Alexis Grohmann - LITERATURA Y ERRABUNDIA (JAVIER MARÍAS, ANTONIO MUÑOZ MOLINA Y ROSA MONTERO)

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En años relativamente recientes, el género de la novela ha ido experimentando cambios notables, abanderados por la realidad y su invasión del territorio de la ficción. En el presente estudio exhaustivo de tres obras españolas (de Javier Marías, Antonio Muñoz Molina y Rosa Montero), situadas en un amplio contexto literario europeo, Alexis Grohmann propone como clave de esas transformaciones el concepto de la digresión. La porosidad o errancia generica de las obras, su divagación argumental o ausencia de trama, su digresividad estilística y la errabundia de los procesos de creación, además del disperso y heterogéneo material con el que se trabaja, hacen que la digresión se perfile no tanto como un recurso o simple figura retórica, cuanto como una verdadera "Weltanschauung," una manera de contemplar el mundo.

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LITERATURA Y ERRABUNDIA

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FORO HISPÁNICO 42

COLECCIÓN HISPÁNICA DE FLANDES Y PAÍSES BAJOS

Consejo de dirección:Nicole Delbecque, Katholieke Universiteit Leuven (Lovaina, Bélgica)Rita De Maeseneer, Universiteit Antwerpen (Amberes, Bélgica)Hub. Hermans, Rijksuniversiteit Groningen (Groninga, Países Bajos)Sonja Herpoel, Universiteit Utrecht (Países Bajos)Ilse Logie, Universiteit Gent (Gante, Bélgica)Luz Rodríguez Carranza, Universiteit Leiden (Países Bajos)Maarten Steenmeijer, Radboud Universiteit Nijmegen (Nimega, Países Bajos)

Secretaria de redacción: María Eugenia Ocampo y Vilas

Toda correspondencia relacionada con la redacción de la colección debe dirigirse a: María Eugenia Ocampo y Vilas – Foro Hispánico Universiteit Antwerpen CST – Departement Letterkunde (Gebouw D – 113) Grote Kauwenberg 13 B – 2000 Antwerpen Bélgica

Administración: Editions Rodopi B.V. Toda correspondencia administrativa debe dirigirse a: Tijnmuiden 7 1046 AK Amsterdam Países Bajos Tel. +31-20-6114821 Fax +31-20-4472979

Diseño y maqueta: Editions Rodopi

ISSN: 0925-8620

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LITERATURA Y ERRABUNDIA(JAVIER MARÍAS, ANTONIO

MUÑOZ MOLINA Y ROSA MONTERO)

Alexis Grohmann

Amsterdam - New York, NY 2011

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The paper on which this book is printed meets the requirements of “ISO 9706:1994, Information and documentation - Paper for documents - Requirements for permanence”.

ISBN: 978-90-420-3334-4E-Book ISBN: 978-94-012-0034-9©Editions Rodopi B.V., Amsterdam - New York, NY 2011Printed in The Netherlands

The Carnegie Trust for the Universities of Scotland

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Índice

Prolegómeno 9

I. Literatura y errabundia 15

1.1. Unos apuntes sobre la prosa narrativa española mediados los años noventa 15 1.2. Literatura digresiva 21

1.2.1. Falsas novelas 25 1.2.2. La muerte de la trama 29 1.2.3. Estilo desenvuelto 35 1.2.4. La imaginación creativa a la deriva 37

1.3. Contexto europeo 45 1.4. Renovación 51

II. Javier Marías, Negra espalda del tiempo:de errabundos hacia la nada 59

2.1. 59 2.2. 75

2.2.1. Recuerdos, memoria, fantasma 78 2.2.2. Reino de Redonda 83 2.2.3. Azar 89 2.2.4. De libros y otros objetos 93 2.2.5. El abismo del tiempo 98

2.3. 102 2.4. 126

III. Antonio Muñoz Molina, Sefarad: el desorden del tiempo 147

3.1. 147 3.2. 161 3.2.1. El viaje 166

3.2.2. El exilio 167 3.2.3. Identidad 171 3.2.4. Europa 174

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3.2.5. Memoria 178 3.2.6. Objetos 180 3.2.7. Tiempo 183

3.3. 186 3.4. 199

IV. Rosa Montero, La loca de la casa: la ballena atisbada 213

4.1. 213 4.2. 222 4.3. 233 4.4. 240

4.4.1. Génesis y germinación de la obra 240 4.4.2. Inspiración 244 4.4.3. Imaginación frente a razón 246 4.4.4. Inconsciente 249 4.4.5. Locura y creatividad 252

V. La libertad de la novela 261

5.1. Interconexión o la totalidad 263 5.2. Realismo 265 5.3. La muerte del autor 268 5.4. Abseits 271

Bibliografía 275

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A Carolyn, Cristina y Alexander

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Prolegómeno

Este libro nació a partir de una deuda contraída conmigo mismo al finalizar un libro anterior, sobre la trayectoria literaria de Javier Marías. En aquel estudio, publicado en 2002, había analizado las novelas de Marías y la trayectoria literaria del escritor desde su primera obra, Los dominios del lobo (1971), hasta Mañana en la batalla piensa en mí (1994).1 A diferencia de lo que hice con las otras novelas, no le dediqué un capítulo a Negra espalda del tiempo (1998), aunque sí la discutí tanto en relación con Todas las almas (1989)como en el marco de la evolución del escritor hasta aquel momento. Me parecía que esta obra suponía un cambio de dirección o un paréntesis en su trayectoria en varios sentidos y me sirvió por lo tanto para circunscribir y enmarcar su trayectoria desde sus inicios hasta, digamos, la plena madurez (de escritor) que alcanza mediados los años noventa. Negra espalda del tiempo quedó por consiguiente algo marginada en aquel libro y me prometí que me ocuparía de ella más adelante. Al mismo tiempo, se me había hecho muy evidente de que la prosa narrativa de Javier Marías en general y la de Negra espalda del tiempo en particular era eminentemente digresiva y que la digresión en Marías encerraba un secreto esencial que había rozado en mi libro pero que si consiguiera desvelar del todo o, por lo menos, algo más, me ayudaría a entender mejor y elucidar toda su obra, incluyendo la más reciente novela, Tu rostro mañana.2 Cuando me puse a pensar detenidamente sobre ella, ya a principios del presente siglo, me fui dando cuenta de que Negra espalda del tiempo no sólo constituía una obra insólita y muy original en el panorama de la literatura española contemporánea en el momento de su publicación, sino que además su aparición parecía señalar el advenimiento de una novedosa e interesante corriente en las letras españolas, ya que especialmente desde que apareció se han publicado toda una serie de obras de prosa narrativa, en muchos casos indudablemente novelas, que tienen muchas afinidades con ella. Y entonces decidí que sería interesante y oportuno estudiar la naturaleza de la obra en este contexto, como parte

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Literatura y errabundia 10

de un fenómeno más generalizado, que es lo que me propongo hacer en este libro.

El libro es un análisis pormenorizado de tres obras desde la perspectiva de la digresión entendida en sentido amplio y en un contexto español y europeo enmarcados en el primer capítulo. Tengo para mí que la minuciosidad del análisis es justificada, ya que es el resultado del poco examinado fenómeno de la digresión en la literatura en general y de la complejidad de las obras en cuestión que hasta la fecha han sido estudiadas poco, y siguen incomprendidas y casi pasadas por alto, en gran medida porque no se ajustan a lo que por aquel entonces era la norma de la novela española (las cosas han cambiado desde entonces). Además, a la hora de estudiar estas obras me he dejado guiar por el propósito de no decir nada que no fuera verdad, o sea, de no decir nada que no se pueda demostrar de manera inequívoca mediante una lectura atenta de los textos. Por tanto, he procurado dejarme guiar por lo que los propios textos dicen sobre sí mismos, ya que “most viable works of literature tell us something about how they are to be read, guide us toward the conditions of their interpretation”, como dice Peter Brooks (Brooks 1984: xii). Es más: la mayoría de las obras viables no sólo nos dicen cómo se han de leer y nos dirigen hacia las condiciones de su interpretación, sino que llevan a cabo su propia interpretación. Es decir, la mayoría de las obras literarias logradas, y especialmente el tipo de obra errabunda que nos ocupará en este estudio y que suele ser un tipo de obra sumamente metanarrativa, contienen en su seno su propia interpretación, son literatura y también metaliteratura. Lo que emerge a través de una lectura atenta me parece por tanto mucho más provechoso y valioso, para mis fines por lo menos, que valerme de teorías literarias en un principio relativamenta ajenas a las obras, aunque sí recurro a alguna que otra cuando vienen al caso, pero sólo de forma selectiva, digamos, y no hago que sea la teoría la que condicione mi lectura, sino al revés: sólo si mi lectura desemboca de forma natural, por así decir, a un territorio explorado por teorías me valgo de alguna para recorrer su último tramo. Con este método, el trabajo del crítico es, por consiguiente, relativamente sencillo, ya que para su exégesis sólo necesita leer las obras atentamente, que es lo que he intentado hacer aquí.3 Por lo que se refiere a un marco más amplio, la idea para el presente libro la tuve como profesor titular en el Departamento de

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Español de la Universidad de Stirling (entre 1997 y 2002), pero el libro empezó a gestarse de verdad cuando me trasladé a la Universidad de St Andrews (en 2002) y empezó a materializarse poco a poco en la Universidad de Edimburgo (a partir de 2004). Su realización abarca por tanto mi errancia por tres universidades escocesas y está endeudada, de alguna manera, con cada una de estas tres instituciones y con muchos de mis colegas, sobre todo con Nigel Dennis, quien como perfecto y lúcido caballero y profesional me hizo de manera siempre discreta algunas sugerencias y me animó a seguir, además de con las ayudas económicas facilitadas para la investigación por parte de las tres instituciones. Mi colega y amigo de los Países Bajos, Maarten Steenmeijer, con quien desde hace más de un decenio comparto encantado muchas andanzas, especialmente mariescas, me puso sobre la pista de La loca de la casa y ha revisado el presente libro en su calidad de editor de la serie de Foro Hispánico de Rodopi con su acostumbrado rigor. Además, les agradezco tanto a José María Pozuelo Yvancos como a Fernando Valls algunas observaciones pertinentes que me han guiado a la hora de darle forma al libro (ni que decir tiene que el responsable último del libro y sus posibles carencias soy yo). A todos ellos, tan lúcidos y distinguidos lectores de literatura española, les agradezco su ayuda. El apoyo con la adaptción del libro a las normas de presentación de Rodopi brindado por Carlos van Tongeren y su corrección por parte de Aishih Wehbe-Herrera han sido apreciables.

En la medida en que llevo ya varios años explorando esta idea y barajando la posibilidad de este libro, sus inicios se remontan a discursos pronunciados en varias conferencias y seminarios académicos y discusiones resultantes, cuyos títulos me permitiré mencionar porque vienen directamente al caso y ayudan a hacerse ya una idea preliminar del tema que nos ocupará (en Aberdeen, “Errant Texts”; en Cardiff, “Soldados de Salamina or the Dark Backward and Abysm of Time of Javier Cercas”; en Glasgow, “Loitering with Intent: Soldados de Salamina, by Javier Cercas”; en Neuchâtel, “Literatura y digresión: La errabundia de Negra espalda del tiempo”; en St Andrews, “¿Cuándo empieza la novela?”; en Stirling, “Errant Text: Sefarad by Antonio Muñoz Molina”; y en Valencia, “Textos errabundos o literatura digresiva”), además de a publicaciones concomitantes. Desde hace varios años enseño, entre otras, una asignatura titulada “Written Lives: Literature, Digressiveness and the

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Real” en la Universidad de Edimburgo y el diálogo con los estudiantes ha sido estimulante. Asimismo, quisiera dar las gracias al Carnegie Trust for the Universities of Scotland y The British Academy por el apoyo brindado en la forma de varias becas concedidas en el transcurso de los años que me facilitaron la investigación. La ayuda más preciada, sin embargo, ha sido la concesión de una beca del Arts and Humanities Research Council (AHRC), que me permitió dejar mis clases y las endiabladas labores administrativas, para centrarme en exclusiva en este libro durante un año entero.

Por último quisiera disculparme de antemano por mi castellano. A diferencia de Vladimir Nabokov, quien había admitido sentirse más bien limitado al manejar el inglés en comparación con el idioma que había dejado atrás, el ruso –creo recordar que comparó el traslado de su lengua materna a la adoptada con la mudanza de un palacio a un lujoso apartamento–, pero quien a pesar de las posibles limitaciones escribió algunas de las mejores obras en lengua inglesa, yo nunca viví en un palacio, ya que mi manejo de las dos lenguas maternas siempre dejaba algo que desear y en cierta medida al emplear dos lenguas ninguna era exclusivamente materna y algo de extranjeras eran ya desde el principio las dos, así que cuando empecé a desenvolverme en otros idiomas algo más extranjeros, tales como el inglés, el francés y más tarde el español, siempre me arrimé a éstos consciente del trabajo y la vigilia perpetuos, de la importancia de no bajar la guardia en ningún momento, pero también del sumo placer que suponía esforzarse por emplear un idioma adecuadamente. Dijo Émile Cioran que cambiar de idioma para un escritor es como redactar una carta de amor con un diccionario y no seré yo quien le lleve la contraria; sólo añadiría que con un buen diccionario se puede inventar o nutrir un nuevo amor, el amor por otro idioma. Vaya en mi descargo que si me he permitido la temeraria tarea de redactar un libro entero en castellano es porque, dado el tema del libro, el castellano se me antojó como el idioma más apropiado; espero no haberlo maltratado en exceso.

Notas

1 Véase Grohmann (2002). 2 Soy consciente de que, a diferencia del sustantivo digresión, el adjetivo digresivo

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todavía no es recogido o aceptado por la mayoría de los diccionarios, aunque sí está en uso: por ceñirnos al campo que nos atiene, recientemente se publicó un volumen titulado La novela digresiva en España (2005) que recoge las actas de un simposio sobre narrativa hispánica contemporánea celebrado en 2004 –de cuya existencia me enteré gracias a Elide Pittarello– al cual me volveré a referir. Pese a su actual inexistencia oficial en castellano, que espero que se rectifique muy pronto, el concepto sí existe en los otros principales idiomas europeos y me voy a permitir emplear este calificativo sin comillas a lo largo del libro para designar una realidad para la cual no existe en castellano otra palabra tan apropiada.

3 Y una puntualización: todas las traducciones de otros idiomas al español en este libro son mías; y cuando cito un texto en el idioma original, si no proporciono siempre una traducción completa es porque de alguna que otra manera incluyo un paráfrasis o una suma en español a continuación.

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I. Literatura y errabundia

Je n’ai point d’autre sergent de bande à ranger mes pièces, que la fortune. À même que mes rêveries se présentent, je les entasse; tantôt elles se pressent en foule, tantôt

elles se traînent à la file. Je veux qu’on voit mon pas naturelle et ordinaire, ainsi détraqué qu’il est. Je me laisse aller comme je me trouve. (Michel de Montaigne,

Essais, II. 10)

1.1. Unos apuntes sobre la prosa narrativa española mediados los años noventa

La narrativa española posfranquista, parte de la cual tiene sus orígenes en las lúdicas y paródicas aventuras del cosmopolitismo, antirrealismo, anticasticismo y, si se quiere, posmodernismo de los poetas y narradores novísimos hacia 1970, nace de entre las cenizas de la literatura comprometida y su realismo (social) y luego entre el experimentalismo comprometido con la destrucción de forma y lenguaje, devenida puro discurso textual abocado en última instancia al silencio y la no comunicación. Experimenta unos años de auge y euforia, algo indiscriminada, sin duda, en la década de los ochenta y los primeros años noventa, bajo la pronto superada denominación de nueva narrativa. Si uno se atiene a los diagnósticos de la época que señalan la coexistencia de distintas generaciones y promociones de escritores y hacen hincapié en varios de sus aspectos, como la recuperación del argumento y la narratividad, la libertad estética y la proliferación de géneros y tipos como la metanovela, la novela policíaca, histórica, fantástica, erótica o cosmopolita, la prosa narrativa parece gozar de bastante buena salud, aunque hay quienes critican cierta falta de gravedad y el perjudicial impacto del mercado.

Con todo, a principios de los años noventa la novela en concreto sigue gozando de vigor y no se puede negar que logra un buen nivel medio, aunque la euforia va declinando y la comercialización de la vida cultural se acentúa y se convierte en un factor que ya no se puede pasar por alto a la hora de entender el panorama literario. Tengo la

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impresión –una impresión que se materializa a posteriori– de que a principios de la década de los noventa y conforme los escritores surgidos en los años setenta y ochenta alcanzan una plena madurez y el concomitante dominio de sus medios, a la vez que van surgiendo nuevas voces (por insustanciales que sean algunas de ellas), surge un interrogante. Éste se resume mejor en la pregunta que le hace Ranz a su hijo, el narrador de una de las novelas de mayor éxito comercial y de crítica tanto nacional como internacional de esta década, Corazóntan blanco (1992) de Javier Marías, el día de su boda: “¿Y ahora qué?”.

“¿Hacia dónde va la novela?”, se pregunta por tanto en 1995 José Luis Martín Nogales en un artículo publicado en La página y aventura que la novela está llegando al final de un período (Martín Nogales 1995: 89). En cierta medida, en aquel momento la narrativa parece encontrarse en una encrucijada. Ignacio Echevarría habla del generalizado fin de fiesta que se produce en los primeros años noventa, de una fiesta que “había sido para los novelistas españoles el ambiente indiscriminado de aceptación y de complicidad que había cundido en los ochenta”, cuyo “canto de cisne de la gran euforia generada” sería la Feria de Fráncfort de 1991 (Echevarría 2005: 23-24). En 1998, Eduardo Mendoza también habla del canto de cisne que fue el período de esplendor que la novela vivió en los años setenta y ochenta, y añade: “Hoy la novela se ha convertido en una forma honesta, civilizada e instructiva de entretenimiento […] y los lectores de novela, en simples consumidores de novela”. Concluye que a quien afecta esta situación es “al escritor que ambiciona realizar algo más que un producto repetido” (Mendoza 1998: 23-24). Rafael Conte se hace eco de esos diagnósticos en un artículo de 1995 para la revista Leer al concluir que la literatura está en manos del mercado y que, por tanto, en realidad puede que ya no tenga nada que ver con literatura lo que se escribe y festeja (Conte 1995).

En un doble número monográfico de la revista Ínsula de 1996, Elespejo fragmentado: Narrativa española al filo del milenio, se divisa otra valoración no del todo favorable de la narrativa española de aquella época, aunque tampoco del todo negativa. En el artículo introductorio, Santos Sanz Villanueva apunta que la variedad de la novela del momento “tiene algo de espejismo porque la limita el auge arrasador de un puñado de subgéneros que, en última instancia, son los que predominan en una sociedad de consumo que obliga al escritor

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a inclinarse de manera más o menos consciente por las formas de mayor aceptación” y denuncia esta variedad circunscrita notablemente a “la falta de una visión testimonial, crítica y problemática de la realidad” que escamotea cuestiones como la pérdida de la memoria histórica (Sanz Villanueva 1996: 3). Ciñéndonos al mismo número de Ínsula a modo de ejemplo de una tendencia relativamente generalizada hasta hace unos años, Ramón Acín se hace eco de este reproche al hablar del rechazo de la tradición que conllevó

la aparición de un enorme vacío a llenar que fue preciso realizar a marchas forzadas y con grandes dosis de euforia. Y si, por ejemplo, la normalización sociopolítica supuso, en aras de una transición sin traumas, el sepultar de la historia reciente –los cuarenta años de franquismo– y perder aspectos muy útiles de la memoria histórica –muerta la memoria, tan sólo resta el presente […]– para alejar posibles fantasmas […], algo muy semejante se puede decir de la pujante narrativa de los 80. La normalidad y modernización narrativas supusieron, por un lado, la superación del pasado –rechazo, aunque en parte, de la tradición– y, por otro, la introducción de nuevos o no autóctonos elementos, procedentes de otras tradiciones como las europeas y norteamericana, empresa que fue llevada a cabo, sin la tranquilidad pertinente y obligada para su fértil asentamiento y asimilación, por jóvenes escritores, puros en esencia, es decir, no contaminados por anteojeras de tendencia o de ideología propias de épocas anteriores. (Acín 1996: 6)

Dejando de lado la falta de aprecio del proceso de asentamiento de “nuevos o no autóctonos elementos” adoptados por los escritores y la visión quizá excesivamente crítica de un panorama que a mí se me antoja como aceptable y relativamente normal (y normalizado; véase por ejempo lo que dice Fernando Valls [2009] al respecto), lo que estos críticos denuncian son ciertas limitaciones genéricas, cierta desmemoria, un alejamiento tanto de la realidad empírica como de la realidad española, un alejamiento de “la propia carne”, por decirlo de manera más gráfica, que es de lo que se le acusó en su momento al novísimo Javier Marías de Los dominios del lobo (1971), su primera novela. Algunas de estas imputaciones no son nuevas: si hay una constante en la crítica de mucha de la novelística española desde 1970 es precisamente este descontento por el apartamiento de muchos novelistas de España, esta defección de las filas de la realidad, de la realidad (social) española en general y la realidad empírica o biográfica del propio escritor, además de la tradición literaria española.

No se equivocan los críticos al señalar estos aspectos, ya que por lo menos parte de la novela española a partir de 1970, especialmente en

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las primeras dos décadas, es el resultado de una invención de una tradición y conlleva en varios casos también el rechazo de España como tema y del realismo que se apoderó de tantas novelas españolas después de Cervantes. Aunque creo que sí es desencaminado reprochárseles esta fuga a los novelistas en cuestión. En un momento y contexto históricos muy concretos una generación de narradores nacidos después de la Guerra Civil, en los años 40 y 50, educados y crecidos bajo el franquismo, en cierto modo no tuvo otra alternativa para adentrarse en la literatura que la de volver su espalda a la propia realidad pasada española e inventarse su propio pasado y tradición, como han explicado algunos de estos escritores más de una vez.1 Y eso es así porque sentían que, en palabras de Juan José Millás, “la mayoría de los autores españoles carecemos de tradición novelesca” (Millás 1988: 51-52) y que “la victoria franquista en la guerra civil no sólo abolió […] nuestro derecho al porvenir, sino también nuestro derecho al pasado”, como ha manifestado Antonio Muñoz Molina en su esclarecedor ensayo titulado precisamente “La invención de un pasado”;

Los españoles, al menos los que nacimos y nos formamos después de la guerra civil, hemos vivido la paradoja de no poder o no saber vincularnos a nuestro propio pasado intelectual y político en un país regido por la preponderancia fósil del pasado. […] El pasado era embustero, desconocido o repugnante: algunos de nosotros hemos dedicado una parte de las mejores energías de nuestra vida adulta a reconstituir otro pasado, a inventarlo, del mismo modo que a falta de una tradición literaria hemos tenido que inventárnosla, y en los mismos tiempos en que todos nosotros estamos intentando inventar un país. (Muñoz Molina 1998: 201-202)

“Yo no quería hablar de España”, ha confesado Javier Marías respecto de sus primeras obras, en un ensayo muy revelador tanto de sus propios inicios como novelista como de los de sus contemporáneos, y apropiadamente titulado “Desde una novela no necesariamente castiza”;

Este rechazo se basaba en parte en razones literarias: como todo el mundo sabe pero no todo el mundo está dispuesto a reconocer, la tradición novelística española es, además de escasa, pobre; además de pobre, más bien realista; y cuando no es realista, con frecuencia es costumbrista. […] El atractivo que la novela española en su conjunto ofrecía a un cuasi adolescente (con las excepciones de rigor […]) era mínimo con el que le brindaba la inglesa, la francesa, incluso la alemana, la rusa y la norteamericana […]. Por otra parte,

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España como tema, de fondo o de superficie, era algo de lo que tanto yo como –según comprobé en seguida– el resto de mi generación estábamos literalmente hartos. […] Era la nuestra la primera que en verdad no había conocido otra España que la franquista, y se nos había tratado de educar con el amor a España desde una perspectiva grotescamente triunfalista. A la hora de la rebeldía contra esa educación, la consecuencia no podía ser otra que un virulento desprecio no ya hacia esa España cotidiana y mediocre, sino hacia todo lo español, pasado, presente y casi futuro. Con la intolerancia propia de lo que éramos, aspirantes a literatos jóvenes y airados […] llevamos a cabo una muy simplista operación de identificación de lo español con lo franquista. Y decidimos dar nuestra espalda a toda nuestra herencia literaria, ignorarla casi por completo. (Marías 1993: 49-51)

Según declaraciones, a finales de los años ochenta, de Eduardo Mendoza, otro integrante de esta promoción de escritores, esta generación que está llegando por aquel entonces “a la madurez, de la edad y de la profesionalidad”

tiene la peculiaridad de ser la única generación del mundo que vivió el fascismo completamente, en todos sus ciclos. Nació dentro del fascismo, fue educada en el fascismo y lo vio envejecer y volverse caduco y ñoño y morir de muerte natural y dejar una herencia y transformarse […] Los que vivimos esta experiencia, única en el mundo, tenemos este bagaje que nos ha marcado y que creo que es interesante empezar a contar. (citado por Steenmeijer 2000: 141-142)

Pero esto apenas ocurrirá, por lo menos en lo que respecta a estos escritores, como bien observa Maarten Steenmeijer en su artículo sobre “El tabú del franquismo vivido en la narrativa de Mendoza, Marías y Muñoz Molina” (Steenmeijer 2000). La desmemoria, el alejamiento de la realidad empírica y de la realidad española, de “la propia carne”, que los críticos siguen denunciando en los años noventa es, pues, en gran medida el resultado de darle la espalda a España, por lo menos en un principio, a mi modo de ver perfectamente consecuente y respetable, que, por lo demás, en varios casos dio resultados nada desdeñables y contribuyó a la buena salud de la prosa narrativa en las últimas décadas. Fue un divorcio necesario. No obstante, en la trayectoria de prácticamente todos los escritores que efectuaron esta separación inicialmente, se nota que paulatinamente se van acercando de alguna que otra manera tanto a España, aunque no tanto o siempre a la franquista, como a su propia realidad empírica, mundos de los que se irán nutriendo algo sus obras narrativas conforme van evolucionando como escritores, aunque sólo sea oblicuamente.

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Literatura y errabundia 20

Ahora bien, no cabe duda de que mediados los años noventa del siglo pasado todavía se sigue echando en falta en la novela española de forma más generalizada, no sólo la presencia de la memoria histórica, la realidad del escritor (la realidad biográfica) y de España, especialmente la España que desde la Guerra Civil hasta la Transición –y esto no quiere decir que no haya obras sobre la Guerra Civil, el franquismo o la Transición, sino que su presencia no es tan significativa o es la excepción a la norma–2, sino también algo de variedad u originalidad genérica en un panorama que parece ser demasiado uniforme, homogéneo y en muy gran medida convencional. Esta limitación o estrechez genérica de la narrativa española, su convencionalidad, su dependencia de unos moldes narrativos de corte bastante tradicional, bajo el férreo dominio de la novela, “el género por excelencia, el territorio de más prestigio” según Fernando Valls, hará que la novela ya no sea “el territorio de libertad que había sido” (Valls 2003: 27). No en vano, el título del artículo de Martín Nogales resume la trayectoria de la novela española de los últimos años precisamente como “La novela, de la vanguardia a la tradición” (Martín Nogales 1995). “Cabe preguntarse”, como hace Martín Nogales en 1995, “en qué dirección se encaminará la narrativa de los próximos años” (Martín Nogales 1995: 89).

Los cambios se producirán paulatinamente en un contexto en que la literatura española se va enriqueciendo poco a poco con “el cultivo y la dignificación de otros géneros narrativos” (Valls 2003: 34), un desarrollo que conducirá también a una creciente hibridez genérica, y al auge de la metaliteratura y la autoficción, entre otros fenómenos dignos de atención. En el campo de la novela y la prosa narrativa, estos cambios se harán especialmente notables a partir de la publicación de Negra espalda del tiempo en 1998, obra de uno de esos escritores que sí “ambiciona realizar algo más que un producto repetido” a los que alude Mendoza (1998: 24). Esta obra de Javier Marías, “un lúcido y arriesgado esfuerzo por parte del autor de huir de la complacencia y de buscar nuevas direcciones a su narrativa”, según Juan Antonio Masoliver Ródenas (2004: 194), inaugura o anuncia de hecho toda una relativamente nueva vena en la prosa narrativa española contemporánea (y en la novela, en la medida en que se puedan considerar como novelas) que irá incorporando de alguna manera lo que algunos críticos echaban en falta y que constituye así una respuesta implícita al interrogante de

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“¿Y ahora qué?”, a más de adquirir por consiguiente un nuevo vigor y una dimensión más amplia y rica que hacen que, mediada la primera década del nuevo milenio, la narrativa española, especialmente la cultivada por escritores nacidos en los años 40 y 50, no sólo sea floreciente e interesante sino que por lo menos una parte de esa prosa narrativa se relacione de manera bastante natural y simultánea3 con toda una corriente literaria que ha ido abriéndose territorio en Europa a partir de la última década del siglo pasado, compuesta por narraciones digresivas de género anfíbolo (ambiguo).

1.2. Literatura digresiva

Negra espalda del tiempo se publicó en 1998. Desde entonces han aparecido varias obras que tienen numerosas afinidades con la de Marías. Vaya por delante que soy consciente de que en el siglo XX sa han publicado con anterioridad a Negra espalda obras que algo tienen en común con Negra espalda y obras posteriores (con décadas de anterioridad, en muchos casos). Por ceñirnos a la literatura española e hispanoamericana y sin remontarnos a Niebla de Miguel de Unamuno o a los experimentos de Ramón Gómez de la Serna o Ramón María del Valle-Inclán, se puede mencionar por ejemplo Historia de un idiota contada por él mismo (1986) de Félix de Azúa o Señas de identidad (1966) de Juan Goytisolo (novela que, además, luego entraría en diálogo con las memorias del mismo escritor, en particular el primer tomo, Coto vedado [1985]). En literatura hispanoamericana cabría mencionar Abaddón el exterminador (1974) de Ernesto Sábato, u obras de Juan José Saer, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa –Historia de Mayta (1984), El hablador (1987)– y, sobre todo, Borges, e incluso antes del boom hay raros, como los llama Ángel Rama, afines a los errabundos que señalo. Pero se me antoja que es a partir de Negra espalda cuando se dispara de forma cuantitativa la publicación de este tipo de obra que tiene muchas afinidades con Negra espalda, quizás más que con cualquier otra obra anterior, que yo pueda ver; y esta presencia cuantitativa es la que permite hablar de un cambio de paradigma en la novela a partir de 1998 (otro 98) y la ampliación del género de la novela para abarcar el ámbito de la no ficción, además de una concomitante errabundia.

Estoy pensando en obras como: Soldados de Salamina (2001), Lavelocidad de la luz (2005) y Anatomía de un instante (2009) de Javier

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Cercas, Las esquinas del aire (2000) de Juan Manuel de Prada, Cosasque ya no existen (2000) de Cristina Fernández Cubas, La loca de la casa (2003) de Rosa Montero, Sefarad (2001) y Ventanas de Manhattan (2004) de Antonio Muñoz Molina, Bartleby y compañía(2000), El mal de Montano (2002), París no se acaba nunca (2003), Doctor Pasavento (2005) y Dietario voluble (2008) de Enrique Vila-Matas, Finalmusik (2007) de Justo Navarro, El abrecartas (2007) de Vicente Molina Foix, El mundo de Juan José Millás (2008) o Cielonocturno (2008) de Soledad Puértolas, entre otras.

Aunque habría que matizar que hay importantes diferencias entre ellas, tales como las variaciones en el registro autorial y los nombres del personaje o los personajes narradores, prácticamente todas estas narraciones se caracterizan en parte –pero sólo en parte en algunos casos, como veremos– por ser amalgamas de dos o más géneros de escritura: escritura autobiográfica o pseudoautobiográfica y biográfica, crónica, reportaje, ensayo, diario, relato de viajes, cuento o ficción. Y como se ha ido diciendo de modo más sencillo (y simplista): son obras en las que se mezcla la ficción y la realidad. Dejando de lado por ahora el hecho de que, como se sabe, sensustricto, es imposible incorporar la realidad en la escritura, lo que se quiere decir es que estas obras combinan la ficción con relatos que pretenden contar, representar, lo real o lo ocurrido en el mundo existente, la realidad empírica, o pretenden dar la impresión de hacerlo y producir un efecto de verdad. Son por lo tanto obras que, por un lado, en muchos casos aspiran a ser o se presentan como novelas, y por otro lado, si nos atenemos a lo que se dice en sus contraportadas por ejemplo, se ofrecen como narraciones atípicas o anómalas, fuera de lo común en el ámbito de la narrativa española de los últimos decenios, como obras (genéricamente) “híbridas” o “mestizas”, que “pisotean las convenciones genéricas”, libros no ficticios –“¿o tal vez sí?”–, “diarios literarios”, “autoficciones”, “crónicas personales”, “tapices que se disparan en muchas direcciones”, “testimonios directos”, “literatura que se enfrenta a la realidad” o “relatos reales”.

Son por consiguiente textos en los que en todos los casos “la evidencia de lo real […] se convierte en un factor determinante”, en palabras de José María Guelbenzu, que es uno de los primeros en hacer hincapié en este nuevo desarrollo de la prosa narrativa en un lúcido ensayo sobre el fenómeno titulado precisamente “¿Otro camino para la novela?”;

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Con el enunciado “otro camino” me estoy refiriendo a este género híbrido que está ganando terreno en el mundo de la escritura y al que nadie ha sabido dar nombre hasta ahora, pero que se caracteriza por ser una mezcla de autobiografía, reportaje e invención. Es un género en el que la evidencia de lo real –y éste es el asunto principal– se convierte en un factor determinante, cosa que no sucede en la ficción, y además aspira a convertirse en novela, en una nueva forma de novelar, quizá un ensanchamiento del género. Y para que no quede lugar a dudas, menciono ya los tres libros en los que pretendo apoyarme: Negra espalda del tiempo, de Javier Marías; Sefarad, de Antonio Muñoz Molina, y Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas. No me preocupa saber si la intención de los autores era o no el hallazgo o el uso de una nueva forma de novelar, lo interesante de estos tres libros es que conectan desde España con esa nueva clase de literatura que está creciendo en el mundo occidental de manera considerable y que puede acabar convirtiéndose en un género nuevo. (Guelbenzu 2001: 62)

En lo que concierne a estas obras pues, el “asunto principal” según Guelbenzu y según la mayoría de los que han emitido su evaluación de esta nueva tendencia, sería esta “evidencia de lo real”.4 A mi juicio esta evaluación, aunque cierta, no lo explica todo y el presente libro obedece en parte a un propósito de completar esta lectura o interpretación. Es un ensayo –un análisis que supone por tanto un intento– de mostrar cuál es la naturaleza de estas obras (a través de una lectura atenta de tres de ellas), de ver en qué consiste su novedad u originalidad, un esfuerzo por entenderlas de la forma que se me antoja como la más cabal, la que se ajusta lo más posible a lo que yo veo como su índole singular y su aportación al presente panorama literario español y europeo. Ahora bien, no se puede negar que la evidencia de lo real es un factor significativo en estas obras; pero lo que sí quisiera poner en tela de juicio, por lo menos en el caso de las obras que aquí nos conciernen y algunas otras, como las de Enrique Vila-Matas por ejemplo, es que sea “el asunto principal”. Quizás no sea sorprendente este énfasis sobre lo real en las lecturas de estas obras en una cultura literaria, la española, sobre la cual, a lo largo de por lo menos los dos últimos siglos, tanto ha gravitado el peso de la realidad y sus dictados, ejerciendo a menudo un notable dominio a través de las exigencias de varias formas de realismo.5 Las reacciones de los críticos ante el panorama de la novela española de los años ochenta y noventa citados al principio de este capítulo, por ejemplo, también reflejan en cierta manera lo que se podría ver como una tradicional y bastante extendida impaciencia crítica española para con obras alejadas de la realidad española (aunque me apresuro a añadir que esto no es algo de lo que

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se le pueda acusar a Guelbenzu, quien, aparte de buen novelista, es un lector nada castizo).6

Por lo tanto, la evidencia de lo real presente en los textos en cuestión puede deslumbrarnos, especialmente si somos susceptibles a la atracción de lo real, puede perturbar nuestra vista lectora (y según el caso también seducir, por atenernos a dos significados del verbo deslumbrar), con respecto a lo que es tan o más determinante desde un punto de vista literario. A mi parecer, la evidencia de lo real es más bien el resultado, el producto o incluso uno de los efectos de una cualidad de estos textos que es tan o más decisiva, determinante, de una serie de propiedades o rasgos distintivos, incluyendo esa evidencia de lo real: la digresión. Prácticamente todas las obras –algunas más que otras, se debería matizar– se pueden comprender en función de su naturaleza digresiva, su escritura errabunda o errante. Se trata de narraciones digresivas en el sentido más amplio de la palabra, por eso opto a menudo por hablar de su errabundia, palabra que transmite bien esta digresión dilatada; recuérdese que en su sentido de condición de vagar o deambular y el implícito de desviarse o apartarse del camino derecho, la corrección o norma aceptada, se refleja su doble origen latín, iter, “viaje”, y errare –“no hacer cosa a derechas” es un dicho sinónimo de “errar” que, como “ir descaminado”, es revelador del desvío de la rectitud, la línea o el camino rectos en general que supone y de lo mal visto que está–.7

Como se sabe, digresión es el “efecto de romper el hilo del discurso y de hablar en él de cosas que no tengan conexión o íntimo enlace con aquello de lo que se está tratando” (DRAE), “un apartamiento del tema principal para tratar de algo incidental” (Seco et alii). Según Corominas, aparece por primera vez en castellano en el siglo XVI y viene del latín digressio (derivado de digredi, “apartarse”, y éste a su vez de gradi, “andar”). En la retórica, la digresión es en general la parte de una obra que trata de cosas en apariencia extrañas, no relacionadas, impertinentes al objeto o tema principal, una suspensión del discurso (principal), una figura de pensamiento y de técnica temporalizadora que supone la amplificación del discurso por medio de una ruptura de su hilo (principal) mediante la introducción de elementos juzgados más o menos improcedentes o impropios a él. Abstrayendo, una gran parte de las obras en cuestión y de las obras de las que me voy a ocupar se distinguen por lo que yo describiría como la interrelación de cuatro clases principales o componentes

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primordiales de digresión –si vale el oxímoron–: genérica, argumental, estilística y creativa. Estos cuatro niveles o categorías están íntimamente entrelazados y en realidad son inseparables, por eso hablo de abstraer, de aislar mentalmente o con la imaginación estas clases de digresión para analizarlas. Son esferas de digresión que he hallado en las propias obras, o sea, las he elaborado a base de lo que he descubierto en los textos objetos de estudio. Por ello me voy a valer de estas cuatro categorías de errabundia para acercarme a las obras que analizaré en los capítulos siguientes y para estructurar mi discusión. Es decir, cada capítulo está dividido en cuatro secciones que representan una indagación en aspectos relacionados con (1) la errabundia genérica; (2) la errabundia argumental o falta de trama; (3) la errabundia estilística (retórica); y (4) la errabundia de la imaginación creativa.

1.2.1. Falsas novelas

En primer lugar, para ocuparnos del aspecto de estas obras que parece ser el más llamativo, el más vistoso o atractivo para muchos, como ya he señalado, todas ellas se caracterizan por una errabundia genérica. Es decir, son narraciones genéricamente híbridas, compuestas por arabescos de escritura autobiográfica, biográfica, crónica, reportaje, ensayo, diario, relato de viajes, cuento y ficción en general. Son, como ha dicho Javier Marías de su Negra espalda del tiempo y empleando una expresión acuñada por Ramón Gómez de la Serna que me parece muy oportuna, falsas novelas, que, como ha afirmado Elide Pittarello con respecto a esta obra de Marías, “no entra[n] en ninguno de los géneros consabidos y a la vez participa[n] de todos” (Pittarello 2001: 125). Son falsas novelas en que, en palabras de Enrique Vila-Matas en un ensayo sobre su propia literatura digresiva titulado Regreso al tapiz que se dispara en muchas direcciones, se produce la

feliz eliminación de las fronteras entre géneros por la que cabalga cierta tendencia de la literatura actual, cierta tendencia que parece estar diciendo que, puesto que la vida es un tejido continuo, una novela puede ser construida como un tapiz que se dispara en muchas direcciones: material ficcional, documental, autobiográfico, ensayístico, histórico, epistolar, libresco (Vila-Matas 2002a: 15)8

Sefarad se presenta como novela de novelas y La loca de la casa es en parte, como veremos, una falsa autobiografía o autobiografía-ficción.

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Una de las consecuencias de esta errancia genérica es, inevitablemente, la indeterminación genérica de estos textos, su resistencia a la categorización y contextualización. Ésta es una característica de toda literatura digresiva, según lo expuesto por Ross Chambers en su libro sobre este tipo de escritura titulado Loiterature(1999). La literatura digresiva resiste la contextualización genérica, se rebela contra la inscripción en una categoría única, porque “se dispara en muchas direcciones”, está siempre cambiando de contexto, de género, porque mezcla géneros “fácil, libre, agradable y copiosamente”, poniendo al descubierto “la permeabilidad de contextos”, fenómeno que Chambers denomina genre-switching, algo así como “desviación genérica” (Chambers 1999: 9, 12, 35-40). Obviamente, los géneros nunca han sido categorías estáticas ni puras y siempre han estado en evolución. El propio género de la novela ha sido uno que no sólo siempre ha resistido definiciones exactas, sino que, incluso, las ha menoscabado, como ha afirmado Terry Eagleton (2005: 1). La novela perpetra un canibalismo de otros modos literarios, nutriéndose de ellos con promiscuidad, al citarlos, parodiarlos, transformarlos, etcétera (la mezcla de metáforas es del propio Eagleton). Por ello, Eagleton concluye que, más que un género, la novela es un antigénero (2005: 1-2). Como afirma Irene Andres-Suárez en la introducción a su libro sobre el Mestizaje y disolución de géneros en la literatura hispánica contemporánea (1998), la disolución de los límites entre diferentes géneros y la hibridación e integración de varios de ellos en una sola obra literaria no son tendencias nuevas; “lo que ha cambiado en la actualidad es que este proceso se ha acelerado, llegando en casos extremos a la disolución de los géneros, y que además afecta todas las modalidades literarias y no sólo a la novela”, aunque la novela sea ya, desde por lo menos los principios del siglo XX, “un género sin límites” (Andres-Suárez 1998: 9-10).9 Pero, asimismo, el propio concepto de género o discurso ha sido sometido a una crítica feroz en décadas recientes al objetarse que conlleva un falaz esencialismo intemporal, valores y jerarquías culturales, estéticas, morales y políticas ligados a esferas de poder, campos académicos y a conceptos y prácticas de disciplina, organización, orden (establecido), etcétera. Esta crítica no anda del todo descaminada y obviamente se puede aplicar (y se ha aplicado) a prácticamente cualquier término que se emplea y sus valores e ideologías subyacentes. Sin embargo, eso no ha impedido la existencia

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y circulación del concepto de género, a pesar de sus posibles deficiencias, ya que nos ayuda a nombrar, a clasificar, a emplear, a enseñar y a circular realidades existentes, a aproximarnos a textos, a intentar entender su naturaleza y a entendernos. Pero es que, además, uno de los efectos de la errabundia genérica de estas obras digresivas es precisamente dejar en evidencia la naturaleza convencional y artificial de los géneros literarios, poniendo así en tela de juicio las distinciones sobre las que dependen tales clasificaciones. Porque en realidad la escritura errabunda parece ser mucho más natural y reflejar de manera más fidedigna que una escritura no digresiva y disciplinada nuestra percepción de lo real, la vida o la realidad empírica (es lo que mantiene también Chambers). Recuérdese, por ejemplo, la predilección de Henry James por la escritura digresiva que posibilita una sensación de movimiento que estorba la tendencia jerarquizante y controlante de la narración lineal con una aspiración a la globalidad (“comprehensiveness”) que no es según James sino “el pensamiento natural dentro y más allá de lo lineal”, como explica Ian Bell en su análisis de la digresión en James. Como arguye y demuestra Bell, la escritura digresiva, especialmente en forma de paréntesis, tenía para James una gran afinidad con lo espontáneo y lo natural, que fueron partes integrantes de su concepción de la novela como un “organismo vivo” en su famoso ensayo de “The Art of Fiction”:

The possibility of alternatives creates a different sense of movement which, by its meandering and digressive nature, disturbs the controlling and hierarchical movement of linear narrative with another bid for comprehensiveness – thenaturalness of thinking within and beyond the linear. Of course, we never actually think within the organized grammar of complete sentences: the categories and boundaries of thought are invariably permeable as, indeed, is the office of parentheses which, by their casualness (as a kind of afterthought), approximate to the oral (later, to take on a kind of literalness as James developed the habit of dictating his works). Parentheses (unlike the recognizable punctuation of semi-colon, colon or period) are, by virtue of their oral allegiances, more akin to thespontaneous and the natural which formed such an important part of James’s view in “The Art of Fiction” for the novel as “a living thing”, an “organism”. (Bell 2011: 74; el subrayado es mío)

Digo que la escritura errabunda parece ser más natural, porque en realidad esta naturalidad también es producto del artificio, en última instancia (no se trata de la escritura automática de los surrealistas). Así, para evitar o no permitir el cambio genérico y la concomitante

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permeabilidad de contextos que se revela de forma manifiesta a través de la digresión (la irrupción, la intrusión de otros géneros, de otros contextos), se precisa de disciplina y de una concentración y vigilancia permanentes: hay que andar sobre aviso; lo que hace que la digresión sea una experiencia placentera es precisamente el relajamiento de esta vigilancia, el poder bajar la guardia, el abandono de esta disciplina, tanto en lo que respecta al creador como al lector, como argumenta Ross Chambers (1999: 12, 57). (La escritura no digresiva, o no tan digresiva, sería por lo tanto una escritura impermeable o menos permeable a la infiltración por otros géneros ajenos). La escritura digresiva la caracteriza la porosidad y supone cierto rechazo de las normas o juega con ellas porque se permite un pensamiento y relato impertinentes y divagatorios.

Supongo que se podría argumentar –y de hecho ya se está haciendo– que estas obras se pueden denominar como autoficción,término que parece estar de moda, aunque debo admitir que a mi modo de ver resulta una de esas acuñaciones críticas que, como posmodernismo, se ha convertido en un vocablo bon à tout faire que poco llega a aclarar. Sea como fuere, si nos atenemos, por ejemplo, a la definición que le da al término Manuel Alberca con la ayuda de Jacque Lecarme, se podría argüir que son obras “basadas en la simulación de la presentación de éste [el autor] en su obra”, relatos cuyos autores, narradores y protagonistas “‘comparten la misma identidad nominal y cuya denominación genérica indica que se trata de una novela’” (Alberca 2004: 236-237; véase también Alberca 2007). No obstante, no voy a entrar en ese debate, principalmente porque, como apunta E. H. Jones en su estudio de la historia del término autoficción, es un neologismo acuñado por Serge Doubrovsky en los años 70 del siglo pasado sobre el que, aunque se emplea con frecuencia hoy día, no existe un acuerdo sobre su significado real o su validez, que no tiene una indiscutible definición aplicada con consistencia, y las características esbozadas por Doubrovsky han sido refutadas, desacatadas o pasadas por alto. Como dice Jones en su introducción, es un término celebrado por algunos, despreciado por otros y del cual se apropian sin el debido cuidado muchos más (Jones 2010). Es, por tanto, un término conflictivo y contradictorio que poco aportaría al presente estudio y que en aras de la claridad conceptual voy a evitar. Es también la razón por que José María Pozuelo Ycancos rechaza el término en su estudio titulado Figuraciones del yo en la

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narrativa: Javier Marías y E. Vila-Matas, como explica de manera mucho más elocuente, detallada e informada en el primer capítulo (“‘Figuración del Yo’ frente a Autoficción”; Pozuelo Yvancos 2010: 11-35).10

1.2.2. La muerte de la trama

En segundo lugar, a nivel de contenido, de historia o argumento, estas obras suelen carecer de trama o de una trama dominante, nítida e inconfundible, especialmente las más eminentemente digresivas entre ellas. Como en el caso del modernismo literario europeo de la primera parte del siglo XX que buscaba penetrar en la consciencia, la mente y la profunda realidad psicológica de sus personajes principales y por tanto abandonó las técnicas del realismo tradicional, la trama tradicional que muestra que todos los efectos tienen sus causas lógicas se ve desechada o desestabilizada (Lodge 2002: 61). Son relatos itinerantes y poblados por galerías de personajes –como los incontables bartlebys de Vila-Matas–, habitualmente ambulantes, vagabundos, a menudo marginados o exiliados, como los de Sefarad,de “errabundos hacia la nada”, como se dice de un personaje en Negraespalda del tiempo (Marías 1998: 342). Entre ellos deambulan también los propios narradores de estas historias o, más bien, de estos episodios o fragmentos de historias, primeras personas que se aproximan al yo autorial e invitan a la identificación de narrador con autor (que es la razón principal que ha conducido a algunos a hablar de estos textos como autoficciones). Son figuraciones del yo autorial, por valernos de la acertada terminología de Pozuelo Yvancos (2010). Se podría decir que en la mayoría de los casos son plotless narratives,narraciones sin trama, o, si parecen tener trama o hilo argumental, éste es mínimo y sólo sirve de mero pretexto para un contar que en realidad no obedece a ningún propósito concreto o plan o afán de dar coherencia y sentido a cosas y vidas que no los tienen, porque ninguna vida los tiene, como se dice sin rodeos en Negra espalda del tiempoen un pasaje metanarrativo muy afín a otros que encontraremos en las demás obras:

A diferencia de lo que sucede en las verdaderas novelas de ficción, los elementos de este relato que empiezo ahora son del todo azarosos y caprichosos, meramente episódicos y acumulativos –impertinentes todos según la parvularia fórmula crítica, o ninguno necesitaría al otro–, porque en el fondo no los guía ningún autor

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aunque sea yo quien los cuente, no responden a ningún plan ni se rigen por ninguna brújula, la mayoría vienen de fuera y les falta intencionalidad; así, no tienen por qué formar un sentido ni constituyen un argumento o trama ni obedecen a una oculta armonía ni debe extraerse de ellos no ya una lección –tampoco de las verdaderas novelas se debería querer tal cosa, y sobre todo no deberían quererlo ellas–, sino ni siquiera una historia con su principio y su espera y su silencio final. (Marías 1998: 11-12)

Estas obras, como dice el autor de Negra espalda del tiempo de su propio texto, no son pues “verdaderas novelas de ficción” porque carecen de rumbo fijo, de estructura premeditada, de trama, hasta de una historia única. Consisten, más bien, menos en historias y más en múltiples fragmentos de historias “libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama”, como observa Antonio Muñoz Molina en otro comentario metanarrativo en Sefarad (Muñoz Molina 2001a: 211). En palabras de Chambers –aunque Chambers no habla de los textos de los que me ocupo aquí sino de otros a menudo menos comprometidamente digresivos–, el arte de tales textos no radica en no avanzar sino en avanzar sin ir a ningún lugar en concreto y en avanzar sin saber, o aparentando no saber, hacia dónde se encaminan; de esta manera estas obras encarnan una epistemología de lo no sistemático, aunque sólo en apariencia, ya que no renuncian al orden o sistema del todo sino que optan por un orden en apariencia más natural y por eso menos sistemático (Chambers 1999: 10). Son obras digresivas y también progresivas –y son ambas cosas a la vez–, por parafrasear lo que dice Tristram Shandy a propósito de su propia narración, una obra digresiva precursora del tipo de escritura que nos ocupa aquí.11 Y, además, lo crucial es que en estas narraciones los episodios o fragmentos de historias se enlazan en apariencia sin orden ni designio ni plan, articuladas de manera casual y no causal ni lógica, y sin que ninguno de ellos alcance un predominio sobre los otros, sin que ningún fragmento de historia se erija en el principal. Según Chambers, esta faceta revela la tendencia no jerarquerizante de la literatura errabunda, atestigua la libertad de una escritura emancipada de la tiranía de una trama. Mientras que en la estética de una novela tradicional o realista los elementos son ordenados según su necesidad y cierta causalidad según lo expuesto por Aristóteles en su Poética, la falta de trama y unidad de estas obras errabundas y la casualidad que determina la asociación de sus elementos refleja la contingencia de la vida.

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Y a mi parecer ésta es la diferencia decisiva que distingue las obras verdadera, eminentemente digresivas, las comprometida e incondicionalmente errabundas, como Negra espalda del tiempo,Sefarad, La loca de la casa, Bartleby y compañía o Dietario voluble,de las que también son narraciones digresivas pero sólo hasta cierto punto, de las que son menos comprometidamente, menos libre y arriesgadamente digresivas, como Soldados de Salamina o Lasesquinas del aire, porque éstas carecen de la libertad que caracteriza a aquéllas, ya que en última instancia estas últimas tienen una trama y una historia bien delineada a la cual se supeditan los elementos principales de sus relatos. Por eso éstas sí son “verdaderas novelas de ficción”, por mucho que no todo lo que cuentan sea ficticio. Por eso se puede afirmar que es la impostura que supone la creación de una trama principal lo que condiciona su naturaleza ficticia, y no tanto el origen del material contado. Son ficciones porque imponen un orden mediante una trama que es artificio.

Por lo tanto, se podría hablar de la existencia de dos clases de obras o novelas digresivas (si con este término, novela, incluimos también las falsas novelas). Gonzalo Sobejano apunta que

“novela digresiva” debe, en propiedad, referirse a aquella novela que, narrando alguna “historia”, por mínima que sea, o una temática, se sale del camino con frecuencia, se desvía o digresa [sic] en proyecciones que pueden ser argumentos de la razón, efusiones emotivas, poemas, variaciones en forma dialogal, excursos dramáticos, ensayos, hojas de diario, cartas, etc. (Sobejano 2005: 10)12

Pues bien, a mi juicio, dentro de este campo se podrían identificar dos tipos de novela digresiva. Por un lado, las obras o falsas novelasdesenfrenadamente digresivas en que se concede primacía absoluta, se da, si no rienda suelta, por lo menos considerable libertad, a la digresión y la correspondiente libertad de la escritura, en obras de naturaleza exuberante que no pueden ser “verdaderas novelas de ficción” (aunque sí sean en menor o mayor medida ficción en un sentido estricto), porque con su errabundia superan convenciones genéricas, entre otros aspectos que sobrepasan con su errancia excesiva, impertinente, irregular, insubordinada. Se podría incluso argüir que estas obras se salen del campo delimitado por Sobejano porque prácticamente no tienen un único camino del que salir, un hilo argumental del cual desviarse sino tantos, y a veces tan poco discernibles como tales, que se podría decir que en efecto se anulan (y

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no tienen ninguno por tanto) o que ninguno de ellos se constituye en el principal. Carecen de la línea organizadora necesaria para que exista una trama o un argumento, del hilo que permitiría atar cabos sueltos y que posibilita la narración según Brooks, carecen del diseño y designio necesarios para que exista una trama o argumento (Brooks 1984). Son, como dije, narraciones sin trama, plotless narratives, lo que para Brooks sería imposible ya que según él no habría narración sin trama. La literatura errabunda desmiente esta afirmación y como dice Chambers, el truco de una narración digresiva es que cuestiona de tal manera la convención de principios y finales que sus historias se convierten en puro centro, sin principio ni final (Chambers 1999: 21), hasta tal punto que en muchos casos ni siquiera se puede hablar de historia, algo que deja explícito el narrador en el caso de Negraespalda del tiempo al afirmar que no cree que su narración constituya siquiera una historia, ya que el principio del relato está fuera de él y su final también.13 (Y puede haber relato –la acción de relatar– sin que se cuente una historia, fabula, plot o secuencia cronológica o causal de acontecimientos; véase Prince 2003).

Por otro lado estarían las novelas moderadamente digresivas que en última instancia frenan su digresividad al subordinarla y sujetarla a una trama que se erige en el elemento hegemónico que domina, reprime, contiene los excesos de la escritura digresiva. Esta trama es en realidad lo que convierte a éstas en “verdaderas novelas de ficción”, porque con la trama se impone un orden, un orden ficticio, a todos sus elementos, ficticio porque una trama implica siempre un orden que es el resultado de diversos recursos técnicos, de unos artificios que se emplean para organizar el relato y los elementos que lo componen, un orden convencional y artificial, además de simulado, imaginado, ilusorio, inventado y más o menos impuesto o forzado, ya que a él se supedita el contar de la historia. Y lo que distingue estas obras de una novela en apariencia no digresiva es que aquéllas sólo lo son más que éstas porque en realidad cualquier narración precisa de cierta digresión, si con digresión se entiende la dilatación del centro del relato o la suspensión del final, la extensión entre el principio y el fin de la historia, ya que cualquier novela o narración depende de la ampliación, de la dilación del relato y de no dirigirse directo al final, de no tomar la línea más recta hacia su conclusión, porque si lo hiciera, prácticamente no habría relato.14 El centro de una narración constituye por tanto esta desviación necesaria que aleja el principio de

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su final y hace posible la existencia de un relato o incluso de una historia.15 De ahora en adelante cuando hable de literatura digresiva o errabunda será para referirme a aquellas obras eminentemente digresivas, esas obras que se salen de los modos relativamente convencionales de relatar de las novelas de ficción, las falsas novelasde que me ocupo en este estudio.

Lo que sí tienen en común a nivel de contenido tanto las obras desatadamente como las moderadamente digresivas es que indagan en el pasado, aunque no de manera sistemática; indagan en la realidad empírica del propio escritor y en un pasado más amplio, tanto el español como el foráneo, ambos pasados convertidos en relacionados y no separados –ésta es una perspectiva relativamente novedosa–, y recuperan vidas y aspectos de la realidad pasados haciendo del recordar, de la memoria, uno de sus elementos fundamentales. Por un lado, me parece que participan de esta tendencia reciente que se nutre de la Guerra Civil de la que habla Darío Villanueva:

La guerra se ha convertido también en marco reiterado para proyectos narrativos que no tienen como propósito fundamental el conflicto bélico en sí mismo, sino cualquier otro objetivo que el escritor se haya propuesto. Son, pues, obras que se sirven de la contienda fratricida como pretextos siempre trascendidos a favor de planteamientos mucho más abiertos, en lo intelectual y lo estético, que los característicos de las novelas de la Guerra Civil propiamente dichas. (Villanueva 2002: 813)

Por otro lado, forman parte de una anhelada y bienvenida “recuperación del pasado” después de años de “desmemoria”, producida por el “pacto del silencio” en aras del establecimiento de la democracia, años en los que los cuerpos del pasado yacían mal sepultados y rondando por tanto de forma espectral la realidad “posmoderna” española. Como se suele reconocer, la invención de un país que fue la trayectoria de la España surgida a partir de los años setenta, su modernización, europeización y preocupación por su futuro supuso cierto “pacto de silencio” implícito respecto de su pasado inmediato, la Guerra Civil y la dictadura franquista, y ese silencio se extendió también a mucha de la prosa narrativa, especialmente la de los escritores que nos conciernen aquí, nacidos después del término de la Guerra Civil y formados bajo el franquismo. La “recuperación del pasado” es una tendencia relativamente reciente en la cual la Guerra Civil, el franquismo e incluso los años de la transición, o sea, el

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pasado reciente e inmediato a la democracia reestablecida, se convierten en objeto de atención de forma muy extendida. E, insisto, el fenómeno en sí no es nuevo ya que desde el propio acontecer de esos momentos y etapas históricos ha habido obras en las que se atiende a ellos; lo que sí es nuevo es que esta preocupación se produzca de forma tan generalizada, o sea, que su presencia sea significativa por su inflación cuantitativa.16

Aunque de ese modo las obras también se inscriben, supongo, en el marco de “la crisis de la memoria” que está experimentando España ahora, según José Colmeiro. La crisis consistiría en una “inflación cuantitativa y devaluación cualitativa de la memoria” en años recientes, un tira y afloja entre memoria y amnesia, y en la ausencia de una bien asentada memoria histórica (conciencia histórica de la memoria de naturaleza crítica y autorreflexiva, saber transmitido) a diferencia de la proliferación de memoria colectiva (“un conjunto de experiencias, tradiciones, prácticas, rituales y mitos sociales compartidos por un grupo, que no necesariamente van acompañados de una conciencia histórica”; Colmeiro 2000). Puede que esto tenga visos de estar cambiando, con un llamativo énfasis en precisamente la memoria histórica en los primeros años de este siglo, a través de, por ejemplo, la creación reciente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, la apertura de fosas comunes, leyes gubernamentales al respecto y el año 2006 decretado, tanto inoficial como oficialmente por el propio Congreso, como “año de la memoria histórica”. Queda por ver cuántas de estas y otras iniciativas implican una verdadera, honda, crítica y autorreflexiva conciencia de la memoria histórica, en los términos de Colmeiro. Creo que, más a menudo, las obras a las que me refiero contienen más memoria histórica que colectiva. Sea como fuere, la memoria es un elemento decisivo en estas obras: en gran medida sirve de impulso creador, asociativo, se puede permitir responder a una pulsión en apariencia trivial (porque no está constreñida por la observancia de normas formales), contribuye a que cobre importancia lo azaroso –el azar es otro elemento principal de la literatura errabunda– y, en general, se puede desplegar de manera más libre y natural en textos digresivos, dado que no se tiene que someter al control de un argumento lógico ni al de una narración lineal, ni al de un género único.17

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1.2.3. Estilo desenvuelto

En tercer lugar, las narraciones en cuestión son digresivas a nivel estilístico. Su estilo se puede describir en general como despreocupado y desenfadado, se toma su tiempo porque no tiene que ir directo a ninguna parte en concreto, no está cohibido (por normas genéricas y restricciones impuestas por un argumento) y se puede permitir cambiar de tono, de tema o de dirección cuando se le antoje; es un estilo siempre dispuesto a la interrupción y episódico, según Chambers, que,

desviándose fácilmente de un asunto a otro, sin producir discontinuidad, siguiendo rumbos asociativos o los empujes de la memoria, es digresivo: es decir, está organizado a base de relaciones de similitud y contigüidad, de metáfora y metonimia más que de la unidad formal requerida por una trama o la narración de un acontecimiento. Tal estilo está a menudo preocupado con la a veces enigmática “coherencia” de la experiencia y no respeta estructuras más estrictamente diseñadas y “cohesivas” por tanto. (1999: 31)

Yo añadiría que tal estilo digresivo parece preocupado con la coherencia de la experiencia; esta preocupación es uno de sus efectos, sean intencionados o no. Más específicamente, las narraciones las caracteriza un uso extenso de recursos retóricos con efectos dilatorios, como frases largas y divagatorias de relación sintáctica, tanto (híper)paratáctica como (híper)hipotáctica. En el caso de la parataxis, se produce la a veces hipertrofiada yuxtaposión –el asíndeton es el modo retórico por excelencia del estilo digresivo, según Chambers (1999: 31)– o coordinación de series de elementos enumerados, encadenados sin relación jerárquica entre ellos, frutos en apariencia espontáneos del pensamiento y de la tendencia coleccionista del narrador (de vidas pasadas –almas muertas o bartlebys, por ejemplo–y de objetos que no silencian su pasado)18, a diferencia de la hipotaxis que cede a una mayor elaboración y complejidad al alargarse el discurso mediante la subordinación de oraciones a una principal de la que dependen semántica y sintácticamente. No es infrecuente el estilo hiperhipotáctico tampoco, con considerables oraciones subordinadas o interpoladas que efectúan suspensiones semánticas, sintácticas y temporales. Asimismo, están presentes esquemas iterativos (la repetición de palabras, frases, ideas, que se convierten en motivo o Leitmotive que imponen cierto ritmo y que en su estreno prefiguran lo

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que ha de venir y le confieren cierta unidad, aunque latente y mínima, al relato) y pasajes conjeturales o hipotéticos, elaborados a base de adverbios de duda, expresiones de probabilidad o de la transición verbal del condicional de indicativo e imperfecto de subjuntivo al presente, un tipo de pasaje que a nivel formal llama la atención sobre su aspecto puramente ficticio por dejar explícita su naturaleza inventada, imaginada. Esos pasajes conjeturales introducen material expresa y exclusivamente imaginado o especulativo, implican la recreación de territorios situados más allá de la perspectiva o de los dominios del conocimiento cierto del narrador. (La conjetura representa uno de los rasgos que se asocian tradicionalmente con el trabajo de la imaginación creativa, es decir, hacer presente lo ausente, hacer realidad lo irreal o encarnar mundos posibles o potenciales). Estos aspectos de estilo digresivo efectúan suspensiones de hilos de continuidad (semántica, sintáctica, temporal, temática, etcétera), tejiendo otra red de conexiones. Otra faceta del estilo de la narración digresiva es que tiende hacia el aforismo, la sentencia. La narración refleja así, a través de su estilo, el movimiento de lo concreto a lo abstracto de una mente que parece ir descubriendo o inventando verdades según avanza, que piensa conforme escribe. Y en estas salidas aforísticas se cristalizan a menudo pensamientos, descubrimientos, ideas o temas y se lleva a cabo la teorización y autoteorización, tan característica de toda literatura digresiva, en tradicionales comentarios metanarrativos. Es como si el acto mismo de apartarse de las restricciones narrativas mediante la digresión plantease la cuestión de su condición de posibilidad, aventura Chambers –¿cómo es posible la desviación, el apartamiento de la linealidad del discurso? y ¿qué significa?–, de modo que el contenido del discurso digresivo suele consistir a menudo y de forma muy natural en inferencias sobre su propio estado discursivo (Chambers 1999: 91). Es decir, las obras errabundas son naturalmente metaliteratura, al apartarse de lo narrado para hablar de ello en frecuentes pasajes metanarrativos. Y, como sugiere también Chambers, ése es precisamente el modo de superar la pobreza de la reflexión sobre la digresión, tan infravalorada e, incluso, menospreciada tradicionalmente, examinando la exploración de la digresión que se lleva a cabo en los propios textos digresivos. De hecho, ésta puede que sea una de las pocas maneras que hay para realizar una lectura crítica de textos que suelen resistir y subvertir la

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discriminación disciplinada y disciplinar de la práctica académica y crítica jerarquerizantes, que diferencian entre lo que es significativo y lo que no lo es o es “meramente” secundario, entre lo que es pertinente y lo que es impertinente. Al carecer de una trama y estructura concomitante que permitiría anclar la razón y jerarquizar, ordenar, clasificar, discriminar (que implica separar, seleccionar, excluir), todo es igual de pertinente o impertinente en un texto digresivo, todo es uno.

1.2.4. La imaginación creativa a la deriva

Uno de los asuntos que se trata reiteradamente en los pasajes metanarrativos, teóricos o aforísticos es el de su propia creación y de los procesos de la imaginación en general. Y lo que se hace evidente, tanto en esos metacomentarios como en la propia configuración de las obras en cuestión, es que las narraciones las configura una imaginación creativa errabunda que filtra, que imagina el material, sea este inventado o no inventado (y en última instancia todo lo que forma parte de la narración es inventado en el sentido de que se descubre y se somete a estos procesos de la imaginación creativa). “Para relatar lo ocurrido hay que haberlo imaginado además”, como se advierte en Negra espalda del tiempo–.19 Se teje este material en una red de sutiles y a menudo casuales asociaciones gobernadas por unos procesos más o menos inconscientes, espontáneos, inspirados o intuitivos y no regidos del todo por la razón, el intelecto o la mente consciente, que se desarrollan con una libertad (de fines y finalidades) de la que los dota la creatividad estética, las características principales de la imaginación creativa.20 Obviamente, también se ejerce un control consciente sobre todos los elementos de las obras para construir el texto; no se trata de la escritura automática de los dadaístas y surrealistas; la escritura digresiva es producto del artificio

En cierto modo, estos relatos versan sobre los procesos de la imaginación, los procesos de creación en general y los de las propias obras (que son a grandes rasgos los mismos), los trazan, los discuten, los analizan y los encarnan o representan en la forma que toman las narraciones. Y estos procesos consisten en cierta manera en escribir en parte a tientas, sin un final premeditado, sin proyecto u objetivo del que pueda hablarse (o no en todos los casos) y bajo la influencia de una “facultad asociativa exacerbada”, procedimiento que permite que

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los autores se instalen en la errabundia, en palabras de Javier Marías, quien se ha referido a estos procesos en más de un texto, aparte de en la propia Negra espalda del tiempo.21

Esta forma de proceder es muy significativa porque es una manera de romper lo que Anton Ehrenzweig, en su fascinante, clásico y muy detallado estudio de la psicología de la imaginación titulado TheHidden Order of Art (El orden oculto del arte) llama “el dominio pernicioso del plan preconcebido” y un modo de liberar “la visión difusa e inarticulada del inconsciente” (Ehrenzweig 1967: 49-50). Ehrenzweig analiza los procesos creativos artísticos y lo que dice sobre ellos coincide con otros análisis de los procesos de creación, como el de Arthur Koestler en The Act of Creation (El acto de la creación), y lo vemos reflejado en las obras digresivas en cuestión, porque estas obras, por su errabundia, poseen una forma que propicia un despliegue muy amplio de la creatividad artística. Así, veremos encarnados en su propia configuración y comentados explícitamente en pasajes metanarrativos los procesos de la imaginación creativa perse, procesos a los que se dota o que alcanzan una muy considerable libertad en estas obras a través de su naturaleza digresiva. Por tanto, en estas obras errabundas se manifiesta la importancia de los procesos primarios (primary processes), que son fundamentales para la creación artística, esos procesos mentales inconscientes e irracionales que se desentienden de tiempo y espacio, a diferencia de los procesos secundarios, que son conscientes, racionales y lógicos. Se hace evidente la desdiferenciación, la no discriminación (entre lo en apariencia significativo y lo no significativo, entre figura y fondo, primer y segundo plano) y la atención dispersa, desviada, descentrada –a diferencia de la atención consciente concentrada– de la visión sincrética de esos procesos creativos inconscientes, polifónicos, que facilitan el esfuerzo integrador del acto creativo, que en su esencia consiste en establecer conexiones, ver analogías o semejanzas (por eso se habla de la democracia de estos procesos y su desjerarquización).22

Las obras muestran esa visión sincrética que está anclada en una falta de diferenciación y permite de este modo la exploración y acomodación (yuxtaposición) de una gran gama de formas y elementos complejos, en un principio incompatibles, algo que la visión analítica no podría conseguir ya que para ella todo ello tendría una apariencia meramente caótica (Ehrenzweig 1967: 3-20).23

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Además, se demuestra que nada en estas obras se puede considerar insignificante o meramente accidental o trivial ya que, como arguye Ehrenzweig, se sabe que la evaluación de lo insignificante y lo significativo se debe incluso invertir en la creación (como el psicoanálisis ha demostrado es el caso también en relatos sobre la propia vida), ya que el elemento o detalle en apariencia insignificante, accidental o trivial puede tener una gran relevancia para el conjunto de la obra (entre otras razones porque lo que es trivial, irrelevante o impertinente en un contexto puede ser de suprema relevancia en otro, como dice Koestler [1964: 119-120]). Por consiguiente, se suspende la razón en parte del proceso creativo y se percibe la importancia de no proyectar, no planear ni visualizar el camino que se ha de recorrer, se observa la necesidad de “errar con brújula”, de avanzar “a la deriva”, resistiendo la tentación de imponer orden, control, lógica (mediante la imposición de una trama o un hilo argumental, por ejemplo), la importancia de no rendirse a “la ley del fin” (law of closure) del pensamiento consciente que busca, de forma normalmente prematura, poner un límite a las cosas, simplificar las imágenes y los conceptos, redondear el material abierto, en evolución. Se hace evidente la necesidad de tolerar el estado de fragmentación de estructuras que son abiertas, imperfectas, no redondeadas, para lograr una integración del conjunto de la obra a través de la miríada de vínculos que relacionan, de alguna manera, todos sus elementos.24 Se pone de manifiesto la necesidad de la perturbación constante, el trastorno producido por elementos que desbaratan, suspenden, el enfoque reducido, limitado, del pensamiento intelectual, de la atención consciente y de otras rígidas estructuras de organización (que privarían al artista de un método necesario para dar forma a la obra en su conjunto). Se rompe el control de fórmulas habituales, de convenciones convertidas a menudo en amaneramiento, se desautomatiza la escritura (cuanto menos habitual, menos automatizada, está una habilidad, tanta más libertad de elección se tiene). De ahí la importancia de lo accidental que, como lo trivial y el azar, está muy presente en la elaboración y en forma de tema o asunto tratado por los textos, y que trastoca los flexibles propósitos del escritor porque lo accidental es a menudo todo lo que surge en la escritura de manera espontánea y que no se ajusta a los planes preconcebidos del creador y obedece a un impulso no del todo consciente, es algo que se percibe como extraño y fuera de control.25

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Se establece así un diálogo apreciable entre el artista y su medio, una conversación que supone la no imposición de la voluntad del creador sobre su medio y una interacción continua entre escritor y escritura que requiere una atención relajada y sensible por parte de éste para responder al medio (el empeño por ejercer un control excesivo conllevaría una ceguera frente a tales variaciones sutiles); y se hace patente que las obras errabundas se valen de un proceso creativo, una matriz desdiferenciada y en gran medida inconsciente, que es técnicamente muy superior, como demuestran tanto Ehrenzweig como Koestler, a un enfoque estrecho, limitado, de procesos más conscientes y controlados, entre otras razones porque su mirada es más amplia y así puede abarcar estructuras y elementos muy dispares (en el tiempo, en el espacio, en su aparente significado), descubriendo relaciones ocultas.

Porque justamente en eso radica, en última instancia, el acto creativo tal como se materializa en estas obras errabundas y en su sentido más amplio. En su análisis del acto de creación, entendido como los procesos conscientes e inconscientes subyacentes al descubrimiento científico, la originalidad artística y la inspiración cómica, Arthur Koestler establece que el proceso creativo consiste en descubrir similitudes ocultas, ver analogías, conectar matrices de experiencia previamente no conectadas alcanzando nuevas síntesis (Koestler 1964: 27, 45 y 104). Y para lograr eso, como cristaliza en las obras errabundas, se precisa de la ayuda prestada por procesos inconscientes o al margen de la consciencia; se precisa de un relajamiento de los controles de la razón, la lógica o la coherencia tan necesarios para la disciplina del pensar rutinario, consciente, concentrado; se precisa de un “pensamiento apartado” (thinking aside)y de un pensamiento distraído (absent-mindedness) –¿qué, si no, es en parte un pensamiento digresivo?– para efectuar una liberación temporal de la tiranía de conceptos y procesos cognitivos híperprecisos, axiomas y prejuicios arraigados en la propia textura de formas de pensamiento especializadas; se precisa de una mente desprendida de la camisa de fuerza de la costumbre que se permite hacer caso omiso de aparentes contradicciones, de desaprender y olvidar –y de adquirir, en cambio, una mayor fluidez, versatilidad y credulidad (Koestler 1964: 210)–, precisiones todas que conducen a la “bisociación” de dimensiones de la experiencia o matrices

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previamente independientes y no relacionadas, a ver analogías que nadie había visto antes.

Por lo tanto, el acto creativo no es un acto de creación en el sentido del Antiguo Testamento, como dice Koestler, no se crea, no se inventa algo de la nada, sino que se descubren, se seleccionan, se combinan, se reorganizan y se sintetizan elementos, hechos, ideas, facultades o capacidades ya existentes (Koestler 1964: 120) –recuérdese que la palabra inventar viene de latín invenire y significa “encontrar”, “hallar”–. La invención consiste pues en cierta medida en la combina-ción de estructuras o elementos existentes. Sin embargo, que nadie se lleve a engaño: “En los actos de verdad más originales de descubri-miento el ver es en realidad imaginar; se realiza en el ojo de la mente inconsciente en su mayoría” (y no se debería olvidar que Koestler está hablando en gran medida también de descubrimientos científicos y no sólo de artísticos en este contexto); las analogías descubiertas, vistas,no estaban en realidad simplemente ocultas sino que se crean por la imaginación; ver similitudes, correspondencias no es algo que “está a la vista”, no se sirve en bandeja –“es una relación establecida en la mente por un proceso de énfasis selectivo en estos rasgos que coinci-den en cierto modo [...] y de hacer caso omiso de otros” (Koestler 1964: 200)–. En su estudio sobre la digresión en Proust, Pierre Bayard distingue entre las digresiones resultantes de asociaciones por contigüidad, que utilizan a menudo caminos naturales (“chemins naturels”), ya transitados, que el pensamiento sólo ha de seguir, y las asociaciones por similitud, que precisan de la invención de una relación entre ideas, palabras o representaciones (relación que no tendría existencia antes de ser formulada) y que se producen a través de un salto, de una ruptura, que es un modo de asociación entre ideas que moviliza una auténtica creatividad (es decir, la creatividad es movilizada por semejanzas percibidas); la digresión mediante la asociacion de ideas por similitud es uno de los modos principales del funcionamiento del pensamiento (véase Bayard 1996: 47-69).

Y lo crucial desde nuestro punto de vista es que este tipo de hallazgo puede producirse “sólo cuando se suspenden las reglas de juego normales y el ‘hacer juego’ del inconsciente entra en escena” (Koestler 1964: 207). Cabe advertir que los términos inconsciente y consciencia se entienden como dos polos de un continuum de funcio-namientos mentales y no como valores absolutos y autónomos; la creación se lleva a cabo dentro de esta esfera continua y no se sugiere

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que todo el trabajo creativo se realice de espaldas a cualquier proceso consciente y sin su participación, sino que los aspectos esenciales de los procesos creativos no residen principalmente en la esfera de este polo. O, por decirlo de otro modo y en palabras de Koestler, “el tra-bajo creativo implica una regresión a niveles anteriores, más primiti-vos en la jerarquía mental, mientras otros procesos continúan simultá-neamente en la superficie racional [...] La capacidad de retroceder [...] a los juegos subterráneos, sin perder el contacto con la superficie, parece ser la esencia de lo poético y de cualquier otra forma de creati-vidad” (Koestler 1964: 316-317). Es decir, el trabajo creativo no supone una suspensión completa del pensar racional, lógico y cons-ciente sino una oscilación entre los dos polos, con un papel decisivo desempeñado por los procesos que se mueven en la esfera (más o menos) inconsciente.

La obra errabunda y sus procesos de creación son también juego en el sentido más puro: una actividad que existe en apariencia por sí y para sí misma, una actividad libre del peso de necesidades elementa-les, disociada en un principio de finalidades concretas, cuyo único fin es –o parece ser– el placer que produce la propia actividad, un juego que el autor maduro se atreve a jugar y se puede permitir, ya que el juego sólo puede surgir en una etapa o situación en que un “orga-nismo” ha sido parcialmente liberado de la tiranía de necesidades primarias y se puede permitir tomarse el tiempo, tomar tiempo “libre”, para jugar (Koestler 1964: 511).26 No en balde se ha equiparado la imaginación creativa al juego, como en el “juego libre de la imaginación” que es el Arte para Kant, una noción que Schiller extiende llamando la atención sobre esas propiedades de obras de arte que tienen en común con ciertos juegos, tales como la falta de propó-sito intelectual o moral y el equilibrio entre movimiento libre y límites formales (véanse Kant 1924: 176, sección V; Schiller 1962: 355-360 y 404-412, decimoquinta y vigesimoséptima carta, respectivamente; y también Kerrane 1971: 11).

Por todo lo cual, la escritura digresiva, la literatura errabunda, ca-racterizada ya de por sí, según Chambers, por una atención distraída, por permitirse vagar, ir a la deriva, por ser descentrada, por relajar los controles de la razón y el pensamiento consciente, por ser desjerarquerizante, por resistir la contextualización, por su falta de finalidades aparentes, por su permeabilidad de contextos diacrónicos, por dejarse desencadenar por la memoria, por ser episódica, por

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revaluar lo trivial y accidental o por tomarse el tiempo, no sólo es muy apta para la invención, entendida como descubrimiento de simetrías y, a la vez, como imaginación creativa, sino que está relacionada en lo más íntimo de su propio ser con los procesos de creación e invención en sí que acabo de delinear. La errabundia se solapa con la creatividad; no en vano se asocia en psicología el “pensamiento divergente” (divergent thinking) –caracterizado por un proceso de desplazamiento hacia varias direcciones, la divergencia de ideas para englobar una variedad de aspectos relacionados– directamente con la creatividad por su fecundidad de invención, de producir ideas nuevas.

En el caso de la literatura digresiva que nos concierne, esto se debe en muy gran medida a su libertad, esa “gloriosa y jubilosa” libertad narrativa de que goza, por valerme de dos adjetivos que le ha aplicado Fernando Savater a la prosa de Marías y de Negra espalda del tiempo en concreto (Savater 2001). Esta libertad suele ser (mucho) mayor que la de cualquier texto de cualquier otro género de prosa narrativa, precisamente porque la literatura errabunda supone una suspensión de las reglas normales de otros géneros, no se ve constreñida por ele-mentos como, por ejemplo, la necesidad de desarrollar una trama y estructura, supeditar el relato a éstas, relacionar sus elementos de forma más o menos evidente, causal o consciente, relatar una o varias historias o crear personajes, por ceñirnos a la novela; la literatura digresiva ni siquiera tiene que constituir una narración –de hecho, su discurso a veces no es narrativo sino ensayístico, por ejemplo, como ya he apuntado–. En suma, se podría decir que las obras errabundas no son muy dadas al artificio automatizado y convencional, aunque ellas también sean el resultado del artificio que es toda literatura lograda, y ésa es la razón por que se perciben la escritura digresiva y su experiencia y efecto como naturales (aunque, repito, la naturalidad también es resultado de cierto artificio; tienen cierta apariencia de naturalidad o producen un efecto de naturalidad), más natural que la escritura con un argumento disciplinado o las narraciones muy cohesivas y controladas (Chambers 1999: 31), más natural que la atención y el esfuerzo que requiere el centrarse en (seguir o desarrollar) un pensamiento abstracto (como éste) y la concentración consciente en general, porque, como explica Koestler, el esfuerzo en tal caso consiste en gran medida en inhibir asociaciones más tentadoras que (por lo menos en apariencia) quedan fuera del ámbito objeto de atención y, por tanto, se tienen que suprimir. “Gran parte de

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nuestro cansancio”, observó en el siglo XIX el físico escocés James Clerk Maxwell, “se produce muy a menudo no a raíz de aquel esfuerzo mental a través del cual conseguimos el dominio sobre una materia sino a causa del que se invierte en recoger nuestros pensamientos errantes”.27

Por consiguiente, parece ser que nuestra condición cognitiva natural, preferida o elemental es el pensamiento errabundo, esos procesos mentales digresivos. “Sabemos intuitivamente, y la ciencia cognitiva lo ha confirmado, que la consciencia misma no es linear”, explica David Lodge en su estudio de la consciencia en la novela (Lodge 2002: 62). Pierre Bayard habla de la continuidad del pensamiento que representa la digresión y del hecho que la tendencia natural del espíritu humano parece ser digresiva en la medida en que consiste en crear asociaciones (Bayard 1996: esp. 23, 124). Koestler advierte que cuando empieza a decaer nuestra concentración y es relevada por motivaciones primitivas, el pensar se desplaza de una matriz a otra cada vez que una idea proporciona un vínculo a un contexto más atractivo y que éste proceso cognitivo forma parte de nuestras “matrices de procesos cognitivos preferidos” (preferentialmatrices of ideation) que normalmente son bloqueadas por niveles cognitivos menos primitivos y más conscientes (Koestler 1964: 178 y 645-646). Por lo tanto, la literatura errabunda enlaza con nuestra condición cognitiva primitiva, natural y espontánea que en consecuencia refleja, como el modernismo literario europeo que buscó alejarse de la linealidad de la escritura para representar la compleja multiplicidad de un acontecimiento mental (Lodge 2002: 63). Tiene por ello un efecto natural. Las asociaciones constantes que se producen a raíz de las desviaciones y las analogías descubiertas en la escritura digresiva ponen de manifiesto estos procesos de vínculos forjados, procesos que se originan en el modo de ser espontáneo y por tanto natural del hombre, que son la realidad que brota al vivir, como observa Julián Marías (Marías 2002: 349).28 La espontaneidad se define como natural, sin constricciones, no premeditada y endógena (Reber y Reber: 2001).

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1.3. Contexto europeo

Muchos de los rasgos de las obras (novelas) errabundas españolas son compartidos por varias obras europeas contemporáneas. Esas correspondencias entre los contextos español y europeo inducen a la conclusión de que el fenómeno trasciende el ámbito peninsular, aunque tengo para mí que es en España donde se expande de manera más visible –porque más extendida– en los últimos años. De hecho, David Shields, en su reciente libro Reality Hunger sobre el fenómeno de la creciente marcada presencia de la “realidad” en obras artísticas en general, habla de un fenómeno mundial (Shields 2010).

Sea como fuere, desde más o menos 1990, una rama de prosa narrativa europea (obras que se designan o se podrían designar como novelas o que aspiran a serlo, en la mayoría de los casos) ha dado un giro hacia la realidad empírica; muchas de estas obras carecen, además, de lo que se entiende por trama o argumento; y un número considerable son digresivas en un sentido amplio y están preocupadas con la multiplicidad de las cosas de este mundo y su interconexión. La incorporación, representación o recreación aparente de la realidad empírica se manifiesta en dos vertientes, grosso modo: por un lado, la novela biográfica y, por otro, un tipo de obra de forma mucho más errabunda y genéricamente aun más ambigua.

En años recientes se han publicado varias obras que se pueden calificar como novelas biográficas, especialmente en el ámbito anglosajón. Todas son recreaciones que reimaginan o reinventan un período de la vida de un escritor famoso: The Master of Petersburg (1994) del escritor sudafricano J. M. Coetzee (pero el biografiado es europeo, F. M. Dostoevsky); To the Hermitage (2000) de Malcolm Bradbury (Denis Diderot); Stevenson under the Palm Trees (2004) de Alberto Manguel (R. L. Stevenson); The Master (2004) de Colm Tóibín (Henry James); Author, Author (2004) de David Lodge (también Henry James); o Arthur & George (2005) de Julian Barnes (Sir Arthur Conan Doyle), entre otras. Biografías ficticias es el término que emplea D. J. Taylor para referirse a estas obras, que a su modo de ver componen un “subgénero literario que está cada vez más de moda”, como dice en su reseña de otra de ellas (pero ésta con un matemático como modelo, The Indian Clerk [2008] de David Leavitt [Taylor 2008: 16]). Taylor sostiene que, en la mayoría de los casos, “el interés del lector por estas vidas verdaderas, minuciosamente

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desplegadas en las páginas de algo anunciado como novela, viene acompañado por una leve inquietud con respecto a la forma” (Taylor 2008: 16). La inquietud de Taylor la provoca cierta indeterminación genérica de estas obras: la forma de la novela suplanta la biografía en la exploración de la vida de una persona realizada de manera conscientemente imaginativa. De hecho, éste es sin duda uno de los modos en que se da un nuevo ímpetu al género de la biografía tradicional. Los hechos y datos se presentan como rigurosamente investigados en todos los casos (como se insiste en las contracubiertas de los libros y otros lugares), pero están entretejidos en la narración de forma imaginativa, novelística.

En un ensayo que David Lodge publicó en 2006 indagando en la sorprendente coincidencia de tema –Henry James– y año de publicación –2004– de su Author, Author! con The Master de Colm Tóibín, Lodge confirma que “la novela biográfica […] se ha convertido en una forma de ficción literaria que se ha puesto de moda en el último decenio aproximadamente, en especial en cuanto atañe a las vidas de escritores” y define ese subgénero de la novela del modo siguiente:

La novela que toma a una persona real y su historia real como tema o asunto para una exploración imaginativa, valiéndose de las técnicas de la novela para la representación de la subjetividad, en vez de optar por el discurso objetivo, basado en pruebas, de la biografía. (Lodge 2006: 8)

Lodge explica que, aunque hubo alguna que otra obra de esa índole en un pasado más remoto, lo notable de la última década es la cantidad de novelistas que han optado por la novela biográfica en una etapa relativamente tardía de sus carreras y su elección de escritores como protagonistas de sus obras (la lista de textos de Lodge incluye los que he mencionado y varios otros títulos).29 Y es importante distinguir, como advierte Lodge, entre la novela biográfica y la biografía romántica: éste último es un género “desprestigiado” que pretende ser historia pero introduce mucha invención y conjetura autorial en la narración; la novela biográfica, por lo contrario, también fusiona realidad empírica con ficción, pero, a diferencia de aquélla, “no trata de ocultar su naturaleza híbrida, aunque cada escritor adopta unas normas distintas que rigen la relación entre realidad y ficción”, ya que algunos se atienen de manera más fiel a la realidad histórica

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que otros, unos inventan menos y otros más libremente (Lodge 2006: 9).

Las obras errabundas españolas, aunque en su mayoría no sean quizás novelas biográficas, también comparten ese modo de proceder en sus vertientes de escritura biográfica, la reimaginación con técnicas novelísticas de períodos de vidas de personas reales, y escritores en especial (como los Wilfrid Ewart o John Gawsworth de Negraespalda del tiempo, Victor Klemperer o Jean Amèry de Sefarad, J. W. von Goethe o Truman Capote de La loca de la casa, o Vicente Aleixandre o García Lorca en El abrecartas o hasta la miríada de bartlebys y otros tipos de escritores que deambulan por las recientes obras de Vila-Matas), poniendo de manifiesto su hibridez, la fusión de ficción y relato de lo sucedido en la realidad empírica.

La hibridez de todas esas obras, tanto las españolas como las otras, hace que a menudo vengan acompañadas por información paratextual destinada a contribuir a elucidar algo su (anfíbolo, híbrido) estatuto genérico. Así, por ejemplo, La loca de la casa se cierra con un “Post scriptum” y Sefarad con una “Nota de lecturas”, como también Author, Author! –cuyo subtítulo nos informa explícitamente de que es una “Una novela”–, que termina con unos “Acknowledgments, etc” y viene precedida, además, por una inusual declaración, lo contrario del “desmentido” que acompaña las películas y a veces muchas novelas de ficción (como, por citar un caso relacionado, All Souls, la traducción de la novela Todas las almas de Javier Marías al inglés):

A veces es aconsejable prologar una novela con una nota diciendo que la historia y los personajes son completamente ficticios, o algo por el estilo. En esta ocasión parece necesaria una distinta declaración autorial. Casi todo lo que sucede en esta historia está basado en hechos verídicos. Con una excepción menor, todos los personajes con nombres fueron personas reales. Citas de sus libros, obras de teatro, artículos, cartas, diarios, etc., son sus propias palabras. Pero me he valido de la licencia del novelista para representar lo que pensaron, sintieron y se dijeron; y he imaginado algunos sucesos y detalles personales que la historia no se dignó a registrar. Por tanto, este libro es una novela y está estructurado como una novela. (Lodge 2004a)

Todas las demás obras están asimismo rodeadas por parecida información paratextual sobre la combinación de realidad y ficción o, como se anuncia en la cubierta de Arthur & George, la mezcla de “investigación intensa e imaginación vívida” (Barnes 2005).

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En su ensayo sobre tales obras, Lodge aventura cuatro posibles razones para explicar por qué la novela biográfica (sobre un escritor) ha adquirido en años recientes tanto prestigio como “subgénero de ficción literaria”: (1) el posmodernismo (“la incorporación del arte del pasado en sus propios procesos mediante una reinterpretación y un pastiche estilísticos”); (2) una manera de hacer frente a “la angustia de las influencias”; (3) una señal de la decadencia y el agotamiento de las letras contemporáneas; y (4) una falta de confianza en el poder de la narración puramente ficticia (Lodge 2006: 9-10). Las últimas dos razones me parecen las más plausibles. De hecho, en una entrevista de 2004 en EL PAÍS son únicamente éstas las que Lodge aduce como explicación:

La gente ya no confía en el poder de convicción de la ficción. La ficción ha perdido la autoridad que tenía en el pasado. De ahí la popularidad de la narrativa biográfica, también llamada de vivencias, en la que la ficción no abunda o incluso no existe, pero las experiencias se narran en el estilo vívido asociado a la novela. (Lodge 2004b)

La traducción de “narrativa de vivencias” es una imprecisa versión del término empleado por Lodge, life writing, que significa literalmente “escritura de la vida”.30 Lodge no hubiera concebido la posibilidad de ponerse a escribir una obra de esa estirpe unos veinte años antes, porque su concepto de lo que era una novela simplemente no incluía por aquel entonces la posibilidad de escribir una basada en una persona real o histórica, aclara (Lodge 2006: 11). Este cambio de idea de Lodge es un indicio de cuánto ha cambiado la forma de la novela en general en los últimos años. Lo que Lodge dice sobre la pérdida de autoridad de la novela de ficción nos ayuda también a entender mejor la crisis de la novela española mediados los años noventa. La creciente popularidad de una narrativa decantada por lo real, y el hecho de que hoy en día la forma de la novela se haya reinterpretado y ensanchado lo suficiente como para abarcar o incluso fomentar la posibilidad de escribir este tipo de obra, es una señal inequívoca de que la concepción y la forma de la novela se han visto alteradas.

La otra manera en que la incorporación, representación o recreación aparente de la realidad empírica se manifiesta en años recientes es en obras de forma mucho más errabunda y genéricamente aun más ambigua. Esa evidencia de lo real es lo que esta segunda rama tiene en común con la novela biográfica, aunque quizás sea más

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exacto hablar del efecto de lo real, ya que evidencia significaría la certeza clara e indiscutible de la presencia de lo real, lo que no es el caso las más de las veces; el efecto de lo real, por el contario, es lo que producen todas esas obras sin duda a menudo, por mucho que este efecto sea siempre producto del artificio e incluso a veces de la ficción. La sensación, la impresión provocada no depende por lo tanto del origen del elemento que es revestido con un halo de realidad sino de su elaboración, de su tratamiento, de la apariencia que se le confiere a través de su entrelazamiento en el tejido del conjunto de la obra, a través de la forma de la narración. En estas obras el efecto de lo real se surte no sólo mediante una escritura biográfica (mezclada con la ficcional), que también, sino al mismo tiempo por medio de una pronunciada vena autobiográfica (en apariencia, por lo menos), aparte de relatos de viajes, fragmentos de diarios, ensayo, entre otras formas. En este arabesco se entreteje también, naturalmente, la ficción. Pienso principalmente en ciertas obras de Winfried Georg Sebald –Schwindel. Gefühle (1990), Die Ausgewanderten. Vier lange Erzählungen (1992), Die Ringe des Saturn. Eine Englische Wallfahrt (1995) y Austerlitz (2001)– y de Claudio Magris –Microcosmi (1997) y también Danubio (1986).

De estos libros errabundos se podría decir lo mismo que se ha dicho de los españoles, a saber: que no entran en ninguno de los géneros literarios consabidos y a la vez participan de todos o muchos.31 Paralelamente, como los españoles, parecen operar sobre lo real, aunque también, como es por ejemplo el caso de Marías y Montero, expresan la idea finisecular y postestructuralista (o postmodernista) de la imposibilidad de representar el mundo a través del lenguaje. Así, en Austerlitz el protagonista homónimo afirma que

todos, aun quienes creen haber reparado en el menor detalle, nos valemos de las piezas de siempre que ya han sido empleadas con suficiente frecuencia por otros. Pretendemos reproducir la realidad, pero cuanto más empeñosamente nos esforzamos por lograrlo, tanto más se nos impone lo prefabricado desde siempre en el Teatro de la Historia […] Nuestra preocupación por la Historia, según la tesis de Hilary, es una preocupación por imágenes siempre ya prefabricadas y grabadas en el interior de nuestras cabezas, imágenes en las que tenemos clavada nuestra mirada, mientras que la verdad se halla en alguna otra parte, en un aparte todavía no descubierto por nadie. (Sebald 2003: 109)

La digresión se mueve naturalmente en este territorio apartado, la digresión es un aparte. Es esta verdad lo que estas narraciones de

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Sebald, de Magris y de otros nos permiten vislumbrar, una verdad estrechamente ligada con la memoria del pasado, de vidas y hechos pasados, a sabiendas de que, paradójicamente, en última instancia la lengua es meramente algo que brota de nuestra ignorancia y que a lo mejor sólo nos ayuda a explorar a tientas la oscuridad que nos rodea, como le dice Austerlitz al narrador.32

Como Marías, Sebald intercala reproducciones fotográficas en sus libros, que, por un lado, parecen contribuir a una representación exacta de la realidad mientras, por otro, la ponen en tela de juicio.33

Anne Fuchs propone que las fotos del escritor alemán plantean el problema de cómo deberían interpretarse, ya que el lector no puede decidir a menudo y no se le informa explícitamente sobre la relación entre texto e imagen; esto da lugar a la indecisión (“die Unentscheidbarkeit der Frage”).34 Claudio Magris no incluye fotografías en sus libros, pero sí se vale de la mezcla de escritura biográfica y autobiográfica, ensayo, diaro y relato de viajes para examinar vidas y regiones centroeuropeas, sus historias y microhistorias, fronteras e identidades, en relación con las culturas de los lugares. Las obras de Magris y Sebald, como las españolas, son considerablemente digresivas y contienen una conciencia de su digresividad –es cómo aparentan representar la realidad–. Y su digresividad y la concomitante libertad conducen a la indeterminación genérica y su resistencia a la contextualización y categorización, tan características de ese tipo de literatura comprometidamente errabunda. Esa porosidad, que es generalizada, como la porosidad de la frontera que separa el pasado y el presente y los mundos de los vivos y los muertos, junto a la de tantas otras fronteras tangibles e intangibles por las que se circula en esas obras, es fruto de la digresión.35

Así, Claudio Magris, en el primer capítulo de Microcosmi, “Caffé San Marco”, que constituye una suerte de introducción a su narración, la naturaleza y las preocupaciones de ésta –función, por cierto, frecuente de los primeros capítulos de obras errabundas, como veremos que también desempeñan los primeros capítulos de Negraespalda del tiempo y La loca de la casa–, comenta las memorias de un tal Giuseppe Fano y hace hincapié de forma elogiosa en algunos de sus aspectos, aspectos que comparte la propia obra de Magris a menudo (su apología de Fano se ha de leer por consiguiente, por lo menos en parte, también como comentario metanarrativo sobre Microcosmi). Llama la atención sobre el hecho de que Fano

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“renuncia, por honestidad, a unificar la dispersa multiplicidad de lo real en una síntesis presuntuosa” (Magris 1997: 33). Más adelante, Magris se hará eco de esta cosmovisión cuando habla de la “dispersa multiplicidad de las cosas” (“la sparpagliata molteplicità delle cose”) y de la “errática multiplicidad fractal” de un valle, “la tortuosa pluralidad de todos los macro y microcosmos feudales” que explora (Magris 1997: 126 y 202). Encomia la indiferencia de Fano hacia la falta de coherencia de sus memorias, el hecho de que no elimina elementos incoherentes o contradictorios o extraviados (Magris 1997: 33). “Su autobiografía”, concluye Magris, “tiene la coherencia de la fragmentariedad, no finge una conclusión y se interrumpe en obsequio a la realidad, una realidad sin fin e inconclusa” (Magris 1997: 33). Es por eso por lo que a Magris le interesan los relatos errabundos, la historia “larga, digresiva, que se para numerosas veces antes de retomar el hilo”, como la del pescador anciano Marco Radossich (1997: 177). La realidad es incoherente, de ahí que el relato tampoco pueda ser del todo coherente si pretende reflejarla; “Suceda lo que suceda, queda, indomable, el respeto por los otros y aun por las cosas” (Magris 1997: 33). Microcosmi es un elogio de la digresividad, de la errabundia: “Todos los viajes rectilíneos, directos”, abstrae Magris en uno de los muchos aforismos de ese tipo de obra, “los viajes con una destinación precisa son breves, mientras que el viaje por la tarde sin meta se pierde, se enreda en despojos semisepultos que le hacen tropezar a uno, desemboca en senderos borrados” (Magris 1997: 215). Son tales senderos borrados por los que transita Magris errando, también en Danubio (Magris 1986), otra apología de la digresión, y también Sebald y los otros narradores errabundos europeos, incluidos los españoles. Es por respeto por la existencia que tales narraciones son digresivas; su errabundia es el resultado de la consideración hacia las cosas y vidas de este mundo. Su digresividad es un obsequio a la realidad.

1.4. Renovación

Las obras estudiadas en este libro, y otras afines, tales como, en particular, los libros recientes de Enrique Vila-Matas, representan algo raro en que implican una clara renovación artística en el panorama literario español. Como indiqué antes, por mucho que se hayan publicado obras con las que tienen afinidades con anterioridad, la

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mera cantidad de obras de tal índole que empiezan a publicarse más o menos a partir de 1998 señala un cambio. Además, es una renovación no circunscrita a España sino extendida por Europa en general (y quizás más allá) en obras más o menos afines a las españolas. Son obras que entrañan una clara respuesta a la pregunta que, como dije al principio, se cierne sobre la prosa literaria española mediados de los años noventa: “¿Y ahora qué?”.

Lo que efectúan en cierta medida estas falsas novelas u obras errabundas, con Negra espalda del tiempo a la cabeza, aunque quizás sin proponérselo, es una renovación de los moldes de la prosa narrativa y del género de la novela si se quiere, porque, en última instancia, si hay un género al que se puede decir que se adscriben es precisamente la novela entendida en un sentido amplio. Como dice José María Pozuelo Yvancos de Negra espalda del tiempo, acomete “un asedio único (en la literatura española y me atrevo a decir que en la europea no hay otro) a eso que Henry James en el prólogo a APortrait of a Lady denominó la ‘casa de la ficción’” (Pozuelo Yvancos 2010: 80).

Ensanchan, pues, el género de la novela que, se podría argüir, está experimentando una relativa crisis mediados los años noventa, culminada la vuelta de la novela española posfranquista a paradigmas de corte relativamente tradicional, especialmente después del rechazo del experimentalismo de los sesenta y principios de setenta. Así, la novela de ficción, a pesar de que, como apunta Fernando Valls, “siga siendo el género por excelencia, el territorio de más prestigio”, se estrecha y parece haber agotado algo sus recursos y “no siempre es ya el territorio de libertad que había sido” (Valls 2003: 27). Como explica Eduardo Mendoza en 1999 en un libro de entrevistas de escritores que versan sobre El destino de la literatura, “debido a su agotamiento, se está empezando a imitar a sí misma, y por lo tanto está perdiendo fuerza” (Mendoza en Pfeiffer 1999: 128-129).

Pues bien, lo que estas obras errabundas hacen es conquistar relativamente nuevos territorios de libertad para la novela. Experimentan de nuevo con el género de la novela, en especial la novela de ficción, deshaciendo su estructura convencional y liberando la escritura, una libertad que la faculta así para fluir de manera desenvuelta, para no preocuparse tanto por su cohesión o unidad formal, para desentenderse de obligaciones y aventurarse –en apariencia o en efecto– en relatar lo ocurrido, permitirse la incursión

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en la realidad empírica, en el pasado (tanto el español como el europeo), en la propia biografía del autor (su propia carne), en la de otros y su ficcionalización. Es una escritura desatada en la que caben prácticamente todos los géneros literarios conocidos, por valerme del título del libro de José-Carlos Mainer que nos remite al término empleado por Cervantes en palabras de su portavoz, el canónigo de Toledo, en el capítulo XLVII de la primera parte del Quijote (Mainer 2000).

No cabe duda de que, como observa Michael Pfeiffer en su prólogo al libro de entrevistas citado arriba, “las crisis son inherentes a la literatura, son necesarias para la continua renovación de sus formas” (Pfeiffer 1999). Hasta la revuelta más extrema contra las normas de la novela, como las antinovelas de Fielding o Jane Austen o Flaubert o Natalie Sarraute, crean sus propias leyes, que serán transgredidas a su vez, como observa Frank Kermode (1988: 221). Pues bien, hacia mediados de los años noventa, o antes, empieza a ser apreciable una revuelta o minicrisis (tanto en España como en Europa), si se prefiere, de la novela, porque sus estilos, técnicas y moldes se han hecho tan convencionales que parecen haberse debilitado.

Los estilos y las técnicas de un arte pueden volverse convencionales y estancados, y así el receptor es eximido de la necesidad de emplear su inteligencia e imaginación y es privado de su recompensa, como dice Koestler (1964: 336). Ahora bien, como también explica, por un lado, la codificación de la experiencia en reglas del juego es necesaria para el desarrollo (para el funcionamiento rutinario, para nombrar, para resolver esquemas familiares). Sin embargo, por otro lado, el problema en el campo creativo reside en que si las reglas del juego se codifican tanto, se estancan, se agotan, pierden fuerza y se vuelven inadecuadas como medios expresivos y de comunicación. La renovación de las obras errabundas consiste, pues, como toda ruptura per se (Koestler 1964: 333-335, 380-382), en desviarse de la norma convencional (la norma de la novela media, en este caso) y establecer unos nuevos parámetros de relevancia, en un desplazamiento del énfasis a aspectos previamente descuidados, en un descubrimiento de lo que siempre ha estado ahí. Un descubrimiento, en este caso, de una novela que, remontándose al período helenístico y por lo menos desde Cervantes, fue concebida como una invención que tiene la libertad de hablar de todo y del modo que se le antoje, como el arte supremo de la inclusión

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y la divagación, que instruye deleitando y que tira a la verdad, sin que la erudición pesada avale cada noticia; la novela concebida como itinerario abierto y galería de personajes invitados y curiosos y como summa de varios géneros que se exploran enhebrando episodios y con autoconciencia artística, en la que prima la imaginación, por parafrasear libremente lo que dice Mainer sobre la aportación de Cervantes (Mainer 2000: 89-91).

Las obras errabundas crean por ende un renovado modo de expresión, un código individual, un patrón o modelo relativamente nuevo que se aparta de las normas en vigencia, otro tipo de novela, una falsa novela (Koestler 1964: 380). Y este hallazgo se produce precisamente a través del juego que comportan las obras eminentemente digresivas. Deshacen estructuras convencionales y habituales, y las recomponen en una nueva síntesis, creando así en el proceso un juego original que ya no podemos jugar ateniéndonos a reglas anteriores, un tejido que no podemos descifrar con las fórmulas habituales, sino que nos obliga a esforzarnos por tolerar su irregularidad, aparente caos o fragmentación y por mirar de nuevo de verdad, sin precipitarnos a imponer una visión prematura, para así poder aprehender la naturaleza de las analogías que irradian por todo su espacio y nos permiten atisbar la totalidad.

Notas

1 Estas observaciones han sido desarrolladas con más detenimiento en los dos primeros capítulos de mi libro sobre la novelística de Javier Marías y en otro ensayo (Grohmann 2002: 7-54 y Grohmann 2003). 2 Como afirma Maryse Bertrand de Muñoz, que es quien más ha documentado el tema de la presencia de la Guerra Civil española en la novela, tanto la española como la internacional, en los años noventa se publicaron unas cuarenta y cinco novelas en España “que refieren en parte o en su totalidad los hechos bélicos de 1936-1939” (Bertrand de Muñoz 2000: 495). 3 Algo poco frecuente en la historia de la literatura española y prácticamente insólito desde 1936, lo que a mi modo de ver no deja de indicar cierto estado de normalización y madurez alcanzados por la literatura española por primera vez en muchos decenios.4 La presentación y, en parte, la recepción general y las lecturas de estas obras que he visto, especialmente en la prensa, coinciden en destacar la evidencia de lo real y la específica forma en que se configura y manifiesta esta evidencia en la obra (la particular manera en que se produce la “mezcla de ficción y realidad”) como su faceta más importante, interesante, llamativa, original o innovadora (véanse, por ejemplo,

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dos artículos cuyos títulos ya ponen de manifiesto esta lectura: “La invasión de la realidad” de José Andrés Rojo y “Novelas de cosas sucedidas” de Jordi Gracia, publicados en EL PAÍS BABELIA, 17 de marzo de 2001 y en LA VANGUARDIACultura, 23 de octubre de 2002, respectivamente; Rojo 2001 y Gracia 2002). 5 Juan Benet ha analizado de manera muy elocuente y convincente este fenómeno en La inspiración y el estilo (Benet 1973). 6 Recuérdense, por ejemplo y ciñéndonos a la época reciente, las reveladoras reacciones a poetas y narradores novísimos a principios de los años 1970, que fueron denominados venecianos, extranjerizantes, escapistas, esteticistas, frívolos o incluso angloaburridos y anglosajonijodidos [sic], entre otros términos empleados, por su distanciamiento de la realidad española (véanse Debicki 1994: 250-251; Labanyi 1995a, 1995b y 1999; Grohmann 2003). 7 Sé que esta palabra, como el adjetivo digresivo, tampoco se registra en los diccionarios principales (aunque sí el adjetivo errabundo), si bien, como el adjetivo, está en uso y me parece más elegante y expresiva que errancia y las raras errabundezo errabundaje, voces que sí se recogen (recuerdo que la “descubrí” en un ensayo de Javier Marías titulado precisamente “Errar con brújula” recogido en la colección Literatura y fantasma, sobre el cual volveremos en el capítulo siguiente [Marías 1993: 91-93]).8 Para 2006 estos cambios en el panorama de la literatura española ya se han hecho del todo evidentes. Como confirma Vicente Molina Foix al publicar El abrecartas,“muchos de los autores actuales más interesantes escriben novelas que ya no son narrativas en el sentido clásico, aunque no sean tampoco necesariamente experimentales […] Ahora se respira una atmósfera, tanto en literatura como en cine, en la que las barreras de géneros se derrumban. Es un poco, a pesar de que el término esté tan banalizado, el mestizaje” (Molina Foix 2006b: 75). 9 Sólo hay que recordar las innovaciones que empiezan a producirse ya a partir de finales del siglo XIX con el modernismo español y los escritores de las generaciones del 98, del 27 e intermedias. Para Baroja, por ejemplo, la novela lo abraza todo, es un saco sin fondo donde cabe todo, Unamuno experimenta con nivolas y Valle-Inclán noveliza el teatro o dramatiza la novela, mientras que el propio Ramón Gómez de la Serna contribuye probablemente del modo más notable y original al “desmantelamiento de los géneros” tradicionales cuya disolución se encuentra ya bastante avanzada cuando empieza a escribir, hasta tal punto que se convierte en un escritor tan heterogéneo como inclasificable (véase la colección editada por Andres-Suárez y los ensayos de Luis López Molina y Jacqueline Heuer, por ejemplo). 10 El libro de Pozuelo Yvancos llega a mis manos una vez terminado el presente estudio y mientras lo estoy revisando por última vez, lo cual no me permite, lamentablemente, entrar en diálogo sustancial con él, aunque sí he incluido alguna que otra referencia pertinente. 11 “A causa de este esquema la maquinaria de mi obra es muy especial, por no decir que única en su género: se han introducido en ella dos movimientos contrarios, que se pensaba que estaban en discordia el uno con el otro, y se los ha reconciliado. En una palabra, mi obra es digresiva, y también progresiva, –y es ambas cosas a la vez” (Sterne 1997: 62). No es del todo casual que esta traducción al castellano de la novela la llevó a cabo el propio Javier Marías y esta clásica obra digresiva constituye uno de sus modelos literarios predilectos además de su libro preferido (véase “Mi libro favorito”, Marías 1993: 209-212).

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12 Para Sobejano la novela digresiva parece formar parte de lo que él llama noveladiscursiva, término que “debe aplicarse a la novela en la cual predomina el ‘discurso’ (lo que dice el autor-narrador con su voz, como tal, por encima de la ‘historia’; la acción narrada por un autor-narrador que, como tal, no se hace oír mientras relata o expone)”. Novela discursiva englobaría por tanto a la novela digresiva y es afín a otro término acuñado por Sobejano, el de novela pensamental, “un tipo de novela más atento a exponer el pensar de un sujeto que a contar una historia o desenvolver una trama” (Sobejano 2005: 9). No toda novela discursiva o pensamental sería por ende necesaria o automáticamente novela digresiva, aunque probablemente sí tendería a la digresión ya que nuestro modo de pensar natural, no regimentado, ordenado, o cohibido, el modo natural de la operación de la mente, es digresivo, como veremos (espero).13 “No creo que esto sea una historia, aunque puede que me equivoque, al no conocer su fin. El principio de este relato, eso lo sé, está fuera de él, en la novela que escribí hace tiempo, o aun antes de eso y entonces es más difuso […] Su final quedará también fuera, y seguramente coincidirá con el mío, dentro de algunos años, o así lo espero” (Marías 1998: 12). 14 “A story coheres grammatically […] only under the constraint of being dilatory, of not taking the shortest path (a straight line) between its opening and its conclusión” (Chambers 1999: 20); véase también la discusión entera de Chambers de este aspecto (Chambers 1999: 19-25). 15 Esto es esencialmente lo que afirma también Brooks en su lectura de Freud como modelo de la estructura y dinámica de la trama narrativa cuando habla de la necesidad del centro como desviación, como lucha por alcanzar el final bajo la compulsión de una demora impuesta, como un arabesco en el espacio dilatorio del texto (y, con él, Chambers; ver nota arriba): “We emerge from reading Beyond the Pleasure Principle with a dynamic model that structures ends (death, quiescence, nonnarratability) against beginnings (Eros, stimulation into tension, the desire of narrative) in a manner that necessitates the middle as detour, a struggle toward the end under the compulsion of imposed delay, as arabesque in the dilatory space of the text” (Brooks 1984: 107-108).16 La expresión de “cuerpos mal sepultados” obviamente se debe entender no sólo de modo figurado sino también recto, si se piensa por ejemplo en los fusilados durante la Guerra Civil y los años de represión que la siguieron enterrados en las fosas comunes franquistas abiertas y cerradas a toda prisa, que han empezado a reabrirse ahora para identificar a los cadáveres y enterrarlos en cementerios a instancias de familiares; descubrir las fosas comunes es en lo que se ha centrado la recién fundada Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Por lo demás, véase el interesante trabajo de Jo Labanyi sobre la presencia de los fantasmas del pasado en la literatura y el cine del período posfranquista (Labanyi 2000). Labanyi mantiene que el reciente interés en los fantasmas y su presencia, su frecuentación del presente (haunting) está relacionado con el “retorno de lo real”, que es interpretado como la otra cara de la moneda del énfasis posmoderno en simulacros; “Si el fantasma es una encarnación de lo real en la forma del simulacro, entonces la conversión posmoderna de la realidad en simulacros se puede ver no como el fin de la historia sino como su retorno de forma espectral. El término de Hal Foster para este fenómeno es ‘realismo traumático’” (Labanyi 2000: 78). En un ensayo titulado “Le déni de Franco” y publicado en Le Nouvel Observateur en enero de 2006, Javier Marías da a mi modo

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de ver la explicación que es no por reiterada (desde la Transición) menos convincente y sensata sobre este pacto del silencio, un silencio respecto a los cuarenta años de guerra y dictadura que, según Marías, fue probablemente necesario ya que Franco murió con todas las estructuras de su poder intactas; y si el régimen de Franco aceptó sacrificarse fue a cambio de bien poca cosa; si algunos años después de la muerte de Franco se hubiera intentado enjuiciar a los responsables del régimen franquista, se habría producido una involución inmediata, una terrible represión y quizá un considerable derramamiento de sangre. A pesar de la injusticia que suponía para las víctimas del bando republicano, el pacto del silencio fue lo más sensato que se podía hacer en aquel momento (Marías 2006). 17 Véase Chambers (1999: 140-146). 18 La parataxis forma parte de la dimensión paradigmática (listas, enumeraciones) que tiene una afinidad con la digresión en su modalidad contranarrativa y es asociable a la memoria como la facultad que produce continuidades mentales, además de interrumpirlas a veces (Chambers 1999: 119). 19 Éste es el precepto de Isak Dinesen que se cita en su forma completa: “Sólo si uno es capaz de imaginar lo que ha ocurrido, de repetirlo en la imaginación, verá las historias, y sólo si tiene la paciencia de llevarlas largo tiempo dentro de sí, y de contárselas y recontárselas una y otra vez, será capaz de contarlas bien” (Marías 1998: 370).20 Sobre las interpretationes e historia de la imaginación creativa véase, por ejemplo, Aristóteles (1965), Armstrong (1946), Benet (1973), Kant (1924), Percival (1997), Ribot (1906), Richards (1962), Schiller (1962), Starobinski (1970) y, salvando distancias, mi propia sinopsis y discusión de éstas (Grohmann 2002: 89-122). 21 Véanse, por ejemplo, los ensayos titulados “Errar con brújula” y “Cabezas llenas” (Marías 1993: 91-93 y 249-263, respectivamente). 22 “The uncompromising democracy which refuses to make any distinction between the significance of the elements building the work of art belongs to the essence of artistic rigour” (Ehrenzweig 1967: 29). 23 No se debe olvidar en este contexto que la yuxtaposición en la definición de Jean Piaget corresponde a la tendencia cognitiva de un niño de asociar elementos de forma paradigmática, expresada a través de la coordinación (“y...y...y...”), en vez de ver lazos lógicos y causales entre ellos (Reber y Reber 2001); el sincretismo y la yuxtaposición de los procesos de creación de la literatura errabunda se manifestarían, por lo tanto, especialmente en su dimensión paradigmática y en las continuidades mentales reveladas. 24 “‘Casi todas las novelas se debilitan hacia el final’”, escribe Vila-Matas citando a E.M. Forster; “‘esto se debe a que el argumento requiere una conclusión. ¿Y por qué es necesario? ¿Por qué no existe una convención que permita al novelista terminar en cuanto se aburre? Por desgracia tiene que redondear las cosas y, normalmente, mientras está en ello los personajes pierden vida’ [...] A mí me parece que Bartleby y compañía en ningún momento se debilita al final, sino todo lo contrario, sigue tan pujante como al comienzo; sigue pujante, entre otras cosas, porque su estructura es infinita, tal vez porque el texto comentado es invisible [...] y nadie, por tanto, conoce su final. Precisamente fue al descubrir que Bartleby y compañía se abría a la creación inagotable cuando comprendí ya del todo que debía ponerle punto final, salvo que quisiera arriesgarme a que llegara un día, dentro de unos años, en que me aburriera el texto infinito y sintiera la tentación de redondearlo, de redondear lo que nunca se

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podrá redondear” (Vila-Matas 2002a: 37). La literatura digresiva, como en un principio toda obra artística, en última instancia sí tiene que sucumbir a la ley del fin, aunque su final está fuera de la obra de algún modo, como dijo Marías que es el caso de Negra espalda del tiempo, y resiste ser redondeada y redondeable. 25 Como admite el narrador de Sefarad, “unas cosas traen otras, como unidas entre sí por un hilo tenue de azares triviales” (Muñoz Molina 2001a: 268). 26 Por cierto, para el juego de la escritura errabunda se precisa de cierta madurez creadora y del dominio de unos medios y no me parece nada casual que los autores de los que me ocupo aquí hayan desarrollado obras eminentemente digresivas sólo una vez alcanzada la madurez como escritores.27 Citado por Koestler (1964: 645). 28 “He hablado de ‘inocencia’. Cuando se sigue la espontaneidad, se vive espontáneamente en el nivel de lo personal; la sustitución por lo preparado, ‘racional’ falsamente, cosifica todo y hace que no sea propiamente humano. Es una suplantación del modo de ser del hombre. De ahí la fidelidad de la vida irreflexiva a sus exigencias, la admiración que lo humano despierta, la preferencia actual por algo planeado, deliberado, por un ‘pliego de condiciones’ en vez de la realidad que brota al vivir. La complejidad de los movimientos espontáneos en vano se intentaría ‘componer’ artificialmente” (Julián Marías 2002: 349). 29 Los títulos de las otras obras de la misma índole que no he mencionado yo pero que Lodge cita son: The Blue Flower (1996) de Penelope Fitzgerald (Novalis); Tennyson’s Gift (1996) de Lynn Truss (Tennyson y otros), The Hours (1999) de Michael Cunningham (Virginia Woolf); According to Queeney (2001) de Beryl Bainbridge (Samuel Johnson); The Ballad of Sylvia and Ted (2001) y Felony (2002) de Emma Tennant (Sylvia Plath y Ted Hughes, y Henry James y Constance Fenimore Woolson); Fanny: A Fiction (2003) de Edmund White (Frances Trollope); Wintering (2003) de Kate Moses (Sylvia Plath); Mansfield (2004) de C. K. Stead (Katherine Mansfield); y The Invention of Dr Cake (2004) de Andrew Motion (Keats), (Lodge 2006).30 Por cierto, en una colección de ensayos sobre este tema con precisamente el título de Life Writing es donde esbocé por primera vez los cambios del contexto europeo a los que me estoy refiriendo aquí siguiendo lo que dije en aquella ocasión (véase Grohmann 2010). 31 Es lo que afirma Elide Pitterello sobre Negra espalda del tiempo (Pittarello 2001: 125).32 “Immerzu dachte ich nur, so ein Satz, das ist etwas nur vorgeblich Sinnvolles, in Wahrheit allenfalls Behelfsmäßiges, eine Art Auswuchs unserer Ignoranz, mit dem wir […] blindlings das Dunkel durchtasten, das uns umgibt” (Sebald 2003: 183). 33 Que conste, por cierto, que, a diferencia de lo que algunos han afirmado, Marías empezó a incluir fotos en sus narraciones antes de Sebald, empezando con una foto de John Gawsworth y otra de su máscara mortuoria en Todas las almas, de 1989, mientras que la primera narración en prosa de Sebald, Schwindel. Gefühle, no se publicó sino un año después. 34 Véase Fuchs (2004: 138-42) y también Jonathan Long (2003) y Lilian Furst (2006) sobre las fotos de Sebald, entre otros críticos. 35 En varias entrevistas recopiladas en un libro, Sebald habla reiteradamente de esa porosidad, como apunta también Lynne Sharon Schwartz en su introducción (véase Schwartz 2007).

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II. Javier Marías, Negra espalda del tiempo: de errabundos hacia la nada

2.1.

Para considerar la errabundia genérica de Negra espalda del tiempo es preciso tener en cuenta lo siguiente. Javier Marías es un escritor cuyas obras –desde su primera novela hasta la más reciente, pasando por cuentos, artículos, columnas, ensayos o retratos y notas biográficas– las distingue una muy considerable libertad narrativa, que se manifiesta especialmente a través de una escritura digresiva, la frecuente combinación de géneros de escritura, y una notable indeterminación y experimentación genéricas. Así, por ejemplo, Losdominios del lobo (1971), su primera novela, es una obra episódica: está compuesta por once historias prácticamente independientes, cada una con su propia trama y unidad espaciotemporal, sólo tangencialmente relacionadas a través de algún que otro personaje que reaparece en más de una y mediante el territorio de unos ficticios Estados Unidos de inspiración primordialmente cinematográfica. Los distintos relatos y sus oblicuas conexiones no forman una narración lineal y coherente, sino que subrayan, por un lado, la naturaleza casual y no causal del relato, la importancia del azar en la configuración de las historias y la naturaleza episódica de la novela; y, por otro, permiten vislumbrar una contingente interconexión latente (de la obra y las vidas de los personajes). El monarca del tiempo (1978), por poner otro ejemplo, es una obra de género más que dudoso y vida bien precaria: consiste en tres relatos, una pieza teatral y un ensayo. En la solapa de la primera edición de Alfaguara fue presentada “prudentemente” como “libro”, como nos recuerda Elide Pittarello en su prólogo a la segunda edición de un cuarto de siglo después (Pittarello 2003: 17), pero fue expuesta por Marías como su tercera “novela” (y figura en su bibliografía como tal), aunque a veces el propio autor ha puesto en tela de juicio este hecho.1 Yo la excluí de mi estudio de las novelas de Marías al no constituir, a mi modo de ver,

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sensu stricto una novela, “por carecer de la mínima unidad de forma, argumento, personajes, acción o pensamiento que uno asociaría aun con una novela que pugna por ampliar la definición del término” y porque, a diferencia de sus otras novelas reeditadas con cierta frecuencia, Marías optó por no rescatarla del olvido durante muchos años, resaltando su índole fragmentaria al publicar varias de sus partes por separado y como textos autónomos, en colecciones de cuentos o ensayos (Grohmann 2002: 1-2). Cuando se decidió a reeditar este eslabón perdido de su trayectoria (en un sello, Reino de Redonda, cuya existencia, dicho sea de paso, forma parte del mundo de Negraespalda, como veremos), Marías acentuó la indeterminación genérica de la obra recordando en una contemporánea nota previa al texto que aunque en su día la presentó como novela, “si en verdad lo sería o no, dadas sus muy extrañas características, es algo que hoy me resulta indiferente y sobre lo que no discutiría con nadie ni tres segundos. ‘Asyou like it’, sería mi shakespeareana respuesta. En 1978 le veía unidad y coherencia al conjunto” (Marías 2003: 11). Además, ha habido varios casos de más o menos los mismos textos publicados con distintos “envoltorios” genéricos, exergos o paratextos diferentes, que hacen que sus lecturas sean divergentes en todos los casos, dictadas por el marco que condiciona o determina la naturaleza del texto (así, un artículo de prensa puede aparecer y leerse luego como cuento, un cuento como artículo, otro como una escena de una novela, entre otras traslaciones a las que me voy a referir más adelante). Son todas muestras “de cómo las mismas páginas pueden no ser las mismas”, en palabras del propio Marías (Marías 1996a: 11). Valgan estos ejemplos para poner en evidencia que Javier Marías es un autor que, aunque muy consciente de convenciones genéricas, se ha desviado de ellas y ha jugado con ellas muy a menudo, porque ha tenido siempre muy presente, como no se ha cansado de señalar, que la novela es “un género híbrido, bastardo, de escaso linaje, demasiado indefinido y amplio y [...] ‘moderno’” (Marías 2001: 271) y “que las más notables y perdurables obras dadas a la historia por ese género poco definible y mal definido siempre, son obras que se han apartado sin vacilaciones de la convención y ortodoxia a que se lo ha querido ceñir a menudo, para así acotarlo, restringirlo, empequeñecerlo y trivializarlo” (Marías 1999a: 333).2

Este marco que acabo de esbozar nos ayuda a situar Negra espaldaen el corpus del autor. De hecho, las palabras citadas en la penúltima

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frase forman parte del “Epílogo de 1999” de la edición de aquel año de Los dominios del lobo por Alfaguara, redactado un año después de la publicación de Negra espalda (ésta apareció en mayo de 1998 y el epílogo fue escrito en junio de 1999) y contiene varias observaciones sobre la libertad del escritor que relacionan de manera interesante y esclarecedora su primera con, su por aquel entonces, última obra y ayudan a circunscribir ésta última que aquí nos concierne.3 El largo epílogo para la reedición de su primera novela parece obedecer, en su mayoría, al deseo de explicar una valoración de Los dominios del lobocomo su mejor novela, que Marías recuerda haber incluido en Negraespalda pero que admite no poder encontrar.4 Sea como fuere, explica que para él

el género novela es, si algo, tan huidizo como abarcador, y pienso que sus verdaderas cimas no se cuentan entre aquellas obras [...] que han procurado cazarla y atarla en corto y ponerle límites, sino entre las que han hecho uso efectivo y osado de su flexibilidad y su libertad, las que mejor han encarnado o dado cuerpo a éstas, por así decir. (Marías 1999a: 334)

Puntualiza que “para hacer un uso interesante de esa libertad y esa flexibilidad hace falta algo más que desparpajo o desfachatez, y muchísimo más que meras ansias de originalidad o, como prefieren decir los farsantes ya antiguos, de ‘ruptura’” (Marías 1999a: 334-335). Lo que se precisa es lo siguiente:

–suponiéndole talento y conocimiento al autor, y no sólo rabia, arbitrariedad, gracejo o anhelo de deslumbrar– cuanto más libre es una novela en su concepción y en su ejecución, cuanto más desenvuelto es quien la escribe cuando la escribe, cuanto a más se atreve con control de su atrevimiento, cuanto más dispuesto está a contar a su manera (esto es, lo que le venga en gana, como le venga en gana y en el orden en que le venga en gana según sus propósitos y su plan), con más probabilidades contará su novela de durar y de ser releída una y otra vez [...] porque en ella habrá siempre algo nuevo o cambiante que descubrir o comprender. (Marías 1999a: 335)

Y concluye que “no me he sentido más libre ni más flexible, más atrevido ni más despojado de servidumbres al género en su vertiente convencional y ortodoxa, más desenvuelto ni más huidizo, más abarcador ni más ‘impertinente’ al escribir una novela” que cuando emprendió y llevó a cabo su primera y su por aquel entonces más reciente obra (Marías 1999a: 338). Negra espalda, sería pues, junto con Los dominios del lobo, su obra más libre, flexible, convencional y

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genéricamente impertinente, y escrita con la mayor desenvoltura y con la disposición de contar “lo que le venga en gana, como le venga en gana y en el orden en que le venga en gana” (quizá no sea tan sorprendente esta relación de dos obras en apariencia tan dispares si se tiene en cuenta la radical libertad de su primera novela, las cultivadas inocencia, ingenuidad e irresponsabilidad desde las cuales acometió su escritura).5

No es de extrañar por lo tanto que Negra espalda sea una obra de lo más errabunda, que goce de una considerable libertad narrativa, especialmente desde un punto de vista genérico. Es una narración genéricamente híbrida, un arabesco compuesto principalmente de escritura autobiográfica, biográfica y ficcional. Como ha aseverado Elide Pittarello, “no entra en ninguno de los géneros literarios consabidos y a la vez participa de todos” (2001: 125). Es un arsenal literario de relaciones en apariencia testimoniales de cómo una novela ha incidido en la realidad biográfica, en la realidad empírica, del autor, concretamente, de lo que ha pasado desde su novela Todas las almas (1989) al ámbito “real”, de todo lo que ha franqueado la barrera de la ficción para trasladarse a –y repercutir en– la esfera del bios del autor; o, visto de otro modo, de “cómo la realidad pugnaba por incorporar la novela a su esfera”, según a qué esfera se conceda agencia (Marías 1998: 293).6

De ahí que en la obra se despliegue una clara dicotomía: entre una novela de ficción, Todas las almas, y una obra de no ficción, Negraespalda. Se explica que Todas las almas es una novela, “una novela a secas y una obra de ficción” (293). Esta precisión es necesaria porque Todas las almas fue a menudo leída como un roman à clef o como un texto autobiográfico, lecturas que se deben a la ambigüedad creada por el propio autor, quien se valió de la propia biografía (su estancia como profesor en la Universidad de Oxford), pero “no en tanto que testimonio, sino en tanto que ficción”, exponiendo su obra como obra de ficción pero con “el aspecto de una confesión” y con el narrador recordando claramente al autor.7 En Negra espalda se hace particular hincapié en la índole ficticia de aquella novela y se discuten y rebaten lecturas que la acercaron desmedidamente a la realidad empírica. Y de esa manera se allana el terreno para mostrar cómo Todas las almas sí se aventura en la órbita de la realidad empírica, pero sólo a posteriori, o sea, en cuanto ficción. Mientras tanto, la propia Negra espalda “no es una ficción” (74), no es una verdadera novela de ficción, según nos

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advierte el narrador al comienzo del pasaje que ya cité en el capítulo anterior:

A diferencia de lo que sucede en las verdaderas novelas de ficción, los elementos de este relato que empiezo ahora son del todo azarosos y caprichosos, meramente episódicos y acumulativos –impertinentes todos según la parvularia fórmula crítica, o ninguno necesitaría al otro–, porque en el fondo no los guía ningún autor aunque sea yo quien los cuente, no responden a ningún plan ni se rigen por ninguna brújula, la mayoría vienen de fuera y les falta intencionalidad; así, no tienen por qué formar un sentido ni constituyen un argumento o trama ni obedecen a una oculta armonía ni debe extraerse de ellos no ya una lección –tampoco de las verdaderas novelas se debería querer tal cosa, y sobre todo no deberían quererlo ellas–, sino ni siquiera una historia con su principio y su espera y su silencio final. (11-12)

En este pasaje tenemos prácticamente una definición de la obra errabunda per se que, grosso modo, coincide con la mía esbozada en el primer capítulo y nos volveremos por ello a ocupar de esta sección más adelante. De momento, basta con tener en cuenta la definición (esencialmente a base de aspectos formales) de Negra espalda, relato episódico, azaroso, sin finalidad ni trama ni historia, en oposición a “las verdaderas novelas de ficción”. Por implicación y como mucho es, pues, una “falsa novela”, que es precisamente como dijo Marías que se podría llamar cuando la presentó (en Villena 1998: 38). El narrador de esta obra, además, parece coincidir con la figura del autor: se llama Javier Marías y lo que cuenta sobre sí mismo parece corresponder con lo que sabemos sobre el Javier Marías autor, y tiene su voz. Es decir, en términos teóricos, parece haber identidad entre autor, narrador y protagonista (aunque “Javier Marías” no es el único personaje principal del relato, sí tiene un papel central en cierta manera y figura por tanto entre los protagonistas; me conformo con las comillas para diferenciar narrador de autor). Esta identidad es el requisito fundamental para la existencia del discurso autobiográfico, según Philippe Lejeune, para que se pueda producir su famoso pacto autobiográfico entre lector y texto: “Pour qu’il y ait autobiographie (et plus généralement littérature intime), il faut qu’il y ait identité de l’auteur, du narrateur et du personnage” (Lejeune 1975: 15).

Ahora bien, por mucho que no sea una “verdadera novela de ficción” sería ingenuo mantener que Negra espalda no sea en cierta medida una ficción y no simplemente un texto autobiográfico: en primer lugar, como ya he indicado y como veremos más adelante,

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contiene material puramente ficticio; en segundo lugar, la relación de material proveniente de la realidad empírica con material del todo ficticio conduce a cierta indeterminación; y, en tercer lugar, el propio material de origen no ficticio sólo se puede emplear o sólo existe recreado, inventado (y a veces incluso fabricado, falsificado a conciencia, por decirlo en términos jurídicos), ya que no hay otro modo de acceder a él una vez acontecido o dado el hecho.

Me voy a ceñir a dos ejemplos de ello: el caso de Francisco Rico y el de Ian Michael. En Negra espalda hay dos personajes secundarios con sus nombres que aparecen en algunas escenas. Las escenas y lo que estos personajes dicen tienen visos de ser verdad, o sea, de no ser material inventado y de corresponder a lo sucedido y dicho en la realidad empírica (por mucho que la escena con Rico y Marías, es decir, personaje y autor, tenga ecos del encuentro entre Augusto Pérez y Miguel de Unamuno en Niebla). Sin embargo, no es así: las escenas con Rico y Michael y lo que ellos dicen son en gran medida inventados, por mucho que se inspiren en hechos acontecidos. Y si cabe alguna duda al respecto, el lector puede consultar Los discursos del gusto de Francisco Rico en el que Rico reproduce dos cartas que confirman lo dicho (Rico 2003: 173-176). En la primera carta, de Rico a Marías, del 16 de mayo de 1998, escrita por tanto pocos días después de la aparición de la obra, aquél se muestra “razonablemente satisfecho” de las páginas que le tocan y añade:

Y en todo caso me han divertido mucho, alguna vez hasta la carcajada. La regla es que sin citarme verbatim (sí, es un anglicismo) me imites con mucha destreza (debo y puedo disculparte alguna caída de estilo imposible en mí) y me pintes con buen ojo (aunque yo jamás incurriría en la afectación de subirme las gafas con otro dedo que el índice). (Rico 2003: 173)

Luego Rico pasa a poner en tela de juicio otros elementos de la escena que protagoniza, incluyendo su incumplimiento del trato alrededor del cual gira la escena en la obra. Si hemos de creer lo que dice Rico –y a estas alturas del juego me temo que todo lo que dice Rico, por lo menos en lo que se refiere a este juego iniciado por Javier Marías con su inclusión del profesor del Diestro en Todas las almas, también ha de tomarse cum grano salis, más o menos por las mismas razones– la escena de Negra espalda está basada en diversas conversaciones mantenidas en la realidad empírica y es una summa de ellas, en la que hay mucha invención, es decir, ficción. (E insisto en que es summa,

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mosaico o conjunto nuevo, y no suma, “yuxtaposición aditiva”, como muy acertadamente señala José María Pozuelo Yvancos que es el efecto de las figuraciones de Marías y Vila-Matas; 2010: 166). Y parte de todo eso lo confirma el propio Marías en su respuesta en una carta del 26 del mismo mes, donde admite que “lo de tu incumplimiento fue, francamente, una mentira poética que me convino. No hay muchas en todo el libro, pero me pareció que tú quedabas más mayestático si ni siquiera te ocupabas de cumplir el trato” (Marías en Rico 2003: 175). (Hay más “mentiras poéticas” en Negra espalda delas que reconocería abiertamente el propio autor, dicho sea de paso).

Ian Michael, a su vez, que tiene un papel importante en los primeros capítulos de Negra espalda como mediador entre Marías y Oxford, y Marías y Harvill (ayudó con la publicación de Todas las almas) me escribe lo siguiente (lo he traducido al castellano) en una carta del 27 de abril de 2006 que cito con su permiso:

Es difícil dar respuestas claras sobre TLA después de tantos años. A tu pregunta concreta de si envié una carta a Harvill [como se mantiene en NET], la respuesta es no. Recuerdo vagamente una conversación con el Sr. MacLehose de Collins/Harvill, quien era también por aquel entonces mi editor de las novelas de David Serafín, antes de que me pasara a Macmillan, y que puede que me preguntara si tenía algún inconveniente en el modo en que se me retratara bajo pseudónimo en esta novela y puede que yo contestara de que no tenía ninguno, aunque no podía responder por mis colegas. Es más sencillo recordar las circunstancias en torno a NET, en que Eric Southworth, Paco Rico y yo estamos entre los pocos personajes mencionados con nuestros nombres reales; también Sir Peter Russell bajo su apellido anterior de Wheeler. Te puedo asegurar que todas las palabras y hechos que me son atribuidos a mí son invenciones de Javier Marías, aunque puede que alguna que otra vez estén basados en un comentario mío, con frecuencia jocoso. (Michael 2006; el subrayado es mío)

No es mi intención ir rastreando Negra espalda de este modo burocrático; no se merece la obra tal indignidad. Basta constatar simplemente que tanto Rico como Michael ponen en tela de juicio gran parte de la veracidad de lo contado en Negra espalda, por lo menos en lo que a ellos se refiere. No es que Javier Marías tergiversara adrede la realidad para fines oscuros, sino que la reinventa o inventa, para darle forma, la única forma que, de todos modos, puede tener si es contada: como ficción. Como dice Rico en su carta, se trata de una serie de anécdotas reales que han dado pie a una construcción ficticia, “porque comprendo que si hubieras reflejado más fielmente nuestras agradables charlas habrías dañado

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irremisiblemente el núcleo digamos que teórico de todo el libro” (Rico 2003: 174). Yo añadiría que no sólo el núcleo teórico sino la propia forma de la obra. Como mucho, la realidad empírica sólo se puede recrear de forma aproximada, es decir, deformada o inventada, porque para contarla hay que darle cierta forma que no tiene en el modo en que se da cuando se produce, especialmente si la intención es recrearla en una narración en prosa.

En realidad, todo esto ya lo confirma ab initio el propio narrador de Negra espalda, quien incluso va más allá cuando nos recuerda que no hay modo de reproducir la realidad empírica (en la sección o capítulo inicial que sirve como contextualización o marco introductorio del tipo de narración que se emprenderá en la obra):

Así cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando, la lengua no puede reproducir los hechos ni por lo tanto debería intentarlo [...]. La palabra es en sí misma metafórica y por ello imprecisa, y además no se concibe sin ornamento, a menudo involuntario [...]. Basta con que alguien introduczca un “como si” en su relato; aún más, basta con que haga un símil o una comparación o hable figuradamente [...] para que la ficción se deslice en la narración de lo sucedido y lo altere o falsee. En realidad la vieja aspiración de cualquier cronista o superviviente, relatar lo ocurrido, dar cuenta de lo acaecido, dejar constancia de los hechos y delitos y hazañas, es una mera ilusión o quimera, o mejor dicho, la propia frase, ese propio concepto, son ya metafóricos y forman parte de la ficción. (9-10)

Esas reflexiones en torno a la imposibilidad de representar la experiencia real mediante la palabra coinciden con el escepticismo moderno acerca de la posibilidad de acceder a, y conocer, la realidad humana de forma objetiva o no ficticia. Asimismo, en el ámbito de la teoría de la autobiografía en concreto concuerdan en cierta medida con la concepción radical de ésta como género literario ya que toda experiencia en general es vista como construcción textual y, por ende, ficticia, desdibujando así los límites entre realidad y ficción (Marcus 1994: 201). Es más, se ajustan asimismo a una sugerente idea desarrollada teóricamente por Paul de Man, la idea de la autobiografía como figura retórica elaborada en su ensayo “Autobiography as De-Facement”.8 Como se sabe, en él de Man sostiene que, por un lado, tanto empírica como teóricamente la escritura autobiográfica se presta con dificultad a la definición genérica, ya que las obras del género en cuestión parecen representar siempre una excepción a la norma y se funden con géneros vecinos o incompatibles. Por otro lado, más fértil

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que la definición genérica es el modo de circunscribir la autobiografía a base de su diferencia con la ficción, en cuanto aquélla parece depender con menos ambivalencia de sucesos verídicos y potencialmente verificables; parece un modo más sencillo de referencialidad, representación y diégesis, siendo el producto de un sujeto único (de Man 1984: 68). Sin embargo, pregunta de Man, ¿es tan seguro que la autobiografía depende de la referencia, de que la vida produce la autobiografía como un acto sus consecuencias y no al revés, que la escritura o el proyecto autobiográfico producen y determinan la vida?, y ya que la mímesis es un modo de figuración, ¿es el referente el que determina la figura o no es más bien la ilusión de referencia una correlación de la estructura figurativa? (de Man 1984: 69). La autobiografía, concluye, no es un género ni un modo de escritura sino una figura retórica, un tropo, producto de la lectura o la comprensión (de Man 1984: 70). O en palabras de Marías (y de “Marías”), “relatar lo ocurrido [...] son ya metafóricos y forman parte de la ficción” (10). Es decir, tanto para de Man como para Marías no es el referente el que determina la figura del signo (autobiografía) sino la ilusión de referencia que forma parte de la figura, una referencia que es por tanto quimérica. La relación de lo experimentado en la realidad empírica es inherente a un sistema textual, una estructura figurativa de referencialidad.9

Pero, después de dejar manifiesta su conciencia de la imposibilidad de dar cuenta de lo acaecido, ¿cómo se aventura entonces Marías a alinearse en Negra espalda “con los que han pretendido hacer eso alguna vez o han simulado lograrlo, voy a relatar lo ocurrido o averiguado o tan sólo sabido –lo ocurrido en mi experiencia, o en mi fabulación, o en mi conocimiento, o es todo sólo conciencia que nunca cesa– [...]”? ¿Cómo es entonces que se atreve a relatar lo ocurrido? La respuesta se proporciona en el mismo párrafo en el que se traza la figura retórica que es el relato de lo sucedido: “‘Relatar lo ocurrido’ es inconcebible y vano, o bien es sólo posible como invención” (10). La única manera de contar lo acontecido en la realidad empírica es inventándolo; para narrar la realidad hay que inventarla.10 (Es un aspecto en el cual se insiste más de una vez y del cual nos volveremos a ocupar al discutir los procesos de creación). Eso explicaría quizá por qué la identidad entre autor y narrador es puesta en tela del juicio al final del libro: “Ya no sé si somos uno o si somos dos, al menos mientras escribo. Ahora sé que de esos dos posibles tendría uno que

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ser ficticio” (404). Se duda de esa identidad y se produce el desdoblamiento entre quien escribe y quien existe (el “tópico ancestral”, según José María Pozuelo Yvancos), al que nos remite también el famoso pasaje borgiano, o la escisión de un personaje indecidible.11 El desdoblamiento también recuerda al “Otro-además-de-mí” en que, en un artículo titulado “Quien escribe”, Marías dice que se convierte su narrador de Todas las almas, “quien no es Nadie y sin embargo se me parece” que serán todos sus narradores a partir de esa novela, principalmente porque autor y narrador compartirán el mismo estilo de discurso a partir de ella (lo que equivale a lo que Pozuelo Yvancos llama la misma “voz escrita”), incluyendo al de Negra espalda (Marías 1993: 83-90).

Y eso explicaría también por qué la frontera entre ficción y realidad se vuelve más borrosa conforme avanza el relato y nos vamos adentrando en “la negra espalda del tiempo”, y el progresivo vértigo que produce, tanto en el narrador como en el lector. A pesar de que el narrador arranca su relato con una frase que es casi una declaración de principios –“Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad” (9)– y de preciarse de “diferenciar bien lo real de lo ficticio”, que “si bien conviven y no se excluyen, a la vez no se mezclan y cada cosa discurre por su territorio y los dos son vigorosos” (278), sí las fundirá en su obra, a sabiendas en muy gran medida, como parte del proceso creativo de imaginar lo acaecido y así ficcionalizarlo, y en menor medida, quizás involuntariamente. Para el lector por lo menos, esa mezcla conducirá a la indistinción o indeterminación, a medida que avanza el relato y se vuelve prácticamente imposible deslindar en cada circunstancia la frontera que separa los dos territorios; conducirá a la “undecidability” de Paul de Man, algo así como la irresolubilidad, la imposibilidad de decidir entre dos lecturas incompatibles.12 Por un lado, como en cualquier relato autobiográfico, “el lector es seducido por las marcas del verismo que el yo-escritor-de-sí, sea sincero o falaz, acredita con su mera presencia textual” y, por otro, sabe que lo que lee es ficción desde el punto de vista genético (Villanueva 1993: 28). Ésta es la paradoja que caracteriza Negra espalda, la “estructura paradoxal” de toda escritura autobiográfica, según Villanueva, que consiste en la unión de dos nociones aparentemente irreconciliables, realidad y ficción, “de las que surge, no obstante, un significado nuevo y profundo” (Villanueva 1993: 18).

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De la misma unión que da lugar a semejante paradoja se nutre también la escritura biográfica de Negra espalda. Los relatos de las vidas de varias personas que se emprenden en ella, principalmente los de John Gawsworth (152-169), de Wilfrid Ewart (174-176, 180-189, 191-207, 219-252) y de Hugh Oloff De Wet (303-355), además de otros fragmentos biográficos, corresponden a la definición clásica de esta modalidad de escritura: “Récit écrit ou oral, en prose, que’un narrateur fait de la vie d’un personnage historique (en mettant l’accent sur la singularité d’une existence individuelle et la continuité de la personalité)” (Daniel Madelénat citado por José Romera Castillo 1998: 11). Más en concreto, puede decirse que forman parte del género de biografía literaria.13 Para Madelénat la biografía literaria, “une vie et ses traces”, tiene dos vertientes: la biografía de autores,constreñida por contratos, desarrollada bajo el peso de una triple obligación de historiador (investigación y crítica documental), crítico literario (de las obras) y narrador (relatar la vida); y la biografía del autor, afín a la novela biográfica discutida en el primer capítulo, que es la que practica Marías y los otros autores que nos ocupan en este libro: más libre, más variopinta, más abarcadora, que anhela demostrar que cualquier vida aspira a la ficción (en cuanto revestida de forma y en cuanto creación) que liberará su verdad (Madelénat 1998).

Ésta es la tarea llevada a cabo en Negra espalda y se prefigura ya en otros textos. En su colección de retratos de escritores famosos de 1992, titulada Vidas escritas, Marías declara en el prólogo que

la idea era, en suma, tratar a esos literatos conocidos de todos como a personajes de ficción, que probablemente es la manera, por otro lado, en que todos los escritores desean íntimamente verse tratados, con independencia de su celebridad u olvido. (Marías 1992b: 11)

De hecho, la equiparación directa de esa escritura biográfica de Vidasescritas con el novedoso género de las novelas biográficas que surgen a finales de los años noventa y principios de este siglo discutidas en el primer capítulo –y por implicación por tanto también con la escritura biográfica de Negra espalda–, la establece no sólo el propio Javier Marías arriba mediante la explicación de su proyecto, sino también de forma directa Carl Rollyson en una reseña de 2006 de la traducción de Vidas escritas al inglés, cuando dice que

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la obra de Marías ya apunta en la misma dirección que la de novelistas como David Lodge, Colm Tóibín y Emma Tennant, quienes se han valido de Edel et al. [el gran biógrafo de Henry James] para reimaginar la vida de Henry James, hallando en la ficción una manera de recentrar las vidas de escritores en forma de narraciones apasionantes. En otras palabas, el Sr. Marías ya extiende lo que parece ser una tendencia creciente de hacer de las vidas de escritores una nueva forma de literatura. (Rollyson 2006: 1)

Si se tiene en cuenta que las Vidas escritas de Marías son del año 1992, lo que confirma Rollyson, además, es que Marías se adelanta incluso a esa nueva forma de novela biográfica que empezará a surgir en el mundo anglosajón sólo a partir de finales de los años noventa del siglo pasado de la que hablé en el primer capítulo del presente libro.

Es más, como explica Marías en la introducción a la colección, este proyecto de Vidas escritas tiene sus orígenes en otro anterior: la colección de cuentos fantásticos o de horror (o de fantasmas) Cuentosúnicos, editada por Marías en 1989, en la cual cada cuento es precedido por una nota o breve retrato biográfico del autor, poco conocido en la mayoría de los casos, incluso en Gran Bretaña, de donde proceden los autores seleccionados. Entre ellos se encuentran ya tanto John Gawsworth como Wilfrid Ewart –antecedente que se menciona en Negra espalda (173)–, y en la nota de Cuentos únicos correspondiente al primero se remite al lector a la novela que Marías acababa de publicar por aquel entonces para más información: “El lector curioso podrá encontrar más datos y dos fotografías de Gawsworth en mi novela Todas las almas, ya que en ella aparece como personaje” (Marías 1989b: 174). La nota biográfica, testimonio documental, supuesta garantía de hechos y verdad, precisa de una ficción para ampliar la referencia; la sutil y paulatina debilitación de la garantía de referencialidad del discurso testimonial y su (con)fusión con la ficción ya están puestas en marcha. (Este juego se perpetúa con la inclusión en aquella colección de un autor –John Denham– y nota biográfica correspondiente ficticios, inventados por Marías para la ocasión y deslizados en la colección y así camuflados con un exergo o paratexto que hacían muy difícil su descubrimiento como ficción).

Efectivamente, es en Todas las almas donde la figura de Gawsworth –el único personaje de aquella novela incuestionablemente identificable con una persona histórica pero, paradójicamente, la única de cuya existencia real más se dudó o, más bien, el único personaje de cuya irrealidad o realidad ficticia menos se

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dudó– es rescatada del olvido por Marías y pasa del territorio de la realidad empírica a convertirse en un personaje de ficción, como creo haber establecido en mi análisis de la novela, donde me dispuse a mostrar cómo Gawsworth, en un proceso de asociación imaginativa, se transforma en personaje novelesco “porque su presencia es imaginativamente entretejida en la trama de la narración y se le insufla vida (narrativa), ya que queda creativamente vinculado a otros personajes y elementos, incluyendo al narrador” (Grohmann 2002: 157; sobre este proceso véase la tercera sección del quinto capítulo de mi libro). Las páginas que introducen a Gawsworth en Todas las almas, incluyendo una foto de él y otra de su máscara mortuoria (Marías 1989a: 121-133), se reproducen íntegramente en Negraespalda (con la excepción del primer párrafo) entre comillas y con algún que otro comentario interpolado por parte del narrador de ésta, añadiendo información que atañe a Gawsworth y averiguada en el entretanto (149-169; las fotos aparecen en otro capítulo, 23-24). Estas páginas citadas en Negra espalda constituyen a su vez una versión ampliada de un artículo publicado en EL PAÍS en 1985 sobre John Gawsworth (Marías 1985), artículo al que nos remite el narrador de Negra espalda (168).14

Lo curioso de estas páginas que reaparecen en tres contextos distintos –artículo, novela de ficción y “falsa novela”– es que su lectura, su interpretación, depende del exergo, del paratexto o contexto en que aparecen, de todos estos signos que rodean un texto y que determinan normalmente cómo ha de ser leído, de su “illocutionary force” en la ya clásica terminología de John Searle.15 Es decir, en el artículo periodístico estas páginas se leen como discurso verídico y no se duda de le existencia real del “hombre que pudo ser rey”; en la novela, como ficción, y más de un lector desconfió de la realidad histórica de Gawsworth, a pesar o quizá a causa de la inclusión de fotografías, como fue, por ejemplo, el caso del crítico de la Frankfurter Allgemeine Zeitung que habla del “(¿ficticio?) John Gawsworth” en su reseña de la traducción alemana de la novela (Detering 1997); y en Negra espalda estas páginas se leen quizá como una vertiginosa mise en abîme creada por los dos espejos enfrentados de ficción y realidad.

Lo más revelador de esas páginas y sus sucesivas reencarnaciones en distintas modalidades de discurso es probablemente el último párrafo del artículo de EL PAÍS (que luego fue también recogido en el

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libro de artículos reunidos bajo el título Pasiones pasadas [Marías 1991]), párrafo que se omite de las traslaciones posteriores del artículo a las dos narraciones. Ese párrafo contiene una clave que nos ayuda a entender el proyecto que parece estarse gestando desde la estancia, de aproximadamente cuarenta y cinco semanas, de Javier Marías en Oxford (durante el período, interrumpido, del 1 de octubre de 1983 y el 30 de septiembre de 1985, la extensión de su contrato de Lector) y que culmina con Negra espalda. En el último párrafo del artículo se dice que

La tendencia actual en las investigaciones literarias es la de la exhaustividad. [...] Es dudoso que saber cuanto más mejor acerca de la vida de los escritores cuya obra aún nos importa ayude a comprender mejor esa obra [...] Lo que quiero apuntar es que, por mucho que sepamos de la vida de los hombres y mujeres ilustres, la zona de sombra será siempre mucho mayor que la que pueda iluminarse, y lo que se pierde a cambio de esa pobre, parcial, impotente iluminación puede ser, en algunos casos (como el de Gawsworth tal vez), demasiado desde un punto de vista literario [...] Curiosamente, quizá sea desde el punto de vista narrativo desde el único que aún pueda convenir a veces no saber demasiado o incluso ocultar. Pero al menos en lo que respecta a Gawsworth [...], no parece probable que su historia corra peligro ni que el lector de estas líneas vaya a saber más de lo que aquí acabo de relatar. Posiblemente porque su obra no sea, en efecto, de las que aún nos importan. Y tal vez ello sea para su suerte, pues una de las cosas que la crítica actual parece ignorar es el incorregible y secular deseo de los escritores de llegar a convertirse un día en personajes de ficción y de ser tratados como tales. (Marías 1985: 12)

Lo que tenemos aquí es en cierto modo una concepción de lo que constituye para Javier Marías la biografía literaria: huir de la investigación y documentación excesivas, optar por no saber demasiado, hasta ocultar, para poder narrar la vida, convertir en personaje de ficción al escritor e inventar de ese modo la realidad. Y así, prefigurado en el artículo el tratamiento particular a que se verá sometido Gawsworth, primero en Todas las almas y luego en Negraespalda, en esta obra Marías rastrea y ficcionaliza tanto las vidas y huellas de Gawsworth, como las de Ewart, con quien ocurre algo parecido. (En un artículo de 1993, “Recuerda que eres mortal”, recogido en Literatura y fantasma, está contenida ya de forma embrionaria la historia de Ewart relatada en Negra espalda). Marías hace lo mismo, además, con las de De Wet y las de su propia vida, y esto último no sólo porque su escritura es en parte explícitamente autobiográfica, al referirse y hablar de cosas sucedidas en torno a

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Javier Marías, sino también porque es implícitamente autobiográfica, en tanto en cuanto cualquier biografía implica ya de por sí una “autobiografía suprimida”. En un ensayo sobre el género biográfico, titulado precisamente “Biography: Inventing the Truth” (o sea, “La biografía: inventando la verdad”), el biógrafo británico Richard Holmes habla de la invención biográfica que es la biografía mediante formas narrativas y de ficción; para Holmes, el género híbrido de la biografía nace de la unión ilegítima entre verdad y ficción; y se refiere a la importancia de la empatía en el proyecto biográfico –¿por qué se siente el biógrafo atraído por la persona objeto de la biografía?, ¿qué medida de autobiografía suprimida entraña esta relación?– (Holmes 1995), lo que para Madelénat sería la asociación simbiótica del biógrafo con su sujeto. La relación entre biógrafo y biografiado, entre Javier Marías y John Gawsworth en particular, la exploraremos algo más en el siguiente apartado; en muy gran medida, forma el eje fundamental sobre el cual gira toda esta obra y, en menor medida, también la escritura y vida en general de Marías.

Aparte de escritura autobiográfica y biográfica, y la concomitante invención o ficcionalización de la realidad, en Negra espalda haymuestras de otros géneros. Por ejemplo, en su discusión de la novela The Way of Revelation de Ewart, tenemos un pasaje de crítica literaria (195-196); hay paradigmas del género epistolar a través de cartas transcritas; está la inclusión de artículos de periódico citados enteros; y también hay pasajes del todo ficticios, como la escena imaginada, conjetural, entre De Wet y Franco, una reunión que no se sabe si jamás se produjo o no, cuyos aspectos formales estudiaremos en la tercera sección (“Veo la escena si llegó a producirse, o la veo aunque no llegara, pero quién sabe”; 310-320). Asimismo, están las reproducciones: de fotos, retratos, artículos de prensa, grabados, mapas, portadillas, sobrecubiertas y guardas de libros, además de exlibris, treinta y tres reproducciones en total. Tienen diversos efectos estas reproducciones y más adelante volveremos a referirnos a ellas en su relación con la función de los objetos en general. Baste constatar ahora que, como también sucede con las fotos de W. G. Sebald, contribuyen a convertir la obra en ese producto genéricamente híbrido y heterogéneo que es; no sirven meramente como ilustraciones de lo que dice el texto o simples documentos de la realidad, no forman parte de un aparato puramente paratextual sino que son parte intrínseca de la economía textual de la narración misma, del tejido narrativo. Las

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fotografías de Marías, como las de Sebald, pueden ser “emanaciones de los muertos”, ya que a través de ellas los muertos adquieren una presencia espectral. Asimismo, sirven para detener el tiempo, ya que observando las fotos uno se sustrae del paso del tiempo presente y habita por un instante fuera de él, en otro tiempo, lo que confiere a las fotografías cierto poder redentor (véanse las afirmaciones de Sebald en Schwartz 2003: 39-42).16 Y todo ese material heterogéneo también le obliga a Marías a hacer algo con ello: es decir, se tiene que esforzar, tiene que esforzar su imaginación para crear conexiones entre todos esos elementos de procedencia tan diversa y azarosa. El material heterogéneo obliga a la mente del escritor a hacer algo que no ha hecho antes, a establecer nuevos vínculos, en vez de trabajar con las conexiones obvias de las cosas conocidas de siempre y buscadas con el propósito de relacionarlas fácilmente, lo que no es algo nuevo y productivo para la escritura, como observa Sebald (en Schwartz 2003: 95).

En realidad, diseccionar la obra de ese modo en porciones de géneros dispares es más bien inútil, ya que todos esos elementos forman un todo indivisible en su mutua interrelación. Lo que sí merece ser resaltado es que muchos de estos fragmentos de géneros o modos de escritura y representación en general (pictórica, fotográfica, etcétera) demuestran “cómo las mismas páginas pueden no ser las mismas” (Marías 1996a: 11). Quizá el más claro ejemplo de ese proceso, junto con las páginas sobre Gawsworth, es la historia de una maldición familiar (370-376), que como reconoce también el propio autor, fue contada en dos ocasiones anteriores: una como cuento o ficción con falsos nombres (“El viaje de Isaac” de 1978, recogido más adelante en la colección de cuentos Mientras ellas duermen [Marías 1990]) y otra como artículo o, más bien, columna con los nombres verdaderos (“Una maldición” de 1995, recogida luego en la colección de columnas semanales Mano de sombra [Marías 1997: 60-62).17 En los tres casos (cuento, artículo y pasaje de novela) se trata esencialmente de la misma historia y las mismas páginas, en mayor o menor medida, y como en el caso de las páginas sobre Gawsworth, sus reencarnaciones sólo demuestran “que las mismas palabras pueden ser ficticias o reales sin depender de ellas mismas (idénticas), sino de dónde se inscriben o con qué se envuelven o cuál es su tratamiento”, como Marías escribió en el prólogo de Pasiones pasadas al referirse precisamente a las páginas sobre Gawsworth allí incluidas (Marías

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1991: 10). En otras palabras, son una prueba de la importancia capital del exergo o la “illocutionary force” a la hora de determinar el género de un texto, algo de lo cual Marías ha sido siempre muy consciente y con lo cual se ha permitido jugar.18 Negra espalda es un caso límite de ese juego y no sería atrevido hablar, por todo lo expuesto arriba, de la ficcionalización de la realidad que conduce a una indeterminación extrema cuyo significado nuevo y profundo no sería nada menos que la perpetuación de la invasión de un territorio de la realidad, invasión iniciada por otra ficción, y un paso decisivo hacia una renovación del género novelesco.

2.2.

A estas alturas de la discusión huelga decir que el relato de Negraespalda se despliega sin el apoyo de la estructura de una trama o argumento; es una obra del todo digresiva y “divertida” –“este es un libro de incisos, sólo que se avanza también con ellos” (56), como proclama el narrador en un paréntesis–, caracterizada por un pensamiento distraído y esa “atención dividida” de la que habla Chambers (1999: 3-25), ya que, según lo que dice el propio narrador al principio (11) y repite de manera ampliada en la penúltima página, supone contar

sin motivo ni apenas orden y sin trazar dibujo ni buscar coherencia; sin que a lo contado lo guíe ningún autor en el fondo aunque sea yo quien lo cuente; sin que responda a ningún plan ni se rija por ninguna brújula, ni tenga por qué formar un sentido ni constituir un argumento o trama ni obedecer a una armonía oculta, ni tan siquiera componer una historia con su principio y su espera y su silencio final. No creo que esto vaya a ser una historia, aunque puede que me equivoque, al no conocer su fin que quizá no llegará a la escritura nunca porque coincidirá con el mío, dentro de algunos años, o así lo espero. O también puede que me sobreviva. (403)

No sólo carece de trama o argumento, según su narrador, sino también de autor y de historia. Esa apreciación del propio texto no es nada equivocada. Es decir, si bajo “historia” se entiende la serie de elementos o hechos sometidos a una más o menos ordenada sucesión temporal y causal, Negra espalda no compone una historia, sino más bien un tejido de muchas historias secundarias no ordenadas y sólo casualmente vinculadas, de relatos y fragmentos de historias o relatos. Asimismo, carece de autor, entendido éste como la agencia que

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impone ese orden conscientemente, ese alguien cuya función es supeditar el relato a una historia principal, ordenada, estructurada, redondeada. Y es cierto igualmente que el fin de Negra espalda estáfuera de la obra, como también su principio, que se remonta a los años y la novela oxonienses de Javier Marías. El relato termina con la advertencia en el penúltimo párrafo de que “queda por contar todavía tanto reciente y lo venidero, y yo necesito tiempo” (403), algo que Marías confirmó asimismo al presentar el libro –“Es un material vivo sobre el que posiblemente seguiré escribiendo” (Villena 1998)– y en una columna contemporánea donde habla de la obra como “el primero de dos volúmenes” (Marías 1999b: 227). Y eso a los lectores crédulos, cuyas filas no sólo engroso sino encabezo yo, nos indujo a pensar en una continuación que en vano esperamos todavía.

La obra errabunda es en realidad o en potencia infinita, como la vida en cierto sentido. La obra errabunda pone en evidencia lo interminable de la obra de un escritor, y por “obra” no entiendo aquí “libro” sino “l’oeuvre” tal como la circunscribe Maurice Blanchot en su conocido ensayo L’Espace littéraire (1955), algo en esencia inefable. La obra no se acaba nunca, es interminable y es lo que impulsa a los escritores a seguir escribiendo; el libro, el texto completado es meramente una instancia de la confianza mediante la cual se pone un límite momentáneo a lo que carece de fin. El propio Javier Marías aludió a eso al hablar de su novela más reciente, Turostro mañana, de la cual por aquel entonces se habían publicado dos volúmenes y se esperaba por lo menos un tercero. Preguntado por Elide Pittarello si “esa tendencia a la digresión que se ha acentuado sobre todo en tu última novela, ¿puede ser una manera de quedarte en la escritura que no se acaba?”, Marías responde refiriéndose, por un lado, a su intención de que sí se acabe el libro y, por otro, a la idea del texto infinito:

Aunque es posible que sí, que haya algo de eso. He dicho muchas veces que al leer una novela [...] cuando esa novela es de cierta extensión sobre todo –desde ElQuijote hasta las novelas de Dickens, o hasta Proust, por ejemplo, todas son novelas de extensión considerable–, digamos que uno se instala a vivir en ella durante una temporadita, el tiempo que le lleve a uno a leerla. Entonces, al escribirla se produce un poco lo mismo, sólo que claro, muchísimo más tiempo. Y en ese sentido quizá, esos mundos en los que a veces uno se puede instalar, si uno lo mira bien, no tienen por qué acabar casi nunca. Así como un cuento, a veces, o una novela normal y corriente cuentan una historia, y realmente no hay nada más que contar que esa historia, o que ese episodio, hay otro tipo de libro, al cual

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pertenecen los que he mencionado por ejemplo, que no es así. Si uno piensa, ElQuijote termina porque Don Quijote muere, pero ¿qué habría impedido, en realidad, si Cervantes hubiera querido o hubiera vivido más años, que hubiera decidido hacerlo salir en más aventuras y que eso hubiera durado indefinidamente? Y lo mismo vale para En busca del tiempo perdido, que ni siquiera está del todo acabada. Y ¿qué habría impedido que eso continuara como continúa la vida, hasta que se acabe por causas externas, no por decisión necesariamente de quien pone un punto final? (Pittarello 2005b: 76-77)

¿No es eso precisamente lo que se sugiere en Negra espalda, de manera explícita en el pasaje que cité antes, que, dada la ausencia de fin, continúe como la vida y se acabe sólo con la muerte del autor o incluso ni siquiera entonces? No me cabe duda de que Negra espaldasí fue concebida y escrita, no como novela normal y corriente que cuenta una historia, sino como obra digresiva y errabunda (a la manera de El Quijote o En busca del tiempo perdido) y sin fin, como la vida. La obra es inconclusa, que es la condición natural de todo lo que se da en la vida, como nos recuerda el narrador de Negra espalda:“Y acaso ha habido alguna vez nada que no quedara inconcluso” (181-2). “La idea del texto definitivo es quimérica”, añade Marías entrevistado por Elide Pittarello, parafraseando a Borges; “un texto es definitivo porque el escritor decide que el borrador número diez sea el último [...]. Se podría decir que quizá el que algo tenga término a veces obedece sólo al cansancio o al hartazgo. Mientras uno no se aburra, ese mundo podría durar indefinidamente” (Pittarello 2005b: 77). La literatura errabunda tiende hacia el infinito.

Por si al lector le quedaran todavía dudas con respecto a la naturaleza radicalmente errabunda de Negra espalda, el narrador expone la forma que toma su relato con la repetición de la analogía sugerente:

y si un lector se preguntara qué diablos se le está contando o hacia dónde se encamina este texto, sólo cabría contestar, me temo, que se limita a recorrer su trayecto y se encamina hacia su final por tanto, lo mismo, por lo demás, que cuanto atraviesa o se da en el mundo (348).

La analogía que se repite es digna de atención: la narración recorre un camino y se dirige a su término como todo lo que transita por el mundo, o sea, la obra literaria es como la vida, su trayecto es afín al que emprende todo lo que viaja por nuestro mundo, todo lo que pasa por –y lo que pasa en– el mundo. Su trazado o su forma –errabunda,

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divagatoria, digresiva– no es otra que la de la vida, que tampoco apenas tiene orden ni coherencia ni sentido, por mucho que nosotros nos esforcemos a dotarla de ellos. La obra errabunda refleja la vida en cierta medida, es una obra realista en este sentido, si se quiere, más realista que las así llamadas obras realistas, porque resiste tales imposiciones (orden, coherencia, significado) y se acerca más que cualquier otro tipo de obra a la forma que toma lo que se da en la vida en su azaroso, errante, incoherente y desordenado recorrido sin sentido último.

Esta es otra paradoja: a pesar de la admisión de la imposibilidad de representar lo ocurrido, en cierto modo Negra espalda y las obras comprometidamente errabundas en general pueden lograr representar la realidad empírica hasta cierto punto, la vida, más o menos tal como puede ser percibida, experimentada (regida por la casualidad, errabunda, etcétera) –sin proponérselo necesariamente, porque no es a eso a lo que aspiran o no exactamente– y de manera más fiel que cualquier obra “realista”, decimonónica o documental, menos libres por más estructuradas y coherentes, a diferencia de la vida.19 Creo que lo logran a raíz de que su forma errabunda, libre, incoherente es la “de cuanto atraviesa o se da en el mundo” y no por lo que cuentan o dejan de contar. Quizá, para ser (más) exacto, más que representar la realidad, lo que consiguen es hacer brotar la sensación de “lo real”, producir el efecto de “lo real”. Todo eso atañe a la forma del relato. ¿Y el fondo? Dado que Negraespalda no tiene historia per se, ¿qué es lo que cuenta y sobre qué versa? Ya sabemos que trata de lo que ha franqueado el terreno de la ficción para adentrarse en el de la realidad empírica del autor Javier Marías. ¿Pero qué se rastrea de esa vida ambulante de Todas las almas prolongada en la esfera de lo real? Quisiera referirme a cinco aspectos o temas que cristalizan en la narración errante, con cuya errabundez está íntima e indisolublemente vinculada su existencia: la cuestión de la memoria, el Reino de Redonda, el azar, los libros de viejo (y los objetos en general) y el tiempo.

2.2.1. Recuerdos, memoria, fantasma

El capítulo inicial se cierra con la siguiente observación: “Todo lo perdemos porque todo se queda, menos nosotros. Por eso cualquier forma de posteridad tal vez sea una afrenta, y quizá lo sea también

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entonces cualquier recuerdo” (14). Dice el narrador que nos sobreviven los objetos –los libros, las cartas, las fotografías, las notas, los vestidos–, pero también las palabras –incluso las no escritas, las canciones y las narraciones– y aun los gestos, y hasta el final del relato que emprende durará posiblemente más que el narrador (12-14). Con su narración se propone contrarrestar de alguna manera esta pérdida de las personas, como afirma al principio de la siguiente sección:

Yo voy a cometer aquí varias afrentas porque hablaré, entre otras cosas, de algunos muertos reales a los que no he conocido, y así seré una forma inesperada y lejana de posteridad para ellos. O dicho de otra manera, seré memoria suya sin haberlos visto y sin que ellos pudieran preverme en su tiempo ya perdido, seré su fantasma. (15)

En gran medida esto es un resumen de lo que es Negra espalda: el narrador guardará memoria de unos cuantos muertos, será su posteridad y su fantasma, será habitado por estos muertos, estará “haunted”, como se dice en inglés y como le ocurrió ya al narrador de la novela anterior de Javier Marías, el Víctor Francés de Mañana en la batalla piensa en mí, quien también estuvo “frecuentado, acechado, revisitado, habitado [...] y haunted” por una persona muerta (Marías 1994: 121). El narrador de Negra espalda se encuentra bajo un encantamiento afín, si no el mismo. Digo el “mismo” porque el estado mental del narrador de Negra espalda se puede ver como la continuación o prolongación del encantamiento y trastorno que afectan al narrador de Mañana en la batalla piensa en mí, el único narrador de prácticamente todas las novelas de Javier Marías que al final de su relato no parece salir del encantamiento en el que se encuentra.

La mayoría de los narradores que protagonizan sus novelas narran un período perturbado de su vida –un paréntesis, una suspensión de la normalidad– y lo que les acontece a raíz de ese estado mental y psíquico alterado que conduce a sus narraciones. Desde el trastorno que parece contagiar a los sucesivos narradores (y escritores) de Travesía del horizonte, la imposibilidad de diferenciar sueño y realidad y la normalidad turbada (durante cuatro años) del narrador de El hombre sentimental, la historia de una perturbación que es Todaslas almas, el malestar y la alteración del estado mental concomitante del narrador de Corazón tan blanco provocados en un principio por

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contraer matrimonio, el encantamiento al que sucumbe Víctor F. en Mañana en la batalla piensa en mí al morírsele repentina y misteriosamente una mujer en sus manos, hasta el extraño paréntesis irreal que constituye la estancia en Londres del narrador de Tu rostro mañana que lo convierte en un “conmutable fantasma sin huella” (Marías 2004: 119), todos los narradores se ven afectados por un trastorno que abre un paréntesis –una brecha, un inciso– en la realidad20, en que se suspende su talante normal y su habitual percepción del mundo que les rodea y durante el cual su aprehensión de éste es anómala e irregular y sus relatos el resultado de mentes enfermizas, exacerbadamente asociativas, supersticiosas, digresivas, analógicas, aforísticas, autorreflexivas, imaginativas, conjeturales y repetitivas. A diferencia de las novelas anteriores, al final de Mañanaen la batalla piensa en mí el trastorno del narrador no se disipa al contar, su pensamiento sigue siendo desviado y no recupera su normalidad ni sale de su encantamiento: “Y al contar no tuve la sensación de salir de mi encantamiento del que aún no he salido ni quizá nunca salga”, “el modo de pensar que para mí ya es costumbre, el modo del encantamiento que es un latido incesante en el pensamiento” (Marías 1994: 278 y 292). Así, al haberse convertido por su encantamiento en el vínculo o hilo de la continuidad entre vivos y muertos, entre el presente y el pasado, como afirma repetidamente (Marías 1994: 56, 81-82, 160-162), el narrador de esta novela lo seguirá siendo en sus posteriores encarnaciones, si se lee este final alegóricamente; lo será por tanto el narrador de la obra siguiente, el autor-narrador de Negra espalda, quien, en cierta medida, no procura otra cosa que encarnar precisamente ese hilo de continuidad entre vivos y muertos, presente y pasado, y lo hará a través de una mente y un relato de índole muy parecida a las novelas anteriores –digresiva, asociativa, supersticiosa, analógica, autorreflexiva, aforística, imaginativa y conjetural–.21

De este modo el narrador se prestará a recordar, como reconoce a propósito del lema de un ex libris que reproduce: “Always We Remember o ‘Siempre recordamos’, que es lo que yo llevo haciendo” (260); intentará rescatar del olvido a una serie de muertos, consciente de que “los recordatorios son frágiles y se van quebrando, el hilo de continuidad es fino y no se tensa nunca sin hacer esfuerzo, y ha de estar tenso para que resista y avance” (264); tratará de dejar testimonio, del cual no disfrutan “todas las cosas ni las personas que

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cesan” (149), un propósito que el autor confirma en la entrevista ya citada:

Me parece grave que las cosas se olviden, que las cosas parezca que no han existido, que las cosas sean como si no hubieran sido. Y quizá en mis últimos libros –aunque no sea ése el tema principal– esas páginas en las cuales se cuentan cosas que he oído yo, incluso de primera mano –aparte de la función que tienen novelísticamente dentro de la obra […]–, obedecen un poco a eso: que se sepa que esto lo hubo, que se sepa que esto lo hubo, que se sepa que esto existió. Y he contado muy poco al lado de lo que realmente hubo. (Pittarello 2005b: 57-58; me parece muy apropiada en este contexto la repetición enfática)

Así, como dice Ross Chambers que es el caso de toda literatura digresiva, el relato se mueve empujado en gran medida por las corrientes asociativas de la memoria, una facultad que no se deja controlar fácilmente por la lógica o la linealidad y que es despertada por lo trivial (Chambers 1999: 31, 140). El narrador recuerda en cuanto fantasma y la comparación con esa figura no es casual: el fantasma es una de las figuras predilectas de Javier Marías, como se sabe y está a la vista.22 Pero a diferencia de la mayoría de los fantasmas literarios tradicionales, que suelen ser malévolos o rapaces, los de Marías, en palabras de David Roas en su trabajo sobre la vertiente fantástica en la narrativa de Marías, están despojados de “la tópica parafernalia macabra y terrorífica” del género, “nunca se muestran amenazantes”.23 Los fantasmas de Marías, como apunta Fernando Valls en su trabajo sobre esta figura predilecta del autor, doblan la del escritor y “se desenvuelven en una dimensión que no es exactamente la suya [...] inician una nueva relación con los seres vivos” (Valls 1999: 366-367). En Negra espalda, el fantasma, la forma de la prolongación de la vida de los muertos más allá de la muerte, es evocado más bien metafóricamente, como cuando se compara el escritor al fantasma en el prólogo de Vida del fantasma:“No está del todo presente, pero asiste a los acontecimientos, y sobre todo ronda” (Marías 1995b: 14). El fantasma representa para Marías un excelente punto de vista narrativo,

alguien muerto que cuenta la historia ya a salvo, entre comillas, de que le pueda ocurrir nada más y al mismo tiempo con el conocimiento pleno de lo que ha sucedido y pudiéndola contar con la conformidad de quien ya además no puede cambiar las cosas, de quien ya no puede intervenir. Pero al mismo tiempo es alguien –insisto– que no es indiferente a lo que está contando. Es un buen punto de vista. (Marías en Pittarello 2005b: 39)

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La figura espectral es una reencarnación o la máscara del autor, como afirma Pittarello:

Esta inconsistencia fantaseada es a la vez un conjuro y una estrategia, porque al autor en carne y hueso no le basta ficcionalizar parte de su biografía, sino que necesita producir todo tipo de discurso con la protección de una máscara. (Pittarello 2005b: 57)

El narrador fantasma es el vínculo que une los muertos a los vivos, está a caballo entre los ausentes y los presentes, el tiempo pasado y el presente o incluso la irrealidad y la realidad. “Es un ser que convive de forma simultánea en dos mundos sin pertenecer estrictamente a ninguno de ellos”, como dice Roas (2005: 230). Es un hilo de continuidad en el tiempo –o fuera de él, un ser atemporal– y en el espacio, y se encuentra asimismo más allá de la razón, representando una amonestación al racionalismo, como lo fueron ya en su día las ghost stories victorianas –un género que por cierto fue en gran medida creación de aquella época como contrapeso a las fuerzas prevalecientes del secularismo y la ciencia–, la encarnación del misterio de lo oculto y lo siniestro freudiano –das Unheimliche– o la negra espalda del tiempo.

El narrador fantasma, pues, de Negra espalda nos habla de unos muertos, de escritores o artistas oscuros (Hugh Oloff De Wet, Wilfrid Ewart, Ödön von Horváth, Robert Donat, entre otros) o amigos y familia del propio autor (Julianín, Dolores Franco, Julián Marías, Juan Benet), y los relaciona entre sí y con los vivos24; relata sus muertes misteriosas, repentinas, inesperadas o ridículas y casi siempre azarosas, y descubre “vínculos fantasmales que no imaginaba” (262) entre todos ellos o ve a algunos de ellos convertidos en fantasmas: es el caso de Julianín, quien habría sido hermano del autor de no morirse a los tres años y medio y antes de nacer aquél; “Su realidad no es la mía” (264), recalca, y más adelante, en su conmovedor y lírico retrato del hermano que nunca tuvo, añade:

Mi hermano se difuminó y despidió tan pronto, como si la débil rueda del mundo hubiera carecido de fuerzas para incorporarlo del todo a su giro y el tiempo de tiempo para asistir a sus afanes y afectos y agravios, o hubiera tenido prisa por desprenderse de su voluntad incipiente y hacerlo así transitar por su revés o su negra espalda convertido en fantasma. (273; el subrayado es mío)25

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Fantasmal es la presencia de Julianín asimismo en el escondite ontológico que se perpetúa en la doble portada del libro, emblemática por tanto de toda la obra, a través de su presencia en la sobrecubierta mirándonos desde el hombro de un Orestes en armadura, quien nos da la (enorme) espalda, y su ausencia en la tapa, idéntica en todos los aspectos menos éste. En su recordar fantasmal el narrador nivela así también la diferencia ontológica entre vivos y muertos, como dice que ocurre en el sueño, donde “tanta presencia adquieren los vivos como los muertos” (367), y de ese barniz irreal del sueño está teñido algo su relato fantasmal y fantasmagórico26 de todos esos “errabundos hacia la nada” que pueblan este relato –es como se describe en un periódico alemán a De Wet en un momento dado (342)–, en uno de los cuales parece convertirse también el propio “Javier Marías” de Negraespalda (así, nos habla por ejemplo, de “sus varios años errabundos” [31]).

2.2.2. Reino de Redonda

El errabundo hacia la nada por excelencia, el más fantasmal, interesante, sugestivo e importante (para el conjunto de la obra) de todos ellos es John Gawsworth, cuya red de estribaciones múltiples conduce al narrador a Ewart, De Wet y otros.27 Como apunté en la sección anterior, la relación entre Javier Marías y John Gawsworth se remonta a los años de Oxford de aquél (1983-1985), cuando lo descubrió, y, en muy gran medida, Gawsworth forma el eje sobre el cual gira Negra espalda y, en menor medida, también una parte de la escritura y vida en general de Marías. Como se sabe y como apunté arriba, Gawsworth se integra en la escritura de Marías a partir de 1985, año en que éste le dedica el primer texto, “El hombre que pudo ser rey” (Marías 1985; luego recogido en Pasiones Pasadas [Marías 1991]), y desde entonces se aloja tanto en la imaginación como en la vida del autor español, y sus huellas se pueden rastrear en algún que otro ensayo, artículo (“Este reino junto al mar”, “This kingdom by the sea”, en Marías 2001, o “Demasiada nieve alrededor”, recogidos en Marías 2007b) o antología (Cuentos únicos), y en su existencia como personaje de ficción (como en la novela Todas las almas y el cuento “Un epigrama de lealtad”), además de en la dimensión de Negraespalda (una dimensión que abarca un territorio más amplio que el libro), como veremos.

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En esta obra vuelve a la vida “el desventurado y calamitoso y jovial escritor John Gawsworth, el increíble Rey de Redonda” (22). Gawsworth, pseudónimo de Terence Ian Fytton Armstrong (1912-1970), o su fantasma, es resucitado por Marías (y “Marías”) porque “lo tengo en casa [...] vive en mí un poco” (25), o sea, Marías y “Marías” son habitados o haunted por la figura de Gawsworth: “Es en mi casa de Madrid donde todavía alienta el espíritu del poeta rey de Redonda o se resiste a desaparecer y al sosiego o a abandonar la farra, y donde está su letra, que es como decir su voz que habla” (26).

Ese parentesco fantasmal corresponde en gran medida a la clásica relación de empatía del biógrafo con el sujeto biografiado. Richard Holmes, que como dije se ha referido a la importancia de la empatía en el proyecto biográfico, formula un par de preguntas interesantes al respecto: ¿por qué se siente el biógrafo atraído por la persona objeto de la biografía? y ¿qué medida de autobiografía suprimida entraña esta relación? Al autor y al narrador de Todas las almas parece atraerlos menos “la regular obra como [...] el irregular personaje” (Marías 1989a: 122), “la zona de sombra” que rodea a Gawsworth (Marías 1985: 12), las varias incógnitas relacionadas con su vida, la mayor de las cuales es el radical contraste entre sus principios prometedores y su triste fin. Dicho de otro modo, Gawsworth reúne, a ojos del escritor, los elementos de los que precisa cualquier personaje para hacerse tentador para el novelista, como dice Marías en otro contexto (en el artículo “King, Queen, Knave”): tragedia y “un lado oscuro”, “una pizca de incertidumbre, un algo de desasosiego, una brizna de inestabilidad y peligro” (Marías 2001b: 474). Asimismo, el narrador de aquella novela y también el propio autor, como confirma en Negra espalda, se identifican con Gawsworth en “la búsqueda y el coleccionismo malsano de libros” (Marías 1989a: 125), en su errabundia “sin rumbo, motivo, propósito”, como el “vagabundeo” de los mendigos “errabundos” o “errantes” de Oxford (en palabras del propio narrador), errancia de paseante que por cierto sirve de metáfora para la errancia de esta y posteriores narraciones (Marías 1989a: 117-120), y teme supersticiosamente acabar como él:

No me hice ni me hago estas preguntas por piedad hacia Gawsworth, al fin y al cabo sólo un nombre falso al que no he conocido y cuyos textos –que son lo único de él que aún puedo ver, además de sus fotos de vivo y muerto– no me dicen mucho, sino por curiosidad teñida de superstición, convencido como llegué a estar, algunas interminables tardes de primavera o Trinity, de que yo acabaría

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corriendo su suerte idéntica. (Marías 1989a: 135; este pasaje forma parte del capítulo de la novela que se reproduce íntegramente en Negra espalda y aparece en la página 169)

Este temor lo parece abrigar no sólo el narrador sino también su autor, como lo corrobora en la obra de 1998 cuando hace especial hincapié en este párrafo al colocarlo al final en el capítulo en que nos presenta (o vuelve a presentar) a Gawsworth y al introducirlo como el párrafo “que quizá pudiera haber yo suscrito más que ningún otro párrafo” (169). Y dice que cuando vivía aún en Oxford “lo que me ocurría se parecía bastante a lo que el narrador ha llamado ‘mi desvarío pasajero y leve’, respecto a los mendigos de esa ciudad y a ese escritor que acabó convertido en uno en Londres” (168).28

El narrador de la novela de 1989 establece otra analogía cuando la imagen de él empujando su cochecito de niño, un niño nacido después de la vuelta del narrador a Madrid, se superpone a la de Gawsworth observado por Lawrence Durrell impeliendo su propio cochecito lleno de botellas de cerveza:

Lo vio desaparecer empujando su cochecito alcohólico con paso tranquilo hacia la oscuridad, quizá del mismo modo que yo empujo ahora a veces el mío cuando cae la tarde sobre el Retiro, sólo que yo llevo dentro a mi niño –este niño nuevo–. (Marías 1989a: 127; pasaje también reproducido Negra espalda [161])29

El temor supersticioso que lo había asaltado respecto a su destino se revela infundado dada la distancia entre él y Gawsworth simbólicamente marcada por los diferentes contenidos de sendos cochecitos, cochecitos que también señalan de paso la separación de narrador y su autor respecto a este dato biográfico, la distancia que aleja la ficción de la realidad (el autor no tiene cochecito ni niño, dato sobre el cual insiste el “Javier Marías” de Negra espalda al verse sorprendido por la lectura en clave de la novela de sus alumnas de Madrid [32-35]).

Pero, además, hay unos puntos de contacto o correspondencias entre Javier Marías y John Gawsworth que el narrador o bien no comparte, o bien no menciona, asociaciones que esta vez crea o en las que repara el pensamiento supersticioso del autor, que como todos sus narradores a partir de Todas las almas, participa de este residuo del primitivo modo animista de pensamiento altamente asociativo, resultado de la sobrevaloración de la realidad psíquica en comparación

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con la material o “real”, la creencia “irracional” de que ciertas circunstancias conllevan determinadas consecuencias, de que ciertas posibilidades son o pueden hacerse realidad, la eliminación, en última instancia, de la frontera que separa las esferas de la imaginación y la realidad, según Freud (en “The ‘Uncanny’” [1974, XVII]). Así, en este capítulo de Todas las almas que tiene su origen en un artículo y es reproducido íntegro en Negra espalda, capítulo que en ésta se reconoce como “las páginas más autobiográficas de la novela” (169), en el pasaje que aparece primero como parte del artículo sobre Gawsworth (1985: 11) para luego reaparecer como parte de una ficción primero (1989a: 122) y de una falsa novela después (1998: 153), el escritor en sus distintas máscaras fantasmales, al haber dado con un ejemplar del libro de Gawsworth Backwaters firmado por el escritor inglés, se fija en esta firma: “John Gawsworth, written aged 19 ½, decía a pluma nada más abrirlo; o bien, ‘John Gawsworth, escrito a la edad de 19 años y medio’”. Lo que no dice Marías en ninguno de los tres contextos es que ésta es la edad, los diecinueve años y medio, en que publicó su primera novela, como bien nos recuerda Pittarello (2005a: 25). Asimismo, en las mismas páginas con tres reencarnaciones distintas se nos recuerda que Gawsworth murió tres días después de cumplir los diecinueve años el escritor español, el 23 de septiembre de 1970.30 Para Marías ésta fue una edad clave, precisamente la edad en que su identidad de escritor se forjó o en que cobró conciencia de su “artisticidad”, de ser “joven-artista”, cuando empezó “a ser también un nombre”, a “sepultarse” o contemplar la “propia espalda” e ingresar en la edad adulta y empezar a perder la juventud y dar comienzo al proceso de escisión descrito por Borges en que, según Marías en un ensayo de 1989 (qué año, si no), “La dificultad de perder la juventud”, desemboca la vida de todo artista o creador (Marías 1991: 219-234); y ese destino de desdoblamiento es alcanzado explícitamente –¿y casualmente?– en Negra espalda, como ya hemos visto (404).

Las correspondencias entre los dos bibliófilos, aliadas en general con el interés que el oscuro literato inglés, su vida y su muerte despiertan en Marías, contribuyen a la honda impresión causada, la indeleble impronta que dejará Gawsworth en el autor español y algunos de sus narradores.31 “Como ocurre con todos los grandes biógrafos, se disolvió o transmutó en cierta medida por la vida que resucitó”, dice Holmes del biógrafo que fue el propio Samuel Johnson

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en el caso de Life of Savage (1744), su vida de otro poeta “‘desesperado, abandonado, errabundo y oprimido’”32; no se me ocurre mejor manera de circunscribir la relación entre Gawsworth y Marías (y “Marías”). Algo en Marías se hace, se convierte en Gawsworth, y Marías vive así a Gawsworth, lo vive con la fuerza de la ficción, por parafrasear lo que dice Holmes del tándem Savage-Johnson.33 Exactamente lo mismo se dice de Gawsworth y su relación con los escritores malogrados “a los que intentó salvar del olvido con bastante poco éxito o muy efímero”: “Parece como si John Gawsworth, [...], se hubiera estado asimilando a ellos en vida, o previendo, o quizá definiendo” (171). ¿No se podría decir justamente lo mismo tanto del autor como del narrador Marías de Negra espalda y el escritor malogrado Gawsworth que intentan sacar del olvido? Así creo que se debe entender el que el Javier Marías de Negra espaldaahora diga que Gawsworth vive en él un poco (25), que lo tiene en casa (25), que tiene ahora en su casa lo que se ha acostumbrado a llamar “‘la habitación de Gawsworth’ como si fuera el cuarto de un mayordomo, o más bien el de un fantasma”, donde la voz de Gawsworth “no calla sin embargo del todo y murmura” (381). Gawsworth (o su fantasma) vive en el fantasma que es “Marías” en Negra espalda y éste vive en Gawsworth. Y, por mucho que no nos las vemos con una biografía per se, esa relación es en gran medida biográfica; la biografía se despliega a través de varios textos y géneros y participa por ende también de la tradición biográfica de la gran vida menor, de la cual Life of Savage es un notable ejemplo, y puede por tanto alterar nuestras ideas fundamentales sobre qué vidas han sido significativas y por qué, como dice Holmes (1995: 19), aunque no se olvida que “por mucho que sepamos de la vida de los hombres y mujeres ilustres, la zona de sombra será siempre mucho mayor que la que pueda iluminarse” (Marías 1985: 12). Y esa “zona de sombra” se tiene que cultivar, como sabe y hace Marías, para que Gawsworth no pierda su peculiar y misterioso encanto y para que no se rompa el encantamiento. Porque en última instancia este narrador de historias, de la índole que sean (novela, relato, retrato biográfico, artículo), es consciente que para “contar el misterio”, que es de lo que para él participa la literatura que le gusta leer y escribir (Marías 1995b: 455-459), hay que habitar en esa zona de sombra fantasmal porque se perdería demasiado desde un punto de vista literario –todo– si se ahuyentaran la sombra y sus fantasmas.

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Algo muy afín le sucede, por cierto, a W. G. Sebald, quien, en una respuesta a si se ve a sí mismo como “cazador de fantasmas” afirma que le parece una descripción muy precisa aunque sin ningún ingrediente de morbosidad (Sebald en Schwartz 2003: 42). Sebald habla de la extraña sensación de presencia que tienen para él las vidas de personas que quizás ya no están, producida por su interés en ellas, y añade que cuando uno se interesa por alguien, uno suele invertir una cantidad considerable de energía afectiva y suele pasar a ocupar en cierta manera el territorio de esa persona; uno establece una presencia en otra vida a través de la identificación emotiva, y es precisamente la zona de sombra que rodea a esas personas y sus vidas lo que facilita esa habitación de su territorio y sentirse “en casa” (Sebald en Schwartz 2003: 42). Como Marías, Sebald también vive algo las vidas de esas personas y ellas viven en él y así puede contar su misterio.

De esa zona de sombra irá despuntando también la isla rocosa y el territorio del Reino de Redonda con sus borrosas y porosas fronteras, donde lo real y lo imaginario se compenetran con elegante aunque también vertiginosa naturalidad. Ese “reino a la vez real y fantástico, con y sin territorio, una ínsula literaria más” (111), con Gawsworth en primer o segundo plano regio, lo irá envolviendo y asociando todo paulatinamente, todo lo que pertenece al mundo de Negra espalda y una ambigua pero nada despreciable parcela de la realidad más allá de la obra, aunque creo que ya se va haciendo patente que esa dicotomía de “dentro y fuera” es un mero simulacro o un efecto de la escritura de Negra espalda.

Redonda surge del mundo ficticio de Todas las almas, donde aparece como dato curioso y accesorio de un personaje secundario de la novela –Gawsworth– para apoderarse sigilosamente de la realidad tanto de su narrador como de su autor, como se trasluce al concluir esta obra. La convicción supersticiosa expresa, compartida tanto por el narrador de Todas las almas como por su autor, de que acabarían corriendo la suerte de Gawsworth se revela profética: resulta que ahora, asombrosamente, el “Marías” de Negra espalda es “lo que fueron Shiel y Gawsworth o así parece”, como se alude en la segunda mitad de la obra (252). Este hecho vaticinado, el que “Javier Marías” les haya sucedido como rey de Redonda, se expone más bien equívoca u oblicuamente en medio de la oración más larga del libro (364-367). Así, hablando de una esfera temporal “que no ha existido”, la negra espalda del tiempo a la que volveremos más adelante, dice el narrador:

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“puede que en esa dimensión o tiempo resida y sestee ese reino entero [...] y sus cuatro reyes, y que tras la abdicación en mi favor del tercero yo sea el cuarto de esos reyes desde el 6 de julio de 97, King Xavier o todavía King X mientras esto escribo” (365). El narrador-autor se desvela por primera vez explícitamente como rey no sólo en una temporalidad inexistente sino también bajo el signo de lo posible y en la esfera de la no realidad del modo subjuntivo. Sólo al terminar el libro, en el último capítulo o sección que es una suerte de epílogo, cabe menos equívoco cuando nos habla de (y del) modo indicativo de que el relato continuará, de lo que todavía queda por contar:

los atajos o retorcidos caminos por los que ha caído sobre mi nombre ese fantasmal y literario título que ya no sé si me traslada a lo que para mí fue ficción tan sólo hace nueve y aun catorce años o si es ésta la que se incrusta en mi vida y la hace por tanto algo más irreal y quimérico. (387)

Gawsworth y Redonda conducen al “Javier Marías” de Negra espaldaa un territorio de incierta ontología: o bien lo trasladan a un mundo ficticio, o bien éste invade su realidad (e incluso las dos cosas a la vez no me parecen incompatibles, aunque a base de lo que se relata parece que se trata más bien de lo segundo, una invasión de la realidad por parte de un mundo en un principio imaginado e imaginario). Esto parece ser lo que se relata en Negra espalda y no sólo a propósito de Redonda, aunque este reino resulta emblemático de esta acometida a gran escala: cómo una parcela de la realidad es trasladada a un enclave ficticio o, más bien, cómo este enclave ficticio se inserta o invade la realidad. Redonda es tierra anfíbola por excelencia, sobre la cual “Xavier I” (369) reinará de ahora en adelante y más allá de los confines de su relato como “monarca real de lo imaginario” (401).

2.2.3. Azar

El tejido de asociaciones que compone las obras errabundas, con Negra espalda a la cabeza, se predispone en una contigüidad tan futil como caprichosa, como dice José María Pozuelo Yvancos de una “novela” de Enrique Vila-Matas (Pozuelo 2004: 267). El cañamazo que otorga unidad a tales obras “es la medida como esos avatares dibujan un azar contrario a toda idea de necesidad, y por tanto está en los antípodas del proyecto de causalidad narrativa que regía las estéticas de la novela realista”, dice Pozuelo de Vila-Matas, y lo

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mismo se podría afirmar de Marías (Pozuelo 2004: 266). Es decir, “el ensamblaje de sus contigüidades y toda la estructura leve de sus acciones” no está regido por la causalidad aristotélica de lo necesario que determina lo verosímil; “en modo alguno se rige por la idea de necesidad, antes al contrario, por la de azar y gratuidad”, añade (Pozuelo 2004: 267).

Sobre los trayectos recorridos por las personas y los objetos que habitan Redonda y Negra espalda –el reino y el relato son en muchos casos sus únicas moradas fijas en su vagar por el mundo–, sobre el camino de las vidas y las muertes contadas y el curso de los objetos en general, imperan asimismo el azar y la gratuidad. Se cuenta cómo ese imperio empieza a ganar terreno con la publicación de Todas las almas, cuando comienza a intuirse la invasión de la realidad por parte de la ficción, “cuando las coincidencias incrementaron su ritmo [...], y cuando tuve la sensación a veces de que hay que llevar cuidado con lo que uno inventa y escribe en los libros, porque en ocasiones se cumple” (301). Y así “Marías” (y Marías) prevé la posibilidad de que una parte de su vida “se vea para siempre condicionada y regida por una ficción, o por lo que me ha ido trayendo y me ha de traer aún esta novela” (301).

En gran parte, Negra espalda es el producto –y consiste en la relación– de tales coincidencias, las actividades del azar, el dominio de lo contingente, como todos los vínculos que se presentan entre la ficción y la realidad y los que se dan entre las distintas personas que, por ejemplo, conducen al autor-narrador a Gawsworth y lo acercan a De Wet y a Ewart y desembocan en el reinado de Redonda de Xavier I. Y eso es así hasta tal punto que el narrador afirma sentirse como un imán, de tener “la sensación de atraer yo las cosas y los acontecimientos y aun a las personas” (174). Más adelante ahonda más en esa fuerza de imantación:

Si fuera supersticioso [...] creería estar en posesión de una extraña fuerza tangencial a mi voluntad y magnética que atrae los acontecimientos y las coincidencias y hace cumplirse muchos deseos no expresados ni mentalmente. (307)

Sin embargo, acepta esa perpetua actividad del azar sin concederle demasiada importancia (174), admite haberse ido “acostumbrando a estas fortunas, literarias y no, que desde hace ya tiempo forman parte de mi vida cotidiana y aun de mis hábitos” (257). Por lo tanto,

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tampoco le concede mucha importancia a nada de lo que sucede, empezando con su propio nacimiento; “Y qué, si no hubiera nacido” es uno de los Leitmotive del libro (30, 235, 273) que tiene otra variante: “Y qué, si no hubiera nacido nunca nadie” (31). Por consiguiente, también su vida pasada sólo la puede explicar el azar: “Daba yo clases, algo accidental después de varios años errabundos” (31). El nacimiento o la muerte, como cualquier otro suceso del curso de la vida de cualquiera no tienen importancia o sentido último, carecen de significación trascendente, porque todo es fruto del azar:

Es todo tan azaroso y ridículo que no se entiende cómo podemos dotar de trascendencia alguna al hecho de nuestro nacimiento o nuestra existencia o de nuestra muerte, determinadas por combinaciones erráticas tan antojadizas e imprevisibles como la voz del tiempo cuando aún no ha pasado ni se ha perdido. (378)

No se le puede conceder importancia ninguna a nada de lo que sucede y no sucede en el mundo, porque todo es producto de esas “combinaciones sin jerarquía” (379). Esa presencia de lo contingente le ayuda a Marías a “ponerse en cobro de la falacia de Shaler y de la tentación de dotar de significación trascendente a lo que sucede (o no sucede)”, según Juan Antonio Rivera (2001: 70). Y aunque, como nos recuerda el narrador, “no cabe sino ser ridículo y dar importancia al producto de esas combinaciones sin jerarquía”, aunque sea necesario fingir “que somos únicos y escogidos” (cuando en realidad “somos conmutables y el indiferente resultado de una rifa de feria alicaída y mustia”; 379), se advierte que no deberíamos olvidar de que se trata justamente de un fingimiento y que no deberíamos convencernos nunca de que nacimos destinados a nada, porque se acaba deformando la vida:

acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término. [...] Se ve la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, y entonces se la falsea y se la tergiversa. (380)

Por consiguiente, Marías (o su narrador fantasma) también evita la tentación de dotar de significación al curso de una vida pasada vista desde el presente: “Nada podrá hacerme creer que este fue mi destino ni que lo será ningún otro, ni que hubo causa para mi nacimiento”

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(381). La vida no tiene sentido, sólo el final le da un sentido engañoso, la redondea, la falsifica y la “desnaturaliza”, altera sus características o propiedades. La vida experimentada “en tiempo real” nunca tiene esa pátina de vida terminada, lograda, comprendida, reconstruida por el individuo a posteriori como si se tratara del producto de la razón y la voluntad; cuando la vida se transita por segunda vez con la memoria, la “errática e incierta trayectoria” se convierte en “una secuencia de elecciones racionales y conscientes” y así, reconstruida “como más diáfanamente racional de lo que en realidad fue”, la vida se desfigura; de ahí también la imposibilidad de la autobiografía (y la biografía) sin falsificaciones (véase Rivera 2001: 73-74). De ahí también que sea oportuno que una obra que aspira en cierta medida a captar el aliento de la vida o a no deformarla o a crear el efecto de lo real sea no redondeada, irregular –errabunda, en última instancia–.

Por tanto, en Negra espalda del tiempo, Javier Marías no se cansa de buscar y subrayar las coincidencias y correspondencias y “se presenta como una encarnación del azar”, como dice Pittarello (2001: 132). Asimismo, la Vida (tanto las vidas ficticias como las reales) se presenta sometida al gobierno de la fortuna, por valerme del título homónimo de un libro de Rivera (2000). Uno de los azares sobre el cual se llama la atención es la muerte de Wilfrid Ewart en Ciudad de México,

‘una cruel ironía del fatal destino’ que el hombre que había sobrevivido a ‘más de cien batallas’ y había sido ‘respetado por las balas enemigas’ y había ‘desafiado la muerte en innúmeras ocasiones’ fuera a caer abatido y desarmado en México por el disparo al azar de un insensato cuando se asomaba por mera curiosidad al balcón de su cuarto en una noche de jolgorio. (227; las palabras entre comillas son citas de los periódicos mexicanos de la época)

Lo más raro de esa muerte es que la bala le entrara por el ojo con el que no veía y que fuera “a incrustarse en el ojo ciego justo bajo la ceja, destrozando el cristal de las gafas sin dañar la montura” (228).

Pero lo que más me interesa destacar del caso no es tanto la cruel y rara fatalidad sino lo que observa y repite el narrador fantasma al respecto: hablando del balazo que mató a Ewart dice que “resulta tan inverosímil que de darse en una novela y no en la vida nadie podría dar crédito al increíble detalle” (227); es un azar tan raro que “sólo suele darse en la vida y en las malas novelas y en los buenos cuentos,

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en la primera en grado extremo” (227-228). Negra espalda consiste en cierta manera en la relación de un sinnúmero de raros azares tamaños, aunque, a diferencia de una novela (convencional), no forman parte de una trama que sustentan o facilitan, ni son en ningún momento el deusex machina que saca al novelista de un apuro estructural o una situación crítica. Si se hace tanto hincapié en el azar, que se sabe inverosímil en una novela, es porque es la única forma que hay, dentro del nihilismo radical tan característico de la voz narradora, de entender o aceptar los vaivenes de la vida de uno, de la vida en general y del mundo. Se trata en cierto sentido del efecto de una fidelidad a la realidad empírica, sea buscado o no. Es otro modo de explicarnos y entender la ausencia de trama o argumento de esa obra errabunda, estructuras que sólo falsificarían la “realidad” excesivamente al dotarla de una configuración de la cual carece y que sólo la desfiguraría. Como se pone en evidencia en Negra espalda, eldominio del azar parece ser el único modo de acercarse a la realidad empírica sin deformarla excesivamente, porque el azar en realidad no pretende explicar nada, sólo manifiesta los vínculos existentes entre tanto de lo que se da en el mundo, sólo constata y así ayuda a contar el misterio.

2.2.4. De libros y otros objetos

En Negra espalda se presta especial atención a los objetos, que cobran un protagonismo inusual en el libro. Como ya hemos visto, el narrador “Marías” abriga la sensación de atraer él las cosas, una “perpetua actividad del azar” a la que, por lo demás, procura no otorgar ninguna trascendencia desmedida (174). Le embarga también, por lo tanto, la impresión de que los libros le buscan.34 Como Gawsworth y como el narrador de Todas las almas, el de Negra espalda no es un mero bibliófilo sino más bien un bibliómano: como a ellos parece caracterizarle “‘la búsqueda y el coleccionismo malsano de libros’” (158). E incluso, como a los otros dos, tal vez no sea descabellado calificarle de “dipsobibliómano” –que es lo que Roger Dobson dice que fue Gawsworth (“afflicted with ‘dipsobibliomania’”; Dobson 2001)–,35 de padecer una tendencia irresistible y exacerbada a la colección de libros y también de almas muertas, más por capricho que por instrucción (no en vano el título y el texto de la novela de 1989 alude a la novela de Nikolai Gogol Almas muertas y al

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“coleccionismo” errabundo de almas muertas de su protagonista, Chichikov).36

Sea como fuere, el coleccionismo de libros (de viejo, por lo general) y de otros objetos relacionados casi siempre de alguna manera con el mundo de los escritores recordados, los libros y sus historias, junto con la asociada potencia aparente de imantación del narrador que el coleccionismo sin duda propicia, hacen que las historias relatadas se desplieguen también a través del conducto de las cosas y sus trayectos azarosos y errabundos por el mundo, que se convierten de hecho en un enlace privilegiado entre presente y pasado y en un vínculo imperecedero entre los vivos y los muertos, además de ser depositarios de muchas de las huellas de la identidad de uno. Enpalabras de Elide Pittarello en su meticuloso análisis del papel de los objetos en la narrativa de Marías, los objetos “son trámites indispensables para esbozar a los sujetos, acercarse a ellos, tratar de adivinarlos y tal vez entenderlos. Los objetos no son sólo la huella de quien ya no existe; representan sobre todo la mediación de cada viviente con su propio entorno enigmático, la forma concreta de la existencia de cada uno” (Pittarello 2005a: 21). No debería sorprender, por tanto, que, aparte los objetos que aparecen en el texto sólo a través de la escritura, como un peine, por ejemplo, haya toda una serie variopinta de imágenes de cosas, treinta y tres reproducciones en total.37

El principio del periplo con los objetos se remonta a los orígenes de la propia obra, con los que está estrechamente relacionado, y coincide, naturalmente, con el descubrimiento de Gawsworth relatado primero en el artículo de 1985 y luego también en Todas las almas yNegra espalda. Se podría incluso argüir que la propia Negra espaldabrota de modo natural y contagioso de este contacto de su autor y narrador con este objeto primordial y privilegiado. El objeto en cuestión es el ejemplar de 1932 del libro de Gawsworth Backwaters.El autor-narrador-fantasma describe la intensa impresión que se apodera de él mediante el contacto con el viejo libro que está “firmado además por el propio escritor” y tiene “una enmienda de su puño y letra en la primera página del texto”:

Fue justamente la sensación de vértigo temporal o de tiempo negado que produce tener en las manos objetos que no silencian enteramente su pasado lo que avivó mi curiosidad, y a partir de aquel momento inicié una labor de investigación que resultó más bien infructuosa durante muchos meses, tan huidiza y desconocida era

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entonces y es hoy la figura de Terence Ian Fytton Armstrong, el verdadero nombre de quien acostumbró a firmar Gawsworth. (153)

El contacto con este objeto que no encubre las huellas de su vida pretérita parece desencadenar el errante eslabón de azares que atravesará Todas las almas, cuya narración compondrá Negraespalda, y desembocará en el devenir del escritor español en la prolongación de Gawsworth o su fantasma y lo que fue Gawsworth, sin que los efectos o la red de afluentes múltiples engendrados por este contacto, en apariencia inocuo y mínimo, se hayan agotado al terminar la obra. Ese vértigo temporal lo provocarán también otros objetos relacionados que no silencian su pasado, como el certificado de defunción en 1970 de Gawsworth, que obra ahora en manos del narrador “Marías” (25) y del autor Marías, papeles y objetos algunos de los cuales parecen provenir de un lote subastado perteneciente antaño a Gawsworth, por el cual el Marías “real” pujó con éxito en una subasta.38 Esos materiales harán que “el extraño y desdichado espíritu del poeta rey de Redonda” se resista a desaparecer y aliente todavía en la casa del narrador, “donde está su letra, que es como decir su voz que habla” (26). El segundo rey de Redonda sigue pernoctando tanto en la morada como en la imaginación del autor español a través de las cosas que un día fueron suyas.

Y esas cosas, esos libros y objetos en general, parecen ser más que meros cauces: se presentan con voluntad propia. En otras palabras, se puede hablar de la transitividad de los objetos en Negra espalda.Como ya hemos visto, el narrador tiene la impresión, no desmentida por nada de lo que acontece y relata, que las cosas, y los libros en particular, lo buscan en este trasvase, desde la novela a la vida de su autor, que se irá produciendo a partir de la publicación de Todas las almas (cosas que, por lo demás, toman la forma de libro) – aunque esto se pueda atribuir también a la fuerza de atracción del “Marías” fantasma–.39 Los objetos tienen la capacidad de elegir a las personas, como dice Javier Marías más explícitamente en un artículo homónimo sobre su película favorita, El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir) de Joseph L. Mankiewicz, donde habla de algunos de los elementos fundamentales de la película, entre ellos

la potencia de lo inanimado, de los objetos, la capacidad que éstos tienen para elegir a los vivos y a las personas en general, no meramente a la inversa, como suele ser la común creencia. [...] Las cosas pertenecen a la persona que ellas

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eligen, viva o muerta, y no al revés. (Marías 1995b: 85-86; la cursiva es del original)

De ese modo, “la posesión legal del mundo convencional de los vivos carece de verdadera importancia” (Marías 1995b: 86). Poseer un objeto es en realidad estar poseído por este objeto, significa, por así decir, convertirse en un poseso.

Esa creencia poco común y supersticiosa queda también manifiesta en Negra espalda, donde los libros (y los objetos) son representados como cosas animadas. Por ejemplo, dan existencia a las personas. Así, en su deambular por las librerías de viejo de Oxford –“pocos lugares más indicados para su proliferación y prosperidad, una ciudad inmóvil en la que la mitad de sus muertos poseen magníficas bibliotecas y carecen de herederos con tanta frecuencia, tantos hombres y mujeres célibes” (109)–, el “Marías” fantasma nos habla de los varios ejemplares que ha comprado allí que pertenecieron en su día a “eminencias de diferentes campos” (109) y contienen las huellas de las manos por las que pasaron, y deriva la siguiente conclusión: “Si no fuera por los libros es casi como si no hubieran existido nunca ninguno de estos nombres” (111). Aquellas personas vivas pero “genéticamente muertas” en su día ahora están muertas pero sobreviven algo a través de sus libros, y de esta forma se oyen sus “silenciosas y pacientes voces que sin embargo se niegan a callar para siempre y del todo” (113-114).40 Y eso es así porque los objetos viajan después de la muerte de las personas a las que pertenecieron o por cuyas manos pasaron y sobreviven a sus dueños que en ellos dejaron sus huellas, y de ese modo los libros no silencian su pasado, “viajan los objetos tras nuestra muerte, siguen viviendo sin añorarnos para pertenecer a otros” (262).

Eso ocurre por ejemplo con aquella primera edición de Way of Revelation de Ewart dedicada a la hermana del autor, Angela, con la dedicatoria manuscrita que la individualiza y que ahora obra en poder de “Marías”. Eso le causa al narrador una sensación de extrañeza:

Algo tiene de incongruente, algo tiene de irónico y quizá mucho de injusto la perduración de este volumen o de cualquiera de los objetos que nos sobreviven, y que son casi todos los que nos rodean y nos acompañan y están a nuestro servicio, simulando su insignificancia. (260)

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Esa impresión cunde con las huellas duraderas de un propietario intermedio que no dudó en depositar en él su propia estampa, marcándolo con su ex libris. El tiempo “pasado o perdido” hace que “los libros antiguos no sean ya sólo sus textos y sus cubiertas, sino lo que fueron dejando en ellos sus lectores previos” (344). En sus desplazamientos, en sus erráticos y azarosos trayectos, los objetos atraviesan tiempo y espacio acompañando a sus dueños durante un rato o hasta la muerte y fingiendo trivialidad, cuando en realidad tienen la capacidad de buscar a sus propietarios, de poseerlos, sobrevivirlos, hablar del pasado e incluso crear parentescos entre ellos, uniendo a sus amos pasados y presentes. Éste es quizá su mayor logro. En su transitar transitivo los objetos asocian a los vivos con los muertos. De tal manera, “Javier Marías” (y también, por cierto, el otro Marías) relata cómo queda emparentado no sólo con Gawsworth o Shiel o Ewart o De Wet, a través de libros de viejo y otros objetos, sino también, por ejemplo, con el actor Robert Donat, mediante un alfiler de corbata y una pitillera de plata (262-263). Asimismo, en un tiempo futuro el “Marías” fantasma (y el otro) quedará asociado con otros seres de la misma manera, ya que sus objetos también “pasarán a alguien en el futuro y seguirán su curso o viviendo sin añorar[lo]” (263). Se trata en todos los casos de “usurpaciones o falsas herencias” que “crean vínculos fantasmales” no imaginados (262). Como consecuencia, “Marías” mira a Donat y, por consiguiente, también a los otros, como si guardaran con él algún parentesco (262).

De esa forma los objetos adquieren vida y establecen interconexiones entre personas presentes y pasadas, entre vivos y muertos, se convierten en el hilo de continuidad. Estamos de vuelta en cierto animismo, si se quiere, la creencia que atribuye alma propia a todos los seres, orgánicos e inorgánicos, y espíritu a los objetos y a los fenómenos de la naturaleza en general. Pero no se trata de un estado sobrenatural, o sólo lo es en apariencia; “en realidad” es perfectamente consecuente, natural y comprensible: la vida de los libros y los objetos forma parte de un continuum que también encarnan, como los juguetes de Julianín que fueron guardados después de su muerte,

porque está establecido que nuestros vestigios y emanaciones y efectos no desaparezcan a la vez que nosotros, pero quedaron para siempre arrumbados como reliquias casi intocables [...] para que no los rompiéramos y duraran, duraran, duraran, cuando alguien falta nos damos cuenta de la transmisión

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perpetua y callada entre las personas y las cosas, y así éstas cobran vida vicaria y se hacen testigos y metáforas y emblemas y se erigen en el hilo de la continuidad a menudo; y parece entonces que encierren las vidas imaginarias y las no cumplidas y las malogradas, o acaso es que son los objetos lo único que concilia y nivela presente y pasado, y hasta el futuro si duran y no son destruidos. Precisamente porque siguen viviendo sin añorarnos no cambian, y en eso nos son leales. (269-270)

La duración de los objetos, la continuidad que también encarnan, continuidad simbólicamente figurada asimismo por la coma que sustituye lo que debería ser un punto final después del tercer “duraran” –rasgo idiosincrásico de puntuación tan característico del estilo de Marías–, hace de ellos un nexo privilegiado entre las personas de este (y del otro) mundo. Y esas interconexiones, los vínculos fantasmales que crean, son afines a aquella red de estribaciones o afluentes múltiples producida por los “parentescos o vínculos vertiginosos” adquiridos por los “conyacentes” en Mañanaen la batalla piensa en mí (Marías 1994: 208-210): como esa red, las interconexiones entre las personas, y también las cosas, en Negraespalda, entre vivos y muertos en particular, se pueden llevar hasta el infinito y producen una sensación de vértigo en el narrador, y también en el lector.

2.2.5. El abismo del tiempo

No es de extrañar que sea precisamente en una librería de viejo en Oxford donde el narrador de Negra espalda se permite rumiar por primera vez detenidamente, en una divagación, el paso del tiempo y el tiempo pasado, mientras hace tiempo a la espera de una amiga (122-125). Hacer tiempo propicia la divagación. Sobre el paso del tiempo volverá reiteradamente, como cuando destaca su marcha acelerada: el “tiempo que nunca aguarda y va más rápido que las voluntades […] haciendo así que todo quede inconcluso” (199); “se hacen viejos los tiempos demasiado fácilmente y se los descarta” (142). Esta última reflexión desemboca en la analogía entre el paso del tiempo y la luz de las farolas al amanecer para ilustrar “los ilusorios límites” del tiempo:

Todo es más misterioso, es más bien una prolongación artificial, atenuadora e inerte de lo que ya ha cesado y una resistencia protocolaria a ceder el paso o a señalar el inicio de lo que llega, como esas farolas que permanecen encendidas todavía un rato cuando ya ha amanecido […] y se mantienen parpadeantes y

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erguidas ante la luz natural que avanza y las convierte en superfluas. En esa hora […] se produce durante breves momentos la manifestación visible –esto es, la metáfora– de cómo se conduce y en qué consiste el respetuoso tiempo. (142-143)

Como una transición temporal, el paso de las personas de la vida a la muerte, no en vano también llamada tránsito, y las farolas encendidas al amanecer son “el testimonio respetuoso y benigno de que existió lo que ya ha cesado” (147). Las muertes repentinas, sin advertencia, ridículas incluso, como la de Wilfrid Ewart narrada punto por punto, son raros “casos en que el tiempo no actúa civilizadamente y ejecuta limpiamente su tajo sin astillas ni previo aviso” (149). No hay manera de sustraerse al dominio del tiempo, o bien sí la hay: “la única forma de perturbar al tiempo es morir y salirse de él” (199). Eso parece ser lo que consiguen los fantasmas de Marías, por ejemplo el de Gawsworth o el narrador autodenominado fantasma: transitan por un territorio al que ya no pertenecen, o no del todo. En palabras de Fernando Valls,

se desenvuelven en una dimensión que no es exactamente la suya pero por la que transitan para –en cierta forma– influir en ella y modificarla al mostrarla, quizá con la esperanza de lograr ese supremo sueño del creador de ficciones que estriba en abolir el tiempo, pero también en hacer presentes y aceptar con naturalidad a los muertos. No en vano, el fantasma es la representación de aquellos que no han podido o no han sido capaces de abandonar a las gentes y los lugares en los que vivieron, por lo que inician una nueva relación con los seres vivos, en un tiempo que ya no es el suyo, que no les afecta, pero al que les gusta volver para vengarse o para ayudar a los que un día quisieron. (Valls 1999: 366-367)

Y no cabe duda de que la esperanza del narrador fantasma de Negraespalda, esperanza que comparte con su autor, no es sólo hacer presentes a, y relacionarse con naturalidad con, los muertos, sino también y sobre todo, la de abolir o perturbar el tiempo conocido, abrir una brecha en él para indagar en otra dimensión temporal, esa negra espalda del tiempo (sobre la cual volveremos a continuación). De ahí que se opte por un modo narrativo (sumamente) digresivo, un relato errabundo, que permite no sólo divagar libremente, sino asimismo interrumpir la narración, errar con el pensamiento y crear y explorar un tiempo “que en la vida jamás existe, o pasa inadvertido, porque no espera y va demasiado rápido”, en palabras del autor.41

Sin embargo, la afirmación de que al morir uno se sale del tiempo queda desmentida en la obra: los muertos no se salen de la dimensión temporal. Todo lo contrario: el tiempo es precisamente un continuum

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a través del cual los muertos siguen en contacto con los vivos, según una “afirmación enigmática” de Juan Benet que el narrador cita y que resulta emblemática de esa negra espalda del tiempo: “‘A mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos con los muertos, la única que tienen en común’” (363). No me parece nada casual, dada la importancia representativa que adquiere esta idea para las obras recientes de Marías, de que esta afirmación de Benet reaparezca por lo menos dos veces en Tu rostro mañana (Marías 2002: 421 y 2004: 249). A lo mejor, lo que se indica cuando se dice que “la única forma de perturbar al tiempo es morir y salirse de él” es que se elude el tiempo que existe en la vida, mientras que el otro, el que no existe o pasa inadvertido en ella y se explora en el relato, es en realidad ineludible y constituye una dimensión y realidad que lo incorporan todo.

Porque, por un lado, en este tiempo el pasado sigue vigente en el presente: “Podía volver lo que había pasado y además parecía como si el pasado estuviera latiendo siempre, aún me lo parece, el pasado cada vez más largo” (277); “No es sólo que todo pueda volver a pasar, es que no sé si en realidad nada ha pasado ni se ha perdido, a veces tengo la sensación de que todos los ayeres laten bajo la tierra como si se resistieran a desaparecer del todo” (278); “Que algo haya cesado no parece fuerza ni razón bastante para que se borre del todo” (279). Es decir, el pasado en cierto sentido no es mero pasado sino que forma parte de un presente amplio. Y este pasado no pasado lo puede aprehender a través de la escritura errabunda y su tiempo dilatado alguien que ya ab initio tiene una percepción trastornada o invertida del tiempo.42

Pero es que, por otro lado, la negra espalda del tiempo comprende no sólo lo pretérito sino asimismo lo por venir y lo inexistente, “al tiempo que no ha existido, al que nos aguarda y también al que no nos espera y no acontece por tanto, o sólo en una esfera que no es temporal propiamente y en la que quién sabe si no se hallará la escritura” (363). En el penúltimo capítulo (tan exacerbadamente asociativo como tantos otros penúltimos capítulos de sus otras novelas) y conjetural, en el cual surgen a la superficie la miríada de vínculos entre todos los elementos de la obra, el narrador aventura que justamente quizá en aquella esfera,

en ese tiempo que en tantas ocasiones ha invadido el mío –quiero decir el que tengo asignado según la convención de los otros– sí se confundan la ficción y la

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realidad, o las realidades no sólo improbables e inverosímiles, sino incompatibles. Quizá en ese tiempo puede una novela inmiscuirse en la vida. (364)

Esa intromisión de Todas las almas en la vida de su autor, ese entrometimiento de la ficción que es también un intermedio, una interrupción o perturbación del tiempo “normal” –convencionalmente asignado– de Javier Marías, es lo que se relata en Negra espalda, es el tiempo o la terra incognita que se explora, el enclave que se anexiona parte de la realidad empírica, la antigua colonia que ahora coloniza el bios de Marías y su fantasma. Y ese territorio de la negra espalda del tiempo, como se resalta en este penúltimo capítulo en particular, lo engloba todo: “Puede que en esa dimensión o tiempo resida y sestee ese reino entero que a veces aparece en los mapas y otras no figura, como corresponde a un lugar que existe y a la vez es imaginario, the Realm of Redonda” (365); “en esa penumbra humeará invisible el parentesco adquirido con el actor Robert Donat a través de sus objetos míos” (367; repárese en el oxímoron); “quizá transita por el revés del tiempo la vida no vivida y truncada de mi hermano mayor Julianín tan pequeño” (367); o hasta “el yo que yo habría sido o no sido sin mi nacimiento” (367). Allí quedará emparentado, interconectado, todo ser animado (e inanimado) que transita por el mundo de la obra, tanto hipotéticamente como de facto, todos los moradores de la Negraespalda, y allí transita además sencillamente todo:

Y quizá ese ausente todavía transita por el envés y la negra espalda y abismo del tiempo junto con todo lo que no ha ocurrido y lo que sí ha sucedido sin dejar sin embargo una huella ni un rastro ni humo ni vaho, y con lo acontecido que no puede reproducirse y ya no es posible y está descartado por tanto, y también con lo que aún se debate entre el recuerdo afilado y el tuerto olvido [...]. Por ese revés del tiempo acaso transite todo, lo que está en el conocido tiempo y lo que él no conoce ni es por él registrado ni tomado en cuenta. Por esa negra espalda pueden también desfilar los hechos cuyos relato y memoria acaban por convertir en ficticios. (376-377)

Como prácticamente todos los narradores de Javier Marías, el de Negra espalda ve todo lo que se da en el mundo como unido.43 La negra espalda o revés del tiempo de la Negra espalda del tiempocompone un continuum interconectado que, mediante la característica “facultad asociativa exacerbada”, la capacidad hipertrofiada de su narrador y autor “para ver la relación entre todas las cosas, para no ver nada fuera del extenso tejido que es el mundo” tal como la describe

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Marías en otro contexto (Marías 1993: 261), que es la que desencadena la escritura errabunda, lo abarca y asocia todo lo que se da en el mundo y el mundo es visto así como una gran cadena del ser.44

2.3.

Esa red de interconexiones se trenza esencialmente a través de una escritura digresiva (desencadenada por la facultad asociativa exacerbada); la cadena del ser es fruto de la errabundia. Por lo tanto, constatar a estas alturas de la discusión que el estilo de Negra espaldaes digresivo es más bien superfluo, no sólo porque será ya evidente a base de todo lo expuesto hasta ahora, sino también porque el estilo de Javier Marías en general, en especial a partir de su novela El siglo de1983, es ya digresivo de por sí. Queda por estudiar algo más pormenorizadamente, que es lo que me propongo hacer ahora, por qué se puede hablar de una escritura digresiva, explorando algunas de las características de ese estilo en Negra espalda, en concreto los aspectos de la interpolación y el paréntesis, la conjetura, el aforismo y la analogía, que son asimismo rasgos del estilo de Marías en general. Para entender ese estilo digresivo cabalmente me parece conveniente insistir en la importancia de la interrupción de las narraciones. La digresión, como y dondequiera que se dé, supone siempre una suspensión del hilo de la narración o del discurso en general, su concomitante retardación mediante la detención del tiempo de la relación de algo (en su sucesión cronológica o, por lo menos, lógica), un transitorio cambio de dirección discursiva, además de la apertura de otra dimensión temporal, ese tiempo existente y a la vez inexistente, el que en la vida jamás existe o pasa inadvertido, en palabras del escritor citadas arriba. La digresión se puede producir a nivel de la frase, del párrafo o de una sección más amplia de texto, como un capítulo. Esto es lo que ocurre en el caso de la interpolación, por ejemplo, que se produce a menudo a nivel de capítulos enteros. Así, el primer capítulo interpolado es el quinto que interrumpe la senda recorrida en una discusión oxoniense sobre la inminente publicación de Todas las almas entre el “Marías” narrador y los personajes Ian Michael, Eric Southworth y Toby Rylands. Siguiendo una idea introducida en la conversación sobre la posibilidad de pervivencia de una novela versus

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la caducidad segura de las investigaciones y la inmortalidad que aquélla puede proporcionar a una persona real mediante su inclusión en ella –inmortalidad que la “erudición cada vez más impersonal y superflua, con esas computadoras que lo roban y engullen y almacenan todo, y se lo sueltan al primer iletrado que sabe darle a una tecla” (53) nunca podría conseguir(nos) a los investigadores e intérpretes de textos–, el narrador aprovecha para contar el caso concreto de cómo le sirvió esa idea “para persuadir y mercadear con ella” con Francisco Rico, un paréntesis cómico de diecisiete páginas, un intervalo o intermedio divertido (57). Y el capítulo nos indica ya su naturaleza de excurso en la primera línea: “Debo hacer un inciso –este es un libro de incisos, sólo que se avanza también con ellos– [...]” (57). Eso recuerda la descripción de Tristram Shandy de su técnica de escritura digresiva que consiste en los mismos dos movimientos contrarios reconciliados que actúan en Negra espalda: “Mi obra es digresiva y también progresiva, –y es ambas cosas a la vez” (Sterne 1997: 62).45

El capítulo trece constituye otra tal interpolación, una clara interrupción de un hilo narrativo y sección parentética: irrumpe en –y frena– el relato de los últimos días y muerte de Ewart para centrarse en los días postreros y la última vez que “Marías” (y cabe suponer que también Marías) vio a tres personas muy queridas antes de que se murieran más o menos inesperadamente para él (sus amigos Aliocha Coll y Juan Benet, y su madre Lolita Franco [209-218]). Se trata de una tendencia bastante marcada a reordenar la temporalidad de lo sucedido, tendencia técnica que aunque no novedosa –forma parte intrínseca de la literatura occidental desde los mitos homéricos (los cuales, por ejemplo y según apunta Genette, las más de las veces optan ya por un arranque del relato in medias res [Genette 1988: 279])–, es más pronunciada en unos escritores que en otros. Como Proust, que en palabras de Genette busca librar su narración para siempre de las restricciones y limitaciones del relato tradicional “pervirtiendo” la temporalidad clásica (Genette 1988: 297-298), Marías también suelta las amarras de una cronología lineal para lanzarse a la caza del tiempo perdido que en la vida no espera, suspendiendo la acción de un relato –las últimas horas de Ewart, en el caso en cuestión– para explorar otro tiempo paralelo o afín, el de unos muertos suyos, en el que efectivamente le ocurrieron a todas luces las cosas más importantes sin que se enterara del todo en su momento.

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Así no sólo se va en busca de ese tiempo perdido (porque no conscientemente aprehendido en su día), sino que, en concreto, se suspende, se retarda, se prolonga, se demora y se expande no sólo el tiempo de su narración, abarcando varias temporalidades que se entrecruzan en la negra espalda del tiempo, sino también el tiempo en general, por implicación y en la medida en que la dilación narrativa también repercute en la percepción y paso del tiempo para el lector. Así se manipula el Tiempo en este formidable juego errabundo, “le jeu formidable qu’il fait avec le Temps”, como dijo el propio Marcel Proust del embrujo del tiempo realizado por el sueño, y Genette de lo que hace el propio Proust.46

Hay interpolaciones a otra escala, un tipo que ya está presente en la prosa narrativa de Marías en El siglo y se convierte en un rasgo formal destacado a partir El hombre sentimental. Se trata de intercalaciones que interrumpen el discurso con un inciso aclaratorio o incidental, directa o tangencialmente relacionado con lo anterior o posterior. Estas interposiciones suelen venir entre los signos de paréntesis y, también, entre rayas (un signo muy extendido en El hombre sentimental pero cuyo uso decae algo en novelas posteriores en comparación con el uso creciente de los paréntesis, especialmente en cada uno de los penúltimos capítulos). Se da con notable frecuencia en las secciones en que se citan o transcriben entre comillas otros textos, como el capítulo de Todas las almas sobre Gawsworth (152-169), las relaciones de los diarios mexicanos de la época de las circunstancias de la muerte de Wilfrid Ewart (220-232), el artículo del VölkischerBeobachter de 1941 sobre “el caso De Wet” (336-343) y unos recortes encontrados en un ejemplar de viejo de una novela de De Wet (344-355). En estos casos el narrador interrumpe las reproducciones, normalmente entre signos de paréntesis, con “acotaciones o comentarios intercalados”, como de hecho le advierte al lector antes de reproducir las páginas de su novela de 1989 (152) –en el caso de esta primera sección las intercalaciones introducidas en Negra espaldano aparecen ni entre paréntesis ni entre rayas sino como frases que suspenden el texto entrecomillado, para distinguir las interpolaciones de 1998 de las del texto original de 1989 que ya contiene unos cuantos incisos entre rayas y paréntesis–.

Son en todos los casos incisos que encierran aclaraciones o información añadida (por ejemplo: “Debo señalar aquí que esta parte de la novela es la que más coincide con mi realidad y aun la única”

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[152]); conjeturas (“Ahora sospecho que lo afeitaron en el hospital o ya cadáver” [165]; “Una mujer rusa con la que acaso contrajo matrimonio aparecía aquí: tal vez la propietaria legítima del Hotel Metropol de Moscú” [350-351]); repeticiones de material que se convierte de ese modo en Leitmotiv, uno de cuyos efectos es el de tejer internamente la narración (internal stitching es el término que emplea E. K. Brown en su discusión de los efectos de algunos Leitmotive proustianos [1978]), efectuando conexiones entre varios puntos de la obra (“‘Apaga la luz, y luego apaga la luz’” [220]); correspondencias entre las vidas de los protagonistas de los textos reproducidos y las de otros protagonistas de Negra espalda,especialmente la del propio “Marías” (“este hombre estuvo en Madrid el año en que nací yo en Madrid” [165]); comentarios sobre el estilo y lenguaje empleado (“Hacía siglos que no oía la palabra troglodita, que se ha quedado antediluviana; pero quizá en el año 23 era novedosa y al cronista anónimo le pareció definitiva y perfecta para este poco objetivo párrafo de reconvención a sus compatriotas” [223]; “cuyo final se aleja ya leguas de lo que debería ser una crónica de tribunales, para adentrarse decididamente en el territorio de la meditación y el lamento” [342]); u otros tipos de comentarios (como el ambiguo “No sabe en él la muerte andar despacio” [167]).47

Lo mismo ocurre también en el caso de material (historias o fragmentos de historias) originario en otros textos y recreado en Negra espalda, como es el caso de la historia de la maldición familiar (de los Manera) que se despliega con toda una serie de interpolaciones entre signos de paréntesis o, con menos frecuencia en esta sección, entre rayas que encierran elementos incidentales: “creo que su segundo apellido era Cao (‘del indio Cao, lugarteniente de Moctezuma’, solía proclamar con el índice en alto la hermana menor de mi abuela, la tita María con folies de grandeur)” (370); aclaratorios o complementarios: “casado con una Custardoy de la que había tenido siete vástagos (por eso el nombre falso del cuento fue ‘Isaac Custardoy’)” (372); asociativos: “hermano de mi abuela y tío-abuelo por tanto (también un tío-abuelo guerrero, como Ewart y De Wet)” (372) o “Alcanzó el grado de almirante –no falso como el ballenero Franco sino de verdad–” (374); conjeturales: “alguien de la familia –quizá un aya supersticiosa o una madre aprensiva, acaso mi propia abuela, hermana del maldecido–” (374); o aforísticas: “contó la anécdota en casa durante el almuerzo y después la olvidó (pero

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alguien la recordó y por eso ha llegado hasta mí la historia: quizá un aya negra o una madre aprensiva, son las mujeres no jóvenes siempre las depositarias, como son también las transmisoras” [371; el subrayado es mío]).

Por cierto, esta última cita ejemplifica dos de las formas más frecuentes que toma el movimiento digresivo del texto sobre las cuales volveré a continuación: la conjetura y el aforismo. Llama la atención y no me parece casual el hecho de que al relatar la vida y las hazañas de Wilfrid Ewart, ya esbozadas en un artículo del autor de 1993 como ya he dicho y como nos recuerda también el narrador (180), éste se detiene en su recorrido por la parte bélica de la vida de Ewart en su participación en la Primera Guerra Mundial con el Segundo Batallón de la Scots Guards para narrarnos un paréntesis en el tiempo de la guerra: la famosa tregua espontánea del día de Navidad de 1915, cuando la guerra “fue sorteada y hasta burlada un momento” (188), un cese temporal de las hostilidades, una perturbación del tiempo bélico “intempestiva e intrusa” (189), un aplazamiento de la guerra, una interrupción y un verdadero descanso, un alto (el fuego) que en este caso literal y momentáneamente elude, detiene y pospone la muerte, que es lo que en cierta medida entraña cualquier suspensión tanto de una actividad como de una senda concreta del discurso narrativo, cuanto más espontánea tanto menos premeditada y constreñida, y por tanto más natural. Pero estos tipos de interpolaciones y otros incisos de mayor extensión no siempre anunciados por signos de puntuación se dan en realidad con más o menos la misma frecuencia a lo largo de la obra. Un rasgo que tienen en común todas esas interpolaciones es que representan varias clases de libre movimiento inciso y digresivo, de entre las cuales sobresalen quizá dos por su frecuencia: por un lado, la relación de lo relatado sobre la vida de otra persona con el bios del propio narrador o con el de otra persona introducida con anterioridad, o sea, el establecimiento de un parentesco, de una correspondencia o conexión entre dos seres en un principio normalmente distantes en el tiempo y el espacio y ajenos entre sí; y, por otro, la tendencia a la abstracción.

La primera puede tomar varias formas. De entre las más frecuentes está la divagación conjetural, hasta el extremo de la construcción de escenas enteras del todo hipotéticas. Todos los pasajes conjeturales o hipotéticos son elaborados a base de adverbios de duda, expresiones

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de probabilidad, interrogantes introducidos por pronombres interrogativos, la conjunción coordinante o que expresa alternativas entre varias realidades posibles o el uso de tiempos verbales, tales como condicionales de indicativo, o el presente e imperfecto de subjuntivo, y, en el caso de las escenas conjeturadas, la gradual transición de estos tiempos verbales al presente de indicativo, como veremos. A veces estos pasajes arrancan con el establecimiento de una analogía o una comparación irreal, meramente supuesta. Así, por ejemplo, al hablar de los objetos que sobreviven a los muertos a quienes pertenecieron para pasar a manos de otros, el narrador se refiere al alfiler de corbata y una pitillera de plata del actor Robert Donat que ha adquirido como

usurpaciones o falsas herencias que crean vínculos fantasmales que no imaginaba: ya no puedo ver a Donat de la misma forma indiferente [...]; lo miro como siguardara conmigo algún parentesco, y cuando enciende en pantalla un cigarrillo me pregunto si haría idéntico gesto al sacarlos del objeto callado que está ahora en mi mano [...], y si no le sentaría fatal a su asma que padeció toda la vida y quizá tuvo que ver en su muerte; o si después del rodaje se pondría esa noche para la cena el alfiler con la efigie en esmalte de Shakespeare que yo me coloco ahora a veces en la solapa porque rara vez llevo corbata. (262-263; la cursiva es mía)

La relación conjeturada a través del objeto es según Elide Pittarello una “identificación ficticia” entre “Marías” (y Marías) y Donat (Pittarello 2005a: 26). Me pregunto si no es no por ficticia menos real, es decir, si a pesar de ser ficticia, no es efectiva y real, en cuanto imaginada y realizada, hecha real, encarnada o creada mediante el objeto y la escritura. Pero además, se podría argüir que cualquier identificación es ficticia en tanto en cuanto creación, ya que implica una operación mental mediante la cual uno ve semejanzas y establece un vínculo entre sí mismo y otra persona o grupo (o entre eventos u objetos), atribuyéndose así (de forma consciente o inconsciente) las características de esta persona o grupo (o atribuyéndose las propias a ella o él).

Hablando del “abuelo o quizá tío-abuelo” de uno de los protagonistas de Negra espalda, Oloff De Wet, el Vechtgeneraal Christiaan Rudolf de Wet y su retrato, el narrador calcula que “no habría cumplido aún los cincuenta” y pasa a establecer un posible parentesco entre él y el tío-abuelo de otro personaje principal de la obra, Wilfrid Ewart, preguntándose lo siguiente:

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quién sabe si habría luchado con sus guerrillas en algún encuentro contra aquel tío-abuelo de Wilfrid Ewart que después de Jartum se fue a la guerra sudafricana como si no hubiera tenido aún bastante, Sir John Spencer Ewart su nombre, es más que probable que los dos tío-abuelos se vieran las caras o más bien las figuras que sí se temen, o las que avanzan fieras con sus rostros imaginados, y se apuntaran para dispararse una bala caliente o fría que no llevó en todo caso su esquela con los nombres la del uno el otro. (357)48

Aquí tenemos el embrión engendrado pero no desarrollado de una escena conjetural, los destinos cruzados de los tíos-abuelos de De Wet y Ewart enfrentados en un campo de batalla. Cuando más adelante pasa a narrar la historia de la maldición, al referirse al hermano de su abuela que participó en la Guerra de Marruecos, “tío-abuelo mío”, el narrador no desaprovecha ese parentesco concreto para relacionarlo en una interpolación entre paréntesis con los De Wet y Ewart, “también un tío-abuelo guerrero como Ewart y De Wet” (372). La relación de los De Wet con los Ewart ya había sido anticipada por una analogía de los sobrinos: “Pero a De Wet aún la muerte le pasó de largo, como le había pasado a Ewart cuando más tocaba a esa muerte fijarse en él y detenerse, arrojado a los frentes de barro con su ojo único y defectuoso” (355). Y ese ojo deficiente le servirá al narrador algo después para crear toda una cadena de vínculos en un excurso que incluye de nuevo no sólo a Ewart y De Wet, sino también al padre del narrador, al propio narrador y hasta a James Joyce (y que incluye una alusión a Miguel Hernández, que ya ha sido mencionado en una intercalación también analógica sobre la Guerra Civil insertada en el pasaje sobre el tío-abuelo De Wet –“tres años como la nuestra, en que el viento se llevó las semanas y la muerte no supo andar despacio” [356-367]–, y a Juan Benet indirectamente, mediante unas “herrumbrosas lanzas”):

Sin duda el ojo sin visión de Ewart fue herencia, y tal vez lo fue el de De Wet asimismo [...]: ambos soldados tuertos, en la lucha de trincheras el uno y en los combates aéreos el otro, lo menos recomendable para evitar que la muerte atraviese el espacio con su ojo único y el tiempo con sus herrumbrosas lanzas. También mi padre hace años que no ve con uno de sus ojos [...]. Pero él no luce parche ni monóculo alguno [como De Wet], ni tampoco se ha puesto en la vida unos lentes tintados ni sombreados ni ahumados, yo sí los llevo oscuros de vez en cuando. Padezco cierta debilidad en la vista a la que no doy importancia porque quizá ya no la tenga en estos tiempos, aunque en el pasado era causa lenta pero segura de ceguera y dolor finales, no sé si de muerte. Por no salir de los hombres de letras, esa debilidad amargó la existencia de James Joyce […]. (360-361)

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A raíz de una suposición se entreven nexos de unión entre personas. Algo parecido ocurre cuando se equipara el paso por el mundo de unos niños que murieron cuando eran sólo eso, niños, o recién nacidos. El pasaje conjetural está estructurado en torno a una serie de preguntas (retórica, la primera) sin signos de interrogación, introducidas por el mismo adjetivo o pronombre interrogativo:

Qué sentido tiene el paso por el mundo callado de quienes no tienen tiempo ni de acostumbrarse al aire, y todavía Ewart escribió y luchó y vivió treinta años, qué habría sido de él más adelante. Dudo que hubiera llegado hasta lo más alto. Qué habría sido del hijo de mi amigo Aliocha Coll que murió recién nacido unos años antes de que él se matara y al que él y su mujer Lysiane habían llegado a dar nombre, según me dijo; qué de la primera hija de Juan Benet que murió con seis meses y cuya foto amarilleada vi en su casa tantas veces, ahora que sus padres han muerto no habrá ya quien la recuerde, a Eva. Qué habría sido de mi hermano muerto con tres años y medio, Julianín su nombre [...]. (264)

Unas cosas traen otras y el recuerdo conjetural establece lazos entre los muy jóvenes fallecidos. No es cierto lo que dice el narrador de Eva, de que ya no hay quien la recuerde: mediante su escritura, Eva, el hijo de Aliocha Coll y Julianín en especial (264-273) son todos evocados y así quedan inmortalizados en cierto modo (“Always We Remember”).49

Éstos son sólo unos pocos ejemplos del estilo conjetural de Marías y algunos de sus efectos. Antes de pasar a ocuparnos de las características de alguna que otra de las escenas conjeturales, cabe destacar además que éste (el estilo) está caracterizado por el empleo persistente de adverbios de duda (e incertidumbre) como quizá, tal vez y acaso y construcciones verbales tales como deber de más el infinitivo, es posible que o puede que para expresar una suposición o probabilidad, a los que recurre el narrador con regularidad, por ejemplo (las cursivas son mías): “Pero más raro aún es que entre ella [Angela Ewart, la hermana de Wilfrid] y yo –que quizá ahora ha muerto– hubiera otro propietario, [...], debió de ser suyo el volumen ya en vida de Angela, quién sería, acaso un veterano también de Neuve Chapelle y de Ypres y del Somme y de Cambrai y Arras, acasose lo regaló ella misma” (261); “debió de hablarle muchas veces en sueños” (266-267); “Quizá en ese tiempo que en tantas ocasiones ha invadido el mío [...] sí se confundan la ficción y la realidad, o las realidades no sólo improbables sino incompatibles e inverosímiles. Quizá en ese tiempo pueda una novela inmiscuirse en la vida” (364);

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“puede que en esa dimensión o tiempo resida y sestee ese reino entero” (365); “Por ese revés del tiempo acaso transite todo” (377); “Esa niña o anciana o muerta debe de haber transitado también, desde sus tres años, por el revés o negra espalda del tiempo [...] Puede queaún viva esa niña hoy decrépita, o que muriera hace mucho y acaso durante la guerra” (400-401).

Un adverbio de duda introduce también una miniescena o un indicio de escena conjetural que es también un guiño a los lectores de Marías que la reconocerán inmediatamente: “Tal vez Rose Savory Graham se había echado a la cama con malestar y presentimientos y le miraba la espalda en silencio mientras él miraba hacia el exterior, las invisibles balas” (242). Es un eco de la famosa escena de La Habana de Corazón tan blanco, en la cual otro matrimonio (reciente) se encuentra en una situación parecida durante su viaje de bodas, la mujer en la cama (enferma) y el hombre en el balcón dándole la espalda y preso de un malestar y presentimientos de desastre (distintos), escena que a su vez es una variación de otra escena, la que compone el cuento “En el viaje de novios”, recogido en Cuando fui mortal (1996a: 39-47). Las tres prefiguran acontecimientos funestos y, así, una de las “invisibles balas” que está observando Graham desde el balcón en Negra espalda es la que matará a Ewart, en otro pasaje medio hipotético –ráfagas de incertidumbre puntúan la escena de muerte de Ewart–, porque “voló más bajo o se hizo fría o gastada demasiado pronto y fue a incrustarse en el ciego ojo izquierdo de otro hombre también asomado al balcón, en pijama o aún vestido con su camisa mexicana recién estrenada, de pie o sentado en un sillón” (243).

Es significativo que las conjeturas y suposiciones, las dudas y la incertidumbre se acrecienten y generalicen en las últimas páginas de la obra, en los últimos dos capítulos o secciones en concreto –vigésimo y vigésimoprimero, páginas 344 en adelante–, como se puede observar también en las citas. Es cuando el narrador se adentra de lleno en el territorio más incierto de la novela, la brumosa tierra de la negra espalda del tiempo, y no sorprende que el modo verbal dominante de esas páginas sea precisamente el subjuntivo, correspondiente por su naturaleza a un territorio de ontología incierta.

Es en tales divagaciones conjeturales, dicho sea de paso, donde vuelven también algunos objetos introducidos con antelación, y en este tiempo y espacio parentéticos transitan y traban vínculos y

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producen también parte de la extendida comicidad de esa obra –se olvida o no se reconoce lo suficiente cuán cómica puede ser mucha de la literatura de Javier Marías, comicidad que, como su sentido de humor, a veces es tan fina y sutil que puede pasar desapercibida, y otras produce directamente la carcajada–. Es el caso del minúsculo peine, el “‘ingenioso instrumento’” que el narrador cuenta que mediados los años ochenta le compra y reta a adivinar a Juan Benet, quien por aquel entonces se ha dejado crecer el bigote. El artilugio, que como se dice en un espléndido paráfrasis, fue “diseñado específicamente para el acicalamiento e higiene de tales aditamentos, según se decía en tiempos más indirectos”, es adivinado a la primera por Benet, para gran enojo de su comprador –“me fastidió enormemente que me destripara el misterio de mi pequeño peine especializado”–, quien en los siguientes años se verá sometido al escarnio por Benet, al sacarlo éste de vez en cuando en presencia de Marías para repeinarse el bigote “haciéndose el distraído, sin duda para restregarme aquel brillante triunfo suyo” (325-327). Pues bien, un peine hipotético de exactamente esa índole reaparece al describir el narrador el bigote de De Wet: “Poblado y curvo y muy bien arreglado, acaso con un pequeño peine inseparable especializado que le serviría incluso para mantener altas las guías” (332). Y luego, al citar el artículo sobre “El caso De Wet” del Völkischer Beobachter y en el pasaje donde éste habla de que durante el juicio Hugh Oloff De Wet “se mantuvo de pie ante ellos retorciéndose una barba rala y quijotesca”, el narrador intercala entre paréntesis el siguiente comentario: “Es de suponer que en su detención le habrían requisado el peine” (337). Así, en esta conjetura y su paso de su primera aparición a la segunda el hipotético peine del espía ya se ha hecho realidad y lo único que permanece en duda es si se apoderaron de éste los agentes del Tercer Reich o no (cabe preguntarse quizás qué harían en este caso con el instrumento).50

En lo relativo a la construcción de enteras escenas conjeturales, el fenómeno no es nada nuevo, como sabrá cualquier lector atento de las novelas de Marías. En El hombre sentimental (1986) ya aparecen dos escenas tales, sobre las cuales el propio autor nos llamó la atención en su ensayo “La muerte de Manur (Narración hipotética y presente de indicativo)” (Marías 1993: 73-82). Como apunté en mi capítulo dedicado a El hombre sentimental y, en concreto, en mi propio análisis de esas dos escenas conjeturales y su importancia en el

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desarrollo formal de Marías, ésta es la primera novela de Javier Marías en la que opta exclusivamente por un relato (autodiegético) en primera persona, el punto de vista de todas sus obras narrativas posteriores (Grohmann 2002: 110-116). Eso significa que por primera vez Marías se ve algo constreñido por lo que se refiere al campo de visión y conocimiento cierto que puede abarcar su narrador, ya que éste, no siendo omnisciente, no lo puede ver ni saber todo y sólo difícilmente puede desaparecer de escena. “Esas renuncias”, en palabras de Marías, “son tan dolorosas que en realidad un novelista es incapaz de resignarse a ellas sin más por haber elegido esa primera persona. Y así, el León de Nápoles no tuvo más remedio que recurrir a la suposición y a la imaginación.” (Marías 1993: 75). (Por cierto, como nos recuerda en dicho ensayo, quizá una de las razones por las que decidió adoptar dos puntos de vista distintos con capítulos alternados en primera y tercera persona en la novela anterior, El siglo,fue la indecisión con respecto al punto de vista). Este hecho me parece significativo porque marca un antes y un después en la narrativa de Marías y es la razón por la cual mantuve en su momento que esa novela prefiguraba todas las posteriores: la elección de un punto de vista con todas las consecuencias que éste conlleva determinan la manera de ver el mundo y el modo de narrar de sus narradores. Y una de las consecuencias es, para ceñirnos a lo que nos atañe aquí, el desarrollo de un estilo conjetural. O sea, la aparición de la conjetura en la prosa narrativa de Marías se debe en gran medida al hecho de la adopción del punto de vista (y las limitaciones) de la primera persona. Pero es que, además, la intención en El hombre sentimental era que

lo supuesto o imaginado pasara a formar parte de lo sucedido, al menos a ojos del lector [...] que lo que para el narrador puede ser de una determinada manera, para el lector sea necesariamente de esa manera, pese a que aquél no dé nunca por ciertas sus conjeturas ni pretenda engañar a este último. (Marías 1993: 75)

No es distinta de la intención que parece informar lo supuesto e imaginado por el narrador de Negra espalda (porque está dotado de los mismos rasgos formales), intención que por lo demás quizá no se diferencia tanto del efecto buscado con Negra espalda en su conjunto, o sea, no mezclar lo ocurrido en la realidad empírica con lo ficticio (imaginado, supuesto o inventado) y confundir los dos planos, hacerlos indistinguibles, sino, como explica Marías que era la intención en cuanto a los planos claramente delimitados de lo vivido,

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lo soñado y lo imaginado o supuesto en El hombre sentimental, hacer que “todo ello formara parte de la historia relatada en igualdad de condiciones” (Marías 1993: 73). En Negra espalda lo supuesto e imaginado adquiere aun mayor importancia ya que ayuda a explorar el territorio de lo incógnito –lo que pudo ser–, permite internarse en las brechas abiertas en lo real, en las lagunas de las vidas sondeadas y de la realidad conocida aportando una dimensión –que se solapa con la de la negra espalda del tiempo– que llega no sólo a coexistir con la de la realidad empírica de los hechos –lo que fue– en igualdad de condiciones, sino incluso a adentrarse en ésta y condicionarla o hasta suplantarla. Las escenas conjeturales de El hombre sentimental están construidas a base de los mismos elementos que ya hemos visto en Negra espalda: adverbios de duda, interrogantes, la conjunción o,tiempos y modos verbales tales como condicionales de indicativo y presentes y pasados de subjuntivo que en las escenas desembocan en el presente de indicativo. La escena conjetural más desarrollada en Negra espalda, equiparable a las de la novela de 1986, es el encuentro imaginado entre Hugh Oloff De Wet y Francisco Franco. “Marías” recuerda una conversación con Anthony Edkins quien evocó a De Wet, a quien había conocido, y de lo que le dijo acerca de De Wet el narrador ha retenido, entre otras cosas, el que De Wet se había acercado a Madrid en 1951 para convencer al dictador, por motivos más bien personales, de crear unas guerrillas en los Cárpatos que combatieran contra los soviéticos (308-309). El narrador se acuerda vagamente de la imagen extravagante del De Wet de Edkins: era un hombre “llamativo” para la época, “pues lucía un pendiente en una oreja y no sé si coleta rubiácea a la manera pirata, sobre un ojo un parche negro o bien monóculo ahumado, adornado el rostro por bigote solo o tal vez bigote con barba” (308); la suposición se debe aquí a que “se difuminan los rasgos de las personas en nuestra memoria visual siempre oscilante” (308-309). Pues esa memoria visual oscilante le provee de suficiente material para construir una escena hipotética, precedida por un condicional compuesto que, sensu stricto,hubiera sido el tiempo verbal correspondiente al encuentro imaginado: “Y desde luego con el pendiente en la oreja sólo habría logrado que el dictador de mofletes abúlicos y mandíbula retraída lo mirara de arriba a abajo y anotase con aprensión pequeñoburguesa y normativo asco en la esquina de una tarjeta en blanco: ‘Afeminado’” (310). Ni que decir

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tiene que el Franco de esta escena que junto con la conversación “Rico-Marías” es uno de los dos memorables episodios-divertimento de la obra, es retratado en función de toda una serie de atributos estrictamente reales y uno de los personajes cómicos más logrados de Javier Marías. La comicidad se produce con, y a costa de, Franco y no con De Wet, al que hubiera sido más fácil convertir en esta reunión en un hazmerreír (es una obviedad, pero si algo caracteriza al escritor Marías es que siempre ha sido exigente para consigo mismo y su escritura y siempre ha desestimado el camino o la solución fácil).

La escena se abre con un claro aviso acerca de su estado ontológico hipotético –oración subordinada condicional, imperfecto de subjuntivo, enunciado interrogativo, adverbio de duda–: “Veo la escena si llegó a producirse, o la veo aunque no llegara, pero quién sabe, tal vez De Wet removió cielo y tierra [...] y consiguió una brevísima audiencia” (310). El narrador ve, es decir, imagina la escena, se produjera o no, y así la crea –“Fortis imaginatio generat casum”, una imaginación poderosa genera el suceso, se solía decir y de eso se trata–; “Veo a Franco disfrazado de almirante [...]. Veo a Hugh Oloff de Wet [...]” (310). La escena conjetural desembocará progresivamente, como es el caso asimismo con las de El hombre sentimental, en el presente de indicativo, un tiempo verbal poco empleado por Marías en sus narraciones pero el necesario para lograr que lo imaginado o supuesto aparezca como sucedido o cierto en la mente del lector. En “La muerte de Manur” Marías explica que el presente de indicativo es un tiempo verbal que rechaza en principio para la narración y sólo emplea con cuentagotas –también en Negraespalda prácticamente se elude en las secciones narrativas–, por ser un recurso demasiado fácil para crear un rápido efecto de inmediatez, empleado abusivamente, fatigoso y “abocado a propiciar casi exclusivamente un tipo de párrafo corto, poco construido y de difícil vuelo” que suele dar lugar a un ritmo de prosa pobre, de ahí que se tenga que usar con sumo cuidado (Marías 1993: 76). Eso explica por qué se precisa de un proceso de transición hacia el presente de indicativo.

Después de ese presente de indicativo inicial repetido –“veo”– que denota e introduce la visualización imaginativa por parte del narrador, entramos de lleno en el mundo potencial de la escena conjeturada con una serie de condicionales simples (seis) –como también ocurría al principio de una de las escenas de El hombre sentimental–, después de

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un imperfecto de subjuntivo en una oración subordinada adverbial de tiempo precedida por un adverbio de posibilidad (más avisos respecto de la naturaleza inventada del encuentro):

Y, probablemente, cuando De Wet terminara de explicar su visionaria estrategia [...], el dictador se quedaría mirándolo con la vista opaca y seguiría callado un rato [...]. Se llevaría un dedo a la sien despoblada [...]; se sorbería con dificultad la nariz [...]; se miraría de reojo los resplandecientes botones dorados de la bocamanga y –acaso– por fin hablaría. (311)

Y a continuación aparece por primera vez, pero sólo en estilo directo en esta primera instancia, el presente de indicativo, después de un presente de subjuntivo (imperativo) inicial: “‘Y dígame, ¿cómo hace para sostener en el ojo sin que se le caiga ese cristal que lleva tan redondo?’” (311). Luego de esa pregunta se pasa a un párrafo descriptivo en el cual el narrador interviene usando el pretérito imperfecto de indicativo, un tiempo perfectamente lícito ya que se está describiendo al dictador y la época tal como efectivamente eran, con algún que otro imperfecto de subjuntivo esparcido:

Era la clase de cosa que llamaba la atención del dictador en aquel tiempo que empezaba ya a ser aplacado, aunque lo atravesara aún la muerte, y lloviera sal, y esparciera calaveras, machacado el tiempo. (312)

El hecho de que los personajes de esta escena conjetural son reales (históricos) y que se sabe y se puede dar por cierto mucho acerca de Franco, como lo que se detalla en ese párrafo (lo que le llamaba la atención o, más adelante, su deficiente capacidad de comentario –ver la cita siguiente–), facilita la transición de tiempos inciertos a la certeza expresada por el pretérito imperfecto de indicativo, del cual sólo media un paso al presente del mismo modo. El párrafo se cierra con una afirmación de nuevo en estilo directo con dos verbos en el presente de indicativo, los cuales anuncian la llegada inminente de ese tiempo verbal en el párrafo siguiente, después de más especificaciones de cómo era Franco:

Su capacidad de comentario era casi nula, y se sabe que años más tarde, tras asistir a unas furiosas danzas del bailarín folklórico Antonio para él y sus invitados [...] lo más que acertó el usurpador a decirle fue lo siguiente: ‘Hay que ver. Parece usted de goma’. (312)

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El comentario dictatorial simple da paso al pleno empleo del presente de indicativo: “De Wet sabe muy bien que debe responder a la pregunta” (312). Será el tiempo verbal dominante de la escena durante casi cinco páginas (312-316) –un forcejeo entre De Wet formulando e insistiendo discretamente en su propuesta, sólo para rendirse ante un Franco interesándose en exclusiva por los intríngulis del monóculo y los pendientes del mercenario extranjero–. Sin embargo, en esta escena conjetural se introduce un elemento novedoso: al irse acercando la reunión a su conclusión –el tiempo concedido a De Wet se ha acabado– se pasa a la narración en el pasado, mayoritariamente una mezcla del pretérito indefinido e imperfecto: “Fue entonces cuando se abrió la puerta que dio paso al ujier: había transcurrido el tiempo. Se detuvo en seco al ver la inesperada escena” (316). Así la escena, con la transición hacia el presente de indicativo, no sólo pasa de algo que pudo ser a formar parte de lo que es, sino, con la posterior traslación a tiempos pretéritos, a lo que fue, equiparándose y asimilándose de esa manera la escena conjetural aun más en exacta igualdad de condiciones a las otras historias relatadas en Negraespalda –todo lo ocurrido perteneciente a la esfera del pasado es narrado con los mismos tiempos verbales del pasado–. Lo meramente imaginado se torna cierto para el lector, De Wet se reunió con Franco.

Con todo, sigue habiendo otro aspecto que distingue la escena conjetural claramente de otras cosas narradas que se dan por ciertas (o más ciertas), un rasgo distintivo añadido a la metamorfosis de tiempos y modos verbales que hará que esta escena no pueda confundirse o mezclarse nunca con lo no exclusivamente imaginado, supuesto o ficticio, lo (supuestamente) acaecido y vivido en la realidad empírica: a diferencia del signo de puntuación usado en los otros diálogos para señalar intervenciones, la raya, en esta conversación se emplean exclusivamente las comillas simples para el estilo directo.51 De ese modo se distingue ortográficamente entre los diálogos (supuestamente) reales y la conversación hipotética que así no podrá nunca llegar –sensu stricto– a desdibujarse del todo como tal. Por lo tanto, se consigue un delicado equilibrio con esta escena: el encuentro entre Franco y De Wet queda como acaecido, para los efectos, pero sin que se engañe al lector con respecto a su naturaleza conjetural, ya que se le advierte de ello mediante la transición de la suposición de tiempos condicionales a la certeza expresada por los tiempos (presentes y pasados) del modo indicativo, además de la puntuación

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II. Javier Marías, Negra espalda del tiempo: de errabundos hacia la nada 117

particular. La escena es un ejemplo de lo que antigua y tradicionalmente se consideraba que era la función del escritor: contar no lo que sucedió sino lo que puede suceder, lo que puede ser.52

También son muestras de ello las fabuladas vidas entrevistas de la mujer y el hombre, “en sus ojos aún pintada la noche oscura”, que el narrador contempla a la luz de los faroles decimonónicos a punto de ser apagados en madrugadas de insomnio o de “despertar traicionero” desde los balcones de su casa, hombre y mujer que caminan o esperan un autobús;

Mira la mujer los faroles y se acuerda del hombre cuyo olor aún lleva y quedó en su cama, egoísta y dormido [...] Mira el hombre los faroles y piensa en la mujer que se levanta más tarde y siguió soñando o fingiendo impacientarse mientras él se preparaba para salir al mundo. (143-147)

El narrador vuelve sobre esas simétricas vidas imaginadas más de una vez siempre desde sus balcones o ventanas a punto de rayar el alba y apagarse la luz de los faroles, observando a las “mujeres y hombres madrugadores que llevan todavía en sus ojos pintada la noche oscura y en sus cuerpos la impregnación de las sábanas sudadas o limpias compartidas o acaparadas” en pasajes líricos y desoladores que despiertan ecos precisos de las madrugadas anteriores:

Mira el hombre los faroles mientras va amaneciendo y las ráfagas de viento golpean su nuca levantándole el pelo y parece un músico [...]. Mira los faroles el hombre y piensa que quizá un navajazo en su vientre es la forma más fácil de abandonar la lucha para guardar a quien quiere irse y no se va todavía [...]. Mira la mujer los faroles e intenta protegerse del viento con un pañuelo [...]. Ella sí ha salido de la noche y la cama y piensa con preocupación en el joven que aun duerme en ella, lleva allí demasiadas semanas desde que se quedó sin decirlo. (280-282)

Los efectos de la anáfora y de las otras repeticiones son musicales e imponen cierto ritmo demorado y reflejan también melodiosamente la reiteración de la antanaclasis de la cita del Otelo de Shakespeare “Apaga la luz, y luego apaga la luz” que reaparece insistentemente con variaciones a lo largo de estas escenas (y de la obra en general) en un arte de epanadiplosis o retornelo, si se prefiere.

Esa calidad rítmica y musical, relacionada con varios tipos de repetición, no se puede pasar por alto en un análisis de la prosa narrativa de Javier Marías.53 Hacia el final de Negra espalda el

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narrador imagina que la mujer podría ser la posible nieta de Shiel (no se sabe si existió ésta): “Puede ser esa mujer que veo desde mis ventanas en este amanecer que me encuentra despierto, esa mujer no muy joven que espera el autobús con su temprano cansancio” (401). O esa posible pariente del primer rey de Redonda es quizá la mujer del hombre:

O puede que esa nieta de Lolita Shiel sea la mujer que aguarda en la cama con hastío y sin impaciencia al hombre con grandes entradas en su cabello que parece de músico cuando se lo azota el viento, ese hombre [...] que busca saldar sus deudas y que aún no recibió el navajazo que creyó asegurado para más tarde o más temprano. (402)

Y, acto seguido, ese hombre con vida conjeturada irá adquiriendo rasgos del narrador en una metamorfosis algo preocupante o siniestra, se convierte en un doble de “Marías” o en otro “Marías” potencial, uno que nunca se actualizó pero que el narrador hubiera podido ser en otra vida que en el párrafo conjetural corre paralela a la otra (o las otras, si la extendemos no sólo a la del narrador sino, asimismo, a la del autor):

Le asoma y baila la corbata al erguirse, y lleva prendido en ella un alfiler con un esmalte que milagrosamente no ha perdido en sus timbas, sin duda porque se resistió a apostarlo [...]. Tiene los ojos orientalizados y como pinceladas los labios –‘boca de pico, boca de pico’–; el mentón casi partido, las manos anchas y en la izquierda un cigarrillo. (403)

De ese modo quedan hipotéticamente emparentado el narrador “Marías” y también el autor Marías, ya que esos rasgos son también suyos, con el hombre de la plaza o la calle en quien ha reparado (o a quien simplemente ha inventado; las dos cosas, lo más probable) y cuya vida imagina desde lo alto de su casa, desde ese sitio predilecto del autor Marías que implica una distancia –a la vez adecuadamente cerca para observar y distinguirlo todo y lo suficientemente alejado como para creerse más o menos a salvo y no directamente involucrado en la vida del otro y no saber demasiado (lo cual no encerraría ningún misterio ni enigma ni incertidumbre)–, y un punto de vista que parecen propiciar y poner en marcha narración y conjetura de tantos de sus narradores.54 Así, se podría decir que Marías (y su narrador) “is happiest in that realm where conjecture can never be overtaken by proof”, como dijo Wilson de la prosa del escritor inglés del siglo XVII

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Sir Thomas Browne (un escritor querido y traducido por Marías), o sea, se encuentra más a gusto en el terreno en el cual la conjetura no puede ser superada nunca por pruebas (Wilson 1960: 79).

Junto con la conjetura que relaciona y establece parentescos, la otra clase de movimiento digresivo que sobresale a nivel estilístico en Negra espalda es la tendencia a la abstracción del discurso. Es frecuente el movimiento que parte del relato de algo concreto hacia un territorio abstracto. Como se sabe, abstraer implica de por sí una desviación, una digresión mental: del latín abstrahere (apartarse, desviarse de unas circunstancias específicas), que en cuanto verbo transitivo significa apartar o separar mentalmente o con la imaginación una cosa de otra(s), a menudo para considerar aisladamente una cosa, una cualidad o un fenómeno, con independencia del contexto en que se da, en su esencia. La abstracción tiende, por tanto, a cristalizarse en el aforismo, que desde El siglo se convierte en una constante de la prosa narrativa (novelística) de Javier Marías, en parte por la impronta de la prosa inglesa del siglo XVII (la de Browne, en particular) y la mezcla de sus estilos periódico y suelto que llegará a caracterizar la prosa de sus novelas.

Según Morris Croll, experto en la oración barroca, en el estilo periódico, caracterizado por la abundancia de cláusulas subordinadas –es un estilo hipotáctico– y cláusulas compactas y asimétricas (de extensión diferente, con frecuentes cambios de sujeto, transiciones de enunciados literales a afirmaciones figuradas y de lo concreto a lo abstracto), la primera cláusula expresa una idea sobre la que se vuelve en cláusulas subsiguientes que expresan una nueva e imaginativa aprehensión de la idea contenida en la primera, idea que se observa así desde nuevas perspectivas en un movimiento de la mente revolucionado, comparable al de una espiral, que crece en energía y tiende a culminar en el aforismo (Croll 1972). De modo parecido, la progresión de la oración en el estilo suelto se adapta al movimiento de una mente que descubre verdades conforme avanza, que piensa mientras escribe, y consiste en frases más extensas, con cláusulas vinculadas de modos más flexibles que permiten avanzar más o menos lógicamente en el desarrollo de la idea pero relajando asimismo la estrecha construcción que se impone, proporcionando considerable independencia a las cláusulas dentro de la frase (Croll 1972). Al principio la oración del estilo suelto parece tener simetría, pero ésta se pierde en movimientos en apariencia impremeditados o que vulneran

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la premeditación.55 Con ambos estilos se propone encarnar el orden natural o del pensamiento, según Croll, los dos expresan un desdén por procedimientos formales y los dos representan dos aspectos de la mente barroca –de la cual la de Browne es quizá la mayor exponente– que no son en realidad separables o del todo distinguibles (Croll 1972). Esos dos estilos, en los que abundan las interpolaciones parentéticas y se hace uso inmoderado de la digresión en general, están claramente presentes en la escritura de Marías, empezando con El siglo. Son estilos que expresan la energía y la labor de la mente en busca de una verdad; producen el efecto de ser la escritura no el resultado de una meditación sino un pensamiento en su transcurso, la clara representación de una mente en vías de pensar, el pensamiento en acción (de ahí que Croll hable del orden natural que encarnan los dos estilos). Como tales, se privilegia una puntuación que pueda reflejar esa energía, ese pensamiento en movimiento, y, por lo general, las consideraciones retóricas prevalecen sobre las gramaticales (véase Croll 1972: 116-117).

En Negra espalda esos estilos se pueden observar nítidamente en el progreso del movimiento que conduce de lo concreto a lo abstracto, del recorrido desde el relato de algo determinado a una reflexión abstracta sobre algún aspecto de lo relatado que culmina en un aforismo o consideración teórica. A veces, esta transición parece breve y el aforismo supone sólo una momentánea y del todo espontánea interrupción del discurso, un relámpago del pensamiento, como en los siguientes casos; el primero resultante de la discusión de la astucia de Toby Rylands; el segundo, de la insistencia del profesor Francisco Rico; y el tercero, del matrimonio de libreros oxonienses (me valgo de la cursiva para destacar los aforismos):

La astucia de Toby Rylands habría sido considerable y aun mefistofélica, ya que eligió una lacra sobre la que nadie habría osado preguntar al infamado, privándolo así de toda posibilidad de negación y defensa. Qué peligrosas las voces con crédito, las autorizadas, las que nunca mienten como si aguardaran el día en que de veras valga la pena o les toque hacerlo, y entonces persuaden sin ningún esfuerzo de lo más fantástico o ponzoñoso. Puede que la mía vaya siendo una de esas, por la edad y algún escrito, aunque la mayoría sean de carácter ficticio. Pero aún no miento; (44)

En estos trasiegos había algo de guasa recíproca, pero lo cierto era que el profesor, amparado en nuestra amistad, me estaba imponiendo unas condiciones vanas que nadie podría hacer nunca prevalecer. A un escritor de ficción, de hecho,

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nada se le puede imponer, y ni siquiera ha de pedir permiso para introducir ahí, en su ficción, a cualquier persona o episodio real que conozca, y si decide hacerlo nada ni nadie se lo podrá impedir. No somos gente de fiar y hay desalmados entre nosotros, creo que yo no lo soy. Con el profesor tenía amistad y no iba a contravenir sus deseos expresos. Traté de convencerlo [...]; (70)

Si Ralph Stone se hallaba en el sótano [...], entonces su mujer lo estaba vigilando a él a través de la pantalla, o quizá contemplando o admirando tan sólo, parecían tenerse afecto, lo más difícil y deseado en los matrimonios es lograr ver al otro a veces como si fuera una novedad y no se lo conociera, acaso la televisión ayudaba a eso. Por lo menos no se comunicaban de un piso a otro por medio de un telefonillo interior o un walkie-talkie, corto y cambio, o al revés, cambio y corto. (119)

Sólo media un paso del caso preciso –la astucia de la voz con crédito de Toby Rylands, las condiciones impuestas por el profesor Rico, la señora Stone observando a su marido quizás a través de una pantalla– a la inconcreción de lo en apariencia universalmente aplicable del aforismo –la peligrosidad de las voces con crédito, la imposibilidad de imponerle nada al escritor, la dificultad de ver a esposo o esposa como otro–.56 El pensamiento del narrador se aleja momentáneamente del desarrollo de determinadas situaciones, deteniéndose para considerar una noción extraída de ellas a través de una declaración concisa expresando una percepción perspicaz. Eso es lo que ocurre cuando Ian Michael identifica a Clare Bayes, un personaje totalmente inventado de Todas las almas según el narrador de Negra espalda, con una mujer real, para alarma y consternación del narrador: “Cuánto perjuicio para esa desdichada a la que no deseo ningún mal, pensé, uno debería tener más cuidado con lo que escribe, no sólo por esto sino porque a veces viene y se cumple” (83). Este aforismo se repite más adelante –“Fue entonces, a partir de la publicación en Inglaterra [...] cuando tuve la sensación a veces de que hay que llevar cuidado con lo que uno inventa y escribe en los libros, porque en ocasiones se cumple” (301)– y expresa de manera condensada uno de los efectos principales de Todas las almas relatado en Negra espalda.

El movimiento de lo concreto a lo abstracto es así un continuum de elementos estrechamente relacionados entre sí; la breve reflexión abstracta surge orgánica y en apariencia espontáneamente del contexto preciso y se puede observar esta transición, el modo en que se llega a la sentencia.

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He hablado de esos aforismos como “relámpagos del pensamiento”; también se podrían describir recurriendo a la expresión afín de que se valió el propio Javier Marías en un artículo titulado “Volveremos” para hablar del mismo fenómeno que se puede observar en la prosa narrativa de Juan Benet, concretamente, en su novela Volverás a Región: “Latigazos del pensamiento” (Marías 1993: 128). Marías se refiere a esas frases en cuestión como “aforismos o muestras de pensamiento literario” (Marías 1993: 128). Y, efectivamente, los aforismos en la novela, en Negra espalda en este caso, son eso, pensamiento literario, en la medida en que mediante ellos se piensa de un modo determinado, en la literatura. Se piensa literariamente y no filosófica o científicamente, como precisa Marías en el mismo artículo, en que echa en falta ese pensamiento en la literatura española, poco pródiga en pensamiento:

A diferencia del científico o el filosófico, el pensamiento literario se caracteriza por dos privilegios que son sólo suyos: no está sujeto a argumento ni a demostración –tal vez ni siquiera a persuasión–, no depende de un hilo conductor razonado ni necesita mostrar cada uno de sus pasos; por consiguiente, le está permitida la contradicción. (Marías 1993: 127)

Pero para pensar literariamente se precisa del instrumento capaz de producir y albergar tal pensamiento, y la prosa de Marías pone en evidencia que la libertad de la prosa digresiva y su mezcla de estilos periódico y suelto es particularmente apta para vagar con el pensamiento, hacer un alto y levantar la cabeza, por así decir, para discurrir por terreno más abstracto, detener un curso determinado del relato para pensar sobre alguna faceta que mana fluidamente de lo relatado. Y aunque hay muchos más ejemplos de los que he citado, como sería de esperar en el caso de una prosa que por su propia forma tiende naturalmente a desembocar en la reflexión (abstracta)57, ese pensamiento y aforismos concomitantes no afloran sólo de forma relampagueante –y aun cuando brotan repentinamente sin transición del contexto en que emergen forman parte de una línea de pensamiento continua– sino también de manera más acompasada y dilatada, especialmente conforme avanza el libro. A menudo, el aforismo cristaliza como parte de la elaboración de un pensamiento literario más extenso que emerge de una situación concreta para luego volver a conducirnos a ella, una desviación cuya evolución hacia la

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abstracción se puede seguir paso a paso, como en el diálogo entre el profesor Rico y el narrador, cuando aquél insiste en aparecer como él mismo y sin trasunto en la novela de éste, “seguía deseando figurar en una ficción no como ficción sino como un inserto de la realidad en ella –un intruso–”, según el narrador, lo cual le lleva a éste a preguntarse lo siguiente: “Quizá experimentaba ahora el temor a ser del todo ficticio, a revisitar y habitar para siempre un terreno en el que es todo inmutable hasta el fin de los tiempos o más bien de la imprenta” (72). Y con esa suposición parte de la situación concreta para divagar con el pensamiento por territorio más indeterminado en busca de las implicaciones generales de la postura del catedrático regateador, anunciado por el pronombre indefinido que introduce la oración impersonal que señala la huida hacia la inconcreción e universalidad del pensamiento literario a través de una serie de oraciones:

Uno puede compensar o variar o rectificar en la vida, hasta que el cuento no está acabado con la muerte que llega y cierra, y sobre todo con el relato de ambas, vida y muerte. Lo que se le atribuye en una ficción a uno tiene en cambio poco o ningún arreglo, no hay vuelta de hoja ni enmienda. Escrito está y se repite idéntico sin compasión ni esperanza [...]. Escrito está, la amenaza inmemorial espantosa. (72)

La oración siguiente, también aforística, preludia el núcleo de este pasaje de pensamiento literario: “He dicho que lo que de veras clausura no es el fin sino el relato de ese fin y del transcurso previo, el cuento de la vida y la muerte [...]” (72). Y las aguas de ese pensamiento fluyen en el aforismo siguiente que cristaliza el pensamiento de todo este pasaje: “Contar es lo que más mata y lo que más sepulta” (72-73). La oración se prolonga de modo análogo –“y ser contado puede equivaler a verse inmortalizado para quien crea en eso y a ser muerto en todo caso”–, hasta que vira acabando de forma autorreflexiva: “yo mismo me estoy enterrando con este escrito y en estas páginas, aunque nadie las lea, no sé qué es lo que estoy haciendo ni por qué lo hago” (73). Y después de un breve paréntesis explicando en algo más de detalle esto último –“Pues a este efecto es indiferente que alguien más las conozca, basta con que me cuente un poco, basta con mi lectura” (73)– se enlaza lo dicho con la situación a partir de la cual surgió el pasaje aforístico, volviendo así a nuestro punto de partida: “Tal vez el profesor Rico lo intuyó entonces, lo que yo podía

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hacerle al sepultarlo en mi libro”. Luego el narrador prosigue su relato, explicando lo que hubo de hacer a raíz de la negativa del profesor de aparecer como personaje ficticio en la novela. Así, el pasaje abstracto se abre y se cierra con conjeturas que sirven de umbral, el cual se ha de cruzar para pasar del territorio de lo concreto al de la abstracción, y viceversa. Este pasaje es un excelente ejemplo de la labor de la mente en busca de una verdad, de una escritura que no parece ser el producto de una meditación sino un pensamiento en movimiento, la cristalina representación de los pasos que da una mente conforme piensa, del pensamiento en acción.

Otras veces, los pasajes aforísticos ayudan a efectuar la transición de un contexto concreto a otro, son una suerte de intermedio abstracto entre dos contextos distintos que los relaciona o pone en comunicación, como un puente suspendido sobre un abismo que separa dos tierras ajenas en el espacio y en el tiempo; pueden por tanto componer un puente en el tiempo. Así, el noveno capítulo, que versa sobre el paso del tiempo y los tiempos que se hacen viejos fácilmente, con una transición particular de un tiempo a otro –“Todo es más misterioso, es más bien una prolongación artificial, atenuadora e inerte de lo que ya ha cesado y una resistencia protocolaria a ceder el paso” (142)–, termina con el hombre y la mujer (y sus situaciones conjeturadas) observados a la luz de los faroles, cuyas luces aún encendidas bajo el sol se convierten en emblema de este misterioso paso de un tiempo a otro en tanto en cuanto “son el testimonio respetuoso y benigno de que existió lo que ha cesado” (147). El capítulo siguiente se inicia con un pasaje aforístico que brota de este final del capítulo anterior, una meditación sobre la idea de testimonio:

No disfrutan de ese testimonio todas las cosas ni las personas que cesan, aunque sí la mayoría, en realidad son muy pocas las que no reciben ninguna advertencia ni tienen la menor oportunidad de presentirlo o pensarlo [...] son raros los casos en que el tiempo no actúa civilizadamente y ejecuta limpiamente su tajo sin astillas ni previo aviso. Pero los hay. (149)

Dicho sea de paso, la última coma en esta oración (antes de “en realidad”) es, como dije antes, una de las idiosincrasias características del estilo de Marías ya que, desde el punto de vista de la corrección gramatical, la puntuación adecuada sería la de un punto y seguido para separar lo que en esencia son dos enunciados independientes; es un

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ejemplo de cómo en ese estilo las consideraciones retóricas prevalecen sobre las gramaticales.

Otro ejemplo sería el uso extravagante pero efectivo –porque otorga a la frase continuidad, coherencia y ritmo– de seis signos de punto y coma, el signo de puntuación predilecto de muchos escritores barrocos, como Browne, que separan con las pausas debidas –mayor que la marcada por la coma, menor que la por el punto––. De ahí que sea de todos los signos de puntuación el que presente el mayor grado de subjetividad en su empleo, aunque en este caso creo que gramaticalmente también se hubiera podido optar por la coma, pero al tratarse de una enumeración de elementos que incluyen comas es preferible el punto y coma, especialmente a la vista del hecho de que se trata de miembros deliberadamente asimétricos, a la mejor manera del estilo periódico del siglo XVII. Los seis signos de punto y coma de Marías en Negra espalda separan con las pausas debidas siete proposiciones yuxtapuestas y, de todos modos, vinculadas semánticamente, que facilitan el discurrir de un pensamiento único a lo largo de una larga oración que alcanza la página y media (378-379).58

La calificación última del pasaje citado arriba (“pero los hay”) le permite al narrador pasar a mencionar una muerte en la cual el tiempo no actuó civilizadamente, ya contada al principio de Mañana en la batalla piensa en mí, la del dramaturgo austrohúngaro Ödön von Horváth en París muerto por un árbol arrancado por una tormenta, antes de, en el siguiente párrafo, ocuparse de la de Wilfrid Ewart: “Más misteriosa y con todavía menos testimonio y aviso que la de Ödön von Horváth fue la muerte del escritor inglés Wilfrid Ewart” (151). El puente tendido por la abstracción faculta al narrador para guiar al lector desde su balcón matritense de finales del siglo XX a la noche de Año Viejo de 1922, atravesando la tormenta del día de Año Nuevo parisiense de 1938. Tres capítulos más adelante, se interrumpe el relato de la vida y los días postreros de Ewart mediante lo que antes denominé un capítulo inciso o interpolado, cuyo extravío por la biografía del narrador se emprende mediante el puente alzado por dos páginas de pensamiento literario, que conecta la muerte de Ewart con la de tres personas muy allegadas del propio narrador. Así empieza el capítulo decimotercero: “El detallado relato que hizo Graham del 31 de diciembre de 1922 en Ciudad de México es buena prueba de que, por mucho que uno se esfuerce, lo inmediatamente anterior a lo

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último o a la catástrofe no tiene por qué ser siempre significativo ni encerrar interés alguno” (209). A continuación se explora ese tiempo inmediatamente anterior a la muerte y el equívoco significado que le atribuimos: “Cuando alguien muere inesperadamente intentamos reconstruir lo que dijo la última vez que lo vimos como si pudiéramos salvarlo con eso [...]; y así hacemos trampa y nos engañamos” (209). Se observa, en efecto, una luz proyectada desde una dirección temporal inversa a la que atestigua lo que ha cesado, una luz arrojada por lo inmediatamente posterior, una luz venida desde el futuro: “arrojamos sobre esa ocasión una luz que no le pertenece, no es suya sino del final, la muerte ilumina con su fulgor detenido lo que vino antes” (209). De ese modo “tratamos de conferir solemnidad a lo que resultó ser lo último, pero las más de las veces es una solemnidad impostada, ficticia” (210). Y desde ese ámbito de lo universal, el narrador pasa al de su propia biografía a partir del párrafo siguiente –“A mí me cuesta reproducir y aun saber con certeza cuál fue la última vez que vi a Aliocha Coll”– hasta el final del capítulo. Al capítulo siguiente ya no hay transición gradual, no media abstracción que enlace, no hay previo aviso, el cambio es abrupto, como lo fue también la muerte de Ewart a la que se vuelve.

Por lo demás, en esos pasajes aforísticos o de pensamiento literario es donde se cristalizan los pensamientos, descubrimientos y temas o motivos de la obra, y se lleva a cabo la teorización y “auto-teorización” tan característica de toda literatura digresiva, según Chambers, como veremos a continuación; es decir, a menudo estos pasajes son no sólo de pensamiento literario sino de pensamiento metaliterario. Y como las reflexiones de Proust, la abstracción y actividad de teorización de los aforismos de Marías, de una abundancia y profundidad poco comunes para una obra literaria, extirpan lo general de lo particular y asocian una multitud de experiencias y elementos aislados extrayéndoles una esencia compartida. Como la de Proust, la de Marías es una escritura constituida en torno a una puesta en perspectiva atemporal de los seres y las cosas.59

2.4.

El estilo digresivo de Javier Marías, las divagaciones, las interpolaciones, los incisos, los paréntesis, las conjeturas y el

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movimiento de lo concreto a lo abstracto de un estilo que tiende hacia el aforismo, son plasmaciones del pensamiento en acción, reflejan, como observa Morris Croll que ocurre en la prosa del siglo XVII, las adaptaciones de la forma a las emergencias emergentes en el movimiento en gran medida impremeditado y espontáneo de la mente creativa, representan un orden natural, el orden del pensamiento natural. La escritura produce el efecto de ser no el resultado de una meditación sino una meditación en pleno transcurso, como dije; el período no está hecho, no es simplemente, sino que llega a hacerse, llega a ser, se despliega ante nosotros, se completa y adquiere forma en el curso del movimiento de la mente al cual da expresión.60 Es importante resaltar que el movimiento de la imaginación creativa al cual responde el medio de la escritura no emerge por separado, de manera independiente de ésta, sino que surge en cierta medida en la propia escritura, a través de ella y su forma; incluso se podía decir que es precisamente la forma de la escritura la que suministra a la imaginación su material o que el estilo es responsable de la inspiración, como escribió Juan Benet en La inspiración y el estilo:

El estilo proporciona el estado de gracia; a mi modo de ver, y a falta de otro término más específico, es preciso buscar en el estilo esa región del espíritu que, tras haber desahuciado a los dioses que la habitaban, se ve en la necesidad de subrogar sus funciones para proporcionar al escritor una vía evidente de conocimiento, independiente y casi trascendente a ciertas formas del intelecto, que le faculte para una descripción cabal del mundo y que, en definitiva, sea capaz de suministrar cualquier género de respuesta a las preguntas que en otra ocasión el escritor elevaba a la divinidad. (Benet 1999: 49)

Por lo tanto, forma y pensamiento, escritura e inspiración, estilo e imaginación están íntimamente entrelazados, no se pueden aislar o separar en realidad, por mucho que yo corrobore esa impresión equívoca en mi intento de describir la escritura errabunda abstrayendo ciertas de sus cualidades –es la pobreza del pensamiento “racional”, tan a la zaga, siempre, de la realidad natural; “la complejidad de los movimientos espontáneos en vano se intentaría ‘componer’ artificialmente”, en palabras de Julián Marías (Marías 2002: 349)–. Y, en el caso que nos concierne, la forma, la escritura errabunda de Negra espalda, es un medio especialmente propicio para la creación, para la imaginación. Esto se debe no sólo a que la escritura de Javier Marías es desde hace ya muchos años digresiva a nivel formal, sino también a que su

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procedimiento creativo es errabundo, desde por lo menos El hombre sentimental, ya que consiste en “errar con brújula”, como explicó en el muy conocido artículo homónimo (Marías 1993: 91-93):

No sólo no sé lo que quiero escribir, ni a dónde quiero llegar, ni tengo un proyecto narrativo que yo pueda enunciar antes ni después de que mis novelas existan, sino que ni siquiera sé, cuando empiezo una, de qué va a tratar, o lo que va a ocurrir en ella, o quiénes y cuántos serán sus personajes, no digamos cómo terminará [...] Lo cierto es que todavía hoy sigo escribiendo sin mucho propósito y sin ningún objetivo del que pueda hablarse. (Marías 1993: 91)

Esa falta de interés en planear sus novelas con antelación lo abarca todo:

Yo trabajo más bien con brújula, y no sólo ignoro cuál es mi propósito y de qué quiero o voy a hablar en cada oportunidad, sino que también desconozco enteramente la representación, por utilizar un término que puede englobar tanto lo que suele llamarse trama, argumento o historia cuanto la apariencia formal o estilística o rítmica, y la estructura también. (Marías 1993: 92)

Pero, eso sí, cada página la trabaja las veces necesarias hasta dejarla terminada, sin permitirse cambiar lo ya escrito según le conviene o va averiguando “–exactamente igual que el lector– de qué trata o qué sucede en esa novela, sino que me obligo a atenerme a lo ya escrito, y hago que sea eso lo que condicione la continuación” (Marías 1993: 92). La forma que toma la configuración de una obra de Marías es condicionada por el mismo principio de conocimiento que impera en la vida:

En cierto sentido aplico a la configuración de un libro el mismo principio de conocimiento que rige la vida, la realidad o el mundo, como prefiera llamárselo: no podemos comportarnos, ni decidir, ni elegir, ni obrar en función de un final conocido o de lo meramente posterior, sino que ese final o lo posterior deberán atenerse a lo ya vivido o acaecido o padecido, sin que eso pueda borrarse ni alterarse, ni olvidarse apenas. (Marías 1993: 92)

Así, Marías se presta a escribir “a tientas” (Marías 1993: 92) y, como observa en un prólogo a la edición de El hombre sentimental de 1987, ésa es su manera habitual de trabajar:

Necesito ir tanteando, y nada me aburriría y disuadiría tanto como saber cabalmente de antemano, al iniciar una novela, lo que ésta va a ser: qué personajes la van a poblar, cuándo y cómo van a aparecer o a desaparecer, qué

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será de sus vidas o del fragmento de sus vidas que voy a contar. Todo eso acontece mientras la novela se va escribiendo, pertenece al reino de la invenciónen su sentido etimológico de descubrimiento, hallazgo. (Marías 1987b: ii; la cursiva es del original)

Saber desde el principio al final cómo va a ser una obra le ha ocurrido en alguna ocasión, como admite en una entrevista de 1990, “y entonces me he aburrido bastante. Me ha parecido un simple ejercicio de redacción, que tiene su importancia pero no basta” (Anónimo 1990: 35). Lo que le interesa es “el propio hacerse de la novela” (Marías en Castellanos 1989: 26), lo que acontece justamente en el tiempo de la escritura, en ese mientras de la novela que se va escribiendo, todo eso que pertenece al dominio de la invención en tanto en cuanto descubrimiento que se produce a medida que se escribe, hallazgo normalmente accidental porque no previsto que se realiza en y a través de la escritura errabunda. Y no cabe duda de que se trata de un proceso de escritura y de una escritura errabundos, como la describe el propio Marías: “Ese no saber me permite, por otra parte, instalarme en lo que llamaré la errabundia”, una errabundia que mientras escribe lo obliga a detenerse “por una divagación o una digresión o un inciso” que hacen que se vea forzado a pararse a pensar, “y mientras eso suceda no me importa demasiado lo que me vayan contando” (Marías 1993: 92-93). Esa errabundia está mal vista, según Marías, por la mayoría de los críticos actuales, quienes conceden excesiva importancia a lo “pertinente” o “esencial” al relato, “como si todo lo que apareciera en un texto narrativo debiera ser información útil y encaminada a un mismo y único fin”; L’effet du réel de Roland Barthes, producido por “aquellas cosas, detalles o episodios que se dan u ocurren porque sí, tanto en la vida como en las novelas, sin que tengan más significado o relación con una historia que la que el autor o el lector quieran hallarles con sus facultades asociativas”, es una prueba de que no debe ser así (Marías 1993: 93).61 El no saber lo obliga a ir averiguando y a verse sorprendido (gratamente) por asociaciones, coincidencias u otros elementos descubiertos del todo imprevistos; de tal modo, el propio hacerse de la obra es lo que le permite comprenderla cabalmente, de modo parecido a como la comprende el lector en el transcurso de la lectura (Marías en Castellanos 1989: 26).

No es sorprendente, por tanto, que Elide Pittarello haya descrito este proceso creativo de Marías como “abierto y sin método”, una

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“aventura azarosa”, un “viaje por tierras incógnitas” y la novela mariesca como “no el plan de un trayecto, sino la prueba de un paso” (Pittarello 1994: 9-21). Quizá no sea del todo justo decir que el proceso carezca de método, ya que el método consiste precisamente en “errar con brújula”, en trabajar cada página todas las veces que sean necesarias hasta dejarla terminada a pesar de no saber lo que viene después, escribir a tientas, tantear, averiguando la obra y realizando descubrimientos, inventando, sobre la marcha. Es decir, Marías procede metódicamente sin método, por valernos de lo que dijo Theodor Adorno sobre la forma del ensayo y el ensayismo (Adorno 1958). Sea como fuere, ese proceso creativo errabundo se comenta a veces explícitamente en lo que se podrían calificar como pasajes de pensamiento metaliterario o como pasajes metanarrativos, algunos de los cuales he citado ya.

Así, el narrador describe en un inciso entre rayas la obra que está escribiendo: “Este es un libro de incisos, sólo que se avanza también con ellos” (57). Más adelante confiesa saber aun menos de lo que sabe normalmente el creador Marías, según lo que apunté arriba: “No sé qué es lo que estoy haciendo ni por qué lo hago” (73). Otras veces es más específico con respecto a lo que no sabe y la incertidumbre en la que se ve instalado en cuanto a lo que ha de venir cuando dice de algo referente a Gawsworth que acaba de mencionar que “de esto hablaré más tarde. O quizá hablaré más tarde” (248).

Sin embargo, los pasajes metanarrativos más extensos giran alrededor de una idea muy concreta: la necesidad por parte del escritor de imaginar lo ocurrido, de dejarlo reposar en la imaginación antes de relatarlo, para ser capaz de contarlo, recrearlo, en la escritura. Por ejemplo, al hablar del libro Way of Revelation de Wilfrid Ewart que gozó de mucho éxito en su día, el narrador, en un pasaje de crítica, afirma que se “aguanta mal”: “Los personajes son planos, poco creíbles y aún menos perspicaces, como sucede a menudo con los que vienen demasiado directamente de la realidad sin pernoctar en la imaginación” (195-196); y luego añade: “Se percibe también a un autor con una visión algo ramplona de la vida y la muerte y con escasa imaginación para contar, ni siquiera lo acontecido que no hay necesidad de inventar (pero para relatar lo ocurrido hay que haberlo imaginado además)” (196). Hacia el final aclara que esa idea era el precepto de Isak Dinesen, a quien Marías y “Marías” han traducido, “en mis tiempos de Oxford”,

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según la cual, “sólo si uno es capaz de imaginar lo que ha ocurrido, de repetirlo en la imaginación, verá las historias, y sólo si tiene la paciencia de llevarlas largo tiempo dentro de sí, y de contárselas y recontárselas una y otra vez, será capaz de contarlas bien”. (370)

El Marías traductor ya hace hincapié en este precepto al comentarlo en su prólogo de su traducción oxoniense de Ehrengard(véase Dinesen 1990a: 12) y parece tener bien asimilada esta lección: Negra espalda es la más acabada puesta en práctica del mandato de la necesidad de imaginar lo ocurrido, de dejarlo pernoctar en la imaginación, de repetirlo en ella y contar y recontar las historias para verlas y contarlas bien. Por ceñirnos a lo que está a la vista y que hemos visto, tantas de las historias o fragmentos de historias que se relatan en la obra ya fueron contadas una o más veces por Marías, y también otros, en otros contextos (bastaría con recordar a modo de ejemplo el caso de la historia de Gawsworth, contada y recontada durante por lo menos doce años en artículos, relato, fragmento biográfico y novela, antes de reaparecer en Negra espalda). En otro prólogo, el de la colección de cuentos de Dinesen Cuentos únicos, quetambién tradujo Marías, el traductor menciona el mismo precepto, que la baronesa llevaba las historias “largo tiempo dentro de sí antes de escribirlas”, y luego pasa a destacar un aspecto de la escritura de la cuentista danesa relacionado con esa necesidad de imaginar lo ocurrido durante un tiempo, un efecto de su escritura que llama la atención por coincidir con los aspectos de creación que he mencionado y el efecto que produce la escritura errabunda del propio Marías al que ya he aludido. Dice Marías que el efecto que produce la lectura de las historias de Isak Dinesen es que

parecen casi el resultado de la improvisación, con vueltas y meandros, sesgos y bifurcaciones que, más que a un designio artístico, dan la impresión de responder a la casualidad, al estado de las cosas, al curso “natural” de los acontecimientos, a la imposibilidad de controlar las situaciones y de encauzar las trayectorias personales, a la imposibilidad de quebrantar la “lealtad” de la historia para consigo misma. (Marías en Dinesen 1990b: ix)

Pues la misma impresión produce la lectura de Negra espalda, la de ser el resultado de la improvisación y digresión permanentes, de responder a la casualidad, al estado de las cosas, al curso natural de los acontecimientos relatados, a la imposibilidad de quebrantar la lealtad de la historia para consigo misma (resultado sin duda en parte

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de que, como hemos visto, incluso en el propio proceso de escritura Marías se mantiene fiel a la historia, ateniéndose siempre a lo ya escrito sin permitirse cambiarlo a posteriori), a la imposibilidad de controlar los trayectos, incluyendo el del propio relato.

Por eso se ve impelido Marías a insistir en que Negra espalda tienela forma que tiene simplemente porque supone “la diversión del riesgo de contar sin motivo ni apenas orden y sin trazar dibujo ni buscar coherencia” (11), porque responde al estado de las cosas, al curso natural de todo lo que transita por la realidad empírica: “Si un lector se preguntara qué diablos se le está contando o hacia dónde se encamina este texto, sólo cabría contestar, me temo, que se limita a recorrer su trayecto y se encamina hacia su final, lo mismo, por lo demás, que cuanto atraviesa o se da en el mundo” (Marías 348) –el movimiento itinerante de la obra errabunda no es otro que el que le corresponde a todo lo que transita por el mundo en azarosas combinaciones erráticas sin jerarquía de las cuales somos producto todos (véanse las páginas 378-379)–. Es el homenaje a la realidad que ese tipo de escritura rinde según Magris, como vimos en el primer capítulo.

Todo este proceso creativo errabundo de Javier Marías que da forma a Negra espalda del tiempo es muy significativo. Es significativo porque mediante esa errabundia creativa y, parafraseando el ensayo de Anton Ehrenzweig sobre la psicología de la creatividad artística, el hecho de que no se proyecta, visualiza o planea el camino que se ha de recorrer permite establecer un diálogo entre el artista y su medio, entre Javier Marías y su escritura, ya que las intenciones del escritor permanecen flexibles al prescindir de un control del todo consciente de su medio; de ese modo, como apunté en el primer capítulo, no se impone la voluntad del escritor sobre su medio y se entabla una interacción entre escritor y escritura que entraña una vigilancia continua por parte de aquél para responder a lo que surgirá de modo imprevisto en ésta. Un control excesivo no le permitiría percibir tales variaciones, y esa espontaneidad que se cultiva y logra es más valiosa para plasmar la obra, ya que, paradójicamente, el control racional y la (excesiva) atención consciente le privarían de la disciplina necesaria para dar forma a la estructura global de la obra, puesto que, entre otras cosas, la denominada “law of closure” tiende a redondear, a simplificar las imágenes y los conceptos del pensamiento consciente, hace difícil que el pensamiento racional pueda manejar

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material “abierto”, incoherente en un principio, sin redondearlo prematuramente; de ahí la importancia de la suspensión de la razón y de no proyectar, de no saber, de errar con brújula; de ahí la importancia de la perturbación continua efectuada en la mente creativa por las digresiones. Las alternativas son prácticamente ilimitadas en el trabajo creativo y para tomar la decisión apropiada es preciso perturbar en cierta medida la consciencia, nublar el conocimiento, que es exactamente lo que Marías consigue instalándose en la errabundia (Ehrenzweig 1967).

De ese modo adquiere importancia lo accidental, el fragmento, el incidente, lo parentético, las estructuras abiertas, imperfectas, incompletas, lo que no se conforma con ideas preconcebidas y lo que está por tanto fuera del control del creador, dado que constituyen elementos perturbadores y trastornan fertilmente las intenciones flexibles del escritor maduro que tiene que proceder y tomar decisiones interinas sin poder visualizar su relación precisa con el producto final.62 El proceso creativo errabundo es una manera de romper “el dominio pernicioso del plan preconcebido” (Ehrenzweig 1967: 49-50).

La escritura digresiva de Javier Marías no sólo demuestra cómo se puede manipular con precisión material impreciso (el hecho de trabajar exhaustivamente cada página sin conocer la continuación y sin permitirse cambiar lo escrito luego a la luz de lo averiguado después es buena prueba de ello), sino que es un accident-invitingmedium, un medio que invita lo accidental y que de ese modo no se puede nunca controlar del todo.

Ahora bien, probablemente la razón principal por que no se desintegra en mero caos ese procedimiento errabundo en una obra como Negra espalda, que, a diferencia de otras novelas de Marías también escritas errando con brújula, carece prácticamente de trama o argumento unificador, no es a mi modo de ver tanto –aunque también– el hecho de que Marías no se permita cambiar lo ya escrito, que es lo que esgrime como la explicación para la no desintegración de sus obras anteriores (Marías 1993: 92), sino más bien la asociación constante de elementos, el establecimiento de vínculos o parentescos de cualquier índole y a cualquier escala. Aunque también es posible o quizás probable que la (característica) escritura asociativa de Marías esté relacionada con el hecho de que no se permite cambiar lo escrito

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una vez terminada la página y hace que sea lo escrito lo que configure lo que viene después.

Comoquiera que sea, ya hemos visto en las secciones anteriores que el efecto principal de la escritura errabunda es establecer vínculos, analogías, asociaciones, lazos entre todo lo que se da en el mundo de la obra. Esta creación de vínculos se debe asimismo a “una exacerbación momentánea del mal asociativo” que aqueja a Marías, como explica en una conferencia leída en 1992 y recogida en Literatura y fantasma en 1993 sobre escritura y locura, en la cual se refiere a una sensación de locura que lo afecta a él, aparte de la verdadera anomalía de un escritor de que su cabeza esté llena de palabras y de que eso lleva a distorsiones asociadas con una atención mayor y vigilancia continua hacia palabras (Marías 1993: 249-263). La sensación de locura que afecta a Marías tiene que ver con que escribe un tipo de narración muy alejada de la clase de “‘cuentos que empiezan al principio y avanzan hacia un inevitable final’, sin demorarse ni divagar ni detenerse”, como explica citando a otro poco conocido escritor inglés, Thomas Burke, sino, como vemos en especial con Negra espalda, un tipo de narración que “sí se demora, se detiene y divaga, abandona a unos personajes y se ocupa de otros, empieza a contar varias veces, o eso parece” (Marías 1993: 260-261). Sin embargo, los elementos aparentemente anecdóticos o triviales “van creando entre sí (y esto es sólo una manera de hablar: los crea el autor sin duda alguna) unos vínculos o nexos subterráneos que acabarán por salir a la luz a medida que el libro avance, o a su conclusión”, como hemos podido observar con detenimiento en Negraespalda, donde este proceso es particularmente desarrollado y sutil (Marías 1993: 261). Es decir, la verdadera anomalía que padecen todos los escritores, una anomalía menos compartible con el resto de la humanidad que la locura per se, es, esgrime Marías, el que tengan sus cabezas llenas tanto de palabras como de vínculos o asociaciones entrevistas, lo que conduce a un trastorno temporal o una sensación de locura, como la llama Marías, relacionada a un estilo digresivo y la errabundia de la narración.

Esta creación de vínculos, añade Marías, no es preconcebida en su caso, “aunque sí deliberada”, y “se produce gracias a lo que yo percibo […] como un facultad asociativa exacerbada” (Marías 1993: 261). Y esta facultad lo conduce a ver todo lo que se da en el mundo como relacionado, como interconectado: es “una hipertrofia de la

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capacidad para ver la relación entre todas las cosas, para no ver nada fuera del extenso tejido que es el mundo –el mundo novelesco de cada novela, se entiende–” (Marías 1993: 261).

En este ensayo Marías todavía matiza esa capacidad, restringiéndola al mundo de la novela; nuestra lectura de Negraespalda creo que nos facultaría para extenderla a la potencia del escritor de ver asociaciones entre todo lo que se da en el mundo entero, y no sólo en el de la novela. En otras palabras, la creación de vínculos de la obra errabunda se debe a la capacidad hipertrofiada para ver, potencialmente, la relación entre todas las cosas del mundo. La obra errabunda, vista así, es el vehículo que facilita atisbar la inmensa –y en última instancia, inabarcable– totalidad del mundo. Es un afán comparable al deseo de los antiguos de representar la multiplicidad de las relaciones, actuales o potenciales, o los vínculos infinitos que unen las cosas de este mundo del que nos habla Italo Calvino en sus Seis propuestas para el nuevo milenio, un afán que Calvino traza en la novela contemporánea concebida como enciclopedia, como método de conocimiento y, sobre todo, como una red de conexiones entre los sucesos, la gente y las cosas de este mundo (Calvino 1993). La cabeza del escritor llena de la “asociación o conjunción de ideas, de ese nexo entre elementos o hechos o episodios dispares” (Marías 1993: 263), la hipertrofiada capacidad asociativa de Marías, es el resultado de nexos que el escritor

crea, o mejor dicho los ve el escritor, no se dan por sí solos, y esa sensación algo vertiginosa de encadenación de elementos (no necesariamente en una relación de causa y efecto, sino de mera unión o parentesco) bien puede trasladarla en ocasiones a lo que llamamos la vida real, a su cotidianeidad y a su manera de contemplar el mundo. (Marías 1993: 263)

Esta pronunciada capacidad de asociación del escritor no parece ser otra cosa que el seeing together, el ver las cosas como relacionadas del que habla Ehrenzweig, que se puede producir en una fase intuitiva del trabajo creativo, ya que la diferenciación de tiempo y espacio normal se suspende en este estado, y sucesos y objetos pueden interpenetrar libremente (Ehrenzweig 1967: 132); o se puede describir también con la terminología de Arthur Koestler: el acto creativo como consistente en una nueva síntesis de matrices de pensamiento antes no conectadas, síntesis que se lleva a cabo a través, precisamente, de lo

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que Koestler llama “pensar apartado” –thinking aside– (Koestler 1964: 182). El acto creativo puede ser un descubrimiento de analogías ocultas, pero en los actos de descubrimiento de verdad más originales, el ver es en realidad imaginar, explica Koestler; se realiza en el ojo de la mente, en el de la mente inconsciente la mayoría de las veces (Koestler 1967: 200). Exactamente como mantiene Marías, Koestler afirma y demuestra que las asociaciones, las analogías descubiertas, vistas, no están en realidad ocultas sino que se crean por la imaginación (Koestler 1967: 200). Ver analogías, semejanzas, asociar, no es algo que está a la vista, no se sirve en bandeja, arguye Koestler; “es una relación establecida en la mente por un proceso de énfasis selectivo en estos rasgos que coinciden en cierto modo […] y haciendo caso omiso de otros” (Koestler 1964: 200). Así se inventa, y así Marías inventa, un orden oculto, y se descubre –pero fraguándola– cierta unidad bajo la aparente fragmentación de la realidad y obra irregulares (Ehrenzweig 1967: 73).

Si una idea es verdaderamente nueva, mantiene Ehrenzweig, el artista nunca podrá predecir cómo se ha de realizar en un medio (Ehrenzweig 1967: 57). No me cabe duda de que es el caso de Negraespalda. La idea de crear una obra que versa sobre cómo la invención se puede hacer realidad, sobre cómo una novela de ficción se ha incrustado o materializado en la realidad empírica de su autor y sobre cómo el vaticinio de un personaje de esa novela de ficción se cumple con respecto al autor me parece novedosa, aunque lo verdaderamente nuevo y original, me atrevería a afirmar, es su tratamiento, la forma que toma la idea, la configuración de la idea. Se narra cómo un narrador de una novela, el de Todas las almas, se convierte en un verdadero adivino en cuanto a la vida de su autor, si identificamos en este caso al narrador con el autor, algo que parece ser hasta recomendable ya que el pasaje en cuestión de Todas las almasreproducido en Negra espalda es el más autobiográfico de todos, según Marías63: el narrador de Todas las almas explica que su interés por John Gawsworth se debe a una “curiosidad teñida de superstición, convencido como llegué a estar [...] de que yo acabaría corriendo su suerte idéntica” (Marías 1989a: 135). Negra espalda relata cómo una parte de esa profecía ya se ha cumplido, ya que Marías se ve coronado Rey de Redonda, aunque esperemos que no sea así en lo tocante al triste final de un poeta celebrado en su día. (Quizá Negra espalda sirva de algún modo también de exorcismo de tamaña suerte).64 Por

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ello, el Marías de Negra espalda afirma reiteradamente que la invención puede llegar a hacerse realidad: “Uno debería tener más cuidado con lo que escribe [...] porque a veces viene y se cumple” (83), “hay que llevar cuidado con lo que uno inventa y escribe en los libros, porque en ocasiones se cumple” (301).

Dicho de otro modo, en Negra espalda del tiempo no sólo se relata lo ocurrido una vez imaginado, sino que también se cuenta lo imaginado una vez ocurrido (y después de que eso también ha pernoctado en la imaginación creadora), aparte de lo meramente conjeturado y del todo inventado (no en su sentido etimológico). Tal punto de partida fuera de lo común requiere un tratamiento fuera de lo habitual, de ahí la forma sui generis de Negra espalda. Ehrenzweig afirma que las ideas verdaderamente nuevas no admiten un uso habitual, previsible, del medio, sino que requieren ese fértil diálogo entre el creador y su medio:

Truly new ideas do not allow a predictable use of the medium. True craftsmanship does not impose its will on the medium, but explores its varying responses in the kind of conversation between equals I have described. A passive but acute watchfulness for subtle variations in the medium’s response is the true achievement of craftsmanship. (Ehrenzweig 1967: 58)

Eso es precisamente lo que ocurre con Negra espalda del tiempo: la idea de contar lo ocurrido en la realidad empírica a raíz de una novela de ficción, además de lo imaginado en ella que luego llega a hacerse realidad, es tan insólita que se plantea la cuestión de cómo relatar todo eso, de cómo albergarlo todo en una obra, de la forma en que recrearlo. Las formas, los estilos y las técnicas convencionales de la novela (de ficción) son inadecuadas para tal fin, van perdiendo su fuerza sobre los lectores, en parte porque ya están tan codificadas que no producen el mismo efecto que se producía antaño, y los lectores se ven eximidos de emplear su inteligencia e imaginación. Y dado que no se puede hacer mediante los esquemas familiares de una novela (de ficción) tradicional, se llega a través de la conversación entre escritor y su escritura al descubrimiento de esa forma radicalmente errabunda, a nivel genérico, estilístico, creativo y de contenido. Como demuestra Arthur Koestler en su clásico libro sobre The Act of Creation (El acto de la creación),

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los problemas que conducen a descubrimientos originales son precisamente los que no se pueden solucionar por reglas de juego familiares, porque las matrices aplicadas en el pasado a problemas de índole similar se han vuelto inadecuadas a raíz de nuevos rasgos o complejidades de la situación, de nuevos datos o de un nuevo tipo de cuestión. (Koestler 1964: 209)

Mediante lo que en cierta medida supone una rebelión contra las limitaciones necesarias para el orden y la disciplina del pensamiento convencional pero limitadoras del salto creativo, mediante la superación en general de reglas de juego familiares, la errabundia de Javier Marías, tal como se configura a través de Negra espalda,conduce al descubrimiento de un relativamente incógnito territorio para la novela mediante esa “falsa novela” que llegará a entrañar nada menos que una renovación del género de la novela. No olvidemos que en 1999 Marías destaca del género de la novela “que las más notables y perdurables obras dadas a la historia por ese género poco definible y mal definido siempre, son obras que se han apartado sin vacilaciones de la convención y ortodoxia a que se lo ha querido ceñir a menudo, para así acotarlo, restringirlo, empequeñecerlo y trivializarlo” (Marías 1999a: 333). La (relativa) originalidad implica una digresión a gran escala, un desplazamiento, una desviación de la norma convencional a la invención de nuevas reglas de juego, descubriendo territorios ocultos que siempre han existido pero que han pasado relativamente desapercibidos:

The measure of an artist’s originality, put into the simplest terms, is the extent to which his selective emphasis deviates from the conventional norm and establishes new standards of relevance. All great innovations, which inaugurate a new era, movement, or school, consist in such sudden shifts of attention and displacements of emphasis onto some previously neglected aspect of experience, some blacked-out range of the existential spectrum. The decisive turning points in the history of every art-form [sic] are discoveries which show the characteristic features already discussed: they uncover what has always been there; they are revolutionary, that is, destructive and constructive; they compel us to revalue our values and impose a new set of rules on the eternal game. (Koestler 1964: 334-335)

Esto es lo que hace Javier Marías con Negra espalda del tiempo, con la cual presenta unas nuevas reglas del juego de la novela. Son, grossomodo, también las razones por que José María Pozuelo Yvancos habla de que Negra espalda acomete un “asedio único” en la literatura española y europea a lo que Henry James llamó la “casa de la ficción”

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y por que insiste en esa originalidad de “una obra maestra” (Pozuelo Yvancos 2010: 80, 100, 104).

El físico y ganador del premio Nobel en 1915 Sir Lawrence Bragg afirmó que la esencia de la ciencia no reside en el descubrimiento de hechos sino en el hallazgo de nuevas maneras de pensar sobre los hechos, de tratarlos (citado por Koestler 1964: 234). Pues en lo mismo consiste el descubrimiento en literatura; no en el descubrimiento de un tema original o nuevo –a estas alturas ya sabemos que no existen– sino en la concepción de la obra “como un puro problema técnico o el ejercicio de unas facultades acrisoladas” mediante un estilo que el escritor maduro ha desarrollado hasta tal punto que podrá derivar su oficio hacia temas eternos “a los que –supremo orgullo de una carrera laureada– será capaz de dar nuevo brillo con las delicias de un estilo único y depurado” (Benet 1999: 45). El descubrimiento de Marías no reside tanto en el hallazgo de temas nuevos, de una nueva materia, sino de una nueva síntesis de elementos preexistentes, por tanto de una forma nueva de tratar lo ocurrido e imaginado, mediante la cual se abre un relativamente nuevo, porque poco transitado, territorio literario. Ese nuevo territorio descubierto, esa renovación o incluso revolución, si se quiere, se convertirá casi en una nueva ortodoxia, especialmente en los años posteriores a la publicación de Negraespalda, cuando una verdadera avalancha de novelas españolas empezará a valerse de material de la realidad empírica, de narradores que invitan a la identificación con sus autores, de “figuraciones del yo”, de novelas-búsqueda de biografías pasadas, para recrear el material en narraciones donde se produce esa mezcla tan repetida de la realidad con la ficción. No basta con la casualidad para entender esta explosión cuantitativa posterior a Negra espalda del tiempo.

Notas

1 Véase su prólogo a la edición de 1995 de El siglo (Marías 1995a: 7). 2 Dado todo esto, no es incoherente que en una encuesta de la revista Quimerasobre las mejores y más significativas novelas españolas del siglo XX Marías admita que “Los pasos contados, de Corpus Barga [una autobiografía], y Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales [una biografía], son obras que veo y leo como novelas” (en Valls 2002: 20); su concepción de lo que es o puede ser considerado como novela corresponde a la “elasticidad” genérica que la caracteriza. 3 Y las razones por que Marías deja la editorial Anagrama y pasa a reeditar y publicar sus obras con Alfaguara son también explicadas en Negra espalda.

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4 Lo que dice textualmente en Negra espalda sobre su primera novela es que es “quizá la mejor todavía” (126). 5 Sobre el contexto de la escritura de Los dominios del lobo véanse el prólogo de la reedición de esta novela en 1987 (Marías 1987: 7-12 ó Marías 1999: 9-16), el ensayo titulado “Desde una novela no necesariamente castiza” de 1984 (Marías 1993: 45-61 ó Marías 2001: 51-69) y también el primer capítulo y medio de mi libro sobre Marías (Grohmann 2002: 7-35) y el capítulo decimotercero de Crossing Fields in Modern Spanish Culture (Grohmann 2003). 6 De aquí en adelante todas las referencias en este capítulo son a esta primera edición de Negra espalda, siempre y cuando no se dé una referencia distinta. 7 Esto es lo que para Marías constituye en 1987 una interesante y novedosa manera de enfrentarse con material no inventado, como dice en su ensayo “Autobiografía y ficción”, que, aunque no se refiere explícitamente a la novela que por aquel entonces se estaba gestando, esboza de manera bastante exacta su naturaleza (Marías 1993: 62-69). Del “caso Todas las almas” nos hemos ocupado detenidamente tanto Inés Blanca como yo, y los dos coincidimos con otros críticos en que los elementos biográficos sólo demuestran cómo la novela adquiere autonomía con respecto a la realidad empírica, una existencia independiente, mediante la manera en que se integran y asocian los elementos provenientes de la esfera del bios del autor con otros en un entramado configurado por la interacción entre estilo e imaginación (Blanca 1994, Grohmann 2002: 123-181 y Grohmann 2003). 8 La idea de de Man se remonta a la autobiografía vista como metáfora del “yo” de James Olney, como bien observa Darío Villanueva (Olney 1972; Villanueva 1993: 17).9 Me parece relevante recordar de paso que el saber de Marías, como el de de Man y de cualquier teoría literaria en general que se aproxima a cierta verdad, procede del descubrimiento a modo de lectura perspicaz de verdades que han estado presentes o latentes desde tiempo inmemorial en textos literarios y por eso es tan equivocado valerse de teorías y aplicarlas a obras literarias como si de instrumentos se tratara; la engañosa y seductora apariencia de validez universal de éstas es sólo el resultado del barniz de un discurso redondeado y cerrado, pobre, a raíz de las limitaciones del pensar racional en comparación con un discurso literario. 10 Eso es precisamente lo que afirma Darío Villanueva con respecto a la autobiografía, resumiendo una línea teórica que va desde Georges Gusdorf hasta Paul John Eakin: la escritura autobiográfica no es el reflejo de algo preexistente sino pura creación, la autobiografía como género literario no reproduce nada sino crea, “posee una virtualidad creativa, más que referencial. Virtualidad de poiesis antes que de mimesis” (Villanueva 1993: 22). 11 En “Borges y yo” un narrador en primera persona también se distancia de su autor: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” (Borges 1970). Para José María Pozuelo Yvancos “es un yo que no es yo, es un él representado mientras escribe […] Más que borgiano es el único cierre posible para una voz que siéndolo […], es una voz escrita, con la inevitable e indecidible dialéctica presencia/ausencia a la que tal opción obliga” (2010: 105). No creo que se excluyan mutuamente las alternativas borgiana y pozuelana, y ambas me parecen válidas. 12 Ya he aludido a dos casos menores pero muy concretos de esa ficcionalización de la realidad (los de Michael y Rico).

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13 No formarían parte del género de la biografía tal como lo entiende Ricardo Senabre, al describirla como “subgénero de la historia” que debe “atenerse a las normas de la investigación historiográfica, relatar hechos comprobados y, como señalaba Max Aub, ‘huir, en lo posible, de interpretaciones personales, fuente de la novela’. [...] Y convendría reservar el término biografía a las puramente informativas [...] que se limitan a narrar datos fehacientes” (Senabre 1998: 35-36). Está claro que la “pureza” anhelada por Senabre que debería separar la verdadera biografía de la que sólo tiene “forma biográfica” es más bien ilusoria, por las mismas razones estructurales aducidas arriba sobre la imposibilidad de reproducir los hechos mediante la lengua. 14 Y el artículo e interés creciente por Gawsworth también dieron lugar a un cuento protagonizado por él, “Un epigrama de lealtad”, publicado asimismo por primera vez en 1989 –año que por lo visto se convirtió en verdadero “año de Gawsworth”–, y presentado como “episodio de la vida del escritor John Gawsworth” (Marías 1990). 15 Por eso concluí en mi análisis de los dos principales y divergentes grupos de lecturas que se hicieron de Todas las almas (relato autobiográfico o ficción) y las razones que podían explicar esa divergencia, que una de las principales razones que determina la lectura de la obra es el exergo (Grohmann 2003). 16 Sobre las fotos en la obra de Javier Marías, véanse dos trabajos de Elide Pittarello (2005a y 2009). 17 Esta historia ha sido contada asimismo a posteriori, como en la intervención de Javier Marías, titulada “Para empezar por el principio”, en Lecciones y Maestros, la II Cita Internacional de la literatura en español celebrada en Santillana del Mar el 16, 17 y 18 de junio de 2008 (Marías 2008). 18 Y como ya dije hace unos años, la obra entera de Marías es una prueba de esa importancia del paratexto (Grohmann 2002: 152). 19 En palabras de Rodrigo Fresán, estas obras digresivas “son mucho más fieles a la verdad que cualquier poco [sic] novela ‘normal’ y naturalista y realista” (Fresán 2005: 25).20 Ése es también el caso de Los dominios del lobo, que consiste en un paréntesis abierto, una suspensión de la realidad novelística, ya que al final se revela que la historia narrada no es sino una película. 21 He explorado esa cuestión del trastorno en la literatura de Javier Marías en un ensayo titulado “Literatura y trastorno o la alegoría de la narración en Javier Marías” (Grohmann 2008). 22 Basta recordar los títulos de sus libros de ensayos y artículos: Literatura y fantasma (“Fantasmas leídos” es además el título de un texto contenido en éste [1993]), Vida del fantasma (1995b) o Mano de sombra (1997); los relatos protagonizados por fantasmas: “La vida y la muerte de Marcelino Iturriaga” (el primer texto de Marías dado a la imprenta, en 1968, y escrito a los catorce años), “La dimisión de Santiesteban”, “Una noche de amor”, “Cuando fui mortal”, “No más amores” y “Serán nostalgias”; y su fascinación por los textos de literatura fantástica, de horror o sobrenatural en general, manifiesta en varios libros del género editados por él, como los Cuentos únicos (1989) u otros de su sello Reino de Redonda (libros de M. P. Shiel, Richmal Crompton, Thomas Hardy, Vernon Lee o Erckmann-Chatrian). Y es evidente también su admiración profesada por cultivadores del género (además, a dos autoras que hicieron contribuciones notables a ese género, Vernon Lee y Violet Hunt; les rindió homenaje a través de retratos recogidos en Literatura y

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fantasma; la primera también se menciona en Negra espalda [139]; y publicó también su Amour Dure en Reino de Redonda). Y mientras escribo esto Marías ha vuelto a ocuparse de la figura del fantasma en dos artículos sucesivos, “Sermón del fantasma” y “Por qué no vuelven” (recopilados en Marías 2007b). 23 “O bien generan en el protagonista el deseo de ser uno de ellos (como solución a los sinsabores y problemas del mundo real), o bien se convierten en una presencia que da sentido a la vida de los protagonistas” y, a veces, en un recurso muy poco habitual, se les da voz (Roas 2005: 220). 24 Así ocurre, por ejemplo, con De Wet, Ewart, Juan Benet, Conan Doyle, James Joyce, Julián Marías y “Javier Marías” y prácticamente todos los restantes personajes de la obra, quienes quedan asociados entre sí en el penúltimo capítulo, como viene siendo costumbre en todas las novelas de Marías desde por lo menos Todas las almas –en cuyos capítulos penúltimos (o último, caso de Mañana en la batalla piensa en mí)la mente supersticiosa y asociativa de los narradores establece una multiplicidad de vínculos entre todos los elementos principales de las historias–, a través de diversas analogías, coincidencias y correspondencias atisbadas por el narrador (355- 370 y 376-381).25 Para José María Pozuelo Yvancos ese retrato de Julianín es “una impresionante elegía/reflexión sobre el hermano y lo que habría sido la vida suya, si no hubiera muerto tan niño, y lo que habría sido en la de sus hermanos […]. Pocas veces en la literatura española puede leerse una tan intensa emoción lírica, contenida y a la vez expandida en la reflexión, sobre lo que pudo ser y no fue, y sobre lo que es en la memoria suya y lo que vive en la de sus padres” (2010: 100). 26 Aunque no tanto como el del narrador de El hombre sentimental, que va más allá en su fundición e indistinción de lo vivido y lo soñado. 27 Ese término y la idea que designa ya están presentes explícitamente en Mañana en la batalla piensa en mí, donde el narrador habla de “una red con estribaciones o afluentes múltiples que podrían llevarse hasta el infinito” a propósito de los vertiginosos parentescos adquiridos por todos los hombres que se han acostado con la misma mujer (Marías 1994: 208-210). 28 También se refiere a este trastorno como “un préstamo del autor que respira y habla, Javier Marías –o era entonces Xavier Márias–, al narrador sin nombre” (169). 29 En Negra espalda el narrador intercala acto seguido la presente observación para marcar la distancia entre narrador y autor de Todas las almas en este aspecto: “No hace falta recordar que este último comentario del narrador yo no puedo suscribirlo” (161).30 “Él había muerto el 23 de septiembre de 1970, y yo por entonces acababa de cumplir los diecinueve años, tres días antes, y él nunca pudo preverme” (27). 31 “Que el hombre laureado que pudo ser rey y que con indudable entusiasmo y orgullo juvenil firmó un día de 1932 el ejemplar de Backwaters que obra en mi poder terminara de ese modo no pudo por menos de impresionarme”, admite el autor enmascarado en Negra espalda (y en Todas las almas y el artículo originario [157]). 32 “As with all great biographers, he was in some sense dissolved or transmuted by the life he brought back to life” (Holmes 1995: 22-23). Como se sabe, Johnson fue a su vez el célebre autor inmortalizado en la famosa biografía llevada a cabo por James Boswell, Life of Samuel Johnson Lld (1791).33 “Something in him became Savage, and lived him out with the force of fiction” (Holmes 1995: 22).

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34 “La sensación de que los libros me buscan no ha dejado de acompañarme [...]”; “Varios libros así me han buscado [...]” (253). 35 Por cierto, fue a través de Roger Dobson que Marías supo por primera vez de Gawsworth en la vida real, si hemos de creer lo que nos dice el narrador al respecto y en este contexto no veo por qué no (152-153). 36 En Todas las almas hay además dos alusiones a la obra de Gogol dentro del texto, cuando se califica a un par de personajes como “almas muertas” (Marías 1989a: 171 y 181). El propio Marías ha reconocido que su novela constituye un homenaje a Gogol. El narrador de Marías colecciona almas muertas (como Gawsworth), de forma análoga a como lo hace Chichikov, quien rastrea el campo ruso reuniendo siervos muertos (Gogol 1996). Y ambas novelas son muy digresivas; asimismo, en ambas, personajes en apariencia secundarios o marginales se vuelven significativos a medida que se desarrolla la narración, y los materiales de ambas son “presencias ausentes y presencias convertidas en ausencias”, como dice Richard Pevear en su introducción a una traducción al inglés de la obra de Gogol (Gogol 1996: xviii). Todo esto lo dije en su momento en mi libro sobre las novelas de Marías (Grohmann 2002: 154-155). 37 Hay fotografías, siempre en blanco y negro (de Gawsworth y su máscara mortuoria, 23-24; de Wilfrid Ewart, 192; del autor a la edad de dos años, 274; de M. P. Shiel, 398; del “edificio noble” de enfrente del piso del narrador y autor con su tejado con nieve, 144-145; de unos aviones –¿un Polikarpov y un Nieuport?– en medio de una batalla aérea, 366; de la isla de Redonda, 368); retratos (una caricatura de Gawsworth y Machen, 159; un cuadro de Rubens, 215; un dibujo al carbón de Ewart, 250; otro de un abuelo o tío-abuelo de De Wet, 356; un óleo de Julianín, 265; una acuarela de la madre, 272); reproducciones de artículos, de páginas y de recortes de publicaciones periódicas (102, 136, 334, 346-347); o de mapas del Caribe y de Redonda (112-113, 383-385); y, por supuesto, reproducciones de varias partes de libros de viejo con las huellas personales que guardan (portadas, portadillas, guardas, sobrecubiertas, libros abiertos con ex libris e inscripciones, etcétera; 255-256, 258, 300, 330-331). 38 Véase el reportaje de Ángeles García sobre “La nobleza de Redonda” (García 2003).39 “La sensación de que los libros me buscan no ha dejado de acompañarme, y todo lo que ha pasado a la vida desde mis ficticias páginas de Todas las almas ha acabado por tener también materialización en esa forma, en forma de libro, o de documento, o de foto, o de carta, o de título. Es tanto lo que ha saltado desde la novela a mi vida [...] Varios libros, así, me han buscado” (253). 40 Aunque no se pueda decir que los muertos citados sean “miméticamente vivos”, culturalmente vivos, por emplear la terminología de Rivera al hablar de la minoría selecta que alcanza la inmortalidad –la única forma de sobrevivir por tiempo indefinido en el “bosque humano” (Rivera 2001)–, los muertos citados sí persisten algo, tienen cierta existencia, por mínima que sea, a través de su sombra que los libros proyectan.41 Al insistir el presente crítico (obsesionado) sobre la forma eminentemente digresiva de su escritura y de Negra espalda en especial, Javier Marías contesta lo siguiente: “De todas formas, la interrupción de las narraciones, en esa y posteriores novelas, es justamente mi mayor prerrogativa y quizá mi mayor interés como novelista. En una novela –y sólo en ese género, me temo, en literatura; en música es otra historia– se puede lograr que exista el tiempo que en la vida jamás existe, o pasa

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inadvertido, porque no espera y va demasiado rápido. Explorar ese tiempo existente y a la vez inexistente, en el que quizá nos ocurren las cosas más importantes sin que a menudo nos enteremos, es, supongo, uno de mis motivos para escribir libros” (carta, 8 de mayo de 2003). 42 “A veces pienso que para alguien que empezó escribiendo y leyendo en ese sentido inverso […], el tiempo ha de ser distinto que para la mayoría […]; y a veces pienso que tal vez por eso transito a menudo por lo que en varios libros he llamado ‘el revés del tiempo, su negra espalda’” (372). 43 Un par de años antes de publicarse Negra espalda, Marías hace la siguiente observación sobre sus narradores que lo asocian todo: “Son todo menos indiferentes a eso que ven u oyen o saben; al contrario, se sienten tan vinculados a la ‘débil rueda del mundo’, al ‘revés del tiempo y su negra espalda’ que en cierto modo se sienten responsables de todo, de cuanto acontece o se transmite con o sin su intervención, porque lo ven todo unido” (Marías 1996b: 458; la cursiva es mía). 44 La idea de la gran cadena del ser, de que “nada existe ni se deja entender aislado, fuera de la gran cadena del ser” en palabras de Francisco Rico (Rico 1970: 80), es trazada por Arthur Lovejoy en su libro The Great Chain of Being (La gran cadena del ser, 1966) y se remonta a los principios de continuidad, plenitud y gradación de Aristóteles, como apunté en un capítulo de mi libro sobre Javier Marías en el que me explayé sobre este fenómeno de la “interconexión” (Grohmann 2002; ver Capítulo 7). 45 La traducción al castellano es del propio Marías; no es una casualidad ya que Sterne y su obra digresiva por excelencia constituyen uno de los modelos literarios predilectos de Marías, de ahí que se decidiera a traducirla en los años setenta (traducción que por cierto le valió el Premio Nacional de Traducción de 1978) y que se refiriera también a ella en Negra espalda (244). 46 Citado por Genette (1988: 298). 47 Lo califico de ambiguo porque no me parece del todo claro a quién o qué se refiere este pronombre “él” (si a Gawsworth, al país sureño o al destino, por ejemplo). 48 Por cierto, la escritura de Marías es en considerable medida acumulativa y autofágica en tanto en cuanto se expande en gran parte nutriéndose de sí misma a base de elementos introducidos con anterioridad (no sólo personajes o temas y aspectos relacionados sino también palabras, expresiones, imágenes, etcétera, como “la bala fría” en el caso de la cita, término que aparece por primera vez en la descripción de la muerte de Ewart). Éste es también un rasgo distintivo de la escritura de Juan Benet, según Frédéric Bravo en su discusión de Numa, una leyenda, quien mantiene que el texto de Benet no se construye mediante la amplificación diegética sino a través de la amplificación digresiva de ciertos periodos ya actualizados en el relato, o sea, la “retroalimentación”; algo afín aunque a escala menor se puede observar en los textos de Javier Marías (Bravo 1994). 49 Aunque, como sostiene Carlos Castillo del Pino en un interesante ensayo sobre “El uso moral de la memoria”, en el cual explica que la memoria nos dota de identidad propia y que tener memoria de alguien muerto, recordarlo, es dotarlo de existencia, “lo de ‘inmortales’ es una metáfora. Ellos [los muertos] no son inmortales, somos nosotros los que los hacemos, se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues, inmortalidad; hay memoria” (Castilla del Pino 2006). 50 Tamañas reapariciones experimentan otros objetos, aunque en estos casos estrictamente reales en todas sus reencarnaciones y sin efectos cómicos, tales como

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unos gemelos que tienden un lazo entre Juan Benet y Enrique Manera Custardoy (véanse las páginas 217 y 373) o el salacot que vincula al narrador con Ewart (200). 51 El mismo procedimiento ortográfico se emplea en los casos de las dos escenas conjeturales de El hombre sentimental, como señala asimismo el propio Marías, aunque en un raro lapso habla equívocamente de “guión” en vez de “raya” (Marías 1993: 80). 52 Véase, por ejemplo, el pasaje de la Poética de Aristóteles (Capítulo II) sobre la diferencia entre la verdad poética y la verdad histórica. 53 El estudio de la relevancia del concepto de la repetición en Corazón tan blanco, a nivel tanto formal como conceptual, obedecía en cierta manera a un deseo de llamar la atención sobre este atributo de la escritura de Marías (Grohmann 2002: 183-245). 54 En prácticamente todas sus novelas desde El hombre sentimental hay una o varias –caso de Corazón tan blanco– escenas en las que alguien, normalmente el propio narrador, observa a otro u otros desde un balcón o ventana. La escena es en cierto modo emblemática de la relación del narrador con el mundo que narra. 55 Véase Croll (1972) y Grohmann (2002: 55-88). 56 Por cierto, uno de los más tempranos pensamientos aforísticos en aparecer en las novelas de Javier Marías también versa sobre el tema del matrimonio, una constante en su narrativa, y se encuentra en Travesía del horizonte (Marías 1988: 111). 57 Por ejemplo: “En la ancianidad como en la niñez se es engañado y se juega, y se nos ocultan cosas” (19); “Quizá seamos poco dados en estas tierras a lamentar lo ocurrido o lo no ocurrido, lo que hicimos o dejamos de hacer, sabemos más del rencor” (70-71); “Es tan fácil que no se produzca nada de lo que tiene lugar y acontece” (235); “Que algo haya cesado no parece fuerza ni razón bastante para que se borre del todo” (279). 58 “Es todo tan azaroso y ridículo que no se entiende cómo podemos dotar de trascendencia alguna al hecho de nuestro nacimiento o nuestra existencia o de nuestra muerte [...]; o cómo puede concederse ninguna importancia a nuestro paso frágil e insignificante [...]; cómo podemos tomar en serio nuestro aliento siquiera, que debemos al ataque de una anticuada enfermedad [...]; o que perdemos, ese aliento, por una bala [...]; o aún más simple, por haber puesto punto final a una página y ya no querer escribir la siguiente; o aún más inocuo, por aparecer una tarde de diciembre en casa el hijo que faltaba [...]; o aún más daño, por la llegada a traición de una enfermedad [...]” (obsérvese que no hay en realidad equivalencia gramatical entre todos los elementos enumerados –ésta se rompe después del tercer punto y coma–; se trata de partes desiguales con un ritmo variable hilvanadas por la anáfora de la conjunción coordinante o, del adverbio interrogativo cómo y de la construcción o aun más (378-379). Esta oración compone un resumen bajo el amparo de una reflexión abstracta de las muertes contadas en Negra espalda, las cuales quedan de ese modo también vinculadas. 59 Véase Bayard (1996: 69). 60 Es lo que advierte Croll con respecto a la oración barroca: “The period –in theory at least– is not made; it becomes. It completes and takes on form in the course of the motion of the mind which it expresses” (Croll 1972: 111). 61 Marías cita a Cervantes, Sterne, Proust, Nabokov, Bernhard y Benet como “maestros en esa errabundia de los textos, o, si se prefiere, en la divagación, la digresión, el inciso, la invocación lírica, el denuesto y la metáfora prolongada y autónoma, respectivamente. En ninguno de ellos, sin embargo, podría decirse que su

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inclinación sea gratuita, o que no sea ‘pertinente’ o ‘esencial’ al relato. Es más, son esas inclinaciones las que posibilitan el relato de cada uno de ellos” (Marías 1993: 93).62 “An incoherent fragment, a disruptive form element is better able to break the narrow focus of intellectual thought and produce a fissure in the mind’s smooth surface which leads down to the depth of the unconscious” (Ehrenzweig 1967: 50); la escritura digresiva es precisamente tal elemento formal que es capaz de romper el enfoque estrecho del pensamiento analítico y producir una grieta en la superficie lisa de la mente mediante la cual adentrarse en las profundidades del inconsciente. 63 En Negra espalda se dice que este párrafo “lo pudiera haber yo suscrito más que ningún otro párrafo” y da “una clara y cabal idea de en qué consistía aquel desvarío pasajero y leve que fue un préstamo del autor que respira y habla, Javier Marías [...], al narrador sin nombre” (169). 64 Como griego supersticioso, aparte de académico racional (a veces), se me permitirá aquí cruzar los dedos y tocar madera, de modo tanto recto, mientras escribo eso, como figurado, a través de esas líneas.

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III. Antonio Muñoz Molina, Sefarad: el desorden del tiempo

3.1.

No se puede entender Sefarad, ni cabalmente ni de ningún otro modo, sin apreciar su errabundia genérica. En 1999, en un libro de entrevistas con varios escritores españoles titulado El destino de la literatura, Antonio Muñoz Molina, que ya por aquel entonces estaba trabajando sobre Sefarad (que se publicó en marzo de 2001), expone lo siguiente:

Al principio lo más importante para mí era la ficción, y dentro de la ficción, la novela. Y con el tiempo me he ido dando cuenta de que mucho más que la ficción me gustan esas expresiones literarias que tienen que ver con otros campos, con el periodismo, el testimonio y el suceso […] Parece que la literatura nos autorice a la fabulación o a la irresponsabilidad, pero a mí me gusta sujetar la literatura a la necesidad de contar algo de una manera veraz. (Pfeiffer 1999: 164-165)

Es decir, la primera etapa de Antonio Muñoz Molina está caracterizada por el dominio de la ficción “pura”; es el caso de BeatusIlle (1986), El invierno en Lisboa (1987) y Beltenebros (1989). Con Eljinete polaco (1991) ya se percibe un cambio al participar esta novela de la escritura autobiográfica a través del personaje de Manuel y su familia de Mágina y sus correspondencias con Muñoz Molina y su familia de Úbeda, región real de la que se nutre la ficticia Mágina del autor, un territorio estructuralmente afín a la Santa María de Juan Carlos Onetti, el Guinardó de Juan Marsé, o incluso la Comala de Juan Rulfo o la ciudad de Jefferson en el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner, todos, como Mágina, territorios ficticios que parten de la realidad y en los que transcurren muchas de las obras de esos autores, por ceñirme a escritores que Muñoz Molina aprecia. Mágina es un lugar inventado pero basado en la Úbeda natal del autor, una Úbeda reinventada, por lo tanto. Así, no es una ciudad del todo imaginaria sino un territorio reconocible, como la Vetusta de Clarín,

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como bien afirma Claudio Guillén (2007: 490). Este proceso autobiográfico iniciado en El jinete polaco se perpetúa en El dueño del secreto (1994) y en Ardor guerrero (1995) se torna pura memoria autobiográfica en su recuento de su servicio militar a partir del otoño de 1979 (véase Sherzer 1997). Con Ardor guerrero, a Sefarad hay que situarla en la vertiente de la novela de no ficción o de poca ficción o invención, junto con Ventanas de Manhattan (2004), la obra siguiente a Sefarad. Plenilunio (1997), Carlota Fainberg (2000) y La noche de los tiempos (2009) formarían parte de la otra vertiente, del mundo novelístico más bien ficticio pero que se inspira en la realidad. Elviento de la luna (2006) estaría más o menos a caballo entre las dos vertientes (como El jinete polaco), una novela situada en Mágina pero con una notable dosis de autobiografía en la historia de iniciación al mundo del protagonista que se relata. Dicho en otras palabras, en la apreciación de Juan Antonio Masoliver Ródenas: “Si en sus tres primeros libros […] la realidad está al servicio de la invención, de pronto se produce un radical cambio de dirección. Sin abandonar ninguna de las estrategias narrativas, ahora es la invención la que está al servicio de la realidad” (Masoliver Ródenas 2004: 439).1

Este desarrollo no tiene nada de extraño, en realidad: la escritura autobiográfica no suele emprenderla en la juventud un escritor auténtico o “de raza”, como dice Pere Gimferrer a propósito de una nueva edición de El jinete polaco en 2002; “las grandes obras novelescas de raíz autobiográfica no pueden ejecutarse ni en la primera juventud de un narrador ni al comienzo de su trayectoria” (Gimferrer 2002). No es casual que tanto Javier Marías como Antonio Muñoz Molina, y también Rosa Montero, sólo aborden la escritura comprometida y en apariencia explícitamente autobiográfica, biográfica y el “contar algo de una vez veraz” alcanzada ya la madurez como escritores en esas obras que estudiamos aquí. Puede que obras anteriores a Negra espalda del tiempo, Sefarad y La loca de la casa contuvieran elementos autobiográficos, como es el caso de Todas las almas, El jinete polaco o La hija del caníbal, por ejemplo, pero en estas obras anteriores, como dice Gimferrer con respecto a Eljinete polaco, los personajes no son mero trasunto mecánico de seres reales sino que “han sido rescatados para la región de la metáfora” (Gimferrer 2002), mientras que en las obras que aquí nos conciernen se aspira a contar “lo real”, en mayor (Muñoz Molina) o menor (Montero) medida.

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III. Antonio Muñoz Molina, Sefarad: el desorden del tiempo 149

Ya en 1993, en una entrevista de Elizabeth Scarlett con Muñoz Molina, realizada durante la estancia de éste en la primavera de aquel año como writer-in-residence (escritor residente) en la Universidad de Virginia en Charlottesville (y publicada un año después), el autor confesaba haberse visto impresionado por “cierto tono verbal” que se puede encontrar sobre todo en artículos y libros de memorias norteamericanos, además de por la “naturalidad” retórica de la poesía:

Me ha impresionado el tono de hablar, una manera de hablar con naturalidad de la propia experiencia. El convertir la experiencia inmediata en relato, convertirla en un relato no ególatra, sino en una narración natural o fluida de lo que le ocurre a uno. Y con la poesía lo que más me ha impresionado es la posibilidad de contar un momento sin énfasis, sin la apariencia retórica; contar como si se estuviera hablando […] Y claro, viniendo de una literatura como la española con una fuerte tensión verbal, con una retórica, cada vez lo que más me interesa es la naturalidad. El construir el artificio máximo que es el artificio de la naturalidad […] Y a mí me gustaría aprender a hacer eso. (Muñoz Molina en Scarlett 1994: 73-74)

Tanto estas declaraciones “norteamericanas” como las de un lustro después (en la entrevista con Pfeiffer citada arriba) ponen de manifiesto su interés en contar la realidad con “naturalidad” y anticipan, por tanto, Sefarad y su naturaleza de relato real natural,como veremos; “el modo en que”, como añade el autor en la entrevista con Pfeiffer, “la literatura puede servir para atestiguar los hechos tal como son o como han sido, bien mediante el recuerdo, bien mediante el testimonio” (Pfeiffer 1999: 165). Por eso, en la “Nota de lecturas” con que se cierra Sefarad, Muñoz Molina insiste: “He inventado muy poco en las historias y las voces que se cruzan en este libro” (Muñoz Molina 2001a: 597).2 Ahora bien, como veremos, Sefarad sí entraña dosis de invención y ficción más estimables de las que esta afirmación final del autor nos permite sospechar. Sefarad es un arabesco tejido con escritura autobiográfica y biográfica, relatos de viajes, memorias, testimonios, pero también ficción, modos de escritura que narran historias o fragmentos de vidas que componen un todo interrelacionado o “un tapiz que se dispara en muchas direcciones”, por valernos de la metáfora de Enrique Vila-Matas. La metáfora es apropiada también en el caso de Sefarad: “No había una línea”, dice Muñoz Molina de su obra, “sino una proliferación de cosas en muchas direcciones” (Muñoz Molina en Rosa Mora 2001). Y, asimismo, no sólo se narran historias

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o fragmentos de historias, sino también se relata la manera en que se descubren y cuentan.3

El hecho de que no fuera meramente una novela de ficción indujo a algunos críticos a engaño y a negarle incluso a la obra el estatuto de novela: “Hay que decirlo bien claro: Sefarad no es una novela”, afirma Antonio Iturbe (2001: 4); “En Sefarad no hay novela”, declara José Antonio Fortes (2001: 62). María del Mar López-Cabrales llega incluso a hablar de Sefarad como una colección de cuentos (“Sefaradincludes sixteen short stories about marginalized characters who are persecuted for their differences” [2006: 244]). Obviamente, la forma de la obra da lugar a cierta confusión. Pero si no es novela, ¿qué sería Sefarad, cabe preguntarse? Por descontado que no es una colección de cuentos autónomos, sino, más bien, un conjunto no por heterogéneo menos conectado y unido en última instancia, de relatos y vidas entrelazados y relacionados, como veremos. ¿Y qué otra cosa podría ser el amalgama de voces y géneros de escritura enlazados mediante tanto un clásico y como también moderno arte novelesco que es esta obra? “Nos las habemos con una novela, con una pieza literaria, y no con un ensayo, todo lo bienintencionado y plausible que se quiera”, afirma Santos Sanz Villanueva (2009: 41). José Carlos Mainer llama a Sefarad “novela en el bastidor”, “novela in fieri” y “novela coral”; según Mainer, tanto Negra espalda del tiempo como Sefarad ponen de manifiesto que “toda novela es una forma de usurpación” (Mainer 2005: 217-226). Sin duda es una novela, asevera Claudio Guillén: “Sin duda es lo que es. El autor reúne, efectivamente, muchas de las virtualidades del arte novelesco, tanto tradicional como actual o inminentemente futuro” (Guillén 2007: 485). Yo no sé qué otra cosa podría ser Sefarad si no es novela (novela errabunda, eso sí, como las demás estudiadas en este libro).

Sea como fuere, no sorprende que Sefarad, como Negra espalda del tiempo (ambas obras que trabajan en muy gran medida con material proveniente de la realidad y en apariencia no velado, y que son radicalmente digresivas), no fuera ni muy bien recibida ni muy bien entendida por lo general, especialmente en España.4 Estarecepción se debe en muy gran proporción a su naturaleza de obra errabunda y su errabundia genérica en particular, el hecho de que Sefarad, como Negra espalda, constituye en cierto modo un intento –o por lo menos contribuye a ello– por renovar la literatura y ampliar el género de la novela. “Los géneros han sido siempre muy cambiantes”,

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afirma Muñoz Molina en la entrevista con Pfeiffer; “El gran momento de la literatura ha sido siempre un momento de mezcla o de negligencia […] No se trata de que ahora los géneros sean más confusos o movedizos, en realidad lo han sido casi siempre” (Pfeiffer 1999: 166). Sefarad supone un esfuerzo por superar ciertas limitaciones o prejuicios, entre ellos, el que la literatura y la novela no hayan de relatar “los hechos tal comos son”; “Hay que ampliar los límites de lo literario”, declara el autor al presentar su novela en 2001; “Se ha identificado ficción con literatura, pero la literatura puede ser muchas cosas más. La ficción tiene unos códigos que a veces pueden cansar” (Muñoz Molina en Mora 2001).

Y Sefarad, como Negra espalda, llama la atención sobre su calidad de obra digresiva, y su errabundia genérica en especial, mediante una expresión o concepto acuñado para denominarla: como vimos, Javier Marías designó su obra una falsa novela, mientras que Sefarad lleva como subtítulo Una novela de novelas. De nuevo, esta etiqueta parece ambigua –pero sólo si no se lee la obra– y se prestó a malentendidos. La respuesta de cómo se ha de entender esta calificación se suministra en el propio texto:

En los viajes se cuentan y se escuchan historias de viajes. Doquiera que el hombre va lleva consigo su novela, dice Galdós en Fortunata y Jacinta. Pero yo, algunas veces, mirando a algunos viajeros que no hablan con nadie, que permanecen callados y herméticos junto a mí […] me pregunto qué historias sabrán y no cuentan, qué novelas lleva cada uno consigo, de qué viajes vividos o escuchados o imaginarios se estarán acordando mientras viajan en silencio a mi lado (70);

Se ajustaban a una rutina laboral parecida a la mía, cada uno con su vida, con su novela (238);

No hay límite a las historias que se pueden escuchar con sólo permanecer un poco atento, a las novelas que se descubren de golpe en la vida de cualquiera. (319)5

Las novelas del subtítulo se han de interpretar, por tanto, más o menos en el sentido de vidas, vidas contadas o historias de vidas. La dedicatoria también nos lo indica así: “Para Antonio y Miguel, para Arturo y Elena, deseándoles que vivan con plenitud las novelas futuras de sus vidas” (7). Es decir, una novela de novelas significa una novela de vidas relatadas; o, por valernos del título del libro de Javier Marías de breves biografías o retratos biográficos de escritores

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tratados como si fueran personajes de ficción (Marías 1992b), una novela de vidas escritas.

De hecho, Sefarad se compone de diecisiete capítulos o secciones, aunque no todos de escritura biográfica.6 Hay narraciones puramente ficticias, tales como “Sacristán” que gira en torno a provincianos que viven en la capital y que se sienten exiliados de su tierra natal, Mágina, a pesar de que ésta está a sólo unos cientos de kilómetros de distancia. Hay narraciones predominantemente ficticias como “Berghof”, sobre un médico imaginado (en la que se traza también el proceso mismo de imaginación del personaje). Se incluyen cuentos ficticios como “América”, sobre la relación amorosa entre un zapatero donjuán y una monja rebelde y alocada. Pero también se incluye un cuento no ficticio, “Tan callando”, un relato biográfico de un episodio en la vida de un amigo de Antonio Muñoz Molina, el psicólogo José Luis Pinillos (cuyo nombre se proporciona en la obra, por cierto, en la página 456; no se encubre, por tanto, la autoría o el origen de los relatos, como se ha sugerido, ni de los de Pinillos ni de los de ningún otro protagonista de Sefarad), durante la Segunda Guerra Mundial, en la que éste combatió como miembro de la División Azul al lado de los alemanes, y su alojamiento en una choza en Rusia. De hecho, este capítulo se publicó como relato autónomo en el suplemento EL PAÍS SEMANAL el 2 de enero de 2000 (es decir, más de un año antes de la publicación de la novela) con un título levemente distinto, “Tan callado” (Muñoz Molina 2000).

Es, por lo tanto, una muestra de cómo las mismas páginas pueden no ser las mismas, como vimos también en el capítulo anterior: en el suplemento la peripecia narrada se lee como un cuento ficticio, mientras que en la novela el relato cobra toda su dimensión biográfica (ya que se revela además de forma explícita su adscripción al ámbito de la biografía) y también su relación con otro episodio en la vida del mismo protagonista (Pinillos) relatado después en el capítulo “Narva”, además de verse enlazado con el conjunto de las restantes historias contadas a través del tiempo (la Segunda Guerra Mundial), el espacio (la Europa bélica) y temas tales como la memoria y el vértigo temporal.

Por supuesto, hay muchos más relatos biográficos, que giran en torno a varias personas y sus experiencias durante o poco antes o después de la Segunda Guerra Mundial –tales como los que están contenidos en los capítulos “Copenhague”, “Quien espera”, “Oh tú

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que lo sabías”, “Münzenberg”, “Cerbère” y “Sherezade”–, especialmente su exilio y desplazamiento, sus deportaciones a campos de concentración o su persecución, entre varios otros, los de Jean Améry, Margarete Buber-Neumann, Evgenia Ginzburg, Amaya Ibárruri (hija de Dolores Ibárruri, la “Pasionaria”), Milena Jesenska, Victor Klemperer, Primo Levi, Willi Münzenberg y Camille Pedersen-Safra. En estos relatos se introducen además citas textuales en cursiva de libros autobiográficos de muchas de esas personas, diferenciando así de forma tipográfica clara –como vimos que también sucedía en Negra espalda con las citas entrecomilladas, en algunos casos extensas– las voces narradoras y los pasajes biográficos (en los que un narrador narra lo que otros le relataron) de los en apariencia autobiográficos (en los que un narrador en primera persona narra sus propias vivencias); véanse, por ejemplo, las extensas citas en “Quien espera”, en donde hablan en estilo directo Victor Klemperer, Margarete Buber-Neumann, Evgenia Ginzburg y María Teresa León (71-93). Y también hay capítulos preeminentemente autobiográficos o de escritura del yo o, por lo menos, figuración del yo, por valernos del acertado término de José María Pozuelo Yvancos, en los que cabe suponer que es Antonio Muñoz Molina quien narra episodios o épocas enteras de su propia vida, aunque se trate de un yo ficcionalizado: “Ademuz” (capítulo que en ediciones posteriores de la novela, por razones que se me escapan, cambia de título a “Valdemún”), “Olympia” (en el que parece relatarse la vida frustrada de Muñoz Molina durante su primer matrimonio o la cernudiana “amargura de la distancia inviolable entre realidad y deseo” [247]), “Doquiera que el hombre va” (en donde se habla de la casa nueva y la vida nueva que emprende en Madrid, aunque en tercera persona), “Dime tu nombre” (capítulo en el que se cuenta el período en que trabajó como funcionario en Granada) y “Sefarad” (un viaje a Gotinga –Göttingen– como escritor invitado y luego el último día de un viaje a Nueva York con Elvira Lindo y la visita a la Hispanic Society).

Sin embargo, la manera en que acabo de presentar el contenido de Sefarad desnaturaliza, falsifica, la forma de la obra: prácticamente ninguno de los capítulos, con la excepcíon quizás de “Sacristán”, es autónomo ni homogéneo ni constituido sólo por un único modo de escritura o una sola voz narradora; es decir, en todos se entrelazan o se filtran varios géneros de escritura, por así decir, desde la ficción hasta la autobiografía, pasando por el relato de viajes, la biografía y el

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testimonio, además de varias voces. Asimismo, todos los capítulos están sutil o firmemente relacionados con otros, particularmente a través de la reaparición de varios personajes de otros capítulos, de varias voces y narradores en varias personas (desde la primera o tercera persona del singular, hasta la menos convencional segunda), y mediante los temas y motivos, que voy a tratar en la siguiente sección, temas como el viaje, el exilio, la inestable, mudable identidad de las personas, la Europa del siglo XX y la relación de la historia de España con la de Europa, la memoria, el tiempo y los objetos.

El mejor modo de analizar la errabundia genérica de Sefarad, su perpetuo genre-switching o intercambio genérico, y de entender por qué se produce esta persistente desviación genérica es buscar la respuesta dentro de la propia obra, centrándonos en algunos pasajes metanarrativos en particular que nos proporcionan las razones o soluciones esenciales. En el segundo capítulo, “Copenhague”, ya hemos visto que el narrador nos dice explícitamente que se propone contar las historias y vidas que ciertas personas llevan consigo. Más adelante, en “Ademuz”, deja en evidencia que el narrador es un “espía atento e indagador” de la “memoria” de ciertas personas; en el (autobiográfico) capítulo en cuestión, Antonio Muñoz Molina parece estar explorando la memoria de su segunda mujer, Elvira Lindo.7 Y en muy gran medida esto es lo que es Sefarad, el resultado de unespionaje atento e indagador de memorias ajenas y también de la memoria propia, aliado con ciertas dosis de invención. Éste es el elemento de la curiositas, que siempre ha estado presente en la mirada que Muñoz Molina ha dedicado al mundo a través de su literatura, sus artículos y columnas incluidos, “la voluntad de indagar en la vida de la gente y también la perplejidad que encierra”, como resalta Andrés Soria Olmedo (2000: 354). Esta curiositas está afiliada con el carácter o, más bien, la naturaleza más íntima del autor, como se revela en Sefarad:

Nunca soy más yo mismo que cuando guardo silencio y escucho, cuando dejo a un lado mi fatigosa identidad y mi propia memoria para concentrarme del todo en el acto de escuchar, de ser plenamente habitado por las experiencias y los recuerdos de otros. (530-531)

Por otro lado, este énfasis en la importancia de escuchar y ser habitado por otros es una técnica narrativa que parece también ser resultado de la influencia de William Faulkner en Muñoz Molina y, en

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particular, de la novela Absalom, Absalom!, en la que Quentin Compson es habitado por otros y por la historia de Thomas Sutpen en especial, a quien intenta comprender (Faulkner 1986). Muñoz Molina ha hablado más de una vez de la influencia de Faulkner sobre su escritura, en especial en relación con cómo relatar el pasado y la Historia, y esa técnica faulkneriana del intercambio de varias voces narradoras está desplegada en particular en El jinete polaco y Sefarad.Faulkner es quien parece haberle provisto a Muñoz Molina con la clave de cómo enfrentarse al pasado en su literatura. Hablando de unos relatos situados en la guerra y en la posguerra española que el autor intentó escribir en un momento, declara lo siguiente:

Intuía que en ellos la Historia no aparecería como testimonio personal, sino como narración escuchada, transmitida de una voz a otra. Aquí fue capital para mí el descubrimiento de Absalón, Absalón, novela que ha sido en mi vida tan importante como En busca del tiempo perdido, en mi vida y en los libros que he escrito. En Absalón las cosas sucedieron hace mucho tiempo, y las vivieron otros, y el vínculo entre el pasado y el presente, entre los vivos y los muertos, son las voces que cuentan, y el pasado no es un espacio firme, sino la materia movediza e inestable que se forma por la yuxtaposición del recuerdo y el olvido. El presente, además, está lleno de pasado, poblado de fantasmas a los que se quiere esconder pero que se niegan a ser sepultados. En el Sur donde vivía y escribía Faulkner la guerra civil americana había terminado hacía más de medio siglo, pero sus efectos continuaban sintiéndose en el presente, y muchas veces los vivos sufrían el asedio angustioso de los muertos o no lograban recuperarse de su ausencia. También la guerra civil española había sucedido en la juventud de mis abuelos, pero sus consecuencias seguían actuando 40 años después, y el general que la había ganado estaba agonizando mientras yo me desvelaba con la lectura de Faulkner y escuchaba los boletines de la radio en espera de la única noticia que parecía posible y que no llegaba nunca, la de que por fin Franco se había muerto. (Muñoz Molina 2001b: 11-12)

Por tanto, Faulkner suministra una manera de afrontar el pasado en general y la Historia –un pasado entendido como latente en el presente– en especial mediante el vínculo proporcionado por una multitud de voces que cuentan, que es una técnica empleada ya con maestría en El jinete polaco.8 Sefarad, novela coral, es un amalgama todavía más complejo de voces entrecruzadas que cuentan el pasado, el resultado de ese tipo frecuentación –este encantamiento– por otros y también por el otro en el sentido más abstracto y psicológico, si se quiere.9 Y precisamente para efectuar esta exploración del otro, esta indagación atenta en su memoria, para ser habitado por el otro, el vehículo más apropiado es la escritura digresiva, como nos recuerda

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Ross Chambers en Loiterature: porque un interés en la alteridad es incompatible con un movimiento veloz y directo; se tarda mucho más en descubrir el sentido en que el otro es familiar –que es también lo que se propone Sefarad, mostrar cómo nosotros también nos podemos convertir o somos el otro, expulsados de un sitio o de una situación normal–, mucho más que el modo fácil, pero alienante, en que es extraño. Por tanto, es importante tomarse el tiempo, porque hacer un alto, desviarse y tener el tiempo necesario es la condición del conocimiento en general y del conocimiento del otro en particular en la literatura digresiva, un otro que es demasiado humilde y familiar como para no ser olvidado en el ajetreo de la vida acelerada. Como consecuencia, el sujeto errabundo, el yo digresivo, como vemos también en Sefarad, es, potencialmente, bien un lector empático del otro, bien un lector crítico de la ensimismada indiferencia e ignorancia de la alteridad por parte de la corriente dominante de la sociedad, o las dos cosas a la vez; ésta es la disponibilidad a la alteridad que presupone la capacidad de errar, según Chambers.10

Sefarad es loiterature, es literatura errabunda, novela altamente digresiva y genéricamente errante principalmente a raíz de esa exploración del otro; el autor y el narrador se convierten en espías atentos, en detectives que escuchan las voces y buscan en los libros las huellas de las personas que se convertirán en los protagonistas de su libro. “Más que inventar una novela, lo que he hecho es seguir el hilo de las narraciones y de las vidas. Ésta es la verdadera novela”, declara el escritor en la entrevista con Rosa Mora (2001). “Sigo por los libros el rastro de esa mujer”, dice el narrador en Sefarad, “busco su cara en las fotografías, indago entre los laberintos de Internet queriendo hallar el libro que escribió en los años cuarenta para vindicar la memoria de su marido” (210). La mujer es Babette Gross y su marido fue Willi Münzenberg, y en el capítulo titulado “Münzenberg” el narrador nos relata el proceso casual de descubrimiento de Münzenberg y, a la vez, parte del proceso de creación de Sefarad:

Por casualidad, como se encuentra a un desconocido en una fiesta, yo encontré a Willie Münzenberg en un libro que me habían enviado y que empecé a leer distraídamente, y por culpa del cual me quedé extraviado en el insomnio. En un momento de la lectura se produjo sin que yo me diera cuenta una transmutación de mi actitud, y quien había sido sólo un nombre y un personaje oscuro y menor me estremeció como una presencia poderosa, alguien que aludía muy intensamente a mí, a lo que más me importa o a aquello que soy en el fondo de mí

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mismo, lo que dispara los mecanismos secretos y automáticos de una invención. (195-196)

Aquí vemos de nuevo, como observamos que sucedió en el caso de Javier Marías y John Gawsworth, la curiosa relación entre quien se convertirá en biógrafo y su biografiado, entre el yo y el otro. El biógrafo potencial es, por un lado, un sabueso persecutorio, un “pursuing hound” (Holmes 1995: 17). Por otro lado, vemos cómo se va despertando el enlace entre el sujeto y el que será su biógrafo, como el futuro biografiado va concitando la empatía del que será su biógrafo, “the complicated and subtle question of empathy”, según Holmes (1995: 19). Esta empatía parece ser el resultado de cierto proceso de identificación con el otro y el reflejo de la identidad del biógrafo en aquél: “Quien había sido sólo un nombre y un personaje oscuro y menor me estremeció como una presencia poderosa, alguienque aludía muy intensamente a mí, a lo que más me importa o a aquello que soy en el fondo de mí mismo” (196; el subrayado es mío). Es un ejemplo del reflejo visto en un espejo en que se convierte elotro, que parece formar parte de la atracción que ejercen ciertos sujetos sobre sus biógrafos, quiénes de ese modo renuevan sus propias versiones de su identidad contemporánea.11

Esto conduce a la transmutación o disolución del biógrafo por, y en, las vidas revividas12; en este proceso de identificación algo en “Muñoz Molina” (y cabe suponer que también en Muñoz Molina), algo en el narrador (y el autor) de Sefarad, se convierte en Münzenberg y también en los otros protagonistas cuyas vidas relata, como se puede advertir muy claramente en los siguientes fragmentos:

El crujido del parquet en nuestra casa nueva o un mal sueño de enfermedad o desgracia me despertaban de golpe y era Willi Münzenberg despertándose en mitad de la noche en su casa de París o en la habitación helada de un hotel de Moscú y temiendo que ya se estuvieran acercando sus ejecutores, preguntándose cuánto tiempo faltaba todavía para que un disparo o una cuchillada cancelaran la gran simulación y el espejismo y el delirio de su existencia pública y la larga ternura de su vida conyugal con Babette, que dormía a su lado y se abrazaba a él en sueños como te abrazas tú a mí con una firme determinación de sonámbula (211-212);

Al bajar solo al andén en la pequeña estación de la Sierra yo he sido Willi Münzenberg buscando de noche el camino hacia el sanatorio (213);

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Hemos llegado en una tarde de invierno a un hotel del norte, en Vitoria. Nos han dado una habitación del último piso, y al abrir la ventana he visto abajo un parque nevado […] y al fondo, sobre los tejados blancos, un cielo gris en el que se difuminaba una llanura: Münzenberg y Babette han logrado salir de Rusia y después de una noche entera en un tren se alojan en un hotel cercano a la estación de una ciudad báltica (213);

Camino por Madrid o París y el paso de un convoy del metro hace temblar el pavimento bajo mis pisadas: Münzenberg siente que el mundo está temblando bajo sus pies con el anuncio de un cataclismo y que nadie más que él parece percibir la cercanía y la magnitud del desastre. (213-214)

Willi Münzenberg se instala en “Muñoz Molina” (y su casa), lo habita, como también vimos que hizo Gawsworth en el caso de “Marías” y Marías (Gawsworth también se instaló en ellos y su casa: “lo tengo en casa […] vive en mí un poco”, nos dice “Marías” [1998: 25]). Yo es otro. Así, la biografía se torna también autobiografía desplazada, como apunta Holmes que sucede en muchos casos; vemos continuamente cómo la imagen subjetiva del biógrafo se superpone sobre la superficie del texto y hasta cómo el yo vuelve a ser otro,cómo “Muñoz Molina” llega a ser Münzenberg (“me despertaban de golpe y era Willi Münzenberg despertándose”, “yo he sido Willi Münzenberg”). Este tipo de proceso y transformación, aunque en el caso de Münzenberg es especialmente pronunciado, se puede observar a lo largo de Sefarad en varios otros casos también. La escritura biográfica de Sefarad permite, por lo tanto, revivir a una serie de personas reinventadas en cierta medida en muchos casos como alterego del autor o narrador, lo que él hubiera podido ser o puede ser o es, y asimismo, por extensión, lo que los lectores hubiéramos podido o podemos ser o somos, de habernos encontrado o encontrarnos en parecidas circunstancias, transformados en marginados, exiliados, perseguidos, deportados, desplazados, expulsados de una vida normal por un decreto, una ley o una enfermedad.

De ahí, por lo demás, la facilidad con que Sefarad cambia de género, pasando de forma natural de la biografía a la autobiografía, como hemos visto, o incluso a la ficción, como en el siguiente ejemplo del mismo capítulo (“Münzenberg”):

Asisto a una representación de La flauta mágica, y sin ningún motivo, en medio del arrebato y la alegría de la música, el hombre sentado junto a una mujer es Münzenberg, y la huida del héroe extraviado en bosques y perseguido por dragones y conspiradores sin rostro es también su huida: quizá ha entrado

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clandestinamente en Alemania y aunque no le gusta la ópera va a esa función de La flauta mágica en un teatro de Berlín poblado de uniformes negros y grises para establecer contacto con alguien. Pero no es verosímil esa escena: tal vez Münzenberg habría podido entrar en Alemania de incógnito, pero en la ópera de Berlín Babette Gross habría sido reconocida de inmediato, la burguesa roja, la escandalosa y arrogante desertora de su casta social, de la gran patria aria. (214)

En este párrafo vemos cómo desde dentro de la escritura autobiográfica (“Asisto a una representación de La flauta mágica”)surge, más que la escritura biográfica, la escritura biográfica ficticia, (“el hombre sentado junto a una mujer rubia es Münzenberg”), la invención, mediante el proceso de la imaginación y de un salto temporal de más de medio siglo (y geográfico, de más de medio continente) y del sostenido contacto del narrador con Münzenberg a través de los libros y su propia imaginación, que conducen a la ficción, la invención de una escena conjeturada e irreal. (En la cuarta sección de este capítulo estudiaremos con más detenimiento esos procesos de invención, de la imaginación creativa y su errabundia trazados en Sefarad).

Y de ahí también, como afirma el autor Muñoz Molina en la “Nota de lecturas” final y también el narrador Muñoz Molina directamente después del pasaje que acabo de citar, la limitada invención que se da en Sefarad, la desidia y el hastío de inventar: “Pero da pereza o desgana inventar, rebajarse a una falsificación inevitablemente zurcida de literatura. Los hechos de la realidad dibujan tramas inesperadas a las que no puede atreverse la ficción” (214). Esta observación pone término a los mecanismos de invención que tímidamente parecían irse poniendo en marcha en el párrafo anterior –los procesos de invención se le desencadenan con facilidad al escritor en tanto en cuanto es fabulador o novelista, pero en Sefarad no les da mucha rienda suelta o sólo en contadas ocasiones– y pone en evidencia una de las razones principales de la naturaleza y forma de Sefarad: se trata nada menos que de un empeño de escritura en cierto modo realista; la ficción falsificaría los enredos insospechados de la realidad. Como se dice del médico cuya apetencia de ficción es poca, “lo real le parecía tan complejo, tan inagotable, tan laberíntico incluso en sus elementos más simples, que no veía la necesidad de distraer el tiempo y la inteligencia en cosas inventadas” (283). (La ironía o paradoja aquí es que esta explicación viene dada por un personaje ficticio). Esta

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creciente aspiración al realismo que culmina en Sefarad es una pretensión expresa del autor13:

Antes, lo que me importaba era resaltar lo literario de la literatura, es una tentación a la que nadie se resiste. A lo que aspiro ahora es a que la literatura se note lo menos posible, aspiro a ser un escritor realista sobre todo. Claro que eso hace unos años no se podía decir. Creo que el resultado final de toda literatura es el realismo. (Esta declaración es del año 2000 y está recogida por López-Cabrales 2006: 244)

El objetivo de Sefarad es delinear la red de ramificaciones reales de vidas reales y no suplantarla, o, por lo menos, no sepultarla con un remiendo artificial, inventado, ficticio, aunque, repito, sí hay invención y pasajes ficticios en Sefarad, y eso porque, en última instancia, la escritura de lo real es imposible sin un elemento de invención, aunque esto no se reconozca abiertamente en la obra, a diferencia de lo que vemos en Negra espalda del tiempo: “‘Relatar lo ocurrido’ es inconcebible y vano, o bien es sólo posible como invención”, nos recuerda Javier Marías al principio (1998: 10).

Por tanto, el empeño de Muñoz Molina, por lo menos tal como está formulado explícitamente dentro de la obra, tiene algo de quimérico. Así y todo, el narrador de Sefarad insiste en ello: “Cómo atreverse a la vana frivolidad de inventar, habiendo tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela, una malla de ramificaciones que conducen a otras novelas y otras vidas” (569). Si en Marías lo vano es el esfuerzo por relatar lo sucedido, en Muñoz Molina inventar es lo que se presenta como una actividad superficial, ilusoria, inútil, presuntuosa incluso; lo que prima son las vidas reales que son dignas de ser contadas, no los fantasmas de la imaginación. Y dada esta primacía, Muñoz Molina parece buscar con la mezcla de ficción y realidad en Sefarad crear el efecto de lo real, el efecto de la verdad, o lo que Dominick La Capra llama la “sensación plausible” de afecto, empatía y experiencia que la ficción puede lograr, a diferencia de la historiografía (La Capra 2001: 13).14

Al hablar de otro protagonista de sus historias (Isaac Salama), el narrador nota:

Apenas hay detalles, y da pereza inventarlos, falsificarlos, profanar con la usurpación de un relato lo que fue parte dolorosa y real de la experiencia de alguien. Quién eres tú para contar una vida que no es tuya. (179)

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En este pasaje, aparte la irreverencia que supone la usurpación de la realidad en un relato inventado –llama la atención la sacralización de lo real mediante las palabras empleadas–, se destaca además la cuestión ética que toda escritura biográfica conlleva: ¿Con qué derecho se adentra el biógrafo en la vida de otro?15 Creo que la única respuesta a esta pregunta que se brinda en Sefarad y que es en muy gran medida la raison d’être de la obra y su forma es lo que le indica José Luis Pinillos al narrador: “No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que algunos de vosotros repitáis lo que os hemos contado” (492). No otra cosa que repetir lo que otros le han contado es lo que hace Muñoz Molina en cierto modo en Sefarad, si bien imaginativamente, eso sí, dándole forma en una obra híbrida para crear la impresión de experiencia, para transmitir con su obra el efecto de lo real; el escritor se interna en la vida de otros por el imperativo de contar en las palabras de éstos en la medida de lo posible (a fin de que el relato “siguiera siendo suyo”, de ellos, como declara el autor [Muñoz Molina en Mora 2001]) para recordar, para que, como se dice en la novela, no se vayan “borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido” ciertas cosas, para que no se pierdan “en la desmemoria absoluta, la que cae sobre los hechos y los seres humanos cuando muere el último testigo” (176, 194).

3.2.

A estas alturas no creo que haga falta resaltar que Sefarad, como Negra espalda y toda obra errabunda, carece de la unidad que otorga una trama o argumento principales. Para trazar todas las múltiples tramas inesperadas que dibujan los hechos reales (214), para seguir toda la serie de mallas de ramificaciones que son los entrelazados episodios y vidas reales o inventados, “las voces y vidas”, los “mundos yuxtapuestos” de esta obra (337), un texto propiamente digresivo, un texto caracterizado por una considerable libertad formal y estructural es el más apto. Respondiendo a una pregunta sobre la libertad de Sefarad, el hecho de que se trata de una obra “libérrima” según el entrevistador, Antonio Muñoz Molina explica que a su modo de ver hay dos tradiciones, dos modelos de novela:

la de la novela como artefacto cerrado, calculado de principio a fin, en el que se ambiciona que no falte ni sobre nada. Es la novela flaubertiana, la novela negra, la novela corta al estilo Henry James en Otra vuelta de tuerca. Luego está la de

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Cervantes, la novela como saco, como itinerario, como “espejo en medio de un camino”; es la tradición de Tristram Shandy, la otra tradición de la novela, que se entiende como un espacio de libertad imaginativa, inventiva. Sefarad pertenece a esta última tradición. (Muñoz Molina en Trigan 2001: 63)

Esta forma de entender el género de la novela y su propia novela dentro de este esquema nos ayuda a comprender la naturaleza errabunda de Sefarad y el hecho de que carezca de una trama unificadora a raíz de su errancia y libertad narrativa a gran escala. Como en Marías, los dos modelos principales son Cervantes –cabe suponer que también en Muñoz Molina, sobre todo el Cervantes del Quijote y del Persiles (porque son las dos novelas más digresivas del autor, la segunda mucho más incluso que la primera16)– y Laurence Sterne. Creo que se puede afirmar que, como Negra espalda y quizá aun más, Sefarad es –por lo menos en lo que a una trama principal se refiere o, más bien, a su ausencia– más digresiva, más libérrima que las obras citadas, ya que en las obras de Cervantes y Sterne, sí hay una clara trama, un marco argumental, por mínimo que sea o por mucho que se frustre (la aventura en la que se embarca Don Quijote, el viaje a Roma de los protagonistas del Persiles o el propósito de Tristram de contar su vida).17 En Sefarad, en cambio, no se atisba ninguna historia principal, ninguna de la miríada de historias o, más bien, episodios contados cobra protagonismo, muchos de ellos en realidad no son más que “fragmentos de historias sin comienzo ni final, de las novelas que cada uno llevaba consigo”, como dice el narrador en un momento dado (351). Es decir, Sefarad es un relato en absoluto redondeado, es una novela inconclusa, como Negra espalda, y sin principio tampoco, como explica el autor en una entrevista:

Lo que yo he pretendido es mostrar cómo una historia lleva a otra, cómo no hay historias que empiecen y acaben en un mismo plano. La literatura nos ha acostumbrado a las historias con principio y final. Pero esto no está tan claro. El libro empezó siendo un relato; éste me llevó a otro y así sucesivamente […] He intentado crear un modelo, un simulacro de ese flujo de que está hecha la vida; hacer como un sistema de interconexiones […] Quería salir del espacio normal de la novela y hacerlo lo más parecido al flujo de la vida. (Muñoz Molina 2001e: 47)

Más o menos lo mismo dice el narrador de Sefarad en la propia obra en uno de los muchos pasajes metanarrativos:

Uno siempre quiere que las historias terminen, bien o mal, que tengan un final tan claro como su principio, una apariencia de sentido y de simetría. Pero en la

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realidad muy pocas cosas se cierran del todo, a no ser por el azar o por la muerte, y otras no llegan a suceder, o se interrumpen cuando estaban empezando, y no queda nada de ellas, ni en la memoria distraída o desleal de quien las ha vivido. (439)

Sefarad no es una obra redondeada o cerrada simplemente porque en la realidad muy pocas cosas lo son; y su errabundia generalizada es el resultado de ese modo de encarar el texto. Ésta es la razón por que la ideación de Sefarad es la de una obra imperfecta, porque esta imperfección nos “acerca a la realidad”, en palabras del autor;

El gran momento de la literatura siempre ha sido un momento de mezcla o negligencia. En las obras maestras siempre hay un punto de negligencia. El exceso de perfección nos aparta siempre de la realidad […] Un aparato demasiado perfecto excluye la vida. (Muñoz Molina en Pfeiffer 1999: 166)

Sefarad aspira a cierta imperfección a través de su forma fragmentaria, su medida de negligencia, de ahí su ausencia de trama, para no alejarse de la realidad, para que la obra no expulse la vida de su seno; volvemos de nuevo a la aspiración de realismo.

En uno de los más reveladores de los muchos pasajes metaliterarios o metanarrativos de Sefarad, al describir el narrador en el capítulo “Münzenberg” cómo sigue por los libros y “los laberintos de Internet” los rastros de sus personajes, hace un alto, un inciso, y deja visible en esa digresión la ideación y forma errabunda de la obra:

He intuido, a lo largo de dos o tres años, la tentación y la posibilidad de una novela, he imaginado situaciones y lugares, como fotografías sueltas o como esos fotogramas de películas que ponían antes, armados en grandes carteleras, a las entradas de los cines. En cada uno de ellos había una sugestión muy fuerte de algo, pero desconocíamos el argumento y los fotogramas nunca eran consecutivos, y eso hacía que las imágenes fragmentarias fueran más poderosas, libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama, reducidas a fogonazos, a revelaciones en presente, sin antes ni después. Cuando no tenía dinero para entrar al cine me pasaba las horas muertas mirando uno tras otro los fotogramas sueltos de la película, y no me hacía falta suponer o inventar una historia que los unificara a todos y los hiciera encajar como un rompecabezas. Cada uno cobraba una valiosa cualidad de misterio, se yuxtaponía sin orden a los otros, se iluminaban entre sí en conexiones plurales e instantáneas, que yo podía deshacer o modificar a mi antojo, y en las que ninguna imagen anulaba a las otras o alcanzaba una primacía segura sobre ellas, o perdía en beneficio del conjunto su singularidad irreductible. (211)

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Como el joven Marcel en “Combray” (la segunda parte de Du côté de chez Swann, el primer volumen de En busca del tiempo perdido)quien, a base de las carteleras que anuncian las nuevas obras de teatro que se apresura a ver todas las mañanas, a base de los carteles y sus colores, además de las palabras de los títulos de las obras (pero ignorante de las historias de las obras), se pone a asociar libremente y a soñar, a imaginar, el narrador de Sefarad de joven asocia libremente los fotogramas de las películas cuyas historias desconoce y el narrador maduro compara la creación de su novela a esta actividad imaginativa a fuerza de partículas desprendidas de historias. La analogía cinemática es iluminadora: los múltiples fragmentos de historias que componen Sefarad se han de ver como él veía de joven aquellos fotogramas de las películas, “libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama” –la trama no se libra en este contexto y esta obra de connotaciones despectivas, porque contribuye a un artefacto demasiado perfecto, demasiado ordenado, que nos alejaría de la realidad y la vida–, fragmentos misteriosos precisamente por no formar parte de una trama, poderosos, sugestivos, no unificados sino yuxtapuestos más o menos desordenadamente, digresivamente, iluminándose “entre sí en conexiones plurales e instantáneas” sin subordinarse ninguno a otro ni a una historia principal, sin perder ninguno su particularidad. Así es Sefarad.

Este pasaje ilustra la importancia del fragmento incompleto para el proceso de creación, equiparable a la función capital que los incomplete fragments tienen en el proceso de la imaginación creativa, como ha demostrado Anton Ehrenzweig, algo de lo cual nos volveremos a ocupar. Esta estructura de Sefarad es, como la de todas esas obras errabundas, potencialmente infinita; nada impediría que Sefarad tuviese una extensión mucho más larga de la actual, que relatase más episodios, fragmentos de vida, hasta el infinito, potencialmente, como Javier Marías dice que muy bien podría haber sido el caso del Quijote:

Así como un cuento, a veces, o una novela normal y corriente cuentan una historia, y realmente no hay nada más que contar que esa historia, o que ese episodio, hay otro tipo de libro, al cual pertenecen los que he mencionado por ejemplo [el Quijote, Proust, Dickens], que no es así. Si uno piensa, el Quijotetermina porque Don Quijote muere, pero ¿qué habría impedido, en realidad, si Cervantes hubiera querido o hubiera vivido más años, que hubiera decidido hacerlo salir en más aventuras y que eso hubiera durado indefinidamente? Y lo mismo vale para En busca del tiempo perdido, que ni siquiera está del todo

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acabada. Y ¿qué habría impedido que eso continuara como continúa la vida, hasta que se acaba por causas externas, no por decisión necesariamente de quien pone un punto final? (en Pittarello 2005b: 76-77)

Aquí volvemos a la idea de los dos modelos de novela de que habla también Muñoz Molina, el de la obra cerrada que cuenta una historia concreta con, por tanto, una trama principal (a veces única), cuya estructura no le concede la libertad de extenderse hacia el infinito, y el de la obra digresiva o errabunda abierta o libre que se abre a la “creación inagotable”, como dice Enrique Vila-Matas hablando de su Bartleby y compañía, otra obra de esta estirpe (Vila-Matas 2002a), y que la obra continuara como continúa la vida.

Con todo, aunque carezca de una una trama única o principal y unificadora, Sefarad sí tiene varios temas, motivos o Leitmotive que destacan y que, por un lado, están íntimamente relacionados con su errabundia –contribuyen a la digresión o constituyen digresiones, y, a la vez, se nutren de ella y surgen de los procesos de asociación digresivos– y, por otro, contribuyen al mismo tiempo, al ir reapareciendo y así cobrando forma de tema o motivo, a cierta unidad, a coser o enlazar la obra de forma interna, a llegar a constituir la obra una narración. En términos más generales: los temas surgen de la forma errabunda del relato y la forma está, a la vez, condicionada por ellos. No es mi intención distinguir claramente entre esos tres tipos (tema, motivo, Leitmotiv), porque no estoy convencido de que siempre sea posible hacerlo. Baste recordar que, en un principio, en narratología un tema sería una categoría o marco semántico macroestructural que se puede extraer de –o permite la unificación de– distintos elementos textuales que lo ilustran y que expresa las entidades más generales y abstractas (ideas, pensamientos, etcétera) sobre las que un texto versa; un motivo sería una unidad temática mínima, mientras que un motivo que recurre con cierta frecuencia en un texto se convierte en un leitmotif o, por continuar ciñéndonos a la grafía alemana de ese término de origen alemán (que, como se sabe, se empleó por primera vez con respecto a la música de Wagner), un Leitmotiv.18

Como vamos viendo, uno de los temas principales de Sefarad es la obra misma, su propia forma, su naturaleza y la manera en que cobra forma, los procesos de su creación. Ya sabemos que al autor le “interesaba contar no solamente el núcleo de una historia, sino que el modo en que fue contada formase también parte de esta historia”

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(Muñoz Molina en Mora 2001). (Claro que hablar de “una historia” no es en realidad posible en Sefarad; en sentido estricto se ha de hablar de muchas historias y no una única). El modo de crear y contar Sefarad es, por tanto, uno de los temas de la obra, tema del cual nos ocuparemos más detenidamente en la cuarta parte de este capítulo. Otros temas, motivos o Leitmotive significativos son: el viaje y el exilio, la identidad, Europa, la memoria, los objetos y el tiempo.

3.2.1. El viaje

Sefarad es, en parte o en cierto sentido, un libro de viajes. Prácticamente todos los personajes, el narrador principal y los otros narradores y protagonistas del libro, viajan sin cesar o están sometidos a un desplazamiento continuo, a una mudanza incesante, una mudanza que abarca hasta los cambios a que se somete la identidad de uno. Se trata, en palabras de Luis Martín-Estudillo, de “una masiva experiencia de la errancia, ya sea buscada o impuesta, y que puede, por lo tanto, entenderse respectivamente como experiencia de emancipación o de exclusión” (Martín-Estudillo 2008: 10). Algunos viajan por razones profesionales o sentimentales o por placer, pero la mayoría lo hace por necesidad, y éste es el lado más oscuro del viaje en Sefarad: cruzan fronteras por todo el continente de Europa, huyen perseguidos por regímenes totalitarios o se encaminan a ellos o a sus campos de concentración.

Por un lado, como se dice al principio del segundo capítulo (“Copenhague”), los viajes siembran relatos, originan literatura, literatura de viajes y otros relatos, y suponen un paréntesis que fomenta el recuerdo y transforma a la persona:

A veces, en el curso de un viaje, se escuchan y se cuentan historias de viajes. Parece que al partir el recuerdo de viajes anteriores se vuelve más vivo, y también que uno escucha y agradece más las historias que le cuentan, paréntesis de valiosas palabras en el interior del otro paréntesis temporal del viaje. Quien viaja puede permanecer en un silencio que será misterioso para los desconocidos que se fijen en él o ceder sin peligro a la tentación de conversar y de volverse embustero, de mejorar un episodio de su vida al contárselo a alguien a quien no verá nunca más. No creo que sea verdad eso que dicen, que al viajar uno pueda convertirse en otro: lo que sucede es que uno se aligera de sí mismo, de sus obligaciones y de su pasado, igual que reduce todo lo que posee a las pocas cosas necesarias para su equipaje. La parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros. (39)

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La historia contada es un inciso, un alto, una digresión dentro del paréntesis que entraña el viaje –otra digresión, ésta de la vida normal–.Los viajes, en especial los viajes en tren, como sucede en este capítulo, se convierten también en el vehículo de las conexiones digresivas que se establecen entre los personajes y sus vidas, incluyendo al narrador autobiográfico y su vida; los viajes, los trenes, producen el entrelazamiento de historias, de personas, de voces y de géneros o modos de escritura. Por ejemplo, por ceñirnos al mismo capítulo, “Copenhague”, en tres páginas la persona del verbo de la narración cambia tres veces (de la primera persona a la tercera, luego a la segunda, antes de pasar otra vez a la primera persona [39-41]), desde la primera alusión a Franz Kafka –“Un hombre flaco y serio, de pelo corto y muy negro, de ojos grandes y oscuros, sube al tren en la estación de Praga”– y Milena Jesenska (todavía innombrados), pasamos a Primo Levi, José Luis Pinillos, Margarete Buber-Neumann, Willy Haas, Marcel Proust, Francisco Ayala, al narrador y otros, hasta desembocar en Copenhague, por cuyas calles se pasea el narrador Muñoz Molina cual digresivo flâneur de Baudelaire que en su deambular errante por la ciudad –“No sabiendo adónde ir, las calles me llevaban, como cuando me dejo llevar por una vereda en el campo” (59)– va descubriendo la alteridad de contextos (como el pasado ignorado pero latente en el presente) que invitan a una fértil digresividad19, antes de conocer a Camille Safra, quien le contará otro viaje, el de a una sombría y fantasmal Francia de posguerra (39-59). De hecho, por un lado, el viaje y el paseo errabundo y azaroso por ciudades, sin rumbo fijo, se convierten en un emblema de Sefarad: el viaje le produce al narrador “una sensación de libertad y pérdida de peso” (246), camina por ciudades “abandonándo[se] al azar del trazado” (252), motivando de este modo la analogía con el escritor y su forma de escribir, la libertad que otorga y de la que goza la literatura digresiva, proceso al que volveremos en la cuarta parte del capítulo.

3.2.2. El exilio

Pero como indiqué hay otro tipo de viaje en Sefarad, un lado oscuro del viaje. “Todas las desgracias le vienen al hombre por no saber quedarse solo en su habitación”, se dice en el decimocuarto capítulo (446; la cita es de Pascal), y el desplazamiento, el viaje, viene a

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figurar la adversidad, el infortunio, la desesperanza, el desastre –la huida, la persecución, el exilio–. Y el tren se convierte en el signo del exilio. El tren es un excelente ejemplo de un Leitmotiv, motivo (Motiv) que nos guía (leiten) a lo largo de la Europa del siglo XX que se explora en Sefarad. El tren conduce a la libertad, al objeto del deseo; hay viajes en tren placenteros, como los viajes de negocio que emprende gozoso un personaje que se siente oprimido por su mujer o los que anhela emprender un joven “Muñoz Molina”. Pero muchos trenes en el libro conducen también al exilio, al cautiverio o a la muerte, es decir son viajes en tren funestos: “La gran noche de Europa está cruzada de largos trenes siniestros”, se dice al principio de Sefarad (49; la frase se repite en la pág. 264). Sefarad relata historias, fragmentos de vidas, de esa Europa tenebrosa de las guerras, especialmente de la Segunda Guerra Mundial y también la Guerra Civil española, cruzada de trenes aciagos, y cómo los trenes entrecruzados de la noche europea y las historias de sus pasajeros entretejen la obra. El propio autor ha confirmado esa importancia estructural del tren:

El tren es que es, por una parte, un elemento simbólico y, por otra, real. Te das cuenta de que la historia del mundo ha ido sobre trenes y lo he convertido en algo casi musical. Me gustaba que el libro, que no tiene unidad narrativa, tuviera una unidad de temas en el sentido musical, temas que aparecen, que desaparecen, que vuelven a aparecer, que se ven desde muchos puntos de vista. Y uno de esos temas musicales es el tren, el tren que te lleva a la libertad, el que te lleva al cautiverio, el tren que te lleva a la muerte. (Muñoz Molina en Mora 2001; la cursiva es del original)

En el corazón de las tinieblas del tren está la deportación, ya que, como es sabido, la logística de la deportación de los judíos estuvo basada sobre la logística del sistema ferroviario; de ahí también la importancia del tren en Die Ausgewanderten de Sebald (escritor cuya influencia, por cierto, también es notable en Sefarad), aunque en Sebald estos motivos y símbolos aparecen de modo muy oblicuo, principalmente porque, como explica el autor alemán, “cuanto más obvio un símbolo en el texto tanto menos genuino resulta que es” (Sebald en Schwartz 2003: 55).

El epígrafe de Sefarad ya nos lo anuncia: “‘Sí’, dijo el ujier, ‘son acusados, todos los que ve aquí son acusados’. ‘¿De veras?’, dijo K. ‘Entonces son compañeros míos’” (9). Sefarad nos cuenta relatos de persecución, destierro, exilio, deportación a campos de concentración

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de Alemania, de la Unión Soviética, de Francia, el horror de las guerras y totalitarismos del siglo XX, y hay una clara postura de solidaridad para con el otro, en concreto el marginado, exiliado, perseguido, extranjero, acusados todos que no tienen defensa porque no saben cuál es exactamente la acusación, como el Josef K. de Elproceso de Kafka, o porque la acusación es algo que un día antes no era tal porque formaba parte del estado normal de las cosas, como Hans Meyer, quien un día de 1935 entra en su café habitual en Viena como austriaco sólo para descubrir que se acaban de promulgar las leyes de pureza racial y que él se ha convertido en judío destinado a la persecución y al exilio, si no al exterminio (459). El destino de los judíos se torna emblemático: los judíos, como sucede en varios de los relatos de Sebald (Die Ausgewanderten, Austerlitz), son algunos de los protagonistas pero también símbolos de ese proceso de conversión en un otro inculpado, “las víctimas absolutas” (452), los que eran acusados o “condenados por el simple hecho de haber nacido” (452). “Sefarad era el nombre de nuestra patria verdadera aunque nos hubieran expulsado de ella hacía más de cuatro siglos”, le dice Isaac Salama al narrador y le relata que su padre le contaba la historia de su familia que se remonta a Toledo y abarca media Europa (Salónica, Constantinopla, Sofía, Budapest) y el Norte de África (Marruecos) como si le “contara una sola vida que hubiera durado casi quinientos años” (167-168). Sefarad, el nombre hebreo de su España natal, siguió representando la patria de los judíos españoles después de que su expulsión fue decretada por los Reyes Católicos en 1492. La familia Salama guardó la llave de la casa que había sido suya en Toledo hasta 1492 durante varias generaciones.

Pero la lista de exiliados, de marginados cuyas historias de apartamiento se relatan en Sefarad incluye a otras estirpes, tales como dirigentes comunistas de la Unión Soviética en los años treinta perseguidos por Stalin sin saber por qué, acusados de nada en concreto sino simple, tautológica y absurdamente de ser culpables; los hijos de españoles republicanos que son desterrados de España y enviados a aquella Unión Soviética, como la hija de Dolores Ibárruri, quien, de hecho, acaba desterrada dos veces (véanse las págs. 361 y ss.); emigrantes africanos; y hasta discapacitados y enfermos, expulsados “de pronto de la comunidad de los normales” (272) –“Eso sí que es una frontera”, le dice el paralítico Isaac Salama al narrador, “como tener una enfermedad muy grave o muy vergonzosa o llevar

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una estrella amarilla cosida a la solapa” (172)–, como algunos sin techo, mendigos y drogadictos que protagonizan el capítulo “Doquiera que el hombre va” (333-359). Hasta la infancia, adolescencia y la primera edad adulta del narrador autobiográfico se dice que llegan a representar un “exilio inmóvil” (540-541). Es decir, Sefarad gira en torno a fronteras, fronteras políticas o raciales, a cómo “ninguna frontera es un refugio” (215), pero también alrededor de fronteras que surgen y separan a los enfermos del mundo de los sanos o a los marginados de otra índole –como los que viven exiliados de su propia identidad– del de los integrados. En este sentido se puede decir que, como ha afirmado el propio autor, Sefarad compone una “enciclopedia del exilio” (Muñoz Molina en Mora 2001).

Asimismo, relata experiencias de exilio que llegan a alcanzar cierta universalidad. Uno de los efectos principales de la escritura errabunda de Sefarad, sin duda un efecto buscado por el autor y por tanto una función de la escritura en este caso, es que muchos de los marginados o sus historias empiezan a parecerse tanto que llegan a fundirse o, por lo menos, se hace difícil identificarlos siempre a todos y diferenciarlos el uno del otro. Las historias entrecruzadas digresivamente, los fragmentos de vidas entretejidos, componen un fresco que tiene como efecto poner en evidencia la amplia interconexión de los seres que pueblan la obra y la experiencia de universalidad del exilio. “Es novelista en grado sumo”, dice Claudio Guillén de Muñoz Molina y Sefarad,

quien, desde la compasión de la comprensión, entiende al hebreo fugitivo, al antifascista, al comunista perseguido por su propio partido, a los residentes de un barrio de borrachos y drogadictos. Y es plurinovelista también, a mi entender, quien logra mostrar lo que tienen en común los seres marginados con aquellos que no lo son, es más, puesto que ya no se trata sólo de acentuar individualidades, quien encuentra en la pluralidad la oportunidad de destacar la significación de unas profundas vivencias compartidas. (Guillén 2007: 488)

Mediante la curiositas y la empatía con el otro, y también la empatía del biógrafo con su biografiado, Muñoz Molina encuentra en la pluralidad de personas y vidas exploradas la interconexión, la universalidad de la experiencia del exilio entendido en sentido amplio y otras experiencias afines, unas experiencias de vidas que “riman entre sí” (Guillén 2007: 488) y que también, nos insta a comprender el narrador, incluyen al lector de Sefarad en su condición de ser humano

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y en potencia marginado y alienado de algún modo. El capítulo donde mejor se ejemplifica todo ese proceso es el titulado “Eres”, donde se cristaliza de forma concomitante también el tema relacionado de la identidad.

3.2.3. Identidad

En este decimocuarto capítulo de la obra se ve claramente cómo “a la pluralidad de personas y sucesos corresponde la de las […] técnicas narrativas” (Guillén 2007: 489). Como ya indica su título, aquí se narra en la segunda persona del verbo, técnica narrativa empleada en especial en el siglo XX, en novelas como La Modification de Michel Butor, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes o Señas de identidad y Reivindicación del Conde don Julián de Juan Goytisolo, pero antes ya precisamente en algunos pasajes de Absalom, Absalom! de Faulkner. En Sefarad, mediante la segunda persona, el narrador se dirige a sí mismo, e igualmente, a través de él y la escritura autobiográfica, el escritor a sí mismo, pero de la misma manera a los otros personajes y, a la vez, al lector, dejando entrelazados de este modo a personajes, autor y lector. Así, se desarrolla el proceso de marginación a que se ven sometidos todos y en cuyo símbolo se erige el protagonista de La metamorfosis de Kafka:

Puedes despertar una mañana a la hora ingrata del madrugón laboral y descubrir con menos extrañeza que vergüenza que te has convertido en un enorme insecto, puedes entrar al café de todos los días creyendo que nada se ha modificado ni en ti ni en el mundo exterior y comprobar en el periódico que ya no eres quien creías que eras y no estás a salvo de la persecución y la infamia. Puedes llegar a la consulta del médico creyéndote invulnerable a la muerte […] y salir media hora más tarde sabiendo que hay algo que te aleja y te separa de los otros. (457-458)

De esta forma el autor parece advertirnos que el lector tampoco debería creerse eximido del desarraigo o la alienación que experimentan los personajes de Sefarad, que él o ella también puede verse de pronto transformado en otro, todos podemos ser o, de hecho, somos otros:

Eres quien ha vivido siempre en la misma casa y en la misma habitación […] y también eres quien huye sin sosiego y no encuentra amparo en ninguna parte, quien atraviesa fronteras de noche […] quien viaja con papeles falsos y dudosos en un tren. (449-450)

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Y nuestra identidad depende sustancialmente de otros. En capítulos anteriores ya se apunta que “la parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros” (39); es decir, quienes somos depende en gran medida de otros, “eres en gran parte lo que otros saben o creen o dicen de ti” (196), “eres no tu conciencia ni tu memoria sino lo que ve un desconocido” (339). Hans Meyer (luego Jean Améry), “nacionalista austríaco, hijo de madre católica, agnóstico él mismo”, una mañana descubrió “que era judío no porque su padre lo hubiera sido, ni porque algún rasgo físico o costumbre o creencia religiosa determinara esa filiación, sino porque otros decretaron que lo era” (456-7). La vida nos puede deparar a todos el mismo destino o uno afín, nos parece estar diciendo Sefarad,así que no deberíamos sentirnos a salvo y habríamos de procurar sentir cierta empatía para con las personas marcadas por destinos de marginación. En el antepenúltimo capítulo se despliega la pluralidad de la identidad y la transformación permanente a que está sometida, lo que aleja el concepto de identidad de cualquier definición esencialista:

No eres una sola persona y no tienes una sola historia, y ni tu cara ni tu oficio ni las demás circunstancias de tu vida pasada o presente permanecen invariables […] Esa cara que parece la misma está cambiando siempre, modificada a cada minuto por el tiempo […] A cada instante, aunque te mantengas inmóvil, estás cambiando de lugar y de tiempo gracias a las infinitesimales descargas químicas en las que consisten tu imaginación y tu conciencia. (443)

La identidad de uno no es única ni invariable, sino múltiple y se ve sometida a constantes transformaciones y a un desplazamiento temporal y espacial, como se comprueba también en Proust, uno de los autores predilectos de Muñoz Molina, en la “constatation que nous ne sommes pas, à différents moments, la même personne”, según Pierre Bayard (1996: 178). Como se insiste en Sefarad, “eres cada una de las personas diversas que has sido y también las que imaginabas que serías, y cada una de las que nunca fuiste, y las que deseabas fervorosamente ser” (444). La identidad consiste por tanto en quien uno ha sido pero ya no es, en lo que inventaba uno que sería y lo que anhelaba ser; en suma, uno es no sólo lo que es o fue sino lo que hubiera podido o querido ser pero nunca fue; es decir, uno es asimismo y paradójicamente quien nunca ha sido. Pero, como ya apunté, uno es también quien imaginan otros, uno tiene una identidad fabricada por otros:

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Eres cualquiera y no eres nadie, quien tú inventas o recuerdas y quien inventan o recuerdan otros, los que te conocieron hace tiempo, en otra ciudad y en otra vida, y se quedaron de ti como una imagen congelada de quien eras entonces […] Eres lo que otros, ahora mismo, en alguna parte, cuentan de ti, y lo que alguien que no te ha conocido cuenta que le han contado, y lo que alguien que te odia imagina que eres (452);

Eres lo que otros ven en ti y te transfiguras delante de sus ojos. (460)

Pero uno es además lo que no sabe que es: “Eres lo que no sabes que podrías ser si te vieras arrojado de tu casa y tu país, si te detuviera una patrulla de la Gestapo […] si te encerraran en un vagón de ganado” (455); “Eres lo que no sabías y lo que tal vez adivinó el médico al verte la primera vez” (460). No sorprende por tanto que la identidad, especialmente la de las personas que habitan la siniestra Europa de la obra, conduzca a un exilio y alienación permanentes porque interiorizados:

Eres el sentimiento del desarraigo y de la extrañeza, de no estar del todo en ninguna parte, de no compartir las certidumbres de pertenencia que en otros parecen tan naturales o tan fáciles […] Eres siempre un huésped que no está seguro de haber sido invitado, un inquilino que teme que lo expulsen, un extranjero al que le falta algún papel para regularizar su situación. (454)

Y así potencialmente ad infinitum, abarcando una pluralidad de identidades sucesivas y simultáneas (una tras otra en su aparición de forma paradigmática en el capítulo “Eres”, pero también todas a la vez al entrecruzarse a lo largo del libro e irse amalgamando poco a poco durante la lectura), un conjunto de personas interrelacionadas en sus destinos de desarraigo y expulsión de la normalidad o una única persona, como el empático narrador, que es todas a la vez20; “Eres Jean Améry […] eres Evgenia Ginzburg […] eres Margarete Buber-Neumann […] eres Franz Kafka” (463). En definitiva, “eres quien mira su normalidad perdida desde el otro lado del cristal que te separa de ella, quien entre las rendijas de las tablas de un vagón de deportados mira las últimas casas de la ciudad que creyó suya y a la que nunca volverá” (463). La identidad de uno, frágil, inestable, múltiple, constituida en gran parte por otros, es alterada por otros y conduce a la marginación, le lleva a uno a volverse extranjero desterrado del país de los normales. De esta forma, el narrador atento y empático del otro exiliado invita a reconocer que todos somos extranjeros, de manera potencial o actual, instiga a percibir la

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familiaridad de la alteridad revelada en Freud y elaborada por Kristeva.21 Y también se produce un texto errabundo a la manera de Proust, un texto de una movilidad que pone freno a la síntesis, que no inmoviliza al sujeto; la movilidad textual representa la multiplicidad de la identidad de uno.22

3.2.4. Europa

Muchas novelas españolas, especialmente a partir de principios del siglo XX, se han caracterizado por una honda preocupación por España, por España como problema. Sefarad, como también Negraespalda del tiempo aunque desde un enfoque distinto, muestra un interés por Europa y una identidad europea, la Historia de la Europa del siglo XX, especialmente la Europa de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. Y lo significativo es que España y su Historia, a través de las historias que se relatan, está integrada en este marco de manera natural, como un país cuya Historia e historias están inseparablemente entretejidas con las de los demás países europeos, y no como un apéndice, un país ajeno o al margen de Europa. Es un esfuerzo por parte de Muñoz Molina de corregir la tendencia de no relacionar la Historia española con la europea del período, dado que la memoria en España, según el autor, no sólo tuvo que enfrentarse al silencio de la transición, sino también a lecturas que “no pusieron la historia española en el contexto con la gran crisis europea de los años cuarenta” (citado en R. G. 2004). “Tenemos esa idea extraña de que el holocausto tuvo poco que ver con nosotros”, declara en una entrevista; “sin embargo, miles de republicanos murieron en los campos de concentración” (Muñoz Molina en Castilla 2001). Sefarad es el resultado en parte de ese intento de acercarse a las Historias española y europea del período para explorar su interpenetración y superposición a través de algunas historias individuales.23 Y parece formar parte, como apunta Maarten Steenmeijer, por un lado, del creciente interés generalizado por el Holocausto “en varias parcelas del dominio público español” y, por otro, de una serie concreta de novelas españolas publicadas con cierta frecuencia sólo a partir de finales de los años 90 “que se vertebran en torno al nazismo y el Holocausto”, una serie que podría constituir “los primeros brotes de una nueva y significativa tendencia literaria” (Steenmeijer 2009: 202-204).

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Como dice Luis Martín-Estudillo en su estudio de “La identidad desheredada de Europa” en la novela de Muñoz Molina y en Austerlitzde W. G. Sebald, estas dos obras “profundizan en la idea de una identidad europea forjada a partir de la experiencia de las víctimas de los regímenes políticos que marcaron sus décadas centrales basándose en unos principios muy próximos” (Martín-Estudillo 2008: 9). Los principios a los que alude son el que ambos autores “trabajan partiendo de la evocación de episodios reales o ficticios que se narran desde una sugestiva y cabal comprensión de los eventos que marrcaron la historia reciente del continente”. Sebald “se precipita en el pasado a través de la exhaustiva exploración” de Jacques Austerlitz, mientras que Muñoz Molina “lo hace por medio de la recreación de las vivencias de un grupo de personajes entre los que en principio no existe ninguna conexión aparente”. Ambos dedican “su atención hacia la experiencia judía de exclusión y exterminio como epítome de una identidad europea desheredada” (Martín-Estudillo 2008: 9). Este análisis comparativo deja en evidencia lo que he apuntado en la introducción al libro: que los libros españoles que estoy estudiando aquí forman parte de un fenómeno europeo, a través de sus correspondencias tanto de contenido –en especial su interés por la Europa del siglo XX– como de forma –la errabundia generalizada de las obras en cuestión; las novelas de Sebald son un notable ejemplo de ella–.

Todos los personajes principales de Sefarad son europeos con destinos íntimamente relacionados con los avatares del continente durante los años treinta, cuarenta y cincuenta en particular. La obra narra algunos de los efectos particulares del “gran desorden de la guerra […] millones de personas arrojadas a los caminos de una Europa súbitamente retrocedida a la barbarie” (188). Está ambientada en España pero también en Francia, Dinamarca, Alemania, Austria, Checoslovaquia, Hungría, Estonia, la Unión Soviética, y los personajes viajan a menudo desde España a algunos de estos países o en dirección inversa. Y cuando la novela se aleja de Europa –en dos ocasiones, en concreto– estos otros lugares, Tánger y Nueva York, se descubren como destinos de la diáspora europea, en su estrecha interconexión con el continente, como enclaves españoles y europeos que han albergado a los exiliados, como “lugares españoles lejos de España” (153) o lugares europeos lejos de Europa, una Europa desplazada.

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Asimismo, se podría argüir que Sefarad es o por lo menos tiene algo de literatura centroeuropea. Está ambientada en gran parte en la Europa Central o Mitteleuropa, una región sólo aproximadamente definida geográficamente, más o menos circunscrita por el Rhin, el mar del Norte, el Eider, el mar del Este, los Cárpatos orientales, el Danubio y los Alpes, y que incluye normalmente (desde un punto de vista político) por lo menos los países presentes de Alemania, Polonia, Austria, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Suiza (o parte de ella) y Liechtenstein (según otras definiciones se podrían incluir más países). Europa Central o el concepto de Mitteleuropa no tiene una definición muy clara, salvo que es un concepto cuyo origen parece remontarse al siglo XIX. En el siglo XX adquiere presencia la idea en Alemania con la publicación del libro Mitteleuropa (1915) de Friedrich Naumann, en el que el autor propone una unión de naciones bajo hegemonía alemana, idea que alcanzará vigencia en el Tercer Reich; con la división de la Europa Central en países del Este y Oeste, esta noción parece pasar a segundo plano, pero se reaviva a principios de los años ochenta con Europa preguntándose cuál exactamente es su papel en el mundo dominado por la rivalidad entre EEUU y la Unión Soviética, y luego con el destino de Alemania. En un artículo publicado en 1990 –a principios de los años noventa el término adquiere bastante circulación con los cambios que se están produciendo en Europa por aquel entonces24–, Hans-Georg Betz sostiene que este debate sobre Mitteleuropa es muy importante, ya que ausculta la posibilidad de una nueva y posmoderna identidad europea que englobaría al continente entero (Betz 1990). Algunos años después parece haber pasado de nuevo a segundo término, entre otras cosas quizás precisamente porque ha ganado primacía la Unión Europea y prácticamente toda la Europa Central o Mitteleuropa, el corazón de Europa, y no sólo el geográfico sino también el cultural e histórico según muchos, se ha integrado en la Unión Europea, incorporándose de ese modo Mitteleuropa de nuevo en el seno de Europa.

Sefarad trata temas que tienen que ver con esa región, como el Holocausto y la irracionalidad, los regímenes dictatoriales o totalitarios, la arbitrariedad y mudanza de las fronteras, la identidad, el exilio, la marginación. Son temas capitales de la literatura centroeuropea en general y se encuentran, por ejemplo, en obras de Franz Kafka, Hermann Broch, Milan Kundera o de Claudio Magris.25

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Kundera sostiene que después de la Primera Guerra Mundial es cuando los grandes novelistas centroeuropeos comprendieron “las paradojas terminales” de la era moderna; si en Proust o Joyce el hombre todavía sólo tenía que vérselas con el monstruo de su propia alma, en Kafka, Hasek, Musil o Broch no tiene ese lujo, puesto que el monstruo viene de fuera y se llama Historia, y es impersonal, incontrolable, incalculable, incomprensible e inescapable; no es que sus novelas constituyeran profecías políticas, dice Kundera; más bien descubren lo que sólo la novela puede descubrir, revelan cómo todas las categorías existenciales cambian de repente de significado.26

La Historia es también el monstruo en Sefarad. Éste es el queno quiere afrontar Salama: “Nunca podré pisar esa parte de Europa, no soporto la idea de quedarme mirando a alguien de cierta edad en un café o en una calle de Alemania o Polonia o de Hungría y preguntarme qué hizo en aquellos años, qué vio o con quién estuvo” (150). Es la misma monstruosidad a la que se enfrenta el narrador de forma imaginaria en una cafetería alemana en el último capítulo:

En cada cara de hombre o mujer quería imaginarme los rasgos y las actitudes de cincuenta o sesenta años atrás, de modo que se iba produciendo en ellas un principio inquietante y luego amenazador de transformación, una punzada negra de sospecha, y esas facciones ajadas y apacibles las veía jóvenes y crueles, las bocas con dentaduras postizas que tomaban pequeños sorbos de chocolate o de té se abrían en gritos de entusiasmo fanático, las manos con manchas pardas en el dorso y nudillos deformados por la artritis que sostenían tan pulcramente las tazas se alzaban oblicuas como bayonetas en un saludo unánime. (560-561)

Estos alemanes se convierten en la encarnación teratológica del Mal y sus efectos que se sondean en Sefarad.

En Sefarad “también se plantea”, en palabras de Martín-Estudillo, “la participación secular de España en la constelación europea de exclusiones” (2008: 9). De ahí que, aparte de los sefardíes expulsados por España, se nos relate, por ejemplo, la historia de José Luis Pinillos en el capítulo “Narva” –Narva es el nombre de la ciudad estonia cerca de donde está estacionado y a la que acude invitado a un baile– y su participación, como miembro de la División Azul, en el frente ruso, combatiendo entre las filas del ejército nazi, su pasión por Alemania y el idioma alemán, compartida por tantos para quienes Alemania representaba la civilización, y cómo no quería saber lo que estaba sucediendo, hasta que lo descubrió en Estonia: “Esa palabra alemana Juden, fue como un chirrido desagradable, el aviso de algo que yo me

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había negado a escuchar hasta entontes […] No sabíamos porque no estábamos dispuestos a saber” (476-477). Y de ahí que entre otros personajes también aparezca un nazi que vive retirado en la costa de España (en el capítulo “Berghof”) o republicanos españoles prisioneros de campos de concentración franceses. Por todo lo cual, creo que es cierto lo que sugiere Martín-Estudillo:

El autor parece insinuar que ahora que la nación [española] se considera positivamente “integrada” en los destinos del continente, debería ser también el momento en el que se revisen, con todas las consecuencias, cómo se han solapado –y alimentado mutuamente– los peores capítulos de sus respectivas historias. (2008: 9)

3.2.5. Memoria

Ostensiblemente, Sefarad obedece al imperativo de recordar, de dejar testimonio, como es también, en cierto modo, el caso de Negraespalda del tiempo y, en menor medida quizás, de La loca de la casa.Se trata de una exigencia que se impone a sí mismo Antonio Muñoz Molina, pero también parece estar dictada expresamente por los personajes cuyos fragmentos de vidas relata. Al mismo tiempo, la memoria se convierte en un tema. Por un lado, se resalta el tema de la importancia de recordar, y por otro se deja en evidencia la función que la memoria tiene en los procesos de creación, aspecto que no examinaremos aquí sino en la (tan anunciada ya) cuarta sección.

Ya hemos visto que el narrador (principal) se presenta a sí mismo como “espía atento e indagador de la memoria” de otros (138). Es muy consciente de que el pasado, lo sucedido en el pasado y las vidas pasadas son frágiles, y que lo puede ser hasta una vida todavía presente:

Desaparecen un día, se pierden y quedan borrados para siempre, como si hubieran muerto, como si hubieran muerto hace tantos años que ya no perduran en el recuerdo de nadie, que no hay signos tangibles de que hayan estado en el mundo,

dice el narrador en las líneas que abren el capítulo “Oh tú que lo sabías” (dedicado a las historias de Isaac Salama), “desaparecen, se quedan muy atrás en el tiempo” (141, 146). “Desaparecen un día, muertos o no”, se hace eco hacia el final del mismo capítulo, “se pierden y se van borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido, o se van convirtiendo en otra cosa, en figuras o fantasmas de

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la imaginación, ajenos ya a las personas que fueron, a la existencia que tal vez sigan llevando” (176). Sefarad procura impedir esas desapariciones de personas muertas o todavía vivas contando sus historias. Y también se propone la meta afín de ser un medio para la recuperación del pasado que tan sencillamente se puede difuminar:

Lo más firme se esfuma, lo peor y lo mejor, lo más trivial y lo que era necesario y decisivo […] hasta algunos de los mayores infiernos sobre la Tierra quedan borrados al cabo de una o dos generaciones, y llega un día en que no queda ni un solo testigo vivo que pueda recordar. (142)

Ésta es la razón por la que la obra de Muñoz Molina cuenta gran parte de lo que cuenta; procura ahondar en la memoria propia (autobiográfica) y la de otros (biográfica), para combatir, por un lado, la desmemoria, es decir, la falta de memoria, y, por otro, el olvido. El narrador nos relata que Isaac Salama le contó que había ido a visitar el campo de concentración en Polonia donde murieron o, más bien, fueron asesinadas su madre y sus dos hermanas y que al llegar sólo vio que “había un gran claro en un bosque y un cartel con un nombre de una estación de ferrocarril abandonada” y también “había raíles apenas visibles bajo la hierba húmeda”, nada más que “huellas de ruinas apenas visibles”, ruinas cuyo significado dilucidaba el guía que lo acompañaba (143, 145).27 Y el narrador afirma que cuando el guía del campo de concentración muriera “nadie advertiría la presencia de esos accidentes menores en el claro del bosque” (145). Una vez desaparecido el último testigo e intérprete de esas ruinas de la realidad, el campo de concentración ya no será perceptible para nadie, será invisible, se perderán las huellas de su presencia en el mundo. Estas huellas de las ruinas apenas visibles, los accidentes menores en el claro del bosque apenas perceptibles, son un ejemplo material, visible, tangible, de la quebradiza persistencia del pasado en el presente, de cómo todo puede caer en la desmemoria absoluta –o cómo puede pasar a la negra espalda del tiempo, quizás– una vez desaparecidos los últimos testigos; pero todavía los hay, como nos advierte el narrador en el siguiente capítulo (“Münzenberg”):

Hay gente que ha visto esas cosas: nada de eso está perdido todavía en la desmemoria absoluta, la que cae sobre los hechos y los seres humanos cuando muere el último testigo que los presenció, el último que escuchó una voz y sostuvo una mirada. (194)

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Sefarad procura recoger algunos de esos testimonios, bebiendo en fuentes tanto escritas (diarios, biografías, memorias, testimonios), como orales. Uno de esos testimonios orales es el de Babette, la mujer de Münzenberg y la hermana de Margarete Buber-Neumann, cuyo relato lo grabó el periodista Stephen Koch para su libro sobre Münzenberg. “Todo pasó hace tanto tiempo”, infiere el narrador, “que es como si no hubiera existido nunca”; todo lo que Babette sabe

y recuerda dejará de existir dentro de unos meses, cuando Babette, ya muy enferma, se muera. Se perderá entonces, desaperecerá con ella, la cara de Willi Münzenberg, el olor de su cuerpo o el de los cigarros que fumaba, el testimonio de su entusiasmo. (217)

Lo que pasó hace mucho tiempo para el narrador es como si no hubiera pasado, y de todos modos desaparecerá una vez que se mueran los últimos testigos. De ahí la importancia de aportar testimonios, como el relato del amigo del narrador (y autor), el psicólogo José Luis Pinillos, que concluye su relato con la exhortación que cree que le hacen los muertos y que él a su vez le hace al narrador de Sefarad:

Me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que les olviden, y que se pierda del todo lo poco que va quedando de ellos. No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que algunos de vosotros repitáis lo que os hemos contado. (491-492; el subrayado es mío)

Repetir lo que otros les han contado para que no se eclipsen los vestigios, vidas y relatos del pasado es la obligación que asumen el autor y el narrador de Sefarad.

3.2.6. Objetos

En el último capítulo, “Sefarad”, la Hispanic Society of America, que el narrador y su compañera visitan el último día de su estancia en Nueva York, se descubre como una encarnación física de la memoria del pasado, como emblema de Sefarad en su intento de dejar testimonio. La Hispanic Society of America, un museo fundado por Archer M. Huntington –un hombre “poseído por una insensata pasión de españolismo romántico, de erudición insaciable y omnívora” (578-

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579)– para albergar su colección de objetos mayoritariamente españoles –cuadros, libros, manuscritos, pero también una miríada de otros objetos (cántaros, hachas, azulejos, tapices, retablos, platos, candiles, cuencos, espadas, tenazas, lápidas, etcétera)–, “el desaforado botín de sus viajes por España” (580), alberga así un pasado entero, “como un Rastro en el que han ido a parar, arrastrados en la confusión de la gran riada del tiempo, todos los testimonios y las herencias del pasado” (580). Pero a pesar de la falta de sistema u orden en la colección, resultado de la desmesurada y errabunda pasión del coleccionador que lo quiere todo, el museo aspira a representar, a englobar, toda España en cierto modo. En él se guardan todas las evidencias del pasado, algo que pretende también Sefarad de modo afín con respecto a determinados aspectos del pasado siglo XX, de parecida forma digresiva y no sistemática y con la misma tendencia hacia cierta totalidad, el resultado de toda literatura errabunda, como bien demuestra Ross Chambers (1999). Al mismo tiempo, en Sefarad se hace hincapié en otros objetos. Obviamente, están los libros, especialmente los libros de segunda mano, a través de los cuales el narrador (y es de suponer que también el autor) va descubriendo e inventando, de manera bastante casual en casi todos los casos, las personas que pueblan el libro, que se convertirán en los personajes de su novela. (La casualidad está íntimamente entrelazada con los procesos de creación y la literatura errabunda, como hemos visto en el capítulo anterior y veremos también en éste). De este modo es como encuentra e inventa o reinventa a Willi Münzenberg, que se convierte, por lo menos formalmente, en el Wilfrid Ewart de Muñoz Molina:

Por casualidad, como se encuentra a un desconocido en una fiesta, yo encontré a Willie Münzenberg en un libro que me habían enviado y que empecé a leer distraídamente, y por culpa del cual me quedé extraviado en el insomnio […] Entre los fantasmas de los vivos y los muertos surge Willie Münzenberg. Se queda conmigo esa noche de insomnio, y desde entonces vuelve muchas veces, inopinadamente, a lo largo de los años, lo encuentro en páginas de otros libros o me sobreviene su presencia a la imaginación […] Ayer mismo descubro que guardaba sin saberlo una excelente foto suya, en el segundo volumen de la autobiografía de Arthur Koestler, The invisible writing [sic]. Cuadran de pronto los azares: compré ese volumen de tapas rojas y papel áspero y amarillo, impreso en Londres en 1954, en una librería de segunda mano, en Charlottesville, Virginia […] Al hojear hace un momento el libro buscando la fecha de edición he visto algo en lo que nunca había reparado: en el forro interior de la cubierta hay una firma ilegible, y junto a ella un lugar y una fecha, Oslo, enero de 1959. (195-197)

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Mediante los libros hallados más o menos casualmente en distintos desplazamientos, el narrador, de forma azarosa, sin propósito, errando, se va topando con Münzenberg, quien, poco a poco, viene cobrando cierta existencia real e imaginativa. Por los libros persigue igualmente las huellas de otros, como las de la mujer de Münzenberg, Babette Gross: “También sigo por los libros los rastros de esa mujer” (210). Los libros se revelan como los vehículos de las historias de Sefarad,en los libros halla el escritor-narrador los mundos que compondrán la obra y en ellos se nutre su imaginación, y se fija en objetos y detalles que luego son imaginados, como la estilográfica en la que repara en la foto de Münzenberg que descubre en el libro de Koestler (el mismo Koestler, por cierto, de que me he valido yo en su vertiente de teórico para elaborar ciertas ideas sobre los procesos de creación en el presente libro):

Tampoco recordaba la foto, que tiene el claroscuro admirable de los retratos de los años treinta. Münzenberg mira en ella directamente a los ojos […] Viste de una manera formal pero muy moderna, americana con una estilográfica en el bolsillo superior, chaleco, corbata, camisa sin cuello postizo. (197)

Más adelante, al imaginar el narrador el asesinato de Münzenberg, que nadie salvo los asesinos atestiguó, y cómo su cadáver fue descubierto en el bosque, se pregunta “qué rastros permitieron atribuir a ese cadáver desfigurado y anónimo la identidad de Willi Münzenberg, y si la estilográfica que yo he visto en la foto del libro de Koestler estaba todavía en el bolsillo superior de su chaqueta” (228; “en el bolsillo de la chaqueta quizá lleva una estilográfica” es como se describe la escena imaginada la primera vez que se relata de forma escueta, sin nombrar a Münzenberg [75]). Como es el caso probablemente también de esa estilográfica, en Sefarad, tal y como ocurre en Negra espalda, se realza que los objetos sobreviven a las personas y actúan como puente entre pasado y presente. Amaya Ibárruri, en el capítulo titulado “Sheherezade”, le cuenta al narrador, en su piso, rodeada de tantos objetos que ya no sabe “dónde poner tantas cosas”, que no tira ninguno de ellos por “los recuerdos que me traen, bastantes cosas ha ido perdiendo una en la vida como para no guardar y cuidar las que le quedan” (384), y enumera de forma digresiva, dejándose guiar por un proceso de asociaciones desordenadas –“no es que yo me empeñe, es que los recuerdos vienen

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a mí y se encadenan los unos con los otros” (388)–, varios objetos y recuerdos o fragmentos de historias relacionados con ellos a lo largo de todo el capítulo. “Cómo voy a tirar nada, si cada cosa tiene una historia tan larga”, afirma, “y yo me las cuento a mí misma cuando estoy sola, como si fuera la guía de un museo” (385). Las cosas se transforman así en depositarios de historias, de memoria. “Pero la música que más me gusta de todas está en Sherezade”, le dice al narrador al final, “era la que sonaba cuando se abría la cajita de nácar que me trajo mi padre aquella vez que volvió de su primer viaje a Rusia […] Tantas cosas que tengo en la cabeza y que preferiría olvidar, y sin embargo no recuerdo dónde se quedó mi caja de música” (389). Y el narrador termina el capítulo con un apotegma y una conjetura sobre el objeto extraviado: “Pero las cosas duran más que las personas, y a lo mejor aquella caja la tiene alguien todavía, como esas cosas antiguas que pasa mucho tiempo y se venden en el Rastro, y cuando la abre escucha Sherezade, y se pregunta a quién le perteneció” (389). Este aforismo recuerda el que vimos en Negraespalda –“Viajan los objetos tras nuestra muerte, siguen viviendo sin añorarnos para pertenecer a otros que los atesoran o los desdeñan y venden” (Marías 1998: 262)–, aunque Muñoz Molina no llega a asignarles la transitividad que les atribuye Marías a las cosas inanimadas.

3.2.7. Tiempo

Puentes entre el presente y el pasado no sólo los tienden los objetos, sino que son alzados a lo largo del texto, como resultado, al parecer, de la errabundia narrativa en general y la yuxtaposición concomitante de pasado y presente, llegando a tal extremo que a menudo se produce el efecto de un extravío o vértigo temporal afín al que experimenta el narrador de Negra espalda del tiempo (“Fue justamente la sensación de vértigo temporal o de tiempo negado que produce tener en las manos objetos que no silencian enteramente su pasado lo que avivó mi curiosidad” [Marías 1998: 153]). La narración especialmente digresiva de la protagonista de “Sherezade” tiene ese efecto sobre el narrador, como confiesa éste: “Al hablar con ella siento un vértigo como de cruzar un alto puente de tiempo, casi de encontrarme en la realidad que ella ha visto” (194-195). El contacto con ciertas cosas o ciertas personas y sus historias producen vértigo temporal. El

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protagonista del capítulo “Tan callando” se encuentra del todo extraviado en el tiempo al despertarse: “He despertado rígido de frío y no sé dónde estoy y ni siquiera quién soy” (95). Luego recuerda que está en una choza rusa, cerca del frente de Leningrado, en otoño de 1942. “Un momento”, dice y detiene la narración más adelante (la cursiva es del original y corresponde a la voz del protagonista):

Se estremece con un escalofrío, encogido en la oscuridad, palpando sábanas, una almohada, debajo de la cual no está su pistola. Estas cosas no han pasado aún. No puedo acordarme de algo que no ha ocurrido todavía. En abril o mayo de 1936 mi profesor de literatura no podía saber que al final de ese verano estaría tirado y muerto en una cuneta. (106)

Y, al principio, no se da cuenta de que esta vez no está en Rusia, sino en el Madrid de 1999:

De nuevo aturdido, le parece que vuelve a despertarse, y otra vez, durante unos segundos, no sabe dónde está, ni quién es. Dónde estoy si no en una choza rusa […] en el otoño de 1942. No llevo un uniforme alemán de invierno, sino un pijama liviano, no toco la pela áspera de una manta militar, no huelo a estiércol ni a la paja podrida de un jergón sobre el que caí muerto de fatiga hace unas horas, del que me acabo de despertar porque he escuchado los ruidos sigilosos de los guerrilleros que han venido a matarme. (106)

Pero empieza a intuir el desvío –una digresión– que se ha producido y se encoge con pavor:

Ahora sí, siente pánico, no a que lo maten, sino a encontrarse extraviado en la memoria insegura y en el desorden del tiempo, pánico y sobre todo vértigo, porque en un solo instante su conciencia salta a una distancia de más de medio siglo, de un continente entero. Tiene la tentación de alargar la mano hacia la mesa de noche y encender la lámpara, pero prefiere quedarse inmóvil, encogido, como esa noche de hace cincuenta y siete años, toda la vida pasada en un relámpago […] Ve a quien fue como si viese a otro, a varios otros sucesivos. Se ve desde fuera. (107)

Ese verse “extraviado en la memoria insegura y en el desorden del tiempo” produce vértigo y enajenamiento, porque su memoria errabunda que lo transporta a un pasado remoto ocasiona un pliegue temporal, hace que se anule o suspenda el tiempo, que se vea abolido, un efecto similar, por tanto, al que produce la narración entera de Sefarad en su continuo ir y venir errante entre pasado y presente, como un continuum en el cual se comunican el pasado con el presente

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y los muertos con los vivos, por valernos de esa idea benetiana citada y elaborada por Javier Marías en Negra espalda: “‘…a mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común…’, eso dijo” (Marías 1998: 363).

“Era verdad que el tiempo no existía”, afirma el protagonista Pinillos en otro capítulo de Sefarad (“Narva”) donde se narra otro episodio de su participación en la División Azul en el frente de Leningrado y su vuelta a Narva treinta años después del otoño de 1942; “escuchaba los pasos de cientos de hombres sobre la tierra apisonada de un camino y el roce de las puntas del alambre espinoso”, cuenta el narrador como recuerda Pinillos su regreso a Estonia,

y una cara flaca y muy pálida se volvía hacia él, una mirada lo interpelaba de nuevo tras los cristales de unas gafas de pinzas, alejándose muy poco a poco en el camino y en la lejanía de los años, en la distancia invencible entre los que murieron y los que se salvaron, los que ahora estaban bajo la tierra y los que caminaban sobre ella con la ligereza frívola de quienes no saben que a cualquier parte que vayan están pisando fosas comunes y sepulturas sin nombre. (487)

Mediante los saltos temporales de la errabundia de la miríada de los relatos de Sefarad que producen vértigo, se yuxtaponen el pasado y el presente, queda abolido el tiempo y vuelven los muertos para convivir, por lo menos en el espacio o tiempo que ocupa la narración, con los vivos. “En el insomnio vuelven los fantasmas de los muertos y también los fantasmas de los vivos, de los ausentes a los que hace mucho tiempo que no he visto ni he recordado, episodios, actos, nombres de vidas anteriores”, apunta el narrador en “Münzenberg” (189); “vuelven los muertos en el insomnio”, repite más adelante, “los que he olvidado y los que nunca conocí, los que asaltan la memoria de quien sobrevivió hace sesenta años a una guerra y parecen decirle que no los olvide él también” (192; la referencia es a Pinillos). Sefarad es una narración errabunda que de ese modo suspende el tiempo para resucitar y otorgar protagonismo y voz a determinados muertos.

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3.3.

El estilo de Antonio Muñoz Molina en Sefarad es menos digresivo que el de Javier Marías en general. En El jinete polaco Muñoz Molina demostró que puede desplegar una escritura sumamente digresiva; sin embargo, en Sefarad lo es menos. Si en Marías la elegante prosa que es naturalmente errabunda envuelve al lector y produce un encantamiento rítmico que normalmente se asocia con la poesía o con los efectos de la música, en Sefarad se opta por una prosa más contenida o que no se permite excesivos atrevimientos estilísticos, como si prefiriera no llamar la atención demasiado, en parte porque el autor no quiere que su estilo y literatura encubran o desfiguren las historias que relata en esta obra, no quiere que un estilo aparatoso les haga sombra, por así decir, y tambien quizás porque la prosa opera bajo el peso de las historias que cuenta, afligida por los destinos de sus protagonistas y la noche oscura de Europa, oscuridad que, en cierto modo, la prosa llega a reflejar en cierta obsesiva melancolía y gravedad.

Con todo, ya hemos observado que el estilo de Sefarad sí es más o menos digresivo. A nivel de la estructura de la oración, por ejemplo, hay capítulos particularmente digresivos, como “Sherezade”. Como la Sherezade de las Mil y una noches, quien se ve obligada a dilatar su narración para aplazar el fin y la muerte mediante la digresión y una miríada de relatos interpolados (tiene que crear tiempo narrativo para hacer tiempo o matar el tiempo y evitar la muerte), la narradora de este capítulo, en una especie de corriente o flujo de consciencia, multiplica su relato en una serie de largas oraciones paratácticas e hipotácticas cuya dirección parece estar guiada por los mecanismos inconscientes de su memoria, al recordar sus años rusos (no olvidemos que emigró a Rusia desde España antes de volver a Madrid). “Me siento aquí y empiezan a venir los recuerdos” es como comienza una frase única que abarca tres páginas enteras (366-368). La siguen dos más que se abren con una repetición de las palabras iniciales (casos de epanalepsis) y resaltan las mismas operaciones inconscientes del recuerdo y la disposición pasiva pero receptiva que permite a la memoria traspasar el umbral de la mente y también la asociación perpetua de elementos: “Me siento aquí y me acuerdo de él, sin que yo haga nada, como si abriera la puerta y entrara tranquilamente mi hermano” (368); “Me siento aquí […] y empiezo a acordarme de

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III. Antonio Muñoz Molina, Sefarad: el desorden del tiempo 187

cosas pero no es que yo me empeñe, es que los recuerdos se vienen a mí y se encadenan los unos con los otros, como las cuentas del rosario entre los dedos cuando yo iba de niña a la catequesis” (388). Las oraciones reflejan en su digresividad este encadenamiento natural de los recuerdos y la continuidad del flujo de la memoria y el pensamiento, en lo que tiene la apariencia de ser un discurso oral y lo fue. Como queda en evidencia a lo largo de Sefarad y nos recuerda también el autor en su “Nota de lecturas”, la obra está construida también a base de relatos orales –“he procurado prestar atención a muchas voces”– y el de Sherezade es uno de ellos: “la voz sonora y jovial de Amaya Ibárruri, que una tarde de invierno me invitó a café y me contó algunos episodios de la novela extraordinaria de su vida” (599). La digresividad de los relatos que estas voces cuentan es uno de los rasgos del contar en voz alta que se refleja en los discursos reproducidos en Sefarad.

Otro de los aspectos de la digresividad del estilo de la obra es, por mucho que se pueda distinguir un narrador principal (o precisamente por ello), el frecuente cambio de voz narradora y concomitantes puntos de vista, es decir, el paso, por ejemplo, de un narrador autodiegético en primera persona de pasajes autobiográficos a un narrador simplemente homodiegético (el mismo) que ahora participa en los hechos que narra más bien como testigo que escucha los testimonios de otros, en los que la primera persona pasa a un segundo término, o a un narrador heterodiegético (el mismo narrador) que se limita a narrar en tercera persona historias de otros. Asimismo, a menudo se cede directamente la voz a otros narradores y se pasa así de un narrador heterodiegético de una historia a un narrador autodiegético de esta misma historia. Se da de ese modo, aunque se distinga un narrador primordial, una confluencia de diferentes niveles y voces narrativos.

Así, por ejemplo, en “Quien espera” se entrelazan narraciones en segunda y primera persona del singular (y también primera del plural) con otras en tercera del singular y narradores auto y homodiegéticos con heterodiegéticos. Igualmente, en “Ademuz”, a través de la empatía del narrador principal se adopta primero el punto de vista de la hija (y mujer del narrador) de la madre que está agonizando, mediante la segunda persona del singular (“Al salir de la última curva de la carretera verás de golpe todas las cosas que ella no volvió a ver”; “tenía siempre sed y murmuraba cosas moviendo los labios

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agrietados, que tú le humedecías con un pañuelo empapado en agua”; “Verás exactamente, en un punto preciso de la distancia, lo mismo que veías de niña” [109, 111]) y luego en primera persona y narración autodiegética, el de la madre moribunda (“Quiero que me entierren allí, no quiero quedarme sola cuando esté muerta”; “Me daba pena irme de la vida tan pronto y no ver a mis hijos hacerse mayores” [112, 113]). En “Oh tú que lo sabías”, un capítulo especialmente divagatorio, se puede percibir otro conjunto de voces y puntos de vista adoptados (141-184). El efecto de este aspecto estilístico o técnico, de esta errancia narrativa, formal, es la fusión de una multiplicidad –un repertorio– de voces que convergen en una única, abarcadora y enciclopédica voz de la marginación y el exilio. Las otras dos características principales del estilo digresivo de Sefarad las identifiqué de manera especialmente nítida porque son también rasgos del estilo de Javier Marías, que he discutido asimismo en el capítulo anterior: la conjetura y el aforismo, es decir, el desviarse de la relación de algo sucedido o de algo determinado para aventurarse en el territorio de lo conjetural (lo no determinado) o el apartarse de lo concreto para adentrarse en el universo de lo aforístico o abstracto (un estilo más característico de la escritura ensayística). Llama la atención esta correspondencia, por un lado, a causa de la coincidencia del estilo de Muñoz Molina con el de Marías y, por otro lado, porque cabe preguntarse si no se produce precisamente por causa de la (libertad de la) escritura digresiva o si se trata más bien de una influencia mariesca (o un préstamo), por así decir.

Sea como fuere, los dos aspectos estilísticos están relacionados porque en ellos se puede apreciar un evidente movimiento del pensamiento (de algo determinado hacia la conjetura o el aforismo). Esto no es sorprendente, ya que, como indica Bayard en su estudio de Proust, una digresión se caracteriza por su relación con lo que la precede y lo que la sigue, y se puede reducir a la operación fundamental que es la asociación de ideas; interesarse en los vínculos entre las ideas significa prestar atención al movimiento mismo del pensamiento, a cómo se pasa de una idea a otra, es decir, a la continuidad del pensamiento que es la digresión (Bayard 1996: 22-23). En ambos aspectos que quisiera comentar, como también en la digresividad de la estructura de la oración en muchos casos en Sefarad(como hemos observado en el capítulo “Sherezade”), se percibe manifiestamente que la digresión es una continuidad del pensamiento.

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La conjetura se manifiesta a menudo a lo largo de la obra. Tiene dos vertientes: una contenida, la más frecuente, y otra algo más dilatada, pero más esporádica. La conjetura contenida en Muñoz Molina consiste esencialmente en breves interpolaciones conjeturales en medio de un relato en las que el narrador se interroga sobre ciertos aspectos del relato desconocidos (porque no determinados) y expresa por medio de la especulación cierta empatía con las víctimas, mientras dibuja de forma creativa parte de un pequeño cuadro imaginario pero verosímil. De esta forma, en medio del relato de la lenta pero implacable persecución de Evgenia Ginzburg –se describe cómo ha sonado el teléfono en su casa, lo ha cogido el marido, asiente con la cabeza y “Evgenia, dijo, queriendo en vano que la voz sonara normal, preguntan por ti”– el narrador se desvía o distrae un momento: “Tal vez el niño mojaba un trozo de pan en el tazón de leche y ni siquiera había levantado la cabeza” (86). El adverbio diferencia esta oración del resto del pasaje, indicando el estado imaginario de lo aventurado (aunque el resto del pasaje también contiene elementos ficticios, sin duda, imaginados, conjeturados, como ese “queriendo en vano que la voz sonara normal”, sin ir más lejos, que es un detalle novelesco impropio de un relato real).

Esta diferenciación entre lo conjeturado y señalado como tal y lo supuestamente verídico es obviamente engañosa o ilusoria, ya que hay un grado de invención en los relatos reales también, aunque no esté destacada como tal. Se dispara otra conjetura, otra invención así señalada, en el capítulo “Münzenberg”, al imaginar el narrador a Münzenberg asistiendo a un concierto: “Quizás ha entrado clandestinamente en Alemania y aunque no le gusta la ópera va a esa función de La flauta mágica en un teatro de Berlín poblado de uniformes negros y grises para establecer contacto con alguien” (214). Pero el narrador queda inmediatamente disconforme con esta figuración suya y la descalifica: “Pero no es verosímil esa escena” (214). Y en seguida también desacredita toda invención en general, como hemos visto: “Pero da pereza o desgana inventar, rebajarse a una versión inevitablemente zurcida de literatura” (214). Otra hipótesis se introduce en el mismo capítulo en la relación de un encuentro entre un burócrata poderoso de Stalin y Münzenberg: “Tal vez Münzenberg le pregunta si sabe algo de Heinz Neumann, si es posible hacer algo por Heinz y Greta Neumann: Togliatti sonríe […] Dice que nada puede hacerse” (224). Como en Marías, pero con

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menor elaboración y de modo menos sutil, en Muñoz Molina la escena conjeturada llega a presentarse como sucedida (a través de los presentes de indicativo ya alejados del adverbio de duda inicial: “Togliatti sonríe […] Dice […]”), pero sin engañar al lector respecto de su condición de hipótesis.

Ese tipo de conjetura contenida se puede ver además intercalada en tres ocasiones en el segundo capítulo, “Copenhague”, interpuesta a ciertos intervalos en forma de interrogación entre los fragmentos de historias de exilio y persecución que se están presentando. Así, en medio de esbozos de relatos sobre Kafka, Levi y otros, relatos que se contarán con más detenimiento en posteriores capítulos, el narrador se para y se permite especular, entremetiendo períodos conjeturales apartados, aislados todos y limitados a una frase:

Cómo sería llegar a una estación alemana o polaca en un tren de ganado, escuchar en los altavoces órdenes gritadas en alemán y no comprender nada, ver a lo lejos luces, alambradas, chimeneas muy altas expulsando humo negro (48);

Cómo sería acercarse en tren a una estación fronteriza y no saber si uno sería rechazado, si no le impedirían cruzar al otro lado, a la salvación que estaba a un paso, los guardias de uniforme que examinaran con cruenta lentitud sus papeles, alzando la mirada arrogante para comparar la cara de la fotografía en el pasaporte con esa cara llena de miedo en la que apenas llega a mostrarse una expresión de normalidad, de inocencia (52-53);

Cómo será llegar de noche a la costa de un país desconocido […]. (54)

La forma afín de estas tres interpolaciones conjeturales (el mismo adverbio seguido por el condicional o el futuro del verbo ser, además de otros condicionales o imperfectos de subjuntivo –examinaran– y hasta el presente de indicativo –llega–; aquí se percibe de nuevo un paso mucho más inmediato de la esfera de la especulación a la presentación de lo imaginado como sucedido que el que observamos en Marías) produce cierto eco que las entrelaza, y junta de ese modo también a las víctimas. Son islas de conjetura en medio de un mar de relatos reales, islas hacia las que el narrador se desvía naturalmente, preguntándose con su característica curiosidad empática qué experimentarían esos exiliados al viajar a tierras de otros o de nadie.28

De forma idéntica empieza una digresión algo más larga al final de la obra, cuando el narrador se interesa por la vida de la mujer que trabaja en la Hispanic Society con la que él y su pareja entablan una

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conversación. “Habla mucho, nos hipnotiza contando”, apunta el narrador, “pero en realidad no llegamos a saber nada de su verdadera vida, ni siquiera su nombre”, y este descubrimiento lo conduce de forma consecuente a la especulación:

Cómo será el apartamento donde vive, sola sin la menor duda, quizás con la compañía de un gato, escuchando las voces y las músicas cubanas que suben desde La Flor de Broadway, adonde va a cenar regularmente, donde se toma un plato de frijoles con cerdo y arroz y tal vez se marea con un daiquiri, sola en una mesa con mantel de hule a cuadros, fumando luego mientras va apurando un café y mira hacia la calle y hacia los hombres y las mujeres con esos ojos de infalible examen sexual. Qué hace durante tantas horas y días en los que no llega nadie a consultar los libros de la biblioteca. (586-587)

Otra vez se nota cómo se disparan, con la característica curiositas de Muñoz Molina, los mecanismos de la invención creativa del novelista, que se tiene que frenar para no dar rienda suelta a la conjetura y su imaginación. Los ejemplos de pasajes conjeturales algo más largos son escasos –el ejemplo que acabamos de ver es de mediana extensión–, entre otras cosas porque Muñoz Molina opta por un estilo relativamente circunspecto, ya que prefiere no inventar mucho y la conjetura implica un trabajo de imaginación, de especulación sobre lo que hubiera podido ser.

Con todo, en un par de ocasiones parece que no hubiera más remedio. Cuando el amigo del narrador que combatió en la División Azul (José Luis Pinillos) le relata el episodio ocasionado por su encuentro con un oficial alemán con el que llega a entenderse bien a raíz de su afición compartida por cierta música clásica (unos quintetos de clarinete de Brahms y Mozart) y por una invitación a acudir a un baile en Narva, el narrador le añade ciertos elementos conjeturados al episodio que le cuenta su amigo, porque parece precisar de elementos, que su amigo no le facilita:

Quien no ha vivido las cosas exige detalles que al narrador verdadero no le importan nada: mi amigo habla del frío y de los bloques de hielo que flotaban río abajo, pero mi imaginación añade la hora y la luz de la tarde […] y los pesados abrigos grises con anchas solapas de los dos uniformes alemanes, así como la envergadura tan desigual de los dos hombres, el español un poco desmedrado […] Ya habría desaparecido la luz del sol y el frío se habría hecho más intenso y más húmedo, y en el interior del bosque, más allá del camino, la noche ya estaríaavanzando […] La ciudad estaría a oscuras, sin luces en las esquinas […] Pero mi amigo no me cuenta cómo era el lugar donde se celebraba el baile, y yo, sin

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preguntarle, me lo voy imaginando, quizás como uno de esos edificios oficiales que he visto en los países nórdicos, columnas blancas y estucos de un amarillo pálido […] Pero mi amigo sigue contando tan ajeno a esa clase de detalles. (472-478; las cursivas son mías)

Esta mezcla de relato real y conjeturado se extiende a lo largo de varias páginas más, y volveremos a examinar otros de sus aspectos en la siguiente sección. Aquí basta constatar cómo la conjetura surge (naturalmente) estimulada por la necesidad del narrador de reconstruir la historia que su amigo le relata de forma incompleta desde el punto de vista del novelista, quien, en su reinvención de la historia, necesita añadirle una dosis de invención o ficción para redondear el relato escueto y parcial. Al narrador-escritor no le basta con lo que le proporciona el amigo y la especulación le permite completar el cuadro de modo satisfactorio sin, en apariencia, engañar al lector en cuanto a los detalles inventados, es decir, dejando manifiesta su naturaleza de invención, distinguiendo de este modo (con adverbios de duda y tiempos verbales condicionales), de forma relativamente nítida, entre la realidad y la ficción de lo sucedido en Estonia en 1942. La segunda ocasión en que el narrador se permite divagar conjeturalmente con el pensamiento de forma extensa es en el relato autobiográfico de un viaje a Alemania en el último capítulo (“Sefarad”). Después del acto al que había sido invitado, se encuentra una tarde en una pastelería de la ciudad de Gotinga, un extranjero solitario rodeado por ancianos alemanes y camareras rubicundas. Empieza a sentirse incómodo y va fijándose en las personas que lo rodean, preguntándose sobre su pasado y viendo cómo a medida que se atreve a imaginárselo se va produciendo en los alemanes una transformación inquietante de novela gótica:

Miré al hombre de pelo tan blanco y tenue como algodón y de ojos muy claros […] Calculé entonces que en 1940 no habría tenido mucho más de treinta años, y con una especie de revelación súbita y arbitraria lo imaginé de uniforme, los ojos tan claros sombreados por la visera de una gorra de plato. Qué habría hecho ese hombre en la Alemania de los años treinta, y más tarde, durante la guerra, dóndehabría estado […] Fui mirando a las otras personas que había en el local, bajo la luz de las arañas que relucía en las molduras doradas y se multiplicaba en los espejos, y en cada cara de hombre o mujer quería imaginarme los rasgos y las actitudes de cincuenta o sesenta años atrás, de modo que se iba produciendo en ellas un principio inquietante y luego amenazador de transformación, una punzada negra de sospecha, y esas facciones ajadas y apacibles las veía jóvenes y crueles, las bocas con dentaduras postizas que tomaban pequeños sorbos de chocolate o de

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té se abrían en gritos de entusiasmo fanático, las manos con manchas pardas en el dorso y nudillos deformados por la artritis que sostenían tan pulcramente las tazas se alzaban oblicuas como bayonetas en un saludo unánime: cuántos de los que estaban a mi alrededor habrían gritado Heil Hitler, qué habría en la conciencia, en la memoria de cada uno de ellos, hombre o mujer, cómo me habrían mirado al cruzarse conmigo si yo hubiera llevado una estrella amarilla cosida en la pechera del abrigo, si hubiera estado en esa misma pastelería y hubieran entrado en ella unos hombres de sombreros terciados sobre las caras y abrigos negros de cuero y se hubieran acercado a mí para pedirme los papeles, un desconocido de aire extranjero y meridional que levanta enseguida sospechas, miradas de soslayos, que abriga su taza de té entre las manos para calentárselas y no sabe que alguien, un ciudadano concienzudo, ha llamado ya a la Gestapo para advertir de su presencia, como llamaban tantas personas entonces, sin que las obligara nadie, por puro sentido del deber cívico o patriótico: quizás alguien entre los ancianos que ahora meriendan en la pastelería hizo una llamada así, formuló una denuncia, como las que todavía permanecen en los archivos como pruebas indelebles de la mezquindad casi universal, de la íntima dosis de infamia que sustentaron el edificio sanguinario de la tiranía; quizás también hay entre esta gente un perseguido o un denunciado de entonces. (560-562; la cursiva es mía)

Una situación en apariencia normal se modifica en una escena de terror o de novela gótica. La conjetura (a través de los adverbios de duda, las preguntas, los condicionales y los períodos hipotéticos) permite suprimir la distancia que separa el pasado del presente. Las épocas se yuxtaponen; bajo la luz de las arañas se produce la metamorfosis inquietante y grotesca de los alemanes ancianos del presente en los jóvenes nazis del pasado, y del narrador español en judío perseguido. El presente se disuelve en el pasado mediante la interconexión entre las vidas presentes y pasadas (imaginadas pero verosímiles), las personas de ahora y las que quizás fueron una vez; el presente de finales del siglo XX queda ensombrecido por la siniestra noche de Europa. La otra faceta del estilo digresivo de Antonio Muñoz Molina en Sefarad que quisiera comentar es el aforismo, presencia que también registramos en Javier Marías. No obstante, a diferencia de lo que es el caso en Marías, el aforismo no alcanza ni la misma extensión ni una diversidad análoga en Muñoz Molina. Esto se debe, a mi modo de ver, al hecho de que el pensamiento literario de Muñoz Molina es distinto al de Marías, porque éste tiene una obra caracterizada por una pronunciada complejidad y ambigüedad (y que es notablemente paradójica) y un pensamiento literario especialmente aforístico y ensayístico; o, expresado de otro modo, la literatura de Muñoz Molina toma otras direcciones y no está dada, por lo menos no en Sefarad, a

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interrogarse siempre con la misma insistencia y hasta obsesión sobre diversos aspectos, o no tanto de forma aforística; o, por decirlo de modo aun más sencillo, el narrador Marías le da muchas más vueltas a las cosas que el narrador Muñoz Molina, a menudo hasta la extenuación. En palabras del narrador de Tu rostro mañana, Marías parece haberse propuesto pensar a través de su literatura en las cosas hasta llegar “allí donde uno diría que ya no puede haber nada”.29

Como la conjetura, el aforismo pone de manifiesto que la digresión es una continuidad del pensamiento, sólo que en el caso del aforismo el pensamiento se desvía de lo concreto a una reflexión que brota de ello, es decir, a lo abstracto. Los tipos de desviaciones o digresiones aforísticas que podemos observar en Sefarad tienen más o menos los mismos rasgos que los aforismos en Negra espalda, aunque son un aspecto de estilo menos desarrollado que en Marías: representan un movimiento del pensamiento, muestran un pensamiento en acción y súbitas iluminaciones, reflexiones que parecen surgir de forma espontánea y natural u orgánica (es decir, la reflexión forma parte integrada y natural de un todo); dejan ver una desviación momentánea o, a veces, más extensa; y también facilitan la transición de un contexto concreto a otro, sirviendo así de abstracto puente parentético suspendido sobre terreno específico.

Hay pasajes largos, pocos, que se podrían llamar aforísticos o incluso ensayísticos por la abstracción del discurso, por no narrarse algo concreto, como las primeras dos páginas y media del capítulo “Copenhague” y varios pasajes más de este mismo capítulo.30 Hay varios aforismos que facilitan la transición de un contexto concreto a otro. Por ejemplo, en “Quien espera”, se repasan algunos casos de acusados de índole kafkiana –Jean Améry, Heinz Neumann, Victor Klemperer y el propio Franz Kafka–, “quienes han sido amenazados, saben que pueden caer presos o muertos en cualquier instante” (80). Hablando de la primera detención de Klemperer, se concluye la sección: “Lo detienen, lo encierran solo en una celda, pero lo sueltan al cabo de una semana” (82); e inmediatamente después, la nueva sección empieza con un aforismo que nos conduce al caso de Evgenia Ginzburg: “La espera de un desastre inevitable es peor que el desastre mismo. El 1 de septiembre de 1936, Evgenia Ginzburg […] recibe la noticia de que tiene prohibido dar clases” (82). La letra cursiva de la formulación aforística es del original e indica que este aforismo no es de Muñoz Molina sino una cita de un testimonio (del

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libro Journey into the Whirlwind de la propia Ginzburg) que se reproduce en Sefarad (la procedencia se señala en la “Nota de lecturas” final). Pero, sea de quien fuere el aforismo, en Sefarad sirvede enlace entre el caso de Klemperer y el de Ginzburg, relacionando así los dos destinos y las dos vidas; la verdad que expresa es universal y aplicable igualmente, por lo tanto, a los dos casos (y a todos los demás, por extensión).

De vínculo (y transición) sirve también otro pasaje aforístico en “Oh tú que lo sabías”. El capítulo empieza hablando de forma impersonal de los que “desaparecen un día, se pierden y quedan borrados para siempre, como si hubieran muerto” y pasa de nuevo a Kafka:

Durante catorce años […] Franz Kafka acudió puntualmente a su oficina […] Desapareció con el mismo sigilo con que había ocupado durante tanto tiempo su pulcro escritorio, en uno de cuyos cajones guardaría bajo llave las cartas que le escribía a Milena Jesenska, y en el armario que había sido suyo siguió colgado durante algún tiempo después de su desaparición un abrigo viejo que Kafka reservaba para los días de lluvia, y al poco tiempo el abrigo desapareció también, y con él el olor peculiar que había identificado su presencia en la oficina durante catorce años. (142)

La imagen de las desapariciones, tanto de las personas como de las cosas, preside este capítulo. Kafka es un ejemplo de los que desaparecen un día, como lo es también su abrigo (nótese, de paso, el “guardaría” conjetural del párrafo). E inmediatamente después, el narrador se desvía hacia territorio más abstracto en un pasaje abstracto que ya he citado en otro contexto: “Lo más firme se esfuma, lo peor y lo mejor, lo más trivial y lo que era necesario y decisivo […] hasta algunos de los mayores infiernos sobre la Tierra quedan borrados al cabo de una o dos generaciones, y llega un día en que no queda ni un solo testigo vivo que pueda recordar (142). Esta reflexión surge del destino de Kafka y su abrigo, y permite la transición a la historia de Isaac Salama sobre la ausencia de huellas visibles del campo de concentración de Polonia que éste visitó. El aforismo expresa una verdad –“lo más firme se esfuma”– ejemplificada por las desapariciones de Kafka, abrigo y campo de concentración, fragmentos de historias que, entre otras cosas, sirve para entretejer.

Más adelante en este mismo capítulo, hay otro ejemplo de un aforismo que sirve de puente parentético abstracto que une dos contextos: la reflexión que abre el capítulo se repite con sutiles

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variaciones –“desaparecen un día, muertos o no, se pierden y se van borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido” (176)– y se introduce una desviación –“pero a veces surgen de nuevo” (176)– que da lugar al episodio en el que, años después de que el narrador ha conocido a Isaac Salama, otro escritor cuenta la historia de Salama en presencia del narrador, tergiversándola y burlándose de Salama, lo que conduce al narrador a la siguiente reflexión: “Sin que uno lo sepa, otros usurpan historias o fragmentos de su vida […] gente que los escuchó y que los repite deformándolos, adaptándolos a su capricho o a su falta de atención” (178). Y el narrador se dispone por tanto a contar procurando no “profanar con la usurpación de un relato lo que fue parte dolorosa y real de la experiencia de alguien”, parte del relato de Isaac Salama falseado por el otro escritor (179). Hay otro tipo de aforismo en Sefarad que más que enlazar partes del texto parece constituir un aparte, un paréntesis o un inciso, una desviación momentánea, una suspensión de lo concreto, como la que se produce cuando el narrador del primer capítulo nos habla de las llamadas telefónicas de los exiliados en la capital a la provincia de su tierra natal y en seguida afirma: “Ahora que las distancias se han hecho más cortas es cuando vamos sintiéndonos más lejos” (14). (A continuación recuerda los “viajes eternos en el exprés de medianoche” que los traían a Madrid). Aquí el aforismo constituye una pausa que contiene una verdad paradójica y no está necesariamente íntimamente ligado a su contexto, por mucho que surja de él. En realidad, estos pasajes aforísticos, como casi todos los demás, son digresivos, entre otras razones, porque se podrían desplazar a otra parte de la obra con relativa facilidad, sin verse modificada sustancialmente la parte del texto en que se encontraban, ya que, por su abstracción, tienen una naturaleza descontextualizada –son pasajes móviles, que es como llama Bayard estos pasajes reflexivos en Proust (Bayard 1996: 71-79)–.

Un alto aforístico y metanarrativo se hace en “América” hacia el final de la historia que se narra cuando se expresa el anhelo universal de ver las historias redondeadas que ya he citado31 y otro también en “Cerbère”, cuando el narrador detiene su relato de la historia de la mujer cuya madre se negó a que ella y su familia se marcharan con el padre sindicalista a la Unión Soviética, para reflexionar sobre todas las historias como ésa en las que se origina Sefarad: “No hay límite a las historias que se pueden escuchar con sólo permanecer un poco

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atento, a las novelas que se descubren de golpe en la vida de cualquiera (319)”.

Por último, hay aforismos que irrumpen como iluminaciones repentinas y espontáneas en el discurso del que surgen, como ráfagasdel pensamiento (como las llamé en el capítulo anterior parafraseando una expresión empleada por Marías al hablar de los aforismos de Juan Benet), que representan además una cristalización de una idea que se iba gestando en lo que se relataba, como por ejemplo el siguiente (subrayado por mí):

También su cara era la misma que yo recordaba, como intacta a pesar del tiempo: para un niño todos los adultos son más o menos viejos, así que cuando se hace mayor y vuelve a verlos al cabo de los años le parece que no han cambiado nada, que siguen en la misma edad estática que él les atribuyó cuando los veía en su infancia, cuando imaginaba que las personas han de permanecer siempre idénticas, y siempre han sido así, él siempre niño y sus padres siempre jóvenes, sin rastro de desgaste ni amenaza de morir. Lo vi una mañana muy fría de invierno, una de esas ingratas mañanas laborales de Madrid. (25)

Éste es el típico movimiento del pensamiento que se puede observar mediante el aforismo: el relato concreto de algo (“su cara era la misma que yo recordaba”) desencadena una reflexión de valor universal (como los adultos siguen en la misma edad estática que el niño les atribuyó de niño, edad que no cambia cuando el niño se hace mayor) que encarna un paréntesis abstracto dentro de la narración a la que se vuelve cuando la máxima llega a su término (“Lo vi una mañana muy fría...”).

Otras muestras de esos relámpagos del pensamiento en que destellan aparentes verdades universales, que parecen haber sido engendradas y asoman desde dentro de lo particular, son las siguientes: “Sólo quienes nos hemos ido sabemos cómo era nuestra ciudad y advertimos hasta qué punto ha cambiado: son los que se quedaron los que no la recuerdan” (18); “No se puede recordar la cara de un muerto, se vuelve anónima en cuanto la vida ha desaparecido de ella” (101); “Quién puede recordar de verdad una ciudad, o una cara, sin el auxilio de las fotografías” (164-165); “No hay diferencias tan definitivas como las que apenas se perciben” (290); o: “la guerra estaba hecha de casualidades, de cadenas de azares que lo arrastraban a uno o lo salvaban” (469).

Las más de las veces, los aforismos tienen más de una de las características y funciones que he enumerado. Pero en todos los casos

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se descubre una verdad general en lo particular, lo universal se extrae de lo particular mediante el pensamiento digresivo que conduce a la abstracción de forma natural. Y ésta es, a mi modo de ver, la clave: la digresión que conduce al aforismo cobra forma de manera natural, la de una verdad que se descubre en lo particular y que dispone de la libertad de desplegarse en una obra errabunda donde no tiene por qué podarse o restringirse ese tipo de desviación en aras de, digamos, una trama o una historia en la que prima una trama o cierta linealidad. En su estudio de la digresión en Proust, Bayard sostiene que una de las razones principales del efecto de la dilatación de su obra es el resultado de una actividad del pensamiento frecuente en la Recherche,que consiste en

confronter l’événement unique ou répétitif vécu par le narrateur enfant à la loi générale qui l’organise en profondeur […] lequel donne parfois à l’œuvre de Proust l’allure d’un texte intermédiaire entre une œuvre littéraire et un traité théorique. (Bayard 1996: 41)

Esto es, del suceso se extrae una ley general que lo rige y que dota al texto de la gracia de un texto intermedio entre una obra literaria y un tratado teórico. La desviación natural hacia consideraciones abstractas produce un discurso con una tendencia a lo teórico o ensayístico. En general, esto explicaría también la ambivalencia genérica de las obras comprometidamente errabundas, como la de Marías y Muñoz Molina o, incluso, Montero: se mueven con la naturalidad de que nos habla también Chambers (1999: 31-32, 88), o sea, sin interrumpir la continuidad del pensamiento, de un tipo de discurso a otro. La digresión es siempre cuestión de un equilibrio, como dice Bayard: demasiado ligada a la obra y se funde en ella perdiendo su naturaleza de digresión (ya que no se apartaría lo suficiente como para poder discernirse como tal); pero si los lazos con el conjunto se aflojan en exceso, el pasaje digresivo se vuelve autónomo, se transforma en otro texto, intruso o ajeno a la obra (Bayard 1996: 83-84). Huelga decir que, como en Marías, en los pasajes aforísticos o de pensamiento literario se siembran los descubrimientos y las reflexiones y, al mismo tiempo, se fraguan los temas o motivos esenciales de la obra. Asimismo, a través de ellos, se lleva a cabo la teorización y autoteorización de la novela, uno de los rasgos principales de toda literatura digresiva (y metanarrativa) que, según Chambers, tiende de forma natural al self-theorising (1999: 91); esto

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III. Antonio Muñoz Molina, Sefarad: el desorden del tiempo 199

es, como ya dije en el capítulo sobre Marías, los pasajes en cuestión no son sólo de pensamiento literario sino también de pensamiento metaliterario. Y ahora pasaremos a considerar éstos últimos en la sección final de este capítulo para examinar la errabundia de los procesos creativos de Sefarad.

3.4.

En el capítulo anterior comprobamos que el procedimiento creativo de Javier Marías ha sido siempre errabundo ya que consiste en “errar con brújula”. Aunque no me consta que Antonio Muñoz Molina proceda también en general con tamaña errancia, sí parece haber optado por un modo de creación afín en el caso de Sefarad, lo que es significativo ya que está ligado a la forma de esta obra. Como ha afirmado cuando se publicó, “yo no he planificado los temas de los distintos capítulos; han ido surgiendo a medida que los escribía” (Muñoz Molina en Trigan 2001: 42). Y refiriéndose a las primeras líneas, ha confesado: “Empecé así de una manera intuitiva. Cuando escribí esas líneas no sabía adónde iba” (en Castilla 2001). A diferencia de muchas otras novelas suyas que “nacieron con un argumento claro”, Sefarad “está plagada de disgresiones [sic].32 Sabía cómo terminaba un capítulo pero no cómo empezar el siguiente. El problema era seguir el hilo”, afirma el autor en la misma entrevista (en Castilla 2001). Parte de la cuestión, por consiguiente, es seguir el hilo, ya que, como el propio escritor irá descubriendo, no hay sólo un hilo, sino muchos distintos: “No había una línea sino una proliferación de cosas en muchas direcciones” (Muñoz Molina en Mora 2001). La cuestión se convertirá por tanto en cómo seguir y entrelazar todos los distintos hilos: “He ido escribiendo el libro, no mediante un proyecto que tienes y que vas llevando al papel, sino mediante hilos que vas encontrando y siguiendo” (Muñoz Molina en Mora 2001). El autor da un ejemplo de ese tapiz vilamatiano que se dispara en muchas direcciones en que se convierte Sefarad: “Münzenberg me llevó a descubrir a su cuñada, Buber-Neumann, y al descubrir a Buber-Neumann descubrí que había sido amiga de Milena [Jesenska] y eso me llevó a Kafka. Más que inventar una novela, lo que he hecho es seguir el hilo de las narraciones y de las vidas. Ésta es la verdadera novela” (Muñoz Molina en Mora 2001). En otras palabras, la novela es ese irse haciendo de la obra, el propio proceso de descubrimiento de historias

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y vidas, de invención, en el sentido etimológico de “hallar” o “dar con algo”.

En gran medida, pues, Muñoz Molina, como Marías, se instala en el territorio del no saber y de la errabundia en cuanto a la creación de Sefarad. Y esa errabundia del proceso de creación se confirma no sólo en las declaraciones del autor en las entrevistas, sino en la propia obra donde se discute de manera explícita y pormenorizada el hacerse de la novela, aparte de poder observarse en la forma de la obra. Y la manera principal, quizás, en que se van entretejiendo los distintos hilos es precisamente mediante el narrarse el acto originario de descubrirse y contarse estas historias y cómo se llegan a incorporar en la vida y la obra (Sefarad) del narrador principal. En esta última sección quisiera destacar la digresividad de la imaginación creativa que sobresale en varios de estos pasajes en Sefarad, prestando especial atención a la importancia del azar, la aparente espontaneidad e impremeditación y aspectos inconscientes de las operaciones de la creación. La muy notable proliferación de pasajes metanarrativos en que se discuten los procesos de la imaginación creativa se debe, por un lado, a la naturaleza de la escritura digresiva misma, que, como hemos visto, tiende naturalmente a desviarse hacia consideraciones teóricas y, en especial, hacia reflexiones sobre sí misma, sobre el propio discurso. Como ha dicho Ross Chambers, “digressive narrative […] tends naturally to be theorizing discourse, and very frequently its theorizing becomes self-theorizing. It is as if an act of digressing away from narrative strictures –the requirement of storytelling– poses the question of its own condition of possibility” (Chambers 1999: 91). Por otro lado, en el caso de Sefarad, la multiplicación de pasajes metanarrativos sobre la creación de la obra es debida también al hecho de que el autor, como observamos, no solamente se propone contar varias historias, sino también le interesa que el modo en que fueron halladas, contadas y llegaron a incorporarse las historias en su biosformase parte de lo narrado. Es decir, procura que el propio acto de descubrirse y contarse las distintas historias –contárselas sus varios protagonistas al narrador principal (de forma oral o mediante libros que éste lee)– y, asimismo, el modo en que el narrador principal –y el autor, si esos pasajes se leen como metanarrativos, que es el único modo en que pueden leerse, ya que versan sobre cómo está cobrando forma Sefarad– las incorpora en su obra, constituyan una gran parte de la obra33:

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Al no hacer trampa, al no construir un aparato narrativo que parezca autónomo, he optado por contar el hecho de que esas historias que surgen, que pasan, que vienen y que van, son historias que yo he escuchado. He pretendido contar lo que yo descubría de esos personajes, pero también contar mi actitud ante esos personajes; la forma en que el descubrimiento de esas personas y sus historias entraba en mi propia vida. (Muñoz Molina en Loureiro 2001: 48)

En suma, en Sefarad se cuentan no sólo varias historias sino también los procesos de descubrimiento de esas historias y de su inclusión en la narración. Es decir, lo que se relata invariablemente son los propios procesos de creación de la obra. En cierta manera, dado el modo en que el escritor afronta su obra, se hace hincapié en la novela en cómo el narrador (y el autor) es “habitado por las experiencias y los recuerdos de otros” (531). Este proceso de habitación por otros se despliega de forma detallada en varias ocasiones en la obra. Una de las principales y más tempranas es el modo en que Willi Münzenberg entra en la vida del escritor (de la del narrador y de la del autor, repito que en estos pasajes metanarrativos parecen ser más o menos identificables y uno) y se va apoderando de su imaginación, operación mediante la cual Sefaradestá cobrando forma tanto en la mente del escritor, en la medida en que el personaje irregular (Münzenberg) estimula sus procesos creativos, como mediante los pasajes que componen parte de la obra en los que se describe de forma metanarrativa esta génesis de una porción de la novela.

En el capítulo “Münzenberg” el narrador nos refiere a lo largo de varias páginas su experiencia de lector que lee la historia del alemán, historia que a la vez nos va contando poco a poco, y cómo sobreviene el insomnio, un insomnio que llega a representar al proceso creativo:

Me quedo leyendo hasta muy tarde, resistiéndome al sueño para avanzar un poco más en la lectura, para saber más cosas de la vida de ese hombre del que hasta ayer no había tenido noticia, Willi Münzenberg, que a principios del verano de 1940 huye hacia al oeste por los caminos de Francia […] Se me cierran los ojos, el libro casi se me desliza de las manos, mientras Willi Münzenberg camina perdido entre la multitud […] He dejado el libro en la mesa y he apagado la luz y justo al quedarme con los ojos abiertos en la oscuridad me he dado cuenta de que el sueño que me vencía hace un instante ahora ha desaparecido. He perdido el sueño como se pierde un tren, por un minuto, por unos segundos, y ahora sé que tengo que esperar a que vuelva, y que puede tardar horas en llegarme. A Münzenberg lo vieron por última vez vivo en una mesa de un café de pueblo […] Me quedo quieto en la oscuridad escuchando tu respiración. Münzenberg huye del avance del ejército alemán […] En el insomnio vuelven los fantasmas de los

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muertos y también los fantasmas de los vivos, de los ausentes a los que hace mucho tiempo que no he visto ni he recordado, episodios, actos, nombres de vidas anteriores. (185-189)

Vemos, pues, que Sefarad es en cierto modo una materialización de este insomnio o producto de él. Es una obra resultante del proceso de creación que tiene un origen en los insomnios del lector-creador, aunque no exclusivamente en ellos, durante los cuales es habitado por los fantasmas de los vivos y los muertos, como por la figura de Willi Münzenberg, como le sucedió –nos cuenta analógicamente en un paréntesis interpolado en el mismo capítulo– a su abuela Leonor, cuya madre fallecida se le estuvo apareciendo noche tras noche a los pies de la cama, que es la misma cama en la que (no) duerme ahora el escritor (190-192).

Un insomnio conduce a otro, es un estado que favorece la asociación: “En noches en las que he aguardado vanamente el sueño en la oscuridad he imaginado los insomnios de ese hombre, Willi Münzenberg, cuando empezó a comprender que el tiempo de su podería y su soberbia había terminado” (192). El insomnio es un estado propicio para la imaginación: “Tú dormías a mi lado y yo imaginaba a Willi Münzenberg fumando en la oscuridad mientras escucha la respiración serena de su mujer” (194). En el insomnio se le aparece, se le presenta Münzenberg; durante sus lecturas insomnes parece haberlo descubierto por casualidad el escritor y en el insomnio también es cuando empieza, de forma inconsciente al principio, a imaginarlo, a revivirlo, a recrearlo, es decir, cuando comienzan a desencadenarse los procesos de creación, de invención de la obra:

Por casualidad, como se encuentra a un desconocido en una fiesta, yo encontré a Willi Münzenberg en un libro que me habían enviado y que empecé a leer distraídamente, y por culpa del cual me quedé extraviado en el insomnio. En un momento de la lectura se produjo sin que yo me diera cuenta una transmutación de mi actitud, y quien había sido sólo un nombre y un personaje oscuro y menor me estremeció como una presencia poderosa […] lo que dispara los mecanismos secretos y automáticos de una invención. (195-196; el subrayado es mío)

De este modo, casual, inconsciente e inadvertidamente, en el paréntesis del insomnio parece haberse ido gestando parte de Sefarad.Así es como,

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entre los fantasmas de los vivos y de los muertos surge Willi Münzenberg. Se queda conmigo esa noche de insomnio, y desde entonces vuelve muchas veces, inopinadamente, a lo largo de los años, lo encuentro en las páginas de otros libros o me sobreviene su presencia a la imaginación. (196; las cursivas, mías)

Del insomnio Münzenberg es trasladado a la imaginación del escritor; el insomnio favorece el trabajo asociativo de la imaginación:

En el largo insomnio la imaginación se disloca y se enreda a sí misma con una insana vehemencia de fiebre, abrumando a la conciencia extenuada con una proliferación de imágenes, palabras y nombres que tienen toda la intolerable variedad arbitraria del mundo real y el desorden y la extrañeza de los sueños. (206)

El entrelazamiento de los varios elementos que compondrán Sefaradse va produciendo ya en el insomnio del escritor, en un proceso de descubrimiento y asociación que desborda la consciencia y refleja el embrollo de los sueños y la multiplicidad de lo real, que una obra verdaderamente errabunda como Sefarad puede aspirar a reproducir aunque sólo sea parcialmente, y permitirnos vislumbrar; “Veo escenas, imágenes no convocadas por la voluntad ni basadas en ningún recuerdo, dotadas de precisiones sonámbulas en las que yo no siento que mi imaginación intervenga” (210). Esta fase insomne se instituye en una etapa fundamental del trabajo creativo de la obra errabunda. Y de esa etapa insomne y también sonámbula surgirá Sefarad, como nos recuerda el narrador justo después del pasaje que acabo de citar: “He intuido, a lo largo de dos o tres años, la tentación y la posibilidad de una novela, he imaginado situaciones y lugares, como fotografías sueltas o como esos fotogramas de películas que ponían antes” (211).

Las características de los procesos insomnes son en gran medida las de los procesos creativos en general: la casualidad, la errancia, la impremeditación y espontaneidad (en las que no participa la voluntad, o no del todo –“no convocadas por la voluntad”–), pero también la memoria en muchos casos y el trabajo en considerable medida inconsciente. “El recuerdo inconsciente es la materia y la levadura de la imaginación”, nos recuerda el narrador al principio de la obra (52). El escritor se entrega a la creación y escritura digresivas del mismo modo en que se abandona como paseante flâneur a la ventura de un recorrido: “Yo camino por Madrid abandonándome al azar del trazado […] o quizás me he dejado llevar por una memoria antigua que no

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pertenece del todo a mi conciencia, sino a un impulso ciego y contumaz de mis pasos” (252-253). Su imaginación creativa es una suerte de “memoria antigua” no del todo consciente que recuerda recreando a las personas e historias que relata. Es una clase de “recordar al cabo de los años, sin motivo y sin necesidad, o asistir más bien a una cadena de regresos en los que la voluntad no participa, en los que la memoria se deja llevar como por el impulso de una corriente subterránea”, como nos dice más adelante (351).

Pero como ya sabemos la memoria no es siempre suya sino, a menudo, la de otros, y se adentra también en ella recreándola e incluso inventando, de vez en cuando, como sucede en el capítulo “Narva” con el nombre de “esa ciudad extranjera que va cobrando una presencia en mi imaginación que le ha concedido mi amigo al decir su nombre en un restaurante de Madrid” (467). En este capítulo el narrador pone en aparente evidencia los límites entre la memoria y la imaginación, es decir, entre, por un lado, lo recordado y contado por su amigo y, por otro, los elementos inventados por el narrador que escucha, y luego escribe y recrea, en la novela, la historia que le contó el amigo que fue soldado de la División Azul. La diferencia entre el amigo que vivió lo que relata y el narrador que lo escucha y luego reinventa lo contado estriba en que, como ya hemos constatado, “quien no ha vivido las cosas exige detalles que al narrador verdadero no le importan nada: mi amigo habla del frío y de los bloques de hielo que flotaban abajo, pero mi imaginación añade la hora y la luz de la tarde” (472). El amigo, “como no está inventando una historia no tiene necesidad de episodios intermedios”, no tiene necesidad de detalles o elementos de los que precisa el que inventa una historia (480), mientras que el narrador (de Sefarad), al imaginar lo ocurrido que su amigo le relata y al volver a narrarlo a través de la escritura está impelido a inventar, a acomodar la realidad a la imaginación, supliendo detalles, elementos, para recomponer escenas reales no sólo a base de lo sucedido, que es como si no le bastara, sino también en función de lo imaginado (lo conjeturado, como vimos en la sección anterior). “Ahora”, añade algo después el narrador, “mientras revivo escribiendo lo que mi amigo me contó, me gustaría inventar que la mujer pelirroja era de origen sefardí, y que le dijo algunas palabras en ladino” (484). Su amigo, que “no quiso ni pudo olvidar” a esa mujer en más de medio siglo, “me la ha legado ahora, de su memoria la ha trasladado a mi imaginación” (484). Con todo, el narrador se ve

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obligado a aquietar sus procesos de creación imaginativa por el imperativo ético que discutimos al principio del capítulo:

Pero yo no quiero inventarle ni un origen ni un nombre, tal vez ni siquiera tengo derecho: no es un fantasma, ni un personaje de ficción, es alguien que pertenecía a la vida real tanto como yo, que tuvo un destino tan único como el mío aunque inimaginablemente más atroz, una biografía que no puede ser suplantada por la sombra bella y mentirosa de la literatura. (484-485)34

El narrador no quiere falsear la realidad de lo sucedido ni es necesario para escribir la historia de su amigo, ya que no se trata de una novela convencional sino de una obra errabunda que por su forma admite historias no redondeadas, fragmentarias, incompletas, que por lo demás pueden funcionar con aceptable eficacia narrativa tal cual; “no es preciso inventar nada, ni añadir nada, para que esa mujer, su presencia y su voz, surja entre nosotros” (484). Otras veces simplemente le “da pereza o desgana inventar”, ya que “los hechos de la realidad dibujan tramas inesperadas”, las que prefiere seguir y en las que prefiere enredarse en Sefarad (214).

De modo más o menos casual, más o menos impremeditado, a base de recuerdos en su mayoría en apariencia inconscientes y recreaciones imaginativas se va componiendo Sefarad. Así es como surgen muchos personajes, en algunos casos sí más o menos inventados (no en su sentido etimológico), como por ejemplo el médico, protagonista del capítulo “Berghof”: “De la oscuridad alumbrada por la pantalla del ordenador y la lámpara baja, de las dos manos, del tacto liso del ratón en una de ellas y la aspereza de la concha en la otra, surge sin premeditación mía una figura, una presencia que no es del todo invención ni tampoco recuerdo, el médico” (266). Lo que se describe aquí es en cierto modo un momento de inspiración, si se quiere, el contexto del que brotará un personaje de la obra; y surge en apariencia de manera impremeditada (“sin premeditación mía”) mediante los elementos que se enumeran (la pantalla del ordenador, la lámpara, el ratón, la concha), transformándose así el escritor que está escribiendo en su ordenador en médico “que espera a un paciente, que maneja el ratón con su mano derecha, buscando en el ordenador un archivo” (267), llegando de ese modo, en otras palabras, a usurpar o habitar el médico a la figura del narrador.

De parecida forma impremeditada, gradual pero también precisa, surgen otros personajes, tales como la mujer y el hombre de otra etapa

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de la vida del narrador, cuando trabajaba como funcionario en el ayuntamiento de Granada, que el escritor recuerda de repente en el capítulo autobiográfico “Dime tu nombre”:

De todas las caras y los nombres de entonces, borrados desde hace mucho tiempo, surge una figura, ya sin nombre, y después otra que lo conserva intacto, imágenes separadas, como fotogramas de dos historias distintas, instaladas en el mismo lugar y en la misma actitud, en la penumbra de la antesala mustia donde esperan horas o días los solicitantes. Primero un hombre, y luego una mujer, y tras esa precisión viene otra, la de los dos acentos diversos con los que me hablan. Escucho en el silencio en que sólo suena el teclado, veo como cerrando los ojos, aunque los tengo abiertos frente a la pantalla en la que las palabras surgen casi con la misma impremeditación con que aparecen las imágenes. (512-513)

Las imágenes del hombre y la mujer –que, aunque separadas al principio, se llegarán a relacionar mediante las asociaciones que se establecen a través del relato autobiográfico y también por medio de algunas correspondencias sutiles entre sus historias y otras de Sefarad35–son recordadas inconsciente e impremeditadamente; las palabras que nos hablan de las imágenes, o sea, las que forjan Sefarady que estamos leyendo, emergen de la misma manera (“casi con la misma impremeditación”). Se evoca aquí la idea de los fotogramas de los que está compuesta la obra, que, como leímos antes, son “libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama”, cobran “una valiosa cualidad de misterio” y se yuxtaponen “sin orden a los otros”, iluminándose “entre sí en conexiones plurales e instantáneas” que es como el narrador define su obra (211), que es como se concibe la obra y como se insta al lector que la entienda a lo largo de ella. Toda la obra es en cierta medida “un papel blanco sobre el que se irán imprimiendo las palabras, que originan sin premeditación la copiosa novela de una vida común, saltando en pocos minutos de una época a otra” (324). Sefarad es una novela impremeditada o concebida como impremeditada, de forma impremeditada, resultante de una escritura impremeditada y errabunda. Las conexiones que irradian a lo largo de la obra, la miríada de asociaciones mediante las cuales se entreteje la obra y sus distintos elementos y fragmentos de historias, se descubren, se tienden y se afianzan sin intervenir (mucho) la voluntad o la razón, sino de forma más o menos natural, es decir, permitiendo la fluidez del pensamiento errabundo, dando rienda suelta a su poder natural y casualmente

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asociativo, ya que unas cosas traen naturalmente otras, como nos recuerda el narrador al ir forjando la figura del médico:

Unas cosas traen otras, como unidas entre sí por un hilo tenue de azares triviales […] Hay que ir dejándolas llegar, o que tirar poco a poco de ellas, los dedos atentos a la pulsación de un sedal, ejerciendo sólo la fuerza mínima y justa para vencer una resistencia sin que el hilo se quiebre, al filo de la llegada de algo, un detalle sin relieve que contiene intacta una burbuja de memoria sensorial. (268)

Ésta es una descripción del pensamiento a la deriva de la escritura digresiva, un pensamiento que se deja llevar, del que habla también Bayard a propósito de Proust (“une idée en appelle un autre”; “sa pensée se laisse porter”; “la dérive de la pensée” [Bayard 1996: 53]). Las digresiones ponen de manifiesto el trabajo asociativo del pensamiento; Bayard habla de la imantación tanto de palabras como de ideas o representaciones, un movimiento o una actividad que hemos visto en acción y también descrito en Sefarad (“unas palabras traen otras”, “unas cosas traen otras”, etcétera).

Los dos principales modos de digresión y de asociación de ideas son de contigüidad, donde hay una relación de proximidad espacial, temporal, contextual o causal entre las ideas que conduce a su unión, o de parecido, el hecho de que tienen algún punto en común (en este caso se da un salto de una idea a otra, ya que no hay proximidad, como en el caso de la invención de la figura del médico). En Sefaradobservamos los dos tipos de digresiones, como unas cosas traen otras36, y como un punto o elemento en común en dos ideas, palabras, representaciones o contextos las asocia, como sucede, por ejemplo, con la estilográfica de Münzenberg (que une al Münzenberg vivo con el muerto, aunque sólo sea de modo conjetural). Éstos son los dos principales tipos de digresión que destaca Bayard, y lo que también subraya Bayard en Proust y se ve en los procesos creativos de Sefarady en cualquier otro proceso creativo; la asociación entre las ideas, aparte de ser a menudo azarosas y errabundas, no se juega sólo a un nivel consciente.

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Notas

1 Toda la crítica coincide en este cambio que se produce en la novelística de Antonio Muñoz Molina a partir de El jinete polaco (véanse, por ejemplo: Manuel María Morales Cuesta 1996; Salvador Oropesa 1999; Lawrence Rich 1994; Justo Serna 2004; o Ballarin 2009; véanse también las colecciones de ensayos editadas por María-Teresa Ibéñez Ehrlich 2000 e Irene Andres-Suárez y Ana Casas 2009). 2 De aquí en adelante, siempre y cuando no se dé una referencia distinta, todas las referencias y los números de páginas son a esta primera edición de Sefarad.3 Como apunta Muñoz Molina en la entrevista ya citada, “me interesaba contar no solamente el núcleo de una historia, sino que el modo en que fue contada también formase parte de esta historia” (en Mora 2001). 4 A nivel anecdótico y personal, esta recepción irregular ya se podía entrever en la reacción de dos colegas míos, hispanistas españoles afincados en el Reino Unido: el primero confesó haber abandonado la lectura de Sefarad, habiéndose visto frustrado por el hecho de que no sabía a dónde se dirigía el relato, de que no se podía vislumbrar ninguna trama, ninguna historia principal; el segundo se mostró insatisfecho con el hecho de que Sefarad se adentrara en territorio impropio al narrar historias europeas y no sólo españolas, cual “gallina en corral ajeno”, fueron sus palabras exactas. Ambas reacciones me parecen perfectamente comprensibles y las cito porque nos proporcionan indicios sobre la experiencia lectora de la errabundia de su forma y su contenido, respectivamente, asuntos que nos ocuparán en este capítulo; sus objeciones nos conducen al grano del asunto. 5 Véanse también otras variaciones: “la copiosa novela de una vida” (324), “cada uno llevando consigo su novela” (337), “las novelas que cada uno llevaba consigo y no contaba a nadie” (351), “cada cual lleva consigo su novela” (530), “tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela” (569). 6 No son dieciséis, como afirman algunos (por ejemplo, López-Cabrales 2006, Martín Estudillo 2008 y Sanz Villanueva 2009); el error se produce a causa del hecho de que en el índice de la primera edición se omite la referencia al décimoquinto capítulo, “Narva”. 7 Hablando del recuerdo de mujer delicada y joven que guarda su pareja de una tía suya recién fallecida, el narrador dice: “Así es como la veo yo también, espía atento e indagador de tu memoria, que quisiera tan mía como tu vida presente” (138). 8 Véanse también las declaraciones explícitas del autor al respecto sobre Sefarad:“Quizá me influyó mucho cuando empecé a plantearme el libro Absalón, Absalón de Faulkner, una novela de gente que cuenta cosas. Creo que aquí [en Sefarad] está llevado hasta el límite, que todo está lleno de voces” (Muñoz Molina en Mora 2001). 9 En general, en psicología, el otro (the other) significa todos y todo menos uno mismo, incluyendo sucesos, estímulos, personas, etcétera; más específicamente, denota una persona que no es uno mismo (“a person not oneself”; véase Arthur y Emily Reber [2001: 497]). En Sefarad se puede decir que valen ambos significados. 10 Véanse en particular los capítulos segundo y tercero, “On Stepping out of Line” y “Loiterly Subjects or Ça ne se dessine pas”: “An interest in alterity is incompatible with getting there fast”; “The sense in which the other is familiar takes much longer to find out than the easily grasped, but literally alienating, sense in which the other is strange”; “in loiterature taking time out is always the condition of knowledge – knowledge of an other too humble and too familiar not to be forgotten in the hustle

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and bustle of the ‘fast lane’”; “Any loiterly subject is thus, potentially, either an empathetic reader of the social other […] or […] a critical reader of mainstream society’s own self-absorbed indifference to, and ignorance of, otherness” (Chambers 1999: 26, 31, 34, 61). 11 Las mismas, por cierto, parecen ser la curiositas y fascinación que asaltan a Sebald (véase Schwartz 2003: 42). Ya hemos visto que Holmes constata su fascinación y su perplejidad ante este proceso (¿por qué se siente atraído un biógrafo hacia un sujeto particular?, ¿qué elemento de autobiografía suprimida entraña esta afinidad?, se pregunta), y concluye que tiene que ver con un proceso de formación identitaria especular: “The power of certain lives to draw repeated reassessments […] is a peculiar mystery. It suggests that they hold particular mirrors up to each succeeding generation of biographers, almost as the classical myths were endlessly retold by the Greek dramatists, to renew their own versions of contemporary identity. Each generation sees itself anew in its chosen subjects” (Holmes 1995: 19). 12 Hablando de Samuel Johnson y su biografía de Savage (The Life of Savage),Holmes dice: “As with all great biographers he was in some sense dissolved or transmuted by the life he brought back to life. Something in him became Savage, and lived him out with the force of fiction” (Holmes 1995: 22). 13 Santos Sanz Villanueva se refiere a la “peculiar y arriesgada concepción del realismo [que] sustenta la forma de la obra” (Sanz Villanueva 2009: 40). 14 De hecho, David Herzberger, quien cita este pasaje de La Capra, afirma que Muñoz Molina no pretende escribir ni ficción ni historia, sino transmitir una sensación de ambos tipos de escritura (Herzberger 2004: 86). 15 Como subraya Holmes, “the ethics of research into another person’s life have always been questionable. By what right, by what contract, does a biographer enter into another’s zone of activity and privacy?” (Holmes 1995: 17). 16 Sobre la digresividad del Persiles véase el iluminante trabajo de Jeremy Robbins (en Grohmann y Wells 2011). 17 Miguel García Posada, en su reseña de Sefarad, hace hincapié en esa libertad de la obra empleando el término de novela libérrima: “Narración libérrima, novela libérrima, despojada de cualquier atadura, la que aquí se nos ofrece”; “un artefacto narrativo que […] resulta modélico en su estructura libérrima, en su escritura desembarazada y fluvial” (García Posada 2001). 18 Estas definiciones son las que da Gerald Prince en su Dictionary of Narratology(Prince 2003). 19 Sobre la fértil digresividad del flâneur véase el capítulo de Chambers “Flâneur Reading (On Being Belated)” (1999: 215-249). 20 “Eres […] un niño gordito y apocado entre los fuertes, el lento de los pies planos entre los soldados del cuartel, el afeminado y retraído entre los agresivamente machos, el alumno modelo […], el padre de familia embalsamado de tedio […], el negro o el marroquí que salta a una playa de Cádiz desde una barca clandestina y se interna de noche en un país desconocido […], el republicano español que cruza la frontera de Francia en enero o febrero de 1939 y es tratado como un perro” (454-455). 21 Basándose en la idea freudiana de lo extraño o siniestro como algo familiar que ha sido reprimido, Julia Kristeva concluye que “el extranjero está dentro de mí, por ende todos somos extranjeros” en su libro Étrangers à nous-mêmes (Kristeva 1991: 192); lo que parece sugerir de forma literaria Muñoz Molina en Sefarad es exactamente lo mismo.

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22 Según Bayard, la escritura digresiva de Proust representa lo contrario de una escritura de la maestría (180); “l’écriture de la Recherche témoigne plutôt du contraire, en produisant un texte d’une mobilité qui décourage la synthèse” (181); la digresión proustiana está ligada a la multiplicidad del sujeto: “le sujet multiple que Proust met en scène se situe toujours ailleurs qu’à l’endroit où il paraît être, et […] la digression est l’élément formel central de l’écriture de cet ailleurs” (181). Se trata, según Bayard, de una elección estética de no inmovilizar al sujeto sino de diseminarlo a lo largo de las largas frases arborescentes que tienden a representarlo en la multiplicidad ramificada de sus pasajes contradictorios (Bayard 1996: 181). 23 Sobre la ausencia del Holocausto en la memoria colectiva de España y algunos cambios al respecto en los últimos años véase el esclarecedor trabajo “La catástrofe del otro: la memoria del Holocausto en España” de Maarten Steenmeijer (Steenmeijer 2009).24 En los periódicos británicos de aquella época por ejemplo, se sacaba a colación la denominación a menudo en las discusiones sobre el destino de Europa, en especial en los ensayos que Timothy Garton Ash publicaba en The Independent.25 De hecho, en Microcosmi, Magris mantiene que el nazismo, como toda barbarie, era idiota y autodestructivo ya que, al exterminar millones de judíos, mutiló la civilización alemana, que, como toda Mitteleuropa, depende para su existencia de una simbiosis, un equilibrio, entre católicos y judíos. De ese modo Alemania destrozó, quizá para siempre, dice Magris, la civilización de Mitteleuropa, aunque su libro Danubio parece obedecer al propósito de resucitar la existencia de la idea de Mitteleuropa (Magris 1997). 26 “¿Qué significa aventura si la libertad de actuación de K. es completamente ilusoria? ¿Qué significa futuro si los intelectuales de El hombre sin cualidades no tienen la menor sospecha de la inminencia de la guerra que va a arrasar sus vidas el día siguiente? ¿Qué significa crimen si el Huguenau de Broch no sólo no se arrepienta del asesinato que ha cometido sino que lo olvida? Y si la única gran novela cómica de ese período, el Schweik de Hasek, usa la guerra como escenario, entonces ¿qué es lo que ha pasado con lo cómico? ¿Dónde está la diferencia entre lo público y lo privadosi K., aun en la cama con una mujer, se encuentra acompañado siempre por los dos emisarios del Castillo?” (Kundera 1988: 11-13). 27 Por cierto, como observa Claudio Guillén, en Sefarad, en vez de decir simplemente “Fulano pensó”, el narrador nos dice “que Fulano le ‘contó’ a Zutano lo que pensó. Así el yo narrativo cede a veces la primera persona del verbo al personaje histórico o hasta acaba identificándose con él” (Guillén 2007: 486; en este esquema donde Guillén dice “Zutano” se puede leer “narrador”); es decir, el narrador no sólo nos relata lo que le contaron sino también el contexto en que se transmitió el relato, que es también un rasgo distintivo de muchas de las narraciones en prosa de W. G. Sebald.28 Igualmente, en otro capítulo, “Doquiera que el hombre va”, que versa en gran medida sobre “los espectros del barrio” del narrador, fantasmas de drogadictos y otros enfermos que viven entre el mundo de los muertos y los vivos, el narrador se pregunta: “Cómo sería la vida de la vieja que cada medianoche ponía el mantel de su cena sobre la tapa de un cubo de basura o la del hombre y la mujer todavía jóvenes pero ya muy deteriorados que iban al barrio a buscar heroína empujando un cochecito de niño tan averiado como ellos” (351).

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29 Ese pensamiento mariesco es un pensamiento inquieto, está dispuesto a reflexionar sobre las cosas del mundo de forma insistente, obsesiva, conduciéndonos con frecuencia a la paradoja o a lo que está más allá de lo consabido, lo visible a primera o incluso posterior vista, más allá de la doxa; los narradores de Javier Marías están impelidos a no parar de pensar en las cosas; Jacques Deza en Tu rostro mañananos explica que es algo a lo que le instaba su padre: “No nos permitía nunca, a mis hermanos ni a mí, conformarnos con la apariencia de una victoria dialéctica en nuestras discusiones, o de un éxito al explicarnos. ‘Y qué más’, nos decía después de que hubiéramos dado por concluidos, exhaustos, una exposición o un argumento. […] ‘Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo pero también es nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay más que pensar ni nada más que mirar […]. Lo importante está siempre ahí […] más allá de la raya en la que uno se siente conforme […]. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue’” (Marías 2002: 343-344). Esto es lo que parece buscar también el autor Javier Marías mediante su literatura y su pensamiento literario, más que Muñoz Molina, a sabiendas de que lo importante está siempre allí donde uno diría que ya no puede haber nada, y para llegar allí hay que haber agotado todo lo demás. 30 Cito sólo algunos extractos: “A veces, en el curso de un viaje, se escuchan y cuentan historias de viajes. Parece que al partir el recuerdo de viajes anteriores se vuelve más vivo […] La parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros […] Nadie sabe quién es […] Habla Montaigne de un presuntuoso que ha vuelto de un viaje sin aprender nada: cómo iba a aprender, dice, si se llevó entero consigo” (39-41). 31 “Uno siempre quiere que las historias terminen, bien o mal, que tengan un final tan claro como su principio, una apariencia de sentido y simetría. Pero en la realidad muy pocas cosas se cierran del todo, a no ser por el azar o por la muerte, y otras no llegan a suceder, o se interrumpen cuando estaban empezando, y no queda nada de ellas, ni en la memoria distraída y desleal de quien las ha vivido” (439). 32 El término disgresión, de uso bastante extendido en castellano, parece ser incorrecto según la Real Academia Española.33 “El acto de contar y el acto de escuchar como mecanismo fundamental. Más que la narración que se vuelve abstracta en un libro, he querido tratarla como acto vital, como algo de lo que la literatura es derivación, la sofisticación del acto de contar” (Muñoz Molina en Mora 2001). 34 Es “la vana frivolidad de inventar” la que rehúye, “habiendo tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela, una malla de ramificaciones que conducen a otras novelas y otras vidas” (569). 35 Por ejemplo, la mujer, una artista uruguaya, cuenta un episodio o fragmento de historia protagonizado por su abuelo paterno que era alemán y había venido al Uruguay de joven, conservando intacta una serie de cartas de una mujer llamada Grete que cabe conjeturar es Margarete Buber-Neumann, protagonista de otros fragmentos de historias (531-533). Es un ejemplo de las “conexiones plurales e instantáneas”

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mediante las cuales se van iluminando todas las distintas partes de la obra, en apariencia o en un principio separadas e inconexas. 36 “Lo que yo he pretendido”, explica Muñoz Molina, “es mostrar cómo una historia lleva a otra” (en Loureiro 2001: 47).

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IV. Rosa Montero, La loca de la casa: la ballena atisbada

4.1.

Puede ser que, como afirma Sebastiaan Faber, a pesar de que “durante las últimas tres décadas, la voz de Rosa Montero ha sido una de las más prominentes, prolíficas y populares de la esfera pública española” y a pesar de “su gran visibilidad y éxito comercial y […] premios literarios”,

no se pued[a] decir que la obra novelística de Montero haya acumulado el capital cultural institucional suficiente –entendido en la acepción de Bourdieu– para una verdadera consagración dentro del campo literario español. (Faber 2009: 309 y 314)

Lo mismo ocurre a nivel internacional, al no residir Montero según Faber en “la República mundial de las letras” (Faber 2009: 318). En su ensayo, Faber argumenta y concluye que “si la escritora merece un lugar prominente en el panteón de la vida cultural posfranquista –y no hay duda de que lo merece–, se debe tanto o más a su trabajo como reportera que a su obra como novelista y columnista” (Faber 2009: 322). Es posible que lo que mantiene Faber sea cierto; pero creo que esto no significa que una obra como La loca de la casa no sea digna de estudiarse en el presente libro, como parte de esa literatura errabunda que vengo esbozando y al lado de otras obras de escritores cuya pertenencia al champ de la littérature es menos ambivalente, por razones que creo que se pondrán en evidencia en este capítulo, entre ellas, el hecho de que en este libro se perfila con especial nitidez la estrecha relación entre escritura digresiva (errabundia) y los procesos de creación.

La trayectoria narrativa de Rosa Montero, “una escritora que cultiva la ficción, el ensayo y el periodismo” en sus propias palabras en La loca de la casa (Montero 2003: 179), se ha descrito como zigzagueante.1 Esto es así porque, según Fernando Valls, sus novelas

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“han venido oscilando y sufriendo una tensión entre la doctrina y la ficción” (Valls 2003: 195). Unas tempranas novelas miméticas(documentales o testimoniales son los términos empleados por los críticos monterianos) y un concomitante realismo más o menos tradicional, ligado a un análisis sociopolítico y un compromiso más o menos feminista, dan paso, aunque al principio quizás todavía de modo oscilante, a una creciente evidencia, por un lado, de varios géneros o modos narrativos, y a veces a su coexistencia en una misma obra, desde la novela negra y rosa, la fantástica y la histórica, la ciencia-ficción, el Bildungsroman y hasta la biografía, autobiografía y pseudoautobiografía, y, por otro lado, de una marcada vena de metaficción, de escritura autorreflexiva y autorreferencial, evoluciónque llega a resaltar el artificio de la ficción y va liberando progresivamente su narrativa de fines extraliterarios o “utilitarios”.2Por lo tanto, aunque no me atrevería a afirmar, como ha hecho Phyllis Zatlin, que todas las novelas de Montero constituyan ficciones experimentales dedicadas a la exploración de género y discurso (Zatlin 1992), sí parece lícito mantener que su trayectoria la caracteriza “la búsqueda constante de nuevas formas narrativas y expresivas” (Escudero 2005: 13), una búsqueda que con La loca de la casa rinde sus más cuantiosos frutos, como espero que veamos.3 Como Negra espalda del tiempo y Sefarad, La loca de la casa esuna obra de una escritora que ha alcanzado la plena madurez y un claro dominio de sus medios.4 Como observa Santos Sanz Villanueva en su reseña de La loca de la casa, “casi todo autor auténtico llega a un momento en que se siente en una íntima plenitud y desde ella escribe con una independencia interior total” (2003). Esta independencia y libertad adquiridas con la madurez son lo que se refleja en la amplia libertad (genérica, formal y retórica, temática, imaginativa) que caracteriza las obras estudiadas en este libro. Y esa libertad es la que le permite al escritor a desenvolver una formidable errabundia genérica, no porque el propósito de Marías, Muñoz Molina o Montero sea el de “romper moldes” u otras afines y más bien vacuas consideraciones experimentales o vanguardistas, sino simplemente porque el tipo de escritura que se despliega en sus obras es subsidiario, un efecto de la escritura desatada de estas obras, que es también el caso de La loca de la casa. “Todos los géneros poseen sus normas”, apunta Rosa Montero en La loca; “hoy la literatura está viviendo un tiempo especialmente mestizo en el que predomina la

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IV. Rosa Montero, La loca de la casa: la ballena atisbada 215

confusión de géneros: este mismo libro que estoy escribiendo es un ejemplo de ello”, añade y concluye con una advertencia: “pero para poder romper los moldes hay que conocerlos previamente” (180), conocimiento que se adquiere con la práctica y la madurez del novelista, que es lo que le otorga al escritor la libertad e independencia necesarias para abordar este tipo de obra comprometidamente libre y errabunda. La errabundia genérica de Laloca de la casa es de tal alcance que hasta se ha llegado a describir como “un libro sin género particular” (Sanz Villanueva 2003). Veamos. En el primer capítulo de La loca de la casa, que hace también las veces de introducción a la naturaleza del libro, como ya vimos que sucede también con la primera sección de Negra espalda,Rosa Montero explica que la idea inicial del libro había sido la “de hacer un libro de ensayo en torno al oficio de escribir”, algo por lo demás muy común y extendido entre los escritores, y también entre los españoles contemporáneos dicho sea de paso, “una manía obsesiva para los novelistas profesionales”, un vicio que ella admite que comparte, la de “escribir sobre la escritura” (11). “Cuando empecé a idear este libro”, repite hacia el final del libro, “pensaba que iba a ser una especie de ensayo sobre la literatura” (235). No obstante, a medida que iba avanzando, el “proyecto del libro se fue haciendo cada vez más impreciso”, porque Montero fue advirtiendo que “no podía hablar de la literatura sin hablar de la vida; de la imaginación narrativa sin hablar de los sueños cotidianos; de la invención narrativa sin tener en cuenta que la primera mentira es lo real” (11). Es decir, la idea del libro se fue volviendo cada vez más indefinida, “cosa por otra parte natural, al irse entremezclando con la existencia” (11).

En otras palabras, la indeterminación del libro, su irregularidad (general y genérica), se debe, naturalmente, al hecho de que confluye con la realidad empírica: dado que, como se apunta más adelante, “la realidad siempre es así: paradójica, incompleta, descuidada” (158), Laloca también resulta serlo. El género literario que Rosa Montero declara que prefiere es el de la novela, porque “es el que mejor se pliega a la materia rota de la vida” (158); “una verdadera novela siempre tendrá algo de sobrante, algo irregular y desaliñado”, y las imperfecciones, carencias, irregularidades de la forma de la novela permiten reconocer “el titubeante aliento de las cosas” (159). Esta afirmación recuerda la ideación de Sefarad como la de una obra imperfecta, porque esta imperfección nos “acerca a la realidad”, en

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palabras de Muñoz Molina, ya que un exceso de perfección nos aleja de ella (“un aparato demasiado perfecto excluye la vida”; en Pfeiffer 1999: 166).

“Hablar de literatura, pues, es hablar de la vida; de la vida propia y de la de los otros”, concluye el primer capítulo de La loca de la casa (16). Aquí tenemos, por consiguiente, la explicación de la forma, de la naturaleza y del género, o, más bien, de la mezcla de géneros de Laloca, el porqué de la combinación de ensayo (hablar de literatura),escritura autobiográfica (hablar de la vida propia) y biográfica (hablar de la vida de los otros): hablar de lo primero nos conduce natural e irremediablemente, de forma digresiva las más de las veces, a lo segundo y a lo último.

No creo que fuera demasiado atrevido clasificar esta obra, si hiciese falta, como novela, ya que como vamos viendo y como observa también la propia Montero, el género de la novela “ha cambiado muchísimo: es un género vivo y por consiguiente en perpetua evolución” (219-220) y ha ido ampliando su terreno tanto como para poder englobar las obras objeto del presente estudio, aunque hay quienes, como Fernando Valls, la han catalogado como ensayo. Su artículo-reseña de la obra en Quimera aparece bajo el apartado de “Ensayo”, bien que matice esta catalogación aduciendo que “nos encontramos […] ante un ensayo atípico que se vale de las artes habituales de la ficción”, “un libro singular, que bascula entre la ficción narrativa y el ensayo” (Valls 2004: 75-77). Rafael Conte la llama “tratado metaliterario” (Conte 2003), que también lo es puesto que nació con vocación de ensayo sobre la escritura. No obstante, dos expertos de la obra de Rosa Montero, Alma Amell (en su repaso de bios y narrativa de la escritora en su ensayo biobibliográfico para el Dictionary of Literary Biography [Amell 2006]) y Javier Escudero (en su estudio de La narrativa de Rosa Montero de 2005), no se detienen a considerar La loca de la casa, la mencionan pero eluden discutirla, a diferencia de lo que hacen con las otras obras de la autora, y me pregunto si eso no se debe en muy gran medida a la naturaleza equívoca y el incierto estado genérico de la obra, que de ese modo se aventura en terreno movedizo y no dispone de asidero para facilitarle la tarea al crítico, por así decir.

Este estado ontológico anfíbolo de la obra, como es también el caso de Negra espalda y Sefarad, ha contribuido a su (relativa) marginación o falta de comprensión, o más bien, falta de intento de

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IV. Rosa Montero, La loca de la casa: la ballena atisbada 217

comprensión, por lo menos por una considerable parte de la crítica y de los académicos.5 La incertidumbre genérica de La loca se debe no sólo al hecho de que Montero combina la escritura ensayística con la biográfica y la autobiográfica, sino además a que introduce considerables dosis de ficción, a menudo bajo el manto de la autobiografía, que así acaba siendo más bien pseudoautobiografía. En realidad, la ambigüedad de la obra surge, por un lado, de una particular concepción del ser humano y la constitución de su identidad, como se explica en el primer capítulo:

Siempre he pensado que la narrativa es el arte primordial de los humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos […] De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía. (10-11)

Vida, biografía e identidad propia se basan en el cuento; “nuestras existencias son un cuento que nos vamos contando”, como se dice más adelante (163). Esa idea de la naturaleza narrativa de la vida, como otras ideas u otros temas del libro, ya se formula en textos anteriores de Montero, como en su novela Bella y oscura, donde Airelai concluye que “lo que nos diferencia de las criaturas inferiores es que nosotros somos capaces de contarnos, e incluso de inventarnos” (Montero 1993a: 22); o en La hija del caníbal cuando Lucía dice que “para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos” (Montero 1997a: 17).6 Entonces, es natural que en ese cuento, en este relato autobiográfico, se introduzcan falsedades de manera natural; una narración autobiográfica como pretende ser Laloca entraña por consiguiente inevitable y naturalmente unas considerables dosis de ficción. Puesto que nos contamos nuestra vida y al contar deformamos la realidad y la inventamos, y de ese modo nos inventamos a nosotros mismos, “¿Puede ser sincera una autobiografía?”, se pregunta Montero, “¿No se encuentran todas impregnadas, incluso las más autocríticas y las más honestas, de una buena dosis de imaginación?” (164). A la luz de la lectura de La loca de la casa estas preguntas se han de leer como retóricas.

Sin embargo, eso no es todo: por otro lado, y en parte como consecuencia de esta concepción, la autora juega en La loca a un

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escondite ontológico que perpetúa la anfibología de la obra. La obra está concebida como un juego.7 Lo que hace Rosa Montero de manera deliberada en la obra es introducir toda una serie de elementos ficticios en el relato de su biografía. Es decir, la ficción se desliza en la realidad empírica contada y la falsea, no sólo de forma inadvertida y natural y porque, asimismo, ella misma se declara “una amnésica perdida” –incapaz de distinguir a menudo, una vez transcurrido cierto tiempo, entre lo vivido, lo soñado, lo imaginado o escrito, “lo cual indica, por otra parte, la fuerza de la fantasía: la vida imaginaria también es vida” (223)–, sino también de manera premeditada, al falsificar ex profeso su biografía.

Así, por ejemplo, a lo largo de la obra se relatan tres versiones con notables variaciones y desenlaces muy distintos de una aventura sentimental entre “Rosa Montero” (narradora en primera persona y protagonista de La loca de la casa que se ha de diferenciar de Rosa Montero, autora de la obra y con existencia en la realidad empírica) y un famoso actor de Hollywood (de cuyo nombre sólo se facilita la inicial, “M.”) de paso por Madrid en los años setenta (págs. 32-45, 128-145, 238-259, respectivamente). Después de la tercera versión, el lector ya sabe que ninguna es cierta, o no del todo, por mucho que la primera pareciera serlo, simplemente por tratarse de la inicial de la serie que aparecía como parte de un libro en apariencia y confesadamente autobiográfico, y de cuya veracidad, por tanto, no había por qué desconfiar en un principio. Uno se pregunta si las tres contienen elementos pertenecientes a otra historia sucedida en la realidad empírica pero no contada. Lo que sí se pone en evidencia es que las tres versiones están construidas en gran medida a base de elementos imaginados, inventados, además de algunos reales, quizás. Como sospecha Fernando Valls, las tres historias podrían ser verdaderas en la ficción, “aunque ninguna lo sea en la vida real de la autora, sino quizás una cuarta que aquí no se relata y de la que seguramente provienen las que se nos cuentan” (Valls 2004: 77).

Luego, hay escenas, episodios o historias en apariencia autobiográficos protagonizados por la hermana de la narradora, Martina, entre otros un episodio que forma parte de una de las tres versiones de la aventura sentimental con el actor, episodio en el que su hermana le usurpa la conquista amorosa (247-250), o la traumática historia de la desaparición y reaparición de la hermana durante su infancia, desaparición alrededor de la cual se cierne un silencio

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familiar (104-109). Sin embargo, Rosa Montero, la autora, no tiene ninguna hermana en la realidad empírica, sólo un hermano mayor, llamado Pascual, como su padre, aunque en la obra la narradora “Rosa Montero” invierte estos estados ontológicos: “Yo sé que en el mundo de mis noches y mis sueños tengo un hermano varón que se llama Pascual, aunque en esta vida real no tenga más hermana que Martina” (119).8 La obra se convierte de esta forma en el espejo invertido de la vida o en “el espejo de Alicia” (119). De hecho, el libro contiene una reveladora dedicatoria a Martina: “Para Martina, que es y no es. Y que, no siendo, me ha enseñado mucho” (7). La mayoría de lectores (entre los que me incluyo), no recelosos a la hora de leer el libro, no le prestarán mucha atención a esa dedicatoria, por lo menos en un principio, y creerán en la existencia de Martina cuando aparece en el libro, como parece haberle sucedido, por ejemplo, a Mario Vargas Llosa, quien en un elogioso ensayo sobre la obra publicado en ELPAÍS habla de la curiosidad que “hormiguea a medida que el relato va soltando nuevos datos íntimos” y se pregunta: “¿Fue cierto que su hermana gemela le arrebató aquella conquista?” (Vargas Llosa 2003).

No es sorprendente que los lectores crean en la existencia de Martina y, en general, en la veracidad de lo que parece ser escritura íntima y autobiográfica. El libro se presta a esa lectura autobiográfica, alienta esa reacción al texto –en la contracubierta, por ejemplo, se lee que La loca es “una novela, un ensayo, una autobiografía” y “la obra más personal de Rosa Montero”–. Y esta reacción es compartida por lectores tan perspicaces como Fernando Valls o Santos Sanz Villanueva: “Casi todos los datos personales que la narradora se atribuye provienen de los de la vida real de la autora” (Valls 2004: 76); “Es autobiografía, con claridad, y da no pocos datos del entorno privado de la escritora, de sus amores y pasiones, de su familia, de sus gustos” (Sanz Villanueva 2003). Pero resulta que La loca no es autobiografía con claridad, y no da tantos datos del entorno privado de la escritora como parece. Una parte muy considerable de lo que relata la narradora “Rosa Montero” en los pasajes en apariencia puramente autobiográficos es pura invención: “Mucho de lo que cuento en primera persona como si se tratara de una autobiografía es pura mentira”, confirma la autora en una entrevista (Montero en Martínez 2003).9 La loca de la casa más bien simula ser autobiografía y crea elefecto de lo real. Como observa acertadamente Vargas Llosa a propósito de las tres versiones de la aventura sentimental,

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cuando el lector comienza a sospechar que en esta historia hay más mentiras que verdades y a decirse que acaso no sólo ella, sino todo el sabroso festín de infidencias que tan morbosamente ha paladeado a lo largo del libro, era nada más –era nada menos– que una monumental fabulación, ha comprendido a carta cabal qué son, cómo son y para qué existen las ficciones. (Vargas Llosa 2003)

Como dije arriba, La loca de la casa es más bien una falsaautobiografía. Y la obra encierra varias claves para desmentir las aparentes o simuladas verdades autobiográficas, no sólo la dedicatoria que sugiere la no existencia de Martina o las tres versiones de una misma historia, sino también el hecho contradictorio de que a veces se afirma que Martina es la hermana melliza de la narradora (28), mientras que otras que no son gemelas (100) o, por ceñirnos al final del libro, en un epílogo titulado “Post scriptum” se declara lo siguiente:

Todo lo que cuento en este libro sobre otros libros u otras personas es cierto, es decir, responde a una verdad oficial documentalmente verificable. Pero me temo que no puedo asegurar lo mismo sobre aquello que roza mi propia vida. Y es que toda autobiografía es ficcional y toda ficción autobiográfica, como decía Barthes. (273)

Aquí se hace explícita la forma de La loca y el hecho de que la parte autobiográfica de la obra no es clara autobiografía sino autobiografía ficcional. Algunas observaciones en el último capítulo nos proveen con más claves. “Supongamos por un momento que he mentido y que no tengo ninguna hermana”, nos invita a considerar Montero,

y que, por consiguiente, jamás ha sucedido ese extraño incidente de nuestra infancia, esa desaparición inexplicable de Martina […] Supongamos que me lo he inventado, de la misma manera que uno se inventa un cuento. Pues bien, aun así ese capítulo de la ausencia de mi hermana y del silencio familiar sería el más importante para mí de todo este libro, el que más me habría enseñado, informándome de la existencia de otros silencios abismales en mi infancia, callados agujeros que sé que están ahí pero a los que no habría conseguido acceder con mis recuerdos reales, los cuales, por otra parte, tampoco son fiables. (266)

Aquí Montero sugiere que de haber sido inventados su hermana y el recuerdo de su desaparición, habría podido acceder a verdades ocultas en las que los recuerdos reales, de dudosa fiabilidad de por sí, no hubieran podido penetrar. Esto es, los recuerdos inventados son más reveladores que los reales: “Lo más paradójico de todo es que, cuanto

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más te alejas con el caleidoscopio de tu propia realidad, cuanto menos puedes reconocer tu vida en lo que escribes, más sueles estar profundizando dentro de ti” (266).

Dije que La loca de la casa está concebida como juego, una especie de escondite ontológico, y lo está y lo es. Pero es un juego que, como vamos viendo, tiene un objetivo, porque lo que Rosa Montero busca demostrar a través de este juego es que cuanto más se aleja el escritor de su propia vida y realidad, más se acerca a su propio yo y que, por tanto, las falsedades de la ficción autobiográfica o la autobiografía ficcionalizada nos conducen a verdades. Al principio del décimonoveno y último capítulo Montero mantiene que “todos nos sabemos seres múltiples” y para ilustrar esta afirmación habla del escritor de ciencia-ficción Philip K. Dick y de su exploración de vidas paralelas y realidades virtuales (alguna de ellas motivada por un incidente biográfico), de los extraños déjà-vus que experimentamos todos, de los azares de que depende nuestra vida y de las otras vidas potenciales que todos quizás llevamos dentro: “Tal vez llevemos dentro otras posibilidades de ser; tal vez incluso las desarrollamos de algún modo, inventando y deformando el pasado una y mil veces” (264). La realidad es múltiple y nosotros somos seres múltiples, y la tarea del novelista según Montero consiste en “desarrollar estas múltiples alteraciones, estas irisaciones de la realidad”, pero modificándolas, dándoles otra forma (265). De ahí que para ella la narrativa sea “al mismo tiempo una mascarada y un camino de liberación […] Enmascara tu yo más íntimo con la excusa imaginaria; o sea, disfrazas tu verdad más profunda con el ropaje multicolor de la mentira novelesca” (268). Y de ahí que no haya que confundir narrador con autor; no debe confundirlos ni el lector ni el propio autor:

La madurez de un novelista pasa ineludiblemente por un aprendizaje fundamental: el de la distancia con lo narrado. El novelista no sólo tiene que saber, sino también sentir que el narrador no puede confundirse con el autor. (266)

Y eso se ha de hacer porque “sólo trascendiendo la ceguera de lo individual podemos entrever la sustancia del mundo” (269). Por eso Rosa Montero desaconseja más o menos explícitamente una lectura autobiográfica de La loca: “A mí se me llevan los demonios cuando lectores o periodistas extraen absurdas deducciones autobiográficas de mis libros” (267). La “Rosa Montero” protagonista y narradora en

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primera persona de los diecinueve capítulos que componen La loca de la casa no ha de identificarse inequívocamente con la Rosa Montero autora de la obra, por mucho que se nos tiente a hacerlo a través del escondite ontológico que se juega. Se pueden identificar, pero sólo equívocamente (dando pie a interpretaciones varias, dudosas, confusas o del todo erróneas), que es el efecto de la obra.

A lo que aspira de ese modo La loca es mostrarnos que la realidad es un territorio mucho más amplio y complejo de lo que a veces se entiende por realidad. “La realidad es múltiple”, asegura Montero en una entrevista con Javier Escudero (Escudero 1997a: 331). “La gente normalmente entiende por realidad, o por realismo en literatura sobre todo, algo que no es más que un torpe costumbrismo”, mantiene en otra entrevista (incluida en el estudio de Vanessa Knights) y añade:

Para mí, la realidad es algo muchísimo más complejo: la realidad es lo mensurable, lo tangible, lo exterior, pero también es los sueños, los miedos, los deseos. Es todas las dimensiones del ser. Las dimensiones del ser son enormes y plurales y paradójicas y además se dan a la vez lo que es y lo que no es. Entonces para mí, buscar vías fantásticas no es más que una manera más profunda, más compleja, menos limitadora de reflejar la realidad. (Montero en Knights 1999: 259-260)

Esta amplia multiplicidad de lo real, en la que cabe lo vivido, pero también lo soñado, lo imaginado, lo escrito, lo deseado y lo temido es lo que pretende reflejar La loca. En esa dilatada concepción de la realidad coincide con la esbozada tanto en Negra espalda del tiempo –la propia “negra espalda del tiempo”– como en Sefarad. Se podría argüir, de hecho, que como la ciencia-ficción, dedicada a explorar vidas y realidades potenciales o posibles, La loca de la casa es un libro que explora vidas y realidades múltiples de la propia escritora y que constituye por tanto un libro de autobiografía-ficción. Y esto es lo novedoso de La loca de la casa, como también apunta Fernando Valls (2004): lo que en su origen fue un proyecto más o menos ortodoxo fue convirtiéndose en una obra singular en su errabundia genérica.

4.2.

Quizá no sea sorprendente que La loca de la casa, originada como una especie de ensayo –por mucho que cambiara después– no tenga trama o argumento principales, no tenga una historia principal que pueda

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contarse, aunque narre varios episodios al parecer autobiográficos, como las tres versiones del relato de la aventura sentimental, la desaparición de Martina, un paseo por Boston u otros. Pero también se relatan sucesos, circunstancias, incidentes biográficos donde se indaga en la vida y obra de toda una larga serie de escritores quienes, en muchos casos, se convierten en personajes de un relato que ilustra ciertas ideas, como el compromiso del escritor, el éxito y el fracaso o la calidad literaria. Así, en el quinto capítulo se habla del compromiso del escritor, de los “intelectuales orgánicos”, de las miserias y debilidades morales e intelectuales que se cometen al poner la pluma al servicio de alguien o de una causa y por no contradecir a un protector o un amigo, y se narra la historia de Goethe y su invitación por los Duques de Weimar a que residiera en su corte como intelectual a su servicio, algo que él mismo revela en su autobiografía, “uno de los relatos más conmovedores y delirantes de esta venta al por menor de los menudillos del alma”, según Montero (59-63). Este capítulo y episodio le permiten a la narradora y, es de suponer que también a la autora –porque en estas reflexiones y tales pasajes ensayísticos sí coinciden sin duda “Montero” y Montero (no en balde puede afirmar al final que lo que cuenta sobre otros libros u otras personas sea cierto y verificable)–, señalar que a su modo de ver el verdadero

compromiso del escritor no consiste en poner sus obras a favor de una causa […] sino en mantenerse siempre alerta contra el tópico general, contra el prejuicio propio, contra todas esas ideas heredadas y no contrastadas […] que inducen a la pereza intelectual (57-58),

y realzar la importancia capital de la libertad de la escritura: “Escribir es una manera de pensar; y ha de ser un pensamiento lo más limpio, lo más libre, lo más riguroso posible” (58); por eso, “un pensamiento independiente es un lugar solitario y ventoso” (59).

Es digno de señalar a este propósito que el relato de la historia de Goethe que se hace en La loca, como se reconoce explícitamente en la obra, está basado en lo que el propio autor cuenta en Dichtung und Wahrheit (Poesía y verdad). Este es el caso asimismo con todos los demás relatos que giran alrededor de la vida y obra de escritores: están basados en textos de los propios u otros escritores. Es decir, los pasajes biográficos surgen de lecturas y otros libros de forma intertextual, o dicho del modo en que se explica el fenómeno en la

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obra en dos apartes metaliterarios: “La cultura es un palimpsesto y todos escribimos sobre lo que otros ya han escrito” (18); “la cultura es siempre así, capa tras capa de citas sobre citas” (206). (Por eso la escritora puede mantener al final que todo lo que cuenta “sobre otros libros u otras personas […] responde a una verdad documentalmente verificable” [273]; estas verdades biográfico-literarias se pueden verificar en los libros de los que surgen). El séptimo capítulo abre con la pregunta de “¿Por qué se pierde un escritor?”, y en él se habla del éxito y del fracaso del escritor, y de la necesidad de lectores y cierto reconocimiento público para que un escritor pueda “seguir escribiendo y seguir siendo” (80); si no, se viene abajo, como demuestran los relatos de los casos de Herman Melville (80-81) y de Robert Walser (81-87). La historia de Truman Capote narrada a continuación, su temprano éxito seguido por su caída, es un ejemplo de cómo “el éxito angustia, porque no es un objeto que uno pueda poseer ni encerrar en una caja de caudales. De hecho, el éxito es un atributo de la mirada de los demás” (87-88). En el capítulo siguiente se pasa a la cuestión de la calidad literaria,

uno de los valores más subjetivos y más difícilmente mensurables que conozco […] La historia demuestra que ni el éxito en vida, ni los premios, ni, por el contrario, el fracaso y el aborrecimiento de los críticos, han sido nunca una prueba fiable de la calidad de una obra. Y ni siquiera el tiempo pone las cosas en su lugar. (97-98)

Por eso Montero concluye que el escritor escribe “en la oscuridad, sin mapas, sin brújula, sin señales reconocibles del camino. Escribir es flotar en el vacío” (98). Y es probablemente esta condición lo que hace que el escritor tenga una vanidad especialmente pronunciada, como el joven Italo Calvino del noveno capítulo (112-113) y a menudo también una especial ansia de posteridad (capítulo doce, 161-165), y de ahí proviene asimismo su fragilidad (117), y por eso crece la importancia de la figura de la esposa del escritor (209-218).

De ese modo La loca de la casa gira en torno no sólo de las vidas y obras de otros escritores y de las de la propia escritora, sino también de varias ideas y varios temas o motivos recurrentes, que son los que hilvanan el libro junto con la figura de “Rosa Montero”, su vida y su obra. Muchos de estos temas se solapan con los de las otras dos obras errabundas estudiadas en este libro, como la muerte, el tiempo, la memoria, la identidad, el azar y la imaginación. Es llamativo que

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todas estas obras errabundas traten temas parecidos o idénticos; es como si la escritura desatada condujera de forma natural una y otra vez hacia la consideración de esos asuntos, como si la libertad de la escritura digresiva encauzara los pensamientos hacia estos temas universales.

Según Montero, la muerte está estrechamente ligada con la literatura, y la escritura implica un combate contra la muerte, un afán de sobreponerse a ella y al paso del tiempo (151): “Uno escribe siempre contra la muerte” (13) y “los narradores somos personas más obsesionadas por la muerte que la mayoría; creo que percibimos el paso del tiempo con especial sensibilidad o virulencia” (13); “escribimos para restituir aquello que se ha ido, para luchar contra la decadencia y el fin inexorable de las cosas” (15). De ese modo y como resultado de la pronunciada sensibilidad del escritor por el paso del tiempo, la escritura se convierte en un arma mediante la cual los novelistas “ambicionamos atrapar el tiempo” (229) y “disparamos palabras sin cesar contra la muerte” (31). Y uno no sólo escribe, sino que lee contra la muerte, se añade más adelante, y se cuenta la historia-marco de Las mil y una noches (201-203) –modelo del relato digresivo que puede dilatar el tiempo, que también vimos que se emplea como emblema del relato sumamente digresivo en Sefarad–como evidencia de que “la imaginación no sólo puede vencer a la muerte (o al menos conquistar un aplazamiento de la condena), sino que también nos cura, nos sana, nos hace ser mejores y más felices” (203-204). Montero narra cómo descubrió la muerte en su infancia, cuando se percató de que el autor de un libro que leía (Oscar Wilde) ya no existía: “Morirse, comprendí de golpe, era no estar en ningún lado” (161). A pesar de ello se dio cuenta de que “ese hombre que ya no estaba seguía contándome su cuento”, y esa revelación fue una de las razones por la que se hizo escritora (161). Es decir, la muerte es en cierto modo responsable de la elección de su oficio al ver que los muertos pueden seguir existiendo en cierta medida después de muertos si son escritores, pueden burlar de esa manera la muerte y continuar existiendo a través de sus libros.

Pero no hay ninguna garantía de que será así para siempre ya que “el tiempo todo lo tritura, todo lo deforma y todo lo borra” (162), y también hay innumerables escritores “cuyos nombres ignoramos, porque la huella de sus vidas y de sus obras se ha borrado por completo de la faz de la tierra. Ése es el destino que nos espera

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prácticamente a todos” (163), observa la narradora en un pasaje que recuerda parecidas reflexiones en Negra espalda y Sefarad. Por mucho que el novelista ambicione “capturar el frágil aleteo de lo temporal” (228) y se esfuerce por vencer al tiempo, éste “todo lo devora” y “nadie se acordará de la mayoría de nosotros dentro de un par de siglos: a todos los efectos será como si no hubiéramos existido” (31). Es decir, “el absoluto olvido” es el destino común (31), pero la escritura se puede transformar en salvaguarda que vela por “‘que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de los que vendrán tras nosotros’”, como se indica citando al fraile irlandés John Clyn, que vio cómo la Gran Peste devoraba a todos sus hermanos de congregación y se puso a escribir con meticulosidad antes de morir él también (150). Dar testimonio, contar lo sucedido, ayuda a luchar contra el olvido y la desmemoria, que son una representación de la muerte. “Así se van perdiendo los días y la vida, en el despeñadero de la desmemoria”, remarca la autora al reconocer horrorizada que ella no recuerda en absoluto un día pasado en una playa celebrando la muerte de Franco, pese a que se tratara de “una ocasión histórica”. Iván Tubau, que también estuvo presente con Montero en la playa, lo recuerda y lo salva del olvido en sus memorias Matar a Victor Hugo;“la muerte no sólo te espera al final del camino, sino que también te come por detrás”, infiere Montero de su falta de memoria (225).

Pero es que, además, como advertimos que se sostiene en La loca de la casa, nuestros recuerdos son a menudo inventados. En el cuento que llevamos a cabo de nuestra vida –recordemos que “para ser, tenemos que narrarnos”– “hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos” (10). Lo que equivale a decir que nuestra identidad es inventada: “De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía” (10-11). Nuestra identidad se basa en la memoria y dado que la memoria es una construcción imaginaria, puesto que nos inventamos lo que recordamos, nos inventamos nuestra identidad.10 En La loca se explora extensamente esta idea de la identidad, uno de los temas principales de la obra y, por lo demás, un tema recurrente en la narrativa de Rosa Montero. En el epílogo a su libro sobre la autora, Vanessa Knights demuestra que en varias obras de Montero, tales como, por ejemplo, Bella y oscura y La hija del caníbal, la identidad es concebida como un proceso narrativo que

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resulta imposible concluir. Knights cita lo que dice Lucía en La hija del caníbal (y que ya he reproducido arriba): “Para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos” (Montero 1997a: 17 y Knights 1999: 212). Algo prácticamente idéntico se mantiene a lo largo de La loca, como hemos visto.

Y asimismo se explora la idea de la identidad múltiple del ser humano, de que “los humanos somos muchos dentro de nosotros”, como afirma la narradora al glosar The Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde de Robert Louis Stevenson a este propósito (119). A la identidad múltiple parece contribuir un desdoblamiento, una disociación o proyección de la identidad a la que son propensos los novelistas en particular, según Montero –“Los narradores somos seres más disociados o tal vez más conscientes de la disociación que los demás. Esto es, sabemos que dentro de nosotros somos muchos” (28-29; el énfasis es del original)–. Parece que es una consecuencia de una imaginación exacerbada. Facilita la identificación con el otro (un efecto de la simpatía resultado de la imaginación que, como apreciamos, también caracteriza al narrador de Sefarad) o, simplemente, la imaginación como otro.

Se narran dos instancias en forma de episodios en apariencia autobiográficos de esa multiplicación de la identidad. El primero, cuando Rosa Montero (o quizá sólo “Rosa Montero”) pasa por delante de un Centro de Salud Mental y se imagina entrando en él:

Circulaba [en coche] por delante de ese lugar, en fin, cuando de pronto, sin yo pretenderlo ni preverlo, una parte de mí se desgajó y entró en el edificio convertida en un enfermo que venía a internarse. Y en un fulminante e intensísimo instante ese otro yo lo vivió todo: subió, es decir, subí, los dos o tres escalones de la entrada […] y pasé al interior, con el corazón aterido porque sabía que era para quedarme […] Esa pequeña proyección de mí misma se quedó allí, en el Centro de Salud Mental, a mis espaldas, mientras yo seguía con mi utilitario por la calle […] Pero […] ahora ya sé cómo es internarse en un centro psiquiátrico; ahora lo he vivido, y si algún día tengo que describirlo en un libro, sabré hacerlo, porque una parte de mí estuvo allí y quizá aún lo esté. Ser novelista consiste exactamente en esto. No creo que pueda ser capaz de explicarlo mejor. (29-30; énfasis del original)

Esta escisión de la identidad, de ese otro yo que experimenta una realidad que se incorpora en la propia o en la del yo que no la experimenta, es el resultado de un proceso de imaginación, que hace

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que el ser consista también en lo que pudo ser o lo que uno imagina que sucedió, equiparándose de ese modo la realidad empírica con la imaginada. Y este proceso de desdoblamiento llega a encapsular la labor del novelista para la narradora.

El segundo episodio es un ejemplo de identificación a través de la imaginación:

Por ejemplo, estás haciendo cola ante la ventanilla de un banco cuando, en un momento dado, entra en la oficina una anciana octogenaria acompañada de un niño de unos diez años. Entonces, sin venir a cuento, tu mente te susurra: ¿y si en realidad vinieran a robar la sucursal? ¿Y si se tratara de una insospechada banda de atracadores […]? (20)

La narradora sigue con esa serie de preguntas conjeturales y concluye: “Y de esta manera vas componiendo rápidamente toda la vida de esos dos personajes, esto es, toda una vida, y tú te vives dentro de esas existencias, eres la vieja peleona pero también el nieto que ha tenido que madurar a pescozones” (21). La escritora se va imaginando las vidas de estas dos personas que han entrado en la sucursal hasta identificarse con o, más bien, convertirse en ellos, hasta que el yo se torna otro, habitando en ellos –“tú te vives dentro de esas existencias” (21)–. “La novela es la autorización de la esquizofrenia”, deduce de ello Montero (29).

Por lo tanto, en La loca de la casa la identidad se postula como inventada y asimismo múltiple, recordando lo que se dice también en Sefarad, especialmente en el capítulo “Eres”, aunque en Sefarad se nota que la identidad de uno depende asimismo de los otros: “Eres cualquiera y no eres nadie, quien tú inventas o recuerdas, y quien inventan o recuerdan otros”; “Eres cada una de las personas diversas que has sido y también las que imaginabas que serías, y cada una de las que nunca fuiste” (Muñoz Molina 2001a: 452-453; 444).11 Por eso, sin duda, se apunta hacia el final de La loca de la casa que “escribir novelas implica atreverse a completar ese monumental trayecto que te saca de ti mismo” (271). Escribir es ser otro, ser muchos otros. Y precisamente por ello Montero rehúye la coincidencia de la realidad empírica con la literaria en su caso. Es decir, la narradora “Rosa Montero” no es Rosa Montero, por lo menos no en las menudencias biográficas de su vida, porque “tienes que conseguir que lo que narras te represente, en tanto que ser humano; pero todo esto no debe tener nada que ver con lo anecdótico de tu pequeña vida” (266-267).

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Otro tema que aparece en La loca, como en las obras de Marías y Muñoz Molina, es el azar, aunque las más de las veces el azar en la obra de Montero se produce y discute en relación con los procesos creativos, y volveremos a ocuparnos de él por consiguiente con más detenimiento en la cuarta sección de este capítulo. El azar se manifiesta en “las cosas más extrañas” (68) que suceden siempre en torno a una novela, especialmente durante la etapa de escritura y con la novela ya muy adelantada, cuando “todo lo que ocurre en tu vida cotidiana empieza a caer sobre lo que escribes en una explosión de coincidencias” (69), “un frenesí de coincidencias” (70). Las coincidencias son para la autora un ejemplo de esas “cosas inexplicables que nos parecen mágicas sólo porque somos unos ignorantes” (68) y componen un “misterio que rodea la escritura” (70).

La pasión amorosa es otro tema de La loca, especialmente en su analogía con la literatura. Parece que la conexión entre amor y literatura se detecta porque Montero, como declara en las primeras líneas de la obra, dispone su pasado con correspondencia a libros y amores: “Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo de novios y libros” (9). Pero la conexión se establece también porque “la pasión amorosa y el oficio literario tienen muchos puntos en común. De hecho, escribir novelas es lo más parecido que he encontrado a enamorarme (o más bien lo único parecido)” (12). La equivalencia se da en el estado de enajenación en que uno se encuentra tanto cuando está sumido en la pasión amorosa –“vives obsesionado por la persona amada, hasta el punto de que todo el día estás pensando en ella”– como durante el proceso de escribir una novela –“todo tu pensamiento se encuentra ocupado por la obra y en cuanto dispones de un minuto te zambulles mentalmente en ella”– (12). Otra similitud existe según Montero en la sensación de unión total o éxtasis que se experimenta cuando se ama apasionadamente y se escribe una novela (“presientes que […] vas a poder rozar el éxtasis de la obra perfecta, la belleza absoluta de la página más auténtica”); “ni que decir tiene que esa culminación nunca se alcanza, ni en el amor ni en la narrativa; pero ambas situaciones comparten la formidable expectativa de sentirte en vísperas de un prodigio” (13). Un paralelismo más es el de sentirse eterno al amar y “en los momentos de gracia de la creación del libro” (13). Y, por último, la pasión amorosa conlleva invención: quizá sea “el ejercicio creativo

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más común de la Tierra (casi todos nos hemos inventado algún día un amor)” (237-238]; la cursiva es mía). En realidad, esta analogía no constituye tanto un tema como un preludio a probablemente el tema que da título al libro, que es la imaginación creativa –“la loca de la casa”, que es, se nos recuerda, como la llamaba Santa Teresa de Jesús–, el proceso creativo en un sentido más amplio. Sobre la imaginación volveremos en la última sección de este capítulo, y antes de pasar a la indagación del estilo de La loca, quisiera hacer hincapié en un motivo curioso, notable y muy sugerente de la obra.

Es conocida la pasión de Rosa Montero por los animales. En su obra, tanto la narrativa como la periodística, aparecen con bastante regularidad. Basta repasar sus artículos y columnas para hacerse una idea y ver, por ejemplo, cuán a menudo Montero defiende los animales del maltrato humano, aboga por una defensa de sus derechos o indaga en la relación entre humanos y animales como barómetro del estado de civilización de una sociedad.12 En sus novelas también se encuentran a veces animales, como en Temblor, La hija del caníbal oen Bella y oscura. De hecho, como apunta en La loca, un perro llamado Bicho es la única “criatura real” (incluyendo a los seres humanos) que aparece en su narrativa de forma literal, como personaje con su nombre (en El nido de los sueños, una novela para niños), si se exceptúa la propia La loca de la casa (67). Su amor por casi todos los animales es tal que ha llegado a confesar que “si no hubiera sido lo que soy, realmente me hubiera encantando ser bióloga o zoóloga o incluso veterinaria. Lo que más me hubiera gustado de todo es ser como esta mujer que se dedica a los grandes primates, Joanne Goodwall” (Montero citada en Izquierdo 2002: 96). Y admite también que su amor por los animales a veces la lleva a la misantropía o a preferir los animales al ser humano; a veces piensa como Montesquieu –como nos pasa a muchos otros seres humanos que convivimos con perros, por lo demás–: “Cuanto más conozco a los hombres, más me gusta mi perro” (en Izquierdo 2002: 96). Dado eso, no es sorprendente que también en La loca asomen animales: hay referencias a perros, toros, erizos y zorros (en cuanto metáfora animal de dos tipos de escritores) y a una chimpancé (se cuenta la trágica historia de una chimpancé llamada Lucy que había aprendido a comunicarse con los humanos a través del idioma de los sordomudos y fue abandonada por sus dueños).13

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Pero el animal protagonista de la obra es indudablemente la ballena, uno de los predilectos de Montero (una ballena ya protagoniza una de las historias en Bella y oscura; véase asimismo lo que dice de las ballenas en Izquierdo 2002). Vaya por delante que la ballena no es más que un motivo o, por sus reapariciones repetidas en La loca, un Letimotiv, y no quisiera exagerar su importancia, ya que es un elemento en apariencia trivial. No obstante, creo que, como veremos, funciona como clave que, descifrada adecuadamente, resulta significativa porque nos revela algo, muy posiblemente de forma no del todo consciente, sobre la aspiración y la forma de esa obra de Rosa Montero.

La ballena emerge por primera vez en un pasaje autobiográfico (en este caso no hay razón por la que dudar de que es autobiográfico) en el cual Montero relata una excursión en el Pacífico para otear ballenas, cerca de Victoria en el Canadá, en una Zodiac. Al llegar a su destino apagaron el motor y esperaron, hasta que

de pronto, sin ningún aviso, sucedió. Un estampido aterrador agitó el mar a nuestro lado: era un chorro de agua, el chorro de una ballena, poderoso, enorme, espumeante, una tromba que nos empapó y que hizo hervir el Pacífico a nuestro alrededor. Y el ruido, ese sonido increíble, ese bramido primordial, una respiración oceánica, el aliento del mundo […] e inmediatamente después emergió la ballena. Era una humpback, una corcovada, una de las más grandes; y empezó a salir a la superficie a nuestro mismo lado […] Y así, primero emergió el morro […] y luego fue deslizándose todo lo demás, en una onda inmensa […] y en un momento determinado pasó el ojo, un ojo redondo e inteligente que se clavó en nosotros, una mirada intensa desde el abismo; y después de ese ojo conmovedor aún siguió pasando mucha ballena, un musculoso muro erizado de crustáceos y de barbudas algas, y al final, cuando ya estábamos sin aliento ante la enormidad del animal, alzó en todo lo alto la gigantesca cola y la hundió con elegante lentitud en vertical; y en todo este desplazamiento de su tremendo cuerpo no levantó ni la más pequeña ola […] Cuando desapareció, inmediatamente después de haberse sumergido, fue como si nunca hubiera estado. (52-53)

Esta visión de la ballena llega a constituir una especie de epifanía, por un lado, de la enormidad y del misterio del mundo y, por otro, de la obra perfecta pero sólo entrevista que encierra el secreto del universo. Inmediatemente después del relato de la aparición de la ballena, la visión del animal se relaciona con la literatura mediante una cita del escritor Julio Ramón Ribeyro que termina de ese modo: “‘Guardamos todos un libro, tal vez un gran libro, pero que en el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o lo hace tan rápidamente que no

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tenemos tiempo de arponearlo’” (54). Y Montero asocia la obra escurridiza con la visión fugaz de la ballena:

Siempre he pensado que, en efecto, la visión de la obra tiene mucho que ver con la visión entrecortada, hipnotizante y casi aniquilante, por lo hermosa, de aquella ballena del Pacífico. Con la escritura es lo mismo: a menudo intuyes que al otro lado de la punta de tus dedos está el secreto del universo, una catarata de palabras perfectas, la obra esencial que da sentido a todo. Te encuentras en el umbral mismo de la creación, y en tu cabeza se te disparan tramas admirables, novelas inmensas, ballenas grandiosas que sólo te enseñan el relámpago de su lomo mojado, mejor dicho, sólo fragmentos de ese lomo, retazos de esa ballena, pizcas de belleza que te dejan intuir la belleza insoportable del animal entero; pero luego, antes de que hayas tenido tiempo de hacer nada, antes de haber sido capaz de calcular su volumen y forma, antes de haber podido comprender el sentido de su mirada taladradora, la prodigiosa bestia se sumerge y el mundo queda quieto y sordo y tan vacío. (54)

De ese modo, la ballena llega a representar la obra que encierra el secreto del universo, la clave de todo, pero el escritor, como el observador de la ballena, sólo es capaz de atisbar, de entrever, esta obra perfecta, de vislumbrar su belleza, no puede interpretarla ni verla en su totalidad antes de que el relámpago de su visión desaparezca de nuevo. Ya hemos citado el pasaje en el que se habla de que la realidad es “paradójica, incompleta, descuidada” y que por ello el género literario preferido de Montero es la novela, porque “es el que mejor se pliega a la materia rota que es la vida” (158); pues, “una verdadera novela simpre tendrá algo sobrante, algo irregular y desaliñado (loscrustáceos que están pegados a la ballena) porque es un trasunto de la vida y la vida jamás es exacta” (159; la cursiva es mía). Los crustáceos de la ballena son las irregularidades de la novela que son la materia rota de la vida. Las irregularidades de La loca de la casa, su errabundia genérica, su forma fragmentaria, el aspecto digresivo de los procesos de creación imaginativa que se discuten son esos crustáceos de la ballena, las irregularidades, las imperfecciones de la vida. De nuevo, estamos ante una aspiración a cierto realismo que condiciona la forma de la obra errabunda.

Porque la ballena entrevista representa también “el misterio descomunal” que es la vida (68). Montero afirma que, en cierta medida, crecer y educarse significa limitar la visión del hombre, “dejar de saber cosas y perder la mirada múltiple, caleidoscópica y libre sobre la vida monumental, sobre esa vida total que es demasiado grande para poder manejarla, como la ballena es demasiado grande

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para poder ser vista por completo” (193; la cursiva, mía). La vida, como la ballena, no puede ser vista en su enorme y compleja totalidad, sólo puede ser vislumbrada. En cierto modo, La loca de la casa busca vislumbrar esa totalidad de la vida, atrapar algunas de sus verdades, porque arponear esa ballena para apropiársela es imposible –la lección del monomaníaco Ahab que murió en el intento está aprendida–, y su forma fragmentaria e irregular, que se dispara en muchas direcciones, representa la visión imposible de esa totalidad del mundo sólo atisbada y atisbable. No me parece en absoluto casual a este propósito que en La loca haya una referencia a

la maravillosa Moby Dick, una novela que hoy, siglo y medio después de su publicación, se sigue editando y reverenciando, pero que en su momento no gustó a absolutamente nadie, ni siquiera a los amigos más fieles de Melville, que consideraron que era un libro de lo más estrafalario con todas esas meticulosas descripciones de las costumbres de las ballenas espermáticas. (80)

Precisamente esas meticulosas descripciones, que convierten a MobyDick; or, The Whale en parte en un ensayo, junto con los muchísimos capítulos que hacen de la novela también obra dramática, teatro, aparte de los elementos autobiográficos, contribuyen a hacer de MobyDick una de las novelas más irregulares, más libres, más excéntricas, más digresivas, más episódicas y errabundas de todos los tiempos, porque lo que Melville buscaba, entre otras cosas, era nada menos que el sentido o sinsentido de la vida, y que su obra fuera como el mundo (Melville 1998).14 Salvando todas las distancias, Rosa Montero también busca algo afín con su obra también errabunda, a sabiendas de que la ballena que es la totalidad del mundo sólo puede ser vislumbrada y representada mediante una obra irregular.

4.3.

A nivel de la oración, el estilo de Rosa Montero nunca ha sido especialmente digresivo y tampoco lo es en La loca de la casa, a diferencia del de Javier Marías y Antonio Muñoz Molina. Sus oraciones son cortas y simples por lo general. Se suelen evitar las complejidades, las interpolaciones, los paréntesis o incisos. También la hipotaxis (subordinación) y parataxis (coordinación) son limitadas y nunca prominentes. Se evitan frases largas e hipertrofiadas. Si se evita el artificio visible y la ornamentación, también se evita la expresión de

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pensamientos más complejos. Es un estilo que da la apariencia, como dice Cicerón que hace el estilo llano, de emplear un lenguaje ordinario, pero en realidad difiere del lenguaje no experto más de lo que se supone (Cicero 1972: 240-243). Si nos atenemos a esas categorías de expresión literaria de la retórica tradicional, no sería del todo equivocado describir el estilo de Montero como un estilo ático (a diferencia del sublime de Marías y Muñoz Molina): “Breve, no sobreabundante, no escaso, afectuoso con dulzura, sentencioso sin afectación, ameno, diferenciado, claro, propio, expresivo, sonoroso y totalmente agradable” y quizás ocasionalmente “sabio”; aunque también tenga algo de “lacónico” (breve y cortado), a veces.15 Como dice Sanz Villanueva, Montero se expresa en La loca sincircunloquios y sin envaramientos (2003). Vargas Llosa puntualiza que el libro está “escrito con una prosa tersa y directa, que rehúye el desplante y la pretensión, todo aquello que dice parece muy claro y explícito” (2003). Insisto en que el precio de esa claridad es, a veces, el de la imposibilidad de expresar, desarrollar y, sin duda, inventar y hallar ideas más complejas y sutiles, y más claroscuros e incertidumbre, más paradojas, porque la brocha con la que se pinta no es, a veces, lo suficientemente grácil para tales fines.

Con todo, el estilo de Montero sí tiene facetas digresivas características de las obras errabundas en especial, facetas que son una consecuencia directa de la considerable libertad de expresión y formal que proporciona este tipo de obra (y, a la vez, esta libertad se forja mediante la digresión); dos en concreto. Como ya indica la definición del estilo ático, es un estilo sentencioso y La loca, como también Negra espalda y Sefarad, tiende hacia el aforismo, aunque algo menos.16 Asimismo, se ampara en pasajes conjeturales, si bien en contadas ocasiones.

Así, para centrarnos primero en la conjetura, la especulación o hipótesis le permiten a la narradora solventar lagunas de datos para complementar relatos biográficos o de otra especie o para añadir material de su propia cosecha, por así decir, imaginado por ella, novelando algo estos relatos y dándoles una interpretación específica.17 De esta manera se representa la prematura y vanidosa despedida de Goethe:

A Wolfgang el arreglo le pareció de perlas y se apresuró a hacer el equipaje “sin olvidar mis textos inéditos” y a despedirse de sus conocidos; y me imagino elorgullo con el que el joven pedante debió de comunicar a todo el mundo que tal

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día vendrían a buscarle de parte de los archiduques para llevarle a la corte. (62; la cursiva es mía)

Aquí, los elementos conjeturados, lo que sigue al punto y coma, es decir, el orgullo con que Goethe le dice “a todo el mundo” (es una hipérbole) que le vendrán a buscar de parte de los Duques de Weimar, contribuyen a reforzar, junto con la exageración, la imagen de la indigna ambición arribista de Goethe que Montero busca pintar, impresión que se corrobora con más conjeturas:

Pero la realidad debía de ser muy otra. Para disimular el apuro que sentía, Goethe le endilga su propia angustia a su pobre padre […] Este martirizante reconcomio, que era sin duda la sospecha que atenazaba a Goethe, revela muchas cosas sobre sus relaciones con el poder. (63; la cursiva es mía)

La suposición autoriza la creación de otra realidad, de una versión de los hechos distinta a la que cuenta Goethe en su autobiografía, la de un Goethe angustiado que proyecta sus temores en su padre. Puede que esta versión de los hechos sea cierta, aunque nadie puede saberlo “sin duda” (y esta expresión resalta la condición hipotética de lo que se introduce de ese modo; donde se dice “sin duda” ha de leerse “probablemente”, porque la certeza que expresa es ilusoria e insostenible). El menosprecio de Montero por la figura del joven Goethe se trasluce también en el hecho de que pasa a llamarlo Wolfgang cuando relata este episodio “indigno”, mientras que antes se refiere a él sólo a través de su apellido; es como si la bajeza o debilidad moral de Goethe la autorizaran a apearse del trato más formal y mostrarse algo condescendiente.

En tales pasajes, por cierto, es donde se divisa cierto esquematismo, simplismo y maniqueísmo de una “escritora que no admite los claroscuros”, según Rafael Conte en un artículo sobre el libro; “de ahí que el dogmatismo siempre la amenace un poco más de lo debido” (Conte 2003). Así, hablando del éxito y posterior fracaso de Truman Capote y de su “miseria moral” al anhelar la muerte de los asesinos, que se retrasaba, para terminar su novela A sangre fría,Montero aventura:

Ésta debió de ser, por lo tanto, una de las causas de la caída de Capote: sacrificó la vida de dos hombres al idolillo bárbaro de su propia fama, y eso tiene que dejarte el ánimo revuelto […] Probablemente, le perdió de nuevo la ambición, es decir, un exceso de ambición: Capote quiso hacer El Mejor Libro del Mundo, y se

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le debió de meter en la cabeza que, para ser perfecto, tenía que terminar con la agonía de los asesinos, de la misma manera que había empezado con la agonía de los granjeros. Pero se equivocó. Se equivocó éticamente y, lo que era para él aún peor, también literariamente. (90; el subrayado es mío)18

Montero atribuye, de forma conjeturada y algo simplistamente, parte de la razón del fracaso eventual de Truman Capote a su “miseria moral”, como si “un ánimo revuelto” no fuese compatible con el éxito literario. Obviamente, éticamente la postura de Capote es más que discutible y puede que literariamente su decisión de cómo terminar la novela también (aunque hay quienes discreparían), pero lo uno poco tiene que ver con lo otro o, más bien, la “miseria moral” de anhelar la muerte de los asesinos es resultado de una cuestión literaria, de querer ver redondeada la historia novelada mediante la simetría de muertes, pero no al revés, la miseria moral no tiene por qué repercutir en cuestiones literarias, no tiene por qué haber una correlación en esa dirección, como muy bien demuestran tantos casos de escritores que sí alcanzaron un éxito y reconocimiento literario a través de excelentes obras, pero que en apariencia eran seres humanos de ética más bien quebradiza o cuestionable (tales como Camilo José Cela o Louis- Ferdinand Céline). Como reconoce precisa y paradójicamente la propia Montero al contar la historia de Goethe, con una de las numerosas sentencias de la obra, “los humanos somos unas criaturas tan paradójicas que al lado del talento más sublime puede coexistir la debilidad más necia y más vulgar” (63). Y son, curiosamente, los aforismos los que le permiten a Montero profundizar algo más en esas y otras cuestiones de manera menos maniquea que las más bien esquemáticas conjeturas –esquemáticas quizás porque moralizantes–, y así sacar a la superficie algunos claroscuros y paradojas de la vida. El esquematismo de algunas de las conjeturas se debe quizá a la inevitablemente reductiva intención moralizante –reductiva porque moralizar entraña una simplificación– que Montero revela en esos pasajes y que ella misma, paradójicamente, reconoce como característica debilidad del ser humano en, precisamente, otro aforismo:

De manera que si tuviera que juzgar a Josefo (¡qué manía de juzgar tenemos los humanos, y cómo nos desasosiegan y desconciertan aquellos casos moralmente ambiguos en los que no podemos colocar con precisión la raya de luz y la de sombra!), diría que su deseo posterior de dar testimonio estuvo bien, y que su traición primera estuvo mal. (149; la cursiva es mía)

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Obsérvese el carácter digresivo del aforismo, resaltado aquí por el paréntesis tipográfico con que se señala la interpolación sentenciosa y la desviación momentánea de un asunto concreto –el de Josefo– hacia un territorio abstracto y universal –la manía de juzgar del ser humano y el desconcierto que produce la ambigüedad que combate–.

Tratándose de una obra intermedia entre el ensayo y la prosa narrativa, no debería sorprender la abundancia de aforismos en Laloca, aunque sí es llamativo el hecho de que en la gran mayoría de los casos, los aforismos constituyen un aparte, una digresión en el discurso. Como se da cuenta Pierre Bayard en su estudio de la digresión en Proust, “les passages réflexifs comportent rarement des passages indiscutiblement non digressifs”, es decir, la reflexión general sólo rara vez no constituye una digresión (Bayard 1996: 76). Así, lo general es extraído de lo particular mediante un movimiento digresivo.

Y Montero puede indagar de esa manera digresiva y sentenciosa con más matices y acierto en la figura del escritor. “Todos nos damos cuenta de cuándo nos vendemos”, dice a propósito de Goethe en la frase que cierra el relato del episodio y el capítulo (65). “El escritor, sobre todo el buen escritor, está curiosamente dispuesto a deshonrarse por su obra, si es necesario”, añade, y eso le conduce a reflexionar sobre la narración del destino de Robert Walser y la dignidad que fue perdiendo en sus ojos (85)19. “El éxito angustia”, infiere del caso de Capote (87). “La vanidad del escritor no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad”, añade digresivamente más adelante en otra intercalación aforística (93). “Escribir es flotar en el vacío”, concluye con una sentencia la digresión iniciada por un comentario de Paul Theroux (98), y eso es así en parte porque “la calidad literaria es uno de los valores más subjetivos y más difícilmente mensurables que conozco” (97).

Los aforismos también le permiten a Montero indagar algo más en el género de la novela y en el de su novela en concreto o por implicación. De ese modo aforístico y digresivo nos explica, como ya hemos visto, la dependencia de La loca de otros textos de escritores –“Y Sergio Pitol, de quien he tomado la cita de Faulkner (la cultura es un palimpsesto y todos escribimos sobre lo que otros ya han escrito),añade” (18; el subrayado es mío)–; o el hecho de que una novela se encuentra en un perpetuo estado de transformación cuando se está creando (reflexión que surge al hablar del tiempo de escritura de sus

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novelas) –“Y en el trayecto de esta segunda etapa la historia vuelve a cambiar de modo considerable. Las novelas evolucionan constantemente. Son organismos vivos” (69; la cursiva es mía)–; o que el género mismo de la novela también está en permanente transformación –“es un género vivo y por consiguiente en perpetua evolución” (219; este último pensamiento no aparece en forma de digresión sino como parte de todo un pasaje ensayístico, pero es una excepción).

Luego, hay muchos aforismos que giran en torno al ser humano, no sólo lo paradójico que es (63) o su manía de juzgar (149), sino también la importancia de los hermanos (“creo que el ámbito fraternal es el primer lugar en que te mides como persona” [98-99]) o de la empatía entre los seres humanos (“sin el entendimiento de nosotros mismos y de los demás, sin esa empatía que nos une a los otros, no puede existir ninguna sabiduría, ninguna belleza” [153]). De hecho, esta última sentencia surge digresivamente en el capítulo once en medio del relato de “la lucha de las palabras contra el horror” por parte de Victor Klemperer (uno de los protagonistas de Sefarad, que en La loca se convierte en el modelo de esa lucha [151-159]), e inmediatamente después de unos comentarios sobre su libro LTI, La lengua del Tercer Reich, “una obra que deslumbra, que golpea la cabeza y el corazón, como si Klemperer hubiera sido capaz de rozar esa zona de cegadora luz de la sabiduría total, de la belleza absoluta, del entendimiento. Porque sin el entendimiento de nosotros mismos […]” (152-153). Aquí se puede ver de nuevo cómo la digresión, en este caso aforística, surge de manera en apariencia natural a través de la asociación de ideas; en este caso el entendimiento que Klemperer demuestra en su obra de sí mismo y de “cómo el totalitarismo de Hitler deformó el lenguaje” (152), lleva a Montero a reflexionar sobre la importancia general del entendimiento. Y el aforismo sobre el entendimiento remite también de forma asociativa y consecuente a una reflexión añadida –“Para mí la hambruna de conocimientos tiene mucho que ver con el amor a la vida y a los seres vivos”20–, antes de cambiar de rumbo Montero y retornar al caso concreto de Klemperer –“y Klemperer quería saber, quería intentar explicarse lo inexplicable”– (153). Las páginas sobre Klemperer conducen, por tanto, natural, asociativa y digresivamente a reflexiones sobre el ser humano, como asimismo en ese otro ejemplo:

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Los verdugos sabían lo que hacían; [sic]21 no sólo querían exterminar físicamente a los judíos, antes pretendían robarles el alma. De ahí las humillaciones constantes, los escupitajos, los golpes que tuvieron que soportar Klemperer y su mujer durante años. Para asesinar en masa, primero hace falta despojar en masa a las víctimas de su condición humana, como quien le quita la piel a una naranja.(154; el subrayado es mío)

El pensamiento de la sentencia (en cursiva) que expresa una verdad en apariencia universal se abstrae de la experiencia contada de Klemperer, surge como una esencia o sustancia extraída desde dentro de otra materia que la contiene, como el meollo o la médula de un hueso. De este modo vemos cómo la digresión, en este caso en forma de aforismo, puede suponer un descubrimiento de algo oculto, implica sacar a la luz algo que siempre ha estado ahí pero que simplemente no estaba a la vista; la digresión conlleva un pensamiento que se desvía de un rumbo habitual y que se presta por tanto a descubrimientos o invenciones al apartarse de cauces familiares. Por último, en La loca también surgen aforismos, siempre en forma de digresión, de la índole más variada, desde sentencias graves sobre el tiempo, tal como “el tiempo todo lo tritura, todo lo deforma y todo lo borra” (162), que brota en medio de la contemplación del ansia de posteridad de los escritores; o sobre las dictaduras, “en las dictaduras tú siempre eres culpable y lo que tienes que demostrar es tu inocencia” (246), pensamiento que asoma en la narración de la tercera versión de la aventura con el actor al verse rodeada “Montero” por unos suspicaces policías (“grises”) franquistas; hasta algún aforismo que en esencia es idéntico a unas sentencias de Negra espalda del tiempo, tal como “hay que tener mucho cuidado con la formulación de los deseos, porque a lo peor se cumplen” (248), formulación que aparece como un inciso entre la enunciación del deseo por parte de “Montero” de no querer volver a saber de M. (“No quiero volver a saber de él”) y su cumplimiento (“En efecto, no volví a saber de M.”) y que parece una versión de los siguientes aforismos que observamos en Negra espalda: “Uno debería tener más cuidado con lo que escribe, no sólo por esto sino porque a veces viene y se cumple” y “hay que llevar cuidado con lo que uno inventa y escribe en los libros, porque en ocasiones se cumple” (Marías 1998: 83 y 301); o aforismos del todo triviales (en cursiva mía) –“Una noche estaba en mi habitación estrecha y limpia (todos los hoteles económicos de Alemania tienen unas habitaciones tan estrechas y tan limpias como celdas de monje)

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[…]”–, que, de nuevo, es una interpolación que se manifiesta ortográficamente ya en forma de paréntesis, es decir, es una digresión que ya viene revestida como tal.

4.4.

La digresión también aflora en los procesos de la imaginación, de la imaginación creativa, para ser exacto, es decir, la imaginación del escritor o artista en general. La imaginación es uno de los ejes alrededor del cual se desenrolla la obra. Se la llama “la loca de la casa” precisamente en las palabras de Santa Teresa de Jesús que dan título a la obra.22 Rosa Montero (y “Montero”) nos habla tanto de la imaginación de otros escritores como de la propia, y asimismo expone algunos de los procesos de creación de La loca de la casa. Y lo que se nota es que la imaginación creativa se solapa con la digresión, que, en cierta forma, es digresiva en su esencia, como espero que se trasluzca a lo largo de esta última y más extensa sección del capítulo. La he dividido, por tanto, en las cinco subsecciones que a mi modo de ver forman las piedras angulares sobre las que se asienta la cuestión de la imaginación en La loca: génesis y germinación de la obra; inspiración; imaginación frente a razón; inconsciente; y, por último, locura y creatividad.

4.4.1. Génesis y germinación de la obra

Miriam Allott, en su original recopilación de lo que los escritores han dicho a lo largo de siglos recientes sobre su labor, Novelists on the Novel, apunta en su síntesis de los comentarios recogidos en el libro que la práctica del arte de la novela le ofrece al escritor dos fuentes principales de consolación y deleite: la primera de ellas es la emoción despertada por el proceso de germinación de la obra, cuando la imaginación creativa es fertilizada por la “partícula llevada por el viento” (“the wind-blown particle”); la segunda, la elación del yoinspirador que invade al artista a ratos y le permite redactar algunas partes de la obra (Allott 1959: 118-119). “Estos momentos”, señala Allott, “cuando el novelista experimenta la euforia de un poder fortuito compensan de los largos intervalos de monótono y arduo trabajo, del agotamiento mental y físico de escribir miles de palabras ‘en el mejor orden’” (Allott 1959: 119). Y añade que lo que los

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novelistas nos dicen sobre la germinación de una novela demuestra que la mayoría no puede explicar exactamente lo que ha sucedido (Allott 1959: 119), algo que avalan las declaraciones recogidas en las páginas posteriores de escritores tales como Gustave Flaubert, Henry James, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Herman Melville, George Sand, Guy de Maupassant, Thomas Hardy, Henry Fielding, Charles Dickens, Marcel Proust, Feodor Dostoyevski, Stendhal y Charlotte Brontë, entre otros (Allott 1959: 125-158). El término wind-blown particle lo toma prestado Allott de Henry James, quien en su prólogo a The Spoils of Poynton describe esa diminuta y casual “semilla llevada por el viento” que ha sido el germen de la mayoría de sus historias narradas, una sugerencia suelta (“a stray suggestion”), una palabra errante (“a wandering word”), un vago eco, con cuyo contacto la imaginación se estremece como si fuera picada por algo puntiagudo (James en Allott 1959: 138-139). Joseph Conrad habla de una “anécdota vagabunda” (“a vagrant anecdote”) como el origen de Nostromo (en Allott 1959: 139-141). No me parece en absoluto casual el empleo de palabras que nos remiten a la errabundia o la digresión al describir los procesos de germinación: la digresión, la errabundia, la errancia, forman parte del núcleo de estos procesos, no hay manera más adecuada de aproximarse a ellos.

El caso de Rosa Montero no es distinto, tal como queda patente en La loca de la casa. “Las novelas nacen así, a partir de algo ínfimo”, se confirma en la obra, “surgen de un pequeño grumo imaginario que yo denomino el huevecillo. Este corpúsculo primero puede ser una emoción, o un rostro entrevisto en una calle”, añade Montero antes de pasar a darnos un ejemplo, el del nacimiento de su tercera novela, Tetrataré como a una reina, que se produjo casualmente cuando vio a una mujer en un bar de Sevilla (22). “Otras veces”, apunta más adelante, “cuentos y novelas poseen un origen aun más enigmático. Por ejemplo, hay narraciones que nacen de una frase que de pronto se enciende dentro de tu cabeza sin que siquiera tengas muy claro su sentido” (24). Los ejemplos que da a continuación son los dispares de Kipling y José Ovejero; a éste se le ocurrió una frase inexplicable que dio origen a “una novela que se redactó a sí misma a toda velocidad” (24).

Y también nos habla Montero de sí misma: “A mí también se me iluminó el cerebro en una ocasión con una frase turbia y turbulenta que engendró una novela entera” (25). Este momento de inspiración y

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génesis de la novela Bella y oscura sucedió al final de un largo, errabundo y progresivamente siniestro paseo por Boston. En La locanos dice “Montero” que estuvo acompañada por su hermana Martina; en un artículo de 1997 sobre la creatividad literaria titulado “La creación del mundo”, donde se relata el mismo paseo con el mismo fin, ilustrar la génesis de una novela, Montero dice que estuvo acompañada por su pareja (1997c). En lo que no difieren las versiones es en la descripción de la germinación:

Se me encendió en algún instante dentro de la cabeza una frase candente que parecía haber sido escrita por un rayo, como las leyes que los dioses antiguos grababan con un dedo de fuego sobre las rocas. Esta frase decía: “Hay un momento en que todo viaje se convierte en una pesadilla”; y esas palabras echaron el ancla en mi voluntad y mi memoria y empezaron a obsesionarme, como el estribillo de una canción del que uno no se puede desprender por más que quiera. Hasta el punto de que tuve que escribir toda una novela en torno a esa frase para librarme de ella. (27)

Este huevecillo, sea emoción, rostro o frase, es la partícula siempre trivial, azarosa y misteriosa de la que brota de forma errante una obra. El proceso de gestación puede también ser más largo, nos recuerda Montero (23). Y de todas formas, en su caso, una vez que haya brotado la partícula particular, la novela pasa por un proceso de creación dividido en dos etapas. La primera es la etapa dedicada a desarrollar la historia que se quiere contar en la cabeza y con notas a mano. La segunda etapa comienza “cuando creo tener la novela entera, y conozco hasta el número de capítulos y de qué va a tratar cada uno de ellos”; entonces “llega el momento de sentarse frente al ordenador y comenzar la escritura en sí” (68). Está claro que en este proceso la errabundia creativa de Montero es limitada, si la comparamos con la errancia con brújula de Javier Marías. Montero ejerce un control bastante riguroso sobre su obra y su estructura y contenido, proyectándola con antelación, por lo menos en un principio. En la segunda etapa, la de la escritura, sin embargo, sí se permite entrar en cierto diálogo con su obra y dejarla evolucionar, porque cuando se pone a escribir y a lo largo de la escritura “la historia vuelve a cambiar de modo considerable” (68-69). Así se alimenta el diálogo fértil entre artista y obra en que se convierte la creación, entre sus ideas y su medio, que describe Ehrenzweig (1967: 56-58). Tal parece haber sido también el proceso de creación de Laloca:

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Cuando empecé a idear este libro, pensaba que iba a ser una especie de ensayo sobre la literatura, sobre la narrativa, sobre el oficio del novelista […] Luego, como los libros tienen cada uno su propia vida, sus necesidades y caprichos, la cosa se fue convirtiendo en algo distinto, o más bien se añadió otro tema al proyecto original: no sólo iba a tratar de la literatura, sino también de la imaginación. Y de hecho esta segunda rama se hizo tan poderosa que, de repente, se apoderó del título del libro. La génesis del título de una obra es de lo más enigmático. Si todo marcha bien, el título aparece un día a medio camino del desarrollo del texto; se manifiesta de golpe dentro de tu cabeza, deslumbrante […] y te aclara e ilumina lo que estás haciendo. Te dice cosas sobre tu libro que antes ignorabas […] Pero las cosas no terminaron ahí. (235)

Las cosas no terminaron ahí porque se fueron produciendo más modificaciones a medida que Montero iba avanzando con la escritura, como veremos más adelante, en ese diálogo entre ella y su obra. Se destaca en este párrafo no sólo la génesis espontánea del título del libro sino la vida propia que cobra la obra, su relativa independencia de la voluntad (consciente) del escritor y su desarrollo errabundo, ejemplificado en el caso de La loca por “esta segunda rama que se hizo tan poderosa que, de repente, se apoderó del título del libro”. Es decir, esta segunda rama, el asunto de la imaginación, brota al principio como bifurcación, derivación secundaria del asunto principal, apartamiento, digresión del núcleo troncal del libro cual ensayo sobre la literatura, pero se hace tan rampante esta rama que no sólo llega a competir con la troncal, sino a adueñarse de gran parte del libro y de su título entero y hasta producir sus propias ramas tales como la locura, como veremos más adelante, por no decir que usurpa la troncal en su crecimiento, no por peregrino e imprevisible menos tenaz. “Explicada así la génesis de las novelas”, dice con razón Montero en su ensayo sobre la creación,

el asunto tiene algo de hipnótico y de onírico, como si las historias se impusieran como se impone un sueño y una/uno [sic] no tuviera ningún control sobre esos fantasmas. Algo de eso hay, sin duda alguna, y ésta es una de las razones por las que escribir narrativa es tan fascinante: porque te coloca en un mundo crepuscular, en una suerte de delirio controlado. (Montero 1997c: 308)

Sí, algo de eso hay tanto en la génesis y germinación de la obra, como hemos visto, como en los procesos de inspiración en general, especialmente tal como se esbozan en La loca, en esa “elation of the

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inspirational self” que invade al artista a ratos y le permite redactar partes de la obra, en la formulación de Allott (1959: 118-119).

4.4.2. Inspiración

Estos momentos de inspiración son un deleite para el escritor, dice Allott, y el curso que su imaginación seguirá será impredecible, una vez estimulada (1959: 120). Montero menciona y describe reiteradamente estos momentos de inspiración, momentos como aquéllos en que se manifiesta de golpe el título o la frase escrita “por un rayo”, los momentos de “la gracia ciega” que alumbran el arte (50). “En los momentos de gracia”, apunta, “procuras sobre todo no pensar”, porque la creatividad “es una fuerza que debe fluir tan libre como el agua” (49-50). Esta libertad es un rasgo muy importante de los procesos creativos, como constatamos que lo es también de la escritura errabunda en general, y volveremos sobre ella en el siguiente apartado. Por ahora, conformémonos con hacer hincapié en ella y en lo que dijo Joseph Conrad de ella: “La libertad de la imaginación debería ser el bien más preciado de un novelista” (citado en Allott 1959: 132). Y es importante no limitar esta libertad, entre otras cosas porque no se puede saber a dónde le ha de llevar al escritor en su camino errante. Por ello, estos momentos pueden producir la “sensación […] de que la novela te la está inventando otro, te la está dictando otra, porque tú no sabías que sabías lo que estás escribiendo”, como dice la narradora-escritora en La loca (118). Así se inventan, también en el sentido etimológico de descubrir, cosas que no estaban a la vista. “Hay días en los que te sientes tan inspirada, tan repleta de palabras e imágenes”, anota Montero,

que escribes con una sensación total de ingravidez, escribes como quien sobrevuela el horizonte, sorprendiéndote a ti misma con lo escrito […]. Y no quieres moverte del asiento, no quieres respirar ni parpadear ni mucho menos pensar para que no se rompa ese milagro. Escribir, en esos extraños raptos de ligereza, es como bailar con alguien un vals muy complicado y bailarlo perfecto. (49)

Son estas sensaciones experimentadas en los momentos de inspiración, de mediación ajena o enajenación, de ágil ingravidez, los que le producen a Montero la impresión asociada clásicamente con la inspiración y el trabajo creativo: “A veces tengo la sensación de que el

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autor es una especie de médium” (24). Como se sabe e indica Anthony Percival al comienzo de su lúcido repaso de las dimensiones históricas y literarias de la creatividad (de lo que sucede durante el proceso de creación, de cómo surge la creación), al principio de la historia se relacionaba “con orígines divinos mitológicos, y el modo de expresión humana con estados hipnóticos, arrobamiento místico, enajenación ritual” –que es algo que vemos reflejado en el tratamiento de la imaginación creativa en La loca de la casa y también en los comentarios explícitos de la autora que acabamos de ver–, y el individuo creativo “sirvió a los dioses mediante la visitación de la musa o como intérprete de Dios” en calidad de médium, y Percival cita a Sócrates en el Ión de Platón a este propósito: “‘Estos bellos poemas no son humanos, hechos por el hombre, sino divinos, hechos por Dios, y los poetas no son más que los intérpretes de los dioses’” (Percival 1997: 10). Obviamente, Montero no cree en el soplo divino, pero sí en el misterio de la inspiración representado en La loca por la figura del daimon de Kipling, “su demonio, aunque se trate de uno de esos demonios grecorromanos o védicos que son genios tutelares, espíritus intermediarios de los humanos con el más allá” (50) o los brownies de Robert Louis Stevenson que, según él, le soplaban la historia, soñándola por él, “a menudo manteniendo al propio autor en la ignorancia de hacia dónde se dirigía la historia” (118) subraya Montero. Ambas figuras, daimon y brownies, son emblemas de esa sensación de enajenación, de mediación de una agencia ajena al yo en el proceso.23

En la cita sobre Stevenson se manifiesta otra vez la importancia de disponer de la holgura, la libertad de no saber, ese no saber que a Marías y también a Muñoz Molina y Montero les deja instalarse en la enigmática errabundia de los procesos creativos. “No creo en la existencia de las musas”, hace constar Montero; “pienso que el bisbiseo de la creatividad, el susurro del daimon y de los brownies,siempre te lo ganas a base de esfuerzo” (217). Esto nos recuerda que la inspiración sólo constituye una parte de la labor del escritor que implica asimismo un muy considerable esfuerzo consciente, ya que en la escritura hay mucho artificio producto de la deliberación, mucha “deliberate contrivance”, como la llama Allott (1959: 111).24 Por eso a Montero le aterra la posibilidad de la ausencia de inspiración, “ponerte a escribir y no poder encontrarte con tu daimon”:

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En ocasiones trabajas durante días y días, durante semanas, quizá durante meses, en la aridez de la escritura como oficio, sin conseguir ni siquiera un pequeño zapateado […] En esas épocas amargas te tienes que arrastrar jornada tras jornada hasta el ordenador […] y es en esos momentos cuando sientes que te estás ganando el cielo de la obra terminada, porque desde luego estás atravesando el purgatorio. (51)

Los días inspirados no son la norma. Coincidiendo con Montero, Graham Swift dice que puede haber días y días de labor ardua, cuando la imaginación está amarrada (“tethered”, dice Swift, que significa también “atada”) y el escritor es bien consciente del yo y su esfuerzo solitario; pero también están los días no tan frecuentes de revelación, de “éxtasis”, “cuando el escritor no puede sino reconocer con agradecimiento y asombro: esta cosa es superior a mí” (Swift 1993: 24).

4.4.3. Imaginación frente a razón

Para Rosa Montero, en el oficio del novelista la imaginación es algo mucho más importante que el “torrente de palabras que bulle constantemente en el cerebro del escritor” porque “el escritor siempre está escribiendo” (17).25 Esta importancia, que conforme compone la obra Montero va descubriendo, es la razón por la que la imaginación se apodera de La loca y su título. Es evidente que estos procesos, en particular tal como quedan dibujados en La loca, en especial la génesis y germinación de una obra y la inspiración en general, tienen poco que ver con el pensamiento racional y la razón. En cierta medida y como ya he señalado, según Montero, la imaginación creativa tiene vida propia porque se adueña de la mente del escritor, lo habita como un ente ajeno a él o ella:

Escribir, en fin, es estar habitado por un revoltijo de fantasías, a veces perezosas como las lentas ensoñaciones de una siesta estival, a veces agitadas y enfebrecidas como el delirio de un loco. La cabeza del novelista marcha por sí sola; está poseída por una suerte de compulsión fabuladora. (19)

Así, “las novelas, como los sueños, nacen de un territorio profundo y movedizo que está más allá de las palabras. Y en ese mundo saturnal y subterráneo reina la fantasía” (28). Es interesante notar que para Javier Marías la imaginación creativa es inseparable de las palabras y los vínculos que se establecen, mientras que para Rosa Montero palabras

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e imaginación son dos territorios prácticamente incomunicados. Y la imaginación tampoco tiene nada que ver con la razón, porque “la razón posee una naturaleza pulcra y hacendosa y siempre se esfuerza por llenar de causas y efectos todos los misterios con los que se topa, al contrario de la imaginación […] que es pura desmesura y deslumbrante caos” (27-28). Es más, la razón, el pensamiento racional, obstruyen el trabajo de la imaginación creativa: “El pensamiento racional y la conciencia del yo destrozan la creatividad” (49-50).

Esta idea de la razón que frena el trabajo creativo de la imaginación, de la razón como opuesta a la imaginación, forma parte de las reflexiones principales sobre la imaginación a lo largo de la historia. Un ejemplo notable es el de Sigmund Freud quien habla en La interpretación de los sueños de cómo se puede adoptar la postura mental requerida para admitir ideas que parecen emerger “por su propia cuenta” (“‘freisteigende’ Einfälle”) abandonando la función crítica que normalmente opera contra ellas, porque estos “pensamientos involuntarios” (“ungewollte Gedanken”) desencadenan una resistencia de lo más violenta que pretende prevenir su emergencia; y cita a Schiller para demostrar que la actitud necesaria es idéntica a la exigida en la creación poética (Freud 1991: 110-118). En una carta a un crítico, Schiller destaca la importancia de no permitir que la razón constriña la imaginación en el trabajo creativo, porque la razón no puede juzgar la relevancia de las ideas para el conjunto de la obra, porque estas ideas establecen vínculos que las transforman, haciendo que una idea en apariencia trivial o fantasiosa (que parecerá tal si es observada por aislado) establezca en su asociación con otra igualmente intrascendente o absurda un vínculo muy efectivo para la obra; la razón baja la guardia en el trabajo creativo para dejar entrar pêle-mêle las ideas.26 O, como demuestra Ehrenzweig hablando de música, por ejemplo, las leyes del pensamiento consciente no pueden ayudar a la hora de decidir sobre la fertilidad futura de un motivo –“we have to scan intuitively the complex polyphonic textures into which it will interweave”–; la decisión sobre la fertilidad de un motivo y las complejas redes polifónicas en las que se entrelazará sólo se puede tomar intuitivamente y sin la participación de la razón o el consciente porque sólo de ese modo se puede escrutar el valor del elemento; y “toda estructura artística es esencialmente ‘polifónica’”, asevera Ehrenzweig, porque

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evoluciona no a través de un pensamiento linear sino de forma simultánea y mediante varias ramas superimpuestas. Por lo tanto, la creatividad precisa de un tipo de atención difusa y dispersa que contradiga nuestro habitual pensamiento lógico. (Ehrenzweig 1967: 49 y xii, respectivamente)

En otras palabras, la razón constriñe, ahoga, niega la libertad de la que debe disponer la imaginación creativa en su evolución no lineal sino errabunda, “mediante varias ramas superimpuestas”, y menoscaba así el trabajo creativo, ya que la imaginación creativa “es una fuerza que debe fluir tan libre como el agua y abrir sus propios caminos, sin que en ello intervengan ni el conocimiento ni la voluntad”, como se afirma en La loca (50); “la creación necesita salir de lo más hondo, fluir sin razón y sin trabas desde lo informe”, se observa en otro capítulo (72). La imaginación ha de fluir con libertad, desatada, por mucho que “conseguir que la loca de la casa fluya con total libertad no sea cosa fácil”, porque “el ruido de la propia vida entorpece. Por eso hay que alejarse” (268). O sea, para conquistar esta libertad no sólo hay que resistir la tiranía del pensamiento lógico, racional y lineal sino también la del propio bios.

Conservar la libertad de la imaginación creativa es imprescindible, precisamente porque, como dice Montero, sólo así puede “abrir sus propios caminos”, sean cuales sean estos misteriosos caminos o ramas entrenzados. Y son misteriosos porque nadie ha desentrañado todavía su naturaleza íntima y la mayoría de los escritores mantiene que este misterio no se puede explicar ni se debe escudriñar demasiado. Así, en un libro de colaboraciones de varios escritores británicos editado por Clare Boylan, The Agony and the Ego. The Art and Strategy of Fiction Writing Explained, en el que se indaga precisamente en el arte y las estrategias de la escritura de ficción, los escritores del volumen hablan del misterio, ese elemento de su trabajo que se encuentra “fuera de ellos”, pero al que aspiran o al que se someten voluntariamente, además del inmenso trabajo físico e intelectual que comporta enjaezar sus aptitudes y experiencia creativas a ese elemento a través del cual la imaginación del escritor trasciende su personalidad (Boylan 1993). La imaginación tiene que ser desatada, precisa de una libertad absoluta para moverse a sus anchas, por así decir, y poder explorar difusa y dispersamente, en términos de Ehrenzweig –o sea que de manera errabunda–, la configuración polifónica de la obra. Sólo así, leemos en La loca, libre, desatada, digresiva, la imaginación puede

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sanarnos, hacernos mejores y “vencer a la muerte” (203-204); sólo así “nuestra imaginación […] inviste de belleza lo que toca” (207); sólo así podemos apaciguar nuestra “ansia por salirnos de nosotros y fundirnos con lo absoluto” (207); sólo así se pueden explorar las vidas potenciales y los seres múltiples que uno lleva y es (262-264); sólo así, en efecto, se puede sondear “la multiplicidad de lo real” (264). Y sólo así tenemos la posibilidad de distinguir el mundo en toda su vasta interconexión, de entrever la ballena entera: “La imaginación desbridada es como un rayo en mitad de la noche: abrasa pero ilumina el mundo. Mientras dura ese chispazo deslumbrante intentamos atisbar la totalidad” (197).

4.4.4. Inconsciente

Como habrá quedado patente, el trabajo de la imaginación creativa, tal como se despliega y dibuja en La loca, es en considerable medida inconsciente. Esto se percibe, por ejemplo, en el vocabulario empleado en la descripción de la génesis del libro que ya vimos, en el que “los libros tienen cada uno su propia vida”, en cómo la segunda rama del libro “se hizo tan poderosa que, de repente, se apoderó del título”, en el modo en que el título se manifiesta normalmente –“de golpe”– y, en general, en todo lo que descubre Montero mientras escribe La loca (235-236). Es la razón por la que habla de la sensación de que la novela se la está escribiendo otro; y ese otro, sugiere, “es tu imagen reflejada en el espejo de Alicia, es el revés de ti mismo” (119). En otras palabras, ese otro yo es el inspiring self de Allott (1959), el yo inspirador de historias. “Escribir ficción es sacar a la luz un fragmento muy profundo de tu inconsciente”, dice Montero explícitamente, y pasa a equiparar novelas y sueños: “Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños diurnos que el novelista percibe con los ojos abiertos. Quiero decir que ambas cosas, los sueños y las novelas, surgen del mismo estrato de la conciencia” (117), algo que procede a demostrar hablando de Shelley, Burgess, Coleridge, Kipling y Stevenson. Por eso la imaginación, según Montero, es más importante que las palabras, “porque las novelas, como los sueños, nacen de un territorio profundo y movedizo […] más allá de las palabras. Y en ese mundo subterráneo y saturnal reina la fantasía” (28), aunque esa concepción supone que, como dije antes, este territorio tiene una existencia previa y autónoma, que no depende de

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las palabras para existir, concepción opuesta a la que postula que el único modo que tenemos de aprehender y representar esa realidad subyacente en un principio es a través de las palabras.

Sea como fuere, imaginación creativa y sueños emergen según esa concepción del inconsciente. Cuando se sueña, “ese otro yo onírico está mucho más relacionado con el subconsciente que nosotros”, como indica Montero al hablar de la realidad en que se adentra uno por las noches al soñar (119). Por lo tanto, el impulso creativo también tiene “un carácter inconsciente y autónomo” (50) y ésa es la razón por que, como aconseja Kipling en una cita que Montero reproduce, cuando “el daimon lleve el timón, no tratéis de pensar conscientemente. Id a la deriva, esperad y obedeced” (50-51) –ir a la deriva, o sea, dejarse llevar por las corrientes subterráneas de las fuerzas no conscientes, errar sin rumbo fijo, determinado con antelación, a merced de ellas–. Montero se alinea por consiguiente con la falta de maestría y control consciente que se han asociado desde siempre con la errabundia del trabajo creativo. La descripción de E. M. Forster es quizás la que refleja más fielmente tanto esta concepción tradicional como la monteriana de los aspectos inconscientes de la creación:

¿Y qué decir del estado creativo? En él, el hombre es sacado de sí mismo. Deja bajar, por así decir, un cubo a su subconsciente y hace subir algo que normalmente está fuera de su alcance. Mezcla esa cosa con sus experiencias normales y con esa mezcla crea una obra de arte, sea mala o buena […] y se preguntará después cómo lo hizo. Tal parece ser el proceso creativo. (Forster en Allott 1959: 158)

Esta concepción no ha cambiado en absoluto a lo largo de los siglos, como se pone en evidencia si se comparan, por ejemplo, las declaraciones de escritores recogidas en Allott y las de escritores contemporáneos en Boylan. Así, Charlotte Brontë habla de la frecuente falta de dominio del escritor sobre los procesos creativos y de la vida propia de éstos: “The writer who possesses the creative gift owns something of which he is not always master – something that, at times, strangely wills and works for itself” (Brontë en Allott 1959: 154-155). George Eliot confiesa a J. W. Cross que en la creación de sus mejores textos siempre había habido un no yo que había tomado posesión de ella y que ella simplemente se limitaba a actuar de instrumento para ese poder: “She [George Eliot] told me, in all that

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she considered her best writing, there was a ‘not herself’ which took possession of her, and that she felt her own personality to be merely the instrument through which this spirit, as it were, was acting” (declaraciones de J. W. Cross en Allott 1959: 155). Gustave Flaubert describe esos procesos como una visión pasajera que hay que atrapar y que equivale a una enajenación alucinatoria: “In the poetic vision […] there is joy; it is something that enters into you. It is no less true that you no longer know where you are... This vision often forms itself slowly, bit by bit […] but often again it is as swift and fugitive as hypnotic hallucinations. Something passes in front of your eyes; it is then that you have to fling yourself on to it, avidly” (Flaubert en Allott 1959: 156). Hilary Mantel habla de la falta de premeditación y conciencia de parte del trabajo creativo: “Things have been written without much (apparent) premeditation, […] the writer has performed certain work without being quite conscious of doing it. That is as it should be. It seems to me that a good part of the business of fiction is performed half-consciously, even subconsciously” (Mantel 1993: 38). Y Graham Swift subraya la magia del poder de la imaginación de inventar y de hacernos descubrir verdades que el escritor desconocía (1993: 21-25).

Y Anton Ehrenzweig, a todo lo largo de su minucioso y brillante estudio de la creatividad, no deja de analizar y detallar la importancia del trabajo no consciente en los procesos de creación y las razones de lo detrimental del consciente. Por ejemplo: en el trabajo de creación, “la atención consciente privaría al artista de la estricta disciplina necesaria para dar forma a la estructura total de la obra”; “es necesario nublar el consciente para tomar la decisión apropiada”; o “la percepción desdiferenciada [inconsciente] puede aprehender en un único e íntegro acto de comprensión datos que a la percepción consciente le parecerían incompatibles” (Ehrenzweig 1967: 29, 38, 32). Ehrenzweig apunta que “parece que el arte, casi perversamente, crea tareas que no se pueden dominar por nuestras facultades normales” (Ehrenzweig 1967: 31). Es sugerente, e indicativa de la considerable necesidad de eludir un dominio consciente que impone la labor artística, la definición del arte como una entidad que impone una labor que supera la capacidad normal del individuo y para cuya realización se ha de desviar de ésta recurriendo a una agencia que elude sus aptitudes normales e impone sus propias exigencias.

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Reitero que todo esto no significa que el escritor no trabaje también de manera consciente, ni mucho menos. Lo que sí implica es que hay aspectos del trabajo creativo que sólo se pueden efectuar más allá de los límites impuestos por la consciencia y el pensamiento racional. Un buen ejemplo serían los “fantasmas” de Rosa Montero,

aquellos personajes o detalles o situaciones que persiguen al autor […] a lo largo de todos sus libros. Son imágenes que para el novelista tienen un profundo contenido simbólico, un significado que no entiende […] y se ocultan con tan buena maña entre los pliegues del subconsciente que el escritor a menudo ni siquiera es capaz de saber que los tiene; y así, puede suceder, por ejemplo, que un autor suela meter en sus libros personajes cojos, pero que no se haya dado cuenta de que lo hace. (70)

Resulta que los fantasmas de Montero son los enanos, que solían asomar por tanto en sus novelas de forma inconsciente, y esa “debilidad por los enanos” se da porque Montero cree descubrir que se identifica con ellos a raíz de una vieja foto suya en que ella se parece, dice, a una enana, lo que también explica la cubierta del libro en que se puede ver a una Rosa Montero niña en la foto en cuestión con un vestido rosa sobreimpuesta a una imagen monocroma de enanos (71-77). Esta explicación de Montero no convence a Vargas Llosa quien cree que debe de haber otra (Vargas Llosa 2003). Comoquiera que sea, lo que sí se puede afirmar sin duda es que los fantasmas forman parte de los misterios que rodean la escritura, son “parásitos de la imaginación” (71) que tienen voluntad propia y establecen su propia “dictadura” (70) con la “impetuosidad” de “su carácter tiránico e indomable”; en suma, “hacen lo que quieren” (73).

4.4.5. Locura y creatividad

En el accidentado vagabundeo del proceso de creación de La loca (“esa larga andadura que es la construcción de un texto” [235]), tan pródigo en percances como el paseo por Boston, no sólo brota y crece la rama en un principio secundaria de la imaginación hasta apoderarse de libro y título, sino que de esta rama emerge, a su vez, otra rama: “Un día advertí que no sólo estaba escribiendo sobre la literatura y sobre la imaginación, sino que este libro también trata otro tema fundamental: la locura” (236). De esta manera y de forma simultánea se van creando y trenzando las varias ramas superimpuestas mediante

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las cuales evoluciona la polifonía de la estructura de La loca. Y Montero va descubriendo que esta nueva digresión, bifurcación, no es casual sino una derivación natural, entre otras cosas del propio título, ya que la imaginación no es sólo “esa loca a ratos fascinante y a ratos furiosa que habita en el altillo” con la que el novelista convive (28), no es “la loca” sólo de nombre, sino que “está estrechamente emparentada con lo que llamamos locura” (236). Esto es así porque como hemos estado observando, “la creación necesita salir de lo más hondo, fluir sin razón y sin trabas desde lo informe” (72) y el escritor “intenta explorar lo informe y lo ilimitado, y ese territorio desconocido se parece mucho a la locura” (192).

Locura y creatividad tienen una no por larga menos conflictiva simbiosis desde que Aristóteles se preguntara por la razón por que quienes se han destacado en la filosofía, la política, la poesía o las artes tienen un temperamento atrabiliario (“irascible” o “extravagante” [Seco et alii 1999]), algunos hasta tal punto como para verse afectados por la bilis negra, visión tradicional que comparte en el siglo XVII Robert Burton al describir en su Anatomy of Melancholya los hombres melancólicos como muy inteligentes, de excelente percepción y criterio, sabios e ingeniosos (Burton 2001). La otra tradición dictaba que la locura era producto del desequilibrio de los cuatro humores, de ahí que se temiera también, desde el siglo XVIII, un exceso de imaginación, una imaginación desatada, que podía producir tamaño desequilibrio, y se relacionaba ese temor con el miedo a los peligros asociados con la pasión desmedida; la imaginación se veía como perniciosa para la razón (véase Gregory 1987: 371-373). Repárese en que lo que parecía causar especial preocupación era el exceso de la imaginación y sus efectos, los efectos maléficos, funestos, de la pasión libre, desmedida; lo inquietante, perturbante es su libertad. A partir del siglo XX surgen posturas más moderadas y se ha indagado más en la “fina locura” existente en la creación artística (véase Percival 1997: 12-14).

En La loca la imaginación creativa se asocia con la locura, no sólo porque los dos territorios de lo “informe e ilimitado” se parezcan, sino porque se solapan hasta cierto punto. De hecho, Rosa Montero llega a sugerir que locura equivale a libertad y creatividad total. Todo empieza con la infancia: “De niños, todos estamos locos”, mantiene; “esto es, todos estamos poseídos por una imaginación sin domesticar y vivimos en una zona crepuscular de la realidad en la que todo resulta

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posible” (192-193), entre otras razones porque no sabemos “distinguir bien lo real de lo soñado” (18). No obstante, la educación corrige esa desviación, limitando, reduciendo el mundo enorme vislumbrado por el niño:

El proceso de socialización, lo que llamamos educar, o madurar, o crecer, consiste precisamente en podar las florescencias fantasiosas, en cerrar las puertas del delirio, en amputar nuestra capacidad para soñar despiertos; y ay de aquel que no sepa sellar esa fisura con el otro lado, porque probablemente será considerado un pobre loco (18);

Educar a un niño supone limitar su campo visual, empequeñecer el mundo y darle una forma determinada, para que se adapte a las normas específicas de cada cultura […] De manera que crecer y adquirir la sensatez del ciudadano adulto implica de algún modo dejar de saber cosas y perder esa mirada múltiple, caleidoscópica y libre sobre la vida monumental. (193; el énfasis es del original)

La visión panorámica de la multiplicidad de lo real del niño se borra con la entrada en la edad adulta. Con todo, el escritor dispone del “privilegio de seguir siendo un niño, de poder ser un loco, de mantener el contacto con lo informe” (18), “con el vasto mundo extramuros” (193). Se trata de “un crecimiento abortado” en el caso del escritor, de una “madurez inmadura” consentida por la sociedad (18-19). Lo mismo opina, por cierto, Javier Marías citando a Stevenson en su discurso leído en su recepción pública en la Real Academia Española, al expresar su perplejidad ante la entrada en la Academia de cualquier escritor:

En realidad se me hace difícil entender que admitan a cualquier novelista, es decir, a novelista alguno, ya que, si la contemplamos desde un punto de vista adulto y mínimamente serio, nuestra labor es bastante pueril. Ya la calificó de ese modo uno de los mejores y más influyentes novelistas de la historia, Robert Louis Stevenson, el cual pidió disculpas en uno de sus poemas por dedicar “las horas de su anochecer a esta pueril tarea” y por no haber seguido la tradición de sus antepasados, en su mayoría ingenieros y constructores de faros. “No digáis de mí, que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que huí del mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendimos / para jugar en casa, como un niño, con papel”. (Marías 2009: 15)

Luego Marías y Montero ven su labor como algo infantil, pero que nadie se llame a engaño: no se ha de malinterpretar ese calificativo. Los juegos de los niños son absolutos y puros; el lema del niño en sus juegos es “el arte por el arte”, como explica precisamente Robert

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Louis Stevenson en un ensayo sobre “Child’s Play” (Stevenson 1924: 106-116). Como sabiamente ha señalado Fernando Savater (él a su vez siguiendo la pauta marcada por José Bergamín en La decadencia del analfabetismo [1961]), un descendiente directo de Stevenson en estos asuntos,

el niño nunca juega “para” conseguir algo (hasta que las aclamaciones de los espectadores adultos le pervierten) ni tampoco contrapone el tiempo del juego al tiempo de la necesidad: jugará también a tomarse la aborrecida sopa. Para los niños, el juego es la forma de comprender la vida y también el mejor modo de desatender sus urgencias, desentendiéndose y sobreponiéndose a ellas. Por medio del juego se crea una maqueta manejable y simbólicamente estilizada de nuestras tareas, nuestros deseos y nuestras frustraciones. No sólo es un aprendizaje para la vida, sino una posibilidad de vivir con menos contraindicaciones y con un amable realce poético empeños que en la realidad suponen mayor agobio. En fin, que el juego –para los herederos adultos del ánimo infantil– es el mejor modo de vivir, no el mejor modo de pasar el rato. (Savater 2003: 61-62)27

El escritor, pues, heredero adulto del ánimo infantil, juega en casa, con papel, como un niño, pero adentrándose también de vez en cuando en el mundo extramuros y rozando la locura, según Montero. Por eso sostiene en La loca que el escritor debe resistirse a crecer demasiado y perder la capacidad de fabulación, de fantasía, a hacerse viejo por dentro, debe oponerse al “agostamiento senil de la imaginación”, al “fallecimiento definitivo del niño que llevamos en nuestro interior”, porque “para escribir, conviene seguir siendo niño en alguna parte de ti mismo” (96). Y la imaginación desabrida asemeja a los escritores “más a los niños que a los lunáticos” (18). Con todo, Montero aventura la hipótesis de que la locura fue el estado primigenio del ser humano:

Supongamos que Adán y Eva vivían en la locura, que es la libertad y la creatividad total, la exuberancia imaginativa […] Lo que perdimos al perder el paraíso fue la capacidad de contemplar esa enormidad sin destruirnos […] El castigo divino fue caer en el encierro de nuestro propio yo, en la racionalidad manejable pero empobrecida y efímera. (236)

La locura equivale a “la libertad y creatividad total”, a la fecundidad de la imaginación, y viene emparejada con la mirada que puede abarcar la totalidad del mundo; la racionalidad restringe la libertad de la imaginativa contemplación abarcadora, global. Y la escritura le pone al escritor “en contacto con esa realidad enorme y salvaje que

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está más allá de la cordura” (192)28, una realidad que la propia Rosa Montero confiesa haber divisado no sólo a través de la escritura sino también en algunos ataques o crisis de “efecto túnel” que experimentó en su juventud, viajando así aterrada e involuntariamente por “el lado salvaje de la conciencia”, angustias que le “permitieron atisbar la oscuridad” (185).

El caso del científico John Nash que se relata en el libro sirve para ilustrar esta idea de la estrecha relación entre creatividad y locura. Nash fue un brillante economista y matemático en la década de los cincuenta que a los treinta años fue afligido por un delirio esquizofrénico paranoico y “se convirtió en un loco oficial” durante otros treinta años (194). Montero cita un texto autobiográfico de Nash redactado en 1994 cuando había recuperado una relativa salud mental y normalidad y le fue concedido el premio Nobel: “‘De manera que en estos momentos’”, advierte Nash,

“parece que estoy pensando de nuevo racionalmente, al modo en que lo hacen los científicos […] Sin embargo, esto no es algo que me llene totalmente de alegría, como sucedería en el caso de estar enfermo físicamente y recuperar la salud. Porque la racionalidad de pensamiento impone un límite en el concepto cósmico que la persona tiene”. (195)

La racionalidad limita la visión. Y Montero añade que Nash da el ejemplo de Zaratustra “que puede ser tomado por un lunático por aquellos que no creen en sus enseñanzas; pero fueron precisamente esas enseñanzas, es decir, esa chifladura, lo que le permitió ser Zaratustra, y pasar a la posteridad, y crear una manera de contemplar el misterio del mundo” (195). Los locos, por lo demás, se han considerado por muchos pueblos “como seres iniciados en el secreto del mundo” (237). Es decir, locura y creatividad –entendida en sentido suficientemente amplio como para abarcar también los procesos de creación implicados en el trabajo, las invenciones y los descubrimientos científicos, que es como concibe de la creatividad también Koestler en su deslumbrante libro sobre The Act of Creation(Koestler 1964)– están íntimamente entretejidas. Por eso Nash siguió sintiéndose orgulloso de su locura, “de esa explosión de imaginación sin domeñar que era la llave del universo” (195); la creatividad desenfrenada, la imaginación desatada, es nada menos que la clave del universo, según Montero.

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A través del vehículo de la literatura errabunda, la imaginación desatada nos permite ver el mundo en toda su compleja y normalmente inabarcable interconexión, tal y como se constata en última instancia en La loca de la casa. Imaginación y literatura errabunda iluminan el mundo y posibilitan contemplar la multiplicidad de lo real, “atisbar la totalidad”, “fundirnos con lo absoluto” (207), “entrever la sustancia del mundo” (269), percibir “esa vida total que es demasiado grande para poder manejarla, como la ballena es demasiado grande para poder ser vista por completo” (193). Mediante su cuádruple errabundia y una forma por tanto irregular en su conjunto, La loca busca iluminar, aunque sólo sea por un instante, el misterio y la totalidad del mundo. Esta “visión descomunal y alucinante” se roza en el proceso creativo (237) y en la obra, y por un instante se divisa el mundo en su laberíntica interconexión y el formidable leviatán se desliza sigilosamente delante de nuestros ojos, antes de sumergirse de nuevo en las oscuras aguas circundantes.

Notas

1 De aquí en adelante, todas las referencias a números de páginas remiten a esa primera edición de La loca de la casa, siempre y cuando no se dé una indicación distinta.2 Véanse los trabajos de Alma Amell (1994 y 2006), Javier Escudero (1997b, 1999 y 2005), Vanessa Knights (1999), Haydée Ahumada Peña (1999) y Catherine Davies (1994), entre otros. 3 El aspecto de indagación constante y diversa con cada nueva novela es algo que recalca también Susanna Regazzoni: “È importante sottolineare a questo proposito la capacità di Rosa Montero di ideare ogni volta un romanzo ‘nuovo’, completamente diverso dal precedente, evitando la tentazione di ripetere il meccanismo narrativo di successo garantito” (Regazzoni 1999). La propia autora subraya el aspecto de exploración cuando habla de la escritura “como un largo viaje. Una aventura, porque ese viaje te lleva por territorios desconocidos. Para ser más exactos, por un archipiélago, porque vas saltando de isla en isla. Cada novela es una de esas islas, o más bien una suerte de nebulosa medio vivida y medio soñada que al final se concreta en un peñasco que es la novela en sí; una vez puesto el pie en ese islote firme, das el salto para pasar a la siguiente nube, en la que habitarás durante una temporada” (Montero 1997: 351). 4 De hecho, como subraya la propia Montero, “la novela es un género de madurez”; las novelas que más le gustan “deben de estar escritas pongamos por autores entre los 45 y los 55 años” (Montero 1994: 22). Es el caso de las obras estudiadas de Marías, Muñoz Molina y Montero, publicadas a los 47, 45 y 52 años, respectivamente.

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Literatura y errabundia 258

5 Así y todo, La loca de la casa sí fue premiada con el Gran Premio Qué Leer de los Lectores de 2004 y el Premio Grinzane Cavour de 2005 para literatura extranjera publicada en Italia. 6 También se desarrolla esta idea en algún que otro artículo: en “La primera palabra” la autora afirma que “todos somos narrradores. Y no sólo porque todos los días narramos y convertimos en palabras nuestra propia vida […], sino también porque reescribimos mentalmente las narraciones de los demás y las mejoramos” (Montero 1993b: 88-89). 7 Esto es algo que se hace patente en el libro y que la autora también ha confirmado en entrevistas, como la titulada “Rosa Montero: el juego de las mentiras” en la que declara que la lectura autobiográfica “forma parte del juego del libro. La novela está repleta de trucos literarios” (Montero en López 2003: 48). 8 Véase, por ejemplo, el ensayo de Amell (2006). La propia autora lo ha confirmado en entrevistas (“yo no tengo una hermana melliza como cuento allí” [Montero en Martínez 2003]) o en artículos, como “Sueños” (Montero 1996: 19-20). 9 En este caso sí puede interpretarse como mentira, a diferencia de lo que sucede con una clara novela de ficción, porque La loca parece estar contando cosas sucedidas en la realidad empírica y sí se puede interpretar como algo que no es verdad y que puede engañar, lo que, sin embargo, no se puede hacer con una novela de ficción ya que todo lo que se dice en ella con respecto a la realidad empírica se introduce ya dentro de un claro marco de ficción, de invención, de un estado ontológico explícitamente distinto del de la realidad empírica, y por tanto no puede engañar, no puede constituir una mentira. Por eso me parece por lo general inexacto hablar de “las mentiras de la ficción” o de “la verdad de las mentiras”, como hacen a menudo en sus textos tanto Rosa Montero –en La loca de la casa pero también a menudo en muchos otros textos, como en “Apuntes sobre la ficción y la realidad” (Montero 1992), por ejemplo– como Vargas Llosa, entre otros (éste último hasta en el título de su libro Laverdad de las mentiras). “Los novelistas no mienten, porque no suponen que nosotros creemos que dicen la verdad”, apunta Terry Eagleton (2005: 4). Para una discusión esclarecedora de este tema véase el ensayo de John Searle sobre el estado lógico del discurso ficcional (Searle 1979). 10 Es efectivamente una paráfrasis de lo que Rosa Montero dice en otra entrevista sobre la obra (en Manrique Sabogal 2003). 11 Este concepto de la identidad ya está presente en obras anteriores de Rosa Montero y es una idea que ya está plenamente desarrollada en 1994 y expresada con práctimente las mismas palabras, verbatim, que se emplean en La loca, como confirma la entrevista que le hizo Knights en aquel año, en la que, hablando del juego de la identidad y de la ficción en La hija del caníbal o La función Delta Montero afirma: “Forma parte de la disociación y de la multiplicidad de la identidad. Todos los seres humanos somos muchos […] Los novelistas […] tenemos más clara la percepción de la disociación […] Nosotros creamos la identidad […] La identidad es lo que narramos de nosotros mismos” (Montero en Knights 1999: 273-274). 12 Véanse, por ejemplo, “Fiesta”, “7.000” o “Mi perra no me habla” en la colección La vida desnuda (Montero 1996: 61-62, 65-66 y 170-172, respectivamente). 13 Esta historia ya la cuenta Montero en un artículo titulado “‘Lucy’” (Montero 1996: 153-155). 14 Véase la introducción de Tony Tanner a la edición de Oxford World’s Classics de Moby Dick (Tanner 1998).

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IV. Rosa Montero, La loca de la casa: la ballena atisbada 259

15 La definición es la que cita Fernando Lázaro Carreter en su Diccionario de términos filológicos (1968: 173). 16 Lo advierte también Fernando Valls en su lúcida reseña al hablar de las muchas “frases sentenciosas” del libro (Valls 2004: 76). Se objetará quizás que no puede afirmarse (como acabo de hacer) que el estilo de Montero no le permite expresar y desarrollar pensamientos más complejos si se trata de un estilo sentencioso, a lo cual respondería que un estilo sentencioso no conlleva necesariamente la expresión de ideas complejas. 17 Cuando narra la historia de la chimpancé y no recuerda de dónde procedía le inventa un país de origen (“se llamaba Lucy y no recuerdo bien de dónde era, pongamos que de Kenia” [103; la segunda cursiva es mía]). 18 Sobre otros orígenes de lo que llama “las miserias morales” medita con anterioridad: “Puede que la mayoría de las miserias morales e intelectuales se cometan por eso: por no contradecir las ideas de tus patronos, de tus vecinos, de tus amigos”, reflexión que desemboca en el aforismo ya citado: “Un pensamiento independiente es un lugar solitario y ventoso” (59). 19 Algunas de las afirmaciones aforísticas de Montero, como la presente, me parecen discutibles (no estoy nada seguro, por ejemplo, de que se pueda afirmar sin más que todos los escritores y especialmente los buenos escritores estén dispuestos a deshonrarse por su obra como si se tratara de una característica intrínseca de la persona del escritor), a diferencia de lo que sucede con los aforismos de Marías o de Muñoz Molina que crean un efecto de verdad, un halo de una verdad en un principio o a primera vista aceptable y de validez más o menos universal. Otro ejemplo de un aforismo monteriano cuestionable sería el siguiente: “Tengo la sensación de que el buen escritor sólo sabe escribir bien, de la misma manera que el malo sólo es capaz de escribir mal” (84). Este aforismo me parece un claro ejemplo del maniqueísmo o esquematismo de algunas de las ideas de Montero, aunque me apresuro a añadir que tampoco abundan tales aforismos cuestionables. 20 Ésta es otra afirmación que me parece cuestionable por esquemática, entre otras razones porque el afán de conocimientos también está muy extendido entre los misántropos.21 Donde aparece el punto y coma en el texto de Montero deberían haberse empleado los dos puntos (la proposición que sigue es una explicación de la proposición anterior). 22 Por cierto, en una entrevista publicada en octubre de 2002 la escritora se mostró tan contenta con este título de la obra que por aquel entonces estaba escribiendo, un libro descrito por Izquierdo precisamente como “híbrido entre la ficción y el ensayo sobre la creatividad”, que se negó a revelarlo (Izquierdo 2002: 97). 23 Como hemos constatado ya, el sentimiento de enajenación es una de las razones principales por que Rosa Montero compara la pasión amorosa con la escritura; “escribir novelas es lo más parecido que he encontrado a enamorarme (o más bien lo único parecido)”, dice, porque “mientras escribes una novela vives en el mismo estado de deliciosa enajenación” (que “cuando estás sumido en una pasión” [12]); y en los momentos de gracia uno se siente eterno, como cuando está enamorado (13). 24 “Un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de perspiración” según un dicho vulgar inglés. 25 Esto recuerda la idea de las “cabezas llenas” de los escritores expuesta por Javier Marías (discutida en la cuarta sección del Capítulo II), una anomalía que padecen

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todos los escritores, al tener sus cabezas llenas tanto de palabras como de vínculos o asociaciones entrevistos, lo que conduce a un trastorno temporal y relacionado a un estilo digresivo y a la errabundia de la narración (“Cabezas llenas”, en Marías 1993: 249-263).26 “‘Der Grund deiner Klage liegt, wie mir scheint, in dem Zwange, den dein Verstand deiner Imagination auflegt. Ich muss hier einen Gedanken hinwerfen und ihn durch ein Gleichnis versinnlichen. Es scheint nicht gut und dem Schöpfungswerke der Seele nachteilig zu sein, wenn der Verstand die zuströmenden Ideen, gleichsam and den Toren schon, zu scharf mustert. Eine Idee kann, isoliert betrachtet, sehr unbeträchtlich und sehr abenteuerlich sein, aber vielleicht wird sie durch eine, die nach ihr kommt, wichtig, vielleicht kann sie in einer gewissen Verbindung mit anderen, die vielleicht ebenso abgeschmackt scheinen, ein sehr zweckmässiges Glied abgeben: – Alles das kann der Verstand nicht beurteilen, wenn er sie nicht so lange festhält, bis er sie in Verbindung mit diesen anderen angeschaut hat. Bei einem schöpferischen Kopfe hingegen, deucht mir, hat der Verstand seine Wache von den Toren zurückgezogen, die Ideen stürzen pêle-mêle herein, und alsdann erst übersieht und mustert er den grossen Haufen’” (Schiller citado por Freud 1991: 117). 27 Véase también lo que dice a este propósito Claudio Magris, que coincide con Savater (y Stevenson) (Magris 2001: 311-317). 28 Y puede, por tanto y paradójicamente, también “funcionar a modo de dique de las derivas psíquicas” (192).

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V. La libertad de la novela

La digresión no es una técnica narrativa limitada a una tradición marginal de experimentación antinovelística (Fielding, Sterne, Flaubert, Sarraute, etcétera), sino que constituye un recurso vital para cualquier narración, como bien afirma Olivia Santovetti (2007: 14). La a todos visos creciente presencia de la digresión en la prosa narrativa europea contemporánea, y también la creciente identificación y reconocimiento de esta presencia, en todas sus vertientes, tanto en la reciente prosa como en la anterior, son fenómenos en auge, avalados también por toda una serie de libros publicados en los últimos años sobre la digresión en la literatura, con el pionero Loiterature de Ross Chambers de 1999 a la cabeza: Pierre Bayard, Le Hors-sujet. Proust et la digression (1996); Will McMorran, The Inn and the Traveller: Digressive Topographies in The Early Modern European Novel (2002); Anne Cotterill, DigressiveVoices in Early Modern English Literature (2004); VV.AA., La novela digresiva en España. XII Simposio Internacional sobre Narrativa Hispánica Contemporánea (2005); Olivia Santovetti, Digression: A Narrative Strategy in the Italian Novel (2007); y Alexis Grohmann y Caragh Wells (eds.), Digressions in European Literature. From Cervantes to Sebald (2011).1

Y esta presencia de la digresión y su identificación atestiguan no sólo cierto florecimiento de algo que es en realidad mucho más que un mero recurso, sino asimismo el hecho de que la digresión ha pasado a ocupar el centro en muchos casos, ha pasado a primer plano, después de cientos de años de vida en apariencia apartada, a un borde del discurso narrativo y del enfoque crítico o teórico –con las excepciones de rigor (Jacques le fataliste, el Quijote, Persiles y Sigismunda, Moby-Dick; or, The Whale, A la recherche du temps perdu o DerSpaziergang)–, borde desde el cual la digresión sí ha bordeado el centro y lo ha abordado también a menudo, acercándose a él para entablar bien diálogo, bien combate por las riendas del relato (es un

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margen que la digresión sigue ocupando todavía en su sentido estricto entre las figuras retóricas).2

Las obras comprometidamente errabundas estudiadas en este libro sirven como muestra representativa de los cuantiosos –a veces tan desmedidos como inmensurables– e intrincados niveles de digresión característicos de mucha más prosa narrativa contemporánea, tal como, notablemente, la de Enrique Vila-Matas, W. G. Sebald o Claudio Magris, por citar a autores no propiamente estudiados pero que han estado presentes en los imprescindibles intersticios del libro. En todas narraciones en prosa de esta índole, la digresión no es un recurso: se perfila como una verdadera Weltanschauung, una manera de contemplar el mundo. Asimismo, ponen en evidencia la renovación del género de la novela que se efectúa mediante su errabundia, su porosidad o errancia genérica3, su divagación argumental o falta de trama, su digresividad estilística y la errabundia de los procesos de creación, además del disperso y heterogéneo material con el que se trabaja. Es una literatura promiscua, que como la música de acordespromiscuos de Debussy y otros, nos parece decir que cualquier material, provenga de donde provenga, puede acompañarse por cualquier otro material con tal de que su combinación produzca o se efectúe a través de un parentesco viable. La propia heterogeneidad de muchos de los materiales con los que trabajan los escritores no sólo propicia la errabundia, porque el material heterogéneo obliga al escritor a hacer cosas que no ha hecho antes y a desviarse por tanto de un camino transitado con anterioridad, sino que obliga a la mente del escritor a establecer vínculos, crear nuevas asociaciones entre esos materiales y las cosas del mundo en general y, en última instancia, le conduce naturalmente a intentar atisbar o abarcar la totalidad del mundo.

Y si hay un género en que se podrían adscribir todas esas obras con poca dificultad y, de hecho, se inscriben explícitamente muchas de ellas, sería y es precisamente el de la novela. Y al incluirse de un modo u otro en el género novelesco, lo ensanchan y renuevan, como hemos visto, principalmente mediante los recursos que aporta la digresión entendida en sentido amplio, haciendo uso por medio de ella de una libertad prácticamente incondicional que siempre ha estado latente en el seno del género de la novela y que ha brotado en las obras de los escritores que menos la han restringido. De ese modo llegan incluso a conquistar nuevos terrenos o parcelas para la novela,

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V. La libertad de la novela 263

entre los más conspicuos, los de la realidad en apariencia empírica, que es otra tendencia concomitante de tales obras y uno de los más llamativos fenómenos que se pueden observar en la prosa narrativa europea de los últimos años.

5.1. Interconexión o la totalidad

No sería muy atrevido afirmar que la literatura eminentemente digresiva está más en sintonía con la complejidad de las cosas del mundo y la maraña de relaciones que las une. Porque una de sus características principales, fruto ante todo de los cuatro niveles principales de digresividad discutidos, es que tiende a lo que he llamado la interconexión. La naturalidad, espontaneidad y libertad aparentes de la errabundia favorecen los procesos de asociación de elementos, de tener presente el pasado y recordar a los muertos, de cruzar con amenidad las fronteras de los géneros o de inventar y descubrir mundos y tiempos existentes o pasados, inadvertidos, sepultados o hasta inexistentes, pero todos yacentes en cierto modo bajo nuestra realidad empírica, su negra espalda, y vistos en su interrelación con ella. Y, en última instancia, permiten vislumbrar la interconexión de todo, el hecho de que todo lo que se da tanto en el mundo de la obra (entre todo el cuantioso material heterogéneo con el que se trabaja y que se asocia) como, por implicación y extensión, fuera de ella, en el de la realidad empírica, está asociado de alguna u otra manera en la red de nexos, la malla de ramificaciones y estribaciones múltiples, de la obra digresiva, vínculos todos que, si bien no se hacen efectivos en todos y cada uno de los casos, son por lo menos sugeridos por la forma digresiva y asociativa de la obra y se dan potencialmente ad infinitum –esto es lo que sugiere la forma no redondeada y abierta de la obra errabunda–.

Ese efecto de interconexión de los textos errabundos conforma una Weltanschauung de un mundo consistente en un tejido de correspondencias y parentescos. Sacrificando a veces cierta coherencia en aras de la digresión asociativa, este tipo de escritura propende a estar en armonía con la azarosa diversidad del mundo, aunque no sea algo que necesariamente pretenda –es más bien el efecto de este tipo de escritura–, porque cualquier elemento se puede ver conectado en una multiplicidad de correspondencias con una totalidad inmensurable.4 El tapiz digresivo es una manifestación

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visible de la red de interconexiones subyacente entrelazando las cosas de este mundo; todo está relacionado con todo lo demás, de algún modo u otro. Hablando de la digresión en la Recherche de Proust, Pierre Bayard sostiene que el potencial de la digresión surge principalmente “d’une esthétique visant à construire, au-delà du récit d’une vie, l’ensemble d’une interprétation du monde” (es decir, de una estética dirigida a construir, más allá del relato de una vida, la totalidad de una interpretación del mundo [Bayard 1996: 43]). La multiplicidad de lo real, añade, está condensada en Proust en algunos grandes momentos significativos que se someten a un desarrollo considerable y son, por tanto, inmensamente dilatados (Bayard 1996: 43). La estética que informa Negra espalda del tiempo, Sefarad y La loca de la casa,además de varias otras obras comprometidamente errabundas y encaminadas en apariencia a contar la realidad de algún modo, es afín a la proustiana, ya que todos sus elementos se ven entretejidos en una red que tiende hacia la totalidad.

En su contribución al simposio sobre La novela digresiva en España celebrado en 2004 (y cuyas actas se publicaron con el título homónimo el año después), Gonzalo Sobejano habla de otra metanovela errabunda, Los verdes de mayo de Luis Goytisolo, en la que “la aventura de escribir ocupa el centro de la novela”, y de cómo “su forma biográfica […] queda soterrada bajo un discurso pródigo que […] testimonia el propósito de revelar la totalidad de un mundo” (Sobejano 2005: 13-15). Hablando de la corriente errabunda en la literatura actual, ya hemos visto que Vila-Matas afirma que esta tendencia “parece estar diciendo que, puesto que la vida es un tejido continuo, una novela puede ser construida como un tapiz que se dispara en muchas direcciones” (2002: 15). Su propio Dietariovoluble es un tapiz tal, una obra que es mucho más que un mero diario, una narración en prosa tan digresiva como las obras errabundas que consideramos aquí, loiterature o novela errabunda sin más, un tapiz que, como los de Marías, Muñoz Molina y Montero, tiende hacia una multiplicidad en potencia infinita y mediante cuya errabundia Vila-Matas busca “ese estilo que llega al fondo de las cosas, ese estilo que contiene las desdichadas formas de la individualidad, de la libertad, de la independencia, acaso también de la maestría”, como se dice en uno de sus muchos pasajes metaliterarios (Vila-Matas 2008: 55) –como las obras errabundas que hemos estudiado, la aventura de

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V. La libertad de la novela 265

escribir es uno de sus temas–, y a través del cual Vila-Matas aspira nada menos que “a comentar la totalidad del mundo, empresa imposible que queda en fragmentos” (Vila-Matas en Montaño Garfias 2008). Aunque no lo confirmen explícitamente los propios autores en los casos estudiados, sus obras parecen aspirar a lo mismo. Puede que incluso no sean conscientes de ello; la aspiración a abarcar la totalidad es un efecto de la literatura digresiva. Es más, la totalidad hacia la que tienden todas esas obras errabundas acaba por conferirles a menudo una naturaleza casi enciclopédica, ya que pocos son los temas que no se abordan en ellas.5

5.2. Realismo

La interconexión, la tendencia hacia la totalidad y la aparente naturalidad de la literatura errabunda –y naturalidad se ha de entender como la forma que asume “lo natural” dentro de las restricciones culturales (Chambers 1999: 31-32) y en cuanto producto del artificio que es la escritura– son las razones por las que se ha sostenido que este tipo de escritura está dedicado a registrar respetuosamente lo real, que es lo que dijo Susan Sontag refiriéndose a una de las narraciones ejemplarmente errabundas de Sebald (en Sebald 1999: ii). La literatura errabunda es digresiva por respeto a la realidad, como ya indiqué que dice metanarrativamente Claudio Magris en su Microcosmi, “tiene la coherencia de la fragmentariedad, no finge una conclusión y se interrumpe en obsequio a la realidad, una realidad sin fin e inconclusa” (Magris 1997: 33). Es una literatura que, a pesar de manifestar la imposibilidad de reproducir la realidad las más de las veces, sí refleja la coherencia de la experiencia y está en mayor armonía con el entramado de las cosas del mundo y la multiplicidad de parentescos, las enredadas, sutiles, azarosas y complejas relaciones que vinculan los sucesos, las cosas y la gente del mundo.6

Por lo tanto, no sería atrevido hablar en este contexto de una nueva forma de realismo literario, aunque involuntario en muchos casos, un realismo que es más bien un efecto de la escritura errabunda que produce un efecto de lo real y un efecto de verdad. (Huelga decir que ni siquiera una literatura sumamente errabunda sería jamás capaz de representar la realidad del todo). Según Matthew Beaumont, el realismo se puede esbozar como

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the assumption that it is possible, through the act of representation, in one semiotic code or another, to provide cognitive as well as imaginative access to a material, historical reality that, though irreducibly mediated by human consciousness, and of course by language, is nonetheless independent of it. (Beaumont 2007: 2)

Si el realismo es, por tanto, esta suposición de que existe la posibilidad de lograr un acceso cognitivo e imaginativo a una realidad histórica que, aunque mediada por la consciencia humana y el lenguaje, es, no obstante, independiente de ellos, entonces se puede afirmar que la literatura errabunda constituye una suerte de realismo. En su manifiesto del nouveau roman de los años 50, Alain Robbe-Grillet argumentó que toda nueva literatura es una nueva forma de realismo, una nueva manera de imaginar la realidad (Robbe-Grillet 1972). En un proceso constante y repetido, los estilos de representación simpre han de cambiar, como explica Rachel Bowlby, parafraseando a Robbe-Grillet, en su prefacio a un reciente libro de ensayos sobre el realismo (Bowlby 2007). Y esto ha de ocurrir porque cualquier forma se estanca y se vuelve convencional una vez establecida y normalizada; porque el mundo también cambia y con él han de transformarse las herramientas para contarlo; y porque nuevos realismos crean nuevas maneras de ver la realidad (Bowlby 2007: xv-xvi; Robbe-Grillet 1972: 171-183). Se podría decir que, como la importancia de la ciencia que, según el físico, premio Nobel, Sir Lawrence Bragg no reside tanto en el descubrimiento de hechos, sino en el descubrimiento de nuevas maneras de pensar sobre los hechos (1951), lo significativo de la literatura no reside tanto en el descubrimiento de nuevas tramas o historias que contar, cuanto en nuevas maneras de ver o imaginar lo (pre)existente o la realidad. Por lo tanto, para los partidarios de la creencia de que ya es hora de que el realismo vuelva a colocarse en pleno centro del marco crítico, como Bowlby (2007: xviii), la literatura errabunda es indudablemente una de las mejores maneras de lograrlo; constituye un estilo de representación renovado en el panorama de la novela europea. Su realismo es un efecto de su errabundia que tiende a tejer su inmensa y potencialmente infinita red de forma natural.

Y digo natural aquí también porque parece que nuestro modo de pensar natural, no regimentado, ordenado ni cohibido, el modo natural de la operación de la mente del hombre, es a todos los efectos digresivo, como se habrá podido desprender ya en los capítulos

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anteriores al seguir en la detallada lectura de las tres obras el modo en que se producen las asociaciones de ideas, cómo una cosa trae otra, y como también observé en el primer capítulo. El propio Proust lo confirmó a través de su narrador Marcel, quien explica en Sodome et Gomorrhe que el curso habitual que sigue la mente humana es digresivo (“l’esprit, suivant son cours habituel qui s’avance par digressions”; Proust, citado por Suleiman 1977: 458). Pierre Bayard explica “que ciertas obras, como la de Proust, están compuestas de modo que refuerzan profundamente el mecanismo asociativo”, mecanismo al que, por lo demás, propende el ser humano, según Bayard; “parece razonable plantear la hipótesis que la tendencia natural de la mente humana es la de crear vínculos” (Bayard 1996: 124; la cursiva es del original), algo que recuerda la facultad asociativa exacerbada, la capacidad hipertrofiada del escritor “para ver la relación entre todas las cosas, para no ver nada fuera del extenso tejido que es el mundo”, que lo abarca y asocia todo lo que se da en el mundo, y el mundo es visto así como una gran cadena del ser, tal como la describe Marías (Marías 1993: 261).7 El movimiento digresivo de la mente, ese ir a la deriva asociativo, forma parte de las “motivaciones primitivas” del ser humano, como demuestra Koestler (1964) y como ya afirmé en el Capítulo I. Como se recordará, Koestler advierte que cuando empieza a decaer nuestra concentración y es relevada por motivaciones primitivas, el pensar se desplaza de una matriz a otra cada vez que una idea proporciona un vínculo a un contexto más atractivo; este proceso cognitivo forma parte de nuestras “matrices de procesos cognitivos preferidos” que normalmente son bloqueadas por niveles cognitivos menos primitivos y más conscientes (Koestler 1964: 178 y 645-646). Por lo demás, gran parte de nuestro cansancio mental, como observó James Clerk Maxwell, “se produce muy a menudo no a raíz de aquel esfuerzo mental a través del cual conseguimos el dominio sobre una materia sino a causa del que se invierte en recoger nuestros pensamientos errantes” (citado por Koestler 1964: 645). Por consiguiente, parece ser que nuestra condición cognitiva natural y primitiva es el pensamiento errabundo, esos procesos mentales digresivos. Y el acto creativo consiste en una asociación, una nueva síntesis de matrices de pensamiento antes no conectadas; una síntesis que se lleva a cabo a través del pensarapartado (“thinking aside”). Y es en virtud de estar libre de limitaciones que ese modo de pensar puede ser provechoso para la

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persona creativa (Koestler 1964: 178-189); “‘pour inventer il fau penser à côté’”, mantiene Sourieau (citado por Koestler 1964: 145). Las obras errabundas refuerzan la tendencia digresiva natural de la mente al no constreñir en demasía la labor mediante estructuras o normas y liberando la escritura de ataduras, o sea, desatándola (por hacerme eco del acertado título del libro de José-Carlos Mainer, Laescritura desatada).

Quizás también por reflejar y dar forma a ese pensamiento digresivo natural del ser humano, las obras errabundas “son mucho más fieles a la verdad que cualquier poco novela ‘normal’ y naturalista y realista”, como sugiere Rodrigo Fresán en unas divagaciones sobre novelas digresivas (2005: 25).8 En la Weltanschauung que conforman esas obras, las cosas menores, lo trivial, son tan importantes como el elemento en apariencia significativo, a veces más, y las cosas se yuxtaponen asociativamente y de forma en apariencia casual y reflejan un universo lleno de objetos y entrecruzamientos azarosos, un mundo gobernado en última instancia no por un orden comprensible sino por una contingencia turbadora, permitiéndonos así vislumbrar la desconcertante, casualmente interrelacionada serie de elementos que compone la azarosa multiplicidad del mundo. Crean una compleja y heterogénea diversidad de asociaciones que conforma un tejido mucho más intrincado que cualquier obra menos digresiva, un lienzo que refleja de manera más fiel –por ilusoria que siga siendo una fiel representación– nuestra laberíntica realidad empírica, sus plurales y paradójicas verdades enredadas, representando así la quintaesencia del irresoluble enigma del mundo y de la existencia humana.9

5.3. La muerte del autor

Se habrá puesto en evidencia, asimismo, que las obras errabundas no están estructuradas mediante una trama, ni siquiera mediante la acción o sucesos; no hay tal unidad. Las asociaciones son digresivas, los relatos, compuestos no por una sucesión cronológica, ni siquiera lógica en todos los casos, ni causal. La única unión que puede haber es la que les confiere la narración de cómo un narrador percibe, cómo su mente contempla y experimenta y construye el mundo, por parafrasear lo que se ha dicho del tratamiento del tiempo en Proust (véanse, por ejemplo, Frank [1988] y Genette [1988]). El estilo, la forma digresiva

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de las narraciones son plasmaciones del pensamiento en acción, como ya observé en el caso de Marías, reflejan las adaptaciones de la forma a las emergencias emergentes en el movimiento errante de la mente creativa que contempla el mundo. Y si el estilo es altamente digresivo y complejo, lo es porque el mundo contemplado es complejo. La forma del estilo responde a la enredada multiplicidad del mundo, a la manera en que este mundo es visto.

Los narradores despliegan una escritura cuya forma es el resultado de una visión particular (de narradores y autores) y no de mera técnica, como remarcó el propio Proust sobre su estilo. El estilo digresivo de las obras en cuestión nos sumerge en una mente que contempla el mundo en toda su complejidad. Como dijo Leo Spitzer de Proust, “ces phrases complexes, que le lecteur doit démêler, […] reflètent l’univers complexe que Proust contemple. Rien n’est simple dans le monde et rien n’est simple dans le style de Proust” (Spitzer 1970: 398). Nada es sencillo en el universo contemplado, y la frase y estilo digresivos reflejan esta complejidad o, para ser exacto, reflejan la consciencia que contempla esta complejidad. Los meandros de la escritura son una consecuencia directa no sólo de la enmarañada multiplicidad de las cosas observadas sino también de la red de interconexiones percibidas en todas partes por una mente, por una mirada, que asocia y disocia, acerca y distancia, relaciona y ordena. Así, el estilo digresivo ordena en cierta manera el caos observado, y lo ordena porque pensamiento y escritura son asociativos, porque trazan las infinitas relaciones que vinculan las cosas de este mundo, trazan las laberínticas interconexiones del mundo vistas. Y “ver” significa en gran medida “crear”. Como advierte Pierre Bayard, el potencial de la digresión resulta en una proporción determinante de una estética que tiene como objetivo la totalidad de una interpretación del mundo. Lasdigresiones son, pues, como apunta Susan Suleiman partiendo de Laurence Sterne y Proust, un emblema de lo que es sin duda el verdadero tema de toda obra eminentemente moderna: “El movimiento irregular de una mente individual en su esfuerzo por hacer inteligible –por narrar– su historia” (Suleiman 1977: 462), dejando de lado lo que se entienda por historia. Y si el movimiento de la mente es irregular, la prosa también lo ha de ser por fuerza, y la forma que toma esa irregularidad es la de la digresión.

Así, narrador, autor y su mente pasan a primer plano; pero, a la vez, van desapareciendo. Si la única manera de contar lo acontecido

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en la realidad empírica es inventándolo10, entonces no puede haber identidad entre autor y narrador, y esa identidad es también puesta en tela de juicio en todas las obras errabundas, y se torna juego, escondite ontológico. Por eso, José María Pozuelo Yvancos habla de figuraciones del yo en el caso de los narradores de tamañas obras (Pozuelo Yvancos 2010). “Ya no sé si somos uno o si somos dos, al menos mientras escribo. Ahora sé que de esos dos posibles tendría uno que ser ficticio”, se afirma en el penúltimo párrafo de Negraespalda del tiempo (Marías 1998: 404). Ese desdoblamiento recuerda asimismo al Otro-además-de-mí en que, en un artículo titulado “Quien escribe”, Marías dice que se convierte su narrador de Todas las almas:“Quien no es Nadie y sin embargo se me parece”, identidad (o no identidad) que compartirán todos sus narradores a partir de esa novela, en mayor o menor medida, e incluyendo al de la falsa novela de Negra espalda, principalmente porque autor y narrador compartirán el mismo estilo de discurso a partir de ella (Marías 1993: 83-90). Y el errante narrador de la novela de novelas Sefarad tampoco es Nadie pero se parece a Muñoz Molina, como lo es también la narradora de la falsa autobiografía o autobiografía-ficción La loca de la casa en relación con Rosa Montero. Todos son figuraciones del yo.

Puede que los escondites ontológicos obedezcan asimismo al designio de usurpar parte del territorio de la realidad con ficciones.11

Sea como fuere, si, según de Man, el yo autobiográfico sólo forma parte de una figura retórica que es exclusivamente efecto y propiedad del discurso, si, como insiste Barthes, la presencia del autor empírico sólo es espejismo y efecto de la escritura (como por cierto nos recuerdan también algunos de los propios narradores errabundos, tales como Marías en su primer y capital capítulo de Negra espalda), si el yo no nos remite a nada fuera del texto puesto que en el lenguaje sólo hay sujetos gramaticales y no personas, y la escritura es el espacio oblicuo en que la identidad del que escribe es lo primero en esfumarse y su voz lo primero en perder su origen, dado que el que habla es el lenguaje, no el autor (Barthes 1988), entonces lo que atestiguan las obras errabundas es la muerte del autor. Como Proust, que, en vez de poner su vida en su obra, hizo de su vida una obra para la cual su propio libro era el modelo y así el yo narrador de la Recherche nunca puede ser más que un mystérieux Moi (Spitzer 1970: 461), y que así inventa una escritura de la no maestría, consistente exclusivamente en digresiones, de una movilidad que hace imposible la síntesis y donde

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el sujeto está en todas partes y en ninguna parte (Bayard 1996: 180-183), los narradores de Negra espalda, Sefarad y La loca, y varias otras obras, como las de Sebald o Vila-Matas (cuyos yo tienen un ansia especialmente marcada por desaparecer, disolverse), a las que sólo he aludido, a la vez que juegan por un lado a un cache-cacheproustiano con sus narradores-Nadie que se parecen a sus autores, no son, por otro, simplemente más que personas que quizás llevan el nombre del autor y que relatan y dicen “yo” –“Un monsieur qui raconte et qui dit: je”, es como describe Proust a la (primera) persona que narra la Recherche (citado en Spitzer 1970: 451)–, y hacendesaparecer al autor real a través de una escritura sumamente digresiva.

5.4. Abseits

“‘Relatar lo ocurrido’ es inconcebible y vano, o bien es sólo posible como invención”, explica el narrador de Negra espalda antes de añadir: “Y sin embargo voy a alinearme aquí con los que han pretendido hacer eso alguna vez o han simulado lograrlo” (Marías 1998: 10-11). Ésta es la paradoja que gobierna toda literatura errabunda que parece contar lo real, incluso si sólo simula lograrlo. Pero puede que hasta la mera simulación –es decir, la ficción– de representación de lo real no sólo produzca un efecto de verdad y derealidad, sino que también nos conduzca al territorio donde éstas se puedan hallar. En Austerlitz de Sebald, Austerlitz le relata al misterioso narrador en un momento determinado la idea de su profesor André Hilary (que ya cité en el Capítulo I) sobre la reproducción de la realidad y la verdad humanas:

Pretendemos reproducir la realidad, pero cuanto más empeñosamente nos esforzamos por lograrlo, tanto más se nos impone lo prefabricado desde siempre en el Teatro de la Historia […] Nuestra preocupación por la Historia, según la tesis de Hilary, es una preocupación por imágenes siempre ya prefabricadas y grabadas en el interior de nuestras cabezas, imágenes en las que tenemos clavada nuestra mirada, mientras que la verdad se halla en alguna otra parte, en un aparte [Abseits] todavía no descubierto por nadie.12

¿Qué escritura más capaz de aventurarse en ese territorio aparte, en ese Abseits donde se halla la realidad y la verdad, que la libre prosa

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errabunda, la literatura o novela digresiva, la escritura del aparte por excelencia?

Notas

1 Con todo, el estudio más completo sobre la digresión es probablemente el de Randa Sabry (Stratégies discursives. Digression, transition, suspens, 1992). Y un año antes se publicó el libro de John Lennard sobre el uso del paréntesis en verso (But I Digress: The Exploitation of Parentheses in English Printed Verse).2 Para Rodrigo Fresán es un enigma “por qué la novela española nace tan digresiva [con el Quijote], se vuelve tan poco digresiva y recién en los últimos tiempos parece volver a arriesgarse a la extática perversión de lo polimorfo” (Fresán 2005: 23). 3 La porosidad es, por cierto, una de sus características principales, porosidad de las fronteras entre los géneros, pero también entre realidades presentes y pasadas, y entre vivos y muertos, y es resultado directo de su errabundia. 4 “For this is writing that, instead of making sense, is content, at the price of its own cohesiveness, to be at one with the diversity of the world”, dice Chambers de una obra de Paul Auster (Chambers 1999: 110). 5 Es lo que afirma Pierre Bayard de la Recherche (1996: 81); la naturaleza enciclopédica es una de las características de la literatura digresiva, también según Chambers (1999). 6 Por ello, el estilo digresivo de tales obras errabundas, siempre dispuesto a interrumpirse, episódico, a la deriva y siguiendo vaivenes asociativos, organizado según relaciones de parecido y contigüidad, es un estilo, sostiene Chambers, que parece “ de alguna forma ‘natural’, o más natural que el argumento disciplinado o las narraciones estrechamente controladas a las que, no obstante, tanto nos enganchamos” (Chambers 1999: 31). 7 La errabundia se solapa con la creatividad, como hemos podido observar a lo largo del libro; no en balde se asocia en psicología el pensamiento divergente(“divergent thinking”) –caracterizado por un proceso de desplazamiento hacia varias direcciones, la divergencia de ideas para englobar una variedad de aspectos relacionados– directamente con la creatividad por su fecundidad de invención. 8 “Y así”, añade, “la novela digresiva –a diferencia de lo que sucede con la novela sin circunloquios– se arriesga a algo mucho más verdadero y honesto y jodidamente complejo: el que la novela intente ser escrita y leída lo más cerca posible de la velocidad del pensamiento, saltando de piedra en piedra o de un supuesto género a otro, produciendo monstruos o ángeles en una no tan libre ascociación de ideas, vacilante pero sin detenerse nunca” (Fresán 2005: 26). Fresán califica la asociación de ideas de “no tan libre” porque, supongo, no la quiere ver confundida con la mera escritura automática que se limita sólo a dar voz al inconsciente; la escritura digresiva asocia con cuidada libertad. 9 Esto es efectivamente lo que arguye también el escritor David Shields en su libro Reality Hunger: A Manifesto (2010) con respecto a esa tendencia que él también detecta en años recientes y que ve caracterizada por el hambre por la realidad, una tendencia que no sólo distingue en la prosa narrativa y la novela sino en el arte contemporáneo en general (cine, música, televisión, etcétera), un arte que según

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Shields aspira a incorporar lo real de algún modo en obras de apariencia no ficticia,aun a sabiendas de que la no ficción entraña tanto artificio como la ficción (Shields 2010).10 Esto, como vimos, es lo que mantiene no sólo Javier Marías, sino toda una línea de teoría autobiográfica que resume Darío Villanueva: la escritura autobiográfica no es el reflejo de algo preexistente sino pura creación, la autobiografía como género literario no reproduce nada sino crea, “posee una virtualidad creativa, más que referencial. Virtualidad de poiesis antes que de mimesis” (Villanueva 1993: 22). 11 Es lo que sugiere Rico con respecto a Marías (Rico 2009). 12 “Wir versuchen, die Wirklichkeit wiederzugeben, aber je angestrengter wir es versuchen, desto mehr drängt sich uns das auf, was auf dem historischen Theater von jeher zu sehen war […] Unsere Beschäftigung mit der Geschichte, so habe Hilarys These gelautet, sei eine Beschäftigung mit immer schon vorgefertigten, in das Innere unserer Köpfe gravierten Bildern, auf die wir andauernd starrten, während die Wahrheit irgendwoanders, in einem von keinem Menschen noch entdeckten Abseits liegt” (Sebald 2003: 109). Obsérvese que en Sebald, como también en el presente epílogo mío, realidad (“Wirklichkeit”) y verdad (“Wahrheit”) son una cosa.

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