''Amanecer'' de Lucía Angla

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Amanecer Vivíamos en un humilde pueblo al lado de un gran bosque, el cual interrumpía mi tranquilidad siempre. Aun así yo vivía feliz, con mi familia y amigos, mi escuela y mis dulces para la merienda que cada día mi madre me daba. Pero todo eso cambio. En 1939 la guerra llegó y mi padre fue seleccionado para ser uno de aquellos infelices cuya ley era: “O matas o te matan.” Mi madre ya no volvió a ser la de antes. Sus ojos verdes miraban hacia un futuro que jamás existiría, que anhelaría tanto como a mi padre. Para mí las semanas eran años. Ya no tenía sentido quedarme despierta para esperar a mi padre y sentir sus labios en mi frente y su dulce voz pronunciando un “buenas noches, pequeña” Naturalmente mi madre tuvo que ponerse a trabajar, teníamos que pagar los gastos; mientras que yo empecé a encerrarme en casa y a dedicarme a las tareas que en ella se requerían. Ya no tenía ganas de salir a jugar con mis amigos. Pasaba las tardes en mi cuarto mirando desde la ventana al horizonte, imaginando que mi padre volvería a casa, me abrazaría y me diría lo mucho que nos había extrañado. Pero nunca era así. Semana tras semana recibíamos cartas de mi padre, las cuales nos proporcionaban cierta tranquilidad. Las cartas de papa decían que aquello era horrible, describía la masacre de gente, los heridos, todos esos sentimientos que vienen cuando estas al frente de una batalla, cuando estas en esa línea entre la vida y la muerte, viendo como los que habías conocido como tus vecinos y amigos morían a tus pies, y la impotencia de no poder hacer nada. También decía que nos extrañaba, que anhelaba ese día en el que volveríamos a estar los tres juntos. Después de 6 meses mama y yo ya nos habíamos acostumbrado. Ninguna de las dos hablaba de papa. Todo era normal y a la

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Amanecer

Vivíamos en un humilde pueblo al lado de un gran bosque, el

cual interrumpía mi tranquilidad siempre. Aun así yo vivía

feliz, con mi familia y amigos, mi escuela y mis dulces

para la merienda que cada día mi madre me daba.

Pero todo eso cambio.

En 1939 la guerra llegó y mi padre fue seleccionado para

ser uno de aquellos infelices cuya ley era: “O matas o te

matan.”

Mi madre ya no volvió a ser la de antes. Sus ojos verdes

miraban hacia un futuro que jamás existiría, que anhelaría

tanto como a mi padre. Para mí las semanas eran años. Ya no

tenía sentido quedarme despierta para esperar a mi padre y

sentir sus labios en mi frente y su dulce voz pronunciando

un “buenas noches, pequeña”

Naturalmente mi madre tuvo que ponerse a trabajar, teníamos

que pagar los gastos; mientras que yo empecé a encerrarme

en casa y a dedicarme a las tareas que en ella se

requerían.

Ya no tenía ganas de salir a jugar con mis amigos.

Pasaba las tardes en mi cuarto mirando desde la ventana al

horizonte, imaginando que mi padre volvería a casa, me

abrazaría y me diría lo mucho que nos había extrañado. Pero

nunca era así. Semana tras semana recibíamos cartas de mi

padre, las cuales nos proporcionaban cierta tranquilidad.

Las cartas de papa decían que aquello era horrible,

describía la masacre de gente, los heridos, todos esos

sentimientos que vienen cuando estas al frente de una

batalla, cuando estas en esa línea entre la vida y la

muerte, viendo como los que habías conocido como tus

vecinos y amigos morían a tus pies, y la impotencia de no

poder hacer nada. También decía que nos extrañaba, que

anhelaba ese día en el que volveríamos a estar los tres

juntos.

Después de 6 meses mama y yo ya nos habíamos acostumbrado.

Ninguna de las dos hablaba de papa. Todo era normal y a la

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vez nuevo. Volvía a salir con mis amigos y compañeros, pero

ya no disfrutaba como antes.

En el mes de abril mi madre empezó a trabajar hasta más

tarde.

Uno de aquellos días llegó un hombre montado en bicicleta,

vestía uniforme. Sentí como algo dentro de mí se rompió.

Salí a recibirlo y con voz neutral me pregunto si estaba mi

madre. Negué con la cabeza. El hombre miro hacia el suelo y

me entrego la carta. Y despidiéndose con un “lo siento

mucho” volvió a su bicicleta y se marchó.

Abrí la carta, algo en mi quería que aquella solo fuera una

de las cartas de papa. Volver a ver su letra que con el

paso del tiempo se había vuelto torpe y alargada. Pero

todas mis deseadas suplicas fueron en vano.

La letra era clara:

“Estimada Sra. Jeims le informamos de que su marido ha

muerto en el frente de batalla…”

No me atreví a leer más, aquellas palabras empezaron a

resonar en mi cabeza como un disco rayado.

Me sentí débil, mis piernas se pusieron a temblar y mis

manos flaquearon dejando caer la carta en el suelo. Las

ganas de llorar recorrieron todo mi cuerpo. Las lágrimas

brotaron de mis ojos sin poder impedirlo. Odiaba llorar y

aun así aquella vez no me importo, no podía parar y, aunque

limpiara aquellas lágrimas, nuevas resurgían como si mis

ojos fueran dos fuentes. La tristeza se tornó rabia. Salí

de mi casa corriendo hacia aquel bosque que hace unos meses

no me hubiese atrevido ni a pisar. Grite, di patadas,

blasfeme… todo en vano ya que con simples palabras o actos

aquella rabia, aquella impotencia, no se iva de mi alma.

Empezó a llover. En el suelo se formaron charcos y en uno

de ellos fui a parar yo, ensuciándome la ropa, el pelo y la

cara. Mire mi reflejo, verme así hizo que las ganas de

llorar volvieran. Y como si ni la lluvia, ni el frio, ni el

barro que recubría todo mi cuerpo importasen me acosté en

el suelo llorando desconsoladamente.

Oscureció, pero aquel sentimiento siguió allí, sin poder

parar allí me quede, llorando y llorando hasta que vi el

amanecer. Y así se formó como si nada. Volvió a nacer un

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nuevo día. Nada le impidió brillar de esa manera tan

especial, tan cautivadora. Y de la inmensa oscuridad, salió

esa luz que se llevó mi llanto.

Comprendí entonces que yo también debía amanecer.

Volví a casa. Al llegar vi a mi madre, dormida en el

rellano. Entré y mientras preparaba el desayuno cogí una

manta y tape a mi madre con ella, se había quedado allí

seguramente esperando que volviese.

Esperándome a mí.

Esperando el amanecer.