ALEGRÍA Y CELIBATO

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ALEGRÍA Y CELIBATO Soplan vientos tempestuosos para la Iglesia Católica. Los escándalos vinculados a abusos sexuales de menores salpican a diario los diarios e Internet, y no hay telediario que no se haga eco de esta grosera antonimia de la abstinencia cuaresmal. Y es una lástima. Una lástima porque no se trata de casos anónimos, sino de tragedias con nombres y apellidos, tanto de las víctimas como de los pedófilos, de vidas rotas y futuros en entredicho. En medio de la contundente respuesta disciplinar que Benedicto XVI está orquestando, los medios más anticlericales no cesan en su esfuerzo redoblado para hacer leña del árbol caído. La ocasión la pintan calva: señalar de hipócritas a quienes predican, entre otras cosas, la castidad y la pureza. Y me viene entonces a la memoria —esa poderosa y voluntariamente maltratada auxiliar del sentido común y la humildad, otro nombre del sensus comune—, aquello que decía Jesús a los fariseos que deseaban lapidar a la mujer adúltera, y al propio Jesús con ella: «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra» (Juan 8, 7). Tal advertencia sigue siendo igualmente válida hoy. Sin embargo, y dado lo obvio de las consecuencias de tal aviso para navegantes, no me detendré en una hermenéutica que resultaría moralizante. Pues es mi intento en estas líneas huir, precisamente, de una lectura moral de todo este triste sucederse de revelaciones ignominiosas, de rapiñas y tristezas y vidas fracasadas. Creo que una lectura luminosa de lo que ha sucedido, de lo que está sucediendo y seguramente sucederá, puede proceder de la revisión de lo que es la esencia del cristianismo. Si acertamos a comprender los aspectos nucleares de la fe en Jesucristo, entonces quizá estemos en condiciones, por una feliz coincidencia, de reformular los contrastes de luces y sombras que nos señalan como seres humanos. Y en las sombras pondremos el pecado y la culpa y la cobardía, mientras sacamos a la luz el perdón y la humildad y el propio conocimiento —la sinceridad—. La fe en Cristo es un sí fiducial a una Persona, respuesta a una llamada. Es, por tanto, encuentro y abandono, y

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ALEGRÍA Y CELIBATO

Soplan vientos tempestuosos para la Iglesia Católica. Los escándalos vinculados a abusos sexuales de menores salpican a diario los diarios e Internet, y no hay telediario que no se haga eco de esta grosera antonimia de la abstinencia cuaresmal. Y es una lástima. Una lástima porque no se trata de casos anónimos, sino de tragedias con nombres y apellidos, tanto de las víctimas como de los pedófilos, de vidas rotas y futuros en entredicho. En medio de la contundente respuesta disciplinar que Benedicto XVI está orquestando, los medios más anticlericales no cesan en su esfuerzo redoblado para hacer leña del árbol caído. La ocasión la pintan calva: señalar de hipócritas a quienes predican, entre otras cosas, la castidad y la pureza. Y me viene entonces a la memoria —esa poderosa y voluntariamente maltratada auxiliar del sentido común y la humildad, otro nombre del sensus comune—, aquello que decía Jesús a los fariseos que deseaban lapidar a la mujer adúltera, y al propio Jesús con ella: «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra» (Juan 8, 7). Tal advertencia sigue siendo igualmente válida hoy.

Sin embargo, y dado lo obvio de las consecuencias de tal aviso para navegantes, no me detendré en una hermenéutica que resultaría moralizante. Pues es mi intento en estas líneas huir, precisamente, de una lectura moral de todo este triste sucederse de revelaciones ignominiosas, de rapiñas y tristezas y vidas fracasadas. Creo que una lectura luminosa de lo que ha sucedido, de lo que está sucediendo y seguramente sucederá, puede proceder de la revisión de lo que es la esencia del cristianismo. Si acertamos a comprender los aspectos nucleares de la fe en Jesucristo, entonces quizá estemos en condiciones, por una feliz coincidencia, de reformular los contrastes de luces y sombras que nos señalan como seres humanos. Y en las sombras pondremos el pecado y la culpa y la cobardía, mientras sacamos a la luz el perdón y la humildad y el propio conocimiento —la sinceridad—.

La fe en Cristo es un sí fiducial a una Persona, respuesta a una llamada. Es, por tanto, encuentro y abandono, y conocimiento y amor y, así, petición de perdón desde la conciencia del don recibido. Es alegría y confianza antes que voluntarismo y petulancia puritana. No hay en el mensaje que es Cristo —Verbum Dei, Lógos, Palabra encarnada— amenaza o reduplicación de la terribilitá del Moisés que baja del Sinaí con las tablas de la ley. Hay comprensión y amor y gozo: «a vosotros os he llamado amigos» (Juan 15, 15). Para los momentos en que no hemos actuado como amigos de Dios, Dios mismo ha establecido los modos de volver a su casa de Padre: la oración, los sacramentos. Más allá de eso, es igualmente farisaica la actitud de los coetáneos de Jesús que la de los nuevos jueces que se rasgan las vestiduras como quien se tiene a sí mismo por incapaz de tales miserias. Pobre conocimiento de uno mismo el que no desvela

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en el propio interior las peores vilezas: «yo no sé cómo será el corazón de un criminal, pero me asomé al corazón de un hombre de bien, y me asusté», escribió un autor francés del XIX.

Vivir la fe en Cristo como moral es demasiado poco. Es renegar del regalo, no agradecer el don, pensar fatuamente que entendemos el misterio de la elección, la llamada y la Misericordia. Mirar a Jesús precisa contemplarlo como Belleza, y entonces la ética plana —aun necesaria, pero sólo como consecuencia— deviene Estética teo-lógica, y la razón de lo que uno hace comienza a ser la real gana, un cabal sinónimo de “amor”. Dejamos de vivir en el “no harás esto o lo otro” para pasar al «ama y haz lo que quieras» de san Agustín.

¿Qué ha sucedido entonces con estos clérigos que han causado tanto dolor, y que tanto dolor se han causado? Quizá la historia de la conversión del gran actor Sir Alec Guinness nos dé algunas pistas para entender mejor esta barahúnda de bochorno, esta babel de condenas inmisericordes. Cuenta el actor en su autobiografía de qué modo un día, durante un descanso en el rodaje de una serie inspirada en el Padre Brown, el personaje creado por Chesterton, se alejó paseando, aún vestido con la sotana. Al rato se acercó un niño que confiadamente le tomó de la mano, mientras le relataba con toda sinceridad sus cuitas. El genial actor, que hacía tiempo barruntaba ya el amor de Dios y la necesidad de la correspondiente respuesta por su parte, pensó que si una fe se traducía en esa clase de confianza filial, entonces allí estaba la Verdad. Poco después decidía convertirse en católico.

Imagino que esa clase de confianza puede surgir sólo desde la experiencia del verdadero afecto, de la entrega. Aquel niño tenía muy clara la noción de jerarquía, el sentido de la mediación entre Dios y los hombres que ejerce el sacerdote. Pero, de haber podido preguntarle, es muy probable que el chaval hubiese respondido que aquella confidencia le ayudaba a estar alegre, a vivir en la serena convicción de que Dios le quería con sus luces y sus sombras. Aquel era, seguro, un niño alegre, una persona feliz.

Alegría es otro nombre de Dios. Pero la alegría está enraizada en todo un cortejo de antesalas del cariño, y sólo aflora cuando uno sabe de quién se ha fiado: en el punto en que una persona se da cuenta de cuánto recibe al vivir en el Don, a pesar de las contraprestaciones del amor. Pues, al cabo, no hay quid pro quo que no requiera renuncia. Y renunciar es, conviene no olvidarlo, decir un sí que es siempre más grande que otros síes, hacer pie en aquel punto en que la existencia se resuelve en un toma y daca de generosidad.

Vivimos tiempos de hipocresía multicolor, de miedo a la verdad, de impiedad babeante. Hechos tan dolorosos como éstos deberían servir de acicate para la valentía de un actuar verdaderamente justo. Más

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allá de las medidas disciplinares que dicte quien tiene potestad, quizá debiéramos mirar dentro de nosotros mismos y, en el silencio creador, rogar misericordia y humildad y perdón; y escarmentar en cabeza ajena.

Eduardo Segura FernándezInstituto de Filosofía Edith Stein