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Página 1 AMADÍS DE GAULA. S.XIV Garci Rodríguez de Montalvo LIBRO SEGUNDO COMIENZA EL SEGUNDO LIBRO DE AMADÍS DE GAULA Y PORQUE LAS GRANDES COSAS QUE EN EL LIBRO CUARTO DE AMADÍS DE GAULA SE DIRÁN, FUERON DESDE LA ÍNSULA FIRME, ASÍ CÓMO POR ÉL PARECE, CONVIENE QUE EN ESTE SE- GUNDO SE HAGA RELACIÓN QUÉ COSA ESTA ÍNSULA FIRME FUE Y QUIÉN AQUELLOS ENCAN- TAMIENTOS QUE EN ELLA HUBO Y GRANDES DEJÓ. PORQUE SIENDO ÉSTE EL COMIENZO DEL DICHO LIBRO, EN EL LUGAR QUE CONVIENE VAYA RELATADO. La novela cuenta la historia de Amadís de Gaula, nacido de reyes fuera del matrimonio y echado al mar para esconder la deshonra. Criado en Escocia por un noble señor, acude muy joven a la corte del rey Lisuarte para iniciarse como caballero. Allí conoce a la princesa Oria- na, que será el objeto de todos sus desvelos y tributos. Amadís -conocido entonces como Doncel del Mar- se revela pronto como uno de los mejores caballeros de la Bretaña, tanto por su habilidad en el combate como por su valor, justicia y fidelidad. Recorre el orbe defendien- do a doncellas injuriadas y, como diría Cervantes, "desfaciendo entuertos". Al conocerse su verdadera identidad, continúa junto a hermanos, parientes y amigos de su misma condición sus aventuras por mundos reales o maravillosos, hasta alcanzar el favor definitivo de la bella Oriana. En Grecia, fue un rey casado con una her- mana del emperador de Constantinopla, en la cual hubo dos hijos muy hermosos, espe- cialmente el mayor, que Apolidón hubo nombre, que así de fortaleza de cuerpo co- mo de esfuerzo de corazón en su tiempo ninguno igual le fue. Pues éste, dándose a las ciencias de todas artes con el su sutil ingenio, que muy pocas veces con la gran valentía se concuerda, tanto de ellas al- canzó, que así como la clara luna entre las estrellas, más que todos los de su tiempo resplandecía, especial en aquellas de ni- gromancia, aunque por él las cosas imposi- ble parece que se obran. Pues este rey, su padre de estos dos infantes, siendo muy rico de dinero y pobre de la vida, según su gran vejez, viéndose en el extremo de la muerte, mandando que el su hijo Apolidón por ser mayor el rey no le quedase, al otro los sus grandes tesoros y libros, que muchos eran, y mucho valían, dejaba. Mas él de esto no contento, con muchas lágrimas a su padre decía que con aquello casi desheredado era. El padre tor- ciendo sus manos, no pudiendo más hacer, en gran angustia su corazón estaba. Mas aquel famoso Apolidón, que así para las grandes afrentas como para los autos de virtud su corazón digno era, viendo la cuita del padre y la poquedad del hermano dijo que porque su alma consolada fuese, que tomando él los tesoros y sus libros, a su hermano dejaría el reino, de lo cual el rey, su padre, muy consolado, con muchas lágrimas de piedad, su bendición le dio. Pues tomando Apolidón los grandes tesoros y los libros, aparejar hizo ciertas naves, así de buenos caballeros escogidos, como de bastimentos y armas. Y en ellas metido, por la mar se fue no a otra parte sino donde la ventura lo guiaba, la cual viendo cómo este infante en su arbitrio se ponía, quiso que aquella grande obediencia de su viejo padre, dada con mucha gloria y mucha grandeza, pagada le fuese, trayendo viento próspero que sin entrevalo la su flo- ta en el imperio de Roma arribó, donde a la sazón emperador era el Siudán llamado, del cual fue muy bien recibido. Y allí estando algún espacio de tiempo juntos sus grandes cosas en armas, que antes por otras tierras había hecho, de las cuales en gran estima era su gran loor en- salzado con las presentes que allí hizo, fue causa que con demasiado amor de una hermana del emperador, Grimanesa llama- da, amado fue, que por todo el mundo su gran fama y hermosura en aquel tiempo entre todas las mujeres florecía. De que se siguió que así él amándola como amado era, no teniendo el uno y otro esperanza de ser sus amores en efecto venidos por nin- guna guisa, a consentimientos de los dos,

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AMADÍS DE GAULA. S.XIV

Garci Rodr íguez de Montalvo

LIBRO SEGUNDO

COMIENZA EL SEGUNDO LIBRO DE AMADÍS DE GAULA

Y PORQUE LAS GRANDES COSAS QUE EN EL LIBRO CUARTO DE AMADÍS DE GAULA SE DIRÁN, FUERON DESDE LA ÍNSULA FIRME, ASÍ CÓMO POR ÉL PARECE, CONVIENE QUE EN ESTE SE-

GUNDO SE HAGA RELACIÓN QUÉ COSA ESTA ÍNSULA FIRME FUE Y QUIÉN AQUELLOS ENCA N-

TAMIENTOS QUE EN ELLA HUBO Y GRANDES DEJÓ. PORQUE SIENDO ÉSTE EL COMIENZO DEL DICHO LIBRO, EN EL LUGAR QUE CONVIENE VAYA RELATADO.

La novela cuenta la histor ia de Amad ís de Gaula, nacido de reyes fuera de l matr imonio y echado al mar para esconder la deshonra. Criado en Escocia por un noble señor, acude muy joven a la corte de l rey Lisuarte para inic iarse como caba l lero. Al l í conoce a la pr incesa Ori a-na, que será el obje to de todos sus desve los y t r ibutos. Amadís -conocido entonces como Donce l del Mar- se revela pronto como uno de los mejores caba l leros de la Bretaña, tanto por su habi l idad en e l combate como por su va lor, just ic ia y f ide l idad. Recorre el orbe defendie n-do a doncel las injur iadas y, como dir ía Cervantes, "desfaciendo entuertos". Al conocerse su verdadera ident idad, cont inúa junto a hermanos, parientes y amigos de su misma condición sus aventuras por mundos reales o maravi l losos, hasta alcanzar e l favor defin i t ivo de la bel la Oriana.

En Grecia , fue un rey casado con una he r-mana del emperador de Constant inopla, en

la cua l hubo dos hi jos muy hermosos, espe-cia lmente el mayor, que Apol idón hubo

nombre, que así de fortaleza de cuerpo co-mo de esfuerzo de corazón en su t iempo

ninguno igual le fue. Pues éste, dándose a las ciencias de todas artes con e l su sut i l

ingenio, que muy pocas veces con la gran

valent ía se concuerda, tanto de el las a l-canzó, que así como la clara luna entre las

estrel las, más que todos los de su t iempo resplandecía, especia l en aquel las de n i-

gromancia, aunque por él las cosas impos i-

ble parece que se obran.

Pues este rey, su padre de estos dos infantes, s iendo muy r ico de dinero y pobre

de la v ida, según su gran vejez, viéndose

en el extremo de la muerte, mandando que el su hi jo Apol idón por ser mayor el rey no

le quedase, a l otro los sus grandes tesoros y l ibros, que muchos eran, y mucho val ían,

dejaba. Mas é l de esto no contento, con

muchas lágrimas a su padre decía que con aquel lo casi desheredado era. El padre to r-

ciendo sus manos, no pudiendo más hacer, en gran angust ia su corazón estaba. Mas

aquel famoso Apol idón, que así para las grandes afrentas como para los autos de

vi rtud su corazón digno era, viendo la cui ta

del padre y la poquedad de l hermano d i jo

que porque su alma consolada fuese, que tomando él los tesoros y sus l ibros, a su

hermano dejar ía el re ino, de lo cual e l rey, su padre, muy consolado, con muchas

lágr imas de p iedad, su bendic ión le dio.

Pues tomando Apol idón los grandes

tesoros y los l ibros, aparejar hizo c iertas naves, así de buenos caba l leros escogidos,

como de bast imentos y armas. Y en el las metido, por la mar se fue no a otra parte

sino donde la ventura lo guiaba, la cual

viendo cómo este infante en su arbitr io se ponía, quiso que aquel la grande obediencia

de su vie jo padre, dada con mucha g lor ia y mucha grandeza, pagada le fuese, trayendo

viento próspero que sin entrevalo la su f l o-

ta en el imperio de Roma arr ibó, donde a la sazón emperador era el Siudán l lamado, del

cual fue muy b ien recibido.

Y al l í estando algún espacio de t iempo

juntos sus grandes cosas en armas, que antes por otras t ierras había hecho, de las

cuales en gran est ima era su gran loor en-salzado con las presentes que al l í hizo, fue

causa que con demasiado amor de una

hermana del emperador, Gr imanesa l lama-da, amado fue, que por todo el mundo su

gran fama y hermosura en aquel t iempo entre todas las mujeres f lorec ía. De que se

siguió que así é l amándola como amado era, no teniendo e l uno y otro esperanza de

ser sus amores en efecto venidos por ni n-

guna guisa, a consentimientos de los dos,

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sal ida Gr imanesa de los palacios del empe-rador, su hermano, y puesta en la f lota de

su amigo Apol idón, por la mar navegando,

a la Ínsula F irme aportaron, que de un g i -gante bravo señoreada era. Donde Apol idón

fue s in saber qué t ierra fuese, mandó sacar una t ienda y un r ico estrado en que su se-

ñora holgase, que muy enojada de la mar

andaba. Mas luego, a la hora, e l bravo g i -gante armado, a e l los v in iendo en gran so-

bresalto los puso, con lo cual , según la gran costumbre de la Ínsula por salvar a su

señora y a s í y a su compaña, Apol idón se combat ió. Y venciéndole con su gran sobra-

da bondad y valent ía, quedando muerto en

el campo, fue Apol idón l ibre señor de la misma Ínsula , que después de haber v isto

la su gran fortaleza, no solamente al empe-rador de Roma, a quien enojado tenía por

le haber así t ra ído a su hermana, mas a

todo el mundo no temía. En la cual , por ser el gigante tan mhalo y soberb io, muy des-

amado de todos era, y Apol idón, después de ser conocido, muy amado fue.

Ganada la Ínsula Fi rme por Apol idón, como habéis o ído, en e l la con su amiga

Gr imanesa moró diec is iete años, con tanto placer que sus ánimos sat is fechos fueron

de aquel los deseos mortales, que e l uno por el otro pasado habían.

En aquel t iempo fueron hechos muy r icos edi f ic ios, así con sus grandes r ique-

zas, como con su sobrado saber, que a cualquier emperador o rey por r ico que fue-

se fueran muy graves de acabar. En cabo

de estos años, mur iendo e l emperador de Grecia s in heredero, conociendo los gr iegos

las bondades de este Apol idón y ser de aquel la sangre y l ina je de los emperadores

y por parte de su madre de todos en una

concord ia y voluntad, eleg ido fue, enviando a él, a l l í donde en la Ínsula estaba, sus

mensajeros por los cuales le hacían saber querer lo por su emperador Apol idón, v iendo

ofrecérsele un tan gran imperio, comoquie-

ra que en aquel la Ínsula todos los de lei tes que ha l lar se podr ían alcanzase, y cono-

ciendo que de los grandes señoríos antes fat igas y trabajos que delei tes y placeres

se a lcanzan y, s i a lgunos hay, son mezcl a-dos con amargos jaropes, s iguiendo lo na-

tura l de los hombres mortales, cuyo deseo

nunca es contento ni harto, acordó con su amiga, que dejando aquél los donde esta-

ban, tomasen el imper io que se les ofrecía , mas el la, habiendo gran manci l la que una

cosa tan seña lada, como lo era aquel la

Ínsula donde tales y tan grandes cosas quedaban, poseída por aquél su grande

amigo, e l mejor cabal lero en armas que en el mundo se ha l laba y por el la que por el

semejante sobre todas las de su t iempo su

gran hermosura loada era, y junto con es-to, ser amados de si mismos en la misma

perfección que el amor alcanzar se puede, rogó a Apol idón que antes de su pa rt ida

dejase a l l í por su gran saber como en los

venideros t iempos, aquel lugar señoreado no fuese sino por persona que así en fort a-

leza de armas como en lea ltad de amores y de sobrada hermosura a el los entrambos

pareciese.

Apol idón le d i jo:

—Mi señora, pues que así os place yo

lo haré de guisa que de aquí n ingún señor

ni señora ser pueda, s ino aquél los que más señalados en lo que habéis d icho sean.

Entonces hizo un arco a la entrada de

una huerta en que árboles de todas naturas

había, y otrosí , había en el la cuatro cáma-ras r icas de extraña labor y era cercada de

tal forma que ninguno a el la podía entrar s ino por debajo de l arco. Encima de él puso

una imagen de hombre de cobre y tenía una t rompa en la boca como que quería

tañer. Y dentro en él un pa lac io de aquél los

puso dos f iguras a semejanza suya y de su amiga, ta les que vivas parecían, las caras

propiamente como las suyas y su estatura y cabe e l las una piedra jaspe muy c lara e

hizo poner un padrón de hierro de cinco

codos en a lto, a un medio techo de bal lesta en un campo grande, que ende era y d i jo:

—De aquí ade lante no pasará ningún

hombre ni mujer s i hubieron errado, y

aquél los que primero comenzaron a amar, porque la imagen que veis tañerá aquel la

trompa con son tan espantoso a humo y l lamas de fuego, que los hará ser tul l idos y

así como muertos serán de este si t io lanza-

dos. Pero si ta l cabal lero, dueña o doncel la aquí vinieren que sean dignos de acabar

esta ventura, por la gran lealtad suya como ya d i je, entrarán s in ningún entrevalo y la

imagen hará tan dulce son que muy sabroso sea de o ír a los que lo oyeren, y éstos

verán las nuestras imágenes que sus nom-

bres escr itos en el jasque que no sepan quién los escr ibe.

Y tomándola por la mano a su amiga,

la h izo entrar por debajo del arco y la ima-

gen hizo el dulce son y mostró le las imáge-nes y sus nombres de el los en e l jaspe e s-

cr itos. Y sal iéndose fuera hubo Grimanesa gana de lo hacer probar y mandó entrar

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algunas dueñas y doncel las suyas, mas la imagen hizo el espantoso son con gran

humo y l lamas de fuego, luego, fueron t u-

l l idas sin sent ido alguno, y lanzadas fuera del arco y los cabal leros por e l semejante,

de que Grimanesa, s iendo c ierta, s in pel i -gro ser , con mucho placer de el los, se reía

agradeciendo mucho a su amado amigo

Apol idón aquel lo que tanto en sat is facc ión de su voluntad había hecho, y luego le d i -

jo:

—Mi señor, pues ¿qué será de aquel la

r ica cámara en que tanto placer y dele ite hubimos?.

—Ahora —di jo é l— , vamos a l lá y veréis

lo que ahí haré.

Entonces, se subieron donde la cámara

era y Apol idón mandó traer dos padrones uno de piedra y otro de cobre y e l de pi e-

dra hizo poner a c inco pasos de la puerta

de la cámara y el de cobre otros cinco más desviado y d i jo a su amiga:

—Ahora, sabed que en esta cámara no

puede hombre ni mujer entrar en ninguna

manera ni t iempo, hasta que aquí venga tal caba l lero que de bondad de armas me pase,

ni mujer si a vos de hermosura no pasare. Pero si ta les vinieren, que a mí de armas y

a vos de hermosura venzan, sin estorbó alguno entrarán.

Y puso unas let ras en el padrón de cobre que decían:

—De aquí pasarán los caba l leros en que gran bondad de armas hubiere, cada

uno según su va lor, as í pasará ade lante.

Y puso otras let ras en el padrón de

piedra que decían:

—De aquí no pasará s ino el cabal lero que de bondad de armas a Apol idón pasare.

Y encima de la puerta de la cámara puso unas letras que decían:

—Aquél que me pasare de bondad, en-trará en la r ica cámara y será señor de esta

Ínsula y as í l legarán las dueñas y donce-l las, así que ninguna entrará dentro si a

vos de hermosura no pasare, e hizo su sa-bidur ía ta l encantamiento que con doce

pasos a l derredor, ninguno a la cámara l l e-

gar podía, ni tenía otra entrada, s ino por la vía de los padrones que habéis o ído, y

mandó qué en aquel la Ínsula hubiese un gobernador que r ig iese y cogiese las rentas

de el la y fuesen guardadas para aquel ca-

bal lero que ventura hubiese de entrar en la cámara y fuese señor de la Ínsula , y mandó

que los que fal lec iesen en lo del arco de los amadores, que sin les hacer honra los

echasen fuera y a los que lo acabasen los

sirviesen, y di jo más, que los caba l leros que la cámara probasen y no pudiesen en-

trar a l padrón de cobre que dejasen las armas a l l í , y los que algo del padrón pasa-

sen que no les tomasen s ino las espadas, y los que al padrón de mármol l legasen, que

no les tomasen sino los escudos, y si ta les

viniesen que de este padrón pasasen y no pudiesen entrar , que les tomasen las e s-

puelas, y a las donce l las y dueñas que no les tomasen cosa, sa lvo que diciendo sus

nombres los pusiesen en la puerta del ca s-

t i l lo, señalando a do cada una había l lega-do, y di jo:

—Cuando esta is la hubiere, señor, se

deshará e l encantamiento para los caba l l e-

ros, que l ibremente podrán pasar por los padrones y entrar en la cámara, pero no lo

será para las mujeres hasta que venga aquél la que por su gran hermosura la ven-

tura acabara y albergare dentro en la r ica cámara con el caba l lero que el señor ío

habrá ganado.

Esto así hecho, Apol idón y Gr imanesa,

dejando a ta l recaudo la Ínsula Fi rme, co-mo oído habéis, en sus naos part ieron den-

de y pasaron en Grecia, donde fueron em-

peradores y hubieron hi jos, que en el impe-r io, después de sus d ías, sucedieron.

Mas ahora, de jando de hablar más en esto, se os contará lo que Amadís y sus

hermanos y Agrajes, su pr imo, hicieron después que fueron part idos de casa de la

hermosa reina Br io lanja.

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EL ABENCERRAJE Y LA HERMOSA JARIFA

Dize e l cuento, que en t iempo de l infante don Fernando, que gano a Antequera, fue

un caval lero que se l lamó Rodrigo de na r-vaez, notable en v irtud, y hechos de armas.

Este peleando contra moros hizo cosas de mucho esfuerço: y part icularmente en

aque l la empresa, y guerra de Antequera

hizo hechos d ignos de perpetua memoria: s ino que esta nuestra España t iene en tan

poco el esfuerço (por ser le tan natura l y ord inario) que le paresce, que quanto se

puede hazer es poco: no como aquel los

Romanos, y Gr iegos, que al hombre que se aventurava a mor ir una vez en toda la v ida

le hazian en sus escr iptos inmorta l, y le tras ladavan en las estrel las. Hizo pues este

caval lero tanto en servicio de su ley, y de su Rey, que después de ganada la v i l la , le

hizo a lcayde d'e l la: para que pues auia sido

tanta parte en ganal la lo fuesse en defen-del la . Hizole tambien alcayde de Alora, de

suerte que tenía a cargo ambas fuerças, repart iendo e l t iempo en ambas partes, y

acudiendo s iempre a la mayor necess idad.

Lo mas ord inario res idia en A lora, y al l i tenia c inquenta escuderos hi josda lgo a los

gages del Rey, para la defensa y seguridad de la fuerça: y este numero nunca faltava,

como los immortales del rey Dar io, que en

mur iendo uno, ponian otro en su lugar. Te-nian todos el los tanta fee y fuerça en la

vi rtud de su Capitan, que ninguna empresa se les hazia di f ic i l : y assi no dexavan de

ofender a sus enemigos, y defenderse de-l los, y en todas las escaramuças que entra-

van sa l ian vencedores, en lo qual ganavan

honra y provecho, de que andavan siempre r icos. Pues una noche acabando de cenar,

que haz ia e l t iempo muy sossegado, el a l-cayde dixo a todos e l los estas palabras.

Paresceme hi josdalgo (señores y he r-manos mios) que ninguna cosa despierta

tanto los coraçones de los hombres, como el cont inuo [e]xerc ic i o de las armas: por-

que con e l se cobra experiencia en las pr o-

prias, y se p ierde miedo a las agenas. Y desto no ay para que yo traya test igos de

fuera: porque vosotros soys verdaderos test imonios. Digo esto, porque han passado

muchos dias que no hemos hecho cosa que nuestros nombres acresciente, y ser ia dar

yo mala cuenta de mi y de mi of ic io, s i t e-

niendo a cargo tan vi r tuosa gente y val ie n-te compañia dexasse passar e l t iempo en

balde. Paresceme (si os paresce) pues la clar idad y seguridad de la noche nos com-

bida, que sera bien dar a entender a nue s-tros enemigos, que los valedores de A lora

no duermen. Yo os he dicho mi voluntad, hagase lo que os paresciere. El los respon-

dieron, que ordenasse, que todos le segu i-

r ian. Y nombrando nueve del los, los hizo armar: y s iendo armados, sal ieron por una

puerta fa lsa que la fortaleza tenia , por no ser sent idos: porque la forta leza quedasse

a buen recado. Y yendo por su camino ade-

lante; ha l laron otro que se d iv id ia en dos. El a lcayde les dixo, Ya podria ser, que yen-

do todos por este camino, se nos fuesse la caça por este otro. Vosotros cinco os yd

por e l uno, yo con estos quatro me yre por el otro: y si acaso los unos toparen enem i-

gos que no basten a vencer, toque uno su

cuerno, y a la señal acudirán los otros en su ayuda. Yendo los c inco escuderos por su

camino adelante, hablando en d iversas co-sas, e l uno d'e l los d ixo. Teneos compañe-

ros, que o yo me engaño, o v iene gente. Y

metiendose entre una arboleda, que junto al camino se hazia , oyeron ruydo. Y miran-

do con mas atencion, vieron venir por don-de e l los yvan un gent i l moro en un caval lo

ruano: e l era grande de cuerpo, y hermoso

de rostro, y parescia muy bien a caval lo. Traya vest ida una mar lota de carmesi , y un

albornoz de damasco d'e l mismo color , todo bordado de oro y p lata. Traya el braço de-

recho regaçado y labrada en el una hermo-sa darna, y en la mano una gruessa y he r-

mosa lança de dos hierros. Traya una darga

y c imitarra, y en la cabeça una toca tunezi , que dandole muchas bueltas por e l la , le

servia de hermosura y defensa de su per-sona. En este habito venia el moro, mos-

trando genti l cont inente: y cantando un

cantar que e l compuso en la dulce mem-brança de sus amores, que dez ia:

Nascido en Granada,

cr iado en Cartama:

enamorado en Coyn,

frontero de Alora.

Aunque a la musica fa ltava e l arte, no fa l tava al moro contentamiento: y como

traya el coraçon enamorado, a todo lo que

dezia dava buena gracia. Los escuderos trasportados en verle, erraron poco de

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dexarle passar, hasta que dieron sobre el .

E l v iendose salteado, con animo genti l bo l-

vio por si , y estuvo por ver lo que har ian. Luego de los cinco escuderos los quatro se

apartaron, y el uno le acomet io: mas como el moro sabia mas de aquel menester, de

una lançada d io con e l y con su caval lo en

el suelo. Visto esto de los quatro que que-davan los tres le acometieron, paresciendo-

les muy fuerte: de manera que ya contra el moro eran t res Christ ianos, que cada uno

bastava para diez moros, y todos juntos no

podian con este so lo. Al l i se vio en gran pel igro: porque se le quebro la lança, y los

escuderos le davan mucha priessa: mas f ing iendo que huya, puso las piernas a su

caval lo, y arremetio a l escudero que derr i-bara: y como una ave se colgo de la s i l la , y

le tomo su lança, con la qual bolvio a hazer

rostro a sus enemigos, que le yvan s iguien-do (pensando que huya) y d iose tan buena

maña que a poco rato tenia de los tres los dos en e l sue lo. El otro que quedava, vie n-

do la necess idad de sus compañeros, toco

el cuerno, y fue a ayudarlos. Aqui se travo fuertemente la escaramuça: porque el los

estavan afrontados de ver que un caval lero les durava tanto, y a el le yva mas que la

vida en defenderse del los. A esta hora le dio uno de los dos escuderos una lançada

en un muslo, que a no ser el golpe en sos-

layo, se le passara todo. El con rabia de verse her ido, bolv io por s i : y diole una la n-

çada, que dio con el y con su caval lo muy mal herido en t ierra .

Rodr igo de Narvaez, barruntando la necessidad en que sus compañeros estavan,

atravesso el camino, y como traya mejor caval lo se adelanto: y viendo la valent ia de l

moro quedo espantado porque de los cinco

escuderos tenia los quatro en el sue lo y el otro cas i a l mismo punto. E l le dixo. Moro

vente a mi, y s i tu me vences yo te assegu-ro de los demas. Y començaron a travar

brava escaramuça: mas como el a lcayde

venia de refresco, y el moro y su caval lo estavan her idos, dava le tanta pr iessa, que

no podia mantenerse: mas viendo que en sola esta batal la le yva la vida y contenta-

miento, dio una lançada a Rodrigo de Na r-vaez, que a no tomar el golpe en su darga,

le huviera muerto. El en rescibiendo el go l-

pe, arremetio a e l, y dio le una her ida en e l braço derecho, y cerrando luego con e l, le

travo a braços: y sacandole de la si l la , d io con e l en e l sue lo. Y yendo sobre el , le

dixo. Caval lero, date por vencido, s i no ma-

tarte he. Matarme bien podras, dixo el mo-

ro, que en tu poder me t ienes: mas no po-

dra vencerme, sino quien una vez me ven-

cio. El a lcayde no paro en e l myster io con que se dez ian estas palabras, y usando en

aquel punto de su acostumbrada vi rtud, le ayudo a levantar porque de la herida que le

dio el escudero en e l muslo, y de la del

braço, aunque no eran grandes, y del gran cansancio y cayda, quedo quebrantado: y

tomando de los escuderos aparejo, le l igo las her idas. Y hecho esto, le h izo subir en

un cava l lo de un escudero, porque el suyo

estava herido: y bolvieron el camino de Alora. Y yendo por el adelante hablando en

la buena d isposicion y valent ia del moro, el dio un grande y profundo sospiro: y hablo

algunas palabras en Algaravia, que ninguno entendio. Rodrigo de Narvaez yva mirando

su buen tal le y dispus icion, acordavasele de

lo que le vio hazer: y parecia le que tan gran t r is teza en animo tan fuerte no podia

proceder de so la la causa que a l l i parescia . Y por informarse de l , le d ixo. Caval lero,

mirad que el pr is ionero que en la pr is ion

pierde el animo, aventura e l derecho de la l ibertad. Mirad que en la guerra los caval l e-

ros han de ganar y perder: porque los mas de sus t rances estan subjectos a la fortuna:

y paresce f laqueza que quien hasta aqui ha dado tan buena muestra de su esfuerço, la

de aora tan mala. S i sospirays de l dolor de

las l lagas, a lugar vays do sereys bien cu-rado? Si os duele la pr is ion jornadas son de

guerra a que estan subjectos quantos la siguen. Y si teneys ot ro dolor secreto f ia lde

de mi, que yo os prometo como hijoda lgo

de hazer por remediar le lo que en mi fuere. El moro, levantando el rostro, que en el

suelo tenia , le dixo. Como os l lamays cava-l lero que tanto sent imiento mostrays de mi

mal. E l le dixo, A mi l laman Rodr igo de

Narvaez, soy Alcayde de Antequera y Alora. El moro tornando e l semblante algo alegre,

le dixo. Por cierto aora pierdo parte de mi quexa: pues ya que mi fortuna me fue ad-

versa, me puso en vuestras manos, que aunque nunca os vi , s ino aora g ran not icia

tengo de vuestra v ir tud y expir iencia de

vuestro esfuerço: y porque no os parezca que el dolor de las heridas me haze sosp i-

rar y tambien porque me paresce, que en vos cabe qualquier secreto, mandad apartar

vuestros escuderos, y hablaros he dos pa-

labras. El A lcayde los hizo apartar: y que-dando solos e l moro arrancando un gran

sospiro, le dixo.

Rodr igo de Narvaez, a lcayde tan nom-

brado de Alora, esta[te] atento a lo que te

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dixere, y veras s i bastan los casos de mi

fortuna a derr ibar un coraçon de un hombre

capt ivo. A mi l laman Abindar[r]aez el moço, a diferencia de un t io mio hermano de mi

padre, que t iene el mismo nombre. Soy de los Abencerra jes de Granada, de los qua les

muchas vezes avras oydo dez ir : y aunque

me bastava la last ima presente, s in acordar las passadas, todavia te quiero contar esto.

Huvo en Granada un l inage de caval l e-

ros, que l lamavan los Abencerrajes, que

eran f lor de todo aquel reyno: porque en genti leza de sus personas, buena gracia,

disposicion, y gran esfuerço, hazian ventaja a todos los demas, eran muy est imados del

rey y de todos los caval leros, y muy ama-

dos y quistos de la gente comun. En todas las escaramuças que entravan, sa l ian ven-

cedores: y en todos los regozi jos de cava-l ler ia se seña lavan. El los inventavan las

galas y los trages. De manera que se podia bien dez ir , que en exercicio de paz y de

guerra, eran regla y ley de todo el reyno.

Dizese, que nunca huvo Abencerra je esca s-so, n i covarde, ni de mala dispos icion. No

se tenia por Abencerraje e l que no servia dama, ni se tenia por dama la que no tenia

Abencerraje por serv idor. Quiso la fortuna

enemiga de su bien, que de esta excelencia cayessen de la manera que oyras. E l Rey de

Granada hizo a dos de estos Caval leros, los que mas val ian, un notable & injusto agra-

vio, movido de fa lsa informacion, que con-

tra el los tuvo. Y quisose dez ir (aunque yo no lo creo) que estos dos, y a su instancia

otros diez, se conjuraron de matar al Rey: y div idi r e l Reyno entre si , vengando su

injur ia. Esta conjuracion, s iendo verdadera, o fa lsa, fue descubierta: y por no escanda-

l izar el Rey el reyno, que tanto los amava,

los hizo a todos una noche degol lar: porque a di latar la injust icia , no fuera poderoso de

haze l la . Ofrescieronse al Rey grandes re s-cates por sus vidas: mas el aun escuchal lo

no quiso. Quando la gente se vio sin espe-

rança de sus vidas, començo de nuevo a l lorar los. Lloravanlos los padres que los

engendraron, y las madres que los par i e-ron; l loravanlos las damas ( 1 ) a quien ser-

vian, y los caval leros con quien se acompa-ñavan. Y toda la gente comun alçava un tan

grande y cont inuo alar ido, como si la c i u-

dad se entrara de enemigos: de manera que si a precio de lagrymas se huvieran de

comprar sus vidas, no murieran los Abence-rra jes tan miserablemente. Vees aqui en lo

que acabo tan esclarescido l inage, y tan

principales Caval leros como en el avia:

considera quanto tarda la fortuna en subir

un hombre y quan presto le derr iba. Quanto

tarda en crescer un arbol , y quan presto va al fuego. Con quanta di f icultad se edi f ica

una casa, y con quanta brevedad se quema. Quantos podr ian escarmentar en las cabe-

ças destos desdichados: pues tan sin culpa

padecieron con publ ico pregon, s iendo tan-tos y ta les y estando en el favor del mismo

rey, sus casas fueron derr ibadas, sus here-dades enajenadas: y su nombre dado en el

reyno por traydor. Resulto deste infel ice

caso, que ningun Abencerra je pudiesse v ivir en Granada, salvo mi padre y un t io mio

que ha l laron innocentes deste del icto: a condicion, que los hi jos que les nascie s-

se[n] embiassen a cr iar fuera de la c iudad: para que no bolv iessen a el la , y las hi jas

casassen fuera de l reyno.

Rodr igo de Narvaez, que estava miran-

do con quanta passion le contava su desd i-cha, le dixo. Por c ier to cava l lero, vuestro

cuento es estraño, y la sinrazon que a los

Abencerrajes se hizo fue grande, porque no es de creer que siendo e l los ta les come-

t iessen t raycion. Es como yo lo digo, d ixo el. Y aguardad mas y vereys como desde

al l i todos los bencerrajes deprendimos a

ser desdichados.

Yo sa l i a l mundo del vientre de mi ma-dre y por cumpl ir mi padre e l mandamiento

del Rey, embiome a Cartama al A lcayde que

en e l la estava, con quien tenia estrecha amistad. Este tenia una hi ja, casi de mi

edad, a quien amava mas que a si ( 2 ) : por-que a l lende de ser so la y hermosissima, le

costo la muger que mur io de su parto. E s-

ta, y yo, en nuestra niñez, s iempre nos t u-vimos por hermanos (porque assi nos oya-

mos l lamar) . Nunca me acuerdo aver pa s-sado hora que no estuviessemos juntos.

Juntos nos cr iaron, juntos andavamos, jun-tos comiamos y beviamos. Nascionos desta

conformidad un natural amor que fue s iem-

pre crec iendo con nuestras hedades. Acuerdome que entrando una siesta en la

huerta, que d izen de los jazmines, la hal le sentada junto a la fuente, componiendo su

hermosa cabeça. Mirela vencido de su he r-

mosura, y paresciome a Salmac is: y dixe entre mi. O quien fuera Trocho para pare s-

cer ante esta hermosa diosa. No se como me peso de que fuesse mi hermana: y no

aguardando mas fuyme a el la: y quando me vio, con los braços abiertos me sal io a re s-

cebir , y sentandome junto a si , me dixo.

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Hermano, como me dexastes tanto t iempo

sola? Yo la respondi, Señora mia: porque

ha gran rato que os busco, y nunca ha l le quien me dixesse do estavades, hasta que

mi coraçon me lo d ixo. Mas dez idme aora, que cert in idad teneys vos de que seamos

hermanos? Yo, dixo e l la, no otra, mas del

grande amor que te tengo, y ver que todos nos l laman hermanos. Y si no ( 3 ) lo fuera-

mos, dixe yo, quis ierasme tanto? No ves, dixo e l la , que a no serlo, no nos dexara mi

padre andar s iempre juntos y so los. Pues s i

esse bien me avian de qui tar , dixe yo, mas quiero e l mal que tengo. Entonces e l la en-

cendiendo su hermoso rostro en color , me dixo. Y que pierdes tu en que seamos her-

manos? Pierdo a mi y a vos, dixe yo. Yo no te ent iendo, dixo e l la , mas a mi me paresce

que solo ser lo, nos obl iga a amarnos nat u-

ralmente. A mi, so la vuestra hermosura me obl iga, que antes essa hermandad paresce

que me resfr ia a lgunas vezes. Y con esto baxando mis ojos, de empacho de lo que le

dixe, vi la en las aguas de la fuente al pro-

prio como el la era: de suerte que donde quiera que bolvia la cabeça hal lava su ima-

gen, y en mis entrañas la más verdadera. Y deziame yo a mi mismo (y pesarame que

alguno me lo oyera) S i yo me anegasse ao-ra en esta fuente, donde veo a mi señora,

quanto mas desculpado morir ia yo que Na r-

ciso! Y s i e l la me amasse como yo la amo, que dichoso ser ia yo! Y si la fortuna nos

permit iesse v ivir s iempre juntos, que sa-brosa vida ser ia la mia. Diz iendo esto le-

vanteme, y bolviendo las manos a unos

jazmines, de que la fuente estava rodeada, mezclandolos con arrayan, hize una hermo-

sa guirnalda, y poniendola sobre mi cabeça me bolv i a el la coronado y vencido. El la

puso los ojos en mi (a mi pare scer) mas

dulcemente que sol ia , y quitandomela, la puso sobre su cabeça. Paresciome en aquel

punto mas hermosa que Venus, quando sa-l io a l juyzio de la mançana, y bolv iendo el

rostro a mi, me dixo. Que te paresce aora de mi Abindarraez? Yo la dixe Paresceme

que acabays de vencer el mundo, y que os

coronan por reyna y señora de l. Levantan-dose me tomo por la mano, y me dixo. Si

esso fuera hermano no perdierades vos na-da. Yo sin la responder la segui hasta que

sal imos de la huerta. Esta engañosa v ida

trax imos mucho t iempo, hasta que ya e l amor por vengarse de nosotros nos descu-

brio la cautela , que como fuymos crec iendo en edad ambos acabamos de entender que

no eramos hermanos. El la no se lo que s i n-t io a l pr incipio de saberlo: mas yo nunca

mayor contentamiento recebi aunque des-

pues aca lo he pagado bien. En e l mismo

punto que fuymos cert i f icados desto, aquel amor l impio y sano que nos teniamos, se

començo a dañar y se convert io en una ra-viosa enfermedad, que nos durara hasta la

muerte. Aqui no huvo pr imeros movimien-

tos que escusar, porque e l pr incipio destos amores fue un gusto y deleyte fundado so-

bre bien: mas despues no v ino e l mal por pr incipios, s ino de golpe y todo junto, ya

yo tenia mi contentamiento puesto en el la ,

y mi a lma hecha a medida de la suya. Todo lo que no via en e l la me parecia feo escu-

sado y sin provecho en el mundo. Todo mi pensamiento hera en el la . Ya en este t iem-

po nuestros pasat iempos heran d i fferentes; ya yo la mirava con rece lo de ser sent ido,

ya tenia invidia del sol que la tocava. Su

presencia me last imava la vida, y su ausen-cia me enflaquescia e l coraçon. Y de todo

esto creo que no me devia nada, porque me pagava en la misma moneda. Quiso la fo r-

tuna, embidiosa de nuestra dulce v ida, qu i-

tarnos este contentamiento en la manera que oyras.

E l Rey de Granada, por mejorar en ca r-

go al a lcayde de Cartama, embiole a man-

dar, que luego dexasse aquel la fuerça, y se fuese a Coyn (que es aquel lugar frontero

del vuestro) y que me dexasse a mi en Ca r-tama en poder de l a lcayde que a el la v i -

niesse. Sabida esta desastrada nueva por

mi señora y por mi, juzgad vos (si a lgun t iempo fuystes enamorado) lo que podr ia-

mos sent ir . Juntamonos en un lugar secreto a l lorar nuestro apartamiento. Yo la l lama-

va, señora mia, a lma mia, so lo bien mio (y otros dulces nombres que e l amor me en-

señava.) Apartandose vuestra hermosura

d'mi, terneys alguna vez memor ia deste vuestro capt ivo? Aqui las lagrymas y sosp i-

ros ata javan las palabras. Yo esforçandome para dezir mas, malparia algunas razones

turbadas de que no me acuerdo: po rque mi

señora l levo mi memor ia cons igo. Pues quien os contasse las last imas que el la

haz ia (aunque a mi s iempre me paresc ian pocas.) Dez iame mil dulces pa labras, que

hasta aora me suenan en las orejas: y al f in porque no nos s int iessen, despedimonos

con muchas lagrymas y sol loços, dexando

cada uno a l otro por prenda un abraçado, con un sospiro arrancado de las entrañas. Y

porque el la me vio en tanta necessidad y con señales d'muerto ( 4 ) me d ixo. Abindarra-

ez a mi se me sa le el a lma en apartarme de

t i: y porque s iento de t i lo mismo, yo qui e-

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ro ser tuya hasta la muerte, tuyo es mi co-

raçon, tuya es mi vida, mi honra, y mi

haz ienda: y en test imonio desto l legada a Coyn, donde aora voy con mi padre, en t e-

niendo lugar de hablarte, o por ausencia o indisposic ion suya (que ya desseo) yo te

avisare. Yras donde yo estuviere, y a l l i yo

te dare lo que solamente l levo conmigo, debajo de[ l] nombre de esposo, que de

otra suerte ni tu lea ltad, ni mi ser lo con-sent ir ian, que todo lo demas muchos dias

ha que es tuyo. Con esta promessa mi co-

raçon se sossego algo y besela las manos por la merced que me promet ia. E l los se

part ieron otro d ia, yo quede como quien caminando por unas fragosas y asperas

montañas, se le eclypsa el sol . Comence a sent ir su ausencia asperamente buscando

falsos remedios contra el la . Mirava las ven-

tanas do se sol ia poner, las aguas do se vañava, la camara en que dormia, e l jardin

do reposava la s iesta. Andava todas sus estaciones y en todas el las ha l lava repr e-

sentacion de mi fat iga. Verdad es, que la

esperança que me dio de l lamarme, me sos-tenía: y con e l la engañava parte de mis

trabajos, aunque algunas vezes de ver la alargar tanto me causava mayor pena , y

holgara que me dexara del todo desespera-do: porque la desesperacion fat iga hasta

que se t iene por c ierta, y la esperança ha s-

ta que se cumple el desseo. Quiso mi ven-tura, que esta mañana mi señora me cum-

pl ió su palabra, embiandome a l lamar con una cr iada suya, de quien se f iava: porque

su padre era part ido para Granada, l lamado

del rey para bolver luego. Yo resuscitado con esta buena nueva apercebime: y

dexando venir la noche por sa l ir mas secr e-to, puseme en e l habi to que me encontras-

tes, por mostrar a m i señora el a legria de

mi coraçon: y por cier to no creyera yo que bastaran cient cava l leros juntos a tenerme

campo, porque t raya mi señora comigo, y s i tu me venciste, no fue por esfuerço (que

no es possib le) s ino porque mi corta sue r-te, o la determinación de l c ie lo, quis ieron

atajarme tanto bien. Assi , que, considera tu

aora, en el f in de mis palabras, e l bien que perd i, y el mal que tengo. Yo yva de Ca r-

tama a Coyn breve jornada (aunque el des-seo la alargava mucho) el mas hufano

Abencerraje que nunca se vi o, yva a l lama-

do de mi señora, a ver a mi señora, a gozar de mi señora, y a casarme con mi señora.

Veome aora herido, capt ivo, y vencido: y lo que mas siento que el termino y coyuntura

de mi b ien se acaba esta noche. Dexame pues Christ iano consolar entre m is sospi-

ros, y no los juzgues a f laqueza: pues lo

fuera muy mayor tener animo para sufr ir

tan r iguroso trance.

Rodr igo de Narvaez quedo espantado y

apiadado del estraño acontescimiento del moro: y paresc iendole que para su negocio,

ninguna cosa le podr ia dañar mas que la di lacion, le dixo. Abindarraez, quiero que

veas que puede mas mi vi rtud, que tu ruyn fortuna. Si tu me prometes como caval lero

de bolver a mi pr is ion dentro de tercero

dia, yo te dare l ibertad para que s igas tu camino: porque me pesar ia de ata jarte tan

buena empresa. El moro quando lo oyo, se quiso de contento echar a sus p ies, y le

dixo. Rodrigo de Narvaez, s i vos esso

hazeys, avreys hecho la mayor gent i leza de coraçon, que nunca hombre hizo, y a mi me

dareys la vida. Y para lo que ped is, tomad de mi la seguridad que quisieredes, que yo

lo cumplire . El Alcayde l lamo a sus escude-ros, y les d ixo. Señores f iad de mi este pr i-

s ionero, que yo salgo f iador de su rescate.

El los dixeron que ordenasse a su voluntad. Y tomando la mano derecha entre las dos

suyas al moro, le dixo. Vos prometeysme como Caval lero de bolver a mi cast i l lo de

Alora a ser mi pr is ionero dentro de tercero

día? El le d ixo. S i prometo. Pues yd con la buena ventura, y si para vuestro negocio

teneys necessidad de mi persona, o de otra cosa alguna, tambien se hara. Y diz iendo

que se lo agradescia , se fue camino de

Coyn a mucha priessa. Rodr igo de Narvaez y sus escuderos se bolvieron a Alora,

hablando en la va lent ia y buena manera de el Moro. Y con la pr iessa que el Abencerra-

je l levava, no tardo mucho en l legar a Coyn, yendose derecho a la fortaleza, como

le era mandado, no paro hasta que ha l lo

una puerta que en el la avia: y deteniendose al l i , començo a reconoscer el campo, por

ver si avia algo de que guardarse, y viendo que estava todo seguro, toco en el la con el

cuento de la lança, que esta era la seña l

que le avia dado la dueña. Luego el la mi s-ma le abr io, y le d ixo. En que os ave is d e-

tenido señor mio? que vuestra tardança nos ha puesto en gran confusion. Mi señora ha

rato que os espera: apeaos y subireys don-de esta. El se apeo, y puso su caval lo en

un lugar secreto, que al l i hal lo. Y

dexa[n]do lança con su darga y c imitarra, l levandole la dueña por la mano, lo mas

passo que pudo, por no ser sent ido de la gente de l cast i l lo , subio por una esca lera,

hasta l legar al aposento d' la hermosa Xar i fa

(que assi se l lamava la dama.) E l la que ya

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avia sent ido su venida, con los braços

abiertos le sal io a rescebir . Ambos se abr a-

çaron, s in hablarse palabra, del sobrado contentamiento. Y la dama le d ixo. En que

os aveys detenido, señor mio? que vuestra tardança me ha puesto en gran congoxa y

sobresalto. Mi señora, d ixo el , vos sabeys

bien que por mi negl igencia no avra sido: mas no s iempre succeden las cosas como

los hombres dessean. El la le tomo por la mano, y le metio en una camara secreta. Y

sentandose sobre una cama que en e l la

avia , le dixo. He quer ido Abindarraez, que veays en que manera cumplen las capt ivas

de amor sus palabras porque desde el dia que os la d i por prenda de mi coraçon, he

buscado aparejos para quitarosla . Yo os mande venir a este mi cast i l lo a ser mi pr i -

s ionero, como yo lo soy vuestra, y hazeros

señor de mi persona, y de la hazienda de mi padre, debaxo de nombre de esposo,

aunque esto, segun ent iendo, sera muy contra su voluntad, que como no t iene tan-

to conoscimiento de vuestro valor y expe-

r iencia d'vuestra virtud como yo quisiera darme marido mas r ico: mas yo, vuestra

persona y mi contentamiento tengo por la mayor r iqueza del mundo. Y diz iendo esto

baxo la cabeça, mostrando un cierto empa-cho d'averse descubierto tanto. E l moro la

tomo entre sus braços, y besandola muchas

vezes las manos por la merced que le haz ia, la dixo. Señora mia, en pago d'tanto

bien como me aveys ofresc ido, no tengo que daros que no sea vuestro, s ino sola

esta prenda, en seña l que os rescibo por mi

señora y esposa. Y l lamando a la dueña se desposaron. Y siendo desposados se acos-

taron en su cama, donde con la nueva ex-periencia encendieron mas el fuego de sus

coraçones. En esta conquista passaron muy

amorosas obras y pa labras, que son mas para contemplacion, que para escr iptura.

Tras esto al moro vino un profundo pensa-miento, y dexando l levarse del d io un gran

sospiro. La dama no pudiendo sufr ir tan grande ofensa d'su hermosura y voluntad

con gran fuerça de amor le bolv io a s i , y le

dixo. Ques esto Abindarraez? paresce que te has entr istecido con mi alegria: yo te

oyo sospirar rebolv iendo el cuerpo a todas partes: pues si yo soy todo tu bien y con-

tentamiento, como me dezias por quien

sospiras? y s i no lo soy, porque me enga-ñaste? si has al lado a lguna falta en mi pe r-

sona, pon los ojos en mi voluntad, que ba s-ta para encubri r muchas: y si s irves otra

dama dime quien es para que la si rva yo: y si t ienes otro dolor secreto de que yo no

soy ofendida, d imelo, que o yo mor ire , o te

l ibrare del . E l Abencerraje corr ido de lo que

avia hecho, y paresciendole que no decl a-rarse, era ocasion d'gran sospecha, con un

apassionado sospiro la dixo. Señora mia s i yo no os quis iera mas que a mi, no huviera

hecho este sent imiento: porque el pesar

que comigo traya, sufr ia le con buen animo, quando yva por mi so lo: mas aora que me

obl iga a apartarme d'vos no tengo fuerças para sufr ir le, y assi entendereys que mis

sospiros se causan mas de sobra de lealtad

que de falta de l la . Y porque no e steys mas suspensa sin saber de que, quiero dezi ros

lo que passa. Luego le conto todo lo que avia succedido: y al cabo la dixo. De suerte

señora que vuestro capt ivo lo es tambien del a lcayde de Alora, yo no siento la pena

de la pr is ion, que vos enseñastes mi cora-

çon a sufr i r : mas vivi r s in vos, tendria por la misma muerte. La dama con buen sem-

blante, le d ixo. No te congoxes Abindarra-ez, que yo tomo el remedio de tu rescate a

mi cargo: porque a mi me cumple mas. Yo

digo assi , que qua lquier cava l lero que diere la pa labra de bolver a la pr is ion, cumplira

con embiar el rescate que se le puede pe-dir : y para esto ponedle vos mismo e l nom-

bre que quis ierdes, que yo tengo las l laves de las r iquezas de mi padre, yo os las po r-

ne en vuestro poder, embiad de todo e l lo lo

que os paresciere. Rodr igo d'naruaez es buen caval lero, y os d io una vez l ibertad, y

le f iastes este negocio, que le obl iga aora a usar de mayor v irtud: yo creo que se con-

tentara con esto, pues teniendoos en su

poder ha de hazer lo mismo. El Abencerra je la respondio: bien parece señora mia que lo

mucho que me quereys nos ( 5 ) dexa que me aconsejeys b ien por c ierto no cayre yo en

tan gran yerro porque si quando venia a

verme con vos que yva por mi solo estava obl igado a cumpli r mi palabra, aora que soy

vuestro se me a doblado la obl igacion. Yo bolvere a Alora y me porne en las manos

del A lcayde de l la y t ras hazer yo lo que devo, haga e l lo que quis iere, Pues nunca

Dios quiera d ixo Xar i fa , que yendo vos a

ser preso quede yo l ibre, pues no lo soy, yo quiero acompañaros en esta jornada que ni

e l amor que os tengo, ni e l miedo que he cobrado a mi padre de averle offendido me

consenti ran hazer otra cosa. El moro l lo-

rando de contentamiento la abraço y le dixo siempre vays señora mia acrescentan-

dome las mercedes hagase lo que vos qu i-sierdes que assi lo quiero yo y con este

acuerdo aparejando lo necessario. Otro dia de mañana se part ieron l levando la Dama el

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rostro cubierto por no ser conoscida. Pues

yendo por su camino adelante hablando en

diversas cosas, toparon un hombre v ie jo la dama le pregunto donde yva. El la d ixo.

Voy a Alora a negocios que tengo con el a lcayde del la, que es el mas honrado y vi r-

tuoso caval lero que yo jamas v i. Xari fa se

holgo mucho de oyr esto, paresciendole que pues todos hal lavan tanta v irtud en

este cava l lero, que tambien la ha l lar ian el los que tan necess itados estavan del la. Y

bolv iendo al caminante, le d ixo. Dezid he r-

mano, sabeys vos d 'esse cava l lero alguna cosa que aya hecho notable? Muchas se,

dixo el , mas contaros he una por donde entendereys todas las demas. Este cava l l e-

ro fue pr imero a lcayde de Antequera, y al l i anduvo mucho t iempo enamorado de una

dama muy hermosa, en cuyo servic io hizo

mil gent i lezas que son largas de contar: y aunque e l la conoscia el va lor deste caval l e-

ro amava a su mar ido tanto, que haz ia poco caso del . Acontesc io ass i, que un d ia de

verano acabando de cenar, e l la y su mar ido

se baxaron a una huerta que tenia dentro de casa: y el l levava un gavi lan en la mano,

y lançandole a unos paxaros, e l los huyeron, y fueronse a socorrer a una çarça, y el ga-

vi lan, como astuto, t irando e l cuerpo afue-ra, metio la mano, y saco y mato muchos

del los. E l caval lero le cebo, y bolv io a la

dama, y la dixo, Que os paresce señora del astucia con que el gavi lan encerro los

paxaros, y los mato? pues hagoos saber, que cuando el a lcayde de Alora escaramuça

con los moros, ass i los sigue, y assi los

mata. E l la f ingiendo no le conoscer, le pre-gunto quien era. Es e l mas va l iente y v i r -

tuoso caval lero, que yo hasta oy v i. Y co-menço a hablar del muy al tamente, tanto

que a la dama le v ino un cierto arrepent i -

miento, y dixo. Pues como! los hombres estan enamorados deste Cava l lero, y que

no lo este yo de el, estandolo el de mi! Por cierto yo estare b ien disculpada de lo que

por el hiz iere pues mi marido me ha info r-mado de su derecho, otro dia ade lante se

ofresc io que el mar ido fue fuera de la c i u-

dad y no pudiendo la dama sufr irse en s i embiole l lamar con una cr iada suya. Rodr i -

go de Narvaez estuvo en poco de tornarse loco de p lazer aunque no dio credi to a e l lo

acordandosele de la aspereza que s iempre

le avia mostrado. Mas con todo esso a la hora concertada muy a recado fue a ver la

Dama que le estava esperando en un lugar secreto y al l i e l la echo de ver e l yerro que

avia hecho y la vergüença que passava en requer ir aquel de quien tanto t iempo avia

sido requer ida pensava tambien en la fama

que descubre todas las cosas temia la i n-

constancia de los hombres y l a offensa de l marido y todos estos inconvenientes (como

suelen) aprovecharon de vencerla mas, y passando por todos el los le resc ibio dulc e-

mente y le met io en su camara donde pas-

saron muy dulzes pa labras, y en f in de l las le d ixo. Señor Rodrigo de Narvaez, yo soy

vuestra de aqui ade lante s in que en mi po-der quede cosa que no lo sea, y esto no lo

agradezcays a mi que todas vuestras pa s-

siones y d i l igencias fa lsas, o verdaderas, os aprovecharan poco comigo, mas agrades-

celdo a mi mar ido que tales cosas me dixo d'vos que me han puesto en e l estado en

que aora estoy. Tras esto le conto quanto con su mar ido avia passado y a l cabo le

dixo y cierto señor vos deveys a mi marido

mas que e l a vos: Pudieron tanto estas pa-labras con Rodr igo de Narvaez que le cau-

saron confus ion y arrepentimiento del mal que haz ia a quien del dezia tantos bienes y

apartandose afuera, d ixo. Por cierto señora

yo os quiero mucho y os querre de aqui adelante mas nunca Dios quiera que a

hombre que tan aff ic ionadamente ha habla-do en mi haga yo tan cruel daño. Antes de

oy mas he de procurar la honra de vuestro marido como la mia propria pues en ningu-

na cosa le puedo pagar mejor e l bien que

de mi dixo. Y s in aguardar mas, se bolv io por donde avia venido. La dama devio de

quedar bur lada: y c ier to (señores) el cava-l lero, a mi parescer uso de gran vi rtud y

valent ia , pues vencio su misma voluntad. El

Abencerraje y su dama quedaron admirados del cuento: y alabandole mucho, el d ixo,

que nunca mayor vi rtud avia v isto d'hom-bre. El la respondio, Por dios señor yo no

quisiera serv idor tan v irtuoso: mas el devia

estar poco enamorado, pues tan presto se sal io afuera: y pudo mas con el la honra

del mar ido que la hermosura de la muger. Y sobre esto d ixo otras muy graciosas pa la-

bras. Luego l legaron a la fortaleza: y l l a-mando a la puerta, fue abierta por las

guardas, que ya tenian not ic ia de lo passa-

do. Y yendo un hombre corr iendo a l lamar al a lcayde le d ixo. Señor en el cast i l lo esta

el moro que venciste, y trae cons igo una genti l dama. A l a lcayde le dio el coraçon lo

que podia ser: y baxo abaxo. El Abencerra-

je tomando su esposa de la mano, se fue a el, y le dixo. Rodr igo de Narvaez, mira si te

cumplo bien mi pa labra, pues te promet i de traer un preso, y te t rayo dos, que el uno

basta para vencer otros muchos. Ves aqui mi señora, juzga si he padescido con justa

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causa. Rescibenos por tuyos, que yo f io mi

señora y mi honra de t i . Rodr igo de Narva-

ez holgo mucho de verlos, y d ixo a la da-ma. Yo no se qua l de vosotros deve mas al

otro: mas yo devo mucho a los dos. Entrad y reposareys en esta vuestra casa: y tene l-

da de aqui ade lante por ta l, pues lo es su

dueño. Y con esto se fueron a un aposento que les estava aparejado y de ay a poco

comieron: porque venian cansados del ca-mino. Y e l a lcayde pregunto al Abencerra je.

Señor que ta l venis de las heridas? Pare s-

ceme señor que con el camino las trayo enconadas, y con algun dolor. La hermosa

Xar ifa muy a lterada, dixo. Que es esto se-ñor, her idas teneys vos de que yo no sepa?

Señora, quien escapo de las vuestras, en poco terna otras: verdad es que de la esca-

ramuça de la otra noche saque dos peque-

ñas heridas, y e l camino y no averme cura-do me avran hecho a lgun daño, Bien sera

dixo e l A lcayde, que os acosteys y verna un çurujano que ay en el cast i l lo, Luego la

hermosa Xari fa le començo a desnudar con

grande alteracion y v in iendo e l maestro y viendole, dixo que no hera nada, y con un

ungüento que le puso le qui to el dolor y de ay a t res dias estuvo sano. Un dia acaescio

que acabando de comer el Avencerra je dixo estas palabras. Rodrigo de Narvaez segun

eres d iscreto en la manera de nuestra ven i-

da entenderas lo demas, yo tengo esperan-ça que este negocio que esta tan dañado se

ha de remediar por tus manos: esta dueña es la hermosa Xar ifa de quien te huve dicho

es mi señora y mi esposa no quiso quedar

en coyn, de miedo d 'aver offendido a su padre todavia se teme deste caso, b ien se

que por tu vi rtud te ama el Rey, aunque eres Chr ist iano, supl icote a lcances del que

nos perdone su padre, por aver hecho esto

sin que el lo supiesse, pues la fortuna lo traxo por este camino. El Alcayde les d ixo,

Consolaos, que yo os prometo de hazer en el lo quanto pudiere. Y tomando t inta y pa-

pel , escr ivio una carta al Rey, que dez ia ass i.

Carta de Rodrigo de Nar-

vaez A lcayde de Alora, para el

Rey de Granada.

Muy a lto y muy poderoso rey de Grana-da Rodrigo d'Narvaez, a lcayde de Alora tu

servidor, beso tus reales manos: y d igo

ass i, Que el Abencerra je Abindarraez e l

moço, que nascio en Granada, y se cr io en

Cartama en poder de el Alcayde de el la, se enamoro de la hermosa Xari fa su hi ja . Des-

pues tu por hazer merced al a lcayde, le passaste a coyn. Los enamorados por asse-

gurarse, se desposaron entre s i . Y l lamado

el por ausencia del padre, que cont igo t i e-nes, yendo a su fortaleza, yo le encontre

en el camino, y en cierta escaramuça que con el tuve, en que se mostro muy val iente,

le gane por mi pr is ionero. Y contandome su

caso, ap iadandome de l le h ize l ibre por dos dias: el se fue a ver con su esposa, de

suerte que en la jornada perdio la l ibertad, y gano e l amiga. V iendo el la que el Abence-

rra je bolvia a mi pr is ion se vino con el y ass i estan aora los dos en mi poder. Supl i-

cote que no te ofenda el nombre de Aben-

cerra je, que yo se que este y su padre fue-ron sin culpa en la conjuracion que contra

tu real persona se h izo: y en test imonio del lo v iven. Supl ico a tu real a l teza, que e l

remedio destos t r istes se reparta entre t i y

mi. Yo les perdonare e l rescate, y les solt a-re graciosamente. solo haras tu que e l pa-

dre del la los perdone y resciba en su gra-cia . Y en esto cumpli ras con tu grandeza, y

haras lo que de el la s iempre espere.

Escr ipta la carta, despacho un escudero

con el la, que l legado ante e l rey, se la dio: el qual sabiendo cuya era, se holgo mucho,

que a este so lo Christ iano amava por su

vi rtud y buenas maneras. Y como la leyo, bolv io el rostro al a lcayde de Coyn, que al l i

estava y l lamandole a parte, le dixo. Lee esta carta, que es de l a lcayde de Alora. Y

leyendola, resc ibio grande alteracion. E l rey le dixo. No te congoxes, aunque tengas

porque, sabete que ninguna cosa me pedira

el a lcayde de Alora que yo no lo haga. Y ass i te mando que vayas luego a Alora y te

veas con el , y perdones tus hi jos, y los l l e-ves a tu casa, que en pago deste servicio a

el los y a t i hare siempre merced. El moro lo

sint io en el a lma: mas viendo que no podia passar el mandamiento de e l Rey, bolv io de

buen cont inente, y d ixo, que ass i lo haria como su alteza lo mandava. Y luego se pa r-

t io a Alora donde ya sabian de l escudero todo lo que avia passado, y fue de todos

rescebido con mucho regozi jo y alegr ia. El

Abencerraje y su hi ja parescieron ante el con harta vergüença, y le besaron las ma-

nos. El los rescibio muy bien, y les dixo. No se trate aqui de cosa passada, yo os pe r-

dono averos casado sin mi voluntad, que en

lo demas, vos hija escogistes mejor mar ido,

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que yo os pudiera dar. E l a lcayde todos

aquel los dias les haz ia muchas f iestas: y

una noche acabando de cenar en un jard in, les d ixo. Yo tengo en tanto aver sido parte

para que este negocio aya venido a tan buen estado, que ninguna cosa me pudiera

hazer mas contento: y assi digo, que sola

la honra de averos tenido por mis pr is ione-ros quiero por rescate de la pr is ion. De oy

mas vos señor Abindarraez soys l ibre de mi para hazer de vos lo que quisierdes. El los

le besaron las manos por la merced y bien

que les haz ia: y otro dia por la mañana part ieron de la fortaleza, acompañandolos

el A lcayde parte del camino. Estando ya en Coyn gozando sossegada y seguramente e l

bien que tanto avia desseado. El padre les dixo. Hi jos aora que con mi volun tad soys

señores de mi haz ienda, es justo que mos-

treys e l ( 6 ) agradescimiento que a Rodrigo de Narvaez se deve, por la buena obra que

os hizo: que no por aver usado con voso-tros de tanta genti leza ha de perder su re s-

cate, antes le meresce muy mayor. Yo os

quiero dar seys mi l doblas zaenes, embiad-selas, y tenelde de aqui ade lante por am i-

go, aunque las leyes sean di ferentes. Abi n-darraez le beso las manos y tomandolas

con quatro muy hermosos caval los y quatro lanças con los hierros y cuentos de oro, y

otras quatro dargas, las embio al a lcayde

de Alora, y le escr ivio ass i.

Carta del Abencerra je Abin-

darráez, a l Alcayde de Alora.

Si p iensas Rodr igo de Narvaez, que con darme l ibertad en tu cast i l lo , para venirme

al mio, me dexaste l ibre: engañaste, que quando l ibertaste mi cuerpo, prendiste mi

coraçon ( las buenas obras, pr is iones son de los nobles coraçones). Y s i tu por alcançar

honra y fama acostumbras hazer b ien a los

que podrias destruyr: yo por parescer a aquel los donde vengo, y no degenerar de la

alta sangre de los Abencerra jes, antes co-

ger y meter en mis venas toda la que de l los

se vert io, estoy obl igado a agradescer lo, y servi r lo. Rescibi ras de esse breve presente

la voluntad de quien le embia, que es muy grande y de mi Xari fa: otra tan l impia y

leal , que me contento yo de el la . El a lcayde

tuvo en mucho la grandeza y curiosidad de l presente: y rescibiendo de l los caval los ,y

lanças, y dargas, escr ivio a Xari fa assi

Carta de el Alcayde de

Alora, a la hermosa

Xar ifa

Hermosa Xar ifa . No ha querido Abinda-

rraez dexarme gozar de el verdadero tr iumpho de su pr is ion, que consiste en

perdonar y hazer b ien: y como a mi en esta t ierra nunca se me ofresc io empresa tan

generosa, ni tan digna de Capitan Español ,

quisiera gozar la toda y labrar del la una e s-tatua para mi poster idad y descendencia.

Los caval los y armas rescibo yo para ayu-darle a defender de sus enemigos. Y si en

embiarme el oro se mostro cava l lero gene-

roso, en rescebir lo yo paresc iera cobdicioso mercader: yo os si rvo con el lo en pago de

la merced que me hezistes en serviros de mi en mi cast i l lo. Y tambien señora yo no

acostumbro robar damas, s ino servir las y honrarlas. Y con esto les bolv io a embiar

las doblas. Xari fa las rescib io, y dixo. Quien

pensare vencer a Rodrigo de Narvaez, de armas, y cortes ia, pensara mal .

De esta manera quedaron los unos de los

otros muy sat is fechos y contentos, y

travados con tan estrecha amistad,

que les duro toda la

vida.

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LOS SIETE LIBROS DE DIANA

Jorge de Montemayor.S.XVI

LIBRO PRIMERO

Bajaba de las montañas de León el olvidado

Sireno a quien Amor, la fortuna, e l t iempo tratavan de manera que del menor mal que

en tan tr iste vida padecía , no se esperava menos que perde l la . Ya no l lorava el de s-

venturado pastor el mal que la ausencia le

prometía, ni los temores de olvido le impo r-tunavan, porque vía cumplidas las profec ías

de su recelo, tan en perjuyz io suyo, que ya no tenía más infortunios con que amenaza-

l le . Pues l legando el pastor a los verdes y dele itosos prados que el caudaloso r ío Ez la

con sus aguas va regando, le v ino a la me-

mor ia e l gran contentamiento de que en algún t iempo al l í gozado avía , s iendo tan

señor de su l ibertad, como entonces sub-jecto a quien s in causa lo tenía sepultado

en las t in ieb las de su o lvido. Considerava

aquel d ichoso t iempo que por aquel los pra-dos y hermosa r ibera apacentava su gana-

do, poniendo los ojos en solo e l interesse que de t rael le bien apacentado se le segu-

ía, y las horas que le sobravan, gastava el

pastor en solo gozar del suave olor de las doradas f lores, a l t iempo que la pr imavera,

con las a legres nuevas de l verano, se e s-parze por e l universo, tomando a vezes su

rabel que muy pul ido en un çurrón s iempre traía , otras vezes una çampoña, al son de

la qual componía los dulces versos con que

de las pastoras de toda aquel la comarca era loado. No se met ía el pastor en la con-

sideración de los malos o buenos sucessos de la fortuna ni en la mudança y variac ión

de los t iempos; no le passava por el pen-

samiento la d i l igencia y codic ias de l amb i-cioso Cortesano, n i la confianza y presump-

ción de la Dama, ce lebrada por el solo voto y parecer de sus apassionados; tampoco le

dava pena la hinchazón y descuydo de l o r-gul loso privado. En el campo se cr ió, en el

campo apacentava su ganado y ass í no sa l -

ían del campo sus pensamientos hasta que el crudo amor tomó aquel la posessión de su

l ibertad que él sue le tomar de los que más l ibres se imaginan. Venía, pues, el tr iste

Si reno, los ojos hechos fuentes, e l rostro

mudado y el coraçón tan hecho a sufr i r desventuras que, s i la fortuna le quisiera

dar algún contento, fuera menester buscar otro coraçón nuevo para recebi l le . El vest i -

do era de un saya l tan áspero como su ven-

tura, un cayado en la mano, un çurrón de l

braco yzquierdo colgando. Arr imóse a l p ie de una haya; començó a tender sus ojos

por la hermosa r ibera hasta que l legó con el los al lugar donde primero avía visto la

hermosura, grac ia, honest idad de la past o-ra Diana, aquel la en quien naturaleza sumó

todas las perf ic iones que por muchas pa r-

tes avía repart ido. Lo que su coraçón si n-t ió, imagínelo aquel que en algún t iempo se

hal ló met ido entre memor ias tr istes.

No pudo el desventurado pastor poner s i-

lencio a las lágrimas, ni escusar los sosp i-ros que del a lma le sal ían. Y bolviendo los

ojos al cie lo, començó a dez ir desta mane-ra:

—¡Ay, memoria mía, enemiga de mi descan-so! ¿No os ocupárades mejor en hazerme

olvidar desgustos presentes, que en po-nerme delante los ojos contentos passados?

¿Qué dezís, memor ia? Que en este prado vi

a mi señora Diana. Que en él comencé a sent ir lo que no acabaré de l lorar. Que jun-

to a aquel la clara fuente, cercada de al tos y verdes a l isos, con muchas lágrimas algu-

nas vezes me jurava que no avía cosa en la

vida, ni vo luntad de padres, ni persuasión de hermanos, ni importunidad de parientes

que de su pensamiento la apartasse. Y que, quando esto dez ía, sal ían por aquel los

hermosos ojos unas lágrimas, como or ien-tales perlas, que parecían test igo de lo que

en el coraçón le quedava, mandándome, so

pena de ser tenido por hombre de baxo entendimiento, que creyesse lo que tantas

vezes me dezía . Pues espera un poco, me-mor ia, ya que me avé is puesto de lante los

fundamentos de mi desventura —que tales

fueron el los, pues el bien que entonces passé, fue principio de mal que ahora pa-

desco— no se os o lv iden para templarme este descontento de ponerme delante los

ojos uno a uno los t rabajos, los dessassos-siegos, los temores, los recelos, las sospe-

chas, los celos, las desconfianzas que aun

en e l mejor estado no dexan al que verda-deramente ama. ¡Ay, memor ia, memoria ,

destruydora de mi descanso, quán cierto está responderme quel mayor trabajo que

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en estas cons ideraciones se passava era

muy pequeño en comparación del conten-

tamiento que, a trueque dé l recebía! Vos, memoria , tené is mucha razón, y lo peor

del lo es tenel la tan grande.

Y estando en esto, sacó del seno un papel

donde tenía embueltos unos cordones de

seda verde y cabel los —¡y qué cabel los!—

y, poniéndolos sobre la verde yerba, con

muchas lágrimas sacó su rabe l, no tan l o-çano como lo t ra ía a l t iempo que de Diana

era favorecido, y començó a cantar lo s i -guiente:

¡Cabel los, quánta mudança

he v isto después que os v i, y quán mal parece ay

essa color de esperança!

(.. .)

No acabara tan presto Sireno el tr iste canto si las lágr imas no le fueran a la mano; ta l

estava como aquel a quien fortuna t iene atajados todos los caminos de su remedio.

Dexó caer su rabel , toma los dorados cabe-

l los, bué lvelos a su lugar, d iz iendo:

—¡Ay, prendas de la más hermosa y des lea l pastora que humanos ojos pudieron ver!

¡Quán a vuestro sa lvo me avé is engañado!

¡Ay, que no puedo dexar de veros, estando todo mi mal en averos v isto!

Y quando de l çurrón sacó las mano acaso

topó con una carta que en t iempo de su

prosperidad Diana le avía embiado; y, como la v io, con un ardiente sospiro que del a lma

le sal ía , dixo:

—¡Ay, carta , carta, abrasada te vea por

mano de quien mejor lo pueda hazer que yo, pues jamás en cosa mía pude hazer lo

que quis iesse! ¡Malaya quien aora te leye-re! Mas ¿quién podrá dexar de haze l lo?

Y descogiéndola, vio que dezía desta mane-ra:

CARTA DE DIANA A SIRENO

«Sireno mío, ¡quán mal suffr i r ía tus pala-bras quien no pensasse que amor te las haz ía dezi r! Dízesme que no te quiero quanto devo, no sé en qué lo vees, ni e n-t iendo cómo te pueda querer más. Mira que ya no es t iempo de no creerme, pues vees que lo que te quiero me fuerça a creer lo que de tu pensamiento me dizes. Muchas vezes imagino que, assí cono imaginas

que no te quiero, queriéndote más que a mí, assí deves pensar que me quieres, t e-niéndome aborrescida. Mira, Sireno, quel t iempo lo ha hecho mejor cont igo de lo que al pr incipio de nuestros amores sospecha s-te y que, quedando mi honrra a sa lvo, la qua l te deve todo lo del mundo, no avr ía rosa en él que por t i no hiz iesse. Supl ícote todo quanto puedo, que no te metas entre celos y sospechas, que ya sabes quán po-cos escapan de sus manos con la v ida, la qua l te de Dios con e l contento que yo te desseo.»

—¿Carta es ésta —dixo Sireno sospirando—

para pensar que pudiera entrar olvido en el coraçón donde tales palabras sa l ieron? Y

palabras son éstas para passa l la s por la

memoria a t iempo que quien las d ixo, no la t iene de mí. ¡Ay, tr iste, con quánto conten-

tamiento acabé de leer esta carta, quando mi señora me la embió, y quántas vezes en

aquel la hora misma la bolví a leer! Mas págola aora con las setenas, y no suf fr ía

menos sino venir de un extremo a otro, que

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mal contado le ser ía a la fortuna dexar de

hazer comigo lo que con todos haze.

A este t iempo, por una cuesta abaxo que

del a ldea venía a l verde prado, vio Si reno

venir un pastor su passo a passo, parándo-se a cada trecho, unas vezes mirando el

cie lo, otras, e l verde prado y hermosa r ib e-ra que desde lo al to descubría; cosa que

más le augmeutava su tr isteza, v iendo el lugar que fue pr inc ip io de su desventura.

Si reno lo conosció y dixo, buelto el rostro

haz ia la parte donde venía:

—¡Ay, desventurado pastor, aunque no tan-

to como yo! ¿En qué han parado las compe-

tencias que comigo t raías por los amores de Diana, y los disf favores que aquel la

crue l te hazía, poniéndolo a mi cuenta? Mas, s i tú entendieras que tal avía de ser la

summa, ¿quánto mayor merced ha l laras que

la fortuna te hazía en sustentarte en un infe l ice estado que a mí en derr ibarme dé l

a l t iempo que menos lo temía?

A este t iempo el desamado Sylvano tomó

una çampoña y tañendo un rato, cantava con gran tr isteza estos versos:

Amador soy, mas nunca fuy amado; quise bien y querré, no soy querido;

fat igas passo y nunca las he dado;

sospiros di , mas nunca fuy oído; quexarme quise y no muy escuchado;

huir quise de Amor, quedé corr ido; de solo olv ido no podré quexarme,

porque aun no se acordaron dolvidarme.

(.. .)

No estava ocioso Sireno al t iempo que Sy l-

vano estos versos cantava que con sospiros

respondía a los últ imos accentos de sus palabras y con lágrimas solennizava lo que

del las entendía. El desamado pastor, de s-pués que uvo acabado de cantar , se co-

mençó a tomar cuenta de la poca que con-sigo tenía , y cómo por su señora Diana avía

olvidado todo e l hato y rebaño, y esto era

lo menos. Considerava que sus serv ic ios eran s in esperança de galardón, cosa que,

a quien tuviera menos f irmeza, pudiera fáci lmente ata jar el camino de sus amores.

Mas era tanta su constancia que,

puesto en medio de todas las causas que

tenía de o lv idar a quien no se acordava dél ,

se sa l ía tan a su salvo del las y tan sin pe r-juiz io del amor que a su pastora tenía, que

sin [miedo] alguno cometía qualquiera ima-ginación que en daño de su fe le sobrev i -

niesse. Pues, como vio a S ireno junto a la

fuente, quedó espantado de vel le tan tr iste,

no porque ignorasse la causa de su tr ist e-

za, mas porque le pareció que, s i é l uviera

recebido el más pequeño favor que Sireno algún t iempo rec ibió de Diana, aquel con-

tentamiento bastara para toda la vida tene-l le . Llegóse a él , y, abraçándose los dos

con muchas lágr imas, se bolv ieron a sentar

encima de la menuda yerba, y Sylvano co-mençó a hablar desta manera:

—¡Ay, Si reno, causa de mi desventura o de l poco remedio de l la! ; nunca Dios quiera que

yo de la tuya reciba vengança que, quando muy a mi salvo pudiesse hazel lo, no permi-

t ir ía el amor que a mi señora Diana tengo,

que yo fuesse contra aquel en quien el la con tanta voluntad lo puso. S i tus trabajos

no me duelen nunca en los míos, aya f in; s i luego que Diana se quiso desposar, no se

me acordó que su desposorio y tu muerte avían de ser a un t iempo, nunca en otro

mejor me vea que éste en que aora estoy.

¿Pensar deves, Si reno que te quer ía yo mal porque Dios te quería bien? ¿y que los f a-

vores que el la te hazía , eran parte para que yo te desamasse? Pues no era de tan baxos

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qui lates mi fe , que no siguiesse a mi seño-

ra, no sólo en querer la, s ino en querer todo

lo que el la quis iesse. Pesarme de tu fat iga, no t ienes por qué agradecérmelo; porque

estoy tan hecho a pesares que aun de bie-nes míos me pesaría , quanto más, de males

agenos.

No causó poca admiración a Si reno las pa-

labras del pastor Sylvano, y assí estuvo un poco suspenso, espantado de tan gran su-

fr imiento y de la qua l idad de l amor que a

su pastora tenía. Y bolv iendo en sí , le re s-pondió desta manera:

—¿Por ventura, Sylvano, as nacido tú para

exemplo de los que no sabemos sufr i r las

advers idades que la fortuna delante nos pone? ¿O acaso te a dado natura leza tanto

ánimo en el las, que no sólo baste para su-fr ir las tuyas, mas que aun ayudes a sobr e-

l levar las agenas? Veo que estás tan con-

forme con tu suerte que, no te prometiendo esperança de remedio, no sabes pedi l le

más de lo que te da. Yo te digo, Sylvano, que en t i muestra bien el t iempo que cada

día va descubriendo novedades muy agenas de la imaginación de los hombres. ¡O,

quánta más embidia te deve tener este sin

ventura pastor, en verte sufr i r tus males, que tú podrías tene l le a él a l t iempo que le

vías gozar sus bienes! ¿V iste los favores que me hazía? ¿V iste la blandura de pal a-

bra con que me manifestava sus amores?

¿Viste cómo l levar el ganado a l r ío, sacar los corderos al soto, t raer las ovejas por la

siesta a la sombra destos al isos, jamás s in mi compañía supo hazel lo? Pues nunca yo

vea e l remedio de mi mal s i de Diana e s-

peré ni desseé cosa que contra su honrra fuesse y, s i por la imaginación me passava,

era tanta su hermosura, su valor, su hones-t idad y la l impieza de l amor que me tenía ,

que me quitavan de l pensamiento qualquie-ra cosa que en daño de su bondad imag i-

nasse.

—Esso creo yo por cierto —dixo Sylvano

sospirando— , porque lo mismo podré afi r-

mar de mí. Y creo que no v iviera nadie que en Diana pusiera los ojos, que osara desse-

ar otra cosa, s ino verla y conversarla . Aun-que no sé s i hermosura tan grande en

algún pensamiento, no tan subjecto como

el nuestro, hiz iera algún excesso, y más, s i como yo un día la vi , acertara de ve l la , que

estava sentada cont igo junto a aquel arroyo peinando sus cabel los de oro, y tú le est a-

vas teniendo el espejo en que de quando

en quando se mirava. Bien mal sabíades los dos que os estava yo acechando desde

aquel las matas altas que están junto a las dos enz inas, y aun se me acuerda de los

versos que tú le cantaste sobre averle ten i-do el espejo en quanto se peinava.

—¿Cómo los uviste a las manos? —dixo S i-reno.

Sylvano le respondió :

—El otro día siguiente ha l lé aquí un papel en que estava[n] escr itos, y los lehí y aún

los encomendé a la memor ia. Y luego vino

Diana por aquí l lorando por ave l los perd ido, y me preguntó por el los; y no fue pequeño

contentamiento para mí ver en mi señora lágr imas que yo pudiesse remediar. Acué r-

dome; aquél la fue la pr imera vez que de su boca oy palabras s in ira; y mira quán ne-

cessi tado estava de favores, que de dezi r-

me el la que me agradecía darle lo que bus-cava, h ize tan grandes rel iquias que más de

un año de gravíssimos males desconté por aquel la so la pa labra que t raía a lguna appa-

rencia de b ien.

—Por tu vida —dixo Sireno— que digas los

versos que d izes que yo la canté, pues los tomaste de coro.

—Soy contento —dixo Si lvano—; desta ma-nera dezían:

Quando esto acabó Sireno de oír , dixo con-tra Sylvano:

—Plega Dios, pastor , que e l amor me dé esperança de algún b ien impossible , s i ay

cosa en la v ida con que yo más fác i lmente la passasse que con tu conversac ión, y si

agora en estremo no me pesa que Diana te

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aya sido crue l que s iquiera no mostrasse

agradecimiento a tan leales servic ios y a

tan verdadero amor como en el los as mos-trado.

Sylvano le respondió sospirando:

—Con poco me contentara yo, s i mi fortuna quisiera; y bien pudiera Diana, s in ofender

a lo que su honrra y a tu fe devía , darme

algún contentamiento, mas no tan sólo huyó s iempre de dármele, mas aun de

hazer cosa por donde imaginasse que yo algún t iempo podr ía tene l le . Dezía yo mu-

chas vezes entre mí: —¿Aora esta f iera en-durecida no se enojar ía algún día con Sir e-

no de manera que por vengarse dél , f i n-

giesse favorecerme a mí? Que un hombre tan desconsolado y fa lto de favores, aun

f ing idos los temía por buenos. Pues, quan-do desta r ibera te part iste, pensé verdade-

ramente que el remedio de mi mal me esta-

va l lamando a la puerta, y que el olv ido era la causa más c ierta que, después de la au-

sencia, se esperava, y más en coraçón de muger. Pero quando después vi las lágrimas

de Diana, e l no reposar en e l a ldea, e l

amar la soledad, los cont inuos sospiros,

Dios sabe lo que sent í . Que puesto caso que yo sabía ser e l t iempo un médico muy

aprovado para el mal que la ausencia suele causar, una sola hora de tr is teza no quisi e-

ra yo que por mi señora passara, aunque

del la se me siguieran a mí cien mil de alegr ía. Algunos d ías, después que te fui s-

te, la vi junto a la dehesa de l monte, arr i -mada a una enzina, de pechos sobre su

cayado, y desta manera estuvo gran p ieça

antes que me viesse. Después alço los ojos, y las lágrimas le estorvaron verme. Devía

el la entonces imaginar en su tr iste so ledad, y en e l mal que tu ausencia le hazía sent ir ,

pero de ay un poco, no s in lágrimas, acom-pañadas de t r istes sospiros, sacó una çam-

poña que en el çurrón traía y la conmençó

a tocar tan dulcemente que el val le , e l monte, el r ío, las aves enamoradas y aun

las f ieras de aquel espesso bosque queda-ron suspensas y, dexando la çampoña al

son que en el la avía tañido, començó esta

canción:

(.. .)

Acabando Sylvano la amorosa canción de Diana, d ixo a Sireno que como fuera de s í

estava oyendo los versos que después de

su part ida la pastora avía cantado:

—Quando esta canción cantava la hermosa Diana, en mis lágr imas pudieran ver si yo

sent ía las que el la por tu causa derramava,

pues no queriendo yo del la entender que la avía entendido, diss imulando lo mejor que

pude, que no fue poco podel lo hazer, l l e-guéme a donde estava.

Si reno entonces le ata jó d iz iendo:

—Ten punto, Si lvano, ¿que un coraçón que tales cotas sent ía pudo mudarse? ¡O cons-

tancia , o f irmeza, y quán pocas vezes haz-

éis assiento sobre coraçón de hembra! Que quanto más subjecta está a quereros, tanto

más prompta para olvidaros. Y bien creía yo que en todas las mugeres avía esta fa l -

ta, mas en mi señora Diana jamás pensé

que naturaleza avía dexado cosa buena por

hazer.

Prosiguiendo, pues, Sylvano por su histor ia

adelante, le dixo:

—Como yo me l legasse más adonde Diana estava, vi que ponía los ojos en la clara

fuente, adonde, pros iguiendo su acostum-

brado of icio, començó a dez ir : ¡ay, ojos, y quánto más presto se os acabarán las

lágr imas que la ocas ión de derramal las! ; ¡ay, mi Si reno! P lega a Dios que, antes que

el desabrido invierno desnude el verde pra-

do de frescas y olorosas f lores, y el val le ameno, de la menuda yerva, y los árboles

sombr íos, de su verde hoja, vean estos ojos tu presencia tan deseada de mi ánima, co-

mo de la tuya devo ser aborrecida. A este punto a lçó el div ino rostro y me vido: tr a-

bajó por dis imular el tr is te l lanto, mas no

lo pudo hazer de manera que las lágr imas no ata jassen el passo a su dis imulación.

Levantóse a mí d iz iendo: —Siéntate aquí , Sylvano, que assaz vengado estás y a costa

mía. B ien paga esta desdichada lo que d i-

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zes que a su causa sientes, s i es verdad

que es el la la causa. ¿Es poss ible, Diana —

le respondí— , que esso me quedava por oír? En f in, no me engaño en dez ir que nací

para cada día descubr ir nuevos géneros de tormentos, y tú, para hazerme más s inra-

zones de las que en tu pensamiento pueden

caber. ¿Aora dudas ser tú la causa de mi mal? Si tú no eres la causa dél , ¿quién sos-

pechas que mereciesse tan gran amor? ¿o qué coraçón avría en el mundo, si no fue s-

se el tuyo, a quien mis lágrimas no uvie s-

sen ablandado? Y a esto añadí otras mu-chas cosas de que ya no tengo memoria .

Mas la cruel , enemiga de mi descanso, atajó mis razones d iz iendo:

—Mira, Sylvano, s i otra vez tu lengua se atreve a tratar de cosa tuya y a dexar de

hablarme en el mi Si reno, a tu plazer te dexaré gozar de la clara fuente donde es-

tamos sentados. ¿Y tú no sabes que toda cosa que de mi pastor no t ratare, me es

aborrecible y enojosa— . ¿Y que, a la perso-

na que quiere bien, todo el t iempo que ga s-ta en o ír cosa fuera de sus amores, le pa-

recee mal empleado? Yo entonces de miedo que mis palabras no fuessen causa de per-

der e l descanso que su v ista me ofrecía,

puse si lencio en el las y estuve al l í un gran rato, gozando de ver aquel la hermosura

sobrehumana, hasta que la noche se dexó venir con mayor presteza de lo que yo qu i-

siera, y de al l í nos fuymos los dos con

nuestros ganados al a ldea.

Si reno, sospirando, le dixo:

—Grandes cosas me as contado, Sylvano, y

todas en daño mío. ¡Desdichado de mí,

quán presto viene a esperimentar la poca constancia que en las mugeres ay! Por lo

que les devo, me pesa. No quisiera yo, pa s-tor , que en a lgún t iempo se oyera dezir que

en un vaso, donde tan gran hermosura y

discrec ión juntó naturaleza, uviera tan mala mixtura, como es la inconstancia que

comigo a usado. Y lo que más me l lega al a lma, es que e l t iempo le a de dar a

entender lo mal que conmigo, lo a hecho;

lo qual no puede ser , s ino a costa de su descanso. ¿Cómo le va de contentamiento,

después de casada?

Sylvano respondió:

—Dízenme algunos que le va mal , y no me

espanto, porque, como sabes, Del io, su esposo, aunque es r ico de los bienes de

fortuna, no lo es de los de natura leza, que

en esto de la disposic ión, ya ves quán mal le va, pues de otras cosas de que los pa s-

tores nos preciamos, como son tañer, can-tar, luchar, jugar al cayado baylar con las

mocas e l domingo, parece que Del i o no ha nacido para más que mira l lo.

—Aora, pastor —dixo Sireno— , toma tu ra-bel e yo tomaré mi çampoña, que no hay

mal que con la música no passe, ni t r isteza que con el la no se acreciente.

Y templando los dos pastores sus intrumen-tos con mucha gracia y suavidad, comença-

ron a cantar lo s iguiente:

No mucho después que los pastores dieron f in a l t r iste canto, v ieron sal ir , dentre e l

arboleda que junto al r ío estava, una pas-tora tañendo con una çampoña, y cantando

con tanta gracia y suavidad como tr is teza; la qual encubría gran parte de su hermosu-

ra, que no era poca, y preguntando Sireno,

como quien avía mucho que no repastava por aquel val le, quién fuesse, Sylvano le

respondió:

—Esta es una hermosa pastora que de po-cos días acá apacienta por estos prados,

muy quexosa de amor y, según dizen, con

mucha razón, aunque otros quieren dez ir que a mucho t iempo que se burla con el

desengaño.

—¿Por ventura —dixo Sireno— está en su

mano e l desengañarse?

—Sy —respondió Sylvano— , porque no pue-do yo creer que ay muger en la vida que

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tanto quiera, que la fuerça de l amor le e s-

torve entender si es quer ida o no.

—De contrar ia opinión soy.

—¿De contrar ia? —dixo Sylvano— , pues no te irás alabando, que bien caro te cuesta

aver ie f iado en las pa labras de Diana, pero

no te doy culpa que, ass í como no hay quien no vença su hermosura, assí no avrá

a quien sus pa labras no engañen.

—¿Cómo puedes tú saber esso, pues e l la

jamás te engañó con palabras ni con obras?

—Verdad es —dixo Sylvano— que s iempre

fuy del la desengañado, mas yo osaría jurar ,

por lo que después acá a sucedido, que jamás me desengañó a mí, s ino por enga-

ñarte a t i . Pero dexemos esto y oíamos esta pastora, que es gran amiga de Diana y,

según lo que de su gracia y d iscrec ión me dizen, b ien merece ser oída.

A este t iempo l lega va la hermosa pastora junto a la fuente, cantando este soneto:

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LAZARILLO DE TORMES

Anónimo.1554

TRATADO PRIMERO

CUENTA LÁZARO SU VIDA Y CUYO HIJO FUE

Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí l laman Lázaro de Tormes,

hi jo de Tomé González y de Antona Pérez,

natura les de Tejares, a ldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del r ío Tormes,

por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios per-

done, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está r ibera de aquel r ío,

en la cual fue mol inero más de quince

años. Y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y

parióme al l í . De manera que con verdad me puedo decir nacido en el r ío.

Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre c iertas sangrías mal

hechas en los costa les de lo que al l í a mo-ler venían, por lo cual fue preso, y confesó

y no negó, y padeció persecución de just i-

cia . Espero en Dios que está en la glor ia, pues el Evangel io los l lama bienaventura-

dos. En este t iempo se hizo c ierta armada contra moros, entre los cua les fue mi pa-

dre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemi l e-

ro de un caba l lero que al lá fue. Y con su

señor, como leal cr iado, feneció su v ida.

Mi viuda madre, como s in mar ido y sin abrigo se viese, determinó arr imarse a los

buenos por ser uno del los, y vínose a v iv ir

a la ciudad, y a lqui ló una cas i l la, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y

lavaba la ropa a c iertos mozos de cabal los del comendador de la Magdalena, de mane-

ra que fue frecuentando las cabal ler izas.

E l la y un hombre moreno de aquel los

que las best ias curaban vinieron en cono-cimiento. Éste algunas veces se venía a

nuestra casa y se iba a la mañana. Otras

veces, de d ía l legaba a la puerta, en acha-que de comprar huevos, y entrábase en

casa. Yo al pr incipio de su entrada pesá-bame con él y había le miedo, viendo el c o-

lor y mal gesto que tenía; mas de que vi

que con su venida mejoraba e l comer, fui le queriendo bien, porque siempre t raía pan,

pedazos de carne, y en e l invierno leños, a que nos calentábamos.

De manera que, cont inuando la posa-da y conversación, mi madre v ino a darme

un negrito muy bonito, e l cual yo br incaba y ayudaba a calentar.

Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro t rebejando con el mozuelo,

como el niño ve ía a mi madre y a mí b lan-cos y a él no, huía de él, con miedo, para

mi madre, y, seña lando con el dedo, decía:

«¡Madre, coco!»

Respondió é l r iendo: «¡Hideputa!»

Yo, aunque bien muchacho, noté

aquel la palabra de mi hermanico y di je e n-tre mí: «¡Cuántos debe de haber en e l

mundo que huyen de otros porque no se ven a s í mismos!»

Quiso nuestra fortuna que la conve r-sación de l Zaide, que así se l lamaba, l legó

a oídos del mayordomo, y hecho pesquisa hal lóse que la mitad por medio de la ceba-

da que para las best ias le daban hurtaba, y

salvados, leña, a lmohazas, mandi les y las mantas y sábanas de los caba l los hacía

perd idas, y cuando otra cosa no tenía, las best ias desherraba, y con todo esto acudía

a mi madre para cr iar a mi hermanico. No

nos maravi l lemos de un c lér igo ni fra i le porque el uno hurta de los pobres y el otro

de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el

amor le animaba a esto.

Y probóse le cuanto di jo y aún más.

Porque a mí, con amenazas, me pregunt a-ban, y como niño, respondía y descubría

cuanto sabía , con miedo: hasta ciertas

herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.

A l tr iste de mi padrastro azotaron y

pr ingaron y a mi madre pusieron pena por

just icia , sobre e l acostumbrado centenario, que en casa de l sobredicho comendador ni

entrase, n i a l last imado Za ide en la suya acogiese.

Por no echar la soga tras e l caldero, la tr iste se esforzó y cumplió la sentencia.

Y por evi tar pe l igro y quitarse de malas lenguas, se fue a servi r a los que al pre-

sente viv ían en e l mesón de la Solana. Y al l í , padeciendo mil importunidades, se

acabó de cr iar mi hermanico, hasta que

supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo,

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que iba a las huéspedes por vino y cande-las y por lo demás que me mandaban.

En este t iempo vino a posar al mesón un ciego, el cua l, pareciéndole que yo ser ía

para adestrar le , me pidió a mi madre, y e l la me encomendó a él , diciéndole cómo era

hi jo de un buen hombre, el cual , por ensa l-

zar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que el la confiaba en Dios no saldr ía peor

hombre que mi padre y que le rogaba me tratase b ien y mirase por mí, pues era

huérfano.

É l respondió que así lo har ía y que me

rec ib ía, no por mozo, sino por hi jo. Y así le comencé a serv ir y adestrar a mi nuevo y

vie jo amo.

Como estuvimos en Salamanca a lgu-

nos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse

de al l í , y cuando nos hubimos de part i r yo

fui a ver a mi madre, y, ambos l lorando, me d io su bendic ión y di jo:

—Hijo: ya sé que no te veré más. Pro-

cura de ser bueno, y Dios te guíe. Cr iado te

he y con buen amo te he puesto: vá lete por t i .

Y as í, me fui para mi amo, que es-

perándome estaba.

Sal imos de Sa lamanca, y l legando a la

puente, está a la entrada de el la un animal de piedra, que casi t iene forma de toro, y

el ciego mandóme que l legase cerca del

animal , y a l l í puesto, me d ijo:

—Lázaro, l lega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro dél .

Yo simplemente l legué, creyendo ser así . Y como s int ió que tenía la cabeza par

de la p iedra, afi rmó recio la mano y diome una gran ca labazada en e l d iablo del toro,

que más de tres días me duró e l dolor de la

cornada, y dí jome:

—Necio, aprende que el mozo del c ie-go un punto ha de saber más que e l d iab lo.

Y r ió mucho la bur la.

Parecióme que en aquel instante des-

perté de la s impleza en que, como niño dormido, estaba. Dije entre mí:

«Verdad dice éste, que me cumple av i -var el ojo y avisar , pues so lo soy, y pensar

cómo me sepa valer .»

Comenzamos nuestro camino, y en

muy pocos d ías me mostró jer igonza. Y co-mo me viese de buen ingenio, holgábase

mucho y decía:

—Yo oro ni p lata no te lo puedo dar;

mas avisos para vivi r muchos te mostraré.

Y fue as í: que, después de Dios, éste

me d io la vida, y s iendo ciego me a lumbró y adestró en la carrera de v iv ir .

Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para mostrar cuánta v irtud

sea saber los hombres subir s iendo bajos, y dejarse bajar s iendo a ltos cuánto vicio.

Pues, tornando al bueno de mi c iego, y contando sus cosas, vuestra merced sepa

que, desde que Dios cr ió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era

un águi la . C iento y tantas oraciones sabía de coro. Un tono bajo, reposado y muy so-

nable, que hacía resonar la igles ia donde

rezaba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen cont inente ponía cuando re-

zaba, s in hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.

A l lende desto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber

oraciones para muchos y d iversos efectos, para mujeres que no parían, para las que

estaban de parto, para las que eran malca-

sadas que sus maridos las quisiesen b ien. Echaba pronóst icos a las preñadas: s i tra ía

hi jo o hi ja .

Pues en caso de medicina, decía que

Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre. F inalmente,

nadie le decía padecer alguna pasión que luego no le decía:

«Haced esto, haréis estotro, coged tal hierba, tomad ta l ra íz .»

Con esto andábase todo e l mundo tras

él, especia lmente mujeres, que cuanto les

decía creían. Déstas sacaba él grandes pro-vechos con las artes que digo, y ganaba

más en un mes que cien c iegos en un año.

Mas también quiero que sepa vuestra

merced que, con todo lo que adquir ía y tenía, jamás tan avariento ni mezquino

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hombre no v i ; tanto, que me mataba a mí de hambre, y a s í no se remediaba de lo

necesario. Digo verdad; si con mi sut i leza y

buenas mañas no me supiera remediar, mu-chas veces me f inara de hambre; mas con

todo su saber y aviso, le contraminaba de tal suerte, que siempre, o las más veces,

me cabía lo más y mejor . Para esto le hacía

burlas endiabladas, de las cua les contaré algunas, aunque no todas a mi salvo. É l

tra ía el pan y todas las otras cosas en un fardel de l ienzo, que por la boca se cerraba

con un argol la de hierro y su candado y su l lave, y al meter de todas las cosas y sa-

car las, era con tan gran v igi lancia y tanto

por contadero, que no bastara hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja.

Mas yo tomaba aquel la laceria que é l me daba, la cual en menos de dos bocados era

despachada.

Después que cerraba el candado y se

descuidaba, pensando que yo estaba en-tendiendo en otras cosas, por un poco de

costura, que muchas veces del un lado de l

fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel , sacando no por tasa

pan, mas buenos pedazos, torreznos y lon-ganiza. Y así buscaba conveniente t iempo

para rehacer, no la chaza, s ino la endiabla-da fa lta que el mal ciego me fa ltaba.

Todo lo que podía sisar y hurtar t ra ía en medias blancas, y cuando le mandaban

rezar y le daban blancas, como é l carecía de vista, no había él que se la daba ama-

gado con e l la , cuando yo la tenía lanzada

en la boca y la media aparejada, que por presto que é l echaba la mano, ya iba de mi

cambio aniqui lada en la mitad de l justo precio. Quejábaseme el mal c iego, porque

al t iento luego conocía y sent ía que no era

blanca entera, y decía:

—¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias

blancas, y de antes una blanca y un mara-

vedí hartas veces me pagaban? En t i debe estar esta desdicha.

También él abreviaba e l rezar y la

mitad de la oración no acababa, porque

tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le t i rase por cabo del ca-

puz. Yo así lo hacía . Luego é l tornaba a dar voces, d ic iendo:

«¿Mandan rezar ta l y ta l oración?», como sue len decir .

Usaba poner cabe sí un jarr i l lo de v i -no, cuando comíamos; yo muy de presto le

asía y daba un par de besos cal lados y

tornábale a su lugar. Mas duróme poco. Que en los t ragos conocía la fa lta, y por

reservar su vino a salvo nunca después desamparaba e l jarro, antes lo tenía por e l

asa asido. Mas no había piedra imán que

así t ra jese a s í como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenía

hecha, la cua l, met iéndola en la boca del jarro, chupado el v ino lo dejaba a buenas

noches. Mas, como fuese e l tra idor tan a s-tuto, p ienso que me s int ió, y dende en ade-

lante mudó propósito y asentaba su jarro

entre las p iernas y atapábale con la mano, y así bebía seguro.

Yo, como estaba hecho al vino, moría

por él, y viendo que aquel remedio de la

paja no me aprovechaba ni val ía , acordé, en el suelo de l jarro hacer le una fuenteci l la

y agujero sot i l , y del icadamente, con una muy delgada tort i l la de cera, taparlo, y a l

t iempo de comer, f ing iendo haber fr ío, e n-

trábame entre las piernas de l tr is te ciego a calentarme en la pobreci l la lumbre que ten-

íamos, y al ca lor del la, luego derret ida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuen-

tec i l la a dest i larme en la boca, la cual yo de ta l manera ponía que maldita la gota se

perd ía. Cuando el pobreto iba a beber, no

hal laba nada.

Espantábase, maldecíase, daba a l dia-blo el jarro y e l vino, no sabiendo qué pod-

ía ser.

—No diré is , t ío, que os lo bebo yo —

decía— , pues no le qui tá is de la mano.

Tantas vue ltas y t ientos dio e l jarro,

que hal ló la fuente y cayó en la burla; mas así lo d is imuló como s i no lo hubiera sent i -

do.

Y luego, otro d ía, teniendo yo rezu-

mando mi jarro como sol ía , no pensando en el daño que me estaba aparejado ni que e l

mal ciego me sent ía, sentéme como sol ía;

estando recib iendo aquel los dulces tragos, mi cara puesta hacia el cie lo, un poco ce-

rrados los ojos por mejor gustar el sabroso l icor , s int ió el desesperado ciego que agora

tenía t iempo de tomar de mí venganza, y con toda su fuerza, a lzando con dos manos

aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer

sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que e l pobre

Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado

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y gozoso, verdaderamente me pareció que el cie lo, con todo lo que en é l hay, me hab-

ía caído encima.

Fue tal e l golpeci l lo, que me desat inó

y sacó de sent ido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por

la cara, rompiéndomela por muchas partes,

y me quebró los dientes, s in los cua les has-ta hoy día me quedé. Desde aquel la hora

quise mal a l mal ciego, y, aunque me que r-ía y regalaba y me curaba, b ien vi que se

había holgado del cruel cast igo. Lavóme

con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y, sonr iéndose,

decía:

—¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te

enfermó te sana y da salud.

Y otros donaires, que a mi gusto no lo eran.

Ya que estuve medio bueno de mi ne-gra trepa y cardenales, cons iderando que a

pocos golpes ta les e l crue l c iego ahorrar ía de mí, quise yo ahorrar de él ; mas no lo

hice tan presto por hacer lo a mi sa lvo y

provecho. Aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonarle el jarrazo, no daba

lugar al maltratamiento que el mal ciego dende al l í ade lante me hacía , que sin causa

ni razón me her ía, dándome coscorrones y repe lándome.

Y si a lguno le decía por qué me trata-ba tan mal , luego contaba e l cuento de l

jarro, diciendo:

—¿Pensaré is que este mi mozo es

algún inocente? Pues oíd si e l demonio en-sayara otra ta l hazaña.

Sant iguándose los que lo oían, decían:

—¡Mira quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ru indad!

Y reían mucho del art i f ic io, y decían-le:

—Cast igadlo, cast igadlo, que de Dios lo habré is .

Y é l, con aquel lo, nunca otra cosa

hacía .

Y en esto yo s iempre le l levaba por

los peores caminos y adrede, por le hacer mal y daño: si había piedras, por el las; s i

lodo, por lo más al to. Que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de

quebrar un ojo por quebrar dos al que ni n-

guno tenía. Con esto, s iempre con el cabo alto de l t iento me atentaba el colodr i l lo , e l

cual s iempre traía l leno de to londrones y pelado de sus manos. Y aunque yo juraba

no lo hacer con mal ic ia, s ino por no hal lar

mejor camino, no me aprovechaba ni me cre ía más: ta l era el sent ido y el grandís i -

mo entendimiento del tra idor.

Y porque vea vuestra merced a cuánto

se extendía el ingen io de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me

acaecieron, en e l cual me parece dio b ien a entender su gran astucia . Cuando sal imos

de Sa lamanca, su mot ivo fue venir a t ierra de Toledo. Porque decía ser la gente más

r ica, aunque no muy l imosnera. Arr imábase

a este refrán: «Más da el duro que el des-nudo.» Y vinimos a este camino por los me-

jores lugares. Donde hal laba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a te r-

cero día hacíamos San Juan.

Acaeció que, l legando a un lugar que

l laman Almoroz al t iempo que cogían las uvas, un vendimiador le d io un racimo de-

l las en l imosna. Y como sue len i r los cestos

maltratados, y también porque la uva en aquel t iempo está muy madura, desgraná-

base e l racimo en la mano. Para echarlo en el farde l tornábase mosto, y lo que a él se

l legaba.

Acordó de hacer un banquete, as í por

no lo poder l levar como por contentarme: que aquel día me había dado muchos cod i-

l lazos y golpes. Sentámonos en un va l ladar

y di jo:

—Agora quiero yo usar cont igo de una l iberal idad, y es que ambos comamos este

rac imo de uvas y que hayas de él tanta

parte como yo. Part i r lo hemos de esta ma-nera: tú picarás una vez y yo otra, con tal

que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo

acabemos, y de esta suerte no habrá enga-ño.

Hecho as í e l concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el t ra idor

mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debr ía hacer

lo mismo. Como vi que él quebraba la pos-

tura, no me contenté i r a la par con él ; más aun pasaba adelante: dos a dos y tres a

tres, como podía las comía. Acabado el r a-

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cimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y meneando la cabeza, d i jo:

—Lázaro: engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas de a

tres.

—No comí —dije yo—; mas, ¿por qué

sospecháis eso?

Respondió e l sagacís imo c iego:

—¿Sabes en qué veo que las comistes

tres a tres? En que comía yo dos a dos y cal labas.

A lo cua l yo no respondí. Yendo que íbamos así por debajo de unos soporta les,

en Esca lona, adonde a la sazón estábamos en casa de un zapatero, había muchas so-

gas y otras cosas que de esparto se hacen,

y parte de el las dieron a mi amo en la ca-beza. El cual , a lzando la mano, tocó en

el las, y viendo lo que era d í jome:

—Anda presto, muchacho: salgamos

de entre tan mal manjar , que ahoga sin comer lo.

Yo, que bien descuidado iba de aque-

l lo, miré lo que era, y como no vi s ino so-

gas y c inchas, que no era cosa de comer, dí je le:

—Tío, ¿por qué decís eso?

Respondióme:

—Cal la, sobr ino; según las mañas que l levas, lo sabrás y verás como digo verdad.

Y as í pasamos adelante por el mismo portal , y l legamos a un mesón, a la puerta

del cua l había muchos cue rnos en la pared, donde ataban los recueros sus best ias, y

como iba tentando s i era al l í e l mesón

adonde é l rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, as ió de un

cuerno, y con un gran suspiro d i jo:

—¡Oh, mala cosa, peor que t iene la

hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza a jena y de cuán

pocos tenerte ni aun o ír tu nombre por ni n-guna vía!

Como le o í lo que decía , di je:

—Tío, ¿qué es esto que decís?

—Cal la, sobrino, que a lgún d ía te dará este que en la mano tengo alguna mala

comida y cena.

—No le comeré yo —di je— , y no me la

dará.

—Yo te digo verdad; s i no, verlo has,

s i v ives.

Y as í pasamos adelante, hasta la

puerta del mesón, adonde p luguiere a Dios nunca al lá l legáramos, según lo que me

sucedía en é l.

Era, todo lo más que rezaba, por me-

soneras, y por bodegoneras y turroneras y rameras, y así por semejantes mujerc i l las,

que por hombre cas i nunca le vi deci r ora-ción.

Re íme entre mí, y aunque muchacho, noté mucho la d iscreta consideración de l

ciego.

Mas, por no ser pro l i jo, dejo de contar

muchas cosas, así graciosas como de notar , que con este mi pr imer amo me acaecieron,

y quiero decir e l despidiente y con él aca-bar. Estábamos en Escalona, v i l la de l duque

del la , en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la longaniza

había pr ingado y comídose las pr ingadas,

sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por é l de v ino a la taberna. Púsome

el demonio e l aparejo delante de los ojos, e l cual , como suelen decir , hace al ladrón,

y fue que había cabe el fuego un nabo pe-

queño, largui l lo y ruinoso, y ta l que, por no ser para la o l la , debió ser echado al l í .

Y como al presente nadie estuviese

sino é l y yo so los, y como me v i con apet ito

goloso, habiéndome puesto dentro el sa-broso o lor de la longaniza, del cua l sol a-

mente sabía que había de gozar, no miran-do qué me podría suceder, pospuesto todo

el temor por cumpli r con el deseo, en tanto

que el c iego sacaba de la bolsa e l d inero, saqué la longaniza y muy presto metí e l

sobredicho nabo en e l asador. El cual , mi amo, dándome e l dinero para el vino, tomó

y comenzó a dar vueltas al fuego, querie n-do asar al que de ser cocido, por sus de-

méritos, había escapado.

Yo fui por el vino, con e l cua l no

tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hal lé a l pecador del ciego que tenía

entre dos rebanadas apretado e l nabo, al

cual aún no había conocido por no lo haber

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tentado con la mano. Como tomase las re-banadas y mordiese en el las , pensando

también l levar parte de la longaniza, ha l l ó-

se en fr ío con el f r ío nabo. A lteróse y di jo:

—¿Qué es esto, Lazari l lo?

— ¡Lacerado de mí! —di je yo— . ¿Si

queréis a mí echar a lgo? ¿Yo no vengo de traer e l vino? A lguno estaba ahí y por bur-

lar har ía esto.

—No, no —di jo é l— , que yo no he de-

jado e l asador de la mano; no es posible .

Yo torné a jurar y per jurar que estaba

l ibre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del ma l-

dito c iego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza y l legóse a o lerme. Y

como debió sent ir e l huelgo, a uso de buen podenco, por mejor sat is facer la verdad y

con la gran agonía que l levaba, as iéndome

con las manos abr íame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nar iz .

La cual tenía luenga y af i lada, y a aquel la sazón, con el enojo, se había aumentado un

palmo. Con el pico de la cua l me l legó a la

gul i l la.

Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del t iempo, la ne-

gra longaniza aún no había hecho asiento

en el estómago; y lo más pr inc ipa l: con e l dest iento de la cumplidís ima nariz medio

cas i ahogándome, todas estas cosas se jun-taron y fueron causa que el hecho y golos i-

na se manifestase y lo suyo fuese vuel to a su dueño. De manera que, antes que el mal

ciego sacase de mi boca su trompa, ta l a l -

teración s int ió mi estómago, que le d io con el hurto en el la , de suerte que su nariz y la

negra malmascada longaniza a un t iempo sal ieron de mi boca.

¡Oh gran Dios, quién estuviera a aque l la hora sepultado, que muerto ya lo

estaba! Fue ta l e l coraje del perverso c iego que, si a l ruedo no acudieran, p ienso no me

dejara con la vida. Sacáronme de entre sus

manos, dejándoselas l lenas de aquel los po-cos cabel los que tenía, arañada la cara y

rasguñado el pescuezo y la garganta. Y e s-to b ien lo merecía , pues por mi maldad me

venían tantas persecuciones.

Contaba el mal c iego a todos cuantos

al l í se a l legaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, as í de la de l jarro

como de la del racimo y agora de lo pre-

sente. Era la r isa de todos tan grande, que

toda la gente que por la cal le pasaba en-traba a ver la f iesta; mas con tanta gracia

y donaire recontaba el c iego mis hazañas,

que, aunque yo estaba tan maltratado y l lorando, me parecía que hacía sinjust icia

en no se las re ír.

Y en cuanto esto pasaba, a la memo-

ria me vino una cobardía y f lo jedad que hice porque me maldecía , y fue no dejar le

sin nar ices, pues tan buen t iempo tuve para el lo, que la mitad de l camino estaba anda-

do. Que con sólo apretar los dientes se me

quedaran en casa, y, con ser de aquel ma l-vado, por ventura lo detuviera mejor mi

estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo el las pudiera negar la demanda.

Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que as í.

Hic iéronnos amigos la mesonera y los que al l í estaban, y con el vino que para

beber le había tra ído laváronme la cara y la garganta. Sobre lo cual d iscantaba el mal

ciego donaires, d iciendo:

—Por verdad, más vino me gasta este

mozo en lavatorios al cabo de año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en

más cargo a l v ino que a tu padre, porque él

una vez te engendró, mas e l vino mil te ha dado la vida.

Y luego contaba cuántas veces me

había desca labrado y harpado la cara y con

vino luego sanaba.

—Ya te d igo —di jo— que si hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con

vino, que serás tú.

Y reían mucho, los que lavaban, con

esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóst i-

co del c iego no sa l ió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel

hombre, que s in duda debía tener espír i tu de profecía , y me pesa de los sinsabores

que le hice, aunque b ien se lo pagué, con-siderando lo que aquel día me di jo sa l irme

tan verdadero como adelante vuestra mer-

ced o irá .

Visto esto y las malas burlas que e l ciego burlaba de mí, determiné de todo en

todo dejar le, y como lo tra ía pensado y lo

tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue así que

luego otro día sa l imos por la vi l la a pedir l imosna y había l lovido mucho la noche an-

tes. Y porque el d ía también l lov ía, andaba

rezando debajo de unos portales que en

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aquel pueblo había, donde no nos mojába-mos; mas como la noche se venía y el l l o-

ver no cesaba, dí jome el ciego:

—Lázaro: esta agua es muy porfiada,

y cuanto la noche más c ierra, más recia . Acojámonos a la posada con t iempo.

Para ir a l lá habíamos de pasar un arroyo, que con la mucha agua iba grande.

Yo le d i je:

—Tío: el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde atravesemos más

aína s in nos mojar, porque se estrecha al l í

mucho, y sal tando pasaremos a p ie enjuto.

Pareció le buen consejo y di jo:

—Discreto eres; por esto te quiero

bien. L lévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sa-

be mal e l agua, y más l levar los pies moja-dos.

Yo que vi e l aparejo a mi deseo, sa-quéle debajo de los porta les y l levé lo dere-

cho de un p i lar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre e l cua l y sobre otros

cargaban sa ledizos de aquel las casas, y

dí je le:

—Tío: éste es el paso más angosto que en e l arroyo hay.

Como l lovía recio y e l t r is te se moja-ba, y con la pr isa que l levábamos de sa l ir

del agua que encima nos caía , y, lo más principal , porque Dios le cegó aquel la hora

el entendimiento ( fue por darme de él ven-

ganza), creyóse de mí y di jo:

—Ponme bien derecho y sa lta tú el arroyo.

Yo le puse b ien derecho enfrente del pi lar, y doy un salto y póngome detrás de l

poste, como quien espera tope de toro, y dí je le:

—¡Sus! Saltá todo lo que podáis, por-que de is deste cabo del agua.

Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre c iego como

cabrón y de toda su fuerza arremete, to-mando un paso atrás de la corr ida para

hacer mayor sal to, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como s i d iera con

una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.

—¿Cómo, y o l iste la longaniza y no el poste? ¡Ole! ¡Ole! — le di je yo.

Y dejé le en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer , y tomé la puerta de

la vi l la en los pies de un trote, y antes que la noche viniese d i conmigo en Torr i jos. No

supe más lo que Dios hizo dél , ni curé de lo saber.

TRATADO III

CUENTA CÓMO LÁZARO SE ASENTÓ CON EL

ESCUDERO

(.. .)Andando as í discurr iendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya

la car idad se subió a l c ie lo, topóme Dios

con un escudero que iba por la ca l le con razonable vest ido, bien peinado, su paso y

compás en orden. Miróme, y yo a é l, y dí jome:

-Mochacho, ¿buscas amo?

Yo le di je: -Sí , señor.

-Pues vente t ras mí -me respondió- que Dios te ha hecho merced en topar conmigo.

Alguna buena oración rezaste hoy.

Y seguí le, dando gracias a Dios por lo que

le o í, y también que me parecía, según su hábito y cont inente, ser e l que yo había

menester.

Era de mañana cuando este mi tercero amo

topé, y l levóme tras s í gran parte de la ci u-dad. Pasábamos por las plazas do se vendía

pan y otras provis iones. Yo pensaba y aun deseaba que al l í me quer ía cargar de lo que

se vendía, porque ésta era propia hora

cuando se suele proveer de lo necesario; mas muy a tendido paso pasaba por estas

cosas. "Por ventura no lo ve aquí a su con-tento -decía yo- y querrá que lo compremos

en otro cabo."

Desta manera anduvimos hasta que dio las

once. Entonces se entró en la ig les ia ma-yor, y yo tras él , y muy devotamente le v i

oír misa y los otros of icios d iv inos, hasta que todo fue acabado y la gente ida. En-

tonces sal imos de la iglesia .

A buen paso tendido comenzamos a ir por

una ca l le abajo. Yo iba el más alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupa-

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do en buscar de comer. Bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se

prove ía en junto, y que ya la comida esta r-

ía a punto tal y como yo la deseaba y aun la había menester.

En este t iempo dio e l re loj la una después

de mediodía , y l legamos a una casa ante la

cual mi amo se paró, y yo con él ; y derr i -bando el cabo de la capa sobre el lado i z-

quierdo, sacó una l lave de la manga y abr ió su puerta y entramos en casa; la cual tenía

la entrada obscura y lóbrega de tal manera que parece que ponía temor a los que en

el la entraban, aunque dentro del la estaba

un pat io pequeño y razonables cámaras.

Desque fuimos entrados, quita de sobre s í su capa y, preguntando si tenía las manos

l impias, la sacudimos y doblamos, y muy

l impiamente soplando un poyo que al l í e s-taba, la puso en é l. Y hecho esto, sentóse

cabo del la , preguntándome muy por exten-so de dónde era y cómo había venido a

aquel la c iudad; y yo le d i más larga cuenta que quisiera,

porque me parecía más conveniente hora

de mandar poner la mesa y escudi l lar la ol la que de lo que me pedía. Con todo eso,

yo le sat isf ice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y cal lando

lo demás, porque me parecía no ser para

en cámara.

Esto hecho, estuvo ansí un poco, y yo lue-go v i mala señal , por ser ya casi las dos y

no le ver más al iento de comer que a un

muerto. Después desto, cons ideraba aquel tener cerrada la puerta con l lave ni sent ir

arr iba ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo que yo había visto eran pare-

des, s in ver en e l la s i l leta , n i ta jo, n i ba n-co, n i mesa, ni aun tal arcón como e l de

marras: f ina lmente, e l la parecía casa en-

cantada. Estando así , dí jome: -Tú, mozo, ¿has comido?"

No, señor -d i je yo-, que aún no eran dadas

las ocho cuando con vuestra merced en-

contré.

-Pues, aunque de mañana, yo había a lmor-zado, y cuando ans í como a lgo, hágote sa-

ber que hasta la noche me estoy ans í. Por eso, pásate como pudieres, que después

cenaremos.

Vuestra merced crea, cuando esto le oí ,

que estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre como por conocer de

todo en todo la fortuna serme adversa. Al l í

se me representaron de nuevo mis fat igas,

y torné a l lorar mis trabajos; a l l í se me v i-no a la memoria la cons ideración que hacía

cuando me pensaba ir del clér igo, diciendo

que aunque aquél era desventurado y míse-ro, por ventura topar ía con otro peor: f i -

nalmente, a l l í l loré mi trabajosa vida pasa-da y mi cercana muerte venidera. Y con

todo, dis imulando lo mejor que pude, le

di je:

-Señor, mozo soy que no me fat igo mucho por comer, bendito Dios. Deso me podré yo

alabar entre todos mis iguales por de mejor garganta, y ansí fu i yo loado de l la fasta

hoy día de los amos que yo he tenido.

(.. .)

—Virtud es ésa —di jo é l— , y por eso te querré yo más. Porque el hartar es de

los puercos y el comer regladamente es de

los hombres de bien.

«¡B ien te he entendido! —di je yo en-tre mí— . ¡Maldi ta tanta medic ina y bondad

como aquestos mis amos que yo hal lo

hal lan en la hambre!»

Púseme a un cabo del portal y saqué unos pedazos de pan del seno, que me hab-

ían quedado de los de por Dios. Él , que v io

esto, dí jome:

—Ven acá, mozo. ¿Qué comes?

Yo l legueme a él y mostré le e l pan.

Tomóme él un pedazo de tres que eran: el mejor y más grande. Y dí jome:

—Por mi vida, que parece éste buen pan.

—¡Y cómo! ¿Agora —di je yo— , señor,

es bueno?

—Sí, a fe —di jo él— . ¿Adónde lo

hubiste? ¿Si es amasado de manos l impias?

—No sé yo eso — le d i je—; mas a mí

no me pone asco el sabor de l lo.

—Así plega a Dios —di jo e l pobre de

mi amo.

Y l levándolo a la boca, comenzó a dar en é l tan f ieros bocados como yo en lo

otro.

—Sabrosís imo pan está —di jo— , por

Dios.

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Y como le sent í de qué pie coxqueaba, dime priesa. Porque le vi en disposic ión, s i

acababa antes que yo, se comedir ía a ayu-

darme a lo que me quedase. Y con esto acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a

sacudir con las manos unas pocas de miga-jas, y bien menudas, que en los pechos se

le habían quedado. Y entró en una camare-

ta que al l í estaba y sacó un jarro desboca-do y no muy nuevo, y desque hubo bebido

convidóme con él. Yo, por hacer el cont i-nente, di je:

—Señor, no bebo vino.

—Agua es —respondió— . Bien puedes beber.

Entonces tomé e l jarro y bebí . No mu-cho, porque de sed no era mi congoja.

As í estuvimos hasta la noche, hablan-

do en cosas que me preguntaba, a las cua-

les yo le respondí lo mejor que supe. En este t iempo metióme en la cámara donde

estaba el jarro de que bebimos y d í jome:

—Mozo: párate al l í y verás cómo

hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquí ade lante.

Púseme en un cabo y él del otro e

hicimos la negra cama. En la cual no había

mucho que hacer. Porque el la tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba

tendida la ropa encima de un negro colchón. Que por no estar muy cont inuado

a lavarse no parecía colchón, aunque servía

de él , con harta menos lana que era me-nester . Aquél tendimos, haciendo cuenta de

ablandarle . Lo cual era imposible , porque de lo duro mal se puede hacer blando. El

diab lo de l enjalma mald ita la cosa tenía

dentro de sí . Que puesto sobre el cañizo, todas las cañas se señalaban y parecían a

lo propio entrecuesto de f laquís imo puerco. Y sobre aquel hambriento colchón, un al fa-

mar de l mismo jaez, del cua l e l color yo no pude a lcanzar.

Hecha la cama y la noche venida, dí jome:

—Lázaro: ya es tarde y de aquí a la plaza hay gran trecho. También en es ta

ciudad andan muchos ladrones, que siendo de noche capean. Pasemos como podamos y

mañana, venido el d ía, Dios hará merced. Porque yo, por estar solo, no estoy prove í-

do; antes he comido estos días por al lá

fuera. Mas agora hacer lo hemos de otra manera.

—Señor: de mí —di je yo— ninguna pena tenga vuestra merced, que sé pasar

una noche y aun más, s i es menester, s in comer.

—Vivirás más y más sano —me res-pondió— . Porque, como decíamos hoy, no

hay ta l cosa en e l mundo para v ivir mucho que comer poco.

«Si por esa v ía es —di je entre mí— , nunca yo mor iré , que siempre he guardado

esa regla por fuerza, y aun espero, en mi desdicha, tener la toda la vida.»

Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las ca lzas y el jubón. Y mandóme

echar a sus pies, lo cual yo hice. Mas ma l-dito el sueño que yo dormí. Porque las ca-

ñas y mis sal idos huesos en toda la noche

dejaron de r i far y encenderse. Que con mis trabajos, males y hambres, p ienso que en

mi cuerpo no había l ibra de carne, y tam-bién, como aquel d ía no había comido casi

nada, rabiaba de hambre, la cua l con e l

sueño no tenía amistad. Maldí jeme mil ve-ces (Dios me lo perdone) y a mi ruin fort u-

na, a l l í , lo más de la noche, y, lo peor, no osándome revolver por no despertar le, pedí

a Dios muchas veces la muerte.

La mañana venida, levantámonos, y

comienza a l impiar y sacudir sus ca lzas y jubón, sayo y capa. Y yo, que le serv ía de

pel i l lo. Y v ístese muy a su placer, de espa-cio. Echéle aguamanos, pe inóse y puso su

espada en e l ta labarte, y a l t iempo que la

ponía, dí jome:

—¡Oh, si supieses, mozo, qué p ieza es

ésta! No hay marco de oro en e l mundo por que yo la diese. Mas así , ninguna de cuan-

tas Antonio hizo no acertó a poner le los aceros tan prestos como ésta los t iene.

Y sacóla de la vaina y tentóla con los dedos, d iciendo:

—¿Vesla aquí? Yo me obl igo con el la a

cercenar un copo de lana.

Y yo di je entre mí:

«Y yo con mis d ientes, aunque no son

de acero, un pan de cuatro l ibras.»

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Tornóla a meter y ciñóse la, y un sar-ta l de cuentas gruesas del ta labarte. Y con

un paso sosegado y el cuerpo derecho,

haciendo con él y con la cabeza muy gent i -les meneos, echando el cabo de la capa

sobre e l hombro y a veces so el brazo, y poniendo la mano derecha en e l costado,

sal ió por la puerta diciendo:

—Lázaro: mira por la casa en tanto

que voy a oí r misa, y haz la cama y ve por la vas i ja de agua a l r ío, que aquí bajo está,

y cierra la puerta con l lave, no nos hurten

algo, y ponla aquí a l quic io, porque si yo viniese en tanto pueda entrar .

Y súbese por la ca l le arr iba con tan

genti l semblante y cont inente, que quien no

le conociera pensara ser muy cercano pa-r iente de l conde de Arcos, o a lo menos

camarero que le daba de vest i r .

«¡Bendito seáis vos , Señor —quedé yo

diciendo— , que dais la enfermedad y ponéis el remedio! ¿Quién encontrará a aquel mi

señor, que no piense, según e l contento de sí l leva, haber anoche bien cenado y do r-

mido en buena cama, y, aunque agora es de mañana, no le cuenten por muy bien

almorzado? ¡Grandes secretos son, Señor,

los que vos hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañará aquel la buena dispos i-

ción y razonable capa y sayo? ¿Y quién pensará que aquel gent i l hombre se pasó

ayer todo e l día s in comer, con aquel men-

drugo de pan que su cr iado Lázaro tra jo un día y una noche en el arca de su seno, do

no se le podía pegar mucha l impieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a fa lta de

paño de manos se hacía servir de la ha lda

del sayo? Nadie por cierto lo sospechará. ¡Oh Señor, y cuántos de aquéstos debéis

vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que l laman honra lo

que por vos no sufr ir ían!»

Así estaba yo a la puerta, mirando y

considerando estas cosas y otras muchas, hasta que el señor mi amo traspuso la larga

y angosta cal le. Y como le v i t rasponer, tornéme a entrar en casa, y en un credo la

anduve toda, a lto y bajo, s in hacer represa

ni hal lar en qué. Hago la negra dura cama y tomo e l jarro y doy conmigo en e l r ío,

donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, a l

parecer de las que en aquel lugar no hacen

fal ta. Antes muchas t ienen por est i lo de irse a las mañanicas del verano a refrescar

y almorzar, s in l levar qué, por aquel las frescas r iberas, con conf ianza que no ha de

fa l tar quien se lo dé, según las t ienen puestas en esta costumbre aquel los hida l -

gos de l lugar.

Y como digo, é l estaba entre el las,

hecho un Macías, d ic iéndoles más dulzuras que Ovidio escr ibió. Pero como sint ieron de

él que estaba bien enternecido, no se les

hizo de vergüenza pedir le de almorzar con el acostumbrado pago.

É l , s int iéndose tan fr ío de bolsa cuan-

to estaba cal iente del estómago, tomóle ta l

calofr ío, que le robó la calor del gesto y comenzó a turbarse en la p lát ica y a poner

excusas no vál idas.

E l las, que debían ser bien inst ituidas,

como le s int ieron la enfermedad, dejáronle para el que era.

Yo, que estaba comiendo ciertos tron-

chos de berzas, con los cuales me des-

ayuné, con mucha d i l igencia , como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a

casa. De la cua l pensé barrer a lguna parte, que era b ien menester; mas no ha l lé con

qué. Púseme a pensar qué haría , y pare-

cióme esperar a mi amo hasta que e l día demediase y si vin iese y por ventura tra je-

se a lgo que comiésemos; mas en vano fue mi experiencia .

Desque vi ser las dos y no venía y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y

pongo la l lave do mandó y tórnome a mi menester. Con baja y enferma voz e incl i-

nadas mis manos en los senos, puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su nombre,

comienzo a pedir pan por las puertas y ca-

sas más grandes que me parecía . Mas como yo este oficio le hubiese mamado en la l e-

che, quiero decir que con e l gran maestro el ciego lo aprendí , tan suficiente d iscípulo

sal í que aunque en este pueblo no había

car idad ni e l año fuese muy abundante, tan buena maña me di , que antes que el re loj

diera las cuatro ya yo tenía otras tantas l ibras de pan ens i ladas en el cuerpo y más

de otras dos en las mangas y senos. Volv í -

me a la posada, y al pasar por la tr iper ía pedí a una de aquel las mujeres, y d iome un

pedazo de uña de vaca con otras pocas de tr ipas cocidas.

Cuando l legué a casa, ya el bueno de mi amo estaba en el la, doblada su capa y

puesta en el poyo y él paseándose por el pat io. Como entro, vínose para mí. Pensé

que me quería reñir la tardanza; mas mejor lo h izo Dios.

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Preguntóme do venía. Yo le di je:

—Señor: hasta que dio las dos estuve

aquí, y de que vi que vuestra merced no venía, fuime por esa ciudad a encomenda r-

me a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis.

Mostré le el pan y las tr ipas, que en un cabo de la halda traía , a lo cua l é l mostró

buen semblante, y d i jo:

—Pues esperado te he a comer, y de

que vi que no viniste, comí. Mas tú haces como hombre de bien en eso. Que más vale

pedir lo por Dios que no hurtar lo. Y as í é l me ayude como e l lo me parece bien, y so-

lamente te encomiendo no sepan que vives

conmigo, por lo que toca a mi honra. Aun-que bien creo que será secreto, según lo

poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a é l yo hubiera de venir!

—Deso p ierda, señor, cuidado — le di je yo— , que mald ito aquel que ninguno t iene

de pedirme esa cuenta ni yo de darla .

—Agora, pues, come, pecador. Que, si

a Dios p lace, presto nos veremos si n nece-sidad. Aunque te d igo que después que en

esta casa entré nunca bien me ha ido. Debe ser de mal sue lo. Que hay casas desdicha-

das y de mal p ie , que a los que viven en

el las pegan la desdicha. Ésta debe ser, s in duda, del las; mas yo te prometo, acabado

el mes, no quede en e l la aunque me la den por mía.

Sentéme al cabo del poyo, y, por que no me tuviese por glotón, ca l lé la merien-

da. Y comienzo a cenar y morder en mis tr ipas y pan, y dis imuladamente miraba a l

desventurado señor mío, que no part ía sus

ojos de mis haldas, que a aquel la sazón servían de plato. Tanta lást ima haya Dios

de mí como yo había dél , porque sent í lo que sent ía y muchas veces había por e l lo

pasado y pasaba cada día. Pensaba si ser ía bien comedirme a convidal le; mas, por me

haber dicho que había comido, temíame no

aceptar ía el convite . Finalmente, yo desea-ba que e l pecador ayudase a su t rabajo de l

mío y se desayunase como el d ía antes hizo, pues había mejor aparejo, por ser

mejor la v ianda y menos mi hambre.

Quiso Dios cumpli r mi deseo, y aun

pienso que e l suyo. Porque como comencé a comer y él se andaba paseando, l legóse a

mí y dí jome:

—Dígote, Lázaro, que t ienes en comer la mejor grac ia que en mi vida v i a hombre

y que nadie te lo verá hacer que no le pon-

gas gana aunque no la tenga.

«La muy buena que tú t ienes —di je yo entre mí— te hace parecer la mía hermo-

sa.»

Con todo, parecióme ayudar le, pues

se ayudaba y me abría camino para e l lo, y dí je le:

—Señor: el buen aparejo hace buen art í f ice. Es te pan está sabros ís imo y esta

uña de vaca tan bien cocida y sazonada, que no habrá a quien no convide con su

sabor.

—¿Uña de vaca es?

—Sí, señor.

—Dígote que es el mejor bocado de l mundo y que no hay fa isán que así me se-

pa.

—Pues pruebe, señor, y verá qué ta l

está.

Póngole en las uñas la otra y tres o

cuatro rac iones de pan de lo más b lanco. Y asentóseme al lado y comienza a comer

como aquel que lo había gana, royendo ca-da hueseci l lo de aquel los mejor que un ga l-

go suyo lo hiciera.

—Con almodrote —decía— , es éste

singular manjar.

—Con mejor salsa lo comes tú —

respondí yo paso.

—Por Dios, que me ha sabido como s i hoy no hubiera comido bocado.

«¡Así me vengan los buenos años co-mo es el lo!», d i je yo entre mí.

P idióme el jarro del agua, y díselo como lo había t ra ído. Es señal que, pues no

le fa ltaba e l agua, que no le había a mi amo sobrado la comida. Bebimos, y muy

contentos nos fu imos a dormir, como la

noche pasada.

Y por evitar prol i j idad, de esta mane-ra estuvimos ocho o diez d ías, yéndose el

pecador en la mañana con aquel contento y

paso contado a papar aire por las ca l les,

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teniendo en el pobre Lázaro una cabeza de lobo.

Contemplaba yo muchas veces mi de-sastre: que, escapando de los amos ruines

que había tenido y buscando mejoría, vini e-se a topar con quien no sólo no me mantu-

viese, mas a quien yo había de mantener.

Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía más. Y muchas veces, por

l levar a la posada con que él pasase, yo lo pasaba mal.

Porque una mañana, levantándose el tr is te en camisa, subió a lo al to de la casa

a hacer sus menesteres, y en tanto, yo, por sal i r de sospecha, desenvolv í le e l jubón y

las calzas, que a la cabecera dejó, y ha l lé

una bolsi l la de terciopelo raso, hecha cien dobleces y sin maldita la blanca ni seña l

que la hubiese tenido mucho t iempo.

«Éste —decía yo— es pobre y nadie

da lo que no t iene; mas el avariento ciego, y el malaventurado mezquino clér igo, que,

con dárselo Dios a ambos, a l uno de mano besada y al otro de lengua suel ta, me ma-

taban de hambre, aquél los es justo de s-amar y aquéste de haber manci l la.»

Dios me es test igo que hoy d ía, cuan-do topo con alguno de su hábito con aquel

paso y pompa, le he lást ima con pensar si padece lo que aquél le vi sufr ir . Al cua l,

con toda su pobreza, holgaría de servir más

que a los otros por lo que he d icho. Sólo tenía dél un poco descontento. Que quis i e-

ra yo que no tuviera tanta presunción; mas que abajara un poco su fantas ía con lo mu-

cho que subía la necesidad. Mas, según me

parece, es regla ya entre el los usada y guardada. Aunque no haya cornado de

trueco, ha de andar e l bir rete en su lugar. El Señor lo remedie, que ya con este mal

han de mor ir .

Pues estando yo en ta l estado, pasan-

do la v ida que d igo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme no era sat is fecha, que

en aquel la t rabajada y vergonzosa v ivienda

no durase. Y fue, como el año en esta t i e-rra fuese estér i l de pan, acordaron en

ayuntamiento que todos los pobres extran-jeros se fuesen de la ciudad, con pregón

que el que de al l í adelante topasen fuese punido con azotes. Y así , e jecutando la ley,

desde a cuatro días que el pregón se dio, v i

l levar una procesión de pobres azotando por las cuatro cal les. La cua l me puso tan

gran espanto, que nunca osé desmandarme a demandar.

Aquí v iera, quien verlo pudiera, la abst inencia de mi casa y la tr isteza y si le n-

cio de los moradores; tanto, que nos acae-

ció estar dos o tres d ías sin comer bocado ni hablar palabra. A mí d iéronme la vida

unas mujerci l las h i landeras de algodón, que hacían bonetes y v ivían par de nosotros,

con las cuales yo tuve vecindad y conoc i-

miento. Que de la laceria que les tra ían me daban alguna cos i l la, con la cual muy pasa-

do me pasaba.

Y no tenía tanta lást ima de mí como

del last imado de mi amo, que en ocho d ías mald ito e l bocado que comió. A lo menos

en casa, bien lo estuvimos s in comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y

ver le venir a mediodía la cal le abajo, con est i rado cuerpo, más largo que ga lgo de

buena casta!

Y por lo que toca a su negra, que d i -

cen, honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y sa l ía a la

puerta escarbando los dientes, que nada

entre sí tenían, quejándose todavía de aquel mal solar , diciendo:

—Malo está de ver, que la desdicha

desta vivienda lo hace. Como ves, es lóbre-

ga, tr is te, oscura. Mientras aquí estuviér a-mos, hemos de padecer. Ya deseo que se

acabe este mes por sa l ir de el la.

Pues estando en tan af l ig ida y ham-

brienta persecución, un día , no sé por cuál dicha o ventura, en el pobre poder de mi

amo entró un rea l. Con e l cual é l v ino a casa tan ufano como si tuviera tesoro de

Venecia, y con gesto muy a legre me lo dio,

diciendo:

—Toma, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano: ve a la plaza, merca pan

y vino y carne; ¡quebremos el ojo a l diablo!

Y más te hago saber, por que te huelgues: que he alqui lado otra casa y en ésta desas-

trada no hemos de estar más de en cum-pl iendo e l mes. ¡Mald ita sea e l la y el que

en el la puso la pr imera te ja , que con mal

en el la entré! Por nuestro Señor, cuanto ha que en e l la vivo, gota de vino ni bocado de

carne no he comido ni he habido descanso ninguno; mas ¡ta l v ista t iene y ta l oscur i -

dad y t r is teza! Ve y ven presto, y comamos hoy como condes.

Tomo mi real y jarro y, a los pies dándoles pr iesa, comienzo a subir mi cal le ,

encaminando mis pasos para la plaza, muy contento y alegre. Mas ¿qué que me apro-

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vecha s i está const ituido en mi tr iste fort u-na que ningún gozo me venga sin zozobra?

Y así fue éste. Porque, yendo la cal le arr i-

ba, echando mi cuenta en lo que emplearía mi real , que fuese mejor y más provecho-

samente gastadlo, dando infini tas gracias a Dios que a mi amo había hecho con d inero,

a deshora me vino al encuent ro un muerto,

que por la cal le abajo muchos clér igos y gente en unas andas t ra ían.

Arr iméme a la pared, por darle lugar,

y desque el cuerpo pasó, venía luego a par

del lecho una que debía ser mujer del d i -funto, cargada de luto, y con e l la otras mu-

chas mujeres; la cual iba l lorando a gran-des voces y d iciendo:

—Marido y señor mío: ¿adónde os me l levan? ¡A la casa tr is te y desdichada, a la

casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben!

Yo que aquel lo oí , juntóseme el cie lo con la t ierra y di je:

«¡Oh desdichado de mí! Para mi casa

l levan este muerto.»

Dejo el camino que me l levaba y hendí

por medio de la gente, y vuelvo por la cal le abajo, a todo el más correr que pude, para

mi casa. Y, entrando en el la, cier ro a gran-

de pr iesa, invocando el auxi l io y favor de mi amo, abrazándome dél, que me venga a

ayudar y a defender la entrada. El cual, a lgo al terado, pensando que fuese otra co-

sa, me di jo:

—¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces

das? ¿Qué has? ¿Por qué cierra s la puerta con tal fur ia?

—¡Oh señor —di je yo—: acuda aquí, que nos t raen acá un muerto!

—¿Cómo as í? —respondió é l.

—Aquí arr iba lo encontré, y venía d i-ciendo su mujer: «Marido y señor mío:

¿adónde os l levan? ¡A la casa lóbrega y oscura, a la casa t r is te y desdichada, a la

casa donde nunca comen ni beben!» Acá,

señor, nos lo t raen.

Y ciertamente, cuando mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy

r isueño, r ió tanto, que en muy gran rato

estuvo s in poder hablar . En este t iempo tenía yo echada la a ldaba a la puerta y

puesto el hombro en el la por más defensa. Pasó la gente con su muerto, y yo todavía

me recelaba que nos le habían de meter en

casa. Y desque fue ya más harto de re ír que de comer el bueno de mi amo dí jome:

—Verdad es, Lázaro; según la viuda lo

va d ic iendo, tú viste razón de pensar lo que

pensaste; mas, pues Dios lo ha hecho me-jor y pasan adelante, abre, abre y ve por

de comer.

—Déjalos, señor, acaben de pasar la

cal le —di je yo.

A l f in v ino mi amo a la puerta de la cal le y ábrela esforzándome, que bien era

menester, según e l miedo y alteración, y

me tornó a encaminar. Mas aunque com i-mos bien aquel día , maldi to e l gusto yo

tomaba en el lo. Ni en aquel los tres d ías torné en mi color . Y mi amo, muy r isueño

todas las veces que se le acordaba aquel la

mi consideración.

Desta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, a lgunos

días, y en todo deseando saber la intención

de su venida y estada en esta t ierra . Po r-que desde el pr imer día en que con él me

asenté le conocí ser extranjero, por e l poco conocimiento y t rato que con los natura les

del la tenía .

Al f in se cumpl ió mi deseo y supe lo

que deseaba. Porque un d ía que habíamos comido razonablemente y estaba a lgo con-

tento, contóme su hacienda, y d í jome ser de Cast i l la la Vieja y que había dejado su

t ierra no más de por no quitar e l bonete a

un caba l lero su vecino.

—Señor —di je yo—: s i é l era lo que

decís y tenía más que vos, ¿no errábades en no quitárselo pr imero, pues decís que él

también os lo quitaba?

—Sí es y sí t iene y también me lo qu i-

taba él a mí; mas, de cuantas veces yo se lo quitaba primero, no fuera malo comedi r-

se é l a lguna y ganarme por la mano.

—Parésceme, señor — le di je yo— , que

en eso no mirara, mayormente con mis ma-yores que yo y que t ienen más.

—Eres muchacho —me respondió— y

no sientes las cosas de la honra, en que el

día de hoy está todo e l caudal de los hom-bres de bien. Pues te hago saber que yo

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soy, como ves, un escudero; mas vótote a Dios, s i a l conde topo en la ca l le y no me

quita muy bien quitado del todo e l bonete,

que otra vez que venga me sepa yo entrar en una casa, f ing iendo yo en e l la a lgún ne-

gocio, o atravesar otra ca l le , s i la hay, a n-tes que l legue a mí, por no quitárselo. Que

un hidalgo no debe a otro que a Dios y a l

rey nada, ni es justo, s iendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mu-

cho su persona. Acuérdome que un día deshonré en mi t ierra a un ofic ia l y quise

poner en é l las manos porque cada vez que le topaba me decía: «Mantenga Dios a

vuestra merced.» «Vos, don vi l lano ruin —

le di je yo— , ¿por qué no sois b ien cr iado? "¿Manténgaos Dios" me habéis de decir ,

como s i fuese quienquiera?» De al l í adelan-te, de aquí acul lá , me qui taba el bonete y

hablaba como debía;

—¿Y no es buena manera de sa ludar

un hombre a otro —di je yo— decir le que le mantenga Dios?

—¡Mira, mucho de enhoramala! —di jo él— . A los hombres de poca arte d icen eso;

mas a los más altos, como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las manos de

vuestra merced», o, por lo menos: «Béso-

os, señor, las manos», si e l que me habla es caba l lero. Y así , aquel de mi t ierra que

me atestaba de mantenimiento nunca más le quise sufr i r , n i sufr i r ía, n i sufr iré a hom-

bre del mundo, del rey abajo, que «Manténgaos Dios» me diga.

«Pecador de mí —dije yo— , por eso t iene tan poco cuidado de mantenerte,

pues no sufre que nadie se lo ruegue.»

—Mayormente —di jo— que no soy tan

pobre que no tengo en mi t ierra un solar de casas que, a estar e l las en p ie y bien l a-

bradas, d ieciséis leguas de donde nací , en

aquel la costani l la de Val ladol id, valdr ían más de doscientas veces mi l maravedís,

según se podrían hacer grandes y buenas. Y tengo un palomar, que, a no estar derr i-

bado como está, dar ía cada año más de doscientos pa lominos. Y otras cosas que me

cal lo, que dejé por lo que tocaba a mi hon-

ra. Y vine a esta c iudad pensando que hal lar ía un buen as iento; mas no me ha

sucedido como pensé. Canónigos y señores de la iglesia muchos ha l lo; mas es gente

tan l imitada, que no los sacarán de su paso

todo e l mundo. Cabal leros de media ta l la también me ruegan; mas servir con éstos

es gran trabajo. Porque de hombre os hab-éis de convert i r en mal i l la, y si no «Andá

con Dios» os dicen. Y las más veces son los pagamentos a largos p lazos, y las más y las

más ciertas comido por servido. Ya, cuando

quieren reformar conciencia y sat isfaceros vuestros sudores, sois l ibrados en la r e-

cámara, en un sudado jubón o raída capa o sayo. Ya, cuando asienta un hombre con un

señor de t í tu lo, todavía pasa su laceria .

¿Pues, por ventura, no hay en mí habi l idad para servir y contentar a éstos? Por Dios, s i

con é l topase, muy gran su privado pienso que fuese y que mil servicios le hiciese,

porque yo sabr ía menti l le tan bien como otro y agrada l le a las mil maravi l las. Reír le

hía mucho sus donaires y costumbres, aun-

que no fuesen las mejores del mundo. Nun-ca decir le cosa que le pesase, aunque mu-

cho le cumpliese. Ser muy di l igente en su persona, en dicho y hecho. No me matar

por no hacer bien las cosas que é l no hab r-

ía de ver. Y ponerme a reñir, donde lo oye-se, con la gente de servicio, porque pare-

ciese tener gran cuidado de lo que a él t o-caba. Si r iñese con algún su cr iado, dar

unos punti l los agudos para le encender la ira y que pareciesen en favor del culpado.

Decir le bien de lo que bien le estuviese y,

por el contrar ío, ser mal ic ioso, mofador, mals inar a los de casa y a los de fuera,

pesquisar y procurar de saber vidas a jenas para contárselas, y otras muchas galas de

esta ca l idad, que hoy día se usan en pal a-

cio y a los señores dél parecen b ien. Y no quieren ver en sus casas hombres v irtuo-

sos; antes los aborrecen y t ienen en poco y l laman necios y que no son personas de

negocios ni con quien el señor se puede

descuidar. Y con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo

usaría; mas no quiere mi ventura que le hal le.

Desta manera lamentaba también su adversa fortuna mi amo, dándome re lac ión

de su persona valerosa.

Pues, estando en esto, entró por la

puerta un hombre y una vie ja . El hombre le pide el a lqui ler de la casa y la vie ja el de la

cama. Hacen cuenta, y de los dos meses le alcanzaron lo que él en un año no alcanza-

ra. P ienso que fueron doce o trece reales. Y él les dio muy buena respuesta: que

saldr ía a la plaza a t rocar una pieza de a

dos y que a la tarde volviesen; mas su sal i-da fue sin vuel ta.

Por manera que a la tarde volv ieron;

mas fue tarde. Yo les di je que aún no era

venido. Venida la noche y é l no, yo hube

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miedo de quedar en casa solo, y fuime a las vecinas y conté les el caso, y a l l í dormí.

Venida la mañana, los acreedores vuelven y preguntan por el vecino; mas a

estotra puerta. Las mujeres le re sponden:

—Veis aquí su mozo y la l lave de la

puerta.

E l los me preguntaron por él , y d í je les

que no sabía adónde estaba y que tampoco había vuelto a casa desde que sal ió a tr o-

car la pieza, y que pensaba que de mí y de el los se había ido con el t rueco.

De que esto me oyeron, van por un alguaci l y un escr ibano. Y he los do vuelven

luego con el los, y toman la l lave, y l lámanme, y l laman test igos y abren la

puerta, y entran a embargar la hacienda de mi amo hasta ser pagados de su deuda.

Anduvieron toda la casa, y hal láronla de s-

embarazada, como he contado, y dícenme:

—¿Qué es de la hacienda de tu amo: sus arcas y paños de pared y alhajas de

casa?

—No sé yo eso — les respondí .

—Sin duda —dicen— , esta noche lo deben haber alzado y l levado a alguna par-

te. Señor alguaci l: prended a este mozo, que él sabe dónde está.

En esto vino el a lguaci l y echóme ma-no por el col lar del jubón, d ic iendo:

—Muchacho: tú eres preso si no des-

cubres los bienes de tu amo.

Yo, como en otra ta l no me hubiese

visto —porque as ido del col lar s í había sido muchas e inf initas veces; mas era mansa-

mente dél tratado, para que mostrase el

camino a l que no veía— , hube mucho mie-do, y, l lorando, prometí le decir lo que pre-

guntaban.

—Bien está —dicen el los— . Pues di

todo lo que sabes y no hayas temor.

Sentóse e l escr ibano en un poyo para escr ibir e l inventario, preguntándome qué

tenía.

—Señores —di je yo—: lo que este mi

amo t iene, según é l me d ijo, es un muy

buen solar de casas y un palomar derr iba-do.

—Bien está —dicen el los— . Por poco que eso valga, hay para nos entregar de la

deuda. ¿Y a qué parte de la c iudad t iene eso? —me preguntaron.

—En su t ierra — les respondí.

—Por Dios, que está bueno e l negocio

—di jeron e l los— . ¿Y adónde es su t ierra?

—De Cast i l la la Vieja me di jo é l que era — les di je yo.

Riéronse mucho el a lguaci l y e l escr i-bano, d ic iendo:

—Bastante re lac ión es ésta para co-

brar vuestra deuda, aunque mejor fuese.

Las vecinas, que estaban presentes,

di jeron:

—Señores: éste es un niño inocente y

ha pocos d ías que está con ese escudero, y no sabe más que vuestras mercedes, s ino

cuando el pecadorc ito se l lega aquí a nue s-tra casa y le damos de comer l o que pode-

mos, por amor de Dios, y a las noches se

iba a dormir con é l.

V ista mi inocencia, dejáronme, dándome por l ibre. Y el a lguaci l y e l escr i-

bano piden al hombre y a la mujer sus de-

rechos. Sobre lo cua l tuvieron gran con-t ienda y ruido. Porque el los a legaron no ser

obl igados a pagar, pues no había de qué ni se hacía el embargo. Los otros decían que

habían dejado de i r a otro negocio, que les

importaba más, por venir a aquél .

Fina lmente, después de dadas muchas voces, a l cabo carga un porquerón con el

vie jo a l famar de la vie ja , aunque no iba

muy cargado. Al lá van todos c inco dando voces. No sé en qué paró. Creo yo que e l

pecador al famar pagara por todos. Y b ien se empleaba, pues el t iempo que había de

reposar y descansar de los t rabajos pasa-

dos se andaba a lqui lando.

Así , como he contado, me dejó mi po-bre tercero amo, do acabé de conocer mi

ru in d icha. Pues, señalándose todo lo que

podía contra mí, hacía mis negocios tan al revés, que los amos, que suelen ser deja-

dos de los mozos, en mí no fuese así , mas que mi amo me dejase y huyese de mí.

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha Miguel de Cervantes Saavedra.1ªParte 1605

http://cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/293299804052069364150357/p0000001.htm#17

Capítu lo I

Que trata de la condición y e jerc icio del famoso hidalgo Don Qui jote de la Mancha En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho t iempo

que vivía un hidalgo de los de lanza en a s-t i l lero, adarga ant igua, rocín f laco y ga lgo

corredor. Una ol la de algo más vaca que

carnero, salpicón las más noches, due los y quebrantos los sábados, lantejas los vie r-

nes, a lgún palomino de añadidura los do-mingos, consumían las tres partes de su

hacienda. El resto de l la concluían sayo de

velarte, ca lzas de ve l ludo para las f iestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días

de entresemana se honraba con su ve l lor í de lo más f ino. Tenía en su casa una ama

que pasaba de los cuarenta, y una sobr ina

que no l legaba a los veinte, y un mozo de campo y p laza, que así ens i l laba e l roc ín

como tomaba la podadera. Fr isaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años;

era de complexión recia , seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo

de la caza. Quieren decir que tenía el so-

brenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna di ferencia en los autores

que deste caso escr iben; aunque por conje-turas veros ími les se deja entender que se

l lamaba Qui jana. Pero esto importa poco a

nuestro cuento: basta que en la narrac ión dél no se salga un punto de la verdad. Es,

pues, de saber que este sobredicho hida l-go, los ratos que estaba ocioso, que eran

los más del año, se daba a leer l ibros de caba l ler ías, con tanta af ic ión y gusto, que

olvidó casi de todo punto e l e jercicio de la

caza, y aun la administrac ión de su hacie n-da; y l legó a tanto su curios idad y desat ino

en esto, que vendió muchas hanegas de t ierra de sembradura para comprar l ibros

de cabal ler ías en que leer , y as í, l levó a su

casa todos cuantos pudo haber del los; y de todos, n ingunos le parecían tan b ien como

los que compuso el famoso Fe l ic iano de Si lva; porque la c lar idad de su prosa y

aquel las entr icadas razones suyas le pare c-

ían de per las, y más cuando l legaba a leer aquel los requiebros y cartas de desaf íos,

donde en muchas partes hal laba escr ito: «La razón de la s inrazón que a mi razón se

hace, de tal manera mi razón enflaquece,

que con razón me quejo de la vuestra fe r-

mosura». Y

también cuando le ía: «.. . los altos cie los que de vuestra div in idad d iv inamente con

las estrel las os fort i f ican, y os hacen mere-cedora del merecimiento que merece la

vuestra grandeza». Con estas razones perd-

ía el pobre cabal lero el juic io, y desve lába-se por entender las y desentrañarles el sen-

t ido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Ar istóteles, s i resucitara para

sólo el lo. No estaba muy bien con las her i -

das que don Bel ianís daba y recebía , po r-que se imaginaba que, por grandes maes-

tros que le hubiesen curado, no dejar ía de tener e l rostro y todo el cuerpo l leno de

cicatr ices y seña les. Pero, con todo, a laba-

ba en su autor aquel acabar su l ibro con la promesa de aquel la inacabable aventura, y

muchas veces le v ino deseo de tomar la pluma y da l le f in a l pie de la letra , como

al l í se promete; y s in duda alguna lo hic i e-ra, y aun sa l iera con el lo, s i otros mayores

y cont inuos pensamientos no se lo estorba-

ran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto,

graduado en Sigüenza), sobre cuá l había sido mejor caba l lero: Palmerín de Ingalat e-

rra, o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás,

barbero del mismo pueblo, decía que ni n-guno l legaba al Cabal lero del Febo, y que s i

a lguno se le podía comparar, era don Gala-or , hermano de Amadís de Gaula, porque

tenía muy acomodada condic ión para todo; que no era caba l lero mel indroso, n i tan

l lorón como su hermano, y que en lo de la

valent ía no le iba en zaga. En resoluc ión, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le

pasaban las noches leyendo de c laro en claro, y los días de turbio en turb io; y as í,

del poco dormi r y del mucho leer se le secó

el celebro de manera, que v ino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquel lo

que le ía en los l ibros, así de encantamentos como de pendencias, bata l las, desafíos,

her idas, requiebros, amores, tormentas y

disparates imposibles; y asentósele de ta l modo en la imaginación que era verdad

toda aquel la máquina de aquel las soñadas invenciones que le ía, que para é l no había

otra histor ia más cierta en el mundo. Decía él que e l Cid Ruy Díaz había s ido muy buen

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caba l lero; pero que no tenía que ver con e l Cabal lero de la Ardiente Espada, que de

sólo un revés había part ido por medio dos

f ieros y descomunales gigantes. Mejor e s-taba con Bernardo del Carpio, porque en

Roncesval les había muerto a Roldán e l e n-cantado, val iéndose de la industr ia de

Hércules, cuando ahogó a Anteo, e l hi jo de

la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del g igante Morgante, porque, con ser

de aquel la generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, é l solo era

afable y bien cr iado. Pero, sob re todos, estaba b ien con Reina ldos de Monta lbán, y

más cuando le veía sal i r de su cast i l lo y

robar cuantos topaba, y cuando en al lende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo

de oro, según d ice su histor ia . Diera él, por dar una mano de coces al t ra idor de Ga-

la lón, a l ama que tenía, y aun a su sobr ina

de añadidura. En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en e l más extraño pensa-

miento que jamás dio loco en e l mundo; y fue que le pareció convenib le y necesario,

así para e l aumento de su honra como para el servicio de su repúbl ica, hacerse cabal l e-

ro andante, y i rse por todo e l mundo con

sus armas y cabal lo a buscar las aventuras y a e jerci tarse en todo aquel lo que él había

le ído que los caba l leros andantes se e jerc i-taban, deshaciendo todo género de agravio ,

y poniéndose en ocas iones y pel igros don-

de, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado

por e l va lor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y as í, con estos tan

agradables pensamientos, l levado del e x-

traño gusto que en el los sent ía , se d io pr iesa a poner en efeto lo que deseaba. Y

lo pr imero que hizo fue l impiar unas armas que habían s ido de sus bisabuelos, que,

tomadas de or ín y l lenas de moho, luengos sig los había que estaban puestas y olv ida-

das en un r incón. Limpió las y aderezolas lo

mejor que pudo, pero vio que tenían una gran fal ta, y era que no tenían celada de

encaje, s ino morr ión simple; mas a esto supl ió su industr ia , porque de cartones hizo

un modo de media celada, que, encajada

con el morr ión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si

era fuerte y podía estar a l r iesgo de una cuchi l lada, sacó su espada y le dio dos go l-

pes, y con el pr imero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no

dejó de parecerle mal la faci l idad con que

la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste pe l igro, la tornó a hacer de nuevo,

poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de ta l manera, que é l quedó sat i s-

fecho de su fortaleza y, s in querer hacer

nueva experiencia de l la, la di putó y tuvo

por ce lada f inís ima de encaje. Fue luego a ver su roc ín, y aunque tenía más cuartos

que un rea l y más tachas que el cabal lo de

Gonela, que tantum pel l is et ossa fu it , le pareció que ni e l Bucéfa lo de Alejandro ni

Babieca el de l C id con él se igualaban. Cua-tro d ías se le pasaron en imaginar qué

nombre le pondr ía; porque (según se decía

él a sí mesmo) no era razón que cabal lo de caba l lero tan famoso, y tan bueno él por sí ,

estuviese s in nombre conocido; y así , pr o-curaba acomodársele de manera que decla-

rase quién había s ido antes que fuese de caba l lero andante, y lo que era entonces;

pues estaba muy puesto en razón que, mu-

dando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de e s-

truendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así ,

después de muchos nombres que formó,

borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, a l f in

le vino a l lamar Rocinante, nombre, a su parecer, a lto, sonoro y s igni f icat ivo de lo

que había s ido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y pr imero

de todos los roc ines del mundo.

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su ca-bal lo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este

pensamiento duró otros ocho días, y al ca-bo se v ino a l lamar Don Qui jo te; de donde,

como queda dicho, tomaron ocasión los

autores desta tan verdadera histor ia que, s in duda, se debía de l lamar Qui jada, y no

Quesada, como otros quisieron decir . Pero, acordándose que e l va leroso Amadís no

sólo se había contentado con l lamarse

Amadís a secas, s ino que añadió el nombre de su re ino y patr ia , por hacerla famosa, y

se l lamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caba l lero, añadir a l suyo el nombre de

la suya y l lamarse Don Qui jote de la Man-cha, con que, a su parecer, declaraba muy

al vivo su l ina je y patr ia, y la honraba con

tomar el sobrenombre del la . Limpias, pues, sus armas, hecho de l morr ión ce lada, pue s-

to nombre a su roc ín y confi rmándose a sí mismo, se d io a entender que no le fa ltaba

otra cosa sino buscar una dama de quien

enamorarse: porque el cabal lero andante sin amores era árbol s in hojas y s in fruto y

cuerpo sin alma. Decíase é l : «Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena

suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ord inario les acontece a

los cabal leros andantes, y le derr ibo de un

encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, f inalmente, le venzo y le r indo, ¿no será

bien tener a quien enviar le presentado, y que entre y se hinque de rodi l las ante mi

dulce señora, y diga con voz humi lde y

rendida: «Yo, señora, soy el gigante Cara-

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cul iambro, señor de la ínsula Mal indrania, a quien venció en s ingular bata l la e l jamás

como se debe a labado cabal lero don Qui jo-

te de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que

la vuestra grandeza disponga de mí a su talante»? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen

caba l lero cuando hubo hecho este discurso,

y más cuando ha l ló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un

lugar cerca del suyo había una moza labra-dora de muy buen parecer, de quien é l un

t iempo anduvo enamorado, aunque, según se ent iende, el la jamás lo supo, n i le d io

cata de l lo. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a

ésta le pareció ser bien darle t í tulo de se-ñora de sus pensamientos; y, buscándole

nombre que no desdi jese mucho del suyo, y que t irase y se encaminase al de princesa y

gran señora, v ino a l lamar la Dulc inea de l

Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y

signi f icat ivo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

Capítu lo II

Que trata de la pr imera sal ida que de su t ierra hizo el ingenioso Don Qui jote Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más t iempo a poner en efeto su

pensamiento, apretándole a el lo la fa l ta

que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pen-

saba deshacer, tuertos que enderezar, s i n-razones que enmendar, y abusos que mejo-

rar, y deudas que sat isfacer. Y así , s in dar

parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes

del d ía, que era uno de los ca lurosos del mes de ju l io, se armó de todas sus armas,

subió sobre Rocinante, puesta su mal com-puesta celada, embrazó su adarga, tomó su

lanza, y, por la puerta fa lsa de un corral ,

sal ió a l campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta faci l idad había

dado princip io a su buen deseo. Mas, ape-nas se vio en el campo, cuando le asa ltó un

pensamiento terr ible , y ta l, que por poco le

hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era arma-

do cabal lero, y que, conforme a ley de ca-bal ler ía , ni podía ni debía tomar armas con

ningún cabal lero; y, puesto que lo fuera, había de l levar armas blancas, como novel

caba l lero, s in empresa en el escudo, hasta

que por su esfuerzo la ganase. Estos pen-samientos le hicieron t i tubear en su propó-

sito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar

caba l lero de l pr imero que topase, a imit a-

ción de otros muchos que as í lo h icieron, según é l había le ído en los l ibros que tal le

tenían. En lo de las armas b lancas, pensaba

l impiar las de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con

esto se quietó y pros iguió su camino, sin l levar otro que aquél que su cabal lo quería ,

creyendo que en aquel lo consist ía la fuerza

de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro f lamante aventurero, iba hablando

consigo mesmo y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros t iempos, cuando

salga a luz la verdadera histor ia de mis famosos hechos, que el sabio que los escr i-

biere no ponga, cuando l legue a contar es-

ta mi pr imera sa l ida tan de mañana, desta manera? Apenas había el rubicundo Apolo

tendido por la faz de la ancha y espaciosa t ierra las doradas hebras de sus hermosos

cabel los, y apenas los pequeños y pintados

pajar i l los con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y mel i f lua armonía la

venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del ce loso mar ido, por las

puertas y ba lcones de l manchego hor izonte a los mortales se mostraba, cuando el f a-

moso caba l lero Don Qui jote de la Mancha,

dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caba l lo Rocinante; y comenzó a ca-

minar por e l ant iguo y conocido campo de Mont ie l». Y era la verdad que por él cam i-

naba. Y añadió dic iendo: Dichosa edad, y

sig lo d ichoso aquél adonde sa ldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de enta l larse

en bronces, esculpi rse en mármoles y p i n-tarse en tablas, para memoria en lo futuro.

¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que

seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina histor ia! Ruégote que no te

olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carr e-

ras. Luego volv ía dic iendo, como si verda-deramente fuera enamorado: ¡Oh princesa

Dulcinea, señora deste caut ivo corazón!

Mucho agravio me habedes fecho en despe-dirme y reprocharme con el r iguroso af in-

camiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de

membraros deste vuestro sujeto corazón,

que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con éstos iba ensartando otros disparates,

todos a l modo de los que sus l ibros le hab-ían enseñado, imitando en cuanto podía su

lenguaje; y, con esto, caminaba tan despa-cio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto

ardor, que fuera bastante a derret ir le los

sesos, s i a lgunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de

contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quis iera topar luego con quien

hacer experiencia del valor de su fuerte

brazo. Autores hay que dicen que la pr ime-

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ra aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los mol inos

de v iento; pero, lo que yo he podido aver i-

guar en este caso, y lo que he hal lado e s-cr ito en los anales de la Mancha, es que é l

anduvo todo aquel día , y, a l anochecer, su rocín y él se ha l laron cansados y muertos

de hambre; y que, mirando a todas partes

por ver si descubrir ía a lgún cast i l lo o algu-na majada de pastores donde recogerse y

adonde pudiese remediar su mucha hambre y neces idad, v io, no lejos de l camino por

donde iba, una venta, que fue como s i vi e-ra una estre l la que, no a los portales, s ino

a los alcázares de su redención le encami-

naba. Diose priesa a caminar, y l legó a el la a t iempo que anochecía. Estaban acaso a la

puerta dos mujeres mozas, destas que l l a-man «del part ido», las cuales iban a Sevi l la

con unos arr ieros que en la venta aquel la

noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba,

veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar a l modo de lo que había le ído, luego

que vio la venta se le representó que era un cast i l lo con sus cuatro torres y chapit e-

les de luc iente p lata, s i n fa ltar le su puente

levadiza y honda cava, con todos aquel los adherentes que semejantes cast i l los se pi n-

tan. Fuese l legando a la venta, que a é l le parecía cast i l lo , y a poco trecho del la det u-

vo las r iendas a Rocinante, esperando que

algún enano se pusiese entre las a lmenas a dar seña l con alguna trompeta de que l l e-

gaba cabal lero al cast i l lo . Pero como vio que se tardaban y que Rocinante se daba

priesa por l legar a la caba l ler iza, se l legó a

la puerta de la venta, y v io a las dos di s-tra ídas mozas que al l í estaban, que a él le

parecieron dos hermosas doncel las o dos graciosas damas que delante de la puerta

del cast i l lo se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero que andaba

recogiendo de unos rastrojos una manada

de puercos (que, s in perdón, a sí se l laman) tocó un cuerno, a cuya señal e l los se reco-

gen, y al instante se le representó a Don Qui jote lo que deseaba, que era que algún

enano hacía señal de su venida, y así , con

extraño contento l legó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un

hombre de aquel la suerte armado, y con lanza y adarga, l lenas de miedo se iban a

entrar en la venta; pero Don Quijote, co l i -giendo por su huida su miedo, alzándose la

visera de papelón y descubriendo su seco y

polvoroso rostro, con genti l ta lante y voz reposada, les di jo: Non fuyan las vuestras

mercedes, ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de cabal ler ía que profeso non

toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más

a tan al tas doncel las como vuestras pre-

sencias demuestran. Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro,

que la mala visera le encubr ía; mas como

se oyeron l lamar doncel las, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la r isa,

y fue de manera que Don Qui jote v ino a correrse y a decir les: Bien parece la mesu-

ra en las fermosas, y es mucha sandez,

además, la r isa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni

mostredes mal ta lante; que el mío non es de ál que de servi ros. El lenguaje, no en-

tendido de las señoras, y e l mal ta l le de nuestro cabal lero acrecentaba en el las la

r isa , y en él e l enojo, y pasara muy adela n-

te si a aquel punto no sa l iera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy

pací f ico, e l cual , v iendo aquel la f igura con-trahecha, armada de armas tan desigua les

como eran la br ida, lanza, adarga y cosele-

te, no estuvo en nada en acompañar a las doncel las en las muestras de su contento.

Mas, en efeto, temiendo la máquina de tan-tos pertrechos, determinó de hablar le co-

medidamente, y así le di jo: Si vuestra me r-ced, señor cabal lero, busca posada, amén

del lecho (porque en esta venta no hay

ninguno), todo lo demás se hal lará en e l la en mucha abundancia . Viendo Don Qui jote

la humi ldad de l a lca ide de la forta leza, que tal le pareció a él e l ventero y la venta,

respondió: Para mí, señor castel lano, cua l-

quiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear , etcétera.

Pensó e l huésped que el haberle l lamado castel lano había sido por haber le parecido

de los sanos de Cast i l la, aunque é l era an-

daluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, n i menos maleante

que estudiante o paje, y así le respondió: Según eso, las camas de vuestra merced

serán duras peñas, y su dormir, s iempre velar; y siendo así , bien se puede apear,

con segur idad de ha l lar en esta choza oca-

sión y ocas iones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y, diciendo

esto, fue a tener el estr ibo a Don Qui jote, e l cual se apeó con mucha di f icul tad y tr a-

bajo, como aquél que en todo aquel d ía no

se había desayunado. Di jo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caba-

l lo, porque era la mejor pieza que comía pan en e l mundo. Miró le el ventero, y no le

pareció tan bueno como Don Qui jote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la ca-

bal ler iza, vo lv ió a ver lo que su huésped

mandaba, al cual estaban desarmando las doncel las, que ya se habían reconci l iado

con é l; las cuales, aunque le habían quit a-do el peto y el espaldar, jamás supieron ni

pudieron desencajar le la gola , n i qui ta l le la

contrahecha celada, que traía atada con

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unas cintas verdes, y era menester corta r-las, por no poderse quitar los ñudos; mas

él no lo quiso consenti r en ninguna manera,

y así , se quedó toda aquel la noche con la celada puesta, que era la más graciosa y

extraña f igura que se pudiera pensar; y al desarmar le (como él se imaginaba que

aquel las tra ídas y l levadas que le desarma-

ban eran algunas principales señoras y da-mas de aquel cast i l lo) les d i jo con mucho

donaire:

-Nunca fuera caba l lero de damas tan bien servido

como fuera Don Qui jote

cuando de su aldea vino: doncel las curaban dél;

pr incesas, del su Rocino.

o Rocinante, que éste es el nombre, seño-

ras mías, de mi cabal lo, y Don Qui jote de la Mancha el mío; que, puesto que no quis iera

descubr irme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descub rieran,

la fuerza de acomodar al propósito presen-te este romance v ie jo de Lanzarote ha sido

causa que sepáis mi nombre antes de toda

sazón; pero, t iempo vendrá en que las vuestras señor ías me manden y yo obedez-

ca, y el va lor de mi brazo descubra el de-seo que tengo de servi ros. Las mozas, que

no estaban hechas a oír semejantes retór i-

cas, no respondían palabra; sólo le pregun-taron si quería comer alguna cosa. Cua l-

quiera yantaría yo, respondió Don Qui jote, porque, a lo que ent iendo, me haría mucho

al caso. A d icha, acertó a ser v iernes aquel

día, y no había en toda la venta s ino unas rac iones de un pescado que en Cast i l la l l a -

man abadejo, y en Andalucía baca l lao, y en otras partes curadi l lo , y en otras t ruchuela.

Preguntáronle si por ventura comería su merced t ruchuela; que no había otro pes-

cado que dal le a comer. Como haya muchas

truchuelas -respondió Don Qui jote -, podrán servi r de una trucha; porque eso se me da

que me den ocho reales en senci l los que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que

podría ser que fuesen estas truchuelas co-

mo la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabri to que el cabrón. Pero, sea lo que

fuere, venga luego; que el trabajo y peso de las armas no se puede l levar s in el g o-

bierno de las tr ipas. Pus iéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújo le

el huésped una porc ión del mal remojado y

peor cocido baca l lao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era mate-

r ia de grande r isa verle comer, porque, co-mo tenía puesta la ce lada y a lzada la v ise-

ra, no podía poner nada en la boca con sus

manos s i otro no se lo daba y ponía, y as í,

una de aquel las señoras serv ía deste me-nester . Mas al darle de beber, no fue pos i -

ble , ni lo fuera s i e l ventero no horadara

una caña, y puesto el un cabo en la boca, por e l otro le iba echando el vino; y todo

esto lo recebía en paciencia , a trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en

esto, l legó acaso a la venta un castrador de

puercos; y, as í como l legó, sonó su si lbato de cañas cuatro o c inco veces, con lo cua l

acabó de confi rmar Don Qui jote que estaba en algún famoso cast i l lo, y que le serv ían

con música, y que el abadejo eran truchas; el pan candeal, y las rameras, damas, y el

ventero castel lano de l cast i l lo , y con esto

daba por bien empleada su determinación y sal ida. Mas lo que más le fat igaba era e l no

verse armado cabal lero, por parecerle que no se podría poner legít imamente en aven-

tura alguna s in recebir la orden de caba-

l ler ía.

Capítu lo III

Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo Don Qui jote en armarse cabal lero Y as í, fat igado deste pensamiento, abrevió

su venteri l y l imitada cena; la cual acaba-da, l lamó al ventero y, encerrándose con él

en la cabal ler iza, se hincó de rodi l las ante él, d iciéndole: No me levantaré jamás de

donde estoy, va leroso caba l lero, fasta que

la vuestra cortesía me otorgue un don que pedir le quiero, el cual redundará en a la-

banza vuestra y en pro de l género humano. El ventero, que vio a su huésped a sus pies

y oyó semejantes razones, estaba confuso

mirándole, s in saber qué hacerse ni decir le, y porf iaba con él que se levantase, y jamás

quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba

yo menos de la gran magni f icencia vuestra, señor mío, respondió Don Quijote; y as í, os

digo que el don que os he pedido y de

vuestra l iberal idad me ha s ido otorgado es que mañana en aquel día me habéis de a r-

mar caba l lero, y esta noche en la capi l la deste vuestro cast i l lo ve laré las armas, y

mañana, como tengo dicho, se cumpli rá lo

que tanto deseo, para poder, como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo

buscando las aventuras, en pro de los me-nesterosos, como está a cargo de la caba-

l ler ía y de los caba l leros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es

incl inado. El ventero, que, como está dicho,

era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la fa lta de ju ic io de su hué s-

ped, acabó de creerlo cuando acabó de o ír semejantes razones; y por tener qué reí r

aquel la noche, determinó de seguir le el

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humor; y as í, le di jo que andaba muy ace r-tado en lo que deseaba y pedía y que tal

prosupuesto era propio y natural de los

caba l leros tan principa les como él parecía y como su ga l larda presencia mostraba; y

que é l, ans imesmo, en los años de su mo-cedad, se había dado a aquel honroso eje r-

cicio, andando por diversas partes del

mundo buscando sus aventuras, s in que hubiese dejado los Perche les de Málaga,

Islas de R iarán, Compás de Sevi l la , Azogue-jo de Segovia, la Ol ivera de Valencia, Ron-

di l la de Granada, P laya de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Venti l las de Toledo, y

otras diversas partes, donde había e jerci ta-

do la l igereza de sus pies y sut i leza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recue s-

tando muchas v iudas, deshaciendo a lgunas doncel las y engañando a algunos pupi los,

y, f ina lmente, dándose a conocer por cuan-

tas audiencias y t r ibunales hay cas i en toda España; y que a lo ú l t imo, se había venido

a recoger a aquel su cast i l lo , donde viv ía con su hacienda y con las ajenas, recogien-

do en él a todos los cabal leros andantes, de cualquiera cal idad y condición que fue-

sen, sólo por la mucha afición que les tenía

y porque part iesen con é l de sus haberes, en pago de su buen deseo. Dí jo le también

que en aquel su cast i l lo no había capi l la a lguna donde poder velar las armas, porque

estaba derr ibada para hacerla de nuevo;

pero que, en caso de neces idad, él sabía que se podían ve lar dondequiera, y que

aquel la noche las podría velar en un pat io del cast i l lo; que a la mañana, s iendo Dios

servido, se har ían las debidas ceremonias,

de manera que él quedase armado caba l l e-ro, y tan cabal lero, que no pudiese ser más

en el mundo. Preguntole si tra ía d ineros; respondió Don Qui jote que no t raía b lanca,

porque él nunca había le ído en las histor ias de los cabal leros andantes que ninguno los

hubiese tra ído. A esto di jo el ventero que

se engañaba: que, puesto caso que en las histor ias no se escr ibía, por haberles pare-

cido a los autores del las que no era menes-ter escrebir una cosa tan c lara y tan nece-

saria de traerse como eran d ineros y cam i-

sas l impias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así , tuv iese por cie r-

to y averiguado que todos los caba l leros andantes, de que tantos l ibros están l lenos

y atestados, l levaban bien herradas las bo l-sas, por lo que pudiese suceder les; y que

asimesmo l levaban camisas y una arqueta

pequeña l lena de ungüentos para curar las her idas que recebían, porque no todas ve-

ces en los campos y desiertos donde se combat ían y sa l ían heridos había quien los

curase, s i ya no era que tenían algún sabio

encantador por amigo, que luego los so-

corr ía, trayendo por e l a ire, en alguna nu-be, a lguna donce l la o enano con a lguna

redoma de agua de ta l vi rtud, que en gus-

tando alguna gota del la , luego al punto quedaban sanos de sus l lagas y her idas,

como si mal a lguno hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron

los pasados cabal leros por cosa acertada

que sus escuderos fuesen prove ídos de d i-neros y de otras cosas necesarias, como

eran hi las y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los ta les cabal leros no

tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), e l los mesmos lo l l evaban todo en

unas al for jas muy sut i les, que casi no se

parecían, a las ancas del cabal lo, como que era otra cosa de más importancia; porque,

no siendo por ocasión semejante, esto de l levar al for jas no fue muy admit ido entre

los cabal leros andantes; y por esto le daba

por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había

de ser, que no caminase de al l í adelante sin d ineros y sin las prevenciones refer idas,

y que vería cuán bien se hal laba con el las cuando menos se pensase. Promet io le Don

Qui jote de hacer lo que se le aconsejaba,

con toda puntual idad, y así , se d io luego orden como ve lase las armas en un corral

grande que a un lado de la venta estaba; y recogiéndolas Don Quijote todas, las puso

sobre una pi la que junto a un pozo estaba,

y embrazando su adarga, as ió de su lanza, y con genti l cont inente se comenzó a pase-

ar delante de la pi la; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche. Contó

el ventero a todos cuantos estaban en la

venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caba l ler ía que

esperaba. Admiráronse de tan extraño género de locura y fuéronselo a mirar des-

de le jos, y vieron que con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras,

arr imado a su lanza, ponía los ojos en las

armas, s in quitar los por un buen espacio del las. Acabó de cerrar la noche; pero con

tanta clar idad de la luna, que podía compe-t ir con el que se la prestaba, de manera

que cuanto e l nove l cabal lero hacía era

bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arr ieros que estaban en la venta

ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de Don Qui jote, que est a-

ban sobre la p i la; e l cual , v iéndole l legar, en voz alta le di jo: Oh tú, quienquiera que

seas, atrevido cabal lero, que l legas a tocar

las armas del más va leroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces y

no las toques, s i no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se curó e l

arr iero destas razones (y fuera mejor que

se curara, porque fuera curarse en salud);

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antes, t rabando de las correas, las arrojó gran t recho de sí . Lo cual v isto por Don

Qui jote, a lzó los ojos al cie lo y, puesto el

pensamiento (a lo que pareció) en su seño-ra Dulc inea, di jo: Acorredme, señora mía,

en esta pr imera afrenta que a este vuestro avasal lado pecho se le ofrece: no me des-

fa l lezca en este pr imero trance vuestro fa-

vor y amparo; y d ic iendo éstas y otras se-mejantes razones, sol tando la adarga, a lzó

la lanza a dos manos y dio con el la tan gran golpe al arr iero en la cabeza, que le

derr ibó en e l suelo, tan maltrecho, que s i segundara con otro, no tuviera necesidad

de maestro que le curara. Hecho esto, r e-

cogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde al l í a

poco, s in saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arr iero),

l legó otro con la mesma intención de dar

agua a sus mulos y, l legando a quitar las armas para desembarazar la p i la , s in hablar

Don Qui jote palabra y sin pedir favor a na-die , sol tó otra vez la adarga y a lzó otra vez

la lanza y, s in hacer la pedazos, hizo más de tres la cabeza de l segundo arr iero, porque

se la abr ió por cuatro. Al ru ido acudió toda

la gente de la venta, y entre e l los e l vent e-ro. Viendo esto Don Qui jote, embrazó su

adarga y, puesta mano a su espada, di jo: ¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y v i -

gor del debi l i tado corazón mío! Ahora es

t iempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu caut ivo cabal lero, que tamaña

aventura está atendiendo. Con esto cobró a su parecer tanto ánimo, que s i le acomet i e-

ran todos los arr ieros del mundo, no volv i e-

ra el p ie atrás. Los compañeros de los her i -dos, que ta les los vieron, comenzaron de s-

de lejos a l lover piedras sobre Don Quijote, e l cua l, lo mejor que podía, se reparaba

con su adarga, y no se osaba apartar de la pi la , por no desamparar las armas. E l ven-

tero daba voces que le dejasen, porque ya

les había d icho como era loco, y que por loco se l ibrar ía, aunque los matase a todos.

También Don Qui jote las daba mayores l lamándolos de alevosos y tra idores, y que

el señor del cast i l lo era un fo l lón y mal na-

cido cabal lero, pues de tal manera consent-ía que se tratasen los andantes cabal leros;

y que s i é l hubiera recebido la orden de caba l ler ía , que él le diera a entender su

alevosía; pero de vosotros, soez y baja ca-nal la, no hago caso alguno: t irad, l legad,

venid, y ofendedme en cuanto pudiéredes;

que vosotros veréis e l pago que l leváis de vuestra sandez y demasía . Decía esto con

tanto br ío y denuedo, que infundió un t e-rr ible temor en los que le acomet ían; y así

por esto como por las persuasiones de l

ventero, le dejaron de t irar , y él dejó ret i -

rar a los heridos y tornó a la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que

primero. No le parecieron b ien al ventero

las burlas de su huésped, y determinó abreviar y dar le la negra orden de cabal le r-

ía luego, antes que otra desgracia sucedie-se. Y as í, l legándose a él, se desculpó de la

insolencia que aquel la gente baja con él

había usado, sin que él supiese cosa algu-na; pero que b ien cast igados quedaban de

su atrevimiento. Dí jole como ya le había dicho que en aquel cast i l lo no había capi l la ,

y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar

armado cabal lero cons ist ía en la pescozada

y en el espaldarazo, según é l tenía not ic ia del ceremonia l de la orden, y que aquel lo

en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba a l

velar de las armas, que con solas dos horas

de ve la se cumplía , cuanto más que él hab-ía estado más de cuatro. Todo se lo creyó

Don Qui jote, y di jo que él estaba al l í pron-to para obedecerle , y que concluye se con la

mayor brevedad que pudiese; porque s i fuese otra vez acometido y se viese armado

caba l lero, no pensaba dejar persona viva

en el cast i l lo, eceto aquél las que él le mandase, a quien por su respeto dejar ía.

Advert ido y medroso desto el castel lano, trujo luego un l ibro donde asentaba la paja

y cebada que daba a los arr ieros, y con un

cabo de vela que le t ra ía un muchacho, y con las dos ya dichas doncel las, se v ino

adonde Don Quijote estaba, a l cua l mandó hincar de rodi l las; y, leyendo en su manual

como que decía alguna devota oración, en

mitad de la leyenda alzó la mano y dio le sobre e l cue l lo un buen golpe, y t ras é l,

con su mesma espada, un gent i l espaldaza-ro, s iempre murmurando entre dientes, co-

mo que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquel las damas que le c iñese la espada,

la cua l lo h izo con mucha desenvoltura y

discrec ión, porque no fue menester poca para no reventar de r isa a cada punto de

las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del nove l caba l lero les tenían

la r isa a raya. Al ceñi r le la espada, di jo la

buena señora: Dios haga a vuestra merced muy venturoso cabal lero y le dé ventura en

l ides. Don Qui jote le preguntó cómo se l l a-maba, porque él supiese de a l l í adelante a

quién quedaba obl igado por la merced re-cebida, porque pensaba dar le a lguna parte

de la honra que alcanzase por e l valor de

su brazo. El la respondió con mucha humi l-dad que se l lamaba la Tolosa, y que era

hi ja de un remendón natura l de Toledo que vivía a las tendi l las de Sanchobienaya, y

que donde quiera que el la estuvie se le ser-

vi r ía y le tendría por señor. Don Qui jote le

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repl icó que, por su amor, le hic iese merced que de al l í ade lante se pus iese don y se

l lamase doña Tolosa. El la se lo prometió, y

la otra le ca lzó la espuela; con la cua l le pasó cas i e l mismo coloquio que con la de

la espada. Preguntole su nombre, y d i jo que se l lamaba la Mol inera y que era hi ja

de un honrado mol inero de Antequera; a la

cual también rogó Don Quijote que se pu-siese don y se l lamase doña Mol inera, ofr e-

ciéndole nuevos servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta

al l í nunca vistas ceremonias, no v io la hora Don Qui jote de verse a cabal lo y sal i r bu s-

cando las aventuras; y ens i l lando luego a

Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le di jo cosas tan extrañas, agra-

deciéndole la merced de haberle armado caba l lero, que no es posible acertar a refe-

r ir las. El ventero, por ver le ya fuera de la

venta, con no menos retór icas, aunque con más breves pa labras, respondió a las suyas

y, s in pedir le la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora.

Capítu lo IV

De lo que le sucedió a nuestro cabal lero cuando sa l ió de la venta La del a lba ser ía cuando Don Quijote sal ió de la venta, tan contento, tan gal lardo, tan

alborozado por verse ya armado caba l lero,

que el gozo le reventaba por las c inchas del cabal lo. Mas, v iniéndole a la memoria

los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesar ias que había de

l levar consigo, especia l la de los d ineros y

camisas, determinó volver a su casa y aco-modarse de todo, y de un escudero,

haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hi jos,

pero muy a propósi to para el of ic io escude-r i l de la cabal ler ía. Con este pensamiento

guió a Rocinante hacia su aldea, el cua l,

cas i conociendo la querencia , con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que

no ponía los pies en e l sue lo. No había an-dado mucho, cuando le pareció que a su

diestra mano, de la espesura de un bosque

que al l í estaba, sal ían unas voces de l ica-das, como de persona que se quejaba; y

apenas las hubo o ído, cuando di jo: Gracias doy al cie lo por la merced que me hace,

pues tan presto me pone ocasiones de lante donde yo pueda cumplir con lo que debo a

mi profesión, y donde pueda coger el fruto

de mis buenos deseos. Estas voces, s in du-da, son de algún menesteroso, o meneste-

rosa, que ha menester mi favor y ayuda; y volviendo las r iendas, encaminó a Rocinan-

te hacia donde le pareció que las voces

sal ían. Y a pocos pasos que entró por e l bosque, vio atada una yegua a una encina,

y atado en otra a un muchacho, desnudo de

medio cuerpo arr iba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba,

y no sin causa, porque le estaba dando con una pret ina muchos azotes un labrador de

buen tal le, y cada azote le acompañaba con

una reprehensión y consejo. Porque decía: La lengua queda y los ojos l istos. Y el mu-

chacho respondía: No lo haré otra vez, se-ñor mío; por la pas ión de Dios, que no lo

haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.

Y viendo Don Qui jote lo que pasaba, con voz a irada d i jo: Descortés caba l lero, mal

parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caba l lo y tomad

vuestra lanza (que también tenía una lanza

arr imada a la encina adonde estaba arren-dada la yegua) que yo os haré conocer ser

de cobardes lo que estáis haciendo. E l l a-brador, que vio sobre sí aquel la f igura l lena

de armas blandiendo la lanza sobre su ros-tro, túvose por muerto, y con buenas pala-

bras respondió: Señor cabal lero, este mu-

chacho que estoy cast igando es un mi cr i a-do, que me sirve de guardar una manada

de ovejas que tengo en estos contornos; el cual es tan descuidado, que cada d ía me

fal ta una; y porque cast igo su descuido, o

bel laquer ía, dice que lo hago de miserable, por no pagal le la soldada que le debo, y en

Dios y en mi ánima que miente. ¿Miente delante de mí, ru in v i l lano? di jo

Don Qui jote. Por el sol que nos alumbra,

que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más répl ica;

s i no, por el Dios que nos r ige, que os con-cluya y aniqui le en este punto: desatadlo

luego. E l labrador bajó la cabeza y sin re s-ponder palabra, desató a su cr iado, a l cua l

preguntó Don Quijote que cuánto le debía

su amo. Él d i jo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Qui jo-

te y ha l ló que montaban sesenta y tres r e-ales, y d í jo le a l labrador que a l momento

los desembolsase, s i no quería mori r por

el lo. Respondió e l medroso v i l lano que para el paso en que estaba y juramento que

había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos; porque se le habían de

descontar y recebir en cuenta t res pares de zapatos que le había dado, y un rea l de dos

sangr ías que le habían hecho estando en-

fermo. B ien está todo eso, repl icó Don Qu i-jote, pero quédense los zapatos y las

sangr ías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si é l rompió e l cuero de

los zapatos que vos pagastes, vos le habéis

rompido e l de su cuerpo; y si le sacó e l

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barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que, por

esta parte, no os debe nada. El daño está,

señor cabal lero, en que no tengo aquí dine-ros: véngase Andrés conmigo a mi casa,

que yo se los pagaré un real sobre ot ro. ¿Irme yo con é l, d i jo el muchacho, más?

¡Mal año! No, señor, ni por p ienso; porque

en v iéndose solo, me desol lará como a un San Barto lomé. No hará tal , repl icó Don

Qui jote, basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que é l me lo jure

por la ley de cabal ler ía que ha recebido, le dejaré i r l ibre y aseguraré la paga. Mire

vuestra merced, señor, lo que dice, di jo el

muchacho, que este mi amo no es caba l l e-ro, n i ha recebido orden de caba l ler ía a lgu-

na; que es Juan Haldudo el r ico, e l vecino del Quintanar. Importa eso poco, respondió

Don Qui jote, que Haldudos puede haber

caba l leros; cuanto más, que cada uno es hi jo de sus obras. As í es verdad di jo

Andrés; pero este mi amo, ¿de qué obras es hi jo, pues me niega mi so ldada y mi s u-

dor y trabajo? No n iego, hermano Andrés, respondió el labrador, y hacedme placer de

veniros conmigo, que yo juro por todas las

órdenes que de cabal ler ías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un rea l s o-

bre otro, y aun sahumados. Del sahumer io os hago gracia , d i jo Don Qui jote; dádselos

en reales, que con eso me contento; y m i-

rad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de

volver a buscaros y a cast igaros, y que os tengo de hal lar , aunque os escondáis más

que una lagart i ja . Y s i queré is saber quién

os manda esto, para quedar con más veras obl igado a cumpl ir lo, sabed que yo soy e l

valeroso Don Qui jote de la Mancha, e l de s-facedor de agravios y sinrazones; y a Dios

quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena

pronunciada. Y en d ic iendo esto, picó a su

Rocinante, y en breve espacio se apartó del los. Siguiole el labrador con los ojos y

cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, vo lvióse a su cr iado

Andrés, y d í jo le: Venid acá, hi jo mío, que

os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.

Eso juro yo, di jo Andrés; y ¡cómo que an-dará vuestra merced acertado en cumpli r e l

mandamiento de aquel buen caba l lero, que mil años viva; que, según es de va leroso y

de buen juez, vive Roque, que si no me

paga, que vuelva y ejecute lo que d ijo. También lo juro yo, d i jo e l labrador; pero,

por lo mucho que os quiero, quiero acre-centar la deuda, por acrecentar la paga. Y

asiéndole del brazo, le tornó a atar a la

encina, donde le d io tantos azotes, que le

dejó por muerto. L lamad, señor Andrés, ahora, decía el labrador, a l desfacedor de

agravios, veréis cómo no desface aquéste.

Aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desol laros v ivo,

como vos temíades; pero, a l f in, le desató y le dio l icencia que fuese a buscar su juez,

para que ejecutase la pronunciada senten-

cia . Andrés se part ió algo mohíno, jurando de i r a buscar al va leroso Don Qui jote de la

Mancha, y contal le punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar

con las setenas. Pero, con todo esto, é l se part ió l lorando y su amo se quedó r iendo. Y

desta manera deshizo el agravio el va leroso

Don Quijote; e l cua l , content ís imo de lo sucedido, pareciéndole que había dado fe-

l ic ís imo y al to pr inc ip io a sus cabal ler ías, con gran sat is fación de sí mismo iba cam i-

nando hacia su a ldea, d iciendo a media

voz: B ien te puedes l lamar d ichosa sobre cuantas hoy viven en la t ierra, ¡oh sobre

las bel las be l la Dulcinea del Toboso! pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a

toda tu voluntad e ta lante a un tan val iente y tan nombrado caba l lero como lo es y será

Don Quijote de la Mancha; e l cua l, como

todo e l mundo sabe, ayer rescib ió la orden de caba l ler ía , y hoy ha desfecho el mayor

tuerto y agravio que formó la s inrazón y cometió la crue ldad: hoy quitó el lát igo de

la mano a aquel despiadado enemigo que

tan s in ocasión vapulaba a aquel del icado infante. En esto, l legó a un camino que en

cuatro se dividía , y luego se le vino a la imaginación las encruc i jadas donde los ca-

bal leros andantes se ponían a pensar cuál

camino de aquél los tomarían; y, por imita r-los, estuvo un rato quedo, y a l cabo de

haberlo muy b ien pensado, soltó la r ienda a Rocinante, dejando a la voluntad del roc ín

la suya, el cua l s iguió su pr imer intento, que fue el i rse camino de su cabal ler iza. Y

habiendo andado como dos mi l las, descu-

brió Don Qui jote un grande t ropel de gen-te, que, como después se supo, eran unos

mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murc ia. Eran seis , y venían con sus

quitasoles, con otros cuatro cr iados a caba-

l lo y tres mozos de mulas a p ie . Apenas los divisó Don Qui jote, cuando se imaginó ser

cosa de nueva aventura; y por imitar en todo cuanto a él le parecía posib le los pa-

sos que había le ído en sus l ibros, le pareció venir a l l í de molde uno que pensaba hacer.

Y así , con genti l cont inente y denuedo, se

afi rmó b ien en los estr ibos, apretó la lanza, l legó la adarga al pecho, y puesto en la

mitad del camino, estuvo esperando que aquel los caba l leros andantes l legasen, que

ya él por ta les los tenía y juzgaba; y cuan-

do l legaron a trecho que se pudieron ver y

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oír , levantó Don Quijote la voz, y con ademán arrogante d ijo: Todo el mundo se

tenga, si todo el mundo no conf iesa que no

hay en el mundo todo doncel la más hermo-sa que la emperatr iz de la Mancha, la s in

par Dulcinea del Toboso. Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver

la extraña f igura de l que las decía , y por la

f igura y por las razones luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron

ver despacio en qué paraba aquel la confe-sión que se les pedía, y uno de l los, que era

un poco bur lón y muy mucho d iscreto, le di jo: Señor caba l lero, nosotros no conoce-

mos quién sea esa buena señora que decís;

mostrádnosla: que si e l la fuere de tanta hermosura como signi f icáis , de buena gana

y s in apremio a lguno confesaremos la ve r-dad que por parte vuestra nos es pedida. S i

os la mostrara, repl icó Don Qui jote, ¿qué

hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin

ver la lo habéis de creer, confesar, af irmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois

en batal la, gente descomunal y soberbia . Que, ahora vengáis uno a uno, como pide

la orden de cabal ler ía , ahora todos juntos,

como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero,

confiado en la razón que de mi parte ten-go: Señor cabal lero, repl icó e l mercader,

supl ico a vuestra merced, en nombre de

todos estos pr ínc ipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos nuestras con-

ciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más s iendo tan en

per juicio de las emperatr ices y reinas de l

Alcarr ia y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de

esa señora, aunque sea tamaño como un grano de tr igo; que por el h i lo se sacará e l

ovi l lo , y quedaremos con esto sat is fechos y seguros, y vuestra merced quedará conten-

to y pagado; y aun creo que estamos ya

tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del

otro le mana bermellón y p iedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced,

diremos en su favor todo lo que quis iere.

No le mana, cana l la infame, respondió Don Qui jote, encendido en cólera; no le mana,

digo, eso que decís , s ino ámbar y alga l ia entre algodones; y no es tuerta ni corcova-

da, s ino más derecha que un huso de Gua-darrama. Pero ¡vosotros pagaréis la grande

blasfemia que habéis dicho contra tamaña

beldad como es la de mi señora! Y en d i-ciendo esto, arremet ió con la lanza baja

contra el que lo había dicho, con tanta f u-r ia y enojo, que si la buena suerte no hicie-

ra que en la mitad del camino tropezara y

cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido

mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y

queriéndose levantar , jamás pudo: ta l em-

barazo le causaban la lanza, adarga, espue-las y celada, con e l peso de las ant iguas

armas. Y entre tanto que pugnaba por l e-vantarse y no podía, estaba d ic iendo: Non

fuyáis , gente cobarde; gente caut iva, aten-

ded; que no por culpa mía, s ino de mi ca-bal lo, estoy aquí tendido. Un mozo de mu-

las de los que al l í venían, que no debía de ser muy b ien intencionado, oyendo decir a l

pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufr ir s in darle la respuesta en las cost i l las.

Y l legándose a él, tomó la lanza y después

de haberla hecho pedazos, con uno del los comenzó a dar a nuestro Don Qui jote ta n-

tos palos, que, a despecho y pesar de sus armas, le mol ió como cibera. Dábanle voces

sus amos que no le diese tanto y que le

dejase; pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envi dar todo el

resto de su cólera; y acudiendo por los de-más trozos de la lanza, los acabó de des-

hacer sobre el miserable caído, que, con toda aquel la tempestad de pa los que sobre

él vía , no cerraba la boca, amenazando a l

cie lo y a la t ierra , y a los malandri nes, que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los

mercaderes s iguieron su camino, l levando qué contar en todo él del pobre apaleado.

El cual , después que se vio solo, tornó a

probar si podía levantarse; pero s i no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo

har ía mol ido y casi deshecho? Y aún se ten-ía por d ichoso, pareciéndole que aquél la

era propia desgracia de cabal leros andan-

tes, y toda la atr ibuía a la fa l ta de su caba-l lo; y no era posib le levantarse, según ten-

ía brumado todo el cuerpo.

Capítu lo V

Donde se prosigue la narración de la de s-gracia de nuestro caba l lero Viendo, pues, que, en efeto, no podía me-

nearse, acordó de acogerse a su ord inario remedio, que era pensar en algún paso de

sus l ibros; y trújo le su locura a la memor ia

aquél de Valdovinos y de l marqués de Man-tua, cuando Carloto le dejó her ido en la

montiña, histor ia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, ce lebrada y aun

cre ída de los viejos, y con todo esto, no más verdadera que los mi lagros de Ma-

homa. Ésta, pues, le pareció a él que le

venía de molde para el paso en que se hal laba; y así , con muestras de grande sen-

t imiento, se comenzó a volcar por la t ierra y a decir con debi l i tado al iento lo mesmo

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que dicen decía e l her ido cabal lero del bos-que:

-¿Donde estás, señora mía, Que no te duele mi mal?

O no lo sabes, señora, O eres fa lsa y des leal .

Y desta manera fue pros iguiendo e l r o-mance, hasta aquel los versos que dicen:

-¡Oh noble marqués de Mantua,

Mi t ío y señor carnal! Y quiso la suerte que, cuando l legó a este

verso, acertó a pasar por a l l í un labrador

de su mesmo lugar y vecino suyo, que ven-ía de l levar una carga de tr igo a l mol ino; e l

cual , v iendo aquel hombre a l l í tendido, se l legó a él y le preguntó que quién era y qué

mal sent ía, que tan tr istemente se quejaba.

Don Qui jote creyó, s in duda, que aquél era el marqués de Mantua, su t ío, y as í, no le

respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su

desgracia y de los amores de l hi jo del Em-perante con su esposa, todo de la mesma

manera que el romance lo canta. El labra-

dor estaba admirado oyendo aquel los di s-parates; y quitándole la v isera, que ya e s-

taba hecha pedazos de los palos, le l impió el rostro, que le tenía cubierto de polvo, y

apenas le hubo l impiado, cuando le conoció

y le di jo: Señor Qui jana, que as í se debía de l lamar cuando él tenía ju ic io y no había

pasado de hida lgo sosegado a caba l lero andante, ¿quién ha puesto a vuestra mer-

ced desta suerte? Pero él seguía con su

romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le

quitó e l peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni seña l

a lguna. Procuró levantarle del sue lo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento,

por parecer cabal ler ía más sosegada. Reco-

gió las armas, hasta las ast i l las de la lanza, y l io las sobre Rocinante, a l cual tomó de la

r ienda, y del cabestro al asno, y se enca-minó hacia su pueblo, bien pensat ivo de o ír

los disparates que Don Qui jote decía; y no

menos iba Don Qui jote, que, de puro mol i-do y quebrantado, no se podía tener sobre

el borr ico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en e l cie lo; de

modo, que de nuevo obl igó a que el labra-dor le preguntase le d i jese qué mal sent ía;

y no parece s ino que el diab lo le tra ía a la

memoria los cuentos acomodados a sus su-cesos, porque, en aquel punto, o lv idándose

de Valdovinos, se acordó del moro Abin-darráez, cuando el A lca ide de Antequera,

Rodr igo de Narváez, le prendió y l levó cau-

t ivo a su alca idía . De suerte que cuando el

labrador le volv ió a preguntar que cómo estaba y qué sent ía, le respondió las mes-

mas pa labras y razones que e l caut ivo

abencerra je respondía a Rodr igo de Nar v-áez, del mesmo modo que él había le ído la

histor ia en la Diana de Jorge de Montema-yor, donde se escr ibe; aprovechándose de-

l la tan a propósito, que el labrador se iba

dando al d iablo, de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vec i -

no estaba loco, y dábale pr iesa a l legar al pueblo, por excusar el enfado que Don Qu i-

jote le causaba con su larga arenga. A l ca-bo de lo cua l, di jo: Sepa vuestra merced,

señor don Rodrigo de Narváez, que esta

hermosa Jar i fa que he dicho es ahora la l inda Dulc inea del Toboso, por quien yo he

hecho, hago y haré los más famosos hechos de caba l ler ías que se han visto, vean ni

verán en el mundo. A esto respondió e l la-

brador: Mire vuestra merced, señor, ¡peca-dor de mí! que yo no soy don Rodr igo de

Narváez, n i e l marqués de Mantua, s ino Pedro Alonso, su vecino; n i vuestra merced

es Valdovinos, ni Abindarráez, s ino el hon-rado hidalgo del señor Qui jana. Yo sé quién

soy, respondió Don Quijote, y sé que puedo

ser , no sólo los que he d icho, s ino todos los doce Pares de Francia , y aun todos los

Nueve de la Fama, pues a todas las haza-ñas que e l los todos juntos y cada uno por

sí hic ieron se aventajarán las mías. En es-

tas p lát icas y en otras semejantes l legaron al lugar, a la hora que anochecía; pero el

labrador aguardó a que fuese algo más no-che, porque no viesen al mol ido hidalgo tan

mal caba l lero. Llegada, pues, la hora que le

pareció, entró en e l pueblo, y en la casa de Don Qui jote, la cua l hal ló toda alborotada;

y estaban en el la e l cura y el barbero de l lugar, que eran grandes amigos de Don

Qui jote, que estaba diciéndoles su ama a voces: ¿Qué le parece a vuestra merced,

señor l icenciado Pero Pérez (que así se

l lamaba el Cura) de la desgracia de mi se-ñor? Tres días ha que no parecen él , ni e l

rocín, n i la adarga, n i la lanza ni las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a enten-

der, y as í es e l lo la verdad como nací para

mor ir , que estos malditos l ibros de caba-l ler ías que é l t iene y suele leer tan de ord i-

nar io le han vuelto el ju icio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces,

hablando entre sí , que quer ía hacerse caba-l lero andante, e irse a buscar las aventuras

por esos mundos. Encomendados sean a

Satanás y a Barrabás tales l ibros, que as í han echado a perder el más del icado en-

tendimiento que había en toda la Mancha. La Sobrina decía lo mesmo, y aun decía

más: Sepa, señor maese Nicolás (que éste

era el nombre del barbero) que muchas

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veces le aconteció a mi señor t ío estarse leyendo en estos desa lmados l ibros de de s-

venturas dos días con sus noches, a l cabo

de los cua les, arrojaba el l ibro de las ma-nos, y ponía mano a la espada, y andaba a

cuchi l ladas con las paredes; y cuando est a-ba muy cansado dec ía que había muerto a

cuatro g igantes como cuatro torres, y el

sudor que sudaba de l cansancio decía que era sangre de las fer idas que había receb i-

do en la batal la , y bebíase luego un gran jarro de agua fr ía , y quedaba sano y sose-

gado, d iciendo que aquel la agua era una precios ís ima bebida que le había tra ído el

sabio Esqui fe, un grande encantador y am i-

go suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los

disparates de mi señor t ío, para que los remediaran antes de l legar a lo que ha l le-

gado, y quemaran todos estos descomulga-

dos l ibros; que t iene muchos que b ien me-recen ser abrasados, como s i fuesen de

herejes. Esto digo yo también, di jo el Cura, y a fe que no se pase el día de mañana sin

que del los no se haga auto públ ico, y sean condenados a l fuego, porque no den oca-

sión a quien los leyere de hacer lo que mi

buen amigo debe de haber hecho. Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Qu i-

jote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así , comenzó

a decir a voces: Abran vuestras mercedes

al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene mal fer ido, y a l señor

moro Abindarráez, que trae caut ivo el val e-roso Rodr igo de Narváez, a lca ide de Ante-

quera. A estas voces sal ieron todos, y como

conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y t ío, que aún no se había apeado

del jumento, porque no podía, corr ieron a abrazarle . Él d i jo: Ténganse todos, que

vengo malfer ido, por la culpa de mi caba-l lo: l lévenme a mi lecho y l lámese, s i fuere

posib le, a la sabia Urganda, que cure y ca-

te de mis fer idas. Mira en hora mala, d i jo a este punto el ama, si me decía a mi b ien mi

corazón del pie que cojeaba mi señor. Suba vuestra merced en buen hora; que, s in que

venga esa hurgada, le sabremos aquí curar .

Mald itos, digo, sean otra vez y otras ciento estos l ibros de cabal ler ías, que ta l han pa-

rado a vuestra merced. L leváronle luego a la cama, y catándole las fer idas, no le

hal laron ninguna; y él d i jo que todo era mol imiento, por haber dado una gran ca ída

con Rocinante, su cabal lo, combat iéndose

con d iez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fa l lar en gran

parte de la t ierra . Ta, ta, di jo el cura, ¿jayanes hay en la

danza? Para mi sant iguada que yo los que-

me mañana antes que l legue la noche.

Hiciéronle a Don Quijote mi l preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que

le diesen de comer y le dejasen dormir , que

era lo que más le importaba. Hízose así , y el cura se informó muy a la larga del labra-

dor del modo que había ha l lado a Don Qu i-jote. É l se lo contó todo, con los disparates

que a l ha l lar le y al traerle había dicho; que

fue poner más deseo en el Licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue l lamar a

su amigo el barbero maese Nico lás, con el cual se v ino a casa de Don Qui jote.

Capítu lo VI Del donoso y grande escrut inio que el Cura y e l Barbero hicieron en la l ibrer ía de nues-tro ingenioso hida lgo El cua l aún todavía dormía. Pidió las l laves,

a la sobrina, del aposento donde estaban los l ibros autores del daño, y e l la se las dio

de muy buena gana; entraron dentro todos,

y la ama con el los, y hal laron más de c ien cuerpos de l ibros grandes, muy b ien encua-

dernados, y otros pequeños; y as í como e l ama los v io, volviose a sa l ir de l aposento

con gran priesa, y tornó luego con una es-cudi l la de agua bendi ta y un hisopo, y di jo:

Tome vuestra merced, señor l icenciado;

rocíe este aposento, no esté aquí a lgún encantador de los muchos que t ienen estos

l ibros, y nos encanten, en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo.

Causó r isa a l l icenciado la s impl icidad del

ama, y mandó al barbero que le fuese dan-do de aquel los l ibros uno a uno, para ver

de qué trataban, pues podía ser ha l lar a l -gunos que no mereciesen cast igo de fuego.

No, di jo la sobr ina, no hay para qué perdo-

nar a ninguno, porque todos han s ido los dañadores: mejor será arrojar los por las

ventanas al pat io, y hacer un r imero del los y pegar les fuego; y s i no, l levar los al co-

rral , y a l l í se hará la hoguera, y no ofe n-derá el humo. Lo mismo dijo el Ama: ta l

era la gana que las dos tenían de la muer te

de aquel los inocentes; mas e l cura no vino en el lo s in pr imero leer siquiera los t í tu los.

Y el pr imero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de

Gaula, y d i jo e l cura: Parece cosa de mist e-

r io ésta; porque, según he o ído decir , es te l ibro fue e l pr imero de cabal ler ías que se

impr imió en España, y todos los demás han tomado pr inc ipio y or igen déste; y as í, me

parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, s in excusa a l-

guna, condenar al fuego. No, señor -di jo el

barbero-, que también he o ído decir que es el mejor de todos los l ibros que de este

género se han compuesto; y así , como a único en su arte, se debe perdonar. As í es

verdad, di jo el cura, y por esa razón se le

otorga la vida por ahora. Veamos esotro

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que está junto a él . Es, di jo el barbero, las Sergas de Esplandián, h i jo legít imo de

Amadís de Gaula. Pues, en verdad, d i jo el

cura, que no le ha de valer a l hi jo la bon-dad del padre. Tomad, señora ama: abrid

esa ventana y echadle al corra l, y dé pri n-cipio al montón de la hoguera que se ha de

hacer. ( . . .)

pero ¿qué haremos destos pequeños l ibros que quedan? Éstos, d i jo el cura no deben

de ser de caba l ler ías, s ino de poesía . Y abriendo uno, v io que era La Diana de Jo r-

ge de Montemayor, y di jo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:

Éstos no merecen ser quemados, como los

demás, porque no hacen ni harán el daño que los de cabal ler ías han hecho; que son

l ibros de entendimiento, s in per juicio de tercero. ¡Ay señor! d i jo la sobr ina. Bien los

puede vuestra merced mandar quemar, co-

mo a los demás; porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor t ío de la

enfermedad cabal leresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por

los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que,

según dicen, es enfermedad incurable y

pegadiza. Verdad d ice esta donce l la , di jo el cura, y será b ien quitar le a nuestro amigo

este tropiezo y ocasión delante. Y pues co-menzamos por La Diana de Montemayor,

soy de parecer que no se queme, s ino que

se le qui te todo aquel lo que trata de la sa-bia Fel ic ia y de la agua encantada, y casi

todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser pr i -

mero en semejantes l ibros. Éste que se s i -

gue, d i jo el barbero, es La Diana l lamada Segunda del Salmantino; y éste otro que

t iene e l mesmo nombre, cuyo autor es Gi l Polo. Pues la del Sa lmant ino, respondió el

cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral,( .. .)

Pero, ¿qué l ibro es ése que está junto a

él? La Galatea de Miguel de Cervantes, di jo el barbero. Muchos años ha que es grande

amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su

l ibro t iene algo de buena invención; propo-

ne algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete;

quizá con la emienda alcanzará de l todo la misericord ia que ahora se le niega; y entre

tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre, que me

place, respondió e l barbero: y aquí vienen

tres, todos juntos ( .. .)

Capítu lo VII

De la segunda sa l ida de nuestro buen caba-l lero Don Qui jote de la Mancha Estando, en esto, comenzó a dar voces Don

Qui jote, d ic iendo: Aquí, aquí, va lerosos caba l leros; aquí es menester mostra r la

fuerza de vuestros valerosos brazos; que los cortesanos l levan lo mejor del torneo.

Por acudir a este ruido y estruendo, no se

pasó adelante con el escrut inio de los de-más l ibros que quedaban; y así , se cree

que fueron al fuego, s in ser v istos ni oído s, La Carolea y León de España, con los

hechos de l Emperador, compuestos por don Luis de Ávi la, que, s in duda, debían de e s-

tar entre los que quedaban, y quizá, s i e l

cura los v iera, no pasaran por tan r igurosa sentencia . Cuando l legaron a Don Qui jote,

ya é l estaba levantado de la cama, y pro-seguía en sus voces y en sus desat inos,

dando cuchi l ladas y reveses a todas partes,

estando tan despierto como si nunca hubi e-ra dormido. Abrazáronse con él y por fue r-

za le volv ieron a l lecho; y después que hubo sosegado un poco, volviéndose a

hablar con e l cura, le di jo: Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de

los que nos l lamamos doce Pares dejar tan

sin más ni más, l levar la vitor ia deste to r-neo a los caba l leros cortesanos, habiendo

nosotros los aventureros ganado el prez en los tres d ías antecedentes. Ca l le vuestra

merced, señor compadre, di jo el cura; que

Dios será servido que la suerte se mude y que lo que hoy se p ierde se gane mañana,

y at ienda vuestra merced a su salud por agora; que me parece que debe de estar

demasiadamente cansado, s i ya no es que

está malfer ido. Ferido no, di jo Don Qui jote, pero mol ido y quebrantado, no hay duda en

el lo; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una

encina, y todo de envidia porque ve que yo solo soy el opuesto de sus va lent ías. Mas

no me l lamaría yo Reina ldos de Monta lbán

si en levantándome deste lecho, no me lo pagare a pesar de todos sus encantamen-

tos; y por ahora t rá iganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y

quédese lo del vengarme a mi cargo. Hici é-

ronlo as í: diéronle de comer, y quedose otra vez dormido, y e l los, admirados de su

locura. Aquel la noche quemó y abrasó el ama cuantos l ibros había en e l corra l y en

toda la casa, y ta les debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos;

mas no lo permit ió su suerte y la pereza

del escrut iñador, y así , se cumpl ió e l refrán en el los de que pagan a las veces justos

por pecadores. Uno de los remedios que e l cura y el barbero dieron, por entonces, pa-

ra el mal de su amigo, fue que le murasen

y tapiasen e l aposento de los l ibros, porque

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cuando se levantase no los hal lase (quizá quitando la causa, cesaría el e feto) , y que

di jesen que un encantador se los había l l e-

vado, y el aposento y todo; y as í fue hecho con mucha presteza. De a l l í a dos d ías se

levantó Don Qui jote, y lo pr imero que hizo fue ir a ver sus l ibros; y como no ha l laba el

aposento donde le había dejado, andaba de

una en otra parte buscándole. L legaba adonde sol ía tener la puerta, y tentábala

con las manos, y volv ía y revolv ía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de

una buena p ieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus

l ibros. El ama, que ya estaba b ien advert i-

da de lo que había de responder, le di jo: ¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra

merced? Ya no hay aposento ni l ibros en esta casa, porque todo se lo l levó el mesmo

diablo. No era diablo, repl icó la sobrina,

s ino un encantador que vino sobre una nu-be una noche, después del día que vuestra

merced de aquí se part ió, y apeándose de una sierpe en que venía caba l lero, entró en

el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza sal ió volando por

el te jado, y dejó la casa l lena de humo; y

cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos l ibro ni aposento alguno;

sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama, que, a l t iempo del part irse aquel mal

vie jo, di jo en a ltas voces que por enemi s-

tad secreta que tenía al dueño de aquel los l ibros y aposento, dejaba hecho e l daño en

aquel la casa que después se vería . Di jo también que se l lamaba el sabio Muñatón.

Frestón dir ía, d i jo Don Qui jote. No sé, re s-

pondió e l ama, si se l lamaba Frestón o Fr itón; só lo sé que acabó en tón su nom-

bre. Así es, di jo Don Qui jote; que ése es un sabio encantador, grande enemigo mío, que

me t iene ojer iza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los

t iempos, a pe lear en singular batal la con

un cabal lero a quien é l favorece, y le tengo de vencer, s in que él lo pueda estorbar, y

por esto procura hacerme todos los sinsa-bores que puede; y mándole yo que mal

podrá é l contradecir n i evitar lo que por el

cie lo está ordenado. ¿Quién duda de eso? di jo la sobrina. ¿pero quién le mete a vue s-

tra merced, señor t ío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pací f ico en su casa

y no irse por el mundo a buscar pan de trastr igo, s in considerar que muchos van

por lana y vuelven trasqui lados? ¡Oh sobr i -

na mía! respondió Don Qui jote, y cuán mal que estás en la cuenta: pr imero que a mí

me tresqui len tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la

punta de un solo cabel lo. No quis ieron las

dos repl icar le más, porque vieron que se le

encendía la có lera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado,

sin dar muestras de querer segundar sus

pr imeros devaneos, en los cua les días pasó gracios ís imos cuentos con sus dos compa-

dres el cura y el barbero, sobre que él de-cía que la cosa de que más neces idad tenía

el mundo era de cabal leros andantes y de

que en é l se resucitase la cabal ler ía andan-tesca.

El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este art i -

f ic io, no había poder aver iguarse con él . En este t iempo, so l ic i tó Don Qui jote a un l a-

brador vecino suyo, hombre de b ien (s i es

que este t í tulo se puede dar a l que es po-bre) , pero de muy poca sa l en la mol lera.

En resolución, tanto le di jo, tanto le pe r-suadió y prometió, que el pobre v i l lano se

determinó de sal i rse con é l y servir le de

escudero. Decía le , entre otras cosas, Don Qui jote que se dispusiese a ir con él de

buena gana, porque tal vez le podía suce-der aventura, que ganase, en quítame al lá

esas pajas, a lguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de l la . Con estas promesas y

otras ta les, Sancho Panza, que así se l l a-

maba el labrador, dejó su mujer y hi jos y asentó por escudero de su vecino. Dio lue-

go Don Qui jote orden en buscar dineros, y vendiendo una cosa, y empeñando otra, y

malbaratándolas todas, l legó una razonable

cant idad. Acomodose asimesmo de una ro-dela , que p idió prestada a un su amigo, y

pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y

la hora que pensaba ponerse en camino,

para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester; sobre todo, le

encargó que l levase a lfor jas. Él di jo que sí l levar ía, y que ansimesmo pensaba l levar

un asno que tenía muy bueno, porque é l no estaba duecho a andar mucho a pie . En lo

del asno reparó un poco Don Qui jote, ima-

ginando si se le acordaba si a lgún caba l lero andante había tra ído escudero cabal lero

asna lmente, pero nunca le v ino a lguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó

que le l levase, con presupuesto de acomo-

darle de más honrada caba l ler ía en habien-do ocas ión para e l lo, quitándole el cabal lo

al pr imer descortés cabal lero que topase. Proveyose de camisas y de las demás cosas

que él pudo, conforme al consejo que e l ventero le había dado; todo lo cual hecho y

cumplido, s in despedirse Panza de sus hi jos

y mujer, n i Don Qui jote de su ama y sobr i-na, una noche se sal ieron del lugar s in que

persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por s e-

guros de que no los hal lar ían aunque los

buscasen. Iba Sancho Panza sobre su j u-

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mento como un patr iarca, con sus al for jas y bota, con mucho deseo de verse ya gobe r-

nador de la ínsula que su amo le había

prometido. Acertó Don Qui jote a tomar la misma derrota y camino que el que él había

tomado en su primer via je , que fue por e l campo de Montie l, por el cua l caminaba con

menos pesadumbre que la vez pasada, por-

que, por ser la hora de la mañana y heri r-les a soslayo los rayos del so l, no les fat i-

gaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo: Mire vuestra merced, señor cabal lero

andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me t iene prometido; que yo la sabré

gobernar, por grande que sea. A lo cua l le

respondió Don Quijote: has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usa-

da de los cabal leros andantes ant iguos hacer gobernadores a sus escuderos de las

ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo

determinado de que por mí no fa lte tan agradecida usanza; antes pienso aventa-

jarme en el la: porque el los algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escu-

deros fuesen viejos, y ya después de hartos de servir y de l levar malos días y peores

noches, les daban a lgún t ítulo de conde, o,

por lo mucho, de marqués, de algún va l le o provinc ia de poco más a menos; pero si tú

vives y yo vivo, bien podría ser que antes de se is d ías ganase yo tal re ino, que tuvi e-

se otros a él adherentes, que v iniesen de

molde para coronarte por rey de uno de-l los. Y no lo tengas a mucho; que cosas y

casos acontecen a los ta les cabal leros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que

con faci l idad te podría dar aún más de lo

que te prometo. De esa manera, respondió Sancho Panza, s i yo fuese rey por algún

milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana Gut iérrez, mi oís lo,

vendría a ser reina, y mis hi jos infantes. ¿Pues quién lo duda? respondió Don Qui jo-

te. Yo lo dudo, repl icó Sancho Panza; po r-

que tengo para mí que, aunque l loviese Dios re inos sobre la t ierra, ninguno asen-

tar ía bien sobre la cabeza de Mar i Gut ié-rrez. Sepa, señor, que no va le dos mara-

vedís para re ina; condesa le caerá mejor , y

aun Dios y ayuda. Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, respondió Don Qui jote, que él le

dará lo que más le convenga; pero no apo-ques tu ánimo tanto, que te vengas a con-

tentar con menos que con ser adelantado. No lo haré, señor mío, respondió Sancho -,

y más teniendo tan princ ipa l amo en vues-

tra merced, que me sabrá dar todo aquel lo que me esté bien y yo pueda l levar.

Capítu lo VIII

Del buen suceso que e l va leroso Don Quijo-te tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los mol inos de viento, con otros sucesos d ignos de fel ice recordación En esto, descubrieron t reinta o cuarenta

mol inos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Qui jote los vio, d i jo a su

escudero: La ventura va guiando nuestras

cosas mejor de lo que acertáramos a dese-ar; porque ves al l í , amigo Sancho Panza,

donde se descubren t reinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso

hacer bata l la y quitar les a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enr i-

quecer; que ésta es buena guerra, y es

gran servicio de Dios qui tar tan mala s i -miente de sobre la faz de la t ierra. ¿Qué

gigantes? di jo Sancho Panza. Aquél los que al l í ves, respondió su amo, de los brazos

largos, que los suelen tener algunos de casi

dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquél los que al l í se parecen no

son gigantes, s ino molinos de viento, y lo que en e l los parecen brazos son las aspas

que volteadas de l v iento hacen andar la piedra del mol ino. B ien parece, respondió

Don Quijote, que no estás cursado en esto

de las aventuras: el los son gigantes; y si t ienes miedo, quítate de ahí , y ponte en

oración en e l espacio que yo voy a entrar con e l los en f iera y desigua l bata l la . Y d i-

ciendo esto, dio de espuelas a su cabal lo

Rocinante, s in atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirt iéndole

que, s in duda alguna, eran mol inos de vien-to, y no gigantes, aquél los que iba a aco-

meter. Pero él iba tan puesto en que eran

gigantes, que ni oía las voces de su escu-dero Sancho, ni echaba de ver, aunque e s-

taba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces a ltas: Non fuyades, co-

bardes y vi les cr iaturas; que un solo caba-l lero es e l que os acomete. Levantóse en

esto un poco de viento, y las grandes aspas

comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Qui jote, d i jo: Pues aunque mováis más

brazos que los del gigante Br iareo, me lo habéis de pagar. Y diciendo esto, y enco-

mendándose de todo corazón a su señora

Dulcinea, pid iéndole que en ta l t rance le socorr iese, bien cubierto de su rodela , con

la lanza en e l r is tre , arremetió a todo el galope de Rocinante y embist ió con el pr i -

mero molino que estaba de lante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento

con tanta fur ia , que hizo la lanza pedazos,

l levándose tras sí a l cabal lo y a l cabal lero, que fue rodando muy maltrecho por e l

campo. Acudió Sancho Panza a socorrer le, a todo el correr de su asno, y cuando l legó

hal ló que no se podía menear: ta l fue el

golpe que d io con é l Rocinante. Válame

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Dios, d i jo Sancho: ¿no le di je yo a vuestra merced que mirase b ien lo que hacía, que

no eran sino molinos de viento, y no lo

podía ignorar sino quien l levase otros ta les en la cabeza?

Cal la , amigo Sancho, respondió Don Qui jo-te, que las cosas de la guerra, más que

otras, están sujetas a cont inua mudanza;

cuanto más, que yo p ienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el

aposento y los l ibros ha vue lto estos gigan-tes en mol inos por qui tarme la g lor ia de su

vencimiento: ta l es la enemistad que me t iene; mas a l cabo al cabo, han de poder

poco sus malas artes contra la bondad de

mi espada. Dios lo haga como puede, re s-pondió Sancho Panza; y ayudándole a l e-

vantar , tornó a subir sobre Rocinante, que medio despa ldado estaba, y hablando en la

pasada aventura, s iguieron el camino de l

Puerto Lápice, porque al l í decía Don Qui jo-te que no era posible dejar de hal larse mu-

chas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero, s ino que iba muy pesaroso,

por haber le fa ltado la lanza; y d iciéndoselo a su escudero, le d i jo: Yo me acuerdo

haber le ído que un cabal lero español l l a -

mado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batal la roto la espada, desgajó de

una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo ta les cosas aquel día , y machacó

tantos moros, que le quedó por sobrenom-

bre Machuca, y as í é l como sus decendien-tes se l lamaron desde aquel d ía en adelan-

te Vargas y Machuca. Hete dicho esto po r-que de la pr imera encina o roble que se me

depare pienso desgajar otro t ronco, ta l y

tan bueno como aquél que me imagino; y pienso hacer con él ta les hazañas, que tú

te tengas por b ien afortunado de haber merecido venir a verla, y a ser test igo de

cosas que apenas podrán ser creídas. A la mano de Dios, di jo Sancho, yo lo creo todo

así como vuestra merced lo dice; pero en-

derécese un poco; que parece que va de medio lado, y debe de ser de l mol imiento

de la caída. As í es la verdad, respondió Don Qui jote, y si no me quejo del dolor , es

porque no es dado a los cabal leros andan-

tes quejarse de her ida alguna, aunque se le salgan las tr ipas por el la . Si eso es as í, no

tengo yo qué repl icar, respondió Sancho, pero sabe Dios si yo me holgara que vues-

tra merced se quejara cuando alguna cosa le dol iera. De mí sé decir que me he de

quejar del más pequeño dolor que tenga, s i

ya no se ent iende también con los escude-ros de los cabal leros andantes eso de l no

quejarse. No se dejó de reí r Don Qui jote de la simpl icidad de su escudero; y así , le de-

claró que podía muy bien quejarse como y

cuando quisiese, s in gana o con el la; que

hasta entonces no había le ído cosa en con-trar io en la orden de caba l ler ía . Dí jole San-

cho que mirase que era hora de comer.

Respondiole su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se

le antojase. Con esta l icencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumen-

to, y sacando de las a lfor jas lo que en e l las

había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de

cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envid iar e l más

regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que é l iba de aquel la manera menudeando

tragos, no se le acordaba de ninguna pr o-

mesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, s ino por mucho descan-

so, andar buscando las aventuras, por pe l i -grosas que fuesen. En resolución, aquel la

noche la pasaron entre unos árboles, y de l

uno de l los desgajó Don Quijote un ramo seco que casi le podía servi r de lanza, y

puso en él e l hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquel la noche no

durmió Don Qui jote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había

le ído en sus l ibros, cuando los cabal leros

pasaban sin dormir muchas noches en las f lorestas y despoblados, entretenidos con

las memor ias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza; que, como tenía el est ó-

mago l leno, y no de agua de chicor ia, de

un sueño se la l levó toda, y no fueran parte para despertar le , s i su amo no lo l lamara,

los rayos de l sol , que le daban en e l rostro, ni e l canto de las aves, que, muchas y muy

regoci jadamente, la venida de l nuevo d ía

saludaban. A l levantarse d io un t iento a la bota, y hal lóla algo más f laca que la noche

antes, y af l ig ióse le el corazón, por parece r-le que no l levaban camino de remediar tan

presto su fa lta. No quiso desayunarse Don Qui jote, porque, como está d icho, dio en

sustentarse de sabrosas memorias. Torna-

ron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres de l día le de s-

cubr ieron. Aquí , d i jo en viéndole Don Qu i-jote, podemos, hermano Sancho Panza, me-

ter las manos hasta los codos en esto que

l laman aventuras. Mas advierte que, aun-que me veas en los mayores pel igros del

mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los

que me ofenden es canal la y gente baja, que en ta l caso bien puedes ayudarme; pe-

ro si fueren cabal leros, en ninguna manera

te es l íc i to ni concedido por las leyes de caba l ler ía que me ayudes, hasta que seas

armado cabal lero. Por cierto, señor, re s-pondió Sancho, que vuestra merced sea

muy bien obedecido en esto; y más, que yo

de mío me soy pací f ico y enemigo de me-

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terme en ruidos ni pendencias; b ien es ver-dad que en lo que tocare a defender mi

persona no tendré mucha cuenta con esas

leyes, pues las div inas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quis iere

agraviar le . No digo yo menos, respondió Don Qui jote, pero en esto de ayudarme

contra caba l leros has de tener a raya tus

natura les ímpetus. Digo que así lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese pr e-

ceto tan b ien como e l día del domingo. E s-tando en estas razones, asomaron por el

camino dos fra i les de la orden de San Ben i-to, cabal leros sobre dos dromedar ios; que

no eran más pequeñas dos mulas en que

venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás de l los venía un coche,

con cuatro o cinco de a caba l lo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie .

Venía en el coche, como después se supo,

una señora vizca ína, que iba a Sevi l la , don-de estaba su marido, que pasaba a las I n-

dias con un muy honroso cargo. No venían los fra i les con el la, aunque iban e l mesmo

camino; mas apenas los div isó Don Qui jote, cuando di jo a su escudero: O yo me enga-

ño, o ésta ha de ser la más famosa aventu-

ra que se haya visto; porque aquel los bu l-tos negros que a l l í parecen deben de ser, y

son, s in duda, a lgunos encantadores que l levan hurtada a lguna pr incesa en aquel

coche, y es menester deshacer este tuerto

a todo mi poderío. Peor será esto que los mol inos de viento, di jo Sancho; mire, se-

ñor, que aquél los son fra i les de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pa-

sajera. Mire que d igo que mire bien lo que

hace, no sea el diab lo que le engañe. Ya te he dicho, Sancho, respondió Don Qui jote,

que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.

Y dic iendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los fra i les

venían, y en l legando tan cerca que a él l e

pareció que le podr ían oír lo que di jese, en alta voz di jo: Gente endiablada y descomu-

nal , dejad luego a l punto las a ltas pr ince-sas que en ese coche l levá is forzadas; s i

no, aparejaos a recebir presta muerte, por

justo cast igo de vuestras malas obras. De-tuvieron los fra i les las r iendas, y quedaron

admirados, así de la f igura de Don Qui jote como de sus razones, a las cuales respon-

dieron: Señor caba l lero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, s ino dos re l i -

giosos de San Benito que vamos nuestro

camino, y no sabemos si en este coche vie-nen, o no, ningunas forzadas princesas.

Para conmigo no hay palabras b landas; que ya yo os conozco, fementida canal la , di jo

Don Qui jote: y sin esperar más respuesta,

picó a Rocinante y la lanza baja, arremetió

contra el pr imero fra i le, con tanta fur ia y denuedo que, s i e l f ra i le no se dejara caer

de la mula, é l le h ic iera venir a l sue lo mal

de su grado, y aun mal fer ido, s i no cayera muerto. El segundo rel ig ioso, que v io de l

modo que trataban a su compañero, puso piernas a l cast i l lo de su buena mula, y co-

menzó a correr por aquel la campaña, más

l igero que e l mesmo viento. Sancho Panza, que v io en el suelo al fra i le , apeándose

l igeramente de su asno, arremet ió a él y le comenzó a quitar los hábi tos. Llegaron en

esto dos mozos de los fra i les y preguntá-ronle que por qué le desnudaba. Respon-

dió les Sancho que aquel lo le tocaba a él

legí t imamente, como despojos de la batal la que su señor Don Qui jote había ganado.

Los mozos, que no sabían de bur las, n i e n-tendían aquel lo de despojos ni batal las,

viendo que ya Don Quijote estaba desviado

de al l í , hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y d ieron

con él en e l suelo, y s in dejar le pelo en las barbas, le mol ieron a coces y le dejaron

tendido en e l suelo s in a l iento ni sent ido; y sin detenerse un punto, tornó a subir e l

fra i le , todo temeroso y acobardado y sin

co lor en el rostro; y cuando se v io a caba-l lo, picó tras su compañero, que un buen

espacio de a l l í le estaba aguardando, y e s-perando en qué paraba aquel sobresa lto, y

sin querer aguardar el f in de todo aquel

comenzado suceso, s iguieron su camino, haciéndose más cruces que s i l levaran al

diab lo a las espaldas. Don Qui jote estaba, como se ha d icho, hablando con la señora

del coche, d iciéndole: La vuestra fermosu-

ra, señora mía, puede facer de su persona lo que más le v in iere en talante, porque ya

la soberb ia de vuestros robadores yace por el sue lo, derr ibada por este mi fuerte bra-

zo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro l ibertador, sabed que yo me

l lamo Don Qui jote de la Mancha, caba l lero

andante y aventurero, y caut ivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea de l Toboso; y

en pago del beneficio que de mí habéis r e-cebido, no quiero otra cosa sino que vol v-

áis a l Toboso, y que de mi parte os pre-

sentéis ante esta señora y le d igá is lo que por vuestra l ibertad he fecho. Todo esto

que Don Quijote decía escuchaba un escu-dero de los que el coche acompañaban, que

era vizca íno, el cua l, viendo que no quer ía dejar pasar el coche adelante, s ino que

decía que luego había de dar la vuelta al

Toboso, se fue para Don Qui jote y asiéndo-le de la lanza, le d i jo, en mala lengua ca s-

tel lana y peor vizca ína, desta manera: An-da, cabal lero que mal andes; por e l Dios

que cr iome, que, s i no dejas coche, así te

matas como estás ahí v i zcaíno. Entendiole

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muy bien Don Qui jote, y con mucho sos iego le respondió: S i fueras cabal lero, como no

lo eres, ya yo hubiera cast igado tu sandez

y atrevimiento, caut iva cr iatura. A lo cual repl icó el vizcaíno: ¿yo no cabal lero? Juro a

Dios tan mientes como cr ist iano: si lanza arrojas y espada sacas, e l agua cuán presto

verás que a l gato l levas; v izcaíno por t i e-

rra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira s i otra dices cosa. Aho-

ra lo veredes, di jo Agrages, respondió Don Qui jote; y arrojando la lanza en e l suelo,

sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizca íno, con determinación de

quitar le la v ida. El vizca íno, que así le vio

venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alqui ler, no

había que f iar en el la , no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole

bien que se hal ló junto al coche, de donde

pudo tomar una almohada, que le si rv ió de escudo, y luego se fueron el uno para e l

otro, como si fueran dos mortales enemi-gos. La demás gente quisi era poner los en

paz; mas no pudo, porque decía el v izcaíno en sus mal trabadas razones que s i no le

dejaban acabar su batal la , que él mismo

había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora de l coche,

admirada y temerosa de lo que ve ía, hizo al cochero que se desviase de al l í a lgún poco,

y desde le jos se puso a mirar la r igurosa

cont ienda, en e l d iscurso de la cual dio el vizca íno una gran cuchi l lada a Don Qui jote,

encima de un hombro, por encima de la rodela , que, a dárse la sin defensa, le abrie-

ra hasta la c intura. Don Qui jote, que s int ió

la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, dic iendo: Oh señora de

mi alma, Dulcinea, f lor de la fermosura, socorred a este vuestro cabal lero, que por

sat is facer a la vuestra mucha bondad, en este r iguroso trance se hal la. El decir esto,

y e l apretar la espada, y el cubri rse b ien de

su rodela, y el arremeter a l vizca íno, todo fue en un t iempo, l levando determinación

de aventurar lo todo a la de un golpe so lo. El vizcaíno, que así le vio venir contra él ,

bien entendió por su denuedo su coraje, y

determinó de hacer lo mesmo que Don Qu i-jote; y así , le aguardó bien cubierto de su

almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y

no hecha a semejantes niñerías , no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha d i -

cho, Don Quijote contra el cauto vizcaíno,

con la espada en alto, con determinación de abri r le por medio, y el v izcaíno le

aguardaba ans imesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los

ci rcunstantes estaban temerosos y colgados

de lo que había de suceder de aquel los t a-

maños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás cr iadas suyas

estaban haciendo mil votos y ofrec imientos

a todas las imágenes y casas de devoción de España, por que Dios l ibrase a su escu-

dero y a el las de aquel tan grande pel igro en que se hal laban. Pero está el daño de

todo esto que en este punto y término deja

pendiente el autor desta histor ia esta bata-l la, disculpándose que no hal ló más escr ito

destas hazañas de Don Qui jote de las que deja refer idas. B ien es verdad que el se-

gundo autor desta obra no quiso creer que tan cur iosa histor ia estuviese entregada a

las leyes del olv ido, ni que hubiesen sido

tan poco cur iosos los ingenios de la Man-cha, que no tuv iesen en sus archivos o en

sus escr itor ios algunos papeles que deste famoso caba l lero tratasen; y as í, con esta

imaginación, no se desesperó de hal lar e l

f in desta apacible histor ia , e l cual , s iéndole el cie lo favorable, le hal ló de l modo que se

contará en la segunda parte.

Capítu lo IX Donde se concluye y da f in a la estupenda

batal la que e l gal lardo v izcaíno y el val ie n-

te manchego tuvieron Dejamos en la pr imera parte desta histor ia

al valeroso v izcaíno y al famoso Don Qui j o-te con las espadas altas y desnudas, en

guisa de descargar dos fur ibundos fendien-

tes, ta les, que s i en l leno se acertaban, por lo menos, se dividi r ían y fenderían de arr i -

ba abajo y abri r ían como una granada, y en aquel punto tan dudoso paró y quedó des-

troncada tan sabrosa histor ia , s in que nos

diese not icia su autor dónde se podría hal lar lo que del la fa ltaba. Causome esto

mucha pesadumbre, porque el gusto de haber le ído tan poco se volvía en d isgusto,

de pensar el mal camino que se ofrec ía pa-ra hal lar lo mucho que a mi parecer, fa lt a-

ba de tan sabroso cuento. Pareciome cosa

imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caba l lero le hubiese fa ltado

algún sabio que tomara a cargo e l escrebir sus nunca v istas hazañas, cosa que no faltó

a ninguno de los cabal leros andantes, de

los que dicen las gentes que van a sus aventuras, porque cada uno del los tenía

uno o dos sabios, como de molde, que no solamente escr ib ían sus hechos, s ino que

pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y

no había de ser tan desdichado tan buen

caba l lero, que le fa ltase a él lo que sobró a Plat i r y a otros semejantes. Y así , no podía

incl inarme a creer que tan gal larda histor ia hubiese quedado manca y estropeada, y

echaba la culpa a la mal ignidad de l t iempo,

devorador y consumidor de todas las cosas,

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el cual , o la tenía oculta o consumida. Por otra parte, me parecía que, pues entre sus

l ibros se habían hal lado tan modernos como

Desengaño de ce los y Ninfas y Pastores de Henares, que también su histor ia debía de

ser moderna, y que ya que no estuviese escr ita, estar ía en la memoria de la gente

de su a ldea y de las a el la c ircunvecinas.

Esta imaginación me traía confuso y deseo-so de saber real y verdaderamente toda la

vida y mi lagros de nuestro famoso español Don Qui jote de la Mancha, luz y espejo de

la caba l ler ía manchega, y el pr imero que en nuestra edad y en estos tan ca lamitosos

t iempos se puso a l t rabajo y e jercicio de

las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas, amparar donce l las, de

aquél las que andaban con sus azotes y pa-lafrenes, y con toda su vi rgin idad a cues-

tas, de monte en monte y de val le en val le;

que s i no era que a lgún fo l lón, o a lgún v i -l lano de hacha y capel l ina, o algún desco-

munal gigante las forzaba, donce l la hubo en los pasados t iempos que, a l cabo de

ochenta años, que en todos el los no durmió un d ía debajo de tejado, se fue tan entera

a la sepultura como la madre que la había

parido. Digo pues que por estos y otros muchos respetos es d igno nuestro gal lardo

Qui jote de cont inuas y memorables alaban-zas, y aun a mí no se me deben negar, por

el t rabajo y d i l igencia que puse en buscar

el f in desta agradable histor ia; aunque b ien sé que si e l cie lo, e l caso y la fortuna no

me ayudaran, el mundo quedara fa lto y s in el pasat iempo y gusto que bien cas i dos

horas podrá tener el que con atención la

leyere. Pasó, pues, el hal lar la en esta ma-nera.

Estando yo un d ía en el A lcana de Tole-

do, l legó un muchacho a vender unos ca r-tapacios y papeles v iejos a un sedero; y

como yo soy afic ionado a leer , aunque sean

los papeles rotos de las cal les, l levado de s-ta mi natura l inc l inación, tomé un cartapa-

cio de los que e l muchacho vendía, y vi le con caracteres que conocí ser arábigos, y

puesto que aunque los conocía , no los sab-

ía leer , anduve mirando s i parecía por al l í a lgún morisco al jamiado que los leyese, y

no fue muy di f icul toso hal lar intérprete se-mejante, pues aunque le buscara de otra

mejor y más ant igua lengua, le hal lara. En f in, la suerte me deparó uno, que d ic iéndo-

le mi deseo y poniéndole el l ibro en las

manos le abrió por medio, y leyendo un poco en é l se comenzó a reír . Preguntéle yo

que de qué se reía, y respondiome que de una cosa que tenía aquel l ibro escr ita en el

margen por anotación. Dí je le que me la

di jese, y él s in dejar la r isa di jo: Está, c o-

mo he dicho, aquí en el margen escr ito es-to: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces

en esta histor ia refer ida, dicen que tuvo la

mejor mano para sa lar puercos que otra mujer de toda la Mancha». Cuando yo oí

decir Dulcinea de l Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó

que aquel los cartapacios contenían la hist o-

r ia de Don Qui jote. Con esta imaginación, le dí pr iesa que leyese el pr incip io, y

haciéndolo así , volv iendo de improviso el arábigo en castel lano di jo que decía: «Hi s-

tor ia de Don Qui jote de la Mancha, escr i ta por Cide Hamete Benengel i , histor iador

arábigo». Mucha d iscrec ión fue menester

para d is imular el contento que recebí cuan-do l legó a mis oídos el t í tulo del l ibro; y

salteándosele al sedero, compré al mucha-cho todos los papeles y cartapacios por

medio rea l; que si é l tuviera discreción y

supiera lo que yo los deseaba, bien se pu-diera prometer y l levar más de seis reales

de la compra. Aparteme luego con el mori s-co por e l claustro de la iglesia mayor, y

roguele me volv iese aquel los cartapacios, todos los que trataban de Don Qui jote, en

lengua caste l lana, s in quitar les ni añadir les

nada, ofreciéndole la paga que é l quisiese. Contentose con dos arrobas de pasas y dos

fanegas de t r igo, y promet ió de traducir los bien y f ie lmente y con mucha brevedad;

pero yo por fac i l i tar más e l negocio y por

no dejar de la mano tan buen ha l lazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes

y medio la tradujo toda de l mesmo modo que aquí se refiere. Estaba en e l pr imer

cartapacio pintada muy al natural la bata l la

de Don Qui jote con el vizca íno, puestos en la mesma postura que la h istor ia cuenta,

levantadas las espadas, el uno cubierto de su rode la, e l otro de la almohada, y la mula

del v izcaíno tan a l vivo, que estaba mos-trando ser de alqui ler a t iro de ba l lest a.

Tenía a los pies escr ito el vizca íno un t ítulo

que decía: Don Sancho de Azpet ia , que, s in duda, debía de ser su nombre, y a los pies

de Rocinante estaba otro que decía: Don Qui jote: estaba Rocinante maravi l losamente

pintado, tan largo y tendido, tan atenuado

y f laco, con tanto espinazo, tan hét ico con-fi rmado, que mostraba bien al descubierto

con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el nombre de Rocinante: junto

a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los p ies del cua l es-

taba otro rótulo que decía: Sancho Zancas,

y debía de ser que tenía a lo que mostraba la pintura, la barr iga grande, el ta l le corto

y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas;

que con estos dos sobrenombres le l lama

algunas veces la histor ia. Otras a lgunas

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menudencias había que advert ir ; pero todas son de poca importancia y que no hacen al

caso a la verdadera relac ión de la h istor ia,

que ninguna es mala como sea verdadera. Si a ésta se le puede poner alguna objeción

cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, s iendo muy

propio de los de aquel la nación ser ment i-

rosos, aunque por ser tan nuestros enemi-gos, antes se puede entender haber queda-

do fal to en el la que demasiado; y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera

extender la p luma en las alabanzas de tan buen caba l lero, parece que de industr ia las

pasa en s i lencio: cosa mal hecha y peor

pensada, habiendo y debiendo ser los hi s-tor iadores puntua les, verdaderos y no nada

apasionados, y que ni e l interés ni e l mie-do, e l rancor ni la afic ión no les hagan to r-

cer del camino de la verdad, cuya madre es

la h istor ia, émula de l t iempo, depósito de las acciones, test igo de lo pasado, e jemplo

y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hal lará todo lo

que se acertare a desear en la más apac i-ble; y si a lgo bueno en el la fa ltare, para mí

tengo que fue por culpa del galgo de su

autor , antes que por fa l ta de l sujeto. En f in, su segunda parte, s iguiendo la tradu-

ción, comenzaba desta manera.

Puestas y levantadas en a lto las cortado-

ras espadas de los dos valerosos y enoja-dos combat ientes, no parecía sino que e s-

taban amenazando al cie lo, a la t ierra y al abismo: ta l era el denuedo y cont inente

que tenían. Y el pr imero que fue a descar-

gar el golpe fue el colér ico v izcaíno; el cual fue dado con tanta fuerza y tanta fur ia,

que a no volvérse le la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar

f in a su r igurosa cont ienda y a todas las aventuras de nuestro caba l lero; mas la

buena suerte, que para mayores cosas le

tenía guardado, torció la espada de su con-trar io, de modo que, aunque le acertó en e l

hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmar le todo aquel lado, l levándole de

camino gran parte de la celada, con la m i-

tad de la oreja; que todo el lo con espant o-sa ruina vino al suelo, dejándole muy ma l-

trecho. ¡Válame Dios, y quién será aquél que bue-

namente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego,

viéndose parar de aquel la manera! No se

diga más, s ino que fue de manera, que se alzó de nuevo en los estr ibos y apretando

más la espada en las dos manos, con tal fur ia descargó sobre e l v izcaíno, acertándo-

le de l leno sobre la almohada y sobre la

cabeza, que, s in ser parte tan buena defen-

sa, como s i cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y

por la boca, y por los oídos, y a dar mues-

tras de caer de la mula abajo, de donde cayera, s in duda, si no se abrazara con e l

cuel lo; pero, con todo eso, sacó los pies de los estr ibos, y luego sol tó los brazos, y la

mula, espantada del terr ible golpe, dio a

correr por e l campo, y a pocos corcovos, dio con su dueño en t ierra . Estábase lo con

mucho sosiego mirando Don Quijote, y co-mo lo v io caer, saltó de su caba l lo y con

mucha l igereza se l legó a é l, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le d i jo

que se r ind iese; si no, que le cortar ía la

cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado, que no podía responder palabra; y él lo pasara

mal, según estaba c iego Don Qui jote, s i las señoras de l coche, que hasta entonces con

gran desmayo habían mirado la pendencia,

no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran

merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual Don Qui jote respon-

dió, con mucho entono y gravedad: Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy con-

tento de hacer lo que me pedís; mas ha de

ser con una condición y concierto: y es que este cabal lero me ha de prometer de ir a l

lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la s in par doña Dulc inea, para que e l la

haga dél lo que más fuere de su voluntad.

Las temerosas y desconsoladas señoras, s in entrar en cuenta de lo que Don Qui jote

pedía, y sin preguntar quién Dulc inea fue-se, le promet ieron que el escudero haría

todo aquel lo que de su parte le fuese man-

dado. Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien

merecido.

(.. .)

Capítu lo XV

Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Qui jote en topar con unos desa lmados yangüeses (.. .) Sancho acomodó a Don Qui jote sobre e l

asno y puso de reata a Rocinante, y l levan-

do al asno de cabestro, se encaminó, poco más a menos, hacia donde le pareció que

podía estar el camino real . Y la suerte, que sus cosas de b ien en mejor iba guiando,

aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual de s-

cubr ió una venta, que, a pesar suyo y gus-

to de Don Qui jote, había de ser cast i l lo . Porf iaba Sancho que era venta, y su amo

que no, s ino cast i l lo; y tanto duró la porf ía, que tuvieron lugar, s in acabar la, de l legar a

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el la , en la cua l Sancho se entró, s in mas aver iguación, con toda su recua.

Capítu lo XVI

De lo que le sucedió al ingenioso hida lgo en la venta que él imaginaba ser cast i l lo El ventero, que vio a Don Qui jote atravesa-

do en el asno, preguntó a Sancho qué mal tra ía . Sancho le respondió que no era nada,

sino que había dado una caída de una peña abajo y que venía algo brumadas las cost i -

l las. Tenía e l ventero por mujer a una, no de la condic ión que suelen tener las de se-

mejante trato, porque naturalmente era

car itat iva y se dol ía de las ca lamidades de sus prój imos; y as í, acudió luego a curar a

Don Qui jote, y h izo que una hi ja suya don-cel la, muchacha y de muy buen parecer, la

ayudase a curar a su huésped. Servía en la

venta asimesmo una moza asturiana, ancha de cara, l lana de cogote, de nariz roma, del

un ojo tuerta y del otro no muy sana. Ve r-dad es que la gal lardía de l cuerpo supl ía

las demás faltas: no tenía siete palmos de los p ies a la cabeza, y las espaldas, que

algún tanto le cargaban, la hacían mirar a l

suelo más de lo que e l la quis iera. Esta gen-t i l moza, pues, ayudó a la donce l la , y las

dos hic ieron una muy mala cama a Don Qui jote en un camaranchón que, en otros

t iempos daba manif iestos indic ios que hab-

ía serv ido de pajar muchos años; en el cua l también a lojaba un harr iero, que tenía su

cama hecha un poco más al lá de la de nuestro Don Quijote, y aunque era de las

enjalmas y mantas de sus machos, hacía

mucha ventaja a la de Don Qui jote, que sólo contenía cuatro mal l isas tablas sobre

dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sut i l parecía colcha, l leno de bo-

doques, que a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, a l t iento, en la dureza,

semejaban de guijarro y dos sábanas

hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos hi los, s i se quisieran contar , no se

perd iera uno solo de la cuenta. En esta mald ita cama se acostó Don Qui jote, y lue-

go la ventera y su hi ja le emplastaron de

arr iba abajo, a lumbrándoles Mar itornes, que as í se l lamaba la astur iana y como a l

bizmarle viese la ventera tan acardenalado a partes a Don Quijote, d i jo que aquel lo

más parecían golpes que caída. No fueron golpes, di jo Sancho, s ino que la peña tenía

muchos p icos y tropezones, y que cada uno

había hecho su cardenal. Y también le d i jo: Haga vuestra merced, señora, de manera

que queden algunas estopas, que no fal tará quien las haya menester; que también me

duelen a mí un poco los lomos. ¿Desa ma-

nera, respondió la ventera, también debiste vos de caer? No caí , di jo Sancho Panza,

s ino que del sobresal to que tomé de ver

caer a mi amo, de ta l manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me han

dado mi l palos. B ien podrá ser eso, di jo la doncel la, que a mí me ha acontecido mu-

chas veces soñar que caía de una torre

abajo, y que nunca acababa de l legar al suelo, y cuando despertaba del sueño,

hal larme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído. Ahí está el

toque, señora, respondió Sancho Panza: que yo, s in soñar nada, s ino estando más

despierto que ahora estoy, me hal lo con

pocos menos cardenales que mi señor Don Qui jote. ¿Cómo se l lama este cabal lero?

preguntó la astur iana Mari tornes. Don Qu i-jote de la Mancha, respondió Sancho Panza,

y es cabal lero aventurero, y de los mejores

y más fuertes que de luengos t iempos acá se han visto en el mundo. ¿Qué es caba l le-

ro aventurero? repl icó la moza. ¿Tan nueva sois en el mundo, que no lo sabéis vos?

respondió Sancho Panza: pues sabed, he r-mana mía, que caba l lero aventurero es una

cosa que en dos pa labras se ve apaleado y

emperador: hoy está la más desdichada cr iatura del mundo y la más menesterosa, y

mañana tendrá dos o t res coronas de re inos que dar a su escudero. Pues ¿cómo vos,

s iéndolo deste tan buen señor, di jo la ven-

tera, no tenéis , a lo que parece, s iquiera algún condado? Aún es temprano, respon-

dió Sancho, porque no ha s ino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta

ahora no hemos topado con ninguna que lo

sea. Y ta l vez hay que se busca una cosa y se hal la otra: verdad es que, s i mi señor

Don Qui jote sana desta her ida o caída y yo no quedo contrecho del la , no t rocaría mis

esperanzas con e l mejor t í tu lo de España. Todas estas p lát icas estaba escuchando

muy atento Don Quijote, y sentándose en el

lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le di jo: Creedme, fermosa señora,

que os podéis l lamar venturosa por haber alojado en este vuestro cast i l lo a mi pers o-

na, que es ta l que s i yo no la alabo, es por

lo que suele decirse que la a labanza propia envi lece; pero mi escudero os di rá quién

soy: sólo os digo que tendré eternamente escr ito en mi memor ia el serv ic io que me

habedes fecho, para agradecéroslo mien-tras la v ida me durare; y pluguiera a los

altos cie los que el amor no me tuviera tan

rendido y tan sujeto a sus leyes y los ojos de aquel la hermosa ingrata que digo entre

mis d ientes; que los desta fermosa donce l la fueran señores de mi l ibertad. Confusas

estaban la ventera y su hi ja y la buena de

Mari tornes oyendo las razones del andante

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caba l lero, que así las entendían como si hablara en griego; aunque bien alcanzaron

que todas se encaminaban a ofrec imiento y

requiebros; y como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y pa-

rec ía les otro hombre de los que se usaban; y agradeciéndole con venteri les razones sus

ofrecimientos, le dejaron, y la astur iana

Mari tornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo. Había el

harr iero concertado con el la que aquel la noche se refoci lar ían juntos, y el la le había

dado su pa labra de que en estando sosega-dos los huéspedes y durmiendo sus amos le

ir ía a buscar y sat isfacerle el gusto en

cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes pa labras

que no las cumpl iese, aunque las d iese en un monte y sin test igo alguno, porque pre-

sumía muy de hidalga, y no tenía por afren-

ta estar en aquel e jerc ic io de servi r en la venta, porque decía el la que desgracias y

malos sucesos la habían traído a aquel e s-tado. El duro, estrecho, apocado y fement i -

do lecho de Don Qui jote estaba primero en mitad de aquel estre l lado establo, y luego

junto a é l hizo el suyo Sancho, que sólo

contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido

que de lana: sucedía a estos dos lechos e l del harr iero, fabricado, como se ha dicho,

de las enja lmas y todo el adorno de los dos

mejores mulos que t raía, aunque eran do-ce, luc ios, gordos y famosos, porque era

uno de los r icos harr ieros de Arévalo, según lo dice el autor desta histor ia, que

deste harr iero hace part icular mención,

porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de

que Cide Hamete Benengel i fue histor i ador muy curioso y muy puntual en todas las

cosas, y échase b ien de ver, pues las que quedan refer idas, con ser tan mínimas y

tan rateras, no las quiso pasar en si lencio;

de donde podrán tomar ejemplo los hist o-r iadores graves, que nos cuentan las acci o-

nes tan corta y sucintamente, que apenas nos l legan a los lab ios, dejándose en el

t intero, ya por descuido, por mal icia o i g-

norancia, lo más sustancia l de la obra. Bien haya mi l veces el autor de Tablante de R i-

camonte, y aquel del otro l ibro donde se cuentan los hechos del Conde Tomil las; ¡y

con qué puntual idad lo descr iben todo! D i-go, pues, que después de haber vis itado el

arr iero a su recua y dádole el segundo

pienso, se tendió en sus enjalmas y se d io a esperar a su puntua l ís ima Maritornes. Ya

estaba Sancho bizmado y acostado, y aun-que procuraba dormir , no lo consentía e l

dolor de sus cost i l las; y Don Quijote, con e l

dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos

como l iebre. Toda la venta estaba en s i le n-cio, y en toda e l la no había otra luz que la

que daba una lámpara, que colgada en me-

dio del porta l ard ía. Esta maravi l losa qui e-tud, y los pensamientos que siempre nues-

tro cabal lero tra ía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los l ibros autores

de su desgracia, le trujo a la imaginación

una de las extrañas locuras que buenamen-te imaginarse pueden; y fue que é l se ima-

ginó haber l legado a un famoso cast i l lo (que, como se ha d icho, cast i l los eran a su

parecer todas las ventas donde a lojaba), y que la hi ja del ventero lo era del señor de l

cast i l lo , la cua l, venc ida de su genti leza, se

había enamorado dé l y prometido que aquel la noche, a hurto de sus padres,

vendría a yacer con é l una buena pieza; y teniendo toda esta quimera, que él se hab-

ía fabricado, por f i rme y valedera, se co-

menzó a acuitar y a pensar en el pe l igroso trance en que su honest idad se había de

ver, y propuso en su corazón de no come-ter a levosía a su señora Dulcinea del Tobo-

so, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.

Pensando pues en estos d isparates se l legó

el t iempo y la hora (que para él fue men-guada) de la venida de la astur iana, la cual

en camisa y descalza, cogidos los cabel los en una albanega de fustán, con tác itos y

atentados pasos entró en e l aposento don-

de los t res alojaban, en busca de l harr iero; pero apenas l legó a la puerta cuando Don

Qui jote la sint ió, y sentándose en la cama a pesar de sus bizmas y con dolor de sus co s-

t i l las tendió los brazos para recebir a su

fermosa doncel la la astur iana, que toda recogida y ca l lando iba con las manos de-

lante buscando a su querido: topó con los brazos de Don Quijote, e l cua l la asió fue r-

temente de una muñeca, y t i rándola hacia sí , s in que el la osase hablar palabra, la

hizo sentar sobre la cama. Tentole luego la

camisa, y aunque e l la era de arp i l lera, a él le pareció ser de f inís imo y de lgado cendal .

Tra ía en las muñecas unas cuentas de v i-dr io, pero a él le d ieron vis lumbres de pre-

ciosas perlas or ientales: los cabel los, que

en alguna manera t iraban a cr ines, é l los marcó por hebras de lucid ís imo oro de Ara-

bia, cuyo resplandor al del mesmo sol escu-rec ía, y el a l iento que sin duda alguna o l ía

a ensa lada f iambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor

suave y aromát ico; y f ina lmente é l la pintó

en su imaginación de la misma traza y mo-do que lo había le ído en sus l ibros de la

otra pr incesa que vino a ver el mal fer ido caba l lero vencido de sus amores, con todos

los adornos que aquí van puestos; y era

tanta la ceguedad de l pobre hidalgo, que el

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tacto, ni e l a l iento, ni otras cosas que tra ía en s í la buena doncel la, no le desengaña-

ban, las cua les pudieran hacer vomitar a

otro que no fuera harr iero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la Dios a de la

hermosura: y teniéndola bien as ida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir :

Quisiera hal larme en términos, fermosa y

alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la v ista de vuestra gran

fermosura me habedes fecho; pero ha que-r ido la fortuna, que no se cansa de perse-

guir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan mol ido y quebrantado, que

aunque de mi voluntad quisiera sat is facer a

la vuestra, fuera imposible; y más que se añade a esta imposib i l idad otra mayor, que

es la promet ida fe que tengo dada a la sin par Dulc inea de l Toboso, única señora de

mis más escondidos pensamientos; que s i

esto no hubiera de por medio no fuera yo tan sandio cabal lero, que dejara pasar en

blanco la venturosa ocas ión en que vuestra gran bondad me ha puesto. Mar itornes es-

taba congojadís ima y trasudando, de verse tan asida de Don Qui jote, y sin entender ni

estar atenta a las razones que le decía,

procuraba sin hablar palabra desasi rse. E l bueno del arr iero, a quien tenían despierto

sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta la sint ió; estuvo

atentamente escuchando todo lo que Don

Qui jote decía, y celoso de que la astur iana le hubiese fa l tado a la palabra por otro, se

fue l legando más a l lecho de Don Qui jote, y estúvose quedo hasta ver en qué paraban

aquel las razones que él no podía entender;

pero como vio que la moza forcejaba por desasirse, y Don Qui jote t rabajaba por t e-

ner la, pareciéndole mal la bur la, enarboló el brazo en a lto y descargó tan terr ible pu-

ñada sobre las estrechas quijadas del ena-morado caba l lero, que le bañó toda la boca

en sangre; y no contento con esto, se le

subió encima de las cost i l las, y con los pies mas que de trote, se las paseó todas de

cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no

f i rmes fundamentos, no pudiendo sufr ir la

añadidura del arr iero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el vente-

ro y luego imaginó que debían de ser pen-dencias de Mar itornes, porque habiéndola

l lamado a voces no respondía. Con esta sospecha se levantó y encendiendo un can-

di l se fue hacia donde había sent ido la p e-

laza. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condic ión terr ible , toda medro-

sica y alborotada se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y al l í se

acorrucó y se hizo un ovi l lo. El ventero

entró diciendo: ¿Adónde estas, puta? a

buen seguro que son tus cosas éstas. En esto, despertó Sancho, y sint iendo aquel

bulto cas i encima de sí , pensó que tenía la

pesadi l la y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras, a lcanzó con no sé

cuantas a Maritornes, la cual , sent ida de l dolor , echando a rodar la honest idad, dio el

retorno a Sancho con tantas, que a su des-

pecho le qui tó el sueño; el cual , v iéndose tratar de aquel la manera y s in saber de

quién, a lzándose como pudo se abrazó con Mari tornes, y comenzaron entre los dos la

más reñida y graciosa escaramuza de l mun-do. Viendo, pues e l harr iero a la lumbre del

candi l del ventero, cuál andaba su dama,

dejando a Don Quijote acudió a da l le el socorro necesar io: lo mismo hizo e l vent e-

ro, pero con intención d iferente, porque fue a cast igar a la moza, creyendo, sin du-

da, que el la sola era la ocas ión de toda

aquel la armonía. Y as í como suele decirse el gato al rato, e l rato a la cuerda, la cue r-

da al palo; daba el harr iero a Sancho, San-cho a la moza, la moza a él, e l ventero a la

moza, y todos menudeaban con tanta pr i e-sa que no se daban punto de reposo; y fue

lo bueno que a l ventero se le apagó el can-

di l , y como quedaron a escuras, dábanse tan s in compasión, todos a bulto, que a

doquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana. A lojaba acaso aquel la noche en

la venta un cuadri l lero de los que l laman de

la Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual , oyendo ans imesmo el extraño es-

truendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus t í tulos, y entró a

escuras en el aposento, d ic iendo: Ténganse

a la just icia , ténganse a la Santa Herman-dad; y el pr imero con quien topó fue con e l

apuñeado de Don Quijote, que estaba en su derr ibado lecho, tendido boca arr iba, s in

sent ido a lguno; y echandole a t iento mano a las barbas no cesaba de decir : Favor a la

just icia; pero v iendo que el que tenía as ido

no se bul l ía n i meneaba, se d io a entender que estaba muerto, y que los que al l í de-

ntro estaban eran sus matadores, y con esta sospecha, reforzó la voz, d ic iendo:

Ciérrese la puerta de la venta, miren no se

vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre. Esta voz sobresaltó a todos, y ca-

da cua l dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Ret irose el ventero a su

aposento, e l harr iero a sus enjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados

Don Qui jote y Sancho no se pudieron mover

de donde estaban. So ltó en esto e l cuadr i-l lero la barba de Don Qui jote, y sal ió a

buscar luz, para buscar y prender los del i n-cuentes; mas no la hal ló, porque el vente-

ro, de industr ia , había muerto la lámpara

cuando se ret i ró a su estancia , y fue le fo r-

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zoso acudir a la chimenea , donde, con mu-cho trabajo y t iempo, encendió el cuadri l l e-

ro otro candi l .

Capítu lo XX

De la jamás v ista ni o ída aventura que con más poco pe l igro fue acabada de famoso caba l lero en el mundo, como la que acabó el valeroso Don Qui jote de la Mancha (.. .)No es pos ib le, señor mío, s ino que es-

tas yerbas dan test imonio de que por aquí cerca debe de estar a lguna fuente o arroyo

que estas yerbas humedece, y así sera b ien que vamos un poco más adelante, que ya

toparemos donde podamos mit igar esta t e-

rr ible sed que nos fat iga, que, s in duda causa mayor pena que la hambre. Pareciole

bien e l consejo a Don Qui jote y tomando de la r ienda a Rocinante, y Sancho de l cabes-

tro a su asno, después de haber puesto

sobre él los rel ieves que de la cena queda-ron, comenzaron a caminar por el prado

arr iba a t iento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas

no hubieron andado docientos pasos, cuan-do l legó a sus o ídos un grande ruido de

agua, como que de a lgunos grandes y l e-

vantados r iscos se despeñaba. A legroles el ru ido en gran manera; y parándose a escu-

char hacia qué parte sonaba, oyeron a de s-hora otro estruendo que les aguó el con-

tento del agua, especia lmente a Sancho,

que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos

golpes a compás, con un cierto cruji r de hierros y cadenas, acompañados de l fur ioso

estruendo del agua, que pus ieran pavor a

cualquier otro corazón que no fuera e l de Don Qui jote. Era la noche, como se ha d i-

cho escura, y el los acertaron a entrar entre unos arboles altos, cuyas hojas, movidas

del b lando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera, que la soledad, el

s it io , la escuridad, e l ru ido del agua, con el

susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los

golpes cesaban, ni e l viento dormía, ni la mañana l legaba; añadiéndose a todo esto

el ignorar e l lugar donde se ha l laban. Pero

Don Qui jote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y embra-

zando su rodela , terc ió su lanzón y di jo: Sancho amigo, has de saber que yo nací ,

por querer del c ie lo, en esta nuestra edad de hierro, para resuci tar en e l la la de oro,

o la dorada, como suele l lamarse. Yo soy

aquél para quien están guardados los pe l i -gros, las grandes hazañas, los va lerosos

hechos. Yo soy, d igo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce

de Francia y los Nueve de la Fama, y el que

ha de poner en olvido los Plat ires, los Ta-blantes, Ol ivantes y Tirantes, los Febos y

Bel ianises, con toda la caterva de los famo-

sos cabal leros andantes de l pasado t iempo, haciendo en éste en que me hal lo ta les

grandezas, extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que e l los

f ic ieron: b ien notas, escudero f ie l y legal,

las t in ieblas desta noche, su extraño s i le n-cio, e l sordo y confuso estruendo des tos

arboles, e l temeroso ruido de aquel la agua en cuya busca venimos, que parece que se

despeña y derrumba desde los altos montes de la luna; y aquel incesable golpear que

nos hiere y last ima los oídos; las cua les

cosas, todas juntas y cada una por sí , son bastantes a infundir miedo, temor y espan-

to en e l pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a

semejantes acontecimientos y aventuras.

Pues todo esto que yo te p into son incent i -vos y despertadores de mi ánimo, que ya

hace que el corazón me reviente en e l pe-cho, con el deseo que t iene de acometer

esta aventura, por más d i f icultosa que se muestra. As í que, apr ieta un poco las ci n-

chas a Rocinante, y quédate a Dios , y

espérame aquí hasta tres d ías no más, en los cuales s i no volviere, puedes tú volverte

a nuestra a ldea, y desde a l l í , por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde

dirás a la incomparable señora mía Dulc i-

nea que su caut ivo cabal lero mur ió por acometer cosas que le h ic iesen digno de

poder l lamarse suyo. Cuando Sancho oyó las pa labras de su amo comenzó a l lorar

con la mayor ternura del mundo, y a deci r -

le: Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aven-

tura: ahora es de noche, aquí no nos vee nadie: bien podemos torcer el camino y

desvia rnos del pe l igro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea,

menos habrá quien nos note de cobardes;

cuanto más que yo he oído predicar a l cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien

conoce, que quien busca el pel igro perece en é l ; as í que no es bien tentar a Dios

acomet iendo tan desaforado hecho donde

no se puede escapar sino por mi lagro, y bastan los que ha hecho e l c ie lo con vues-

tra merced en l ibrar le de ser manteado, como yo lo fu i, y en sacar le vencedor, l ibre

y sa lvo de entre tantos enemigos como acompañaban al d i funto. Y cuando todo

esto no mueva ni ablande ese duro co-

razón, muévale e l pensar y creer que ape-nas se habrá vuestra merced apartado de

aquí, cuando yo, de miedo dé mi anima a quien quisiere l levarla . Yo sal í de mi t ierra

y dejé hi jos y mujer por venir a servir a

vuestra merced, creyendo valer más y no

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menos; pero, como la cudic ia rompe e l sa-co, a mí me ha rasgado mis esperanzas,

pues cuando más vivas las tenía de a lcan-

zar aquel la negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prome-

t ido, veo que, en pago y trueco del la, me quiere ahora dejar en un lugar tan aparta-

do de l trato humano. Por un solo Dios, se-

ñor mío, que no se me haga ta l desaguisa-do; y ya que del todo no quiera vuestra

merced desist ir de acomete r este fecho, di látelo, a lo menos, hasta la mañana; que,

a lo que a mí me muestra la c iencia que aprendí cuando era pastor , no debe de

haber desde aquí a l a lba t res horas, porque

la boca de la bocina está encima de la ca-beza, y hace la media noche en la l ínea de l

brazo izquierdo. ¿Cómo puedes tú, Sancho, di jo Don Qui jote, ver dónde hace esa l ínea,

ni dónde está esa boca o ese colodri l lo que

dices, s i hace la noche tan escura, que no parece en todo el cie lo estrel la a lguna? Así

es, di jo Sancho, pero t iene e l miedo mu-chos ojos, y vee las cosas debajo de t ierra ,

cuanto más encima, en el cie lo; puesto que, por buen d iscurso, b ien se puede en-

tender que hay poco de aquí a l día . Fal te lo

que fal tare, respondió Don Qui jote, que no se ha de decir por mí, ahora ni en ningún

t iempo que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a est i lo de caba l lero;

y as í, te ruego, Sancho, que ca l les; que

Dios , que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no v ista y tan t e-

merosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi sa lud y de consolar tu t r isteza. Lo

que has de hacer es apretar b ien las c in-

chas a Rocinante, y quedarte aquí; que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.

Viendo, pues, Sancho la úl t ima resoluc ión de su amo, y cuán poco val ían con é l sus

lágr imas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industr ia , y hacer le

esperar hasta el día , s i pudiese; y así ,

cuando apretaba las c inchas al caba l lo, bo-nitamente y sin ser sent ido ató con el ca-

bestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera, que cuando Don Qui jote se qu i-

so part ir , no pudo, porque el cabal lo no se

podía mover s ino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, d i jo:

Ea, señor, que e l cie lo, conmovido de mis lágr imas y p legarias, ha ordenado que no

se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porf iar , y espolear, y dal le , será enojar a la

Fortuna, y dar coces, como dicen, contra el

aguijón. Desesperábase con esto Don Qu i-jote, y por más que ponía las p iernas al

caba l lo, menos le podía mover; y sin caer en la cuenta de la l igadura, tuvo por bien

de sosegarse y esperar, o a que amanecie-

se, o a que Rocinante se menease, creyen-

do, s in duda, que aquel lo venía de otra parte que de la industr ia de Sancho; y así ,

le di jo: Pues as í es, Sancho, que Rocinante

no puede moverse, yo soy contento de es-perar a que r ía e l a lba, aunque yo l lore lo

que e l la tardare en venir. No hay que l l o-rar, respondió Sancho, que yo entretendré

a vuestra merced contando cuentos desde

aquí a l d ía, s i ya no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde

yerba, a uso de caba l leros andantes, para hal larse más descansado cuando l legue el

día y punto de acometer esta tan deseme-jable aventura que le espera. ¿A qué l lamas

apear, o a qué dormir? di jo Don Qui jote.

¿Soy yo, por ventura, de aquel los caba l le-ros que toman reposo en los pe l igros?

Duerme tú, que naciste para dormir , o haz lo que quis ieres; que yo haré lo que viere

que más viene con mi pretens ión. No se

enoje vuestra merced, señor mío, respondió Sancho, que no lo di je por tanto. Y l legán-

dose a é l, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en e l otro, de modo,

que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél un dedo:

ta l era e l miedo que tenía a los golpes que

todavía alternat ivamente sonaban. Díjole Don Qui jote que contase algún cuento para

entretenerle , como se lo había prometido; a lo que Sancho di jo que sí hiciera, s i le de-

jara el temor de lo que oía. Pero, con todo

eso, yo me esforzaré a decir una histor ia , que, s i la acierto a contar y no me van a la

mano, es la mejor de las histor ias; y esté-me vuestra merced atento, que ya comien-

zo: Érase que se era, e l b ien que viniere

para todos sea, y el mal, para quien lo fue-re a buscar; y advierta vuestra merced,

señor mío, que el pr incipio que los ant iguos dieron a sus consejas no fue as í como quie-

ra, que fue una sentencia de Catón Zonzo-r ino, romano, que dice: «y el mal para

quien le fuere a buscar», que viene aquí

como ani l lo a l dedo, para que vuestra mer-ced se esté quedo, y no vaya a buscar el

mal a ninguna parte, s ino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a

que sigamos éste, donde tantos miedos nos

sobresaltan. S igue tu cuento, Sancho, di jo Don Qui jote, y de l camino que hemos de

seguir déjame a mí e l cuidado. Digo pues prosiguió Sancho, que en un lugar de Ex-

tremadura había un pastor cabrer izo, quie-ro decir, que guardaba cabras, e l cua l pa s-

tor o cabrer izo, como digo de mi cuento, se

l lamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se l lamaba

Torra lva, la cual pastora l lamada Torra lva era hija de un ganadero r ico; y este gana-

dero r ico.. . S i desa manera cuentas tu

cuento, Sancho, di jo Don Qui jote, repit ie n-

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do dos veces lo que vas dic iendo, no aca-baras en dos días; di lo seguidamente, y

cuéntalo como hombre de entendimiento, y

si no, no digas nada. De la misma manera que yo lo cuento respondió Sancho se

cuentan en mi t ierra todas las consejas y yo no sé contar lo de otra, ni es b ien que

vuestra merced me pida que haga usos

nuevos. Di como quis ieres, respondió Don Qui jote, y pues la suerte quiere que no

pueda dejar de escucharte, prosigue. As í que, señor mío de mi ánima, pros iguió San-

cho, que, como ya tengo d icho, este pastor andaba enamorado de Torralva la pastora,

que era una moza rol l iza, zahareña, y t ir a-

ba algo a hombruna, porque tenía unos po-cos de bigotes, que parece que ahora la

veo. Luego, ¿conocístela tú? di jo Don Qu i-jote. No la conocí yo, respondió Sancho,

pero quien me contó este cuento me di jo

que era tan c ierto y verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, af irmar y

jurar que lo había v isto todo. As í que, yen-do días y viniendo días, e l d iab lo, que no

duerme y que todo lo añasca, hizo de ma-nera, que e l amor que el pastor tenía a la

pastora se volviese en omeci l lo y mala vo-

luntad; y la causa fue, según malas le n-guas, una cierta cant idad de ce l i l los que

el la le dio, ta les, que pasaban de la raya y l legaban a lo vedado; y fue tanto lo que e l

pastor la aborrec ió de al l í adelante, que,

por no verla , se quiso ausentar de aquel la t ierra e i rse donde sus ojos no la viesen

jamás. La Torralva, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso b ien, más que

nunca le había quer ido. Ésa es natural con-

dición de mujeres, d i jo Don Qui jote: de s-deñar a quien las quiere y amar a quien las

aborrece: pasa ade lante, Sancho. Sucedió, di jo Sancho que e l pastor puso por obra su

determinación y antecogiendo sus cabras se encaminó por los campos de Extremadura

para pasarse a los reinos de Portugal: la

Torra lva, que lo supo se fue tras él , y s e-guíale a pie y desca lza desde le jos con un

bordón en la mano y con unas al for jas a l cuel lo, donde l levaba, según es fama, un

pedazo de espejo y otro de un pe ine, y no

sé qué boteci l lo de mudas para la cara; mas l levase lo que l levase, que yo no me

quiero meter ahora en averiguarlo, só lo diré , que dicen que e l pastor l legó con su

ganado a pasar el r ío Guadiana, y en aque-l la sazón iba crecido y casi fuera de madre,

y por la parte que l legó no había barca ni

barco, n i quien le pasase a él, ni a su ga-nado de la otra parte de lo que se congojó

mucho porque ve ía que la Torra lva venía ya muy cerca, y le había de dar mucha pesa-

dumbre con sus ruegos y lágrimas; mas

tanto anduvo mirando, que v io un pescador

que tenía junto a sí un barco, tan pequeño, que solamente podían caber en é l una pe r-

sona y una cabra; y con todo esto, le

habló, y concertó con él que le pasase a é l y a trecientas cabras que l levaba. Entró el

pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver , y tornó

a pasar otra. Tenga vuestra merced cuenta

en las cabras que e l pescador va pasando, porque s i se p ierde una de la memor ia, se

acabara e l cuento, y no será posible contar más pa labra dél . Sigo, pues, y digo que el

desembarcadero, de la otra parte, estaba l leno de c ieno y resbaloso, y tardaba el

pescador mucho t iempo en ir y volver. Con

todo esto, volvió por otra cabra, y otra y otra. Haz cuenta que las pasó todas, d i jo

Don Qui jote: no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasar las

en un año. ¿Cuantas han pasado hasta ago-

ra? d i jo Sancho. Yo ¿qué d iablos sé? res-pondió Don Qui jote. He ahí lo que yo di je:

que tuviese buena cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay

pasar adelante. ¿Cómo puede ser eso? re s-pondió Don Qui jote. ¿Tan de esencia de la

histor ia es saber las cabras que han pasa-

do, por extenso, que si se yerra una de l número no puede seguir adelante con la

histor ia? No, señor, en ninguna manera, respondió Sancho, porque as í como yo pre-

gunté a vuestra merced que me di jese

cuántas cabras habían pasado, y me res-pondió que no sabía, en aquel mesmo in s-

tante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de

mucha virtud y contento. ¿De modo, d i jo

Don Qui jote que ya la histor ia es acabada? Tan acabada es como mi madre, di jo San-

cho. Dígote de verdad, respondió Don Qu i-jote que tú has contado una de las más

nuevas consejas, cuento o histor ia , que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal

modo de contar la n i dejar la , jamás se

podrá ver ni habrá v isto en toda la v ida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu

buen discurso; mas no me maravi l lo , pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben

de tener turbado el entendimiento. Todo

puede ser , respondió Sancho, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que

decir : que a l l í se acaba do comienza e l ye-rro de la cuenta del pasaje de las cabras.

Acabe norabuena donde quisiere, d i jo Don Qui jote, y veamos s i se puede mover Roc i-

nante. Tornole a poner las p iernas, y él

tornó a dar sa ltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto, parece ser ,

o que el fr ío de la mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado a lgunas cosas

lenit ivas, o que fuese cosa natura l (que es

lo que más se debe creer) , a él le v ino en

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voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por é l; mas era tanto el mie-

do que había entrado en su corazón, que

no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía

gana, tampoco era posible; y así , lo que hizo, por b ien de paz, fue so ltar la mano

derecha, que tenía as ida al arzón trasero,

con la cua l, bonitamente y sin rumor a lgu-no, se soltó la lazada corrediza con que los

calzones se sostenían, s in ayuda de otra alguna, y en quitándosela , d ieron luego

abajo, y se le quedaron como gr i l los; t ras esto, a lzó la camisa lo mejor que pudo, y

echó a l a i re entrambas posaderas, que no

eran muy pequeñas: hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer

para sal i r de aquel terr ib le aprieto y angus-t ia), le sobrevino otra mayor, que fue que

le pareció que no podía mudarse sin hacer

estrépito y ru ido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros , recogien-

do en s í e l a l iento todo cuanto podía; pero, con todas estas d i l igencias, fue tan desd i-

chado, que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, b ien di ferente de aquel que

a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Qui j o-

te, y d i jo: ¿Qué rumor es ése, Sancho? No sé, señor, respondió él. A lguna cosa nueva

debe de ser; que las aventuras y desventu-ras nunca comienzan por poco. Tornó otra

vez a probar ventura, y sucedio le tan bien,

que, s in más ruido ni a lboroto que el pasa-do, se ha l ló l ibre de la carga que tanta pe-

sadumbre le había dado. Mas como Don Qui jote tenía el sent ido de l ol fato tan v ivo

como el de los oídos, y Sancho estaba tan

junto y cos ido con é l, que cas i por l ínea recta subían los vapores hacia arr iba, no se

pudo excusar de que algunos no l legasen a sus nar ices; y apenas hubieron l legado,

cuando él fue a l socorro, apretándolas en-tre los dos dedos, y con tono algo gangoso,

di jo: Paréceme, Sancho, que t ienes mucho

miedo. S í tengo, respondió Sancho, mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced aho-

ra más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don

Qui jote. Bien podrá ser, di jo Sancho, mas

yo no tengo la culpa, s ino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no

acostumbrados pasos. Ret írate tres o cua-tro al lá , amigo, di jo Don Qui jote (todo esto

sin quitarse los dedos de las narices) , y desde aquí adelante ten más cuenta con tu

persona, y con lo que debes a la mía; que

la mucha conversación que tengo cont igo ha engendrado este menosprecio. Apostaré,

repl icó Sancho que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona a lguna cosa

que no debo. Peor es menearlo, amigo San-

cho, respondió Don Qui jote. En estos col o-

quios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más

andar se venía la mañana, con mucho t ien-

to des l igó a Rocinante, y se ató los calzo-nes. Como Rocinante se v io l ibre, aunque él

de suyo no era nada brioso, parece que se resint ió, y comenzó a dar manotadas; po r-

que corvetas, con perdón suyo, no las sabía

hacer. Viendo, pues, Don Qui jote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal

y creyó que lo era de que acomet iese aque-l la temerosa aventura. Acabó en esto de

descubr irse el a lba, y de parecer d ist int a-mente las cosas, y v io Don Quijote que e s-

taba entre unos árboles altos, que e l los

eran castaños, que hacen la sombra muy escura. Sint ió también que el golpear no

cesaba, pero no v io quién lo podía causar; y as í, s in más detenerse, hizo sent ir las

espuelas a Rocinante, y tornando a despe-

dirse de Sancho, le mandó que al l í le aguardase t res días, a lo más largo, como

ya otra vez se lo había d icho, y que si a l cabo del los no hubiese vue lto, tuviese por

cierto que Dios había sido servido de que en aquel la pel igrosa aventura se le acaba-

sen sus días. Tornole a refer ir e l recado y

embajada que había de l levar de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba

a la paga de sus serv icios no tuviese pena, porque é l había dejado hecho su testamen-

to antes que sa l iera de su lugar, donde se

hal lar ía grat i f icado de todo lo tocante a su salar io, rata por cant idad, del t iempo que

hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel pel igro sano y salvo y s in cautela ,

se podía tener por muy más que cierta la

prometida ínsula. De nuevo tornó a l lorar Sancho oyendo de nuevo las last imeras ra-

zones de su buen señor, y determinó de no dejar le hasta el úl t imo tránsito y f in de

aquel negocio. Destas lágrimas y determ i-nación tan honrada de Sancho Panza saca

el autor desta histor ia que debía de ser

bien nacido, y por lo menos, cr ist iano vie jo. Cuyo sent imiento enterneció algo a su amo;

pero no tanto que mostrase f laqueza algu-na; antes, d is imulando lo mejor que pudo,

comenzó a caminar hacia la parte por don-

de le pareció que el ru ido del agua y del golpear venía. Seguía le Sancho a p ie, l l e-

vando, como tenía de costumbre, de l ca-bestro a su jumento, perpetuo compañero

de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre

aquel los castaños y arboles sombr íos, d i e-

ron en un pradeci l lo que al pie de unas a l-tas peñas se hacía, de las cuales se prec i -

pitaba un grandísimo golpe de agua; a l pie de las peñas estaban unas casas mal

hechas, que más parecían ruinas de edi f i -

cios que casas, de entre las cuales advir t i e-

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ron que sa l ía el ru ido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba. A lborotóse

Rocinante con el estruendo del agua y de

los golpes, y sosegándole Don Quijote, se fue l legando poco a poco a las casas, en-

comendándose de todo corazón a su seño-ra, supl icándole que en aquel la temerosa

jornada y empresa le favoreciese, y de ca-

mino se encomendaba también a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho de l

lado, e l cua l a largaba cuanto podía el cue-l lo y la v ista, por entre las piernas de Roc i-

nante, por ver si ver ía ya lo que tan sus-penso y medroso le tenía . Otros c ien pasos

ser ían los que anduvieron, cuando, al do-

blar de una punta, pareció descubierta y patente la misma causa, s in que pudiese

ser otra, de aquel horr ísono y para el los espantable ruido, que tan suspensos y me-

drosos toda la noche los había tenido. Y

eran (si no lo has, oh lector , por pesadum-bre y enojo) se is mazos de batán, que con

sus al ternat ivos golpes aquel estruendo formaban. Cuando Don Qui jote v io lo que

era, enmudeció y pasmose de arr iba abajo. Mirole Sancho, y vio que tenía la cabeza

incl inada sobre el pecho, con muestras de

estar corr ido. Miró también Don Qui jote a Sancho, y viole que tenía los carr i l los hi n-

chados, y la boca l lena de r isa, con eviden-tes señales de querer reventar con el la , y

no pudo su melanconía tanto con él , que a

la vista de Sancho pudiese dejar de reírse; y como vio Sancho que su amo había co-

menzado, soltó la presa de manera, que tuvo neces idad de apretarse las i jadas con

los puños, por no reventar r iendo. Cuatro

veces sosegó, y otras tantas volvió a su r isa , con el mismo ímpetu que primero; de

lo cua l ya se daba al diab lo Don Qui jote, y más cuando le oyó decir, como por modo

de f isga: Has de saber oh Sancho amigo que yo nací por querer del cie lo en esta

nuestra edad de hierro para resucitar en

el la la dorada, o de oro: yo soy aquél para quien están guardados los pel igros, las

hazañas grandes, los valerosos fechos; y por aquí fue repit iendo todas o las más ra-

zones que Don Quijote di jo la vez pr imera

que oyeron los temerosos golpes. V iendo, pues, Don Qui jote que Sancho hacía burla

dél , se corr ió y enojó en tanta manera, que alzó e l lanzón y le asentó dos palos, ta les,

que si como los recibió en las espa ldas los rec ib iera en la cabeza, quedara l ibre de

pagar le el salar io, s i no fuera a sus herede-

ros. Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su

amo no pasase adelante en el las, con mu-cha humildad le di jo: Sosiéguese vuestra

merced; que por Dios que me burlo. Pues

porque os burlá is , no me bur lo yo, respon-

dió Don Quijote. Venid acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que si como éstos fueron

mazos de batán fueran otra pe l igrosa aven-

tura, no había yo mostrado e l ánimo que convenía para emprenderla y acabarla? ¿E s-

toy yo obl igado, a dicha, s iendo, como soy, caba l lero, a conocer y dist inguir los sones,

y saber cuáles son de batán o no? Y más,

que podr ía ser , como es verdad, que no los he v isto en mi v ida, como vos los habréis

visto, como vi l lano ruin que sois , cr iado y nacido entre e l los. S i no, haced vos que

estos seis mazos se vuelvan en se is jaya-nes, y echádmelos a las barbas uno a uno,

o todos juntos, y cuando yo no diere con

todos patas arr iba, haced de mí la bur la que quis iéredes. No haya más, señor mío,

repl icó Sancho, que yo confieso que he an-dado algo r isueño; en demasía . Pero d íga-

me vuestra merced, ahora que estamos en

paz, así Dios le saque de todas las aventu-ras que le sucedieren tan sano y salvo co-

mo le ha sacado désta: ¿no ha sido cosa de reír , y lo es de contar, e l gran miedo que

hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de vuestra merced ya yo sé que no le

conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.

No niego yo, respondió Don Qui jote que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de

r isa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas tan d iscretas, que

sepan poner en su punto las cosas. A lo

menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón,

apuntándome a la cabeza, y dándome en las espa ldas: grac ias a Dios y a la d i l ige n-

cia que puse en ladearme; pero vaya que

todo saldrá en la colada; (. . .) Capítu lo XXII

De la l ibertad que dio Don Qui jote a mu-chos desdichados que, mal de su grado, los

l levaban donde no quisieran ir

Cuenta Cide Hamete Benengel i , autor ará-bigo y manchego, en esta gravís ima, al t iso-

nante, mínima, dulce e imaginada histor ia, que después que entre el famoso Don Qu i-

jote de la Mancha y Sancho Panza, su es-

cudero, pasaron aquel las razones que en el f in de l capítulo ve inte y uno quedan refer i -

das, que Don Qui jote alzó los ojos y v io que por el camino que l levaba venían hasta

doce hombres a pie, ensartados, como cuentas en una gran cadena de hierro, por

los cue l los, y todos con esposas a las ma-

nos. Venían ans imismo con el los dos hom-bres de a cabal lo y dos de a pie; los de a

caba l lo, con escopetas de rueda, y los de a pie , con dardos y espadas; y que así como

Sancho Panza los vio, di jo: Ésta es cadena

de galeotes, gente forzada del Rey, que va

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a las ga leras. ¿Cómo gente forzada? pre-guntó Don Qui jote. ¿Es posible que el Rey

haga fuerza a ninguna gente? No digo eso,

respondió Sancho, sino que es gente que por sus de l i tos va condenada a servi r a l

Rey en las ga leras de por fuerza. En reso-lución, repl icó Don Qui jote, como quiera

que e l lo sea, esta gente, aunque los l levan,

van de por fuerza, y no de su voluntad. Así es, di jo Sancho. Pues desa manera, di jo su

amo, aquí encaja la e jecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los

miserables. Advierta vuestra merced, d i jo Sancho que la just ic ia, que es e l mesmo

Rey, no hace fuerza ni agravio a semejante

gente, s ino que los cast iga en pena de sus del i tos. Llegó, en esto, la cadena de los

galeotes, y Don Qui jote con muy corteses razones p id ió a los que iban en su guarda

fuesen servidos de informarle y decir le la

causa o causas porque l levan aquel la gente de aquel la manera. Una de las guardas de a

caba l lo respondió que eran galeotes, gente de su majestad, que iba a galeras, y que no

había más que decir, ni é l tenía más que saber. Con todo eso, repl icó Don Qui jote,

querr ía saber de cada uno del los en part i-

cular la causa de su desgracia . Añadió a éstas otras ta les y tan comedidas razones

para mover los a que di jesen lo que desea-ba, que la otra guarda de a cabal lo le di jo:

aunque l levamos aquí e l registro y la fe de

las sentencias de cada uno destos malaven-turados, no es t iempo éste de detenernos a

sacarlas ni a leer las: vuestra merced l legue y se lo pregunte a e l los mesmos, que el los

lo di rán si quisieren; que s í querrán, po r-

que es gente que rec ibe gusto de hacer y decir bel laquer ías. Con esta l icencia , que

Don Qui jote se tomara aunque no se la d i-eran, se l legó a la cadena y al pr imero le

preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él le respondió que por enamo-

rado iba de aquel la manera. ¿Por eso no

más? repl icó Don Qui jote, pues si por ena-morados echan a galeras, d ías ha que pu-

diera yo estar bogando en e l las. No son los amores como los que vuestra merced pien-

sa, di jo e l ga leote, que los míos fueron que

quise tanto a una canasta de colar atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan

fuertemente, que a no quitármela la just i-cia por fuerza, aún hasta agora no la

hubiera dejado de mi voluntad: fue en fra-gante, no hubo lugar de tormento; concl u-

yose la causa, acomodáronme las espa ldas

con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabose la obra. ¿Qué son

gurapas? preguntó Don Qui jote. Gurapas son ga leras, respondió el galeote. El cual

era un mozo de hasta edad de ve inte y cua-

tro años, y d i jo que era natural de P ie-

drahita . Lo mesmo preguntó Don Qui jote al segundo, el cua l no respondió palabra,

según iba de tr iste y malencónico; mas

respondió por él e l pr imero, y di jo: Éste, señor, va por canario, d igo, por músico y

cantor. Pues, ¿cómo? repit ió Don Qui jote ¿por músicos y cantores van también a ga-

leras? Sí, señor, respondió e l galeote, que

no hay peor cosa que cantar en e l ansia . Antes he yo oído decir, di jo Don Qui jote

que quien canta, sus males espanta. Aca es al revés, di jo el galeote, que quien canta

una vez, l lora toda la vida. No lo ent iendo, di jo Don Qui jote; mas una de las guardas le

di jo: Señor caba l lero, cantar en el ans ia se

dice entre esta gente non santa confesar en el tormento. A este pecador le dieron

tormento y confesó su del i to, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de best ias, y

por haber confesado le condenaron por seis

años a galeras, amén de doscientos azotes, que ya l leva en las espaldas; y va siempre

pensat ivo y tr is te porque los demás ladro-nes que al lá quedan y aquí van le maltratan

y aniqui lan, y escarnecen, y t ienen en po-co, porque confesó, y no tuvo ánimo de

decir nones. Porque d icen el los que tantas

letras t iene un no como un s í, y que harta ventura t iene un de l incuente, que está en

su lengua su v ida o su muerte, y no en la de los test igos y probanzas; y para mí te n-

go que no van muy fuera de camino. Y yo

lo ent iendo as í, respondió Don Qui jote. E l cual , pasando a l tercero, preguntó lo que a

los otros; el cua l, de presto y con mucho desenfado, respondió y di jo:

Yo voy por c inco años a las señoras gura-pas por fa ltarme diez ducados. Yo daré

veinte de muy buena gana, d i jo Don Qui jo-te por l ibraros desa pesadumbre. Eso me

parece, respondió e l galeote como quien t iene dineros en mitad del gol fo, y se está

mur iendo de hambre, s in tener adonde

comprar lo que ha menester: dígolo porque si a su t iempo tuviera yo esos ve inte duca-

dos que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con el los la péndola de l

escr ibano, y avivado el ingenio del procu-

rador, de manera que hoy me viera en m i-tad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y

no en este camino, atrai l lado como galgo; pero Dios es grande: paciencia , y basta.

Pasó Don Qui jote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro, con una barba

blanca que le pasaba del pecho; el cual ,

oyéndose preguntar la causa por que al l í venía , comenzó a l lorar y no respondió pa-

labra; mas el quinto condenado le s irvió de lengua, y di jo: Este hombre honrado va por

cuatro años a ga leras, habiendo paseado

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las acostumbradas, vest ido, en pompa y a caba l lo.

Eso es, di jo Sancho Panza, a lo que a mí

me parece, haber sal ido a la vergüenza. Así es, rep l icó el galeote, y la culpa porque le

dieron esta pena es por haber s ido corredor de oreja, y aun de todo e l cuerpo. En efec-

to, quiero decir que este caba l lero va por

alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas y col lar de hechicero. A no haber le añadido

esas puntas y co l lar , di jo Don Qui jote, por solamente e l a lcahuete l impio no merecía é l

ir a bogar en las ga leras, s ino a mandar las y a ser general del las. Porque no es as í

como quiera el of ic io de a lcahuete; que es

of icio de discretos, y necesarís imo en la repúbl ica bien ordenada, y que no le debía

ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los

ta les, como le hay de los demás of icios,

con número deputado y conocido, como corredores de lonja, y desta manera se e x-

cusarían muchos males que se causan por andar este of ic io y ejerc icio entre gente

idiota y de poco entendimiento, como son mujerc i l las, de poco más a menos, pajec i-

l los y t ruhanes, de pocos años y de poca

experiencia , que a la más necesar ia oca-sión, y cuando es menester dar una traza

que importe, se les hie lan las migas entre la boca y la mano, y no saben cua l es su

mano derecha. Quisiera pasar ade lante y

dar las razones por que convenía hacer elecc ión de los que en la repúbl ica habían

de tener tan necesar io oficio; pero no es el lugar acomodado para el lo: a lgún día lo

diré a quien lo pueda proveer y remediar:

solo d igo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este ros-

tro venerable en tanta fat iga por alcahuete, me la ha quitado e l adjunto de ser hechice-

ro. Aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la vo-

luntad, como a lgunos s imples piensan; que

es l ibre nuestro a lbedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que sue len hacer

algunas mujerci l las simples y algunos em-busteros bel lacos es algunas mixturas y

venenos, con que vuelven locos a los hom-

bres, dando a entender que t ienen fuerza para hacer querer b ien, s iendo, como digo,

cosa imposib le forzar la voluntad. Así es, di jo el buen viejo; y en verdad, señor, que

en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo de alcahuete no lo pude negar; pero nunca

pensé que hacía mal en e l lo , que toda mi

intención era que todo el mundo se holgase y v iv iese en paz y quietud sin pendencias ni

penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de i r adonde no e s-

pero volver , según me cargan los años y un

mal de or ina que l levo, que no me deja re-

posar un rato: y aquí tornó a su l lanto co-mo de pr imero; y túvole Sancho tanta com-

pasión, que sacó un real de a cuatro del

seno y se le d io de l imosna. Pasó adelante Don Quijote y preguntó a otro su del i to, e l

cual respondió con no menos, s ino con mu-cha más gal lardía que el pasado. Yo voy

aquí porque me bur lé demasiadamente con

dos pr imas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías; f inalmente,

tanto me bur lé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan intr icadamen-

te, que no hay d iablo que la declare. Probóseme todo, fa ltó favor, no tuve d ine-

ros, víame a pique de perder los tragade-

ros, sentenciáronme a ga leras por seis años, consentí : cast igo es de mi culpa; mo-

zo soy: dure la vida, que con e l la todo se alcanza. S i vuest ra merced, señor cabal le-

ro, l leva alguna cosa con que socorrer a

estos pobretes, Dios se lo pagará en el c i e-lo, y nosotros tendremos en la t ierra cuid a-

do de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que

sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. Éste iba en hábito de

estudiante, y d i jo una de las guardas que

era muy grande hablador y muy genti l lat i-no. Tras todos éstos venía un hombre de

muy buen parecer, de edad de tre inta años, s ino que a l mirar metía e l un o jo en el

otro; un poco venía di ferentemente atado

que los demás, porque traía una cadena al pie , tan grande, que se la l iaba por todo el

cuerpo, y dos argol las a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que l laman

guarda-amigo o pie de amigo; de la cual

descendían dos hierros que l legaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas,

donde l levaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera, que ni con las

manos podía l legar a la boca, n i podía bajar la cabeza a l legar a las manos. Preguntó

Don Qui jote que cómo iba aquel hombre

con tantas pr is iones más que los otros. Respondiole la guarda: porque tenía aquél

solo más del i tos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande be l l a-

co, que aunque le l levaban de aquel la ma-

nera, no iban seguros dél , s ino que temían que se les había de huir. ¿Qué del i tos pue-

de tener, d i jo Don Qui jote, s i no han mere-cido más pena que echarle a las galeras?

Va por diez años, repl icó la guarda, que es como muerte cevi l . No se quiera saber más

sino que este buen hombre es el famoso

Ginés de Pasamonte, que por otro nombre l laman Ginesi l lo de Parapi l la . Señor comisa-

r io, d i jo entonces e l galeote, váyase poco a poco, y no andemos ahora a des l indar

nombres y sobrenombres. Ginés me l lamo,

y no Gines i l lo, y Pasamonte es mi alcurnia ,

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y no Parapi l la, como voacé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará

poco. Hable con menos tono, repl icó e l co-

misario, señor ladrón de más de la marca, s i no quiere que le haga ca l lar, mal que le

pese. B ien parece, respondió e l galeote que va e l hombre como Dios es serv ido; pero

algún día sabrá a lguno s i me l lamo Gines i-

l lo de Parapi l la, o no. ¿Pues no te l laman así , embustero? d i jo la guarda. Sí l laman,

respondió Ginés; más yo haré que no me lo l lamen, o me las pelar ía donde yo d igo en-

tre mis d ientes. Señor cabal lero, s i t iene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con

Dios; que ya enfada con tanto querer saber

vidas a jenas; y s i la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida

está escr i ta por estos pulgares. Dice ver-dad, di jo el comisar io: que él mesmo ha

escr ito su histor ia, que no hay más, y deja

empeñado e l l ibro en la cárcel , en doscie n-tos reales. Y le pienso qui tar , di jo Ginés, s i

quedara en doscientos ducados. ¿Tan bue-no es? di jo Don Qui jote. E s tan bueno, res-

pondió Ginés, que mal año para Lazar i l lo de Tormes y para todos cuantos de aquel

género se han escr ito o escr ibieren. Lo que

le sé decir a voacé es que trata verdades, y que son verdades tan l indas y tan donosas,

que no pueden haber menti ras que se le igualen. Y ¿cómo se int i tu la e l l ibro? pre-

guntó Don Quijote. La v ida de Ginés de

Pasamonte, respondió el mismo. ¿Y está acabado? preguntó Don Qui jote. ¿Cómo

puede estar acabado, respondió él , s i aún no está acabada mi v ida? Lo que está escr i-

to es desde mi nacimiento hasta el punto

que esta últ ima vez me han echado en ga-leras. Luego, ¿otra vez habéis estado en

el las? di jo Don Qui jote. Para serv ir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya

sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho, respondió Ginés, y no me pesa mucho de ir

a el las, porque al l í tendré lugar de acabar

mi l ibro; que me quedan muchas cosas que decir , y en las ga leras de España hay más

sosiego de aquel que ser ía menester , aun-que no es menester mucho más para lo que

yo tengo de escr ibi r, porque me lo sé de

coro. Hábi l pareces, di jo Don Qui jote. Y desdichado, respondió Ginés, porque s iem-

pre las desdichas persiguen a l buen inge-nio. Pers iguen a los bel lacos, di jo el com i-

sar io. Ya le he d icho, señor comisar io, re s-pondió Pasamonte, que se vaya poco a po-

co; que aquel los señores no le dieron esa

vara para que malt ratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y

l levase adonde su Majestad manda. S i no, por v ida de. . . basta, que podr ía ser que

sal iesen algún día en la colada las manchas

que se hicieron en la venta; y todo e l mun-

do cal le, y viva b ien, y hable mejor y cam i-nemos; que ya es mucho regodeo éste. A lzó

la vara en a lto el comisar io para dar a Pa-

samonte, en respuesta de sus amenazas; mas Don Quijote se puso en medio, y le

rogó que no le maltratase, pues no era mu-cho que quien l levaba tan atadas las manos

tuviese a lgún tanto suelta la lengua. Y vo l-

viéndose a todos los de la cadena, di jo: De todo cuanto me habéis d icho, hermanos

car ís imos, he sacado en l impio que, aunque os han cast igado por vuestras culpas, las

penas que va is a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a el las muy de mala gana

y muy contra vuestra voluntad; y que pod r-

ía ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la fa lta de d ineros déste, e l

poco favor de l otro y f ina lmente, e l torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vue s-

tra perdición, y de no haber sa l ido con la

just icia que de vuestra parte teníades. To-do lo cual se me representa a mí ahora en

la memoria de manera que me está d icie n-do, persuadiendo y aun forzando, que

muestre con vosotros el efeto para que el cie lo me arrojó a l mundo, y me hizo profe-

sar en é l la orden de caba l ler ía que profe-

so, y e l voto que en el la hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayo-

res. Pero, porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede

hacer por b ien no se haga por mal, quiero

rogar a estos señores guardianes y comisa-r io sean servidos de desataros y dejaros ir

en paz; que no fa ltarán otros que si rvan a l rey en mejores ocas iones; porque me pare-

ce duro caso hacer esclavos a los que Dios

y naturaleza hizo l ibres. Cuanto más, seño-res guardas, añadió Don Quijote, que estos

pobres no han cometido nada contra voso-tros. A l lá se lo haya cada uno con su peca-

do; Dios hay en e l cie lo , que no se descui-da de cast igar al malo ni de premiar al

bueno, y no es b ien que los hombres hon-

rados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en el lo. Pido esto con

esta mansedumbre y sosiego, porque ten-ga, s i lo cumplís , a lgo que agradeceros ; y

cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y

esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza. Donosa

majader ía, respondió el comisar io: bueno está el donaire con que ha sal ido a cabo de

rato: los forzados de l Rey quiere que le dejemos, como s i tuviéramos autoridad pa-

ra soltar los, o él la tuviera para mandá r-

noslo: váyase vuestra merced, señor, nora-buena su camino adelante, y enderécese

ese bacín que t rae en la cabeza, y no ande buscando tres pies a l gato. Vos sois e l ga-

to, y el rato y el be l laco, respondió Don

Qui jote. Y diciendo y haciendo, arremetió

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con él tan presto, que sin que tuviese lugar de ponerse en defensa dio con é l en el sue-

lo, malherido de una lanzada; y avínole

bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas quedaron atóni tas y sus-

pensas del no esperado acontecimiento; pero volviendo sobre sí , pusieron mano a

sus espadas los de a cabal lo, y los de a p ie

a sus dardos, y arremetieron a Don Qui jote, que con mucho sosiego los aguardaba; y

sin duda lo pasara mal, s i lo s galeotes, viendo la ocas ión que se les ofrecía de a l -

canzar l ibertad, no la procuraran, procu-rando romper la cadena donde venían en-

sartados. Fue la revuelta de manera, que

las guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a Don

Qui jote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayudó Sancho, por

su parte, a la so ltura de Ginés de Pasamon-

te, que fue el pr imero que sa ltó en la cam-paña l ibre y desembarazado, y arremet ien-

do a l comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al uno

y seña lando a l otro, s in disparal la jamás, no quedó guarda en todo e l campo, porque

se fueron huyendo, así de la escopeta de

Pasamonte como de las muchas pedradas que los ya suel tos galeotes les t iraban. En-

tr is teciose mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban

huyendo habían de dar not icia del caso a la

Santa Hermandad, la cual , a campana her i-da, saldr ía a buscar los del incuentes, y así

se lo di jo a su amo, y le rogó que luego de al l í se part iesen, y se emboscasen en la

sierra, que estaba cerca. Bien está eso,

di jo Don Qui jote, pero yo sé lo que ahora conviene que se haga. Y l lamando a todos

los ga leotes, que andaban a lborotados y habían despojado a l comisar io hasta dejar le

en cueros, se le pus ieron todos a la redon-da para ver lo que les mandaba, y así les

di jo: De gente bien nacida es agradecer los

benef icios que reciben, y uno de los peca-dos que más a Dios ofende es la ingrat itud.

Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manif iesta experiencia , e l que de mí habéis

recebido; en pago de l cual querr ía, y es mi

voluntad, que, cargados de esa cadena que quité de vuestros cue l los, luego os pongáis

en camino y va is a la ciudad de l Toboso, y al l í os presentéis ante la señora Dulc inea

del Toboso y le digá is que su cabal lero el de la Tr iste F igura se le envía a encomen-

dar, y le conté is punto por punto todos los

que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada l ibertad; y hecho

esto, os podréis ir donde quis iéredes ,a la buena ventura. Respondió por todos Ginés

de Pasamonte, y d i jo: Lo que vuestra me r-

ced nos manda, señor y l ibertador nuestro,

es imposible de toda imposibi l idad cumpli r -lo, porque no podemos i r juntos por los

caminos, s ino solos y divid idos, y cada uno,

por su parte, procurando meterse en las entrañas de la t ierra , por no ser ha l lado de

la Santa Hermandad, que, s in duda alguna, ha de sal ir en nuestra busca. Lo que vues-

tra merced puede hacer, y es justo que

haga, es mudar ese servicio y montazgo de la señora Dulc inea del Toboso en alguna

cant idad de avemarías y credos, que noso-tros d iremos por la intención de vuestra

merced, y ésta es cosa que se podrá cum-pl i r de noche y de d ía , huyendo o reposan-

do, en paz o en guerra; pero pensar que

hemos de volver ahora a las o l las de Egi p-to, digo, a tomar nuestra cadena, y a po-

nernos en camino de l Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las

diez de l d ía , y es pedir a nosotros eso co-

mo pedir peras al olmo. Pues voto a ta l , di jo Don Qui jote (ya puesto en cólera) don

hi jo de la puta, don Ginesi l lo de Paropi l lo, o como os l lamáis, que habéis de i r vos

solo, rabo entre p iernas, con toda la cade-na a cuestas. Pasamonte, que no era nada

bien sufr ido (estando ya enterado que Don

Qui jote no era muy cuerdo, pues tal dispa-rate había cometido como e l de querer da r-

les l ibertad), viéndose t ratar de aquel la manera, h izo de l ojo a los compañeros, y

apartándose aparte, comenzaron a l lover

tantas piedras sobre Don Qui jote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y

el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce.

Sancho se puso tras su asno, y con él se

defendía de la nube y pedr isco que sobre entrambos l lov ía. No se pudo escudar tan

bien Don Quijote, que no le acertasen no sé cuántos gui jarros en e l cuerpo, con tan-

ta fuerza, que dieron con é l en e l suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él e l

estudiante, y le qui tó la bacía de la cabeza,

y diole con e l la t res o cuatro golpes en las espa ldas y otros tantos en la t ierra, con

que la hizo pedazos. Quitáronle una ropi l la que traía sobre las armas, y las medias ca l -

zas le quer ían qui tar , s i las grebas no lo

estorbaran. A Sancho le qui taron el gabán, y dejándole en pe lota, repart iendo entre sí

los demás despojos de la batal la , se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de

escaparse de la Hermandad que temían que de cargarse de la cadena e ir a presentarse

ante la señora Dulc inea del Toboso. Solos

quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Qui jote; el jumento, cabizbajo y pen-

sat ivo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado

la borrasca de las piedras, que le persegu-

ían los oídos; Rocinante, tendido junto a su

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amo: que también v ino al suelo de otra pe-drada; Sancho, en pelota y temeroso de la

Santa Hermandad; Don Qui jote, mohin ís imo

de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

(.. .)

Capítu lo XXV

Que trata de las extrañas cosas que en Sie-rra Morena sucedieron al va l iente cabal lero de la Mancha, y de la imitac ión que hizo de la penitencia de Bel tenebros (.. .)A lo cual respondió Sancho: Escr íbala

vuestra merced dos o tres veces ahí en el

l ibro, y démele, que yo le l levaré bien guardado; porque pensar que yo la he de

tomar en la memoria es disparate; que la tengo tan mala, que muchas veces se me

olvida cómo me l lamo. Pero, con todo eso,

dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de oír la; que debe de i r como de

molde. Escucha, que así d ice, di jo Don Qu i-jote:

Carta de Don Quijote a Dulc inea del Toboso

Soberana y alta señora:

«El fer ido de punta de ausencia y el l lagado de las telas del corazón, dulc ís ima

Dulcinea del Toboso, te envía la salud que

él no t iene. S i tu fermosura me desprecia , s i tu valor no es en mi pro, s i tus desdenes

son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufr ido, mal podré sostenerme en

esta cuita, que además de ser fuerte, es

muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, oh bel la ingrata,

amada enemiga mía, del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme,

tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que con acabar mi v ida habré sat i s-

fecho a tu crueldad y a mi deseo.

Tuyo hasta la muerte,

El Cabal lero de la Tr iste Figura.»

Por vida de mi padre, di jo Sancho en oyen-

do la carta, que es la más al ta cosa que jamas he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le

dice vuestra merced ahí todo cuanto quie-re, y qué bien que encaja en la f i rma «El

Cabal lero de la Tr iste Figura» Digo de ve r-

dad que es vuestra merced el mesmo dia-blo, y que no haya cosa que no sepa. Todo

es menester, respondió Don Qui jote para e l of ic io que traigo. Ea pues, d i jo Sancho,

ponga vuestra merced en esotra vue lta la

cédula de los tres pol l inos, y f í rmela con mucha c lar idad, porque la conozcan en

viéndola. Que me place, di jo Don Qui jote. Y

habiéndola escr ito, se la leyó; que decía así : «Mandara vuestra merced, por esta

pr imera de pol l inos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los ci n-

co que dejé en casa y están a cargo de

vuestra merced. Los cuales tres pol l inos se los mando l ibrar y pagar por otros tantos

aquí recebidos de contado; que con ésta y con su carta de pago serán bien dados.

Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto deste presente

año.»

Buena está, di jo Sancho: f í rmela vues-

tra merced. No es menester f i rmar la, d i jo Don Qui jote, s ino solamente poner mi

rúbrica, que es lo mesmo que f i rma, y para

tres asnos, y aun para tresc ientos, fuera bastante. Yo me confío de vuestra merced,

respondió Sancho. Déjeme, i ré a ens i l la r a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a

echarme su bendic ión; que luego p ienso part i rme, sin ver las sandeces que vuestra

merced ha de hacer, que yo d iré que le v i

hacer tantas que no quiera más. Por lo me-nos, quiero, Sancho, y porque es menester

así , quiero, d igo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que

las haré en menos de media hora, porque

habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a tu sa lvo en las demás que quisieres

añadir ; y asegúrote que no d irás tú tantas cuantas yo pienso hacer.( .. .)

Capítu lo XXXI

De los sabrosos razonamientos que pasaron entre Don Qui jote y Sancho Panza su escu-dero, con otros sucesos Todo eso no me descontenta; prosigue ade-

lante, d i jo Don Qui jote. L legaste, ¿qué ha c-

ía aquel la reina de la hermosura? A buen seguro que la ha l laste ensartando perlas, o

bordando alguna empresa con oro de cañu-t i l lo para este su caut ivo cabal lero. No la

hal lé, respondió Sancho s ino ahechando

dos hanegas de tr igo en un corral de su casa. Pues haz cuenta, di jo Don Qui jote

que los granos de aquel tr igo eran g ranos de per las, tocados de sus manos. Y si m i-

raste, amigo, el t r igo ¿era candeal, o tr e-chel? No era sino rubión, respondió San-

cho. Pues yo te aseguro, di jo Don Qui jote

que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, s in duda alguna. Pero pasa ade-

lante: cuando le diste mi carta, ¿besola? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo a lguna

ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?

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Cuando yo se la iba a dar, respondió San-cho, el la estaba en la fuga del meneo de

una buena parte de t r igo que tenía en la

cr iba, y dí jome: Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal ; que no la puedo leer

hasta que acabe de acr ibar todo lo que aquí está. Discreta señora, di jo Don Qui j o-

te, eso debió de ser por leer la despacio y

recrearse con el la: adelante, Sancho; y en tanto que estaba en su menester , ¿qué co-

loquios pasó cont igo? ¿Qué te preguntó de mí? ¿Y tú qué le respondiste? Acaba, cuén-

tamelo todo; no se te quede en e l t intero una mínima. E l la no me preguntó nada, di jo

Sancho, mas yo le di je de la manera que

vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia , desnudo de la cintura

arr iba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en e l suelo, s in

comer pan a manteles ni s in pe inarse la

barba, l lorando y maldiciendo su fortuna. En decir que maldecía mi fortuna di j iste

mal, di jo Don Qui jote, porque antes la ben-digo y bendeciré todos los d ías de mi vida,

por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea de l Toboso.

Tan alta es, respondió Sancho, que a buena

fe que me l leva a mí más de un coto. Pues ¿cómo, Sancho? d ijo Don Qui jote, ¿haste

medido tú con el la? Medime en esta mane-ra, le respondió Sancho: que l legándole a

ayudar a poner un costal de t r igo sobre un

jumento, l legamos tan juntos que eché de ver que me l levaba más de un gran palmo.

Pues ¡es verdad, repl icó Don Qui jote que no acompaña esa grandeza y la adorna con

mil mi l lones de gracias del a lma! Pero no

me negarás, Sancho, una cosa: cuando l l e-gaste junto a e l la , ¿no sent iste un o lor sa-

beo, una fragancia aromát ica, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a darle

nombre, digo, un túho o tufo como s i est u-vieras en la t ienda de algún curioso guan-

tero? Lo que sé decir , di jo Sancho es que

sent í un o lorc i l lo a lgo hombruno; y debía de ser que e l la , con el mucho ejerc icio,

estaba sudada y algo correosa . No ser ía eso, respondió Don Qui jote, s ino que tú

debías de estar romadizado, o te debiste de

oler a t i mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquel la rosa entre espinas, aquel l i r io

del campo, aquel ámbar des leído. Todo puede ser, respondió Sancho, que muchas

veces sa le de mí aquel o lor que entonces me pareció que sal ía de su merced de la

señora Dulc inea; pero no hay de qué mara-

vi l larse: que un diab lo parece a otro. Y bien, prosiguió Don Qui jote, he aquí que

acabó de l impiar su t r igo y de enviar lo al mol ino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta? La

carta, d i jo Sancho no la leyó, porque d i jo

que no sabía leer n i escr ib ir ; antes la rasgó

y la hizo menudas p iezas, d ic iendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se

supiesen en el lugar sus secretos, y que

bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le ten-

ía y de la peni tencia extraordinar ia que por su causa quedaba haciendo y f inalmente,

me di jo que d ijese a vuestra merced que le

besaba las manos, y que a l l í quedaba con más deseo de verle que de escr ibi r le; y

que, as í, le supl icaba y mandaba, que, v ista la presente, sal iese de aquel los matorrales

y se dejase de hacer disparates, y se pu-siese luego en camino del Toboso, s i otra

cosa de más importancia no le sucediese,

porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced: r iose mucho cuando le di je cómo

se l lamaba vuestra merced «el Cabal lero de la Triste F igura»: preguntéle si había ido

al lá el vizca íno de marras; d í jome que sí , y

que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes, mas d íjome

que no había v isto hasta entonces alguno. Todo va b ien hasta agora, di jo Don Qui jote;

pero dime ¿qué joya fue la que te dio, a l despedirte , por las nuevas que de mí le

l levaste? porque es usada y ant igua co s-

tumbre entre los caba l leros y damas andan-tes dar a los escuderos, donce l las o enanos

que les l levan nuevas, de sus damas a el los, a el las de sus andantes, a lguna r ica

joya en a lbr icias, en agradecimiento de su

recado. Bien puede eso ser así , y yo la te n-go por buena usanza; pero eso debió de ser

en los t iempos pasados: que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de

pan y queso, que esto fue lo que me dio mi

señora Dulcinea, por las bardas de un co-rral , cuando del la me despedí; y aun por

más señas era el queso ovejuno. Es l iberal en extremo, di jo Don Qui jote, y s i no te d io

joya de oro, s in duda debió de ser porque no la tendría al l í a la mano para dártela;

pero buenas son mangas después de pa s-

cua, yo la veré, y se sat is fará todo. ¿Sabes de qué estoy maravi l lado, Sancho? De que

me parece que fu iste y veniste por los a i -res, pues poco más de tres días has tarda-

do en ir y venir desde aquí a l Toboso,

habiendo de aquí a l lá más de tre inta l e-guas; por lo cua l me doy a entender que

aquel sabio nigromante que t iene cuenta con mis cosas y es mi amigo, porque por

fuerza le hay, y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caba l lero andante,

digo que éste ta l te debió de ayudar a ca-

minar, s in que tú lo s int ieses; que hay sa-bio destos que coge a un caba l lero andante

durmiendo en su cama, y s in saber cómo o en qué manera, amanece otro día más de

mil leguas de donde anocheció. Y si no fue-

se por esto, no se podrían socorrer en sus

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pel igros los caba l leros andantes unos a otros, como se socorren a cada paso; que

acaece estar uno pe leando en las s ierras de

Armenia con algún endriago, o con algún f iero vest iglo, o con otro cabal lero, donde

l leva lo peor de la batal la y está ya a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma

por acul lá , encima de una nube, o sobre un

carro de fuego, otro caba l lero amigo suyo, que poco antes se ha l laba en Ingalaterra,

que le favorece y l ibra de la muerte, y a la noche se ha l la en su posada, cenando muy

a su sabor; y suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo

esto se hace por industr ia y sabiduría des-

tos sabios encantadores que t ienen cuidado destos va lerosos cabal leros: as í que, amigo

Sancho, no se me hace d i f icultoso creer que en tan breve t iempo hayas ido y venido

desde este lugar a l de l Toboso, pues, como

tengo d icho, a lgún sabio amigo te debió de l levar en volandi l las, s in que tú lo sint i e-

ses. Así ser ía , di jo Sancho, porque a buena fe que andaba Rocinante como s i fuera a s-

no de g itano con azogue en los o ídos. ¡Y cómo s i l levaba azogue! di jo Don Qui jote, y

aun una legión de demonios, que es gente

que camina y hace caminar s in cansarse todo aquel lo que se les antoja; pero dejan-

do esto aparte, ¿qué te parece a t i que de-bo yo de hacer ahora cerca de lo que mi

señora me manda que la vaya a ver? Que

aunque yo veo que estoy obl igado a cum-pl i r su mandamiento, véome también impo-

sib i l i tado de l don que he promet ido a la pr incesa que con nosotros viene, y fuérza-

me la ley de caba l ler ía a cumpl ir mi palabra

antes que mi gusto; por una parte me aco-sa y fat iga el deseo de ver a mi señora, por

otra me inci ta y l lama la prometida fe y la glor ia que he de alcanzar en esta empresa;

pero lo que pienso hacer será caminar apriesa y l legar presto donde está este g i -

gante, y en l legando, le cortaré la cabeza,

y pondré a la pr incesa pací f icamente en su estado, y a l punto daré la vue lta a ver a la

luz que mis sent idos alumbra; a la cual daré tales disculpas, que el la venga a tener

por buena mi tardanza, pues verá que todo

redunda en aumento de su g lor ia y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y

alcanzare por las armas en esta v ida, toda me viene de l favor que el la me da y de ser

yo suyo. ¡Ay! di jo Sancho, ¡y cómo está vuestra merced last imado de esos cascos!

Pues d ígame, señor, ¿p iensa vuestra mer-

ced caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan r i co y tan pr inc ipal

casamiento como éste, donde le dan en dote un reino, que a buena verdad que he

oído decir que t iene más de ve inte mi l l e-

guas de contorno, y que es abundantís imo

de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es

mayor que Portugal y que Cast i l la juntos?

Cal le , por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y

perdóneme, y cásese luego en el pr imer lugar que haya cura; y si no, ahí está nues-

tro l icenciado, que lo hará de perlas: y ad-

vierta que ya tengo edad para dar conse-jos, y que éste que le doy le v iene de mo l-

de, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien t iene y

mal escoge, por bien que se enoja no se venga. Mira, Sancho, respondió Don Qui j o-

te, s i e l consejo que me das de que me ca-

se es porque sea luego rey en matando a l gigante, y tenga cómodo para hacerte me r-

cedes y darte lo prometido, hágote saber que sin casarme podré cumpli r tu deseo

muy fáci lmente; porque yo sacaré de ada-

hala , antes de entrar en la bata l la , que, sal iendo vencedor del la, ya que no me ca-

se, me han de dar una parte de l re ino, para que la pueda dar a quien yo quisiere; y en

dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a t i? Eso está c laro, respondió Sancho,

pero mire vuestra merced que la escoja

hacia la marina, porque, si no me contenta-re la vivienda, pueda embarcar mis negros

vasal los y hacer del los lo que ya he d icho: y vuestra merced no se cure de i r por agora

a ver a mi señora Dulc inea, s ino váyase a

matar a l g igante, y concluyamos este nego-cio; que por Dios que se me as ienta que ha

de ser de mucha honra y de mucho prove-cho.( .. .)

Capítulo XXXV

Que t rata de la brava y descomunal bata l la que Don Qui jote tuvo con unos cueros de vino t into, y se da f in a la novela de l cur i o-so impert inente Poco más quedaba por leer de la novela ,

cuando del caramanchón donde reposaba

Don Qui jote sa l ió Sancho Panza todo albo-rotado, diciendo a voces: Acudid, señores,

presto y socorred a mi señor, que anda en-vuelto en la más reñida y trabada batal la

que mis ojos han visto: vive Dios, que ha

dado una cuchi l lada a l gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha

tajado la cabeza cercen a cercen, como s i fuera un nabo. ¿Qué decís , hermano? d i jo

el cura, dejando de leer lo que de la novela quedaba. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo

diablos puede ser eso que decís, estando el

gigante dos mil leguas de aquí? En esto, oyeron un gran ruido en e l aposento, y que

Don Quijote decía a voces: Tente, ladrón, malandr ín, fo l lón; que aquí te tengo, y no

te ha de va ler tu cimitarra; y parecía que

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daba grandes cuchi l ladas por las paredes. Y di jo Sancho: No t ienen que pararse a escu-

char, s ino entren a despart i r la pe lea, o a

ayudar a mi amo; aunque ya no será me-nester , porque, sin duda alguna, el gigante

está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida; que yo vi correr la

sangre por el sue lo, y la cabeza cortada y

caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino. Que me maten, d i jo a

esta sazón el ventero si Don Qui jote o don diab lo no ha dado alguna cuchi l lada en a l-

guno de los cueros de vino t into que a su cabecera estaban l lenos, y e l v ino derra-

mado debe de ser lo que le parece sangre a

este buen hombre. Y con esto, entró en el aposento, y todos t ras él , y ha l laron a Don

Qui jote en el más extraño tra je del mundo. Estaba en camisa, la cual no era tan cum-

pl ida, que por delante le acabase de cubrir

los muslos, y por detrás tenía se is dedos menos; las piernas eran muy largas y f l a-

cas, l lenas de vel lo y no nada l impias; tenía en la cabeza un bonet i l lo col orado grasien-

to, que era de l ventero; en e l brazo i z-quierdo tenía revuelta la manta de la cama,

con quien tenía ojer iza Sancho, y é l se sab-

ía bien el porqué; y en la derecha, desen-vainada la espada, con la cual daba cuch i-

l ladas a todas partes, diciendo palabras como s i verdaderamente estuviera pe leando

con a lgún gigante. Y es lo bueno que no

tenía los ojos abiertos, porque estaba dur-miendo y soñando que estaba en bata l la

con e l g igante; que fue tan intensa la ima-ginación de la aventura que iba a fenecer,

que le h izo soñar que ya había l legado al

re ino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemigo; y había dado tantas

cuchi l ladas en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento

estaba l leno de v ino. Lo cua l v isto por el ventero, tomó tanto enojo, que arremetió

con Don Quijote, y a puño cerrado le co-

menzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y e l cura no se le quitaran, él acabara la

guerra de l g igante; y con todo aquel lo, no despertaba el pobre cabal lero, hasta que e l

barbero t rujo un gran caldero de agua fr ía

del pozo, y se le echó por todo e l cuerpo de golpe, con lo cual despertó Don Qui jote;

mas no con tanto acuerdo, que echase de ver de la manera que estaba. Dorotea, que

vio cuán corta y sot i lmente estaba vest ido, no quiso entrar a ver la bata l la de su ayu-

dador y de su contrar io. Andaba Sancho

buscando la cabeza del g igante por todo e l suelo, y como no la hal laba di jo: Ya yo sé

que todo lo desta casa es encantamento; que la otra vez en este mesmo lugar donde

ahora me ha l lo, me d ieron muchos mojico-

nes y porrazos, s in saber quién me los da-

ba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece por aquí esta cabeza que vi cortar

por mis mismísimos ojos, y la sangre corr ía

del cuerpo como de una fuente. ¿Qué san-gre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y

de sus santos? di jo el ventero; ¿no ves, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra

cosa que estos cueros que aquí están hora-

dados y el vino t into que nada en este apo-sento, que nadando vea yo el a lma en los

inf iernos de quien los horadó? No sé nada, respondió Sancho: só lo sé que vendré a ser

tan desdichado, que, por no hal lar esta ca-beza, se me ha de deshacer mi condado

como la sa l en el agua. Y estaba peor San-

cho despierto que su amo durmiendo: ta l le tenían las promesas que su amo le había

hecho. El ventero se desesperaba de ver la f lema del escudero y el maleficio de l señor,

y juraba que no había de ser como la vez

pasada, que se le fueron s in pagar, y que ahora no le habían de valer los pr iv i legios

de su cabal ler ía para dejar de paga r lo uno y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar

las botanas que se habían de echar a los rotos cueros. Tenía e l cura de las manos a

Don Qui jote, e l cua l, creyendo que ya había

acabado la aventura, y que se ha l laba de-lante de la pr incesa Micomicona, se hincó

de rodi l las delante de l cura, diciendo: B ien puede la vuestra grandeza, a lta y famosa

señora, v iv ir , de hoy más segura que le

pueda hacer mal esta mal nacida cr ia tura; y yo también de hoy más soy quito de la pa-

labra que os d i, pues con e l ayuda del a lto Dios y con e l favor de aquel la por quien yo

vivo y respiro, tan b ien la he cumplido. ¿No

lo di je yo? di jo oyendo esto Sancho; sí que no estaba yo borracho; mirad si t iene pues-

to ya en sal mi amo a l gigante: ciertos son los toros, mi condado está de mo lde .

¿Quién no había de reír con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos re ían sino

el ventero, que se daba a Satanás; pero, en

f in, tanto hic ieron e l barbero, Cardenio y e l cura, que con no poco trabajo, dieron con

Don Qui jote en la cama, el cua l se quedó dormido, con muestras de grandísimo can-

sancio. Dejáronle dormir , y sal iéronse a l

portal de la venta a consolar a Sancho Pan-za de no haber ha l lado la cabeza del g igan-

te, aunque más tuvieron que hacer en apla-car al ventero, que estaba desesperado por

la repentina muerte de sus cueros.(. . .)

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Historia de la vida del Buscón Llamado Don Pablos, Ejemplo De

Vagamundos Y Espejo De Tacaños Francisco De Quevedo.1626

Libro pr imero

Capítu lo I

En que cuenta quién es el Buscón

Yo, señora, soy de Segovia; mi padre se

l lamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo; Dios le tenga en el cie lo. Fue, ta l

como todos dicen, de of icio barbero, aun-que eran tan altos sus pensamientos que se

corr ía de que le l lamasen así , d ic iendo que

él era tundidor de meji l las y sastre de ba r-bas. Dicen que era de muy buena cepa, y

según él bebía es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hi ja de

Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóba l. Sospechábase en el pueblo

que no era cr is t iana vieja , aun viéndola con

canas y rota, aunque el la , por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso e s-

forzar que era decendiente de la glor ia. Tuvo muy buen parecer para letrado; mujer

de amigas y cuadr i l la , y de pocos enemi-

gos, porque hasta los tres de l a lma no los tuvo por ta les; persona de va lor y conocida

por quien era. Padeció grandes trabajos rec ién casada, y aun después, porque ma-

las lenguas daban en decir que mi pad re

metía el dos de bastos para sacar e l as de oros. Probósele que a todos los que hacía

la barba a navaja, mientras les daba con el agua levantándoles la cara para el lavato-

r io, un mi hermanico de siete años les sa-caba muy a su salvo los tuétanos de las

fa ldr iqueras. Murió e l angel ico de unos azo-

tes que le dieron en la cárcel . Sint ió lo mu-cho mi madre, por ser ta l que robaba a t o-

dos las voluntades. Por estas y otras niñe r-ías estuvo preso, y r igores de just icia , de

que hombre no se puede defender, le saca-

ron por las cal les. En lo que toca de medio abajo t ratáronle aquel los señores rega la-

damente. Iba a la

br ida en best ia segura y de buen paso, con mesura y buen día . Mas de medio arr iba,

etcétera, que no hay más que decir para

quien sabe lo que hace un p intor de suela en unas cost i l las. Diéronle docientos esco-

gidos, que de al l í a seis años se le conta-ban por encima de la ropi l la. Más se movía

el que se los daba que él, cosa que pareció

muy bien; d iv irt ióse a lgo con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas carnes, que

le estaba de perlas lo co lorado. Mi madre, pues, ¡no tuvo ca lamidades! Un

día, a labándomela una v ie ja que me cr ió, decía que era ta l su agrado que

hechizaba a cuantos la trataban. Y decía,

no s in sent imiento: -En su t iempo, hi jo, eran los virgos como

soles, unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y

puestos.

Hubo fama que reedi f icaba doncel las, r e-suscitaba cabel los encubr iendo canas, em-

preñaba p iernas con pantorr i l las post izas. Y con no tratar la nadie que

se le cubr iese pelo, solas las ca lvas se la cubr ía, porque hacía cabel leras; poblaba

quijadas con d ientes; a l f in v ivía de ado r-

nar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la l lamaban zurcidora de gustos,

otros, a lgebr ista de voluntades desconce r-tadas; otros, juntona; cuál la l lamaba en-

flautadora de miembros y cuál te jedora de

carnes y por mal nombre alcagüeta. Para unos era tercera, pr imera para otros y f lux

para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de r isa que el la oía esto de todos era

para dar mi l gracias a Dios.

Hubo grandes di ferencias entre mis padres

sobre a quién había de imitar en el of ic io, mas yo, que s iempre tuve pensamientos de

caba l lero desde chiqui to, nunca me apl iqué a uno ni a otro. Decíame mi padre:

-Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecá-

nica sino l iberal . Y de a l l í a un rato, habiendo suspirado,

decía de manos: -Quien no hurta en e l mundo, no v ive. ¿Por

qué p iensas que los alguaci les y

jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos dest ierran, otras nos azotan y otras

nos cuelgan... , no lo puedo decir s in lágr i -mas ( l loraba como un niño e l buen vie jo,

acordándose de las que le habían batanado las cost i l las) . Porque no querr ían que don-

de están hubiese otros ladrones s ino e l los y

sus minist ros. Mas de todo nos l ibró la buena astucia. En mi mocedad siempre an-

daba por las ig les ias, y no de puro buen cr ist iano. Muchas veces me hubieran l lor a-

do en e l asno s i hubiera cantado en el po-

tro. Nunca confesé s ino cuando lo mandaba

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la Santa Madre Igles ia. Preso estuve por pedigüeño en caminos y a pique de que me

esteraran e l tragar y de acabar todos mis

negocios con d iez y se is maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas de todo me ha

sacado el punto en boca, el chitón y los nones. Y con esto y mi of ic io, he sustent a-

do a tu madre lo más honradamente que he

podido. -¿Cómo a mí sustentado? -di jo el la con

grande cólera. Yo os he sustentado a vos, y sacádoos de las cárce les con indus-

tr ia y mantenídoos en el las con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo

o por las bebidas que yo os daba?

¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de o ír en la cal le, yo d ijera lo

de cuando entré por la chimenea y os sa-qué por el te jado.

Metí los en paz diciendo que yo quer ía

aprender vi rtud resuel tamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y que para

esto me pusiesen a la escue la, pues sin leer ni escr ibi r no se podía hacer nada. Pa-

rec ió les b ien lo que decía, aunque lo gr u-ñeron un rato entre los dos. Mi madre se

entró adentro y mi padre fue a rapar a uno

(así lo di jo é l) no sé s i la barba o la bolsa: lo más ordinar io era uno y otro. Yo me

quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi

bien.

Capítu lo II

De cómo fue a la escuela y lo que en el la le

sucedió

A otro d ía ya estaba comprada la cart i l la y

hablado e l maestro. Fui , señora, a la escuela; recibióme muy alegre d ic iendo

que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo, con esto, por no

desmentir le di muy b ien la l ic ión aquel la

mañana. Sentábame e l maestro junto a s í , ganaba la palmator ia los más d ías por

venir antes y íbame el postrero por hacer algunos recados a la señora, que as í

l lamábamos la mujer del maestro. Teníalos

a todos con semejantes car ic ias obl igados; favorecíanme demasiado, y con

esto creció la envidia en los demás niños. Llegábame de todos, a los hi jos de

caba l leros y personas principales, y part icularmente a un hi jo de don Alonso

Coronel de Zúñiga, con e l cual juntaba

meriendas. Íbame a su casa a jugar los días de f iesta y acompañábale cada día .

Los otros, o que porque no les hablaba o que porque les parecía demasiado punto el

mío, s iempre andaban poniéndome nombres

tocantes a l of ic io de mi padre. Unos me

l lamaban don Navaja, otros don Ventosa; cuál decía, por d isculpar la invidia , que me

quería mal porque mi madre le había chu-

pado dos hermanitas pequeñas de noche; otro decía que a mi padre le habían l levado

a su casa para que la l impiase de ratones (por l lamarle gato). Unos me decían «zape»

cuando pasaba y otros «miz». Cuál decía:

-Yo la t iré dos berenjenas a su madre

cuando fue obispa.

Al f in, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me fa ltaron, glor ia a

Dios. Y aunque yo me corr ía d is imulaba;

todo lo sufr ía, hasta que un día un mucha-cho se atrevió a decirme a voces hi jo de

una puta y hechicera; lo cua l, como me lo di jo tan claro (que aun si lo d i jera turb io

no me diera por entendido) agarré una pie-

dra y descalabré le . Fuime a mi madre co-rr iendo que me escondiese; contéla e l ca-

so; dí jome: -Muy b ien hiciste: bien muestras quién

eres; sólo anduviste errado en no pregun-tar le quién se lo d i jo.

Cuando yo o í esto, como siempre tuve altos

pensamientos, vo lvíme a el la y roguéla me declarase si le podía desmenti r

con verdad o que me dijese s i me había concebido a escote entre muchos o s i era

hi jo de mi padre. R ióse y d i jo:

-¡Ah, noramaza! ¿eso sabes decir? No serás bobo; gracia t ienes. Muy b ien hic iste en

quebrarle la cabeza, que esas cosas, aun-que sean verdad, no se han de decir.

Yo con esto quedé como muerto y d ime por

novi l lo de legít imo matr imonio, determ ina-do de coger lo que pudiese en breves días

y sa l irme de en casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé, fue

mi padre, curó al muchacho, apaciguólo y volvióme a la escue la , adonde el maestro

me recibió con i ra hasta que, oyendo la

causa de la r iña, se le aplacó el enojo con-siderando la razón que había tenido.

En todo esto, s iempre me vis itaba aquel hi jo de don Alonso de Zúñiga, que se l l a-

maba don Diego, porque me quería bien

natura lmente, que yo trocaba con él los peones si eran mejores los míos, dábale de

lo que almorzaba y no le pedía de lo que él comía, comprábale estampas, enseñábale a

luchar, jugaba con é l a l toro, y entretenía le siempre. As í que los más días, sus padres

del caba l ler ito, viendo cuánto le regoci jaba

mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con é l a comer y cenar y aun a

dormir los más d ías. Sucedió, pues, uno de los pr imeros que

hubo escuela por Navidad, que vini endo por

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la cal le un hombre que se l lamaba Poncio de Aguirre, e l cua l tenía

fama de confeso, que el don Dieguito me

di jo: -Hola, l lámale Poncio Pi lato y echa a correr.

Yo, por darle gusto a mi amigo, l laméle Poncio Pi lato. Corr ióse tanto el hombre que

dio a correr t ras mí con un cuchi l lo desnu-

do para matarme, de suerte que fue forzo-so meterme huyendo en casa de mi maestro

dando gr itos. Entró el hombre tras mí y defendióme e l maestro de que no me mata-

se, asigurándole de cast igarme. Y así luego (aunque señora le rogó por mí, movida de

lo que yo la servía , no aprovechó), mandó-

me desatacar y azotándome, decía t ras ca-da azote:

-¿Diré is más Poncio Pi lato?

Yo respondía:

-No, señor.

Y respondí lo veinte veces a otros tantos

azotes que me dio. Quedé tan esca rmenta-do de decir Poncio Pi lato y con ta l miedo,

que mandándome el día siguiente decir ,

como sol ía , las oraciones a los otros, l l e-gando a l Credo (advierta V. Md. la inocente

mal icia), a l t iempo de decir «padeció so e l poder de Poncio Pi la to», acordándome que

no había de decir más Pi latos, di je: «pade-

ció so el poder de Poncio de Aguirre». Dió le al maestro tanta r isa de oí r mi s impl ic idad

y de ver el miedo que le había tenido, que

me abrazó y dio una f i rma en que me pe r-

donaba de azotes las dos pr imeras veces que los mereciese. Con esto fu i yo muy

contento.

En estas niñeces pasé algún t iempoapren-diendo a leer y escrebir . L legó (por no en-

fadar) e l de unas Carnesto lendas, y t razan-

do el maestro de que se holgasen sus mu-chachos, ordenó que hubiese rey de gal los.

Echamos suertes entre doce señalados por él y cúpome a mí. Avisé a mis padres que

me buscasen galas.

Llegó el d ía y sal í en uno como cabal lo,

mejor d i jera en un cofre v ivo, que no andu-vo en peores pasos Roberto el diablo,

según andaba é l. Era rucio, y rodado el que iba encima por lo que caía en todo. La edad

no hay que tratar , b iznietos tenía en ta-

honas. De su raza no sé más de que sospe-cho era de judío según era medroso y de s-

dichado. Iban tras mí los demás niños t o-dos aderezados.

Pasamos por la plaza (aun de acordarme tengo miedo), y l legando cerca de las me-

sas de las verduras (Dios nos l ibre) , agarró

mi caba l lo un repol lo a una, y ni fue visto ni o ído cuando lo despachó a las tr ipas, a

las cuales, como iba rodando por e l gazna-te, no l legó en mucho t iempo. La bercera

(que s iempre son desvergonzadas) empezó

a dar voces; l legáronse otras y con el las pícaros, y alzando zanorias, garrofa les, na-

bos fr isones, tronchos y otras legumbres, empiezan a dar tras e l pobre rey. Yo, v ie n-

do que era batal la nabal y que no se había de hacer a cabal lo, comencé a apearme;

mas tal golpe me le d ieron al caba l lo en la

cara que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una (hablando con perdón) pr ivada.

Púseme cua l V. Md. puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras y

daban tras las revendederas -y descalabra-

ron dos.

Yo, a todo esto, después que ca í en la pr i -vada, era la persona más necesar ia de la

r iña. Vino la just ic ia, comenzó a hacer i n-formación, prendió a berceras y muchachos

mirando a todos qué armas tenían y

quitándose las, porque habían sacado algu-nos dagas de las que traían por gala y

otros espadas pequeñas. L legó a mí, y viendo que no tenía ningunas, po r-

que me las habían quitado y met ídolas

en una casa a secar con la capa y sombre-ro, p idióme, como digo, las armas, a l

cual respondí , todo sucio, que si no eran ofensivas contra las narices, que yo no

tenía otras. Quiero confesar a V. Md. que

cuando me empezaron a t i rar los tronchos, nabos, etcétera, que, como yo

l levaba p lumas en e l sombrero, entendiendo que me habían tenido por mi

madre y que la t i raban, como habían hecho otras veces, como necio y muchacho,

empecé a decir : «Hermanas, aunque

l levo p lumas, no soy A ldonza de San Pedro, mi madre» (como s i e l las no lo

echaran de ver por el ta l le y rostro) . El miedo me disculpó la ignorancia , y el

sucederme la desgracia tan de repente.

Pero, vo lv iendo al a lguaci l , quísome l levar

a la cárcel, y no me l levó porque no hal laba por donde asirme (tal me había

puesto del lodo). Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi

casa desde la p laza mart ir izando cuantas

nar ices topaba en el camino. Entré en e l la , conté a mis padres el suceso, y

corr iéronse tanto de verme de la manera que venía que me quis ieron maltratar.

Yo echaba la culpa a las dos leguas de

rocín exprimido que me dieron.

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Procuraba sat is facer los, y, viendo que no bastaba, sa l íme de su casa y fuime a

ver a mi amigo don Diego, a l cual hal lé en

la suya desca labrado, y a sus padres resuel tos por el lo de no inviar le más a la

escuela . A l l í tuve nuevas de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, se esforzó a

t irar dos coces, y de puro f laco se le

desgajaron las dos piernas y se quedó sembrado para otro año en el lodo, bien

cerca de expirar .

Viéndome, pues, con una f iesta revuelta, un pueblo escandal izado, los padres

corr idos, mi amigo desca labrado y el caba-

l lo muerto, determinéme de no volver más a la escue la ni a casa de mis padres,

s ino de quedarme a serv ir a don Diego o, por mejor decir , en su compañía, y esto

con gran gusto de los suyos, por e l

que daba mi amistad al n iño. Escr ibí a mi casa que yo no había menester más ir a

la escue la porque, aunque no sabía bien escr ibir , para mi intento de ser cabal lero

lo que se requería era escr ibi r ma l , y que así , desde luego renunciaba la escuelapor

no darles gasto y su casa para ahorrar los

de pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba y que hasta que me diesen

l icencia no los ver ía. Capítu lo III

De cómo fue a un pupi la je por cr iado de

don Diego Coronel Determinó, pues, don Alonso de poner a su

hi jo en pupi la je, lo uno por apartar le de su regalo, y lo otro por aho-

rrar de cuidado. Supo que había en

Segovia un l icenciado Cabra que tenía por of icio e l cr iar hi jos de caba l leros, y

envió a l lá el suyo y a mí para que le acom-pañase y s irviese.

Entramos, pr imero domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre

viva, porque ta l lacer ia no admite encare-

cimiento. Él era un c lér igo cerbatana, largo sólo en el ta l le, una cabeza pequeña,

los ojos avecindados en e l cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hun-

didos y escuros que era buen sit io el

suyo para t iendas de mercaderes; la nariz , de cuerpo de santo, comido el pico,

entre Roma y Francia , porque se le había comido de unas búas de resfr iado, que

aun no fueron de vicio porque cuestan d i -nero; las barbas descolor idas de miedo

de la boca vecina, que de pura hambre pa-

rec ía que amenazaba a comérse las; los dientes, le fa ltaban no sé cuántos, y p ienso

que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo co-

mo de avestruz, con una nuez tan sal ida

que parecía se iba a buscar de comer fo r-zada de la necesidad; los brazos secos;

las manos como un manojo de sarmientos

cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas

largas y f lacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le so-

naban los güesos como tabl i l las de San

Lázaro. La habla ét ica, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y

é l decía que era tanto el asco que le daba ver la mano de l barbero por su cara,

que antes se dejar ía matar que tal perm i-t iese. Cortábale los cabel los un

muchacho de nosotros. Tra ía un bonete los

días de sol ratonado con mi l gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue

paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era mi lagr o-

sa, porque no se sabía de qué color era.

Unos, viéndola tan s in pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era

i lusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre azul. L levábala sin ceñidor ;

no tra ía cuel lo ni puños. Parecía , con esto y los cabel los largos y la sotana y e l

bonetón, teat ino lanudo. Cada zapato podía

ser tumba de un f i l isteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en é l. Con-

juraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba.

La cama tenía en el suelo, y dormía

s iempre de un lado por no gastar las sába-nas. Al f in, é l era archipobre y

protomiseria . A poder déste, pues, vine, y en su poder

estuve con don Diego, y la noche

que l legamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una p lát ica corta, que aun

por no gastar t iempo no duró más. Dí jonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos

ocupados en esto hasta la hora de comer. Fuimos al lá; comían los amos primero

y serv íamos los cr iados.

El ref itor io era un aposento como medio celemín. Sentábanse a una mesa

hasta cinco cabal leros. Yo miré lo pr imero por los gatos, y como no los v i,

pregunté que cómo no los había a un cr iado

ant iguo, e l cual , de f laco, estaba ya con la marca del pupi la je. Comenzó a en-

ternecerse, y d i jo: -¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha d icho a

vos que los gatos son amigos de ayunos y peni tencias? En lo gordo se os

echa de ver que sois nuevo. ¿Qué t iene

esto de refitor io de Jerónimos para que se cr íen aquí?

Yo, con esto, me comencé a af l ig ir , y más me susté cuando advert í que todos

los que vivían en e l pupi la je de antes est a-

ban como leznas, con unas caras que

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parecía se afeitaban con d iaqui lón. Sentóse el l icenciado Cabra y echó la

bendición. Comieron una comida eterna, s in

pr incipio ni f in. Trujeron caldo en unas escudi l las de madera, tan claro, que

en comer una del las pel igrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ans ia

que los maci lentos dedos se echaban a

nado t ras un garbanzo güérfano y solo que estaba en e l sue lo. Decía Cabra a

cada sorbo: -Cierto que no hay tal cosa como la o l la ,

digan lo que di jeren; todo lo demás es vicio y gula .

Y, sacando la lengua, la paseaba por los

bigotes, lamiéndoselos, con que dejaba la barba pavonada de caldo. Aca-

bando de decir lo, echóse su escudi l la a pechos, diciendo:

-Todo esto es sa lud, y otro tanto ingenio.

-¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espír i tu

y tan f laco, con un p lato de carne en las manos que parecía que la había quitado

de s í mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas de la carne (apenas), y di jo e l

maestro en viéndole:

-¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo

de ver los comer. Y tomando el cuchi l lo por el cuerno, picóle

con la punta y asomándole a las

nar ices, t rayéndole en proces ión por la po r-tada de la cara, meciendo la cabeza

dos veces, di jo: -Conforta realmente, y son cordia les.

Que era grande adulador de las legumbres.

Repart ió a cada uno tan poco carnero que entre lo que se les pegó en las

uñas y se les quedó entre los d ientes, pienso que se consumió todo, dejando des-

comulgadas las t r ipas de part ic ipantes. Cabra los miraba y decía:

-Coman, que mozos son y me huelgo de ver

sus buenas ganas. ¡Mire V. Md. qué al iño para los que boste-

zaban de hambre! Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en la

mesa, y en el plato dos pel le jos y unos

güesos, y di jo el pupi lero: -Quede esto para los cr iados, que también

han de comer; no lo queramos todo.

-¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado -decía yo-, que tal amenaza

has hecho a mis tr ipas!

Echó la bendic ión, y di jo: -Ea, demos lugar a la genteci l la que se re-

papi le, y váyanse hasta las dos a hacer e jercic io, no les haga mal lo que han

comido.

Entonces yo no pude tener la r isa , abriendo toda la boca. Enojóse mucho y

dí jome que aprendiese modest ia y tres o

cuatro sentencias viejas y fuese. Sentámonos nosotros, y yo, que vi e l nego-

cio malparado y que mis t r ipas pedían just ic ia, como más sano y más fue r-

te que los otros, arremetí a l plato,

como arremetieron todos, y emboquéme de tres medrugos los dos y e l un

pel lejo. Comenzaron los otros a gruñir ; a l ru ido entró Cabra, dic iendo:

-Coman como hermanos, pues Dios les da con qué. No r iñan, que para todos

hay.

Volvióse al so l y dejónos solos. Cert i f ico a V. Md. que vi a l uno del los, que

se l lamaba Jurre, vizcaíno, tan o lvidado ya de cómo y por dónde se comía, que

una cortec i l la que le cupo la l levó dos ve-

ces a los ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca.

Pedí yo de beber, que los otros, por estar casi en ayunas, no lo hacían, y d i é-

ronme un vaso con agua, y no le hube bien l legado a la boca, cuando, como si fuera

lavatorio de comunión, me le qui tó

e l mozo espir i tado que di je. Levantéme con grande dolor de mi a lma, v iendo que

estaba en casa donde se br indaba a las tr ipas y no hacían la razón. Diome gana

de descomer, aunque no había comido, d i-

go, de proveerme, y pregunté por las necesarias a un ant iguo, y d í jome:

-Como no lo son en esta casa, no las hay. Para una vez que os proveeréis

mientras aquí estuviéredes, dondequiera

podréis; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino el día que entré,

como agora vos, de lo que cené en mi casa la noche antes.

¿Cómo encareceré yo mi tr isteza y pena? Fue tanta, que considerando lo

poco que había de entrar en mi cuerpo, no

osé, aunque tenía gana, echar nada dél . Entretuvímonos hasta la noche. Decí a-

me don Diego que qué haría él para persuadir a las t r ipas que habían comido,

porque no lo querían creer. Andaban

váguidos en aquel la casa como en otras ahítos.

Llegó la hora de cenar; pasóse la mer ienda en blanco, y la cena ya que no se

pasó en blanco, se pasó en moreno: pasas y a lmendras y candi l y dos

bendiciones, porque se di jese que cenába-

mos con bendic ión. «Es cosa saludable (decía) cenar poco, para tener e l estómago

desocupado», y citaba una arretahí la de médicos infernales. Decía alabanzas de

la d ieta y que se ahorraba un hombre

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de sueños pesados, sabiendo que en su casa no se podía soñar otra cosa s ino

que comían. Cenaron y cenamos todos y no

cenó ninguno. Fuímonos a acostar y en toda la noche pu-

dimos yo ni don Diego dormir, é l trazando de quejarse a su padre y pedir

que le sacase de a l l í y yo aconsejándole

que lo hiciese; aunque últ imamente le di je: -Señor, ¿sabéis de cierto s i estamos v ivos?

Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos mataron, y

que somos ánimas que estamos en el Purgatorio. Y as í, es por demás decir que

nos saque vuestro padre, s i a lguno no

nos reza en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en

a ltar previ legiado. Entre estas plát icas y un poco que dorm i-

mos, se l legó la hora de levantar .

Dieron las seis y l lamó Cabra a l ic ión; fu i -mos y oímosla todos. Mandáronme leer

e l pr imer nominat ivo a los otros, y era de manera mi hambre que me desayuné

con la mitad de las razones, comiéndome-las. Y todo esto creerá quien supiere lo

que me contó e l mozo de Cabra, diciendo

que una Cuaresma topó muchos hombres, unos metiendo los pies, otros las

manos y otros todo el cuerpo en el portal de su casa, y esto por muy gran ra-

to, y mucha gente que venía a sólo

aquel lo de fuera; y preguntando a uno un día que qué sería (porque Cabra se

enojó de que se lo preguntase) respondió que los unos tenían sarna y los otros

sabañones y que en metiéndolos en aquel la

casa mor ían de hambre, de manera que no comían desde al l í adelante. Cert i-

f icóme que era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creo. Dígolo porque no parezca

encarecimiento lo que di je. Y vo lviendo a la l ic ión, d iola y decorámosla. Y

prosiguió s iempre en aquel modo de

vivi r que he contado. Sólo añadió a la c o-mida toc ino en la ol la, por no sé qué que

le di jeron un d ía de hidalguía al lá fuera. Y así , tenía una caja de hierro, toda

agujerada como salvadera, abría la y metía

un pedazo de tocino en e l la que la l lenase y tornábala a cerrar y metía la co l -

gando de un cordel en la ol la, para que la diese algún zumo por los agujeros y queda-

se para otro día el toc ino. Pareció le después que en esto se gastaba mucho, y

dio en sólo asomar el tocino a la ol la .

Dábase la ol la por entendida del toc ino y nosotros comíamos algunas sospechas

de perni l . Pasábamoslo con estas cosas como se puede imag inar.

Don Diego y yo nos v imos tan al cabo que,

ya que para comer al cabo de un

mes no ha l lábamos remedio, le buscamos para no levantarnos de mañana; y así ,

trazamos de decir que teníamos algún mal.

No osamos decir ca lentura, porque no la teniendo era fác i l de conocer el enredo.

Dolor de cabeza u muelas era poco estorbo. Di j imos al f in que nos dol ían las

tr ipas y que estábamos muy malos de

achaque de no haber hecho de nuestras personas en t res d ías, f iados en que a

trueque de no gastar dos cuartos en una melecina, no buscaría el remedio. Mas

ordenólo el d iablo de otra suerte, porque tenía una que había heredado de su

padre, que fue bot icar io. Supo el mal , y

tomóla y aderezó una melecina, y haciendo l lamar una v ieja de setenta años,

t ía suya, que le servía de enfermera, di jo que nos echase sendas gaitas. Empeza-

ron por don Diego; el desventurado

atajóse, y la v ie ja, en vez de echársela d e-ntro, d isparóse la por entre la camisa y

e l espinazo y diole con el la en el cogote, y vino a serv ir por defuera de guarnic ión

la que dentro había de ser aforro. Quedó e l mozo dando gritos; v ino Cabra y,

viéndolo, di jo que me echasen a mí la otra,

que luego tornarían a don Diego. Yo me res ist ía, pero no me val ió, porque, t e-

niéndome Cabra y otros, me la echó la vie ja , a la cual de retorno di con el la en

toda la cara. Enojóse Cabra conmigo y

di jo que él me echaría de su casa, que b ien se echaba de ver que era bel laquer ía

todo. Yo rogaba a Dios que se enojase tan-to que me despid iese, mas no lo quiso

mi ventura.

Quejábamonos nosotros a don Alonso, y e l Cabra le hacía creer que lo

hacíamos por no asist i r a l estudio. Con esto no nos val ían p legarias.

Metió en casa la v ie ja por ama, para que guisase de comer y sirviese a los

pupi los y despidió al cr iado porque le ha l ló

un viernes a la mañana con unas migajas de pan en la ropi l la. Lo que pasa-

mos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda que no oía nada; entendía por señas;

ciega, y tan gran rezadora que un día

se le desensartó el rosario sobre la o l la y nos la t rujo con el caldo más devoto

que he comido. Unos decían: -«¡Garbanzos negros! Sin duda son de Et iopía».

Otro decía: -«¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?» Mi amo fue el

pr imero que se enca jó una cuenta, y a l

mascar la se quebró un diente. Los viernes sol ía inviar unos güevos, con tantas barbas

fuerza de pelos y canas suyas que pudieran pretender corregimiento u abo-

gacía Pues meter e l badi l por e l cucharón

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y inviar una escudi l la de ca ldo empedrada era ord inario. Mi l veces topé yo

sabandijas, pa los y estopa de la que hi laba

en la ol la. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tr ipas y abultase.

Pasamos en este t rabajo hasta la Cuares-ma; v ino, y a la entrada de l la estuvo

malo un compañero. Cabra, por no gastar ,

detuvo el l lamar médico hasta que ya él pedía conf is ión más que otra cosa. L lamó

entonces un plat icante, e l cual le tomó el pulso y di jo que la hambre le había

ganado por la mano en matar aquel hombre. Diéronle el Sacramento, y el po-

bre, cuando le vio (que había un día que

no hablaba), di jo: -Señor mío Jesucristo, necesar io ha sido el

veros entrar en esta casa para persuadirme que no es el inf ierno.

Imprimiéronseme estas razones en el co-

razón. Murió e l pobre mozo, enterrámosle muy pobremente por ser fo-

rastero, y quedamos todos asombrados. Divulgóse por el pueblo el caso atroz, l legó

a oídos de don Alonso Coronel y como no tenía otro hi jo, desengañóse de

los embustes de Cabra y comenzó a dar

más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos reducidos a tan

miserable estado. V ino a sacarnos de l pup i-laje y teniéndonos delante nos

preguntaba por nosotros. Y ta les nos vio

que s in aguardar a más, tratando muy mal de palabra al l icenciado Vig i l ia, nos

mandó l levar en dos si l las a casa. Despedímonos de los compañeros, que nos

seguían con los deseos y con los

ojos, haciendo las lást imas que hace el que queda en Argel viendo venir

rescatados por la Tr in idad sus compañeros. Capítu lo IV

De la convalecencia y ida a estudiar a A l -calá de Henares

Entramos en casa de don Alonso y echáron-

nos en dos camas con mucho t iento, porque no se nos desparramasen los

huesos de puro ro ídos de la hambre. Trujeron exploradores que nos buscasen los

ojos por toda la cara, y a mí, como

había s ido mi t rabajo mayor y la hambre imperia l, que a l f in me trataban como a

cr iado, en buen rato no me los hal laron. Trujeron médicos y mandaron que nos

l impiasen con zorras el polvo de las bocas, como a retablos, y b ien lo éramos de

due los. Ordenaron que nos diesen sustan-

cias y pistos. ¡Quién podrá contar, a la pr imera almendrada y a la pr imera ave, las

luminar ias que pusieron las tr ipas de contento? Todo les hacía novedad. Manda-

ron los dotores que por nueve d ías no

hablase nadie rec io en nuestro aposento, porque como estaban güecos los

estómagos sonaba en el los e l eco de cua l-

quiera palabra. Con estas y otras prevenciones comenza-

mos a volver y cobrar algún al iento, pero nunca podían las qui jadas desdobla r-

se, que estaban magras y a lforzadas , y

así se dio orden que cada día nos las aho r-masen con la mano de l a lmirez.

Levantábamonos a hacer pin icos dentro de cuarenta días, y aún parecíamos

sombras de otros hombres, y en lo amari l lo y f laco simiente de los Padres de l

yermo. Todo el día gastábamos en dar gra-

cias a Dios por habernos rescatado de la capt iv idad de l f ier ís imo Cabra, y rogá-

bamos a l Señor que ningún cr ist iano cayese en sus manos crue les. Si acaso, c o-

miendo, alguna vez nos acordábamos

de las mesas de l mal pupi lero, se nos a u-mentaba la hambre tanto que

acrecentábamos la costa aquel día . Sol í a-mos contar a don Alonso cómo a l

sentarse en la mesa nos decía males de la gula (no habiéndola él conocido en su

vida), y reíase mucho cuando le contába-

mos que en e l mandamiento de No matarás, metía perd ices y capones, ga l l inas

y todas las cosas que no quería darnos, y, por el consiguiente, la hambre,

pues parecía que tenía por pecado e l

matarla, y aun e l her ir la , según regateaba el comer.

Pasáronsenos tres meses en esto, y, a l ca-bo, trató don Alonso de inviar a su

hi jo a A lcalá a estudiar lo que le fa l taba de

la Gramática. Dí jome a mí si quería ir , y yo, que no deseaba otra cosa sino sa l ir

de t ierra donde se oyese e l nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos,

ofrecí de serv ir a su hi jo como vería . Y con esto diole un cr iado para ayo que le

gobernase la casa y tuviese cuenta de l

dinero del gasto, que nos daba remit ido en cédulas para un hombre que se

l lamaba Jul ián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje; era una

media camita y otra de cordeles con ruedas

para meterla debajo de la otra mía y del mayordomo, que se l lamaba Baranda,

cinco colchones, ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con

ropa b lanca, y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche,

sal imos a la tardecica, una hora antes

de anochecer, y l legamos a la media noche, poco más, a la s iempre maldita venta

de Viveros. El ventero era morisco y ladrón, que en mi

vida vi perro y gato juntos con la

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paz que aque l día . Hízonos gran f iesta, y como él y los minist ros del carretero

iban horros (que ya había l legado también

con el hato antes, porque nosotros veníamos de espacio), pegóse a l coche,

diome a mí la mano para sa l i r del estr ibo, y dí jome si iba a estudiar . Yo le respondí

que s í; metióme adentro, y estaban dos

rufianes con unas mujerc i l las; un cura r e-zando al olor; un v ie jo mercader y

avar iento procurando olvidarse de cenar andaba esforzando sus ojos que se

durmiesen en ayunas: arremedaba los bos-tezos, d ic iendo: -«Más me engorda un

poco de sueño que cuantos fa isanes t iene

el mundo». Dos estudiantes fregones, de los de mantel l ina, panzas al t rote, an-

daban aparecidos por la venta para engul l i r . Mi amo, pues, como más nuevo en

la venta y muchacho, di jo:

-Señor güésped, déme lo que hubiere para mí y mis cr iados.

-Todos los somos de V. Md. -d i jeron a l pun-to los rufianes-, y le hemos de

servi r. Hola , güésped, mirad que este caba-l lero os agradecerá lo que hiciéredes.

Vaciad la d ispensa.

Y, d iciendo esto, l legóse el uno y quitó le la capa, y di jo:

-Descanse V. Md., mi señor. Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto

desvanecido y hecho dueño de la

venta. Di jo una de las mujeres: -¡Qué buen tal le de cabal lero! ¿Y va a e s-

tudiar? ¿Es V. Md. su cr iado? Yo respondí, creyendo que era as í como lo

decían, que yo y el otro lo

éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo di je , cuando e l uno de los

estudiantes se l legó a él medio l lorando y dándole un abrazo apretadísimo, d i jo:

-Oh, mi señor don Diego, ¿quién me di jera a mí, agora d iez años, que había

de ver yo a V. Md. desta manera? ¡Desd i-

chado de mí, que estoy tal que no me conocerá V. Md.!

Él se quedó admirado, y yo también, que juráramos entrambos no haberle

visto en nuestra vida. El otro compañero

andaba mirando a don Diego a la cara, y di jo a su amigo:

-¿Es este señor de cuyo padre me di j istes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha

s ido nuestra conocel le según está de gran-de! ¡Dios le guarde!

Y empezó a sant iguarse. ¿Quién no creyera

que se habían cr iado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y

preguntándole su nombre, sal ió e l ventero y puso los mante les, y o l iendo la

estafa, d i jo:

-Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfr ía.

Llegó un rufián y puso as ientos para todos

y una si l la para don Diego, y el otro trujo un plato. Los estudiantes d i jeron:

-Cene V. Md., que, entre tanto que a noso-tros nos aderezan lo que hubiere,

le servi remos a la mesa.

-¡Jesús! -di jo don Diego-; V. Mds. se s ien-ten, s i son servidos.

Y a esto respondieron los rufianes, no hablando con el los:

-Luego, mi señor, que aún no está todo a punto.

Yo, cuando vi a los unos convidados y a los

otros que se convidaban, afl ig íme y temí lo que sucedió. Porque los estudia n-

tes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y mirando a mi amo, d i j e-

ron:

-No es razón que donde está un caba l lero tan pr inc ipal se queden estas

damas sin comer. Mande V. Md. que alcan-cen un bocado.

Él, haciendo del galán, convidólas. Sentá-ronse, y entre los dos estudiantes y

e l las no dejaron s ino un cogol lo, en cuatro

bocados, el cual se comió don Diego. Y al dársele, aquel mald ito estudiante le

di jo: -Un agüelo tuvo V. Md., t ío de mi padre,

que jamás comió lechugas, y son

malas para la memoria, y más de noche, y éstas no son tan buenas.

Y diciendo esto sepultó un paneci l lo , y el otro, otro. Pues ¿ las mujeres? Ya

daban cuenta de un pan, y el que más co-

mía era e l cura, con el mirar só lo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito

asado y dos lonjas de tocino y un par (.. .)Capí tu lo V

De la entrada de Alcalá, patente y burlas que le hicieron por nuevo

Antes que anocheciese sa l imos del mesón a

la casa que nos tenían alqui lada, que estaba fuera la puerta de Santiago,

pat io de estudiantes donde hay muchos juntos, aunque esta teníamos entre tres

moradores d iferentes no más. Era el

dueño y güésped de los que creen en Dios por cortes ía o sobre fa lso; moriscos

los l laman en el pueblo. Recib ióme, pues, el güésped con peor cara que s i yo

fuera e l Sant ís imo Sacramento. Ni sé s i lo hizo porque le comenzásemos a tener

respeto o por ser natura l suyo del los, que

no es mucho que tenga mala condic ión quien no t iene buena ley. Pusimos nuestro

hat i l lo, acomodamos las camas y lo demás, y dormimos aquel la noche.

Amaneció, y he los aquí en camisa a todos

los estudiantes de la posada a pedir

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la patente a mi amo. Él, que no sabía lo que era, preguntóme que qué quer ían, y

yo, entre tanto, por lo que podía suceder,

me acomodé entre dos colchones y sólo tenía la media cabeza fuera, que pa-

rec ía tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronselos y con tanto comenzaron

una grita de l diab lo, d ic iendo:

-¡Viva el compañero, y sea admit ido en nuestra amistad! Goce de las

preeminencias de ant iguo. Pueda tene r sar-na, andar manchado y padecer la

hambre que todos. Y con esto (¡mire V. Md. qué previ legios!)

vo laron por la esca lera, y a l

momento nos vest imos nosotros y tomamos el camino para escue las. A mi amo

apadr ináronle unos colegia les conocidos de su padre y entró en su genera l, pero

yo, que había de entrar en otro d iferente y

fui solo, comencé a temblar. Entré en el pat io, y no hube metido bien un pie,

cuando me encararon y comenzaron a decir : -«¡Nuevo!». Yo por dis imular d i en

reír , como que no hacía caso; mas no bastó, porque l legándose a mí ocho o nue-

ve, comenzaron a re írse. Púseme

co lorado; nunca Dios lo permit iera, pues a l instante se puso uno que estaba a mi

lado las manos en las nar ices y apartándo-se, di jo:

-Por resucitar está este Lázaro, según ol i s-

ca. Y con esto todos se apartaron tapándose

las narices. Yo, que me pensé escapar, puse las manos también y di je:

-V. Mds. t ienen razón, que huele muy mal .

Dioles mucha r isa y, apartándose, ya est a-ban juntos hasta ciento.

Comenzaron a escarrar y tocar al arma y en las toses y abri r y cerrar de las

bocas, v i que se me aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado

hízome alarde de uno terr ible , diciendo:

-Esto hago. Yo entonces, que me vi perdido, di je:

-¡Juro a Dios que ma.. .! Iba a decir te , pero fue tal la bater ía y l l u-

via que cayó sobre mí, que no pude

acabar la razón. Yo estaba cubierto el ros-tro con la capa, y tan blanco, que

todos t i raban a mí, y era de ver cómo to-maban la puntería . Estaba ya nevado de

pies a cabeza, pero un be l laco, v iéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa,

arrancó hacia mí d iciendo con gran cólera:

-¡Baste, no le dé is con el palo! Que yo, según me trataban, cre í del los que

lo harían. Destapéme por ver lo que era, y al mismo t iempo, el que daba las

voces me enclavó un gargajo en los

dos ojos. Aquí se han de considerar mis angust ias. Levantó la inferna l gente una

gr ita que me aturd ieron, y yo, según lo que

echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que por ahorrar de médicos y bot icas

aguardan nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones

pero no había dónde s in l levarse en las

manos la mitad del a feite de mi negra ca-pa, ya blanca por mis pecados.

Dejáronme, y iba hecho zufaina de vie jo a pura sal iva. Fuime a casa, que apenas

acerté, y fue ventura el ser de mañana, pues só lo topé dos o t res muchachos, que

debían de ser bien inc l inados porque no me

t iraron más de cuatro o seis t rapajos y luego me dejaron.

Entré en casa, y el morisco que me vio co-menzóse a re ír y a hacer como que

quería escupirme. Yo, que temí que lo

hiciese, di je: -Tené, güésped, que no soy Ecce -Homo.

Nunca lo d i jera, porque me dio dos l ibras de porrazos, dándome sobre los

hombros con las pesas que tenía . Con esta ayuda de costa, medio derrengado,

subí arr iba; y en buscar por dónde as ir la

sotana y el manteo para qui tármelos, se pasó mucho rato. A l f in, le quité y me eché

en la cama y colgué lo en una azutea. Vino mi amo y como me hal ló durmiendo y

no sabía la asquerosa aventura,

enojóse y comenzó a darme repe lones con tanta pr isa, que a dos más, despierto

calvo. Levantéme dando voces y quejándo-me, y él , con más cólera, di jo:

-¿Es buen modo de servir ése, Pablos? Ya

es otra vida. Yo, cuando oí decir «otra vida», entendí

que era ya muerto, y di je: -Bien me anima V. Md. en mis t rabajos. Vea

cuál está aquel la sotana y manteo, que ha servido de pañizuelo a las

mayores narices que se han visto jamás

en paso, y mire estas cost i l las. Y con esto empecé a l lorar. É l, viendo mi

l lanto, creyólo, y buscando la sotana y v iéndola, compadecióse de mí y

di jo:

-Pablos, abre el ojo que asan carne. Mira por t i , que aquí no t ienes otro

padre ni madre. Conté le todo lo que había pasado y

mandóme desnudar y l levar a mi aposento (que era donde dormían cuatro

cr iados de los güéspedes de casa).

Acostéme y dormí; y con esto, a la noche, después de haber comido y cenado

bien, me hal lé fuerte y ya como s i no hubiera pasado por mí nada. Pero, cuando

comienzan desgracias en uno, parece que

nunca se han de acabar, que andan

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encadenadas y unas tra ían a otras. Vini é-ronse a acostar los otros cr iados y,

saludándome todos, me preguntaron s i e s-

taba malo y cómo estaba en la cama. Yo les conté el caso y, a l punto, como s i en

el los no hubiera mal n inguno, se empezaron a sant iguar, d iciendo:

-No se hic iera entre luteranos. ¿Hay tal

maldad? Otro decía:

-El retor t iene la culpa en no poner reme-dio. ¿Conocerá los que eran?

Yo respondí que no, y agradecí les la mer-ced que me mostraban hacer. Con esto

se acabaron de desnudar, acostáronse, ma-

taron la luz, y dormíme yo, que me parecía que estaba con mi padre y mis

hermanos. Debían de ser las doce cuando e l uno del los

me despertó a puros gr itos,

diciendo: -¡Ay, que me matan! ¡Ladrones!

Sonaban en su cama, entre estas voces, unos golpazos de lát igo. Yo levanté la

cabeza y di je: -¿Qué es eso?

Y apenas la descubr í, cuando con una ma-

roma me asentaron un azote con hi jos en todas las espaldas. Comencé a

quejarme; quíseme levantar; quejábase el otro también; dábanme a mí só lo. Yo co-

mencé a decir :

-¡Just ic ia de Dios! Pero menudeaban tanto los azotes sobre

mí, que ya no me quedó, por haberme t irado las frazadas abajo, otro

remedio s ino el de meterme debajo de la

cama. Hícelo así , y a l punto los t res que dormían empezaron a dar gr i tos también,

y como sonaban los azotes, yo cre í que a l -guno de fuera nos daba a todos. Entre

tanto, aquel maldito que estaba junto a mí se pasó a mi cama y proveyó en e l la , y

cubr ió la, vo lviéndose a la suya. Cesaron los

azotes y levantáronse con grandes gr itos todos cuatro, diciendo:

-¡Es gran be l laquería, y no ha de quedar así!

Yo todavía me estaba debajo de la cama

quejándome como perro cogido entre puertas, tan encogido que parecí a

galgo con calambre. Hic ieron los otros que cerraban la puerta, y yo entonces sa l í

de donde estaba y subíme a mi cama, preguntando s i acaso les habían hecho mal.

Todos se quejaban de muerte.

Acostéme y cubríme y torné a dormir, y como entre sueños me revolcase,

cuando desperté ha l léme proveído y hecho una necesaria . Levantáronse todos y

yo tomé por achaque los azotes para no

vest i rme. No había d iablos que me

moviesen de un lado. Estaba confuso, con-siderando si acaso, con e l miedo y la

turbación, s in sent i r lo, había hecho aquel la

vi leza, o si entre sueños. A l f in, yo me hal laba inocente y culpado y no sabía cómo

disculparme. Los compañeros se l legaron a mí, queján-

dose y muy dis imulados, a

preguntarme cómo estaba; yo les d i je que muy malo, porque me habían dado

muchos azotes. Preguntábales yo que qué podía haber sido, y el los decían:

-A fee que no se escape, que el matemático nos lo di rá. Pero, dejando esto,

veamos s i está is herido, que os quejábades

mucho. Y diciendo esto, fueron a levantar la r opa

con deseo de afrentarme. En esto, mi amo entró d iciendo:

-¿Es posib le , Pablos, que no he de poder

cont igo? Son las ocho ¿y estáste en la cama? ¡Levántate enhoramala!

Los otros, por asegurarme, contaron a don Diego el caso todo y p idiéronle

que me dejase dormir. Y decía uno: -Y si V. Md. no lo cree, levantá, amigo.

Y agarraba de la ropa. Yo la tenía asida con

los d ientes por no mostrar la caca. Y cuando el los v ieron que no había

remedio por aquel camino, d i jo uno: -¡Cuerpo de Dios y cómo hiede!

Don Diego d i jo lo mismo, porque era ve r-

dad, y luego, tras él , todos comenzaron a mirar s i había en el aposento

algún servicio. Decían que no se podía estar a l l í . Di jo uno:

-¡Pues es muy bueno esto para haber de

estudiar! Miraron las camas y qui táronlas para ver

debajo, y di jeron: -S in duda debajo de la de Pablos hay algo;

pasémosle a una de las nuestras y miremos debajo del la .

Yo, que veía poco remedio en el negocio y

que me iban a echar la garra, f ing í que me había dado mal de corazón:

agarréme a los pa los, hice v isa jes. . . E l los, que sabían e l mister io, apretaron conmigo,

diciendo:

-¡Gran lást ima! Don Diego me tomó e l dedo del corazón y,

a l f in, entre los cinco me levantaron, y al a lzar las sábanas fue tanta

la r isa de todos viendo los recientes no ya pa lominos sino palomos grandes, que se

hundía el aposento.

-¡Pobre dél! -decían los be l lacos (yo hacía del desmayado)-; t í re le V. Md.

mucho de ese dedo de l corazón. Y mi amo, entendiendo hacerme bien, tanto

t iró que me le desconcertó. Los

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otros trataron de darme un garrote en los muslos, y decían:

-El pobreci to agora sin duda se ensució,

cuando le d io el mal . ¡Quién dirá lo que yo sent ía , lo uno con la

vergüenza, descoyuntado un dedo y a pel igro de que me diesen garrote! A l f in, de

miedo de que me le d iesen, que ya

me tenían los cordeles en los muslos, h ice que había vuelto, y por presto que lo

hice, como los be l lacos iban con mal ic ia, ya me habían hecho dos dedos de señal

en cada pierna. Dejáronme dic iendo: -¡Jesús, y qué f laco so is!

Yo l loraba de enojo, y el los decían adrede:

-Más va en vuestra salud que en haberos ensuciado. Cal lá.

Y con esto me pusieron en la cama, de s-pués de haberme lavado, y se fueron.

Yo no hacía a solas sino cons iderar cómo

cas i era peor lo que había pasado en Alcalá en un d ía que todo lo que me su-

cedió con Cabra. A mediodía me vest í , l impié la sotana lo mejor que pude, laván-

dola como gualdrapa, y aguardé a mi amo que, en l legando, me preguntó cómo

estaba. Comieron todos los de la casa

y yo, aunque poco y de mala gana. Y des-pués, juntándonos todos a parlar en el

corredor, los otros cr iados, después de darme vaya, declararon la burla . Riéronla

todos, doblóse mi afrenta, y di je entre mí:

-«Avisón, Pablos, a lerta». Propuse de hacer nueva vida, y con esto, hechos am i-

gos, v ivimos de al l í adelante todos los de la casa como hermanos, y en las escue-

las y pat ios nadie me inquietó más.

Capítu lo VI De las crueldades de la ama, y travesuras

que hizo «Haz como viere» dice e l refrán, y d ice

bien. De puro considerar en é l, vine a resolverme de ser bel laco con los be l lacos,

y más, s i pudiese, que todos. No sé s i

sal í con e l lo, pero yo aseguro a V. Md. que hice todas las d i l igencias pos ib les.

Lo pr imero, yo puse pena de la v ida a todos los cochinos que se entrasen en

casa y a los pol los de la ama que de l corral

pasasen a mi aposento. Sucedió que un d ía entraron dos puercos de l mejor ga r-

bo que vi en mi vida. Yo estaba jugando con los otros cr iados, y o í los gru-

ñir, y di je al uno: -Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa.

Fue, y d i jo que dos marranos. Yo que lo o í,

me enojé tanto que sa l í a l lá diciendo que era mucha be l laquería y atre-

vimiento venir a gruñir a casa a jena. Y diciendo esto, envásole a cada uno a pue r-

ta cerrada la espada por los pechos, y

luego los acogotamos. Porque no se oyese el ru ido que hacían, todos a la par

dábamos grandísimos gri tos como que

cantábamos y así expiraron en nuestras manos. Sacamos los v ientres, recogimos la

sangre, y a puros jergones los medio chamuscamos en el corra l, de suerte que

cuando vinieron los amos ya estaba

todo hecho, aunque mal, s i no eran los vientres, que aún no estaban acabadas de

hacer las morci l las. Y no por fa lta de pr isa, en verdad, que por no detenernos la s

habíamos dejado la mitad de lo que el las se tenían dentro, y nos las comimos las

más como se las t ra ía hechas el cochino en

la barr iga. Supo, pues, don Diego e l caso, y enojóse

conmigo de manera que obl igó a los huéspedes (que de r isa no se podían

valer) a volver por mí. Preguntábame

don Diego que qué había de decir s i me acusaban y me prendía la just icia , a lo

cual respondí yo que me l lamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes;

y que si no me va l iese, d ir ía que como se entraron s in l lamar a la puerta como en

su casa, que entendí que eran nuestros.

Riéronse todos de las disculpas. Di jo don Diego:

-A fee, Pablos, que os hacéis a las armas. Era de notar ver a mi amo tan quieto y re-

l ig ioso y a mí tan travieso, que e l uno

exageraba al otro o la v irtud o el vicio. No cabía el ama de contento conmigo, po r-

que éramos dos a l mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa.

Yo era el despensero Judas, de botas

a bolsa, que desde entonces hereda no sé qué amor a la s isa este ofic io. La carne

no guardaba en manos de la ama la orden retór ica, porque siempre iba de más a

menos; no era nada carnal , antes de puro penitente estaba en los güesos. Y la vez

que podía echar cabra u oveja no echaba

carnero, y si había güesos, no entraba cosa magra. Era cercenadora de porciones

como de moneda, y as í hacía unas ol las ét icas de puro f lacas, unos ca ldos que

a estar cuajados se pudieran hacer

sartas de cr ista l de l los. Las Pascuas, por di ferenciar, para que estuviese gorda la

ol la , sol ía echar cabos de vela de sebo y así decía que estaban sus ol las gordas

por e l cabo. Y era verdad según me lo parló un pabi lo que yo masqué un día .

El la decía , cuando yo estaba de lante:

-Mi amo, por cierto que no hay servicio como el de Pabl icos, s i é l no fuese

travieso; consérvele V. Md., que bien se le puede sufr i r e l ser bel laqui l lo por la

f idel idad; lo mejor de la p laza tray.

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Yo, por e l consiguiente, decía de l la lo mi s-mo y así teníamos engañada la casa.

Si se compraba ace ite de por junto , carbón

o tocino, escondíamos la mitad, y cuando nos parecía , decíamos e l ama y yo:

-Modérese V. Md. en el gasto, que en ve r-dad que si se dan tanta pr isa no

baste la hacienda del Rey. Ya se ha acaba-

do el ace ite o el carbón. Pero tal pr isa le han dado. Mande V. Md. comprar más y a

fee que se ha de lucir de otra manera. Denle dineros a Pabl icos.

Dábanmelos y vendíamosles la mitad sis a-da, y de lo que comprábamos

sisábamos la otra mitad; y esto era en t o-

do, y si a lguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que val ía, reñíamos adrede

el a lma y yo. El la decía: -No me digas a mí, Pabl icos, que esto son

dos cuartos de ensa lada.

Yo hacía que l loraba, daba voces, íbame a quejar a mi señor, y apretábale

para que inviase al mayordomo a sabel lo, para que ca l lase la ama, que adrede

porf iaba. Iban y sabíanlo, y con esto ase-gurábamos al amo y a l mayordomo, y

quedaban agradecidos, en mí a las obras, y

en el ama a l celo de su bien. Decía le don Diego, muy sat isfecho de mí:

-¡As í fuese Pabl icos apl icado a vi rtud como es de f iar! ¿Toda esta es la

lealtad que me decís vos dél?

Tuvímoslos desta manera, chupándolos co-mo sangui juelas. Yo apostaré que

V. Md. se espanta de la suma de dinero que montaba al cabo del año. E l lo

mucho debió de ser, pero no debía obl igar

a rest itución, porque e l ama confesaba y comulgaba de ocho a ocho días

y nunca la vi rastro de imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser,

como digo, una santa. Tra ía un rosario al cue l lo siempre, tan

grande, que era más barato l levar un

haz de leña a cuestas. Dél colgaban mu-chos manojos de imágines, cruces y

cuentas de perdones que hacían ruido de sonajas. Bendecía las ol las y al espumar

hacía cruces con e l cucharón. Yo pienso

que las conjuraba por sacarles los esp ír i tus, ya que no ten ía carne. En todas

las imágines decía que rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba c iento

y tantos santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas

ayudas para desquitarse de lo que

pecaba. Acostábase en un aposento encima del de mi amo, y rezaba más

oraciones que un c iego. Entraba por el Jus-toJuez y acababa en el Conquibules,

que e l la decía , y en la Salve Rehína. Decía

las orac iones en lat ín adrede por

f ing irse inocente, de suerte que nos despe-dazábamos de r isa todos. Tenía ot ras

habi l idades; era conquer idora de volunta-

des y corchete de gustos, que es lo mismo que alcagüeta; pero disculpábase

conmigo diciendo que le venía de casta como al rey de Francia sanar lamparones.

¿Pensará V. Md. que siempre estuvimos en

paz? Pues ¿quién ignora que dos amigos, como sean cudiciosos, s i están jun-

tos, se han de procurar engañar el uno al otro? «Ésta ha de ser ruin conmigo, pues

lo es con su amo», decía yo entre mí; e l la debía de decir lo mismo porque choca-

mos de embuste el uno con el otro, y

por poco se descubriera la hi laza. Queda-mos enemigos como gatos y gatos, que

en despensa es peor que gatos y perros. Yo, que me vi ya mal con el ama, y que no

la podía burlar , busqué nuevas

trazas de holgarme y di en lo que l laman los estudiantes correr o arrebatar . En

esto me sucedieron cosas graciosís imas, porque yendo una noche a las nueve

(que anda poca gente) por la ca l le Mayor, vi una confiter ía y en el la un cofín de

pasas sobre e l tab lero, y tomando vuelo,

vine a agarrar le y d i a corre r . El confi tero dio t ras mí, y otros cr iados y ve-

cinos. Yo, como iba cargado, vi que aunque les l levaba ventaja, me habían de

alcanzar, y a l vo lver una esquina,

sentéme sobre é l y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la

pierna en la mano, f ingiéndome pobre: -¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisa-

do!

Oyéronme esto y en l legando, empecé a decir : «Por tan alta Señora», y lo

ord inario de la «hora menguada» y «a ire corrupto». E l los se venían desgañi fando,

y di jéronme: -¿Va por aquí un hombre, hermano?

-Ahí ade lante, que aquí me p isó, loado sea

el Señor. Arrancaron con esto y fuéronse; quedé so-

lo, l levéme el cofín a casa, conté la burla , y no quis ieron creer que había suce-

dido así , aunque lo celebraron mucho.

Por lo cual , los convidé para otra noche a verme correr ca jas. Vinieron, y

advirt iendo el los que estaban las cajas de-ntro la t ienda y que no las podía tomar

con la mano, tuviéronlo por imposib le, y más por estar el confitero, por lo que

sucedió al otro de las pasas, a lerta. V ine,

pues, y metiendo doce pasos atrás de la t ienda mano a la espada, que era un e s-

toque recio, part í corr iendo, y en l legando a la t ienda, d i je:

-«¡Muera!». Y t iré una estocada por de lante

del conf itero. É l se dejó caer

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pid iendo confes ión, y yo di la estocada en una caja y la pasé y saqué en la

espada y me fui con el la . Quedáronse e s-

pantados de ver la t raza y muertos de r isa de que el conf itero decía que le mir a-

sen, que sin duda le había herido, y que era un hombre con quien él había tenido

palabras. Pero, volv iendo los ojos,

como quedaron desbaratadas al sal ir de la ca ja las que estaban a lrededor, echó

de ver la bur la, y empezó a sant iguarse que no pensó acabar. Conf ieso que nunca

me supo cosa tan bien. Decían los compañeros que yo solo podía

sustentar la casa con lo que corr ía ,

que es lo mismo que hurtar, en nombre revesado. Yo, como era muchacho y oía

que me alababan el ingenio con que sa l ía destas travesuras, animábame para

hacer muchas más. Cada día tra ía la pret i-

na l lena de jarras de monjas, que les pedía para beber y me venía con el las; i n-

troduje que no diesen nada s in prenda pr imero.

Y así , promet í a don Diego y a todos los compañeros, de quitar una noche las

espadas a la mesma ronda. Señalóse cuál

había de ser , y fuimos juntos, yo delante, y en columbrando la just ic ia, l l e-

guéme con otro de los cr iados de casa, muy a lborotado, y di je:

-¿Just ic ia?

Respondieron: -S í.

-¿Es el corregidor? Di jeron que sí . Hinquéme de rodi l las y di je:

-Señor, en sus manos de V. Md. está mi

remedio y mi venganza y mucho provecho de la repúbl ica; mande V. Md.

oírme dos palabras a solas, s i quiere una gran pris ión. ..