Alphonse

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ALPHONSE De Wajdi Mouawad VOZ EN LA OSCURIDAD Cuando eres chico Estás muy mal informado. Entonces imaginas. Más tarde, Imaginar se vuelve algo complicado Entonces te informas Entonces te vuelves grande. Y no hay nada de malo en eso. Es el orden de las cosas. Y las cosas están bien hechas Ya que nos impiden regresar hacia atrás Lo cual está muy bien Y las cosas están bien hechas Ya que nos impiden regresar hacia atrás Lo cual está muy bien Porque, Si por alguna remota posibilidad del azar, Un hombre cruzara su camino con el niño que fue y si ambos se reconocieran el uno al otro, se derrumbarían hasta el suelo, el hombre de desesperación, el niño de pavor.

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Wajdi mouawad

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ALPHONSE De Wajdi Mouawad

VOZ EN LA OSCURIDAD

Cuando eres chico

Estás muy mal informado.

Entonces imaginas.

Más tarde,

Imaginar se vuelve algo complicado

Entonces te informas

Entonces te vuelves grande. Y no hay nada de malo en eso.

Es el orden de las cosas.

Y las cosas están bien hechas

Ya que nos impiden regresar hacia atrás

Lo cual está muy bien

Y las cosas están bien hechas

Ya que nos impiden regresar hacia atrás

Lo cual está muy bien

Porque,

Si por alguna remota posibilidad del azar,

Un hombre cruzara su camino con el niño que fue y si ambos se

reconocieran el uno al otro, se derrumbarían hasta el suelo, el hombre

de desesperación, el niño de pavor.

LA FAMILIA DE ALPHONSE

Tengo un hermano pequeño.

Se llama Alphonse.

Alphonse es un niño valiente: Los ojos verdes, la mirada recta. En la

calle, cuando camina, no se hace notar. No quiere hacerse notar. No

puede hacerse notar. No es de los que hacen que las cabezas

volteen.

Esta noche, Alphonse no ha regresado de la escuela.

Mi madre está sentada en la sala, su tejido al lado.

Mi padre fuma frente a la ventana abierta hacia la noche,

Mi hermana duerme (pero en realidad finge)

Y yo, sentado en la cocina, me inquieto por Alphonse.

¿Dónde estará ese?

Pero si no le hubiera pasado nada, habría llamado, exclamó la mujer

de la sala, el padre se volteó y le escupió en la cara para callarla.

Él, el hombre, el padre, ya se había dado por vencido. Es normal,

sufría demasiado.

Haber trabajado toda mi vida, como negro, gastado mi juventud,

gastado mi belleza, mi gran elegancia, por mi familia.

¡Y qué familia!

Una mujer fea que teje todo el tiempo,

Una hija que sigue sin casarse, que nadie quiere,

Y un hijo ingrato, que se queda de pie frente a mí con la ceja

levantada y la boca torcida.

Y el último, el más chico,

Alphonse,

De quien tanto esperaba,

¡Que se va!

Quién sabe a dónde.

¡¿Pero qué he hecho con mi vida?!

¡¿Por qué no me hice caso desde el principio!? “¡No estás hecho para

tener una familia, y ya”! ¡Y ya! ¡Tu hijo, el más chico, acaba de

desaparecer! ¡Lo comprendo, yo hubiera hecho lo mismo!

La verdad es que Alphonse iba caminando por el campo, pero de eso

no deberíamos enterarnos sino hasta después.

A mí me cae bien Alphonse. Me escucha cuando hablo, y cuando hay

que ayudar siempre está ahí. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha vuelto?...

Dios mío… Dios mío… estoy cansada, soy una mujer a la que no le

han dado nada.

Mi hija llora en su cama, mi hijo, el mayor, debe de estar leyendo en la

cocina (¡a ese le vale todo!) y mi marido, un hombre antes tan guapo,

ahora tan solo en la vida, él, que era tan fuerte, ahora tiene que

estarse agarrando del marco de las puertas para no caerse. ¡Y

además anuncian que mañana va a hacer un día muy frío! ¡Y

Alphonse, que no se llevó su suéter! Que no se me olvide comprar

queso para mañana. No habrá que regañar a Alphonse. Habrá que

entender por qué se fue. ¡Eso es!

En su cama, la hermana estaba llorando. Se había echado una o dos

oraciones, ¿pero de qué sirvió? Alphonse no regresará. Estaba

acostumbrada a ocuparse de él, de pequeño lo llevaba de paseo, lo

bañaba, le daba pequeños regalos. Era su hermanito. De noche,

cuando él se despertaba ella también se despertaba, movida por un

formidable sentimiento de protección.

Alphonse, ¿adónde vas? Le preguntaba yo cada vez,

Voy a tomarme un vaso de agua

¿quieres que vaya a traértelo?

No, gracias hermana, voy a ir yo mismo; para estirar las piernas.

Siempre me decía lo mismo: ¡para estirar las piernas! Pero yo, sé que

era para ir a la alacena y atascarse de galletas de chocolate.

De hecho, la verdadera razón que lo hacía levantarse era otra.

LA VERDADERA RAZÓN QUE HACÍA LEVANTARSE A ALPHONSE A LA

MITAD DE LA NOCHE

Alphonse se levantaba cada noche para encontrarse, en el pasillo que

llevaba a la cocina, con Pierre-Paul-René, un personaje dulce,

monocorde y que nunca se sorprendía de nada. Alphonse era el único

que lo conocía. Durante el recorrido del cuarto a la cocina, Alphonse y

Pierre-Paul-René, tenían tiempo de vivir mil aventuras en la oscuridad.

Pierre-Paul-René se le aparecía siempre de noche porque fue en una

terrible noche de tormenta en la que Alphonse se había levantado

para ir a tomar un vaso de agua, cuando se conocieron.

Alphonse se había quedado aquella famosa noche sentado en su

cama, con los ojos abiertos; la oscuridad alrededor de él le sacaba la

lengua, su hermano, en la cama vecina, dormía un sueño profundo y

parecía muy preocupado por asuntos misteriosos a los que nadie

tenía acceso.

Las cortinas cerradas pintaban el cuarto de un negro espeso como

mermelada. La tormenta era espléndida. Alphonse tenía mucha sed. A

lo lejos, la cocina. Muy lejos la cocina. Entre ella y Alphonse, el pasillo,

y en el pasillo todo podía suceder. Porque primero tenía que

atravesarlo antes de alcanzar el interruptor y prender la luz. El pasillo.

Ese pasillo frío, que daba a una sala sin fondo, un comedor que hacía

digestión con grandes sonidos de madera rechinando. La pijama de

Alphonse era demasiado grande, demasiado larga. Salir de su cama

era impensable en tales condiciones. Pero tenía tanta sed y el agua

debía de estar tan fresca en la jarra.

Su hermano en la cama vecina se volteó; despertarlo pondría, sin

duda, en peligro sus asuntos internos.

El pasillo fruncía las cejas. Alphonse estaba aterrorizado. Y Alphonse

sabía muy bien que le era imposible despertar a su madre; sin duda

se enojaría y eso sería terrible. Alphonse, ya no eres un niño le había

dicho la última vez. Pero ahora eran tan inaguantables las ganas que

la horrible sed le causaba, que le partían la garganta, hizo que se

olvidara de su miedo por un instante y eso lo empujó fuera de la cama.

Cuando llegó a la orilla del pasillo, era demasiado tarde para

retroceder. La tormenta caía cada vez más estrepitosamente, y el

pasillo, durante los rayos, se llenaba de personajes sórdidos,

agachados, en lo bajo de la pared; el piso era inexistente y la caída al

vacío, inevitable. Y es ahí, sí, ahí, durante un rayo, que Alphonse pudo

ver, del otro lado del pasillo, a un niño que lo observaba.

¡Alphonse! (creyó oír en medio de la tormenta)

¡Soy Pierre-Paul-René! Un niño dulce, monocorde y nunca me

sorprendo de nada. Vine a vivir en tu cabeza. Alphonse. De ahora en

adelante te levantarás sin miedo a mitad de la noche y sin miedo

atravesarás el pasillo para ir a tomar tu vaso de agua porque siempre

estaré ahí.

Y eso fue todo.

Esa noche, cuando volvió a acostarse, Alphonse soñó con Pierre-

Paul-René… Sueños extraños, extraños, extraños…

Pierre-Paul-René estaba sentado al pie de un edificio. Unos niños

jugaban tranquilamente a la sombra de los brontosaurios que trotaban

alegremente sobre el pasto. El viento soplaba sobre la lluvia que caía.

Pierre-Paul-René estaba feliz. Pero, poco a poco, la lluvia se calmó

ante el viento que se levantaba e hizo que se replegara. La luz del día

se descompuso hasta el silencio, los niños habían desaparecido y los

brontosaurios practicaban la levitación. De repente, succionado por

una aspiradora gigantesca salida de las nubes algodonadas, Pierre-

Paul-René se encontró dentro de un tubo que olía a mariscos y a

salchicha seca y que lo jalaba a gran velocidad. Pierre-Paul-René

creyó que se acercaba el fin del mundo y encontró entonces inútil

gritar, ya que era un niño dulce, monocorde y que nunca se

asombraba de nada. Guardó el silencio más absoluto y se dejó llevar

al vacío, luego sintió que su velocidad iba bajando hasta que aterrizó

sobre un piso de madera. Ahí había cinco foquitos que alumbraban la

oscuridad, esa vieja princesa venida a menos por tanto asustar a los

niños. Pierre-Paul-René tomó entonces la iniciativa de jugar al

tradicional: Hola, ¿hay alguien aquí?

Sí, hay alguien, se le contestó. Soy Saballón IV, tu rey, y te he

escogido para una misión.

Sin embargo Pierre-Paul-René no había hecho nada. Pero Saballón IV

prosiguió.

Sí, esta misión es primordial, Pierre-Paul-René, para la supervivencia

de los niños de nuestro país, porque ¡ya no hay pasteles, todos los

pasteleros han desaparecido, unos están muertos, a otros se los

comió el enemigo y el resto se han transformado en palomitas de

maíz!

Pierre-Paul-René a pesar de ser un niño dulce, monocorde y que

nunca se asombraba de nada, sí se sorprendió un poco.

¿No más pasteles? Dijo

¡No!

¡Chin!

¿A dónde vamos a parar? La gente ya no cree en los milagros. ¡Los

pasteleros desaparecidos! La situación es crítica. Pierre-Paul René,

debes ir a San Pastelburgo, ese territorio salvaje poblado de leyendas

y de trampas. Allá, debes encontrar las recetas de los pasteles que se

llevaron los pasteleros y traerlos de vuelta aquí. Ve Pierre-Paul-René,

debes ir a San Pastelburgo. Ve. Debes cuidarte mucho del infame

Flupan: El príncipe de los golosos que lo son demasiado. Ve Pierre-

Paul-René, ve, ve, ve te digo, debes ir a San Pastelburgo, debes de

llegar allá, ve, ve Pierre-Paul-René, ve, ve…

¡Sí, sí, está bien, ya entendí!

Ve, corre, vuela y no te olvides de nosotros.

Saballón IV abrió entonces la gran aspiradora que era y Pierre-Paul-René salió. El paisaje en el cual se encontró era de lo más indefinido. El cielo cambiaba del blanco al azul; como los árboles ya no sabían en qué temporada estaban, perdían sus hojas para que otras volvieran a nacer en sus ramas, el mar desembocaba en el desierto y el desierto en el viento y el viento se multiplicaba en los tallos de las flores que se abrían y se cerraban sin cesar. Pierre-Paul-René ante tanta indecisión, sintió que ésta lo invadía. Ya no sabía qué pie poner primero para iniciar su viaje ni qué dirección tomar.Tengo que tomar una decisión, pensó.

LA FAMILIA DE ALPHONSE AVISA A LA POLICÍA

El hermano, siempre en la cocina se repetía sin cesar y en silencio,

que sí, tal vez le había pasado algo a Alphonse, y entonces ¡sería

terrible! Y si lo raptaron, secuestraron, sí, llevado por personajes

lúgubres, incluso violado, ¡mañana encontraremos su cuerpo en el río!

Llamemos a la policía.

Vamos a esperar un poco más, gritó el padre desde su ventana.

Ya son las doce y media de la noche, papá.

Entonces llama, ¡llama! Ya veremos.

Alphonse seguía caminando por un camino en medio del campo. Era

de noche. Los árboles, de cada lado del camino, le abrían los brazos.

Con la historia de Pierre-Paul-René en la cabeza, dedicaba totalmente

su imaginación a sacar a su héroe de esas situaciones descabelladas.

¡No era fácil inventar una historia así! Se decía Alphonse.

Claro, un niño que no regresa a casa de noche, ¡es tan poco común!

¡Qué quieren que se haga! Se espera un poco, y al día siguiente todas

las estaciones de policía de la capital tienen su foto, eso es todo, y

luego se sigue esperando. La gente nos pide milagros. ¿Cómo se

llama? ¿Alphonse? Ah, sí… sí… ya veremos. Yo me llamo Víctor, soy

inspector de la policía, mañana voy a ir a hacer una pequeña

investigación, para tratar de entender.

La foto de Alphonse sobre su escritorio, Víctor la miraba distraído.

Víctor es un muy buen policía. Afable y comprensivo. Se lo agradezco.

Alphonse… Por una vez que no me tocaba una sabandija…

¡Alphonse! ¡Se trata de encontrarlo ahora!

Buenos días. Yo me llamo François, el vecino de la familia de

Alphonse. ¡Escuché a través del muro que Alphonse todavía no

regresa! Así es, no duermo mucho de noche; a veces, cuando mi

mujer ya está dormida, las ganas de un cigarro me hacen salir. Doy

vueltas alrededor de la casa. Fumo. La gente duerme. Está bien. Una

vez el cigarro acabado, me vuelvo a meter. En la casa los niños

sueñan.

Sí. Soy François, el vecino. Nuestros muros son comunes. De noche,

cuando vuelvo de mi pequeño paseo, a veces me meto de nuevo a la

cama. Pero es raro. En la sala hay un sofá cómodo en el cual me es

fácil volverme a dormir.

Alphonse, lo conozco un poco, nos cruzamos a veces en el pasillo,

frente al elevador. Hablamos un poco. Buenos días, Alphonse. Buenos

días, François. Y ya está. Pobre Alphonse. Cuando lo encuentren,

querrán saber por qué se fue, le van a pedir explicaciones. Pobre

muchacho. Las cosas se complican a partir del momento en que hay

que explicarse, porque explicarse es justificarse, y justificarse es el fin.

Su desaparición me deja despavorido. No puedo afirmar nada, pero

algo se está tramando a mis espaldas. Los indicios de esta revolución

extraordinaria son muchos y saltan a la vista. Todavía ayer se vio a un

niño sonámbulo que caminaba sobre los techos de las casas, con un

gato en sus brazos. Alphonse ha desaparecido. Todo el mundo de lo

invisible nos habla a través de esa fuga. Pero, ¿quién sabe leer el

lenguaje de lo invisible?

SE INFORMAN EN LA ESCUELA DE ALPHONSE

Alphonse es un niño muy extraño. Un poco tocado… sí, tocado, en el

sentido clínico del término, claro. Es un caso patológico bastante

recurrente en mi profesión de consejera psicosocial de los jóvenes. La

psicología infantil deja muy pocas sorpresas para un médico

experimentado como yo. Un niño ha desaparecido. Bueno, se puede

entender la inquietud de los padres, pero es una etapa de la

adolescencia el querer fugarse. Algunos lo hacen, otros no, pero todos

lo pensaron en un momento u otro. ¿Estoy en lo correcto, estimado

colega?

Sí, sí, si usted lo dice… bueno, entonces yo me presento, ya que hay

que presentarse… soy su maestro de español… el señor Gayaud y

acaban de llamarme porque soy su maestro principal, es decir, el

titular de su salón; miren, para nada sé donde está Alphonse… y

además me vale un poco… Saben, el oficio de maestro es muy difícil,

hay que contestar las preguntas de los alumnos, saberlo todo, y luego

la presión de los padres, y entonces, ¡bum, un niño desaparece y me

llaman a mí! ¿Qué quieren que les diga…? Todo esto es a la larga

muy cansado. Alphonse… debe de estar haciendo estupideces con su

cuate, si quiere saber mi opinión.

Ambos fumaron en silencio sus cigarros y luego entraron en el salón

de clases donde todos los alumnos estaban sentados. El director

estaba ahí, así como el prefecto de los salones de los más chicos.

Yo me llamo León, estoy en el mismo salón que Alphonse. ¡Espera,

todavía no termino!... Yo soy Alberto. Yo también estoy en el mismo

salón que Alphonse (¡no solo está León!). Es que nos dijeron que

Alphonse había desaparecido y que querían saber lo que le había

pasado. Lo que nosotros pensábamos, pues. ¡Oye, espera, todavía no

ter… ¡Yo me llamo Arnaud! ¡Yo también estoy en el mismo salón que

Alphonse! Al director, al señor Gayaud y al psicólogo les dije lo que

pienso de Alphonse. Que no le hablaba muy a menudo, pero que no

me molestaba cuando no me hablaba. ¡Cierra el pico, Arnaud! Yo soy

Roberto, el más fuerte del salón. En deportes, todo el mundo me

quiere en su equipo, Alphonse era más bien enclenque. A mí me cae

bien Alphonse. Es buenísimo para las canicas y yo para el deporte;

teníamos puntos en común. Entonces mi pregunta, señor director, es

ésta: ¿Se murió, el Alphonse?

No lo creemos. Su compañero seguramente se perdió; pero, ¿quién,

aquí, es el que lo conoce mejor, o lo veía más seguido? Jules se

volteó. Yo creo que es con Walter con quién Alphonse se llevaba

mejor. ¿Dónde está Walter? Preguntó el director.

El señor Gayaud se inclinó y le dijo que Walter no había venido hoy

porque estaba muy enfermo.

¡Pues habría que llamar a Walter y sabremos dónde está Alphonse,

eso es! Concluyó el viejo director al salir.

WALTER, EL AMIGO DE ALPHONSE

Walter y Alphonse se conocieron un día.

Nadie se acuerda dónde ni cómo. Cuentan que ocurrió simplemente.

Hola, yo soy Walter. A mí me dicen Alphonse. Y eso fue todo. Walter

le regalaba galletas a Alphonse, y a Alphonse ganaba a las canicas y

compartía todo con Walter.

No se sabía de dónde venía Alphonse. Un día lo vi llegar doblando la

esquina. Tenía una mirada muy dulce. No era muy bueno para la

gramática, y cuando no sabía qué contestar se contentaba con

levantar la barbilla y mirar hacia lo que parecía ser el vacío. Yo soy

Walter, Alphonse era mi mejor amigo. No sé lo que pasó desde

entonces, pero bueno a Alphonse lo sigo queriendo. ¡Alphonse es tan

maravilloso! Juega a las canicas y, hay que decirlo, es tremendo para

las canicas. Una verdadera catástrofe para los demás niños. Pero a

Alphonse no le gusta pelear y cuando la cosa se pone difícil, no

solamente nunca duda en devolver las canicas que acaba de ganar

sino también discretamente da las suyas sonriendo, y siempre levanta

la barbilla y mira un largo rato los techos de las casas donde, de vez

en cuando, se puede ver ropa secándose al sol. Antes, (cuando aún

hablaba) durante la mañana, nos juntábamos para caminar a la

escuela; yo cargaba su mochila y Alphonse en un impulso matutino se

lanzaba a contarme los relatos de sus aventuras nocturnas. Sus

aventuras nocturnas, sí, cómo no… y la verdad, yo le creía. Le creí

durante mucho tiempo, cuando me contaba sus historias. ¡Sí, viejo,

fue tremendo! Me decía siempre al empezar.

¿¡Ah, sí¡? ¡Cuenta!

Y entonces, se arrancaba. Y hoy que les estoy hablando, incluso

sospecho que inventaba mientras hablaba.

Entonces decía, esta noche, viejo, esta noche sucedió una cosa

terrible, ¡sí! Perseguido como lo estaba siendo por tres tipos, tuve que

ir a aquel extremo de la ciudad donde los barcos se guardan durante

el invierno.

No puede ser.

Te lo juro, mi viejo Walter. ¡Sí! ¡Creí reventar! ¡Te lo juro!, ¿sabes?, no

soy tonto, me dije, ¡Alphonse, tienes que perderlos! ¡Entonces entré

en un barco y ahí, en los barcos, había muchos marineros acostados

que dormían! Uno se despertó, tatuado hasta los dientes. Los tipos

llegaron, y ahí ¡a pelear! ¡Una pelea tremenda! ¡Yo los dejé

peleándose y me fui, en la noche, me quedé dormido en el metro!

¡No puede ser!

Y tenía ojeras, yo le creía y me inquietaba. Me había hecho jurar no

decir nada a nadie. Me había compartido su secreto. Y yo le creía.

Hoy día, sé que eran puros cuentos. Pero bueno, así era. No dormía

de noche para encontrar una historia increíble que contarme en la

mañana. Y yo le preguntaba siempre: Alphonse, chin, ¿qué te pasa,

por qué te paseas así durante la noche?

De noche, Walter, hay luces que solo se apagan al amanecer. Ahí

están, de pie a la mitad de la noche. Ventanas de luz. Del otro lado de

la luz, cosas. Gente también, sin duda. Pero a mí, las cosas y la gente

nunca me han interesado realmente; estaban esas luces, eso era

suficiente. Siempre será suficiente. Walter, un día te llevaré a la

noche; vendrás conmigo; y entonces iremos a perdernos, tú y yo nos

perderemos con el placer de saber que todos duermen. Todos. Todos.

Nos cruzaremos con el lechero que entrega su leche. Nos la dará

gratis, y la tomaremos. De noche, la leche es tan rica. Fresca. De

noche todo es tan diferente: No hay suficiente luz para ver hasta

dónde terminan los árboles; todo se acopla con la noche: los edificios,

la gente, las grúas mecánicas que se presienten por el olor de su

metal, todos suben hacia ella y la abrazan, la acarician, por eso el

amor, Walter, ante todo es de noche. Sí, porque como ella, todo se

pierde en nosotros y nos volvemos más grandes, más bellos, más

generosos que nuestro propio cuerpo. De noche, Walter, solo está la

luna anaranjada que se desliza por los barrotes de la ventana y se

esparce suavemente sobre panzas calientes. La noche te moldea,

Walter. Sí, no puedes ver a kilómetros a la redonda como en pleno

día, no, Walter, de noche te apegas, por miedo, a las cosas que tienes

a tu alrededor, y mientras más negra esté la noche, más podrás ver en

ti, Walter, porque quedas como lo único que se puede ver.

Walter, me gusta la noche y la gente que la habita. Un día vendrás

conmigo y verás.

LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR EN CASA DE ALPHONSE

Alphonse, lo dije al empezar, es mi hermano menor. Juntos, cuando

mis padres ya se habían acostado, nos quedábamos a veces en la

cocina para hablarnos, cuchicheando, y ahí, a pesar de mis exámenes

del día siguiente, nos quedábamos hasta las tres de la mañana. ¿Será

necesario, hermano, vivir en culturas diferentes para entender que uno

solo busca ser amado?

¡Alphonse! ¡Mis exámenes!

En cualquier cultura y en cualquier generación, se toman desvíos y

maneras, pone uno torpemente sus pequeñas trampas, e intentamos

reír y llorar.

¡Alphonse, tengo que acostarme!

La desesperanza, hermano mío, ¿no será la enfermedad mortal?

Entonces me callaba y nos quedábamos hablando hasta la mañana.

Hasta la felicidad.

Alphonse, mi pequeño hermano, pienso que lo que uno quiere en el

fondo es ser tranquilizado, de cualquier manera.

Tienes razón.

(Le gustaba mucho darme la razón)

Caminar todo recto es un combate, le había dicho una noche.

¡Tienes razón, tienes razón! ¡Combate! Sí, caminar todo recto es un

combate. Un combate increíble. (Alphonse se entusiasmaba

fácilmente) ¡Sí! ¡Caminar, hermano, hay que caminar!

¿Tenía novia? Preguntó Víctor.

Usted sabe señor Inspector, somos una familia respetable, mi marido

se gana la vida honestamente y mi hijo, del que habla es un niño muy

inteligente… no somos unos desvergonzados.

Muy bien, señora, muy bien. Vamos a esperar un poco más.

Ya van tres días que esperamos, exclamó el padre que se levantó y

salió del cuarto. La madre volvió a llorar murmurando, pero ¿cómo se

le ocurrió a Alphonse? El hermano se quedó de pie y la hermana se

quedó con las manos sobre las rodillas, la cabeza inclinada. El sol

brillaba y se ponía suavemente, todo naranja, sobre la duela fresca de

la cocina. Víctor se levantó y salió del departamento.

Debe de ser el pánico en casa; deben estar muertos de preocupación.

Eso es lo que se decía Alphonse mientras avanzaba en s u camino en

el campo, cuando de repente un timbre de teléfono se escuchó.

Pierre-Paul-René se volteó bruscamente y buscó por todos lados

algún teléfono, pero estaban en el pleno llanto. Ni una hoja, ni una

piedra y menos un enchufe. El timbre continuaba sonando lo

suficientemente como para no ser escuchado. Perdido ante lo absurdo

de la situación, gritó por si acaso:

¿Bueno?

¿Pierre-Paul-René?

¡Sí, soy yo!

¡Ve al norte!

¿Quién es usted?

Soy Flupan… Flupan el malo, Flupan el goloso… ¡Flupan!

¿Qué es lo que quiere?

¿Yo?... yo no quiero nada, hijo, quiero tu bien, te indico el camino a

seguir: San Pastelburgo está al norte.

Y por qué tendría que creerle, ¿eh?

Porque es mi idea hacerte llegar hasta mí. Me paso el tiempo

comiendo pasteles, un chico como tú como aperitivo, sería suculento.

¡Cállese!

¿Ves? No tienes ninguna oportunidad, mocoso, regresa a tu pueblo,

vete antes de que te caiga encima.

¡Váyase!

No puedo irme, ya que no estoy ahí.

¡Cuelgue!

¡No quiero, me divierto mucho!

Entonces soy yo el que va a colgar. “Clic”

¡Enseguida el silencio! Solo una nota de música, el “LA” del teléfono

que pronto dejó su lugar a una voz que repetía con insistencia por

favor cuelgue y vuelva a marcar, por favor cuelgue…

Pierre-Paul-René siguió su camino hacia el norte, en dirección de la

noche. Cuando la oscuridad se arrodilló sobre todo el campo, pudo ver

una luz cercana al horizonte. Eran las torres de San Pastelburgo.

Aquellas noches, en las que dormía cada vez más cerca de su meta y

cada vez peor, tenía sueños terribles donde un Flupan terrible lo

trasformaba, con una receta de pastel, en palomitas de maíz. Sin

hablar de los olores a natilla, a crema chantilly, a cubierta de chocolate

que a veces llegaban a jugar con sus narices.

LA FOTO DE ALPHONSE EN EL PERIÓDICO (EN CHIQUITO)

Desde hace unos días se podía ver la foto de Alphonse en los

periódicos. En chiquito por el momento, el asunto aún no era lo

suficientemente grave.

Yo soy Judith. Acabo de ver la foto. Quería presentarme enseguida,

porque pronto se va a hablar de mí.

LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR NO AVANZA, PERO SE

EMBELLECE

Víctor es un inspector de policía, tranquilo y ponderado. Cuando salió

del departamento de Alphonse, encontró a François que esperaba el

elevador.

Entonces usted es el vecino. Su hermana me dijo que usted lo quería

mucho.

Sí, a veces hablábamos.

¿Y entonces?

Señor policía, entienda bien. Usted está tratando con un soñador.

¡Sí, es un niño!

Probablemente ni él mismo conoce la razón por la cual no regresó a

su casa, y ahora ya no puede retroceder, porque sabe que todos van

a querer saber por qué se fue.

En efecto agregó el inspector. Un joven romántico.

Mire, señor inspector, yo no lo puedo ayudar.

Un consejo, entonces… usted lo conoció bien.

Ya que me pide un consejo, le diré simplemente que para encontrar a

Alphonse, hay que buscar en lo invisible.

¿Qué es ese invisible del que me habla? ¿Cómo se puede llegar ahí?

Tal vez le sirva, señor inspector, esta historia que Alphonse me contó

una noche que nos encontramos en el camino. Habíamos regresado

juntos, tranquilamente, y me contó una historia que lo había

entusiasmado muchísimo.

¿Cuál?

La historia de un paseo, la de un hombre extraño que había salido en

busca de un niño salvaje; había una montaña y una tormenta, creo.

Cuénteme.

François no recordaba perfectamente todos los detalles, pero yo que

soy el narrador y no quisiera llenar su relato de dudas (por afán de

veracidad en la interpretación) que solo lo volvería más pesado. Ahí

está entonces tal y cómo fue contado a François por Alphonse.

Un hombre salió desde temprano en la mañana por un camino del

campo que iba a llevarlo al pie de la montaña donde, decían, un niño

salvaje, muy dulce, monocorde y que nunca se asombraba de nada,

vivía entre los lobos en una de las grutas del altiplano donde se

elevaban árboles milenarios.

El sol que se levantaba hacía que el camino llorara y se llenara de

espuma y de neblina que giraba sobre sí misma para agazaparse

mejor contra la tierra. Lo violeta se escurría hacia las llanuras y atrás

la noche iba a perderse, allá del otro lado del horizonte. El pueblo fue

tragado completamente por lo opaco de la humedad, el viento soplaba

ligeramente, una tormenta se preparaba.

Cuando el hombre llegó al pie de la montaña, descansó un momento

sobre una gran roca salida de las raíces de un árbol. La oscuridad,

ocasionada por las nubes que perseguían su lenta acumulación,

permitía que se adivinara a lo lejos el parpadeo de una de las

ventanas del pueblo.

El hombre siguió su camino. Su ascenso duró toda la mañana y buena

parte de la tarde; sin embargo, como no tenía reloj y no podía

remitirse a la posición del sol, poco a poco perdió el sentido de la

realidad; hasta llegó a pensar que era de noche cuando, en el pueblo

donde la neblina se levantaba, el reloj de la iglesia solo marcaba las

ocho.

Como los senderos se volvían cada vez más estrechos y la pendiente

de la montaña se hacía cada vez más pronunciada, el hombre tuvo

que subir en zigzag. El cielo estaba bajo, y pronto el hombre se perdió

dentro de una nube. Solo cuando perdió totalmente el sentido de la

orientación, ya no supo si bajaba o subía, y tenía miedo de caer, de

ser sorprendido por un animal, todo eso se mezcló con un pánico

atroz que provenía seguramente de su instinto de supervivencia,

instinto idéntico al que puede habitar en el fondo de un animal cuando

siente cercana la muerte, y finalmente ya no pudo poner un pie frente

a otro por culpa de la fatiga y del delirio; se desplomó en medio de los

espinos y se durmió. Al momento se escucharon los aullidos de los

lobos.

François detuvo su relato por un instante. Sacó un cigarro y le regaló

uno a Víctor. Durante un largo rato se quedaron así, en silencio,

fumando.

Eso no hará avanzar mi investigación, pero prosiga. Es tan raro que

alguien me cuente una historia en este maldito trabajo. Prosiga.

El hombre se despertó por el movimiento del cielo que se relajaba.

Unos rayos iluminaban el horizonte relegando el día que intentaba

levantarse a regiones crepusculares en las que se moría a cada

trueno. El viento jugaba con la lluvia lanzándose y bailando con ella en

una ronda enloquecida, levantando en el aire burbujas de agua que

tomaban por instantes la apariencia de una sombra furtiva que

explotaba enseguida.

¡Vamos! ¡Valor! Se dijo el hombre. Solo es una tempestad. Terminará

por agotarse. Yo mismo terminaré saliendo de esta. En dos días no

quedará nada de ella. Tengo que seguir, sencillamente, trepándome

siempre más alto.

Siguió su ascenso. Se sostenía de las ramitas que se le presentaban,

y cuando distinguió hacia lo alto una masa oscura que formaban los

árboles que vivían sobre esta montaña, volvió a tomar valor. Pero fue

al pasar una pequeña nube que el hombre vio a los lobos por primera

vez. Eran cuatro y lo esperaban, porque cuando se puso frente a ellos,

avanzaron hacia él, inclinaron la cabeza como para saludarlo y se

dieron la vuelta y luego empezaron a caminar invitándolo a que los

siguiera. Lo llevaron entonces más alto, atravesando las nubes, dando

vueltas alrededor de la lluvia, evitando el viento, hasta la cima de la

tempestad de donde salieron para descubrir el firmamento y su vía

láctea que se extendía a lo largo del cielo. Los lobos fueron a sentarse

sobre una roca que dominaba todo el valle y saludaron a la noche con

sus aullidos. El hombre se quedó contemplando la masa nebulosa de

la tempestad. Formaba a sus pies un océano negro que perseguía su

atroz catarata.

Solo fue al llegar el alba húmeda alcanzaron una gruta con una

cuando entrada estrecha. Los lobos se pusieron de cada lado de la

entrada y de nuevo bajaron la cabeza. El hombre se metió por la

estrecha entrada y siguió su viaje hasta no poder avanzar más que a

gatas. De pronto hizo mucho frío. Un olor a hojas marchitas lo

acompañaba y se transformaba al azar de la humedad. Si la gruta

sigue estrechándose así no podré avanzar más, se dijo. Le llegaban

sonidos desde lo lejos, desde el otro lado de la roca. Se arrastró

todavía un buen rato y llegó a una cavidad donde pudo ponerse de

pie. ¡Hasta aquí llego! Suspiró, ya estoy completamente perdido.

Hace mucho que te esperaba.

El niño salvaje, dulce, monocorde y que no se sorprende nunca de

nada estaba ahí, al lado suyo, en el fondo de la tierra.

¿Estás ahí?

¡Hace mucho que te esperaba!

¿Mucho? Preguntó el hombre

¡Mucho! ¡Sí!

¿Qué edad tienes, tú que tienes esa voz tan lenta, tan vieja, y al que

llaman todavía “el niño salvaje”?

Como todos los niños, la edad varía según el día. A veces me gusta

ser tan viejo como un árbol.

¿Me ves?

¡Te adivino! Es más hermoso.

¿Sabes de dónde vengo, niño salvaje, sabes qué mundo es el tuyo?

Cuéntame.

Escúchame. Vengo de un mundo extraño y perdido. Todo empezó una

mañana cuando me levanté y caminé hacia fuera: vi que todos los que

me rodeaban tenían una terrible desesperanza en el fondo de los ojos.

Todos. Sin excepción, caminaban llorando. Gritando. Había oído

hablar de ti. Entonces vine para ver si tus ojos cargan también con esa

terrible desesperanza. Pero no te veo. ¡Está demasiado oscuro!

Soy un niño dulce, monocorde y no me sorprendo nunca de nada, ya

que no conozco ese mundo que describes.

¿Eso te hace infeliz, pequeño niño, el no querer conocer el mundo?

¿O te hace feliz?

¿Tú qué piensas?

Por cómo suena tu voz me es difícil juzgar. Pero es posible que no

seas más infeliz o feliz que yo.

Por lo tanto esa duda es suficiente. ¿No crees? Tal vez es eso a lo

que llamas: La esperanza.

Eres terrible.

Soy el niño salvaje.

Adiós.

Adiós.

En la mañana unos pastores encontraron al hombre muerto,

congelado al pie de la montaña. Tenía unos cuarenta años y no se

logró identificarlo. Nadie lo conocía. Algunos lo habían visto cruzar el

pueblo por la mañana, antes de que la tempestad cayera sobre la

montaña.

Los cigarros se habían terminado desde hace mucho. Víctor se

levantó y los dos hombres se dieron la mano.

Qué lástima que el hombre muera al final, dijo Víctor.

Le hice la misma observación a Alphonse, señor inspector. Me dijo

entonces que al contrario, que era mejor así, ya que el hombre al caer

en los espinos ya estaba muerto, y eso significaba que la segunda

parte de su relato, la que trataba de la tormenta, los lobos y la gruta

era solo su último sueño. Y un último sueño, según Alphonse, era una

bella historia que contar. ¡Un último sueño! Repitió Víctor.

SIGUE LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR EN LA ESCUELA Y EN

LOS ALREDEDORES

Dime Walter, ¿qué hacían juntos en las vacaciones?

Los domingos íbamos al museo para burlarnos de la cara de los

caballos embalsamados, señor inspector.

¿Y luego?

También nos gustaba correr en los grandes parques y siempre nos

despedíamos tarde en la noche, después de haber encontrado

nuestro camino a casa.

Entonces se llevaban bien juntos, pues.

Este… Alphonse comía muchas galletas. Y yo, Walter, perdía en las

canicas muy seguido. Esa era la receta de nuestra amistad.

Los niños habían sido reunidos bajo el sol de un patio de recreo.

Sentados en círculo alrededor de Víctor, parecía como si fuera fin de

clases, cuando se acercan las vacaciones, cuando ya terminaron los

exámenes y que los maestros que ya no tienen nada qué enseñar

realizan actividades divertidas con sus alumnos. Pero ahí, un poco

gracias a la calma de Víctor, los niños se quedaron quietos. Incluso

Walter tenía la cabeza agachada y escondía con gran dificultad su

inmensa pena. Porque Walter, sí sabía cosas sobre Alphonse.

Nosotros nos cuidábamos mucho de Alphonse. En clase siempre se

sentaba hasta atrás y nunca hablaba. ¡Solo sonreía!

¡Lo que dice Leopoldo es cierto! ¡Hasta el profesor le tenía miedo! ¡Y

además era un mentiroso!

¡Sí, y mucho! ¡Lo sé! ¡Yo me llamo Julio, y Alphonse un día intentó

hacerme creer que era un agente secreto, contratado por el gobierno

para espiar a la gente de su edad en las escuelas! ¡Me quería

envolver! ¡Pero yo no soy tonto!

Yo sí le creí un poco. Me llamo Ahmed. Un día me di cuenta que todo

lo de Alphonse era puro cuento. Entonces yo, Ahmed, se lo dije a

Alphonse, y después Alphonse ya no me quiso hablar.

¡Señor inspector! Yo soy el primero de la clase, o sea, el más serio. Le

puede preguntar al maestro Gayaud: Humberto es el más serio, le va

a decir. Yo rápidamente entendí que lo de la noche, los marineros y

todo lo demás eran tonterías. Se lo dije a Walter y Walter se dio

cuenta de que Alphonse contaba cuentos, entonces nosotros le

dijimos a Walter: de Alphonse hay que cuidarse. No está bien. No es

normal. Intentó hacernos creer que su madre había muerto. Es un

mentiroso. Cuenta lo que se le ocurre, Alphonse, señor inspector,

cualquier cosa. ¡Ni siquiera sabemos de dónde viene! Y nosotros se lo

dijimos a Walter: Alphonse va a reprobar, no es un buen alumno. Ya

viste, en el recreo, es pésimo jugando y grita todo el tiempo.

No es cierto, contestó Walter, Alphonse es buenísimo con las

canicas… Pero nos valen las canicas, nos valen, ¿entiendes?

El inspector apartó a Walter de sus compañeros de clase, a quienes

despidió.

¿Te da pena lo que dicen sobre Alphonse?

¡Son una bola de idiotas! Ayer, cuando supieron que Alphonse no

había regresado desde hace una semana, se quedaron todos como

estúpidos. Sí. Se dijeron las peores cosas sobre él, que había muerto

por tragar chueco, que se había caído de lo alto de un puente, y peor

aún, pero yo, Walter, yo sé porqué se fue Alphonse, ¡estaba harto!

Sí, entonces si se murió, fue de un terrible golpe en la cabeza.

Siempre estará al pie de mi cama, Alphonse.

De noche lo escucho contar sus fabulosas historias, lo veo en el

espejo, sentado en el sillón, ¡Alphonse está por todos lados! ¡Me contó

historias tan bellas, se las creí todas! ¿Cómo tenerle rencor? ¿De

qué? Era tan bonito.

Cuando llegó a las puertas de San Pastelburgo llovía a cántaros. Eran

nubes enteras que caían las unas sobre las otras. Pierre-Paul-René

se acercó a las dos inmensas puertas de madera sin saber cómo le

iba a hacer para atravesarlas. El hoyo de la cerradura estaba

demasiado alto y estrecho. También había un viejo agachado al pie de

las puertas, con un sombrero tapándole los ojos y una barba sin fin

que lo envolvía. Pierre-Paul-René se detuvo.

¿Quién eres pequeño?

Pierre-Paul-René.

¡¡¡¡Ahhh!!!!... ¿Entonces, eres tú?

Sí.

Te lo advierto. Si no respondes correctamente a mi pregunta, te voy a

transformar en palomita de maíz, como a todos los demás; si

contestas correctamente te dejo entrar y puedes pedir dos deseos.

Pierre-Paul-René miró a su alrededor y vio que el suelo estaba repleto

de palomitas y que el viejo, de vez en cuando, se tragaba una.

¿Entonces, estás listo?

Sí.

Un viento violento vino de repente a darles la mano, haciendo volar las

palomitas de maíz por todos lados. El sombrero del viejo no se había

movido, lo que sorprendió a Pierre-Paul-René, quien sin embargo, es

un niño dulce, monocorde y que nunca se sorprende de nada. La

noche empezaba a tragarse al día. Era tan extraño. Ambos estaban

ahí, a las puertas del sueño y de la noche. La lluvia no paraba, el

viento parecía salir de la tierra. La pregunta aún no se había hecho.

Pierre-Paul-René empezó a tener un poco de sueño, se sentó y luego

se acostó. Cuando el viejo se levantó y abrió grande los brazos, la

lluvia redobló de intensidad. Tenía el rostro desfigurado por las

sombras de la noche. Eso hizo que Pierre-Paul-René se despertara.

La barba del viejo era casi fluorescente. Ese viejo parece haber sido

dibujado por alguien que sabe dibujar muy bien, pensó Pierre-Paul-

René. Luego, el viejo hizo su pregunta. ¿Por qué crece el árbol? ¿Por

qué envejece el hombre? ¿Por qué el río desemboca en el mar? ¿Por

qué continúa la Tierra? Mi pregunta, Pierre-Paul-René, es la siguiente:

estas cuatro preguntas pueden hacerse en una sola pregunta. ¿Cuál

es esa pregunta?

Alphonse, mientras caminaba, encontró molesto ese tipo de situación

porque no tenía, él que inventaba la historia, la respuesta. Siguió su

camino envuelto en la reflexión.

La imponente ciudad frente a la cual se encontraba Pierre-Paul-René

parecía mirarlo con ternura. Un búho vino a posarse sobre una de las

torres de la ciudad y lanzó sus HU… HU… Si bien la puerta se veía

inamovible, Pierre-Paul-René estaba convencido de que ella tenía ese

lado encantador que dejaría entrar a cualquiera. El búho había

encontrado ese lado encantador y yo tenía que encontrar otro. HU…

HU… el búho desapareció. Pierre-Paul-René se dio cuenta entonces

que todo le pertenecía; que podía decidir si estaba feliz, preocupado o

más bien triste. Que podía, si lo quería, regresar tranquilamente al

lado de su madre que debía estar muerta de la preocupación. No

quiero regresar a casa. Entonces, ¿qué es lo que quieres?, ¡comer, tal

vez, dormir, beber, vivir! El día se empezaba a adivinar. Como la

naturaleza sabe muy bien lo que quiere, no tiene preocupaciones ni

pendientes. El día existe porque se necesita el día, la luna porque es

bella. Pero yo, que soy tan pequeño, que no sabe hacer otra cosa que

caminar, hacia adelante, ¿por qué existo? ¿por qué existo?, gritó, lo

que hizo que el viejo se resbalara, se levantara y se acercara a él

titubeando. ¡Bravo, bravo, contestaste correctamente! ¡Porque existo!

Esa es la respuesta… ¡Por fin voy a poder rasurarme! Pequeño, di

rápido los dos deseos que quieres.

Quisiera, para empezar, que tranquilizara a mi madre por mi ausencia.

Ya está.

¿Sin palabras mágicas?

No se necesitan palabras porque las palabras solo son ruido. Debes

saber que las ramas de los árboles y las cimas de las montañas se

elevaban en el silencio de lo invisible… y sin embargo, ¿qué magia es

más grande que la de la naturaleza? Los abracadabras y demás

baratijas solo son los adornos de los hombres sin imaginación.

El hombre que hace ruido es un hombre que tiene miedo. Tu segundo

deseo.

Quisiera tener todas las recetas que el malo Flupan se llevó consigo.

¡Ah, no! ¡Sería demasiado fácil! Demasiado simple, en verdad. Pierre-

Paul-René, ¿ya lo pensaste? ¿qué les contarás a tu regreso a los

niños que estarán ahí, ávidos? ¿qué les contarás? ¡Los niños quieren

aventuras apasionantes donde el peligro es sinónimo de rosas rojas!

¡Sí! Pierre-Paul-René, si logras encontrar esas recetas tú mismo y si

logras salir vivo de San Pastelburgo, serás entonces el héroe de una

generación futura que querrá creer en ti.

Pierre-Paul-René sintió que la meta final de su misión acababa de

tomar un giro distinto.

¿Puedo pedir otro deseo, entonces?

Sí.

Quisiera un balero, señor, por favor.

Encontrarás uno a la entrada de la ciudad. Y ahora, ve.

Las puertas se abrieron lentamente, tan lentamente que a Pierre-Paul-

René le dio tiempo de crecer y reflexionar. Cuando el espacio entre

las puertas fue lo suficientemente grande para poder pasar, Pierre-

Paul-René se levantó, se despidió del viejo y atravesó el estrecho

paso.

Ese día, Pierre-Paul-René acababa de cumplir catorce, pero él no lo

sabía.

La campana sonó, los niños se levantaron y dejaron el salón, el día se

había acabado. Cuando Walter salió de la escuela, vio al inspector

venir hacia él. Caminaron juntos, lentamente, mientras hablaban.

Dime, ¿tendrías alguna idea de a dónde podría haberse ido?

Sí… bueno, no, porque ni siquiera sé si esta persona existe realmente

o si son cuentos que él me contó.

¿Quién es?

Una chica. Me decía que estaba viviendo una historia de amor. Sí.

¿Cómo se llama ella?

Judith. Pero eran puros cuentos. Hoy me doy cuenta. Fue tan increíble

lo que me contó.

JUDITH

Yo me presenté rápidamente hace rato, soy Judith y ahí les va. Todo

eso empezó así. La gente creía que era una historia de amor. Pero

por lo general la gente cree cualquier cosa. Nos habían visto caminar

tomados de la mano y desde entonces un rumor alrededor de

nosotros no había dejado de crecer. En las conversaciones, en las

esquinas, tomando un café, en el tren, en la radio y hasta en los

periódicos, solo se hablaba de ese amor que acababa de nacer entre

Alphonse y yo.

Sí. Soy Judith. Soy una de las pocas verdades que Alphonse contó a

Walter, y es la única que Walter no se creyó. Hay que entenderlo,

empezaba a cuidarse. Es un poco por eso que ya no se hablaron, en

fin…

¿Cómo se conocieron?

Simplemente, señor inspector. Sentados en una banca, en el parque.

Hola, yo soy Judith. Entonces me miró sin que se viera para nada

sorprendido. Yo soy Alphonse. Así fue. Luego, lentamente, las cosas

se fueron precipitando. Una mirada y luego una sonrisa…

Alphonse seguía caminando en el campo. Al alba había hablado con

un viejo que se encontró en el camino.

Habrá que guardar leña para el invierno.

Sí, señor.

¿A dónde vas, pequeño?

A mi casa, señor.

Eres un buen muchacho.

Buh…

Y el viejo siguió su camino.

Le hubiera gustado tanto a Alphonse que un día alguien así lo tomara

de la mano para decirle que la vida, pues la vida es así… así. Nada

más. Que no es importante lograr lo que se emprende, sino más bien

emprender lo que se quisiera lograr.

Para Alphonse las cosas estaban mal hechas. Sí, porque como

siempre esas personas, las que pueden tranquilizarnos, las conoce

uno demasiado tarde. Se les conoce cuando se es adulto. Debe de

haber un complot, pensó. Cuando eres adulto frunces la ceja para que

vean que eres muy importante (lo cual está muy bien, por cierto) pero

cuando eres adulto ya no quieres que te tomen de la mano, haces un

gran gesto así y dices: ¡No!, ¡háganse a un lado!, ¡déjenme pasar!,

¿qué no ven que tengo la ceja fruncida?, ¿no ven lo ocupado que

estoy?

Como a veces la metamorfosis del sol o los crepúsculos de invierno, el

desierto que Pierre-Paul-René acababa de dejar después de haberse

despedido del viejo se había cristalizado en la crispación inquietante

de una mezcla rara de árboles de fruta. El árbol era un árbol de

naranja. El balero estaba colgado de una de sus ramas y se confundía

con las naranjas. Pierre-Paul-René lo agarró. Estaba el bosque.

Incansablemente, el bosque se descaraba con el horizonte. Y ahora

qué pasa, se dijo. El viento vino de repente a animarlo para que diera

el primer paso. Pierre-Paul-René penetró entonces en la esencia

misma del bosque. El sol se había apagado y con la ayuda del bosque

Pierre-Paul-René se encontró en una oscuridad intransigente. Tenía

miedo. La soledad se había vuelto contra él, los árboles lo ahogaban,

el aire silbaba en la oscuridad y la oscuridad lo envolvía en una noche

sin fondo. Los búhos se habían ausentado haciendo de la sabiduría

del bosque un torbellino de gritos, rechinidos y tronidos que la

imaginación de Pierre-Paul-René amplificaban frente a la realidad. Al

alba, con la humedad golpeándole, se desplomó al pie de un cedro

que empezó a protegerlo.

La neblina se había levantado, Alphonse me besó en la boca, me dijo:

Adiós, Judith. Gracias. Me dio una carta y se fue. Desde ese día no se

le volvió a ver.

¿Me puede leer esa carta, señorita?

Claro, pero no debe hablar de esto. Es mejor que quede como una

mentira en la mente de sus padres.

Esta es la carta.

Judith,

No hay secreto, es Alphonse quien le escribe a Judith. Me siento en

un sillón y le escribo. Porque la quiero mucho. Judith, tengo miedo. Sí,

porque no creo que la vida nos acerque más. Le escribo y usted no

me contesta, le escribo y usted no sabe que le escribo. ¿Siquiera

piensa en mí? Judith, no soy feliz donde estoy, no soy feliz. Le escribo

para decirle que la quiero… Esto no es una declaración de amor. Vine

a decirle quién soy. No es fácil porque soy joven y a mi edad esas

cosas no deben decirse.

La amo pero tengo miedo. No quiero darle miedo, espantarla, verla

correr como corren los caballos salvajes. La amo. ¿Cómo? Ah, sí, esa

manía de hablarle de usted a todo lo que me apasiona. Puedo decir

“tú”. Sí. Decir “tú” como se lanza una piedra al mar. Tú. Estoy

divagando. ¿Decir quién soy? Me llamo Alphonse y eso es solo una

convención.

La amo, te amo, tus cabellos me recuerdan a ciertas mujeres que me

salvaron de una muerte segura. Ven. Hay un acantilado, un

acantilado frente al mar…

Cierra tus ojos. Escucha. Escucha la lluvia sobre mi rostro. Escucha.

Me dijiste ayer que te llamabas Judith. Ven. Hay un acantilado, un

acantilado de donde es bueno saltar, de donde es bueno morir.

Quisiera que la tempestad hiciera tres veces más escándalo.

¡Ven! ¡Un simple salto! Veremos, entonces la vida desde un poco más

alto, volaremos como aves de paso, te enseñaré lugares recónditos y

frágiles, aprenderás a llorar como lloran las águilas cuando caen bajo

la tormenta, ven, volaremos, y veremos mares, los veremos

confundirse, sus azules, sus rojos, los veremos, a los mares, hacerse

el amor para dar a luz a nuevos continentes, ven conmigo,

regresemos a ese acantilado único. Ven. Sabrás quién soy.

Alphonse.

¿Judith?

¿Sí, señor inspector?

¿Dónde podría estar?

No sé, señor inspector.

Alphonse seguía caminando todo recto, decidido a seguir el camino

que lo llevaría hacia el norte. Pero como Alphonse no tenía el sentido

de la orientación y como no sabía que no lo tenía, no podía saber que

caminaba derecho hacia el oeste y que, si continuaba así, estaría

completamente perdido, ya lo estaba un poco. A su altura, un coche

se detiene. Se baja el vidrio. ¿A dónde vas así, muchacho? A casa.

¿Y dónde está tu casa? Mi casa… este… (Alphonse hizo una seña

vaga con la mano)… Por allá. Y el puesto de policía, ¿quieres saber

dónde está? ¡Vamos! ¡Sube! ¡Todo el mundo te está buscando desde

hace dos semanas!

Pierre-Paul-René está ahora a la entrada de la gruta; se mete y se

acuesta en su vientre. Ser el héroe de una generación futura que solo

pide creer en mí ya no me interesa. El pesado armatoste de la gruta

caía sobre sus sentimientos. Cerca de él, una estalactita escurría. La

gota aparecía, se desprendía lentamente, quedaba suspendida un

momento en el aire y luego iba a romperse sobre una roca.

¿Por qué lloras, gruta?

Está lo conocido y lo desconocido.

Pierre-Paul-René no se atrevió a hacer otras preguntas.

Soy la gruta, la boca abierta de las montañas y albergo a los seres de

la lluvia. Y desde hace siglos lloro porque envejezco y lloro porque me

debilito. Tanto peso recae en mí. Entonces lloro y mis lágrimas crecen,

crecen y, sólidas llegan hasta mi techo para ayudarme a aguantar

tanto peso; pero llegará un día donde todas esas columnas de

lágrimas me llenarán. Entonces, desapareceré.

¿Lloras para desaparecer, gruta? No es una buena idea.

Es la única que conozco. Solo soy una gruta.

Desde hace un rato unos monstruos me devoraron el pecho. Lloré

tanto que me dolió.

Cambiar no es fácil. Las ideas, las cosas bellas cambian; saben

cambiar porque cambiar es ir más allá del dolor, cambiar es

desaparecer un día llenando el espacio de uno mismo. Ahí está el

gran secreto de las grutas.

EN EL PUESTO DE POLICÍA

Cuando lo vi entrar, se parecía a todos los que llegan a la estación de

policía después de haber sido arrestados. La mirada baja y

preocupada. Todos se ven así frente al poder. Frente a la autoridad.

Pero si hubiera sabido, Alphonse, cómo lo quería, tal vez entonces me

hubiera sonreído. Se ven a tantos canallas desfilar a lo largo del día,

que un muchacho como Alphonse es un verdadero diamante. Yo soy

Víctor, el inspector del puesto de policía. Alphonse no me miró. Yo

estaba feliz de saber que sus padres vivían tan lejos, se tardarían en

venir por él. Una hora, tal vez. Una hora para que me vea.

La hermana en su cama, se había puesto a llorar. Alphonse regresa,

así podré dormir tranquilamente. Mi madre que está sentada en la sala

aún no le dice ni una palabra a mi padre que, de costumbre, debe de

estar esperando junto a la ventana, con un cigarro en el corazón. Mi

hermano, el otro, se fue en taxi para buscar a Alphonse a la estación

de policía. ¡Irse! Irse, sí, irse hacia el sol de medianoche y morir de

frío…

Ella cerró los ojos.

Alphonse abrió los suyos.

Su hermano estaba ahí, de pie, junto a Víctor.

Su hermano firmó la declaración y los vio irse; se subieron a un taxi y

se fueron. Alphonse, nunca lo volví a ver, pero dicen de él que es feliz,

ahora… en otro país.

REGRESO A CASA Y RECUERDOS DE LOS PASEOS

El trayecto fue largo. Alphonse tenía la frente pegada contra la

ventana trasera del taxi. Siempre le pareció algo sorpresivo de parte

de los hombres el tener que subirse a una máquina para avanzar más

rápido. Hace mucho tiempo, cuando Alphonse era todavía pequeño,

todos los domingos toda la familia se iba de paseo.

En el coche se dormía. Era tranquilo, era aburrido, era un juego de

niños. Los sueños, raras veces nos acordábamos de ellos. Tal vez el

coche se desplazaba demasiado rápido, no tienes tiempo de

informarte, de tomar referencias. Las montañas a lo lejos no

terminaban aún su aterrizaje, las nubes no las dejaban. El padre de

Alphonse, cuando manejaba el coche, no se sabía lo que le pasaba

por la cabeza. Pero los presagios se veían tranquilizantes. Una

sonrisa, él prendía la radio, trataba de no preocuparse, hoy es

domingo, y la lluvia hace de la suyas en el vidrio trasero; los

domingos, cuando el padre llevaba a toda la familia a un restaurante

que estaba en lo alto de una barranca, a menudo el sol nos visitaba

después de la lluvia. Era parte del ritual del domingo que lloviera así.

A Alphonse no le gustaba sentarse en medio del asiento trasero en el

coche de su padre, entre su hermano a la derecha y su hermana a la

izquierda. No se podía dormir. No se veía el fondo de los precipicios,

ni el borde del mar. Era un lugar que no quería decir nada, nada, y lo

ponían ahí bajo el pretexto de que era el más chico. Ese tipo de

injusticia pasaba inadvertida a los ojos de todos.

En los caminos solitarios donde ningún coche los acompañaba, esos

caminos que daban vueltas sin cesar arriba de los precipicios, cuando

la ciudad aparecía a sus pies más sucia todavía, esos momentos

donde le parecía a Alphonse que estaban solos en el mundo,

inevitablemente, en la radio, pasaban una canción lenta, una canción

en la que una única voz contaba la epopeya trágica de un rey persa

cualquiera. En esos momentos ya nadie hablaba. Su hermana, su

hermano y su madre miraban al exterior por su propia ventana; solo su

padre, sonriendo, miraba todavía hacia el frente. El camino

maravilloso que seguía dando vueltas y estaba cada vez más rodeado

de pinos y de cedros con los brazos extendidos, le mostraban la vía

de la felicidad.

Entonces Alphonse, preguntó al padre, ¿tienes hambre?

A veces se contesta torpemente a estas preguntas de ternura, y

entonces ahí está, piensas que todo es irreconciliable. Pero las cosas

han cambiado. Sí. Su padre, que aún no era triste ni desdichado, no

hacía concesiones, trataba de ser feliz: el coche y el restaurante cada

domingo eran una receta para esa felicidad que, años más tarde, se

demostró ineficaz.

Pierre-Paul-René está ahora en el lugar más escondido, más íntimo,

en el lugar más secreto de la gruta. Piedras por todos lados alrededor

de su cuerpo encogido, y en sus oídos un zumbido terrible.

¡La gruta! Me da miedo ese zumbido que escucho en mis oídos. Lo

que escuchas, pequeño, es el ruido del universo que avanza, allá del

otro lado de lo invisible. Ese ruido, origen de toda vida, solo se puede

escuchar desde las profundidades de las grutas. Escúchalo; deja que

te arrulle, deja que te duerma, yo soy la gruta. Aquí no te puede pasar

nada.

Lo que hay que hacer para comer un pastel de chocolate, pensó

Pierre-Paul-René.

Los postres siempre habían sido un problema. La elección no se hacía

sin algunas lágrimas, y muy seguido se le iba el apetito a Alphonse

para regocijo de su hermano que se comía el postre que su madre le

había por fin escogido.

Siempre nos sentábamos en la misma mesa, en los mismos lugares,

como en casa durante la semana; hasta en el restaurante la familia

tenía el mismo rostro que de costumbre. Para Alphonse, el decorado

no cambiaba nada al silencio prodigioso de su infancia.

Evidentemente, el camino de regreso es más pesado. Es de noche, en

el aire flota un ya fue suficiente por hoy. El padre parece preocupado

por sus asuntos de la oficina, ha perdido su sonrisa, y el misterio nos

quedó mal. Las montañas habían terminado su aterrizaje y en las

llanuras a lo lejos el frío violeta envolvía los pinos y los cedros; era el

momento del regreso… en sus casas, los burgueses escuchaban las

noticias internacionales, en el mundo se olvida que la Tierra es un

planeta.

Pierre-Paul-René aún acostado en el vientre de la gruta tuvo un

sueño. Soñó con Alphonse, que avanzaba en su camino del campo.

Lo vio treparse a un árbol y voltearse hacia él.

Buenos días, Pierre-Paul-René.

Buenos días, Alphonse.

Recítame un poema, Pierre-Paul-René.

Nunca llegaré al castillo de Flupan, Alphonse.

Recítame un poema, luego abre tus ojos y verás.

¿Un poema, Alphonse?... bueno.

Poema.

Solo nos queda una vela para reconocer el mundo que nos rodea.

Ya no hay que esconderse.

Mirar hacia delante.

¿Cómo olvidarlo sin darle la muerte?

Y mejor mil veces darle la muerte que olvidarlo en el umbral de mi

memoria.

¿Dónde está la vida?

Ella, muy a menudo en otra parte.

Más allá de nuestras catástrofes del corazón, quedaremos unidos los

unos a los otros.

Mi amistad por ti es tan fuerte que a pesar tuyo resistiré tu fuerza.

Tu amistad es tan clara que solo tengo que abrir la boca para irme de

viaje.

Te deseo toda la desgracia que podrá volverte feliz, mi amigo, mi

hermano, nada es más fuerte que nuestras manos que nos unen para

siempre.

Ese al que llaman Alphonse no parece estar muy a gusto, ¿verdad?...

yo soy el chofer del taxi que lo trajo de la estación de policía hasta su

casa. Su hermano estaba sentado al lado mío y me hablaba del

tiempo que hacía y del que iba a hacer. Es extraño… ahora que les

cuento todo eso un detalle me acaba de venir a la mente. En un

momento dado hubo en el cielo de la noche un rayo magnífico y la

lluvia empezó a caer.

Lo que el chofer del taxi no sabía, es que ese rayo magnífico del que

hablaba, era Pierre-Paul-René que acababa de entrar al castillo de

Flupan. Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en el taxi en el

asiento trasero al lado de Alphonse, pero ni el chofer del taxi ni el

hermano de Alphonse, sentado adelante, se habían dado cuenta de

nada. Alphonse y Pierre-Paul-René, acurrucados el uno contra el otro,

se hablaron en cuchicheos para no ser escuchados.

Buenos días, Alphonse.

Buenos días, Pierre-Paul-René.

Dije el poema, se hizo una gran luz y entré en el castillo de Flupan.

¡Ehh! ¡Ya ves, Pierre-Paul-René! El castillo de Flupan es el mundo en

que yo vivo. El castillo de Flupan es la escuela y los semáforos y las

banquetas y los edificios y las montañas y ese taxi y ese chofer de

taxi, todo esto es el castillo de Flupan.

Las recetas pueden estar escondidas en cualquier parte.

Sí, Pierre-Paul-René, en cualquier parte.

Ni modo, mírame Alphonse. Prometí traer de regreso esas recetas,

entonces seguiré buscando.

Y yo, Pierre-Paul-René, aquí, en este mundo, nunca podré sobrevivir.

Quédate aquí y yo iré a tu mundo, donde los brontosaurios trotan

sobre el pasto y dónde las aspiradoras hablan y son reyes.

Tranquilizarás a mi madre por mí, contestó Pierre-Paul-René.

Y tú a la mía, dijo Alphonse.

Y Alphonse y Pierre-Paul-René, que se parecían tanto, se dejaron de

nuevo. En un rayo espléndido, Alphonse regresó al mundo de Pierre-

Paul-René y Pierre-Paul-René se quedó en el taxi.

De hecho el taxi acababa de detenerse frente a las casa de la familia

de Alphonse.

ALPHONSE

Alphonse, soy yo.

Soy del que han dicho todo tipo de cosas desde el principio. Yo no

quería fugarme, escaparme, no estaba triste ni desdichado y quería

mucho a mis padres… de hecho lo que pasó es mucho más simple.

Simplemente me había equivocado de lado cuando tomé el metro

después de la escuela. No bajé en la siguiente estación. Demasiado

cansado. Entonces continué, hasta el final, hasta el final, hasta el final.

Hay que decir que en ciertas situaciones uno no sabe cómo

reaccionar. Y cuando lo invisible se abre ante uno, es aterrador. Y no

nos enseña nada sobre lo invisible. Nada. Cuando se es niño se está

muy mal informado. Por ejemplo, cuando era pequeño, nunca me

dijeron que la Tierra se encuentra en una galaxia y que las estrellas

nacen gracias a un cúmulo de polvo estelar que se junta, se junta y

crece y al caer sobre sí mismo crea energía para poder brillar, a veces

millares de años. Nunca me dijeron ni una palabra al respecto. Sin

embargo, de haberlo sabido, me parece, sí, que me hubiera

tranquilizado. Sí, para ayudarme a dormir.

Cuando Pierre-Paul-René entró en el departamento, no sé muy bien lo

que pasó. Pero me lo puedo imaginar fácilmente. La puerta de la

entrada. El pasillo, mi madre tejiendo en la sala, mi padre que no

habla, mi hermana que duerme (debe de estar fingiendo) y mi

hermano detrás de Pierre-Paul-René hasta mi cama. Se acostó y

durmió. Así es seguramente como las cosas ocurrieron; pero de lo que

estoy segurísimo es que nadie se dio cuenta de nada. Nadie notó la

diferencia entre Pierre-Paul-René y yo. Nadie. Y nadie nunca verá la

diferencia, porque nadie cree en Pierre-Paul-René. Todos piensan que

Pierre-Paul-René no existe, que Pierre-Paul-René es el fruto de mi

imaginación. Entonces sonríen, se miran y dicen: ¡Ahh! ¡Este

Alphonse! ¡Qué imaginación! La gente solo cree en lo que puede ver y

tocar. De hecho ya no quieren creer. Quieren saber. Saber. No creen

que la tierra es redonda, lo saben. Entonces ya no creen en ello. No

creen que el cielo es azul, lo saben, entonces ya no creen en ello. Y la

gente se quedó con lo que sabía sobre mí. Lo que sabía sobre mí.

Pero el resto, el resto, que está en mí, alrededor de mí y que me

pertenece, esta parte tan pequeña hecha para se crea en ella, esta

parte de mí que es más real de lo que podría ser mi piel, mis huesos y

mi sangre, esta parte que sus ojos cansados nunca podrán ver, esta

parte no la tendrán, aún está en camino, libre como los colores de la

noche. Esta parte de mí está escondida, escondida, escondida… de

mí mismo, es esa parte la que realmente existe. Al menos quiero

creerlo, quiero creerlo… para que la vida, que empieza para mí, y la

muerte, que podría golpearme en cualquier instante, me sean ambas

más bellas, más aceptables y más felices.