Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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1 LAS LIMITACIONES DEL CONOCIMIENTO JURÍDICO Alejandro Nieto (Lección jubilar pronunciada en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense el 12 de marzo de 2001) SUMARIO: I. Introducción. II. El conocimiento jurídico. 1. Deliberada ambigüedad y pluralidad de sus contenidos y técnicas 2. El método conceptual. 3. El conocimiento teórico sistemático. 4. El conocimiento teórico interpretativo. 5. El conocimiento práctico. III. Limitaciones epistemológicas. 1. Por indefinición del objeto. 2. Por contaminación subjetiva. 3. Por la precomprensión hermenéutica. 4.Hacia un moderado intersubjetivismo. IV. Limitaciones históricas. V. Limitaciones de comunicación. 1. El profesor y el abogado. 2. Aceptación del mensaje: la autoridad. 3. Comprensión del mensaje. VI. Conciencia de las limitaciones. VII. Consideración final: de la función social al conocimiento mágico. I. Introducción El conocimiento jurídico es una cuestión a la que los juristas nunca dedicamos la atención que se merece. Los profesores, inmersos por vocación y profesión en la adquisición y comunicación del conocimiento jurídico, no solemos detenernos a pensar lo que el mismo significa, al igual que nos sucede con la respiración o el lenguaje, confundiendo casi lo habitual con lo trivial. Y, sin embargo, nada hay tan importante en la Universidad como el conocimiento científico y, en nuestro caso, el conocimiento jurídico. Permitámonos, pues, el lujo, siquiera sea un día, de distraer la vista del Derecho Administrativo positivo para examinar –con permiso de los filósofos del Derecho y de los filósofos en general- la epistemología del Derecho o, en palabras más llanas, el contenido de lo que estamos haciendo y el límite de nuestros afanes. Confieso que a mí personalmente este ha sido un punto que en mi juventud me tenía muy intrigado cuando en las aulas de la Facultad vallisoletana en 1950 Antonio Martín Descalzo, con el manual de Royo-Villanova en la mano, articulaba indefectiblemente sus explicaciones sobre una teoría A, contrapuesta frontalmente a una teoría B, que “la cátedra “ superaba dialécticamente con una teoría ecléctica, tan ininteligible como las otras dos. Lo grotesco de este método docente me divertía ciertamente; pero en el fondo me desazonaba porque yo creía entonces no sólo en la verdad sino en la posibilidad de llegar a ella con ayuda de la razón. En el Bachillerato me habían enseñado muy bien a Descartes y había interiorizado su racionalismo

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LAS LIMITACIONES DEL CONOCIMIENTO JURÍDICO

Alejandro Nieto

(Lección jubilar pronunciada en la Facultad de Derecho de la Universidad

Complutense el 12 de marzo de 2001)

SUMARIO: I. Introducción. II. El conocimiento jurídico. 1. Deliberada

ambigüedad y pluralidad de sus contenidos y técnicas 2. El método conceptual. 3. El

conocimiento teórico sistemático. 4. El conocimiento teórico interpretativo. 5. El

conocimiento práctico. III. Limitaciones epistemológicas. 1. Por indefinición del

objeto. 2. Por contaminación subjetiva. 3. Por la precomprensión hermenéutica. 4.Hacia

un moderado intersubjetivismo. IV. Limitaciones históricas. V. Limitaciones de

comunicación. 1. El profesor y el abogado. 2. Aceptación del mensaje: la autoridad. 3.

Comprensión del mensaje. VI. Conciencia de las limitaciones. VII. Consideración final:

de la función social al conocimiento mágico.

I. Introducción

El conocimiento jurídico es una cuestión a la que los juristas nunca dedicamos

la atención que se merece. Los profesores, inmersos por vocación y profesión en la

adquisición y comunicación del conocimiento jurídico, no solemos detenernos a pensar

lo que el mismo significa, al igual que nos sucede con la respiración o el lenguaje,

confundiendo casi lo habitual con lo trivial. Y, sin embargo, nada hay tan importante en

la Universidad como el conocimiento científico y, en nuestro caso, el conocimiento

jurídico. Permitámonos, pues, el lujo, siquiera sea un día, de distraer la vista del

Derecho Administrativo positivo para examinar –con permiso de los filósofos del

Derecho y de los filósofos en general- la epistemología del Derecho o, en palabras más

llanas, el contenido de lo que estamos haciendo y el límite de nuestros afanes.

Confieso que a mí personalmente este ha sido un punto que en mi juventud me

tenía muy intrigado cuando en las aulas de la Facultad vallisoletana en 1950 Antonio

Martín Descalzo, con el manual de Royo-Villanova en la mano, articulaba

indefectiblemente sus explicaciones sobre una teoría A, contrapuesta frontalmente a

una teoría B, que “la cátedra “ superaba dialécticamente con una teoría ecléctica, tan

ininteligible como las otras dos. Lo grotesco de este método docente me divertía

ciertamente; pero en el fondo me desazonaba porque yo creía entonces no sólo en la

verdad sino en la posibilidad de llegar a ella con ayuda de la razón. En el Bachillerato

me habían enseñado muy bien a Descartes y había interiorizado su racionalismo

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epistemológico: “ si dos interlocutores tienen opiniones distintas, en la discusión uno

tendrá que ceder a las razones del otro, pues el que posea la verdad podrá demostrarlo

si procede con método adecuado”. Pues si esto era así, no podía yo entender que el

docto profesor B no pudiera apear del burro a su sabio contrincante el profesor A y que

la burda componenda de la teoría ecléctica no convenciera a nadie.

En mis tiempos de estudiante motivos sobrados había para dudar de la razón y

de los poderes humanos de convicción. Por aquellos años ardía la guerra de Corea y yo

ya había pasado otras dos: la civil de España y la segunda mundial. Prácticamente toda

mi vida había sido escenario de luchas físicas que se sucedían las unas a las otras, sin

contar las persecuciones sangrientas de los hombres y de las ideologías. Mi experiencia

vital era, por tanto, que no hay otro poder de convicción que el de la fuerza y que las

palabras y los discursos no son sino recursos propagandísticos de la violencia

descarnada. ¿Había de ser otra, no obstante, la situación en la Universidad? Allí todos

éramos intelectuales pacíficos que buscábamos la verdad que poseían los profesores,

quienes nos la transmitían con elocuencia y nosotros recogíamos piadosamente en

cuadernos de apuntes. Así se planteaba entonces la cuestión del conocimiento jurídico:

creía que era posible sin particulares dificultades y que estaba abierto a todos los que se

acercaran a él con esfuerzo y razón. Una ingenua creencia muy propia de la época.

Las cosas, sin embargo, han resultado muy diferentes. Andando los años he

contemplado desde la primera fila las luchas homéricas de dos gigantes –García de

Enterría y Garrido Falla- que se han jubilado sin ceder un palmo de sus opiniones. He

seguido día a día los desencuentros entre la jurisprudencia de la sala primera y la de la

sala tercera del Tribunal Supremo, las polémicas entre subjetivistas y objetivistas, entre

iusnaturalistas y positivistas, entre autonomistas y centralistas. En verdad que en el

planeta jurídico no hay un solo metro cuadrado de paz y concordia, en el que podamos

detenernos un momento a descansar. No hay lugar para la razón convincente de

Descartes. El ruido no deja oír las razones o, más precisamente todavía, son las razones

las que producen el ruido que nos aturde.

Cuarenta años de profesor y no he conseguido nunca convencer a nadie que no

estuviese convencido ya de antemano. Por lo mismo, hoy no pretendo convencerles a

Vds. sino simplemente desazonarles durante una hora de inquietud epidérmica. Tal es

el destino universitario.

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Mi vida académica puede dividirse, quizás, en dos tramos. En la edad del

ímpetu he procurado adquirir un máximo de conocimiento jurídico; mientras que en la

edad de la reflexión, que vino después, he vivido obsesionado por la certidumbre de no

haber podido llegar nunca al corazón de tal conocimiento y, más todavía, por la

constatación de la imposibilidad de transmitir convincentemente mi pretendido saber y,

simétricamente, la de entender y aceptar lo que los demás han querido comunicarme.

¿Cómo hablar entonces de ciencia cuando ni siquiera estamos seguros de tener acceso a

ella? Con estas constataciones me convierto en heredero –y asumo con orgullo esta

herencia- del pensamiento más amargo e inteligente del escepticismo renancentista

coronado por el inolvidable Agrippa von Nettesheim en una obra de título tan

significativo como De incertitudine et varietate scientiaron declamatio invectiva

(“Discurso apasionado sobre la incertidumbre y variedad de las ciencias”) donde puede

leerse esta terrorífica proposición: nihil homine pestilentibus contingere potest quam

scientia ( “nada peor puede infectar al hombre que la ciencia”): un aviso muy cuerdo

para prevenir al hombre contra la vanidad de las ciencias y la arrogancia de pretender

dominarlas.

Los estudiantes vienen a la Universidad buscando el saber, cuando la verdadera

sabiduría se encuentra en la lección socrática del no-saber, retomada por Nicolás de

Cusa en la teoría de la docta ignorantia, que llega al siglo XX de la mano de Ernst

Mach y que Fayerabend ha teorizado concienzudamente. No hay ciertamente ninguna

razón para que se fíen de mí –un profesor jubilado- pero les recomiendo que no

desdeñen las clásicas palabras de Luis Vives que he hecho mías: “mi único deseo es

olvidar lo que otros con tanto empeño se esfuerzan en aprender”. Si no hoy, algún día

las entenderán y se darán cuenta de que para aprender hay que empezar por el final y no

por el principio.

Como quiera que sea, al cerrarse un ciclo universitario burocrático, voy a hacer

un balance de mis preocupaciones explicando – o volviendo a explicar porque, como

pronto descubrirán a costa de su paciencia los que me conocen, se trata de la misma

letra de mis últimos libros transcrita en una partitura distinta- lo que parece el nudo de

esta revuelta madeja , o sea, las limitaciones del conocimiento jurídico en su cuádruple

dimensión epistemológica, histórica, lógica y comunicativa. A cuyo efecto no he

tenido más trabajo que escuchar la voz de mi experiencia y estudiar a los filósofos

(empezando por Ezquiaga, cuya cita en este lugar es inexcusable), y muy

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particularmente a los de la ciencia puesto que, al fin y al cabo, el conocimiento jurídico

–del que tan poco sabemos- no es sino una manifestación del conocimiento científico,

que otros tan magistralmente han analizado; y sin olvidar, claro es, a grandes profesores

de esta Casa , como Hernández Gil y Sánchez de la Torre.

Desarrollaré, pues, (aunque con la brevedad que exige el marco de una lección

académica) los cuatro tipos de limitaciones que acabo de enumerar y que convierten el

esfuerzo universitario en un trabajo de Sísifo. Cuando creemos haber llegado a la cima

del conocimiento, la pesado roca que estamos llevando se nos despeña y rueda hasta al

fondo. Nada se ha conseguido del todo y hay que volver a empezar. 1

II. El conocimiento jurídico

1.- Deliberada ambigüedad y pluralidad de sus contenidos y técnicas

El objetivo de las Facultades de Derecho es, en España, el cultivo y transmisión

del conocimiento jurídico -con perceptible marginación, por cierto, de sus técnicas

aplicativas- ya que, en definitiva, el conocimiento es el capital intelectual más valioso

de los juristas.

Pero antes que todo resulta forzoso aclarar (recte: intentar aclarar) qué es ese

conocimiento jurídico del que estamos hablando. A cuyo propósito urge advertir que

hay variedades muy distintas del mismo que importa precisar dado que no pocas de las

confusiones en que vivimos son el resultado de barajar indistintamente conceptos

distintos.

En la Metafísica de las costumbres acertó Kant a distinguir dos niveles del

conocimiento jurídico que todavía siguen siendo válidas. En una frase bien conocida

observó que “el jurista puede saber y declarar lo que es Derecho –quid (sit) iuris- es

decir, lo que las leyes prescriben en un determinado lugar y tiempo”; pero para saber lo

que es iustum et injustum –quid (sit) ius- ha de acudirse a “los juicios de la razón pura”,

es decir, a la filosofía.

No se alarmen, con todo, porque en esta lección no voy a llegar tan lejos ya que

mi única ambición –en términos menos radicales- es la de plantear sin dramatismo

alguno ciertas dudas, reparos y limitaciones al conocimiento jurídico.

Además, para no recargar la exposición se renuncia aquí a precisar el contenido

del conocimiento jurídico, cuya ambigüedad se mantiene de forma deliberada para que

1 Ver la glosa 1, “Introducción.”

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pueda extenderse a todas sus manifestaciones y ámbitos a los que más adelante se hará

referencia detallada.

El Derecho no es una realidad objetiva dada, preexistente, que se domina mejor

o peor según sea la agudeza del conocimiento sino que se va formando maleablemente

por el propio conocimiento. El Derecho no está condicionado por el conocimiento sino

a la inversa, como sucede con el paisaje cuyo horizonte se va conformando por la vista

del viajero. Se ve lo que se puede ver o, más exactamente todavía, lo que se quiere ver

según la perspectiva que el observador adopte en cada caso concreto; siendo de

destacar a tal propósito: la metodología ( es decir, la indagación del Derecho vigente ,

el análisis de su contenido y las técnicas de su aplicación), la dogmática (es decir, la

reflexión sobre su contenido a efectos de su correcta inteligencia) y la política ( es

decir, la proposición de rectificaciones para mejorar su eficacia social). En cualquier

caso, a los efectos de esta lección es importante subrayar que lo esencial del

conocimiento jurídico –considerado en su doble vertiente de actividad y resultado- es

su naturaleza artificial, técnica, puesto que el Derecho se “conoce” a través de una

operación intelectual independientemente de que pueda “percibirse” por intuición.

Hablar de conocimiento jurídico es, por tanto y en último extremo, hablar de sus

técnicas.

En un orden más sencillo y habitual de consideraciones , la división capital –de

origen aristotélico- pasa por la identificación de dos variantes matrices: el conocimiento

teórico y el conocimiento práctico. El conocimiento teórico es una actividad (y un

resultado) puramente intelectual. Con el conocimiento teórico se pretende “entender”

las cosas: nada más. El conocimiento práctico, por el contrario, sirve para tomar una

decisión concreta singular: realizar un negocio jurídico determinado, exigir o rechazar

una deuda, interponer una demanda, dictar una sentencia; en definitiva, escoger una

opción entre varias posibles. La decisión concreta se adopta de ordinario –si se es

congruente- como consecuencia de un conocimiento teórico previo; pero no

necesariamente ya que pueden tenerse en cuenta, e incluso primar, razones no

jurídicas, por ej. facilidad de eludir impuestos, presión de la competencia económica,

publicidad o moda. 2 La identificación analítica de estas dos variantes afirma su

diferenciación mas no, desde luego, su independencia, puesto que sus relaciones

2 Ver la glosa número 2, “Las razones no jurídicas del derecho.”

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recíprocas son profundas y bidireccionales y, en cualquier caso, intellectus

speculativum fit per extensionem practicum. Y aún se puede llegar más lejos todavía si

se piensa que el conocimiento jurídico, tanto el teórico como el práctico, está empañado

por sentimientos como acertadamente puso de relieve von Kirchmann en 1847: “el

Derecho no se halla sólo en el saber sino en el sentimiento puesto que su objeto no

reside sólo en la cabeza sino también en el corazón del hombre (hasta tal punto) que en

casi todas las cuestiones jurídicas el sentimiento ya ha decidido antes de que se haya

iniciado cualquier investigación científica”.

En el mundo de las ciencias naturales (físicas) la articulación entre la teoría y la

práctica se realiza por medio de la intuición que levanta hipótesis y la verificación que

las confirma (o falsea). En el mundo del Derecho se cuenta, además, con el instrumento

aúreo de la prudencia, que es la verdadera esencia del conocimiento práctico, tal como

nos enseñaron los juristas romanos en una lección de permanente actualidad. La

prudencia integra el conocimiento con las peculiaridades del conflicto real concreto

forjando así una decisión adaptada a la individualidad del caso singular. La prudencia

moldea la ley para ajustarla al caso. La prudencia es el puente que permite transitar del

intelecto a la vida: sin prudencia podrá haber lógica mas no vida. Quienes deciden no

son iurissapientes sino iurisprudentes. Donde termina el conocimiento teórico –que

opera analíticamente con abstracciones- empieza la prudencia, que lo lleva al

conocimiento práctico –que opera sintéticamente con individualizaciones-, es decir, a la

decisión vital concreta.

Si se acepta que el objetivo último (pues todo lo demás es medial o

instrumental) del Derecho es la solución de conflictos concretos y que la verdadera

fuente del conocimiento práctico es la prudencia, nada tiene de particular que la ciencia

del derecho sea “jurisprudencia” (en el sentido cultural europeo, no en el restringido de

la lengua española –sentencias de los jueces- que tanta confusión produce al lector no

avisado).

El conocimiento teórico se nutre de dos tipos de informaciones: las relaciones

sociales (que se intentan predeterminar y donde, en su caso, aparecen los conflictos de

intereses que se intentan resolver), los textos legales las normas jurídicas que el Estado

produce –o reconoce- para definir esas predeterminaciones y soluciones y, en fin, las

normas jurídicas que se van “construyendo” intelectualmente desde los materiales

brutos ofrecidos por los textos. El jurista puede abordar directamente los textos legales

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mediante una labor interpretativa, que por sí sola no puede ser muy profunda por lo que

Ihering no vaciló en calificar de “doctrina inferior”; o bien buscar su inteligencia a

través de una operación más compleja y sutil –el método conceptual- que ordena la

materia en conceptos, de tal manera que tanto las relaciones sociales como sus normas

reguladoras se vertebran en tipos jurídicos.

La sede habitual del conocimiento teórico es cabalmente, al menos en España,

la docencia universitaria, cuyo objeto primordial es enseñar a entender las normas no a

aplicarlas en la realidad. Ahora bien, este tipo se diversifica en variantes de caracteres

muy distintos: el conocimiento conceptual, el sistemático , el interpretativo y el

casuístico..

2.- El método conceptual (Begriffsjurisprudenz)

El conocimiento teórico sistemático se forma a través de conceptos cuya

elaboración es la tarea fundamental del pensamiento dogmático. El conocimiento

teórico conceptual tiene por objeto la comprensión, elaboración y exposición de

conceptos abstractos, a los que se llega en un proceso de eliminación de las

características individuales de los fenómenos reales conocidos. Desde Platón hasta hoy

esta es la base primera del quehacer intelectual y no falta quien piensa que la nota más

característica del ser humano –posiblemente la única propia de él- es cabalmente esta

de poder pensar no sólo en realidades sino también en conceptos, que son

representaciones de la realidad. En el principio están los conceptos –los verba- y luego

se opera con ellos de varias maneras lógicas y empíricas, pero siempre es un concepto

el punto necesario de referencia. Así en filosofía y en ciencia como en Derecho.

Las leyes manifiestan la voluntad del Estado de resolver determinados

conflictos singulares. Ahora bien, como con esta casuística, por muy largo que sea el

repertorio, siempre quedarán casos sin contemplar, el jurista ha discurrido un método

que le permite entender no sólo la realidad conocida sino la desconocida que algún día

puede aparecer. Con el método conceptual ( versión española precisa de la

Begriffsjurisprudenz) el jurista va creando conceptos generales (lo que los escolásticos

llamaban “universales”) mediante la eliminación de los datos singulares de cada figura

concreta – descrita en una norma o socialmente practicada- hasta llegar, por elevación,

a una nueva lo suficientemente abstracta como para comprender a todas las

individuales de las que se ha partido. Así, desde las distintas modalidades de entrega de

bienes fungibles y no fungibles con promesa de devolución se generaliza el comodato;

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luego, en un nuevo escalón, prescindiendo de los detalles del comodato, del préstamo,

del arrendamiento y del precario, se llega al concepto de contrato personal; que

posteriormente se junta con el del contrato real para formar el concepto de contrato,

desde el que puede pasarse al de obligación y, más abstractamente todavía, al de

relación jurídica; y a cada uno de estos conceptos (de estos niveles conceptuales)

asignamos un régimen jurídico determinado. Con este método conceptual se alcanza el

objetivo más urgente del conocimiento jurídico, es decir, el dominio intelectual de una

realidad normativa magmática, caótica, y de una realidad social que carece de orillas.

Los conceptos -como las matemáticas- embridan el desorden y ponen puertas al campo.

Un éxito que bastaría por sí solo para justificar su éxito, si preciso fuera. Pero todavía

hay más, porque el método conceptual no sólo sirve para entender el mundo jurídico

sino también para manipularlo, habida cuenta de que a partir de los conceptos formados

por elevación –de lo singular a lo general, de lo concreto a lo abstracto- se puede iniciar

una segunda operación descendente –de lo abstracto a lo concreto, de lo general a lo

singular, del concepto al fenómeno real- que es el deus ex machina de los juristas en

cuanto que les sirve para dotar de régimen jurídico a figuras que legalmente carecen de

él.

De tal manera que cuando nos encontramos ante un fenómeno nuevo,

desconocido hasta entonces y que, por ende, no tiene régimen jurídico alguno ni

sabemos qué hacer con él, escogemos un concepto general, desnudo de características

individuales, por ejemplo, el contrato, y lo extendemos a la figura nueva , de la que

sólo sabemos que puede ser tenida por contrato (lo que no tiene nada de difícil habida

cuenta de la abstracción del mismo). Pues bien, una vez calificada de contrato –o de

contrato real, quizás- aplicamos al nuevo fenómeno el régimen jurídico de los contratos

reales y con ello suplimos los silencios de la ley. Y lo mismo podemos hacer con

figuras conocidas y reguladas por la ley, pero reguladas de manera deficiente ya que

con este método conceptual, en un juego de ascensos y descensos (de primeras

generalizaciones y de concreciones posteriores) tenemos una respuesta para todo.

El conocimiento teórico conceptual, según se ha dicho, es cultivado

preferentemente por los profesores, quienes así pueden dominar una materia de otra

suerte inabarcable, que se vertebra en una red conceptual de hilos y nudos claros y

lógicos. Los juristas pensamos y hablamos –como ha observado Sohm- con conceptos

jurídicos, gracias a los cuales “del caos surge un cosmos”. Y si esto ha sido siempre así,

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tanto más necesario resulta ahora en una época de conocida plétora legislativa e

inundación jurisprudencial.

Parece ser que fueron los comentaristas medievales del Derecho común quienes

afinaron este método, descrito y analizado magistralmente por Ihering muchos años

después, a mediados del siglo XIX, en lo que llamó “doctrina conceptual” o

“construcción jurídica” (y que yo traduzco por “método conceptual”): última fase de las

tres que componen el proceso de “creación jurídica”, siendo las otras dos el “análisis” y

la “concentración”. Con la cual llegó a la conciencia de los juristas lo que estaban

realizando de forma inconsciente. La Ciencia del Derecho repitió de inmediato el

eureka lanzado por el maestro alemán y se lanzó con entusiasmo a trabajar con los

conceptos jurídicos, que actuaban sorprendentemente como seres biológicos con vida

propia, ya que se apareaban para generar nuevos conceptos (de un derecho real y de

otro personal nacían las servidumbres personales) , se fusionaban, se dividían y, sobre

todo, eran capaces de dar una respuesta intelectual a todas las cuestiones planteadas y

por plantear. Los conceptos llegaban hasta los últimos confines de la galaxia jurídica y,

por maravilla, la estaban ampliando indefinidamente.

En el Derecho Administrativo fue tardía, no obstante, la recepción del método

conceptual, como corresponde a una disciplina de aparición también tardía. Si ojeamos

los libros de la primera mitad del siglo XIX podemos comprobar que son,

efectivamente, un caos intelectual reflejo del caos normativo reinante, que intentaban

exponer con observaciones aclaratorias no mucho más elevadas que las de los

glosadores medievales. La racionalización conceptual vino mucho más tarde, casi en

las postrimerías del siglo, de la mano de O. Mayer: un profesor que sintetizó lo mejor

de los estudios franceses y alemanes. A partir de él, el Derecho Administrativo dejó de

exponerse al hilo de los órganos administrativos (ministerios, distintos entes públicos)

y de las materias reguladas ( montes, minas, transportes) para estructurarse en torno a

conceptos (acto administrativo, contrato administrativo, expropiación, recursos,

responsabilidad). Los libros modernos de Derecho Administrativo ya no son

enciclopedias de voces materiales o comentarios de leyes positivas sino que se alinean

en torno a conceptos y a técnicas intelectualmente elaboradas. La lectura

cronológicamente secuencial de las obras de Derecho Administrativo nos permiten

entender la brillante paradoja de que “la ciencia no es, a la postre, sino método”.

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El método conceptual abrió la puerta del progreso científico del Derecho porque

hay que insistir en que su gran ventaja no es sólo el dominio intelectual del derecho

positivo sino su capacidad integradora. Operando con el concepto abstracto de acto

administrativo, el jurista no sólo tiene en su mano toda una legislación informe

aparentemente inabarcable sino mucho más, puesto que el régimen jurídico del acto

abstracto ( procedimiento de elaboración, vicios, efectos del incumplimiento) es

trasladado a todas las variantes imaginables –dando por descontado que lo abstracto

incluye a lo concreto- y así, con un sencillo artificio técnico, consigue tener un régimen

jurídico para todos los actos habidos y por haber que produzca la Administración. Igual

nos da que sea un acto de deslinde de vías pecuarias, un ascenso funcionarial o una

liquidación tributaria: en un puñado de páginas de cualquier manual encontramos un

régimen que podemos aplicar mecánicamente a todos por que el régimen jurídico

general de los actos administrativos vale para cualquiera de sus modalidades reales.

Este es el segundo gran atractivo del método conceptual , cuyo uso, sin embargo,

(como veremos luego) resulta muy poco fiable y harto peligroso.

El mos geometricus soñado en el siglo XVII se materializa a la perfección, pues,

en el método conceptual. Porque de lo particular conocido y minuciosamente regulado

(el contrato de obra pública, por ejemplo) se asciende –mediante la eliminación de las

circunstancias singulares propias de la obra- al contrato administrativo genérico (y, en

su caso, al contrato a secas). Y luego, desde él se desciende a una variante no regulada

(la del contrato de mantenimiento de instalaciones, por ejemplo) a la que se aplica al

régimen común atribuido al contrato administrativo abstracto.

Los conceptos creados por la doctrina parecen, por otra parte, tan útiles que el

legislador moderno termina incluyéndolos en los textos positivos, que ahora se nuclean

también en torno a conceptos inequívocamente doctrinales , como el acto

administrativo o la anulabilidad. Las llamadas leyes técnicas modernas se han

convertido en pequeños manuales doctrinales que siguen fielmente el índice (aunque no

siempre el contenido) de algún tratado profesoral de moda (piénsese en las leyes de

procedimiento administrativo o de lo contencioso o de funcionarios). Las leyes, la

jurisprudencia y la doctrina se retroalimentan en un proceso circular indefinidamente

repetido: las leyes cristalizan los conceptos doctrinales y los autores se apoyan en las

leyes pero siempre con un telón judicial de fondo que actúa como piedra de toque de

cuanto los textos establecen.

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Gracias a los conceptos el jurista nunca está abandonado y puede operar de una

manera rápida y eficaz, puesto que, cuando analiza un fenómeno jurídico real que

carece de regulación legal, lo único que necesita es subsumirlo dentro de un tipo y, una

vez realizada esta operación personal, las consecuencias jurídicas vienen por sí solas,

ya que están predeterminadas en el concepto abstracto. El método conceptual –

canónicamente emparejado con el positivismo legalista- rompió todas las limitaciones

conocidas, e incluso imaginadas, del conocimiento jurídico y, en efecto, una obra como

el Tratado de las Pandectas de Windscheid fue un pabellón clavado en la cumbre del

Everest de la ciencia del Derecho: non plus ultra.

Después de lo dicho, deslumbrados ante tamaña perfección metodológica ¿a qué

vienen las dudas y preocupaciones que han dado pie a esta lección? Pues a que no es

oro todo lo que reluce en este brillante y deslumbrante método conceptual. Recuérdese

la alusión que antes hizo a Sísifo. Esto fue lo que literalmente sucedió con el citado

Tratado de las Pandektas, que de la noche a la mañana rodó de la cumbre al fondo y la

Ciencia del Derecho tuvo que volver a empezar la escalada ahora por otra ladera, con

un método distinto.

El mayor riesgo del método conceptual estriba en que al “descender” a los

fenómenos individuales reales se desnaturaliza el “mínimo jurídico” de lo abstracto y

se aplica a fenómenos que por su singularidad son incompatibles con el régimen

general atribuido al concepto abstracto. En el concepto superior y puro del contrato

nos encontramos, por ejemplo, con la libertad genérica de pactos, que cuando luego

intentamos extender a un contrato administrativo singular de aval para las

exportaciones ya no encaja en absoluto, de tal manera que no podemos aplicar

íntegramente el régimen general al individual. Cuando se construye por elevación el

concepto abstracto de ilícito y se le atribuye la nota de la culpa, luego, al intentar , por

descenso, aplicarlo a los ilícitos administrativos resulta que la culpa ha de ser manejada

en términos muy distintos. En los casos difíciles el descenso lógico no nos vale o nos

conduce a resultados inadmisibles.

Nada más iniciarse el siglo XX los representantes del llamado “método de

ponderación de intereses” lanzaron una devastadora ofensiva contra el método

conceptual, argumentando convincentemente que su valor era enorme en el aspecto

teórico en cuanto que efectivamente ayudaba a la comprensión del caos normativo;

pero rechazaron su uso práctico de colmatación de lagunas, dado que con ello se

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incurría en dos gruesos errores: uno de orden lógico, en cuanto que, al descender de un

concepto abstracto a un fenómeno concreto, se añaden notas específicas que no

aparecen en el abstracto; y, por ende, resulta temerario aplicar a lo singular el régimen

establecido para lo general. Y en segundo lugar, este método desconoce que la

aplicación del Derecho no es una operación lógica sino social: una ponderación de

intereses en conflicto que el método conceptual desatiende; en definitiva, pretender

resolver un conflicto con simples deducciones, como hace el método conceptual, sin

entrar en los intereses concretos que están en juego, es pura y simplemente una

aberración.

El fallo lógico del método conceptual estriba en la circunstancia de que en la

fase de la deducción salta del plano explicativo (que es el suyo propio y para lo que

inicialmente se elaboran los conceptos) al plano preceptivo, que es un añadido útil a

veces pero siempre arriesgadísimo. Veamos un ejemplo más pormenorizado. Los

teóricos han aislado dos figuras distintas y alternativas de intervención administrativa

sobre las actividades de los particulares –la licencia y la concesión-, atribuyendo a cada

una un régimen jurídico propio. La utilización excluyente de dominio público exige

legalmente una concesión. Pero he aquí que aparece una ley especial (la general de

telecomunicaciones) que establece que las ocupaciones de dominio público para la

instalación de redes públicas de telecomunicaciones precisan de una simple licencia

(autorización). En consecuencia, el acto administrativo de otorgamiento de esta

autorización arrastra el régimen legal de las licencias que, sin embargo, resulta

incompatible con el funcionamiento de una red pública de telecomunicaciones.

Resultado: si se siguen la ley y el concepto, se deteriora la eficacia del servicio; y si se

acude a la concesión, que es lo más adecuada, se rompen la ley y el concepto. El

método conceptual resulta aquí perturbador de tal manera que el jurista eficaz tendrá

que actuar prescindiendo de los conceptos abstractos y aferrándose a la realidad y a los

conflictos de intereses concretos que en la misma se presentan.

Como consecuencia de estas críticas, en los libros de Derecho han terminada

casi desapareciendo las referencias laudatorias al método conceptual. Mas no nos

engañemos porque en la práctica sigue vivo y se usa cotidianamente, aunque sea de

forma indeliberada. De lo que tiene mucha culpa –como ya denunció tempranamente

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Ehrlich- el hecho de que las leyes hayan positivizado frecuentemente conceptos

abstractos, invitando con ello a los operadores a que los utilicen. 3

3.- El conocimiento teórico sistemático 4

El conocimiento teórico sistemático se desarrolla en dos vertientes muy distintas

–la expositiva y la conceptual- que conviene distinguir para deshacer una anfibología

perturabadora.

A) El conocimiento expositivo

El conocimiento jurídico nace con vocación didáctica tendencialmente

profesoral. Quien sabe, o cree saber, algo nuevo tiende a comunicárselo a los demás de

palabra y por escrito.

En la Edad Media esta difusión se realizaba inicialmente a través de glosas

aisladas de los textos justinianeos que se iban acumulando indefinidamente sin sistema

alguna, con el único orden señalado en los libros estudiados. Sólo posteriormente se

fueron articulando en Summae el conjunto de glosas sobre una materia o materias

afines. Llegado el momento histórico de los posglosadores o comentaristas, el

conocimiento jurídico se expresaba en monografías, en ocasiones de gran extensión y

profundidad, pero también sin criterio sistemático alguno.

Las preocupaciones expositivas sistemáticas maduraron en el Renacimiento a

mediados del siglo XVI cuando los juristas empezaron a aplicar el método diarético de

Cicerón, conforme al cual los libros deben empezarse sentando unos cuantos conceptos

fundamentales, de lo que se van deduciendo subconceptos, variantes y modalidades

hasta cubrir toda la materia examinada, que queda trabada indisolublemente en un

sistema, aunque todavía no se emplea este término.

La eficacia pedagógica del método diarético es enorme y así se explica su

generalización académica (de ello todavía hay muestras en la actualidad); pero pronto

se percibió el riesgo de que así se perdiera el contacto con la realidad. Como quiera que

sea, a principios del siglo XVIII Christian Wolff ensayó la aplicación al Derecho de un

método más moderno, más “científico”, tomado de la física y de la astronomía –el

método demostrativo- conforme al cual resultaba necesario demostrar la corrección de

cada proposición jurídica basándose en proposiciones anteriormente ya demostradas,

3 Ver la glosa 3, “Los conceptos y otros métodos clásicos del derecho.” 4 Ver la glosa 4, “El conocimiento teórico sistemático y las Facultades de Derecho.”

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exactamente igual que sucede en las matemáticas. Ni que decir tiene que este ensayo

fracaso pronto ya que no hubo manera de construir un puente fiable que enlazara

mundos tan distintas como los de las matemáticas y el Derecho y hubiera desaparecido

sin dejar huella de no haber sido reelaborado por un jurista, Heineccius, cuya influencia

en todas las universidades europeas fue absoluta durante más de cien años. De acuerdo

con el nuevo método axiomático de Heineccius, inmediatamente generalizado , las

exposiciones jurídicas han de empezar con la definición precisa de los conceptos, de los

que luego se deducen axiomas, y de ellos proposiciones jurídicas, que finalmente se

contrastan con las reglas del ordenamiento legal positivo. Ahora que escribo en el siglo

XXI soy perfectamente consciente de que el Derecho Administrativo que se estaba

explicando en las Universidades españolas de mi generación seguía inspirándose en

Heineccius, y a los manuales de Royo Villanova, Gascón y María y García Oviedo me

remito.

Por lo que se refiere a la evolución europea, la escuela histórica y, en general, el

positivismo del siglo XIX borraron las tradicionales preocupaciones de tipo expositivo

de la época anterior. La glosa y los comentarios medievales reaparecieron en Francia

con la gran escuela de la exégesis, absolutamente dominante durante más de cincuenta

años. Y en Alemania las cuestiones expositivas fueron relegadas a tercera fila bajo el

rótulo de “sistema exterior”, reservándose el nombre de “sistema interior” a las

cuestiones de la estructura material del Derecho positivo. Una cosa es, pues, el Derecho

“sistemáticamente explicado” y otra el Derecho entendido como un sistema normativo.

B) El Derecho como sistema 5

La primera gran consecuencia del positivismo jurídico fue, a nuestros efectos, la

visión del Derecho como un sistema y no como una simple suma de disposiciones

legales, consuetudinarias y en su caso iusnaturales. La visión sistemática del Derecho

es obra fundamentalmente de Savigny (recuérdese que su obra de referencia se titula

“Sistema del Derecho romano actual”) para quien sistema significaba que todas las

reglas y conceptos jurídicos están trabados en una unidad global en la que cada

elemento hace inteligible –y complementa- a los demás, de tal manera que ninguno de

ellos puede ser entendido aisladamente. Una idea que adquiere su verdadero alcance

cuando se le pone en contacto con el pensamiento kantiano, del que se alimenta, de que

5 Ver la glosa número 5, “El sistema, la vida, los tribunales.”

Page 15: Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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el conocimiento no debe orientarse por el objeto sino que, a la inversa, el objeto es el

resultado de nuestro conocimiento. El Derecho es, por tanto, producto de nuestro

conocimiento jurídico: lo que explica su unidad sistemática, dado que en el

pensamiento humano no caben compartimentos estancos.

El conocimiento teórico no se detiene, consecuentemente, en la elaboración de

conceptos sino que a veces, dando un paso más, los traba en un sistema, de tal manera

que el Derecho (el Derecho Administrativo en su caso) se concibe como un conjunto en

el que se insertan los distintos conceptos –y los distintos regímenes- que cobran en él

una unidad de sentido y de función.

Para comprender la realidad –que es algo muy distinto de saber vivir en el

mundo- hay que empezar elaborando una representación conceptual de sus elementos

identificados, que luego se sistematizan. Sistematizar es clasificar y ordenar. Clasificar

es formar grupos y subgrupos de acuerdo con criterios que ponen de relieve las

analogías y las diferencias de los conceptos menejados (“personas, cosas y acciones” en

las primeras clasificaciones jurídicas romanas, “familia agnaticia y cognaticia”, etc.).

Como los criterios se imaginan convencionalmente hay tantas clasificaciones como

criterios utilizados y con frecuencia se superponen (obligaciones gratuitas y onerosas y,

al tiempo, simples y condicionadas). Las clases así obtenidas por lo común se ordenan

luego, es decir, se establecen entre ellas relaciones de dependencia o independencia y,

en su caso, de jerarquía. El resultado final es un panorama conceptual: un sistema. Con

arreglo a este proceso el Derecho Administrativo (como a otro nivel el Derecho en

general) ha terminado vertebrándose en un sistema completo con pretensiones de

exhaustividad, o sea, en el que cada concepto tiene un sitio y hay un sitio para cada

concepto. Lo que no evita, claro es, que haya conceptos que no encajen en ninguna

parte y anaqueles vacíos absolutamente desocupados. Cuando estas anomalías son tan

frecuentes que resultan intolerables, el sistema deja de ser útil y tarde o temprano será

sustituido por otro.

C) ¿Existe un primer principio?

Se considera deseable que los sistemas están inspirados –y consecuentemente

vertebrados- en torno a un principio, o a un puñado de ellos, que les caracterizan y que

determinan el funcionamiento de todos y cada uno de los conceptos, clases y órdenes y

de sus correspondientes regímenes. El mérito de una época –o de un autor- es el de

acertar con un sistema en el que pueden trabarse congruentemente todos los conceptos

Page 16: Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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y todos los regímenes singulares, como hicieron las escuelas clásicas francesas de la

puissance publique y del servicio público: los famosos, hoy clásicos, faisseurs des

systèmes.

Esto es lo que se intentó sin éxito en España durante los años cuarenta con el

Derecho Administrativo del Nuevo Estado, es decir, del Estado franquista, vertebrado –

en fácil mimetismo con las dictaduras fascistas europeas- en la “unidad de mando”

(Führerprinzip). Luego vino el sistema de la eficacia desarrollista, también fracasado

antes de cuajar, como ahora el de la intervención pública mínima, que es un proyecto a

mi juicio con escasas posibilidades de supervivencia. El único sistema que

verdaderamente ha arraigado entre nosotros es el del Derecho Administrativo de la

legalidad, aunque actualmente es combatido desde fuera por una realidad implacable,

no siempre malintencionada, y desde dentro por quienes pura y sencillamente no lo

aceptamos en los simplones términos de su formulación oficial. 6

¿Hasta qué punto es posible contar hoy con un sistema global de referencia? Los

tiempos actuales no son ciertamente favorables a los sistemas intelectuales que la

complejidad de la vida moderna y el irracionalismo que la inspira ya no toleran.

Piénsese que hasta la Filosofía –y nada digamos la Filosofía de la Ciencia- ha tenido

que renunciar resignadamente a trabajar con “un” sistema. Si perjuicio de lo cual, es

indudable la utilidad de disponer de un marco de referencia de ese tipo aunque sea, eso

sí, manejándolo con las cautelas propias de un momento histórico en el que se ha

tomado conciencia de la relatividad de los sistemas y de su fugacidad. La mejor prueba

de lo que se está diciendo es la importancia que ha tenido el citado sistema jurídico

administrativo de la legalidad que, bajo la impronta de García de Enterría, ha dominado

en España durante dos decenios y sin el cual no podría entenderse lo que ha sucedido

entre nosotros en este tiempo. 7

4.- El conocimiento teórico interpretativo

Los administrativistas siempre han sido muy inclinados a usar un método

interpretativo de las normas positivas. En estos casos el jurista se enfrenta a un texto –

legal o fáctico- y ha de averiguar su sentido. La interpretación de textos legales es

también de naturaleza teórica y se apoya en conceptos porque es muy difícil, por no

6 Ver la glosa número 6, “Principios, sistema, principio fundante.” 7 Ver la glosa número 7, “¿Cuál «legalidad»? ¿Cuál realidad?”

Page 17: Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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decir imposible, entender bien una norma si no se comprenden los “conceptos” con los

que está empedrada. Razón por la cual fracasan los legos cuando pretende – a veces

armados con la arrogancia de su calidad política o funcionarial- interpretar las leyes por

su cuenta. Esta es la llamada por Ihering “doctrina inferior”.

El positivismo legalista convirtió necesariamente a la interpretación en el objeto

central del conocimiento jurídico puesto que la primera tarea del jurista había de ser la

de conocer y entender correctamente los textos positivos, aclarando sus puntos oscuros

y eliminando sus “lagunas”. Con el tiempo, sin embargo, la interpretación está dejando

cada vez de ser una “reconstrucción” de la voluntad (mens) de la ley, e incluso del

legislador, para orientarse hace la “creación” de un instrumento capaz, por un lado, de

afrontar cuestioens sociales no previstas en el texto y, por otro, de resolver los

conflictos individuales. Desplazamiento que supone que la interpretación está

perdiendo valor teórico y que se está situando en el terreno de la aplicación práctica.

Ni que decir tiene que en la actualidad existen comentarios interpretativos de

mayor nivel en los que, no obstante, termina fácilmente desnaturalizándose el género

ya que tienden a convertirse en ensayos teórico conceptuales.

Esta interpretación, al igual que el método conceptual, se inspira de ordinario en

el criterio de la autoridad, aunque de una autoridad muy característica: la

jurisprudencial. Cuando las sentencias desbordan el ámbito de la resolución del caso

litigioso suele ser gracias a su fuerza interpretativa, que los juristas recopilan

afanosamente. En los libros no se describe lo que dicen las leyes por sí mismas sino lo

que los tribunales dicen que dicen las leyes. Casi podría afirmarse que la ley es muda y

que habla a través del juez, recuperando así (aunque con un sentido muy distinto del

originario) la imagen del iudex vox legis tan cara a los comentaristas medievales y que

popularizó Montesquieu. En cualquier caso, la autoridad de los jueces, a diferencia de

la de los autores, es institucional: se legitima por su origen y sus efectos están avalados

por la ley independientemente de su corrección y prudencia.

Analíticamente suele identificarse, además, otra subvariante del conocimeinto

teórico –la casuística-, que parece encontrarse a caballo entre la teoría y la prática. La

casuística es, sin duda, un conocimiento intelectual puesto que no se dirige a la decisión

de realidades concretas pero tampoco procede directamente con conceptos o sistemas –

ni mucho menos pretende construirlos- sino que se inspira en la experiencia de

fenómenos individuales, sean leyes o sentencias, de los que deduce soluciones teóricas

Page 18: Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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disponibles para el estudio de fenómenos individuales concretos. La casuística es un

elemento común que aparece, con mayor o menor abundancia, en todo conocimiento

teórico y que se invoca con igual frecuencia en todas las manifestaciones del

conocimiento práctico.

5.- El conocimiento práctico

El conocimiento práctico, a diferencia del teórico y según ya sabemos, no

proporciona un aumento de los conocimientos sino argumentos o causas para la

decisión (pagar o no pagar, pleitear o transigir). Las decisiones con efectos jurídicos,

incluso cuando se toman por razones no legales (la pasión, el interés) buscan

indefectiblemente una razón jurídica que les preste cobertura. Las decisiones humanas

–aparentemente voluntarias y libres- se adoptan impulsadas por creencias, deseos,

intereses y valores y, cuando se trata de decisiones con trascendencia jurídica, también

por razones legales que pueden ser, aunque no necesariamente, causa real y que, al

menos y en todo caso, se invocan como justificación o cobertura de su verdadera causa

real.

El conocimiento práctico es, en último extremo, el único que interesa 8 puesto

que es el resultado que la sociedad y sus miembros buscan: una idea muy vieja

proclamada entre nosotros por uno de nuestros teóricos más esclarecidos, Federico de

Castro. Ahora bien, para llegar a este resultado final hace falta recorrer antes un largo

camino, el del aprendizaje y elaboración del conocimiento teórico. Al menos en la

cultura presente que exige operadores (notarios, jueces, funcionarios) técnicos y no,

como en el pasado, legos intuitivos y prudentes. Lo cual no significa, naturalmente, que

para ser buen juez baste con una buena formación técnica, puesto que la intuición y la

prudencia siguen siendo imprescindibles para todos los juristas prácticos hasta tal punto

que un juez técnico sin intuición y sin prudencia será sin remedio un juez detestable.

¿Y qué decir del profesor: ha de ser un jurista teórico o práctico? Antes se ha

dicho que la Universidad es la sede natural del cultivo y transmisión del conocimiento

teórico. Conviene repetirlo aunque con una advertencia esencial: el conocimiento

jurídico teórico no sólo no excluye el conocimiento práctico sino que es casi

inimaginable poder madurar teóricamente sin una práctica sólida (mientras que, por el

contrario, no son raros los prácticos eficaces ayunos de conocimientos teóricos). Así se

8 Ver glosa número 8: “La imperfección humana.”

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explica que la docencia, la investigación y la práctica hayan ido siempre de la mano en

las escuelas europeas de Derecho desde los primeros glosadores. Lo que va cambiando

es el género de la práctica puesto que tradicionalmente se asentaba en la actividad

judicial (incluida la funcionarial) y en la dictaminadora mientras que desde el siglo XIX

tiende a imponerse la forense (sin desdeñar, claro es, la dictaminadora). En 2.001 se

abre ciertamente un nuevo interrogante como consecuencia de estar desapareciendo los

talleres de artistas y de artesanos del Derecho desplazados por las empresas de asesoría

general del mercado capitalista; pero no es este el lugar de entrar en tal cuestión por

apasionante que resulte.

En cualquier caso, al jurista práctico se le abren dos posibilidades para llegar a

su decisión: las llamadas vías directa y vía inversa.

La vía directa supone una deducción lógica del conocimiento teórico que se

aplica al conflicto concreto. El salto del conocimiento teórico al práctico no es sencillo

ni mucho menos y de ordinario se apoya en las tres variantes que ya conocemos. El

primer instrumento al que por lo común se acude es el interpretativo, ya que nada hay

tan cómodo como repasar la jurisprudencia para ver lo que antes han dicho otros sobre

el texto que nos interesa y el caso que tenemos que resolver.

La aplicación del conocimiento teórico conceptual ya es más difícil puesto que

no basta con un ejercicio de rastreo y repetición sino que es preciso desarrollar una

actividad intelectual larga y sutil. Primero hay que identificar jurídicamente los hechos

y luego subsumirlos en un concepto abstracto tipificado en el ordenamiento, cuyo

régimen jurídico terminará al fin aplicándose al caso examinado. La solución está,

pues, en la norma y en el concepto. El conocimiento jurídico práctico es

consecuentemente la búsqueda y hallazgo de la solución que ya está en la ley. Esta es al

menos la moneda que corre, aunque en mi opinión sea falsa.

La aplicación mecánica del conocimiento teórico al conocimiento práctico es un

grave error operativo dado que el conocimiento teórico no se ha creado para resolver

por sí mismo las cuestiones prácticas sino, a todo lo más, para facilitar su solución. El

caso conflictivo es un fenómeno real mientras que el conocimiento teórico es

intelectual y los conceptos que lo integran son universales que sin necesidad de entrar

en la controversia medieval de los “realistas” hoy suele afirmarse que carecen de

realidad. Son entidades heteromórficas que no pueden conectarse directamente sino que

precisan de piezas muy sutiles de articulación.

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En ocasiones el conocimiento teórico –precedido e iluminado por la experiencia

y la intuición- camina derechamente a la solución práctica de la mano de la prudencia.

Pero en otras ocasiones se rompe la concordia de estos tres compañeros de viaje y no

hay modo de llegar al final del trayecto. Puede ser que el conocimiento teórico

desemboque mecánicamente en una solución que repugne a la prudencia; y también

puede suceder que la intuición se enderece a una salida que la norma no tolera. ¿Qué

hacer aquí? Si los operadores prácticos fueran ordenadores, el mecanismo quedaría

bloqueado ante informaciones contradictorias; pero como se trata de personas han de

resolver por encima de la lógica, de la intuición, de la experiencia y de la prudencia.

Han de adoptar una decisión personal que el pensamiento filosófico contemporáneo ha

calificado como de giro ético, de irrenunciable imputación individual de nuestras

acciones y, sobre todo, de nuestras elecciones. El juez puede sacrificar la justicia en

beneficio de la ley, pero también a la inversa. Es una decisión ética personal que

justificará como pueda, ordinariamente invocando alguno de los principios inspiradores

del conocimiento sistemático.

III. Limitaciones epistemológicas

Hasta ahora he hablado de las distintas variantes del conocimiento jurídico y de

algunos de sus límites intrínsecos: cómo el conocimiento teórico no puede desembocar

por sí solo en el conocimiento práctico; cómo el conocimiento teórico conceptual ha de

limitarse a su función comprensiva, ordenadora del caos y no extralimitarse a dar reglas

preceptivas; cómo el conocimiento teórico interpretativo no puede realizarse sin el

apoyo del método conceptual. En definitiva se trata de conocimientos que se

entrecruzan en una red operativa cuyos hilos no es posible separar. A partir de este

momento vamos a dar un paso más para entrar en el análisis de las limitaciones

genéricas de todo conocimiento jurídico y que se agrupan en cuatro manojos: las

epistemológicas (que se examinan en el presente epígrafe), las históricas, las lógicas y

las de comunicación.

1.- Limitación del conocimiento por indefinición del objeto

¿Cómo no hablar de limitaciones del conocimiento jurídico si no sabemos

siquiera qué es lo que queremos conocer? Al cabo de veintitrés siglos de reflexión y

discusión no se han puesto de acuerdo los juristas en el objeto de sus preocupaciones.

Dejando a un lado la decimonónica distinción entre Derecho, Legislación y

Jurisprudencia, en la actualidad unos ven el objeto del conocimiento jurídico en las

Page 21: Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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relaciones sociales, pensando que en definitiva son éstas las que importa ordenar, de tal

manera que las leyes son meros instrumentos de tal fin y desde luego no los únicos.

Otros entienden, sin embargo, que el conocimiento jurídico debe detenerse en los textos

o en las normas, que son el fenómeno específicamente jurídico; lo que no significa

naturalmente desconocer la trascendencia de las relaciones sociales, que es necesario

estudiar pero fuera ya del ámbito jurídico.

En sustancia nos encontramos ante una encrucijada de opciones irreconciliables:

el Derecho normativo puro de corte kelseniano, el Derecho normativo contaminado por

valores como la justicia o el bien común y, en fin, el Derecho impuro de corte

sociológico. Planteadas así las cosas confieso sin reservas que yo he levantado mi

tienda en la banda del Derecho impuro, en la buena compañía y lo más cerca posible de

Ihering, Ehrlich, Holmes y Llewellyn y al abrigo protector de la filosofía diltheyana y

hermenéutica del “conocimiento impuro” , es decir, subjetivizado sin complejos y

comprometido sin hipocresía, para el que es lo puro, y no lo impuro, lo que tiene una

connotación peyorativa. 9

Y por si esto fuera poco, cambiando de nivel nos topamos con otro dilema no

menos preocupante y antiguo: el objeto (total o parcial según las actitudes personales a

que acaba de aludirse) del conocimiento jurídico ¿son las normas generales o las

decisiones judiciales concretas? La pregunta tiene su trascendencia porque, según sea la

postura que se adopte sobre el particular, se estudiarán las leyes o las sentencias y en

cualquier caso se levantarán montañas de publicaciones para indagar si el juez crea

Derecho y en qué medida está condicionado por la ley. Fatigado por lo aplastante de la

bibliografía he llegado, por mi parte, a la conclusión de que se trata de un falso dilema

en cuanto que no se trata de opciones excluyentes –o lo uno o lo otro- sino de

manifestaciones de una unidad más profunda. Preguntémonos sinceramente qué es lo

que veras nos interesa: si la resolución de un conflicto concreto existente o la previsión

de la resolución de los conflictos que pueden presentarse en el futuro. Si lo primero,

dediquémonos al estudio de la jurisprudencia casuística; si lo segundo, al de la

legislación. Pero a fe que hay que ser insensatamente unidimensionales para inclinarse

sin reservas por una u otra vía. A la sociedad le interesa la resolución de los conflictos

existentes; mas por lo mismo le han de interesar necesariamente los instrumentos que el

9 Ver glosa número 9: “Los principios jurídicos fundantes.”

Page 22: Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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Estado crea para conseguir este fin. Consecuentemente el jurista ha de atender los dos

paños buscando y elaborando los objetivos propios de ambos: el conocimiento teórico y

el conocimiento práctico. A cualquier jurista responsable –y más todavía al profesor

universitario- no le es lícito olvidarse de una de estas perspectivas. Aunque claro es que

la confusión habitual al respecto contribuye a la indefinición del conocimiento jurídico

y provoca tempestuosas controversias absolutamente inútiles.

2.- Limitación del conocimiento por contaminación subjetiva

Desde Husserl sabemos que el observador no puede acercarse limpiamente al

objeto que examina dado que, al acortar distancia y centrar sobre él su reflexión,

termina implicándose personalmente y pierde su neutralidad, que debería ser la primera

exigencia del conocimiento científico. El zoólogo que se aproxima con una linterna a

los animales nocturnos, los hace huir, pero si carece de la luz mínima que necesita el

ojo humano para percibir los objetos, no puede verlos. En el mundo del Derecho

todavía es peor porque nada hay “externo” al jurista debido a que éste participa en la

formación de los propios objetos que observa y desde luego en la de los instrumentos

de análisis que maneja, que se tornan parciales y se subjetivizan irremediablemente.

Y aún más grave : al margen de los datos crudos que le ofrece la realidad (una

ley, un documento), lo que cree estar observando no son los datos externos que le

ofrece la realidad sino los conceptos creados por él para comprenderla. Cree ver nubes

en la luna y lo que está viendo son las manchas de la lente de su telescopio. En el

terreno dogmático el jurista reifica (cosifica, objetiva) sus instrumentos personales de

observación. Recordemos que en el lenguaje poshegeliano reificar significa la

tendencia a tratar como “datos” exteriores ciertos contenidos de la experiencia que en

realidad son “producto” de su conciencia personal.

El dilema reaparece, pues, con la terquedad de siempre: si no utilizamos

instrumentos técnicos de aproximación, no podemos entender a la ley con el ojo

desnudo. Ahora bien, si aplicamos tales instrumentos, el resultado vendrá condicionado

y distorsionado por esta interferencia medial que en último extremo es personal puesto

que ha sido el jurista quien libremente ha decidido servirse del instrumento conceptual

técnico.

En la elegante formulación de Gadamer, los seres humanos somos contextuales

y mutables por naturaleza. Estamos siempre “arrojados” a un mundo de significados y

valores y, por tanto, no podemos considerarnos como observadores neutrales de un

Page 23: Alejandro Nieto - Limitaciones Del Conocimiento Jurídico

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mundo exterior. Vemos –encontramos, aprehendemos- un fenómeno real siempre a

partir de nuestros intereses y expectativos de sentido y los interpretamos a partir de

éstas.

Mas aún no hemos acabado con este proceso de contaminación personal ya que

el jurista, por la naturaleza de su función, no se limita a entender el texto (como de

buena o mala fe suele afirmar que está haciendo) sino que inevitablemente tiende a

manipularlo de acuerdo con su personalidad y situación.

Ya hemos visto que la personalidad del sujeto rompe la neutralidad y esto

sucede todavía con más fuerza como consecuencia de la situación en que se encuentra y

que tanto le condiciona. No es lo mismo –así en el plano teórico como en el práctico-

reflexionar y decidir desde la situación de Abogado del Estado que desde la de abogado

de un sindicato. Rechazar estas limitaciones es negar la evidencia de la experiencia.

Posiblemente esto no nos guste y quizás quisiéramos que las cosas fueran de otro

modo, desearíamos tener ojos limpios de jurista. Pero las cosas son así.

En definitiva, la contaminación personal es una contaminación social habida

cuenta de que el individuo –por su situación, como acaba de verse, y por su formación-

está socialmente comprometido. Avanzando todavía más, este subjetivismo social

supone consecuentemente un correlativo subjetivismo cultural en cuanto que el

conocimiento va a depender ahora también de ese horizonte cultural que llamamos

paradigma y que impide conocer y aceptar lo que proviene de otro paradigma. El

paradigma opera como un código epistemológico sin cuyo conocimiento es imposible

entender nada.

En estas condiciones, cuando el sujeto se ha “colado” , aunque sea

indeliberadamente, en el ámbito de la investigación, se evapora buena parte de la

objetividad que está persiguiendo. Casi podría decirse que el observador se está

observando a sí mismo, puesto que se ha colocado no ante un cristal transparente sino

ante un espejo que refleja su personalidad, sus deseos, sus creencias y que, en último

extremo, son los valores que en él ha implantado el contexto social en que se ha

formado (recte: que lo ha formado) y que él transmite al objeto de su conocimiento.

Seamos sinceros: en las cuestiones delicadas que invitan al compromiso

personal, a veces basta leer la firma de una publicación para adivinar su contenido. En

España la autoritaria bibliografía franquista fue flor de un día, pero hoy tenemos

ejemplos perfectos de contaminación subjetiva ideológica en los bandos de los

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autonomistas y estatalistas, de los socialistas y de los centristas, de los europeístas y de

los castizos, de los profesores con clientes capitalistas y de los abogados que defienden

a las Administraciones Públicas. Aquí nadie engaña a nadie: las leyes son iguales para

todos y las técnicas jurídicas que presumen de neutralidad son, a la postre expresiones

del “con quien vengo, vengo, y sé adónde quiero ir”. 10

Resumiendo: el conocimiento jurídico está limitado por el sesgo distorsionador

que introduce la persona del jurista; persona individual que, a su vez, es el instrumento

de expresión de otros factores más generales de índole social y cultural.

3.- Limitaciones del conocimiento por la precomprensión hermenéutica

Casi nunca nos encontramos ante las cosas de una manera brusca, inmediata,

sino que por lo común tenemos algunas informaciones preliminares, prejuicios o

expectativas. Sin una cierta información previa, es imposible comprender los

fenómenos reales. Quien no ha visto ni oído hablar de ordenadores, cuando se tropieza

con un aparato de éstos, no verá más que unas cajas que no distinguirá quizás de

maletines. O sea, que quien no sepa lo que es un ordenador jamás podrá ver un

ordenador. Las cosas cobran sentido cuando podemos figurárnoslas: esto es lo que

llamamos percepción significativa, la que descubre el sentido o significado de las cosas

observadas.

Quien no está familiarizado con el uso de las tarjetas de crédito no podrá saber

el sentido que tiene exhibir una cartulina o introducirla por una ranura al salir de una

autopista; mientras que quien viva en una cultura determinada tiene una cierta

precomprensión de los fenómenos que percibe que anticipa su conocimiento de la

realidad. Quizás no sepa exactamente como se paga el precio del transporte, pero al

montar en un autobús está dispuesto a interpretar como exigencia de pago cualquier

gesto del conductor que vigila la puerta porque sabe que detrás de todo lo que está

sucediendo hay un contrato de transporte.

Todo lo que comprendemos es una interpretación del hecho desnudo que hemos

percibido desde una precomprensión suficiente. Percibimos la entrega de un papel o de

unas monedas pero lo que nos importa es su interpretación: el pago de una mercancía o

servicio. Percibimos tres personas que pronuncian palabras rituales en un contexto

solemne. No hemos oído siquiera las palabras concretas pero, a gracias a nuestra

10 Ver glosa número 10: “Neutralidad vs. imparcialidad e independencia.”

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precomprensión, sabemos que acaban de celebrar matrimonio o de realizar una

compraventa. Y por lo mismo, el lego que ha escuchado atentamente la lectura que

hace el notario, palabra por palabra, de la escritura de hipoteca, no se entera de los

compromisos que va asumir con su firma. Los hechos desnudos son, además,

jurídicamente mudos.

La precomprensión jurídica hermenéutica es posible –y hasta necesaria- porque

el objeto directo de buena parte del conocimiento jurídico no son (recogiendo el hilo de

antes) ni las relaciones sociales ni las normas legales sino meras representaciones (o

interpretaciones) intelectuales de la realidad manifestada en los textos. Los seres

humanos no quieren asesinar ni contratar. Lo que han pretendido es, pura y

sencillamente, quitar la vida a un semejante o entregar una cosa a cambio de otra.

Ahora bien, como el jurista no se encuentra cómodo en la realidad desnuda y teme

perderse en el océano de los hechos crudos, los “interpreta”, es decir, los traduce a una

clave conceptual jurídica ya que sólo es capaz de trabajar con representaciones

intelectuales. Y es desde el contrato de compraventa o desde el asesinato como puede

acercarse, sin comprometerse demasiado, a la realidad. Si precomprende el tipo

abstracto de delito o de contrato podrá primero entender y luego valorar las acciones

humanas. Esta es la servidumbre y la grandeza del conocimiento jurídico tradicional:

sin conceptualizaciones no se progresa pero con interpretaciones y representaciones no

se apaga la sed de la justicia y ni siquiera de la vida. El jurista puro no bebe agua de

manantial sino H2O o, en el mejor de los casos, agua destilada, que llama pura, sin

percatarse de los sabores impuros de las aguas naturales. El realismo jurídico pretende

sacar a los juristas del laboratorio y “arrojarlos” a la vida real, con todos sus riesgos y

compensaciones. Pero ¿es esto posible? ¿cabe un conocimiento jurídico no

interpretativo? ¿se sigue siendo jurista fuera del tejado del laboratorio conceptual?

¿puede el jurista saltar más allá de su propia sombra? Respóndase cada uno.

La precomprensión es un adelanto de la comprensión posterior. Comprender es

el trayecto que media entre la precomprensión y el conocimiento. Puede haber

precomprensión y no haberse llegado al conocimiento si el proceso de comprensión no

ha sido suficiente. Pero lo que es claro es que sin una precomprensión suficiente es

imposible iniciar el camino hacia el conocimiento , de la misma manera que una

precompresión errónea nos desviará del conocimiento final.

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Y aquí está el problema porque la precomprensión está condicionada histórica y

personalmente al depender de la situación en que nos encontramos, del recuerdo del

pasado (de nuestra formación) y de la capacidad de anticipar el futuro.

4.-Hacia un moderado intersubjetivismo

El conocimiento jurídico, en todas sus variedades, es descarnadamente subjetivo

al estar compuesto por representaciones personalmente elaboradas a las que es

inaccesible un nivel de intersubjetividad, ya que son inverificables empíricamente y no

pueden ser demostradas con operaciones lógicas de deducción. El jurista vive aislado

en el peñón de su yo, incapaz de salir de él para emitir con eficacia sus mensajes y,

simétricamente, no se encuentra obligado a aceptar los mensajes que le llegan, puesto

que puede seleccionar, con aparente libertad, los que considera oportunos.

Este subjetivismo radical es ciertamente la única forma de explicar el desorden

intelectual y la injusticia cotidianamente practicada, mas no explica el aceptable

funcionamiento social de las instituciones ni la indudable pujanza de los saberes

jurídicos. La actitud realista –que hace posible escapar al engaño de la pretendida

verdad oficial del conocimiento jurídico- tampoco autoriza a cerrar los ojos a estos

fenómenos reales positivos, cuya existencia permite sospechar que quizás haya un

punto fijo, por pequeño que sea, sobre el que pueda asentarse una base de razón o que

quizás haya una luz, por débil que sea, que sirva de referencia para orientarse en la

oscuridad. Esto es, por mi parte, lo que creo y me gustaría acertar en mis piadosos

deseos porque, aunque haya que ser implacablemente agnósticos con los falsos dioses,

no es bueno encerrarse en un nihilismo desesperado.

Aquí se sugiere, consecuentemente, la posibilidad de alguna trascendencia del

conocimiento jurídico individual: la posibilidad de una tímida salida del yo en busca de

una zona intersubjetiva que, sin llegar a la verdad o a la certeza, permita, al menos, una

pacífica convivencia social y una precisa actividad pragmática. En términos

emblemáticos podría decirse que se trata de una moderado intersubjetivismo justificado

por su utilidad social; algo que puede ser salvado teniendo en cuenta que si el Derecho

es un regulador de las relaciones sociales hay que procurar mantener lo que pueda ser –

y es- útil para sus fines convivenciales, aunque sea a costa de sacrificar –con una astuta

restricción mental y no sin ironía- el rigor intelectual.

No se trata, por tanto, de abjurar de las proposiciones que se han hecho antes

sino de , manteniéndolas, ofrecer sucedáneos que satisfagan a quienes necesitan contar

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27

con valores que consideran imprescindibles en un orden jurídico que han aceptado

como un a priori irrenunciable. Con esta finalidad pueden afirmarse las siguientes

proposiciones sucedáneas:

1ª.- Aunque no haya conceptos verdaderos ni objetivamente correctos, el jurista

puede funcionar perfectamente en la vida cotidiana con conceptos y aserciones

plausibles, como nos ha enseñado Perelman. La calidad se rebaja así un grado pero, en

contrapartida, se hace asequible dado que lo que no podemos saber como cierto

podemos a veces percibir como plausible.

2ª.- La cultura jurídica aprendida en la Universidad, la facilidad actual de los

contactos personales y académicos y la globalización de los conocimientos y de las

técnicas hacen posible una precompresión hermenéutica que allana muchas de las

dificultades de comprensión que antes eran insuperables cuando los juristas vivían

encerrados en valles culturales e idiomáticos aislados o en orgullosas taifas nacionales

y de escuela.

3ª.- Lo que se manifiesta a primera vista como resultado de una decisión o

elección rigurosamente personal adquiere un punto de objetividad cuando se considera

que es la consecuencia de una realidad trascendente –el contexto social y cultural- que

se expresa a través de un agente individual. Lo cual significa que cuantos viven en ese

mismo contexto y se hayan formado en el mismo paradigma percibirán el

conocimiento teórico y práctico como algo objetivo. Los miembros de un mismo grupo

pueden, en suma, comunicarse intersubjetivamente su conocimiento , cabalmente por la

receptividad de la enorme precomprensión de sus interlocutores.

4ª.- Los juristas pueden recibir sin escrúpulos conceptos y proposiciones cuando

vienen arropadas con el manto de una autoridad objetiva entendiendo por tal la que ha

sido ya aceptada por la comunidad jurídica (un hecho aparentemente objetivo) o está

avalada institucionalmente por el poder del Estado (un hecho incuestionablemente

objetivo) como puede ser la sentencia de un tribunal regular. 11

IV. Limitaciones lógicas

La lógica por sí misma no provoca limitaciones alguna del conocimiento, ante al

contrario potencia su alcance. Empleo, no obstante, tal expresión para referirme a las

disfunciones que entre nosotros produce tanto la mala utilización de la lógica como

11 Ver glosa número 11: “Un tribunal regular.”

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también la utilización de una mala lógica, según puede comprobarse por las siguientes

advertencias.

Por lo pronto llama la atención que, siendo la lógica un instrumento necesario –

aunque ordinariamente no suficiente- del conocimiento jurídico en todas sus

manifestaciones, su estudio no se incluya en la formación de los juristas, quienes en el

mejor de los casos –y no es poco- sólo cuentan con la lógica del “sentido común”.

La única lógica oficialmente reconocida y practicada es la aristotélica expresada

en el silogismo deductivo más elemental, que parece ser el objetivo fundamental de la

actividad forense: encontrar en una norma la premisa mayor, encajar en el tipo general

la conducta singular debatida (premisa menor) para, enlazando luego las dos, llegar

finalmente a la resolución.

Por increíble que parezca, la comunidad jurídica no se ha percatado todavía del

desmoronamiento padecido –fuera de los medios escolásticos- de la lógica aristotélica a

partir del Renacimiento y de la aparición de las nuevas lógicas informales o, si se

quiere, de las “otras lógicas” que tan adecuadas son para el desarrollo del conocimiento

jurídico. La “lógica borrosa”, por ejemplo, sigue siendo perfectamente desconocida no

obstante los progresos que en la ciencia jurídica se han realizado en una de sus

manifestaciones más vulgarizadas: la de los conceptos indeterminados.

La única lógica nueva que ha conseguido perforar –aunque sea con reservas- el

blindaje escolástico de la cultura jurídica es la lógica alternativa patrocinada por

Perelman, o sea, la retórica. La comunidad jurídica suele hoy admitir, en efecto , que ,

además de las proposiciones ciertas o seguras, hay que saber manejar las proposiciones

plausibles o aceptables o verosímiles, dado que en el mundo del Derecho no existe la

religión monoteista de la verdad única, de la única solución posible sino que se acepta

para cada caso la pluralidad de soluciones plausibles. Y, sobre ello, que al transmitir el

conocimiento jurídico no se pretende demostrar sino convencer, es decir, persuadir al

auditorio, acudiendo a tal propósito a medios de razón (argumentos) o a medios

afectivos (la retórica, antes llamada oratoria). Una actitud que, por cierto, no es sino la

reformulación actual de una viejísima línea de pensamiento (la tópica) que, arrancando

de Aristóteles y pasando por Cicerón, es tomada por la escolástica medieval (Petrus

Hispanus) y encuentra a efectos jurídicos su mejor y más denso desarrollo en el

Renacimeinto, cuando se percibían ya con absoluta claridad los tres métodos de

probanza: el analítico logrado a través del silogismo lógico, que es el seguro; el falso a

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donde se desemboca con el razonamiento “sofístico”; y, en fin, un camino intermedio ,

el de la tópica, que utilizan los juristas cuando no hay ocasión de emplear silogismos:

una solución no segura, por tanto, pero que gracias a una argumentación ordenada

permite llegar a resultados aceptables capaces de convencer al interlocutor.

De esta forma la actividad jurídica se está desplazando inexorablemente desde

la adquisición del conocimiento a su comunicación persuasiva, desde la comprensión a

la argumentación. No se trata tanto, en definitiva, de tener la mayor razón sino de

presentar (“vender”) mejor la razón que se tiene, 12 cualquier que sea: una regla capital

en la civilización de mercado en que vivimos y a la que el Derecho se somete de buen

grado e incluso puede decirse que es un precursor puesto que siempre han ganado los

pleitos no quienes tenían el mejor derecho sino el mejor abogado. 13

V. Limitaciones históricas

Cuando desde el año 2.001 se mira hacia atrás y se repasa la larga experiencia

académica que arranca justo medio siglo antes, lo que primero y más impresiona es la

constatación de que hoy ha desaparecido toda la legislación que aprendí en la

Universidad de Valladolid en 1950, que han dejado de leerse los autores que yo estudié,

de los que se ha perdido hasta la memoria de sus nombres, que han desaparecido sin

dejar rastro muchas concepciones teóricas y que los viejos dogmas –que en cuanto tales

estaban por encima de toda discusión- han sido sustituidos por otros nuevos,

completamente diferentes en su contenido pero que conservan la misma arrogancia de

estar por encima de la crítica.

La observación, de puro conocida, es banal, aunque ya no es tanto la duda que

suscita, a saber, la de si sigue existiendo aquel Derecho Administrativo de Royo-

Villanova y de Gascón o estamos hoy ante un fenómeno completamente distinto. Una

duda trágica porque cuestiona nada menos que la subsistencia de un Derecho en un

paraje en ruinas donde ya nada queda de los viejos edificios tan laboriosamente

construidos y en los que tan cómodamente se vivía.

Mi actitud a este propósito es afirmativa sin salvedades. Acudiendo a la imagen

de Heráclito el río es el mismo aunque hayan pasado hacia abajo sus aguas o

12 Ver glosa número 12, “Tener razón, saberla exponer, que se la quieran dar... y deudor que

pueda pagar.” 13 Ver glosa número 13, “Mejor abogado, mejor derecho.”

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desaparecido para siempre en el mar. Las leyes, los textos doctrinales, la

jurisprudencia, los dogmas, prácticas y teorías constituyen ciertamente el Derecho

Administrativo que sin ellos sería inimaginable, como no hay río sin agua. Pero el

Derecho es otra cosa, es una realidad metafísica que está por encima, aunque no

separada, de sus elementos. El profesor se baña cada día en un agua diferente, que cada

noche se le ha escapado de sus libros y repertorios, mas sigue realizando sus abluciones

matutinas en un Derecho Administrativo perenne.

Soy perfectamente consciente de que esta afirmación tiene mucho de mística y

quizás por ello resulta estremecedora a poco que se medite sobre ella; pero más me

estremece personalmente otra dramática imagen heraclitea aún más dramática. Yo veo

al Derecho como una hoguera que abrasa y consume la leña que la alimenta y que sigue

ardiendo y sigue siendo la misma hoguera que flota por encima de las cenizas que ella

misma ha producido. En cada publicación, en cada conferencia, a veces en cada lección

escolar, quemamos un poco de lo que teníamos, sin que por ello nos tiemble la pluma

ni la palabra pues estamos seguros de la supervivencia de nuestro Derecho: siempre

distinto y siempre el mismo.

La historia del Derecho –como la Historia a secas- es una apasionante relación

de hechos, personas, ideas e instituciones que aparecen, se desarrollan y desvanecen

con asombrosa rapidez para ser sustituidos por otros y otras a quien aguarda el mismo

destino. El río jurídico fluye de tal manera que cuando tomamos conocimiento de la

realidad de una corriente, ésta ya ha pasado ¿Qué sería de nosotros, los profesores, si

pretendiéramos aferrarnos a lo que aprendimos de estudiantes o explicamos al

comienza de nuestra carrera? El relój de la historia no se para y hoy corre más

frenéticamente que nunca.

Las reglas jurídicas romanas emergieron bruscamente en Europa en el siglo XI

y se mantuvieron vigentes prácticamente hasta la codificación decimonónica.14 El

Derecho se forjó en la escolástica en una unidad normativa puesto que las reglas

positivas estaban trascendidas por el Derecho Natural; con la Ilustración se separaron

estos dos estratos jurídicos –el de las leyes positivas y el de las iusnaturales-; con el

positivismo decimonónico desapareció por completo del Derecho natural

estableciéndose una nueva unidad normativa, limpia ya de valores éticos e ideológicos;

14 Ver glosa número 14, “Principios y codificación.”

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en la segunda mitad del siglo XIX se volvió a fraccionar el ordenamiento jurídico y en

la actualidad no hay tarea más urgente que la de encontrar y encajar las innumerables

piezas del rompecabezas normativo universal en el que la voluntad estatal está

perdiendo aceleradamente no ya su monopolio creador sino incluso su protagonismo.

La evolución de las técnicas no es, por su parte, menos rápida. La tópica, que

había inspirada la práctica durante el Renacimiento, pierde su importancia durante la

Ilustración para desaparecer completamente en el siglo XIX y reaparecer, en términos

ciertamente confusos, a mediados del siglo siguiente. En estas condiciones ¿qué

podemos explicar los profesores? Aquí no cabe sino seguir el sabio consejo de Santi

Romano: glissez mortels, n’apuyez pas.

Sería insensato, por tanto, ignorar el hecho de nuestra fugacidad personal y de la

de nuestras ideas, de la que hemos de tener conciencia y debatirnos cotidianamente con

ella. Desde Dilthey sabemos que quien se percata de la conciencia histórica de un saber

lleva consigo para siempre el “sufrimiento secreto” de sus limitaciones, de su

fugacidad. La alegría fáustica de creer haber descubierto la verdad, de haber encontrado

la solución de un problema se empaña de inmediato cuando viene la cuenta de su

inevitable relatividad. Porque toda verdad, toda solución pertenece a un presente que

pronto será pasado y sólo sirve para un período de tiempo y se encuentra determinada

por las condiciones históricas en las que crece. La sed de eternidad –que hace casi

divino al ser humano y más al creador- se ahoga en las arenas del tiempo, donde

desaparecen las ideas, los hombres y la memoria de los hombres y de las ideas. Quien

no se de cuenta de ello es un insensato; y quien lo percibe arrastrará hasta después de su

muerte el “sentimiento trágico del pensador”, que está royendo sin pausa el corazón de

la manzana universitaria.

Ahora bien, como resulta forzoso aprender a convivir con lo irremediable, màs

vale acudir a la consolación de la filosofía. Gadamer, concretamente, nos ha enseñado a

dar la vuelta a la cuestión, mostrándonos el lado positivo de esta angustia vital, que

puede dar un nuevo sentido a nuestra existencia y a nuestro quehacer intelectual.

Porque si nos recuperamos de la sorpresa y tenemos ánimo para salir de nuestro

sobrecogimiento, podremos comprobar que esta pretendida tragedia de la relatividad de

la conciencia histórica es, en el fondo, un privilegio. En palabras del autor alemán, “el

privilegio que posee el hombre moderno de tener plena conciencia de la historicidad de

todo presente y de la relatividad de todas las opiniones”.

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La conciencia histórica tiene incluso una vertiente inequívocamente optimista

cuando se comprueba que las “ideas” jurídicas, que aparentemente desaparecen y son

sustituidas periódicamente por otras nuevas, nunca se pierden de manera definitiva sino

que reaparecen tarde o temprano como si de un “eterno retorno” nietzcheano se tratase.

Dicho en términos más propios: las ideas no desaparecen y lo único que cambian son

sus manifestaciones y técnicas operativas que se van adaptando a los distintos

contextos culturales, en constante evolución, o simplemente a las modas. Esto explica

que cuando se conoce suficientemente la historia dogmática se tiene la sensación de

que (casi) todos los descubrimientos modernos están déjà vues, a la manera de

transmigraciones de ideas anteriores que nunca mueren. En el fondo de las ideas lo

moderno y lo antiguo están abrazados de forma inseparable.

Piénsese, por ejemplo, en la tesis, a primera vista tan moderna y revolucionario,

de la plausibilidad de las proposiciones jurídicas (con sus corolarios de la ambigüedad

de los conceptos indeterminados y la pluralidad de soluciones al mismo caso),

popularizada por Perelman, contrapuesta a la tradicional de la certeza y de la verdad.

Pues bien, esto ya fue observado muchos siglos antes por Guillermo de Occam, cuando

distinguió entre lo necesario y lo posible y fue desarrollado hasta sus últimos detalles

en la moral “probabilista” de la escolástica jesuita, para reencarnarse a fines del siglo

XIX en la escuela del Derecho libre y, pocos años después, en la lógica trivalente de

Lucariewicz (que sustituye el sistema binario de verdadero / falso por la triada de

verdadero/ falso/ incierto) o en la física cuántica o en las extensiones del teorema de

Gödel sobre la inverificabilidad de ciertas proposiciones matemáticas. Ahora bien ¿qué

jurista actual puede acordarse de todo esto? Lo que sucede es que la “versión” de

Perelman le es fácilmente comprensible y no la de Occam y ni siquiera la de

Kantorowicz. Las sequoyas de tronco quemado siguen viviendo en sus raíces y

reaparecen muchos años más tarde y muchos metros más lejos cuando vuelven a

encontrar un suelo apropiado. Esto se ha dicho mil veces: “nada se crea ni se destruye,

sólo se transforma” en la formulación de Lavoissier y, en la sabiduría milenaria del

Ecclesiastés, nihil novum sub sole. Vistas así las cosas, el relativismo histórico se

convierte en un canto de esperanza eterna.

A mí personalmente la conciencia histórica me ha abierto los caminos de la

modestia, una calidad muy rara en los huertos profesorales. Como aficionado que soy a

la historia estoy familiarizado con los grandes juristas del pasado, maestros que fueron

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tenidos por sabios, creadores de doctrinas nacidas con vocación de eternidad,

arrogantes dogmáticos que en su momento no admitían contradictores y que dirigían

con mano de hierro el timón del Derecho, de la Universidad, de los tribunales y de las

leyes. ¿Dónde están hoy? Sus cenizas se las ha llevado el viento y los eruditos se

pasean entre tumbas y panteones cuyas lápidas, en el caso de que aún se conserven, son

muy difíciles de leer hasta para los epigrafistas más agudos.

¿Qué ha quedado de la subida ciencia que me enseñaron en mis años escolares?

¿Qué quedará dentro de muy poco de las exquisitas doctrinas, de los formidables

dogmas que pueblan hoy las aulas de esta Universidad? Memento doctor quia pulvis

eris et in pulvis reverteris. Prescindamos ya de las discusiones apasionadas, de las

descalificaciones rotundas, de las excomuniones implacables. Sembremos nuestra

verdad mientras caminamos y no volvamos la cabeza puesto que, aun llegando a la

respetable edad de la jubilación burocrática, no tendremos tiempo de recoger la cosecha

y ni siquiera de comprobar si ha germinado la semilla. Con esta conciencia histórica,

con esta modestia vital puede pronunciarse sin amargura la última lección académica y

abandonar con paso silencios las aulas que hemos visitado a lo largo de cincuenta

años.

Hay muchas imágenes para representar el papel del jurisperito. La más antigua,

la de Ulpiano, es la del sacerdocio. Dejémosla a un lado. En la Edad media estuvo muy

generalizada la imagen de que los intelectuales se consideraban – en palabras de

Bernardo de Chartres- enanos cabalgando sobre los hombres de gigantes. Así

justificaban el progreso y largo alcance de su visión al tiempo que respetaban a los

predecesores que habían permitido su encumbramiento. Para tener debida cuenta del

relativismo histórico, me gusta evocar el juego del ajedrez. El progreso científico es

una partida de ajedrez en la que van participando desde el principio al fin de los

tiempos las sucesivas generaciones de investigadores. A cada uno de nosotros se nos da

la oportunidad de hacer un movimiento y, una vez realizado, hemos de dejar el puesto

al siguiente. Así se explica que no podamos nunca llegar al fin, porque la partida es

eterna (al menos tanto como la Humanidad) pero no dejamos las cosas como las

encontramos: si tenemos fortuna podemos mejorar la posición, aunque también

podemos empeorarla. El jugador siguiente partirá de nuestro movimiento, pero al cabo

de media docena de jugadas ya nadie sabrá lo que hicieron – en bien o en mal- sus

predecesores.

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El peor de los pecados profesorales es, consecuentemente, el fundamentalismo.

Las teorías fundamentalistas –nacidas en la soberbia del poder- no admiten su

contingencialidad, su relatividad, la aparición de una crisis ni la posibilidad de su fin. A

todo intento de reforma oponen su contundente contrarreforma. No tienen

interlocutores sino enemigos. No reconocen disidencias sino herejías. No se valen de

jueces sino de alguaciles y verdugos. Yo entiendo, por el contrario, que en la

Universidad cabemos todos y que la amicitia sapientiae a todos nos hermana.

Esto no significa, sin embargo, admitir la cómoda doctrina del “todo vale”. No

creo ciertamente que valga todo. En la doctrina jurídica hay grano y hay paja, hay

profetas y falsos profetas, hay sabios y hay necios. Pero ¿quién puede arrogarse la

suprema potestad de separar el grano de la paja, de arrancar las malas yerbas, de

desenmascarar a los falsos profetas y de arrojar del templo a los mercaderes? ¿Es que

puede establecerse una policía científica para censurar libros ignorantes y profesores

irresponsables, hueros y nocivos? En verdad que no me siento con fuerzas ni con

autoridad para responder a este pregunta.

Yo sólo sé cuál es “mi verdad” y como tal la explico; yo critico –con respeto- a

quienes no piensan como yo pero jamás afirmaré que “mi” razón es “la” razón-. Sin

perjuicio, claro es, de no aceptar algunas sinrazones extremas de las que tanto abundan

en el mercado. En palabras de Ulrich Zazius –si se permite volver al siglo XVI- “hoy se

está haciendo cada vez más necesario abreviar los interminables comentarios que,

como la experiencia demuestra, aportan más oscuridad que luz. Sobrecargados de

discusiones ofrecen una erudición soberbia mas no una ciencia verdadera y útil. De sus

incontables argumentos se alimentan las triquiñuelas de los abogados. Y como cada

autor añade por su cuenta una nueva glosa, sin comprobar si es útil para la vida, cada

vez tienen más posibilidades los abogados de retorcer el derecho. Estos rábulas

envenenan la jurisprudencia, hacen burla de los jueces, provocan la desconfianza del

pueblo y confunden el orden y las necesidades públicas”.

VI. Limitaciones de comunicación

Las limitaciones del conocimiento jurídico, en todas sus dimensiones, se

reflejan inevitablemente en las posibilidades de su transmisión, que también son

reducidas. El caso más conocido y mejor tratado es el del Legislador. Los miembros del

Parlamento –como los titulares de la potestad reglamentaria- casi nunca logran

expresarse con claridad en los textos que producen, que para los destinatarios de ellos

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resultan luego incomprensibles. La lectura del texto da lugar a la llamada

interpretación, siempre difícil y raramente uniforme, demostrándose con ello la

imposibilidad de la comprensión, que es decir de la comunicación. Pero este fenómeno

es tan conocido que aconseja, para evitar repeticiones, dirigir la mirada a otros ámbitos.

1.- El profesor y el abogado 15

En el mundo jurídico hay dos tipos de transmisión del conocimiento con

funciones muy distintas (como veremos inmediatamente) pero que a veces se

confunden, en parte por corresponder a sujetos que reúnen la doble condición de

profesor y abogado, pero sobre todo porque sus funciones auténticas se interfieren: el

abogado pretende hacer creer que está comunicando su conocimiento y el profesor

utiliza argumentos de convicción para transmitir su conocimiento.

El abogado defiende una causa independientemente de su valoración personal,

puesto que puede –y debe- defender intereses de cuya licitud no esté íntimamente

convencido. El abogado argumenta lo que quiere (no lo que sabe) y pretende mover la

voluntad de su auditorio – el ars forensis se manifiesta en “razones para la acción”, o

sea, motivos que provoquen o justifiquen las decisiones de sus destinatarios: se mueve

en el ámbito del conocimiento práctico- aunque para ello utilice, si bien no

exclusivamente, razonamientos legales, puesto que opera con la ficción de que el juez

va a decidir convencido por un discurso legal. De aquí que el abogado se acoja a él y

envuelva con tal pabellón sus intereses y pasiones.

El mos academicus es muy distinto del forense. El profesor no defiende sino

que explica y explica lo que sabe, el conocimiento jurídico teórico que ha adquirido

con su propio esfuerzo. El buen profesor no puede transmitir nada que le sea ajeno y,

como obviamente él no puede ser creador de todo, los conocimientos que ha recibido

ha de transmitirlos después de haberlos pasado por el alambique intelectual de su

reflexión para hacerlos suyos. El profesor no se dirige a la pasión, al interés y a la

voluntad sino a la inteligencia. Lo que sucede es que en ocasiones, cuando su

pensamiento es crítico, ha de actuar more forense para desenmascarar el conocimiento

adverso. El conocimiento neutral actúa retóricamente como parcial.

Esta distinción de las dos mores, a primera vista tan clara, no lo es tanto en la

realidad –se trata más bien de simples “modelos” de comportamiento- y no sólo por las

15 Ver glosa número 15, “El profesor y el abogado.”

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desviaciones parciales a que acaba de aludirse sino por una razón más profunda, a

saber: la inevitable interacción entre voluntad e inteligencia o, si se quiere, la

instrumentación que del conocimiento hacen las pasiones y los intereses, de tal manera

que, salvo excepciones que son las que producen las “malas conciencias”, sólo

transmitimos lo que queremos, es decir, lo que nos conviene.

2.- Aceptación del mensaje: la autoridad 16

Cuando el que sabe intenta comunicar su conocimiento, se encuentra con

distintos tipos de destinatarios (que, en rigor, son interlocutores porque entre el autor y

el lector se traba siempre un diálogo permanente o, más precisamente todavía, el lector

con quien dialoga es con el libro, no con su autor, como bien ha descrito Emilio Lledó).

a) En primer término aparecen los que ya están convencidos de antemano: son

los que buscan lo que quieren recibir y no otra cosa. En consecuencia comprenden con

facilidad el mensaje, lo asimilan con rapidez y lo aceptan de grado. En rigor también

podría decirse que estos oyentes, que estos lectores no aprenden nada ya que conocían

el mensaje antes de recibirlo, de tal manera que sólo les vale para ratificarlo con una

nueva autoridad. Esta “conexión de onda”, esta comunidad de conocimientos y

creencias (que de ordinario se origina en una comunidad de intereses) es lo que mejor

facilita la comunicación y lo que garantiza el éxito de la aceptación.

b) En el extremo opuesto se encuentran los que no están dispuestos a aceptar el

mensaje, de tal manera que, oigan lo que oigan, de antemano ya han dicho que no y, en

lugar de abrir los poros de su inteligencia, van levantando objeciones a cada frase y a

cada línea de su discurso.

c) Los profesores tenemos también experiencia directa del tipo más lamentable

de oyente: el alumno pasivo que no recibe la lección con la mente sino con el bolígrafo

de tomar apuntes, que acepta todo sin interesarle nada. Nada hay más fácil que grabar

un mensaje en estas mentes; pero es un mensaje grabado en su memoria, no en su

inteligencia. Sin entrar en las causas de esta lamentable situación, el resultado es que

aquí no hay diálogo –como en todo proceso normal de transmisión- sino dictado.

La aceptación irracional –en cuanto tiene lugar sin participación de la

inteligencia- no es propia sólo de alumnos pasivos sino de todos aquellos que toman

como referencia no al mensaje –al conocimiento transmitido, a la obra- sino al autor.

16 Ver glosa número 16, “La autoridad.”

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Cuando el autor goza de suficiente autoridad, ésta cubre su obra entera que ya no

necesita autojustificarse de manera específica. La autoridad del autor es la etiqueta de

origen de sus obras, que avala, sin necesidad de probarlo ni de comprobarlo- la calidad

del vino amparado por ella. La autoridad es labrada, a veces, por el propio autor con la

garantía de sus obras anteriores. Con más frecuencia, no obstante, es otorgada por

mecanismos institucionales: la concesión del título de catedrático, el ingreso en una

Real Academia, la entrega de un premio o los mil arbitrios que hoy se han inventado en

el mercado de imagen. El reconocimiento de la autoridad es muy cómodo porque exime

de comprender, y aun de discurrir: basta con leer la firma para quedar convencido de

cuanto le precede. Y lo mismo sucede, a la inversa, cuando se trata de un autor maldito

que las autoridades han descalificado científica o políticamente. Porque entonces es

inútil que se moleste en decir nada ya que nadie se esforzará en entender su mensaje,

suponiendo que se presten a oírlo.

El fundamento ordinario del conocimiento teórico conceptual es la autoridad.

Basta abrir cualquier manual para comprobarlo: el acto administrativo se define de

acuerdo con el maestro A y la expropiación forzosa de acuerdo con el maestro B, sin

entrar a discutir ni a defender su bondad que se proclama a cierraojos. El canon de la

autoridad es igualmente cómodo para nuestros alumnos ya que resulta fiable y no

obliga a reflexionar; basta con seguir el sendero que otros han abierto. Pero detrás de

esta inercia se alzan algunas preguntas inquietantes: ¿cómo se ha formado la autoridad

su opinión? ¿cómo se adquiere autoridad? Y, sobre todo, ¿cómo escoger entre dos

opiniones contrarias igualmente autorizadas?

Por lo pronto hemos de renunciar al uso de las razones jurídicas, armas que ya

se embotaron sin éxito en el duelo originario de los campeones. Y tampoco parece

sensato acudir al recuento de los paladines de cada bando como hizo el Código

teodosiano (1,4,3): “ allí donde se pronuncien distintas sentencias, prevalezca la de

mayor número de autores” o a jerarquizar las opiniones contrarias de acuerdo con la

autoridad que expresamente les concede el príncipe, como hicieron en Castilla Alfonso

XI, Juan II y los Reyes Católicos.

El maestro forma su opinión partiendo naturalmente de otros juicios autorizados

anteriores, aunque depurados con una reflexión crítica primero, y luego constructiva,

que se basa en elementos heterogéneos –erudición, lógica, experiencia, intuición- que

amalgama con su arte personal. García de Enterría construyó el concepto que luego

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haría fortuna, incluso constitucionalmente, de la “arbitrariedad de la Administración”,

en cinco páginas de un artículo dedicado al control de la arbitrariedad de los

reglamentos, basándose en una sentencia aislada, en unas leyes fundamentales del

franquismo que nadie atendía y en dos citas de derecho extranjero referidas a sistemas

jurídicos y a regímenes políticos que nada tenían que ver con el nuestro.

Si así se gana con mérito suficiente y a pulso la autoridad ¿qué pasa cuando dos

maestros, ambos legítimamente autorizados, se colocan en los extremos opuestos del

palenque académico y agitan su lanza con ademanes de desafío? Los grandes maestros

y las escuelas reconocidas libran ciertamente duelos apasionantes; mas lo grave del

caso es que de ellos –a diferencia de los homéridas- no salen vencedores ni vencidos y

cada paladín conserva a sus fieles, dividiendo a la comunidad jurídica.

Tal es la dificultad que nos acongoja: asumir un concepto determinado cuando

existen varias opciones en juego igualmente sólidas y bien respaldadas en autoridades,

leyes y sentencias. ¿Se sigue el concepto de responsabilidad de García de Enterría o el

de Garrido Falla, el concepto de acto administrativo de García-Trevijano o el de

Boquera?

Cortadas las mil cabezas de la Hydra, creíamos habernos abierto el camino

hacia el conocimiento jurídico “verdadero” y ahora resulta que de los muñones están

volviendo a brotar otras nuevas con las fauces abiertas dispuestas a devorar nuestra

ingenuidad. ¿Por cual de las dos opiniones contrarias nos inclinamos? –repito. Porque

si los maestros no han logrado convencerse entre ellos -dando la espalda a Descartes,

el Gran Iluso- ¿quiénes somos nosotros para decidir lo que las autoridades no han

resuelto por sí mismas?

Con la consecuencia de que los autores terminan cosiéndose su propia manta

con las piezas que han ido encontrando en las tiendas de saldo, cuando no en los

caminos. Y así salen ellas porque, si bien miramos, los libros se van haciendo con

retazos de opiniones autorizadas subjetivamente seleccionadas. Los reglamentos se

exponen siguiendo a García de Enterría, los actos siguiendo a Garrido Falla, la

responsabilidad siguiendo a Beladiez, la organización siguiendo a Santamaría y los

funcionarios, a Parada. Un mosaico abigarrado en el que ocasionalmente predomina un

color que sirve, al menos, para identificar la escuela a que pertenece el autor. La

fidelidad a un maestro es una razón, al fin y al cabo, pero que no garantiza casi nunca el

respeto íntegro de sus ideas, habida cuenta de que todo autor se empeña en decir algo

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nuevo y, venga o no a cuento, añade inevitablemente algún pero al texto original que

está siguiendo y aun copiando.

3.- Comprensión del mensaje 17

Para llegar al conocimiento que se transmite es imprescindible que el autor y el

lector utilicen el mismo lenguaje (que naturalmente no es el mismo idioma: los

italianos y los españoles utilizamos el mismo lenguaje jurídico aunque hablamos

idiomas distintos). El peligro estriba en que, como los lenguajes técnicos evolucionan

muy rápidamente, puede surgir una distonía intergeneracional cuando los alumnos y

operadores jóvenes aprenden, por otros canales de información social, otro lenguaje y

casi de repente se rompen sus comunicaciones con sus maestros naturales y los textos

anteriores. Así es como han desparecido culturas enteras en muy pocos años y caen en

el olvido monumentos formidables de la inteligencia humana al estilo de lo que sucedió

en España en la Edad Media cuando se sustituyó la letra mozárabe por la francesa,

haciendo incomprensible para los jóvenes todos los manuscritos existentes. Y lo mismo

sucede también en relaciones no intergeneracionales, en las que un iuspositivista no

pueda entender a un iusnaturalista, y a la inversa.

La especialización científica provoca, por otra parte, la formación de lenguajes

diferentes que sólo permite la comunicación entre los miembros de una misma capilla.

Excelentes libros de juristas analíticos o estructuralistas suelen ser rigurosamente

ininteligibles para juristas, teóricos o prácticos, que emplean el lenguaje tradicional y

no se han molestado en aprender previamente el lenguaje utilizado por el autor cuyo

libro tiene en las manos.

La comunidad de lenguaje no basta para la comprensión del conocimiento que

se transmite ya que el autor y el interlocutor han de moverse en el mismo paradigma.

No es este el momento de extenderme sobre los paradigmas (a los que he dedicado

recientemente muchas páginas en mi libro sobre “el arbitrio judicial”) pero para mí es

muy claro que no podemos entendernos los que vivimos en paradigmas distintos. La

falta de comunidad de paradigma es una barrera insuperable y hay que aceptarlo así

resignadamente. Yo he hecho mías las amargas palabras de Max Planck: “Una nueva

verdad científica no triunfa por medio del convencimiento de sus oponentes,

17 Ver Glosa 17, “La incomprensión mutua en el mundo.”

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haciéndoles ver la luz, sino más bien porque dichos oponentes llegan a morir y crece

una nueva generación que se familiariza con ella”.

En términos menos dramáticos aunque igualmente importantes, en el ámbito

jurídico la comunicación se encuentra condicionada por la presencia de un universo de

referencia común entre los interlocutores. Si esto no sucede, si los intervinientes se

están refiriendo a cosas distintas cuando hablan, por ejemplo, de “derecho”, o de “juez”

o de “contratos”, entonces se establece un diálogo de sordos en el que la comunicación

de conocimientos resulta imposible. De aquí la necesidad de adelantar con precisión lo

que cada uno entiende por las palabras y conceptos que va a manejar. Aunque también

es verdad es –como ha formulado Popper en una atrevida paradoja- la discordancia de

los interlocutores, si bien dificulta la comunicación, tiene un inesperado efecto

heurístico dado que obliga a buscar un nuevo universo de referencia común y más

amplio y original que los anteriores.

En otro orden de consideraciones comprender no es lo mismo que aceptar. Se

puede entender un mensaje mas no aceptarlo por considerar que hay otro conocimiento

más fiable; y se puede no entender un mensaje mas aceptarlo por motivos irracionales o

por el aval de la autoridad de quien lo ha emitido. La comprensión depende en gran

parte de la habilidad del emisor. Cada vez estoy màs convencido de que lo que de veras

importa no es lo que se dice sino la forma de decirlo. Por eso hay ideas muy viejas que

no llegamos a entender hasta que se nos formulan de una manera adecuada a nuestra

capacidad de comprensión. La simplicidad de juicio de los alumnos suele formular esta

idea en términos contundentes: un profesor es bueno cuando se le entiende y, con

instinto seguro, reprueban a aquellos que son tenidos por pozos de ciencia pero a los

que no se entiende. Para saborear la leche de coco hay que tener noticia de su existencia

y luego tenacidad para romper la dura cáscara de su envase. Hay muchos saberes que

ignoramos por pereza nuestra o por la oscuridad en que circulan envueltos par causa de

la torpeza del autor o por su soberbia.

Al llegar a este punto debe traerse aquí cuanto antes se ha dicho al hablar de la

precomprensión que no opera sólo en el diálogo entre el estudioso y el texto que estudia

sino también entre el expositor y el auditorio. Mi presente discurso no podrá ser

entendido por quienes carezcan de una mínima formación jurídica y filosófica; pero

aún es más grave el que no querrá ser comprendido por quienes han orifesab una

ideología incompatible. Aunque no lo reconozcan nunca así, antes bien acudirán a

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argumentos pretendidamente técnicos para demoler mis opiniones. Lo que no les será

difícil ciertamente y yo les doy la razón por adelantado -“su razón”- y yo posiblemente

me quede con la “mía”. Las discusiones académicas son desafinados coros de sordos; y

ahí está para probarlo la discordante bibliografía que producimos.

Estamos condenados, en definitiva, –digamos lo que digamos- a no ser

entendidos por muchos y a no poder convencer a la mayoría. De la misma manera –y

por las mismas razones- que no entendemos, ni nos dejamos convencer, por otros más

sabios que nosotros.

VI. Conciencia de las limitaciones

Cuando los juristas toman conciencia de la limitación de su conocimiento

reaccionan de manera muy diferente según su temperamento personal o contexto

cultural. En algunos casos –como los que se han visto al principio- de acuerdo con lo

que Habermas denominaría “radicalismo anárquico”: lo más corriente, no obstante, es

que adopten una simple y congruente modestia intelectual, que se traduce en

manifestaciones del estilo de las siguientes:

a) Tolerancia respecto a la pluralidad de opiniones o, en términos más

profundos, respeto de la diferencia. Un relativismo que no cabe confundir con la

indiferencia, con el “vale todo”, ya que el pensamiento personal debe autojustificarse

rigurosamente ante su autor. Así se explica su naturaleza ética insobornable e inmune a

cualquier influencia ajena, así como también su carácter privado. Tal como ha

analizado Rorty, mientras que el filósofo moderno estaba convencido de la existencia

de un ámbito de validez objetivo o, al menos , intersubjetivo de alcance público, el

filósofo postmoderno queda vinculado a su propio pensamiento mas no pretende nunca

imponerlo a los demás. Esto se ve muy bien en la postura actual de admitir diferentes

soluciones para una misma cuestión jurídica.

b) Abandono de los grandes relatos. El jurista de quien se está hablando

rechaza igualmente con toda energía los “grandes relatos”, o sea y en este contexto, las

explicaciones globales de los fenómenos que unilateralmente y de una vez para

siempre, quieren aclarar todas las cuestiones. Esta nueva perspectiva podría suponer,

por ejemplo, la superación de una antítesis milenaria que los juristas llevan aceptando

como irresoluble desde hace dos mil años. Con ello me refiero a la lucha permanente

entre el positivismo y el iusnaturalismo, que es la frontera que desde siempre ha

separado, y sigue separando, a los juristas. La ciencia jurídica europea conocidamente

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vive desde hace siglos esta lucha agónica entre dos bandos condenados a no obtener

jamás la victoria definitiva : una batalla agónica que parece que no ha de terminar

nunca, enzarzados como el Bien y el Mal de una religión maniquea, sin vencedores ni

vencidos, sin convincentes ni convencidos. Siempre habrá un Fuller frente a un Hart y

nunca llegarán a ponerse de acuerdo. Positivismo y iusnaturalismo van alternándose en

el predominio conforme a una secuencia cronológica desesperante, de tal manera que

cuando una de estas actitudes parece ya superada, inesperadamente resucita y la

polémica se reanuda. Hay épocas de inspiración positivista a las que suceden otras de

signo contrario, para volver luego al principio en una progresión circular del Derecho:

“desde el positivismo al Derecho natural, y vuelta a empezar” En la afortunada

expresión de Beling (Von Positivismus zum Naturrecht und zurück, 1931)

c) Aporías. Consecuencia natural de cuanto acaba de decirse es la mansa

aceptación de la existencia de contradicciones no resolubles. El jurista consciente de las

limitaciones de su conocimiento sabe también que una de las primeras lecciones que ha

de aprender el hombre actual es la vivir con ellas: porque el mundo y la vida no están

presididos por la razón, como se creía en el sueño moderno a partir de Descartes.

Después de cuatrocientos años de lucha por la razón, hay que resignarse ante el hecho

inconcuso de una realidad irracional repleta de aporías, contradicciones y anomalías

que hacen de la aventura una aventura de transcurso – y de fin- imprevisibles.

VII: Consideración final

De lo que, en definitiva, se trata es de perder la arrogancia de la verdad, de

desprenderse del orgullo del dogmatismo y de aceptar sin disgusto la humilde

naturaleza del conocimiento jurídico: impuro, contaminado por el yo y por influencias

sociales, ancilar de otros intereses y con frecuencia mercenario; pero un conocimiento

socialmente útil y aun necesario, irrenunciablemente humano y, pese a todo,

generosamente gratificante.

Con estas observaciones nos estamos acercando ya al corazón del conocimiento

jurídico, del que, habiendo descartado las notas, tan esenciales, de la realidad y de la

verdad, se nos aparece ahora como un saber funcional para la consecución de

determinados objetivos sociales: para unos la Justicia, para otros la dominación del

Poder, para otros, en fin, la convivencia pacífica forzosa de una comunidad integrada

por miembros insolidarios titulares de intereses contrapuestos. Y aquí viene lo más

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asombroso porque, para conseguir estos fines, el conocimiento jurídico no tiene

limitaciones ni límites.

En una observación de Savigny se encuentra el grano de lo que estoy queriendo

decir: “la sentencia es la ficción de una verdad”. Esto es exactamente lo que sucede:

para conseguir sus objetivos el Derecho crea un juego de ficciones y el conocimiento

jurídico se convierte en el arte de la creación e inteligencia de los conceptos-ficción. El

conocimiento jurídico es una manifestación perfecta del “como si” de Vaihinger: no

importa la realidad de las cosas y se las trata como si fueran lo que el agente quiere. No

importa quien es el padre biológico cuando se trata legalmente a un hombre como si lo

fuese; no importa quien es el autor real de una acción cuando legalmente se imputa a

uno su autoría y se le cargan sus consecuencias.

El mundo es una arcilla con la que el jurista moldea figuras estupendas sobre las

que luego dirige el soplo de la vida... y viven. Si Dios creó a la persona humana, el

jurista (nótese que digo el jurista y no el Legislador) ha creado las personas jurídicas,

que son las que de hecho y de derecho dominan, en lugar de los seres humanos, el

mundo económico y las relaciones sociales. Con el testamento y la fundación se

permite que la voluntad personal se mantenga después de la muerte. Con la adopción se

suple lo que no quiere, o no puede, hacer la sangre. Si un acto es nulo de pleno derecho

es “como si” no hubiese existido nunca aunque haya estado produciendo efectos

durante varios años.

El conocimiento jurídico nos revela de pronto una sorprendente proximidad con

el teológico e incluso una dependencia rigurosa –nulla iurisprudencia sino theologia-

tal como se profesaba sin excepciones en Europa durante los largos siglos escolásticos

medievales. En palabras de Vitoria ( Relectiones de potestate civile), “la teología puede

ser entendida de un modo tan amplio que a ello no resulte ajeno argumento, discusión

ni tópico alguno”, según ha desarrollado recientemente entro nosotros Martínez Doral;

y desde una perspectiva más moderna baste recordar a J. Ellul en un libro de 1946 que

lleva el significativo título de Le fondèment theologique du Droit.

En la actualidad es más corriente, sin embargo, dar al conocimiento jurídico un

contenido mágico (en el sentido antropológico propio de la palabra) en cuanto que está

por encima de la realidad y pone a ésta a su servicio sin límites físicos ni metafísicos.

El jurista crea la realidad: una realidad específica que llamamos realidad jurídica y en

esta operación no tiene ni límites ni limitaciones como acabamos de ver con el

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formidable ejemplo de las personas jurídicas. El norteamericano Feliz S. Cohen ha

desarrollado muy bien esta idea al observar que los conceptos jurídicos “son entidades

sobrenaturales que no tienen existencia verificable si no es a los ojos de la fe”, de forma

que la ciencia del Derecho es simplemente una rama de la science of trascendental

nonsense, que no vacila en acudir a magics words que la ley y los autores crean para

formar con ellas un pensamiento ciercular que no vale absolutamente para nada, de la

misma manera, y con la misma autosuciencia, que “el descubrimiento del médico de

Molière cuando afirmaba que el opio hace dormir porque poee la virtus dormitiva”.

Dicho en términos menos patéticos, lo que aquí se produce es un salto circense que va

desde el cogito ergo sum cartesiana al cogito ergo “sunt”: lo que el jurista piensa cobra

existencia.

La trascendencia aparentemente teológica o mágica del conocimiento jurídico

puede ser explicada también de forma mucho más prosaica, aunque también más

sencilla, desde la perspectiva del Derecho que, como ya observó atinadamente Isay, no

puede encuadrarse entre las ciencias de la naturaleza pero tampoco dentro de las del

espíritu. Porque en ocasiones el Derecho da consistencia normativa a relaciones

sociales previas, que refleja abstractamente. Los intercambios económicos, las

permutas, compras y ventas no son meras formalizaciones de la realidad exterior sino

que son creaciones peculiares del Derecho: la hipoteca, la letra de cambio, el interdicto

no son relaciones sociales de existencia previa al concepto y a la ley sino, al contrario,

únicamente pueden aparecer en la realidad después de haber sido definidas por el

Derecho. El poder del sujeto creador es potencialmente ilimitado y, por ello mismo,

particularmente vulnerable al subjetivista y a las sutilizas más desbordantes como en el

caso de las hipotecas sobre bienes muebles, las dobles ventas o las obligaciones a favor

de tercero.

No es un azar que los Derechos primitivos estuvieran en manos primero de

magos y luego de sacerdotes (ni que ahora los jueces y abogados, y hasta hace poco los

profesores, actúen con ropones simbólicos). Los magos, los sacerdotes y los juristas

poseen la asombrosa facultad de sacar a los seres humanos del modesto y cotidiano

mundo de la naturaleza para trasladarlos a un mundo mágico donde viven los fantasmas

de los conceptos jurídicos, que son el objeto del conocimiento jurídico. Con las

fórmulas mágicas de la brujería legal los hechiceros de siempre hacen y deshacen las

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relaciones sociales, absuelven y condenan con razones que para los no iniciados

resultan incomprensibles y salvan o humillan, según toque, a la Justicia. 18

18 Ver glosa número 17, “La justicia.”