos convenía que él se fuera. Los fallos posteriores de la iglesia son a un tiempo una señal de que Dios ha estado dispuesto a condescender, y también un elogio al revés para los seres humanos: Dios nos ha encomendado su misión. Me parece mucho más fácil aceptar que Dios habitara en Jesús de Nazaret que en las personas que asisten a mi iglesia local y en mí. Sin embargo, el Nuevo Testamento insiste en que este esquema de cosas cumple el plan que Dios tenía desde el principio: no una serie continua de intervenciones espectaculares, sino una delegación gradual de su misión a unos seres humanos llenos de defectos. Todo el tiempo, Jesús tuvo planes de morir para que nosotros, su iglesia, pudiéramos tomar su lugar. Lo que él les trajo a unos pocos —sanidad, gracia, esperanza, la buena noticia del amor de Dios— sus seguidores se lo podrían llevar a todos. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere», explicó, «se queda solo. Pero si muere, produce mucho fruto». Eugene Peeterson ha escrito acerca de sus esfuerzos como pastor, tratando de llevar adelante una congregación que a él le parecía inmadura y llena de murmuradores, que reducía la Biblia a trivialidades y se sentía frustrada cuando Dios no resolvía todos sus problemas. El contraste entre la congregación real y los ideales para la iglesia establecidos en el Nuevo Testamento lo molestaba grandemente, hasta que un día observó un importante detalle en el Apocalipsis. Los primeros capítulos describen a unas iglesias inmaduras como «candeleros» suyos. «Son lugares, posiciones desde las cuales se muestra la luz de Cristo», observa Peterson. «En ellas mismas, no son la luz. Las iglesias no tienen nada de atractivas, pero por otra parte, tampoco hay nada particularmente vergonzoso acerca de ellas. Solo que están presentes». En una elegante analogía, John V. Taylor compara la Encarnación con una escena del Enrique V de Shakespeare. En la víspera de la batalla contra un enemigo arrollador, el rey Enrique se pone un disfraz y se mueve de incógnito entre los soldados comunes en el campo. Oye a uno jurar que el rey va a tener que pagar en el día del juicio, cuando todos los cuerpos rotos y deshechos a hachazos se levanten y lo acusen de haber comprado la victoria con sus vidas. Enrique conoce muy bien la carga que tiene sobre los hombros; una carga que ahora le está transfiriendo a su ejército. Con todo, sigue creyendo que aquello va a valer la pena y, al romper la mañana, exhorta a sus limitadas fuerzas a creerlo junto con él. De esa forma les inspira su propia esperanza; su fe en el valor de aquella empresa. Dios conoce más íntimamente que nadie el precio que sus criaturas han estado pagando por su gigantesca aventura de hacer este universo de accidentes, libertad y dolor el único ambiente en el cual el amor podría surgir un día para recibir su gozoso amor, deleitarse en él y responderle. Él sigue creyendo que el resultado final va a sobrepasar con mucho la inmensidad del desperdicio y la agonía, de la cual no es la menor parte la agonía por su aparente indiferencia e inacción. Por eso, sabiendo que nosotros no podemos comprender, no podemos perdonar lo que él está haciendo, ha venido hasta nosotros como otro ser más que también sufre, para restaurar la amistad y recuperar la confianza. El rey Enrique no podía pelear solo la batalla. Lo que pudo hacer fue unirse a sus soldados, moverse entre ellos, inspirarlos y abrir la carga. Pero el resultado final de Agincourt, una de las mayores victorias militares de todos los tiempos, dependió de los esfuerzos de sus

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soldados comunes de infantería. El hecho de que Dios se retirara tras la piel humana, de que condescendiera en vivir dentro de unos soldados comunes de infantería, garantiza que en ocasiones, todos vamos a dudar, y muchos van a rechazarlo por completo. Este plan también garantiza que el Reino va a avanzar a un paso lento y aburrido que Dios, mostrando un notable dominio propio, no elimina. A la iglesia le tomaron dieciocho siglos unirse contra la esclavitud, y aun entonces, muchos se resistieron. La pobreza sigue abundando, también la guerra y la discriminación, y en algunos lugares la iglesia hace poco por ayudar. Etty Hillesum escribió esto en un diario encontrado después de su muerte en un campo de concentración nazi: Hay una cosa que cada vez estoy viendo con mayor claridad: que tú no nos puedes ayudar, así que nosotros te tenemos que ayudar a ti a ayudarnos. Y eso es todo lo que podemos hacer en estos días, y en realidad, lo que realmente importa: que salvaguardemos ese pequeño pedazo tuyo, Dios, que hay en nosotros. Y tal vez también en los demás … Tú no nos puedes ayudar a nosotros, pero nosotros sí debemos ayudarte a ti y defender el lugar donde habitas en nuestro interior hasta el fin. Algunas veces va a parecer que Dios no nos puede ayudar, o al menos que no lo hace. Va a parecer que él nos ha soltado aquí abajo, solos en medio de los poderes de maldad. En realidad, todos queremos a alguien divino que nos resuelva los problemas. Es posible que los cristianos sintamos la misma impaciencia ante la obra lenta y nada espectacular del Espíritu Santo que los judíos sintieron ante Jesús el Mesías, que no les proporcionó la clase de rescate triunfal que ellos querían. Las preguntas que le hacemos a Dios, muchas veces él nos las devuelve. Le suplicamos que «descienda» y solo de mala gana reconocemos que él ya está aquí, dentro de nosotros, y que lo que hace en la tierra se parece mucho a lo que hace la iglesia. En resumen, la principal «desventaja» de que conozcamos a Dios como Espíritu es la historia de la iglesia, y con ella la biografía espiritual suya y la mía. Christo solo era uno, y solo murió y vivió una vez; en cambio, el Espíritu Santo hace de cada cristiano otro Cristo, un «después de Cristo», y vive un millón de vidas en cada era …

GERARD MANLEY HOPKINS

* El Espíritu había estado activo todo el tiempo, por supuesto. Se cernía sobre la faz de las aguas en la creación, e inspiró a los mensajeros de Dios a lo largo de la historia de todo el Antiguo Testamento. Hay trescientos setenta y ocho pasajes de la Biblia hebrea que lo mencionan. Henri Nouwen hace la observación de que el descuido del Espíritu se nota en el hecho de que para mucha gente, Pentecostés es una fecha carente de importancia. Los calendarios marcan la Navidad y la Pascua de Resurrección, pero «Pentecostés se halla espectacularmente ausente». Sin embargo, fue Pentecostés, y no el día de Resurrección, el suceso que transformó a los discípulos, convirtiéndolos en exuberantes mensajeros de las Buenas Nuevas. * J. I. Packer regaña a la iglesia con estas palabras: «Con una perversidad tan patética como empobrecedora, nos hemos dedicado hoy a preocuparnos por los ministerios extraordinarios, esporádicos y no universales del Espíritu, descuidando los ordinarios y generales. Así, mostramos mucho más interés en los dones de sanidades y de lenguas —dones en los cuales, tal como señaló Pablo, no todos los cristianos han sido destinados a participar de todas maneras— que en la obra ordinaria del Espíritu, que es dar

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paz, gozo, esperanza y amor, por medio del derramamiento en nuestro corazón del conocimiento del amor de Dios».

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CUARTA PARTE

La unión

Una relación de desiguales

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CAPÍTULOTRECE

LLA TRANSFORMACIÓN

Ahora, con la ayuda de Dios, me convertiré en mí mismo. SØREN KIERKEGAARD

Durante mis años de secundaria, intenté destruir mi identidad para después reconstruirla. En primer lugar, detestaba ser del sur de los Estados Unidos. Los programas de televisión como «The Beverly Hilbillies» y «HeeHaw» me avergonzaban, y me encogía cada vez que oía al presidente Lyndon Johnson abrir la boca y decir con acento sureño: «Mah fella Amuricuns …» Puesto que el resto de la nación en los años sesenta parecía considerar a los sureños como atrasados, ignorantes y racistas, quería disociarme de mi región natal. Una vocal tras otra, fui esforzándome por cambiar mi acento, y lo logré tan bien que desde entonces la gente ha reaccionado sorprendida cuando sabe que crecí en pleno sur de la nación. Comencé una campaña de lectura de grandes obras con el fin de destruir las limitaciones del provincialismo. Deseché todos los modales de «Sí, señora; no, señor» que se conformaban a las tradiciones sureñas. Me fui enfrentando con mis temores uno a uno y traté de vencerlos. Luché por dominar mis emociones para que ellas me sirvieran a mí, en lugar de servirlas yo a ellas. Hasta le di una nueva forma a mi letra manuscrita, adiestrándome para formar todas y cada una de las letras de una forma nueva y más elegante que antes. Poco a poco, aquella transformación funcionó, dándome una personalidad en la que me he sentido cómodo durante décadas. Me hice menos vulnerable y con la mente más abierta y flexible, rasgos que no habían sido cultivados durante mi crianza, pero que son útiles en mi profesión de periodista. Los fantasmas de la niñez se desvanecieron. Creí haber escapado a mi pasado. Los problemas se presentaron años más tarde, cuando comencé a darme cuenta de los límites que tiene una personalidad construida por uno mismo. En la mayoría de los aspectos que realmente le interesan a Dios, había fracasado de manera lamentable. Era egoísta, no tenía gozo ni amor y me faltaba compasión. Con la notable excepción del dominio propio, me faltaban los nueve frutos del Espíritu mencionados en Gálatas 5. Según pude ver, estas cualidades no las podemos construir, sino tenemos que cultivarlas basándonos en la presencia de Dios que habita en nosotros. Estoy de acuerdo con J. Heinrich Arnold en que el discipulado cristiano «no es algo que nosotros podamos hacer, sino es una cuestión de abrirle campo a Dios para que pueda vivir en nosotros». Desde entonces he tomado la práctica de ir orando por toda la lista de Gálatas: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. ¿Doy amor, tengo gozo y paz, me muestro paciente? Todo el tiempo estoy dando golpes contra un techo de vidrio, porque aunque soy bueno cuando se trata de las dudas y de una evaluación sincera de mí mismo, veo una frustrante falta de progreso en cualidades como el gozo y el amor. Y justamente cuando creo que me estoy haciendo más paciente y manso, me cortan la comunicación después de estar

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esperando en el teléfono durante veinte minutos y comienzo a dar puñetazos en el escritorio. Así he llegado a estar humildemente consciente de que el progreso que se produzca en esos aspectos vendrá como consecuencia de la obra que Dios realice. Por último, llegué a ver que todo mi proyecto de reconstruir mi personalidad había estado mal guiado. Dios no quería trabajar con una personalidad totalmente distinta, porque era a mí al que había escogido. Vi esto con mayor claridad durante una meditación dirigida en un retiro espiritual. El director me pidió que me centrara en el relato de la resurrección de Lázaro, en Juan 11. «Póngase en el lugar de Lázaro mientras lee», me dijo. «Está vivo de nuevo, pero está envuelto en vendas. Necesita que lo ayuden a librarse de ellas. Quiero que identifique esas vendas en las que está envuelto, y que impiden que sea la persona totalmente viva que Dios quiere que sea». Hice una larga lista. En ella había cosas como una culpa permanente que echa a perder todas mis experiencias agradables; una reserva personal que impide que exprese o experimente gozo; viejas heridas de las cuales no tengo la fe de que Dios me vaya a sanar; el «síndrome de observador» de los escritores, que me mantiene distanciado de la vida; una obstinada fijación en mi identidad de renegado; un esquema de acercamiento y evasión que practico tanto con Dios como con otras personas. Quisiera poderle informar que Dios me quitó todas esas vendas durante aquella semana de retiro. No; la curación espiritual no suele llegar con tanta rapidez ni con tanta facilidad. Todo lo que pude hacer fue captar un destello del aspecto que tendría esa curación; un adelanto de lo que sería una identidad reconstruida por Dios, no por mí mismo: un cambio que liberaría a mi verdadero yo en lugar de rechazarlo. Mark van Doren, quien fuera profesor de literatura de Tomás Merton, visitó a su antiguo estudiante en un monasterio de Kentucky después de trece años de separación. Ni van Doren ni otros amigos de Merton podían comprender aún la transformación de aquel hombre, de alguien que se la pasaba en fiestas continuamente en Nueva York en un monje que apreciaba la soledad y el silencio. Van Doren comentó: Por supuesto que se veía un poco mayor, pero cuando nos sentamos a hablar, no pude ver ninguna diferencia importante en él, y en una ocasión lo interrumpí mientras recordaba algo, riéndome y diciéndole: «Pero Tom, si no has cambiado nada». «¿Por qué habría de cambiar?», me dijo. «Aquí nuestro deber es hacernos cada vez más nosotros mismos, no menos». Era una profunda observación y me alegré de que me hubiera corregido así. Pienso que Dios tiene una meta similar para todos nosotros; que nos volvemos más nosotros mismos al darnos cuenta del «yo» que Dios quería originalmente que fuéramos. El rabino Zusya llegó a esta conclusión: «En el mundo futuro no se me va a preguntar: “¿Por qué no fuiste Moisés?”, sino: “¿Por qué no fuiste Zusya?”» De una forma callada e insistente, el Espíritu me empuja a no ser ni Moisés ni Zusya, sino Philip Yancey, una personalidad con defectos en la cual Dios mismo ha decidido morar. Con sus recursos infinitos, Dios puede ayudar a todos los seres humanos de la tierra en este proceso individual. Todo comienza con la confianza de que Dios tiene lo mejor para mí, la seguridad de que él va a liberar mi propio yo, en lugar de atarlo. «Nadie ha odiado jamás a su propio cuerpo; al contrario, lo alimenta y lo cuida, así como Cristo hace con la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo», les escribió Pablo a los efesios, añadiendo: «Esto es un misterio profundo», como si a él también le costara creer la profundidad de la intimidad de Dios con su pueblo. Pienso en todo lo que hago a favor de mi cuerpo: tomo vitaminas, corro y hago ejercicio, me corto el cabello y las uñas, tanto de las manos

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como de los pies, duermo, visito al médico y al dentista, como, me vendo los rasguños y me echo loción cuando tengo la piel seca, mantengo agradable la temperatura de mi habitación … No hay momento alguno en el cual no esté consciente de mi cuerpo; ahora mismo, mientras escribo, siento la presión en la yema de los dedos. Esa es la clase de relación íntima que tiene Dios con su pueblo en la tierra, porque él ha escogido como suyos nuestros cuerpos. «¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! … Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios», exclama el apóstol Juan en su primera epístola. Todo lo que nos rodea nos susurra lo contrario: no somos dignos, hemos fallado, no estamos a la altura. Como si conociera ya estas objeciones, Juan añade: «Pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él». Hay una parte de nosotros ahora que se mantiene escondida y sin desarrollar, como un órgano de cuya función aún no estamos seguros. Sin embargo, la obra del Espíritu le sigue dando forma de manera invisible e incesante a nuestro verdadero yo. No podemos construir una personalidad que le agrade a Dios, pero él sí puede, y eso es exactamente lo que ha prometido hacer. Dios dice con toda claridad que nos acepta —más aún, se agrada de nosotros— como personas que llevan cada una de ellas su imagen. No siempre sentimos ese amor divino, por supuesto. Las dudas sobre nosotros mismos y la desesperación se pueden infiltrar, como había sucedido entre aquellos a quienes se estaba dirigiendo el apóstol Juan. Aunque algunas veces «nuestro corazón nos condene, Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo». Cuando J. B. Phillips estaba traduciendo el Nuevo Testamento al idioma inglés y llegó a este pasaje de 1 Juan, pareció saltarle a la vista. Esto es lo que explica: «Como muchos otros, soy un tanto perfeccionista, y si no nos vigilamos en esta obsesión por lo perfecto, nos podemos volver arrogantemente críticos con respecto a otras personas, y en cierto sentido, desesperadamente críticos de nosotros mismos». Phillips sufría de depresión clínica, y cuando su humor se volvía sombrío, se revolcaba en la condenación y no sentía misericordia alguna. Aun después, se aferraba a las palabras de este versículo. «Es casi como si Juan estuviera diciendo: “Si Dios nos ama, ¿quiénes somos nosotros para considerarnos tan altos y poderosos que nos neguemos a amarnos a nosotros mismos?”» Para mí también la aceptación del amor de Dios comprende un continuo acallar las voces que me susurran cosas distintas. No eres digno. Volviste a fallar. No es posible que Dios te ame. Puesto que mi conciencia se formó bajo los principios de unos sermones que describían a un Dios del Antiguo Testamento con una autoridad estricta y dedicado a castigar, apenas puedo captar la realidad de que él haya condescendido a vivir dentro de mí, y ahora me ame de adentro hacia afuera. Le tengo que pedir al Dios que es «más grande que nuestro corazón» que detenga ese inclemente ciclo de condenación y me recuerde la verdad que tal vez sea la más difícil de captar: que él me desea y me ama. ¿Por qué me ama Dios? La Biblia responde esa profunda pregunta con una palabra incomparable: gracia. Dios ama por ser quien él es, no por nada que yo haya hecho para merecerlo. Dios no puede hacer menos que amar, porque es el amor el que define su naturaleza. Entre los numerosos sermones que he oído en mi vida, son pocos los que recuerdo. Una de estas excepciones es el único sermón que le oí predicar a Ian Pitt-Watson, profesor del Seminario Fuller. Su sermón solo tenía un punto, y no tres, lo cual podría explicar por qué aún lo recuerdo: «Hay algunas cosas que se aman porque son dignas; hay otras que son dignas porque son amadas». Pitt-Watson comenzó con ejemplos de cosas que nos agradan por su valor intrínseco: las bellas supermodelos, los atletas bien dotados, los científicos brillantes, las obras de arte de valor

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incalculable. Después mencionó un objeto que carecía de valor intrínseco y sin embargo, era muy querido. Habló de la muñeca de trapo de su hija Rosemary: sucia, vieja y gastada, pero la más valiosa de todas sus posesiones. Como Linus con su manta, Rosemary no podía enfrentar la vida sin su muñeca de trapo. Cuando los Pitt-Watson se trasladaron desde Escocia hasta los Estados Unidos, cada miembro de la familia escogió con gran cuidado las posesiones que iba a traer. Rosemary solo escogió una cosa: su muñeca de trapo. Cuando se le extravió en el aeropuerto se angustió tanto, que la familia pensó seriamente en posponer su vuelo. Al hallarla al fin, aquella muñeca tuvo poderes mágicos para calmar a la pequeña. En sí misma valía muy poco, pero ante los ojos de ella valía mucho. Pritt-Watson hizo después la aplicación bíblica. Gracias a Dios, su amor no se basa en nuestro valor intrínseco. Nos viene por gracia; es un don de incalculable valor, pero gratuito, que hace valioso al objeto menos digno de amor. Hay cosas que amamos porque son dignas y cosas que son dignas porque las amamos. Teológicamente, nosotros caemos dentro de la segunda categoría. En palabras de San Agustín: «Al amar lo que no merecía amor, me hiciste a mí digno de amor». Cuando amo a alguien, me deleito en esa persona. Cuando nos visitan nuestros amigos en Colorado, vamos a buscar las comidas que sabemos que les gustan, limpiamos la casa y ponemos flores frescas en el cuarto de huéspedes, y trazamos un itinerario para que se sientan lo mejor posible. No puedo impedir ponerme a mirar por la ventana cuando se acerca el momento de su llegada, como si mirando lograra que llegaran antes. Dios siente hacia cada uno de nosotros un deleite semejante. Hacia el final de su vida, Henri Nouwen dijo que la oración se había convertido para él mayormente en un tiempo para «escuchar la bendición». «El verdadero trabajo en la oración», dijo, «consiste en callarse para escuchar la voz que me dice cosas buenas». Admitió que aquello parecería autocomplacencia, pero no lo era si significaba el verse como el amado, la persona en la cual Dios había tomado la decisión de morar. Mientras más escuchaba esa voz, menos probable era que juzgara su valor por la forma en que reaccionaban los demás ante él o por los logros que realizara. Oraba para pedirle a Dios que su presencia interior se expresara en su vida diaria mientras él comía y bebía, hablaba y amaba, jugaba y trabajaba. Buscaba la libertad radical de una identidad anclada en un lugar situado «más allá de toda alabanza o acusación humana». También he descubierto que orar significa mucho más que decirle a Dios lo que quiero que él haga. Primordialmente, significa ponerme en una posición en la cual Dios puede «renovarme la mente»; donde puedo absorber mi nueva identidad como amado suyo, que él insiste en que es mía por haber creído. En una atrevida analogía, Kathleen Norris va contra el punto de vista que normalmente le atribuimos a Dios: En la primavera pasada, una mañana observé a una pareja joven con un bebé en la puerta de salida de un aeropuerto. El bebé miraba fijamente a las demás personas, y tan pronto como reconocía un rostro humano, cualquiera que fuera, joven o anciano, bonito o feo, aburrido, feliz o preocupado, reaccionaba con total deleite. Era hermoso verlo. Nuestra monótona puerta de salida se había convertido en puerta del cielo. Y mientras observaba al bebé jugar con cuanto adulto se lo permitía, me sentí tan llena de temor reverencial como Jacob, porque me di cuenta de que así es como Dios nos mira a nosotros, fijando sus ojos en nuestro rostro con el fin de deleitarse, de ver a las criaturas que él hizo y llamó buenas junto con el resto de la creación. Y, como lo expresa el Salmo 139, las tinieblas no son nada para Dios, que puede mirar a través de cuanto mal hayamos ocasionado en nuestra vida

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para ver la criatura hecha a su imagen. Sospecho que solo Dios, y los bebés que reciben amor, son capaces de ver de esta forma. Raras veces me levanto por las mañanas sintiéndome lleno de fe. Me suelo sentir un poco como un pez tropical que solía tener en un acuario de agua salada. Todos los peces pequeños tienen su forma de protegerse de noche: algunos se esconden en conchas, otros tienen agudas espinas, otros se entierran en la gravilla del fondo. Este pez excretaba un saco venenoso alrededor de su cuerpo, y después dormía en paz, libre de los ataques de sus vecinos. Sin embargo, cada mañana se despertaba en medio de una nube lechosa de veneno. Con frecuencia, mi fe, que parecía tan firme el día anterior, desaparece en medio de la noche, y me despierto en medio de una nube de dudas ponzoñosas. «¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?», les pregunta Pablo a los corintios, que estaban presentando pocas señales de tener ese conocimiento. Me espanta la frecuencia con la cual me tengo que recordar esto a mí mismo. Si es Dios mismo quien vive dentro de mí, ¿acaso no me debería despertar con ese conocimiento, y vivir constantemente consciente de él todo el día? Pues no; no es así. Pablo dice en otro texto que Dios «nos selló como propiedad suya y puso su Espíritu en nuestro corazón, como garantía de sus promesas». Después de un trasplante de corazón, los médicos tienen que usar drogas contra el rechazo para detener al sistema inmune; de lo contrario, el cuerpo va a rechazar al órgano recién trasplantado. He llegado a ver un parecido entre estas sustancias y el Espíritu Santo, cuyo poder vive dentro de mí para impedir que rechace la nueva identidad que Dios acaba de implantar en mí. Mi sistema inmune espiritual necesita que se le recuerde todos los días que la presencia de Dios debe estar en mi interior y que no se trata de un objeto extraño. Por eso me recuerdo a mí mismo lo que sé en lo más profundo de mi ser: que mi valor procede de Dios, quien ha derramado en abundancia sobre mí su amor y su gracia. Sin embargo, al relacionarme con un Dios invisible sin un esfuerzo decidido por hacerlo, los pensamientos sobre él se me van de la mente. Las llamadas telefónicas, las distracciones, las fugaces imágenes de la televisión o de una pantalla de la Internet echan a un lado mi conciencia de Dios. ¿Cómo puedo impedir que se me olvide? ¿Cómo cultivar la creencia de que Dios mismo vive dentro de mí, aun a pesar de que se me suela olvidar esa presencia? Mientras vivía en África, John V. Taylor observó la forma en que los africanos experimentan la sensación de una presencia personal. Según él dice, en el occidente conversamos con nuestros amigos, pero tenemos parte de nuestra mente puesta en otra cosa, y los amigos pronto se dan cuenta. En cambio en África, él estaba trabajando y un amigo entraba a la habitación, le daba un corto saludo y se acuclillaba. Después de unas pocas palabras de respuesta, el misionero seguía con sus trabajos, mientras su visitante se limitaba a estar allí sentado. Pasaba cerca de media hora, y entonces el visitante se levantaba, le decía: «Ya te vi» y seguía adelante. No quería información alguna; ni siquiera quería conversar. Le parecía suficiente con compartir su presencia. Taylor observa que la atención es la clave para retener esta sensación de presencia: Todo buen maestro sabe lo inútil que es ponerse a golpear el escritorio y gritar: ¡Atiendan, por favor! La verdadera atención es una rendición voluntaria al objeto de la atención. El niño que está absorto se siente totalmente relajado, también la mente adulta debe dejar de luchar y estar receptiva y expectante antes de que pueda comprender de una manera creativa. Una y otra vez, este es el estado mental en el cual se abren paso las verdades nuevas. No lo creamos ni lo pensamos, sino que tenemos la sensación de estar esperando la revelación de

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algo que ya se halla presente. Estar atento significa estar presente … Estar «en el Espíritu» es estar vívidamente consciente de todo lo que contiene el momento, tanto las espinas de la zarza como la presencia de Dios. Los monjes tienen una práctica a la que llaman en latín statio, lo cual significa sencillamente dejar una cosa antes de comenzar otra. En lugar de saltar apresuradamente de una tarea a otra, hacen una pausa de un momento para reconocer el tiempo entre ambas cosas. Antes de hacer una llamada telefónica, deténgase a pensar en la conversación, y en la persona que va a responder. Después de leer algo en un libro, haga una pausa y piense en lo que ha aprendido y en la forma en que lo ha conmovido. Después de ver un programa de televisión, deténgase a preguntarse si ha hecho alguna contribución a su vida. Antes de leer la Biblia, dedique un momento a pedir un espíritu de atención. Hágalo con la suficiente frecuencia, y verá que incluso los actos mecánicos se vuelven conscientes, hechos con atención. He descubierto que si me tomo un momento para orar por la persona que va a recibir mi carta o mi llamada telefónica antes de hacerlas, la tarea se me hace menos pesada, y se convierte más en una oportunidad para recibir o expresar la gracia de Dios. Si no me esfuerzo conscientemente por atender, inevitablemente me voy a permitir la caída en una conformidad con el mundo que me rodea; un mundo que honra mayormente los logros y la competencia. Como correctivo de esto, el apóstol Pablo recomienda un proceso de purificación mental; un tiempo de statio. «Los que viven conforme al Espíritu fijan la mente en los deseos del Espíritu», les aconseja a los romanos. En Filipenses lo explica con más detalle: «Consideren bien todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio». Para absorber una identidad nueva hace falta un acto de la voluntad. Quítense su viejo yo y pónganse el nuevo, aconseja Pablo en otro pasaje, como si nosotros nos «revistiéramos la mente» de la misma forma que escogemos a diario la ropa en nuestro vestuario. «¿Qué queremos sacar de nuestra meditación?», preguntaba Dietrich Bonhoeffer. «Queremos levantarnos de nuestra meditación en un estado distinto al que teníamos cuando nos sentamos». El mundo visible se abre paso en mí por la fuerza, sin que yo lo invite; en cambio, tengo que cultivar conscientemente el invisible. Me gustaría que el proceso fuera espontáneo y natural, pero nunca lo ha sido. En realidad, he hallado que un proceso así, como todo lo que vale la pena, exige disciplina. «Si dejo de practicar un día, yo mismo lo noto. Si son dos días, lo notan los críticos, y si son tres días, lo nota el público», decía el pianista Arthur Rubinstein. De manera similar, la vida cristiana comprende actos diarios de la voluntad; una reorientación deliberada hacia una nueva identidad personal que en cierto sentido no es natural. La comunión con Dios comprende también unos momentos más sosegados de meditación. El padre del violonchelista Yo-Yo Ma se pasó la Segunda Guerra Mundial en París, donde vivió solo en una buhardilla durante toda la ocupación alemana. Con el fin de restaurar la salud mental a su mundo, practicaba piezas de violín compuestas por Bach de día y de noche, y durante las horas en que era obligatorio apagar las luces, las tocaba solo en medio de la oscuridad. Su hijo Yo-Yo siguió su consejo de tocar una suite de Back de memoria cada noche antes de irse a acostar. Yo-Yo Ma dice ahora: «Eso no es practicar; es contemplar. Uno está a solas con su alma». He comprobado que la espiritualidad incluye un poco de ambas cosas: la práctica deliberada de Rubinstein y la tranquila meditación de Yo-Yo Ma. Me pregunto al final del día: ¿Hice hoy algo que le agradó a Dios? Puesto que él anhela deleitarse en mí, ¿le di la oportunidad

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de hacerlo? Cualesquiera que sean las respuestas a esas preguntas, me sosiego en el amor de Dios y le pido que me envuelva en su gracia y su perdón. Trato de acallar el clamor de mi propio yo y crear un espacio para que entre la calma de Dios. Estoy convencido de que lo que más le importa a Dios en la oración es que sienta anhelo por conocerle. Roberta Bondi habla de Dorotheos, un monje del siglo VI que era superior de una comunidad turbulenta. Nuestros irritables hermanos están obstaculizando el que amemos debidamente a Dios, se quejaban algunos de los monjes. Están ustedes equivocados, les informó Dorotheos. Imagínense el mundo como un gran círculo en cuyo centro está Dios, y las vidas humanas se encuentran afuera, en la circunferencia. «Imagínense ahora que hay radios que conectan desde el círculo exterior a todas las vidas humanas con Dios, que se halla en el centro. ¿No notan que no hay forma de acercarse a Dios sin acercarse a los demás, y que no hay forma de acercarse a los demás sin acercarse a Dios?» A medida que mi identidad va cambiando desde dentro, mis ojos se van levantando para ver a otros que están necesitados del amor y la misericordia de Dios. Cuando Pablo aconseja en Romanos: «No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente», presenta a continuación la primera mención completa que hace de la analogía del cuerpo de Cristo, y después da una serie de órdenes tajantes como: «Ayuden a los hermanos necesitados», o «en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos». En otras cartas les indica a sus lectores que alimenten a los hambrientos; que sean hospitalarios con los ministros itinerantes; que ayuden con amor a los no creyentes que los rodean. «El camino a la santidad», dice Dag Hammarskjöld, «pasa necesariamente a través del mundo de la acción». Muchas veces he recordado la historia de un hombre que se me acercó al terminar yo de hablar y me dijo de manera más bien tempestuosa: «Usted escribió un libro titulado ¿Dónde está Dios cuando se sufre?, ¿no es así?» Cuando le dije que sí, continuó hablando: «Bueno, no tengo tiempo para leer su libro. ¿Me puede decir su contenido en una o dos frases?» (A los escritores nos encantan este tipo de peticiones, después de habernos pasado muchos meses escribiendo un libro). Medité un poco y le contesté: «Muy bien, me imagino que tendría que responder con otra pregunta: “¿Dónde está la iglesia cuando sufrimos?”» Entonces le expliqué que la iglesia es la presencia de Dios en la tierra; es su Cuerpo. Y si la iglesia cumple con su deber, si se presenta en la escena del desastre, visita al enfermo, tiene personal en las clínicas de enfermos del SIDA, aconseja a las víctimas de violaciones, alimenta a los hambrientos, les da techo a los que no lo tienen, no creo que el mundo hiciera la otra pregunta con la misma sensación de urgencia. Sabría dónde está Dios cuando sufrimos: en los cuerpos de los suyos, ministrándole a un mundo caído. Por cierto, nuestra conciencia de la presencia de Dios suele venir como producto secundario de la presencia de otras personas. Durante varios años caminé junto a un amigo en medio de unos tiempos muy tenebrosos. Estaba luchando con una profunda depresión, y esas luchas terminaron en un divorcio y en la pérdida de su profesión. Durante un tiempo se internó él mismo en una clínica y sobrevivió por lo menos a tres intentos de suicidio. Me reunía y oraba con él, y pasaba largas horas hablándole por teléfono. La mayoría de las veces me sentía impotente e inútil. Las respuestas que le sugería no hacían efecto alguno, y después de un tiempo decidí que lo que necesitaba no era mi consejo, sino mi amor. Me limité a ponerme a su disposición tanto como me fuera posible. Finalmente, mi amigo experimentó una sanidad que lo trajo de vuelta a su sano juicio. Entonces me dijo: «Para mí, tú eras Dios. No tenía contacto alguno con Dios Padre; parecía estar

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ausente, retirado. Pero seguí creyendo en Dios gracias a ti». Quise rechazar aquello, refutarlo, porque sé quien soy y lo lejos que estoy de ser Dios. Sin embargo, mientras lo escuchaba, me di cuenta del profundo significado que tiene la frase de Pablo «el cuerpo de Cristo». Por la razón que fuera, Dios nos había escogido a mí y a unos cuantos más como «vasijas de barro» por medio de las cuales había derramado su propia presencia. Por eso no hicimos este viaje solos, sino unidos el uno al otro. Estas cosas solo son indios y conjeturas; indicios seguidos de conjeturas,    y lo demás es oración, observancia, disciplina,    pensamiento y acción.

T. S. ELIOT

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CAPÍTULOCATORCE

FUERA DE CONTROL

Toda experiencia religiosa tiene sus raíces en la experiencia de un enamoramiento incondicional y sin restricciones.

BERNARD LONERGAN

Como parte de una semana de diversidad musical, el Centro Cultural de Chicago invitó a un coro local de música evangélica que representaba al Centro Bíblico de Cristo. Su concierto del mediodía, al cual asistí, atrajo mayormente a una bien vestida multitud de negociantes y compradores de la elegante Avenida Michigan. «¿Podrán creer cómo obra Dios?», dijo con voz ronca el director del coro mientras contemplaba la elegante cúpula de Tiffany que tiene la sala de conciertos. «¿Quién habría creído que al Espíritu Santo lo invitarían alguna vez a este viejo edificio de una biblioteca pública?» La mayoría del público sonrió con benevolencia, aplaudió y después se acomodó para disfrutar de una emocionante hora de vigorosas voces y cuerpos que se balanceaban. Recibimos más de lo que estábamos esperando. Aquellos animados cantantes tuvieron al público totalmente bajo su poder hasta que de repente, cuando llevaban unos veinte minutos de concierto, uno de los miembros del coro entró en un éxtasis. Saltando desde la última fila, comenzó a saltar hacia atrás con un pie por todo el escenario mientras gritaba «¡Aleluya, aleluya!» y hablaba en lenguas. El coro siguió cantando, como si ese tipo de cosas pasara todo el tiempo. Sin embargo, el público estaba visiblemente cada vez más inquieto. Dos damas de pelo blanco con estola de piel recogieron su bolsa de compras y salieron molestas. Las personas vestidas con ropa de oficina miraban su reloj y se movían incómodas en el asiento. Se desató de repente una epidemia de tos. Cuando unos cuantos de los miembros «cayeron en el Espíritu» y se fueron al suelo, el coro perdió por completo a su público. Casi parecía que el director del coro quería disculparse al final cuando se volvió hacia los pocos fieles que permanecían en sus asientos y les dijo: «Bueno, ya saben cómo es esto; no se puede amarrar al Espíritu». La víspera de su vigésimo octavo cumpleaños, Martin Luther King Jr. subió al púlpito de una iglesia en Montgomery, estado de Alabama. Le habían incendiado su casa y estaba durmiendo poco, ansioso por las amenazas de muerte recientes contra su familia. El futuro de la campaña de derechos civiles en Montgomery parecía sombrío. King comenzó a orar en voz alta en el púlpito, y por vez primera en su vida pública se sacudió en medio de un éxtasis espiritual. «Señor, espero que nadie tenga que morir como consecuencia de nuestra lucha por la libertad en Montgomery», dijo en su oración. «Ciertamente, no tengo ganas de morir, pero si tiene que morir alguien, que ese alguien sea yo». Aunque su boca siguió abierta, no salieron más palabras de ella. Se desmayó, y otros ministros saltaron a la plataforma para llevarlo hasta su asiento. El Espíritu Santo había descendido sobre el joven erudito de la Universidad de Boston. ¡Amén, aleluya! ¡Gracias, Jesús!

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Incluso después, el propio King se sentía avergonzado por este episodio. Cuando un espíritu invisible y un ser humano se conectan entre sí, pueden suceder cosas extrañas. Esta posibilidad aterra a unos, avergüenza a otros y cautiva a otros. Mientras dirigía la serie Mine Eyes Have Seen the Glory [Mis ojos han visto la gloria] sobre el tema de la religión para la televisión pública, Randall Balmer captó en película algunas manifestaciones espectaculares de la actividad del Espíritu, mayormente en iglesias del sur, sobre todo en iglesias de afroamericanos. Más tarde me diría que se tuvo que preguntar por qué impedimos que se presenten éxtasis espirituales por televisión, un medio que presenta primeros planos de éxtasis físicos cada noche. Como periodista, tengo la tendencia a distanciarme, a observar mis alrededores como si fuera una persona invisible que no entra en la escena, sino que se desliza en ella y vuelve a salir, tomando notas todo el tiempo. Ese estilo podría ayudar a alguien que esté haciendo un reportaje sobre la política en Washington, o informando sobre una guerra o un suceso deportivo, pero decididamente, no ayuda a alguien que esté tratando de comprender la realidad espiritual. «Al pie del faro hay oscuridad», dice un proverbio alemán. Si me siento en una reunión de estilo carismático, me pongo a mirar a mi alrededor. La música, formada por la repetición de unas cuantas frases cantadas al compás de una tonada mediocre, me incomoda a mí, pero parece ejercer fascinación sobre otros. Con las manos levantadas en el aire y las palmas hacia arriba, y con los ojos cerrados, sus cuerpos se mecen. Parecen transportados a un plano emocional que yo no puedo alcanzar, conectados con algo que me deja a mí detrás. Cautelosamente, me acerco después a estos adoradores. «¿Qué fue lo que sucedió allí exactamente?», les pregunto. «Quiero comprenderlo. ¿Me lo puede explicar con detalle?» En respuesta a mis preguntas lo que recibo son miradas en blanco, frases entrecortadas, miradas de irritación, lástima o condescendencia. Así aprendo que este tipo de periodismo es tan intruso como la cámara de televisión que toma un primer plano de la mujer que acaba de perder a su hija en el incendio de su casa. Por esta razón, no tengo deseo alguno de reducir la espiritualidad a las partes que la constituyen. Basta con que se trate de iluminar con un rayo de luz la actividad del Espíritu, y él desaparece. Como es mi deber decirlo todo, también debo confesar que he tenido poca experiencia personal de las manifestaciones más dramáticas de la presencia de Dios.* Me he sentado en reuniones de oración en las cuales todos los que me rodeaban consideraban esto como un deplorable defecto, y le pedían al Espíritu Santo que descendiera y me llenara. Mayormente, lo que sentía era una intensa incomodidad. También he visto cómo un par de celosos estudiantes trataban de exorcizar demonios para sacarlos de mi hermano en un cuarto para prácticas de piano. Sin embargo, estos encuentros han sido escasos. Actualmente, cuando oigo hablar de iglesias donde hacen sonidos de animales y estallan con ataques de risa, recuerdo lo incómodo que me sentí en el Centro Cultural de Chicago y en aquel cuarto de prácticas frecuentado por demonios. Nunca he hablado en lenguas, ni una sola vez me he visto arrebatado en una manifestación pública de éxtasis espiritual, como le pasó a Martin Luther King. Tal vez esto tenga que ver con penosas experiencias del pasado, con mi temor de perder el dominio de mí mismo, con una insuficiencia espiritual, o con una aplastante veta de racionalidad. No lo sé. Sin embargo, lo que sí sé es que los escritores del Nuevo Testamento hablan constantemente del «Espíritu de Cristo», y por cierto usan las frases «en el Espíritu» y «en Cristo» de maneras casi equivalentes. Por tanto, cuando quiero visualizar al Espíritu de Dios —lo cual es una

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redundancia— acudo a Jesús, en el cual lo invisible toma rostro. Él fue quien les dijo a sus discípulos en la Última Cena: Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho. Él me glorificará porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes. Gracias a la vida de Jesús en la tierra tenemos una representación real y gráfica del aspecto que debe tener un ser humano conectado con Dios. Los «frutos del Espíritu» son en realidad las cualidades que Jesús manifestó aquí en la tierra, y él prometió «permanecer» o hacer su morada en nosotros, para fomentar esas mismas cualidades. Si me pregunto cómo, o con qué estilo obra en mí el Espíritu de Dios, tampoco necesito ir más allá de Jesús en busca de respuesta. Leí el estudio hecho por un psiquiatra con veinticinco occidentales, trece de ellos misioneros, a los cuales los comunistas chinos apresaron para lavarles el cerebro a principios del régimen del presidente Mao. Los carceleros comunistas se dieron a la tarea de sacarles todos los pensamientos erróneos que habían implantado en ellos los imperialistas y capitalistas. Para hacerlo, tenían que usar técnicas coercitivas que en realidad eran torturas. Así, obligaban a estos occidentales a permanecer de pie con las manos atadas por detrás de la espalda y los pies encadenados, durante días e incluso semanas sin dormir, mientras sus compañeros de celda los bombardeaban con «pensamientos correctos». Una respuesta incorrecta provocaba una paliza. Hicieron falta tres años para quebrantar a los prisioneros de voluntad más fuerte, pero al final todos ellos admitieron su culpa y firmaron una confesión. La mayoría ayudaron a lavarles el cerebro a otros prisioneros nuevos. Cuando los deportaron de vuelta al occidente, los veinticinco exprisioneros al principio se sintieron confundidos, incluso paranoicos, inseguros sobre qué debían creer. Sin embargo, todos menos unos pocos renunciaron pronto a la propaganda que les habían obligado a creer quienes los habían apresado. Jesús nunca le lavó el cerebro a nadie. Al contrario, describió el precio que tiene seguirle de la forma más realista que nos podemos imaginar («Toma tu cruz y sígueme»). Nunca se le impuso a otra persona, sino que siempre dejó lugar para la decisión, e incluso el rechazo. Siguiendo ese mismo estilo, todos los cambios que Dios obre en una persona se van a producir, no de manera forzada y desde el exterior, sino porque hay un Espíritu que obra desde el interior, llamando a una vida nueva y transformando desde adentro. Las palabras usadas para describir al Espíritu de Dios —Consolador, Ayudador, Consejero— implican que el cambio puede comprender un proceso interno lento, con muchas paradas y salidas. Después de tener en cuenta las diversas palabras usadas para hablar del Espíritu Santo, tanto en griego como en los idiomas modernos, James Houston las resume en una sencilla palabra: «amigo». El que es mi amigo de verdad siempre busca lo mejor para mí. Algunas veces, como hacen los buenos amigos, el Espíritu debe usar un amor severo para recordarme lo que hace falta que cambie. Como Dios me conoce interiormente, él me puede traer a la mente las deficiencias que yo preferiría pasar por alto. En cambio, cuando me siento vacío, incomprendido y solitario, el Espíritu me ofrece consuelo, calmando mi ansiedad y mis temores. Sobre todo, me recuerda el amor de Dios, y su presencia misma es prueba del hecho de que he sido bondadosamente adoptado por él como hijo. El autor Larry Crabb dice que los cristianos muchas veces nos comunicamos entre nosotros con una de estas dos soluciones: «Haz lo que debes» o «Arregla lo que anda mal». En cambio, el Nuevo Testamento nos presenta una forma mejor: «Libera lo bueno». Eso que es bueno es el Espíritu Santo, que ya vive en nosotros, con todos los recursos de Dios a su

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disposición. Cuando pienso en el temor y la incomodidad que siento al mencionar al Espíritu Santo, me tengo que reír ante la ironía de que sea el Consolador el que me asuste. Algunas veces anhelo secretamente lo espectacular —éxtasis, respuestas milagrosas a la oración, resurrecciones, sanidades— cuando el Espíritu Santo me ofrece mayormente un progreso continuo y lento hacia el fin que Dios ha querido todo el tiempo: la reconstrucción gradual de mi ser caído. Al hacer su entrada el nuevo milenio, mientras estaba terminando mi labor en este libro, fui a un retiro espiritual. El director me dijo que él celebra estos retiros varias veces al año, y ni una sola vez ha dejado un solo participante de oír hablar a Dios durante esos cuatro días. Nos mantendríamos en silencio, leyendo solo lo que se nos asignara, y dedicaríamos al menos cuatro horas al día a la oración. Llegué allí con un gran escepticismo. Al fin y al cabo, me había pasado meses escribiendo un libro que trata sobre la duda y el silencio de Dios. Esperaba todo un día de inquietud y aburrimiento, y tal vez un segundo día de resistencia, antes de terminar oyendo algo que se pareciera a la voz de Dios, cualquiera que fuera la forma que tomara. Sin embargo, decidí seguir el programa y hacer mi mayor esfuerzo por escuchar con atención. Para mi gran sorpresa, Dios comenzó a hablar de inmediato. En la primer tarde, sentado al aire libre sobre una roca cubierta de musgo, en medio de un encinar, comencé a escribir en un diario lo que Dios podría decirme si dictara un «plan de acción» espiritual para el resto de mi vida. Mientras más escuchaba, más larga se hacía la lista. He aquí solo unas muestras: • Pon en tela de juicio tus dudas tanto como tu fe. Por mi personalidad, o tal vez como reacción ante un pasado fundamentalista, suelo estar lleno de dudas y experimentar la fe en destellos esporádicos. ¿No habrá llegado la hora de que invierta este esquema de cosas? • No intentes solo este peregrinaje. Busca compañeros que te vean como peregrino, incluso como extraño, y no como guía. Al igual que muchos protestantes, me es fácil asumir la postura de una persona que está sola con Dios, posición que cada vez veo más como contraria a las Escrituras. Tenemos poca orientación sobre la forma de vivir solos como seguidores, porque Dios nunca quiso que las cosas fueran así. • Permite que el bien —la belleza natural, tu salud, las palabras de aliento— te penetre tan hondo como el mal. ¿Por qué me hacen falta unas diecisiete cartas de aliento de los lectores para superar el impacto que me causa una sola carta crítica y cáustica? Si me despertara todas las mañanas y me durmiera todas las noches bañado en sentimientos de gratitud, y no de dudas sobre mí mismo, con seguridad que las horas intermedias tomarían una forma distinta. • Por tu propio bien, simplifica. Elimina todo lo que te distraiga de Dios. Entre otras cosas, eso significa eliminar correspondencia de una manera implacable, concederles a los catálogos, las propagandas y los avisos de los clubes de libros solo el tiempo que toma tirarlos a la basura. Si alguna vez me atrevo, me parece que allí debería terminar también mi televisor. • Encuentra algo que te permita sentir que Dios se complace en ti. El corredor Eric Liddell le dijo a su hermana: «Dios me hizo rápido. Y cuando corro, siento que a él le agrada». ¿Qué me hace sentir que estoy complaciendo a Dios? Me debo identificar con ese algo, y entonces, correr. • No te avergüences. «No me avergüenzo del evangelio», les dijo Pablo a los romanos. ¿Por qué hablo con generalidades cuando un extraño me pregunta qué hago para ganarme la vida y después trato de explicar la clase de libros que escribo? ¿Por qué menciono las escuelas seculares en las que estudié antes de hablar de las cristianas? • Recuerda a esos cristianos que tanto te irritan; a ellos también los escogió Dios. Por

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alguna razón desconocida, se me hace mucho más fácil manifestarles gracia y aceptación a los incrédulos inmorales que a los cristianos arrogantes y criticones. Por supuesto, esto a su vez me convierte a mí en una clase distinta de cristiano arrogante y criticón. • Perdona a diario a los que causaron las heridas que impiden que seas sano. Cada vez me doy más cuenta de que nuestras heridas son las mismas cosas que Dios usa en su servicio. Al considerar culpables a los que las causaron, impido el acto de redención que les puede dar valor y sentido a las heridas, y también que puede terminar sanándolas. Tal vez usted me pregunte: «¿Cómo habla Dios exactamente?» Nunca oí una voz audible, ni tuve una visión. Admito que estas ideas no me vinieron del espacio exterior, sino que habían estado en mi interior todo el tiempo como una forma de conciencia espiritual de mí mismo. Pero he aquí el punto clave: mientras no me tomé el tiempo necesario para alejarme de la rutina diaria y comprometerme a guardar largos períodos de silencio, no pude escuchar esa voz interior. Aunque tal vez Dios me haya estado hablando todo el tiempo, mientras no abrí los oídos, aquello no marcaba mi vida para nada. En una ocasión, estando en Arizona, fui a correr por un camino de tierra que iba zigzagueando por entre artemisas y cactos del tipo saguaro, y me encontré una clínica para desórdenes en la alimentación que atiende a personas pudientes. Me salí de mi polvoriento camino del desierto para entrar en una bien cuidada pista hecha con ceniza, la cual, como pronto descubrí, era un sendero con los doce pasos. Junto a la pista había unos carteles con lemas motivadores como: «¡Espera un milagro!», y mientras seguía corriendo por ella, me encontré pasando de un paso a otro dentro de un plan de recuperación basado en el de los Alcohólicos Anónimos. Había carteles que me exhortaban a confesar que mi cuerpo estaba descontrolado y que no tenía poder alguno para controlar mis hábitos de alimentación. Durante cerca de dos kilómetros, la pista iba recorriendo los demás pasos, así como la necesidad de depender de los amigos y de un Poder Superior. En cada uno de los doce pasos había unos marcadores situados junto a unas bancas, que animaban a los participantes a descansar y a reflexionar en su progreso. La pista terminaba en un cementerio donde había unas pequeñas lápidas grabadas. Me detuve a leer cada lápida, chorreando sudor y jadeante por el calor del desierto. «Aquí yace mi temor a la intimidad», había escrito una mujer llamada Donna el 15 de septiembre, solo tres días antes. Había decorado la lápida con pintura amarilla, roja y azul. Otros habían enterrado cosas como cigarrillos, la obsesión por el chocolate, las píldoras de dieta, la falta de autodisciplina, la necesidad de controlar a otros y el hábito de decir mentiras. Reconocí en el cementerio un eco de la terminología cristiana: morir a sí mismo, crucificar la carne. También supe que el temor a la intimidad que tenía Donna, enterrado tres días antes, algún día resucitaría. Los poderes espirituales que tienen prisionera a una persona no se limitan a desaparecer ni se quedan muertos. ¿Qué necesito enterrar yo?, me pregunté. Si asistía a una clínica de desórdenes espirituales y me daba aquella caminata todos los días, ¿cuántas lápidas dejaría a lo largo de la pista? Y también, ¿cómo me afectaría comprender de verdad que el Poder Superior es en realidad un poder interior, que vive dentro de mí en este mismo instante? ¿Podría ese poder, el propio Espíritu de Dios, mantener muertas todas aquellas cosas —el orgullo, las dudas, el egoísmo, la falta de sensibilidad ante la justicia, la lujuria— que he tratado de crucificar y enterrar tantas veces antes? Richard Mouw, del Seminario Fuller, recuerda haber estado en una reunión con el sociólogo Peter Berger. Hablando como lo debe hacer un director de seminario, Mouw dijo que todo cristiano ha sido llamado a comprometerse a obedecer de forma radical el programa divino de justicia, rectitud y paz.

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Berger respondió haciendo la observación de que yo estaba operando a partir de una noción más bien grandiosa de lo que es la obediencia radical. En un asilo de ancianos de algún lugar, dijo, hay una señora cristiana cuyo mayor temor en la vida es que va a quedar como una tonta porque no va a poder controlar su vejiga en la fila de la cafetería. Para esa mujer, el mayor acto de obediencia radical a Jesucristo consiste en ponerse en las manos de un Dios amoroso cada vez que sale a cenar. Lo que Berger estaba diciendo era profundo. Dios nos llama a enfrentarnos a los retos que tenemos ante nosotros, y con frecuencia nuestros retos más «radicales» son unos retos muy «pequeños». La llamada a una «micro-obediencia» radical puede significar el que escuchemos con paciencia a alguien aburrido o irritante, o que tratemos a otro pecador con una caridad que no es fácil manifestar, o que demos un detallado consejo en un asunto que le parece trivial a todo el mundo, menos a la persona que lo pide. A C. S. Lewis le sorprendió saber que su vida después de su conversión consistía mayormente en hacer las mismas cosas que había hecho antes, solo que con un nuevo espíritu. Finalmente, llegó a la conclusión de que ser cristiano practicante «significa que todos y cada uno de nuestros actos y sentimientos, todas nuestras experiencias, agradables o desagradables, deben tener a Dios como punto de referencia». Era cuestión de aprender a vivir, no para él mismo, sino para otro, de la misma forma que un atleta le puede dedicar un juego a un entrenador que está muriendo de cáncer … o a su amante. En un drama o en una película, los sucesos más comunes y corrientes —salir a caminar para comprar un periódico, entrar en un auto, responder el teléfono— pueden tener serias consecuencias. La trama gira alrededor de esos detalles, y el público observa con detenimiento, porque no sabe cuál va a resultar significativo o a dar una pista que va a ser esencial. La vida con Dios es así, ya que su presencia le da una potencialidad nueva a cada acontecimiento. Tanto si batallo contra la incontinencia, un desorden en la alimentación, el miedo a la intimidad, la atracción a la lujuria y la infidelidad, o un espíritu de amargura y de culpa, la buena noticia es que no necesito «purificarme» antes de acercarme a Dios. Al contrario: en el Espíritu, Dios ha hallado una forma de vivir dentro de mí, ayudándome desde mi interior. Dios no ha prometido un estado de bienaventuranza constante, ni una existencia libre de problemas, pero sí nos ha prometido estar presente en medio del silencio y de las tinieblas; existir junto a nosotros, dentro de nosotros y para nosotros. La subcultura evangélica en la cual crecí insistía en el poder de Dios. Siendo niño, vivía temiendo a un Dios que, como el Jehová del Antiguo Testamento, usaría los rayos, las enfermedades u otras armas de su arsenal para castigar mis pecados. Más tarde, concebía la vida cristiana como el lugar de actuación de un poder divino más benigno. Mi hermano, después de ganar una competencia de piano, decía piadosamente: «No fui yo; fue el Señor». (Yo, que practicaba tan duro como él, pero tenía la mitad de su talento, siempre me preguntaba por qué el Señor no guiaba con tanta habilidad mis dedos.) Algunas veces oía en las reuniones de oración peticiones como esta: «Que no tengamos ideas propias, ni acciones propias. Que tú seas quien lo haga todo por medio de nosotros». (Un amigo un poco cínico observó que estas oraciones eran respondidas con frecuencia, porque era cierto que aquellas personas no parecían tener ideas propias.) Finalmente pude ver que la insistencia constante en el poder de Dios puede llevar al fatalismo de los musulmanes extremos o los hindúes, los cuales llegan a la conclusión de que los humanos no tenemos que hacer nada, porque la voluntad de Dios es la que se realiza, hagamos lo que hagamos. El milagro de la condescendencia de Dios, su humilde disposición a compartir su

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poder y ofrecernos que nos convirtamos plenamente en socios suyos en la misión de transformar al mundo, es algo mucho más impresionante. Me solía sentir espiritualmente inferior porque no había experimentado las manifestaciones más espectaculares del Espíritu, y no podía señalar ningún «milagro» de buena fe en mi vida. Sin embargo, cada vez he llegado a ver mejor que aquello que valoro puede diferir grandemente de lo que valora Dios. Jesús, que muchas veces se sentía reacio en cuanto a realizar milagros, consideró que era un progreso marcharse de la tierra y encomendarles su misión a sus discípulos tan llenos de defectos. Como un padre orgulloso de sus hijos, Dios parece deleitarse más en ser un espectador de los torpes logros de sus inexpertos hijos, que en ninguna exhibición de su propia omnipotencia. Si se me permite especular, desde la perspectiva de Dios el gran adelanto en la historia humana puede haber sido lo que sucedió en Pentecostés, lo cual restauró la correspondencia directa de espíritu a Espíritu que se había perdido en el Edén. Quiero que Dios actúe de formas directas, impresionantes e imposibles de refutar. Él quiere «compartir el poder» con los que son como yo, realizando su obra por medio de la gente, y no a pesar de ella. «¡Tómame en serio! ¡Trátame como adulto, y no como niño!», es el grito de todos los adolescentes. Dios honra esa petición. Él me hace socio de la obra que realiza en mí y por medio de mí. Me concede libertad, con pleno conocimiento de que voy a abusar de ella. Renuncia a su poder hasta el grado de suplicarme que no «entristezca» ni «apague» su Espíritu. Y todo esto lo hace porque quiere por socio a alguien que tenga por él un amor maduro, no un enamoramiento de adolescente. Ya he mencionado la analogía del matrimonio, la relación más «adulta» que llegan a tener la mayoría de los humanos. (Las amistades profundas manifiestan también las mismas cualidades.) En el matrimonio, los dos cónyuges pueden alcanzar una unidad al mismo tiempo que conservan su libertad e independencia. Hay algo nuevo que toma forma, una identidad compartida en la cual participan tanto el esposo como la esposa. Cuando mi esposa y yo planificamos un viaje, ella hace algunos de los arreglos, y yo hago otros. Es muy raro que discutamos sobre quién hace cada cosa, porque sabemos que nuestros esfuerzos van dirigidos hacia algo que nos beneficia a ambos. Aun así, como aprenden todas las parejas, la combinación de ambos sexos en un matrimonio propone unas diferencias que tal vez tome todo el resto de la vida resolver. La unión de un ser humano con Dios comprende toda una nueva categoría de «incompatibilidades». Uno de los participantes es invisible, abrumador y perfecto; el otro es visible, débil y lleno de defectos. ¿Cómo es posible que se entiendan? En ciertos sentidos, el Espíritu Santo actúa como una especie de «consejero matrimonial» permanente entre Dios y yo. Aunque la analogía parezca mal traída, recuerde las palabras que usa el Nuevo Testamento para describir al Espíritu: Consolador, Consejero, Ayudante. El Espíritu me consuela en momentos de angustia, me calma en momentos de confusión y vence mis temores. La Biblia lo presenta constantemente como la fuerza interior invisible, el Dios intermediario que nos ayuda a relacionarnos con el Padre trascendente. Como todos los recién casados de brillante mirada, Janet y yo aprendimos que la ceremonia nupcial solo era el comienzo de todo un proceso para hacer que el amor funcione. Muy pocas veces nuestro matrimonio ha sido un lugar de serenidad despojado de emociones negativas. Al contrario, tenemos mayores probabilidades de manifestarnos sentimientos de ira y desilusión el uno al otro, que a otras personas, aunque sean fuerzas «exteriores» las que provoquen esos sentimientos. Un matrimonio saludable no es un lugar sin problemas, pero sí

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puede ser un lugar seguro. Nosotros sabemos que aún nos seguiremos amando al día siguiente, y al siguiente, y que, a pesar de las tensiones, nuestro amor puede aliviar el dolor que fue el causante de esos sentimientos. Cuando leo los Salmos, Job y Jeremías, siento que funciona allí un esquema semejante. Observe las explosiones de ira, las quejas, las insensatas acusaciones contra Dios que contienen esos libros. Dios nos ofrece un «lugar seguro» para podernos expresar, aunque estemos expresando lo peor de cuanto llevamos dentro. Fue muy poco lo que conocí esa franca sinceridad en la iglesia donde crecí, lo cual veo ahora como un defecto espiritual, no como un punto fuerte. He observado que los cristianos no son inmunes a los tipos de circunstancias que provocaron los estallidos de Job y de los Salmos. ¿Por qué tratar de esconder unas emociones profundas de un Dios que habita dentro de nosotros, de un Espíritu que nos ha prometido expresarse en nuestro nombre con unos «gemidos» para los cuales nos faltan palabras? Nunca voy a poder reducir la vida con Dios a una fórmula, por la misma razón que tengo para no poder reducir tampoco mi matrimonio. Es una relación viva y creciente con otro ser libre, muy distinto a mí, y que sin embargo, tiene mucho en común conmigo. No hay relación alguna que sea tan desafiante como el matrimonio. Algunas veces me siento tentado a desear un matrimonio «a la antigua», en el cual los papeles y las expectaciones se hallan mucho más claramente especificados, y no hay necesidad de estarlos negociando siempre. Algunas veces añoro una intervención desde el exterior que cambie de manera decisiva alguna de las características que nos causan dolor a mi esposa y a mí. Hasta ahora, eso no ha sucedido. Cada día nos despertamos para continuar el camino por un terreno que se va haciendo más sólido con cada paso que damos. El amor funciona de esa forma, tanto con socios visibles como invisibles. Los que dicen que creen en Dios y sin embargo ni le aman ni le temen, en realidad no creen en él, sino en aquellos que les han enseñado que Dios existe. Los que piensan que creen en Dios, pero no tienen pasión alguna por él en el corazón, ni angustia en la mente, ni incertidumbres, ni dudas, ni elemento alguno de desesperación aun en medio de su consuelo, solo creen en un Diosidea, no en Dios.

MIGUEL DE UNAMUNO

* Asistí a un colegio universitario cristiano en un tiempo en el cual una institución hermana, el Instituto Bíblico Moody, fijaba carteles con instrucciones sobre lo que se debe hacer en casos de «Emergencia», los que definía como incendios, tornados, ataques aéreos, amenazas de bombas, exaltación emocional, suicidio, enfermedad o lesiones y «actividades carismáticas».

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CAPÍTULOQUINCE

LA PASIÓN Y EL DESIERTO

Porque el Dios que satisface el hambre humana es al mismo tiempo el Desconocido, el Extraño. Solo su ausencia-presencia permite que una persona sea ella misma.

JEAN SULIVAN

Estoy tratando de rendir cuentas con sinceridad, de decir la verdad acerca de la vida cristiana en lugar de venderla barata. Por esta razón, necesito hacer una pausa, alejarme de la grandiosa perspectiva de que Dios vive dentro de nosotros, y contemplar otro panorama. El diablo llamado Screwtape [Escrutopo], en una traviesa fantasía de C. S. Lewis, aconseja al demonio Wormwood [Orugario] que debe lograr que la persona que tiene que tentar «revolotee de un lado a otro entre una expresión como “el cuerpo de Cristo” y los rostros reales de los que tiene a su lado en el banco de la iglesia». Cuando escudriñamos esos rostros, incluyendo el nuestro, las resplandecientes imágenes del Nuevo Testamento pueden perder su brillo. Piense en la experiencia de un hombre al que muchos veneran como líder espiritual: ¿Qué digo acerca de mi vida de oración? ¿Me gusta orar? ¿Quiero orar? ¿Paso tiempo en oración? Francamente, la respuesta a las tres preguntas es no. Después de sesenta y tres años de vida y treinta y ocho de sacerdocio, mi oración me parece tan muerta como una piedra … Le he prestado mucha atención a la oración, he leído acerca de ella, he escrito acerca de ella, he visitado monasterios y casas de oración, y he guiado a muchas personas en su peregrinaje espiritual. En estos momentos debería estar lleno de fuego espiritual, consumido por la oración. Muchas personas piensan que así es, y me hablan como si la oración fuera mi mayor don y mi anhelo más profundo. Lo cierto es que no siento mucho, si es que siento algo, cuando oro. No hay cálidas emociones, sensaciones corporales ni visiones mentales. Ninguno de mis cinco sentidos recibe nada: no hay olores especiales, ni sonidos especiales, ni visiones especiales, ni gustos especiales, ni movimientos especiales. Aunque durante largo tiempo el Espíritu actuó con mucha claridad por medio de mi carne, ahora no siento nada. He vivido con la expectación de que la oración se hiciera más fácil al envejecer y acercarme a la muerte. Sin embargo, es lo contrario lo que parece estar sucediendo. Las palabras tinieblas y aridez son las que mejor parecen describir mi oración en la actualidad … Las tinieblas y la aridez de mi oración, ¿son señales de la ausencia de Dios o de una presencia más profunda y amplia de lo que mis sentidos pueden contener? ¿Es la muerte de mi oración el final de mi intimidad con Dios o el comienzo de una nueva comunión que va más allá de las palabras, las emociones y las sensaciones corporales? Henri Nouwen escribió estas palabras durante su último año de vida. A causa de su muerte tan temprana, tenemos que responder a su pregunta final que, en retrospectiva, parece extrañamente profética. Puesto que lo conocí, y tengo alguna idea de la cantidad de tiempo y de energías que le dedicaba a la oración —más que ninguna otra persona que haya conocido— no

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puedo desechar desenfadadamente este pasaje como una aberración temporal o una fase de la que él habría salido. Este describe la franca realidad de su experiencia espiritual. Sospecho que la popularidad de los escritos de este sacerdote católico entre los protestantes evangélicos brota de la ardiente sinceridad de pasajes como este. «Precisamente cuando la gente me estaba agradeciendo el haberla llevado más cerca de Dios, sentí que él me había abandonado», escribió. «Era como si la casa que por fin había encontrado no tuviera pisos». Nouwen habría podido recibir tristes ánimos del famoso místico Tomás de Kempis, autor de la Imitación de Cristo, el cual se lamentaba diciendo: «Y yo, infeliz y más pobre entre los hombres, ¿cómo te voy a dar entrada en mi casa, yo que apenas sé cómo pasarme media hora devotamente? ¡Y ya quisiera haber pasado una vez, aunque sea una media hora de una manera digna!» A Nouwen también lo habrían animado las conclusiones de Thomas Green, especialista en oración y director espiritual de un seminario en las Filipinas. La aridez, dice Green, es el resultado normal de una vida de oración. Haciendo un paralelo con el amor humano, Green establece que hay tres etapas en una vida de oración sana. En el período del cortejo es cuando llegamos a conocer a Dios; en el de la luna de miel pasamos de conocer a amar; en el día a día que forma los largos años de la vida de casados, pasamos del amor al verdadero amor. Como cualquier persona casada le podrá decir, la etapa final de amor maduro comprende más tedio que romance, y lo mismo se aplica a una relación con Dios. De esta forma, una temporada de aridez en la oración puede ser señal de crecimiento, no de fracaso, dice Green. Criado en el optimismo de la tradición evangélica, al principio me parecieron ligeramente heréticas estas ideas. Tal vez la aridez y la oscuridad aflijan mayormente a los católicos, pensé. Puesto que los monjes y las monjas rezan todo el día, no me extraña que sientan aburrimiento. Sin embargo, descubrí un esquema parecido en la propia Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento. Muchos de los Salmos recuerdan momentos de aridez y de oscuridad, y Jesús citó algunos de los más sombríos. Pablo y otros escritores de epístolas del Nuevo Testamento parecen describir la vida cristiana con términos brillantes, pero si usted lee entre líneas, se dará cuenta de que pocos de sus lectores estaban experimentando algo parecido a la victoria a la cual se les estaba exhortando. Teresa de Lisieux, otra santa católica, admitía que «la oración surge, si acaso, de la incompetencia, de no ser así, no sería necesaria». Ahora veo que es nuestra necesidad, nuestra sensación de no estar completos, la que nos impulsa hacia Dios. La gracia nos viene como un don, que solo reciben quienes tienen las manos abiertas, y muchas veces son los fracasos los que hacen que las abramos. Cuando recibimos la gracia de Dios y comienza nuestra vida espiritual, también aumentan las tensiones. Un santo perfecto no pasaría por tensiones, ni a un pecador le preocuparía la culpa. Los demás tenemos que vivir en algún punto situado entre ambos extremos, lo cual complica la vida en lugar de simplificarla. «No hay nada más feliz que el cristiano», escribía San Jerónimo, «porque a él se le ha prometido el reino de los cielos: nada hay más destrozado por las cargas, porque cada día tiene la vida en peligro. No hay nada más fuerte, porque triunfa sobre el diablo: nada más débil, porque lo vence la carne … La senda por donde caminas es resbalosa, y la gloria del éxito es menor que la ignominia del fracaso». Cuando le preguntaron si él estaba lleno del Espíritu, Dwight L. Moody contestó: «Sí, pero tengo goteras». Entonces, ¿de qué se trata: de plenitud o de aridez; de luz o de tinieblas; de victoria o de

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fracaso? Si me obligaran a responder, sugeriría: «De ambas cosas». Fíjese un curso que garantice el éxito en la vida de oración, la presencia activa de Dios y una victoria constante sobre las tentaciones, y es muy probable que encalle. La relación con un Dios invisible siempre va a incluir la incertidumbre y la variabilidad. Sin embargo, prefiero evadir la pregunta, porque creo que es una pregunta equivocada. Al recordar a los gigantes de la fe, veo que todos tenían una cosa en común, que no era ni la victoria ni el éxito, sino la pasión. La insistencia en las técnicas espirituales nos puede alejar de la apasionada relación que Dios valora por encima de todo. Más que un sistema doctrinal, más que una experiencia mística, la Biblia destaca la relación con una Persona, y las relaciones personales siempre tienen variaciones. Me incomodan los predicadores improvisados que escucho en la radio o la televisión, me pregunto el atractivo que tendrán, sobre todo entre los pobres. Tal vez atraen porque presentan a un Dios al que se puede conocer y amar. Jesús dijo que debemos entrar al reino como niños pequeños. Los niños no pueden comprender las relaciones, todo lo que hacen es vivirlas. «Yo solía pensar que las ideas sobre un Dios que bufaba de cólera, que era celoso, que ardía de amor y al que se podía desilusionar eran infantiles, humanas, demasiado humanas», escribe el teólogo Jürgen Moltmann. «El dios abstracto de los filósofos, purgado de toda imagen humana, me parecía más cercano a la verdad. Sin embargo, mientras más he experimentado lo mucho que la abstracción destruye la vida, más he comprendido la pasión por Dios que tiene el Antiguo Testamento y el dolor que destrozaba el corazón de ese Dios». Los favoritos de Dios le correspondían con esa misma pasión. Moisés discutía con él tan ardientemente, que varias veces lo persuadió para que cambiara de idea. Jacob luchó con él toda la noche y usó trucos para apoderarse de su bendición. Job lanzó su sarcástica ira contra él. David quebrantó por lo menos la mitad de los Diez Mandamientos. Sin embargo, nunca se apartaron por completo de Dios y él nunca se apartó por completo de ellos. Dios es capaz de soportar la ira, las acusaciones e incluso las desobediencias voluntarias. Sin embargo, hay una cosa que sí bloquea la relación con él: la indiferencia. «No me miraron de frente, sino que me dieron la espalda», le dijo a Jeremías, como acusación y condena contra Israel. Hijos Adultos de Alcohólicos, una organización que trabaja con familias dañadas por el alcoholismo, identifica tres mecanismos que aprenden los hijos para enfrentarse a la situación y sobrevivir a un ambiente tan destructor: No hables, no confíes y no sientas. Más tarde, siendo ya adultos, estos mismos sobrevivientes son incapaces de sostener una relación íntima y necesitan olvidar ese esquema de indiferencia. Los consejeros cristianos me dicen que los cristianos que se sienten heridos se pueden relacionar con Dios de esa misma forma. Al reaccionar contra una crianza muy estricta, o al sentirse traicionados por Dios, apagan toda su pasión y se alejan hacia una fe más formal y menos personal. En cambio, una relación sana mantiene la pasión a través de los tiempos alegres y los tristes, la victoria y el fracaso, e incluso a través de la separación física. La ausencia causa tanta pasión como la presencia. Cuando un soldado se marcha de su hogar porque ha sido llamado a filas, o un joven se gradúa de la escuela secundaria y se marcha para asistir a un colegio universitario, las emociones no se desvanecen, sino que es posible que se hagan más intensas. El alejamiento también despierta la pasión, como puede testificar cualquier familia que esté pasando por un divorcio. De los gigantes espirituales de la Biblia aprendo esta lección de suma importancia acerca de la relación con un Dios invisible: Pase lo que pase, no ignore a Dios. Invítelo a todos los aspectos de su vida. Para algunos cristianos, los tiempos de crisis como la de Job pueden

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representar el mayor de los peligros. ¿Cómo se pueden aferrar a la fe en un Dios que parece despreocuparse de uno, e incluso manifestarse hostil? Otros, y me cuento a mí mismo entre ellos, se enfrentan a un peligro más sutil. La acumulación de distracciones —una computadora que no funciona bien, unas cuentas por pagar, un viaje que se avecina, la boda de un amigo, la agitación general de la vida— va apartando poco a poco a Dios del centro de mi vida. Hay algunos días en los cuales me reúno con personas, como, trabajo, tomo decisiones, todo sin pensar en Dios una sola vez. Y ese vacío es mucho más serio que lo experimentado por Job, porque Job no dejó de pensar en Dios ni en una sola ocasión. En un estudio bíblico al que asistí, un amigo hizo esta observación acerca de la vida del rey David: «Si Saúl demuestra que “la obediencia es mejor que el sacrificio”, entonces David demuestra que la relación es mejor aún que la obediencia». Aunque haya quien discuta esta forma de expresarse, la historia de David sí muestra por lo menos que la relación con Dios puede sobrevivir a los actos de desobediencia más espantosos. A cada rato leo de nuevo la historia de David, porque no conozco un modelo mejor de relación apasionada con Dios que el de ese rey llamado David. Muy adecuadamente, su propio nombre significa «bienamado». Hay una pregunta ineludible que surge acerca del relato sobre la vida de David. ¿Cómo es posible que alguien con semejantes defectos —al fin y al cabo, cometió adulterio y asesinó— llegue a tener la reputación de ser «un hombre según el corazón de Dios»? Tenemos mucho de donde extraer al responder esta pregunta, porque las páginas dedicadas a David le dan un tratamiento más amplio que a cualquier otra persona en la Biblia, incluyendo al propio Jesús. Al parecer, Dios consideró que este notable hombre tenía mucho que enseñarnos. Cuando reviso la historia de David en busca de su secreto espiritual, hay dos escenas que me vienen a la mente. La primera sugiere una respuesta a esa pregunta inevitable. En una de sus primeras actuaciones oficiales como rey, David mandó a buscar el arca sagrada para instalarla en Jerusalén, su nueva capital, como símbolo de la presencia de Dios. Cuando por fin llegó el arca, acompañada por instrumentos musicales y por los gritos de una inmensa muchedumbre, el rey David perdió por completo el control de sí mismo. Rebosando de gozo, se puso a dar volteretas por las calles, como un gimnasta olímpico que acaba de ganar la medalla de oro y ha salido a hacer alarde de sus habilidades. El cuadro de un rey escaso de ropas dando volteretas escandalizó a su esposa, hasta que él le dijo cómo eran las cosas: «Seguiré bailando en presencia del Señor, y me rebajaré más todavía, hasta humillarme completamente». A David le importaba un bledo su reputación real, siempre que ese público de una sola Persona pudiera sentir su júbilo. Hombre apasionado como era, David sentía mayor pasión por Dios que por ninguna otra cosa del mundo, y durante su reinado ese mensaje se fue comunicando a la nación entera. Frederick Buechner lo describe así: Tenía pies de barro como todos nosotros, o tal vez más aún — aprovechado y engañoso, lujurioso y vano— pero basta ver solamente esa danza suya para comprender por qué el corazón de Israel fue tras él y por qué, cuando Jesús de Nazaret llegó a Jerusalén cabalgando sobre su mulo infestado de pulgas mil años después, lo saludaron llamándole hijo de David. La segunda escena se produjo años después, en la cima de su poder, y muestra su grandeza más que ninguna otra. David acababa de llevar a cabo una de las intrigas más viejas de la humanidad: un hombre ve a una mujer, el hombre duerme con ella y la mujer queda encinta. Nada raro hasta aquí. Sustituya al rey con un político, un actor, un millonario —o un evangelista— y a Betsabé con una reina de belleza, y podrá leer la misma historia en cualquier publicación de chismes. ¿Qué tiene de novedoso? El episodio de Betsabé revela el lado maquiavélico de David. Cuando su plan para cubrir

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su adulterio fracasó, acudió a una cruel maquinación que comprendió el asesinato del esposo y una matanza innecesaria en un campo de batalla. Un caso clásico de «un crimen lleva a otro» siguió a aquello cuando David, el líder espiritual de la nación, quebrantó el sexto mandamiento, el séptimo, el noveno y el décimo en rápida sucesión. Cuando Betsabé se mudó al palacio y se casó con David, parecía que su crimen no iba a tener consecuencias. Nadie dijo una sola palabra de protesta … excepto el profeta Natán. Me encanta la escena que aparece en 2 Samuel 12, por lo que demuestra acerca del poder de los relatos. Natán comenzó por hacerle un cuento sobre una insensible codicia —un hombre rico con muchas ovejas que le robó a su vecino pobre su único cordero, que era su animalito doméstico— y después de un par de párrafos, ya tenía a David totalmente concentrado en su relato. Entonces, arriesgó la vida al hacer una aplicación directa dirigida a aquel rey lleno de pecado. Lo que sucedió después sacó a la luz la verdadera grandeza de David. Él habría podido mandar a matar a Natán, o se habría podido reír y hacer que lo sacaran de su palacio. Habría podido lanzar toda una sarta de negaciones: ¿Qué evidencias le podía presentar Natán? ¿Testificarían los siervos contra su rey? Todo el que haya vivido los sórdidos asuntos del Watergate y del «Mónica-gate» sabe lo que David hubiera podido hacer. El republicano Richard Nixon mintió y autorizó el uso de dinero para callar personas y cubrir sus delitos; fue una cinta grabada la que lo derribó, no una confesión. El demócrata Bill Clinton miró solemnemente a la cámara y engañó a toda una nación; fue un traje manchado, no una confesión el que hizo que se le encausara. Nixon apenas se pudo obligar a balbucear: «Se cometieron errores». Clinton solo admitió lo que se había demostrado y difundido al mundo. El contraste con las primeras palabras de David no podría ser mayor: «¡He pecado contra el Señor!» No le vino a la mente Urías, el marido traicionado, ni su amante Betsabé, ni su cómplice Joab, sino Dios. Así como había danzado ante un público de una sola Persona, ahora había pecado delante de ese mismo público. El Salmo 51, un poema de reflexión que escribió, puede ser considerado como el resultado más impresionante de su sórdida aventura. Una cosa es que un rey le confiese una caída moral en privado a un profeta, y otra muy distinta es que componga un relato detallado de esa confesión para que se cantara por toda la tierra y finalmente, por el mundo entero. Este Salmo pone al descubierto la verdadera naturaleza del pecado, como la ruptura de la relación con Dios. «Contra ti he pecado, sólo contra ti», clama. David se dio cuenta de que Dios quiere un «espíritu quebrantado», un «corazón quebrantado y arrepentido», cualidades que él tenía en abundancia. Cuando Israel recordaba a este hombre, el más grande de sus reyes, lo recordaba más por su entrega a Dios que por sus ilustres logros. El rey David, lujurioso y vengativo, tenía bien ganada la reputación de ser «un hombre conforme al corazón de Dios». Amaba a Dios con todo el corazón, ¿qué más se podría decir? ¿El secreto de David? Las dos escenas, una llena de alborozo y la otra devastadora, insinúan cuál es la respuesta. Ya estuviera dando volteretas detrás del arca, o contrito y postrado en el suelo por seis noches seguidas, su instinto más fuerte era relacionar su vida con Dios. Comparada con eso, ninguna otra cosa le importaba. Tal como dicen con claridad sus composiciones poéticas, llevaba una vida saturada por Dios. «Oh Dios, tú eres mi Dios; yo te busco intensamente», escribió en una ocasión en medio de la aridez del desierto. «Mi alma tiene sed de ti; todo mi ser te anhela, cual tierra seca, extenuada y sedienta … Tu amor es mejor que la vida; por eso mis labios te alabarán». Al parecer, aquella relación era correspondida por Dios.

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Años más tarde, cuando el ejército asirio estaba a punto de apoderarse de Jerusalén, Dios obró un milagro para rescatarla, diciendo que lo hacía «por mi causa y por consideración a David mi siervo». A los judíos les dijo que su amor por ellos nunca se acabaría: «Haré con ustedes un pacto eterno, conforme a mi constante amor por David». Cuando pienso de nuevo en todo lo que he dado por sentado en cuanto a la relación con Dios, lo veo ahora como mal orientado y simplista. Desde la niñez heredé una imagen de Dios como un estricto maestro que daba distintas calificaciones. Tenía la misma meta que todos los demás: conseguir una puntuación perfecta y ganarme la aprobación del maestro. Escápate de clase, y te van a mandar al fondo del aula para que te quedes de pie en una esquina, o a un aula vacía al fondo del pasillo. He aprendido que casi todo lo que tiene que ver con esa analogía contradice la Biblia y distorsiona la relación. En primer lugar, la aprobación de Dios no depende de mi «buena conducta», sino de la gracia de Dios. Nunca me podría ganar una nota suficientemente alta para pasar las normas perfectas del maestro … y para mi tranquilidad, no tengo que hacerlo. Además, la relación con Dios no se enciende y se apaga según me comporte. Dios no me envía a un aula vacía al fondo del pasillo cuando lo desobedezco. Al contrario. Los momentos en que me siento más apartado de Dios pueden producir una sensación de desespero que presenta un nuevo punto de partida para la gracia. Elías, gimoteando en una cueva mientras huía de Dios, oyó un silbo apacible que le trajo consuelo, no un regaño. Jonás hizo cuanto pudo por huir de Dios, y no lo logró. Y Pedro se hallaba en su peor momento cuando Jesús lo restauró amorosamente. Tiendo a proyectar en Dios mi comprensión sobre la forma en que funcionan las relaciones humanas, incluyendo el supuesto de que las traiciones destruyen las relaciones de forma permanente. Sin embargo, Dios parece no desalentarse ante las traiciones (o tal vez se ha llegado a acostumbrar a ellas): «Sobre esta piedra edificaré mi iglesia», le dijo Jesús a Pedro. Lutero hace la observación de que siempre somos al mismo tiempo pecadores, justos y penitentes. Aunque las vacilantes y balbuceantes expresiones de amor que le ofrecemos no estén a la altura de lo que él quiere, Dios acepta lo que le ofrecen sus hijos, como lo haría cualquier padre. Visité a dos amigos que trabajan en un ministerio a favor de los barrios pobres y les hice a ambos la misma pregunta: «Por lo general, la gente de las iglesias nos dice que cuando pecamos, o “caemos de la gracia”, interrumpimos nuestra relación con Dios. Usted trabaja con gente que conoce lo que es fallar todos los días. ¿Le parece que esas “caídas” los alejan más de Dios o los empujan para que se acerquen más a él?» Bud, que trabaja entre adictos a las drogas, me dio una respuesta inmediata: «Sin lugar a dudas, los empujan para que se acerquen a Dios. Le podría relatar una historia tras otra de adictos que ceden ante su vicio, sabiendo lo terrible que es lo que se están haciendo a sí mismos y a su familia. Al observarlos, comprendo el poder que tiene la maldad en este mundo, una maldad ante la cual ellos quieren resistirse más que nada, pero no pueden. Sin embargo, esos momentos de debilidad son los mismos momentos en que hay más probabilidades de que acudan a Dios y clamen a él en su desesperación. Han fallado, y de una manera terrible. ¿Y ahora qué? ¿Se pueden levantar para volver a caminar o se van a quedar paralizados? Por la gracia de Dios, algunos de ellos se levantan. En realidad, he decidido que hay una clave a la hora de determinar si es posible que un adicto a las drogas se cure: si cree profundamente que él es un hijo al que Dios puede perdonar. No un hijo de Dios que no le falla, sino un hijo al que Dios perdona». David, que dirige un hospicio para pacientes de SIDA, está de acuerdo. «No he conocido

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gente más espiritual que los hombres que hay en esta casa y que se enfrentan a la muerte a sabiendas de que, en cierta forma, ellos mismos se buscaron su enfermedad. La mayoría han adquirido el VIH por medio del uso de drogas y la promiscuidad sexual. Su vida está definida por el fracaso. No lo puedo explicar, pero esos hombres tienen una espiritualidad, una conexión con Dios, que no he visto en ningún otro lugar». Francisco de Sales escribió: «Ahora bien, mientras más profundamente conozcamos nuestra propia miseria, más profunda va a ser nuestra confianza en la bondad y la misericordia de Dios, porque la misericordia y la miseria están tan estrechamente relacionadas que no es posible ejercer la una sin la otra». Así, reprueba a los que tropiezan y después gimen en medio de su desgracia: «¡Soy un miserable! ¡No sirvo para nada!» Los verdaderos seguidores de Dios se humillan calladamente y se levantan de nuevo llenos de valor. En una ocasión escuché un memorable sermón acerca de Ananías y Safira, la aterradora historia de Hechos 5 que la mayoría de los predicadores evitan con todo cuidado. Se trata de un matrimonio que, después de haber mentido acerca de un regalo que le hizo a la iglesia, cae muerto. Este pasaje hace ver con claridad, dice John Claypool, que solo hicieron una cosa mal hecha para buscarse su castigo mortal. El problema no estaba en que se hubieran quedado con parte del dinero, puesto que Pedro les aseguró que tenían derecho a hacerlo. Donde estuvo el mal fue en el hecho de dar una falsa impresión espiritual sobre sus personas. Dios puede perdonar cualquier pecado y resolver cualquier situación espiritual. Caemos y nos levantamos, esquema que ilustra ampliamente la Biblia, como en los casos de David y de Pedro. Sin embargo, Dios sí exige honradez. No nos atrevamos a fingir que somos lo que no somos ante él, porque al hacerlo, estamos cerrando nuestras manos a su gracia. En mi niñez habría señalado a los evangelistas itinerantes, los conferencistas y los autores devotos como las personas más cercanas a Dios. Pero he llegado a conocer a algunos de estos «profesionales», entre ellos yo mismo. En la actualidad, podría señalar a algunos de mis amigos que luchan con problemas de sexo o batallan con el alcoholismo. Por cierto, este año la persona que ha ayudado a guiarme hacia nuevos niveles en mi relación con Dios es un sacerdote que colgó los hábitos y lucha con una adicción al alcohol y a los cigarrillos. Esa aterradora lucha lo hace acudir a Dios todos los días, porque no se puede dar el lujo de despertarse y considerarse un hombre justo. «No soy más que un pecador que le habla a otro», dice cuando se reúne conmigo. Hace mucho tiempo que abandonó todo perfeccionismo falso que lo pudiera alejar de la gracia. Por supuesto, no todo el mundo acude a Dios en sus momentos de necesidad. Sin embargo, cada vez que capto que hay una sed, una inquietud, tengo la esperanza de que aparezca una vida nueva, que es la especialidad del Creador. Mientras no nos habituemos al dolor que nos rodea por fuera y por dentro y nos hagamos indiferentes al estado caído de este mundo, mientras no nos sintamos muy acomodados aquí, tendremos lugar para que Dios entre a nuestra vida. Henri Nouwen escribió acerca de la constante lucha por distinguir entre la voz de su yo herido, que nunca se marchaba, y la voz de Dios. Sus lectores y oyentes seguían buscando en él una voz autorizada por Dios, mientras tanto, él buscaba en su interior y encontraba un yo malherido. Poco a poco pudo ver que la voz de Dios solo hablaba a través de ese yo malherido. Por eso siguió acudiendo a Dios, movido por la necesidad, y a pesar de los resultados aparentes: No es un tiempo en el cual experimento una cercanía especial a Dios, no es un período de seria atención a los misterios divinos. ¡Cuánto querría que así fuera! Al contrario, está lleno de distracciones, de inquietudes internas, de somnolencia, de confusión y de aburrimiento. Raras veces complace mis sentidos, si es que lo hace alguna vez. Pero el simple hecho de estar toda una hora en la presencia del Señor y de mostrarle todo lo que siento, pienso, capto y experimento, sin

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tratar de esconderle nada, le debe agradar. De alguna forma, y en algún lugar, sé que él me ama, aunque no sienta ese amor como puedo sentir el abrazo de un ser humano, aunque no oiga una voz como oigo las palabras de consuelo de un ser humano, aunque no vea una sonrisa como la que puedo ver en un rostro humano. Con todo, Dios me habla, me mira y me abraza allí, donde aún soy incapaz de notarlo. Dios escoge vasijas de barro para habitar en ellas. En este libro es posible que usted escuche algunos débiles sonidos de la voz de Dios: ese es mi anhelo más profundo y mi búsqueda de toda la vida. Sin embargo, como Nouwen, escucho más que todo la voz de un yo herido que trata de articular la voz de Dios. Vivo diariamente consciente de que es mucho más fácil editar un libro que editar una vida. Señor, Dios mío, no tengo idea de adónde voy. No veo el camino delante de mí. No sé con certeza dónde termina. Tampoco me conozco a mí mismo en realidad, y el hecho de que piense que estoy siguiendo tu voluntad no significa que lo esté haciendo en verdad. Pero creo que el anhelo de agradarte te agrada de verdad.

TOMÁS MERTON

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CAPÍTULODIECISÉIS

AMNESIA ESPIRITUAL

Aunque una pequeña paja pueda ocultar las estrellas al arder, las estrellas van a durar más que el humo.

VOLTAIRE

En una visita que hice al parque nacional de Yellowstone, me sorprendió desagradablemente ver que junto al géiser llamado «El viejo fiel» hubieran puesto un gran reloj digital para contar el tiempo hasta su próxima erupción. Las erupciones de «El viejo fiel» deberían ser un fenómeno natural, no escenificado, fue mi razonamiento, aunque sí tuve que admitir que el reloj ayudaba a crear un crescendo de expectación. Había círculos de turistas japoneses y alemanes alrededor del lugar, con sus cámaras de video dirigidas como armas hacia el famoso agujero en el suelo, mientras se aproximaba el gran momento lleno de vapores sulfurosos. Los minutos fueron pasando: diez, nueve, ocho, siete, y no pude menos que recordar los lanzamientos de cohetes en Cabo Cañaveral, que reproducen artificialmente las nubes y el ruido del géiser. Después de observar de cerca una de las erupciones, mi esposa y yo pasamos el segundo conteo en el comedor de la Old Faithful Inn, desde donde se podía ver el géiser. Cuando el reloj digital señaló que faltaba un minuto, tanto nosotros como todos los demás comensales dejamos nuestros asientos y nos acercamos a toda prisa a las ventanas para observar el gran acontecimiento acuoso. Inmediatamente, como si les hubieran dado una señal, los camareros y sirvientes descendían sobre las mesas para echar agua en los vasos y llevarse los platos sucios. Cuando el géiser hizo erupción, los turistas expresamos nuestra admiración y disparamos nuestras cámaras, hasta hubo unos pocos que aplaudieron espontáneamente. Sin embargo, mirando por encima del hombro me pude dar cuenta de que no había un solo camarero o sirviente —ni siquiera los que habían hecho su trabajo— que estuviera mirando por las inmensas ventanas. El Viejo fiel, que se había vuelto totalmente familiar, había perdido su poder para impresionarlos. La fe religiosa puede funcionar de esa misma forma. Los judíos franceses del siglo XIX tenían un dicho para describir el deterioro del ardor espiritual a lo largo de las generaciones: «El abuelo ora en hebreo, el padre lee las oración en francés y el hijo no ora nunca». Es posible que funcione también un esquema parecido en una misma persona. La pasión espiritual hace erupción como un géiser en los primeros días después de la conversión, después se asienta, convirtiéndose en una charca tibia, y por último se puede llegar a evaporar por descuido o desilusión. El poema «Pascal», de W. H. Auden, describe el géiser espiritual del gran matemático. Dice Auden que una intensa búsqueda espiritual había «duda tras duda / restaurado el arruinado castillo de su fe; / hasta que al fin, un otoño, todo estaba listo: / y en la noche, llegó el Inesperado». Auden se refiere a la revelación mística que tuvo Pascal, y que no pudo expresar

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con palabras; un encuentro que solo salió a la luz después de su fallecimiento, cuando su familia halló la palabra «¡Fuego!» y unas cuantas notas misteriosas en un pedazo de papel cosido a su chaqueta. Auden añade estas inquietantes líneas: «Entonces todo terminó. Por la mañana estaba frío / sus facultades para el pecado le habían sido restauradas por completo». Es cierto que la vida cristiana contiene momentos de un estrecho encuentro con Dios, pero en mi experiencia, no son una norma con la que podamos contar. Los evangélicos, cuyo nombre mismo lleva en sí la promesa de una «buena noticia», somos muy buenos para el mercadeo … mucho mejor, digamos, que Jesús en sus advertencias a los discípulos, o Juan en su terrible diagnóstico de las siete iglesias en el Apocalipsis. Cantamos himnos que celebran diciendo: «Oh, qué pura delicia es una sola hora que paso ante tu trono», y honramos a santos de un misticismo olímpico. Los evangélicos nos transmitimos las historias de antepasados espirituales como el pastor bautista Charles Spurgeon, que proclamaba que nunca pasaba un solo cuarto de hora del tiempo que estaba despierto sin tener una clara conciencia de la presencia del Señor. George Müller, activista en Gran Bretaña, se fijó como meta principal cada mañana «que su alma estuviera feliz en el Señor». Después de uno de los avivamientos de Jonathan Edwards, su esposa estuvo desmayada durante diecisiete días, atrapada en la presencia de Dios, casi sin darse cuenta de lo que la rodeaba. No dudo de ninguno de estos gigantes de la fe, solo sugiero que comentarios así indican por qué ganaron su reputación como gigantes de la fe. Presentarlos como una norma que los cristianos deben emular podría reducir al resto de nosotros hasta un punto de desesperación, semejante a cuando el sol apaga a una luciérnaga. Charles Spurgeon sentía la presencia de Dios cada cuarto de hora, para vergüenza mía digo que a mí se me puede pasar fácilmente un día entero sin pensar siquiera en él. C. S. Lewis comparaba dos experiencias: la de caminar a lo largo de una playa mirando de vez en cuando al océano y la de una travesía a través del Atlántico. Las experiencias místicas con Dios, dice, son reales, pero fragmentarias, como la caminata por la playa. Para cruzar el Atlántico hace falta un nuevo conjunto de habilidades, además de disciplina y, tal vez lo más importante, un mapa basado en las experiencias de otros marinos. Yo he sentido, sí que los he sentido, momentos de plenitud, de una paz libre de culpa, de dulce comunión, de santa bendición. Sin embargo, son tan escasos, que es probable que los pudiera recoger todos en un solo párrafo. He aprendido a no luchar por reproducirlos, y en lugar de eso, a ponerme en una situación donde me puedan visitar ellos a mí. Recuerdo las cómodas cabañas de Inglaterra, recuerdo la sensacional promesa de una nueva tierra en el continente americano, pero sobre todo, subo a cubierta todos los días para encontrarme con la inmensa planicie azul del océano Atlántico. Supuse que la madurez espiritual progresaría como la madurez física. El bebé aprende a gatear, después comienza a tambalearse como si estuviera ebrio, y por fin corre. ¿Acaso nuestro caminar con Dios no debería progresar de la misma forma, de manera que gradualmente nos fortalezcamos y vayamos adquiriendo control de nuestros primeros y tambaleantes movimientos para después caminar a paso firme hacia la santidad? Sin embargo, escuche la secuencia que aparece en un conocido pasaje de Isaías: Los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas; volarán como las águilas: correrán y no se fatigarán,

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caminarán y no se cansarán. John Claypool, al reflexionar sobre este pasaje, observa que el orden es el contrario al que nosotros esperaríamos. Como si quisiera echar por tierra nuestras ideas preconcebidas, Isaías comienza hablando de levantarse y termina hablando de caminar. Todos los cristianos pasan por diversas etapas. Hay ocasiones —y a muchos se les presentan temprano en su peregrinar— en que nos levantamos hasta un estado de éxtasis espiritual; en otras ocasiones corremos, expresando nuestra fe con la inagotable energía del activismo; en otras apenas podemos dar un paso sin fatigarnos. En realidad, Claypool hizo esta observación mientras estaba sentado en el hospital junto al lecho de su hija de diez años. Siendo un prominente ministro conocido en toda la nación, ciertamente había conocido lo que se siente al levantarse como las águilas. Y durante dieciocho meses había corrido, buscando frenéticamente cuanta oración o técnica de curación le pudiera dar alivio a su hija con leucemia. Sin embargo, ahora, mientras se le iba yendo la vida, lo único que podía hacer era sentarse junto a ella, sostenerle la mano, humedecerle los labios para aliviárselos y llorar. Le hizo falta cuanta energía espiritual tenía para no desmayar. Ahora estoy seguro de que, para quienes buscan lo espectacular, esto puede parecer algo insignificante por completo. ¿Quién quiere que lo hagan ir más lento hasta solo caminar, irse arrastrando centímetro a centímetro, apenas por encima del umbral de la conciencia y sin desmayar? Esto no tendrá mucho aspecto de ser una experiencia religiosa, pero créame que en la clase de tinieblas en las que yo he estado, es la única forma de la promesa que encaja en la situación. Cuando no hay ocasión para levantarse como el águila, ni lugar donde correr, y todo lo que uno puede hacer es caminar pesadamente, dando un paso tras otro, oír hablar de una Ayuda que le va a permitir «caminar sin fatigarse» es realmente oír una buena noticia. Ya he mencionado que las distracciones pueden alejar a Dios del centro de mi vida, en realidad, lo sacan totalmente del campo de mi vida consciente. Trabajo solo, como debe hacerlo todo escritor, así que no puedo culpar a otras personas de la forma en que me olvido de Dios. ¡Lo más vergonzoso de admitir es que me gano la vida escribiendo libros acerca de él! Leo devocionarios o libros teológicos, marco los puntos de mi agenda que voy resolviendo, escribo un capítulo o un artículo y recojo cuantos pensamientos puedan ir a parar algún día a alguno de mis escritos. Me asombra ver cómo soy capaz de navegar a lo largo de esta rutina diaria sin pensar demasiado en Dios ni poner en práctica lo que escribo. Podría escribir ahora un hermoso párrafo acerca de la paz interior y la serenidad, pero si algún error de programación hace que pierda ese párrafo, cuanta paz interior y serenidad haya tenido se van a desvanecer con mayor rapidez que los electrones del monitor de mi computadora. John Donne lo confesó así en la era pretecnológica: «Me olvido de Dios por el ruido de una mosca, el golpeteo de un auto o el chirrido de una puerta». ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo es posible que la reverente práctica de hacer una pausa antes de comer para dar gracias evolucione hasta convertirse en un «GraciasSeñorporestosalimentosAmén … Pásenme la mantequilla, por favor». Si se me avería el auto, fijo la mente en ese problema y todos los pensamientos acerca de Dios pasan a una posición marginal. «Dedico un momento» para Dios la mayor parte de los días, sí, pero con frecuencia no es más que uno de los puntos de mi agenda, y muchas veces lo abrevio si me está presionando alguna fecha límite. Cuando me salgo de mi rutina normal porque estoy de viaje en algún lugar, me doy cuenta de pronto que, con excepción de una oración rutinaria antes de las comidas, no he pensado en Dios en todo el día. ¿Olvido la esencia del universo y el enfoque central de mi vida? Sí, así es.

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«Ciertamente, no es Dios quien domina en mi vida», confiesa Romano Guardini, devoto teólogo alemán de origen italiano. «Cualquier árbol que se me atraviese parece tener más poder que él, aunque sea porque me obliga a rodearlo». Después dice asombrado: ¿Cómo es que Dios llena el universo, que todo lo que existe procede de su mano, que todo pensamiento y toda emoción que tenemos solo tiene importancia en él, y sin embargo, ni nos sacude ni nos hace arder la realidad de su presencia, sino que podemos vivir como si él no existiera? ¿Cómo es posible este engaño verdaderamente satánico? Me maravilla un Dios que se pone a sí mismo a nuestra merced, por decirlo así, permitiendo que lo apaguemos y entristezcamos, e incluso olvidemos. La lectura del Antiguo Testamento me convence de que esta tendencia humana —la indiferencia llevada a un extremo mortal— incomoda a Dios más que ninguna otra cosa. Comprensivo con los que dudan y siempre en busca de voluntariosos incrédulos, Dios se siente obstaculizado, e incluso provocado a ira, por aquellos que se limitan a sacarlo de sus pensamientos. Reacciona como cualquier enamorado que ha sido desechado, que ve que no le devuelven sus llamadas telefónicas y que sus regalos de San Valentín han sido echados a un lado sin abrir siquiera. «Presten atención y no olviden las cosas que han visto sus ojos, ni las aparten de su corazón mientras vivan», les advirtió Moisés a los israelitas al presentarles algunos recuerdos visuales del pacto. Sin embargo, poco tiempo después se tuvo que enfrentar con la realidad: «No te vuelvas orgulloso ni olvides al Señor tu Dios, quien te sacó de Egipto, la tierra donde viviste como esclavo». Efectivamente, los israelitas se fueron olvidando, tal como lo predijo Moisés, y he aquí la dolorida respuesta de Dios: ¿Acaso una joven se olvida de sus joyas, o una novia de su atavío? ¡Pues hace muchísimo tiempo que mi pueblo se olvidó de mí! … ¿Acaso la nieve del Líbano desaparece de las colinas escarpadas? ¿Se agotan las aguas frías que fluyen de las montañas? Sin embargo, mi pueblo me ha olvidado … En unas palabras que se hallan entre las más poderosas de la Biblia, Dios llega a una conclusión: «¡Pues seré para Efraín como polilla, como carcoma para el pueblo de Judá!» Me imagino que algunos de los que oyeron esas palabras por vez primera sintieron un toque de remordimiento, tal vez incluso una herida abierta de culpabilidad. Si reaccionaron como lo hago yo a veces, se enfrentaron a esa culpabilidad evadiendo más aún a Dios al dejar de orar, sacarlo de su vida y caer de vuelta en la rutina como sustituto de una relación verdadera. Conozco a una señora criada por padres sordos que solo tenía que cerrar los ojos para aislarse de su relación con ellos. Esto los ponía furiosos, porque no tenían otra forma de comunicarse con ella excepto por medio de señales. Cuando pienso en esa joven con los párpados firmemente cerrados contra los frenéticos movimientos de mano de sus padres, obtengo una imagen de la forma en que se debe sentir Dios cuando lo dejo fuera de mi vida. ¿Cómo podemos evitar la amnesia de los israelitas? A lo largo de los años, he intentado diversas formas de «recordar» a Dios. Para mí, el proceso se divide, convirtiéndose en un hábito diario de reorientación y de recuerdo consciente. La reorientación significa para mí comenzar el día con un recuerdo consciente de Dios, de tal forma que el centro de mi pensamiento pase gradualmente de mí mismo a él. Solía saltar

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de la cama tan pronto como me despertaba. Ahora me quedo allí callado, e invito a Dios a mi día, no como participante de mi vida, o como un punto más de mi agenda, sino como el centro mismo de todo lo que va a suceder en el día. Quiero que se convierta en la realidad central, de tal forma que esté tan consciente de él como lo estoy de mi propio humor y de mis deseos. «Lo que es concreto, pero no es material, solo se puede mantener a la vista a base de un doloroso esfuerzo», escribe C. S. Lewis. Después dice: Por eso, el verdadero problema de la vida cristiana se produce donde la gente no lo suele buscar. Aparece en el mismo momento en que uno se despierta por la mañana. Todos sus deseos y esperanzas para el día se le tiran encima como animales salvajes. Y cada mañana, el primer trabajo consiste en rechazarlos, en escuchar esa otra voz, en adoptar ese otro punto de vista, en dejar que otra vida más grande, fuerte y callada fluya hacia nuestro interior. Y así, todo el día … Al principio, solo lo podemos hacer por un momento. Pero de ese momento, la nueva clase de vida se va a ir extendiendo por todo nuestro sistema, porque ahora estamos permitiendo que Dios obre en la parte correcta de nuestro ser. El primer gran mandamiento nos exige que amemos a Dios, y la mejor forma de hacerlo es estar conscientes de su gran amor por nosotros. Tomás Merton hace esta observación: «El “recuerdo” de Dios del que cantamos en los Salmos solo consiste en redescubrir, en una profunda compunción de corazón, que Dios nos recuerda a nosotros». La mejor forma de recordar a Dios es creer que le importamos de forma personal e infinita. Una y otra vez tengo que pedir la fe necesaria para creer que Dios se deleita en mí, y que quiere relacionarse conmigo. Por esa razón más que por ninguna, estudio la Biblia: no solo para dominar una gran obra de la literatura, o para aprender teología, sino para dejar que me penetre el alma el ineludible mensaje de que Dios me ama y se preocupa personalmente por mí. Hay quienes encuentran útil arrodillarse, o asumir una posición corporal distinta. Siempre consciente de la barrera de invisibilidad, busco formas de resaltar la realidad de Dios. Con frecuencia tomo café mientras oro, porque me parece un tanto natural conversar con un Dios invisible usando el mismo estilo con el cual converso con mis amigos, que son visibles. O salgo a caminar. Mis alrededores me dan muchas razones para alabarlo: la primavera que saca una abundante vida de unas ramas muertas, o el invierno que cubre unos caminos enlodados con un resplandeciente manto blanco. Y a medida que voy pasando por las casas de mis vecinos, me vienen con urgencia a la mente sus necesidades y las de otros. A lo largo del día, necesito ayudas para recordarlo de manera consciente. Por algún tiempo traté de preparar mi despertador de manera que sonara cada hora. Entonces detenía lo que estaba haciendo, reflexionaba sobre la hora que acababa de pasar y me esforzaba por practicar la presencia de Dios durante la hora siguiente. Más tarde supe que había tropezado accidentalmente con una vieja técnica de los monjes benedictinos, los cuales se detienen para hacer la oración de la hora cada vez que el reloj da las campanadas. Con la ayuda de este tipo de marcadores a lo largo del día, es posible convertir el recuerdo de Dios en una especie de hábito.* Las Confesiones de Agustín nos presentan un excelente modelo sobre la forma de hacer que Dios participe en los detalles de la vida. Tanto en su estilo como en su contenido, este libro salió de la nada, sin precedente literario alguno. ¿A quién se le iba ocurrir dirigirle a Dios una biografía, o escribir un largo libro bajo la forma de una oración? Eso es exactamente lo que hizo Agustín, uniendo la confesión de sus pecados, sus flirteos con las herejías y sus digresiones intelectuales. La forma intencional en que revisó los detalles de su vida y escudriño su propia alma fijaron un modelo para todos los cristianos que buscan una vida centrada en Dios. También he aprendido del Hermano Lorenzo lo que es recordar a Dios conscientemente.

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Él fue cocinero de un monasterio en el siglo XVII, y escribió el devocionario clásico llamado La práctica de la presencia de Dios. Para el Hermano Lorenzo, las palabras «practicar la presencia de Dios» significaban algo así como la práctica de la medicina o de la abogacía. Para los novatos se parece más a las prácticas de piano: si me mantengo practicando el tiempo suficiente, sobre todo las escalas y la digitación, tal vez lo consiga. El Hermano Lorenzo destaca nuestra necesidad de la ayuda divina, y después pregunta con toda franqueza: «Pero, ¿cómo le podemos pedir algo si no estamos con él? ¿Cómo podemos estar con él sin pensar con frecuencia en él? Y, ¿cómo podemos pensar con frecuencia en él sin formarnos el santo hábito de hacerlo?» Esta es la respuesta que él mismo sugiere: Él no nos pide demasiado: que lo recordemos en ocasiones, que hagamos un pequeño acto de adoración, que le supliquemos ahora que nos dé su gracia; en otro momento, que le demos gracias por los favores que nos ha concedido y que nos concede en medio de nuestros trabajos; que hallemos consuelo en él con tanta frecuencia como podamos. En la mesa y en medio de la conversación, levante el corazón hacia él de vez en cuando. El más pequeño de los recuerdos siempre le va a agradar. En esos momentos no hace falta gritar. Él está más cercano de lo que nos imaginamos. El Hermano Lorenzo menciona diversas formas prácticas de «ofrecerle a Dios el corazón de vez en cuando durante el transcurso del día», aun en medio de las labores, «para saborearlo, aunque solo sea de pasada, como de manera furtiva». Afirma que la profundidad de la espiritualidad no depende de que cambiemos lo que hacemos, sino de hacer para Dios lo que solemos hacer para nosotros mismos. No le agradaban los retiros espirituales, porque le parecía tan fácil adorar a Dios en medio de sus tareas comunes y corrientes como en medio del desierto. Es evidente que Lorenzo practicaba lo que predicaba. En un elogio póstumo, su abad escribió que «el buen Hermano hallaba a Dios en todas partes, tanto mientras estaba remendando zapatos como cuando estaba orando con la comunidad … Era a Dios al que tenía presente, no la tarea. Sabía que, mientras más fuera esa tarea contra sus inclinaciones naturales, mayor sería su amor si se la ofrecía a Dios». Este último comentario afectó profundamente a mi esposa. Leyó el libro mientras trabajaba con ancianos en los barrios pobres de Chicago, y algunas veces su labor le exigía tareas que iban contra las inclinaciones naturales de cualquiera. Mientras limpiaba lo ensuciado por una anciana incontinente, o fregaba un apartamento después de una muerte agitada, se recordaba a sí misma la fórmula del Hermano Lorenzo. Con algún esfuerzo, hasta la tarea de limpiar un inodoro se le puede presentar a Dios como ofrenda. Frank Laubach, cristiano del siglo XX, se esforzó durante toda su vida por poner en práctica los principios del Hermano Lorenzo. Adquirió renombre en el mundo entero como el fundador del movimiento moderno de alfabetización, y es probable que haya hecho más que cualquier otra persona en la historia por enseñar a la gente a leer y escribir. Sin embargo, sus diarios personales recogen un esfuerzo de toda la vida por lograr una meta distinta: la de vivir constantemente consciente de la presencia de Dios. Laubach comenzaba por tratar de enfocar la mente en Dios antes de levantarse de la cama, sacando de ella otros pensamientos y distracciones. «Es un acto de la voluntad. Obligo a mi mente a abrirse directamente hacia Dios … Allí fijo mi atención, y algunas veces necesito largo tiempo al principio de la mañana para alcanzar ese estado mental» Al principio tenía que luchar, y admitía: Me siento como un remero que rema contra la corriente. La presión de mi voluntad debe ser delicada pero constante, para escuchar a Dios, para orar sin cesar por los demás, para ver a

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las personas como almas, no como ropas, cuerpos o incluso mentes. En el momento en que cesa la presión sobre los remos, me voy a la deriva, río abajo … Esto de «dejarse ir y dejar actuar a Dios» no se aviene con mi experiencia. «Aférrate a Dios y sigue agarrado de él», así es como lo siento yo. Hay un acto de la voluntad, y puedo sentir que mis músculos espirituales crecen gracias a mi ejercicio con los remos. Después de un año pudo decir: «Esta sencilla práctica solo exige una delicada presión de la voluntad, no superior a lo que una persona puede ejercer con facilidad. Se va haciendo más fácil a medida que se va fijando el hábito. Sin embargo, transforma la vida en un cielo». Más tarde, Laubach se propuso a sí mismo un experimento: traer a Dios de vuelta a la corriente de sus pensamientos cada pocos segundos, de manera que la conciencia de Dios existiera siempre en él como una especie de «imagen del recuerdo». Para lograr esa meta jugaba un «juego con los minutos» en el cual trataba de «sintonizar mis acciones con la voluntad de Dios cada cuarto de hora o media hora … He comenzado tratando de vivir todo el tiempo que estoy despierto escuchando conscientemente a la voz interior, y preguntando sin cesar: “Padre, ¿qué quieres que se diga? Padre, ¿qué quieres que se haga en este minuto?”» Laubach logró traer a Dios a su mente por lo menos una vez por minuto y fue aumentando gradualmente la frecuencia. En algunos de sus diarios, calcula los porcentajes reales que experimentaba a diario: «Consciente de Dios al cincuenta por ciento; rechazo voluntario, un poco». Algunas veces llegaba al setenta y cinco por ciento, y llegó incluso a alcanzar el noventa por ciento. También habla de muchos fallos, cuando las distracciones sacaban a Dios de su mente por completo. Sin embargo, poco a poco fue encontrando que aquel ejercicio diario transformaba su espíritu. Cada vez que se encontraba con una persona, oraba interiormente por ella. Al responder el teléfono, susurraba: «Ahora me va a hablar un hijo de Dios». Mientras caminaba por la calle o hacía fila en una parada de autobuses, oraba en silencio por las personas que lo rodeaban. Laubach demuestra que se puede combinar la agitada vida moderna con el misticismo, no necesitamos recluirnos en un monasterio o un convento. Fue Decano de Educación en una gran universidad, ayudó a fundar un seminario, trabajó como misionero entre diversas tribus, sirvió a los pobres y viajó por el mundo entero para promover sus técnicas de alfabetización. La mañana después de haber leído el libro de Laubach, me tenía que reunir con un amigo a las siete y media para desayunar. Me senté a esperarlo durante diez minutos, quince, veinte, hasta que por fin llegué a la conclusión de que se le había olvidado. Conozco mi reacción normal: me irrito porque me han «dejado plantado», me siento frustrado por la pérdida de tiempo, me enojo conmigo mismo por no haber llevado algo para leer a fin de usar bien el tiempo. En lugar de todo esto, recordé algunas de las cosas descubiertas por Laubach. Oré por mi amigo, tal vez había tenido problemas con su auto o una emergencia en su familia. Oré por la mesera, por el personal que me rodeaba, por los demás que estaban en el restaurante. Le pedí a Dios que calmara mi espíritu y me ayudara a disfrutar de una de esas escasas horas en que no tengo que hacer nada al principio de mi día. Aunque mi amigo nunca llegó, salí del restaurante con una actitud mental mejor que cuando llegué, y con una pequeña dosis de ese poder que Laubach había aprendido a aprovechar constantemente. No es justo con el Hermano Lorenzo ni con Frank Laubach el que solo hable de algunos detalles de lo que es un proceso de toda la vida. Si sus ejercicios espirituales le parecen un duro esfuerzo realizado con un sentido de obligación, lea el relato entero. Para ellos, la disciplina llevaba al deleite y el gozo. Todo lo que hicieron fue reconocer que lo especial que es una relación personal entre un ser infinito e invisible, y un ser finito y visible, exige ciertos ajustes.

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Tal como dice Laubach, la recompensa bien vale el esfuerzo: «Después de meses y años de practicar la presencia de Dios, uno siente que Dios está más cerca, la forma en que lo empuja por detrás parece más recia y constante, y la forma en que empuja por el frente se hace más fuerte … Dios está tan cerca entonces que no solo vive a nuestro alrededor, sino que vive totalmente a través de nosotros». Actualmente escucho las palabras «práctica de la presencia de Dios» de una forma distinta. Antes buscaba una confirmación personal de que Dios está realmente presente. Algunas veces tengo esa sensación, otras veces no. Sin embargo, he dejado de insistir en ponerme en su presencia. Ahora doy por sentado que Dios me rodea por completo, aunque no lo pueda detectar con mis sentidos, y lucho por llevar mi vida diaria de una forma que sea adecuada a su presencia. ¿Le puedo referir a Dios todo lo que suceda hoy como una especie de ofrenda? En una conferencia sobre evangelismo patrocinada por Billy Graham en Manila, un camboyano fascinó al público con la historia de su meditación diaria. Bajo el régimen de Pot Pol, había sido internado en un campo de concentración como los que presenta la película The Killing Fields [Los campos de la matanza]. Creyendo que le quedaba poco de vida, quiso pasar un tiempo cada día con Dios, como preparación para la muerte. «Aun más que la privación de alimentos, aun más que las torturas, me molestaba no tener tiempo para encontrarme con Dios. Siempre había guardas gritándonos, obligándonos a trabajar, trabajar y trabajar». Por fin se dio cuenta de que los guardas no podían lograr que nadie fuera a limpiar las letrinas. Se ofreció para aquel desdichado trabajo. «Nadie me interrumpía jamás, y podía trabajar a mi paso. Aun en aquellas malolientes profundidades, podía mirar hacia arriba y ver el cielo azul. Podía alabar a Dios por haber sobrevivido un día más. Podía tener comunión con él sin que nadie me interrumpiera, y orar por los amigos y parientes que tenía a mi alrededor. Aquello se convirtió para mí en un glorioso tiempo de reunión con Dios». El alma debe tener ansias de Dios para poder arder en su amor; pero si aún no es capaz de sentir estas ansias, entonces debe ansiar tener ansias. Este ansiar tener ansias también viene de Dios.

El MAESTRO ECKHART

* En A Serious Call to a Devout and Holy Life [Un serio llamado a una vida devota y santa], William Law fija unos temas determinados de meditación para distintas horas del día: a las seis de la mañana, alabanza y acción de gracias; a las nueve, humildad; a mediodía, intercesión por otras personas; a las tres de la tarde, conformidad con la voluntad de Dios; a las seis, autoexamen y confesión de los pecados del día; al acostarse, pensar en la muerte. Su régimen para relacionarse con Dios me pareció exageradamente estricto cuando lo leí, hasta que recordé que los fieles musulmanes rezan cinco veces al día, y muchos usuarios de computadoras verifican su correo electrónico por lo menos con la misma frecuencia.

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QUINTA PARTE

El crecimiento

Las etapas del camino

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CAPÍTULODIECISIETE

NIÑO

Preferimos echarnos a perder antes que ser transformados. W. H. AUDEN

He conocido la presencia de Dios y su ausencia, la plenitud y la carencia total, la intimidad espiritual y un oscuro vacío. Tanto la secuencia como la variedad de estos pasos de mi peregrinar me tomaron por sorpresa, y cuando miré alrededor en busca de una guía que me pudiera ofrecer indicios sobre lo que podía esperar, encontré mucha confusión. Hay grupos cristianos que equiparan la madurez espiritual con el ascetismo: el que cumpla con las reglas más estrictas es el que llega a la intimidad con Dios. Yo sé que esto no puede ser correcto, porque el propio Jesús tenía reputación de libertino, comparado con Juan el Bautista o con los fariseos. Otros cristianos le quitan valor a la búsqueda de la intimidad con Dios. Tengo amigos que sirven en el frente de batalla de las causas justas, y se burlan de las disciplinas espirituales porque son «demasiado místicas». Aunque admiro su entrega, y estoy de acuerdo con algunas de sus causas, no puedo ignorar sin más los numerosos pasajes bíblicos que hablan de la unión con Dios y de la necesidad de ser santo. Entonces, ¿qué aspecto tiene un cristiano maduro? Y, ¿cómo afecta mi conducta mi relación con Dios? Con estas cuestiones en la mente, leí con lentitud todo el Nuevo Testamento, marcando en una hoja de anotaciones todo pasaje que animara a los creyentes a crecer en lo espiritual. Traté de mirar más allá de las órdenes directas —no roben más; dejen de murmurar; sirvan a los pobres— hasta la motivación subyacente. ¿A qué estaban apelando Jesús, Pablo y los demás? Llené de notas muchas páginas de mi libreta de apuntes y después las recorrí de nuevo en busca de tendencias. El Nuevo Testamento presenta la vida con Dios como un peregrinaje, y los seguidores se encuentran en muchos lugares distintos a lo largo del camino. Por comodidad, definí tres grupos amplios —Niño, Adulto y Padre— marcando en los márgenes cuál era el nivel de desarrollo de aquellos a quienes el autor parecía estarse dirigiendo. Estas tres categorías resumían para mí tres etapas generales de la vida espiritual. Primero busqué todos los pasajes dirigidos a los cristianos que apenas estaban comenzando su peregrinaje, o que parecían atascados en la etapa del Niño. Todo el que haya tratado de criar a un niño sabe que la apelación a unas motivaciones elevadas no suele funcionar muy bien. Conozco un matrimonio que intentó «autoactualizar» a su hijo, dejando que fuera él quien tomara todas sus decisiones. Le explicaban las posibles consecuencias de su conducta y después dejaban que el niño tomara la decisión final. Presencié una de esas escenas en un día invernal de Chicago, en el que la temperatura se hallaba por debajo del punto de congelación y el suelo estaba cubierto por casi medio metro de nieve. El niño, llamado Drew, que tenía entonces cuatro años de edad, pensaba que sería divertido salir a jugar llevando solo unos calzoncillos y camiseta. Los padres le explicaron que el cuerpo tiene una

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resistencia menor a las infecciones en el frío, y que si estaba fuera mucho tiempo le podían pasar cosas malas, como la congelación y la hipotermia. Drew se mantuvo firme y declaró: «¡Pero yo quiero salir ahora!» Ninguna apelación a motivaciones elevadas sirvió, y sus padres terminaron dejando que saliera, con la esperanza de que los elementos lo trajeran de vuelta a la casa muy pronto. Una escena de una clase muy diferente se produjo en el verano junto a las márgenes del lago Michigan. Allí, un niño se sentó al borde de un muro de contención de hormigón con los pies colgando, y mientras miraba el agua fría y agitada que tenía debajo, se repetía «¡No, no, no!», obviamente repitiendo la orden que sus padres le habían repetido hasta el cansancio. Tal vez no haya sido capaz de explicar por qué le estaban prohibidas las delicias del lago Michigan, pero sí comprendía las reglas. Sin duda, sus padres habían apelado a alguna motivación no tan alta, como la amenaza de un castigo. Cuando revisé el Nuevo Testamento, era sorprendente el número de pasajes que se habían ganado la palabra «Niño» en el margen por su enfoque. Jesús mismo no vacilaba en amenazar la desobediencia con un serio castigo, ni en prometer que recompensaría al obediente. Hay algunas formas de conducta tan dañinas que sencillamente las debemos evitar. Un consejero nunca le aconsejaría a alguien que a ciencia cierta se sabe que es alcohólico, que se limite a disminuir un poco la cantidad de bebida que toma, o a embriagarse solo por las noches. Un juez no le diría a alguien que es ladrón habitual: «Trate de dominarse, ¿qué le parece si solo se mete en las casas a robar durante los fines de semana?» El único mensaje adecuado es el que da Pablo: «El que robaba, que no robe más». Por lo general, las lecciones de moralidad del apóstol Pablo vienen acompañadas de una gran dosis de exasperación. «¿Acaso no saben …?» «¿No se dan cuenta …?», dice incómodo, enojado porque unos seres humanos llamados por Dios para ser santos, en lugar de serlo, estén discutiendo sobre si deben comer carne o circuncidarse. Dice cosas para levantar el ánimo, algo así como un padre que anima a su hijo a comer vegetales verdes «por su propio bien». Los escritores del Nuevo Testamento no pueden comprender por qué hay algunos creyentes que se van arrastrando en una adolescencia perpetua cuando deberían estar actuando como adultos. Aunque tal vez prefieran apelar a motivaciones «elevadas», lo que hacen estos autores es decirles en detalle las terribles consecuencias que tiene una conducta errada, porque saben que una decisión sabia movida por una motivación inmadura es mejor que una mala decisión. Si los adolescentes se abstienen de la promiscuidad sexual y de fumar cigarrillos, aunque no sea por otro motivo más que por temor a las enfermedades, es posible que no se beneficie su alma, pero ciertamente, su cuerpo sí se beneficiará. Hasta ahora he evitado escribir acerca de un período sumamente difícil de mi vida, un tiempo de serias complicaciones físicas durante el cual no podía hablar ni caminar. Estaba todo el día en cama, y apenas podía mover los brazos y las piernas. Mis ojos no podían enfocar. No me podía alimentar y era incontinente. Comprendía muy poco lo que estaba pasando a mi alrededor. Resignado a mi situación, no me podía imaginar que fuera a mejorar. Logré superar ese estado, y ahora lo recuerdo como un tiempo necesario de transición: la infancia humana. Nadie llega a la edad adulta sin pasar por un período de inmadurez. Igualmente, no hay persona sana que quiera permanecer allí. No conozco nada más triste en la vida que la ruptura del proceso de maduración: la oruga que nunca llega a ser mariposa, el renacuajo que nunca pasa por su metamorfosis, el bebé con daño cerebral que yace en una cuna durante treinta años.* El niño recién nacido tiene todas las partes del cuerpo que va a necesitar por el resto de su

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vida, pero necesita crecer para poderlas usar tal como es debido. En lo espiritual, se aplica el mismo principio a la vida de fe. «Yo, hermanos, no pude dirigirme a ustedes como a espirituales sino como a inmaduros, apenas niños en Cristo», es la reprensión que Pablo les dirige a los corintios. «Les di leche porque no podían asimilar alimento sólido». Como muchos que son jóvenes en la fe, los corintios ponían obstáculos para pasar de la inmadurez del niño a una etapa más avanzada. Por otra parte tenemos a Jesús afirmando abiertamente: «A menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos». De alguna manera necesitamos aprender a distinguir entre una conducta adecuada que sea semejante a la de los niños, requisito previo para el reino de los cielos, y una conducta infantil inadecuada, señal de un crecimiento frustrado. El Salmo 31, uno de los más cortos, da una idea de la diferencia que hay entre una confianza en Dios semejante a la de un niño y una confianza infantil: No busco grandezas desmedidas, ni proezas que excedan a mis fuerzas. Todo lo contrario: he calmado y aquietado mis ansias. Soy como un niño recién amamantado en el regazo de su madre. ¡Mi alma es como un niño recién amamantado! Arthur Weiser comenta que el cristiano … no es como un bebé que grite para pedirle a su madre que le dé el pecho, sino como un niño destetado, que descansa calladamente junto a su madre, feliz de estar con ella … y así como el niño va perdiendo gradualmente el hábito de considerar a su madre solo como un medio de satisfacer su propio apetito, y aprende a amarla por ella misma, también el adorador, después de luchar, ha alcanzado una actitud mental en la cual anhela a Dios por él mismo, no como medio para lograr sus propios deseos. El centro de gravedad de su vida se ha desplazado. Algunas veces siento que añoro la gloriosa autocoplacencia de la infancia, cuando el mundo giraba alrededor de mí, cuando un quejido o un grito causaba la atención, cuando otros satisfacían mis necesidades sin esfuerzo alguno de mi parte. También algunas veces miro atrás, a una etapa temprana de mi peregrinaje espiritual, cuando Dios parecía cercano y la fe parecía fácil e imposible de refutar; una etapa anterior a las pruebas y los desalientos; una etapa anterior al destete. Y entonces, en la iglesia o en el supermercado, me encuentro con algún bebé indefenso, inmóvil, con poca comprensión de lo que le rodea, y me doy cuenta de nuevo de lo sabia que es la creación, que nos empuja hacia la madurez, con un crecimiento alimentado por una dieta de comida sólida, no de leche. Aunque aún llevo las huellas de los dolores del crecimiento, estoy aprendiendo a identificar y evitar algunas de las seducciones de la fe infantil: las expectaciones no realistas, el legalismo y una dependencia insana. Varias veces he aludido al peligro que significa tener unas expectativas que no sean realistas. En algún momento, el niño tiene que aprender a aceptar el mundo tal como es, no como él quiere que sea. «¡No es justo!», se lamenta el niño con un gesto violento. Esto más tarde se suaviza y se convierte en un: «La vida no es justa», que es la sabiduría del adulto. Las personas varían en belleza, procedencia familiar, capacidades atléticas, inteligencia, salud y riqueza, y todo el que espere hallar una equidad perfecta en este mundo terminará amargamente desilusionado. De igual forma, el cristiano que espere que Dios le resuelva todos los problemas familiares, sane todas sus enfermedades y detenga la caída de su cabello, o el surgimiento de

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canas y arrugas, la presbicia, la osteoporosis, la senilidad y los demás efectos del envejecimiento, anda en busca de una magia infantil, no de una religión madura. J. I. Packer explica: Dios … es muy delicado con los que son muy jóvenes en el cristianismo, como lo son las madres con los bebés muy pequeños. Con frecuencia, el comienzo de su caminar cristiano está marcado por un gran gozo emocional, unas manifestaciones asombrosas de la providencia, unas notables respuestas a su oración y unos frutos inmediatos en sus primeros intentos por testificar; así es como Dios les da ánimo y los establece en «la vida». Sin embargo, a medida que se van haciendo más fuertes y capaces de soportar más, los hace ejercitarse en una escuela más dura. Los pone en contacto con tantas pruebas procedentes de las presiones de influencias hostiles y desalentadoras como pueden sobrellevar; nunca más (vea la promesa, 1 Corintios 10:13), pero tampoco menos (vea la advertencia, Hechos 14:22). De esta forma edifica nuestro carácter, fortalece nuestra fe y nos prepara con el fin de que ayudemos a otros. Mientras he estado escribiendo este libro, he deseado muchas veces haber podido prometer más. Me gustaría poder alentar a los cristianos, como hacen algunos, para que «lo nombren y lo reclamen». Me gustaría poder elevar la expectativa de que Dios va a cambiar las reglas a favor nuestro, que va a hacer la vida más fácil, no más dura. Cada vez que deseo esto, me enfrento con la tentación de la fe infantil, la misma tentación a la que se resistió Jesús en el desierto. Tanto Jesús como Pablo afirman que el legalismo es otro síntoma de la fe infantil. Tal como Pablo lo explica, el hecho de que la ley del Antiguo Testamento fuera tan estricta no tenía por motivo ofrecer una senda alterna para llegar a Dios, sino demostrar que por estricto que uno sea, le es imposible alcanzar el nivel que Dios quiere. Él exige perfección, y para eso necesitamos otro camino, el de la gracia. «Tú eres fiel con quien es fiel, e irreprochable con quien es irreprochable», escribió David en uno de sus Salmos, reflejando la fe contractual del Antiguo Testamento. Me pregunto cómo habría editado este Salmo después de su colosal fallo con Betsabé y los escándalos que lo siguieron. Para alguien que no tuvo misericordia, se mostró misericordioso, y para alguien que era culpable, se manifestó impecable. La fe de David, basada en sus acciones, lo había preparado para la justicia, pero no para la gracia. El legalismo tiene su parte en el desarrollo espiritual, de la misma forma que la tiene en el desarrollo de un niño, pero un legalismo perpetuo obstaculiza el crecimiento. «¡Nunca cruces solo la calle!» «¡Aléjate de los ríos!» «¡No juegues con cuchillos!» Todos estos mandatos los oí cuando era pequeño, y por lo general los obedecía. Ahora, siendo adulto, corro entre el tránsito de la ciudad, me voy de aventura por los rápidos de los ríos y uso cuchillos, hasta sierras eléctricas de cadena. Aunque ahora reconozco que lo estricta que fue mi niñez me ayudó a prepararme para la libertad responsable de la edad adulta, raras veces recuerdo esos días tempranos tan reglamentados con nostalgia o pesar. Pablo, criado en la tradición judía más estricta, sabía por experiencia propia cuáles eran los peligros de una fe basada en el cumplimiento de unas normas. En realidad, puso el dedo sobre la llaga en cuanto a una ironía muy peculiar de la conducta humana: el legalismo fomenta con frecuencia la desobediencia, como lo demuestra ampliamente el Antiguo Testamento. Esto fue lo que les dijo a los colosenses: «Estos preceptos … tienen sin duda apariencia de sabiduría, con su afectada piedad, falsa humildad y severo trato del cuerpo, pero de nada sirven frente a los apetitos de la naturaleza pecaminosa». El apóstol de la gracia no se podía imaginar por qué podía haber alguien que quisiera volver a una relación con Dios marcada por tanta irritabilidad y tantos

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fracasos. Por eso señalaba hacia una libertad que no se basaba en reglas, sino en el amor. «Toda la ley se resume en un solo mandamiento: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”». Al pensar en los tiempos del Antiguo Testamento, Pablo veía en ellos también un esquema de dependencia insana. Como niños criados por un padre famoso que les proporciona todo lo que necesitan, los israelitas hallaban su identidad a base de sentirse resentidos por el hecho de depender tanto de Dios. Así permanecieron, en un estado de rebelión infantil, mientras Dios quería que se movieran con mayor constancia hacia la madurez. Conozco un hombre que tiene setenta años y aún vive con su madre, le pide permiso antes de salir de la casa y le entrega su dinero todas las semanas. Después de hacerlo romper sus relaciones con su prometida hace años, lo ha tenido desde entonces totalmente dominado. Conozco otros adultos que siguen actuando como niños debido a unos padres asfixiantes que nunca aprendieron a soltarlos. Así desafían un principio básico de la naturaleza: la meta de la paternidad es producir adultos sanos, no niños dependientes. La hembra del cocodrilo ayuda a sus hijos a salir del huevo, rompiéndolo con delicadeza; el águila agita el nido para obligar a los aguiluchos a volar; el padre deja que su hijo tropiece y se caiga, porque si no, ¿cómo va a aprender a caminar? El crecimiento incluye un nuevo nacimiento, un dolor saludable y una autonomía gradualmente creciente. La fe infantil que se basa en las expectaciones poco realistas, el legalismo y una dependencia insana, puede funcionar bien durante un tiempo … hasta que la persona choque de frente con una nueva realidad. Job rompió esa barrera, como lo hicieron Abraham, los profetas y los discípulos de Jesús. «Lázaro ha muerto», les dijo a estos últimos Jesús, «y por causa de ustedes me alegro de no haber estado allí, para que crean». Los estaba preparando para una nueva realidad que incluía la resurrección, sí, pero no antes del necesario paso de la muerte. Cuando Jesús dijo: «A menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos», no estaba hablando de una fe inmadura como la que acabo de describir. Tampoco estaba hablando de esos rasgos típicos de los niños que se ven tan claros en los parques infantiles: el abuso con los más pequeños, la competencia, los llantos y el chismorreo. Entonces, ¿de qué estaba hablando? Envueltos en uno de los sermones de Frederick Buechner, he hallado tres rasgos de la niñez que muy bien nos podrían ayudar a comprender el significado de la fe semejante a la de un niño, a diferencia de una fe infantil. Según Buechner, los niños no tienen ideas preconcebidas fijas acerca de la realidad. Varios niños, al oír Las Crónicas de Narnia leídas en voz alta como cuentos para dormir, han tomado hachas con las que han destrozado armarios en busca de la entrada secreta. Son muchos más los que han espiado con ansiedad por una chimenea bloqueada, preguntándose cómo va a poder pasar Santa Claus a través de un espacio tan estrecho. Y es revelador que en la película de Steven Spielberg fueran los niños, y no los adultos, los que aceptaran a E.T. y lo invitaran a su casa. «Eso es todo lo que saben», decimos de los niños que creen en la magia y se inventan compañeros imaginarios de juego. Algunas veces sí saben más. Al centurión le hizo falta una fe de niño para acercarse a Jesús y pedirle que sanara a su siervo, y al paralítico para convencer a sus amigos de que lo bajaran a través del techo, y a Pedro para salir de la barca al lago, y a los discípulos para reconocer al hombre que estaba de pie en medio de ellos como el mismo Jesús que habían visto morir. Mientras tanto, los adultos de aquellos tiempos, que sí «sabían más que eso», juntaron testigos para tratar de convencer a un hombre que había estado ciego de que no era posible que estuviera viendo, armaron una conspiración para matar de nuevo al pobre Lázaro, y les pagaron a los guardas romanos que habían presenciado la resurrección de Jesús para que se

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callaran. La fe que asombraba a Jesús tenía una cualidad perturbadoramente semejante a la fe de los niños, y cuando leo los Evangelios estoy convencido de que me falta ese tipo de fe. Me es demasiado fácil limitarme a rebajar mis expectativas, teniendo pocas esperanzas de que haya un cambio, no creyendo que Dios pueda sanar las heridas que llevo dentro, con las cuales he aprendido a vivir. El equilibrio entre la fe semejante a la de un niño y la fe infantil podrá ser precario, pero no nos podemos atrever a inclinarnos demasiado hacia una de ellas para tratar de evitar la otra. En segundo lugar, dice Buechner, los niños saben aceptar regalos. Dependientes desde su nacimiento, reciben con alegría, sin restringir sus sentimientos. No debaten sobre si merecen ese regalo ni se preocupan por la etiqueta que indica que se debe dar algo a cambio. Destrozan con gozo el papel que lo envuelve y comienzan a disfrutar del regalo. Mi abuela, que era una mujer muy sabia, me solía dar a mí un regalo más pequeño en el cumpleaños de mi hermano, y viceversa. Ni una sola vez pensé en corregirla, indicándole por qué mi hermano merecía toda la atención en aquel día. Me apoderaba de lo que ella me ofrecía, como si tuviera por nacimiento el derecho de recibirlo. Dios debe compartir esta calidad de «semejanza a los niños», porque no le cuesta trabajo recibir regalos, como lo indica con claridad el Antiguo Testamento. Mientras Jesús estaba en la tierra, también aceptó regalos: los costosos regalos de los magos cuando aún era bebé, el ungüento que una mujer derramó sobre sus pies, el tiempo y la consagración de sus discípulos, y la adoración de María, la hermana de Lázaro. Los niños son los que más me han enseñado sobre la alabanza y la acción de gracias. No tienen inconveniente alguno en dar gracias todos los días por el perro de la familia y las ardillas que juegan en el patio. «Danos hoy nuestro pan cotidiano», nos enseñó Jesús que dijéramos al orar. Solo un espíritu semejante al de un niño me permite recibir los regalos comunes y corrientes de Dios todos los días sin pensar que sean comunes y corrientes. Y ese mismo espíritu de niño me permite abrir las manos para recibir su gracia, que me llega sin cargo alguno, sin tener que ver con mi actuación. En tercer lugar, los niños saben confiar. Una calle congestionada por el tránsito no aterra a un niño que tenga junto a sí un adulto de cuya mano agarrarse. En realidad, hay que enseñarles seriamente a no confiar en gente extraña, porque la desconfianza va en contra de sus instintos. Cuando Jesús oró en el huerto de Getsemaní, usó el término que usaban los niños judíos para dirigirse afectuosamente a su padre. «Abba, Padre, todo es posible para ti. No me hagas beber este trago amargo, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». Tomó la decisión consciente de confiar en Dios, sin importarle lo que tuviera por delante, una dependencia semejante a la de un niño, que no titubeó ni siquiera en la cruz, donde oró diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Kathleen Norris nos habla de una larga batalla intelectual contra la fe de su niñez, durante la cual por algún tiempo le fue imposible aceptar una buena parte de la doctrina del cristianismo. Más tarde, al experimentar problemas en su vida personal, se sintió atraída a una abadía benedictina donde, para sorpresa suya, no parecieron importarles a los monjes ni sus serias dudas ni sus frustraciones intelectuales. «Me sentí un poco desilusionada», escribe. «Había pensado que mis dudas eran unos espectaculares obstáculos a mi fe, y me sentí confundida e intrigada a la vez cuando un anciano monje me dijo alegremente que las dudas solo son la semilla de la fe; una señal de que la fe está viva, y lista para crecer». En lugar de ir hablando de sus dudas una a una, los monjes la instruyeron en la adoración y la liturgia.

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Así aprendió que la palabra griega traducida como creer solo significa «darle el corazón a alguien», y descubrió que el acto de adoración puede constituir una forma concreta de fe. No le pareció extraño recitar unos credos que no podía comprender, porque, como dice: «Puesto que soy poetisa, estoy habituada a decir cosas que no comprendo del todo». Poco a poco fue comprendiendo que para tener una relación con Dios, como sucede con cualquier otra relación, tenía que sumergirse en ella, sin saber dónde la llevaría. Comenzó por la confianza, y desde allí, se desarrolló en ella una fe madura. Las expectativas poco realistas frente a una fe de mente abierta; el legalismo frente a la gracia; la dependencia insana frente a la confianza del niño … muchas veces me siento caminando la cuerda floja entre la fe infantil y la fe semejante a la de los niños. Sin embargo, la diferencia es de suma importancia: uno de estos dos tipos de fe me mantiene en una infancia perpetua, mientras que el otro me lleva a una relación madura con Dios. El notable librito llamado He Leadeth Me [Él me guía], escrito por Walter Ciszek, muestra una fe de niño ejercitada en medio de unas circunstancias sumamente exigentes. Ciszek, que creció en Pennsylvania como católico devoto, entró en una misión jesuita y se ofreció para trabajar en la Rusia soviética cuando estaba en todo su apogeo el ateísmo militante. Para su consternación, su superior lo asignó a una misión en Polonia, en lugar de enviarlo allí. Unos pocos años después estalló la guerra y el ejército de Hitler invadió Polonia. En medio de la horda de refugiados polacos que huían hacia Rusia, Ciszek vio una oportunidad providencial. Disfrazándose de obrero, se unió a los refugiados y se infiltró en Rusia, donde siempre había querido trabajar. Según creía, sus oraciones habían sido respondidas. Sin embargo, poco después la policía secreta soviética lo arrestó. Durante los cinco años siguientes estuvo encerrado en la notoria prisión de Lubianka, en Moscú, sufriendo acosos e interrogatorios constantes. Durante todo aquel tiempo en Lubianka lo mantuvieron aislado en una celda, y se pasaba día y noche interrogando a Dios. ¿En qué se había equivocado? ¿Había sentido el llamado al sacerdocio, pero cómo podía realizarlo confinado a ese aislamiento? ¿Para qué tanto estudio? ¿Por qué lo estaban castigando? Por último, cedió ante las exigencias de la KGB y firmó una confesión escrita sobre unas supuestas actividades de espionaje. Cuando se negó a seguir colaborando, recibió una sentencia de quince años de trabajos forzados en la Siberia. En las condiciones mucho más duras del Gulag, con un frío atroz y catorce horas de trabajo diarias, Ciszek tuvo por fin la oportunidad de servir como sacerdote, después de irse ganando poco a poco la confianza de los católicos ucranianos. Se arriesgó, soportó castigos y buscó a Dios. Uno por uno, todos los restos de su fe infantil fueron cayendo. En su lugar, creció una fe madura, pero semejante a la de un niño, del mismo estilo de la que sugiere Frederick Buechner. Lo primero que tuvo que hacer Ciszek fue adaptarse a las nuevas realidades. En sus años de estudio para el sacerdocio no había pensado ni una sola vez en el tipo de camino que tenía ante sí en Rusia. Primero en Polonia, después en Lubianka, más tarde en un campamento de trabajo de la Siberia, y finalmente en el exilio, trabajando en un poblado de campesinos, se tuvo que enfrentar con unas condiciones que nunca habría escogido para sí mismo. No tenía libros de teología ni de inspiración que estudiar, y gozaba de muy poca confraternidad con otros cristianos. Tenía que contrabandear el vino y el pan para la Eucaristía. Las autoridades le prohibieron todo proselitismo o evangelismo. Por un tiempo, se sintió traicionado, porque su llamado al sacerdocio no había salido como él esperaba. Ciszek aprendió a aceptar la voluntad de Dios, «no como a nosotros nos gustaría, o como

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en nuestra pobre sabiduría humana pensaríamos que debería ser», sino más bien como «las veinticuatro horas de cada día: la gente, los lugares y las circunstancias que él nos pone delante en ese tiempo». Se dio cuenta de que siempre había enfocado la vida con una expectación acerca de lo que debía ser la voluntad de Dios, dando por supuesto que él lo ayudaría a cumplirla. Ahora tuvo que aprender a aceptar como voluntad de Dios las situaciones reales a las que se enfrentaba cada día, la mayoría de las cuales se hallaban fuera de su control. Su visión se estrechó a un marco de tiempo de veinticuatro horas. En segundo lugar, descubrió que Dios le estaba enviando nuevos dones. Mientras oraba diciendo: «Danos hoy nuestro pan de cada día», comenzó a aceptar esos dones que Dios le ponía delante: Para mí, cada día debería ser más que un simple obstáculo que debo superar, un tiempo que debo soportar, una secuencia de horas a las que tengo que sobrevivir. Para mí, cada día viene de la mano de Dios, acabado de crear y repleto de oportunidades para hacer su voluntad … Nosotros, por nuestra parte, podemos aceptar de Dios y ofrecerle de vuelta toda oración, todo trabajo, todo sufrimiento del día, por insignificantes o poco espectaculares que nos parezcan … Sin embargo, entre Dios y el alma no hay momentos insignificantes; este es el misterio de la divina providencia. Por último, y por encima de todo, Ciszek aprendió a confiar. Su libro recoge la agonía que significó vencer las dudas y confiar en Dios cuando en su vida todo parecía oponerse a algo así. Aprendió a hacer esto al observar la anticuada fe de campesinos de los presidiarios que formaban su parroquia. «Para ellos, Dios era tan real como su propio padre, o hermano, o mejor amigo». Es probable que no hubieran podido expresar con palabras sus creencias, pero en el centro mismo de su ser creían en la fidelidad de Dios. Confiaban en él, acudían a él en los momentos difíciles, le daban gracias en los pocos momentos de gozo, estaban listos a perderlo todo en el mundo antes que ofenderlo, y esperaban sin titubear que estarían con él para toda la eternidad. (El personaje llamado Alyosha, en la novela Un día en la vida de Iván Denisovich, de Solzhenitsyn, capta a la perfección la sencilla fe de niño que Ciszek halló en la Siberia.) Ciszek se había sentido intrigado muchas veces acerca de la forma de sentir la presencia de Dios. En el lugar menos indicado, un campamento de prisioneros de la Siberia, aprendió una verdad importante: Por fe sabemos que Dios está presente en todas partes, y que siempre está presente con nosotros, con solo volvernos a él. O sea, que somos nosotros quienes nos debemos poner en su presencia; nosotros los que nos debemos volver a él en fe; nosotros los que debemos saltar más allá de una imagen hasta la fe —en realidad, hasta la comprensión— de que estamos en la presencia de un Padre amoroso, que siempre está dispuesto a escuchar nuestras infantiles historias y a responder a nuestra confianza de niños. Cuando decidió conscientemente abandonarse en manos de la voluntad de Dios, Ciszek supo que estaba cruzando una frontera de confianza a la que siempre le había tenido temor. Sin embargo, cuando por fin la cruzó, «el resultado fue una sensación, no de miedo, sino de liberación». Al pensar en mi propio peregrinaje, puedo ver los graves peligros que hay en la fe infantil. Tuve que aprender que la vida no es justa, y que Dios no me va a allanar las cosas mágicamente. Aprendí que el legalismo no siempre produce virtud ni madurez, y que en realidad, puede llevar en el sentido opuesto. Aprendí que una dependencia insana puede ser un obstáculo para el crecimiento. Todavía sigo buscando una fe madura semejante a la de un niño. Por lo menos tengo una

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idea del aspecto que tiene, gracias a personas como Walter Ciszek. Aunque nuestras circunstancias sean muy diferentes, el reto es el mismo: confiar en que el camino de Dios es el mejor siempre. El estado de semejanza a un niño representa la forma más precisa que tengo de relacionarme con Dios, porque soy una criatura caída que trata de hacer contacto con el Creador perfecto. «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?» Los discípulos hicieron esta pregunta porque se estaban esforzando, y Jesús les mostró un niño que lo más probable es que ni supiera lo que es el reino de los cielos ni le importara mucho, como tampoco le importaría lo que significaba una pregunta como esa. Y entonces, les dijo que se hicieran como aquel niño pequeño … que ni conocía en el sentido de comprender ni se preocupaba en el sentido de vivir lleno de ansiedad.

FREDERICK BUECHNER

* En un museo médico vi en una ocasión un feto osificado. La placa explicaba que una mujer muy obesa había quedado embarazada y nunca se había dado cuenta. Algo fue mal y no dio a luz al feto, que se quedó dentro de su útero, y sus células fueron reemplazadas gradualmente por minerales a lo largo de los años, en un proceso similar al que petrifica los árboles. A los sesenta y cinco años esta mujer sufrió una operación que no tenía nada que ver con aquello, y los médicos hallaron dentro de su cuerpo un pedazo de hueso tan pesado como una pelota de bolear, con la forma de un feto perfectamente formado.

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CAPÍTULODIECIOCHO

ADULTO

¿Me preguntas qué castigo hay para los que no aceptan las cosas en este espíritu? Su castigo consiste en ser como son.

EPICTETO

Los padres sabios van apartando a sus hijos de la dependencia para llevarlos a la libertad, porque su meta consiste en producir adultos independientes. En cambio, los que se aman escogen una nueva forma de dependencia voluntaria: poseyendo esa libertad, renuncian a ella con gozo. En un matrimonio sano, uno de los cónyuges cede ante los deseos del otro, no porque esté obligado, sino porque lo ama. Creo que esa relación adulta revela lo que Dios siempre ha buscado en los seres humanos: no el amor indefenso del niño que se aferra porque no tiene otra posibilidad, sino el compromiso maduro y hecho libremente del que ama. Sigo regresando al matrimonio como imagen de esta relación madura porque es una relación en la que he vivido todos los días durante treinta años, y porque la propia Biblia se apoya en él. (Una amistad estrecha entre dos personas solteras podría servir para un propósito muy semejante). ¿Cómo es exactamente esto de que yo «escojo una nueva clase de dependencia voluntaria» dentro del matrimonio? Me vienen a la mente dos grandes decisiones que tomamos Janet y yo, y que nos llevaron ambas a desarraigarnos y trasladarnos a un nuevo lugar. La primera vez nos mudamos desde los suburbios de Chicago hasta un vecindario en el centro de la ciudad. En aquellos momentos parecía una mudanza riesgosa, porque, como muchas personas que han vivido en mejores barrios, pensábamos que en la ciudad nos iban a asaltar o agredir al menos una vez por semana. Pasamos de preocuparnos solo por las malas hierbas en el césped a conseguir un lugar donde estacionarnos y a subir los víveres por las escaleras hasta el tercer piso. Oíamos otros idiomas casi con tanta frecuencia como el inglés en las calles, y así fue como aprendimos a divertirnos con la diversidad de razas y culturas que nos rodeaba. Y en los trece años que vivimos allí, no nos asaltaron ni una sola vez. Después de esos enriquecedores años de vida en la ciudad, nos mudamos a un lugar aislado de Colorado que era lo opuesto a Chicago en todo sentido. No conocíamos a nadie y tuvimos que comenzar de nuevo el complicado proceso de encontrar comunidad, iglesia y amigos. Por la ventana de mi oficina ahora no veo el techo lleno de grava de Winchell’s Donuts, sino una alameda y, a la distancia, el resplandor de la nieve en unas montañas de más de cuatro mil metros de altura. Desde la perspectiva actual nos parece claro que nos trasladamos a Chicago sobre todo por el bien de Janet, y a Colorado mayormente por el mío. Janet floreció en la ciudad, levantando un excelente programa con base en la iglesia que ministraba a los ancianos en sus necesidades. La mayoría eran pobres, y algunos no tenían dónde vivir. Sin embargo, al final, la vida de ciudad con sus presiones, sus incesantes alarmas de autos y su frenético paso, fue drenando mi energía creativa, y escogimos Colorado en busca de un ambiente que alimentara mejor mi introspectivo

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trabajo como escritor. Pero esos traslados significaron grandes ajustes, incluso sacrificios. Sin embargo, como sabe todo el que tenga un matrimonio sano, una pareja solo realiza esos cambios dentro de un espíritu de consentimiento mutuo. Puesto que yo trabajo en la casa, tenemos más libertad para tomar esas decisiones que otras personas. Pero un espíritu de poder («Necesito un cambio de ambiente, y me voy a mudar, te guste o no») o de venganza («Ya tú te divertiste; ahora me voy a divertir yo») significaría un desastre. Ninguno de nosotros se atrevería a imponerle al otro una decisión así. El matrimonio solo ofrece un elemento seguro para el abuso de la libertad: el amor. En realidad, en toda relación madura es el amor el que fija los límites. Podría señalar las numerosas veces en las cuales Janet ha dejado a un lado sus preferencias en favor de las mías, y yo he hecho lo mismo por ella. Ninguno de los dos «gana» todo el tiempo. Sin embargo, puesto que nos hemos entregado el uno al otro, hacemos cuantos ajustes sean necesarios, tanto pequeños como grandes, a fin de vivir juntos en paz y de tratar de ejercer poder y libertad dentro de los límites que señala el amor. Treinta años de matrimonio nos han cambiado a ambos. Somos unas personas ampliamente distintas a los románticos enamorados que se dieron el «sí» cuando apenas habían salido de la adolescencia. Ella me ha enseñado a mí habilidades sociales, el aprecio por las plantas y la compasión por los pobres y oprimidos. Yo le he enseñado a ella música clásica, una conciencia de la belleza natural, el gusto por los viajes y el ejercicio físico. Nuestras sumisiones mutuas han hecho que crezcamos, en lugar de encogernos. Las personas que se aman comprenden que una relación duradera crece en la tierra de la confianza, la gracia y el perdón, no en la de la ley. Saben que no es posible ordenarle a nadie que ame, ni forzarlo a que lo haga. Por naturaleza, el que ama quiere aquello que la otra persona quiere. Cuando el amor exige sacrificio personal, muchas veces parece más como un regalo: «No se cumpla mi voluntad, sino la tuya». Los que aman, elogian: les hablo de mi esposa a los demás y me muestro orgulloso de sus logros, no porque sienta la obligación de hacerlo, sino porque quiero que ellos la conozcan como yo la conozco. En esta forma y en otras, he aprendido del matrimonio cómo puede funcionar una relación madura con Dios. Agustín describía una buena vida espiritual como sencillamente «un amor bien ordenado». El estado que Dios quiere solo se produce como resultado de una fiel relación con él. Tratamos de agradarle, aceptamos como meta más alta conocerlo y amarlo, hacemos los sacrificios que sean necesarios, y mientras pasa todo esto, nosotros mismos cambiamos. La espiritualidad personal crece como producto secundario de una relación sostenida con Dios. Al final, nos encontramos no solo haciendo aquello que le agrada a Dios, sino deseando hacerlo. Pídale a una persona totalmente secular que explique la conducta de los cristianos consagrados. ¿Por qué evitan hábitos que le hacen daño al cuerpo, batallan contra las tentaciones de lujuria e inmoralidad, complacen a otros en lugar de complacerse ellos mismos, insisten en la honra y la justicia, buscan a los que nadie ama y a los parias de la sociedad? Es posible que escuche una de estas respuestas: «Le tienen terror al fuego del infierno; tienen miedo de hacer que Dios se enoje con ellos». «La religión es una muleta; se apoyan en reglas, porque no pueden llegar a sus propias conclusiones». «Es la presión social: se reúnen, y así se refuerzan mutuamente sus creencias». Aunque cualquiera de estos juicios pueda tener alguna base de realidad, no reflejan las motivaciones de la conducta que describe la Biblia. Jesús habló de un mercader que encontró una perla tan incomparable que vendió cuanto tenía para comprarla. El gozo por lo que había conseguido eliminó cuanto remordimiento pudiera

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tener por lo perdido. Ésa es la imagen adulta de la vida cristiana: no un régimen de cara sombría basado en la autodisciplina, sino una exuberante vida nueva que fácilmente vale cuanto sacrificio haya hecho falta. Por supuesto, llegar a esa meta exige tiempo y práctica. C. S. Lewis lo dijo: «Tengo que decir hoy mis oraciones, tanto si me siento piadoso como si no, pero eso es solo como la necesidad de aprender la gramática si quiero llegar alguna vez a leer a los poetas». Así como Lewis estudió la gramática griega, no con el fin de analizar los verbos, sino con el de leer poesía, yo practico las escalas en el piano, solo por lo que me van a permitir tocar. La recompensa viene después de la práctica, y sin ella no viene. Cito de nuevo a Lewis: «Actuamos por deber, en la esperanza de que algún día podamos hacer esas mismas cosas libremente y con gozo». ¿Por qué ser buenos? ¿Por qué molestarnos con todas las órdenes que nos da el Nuevo Testamento? Mientras iba leyéndolo, marqué muchos lugares que describían la relación adulta que anhela Dios. Ofrezco tres ilustraciones, cada una de las cuales muestra una motivación que tiene fuertes paralelos en la Biblia. La primera ilustración se la escuché a Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi, que reside hoy en los Estados Unidos. Arun pasó su adolescencia en África del Sur, donde su padre ayudó a dirigir la campaña de derechos civiles comenzada por su abuelo Mohandas (o «Mahatma») años antes. Poco después de que aprendiera a conducir, su padre le pidió que lo llevara al centro de la ciudad, a la oficina de un abogado, para una reunión estratégica, y después que llevara el auto al taller para hacerle una reparación. «Puedes hacer lo que quieras, siempre que me recojas aquí a las seis de la tarde en punto», le dijo. Como cualquier adolescente con licencia de conducir recién estrenada, Arun decidió enseguida que aprovecharía la oportunidad para conducir dentro de la gran ciudad. Después de dejar el auto en el taller, fue a un cine. La primera película era norteamericana, de vaqueros del oeste, y estaba tan interesante, que se quedó para ver la doble función del día, perdiendo toda noción del tiempo. Cuando salió ya estaba oscureciendo, y entró en pánico, preguntándose si el taller no habría cerrado ya. Salió disparado, lo encontró abierto aún y sacó el auto. Cuando frenó a toda prisa frente a la oficina del abogado eran las seis y media, y encontró a su padre esperándolo en la acera. Consciente de lo mucho que su padre valoraba la puntualidad, se inventó una historia acerca de los problemas que habían encontrado en el taller mientras reparaban el auto. «Tenemos suerte de que lo terminaran», le dijo. «Tuve que esperar casi una hora, y por eso estoy atrasado». Sin embargo, el padre de Arun había llamado al taller a las cinco para ver cómo iba la reparación, y le habían dicho que el auto ya estaba listo. Cuando salieron de los límites de la ciudad, le pidió a Arun que parara junto a la carretera. Le explicó que él había llamado al taller y que sabía que estaba mintiendo. «Me siento muy atribulado», le dijo. «¿Por qué habría de mentirme mi hijo? ¿Cómo he fallado en mi labor de padre hasta llegar al punto de que mi hijo no me quiera confiar la verdad? Tengo que meditar sobre esto». El padre siguió a pie hasta la casa, pidiéndole a Arun que condujera detrás de él, para que las luces del auto iluminaran aquellos caminos de campo poco transitados. Como vivían a bastante distancia de la ciudad, le llevó seis horas llegar caminando, cabizbajo y sumergido en sus pensamientos. Arun fue conduciendo el auto a paso de tortuga detrás de su padre todo el camino. Cuando oí a Arun contar esta historia, me pregunté si la estaría usando como ejemplo de una forma de hacer a alguien sentir culpable, de una manipulación de un padre para hacer que su hijo se sumiera en el arrepentimiento. No era así como él la veía. Aun en su adolescencia, había

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respetado a su padre como gran líder, modelo de integridad y de justicia. Cuando su padre decía que tenía que meditar en la forma en que había fallado como padre, lo decía con sinceridad, y Arun se sintió herido hasta lo más profundo de su ser. Más que ninguna otra cosa, quería agradar a su padre e imitarlo; aquella mentira indicaba lo mucho que tenía que crecer aún. «Después de aquello», dijo Arun, «nunca dije una mentira más». La segunda ilustración procede de una película, Saving Private Ryan [Salven al soldado Ryan]. Un escuadrón de soldados de infantería, dirigido por el actor Tom Hanks, recibe la atrevida misión de hallar al soldado Ryan, cuyos tres hermanos ya han muerto en la Segunda Guerra Mundial. Los encargados del rescate se quejan de aquella misión, insultan al general que la ordenó y pelean escaramuzas con los nazis tras las líneas enemigas. Varios de ellos mueren en la quijotesca misión. Ya al final de la película, el soldado Ryan, el objetivo principal de todas sus hazañas, se encuentra con el capitán (Tom Hanks), el cual se halla herido de muerte. Mirando a su alrededor la devastación producida por una batalla peleada a favor del soldado Ryan, el capitán dice estas palabras, que son las palabras finales de la película: «Gánate esto». Gáneselo. Por gracia, usted ha sido el beneficiario del valor, el sacrificio, y finalmente la vida misma de los que han muerto para que usted pueda vivir. Ya no les queda nada que ofrecer. Pero a usted sí. Usted puede vivir de una forma tal que demuestre que sus sacrificios valieron la pena. No responda por un sentido de culpa, sino por gratitud, como forma de honrar lo que ellos han hecho. La tercera ilustración procede de Edward Langerak, profesor de filosofía en el Colegio Universitario Saint Olaf, en Minnesota, el cual dijo en un culto: Una vez conocí a un niño pequeño. Cuando tenía siete años, este niño cometió un error que dejó en él una profunda huella. Entró a una farmacia y trató de robar un caramelo de un centavo. No tuvo éxito, pero en lugar de reportarlo a la policía, hicieron que fuera a su casa y les dijera a sus padres lo que había hecho. Aquella tarea era la más difícil de toda su vida. Por la mente le pasaron ideas fugaces como la de romperse un brazo a propósito, o correr delante de un auto, o hacer algo que lo liberara de la temida conversación con sus padres. Pero la conversación se produjo. El padre del niño tuvo una reacción inmediata: «Mi hijo es un criminal». Aquellas palabras le llegaron al corazón. Eran terribles, pero ciertas: siete años de edad, y ya era un criminal. En cambio, la madre del niño, que estaba llorando, solo se tomó unos pocos segundos para responder a ese veredicto: «Mi hijo no es un criminal, va a ser predicador». Yo era ese niño y la respuesta de mi madre fue una lección sobre el amor. Mi padre me amaba también, me amaba lo suficiente para decir algo que era cierto. Había hecho algo que, en aquellos momentos, me definía como ladrón. Pero no dijo toda la verdad; en cambio, mi madre vio las posibilidades que había en mí, vio lo que podía llegar a hacer, no solo lo que había hecho. Ahora resulta que los dos estaban equivocados [no me convertí ni en predicador ni en criminal, sino soy profesor], pero la forma en que mi madre me amó entonces, me enseñó mucho acerca de la forma de amarme a mí mismo … Supongamos que haya una persona que ha visto siempre las posibilidades que hay en usted, que siempre lo ha perdonado por lo que es, y que constantemente lo ha retado comprensivo a convertirse en lo que debería ser. Y suponga que esa persona no es una persona cualquiera, sino alguien ante el cual tanto usted como todos los demás tendrán finalmente que rendir cuentas. ¿No le parece que una persona así lo capacitaría para descubrir el poder del amor, para darse cuenta de lo cierta que es la afirmación de que solo los que son amados pueden amar? ¿Acaso no sería amada esa persona en su amor por sí mismo y por los demás? Si es así, entonces, como forma de estar dedicado a esa persona, usted se amaría a sí mismo, y amaría a su prójimo

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como se ama a sí mismo. Y eso sería algo realmente maravilloso…. El afán de complacer a alguien a quien respetamos, como le pasó a Arun Gandhi, y la gratitud, como la del soldado Ryan, por un sacrificio tan extaordinario, representan motivaciones adultas, no infantiles, para obedecer, y ambos se aplican a las relaciones con Dios. Sin embargo, es posible que el profesor de filosofía haya destacado la motivación más importante y amplia: reflejar nuestra verdadera identidad de personas amadas por Dios. El apóstol Juan dice que amamos a los demás porque Dios nos amó primero a nosotros. Le agradamos, como alguien que ama complace a la persona amada, no porque nos sintamos obligados, sino porque anhelamos hacerlo. Piense en esto: ¿Puede alguien cumplir el mayor de los mandamientos —el de amar a Dios— por miedo al castigo? Es imposible forzar a alguien a amar. El amor brota de la plenitud, no del temor. Jesús fue quien indicó cuál es el paso siguiente: «¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece». Cuando leo el Nuevo Testamento, me impresiona el que los autores apelen constantemente a mi nueva identidad como motivo de buena conducta. Si soy templo del Dios viviente, ¿qué hago tratando de echar raíces en lo que sé que Dios desaprueba? Henri Nouwen llama «la voz interior del amor» a su nueva identidad, recordatorio interno que me libera para actuar como el amado de Dios, por encima del alcance de los elogios o las acusaciones de los humanos. La bondad, o «santidad», no es una insigne rutina nueva con la que me debo forrar, como si fuera una camisa. Es el producto de una transformación interior, la reacción gradual pero segura de una persona en la cual vive Dios. «En la tierra somos caminantes, siempre en movimiento», dijo Agustín. «Esto significa que tenemos que seguir caminando. Por tanto, siéntete siempre incómodo con respecto al lugar donde estás, si es que quieres llegar al lugar donde no estás. Si te complace lo que eres, ya te has detenido. Si dices: “Ya con esto basta”, estás perdido. Sigue caminando, moviéndote hacia delante, tratando de alcanzar la meta». Tengo una clara memoria de la práctica de las disciplinas espirituales. Mientras asistía a los años superiores de la universidad, acabado de graduar de un Colegio Bíblico que obligaba a seguir un libro de normas que tenía sesenta y seis páginas, estaba ejerciendo mi libertad a base de evitar todo lo que oliera a legalismo o a disciplinas espirituales. Un fin de semana del invierno tuvimos un visitante llamado Joe, compañero de clases en el Colegio Bíblico, que tomaba las cuestiones espirituales mucho más en serio que yo; tan en serio, que sin darse cuenta, despertaba a toda la casa a las cinco de la mañana. Debo mencionar que tenía un perro Schnauzer miniatura, el cual sufría de una extraña aversión por la gente dedicada al ejercicio físico. Perseguía a los que iban corriendo, embestía a los ciclistas, y cuando mi esposa trataba de saltar la comba para hacer ejercicios aeróbicos, algunas veces terminaba en el suelo en medio de un enredo de brazos, piernas, soga y Schnauzer. Sucedió que un día, a las cinco de la mañana, oímos que ladraba fuerte y con enojo en la sala de estar. Temiendo que se tratara de un ladrón, tomé una raqueta de tenis, que era la única arma disponible, abrí valientemente la puerta y encendí la luz de la sala de estar. Allí estaba Joe en calzoncillos, con los ojos bien abiertos por el terror, paralizado en posición de estar haciendo planchas, con un perrito gris parado sobre su espalda desnuda, gruñendo y mordiéndole el cabello. Después que calmamos al perro, Joe nos explicó que antes de comenzar sus dos horas de quietud por la mañana, hacía una serie de ejercicios para que lo ayudaran a despertarse. En aquellos tiempos, lo juzgaba como un joven legalista que se aferraba a unos hábitos adquiridos

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en el Colegio Bíblico. Aquel juicio apresurado todo lo que hacía era dejar al descubierto mi propia inmadurez espiritual, porque a medida que fui siguiendo a Joe a lo largo de los años, me di cuenta de que no era ningún superego o conciencia culpable lo que lo estaba forzando en sus disciplinas espirituales: las hacía por su propio bien, como un atleta en entrenamiento. Aunque en realidad a nadie le agrada levantarse en una casa oscura y fría para orar y leer la Biblia, Joe había descubierto que él funcionaba mejor en todo sentido si comenzaba cada día con esa rutina. El cristiano que es maduro no tiene que actuar por un sentido del deber, sino puede actuar por un sentido de deseo, porque la misma acción que agrada a Dios también le agrada a él. Hoy en día me sigo sintiendo incapacitado para darle a nadie unas instrucciones concretas en cuanto a las disciplinas espirituales. Recomiendo las obras más recientes de Eugene Peterson, Dallas Willard y Richard Foster; las instrucciones de Tomás Merton, de hace una generación; y los detallados programas establecidos por Benito de Nursia e Ignacio de Loyola en siglos pasados. Sencillez, soledad, sumisión, servicio, confesión, adoración, meditación, oración, ayuno, estudio, dirección espiritual, cumplimento del día de reposo, peregrinaje, grupos pequeños, mayordomía, formación de un diario, pureza, amistad, entrega, trabajo, liderazgo, testimonio … Todas estas cosas pueden desempeñar un papel en la maduración espiritual, y todas ellas exigen una consagración que brota de la anticuada idea de la disciplina. La historia de la iglesia nos presenta numerosos ejemplos de personas que llevaron la disciplina espiritual hasta un extremo morboso, mortificando su cuerpo y desechando todos los placeres. Es correcto que nos alejemos de esos extremos. Sin embargo, al leer esos relatos ahora, observo que esos «atletas espirituales» estaban actuando voluntariamente, y eran pocos los que recordaban sus experiencias para lamentarse de ellas. Vivimos en una sociedad que no puede comprender a los que ayunan o buscan un par de horas para tener un tiempo de silencio, y sin embargo, honra a los jugadores de fútbol profesionales que hacen ejercicios con pesas cinco horas al día y se tienen que someter a una docena de operaciones en las rodillas y los hombros para reparar el daño que se hacen ellos mismos en el deporte. Nuestra aversión a las disciplinas espirituales podría revelar más acerca de nosotros mismos que acerca de los «santos» a los que criticamos. Tomás Merton estableció un paralelo entre la libertad y las riquezas de las que disfruta un hombre pudiente. El rico, si quiere, puede encender sus cigarrillos con billetes. Antes de su conversión, dice Merton, él hacía mal uso de su libertad de una manera muy parecida, viviendo como miembro de la alta sociedad neoyorquina, famoso por sus fiestas y por lo que bebía. Un rico más sabio encuentra maneras de invertir su dinero, de ponerlo a buen uso de forma que más tarde pueda recoger sus beneficios. Merton terminó decidiéndose a invertir su libertad en la vida monástica, orando por horas cada vez, y viviendo en medio del silencio y la soledad. Pocos de los que conocen su vida podrían afirmar que la desperdició. Cuando estudio a gente como Merton, Benito de Nursia, Francisco de Asís, Juan Wesley, Carlos de Foucauld o la Madre Teresa, veo en estas disciplinadas almas no una firme decisión de la voluntad, sino más bien la espontaneidad, e incluso el gozo. Al invertir en disciplina su libertad, se estaban asegurando una libertad más profunda que no es posible alcanzar en ningún otro lugar. San Benito aconsejaba que necesitamos «ser un poco estrictos con el fin de enmendar las faltas y salvaguardar el amor», y tal vez esa fórmula nos proporcione la directriz necesaria para impedir que las disciplinas se vayan a los extremos.* Lo que Dios quiere de su relación con nosotros es el amor, pero los humanos tenemos tendencia a experimentar el amor como cualquier emoción: de manera intermitente, con sus alzas y sus bajas. La disciplina nos hace crecer en un

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poder espiritual normalizador; el tipo de amor del que disfruta una pareja cuando cumple cincuenta años de matrimonio, no el día de la boda. Como parte de su condicionamiento espiritual, Jonathan Edwards hizo una lista de setenta «resoluciones» que debía revisar constantemente. La vigésimo quinta dice: «Examinar con detenimiento y continuamente qué es lo que hay en mí que hace que dude lo más mínimo del amor de Dios, y así dirigir todas mis fuerzas en su contra». Los que escriben acerca de la vida cristiana dicen con frecuencia que a medida que pasan los años, esta no se hace más fácil, sino más dura. En esos momentos, las disciplinas espirituales ofrecen el único remedio eficaz. El que suba al monte Everest tiene que apoyarse en años de condicionamiento, un cursillo rápido antes de subir no bastaría. Durante veinte años he corrido, montado bicicleta o hecho algún otro condicionamiento aeróbico al menos tres veces por semana. No lo hago porque alguien me obligue, y por supuesto, mucho menos porque me guste —raras veces me gusta— sino por aquello que me permite disfrutar. Puedo subir montañas y esquiar en las Rocallosas sin quedarme sin aliento y sin dislocarme un músculo. Esa es la recompensa de la disciplina física. (El apóstol Pablo estableció el obvio paralelo: «Ejercítate en la piedad, pues aunque el ejercicio físico trae algún provecho, la piedad es útil para todo, ya que incluye una promesa no sólo para la vida presente sino también para la venidera».) He corrido en varias carreras de recorrido moderado, pero en un solo maratón. Para el aficionado que corre una sola vez, al menos, el maratón da la impresión de ser una clase de competencia atlética totalmente distinta. Me llevó tanto tiempo —tres horas y media, comparadas con los cuarenta minutos que me lleva una carrera de diez kilómetros— que me costó trabajo mantenerme concentrado. En las carreras más cortas, siempre me las arreglaba para mantenerme consciente de cómo me iban las cosas: cuánta distancia me quedaba por recorrer y cómo iba adelantando, comparado con el tiempo que me había fijado. En el maratón me sentí como si estuviera usando anteojeras, incapaz de concentrarme en la carrera en general. Fijaba la atención en el dolor que tenía en el dedo gordo del pie izquierdo, o en que tenía la vejiga llena, o en que me temblaba un músculo en la pantorrilla derecha. Aquello se producía en uno de esos días fríos y lluviosos de Chicago, y sentía que me estaban saliendo ampollas por la fricción con los calcetines mojados. Me puse una cazadora y me la tuve que quitar. Tan pronto me sentía entusiasmado, como me desesperaba sin razón aparente alguna. Sigue caminando, me decía. Algún día se va a acabar. La única forma de llegar a la línea de la meta es seguir andando. Mi amigo Dave había quedado en encontrarse conmigo junto a la marca de las diez millas, y cuando no apareció allí, me hundí en una depresión que me duró cinco millas. Me obligué a mirar a los corredores que me rodeaban, a fijarme en los vecindarios de Chicago, a escuchar las bandas de música situadas a lo largo de la ruta, y al hacerlo, perdí de nuevo todo sentido de la carrera y de mi lugar en ella. Cuando pasé las diecisiete millas, oí que se levantaba un rugido desde la multitud, que acababa de oír en la radio que los primeros corredores ya habían llegado a la línea de la meta. A mí aún me quedaban nueve millas. En la marca de las veinte millas, me di contra el «muro» de la fábula y me sentí tentado a disminuir el paso hasta una caminata. Entonces apareció por fin mi amigo, y por vez primera, tuve alguien con quien hablar. Chicago había cerrado tantas calles que él no pudo llegar a tiempo a la marca de las diez millas, me explicó mientras corría junto a mí. En un acto inolvidable de amistad, Dave, sintiéndome débil, corrió junto a mí en ropa de calle las seis millas restantes, dándome aliento. El Nuevo Testamento compara en cinco lugares la vida cristiana con una carrera, y tengo

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pocas dudas de que si Pablo estuviera escribiendo hoy, especificaría que estaba hablando de un maratón. Las veintiséis millas que corrí me pasaron por toda la gama de las emociones humanas. Las transitorias, esos puntos más altos de emoción o de desespero, se desvanecieron con rapidez. Lo que me mantuvo corriendo fue la paciencia, la perseverancia, y por último, el aliento que me daba mi amigo. Más tarde, al recordar la carrera, vi que mi humor cambiante caía dentro de un esquema predecible que las revistas sobre carreras describen como normal. Sin embargo, en aquellos momentos, no tenía perspectiva alguna, solo la decisión tomada paso a paso de seguir adelante hasta el final. «Si no pueden volar, corran. Si no pueden correr, caminen. Si no pueden caminar, arrástrense, pero por lo que más quieran, síganse moviendo», les solía decir Martin Luther King Jr. a los obreros de los derechos civiles. Su consejo se aplica también a los corredores de maratón y a los peregrinos cristianos. La vida con Dios avanza como cualquier relación: no siempre va al mismo paso, y en ella hay malentendidos y largos períodos de silencio, victorias y fracasos, pruebas y triunfos. Para lograr la perfección que nos hizo dedicarnos a buscar, debemos esperar hasta que haya terminado la carrera, y la espera misma será un extraordinario acto de fe y de valentía. Creo que todos los cristianos estarían de acuerdo conmigo si digo que, aunque el cristianismo a primera vista parece tener que ver solo con la moral, con los deberes, con reglas, culpas y virtudes, lo cierto es que lo lleva a uno adelante, a partir de todo esto, hacia algo que hay más allá. Así captamos un destello de un país donde no se habla de esas cosas, excepto quizás como un chiste. Allí todos están llenos a plenitud con lo que nosotros deberíamos llamar bondad, como se llena de luz un espejo. Pero no la llaman bondad. No le dan nombre alguno. Ni siquiera piensan en ella. Están demasiado ocupados, mirando a la fuente de la cual procede.

C. S. LEWIS

* Joan Chittister, priora benedictina de la actualidad, describe la Regla de San Benito como un «indicador» o una «baranda», algo de lo cual nos podemos asir en la oscuridad, algo que lleva a una dirección determinada, algo que nos sostiene mientras ascendemos. En otras palabras, la Regla de San Benito tiene mayor sabiduría que la ley. No es una lista de órdenes. Es una forma de vida. Y esa es la clave para comprender la Regla. Saber que no es una Regla.

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CAPÍTULODIECINUEVE

PADRE

Pienso que el amor desciende. Los padres aman a sus hijos más de lo que esos hijos aman a sus padres, de manera que los hijos solo pueden entrar a la plenitud del amor de los padres al convertirse ellos mismos también en padres.

OBISPO BREAN KING

Como no tengo hijos, siento admiración por los que son padres. Nuestros amigos ahorran durante años para traer a sus hijos a Colorado, gastarse miles de dólares en las vacaciones de su vida, y después al parecer, es poco lo que reciben como compensación a su inversión. El niño de diez años quiere dedicarse a los videojuegos todo el día. El adolescente va con mala cara en el asiento de atrás, metido en un aparato portátil de discos compactos, con la cabeza dentro de una revista de deportes o de moda, y negándose incluso a echarles una mirada a los majestuosos paisajes que van pasando por la ventana de la furgoneta. Los niños pequeños se pelean por los asientos, fingen marearse en cada curva y protestan acerca de la cantidad de tiempo que tienen que pasar en un auto. Hace demasiado frío para una merienda campestre … o demasiado calor. ¿Por qué tenemos que caminar por este ridículo sendero? Creía que íbamos a ver animales salvajes. ¿Dónde están? ¿No podemos quedarnos en casa para ver una película? Lo asombroso es que estas reacciones no incomodan para nada a los padres. Están muy acostumbrados a desparramar el dinero, empujar a sus hijos para que se vistan, quitar de los platos de la comida que nadie se comió, limpiar desórdenes y recibir como respuesta unas reacciones que van desde la desconfianza hasta el resentimiento. Como son padres, no esperan nada más. De la misma forma que vamos progresando a través de las etapas físicas de niño, adulto y padre, también nos vamos moviendo a lo largo de unas etapas paralelas en la vida espiritual, aunque no lo hagamos con una secuencia tan clara. Jean Vanier, el fundador de los Hogares L’Arche para personas profundamente incapacitadas, afirma que toda persona tiene tres grandes «clamores del corazón». Primero, el clamor de que nos amen un padre y una madre que nos puedan sostener en medio de nuestra debilidad. Todos comenzamos la vida como bebés indefensos, e incluso en la edad adulta, nunca acabamos de superar la necesidad del amor y el consuelo de nuestros padres. Esa añoranza nos puede terminar llevando a Dios, como hijos que necesitamos a un Padre celestial. Después, dice Vanier, sentimos el clamor adulto por tener un amigo, alguien con el cual podamos compartir nuestros secretos más profundos, en quien podamos confiar sin temor alguno y a quien podamos amar. Ese clamor también nos puede acercar a Dios, quien sobrepasó la barrera de la invisibilidad primero uniéndose a nuestra especie, y después prometiendo vivir dentro de nosotros. «Ya no los llamo siervos … los he llamado amigos», dijo Jesús. Por último, tenemos el clamor de querer servir a los que son más débiles que nosotros. Para mucha gente, la paternidad física basta para satisfacer esta necesidad. Otros —como el

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sacerdote Vanier y como el propio Jesús— buscan servir a los pobres, los solitarios, los olvidados, los enfermos o incapacitados, en respuesta a este clamor del corazón. Como todo padre humano, el cristiano maduro no vive para sí mismo, sino para el bien de los demás. Juan presenta este principio de la forma más directa posible: En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos. Si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él? Queridos hijos, no amemos de palabra ni de labios para afuera, sino con hechos y de verdad. Cuando fui por todo el Nuevo Testamento marcando en el margen las palabras Niño, Adulto o Padre junto a cada llamado a la bondad, hallé que muchos de estos pasajes iban dirigidos a los instintos paternales. Gradual y delicadamente, los escritores llevan a sus lectores a pasar más allá de su propia satisfacción. Por ejemplo, hay pasajes que exhortan a los cristianos a huir de los pleitos legales, lo cual significa en realidad renunciar a sus derechos ante la ley, con el fin de sentar un ejemplo que pueda atraer a otros a la fe. Y aunque el propio apóstol Pablo no tenía obstáculos con respecto a ciertas prácticas controversiales, modificaba su propia conducta por el bien de los cristianos débiles e inmaduros. «Aunque soy libre respecto a todos, de todos me he hecho esclavo para ganar a tantos como sea posible», dijo. El Nuevo Testamento nos impulsa continuamente hacia arriba, hacia unas motivaciones más elevadas para hacer el bien. El niño quiere saber hasta qué punto se puede salir con la suya, el adulto comprende que hay unos límites para su propio bien, el padre sacrifica voluntariamente su libertad por el bien de los demás. «Así siempre ha sido el camino del amor», escribió Robert Browning, «para elevarse, se inclina». Y he aquí un hecho curioso: Cuando mis amigos hacen las maletas y regresan a su hogar en auto o en avión, ninguno de ellos se lamenta de lo que acaba de soportar. La mirada de asombro de sus hijos, que observan unos cachorros de zorros que los miran desde su guarida al otro lado del arroyo; el alejamiento momentáneo del mal humor de adolescente de su hijo cuando sube hasta la cima de la montaña y levanta las manos al aire al estilo de Rocky, el cuerpo del niño de diez años acurrucado contra el suyo al final de un agotador día al aire libre … esos recuerdos desplazan la frustración. Ellos han realizado un progreso hacia la madurez, la seguridad y la independencia, y ¿cuál otra es la recompensa de la paternidad? Dios sabe que solo somos niños y por eso la Biblia acude con tanta frecuencia a ese paralelo humano. Al mismo tiempo, él anhela que crezcamos hacia la etapa de Padres, con su amor sacrificado, que es la que refleja con mayor precisión su propia naturaleza. Nos acercamos a Dios, asemejándonos a él cuando nos entregamos. En realidad, como insiste Jean Vanier, necesitamos esta otra etapa como parte esencial del desarrollo espiritual, porque nos enseña lo que de otra manera tal vez nunca aprenderíamos. Como ejemplo, el padre humano aprende algo de este amor incondicional que es el más parecido al de Dios. Ronald Rolheiser hace estas observaciones: Tal vez no haya en este mundo nada tan poderoso para quebrantar el egoísmo como el simple acto de mirar a nuestros propios hijos. En nuestro amor por ellos, recibimos un privilegiado camino para sentir como Dios siente; para estallar en generosidad, en gozo, en deleite, y en el anhelo de que la vida del otro pueda ser más real e importante que la nuestra. En casi todas las demás relaciones humanas, nosotros nos abrimos paso solos. Los patronos nos juzgan por nuestras habilidades e inteligencia; los bancos y las tiendas nos tratan según el crédito que tengamos; hasta los amigos nos escogen a partir de unos intereses comunes.

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Sin embargo, en una familia solo importa una cosa: el nacimiento. Trate de imaginarse unos padres que quisieran cambiar a su hijo cuando en su prueba de Cociente Intelectual obtiene solo un noventa, o que desheredaran a su hija porque no ha logrado entrar en el equipo de balompié de la escuela. Aunque tal vez el resto del mundo funcione de esa forma, las familias no. En una familia sana, el amor no tiene condiciones. El hijo con un defecto de nacimiento o la hija con el síndrome de Down merecen el mismo amor y el mismo afecto que el atleta estrella y el que puede llegar a obtener grandes premios escolares. Aunque no tengamos hijos nacidos de nosotros, podemos llegar a adquirir cierta sensación de amar a los demás incondicionalmente, como Dios nos ama a nosotros. Cuando mi esposa dirigía un programa para ancianos en Chicago, le solía responder a la gente que me preguntaba cuántos hijos teníamos: «Docenas, pero la mayoría de ellos tienen el doble de edad que usted». Para muchos ancianos en proyectos de viviendas del gobierno y en hoteles dilapidados, Janet desempeñó un papel maternal, batallando en favor de ellos con las agencias de beneficencia, el Medicaid, los trabajadores de los hospitales y las autoridades de vivienda pública. Se convirtió en su abogada, palabra que en su origen latino significa «alguien que le da una voz al que no tiene ninguna». Cuando a Sarah le cortaron la electricidad, el gas y el teléfono a causa de un malentendido, Janet se convirtió en su feroz abogada, adelantando pagos y haciendo avergonzarse a los encargados de estos servicios por actuar con tanta crueldad a expensas de una anciana confundida. Cuando Hank perdió una pierna por diabetes y gangrena, Janet permaneció a su lado, explicándole por qué aún sentía su «pierna fantasma» y enseñándole a caminar con muletas. Cuando Zelda perdió la circulación de los pies, Janet estuvo sentada junto a su cama del hospital, dándoles masajes y marcándolo todo en una gráfica para asegurarse de que las negligentes enfermeras le dieran vuelta con la suficiente frecuencia, de manera que no le salieran llagas por estar en cama. Janet hizo esas cosas, no porque esos ancianos se habían ganado de alguna manera el derecho a sus cuidados, sino porque creía que Dios amaba a todo anciano descuidado de Chicago, pero ellos solo podían sentir ese amor a través de las manos de uno de sus siervos. Un día, Janet se encontró esta cita: «Los pobres no expresan su gratitud dando las gracias, sino pidiendo más». Acababa de pasar un día agotador, y se sentía asediada por las insistentes y lastimeras demandas que le pedían más ayuda. Esa cita fue singularmente consoladora. Durante el tiempo que mi esposa estuvo en el centro de ancianos, sucedió algo curioso. Al observarla a ella y a las demás que estaban dedicadas a ayudar a los pobres, pude ver el sacrificio personal que aquello implicaba. Los trabajadores sociales reciben poco sueldo por sus largas horas, y son muy pocos los elogios. Sin embargo, me sorprendió que, a pesar del precio personal que ella estaba pagando, parecía beneficiarse de aquello tanto como los ancianos. El misionero y mártir Jim Elliot observó en una ocasión que muchos cristianos están tan obsesionados por hacer algo para Dios, que se olvidan de que la principal obra de Dios es hacer algo para ellos. Vi este principio en la vida de mi esposa. Al mismo tiempo que derramaba sus propias habilidades y su compasión en gente que la mayor parte de la sociedad considera indigna de algo así, fue fortaleciéndose en las formas que tienen mayor importancia. En una paradoja humana fundamental, mientras más se ofrezca a sí misma una persona, más se enriquece y más profunda se hace, y más se asemeja a Dios. Por otra parte, mientras más una persona «incurva», por usar una palabra de Lutero, menos humana se vuelve. Nuestra necesidad de dar es tan grande como la necesidad que tengan los demás de recibir. El Dr. Paul Brand me habló de su visitante más memorable en Vellore, India, donde él

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dirigía un leprosorio. Un día, un fraile francés llamado Pierre se presentó allí. Era un hombre tosco, con una gran nariz, llevaba un sencillo hábito monacal y cargaba una sola maleta de cartón donde tenía todas sus posesiones. Durante varias semanas se quedó con los Brand y les contó la historia de su vida. Nacido en una familia noble, había sido miembro del parlamento francés hasta que se desilusionó con la lentitud de los cambios políticos. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando aún París estaba sufriendo por los efectos de la ocupación nazi, miles de limosneros sin techo vivían en las calles. Pierre no pudo tolerar los interminables debates de los nobles y los políticos mientras había afuera en las calles tanta gente muriéndose de hambre. Durante un invierno excepcionalmente duro, muchos de los limosneros de París murieron por congelación. En su desesperación, Pierre renunció a su puesto y se hizo fraile católico para trabajar entre ellos. Como no pudo interesar a los políticos ni a la comunidad en la situación de los limosneros, llegó a la conclusión de que su único recurso consistía en organizarlos a ellos mismos. Les enseño a hacer mejor las tareas más bajas. En lugar de recoger como pudieran las botellas y los trapos, se dividieron en equipos para ir recorriendo la ciudad. Después, los dirigió en la construcción de un almacén usando ladrillos desechados, y comenzaron un negocio en el cual escogían y procesaban grandes cantidades de botellas usadas recogidas en los hoteles y negocios. Por último, inspiró a cada limosnero, haciéndolo responsable de otro que fuera más pobre que él. El proyecto caminó bien, y en unos pocos años se fundó una organización llamada Emaús, con el objeto de extender la obra de Pierre a otros países. Pero ahora había llegado a Vellore, les dijo a los Brand, porque la organización se estaba enfrentando a un momento de crisis. Después de años de trabajo, ya no quedaban limosneros en París. «Debo hallar alguien a quien mis limosneros puedan ayudar», les informó. «Si no encuentro gente que esté peor que mis limosneros, este movimiento se podría encerrar en sí mismo. Se convertirían en una organización rica y poderosa, y se perdería todo el impacto espiritual. No tendrán nadie a quien servir». En una colonia de leprosos de la India, a ocho mil kilómetros de distancia, el abate Pierre encontró por fin la solución a la crisis de París. Conoció a centenares de pacientes leprosos, muchos de la casta de los parias, y en una situación peor en todo sentido que la de sus antiguos limosneros. Cuando los encontraba, se le dibujaba en el rostro una inmensa sonrisa. Al regresar a sus limosneros de Francia, los movilizó para que construyeran un ala del hospital de Vellore. «No, no, son ustedes los que nos han salvado a nosotros», les dijo a los agradecidos beneficiarios de su regalo en la India. «Tenemos que servir para no morirnos». El abate Pierre había dominado el principio del líder como siervo, parte esencial del papel espiritual de un padre o una madre. «Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos», dijo Jesús acerca de sí mismo. No conozco mensaje alguno más urgente para las naciones ricas del occidente que comparten un planeta con tres mil millones de personas que ganan menos de dos dólares diarios, un mundo en el cual mueren cuarenta mil niños cada día por mala nutrición y por enfermedades fáciles de evitar. Como dijo el propio abate Pierre, la solución a esos problemas no va a venir de unos gigantescos programas administrados por agencias internacionales, por muy útiles que estos sean; va a venir de grandes números de personas que se consagren en un espíritu voluntario de amor de siervos. La etapa del Padre representa un estado avanzado de madurez. Tarde o temprano, los padres se encuentran solos, enfrentándose a fuertes pruebas sin mucha orientación sobre la forma de actuar, realidad de la vida que se aplica tanto a los padres físicos como a los padres espirituales. He conocido cristianos en lugares difíciles como el Líbano, Rusia y Somalia que no

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tenían preparación alguna para este estado avanzado. Se ofrecieron para servir a los demás por un espíritu de idealismo. Al aumentar las pruebas, esperaban una sensación más fuerte de la presencia de Dios, más apoyo y una fe más fuerte. Lo que encontraron fue lo opuesto. El diablo llamado Escrutopo, en la fantasía de C. S. Lewis, comprendía a la perfección este esquema para la edificación de la fe. Por eso les aconseja a sus ayudantes que, al principio de la vida espiritual, el creyente puede sentir la cercanía de la presencia de Dios, peligroso estado que los demonios no van a tener muchas armas para contrarrestar. Sin embargo, más tarde surgen muchas oportunidades contra el Enemigo (Dios): Durante esos períodos de travesía, mucho más que durante los períodos más elevados, es cuando están creciendo para convertirse en las criaturas que él quiere que sean. Por eso, las oraciones ofrecidas en un estado de aridez son las que más le agradan … Él quiere que aprendan a caminar, y por eso les tiene que retirar su mano; y si solo encuentra en ellos el deseo de caminar, él se complace, incluso si tropiezan y se caen. No te engañes, Orugario. Nunca está más en peligro nuestra causa que cuando un ser humano, que ya no tenga deseos, pero siga teniendo el mismo propósito de hacer la voluntad de nuestro Enemigo, mira a su alrededor a un universo desde el cual parece haber desaparecido todo rastro de él, pregunta por qué ha sido abandonado, y con todo, obedece. Un amigo mío que investigó a miles de santos con el fin de escoger trescientos sesenta y cinco para un devocionario diario, me dijo que casi todos ellos tuvieron que subir montañas de dificultades crecientes. Cuando Dios nos encomienda más responsabilidades, también es posible que aumenten las dificultades. La sensación de haber sido abandonado se intensifica, se desvanece todo sentido de la presencia de Dios, y se multiplican las tentaciones y dudas. Henri Nouwen hizo famosa una atrevida frase: «el ministerio de la ausencia», y aconsejó que haríamos un mal servicio si solo testificamos sobre la presencia de Dios, sin preparar a los demás a experimentar aquellos tiempos en los cuales él parece ausente. El propio culto de adoración, dice Nouwen, expresa el hecho de su ausencia: Comemos pan, pero no el suficiente para que nos quite el hambre; bebemos vino, pero no el suficiente para que nos quite la sed; leemos un libro, pero no lo suficiente para que nos quite la ignorancia. Alrededor de estas «pobres señales», nos reunimos y celebramos. Entonces, ¿qué es lo que celebramos? Las señales sencillas, que no pueden satisfacer todos nuestros deseos, hablan en primer lugar de la ausencia de Dios. Él no ha vuelto aún; seguimos estando en el camino, a la espera, con esperanza, con ansias … El ministerio no está llamado a animar a la gente, sino a recordarle con modestia que en medio de las angustias y las tribulaciones se puede encontrar la primera señal de la nueva vida, y se puede experimentar un gozo que se halla escondido en medio de la tristeza. No tenemos que ir más allá de la Biblia en busca de ejemplos de la ausencia de Dios. «Nos has dado la espalda y nos has entregado en poder de nuestras iniquidades», dice Isaías. «¿Por qué actúas en el país como un peregrino, como un viajero que sólo pasa la noche?», quiere saber Jeremías. Toda relación comprende momentos de cercanía y momentos de distancia, y en una relación con Dios, por íntima que sea, el péndulo va a oscilar de un lado al otro. Experimenté esta sensación de abandono precisamente cuando estaba haciendo algún progreso espiritual, avanzando más allá de la fe infantil hasta el punto en el que me parecía que podía ayudar a los demás. De repente, descendieron las tinieblas. Durante todo un año, mis oraciones parecieron no llegar a ninguna parte, no tenía seguridad alguna de que Dios me estuviera escuchando. Nadie me había preparado para «el ministerio de la ausencia». Me encontré acudiendo en busca de consuelo a poetas como George Herbert, sincero acerca de sus

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tiempos de desolación espiritual, y también Gerard Manley Hopkins, quien escribió: Dios, aunque levantamos nuestro salmo a ti, no viene de los cielos ninguna voz para respondernos; a ti dirige su oración el tembloroso pecador, pero no le contesta ninguna voz para decirle que lo perdona; nuestra oración parece perdida por los caminos del desierto, y nuestro himno muere en medio del vasto silencio. También mis oraciones parecían perdidas, y mis himnos parecían morir en medio del vasto silencio. Cuando no parecían funcionar para mí las «técnicas» ni las disciplinas espirituales, compré en mi desespero un Libro de Horas de los que usan las iglesias tradicionales en su liturgia. A lo largo de todo aquel año, me limité a leer las oraciones y los pasajes bíblicos, ofreciéndoselos a Dios como oraciones mías. «No tengo palabras propias», le decía. «Tal vez no tenga fe. Te ruego que aceptes estas oraciones hechas por otros como las únicas que te puedo ofrecer ahora mismo. Acepta sus palabras en lugar de las mías». Ahora recuerdo ese período de ausencia como un importante tiempo de crecimiento, porque en ciertas formas había buscado a Dios con mayor ansia que nunca antes. Salí de él con una fe renovada y una gran valoración de la presencia de Dios como un regalo, más que algo a lo que tenía derecho. He aprendido a considerar los momentos en que Dios está ausente como una especie de presencia ausente. Si un estudiante universitario se va de casa para ir a estudiar, o entra en un proyecto misionero a corto plazo, sus padres sienten su ausencia todos los días. Sin embargo, no la sienten como un vacío, porque tiene forma; tiene la forma de su presencia anterior. Hallan por toda la casa cosas que le recuerdan, y docenas de veces al día se tropiezan con algún objeto que le trae a la mente. También tienen la esperanza de que va a regresar. Ese es el tipo de ausencia creado por Dios cuando se retira de nosotros. Desde aquel año he pasado por tiempos de aridez, pero ninguno como aquel tiempo de esterilidad, incluso de abandono. En la Biblia veo que la ausencia de Dios puede representar un tiempo de prueba, del cual el propio Jesús no estuvo exento («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»). Por otra parte, puede representar una fase de la relación que tal vez no tenga una gran importancia. No soy el primero en pasar por tiempos tenebrosos, ni tampoco voy a ser el último. Si reacciono dejando fuera de mi vida a Dios, o echándolo todo a rodar, es muy posible que esté renunciando a una etapa necesaria en el crecimiento hacia una relación madura. Si Dios nos concede libertad para acercarnos y para alejarnos, ¿por qué no va a tener él también esa misma libertad? En un poema acerca de la madurez de su hijo, C. S. Lewis escribió: He tenido despedidas peores, pero ninguna que aún atormente así mi mente. Tal vez me esté diciendo pobremente lo que solo Dios podría mostrar a la perfección: Cómo el yo comienza con un alejarse, y el amor se prueba en un soltar. Aunque no soy padre, me he sentado con muchos padres para escucharlos en sus angustias. Hicimos todo lo que pudimos. Le dimos todo lo que ella quería, la amamos de todas las maneras que supimos … y ahora, esto. Dice que no quisiera haber nacido. Nos culpa de todos sus problemas. Dice que espera no volvernos a ver nunca más. Los padres aprenden los usos que tiene el poder y también sus límites. Pueden insistir en cierta conducta externa, pero no pueden cambiar las actitudes internas. Pueden exigir obediencia,

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pero no bondad, y mucho menos amor. Entonces, ¿cómo se puede edificar el carácter de un hijo? ¿Cómo fomentar cualidades como la paciencia, la bondad, la delicadeza y la compasión? ¿Cómo se perdona una conducta odiosa sin castigarla? En cuanto a esto, el padre humano lucha con las mismas cuestiones delicadas de poder y limitación de sí mismo que definen las relaciones entre Dios y nosotros. Por medio de la paternidad, captamos un destello de los «problemas» que inició Dios al crear a los seres humanos con la libertad necesaria para rebelarse en su contra. Hace poco leía el libro de Jeremías, y escuché en las palabras de Dios unos ecos del dolor que sienten los padres. Después de todo lo que he hecho por ti, y de todo el amor que he derramado sobre ti, ¿cómo me puedes tratar de esta forma? ¿Por qué le vuelves la espalda al que te dio la vida? No es necesario dar la vida para aprender estas lecciones. Pregúntele a cualquier pastor si sus experiencias con la congregación se ajustan a los ideales que lo atrajeron al ministerio. O si no, lea las cartas de Pablo a los Corintios y escuche su frustración por la puerilidad de sus hijos espirituales. El amor renuncia al control sobre los demás, suelta y carga con las consecuencias. «El que encuentre su vida, la perderá, y el que la pierda por mi causa, la encontrará», dijo Jesús en una declaración que se repite seis veces en los Evangelios.* La vida del propio Jesús presenta este principio, porque él experimentó la pérdida tan pronto como se entregó al ministerio público. Las multitudes andaban cazándolo con unas exigencias cada vez mayores. La hostilidad fue en aumento. Y al final, perdió la vida. Bernardo de Claraval estableció cuatro etapas en el crecimiento espiritual: (1) Amarnos a nosotros por nosotros mismos; (2) Amar a Dios porque nos conviene, en vista de lo que él hace por nosotros; (3) Amar a Dios por Dios mismo, sin egoísmos; y (4) Amarnos a nosotros mismos por amor a Dios, conscientes del gran amor que él nos tiene. Yo añadiría una etapa más, que representaría la etapa del Padre en la maduración espiritual: Amar a los demás por amor a Dios. La mejor forma en que los cristianos influyen sobre el mundo es por medio del amor sacrificado, la forma más eficaz de cambiar un mundo. Los padres expresan su amor cuando se quedan en pie toda la noche con un hijo enfermo, o tienen dos trabajos para pagar los gastos escolares de los hijos, o sacrifican sus propios deseos por el bienestar de sus hijos. Y toda persona que siga a Jesús, va a aprender un esquema de conducta similar. El reino de Dios se entrega a sí mismo en amor, porque eso es precisamente lo que Dios hizo por nosotros. En una época que insiste en los logros y la realización, no todos estarán de acuerdo con la fórmula de Jesús de que nos debemos negar a nosotros mismos para poderlo seguir. Gloria Steinem escribe en Revolution from Within [Revolución desde dentro]: «Lo elemental es que la autoridad sobre uno mismo es la idea más radical de todas las que existen». No estoy de acuerdo. La aceptación de una autoridad más alta, y la negación de sí para servir a esa autoridad, son principios mucho más radicales. Jesús no denigró el amor a sí mismo: Ama a tu prójimo como a ti mismo, fue su mandamiento. Lo que hizo fue proponer que la mayor de las realizaciones es consecuencia del servicio a los demás, no del narcisismo. Nos desarrollamos o «actualizamos» para poder compartir esos dones con otros que han sido menos bendecidos. Hay estudiantes universitarios que se van a lugares desiertos o aprenden a meditar con el fin de «descubrirse a sí mismos». Jesús sugiere que descubramos nuestro yo, no mirando hacia dentro, sino mirando hacia fuera; no por medio de la introspección, sino por medio de actos de amor. Nadie puede captar la forma de ser padre leyendo libros antes que nazca su niño. Este papel se aprende al realizar mil actos comunes y corrientes: llamando al médico cuando está enfermo, preparándole para el primer día de escuela, tirándose la pelota con él en el patio,

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consolándolo cuando sufre y calmando sus rabietas. El padre espiritual pasa por ese mismo proceso. Al final, la predicción de Jesús —«El que pierde su vida por causa de mí, la hallará»— resulta cierta, porque el sometimiento resulta en exaltación. Las etiquetas de inspección solían decir en la parte posterior: «Conduzca con cuidado: la vida que usted salve puede ser la suya». Esa es la sabiduría de los hombres en pocas palabras. Lo que Dios dice, por otra parte, es: «La vida que salves es la vida que vas a perder». En otras palabras, si usted se aferra a la vida, la atesora, la guarda, y no corre riesgos con ella, al final esta vida va a valer muy poco para la gente, incluso para usted mismo. Solo una vida entregada por amor es una vida que vale la pena. Para hacer ver este punto, Dios nos muestra un hombre que entregó su vida hasta el extremo de morir en desgracia ante toda su nación, sin un centavo en el banco ni nadie que se quisiera llamar amigo suyo. En función de la sabiduría de los hombres, fue un perfecto necio, y todo el que piense que lo puede seguir sin hacer de sí mismo un necio semejante a él, no está laborando bajo una cruz, sino bajo una ilusión.

FREDERICK BUECHNER

* Debo añadir la advertencia de que la iglesia muchas veces representa la negación de sí mismo de una manera equivocada. Esto no significa que la persona deba rechazar su propio valor: Jesús nunca lo hizo. Tampoco significa no tener en cuenta sus propios dones o capacidades: Pablo los consideraba como nuestra principal contribución al cuerpo de Cristo. Y no todas las personas están listas para el mensaje de la negación de sí mismo. Primero debemos recibir antes de poder dar; tenemos que poseer para poder entregar; necesitamos tener un lugar antes de poder dejarlo. Muchos cristianos, disminuidos por una teología mal orientada, necesitan sanidad en cuanto a su propia persona antes de poder pensar en sacrificarse. Los hijos que han sido heridos necesitan sanarse antes de convertirse en padres capacitados.

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SEXTA PARTE

La restauración

La meta de la relación

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CAPÍTULOVEINTE

EL PARAÍSO PERDIDO

En el fondo del corazón de todo ser humano, desde su más tierna infancia hasta la tumba, hay algo que sigue adelante esperando indómito, a pesar de todas las experiencias de crímenes cometidos, sufridos y presenciados, que se haga el bien, y no el mal … Esto es, por encima de todo, lo sagrado en cada ser humano.

SIMONE WEIL

El mismo día que Bill Clinton fue elegido por vez primera, me mudé al paraíso. Mi esposa y yo habíamos enviado las boletas de votantes ausentes, perforándolas y llenando el asiento del auto con pequeños pedazos de papel, mientras nuestro Toyota, arrastrando un remolque de la U-haul, luchaba por cruzar Iowa y Nebraska hacia nuestro nuevo hogar en Colorado. Al atardecer el segundo día llegamos, logrando apenas subir la alta acera, y descargamos un colchón, una computadora, dos juegos de platos y cubiertos, y unas cuantas cosas esenciales más para ir pasando hasta que llegara el camión de la mudada. A la mañana siguiente, al despertarnos, hallamos los pinos Ponderosa cubiertos por más de diez centímetros de nieve acabada de caer, y un conjunto de montañas que resplandecían con un color rosado suave en el sol de la mañana. ¡Ah!, el paraíso. Durante las semanas siguientes, organicé los libros, arreglé mi oficina y reanudé el trabajo en un libro que había comenzado a escribir estando en Chicago. ¡Qué diferente era mirar por la ventana! En Chicago había trabajado en un sótano que solo tenía una ventanita desde el cual podía divisar las rodillas de los transeúntes. En cuanto a vida animal, solo veía palomas, ardillas y los perros del vecindario, que nos dejaban regalos para que nosotros los limpiáramos. En Colorado nos visitaban casi a diario los venados y los zorros, además de toda una colección de aves exóticas que me convirtieron muy pronto en su observador. Una mañana escuché un sonido extraño, salté de la cama y me lancé hacia fuera de la casa en ropa interior para hallar un magnífico alce macho llamando a su harem de seis hembras. Algunas noches escuchábamos el misterioso aullido de un león de montaña en busca de su presa. Cada estación nos traía nuevos deleites. En el invierno me abría paso entre la nieve que había detrás de la casa, mientras trataba de identificar las huellas de los animales y las seguía hasta sus guaridas entre las rocas y los árboles. En la primavera y el verano, las colinas se llenaban de flores silvestres: campánulas, lino silvestre, pajarilla, pincel indio y orquídeas Calipso poco corrientes. En el otoño, los animales pequeños andaban corriendo por todas partes con el fin de almacenar alimentos antes del invierno, y los álamos de temblorosas hojas tomaban un luminoso tono dorado bajo los rayos inclinados del sol. Sin embargo, muy pronto descubrimos otro aspecto de ese paraíso. Después de ir en auto a Wyoming para la boda de un amigo, cuando regresamos nos encontramos quince hoyos en el costado de la casa, algunos de ellos lo suficientemente grandes para atravesarlos con el puño. Aquellos hoyos se habían abierto paso a través de la madera de la pared, el material aislante y el

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estucado interior; desde dentro de la casa, podíamos mirar hacia fuera y ver el cielo. Cuando tratamos de averiguar lo sucedido, los vecinos nos dijeron que no habían visto nada raro, pero sí habían oído ruidos como de alguien martilleando, y se habían preguntado si estaríamos construyendo una terraza de madera. Resolvimos el misterio a la mañana siguiente a las cinco, cuando atrapamos a unos pájaros carpinteros (en realidad, de los de mayor tamaño y copete rojo) que nos estaban destrozando la casa con su martilleo. Aquella primera primavera sembramos una pequeña alameda, removiendo la tierra, añadiéndole nutrientes y regándola fielmente. Florecieron hasta que un rebaño de alces decidió pasar la noche en nuestra entrada de autos y desayunar con las tiernas ramas de los álamos jóvenes. Las ardillas se nos metían por la chimenea y por las tuberías del alcantarillado, los mapaches nos rompían las tejas del techo, las ardillas listadas se daban un banquete con las flores que plantábamos y los topos y las ardillas terreras acababan por debajo con las raíces. Nuestro rincón del paraíso resultó estar tan echado a perder como el resto del mundo. Me imaginaba una reunión de los animales cuando los obreros comenzaron a construir nuestra casa en el bosque: «Oigan, ahí vienen los humanos. Las ardillas y los mapaches, ocúpense del techo; los pájaros carpinteros, que se apropien de las paredes; vamos a dividirnos las matas …» En Colorado descubrí la historia del universo. El mundo es bueno. Está caído. Es posible redimirlo. Aprendí la primera lección tan pronto como me mudé, con solo mirar por la ventana. La segunda lección la aprendí poco a poco, mientras veía que aquel paraíso conspiraba contra la habitación humana. Desde entonces, he trabajado para redimir mis alrededores: colgando serpientes de goma, búhos de cerámica y sacos plásticos de basura para espantar a los pájaros carpinteros; tapando con malla de alambre las chimeneas y los respiraderos para ahuyentar a las ardillas; poniendo trampas para los topos y las ardillas terreras; rociando sustancias para ahuyentar a los venados de las flores, las plantas y los árboles (ninguna de las cuales funcionó). Ese mismo ciclo de bondad, condición caída y redención se aplica a todo en este planeta. El sexo, la familia, la iglesia, la economía, el gobierno, las corporaciones … en realidad, todo lo que tocamos los seres humanos despide al mismo tiempo el aroma original de bondad y el desagradable mal olor de su condición caída, y necesita el largo y lento trabajo de la redención. Esa es la «trama» que presenta la Biblia; la trama de toda la historia. El mundo es bueno. Para proclamar esto nos apoyamos nada menos que en la autoridad del propio Dios. Después de cada acto creador, el primer capítulo del Génesis presenta el alentador estribillo: «Y Dios consideró que esto era bueno». Una vez terminada su tarea, «Dios miró todo lo que había hecho, y consideró que era muy bueno». Desde mi ventajosa posición de este instante, en un cuarto rodeado de vidrio al pie de las Rocallosas, mientras suena suavemente una música de fondo, me cuesta poco creer en esa bondad. Hace menos de una hora, un zorro rojo, con su hermoso abrigo de invierno, hizo un desanimado intento por atrapar a una ardilla negra, que aún sigue sentada en un árbol, charlataneando con indignación. Las aves vuelan desde los encinos hasta un comedero, y después regresan a las ramas para romper las semillas que se llevaron. Podría buscar el libro de los Salmos, buscar himnos de alabanza escritos en ambientes similares de gran belleza natural y hacerme eco de su espíritu de adoración. En el fin de semana pasado, durante un viaje a Chicago, asistí a un concierto en el cual la orquesta tocó la música de dos misas, una compuesta por Mozart y la otra por Anton Bruckner. Una soprano italiana se hallaba junto a una mezzosoprano alemana, un tenor holandés y un barítono islandés. Daniel Barenboim, judío argentino, dirigió a aquellos solistas en una animada

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actuación, respaldados por los instrumentos y las voces de la Orquesta Sinfónica y Coro de Chicago. Siguiendo el texto en latín, el coro cantó gloria a Dios en las alturas, y alabó a aquel que descendió del cielo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Mientras los músicos cantaban y tocaban, las puertas del cielo se abrieron de par en par. Sentado en una elegante sala de concierto, escuchando una versión clásica y otra romántica de unos grandes temas que han inspirado a los compositores e intérpretes a lo largo de los siglos, no me costaba creer en la bondad de este mundo. Diez segundos después de haber salido de la sala de conciertos, resucitaron mis dudas latentes. La acera estaba repleta de rateros que tenían la esperanza de desvalijar a los ricos asistentes al concierto. La nieve de la noche anterior se había convertido en un lodo entre gris y castaño. Los taxistas tocaban el claxon y se hacían gestos airados entre sí, luchando por las posiciones. Bienvenido a la realidad. Si de repente hubiera comenzado a cantar «Santo, santo, santo, Dios omnipotente», algún policía de Chicago me habría detenido para observarme. Me tengo que recordar que es la maldad humana la que echa a perder la bondad inherente a este mundo. La gente no tiene techo en Chicago porque falta compasión, no porque falten recursos. De igual manera, el mundo obtiene la suficiente cantidad de alimentos para todos sus habitantes, pero la gente muere de hambre como consecuencia de la codicia y la injusticia. A partir de Agustín, la teología cristiana ha insistido en que aquellas cosas que llamamos malas, en realidad son cosas buenas que han sido pervertidas. La mentira tuerce la verdad; la inmoralidad sexual mancha la belleza del amor físico; la gula abusa de la comida y la bebida. El mal es un parásito, y tiene que vivir del bien, puesto que no tiene capacidad para crear nada nuevo. Escrutopo, el personaje de C. S. Lewis lo dice de esta forma: «Él fue quien lo inventó [el placer], no nosotros. Él fue quien hizo los placeres: todas nuestras investigaciones no nos han permitido hasta el momento producir uno solo». Por supuesto, en este mundo hay muchas cosas que no parecen buenas. Sin embargo, he aprendido a mirar más allá de lo aparentemente negativo, para ver el bien que hay debajo, comenzando por el propio cuerpo humano. Del Dr. Paul Brand, coautor mío en tres de mis libros, aprendí a «hacer amistad» con muchos procesos corporales que solemos considerar como enemigos. Prácticamente todas las actividades de nuestro cuerpo que vemos con irritación o repugnancia —las ampollas, los callos, las hinchazones, la fiebre, los estornudos, la tos, el vómito y sobre todo el dolor— son manifestaciones de reacciones protectoras por parte del cuerpo. Sin esas señales de advertencia y esos pasos de suma importancia en el proceso de curación, viviríamos en medio de grandes peligros. Mis dolores emocionales también revelan un bien subyacente. ¿Qué tiene de bueno el temor? Me trato de imaginar lo que sería subir una montaña o esquiar montaña abajo sin la protección del temor, que me impide actuar de una manera más intrépida aún. O pienso en un mundo sin soledad, una forma de dolor que sintió Adán, incluso antes de la Caída. ¿Existiría la amistad, e incluso el amor, sin esa sensación interna de necesidad, ese aguijón que impide que todos nos convirtamos en ermitaños? Necesitamos el poder de la soledad para que nos empuje hacia las demás personas. Las emociones negativas pueden tomar un valor positivo si reaccionamos debidamente ante ellas. En palabras del psiquiatra Gerald May, «en realidad, nuestra falta de realización es el don más valioso que tenemos. Es la fuente de nuestra pasión, nuestra creatividad, nuestra búsqueda de Dios. Todo lo mejor de la vida surge de nuestra añoranza humana, del hecho de que no nos sentimos satisfechos». Cuando más sufrimos es cuando más amamos. Si huimos de la muerte, es porque queremos seguir viviendo.

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He aprendido a valorar constantemente la bondad de este mundo, una bondad que se puede ver incluso en el residuo del mal. Cuando sucede algo malo —un desacuerdo con mi esposa, un doloroso malentendido con un amigo, el dolor de la culpa por alguna responsabilidad que he dejado sin cumplir— trato de verlo como vería un dolor físico, como una señal que me alerta para que atienda un asunto en el cual se necesita un cambio. Lucho para ser agradecido, no por el dolor mismo, sino por la oportunidad de reaccionar, por extraer el bien de algo que tiene mal aspecto. El mundo está caído. La película Grand Canyon [El Gran Cañón] pone este estado caído del mundo en unas palabras que muy bien habrían podido ser adaptadas de los escritos de Agustín. Un camionero (representado por el artista Danny Glover) al que amenazan cinco alborotadores mientras trata de rescatar a un aterrado conductor de auto, dice: «Hombre, el mundo no debería funcionar así. Tal vez ustedes no lo sepan, pero así no es como deberían ser las cosas. Se supone que yo pueda hacer mi trabajo sin preguntarles a ustedes si puedo hacerlo. Y ese hombre, se supone que pueda esperar en su auto sin que ustedes lo saqueen. Todo debería ser diferente a lo que es aquí». Cuanto tocamos los humanos, se echa a perder. En tiempos de mayor optimismo, los cristianos tenían que luchar para convencer a los demás de que vivimos en un mundo caído. Ya no hace falta. La gente que tenía el concepto más optimista sobre la naturaleza humana, los que soñaban con un progreso continuo hacia el surgimiento del «nuevo hombre socialista», fueron los que se dieron el golpe mayor al caer, llenando la tundra siberiana y los llanos de la China posiblemente con un centenar de millones de cadáveres. Y ahora Estados Unidos, que fuera la resplandeciente esperanza de una Europa agotada, va guiando al mundo a través de numerosas medidas de violencia y caos social. Como el camionero observaba, la doctrina cristiana acerca de la Caída se limita a poner esto dentro de un código: «Hombre, el mundo no debería funcionar así …» Si de veras es cierto que un Dios bueno creó un mundo también bueno, hay algo que ha salido mal. La palabra Caída, que la Biblia nunca usa para describir lo que les sucedió a Adán y Eva, ha alcanzado un lugar central en la teología, porque parece muy adecuada. La pareja original de la tierra trató de llegar muy alto, perdió el equilibrio y cayó sobre el duro suelo con un fuerte ruido sordo. Los griegos tenían relatos parecidos, como el de un hombre llamado Prometeo, que robó el fuego, propiedad de los dioses, o el de un jovencito llamado Ícaro, que voló demasiado alto con unas alas de plumas y se estrelló en tierra, o el de una mujer llamada Pandora, que abrió una caja secreta de los dioses. En cada uno de estos relatos, los personajes avanzaban de una forma, pero caían de otra mucho más vertiginosa. Adán y Eva fueron los que más lejos cayeron, adquiriendo el conocimiento del bien y del mal al darle entrada a la maldad en el mundo, perdiendo así la oportunidad de vivir como Dios quería que vivieran. En nuestros tiempos, la tecnología repite el ciclo de Adán y Eva, de Prometeo, de Ícaro y de Pandora. Dominamos el átomo y falta poco para que nos destruyamos a nosotros mismos. Aprendemos los secretos de la vida, solo para desarrollar unas técnicas que destruyan a los aún no nacidos y a los ancianos. Desciframos el código genético y abrimos una caja de Pandora ética. Dominamos los grandes llanos con la agricultura y causamos acumulaciones inmensas de polvo; cosechamos en las selvas y creamos inundaciones, controlamos la combustión interna y derretimos los casquetes de hielo polares. Enlazamos el mundo entero con una Internet, solo para descubrir que los artículos más buscados en ella son pornográficos. Cada nuevo avance introduce otra caída más. «No le es dado al hombre disfrutar de una felicidad sin contaminación», escribió Primo

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Levi, superviviente de los campamentos de concentración nazis. Muy cierto. Tampoco podemos conocer el amor, o la bondad, o cualquier otra cosa sin contaminación. A causa de la caída de Adán, el planeta entero se halla contaminado. Todas las opciones tienen algo incorrecto en ellas mismas, y en el mejor de los casos, lo que buscamos es lo que menos daño cause. «Y sin embargo …» Según Elie Wiesel, estas tres palabras siempre tienen aplicación, hasta en un mundo terriblemente caído en el cual captamos destellos de la bondad original. El artista Vincent Van Gogh escribió en una carta a su hermano Theo: «cada vez siento más que no debemos juzgar a Dios por este mundo, solo es un estudio que no salió bien. ¿Qué se puede hacer con un estudio que ha salido mal? Si estimas al artista, no hallas mucho que criticar; te muerdes la lengua. Pero tienes derecho a pedir algo mejor». Más tarde añadiría el artista: «El estudio está echado a perder en muchos sentidos. Solo un maestro puede cometer semejante error, y tal vez sea ese el mayor consuelo que podamos tener, puesto que en ese caso, tenemos el derecho de esperar que algún día veamos a la misma mano creadora superándose a sí misma». Los defectos y las imperfecciones de este mundo, y de su propia persona, le servían a Van Gogh como estímulos a la esperanza. Es posible redimir al mundo. «Es tan cierto en el caso del cristianismo como en el de la humanidad, que su caída se produjo con tanta rapidez después de su creación, que ha hecho que ambos sucesos parezcan uno solo», observa la novelista Marilynne Robinson. «El gran tema que aparece una y otra vez en la narración bíblica es siempre el rescate, ya sea el de Noé y su familia, el del pueblo de Israel o el de los redimidos de Cristo. La idea de que hay un remanente demasiado valioso para que se pierda, en el cual la humanidad va a sobrevivir de alguna forma, siempre ha sido una esperanza generosa y llena de piedad». Escojo con cuidado la palabra redimir, sabiendo lo mucho que se ha ido devaluando a lo largo del tiempo. En una cultura donde existía la esclavitud, los traductores de las primeras Biblias en lengua vernácula escogieron esta palabra como la imagen más poderosa de lo que Dios tiene reservado para las personas en particular y a toda la creación en general. ¿Podría expresar más adecuadamente alguna otra imagen la gracia de Dios que la de un comprador adquiriendo un esclavo para ponerlo en libertad? Hoy en día hablamos de redimir hipotecas, sellos y relojes empeñados, no esclavos, y llevamos las bolsas de latas de aluminio y botellas de vidrio a los «centros de redención». Es una palabra que se ha encogido terriblemente. Sin embargo, no hay ninguna otra palabra que encaje mejor. Restaurar, reclamar o recrear, que sugieren el bien original que Dios ha prometido instaurar nuevamente, carecen de una cierta parte del significado. El esclavo redimido en realidad no ha sido «restaurado»: aún lleva las llagas de los latigazos y conserva dentro el trauma de haber sido arrancado de su hogar, familia y continente, para ser vendido en cadenas a un amo humano. Precisamente a causa de ese trauma, la libertad significa más para el esclavo redimido de lo que significó antes. A pesar de todos sus sufrimientos, o tal vez a causa de ellos, hay algo que ha avanzado, que ha progresado. Todas las veces que la Biblia nos deja ver por un breve instante el estado eterno indican que esto que soportamos hoy en la tierra, y la forma en que reaccionemos, le va a dar forma a ese estado, ayudará a producirlo y será recordado allí. Hasta el Jesús resucitado conservó sus llagas. La redención no promete un reemplazo —una creación totalmente nueva impuesta sobre la vieja— sino una transformación que de alguna forma haga uso de todo lo que hubo antes. Vamos a realizar los designios de Dios como originales restaurados, como una pintura al óleo de un valor incalculable que ha sido restaurada después de un fuego, o una catedral reconstruida después de un bombardeo. La redención comprende una especie de alquimia, una piedra filosofal que convierte la arcilla en oro. Al final, el mal mismo va a servir como instrumento del bien.

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Los judíos y los cristianos comparten este concepto de la historia, con una importante diferencia. Los judíos aceptan que el mundo es bueno y caído y, junto con los cristianos, ven a la historia llegar a un final muy semejante a su principio. Cuando el Apocalipsis bosqueja una imagen de ese mundo redimido, todo lo que hace es tomar escenas de los profetas hebreos y terminar con el mismo paisaje del Génesis: un jardín, árboles, un río, shalom, la presencia de Dios sin impedimento alguno. Por supuesto, la diferencia está en que durante miles de años, en medio del intolerable sufrimiento que ha oscurecido su larga historia, los judíos han clamado por el cumplimiento de la promesa redentora de un Mesías. Los cristianos creemos que el Mesías ya ha venido, logrando de hecho lo que aún no ha sido cumplido en el tiempo. En su libro The Creators [Los creadores], Daniel Boorstin, antiguo bibliotecario del Congreso, hace un contraste entre este concepto judeocristiano y otras formas de mirar al mundo. Los budistas se interesan muy poco en los principios y los finales, en lugar de esto lo que hacen es luchar por escapar a los problemas de este mundo. Los hindúes y los musulmanes se someten a él. Las ciencias y las artes, sugiere Boorstin, florecieron en suelo judío y cristiano, a causa de nuestro instinto de lucha contra este mundo deformado, derivado de nuestra creencia de que tenemos un papel que desempeñar en esta redención. El tiempo importa, como importa la historia y también cada uno de los seres humanos. Vamos moviéndonos hacia algún lugar: hacia la redención. Aun los mismos movimientos que rechazan la historia cristiana toman prestados elementos de ella. La ilustración prometió un movimiento redentor que sacara al hombre de la ignorancia para llevarlo a una conciencia nueva, el romanticismo trató de recuperar la inocencia original, el comunismo prometió una forma de invertir la Caída sin necesidad de una redención. Las mujeres, las minorías, los incapacitados, los activistas del ambiente y de los derechos humanos, todos ellos sacan su fortaleza moral del poder de la historia cristiana que les promete redención a los oprimidos y esclavizados. Sin embargo, para estar completa, la historia cristiana necesita los tres elementos. Basta con quitar un eslabón para que se rompa la cadena. Hoy en día son muchos los que niegan que el mundo fuera creado por un Dios bueno, y que los seres humanos desempeñen en él un papel central, como consecuencia, les cuesta mucho distinguir entre el bien y el mal, lo valioso y lo insignificante. (Los activistas de los derechos de los animales sostienen que un ser humano no vale más que un cerdo; un prominente experto en ética de Princeton sugiere que un chimpancé sano tiene más derechos que un bebé con el síndrome de Down.) Es irónico, como ya he mencionado, que los optimistas que niegan la Caída y pintan la imagen más rosada del potencial humano sean los que terminen creando las mayores tragedias que el mundo haya visto jamás. Y los que no tienen esperanza alguna de redención, terminan con un concepto de la historia semejante al de Macbeth: «Es un cuento narrado por un idiota, lleno de sonido y de furia, pero que no significa nada». El relato del cristianismo insiste en que la historia, en medio de sacudidas y desvíos, se va moviendo hacia su resolución. Toda chispa de belleza, valor y significado que experimentamos en esta extraña existencia, brilla como reliquia de un mundo bueno que aún lleva las marcas de su diseño original. Toda punzada de dolor, ansiedad, crueldad e injusticia es reliquia de la caída que nos alejó de ese diseño. Y toda manifestación de amor, justicia, paz y compasión es un movimiento hacia su redención final, hacia el día en el cual, en palabras de Pablo, «la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios». El corazón mismo no es más que un pequeño vaso, pero dentro de él hay dragones, y

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también leones. Hay bestias ponzoñosas, y con ellas todos los tesoros de la maldad. Pero allí también están Dios, los ángeles, la vida y el reino, la luz y los apóstoles, la ciudad celestial y los tesoros de la gracia; todas las cosas se encuentran allí.

MACARIO

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CAPÍTULOVVEINTIUNO

LA IRONÍA DE DIOS

Hubo que romper el suelo del campo, derretir el hierro, podar el huerto, aventar el trigo, aprisionar el arroyo por encima del molino. Tal vez sea lo mismo con la vida del ser humano. De la derrota debe nacer una empresa mayor aún; de las lágrimas un propósito más fuerte; del desespero, la esperanza. ¿Para qué cae un hombre, sino para levantarse de nuevo? ¿Para qué muere, sino para vivir?

GEORGE DEEL

El montañismo nos presenta un panorama que cambia continuamente. Al principio me enfrento a una pared de granito puro que tiene centenares de metros de altura. Nunca voy a llegar arriba, pienso. Pero al acercarme, veo una estrecha senda que sigue las grietas de la roca, y al tomar esa senda voy subiendo cómodamente lo que parecía un precipicio insuperable. A medida que la senda zigzaguea, va cambiando la vista de lo que queda debajo. Al principio atravieso un soto lleno de álamos. Al alcanzar mayor altura, observo que en realidad los álamos rodean un lago alpino que antes estaba escondido, aunque no estaba muy lejos del principio de la senda. Más tarde descubro que tanto el bosque como el lago se hallan dentro de un verde valle salpicado de lagos, prados y más bosques. Después de esto, veo que este valle se encuentra en un lado de la montaña, y que hay corrientes de agua que salen de sus lagos para caer a varios centenares de metros y alimentar un río que corre por un cañón cercano a mi casa, que se encuentra a treinta kilómetros de distancia. Solo cuando llego a la cima es que puedo observar el aspecto del panorama entero. Hasta entonces, todas las conclusiones a las que haya podido llegar habrían sido erróneas. El mundo es bueno. Y está caído. Y es posible redimirlo. Si esta secuencia describe la historia del universo, entonces tengo que aprender a mirar al mundo y a mí mismo a través de ese cristal. La fe significa desarrollar la capacidad de aceptar este punto de vista, el cual nunca voy a poder captar del todo hasta que llegue a la cima, cualquiera sea el aspecto que tengan las cosas a lo largo de la senda. Aprendo a confiar en que esa misteriosa forma que tiene Dios de obrar en este planeta y de relacionarse con sus criaturas, un día va a encajar dentro de un esquema que tendrá sentido. El filósofo Nicholas Rescher compara la comunicación con Dios a la conversación por medio de un sistema telefónico anticuado. Interfieren otras conversaciones, la estática impide que se oiga la voz, la línea se interrumpe de pronto … y con todo, seguimos llamando: «¡Hola! ¡Hola! ¿Estás ahí?» Sin embargo, según el apóstol Pablo, estas dificultades en el esfuerzo por conocer a Dios son temporales: «Ahora vemos de manera indirecta y velada, como en un espejo; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de manera imperfecta, pero entonces conoceré tal y como soy conocido». Cuando Dios restaure finalmente la creación a su diseño original, todo abismo entre el mundo visible y el invisible desaparecerá. La meta de la historia, una meta en la cual Dios ha comprometido su existencia misma, es volver a reunir de nuevo los

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dos mundos, reconciliarlos. A partir de los primeros capítulos del Génesis, y hasta llegar a los últimos del Apocalipsis, detecto dos corrientes principales de poder en la historia de este planeta. Primeramente, el mal se apodera de lo que es bueno y lo saquea. Desde la Caída hemos vivido en un mundo dominado por poderes que no son moralmente neutrales, sino inclinados hacia el mal, como cualquier libro de historia o periódico pone en evidencia. La violencia y la injusticia no nos deberían sorprender, puesto que pertenecemos a una era en la cual domina la maldad. Opuesta a esta, Dios libera una corriente de poder para redimir lo que el mal ha saqueado. Por ahora, ha decidido ejercer su poder a través de los soldados de infantería que parecerían los menos preparados: unos seres humanos llenos de defectos. A causa de estas tácticas, algunas veces dará la impresión de que él está perdiendo la batalla. La victoria final solo se ganará cuando Dios, en su poder y su gloria, termine para siempre el reinado de la maldad. Creo que vendrá el día en el cual un conjunto de poderes venza al otro, tenemos la resurrección de Jesús como resplandeciente promesa de ese día. Hasta entonces, experimento todos los días estas corrientes de poder en conflicto durante el día entero. Esos poderes obran de forma sutil e invisible, y siempre me encuentro atrapado dentro de las dos grandes corrientes de poder de la historia: una desfigurando el bien y la otra tratando de redimir lo que ha sido despojado. Califico de «irónico» el estilo de Dios. Un enfoque más directo respondería a cada problema nuevo con una solución inmediata. Una dama se enferma, Dios la cura. Un hombre es encerrado injustamente en prisión, Dios lo pone en libertad. Sin embargo, muy pocas veces Dios usa esta manera de hacer las cosas. Él es un autor que posee gran sutileza, y deja que el guión del drama se vaya desarrollando de maneras peligrosas para después incorporar con ingenio esos aparentes desvíos que desembocan en el camino a casa. Así es como Pablo da gracias por su «espina clavada en el cuerpo», porque no impide la obra que Dios quiere hacer por medio de él, sino que la hace avanzar; y José puede recordar su azarosa vida y decirles a sus crueles hermanos: «Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente». Aunque nunca negó su horrible pasado, ni le restó importancia al trauma, al final lo vio como parte de una historia llena de sentido cuyo propósito era mayor de lo que él se podía imaginar en aquellos momentos. Solo en la cima de la montaña llega a tener sentido el panorama. No nos debe sorprender que un Dios soberano use cosas malas como materia prima para hacer otras buenas. Al fin y al cabo, el símbolo de nuestra fe, que ahora estampamos en oro y llevamos colgados del cuello, o que tallamos en piedra y ponemos sobre nuestras iglesias, es una réplica de un instrumento romano de ejecución. Dios no salvó a Jesús de la cruz, pero «irónicamente», salvó a otros por medio de su muerte en la cruz. En la Encarnación, la corriente de poder de Dios dedicada a redimir al bien del mal se hallaba en movimiento de una manera subrepticia. Dios vence al mal con el bien, al odio con el amor y a la muerte con la resurrección. «Los escritores de cuentos», dice Flannery O’Connor, una de las mejores, «siempre están hablando de lo que hace que un cuento “funcione”»: A partir de mi propia experiencia en el esfuerzo por hacer que los cuentos «funcionen», he descubierto que lo que se necesita es una acción que sea totalmente inesperada, y al mismo tiempo, totalmente posible de creer, y he hallado que para mí esta acción es siempre una que indica que se ha ofrecido gracia. Y con frecuencia es una acción en la cual el diablo ha sido el instrumento de la gracia a su pesar. No se trata de un conocimiento que ponga de manera consciente en mis historias, es un descubrimiento que saco de ellas.

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A medida que crece mi fe, también crece mi seguridad de que mi vida personal está contribuyendo en alguna medida, por pequeña que sea, a una historia mayor. Mi historia contiene detalles que lamento, y hasta es posible que me hagan sentirme ofendido: sufrimientos de la niñez, enfermedades y lesiones, tiempos de pobreza, malas decisiones, relaciones rotas, oportunidades perdidas, desilusión ante mis propios fracasos ¿Puedo confiar, confiar de verdad en que Dios puede entretejer todas esas cosas de una forma redentora dentro de mi historia general como «instrumentos de la gracia a su pesar»? Teilhard de Chardin habla con mayor amplitud sobre la analogía de O’Connor entre Dios y el artista: Como un artista que puede usar un fallo o una impureza en la piedra que está esculpiendo o el bronce que está fundiendo para producir unas líneas más exquisitas o un tono más hermoso, Dios, sin librarnos de las muertes parciales, ni tampoco de la final, puesto que forman parte esencial de nuestra vida, las transfigura al integrarlas en un plan mejor … siempre que nosotros confiemos amorosamente en él. No solo nuestros dolores inevitables, sino también nuestras faltas, hasta las más deliberadas, pueden recibir esa transformación, con tal que siempre nos arrepintamos de ellas. No todo es inmediatamente bueno para los que buscan a Dios, pero todo sí es capaz de volverse bueno. En la escuela secundaria me sentía orgulloso de mis habilidades en el ajedrez. Me uní al club de ajedrez, y durante la hora de almuerzo el que me buscaba me encontraba sentado en una mesa con otros estudiosos, consultando libros con títulos como Classic King Pawn Openings [Salidas clásicas de rey y peón]. Estudiaba las técnicas, ganaba la mayoría de los encuentros y después dejé a un lado el juego durante veinte años. Entonces, conocí en Chicago a un ajedrecista que había estado perfeccionando sus habilidades por mucho tiempo desde la secundaria. Cuando jugamos unas cuantas veces, comprendí lo que es jugar contra un maestro. Toda ofensiva clásica que yo intentaba, él la contrarrestaba con una defensiva clásica. Si acudía a otras técnicas más arriesgadas y poco ortodoxas, él incorporaba mis osadas incursiones en sus estrategias ganadoras. Hasta los errores evidentes los hacía funcionar para ventaja suya. Yo le mataba un caballero desprotegido, y después descubría que él lo había puesto allí como atractivo sacrificio, y todo era parte de un plan más amplio. Aunque tenía una libertad total para hacer cuanta movida quisiera, pronto llegué a la conclusión de que ninguna de mis estrategias tenía demasiada importancia. La superioridad de sus habilidades garantizaba que mis propósitos terminaran invariablemente al servicio suyo. Tal vez Dios se relacione con nuestro universo, que es creación suya propia, de una forma muy similar. Nos concede la libertad de rebelarnos contra su diseño original, pero cuando lo hacemos, terminamos sirviendo «irónicamente» a su meta final de restauración. Si acepto esos planos —y confieso que se trata de un inmenso paso de fe— quedará transformada la forma en que veo tanto las cosas buenas como las malas que suceden. Las cosas buenas, como la salud, el talento y el dinero, se las puedo presentar a Dios como ofrendas para que él las use. Y las malas —la incapacidad, la pobreza, la destrucción de la familia, los fracasos— también se pueden «redimir» al convertirlos en los instrumentos mismos que me impulsan hacia Dios. «He aprendido a estar satisfecho en cualquier situación en que me encuentre», escribió el apóstol Pablo desde la prisión. Como es natural, él prefería la comodidad a la agonía, y la salud a la debilidad (su oración para pedir que Dios le quitara la «espina» en su carne lo demuestra), pero él había llegado a adquirir la seguridad de que Dios podía usar las circunstancias, tanto buenas como malas, para realizar su voluntad. Una vez más, el escéptico me podrá acusar de una flagrante racionalización, de presentar

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los argumentos en sentido contrario con el fin de hacer que las evidencias encajen en una conclusión previa. Sí, de eso se trata. El cristiano comienza por la conclusión de que un Dios bueno va a restaurar a la creación a su diseño original, y ve que toda la historia va camino de ese fin. Cuando un gran Maestro juega al ajedrez con un aficionado, tiene la victoria asegurada, cualquiera que sea el aspecto que tenga el tablero en un momento determinado. La Biblia misma celebra el irónico uso que hace Dios de los malos acontecimientos para que cumplan un resultado deseado. Por ejemplo, las tres cuartas partes de la Biblia recogen el espectacular fracaso de su pacto con los israelitas. Al final del Antiguo Testamento, el sueño de llevarles la luz a los gentiles se disuelve cuando falta poco para que los ejércitos gentiles aniquilen a los vasos escogidos para llevar esa luz. Sin embargo, cuando el apóstol Pablo reflexiona sobre esa historia, que es la historia de su propio pueblo, ve un gran adelanto. De no haber sido por la negativa de Israel, la iglesia cristiana se habría quedado convertida en una pequeña secta mesiánica judía. El rechazo liberó al evangelio para que se extendiera por todo el mundo conocido. Pablo usó cuanto tenía a mano —bueno, mano o neutral— para hacer avanzar su misión. Usó las vías romanas, construidas por los césares para facilitar el dominio sobre los pueblos sometidos, para llevar el mensaje del amor de Dios por todo el imperio. Apeló a la justicia romana para que lo protegiera en los momentos más difíciles. Aun cuando él, la mayoría de los doce discípulos y el propio Jesús murieron a manos de esa «justicia», prevaleció el irónico esquema de Dios. La ejecución de Jesús logró la salvación del mundo. «Se pondrán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría», les había prometido. Mientras tanto, la muerte de los primeros mártires solo sirvió para acelerar el crecimiento de la iglesia. «La sangre de los mártires es semilla de cristianos», dijo Tertuliano, resumiendo esta realidad. Desde entonces, todos los intentos por eliminar la fe han llevado irónicamente a sus mayores progresos. La ironía de Dios ayuda a explicar ciertas paradojas profundas que existen en la fe cristiana. Las bienaventuranzas presentan el sufrimiento y la pobreza como cosas buenas; Jesús llama «bienaventurados» a los pobres, los perseguidos y los que lloran. Al mismo tiempo, se nos exhorta a aliviar la pobreza, luchar contra la injusticia y disminuir el sufrimiento. ¿Acaso estas palabras no trabajan en sentidos opuestos? Si el pobre y el perseguido son bienaventurados, ¿por qué no lucha la iglesia por aumentar la pobreza y el dolor? Lo único que explica esta paradoja es la secuencia de bondad, caída y redención. Dios, que nos dio un mundo bueno, quiere que disfrutemos de sus frutos. «El Dios de toda consolación» anhela que nosotros nos sintamos cómodos, en todos los sentidos de la palabra. Sin embargo, como vivimos en un mundo caído, lleno de maldad y de injusticia, son muchas las personas que terminan en medio de la pobreza y el sufrimiento. No obstante, incluso esas circunstancias indeseables, Dios las puede utilizar para sus propios propósitos, sacando bien del mal. Como insistía la Madre Teresa, las naciones pobres muchas veces son espiritualmente ricas, y las naciones ricas se hallan espiritualmente empobrecidas. Ella y las Misioneras de la Caridad escogieron una forma redentora de aceptar voluntariamente las penurias personales para poder aliviar a otros. En un milagro de la gracia, nuestros fallos personales se pueden convertir también en instrumentos en las manos de Dios. Muchas personas descubren que las tentaciones persistentes, incluso las adicciones, son las heridas mismas que hacen que se vuelvan a Dios en su desesperación, de tal forma que esa misma herida forma un punto de comienzo para la nueva creación. Paul Tournier resume bien este esquema: La cosa más maravillosa de este mundo no es el bien que nosotros hayamos realizado,

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sino el hecho de que puede salir bien del mal que hayamos hecho. Por ejemplo, me sorprende la cantidad de personas que han regresado a Dios bajo la influencia de alguien con quien tenían unos lazos imperfectos … Creo que nuestra vocación consiste en sacar bien del mal. Pero si tratamos de sacar bien del bien, estamos en peligro de que se nos acabe la materia prima. Aunque seguramente Tournier hubiera preferido que los seres humanos comenzaran por no hacer el mal, ese estado es imposible de alcanzar en este mundo caído. Aquí, la respuesta irónica es la que mejor funciona porque nunca acaba con la materia prima. Le he estado dando vueltas a una pregunta muy antigua: «¿Por qué suceden cosas malas, aun a las personas buenas?» Lo he hecho porque esta cuestión, más que ninguna otra, introduce confusión, incluso una sensación de haber sido traicionados, en la relación con Dios. ¿Cómo podemos confiar en un Dios amoroso que permita que sucedan esas cosas malas? Tantas cosas terribles como suceden en la tierra, ¿son voluntad de Dios? ¿Por qué tiene Dios que usar un estilo «irónico»? ¿Por qué no se limita a evitar la tragedia desde antes que suceda? El obispo inglés Leslie Weatherhead hace unas útiles distinciones en la frase «la voluntad de Dios». La actuación de un Dios soberano con respecto a una creación libre comprende por lo menos tres clases de «voluntades», afirma. Primero está la voluntad intencional de Dios. Nosotros sabemos lo que Dios tiene intención de hacer, porque los dos primeros capítulos del Génesis describen un mundo de bondad perfecta, y el Apocalipsis termina con un panorama similar. Dios tiene la intención de que los seres humanos sean saludables y vivan juntos en unas circunstancias agradables y llenas de abundancia. Todo lo demás —pobreza, soledad, odio, dolor, enfermedad, violencia, hambre— va contra la voluntad intencional de Dios para su creación. No obstante, la Caída cambió las reglas del planeta. A raíz de la decisiva victoria obtenida por la corriente de poder del mal, aparecieron muchas cosas malas en la tierra. Entonces, Dios necesita tener una «voluntad circunstancial» que se adapte a las condiciones de maldad existentes en la tierra. Puesto que la bondad original se ha echado a perder en este planeta, a Dios le corresponde ahora salvar lo bueno de entre lo malo. Son muchos los factores que desafían su plan original, causándole mucho dolor. ¿Fue «voluntad» de Dios que José, Daniel, Jeremías, Pablo y otros tuvieran que permanecer en prisión? Por supuesto que no, en el sentido de su voluntad intencional. Sin embargo, unas circunstancias llenas de maldad, como unos hermanos celosos, unos tiranos políticos y unos líderes religiosos que se sentían amenazados, hicieron que cada uno de ellos pasara un tiempo en prisión. No obstante, gracias a que cada uno de estos hombres confió, el plan de Dios siguió adelante a pesar de la maldad de las circunstancias, aunque de una manera muy distinta. José triunfó y subió al poder; Daniel experimentó una liberación sobrenatural; Jeremías dejó un testimonio perdurable como «el profeta llorón», y Pablo formuló gran parte de su teología detrás de los barrotes. A este último esquema, Weatherhead le da el nombre de «voluntad definitiva» de Dios. A quienes confían en él, Dios les promete que va a usar las circunstancias que sean necesarias para que sirvan a su voluntad definitiva. Nicholas Woltenstorff, filósofo cristiano que perdió a su hijo Eric en un accidente de montañismo, trató de poner en orden de alguna forma los hilos de la voluntad de Dios. «¿Cómo podemos atesorar el resplandor al mismo tiempo que luchamos contra aquello que lo produjo?», pregunta en su libro Lament for a Son [Lamento por un hijo]. «¿Cómo recibo mi sufrimiento considerándolo una bendición, mientras rechazo el obsceno pensamiento de que Dios zarandeó la montaña para hacerme mejor a mí?» Llena su libro con más preguntas que respuestas, y nuestro limitado punto de vista garantiza que siempre tendremos preguntas sin responder. Wolterstorff

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encontró un estrecho saliente de confianza al reconocer que «para redimir nuestro quebranto y nuestra falta de amor, el Dios que sufre con nosotros no lanzó un poderoso estallido de poder, sino que envió a su Hijo amado para que sufriera como nosotros, y por medio de sus sufrimientos nos redimiera del sufrimiento y de la maldad. En lugar de explicar nuestro sufrimiento, lo que hace Dios es compartirlo». Dios vio por adelantado en su propio Hijo el triunfo definitivo de su irónico estilo de redención. En una imagen que se relaciona con mi ilustración inicial sobre el montañismo, Leslie Weatherhead propone que nos imaginemos un río que corre por un costado de una montaña. Podemos hacer una represa y evitar que siga corriendo hacia el valle que hay debajo, pero solo de manera temporal. La ley de la gravedad exige que el agua que se halla en una elevación alta termine encontrando su camino hacia un nivel más bajo. De la misma forma, no es posible frustrar la voluntad definitiva de Dios. Aunque la historia humana, con toda su maldad, ponga muchos bloqueos en el camino, al final todos ellos serán superados. Dios recuperará su familia, en una tierra restaurada hasta llegar a parecerse a su estado original. Nuestra vida es un corto tiempo pasado en la expectación, un tiempo en el cual la tristeza y el gozo se besan a cada momento. Hay una cierta tristeza que llena todos los momentos de nuestra vida. Tal parecería que no existe el gozo totalmente puro, puesto que incluso en los momentos más felices de nuestra existencia, sentimos un toque de tristeza. En cada satisfacción, tenemos conciencia de nuestras limitaciones. En cada éxito, tenemos temor a los celos. Detrás de cada sonrisa hay una lágrima. En cada abrazo hay soledad. En cada amistad, distancia. Y en todas las formas de luz, existe el conocimiento de que las tinieblas nos rodean … Pero esta íntima experiencia en la cual cada pizca de vida es tocada por una pizca de muerte, puede señalarnos más allá de los límites de nuestra existencia. Lo puede hacer al lograr que miremos al futuro, con la expectativa de que llegue el día en el cual nuestro corazón se llene de un gozo perfecto, un gozo que nadie nos podrá arrebatar.

HENRI NOUWEN

En este planeta, y por este tiempo, Dios permite que suframos daños. Se derrumban los edificios, se mueven las placas tectónicas, proliferan los virus, los malvados recurren a la violencia … Por lo que sabemos acerca del carácter de Dios, ninguna de estas cosas es un reflejo de su voluntad intencional. Tampoco, si creemos en sus promesas, reflejan su voluntad definitiva. Sin embargo, mientras tanto, y durante la época en la que pasemos todos nuestros días sobre el planeta tierra, es inevitable que pasen cosas malas. En la creación, Dios obra a través de la materia. En la redención, actúa a través de las personalidades, a través de nosotros mismos. Ante la tragedia puedo reaccionar acusándolo a él y rebelándome en su contra, o acercándome a él, confiando en que produzca bien del mal. Una de las dos opciones se centra en el pasado para cerrarse al futuro. La otra opción abre el futuro, permitiendo que el Artista use cuanto suceda como materia prima para una historia nueva y distinta a lo que hubiera sucedido sin la tragedia o el fracaso, pero en algunos aspectos, más valiosa aún, redimida.

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CAPÍTULOVEINTIDÓS

UN MATRIMONIO CONCERTADO

En todo cuanto vale la pena tener, incluso en todo placer, siempre hay un punto de dolor o de tedio al que hay que sobrevivir para que el placer pueda revivir y permanecer. El gozo de la batalla viene después del primer temor a la muerte, el gozo de leer a Virgilio viene después del aburrimiento de leerlo, el regocijo del que se baña en el mar viene después del choque helado con el agua de este, y el éxito del matrimonio viene después del fracaso de la luna de miel.

G. K. CHESTERTON

Escuche cualquier estación de música «pop» o vea MTV, y trate de encontrar un canto que no tenga por tema el amor romántico. Además, ¿hay alguna novela de televisión que no lleve entretejido en la trama un ardiente romance? Expresiones como «atrapar a un hombre» o «cazar a una mujer» describen una ley básica de la vida y del amor, según pensamos … hasta que viajamos a otros lugares del mundo. Es notable que a nivel mundial la mayoría de los matrimonios unen a hombres y mujeres que nunca han sentido ni un poco de amor romántico, y es muy posible que no reconozcan la sensación si les llega. En gran parte de África y de Asia, los adolescentes dan por sentada la realidad de unos matrimonios concertados por sus padres, de la misma forma que nosotros damos por sentado el amor romántico. Vijay y Martha, una pareja india moderna, me explicaron cómo se produjo su matrimonio concertado. Los padres de Vijay vieron quiénes eran todas las jovencitas de su aldea antes de decidir que su hijo se debía casar con Martha. Vijay tenía entonces quince años y Martha acababa de cumplir los trece. Aunque los dos adolescentes solo se habían visto una sola vez, sus padres llegaron a un acuerdo y fijaron la fecha del matrimonio para ocho años más tarde. Solo entonces les informaron a ambos con quién y cuándo se casarían. Durante los ocho años siguientes, a Vijay y Martha se les permitió que se cartearan una vez al mes y se vieran en dos ocasiones bajo estrecha vigilancia. Aunque al unirse eran prácticamente dos personas extrañas, su matrimonio parece ser hoy tan estable y lleno de amor como cualquier otro que conozca. En realidad, las sociedades que practican el matrimonio concertado tienden a tener unas proporciones de divorcios muy inferiores a las de aquellas que insisten en el amor de adolescentes. Dudo seriamente que el occidente vaya a abandonar alguna vez la idea del amor romántico, por mal que sirva como base de la estabilidad familiar. Pero a través de mis conversaciones con cristianos de diferentes culturas he comenzado a ver cómo un matrimonio concertado podría servir de útil modelo en nuestra relación con Dios. En los Estados Unidos y otras culturas de corte occidental, las personas tienden a casarse porque les atraen los encantos de alguien: una sonrisa fresca, buen testimonio, una figura agradable, capacidad atlética, atractivo personal. Con el tiempo, estas cualidades pueden cambiar, y los atributos físicos en especial de deterioran con la edad. Mientras tanto, salen a la superficie unas sorpresas inesperadas —descuido en la limpieza del hogar, ataques de depresión,

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diferencias en los apetitos sexuales— que interrumpen el romance. En cambio, los que se casan en un matrimonio concertado no centran sus relaciones alrededor de la atracción mutua. Después de la decisión de sus padres, usted acepta que va a vivir durante muchos años con una persona a la que apenas conoce. La pregunta central ya no es: «¿Con quién me debo casar?», sino: «Teniendo en cuenta este cónyuge que tengo, ¿qué clase de matrimonio podemos construir entre los dos?» A la relación con Dios se aplica un esquema parecido. No tengo control alguno sobre cualidades de Dios, como por ejemplo su invisibilidad. Dios es libre, y tiene una «personalidad» y unos rasgos que existen, me gusten o no. Tampoco tengo decisión alguna que tomar acerca de muchos de los detalles de mi propia persona: mis rasgos faciales y mi pelo crespo incontrolable, mis incapacidades y limitaciones, diversos aspectos de mi personalidad o mi procedencia familiar. Si utilizo el enfoque romántico del occidente, me puede disgustar esta o aquella cualidad de Dios, y puedo llegar a desear que él controle al mundo de diferente forma. Le puedo exigir que cambie mis circunstancias antes de entregarle mi vida. O puedo utilizar un enfoque muy distinto. Puedo aceptarlo con humildad tal como él se ha revelado en Jesús, y aceptarme también a mí mismo, con todos mis defectos, como la persona escogida por Dios. No me aparezco con una lista de exigencias que debe satisfacer antes que yo haga el voto. Como los cónyuges en un matrimonio concertado, me comprometo previamente con Dios, pase lo que pase. La fe significa hacer un voto «para bien o para mal, en riqueza o en pobreza, en enfermedad y en salud» de amar a Dios y aferrarse a él, pase lo que pase. Por supuesto, esto significa un riesgo, porque podría descubrir que aquello que Dios me pide entra en conflicto con mis apetitos egoístas. Felizmente, el espíritu del matrimonio concertado funciona en ambos sentidos: Dios también hace un compromiso previo conmigo, prometiéndome un futuro y una vida eterna que van a redimir las circunstancias con las cuales lucho ahora. Él no me acepta con condiciones, a partir de mi actuación, sino que me concede su amor y su perdón gratuitamente, y a pesar de mis innumerables fracasos. Hay quienes tienen la esperanza de que la vida con Dios sea una solución a sus problemas, y escogen a Dios como podrían haber escogido un cónyuge en una cultura de amor romántico: para buscar unos resultados apetecibles. Esperan que Dios les traiga buenas cosas, diezman porque creen que el dinero les regresará multiplicado por diez, tratan de vivir rectamente con la esperanza de que Dios los prospere. Cualquiera que sea su problema —el desempleo, un hijo retardado, un matrimonio que se derrumba, una pierna amputada, una cara fea— esperan que Dios intervenga a favor de ellos consiguiéndoles un trabajo, remendando su matrimonio y curando al hijo retardado, la pierna amputada y la cara fea. Sin embargo, como ya sabemos, la vida no siempre tiene unos finales tan maravillosos. En realidad, hay países en los cuales el que una persona se haga cristiana le garantiza el desempleo, el rechazo de su familia, el odio de la sociedad, e incluso el encarcelamiento. Todo matrimonio humano tiene momentos de crisis, momentos de verdad en los cuales uno de los cónyuges (o ambos) se siente tentado a echarlo todo a rodar. Los matrimonios de mayor edad admiten que durante esos tiempos ellos pusieron en tela de juicio toda su relación. Sin embargo, ahora cuentan la historia con humor e incluso nostalgia, porque las crisis encajan dentro de un esquema de amor y confianza que, por cierto, ayudaron a formar. Al recordar, unas cuantas décadas más adelante, parece claro que la respuesta de ambos cónyuges a los tiempos tormentosos ha sido lo que le ha dado a su matrimonio la fortaleza necesaria para permanecer en pie. La relación con Dios puede funcionar de la misma forma.

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El apóstol Pablo llevó el espíritu del matrimonio concertado a extremos que en el pensamiento moderno se considerarían patológicos. Pablo les dijo a los filipenses que en realidad, se regocijaba de que lo hubieran metido en prisión, porque las cadenas ayudaban a aumentar el progreso del evangelio. En una carta a los corintios, alardea de los fallos y las situaciones difíciles que ha tenido que soportar. Menciona azotes, apedreamientos, naufragios y otros desastres naturales, hambre, sed, malestares físicos y oraciones sin responder. «Si me veo obligado a jactarme, me jactaré de mi debilidad», proclama. «Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». Leo estas palabras, y después me pongo a recorrer la librería cristiana de mi localidad, donde encuentro anaqueles enteros de libros que me dicen cómo salvar mi matrimonio, criar hijos piadosos, experimentar las bendiciones de Dios, resistir ante las tentaciones o hallar la felicidad. Cada año aparecen más libros de este tipo, y cada año crece la necesidad que hay de ellos. Si un libro pudiera realmente salvar un matrimonio, los porcentajes de divorcios se deberían estar reduciendo entre los cristianos que compran libros, tendencia que aún no he podido observar. Igualmente, la relación con Dios exige algo más que el simple enfoque de resolver sus problemas. Dorothy Sayers sugiere otra forma de ver la forma personal en que Dios se involucra en nuestra vida. Señala la analogía del artista que «no ve la vida como un problema a resolver, sino como un medio para crear». Tal vez, dice ella, Dios ha invertido en cada uno de nosotros con la libertad de un artista, permitiéndonos que trabajemos con diferentes materiales. El escultor trabaja con arcilla o metal, pero sin usar mucho color; el pintor trabaja con muchos colores, pero solo en dos dimensiones. Aunque estas materias primas de la creación son limitaciones en ellas mismas, el artista hábil puede sacar de cualquiera de ellas una magnífica obra de arte. Cada uno de nosotros comienza con un medio diferente. Hay quienes son feos, o hermosos, o brillantes, o pesados, o encantadores, o tímidos. Podemos tomar la decisión de crearnos una fijación con las materias primas, la «sustancia» de la vida. Por ejemplo, nos podemos pasar la vida resentidos con Dios porque tenemos un defecto físico, o una forma determinada de cara, o porque fuimos criados en una familia determinada. Le podemos exigir que nos resuelva esos problemas. (Exactamente, ¿cómo? ¿Cambiando nuestro código genético o inventándonos una familia nueva?) Sin embargo, esas mismas materias primas que provocan tanto resentimiento en unos, pueden convertirse en los ingredientes usados para darnos forma en los aspectos que más le importan a Dios. En realidad, de forma extraña, los seres humanos necesitamos más los problemas que las soluciones. Los problemas nos hacen crecer y nos empujan hacia la dependencia de Dios. Tal como dice la Biblia una y otra vez, el éxito significa un peligro mucho mayor. Sansón, Saúl, Salomón y una veintena más nos muestran que el éxito lleva al orgullo y a la satisfacción consigo mismo, senda que se aleja de la dependencia, y que con frecuencia es preludio de una caída. Dios no nos promete que nos vaya a resolver todos nuestros problemas; al menos, de la forma que nosotros queremos que se resuelvan. (En la Biblia no encuentro personaje alguno que llevara una existencia libre de problemas.) Lo que hace es llamarnos a confiar en él y obedecerle, tanto si vivimos en medio de la abundancia y el éxito como si nos pasamos nuestros días en un campamento de concentración, tal como les ha pasado a un buen número de cristianos. Lo que más le importa es que creemos a partir de la materia prima que él nos proporciona. Por cierto, la vida de Dorothy Sayers presentaba los mismos principios de los cuales ella

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hablaba. Poseedora de una gran inteligencia natural, su belleza física era escasa. El hombre que amó en su juventud nunca reciprocó ese afecto. En su frustración, poseyendo la erudición de Oxford, acudió a un mecánico sin estudios que la introdujo al gusto por los botes, la bebida, el cigarrillo, el baile y la actividad sexual. Aunque la tomó como compañera de fiestas por un tiempo, a diferencia de ella, no tenía interés alguno en casarse. Sin embargo, sí le dejó un hijo, y ella se encontró con la carga de las responsabilidades y el estigma de un hijo ilegítimo. Al final se casó con un hombre mayor divorciado que demostró ser muy difícil de amar. Al mirar al pasado, Dorothy les atribuía a estas mismas experiencias de fracasos y humillaciones, e incluso a sus pecados y errores, el haberla acercado a Dios. Hoy en día, los que leen sus libros, tanto si leen los cuentos de detectives de Lord Peter Wimsey, como si leen sus fuertes obras de teología, reciben provecho de lo que ella creó a partir de la materia prima de su difícil vida. Es posible que sus problemas no se resolvieran como ella hubiera querido, pero a partir de ellos, produjo una obra de arte perdurable. En esta ardua tarea tenemos el mismo esquema del propio Jesús, quien al venir a la tierra habría podido escoger cualquier «materia prima», pero se transó deliberadamente por la pobreza, la vergüenza familiar, el sufrimiento y el rechazo. No se eximió a sí mismo de los fastidios de la vida en este planeta, como para demostrar que ninguna de estas circunstancias tiene por qué anular una sana relación con el Padre. Tal vez deberíamos decir: «Cristo es el modelo», en lugar de decir: «Cristo es la respuesta», porque su propia vida no presentó las respuestas que la mayoría de la gente anda buscando. Ni una sola vez usó poderes sobrenaturales para mejorar su familia, protegerse de daños o aumentar su comodidad y riqueza. Conozco una familia que se sintió cada vez más preocupada por las malas influencias que había en la escuela secundaria donde asistía su hija. Después de orar acerca de este asunto y buscar el consejo de otras personas, la trasladaron de aquella escuela mala a otra llamada Columbine, donde al año siguiente le dispararon y faltó poco para que muriera. Conocí un hombre de mi edad que creía que Dios le había concedido la vocación de sus sueños, que era la presidencia de un seminario, y estaba haciendo grandes planes para su futuro cuando un tumor en el cerebro lo derribó y murió en menos de un año. Conozco una señora que como madre, vivió el drama de la historia de Jesús sobre el hijo pródigo, celebrando el regreso de su hija de una aventura de adicción a las drogas y prostitución, solo para verla escaparse de nuevo y volver a la vida en el «país lejano». ¿Cómo encontrarles sentido a estas historias de la vida real? No hay ninguna fórmula para la resolución de problemas que se les pueda aplicar. Ahora bien, tampoco se puede aplicar una fórmula así a lo que les sucedió a Pablo, a Pedro o al propio Jesús. La vida no es un problema a resolver, sino un trabajo a realizar, y es muy posible que ese trabajo utilice una gran cantidad de materia prima de la que nosotros preferiríamos prescindir. La bondad de Dios no significa que no vayamos a sufrir, al menos en este mundo caído. Su bondad va más allá del placer y el dolor, y de alguna forma, los incorpora a ambos en sí misma. Cuando Pablo escribió: «Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman», en el mismo pasaje especificó algunas de esas «cosas» que Dios había usado en su propia vida: tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro o espada. En las tres familias que he mencionado puedo ver en marcha la obra redentora de Dios. Ninguna de ellas hubiera escogido lo que sucedió, y no le echan a Dios la culpa de su tragedia, sin embargo, todas estarían de acuerdo en decir que Dios está produciendo un gran bien en sus vidas por medio de las tristes cosas que les han sucedido. Flannery O’Connor, quien sufría de lupus y murió a los treinta y nueve años, le escribió a

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un amigo: «Nunca he dejado de estar enferma». En la misma carta, reflexiona sobre los dos maestros que descendieron hasta ella hacia el final de su vida sin haber sido invitados: la enfermedad y el éxito. «En cierto sentido, la enfermedad es un lugar, y es más instructiva que un largo viaje por Europa», escribió. Después añadió unas palabras que causan admiración y asombro en los que saben lo mucho que sufrió: «La enfermedad antes de la muerte es algo muy adecuado, creo que quienes no la tienen, se pierden una de las misericordias de Dios». En cambio, consideraba el éxito como algo casi totalmente negativo: aísla, fomenta la vanidad y distrae del verdadero trabajo que lo produjo en un principio. Comparado con Flannery O’Connor, yo apenas he sufrido. El dolor que sentía durante mi niñez me llagaba el alma más que el cuerpo: el dolor por la muerte de mi padre víctima de la polio y por la pobreza resultante; el dolor causado por unas iglesias airadas que hubieran debido saber mejor las cosas, pero probablemente no las supieran; la vergüenza, el alejamiento y la inferioridad que definieron mi adolescencia. Actualmente me encuentro con adolescentes que me recuerdan lo que yo era entonces: tímido, socialmente inepto, carente de coordinación física y con una imagen de mí mismo tan baja, que apenas existía. Viven en un mundo que favorece la belleza, los deportes y la seguridad en sí mismo. Si es que oran alguna vez, es probable que le pidan a Dios que los cambie para parecerse más a la modelo que apareció en la portada de la revista Glamour o al atleta de Sports Illustrated. Por ardiente que sea esa oración, lo más probable es que no reciba la respuesta que ellos anhelan recibir. Si pudieran ver —si yo mismo pudiera ver— la forma tan distinta que tiene Dios de ver esta tierra … Tenemos una idea en las compañías que prefería Jesús: recaudadores de impuestos, mujeres de mala reputación, leprosos, inmundos, mestizos y pescadores. Pablo también tuvo que admitir: «No muchos de ustedes son sabios, según criterios meramente humanos; ni son muchos los poderosos ni muchos los de noble cuna. Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a fin de que en su presencia nadie pueda jactarse». Dios nunca nos encargó la misión de sacar del mundo todas las cosas malas, de anular la Caída, a lo que nos llama es a redimir lo malo, transformándolo en algo bueno. Al reflexionar sobre sus sufrimientos de la niñez, en especial los procedentes de una herencia religiosa, la poetisa Kathleen Norris dice: «La conversión de una herencia de dolor en algo bueno exige todo el discernimiento que podamos reunir, tanto el que haya en nuestro interior como el que podamos recibir de nuestros mentores. La peor de las maldiciones que la gente nos lanza, los maltratos reales y el terror, no se pueden olvidar ni deshacer, pero sí se puede hacer buen uso de ellos en la nueva vida que uno ha tomado». Gran parte de las cosas con las que luchamos hoy son las mismas con las que vamos a estar luchando aún mañana, y al día siguiente. Hay dolores que nunca desaparecen, tanto si se trata del dolor claramente definido de una pérdida o del dolor deforme de un anhelo no satisfecho. La herida nunca sana por completo, el problema nunca halla una solución pura. Lo que se nos ofrece en su lugar es la esperanza menos satisfactoria, pero más realista, de que Dios puede redimir hasta la herida misma. Los que tratan de utilizar a Dios como medio para realizarse ellos mismos, casi siempre salen de ese proceso desilusionados. Dios tiene en mente algo que es más bien lo contrario: usarnos a nosotros, los vasos menos merecedores de su gracia, como su propia autorrealización en la tierra. Milan Kundera, autor nacido en la República Checa, escribió en una ocasión que siempre había tenido objeciones ante la idea de Goethe de que «una vida se debe parecer a una obra de

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arte». En lugar de esto, se pregunta si tal vez el arte haya surgido porque la vida es tan deforme e impredecible, que de esta manera se le proporcionaba la estructura y la interpretación de las cuales carece. Pero tuvo que hacer una excepción, según él mismo admite, en el caso de su amigo Vaclav Havel, quien comenzó como escritor, igual que él, y terminó siendo presidente de la República Checa, y una de las fuertes voces morales de nuestros tiempos. Según Kundera, la vida de Havel presenta una unidad de tema, una progresión continua y gradual hacia una meta. Después de leer algo de ambos autores, me pregunto si la diferencia no estará en su punto de vista subyacente. Para Kundera, como para la mayoría de los pensadores posmodernos, la vida no tiene «metanarrativa», es decir, una estructura de significado para explicar de dónde viene y hacia dónde va. Para Havel, sí la tiene. Este se lamenta: «Cada vez estoy más convencido de que la crisis de la tan necesaria responsabilidad global se debe en principio al hecho de que hemos perdido la certeza de que el universo, la naturaleza, la existencia y nuestra propia vida, son obra de una creación guiada por una intención definida, que tiene un significado definido, y que sigue un propósito también definido». El cristiano —y Havel nunca se ha descrito a sí mismo como tal— no ve solo toda la vida, sino toda vida individual, como una obra de arte en potencia. Estamos colaborando con Dios en la formación de algo de belleza perdurable a partir de ciertas materias primas. Estamos escribiendo una pequeña historia con nuestra vida, y esa historia forma parte a su vez de otra mayor cuya trama conocemos con unos detalles muy escuetos. Tanto la historia grande como la pequeña se desarrollan igual que cualquier otra historia: tienen un principio y un fin, un propósito y una acción que se le resiste, unas consecuencias que no es posible evitar, accidentes e interrupciones inesperadas. Al final, la narración incorpora en sí todos estos detalles dentro de una línea del relato que alcanza una plenitud satisfactoria. «No te toca terminar el trabajo, pero tampoco estás libre para no aceptarlo», dice un viejo refrán talmúdico. El trabajo es la obra de Dios, la obra de rescatar y redimir a un planeta en muy mal estado. Tanto para judíos como para cristianos, esa obra significa poner un poco de paz, justicia, esperanza, sanidad, shalom, en todo cuanto tocan nuestras manos. Para el cristiano significa hacerlo como seguidor de Jesús, que fue quien hizo posible la redención que nosotros nunca habríamos podido realizar por nuestra propia cuenta. En un lugar elevado dentro de la catedral de Winchester, en Inglaterra, se encuentra un vitral que es único en su época. No relata una historia bíblica ni recuerda a ningún santo, y su caleidoscopio de colores tiene un diseño peculiarmente moderno, como si Marc Chagall hubiera viajado por el tiempo hasta el siglo XVII para instalarlo allí. Esta ventana es una reliquia de una violenta circunstancia durante la cual las tropas del ejército de Oliver Cromwell usaron barras de hierro para hacer añicos los antiguos vitrales de la catedral y destrozar sus estatuas. Las tropas dejaron el terreno exterior repleto de fragmentos de vidrio, que los habitantes del pueblo recogieron y almacenaron hasta que hubiera pasado el tiempo de aquel frenesí. Años más tarde, un trabajador de la catedral se ofreció para la difícil tarea de volver a instalar aquel ventanal. En lo alto de un andamio dentro de la nave, el obrero fue reuniendo las piezas hasta formar una abstracción de colores. No se parecían a nada que hubiera en Europa en aquellos tiempos, y aun hoy en día, el vitral parece extrañamente fuera de lugar. Sin embargo, nadie puede negar que los pedazos de vidrio reunidos forman una obra de gran belleza, una verdadera obra de arte. Los juegos de luces procedentes del sol y las nubes se filtran a través de la ventana para iluminar la catedral en un mosaico constantemente cambiante. Esa ilustración de redención y de restauración me da un mensaje personal de esperanza, debido a que muchas de mis propias heridas son resultado de la misma clase de celo religioso

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que impulsó a los soldados de Cromwell. Muchas veces, la iglesia destruye cuando trata de redimir, y aparece una nueva y virulenta clase de estado caído que es necesario redimir de nuevo. Este proceso continuo se recapitula en el mundo, en la iglesia, e incluso en cada alma comprometida con la historia de Dios sobre la tierra. Y Dios, que da el principio, da el fin … Un descanso para las cosas demasiado rotas para poderlas reparar.

JOHN MANSEFIELD

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CAPÍTULOVEINTITRÉS

EL FRUTO DE LA LABOR DEL VIERNES

En todas las tragedias de la antigüedad, tanto las que se vivieron como las que se presentaron en escena, detectamos el mismo esquema: el héroe, ya sea Alejandro o Edipo, llega a su momento culminante, y desde allí cae vertiginosamente. Solo en el drama de Jesús se produce el esquema contrario: el héroe es destruido para ser levantado.

THOMAS CAHILL

En el principio de este libro, hablé de un amigo que me dijo: «No me cuesta creer que Dios es bueno. Mi pregunta es más bien esta: ¿Para qué nos sirve? Clamo a él para pedirle ayuda, y es difícil saber cómo responde. En realidad, ¿en qué podemos contar con Dios?» Esa pregunta ha estado presente en el fondo de cada capítulo, y es lo que realmente me ha motivado a escribir el libro. En todas las demás relaciones personales, tenemos alguna idea de qué esperar y con qué contar. ¿Y en la relación con Dios? Creo encontrar al menos un indicio de respuesta en una frase de Dallas Willard, en cuyo libro The Divine Conspiracy [La conspiración divina] aparecen estas palabras escondidas en una oración subordinada: «No hay nada que nos haya pasado o que nos pueda pasar en nuestro camino hacia nuestro destino en el mundo pleno de Dios que no sea redimible». El mundo es bueno, está caído y es posible redimirlo. En realidad, Willard afirma que ese mismo esquema se aplica, no solo al universo en su totalidad, sino a todos y cada uno de los seguidores de Dios. Nada que encontremos se va a hallar fuera del alcance del poder redentor de Dios. Dentro del método irónico de Dios, lo que nosotros consideramos desventaja puede obrar para nuestra ventaja, y esta es una verdad en la que Jesús insistió en casi todas sus historias y sus contactos humanos. Al que puso en alto como ejemplo de misericordia fue al Buen Samaritano, no a los privilegiados líderes religiosos. Como primera misionera, escogió a otra samaritana, una mujer con cinco fracasos matrimoniales en su currículum vitae. Señaló a un soldado pagano como modelo de fe, y transformó a un codicioso recaudador de impuestos llamado Zaqueo en modelo de generosidad. Al marcharse, les entregó su misión a un grupo de campesinos sin educación alguna en su mayoría, dirigidos por Pedro, el que lo había traicionado. Cada una de estas decisiones subraya la ironía de la redención. Después de intentar muchas formas defectuosas de llegar a la curación, Bill Wilson, el cofundador de Alcohólicos Anónimos, terminó comprendiendo esa ironía. Así llegó a una inquebrantable convicción, convertida ahora en canon entre los grupos de los doce pasos: El alcohólico tiene que «tocar fondo» antes de poder subir. Esto fue lo que les escribió a sus compañeros de lucha: «¡Qué privilegiados somos por comprender tan bien la divina paradoja de que la fortaleza brota de la debilidad, y la humillación precede a la resurrección; que el dolor no solo es el precio del renacimiento espiritual, sino su piedra de toque misma!». La ironía continúa a lo largo de todo el período de recuperación. Aunque el alcohólico ore con desesperación para que desaparezca su situación, son muy pocos los alcohólicos, o las

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personas con otras adicciones, que pueden hablar de una curación milagrosa y repentina. La mayoría de ellos tienen que batallar con la tentación todos los días de su vida. Experimentan la gracia, no como una poción mágica, sino más bien como un bálsamo cuya fortaleza se activa a diario por medio de una dependencia consciente de Dios. Todas las personas de la tierra se pasan la vida sumergidas en su propio guión de problemas: soltería cuando siempre tuvieron el matrimonio por meta, incapacidad física, pobreza, malos tratos en la niñez, prejuicios raciales, enfermedades crónicas, familia destruida, adicción, divorcio. Si pienso en Dios como si fuera Zeus, lanzando relámpagos sobre los infelices humanos que están debajo, entonces lo natural es que dirija hacia él mi ira y mi frustración, como causa inmediata de mis apuros. En cambio, si concibo a Dios como aquel que obra desde abajo, desde debajo de la superficie, llamándonos por medio de cada debilidad y limitación, abro la posibilidad de redención para esa misma cosa que más detesto acerca de mi vida. «En el sentido moral, el bien y el mal no residen en las cosas, sino siempre en las personas», escribió Paul Tournier. «Las cosas y los acontecimientos, afortunados o lamentables, solo son lo que son: moralmente neutros. Lo que importa es nuestra manera de reaccionar ante ellos. Son muy raras las veces que tenemos control de los acontecimientos, pero (junto con quienes nos ayudan) sí somos responsables de nuestras reacciones … Los acontecimientos nos dan dolor o gozo, pero nuestro crecimiento es determinado por nuestra respuesta personal a ambas cosas, por nuestra actitud interna». Por su profesión médica, Tournier se oponía al sufrimiento, y hacía cuanto estaba a su alcance por aliviarlo en sus pacientes. En cambio, como consejero, lo utilizaba, señalándoles con delicadeza a sus pacientes una reacción que les permitiera crecer por medio de la aflicción. Por cierto, escribió el libro Creative Suffering [El sufrimiento creativo] para explorar un fenómeno que siempre lo había desconcertado: Las personas que más triunfan en la vida son muchas veces producto de familias difíciles donde no existe la felicidad. Un colega, investigando a los líderes más influyentes de la historia mundial, había descubierto que casi todos —en su lista de trescientas personas se hallaban Alejandro Magno, Julio César, Luis XIV, George Washington, Napoleón y la reina Victoria— tenían una cosa en común: eran huérfanos. A Tournier lo confundía que, mientras él se pasaba el tiempo dando conferencias sobre lo importante que es que un padre y una madre colaboren para producir un ambiente familiar enriquecedor, todos estos líderes surgieran de un estado de privación emocional. Puesto que él mismo era huérfano, comenzó a considerar las privaciones como algo que no había que limitarse a eliminar, sino más bien encauzar para que produjera un bien redentor. En su libro Great Souls [Grandes almas], el periodista David Aikman estudió el siglo XX en busca de las personas con mayor poder espiritual y moral. La lista de seis con la que terminó incluía a la Madre Teresa, quien trabajó en el límite extremo del sufrimiento humano; Alexander Solzhenitsyn, cronista del Gulag; Elie Wiesel, superviviente del Holocausto; Nelson Mandela, quien estuvo en prisión durante veintisiete años; el papa Juan Pablo II, quien creció bajo el régimen nazi y el comunismo, y el evangelista Billy Graham. De los seis, solo Billy Graham tenía algo que se pareciera a una existencia «normal» de clase media. Sin embargo, los seis se convirtieron en gigantescos líderes espirituales del siglo. Aunque no tenemos derecho a imponer sobre los demás unas desenfadadas fórmulas sobre el sufrimiento redentor, tampoco podemos pasar por alto a los testigos que insisten en esa verdad. En mi condición de periodista, también he visto muy de cerca el potencial redentor que tienen las privaciones. Recuerdo que conocí a Joni Eareckson siendo ella aún adolescente, pocos

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meses después de su accidente, cuando aún estaba contemplando su futuro a través de una neblina de desespero y confusión. ¿Cómo podría servir a Dios desde una silla de ruedas, incapaz de alimentarse ella misma, o de vestirse, o de pasar un solo día sin que la ayudaran en sus cosas personales íntimas? «No se puede imaginar la vergüenza y la humillación», me dijo. ¿Cómo es posible que salga algún bien de una tragedia así? Ahora, treinta años después, Joni recuerda el día que se fracturó el cuello al zambullirse en la bahía de Chesapeake, y dice de él que fue el mejor día de su vida. Le permitió a Dios obrar en ella para redimir una tragedia, para producir algo bueno de una situación mala. También recuerdo mi visita a Sadán, uno de los antiguos pacientes de lepra del Dr. Paul Brand en la India. Tenía el aspecto de una versión de Gandhi en miniatura: delgado, calvo, sentado con las piernas cruzadas al borde de una cama. Con su voz aguda y cantarina me contó desgarradoras historias de rechazos del pasado: los compañeros de clase que lo atormentaban en la escuela, el conductor que lo sacó a patadas —literalmente, con su zapato— de un autobús público, los numerosos dueños de trabajos que se negaron a contratarlo, a pesar de su adiestramiento y su talento, los hospitales que lo rechazaron a causa de un temor sin sentido. Después hizo un recuento de la elaborada secuencia de procedimientos médicos —trasplante de tendones, desmantelamiento de nervios, amputaciones de dedos de los pies y operaciones de cataratas— realizados por el Dr. Brand y su esposa, que era oftalmóloga. Habló durante media hora, haciendo el recuento de una vida que era un verdadero catálogo de sufrimientos humanos. Pero mientras tomábamos nuestra última taza de té en su hogar, hizo esta sorprendente afirmación: «Sin embargo, debo decir que ahora me siento feliz de haber tenido esa enfermedad». «¿Feliz?», le pregunté incrédulo. «Sí», me contestó Sadán. «Si no hubiera tenido lepra habría sido un hombre normal, con una familia normal, dedicado a buscar las riquezas y una posición más elevada en la sociedad. Nunca habría conocido gente tan maravillosa como los doctores Paul y Margaret, y nunca habría conocido al Dios que vive en ellos». Un último ejemplo. Junto con muchos otros que siguieron la carrera de Reynolds Price, una de las lumbreras más destacadas del sur de los Estados Unidos en ficción, crítica literaria y reflexión espiritual, también me entristecí al enterarme en 1984 de que tenía cáncer en la médula espinal. Diez años más tarde, leí este párrafo en las memorias de su enfermedad y su parálisis: Desastre, sí, por un buen tiempo eso fue para mí … durante grandes porciones de un período de cuatro años. Catástrofe, claro, una vida literalmente liquidada, con todas sus partes desparramadas, y algunas de las más urgentes perdidas para siempre, dentro y fuera de mí. Pero si me pidieran que valorara con honradez mi vida presente, comparada con mi pasado —los años desde 1933 hasta 1984, comparados con los posteriores— tendría que decir que, a pesar de haber disfrutado de un agradable comienzo de cincuenta años, estos años recientes desde que la catástrofe se hizo total han sido mejores aún. Han traído más y enviado más: más amor y cuidados, más conocimiento y paciencia, más trabajo en menos tiempo. Price le da el crédito de esto a «la gracia de Dios, abrumadora unas veces y asombrosa otras». La relación con Dios no nos promete una liberación sobrenatural de nuestras dificultades, sino más bien un uso sobrenatural de ellas. En la mayoría de las cosas que emprendemos los humanos decidimos el valor de un «camino» a base de mirar los resultados de todo el esfuerzo. El investigador que no logra hallar un gen después de investigar durante treinta años siente que ha estado desperdiciando el tiempo. El químico que forma compuestos no siente haber triunfado en realidad hasta que alguien les

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halla un uso a esos compuestos. El novelista quiere por encima de todo que le publiquen sus obras. El buscador de oro cava con un solo objetivo en la mente: encontrar el precioso metal. Las relaciones van por un camino distinto. Al pensar en algunos de mis mejores amigos, nunca me puse a sacar cálculos: «Me parece que me voy a hacer amigo de Tim, Scott y Reiner. Veamos. Necesito un plan para realizar mi meta». Esas amistades fueron creciendo a mi alrededor casi sin esperarlas. Tim y Scott son colegas, y Reiner fue mi compañero de cuarto en la universidad. En las relaciones, el «camino» mismo es la meta. Los significados compartidos y las experiencias comunes son los que crean la intimidad … y muchas veces son los tiempos difíciles los que le dan una seguridad mayor a la relación. «Yo soy el camino, la verdad y la vida», dijo Jesús. La verdad y la vida proporcionan la motivación para seguirlo, pero a fin de cuentas, la relación con Dios, como cualquier otra, se reduce al «camino», al proceso diario de invitarlo a compartir los detalles de mi existencia. Søren Kierkegaard comparaba a algunos cristianos con esos muchachos de escuela que quieren buscar las soluciones a los problemas de matemáticas en las páginas finales del libro. La única forma de aprender las matemáticas es haciéndolas paso a paso. O para decirlo esto usando una analogía de Juan Bunyan, solo siguiendo el camino, progresando a través de sus gozos, privaciones y aparentes desvíos, podrá llegar el peregrino a su punto de destino. Tengo un amigo que no está casado que le pide ardientemente a Dios que disminuya o incluso elimine su impulso sexual. Dice que le causa tentaciones constantes. La pornografía lo distrae, lo lanza a una espiral descendente de fracasos y echa a perder su vida de piedad. Con toda la delicadeza que puedo, le digo que dudo que Dios vaya a responder esa oración en la forma que él quiere, calibrando de nuevo su nivel de testosterona. Lo más probable es que aprenda la fidelidad de la forma que todo el mundo la aprende: apoyándose en la disciplina, la comunidad y unos alegatos constantes de dependencia. Por la razón que sea, Dios ha dejado que este mundo quebrantado permanezca por un tiempo muy largo en su estado caído. Para aquellos de nosotros que vivimos en ese mundo quebrantado, Dios parece valorar más el carácter que nuestra comodidad, usando muchas veces los mismos elementos que más incomodidad nos causan como herramientas suyas para darle forma a ese carácter. Se está escribiendo una historia con un final que solo vemos vagamente. Nos enfrentamos a la decisión de confiar en el Autor a lo largo del camino o bien de lanzarnos solos. Siempre nos queda esa posibilidad de decidir. En mi vida espiritual, estoy tratando de mantenerme abierto a nuevas realidades, sin culpar a Dios cuando mis expectativas quedan insatisfechas, confiando en que él me llevará a través de esos fallos hacia la renovación y el crecimiento. También estoy buscando la confianza que da el saber que «el Padre es quien más sabe» en cuanto a la forma de llevar adelante este mundo. Al reflexionar sobre los tiempos del Antiguo Testamento, me doy cuenta de que la forma más abierta en la cual quisiera que Dios actuara no logra los resultados que yo esperaría. Y cuando Dios envió a su propio Hijo —sin pecado, sin forzar a nadie, lleno de gracia y de sanidad— nosotros lo matamos. Dios mismo permite lo que no prefiere con el fin de lograr alguna meta más elevada. En El Paraíso Perdido, John Milton escribe sobre Adán, quien está viendo un avance de toda la historia que vendrá. Al final, levanta la cabeza sobre su culpa y su desespero, y canta: Oh bondad infinita, bondad inmensa, que todo este bien haya surgido del mal. Y el mal convertido en bien, más maravilloso que aquel por el cual surgió primero la creación.

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¡Luz salida de las tinieblas! Lleno de dudas me mantengo: Si me debo arrepentir ahora del pecado por mí hecho y ocasionado, o regocijarme mucho más para que mucho más bien brote de él … O félix culpa, «¡Oh, culpa feliz!», este era un pensamiento continuo dentro de la teología medieval. Aún se le celebra en la liturgia del Sábado Santo. Sencillamente, significa que de una forma misteriosa, estamos mejor ahora que antes de la «Afortunada Caída» de Adán. La redención, el capítulo final de la historia, alcanza un estado superior al de la creación, su primer capítulo. Agustín lo expresó de esta forma: «A Dios le pareció mejor sacar bien del mal que no permitir mal alguno». El resultado final demostrará que habrá valido la pena. Podemos estar seguros de que nos ha ido mejor, al menos en un sentido: tenemos a Jesús, quien con su vida y su muerte realizó para el cosmos entero la misma historia de redención que nos ha sido prometida individualmente a cada uno de nosotros. Me he centrado en una relación con Dios desde el punto de vista humano, que es el único del que dispongo. Sin embargo, estoy consciente de que, así como nosotros tenemos que hacer ajustes para «conocer personalmente a Dios» —un Dios invisible y totalmente distinto a nosotros— también él tiene que hacer sus ajustes para conocernos a nosotros. En realidad, Dios tuvo que sujetarse a la misma trama. Los primeros escritores cristianos decían que Jesús era la «recapitulación» del drama humano. El mundo es bueno. Dios lo proclamó así cada día después de terminar su obra creadora. Aun en su estado caído, juzgó que el mundo era —y nosotros también— digno del esfuerzo necesario para rescatarlo, digno de que él se dejara limitar por el tiempo y el espacio, digno de morir por él. El mundo está caído. Dios ha prometido acabar con el sufrimiento, la pobreza, la maldad y la muerte. Sin embargo, el medio para hacerlo involucraría la absorción de esas mismas cosas en fuertes dosis. Aunque no haya eliminado las penurias de este mundo libre y peligroso, tampoco buscó una inmunidad personal con respecto a ellas. Deliberadamente, Jesús, el Hijo de Dios, se sometió a lo peor de este mundo caído. Por último, es posible redimir al mundo. Esa fue la razón por la que Jesús vino a la tierra. En el punto más elevado de la ironía, Dios transformó la maldad máxima en el bien máximo, obrando a través de la violencia y el odio de la humanidad para realizar nuestra redención. Pablo lo expresa de esta manera: «Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal». La historia cambió para siempre como resultado del tiempo que Jesús estuvo en la tierra. Y el plan general de Dios para el universo será el que prevalecerá al final; todo lo que hace la historia es ir llenando los detalles. Nuevamente habla Pablo: «Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas? … ¿Quién nos apartará del amor de Cristo?» Hoy en día le llamamos Viernes Santo al día en que murió Jesús. No lo llamamos «Viernes Tenebroso» ni «Viernes Trágico». Al fin y al cabo, si hemos sido todos curados, ha sido por sus llagas. Después de las lágrimas viene el silencio: la noche lenta, el tiempo inmóvil y triste, limpio, vacío, frotado y adolorido con sal, gastado de esperar contra toda esperanza. Después de la noche viene el Cordero:

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estrella resplandeciente de la mañana, con agua viva gratis y fresca, como fruto de su agonía del viernes.

N. T. Wright

Mi esposa dirige un «círculo cristiano» semanal en un asilo de ancianos. Una paciente de Alzheimer llamada Betsy asiste fielmente, llevada por alguien del personal, y se queda sentada durante toda la hora. Betsy es delgada, de cabello blanco y tiene una agradable sonrisa. Cada semana, Janet se presenta a sí misma, y cada semana Betsy responde como si nunca la hubiera visto antes. Cuando otras personas interactúan en el grupo o se ríen de algún pequeño chiste, Betsy sonríe con una sonrisa distante que desarma a cualquiera. La mayor parte del tiempo permanece sentada en silencio, con los ojos en el vacío, disfrutando del cambio de escenario con respecto a su habitación, pero sin comprender nada de lo que se discute alrededor de ella. Al cabo de unas cuantas semanas, Janet supo que Betsy ha retenido la capacidad de leer. Con frecuencia, lleva consigo una tarjeta postal que le envió su hija varios meses antes, la cual lee como si hubiera llegado en el correo de ayer. No comprende lo que lee, y repite la misma línea una y otra vez, como un disco rallado, hasta que alguien le sugiere que siga adelante. Pero en uno de sus días buenos, puede leer completo un pasaje con una voz fuerte y clara. Janet comenzó a llamarla cada semana para que leyera un himno. Un viernes los ancianos, que prefieren los himnos antiguos que recuerdan de su niñez, escogieron La cruz de Jesús para que Betsy lo leyera. «En el monte calvario estaba una cruz, emblema de afrenta y dolor», comenzó, y se detuvo. De repente, se sintió agitada. «¡No puedo seguir! ¡Es demasiado triste! ¡Demasiado triste!», dijo. Algunos de los ancianos manifestaron asombro. Otros se quedaron mirándola boquiabiertos. En años de vivir en el asilo, ni una sola vez había demostrado Betsy la capacidad de juntar palabras que tuvieran sentido. Ahora, era obvio que estaba comprendiendo. Janet la calmó: «Está bien, Betsy. No tienes que seguir leyendo si no quieres». Sin embargo, después de una pausa, comenzó a leer de nuevo, y se detuvo en el mismo punto. Le corrió una lágrima por cada mejilla. «¡No puedo seguir! ¡Es demasiado triste!», dijo, sin darse cuenta de que había dicho eso mismo dos minutos antes. Lo intentó de nuevo, y otra vez reaccionó con una repentina conmoción de reconocimiento, angustia, y exactamente las mismas palabras. Puesto que la reunión había llegado a su final, los otros ancianos se fueron yendo hacia la cafetería o hacia sus habitaciones. Se movían en silencio, como si estuvieran en una iglesia, mirando por encima del hombro a Betsy con respeto. Los miembros del personal que habían llegado para volver a arreglar el mobiliario se detuvieron para contemplar la escena. Nadie había visto jamás a Betsy en un estado que se pareciera a la lucidez. Por último, cuando Betsy pareció haberse tranquilizado, Janet la guió hasta el ascensor para llevarla a su cuarto. Para asombro suyo, Betsy comenzó a cantar el himno de memoria. Las palabras salían en frases difíciles y entrecortadas, y apenas podía llevar la melodía, pero cualquiera habría podido reconocer el himno. En el monte calvario estaba una cruz, emblema de afrenta y dolor. Lloraba de nuevo, pero esta vez siguió adelante, aún de memoria, ganando fuerza mientras cantaba. Más yo amo esa cruz, do murío mi Jesús

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por salvar al más vil pecador. Oh, yo siempre amaré esa cruz, en sus triunfos mi gloria será, y algún día en vez de una cruz, mi corona Jesús me dará. En algún lugar de aquella mente destrozada, unas neuronas dañadas habían encontrado una red de viejas conexiones para resucitar un esquema de significado en Betsy. En su confusión, solo había dos cosas que sobresalían: el sufrimiento y la vergüenza. Esas dos palabras resumen el estado del ser humano, el estado en el cual ella vive todos los días de su triste vida. ¿Quién conoce mejor el sufrimiento y la vergüenza que Betsy? Para ella, el himno respondía esa pregunta: Jesús los conoce mejor. El himno, y también la historia cristiana, termina con la promesa de que la redención será completa un día, de que Dios se reivindicará a sí mismo con un estallido de poder re-creador, de que el conocimiento personal de Dios será tan cierto como las relaciones más íntimas que conocemos en la tierra. «Ahora vemos de manera indirecta y velada, como en un espejo; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de manera imperfecta, pero entonces conoceré tal y como soy conocido» Nosotros conocemos ese Viernes Santo que el cristiano sostiene que fue el de la cruz. Pero el ateo, el no cristiano, también lo conoce. Con esto quiero decir que conocen la injusticia, los sufrimientos interminables, el desperdicio, el brutal enigma del final, los cuales forman en una gran parte no solo la dimensión histórica del estado humano, sino también la urdimbre diaria de nuestra vida personal. Es ineludible que conozcamos el dolor, el fracaso del amor, la soledad, que son nuestra historia y nuestro destino privado. Nosotros también conocemos el domingo. Para el cristiano, ese día significa una intimación, segura y precaria a la vez, evidente y más allá de toda comprensión al mismo tiempo, de resurrección, de una justicia y un amor que han vencido a la muerte … Los lineamientos de ese domingo llevan el nombre de esperanza (no hay palabra menos difícil de destruir). Pero lo que a nosotros nos toca es el largo camino del sábado.

GEORGE STEINER

La historia cristiana termina con la promesa de que un día Betsy tendrá una mente nueva que retenga el sufrimiento y la vergüenza, si es que los retiene, solo como el vago recuerdo de tiempos antiguos. El poeta Patrick Kavanagh describe la promesa liberada en la resurrección de Jesús como «una risa liberada por siempre y para siempre». Para algunos como Betsy, la extensa caminata del sábado es demasiado larga y su carga demasiado pesada. El hecho del Viernes Santo puede ofrecer algo de solaz y compañía. Sin embargo, para alguien atrapado en el sufrimiento y la vergüenza, y en una mente demasiado confundida para comprender cualquier otra cosa, la promesa del domingo parece nebulosa y desesperadamente insustancial. A menos, por supuesto, que sea cierta.

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La misión de Editorial Vida es ser la compañía líder en satisfacer las necesidades de las personas con recursos cuyo contenido glorifique al Señor Jesucristo y promueva principios bíblicos. ZONDERVAN ALCANZANDO AL DIOS INVISIBLE Edición en español publicada por Editorial Vida – 2004 Miami, Florida ©2004 por Philip Yancey All rights reserved under International and Pan-American Copyright Conventions. By payment of the required fees, you have been granted the non-exclusive, non-transferable right to access and read the text of this e-book on-screen. No part of this text may be reproduced, transmitted, down-loaded, decompiled, reverse engineered, or stored in or introduced into any information storage and retrieval system, in any form or by any means, whether electronic or mechanical, now known or hereinafter invented, without the express written permission of Zondervan e-books. EPub Edition © APRIL 2013 ISBN: 978-0-829-77827-4 Originally published in the USA under the title: Reaching for the Invisible God Copyright © 2000 by Philip Yancey Published by permission of Zondervan, Grand Rapids, Michigan 49530, U.S.A. Traducción: Andrés Carrodeguas Edición: Madeline Díaz Diseño interior y de cubierta: Grupo Nivel Uno, Inc. RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS. Esta publicación no podrá ser reproducida, grabada o transmitida de manera completa o parcial, en ningún formato o a través de ninguna forma electrónica, fotocopia y otro medio, excepto como citas breves, sin el consentimiento previo del publicador. CATEGORÍA: Vida cristiana / Familia 13 14 15 16 7 6 5 4 3 2

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About the Publisher

  Founded in 1931, Grand Rapids, Michigan-based Zondervan, a division of HarperCollinsPublishers, is the leading international Christian communications company, producing best-selling Bibles, books, new media products, a growing line of gift products and award-winning children’s products. The world’s largest Bible publisher, Zondervan (www.zondervan.com) holds exclusive publishing rights to the New International Version of the Bible and has distributed more than 150 million copies worldwide. It is also one of the top Christian publishers in the world, selling its award-winning books through Christian retailers, general market bookstores, mass merchandisers, specialty retailers, and the Internet. Zondervan has received a total of 68 Gold Medallion awards for its books, more than any other publisher.

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NOTAS

1. Nacido de nuevo, pero en mala posición 13. Updike: John Updike, A Month of Sundays, Nueva York: Fawcett Crest, 1975, p. 203. 17. Buechner: Frederick Buechner, Wishful Thinking, Nueva York: Harper & Row, 1973, p. 14. 18. Agustín: Saint Augustine, The Confessions of St. Augustine, Garden City, N. Y.: Image/Doubleday, 1960, p. 138. 18. Peterson: Eugene Peterson, The Wisdom of Each Other, Grand Rapids: Zondervan, 1998, p. 29. 19. Lewis: C. S. Lewis, The World’s Last Night, Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1959, p. 77. 22. Gregorio Niceno. Citado por Jürgen Moltmannn, History and the Triune God, Nueva York: Crossroad, 1992, p. 89. 2. Sediento junto a la fuente 23. Ionesco: Eugene Ionesco, Diaries. Citado por Helmut Thielicke, How to Believe Again, Filadelfia: Fortresss, 1972, p. 199. 26. Tomás de Aquino: Tomás de Aquino. Citado por Frederick Buechner, Wishful Thinking, op. cit., p. 65. 26. Lewis: C. S. Lewis, Miracles, Nueva York: MacMillan, 1947, p. 96. 29. «Dios es amor»: 1 Juan 4:16. 30. Marty: Martin Marty, A Cry of Absence, Grand Rapids: Eerdmans, 1997, p. 25. 30-31. Buechner: Frederick Buechner, The Alphabet of Grace, Nueva York: Seabury, 1970, p. 6. 31. «Quiero conocerte»: Coro tomado de «In the Secret». Andy Park, Mercy Vineyard, 1995. 32. Wilbur: Richard Wilbur. Citado por Dan Wakefield, Returning, Nueva York: Penguin, 1988, p. 152. 3. Lugar para la duda 35. Dickinson: De una carta a Otis Lord, 30 de abril de 1882; Thomas H. Johnson, editor, The Letters of Emily Dickinson, Cambridge: Belknap, 1958, p. 728. 35-36. De Vries: Peter De Vries, The Blood of the Lamb, Nueva York: Penguin, 1961, p. 237. 36. «Esta enseñanza»: Juan 6:60. 36. «¿También ustedes?»: Juan 6:67. 36. «Señor … ¿a quién?»: Juan 6:68. 38. «Tu fe»: Mateo 9:22 38. «Les aseguro que no he encontrado»: Lucas 7:9 38. «Oh mujer»: Mateo 15:28 38. «¡Si creo!»: Marcos 9:24 39. O’Connor: Flannery O’Connor. En una carta a un amigo, Sally Fitzgerald, editora, Letters of Flannery O’Connor: The Habit of Being, Nueva York: Vintage, 1979, p. 476. 40. Lutero: Martín Lutero. Citado por Thomas G. Long y Cornelius Plantinga, editores, A Chorus of Witnesses, Grand Rapids: Eerdmans, 1994, p. 114.

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40. Mather: Ibíd., p. 114. 42. Underhill: Evelyn Underhill. Citada por Hugh T. Kerr y John M. Mulder, editores, Conversions, Grand Rapids: Eerdmans, 1983, p. 187. 41. Buechner: Frederick Buechner, Alphabet of Grace, op. cit., p. 47. 43. Carey: William Carey. Mark Galli, «The Man Who Wouldn’t Give Up», en Christian History, edición 36, vol. xi, n. 4, p. 11. 44. Milton: John Milton, Paradise Lost, Nueva York: Mentor Books/New American Library, 1961, p. 44. 44. Pascal: Blas Pascal. Citado por Kelly James Clark, When Faith Is Not Enough, Grand Rapids: Eerdmans, 1997, p. 38. 44. «Conocerán la verdad»: Juan 8:32. 46: Donne: John Donne, «Hymn to Christ at the Author’s Last Going into Germany», Donne: The Complete English Poems, Londres: Penguin, 1987, p. 346. 46. Hawthorne: Nathaniel Hawthorne. Citado por Lockerbie, Dismissing God, Grand Rapids: Baker, 1998, p. 89. 48. O’Connor: Flannery O’ Connor. Citada por Clark, When Faith, op. cit., p. 94. 4. La fe bajo fuego 50. Newbigin: Lesslie Newbigin, The Household of God, Nueva York: Friendship, 1954, p. 29. 50. «Padre, si quieres»: Mateot 26:39. 50. «Hasta el momento»: 1 Corintios 4:11. 51. Ross: George Everett Ross. Citado por Leonard I. Sweet, Strong in the Broken Places, Akron, Universidad de Akron, 1995, p. 109. 53. Kierkegaard: Søren Kierkegaard, Fear and Trembling/Repetition, Princeton, N. J.: Universidad de Princeton, 1983, p. 18. 54. «¿Tienes acaso?»: Job 40:9s. 56. «Fíjense en las aves»: Mateo 6:26. 57. «¿No se venden?»: Mateo 10:29. 57. Ellul: Jacques Ellul, What I Believe, trad. al inglés de Geoffrey Bromiley, Grand Rapids: Eerdmans, 1986, p. 156. 57. Betts: Doris Betts. Citada en entrevista con W. Dale Brown, Of Fiction and Faith, Grand Rapids: Eerdmans, 1997, p. 21. 58. Capon: Robert Farrar Capon, The Parables of Judgment, Grand Rapids: Eerdmans, 1989, p. 92. 58. «Él es anterior»: Colosenses 1:17. 59. «Ni él pecó»: Juan 9:3. 59. Herbert: George Herbert, C. A. Patrides, editor, The English Poems of George Herbert, Totowa, N. J.: Rowman & Littlefield, 1974, p. 159. 61. Guyon: Madame Jeanne Guyon, Spiritual Torrents, Augusta, Maine: Christian Books, 1984. 5. Las dos manos de la fe 63. Hammarskjöld: Dag Hammarskjöld, Markings. Citado por Brennan Manning, Lion and Lamb, Old Tappan, N. J.: Revell, 1984, p. 123. 66. Safire: William Safire, The First Dissident, Nueva York: Random House, 1992, xxii. 67: «Príncipe de Persia»: Daniel 10:13. 68-69. Lewis: C. S. Lewis, World’s Last Night, op. cit., p. 23.

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69-70. Lewis: C. S. Lewis. En C. S. Lewis y Don Giovanni Calabria, Letters, Ann Arbor, Mich.: Servant, 1988, p. 53. 70. de Caussade: Jean-Pierre de Caussade, The Sacrament of the Present Moment, San Francisco: HarperSanFrancisco, 1989, p. 72. 70. de Caussade: Ibíd., p. 77. 71. «Si se nos arroja»: Daniel 3:17. 71. «Dios mío»: Mateo 27:46. 71. «Padre, en»: Lucas 23:46. 71. «He aprendido»: Filipenses 4:12. 72. «Nunca mandes a preguntar»: John Donne, «Meditation XVII» en Devotions, Ann Arbor, Mich.: Universidad de Michigan, 1959, p. 109. 72. «Por supuesto que no»: Ibíd., p. 15. 72-73. Donne: John Donne, Devotions, op. cit., p. 41. 73. «Estoy convencido»: Romanos 8:38. 73. Tolstoy: León Tolstoy, «A Confession», John Bayley, editor, The Portable Tolstoy, Nueva York: Penguin, 1978, p. 704. 6. Vivir en fe 75. Percy: Walker Percy, Lancelot, Nueva York: Farrar, Straus & Giroux, 1977, p. 235. 76. «Bendito el hombre»: Jeremías 17:8. 78. Byrd: Richard E. Byrd, Alone, Nueva York: Putnam, 1938, pp. 104, 280. 79. «Este mensaje es digno»: 1 Timoteo 1:15-16. 79. «Por tanto, al Rey»: 1 Timoteo 1:17. 79. Moltmann: Jürgen Moltmann, Experiences of God, Filadelfia: Fortress, 1980, pp. 7-8. 81. Herbert: George Herbert, English Poems, op. cit. p. 155. 81-82. Mandela: Nelson Mandela, Long Walk to Freedom, Nueva York: Little, Brown, pp. 495 – 496. 83. «Señor … ¿a quién?»: Juan 6:68. 83. Tolstoy: León Tolstoy, Fables & Fairy Tales, Nueva York: Signet Classics, 1962, p. 87. 83. «Hágase tu voluntad»: Mateo 6:10. 84. «Dejar de jugar a que somos Dios»: Citado por Ernest Kurtz, Not-God: A History of Alcoholics Anonymous, Center City, Mo.: The Hazelden Foundation, 1991, p. vii. 84. «En el amor»: 1 Juan 4:18. 84. «Nosotros amamos»: 1 Juan 4:19. 85. Merton: Tomás Merton, The Seven Story Mountain, Nueva York: Harcourt, Brace & Co., 1948, p. 370. 86. Madre Teresa: Citada por David Aikman, Great Souls, Nashville: Word, 1998, p. 233. 87. San Ignacio de Loyola. Citado por Alan Paton, Instrument of Thy Peace, Nueva York: Seabury, 1968, p. 41, 88. Pascal: Blas Pascal, Pascal’s Pensées, Pensée #507, Nueva York: Dutton, 1958, p. 139. 88. Donne: John Donne, Poems, «Holy Sonnet XIV», Nueva York: Dutton, 1931, p. 254. 88. Blake: William Blake, «Milton». Citado por David F. Ford, The Shape of Living, Grand Rapids: Baker, 1997, p. 157. 7. El dominio de lo ordinario

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89. Eliot: T. S. Eliot, «Four Quarters», en The Complete Poems & Plays, Nueva York: Harcourt, Brace & Co, 1952, p. 127. 90. Lamott: Anne Lamott, Traveling Mercies, Nueva York: Pantheon, 1999, p. 82. 90. Carl Jung: Citado por M. Scott Peck, Further Along the Road Less Traveled, Nueva York: Simon & Schuster, 1996, p. 11. 92. «Mi enseñanza»: Juan 7:16. 92. Van Doren: Mark Van Doren. Citado en entrevista con Dan Wakefield en Mars Hill Review, invierno/primavera 1996, p. 138. 93. Vanauken: Sheldon Vanauken, A Severe Mercy, Nueva York: Harper & Row, 1977, p. 99. 94. «¡Ya se te ha declarado!»: Miqueas 6:8. 94. Merton: Tomás Merton, No Man is an Island, Nueva York: Harcourt, Brace & Co., 1955, p. 241. 95. Loyola: San Ignacio de Loyola. Citado por Gerard Manley Hopkins, The Sermons and Devotional Writings of Gerard Manley Hopkins, Londres: Universidad de Oxford, 1959, pp. 203 – 204. 96. Greeley: Andrew Greeley. En The New York Times Book Review, s. f. 97. Chesterton: G. K. Chesterton, Orthodoxy, Nueva York: Image, 1959, p. 95. 98. Rabino judío: Rabbi Bunam. En Clark, When Faith, op. cit., p. 158. 98. Peck: M. Scott Peck, The Road Less Traveled, Nueva York: Simon & Schuster, 1978, p. 15. 98-99. Trueblood: Elton Trueblood, The Yoke of Christ, Waco, Tex.: Word, 1958, p. 17. 99. «Vengan a mí»: Mateo 11:28. 99. «Carguen con mi yugo»: Mateo 11:29. 99. «La paz de Dios»: Filipenses 4:7. 99. «Meditándolas»: ver Lucas 2:19. 100. «La esperanza que se ve»: Romanos 8:24. 100. «El sufrimiento produce»: Romanos 5:3. 101. Covington: Dennis Covington, Salvation on Sand Mountain, Nueva York: Penguin, 1995, p. 204. 101. Bunyan: Juan Bunyan, Pilgrim’s Progress, Nueva York: Washington Square, 1957, p. 210. 101. Niebuhr: Reinhold Niebuhr. Citado por Thomas Cahill, The Gifts of the Jews, Nueva York: Doubleday, 1998, p. 169. 8. Conozca a Dios, o a alguien más 105. Pascal: Blas Pascal, Pensées, # 230, op. Cit., pp. 64 – 65. 108. Berkeley: George Berkeley. Citado por Alvin Plantinga, God and Other Minds: A Study of the Rational Justification of Belief in God, Ithaca: Universidad de Cornell, 1967, p. viii. 110. «Tenemos este tesoro»: 2 Corintios 4:7. 112. Tennyson: Alfred Lord Tennyson, «The Higher Pantheism», The Poetic and Dramatic Works of Alfred Lord Tennyson, Boston: Houghton, Mifflin, 1898, p. 273. 112. «Cuando venga el consolador»: Juan 16:13. 112. «El que no tiene»: 1 Corintios 2:14. 113. «Y ésta es la vida»: Juan 17:3. 113. «La garantía de»: Hebreos 11:1. 113. «Se mantuvo»: Hebreos 11:27.

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113. Underhill: Evelyn Underhill. Citada por Richard Foster, Streams of Living Water, San Francisco: HarperSanFrancisco, 1998, p. 235. 113. «Hijos de la luz»: vea Efesios 5:8. 113. «Queridos hermanos»: 1 Juan 3:1. 114. Agustín: San Agustín, Confessions, op. Cit., p. 335. 116. «Los tiempos de antaño»: Salmo 143:5. 116. «No escondas»: Salmo 143:7. 116-117. Von Hugel: Barón Von Hugel. Citado por Alister Hardy, The Biology of God, Nueva York: Taplinger, 1976, p. 155. 117. Ezra Stiles. Citado por Alfred Kazin, God and the American Writer, Nueva York: Vintage, 1997, p. 5. 117. Escritor ortodoxo: Evagrio del Ponto. Citado en Christian History, edición 54, vol XVI, n° 2, p. 36. 117 – 118. Viktor Frankl: Viktor Frankl, Man’s Search for Meaning, Nueva York: Simon & Schuster, 1984, p. 48. 119. Thomas Green: Thomas Green, S. I., Drinking from a Dry Well, Notgre Dame: Ave María, 1991, p. 18. 120. «Lo secreto»: Deuteronomio 29:29. 120. Norris: Kathleen Norris, Amazing Grace, Nueva York: Penguin, 1998, p. 214. 9. Un perfil de personalidad 121. Hansen: Ron Hansen, Mariette in Ecstasy, Nueva York: Harper Perennial, 1991, p. 174. 122. «La certeza de»: Hebreos 11:1. 123. «¿Soy acaso Dios?»: Jeremías 23:23. 124. «Para el Señor»: 2 Pedro 3:8. 124. Updike: John Updike, Self-Consciousness, Nueva York: Knopf, 1989, p. 229. 124. Buber: Martín Buber. Citado por Clark, When Faith, op. cit., p. 4. 124. «Tú … eres»: Isaías 45:15. 124. Lane: Belden C. Lane, «A Hidden and Playful God», en The Christian Century, 30 de septiembre de 1987, p. 812. 124. Eckhart: Ibíd. 125. Lane: Ibíd. 125. «¿Acaso Dios?»: Lucas 18:7. 126. «No obstante»: Lucas 18:8. 126. «Ésta es la victoria»: 1 Juan 5:4. 127: «Ciertamente Jehová»: Génesis 28:16. 127. «Cada vez que se apodera»: Marcos 9:18 a 21. 127. «No apaguen al Espíritu»: 1 Tesalonicenses 5:19. 127. «No agravien»: Efesios 4:30. 128. «Padre … perdónalos»: Lucas 23:34. 128-129. Taylor: John V. Taylor, The Go-Between God, Londres: SCM, 1972, p. 33. 129. «Esto es sólo una muestra»: Job 26:14. 129. Juliana: Juliana de Norwich, Revelations of Divine Love, Londres, Methuen, 1901, pp. 34 – 35. 129. «Puede hacer lo que le parezca»: Salmo 115:3. 130. Lewis: C. S. Lewis, Christian Reflections, Grand Rapids: Eerdmans, 1967, pp. 168-

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169. 130. Edwards: Jonathan Edwards, The Works of Jonathan Edwards, Edimburgo, Banner of Truth Trust, 1992, vol. 1, p. 368b. 10. En el nombre del Padre 131. Dostoevski: Fyodor Dostoevski. Citado por Luigi Giussani en «Religious Awareness in Modern Man», Communio: International Catholic Review, 25, primavera de 1998, p. 121. 133. «Yo soy»: Éxodo 3:14. 133. «El Hijo es»: Hebreos 1:3. 133. «Él es la imagen»: 1 Corintios 11:7. 133. «El Espíritu que los adopta»: Romanos 8:15. 134. «En el principio»: Juan 1:1 … 1:14. 134. «Señor … muéstranos»: Juan 14:8. 134. «El que me ha visto»: Juan 14:9 134. «Discípulos de todas»: Mateo 28:19. 135. «El principio de la sabiduría»: Salmo 111:10. 135. «Ya no los llamo»: Juan 15:15. 136. Stafford: Tim Stafford, Knowing the Face of God, Colorado Springs: NavPress, 1996, p. 20. 138. Herbert: George Herbert, Poems, op. cit. p. 113. 138. MacDonald: Gordon MacDonald, Forging a Real World Faith, Nashville: Nelson, 1989, p. 58. 139. «Emanuel»: Mateo 1:23. 139. «Y al oír»: Éxodo 4:31. 140. Scholem: Gershom Scholem. Citado por Eleanor Munro, On Glory Roads, Nueva York: Thames and Hudson, 1987, p. 112. 140. «¡Estamos perdidos!»: Números 17:12. 140. «No quiero seguir»: Deuteronomio 18:16. 140. Milton: John Milton, Paradise Lost, op. cit., p. 332. 141. Lessing: Doris Lessing. Citada por Eugene Peterson, Reversed Thunder, San Francisco: HarperSanFrancisco, 1988, p. 162. 141. «Pero mi pueblo»: Salmo 81:11. 141. «Pregunten»: Jeremías 18:13. 141. Heschel: Abraham Heschel, The Prophets, vol. I, Nueva York: Harper & Row, 1962, pp. 110-112. 142. «En ese momento»: 1 Reyes 18:38. 142. «El Señor»: 1 Reyes 18:39. 142. «¡Estoy harto!»: 1 Reyes 19:4. 143. «Como heraldo»: 1 Reyes 19:11. 11. La piedra de Rosetta 145. Price: Reynolds Price, A Palpable God, Nueva York: Atheneum, 1978, p. 14. 146. «El que era»: Juan 1:10. 146. Agustín: San Agustín. Citado por Garry Wills, Saint Augustine, Nueva York: Penguin Putnam, 1999, pp. 139 – 140. 146. Milton: John Milton, Paradise Lost, op. cit., p. 335. 147. Tournier: Paul Tournier, Creative Suffering, San Francisco: Harper & Row, 1981, pp. 89 – 90.

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148. «Aprendió a obedecer … consumada»: Hebreos 5:8-9. 148. «Porque no tenemos»: Hebreos 4:15. 148. «Tratar con paciencia»: Hebreos 5:2. 149. Niebuhr: H. Richard Niebuhr, The Meaning of Revelation, Nueva York: MacMillan, 1941, p. 154. 150. «Dios de toda consolación»: 2 Corintios 1:3. 150. «Hágase tu voluntad»: Mateo 6:10. 151. Ambrosio: Obispo Ambrosio de Milán. Citado por Fénelon, The Seeking Heart, Beaumont, Tex.: Seedsowers, 1992. 151. Drummond: Henry Drummond, Natural Law in the Spiritual World, Londres: Hodder and Stoughton, 1885, p. 365. 151. «Desarmó a los poderes»: Colosenses 2:15. 152. El discípulo de Girard: Gil Bailie, Violence Unveiled, Nueva York: Crossroad, 1995, p. 21. 153. O’Connor: Flannery O’Connor, «A Good Man is Hard to Find», Flannery O’Connor: The Complete Stories, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1973, p. 131. 153. «Conviene más»: Juan 11:50. 154. «Señor … muéstranos»: Juan 14:8. 154. «¿Tanto tiempo?»: Juan 14:9. 154-155. Bondi: Roberta Bondi, Memories of God, Nashville: Abingdon, 1995, p. 43. 155. «Ya no los llamo»: Juan 15:15. 156. «Cristo Jesús, quien»: Filipenses 2:6. 156. «Éste es mi Hijo»: Mateo 3:17. 157. Weil: Simone Weil, Gravity and Grace, Londres: Routledge, 1995, p. 43. 157. «Señor … muéstranos»: Juan 14:8. 12. El intermediario 159. Thoreau: Henry David Thoreau. De su Journal, citado por Loren Eiseley, The Star Thrower, Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1978, p. 53. 159-160. Eco: Umberto Eco, Travels in Hyper Reality, Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1983, p. 53. 160. «Dios es espíritu»: Juan 4:24. 161. Taylor: John V. Taylor, The Go-Between God, op. cit., p. 43. 162. «El viento sopla»: Juan 3:8. 162. «Les conviene»: Juan 16:7. 162. 378 pasajes: Citado por Adolf Holl, The Left Hand of God, Nueva York: Doubleday, 1997, p. 7. 162. Nouwen: Henri Nouwen, Sabbatical Journey, Nueva York: Crossroad, 1998, p. 161. 163. Merton: Tomás Merton, Ascent to Truth, Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1951, p. 280. 163. Moltmann: Jürgen Moltmann, The Spirit of Life, Minneapolis: Fortress, 1971, p. 180. 163. La reina Victoria: En David Smith, The Friendless American Male, Ventura, Calif.: Regal, 1983, p. 72. 164. Packer: J. I. Packer, Knowing God, Downers Grove, Ill.: Inter-Varsity, 1973, p. 107. 165. «Sabemos que toda»: Romanos 8:22. 165. «En nuestra debilidad»“: Romanos 8:26.

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168. «Si el grano»: Juan 12:24. 168. Peterson: Eugene Peterson, Reversed Thunder, op. cit., p. 54. 168. Taylor: John V. Taylor, The Christlike God, Londres: SCM, 1992, p. 205. 169. Hillesum: Etty Hillesum, An Interrupted Life: The Diaries of Etty Hillesum, 1941 – 1943, Nueva York: Random House, 1983, p. 151. 170. Hopkins: Gerard Manley Hopkins, The Sermons, op. cit., p. 100. 13. La transformación 173. Kierkegaard: Søren Kierkegaard, The Prayers of Kierkegaard, Perry LeFebre, editor, Chicago: Universidad de Chicago, 1956, p. 147. 174. Arnold: J. Heinrich Arnold, Discipleship, Farmington, Pa.: Plough, 1994, p. 28. 175. Doren: Mark van Doren. Citado por Eugene Peterson, Leap Over a Wall, San Francisco: HarperSanFrancisco, 1997, p. 236. 175. Rabino Zusya: En Kathleen Norris, Cloister Walk, Nueva York: Putnam/Riverhead, 1996, p. 63. 176. «Nadie ha odiado»: Efesios 5:29s. 176. «¡Fíjense qué gran amor!»: 1 Juan 3:1. 176. «Queridos hermanos»: 1 Juan 3:2. 176. «Nuestro corazón»: 1 Juan 3:20. 177. Phillips: J. B. Phillips, Ring of Truth, Wheaton, Ill.: Shaw, 1967, p. 74. 178. Nouwen: Henri Nouwen, Life of the Beloved, Nueva York: Crossroad, 1992, p. 62. 179. Norris: Kathleen Norris, Amazing Grace, op. cit., p. 151. 179. «¿No saben?»: 1 Corintios 3:16. 180. «Nos selló»: 2 Corintios 1:22. 180. Taylor. John V. Taylor, The Christlike God, op. cit., p. 276. 180-181. Taylor: John V. Taylor, The Go-Between God, op. cit., p. 18. 181. «Fijan la mente»: Romanos 8:5 181. «Consideren bien»: Filipenses 4:8. 182. Bonhoeffer: Dietrich Bonhoeffer, Meditating on the Word, David McI. Gracie, editor, Cambridge, Mass.: Cowley, 1986, p. 32. 183. Bondi: Roberta Bondi, Memories, op. Cit., p. 201. 183. «No se amolden»: Romanos 12:2. 183. Hammarskjöld: Dag Hammarskjöld, Markings, trad. al inglés de Leif Sjöberg y W. H. Auden, Nueva York: Ballantine, 1993, p. 103. 184. Eliot: T. S. Eliot, Four Quarters, Londres: Faber and Faber, 1944, p. 33. 14. Fuera de control 185. Lonergan: Bernard Lonergan. Citado por Robert J. Wicks, Touching the Holy, Notre Dame: Ave María, 1992, p. 14. 186. King: Martin Luther King, Jr. Citado por James Wm. McClendon, Jr., Biography as Theology, Filadelfia: Trinity Press, 1990, p. 83. 188. «Pero el Consolador»: Juan 14:26. 189. Estudio psiquiátrico: Robert Jay Lifton, Thought Reform and the Psychology of Totalism, Chapel Hill, N. C.: Universidad de Carolina del Norte, 1961, pp. 6s. 189. «Toma tu cruz»: vea Mateo 10:38. 190. Crabb: Larry Crabb, Connecting, Nashville: Word, 1997, p. 39. 191. Eric Liddell: de la película Chariots of Fire. 191. «No me avergüenzo»: Romanos 1:16.

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193 – 194. Mouw: Richard Mouw, en The Reformed Journal, octubre de 1990, p. 13. 194. Lewis: C. S. Lewis, God in the Dock, Grand Rapids: Eerdmans, 1970, p. 50. 197. Unamuno: Miguel de Unamuno. Citado por James Houston, In Pursuit of Happiness, Colorado Springs: NavPress, 1996, p. 264. 15. La pasión y el desierto 199. Sulivan: Jean Sulivan, Morning Light, Nueva York: Paulist, 1976, p. 19. 199. Lewis: C. S. Lewis, Screwtape Letters, Nueva York: Time, 1961, p. 5. 200–201. Nouwen: Henri Nouwen, Sabbatical Journey, op. cit., pp. 5 – 6. 201. Nouwen: Henri Nouwen, The Inner Voice of Love, Nueva York: Doubleday, 1996, p. xiv. 201. de Kempis: Tomás de Kempis, The Imitation of Christ, Nashville: Nelson, 1979, p. 188. 201. Teresa: Teresa de Lisieux. Citada por Ernest Kurtz y Katherine Ketcham, The Spirituality of Imperfection, Nueva York: Bantam, 1992, p. 220. 202. Jerónimo: San Jerónimo, Select Letters of Saint Jerome, Cambridge, Mass.: Universidad de Harvard, 1933, p. 397. 203. Moltmann: Jürgen Moltmann, “The Passion of Life”, en Currents in Theology and Mission, vol. 4, n° 1. 203. «No me miraron de frente»: Jeremías 32:33. 204. «Un hombre según al corazón de Dios»: Hechos 13:22. 205. «Seguiré bailando»: 2 Samuel 6:21-22. 205. Buechner: Frederick Buechner, Peculiar Treasures, San Francisco: Harper & Row, 1979, p. 24. 206. «He pecado»: 2 Samuel 12:13. 206. «Contra ti»: Salmo 51:4. 206. «Espíritu quebrantado»: Salmo 51:17. 207. «Oh Dios, tú eres mi Dios»: Salmo 63:1 a 3. 207. «Por mi causa»: 2 Reyes 20:6. 207. «Y haré con ustedes»: Isaías 55:3. 209. de Sales: Francisco de Sales, The Art of Loving God, Manchester, N. H.: Sophia Institute, 1998, p. 36. 210. Nouwen: Henri Nouwen, Gracias, Maryknoll, N. Y.: Orbis, 1993, p. 69. 211. Merton: Tomás Merton, Thoughts in Solitude, Garden City, N. Y.: Image/Doubleday, 1968, p. 81. 16. Amnesia espiritual 213. Voltaire: Citado por Leonard I. Sweet, Strong in the Broken Places, op. cit., 1995, p. 181. 214. Auden: W. H. Auden, “Pascal” en Collected Poetry of W. H. Auden, Nueva York: Random House, 1945, p. 88. 215. Müller: George Müller. Citado por John Piper, Desiring God, Portland: Multnomah, 1986, p. 116. 216. «Los que confían»: Isaías 40:31. 216. Claypool: John Claypool, Tracks of a Fellow Traveler, Waco, Tex.: Word, 1974, p. 55. 218. Guardini: Romano Guardini, The Lord, Chicago: Regnery Gateway, 1954, pp. 38,

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211. 218. «Presten atención»: Deuteronomio 4:9. 218. «No te vuelvas orgulloso»: Deuteronomio 8:14. 218-219. «Acaso una joven»: Jeremías 2:32. 219. «¡Pues seré para Efraín …!»: Oseas 5:12. 219-220. Lewis: C. S. Lewis, Letters to Malcolm: Chiefly on Prayer, Nueva York: Harcourt Brace & World, 1963, p. 114. 220. Merton: Tomás Merton, No Man is an Island, op. cit., p. 230. 221 – 222. Lorenzo: Hermano Lorenzo, Practice of the Presence of God, Nashville: Nelson, 1981, pp. 51, 41 – 42, p. 88. 222 – 225. Laubach: Frank C. Laubach, Man of Prayer, Syracuse, Nueva York: Laubach Literacy, 1990, pássim. 17. Niño 229. Auden: W. H. Auden, The Age of Anxiety, Nueva York: Random House, 1947, p. 123. 231. «El que robaba»: Efesios 4:28. 232. «Yo, hermanos»: 1 Corintios 3:1. 232. «A menos que»: Mateo 18:3. 233. Weiser: Arthur Weiser, The Psalms, Filadelfia: Westminster, 1962, p. 777. 234. Packer: J. I. Packer, Knowing God, op. cit. p. 223. 235. «Tú eres fiel»: Salmo 18:25. 235. «Estos preceptos»: Colosenses 2:23. 235. «Toda la ley»: Gálatas 5:14. 236. «Lázaro ha muerto»: Juan 11:14. 236. «A menos que»: Mateo 18:3. 236. Buechner: Frederick Buechner, «The Breaking of Silence», en The Magnificent Defeat, Nueva York: Seabury, 1966, p. 124. 238. «Danos hoy»: Mateo 6:11. 238. «Abba, Padre»: Marcos 14:36. 238. «Padre, en tus manos»: Lucas 23:46. 238. Norris: Kathleen Norris, Amazing Grace, op. cit., p. 63. 238. Ibíd., p. 66. 239-242. Ciszek: Walter Ciszek, He Leadeth Me, San Francisco: Ignatius, 1973, pp. 38, 142, 175, 182, 57, 79. 242. Buechner: Frederick Buechner, The Magnificent Defeat, op. cit., p. 134. 18. Adulto 243. Epicteto: Discourses. Citados por Diogenes Allen, The Traces of God, obra no publicada: Cowley, 1981, p. 31. 245. «No se cumpla mi voluntad»: Lucas 22:42. 246. Lewis: C. S. Lewis, Letters to Malcolm, op. cit., 148. 248-249. Langerak: Edward Langerak, «The Possibility of Love», en The Reformed Journal, febrero de 1976, pp. 26 – 27. 250. «¿Quién es?»: Juan 14:21. 250. Nouwen: Henri Nouwen, Inner Voice of Love, op. cit., p. 70. 251. Agustín: San Agustín, Day by Day, Nueva York: Catholic, 1986, p. 17. 251. Benito de Nursia: San Benito. Citado por Kathleen Norris, Cloister Walk, op. cit., p.

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7. 252. Chittister: Joan Chittister, Wisdom Distilled from the Daily, San Francisco: HarperSanFrancisco, 1990, p. 7. 253. Edwards: Jonathan Edwards. Citado por James M. Gordon, Evangelical Spirituality, Londres: SPCK, 1991, p. 43. 253. «Ejercítate»: 1 Timoteo 4:7. 255. Lewis: C. S. Lewis, Mere Christianity, Nueva York: MacMillan, 1952, p. 130. 19. Padre 257. King: Obispo King. Citado por H. Wheeler Robinson, Suffering, Human and Divine, Nueva York: MacMillan, 1939, p. 200. 258. Vanier: Jean Vanier, Man and Woman He Made Them, Nueva York: Paulist Press, 1984, p. 84. 258. «Ya no los llamo»: Juan 15:15. 259. «En esto conocemos»: 1 Juan 3:16-18. 259. «Aunque soy libre»: 1 Corintios 9:19. 259. Browning: Robert Browning, «A Death in the Desert», Dramatis Personae, F. E. I., Priestly & I. Lancashire, editores, Toronto: Universidad de Toronto, 1997, sin publicar. 260. Rolheiser: Ronald Rolheiser, Holy Longing, Nueva York: Doubleday, 1999, p. 192. 263. «Porque ni aun el Hijo»: Marcos 10:45. 264. Lewis: C. S. Lewis, The Screwtape Letters, op. cit., p. 25. 264-265. Nouwen: Henri Nouwen, The Living Reminder, Nueva York: Seabury Press, 1977, p. 45. 265. «Nos has dado»: Isaías 64:7. 265. «¿Por qué actúas?»: Jeremías 14:8. 265. Hopkins: Gerard Manley Hopkins. Robert Bridges y W. H. Gardner, editores, Poems of Gerard Manley Hopkins, Nueva York: Oxford, 1948, p. 43. 266. «Dios mío, Dios mío»: Mateo 27:46. 267. Lewis: C. Day Lewis, «Walking Away», en The Complete Poems of C. Day Lewis, Londres: Sinclair – Stevenson, 1992, p. 546. 269. «El que encuentre su vida»: Mateo 10:39. 269. Buechner. Frederick Buechner, Wishful Thinking, op. cit., p. 28. 20. El paraíso perdido 275. «Y Dios consideró»: Génesis 1:10. 277. Lewis: C. S. Lewis, Screwtape, op. cit., p. 27. 277. May: Gerald May. Entrevista en The Wittenberg Door, septiembre/octubre de 1992, pp. 7 – 10. 277. Levi: Primo Levi, The Reawakening, Nueva York: Macmillan, 1965, p. 163. 279-280. Van Gogh: Vincent Van Gogh. Citado por Cliff Edwards, Van Gogh and God, Chicago: Universidad Loyola, 1989, p. 70. 280. Robinson: Marilynne Robinson, en Alfred Corn, editor, Incarnation, Londres: Viking Penguin, 1990, pp. 310 – 311. 282. «La creación misma»: Romanos 8:21. 282. Macario: Citado por Kathleen Norris, Cloister Walk, op. cit., p. 125. 21. La ironía de Dios 283. Dell: George Dell, The Earth Abideth, Columbus, Ohio: Universidad estatal de Ohio, 1986, p. 317.

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284. «Ahora vemos»: 1 Corintios 13:12. 285. «Espina clavada»: vea 2 Corintios 12:7. 285. «Vosotros pensasteis mal»: Génesis 50:20. 286. O’Connor: Flannery O’Connor, Mystery and Manners, Nueva York: Farrar, Straus & Giroux, 1961, p. 118. 286. de Chardin: Teilhard de Chardin, The Divine Milieu, Nueva York: Harpers & Row, 1960, p. 86. 287. «He aprendido»: Filipenses 4:11. 288. «Se pondrán tristes»: Juan 16:20. 288-289. Tertuliano: Citado por Dallas Willard, The Spirit of the Disciplines, San Francisco: Harper & Row, 1988, p. 35. 289. Tournier: Paul Tournier, The Person Reborn, Nueva York: Harper & Row, 1966, pp. 80 – 81. 290. Weatherhead: Leslie D. Weatherhead, The Will of God, Nashville: Abingdon, 1972. 291. Wolterstorff: Nicholas Wolterstorff, Lament for a Son, Grand Rapids: Eerdmans, 1987, pp. 96 – 97, 81. 292. Nouwen: Henri Nouwen, Making All Things New: An Invitation to the Spiritual Life, San Francisco: Harper & Row, 1981, pp. 51 – 53. 22. Un matrimonio concertado 293. Chesterton: G. K. Chesterton, Collected Works, vol. IV, San Francisco: Ignatius, 1970, p. 69. 296. «Si me veo obligado»: 2 Corintios 11:30. 296-297: Sayers: Dorothy Sayers, The Mind of the Maker, Londres: Methuen, 1959, p. 152. 299. «Dios dispone»: Romanos 8:28. 299-300. O’Connor: Flannery O’Connor, Letters: Habits of Being, op. cit., p. 163. 300. «No muchos de ustedes»: 1 Corintios 1:26-29. 300. Norris: Kathleen Norris, Amazing Grace, op. cit., p. 29. 301. Kundera: Milan Kundera, «A Life Like a Work of Art». En The New Republic, 29 de enero de 1990, p. 16. 301. Havel: Vaclav Havel, «Faith in the World», Civilization, abrilmayo de 1998, p. 53. 302. Masefield: John Masefield, The Everlasting Mercy and The Widow in the Bye Street, Nueva York: MacMillan, 1916, p. 221. 23. El fruto de la labor del viernes 303. Cahill: Thomas Cahill, Desire of the Everlasting Hills, Nueva York: Doubleday, 1999, p. 130. 303. Willard: Dallas Willard, The Divine Conspiracy, San Francisco: HarperSanFrancisco, 1998, p. 337. 304. Wilson: Bill Wilson en Kurtz, Not-God, op. cit., p. 61. 305. Tournier: Paul Tournier, Creative Suffering, op. cit., p. 29. 307. Price: Reynolds Price, A Whole New Life, Nueva York: Atheneum, 1994, p. 179. 308. «Yo soy el camino»: Juan 14:6. 309. Milton: John Milton, Paradise Lost, op. cit., p. 338. 310. «Desarmó a los poderes»: Colosenses 2:15. 310. «Si Dios está de nuestra parte»: Romanos 8:31-35. 311. Wright: N. T. Wright, Following Jesus, Grand Rapids: Eerdmans, 1994, p. 58.

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313. «Ahora vemos»: 1 Corintios 13:12. 313. Steiner: George Steiner, Real Presences, Chicago: Universidad de Chicago, 1989, pp. 231 – 232. 314. Kavanaugh: Patrick Kavanaugh. En Ford, The Shape of Living, op. cit., p. 185.

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