ALVES Rubem - La Teologia Como Juego - La Aurora 1982-1

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LA TEOLOGÍA COMO JUEGO LA TEOLOGÍA COMO JUEGO por RUBEM ALVES Ediciones La Aurora

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LA TEOLOGÍA COMO JUEGO

LA TEOLOGÍA

COMO JUEGO

por RUBEM ALVES

Ediciones

La Aurora

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Producción editorial: TIERRA NUEVA

Diseño de tapa: Roberto Claverie

• 1982 ASOCIACIÓN EDICIONES LA AURORA

ISBN: 980-051-001-4

Impreso en Argentina Queda hecho el depósito que previene la ley

Es una primera edición de 2.000 ejemplares

P R Ó L O G O

La teología concebida como un juego de abalorios: tal es la propuesta de

Alves en este libro, producto de sus conferencias en las Cátedras Carnahan,

dictadas en el Instituto Superior de Estudios Teológicos (ISEDET) de Buenos

Aires, en 1981.

Para el teólogo, para el creyente, para la comunidad de la fe, Dios habla. Y

de su voz nacen cosas que antes no existían y otras que parecían existir son

reducidas a la nada. El teólogo hace permanentemente un riesgoso juego de

palabras en el mundo de la omnipotencia del amor. El amor de Dios hacia los

hombres, que no está puesto en dudas y el amor de los hombres entre sí, que

siempre está puesto en dudas.

El teólogo sabe que detrás del lenguaje —y para que éste tenga eficacia—,

debe existir una comunidad de hombres y de mujeres orientada hacia una praxis

de liberación. De lo contrario, el juego de abalorios sería inútil.

Si bien en este libro Alves pone énfasis en la teología como juego, en su

afán de descubrir la magia oculta en ese quehacer de la inteligencia humana, no

ignora lo que no menciona o lo que solamente alude: la fuerza de la realidad

concreta que vivimos todos los días. La misma en la cual muy a menudo nos

encontramos con cuerpos de los sacrificados.

Teología y filosofía; arte e historia; psicología y sociología; leyendas

populares y cuentos infantiles, entrelazan sus manos nerviosas y cálidas a través

de la prosa poética —por momentos juego y magia—, de un Rubem Alves muy

distinto de su Religión, ¿opio o instrumento de liberación? (Ed. Tierra Nueva,

1974).

Así la teología se nutre de la visión del amor redentor de Dios, mientras

construye sus juegos de palabras con cuanto pueda aportarle el universo de las

ciencias y de los conocimientos humanos. Juegos de palabras que, como los

juegos de los niños, serán tanto más reveladores cuanto más libres sean. Porque

así como la libertad nos permite los sueños y las fantasías: las utopías y la

visión de mundos nuevos, así también nos descubre las culpas, las impotencias

y las debilidades humanas. Nuevamente aparecen los cuerpos de los

sacrificados.

Como dice el autor, "de las entrañas de los sacrificados surge este juego de

las cuentas de vidrio que llamamos teología. Palabras, nada más que palabras.

Pero las palabras son ayes, suspiros, profecías. Y con ellas se construyen

mundos…”.

Los Editores

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PRESENTACIÓN

El aniversario de los treinta años de las Conferencias Carnahan se cumplió

en 1981. Los profesores y estudiantes de la comunidad teológica del Gran

Buenos Aires, pastores y sacerdotes de nuestras iglesias, un número

significativo de laicos interesados en temas teológicos y algunas personas del

exterior que se reunieron durante una semana del mes de setiembre con motivo

de esas conferencias, tenían conciencia de estar participando en una tradición

viva, la cual es a la vez uno de los acontecimientos más esperados del año

lectivo del Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos (I.S.E.D.E.T.).

Esta tradición se remonta a 1951 cuando Harold A. Bosley dictó una serie

de seis conferencias intitulada La Iglesia Militante. En esa ocasión,

seguramente consciente del riesgo de proyectarse hacia un futuro en muchos

sentidos incierto, el pastor Bosley se animó a predecir que las Conferencias de

1951 serían el comienzo de una larga y fructífera práctica dentro del contexto

de la educación teológica:

El honor de dar la primera serie de las Conferencias Carnahan es tan

abrumador como insigne. Porque, evidentemente, éstas están

llamadas a ser una de las más importantes conferencias periódicas

auspiciadas por seminarios y escuelas de teología cristianas en

cualquier parte del mundo. Hago esta profecía con plena confianza en

que los años venideros han de justificarla. Y será siempre una de las

más grandes satisfacciones de mi vida el haber podido estar presente

y participar en la iniciación de una empresa tan auspiciosa.

Un estudio de los títulos de las Cátedras Carnahan durante el período de 30 años revela, a pesar de cambios de énfasis y moda en la teología, una continuidad sorprendente en las temáticas desarrolladas. Sería difícil a base de los títulos saber que las conferencias sobre "la renovación de la iglesia", "realidad e idolatría en el cristianismo actual", o "las herramientas del reino" se habían dictado de 1952-1954 en vez de ser recientes.

Las conferencias hicieron posible que personas del mundo entero vinieran

a I.S.E.D.E.T. A modo de ejemplo, y mencionando sólo al último conferencista

de cada país: España, L. Alonso Schökel; Alemania, D, Sölle; Francia, E.

Trocmé; Italia, G. Bouchard; Inglaterra, J. A. T. Robinson; Suiza, L. Vischer;

Holanda, A. van Leeuwen; Japón, M. Takenaka; Canadá, J. D. Smart; Estados

Unidos, P. Lehmann; Uruguay, J. L. Segundo. En 1981 agregamos el nombre

de Rubem A, Alvez de Brasil a esta distinguida lista de conferencistas.

Uno de los motivos más importantes para haberle extendido al Dr. Alves la

invitación para ser conferencista en 1981 fue que la comunidad entera conocía

algunos de sus artículos o libros, sobre todo Cristianismo, ¿opio o liberación?,

Hijos del Mañana, Protestantismo e Repressao. Sólo algunos miembros de la

comunidad lo conocían personalmente, sin embargo, y sabían la importancia de

la persona y presencia del Dr. Alves para su forma directa y personal de

comunicación. Su creatividad, y hasta algo de su espontaneidad y el juego de su

lenguaje e imágenes, están presentes en estas páginas de tal forma que justifican

ampliamente la publicación de estas conferencias.

Este libro representa nuestra forma de compartir, aunque parcialmente, una

experiencia muy grata y desafiante que condujo a un diálogo que cuestionó y

dejó cuestionar muchos presupuestos teológicos. Esperamos que la experiencia

sea tan rica para el lector, y una señal que, después de 30 años, las Conferencias

Carnahan siguen justificando las expectativas del primer conferencista.

Lee Brummel

Rector del I.S.E.D.E.T.

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1 LA TEOLOGÍA COMO

"VARIACIONES SOBRE UN TEMA DADO"

“— ¿Mi profesión? Bien... soy teólogo. No, el señor no me oyó bien. No

soy geólogo. Teólogo. Eso mismo... No es necesario disimular el espanto

puesto que yo mismo me espanto, frecuentemente. Ni esconder la sonrisa. Yo

comprendo. Tampoco es necesario pedir disculpas. Sé que su intención fue

buena. Preguntó sobre mi profesión sólo para iniciar una conversación. El viaje

es largo. Es fácil hablar sobre profesiones. Todo habría andado bien si mi

profesión fuese una de las que conoce todo el mundo. Si yo hubiese dicho

dentista, médico, mecánico, agente fúnebre, estaríamos ya en medio de una

animada charla. De la profesión pasaríamos a la crisis económica, de la crisis

económica saltaríamos hacia la política y el mundo sería nuestro. . . ”

En otros tiempos la situación habría sido otra. ¿Han advertido ustedes que

existen ciertas profesiones que no esperan a que se les haga la pregunta? Son las

que toman la iniciativa y andan por el mundo anunciándose. Es lo que ocurre,

por ejemplo, con los médicos, que provocan la admiración de todos por los

guardapolvos blancos que usan. O los militares, que se abren camino con el

color y el brillo de sus uniformes, botones, condecoraciones... Siempre es así:

profesiones respetadas se anuncian por medio de ropas apropiadas. En caso de

que les falten éstas, les alcanza con hablar el lenguaje que testimonia, qué

universidades frecuentaron y qué instituciones los acogen. Usan el discurso

inconfundible de los técnicos, especialistas, administradores. . . ¡Y pensar que,

en otros tiempos, era el latín...!

Hubo tiempos en que los teólogos se anunciaban. Su presencia no exigía

explicaciones, sólo respeto y admiración. Y los cuellos clericales, los hábitos

sacerdotales, el riguroso lenguaje de quienes tienen familiaridad con la

erudición, declaraban, con seguridad y tranquilidad, que un teólogo estaba

presente. Buenos tiempos aquellos en que los especialistas en los secretos

divinos eran reverenciados y honrados... En ese entonces todos sabían que las

cosas que realmente importan son aquellas que no se ven: el alma, el infierno, el

cielo, el purgatorio, la Santísima Trinidad, la presencia de Cristo en .la

eucaristía. ¿Cómo comparar cosas eternas y cosas efímeras, cosas invisibles y

cosas visibles? ¡Qué abismo de dignidad y honra las separa! Claro que existe un

lugar para la ciencia de las cosas físicas. Pero, probablemente, habrá de estar

más próxima de las habilidades de los cocineros y del arte de los herreros y

molineros: cosas para ser usadas para nuestro confort, sin que olvidemos nunca

su carácter transitorio.

Y era sobre las cosas invisibles y eternas que hablaban los teólogos, cosas

que la imaginación artística las volvía visibles en la pintura, en la escultura, en

la arquitectura. . . Y los corazones se estremecían y lloraban, sonreían y

estallaban de esperanza en las redes lingüísticas que los teólogos tejían. Sucedió

que las cosas cambiaron.

Progresivamente la imaginación se debilitó. Las personas dejaron de tener

visiones. Y si las tenían, trataban de mantenerlas en secreto. Porque si, en el

pasado, los visionarios eran candidatos a la santidad, ahora se arriesgan a hacer

compañía a los locos. Dios fue progresivamente expulsado del mundo. Con la

expansión de la ciencia los cielos se quedaron sin misterios. Quedó,

repentinamente, deshabitado. Sin amor, sin odio, sin finalidad alguna... Sólo la

belleza glacial, inmóvil, de las fórmulas matemáticas. Dios pasó a ser una

hipótesis innecesaria. Prácticamente El no establecía diferencia alguna.

Y aquí está la dificultad de los teólogos.

Antes hablaban de alguien que establecía toda diferencia y de quien

dependía el destino de los hombres. Ahora hablan sobre algo que no establece

diferencia alguna. No es de extrañar que, a los ojos de la ciencia, al teólogo se

lo encuentre x parecido al alquimista o al astrólogo.

A primera vista puede parecer que el problema radique en el hecho de que

el teólogo no hace nada más que hablar. ¡Qué diferencia, cuando lo

comparamos con médicos, dentistas, mecánicos, agentes fúnebres, soldados,

cocineros! Cuando cualquiera de estas profesiones entra en acción, las cosas re-

sultan diferentes: operaciones, obturaciones, soldaduras, funerales y sepulturas,

desfiles y batallas, tortas y asados: las manos trabajan, sucesos y objetos son

producidos. Pero el teólogo habla, sólo habla... Sucede que también abogados,

generales, políticos, psicoanalistas y sociólogos son profesionales del hablar,

para no mencionar poetas y literatos.

El hecho es que nadie duda que estas hablas son diferentes. Sí así no fuese

los clientes de abogados y psicoanalistas no pagarían sus servicios a precio de

oro. ¿Y los generales? ¿Habrá alguien que cuestione .el poder de sus órdenes?

Por ellas se abren puertas, se cierran puertas, hacen marchar a los hombres, los

hacen esconderse. E incluso los sociólogos sin clientes y sin tropas, son temidos

por el poder de su habla, que tiene la extraña capacidad de poner las cosas

cabeza abajo, descosiendo las ropas de reyes y sacerdotes, reemplazando la

pompa de los uniformes por la vergüenza de los vientres prominentes y las

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pieles fláccidas, que no raras veces les cuesta el ostracismo y el desempleo. Esta

hablas provocan una diferencia.

En cambio, los teólogos dejaron de anunciarse por medio del uniforme y

no pueden esconder la dificultad cuando alguien les pregunta sobre su

profesión.

La Teología habla sobré cosas invisibles: ¿Qué diferencia produce?

¿Quiénes son sus clientes? ¿Quién les paga honorarios? ¿Quién entiende su

extraño discurso?

¿Será que nuestra clientela se redujo a unos pocos sobrevivientes del mundo

romántico y mágico de los caballeros andantes, o a aquellos que, temerosos, no

osan prestar oídos a la ciencia? Esa es la pregunta que nos formula Bonhöeffer.

¿O pasaremos por fantasmas, asustando a los desprevenidos? Recuerdo un

personaje de Camus que se divertía visitando los cafés frecuentados por la élite

intelectual de París, sólo para causar escándalo, ¡jugaba de teólogo! Cuando la

conversación estaba ya animada dejaba escapar una palabra obscena: “¡Gracias

a Dios!” o sencillamente: “¡Mi Dios...!”. Y era el pandemonio:

“Bien sabe cómo nuestros ateos de la rueda del bar son tímidos

comulgantes. Un momento de espanto seguía al enunciado de esta

enormidad, se miraban estupefactos y después estallaba el tumulto;

unos huían del bar, otros cacareaban con indignación sin escuchar

nada, todos se retorcían en convulsiones, como el diablo en el agua

bendita”. (A, Camus, La caída, p. 73).

Por eso hubiera sido mucho más fácil si en aquella conversación de viaje

yo hubiera dicho:

“— ¿Mi profesión? Escribo historias de hadas para niños”.

Cualquiera me hubiera entendido. Probablemente algunos me habrían

amado. ¿Hay cosa más fascinante que hablar sobre gigantes, brujas, princesas

adormecidas, madrastras perversas, duendes traviesos, palabras encantadas,

príncipes valientes y puros, felicidad hasta el fin de los días? Todo esto es

permitido en el reino de la fantasía.

Pero, ¿y el teólogo? ¿Acaso su palabra no se construye también con

material sacado de la fantasía? ¿Su boca no está ligada a los ojos de la fe? ¿Al

sueño? ¿A la visión?

“Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra…

Y Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos…

El león comerá paja con el buey, el lobo habitará con el cordero.

Las espadas serán transformadas en arados,

Las lanzas en tijeras de podar.

Y los mansos y pobres heredarán la tierra y verán a Dios. . . ”

¿Alguien puede explicarme la diferencia entre el cuento de hadas que

produce ternura y la palabra del teólogo, recibida con desdén?

Tal vez la diferencia esté en que los cuentos de hadas son contados para

hacer dormir a los niños, mientras que la palabra teológica desea que el hombre

despierte y viva. El teólogo habla como quien cree. Pero es esto lo que quedó

prohibido: creer. De ahí la vergüenza y el estigma. ¿Cómo es posible que lo

tomen en serio? Y lo que es más triste: ¿cómo puede el teólogo tomarse a sí

mismo en serio?

Es comprensible que se sienta perdido ante sus sólidos interlocutores

cuyas profesiones son por todos conocidas: los pies firmemente apoyados en el

suelo, la imaginación subordinada a la observación, el deseo del cuerpo

controlado por las exigencias de la realidad. De hecho, los teólogos, pájaros de

alas quebradas, no pueden competir con ellos.

De ahí su silencio, su soledad, las palabras ininteligibles de sus discursos,

los ghettos en que se refugian: comportamiento de personas amedrentadas, que

se niegan a hablar por saber que, una vez dicha la primera palabra, serán

traicionados por ella. Y la palabra dicha quedará maldita…

Pero es posible encontrar salidas por otro lado. Y es así que

frecuentemente los vemos concluyendo en decir adiós a su juego, tal como era

jugado en el pasado, conformándose con verlo reducido a la condición inferior

de un simple dialecto de otro lenguaje más noble, tal como ocurre con el

hombre de campo que tiene que olvidar su lenguaje y sucumbir a la música y a

la gramática del discurso urbano. Y el teólogo —por derrota o amor, no

importa— se entrega a otros juegos, sea a la sociología, al psicoanálisis o a la

política. Entonces, y no sin cierta violencia, él muda sus cosas y palabras desde

los espacios de la metafísica y las amontona en las cavernas de la ideología o de

la neurosis.

¿Qué se gana con esto?

Es muy simple.

Nadie hace preguntas acerca de la verdad de los tranquilizantes y los

estimulantes. La cuestión de la verdad sucumbe ante las evidencias de su

utilidad. ¿Se acuerdan del admirable mundo feliz de Huxley?

Allí, bajo el dominio de científicos, tecnócratas y administradores, la

felicidad era terapéuticamente distribuida en píldoras. Se comprende así como

aun en una sociedad totalmente secularizada y atea se pueda reconocer el valor

del opio, sea bajo la forma de compuestos químicos, sea bajo la forma de

ilusiones religiosas. Y si los sacerdotes de un orden establecido prefieren el

sueño, los iconoclastas preferirán los cuerpos tensados en danzas guerreras. Hay

soluciones químicas para ambas demandas. Hay pociones teológicas para

ambos casos. Y así le sería posible al teólogo resucitar de las cenizas, no bajo el

patrocinio de la verdad sino bajo la égida de la utilidad. Sería necesario sólo un

pequeño ajuste; el teólogo se descubriría vecino y colega de los farmacéuticos.

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Fue entonces que una curiosa idea me vino a la mente. ¿Y si nuestro

interlocutor, en vez de retraerse con una sonrisa enigmática al oír nuestra

respuesta, prosiguiese con tranquilidad y candidez?:

“Entonces el Señor es un teólogo. Sabe, siempre me fascinó el aura de

misterio que envuelve a la teología. Pero nunca pude entenderla. Póngase en mi

situación. Si el señor tuviera como compañero de viaje a un matemático y le

preguntara: “Explíqueme qué es la Matemática”, ¿cuál sería su reacción si se

pusiera a discurrir sobre los Principia Matemática de Russell y Whitehead?

Pues es así como me siento cuando los teólogos comienzan a hablar... Por favor,

haga un esfuerzo…”

Me espanté entonces al descubrir en mi interlocutor un amigo fraterno que

articulaba, con voz clara, preguntas que eran muy mías. Más que él, yo quería

entender aquello que hacía al jugar con los símbolos que constituyen la

teología.

¿Usted se asusta de que alguien haga algo sin saber por qué? No debería.

En verdad, son pocas, poquísimas, las actividades que realizamos a la luz

del saber. Comenzando por el uso del lenguaje, que hablamos sin conocer las

reglas de la gramática, y que nos fue enseñado por nuestros padres sin que ellos

supieran cómo lo hicieron. Andamos en bicicleta, nadamos, cantamos, hacemos

el amor, y si nos pidieran explicaciones, tendríamos que confesar que pensamos

poco sobre el asunto y que nuestras conclusiones son todavía insatisfactorias.

El conocimiento es invocado en el momento en que las cosas se vuelven

penosas y difíciles. Las personas que no sufren del hígado, no saben que lo

poseen. Es necesario que les duela para que, con el dolor, surja la conciencia. Es

lo mismo que ocurre con los zapatos confortables: los usamos todo el día sin

tenerlos en cuenta, hasta que una piedrita transforma al pie en el centro del

mundo. Parafraseando al poeta portugués Fernando Pessoa, yo diría que “el

pensamiento es dolencia del cuerpo”.

Para aquellos que la aman, la teología es una función natural como soñar,

escuchar música, beber un buen vino, llorar, sufrir, protestar, esperar... Tal vez

la teología no sea nada más que una manera de hablar sobre esas cosas dándoles

un nombre, distinguiéndose apenas de la poesía porque siempre es hecha como

una oración. Ella no surge del “cogito”, de la misma manera que los poemas y

las oraciones. Simplemente brota y se desdobla, como manifestación de una

manera de ser: "suspiro de la criatura oprimida". ¿Sería posible una definición

mejor?

Pero, en el momento en que surge el dolor de la incomprensión y las

palabras son recibidas con una sonrisa de escarnio, la teología se transforma en

actividad problemática. Sucede entonces lo que ocurre con las personas

portadoras de una deformación facial, conscientes a cada minuto de su di-

ferencia y de las miradas de espanto o piedad. Se sienten obligadas a esconderse

o a asumir la diferencia, como un desafío.

Esto es lo que yo propongo: sin disculpas y sin concesiones, alzar el rostro

y explicar a los otros y a nosotros mismos, especialmente a nosotros mismos,

¿qué es la teología?

Y nos volvemos hacía nuestro interlocutor que propuso la pregunta y

espera. Comprendemos, desde el comienzo, que será necesario valemos de las

parábolas y analogías. Así es como se avanza: de lo conocido hacia lo

desconocido.

“— ¿El señor ya oyó hablar de Castalia?", le decimos. Aparece en el libro

de Hermann Hesse, "El juego de abalorios”. Castalia, orden monástica de un

mundo futuro. Ordenes monásticas conocemos muchas. Pero lo que distingue a

Castalia es la curiosa manera que encontró para organizar su vida espiritual en

torno de un juego, de una diversión.

Por favor, no se deje llevar por el malestar causado por estas dos palabras:

juego, diversión. Claro que somos personas serias y preferimos hacer nuestras

conquistas en el trabajo y en las acciones graves y heroicas que pueden

transformar la historia. En cuanto a los juegos y diversiones, están más

próximos al ocio y a lo fútil, cosa de niños, y siempre será posible cuestionarlos

con la terrible pregunta: ¿Cuáles son sus implicancias políticas?

Que se trata de algo infantil, no hay dudas.

Pero, recordando que "si no nos convertimos y no nos hacemos como los

niños, no podremos ver el reino de los cielos", habremos de dar un voto de

confianza a Castalia, para que nos explique su juego.

¿El señor se espanta? Yo comprendo. Pero el hecho es que para hacer

teología o para jugar al juego de abalorios (así se llamaba el ejercicio espiritual

de Castalia), es necesario tener un poco del espíritu de los niños.

Juegos y diversiones son cosas muy serias. Veamos esta maravillosa

sugestión que nos hace Schiller:

“Un animal rabaja

cuando algo le falta:

ésa es la fuerza que lo impulsa a la actividad,

pero juega cuando hay abundancia,

un exceso de vida es lo que lo empuja y

compele a la acción. . . ”

(citado por Walter Kaufmann,

Hegel: una reinterpretación, p. 28)

En los juegos y entretenimientos la libertad y la necesidad se encuentran, y

la alegría que deriva de ellos, brota justamente de la libertad triunfante que

domina la necesidad, produciendo un mundo posible de ser amado.

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La vida, ¿no es en sí misma un juego? De ninguna manera estoy diciendo

que el juego no es serio. Millones son los que a él se entregan diariamente. Los

militares que toman decisiones sobre la construcción y ubicación de bombas

atómicas o de tropas, ¿no se comportan como jugadores de ajedrez? ¿Y la

economía? ¿Las embestidas en la Bolsa? ¿No se desarrolla todo en cierto

paralelismo con las reglas de los juegos? Y nosotros no podemos evitar los

disfraces y desempeñamos nuestros papeles en el palco, como teólogos, profe-

sores, amantes, policías, revolucionarios, creyentes, científicos… Claro que

muchas veces las personas se olvidan de que están jugando. Sus juegos se

transforman en cosas serias. Si los reyes y los payasos no se ríen de sí mismos

ni lavan su rostro o visten piyamas cuando se van a dormir, perderán la

memoria de lo que son.

¿En qué consistía el juego de abalorios de los monjes de Castalia?

En música existe algo muy común llamado “variaciones sobre un tema dado”.

La idea es muy simple. El compositor toma una serie de tonos y con ellos

construye un tema austero, desnudo, desprovisto de toda ornamentación.

Se inicia entonces el entretenimiento. El compositor le pregunta a este

tema:

“— ¿Cuáles son los límites de su plasticidad?

— ¿Hasta qué punto será posible alterarlo sin destruir su identidad?”

Y, aceptando el tema como motivo, el compositor lo establece como

núcleo central de una trama a ser tejida. Y se pone a construir una tapicería de

sonidos, variando, alterando, invirtiendo, adornando, complicando, haciendo así

surgir, por medio de sucesivas revelaciones, las posibilidades que se escondían,

adormecidas, en el tema ideal. .

Bach construyó las monumentales “Variaciones Goldenberg”. Mozart hizo

la misma cosa, demostrando gran placer en este entretenimiento musical.

Beethoven no resiste a la fascinación del juego e infinitas veces sus

composiciones llevan el título “variaciones…”.

No podemos olvidarnos de la bellísima pieza orquestal de Britten,

“Variaciones sobre un tema de Purcel”, para ayudar a los niños y a los adultos a

entender lo que es una orquesta.

Pero, ¿y si los sonidos no bastaran para la construcción? El mundo está

lleno de otras cosas. Junto a los sonidos musicales están los colores, materiales

sólidos como la piedra y la madera, las palabras. Y hay jardines, poemas,

danzas, teorías científicas, mitos, ritos, monumentos, joyas, túmulos... Claro

que no podemos manipular tales cosas como si fueran piezas de ajedrez. Pero

podemos someterlas a la mágica transubstanciación del lenguaje, que nos

permite remover una montaña entera apenas pronunciando una palabra. Las

cosas se transubstancian en cuentas de vidrio, volviéndose así piezas de nuestro

juego.

Imaginemos ahora un juego semejante a “Variaciones sobre un tema

dado”, y que puede y debe ser construido con todos los materiales simbólicos

posibles, extraídos de la experiencia humana y de todo aquello que la cultura

haya producido. La tarea: construir una arquitectura simbólica que evoque y

represente la presencia escondida del tema propuesto, haciendo que todos los

ángulos de nuestro mundo entren en reverberaciones armónicas, cantando partes

dé una polifonía, revelando un mágico encanto, omnipresente. En torno de la

gran cuenta de vidrio, temática fundadora, central, las otras agregadas, hasta

que, al final, todo canta, en canon que fue propuesto en el inicio. Esta es la idea

básica del ejercicio lúdicro en torno del cual giraba Castalia: el juego de las

cuentas de vidrio.

¿Y si yo hiciese la insólita sugestión de que la teología es un juego de

abalorios? ¿Y que Hermann Hesse, tal vez, se haya inspirado en aquello que los

teólogos han hecho, a través de los siglos, como modelo para los ejercicios

espirituales de los monjes de Castalia?

¿Qué hace un teólogo?

Habla.

Puede ser que haga muchas otras cosas, más gratificantes, bellas, más

relevantes: lo que no se puede negar es que como teólogo, trabaja con símbolos.

Juega con ellos.

¿En qué se distingue de otros jugadores de símbolos?

Es simple. Usa cuentas de vidrio que los otros no usan y no usa muchas de

las que los otros emplean.

¿Cómo caracterizar las cuentas teológicas? No es difícil. Su brillo, sus

colores, su calor. . . No es posible confundirse, volveremos a esto en otro

momento. Porque ahora el nuestro amigo, se dirige hacia el arca donde están

guardadas sus cuentas. Comienza a sacarlas. Mitos, ritos, símbolos, visiones

utópicas, poemas, salmos, oraciones, maldiciones, historias, gestos, desiertos,

ciudades, muertes, asesinatos, resurrecciones, esperanzas, hombres y mujeres

tomados de la mano, cuerpos unidos en el amor, prisiones, lágrimas, dolores,

muchos dolores, sonrisas, muchas sonrisas, rostros, muchos rostros…

Y el teólogo toma las cuentas inertes, les da calor con sus manos, ellas

fulguran, cobran vida, y él comienza a organizarlas, como si fuesen tapices,

amarrando los símbolos unos con otros, hasta que la red se alarga lo suficiente

como para ser colgada en los dos extremos del abismo. ¿Se acuerdan de

Zarathustra?

“El hombre es una cuerda tendida sobre un abismo… ”

Y el teólogo extiende sobre el abismo la red simbólica que tejió con su

juego de cuentas de vidrio, para aquellos que quieran correr el riesgo de

descansar sus cuerpos sobre ella.

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¡Ah! ¡Qué insólita debe parecer esta propuesta!

¿Qué teólogo, en el pasado, tuvo la desfachatez de comparar su trabajo al

juego o a la artesanía? Sus rostros serios revelaban la gravedad de su tarea: abrir

las puertas de las cosas divinas y eternas. Sabían que, en oposición a las som-

bras en que los otros hombres vivían, ellos habitaban en lugares sagrados donde

la voz de Dios se hacía oír y contemplaban la luz clara y directa de la

Revelación. Trabajaban bajo el imperativo de la verdad. Y, de la misma manera

que los científicos de la naturaleza, que también por amor a la verdad

subordinaban la imaginación a la observación y se volvían totalmente sumisos

al objeto, los teólogos, científicos de las cosas divinas, deseaban que su palabra

fuera conocimiento riguroso y objetivo de las cosas que tienen que ver con la

divinidad.

Pero ahora yo sugiero que la teología es juego, construcción, artesanía:

cosa humana, por demás humana. ¿Decir que los teólogos son

jugadores/tapiceros no será lo mismo que decir que ellos son

jugadores/embusteros?

Comprendo el espanto de todos y, para amenizar la situación, yo invocaría

de entre los muertos a un contador de parábolas: Kierkegaard, que nos dirá de

un danzarín curioso:

“Si un danzarín diese saltos muy altos, podríamos admirarlo. Pero si

él intentara dar la impresión de poder volar, la risa sería su merecido

castigo, aunque él fuese capaz, de verdad, de saltar más alto que

cualquier otro danzarín. Los saltos son actos de seres esencialmente

terrestres que respetan la fuerza de gravedad de la tierra, ya que el

salto es algo momentáneo. El vuelo nos hace pensar en seres

emancipados de las condiciones telúricas, un privilegio reservado para

las criaturas aladas… ”

¿La razón de la parábola? Es muy simple.

Los teólogos son danzarines. Y si nuestro compañero de viaje retrocedió,

asombrado, cuando le confesamos nuestra profesión, tal vez se debió al hecho

de haber visto ya el ridículo espectáculo de bailarines que se hacen pasar por

seres alados: teólogos que confundían la voz de los hombres con la voz de Dios,

y atribuían solidez a aquello que es fugaz y lo que no pasa de ser un palpito

efímero.

¡Y pensar que la belleza de lo bailado puede ser recuperada! Claro que esto

no se conseguirá atribuyendo, ya a los teólogos, ya a la Iglesia, el poder de volar

como los pájaros. La fascinación renacerá justamente cuando los hombres

puedan ver el lugar donde sus pies tocan el suelo. Decir que los teólogos son

personas que juegan al juego de las cuentas de vidrio es confesar que tienen sus

pies en la tierra: porque un juego es algo que se construye de abajo hacia arriba,

con astucia, ingeniosidad y sobre todo, amor.

Y es bien posible que algo extraño ocurra al final de nuestro relato. Si le

hubiéramos dicho a nuestro compañero que somos seres alados, él no habría

podido evitar su risa y su desprecio. Pero nosotros le confesamos que sólo con

símbolos, haciendo improvisaciones en torno de temas dados... ¿Parece que

volamos? Sólo son saltos, pues nuestros pies únicamente se alejan del suelo por

cortos y fugaces momentos. Y la teología se descubriría como cosa humana,

cualquiera podría hacer, si sintiera la fascinación de los símbolos, el amor por

el tema y tuviese la imaginación sin la cual los pies no se despegan de la tierra.

He ahí el extraño fin de la conversación: porque el desconocido podría

convertirse en un discípulo. ¿Quién podrá negar la belleza del juego de las

cuentas de vidrio? Y el teólogo se redescubriría, no ya vestido con los colores

fulgurantes de los que están en la cima, sino en la tranquila desnudez de

aquellos que, como los demás, andan por los caminos comunes de la existencia.

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2 RESURRECCIÓN DEL CUERPO

Las cuentas de vidrio ya se encuentran sobre la mesa, muchas de ellas con

millares de años de edad y con signos de haber sido usadas incontables veces;

otras relucientes, nuevas, recién salidas de las manos de los artesanos.

Los jugadores ocupan sus lugares y esperan el anuncio del tema. Se

aproxima el magister ludi y coloca, justo en el centro, la cuenta de vidrio en

torno de la cual los teólogos tejerán sus variaciones. Ella será el punto en que se

apoyarán sus pies para sus saltos coreográficos.

Y brota, espontáneo, el espanto sonriente. Porque la cuenta de vidrio

temática es el cuerpo humano, mi cuerpo, cuerpo de todos los hombres, cuerpo

de jóvenes y viejos, cuerpos toril y cuerpos felices, cuerpos muertos y cuerpos

resucitados, cuerpos que matan y cuerpos abrazados en amor. Y la

congregación de teólogos y asistentes repite al unísono:

“Creo en la resurrección del cuerpo".

El tema del juego brota de las exigencias del corazón, de las esperanzas del

amor, del deseo de vivir, de hacer como que el universo entero sea un cuerpo

viviente, amante, pulsante, cuerpo de Cristo.

¿Habría algún otro punto de partida posible?

¿Existirá algún lugar donde nos encontremos fuera de nosotros mismos,

estando así libres del radical cuerpocentrismo a que nuestra carne nos obliga?

Esta era la pregunta con que Kierkegaard martillaba a Hegel, pidiéndole

reconocer el punto desde el cual brota todo pensamiento y toda palabra: el yo,

este pequeño e insignificante yo, que desea ser feliz, con pasión infinita.

Partir del cuerpo.

¿No es el cuerpo el centro absoluto de todo, el sol en torno del cual gira

nuestro mundo?

El lector escéptico (y saludable) responderá que no es así. Hay cosas más

importantes.

Confieso que tengo paciencia con quienes son escépticos acerca del

cuerpo. Puedo esperar. Y, desgraciadamente, triunfaré. Esperaré el cólico renal,

las mutilaciones progresivas y las prótesis crecientes, las manos trémulas, la

vista corta, los órganos fláccidos que ya no se mueven más al perfume del amor.

“En el campo de batalla, en la cámara de torturas, en un navío que se

hunde, las causas por las cuales usted lucha son siempre olvidadas,

porque el cuerpo se hincha hasta abarcar todo el universo; igual cuan-

do no está paralizado por el miedo o gritando de dolor, la vida es una

lucha que se desarrolla, momento a momento, contra el hambre, el

frío, el insomnio, contra un dolor de dientes”. (Orwell, 1984).

Sin duda que los hombres tienen una extraña capacidad para entregarse a

problemas lejanos y abstractos, aparentemente distantes de todo aquello que se

refiere al cuerpo. Pero permanece siempre la pregunta: ¿no será por imposición

del cuerpo que hace esto? Los lógicos encuentran placer en jugar con la lógica

y sonríen. Y si hay personas que aparentemente se separan del cuerpo, de la

vida, del placer, refugiándose en un cielo futuro donde sólo habitan almas

desencarnadas, es porque su cuerpo, aquí y ahora, encuentra en estos

pensamientos un consuelo para sus dolores (Gerth Mills, From Max Weber).

Quien cree en los cielos puede dormir mejor y quien confía en la providencia

divina sufre menos ataques al corazón.

Y no me vengan con el cuento de que la preocupación por el cuerpo es

dolencia de pequeña-burguesía. Como si los trabajadores no tuvieran cuerpos y

sintieran dolor de dientes con los dientes de su clase social, e hicieran el amor

con los genitales de su clase social, y cometieran suicidio con la decisión de su

clase social. El cuerpo, en verdad, es la única cosa que ellos poseen y lo tienen

que arrendar.

Para quien está sufriendo sólo existe el cuerpo y el dolor: dolor inmenso,

que es preludio de la muerte. Muerte que tiene que ver con su cuerpo, único,

irrepetible, centro del universo, grávido de deseos. Desde u n punto de vista

estrictamente humano, la clase social es apenas una forma de manipular el

cuerpo. Y es esto lo que el trabajador s<ente. Los pobres huelen mal, no curan

sus dientes, tienen hambre con más frecuencia v no consiguen afinar su

sensibilidad de suerte de gustar de la música erudita; además de recibir castigo

con más frecuencia y morir más tempranamente. Para una persona de carne y

hueso éste es el sentido de clase social: los posibles y los imposibles para el

cuerpo.

¿La economía? Pero ¿qué es la economía sino la lucha del hombre con el

mundo, hombre que es cuerno, y Quiere transformar-el mundo entero en tina

extensión de sí mismo? Por lo menos, fue así que lo aprendí de Marx:

“La universalidad del hombre aparece en la actividad práctica

universal por la cual él transforma la totalidad de la naturaleza en su

cuerno inorgánico. . . La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hom-

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bre ... Decir que el hombre vive de la naturaleza es decir que la

naturaleza es su cuerpo, con lo cual él debe estar en cambios

constantes, para no morir…” (Marx, Manuscritos económicos y

filosóficos, par. XXIV).

Después, al analizar la propiedad privada, Marx irá mostrando que su

perversidad está en que destruye todos los sentidos eróticos del cuerpo y los

sustituye por la relación de posesión. Ver, oír, oler, sentir en la piel, todo esto es

de importancia secundaria, porque lo que importa es que las cosas estén bajo

nuestro control. Y yo me atrevo a preguntar: ¿para qué serviría una sociedad

libre y justa si no fuese el espacio para la expansión del cuerpo en el placer, la

felicidad y el entretenimiento?

Todo por el cuerpo. Todo a partir del cuerpo.

En verdad es de él que brota esa cosa que nos fascina y sin la cual la

teología sería imposible: la imaginación. Repetir con Nietzsche:

“Cuerpo soy, enteramente, nada más.

¿El alma? Apenas una palabra para algo que pertenece al cuerpo.

El cuerpo es una Gran Razón.

Y un instrumento de vuestro cuerpo es también vuestra pequeña razón…

…la que llamáis ‘espíritu’;

Un pequeño instrumento y un entretenimiento de vuestra Gran Razón”.

(Friedrich Nietzsche, Thus spoke Zarathustra).

Vivir: lealtad última a la que todo lo demás sé subordina. También los que

están dispuestos a arriesgar sus vidas, lo hacen por amor al cuerpo. El

revolucionario, por creer en el poder creador de su cuerpo y en la necesidad de

la redención de los cuerpos esclavizados. El suicida, como protesta contra un

mundo carente de sentido y que no acoge su cuerpo y sus deseos como debería,

como vientre materno.

Decía Spinoza, en su "Ética", parte III, proposición sexta:

“Cada cosa, en cuanto existe en sí, se esfuerza por perseverar en su

ser”.

No tengo condiciones para decir si esto es un principio metafísico de

validez universal. Confieso que tengo dificultades en los caminos de esta

ciencia. Pero no sería difícil entender la afirmación del filósofo como la

confesión del cuerpo cansado de Benedito Spinoza, bendecido por el nombre de

bautismo, maldecido en la vida y condenado a pulir lentes y a forzar su cuerpo,

por el resto de sus días.

“Ningún ser puede negarse a sí mismo, a su propia naturaleza. Todo

ser, al contrario, es en sí y por sí mismo, infinito, tiene su Dios, su

más alto ser, en sí mismo”. (Feuerbach, The essence of Christianity).

Por supuesto que no se trata de una afirmación de la vida como cosa

abstracta. Porque, en abstracto, la vida no existe en ningún lugar. Lo que vemos

es una exuberancia de formas, estructuras, cuerpos, organismos, en una lujuria

que se complace en la abundancia y en el derroche. Lo que cada cuerpo

proclama no es el triunfo de la vida, en abstracto, sino el valor supremo de él

mismo, no importa la forma que tenga.

“Si las plantas tuvieran ojos, gusto y capacidad para juzgar, cada una

de ellas diría que su flor es la más bella”. (Feuerbach, op. cit).

Tal vez esto fuese lo que decía Don Miguel de Unamuno. Tengo sospechas

de que él leía a Feuerbach en secreto, pero no se atrevía a confesarlo. ¿Cómo

podría hacerlo un místico catódico?

“Pregunta: ¿Para quién hizo Dios el mundo?

Responde el catecismo: Para el hombre. Sea. Así debe responder el

hombre que es hombre. La hormiga, si tuviera inteligencia para percibir

esto, y fuera personalidad consciente de sí misma, respondería que para la

hormiga. Y respondería bien”. (Miguel de Unamuno, Del sentimiento

trágico de la vida).

Cada cuerpo es el centro del mundo. Cualesquiera que sean las realidades

que me alcancen, nada sé sobre ellas, en sí mismas. Sólo las conozco como

reverberaciones de mi cuerpo. Los límites de mi cuerpo denotan los límites de

mi mundo. Porque veo las estrellas, puedo decir con Bergson, que mi cuerpo va

hacia ellas.

No podría ser de otra manera. Una hipótesis que nos viene del biólogo

Uexküll dice que en el mundo de la mosca todas las cosas son construidas a

imagen y semejanza de la mosca. En el mundo del erizo de mar, todas las cosas

tienen la estructura del erizo de mar.

El mundo de la mariposa: ¿podría ser comparado con el mundo de los

tatúes, de los escorpiones, de las babosas? La sugerencia de Goldstein es

hermosa: cada, organismo es una melodía que se canta a sí misma.

Pero podríamos agregar: ella canta y hace que su ambiente cante también.

Organismo/organista; ambiente/órgano, teclado de infinitas posibilidades.

Muchas teclas quedarán mudas. Porque el organismo sólo hará sonar aquellos

sones que sean expansiones y desdoblamientos de su propia melodía. También

juegan a improvisar sobre el tema que les es dado permanentemente: sus

propios cuerpos.

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El mundo se estructura en torno del cuerpo. Cada cuerpo es el centro del

universo. Es un engaño pensar que el cosmos antropocéntrico murió con

Galileo. Hombre notable. No quiso morir en la hoguera.

“Más vale un perro vivo que un león muerto”. Un cuerpo vale mucho más

que todas las verdades que anuncian su pequeñez. Puede ser que, en la teoría, él

deje de ser el centro. Prácticamente él permanece como el sol, en torno del cual

gira todo lo demás, hasta el mismo Dios. Si no hubiera un cuerpo que sufre y

espera, los dioses serían superfluos e innecesarios. Ellos viven por el cuerpo,

porque prometen felicidad al cuerpo. ¿Quién perdería el tiempo con un Dios

que no promete la vida eterna?

“Si Dios fuese un objeto para un pájaro, serla un ser alado; el pájaro

no conoce ninguna cosa más importante y sublime que la condición

de tener alas”. (Feuerbach, op. cit.).

¿Podremos comprender ahora las razones por las cuales es imposible la

neutralidad del cuerpo frente al mundo? ¿Neutralidad en el conocimiento?

“El conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir y,

primeramente, al servicio del instinto de conservación personal. Y esa

necesidad y ese instinto crearon, en el hombre, órganos de

conocimiento, dándoles el alcance que poseen. El hombre ve, palpa,

saborea o huele, aquello que necesita ver, oír, palpar, saborear, oler,

para conservar su vida”. (Miguel de Unamuno, op. cit.).

Neutralidad, ¿dónde fue observada alguna vez tal entidad?

Y ahora, como teólogos, nos podemos vengar. Porque fuimos humillados

cuando nuestro engaño fue descubierto: hicimos de cuenta que estábamos

volando, cuando en realidad sólo estábamos saltando. Pero ahora descubrimos

que nuestros acusadores, metidos en otro juego de cuentas de vidrio llamado

ciencia, también hicieron trampas. Porque intentaron engañarnos, presentándose

como conocedores puros, sin creencias ni supersticiones, espejos de cien ojos,

reflejos fieles de sus objetos, sin deseo y sin pasión (Nietzsche) y ahora

descubrimos que tales seres celestiales o infernales no existen en este mundo de

los hombres.

No existe un mundo neutro. El mundo es una extensión del cuerpo. Es

vida: aire, alimento, amor, sexo, entretenimiento, placer, amistad, playa, cielo

azul, auroras, crepúsculos, dolor, mutilación, impotencia, vejez, soledad,

muerte, lágrimas, silencios. No somos seres del conocimiento neutro, como

quería Descartes. Somos seres del amor y del deseo. Y es por esto que mi

experiencia de la vida es esencialmente emoción. En verdad, ¿qué es la

emoción sino el mundo percibido como reverberación en el cuerpo? Un leve

temblor que indica que la vida está en juego... ¿Neutralidad? Ni en los cemente-

rios. Las flores, los silencios, los ángeles inmóviles, las palabras escritas nos

hablan de tristezas que continúan reverberando en el universo de afuera.

Es a partir de este centro en que palpita la vida y la emoción que se

estructura el mundo. Piaget resumía en una breve afirmación lo que se repite

desde Kant: “El conocimiento no es una copia sino una organización de lo

real”.

Pero, ¿cuál es el modelo para esa organización?

Kant pensaba que la trama para la construcción de nuestras redes era

formada por hilos prestados de la matemática, la más abstracta e incorpórea de

las ciencias, y por pensamientos vacíos, sin dolor y sin amor, como si el cuerpo

no existiera. Pero el cuerpo no acepta mortajas como redes para su descanso. Y

el hecho es que amarra y construye su mundo con emociones, miedo, sonrisas.

“Las cosas, tal como el cuerpo las vivencia, son emocionantes,

trágicas, bellas, cómicas, decididas, perturbadoras, tranquilizantes,

incómodas, áridas, ásperas, consoladoras, espléndidas, atemoriza

doras... (John Dewey, Experience and nature).

Como observó Ferenczi, "la inteligencia pura es un producto de la muerte,

de la insensibilidad mental y, por esto, en principio, locura". (Norman O.

Brown, Life against death). La inteligencia sin amor sólo puede decir lo suyo

después que el cuerpo fue reducido al silencio, siendo entonces incapaz de

distinguir los gritos de las sonrisas. Y es por esto que el cuerpo, al tejer sus

redes, lanza siempre los hilos del amor.

¿Dolor?

¿Placer?

¿Amigo?

¿Enemigo?

¿Aproximación?

¿Separación?

¿Abandono?

¿Resistencia?

Para un buitre la carroña tiene un olor maravilloso. Me han dicho que las

personas que no son blancas sienten un olor muy desagradable cuando los

blancos mojan sus cabellos bajo la lluvia. Ciertos grupos indígenas encuentran

muy bonitos los cuellos alargados mediante argollas y los labios inferiores

dilatados por ruedas de maderas.

Hay, inclusive, ciertos grupos de hombres y mujeres que consideran

elegante prolongar la estatura por medio de palos colocados bajo el talón.

Lo feo y lo bello no son absolutos. Varían en relación Con la especie.

También el dolor y el placer.

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No son realidades absolutas y universales sino reacciones interpretativas

que varían en función del cuerpo y sirven pata distinguir el ambiente/extensión

del cuerpo del ambiente/ disolución del cuerpo. Y así el universo se llena de

melodías: cada cosa viva haciendo reflejar un universo, extensión de su cuerpo,

como variaciones sobre el tema que es él mismo, su supervivencia, su belleza,

su placer.

Los animales son prisioneros de sus cuerpos. No pueden hacer ninguna

cosa que no haya sido programada, exigida, permitida. Esta es la razón por la

que no son neuróticos. No experimentan conflictos, ni insomnio, ni angustia

respecto del futuro. Sin saberlo siguen el precepto evangélico: "basta a cada día

su mal... ". Y sobre todo, no saben que van a morir. Claro que tienen que luchar,

pero las recetas ya están listas. Por esto gozan de la paz de los bienaventurados.

Si el cuerpo está satisfecho, ¿por qué afligirse? Al contrario, dormir.

Berger y Luckmann dicen:

“El animal es prisionero de una programación biológica innata que

predefine el mundo en que tendrá que vivir. Y es bien cierto que los

animales pueden aprender muchas cosas no programadas biológica-

mente. Enseñé a los peces de mi acuario a jugar con mis dedos. Fue

muy fácil. Bastó que, en vez de arrojar la comida, la colocara en la

punta de mis dedos. El comportamiento nuevo fue mediado por algo

dado biológicamente. Sí, en vez de comida para peces, les hubiera

ofrecido pickles, es ciertos que no hubieran aprendido nada. También

el cachorro de Pavlov hubiera quedado impasible si, en vez de carne,

el científico le hubiera presentado un nabo. Para aprender a reaccionar

a un símbolo fue necesario que el aprendizaje se diera a través de algo

marcado biológicamente en el carnívoro: la carne. De hecho, el

animal es su cuerpo. Su cuerpo se impone como límite de todos los

mundos posibles. Pero véase, en contraste, lo que ocurre con

nosotros: tenemos el poder extraordinario de hacer de cuenta, de

jugar a ser diferentes de lo que somos. Esto se debe al hecho de que,

por oposición a los animales, los hombres tienen su cuerpo. No son

prisioneros de él. Esta libertad en relación al cuerpo abre un inmenso

horizonte de posibilidades: somos capaces de imaginar mil mundos”.

("El animal y su cuerpo" en "The Social construction of reality").

Parece que ésta es la marca característica del mundo de los hombres: es

doble. Vivimos entre hechos y valores.

Las cosas tales como son y las cosas tal como podrían ser.

Ojos e imaginación.

Lo real y lo posible.

El presente y aquello que todavía no nació.

Lo que ya se instauró y lo que sólo existe como objeto de deseo,

aquello por lo que se espera.

El presente siglo y el Reino, objeto de una súplica.

Es la propia unidad de los animales con sus cuerpos la que los torna libres

de las neurosis, pero también incapaces de producir la cultura y de orar. Hay

una sugerencia que nos viene de Feuerbach: “en el animal la vida interior es

idéntica a la vida exterior”. Hechos son valores. “Los animales conocen un solo

mundo, aquel que perciben por la experiencia…

Pero el hombre tiene una vida doble, tanto una vida interior como una

exterior”. Los hechos no son valores. (Feuerbach, op. cit.)...

Durkheim repite lo mismo. “Los animales conocen apeonas un mundo,

aquel que perciben por la experiencia. . . Solamente los hombres tienen la

facultad de concebir el ideal, de agregar algo a lo real”. (E. Durkheim, The

elementary forms of the religious life).

Y podríamos multiplicar las referencias.

Kierkegaard, refiriéndose al hombre como una “síntesis imposible” entre

lo finito y lo infinito; Camus, afirmando que el hombre es el único ser que se

niega a ser lo que es; Freud, indicando el eterno conflicto entre el principio del

placer y el principio de la realidad.

Y es de esto, de este poder para separar hechos de valores, las cosas que

simplemente existen de las otras, objetos de deseo, lo que hace que el hombre

sea capaz de conocer el mundo, sin conseguir fijar su morada en él. El amor

busca otros mundos, construye fantasías, explora posibilidades todavía

ausentes. El hombre es un ser dislocado, exiliado, emigrante, peregrino.

“Exiliados seréis en todas las tierras paternas... Que el futuro y lo

más lejano sean la causa de vuestro hoy...

¿Dónde acudiré con mi nostalgia? En todas las montanas busqué

tierras paternas y maternas. Pero en ningún lugar encontré mi hogar.

Soy un fugitivo en todas las ciudades, un adiós en todas las puertas.

Soy expulsado de las tierras maternas y paternas.

Así, ahora, amo solamente la tierra de mis hijos, todavía no

descubierta, en el mar distante. Hacia allá dirijo mis velas, en una

búsqueda sin fin….”

Palabras de Nietzsche, quien fue, tal vez, el que mejor definió el carácter

utópico de la conciencia: sin lugar en el presente, volcada hacia un lugar que no

está en ningún lugar, a no ser en la imaginación y en la esperanza.

De hecho es este conflicto el que nos vuelve neuróticos. Pero es este mismo

conflicto el que hace posible el acto de creación. Plantar un jardín: ¿para qué?

El hombre contempla aquello que el mundo le coloca delante: los hechos, lo

empírico, lo que es:

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suelo árido, seco, abrasado;

piedras y cascotes,

espinos y plagas.

No, esto no puede ser amado.

Y, allá adentro, la voz del amor y de los valores le dice: que los hechos

sean abolidos; que la realidad deje de ser; aquello que es no puede ser verdad

(Bloch), pues no corresponde a las exigencias del deseo.

Constatación, reconocimiento.

Negación, rechazo.

Allí la imaginación emigra de la realidad, se aliena, se vuelve extraña al

mundo, rechaza el veredicto de los hechos y comienza a explorar posibilidades

ausentes, a montar fantasías sobre el jardín que podría existir si el amor y el tra-

bajo transformasen la realidad. La imaginación vuela y el cuerpo crea.

La imaginación son las alas del cuerpo. El cuerpo, la fuerza de la

imaginación.

El deseo y el poder se interpenetran para dar a luz la esperanza.

Creamos entonces la cultura. Los mundos en que vivimos: jardines, arte,

poemas, pinturas, vestidos, canciones, danzas, juegos, rituales, valores,

instrumentos, casas, parques, ciencia, magia, armas, sepulturas. Dewey sugiere

que el proceso por el cual creamos la cultura puede ser comprendido si to-

mamos como modelo el proceso por el cual el artista produce la obra de arte:

en ambos casos el producto final no puede ser explicado si no se presupone el

vuelo utópico de la imaginación. En el arte la imaginación se vuelve objetiva.

¿Será por esto que Hegel se refería al mundo de la cultura como "objetivación

del Espíritu"?

Pero el hombre no crea solamente un mundo distinto. Recrea su propio

cuerpo.

El cuerpo humano no es una entidad de la naturaleza, producto de la

imaginación. Y es por esto que nos vestíamos, sentimos vergüenza, creamos el

arte culinario, tenemos deseos sexuales, aun en la ausencia de los olores del

celo, nos contemplamos en el espejo, nos damos un nombre, somos asolados

por ataques de hipocondría, enterramos nuestros 'muertos y lloramos nuestra

propia muerte.

No estamos a merced de la programación biológica. Nos movemos en la red

cultural que tejemos. Como si fuésemos arañas, producimos nuestro mundo a

partir de nuestras propias entrañas. Según nuestra voluntad mezclamos los

duros materiales de nuestro alrededor con el deseo y el amor. Nuestros valores,

por lo tanto, no serán los condicionamientos heredados. Son creaciones más

poderosas que la propia naturaleza y que subsisten por medio de la palabra.

“En el principio era la palabra…”

Pero ¿no son las palabras auténticas, todas ellas, expresiones de una

carencia? Si las palabras significaran sólo el presente, no sería necesario hablar.

Bastaría usar el dedo y apuntar.

¿Podremos ahora entender la religión?

Imaginación proyectada hasta los confines del espacio y del tiempo;

nuestros valores, objeto de nuestra devoción, transformados en horizontes de la

realidad; el cuerpo se ha expandido hasta abarcar el universo entero.

“Los orígenes del universo simbólico tienen sus raí-

ces en la constitución del hombre. Si el hombre es un

constructor de mundos, esto es posible gracias al hecho de que él es, por

constitución, abierto al mundo, lo que, desde sus inicios, implica el

conflicto entre caos y orden. La existencia humana, desde sus orígenes, es

un proceso de externalizaciones constantes. En la medida en que el

hombre se externaliza, proyecta sus sentidos sobre la realidad. Los

universos simbólicos que proclaman que toda la realidad es humanamente

significativa e invocan el cosmos entero para representar la validez de la

existencia humana, constituyen los límites extremos de esta proyección".

(Berger y Luckmann, op. cit.)

Se equivocaron los que denunciaron a la religión porque habla de cosas

que no son dadas a la experiencia. De hecho, la religión es esto mismo y las

personas creyentes no deben pedir disculpas ni ofrecer explicaciones. S la

religión hablase sobre algo sometido a la experiencia sería ciencia y renunciaría,

desde el inicio, a cualquier pretensión de trascendencia. Sus navíos quedarían

anclados y sus velas vacías. Al contrario, son los acusadores quienes deben

responder a la pregunta:

“¿Quién los autorizó a transformar hechos en valores? ¿Qué

conspiración política los llevó a hacer silencio sobre los objetos de

deseo y las esperanzas del cuerpo? ¿No será verdad que su

cientificismo implica en último análisis, una sacralización de la

realidad, tal como ella se encuentra puesta delante de nosotros?”.

El deseo y la esperanza sólo existen ante las ausencias. ¿Cómo sentir

nostalgias de la persona amada si ella está allí, al alcance de la mano? Pero

cuando la distancia se interpone, la nostalgia brota de la ausencia, de las

palabras de amor que no pueden ser dichas, por no haber nadie para oírlas, y de

los gestos de cariño que no surgen, porque el cuerpo amado se fue.

El deseo y la esperanza son testimonios de una ausencia.

Por eso Dios, símbolo máximo del deseo y de la esperanza, no es la señal

de una presencia, sino la confesión de un vacío inmenso, de un extrañamiento

sin fin, de una nostalgia por la plenitud del sentido del amor. ¡Cómo se

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equivocaron los que vieron en Nietzsche la expresión máxima del odio a la

religión! Sin duda, fue enemigo implacable de todos los que anunciaban

presencias, realizaciones de valores, sacralizaciones de realidades instauradas.

Contra los positivistas, contra los científicos sin imaginación, contra los

educadores domestica-dores, contra el Estado, contra los sacerdotes, contra los

fariseos: todos ellos fueron blanco de sus furias. Pero noten la tristeza y la

nostalgia en la página en que el loco proclama la muerte de Dios:

“¿No escuchasteis hablar del loco que encendió su linterna en las horas

más brillantes de la mañana, corrió hacia el mercado y comenzó a gritar

sin parar: ¡Busco a Dios!?

¡Busco a Dios! ¿Adónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir. Nosotros lo

matamos. Vos y yo. Todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo es

que hicimos esto? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio

el borrador para borrar el horizonte entero? ¿Qué fue lo que hicimos al

quebrar la cadena que prendía la tierra a su sol? ¿Hacia dónde va ella

ahora? ¿Hacia dónde vamos nosotros ahora? ¿No estamos sumergiéndonos

sin cesar? Hacia atrás, hacia el costado, hacia adelante, en todas las

direcciones. ¿Vamos hacia la cima o hacia el abismo? ¿No estamos

errando en una nada sin fin? ¿No sentimos el hálito del espacio vacío? ¿No

es verdad que está haciendo frío? ¿No es verdad que la noche llega, sin

cesar? ¿Por qué las linternas deben ser encendidas por la mañana?”

(Friedrich Nietzsche, The gay science).

¿Existirá confesión más punzante de la nostalgia?

No, religión no es ciencia.

Ella no puede describir o explicar presencia. Dios no es un objeto dado

entre otros. Religión es imaginación, vuelo del amor hacia la tierra de la

fantasía, donde habitan lo posible y lo imposible, y el milagro que hace posibles

los imposibles, la gravidez de las estériles y de las vírgenes, la resurrección de

los muertos, proyecto utópico, horizonte de una nostalgia, luz sobre un rostro

que camina, extrañamiento de una presencia que se busca. Su lugar son los

hielos glaciales o los desiertos tórridos, lejos de los oasis. En los oasis están los

ídolos (Nietzsche), los patos domesticados, la obesidad, el mucho comer, la

saciedad, la flaccidez, la voluntad muerta.... En los hielos y en los desiertos

están los proyectos, el deseo de partir, la nostalgia por el calor del sol y por la

frescura de la sombra, el inclinarse por lo ausente y distante. Sé que mi apología

de la religión hace estremecer hasta a los mismos religiosos. Sé que ellos temen

la compañía de las ausencias. Yo también. Y es por esto que nos aferramos a la

religión como "señal visible de una gracia invisible". Invisibilidad, sí; ausencia,

no. ¿No fue así que la Iglesia interpretó los símbolos sacramentales, por siglos?

¿No fueron las discusiones sobre la presencia de Cristo en la eucaristía las que

marcaron las más feroces disputas entre católicos y protestantes, durante los

años de la Reforma?

“Comed, bebed, mi cuerpo, mi sangre… ”

“Así anunciáis la suerte del Señor hasta que venga”.

¿Hasta que venga? Sólo puede volver quien no está presente. Símbolo de

una ausencia, confesión de un amor, de una nostalgia, de una fidelidad, de una

espera.

El Reino de Dios no se realizó. Tanto que oramos: “Venga a nosotros tu

Reino…”

Nada es sagrado. Sagrado es el futuro.

Por la esperanza vivimos.

Protestantes y católicos estaban equivocados. Eran disputas por cuestiones

erradas. Porque la polémica, no se trataba entre presencia y ausencia, sino en

torno de la cuestión: ¿dónde y cómo se da la presencia? Sea en la magia de los

sacramentos, como querían los católicos, sea en lo sagrado de la subjetividad,

como querían los protestantes: todos estaban de acuerdo: presencia.

Pero la cuestión es otra. La experiencia de Dios es el encuentro con un

vacío, vacío que habla, que invoca y provoca, que hace llorar y rezar. Aquí nace

la palabra sobre lo que no está presente, lo que nos hace recordar una bella ob-

servación de Paul Valery: "El pensamiento es, en suma, el trabajo que hace

vivir en nosotros aquello que no existe. ¿Qué somos nosotros sin el auxilio de lo

que no existe?" (Paul Valery, Obras).

Palabra del cuerpo, palabra sobre el cuerpo. Pero el cuerpo habla de sus

deseos, aquello que le falta,

el súmmum bonun,

felicidad suprema,

gozo, alegría sin fin.

Juan Bautista le manda preguntar a Jesús sobre el Reino. Y Él le responde

curando cuerpos: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados…

Dios gana visibilidad y presencia en el cuerpo de Jesucristo, en el

nacimiento, en los actos, en la muerte y en la resurrección de este cuerpo.

¿No será legítimo concluir que la manifestación de su Reino se presentará

como el triunfo del cuerpo?

“Sabemos que el universo creado gime en todas partes como si

sufriera dolores de parto... esperando que Dios nos vuelva sus hijos y

libere nuestros cuerpos...” (Rom. 8.22, 23)

¿Y el lugar de la teología? Forma parte de esta sinfonía de gemidos: habla

sobre Dios, que es la confesión de una nostalgia infinita, que brota de este

cuerpo tan bueno y amigo, que puede sonreír, acariciar, plantar, tocar flauta,

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hacer el amor, entregarse como holocausto por aquellos a quienes ama y

también hacer teología.

Teología: poesía del cuerpo, sobre esperanzas y nostalgias, pronunciadas

como una oración.

3 EL CUERPO DE LOS SACRIFICADOS

Cada organismo es una melodía que se canta a sí misma, sin fin. El

hombre, distinto, es un compositor que abandona las melodías viejas e inventa

temas nuevos. Y así crea la cultura, transformando en alas los sueños que su

cuerpo generó.

En cuanto las melodías se hacen oír, todo es alegría y vigor.

Pero llega el momento del crepúsculo. Viene la declinación y, con ella, la

tristeza.

Muere la mariposa, muere el pájaro, muere el hombre.

La muerte viene cuando el poder se va. El crepúsculo de la vida es el

crepúsculo del poder.

Y justamente aquí está la tristeza de todos los ocasos: porque se van el

poder y la vida, sin que se apaguen amores y deseos:

voluntad de cantar, sin poder cantar,

voluntad de tener jardines, sin tener manos para plantarlos,

voluntad de amor sin un cuerpo capaz de estremecer y. fecundar,

voluntad de belleza sin oídos para escuchar las armonías,

Voluntad: liberador en la prisión, héroe encadenado.

Me acuerdo del cántico del crepúsculo del cuerpo que se encuentra en el libro de Eclesiastés:

“…el sol y la luz del día dan lugar a las tinieblas,

y la luz y las estrellas son difíciles de ver,

y las nubes vuelven con las lluvias,

los guardias de la casa tiemblan.

Los fuertes se doblegan,

las mujeres que molían los granos, como ya son pocas, se detienen,

los que miraban por las ventanas, ya no lo hacen,

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las puertas de calle se cierran,

no se escucha más el ruido de la molienda,

ni el gorjeo de los pardillos

y el canto de los pájaros,

viene el miedo desde las laderas inclinadas

y las calles se llenan de terror.

Las flores se ven blancas y,

alrededor de la plaza,

andan los primeros lamentadores,

hasta que

se corta el hilo de plata, y la taza de oro

se quiebra

y la jarra se despedaza junto a la fuente…” (12:2-6)

Los jugadores intentan mover la cuenta de vidrio en que el cuerpo, su

tema, está contenido. Pero todo ocurre como en los cuentos de hadas:

permanece inerte, adormecido. Hasta el momento encantado en que él poder le

besa el rostro y los dos, cuerpo y poder, se ponen de pie para la danza erótica de

la vida.

Es curioso que las almas religiosas encuentren tan difícil que la vida y el

poder vayan de la mano. Nada les parece más natural que la reverencia por la

vida. Pero nada les parece más perverso que la reverencia al poder. Se olvidan

del pecado que nos asombra a todos: saber absoluto, poder absoluto, vida

eterna, ser como dioses. Los dioses serían entonces innecesarios y los hijos

podrían cometer el parricidio definitivo. El mismo poder que hace que los

cuerpos dancen y sonrían es el poder que los hace retorcerse y gritar. El poder

puede ser divino o demoníaco, puede liberar o esclavizar, dar vida o matar. Del

poder nacen universos, las estériles dan a luz, la virgen queda grávida, los

ciegos y leprosos quedan curados, tos muertos son resucitados, los cielos y la

tierra se transforman. Pero con el poder nace el orgullo, la opresión. Herodes

matando niños, el imperio romano crucificando al Hijo de Dios.

De hecho, parece que el poder es más visible en compañía de la crueldad

que en el silencio de la bondad. Cámaras de tortura, campos de concentración,

guerras: aquí la voz del poder es inequívoca. Me acuerdo de un diálogo entre

torturador y torturado, en los subterráneos de 1984, de Orwell:

“El Partido busca el poder exclusivamente por amor al poder. No

estamos interesados en el bien común; sólo estamos interesados en el

poder. No se trata ni de riquezas, ni de lujo, ni de felicidad: sólo

poder, puro poder. Vas a entender ahora lo que significa el poder

puro. Somos distintos de todas las oligarquías del pasado porque

sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, hasta los que se

parecían a nosotros, fueron cobardes e hipócritas. Los nazis alema-

nes y los comunistas rusos llegaron muy cerca de nosotros en sus

métodos, pero nunca tuvieron el coraje de reconocer sus

motivaciones. Hacían creer y tal vez ellos mismos lo creían, que se

habían apoderado del poder en contra de su voluntad y por un tiempo

limitado, y que, luego de doblar la esquina, se encontraría un paraíso

donde los seres humanos serían libres e iguales. No somos como

ellos. Sabemos que nadie se apropia del poder con la intención de

aflojar la mano. El poder no es un medio: el poder es un fin. No se

establece una dictadura con el objeto de salvaguardar una

revolución; se hace una revolución con el objetivo específico de

establecer la dictadura. El objetivo de la persecución es la

persecución. El objetivo de la tortura es la tortura. El objetivo del

poder es el poder”. (Orwell, 1984.)

Se entiende que esta familiaridad que hay entre poder y crueldad haga

estremecer al alma religiosa. Sería más fácil hablar sobre la vida y el amor. Pero

¿existirá el amor sin el poder? ¿Habrá vida sin poder? El hecho es que sólo los

muertos se abstienen del poder. Y, si fuéramos honestos, tendríamos que

reconocer que sólo nos entregamos a un Dios cuando Él nos recompensa con la

dádiva del poder. No se trata de una afirmación de la teología; es la misma

observación empírica que lo constata:

“El creyente que entra en comunicación con su Dios no es meramente un hombre que ve verdades nuevas que el no creyente ignora; él es más fuerte. Siente más fuerza dentro de sí, ya sea para soportar los sufrimientos de la existencia, sea para vencerlos”. (Emile Durkheim, The elementary forms of the religious life.)

Tal vez Agustín haya sido el primero en comprender que la vida es una red

tejida por el amor y por el poder que, unidos, van y vienen construyendo

nuestro mundo.

Arde el amor...

. . . y las manos se mueven, trabajando la madera, la tierra, la lana, las tintas, los sonidos, las palabras... ¿Qué es el trabajo sino la conspiración del poder y del amor que así moldean la naturaleza para que se vuelva un hogar, espacio amigo y caliente...?

.. .y las gotas para el hígado, la homeopatía, la gimnasia yoga, el control

de la hipertensión, las dietas, las caminatas, las carreras, rituales del poder...

Porque la salud es sólo el poder sonriente y feliz a través del cuerpo…

…y las manos se dan, iniciando entonces lo que denominamos política.

Manos que se aferran, en nombre de un mismo amor, para que, siendo mayor

la fuerza, mayor sea la posibilidad de realización del amor. Y el poder, que no

iba más allá de la extensión del brazo, se vuelve ahora tan poderoso cuanto lo

es el círculo de los cuerpos entrelazados.

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¿Y qué decir de las agujas, dedales, zapatos, martillos, anteojos, bramantes,

hilos, alambres, clavos, velas, azadas, armas, libros?

Extensiones del cuerpo, herramientas del poder.

Plantar un jardín,

curar un ciego,

derretir espadas para transformarlas en arados:

liturgias del poder.

Volvamos al maestro Agustín. No somos libres para escoger entre el

amor y el poder. Solamente somos libres para escoger las alianzas entre ellos: o

el poder del amor o el amor al poder. Y es a partir de esta visión que él instaura

la teología como una meditación sobre el amor o el poder.

¿Cómo huir del poder? ¿Hacia la no violencia?

Pero, ¿qué es lo que caracteriza la no violencia? ¿Será el abandono del

poder? ¿O será la creencia en el poder superior de la bondad, de la

mansedumbre, de la solidaridad? El no violento cree que la ternura y la

persistencia son más eficaces que la brutalidad. En ningún momento abandona

el compromiso con el poder.

¿San Francisco? Creencia en el poder de la pobreza y de la comunión con

la naturaleza.

¿Albert Schweitzer? Creencia en el poder inagotable de la vida, del amor,

de la belleza.

¿Y el poeta? ¿El educador?

¿Habrán abandonado el poder?

Parece que sí, cuando se siente la insignificancia del maestro de escuela y

del hacedor de versos, abatidos por el ruido de las botas en marcha. Pero, ¿no

será verdad que en el fondo de su silencio o de su palabra, despunta una

confianza profunda en el poder de la palabra o del mirar?

Y al mártir que enfrenta la fuerza o la tortura, ¿qué es lo que lo mantiene

entero? ¿No será la creencia de que, en el futuro, de alguna forma, las simientes

que sembró serán fuertes como para brotar? Me acuerdo de que Bonhöeffer, ha-

blando de la impotencia que sólo un encarcelado conoce, decía que el mismo

Dios se presenta débil e indefenso en el mundo. Pero a despecho de esto,

todavía lo llamaba por el nombre sagrado: “Dios”. Y esto le permitía visualizar

en su misma impotencia, con la llegada del fin, las señales de un comienzo

permanente. Y el fin por la magia del poder, se transforma en comienzo; la

muerte en resurrección: “muriendo es como nacemos para la vida eterna”.

Es aquí donde se manifiesta el sentimiento característico de los encuentros

con lo sagrado: la experiencia del sentido.

"El sentido de la vida es algo que se experimenta emocionalmente, sin que

se sepa explicar o justificar. No es algo que se construye, sino algo que nos

ocurre de forma inesperada y no preparada, como una brisa suave que nos

alcanza, sin que sepamos de dónde viene ni a dónde va, y que experimentamos

como una intensificación de la voluntad de vivir al punto de darnos coraje para

morir, si fuera necesario, por las cosas que dan sentido a la vida. Es una

transformación de nuestra visión del mundo, en el cual las cosas se integran

como una melodía, lo que nos hace sentir reconciliados con el universo que nos

rodea, poseídos de un sentimiento oceánico, en la poética expresión de Romain

Rolland, sensación inefable de eternidad e infinitud, de comunión con algo que

nos trasciende, envuelve, como si fuera un útero materno de dimensiones

cósmicas. "Ver un mundo en un grano de arena y un cielo en una flor silvestre,

tener el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora" (Blake).

(Rubem Alves, ¿Qué es la religión?).

El alma religiosa se descubre reconciliada con el universo que la rodea.

¿Cómo es posible esto? Porque ella cree que el poder infinitamente amoroso y

el amor infinitamente poderoso de su Dios harán que sus valores triunfen, a

despecho de todo. De hecho, decir que la vida tiene sentido, que vale la pena

vivir y morir, es creer que aquellos valores, objetos de nuestro amor o de

nuestro deseo, son poderosos para vivir y sobrevivir, aunque, en el presente,

sean aplastados por la brutalidad.

Después de la cruz, la resurrección; después del incendio que azota los

pastos, el renacer del verde bajo la lluvia; del vientre fláccido y los senos

marchitos, la turgidez de la gravidez. Esperanza: creencia en la plausibilidad de

nuestros valores. Destruida la esperanza, desfallece el sentido de la vida, y ya

no hay diferencia. Llegó la hora en que los cuerpos optan por el suicidio.

Recuerdo que Fanón habla de un torturador que frecuentaba su consultorio

y le explicaba que es necesario que el profesional del dolor tenga mucha

habilidad para que el sufrimiento no haga perder la esperanza al torturado. Es el

tenue hilo de la esperanza el que lo mantiene íntegro. Si se decide a hablar es

porque cree que este gesto de confesión es poderoso para liberarlo. Pero si el

prisionero llega a la conclusión de que la confesión no cambiará nada, se

hundirá en el silencio y de allí nadie lo sacará.

También Ezra Scotland, en su estudio sobre las relaciones entre la

esperanza y la dolencia mental, sugiere que con la pérdida de la esperanza se

pierde también el camino de regreso a la salud mental.

Es fácil comprender que la esperanza no existe sin el amor y sin el deseo.

La gente sólo espera aquello por lo que el corazón siente nostalgia. Pero el

amor no llega. Por más que el doliente ame la vida y quiera vivir, hay un

momento en que se entrega, sucumbe. Deja de esperar y acepta con serenidad

el veredicto de la enfermedad. Recuerdo una afirmación de Fernando Pessoa

que no comprendí o me negué a entender: "Gozo la paz absoluta de los que

perdieron todas las esperanzas". Pero es esto mismo. Estamos ante el amor

totalmente desnudo y privado de poder. Fulgura en su inmensa belleza: belleza

triste y con lágrimas en los ojos, por estar condenada. Siempre es así cuando el

amor se descubre abandonado por el poder.

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Lo que hace a la esperanza es el hecho de que en ella el amor se encuentra

amparado por el poder. Aquel que espera apuesta a que, de alguna forma que

ni él mismo conoce, los valores por los cuales vive y muere en el presente,

vivirán, resucitarán, renacerán. Se yergue así la esperanza, hija del poder y del

amor.

... como el Fénix que renace de las cenizas,

como el crucificado que se levanta de entre los muertos,

como la flor que florece después del invierno,

como el césped que revive después de la quemazón.

La esperanza sólo se mantiene en la medida en que se cree que el amor y el

deseo serán convalidados por un poder mayor que el nuestro, sea el poder de la

clase, de la revolución, de la historia, del universo, de Dios.

Dios es el nombre que le damos a la esperanza cuando ella ocupa todos los

espacios y se extiende por todos los tiempos.

Así se explica la inexplicable tenacidad de los que, aún cuando todo les

dice que sus valores fueron derrotados, continúan plantando simientes que sólo

darán frutos para los hijos o los hijos de sus hijos. Y Abraham piensa: “Aunque

yo tenga que sacrificar a mi hijo, mi único hijo, continuaré teniendo

esperanzas. . . ”

Y Habacuq piensa: “Aunque la higuera no florezca, ni haya fruto en la vid,

a pesar de todo, mi rostro continuará sonriendo. . . ”

Y Jeremías piensa, en la ciudad invadida, desolada, silenciosa: “Aunque

todo haya sido destruido, confío en el futuro. Todavía se plantarán viñas en este

lugar”. Y compró un pedazo de tierra.

De alguna forma, algún día...

Fuera de la tenacidad de la espera, sólo hay dos alternativas: el suicidio o

la capitulación; el exilio sin retorno o la entrega prostituida del cuerpo a otros

amores.

Es sobre esto que habla la religión. Es sobre esto que se tejen los patrones

del juego de las cuentas de vidrio: símbolos que narran historias de amor y

poder, de derrotas, esperanzas y sorpresas, de pureza. De aquella pureza que

continúa deseando siempre lo que está ausente. “Pureza de corazón: desear una

sola cosa” (Kierkegaard). Esperar sin prostituirse. Así se construyen las redes

de la religión, moviéndose la aguja del hombre hacia su mundo, de su amor

hacia su poder, de su poder hacia el poder de los demás, y también su no-amor,

sus conflictos y sus batallas.

Muchas redes, cada una de ellas con su configuración específica, revelando

el amor y el poder de las manos que las tejieron: poder del amor, amor al poder.

Es necesario hablar primero de los que aman mucho y pueden poco. No es

por accidente. Siempre es así. Amar mucho y poder poco muchas veces se

corresponden. El amor va unido al deseo, y el deseo testimonia la ausencia del

objeto al que se aspira. Pero si el objeto está ausente es porque falta en el

amante el poder para hacerlo próximo. Así, caminan dolorosamente tomadas de

la mano la nostalgia por el objeto amado y la conciencia de la debilidad. Es por

esto que, en boca de los débiles, el amor se transforma en una oración y el

encuentro con la cosa amada sólo puede ser entendido como una gracia. No

fueron ni los carros ni los caballos, ni los brazos ni la espada. Fue el suave soplo

del Espíritu que invocó lo inesperado.

El amor de los derrotados, me hace recordar el "Cancionero de la

Inconfidencia" de Cecilia de Meireles:

"Ya se oye cantar al negro. Pero aún está lejos el día.

¿Será por la estrella del alba con sus rayos de alegría?

¿Será por algún diamante que arde en la aurora tan fría?

Ya se oye cantar al negro, por la agreste inmensidad.

Sus dueños están durmiendo, ¡quién sabe qué soñarán!

Mas los capataces espían, los ojos clavados al llano.

Ya se oye cantar al negro. ¡Qué pesares por la sierra!

Los cuerpos en aquellas aguas, las almas, en lejanas tierras.

En cada vida de esclavo, qué absurda, perdida guerra". (Cecilia de Meireles, Flor de poemas)

Mundo de nostalgias y ausencias. Lindas sierras; marco de la esclavitud y

del exilio. Vuela el alma por las memorias que el deseo invoca.

La conciencia se parte al medio. De un lado, los hechos, el conocimiento:

la vida esclava de perdidas guerras. Del otro, las tristezas, el rechazo, el amor:

la nostalgia de perdidas tierras. Se pasean los ojos y dondequiera que se posen,

allí está escrito: "nunca más". Y el trabajador, con argollas en los brazos, el

tronco, las cadenas, las armas.

¿Dónde preservar los amores? ¿Cómo guardarlos?

Los espacios externos se encuentran ocupados por el dominador. Al

esclavo impotente le quedan los espacios internos, donde la imaginación reina

omnipotente, y que se abren como umbrales de mundos sin señores ni esclavos.

Y tales espacios se llenan simbólicamente con los objetos de los deseos. Se

constituye así la religión de los que aman sin tener poder. Así sobreviven el

amor y el poder de los que fueron derrotados, en los ghettos, prisiones, campos

de concentración, asilos de ancianos, exiliados, refugiados sin tierra, indios sin

nada, fa-velas, pobres, abandonados: en las profundidades del alma, en gestos

modestos y silenciosos, en las fiestas y carnavales, en las procesiones y

romerías. Religión, confesión de fuertes deseos de cuerpos débiles y, por esto,

promesa y esperanza de un cuerpo nuevo, grande, bello, sublime, cuerpo de

Cristo. Promesa de poder a los débiles, a los que tienen hambre y sed, a los que

son perseguidos, a los mansos, a los que lloran. Amor sin poder, nostalgia de

los impotentes, poesía y tal vez misticismo.

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Pero hay ocasiones en que los débiles se dan las manos. Adulones de

bocas, millones de manos, millones de cuerpos que marchan, millones que

desean. Y los sueños de los cielos invaden la tierra: que el paraíso sea

construido, que las lanzas sean transformadas en arados y tijeras de podar, que

las puertas de las prisiones sean abiertas, que nunca más el pobre sea vendido

por dinero y su vida cambiada por un pedazo de tierra.

Pero no todos son esclavos.

No todos son rebeldes.

¿Qué decir de los reyes y señores?

Hay que tener en cuenta los oasis, donde se levantan los ídolos. Los patos

domésticos no toman el riesgo del vuelo. Les basta la gordura, la satisfacción

con el presente. ¿Por qué cambiar?

Pintar los muros agrietados…

Curar superficialmente las heridas del pueblo…

Decir “Paz, paz, cuando no hay p a z … ”

Acuchillar al son de las canciones de amor…

Gestos de gran efecto…

Mañana todo estará mejor…

Promesas...

Repartir los despojos...

Los pobres pueden esperar. Al fin de cuentas ellos no tienen derecho ni a

las migajas que caen de la mesa.

Que se corte la cabeza de Juan Bautista, el que bautiza en el desierto.

Herodes lo exige.

Que se crucifique a un tal Jesús de Nazaret, tipo sin domicilio ni empleo

fijo y que anda por ahí diciendo que los pobres heredarán la tierra.

A los ricos y poderosos no les basta la riqueza y el poder. Ellos necesitan

que alguien les diga que las riquezas y el poder son dádivas de los dioses.

Señales visibles de una gracia invisible. Sacramentos. Y así se crea la religión

de los poderosos.

Los cuerpos no son iguales. Por esto “el mundo de los felices es diferente al

mundo de los infelices” (Wittgenstein). Y también sus dioses. Si es verdad que

cada organismo es una melodía que se canta a sí misma, también es verdad que

las melodías de los fuertes son diferentes de las melodías de los débiles. Esta

reflexión nos hace volver a Agustín. Y con esta vuelta, la sospecha de que los

poderosos están condenados, predestinados (palabra calvinista que me hace

estremecer) a cantar el amor al poder, mientras que los débiles sólo tienen el

poder del amor.

Nadie debe equivocarse pensando que le atribuyo a los débiles una virtud

especial. He sido deformado lo suficiente por el calvinismo, el psicoanálisis y el

marxismo. Triple maldición que impide ilusiones optimistas' acerca de las

personas, grupos o clases sociales. Si los débiles y los pobres celebran o cantan

el tema del poder del amor no es porque ésta sea una elección suya. Están

condenados a esto. Si alguien sólo posee una flauta, está condenado a tocar sus

melodías en ella. Los débiles y pobres sólo poseen una cosa: su amor, su deseo.

Les falta el poder. Y por esto su melodía no puede hacerse oír a través del

poder, sino solamente a través del amor. Se les abre entonces, un camino

mágico: el de creer que, del amor, surgirá un nuevo orden de cosas.

Los débiles y pobres esperan al Mesías, el que, trayendo el Reino de Dios,

redime el cuerpo de los hombres que gimen. Hacer vibrar la melodía que surge

de sus cuerpos, de la nostalgia de su amor y de la fragilidad de su poder, es

proclamar la esperanza de que, de alguna forma inexplicable, vendrá un Mesías.

Mesías: el poder del amor en una persona, bienaventuranza de todos los que

esperan.

Todos nuestros juegos de cuentas de vidrio dependen de nuestra capacidad

para articular la extraña lógica que se construye en la cima de esta esperanza.

No sé bien... Tal vez lo contrario sea la verdad. Tal vez sea la esperanza

mesiánica la que nace de esta extraña lógica.

Lógica que se resume en la expresión a pesar de.

Los teólogos le dieron el nombre de gracia. Las explicaciones son

difíciles, pero las imágenes son claras:

La estéril procrea,

los muertos resucitan,

los viejos se vuelven niños,

la virgen da a luz,

de la nada surgen universos...

Todo esto es difícil de comprender. Parece una gran tontería. Violenta

todo aquello que la experiencia y la realidad política nos enseñaron. La política

es una práctica racional que se construye por la cuidadosa articulación de

medios y fines y el uso despiadado de la fuerza. No existe en ella un tugar para

los corderos, ni para la mansedumbre, ni para las lágrimas. Las victorias son

efectos de causas precisas y forman una cadena de eventos comprensibles por la

lógica de los porqués y de los a consecuencia de. Pero la esperanza mesiánica

surge justamente cuando el poder humano llega al fin, cuando la política entra

en colapso. Se invoca el brazo de Dios, cuando, derrotados, caen los brazos de

los hombres.

Pero más allá de la política está la magia. ¡Qué temblores produce esa

palabra! No tanto entre los pobres, en cuyo nombre pretendemos hablar. Más

claramente en los medios eruditos y cultivados donde el poder económico para

comprar libros es la evidencia de estar lejos de la impotencia de los que tienen

como problema comer y no leer. Nuestros cuerpos son diferentes. Y, por esto,

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también, nuestras formas de pensar, nuestras valoraciones de los límites entre lo

posible y lo imposible. Será necesario que la enfermedad incurable se aloje en

nuestros cuerpos o en los cuerpos de nuestros hijos para que invoquemos a los

magos, a los hechiceros, a los que hacen milagros. Será necesaria la debilidad.

En el éxito y en las victorias son fáciles los equívocos acerca de nuestro poder.

En el cautiverio reconocemos nuestros límites y oramos por posibilidades

imposibles. Es entonces que se espera por el Mesías, la encarnación del poder

del amor. Los labios balbucean entonces: "Venga a nosotros tu Reino". Y ésta

es la razón porque son los débiles y pequeños los que pueden entender, siendo

tan difícil para los ricos descubrir el camino.

Así está constituida la lógica de nuestro juego de cuentas de vidrio, la

teología. A los pobres y oprimidos no les bastan los porqués. Es necesario que

se invoquen los mientras y los a pesar de.

Esta es la razón por la cual, por diversas que sean las variaciones que la

imaginación teológica pueda dar al tema que le es propuesto, todo el juego será

presidido por los símbolos de la debilidad y del sufrimiento. No se trata de

morbidez de sentimientos. Es así que se generan la visión y la nostalgia por el

Mesías. Cada gemido es el anuncio de un futuro nuevo. Gimen los hombres,

gime la creación entera, sinfonía de gemidos, teniendo al Espíritu Santo como

regente: dolores de parto, de la esperanza de la redención del cuerpo. La

teología es un decir de lo que el cuerpo no puede llorar. Ejercicio sobre el

crucificado. O, más precisamente, ejercicio sobre los crucificados. Y yo me

permito transcribir la meditación incomparable del padre Antonio Vieira:

“Los discursos de quien no vio, son discursos; los discursos de quien vio,

son profecías. Los antiguos, cuando querían predecir el futuro, sacrificaban

los animales, consultaban sus entrañas, y conforme con lo que veían en

ellas, vaticinaban. No consultaban la cabeza, que es el asiento del

entendimiento, sino las entrañas, que es el lugar del amor; porque no pre-

dice mejor quien mejor, entiende, sino quien más ama. . . Esta costumbre

era general en toda Europa antes de Cristo. Los portugueses tenían una

gran particularidad entre todos los demás pueblos. Los otros consultaban

las entrañas de los animales, los portugueses consultaban las entrañas de

los hombres. La superstición era falsa, pero la alegoría verdadera. No hay

forma de profecía más cierta en el mundo que consultar las entrañas de los

hombres. ¿Y de qué hombres? ¿De todos? No, de los sacrificados. Si

queréis profetizar sobre el futuro, consultad las entrañas de los hombres

sacrificados: consúltense las entrañas de los que se sacrificaron y de los

que se sacrifican; y lo que ellas dijeran, téngase por profecía. Pero con

todo, consultar las entrañas de quienes no se sacrificaron, ni se sacrifican,

ni han de sacrificarse, es no querer la verdadera profecía: es querer cegar el

presente y no acertar el futuro. (Citado por Alfredo Bosi en Guillermo

Mota, Ideología de la cultura brasilera).

De las entrañas de los sacrificados surge este juego de las cuentas de

vidrio que llamamos teología. Palabras, nada más que palabras. Pero las

palabras son ayes, suspiros, profecías. Y con ellas se construyen mundos.

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4 LA MAGIA DE LA PALABRA

Teología: Juego de palabras, juego con palabras. Palabras, nada más

que palabras.

Y con ellas se construyen mundos.

Así terminamos nuestra última meditación. Pero su resultado fue

inesperado. Pretendíamos hacer una reflexión sobre el poder, por lo cual

hubiera sido más lógico si, al final, hubiésemos hablado de instrumentos, armas,

estrategias, etc. Todo el mundo sabe muy bien que con técnica, artefactos

bélicos y política, es posible construir o destruir mundos. Por el contrarío, todo

indica que perdí el rumbo y cambié de asunto al hablar de esta vibración sonora

tan efímera que se llama palabra.

Pero no fui yo quien hizo la elección. Los símbolos me obligaron. No es

extraño que esto haya ocurrido. Una vez escogidos los símbolos, pasan a

dominarnos. Recuérdese al compositor poseído por el tema que él mismo

escogió. O el jugador de ajedrez, a merced de alfiles y peones. Y nosotros, por

más que lo deseemos, no podemos, en este juego que se llama lenguaje, usar

sustantivos como si fuesen verbos. Estamos bajo el dominio de la lógica de los

símbolos.

Lo mismo ocurre en el mundo de la teología. Por más que ya nos hayan

hablado acerca de la impotencia de los símbolos, fantasmas superestructurales,

ecos vacíos de poder, en nuestro juego de cuentas de vidrio los universos se

construyen por el poder de las palabras, grávidas de deseos. Dios habla.

De su voz nacen cosas que antes no existían y otras que parecían existir,

son reducidas a la nada.

Mundo de la omnipotencia del amor, en que las palabras son turgentes de

poder y eficacia, y el anuncio de ausencias genera presencias: magia.

Es muy difícil justificar lo que acaba de ser dicho. Lo máximo que

podemos hacer es trillar de nuevo el camino de las analogías y de las parábolas

para, por lo menos, intentar entender lo que parece ser la metafísica de la

locura.

Comenzaré desde atrás. Hablaré de una avispa, famosa y conocida, que

puede ser vista por los campos en una eterna cacería que se repite hace millones

de generaciones. La avispa busca una araña. Traba con ella una lucha de vida o

muerte. La pica varias veces, paralizándola viva. Entonces, indefensa, la

arrastra hacia su nido, un agujero en la tierra. Deposita allí sus huevos. Luego,

sale y muere. Tiempo después nacen las larvas que se alimentarán de la carne

viva de la araña. Crecerán sin tener ninguna maestra que le enseñe qué hacer. A

pesar de esto, harán exactamente lo que hicieron sus padres, abuelos y todos sus

ancestros, desde tiempos inmemoriales.

Programada perfectamente para vivir y morir, en su cuerpo se encuentra

silenciosa, la sabiduría que pasa de generación en generación. Vida sin

problemas nuevos, sin angustias ni neurosis.

¿Y nosotros?

Seres de programación biológica atrofiada, pequeña, restringida. En verdad

dice bastante acerca de lo que ocurre adentro de nuestra piel: las criaturas

continúan naciendo, casi siempre perfectas, de madres y padres que nada saben.

Pero la sabiduría de nuestros cuerpos nos dice muy poco, si es que alguna cosa

dice, sobre qué hacer en el mundo exterior. Tan así es que los hombres debieron

inventar sus programas de vida. De nuestra inferioridad biológica surgieron los

mundos de la cultura. Y, a diferencia de la avispa que es avispa por nacimiento,

sin alternativa, nuestra humanidad es una invención. No existe una naturaleza

humana, en el sentido de una esencia biológica fija. Nos tornamos humanos

recorriendo los caminos que las culturas establecieron.

Ocurre que tales recetas culturales de humanidad no entran en nuestros

cuerpos y no se transmiten biológicamente. Sólo son preservadas y transmitidas

en la medida en que le contamos a las nuevas generaciones sobre nuestra

particular manera de vivir. Nuestros mundos existen gracias al poder de la

palabra.

Aquí pido licencia para introducir en esta reflexión para intelectuales cosas

que parecen haber sido sugeridas por un hechicero. Tengo que confesar que no

sé si se trata de hechos o de cosas imaginarias o si, realmente, no hay diferencia

alguna. Vamos a hacer de cuenta que el brujo y su palabra no pasan de ser un

mito.

Todo gira en torno de una experiencia educativa —para nosotros

absurda—, de iniciación en el mundo de la hechicería. Don Juan, al hechicero

de la historia de Castañeda, insistía en que:

“Para el hechicero, el mundo de la vida cotidiana no es algo real, allá

afuera, como la gente cree. Para el hechicero la realidad, el mundo,

tal como lo conocemos, es apenas una descripción”.

Alguien vio y sabe.

Ese alguien describe para quien no vio todavía, no sabe todavía. Y así,

aquello que los ojos no vieron va tomando forma poco a poco en la mente de los

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que oyen. ¡Ah! Mundo nacido de la actividad docente de un sinnúmero de

personas que, sin diplomas ni educación, enseñan, sin saber cómo, y así

construyen mundos. “Cada persona que entra en contacto con un niño es un

profesor que incesantemente le describe el mundo, hasta el momento en que es

capaz de percibir el mundo tal como fue descrito” (Carlos Castañeda, Journey

to Ixtlan).

Y padres, maestros, párrocos, pastores, profetas, consejeros, líderes

políticos, y todos los “otros significativos”, a través de su palabra, van

describiendo, creando ojos, formando mentes, solidificando realidades.

Lo hablado instaura el mundo. Los ojos sucumben ante el poder de la

palabra.

Y volviendo al mundo respetable de los intelectuales, nos enfrentamos,

espantados, con la afirmación del maestro Wittgenstein, tan cercana a las

sugestiones del brujo:

“Los límites de mi lenguaje denotan los límites de mi mundo”

(Tractatus logico-philosopkicus, pág. 5.6).

¿Coincidencia accidental? ¿No es curioso que el mismo Wittgenstein se

hubiese apropiado del vocabulario de la brujería y se hubiera referido al hechizo

del lenguaje, al punto de definir la filosofía como contrahechicería, beso de

príncipe que despierta del sueño encantado a princesas adormecidas,

exorcismo?

“La filosofía es una batalla contra el hechizo que ciertas formas de

expresión ejercen sobre nosotros”. (The blue and the brown books).

“Los límites de mi lenguaje denotan los límites de mi mundo” ¿Qué

ocurriría si en lugar de la palabra “lenguaje”, colocáramos “teología”?. Pero

basta la sugestión...

Hay muchos testimonios a favor del brujo, y de gente muy respetable.

“El hombre vive en un universo simbólico, no en un universo físico.

El hombre no se puede enfrentar con la realidad sin intermediarios; él

no puede verla cara a cara” (Ernest Cassirer, An essay on man). “Las

cosas vienen a los niños vestidas por el lenguaje, no en su desnudez

física. Tenemos aquí las categorías de conexión y unificación, tan

importantes como las de Kant, pero con una diferencia: ellas son

ahora empíricas y no mitológicas. . . ” (John Dewey, Reconstruction

in philosophy).

Por supuesto que piedras, árboles y estrellas existían mucho antes de que

cualquier palabra les hubiera dado un nombre. Pero es solamente en el

momento en que el hombre las bautiza con un nombre, que el mundo humano

viene a existir. El mundo en que se da nuestro comportamiento, sea un

sacrificio en un altar, sea una revolución que cambia la dirección de la historia,

está estructurado por el lenguaje. Los nombres son los que nos dicen lo que las

cosas significan; si debemos aproximarnos o huir.

Cuando se desarticulan nuestros esquemas lingüísticos como consecuencia

de una experiencia catastrófica cualquiera, y nos vemos privados de darle

nombre a las cosas, perdemos la capacidad de actuar como seres humanos. La

ansiedad nos invade y el comportamiento, antes orientado en una dirección, es

dominado por el pánico. La lectura de la obra de Kurt Goldstein, The organism,

contiene un fascinante análisis de este fenómeno.

Pero aquello que podemos decir del mundo podemos decirlo también del

cuerpo:

“Los límites de mi lenguaje denotan los límites de mi cuerpo”.

El cuerpo humano no es un organismo animal, en su inmediatez biológica.

Es curioso que uno de los mitos bíblicos acerca de nuestros orígenes, se refiera

al hecho de que, en un cierto momento, hombre y mujer, que ya estaban

desnudos, percibieron que estaban desnudos. Y tuvieron vergüenza. Y la

vergüenza les dolía tanto que f u e el mismo Creador, con dolor, quien trató de

cubrirlos con unas hojas de higuera.

Si no fuese por la palabra desnudo, con el tono con que ella es pronunciada, no podríamos saber el significado del hecho cultural de la desnudez. No nos ruborizaríamos. Parece ser verdad tanto para el mundo humano cuanto para el propio cuerpo: “En el principio era la Palabra…”. El cuerpo es una creación del lenguaje.

Me acuerdo de un caballero, educado en un mundo de cuidada

alimentación y que aprendiera a detestar el seso, sin haberlo probado nunca. Fue

a comer a una casa donde le sirvieron coliflor en empanadas. Después de la

comida dirigió un elogio a la anfitriona:

—“Deliciosa, la coliflor. . .

—“¿Coliflor? El señor se equivoca. Es seso en empanadas

Y, sin que hubiese habido ninguna variación en los componentes físico-

químicos de los alimentos, la palidez del huésped se transformó en la reacción

de un cuerpo cuyo estómago se subió a la boca, seguida de la inevitable corrida

al baño, para vomitar.

Vomitar, ¿qué? ¿El seso? Absolutamente. Vómito de palabras, rótulos, etiquetas.

Así son las cosas: el lenguaje tiene el poder de provocar cortocircuito en

sistemas orgánicos intactos, produciendo úlceras, impotencia, frigidez. Mundo

marcado por las prohibiciones y los entredichos. En verdad, entre-dicho: lo

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dicho que va en el medio, deshaciendo contactos previamente existentes o

haciendo contactos que no existían.

Es por esto que el psicoanálisis se propone escuchar las palabras de los

pacientes, pues sabe que en ellas se esconden los secretos del cuerpo. La

anatomía y la fisiología se subordinan al lenguaje. De ahí surge la curiosa

conclusión de que nosotros, seres humanos, no pasamos de ser encarnación de

las palabras. Personalidad: una estructura de hábitos de lenguaje. Creencias

básicas: hábitos de sintaxis y estilo. Valores: conjunto de actitudes retóricas.

(Véase Frederik Perls, Gestalt Therapy).

¿Y qué decir de la economía, de la política, de la guerra? Realidades tan

duras y brutales que parecería absurda la hipótesis de que ellas también sean

encarnaciones del lenguaje. La cuestión es si cualquiera de ellas podría ser

comprendida sin admitir el poder creador del verbo.

La cuestión es si el mundo del poder se torna más inteligible si exiliamos

las cosas dichas en el ático de las entidades fantásticas, superestructurales e

imponentes. En el mundo brutal de 1984 una de las técnicas para el control del

comportamiento era la reducción sistemática del vocabulario por la eliminación

de palabras, bajo el presupuesto de que no podemos pensar las cosas que no

podemos hablar. Si no las podemos pensar, ¿cómo actuar? La política oscila con

las oscilaciones de la conversación. No es sin razón, por lo tanto, que la

subversión (y su hermana gemela, la herejía) se descubren a través de las

palabras.

En el juicio del teniente Calley, responsable por la masacre de Mi-lay, se

reveló que los comandantes no usaban nunca la palabra "matar", pues sabían

que ella traía asociaciones creadas en las aulas de la escuela dominical o del

catecismo, lo que era malo para la eficacia en combate. Inventaron así, un

eufemismo. Pasaron a usar el verbo “to waste”, que significa tirar lo que es

inservible, que producía asociaciones relacionadas con las latas de aluminio.

Nadie mata a nadie. Se pedía simplemente a los soldados que dieran a los

enemigos el mismo tratamiento que se da a los restos de comida. También en la

Alemania nazista las autoridades se referían al asesinato de los israelitas como

“despiojización”: nada más que una medida de asepsia, para la salud de todos.

¿Y qué decir de la economía? Aconsejaría una relectura de Veblem. No

compramos cosas en función de su utilidad, sino en función de su valor

simbólico. Si compráramos las cosas en función de su utilidad, nos estaríamos

manteniendo rigurosamente al nivel de sus propiedades materiales. Ocurre que

las cosas son deseadas, producidas y compradas por lo que ellas significan. ¿No

es verdad que las botellas de vino, ropas, automóviles, libros, viajes turísticos,

máquinas electrónicas y cigarros, son mensajes, teniendo por esto una

dimensión sacramental? El hombre no vive sólo de pan…

Aquí se insinúa la tentación epistemológica, tan típica de las personas que

pasaron por los rituales de iniciación patrocinados por las comunidades que se

llaman científicas. Tentación que separa a los científicos de las demás personas.

Por lo general se afirma que si es verdad que los legos piensan y actúan en

consecuencia con el hechizo del lenguaje, los científicos, al contrario, se

someten a las exigencias de la lógica y de las evidencias empíricas.

Pero ¿sobre qué se hacen las investigaciones? ¿No son organizadas por

encima de las teorías? ¿Y qué son las teorías sino la arquitectura lingüística del

mundo? El científico, al contrario de lo que dice la leyenda, habita un lenguaje,

y sólo busca las evidencias para certificar que su mundo está seguro. Lo que el

científico hace es nada más que proponer declaraciones, intentando seguirlas.

(Karl Popper, The logic of scientific discovery). Más todavía, hasta los sentidos

del científico están condicionados por el lenguaje. El sólo ve aquello que su

lenguaje le dice que debe ser visto. Y si los ojos presentan algo que la teoría no

previo, ¡viva la teoría y abajo los sentidos que se equivocan! Esto es

comprensible. Ver algo que no fue preparado, previsto o predicho por el verbo

es entrar en el laberinto de las sensaciones no organizadas, espacio frecuentado

por las alucinaciones y por la locura.

También los científicos, como todos los demás, hablan primero para ver

después. Sus palabras tienen origen en las cosas que los maestros les dijeron

durante su periodo de iniciación en el mundo de la ciencia. Nuestro lenguaje

tiende a fijar nuestras percepciones y a seguir el pensamiento y el

comportamiento. No respondemos a las situaciones en su inmediatez física sino

a los conceptos con el auxilio de los cuales nosotros la tejemos. (Robert K.

Merton, On theoretical sociology). Imagino que la perplejidad del lector crece a

medida que mi reflexión se desarrolla. No sólo en virtud de las cosas que me

atrevo decir, sino también en virtud de las cosas que no digo.

Cosas que dije: aproximar la teología al lenguaje mágico que, surgiendo

de las profundidades del deseo, se transforma en un encantamiento del cual

emergen mundos. De hecho, fue un atrevimiento, pues todos sabemos que la

magia es una ilusión de pueblos primitivos y de personas neuróticas.

Bien decía Freud que primitivos y neuróticos viven en medio de la

intensidad de las emociones y confunden su eficacia psíquica con eficacia

física, terminando por creer en la omnipotencia de los pensamientos que

expresan tales emociones. Pero yo no tuve alternativa. De un lado fueron los

símbolos de nuestro juego de cuentas de vidrio que me obligaron a tomar por

ese camino. De otro lado, debemos reconocer que los débiles y oprimidos

dependen de esperanzas mágicas. ¿Cómo podríamos ser solídanos con ellos si

presupusiéramos que les falta inteligencia y que no pueden ser tomados en serio

por lo que dicen y piensan?

Y me callé sobre aquello que ya se volvió lugar común: pensar la teología

como una formación ideológica.

Ocurre que la palabra ideología está llena de "acordes silenciosos": el

vientre del caballo de Troya está lleno...

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En primer lugar, decir ideología es nombrar una ruta en el mundo de las

superestructuras, allá donde habitan los fantasmas, ecos sublimados, sombras.

Ontología griega puesta patas arriba. Entre los neoplatónicos, la materia

marcaba el límite más bajo del no-ser y las ideas contenían el máximo de

realidad. Aquí es lo contrario. Los inquilinos cambiaron de casa pero los dos

caminos permanecieron. Así, hablar de ideología es aceptar una ontología,

perpetuar un dualismo en el cual lo pensado y lo hablado se desvanecen como

sombras ineficaces.

En segundo lugar hay un cierto consenso de que la ideología es un discurso

que se opone a la verdad. Tan así es que la palabra ideología es usada siempre

de manera peyorativa. No conozco a nadie que haya aplicado el adjetivo

"ideológico" a su propio pensamiento. Su uso tiene la función de estigmatizar a

un determinado discurso como de ilusorio o mentiroso en tanto que el científico

se afirma como ser capaz de separar la paja del trigo, la falsedad del error, las

ideologías de la verdad.

De esta manera, al decir que un cierto lenguaje es ideo logia, estamos

afirmando: apenas un discurso, sin eficacia; discurso falso, carente de verdad,

¿Será que, después de esto, estoy en condiciones de explicar las razones de

mi elección? Antes que nada es necesario confesar que las razones son

existenciales, emocionales. Soy un jugador. Las cuentas de vidrio me fascinan y

quiero guardarlas en un lugar que no sea esta arca maldita que lleva el nombre

de ideología.

Se cuenta que una señora preguntó a Beethoven, después que él ejecutara

al piano una de sus composiciones: "¿Qué quería decir usted con esta pieza?"

"¿Qué quería decir? Es muy simple" Se sentó al piano y la ejecutó nuevamente.

La pieza no significa nada. Ella ocupa el lugar del apenas símbolo. Ella es la

cosa.

Siempre me fascinó un comportamiento campesino que nunca pude

comprender. Allá en Minas, estado donde nací, después de comer, se juntaban

los mayores para contar cuentos. Aún siendo pequeño yo percibía que las cosas

relatadas eran demasiado portentosas para ser verdaderas. Las mentiras

circulaban libremente. Pero no me acuerdo de haber oído jamás decir: "Esto es

mentira". Al contrario, la reacción lógica y esperada frente a esa

desproporcionada composición verbal era siempre: "Pero esto no es nada". Y, a

partir de ahí, el nuevo narrador proponía su tema y pasaba a construir sus

variaciones.

Me llevó mucho tiempo comprender que las interjecciones

epistemológicas eran movimientos prohibidos en aquel juego. Ninguno estaba

allí buscando palabras verdaderas, copias de lo que existía en algún lugar. Las

palabras eran semejantes a las materias primas. Y ellos las trabajaban de la

misma manera que el pintor trabaja las tintas, el silletero trabaja el cuero, o el

picapedrero los ladrillos. En su juego, las palabras eran cosas, cuentas de vidrio

con las cuales construían su pobre mundo. Y de ellas surgían risotadas de pla-

cer, gestos de espanto, materializaciones mágicas de fantasías y, ¿quién sabe?,

un poco de ese imponderable, el más importante de todos, que se llama

felicidad. Palabras: cosas.

Historias: estructuras concretas construidas con palabras-cosas, que

jugamos en el mundo. Y, una vez lanzadas al mundo, estas cosas —si son

verdaderas o no es irrelevante— hacen al mundo diferente.

Historias de los sacrificados: las profecías salidas de sus entrañas. Historia

de Jesús...

Palabras: cosas, entidades, monumentos, que pasan a habitar el mundo

junto a los árboles, al lado de las antorchas, junto a la comida. Palabra:

simiente, luz, alimento.

Y esta entidad, que siglos de tradición filosófica y de repetición científica

nos describieron como abstracción desencarnada, entidad inmaterial, fantasma

superestructural, eco, reflejo en la superficie del agua, adquiere ahora contornos

concretos y gana una densidad material y una gravidez de poder que no

sospechábamos. La palabra se enfrenta con un cuerpo: el Verbo se encarna. Y,

de ahora en adelante, por toda la eternidad, queda terminantemente prohibido

pensar en la palabra separada de la vida, de la misma forma que está prohibido

separar el alma del cuerpo.

Palabra, cosa material:

Estructura en que la vida se entrelaza

Surco en que la acción se cuela,

Trama sobre el espacio vacío, donde vivir y andar,

Red en que el cuerpo descansa, suspendido.

Comprendo el espanto.

Hemos aprendido que la dignidad máxima de la palabra se encuentra en su

capacidad de enunciar la verdad. Pero, en este mundo extraño de la teología,

con la palabra se hace la verdad, siempre que sea dicha con amor. El hecho es

que las palabras que nuestro arsenal científico clasificó como ídolos,

supersticiones, ilusiones, ideologías, entraron en nuestro mundo y lo moldearon,

junto al comercio y las guerras. En verdad, ni comercio ni guerras hubiera

habido si las palabras no hubiesen juntado las cosas, constituyéndolas en un

mundo significativo, mundo que habla y sobre el que se habla.

¿Cosmovisión medieval? La ciencia ya la condenó. Pero, por más de un

milenio ella fue la base de un mundo humano. ¿Magia?: cosa de primitivos.

¿Una visión mística de la naturaleza? Superstición.

¿Religiones? Falsas conciencias.

Pero, de este calderón de palabras que despreciamos como ilusiones y

falsedades, surgieron mundos y culturas que tuvieron vida muchos más larga

que la que probablemente tendrá está nulidad que se llama civilización técnico-

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científica, que parece condenada a morir por asfixia en sus propias heces.

¿Podríamos decir que las estructuras, los surcos, las telas, las redes son

verdaderas o falsas? ¿Y qué diríamos de las simientes, de las antorchas, de los

lirios, del pan? ¡Ah! Podremos decir muchas cosas y ahí están los adjetivos para

que los escojamos: adecuadas, fuertes, débiles, bellas, feas, sabrosas,

confortables, incómodas, causas de dolor o placer...

Palabras del cuerpo pero no del cerebro. Bien decía Ferenczi que la

inteligencia pura es un producto de la muerte y una expresión de la locura. Y es

solamente la inteligencia pura la que se interesa por la palabra como portadora

de la ciencia, del conocimiento, obsesión que la liga a una determinada

serpiente, por nosotros conocida. Al cuerpo, entretanto, le interesa la sabiduría,

conocimiento que tiene buen gusto, porque el cuerpo lo aprecia con el amor y el

placer y no con la inteligencia desencarnada.

Es aquí donde mora el teólogo, en el lugar en que la palabra es cuerpo,

poder, entidad del mundo material, llave que abre y cierra, aguja que cose los

costados del mundo.

Teólogo, pastor de palabras. El las apacienta con amor, porque sabe que

vivirán e irán por ahí, de boca en boca, haciendo cosas, quebrando hechizos,

abriendo ojos que no observaban, fortaleciendo rodillas débiles y trémulas,

dando coraje, diseñando horizontes. Sobre todo, diseñando horizontes: porque

es allá que viven las esperanzas y es hacia allá que caminamos.

Todo el mundo se mueve con palabras. También el comandante del

pelotón de fusilamiento y el seductor.

Es justamente aquí que está el arte y el poder de este juego de cuentas de

vidrio. Es preciso saber escoger las palabras vivas. Distinguir piedras de

semillas. Surge así la nota curiosa: en este juego las palabras que construyen el

mundo son los gemidos de los sufrientes. Vale el clamor del pueblo de Israel

pero no el alarido de los ejércitos del faraón. Vale "él llanto en las márgenes de

los ríos de Babilonia" pero no la jovialidad sonriente de los victoriosos que

deseaban oír las canciones de Sión. Valen los gemidos de los pobres, de los

mansos, de los que tienen hambre. Vale la intercesión del Espíritu, con gemidos

profundos ante cualquier palabra.

Esto nos lleva a una pregunta final:

¿Qué lugares frecuenta el teólogo?

¿A quién presta oídos?

¿A quién dirige su palabra?

5 LA HEREJÍA DE LA VERDAD

“Sincero yo llamo a aquél que entra en los desiertos sin dioses... En

las arenas amarillas, quemadas por el sol, sediento, ve las islas llenas

de fuentes, donde seres vivos descansan bajo los árboles. No obstante,

su sed no lo convence de volverse como uno de los que habitan en esa

comodidad; pues donde están los oasis, ahí también se encuentran los

ídolos”. Nietzsche.

¿Y si yo les dijese ahora que en nuestro juego de cuentas de vidrio hay un

movimiento prohibido?

Las prohibiciones no nos deben asustar. Es por su poder que el mundo

humano surge. Son los interdictos los que establecen el orden. Ellos se ocultan

dentro de todos los acuerdos con que tejemos nuestras redes culturales, y son

ellos los que amarran los hilos del lenguaje, de las relaciones de parentesco, de

la apreciación de la música...

Hasta en el Paraíso había un fruto prohibido. El Creador advertía al

hombre, después de indicarle los espacios permitidos para la libertad y el

placer;

“Tú puedes comer de cualquiera de los árboles del jardín, pero no del

árbol del conocimiento del bien y del mal, pues el día que lo hagas,

ciertamente, morirás”.

Lo extraño de tal prohibición es que ésta fuese un fruto maravilloso, capaz

de abrir los ojos hasta entonces cerrados y de arrebatar al hombre en vuelos que

lo llevarían hasta las cercanías de la divinidad. Y la serpiente susurraba en

secreto: “Vuestros ojos se abrirán, seréis como dioses, conociendo el bien y el

mal…”.

Es preciso observar que las prohibiciones están siempre ligadas al deseo. No existe ley alguna que nos prohíba comer piedras. Es innecesario poner aquí un interdicto. Nadie se siente tentado a esto.

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Pero el incesto y el asesinato están prohibidos porque son deseos que

habitan en el fondo de nuestras almas. La intensidad de una prohibición, lejos

de ser un testimonio de horror al acto prohibido, es una confesión de cómo el

deseo de este acto nos frecuenta y nos tienta.

¿Cuál es la tentación del teólogo? ¿Cuál es su deseo más profundo?

Su mayor tentación: ver cara a cara, conocer…

Su deseo más profundo: Decir “Dios” en su discurso, enunciar cosas que

el común de los mortales no ve ni conoce. Decir la verdad sobre lo sagrado,

conocer lo Absoluto. ¿No fue por esto que se atrevió a bautizar su palabra

como teología? Logos, discurso, conocimiento, ciencia de lo divino. ¡Y

nosotros hemos dicho que la teología es palabra del cuerpo sobre el cuerpo!

Quizá haya buenas razones para sospechar que quien dice esto no es un

respetable miembro de la cofradía de los “grandes maestros” de este juego. Tal

vez un marginal, un hereje que se atreve a proponer cambios. Y, de hecho, yo

osaría decir que el más alto deseo del teólogo es justamente aquello que está

prohibido: el teólogo no tiene permiso para decir la verdad. ¿Recuerdan el

bailarín que quería hacerse pasar por un ser alado? Decir la verdad sobre Dios,

¿no será un vuelo demasiado alto para nosotros que apenas conseguimos saltar?

El conocimiento de lo Absoluto es traicionero. En el mito de la caída hombre y

mujer esperaban que el fruto del conocimiento les abriese los ojos para ver

cosas sublimes pero lo que vieron fue apenas su desnudez. Por eso el teólogo,

cuerpo de carne y hueso como todos los demás, tiene delante de sí la

prohibición. Puede hablar y bailar como quiera, siempre que su palabra sea el

poema del cuerpo pero nunca la ciencia de lo divino. Y por esto mismo la

verdad le está prohibida. Pero es necesario tener paciencia, no apresurar las

conclusiones.

Todos los juegos se dirigen a un fin. En las palabras cruzadas, todos los

espacios deben ser completados.

Un rompecabezas: piezas encajadas una en las otras, sin faltar ninguna, sin

sobrar ninguna, revelando un patrón.

Matemática: encontrar una cantidad desconocida, que completa un espacio

lógico. Ajedrez: aplicar el jaque mate al adversario. Contar un chiste: provocar

la risa.

Así son todos los juegos. Se organizan en función de un objetivo que debe

ser alcanzado por la astucia del jugador que, para esto, está obligado a obedecer

ciertas reglas. Es en este punto, donde astucia, reglas y objetivo se entrelazan,

que se encuentra el placer de jugar.

El hablar es un juego como los demás.

Quien habla o escribe pelea con símbolos, está obligado a obedecer reglas

y se orienta en la dirección de ciertos objetivos (aunque el objetivo sea hablar,

por el simple placer de hablar).

Son muchos los juegos que nacen de la palabra: cantar, escribir poemas,

contar historias, mentir, confesar, dar órdenes, contar chistes, interrogar, hacer

ciencia, orar.

Las reglas que valen para un juego no pueden ser aplicadas a otros. Si una

persona nos preguntara si ”Cien años de soledad” o “La montaña mágica” son

libros verdaderos, tendríamos la extraña sensación de no haber entendido la pre-

gunta o la sospecha de que la persona no entendió lo que leyó. ¿Esto no es

curioso? ¿Que en ciertas situaciones la comprensión exige que no se pregunte

acerca de la verdad o la falsedad? Y qué decir de estas otras preguntas: ¿La

“Divina Comedia” es graciosa?, ¿La “Crítica de la razón pura” es

conmovedora?, ¿El “Tractatus lógico-philosophicus” es bello?

Los juegos que podemos hacer con las palabras son muchos. El juego de la

verdad es uno, apenas uno, dentro de todos los posibles. La sugestión insólita

que hacemos es que nuestro juego de cuentas de vidrio, la teología, se ubica

fuera de los espacios determinados por las exigencias del decir verdadero.

Puede que la verdad aparezca aquí y allá, de la misma forma que en el

ajedrez se hacen muchas jugadas que no son jaque mate. Lo que interesa es que

el juego no termina con el enunciado de proposiciones verdaderas. Lo que está

en juego es otra cosa.

¿En qué consiste el juego de la verdad?

Parece que sus orígenes se perdieron en el tiempo, siéndonos imposible

reconstruir su árbol genealógico. De los griegos nos llegan los primeros relatos

que nos ayudan a entenderlo. Todo comenzó cuando los primeros filósofos se

dieron cuenta de una contradicción que marca nuestra percepción de la

naturaleza y nuestro pensamiento sobre ella.

Pensemos por un momento; en las cosas que nos rodean: las nubes, el mar,

el viento que sopla la arena, los colores que se alternan en el cielo, las plantas

que nacen y mueren, los animales que crecen y envejecen. Todo fluye, todo

escapa, nada permanece. Por más que lo procuremos, no encontramos un solo

punto fijo donde anclar. En la naturaleza todo es transitorio, nada se repite.

Inútil anclar en las rocas. La arena de la playa testimonia sus vidas efímeras.

Pero la sorpresa llega cuando nos damos cuenta de que el flujo sin

descanso no desemboca en el caos. Lo transitorio, al contrario, parece cabalgar

una realidad invisible, eterna, racional, comprensible, de la misma manera que

en el ojo del huracán se encuentra el reposo absoluto. ¿Será que lo efímero

visible no es más que una sombra de un ser inmutable, que se esconde en el

centro de todo? Y fue así que los filósofos griegos se lanzaron a la busca del ser

que se encuentra en la raíz de todas las apariencias, creyendo a veces, encon-

trarlo en el agua, en el fuego, en el aire, o en cualquier otro elemento, como

aconteció con los milesianos. O en las relaciones matemáticas como quisieron

los pitagóricos, o en las ideas, según la intuición platónica. Concluyeron que,

para que nuestra experiencia se torne inteligible, es necesario inaugurar un

lenguaje que aparentemente contraría todo lo que dice nuestra vida cotidiana. Y

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se pusieron a hablar sobre una realidad invisible y permanente, origen y

explicación de lo visible y lo transitorio: el Ser.

Surgió entonces la pregunta ontológica: ¿qué es lo que existe realmente?

Fue así que se estableció su programa de trabajo. En primer lugar le

correspondía a la filosofía descubrir este ser, fundamento de la realidad. En

segundo lugar se instauró el ideal para el lenguaje filosófico: no hablar sobre lo

que pasa y desaparece; por el contrario, hablar sobre lo inmutable y que

permanece para siempre. En su discurso, la filosofía debía articular el funda-

mento invisible de las cosas.

¿Qué es lo que realmente existe? La pregunta ontológica afirma,

silenciosamente, que el fundamento de las cosas está dado objetivamente. Está

ahí fuera, en algún lugar, esperando ser descubierto. Los filósofos no son

llamados a crear ninguna cosa; todo está hecho. Les resta simplemente contem-

plar y comprender. El hombre no puede hacer ninguna cosa sea para

transformar, sea para abolir el logos de la realidad. Pero puede entender la

forma en que ella opera.

La filosofía griega no pudo desarrollar su programa hasta sus

consecuencias finales. Los filósofos sabían que las percepciones y sensaciones

no son más que sombras de la realidad. Pero ellos no poseían un método que les

permitiese traducir tal intuición en una doctrina. Eran interrogadores que

estaban conscientes de que el testimonio estaba mintiendo pero les faltaban las

técnicas y las preguntas para obligarlo a decir la verdad.

Fue la ciencia moderna la que transformó tal visión en realidad. Ella

percibió, con Galileo, que las respuestas verdaderas no eran obtenidas porque

las preguntas no eran hechas de manera correcta. La naturaleza habla el

lenguaje de la matemática. Y fue así que la matemática se volvió el “ábrete

Sésamo” que abrió las cámaras ocultas de la realidad, donde habitan las leyes

eternas. Las leyes son, para la ciencia moderna, aquello que el ser era para los

griegos antiguos. ¿No son las leyes ese núcleo eterno e inmutable que se

encuentra en los fundamentos de lo transitorio?

De esa forma la ciencia, en el juego de la verdad y como una de sus reglas,

se vio obligada a abandonar el lenguaje común que se refiere a los fenómenos,

tales como son percibidos por los sentidos, por el cuerpo, por el sentido común.

“La verdad científica es siempre una paradoja si la juzgamos por los criterios de

la experiencia cotidiana, que toma solamente la apariencia ilusoria de las cosas.

Toda ciencia sería superflua si la apariencia, la forma y la naturaleza de las co-

sas fuesen totalmente idénticas”. Cualquier científico concordará con estas

declaraciones que nos vienen de Marx, no importando en este contexto la

ideología.

Existe un consenso universal en torno de este asunto, un credo ecuménico,

una declaración de fe compartida por todos los que hacen el juego científico de

la verdad.

Punto 1°: existe un abismo entre las cosas visibles y las cosas invisibles.

Punto 2°: El objetivo del juego de la ciencia es la contemplación de las

cosas invisibles y permanentes, pues solamente ellas merecen el nombre de

realidad y solamente en ellas nos encontramos con las leyes.

Punto 3°: El discurso científico, en el juego de la verdad, se preocupa, en

última instancia, por la esfera invisible de la naturaleza última de las cosas. La

verdad científica, por lo tanto, no se satisface con declaraciones del tipo: "la

nieve es blanca" o "una bomba atómica fue lanzada en Hiroshima". Estas no

son la verdad, objetivo del juego de la ciencia. La ciencia desea construir

declaraciones que ofrezcan a la intuición intelectual un cuadro del sistema de

leyes que se encuentra, objetivamente, en el fundamento de la experiencia. Y

este sistema apenas merece el nombre de realidad. Todo lo demás es

contingente, accidental, efímero.

¿Qué es, entonces, el juego de la verdad?

La verdad tiene que ver con lo que afirmamos. Solamente las afirmaciones,

actos de lenguaje, pueden ser verdaderas o falsas. Se atribuye al filósofo judío

neoplatónico Isaac Israeli, del noveno siglo, la siguiente definición: “Veritas est

adaeqatio reí et intellectus” - la verdad es la adecuación de las cosas al

intelecto, declaración reflejada en Bertrand Russell: “La verdad consiste en

alguna forma de correspondencia entre la creencia y el hecho”. Así, cuando

decimos que una declaración es verdadera, estamos afirmando que las palabras

son tan buenas como los ojos. En verdad, mejores que los ojos, porque las

palabras nos permiten ver, contemplar aquello que realmente es,

estableciéndose entonces una absoluta armonía entre lo pensado/hablado y lo

que realmente existe, de forma objetiva, fuera del círculo de la subjetividad.

Así, la imaginación está subordinada a la observación. Los hechos se imponen

al deseo. El principio del placer es controlado por el principio de la realidad.

Se silencia al poeta y se instaura el monopolio del decir científico. Decir la

verdad es decir lo que es, es enunciar lo que está presente, lo que es dado

efectivamente a la observación. El discurso de las cosas ausentes pasa a formar

parte del juego de la ficción.

¿Y el juego de la teología?

Parece que no existe cosa más deseable y sabrosa que buscar y encontrar la

verdad: contemplar las cosas, tales como son, decirlas, con un decir transparente

y preciso que ofrece, a los ojos de la razón, la visión de la realidad, sin sombras

y sin engaños.

No se puede negar que así sea, bastando, para esto, que se acepte que la

realidad ya está lista, dada, fijada, a la espera simplemente del mirar

deslumbrado del hombre que la ve por primera vez. Si la realidad está lista y

acabada, decir su verdad es apenas develar, descubrir: encender la luz.

La teología toma para sí este ideal. Los filósofos hablan sobre cosas que están al

alcance de la razón humana. La teología habla sobre las cosas que están más

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allá. Ciencia: conocimiento de lo que está de este lado del horizonte. Teología:

conocimiento de las cosas que están más allá del horizonte.

En ambos casos, lo que está en juego es el discurso más adecuado a las

cosas. Y así fue que el pensar correcto, la ortodoxia, se impuso como objetivo

final de nuestro juego de cuentas de vidrio. Los dogmas fueron divinizados, las

doctrinas fueron cristalizadas, las confesiones fueron recitadas, los catecismos

fueron repetidos. Todos, como expresión de la verdad. Muchas hogueras se

encendieron y mucho odio se escurrió de las bocas.

Según parece, los jugadores/teólogos tuvieron la inexplicable idea de que el destino del cuerpo dependía de su capacidad para decir la verdad y no de la gracia de Dios, la cuenta encantada de donde el cuerpo recibe sus sonrisas y sus esperanzas.

Pero luego comenzaron a surgir los problemas. Porque la verdad no era tan

pura como parecía. Algunas veces, era una prostituta grávida de serpientes. No

es de admirarse que Lutero haya percibido la vocación de la razón para el

meretricio... como el caballo de Troya. Externamente, dádiva de los dioses. En

su vientre, entre tanto se esconden posibilidades insospechadas. Una trampa. Y

fue así que fascinados por el esplendor del fruto, ni siquiera nos detenemos para

preguntarnos acerca de los presupuestos y de las consecuencias. Sólo algunos

tuvieron el coraje suficiente para cuestionar la pureza virginal de la verdad.

Pero eran individuos aislados que, por ser débiles y solitarios, pudieron ser

estigmatizados y olvidados como marginales, románticos, o irracionales,

Ocurre que para que la boca diga la verdad, es necesario que se congele el

cuerpo y se arranque el corazón. No se trata de una exageración poética. Es

una simple consecuencia del ideal de verdad: un discurso totalmente fiel a lo

dado, totalmente subordinado y servil a ello. Contemplar la cosa y decirla.

Callar la imaginación. Colocar en su lugar a la observación. Objetividad,

Silenciar al sujeto. Así los cuerpos de carne y hueso no hablan más. En su

lugar, la inteligencia pura, matemática, abstracta, universal. ¿No es esto lo que

encontramos en los artículos científicos? Se observa, se constata, se concluye.

¿Quién? Nadie y todos.

Se comprende la razón por la cual el cuerpo debe ser reprimido para que la

verdad sea dicha. Para el cuerpo no existe nunca un mundo allá fuera, neutro,

objeto de una contemplación pura e indiferente. La naturaleza es siempre una

invitación o una amenaza, una cuestión de amor o de miedo, de aproximación o

de huida, algo que proclama el respeto emocional y vital a la exigencia de la

supervivencia y del placer. El cuerpo no puede ser objetivo. Al contrario. El es

siempre el centro de todo, el punto de partida y el punto de llegada del

pensamiento y es a través de su deseo que puede conocer al mundo.

Llegaríamos entonces a la curiosa conclusión de que cada cuerpo tiene su

verdad. El mundo de los felices es diferente del mundo de los infelices, el

mundo de los opresores es diferente del mundo de los oprimidos. Los tigres

tienen los ojos en la frente. Los antílopes tienen los ojos a los costados. Cazador

y caza, perseguidor y perseguido. Mundos distintos, ya patentes en la

organización anatómica de los órganos de la visión. Pero ésta es una conclusión

absurda, en el juego de la verdad. La verdad es una sola, universal, eterna. Y

ella se mueve en los juegos que brincan con ella. Es una pena que el cuerpo no

pueda danzar aquí, porque el cuerpo sólo se mueve al son del deseo y de lo

erótico. Ocurre que, cuando tales protagonistas aparecen en escena, la verdad,

por alergia, queda asmática y exhibe un comportamiento afásico.

Freud tenía razón al afirmar que los que se dedican al servicio de la verdad

tienen que aprender primero a reprimir el cuerpo y a negar los instintos. Y es así

que, bajo la exigencia de la verdad universal y objetiva, la naturaleza colorida,

brillante, movida por sones, perfumes y sabores, se convierte en "una cosa vacía

de interés, sin sones, sin perfumes, sin color" (Whitehead): sólo una

construcción matemática.

¿Y qué diferencia hace para el cuerpo la verdad abstracta? Inclusive parecen

faltarle naturalmente los registros necesarios para comprenderla y enunciarla.

El cuerpo siempre confiesa bajo el régimen de la tortura: es necesario que un

poder, viniendo de afuera, primero reprima el amor y el deseo. Una vez

realizada esta lobotomía epistemológica, el cuerpo pierde contacto consigo

mismo y la naturaleza deja de ser una cosa viva que promete y amenaza,

metamorfoseándose en puro objeto de contemplación, neutro, distante, a

millares de kilómetros, no importa que esté sobre el balcón del laboratorio. Tal

vez sea éste el primer artículo del código de moralidad científica:

“Artículo primero: para que el científico se constituya en un

percibidor puro, libre de deseos y emociones, el cuerpo debe morir.

Solamente entonces despunta la inteligencia pura”.

De los percibidores puros —nadie más comprometido que ellos en el juego

de la verdad— Nietzsche tiene cosas amargas que decir.

“Es así que vuestro espíritu, mentiroso, dice para sí mismo,

percibidores puros:

“Para mi mente lo más sublime es mirar hacia la vida sin deseo, y no

como un cachorro, con la lengua afuera, colgando. Encontrar la

felicidad en el mismo acto de mirar, con una voluntad que murió…

el cuerpo entero frío y reducido a cenizas… Yo gustaría de esto:

amar la tierra como la luna la ama y tocar su belleza apenas con mis

ojos. Esto es lo que la inmaculada concepción de todas las cosas

significa para mí: que yo nada deseo de ellas a no ser el permiso para

quedar postrado ante ellas, como un espejo de cien ojos”.

“Pero ésta será vuestra maldición, vosotros que sois inmaculados,

vosotros, percibidores puros, pues nunca daréis a luz, aunque os

acostéis largos y grávidos en el horizonte, como la luz”.

¿Cuán importante es la verdad?

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Es cierto que nuestra capacidad de morir por una persona es un testimonio

final de cuánto la amamos. Algunas veces las ideas parecen ser más

importantes que las personas. Es de esperar que si organizamos las verdades en

un orden de importancia, deberíamos estar prontos a morir por aquellas que son

más significativas.

Es aquí que Camus pregunta:

“¿Han visto a alguien morir por el argumento ontológico? El argumento es

lindo y tiene que ver con la existencia de Dios… ”

“Galileo, que mantenía una verdad científica de gran importancia,

abjuró de ella con gran facilidad, tan pronto como percibió que su

vida estaba en peligro. Y, en cierto sentido, hizo lo que era justo. Esa

verdad no valía la hoguera. Si la tierra o el sol giran uno en torno del

otro es una cuestión de profunda indiferencia. Para decir la verdad, se

trata de una cuestión fútil”. (El mito de Sísifo).

Claro que Galileo estaba en lo cierto: su cuerpo valía más que aquella y

todas las demás verdades científicas que vendrían a ser propuestas. Verdades

científicas y cuerpos humanos son bienes de uso, no pueden ser cambiados.

Las verdades científicas son cosas dichas, por las cuales no vale la pena

morir. Esto es absolutamente claro. Algunas .veces, en medio de una lucha en

que el destino de los cuerpos está en juego, las verdades científicas pueden ser

usadas como armas. Poseen un valor instrumental. Volvamos a Nietzsche: la

diversión es la herramienta del cuerpo, a esto dais el nombre de razón… ¿Cómo

podría el cuerpo morir por aquello que es apenas entretenimiento y

herramienta? ¡Ah! Pero él estaría dispuesto a morir por aquello que ama, a fin

de que su simiente germine y su presencia continúe, aun después de su

muerte…

Al cuerpo poco le importan las verdades científicas. Galileo sabía esto muy

bien. El cuerpo no busca la verdad objetiva que habita con la ciencia, sino la

verdad sabrosa y erótica que vive con la sabia ciencia, sapiencial, ciencia sa-

brosa, ciencia que tiene que ver con el vivir y el morir.

Camus pasa de Galileo a aquellas personas que mueren por su decisión, por

juzgar que la vida no es digna de ser vivida. Otros avanzan hacia la muerte

teniendo como banderas ideas e ilusiones que nunca pasarían los tests

científicos de la verdad, pero que les dan razones para vivir y para morir. Es

siempre así. Buenas razones para morir son buenas razones para vivir.

Pero cuando miramos hacia la verdad, transparente e impasible, diosa de la

ciencia, sentimos que ella tiene el poder para congelar e inmovilizar. Fue

Orozco, si no me engaño, quien pintó el mural “La Graduación”, resultado de su

experiencia en los círculos universitarios eruditos. Es el punto culminante de la

vida académica, el rito final de la calificación de un científico. Dominante y

ligeramente de costado hacia el espectador se yergue el profesor viejo, magro,

verde, cadavérico, llevando las marcas de toda una vida dedicada a la represión

del cuerpo y al cultivo del cerebro, sonriendo a su joven alumno, menor, más

bajo, pero ya exhibiendo las mismas marcas de represión y cerebralidad: la

sonrisa es la misma, y también el color verde y lo magro de su físico. Recibe del

maestro de la verdad sus credenciales: el diploma y un feto dentro de un tubo de

ensayo. Lo que nos hace invocar nuevamente a un muerto, Nietzsche:

"Cuidado con los eruditos. Ellos odian, porque son estériles. Tienen

ojos fríos y secos. En su frente todos los pájaros tienen las plumas

arrancadas. Tales hombres se jactan de no mentir nunca: pero la inha-

bilidad para mentir está muy lejos del amor a la verdad. No creo en

los espíritus congelados. Quienquiera que sea incapaz de mentir no

sabe lo que significa la verdad".

¿Qué es la verdad? Nietzsche nos asombra con su última afirmación.

Quien no es capaz de mentir, nada sabe sobre la verdad. Así él la arranca de los

escenarios helados donde ojos sin lágrimas y bocas sin temblores simplemente

enuncian lo que es, para apuntar hacia otro lenguaje homónimo de este

primero, que tiene el gusto bueno/amargo/orgásmico de la sangre y del agua

salada del mar, del pan y del vino partidos y repartidos en el adiós, del sudor de

las caminatas y de los ojos ciegos que se abren. De enfermos que son curados y

de muertos que son resucitados. Del conocimiento científico de los que

hablaban con las piedras en la mano, sabedores de que la verdad justificaría la

ejecución, y de la mujer, que, contra todas las expectativas, se encontró con una

palabra que la volvió a la vida. Y también de la pregunta sin respuesta sobre la

verdad y de la presencia de la verdad en un cuerpo de carne y hueso, que

terminó siendo muerto: “Yo soy la verdad…” ¿Qué es realmente la verdad?

La palabra es la misma. Los juegos son diferentes. Porque en un caso la

verdad es la palabra que dice lo que es, sin sonreír o llorar. En tanto que, en el

otro, la verdad es la cosa viva que, por donde pasa, hace brotar manantiales de

agua y capullos de alegría. La primera verdad se ubica en un espacio

indiferente, lógico, glacial. La segunda habita un espacio erótico-vital-tropical.

Plantar simientes en tierra árida, dejar grávidas a las estériles, hacer jugar a los

niños, despertar hacia el placer los cuerpos todavía adormecidos de jóvenes y

viejos, desmantelar arsenales enteros para hacer de sus restos molinos de viento,

arados, millares de flautas y vasos de flores, y especialmente redes, balanzas,

columpios y monopatines, para el "sabath" del año del jubileo.

La cuestión es si sabemos jugar este otro juego, que no es el juego de la

verdad, pues la verdad no desea y tiene los ojos secos.

¿Qué es un teólogo? Pocos me parecen danzarines. Raramente los veo con

papagayos o hilos en la mano.

Y no me acuerdo jamás de haber oído las historias que los niños les

contaran o que ellos hubieran contado a los niños.

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Veo sus textos. El estilo, las palabras difíciles, el número de páginas, las

notas al pie, los presupuestos exigidos al lector; todo esto revela las reglas de su

juego, todo esto indica que son miembros de una cofradía en que se sienten

como en su casa. Testimonios en lugar de su cuerpo, entre aquellos que

consiguieron pasar los difíciles tramos de la vida académica, lejos de las

entrañas de los que fueron sacrificados…

¿Cuándo ocurrió esto? No sé. Pero el hecho es que debe haber habido un

momento en que la verdad y la bondad se despidieron una de la otra, con un

adiós. Por razones obvias. Los caminos de las personas comunes no son los

mismos que los caminos de los especialistas en la verdad. Nos dice Alvin

Gouldner que uno de los presupuestos fundamentales de la empresa científica es

que las personas comunes creen en función de sus deseos e intereses, estando

por ello sumergidas en los desvíos ideológicos y neuróticos, mientras que

solamente los científicos, en virtud de su método, creen a consecuencia de las

exigencias, de las evidencias y de la lógica. Así fue que la teología, ciencia de

las cosas divinas, se vio obligada a abandonar el camino de las personas

comunes con el fin de subir para ver. La verdad tiene que ser objetiva y

universal, sin amor y sin deseo. Los teólogos dejaron de frecuentar los caminos

e hicieron su morada en las bibliotecas y en los anfiteatros académicos. Es

comprensible que ni los profetas ni Jesús hayan alcanzado jamás la dignidad del

saber teológico. ¡Los teólogos hablan sobre Jesús, hablan sobre los profetas,

pero no hablan como los profetas y Jesús hablaron! Es este cómo hablar que

establece la diferencia. Y empezaron a hablar con los que hablaban su mismo

lenguaje; escribieron libros para los que vivían en su mismo mundo;

propusieron fórmulas y teorías que solamente ellos entendían o hacían de

cuenta que entendían, y celebraron disputas, y tuvieron polémicas. Y se

olvidaron de los dolores y de las sonrisas de las personas comunes y del

lenguaje que brota de ellas, pues no es éste el nivel en que habita “el saber”. Sin

saber, o sin acordarse de la lección de Vieira —lección cristológica—, dejaron

de hacer sus meditaciones sobre los cuerpos de las víctimas, prefiriendo antes

retirar sus verdades de dentro de los tubos de ensayo y de sus cerebros

asépticos.

Al final de cuentas, ¿cómo puede la bondad competir con la verdad en

dignidad y densidad sacra? Yo les pregunto: ¿cuántas personas han sufrido el

peso de la censura o de la disciplina eclesiástica como consecuencia de su falta

de amor, o por no tener paciencia? Mientras que las penas por los desvíos

intelectuales son severas. Los hombres fueron y son llevados a las hogueras no

como consecuencia de su falta de bondad, sino por su rechazo a la verdad.

Cuando se encienden las hogueras y las víctimas son preparadas para el sacri-

ficio a la verdad, la bondad es obligada a mantener silencio. Es siempre así. Los

herejes son más peligrosos que los que cometen los groseros pecados de la

carne. El perdón para éstos es más fácil, más rápido. De la misma manera que el

eunuco, que defiende el amor libre, es más peligroso que el depravado que

proclama la sacralidad de la familia.

El teólogo no tiene permiso para decir la verdad: fue con esta afirmación

extraña que iniciamos nuestras reflexiones. El problema está en las serpientes,

acordes silenciosos que el juego de la verdad trae en su vientre. El juego de la

verdad exige la represión del deseo y del amor. Pero en nuestro juego de

cuentas de vidrio cada vez que la verdad es tocada, resuenan risas y se escuchan

lamentos. Es que las reglas son diferentes. En el juego del conocimiento,

solamente lo que es puede ser verdad. En el juego de la teología “lo que es no

puede ser verdad”. Porque todavía hay lágrimas. El universo entero aguarda la

redención. Aquí, cada palabra de verdad es una creación.

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6 LA VERDAD DE LA HEREJÍA

“¡Oh! hermanos míos, ¿quién representa el mayor peligro de todos

para el futuro del hombre? ¿No son, por ventura, los buenos y los

justos? Pues ellos dicen y sienten en sus corazones, “nosotros ya sabe-

mos lo que es bueno y justo, nosotros ya lo poseemos; ay de los que,

entre nosotros, todavía buscan”. (Nietzsche).

Los pensamientos siguen los caminos abiertos por el cuerpo. Me acuerdo

de aquel lustrabotas, que observaba, seguro de sí, a un individuo que se

aproximaba a lo lejos:

“—Allá viene un cliente.”

“— ¿Tú lo conoces desde hace tiempo?”, pregunté. “—No, nunca lo

vi”.

“—Entonces, ¿cómo sabes que es un cliente?”.

Y él, con los ojos espantados ante tanta estupidez, respondió la cosa más

obvia del mundo, para quien vive inclinado sobre los zapatos sucios de los

demás:

“— ¿El señor no miró sus zapatos?”.

Los ojos y los pensamientos de los lustrabotas andan por los caminos que su

trabajo les abre. El pensamiento es la extensión del cuerpo. Volvamos a

Feuerbach:

“Si las plantas tuvieran ojos, capacidad para apreciar y juzgar, cada

una de ellas diría que su flor es la más bonita”. (L. Feuerbach, The

essence of Christianity.)

Es perfectamente comprensible. ¿Cómo podría pensar una planta con un

cuerpo distinto del suyo? Somos prisioneros y amantes de esta cosa frágil y

bella que es nuestro cuerpo. Aun cuando él envejece y se torna fláccido. Puede

venir entonces la magia de las operaciones plásticas, destinadas más tarde o más

temprano, al fracaso. También, la esperanza de un cuerpo resucitado,

eternamente joven: “Los que tienen los ojos vueltos hacia el Señor renovarán

sus fuerzas, tendrán alas como las águilas, correrán sin cansarse”. (Isaías 40-

31). El cuerpo hace volar al pensamiento. El cuerpo es el misterio del

pensamiento.

Decía José a uno de sus captores:

“El mundo tiene muchos centros, un centro para cada criatura, y cada

una de ellas vive dentro de su propio círculo. Tú estás a un poco más

de un metro de mí, pero, a tu lado, hay un mundo cuyo centro eres tú

y no yo”. (Thomas Mann, José en Egipto.)

Cuerpos diferentes, mundos diferentes. Uno es el mundo de los captores.

Otro es el mundo de los esclavos. Uno es el mundo de los tigres. Otro es el

mundo de los antílopes.

Las cosas diferentes que hacemos moldean nuestros cuerpos y

pensamientos que, a su vez, nos hacen hacer las cosas diferentes que hacemos.

Los hombres tejen con sus pensamientos, a partir y en torno de sus cuerpos,

infinidad de mundos/telas, redes en las que descansan.

Ocurre que el juego de cuentas de vidrio, nuestro entretenimiento, es

movido por hombres de carne y hueso como todos los demás. Pero desde

temprano ellos aprendieron que la palabra sobre Dios se teje con los hilos de la

verdad y que de estos hilos penden la vida y la muerte de los hombres. Al ver la

verdad ellos serán más bellos, más mansos, más niños.

Por amor a Dios y a los hombres, los teólogos se entregan a la disciplina de

la verdad, disciplina que se puede ver en sus ojos, en su piel, en sus músculos y

tal vez en su embarazo frente a los otros que, sin preocuparse por la verdad,

pueden darse al sol, al viento y al sueño. La búsqueda de la verdad deja

cicatrices.

Y ahora, estupefactos oyen que todo fue en vano: la verdad le está

prohibida a los teólogos. Lo que ellos hacen con sus pensamientos y sus

palabras puede ser todo menos la contemplación de los horizontes de la

eternidad. Y ven a sus estrellas transformarse en espuma de mar.

Hago mías las expresiones de Wittgenstein: “Filosofía: batalla contra el

hechizo que ciertas formas de expresión ejercen sobre nosotros…”

Palabras, poderes mágicos, posesión demoníaca. Teología como

exorcismo. ¿Y qué palabras nos hechizan?

¿La verdad podrá ser una de ellas? La palabra de la serpiente deja fuertes

sospechas en el aire.

“El poder sobre los demonios se obtiene llamándolos por su nombre real”

(Martín Buber, Yo y Tú).

¿La verdad tendrá otros nombres? Los cuerpos son muchos, los mundos

son muchos, las verdades son muchas.

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Verdad: ¿dónde nace esta palabra mágica? ¿Qué poderes la engendran?

¿Qué destino tiene? ¿Quiénes son los que más la invocan? Lo que deseamos es

elucidar; quebrar el hechizo de una bella palabra: todas las palabras hechiceras

son bellas y deseables.

La primera lección nos será dada por un personaje extravagante sacado del

mundo fantástico de Lewis Carroll, en un diálogo absurdo con Alicia. Parece

que un tal Humpty Dumpty no conoce muy bien el significado de las palabras y

la pequeña intentó introducirlo en el mundo de la semántica y de la

comunicación.

—Yo no sé lo que usted quiere decir con “gloria”, dijo Alicia.

Humpty Dumpty sonrió con desdén.

—Es claro que no, hasta que yo lo diga. Significa: hay un hermoso

argumento decisivo para usted.

—Pero, “gloria” no significa “hay un bello argumento decisivo para

usted”, objetó Alicia.

—Cuando yo uso una palabra, dijo Humpty Dumpty —en tono de

reproche—, significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni

menos.

—La cuestión es, dijo Alicia, si usted puede hacer que las palabras

signifiquen tantas cosas diferentes.

—La cuestión es —dijo Humpty Dumpty—, quién es el señor. Esto es

todo.

(Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas.)

Hagamos de cuenta que Alicia es una teóloga y que yo estoy jugando de

Humpty Dumpty. La discusión tiene que ver con el significado de las palabras,

la relación entre los símbolos y las cosas. Nuestra discusión es exactamente

sobre el significado de la verdad.

Alicia es deliciosamente ingenua, como deben serlo las niñas. Ella no

encuentra problema alguno en el acto de significar. Le parece natural que cada

palabra posea un significado, como si el significado fuese algo inherente al

símbolo. La discusión es filosófica. El problema: el sentido de las palabras. Y

Alicia pertenece al grupo que, en la clasificación de Wittgenstein (The blue and

the brown book), cree que es posible “un tipo de investigación científica sobre

lo que la palabra realmente significa”. ¿Qué es lo que la palabra verdad

significa? ¿Y Dios? ¿Y gracia? ¿Y salvación? Se escriben léxicos y

diccionarios para esclarecer el sentido de las palabras. Se organizan reuniones

entre obispos y teólogos, en que se discuten las palabras, sobre el presupuesto

de que nuestras diferencias confesionales se basan en un enorme malentendido

que podría ser resuelto por la filología, por la crítica, por la exégesis ¡Alicia es

tan protestante! Nosotros nacemos de los actos puros/ingenuos de oír/leer, en

busca de los orígenes, de las fuentes, con la esperanza de sacar del símbolo

aquello que él realmente significa. Y fue con esta filosofía que enfrentamos al

mundo entero, teniendo en las manos la palabra de la verdad.

Humpty Dumpty, al contrario, parece haber leído ya a Maquiavelo. Tiene

conciencia de las relaciones entre el poder y el saber. Revela un cierto acuerdo

con la afirmación de Lutero de que la razón es una prostituta. Por eso contrapo-

ne la semántica ingenua/protestante de Alicia a otra cruelmente política que la

niña parece no poder o no querer entender, pues de lo contrario todo su mundo

se vendría abajo, con la dimisión en masa de exégetas y filósofos.

Acompañemos el curioso diálogo. Dice Alicia;

“—Pero “gloria” no significa...”

Observemos como el mundo de Alicia es regido por el modo indicativo.

Ella da por supuesto que hay una forma natural de significar.

A lo que Humpty Dumpty retruca:

—Estamos en juegos diferentes. Mi mundo no es regido por el imperativo.

Las palabras no significan porque signifiquen. Su significado se deriva de las

formas en que yo las uso.

Por supuesto que Humpty Dumpty no había leído las Investigaciones

filosóficas de Wittgenstein. Estamos en 1871 y ellas sólo serán publicadas en

1953. Pero nosotros podemos leer en el parágrafo 43 de las mismas: “el sentido

de una palabra está en su uso en el lenguaje”. La cuestión del uso es, en el

fondo, la cuestión de querer y poder. Si cuando yo uso la palabra "gloria",

quiero que ella signifique "hay un bello argumento decisivo para usted" y tengo

los medios para imponer tal significado, éste será el que ella tendrá. Hasta el

perro de Pavlov aprendería esto. ¿Alguien ha visto pollos danzarines? Es

imposible que los pollos se pongan a bailar porque ni la música ni los saltos les

significan nada. Pero pongamos las aves en una jaula. Por más que les

toquemos la flauta y les hablemos con suavidad continuarán impasibles, con su

interés concentrado en el maíz. No estamos obrando con poder. Coloquemos la

jaula de fondo metálico sobre una llama y toquemos la flauta. En la medida en

que el fondo metálico se calienta, comenzará a aparecer la sensibilidad del

animal para la danza. Saltará cada vez más rápido. Repitamos la misma lección,

con la misma pedagogía, dos o tres veces. Después bastará con tocar la flauta.

Su poder habrá comunicado al pollo una sensibilidad artística que antes

desconocía.

En oposición a cualquier filosofía ingenua yo puedo hacer que las palabras

signifiquen cualquier cosa, si tengo poder. La semántica se reduce a la política.

Lo que importa es “quién es el señor.” En otras palabras: el sentido es decidido

por aquel que tiene el poder para golpear en la mesa y decir: “La discusión ha

terminado”. El señor es aquel que tiene la última palabra. Y la última palabra no

es un acto de significar sino un acto de poder.

Se podrá argumentar diciendo que no es así entre los científicos, porque

fueron entrenados para inclinarse ante la verdad, no importa que sea gélida o

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tórrida. En ese caso yo preguntaré por las evidencias de esta afirmación. Porque

si Kuhn está en lo cierto, también en la comunidad científica la verdad es una

función del grupo de mayor poder. Las cosas cambian no porque las personas se

conviertan a nuevas teorías sino porque, contra su voluntad, acaban por morir y

dejan vacío el espacio para que los otros, a su vez, vengan a dominar el campo

semántico.

Verdaderas son las palabras pronunciadas por los fuertes. Los fuertes

hacen que su discurso sea aceptado como verdadero. ¿No sería un absurdo que

ellos permitieran que fuese de otra manera? Los fuertes no hablan para decir la

verdad, sino para imponer su fuerza. Llamar verdadero a su discurso es una

forma de legitimar su ejercicio del poder. La semántica está al servicio de la

política, el saber se subordina al poder. Me acuerdo que en los mundos de

Orwell, tanto en 1984 como en Rebelión en la granja, había equipos encargados

de reescribir permanente-mente la historia, para armonizarla con los hechos

dominantes del momento presente. Hace poco tiempo que los historiadores se

dieron cuenta de este hecho desconcertante: la historia es siempre escrita e

interpretada por los vencedores. En este proceso, los derrotados son siempre

silenciados. Porque el hecho de haber sido derrotados los coloca del lado de la

mentira.

¿Dónde está la historia de la herejía contada por los herejes? Los herejes

fueron muertos, no pueden hablar. Sus escritos fueron quemados y prohibidos.

¿Quién los clasificó como herejes?

Si fueron capaces de enfrentar la hoguera, sin retractarse, ¿no será porque

se juzgaban poseedores de una verdad que daba sentido a su vida y a su muerte?

No, ellos nunca se consideraron herejes. Por el contrario, estaban convencidos

de que los que vivían en el error eran quienes los quemaban. Pero no tenían

poder. Eran individuos aislados, débiles, abandonados.

Y, por esto, los más fuertes pudieron definirlos como herejes y definirse a

sí mismos como ortodoxos. No hay ningún caso en la historia en el cual los

vencedores se hayan proclamado equivocados.

Los débiles son las víctimas. Sobre las víctimas se coloca el estigma

del error. Así aconteció con las brujas (que nunca se llamaron brujas),

con los anabaptistas, con las civilizaciones precolombinas, con las

culturas indígenas, con los negros, con los pobres, con los que

inventaron nuevas maneras de pensar.

Los estigmas tienen los matices más variados. Pero todos ellos sugieren el

alejamiento de la verdad.

Tipos exóticos, ex-óticos, primitivos, atrasados, supersticiosos.

Amarlos no es difícil. Difícil es oír su palabra como portadora de una

verdad que somos incapaces de entender.

Y, así, teólogos y otros habitantes de las alturas académicas se sentirían

bien luchando por los derechos de estos débiles, pero no podrían disimular un

cierto sentido de superioridad epistemológica y científica. De ahí este extraño

discurso sobre lo popular envuelto en categorías eruditas. ¿Y qué decir de la

palabra de los viejos y de la palabra de los niños?

¿Será posible entender ahora por qué la verdad le está prohibida al

teólogo? El teólogo no es un coleccionista de ortodoxias. Por el contrario. No

debemos olvidar que las Sagradas Escrituras son un documento de derrotados:

esclavos, nómadas en el desierto, oprimidos en su propia tierra. Los profetas

hablan en nombre de los que no tienen voz; son perseguidos y muertos;

exiliados en tierra extraña a la espera de un Rey Fuerte que nació entre

animales, anduvo por la tierra prefiriendo siempre la compañía de los mal-

olientes morales y físicos, prostitutas, adúlteras, publícanos, leprosos, y que

acabó siendo ejecutado como hereje religioso y político, blasfemo y subversivo.

Los documentos de los derrotados son siempre definidos como locura y de

hecho, así ocurrió.

Es de esta tradición que surge una extraña predilección por lo débil y

derrotado, lo cual crea un gran problema para el teólogo, coleccionista de

verdades. Porque las verdades son trofeos de los vencedores. Y en la compañía

de los débiles lo único que se encuentra es la locura y la herejía. ¿Será por ello

que la sabiduría de Dios se anida preferentemente dentro de las herejías de los

débiles? Si éste fuera el caso, el teólogo, entrenado en las bibliotecas, donde se

preservaron los textos de los victoriosos, tendrá que aprender a preparar su

manta para dormir entre los pobres, oyendo los relatos y canciones que

aparecen a la luz de la lámpara, porque la sabiduría de los oprimidos, impotente

para ganar la dignidad de texto erudito, continúa metida en la vida. Tendrá que

reconocer la preferencia por la herejía, que es la verdad de los que no tienen

poder. Es necesario oír las historias de los derrotados, contadas por ellos

mismos. Cuando esto ocurre, los hombres cambian de lugar y el mundo queda

cabeza abajo: los héroes se vuelven villanos, los villanos se vuelven héroes y

ocurre la metamorfosis de las versiones creadas por los vencedores, con la

vergüenza general, ante el grito: "el rey está desnudo.'."

Pero como éstas son complicaciones que deben ser evitadas a toda costa,

se explica la razón por la cual los vencedores y los fuertes están llenos de

verdades que respaldan los puntos estratégicos de su mundo. Es probable que la

mujer de Lot, al mirar hacia atrás, haya contemplado la verdad. Porque la

verdad siempre transforma las cosas vivas en estatuas de sal, fijas e inmóviles.

La conclusión es lógicamente necesaria. Si la verdad ya fue alcanzada, si el

punto de llegada ya fue alcanzado, ¿para qué cambiar? La razón está con

Nietzsche cuando afirma que los mayores enemigos del futuro son los que

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afirman que ya saben lo que es bueno y justo. Quien ya sabe sólo puede

maldecir y crucificar a los que todavía buscan, pues la misma búsqueda, en sí,

es un cuestionamiento de lo ya sabido, una negación de la llegada. Esta es la

razón por lo que todas las dictaduras, de derecha y de izquierda, se nutren de

infalibilidades, escriben y enseñan sus catecismos, persiguen a los que resisten

los procesos educacionales que establecen, destruyen a los pocos que ven otros

mundos y tienen el coraje de proclamar sus visiones.

No hay pues alternativa. Los fuertes están condenados a la verdad. Los que

tienen la verdad están condenados a encender hogueras.

No es por accidente que la tolerancia vaya creciendo siempre en la medida

en que la fuerza disminuye y que, en las instituciones totalmente marcadas por

la fuerza no exista para ella ningún lugar.

Esto es válido para la Iglesia, como para los partidos de derecha e

izquierda, o para el mundo académico. La misma maldición, el mismo pecado

original, el amor al poder, que posee la extraña propiedad de no mentir nunca,

de no dudar nunca, de decir siempre la verdad.

El filósofo polaco, Leszek Kolakowski, que comprendió bien esta cuestión,

escribió un ensayo con un título que horrorizaría a las personas con un poco de

sensibilidad moral: “En alabanza de la inconsistencia”.

Me acuerdo que, cuando adolescente, lo que más despreciábamos en los

católicos era precisamente sus inconsistencias, la distancia entre su discurso

teológico-moral y su comportamiento. El confesionario les abría la posibilidad

que nos era negada a nosotros.

Kant. El imperativo categórico. Decir siempre la verdad. Golpean a mi

puerta. Abro. Encuentro una persona espantada. Pide refugio. Está siendo

perseguida por alguien que desea matarla. La escondo. A los pocos minutos

golpean de nuevo. El posible criminal: “— ¿Entró, por casualidad, aquí, hace

pocos minutos, una persona...?” ¿Qué digo? Kant responde: “—La verdad,

cualquiera sea su precio. Consistencia absoluta”. Kant era un buen protestante.

Sabía qué era la verdad y cuáles eran sus exigencias. ¿Qué habría hecho cuando

las tropas de la Gestapo buscaban a los judíos, escondidos en casas donde se

consideraban protegidos por la compasión? La consistencia no conoce la

compasión. Dice Kolakowski:

“Hablo de consistencia en un solo sentido, limitado a la correspondencia

entre el conocimiento y el pensamiento, la armonía íntima entre los principios

generales y su aplicación. Considero consistente a un hombre que, poseyendo

un cierto número de conceptos generales y absolutos, se esfuerza honestamente

en todo lo que hace, en todas sus opiniones sobre lo que debe ser hecho, para

mantenerse en la mayor concordancia posible con esos conceptos.

¿Por qué debería una persona, completamente convencida de la verdad

exclusiva de sus conceptos relativos a cualquiera y a todas las cuestiones, estar

dispuesta a tolerar ideas opuestas? ¿Qué bien puede esperar de una situación en

que cada uno es libre para expresar opiniones que, según su juicio, son

claramente falsas y, por lo tanto, perjudiciales a la sociedad? ¿Con qué derecho

debería abstenerse de usar cualquier medio para alcanzar lo que juzga correcto?

En otras palabras: consistencia total equivale, en la práctica, al fanatismo, en

tanto que la inconsistencia es la fuente de la tolerancia”.

La cuestión es: si estoy absolutamente convencido de la verdad, si tengo la

verdad, ¿por qué permitir ideas diferentes? ¿Por qué dialogar? A menos que el

diálogo se transforme en una estrategia y sea una táctica articulada por quien no

se siente lo suficientemente fuerte para imponerse.

Es curioso, pero hasta hoy no supe que un poema haya generado

ortodoxias o inquisiciones. Tal vez las palabras de un poema sean diferentes de

la palabra de la verdad. De hecho, no se exige de una declaración considerada

verdadera que sea bella, pero sí de un texto bello que sea verdadero. Juegos

diferentes... En el juego de la verdad se exige que lo hablado sea un

reflejo/imagen de la cosa sobre la que se habla. Y de la fidelidad de este reflejo

dan testimonio los que tienen la última palabra. Los que ven diferente y no

concuerdan son silenciados y declarados amigos del error.

En el juego de la poesía, las reglas son otras. Lo que se pide de cada

palabra es que sea una confesión y que, juntas, formen una red simbólica capaz

de acoger, también, al otro. Los poemas son estructuras verbales buenas para

que en ellas también los otros se abriguen.

El poema prohíbe el dogmatismo por ser, en el fondo, una confesión. Y las

confesiones pueden, cuando mucho, ofrecer una invitación pero nunca plantear

una exigencia.

Es que la verdad habita el mundo del determinismo y los poemas

constituyen el mundo de la libertad. Nadie que haya entendido un poema

pretende haber extraído de él su verdad. Véase en cambio la afirmación

matemática, tan simple, transparente, definitiva: 2 + 2 = 4. Siempre que la

leamos dirá la misma cosa. Su sentido se agota en la primera vez. Pero, ¿y los

poemas? Cada nueva lectura es un nuevo encuentro, como si el poema fuese

apenas la cara visible de una profundidad inagotable. Solamente por eso un

poema es para ser leído y releído, sin fin, siendo cada lectura una nueva sor-

presa y una nueva experiencia, mientras que la verdad definitiva de la ecuación

matemática se dice totalmente en la primera vez.

Tal vez sea ésta la diferencia.

Hay discursos que se dicen totalmente, de una vez, y que se agotan, fijando

límites y levantando cercos. Pero también hay discursos que nunca se dicen

porque guardan siempre una parte de secreto y de misterio. Como ocurre en los

poemas. En el primer caso el discurso está unido, superpuesto a lo que él dice.

El lenguaje y el ser están unidos en una misma cadena.

En el lenguaje poético el símbolo apenas apunta, sugiere, indica. Hay una

enorme distancia entre lo que fue dicho y lo que fue vivido. Si se puede hablar

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de verdad en este juego de cuentas poéticas, será en un sentido totalmente di-

ferente, de encuentro cara a cara con el misterio para el cual apunta la palabra,

sin nunca reflejar o contener, misterio que sólo se encuentra en el camino.

Esto es algo que el psicoanálisis lo entiende.

No es la verdad intelectual la decisiva. Es el amor. Fue así como Freud lo

entendió. Y allí está el psicoanalista, impedido de decir la verdad, diciendo un

discurso que es a la vez análisis y engaño porque es necesario que el paciente

tenga el coraje para salir de lo dicho y caminar los senderos del amor.

Quizá haya sido Kierkegaard el primero en decir esto filosóficamente

(claro que los poetas lo practicaron mucho antes), y que afirmaba, para horror

de los teólogos que unían la verdad a las palabras:

"Verdad es subjetividad"

Para hablar de la verdad, en este juego que se llama teología, es necesario

salir del dicho y pasar al cuerpo/alma de la persona.

La verdad de la danza: ¿estará en la teoría de la danza o en el cuerpo que

salta?

Pero, ¿si el danzarín no supiera contar su secreto? ¿Y si sus palabras fueran remedos grotescos de la gracia de sus vuelos?

“Si una persona que vive en un medio cristiano llega a la casa de Dios, a la

casa del verdadero Dios, conociendo la verdadera concepción de Dios, pero

reza a un falso espíritu y otro que vive en una comunidad de idólatras, reza con

la pasión que pertenece a las cosas infinitas, aunque sus ojos descansen sobre la

imagen de un ídolo: ¿dónde habrá más verdad? Uno de ellos reza, en verdad, a

Dios, aunque rinda culto a un ídolo; el otro reza falsamente al Dios verdadero y,

por eso, rinde culto, en verdad, a un ídolo”.

(Kierkegaard, Concluding inscientific postcript.)

Así la teología hace estallar las jaulas de la verdad y se conforma con

mucho menos, diciendo palabras poéticas, porque quiere mucho más: prefiere

navegar, libre, en los mares de la incertidumbre, en la esperanza de los

horizontes, antes que habitar, segura, en los charcos en los que el naufragio es

imposible…

7 HISTORIAS QUE DESPIERTAN EL AMOR

Existe la historia de aquella aldea de pescadores, contada por Gabriel

García Márquez, donde los días se sucedían a las noches y las noches a los días,

en un círculo sin fin de las cosas que se repiten. Los mismos rostros que se cru-

zaban sin sorprender ni espantar; las mismas cosas que eran dichas y repetidas,

hasta que no se escuchaban más; los mismos gestos, terminando todo en la

monotonía y en el enfado de un mundo agotado, donde la vida transcurre por la

inercia porque su sabor se perdió hace mucho tiempo en Tos cuerpos cansados

de vivir.

Hasta que algo extraño apareció en el mar. Apareció y desapareció en las

olas que subían y bajaban. Era algo inusitado y nunca visto. Hasta las personas

que nunca se detenían porque ya lo habían visto todo, se reunieron en la playa

junto a los demás, mirando y preguntando: ¿qué será?

Aquella cosa extraña fue llegando hasta la orilla, sin apresurarse, hasta que

por fin se depositó en la arena, para espanto de todo el mundo. Era un hombre

muerto. Desconocido. Parecía que había viajado mucho porque su cuerpo sin

vida estaba cubierto por algas y líquenes, testimonios de las soledades y de los

misterios por donde había pasado.

Era necesario enterrarlo. ¿Qué otra cosa se podía hacer con un cadáver? Sin

quererlo ni proponérselo los hombres y las mujeres de aquella aldea,

comenzaron a hacer en torno a aquel cuerpo silencioso e inerte, cosas que ni

ellos mismos sospechaban. Las mujeres que lo preparaban para la sepultura

notaban su porte entero. Se imaginaron que tendría que bajar la cabeza siempre

que pasara por las puertas. Pensaron y dijeron que el desconocido debía haber

sido gentil, de palabra suave como la brisa; algunas veces osada, como el

quebrar de las olas. Cuando juntaron sus manos sobre su pecho, pensaron y

dijeron que debía haber amado como ninguno y que debía haber pronunciado

palabras que desde hacía siglos no eran pronunciadas en esa aldea.

También pensaron que debía haber conocido el arte de hacer que las

mujeres buscasen flores para adornar sus cabellos.

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Los hombres también imaginaron y hablaron sobre los

rugares por donde aquel cuerpo debía haber pasado, los ges-

tos que habría hecho, la manera en que habría, jugado con

los niños, el amor con que habría estrechado las manos de los

ancianos.

Así fue que mientras hacían lo que debían para preparar un cuerpo para su

sepultura, el pensamiento, Ta imaginación y las palabras volaban por encima,

del cadáver. En la trama que tejían las conversaciones iba ocurriendo un

milagro. De la conversación sobre .el muerto iba naciendo una nueva vida;

Todos miraban hacia su pasado, hacia lo que cada uno de ellos había sido, e

imaginaban que podría haber-sido diferente, si el ahogado hubiera vivido entre

ellos. Con seguridad, él habría cultivado jardines…

Y de repente, el círculo sin fin de las mismas cosas que se repiten día tras

día, se interrumpió, por causa de un muerto que propuso una nueva danza; Los

ojos cansados de ver las mismas cosas, empezaron a ver cosas diferentes.

Y, cuenta la historia, qué aquélla aldea nunca más fue la misma, en virtud

del silencio de un muerto y de las historias que sobre él se contaban.

Sin quererlo, yo también entré en el juego del habla-y-teje, porque el

ahogado comenzó a parecerme alguien que participaba en historias que me

contaron y en historias que yo mismo conté. Alguien que se llamó Jesús dé

Nazaret y que murió hace casi 2.000 años…

Esas historias no cesan. Son contadas como canciones de cuna para los

niños de brazos, y repetidas para los viejos que ya las saben y para los jóvenes

que se detienen, incrédulos.

Pensé entonces que el teólogo tal vez debería abandonar la solemnidad de

su título, y reaprenderse como contador de historias. El teólogo vive en el

mundo encantado de las historias y encantado por las historias.

Me persigue la idea de que el teólogo es ciudadano de otro mundo,

peregrino cuya condición de extranjero se revela a través de su extraña manera

de hablar. El teólogo nace en un mundo donde el pensamiento y el cuerpo

bailan al ritmo de las palabras de las historias que se cuentan.

El mundo de donde vienen los teólogos no es simplemente un lugar donde

las personas tienen el interesante hábito de hablar por medio de metáforas y de

parábolas. Al contrario, se trata de un mundo que es inaugurado, sustentado e

iluminado por él propio hecho de contar y repetir las historias. En las historias

se teje el pensamiento,' sé descubren horizontes, se da nombre a los deseos.

Mundo donde no existe el discurso de la teología académica, porque

cuando las generaciones nuevas preguntan por las razones la respuesta

comienza con un “érase una vez...”

El teólogo es alguien que habla sobre un muerto de 2000 años: Su discurso

brota del dolor de la nostalgia y dé la ausencia. En las ausencias sé cuentan

historias que son lo más cerca que se puede llegar en las cosas vivas. ¿Cabría en

un velorio él discurso científico y verdadero sobre los procesos de

descomposición que allí están ocurriendo? Hay ciertas verdades que son peores

que un ultraje. Pero la imaginación vuela para hacer resucitar palabras de amor,

gestos dé alegría, manifestaciones de bondad. Las verdades pueden ser sólo

necrológicas, mientras que las historias son invocaciones de la vida. De este

mundo, donde la vida es invocada por medio de la historia, surge el teólogo. No

estoy diciendo que las cosas que se bautizan de teología sean productos de

dicho mundo. Porque también los teólogos se prostituyen y cambian los

desiertos por los oasis. Al contrario, estoy sugiriendo que dondequiera que

encontremos estas historias/ invocaciones de la vida, allí encontramos la

teología. Esta es la razón por la que me siento hermano de un hombre como

Nietzsche, narrador de parábolas, vidente, iluminado por señales astrales. Yo no

tendría dificultades en incluir el cuento de Gabriel García Márquez entre los

más bellos discursos cristológicos jamás producidos. Y preferiría, en mi juego

de cuentas de vidrio, jugar con las historias de los remeros, los mitos y leyendas

que andan de boca en boca, porque siento que se encuentran a una distancia

menor de las fuentes de la \ida, que el duro y difícil discurso con que los

habitantes del mundo académico tejen sus capullos y se amarran unos a otros. .

Tengo que reconocer que todo esto parece absurdo. No bastó la vergüenza

de tener que confesar “— ¿Mi profesión? Bien... soy teólogo”. Si nuestro

interlocutor se asombró con esta respuesta, que sin duda hacía alusión a los

respetables círculos de la erudición académica, ¿cuál no habría sido su espanto

si hubiéramos dicho “—Soy un narrador de historias…”? Pero no hay forma, de

eludir lo que siento porque nuestro muerto de hace 2000 años nos repite, con

una sonrisa: “Yo tampoco soy teólogo. Yo cuento historias”.

Si en las historias que se cuentan sobre este muerto hay tipos que se

parecen a los teólogos, son justamente los que tejieron redes para prenderlo y

justificativos para matarlo. En cuanto a Jesús, parece que no sabía hablar de otra

manera. A cada pregunta teológica de catecismo respondía con una parábola,

novela corta con desenlace inesperado. Y no hay dudas de que esta manía suya

de contar historias tuvo mucho que ver con su muerte. Porque las historias tie-

nen el poder mágico de llegar al fondo del alma, alcanzando el lugar donde las

risas, las lágrimas y las furias se anidan. Es que las historias, por ser

invocaciones de la vida, provocan el amor y frecuentemente arman el brazo.

El sentimiento de extrañeza tiene que ver con el hecho de que en nuestro

mundo, contar historias es cosa de ficción. Quien hace que su vida dependa de

una historia sólo puede ser un loco. Hay cosas más sólidas que las historias,

como la libreta de crédito, las armas, las multinacionales... Nuestro mundo está

brutalmente determinado por el lucro y por la fuerza. ¡Cómo es posible

concebir un tipo que cuenta historias y quiere que las personas adhieran a ellas!

Tal vez si explicáramos un poco más, lo absurdo quedaría más claro y el

abismo sería más fascinante y atrayente.

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Comencé a pensar en el mundo de los griegos. Allí las cosas no se inician

con las historias, sino con el mirar deslumbrado ante la luz y el mar…

“En el principio era la luz, los ojos, la contemplación, el tranquilo

maravillarse ante la imponencia eterna del ser, presente en el juego de

luz y sombra del mar que centellea…”

Antes que nada, es necesario ver.

Y el saber filosófico se construye como extensión del mirar: teoría,

contemplación.

¿Qué es la palabra verdadera?

Es la palabra que es ojo mejor que el ojo, palabra que ve más allá, más lejos. Y,

sobre todo, que contempla el ser, en la belleza de su reposo. Lo que fue, lo que

es, lo que siempre será. Intuición que se hará sentir en las doxologías de la Igle-

sia cristiana.

Allá está la realidad como el mar indomable.

¿Lo domina?

Mentira. Nada más que arrogancia de los que sobrestiman sus propias

fuerzas: "Hybris".

No hay nada que hacer. El ser es fundamento inmutable de todo, vientre

del cual emerge el mundo. Importa buscar comprenderlo, contemplar su

belleza/verdad/bondad.

Y la palabra se desdobla como dádiva del ver.

Por detrás de la tranquila contemplación existe siempre alguien que siente

que no es necesario hacer nada, porque la vida es bella tal como es; o que es

inútil hacer algo. Y pienso en la tragedia, descripción de la inutilidad de la

acción, frente a lo inexorable de la realidad o en la vida modesta y sufrida de un

Spinoza, bendecido sólo en el nombre, que no deseaba lamentarse ni llorar sino

ver y comprender. Pulía lentes con sus manos y quería que sus pensamientos

fuesen los mejores ojos para contemplar profundamente y encontrar la paz. La

vida se satisface con los ojos cuando es innecesario o cuando es inútil el

movimiento del cuerpo. Aquí el mirar domina supremo y las palabras lo sirven.

Juego de cuentas de vidrio, es verdad, pero tan distante de los profetas y de los

narradores de historias.

Pasé entonces a otro juego en que la danza de las cuentas de vidrio ya no

era regida por el placer estético de los ojos que lo contemplan, sino por la

actividad inquieta de las manos que todo lo transforman-

"En el principio fue el acto…"

Bajo el imperio de los ojos, comprender era lo mismo que ver y las

palabras tomaban forma como extensiones de la visión. Ahora, la razón se

separa de la vista y se descubre como un regalo de las manos. Entender es

transformar. El universo se metamorfosea en la medida en que las manos se

meten en todos los lugares, y construyen máquinas, derriban reyes, cruzan los

mares, producen, venden, amontonan riquezas y exorcizan a los dioses y

demonios que habitan la naturaleza encantada, transformada en materia prima,

al ser arrancada, quebrada, manipulada, recreada como mercadería. Y las

palabras también se transforman. No son extensiones de la vista; son ahora

prolongaciones de los dedos, músculos nuevos, posibilidades antes

insospechadas de poder y control. Conocimiento es poder.

¿Qué es la palabra verdadera?

Es la palabra eficaz; poco importa que nos enseñe qué desodorante

comprar o qué armas construir. Lo que importa es la eficacia, poder, puro

poder, como decía el torturador en las cámaras de 1984.

Todas las historias sobre un ahogado son reducidas a la condición dé

cuentos de hadas porque, si hay algo que el juego dé las manos sabe muy bien,

es que no hay recetas para resucitar a los muertos.

Por el contrario, el lenguaje de donde nace el teólogo surgió dé un pueblo

que no sé podía entregar a la contemplación, pues habitaba el lugar de los

derrotados: esclavitud, desierto, exilio, devastación, dominio extranjero. Cada

acto de ver era un dolor y los ojos sé cerraban, para esconderse y llorar, sin

encontrar descanso y placer en ningún lado.

Y surgió también dé la gente que no tenía poder en sus manos para hacer

el futuro, pues eran los ejércitos del faraón los que empuñaban las armas. Ellos,

en cambio, vivían en el desamparo del desierto y con la impotencia dé los

pobres.

Sin el auxilio de los ojos,

sin el auxilio de las manos,

sin el placer de.la belleza,

sin el placer del poder…

Tuvieron que aprenderá vivir más allá de lo que los ojos veían y más allá

de lo que las maños podían, por el poder de la palabra.

Y surge la palabra que no es ni extensión de los ojos ni extensión de las

manos, sino expresión del deseo y manifestación de la esperanza. Los ojos y las

manos se transfiguran porqué ellos mismos pasan a ver y a poder por la

inspiración de la palabra.

¿No es cierto, acaso, que los ojos y las manos sólo despiertan ante las

presencias? Es difícil imaginar un ojo que no tenga nada para ver: que no exista

el azul del cielo, ni las nubes, ni árboles, ni rostros. ¿Qué habría adentro de él?

¿Acaso aquella sensación de infinito vacio de un espejó colocado frente a otro?

No. Los ojos no crean. No tienen la capacidad de quedar grávidos. Sólo pueden

reconocer, acoger, acariciar lo que la naturaleza creó. Los ojos son regalos de

las presencias.

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¿Y las manos? Si no hubiera una piel para ser acariciada, una tecla para ser

percutida, algo que palpar, tocar, ¿qué sería de ellas?

Lo curioso de las palabras es que parecen tener el poder para producir

ideas con las cuales el pensamiento juega y se divierte, sin que existan como

objeto. Son capaces de designar ausencias y, en la medida en que el discurso

pasa de boca en boca y colocamos en él nuestro amor, aparece aquella cosa

curiosa que es un pacto en torno de lo que no existe, sea una nostalgia, sea un

pesar o una esperanza.

Es por esto que la palabra sobre un ahogado sin nombre y sin genealogía

puede transformar una aldea de pescadores, de la misma manera que una cena

en la memoria de alguien que se ausentó es capaz de despertar vida y coraje.

“En el principio era la palabra…”

Estamos, de nuevo, muy cerca de la magia.

Creencia mágica: creer que el universo entero está ligado con lazos de

amor. El llanto de una criatura hace estremecer a las galaxias. Jesús lloró, Dios

lloró: esto hace la diferencia. Como el agua del lago, que se encrespa en

ondulaciones, sin parar, porque le fue lanzada una piedra, el universo también

se va encrespando con estremecimientos sucesivos, cuando un gesto de amor o

de odio le es lanzado por alguien.

Es sólo porque se cree en esto, —no importa que la creencia sea construida

con palabras rudas o amables—, que los brujos bailan sus emociones en los

rituales mágicos, y las almas, en el silencio de sus oraciones, plantean sus

deseos, en la esperanza de que, algún día la realidad (no importa el nombre que

se le dé), hará brotar las simientes que el amor esparció al viento.

Sé que esta palabra no puede resistir a la matanza que el discurso de las

manos le prepara. Las manos construirán un universo atómico y mecánico,

poblado de entidades aisladas e independientes, y que se mueven al chocarse

unas con otras. Igual que en una mesa de billar. De nada valen los

pensamientos del jugador. Vale la eficacia del golpe. Y es claro que aquí no

hay lugar para las emociones. Porque las emociones no son entidades físicas

habitantes del espacio glacial que las manos instauraron a través de la

matemática. El deseo del jugador, por más intenso que sea y por más que se

manifieste en las contorsiones del cuerpo que, a la distancia, desea cambiar el

rumbo de la esfera de marfil, es impotente. ¿Qué lugar existe, en un mundo así

construido, para esta creencia loca de que las palabras, cargadas de amor, son

capaces de cambiar el mundo? Al final las cosas se reducen a estímulos físicos,

a determinismos económicos y la palabra grávida de deseos de la religión, de la

utopía, de la cultura, es descartada como ilusión.

En este juego de cuentas de vidrio que se llama teología, las personas

tienen que hablar sobre Dios. Pero hablar sobre Dios es apostar al triunfo del

amor, a despecho de todo. SÍ, para negar lo que afirmo invocaran al Dios de

Aristóteles y al Dios de los filósofos, como causa primera y principio

explicativo del universo, yo diré que no es este Dios el que el alma religiosa

conoce, pues el Dios al que se ora no surge de las exigencias de la causalidad

natural sino de las exigencias del deseo.

“La religión es el solemne develar de los tesoros ocultos de los

hombres, la revelación de sus pensamientos más íntimos, la confesión

abierta de sus secretos de amor”.

(Feuerbach, The essence of Christianity).

Por eso nuestro juego es tangencial al mundo de las esperanzas mágicas.

Es así que muevo mis cuentas de vidrio, transgrediendo las prohibiciones del

determinismo, continuando la apuesta a la bondad y la ternura. Creo, a pesar de

todo, que el universo tiene un corazón. Creo, a pesar de todo, que las palabras

grávidas de amor hacen brotar realidades hasta ese momento adormecidas. Y,

hablando de estas cosas, el frío e indiferente discurso dé la verdad científica

queda atrás, porque en torno del fuego, donde los hombres se calientan, en los

velorios donde lloran sus nostalgias, en las trincheras donde cantan sus

esperanzas, en los insomnios donde moran sus temores, bajo los árboles, donde

cantan sus amores, son las historias contadas las que unen los cuerpos con sus

deseos. En el discurso científico no hay ni cuerpos ni deseos.

Era costumbre, entre ciertos pueblos, que los juramentos de fidelidad se

hicieran con la sangre mezclada de los que celebraban el pacto. Hay ciertas

palabras que se- escriben con sangre (Nietzsche) y cuando son repetidas es

como si el sacrificio también lo fuera.

Es en torno de las mismas historias que se cuentan y se repiten que se

construye una comunidad, comunidad que en nuestro juego se llama Iglesia: los

que por amor a una historia, confiesan su amor común por las mismas cosas, las

mismas esperanzas, que se tejieron sobre, el cuerpo de un ahogado de dos mil

años.

Con su historia el teólogo se revela. Confiesa de qué mundo proviene y

para qué mundo navega. Tan distinto del discurso científico: impersonal, seco,

sin ningún lugar para el sujeto, purgado de interjecciones de amor, lejano,

apenas comprensible para los iniciados, tejido compactamente sin espacios en

blanco, sin reticencias, sin preguntas no respondidas, construido para imponer

el silencio sobre el que lee.

Pero cuando la historia se inicia en otro mundo, el relato es corto, contado

para quien está en camino. El lenguaje es directo y poético, haciendo danzar un

sinnúmero de sentidos posibles y, de forma semejante al chiste, termina en una

emboscada que cae sobre el interlocutor con lo inesperado de la conclusión.

Repentinamente descubre que la historia no habla sobre un objeto sino que es

una red que lo envuelve, obligándolo a una palabra que sea una confesión o una

decisión. La historia no habla sobre algo, no pertenece al mundo de eso. Habla

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con alguien, establece una red de relaciones entre las personas que aceptan

conspirar —coinspirar—, en torno a la fascinación de lo dicho.

“Muy bien, —contestarán los amantes del conocimiento—, pero ¿la

verdad dónde está? ¿O será que en éste juego de cuentas de vidrio, la

fascinación estético-existencial de un estilo de discurso toma el lugar del hablar

sobrio y modesto de la verdad?”

Esta pregunta siempre se planteará y no pienso que sea fácil de resolver.

Sin embargo, es necesario tomarla en serio, porque para bien o para mal,

siempre es invocada cuando se hace teología. Las cabezas empiezan a girar,

aunque lo hagan en forma discreta, en torno al altar de la verdad. El silencio de

Teilhard de Chardin, la prohibición sobre Hans Küng, las amenazas que se

mezclan en los procesos pendientes sobre los teólogos. . . En el protestantismo

continúan sueltos los cazadores de brujas, pero más allá de lo que ellos hagan,

lo peor es la intolerancia profunda, anónima, que penetra en la piel de las

personas.

Recuerdo que cuando trabajaba en mi libro Protestantismo y Represión,

quedé fascinado por algo que me pareció un curioso enigma. Yo sabía que, en

virtud de la doctrina de la inspiración verbal de las Escrituras, sustentada por los

grupos más conservadores, la exégesis de los textos debería ser

consistentemente literal. Pero yo también sabía que no era esto lo que acontecía

en la práctica. Ciertos textos debían ser interpretados literalmente; otro podían

ser entendidos de otra manera. Yo era capaz de separar los dos grupos de textos,

pero ignoraba la regla para ellos. Así, resolví hacer listas de ambos tipos de

pasajes bíblicos.

El mundo fue creado en seis días; el Paraíso fue un lugar preciso,

localizado en el tiempo y en el espacio; la Bestia de Balaam habló; Jonás fue

engullido por un pez; María era virgen, Jesús caminó sobre las aguas, etc.

Sí quieres ser perfecto, vé, vende todo lo que tienes y dalo a los

pobres...

Si alguien te golpea una mejilla, ofrécele la otra..., Si tu ojo derecho

escandaliza, arráncalo...

El primero es el grupo de los textos que deben ser interpretados

literalmente. Negar alguna de las afirmaciones que contienen es negar la fe.

Modernismo.

Es curioso que no ocurra lo mismo con el segundo grupo de textos. No

conozco ni siquiera un caso de una persona que haya sido excluida de la Iglesia

por no haber repartido sus bienes con los pobres.

¿Percibieron la diferencia entre los dos grupos de textos?

El primero está todo en modo indicativo. Define el orden del conocimiento

y de la verdad.

El segundo está todo en modo imperativo. Define el círculo de la bondad.

Es curioso que la bondad sea menos importante.

Es curioso que los herejes sean más peligrosos.

¡Pero es así!

¿Qué hacemos entonces con las historias?

¿Dónde está su verdad?

¿Cuál es la interpretación ortodoxa de una parábola?

¿Qué sentido único y unívoco se puede establecer ante las posibilidades

polisémicas de una metáfora?

¿Y los poemas?

¿Las oraciones?

¿Los salmos?

Y descubrimos entonces lo que separa el dicho verdadero de la historia.

El primero se confirma en el campo de la epistemología, mientras que las

historias se verifican en la esfera de la bondad. “Tú sabes que hay un solo

Dios”. También los demonios… Pero lo que está prohibido a los demonios es

contar las historias que hacen sonreír, o hablar de los gestos tiernos y las manos

pacientes.

¿Qué somos nosotros?

Aldea de pescadores, en torno de un ahogado. De nuestras bocas salen las

historias que transforman las memorias y las esperanzas, y nada queda como

era. Encantamiento que hace resucitar la vida que ya estaba muerta. ¿Podrá

haber definición más bella de la verdad que la palabra que embaraza a las

estériles, hace renacer a los muertos y transforma los desiertos en manantiales

de agua?

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8 EL TEÓLOGO COMO BUFÓN

Tengo que confesar que no sé qué hice con los uniformes que, en otros

tiempos, le daban al teólogo profesional su dignidad, marcando la gravedad de

su labor y la seriedad de su profesión. Los blancos cuellos clericales, las

coloridas capas doctorales, el lenguaje erudito, símbolos ante los cuales los

jóvenes alumnos se callaban respetuosos y los legos esbozaban las sonrisas de

los que reverencian sin entender. No me acuerdo dónde los dejé. Anduvimos

por lugares donde ellos no sirven para nada y acabamos por jugar con cuentas

de vidrio rajadas, sin brillo, como piedras sin valor. De hecho, en los lugares

por donde pasó el teólogo en busca de sí mismo, no había nada que hacer con

tales cosas:

En los desiertos,

En los glaciares,

Junto a los vientres abiertos de los sacrificados,

Prefiriendo las canciones de los derrotados,

Oyendo las verdades de los herejes,

Contando, para los vivos, historias sobre muertos,

Celebrando rituales mágicos;

Todo esto como parte de un juego en que el teólogo hace danzar las

cuentas de vidrio y las cuentas de vidrio hacen danzar a los teólogos y

a quienes los acompañan.

El espanto apareció cuando, al prepararnos para oír su voz, la voz de quien

frecuentó el dolor y la soledad, y que debería ser un lamento, oímos en cambio

voces de niños, barullo de juegos, risa de payasos, algazara de alegría. Y yo

hasta pensé que se trataba de aquella orgía/bacanal a que se refería Hegel, fiesta

de la Verdad, en que todos están embriagados. (Walter Kaufmann, Hegel, texts

and comentary).

"— ¡Ah!, dirán los señores, el teólogo en su momento de descanso. Es

necesario descansar del contacto con el dolor".

Pero el teólogo contesta, protestando que no es así. El no está descansando,

sino trabajando. Y nos cuenta que para ver y hablar, tiene que abandonar la

compañía de los que aprendieron a ver y hablar según manda la educación y el

buen sentido, viéndose forzado a procurar la compañía de los bufones, de los

niños, siempre unidos por la risa y la irreverencia.

Nos pegamos un susto y pensamos que el teólogo se había vuelto loco.

En lo que no estamos totalmente errados porque el teólogo vive en un

mundo en que todas las cosas están cabeza abajo. Un mundo en el cual lo que es

deja de ser y lo que no es viene a ser, igual que en el país de las maravillas de

Alicia, cuyos asombros Lewis Carroll, matemático/teólogo, nos contó.

Carroll nunca habló de Dios, pero de hecho, hablando como hablaba, tenía

que ser teólogo. Es por esto que los teólogos deben huir de los mayores. Quien,

por la educación, maduró como el hijo mayor de la parábola, es buey de carro,

animal doméstico, eunuco. Cambió las águilas por las tortugas. Madurez es

estado mental que se acomodó, catarata que se volvió charco, pato salvaje que

prefirió la gordura perezosa de la comida doméstica, prisionero que desistió de

huir. El teólogo vive en compañía de los niños y de los bufones, pues ellos

saben que el entretenimiento y la risa son cosa seria, que quiebran hechizos y

exorcizan la realidad. Octavio Paz entendió muy bien esto: “Los verdaderos

sabios no tienen otra misión que la de hacernos reír por medio de sus

pensamientos y de hacernos pensar contándonos sus chistes”. A lo que el

teólogo agrega “Amén”.

Y es “que todas las cosas se hacen nuevas, las viejas desaparecen” (2Co.

5 . 1 7 ) ; los ojos comienzan a ver lo que los otros no ven. Pero es necesario

decir esto en voz baja. Quien ve cosas que otros no ven y no ve cosas que los

otros ven, corre el riesgo de ser encerrado en un hospicio, tal como las personas

normales (cuyos nombres se perdieron) hicieron con Nietzsche y Van Gogh.

Los mayores piensan que los niños y los bufones son personajes curiosos y

divertidos dentro de su mundo, sólido y firme. Mal saben ellos que los niños y

los bufones son peligrosos subversivos que anuncian nuevos mundos con su

risa. Su risa es como nos contó Andersen.

“Había, en un lejano país, hace mucho tiempo, un rey vanidoso

rodeado de ministros vanidosos. El rey combinaba su presunción con

un enorme placer por las ropas coloridas y brillantes, lo que no es raro.

Sabedores de esto, dos astutos patanes resolvieron ganar dinero a costa

de la vanidad de los mayorales del poder. Se dirigieron al palacio,

cargando un arca que, según relataron, contenía un tejido maravilloso.

Maravilloso en primer lugar, por la belleza de su material y el brillo de

sus colores. Maravilloso, en segundo lugar, porque tenía la propiedad

mágica de separar a las personas inteligentes de las personas estúpidas.

Solamente aquellas dotadas de gran capacidad intelectual podían ver el

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tejido maravilloso. Y abrieron la canasta. Ante todos exhibieron el

paño que nadie se atrevió a no ver. El rey, el más inteligente, fue el

primero en manifestarse deslumbrado, seguido de los ministros y de las

damas de la corte que acariciaban el material, comentando la suavidad

que poseía. Y los dos fueron contratados para hacer un uniforme nuevo

para el soberano que, en festejo nacional, desfiló ante sus súbditos,

todos inteligentes y que veían la belleza del traje de su rey. Hasta que

un niño, desde lo alto de un árbol, sin saber nada sobre su inteligencia

pero creyendo mucho en sus ojos, soltó un grito de espanto: ‘¡El rey

está desnudo!’

Y abriéronseles los ojos a todos.”

Y la risa del pueblo, las carcajadas, llegaron, espontáneas, salieron a la

calle y se fueron noche adentro. Los que tenían miedo del rey le tiraban sus

abrigos. El poder quedó empequeñecido, porque un niño, extraño al mundo de

los adultos, hizo estallar la risa. Es por eso que los bufones están siempre en

peligro. Y ellos, sabiendo esto, tratan de hacer reír por medio de parábolas:

hablan sobre lo que es, hablando sobre lo que no es, para escapar al castigo,

pero guiñando los ojos y sonriendo con malicia, invitando al oyente a ver más

allá.

Estas cosas no las inventé yo. Es que nuestro ahogado tenía un juego en

sus manos. Y los narradores de historias nos dijeron que a él le gustaban los

niños. No quería que se hicieran adultos. Y a los que ya habían crecido les decía

que si no dejaban de ser como eran, nunca verían el reino de los cielos. Tenían

que volver a ser niños. Nicodemo se equivocó. Era hombre adulto, respetable,

tomaba las cosas al pie de la letra y pensó que Jesús hablaba de obstetricia. A lo

que él contestó: “No es obstetricia Nicodemo, es el viento. El viento sopla…”.

Y debe haber quedado más confuso todavía.

Los niños ven cosas que los adultos no pueden ver.

Me hace acordar el final enigmático y mítico de 2001-Odisea en el

espacio: fin del viaje espacial, sumergido en las profundidades y distancias,

nunca antes alcanzadas, fuera de este universo. Búsqueda de un misterio que

llamaba al hombre desde los tiempos inmemoriales en que habitaba con miedo

en las oscuras cavernas. Y llega donde no esperaba llegar, a un mundo

encantado de nebulosidad onírica: el viajero se descubre en su propia casa. Y

allá está sentado, silencioso, tomando su café matutino. Pero, repentinamente,

un movimiento en falso derrumba la taza de cristal, que se rompe.

Y la escena se transporta de lo cotidiano tranquilo del café matutino hacia

el lecho del viejo acabado, a la espera de la muerte. Pero la escena cambia de

nuevo, del lecho de muerte hacia los espacios del universo, donde algo también

cambió. Allá, en medio de los soles y de los misterios, hay una nueva presencia,

un feto, de ojos enormes, silenciosos, tranquilos, extasiados, contemplando todo

como si fuera la primera vez, la primera mirada, fluctuando, como si estuviese

en los líquidos calientes del vientre materno. Y yo recordé: “Es necesario nacer

de nuevo. Si no os volvéis como los niños, no veréis el Reino de los Cielos… ”

Lo que quiero sugerir con esta reflexión sobre niños y bufones es que el

teólogo trae, en su palabra, las marcas del mundo de los juegos y las risas.

Niños y bufones son mensajeros del Reino; juegos y risas son más divinos de lo

que normalmente los juzgamos. Sacramentos de un orden por venir, aperitivos

del Reino de Dios.

El teólogo habla como quien sirve aperitivos. Y éste es el estilo...

Sería lógico que me preguntaran si el estilo tiene alguna importancia. Si no

pasa de ser una preocupación de los literatos, simple pacotilla con la que se

envuelve la verdad.

Aprendí con Kierkegaard:

“Lo que importa no es lo que se dice, sino cómo se dice”.

De ahí su fórmula enigmática: “Verdad es subjetividad”.

Las palabras ciertas del cristiano ortodoxo se transforman en mentiras y las

blasfemias del idólatra se metamorfosean en la más pura oración. La dádiva

brota de las manos que la cargan.

Hay una verdad que las palabras no pueden decir, por que habita los

silencios y los espacios vacíos del lenguaje. Parecido a lo que ocurre con la

música. Todos los compositores tuvieron a su disposición las mismas notas del

piano. Pero nadie que haya frecuentado el mundo de la música, aunque sea por

poco tiempo, confundirá a Bach, Ghopin, Debussy, Prokofief… Lo mismo

ocurre con los que componen mundos con el auxilio de las palabras. La

diferencia no se encuentra en las palabras. Son siempre las mismas. Están ahí,

inertes, en los diccionarios. Ni en las reglas de sintaxis. Con cosas que son las

mismas el estilo inconfundible del autor construye su mundo, único entre

muchos, ¿Quién confundiría Guimaraes Rosa con José de Alencar, Cecilia de

Meireles con Graciliano Ramos?

Hay un estilo del científico, del jurista, del vendedor, del sacerdote, del

general, del inquisidor, del banquero… estilos que cargan certezas,

principios abstractos, cálculos de lucro, olor de incienso, tropel de

caballos, gritos de dolor, cifras...

Y hay un estilo de los bufones y de los niños, que lleva consigo la risa que

desnuda los ídolos, y el juego que crece con el placer.

¿Qué tienen que decir sobre Dios los bufones y los niños? Creo que nada.

¿Cómo justificar la dignidad teológica de su estilo? Es simple. Y que me

perdonen la analogía. Ocurre lo que acontece con los que se alegraron con el

vino. No es su palabra sobre lo que dicen acerca del vino lo que da testimonio

de que han bebido. Es lo que el vino, silencioso, hace que ellos digan: la alegría,

la risa. . . La marca no se encuentra en el conocimiento sino en el estilo.

Lo que está en juego no es lo que bufones y niños dicen sobre el Espíritu,

sino el soplo misterioso del Espíritu que los vuelve bufones y criaturas.

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Y ellos hablan.

¿Sobre qué?

No importa. Sobre cualquier cosa. La teología no está en qué se dice sino

en cómo se dice. El chiste más sabroso deja los rostros impasibles si es contado

en el estilo del sacerdote mientras que el bufón, antes de decir nada, ya provoca

la risa, pues su estilo anuncia lo cómico. Hablar con rigor y seriedad sobre el

vino testimonia que quien habla no bebió vino. Hablar sobre Dios, con la mujer

amada en los brazos es, en lo mínimo, falta de buen gusto.... Por lo menos eso

decía Bonhöeffer.

Yo estoy sugiriendo, como bufón y como niño, que el estilo de la teología

es el estilo de la risa, no importa que ella brote de la canción de una ronda o de

la visión del rey desnudo. La risa es el sacramento que hace que los niños y los

payasos anden tomados de la mano, aunque sus risas sean diferentes.

La risa de los payasos es la risa zumbona que dibuja bigotes en él rostro

solemne del presidente y usa botas de guerra como floreros, proclamando que

las cosas pueden ser diferentes.

La risa de los niños es la risa del cuerpo que exulta en su propia desnudez,

que no tiene de qué avergonzarse, que salta con los rayos del sol.

La risa de los payasos mata dragones y convierte leones en lagartijas.

La risa de los niños es la risa del cuerpo que, libre de los dragones, puede

amar y volar.

Los payasos ríen y los malos espíritus huyen, amedrentados. Libres de los

malos espíritus, los niños ríen, el cuerpo viejo resucita, vuelve a la infancia,

descubre el placer y cuanto más ríe más vuela. Freud, que comprendió los

mensajes de los juegos y las intenciones de las carcajadas nos dice que somos

seres especiales, distintos de todo lo que existe en este mundo maravilloso.

Porque nosotros, sin excepción, padecemos de una enfermedad para la cual no

hay cura. Vivimos en dos mundos al mismo tiempo, mundos de lenguajes, leyes

y costumbres diferentes, lo que nos provoca una enorme confusión. Porque lo

que es en uno no es en el otro; lo que uno prohíbe, el otro lo exige; lo que en

uno causa risa, en el otro provoca llanto, Y así vivimos todos, divididos entre

estos dos mundos, que nos atraviesan tanto el cuerpo como el alma. En el

lenguaje de Freud, uno es el mundo en que el principio del placer domina

soberano, mientras el otro se encuentra bajo el control del principio de la

realidad. El principio de la realidad tiene que ver con las cosas que

efectivamente ocurren, estando siempre presente en el mundo de la economía,

de la política, de la guerra, de las leyes. El principio de realidad es el que nos

obliga y del cual es imposible huir. Y de ahí deriva su nombre: principio de

realidad. Ocurre que, por razones que no sabemos explicar, los hombres no

consiguen aceptar la realidad, tal como es, sea la realidad de las leyes físicas, de

las leyes sociales, o las de nuestro cuerpo. Por eso nuestra mente vuela, en alas

de la imaginación, buscando la abolición de lo que existe y sonando con Otro

mundo en que la felicidad y el placer reinarían, soberanos. La imaginación es

siempre subversiva porque las exigencias del placer imponen la destrucción de

las cosas que existen y el comienzo de las cosas que todavía no son.

Porque la imaginación es subversiva el principio de realidad trata de

domesticarla. El principio del placer vive bajo el imperio de la represión. Por

esto el placer es incapaz de articularse como lenguaje corriente. En los límites

de la realidad las exigencias del placer deben ser olvidadas, el cuerpo debe ser

mantenido bajo control: creamos escuelas y prisiones. Escuelas, para

domesticar los cuerpos todavía débiles, convenciéndolos de olvidarse de sí

mismos y de entregarse a las exigencias de la realidad, bajo la amenaza de

castigos presentes y la promesa de recompensas a realizarse en un futuro

distante. Prisiones, para encadenar los cuerpos fuertes que no fueron

domesticados y permanecieron salvajes.

Impedido de aparecer, el principio de placer se esconde en los lugares

oscuros y se insinúa en las brechas. Solamente después de cerrado el cuarto,

apagada la luz, desligados los pensamientos del principio de la realidad, él

aparece, asumiendo forma en los símbolos que bailan en nuestros sueños.

Algunas veces él se insinuará en medio de nuestra conversación, provocando

cambios de palabras que nos ruborizan, porque todo el mundo percibe que en el

equívoco se encuentra la verdad. Fue allí que el deseo se manifestó. Así va él,

andando a escondidas, atacando de repente, como si fuese un guerrillero,

sorprendiendo, asustando, pujando desde dentro de la caja como el payaso de

resorte. Es allí que estalla la risa.

La risa es una aliada del deseo. Y si ella estalla, de repente, es porque, en

cierto momento, el deseo vislumbró la posibilidad de subvertir el principio de la

realidad, su enemigo.

¿Por qué nos reímos a carcajadas al final de un buen chiste? Imaginemos

cualquier chiste. Todos tienen la misma estructura. La risa nace de la sorpresa.

Es necesario crear una expectativa en el oyente. Y la expectativa aumenta en un

crescendo constante. La conclusión es siempre algo inesperado, pero

absolutamente lógico. En la preparación el narrador extiende las redes del

principio de la realidad. En la conclusión frustra aquello que podría ser

esperado. Es como si el plano de la realidad fuera interrumpido por otro que lo

completa, subvertiéndolo, dándole un final que viene de los subterráneos del

principio del placer. ¿No es curioso que justamente lo que es prohibido sea el

motivo de las carcajadas? Así es que el chiste echa mano de los órganos y

funciones sexuales, de las partes vergonzantes del cuerpo, de lo grotesco de

reyes, presidentes, generales, cardenales, en resumen, de lo que no debería ser,

de lo que no debería aparecer ni debería ser dicho, como conclusiones

inesperadas y subversivas de las redes de expectativas tejidas por el principio de

realidad.

Es como si dijéramos: “Algo que permite finales tan cómicos, no puede ser

sagrado. Ídolo no puede ser. Juego, tal vez… ”

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La risa de los bufones transforma los ídolos de los sacerdotes, las coronas

de los reyes, las espadas de los generales en entretenimientos. Nada de causar

miedos. Cosas humanas, bien humanas. Ni divinas, ni demoníacas.

Lo cómico se encontraba justamente en las máscaras solemnes que usaban.

Quitadas las máscaras, se va el olor de lo sagrado. Y esto es lo que vuelve

temibles a payasos, bufones y niños. Ellos sienten el sudor de la gente detrás de

las fantasías de los dioses, y los que querían hacerse pasar por dioses se

descubren, repentinamente, en su farsa. Allí explota la risa de los que eran

atemorizados por la farsa y el odio de aquellos cuya farsa fue desenmascarada.

No ha de causar extrañeza, por lo tanto, que bufones y payasos sean con

frecuencia mandados a prisión donde, no pocas veces, comparten las mismas

celdas con los profetas. Es que la risa de unos y las denuncias de los otros

brotan de las mismas fuentes y logran las mismas cosas.

¿Imaginarían la extraña posibilidad de que el príncipe encantado, el de la

historia de Blanca Nieves, se apasionara por la bruja malvada, casándose con

ella, teniendo muchos hijos y viviendo feliz para siempre? ¿Y sí el lobo se

transformara en el defensor de los tres chanchitos, incansablemente perseguido

por Caperucita Roja y su abuela, que deseaban transformarlos en jamón? ¿Y si

el dragón de San Jorge se metamorfoseara en una bella doncella? ¿Qué

ocurriría con el santo, entrenado toda su vida para combatir con la bestia, frente

a la insinuante mujer, sin saber qué hacer con su lanza y su armadura?

Finales absurdos, es claro. Cómicos, ridículos, inesperados, Todo queda

cabeza abajo y ya no sabemos distinguir héroes de villanos. La confusión es

total. Las leyes de la realidad son abolidas. El mundo se vuelve loco.

Entramos en el mundo de Lewis Carroll. Tal vez, el mundo de Jesucristo.

¿No era esto lo que El hacía al contar esas novelas relámpago llamadas

parábolas? Es curioso que no percibamos el humor iconoclasta que ellas

contienen y las leamos con la entonación piadosa de las cosas sagradas. Fariseo

y publicano.

Es como si Jesús dijera:

“—Vean la desnudez de aquel que cree estar vestido y el recato del que

todos piensan que está desnudo… ”

El Buen Samaritano.

“—Entonces los señores pensaron que San Jorge defendería a la doncella

contra él ataque de los malhechores... Pero él prefirió guardar su lanza. Fue el

dragón, eso es, el dragón, quien los puso en retirada y condujo a la $oven

indefensa hasta su casa…”

El Hijo Pródigo.

“—Y el hijo más viejo, perfecto en todos los sentidos, deseado como yerno

por todas las madres de hijas casaderas, no dejaba por un solo momento, por

breve que fuera, el enorme libro donde llevaba la honesta contabilidad de sus

créditos y de los débitos ajenos. Y para no dejar caer el libro-caja, no extendió

sus manos… Y la vara mágica, que todo transforma, siguió adelante… Pero su

hermano, con las manos vacías, sin tener nada que perder, por haber perdido

todo, quedó allí, con las manos abiertas, sin pedir ni esperar nada… Y lo que no

buscó, le cayó en las manos… ”

Así caminan los bufones, quebrando ídolos, burlándose de las verdades,

haciéndose libres para hacernos reír de nosotros mismos, sin lo que no es

posible jugar.

2¿La tradición y las buenas maneras mandan lavarse las manos? ¿Ya

olvidasteis por dónde pasa y a dónde va a parar lo que entra por la boca del

hombre? EL camino que importa no es el que va de afuera hacia adentro sino el

que va de adentro hacia afuera… ”

“—De hecho, es impresionante vuestro pedigrée espiritual. Hijos de

Abraham, sin duda. Pero las prostitutas (y, quién sabe, sus hijos) van a entrar en

el Reino de Dios antes que vosotros… ”

Y el pueblo se reía de las caras espantadas e indignadas de los mayorales.

“—Cómo son grotescos los que ponen las máscaras de tristeza cuando

ayunan y las caras de piedad cuando rezan...”

“— ¿Cómo ser el Reino de Dios?

Todo de cabeza para abajo, “Los adultos se vuelven niños, los que tienen

poder se ponen a lavar los pies de los que lloraban comienzan a reír y los que se

reían se ponen a puestos, los sabios se vuelven tontos y los tontos sabios, los

que lloraban comienza a reír y los que se reían se ponen a llorar… ”

¿Quién podría tomar en serio absurdos como éstos?

Todo lo que es sólido, todo lo aceptado,

todo lo que está más allá de dudas,

todo lo que es seguridad se vuelve motivo de risa. Antes que nada,

reír de las certezas.

Ellas frecuentan las hogueras de la inquisición. Inquisidores, jueces y

verdugos, son siempre serios. Si ellos se rieran de sí mismos, no tendrían coraje

para hacer sufrir a otros. La risa camina tomada de la mano con la tolerancia.

Lo que me hace sospechar que la risa sea la cara alegre de la confesión de los

pecados. Pues, ¿qué es el perdón? ¿No participa él de la estructura del chiste?

Perdón: golpe inesperado que la gracia aplica sobre las expectativas que la vida

construyó. Explota la carcajada y los demonios huyen, con sus libros de caja.

Decía Kolakowski que en toda sociedad encontramos por lo menos dos

tipos de actores. De un lado los sacerdotes. Del otro, los bufones. Los

sacerdotes cargan incensarios en sus manos y por donde pasan esparcen un olor

sagrado que obliga a las personas a arrodillarse. Y ellos tiran sus redes de

reverencia y respeto sobre reyes, banderas, generales, instituciones, costumbres

y tradiciones, creencias y doctrinas. Hasta la teología, bajo su encanto, se

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vuelve cosa sagrada. Fue por esto que en su nombre se quemaron cuerpos y se

obligaron a cerrar las bocas de los que dicen palabras nuevas.

Los bufones, por el contrario, comienzan a estornudar con el olor del

incienso y transforman en chistes lo que los sacerdotes sacralizaron,

exorcizando así a los demonios de la seriedad y de la reverencia. Y cuando la

reverencia se transforma en risa, los ídolos son despedazados y sus adoradores,

descubiertos en su farsa, se vuelven contra los bufones.

¿Se entiende, ahora, por qué hablamos del teólogo como un bufón? Quien

conoce el secreto del nombre sagrado, nombre que no puede ser pronunciado,

nombre de Dios, sabe que todo lo demás no puede ser sagrado. Todo lo demás

es dádiva, gracia, juego. Es por esto que aquel que balbucea una oración delante

de Dios es el mismo que estalla en risa delante de las señales de honra con que

los hombres intentan esconder sus vergüenzas.

El mundo, libre de los ídolos, se transforma en jardín de placeres: todo es

permitido, desde que el nombre sagrado continúa siendo invocado en silencio y

el ruido de la risa continúa exorcizando demonios.

9 LA TEOLOGÍA COMO JUEGO

No hace mucho tiempo que me di cuenta de la importancia teológica del

juego. Se comprende con facilidad que la tolerancia y la generosidad sean

consideradas signos del Espíritu. Pero que el juego pueda ser presentado como

una virtud teologal, parece insólito y ofensivo a la seria tradición del estilo

teológico de vivir y pensar. Todo empezó cuando recibí una consulta

sorprendente. Una congregación presbiteriana me invitaba a predicar.

Sorprendente, porque hacía mucho tiempo que nadie se animaba a tanto, y mi

soledad y mi silencio me asombraban en las mañanas de domingo, otrora tan

llenas de palabras. Acepté. Y me prometí lo siguiente. No diría nada chocante.

No apoyaría al profeta. Dejaría en casa fósforos y barras de hierro. No voltearía

ídolos ni incendiaría casas.

Por lo menos una vez, quería que las personas sonrieran y no me

denunciaran como hereje. Y me puse a buscar un texto. Me acordé de Jesús,

dulce y sonriente, diciendo “a menos que dejéis de ser como sois y os volváis

como los niños, nunca entraréis en el reino de los cielos”. Me decidí a predicar

sobre los niños porque imaginé que sobre ellos sería imposible decir alguna

herejía. El resultado fue catastrófico y terminé siendo acusado de corruptor de

las costumbres. No me había dado cuenta, a primera vista, de que el texto no

habla de los niños. Habla sobre los adultos. Maldición sobre los que han

crecido. Prohibición de su presencia en el Reino. Jesús se ríe de los adultos y

los invita a jugar. Y ellos se quedan sin saber qué hacer con sus cosas serias,

tales como inversiones en la bolsa, tesis de doctorado e insomnio, cosas que los

niños no conocen. « ¿Qué es un niño?

Parece que el mito de su inocencia y pureza murió hace mucho tiempo.

Freud fue el sepulturero. Ejemplos de amor tampoco son. Su narcisismo es

por demás evidente: sólo se ven a sí mismos. Si hay algo que les es

característico es su capacidad de jugar.

Pero, ¿qué es el juego?

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El juego es una actividad no productiva. No tiene por objeto la producción

de algo.

¿Cuál es la razón por la cual los niños juegan si eso no produce nada?

La respuesta es simple. El juego no produce objetos, pero produce placer.

Si la palabra placer parece muy erótica y sensual, podemos usar otra, dotada de

mayor respetabilidad teológica: alegría. Tal vez la naturaleza del juego pueda

ser esclarecida si nos acordamos de la distinción que hace Agustín entre las

cosas que deben ser usadas y las cosas que DEBEN ser disfrutadas. Cuando

uso algo, este algo siempre es un medio para lograr u n objetivo, no importa

que esté usando cosas, personas o palabras. Pero cuando yo disfruto algo, este

disfrutar es siempre un fin en sí mismo. El juego es eso: un fin en sí mismo para

ser disfrutado, algo que produce placer.

Sabemos que el placer es el principio determinante de la vida de los niños.

Bergson comenta, no sin una pizca de nostalgia: “¡Qué infancia habríamos

tenido si nos hubieran dejado hacer lo que deseábamos!”

Con lo que Freud concuerda. Los niños viven en un mundo dominado por

el principio del placer y solamente lo abandonan cuando son forzados por las

presiones que les llegan del mundo adulto. Ellos creen en la omnipotencia del

deseo y transforman las fantasías que éste produce en cosas y actividades, en el

mundo lúdicro en que habitan. El juego, como actividad que es un fin en sí

misma, es nada menos que una expresión de búsqueda interminable de un

mundo para ser amado; búsqueda que marca todas las operaciones del ego. En

el juego encontramos los aperitivos, las presencias anticipadas de un mundo que

se espera y se desea. En el juego el amor declara abolidas las leyes de la

realidad y la reconstruye según los modelos que los deseos sugieren, a través de

los sueños y de las fantasías. Y de éstos adviene su significación psicoanalítica.

No es por casualidad que los analistas que trabajan con niños, en vez de

pedirles que se pongan a hablar, sugieren que se pongan a jugar. Saben de la

densidad simbólica y del poder revelador de lo que se hace jugando. Si adoptan

con los adultos otra técnica y los hacen hablar es porque, bajo el dominio de la

represión, ya no tenemos el coraje de hacer danzar nuestros deseos, a no ser en

situaciones en que esto es socialmente permitido, como en el fútbol, en el

carnaval, o en la liturgia. En todas estas situaciones estamos metidos en el

juego: el cuerpo realiza sus deseos, aunque para eso la realidad tenga que ser

abolida, por medio del artificio "hacer de cuenta". Lo que está en juego es el

lugar donde colocamos el deseo: "donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro

corazón", palabras de Jesús, si no me engaño. Nuestro cuerpo puede danzar al

son de una música que pocos oyen, que nos viene del futuro, en alas de la

imaginación y la esperanza, o dejarse engordar y domesticar por las ollas de

carne de Egipto o el miedo a la peregrinación por el desierto. Están los que se

sienten en su casa en el mundo, tal como es. Personas felices, normales, sin

problemas: firmes, sin insomnios, equilibrados, no gastarán su tiempo con an-

gustias ni su dinero en psicoanalistas. Sus valores son los hechos. Desconocen

el dolor del deseo, la soledad de la nostalgia, el vacío de las ausencias. Y

preguntan:

“Amor: ¿qué es? Y creación, ¿qué es? ¿Y la nostalgia?”

Estas son las preguntas que Nietzsche coloca en sus bocas, éstos a quien

él da el nombre de último hombre, incapaz de dar a luz una estrella. Pero están

también aquellos a los que Zaratustra les dice: “Exiliados seréis en todas las

tierras...”

Lo que está en juego es el lugar donde colocamos el deseo, si en las

presencias o en las ausencias, si en las certezas o en las esperanzas. Todos los

que colocaron su amor en las esperanzas están condenados a recorrer el mismo

camino que lo mágico. Por muy distintas que sean las cosas que sus cuerpos

hacen, en sus corazones arde el deseo de que la realidad sea abolida. Y es

exactamente la nostalgia del exiliado y el gesto del hechicero, que se anuncia

por primera vez en el juego, cuando los niños, en el juego de hacer como si,

transforman lo que es en lo que no es y lo que no es en lo que es.

Esto lleva a los niños muy cerca del gesto sacerdotal, que toma el pan y el

vino y dice, repitiendo lo que la tradición nos legó, que son el cuerpo y la

sangre de Cristo... ¿Juego de hacer de cuentas? Transubstanciación,

metamorfosis de lo real, por el poder de la imaginación y la intensidad del de-

seo. Y el pan y el vino pasan a tener el buen gusto de un banquete que está para

ser servido.

En el placer, cesan las mediaciones. El placer no es un medio para otra

cosa. La verdad es lo contrario. Todo es medio para que la nostalgia del amor

encuentre el objeto deseado.

En el placer, el deseo llegó a su destino. ¿No es esto lo que decimos acerca

del amor? Hablamos en los juegos amorosos y lo hacemos muy bien.

En los juegos del amor los cuerpos alcanzan su más alta significación

teológica, porque allí se libran de la maldición de ser medios para convertirse

puramente en fines en sí mismos. Cada cuerpo es un juego divertido, que

disfruta y hace disfrutar. Es una pena que a Agustín, a quien amo y respeto

profundamente como hermano mayor, no le fuese permitido sonreír ante este

regalo de Dios, transformando el juego sexual del amor en simple medio para

un fin demográfico: la reproducción y la población de los cielos...

Disfrutar sin producir: negación radical de todo lo que consideramos

normal y decente. Con lo que estaría de acuerdo el hijo mayor de la parábola,

que ofrecía como credenciales de su identidad espiritual, aquello que había

producido, contabilizado ahora como crédito suyo y deuda del padre.

No es para sorprenderse que justamente él se indignase con la fiesta —

entretenimiento de muchos— en que la gracia del padre ofrecía al que nada

había producido, la alegría del placer. Juego y placer son compañeros

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permanentes del amor, de la misma forma que en el mundo marcado por la

producción, el amor es perseguido como subversivo.

Todo, en nuestro mundo, tiene la maldición de la lógica del hijo mayor. El

problema es muy antiguo y parece que este equívoco ya se encontraba en las

cabezas de Adán y Eva. Tuvieron miedo de entregarse a la vida, en el total

abandono y en la absoluta falta de credenciales que les mostraba su desnudez.

Prefirieron un gran acto, acto que fuera una conquista, un crédito, u n

justificativo. Pero lo que en otras épocas fue acto de individuos aislados que

tomaron la decisión, en nuestra sociedad tomó forma objetiva, como exigencia

del funciona-miento de nuestras instituciones. Entre nosotros, todo se

transformó en medios.

Parece que la gran metamorfosis comenzó con el triunfo de la burguesía.

En la Edad Media, la identidad de cada uno era regalo de los dioses, y no tenía

nada que ver con lo que las personas hacían. Los pobres lo eran por nacimiento

y también los miserables de la tierra, y nada podía alterar este hecho, decretado

por Dios, a quien pertenecían los cuerpos y las almas de todos. Pero apareció un

grupo de gente diligente, que no estaba por debajo ni por encima, gente que

trabajaba con ahínco, día y noche, y leía, en las horas de ocio, las cartillas

calvinistas, donde aprendieron que la riqueza era la señal visible de la gracia

invisible de la salvación: cuanto más rico más salvo, cuanto más salvo, más

rico.

La identidad de las personas dejó de ser medida por su nacimiento y pasó a

depender de su trabajo. Por su nacimiento, nadie sabe todavía quién es. Esto se

revela en la diligencia del trabajo y en el éxito de los negocios. Fue así que la

identidad pasó a ser una cosa colgada de los ganchos de la riqueza, porque

diligencia en el trabajo y éxito en los negocios son cosas que se miden por las

ganancias obtenidas.

Esta nueva estirpe de santos ricos aprendió después que el cuerpo es mal

consejero en asuntos de riqueza y de trabajo, porque prefiere gastar a ganar,

prefiere el ocio al sudor; el placer a la disciplina.

Es necesario reconocer que, entre nosotros, el cuerpo nunca tuvo muchas

chances. Los griegos siempre lo mantuvieron bajo sospecha y el venerable

Platón lo comparó a un caballo brioso y salvaje que debe tener en la boca los

frenos de la razón, sabia y represora. A partir de ahí, el terrible conflicto que

nos divide pasó a ser entendido no como lucha entre los deseos de amor y los

deseos de odio, como ocurría entre los hebreos, sino como lucha entre los

deseos en general, perturbaciones del cuerpo, de u n lado y, de otro, el tranquilo

no desear/contemplar de la razón que, por no poseer piel y carecer de genitales,

de oídos y de boca, no sabe lo que el Eros dé la carne significa.

Nos asusta el cuerpo.

Tal vez porque sabemos que todo, en el cuerpo, grita contra, la

dominación. Todo cuerpo clama por libertad y placer. Los maridos tienen

miedo de que, en sus mujeres, el cuerpo despierte. Las mujeres sienten lo

mismo en relación a sus hijos. Y ambos se alían para conspirar contra el cuerpo

de los hijos que un día se aliarán para conspirar contra los cuerpos de los

padres.

Todos aman a los ancianos mansos, sonrientes, pacientes, que ya no se

pertenecen porque perdieron la voluntad y se entregaron a la voluntad de los

otros. Pero ¡ay! de los que, de repente, sienten el amor brotando nuevamente en

su cuerpo y el deseo de caricias y cosquillas eróticas. Los jóvenes dirán que es

un sinvergüenza que ha perdido el juicio.

El cuerpo fue conducido de humillación en humillación. El venerable

Agustín proponía la domesticación del deseo por medio de la razón. Lo que

llevó al no menos respetable Erasmo, siglos después, a decir que el cuerpo no

pasaba de ser una prostituta. Y Lutero, movido por justa indignación,

respondió que si había prostitución, ella no estaba en el cuerpo sino en la

razón. Kant contribuiría al entierro, lanzando él también su grano de arena

sobre el cuerpo agonizante.

Los ejemplos pueden ser multiplicados sin fin.

El cristianismo fue cómplice. Nunca nos sentimos a gusto con el cuerpo.

Lo que explica el silencio de los predicadores sobre el libro del Cantar de los

Cantares. Esto no debería ocurrir. Los protestantes deberían colocar al mismo

nivel los poemas eróticos de Salomón y la abstracta cristología/cosmología de

Pablo. Serán lo bastante creyentes como para reconocer que el Cantar fue

inspirado, pero no lo suficiente como para leerlo ante las congregaciones.

Fue de esta humillación permanente impuesta al cuerpo, no sólo por medio

de las palabras, sino por el miedo de las caricias, de las abstinencias y

flagelaciones, que surgió aquella risa/llanto de Nietzsche: “El santo con que

Dios se deleita es el eunuco”. Muchos cristianos se enfurecen diciendo:

“Blasfemó contra Dios”. Pero se necesita un poco más de sutileza para

comprender que cuando Nietzsche habla sobre Dios, habla en realidad sobre el

cristiano y su discurso teologal. Dios no se sintió ofendido. El grito no fue

dirigido contra El.

“Aquí están los sacerdotes. Y aunque ellos sean mis enemigos, paso

junto a ellos en silencio, con las espadas adormecidas. Ellos dieron el

nombre de iglesias a sus cavernas de olor dulzón. ¡Oh!, aquella luz

falsificada… Y, a todo lo que les era adverso o les producía dolor, le

dieron el nombre de Dios… El espíritu de estos redentores no era

más que u n agregado de agujeros; y, en cada agujero colocaron su

engaño, o su tapagujeros, al que dieron el nombre de Dios. Y allá

está él, doliente, miserable, malevolente contra sí mismo, Heno de

odio contra las fuentes de la vida, lleno de sospechas contra todo lo

que todavía es fuerte y feliz. En resumen, un ‘cristiano’ “. . .

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Si no nos gusta Nietzsche, vayamos a Bonhöeffer, porque todo está allí,

aunque camuflado para el paladar sensible de las gentes de la iglesia.

Lo terrible es que esta humillación del cuerpo no es sólo algo que esté

presente en las palabras de filósofos y teólogos. Si el problema fuera una

cuestión de palabras, podría ser resuelto con facilidad. En verdad nunca hay

“cuestiones de palabras” porque las palabras están unidas a la realidad, de la

misma forma que la piel está pegada al cuerpo. Y descubrimos que la

humillación del cuerpo no es un asunto lingüístico sino una cuestión política.

Según Weber, es la racionalidad del sistema de producción la que la exige. Se

reprime al cuerpo por amor a la eficacia. El cuerpo, por sí, es ineficaz. No va en

busca de objetos, sólo desea el placer. Esta es la razón por la que el cuerpo de

los operarios, en una fábrica, tiene que ser reprimido. Se decreta el fin del

tiempo biológico: despertar cuando no se tiene más sueño, comer cuando se

tiene hambre, jugar cuando se quiere, descansar cuando el cansancio... Las

fábricas instalan sirenas cuyos silbidos atraviesan la ciudad, el ritmo de los

cuerpos sigue el ritmo de las máquinas. Y se fabrican relojes, símbolos de la

derrota y de la esclavitud, que las personas compran y usan, como símbolos de

status.

Marx sugería antes la misma cosa demostrando que el capitalismo tiene

una moral que es el imperativo de la abstención. ¿No es así que se forma el

capital, por medio de constantes y disciplinadas abstenciones a que damos el

nombre de "ahorro"? Y el cuerpo, como ser erótico se reduce a la condición de

puro medio, entidad manipulable cuyo objetivo es la producción del lucro.

Desaparecen los sentidos ligados a la vida y son substituidos por u n único

sentido, el sentido de tener. Y el cuerpo, de fin supremo, de la condición de Ens

realissimum, la más alta entidad sobre la que se puede teológicamente hablar,

fue reducido a la condición de medio.

Y así, por amor al hermano mayor de la parábola, los cuerpos fueron

domesticados. Perdieron su dignidad teológica y espiritual. Fueron

transformados en herramientas, acoplados a las máquinas, subordinados a su

ritmo. Surgió entonces una espiritualidad nueva, de ascetismo y disciplina, en

que los placeres estaban prohibidos. Todo esto, no por la salvación del alma,

sino por amor al lucro, esta entidad matemática que pasó a ser el criterio por el

cual las personas eran valoradas. Dime cuánto ganas y te diré quién eres...

De hecho, el salario o la ganancia es la representación formal, matemática,

de lo que el cuerpo produjo. Poco importa lo que el cuerpo haya sufrido. Poco

importa que haya sido reprimido. Y esto porque sufrimiento y represión son

cosas que se encuentran en el proceso de producción. Lo que realmente cuenta

es lo que viene al final, como producto, mercadería, porque solamente esto es

lo que debe ser vendido para producir lo más importante que la vida puede brin-

dar: el lucro. Y fue el producto, el sol en torno del cual se constituyó el universo

burgués-industrial.

Esta lógica tiene un nombre teológico: justificación por las obras.

¿Qué ocurrió con el cuerpo? Bien, no importa. Al final de cuentas no es

más que un medio; más precisamente, un medio de producción, junto a los

telares y a las perforadoras. ¿El juego y el placer? Reducidos a la condición de

actividad necesaria para que el cuerpo se mantenga en su nivel óptimo de

productividad. El derecho del trabajador a las vacaciones es, en verdad, un

nombre agradable para la necesidad de mantención de un medio de producción,

tal como ocurre con los aviones, que de tanto en tanto paran de volar y son

mandados para su revisión.

Justificación por las obras: me parece que esta lógica está

profundamente enraizada en la crueldad de nuestra sociedad. Si la actividad

es apenas un medio para un determinado fin, lo que ocurre en la acción no

importa, mientras los fines sean deseables. Tortura, dictadura, destrucción de

los ríos, contaminación del aire, liquidación de los recursos naturales, bosques

transformados en desiertos, venta de armas, terror atómico: todo se justifica si

el objetivo es el lucro y las mejores condiciones políticas para su obtención.

Sucede, sin embargo, que la vida y el cuerpo no son medios para ninguna

cosa. Son fines en sí mismos. Esta es la gran afirmación del juego, ya sea jugar

ajedrez, hacer poemas, componer música, hacer el amor, celebrar la liturgia,

sonreír en nuestro juego de cuentas de vidrio. Y esto nos conduce de nuevo, al

campo de las palabras teológicas, donde se habla de justificación por la fe, que

significa precisamente el abandono total del esfuerzo para encontrar el sentido

de la vida en términos de los resultados prácticos de nuestra actividad.

Y fue aquí que mis oyentes, en aquella piadosa congregación, versada en la

austeridad y en el ascetismo de los catecismos calvinistas, comenzaron a sentir

que se les erizaba el cabello y a abrir mucho sus ojos, cuando empezamos a

hablar de las consecuencias éticas del juego.

Sugestión extraña la de Jesús: el presente orden debe morir para que nazca

un mundo nuevo. Jugar significa, precisamente, no tomar en serio lo que está

ahí y encima de su esqueleto comenzar a construir algo nuevo. Danzar, en el

presente, por medio de símbolos y sacramentos, la resurrección del cuerpo,

realidad por la que se espera, hacia donde se inclinan nuestras nostalgias.

Cuerpo nuestro, cuerpo de Cristo, la naturaleza, el mundo todo gozando de la

realización del amor. El encuentro del deseo con aquello que soñó; placer puro,

completo, total, cuando se descubre que existe apenas u n sentido posible para

la gloria de Dios, que es precisamente la felicidad de los hombres.

El mundo hechizado por la productividad debe morir. Esto es lo que cantan

los niños. Subversión...

¿Notaron cómo los niños son serios acerca de los papeles que asumen en

sus diversiones? No obstante, nunca olvidan que todo no pasa de ser diversión,

un hacer como si... El papel no es eterno. No está escrito en la naturaleza de las

cosas. Nuestro mundo no es más que un experimento. Dios nos puso a jugar.

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Nos invitó a inventar nombres, a plantar jardines, a hacer el amor. Y de allí

surgieron los mundos de la cultura, que podrían haber sido totalmente diferentes

de lo que son. Pero tenemos la memoria corta. Nos olvidamos de los orígenes.

Y transformamos lo que nosotros hicimos en ontología. Así nacen los absolutos,

así se erigen los ídolos. Siempre un equívoco, quizás una maldad. Es obvio,

pues los fuertes no pueden imaginar su propia precariedad. También podría ser

que la memoria débil o la memoria corta nada tenga que ver con las virtudes y

limitaciones de nuestros aparatos neurológicos, sino que se derive de los

intereses del poder. Ahí están los niños, que toman los ídolos y los convierten

en juegos.

“—Vamos a jugar a policías y ladrones. Hoy soy el policía. Mañana seré el

ladrón… ”

Los niños saben que ellos son, al mismo tiempo, los que asumen los

papeles y los que escriben los libretos. Por esto mismo son libres para inventar,

modificar, cambiar, dejar todo de lado y empezar de nuevo. Continúan siendo

dueños del mundo de juegos que su imaginación creó. Por esto, no hay nada que

los obligue a jugar hoy al juego que comenzaron a jugar ayer. Cada mañana es

un nuevo comienzo, una nueva reorganización.

Ante esto, la gente es tentada a pensar que las cosas son así en el juego

porque, al fin de cuentas, estamos en el mundo de los niños, en que nada debe

ser tomado en serio. Pero, ¿no es verdad que el concepto de rol en sociología,

cosa de grandes, nos introduce en el mundo de hacer como si… ? Uniformes

militares, vestimentas sacerdotales, ceremonias académicas con sus nombres

pomposos, y todas las “máscaras” que usamos; mundo del teatro, de los papeles

y libretos predeterminados. Una misma persona juega de profesor, de marido

fiel, de padre cariñoso, de amante, de hijo, cambiando de papeles como se

cambia de mascaras, pudiendo detenerse para preguntar: “al final de cuentas

¿quién soy?”. ¿Y qué decir del concepto de “definición de la situación”, de

William Thomas, que llama nuestra atención hacia el hecho de que una cierta

situación social se establece, en última instancia, de la misma manera que se

definen las reglas de un juego, por el consenso de los que en él participan?

Hasta Durkheim vislumbró el carácter lúdicro de la sociedad y ubicó esta

explosión de placer precisamente donde la sociedad alcanza su punto

culminante, como cosa sagrada y moral. Dice que la vida social

“goza de una independencia tan grande que, a veces, se

entrega a manifestaciones sin ningún propósito o utilidad de

algún tipo, por el simple placer de afirmarse”.

Lo que podría ser traducido de manera más simple: “A veces

la vida social es puro juego”.

Yo remitiría al lector, finalmente, a la hermosa obra de Huizinga, Homo

ludens, en el que sugiere que la cultura sólo puede ser comprendida como

juego.

Si tanto los niños como los adultos juegan, tenemos que procurar entender

las diferencias, porque si fuese todo igual, la amonestación de Jesús no tendría

ningún sentido.

Los niños saben que son dueños de la situación. El juego les pertenece.

Así, en cualquier momento, las cosas pueden ser cambiadas. Su deseo es el que

dicta las reglas.

Los adultos también asumen papeles. Con una diferencia: se identifican

con ellos. Pasan a ser aquello que hacen. Los generales, hasta en sus almas,

usan sus insignias y llevan sus condecoraciones. Los bancarios llevan a casa

lo que hicieron en la oficina. Los profesores universitarios llegan a creer en

su propia propaganda y se juzgan realmente más sabios que los otros.

Pastores protestantes y sacerdotes católicos se imaginan más sagrados que los

demás. Es así que, de dueños de la situación, pasan a ser propiedad de sus

papeles, que poseen sus cuerpos y determinan sus identidades. Y andan por

ahí, poseídos por los demonios, aun cuando tales demonios conozcan las

reglas del decoro y de la respetabilidad social. De hecho, la mayoría de las

veces, los demonios se comportan muy bien y en vez de arrojar el cuerpo al

suelo, como ocurrió con aquel pobre diablo que Jesús exorcizó, hacen que el

cuerpo suba a la vida, de manera que nadie desee su expulsión. Y es así que

la vida, regalo de Dios para ser jugada, por el poder de los demonios y sus

ídolos se vuelve ontología, cosa seria, ante la cual las rodillas se deben

doblar, llegando hasta a ser bautizada con el nombre de verdad y de bondad.

Las cosas quedan más claras por medio de imágenes.

Los niños están jugando. Uno de ellos estira el dedo hacia otro y dice:

—“!Bang! Te maté”. Y el otro cae al suelo, en los estertores del hacer

como si...

Los adultos están jugando. Uno de ellos apunta el arma hacia otro y

“¡Bang!”. “Yo te maté.” Y el otro cae, muerto.

El juego de los niños termina con la resurrección universal de los muertos.

El juego de los adultos termina con la sepultura universal de los muertos.

La resurrección es el paradigma del mundo de los niños. Del mundo de los

adultos nace la cruz pues solamente los que lo toman en serio se transforman en

verdugos.

En el mundo del juego las estructuras no se transforman nunca en ley.

Cada nuevo día se presenta como un espacio libre, que permite que todo

comience de nuevo, como si nada hubiera pasado. ¿Nunca se nos ocurrió que

las instituciones, estas cosas que hacen de mediadoras entre el pasado y el fu-

turo, son medios por los cuales los muertos continúan asustando y dominando a

los vivos? Claro, porque ellos nacieron de personas ya muertas. Y, no obstante

esto, su imperativo continúa imponiéndose, como obligación. El pasado es la

ley del presente y del futuro. Mundo que no puede olvidar, que no puede

perdonar. Pero el juego exorciza los malos espíritus porque nos recuerda que

continuamos siendo señores de la organización social, y nos sugiere la

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posibilidad de un mundo basado en el olvido y en nuevos comienzos. Mundo en

que los libros de caja fueron quemados, parecido a aquel pronunciado en el año

del jubileo, donde todo el que estaba preso fue liberado; todo lo que había sido

comprado f u e devuelto. Y los campos volvían a sus antiguos dueños, y los

esclavos eran liberados, y las deudas eran perdonadas...

El juego se convierte en una denuncia de la lógica del mundo adulto. Los

niños se niegan a aceptar el veredicto del “principio de realidad”. Separan un

espacio y un tiempo y tratan de organizados según los principios de la

omnipotencia del deseo. Y allá se mueve un grupo de niños, en medio del

mundo adulto, como una protesta contra él... ¿Será algo semejante a esto lo que

Jesús tenía en mente, al hablar de la necesidad de que nos volvamos niños? Los

niños no se conforman con este mundo, siguiendo la amonestación de Pablo y,

en el fondo, repiten que “aquello que es, no puede ser verdad” (Bloch). No es

posible que la seriedad y la crueldad adulta sea lo más importante que la vida

puede ofrecernos. Y hacen su juego de cuentas de vidrio; componen un mundo

en torno del placer, creen en la imaginación y aceptan sus oráculos. El mundo

puede ser diferente. Y, en el juego, esta cosa nueva se ofrece como aperitivo.

Ahora damos un paso atrás, para recordar al maestro Wittgenstein, cuando

decía que los límites de mi lenguaje denotan los límites de mi mundo. De ahí la

gente concluye que, al lado de espadas y cadenas, el cuerpo es también reducido

por las palabras que lo amarran y lo obligan a danzar al son de flautas

encantadas, tocadas por demonios malvados, como en la historia infantil. Es

preciso quebrar el hechizo. Por esta causa me atrevo a sugerir que la teología,

que se entiende como palabra que libera, tiene que ser compañera de la palabra

que juega.

Hablar es construir un mundo.

La conversación es un tenue hilo que nos liga a todos en una misma tela:

esto puede significar una red en la cual descansar o una red que nos

envuelve, hogar o cárcel.

Pero el juego es hacer como si…

Y la gente comienza a hablar, dejando atrás las obsesiones de verdad,

reconociendo que la vida se construye sobre un hacer como si… , llamado fe,

un hacer como si…, llamado esperanza, ambos avalados por un hacer como

si. . . , llamado amor, si es que leo correctamente el capítulo 13 de la carta de

Pablo a los Corintios. Todo acaba menos el amor. Y llegamos a la conclusión de

que quien, de alguna manera fue arañado por el gran misterio, como Jacob,

conoce el terror y la fascinación de lo sagrado, y descubre que todo lo demás no

es sagrado sino juego, hacer como si… , sacramento, aperitivo, ni divino ni

demoníaco, cosas del cuerpo —esta burbuja de jabón tan frágil— pero que

amamos de todo corazón y por cuya eternidad continuamos orando. “Creo en la

resurrección del cuerpo.” Un cuerpo que juega, merece vivir eternamente. Y

descubrimos algo curioso: que el lenguaje teológico, lenguaje del cuerpo sobre

sí mismo, se ríe de los bretes académicos en que los teólogos serios lo

colocaron, voltea cercos y va cantando por el mundo afuera, en los poemas de

los poetas, en las canciones de los cantores, en las confidencias de los amantes,

en los cuentos de los literatos, en los chistes de los humoristas y payasos,

jugando siempre y diciendo que a causa del Gran Misterio es posible reír y

amar.

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