Amar al diablo: Los huérfanos de Saint James IV...

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Índice

DedicatoriaPrólogo, del diario de James

Swindler

Capítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6

Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23

Capítulo 24Capítulo 25

Epílogo, del diario de Sir JamesSwindler

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Para las gatitasAlice, Franny, Jane, Julie, Kay, Sandy,

Suzanne y Tracy.La vida es mucho más divertida cuandopuedo compartir una copa de vino con

vosotras.

PRÓLOGO, DEL DIARIODE JAMES SWINDLER

Soy un hombre con un oscurointerior. Todo empezó el día quepresencié el ahorcamiento de mi padre.Como fue un ahorcamiento público, lascalles se vistieron de fiesta; parecía queyo fuera el único que comprendía lo quesignificaba aquella pérdida, y que elvalor del objeto robado merecieradestruir su vida y la mía.

Solo tenía ocho años, y mi madrese marchó el día que yo llegué al mundo.

Así que cuando murió mi padre meconvertí en un niño huérfano que notenía a dónde ir y no conocía a nadie queestuviera dispuesto a acogerme.

Entre la alegre muchedumbre decuriosos había dos chicos que sepercataron de mi dolor; no cabía dudade que las lágrimas que se deslizabanpor mis sucias mejillas les contaron mihistoria. Mi padre me había dicho quetenía que ser fuerte. Incluso me guiñó elojo antes de que le taparan la cabeza conaquella capucha negra. Lo hizo como siel hecho de que estuviera ante la horcano fuera más que un chiste, algodivertido, algo de lo que nos reiríamosjuntos después.

Pero no era ningún chiste, y si mipadre se está riendo de ello ahora, solole estará escuchando el diablo.

Aquel día no fui fuerte, pero desdeentonces he demostrado muchísimafortaleza.

Aquellos chicos me consolaroncomo lo hacen todos los niños, dándomeuna palmada en el brazo y diciéndomeque tenía que ser fuerte. Luego meinvitaron a irme con ellos. Jack era elmayor y sus andares denotaban muchaseguridad. Luke tenía los ojos abiertoscomo platos y me dio la sensación deque aquel era el primer ahorcamientoque veía en su vida. Mientras nosdeslizábamos por entre la bulliciosa

multitud, sus hábiles dedos ibanhaciéndose con todos los monederos ypañuelos que encontraban a su paso.

Cuando se hizo de noche les seguípor las callejuelas de Londres hasta lapuerta de su mentor, un hombre querespondía al nombre de Feagan. Locierto es que no me prestó muchaatención hasta que sus trabajadores leentregaron su precioso botín. Todos sustrabajadores eran niños. Solo había unaniña entre ellos. Una chica con unasalvaje melena de color rojo y unosdulces ojos verdes. Se llamaba Frannie.Cuando me di cuenta de que Jack y Lukeme habían llevado a la guarida de unapandilla de ladrones, perdí el poco

interés que tenía por quedarme. No meapetecía estar en un lugar que acabaríallevándome a la horca. Pero el deseo deno perder de vista a aquella niña fuemás fuerte. Y por eso me quedé.

Pronto adquirí mucha habilidaddescubriendo información y ayudando algrupo a planear estafas. Sin embargo, yono tenía tanto talento para robar comolos demás. Me detuvieron en más de unaocasión y acepté el castigo tal como meenseñó mi padre, con estoicismo yguiñándole un ojo a la vida.

Enseguida me di cuenta de que elsistema legal no era justo y de que elprecio que los niños acostumbraban apagar por sus delitos era la pérdida de

la inocencia. Empecé a prestar especialatención a todo cuanto tenía que ver conla justicia. ¿Cuál era el motivo de que unniño recibiera diez latigazos por robarun pañuelo de seda y sin embargo a otrolo deportaran a una prisión de NuevaZelanda por cometer exactamente elmismo delito? ¿De dónde sacaban laspruebas? ¿Cómo se determinaba laculpabilidad de cada cual? Y lo másimportante, ¿cómo podía alguiendemostrar su inocencia?

Con el tiempo empecé a trabajar ensecreto para la policía. No tenía ningúnmiedo de las sombras ni de las zonasmás oscuras de Londres. Incluso cuandoempecé a trabajar para Scotland Yard,

yo me aventuraba por lugares dondeotros no se atrevían a entrar.

Siempre me he enorgullecido desaber que nunca he arrestado a unapersona inocente. Si la severidad delcaso lo permite, suelo dejar marchar alculpable limitándome a darle unpequeño golpecito en la espalda yadvirtiéndole de que estoy vigilando,que siempre estoy vigilando. ¿Quéimportancia puede tener un pequeñotrozo de seda cuando un hombre puedeperder su vida en la calle? A mí mepreocupaban más los crímenessiniestros, y me sentía más fascinado porellos.

Esa clase de delitos apelaban a laoscuridad que reinaba en mi interior ypor eso atraían toda mi ardienteatención.

Y así es como llegué hasta ella.

CAPÍTULO 1

Londres, 1852La venganza no está hecha para los

débiles. Si Eleanor Watkins lo hubierapensado detenidamente, se habría dadocuenta de que estaba obsesionada conaquella idea. Pero desde que descubrióel diario de su hermana y leyó loshorrores a los que había tenido queenfrentarse cuando viajó a Londres latemporada anterior, apenas tuvo tiempode dedicarse a otra cosa que a planear la

mejor manera de vengar la muerte de suhermana Elisabeth. Eleanor estabadecidida a conseguir que el hombre quehabía convertido la dulce inocencia desu hermana en brutal carnalidad pagarapor sus pecados igual que su hermanapagó por su ingenuidad.

Su sed de venganza controlabatodos sus actos y sus pensamientos:desde que escuchaba el canto de laprimera alondra de la mañana hasta queposaba la cabeza sobre la almohada alfinal del día. Cada noche Eleanor seentregaba a un inquietante sueño plagadode terribles pesadillas provocadas porcada trazo de la pluma de su hermana,que en su diario había descrito las

vejaciones que había sufrido a manosdel marqués de Rockberry.

La obsesiva sed de venganza quesentía Eleanor era el motivo por el que,en ese preciso instante, caminaba porlos Jardines Cremorne a unas horas a lasque ninguna dama respetable debía estarsola por la calle. En realidad, se habíanretirado incluso los caballeros decentes,pero el hombre al que ella seguía notenía nada de respetable, por muy bienque lo fingiera. Eleanor había oído decirque los fuegos artificiales que se podíanadmirar cada noche en los jardines eranespectaculares, pero resultaba evidenteque él no estaba allí para disfrutar de unespectáculo tan simple como el de

observar las luces de colores queiluminaban el cielo. No, sus intereseseran de una naturaleza más oscura.

Ese era el motivo de queRockberry hubiera esperado a que laspersonas respetables abandonaran elparque y a que llegaran los depravadoscon la cabeza llena de maldades. Lassiniestras carcajadas del marquésresonaban por todo el jardín cada vezque se paraba a hablar con algúnsinvergüenza. Era alto y esbelto, y sedeslizaba con agilidad entre la multituddejando que su capa volara tras él; dabala sensación de que se consideraba elrey de los malvados. Pero a pesar de sualtura y su sombrero de copa alta, ella

tenía que concentrarse para no perderlode vista; y estaba decidida a seguirlo detal modo que él no pudiera advertir supresencia. Ella no había caído presa desus persuasivos encantos como le habíasucedido a su hermana. Si alguno de losdos tenía que acabar cayendo,conseguiría que fuera él.

Eleanor había elegido esa nochepara clavarle una daga en el corazón; asítodos podrían ver por fin lo podrido ynegro que era su interior. Pero sabía queaquel no era ni el momento ni el lugar.Debía tener cuidado y ejecutar el plantal como había sido concebido si noquería acabar con una soga alrededordel cuello. Por mucho que quisiera a su

hermana, aún no estaba preparada parareunirse con ella; aunque si su vida erael precio que debía pagar a cambio de lavenganza, estaba dispuesta a pagarlo.Desde que puso el primer pie en aquelcamino, era muy consciente de quepodría acabar en la prisión de Newgate.Sabía que no se arrepentiría siempre queconsiguiera llevarse a Rockberry alinfierno.

―¿Buscas compañía?El hombre rubio que apareció

delante de ella esbozó una encantadorasonrisa. La ropa que vestía era de buenacalidad y pensó que, si tuviera quien laintrodujera en sociedad, podría bailarcon él en cualquier baile.

―No, gracias. He quedado conalguien.

―Un tipo afortunado. Si noapareciera…

―Aparecerá ―mintió ellacortándolo en seco y pasando de largo.Luego rodeó la fuente a toda prisa ydeseó disponer de un momento paradisfrutar de la belleza de los jardines.

¡Maldita sea! ¿Dónde se habíametido Rockberry? Aceleró el paso ysuspiró aliviada cuando lo vio hablandocon una mujer pechugona con unindecente escote que ofrecía a todos lospresentes una estupenda vista de todossus encantos. Por lo visto no era lo queRockberry andaba buscando, porque

siguió andando sin mirar atrás. No,claro, él las prefería más inocentes.Eleanor era incapaz de comprender porqué motivo habría ido ese hombre alparque a aquellas horas; en aquelmomento de la noche se toleraban lastravesuras, incluso se esperaban. YRockberry tenía inclinación por lointolerable y había obligado a suhermana a participar en depravadosactos de pecado y libertinaje.

Ya llevaba seis días catalogandolos hábitos y rituales del marqués con elfin de descubrir su patrón de conducta.Estaba decidida a encontrar la mejorforma de acabar con la vida de esehombre sin tener que sacrificar la suya.

Desafortunadamente, ella habíacrecido en un pequeño pueblo costero, yesa vida no le había proporcionado laeducación ni la experiencia necesariaspara jugar al gato y al ratón, por lo que aveces temía ser la presa en lugar deldepredador. En más de una ocasión teníala sensación de que, mientras ella seguíaa lord Rockberry, alguien la seguía aella.

Los cenadores de lavandaperfumaban el aire que flotaba a sualrededor, y Eleanor se esforzaba por nomirar atrás para no dar señal alguna deque sabía que alguien la estabasiguiendo. Ya hacía dos días que sehabía percatado de que la seguía un tipo

enorme. En realidad, empezó a seguirlajusto después de que Rockberryacudiera a Scotland Yard. Tendría quehaber sido más discreta con el marqués.Debería haberlo seguido con absolutodescaro y conseguir que fueracompletamente consciente de supresencia para que el lord empezara apensar que estaba perdiendo el juicio. Siacababa por volverse loco y se quitabala vida él mismo, todo sería mássencillo. Eso le ahorraría las molestias.Sin embargo, lo único que habíaconseguido era que el marqués ladenunciara a la policía.

Aquella noche aún no habíaconseguido ver a su perseguidor, pero

estaba convencida de que andaba porallí porque se le había erizado el vellode la nuca y no dejaba de sentir gélidosescalofríos que le recorrían todo elcuerpo.

Tampoco ayudaba estar tan cercadel Támesis. La espesa niebla empezabaa hacer su silenciosa aparición y setragaba el color de todo cuanto larodeaba. Las luces de las antorchasestaban empezando a ponerse borrosas ypeleaban por iluminar lo que la mayoríade los que quedaban en el parquepreferían esconder. Por entre los olmosy los álamos, entre los oscurosrecovecos, se escuchaban los murmullos

de los caballeros y las seductoras risasde las mujeres.

Eleanor ya no estaba segura de loque esperaba conseguir siguiendo aRockberry por ese lugar tan cuestionado,pero necesitaba saber lo que hacía y conquién se veía. Era la única forma dedecidir el mejor momento para atacar.La precaución era su principalpreocupación.

Rockberry merodeaba por la nochecomo una bestia hambrienta, pero ellasabía que no era precisamente comida loque buscaba, sino placerespecaminosos; el diario de su hermanarevelaba con íntimo y desgarradordetalle cómo la sedujo, no solo para su

satisfacción, sino para que otros tambiénse divirtieran. A ese hombre no leimportaron ni los deseos ni los sueñosde su hermana. Rockberry habíadestruido a Elisabeth mucho antes deque la joven se arrojara al mar desde loalto de aquel acantilado.

Eleanor reprimió las lágrimas;aquel no era el momento de sucumbir aldolor. La joven recuperó ladeterminación. Estaba decidida aconseguir que Rockberry pagara un altoprecio por su implicación en la muertede una chica que solo tenía diecinueveaños.

El repugnante hombre desapareciótras una esquina. ¡Maldita sea! Estaba

demasiado ensimismado como paradarse cuenta de que le estabansiguiendo, por lo que era evidente quedebía haberse citado con alguien.Eleanor se preguntó si ya habría elegidoa su siguiente víctima. Si ese era elcaso, entonces debía hacer lo posiblepor acabar con todo aquello esa mismanoche, porque no podía quedarse debrazos cruzados y dejar que otra mujersufriera la misma tortura que Elisabeth.

Pasó por entre unos árboles y sedetuvo de repente: tres caballeros quesonreían con lascivia le bloqueaban elpaso.

―Hola, dulzura ―dijo el queestaba en medio dando la impresión de

ser quien estaba al mando de lasituación.

Las luces de esa zona eranextremadamente tenues y la niebla gristampoco ayudaba a que pudiera ver conclaridad. Eleanor poco podía decir delhombre que se había dirigido a ellaexcepto que era rubio y, si no fuera porsu espantosa sonrisa, incluso podríahaber afirmado que parecía guapo. Susamigos eran morenos; uno de ellosdestacaba por tener una nariz prominentemuy poco atractiva, y el otro por sudesafortunada ausencia de barbilla. Laforma en que paseaban sus miradas porsu cuerpo hizo que se le erizara la piel ytuvo que contenerse para no gritar

delante de ellos. Vestían ropa elegante yera evidente que tenían toda la intenciónde pasárselo en grande y de disfrutar desu juventud mientras pudieran.

Sin embargo, ella había envejecidomucho desde que murió su hermanaElisabeth y parecía tener bastante másde veinte años.

―Por favor, discúlpenme. ―Hizoun movimiento para pasar de largo, perolos hombres se movieron a un mismotiempo para cortarle el paso. A Eleanorse le aceleró el pulso. Su corazónretumbaba en el pecho con tanta fuerzaque recordó el ruido que hacía el trenque la había traído a Londres, quetraqueteaba, se sacudía y amenazaba con

salirse de las vías en cualquiermomento. Dio un paso atrás ySinbarbilla se puso tras ella paraentorpecer su huida. De repente se diocuenta de que estaba rodeada. Aaquellos hombres no les costaría nadaarrastrarla hasta el rincón más oscurodel jardín donde ella no tendría ningunaesperanza de conservar su dignidad.

Eleanor intentó abrir su bolsitopara coger la daga que escondía en élcomo única fuente de protección, peroSinbarbilla se lo quitó de entre lasmanos y casi le arranca el brazo alhacerlo.

―¡No! ―gritó ella.

―Venga, sé buena ―dijo elhombre rubio mientras la rodeaba con elbrazo y la levantaba hasta que estuvo depuntillas.

El terror se apoderó de ella y learrancó un grito desgarrador. Pero loúnico que escuchó como respuestafueron las carcajadas de los hombres,que empezaron a arrastrarla en direcciónal oscuro abismo. No pensaba rendirsefácilmente a lo que fuera que tuvieranplaneado. Eleanor pelearía, les arañaría,les clavaría las uñas…

―¡Deténganse, caballeros! Ladama está conmigo.

Al escuchar aquella profunda ysegura voz que se dirigía a ellos, los

hombres que la alejaban del caminoprincipal del parque se quedaron tansorprendidos como ella. Se separaron unpoco y Eleanor pudo ver, por entre unaestrecha abertura, la imprecisa siluetade un individuo enorme de anchoshombros; era el hombre más alto quehabía visto en toda su vida.

Se abrió paso entre el grupogolpeándoles con los hombros y deslizóel brazo por la cintura de Eleanor paraliberarla de su captor al mismo tiempoque utilizaba el brazo que le quedabalibre para apartar a los otros doshombres.

―No quiero hacerle daño―murmuró en una tranquilizadora voz

baja―. Si quiere conservar intacta suvirtud, le sugiero que venga conmigo.

El aspecto de aquel hombremisterioso se perdía entre las tenebrosassombras que proyectaba la invasivaniebla. Tenía el pelo oscuro, peroEleanor era incapaz de distinguir el tonoexacto. Podía sentir el poder queemanaba de su cuerpo al agarrarla,desprendía fuerza y seguridad. Ella supode forma instintiva que no era la clasede hombre que forzaba a las mujeres.Resultaba evidente que no tenía ningunanecesidad. Había algo en él quedesprendía cierto aire protector yEleanor se dio cuenta de que lo másprobable era que se tratara del mismo

hombre que la había estado siguiendo, elagente de Scotland Yard. No tuvo lasensación de que fuera la clase hombreque le teme al diablo y, de repente, laasaltó la descabellada idea de que talvez él la podría ayudar con Rockberry.Pero en cuanto lo pensó se dio cuenta deque no podía confiar en un completodesconocido. No en ese asunto, nocuando había tanto, cuando todo estabaen juego.

Dejó de mirarla y entonces ellarecordó que estaban acompañados. Lostres jóvenes les estaban fulminando conla mirada.

―Oye, viejo ―dijo el líder―.Nosotros la vimos primero.

―Ya os he dicho que está conmigo.―Nos habían dicho que estaba

sola.―Pues os informaron mal.La agarró con fuerza de la cintura y

empezaron a alejarse. Eleanor tuvo quemover los pies a toda prisa para seguirleel paso. Pero antes de que pudieranllegar al camino principal, los treshombres se pusieron delante paraimpedir que pudieran marcharse. Leescuchó suspirar con fastidio.

―¿De verdad queréis pelearsabiendo que no tenéis ningunaposibilidad de ganar?

―Nosotros somos tres y tú estássolo. Tenemos ventaja.

―Te equivocas. Yo me crie en lacalle y estoy acostumbrado a pelear contipos mucho peores que vosotros. Laventaja es toda mía.

―Pues pareces un noble.―Pero peleo como el mismísimo

diablo. ―Su voz destilaba amenaza enestado puro.

Por lo visto, los hombres que sehabían acercado a Eleanor no solo eranmalvados, también eran estúpidos. ElNarizotas estiró el brazo…

Eleanor chocó contra su protector—así es como estaba empezando a verlo— cuando él esquivó el golpe al mismotiempo que hacía caer a Narizotas alsuelo. Entonces le atacaron los otros

dos. Mientras utilizaba el hombro parahacer que Sinbarbilla retrocediera,enterró el puño en el estómago delhombre rubio. Este jadeó, se doblóhacia delante y cayó de rodillas.Entonces su protector se dio la vueltapara enfrentarse a Narizotas, que seestaba levantando. El ruido que hizo supuño al impactar contra la barbilla delhombre resonó a su alrededor. Narizotasse tambaleó hacia atrás haciendoaspavientos con los brazos. Cayótorpemente al suelo; no se movía. Justocuando sus compañeros empezaban alevantarse, su protector les asestósendos puñetazos que los hizo caer denuevo al suelo.

―No os mováis hasta que noshayamos marchado ―ordenó suprotector antes de darle la mano aEleanor―. ¿Nos vamos?

Ella pensó que si quería lastimarlano tenía ningún motivo para llevárselade allí. Aunque la explicación fuerapoco sólida, asintió a toda prisa. Yaestaba harta de aquel lugar y sabía queencontrar a Rockberry quedabacompletamente fuera de su alcance. Dioun paso en dirección a su protector yentonces recordó algo.

―Mi bolso. Uno de ellos me loquitó.

Él utilizó el pie para darle la vueltaa Narizotas, recuperó su bolso y se

detuvo al ver la empuñadura de la dagasobresaliendo por la abertura.

―Es para protegerme ―murmuróella mientras cogía el bolso y lo cerrababien para que dejara de verse la daga.

―Pues no le ha servido de mucho.Venga conmigo. No se aleje. Contrataréun coche de caballos para que la lleve acasa.

Eleanor no tenía muchas másopciones que dejar que la rodeara con elbrazo y la cogiera con fuerza, porqueaunque ya hubiera pasado todo se diocuenta de que estaba temblando. ¿Cómohabía sido tan tonta al pensar que podíaprotegerse de aquel lugar limitándose a

no aceptar lo que los extraños leofrecieran?

―¿Tiene usted nombre?―preguntó él por fin en voz baja.

―Eleanor Watkins ―dijo ella sinpensar. Luego se preguntó si tal vezdebería haberle dado un nombre falso.Había meditado mucho su plan y ahoraestaba revelando más información de laque debía.

―¿Y qué estaba haciendo por losjardines a estas horas de la noche,señorita Watkins?

―Me temo que me perdí.―Levantó la cabeza para mirarle, perofue incapaz de descifrar si la creía―.Me parece que yo también debería saber

el nombre del hombre que me harescatado.

―James Swindler.En la calle King encontraron un

coche de caballos parado en una curva.Él se inclinó hacia delante, abrió lapuerta y la ayudó a subir.

―¿Qué dirección debo indicarle alcochero? ―preguntó él.

Ella le dio las señas de su pensióncon cierta reticencia. Él se lo dijo alcochero y le entregó algunas monedas.

―Tenga más cuidado en el futuro,señorita Watkins. Londres puede ser unlugar muy peligroso para una mujer sola.

El cochero puso en marcha elvehículo antes de que pudiera responder.

Se volvió para mirar hacia atrás y vioque el señor Swindler seguía parado enmedio de la calle. Su alta e imponentefigura empezaba a perderse en la noche;se parecía mucho al hombre que la habíaestado siguiendo.

Pero si trabajaba para Rockberry,¿por qué la había dejado marchar? Y sino trabajaba para él, ¿por qué la seguía?

* * *

―Se llama Eleanor Watkins.―Es la hermana de Elisabeth.

Tendría que haberlo imaginado. Elparecido es asombroso.

Cuando reveló el nombre de lamujer con la que se había encontrado enlos jardines Cremorne y a la que llevabasiguiendo ya dos días, James Swindlerno se volvió en dirección al suavemurmullo procedente de la sombríaesquina del despacho.

El superior de Swindler, sir DavidMitchum, se hallaba sentado tras elescritorio en el que se había apoyado elinspector. Dado que la llama de losquinqués estaba muy baja, y que noproyectaban la luz suficiente como parailuminar las esquinas, Swindler supusoque debía fingir que no sabía que habíaotra persona en el despacho. Pero aquelhombre olía a sándalo, tabaco bueno y

sudor, y era muy difícil que su presenciapasara inadvertida. El hecho de quehubiera hablado —aparentementesorprendido por la información quehabía facilitado Swindler— se sumabaal absurdo de que Swindler y sir Davidtuvieran que fingir estar solos en aqueldespacho.

Al contrario que el hombre quehabía en aquella esquina, Swindler síque poseía la asombrosa capacidad depasar inadvertido en cualquier lugar. Sinembargo, decidió no dar ninguna señalde que fuera consciente de la presenciade aquel hombre. Podía fingir como elmejor. Aunque al inspector le parecíainconcebible que el hombre creyera de

verdad que su identidad fuera unsecreto, especialmente teniendo encuenta que las investigaciones deSwindler sobre aquella mujer habíanempezado en la residencia de suseñoría. No podía evitar sospechar queel marqués de Rockberry era un payasopresuntuoso.

―¿Qué más ha conseguidoaveriguar sobre la mujer? ―preguntó sirDavid.

Después de despedirse de la chica,Swindler cogió otro coche de caballospara seguirla a una discreta distancia.Luego le pidió al cochero que lo dejaraen una calle cercana al alojamiento de laseñorita Watkins. Entonces anduvo

rápidamente el resto del camino y llegójusto cuando la señorita Watkins entrabapor la puerta principal. Esperó hasta quevio cómo se encendía una luz suave enuna ventana de la esquina del edificiopara acercarse a la puerta principal; erauna suerte que hubiera alquilado unahabitación con vistas a la calle. Cuandola casera le abrió la puerta, el inspectorle ofreció algunas monedas a cambio deuna información que le proporcionóalgunos detalles más.

―Tiene una habitación alquilada.Solo ha pagado el alquiler del mescorriente y lleva una semana en Londres.Es extremadamente silenciosa, nunca daproblemas, no se relaciona con los

demás huéspedes y nunca recibe visitas.Suele comer en su habitación.

Se hizo el silencio entre ellos yentonces sir David preguntó:

―¿Algo más?―Me temo que no tengo nada más

que añadir. Las órdenes eran que lasiguiera pero no me acercara. Sinembargo, cuando vi que un grupo decanallas pretendían divertirse un ratocon ella, me pareció conveniente ignorarla segunda parte de las órdenes. Lostipos me comentaron que alguien leshabía dicho que la dama estaba libre.Supongo que no tenemos ni idea de laidentidad de ese alguien.

―No sea ridículo ―se escuchódecir a la voz de la esquina, lo queconfirmaba las sospechas de Swindler,que enseguida pensó que había sido elpropio Rockberry quien había indicadoa aquellos jóvenes que se ocuparan deella. Por lo visto, la paciencia no era elpunto fuerte del marqués.

―Lo más normal es que una damaque pasea sola por los jardinesCremorne de noche acabe buscándoseproblemas ―dijo sir David―. Tienesuerte de que estuvieras siguiéndola.Supongo que la chica no sabe nadasobre tu cometido. ―Si su jefecompartía las sospechas que albergaba

Swindler sobre Rockberry, no dio pistaalguna.

―Ella no sabe nada sobre miverdadero propósito. Ya les he dichotodo lo que me pudo decir la casera.Bueno, excepto que la señorita Watkinsllegó con un baúl y parece tenerpreferencia por el color rosa. Si tengoque ser sincero, y teniendo en cuenta loque he podido observar hasta ahora, mecuesta creer que la señorita Watkinspueda suponer ninguna amenaza paranadie.

―Su señoría discrepa.Y ese era el motivo por el que

Swindler estaba implicado en aquellainvestigación. Su misión era averiguar

cuál era el objetivo de esa chica. Hastaaquel momento lo único que había hechoera seguir a Rockberry por el parquezoológico y por Hyde Park. La pasadanoche lo había seguido hasta su club, elclub Dodger, uno de los locales másexclusivos de la ciudad donde loscaballeros de la aristocracia seentregaban libremente a sus viciosfavoritos. Aquella noche lo habíaseguido por los jardines Cremorne. Siseguir a otras personas fuera un delito,Swindler se estaría pudriendo en lacárcel de Pentonville.

―Con el debido respeto, señor,estoy seguro de que mis serviciospueden resultar más útiles en algún otro

caso. He oído decir que alguien hadenunciado un asesinato en Whitechapelesta noche y…

―Ya sé que prefiere usted resolverlos crímenes cuando ya se han cometido,Swindler, pero su deber principal esprevenir que se cometan.

Ese era el lema de la policía, sucredo. La prevención. También era elmotivo por el que había tantos policíaspatrullando las calles. Pero Swindlercreía que nada podía evitar que alguientransgrediera la ley si ese era su deseo.Él estaba más obsesionado con lajusticia y con asegurarse de que lapersona correcta pagaba el debidoprecio por sus felonías. No le apetecía

nada tratar con un lord consentido al quele quitaba el sueño una chiquilla cuyacabeza apenas le llegaba a la mitad delpecho. Cuando estuvo con ella se sintiócomo un auténtico gigante.

―Señor, creo que ayudaría mucho―dijo Swindler― si supiéramos quédelito creemos que va a cometer.

―Estoy convencido de quepretende asesinarme ―dijo la voz de laesquina en un tono muy bajo.

Sir David se limitó a arquear unaceja en dirección a Swindler, que seesforzó para que no se notara queempezaba a perder la paciencia. Estabaa punto de estrangular al lord con suspropias manos.

―¿Y sabemos por qué su señoríapiensa que la señorita Watkins le quieresemejante mal?

Su superior dirigió la mirada haciala esquina. Swindler escuchó el suspirode impaciencia antes de que la vozempezara a sonar bajo las sombras.

―Elisabeth Watkins se presentó ensociedad la temporada pasada.Bailamos juntos en alguna ocasión.Nada más.

«Siempre hay algo más.»―¿Debo suponer que se trata de

lady Elisabeth y lady Eleanor?―preguntó Swindler.

―No. Su padre solo es vizconde.Es la señorita Eleanor Watkins.

«¿Sólo?» Así que el hombre de laesquina se consideraba superior debidoal lugar que ocupaba en la sociedad.

Cansado de la situación, Swindlerse dio la vuelta. Pudo ver una piernaestirada y una bota bien lustrada quecasi alcanzaban la luz. El resto de lapersona estaba escondida tras lassombras, pero Swindler conocíaperfectamente el aspecto de aquelindividuo, ya que la investigación habíaempezado en casa de su señoría. No setrataba de un hombre terriblementeviejo. Al contrario, era increíblementeatractivo; el marqués poseía la clase derasgos que hacían que los poetasemborronaran los papeles de tinta y

divagaran sobre las maravillas del amor.Swindler se sentía tentado de dirigirse aél por su nombre, pero por alguna razónque desconocía, allí se estaba jugando aun juego y sir David había decididotolerarlo, lo cual significaba que o bienaquel hombre tenía amigos de rangosuperior al de sir David, o había vistocómo sir David hacía algo que no debía.

―Si usted demostró tener interéspor Elisabeth la pasada temporada, ¿porqué cree que su hermana Eleanor quierehacerle daño?

Recibió el silencio como respuesta.―Señoría, no podré ayudarle si no

es usted sincero conmigo. Yo no soy laclase de persona a la que le gusten las

habladurías. Podría usted confesarmeque disfruta de los actos sexuales másdepravados…

Incluso a pesar de la distancia quelos separaba, Swindler sintió elescalofrío de tensión que procedía de laesquina.

―… jamás conocidos por elhombre y yo no lo compartiríaabsolutamente con nadie.

El silencio se hizo espeso y seprolongó. ¿Entonces era eso? ¿Algunadepravación que amenazaba a suseñoría?

Finalmente, Rockberry carraspeó.―La señorita Elisabeth Watkins

tuvo un trágico final. Es bastante posible

que su hermana me considereresponsable de ello, lo cual es absurdo,ya que yo estaba a kilómetros dedistancia de esa cría cuando falleció. Laseñorita Eleanor Watkins nunca se haenfrentado a mí. No habla conmigo. Selimita a observarme. Se pone cerca dealgún farol o se esconde detrás de algúnárbol del parque. Yo salgo a pasear ysiempre tengo la sensación de quealguien me está espiando. Y cuando miroatrás, allí está ella, observando, siempreobservando. Cuando intento acercarme aella para averiguar qué pretende,siempre se va, desaparece entre lamultitud, y yo me quedo allípreguntándome si de verdad la he visto

o no. Como se parece tanto a suhermana, incluso empecé a pensar queElisabeth había vuelto de entre losmuertos para atormentarme. Pero talcomo les he dicho, solo bailamos enalguna ocasión, por lo que soy incapazde imaginar el motivo que puede teneresa chica para estar jugando a esteirritante juego conmigo.

Cuando repitió que solo habíanbailado, Swindler se preguntó a quiénpretendía convencer su señoría.

―Entonces, tendrá usted quecontinuar siguiéndola, Swindler.Averigüe qué se trae entre manos ―dijosir David con sequedad y empleando un

tono que significaba que no queríaseguir hablando sobre aquel asunto.

Swindler volvió a centrar toda suatención en su superior. Le gustaba sirDavid, le admiraba, pero aquello eraintolerable.

―Dado que me vi obligado aacercarme a ella, supongo que no tendráusted ninguna objeción en que lo vuelvaa hacer.

―Maneje este asunto de la formaque considere usted más conveniente.

Swindler percibió la frustración yel enfado en la voz de sir David. Eraevidente que aquella situación tampocole complacía en absoluto. Si Swindlerpodía hacer las cosas a su manera,

acabaría mañana mismo con toda esahistoria.

CAPÍTULO 2

La tarde del día siguiente, y conmucha discreción, Swindler siguió a laseñorita Watkins hasta Hyde Park. Ellallevaba un parasol apoyado en elhombro izquierdo y lucía un vestido decolor rosa pálido con un sobrero ajuego. Su vestimenta desprendía un airede absoluta inocencia. Swindler eraincapaz de imaginar que se la tuvierajurada a lord Rockberry, a menos quefuera porque creyera que aquel hombreera absolutamente irritante. La joven no

dio ninguna señal de ser consciente de lapresencia de Swindler.

Como era habitual, el parqueestaba lleno de damas y caballeros queexhibían sus encantos: su ropa elegante,su arrogancia, su firme convicción deque estaban por encima del resto de lapoblación… Swindler tenía muy pocatolerancia por la nobleza, exceptocuando se trataba de sus amigos, queestaban escalando puestos en lasociedad con alarmante regularidad.Hacía ya algunos años que habíandescubierto que Lucian Langdon estabadestinado a convertirse en el conde deClaybourne. El año pasado Jack Dodgerse casó con una duquesa viuda. Y

Frannie Darling, la única mujer queSwindler había amado de verdad,acababa de casarse con el duque deGreystone. Swindler estabasinceramente contento por ella. Élsiempre se había mostrado muygeneroso con Frannie, pero al final pagóun alto precio por esa generosidad. Supadre le había enseñado aquella duralección y Swindler llevaba pagandodesde entonces.

Sus amigos no presumían del lugarque ocupaban en la sociedad ante él,pero él no se movía en los mismoscírculos que ellos. Las cosas eran así. Aél no le molestaba que a los demás lesfuera tan bien, pero también reconocía

que él siempre sería el hijo de unladrón.

Él había amado a su padre comojamás había amado a ninguna otrapersona, excepto a Frannie. Sinembargo, su padre le había dejado unaenorme carga. Cuando era un niño aveces lloraba por las noches atenazadopor el peso que le había tocadosobrellevar. Otras veces la rabia seadueñaba de él y destruía todo cuantoencontraba a su paso. Había perdido lacuenta de las veces que Frannie le curólas heridas y le vendó las rodillasensangrentadas con delicadeza. Abusabatanto de sus manos que no dejaban dedolerle ni un minuto. También se le

habían deteriorado las facciones debidoa las muchas peleas en las que habíaparticipado, y que le habían dejado unrostro lleno de cicatrices y un perfil muyalejado de la perfección. No seconsideraba un hombre precisamenteatractivo, pero por lo menos esperabaque su rostro reflejara fuerza.

Tampoco había esperado nunca queese rostro pudiera atraer la atención deninguna dama. Frannie era la únicamujer a la que había deseado. Aunqueacababa de casarse, ya hacía un pocomás de un año que ella le habíaentregado su corazón a Greystone.Swindler no tenía ninguna intención debuscar otra chica. Hacía muchos años

que decidió darle su corazón a Frannie ycon ella se quedaría. Lo único quenecesitaba en aquel momento era lacompañía de alguna mujer ocasional quepudiera satisfacer sus necesidadesbásicas. Y como era conocido porprestar a las mujeres toda su atención yse preocupaba de darles placer, inclusoa aquellas que jamás lo habíanexperimentado antes, nunca teníaproblemas para encontrar una mujerdispuesta a pasar la noche con él.Incluso las que estaban acostumbradas acobrar por ello raramente aceptaban sudinero.

Sin embargo, últimamente, aunqueseguía dando placer a las mujeres,

ninguna de ellas conseguía satisfacerle aél, y sus acciones en la cama eran másmecánicas. Al acabar siempre sequedaba con un dolor en el pecho,evidencia sin duda de que ya no poseíaningún corazón. Aunque lo cierto eraque ya no recordaba la última vez que sehabía llevado a una mujer a la cama.

La señorita Eleanor le apartó desus profundos pensamientos. La chica sedetuvo junto a un árbol donde tenía unavista estupenda de Rotten Row; eraevidente que estaba esperando a quellegara su presa montando su brillantecorcel. Aunque se suponía que Swindlerdebía centrarse en la chica, también hizoalgunas averiguaciones sobre

Rockberry. Ahora sabía, igual queprobablemente lo sabía ella, que elmarqués daba un paseo por el parquecada tarde exactamente a las cinco ymedia.

Nadie parecía prestar ningunaatención a la chica. Las otras damasestaban ocupadas intentando llamar laatención de los caballeros, y loshombres estaban más interesados en lasdamas que querían llamar la atenciónque en las que pretendían pasarinadvertidas. Todo formaba parte delritual a seguir para encontrar la esposaadecuada. Swindler sabía que si seacercaba a ella podía poner su

reputación en entredicho, pero estabaansioso por cerrar aquel caso.

Empezó a aproximarse a la señoritaWatkins. Había pensado mucho en lamejor forma de acercarse a ella.Adoptaría la actitud de ser un caballerointeresado en ella, se ganaría suconfianza y luego le sonsacaría losmotivos de aquella extraña fijación porRockberry y lo que pretendíaexactamente del vanidoso lord.

En cuanto estuvo tras ella, le asaltóuna intensa fragancia a rosas. Swindlerno recordaba haber olido aquel perfumela noche anterior. Tal vez se debiera aque ahora era mucho más temprano yque la chica se acababa de poner el agua

de rosas. Aquel olor le provocó unassensaciones que la mayoría de lasfragancias de otras mujeres noconseguían suscitar.

―¿Señorita Watkins?Ella se volvió. Abrió los ojos, que

tenían el color de un cielo despejado, yentreabrió ligeramente sus rosados ycarnosos labios. Sin embargo, recuperórápidamente el control.

―¡Vaya!, el señor Swindler,¿verdad? No esperaba volver a verle.

Las palabras que había preparadopara desarmarla se mezclaron en sumente como los dados dentro de uncubilete. A la luz del día aquella chicaera una criatura completamente distinta.

Las sombras de la noche le habíanescondido todo un mundo. Tenía una pielperfecta, estaba hecha de un cremosoalabastro con un toque de rubor que sedeslizaba por la parte superior de suspómulos. En sus ojos brillaba unainocencia y una dulzura de la que no sehabía percatado. El pelo que sobresalíapor debajo de su sombrero era tanpálido como la luz de la luna, casiblanco. Se encontraba ante la mismamujer con la que había estado la nocheanterior y, sin embargo, era másencantadora de lo que recordaba. Habíaalgo en la imagen de esa chica bajo laluz del sol que le golpeó directamente enel pecho y hacía que le costara respirar,

lo cual deseaba hacer desesperadamentecon el único fin de disfrutar una vez másde su fragancia.

La joven esbozó una enigmáticasonrisa.

―No me estará siguiendo,¿verdad?

Él negó con la cabeza bruscamentey carraspeó mientras se daba tiempopara recuperar la compostura. Lasmujeres no solían tener aquel podersobre él. Nunca. La más hábil seductorapodía conseguir que se le derritiera elcuerpo, pero no la mente.

―No ―respondió finalmenteesperando desarmarla con una de susmás encantadoras sonrisas. Cuando era

un niño coleccionó una gran variedad deexpresiones especialmente diseñadaspara conseguir todo lo que sepropusiera. Una mirada triste paracuando tenía hambre y quería que algúntendero le diera algo para comer o queun cocinero le diera un trozo de pan;lágrimas para cuando quería que se leacercara alguna dama y poder así meterlas manos en sus bolsillos; valentía paracuando era necesaria; humildad paracuando la precisara para hacerse conalgún premio... A veces creía que no eramás que un páramo ausente deemociones reales y que solo disponía delas que tenía almacenadas en su arsenaly que podía controlar a su voluntad―.

Bueno, sí, supongo que en cierto modosí que la estoy siguiendo. Verá, es que heencontrado algo que creo que podríaserle útil. Estaba a punto de llevárselo acasa cuando la vi paseando por la calle.He decidido venir a dárselopersonalmente en lugar de entregárselo asu casera.

El inspector se metió la mano en elbolsillo, sacó un mapa de Londres y selo ofreció.

―Para que no vuelva a perdersenunca más.

La sorpresa iluminó el rostro de lajoven y se rio; fue un ligero sonido quecompetía con el canto de los pájaros.Cuando cogió el mapa sus dedos

enguantados rozaron los de Swindler yse le hizo un nudo en el estómago alimaginarla acariciándole otra parte delcuerpo. Tragó saliva con fuerzaesforzándose por mantener lacompostura. A fin de cuentas, solo erauna mujer. Era su objetivo. Habíaconstruido esa fachada exclusivamentepara ella y no reflejaba su verdadero yo.Eso solo lo compartía con unos cuantoselegidos.

―Es muy amable de su parte. ―Lomiró a los ojos con una expresión desincera alegría. ¿Cómo podía alguienpensar que aquella mujer podríasiquiera matar una mosca?―. Debehaberle costado mucho encontrarlo.

No le había costado nada enabsoluto. Lo había comprado el añopasado, cuando los vendedores demapas habían inundado la ciudadesperando a los numerosos visitantesque acudirían a Londres con motivo dela Gran Exposición. Le dedicó unaatrevida combinación de humildad yseguridad.

―La molestia forma parte delregalo.

A Swindler no le gustaba tener quedecir tantas mentiras. Nunca antes lehabía importado tener que engañar aalguien para que compartiera con él lainformación que necesitaba. Pero estabaempezando a temer que quería algo más

de aquella chica que lo que entrabadentro de la categoría estrictamenteprofesional. Quería tenerla entre susbrazos. Quería sentir cómo ella se poníade puntillas mientras él agachaba lacabeza para posar la boca sobre suslabios y fundirse con ella en unapasionado beso. Quería quecompartiera la cama con él, que lesusurrara traviesas palabras al oído…, ylo cierto es que dudaba que elvocabulario de aquella chica incluyeralas palabras en las que él estabapensando. Pero él podía enseñárselas.Estaba convencido de que sería unaalumna aventajada.

Pero además también quería que sesentara con él junto al fuego y que loescuchara mientras le contaba cómo lehabía ido el día, y que le ofrecierapalabras de consuelo cuando él tuvieraque enfrentarse a la brutalidad y lainhumanidad de los hombres. Eraprecisamente aquel pensamiento lo quehacía que el deseo que sentía por ellaresultara tan poco práctico, porque loshorrores a los que él debía hacer frentecada día no podían tener cabida en elseguro mundo y la inocente mente deaquella joven.

Swindler se reprendiómentalmente. ¿En qué diablos estabapensando para albergar aquellas

descabelladas ideas? Él nunca se dejaballevar por aquella clase de poéticospensamientos. Era un hombre realista.Práctico.

―Soy incapaz de imaginar cómopodré pagarle por su amabilidad ―dijoella.

―Quizá sea usted tan amable dedar un paseo conmigo por el parque.

Ella miró a su alrededor y él sepreguntó si estaría buscando aRockberry o se estaría asegurando deque nadie la veía hablando con él.

―Supongo que no perjudicará mireputación. A fin de cuentas, no puedeusted aprovecharse de mí aquí.

Sí, era muy inocente. ¿Por quépensaría aquella chica que las mujeresnecesitaban carabina? Un hombresiempre se aprovecharía si se lepresentaba la oportunidad de hacerlo.Especialmente si la dama era tanprovocativa como ella.

Swindler le ofreció el brazo congalantería. Cuando su pequeña manoenguantada se posó sobre él, su contactole recorrió el cuerpo hasta las plantas delos pies. Como estaba decidido aganarse su confianza, se había vestidocomo un auténtico caballero: guantes,sombrero, una chaqueta elegante,chaleco y corbata. Siempre habíapreferido la ropa un poco más sencilla,

pero se esmeraba más cuando suobjetivo era una mujer. A las mujeresparecían gustarles más los hombres bienvestidos. Y necesitaba toda la ventajaque pudiera conseguir. Junto a ella sesentía como un bobo absolutamentetorpe, en lugar de sentirse como el mejordetective de Scotland Yard.

―Parece haberse recuperado muybien de la terrible situación a la quetuvo que enfrentarse la pasada noche―dijo Swindler intentando concentrarseen la tarea y alejarse de susextravagantes pensamientos.

―Sí, estoy mucho mejor. Leagradezco las molestias que se tomó.

―¿No ha sufrido ningunaconsecuencia?

―No, no tengo ni un solo cardenal.Fue una estupidez que saliera sola tantarde. No sé en qué estaría pensando. Enadelante seré más cuidadosa.

―Me alegro de escuchar eso. ¿Nocreció usted en la ciudad?

―¿Qué le hace pensar que no crecíen la ciudad?

Él ladeó la cabeza y esbozó unairónica sonrisa.

―Ayer se perdió.Ella se sonrojó y sus mejillas se

cubrieron de un intenso color rosa.―Oh, sí, es cierto. Solo llevo una

semana en la ciudad.

―¿Ha venido a Londres por algoen particular?

Ella negó con la cabeza.―Quería conocerla. ―Miró el

cielo como si estuviera buscandorespuestas―. Mi hermana vino de visitael año pasado. Quedó muy fascinada conla ciudad. Así que pensé que vendríaeste verano.

―Es una lástima que no la hayaacompañado su hermana. Tal vez así nose habría perdido.

Ella volvió a mirarlo a los ojos.―Falleció hace poco.Él puso cara de sorpresa para dar a

entender que aquella información eracompletamente nueva para él y posó la

mano sobre la que la chica teníaapoyada en su brazo. Cuando le estrechóla mano a la joven lo hizo con laintención de consolarla y tal vez esefuera el primer gesto sincero que teníacon ella.

―Lamento su pérdida.Swindler advirtió sus dudas antes

de que añadiera:―Nuestra casa está junto al mar.

Ella estaba paseando… Se acercódemasiado a los acantilados y cayó almar.

«Un prematuro final, sin duda.»Recordó las palabras de Rockberry y sepreguntó qué papel habría jugado aquelhombre en la muerte de la chica. Se

sintió tentado de confesárselo todo a laseñorita Watkins. Estuvo a punto depreguntarle directamente cuál era suverdadero propósito y pedirle que ledijera por qué estaba siguiendo aRockberry. Pero decidió continuar consu artimaña pensando que tal vez lajoven pudiera alejarse de él sisospechaba que estaba con ella portrabajo.

―Le vuelvo a dar las condolenciaspor su pérdida.

Ella encogió un hombro condelicadeza.

―Mi padre se puso enfermo pocodespués y también murió. He pasadounos meses muy duros.

―Así que se vino usted a Londres.Ella sonrió con delicadeza.―Mi hermana me habló de todas

las maravillas que había visto en laciudad. Tenía un diario. Lo leí cuandoella murió, sentí envidia de todo lo quehabía visto, y aquí estoy.

―¿Una mujer viajando sola? Esusted muy valiente.

―Me halaga, señor, pero lo ciertoes que no me queda otra alternativa. Notengo tías que puedan acompañarme, ytampoco tengo dinero para contratarcompañía. Además, mi madre murióhace muchos años. Elisabeth nacióprimero, y luego vine yo.

Desafortunadamente, creo que yo fuidemasiado para mi madre.

―¿Entonces usted y su hermana sellevan poco tiempo?

Ella esbozó una cálida sonrisa.―Solo nos separaban algunos

minutos.Eran gemelas. Ahora comprendía

que Rockberry se hubiera sentidointranquilo al darse cuenta de que leseguía una mujer y que sospechara quese trataba de un fantasma.

―Espero que no me consideredemasiado inquisitivo, pero me preguntopor qué no vino usted a Londres con suhermana el año pasado.

―Mi padre solo se podía permitirenviar a una de nosotras. Elisabeth erala mayor, aunque solo fuera por unosminutos. Gracias a una prima lejana,Elisabeth pudo disfrutar de unapresentación en sociedad. Mi padreesperaba que encontrara un buen maridoy entonces yo pudiera tener mioportunidad.

―Entonces ha venido usted apresentarse en sociedad.

―No, yo… no. No me lo puedopermitir. Yo solo he venido a Londresporque quería verlo.

―¿Y su prima no puede ayudarla?―Mi familia ya la molestó una vez

―negó con la cabeza―, y a mi hermana

no le salieron bien las cosas. No quierovolver a aprovecharme de lagenerosidad de mi prima. ¿Le importaque hablemos de otra cosa?

La impaciencia que teñía la voz dela joven le alertó de que su actitud seacercaba peligrosamente alinterrogatorio. Normalmenteacostumbraba a ser más sutil, pero poralgún motivo con ella quería saberlotodo y saberlo cuanto antes, y no soloporque fuera su deber. Eso de quehubiera decidido viajar sola denotabaque era valiente y tal vez un pocotemeraria. Sin embargo, admiraba lodecidida que estaba a no requerir

compañía para conseguir lo quedeseaba.

―Le pido que me disculpe porhaber tocado un tema tan delicado.

Ella adoptó una expresión másrelajada.

―Usted no podía saberlo.Y entonces la tensión reapareció: a

la joven se le contrajo todo el cuerpo yperdió el paso. Swindler siguió ladirección de sus ojos y observó mientrasRockberry paseaba por el parque sobresu montura negra. Cuando volvió amirarla se dio cuenta de que ella habíapalidecido y ya no le brillaban los ojos;en ellos solo se adivinaba un profundodolor.

―¿Señorita Watkins? ¿Está ustedbien?

―Sí, lo siento. Yo…, disculpe.Swindler volvió a mirar en la

dirección por la que se había idoRockberry.

―¿Conoce usted a lord Rockberry?La desconfianza se apoderó de los

ojos de la señorita Watkins.―¿De qué lo conoce? ¿Diría usted

que es amigo suyo? ―preguntó ella.Él sabía que en aquel momento

tenía que ser muy cuidadoso.―Lo conozco porque tengo amigos

que se mueven en los mismos círculosque él y, en alguna ocasión, he tenido lamala suerte de ser invitado a alguna de

sus reuniones. En cuanto a si somosamigos, la respuesta es no.Sinceramente, y entre nosotros, lo ciertoes que no me gusta mucho ese tipo.

―A mí tampoco.―Entonces quizá deberíamos

seguir andando antes de que nos vea y seacerque a nosotros. Es usted una mujerencantadora y, según tengo entendido,tiene debilidad por las mujeresencantadoras. ―Y aunque sabía queRockberry había bailado con su hermanay que la señorita Watkins pasaba sutiempo observando al marqués,Swindler no podía decir que conocieralos detalles de la situación. Debíaceñirse a su plan para conseguir que ella

acabara contándoselo todo sin dejarentrever ni la más mínima pista de quesabía lo que se proponía.

Ella asintió y se volvió a ruborizarprovocativamente. Swindler no estabaseguro de conocer ninguna mujer que sesonrojara con tanta facilidad y con tantadulzura, pero lo cierto era que lasmujeres que él conocía estabanendurecidas por la vida y hacía yamuchos años que habían aprendido a nodesvelar sus sentimientos. Swindlerpensó que la señorita Watkins era laprimera persona genuina que se cruzabaen su camino. Aquella chica no teníaninguna malicia. Esa travesura deperseguir a Rockberry no era más que

una molestia. Su naturaleza no era nidespiadada ni calculadora.

Solo estaba siguiendo a un lord,intentando irritarlo. ¿Por qué no se dabacuenta sir David de una vez de que laseñorita Watkins era absolutamenteinofensiva? Pronto se cansaría deasediar a Rockberry. Allí no había nadieen peligro y Swindler tenía asuntos másimportantes que atender. Aquella misiónera absurda y carecía de sentido.

Sin embargo, Swindler cambió dedirección para dar la espalda almarqués. Estaba convencido de queRockberry no tendría la sensatez deacercarse a ellos y revelar susintenciones. Si lo hiciera, todo aquel

asunto se precipitaría hacia su fin, peroSwindler quería resolverlo a su manera.

―¿Y cómo conoció usted aRockberry? ―preguntó él después dealgunos minutos de silencio y cuandoestuvo seguro de que aquel odiosohombre ya no los podía ver.

Ella negó con la cabeza.―No lo conozco personalmente.

Nunca nos han presentado.―¿Pero ha oído hablar de él?Ella asintió y él comprendió su

aflicción.―Señorita Watkins, si la ha

lastimado de algún modo yo…―No, a mí no. A mi hermana. Él

jugó con Elisabeth, así que siento

curiosidad por él. Poco después dellegar a Londres le pedí a alguien queme dijera quién era. ―Hizo una pausacomo si quisiera ser cuidadosa con laspalabras que elegía y con la informaciónque revelaba, y Swindler pensó quequizá los dos estuvieran actuando.Desafortunadamente para ella, él era unauténtico maestro y acabaríadescubriendo cualquier cosa que sepropusiera esconderle, mientras que ellaconseguiría saber muy poco sobre él.

Swindler estaba bastante seguro deconocer la respuesta. Era evidente queRockberry había arruinado la reputaciónde su hermana y Elisabeth habíapreferido saltar desde aquel acantilado

en lugar de vivir con ello. Ella, quedebía casarse bien y ayudar así a suhermana a presentarse en sociedad,había fracasado miserablemente. Encuanto a Eleanor, tal vez estuvieraintentando descubrir si Rockberry semerecía el afecto de su hermana.

Sean cuales fueren sus motivos,Swindler se sentía intrigado por eldesafío que suponía aquella chica. Élacostumbraba a aburrirse muy rápido delas mujeres que desvelaban demasiadocon demasiada facilidad, y a pesar deque lo que buscaba era descubrir susmotivos y sus planes, no veía ningunarazón por la que la investigación nopudiera resultar placentera para ambos.

―Yo… lo siento, señor Swindler―dijo ella por fin―. Me temo que yame he cansado del parque. Deberíavolver a mi pensión. Muchísimasgracias por el mapa. Le aseguro queharé buen uso de él.

―¿Me concedería usted el honorde dejar que la acompañe a casa? Meparece que está usted un poco alterada yme gustaría asegurarme de que llega asalvo.

Ella parpadeó como si aquellaspalabras no fueran las que esperaba, otal vez las que quería oír. Al finalasintió.

Mientras caminaban en silencio,ella empezó a ser más consciente de que

el señor Swindler no dejaba de mirarla.Se preguntaba qué estaría pensando y sise sentiría tan inesperadamente atraídopor ella como ella se sentía por él.Estaba muy sorprendida por lo quehabía ocurrido, por cómo la habíaafectado encontrárselo en el parque. Susrasgos eran duros y muy marcados, lerecordaban a su amada y escarpadacosta, que tenía una apariencia preciosay al segundo siguiente parecíamortalmente peligrosa.

Le resultaba muy sencilloimaginárselo en la cubierta de un barcocon las piernas abiertas. Sus músculostensaban la tela de la chaqueta. A pesarde su altura, desprendía una alegre

delicadeza. Sin embargo, también poseíaun lado oscuro. De vez en cuando veíaun reflejo de esa faceta en sus ojos.Pensó que debería sentirse asustada y,sin embargo, estaba intrigada.

Si alguien le hubiera preguntado,incluso hacía un año, qué haría si algunavez tenía la oportunidad de visitarLondres, ella habría contestado coninocencia, y tal vez también coningenuidad, que intentaría asistir a losespléndidos bailes de los que tantohabía oído hablar, a fabulosas cenas y aalguna ópera ocasional. Tal vez inclusohabría mencionado que esperabaenamorarse. Doce meses antes, no, enrealidad solo nueve meses antes, ella

creía que Londres era el lugar donde lahija de un intrascendente vizconde podíahallar la felicidad, realizar sus sueños yencontrar un amante esposo, un buenmatrimonio y bienestar. Consideraba quela nobleza era digna de admiración,nunca había pensado que algunos deellos eran espantosamente peligrosos.Que algunos, como el marqués deRockberry, se divertían arrastrando ajovencitas a los fuegos del infierno.

Después de leer el diario de suhermana, los motivos por los que queríavisitar Londres habían cambiado porcompleto.

Ya podían ver la pensión. Eramodesta y sus dos habitaciones eran

pequeñas, pero resultaba un lugarconfortable.

―Gracias por acompañarme hastacasa ―dijo ella.

―Ha sido un placer. ―Esbozó unasonrisa que se podía juzgar como unaprovocación o una advertencia―.Confío en que esta noche no salga sola.No me gustaría que le ocurriera algomalo.

―No, hoy me retiraré pronto ―leaseguró ella.

―Me alegro de oír eso. Esperovolver a verla en el parque mañana,quizá un poco más temprano. ¿Digamossobre las dos?

Sus asombrosos ojos verdes sepasearon lentamente sobre ella como sipudieran ver su interior. Su color lerecordó al pasto verde del verano ypensó en lo mucho que había corrido porél cuando era solo una niña. Pero nohabía suavidad alguna en su mirada,nada que pudiera hacerle cosquillas enlas plantas de los pies. Era importanteque no se perdiera en aquellos ojos. Sepreguntó a cuántas mujeres les habríaocurrido. Sus ojos eran su rasgo másllamativo. A través de ellos casi podíadistinguir el ingenio que ocultaba sumente. Daba la impresión de estarrelajado y en paz y, sin embargo, casipodía ver cómo trabajaba su mente.

Se dio cuenta de que le ardían lasmejillas y deseó que el propósito que lahabía llevado a Londres fuera distinto.Intentó no pensar que si ella hubierasido la primera en ir a la ciudad nohabría cometido los errores deElisabeth. Antes de descubrir el diario yde comprender por lo que había pasadosu hermana, había llegado incluso adiscutir con Elisabeth y a echarle encara sus errores. No debería estardisfrutando de recibir las atenciones deun hombre, pero parecía incapaz dereprimirse.

―Será muy agradable dar un paseomás temprano. Es muy probable que estéallí, sí.

―Hasta mañana, entonces. ―Setocó la punta del sombrero con losdedos y empezó a alejarse.

Ella se apresuró escaleras arriba yabrió la puerta con la llave que le habíadado la señora Potter, su casera. Sedetuvo en la entrada y enseguidapercibió la fragancia de la cera paramuebles y el olor a flores frescas.

La señora Potter apareció en elvestíbulo limpiándose las manos en eldelantal. Su pelo negro había empezadoa vestirse de tonos grises y su rostro yahabía perdido la firmeza de la juventud.Tenía tendencia a espiar por lasventanas y le encantaban lashabladurías.

―Es él, señorita Watkins. Ese es elhombre del que le hablé, el que estuvohaciéndome preguntas sobre usted.

―¿Es él? ―Ella lo sospechódesde que la señora Potter se lodescribió.

―Me dio una corona para que nose lo dijera, pero yo soy fiel a misclientes, especialmente teniendo encuenta que está usted sola. ¿Es unpretendiente?

―Si tengo suerte, sí. Me avisará sivuelve a verlo por aquí, ¿verdad?

―No tenga ninguna duda.―Gracias.Subió las escaleras. Una vez estuvo

dentro de la habitación que había

alquilado en la esquina del edificio, seacercó a la ventana y miró por entre lascortinas. No vio al señor Swindler. Sepreguntó si se habría marchado o habríadado la vuelta para poder contemplar suhabitación desde un sitio mejor. Ahoraestaba bastante convencida de quetrabajaba para Rockberry y que elmarqués le había enviado para que lavigilara. Si quisiera hacerle más daño,estaba segura de que ya lo habría hecho.

Sacó de su bolso el mapa que lehabía dado el señor Swindler. Habíasido muy inteligente por su parte idearuna excusa tan dulce para acercarse aella. Sin embargo, no pensabasubestimarlo.

A plena luz del día ella se habíasorprendido de su altura y de laamplitud de sus hombros. Pero esehombre ocultaba más peligros que nadatenían que ver con su tamaño. Lo máspeligroso era lo que había visto en surostro. Parecía un hombre que podíamatar a alguien solo deseando quemuriera. No era la clase de persona a laque se pudiera engañar y, sin embargo,ella tenía la intención de hacerexactamente eso: engañarlo. Engañarlopara que se hiciera amigo suyo, para quela deseara hasta que hiciera cualquiercosa para protegerla, incluso caervíctima de su propia espada.

CAPÍTULO 3

―Siento ser una molestia.―¡Por Dios, Jim! ―dijo Lucian

Langdon, el conde de Claybourne,mientras servía whisky en dos vasos―.Yo te he molestado a ti en innumerablesocasiones.

―Tú eres un lord, estás en tuderecho.

Claybourne lo miró con el ceñofruncido. Habían crecido juntos en lacalle trabajando para Feagan hasta quedescubrieron que Luke era el heredero

perdido de ese título. Swindler nunca sehabía sentido muy cómodo entre laaristocracia, pero sí que estaba a gustoentre algunos de sus miembros. Era unescéptico cuando se trataba de lasbuenas intenciones de otra persona. Nocabía duda de que era el resultado de lasbuenas intenciones de su padre, que lehabía dejado con un alma herida que,después de todos aquellos años, senegaba a sanar.

Claybourne le ofreció una copa devino a su mujer Catherine. Era una mujerencantadora. Su melena rubia hizo queSwindler pensara en Eleanor Watkins,aunque la de la señorita Watkins le hacíapensar en un tejido de rayos de luna.

Imaginó la suavidad de los mechones desu pelo entre sus ásperos dedos. Imaginóesos mismos dedos abrasando sudelicada piel mientras le daba placer.Para evitarle cualquier incomodidad enlas partes más delicadas de su cuerpo,utilizaría la boca, la lengua…

―¿Jim?Se alejó de los sueños que le

habían empezado a cautivar desde elencuentro con la señorita Watkins en elparque y cogió el vaso que le ofrecíaClaybourne.

―Gracias.Claybourne se sentó en el sofá

junto a su mujer y le pasó el brazo pordetrás de los hombros para acariciarle

el brazo desnudo con los dedos.Swindler dudaba que su amigo hubieraactuado de aquella forma tan informal sisu invitado fuera otro lord. O tal vez síque lo habría hecho si su amistad sehubiera forjado en la miseria de lascalles de Londres.

―Tenías algo que preguntarle aCatherine ―le animó Claybourne.

Swindler bebió un sorbo de whiskyy se deleitó en el sabor y el ardor de labebida. Sintió cómo se le empezaban arelajar los músculos. Estaba tenso desdeque había acompañado a la señoritaWatkins a su casa. La pasada noche sehabía sorprendido al descubrir que no sealojaba en alguna pensión de la parte

alta de Londres. Dado que suapartamento no estaba muy lejos delalojamiento de la joven, sabía muy bienla clase de acomodo que ofrecían laspensiones de aquella zona. Eranadecuadas, pero carecían de elegancia.

―Sí. Siento curiosidad por una talseñorita Elisabeth Watkins. Era hija deun vizconde.

―¿Watkins? ―Catherine frunció sudelicado ceño―. Creo que alguna vezhe oído mencionar al vizconde Watkins,pero me temo que sé poco sobre él. Talvez Sterling sepa algo más, aunque esimprobable. Claro que aún tardaráalgunos días en volver a Londres.

Swindler apreció que ella omitieraciertos detalles y que no le dijeraabiertamente que el hombre estaba en elsur de Francia haciéndole el amor a sujoven esposa, Frannie. Lo quesorprendió a Swindler fue que al pensaren ella con otro hombre no le asaltó lahabitual sensación de pérdida a la queestaba acostumbrado. Desde que sehabía encontrado con la señoritaWatkins aquella tarde, ella era la únicaque había ocupado su mente, como si nole importara nada más.

―Me conformaré con lo quepuedas decirme ―le aseguró Swindleresperando conseguir algunos datos más

sobre la señorita Watkins al saber mássobre su padre.

―Si se trata del hombre en el queestoy pensando, raramente viene aLondres. Ni siquiera tiene residencia enla ciudad.

¿Es que no se había corrido la vozde que había muerto?

―Por lo visto, Elisabeth sepresentó en sociedad la temporadapasada ―le dijo Swindler.

Catherine dio un distraídogolpecito en el muslo de Claybourne.

―Me temo que la temporadapasada yo estaba demasiado ocupadacon mis asuntos para prestar atención a

la puesta en sociedad de nadie. Losiento.

Claybourne dejó de acariciarla y lacogió del brazo ofreciéndole apoyo yconsuelo. Fue la temporada pasadacuando sus vidas se habían entrecruzadoirrevocablemente.

―Deberías preguntar a la mujer deJack ―continuó Catherine―. Tal vezOlivia conociera a la señorita Watkinsantes de enviudar aquella temporada.

La viuda duquesa de Lovingdonformó un gran escándalo casándose denuevo antes de que acabara su periodode luto, y el escándalo fue aún mayorcuando se corrió la voz del marido quehabía elegido: Jack Dodger. Por muy

rico que fuera, aquel hombre poseía unclub exclusivo para caballeros que eracasi tan infame como su propietario.

―Por lo visto, Elisabeth llamó laatención de lord Rockberry ―le contóSwindler esperando refrescarle lamemoria con algunos datos. Estabaseguro de que la pareja habría dado quehablar.

Catherine esbozó una mueca.―Ese hombre disfruta

persiguiendo jovencitas, pero nunca heoído que haya pretendido seriamente anadie. ¿Acaso se aprovechó de ella?

―¿Qué te hace pensar eso?―Si el padre de la chica es tan

pobre como he oído decir, no es muy

probable que la joven tuviera una grandote. Quizá estuviera lo bastantedesesperada como para creerse laspromesas de un sinvergüenza comoRockberry. Me temo que no todos loscaballeros son verdaderos caballeros.

Era evidente que Rockberryentraba en la categoría de los que no loeran.

―Por lo visto, Elisabeth tuvo untrágico final. Su hermana Eleanor seencuentra en Londres. Ha estadosiguiendo a Rockberry por toda laciudad. Sospecho que ella le haceresponsable de la muerte de su hermana,y él parece la clase de hombre queoculta oscuros secretos.

Él también ocultaba oscurossecretos, por lo que enseguida reconocíaesa característica en otros.

―¡Oh, pobres chicas! ―dijoCatherine―. Elisabeth y Eleanor.¿Quién es el benefactor que estáayudando a Eleanor a presentarse ensociedad?

―No ha venido a presentarse ensociedad; ha venido a enfrentarse aRockberry.

―Eso es muy peligroso. Rockberryno lo va a tolerar. Tal vez debería hablarcon ella.

Swindler no debería habersesorprendido de escuchar aquella oferta.Precisamente su facilidad para ayudar a

los demás era lo que la había llevado ala vida de Claybourne. No sabía cómoreaccionar. Lo único que tenía claro eraque quería ser él quien le diera a laseñorita Watkins cualquier cosa quenecesitara.

―Probablemente sea demasiadopronto para involucrarte. Ya he habladocon ella y no me parece que suponga unagran amenaza. Tal vez consiga hacerenfadar a Rockberry, pero no creo quesea capaz de hacerle ningún daño.

―No te ofendas, Jim, pero meparece que subestimas la determinaciónque caracteriza a las damas de laaristocracia cuando deciden solucionaralgún asunto personalmente.

―Son increíblemente obstinadas―murmuró Claybourne, y ella le dio uncodazo en las costillas.

En lugar de enfadarse con ella,Claybourne le dedicó una acaloradamirada que incluso Swindlercomprendió que significaba que pagaríapor ello en el dormitorio. No queríapensar en la cama vacía en la que élpasaría la noche. Podía ir en busca decompañía, pero consideró que cualquiermujer que no fuera la señorita Watkinslo dejaría insatisfecho. Aunque tampocotenía planeado seducirla. A fin decuentas, ella era una dama, aunque esono significaba que no hubiera pensadoen el placer que le provocaría

conseguirla. No le costaba imaginar susmanos deslizándose por su pechodesnudo, su boca mordisqueando…

―Muy bien ―dijo dejando su vasosobre la mesa y poniéndose de piemientras pudiera hacerlo sin tener queavergonzarse―. Tendré en cuenta tuoferta si sigo tratando con la señoritaWatkins.

Claybourne se levantó y ayudó aCatherine a abandonar el sofá.

―Por favor, hazlo ―dijo ella.―Te acompañaré a la puerta

―dijo Claybourne mientras le daba unrápido beso a Catherine en la mejillapara que no se olvidara de lo que leesperaba luego.

Swindler no envidiaba lo que teníasu amigo, pero por primera vez pensóque a él también le gustaría tenerlo.

Cuando llegaron al pasillo,Claybourne dijo:

―Si crees que la situación puedeser peligrosa, te agradecería que noinvolucraras a Catherine. Mi esposatiene el corazón y el coraje de una leona.No creo que mi corazón pueda volver averla en peligro otra vez.

―Sospecho que Rockberry es deltipo perro ladrador poco mordedor. Sino fuera así, se habría ocupado de esteasunto él mismo. En cuanto a la señoritaWatkins…, creo que lo único que quiere

es molestarlo durante un tiempo. Luegome imagino que volverá a su casa.

Swindler no entendía muy bien porqué se sentía apenado al pensar enaquello. Nunca podría haber nada entreellos. Ella era la hija de un vizconde yél no era más que el hijo de un ladrón.

―Como bien sabes, yo acabo deser aceptado por mis iguales ―dijoClaybourne―. Podría intentar averiguaralgo discretamente para saber de quéestamos hablando.

―Probablemente lo mejor sea quede momento me ocupe personalmentedel tema. No pongo en duda tucapacidad para actuar con discreción,pero prefiero llevarlo a mi manera.

―¿Scotland Yard te ha pedido quesigas a la chica? Debes estar impacientepor poder centrarte en casos másimportantes.

Era extraño, pero desde elencuentro del parque ya no se sentía tanimpaciente por cumplir con su debercomo lo estaba la noche anterior.

―Nos han dicho que debemosintentar prevenir el crimen. Rockberrycree que la chica quiere matarlo.

El arrepentimiento se dibujó en elrostro de Claybourne. A pesar de que yahacía muchos años, de repente recordóque él mató a un hombre que habíalastimado a Frannie.

―Quizá debiera hablar con ladama. Aunque el asesinato estéjustificado, no resulta nada fácil vivircon ello.

―Si no le hubieras matado tú, lohabría hecho yo.

Claybourne negó con la cabeza.―Aún así, tu dama debería saber

que la venganza se cobra un precio muyalto.

―Yo no creo que ella tenga laintención de matarlo.

―Espero que tengas razón.Supongo que si no te quejas de la tareaque te han asignado es porque la chicaha captado tu interés.

―La juzgué mal la primera vez quela vi. Y ese no es un error que yo suelacometer.

―Creo que es la primera vez quete oigo decir que has juzgado mal aalguien.

Pero lo había hecho. Por algúnmotivo lo había hecho.

Claybourne le dio a Swindler unafirme palmada en el hombro.

―Ya sabes que estamos aquí si nosnecesitas.

No hacía ni dos minutos queClaybourne le había pedido que no lesinvolucrara y ahora parecía habercambiado de opinión. Swindler sabíaque si les necesitaba ellos le ayudarían.

Los chicos de Feagan siempre estaríanjuntos, incluso aunque vivieran sus vidaspor separado.

―En realidad sí que hay algo queme gustaría pedirte.

―Tú pide. Si está en mi poder estuyo.

―¿Me prestas tu carruaje paramañana? Uno abierto si hace sol ycerrado en caso de que haga mal día.

Claybourne sonrió.―¿Endulzando un poco tu tarea?Swindler se encogió de hombros.―Ya que me tengo que ocupar de

este asunto, no veo ningún motivo por elque no pueda divertirme un pocomientras lo resuelvo.

* * *

Swindler estaba a punto de llegar ala puerta de su casa cuando se volvió yempezó a subir de nuevo por la calle.No sabía por qué se sentía tan inquietoaquella noche. Tal vez fuera porque, apesar de que se lo había prometido, noconfiaba en que Eleanor se quedara encasa. Sabía que no podía vigilarla lasveinticuatro horas del día, pero tampocoquería que la joven siguiera aRockberry. No cuando sabía que él noestaría por allí. No confiaba en queaquel hombre se tomara la justicia porsu mano y la lastimara.

Eran casi las diez y media de lanoche. Cuando Swindler se acercó a lapensión de la joven vio su siluetarecortada por la tenue luz que salía porla ventana. Swindler se sintió aliviadoal tener la certeza de que no se estababuscando problemas con Rockberry. Sedetuvo y se apoyó en un árbol que habíaoculto entre las sombras.

Parecía que se estaba cepillando elpelo. Dios, ¿tan larga era su melena?Teniendo en cuenta los movimientos queestaba haciendo la joven, el pelo debíallegarle más abajo de la cintura. Con unamano guiaba el cepillo por los mechonesy con la otra seguía su trayectoria y losalisaba. Swindler imaginó el cepillo en

su mano, la seda de su melena sobre suregazo mientras se sentaba detrás deella. Cepillándola, acariciándola.Cogiéndole el pelo y enterrando elrostro en su abundante suavidad. En suvida había muy poca suavidad y siempreevitaba admitir lo mucho que ladeseaba.

Las mujeres de su vida nunca sequedaban mucho tiempo porque él no lespodía dar lo que querían. Él sepreocupaba lo suficiente por ellas comopara fingir que las amaba, pero no lobastante como para amarlas de verdad.

La señorita Watkins tampocoestaría mucho tiempo en su vida. Debíaganarse su confianza poco a poco,

despacio, porque de repente no teníaninguna prisa por dejarla marchar; ycuando se lo confesara todo, él laconvencería para que dejara en paz aRockberry. O tal vez, dependiendo delas circunstancias, él se ocuparía delasunto por ella. Pero la joven solo seabriría a él cuando estuviera convencidade que se preocupaba por ella. Ese erael motivo de que necesitara mostrarle elafecto que sentía. Tampoco sería deltodo falso. La verdad era que albergabaciertos sentimientos por ella, pero no laclase de profundas emociones quemerecía una dama como ella.

La joven agachó la cabeza y echótodo el pelo para delante: parecía una

cortina ante su rostro. Swindler se frotóel cogote mientras centraba toda suatención en la nuca desnuda de la joven.Casi podía sentir la piel de la chica bajosus labios mientras los deslizaba por suespina dorsal y besaba la suave piel quese extendía bajo su oreja. Pasearía lalengua por su oreja y le mordería ellóbulo. Luego le daría la vuelta entre susbrazos, continuaría el viaje hastadevorar su cuello y acabaría posando laboca sobre sus labios para darle unlargo beso que conseguiría derretir sucuerpo al mismo tiempo que el suyo seendurecía.

Entonces la joven echó la cabezahacia atrás y volvió a comenzar el

proceso para alisar lo que habíadespeinado. La noche se había vueltomuy cálida. Swindler estuvo a punto dequitarse la chaqueta, pero se dio cuentade que el aire que corría era frío.Entonces no era la noche lo que leestaba haciendo sudar ni el motivo deque le costara tanto respirar. La culpableera la ninfa de la ventana. Incluso teníala sensación de que ella sabía que laobservaba y estaba haciendo unaactuación privada para él.

Miró en ambas direcciones de lacalle. Era muy tarde. No había nadie porallí. Su mirada se deslizó por losedificios. Si había alguien más despiertoque pudiera estar observando, él no lo

veía. Y era un alivio, porque de prontosentía la repentina urgencia de ponerse aabrir puertas y amenazar a cualquieraque osara siquiera mirarla.

¿Qué diablos le estaba pasando? Sino fuera por aquel absurdo lord, ellaestaría fuera de su vida en un abrir ycerrar de ojos.

¿Cómo lograba aquella joven quesintiera esa imperiosa necesidad deprotegerla? Su naturaleza le empujaba aayudar a los desvalidos, pero lo quesentía por ella procedía de lo másprofundo de su alma. De repente noconseguía mantener la distante conductaque le permitía actuar sin implicar a susemociones. Tenía que mantener la

cabeza fría para que nada pudierainterferir en su objetividad.

Swindler volvió a centrar suatención en la chica. Había dejado decepillarse el pelo y ya solo la podía verparcialmente. Era incapaz de saberdónde estaba mirando. ¿En qué estaríapensando? Si pudiera visitarla en aquelmomento…

Sacudió la cabeza para deshacersede aquel absurdo pensamiento. Eraevidente que no podía llamar a la puertaprincipal. Pero él había aprendido aescalar cuando era solo un niño. Erabastante probable que pudiera llegarescalando hasta su ventana.

«¿Para hacer qué?»

Por el amor de Dios, ¿acaso creíaque ella abriría la ventana y lo dejaríaentrar en su habitación? ¿Es que pensabaque le dejaría coger ese cepillo para quepudiera deslizarlo cien veces por sumelena?

La joven alargó los brazos y cerrólas cortinas. La tortura debería habercesado en cuanto dejó de verla. Peroentonces empezó a imaginárselametiéndose en la cama para dormir y encómo se acurrucaría junto a ella.

La luz de la ventana se apagó y élpareció quedarse sin aire. ¿Dormiríaboca abajo, de lado, o hecha un ovillo?Si estuviera en la cama con ella, ¿seacurrucaría junto a él? De repente se dio

cuenta de que nunca había dormido conuna mujer entre sus brazos. En cuanto elnegocio estuviese zanjado…

«¿Negocio?» ¿Eso es todo cuantohabía significado siempre para él? ¿Sehabía engañado pensando que como sepreocupaba por las chicas con las que seacostaba se trataba de algo más que deun poco de diversión y de pasar encompañía algunas horas de una nochesolitaria?

¡Dios!, ¿de dónde estaban saliendotodos aquellos pensamientos? Soloquería alguna prueba de que ella noestaba merodeando sola por las calles.Ya la tenía. La chica se había ido adormir. Él también debería retirarse.

Pero estaba convencido de que pasaríanmuchas horas hasta que su tenso cuerpose relajara lo suficiente como para quese dejara vencer por el sueño.

* * *

«Seducirlo.»Aquellas palabras eran como una

infinita oración que alguien susurraba ensu mente con la constancia de las olasdel mar que nunca abandonaban su suavevaivén.

«Seducirlo.»Estaba tumbada en la cama mirando

fijamente las sombras que bailaban en eltecho.

«Seducirlo.»¿Qué sabía ella sobre seducción?

Era cierto que había conocido a losjóvenes de su pueblo, pero nunca sehabía propuesto hacer nada porquesiempre tuvo la esperanza de poder ir aLondres para presentarse en sociedad yencontrar un buen marido. Siemprehabía planeado observar a las otrasdamas que hubiera en el baile y luegoimitar su forma de hacer las cosas.Siempre había pensado que cuandollegara el momento sus instintosfemeninos se harían con el control ysabría exactamente lo que debía hacerpara captar la atención de un hombre.

Estuvo intranquila toda la tarde.Intentó leer un rato, pero fue incapaz deconcentrarse en las palabras. Luego tratóde coser, pero no le gustó cómo lequedaban los puntos. Finalmente decidiódesplegar el mapa que le había regaladoel señor Swindler y se pasó una horadeslizando el dedo por las calles de laciudad. Era un mapa turístico. En élestaba señalado el lugar exacto de HydePark donde habían construido el Palaciode Cristal para la Gran Exposición. Sepreguntó si él habría estado allí y habríapodido disfrutar de todas las maravillasque se podrían ver en ella. Se preguntóqué estaría haciendo aquella noche.¿Estaría con amigos o estaría solo?

¿Estaría en compañía de alguna dama?No le gustó la incomodidad que

sintió en su interior cuando se loimaginó con otra mujer. Era una tonteríaque se sintiera tan posesiva con unhombre al que acababa de conocer.

Finalmente se preparó para irse ala cama y decidió cepillarse el pelojunto a la ventana para intentar relajarse.Cuando estaba en casa solía sentarsejunto a la ventana de su habitación y secepillaba el pelo mientras escuchaba elrugido del mar chocando contra losacantilados. Pero aquella noche no pudodisfrutar del constante ronroneo deloleaje. Lo único que escuchó fue el ecode la promesa del señor Swindler que le

recordaba que se reuniría con ella al díasiguiente.

Se preguntó si podría haber surgidoalgo entre ellos si ella no hubiera ido aLondres en busca de venganza. A pesarde su aspereza era un hombre atractivo.Era tierno y fuerte al mismo tiempo. Aveces tenía la sensación de que él secontenía, de que quería tocarla deformas indebidas. Necesitaba explotarcualquier pasión que pudiera despertaren él. Aquella idea la excitaba y laaterrorizaba a un mismo tiempo.

Se preguntó si Elisabeth se habríasentido de la misma forma respecto aRockberry. Su hermana describió en sudiario cómo él encendió su pasión y

luego utilizó ese fuego para traicionarlade la peor forma imaginable.

Se dio la vuelta en la cama,flexionó las rodillas y se puso la manobajo la mejilla. Mientras se cepillaba elpelo tuvo la sensación de que alguien laobservaba, y se imaginó que se tratabade James Swindler, que se moría deganas por estar con ella. Cerró los ojossabiendo que aún tardaría un buen ratoen dormirse, pero no tenía ninguna prisapor dejarse llevar por el sueño. Silograba seguir pensando en JamesSwindler el tiempo suficiente, tal vezconsiguiera que él acabara habitando ensus sueños y la protegería de las

pesadillas que la visitaban confrecuencia.

Quizá en sus sueños incluso labesara.

Aquellos pensamientos eran muypeligrosos. Por mucho que lo deseara,nunca podía existir nada entre ellos,porque al final, no importaba lo quehubiera sucedido entre ellos, él acabaríadespreciándola.

Y tenía el terrible y profundopálpito de que ella también acabaríadespreciándose a sí misma.

CAPÍTULO 4

Swindler se dijo que era absurdoque estuviera tan nervioso. Habíainspeccionado hasta el último centímetrodel carruaje. No tenía ni un soloarañazo. El asiento de piel era grueso yconfortable. El cochero y el lacayoestaban espléndidos con la librea de losClaybourne e iban casi tan bienconjuntados como los dos caballosgrises que tiraban del carruaje.

Estaba delante de la pensión de laseñorita Watkins y se esforzaba por no

pasear de un lado a otro dejándosellevar por el nerviosismo. Comprobóque tuviera el pañuelo del cuello bienpuesto y los botones bien abrochados.Llevaba la misma chaqueta y los mismospantalones que el día anterior, pero elchaleco que lucía en aquel momento erade un tono muy oscuro de verde y elpañuelo que llevaba anudado al cuelloera amarillo pálido. Cuando había ido acasa de Claybourne para pedir prestadoel carruaje fue con el tiempo suficientepara que el sirviente de su amigopudiera arreglarle el pelo y las uñasantes de afeitarlo. Él no era la clase dehombre acostumbrado a la incertidumbrey tampoco se dejaba llevar por la

vanidad, pero ambas cosas le pisabanlos talones a medida que se acercaba lahora en la que había quedado con laseñorita Watkins.

Estuvo a punto de esperarla en elvestíbulo, pero pensó que no conseguiríaestarse quieto. Gracias a las preguntasque le había pedido que hiciera allacayo en la puerta del servicio, sabíaque la dama aún no se había ido alparque. Le preguntó al cochero la horaque era por lo que debía ser la décimavez en los últimos diez minutos.

La joven debería aparecer encualquier…

De repente escuchó el ruido de lapuerta y se puso tan en alerta que

parecía que pasara por allí la reina enpersona.

La señorita Watkins jadeó y sequedó paralizada en el porche. Luegoesbozó una preciosa sonrisa que hizoque el pecho de Swindler se hinchara desatisfacción. Él nunca había cortejado auna mujer, ni siquiera a Frannie, porquesabía que ella jamás correspondería asus sentimientos, que prefería aClaybourne y a Jack antes que a él. Yaunque en aquel momento tampocoestaba cortejando a aquella joven,enseguida comprendió la parte positivade dedicar sus atenciones a una soladama.

Él siempre le había hechopequeños cumplidos a Frannie, y ellasiempre los había apreciado, pero yasabía que, por mucho que se esforzara,nunca llegaría a su corazón. Y sinembargo la señorita Watkins… Él noquería su corazón, pero era incapaz deexplicar la inesperada satisfacción quelo había asaltado al darse cuenta delevidente placer que se reflejaba en surostro. La joven volvía a vestir de rosapálido, llevaba el parasol en una mano,el bolsito colgaba de su muñeca y sehabía anudado el sombrero bajo labarbilla con una perfecta cinta rosa. Erapura elegancia y perfección. Tal vez supadre fuera solo vizconde, pero

resultaba evidente que la habíaneducado para que pudiera mezclarseentre la aristocracia. Swindler se dijoque debía centrarse en su misión, queella estaba tan por encima de él que erainalcanzable, pero eran sus egoístasdeseos los responsables de que quisieraque ambos pasaran un buen rato mientrasél hacía averiguaciones sobre ella.

Los ojos azules de la jovenestudiaron el carruaje, el cochero, ellacayo y los caballos antes de volver aposarse sobre Swindler, como siestuviera intentando medir su valor yhubiera decidido que no tenía ni unasola falta. Finalmente, cerró la puertatras de sí, bajó los escalones y se detuvo

delante de él con la cabeza echada haciaatrás para poder mirarlo a los ojos.

―Qué carruaje tan bonito tieneusted, señor Swindler.

―Debo confesar que en realidadse lo he pedido prestado a un amigo. Alconde de Claybourne. El otro díamencionó usted que quería ver Londres.―Abrió la puerta del carruaje―. ¿Nosvamos?

Ella miró en dirección al parque.―Mañana seguirá estando en el

mismo sitio ―dijo él rápidamente, unpoco decepcionado de ver que ellavacilaba y con la absoluta certeza deque estaba pensando en Rockberry.Swindler no podía negar la chispa de

celos que sintió y que amenazaron conconvertirse en una tormenta. ¿Y si nohabía entendido bien el interés que lajoven tenía por Rockberry? ¿Y si lo quepretendía era sustituir a su hermana yocupar su lugar en la vida del marqués?

Ella le sonrió y la calidez y lasinceridad de aquel gesto fueron másque suficientes para desvanecer susequivocados sentimientos. Durante aquelfugaz segundo Swindler sintió queestaba por encima de aquel estúpidolord.

―Pues claro que sí ―dijo ella―.Cómo se me puede haber ocurridopensar en el parque cuando tengo uncarruaje a mi disposición. ―Apoyó la

mano sobre la que le ofrecía el inspectory él la ayudó a subir.

Cuando se sentó junto a ella, lepidió al cochero que se pusiera enmarcha.

―Supongo que, si conociera aalguien en Londres, esta excursioncitaarruinaría mi reputación por completo―dijo ella recatadamente.

―La verdad es que yo nunca heentendido la costumbre de las carabinas.En las calles en las que yo crecí laschicas iban y venían cuando les venía engana.

―¿Y su reputación?Él esbozó una irónica sonrisa.

―También iba y venía. ―A pesardel coro de cien voces que le advertíanque no lo hiciera, estrechó la enguantadamano de la joven―. Si hubiera venidousted a presentarse en sociedad y fueraconocida, habría traído una carabina.Aún puedo conseguir una si así lo desea.

Swindler estaba convencido de queCatherine accedería si se lo pidiera.

El familiar rubor que estabaempezando a adorar trepó por lasmejillas de la señorita Watkins.

―No, no hace falta. Además,estaríamos muy apretados, ¿no leparece?

―Así es. Relájese y disfrute de supaseo por Londres. ―Mientras, él tenía

la intención de disfrutar de todas lasfacetas de aquella chica.

* * *

Swindler evitó pasar por HydePark, pero le pidió al cochero que losllevara a ver otros parques. Le estabacostando muchísimo no mirar a laseñorita Watkins mientras ella disfrutabade las vistas. Su rostro revelaba unplacer exquisito, no dejaba de sonreír niun segundo y sus ojos brillaban conentusiasmo.

No era un hombre muy hablador,pero la señorita Watkins estaba

fascinada con todo lo que veía y nodejaba de hacerle preguntas.

¿Había visitado alguna vez elmuseo Madame Tussauds?

No, nunca.¿El interior de la abadía de

Westminster era tan impresionante comoel exterior?

Sí que lo era.Al final le pidió al cochero que se

detuviera en un lugar cerca del ríodonde se podían alquilar barquitas. Trasun par de intentos fallidos, porque tardóun poco en aprender a controlar losremos, consiguieron alejarse de la orillay navegar con tranquilidad. Había otrasparejas en los botes cercanos. De

repente Swindler se dio cuenta de que élnunca se había permitido el lujo dedisfrutar de Londres. Cuando erapequeño se concentró en luchar porsobrevivir. Cuando empezó a hacersemayor se esforzó en aprender todo loque pudo. Cuando se convirtió en unhombre se obsesionó con su trabajo:quería llegar a ser el mejor en lo quehacía. Le resultó extraño darse cuenta deque en ese momento hacía poco más queobservar a la mujer que estaba enaquella barca con él. La joven habíaabierto el paraguas para protegerse delsol de la tarde. Parecía estar muyserena, como si hubiera dejado susproblemas en la orilla del río.

Sin embargo, Swindler no dejabade pensar en Rockberry con su hermana,de imaginar cómo debió observarla ydisfrutó de la fascinación que la jovenhabría mostrado por todo.

―¿Usted y su hermana eranexactamente iguales? ―Se arrepintió deaquellas palabras en cuantoabandonaron sus labios y el rostro de lajoven se tornó sombrío.

―Exactamente. Pero no soloéramos iguales físicamente. Nuestrosgestos y nuestros intereses eran losmismos. Nadie era capaz dedistinguirnos, ni siquiera nuestro padre.

Entonces Rockberry había vistoexactamente lo mismo que veía él

cuando miraba a la joven. Y el marquésse había aprovechado de aquella chica.Desafortunadamente, Swindler lo podíaentender, porque a él le estaba costandomucho estar cerca de la señorita Watkinsy no tocarla ni acercarse a ella parabesarla.

―Es curioso que me pregunte porElisabeth ―dijo mientras observabacómo la luz del sol se colaba por entrelas hojas de los árboles que colgabansobre su cabeza―. Precisamente estabalamentando que ningún caballero llevaraa Elisabeth a un lago como este. Por lomenos no escribió sobre ello en sudiario. Es una experiencia muyagradable.

―Estoy de acuerdo con usted. Yotampoco había remado nunca.

Ella esbozó una pícara sonrisa.―Ya me he dado cuenta. Pero ha

aprendido usted muy rápido.―Suelo aprenderlo todo igual de

rápido. En las calles aprendí que el niñoque sobrevivía era el que conseguíaadaptarse rápidamente a lo inesperado.

Ella sacó la lengua para deslizarlapor su labio superior y a él se le hizo unnudo en el estómago. Se preguntó a quésabrían esos dulces labios.

―Antes ha dicho que le ha pedidoprestado el carruaje al conde deClaybourne y que, a veces, se mezclausted con la aristocracia. ¿Cómo puede

alternar con la nobleza si creció en lacalle?

―¿No conoce usted la historia delconde de Claybourne?

―No. Mi padre nunca se sintiócómodo entre la aristocracia. Creo queera porque sus finanzas nunca fueroncomparables a las de la mayoría de losnobles. A los ojos de los demás, élsiempre fue lo que realmente era: unlord pobre. No se mezclaba con losotros nobles. Así que me temo que noconozco a lord Claybourne.

―No tiene importancia. Verá, éltiene, o tuvo, una reputaciónescandalosa. Ha sentado un poco lacabeza desde que se casó con lady

Catherine, hermana del duque deGreystone, pero probablemente a ellatampoco la conozca. ―Especialmenteporque Catherine ya le había dicho queno conocía a Eleanor―. En cualquiercaso, Claybourne vivió en la calle comoyo. Sus padres fueron asesinados yestuvo perdido durante algunos años.

―¡Eso es terrible!―Sí, lo fue. Terrible. Pero jamás

le escuchará quejarse por ello. Eso ledio una vida muy distinta a la de losdemás lores. Nosotros vivíamos con unmentor que se hacía llamar Feagan. Élnos enseñó a ser los mejores ladronesde Londres. Cuando Claybourne teníacatorce años tuvo algunos problemas y

fue arrestado. ―No le pareció necesariodecirle que el problema había sido queasesinó a un hombre―. Ese fue elmotivo de que el conde de Claybournelo conociera y declarara que él era elnieto que había perdido años atrás.Cuando acogió a su nieto, tambiénacogió a sus amigos. Por eso, durante untiempo, estuve viviendo en St. James yme enseñaron a parecer un auténticocaballero.

―Elige usted sus palabras consumo cuidado, señor Swindler. ¿Parecerun caballero? ¿Es que no se considerausted un caballero?

Él sonrió.

―Solo cuando sirve a mispropósitos. Tengo más de sinvergüenzaque de caballero, señorita Watkins.

El calor que ardía en los ojos delinspector aceleró el corazón de la joven.Se estaba adentrando por un territoriomuy peligroso, y lo sabía.

―¿Eso es lo que estaba haciendo aesas altas horas de la noche enCremorne? ¿Estaba usted haciendosinvergonzonerías?

La poderosa y oscura carcajada deSwindler resonó alrededor de la barca.Ella pensó que aquel sonido era tanmaravilloso como el que hacían las olasdel mar rugiendo en la orilla. Debía ser

cuidadosa si no quería dejarse arrastrarpor aquel hombre.

―¿Eso es una palabra? ―preguntóél.

―Solo estoy intentando averiguarsi el hecho de que acudiera usted en mirescate fue cosa de la providencia o fueúnicamente suerte.

―¿Acaso importa el motivo por elque se cruzaron nuestros caminos?

Ella le sonrió.―No. Supongo que no. Cuénteme

más cosas sobre usted, señor Swindler.¿Más cosas? De repente le faltaban

las palabras. No podía contarle lo delasesinato en Whitechapel.

Como la noche anterior fue incapazde dormir, decidió ir al depósito decadáveres donde llevaron a la mujer quehabían encontrado en Whitechapel. Apesar de las órdenes de sir David, noconsiguió olvidarse del asunto sinintentar descubrir qué había ocurrido.Alguien había golpeado a aquella mujerhasta dejarla irreconocible. La habíanencontrado tirada en un callejón: estabadesnuda y llevaba una gargantilla deplata. Aunque Swindler pasó la mayorparte de la mañana entrevistando a laspersonas que encontró por la zona dondehallaron a la chica con la intención deaveriguar, por lo menos, el nombre de lavíctima, sus pensamientos estaban en

otra parte. Aquello de no concentrarse

plenamente en lo que estaba haciendo noera propio de él.

Pero aquella mañana todas lasmujeres rubias que veía le recordaban ala señorita Watkins. Cada pregunta queformulaba le hacía pensar en laspreguntas que debería hacerle a ella.Cada persona que observaba espiandodesde alguna esquina intentandodescubrir por qué estaba allí le hacíapensar en lo mucho que debía esforzarseen conseguir que la joven dejara demolestar a Rockberry. Estaba intentandoresolver un asesinato que no le habíanasignado, y se había distraído pensandoen la señorita Watkins: en sus sonrisas,sus carcajadas, su inocencia…

Pero no le podía explicar a ellanada de eso. Y tampoco le podía hablarde otros asesinatos que habíainvestigado. Por muy fascinado que él sesintiera por ese tema, era evidente quela asustaría. De repente su vida lepareció increíblemente aburrida. Laúnica esperanza que tenía de disfrutarcon una conversación interesante eraella.

―Usted nunca ha estado enLondres, pero yo jamás he salido de laciudad ―dijo finalmente―. Hábleme desu hogar.

―¿Nunca ha salido de Londres?Swindler percibió la incredulidad

que le teñía la voz.

―No. ¿Cree que necesitaría unmapa?

Ella se rio y él sintió deseos decapturar aquel delicioso sonido yguardarlo en una cajita de madera paraescucharlo siempre que la abriera. Noestaba acostumbrado a que le asaltarantantas fantasías, pero estaba encantadocon la presencia de aquella chica.

―Supongo que sí que lonecesitaría, pero gracias a los trenes elviaje resulta más sencillo.

―Cuénteme cosas de su hogar.―Es una pequeña casita de piedra

que está junto a los acantilados. Elrugido de las olas del mar es un sonidoconstante, pero no es ni de lejos tan

ruidoso como la ciudad. Creo que eso eslo que más me sorprendió al llegar, lagran variedad de sonidos que hay aquí.Nunca hay silencio. En casa, a pesar delruido de las olas, siempre puedo pensarsin escuchar nada. Aquí a veces nisiquiera puedo pensar. Bueno, exceptoahora, claro. Se está muy bien en el río.

―Qué extraño. Yo no me doycuenta de esos ruidos a los que usted serefiere. No sé si me gustaría vivir juntoal mar si le da a uno tanto tiempo paraestar a solas con sus pensamientos.

―¿Es que no disfruta usted de suspensamientos, señor Swindler?

A veces resultaban demasiadoinquietantes, demasiado amenazantes,

pero no tenía ninguna intención decompartir eso con ella, por lo que seesforzó en retomar el hilo de laconversación.

―Me sorprende que viva usted enuna casa pequeña. Yo pensaba que todoslos aristócratas vivían en grandesresidencias.

―Es cierto que mi padre formabaparte de la aristocracia, pero nuestroscomienzos fueron humildes. Sinembargo, él deseaba que a sus hijas lesfuera mejor. Supongo que les ocurre lomismo a todos los padres. ¿Su padre aúnvive?

Swindler debería haber esperadoaquella pregunta teniendo en cuenta por

dónde estaba llevando la conversación.Pensó en mentir. Pensó en compartirsolo una parte de la verdad, perodecidió que, por mucho que le dolieraresponder a eso, la verdad le resultaríamás productiva porque le ayudaría aconstruir una buena base de confianza.

―No. Murió en la horca cuando yotenía ocho años.

La compasión se apoderó de lasfacciones de la joven produciendo unaimagen de exquisita belleza, porque lasemociones que reflejaban eranrepentinas y sinceras. Swindler se habíaequivocado al valorar los resultados desu táctica: su intención era desarmarla y,sin embargo, fue él quien se sorprendió.

Ella amenazaba con descubrir algo queél había escondido en lo más profundode su ser. Las emociones que habíaencerrado hacía ya tantos años parecíanaventurarse a través de la oscuridad,aunque solo fuera por un momento.

―Lo siento ―dijo ella intentandoconsolarlo.

Si se preocupaba así por un hombreal que acababa de conocer, ¿hasta dóndellegaría la profundidad del amor quepodía sentir por una hermana o por unmarido?

―¿De qué lo acusaron?Swindler se recordó a sí mismo

que estaba interpretando un papel, y quecualquier cosa que floreciera entre ellos

estaría teñida de falsedad y debilitadapor el engaño. Habló con frialdad, sinabrir su alma.

―Lo acusaron de ladrón. Yo mequedé huérfano. Mi madre, al igual quela suya, murió en el parto. Por lo visto,yo era un bebé extrañamente grande.

―Así es como acabó usted con esehombre…, Feagan, ¿verdad?

―Sí. Tuve suerte de que meacogiera. Yo no tenía familia. Supongoque se puede decir que usted y yo nosparecemos en ese sentido.

Remó en silencio durante algunosminutos disfrutando de un silencio quenunca había advertido antes. La observómientras ella miraba a su alrededor y se

preguntó si habría revelado demasiado;tenía curiosidad por saber lo que estaríapensando.

De repente la joven cerró elparaguas y lo dejó en el fondo de labarca. Entonces lentamente, centímetro acentímetro, empezó a quitarse el guantederecho para revelar una piel que, hastaaquel momento, él solo había podidoimaginar. Su cuerpo se tensó como siella se hubiera desabrochado losbotones del corsé. La joven tiró de undedo, luego del siguiente, y delsiguiente, y cada vez que tiraba delguante a él se le secaba un poco más laboca.

Después de lo que a él le pareciómuchísimo tiempo, se quitó el guante porcompleto dejando al descubierto unamano tan cremosa y suave como surostro; llevaba las uñas cortas y unabuena manicura. Aquella era la mano deuna auténtica dama, una mujer quedependía de otros para que le hicieran eltrabajo duro. Luego se inclinó un pocohacia un lado, hundió la mano en el aguay sus rasgos se serenaron un poco más,estaba bastante más relajada que en susanteriores encuentros.

―Echo de menos el mar ―dijoella en voz baja. Le miró por debajo desus pestañas―. ¿Sabe usted nadar, señorSwindler?

Él empezó a contestar, se diocuenta de que se le había hecho un nudoen la garganta y carraspeó.

―No.―Es maravilloso. Debería

aprender.―Supongo que se parece bastante

a tomar un baño.Ella se rio.―Es muchísimo más. Elisabeth

solo corría por las olas, pero cerca denuestra casa hay una cueva donde elagua está en calma y yo suelo ir a nadarallí. No he vuelto a ir desde que ellamurió. Allí es donde mi padre encontróel cuerpo. ―Negó con la cabeza―.Discúlpeme. No quería ponerme

sentimental y arruinar esta encantadoratarde.

―No se preocupe. Sé muy bien lodifícil que resulta perder a alguien aquien se ama. Yo aún sigo pensando enmi padre.

―¿Ha habido alguien más a quienhaya amado en su vida?

―No. ―No tenía ninguna intenciónde hablarle sobre Frannie. Lossentimientos que tuviera por Frannie,que habían sido tiernos y preciosos, eranpara él solo―. ¿Alguna vez ha amadousted a algún caballero?

Ella negó con la cabeza.―No. ―Entonces levantó la mano

y le salpicó―. Estamos entrando en

terreno íntimo, señor Swindler.―Es más interesante que hablar de

su hogar. Por cierto, ¿dónde está?―insistió él arqueando una ceja yesbozando una escueta sonrisajuguetona.

Ella pareció pensárselo unmomento, como si no lo recordara. O talvez lo hizo, porque no se esperaba lapregunta.

―Está hacia el norte, cerca delmar, tal como ya le he dicho. Lapropiedad de mi padre es pequeña peromuy bonita. Estoy muy a gusto allí.

―¿Y quién la heredará ahora queél ha muerto? Espero que no tenga ustedalgún horroroso primo lejano o algún tío

con derecho a echarla. ―O peor aún,que pudiera utilizar sus derechos sobrela propiedad para aprovecharse de ella.Quizá eso de que no tenía a nadie que leenseñara Londres escondía más de loque ella había revelado.

La joven negó con la cabeza.―Las tierras no estaban asociadas

al título. Ahora la casa es mía. Su títulono era hereditario. Se lo dieron porprestar servicios a la corona.Desafortunadamente, no le dieron nadamás que el título, pero a mi padre no legustaba quejarse.

―Tampoco parece que a usted leguste quejarse.

Ella volvió a sonreír con picardía.

―Puedo ser muy obstinada cuandome lo propongo.

A él tampoco le parecía obstinada,aunque debía admitir que el cometidopresente de la joven era un pocotemerario. ¿Qué es lo que realmentequería conseguir persiguiendo aRockberry?

―Una casita junto al mar pareceuna buena dote. ¿Tiene usted algúninterés en casarse con un lord?

―No creo que ninguno tuvieraningún interés en mí.

Swindler dejó de remar. Tuvo elvalor de deslizar los dedos por lamejilla de la joven mientras maldecía,en silencio, la tela del guante que le

impedía tocar su piel. Ella abrióligeramente los ojos y luego se leoscureció la mirada. Swindler sepreguntó si se estaría imaginando lomismo que él: sus manos deslizándosepor otras partes de su cuerpo. Seapresuró a coger el remo antes de perderpor completo el sentido del decoro.

―Estoy seguro de que mostraríanmucho interés si llegaran a conocerla.

―Pero eso no ocurrirá nunca.―Yo podría hacer que ocurriera.Ella pareció sorprenderse tanto

como él al escuchar aquellas palabras.¿En qué estaba pensando cuando dijoeso? Él no tenía ningunas ganas de verlaen brazos de otro hombre, pero tampoco

quería que malgastara el tiempo quepasara en Londres persiguiendo algunaclase de insignificante venganza contraRockberry. Realmente, ¿qué podíaconseguir aquella chica aparte de hacerenfadar al marqués? Él no merecía ni sutiempo ni sus atenciones, y a Swindler lemolestaba que ella se los estuvierabrindando a Rockberry.

Al verla de nuevo estaba másconvencido que nunca de que suvaloración inicial era completamenteacertada: aquella joven no suponíaningún peligro para Rockberry. No cabíaduda de que aquel hombre estabareaccionando a los remordimientos quetenía por el espantoso comportamiento

que había mostrado con su hermana.Alguien debería azotarle. A Swindler nole importaría hacerlo. No sería laprimera vez que impartía justicia aaquellos a quienes la ley considerabaque estaban fuera de su alcance. ¿Seríaese el motivo por el que sir David lehabía asignado aquella tarea? ¿Estaríaesperando su superior que se ocuparadel caballero?

―Yo no…, yo no he venido apresentarme en sociedad ―tartamudeóella por fin.

―¿Por qué ha venido entonces?―Para ponerle nombre a una cara,

para ver Londres, para…, ¿qué hora es?

―A juzgar por el sol serán casi lascinco.

Sus palabras parecieronsorprenderla.

―¿Es que no tiene usted reloj?―No.Su respuesta fue escueta y directa,

como si quisiera zanjar el asunto. Ellase preguntó qué habría detrás de aquellomientras empezaba a ponerse el guantede nuevo.

―¿Me ha traído usted aquí paraasegurarse de que no estaba en el parquea las cinco y media?

―¿Qué espera conseguirtorturándose ante la presencia deRockberry en el parque?

―No estoy segura. Cada vez que loveo es como si alguien me clavara unadaga en el corazón.

―Me temo que he conseguidoarruinarle la tarde.

Ella sonrió con suavidad, pero sugesto resultó reconfortante.

―En absoluto. En realidad creoque ha conseguido usted convencermede que debería disfrutar de Londresmientras esté aquí. Pero se está haciendotarde. Debería volver a la pensión.

Él le guiñó un ojo.―Si es que consigo llevarnos de

vuelta a la orilla.Ella se rio con suavidad.

―Gracias por esta tarde tanagradable, señor Swindler. Me temo quevuelvo a estar en deuda con usted.

―¿Puedo volver a visitarlamañana?

Ella esbozó una recatada sonrisa.―Me encantaría.

CAPÍTULO 5

Después de pasar otro día con ella,Swindler seguía sin confiar en que no seescapara por la noche para seguir aRockberry. Por eso, después deacompañarla hasta la pensión, dobló porla siguiente esquina con el carruaje,saltó de él y le dijo al cochero quevolviera a casa de Claybourne. Acontinuación se apostó fuera de lapensión de la señorita Watkins.

No sabía en qué estaba pensandocuando le reveló tantas cosas sobre su

pasado. Después de todos aquellosaños, seguía sintiendo cómo la rabia porla injusticia del ahorcamiento de supadre lo recorría de pies a cabeza cadavez que lo recordaba. En ese momentono quería sentir rabia. Necesitabamantener la cabeza fría y despejada paraconcentrarse en la señorita Watkins.

Pero aquello era pedir demasiado.¿Qué tenía aquella chica que tanto leintrigaba? Era una joven inocente, perotambién era muy decidida. Buscabajusticia, igual que él. ¿Cómo podíaignorar la necesidad que sentía devengar a su hermana cuando todo lo queél hacía era en nombre de su padre?

Si aquel fuera un asunto privado, siRockberry le hubiera contratadopersonalmente para espiar a la señoritaWatkins, entonces podría llevar lascosas de otra manera. Pero, dado que lehabían ordenado que la siguiera, suposición requería un poco más dediscreción. No podía limitarse a entraren la residencia de Rockberry y darleunos buenos azotes.

Swindler esperó hasta que se hizode noche. Entonces vio la tenue luz quese colaba por entre las cortinas de suventana y cómo la silueta de la jovenpasaba por delante de la ventana y sedetenía. Luego siguió adelante. Se

preguntó si se cepillaría el pelo aquellanoche. Se preguntó si debería quedarse.

Miró a su alrededor. No habíanadie por allí. Él tampoco debería estarallí. Empezó a andar calle arriba. Lavolvería a ver al día siguiente. Porprimera vez desde hacía mucho tiempo,esperaba impaciente a que llegara elpróximo día.

* * *

Swindler se despertó al escucharunos golpes en su puerta. Se levantó dela cama, se puso los pantalones y se losabrochó mientras cruzaba el salón endirección a la puerta. Cuando la abrió

tuvo que apartarse para dejar pasar a sirDavid, que entró antes de que leinvitara.

―Le ha seguido hasta el clubDodger. Se suponía que tenías quevigilarla ―dijo sir David sinpreámbulos.

Swindler se esforzó por reprimirun bostezo.

―Estuve en la puerta de su pensiónhasta bien tarde. La chica estaba allícuando me fui. Debió salir más tarde.

―¿A qué hora te fuiste?Swindler se encogió de hombros.―Tal vez una hora después de que

encendieran las antorchas.

―No tienes ni idea de la hora queera, ¿verdad? Claro, porque no llevas unmaldito reloj. ¡Maldita sea! Si no fuerastan buen inspector no toleraría tusidiosincrasias.

―Si soy tan bueno, ¿por qué mehas asignado una tarea para la que nonecesito ninguna de mis habilidades?

―Rockberry pidió que teencargaras tú personalmente. Por lovisto, leyó tu nombre en algún artículodel Times sobre la resolución de algúncrimen.

―¿Y por qué diablos hay queceder a sus caprichos?

―Porque es poderoso e influyente.En cuanto a la chica…

―Tendré que dormir en algúnmomento.

Sir David deslizó las manos por supelo negro. No era mucho mayor queSwindler, pero ya empezaban aasomarle algunas canas en las sienes.

―Eso es cierto.―Sir David, Rockberry hizo algo

más que bailar con Elisabeth. Jugó conella.

―Eso es moralmente cuestionable,pero no es ningún delito. El marquésestá convencido de que la señoritaWatkins quiere hacerle daño.

―Ella no supone ningún peligropara él.

Sir David se quedó muy quieto yobservó detenidamente a Swindler.

―¿Estás completamente seguro?¿Lo estaba? Si respondía que sí,

era muy probable que aquella tareallegara a su fin. Y si Rockberry seenteraba de que no había nadievigilándolo, podría decidir tomarse lajusticia por su mano. Además, derepente Swindler quería pasar mástiempo con ella.

―Muy bien ―dijo sir David comosi hubiera leído todos los pensamientosque acababan de cruzar la mente deSwindler―. No la pierdas de vista. Ypor lo que más quieras, mantenla alejadade Rockberry.

―Sí, señor.

* * *

Aquella tarde Swindler volvió apedir prestado el carruaje deClaybourne, y la dama volvía a irvestida de rosa. Se preguntó si cuandopasaran los años la recordaría como ladama de rosa, porque no le cabíaninguna duda de que cuando fuera mayory recordara los casos más fascinantes desu carrera, ella le vendría a la cabeza. Yno precisamente porque creyera que elcaso fuera digno de futura reflexión,pero aquella chica era un auténtico puntoy aparte.

Ella era un soplo de aire fresco ensu vida, una existencia que se habíaconvertido en un pozo oscuro a causa detodo lo que había presenciado.

Pensó en preguntarle por suescapadita nocturna tras Rockberry,también se planteó pasar por delante delclub Dodger para estudiar su reacción,pero estaba muy cansado de que elmarqués fuera el tema de conversación.Por egoísta que pareciera, quería aqueldía solo para ellos dos. Quería dar lasensación de que era un pretendiente, yun pretendiente no hablaría de otrohombre. Ya sabía que nunca podría serun pretendiente real para ella, pero sí

que podía disfrutar del poco tiempo quetuvieran para estar juntos.

A Swindler le encantaba observarla forma en que ella disfrutaba de losjardines mientras el carruaje pasaba deuno a otro. Se reía cuando se dabacuenta de que él no conocía el nombrede las flores y le señalaba sus favoritas,pero aunque no lo hubiera hecho élhabría sabido cuáles eran. Las de colorrosa y lavanda. Colores pálidos. Sesentía atraída por la suavidad. Nadabrillante ni chillón.

Entonces le sorprendió cuandopreguntó:

―¿Me llevaría a la parte deLondres donde creció usted?

Fue como si le arrojara un cubo deagua helada por encima de la cabeza. Sehabía planteado seducirla, y la mugreque protagonizó su infancia haría quecualquier mujer se retorciera de asco alpensar que aquellas manos pudierantocarla.

―No es tan bonita como losjardines ―dijo con la esperanza dedisuadirla y que no siguiera por esecamino.

―Pero me contará algunas cosasmás sobre su vida.

Sabía que no debería habersesentido halagado al darse cuenta de queella estaba interesada en su pasado y deque podría tener interés por él. Aunque

sabía que nunca se podría deshacer desu infancia por completo, y que supasado estaba grabado en su carácter, notenía ningún interés en enseñarle losdetalles.

―Permítame que se lo resuma:estaba muy sucio, olía mal y habíamucha gente.

―Ya me he dado cuenta de que lamayor parte de Londres está sucia, huelemal y está llena de gente.

―No como en la zona en la que yocrecí. Allí no hay esperanza. Es un lugaren el que no existen los sueños. Escompletamente deprimente.

Ella lo miró como si se hubieraabierto el pecho y le hubiera enseñado

el corazón.―Se avergüenza usted de su

pasado.―Me disgusta, sí.Apartó la mirada. Estaba molesto

con el tema que habían elegido. ¿Cómohabía conseguido hacerse ella con elcontrol de la conversación?

De repente se dio cuenta de que lapequeña mano de la joven estaba sobreel puño que él tenía apoyado sobre elmuslo. Le estrechó el puño consuavidad.

―Ha superado usted sus orígenes,señor Swindler. Eso es digno deadmiración. Yo he escuchado hablar delas zonas más pobres de Londres, pero

nunca las he visto y no consigoimaginarme cómo son.

Él volvió la cabeza para mirarlasabiendo que sus ojos y su voz estabanteñidos de una dura e implacabledeterminación.

―Ahí es precisamente dondequiero llegar, señorita Watkins. No hayningún motivo por el que valga la penaimaginárselo.

Swindler se preguntó qué pensaríala joven al observar su rostro y lo querevelarían sus facciones. ¿La dureza dela vida que le había tocado? ¿Quizá sedaría cuenta de que a medida que fuecreciendo y empezó a comprender cómoeran las cosas comenzó a aborrecer su

vida? ¿Vería ella que la primera vez quehabía sentido orgullo fue cuando llevóante la policía a un chico que habíarobado un monedero para que soltaran alniño inocente al que habían acusado deldelito? ¿O se daría cuenta de que unavez una pandilla de chicos le dieron unapaliza por chivarse de su amigo y fueentonces cuando aprendió a ser másdiscreto sobre sus asuntos con lapolicía?

Ni siquiera tenía claro qué cosaseran correctas y cuáles eran incorrectasen su vida. A veces se hacían algunasconcesiones en pro de un bien mayor. Yel problema era ¿quién decidía cuál eraese bien mayor?

En más de una ocasión había tenidola osadía de pensar que él era quiendebía decidirlo. Incluso en aquelmomento, mientras intentaba ganarse laconfianza de aquella joven y dedescubrir sus planes, no estaba segurode que consiguiera ofrecer a sir David oa Rockberry ninguna información quepudiera resultarles útil.

―Es usted un hombre muycomplejo, señor Swindler ―dijo ellapor fin.

―En absoluto. ―Abrió el puño, ledio la vuelta a la mano y entrelazó losdedos con los de la joven―. Lo únicoque necesito es que una damaencantadora me haga compañía.

Observó cómo la delicada gargantade la joven se movía al tragar saliva.

―Dijo que era usted unsinvergüenza.

Él esbozó una de sus sonrisas másencantadoras.

―La noche acaba de empezar,señorita Watkins.

* * *

Swindler había planeado estar conella solo dos horas, pero cuando pasóese tiempo aún no se sentía preparadopara separarse de la joven. Además, siestaba decidida a perseguir a Rockberrypor la noche, entonces tenía la

obligación de mantenerla ocupada.Hasta aquel momento no habíaconseguido aprender nada nuevo sobreella mientras que, si ella era una mujerperceptiva, y no tenía ninguna duda deque lo era, la joven habría aprendidomuchas cosas sobre él. Le preocupaba lafacilidad con la que le revelaba parte desu alma a aquella chica. Pero solo eranpartes, pedazos y retales que ella nuncasería capaz de unir para crear un todo.Ni siquiera estaba seguro de quesiguiera conociéndose a sí mismo.

Cuando se convirtió en uno de loschicos de Feagan, eligió un nuevonombre: Swindler. A pesar de que sunaturaleza era la de estafar y engañar a

otros, últimamente estaba empezando asospechar que tal vez también habíaconseguido engañarse a sí mismo y sehabía convencido de que el único interésque tenía en aquella mujer estribaba enla fascinación que ella sentía porRockberry. ¿Por qué la volvía a llevar alos jardines Cremorne en lugar dellevarla a casa?

―¿Por qué me ha traído aquí?―preguntó cuando el cochero detenía elcarruaje en King’s Road.

―Ya ha visto lo peor de losjardines. Pensé que debía ver lo mejor.―Swindler se bajó del carruaje y letendió la mano―. Nos marcharemosantes de que anochezca.

Entonces la joven recordó que suhermana había escrito en su diarioacerca del magnífico espectáculo debrillantes luces en el cielo.

―¿Nos podemos quedar a ver losfuegos artificiales?

Él esbozó una generosa sonrisa quele robó todo el aire de los pulmones.Oh, aquel hombre era muy peligrosopara su corazón. Ella tenía planeadoaprovecharse de él y, sin embargo, seestaba dando cuenta de que empezaba asentirse atraída por él.

―Si eso la complace…―ronroneó con suavidad.

―Me encantaría, sí.―Entonces nos quedaremos.

Cuando la ayudó a bajar delcarruaje, le pidió al cochero quevolviera a las nueve. En la entrada pagóun chelín por cada uno de ellos, dejóque ella apoyara el brazo en el suyo yentraron por las puertas de hierro quedaban acceso a los jardines. Habíamucha gente. Las parejas paseabancogidas del brazo. Ella sospechaba quela mayoría estaban casados, y los que nolo estaban iban acompañados de suscorrespondientes carabinas. Tambiénhabía algunos niños. Era la hora de lasfamilias, era la hora de que la gentedecente estuviera en las calles.

Aquello era lo que había vistoElisabeth y sobre lo que tanto había

escrito en su diario.―¿Su hermana visitó los jardines?

―preguntó el señor Swindler.Ella levantó la cabeza y miró

aquellos familiares ojos verdes llenosde compasión y comprensión. ¿Cómopodía saber en qué estaba pensando?

―Sí. Escribió con entusiasmosobre los fuegos artificiales.

―Entonces, a pesar de estarperdida el otro día, sabía usted donde sehallaba.

―Se puede estar perdido inclusoaunque uno sepa dónde se encuentra―dijo ella con sequedad.

―¿Está usted perdida, señoritaWatkins?

Su pregunta tenía cierto trasfondo,como si supiera que últimamente ellaapenas se reconocía a sí misma, quehabía momentos en los que tenía lasensación de estar perdida en el mar. Aveces pensaba que haber ido a Londresera un error. Allí no estaba cómoda. Sesentía acorralada. O tal vez solo fuera sused de venganza lo que hacía queestuviera incómoda con sus alrededores.

―La verdad es que desde quemurió mi hermana y luego falleció mipadre suelo sentirme perdida, sí.―Aquellas palabras eran tan ciertas quesintió miedo al darse cuenta de losencillo que le había resultadocompartirlas con él. Quería confiar

plenamente en él, completa eimplícitamente, pero sabía que no podía.Había demasiado en juego―. ¿Cree quepodríamos hacer un pacto, por lo menosdurante esta noche, y comprometernos ahablar solo del futuro?

―¿Cómo podemos hablar de algoque desconocemos?

―Pues del presente, entonces.Tengo la sensación de que hacemuchísimo tiempo que no me preocuposolo del presente.

―Entonces hoy nos centraremos enel aquí y el ahora. ¿Por dóndeempezamos?

Había tanto donde elegir queapenas sabía por dónde empezar.

Entonces su estómago la avergonzóhaciendo un pequeño rugido y tomandola decisión por ella.

―Me acabo de dar cuenta de quetengo bastante hambre.

Él sonrió.―Una mujer a mi medida. Veamos

qué podemos encontrar.Mientras la acompañaba a través

de una multitud hasta el puestecito dondeservían la comida, ella pensó que, enotras circunstancias, seguro que sí seríauna mujer a su medida. Él era fuerte,amable y atento. Estaba pendiente de lospequeños detalles. Conseguía hacerlasonreír cuando ella pensaba que novolvería a hacerlo jamás.

Ella no había ido a Londres enbusca de felicidad y, sin embargo, allíestaba esa emoción de dicha, planeandosobre su cabeza como una mariposacomprobando la seguridad de una florsalvaje. Pero aunque lo deseara contodas sus fuerzas, sabía que no sequedaría mucho tiempo.

* * *

―Sujéteme, señor Swindler, porDios, sujéteme. ―Las palabrasocultaban una mezcla de miedo yvergüenza. Ella parecía ser la única quetenía miedo en aquel globo aerostáticoque se elevaba hacia el cielo. Los demás

pasajeros se limitaban a exclamarasombrados.

Cuando el brazo del señorSwindler la rodeó, ella se agarró a lasolapa de su chaqueta y enterró la carasobre su hombro. Era tan sólido yreconfortante como los acantilados.Entonces le escuchó murmurar:

―Está usted completamente asalvo, señorita Watkins. No pasa nada.

―Vamos hacia arriba. ―Eraincapaz de creerse que estaba en unacesta, ¡en una cesta! Y que estabaflotando por el aire. Tenía miedo dedevolver el pastel de carne caliente queél le había comprado hacía un rato. Nose le había ocurrido pensar que observar

cómo la tierra se alejaba podríamarearla tanto.

En los jardines había un día a lasemana que se podía pasear en globoaerostático. El globo se encontrabaanclado, por lo que la ascensión estabacontrolada. Cuando los pasajeros habíandisfrutado un rato de las vistas, lovolvían a llevar a tierra para quesubiera otro grupo. Desde el suelo lehabía parecido muy divertido. No sabíapor qué la idea de ascender lapreocupaba tanto. Llevaba toda la vidaasomándose a los acantilados, pero losacantilados no se tambaleaban ni semovían. ¿La cesta podría resistir el pesode todas las personas que iban en su

interior? ¿O acabarían precipitándosetodos al vacío?

―Escuche, señorita Watkins. ¿Eseste el silencio que tanto añora? ―lepreguntó él con suavidad.

Entonces lo escuchó. El estrépitode la multitud había desaparecido. Ya nose escuchaba el crujir de las ruedas delos carruajes ni el relinchar de loscaballos. Estaban por encima del ruido.Llegó a tener la sensación de que podíaescuchar los susurros de su hermanaElisabeth. ¿Estarían muy cerca delcielo?

La cesta se tambaleó un poco. Ellagritó y agarró a Swindler de la chaqueta

con más fuerza, como si él la pudieraagarrar si el globo empezara a caer.

―No pasa nada. Solo hemosllegado al final de la cuerda ―susurróel señor Swindler junto a su oído. Si nohubiera estado tan aterrorizada se habríadesmayado al percibir su cercanía―.Abra los ojos.

―No creo que pueda ―susurrócon la esperanza de que ninguno de losotros cuatro pasajeros la estuvieraescuchando.

―No mire hacia abajo. Limítese amirar a su alrededor. Confíe en mí,señorita Watkins.

Ella tragó saliva con fuerza yempezó a abrir un ojo. Podía ver las

copas de los árboles. Luego abrió elotro y se rio sorprendida. Podía ver lostejados de las casas.

―¡Oh, mire, ahí está el Támesis!No sabía por qué estaba tan

asombrada de verlo. Los jardinesestaban pegados al río. Algunaspersonas accedían al parque en barcopor la entrada del río. El hecho de queestuviera tan cerca del agua era uno delos motivos por los que los jardinesfueran tan verdes y gozaran de unavegetación tan exuberante. El solempezaba a ponerse y los obsequiabacon unas espectaculares vistas bañadasen tonos naranjas y lavandas. ¿Qué sepodría percibir más allá de aquella

pequeña zona? ¿Cómo se vería su casadesde las alturas? De repente sintió unagran envidia por los pájaros.

―Casi deseo que se rompa lacuerda. Casi. ―Posó la mirada sobrelos ojos del señor Swindler. Él noestaba mirando la tierra que se extendíabajo ellos como un elaborado tapiz.Tenía los ojos posados sobre ella―. Seestá perdiendo las vistas.

En sus labios se dibujó una sensualsonrisa.

―Yo no creo que me estéperdiendo nada.

Ella se preguntó por el sabor y latextura de sus labios. Qué pensamientotan extraño. Se acababa de dar cuenta de

lo desesperada que estaba por besarle,de lo mucho que quería que él ladeseara. Incluso a pesar de saber que suinterés por ella podría estar influenciadopor una asociación con Rockberry que élno había confesado, se seguía sintiendoatraída por él. Ella se había propuestodistraerlo del objetivo para el que lohabría contratado Rockberry y, sinembargo, era ella quien se estabadistrayendo.

Paseó la lengua por sus labiosmientras imaginaba que eran los labiosdel señor Swindler los que leprovocaban ese cosquilleo. Él bajó lamirada hasta su boca y ella se preguntósi sus pensamientos irían en la misma

dirección que los suyos. Los ojos deSwindler se oscurecieron y seentrecerraron. Ella seguía teniendo lasmanos apoyadas sobre el pecho delinspector, y percibía la quietud que lodominaba y la creciente tensión quebullía bajo su piel, como si estuvieralibrando una batalla interna y estuviera apunto de perder el poco control que lequedaba. Swindler se estremeció einspiró hondo.

Él dirigió la mirada hacia elTámesis y ella se preguntó si suspequeñas e insignificantes acciones lehabrían provocado. A juzgar por lasarrugas de su ceño y por cómo apretabalos dientes, era evidente que estaba

preocupado por algo. Resultabafascinante. Pero la joven no sesorprendió por el interés que mostrabaporque lo cierto era que se sentíaintrigada por todos los aspectos deaquel hombre.

Volvió a centrar su atención en lasvistas. Deseó que pudieran quedarse allíarriba para siempre. Qué diferente seveía el mundo al observarlo desdearriba. Casi podía olvidar el motivo porel que había ido a Londres, la necesidadde venganza que la atenazaba. Allíarriba podía imaginar que el amor erauna meta accesible.

Era una lástima que su corazónsupiera la verdad. Dentro de muy poco

ella sacrificaría cualquier opción quepudiera quedarle de disfrutar de unavida feliz.

* * *

La joven le había pedido que nohiciera hincapié en el pasado y que,durante algunas horas, se concentrarasolo en el presente. Él se tomó supetición al pie de la letra. Olvidó queera el hijo de un ladrón y un huérfanocriado por un experto en el arte delrobo. Olvidó que había pasado su niñezurdiendo estafas para llenar de monedaslos bolsillos de Feagan. Olvidó que ellaera su objetivo, su deber. Solo pensaba

en la mujer que paseaba a su lado y queencontraba tanta satisfacción en lospequeños placeres que ofrecían losjardines. Ella se entretenía tanto con losacróbatas como con las marionetas. Susonrisa raramente abandonaba su rostroy sus ojos brillaban con más intensidadde la que proyectaban las antorchas queiluminaban los caminos del jardín.

Había una orquesta tocando músicaen directo. De vez en cuando, cuandopasaban junto a los músicos, ella sebalanceaba ligeramente, como si nopudiera evitar dejarse llevar por lasnotas musicales que flotaban por losjardines. Pensó en llevarla a la pista debaile, pero si la cogía entre sus brazos y

se deslizaba junto a ella al ritmo de lamúsica todo se precipitaría hacia eldesastre: ya le estaba costando losuficiente no acariciarla. El paseo englobo había sido una auténtica torturaporque la había tenido pegada al cuerpotodo el tiempo. Había sentido cómo lostemblores la recorrían de pies a cabeza.Si hubiera sido capaz de bajarla de allíutilizando una de las cuerdas quemantenían el globo sujeto, se la habríacargado sobre el hombro para dejarla enel suelo sana y salva. Pero solo fuecapaz de distraerla. A pesar de que sustácticas funcionaron perfectamente conla chica, con él fracasaronmiserablemente. Él se perdió en sus ojos

azules y lo único que quería era disfrutarde un momento a solas con ella. No, nosolo de un momento a solas, sino demiles de ellos. Deseaba estar a solascon ella para dar rienda suelta a laintimidad, para olvidar completamenteel pasado y no pensar en el futuro. Paraque el presente se hiciera con el controly pudiera dejar las responsabilidades aun lado.

Ella le distrajo de su propósito. Lahabía llevado al lugar de su primerencuentro porque había planeado utilizarsus muchas habilidades paraconvencerla de que le explicara elverdadero motivo por el que habíaacudido a los jardines aquella noche.

Necesitaba que confiara en él para quese lo confesara todo y pudiera llegar alfondo de aquel asunto. El policía quehabía en él lo sabía.

Pero el hombre que había en éltenía otras ideas. Se había dejado llevarpor la proposición de la joven y sehabía rendido al presente, y esosignificaba que debía asegurarse de queella lo disfrutaba, que no habría sutilesinterrogatorios, que no se entrometería.

Se escuchó un estruendo cuando losprimeros fuegos artificiales seadueñaron del cielo. Ella tenía el brazoentrelazado al de Swindler, y utilizó lamano libre para estrecharle el brazo altiempo que exclamaba:

―¡Oh, Dios mío!Los fuegos artificiales se veían

desde muchos kilómetros a la redonda, yél los había contemplado muchas nochesmientras merodeaba por Chelsea, peroun día empezó a ser inmune a sumagnificencia. Sin embargo, al observarla cara de la joven recordó la primeravez que los había visto iluminar laaterciopelada oscuridad del cielo, ycómo el espectáculo lo dejó sin aliento.Aquella vez se sintió de la misma formaque se sentía cuando la miraba a ella:como si no hubiera nada comparable enel mundo.

Ella tenía la cabeza un pocoinclinada hacia atrás, los ojos abiertos

como platos y los labios separados porel asombro. Ya no llevaba el pelo tanbien peinado como cuando seencontraron al comienzo de la tarde,hacía ya unas cuantas horas. Se le habíansoltado algunos mechones que ahora leenmarcaban el rostro. Aunque queríatocarlos y volver a ponérselos en susitio, se moría por quitarle el sombreroy las horquillas y observar cómo se ledescolgaba la melena por la espalda. Sela quería llevar a las sombras. Queríadejarse llevar por su reputación desinvergüenza. Quería seducirla para quele revelara sus secretos y su cuerpo.

El cielo se volvió a iluminar bajoun destello de estrellas blancas que se

extendió en todas direcciones antes dedesaparecer en la noche. Pronto ellatambién desaparecería de su vida. Peroen aquel momento seguía allí, salvaje yencantadora, con un toque de inocencia yde osadía.

―¡Dios, son preciosos! ―susurróella asombrada.

―No tanto como tú.La joven dejó de observar el cielo

y le miró a los ojos. Le había prometidoque no se irían hasta que acabaran losfuegos artificiales, pero estaba decididoa provocar sus propias chispas. Estabanenvueltos en sombras, y justo cuandoresonó la siguiente explosión, deslizó elbrazo por su cintura y la apartó del

grupo de gente que se había formado asu alrededor y de las antorchas. Ellasolo opuso una leve resistencia, sin dudaporque por un momento había olvidadoque aquella noche no debían dejarseinfluir por el pasado. La impacienciahizo que él la levantara al dar losúltimos pasos y entonces ascendió alcielo: su olor a rosas se apoderó de suolfato, y sus papilas gustativas le fueronpidiendo más a medida que la boca de lajoven se iba adaptando poco a poco a lasuya. La joven, como si de una parratrepadora se tratara, le rodeó el cuellocon los brazos y empezó a enredar losdedos en su pelo. A Swindler le

sorprendió darse cuenta de lo mucho quela deseaba.

Había pasado casi una semanadesde que la conoció y, sin embargo,tenía la sensación de que la conocía detoda la vida. Era inconcebible quepudiera albergar unos sentimientos tanpoderosos por una mujer de la que sabíatan pocas cosas.

Ella gimió con delicadeza,presionó el cuerpo contra el de él y suspechos se posaron sobre su torso. Lasmanos de Swindler adquirieron vidapropia y la cogieron de la cadera parapresionarla contra su dura y tortuosaexcitación. Fue plenamente conscientede que ella se tensaba ligeramente, como

si estuviera desconcertada por lo que élera incapaz de esconderle. Era evidenteque aquello la había desarmado; ella erauna dama en todo el sentido de lapalabra.

Él maldijo mentalmente, dejó debesarla, se apartó de ella y se adentró unpoco más en las sombras.

―Señor Swind…―¡Dios, Eleanor!, pensaba que

después del ardiente beso que acabamosde darnos podríamos olvidarnos de lasformalidades.

―Estás enfadado.―Contigo no. Acaba de ver los

fuegos artificiales. Me reuniré contigo

enseguida. ―En cuanto aquel terribledolor le dejara en paz.

―Los puedo ver desde aquí.―Eleanor ―rugió él con la

esperanza de que la impaciencia quedestilaba su voz fuera suficiente paraalejarla de allí.

―James.Escucharla susurrar su nombre con

tanta sensualidad y deseo casi supone superdición. Ella era demasiado inocentepara comprender el tormento que podíainfligirle con tan poco esfuerzo. ¿Quédiablos estaba haciendo con ella?

Sintió la indecisa caricia de lajoven en su mejilla y percibió el ligerotemblor en sus dedos. Posó la mano

sobre la de la joven, volvió el rostrocontra su palma y la besó. Entonces elpesar se apoderó de él. Pesar por suinfancia. Pesar por el verdadero motivopor el que estaba allí con ella. Pesar porhaberse dado cuenta de lo fácil que leresultaba dejar las órdenes que habíarecibido a un lado y seducirla sin pensaren cómo se sentiría ella después cuandose enterara de que estaba allí portrabajo. ¡Dios! Él no era mejor queRockberry.

Swindler no tenía ninguna duda deque Rockberry habría utilizado a suhermana para saciar sus propiasnecesidades. Él era culpable del mismodelito. Mientras lo pensaba rezaba para

que le hubiera guiado alguna causanoble: prevención, protección. Él habíaempezado a trabajar para Scotland Yardporque quería salvar vidas, ya que habíasido incapaz de salvar la de su padre.

La tensión abandonó su cuerpo y eldolor desapareció. La abrazó y le dio lavuelta para colocarla de espaldas. Hacíasolo un momento se moría por liberar sumelena, y ahora agradecía poder besarlela nuca mientras le susurraba:

―No sabes cómo me tientas,Eleanor.

―Pensaba que eras unsinvergüenza.

―Por lo visto soy un sinvergüenzacon conciencia.

―¿Y qué pasa si yo no quiero quetengas conciencia?

―Entonces estamos condenados air directos al cielo o al infierno.

CAPÍTULO 6

Mientras el carruaje recorría lascalles pensaba que no quería queaquella noche mágica acabara nunca.Estaba apoyada sobre James y tenía lacabeza sobre su hombro; sabía que sucomportamiento era escandaloso, peroparecía incapaz de controlarse. Queríaque la rodeara con el brazo, pero sabíaque eso era demasiado. Ya era suficientecon que le hubiera cogido la mano.

Las veces que había imaginadocómo sería un beso nunca pensó que el

hombre que la besara deslizaría lalengua en su boca y exploraría cada unode sus centímetros como si leperteneciera. Cuando Jim la habíabesado el calor se había desatado en suvientre y se había expandido por todo sucuerpo hasta que le ardieron las puntasde los dedos de las manos y de los pies.

Oh, era un hombre muy hábil en elarte de la seducción, su James Swindler.Además, mientras conseguía que elplacer se apoderara de ella, fue como sitambién revelara cosas sobre sí mismo.Era un hombre fuerte, seguro,acostumbrado a salirse con la suya,aunque no conseguía lo que deseaba porla fuerza, sino mediante la persuasión.

Ella pensó que podría haberdesaparecido tras la sombra de losárboles con él para no volver jamás yque nunca se arrepentiría.

Aquel beso había puesto todo sumundo patas arriba. Y a juzgar por sureacción, a él le había ocurrido lomismo.

¿Habría hecho Rockberry lo mismocon Elisabeth? ¿La habría seducido parabesarla, alejarla y luego conseguir quefuera tras él de nuevo?

No quería que Rockberry seentrometiera en sus pensamientosaquella noche; ella solo quería pensar enJames. Deseó haber ido a Londres conun propósito muy distinto en mente,

deseó haber sido la primera hija que fuea la ciudad, deseó haberse cruzado conJames un año antes, cuando no estabaconsumida por el dolor y la sed devenganza. Era terrible odiar a alguiencomo ella odiaba a Rockberry. Aquellocontaminaba incluso los momentos másgloriosos, la hacía sentir indigna porquesu hermana nunca lo habíaexperimentado.

―¿En qué estás pensando? ―lepreguntó él en voz baja.

A ella le sorprendió una vez másque aquel hombre supiera siemprecuándo debía hablar y cuándo debíaguardar silencio.

―En lo distinta que era yo antes deque muriera Elisabeth y en lo mucho quedesearía que me hubieras conocidoentonces.

―Me gustas mucho ahora.―Las tragedias nos cambian, y

creo que no siempre para mejor.―Las tragedias pueden darle

sentido a la vida de alguien.Ella levantó la cabeza para mirarle.―¿Es eso lo que te pasó a ti?―Cuando mi padre murió, sí.―Te convertiste en ladrón. Una

ambición poco honorable.―Intentaba sobrevivir a cualquier

precio. Las personas hacemos lo quedebemos hacer.

¿La comprendería si le explicabalo que ella debía hacer?

―Debiste sentirte muy agradecidocuando lord Claybourne te acogió en sucasa.

―Al principio no. ―James se rioen voz baja. Fue un sonido áspero que seapropió del aire de la noche y que larodeó para provocar sus sentidos yhacerla sonreír―. Él insistía en quedebíamos ser limpios y bañarnos unavez a la semana en lugar de una vez alaño. Yo estaba convencido de queestábamos condenados, que nospondríamos enfermos y moriríamos.Pero no fue así. Aquel hombre noscompró ropa de nuestra talla. Contrató

profesores para nosotros. A mí meaterrorizaba, así que jamás me atreví adesobedecerle.

―¿Te pegaba?―No ―dijo rápidamente―. Nunca

nos levantó la mano a ninguno denosotros, excepto probablemente a sunieto. Nunca acabé de comprender porqué nos acogió a los demás. Tal vezfuera por el amor que sentía por sunieto. Nosotros éramos sus amigos.Quizá no quisiera que estuviera solo ensu nuevo hogar.

―¿Cuántos años tenías?―Diez. Yo era el más joven del

grupo.

―Entonces cuando dije que queríaver dónde creciste supongo que meequivoqué. No creciste en la calle,creciste en casa de lord Claybourne.

―No. Yo crecí más en las callesque en casa de lord Claybourne. Eso deque la edad viene determinada por losaños es un mito. Tampoco me quedétanto tiempo en casa de lord Claybourne.Solo algunos años. Cuando Jack Dodgery Frannie se fueron, yo también me fui.

―¿Quiénes son? ―A ella leencantaba oírle hablar. Quería saberhasta el último detalle de su vida,incluso a pesar de no estar dispuesta acompartir la suya.

―Jack Dodger es uno de losmayores sinvergüenzas de Londres. Ytambién un hombre muy rico. Es elpropietario del club Dodger, unexclusivo local para caballeros.

Del que Rockberry era miembro. Elmarqués había ido un par de vecesdesde que ella llegó a Londres. Jameshizo una pausa para observarla y ella sepreguntó qué estaría buscando, si sabríaque estaba al corriente de lo que era elclub Dodger y de lo que representaba.

―Y Frannie… Hace poco se haconvertido en la duquesa de Greystone―continuó James finalmente.

Ella percibió el profundo afectoque le teñía la voz cada vez que hablaba

de Frannie. Los celos asomaron lacabeza y se esforzó por esconderlos.¿Qué derecho tenía ella a experimentaresa reacción ante un nombre, ante unamujer que podría significar más para élde lo que ella podría significar jamás?

―Ella es especial para ti.En cuanto dijo aquello deseó

haberse callado. ¿Qué tenía aquellanoche que parecía perfecta paradeslizarse bajo la superficie de lo quefuera que estuviera floreciendo entreellos? ¿Por qué le estaba preguntandotodo aquello cuando sabía que él notendría un lugar permanente en su vida?

―Ella era, es, especial para todosnosotros. Siempre ha sido como nuestra

pequeña madre. Cuando dejamos de serniños, ella empezó a buscar otroshuérfanos y les construyó un orfanato.Ahora lo dirige. Y planea construir otro.

―Y es duquesa. Es casi como uncuento de hadas, ¿no crees? Una niña dela calle que se convierte en duquesa.

―Supongo que eso es lo que tupadre quería para ti y para tu hermana.Un caballero titulado.

A ella le pareció escuchar algo másen sus palabras y en su entonación: leestaba recordando que él no tenía ningúntítulo. Y aunque sabía muy bien que eracierto que su padre quería que se casaracon un hombre titulado, se limitó adecir:

―Creo que él quería un buenmatrimonio para nosotras, y creo quepara mi padre eso significaba que queríaque nos casáramos con el hombre quenos hiciera feliz.

―¿Y qué te haría feliz a ti,Eleanor?

Ella se estaba empezando a darcuenta de que la felicidad era algo muyefímero. Hacía solo unas horas se habíasumergido en ella, y ahora se le estabaescapando de la misma forma que habíaescapado el aire del globo aerostáticopara que pudieran volver a la tierra.Cuanto más se acercaban a su pensión,más conseguía la realidad alejarla delos sueños y las posibilidades.

―Esta tarde me ha hecho muy feliz,James.

Era muy consciente de lointensamente que la observaba él cadavez que pasaban por debajo de algúnfarol, y sabía que intuía todo lo quecallaba. Se quedaron en silencio comosi los dos supieran que estabandestinados a tomar decisiones que losalejarían el uno del otro.

Cuando el cochero detuvo elcarruaje frente a su pensión, el lacayo sebajó del coche y abrió la puerta paraayudarla a salir. James también bajó y laacompañó hasta la puerta principal.

―¿Cuánto tiempo estarás enLondres? ―preguntó él.

―No estoy segura.―Si mañana trajera el carruaje

sobre las dos, ¿me concederías el honorde ir de pícnic conmigo?

Ella esbozó una cálida sonrisa.―Claro que sí.Swindler levantó la mano de la

joven y le besó los nudillos. Ella sintióel calor que desprendían sus labios através de la tela de los guantes.

―Hasta mañana entonces.El inspector le cogió la llave, le

abrió la puerta y se quedó en la entradahasta que ella cerró. Mientras subía laescalera pensó que sus pasos deberíanser más ligeros, pero no podía evitarsentir el peso de la culpabilidad y el

engaño. Y se preguntó cómo conseguiríaalejarse de él cuando llegara elmomento.

* * *

Swindler no era un hombre queacostumbrara a cometer errores, perocuando lo hacía eran de proporcionesconsiderables y muy lamentables.Durante aquella semana habíaorganizado numerosas salidas paraEleanor y la había acompañado en todasellas: el museo Madame Tussauds, unaópera, un pícnic en los jardines y otravisita a los jardines Cremorne para quepudiera disfrutar de los fuegos

artificiales que tanto le gustaban.Afrontaba cada nuevo día con la mejorintención: deducir lo que se proponíacon Rockberry. Pero se había vueltoceloso del tiempo que pasaba con ella yno quería ni oír hablar del marqués.

Swindler estaba más interesado enaveriguar todo lo que pudiera sobre ella,y su mente siempre estaba ocupadaintentando conseguir quedarse a solascon la joven para volver a besarla.Aunque había sido él quien planeóseducirla, era él quien estaba cayendopresa de la seducción.

Sabía que había llegado elmomento de afrontar susresponsabilidades y, sin embargo, antes

de hacerlo, quería ofrecerle un últimoregalo a Eleanor: una noche querecordaría toda su vida. Incluso a pesarde saber que algún día acabaríadespreciándola.

Ese era el motivo por el que habíaido a casa de los duques de Greystone.Swindler sabía que hacía algunos díasque habían vuelto de su luna de miel.

―¡Jim!Swindler esperaba de pie en el

elegante vestíbulo de la residencia delos duques. Cuando escuchó su nombrese volvió en dirección a la escalera porla que descendía Frannie. Pensaba quecuando la viera por primera vez despuésde haberse casado con Greystone se

sentiría extraño, que se le encogería elcorazón de la misma forma que lo hacíacuando la miraba a los ojos y se dabacuenta de que nunca sería suya.

Pero su corazón no se encogió y nose le hizo ningún nudo en el estómago.No percibió ninguna de las sensacionesque acostumbraba a experimentarcuando estaba con ella. Cuando la vio sesintió alegre, pero nada más. No sintióni nostalgia ni deseo, nada que fuera másallá de la amistad.

Frannie estaba como siempre:preciosa y elegante; llevaba su salvajemelena roja recogida y le brillaba lacara de felicidad. Sin embargo, suvestido era mucho más distinguido que

los que llevaba cuando trabajaba decontable en el club Dodger. Lucía unprecioso vestido verde de seda y encaje,digno de una duquesa.

Su marido la seguía de cerca. Eraun hombre rubio muy elegante. Su mantoera su título. Aunque estuvieracompletamente desnudo, aquel hombreseguiría transmitiendo respeto, yseguiría llamando la atención de todoscuando entrara en una habitación llenade gente.

Frannie se detuvo frente aSwindler, cogió sus enormes manosentre las suyas y se las estrechó consuavidad. Su amiga había sido víctimade una terrible experiencia en su niñez, y

era extremadamente reservada con losabrazos, por lo que no esperó que loabrazara al verlo. Lo que le sorprendiófue que él tampoco deseaba que lohiciera. Al parecer, de repente, cuandoimaginaba alguna mujer abrazándolo, laúnica imagen que aparecía en su menteera la de Eleanor.

―Excelencia ―le dijo. Luego lehizo un gesto con la cabeza a Greystone.

―Oh, Jim, por favor. Sigo siendoFrannie. No te pongas formal conmigo.Me lo tomaría como un insulto.

―Ahora eres duquesa.―Soy tu amiga, ¿no?Él pudo ver en el fondo de sus ojos

verdes lo importante que era para ella su

respuesta.―Sí, claro que lo eres.Frannie le sonrió con alegría.―Me alegro de verte.―Tienes muy buen aspecto.Swindler habría jurado que era

imposible, pero su amiga sonrió con másganas.

―El sur de Francia es maravilloso.Sterling y yo lo hemos pasado muy bien.

Incluso a pesar de saber que elhecho de que lo hubieran pasado biensignificaba que habrían hecho el amor,Swindler no sintió celos. Lo único quesintió fue alegría de que Frannieestuviera tan feliz.

―Ya llevamos un par de días encasa ―dijo Frannie―. Tenía miedo…Me alegro de que hayas venido a vernos.¿Vamos al salón?

No esperó a que él contestara.Entrelazó el brazo con el suyo y tiró deél en dirección al salón.

―¿Qué te puedo ofrecer parabeber, Swindler? ―preguntó Greystonemientras se acercaba a una mesa llenade decantadores.

―Nada, gracias. Me temo que estano es exactamente una visita de cortesía.

―¿Scotland Yard te ha mandadoaquí? ―preguntó Frannie mientras seacomodaba en el sofá.

Swindler se sentó en una sillafrente a ella mientras Greystone ocupabasu lugar a su lado.

―Directamente, no. Pero necesitoun poco de ayuda con un caso en el queestoy trabajando.

―¿Qué clase de ayuda? ―preguntóFrannie.

―Tengo entendido que vais acelebrar un baile mañana por la noche.

―Sí. Sterling pensó que eraimportante que la nueva duquesa deGreystone celebrara una fiesta en sucasa en cuanto volviera de su luna demiel. Catherine se ha ocupado deorganizarlo todo.

―Quería pedirte que invitaras a laseñorita Eleanor Watkins. Su padre eravizconde, por lo que su asistencia noresultará inapropiada.

―¡Por Dios, Jim!, aunque fuera unalavandera, si tuvieras interés en ella lainvitaría de todos modos. Supongo quetambién debo invitarte a ti.

―Sí, siempre que no tengasinconveniente. También necesitará unvestido.

―¿No ha venido a presentarse ensociedad?

―No, creo que ha venido buscandovenganza.

―La palabra venganza sugiere quemi esposa podría ponerse en peligro

―dijo Greystone―. Si ese es el caso nopodremos ayudarte.

―Sterling…―Casi te pierdo una vez, Frannie,

no pienso volver a arriesgarme.Swindler observó divertido la

silenciosa batalla de poderes. Eraevidente que el duque aún no habíadescubierto lo obstinada que podíallegar a ser su duquesa.

Al final Frannie volvió a centrar suatención en su amigo.

―Háblame de la chica.Él inspiró hondo, se inclinó hacia

delante y enterró los codos sobre susmuslos para explicarle cómo la jovenhabía conseguido llamar su atención.

―Esa chica sencillamente mefascina, pero nunca le he confesado miverdadero propósito ni lo que intentoconseguir de ella. A veces me sientocomo si volviera a trabajar para Feagany estuviera intentando desplumar aalguien sin que se diera cuenta.

―Estás haciendo tu trabajo.―Ese es el problema, Frannie. Que

en realidad no es así. Solo estoydisfrutando de su compañía. Yo tenía laesperanza de que con el tiempo ellallegara a confiar en mí y me confesara loque tiene planeado hacer con Rockberry.Pero siempre evita hablar del tema. Yaha llegado el momento de que acabe contodo este asunto. Tengo que enfrentarme

a ella, y cuando lo haga estoy seguro deque lo que siente por mí se marchitará.Me gustaría regalarle una noche, unbaile, quiero hacerle ese obsequio antesde que descubra que la he estadoengañando.

Frannie posó la mano sobre lasuya.

―¿La has estado engañando, Jim?―Ya no estoy seguro. He

empezado a preocuparme por ella, perodebo decirle la verdad sobre lo que sé ylo que necesito saber. Me temo que no leva a gustar nada saber la verdad.

Rockberry se había aprovechadode su hermana. Era muy probable quepensara que él había hecho lo mismo.

Tenía miedo de enfrentarse a esarealidad y esperaba que una últimanoche de felicidad pudiera amortiguar elgolpe.

* * *

―¡Señorita Watkins! ¡SeñoritaWatkins!

Los poderosos golpes casidescuelgan la puerta de sus bisagras.Eleanor cruzó la habitación lo másrápido que pudo y abrió la puerta.

―¿Sí, señora Potter?La mujer respiraba con dificultad y

tenía la cara roja de la excitación.

―Tiene una visita. Es la duquesade Greystone en persona. ¡Dios mío!―Se llevó la mano a su agitadopecho―. Hay una noble en mi vestíbulo.Jamás imaginé… ¿Qué clase de té creeusted que debo preparar? Oh, no tieneimportancia. Prepararé todas las clasesque tengo. Ojalá tuviera pasteles. Lasgalletas parecen tan poco elegantes…Apresúrese. No debe hacer esperar a suexcelencia.

La casera corrió escaleras abajo yEleanor la siguió un poco más despaciocon un nudo en el estómago. ¿Para quéhabría ido a visitarla la duquesa?

Para cuando llegó al final de lasescaleras, ya había recuperado el

control de su respiración y había hechodesaparecer los temblores que recorríantodo su cuerpo. Cuando entró en el salónla duquesa se levantó con elegancia delsillón. La joven que la acompañaba, queresultaba evidente que era una sirviente,también se puso en pie.

La duquesa sonrió con dulzura.―Señorita Watkins.Eleanor hizo una reverencia.―Excelencia.No sabía qué más decir. ¿Debía ser

directa y preguntarle por el motivo de suvisita o debía esperar? ¿Habría pasadotambién Elisabeth por aquellosmomentos de inseguridad por no saberexactamente lo que se esperaba de ella?

¿Sería así cómo habría conseguidoRockberry arrastrarla hasta el infierno?Eleanor se esforzó para que no se lenotara lo enfadada que aquella idea lahacía sentir con su padre. Si las hubierallevado a Londres alguna vez, si lashubiera expuesto un poco más al mundo,tal vez Elisabeth aún estuviera viva ytodos fueran un poco más felices. Quizáella podría haber gozado de laoportunidad de ser cortejada como Diosmanda.

―Le ruego que me disculpe porllegar a una hora tan inapropiada, perotemía que si esperaba hasta la tarde notendría tiempo de conseguir todos mis

propósitos. He venido para pedirle unfavor ―dijo la duquesa.

―No estoy muy segura decomprender cómo puedo ayudarla.

De repente la duquesa dio un pasoadelante y cogió a Eleanor de las manos.

―Soy muy buena amiga de JamesSwindler. Creo que alguna vez le habrámencionado mi nombre. Crecimos juntosen la calle. Sé que la ha estadovisitando. Esta noche celebro un baileen mi casa y he invitado al señorSwindler. Tengo la esperanza de queusted también me conceda el honor deasistir.

¿Asistir a un baile? ¡¿A un baile encasa de una duquesa?! Eleanor apenas

sabía qué decir y se decidió por laverdad:

―Me temo que no tengo nada queponerme.

―Ya he pensado en esaposibilidad. Jim me dijo que no teníausted ningún mecenas y que no habíavenido a la ciudad a presentarse ensociedad. También me describió suaspecto, y debo añadir que fue muypreciso, por lo que me he tomado lalibertad de elegir un vestido que creoque le quedará precioso. Usted es unpoco más delgada que yo, pero Agnes,mi doncella personal, tiene muchahabilidad con la aguja y no tendrá

ningún problema en hacer los arreglospertinentes.

―¡Oh! ―Eleanor se volvió aquedar sin habla. Fue entonces cuandovio la enorme caja que descansabasobre el sofá.

La duquesa estrechó las manos deEleanor.

―Espero que me perdone porparecer una casamentera. Jim nunca mehabía hablado de otra chica, así queestoy segura de que debe ser usted muyespecial para él.

A Eleanor se le hizo un dolorosonudo en el estómago. Eso eraprecisamente lo que ella quería, peroahora que había llegado el momento…

La duquesa pareció advertir susdudas.

―Por qué no le echamos un vistazoal vestido, ¿de acuerdo? Si no le gustapodemos elegir otro.

«¿Cómo podía no gustarle?», pensóEleanor cuando Agnes sacaba de la cajaun vestido blanco con ribetes de colorrosa y pequeñas florecitas de satén queadornaban la falda.

―Es tan bonito que me he quedadosin aliento.

―Pensé que le gustaría ―dijo laduquesa.

―No sé qué decir.―Diga que asistirá al baile.

Eleanor no pudo evitar esbozar unatriunfante sonrisa.

―Asistiré.La señora Potter se unió a ellas

unos minutos más tarde con el té y unospastelitos. A pesar de que noacostumbraba a entrometerse cuando susclientes tenían invitados, parecíaincapaz de resistirse al hecho de teneruna duquesa sentada en su salón,tomando el té, comiendo pastelitos yhablando como si estuviera entreamigas. La duquesa era tan sencilla queEleanor estaba convencida de queenamoraba a cualquiera. Para seralguien que no había nacido en laaristocracia, la duquesa se había

adaptado muy bien a la elevada posiciónque ocupaba en la sociedad. Eleanor nopudo evitar preguntarse si se habríaadaptado con la misma facilidad sihubiera sido ella, en lugar de Elisabeth,la que hubiera elegido su padre paraviajar a Londres en primer lugar. ¿Oquizá habría sido tan ingenua comoElisabeth y se habría precipitado haciael desastre igual que ella?

―He disfrutado mucho de la visita―dijo la duquesa por fin―, pero metemo que debo marcharme. Dejaré aquía Agnes para que pueda hacer losarreglos pertinentes en el vestido. ―Sepuso en pie y las demás también selevantaron―. Dejaré aquí un carruaje

para Agnes y le mandaré otro a ustedsobre las ocho y media, si le parecebien.

―Me parece muy bien ―dijoEleanor.

La duquesa la volvió a coger de lasmanos.

―Creo que a Jim también leparecerá muy bien.

Cuando la duquesa se marchó,Eleanor y Agnes se retiraron a lahabitación de la joven. Hubo quehacerle muy pocos retoques al vestido,pero la duquesa estaba en lo cierto:Agnes era muy hábil con la aguja. Unpar de horas después, cuando ladoncella acabó su trabajo, Eleanor se

puso ante el espejo de cuerpo enteropara admirar su reflejo. El atrevidocorte de aquel vestido sin mangasdejaba entrever parte de su escote. Laduquesa también le había prestado unpar de guantes largos que cubrían losbrazos de Eleanor hasta los codos, y unpar de zapatos de color rosa.

―Si quiere puedo peinarla antesde irme ―se ofreció Agnes.

Eleanor negó con la cabeza.―No, gracias. Creo que haré una

pequeña siesta antes de vestirme. Estascosas suelen alargarse bastante,¿verdad?

―Yo sé que los bailes quecelebraba lady Catherine se alargaban

hasta después de medianoche. Ella haayudado a su excelencia con lospreparativos, así que sospecho queocurrirá lo mismo en esta ocasión.

Eleanor le sonrió a su imagen en elespejo. Se preguntó si lord Rockberryestaría invitado. Si todo salía según loplaneado, aquella sería la noche en laque él se llevaría su merecido.

CAPÍTULO 7

Eleanor ha aceptado mi invitación.He prometido mandarle un carruaje sobrelas ocho y media. Si prefieres hacer tú loshonores házmelo saber.

F.

Swindler sabía que Frannieconseguiría ganarse a Eleanor. Sedirigió al muchacho que le había traídoel mensaje y le dijo:

―Dile que yo me ocuparé.Luego le mandó una nota a

Claybourne para pedirle prestado el más

pequeño de sus carruajes para aquellanoche porque sabía que él utilizaría elgrande para llevar a su mujer al baile.Su amigo prefería utilizar el cochegrande cuando acompañaba a su esposaa algún evento porque era más elegantey digno de la mujer a la que amaba.

Luego Swindler se esmeró enprepararse para la noche. Aunquehubiera preferido que sus amigos nocontaran con él, sabía que tarde otemprano le invitarían a alguno de suselegantes eventos sociales. Ese era elmotivo de que hubiera visitado, hacía yaalgunos meses, a uno de los mejoressastres de Londres.

Ahora estaba delante del espejoadmirando su chaqueta de esmoquinnegra, el chaleco verde con bordados deseda y la camisa y corbata blancas quehabía elegido para la ocasión. No teníael aspecto de tipo duro queacostumbraba a mostrar. Si tenía que sersincero consigo mismo, debía admitirque estaba bastante elegante. Encajaríaperfectamente entre todos los lores queasistirían a la fiesta. No quería admitirque le importaba lo que Eleanor opinarade él y que no deseaba quedar pordebajo de los demás ante sus ojos. No lecabía ninguna duda de que el carné debaile de la joven se llenaría en cuantopisara el salón de baile. Frannie le

estaba ofreciendo una oportunidad paraque se dejara ver y para introducirseformalmente en sociedad. Si llamaba laatención de algún joven quizá ella seolvidara de Rockberry.

Cuando le empezaron a doler lasmanos, Swindler se dio cuenta de queestaba apretando los puños con fuerza.No quería imaginársela en brazos deotro hombre, bailando con él,sonriéndole, coqueteando con él. Eracierto que el título de su padre no erahereditario, pero ella seguía formandoparte de la aristocracia. Tenía todo elderecho del mundo a esperar que el hijode algún lord se fijara en ella; unsegundo hijo, un tercer hijo, incluso el

décimo hijo de un segundo hijo seríamás digno de ella que él.

Pero su falta de posición nobastaba para que dejara de desearla.

Había intentado ganarse suconfianza para descubrir por qué estabaobsesionada con Rockberry y quéesperaba conseguir siguiéndole a todaspartes, y lo único que había logrado eradesear a Eleanor como jamás habíadeseado a ninguna mujer, ni siquiera aFrannie. Quería tener a Eleanor en sucama, quería deslizar su cuerpo dentrodel de la joven y escuchar sus gemidos.Deseaba con todas sus fuerzas a esamujer que olía a rosas y que no teníamiedo de dedicarle seductoras sonrisas.

Se puso los guantes blancospensando en el propósito que cumplían:si su piel desnuda entrara en contactocon la de ella, no sabía si sería capaz decontrolarse. Se estaba empezando acansar de aquel caso. No habíadescubierto nada que tuviera valoralguno para Scotland Yard. Lo único quesabía era que cada minuto que pasaba encompañía de Eleanor era como estar enel cielo y en el infierno al mismotiempo.

Quizá aquella noche dejara eldeber a un lado y antepusiera susnecesidades y deseos a todo lo demás.Si lo hiciera tal vez conseguiríadescubrir si ella era tan consciente de él

como hombre como él lo era de ellacomo mujer. Y así por fin lograríaaveriguar lo que llevaba tiempobuscando: el motivo que se ocultaba trassu obsesión por Rockberry.

Y cuando consiguiera eso, quizá lepodría dar a la joven otro motivo por elque quedarse en Londres.

* * *

Era el vestido más exquisito quehabía tocado su piel. Incluso los dostrajes que tenía Elisabeth, y por los quesu padre tanto había pagado, palidecíanen comparación con aquel. Se miró en elespejo de cuerpo entero. Se había

recogido el pelo y luego lo habíaadornado con una horquilla coronadacon un diamante que le había regaladosu padre. La joven pensó que nuncahabía estado tan guapa.

Era muy consciente de que lavanidad era una de las mejores armasdel diablo, pero parecía incapaz decontrolarse. Si no fuera porque laslágrimas arruinarían su aspecto, habríallorado. Ella siempre había deseado condesesperación presentarse en sociedad yasistir a un baile. No era merecedora delo que iba a vivir aquella noche, pero yano podía evitarlo.

Cogió el pequeño bolso queencontró en la caja del vestido. Por lo

visto, la duquesa había pensado en todo.Ahora comprendía por qué James teníatan buena opinión de ella y se refería asu amiga como su pequeña madre.

James. Nunca tendría que haberdejado de verle como el señor Swindler.

Llamarlo James significabaprovocar una intimidad que deberíaestar prohibida entre ellos y, sinembargo, al mismo tiempo, parecía serperfectamente correcta. Era incapaz deexplicar lo que sentía por él. Se sentíaintrigada, atraída, encaprichada. Semoría por sus besos y sus caricias.Elisabeth había escrito en su diariosobre un deseo tan intenso que la habíallevado derechita al infierno.

Y ella temía estar adentrándose porese mismo camino.

Antes de que pudiera convencersede que debía quedarse en casa, saliórápidamente de la habitación. Cuandoempezó a bajar las escaleras escuchóuna profunda voz masculina procedentedel piso de abajo. La habría reconocidoen cualquier lugar, desde mil kilómetrosde distancia. Cuando comprendió que élhabía ido a buscarla, se derritió.

Cuando llegó al final de laescalera, los ojos de Swindler seolvidaron de la señora Potter y seposaron sobre ella. Se le oscureció lamirada y su respiración se aceleró. Ellapercibió una profunda satisfacción

reflejada en sus ojos, junto a ciertasensación de posesión. Cualquier otramujer se hubiera ofendido y podríahaberse molestado al sentir que élpensaba que le pertenecía, ¿pero cómoiba a enfadarse ella por algo que sabíaque era cierto, por lo menos duranteaquella noche?

Estaba increíblemente atractivo consu esmoquin. Vestido de aquella formanadie osaría cuestionar sus orígenes,nadie podría pensar ni por un momentoque no era un caballero de la más altaalcurnia. Él poseía esa confianza. Quizáfuera cierto que sentía repulsión por susorígenes, pero aquella noche habíandesaparecido. El hombre que tenía ante

ella era una persona que habíasobrevivido al infierno, y nada en elmundo lo volvería a arrastrar hastaaquel lugar.

Y a juzgar por el calor que ardía ensus preciosos ojos verdes, la deseabacon desesperación. Ella no podía negarque lo deseaba con la misma intensidad.

―Vaya, está usted preciosa ―dijola señora Potter rompiendo el hechizo.

Ella sintió cómo el calor seadueñaba de sus mejillas, pero no dejóde mirarle ni un segundo.

―Gracias.―Tengo algo para usted ―dijo él

con una voz entrecortada que la hizopensar en la forma en que hablaría un

hombre que acabara de despertardespués de una noche apasionada. Leofreció una caja de terciopelo.

Antes de abrirla ella dijo:―Oh, no puedo aceptar algo así.―Aún no sabe usted lo que es.―Pero parecen joyas. Sería

inapropiado.―No es para que se lo quede. Solo

es un préstamo.―¿Es de la duquesa de Greystone?Él esbozó una sonrisa juguetona.―Podría ser si eso consigue que

abra usted la caja.Le faltó muy poco para reírse a

carcajadas cuando se dio cuenta de queél pensaba que se estaba comportando

como una niña. ¿Qué importancia teníade quién procedía? Pero sí queimportaba. Especialmente si lo habíatraído él, si era producto de suconsideración. Cuando cogió la caja letemblaban las manos. La abrió y sequedó mirando fijamente el preciosocollar de perlas que había en su interior.

―Pensé que quizá no tendría ustedninguna joya que ponerse esta noche―dijo él en voz baja.

―No puedo aceptarlo ―repitióella.

―Ya le he dicho que solo es unpréstamo. Ninguna dama debería asistira un baile sin un buen collar de perlas,¿verdad, señora Potter?

―Por supuesto que no. ―Lacasera dio un paso adelante y sonrió conamabilidad―. Es una noche especial,señorita Watkins. No creo que haya nadade malo en ello.

Antes de que ella accediera, Jamesempezó a sacar el collar de la caja. Nollevaba guantes; sin duda para manipularmejor el cierre. Su cálida piel rozó elsensible cuello de la joven provocandouna cálida ráfaga de deseo que seapoderó de su interior. Pensó que sifuera una vela se derretiría en un abrir ycerrar de ojos.

Swindler apartó las manos y dijo:―Justo como imaginaba. Son tan

perfectas como usted.

Ella lo rodeó y se acercó al espejoque colgaba en el vestíbulo. El collardescansaba sobre la hendidura quedibujaba su garganta; era perfecto. Derepente la asaltó una absurda necesidadde ponerse a llorar.

―Me siento como una princesa.―Quizá lo sea.―No sabía que era usted un

soñador, señor Swindler. Lo cierto esque no sé qué decir después de recibirun regalo tan precioso, incluso aunquesolo vaya a ser mío durante unas horas.

De repente, de manera silenciosa,estaba justo detrás de ella y la miraba alos ojos a través del espejo.

―Reserve un baile para mí.

―Puede tenerlos todos.―Eso, querida, podría provocar un

escándalo.Una emoción cruzó el rostro del

inspector con tanta rapidez que ella nopudo juzgarla con precisión, pero sihubiera tenido que adivinar habría dichoque le preocupaban sus propiaspalabras, y se preguntó si serían loshalagos, si se le habrían escapado sinquererlo él y no se sentía del todocómodo con ello.

―Deberíamos irnos ―dijo comosi hubiera decidido que necesitabaponer distancia entre ellos.

―Páselo bien, señorita Watkins―dijo la señora Potter―. Y, señor

Swindler, dígale a su hermana que lapróxima vez puede entrar ella también.

Mientras acompañaba a la jovenhasta la puerta, dijo:

―Gracias, señora Potter, lo haré.Pero ya le he dicho que es un pocotímida.

Cuando estuvieron fuera, ella ledijo:

―No sabía que tenías una hermana.―Y no la tengo. Pero no quería que

la señora Potter pensara que ibas a ir enel carruaje sin carabina.

―¿Y qué dirá la gente del baile?―No creo que nadie lo pregunte.

Frannie te ha arropado bajo su ala, yestá casada con uno de los lores más

poderosos de Gran Bretaña. Podríasentrar allí completamente desnuda ytodos los invitados se acercarían adecirte lo bonito que es tu vestido.

La risa que se le escapó la ayudó arelajarse. Tenía mucho miedo deponerse en ridículo aquella noche. Peroentonces pensó que si estaba junto aJames tenía fuerzas para afrontarcualquier situación.

* * *

Cuando el carruaje se detuvo, unode los lacayos que había en el caminoabrió la puerta y la ayudó a bajar. Jamesla siguió rápidamente, puso la mano

bajo su codo y la acompañó hasta laentrada de la enorme residencia. Seveían otros carruajes de los que bajabanotras parejas que se acercaban másdeprisa a las puertas abiertas de la casa.

Pero ella quería tomarse su tiempo,quería absorber hasta el último detallede aquella noche.

―Es casi como si fuera un palacio,¿verdad? ―suspiró ella.

―Para mi gusto, es demasiadogrande ―dijo James.

Ella levantó la cabeza para mirarle.―Para mí también, pero no me

importa venir de visita.Swindler la acompañó por las

puertas dobles que daban al vestíbulo de

la entrada donde brillaba una enormelámpara de cristalitos que colgaba deltecho. Un lacayo se llevó su capa y elsombrero de James y luego losacompañó hasta el salón.

―Pero todos están subiendo laescalera ―le dijo a James en voz baja.

―No pasa nada. Nosotros somosespeciales.

Cuando entraron en el salón vierona un hombre moreno y una preciosadama rubia que se acercaban a ellos.

―Ah, usted debe ser Eleanor―dijo la dama―. Yo soy lady Catheriney este es mi marido, lord Claybourne.

El caballero le besó la mano.―Es un placer.

―James me ha hablado de usted―le dijo a lord Claybourne.

―Espero que no demasiado.Era incapaz de imaginar que aquel

hombre hubiera crecido en la calle. Suporte era absolutamente noble.

―No le he contado nada que puedahacerle tener mala opinión de ti ―dijoJames.

―Entonces la conversación sobremí debe haber sido bastante corta ―dijoClaybourne sonriendo.

―Frannie nos advirtió quevendrían ―dijo lady Catherine―. Yasuponíamos que James no leproporcionaría ninguna carabina, asíque, si no tiene ninguna objeción, nos

ocuparemos nosotros. No tiene ningúnsentido empezar a provocar rumores tandeprisa.

―Será un honor.―En ese caso, entremos, ¿de

acuerdo?Ella asintió y recordó a la prima

lejana carente de buenas relaciones quehabía llevado a Elisabeth a Londres.Qué distinto habría sido todo si suhermana hubiera tenido una condesa a sulado.

―Si me permite el atrevimiento,quiero que sepa que usted y Jim hacenuna pareja adorable ―dijo la condesaen voz baja mientras lideraba el grupo

que subía las escaleras con loscaballeros a la cola.

La joven se ruborizó y fue incapazde pensar una respuesta adecuada.

―Discúlpeme si la he incomodado―dijo la condesa―. Jim es un granamigo. Estoy muy contenta de verlofeliz.

―Es diferente a todas las personasque he conocido.

―La mayoría de estossinvergüenzas lo son.

―¿Sinvergüenzas?Catherine se rio con delicadeza.―Así es como yo veo a mi marido

y a sus amigos. Se han convertido enhombres respetables, pero de algún

modo siguen siendo unos sinvergüenzas.No deje que eso la asuste. Es unacualidad que en ocasiones resultaextremadamente útil.

Llegaron a un rellano quedesembocaba en un enorme salón debaile. La gente hacía cola esperando aque los presentaran.

A la joven se le aceleró el corazónal ver a todas aquellas elegantes damasy atractivos caballeros. Todos parecíantan seguros, tan cómodos…, sonreían,hablaban, se reían a carcajadas… Todosesperaban impacientes a que empezarala noche.

―Eres tan buena como cualquierade ellos ―murmuró James cerca de su

oído.Ella se volvió para sonreírle y

asintió.―Soy incapaz de imaginarme una

temporada entera así.―Yo creo que enseguida se vuelve

aburrido.Ella negó con la cabeza.―No, yo creo que cada noche debe

ser maravillosa.Cuando se acercaron a la puerta,

Catherine habló con el hombre queesperaba allí. Él asintió. Entonces alzóla voz:

―¡Lord y lady Claybourne, laseñorita Eleanor Watkins y el señorSwindler!

La joven recorrió el enorme salóncon la mirada y pensó que no había vistonada tan magnífico en toda su vida. Ellaprocedía de un pequeño pueblo yaquello era como estar en un sueño.Ahora comprendía que Elisabeth hubieracaído presa de los encantos deRockberry.

Mientras bajaba los escalones sesintió agradecida de tener una mujerexperimentada a su lado. Cuandollegaron al final de las escaleras,Catherine saludó al anfitrión y laanfitriona.

―Frannie, Sterling, espero queesté todo a vuestro gusto.

―Querida hermana ―dijo elduque―, siempre supe que nosproporcionarías una noche pararecordar. Y usted debe ser la señoritaWatkins. Mi mujer ha disfrutado muchode la visita que le ha hecho esta tarde.Es un placer tenerla en casa.

Ella hizo una reverencia.―Es un placer estar aquí,

excelencia. ―Se volvió en dirección ala duquesa―. Excelencia, muchísimasgracias por haberme prestado el vestido.

―Puede usted quedárselo. Yotengo demasiados. ¿Y quién sabe? Talvez después de esta noche pueda ustedvolver a necesitarlo.

―Es usted muy generosa.

―Disfrute de la noche.―Oh, lo haré.Volvió la cabeza hacia atrás para

mirar a James y en sus ojos verdes vioque aquella noche era para ella, todapara ella. Catherine la acompañó por elsalón y le presentó a un caballero trasotro.

Ella no pensaba ser tan tímidacomo Elisabeth. A pesar de lasmaravillas y la excitación que larodeaban, sintió una momentáneapunzada de tristeza al pensar que suhermana no habría experimentado nadaparecido. Pero su dolor desapareciócuando el primer caballero la llevó a lapista de baile.

* * *

Swindler aún no había podidobailar con Eleanor. Desde que habíabajado las escaleras del gran salón, lajoven había captado la imaginación y laatención de todos los asistentes. Aunqueno podía culparlos por sentirsefascinados por aquella chica. El vestidoque llevaba realzaba todas sus curvas.Deseaba desesperadamente posar lasmanos en su cintura y acercarse a sucuerpo.

Cogió una copa de champán de labandeja de uno de los camareros quepasaba por su lado y se bebió elcontenido de un solo trago.

―¿Te estás preparando para labatalla?

Dedicó a Claybourne una cortantemirada justo antes de aceptar encantadoel vaso de whisky que le ofrecía suamigo. Se bebió el contenido con lamisma rapidez que se había bebido elchampán.

―Tranquilízate, Jim. Pareces estara punto de matar a alguien. Será mejorque aflojes. Ya sabes que el licor solo tepone más furioso.

Swindler siempre había admirado aClaybourne por encima de los demáschicos de Feagan. Quizá como susorígenes siempre habían estado entre lanobleza, nunca pareció pertenecer de

verdad a la pandilla de ladronzuelos deFeagan.

―Yo no estoy furioso.―Pues lo parece.Claybourne era casi tan alto como

Swindler, pero su constitución era másesbelta, más aristocrática. También erala única persona, además de Frannie, enla que confiaba Swindler.

―No esperaba que todos loscaballeros se abalanzaran sobre ella.

―¿Por qué no? Es una mujerpreciosa.

Nadie había dicho nunca nada quefuera tan cierto.

―Tu enfado te está impidiendo verla situación con claridad ―dijo

Claybourne sombríamente mientras ledaba a Swindler el vaso de whisky quese estaba bebiendo él.

Su amigo se tragó el licor y sedeleitó en el ardor que se extendió porsu pecho.

―Te he dicho que no estoyenfadado.

―Pues entonces estás celoso.«¡Maldita sea!» Swindler asintió.―Tal vez.―A ella no le interesa ninguno de

esos caballeros.Swindler emitió un sonido burlón.―¿Cómo no va a tener ningún

interés? Aunque esté al final de la cola,este es su mundo. Ha bailado con un

duque, dos marqueses, cuatro condes, ycon tantos segundos hijos que ya heperdido la cuenta.

―No sabía que conocieras tan biena la nobleza.

―Estaba cerca de ellos cuando sealinearon como indigentes e hicieroncola para conseguir un cuenco degachas. Lo peor es que ha bailadoincluso con Dodger, que sin duda es elhombre más rico de todo Londres.

―También está felizmente casado.―Dios, jamás pensé que asociaría

esas palabras a Jack. ―Quería otrotrago de whisky, ron o ginebra. Noimportaba lo que fuera mientras tuviera

el poder de quemar el inmenso tormentoque se había apropiado de él.

―¿Y por qué no ha bailadocontigo?

Swindler no dijo ni una solapalabra y Claybourne le dio un codazoen las costillas.

―¿Es porque no se lo has pedido?―Yo quería que esta noche fuera

especial para ella. Su hermana disfrutóde la oportunidad de venir a Londres yEleanor nunca pudo hacerlo. Yo queríahacerle ese regalo.

―Ella no está disfrutando de bailarcon todos esos caballeros, ¿sabes? ¿Note has dado cuenta de que nunca los miradurante demasiado tiempo? ¿O en la

forma que tiene de mirar por todo elsalón como si estuviera buscando aalguien? Tiene la sonrisa tan congeladaque le debe doler la mandíbula. Pídeleque baile contigo.

―Lo más probable es que su carnéde baile esté completo.

―Si yo quisiera bailar conCatherine, eso no me detendría.

Normalmente tampoco habríadetenido a Swindler. Se preguntó quédiablos le estaría ocurriendo. Se sentíaculpable por estar engañándola. Deberíadecirle la verdad, pero mientras pensabaen las palabras sabía que en cuanto laspronunciara todo lo que había entreellos cambiaría. El afecto que sentía por

él se convertiría en aversión. El interésque sentía por él se marchitaría comouna rosa privada de agua.

Las últimas notas de un violíndieron paso al silencio. Eleanor nisiquiera tenía que abandonar la pista debaile porque en cuanto su acompañantese despedía de ella aparecía elsiguiente.

Swindler le devolvió el vaso aClaybourne y, sin decir ni una solapalabra, empezó a andar entre lamultitud en dirección a la zona donde lasparejas de baile empezaban a dar losprimeros pasos al ritmo de la música.Tocó con suavidad el hombro de lordMilner. El hombre pareció tan

sorprendido como cuando jugaba a lascartas en el club Dodger y le repartíanuna buena mano.

―Lo siento, milord, pero es miturno.

Si lord Milner hubiera sido máscorpulento quizá se habría enfrentado aSwindler. Pero se limitó a excusarse yse marchó. Antes de que sonara elsiguiente acorde Swindler ya habíacogido a Eleanor entre sus brazos y ladeslizaba por la pista de baile.

La joven llevaba toda la nocheesperando ese momento.

―¿Por qué has tardado tanto?Él esbozó una irónica sonrisa.

―No estaba seguro de quequisieras cambiar un baile con un lordpor otro con un hombre que tiene pocoque ofrecer excepto un par de piespatosos.

―Te subestimas, James. Eres muybuen bailarín.

―Tú también, Eleanor.Se deslizaron por toda la pista de

baile como si no hubiera nadie más enella. La joven pensó que estaban unpoco más pegados de lo que resultabaapropiado, pero no le importaba.

Hacía solo un rato que una de susparejas le había dicho que le recordabaa una dama con la que bailó latemporada pasada. El caballero no

recordaba su nombre y le preguntó si eraella. La tristeza se apoderó de la jovencuando se dio cuenta de que su hermanahabía estado en Londres y que nadie larecordaba con claridad. Estaba segurade que a ella tampoco la recordarían.

Solo formaba parte de las vidas deaquellas personas durante un momentofugaz. La próxima noche ellos tendríanotras parejas de baile mientras ella seesforzaría por retener intacto elrecuerdo de lo que había vivido. Y elque estaba creando en aquel instantejunto a James sería el más valioso detodos, o por lo menos de todos los quetendría de aquel baile.

Apenas hablaron. Era como si nonecesitaran decirse nada. Conversabancon una mirada, estrechándose lasmanos y rozándose las piernas.

Cuando el baile acabó, él le quitóel carné de baile de la muñeca, se lometió en el bolsillo y dijo que elsiguiente baile también era suyo. Ella noprotestó. Deseaba aquello con másintensidad que el aire que respiraba.

Durante su tercer baile, élpreguntó:

―¿Reservarás el último baile paramí?

―Me parecería estupendo que estefuera el último baile de la noche.

―¿Te quieres ir a casa? ―lainterpeló él.

―No ―dijo ella, preguntándose dedónde habría salido la calidez que leteñía la voz―. Pero sí que me quiero ircontigo.

Cuando la música dejó de sonar, sedespidieron de sus anfitriones. Fuerasoplaba una gélida brisa. Cuando él lepuso la capa sobre los hombros, fue sucercanía y no la prenda lo que la hizoentrar en calor.

Cuando se sentaron en el carruaje,él, fingiendo sorpresa, dijo:

―Vaya, me pregunto a dónde habráido mi hermana. ¿Qué pasará entrenosotros sin carabina?

Ella le cogió la cara con la mano.―Yo tengo la esperanza de que nos

besemos.Su deseo se cumplió incluso antes

de que el carruaje se pusiera en marcha.Él posó la boca sobre sus labios y ellalos separó para recibir lo que él leofrecía. La joven se volvió a sorprenderde su sabor, pero aquella noche eradistinto. Ya no sabía a pastel de carne.De repente era suntuoso, suave ydecididamente oscuro. No era champán.Había bebido otra cosa, algo fuerte, algoque gustaría a un hombre. Sea lo quefuere, a ella también le gustaba ydisfrutó de su sabor cada vez que lalengua de James acariciaba la suya.

Él deslizó los brazos por suespalda y sus caderas y la acercó a suregazo. Casi inmediatamente cambió elángulo del beso y se hizo más profundo,como si él quisiera llegar a su corazón.Cómo podía decirle que ya lo habíaconseguido, que lo había hecho de tantasmaneras que sentía que él era su otramitad. El préstamo de las perlas, losfuegos artificiales, los paseos porLondres… Conversaciones y bailes. Unainvitación a un baile. Ella había llegadoa Londres con una meta y él habíaconseguido meterse lentamente en suvida de tal forma que a ella le estabacostando recordar sus prioridades.

Egoístamente, y para su eternavergüenza, en aquel momento Rockberryle parecía insignificante en comparacióncon lo que podría tener si se olvidaba deaquel malvado hombre.

La cálida boca de James se paseópor su mandíbula y luego siguió por sucuello dejando una húmeda niebla a supaso. La capa resbaló de sus hombros,que quedaron expuestos. Él, sin dudar,empezó a mordisquear la piel liberada.Le mordió la clavícula con suavidad yluego se disculpó pasándole la lenguapor encima.

Ella se retorcía sobre su regazo yapretaba las piernas disfrutando de lospequeños temblores de placer que

parecían originarse en aquella zona paraluego expandirse hacia fuera. Nuncahabía experimentado nada parecido. Eracomo si al tocarla en un sitio tuviera elpoder de extender esa caricia por todosu cuerpo. Todas las partes de su cuerpoquerían hacerse un ovillo, contraerse yexpandirse.

La áspera respiración de Swindlerresonó por los confines del carruajemientras sus enormes manos se paseabanpor todo el cuerpo de la joven. Ellasintió la dureza de James presionándolela cadera. Los ásperos gemidos delinspector resonaron en los oídos de lajoven antes de volver a besarla con unapetito que superaba el que sentía ella.

Eleanor no tenía ninguna duda deque la deseaba, de que estaba bajo sucontrol, de que era su tesoro.

El carruaje se detuvo y él rugiómientras separaba la boca de sus labiosy apoyaba la frente sobre la de la joven.Ella sabía que debía haberse apartadode él, estaba segura de que él sabía quela tendría que haber alejado.

Pero se quedaron pegados el uno alotro como si los arrastrara la agitacióndel océano. James no se apartó de ellani siquiera cuando el lacayo abrió lapuerta.

―Danos un momento ―rugió conla voz quebrada.

La puerta se volvió a cerrarinmediatamente bloqueando el mundoque requería carabinas y corrección, yse quedaron en su propio mundo, dondeeran ellos quienes dictaban las reglas decomportamiento.

―Esta ha sido la noche másmágica de mi vida ―susurró ella con elcorazón tan acelerado que estaba segurade que él podía escucharlo―. No quieroque acabe. No aquí, no así.

Él se echó hacia atrás y, en lososcuros confines del carruaje, ellapercibió cómo la observaba con unagran intensidad, como si estuvierabuscando una explicación a suspalabras.

―¿Qué quieres decir, Eleanor?―Quiero pasar la noche contigo.

CAPÍTULO 8

Mientras la hacía entrar en su casay subían juntos las escaleras que losllevarían a su habitación, él pensó queaquella era una muy mala idea. Pero ladeseaba con demasiada desesperación yno le importaba nada que pudiera estarcomprometiendo su propia integridad.Por la mañana hablaría con sir David ylo pondría todo en su sitio para que tantoScotland Yard como Rockberryestuvieran contentos.

La capucha de la capa de Eleanorescondía su rostro. Swindler noacostumbraba a llevar jovencitas a suhabitación, aunque su casera sabía quesolía llegar muy tarde. La mujer noacostumbraba a despertarse cuando élllegaba a casa. Gracias a Dios, aquellanoche no fue una excepción.

Utilizó su llave para abrir la puertadel apartamento y le pidió a Eleanor queentrara. Sin apenas darse tiempo acerrar la puerta, la estrechó entre susbrazos. Jamás había deseado a ningunamujer con tanta desesperación, nuncahabía querido sentir el cuerpo de unachica pegado al suyo con tantas ganas,jamás había sentido tanta necesidad por

beber apasionadamente de su boca. Lajoven acababa de entrar en lahabitación, pero su olor a rosas ya seestaba adueñando del espacio y semezclaba con el aroma más terrenal dela colonia que él utilizaba muy de vez encuando.

Su boca se abrió con impaciencia ala de él y le rodeó el cuello con losbrazos como una rosa buscando su lugaren una espaldera. No había timidez nidudas, lo único que la guiaba era lanecesidad y el deseo. Él ignoró lospensamientos que no paraban de gritarleque estaba destruyendo su reputación. Siestaba tan dispuesta a ofrecerse a élaquella noche, probablemente estuviera

dispuesta a darle mucho más. Yapensaría en otro momento a dónde losllevaría todo aquello. En aquel instante,lo único que importaba era que todo loque había ido creciendo en el interior deSwindler desde aquel primer beso enlos jardines Cremorne estaba a punto dematerializarse.

Si pudiera esperar, si pudieramantener sus necesidades a raya… Si loconsiguiera no permitiría que la primeravez de aquella chica estuviera manchadapor su incapacidad para…

Su mente se detuvo de golpe y elbeso también. Él siempre centraba todasu atención en las chicas, pero aquellanoche quería darle más de lo que jamás

le había dado a nadie, porque ellasignificaba más para él de lo que nadiehabía significado jamás. Utilizó lahabilidad de unos dedos que nunca lehabían dado buenos resultados comocarterista, y desabrochó los cierres desu capa. En la oscuridad escuchó elsusurro de la tela cayendo a los pies dela joven.

Se quitó los guantes y los tiró sobreuna silla, pero a juzgar por el sonido quehicieron era evidente que habíanaterrizado en el suelo de madera. Unatenue luz que brillaba en la calle se colótímidamente en la habitación recortandosu silueta, pero sin dar detalles.Swindler pensó que era el momento

perfecto, que, aprovechando el refugioque les proporcionaba la oscuridad,debería explicarle el verdadero motivopor el que había entrado en su vida.Debería decirle que él se ocuparía deRockberry, que se aseguraría de queaquel hombre pagaba con crecescualquier cosa que le hubiera hecho aElisabeth. Él sería su héroe. Pero,mientras pensaba que era el momentoperfecto para confesárselo todo, noquería que nada desmereciera aquelinstante. Se lo explicaría todo más tarde,cuando hubiera hablado con sir David yse hubiera ocupado de ponerlo todo enorden.

Aquella noche era solo para ellosdos. Swindler no quería que Elisabeth,Rockberry o sir David estropearanaquella ocasión, o se convirtieran enparte de su recuerdo. Tenía que ser igualque aquella noche que pasaron en losjardines Cremorne y Eleanor no quisohablar del pasado. Ahora era él quien,egoístamente, quería que aquel momentose centrara solo en el presente, en ellos,en lo que podían compartir el uno con elotro. La cogió suavemente por lamejilla.

―No es demasiado tarde paravolverse atrás si has cambiado de idea.

Lo más probable es que muriera enel acto, pero él nunca había forzado a

ninguna mujer, y no tenía ningunaintención de empezar ahora,especialmente con ella.

―Yo no he cambiado de idea. ¿Ytú?

Él se rio, la cogió en brazos y seinternó en la habitación.

―Eso es imposible. Te deseodesde la primera tarde que pasamos enel parque.

―Has demostrado tener muchacontención.

―No tienes ni idea.La dejó junto a la cama y se volvió

hacia la mesita para encender una vela.La mecha del quinqué cobró vida.

―¿No sería mejor que estuvieraoscuro? ―preguntó ella.

―No. ―Pero bajó la llama hastaque las sombras se adueñaron de lahabitación y consiguió crear la intimidadque creía que ella necesitaba.

―Qué grande que es tu cama.Nunca había visto una cama tan grande.

A él no le pasó desapercibido elnerviosismo que le teñía la voz.

―La hicieron especialmente paraque yo pudiera caber bien en ella. Perosolo es una cama, Eleanor, y no ocurriránada en ella que no desees que ocurra.

Swindler se dio cuenta de que lajoven se estremecía. Le cogió el rostro

con ambas manos para que lo mirara alos ojos.

―No te haré daño.―Ya lo sé. Confío ciegamente en

ti, James. Más de lo que jamás heconfiado en nadie.

Él posó la boca sobre sus labios yla besó profundamente. Al percibir elsabor del champán en sus labios rezópara que la embriagadora bebida noestuviera afectando su decisión. Peroella no se balanceaba, por lo menos aúnno. Si él conseguía lo que se proponía,pronto lo estaría haciendo porque seembriagaría de sus besos y sus caricias.

Swindler arrastró la boca por elcuello de la joven y sintió cómo se le

aceleraba el pulso bajo sus labios. Ellase agarró con fuerza a las mangas de suchaqueta, suspiró y echó la cabeza haciaatrás para facilitarle el acceso acualquier lugar que él desearainvestigar. Él pensó que lo primero seríasu pelo. Le acarició el cuello con losnudillos.

―Tienes un cuello muyprovocativo.

―Es mi mejor cualidad, ¿no teparece?

―¿No estás siendo un pocovanidosa, Eleanor?

Ella frunció el ceño.―No, es que… Supongo que estoy

nerviosa. No quiero decepcionarte.

―Es imposible que tú medecepciones.

Swindler vio en los ojos de lajoven el placer que le provocaronaquellas palabras. Y solo era elprincipio; tenía la intención deprovocarle mucho más placer. Despuésde quitarle las horquillas del pelo condestreza, observó cómo su melena sedescolgaba por sus hombros y resbalabapor su espalda. Era más bonita de lo quele pareció al verla desde lejos. Estuvo apunto de confesarle que una nochepermaneció observando cómo secepillaba el pelo junto a la ventana, peroentonces tendría que haberle explicadopor qué estaba en la puerta de su

pensión. No quería que nada la alejarade las atenciones que le estababrindando.

Le cogió el brazo y empezó abajarle el guante hasta que llegó a sumuñeca. Sintió cómo se le aceleraba elpulso bajo su pulgar. Ella le observó yél se preguntó qué estaría pensando.Esperaba que la joven se diera cuenta delo mucho que valoraba aquellosmomentos que estaba pasando en sucompañía.

―Lo puedo hacer yo ―susurróella con la voz entrecortada.

―Prefiero hacerlo yo. ―Fueestirando de cada dedo hasta que pudoquitarle el guante entero. Luego lo dejó

caer al suelo y le acarició la mano conlos dedos.

―Ese guante pertenece a laduquesa de Greystone. Debería ser máscuidadosa con él ―dijo ella.

―No le importará. Yo meencargaré de comprarle unos nuevos sies necesario.

Swindler empezó a quitarle el otroguante. Cuando tuvo la mano desnuda,ella le acarició la mejilla y luegodeslizó los dedos por su pelo. Era laprimera vez que lo acariciaba con lamano desnuda. A pesar de que solo setrataba de su cara, su cabeza y su pelo,un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.Se moría por las caricias de aquella

chica. Quería sentirla por todo elcuerpo.

Entonces la hizo girar muylentamente.

Ella no esperaba que él fuera tandespacio, pero lo cierto era que aquelhombre nunca dejaba de sorprenderla.James la hacía sentir digna de amar ymuy deseada. En sus ojos podía ver que,incluso un acto tan sencillo comosoltarle el pelo, le provocaba placer.

Swindler le apartó la melena de laespalda y se la colocó sobre el hombro.Luego empezó a desabrocharle elvestido. Ella notó cómo se abría elprimer botón, luego el segundo. Intentórecordar cuántos botones tenía para

calcular cuánto tardaría en quitárselodel todo. Antes de que acabara depensar en aquello, él se lo estababajando por los hombros.

Posó los labios sobre su cuello yfue como si hubiera vertido un cubo decera caliente en sus venas. El calor seextendió por todo el cuerpo de la joven.

Ella sabía que no era correcto queestuviera allí y que no debía llevar lascosas tan lejos, pero la muerte deElisabeth le había enseñado que unapersona nunca sabía cuándo le podíanrobar algo de valor. Aquella nocheJames le pertenecía. No tenía ningunagarantía de que siguiera siendo suyo porla mañana.

La felicidad era fugaz y el amor unailusión.

Estaba decidida a aprovechar todoel tiempo que pudiera pasar con él, y avalorarlo como se merecía. Esperabaque nunca tuviera que arrepentirse.

Apartó de su mente lospensamientos sobre Elisabeth yRockberry. Durante aquel corto espaciode tiempo no quería pensar ni en eldolor que sentía ni en su búsqueda dejusticia. Egoístamente iba a aceptar todolo que le ofreciera James y lo guardaríacomo un tesoro para las solitariasnoches que, sin duda, le quedaban pordelante.

Él empezó a quitarle algodón, seday encajes tan despacio que la piel de lajoven se puso más sensible. Luegodesabrochó lazos, aflojó botones yapartó tela. Desechó cada prenda sincuidado hasta que no quedó nadaexcepto las perlas. Entonces sus dedoscomenzaron a dedicarle el mayor de loscuidados a su piel. Siguió los dedos conla boca; la tocaba y la saboreaba; leprovocaba pasiones hasta que ella pensóque se volvería loca de deseo.

La joven se dio media vuelta yobservó cómo reaccionaba él esperandoque no se sintiera decepcionado al verque ella no actuaba con recato. Queríapasar aquella noche con él, lo deseaba

con tanta fuerza que estaba dispuesta adar su alma a cambio de conseguirlo. Nocabía duda de que ya lo había hecho.

Cuando ella se volvió, la mirada deJames se embarcó en un lento viaje portodo su cuerpo que lo dejó sinrespiración.

―Qué bonita eres. ―Su vozsonaba áspera, tenía la miradaacalorada, y aquella noche sus marcadasfacciones, esos rasgos que ella conocíatan bien, parecían distintas, como si dealguna forma cada parte de ella leestuviera remodelando.

―Deberíamos guardar las perlaspara que no se rompan ―le dijo ella.

―No, déjatelas puestas. Creo queson perfectas para este momento.

A ella le sorprendió que hubieradejado de tocarla.

―No me voy a romper ―leaseguró mientras tiraba del pañuelo queél llevaba al cuello.

―Tengo callos en las manos.―Me gusta sentirlas sobre mi piel

―dijo ella cogiéndole una mano yacercándosela a los labios. Dibujó uncírculo en su palma y a él se le escapóun gemido.

―Me atormentas ―jadeó él.Ella se rio sorprendida.―¿Yo? No soy yo la que sigue

vestida.

Él la recompensó esbozando una desus escasas y sensuales sonrisasmientras añadía su chaqueta a lamontaña de ropa que había en el suelo.Luego se quitó el chaleco, la camisa ytodo lo demás, hasta que solo llevabapuestos los pantalones. Era magnífico.La piedra esculpida no podía mostrarmás perfección.

Ella deslizó las manos por supecho y sintió cómo sus músculos secontraían y se relajaban cuando pasabalos dedos por encima. Aquel hombre erapura fibra. Se acercó a él y rozó lospechos contra su torso.

―Dios ―rugió él al tiempo que seapoderaba de su boca con una urgencia

que la sorprendió.Swindler había esperado todo lo

que pudo antes de tocarla porque sabíaque en cuanto lo hiciera aquel lento valsllegaría a su fin. Ya no sería capaz decontenerse. La deseaba con demasiadadesesperación.

Los brazos de la joven sedirigieron a sus costados y le acarició laespalda; su caricia era suave y fugaz.Swindler sentía su roce y luego dejabade sentirlo. Era una extraña alternanciade contacto y ausencia. Él nunca habíadejado que ninguna mujer deslizara lasmanos por su espalda. Siempre solíadistraerlas de un modo u otro, a menudolo conseguía alejando las manos de las

chicas de su cuerpo. Pero con elladeseaba experimentarlo todo, estabadispuesto a arriesgarlo todo, porque nola quería a medias tintas. No podíaexplicarlo, pero ansiaba saberlo todosobre ella, hasta su más ínfimo secreto yla mínima imperfección. Y por algúnmotivo era importante que ella tambiénconociera los suyos.

Entonces ella se tensó, dejó debesarle y frunció el ceño.

―¿Qué te ha pasado aquí?―No es nada.No la detuvo cuando ella le miró la

espalda.―¡Oh, cielo santo! ―Cuando vio

las cicatrices que le cubrían la espalda

se le llenaron los ojos de lágrimas―.¿Quién te hizo esto?

―La ley.Se puso derecha y le observó a

conciencia; miró más allá del atractivoexterior y vio al hombre herido quehabía en su interior.

―Nunca fui un ladrón muy hábil―explicó―. Normalmente mecastigaban con algunos latigazos en vezde meterme en la cárcel.

―¿Cuántos años tenías? ―susurróella sin estar muy segura del motivo porel que aquel dato era tan importante. Loque le había ocurrido no debería pasarlea nadie.

―Ocho la primera vez y nueve lasegunda. Feagan me advirtió de que sime volvían a coger me acabaríandeportando en un barco con destino aNueva Zelanda.

―Deportado. ―Ella nunca sehabía parado a pensar en los castigosque recibían los delincuentes. Sí quehabía oído contar cosas en algunaocasión, pero era como escuchar aalguien contar el argumento de unahistoria que no tenía ningún interés enleer―. Lo siento mucho.

―No lo sientas. Ya no duelen. Nosiento nada ni en la más profunda detodas. ―Le tocó la mejilla―. Nunca lashabía compartido con nadie. Jamás

había dejado que las tocara ningunamujer. Tú eres diferente. Lo que sientopor ti es distinto. No quiero que hayasecretos entre nosotros.

Ella casi se pone a llorar alescuchar la sinceridad que le teñía lavoz. Si no la hubiera cogido entre susbrazos para besarla, se lo habríacontado todo sobre Elisabeth, pero sabíaque si lo hacía dejaría de besarla, y lodeseaba más que respirar, más que lavenganza.

Se tambalearon hasta la cama conlos brazos y las piernas entrelazados, yal caer sobre el colchón se separaron ydejaron de besarse.

―Sigues llevando los pantalonespuestos ―le dijo ella como si no fueraconsciente de que estaba completamentedesnuda y expuesta mientras que élseguía conservando cierta intimidad.

―Tengo miedo de que alquitármelos pueda perder el pococontrol que me queda.

Ella le cogió la cara con ambasmanos y le posó los pulgares sobre loslabios.

―Quítatelos.―Eleanor… ―Esbozó una mueca

burlona―. No estoy seguro de que sepasexactamente lo que estoy controlando.

―Quieres hacerme el amordesesperadamente y cuando te quites los

pantalones ya no habrá nada que tedetenga.

―Exacto.―Yo también me muero de ganas

de hacerte el amor. Quítatelos.Antes de que pudiera dar la

siguiente bocanada de aire, él se habíaquitado los pantalones y ella empezó apreguntarse si sería capaz de volver arespirar. Su James era un hombreenorme en todos los sentidos.

Su cuerpo desnudo cubrió el deella cuando se colocó entre sus muslos,y la joven pensó que nunca volvería asentir nada tan maravilloso. La piel deJames estaba húmeda y aterciopelada enalgunas zonas, áspera y peluda en otras,

pero ella adoraba cada centímetro ycada textura.

Entonces la volvió a besar. Pensóque nunca se cansaría de sus besos.Cada uno era distinto y, sin embargo,igual que el anterior. Todos la hacíanenloquecer de deseo.

Sintió todo el peso de su cuerpoencima del suyo, pero no estabaincómoda. A pesar de su diferencia detamaño, de la delicadeza de ella y de suenorme y musculoso cuerpo, parecíanencajar a la perfección.

Las caricias de él eran másatrevidas que las de ella. James deslizólos labios por su cuerpo hasta que llegóa su pecho. Besó el interior de uno y

luego el del otro. El cuerpo de la jovenreaccionó con fuerza pidiéndole más. Éldeslizó la lengua alrededor de su pezónpara provocarla una y otra vez.

Ella se agarró a sus hombros confuerza mientras sentía cómo su cuerpo sehacía un ovillo.

―¿Qué quieres, Eleanor? ―jadeóél.

―No hables, por favor, no hables.―¿Qué quieres? ―insistió él.La joven sentía cómo su aliento le

humedecía el pezón y lo endurecía.Tenía ganas de ponerse a llorar.

―No lo sé. Algo.―Esto ―rugió él antes de posar la

boca sobre su pecho y empezar a

succionar.Ella pensó que se iba a caer de la

cama como un globo aerostáticoliberándose de sus anclajes. Secontorsionó contra él.

Él paseó las manos por encima desu vientre hasta que alcanzó el nido derizos. Entonces notó cómo deslizaba undedo en su interior, en lo más profundode su ser.

―Estás tan húmeda, tan caliente,tan preparada… ―susurró él.

Y lo estaba. Casi tan preparadacomo él. Cada uno de los músculos delcuerpo de James estaba tenso y vibrante.El corazón le latía con tanta fuerza quepensó que le iba a estallar. Le encantaba

tenerla debajo de su cuerpo y sentir susedosa piel y su aterciopeladafeminidad. La deseaba con tantaintensidad que era increíble que no lahubiera poseído ya. Cuando deslizó eldedo en su interior se dio cuenta de lofirme que estaba.

―Quizá sí que te haga un poco dedaño ―murmuró con lamento.

―No me importa. ―Ella deslizólas manos por su pecho y su espaldacomo si fuera incapaz de dejar detocarlo.

Cada parte de su cuerpo que tocabase entristecía cuando alejaba los dedospara prestar atención a otra zona. Elcuerpo de James le imploraba, le pedía

a gritos que la tomara inmediatamente,que la poseyera.

Ella estaba muy húmeda y muycaliente.

Él deseó haber pensado un pocomás en aquel momento, pero nunca sehabía acostado con una virgen. Deberíahaberle dado un vaso de whisky antes.

Pero ya era demasiado tarde. Secambió de postura y se puso encima deella.

Ella pensó que debería habertenido miedo, pero no lo tenía. Sabíaque si sentía alguna incomodidad seríacosa de la naturaleza y no de él. Él lahabía preparado con las manos y laboca, con los dedos y la lengua.

Sintió cómo se acercaba a ella consuavidad. Se esforzó por no ponersetensa y se concentró en la sensación desus hombros bajo sus manos, en el sudorque le había cubierto la piel por habersenegado tanto tiempo a satisfacer suspropios deseos, en cómo se tensaban susmúsculos mientras se preparaba paraunirse a ella por completo.

Cuando se introdujo en ella, lajoven sintió dolor. Era incapaz denegarlo, y a juzgar por la preocupaciónque asomaba a los ojos de James, estabasegura de que no había conseguidodisimularlo muy bien. Los brazos letemblaban y se quedó quieto a pesar de

que ella sabía que él quería liberarse delas ataduras y volar.

―Estoy bien ―le aseguró.―No tengo prisa. ―Agachó la

cabeza y le besó la comisura de loslabios.

―Mentiroso.Luego la besó en la otra comisura.―Tenemos tiempo ―le aseguró él.No tanto como le gustaría.Ella se contoneó baso su cuerpo.

James le besó la barbilla y empezó abalancearse contra ella. El dolorempezó a desaparecer, fue como si sucuerpo, después de haberse abierto paradejarlo entrar, se estuviera ajustando asu presencia. Entonces ella empezó a

percibir otras sensaciones quesustituyeron el dolor. Se concentró enellas y se dio cuenta de que hicierondesaparecer cualquier rastro de dolorque pudiera sentir.

Él era como el mar: que chocabapoderosamente contra la orilla y seretiraba con suavidad con la promesa devolver. Una promesa que cumplíavolviendo una y otra vez, internándoseen ella con energía, llevándola hasta lacresta de la ola más alta. Era glorioso.La joven cabalgaba esa tormenta deplaceres junto a él. Las sensacionesempezaron a girar en espiral.

Cuando llegaron a la cúspide másalta, ella enterró los dedos en sus nalgas

y arqueó la espalda para pegarse a él.Nunca había sentido nada tan poderoso,tan excitante y tan increíblementemaravilloso. Entonces él empezó amoverse más deprisa y con brusquedad,y ella escuchó cómo sus rugidosresonaban a su alrededor. La joven seagarró a él con fuerza y observó cómose le contraían los músculos del rostro.

―¡Eleanor! ―rugió por entre losdientes apretados mientras un espasmole recorría todo el cuerpo y la últimaembestida, si es que eso era posible, seinternaba más profundamente en ella quetodas las demás.

Luego se dejó caer sobre ella conla respiración acelerada, le dio un beso

en el hombro y rodó sobre su cuerpopara estirarse a su lado.

Aquella había sido la experienciamás intensa de su vida y, sin embargo, loúnico que ella quería hacer era llorar.

CAPÍTULO 9

Swindler dejó resbalar la mano porel brazo de Eleanor con aire distraído.No había experimentado nada tanintensamente satisfactorio en toda suvida. Eleanor le había tocado con másintimidad que ninguna otra mujer. Elplacer la había asaltado con una fuerzaque lo había dejado muy sorprendido y,si tenía que ser sincero, también habíallegado profundamente a su orgullomasculino.

La joven se había excitado confacilidad y no había tenido miedo decompartir lo que estaba sintiendo,experimentando y pensando. Él habíadisfrutado de la compañía de muchasmujeres, pero con Eleanor tenía lasensación de que no había secretos entreellos. Las reacciones de la joven eransinceras y sus gemidos completamenteespontáneos. Ella era distinta a todas lasmujeres que había conocido. No queríaque se fuera nunca de su cama.

Pero tendría que irse dentro dealgunas horas antes de que saliera el sol,antes de que alguien pudiera ver cómoabandonaba su apartamento y llegaba asu pensión. Habían disfrutado de una

noche ilícita, pero nada de lo que habíanhecho parecía prohibido. Al contrario,parecía lo más natural del mundo.Estaban hechos el uno para el otro.Después de lo que habían compartido yano le quedaba ninguna duda.

Ella llevaba varios minutosdeslizando los dedos por su pecho muylentamente. De vez en cuando dibujabaun ocho alrededor de sus pezones. Quizála joven se estuviera recuperando y,aunque no se propusiera excitarlo, sucuerpo estaba reaccionando de la mismaforma.

―¿En qué estás pensando?―preguntó él por fin.

―En Elisabeth. Me pregunto siesto sería lo que le prometió Rockberry,o por lo menos si sería esto lo que ellaesperaba.

―¿La dejó embarazada?―No lo creo. Y si fue así, no se

notaba a simple vista. Ella llegó a casaen julio y se cayó del acantilado enseptiembre. Supongo que para entoncesya se le habría notado.

Él no quería que hablara de suhermana porque eso oscurecería elrecuerdo que tendría de aquella noche.En cuanto hablara con sir David yhubiera trazado un plan, iría a visitarla yno solo le explicaría lo que estabahaciendo la noche que la conoció, sino

también cómo pensaba manejar lasituación para que pudiera sentirsesatisfecha con Rockberry. Pero hastaentonces no quería que nada estropearalo que acababan de compartir, y no teníaninguna duda de que la primera reacciónde la joven cuando se enterara de que lahabía estado siguiendo no seríaprecisamente buena.

No quería que se enfadara odiscutiera con él en su apartamento. Ytampoco en su pensión. Le iba a costarmucho encontrar el lugar adecuado paradecírselo. Y estaba convencido de queella se enfadaría. Las mujeresacostumbraban a enfadarse con loscaballeros que no eran sinceros con

ellas, incluso aunque no hubieran tenidootra elección.

―¿Recuerdas la noche quepasamos en los jardines Cremorne,cuando dijiste que no querías estropearel momento…?

―¿Hablando del pasado?―Sí.―Tampoco debería haber dejado

que el pasado arruinara esta noche. ―Ledio un beso en el pecho y él seendureció inmediatamente.

Se quedaron tumbados en silenciodurante algunos minutos sencillamentedisfrutando de la cercanía del otro.Swindler se preguntó cómo iba a vivirsin tenerla en su cama, en su vida, en su

realidad. Ella seguía perteneciendo a lanobleza. Estaba seguro de que en elbaile se habría dado cuenta de que podíaencontrar una buena pareja en Londres.Él se había comportado como unauténtico egoísta cuando aceptó tandeprisa que ella quisiera pasar la nocheentre sus brazos.

―Odio las cicatrices que tienes enla espalda ―le dijo con suavidad.

A él se le hizo un nudo en elestómago. Siempre había conseguidoescondérselas a todos, excepto a ella y aFrannie, que fue quien se las curó.

―Ya sé que son espantosas.―No, no lo son. ―Ella se apoyó

sobre los codos y le miró a los ojos―.

Son una prueba de tu habilidad parasobrevivir. Podrías haber acabado comotu padre, en la horca.

Pensaba que no se le podía cerrarmás el estómago, pero se equivocaba.

―Si no vamos a hablar de tupasado, prefiero que tampoco hablemosdel mío.

Ella asintió con comprensión y leapoyó la mano sobre el corazón.

―Puedo escuchar el latido de tucorazón. Me encanta como suena.

―Cuando estás cerca de mísiempre late más rápido.

Ella le clavó la barbilla en elpecho.

―¡Au!

―No me mienta, señor Swindler.―Nunca lo haría, señorita Watkins.Ella alargó el brazo y le pellizcó la

barbilla. A él le encantaba que fuera tanjuguetona. El carácter de aquella chicaposeía tantos matices distintos quepensó que necesitaría toda una vida paraestudiarlos todos a fondo.

―Tu apartamento me hasorprendido ―dijo ella―.Especialmente tu habitación. Esperabaalgo un poco más… exuberante,teniendo en cuenta que eres unsinvergüenza confeso.

―¿Qué tienes en mente? Quizápueda cumplir tus deseos.

Ella arrugó la nariz.

―No lo sé. Algo un poco más…rojo.

―Me gusta el marrón.―Pero no destaca.―No soy la clase de persona a la

que le guste destacar. Además, en mihabitación tengo lo más importante quedebe tener cualquier sinvergüenza demala reputación.

Ella frunció el ceño concentradamientras miraba a su alrededor: paseólos ojos por encima de la cómoda, de lasilla y del montón de ropa que había enel suelo.

―No consigo adivinar lo quepuede ser.

Él esbozó una sonrisa juguetona.

―Una mujer encantadora a la queno pueda quitarle las manos de encima.

Ella dio un pequeño grito y setumbó boca arriba.

―Además, señorita Watkins, noolvide nunca que lo que tengo en mihabitación no es tan importante como loque hago en ella.

Entonces se dispuso a llevarlos alos dos al paraíso.

* * *

Cuando ella salió de suapartamento con mucha discreción, elsol ya estaba empezando a ahuyentar laniebla. Por fortuna, el carruaje seguía

esperándolos. Era una suerte que susamigos dispusieran de los mediosnecesarios para costearse los serviciosde los sirvientes.

Cuando la ayudó a subir al carruajey se sentó junto a ella, se esforzó porreprimir los remordimientos. Luego larodeó con el brazo; ella escondió la carabajo su hombro y se embriagó de lafragancia que desprendía. Entoncesrecordó el regalo que le había dado.

―Vaya, me olvidaba del collar.¿Me ayudas a quitármelo?

―Quédatelo. Es tuyo.Ella se volvió para mirarle.―Pero dijiste que era un préstamo.

―Te mentí. Si no lo hubiera hechono lo habrías aceptado.

―Es un regalo demasiadoimportante. No sería correcto.

―Eleanor, acabamos de pasar lanoche entera actuando de formaincorrecta. No seas hipócrita.

La joven se esforzó por nodemostrarle lo herida que se sentía porla aspereza con la que se había dirigidoa ella, pero él debió darse cuenta porquede repente relajó el rostro y posó losdedos debajo de su barbilla paraobligarla a mirarlo.

―No hay nadie en mi vida a quienpueda comprar regalos, y para mí el

dinero no significa nada. Por favor,acéptalo como muestra de afecto.

No debería, sabía que no debería,pero la verdad era que le encantaba elcollar. Posó los dedos sobre las perlas ycon la mayor elegancia que pudo le dijo:

―Gracias.―No se merecen.No se volvieron a decir ni una sola

palabra más, pero el viaje fue muycorto. Solo estaban a unas cuantas callesde su pensión. Cuando se detuvierondelante de la puerta, él la cogió de lacara con la mano y le dijo:

―Quiero venir a visitarte estatarde.

Ella le sonrió y asintió.

―Sé que estás preocupada ―dijoél en voz baja―. Y que estás pensandoque tu hermana vino a Londres y lascosas no le salieron bien, pero eso no eslo que ocurrirá entre nosotros. Te loprometo, Eleanor. Hace muy poco quenos conocemos, pero lo que siento por ties inmensurable.

A la joven se le llenaron los ojosde lágrimas.

Él se inclinó y le besó la esquinade cada ojo.

―Hasta esta noche.Le cogió la llave de entre las

manos, le abrió la puerta y la hizo entrar.Luego cerró la puerta. Ella se apoyósobre la madera y escuchó el sonido de

las ruedas y los cascos de los caballosque se lo llevaban cada vez más lejos.

* * *

Swindler decidió aprovechar queaún disponía del carruaje deClaybourne. Se lo devolvería un pocomás tarde. En aquel momento debíaresolver algunos asuntos. Volvió a suapartamento y se preparó para reunirsecon sir David. No quería que nadie sediera cuenta de lo que había estadohaciendo aquella noche. Sin embargo,mientras Eleanor yacía entre sus brazosdurante las primeras horas de la mañana,

había decidido que tenía que acabar contoda aquella tontería.

Cuando entró en el despacho de sirDavid, no le dio la oportunidad de decirnada más que «Swindler» antes deempezar a explicarle la dirección quecreía que debía tomar todo aquel asunto.

―Estoy convencido de que laseñorita Watkins no supone ningunaamenaza para Rockberry. En cualquiercaso, él es el culpable de todo esto.Tengo la intención de ir a hablar con élesta misma mañana y preguntarle porqué cree que la señorita Watkins quiereasesinarlo; pretendo interrogarlo aconciencia para averiguar qué le hizo ala hermana de la señorita Watkins. Ahí

es donde creo que reside la clave delcaso, señor, y estoy decidido a llegar alfondo de todo el asunto.

Sir David se recostó sobre su sillacon el rostro imperturbable.

―Eso le va a resultar un pocodifícil, Swindler. Rockberry fueasesinado ayer por la noche.

CAPÍTULO 10

Swindler se quedó mirando a susuperior como si acabara de darle unpuñetazo en el estómago. Su trabajo eraproteger a aquel lord y, por lo visto,había fracasado miserablemente.

―¿Asesinado? ¿Está usted seguro?―Estoy bastante familiarizado con

el aspecto que tiene un cadáver.―No, señor, no estaba poniendo en

duda que estuviera muerto, pero quizá sucorazón simplemente dejara de latir.

―Y lo hizo. Después de que unadaga lo atravesara. Acaban de traer a suseñorita Watkins.

―Es imposible que haya sido ella.―Me temo que sí es posible. Ayer

el hermano de Rockberry volvió tarde asu casa después de pasar la tarde en losjardines y vio a la señorita Watkinsentrando en la biblioteca. Poco despuésle apeteció servirse una copa de brandy,fue a la biblioteca y se encontró a suhermano sobre un charco de sangre. Laseñorita Watkins ya no estaba.

La rabia se apoderó de Swindler. Asu padre lo colgaron por un delito queno cometió. Prefería morir antes que

dejar que le ocurriera lo mismo aEleanor.

―Está mintiendo. La señoritaWatkins estuvo conmigo hasta el alba.

Sir David arqueó sus oscuras cejas.―Estoy convencido de que el

hermano de Rockberry asesinó almarqués para heredar y está intentandoinculpar a la señorita Watkins ―dijoSwindler―. No hay duda de que estaríaal corriente de que la chica estabasiguiendo a lord Rockberry y sabría quenosotros estábamos informados. Lo queha hecho es utilizar la información en supropio beneficio.

―Dios, espero que esté ustedequivocado. A su majestad no le va a

gustar nada saber que sus nobles seestán portando mal.

―Es bastante posible que existaotra explicación, pero le aseguro que laseñorita Watkins no está implicada.Desde que llegué a su pensión paraacompañarla al baile que celebraba laduquesa de Greystone no la perdí devista ni un momento.

―¿Está usted dispuesto a jugarsela reputación por eso?

―Y también la vida, señor.

* * *

Estaba sentada ante una mesa quehabía en una lúgubre habitación; nunca

había estado tan asustada. Cuando llegóa la pensión, había dos hombresesperándola en el vestíbulo.Aparecieron pocos segundos después deque escuchara cómo partía el carruaje enel que se marchó James. Tenían unaorden de arresto y la acusaban delasesinato de Rockberry.

Aunque ella les dijo una y otra vezque era inocente, ellos no dieron ningunaseñal de que creyeran lo que decía.Claro que ella no se escudó tras ningunacoartada, y se negó a contarles dóndehabía estado toda la noche y por quévolvía al alba. No estaba segura de quepudiera decir una cosa como aquella y,teniendo en cuenta las duras miradas que

le dedicaron aquellos hombres, tampocoestaba convencida de que la fueran acreer. Estaban muy serios. Ni siquiera ledieron un momento para cambiarse devestido antes de llevársela de la pensióna toda prisa.

En cuanto tuviera la oportunidad,avisaría a James. Estaba segura de queél hablaría en su favor.

De repente se abrió la puerta y unafigura que le resultaba muy familiar seapoderó del espacio. Cuando reconocióa aquel hombre, se levantó de la silla atoda prisa, cruzó la habitación y se lanzóentre sus brazos. Él la abrazóofreciéndole fuerza y consuelo.

―¡Oh, Dios mío, James! Creen quehe matado a Rockberry.

―Ya lo sé ―dijo en voz bajaempleando ese tono profundo y ásperoque desprendía tanta seguridad. Esehombre nunca dudaba, y jamáscuestionaba su habilidad para manejarcualquier situación.

―Ya le he explicado a sir Davidque tú no puedes haberle matado porqueestuviste conmigo hasta el alba.

El pánico se apoderó de ella y echóla cabeza hacia atrás para mirarle a losojos. Esperaba ver disgusto overgüenza. Pero lo único que vio enellos fue preocupación, compasión ycomprensión. Muchísima comprensión,

como si le estuviera revelando sucorazón.

―Ya sé que ahora tu reputaciónestá hecha añicos, pero he decidido queprefería perder tu reputación que tucuello. ―Como para enfatizar lo queestaba diciendo, deslizó el dedo por lagarganta de la joven, sobre la base de lacual descansaban las perlas que le habíaregalado.

A pesar del terror que sentía, ellase estremeció.

Se dio cuenta de que se le llenabanlos ojos de lágrimas. Él la cogió pordetrás de la cabeza con su enorme manoy le apoyó la cara sobre su robustopecho, donde ella pudo escuchar los

lentos y rítmicos latidos de su corazón.El suyo revoloteaba como un pájarointentando no caerse del cielo y, sinembargo, él seguía estando muy calmadoy seguro de sí mismo.

―No te preocupes, Eleanor. Yo meencargaré de que tu reputación no estédañada demasiado tiempo.

La ternura de su promesa hizobrotar las lágrimas. Si no dejaba demostrarse tan comprensivo y generoso,se convertiría en una auténtica fuente.

Le pasó el brazo por encima de loshombros y le dijo:

―Deja que te lleve a casa.Ella levantó la cabeza para mirarle.―¿Así de fácil? ¿Ya me puedo ir?

―Tiene usted a uno de losinspectores más respetados de ScotlandYard respondiendo por usted, señoritaWatkins ―escuchó decir a una voz queprocedía de uno de los laterales de lahabitación. La joven se volvió y vio allía uno de los hombres que la habíainterrogado hacía solo un rato. SirDavid. Él no había sido uno de loshombres que la había ido a buscar a lapensión, pero cuando llegó entró en lasala con tanta determinación que a ellase le secó la boca.

―Dese prisa, Swindler ―dijo sirDavid―. Si no fue ella quien asesinó aRockberry, tenemos que averiguar quiénlo hizo, y rápido. A fin de cuentas, ese

hombre era un lord del reino. A la reinano le hará ninguna gracia saber de sumuerte.

―Sí, señor. Me reuniré con usteden la residencia del marqués en cuantohaya dejado en casa a la señoritaWatkins.

El carruaje que utilizaron la pasadanoche los estaba esperando en la curva.Ella supuso que no habría tenido tiempode devolvérselo a su amigo. James subióal carruaje detrás de ella y la abrazó confuerza.

―Jamás había pasado tanto miedo―dijo ella sin poder evitar el temblorque le teñía la voz. Ni siquiera ahoraque él la estaba abrazando parecía capaz

de dejar de temblar―. ¿Por qué creesque sospechan de mí?

―Por lo visto, su hermano estabaen la residencia y dice que te vio llegara la casa alrededor de medianoche.Afirma que Rockberry se reunió contigoen la biblioteca. Su hermano se fue a lacama, pero luego decidió que necesitababeber algo. Asegura que se encontró aRockberry tirado en el suelo con unadaga clavada en el corazón. Yo creo queel hermano es el culpable y que estámintiendo. No es el primero que asesinapara conseguir un título. Él sabía que túestabas siguiendo a Rockberry, y queScotland Yard estaba al corriente. Asíque utilizó esa información para su

propio beneficio. Ahora solo tengo quedemostrarlo.

―¿Crees que podrás hacerlo?¿Demostrar que el culpable es elhermano de Rockberry?

―Tengo una gran reputación porresolver crímenes. En cuanto le hayaechado un vistazo a la residencia deRockberry, tendré una idea más clara delo que ha ocurrido. En este momento mispresunciones son un poco prematuras.No tendría que habértelas contado. Peroquería que supieras que no tienes porqué preocuparte. ―Le dio un beso en lasien―. Todo saldrá bien, Eleanor.

A ella se le encogió el corazón y sele hizo un nudo en el estómago. Había

tantas cosas que quería decirle a aquelhombre y tantas cosas que no podíaconfesarle…

Hicieron el resto del camino ensilencio mientras él la abrazaba y ella seapoyaba sobre su confortable hombro.

Llegaron a la pensión y él la ayudóa apearse. Cuando se hubieron bajado,él deslizó el dedo bajo la barbilla de lajoven y le levantó la cabeza. Entonces labesó con ternura y ella tuvo ganas devolver a llorar.

Cuando dejó de besarla la miró alos ojos.

―Quiero que descanses un poco yte olvides de todo esto. Yo tengo queocuparme del asesinato de Rockberry.

Cuando haya acabada volveré contigo.―Esbozó una tierna sonrisa―. Entoncesnos ocuparemos de tu reputación.

―James…―Chist, Eleanor. ―Le posó el

pulgar sobre los labios―. Yo meocuparé de ti, cariño.

La hizo entrar en la pensión y,aunque la señora Potter parecía muydispuesta a ayudarla, ella se sintióabandonada en cuanto él se marchó.Empezó a subir muy lentamente hacia suhabitación. Cuando llegó allí, lo únicoque deseaba era hacerse un ovillo yllorar.

CAPÍTULO 11

Swindler no podía negar que sesintió muy aliviado cuando entró en labiblioteca de Rockberry y no percibió elolor a rosas de Eleanor. A pesar desaber que era imposible que ella hubieraestado allí y cometiera ese crimen, habíaalgo que no encajaba. Ella había estadoentre sus brazos desde que se marcharondel baile de Frannie.

Deseó haber podido estar allí antesde que se llevaran el cuerpo. Eso lehabría dado muchas más pistas. Pero por

lo visto cuando sir David fue a buscarle,él seguía dando vueltas por Londres conEleanor, besándola en el carruaje antesde que decidieran volver a suapartamento.

La alfombra estaba llena de sangre.Sobre una mesita había dos copas devino. Aquello lo preocupó.

―¿A qué hora dice que vio entrar ala chica? ―le preguntó Swindler alnuevo lord Rockberry. A Swindler lesorprendió darse cuenta de que setrataba del hombre rubio que acosó aEleanor en los jardines Cremorne.

―Poco después de medianoche.―¿Y está usted seguro de que se

trataba de la señorita Watkins?

―Sí.―¿La misma señorita Watkins a la

que atacó usted en los jardinesCremorne?

―Yo no la ataqué ―dijo conimpaciencia―. Mis amigos y yo solonos íbamos a divertir un rato con ella.Yo sabía que estaba siguiendo a mihermano y a él le molestaba que lapolicía no estuviera haciendo mejor sutrabajo. Solo pretendíamos asustarla.

―Tenemos un testigo que aseguraque la señorita Watkins estuvo con él lapasada noche ―dijo sir David.

―Pues su testigo miente ―dijo elnuevo Rockberry con seguridad.

Swindler y sir Davidintercambiaron una mirada. No vio dudaalguna en los ojos de sir David. Nohabía pensado que, cuando pusiera enriesgo la reputación de Eleanor, tambiénestaría poniendo la suya en entredicho.

―Supongo que tiene usted razón―dijo Swindler―. Alguien estámintiendo, pero yo sospecho que esusted quien lo hace.

―¿Y por qué iba yo a mentir?―preguntó el joven Rockberry.

―Para quedarse con el título.―No sea absurdo. Yo no quería

todo esto. El título está ligado a ciertasresponsabilidades y deberes. Mihermano me daba una generosa

asignación y yo ya era un auténticocaballero. Nunca he tenido ningúninterés por el título.

―¿Por qué cree usted que laseñorita Watkins quería matar a suhermano? ―preguntó Swindler.

―Por algo que tenía que ver con suhermana. Mi hermano, por muy dolorosoque me resulte decirlo, y no me gustahablar mal de los muertos, no siemprefue bueno con las mujeres.

―¿Se aprovechó de ElisabethWatkins?

―Lo más probable es que sí.―Gracias, milord ―dijo

Swindler―. De momento, no tengo máspreguntas.

Cuando el marqués se marchó, sirDavid preguntó:

―¿Qué le parece, Swindler?―Su hermano es quien más ganaba

con su muerte, pero supongo que esposible que haya otra mujer que fueraultrajada y que buscara venganza. Elnuevo lord Rockberry se equivocó alidentificarla.

―¿Está usted completamenteseguro de que no se trata de la señoritaWatkins?

―Desde que bailé con ella porprimera vez, sobre las diez de la noche,no volvió a abandonar mis brazos.

―¿Y antes de eso?

―No la perdí de vista ni unsegundo.

―¿A qué hora se fueron del baile?―A las once y media.―Espero que este desagradable

suceso no acabe poniendo su palabracontra la del nuevo Rockberry.

―Haré todo cuanto esté en mipoder para que no sea así.

Sir David asintió y suspiró.―Muy bien. ¿Cuál es su plan?―Investigar. Intentar encontrar a

esa misteriosa mujer. Si eso no daresultado, entonces creo que acabaremosarrestando al nuevo lord Rockberry.

―Antes de hacer eso asegúrese deque hacemos lo correcto.

―Sí, señor, siempre lo hago.―Lo sé, pero creí conveniente

recordárselo. Hay que manejar estasituación con mucha delicadeza,Swindler.

Swindler pasó dos horas más encasa de Rockberry dibujando labiblioteca e intentando descubrir sihabía algo que no encajaba. Interrogó alos sirvientes. Nadie vio llegar aninguna dama, así que la sospechosasolo pudo entrar si alguno de loshermanos Rockberry le abrió la puerta.

Su siguiente paso sería buscar otramujer de la que el marqués pudierahaberse aprovechado. Era posible queno perteneciera a la nobleza. Tendría

que analizar los papeles y documentosde Rockberry. Quizá escondieran algunapista. También hablaría con Catherine.No lo había podido ayudar respecto aElisabeth Watkins, pero tal vez estuvieraal corriente de la existencia de algunaotra mujer.

Pero antes de seguir adelante con lainvestigación, quería volver a ver aEleanor. Quería reconfortarla ytranquilizarla. También estaba decididoa pedirle que se casara con él. No podíanegar que sería una proposición un tantoprecipitada, y que en parte lo haría parasalvaguardar su reputación, perotambién debía admitir que nunca sehabía sentido tan atraído por ninguna

mujer. Las horas que la joven habíapasado en su cama se le habían hechomuy cortas y estaba convencido de quepodrían disfrutar de una feliz vidajuntos.

Como aún seguía disponiendo delcarruaje de Luke, se dirigió a la pensiónde Eleanor y llamó a la puerta conenergía.

Cuando la señora Potter abrió noesperó a que lo invitara a entrar,sencillamente pasó junto a ella.

―¿Sería tan amable de informar ala señorita Watkins de que he venido averla?

La señora Potter cerró la puerta.

―Me temo que se ha marchado,señor.

Swindler comprendíaperfectamente que Eleanor necesitaradar un paseo, que quisiera borrar lacicatriz que le habrían dejado losacontecimientos de aquella mañana.Estaba seguro de que habría ido alparque. O quizá hubiera ido a algún otrolugar. Podía ir a buscarla o quedarse aesperarla. Estaba convencido de que notardaría en volver. Miró a la señoraPotter.

―Si no le importa, esperaré en elvestíbulo hasta que vuelva.

―Me temo que esperaría ustedmuchísimo tiempo. No creo que vaya a

volver, señor. Ha hecho las maletas. Medijo que no me preocupara por los díasque le quedaban, que podía alquilarle lahabitación a otra persona. Dijo que ellano la necesitaba. Dejó dos paquetes.

Swindler se quedó de piedra. Concara de sorpresa observó cómo la mujerse dirigía al salón. Miró las escaleras.Allí es donde tenía que ir. Necesitaba…

―Tenga, señor.Entró en el salón como si otra

persona estuviera al mando de sucuerpo.

―La caja grande es para laduquesa de Greystone. Me imagino quees el precioso vestido que le dejó a laseñorita Watkins. Y también dejó esto

para usted. Creo que también sé lo quees.

Swindler abrió la caja deterciopelo y observó las perlas queaquella misma mañana adornaban elprecioso cuello de Eleanor. Se sintiócomo si uno de los abusones queconoció de niño en las calles de Londresle acabara de asestar un puñetazo en elestómago.

―¿Está usted segura de que se hamarchado para siempre?

―Sí, señor. Fue difícil noadvertirlo porque contrató dos chicospara que la ayudaran a bajar el baúl.

¿Se había marchado? Después detodo lo que habían compartido, ¿se

había ido?Aquellas palabras se quedaron

resonando en su mente y bloquearon losdemás pensamientos.

Ella se había ido.

* * *

Mientras el tren se tambaleabasobre los raíles, Eleanor observaba sureflejo en la ventana. Objetivoconseguido. Debería ver ciertasatisfacción reflejada en el semblanteque le devolvía la mirada en la ventana.Sin embargo, y por mucho que seesforzara, estaba teñida por elremordimiento. Luego posó la mirada

sobre otro reflejo, uno increíblementesimilar al suyo.

―¿Por qué tienes esa cara tanlarga, Emma? ―preguntó.

―Me estaba enamorando de él,Eleanor.

―Bueno, eso fue una tontería, ¿nocrees?

Emma se sonrojó, aunque era algoque le ocurría muy a menudo. Eso era loúnico que las diferenciaba, pero eraalgo que no sabía nadie en Londresporque ninguna de las dos había visitadojamás la ciudad. Cuando llegaron aLondres no conocían a nadie. Eran lasventajas de tener un padre solitario quenunca se sintió digno de su título.

―¿Qué había de malo en que yome quedara en Londres? ―preguntóEmma.

―Un solo descuido, Emma, unpaso en falso y hubiéramos acabado lasdos en la horca. Cuando nos dimoscuenta de que el señor Swindler nosestaba siguiendo y tú te lo encontraste enel parque, lo más lógico fue utilizarlo.Deberías sentirte agradecida por eltiempo que has pasado con él.

Emma asintió en silencio antes dedejar caer la vista sobre las manos quetenía hechas un ovillo sobre el regazo.Él pareció la respuesta a sus plegarias.

* * *

Persiguió al hombre que seguía aEleanor por los jardines Cremorne.Pensó lo mismo que Eleanor, que setrataba de alguien que había contratadoRockberry. Sin embargo, para bien opara mal, no lo podía asegurar. Laprimera vez que le vio fue la noche queRockberry fue a Scotland Yard. Ella yEleanor siempre se vigilaban la una a laotra y se esforzaban para que nadie lasviera nunca juntas, pero jamás perdían ala otra de vista.

Cuando dobló la esquina vio queEleanor estaba rodeada por treshombres que, de repente, empezaron aarrastrarla hacia las sombras. Elcorazón le dio un brinco. Empezó a

correr hacia ella y a gritar, peroentonces vio que su perseguidoraceleraba el paso. Para cuandoconsiguió llegar a un lugar desde el quepodía ver mejor lo que estabaocurriendo, él ya había rodeado aEleanor con el brazo con aire protectory era evidente que intentaba abandonarel lugar.

Entonces uno de aquellos tiposlanzó un golpe.

Ella nunca había visto ningunapelea. Aquel enorme y poderoso hombrese quitó a los abusones de encima sinningún esfuerzo y luego volvió a rodeara Eleanor con el brazo para alejarla de

los individuos que se retorcían de doloren el suelo.

Entonces su corazón empezó a latirpor un motivo muy distinto. Ya no temíapor la seguridad de Eleanor. Lo que leocurría era que nunca había visto aningún hombre como el que habíarescatado a su hermana.

Los siguió hasta la salida de losjardines escondida entre las sombras ysiempre atenta. Cuando llegó a la puerta,él estaba ayudando a Eleanor a subirse aun carruaje. Luego vio cómo Eleanor semarchaba. Y entonces el hombre sesubió a otro carruaje.

―Sígala con discreción.

Cuando el cochero inició lamarcha, ella salió de su escondite y ledijo lo mismo al conductor del siguientecarruaje:

―Sígale.Luego se bajó en una calle distinta,

tal como había hecho él. Con cuidado, ysiempre oculta entre las sombras, se fueacercando a la pensión hasta que lo vioobservando el edificio. Un rato despuésel hombre se acercó a la puerta.

Cuando se marchó, ella se quedódonde estaba durante una hora más hastaque vio la señal en la ventana: lascortinas cerradas. Aquello indicaba quela señora Potter se había ido a dormir yque era seguro entrar.

Cuando llegó a la habitación seabrazó a su hermana.

―Vi cómo te asaltaban.―Y un hombre me rescató. ¿Lo

viste? ―preguntó Eleanor liberándosedel abrazo de Emma.

―Sí, claro.―Se llama James Swindler.―¡Te fuiste con él! ¿Sabes lo

peligroso que es eso? ¡No sabemos nadade ese hombre!

Eleanor se sentó en una mecedora yse quedó mirando fijamente la chimeneavacía.

―¿Era él el hombre que me haestado siguiendo?

―Sí. Pero eso no importa.Tenemos que olvidarnos de esta locurade pretender vengar a Elisabeth pornuestra cuenta. Deberíamos ir a lapolicía.

―Es muy probable que él seapolicía. ¿No te das cuenta de lo bien quenos viene eso? Si conseguimos que él tesiga mientras yo me encargo deRockberry, tendremos una coartadaperfecta. Es imposible que yo puedaestar en dos sitios a la vez. Es tal comolo planeamos, pero mejor aún. Nadie seatreverá a poner en duda la palabra deun policía. Es el crimen perfecto.

* * *

Así que decidieron intentarseducirlo, conseguir que se acercaramás a ella. Pero fue Emma quien cayópresa de la seducción. Mientras el trenla alejaba cada vez más de Londres, sepreguntaba cómo podía no haberse dadocuenta de lo mucho que llegaría aencariñarse de James en tan pocotiempo.

Intentó imaginar cómo habríareaccionado al llegar a casa de laseñora Potter y descubrir que Emma, oEleanor, que era como él creía que sellamaba, se había marchado. Ni siquierala señora Potter se había dado cuenta deque había dos hermanas compartiendo lamisma habitación. Las chicas habían

organizado perfectamente sus salidas yllegadas para evitar que alguien pudieradescubrirlas. Podrían haber alquiladohabitaciones en distintas pensiones, perono les sobraba el dinero y consideraronque era una tontería gastar en algo queno era necesario.

Junto a Elisabeth habían pasado lavida engañando a la gente, organizandosituaciones en las que fingían ser algunade sus hermanas para que la genteacabara preguntándose a quién habríanvisto realmente.

En Londres había resultado muysencillo porque su padre nunca habíallevado allí a sus tres hijas a la vez y,por lo visto, jamás le había explicado a

nadie que había sido bendecido con treshijas. Como no eran varones, las habíaconsiderado insignificantes.

Hasta que llegó el momento demandar a una de ellas a la ciudad paraque se presentase en sociedad. Entoncesde repente empezó a albergar laesperanza de conseguir un buenmatrimonio y de poder disponer dedinero para sus otras hijas. Emmasiempre había querido a su padre, peroél siempre había tenido la cabeza en lasnubes. Ni siquiera sabía exactamentequé había hecho por la Corona paraganarse el título.

Ahora observaba las colinas y sepreguntaba qué habría pensado James.

Le había costado mucho despedirse deél sabiendo que era para siempre,sabiendo que nunca volvería a percibirel sabor de sus besos o el tacto de suscaricias. Sabiendo que jamás volvería aescuchar su voz ni podría volver amirarlo a los ojos.

―¿Qué ocurrirá si intentaencontrarnos, Eleanor? Aquel hombre deScotland Yard dijo que era el mejor.

―Le dijiste que vivíamos en elnorte, ¿verdad? ―Su hermana seencogió de hombros―. Se rendirá antesde pensar en buscar en el sur.

¿Se rendiría? ¿Empezaría siquieraa buscarla? ¿O sencillamente se

limitaría a aceptar que se habíamarchado?

Emma se había acostumbradodemasiado a mentir. Le mintió incluso aEleanor, y lo hizo con una facilidad queresultó casi terrorífica. Lo único quesabía Eleanor era que ella y Jameshabían paseado en carruaje hasta elalba. Su hermana no tenía ni idea de quehabía perdido su virginidad o de quehabía pasado la noche en la cama deJames.

Se presionó el vientre con la manoy se preguntó si el hijo de James estaríacreciendo en su interior. Se sorprendióal darse cuenta de que aquella idea lahacía muy feliz. Estaba convencida de

que nunca volvería a sentir por otrohombre lo que sentía por él.

Él era tan generoso y bondadoso…Se sentía agradecida por cada segundoque había pasado en compañía de JamesSwindler.

Sin embargo, a Emma le habríagustado escucharle susurrar su nombreuna sola vez.

CAPÍTULO 12

―Se ha ido.Era la primera vez que Swindler

decía aquellas palabras en voz altadesde que empezaron a resonar en sucabeza hacía ya dos días. Alverbalizarlas resultaban aún másincreíbles.

―¿Disculpa? ―preguntó sir Davidreclinándose sobre su silla.

―La señorita Watkins. Ha hecholas maletas y ha abandonado la pensión.

―¿Y qué crees que significa eso?

Swindler suspiró. Le costabaadmitir lo que había ocurrido.

―Supongo que me ha embaucado,señor.

Sir David arqueó una ceja.―¿No dijiste que la chica había

pasado la noche contigo?―Así es.―Entonces quizá se haya marchado

porque esté intranquila por el asesinatode Rockberry y por el hecho de quefuera arrestada.

―Creo que hay algo más, señor.―Explícate.―En la biblioteca de Rockberry

había dos copas de vino, lo cual me

hace pensar que Rockberry debíaconocer a su asesino.

Sir David asintió.―Continúa.―Luego fui al depósito a estudiar

el cuerpo. La daga con la que leasesinaron… ya la había visto antes. Lavi la noche que fui a los jardinesCremorne.

―¿Acaso pertenecía a alguno delos canallas que atacaron a la señoritaWatkins?

―No, señor. Pertenecía a laseñorita Watkins. Me temo, señor, quepodría tener un cómplice.

―¡Maldita sea! ¿Cómo pudistepasar eso por alto?

―Estaba centrado en la chica. Creíque, mientras la estuviera vigilando,Rockberry estaría a salvo. Creo que esimperativo que la encuentre, y labúsqueda podría llevarme fuera deLondres.

Sir David se acarició el bigote conel pulgar y el dedo índice.

―El hermano podría seguir siendoculpable. Él podría ser el cómplice.

―Es posible, pero sé que tengoque encontrar a la chica. ―Si no lohacía para resolver el crimen, lo haríapor sí mismo. No tenía ningún sentidoque se marchara a menos que estuvieraintentando esconder algo.

―Tienes permiso para hacer lo queconsideres más oportuno, Swindler.Infórmame cuando hayas descubiertoalgo.

―Sí, señor. ―Se volvió para irse.―¿Swindler?Se dio media vuelta.―No pareces el mismo. Haz lo que

tengas que hacer para recuperar tu toque.Necesito que mi mejor hombre esté enplena forma.

«Su mejor hombre.» Si sir Davidsupiera la facilidad con la que aquellachica le había embaucado, le habríapedido que abandonara Scotland Yardde inmediato.

Como si hubiera podido leer suspensamientos, su superior añadió:

―No eres el primer hombre quepierde los papeles por una cara bonita.

Aquellas palabras no ofrecieronningún consuelo a Swindler. Para él ellaera mucho más que una cara bonita. Nohabía ni un solo aspecto de aquellachica que no le hubiera embrujado.

* * *

―¿La casa del vizconde Watkins,dices?

Swindler observó a Greystone, quefruncía el ceño con aire pensativo. No lehabía hecho ninguna gracia tener que

acudir al marido de Frannie en busca deayuda, aunque respetaba más a aquellord que a la mayoría de sus iguales.Greystone había demostrado su valía elaño anterior cuando arriesgó su vida porFrannie.

―Desafortunadamente, he estadotan concentrado en mis asuntosúltimamente que he prestado muy pocaatención a cualquiera que no estuvieradentro de la esfera de influencia de mipadre. Puedo intentar averiguar algo.Alguien debe saber dónde tiene laspropiedades.

―Las tierras no estaban asociadasal título. Eso podría complicar un pocolas cosas.

―Aún así alguien tiene que saberalgo.

―Eleanor me dijo que vivían en elnorte, en una casita junto al mar.Sospecho que toda o parte de esaafirmación es falsa. ―¿Qué otrasmentiras le habría dicho? ¿Lossentimientos que tenía por él tambiénfueron falsos? Y si no lo eran, ¿cómopodía haberse marchado?

―Siempre puedo preguntárselo ala reina ―dijo Greystone.

―Prefiero no involucrar a sumajestad.

Greystone se encogió de hombros.―Puedo ser muy discreto cuando

me lo propongo.

―Deberías dejar que se lopregunte, Jim ―dijo Frannie―. No es elmejor momento para ponerse obstinado.Si estuviera en Londres ya la habríasencontrado. Nadie tiene tanta habilidadpara seguir un rastro como tú.

―Cuando se trata de esa chicaestoy completamente confundido,Frannie. Soy incapaz de imaginar unmotivo lógico por el que pueda haberseido tan precipitadamente.

―Ser arrestado puede resultar muydesagradable. Quizá estuviera asustada.

Él negó con la cabeza.―Estaba conmigo. No había

ningún motivo por el que pudiera serarrestada de nuevo.

―Quizá solo quisiera irse a casa.Swindler se levantó de la silla.―¿Sin dejarme una nota? ―Se

acercó a la ventana, se detuvo, y se pasólas manos por el pelo―. Os pidodisculpas.

―No pasa nada. ―Frannie seacercó a él y le puso la mano en laespalda―. Te gusta esa chica. Hasta yome di cuenta de eso durante el baile.Vuelve a sentarte con nosotros y dinosen qué te podemos ayudar.

Él la miró.―Prefiero pasear.Ella sonrió.―Como quieras. Entonces

cuéntanos, ¿cómo están las cosas ahora

mismo?―No he conseguido encontrar a los

chicos que contrató para que la ayudarana bajar el baúl. Sospecho que cogió eltren. He intentado dibujar un retrato deella para preguntar en las taquillas sialguien la ha visto, pero nunca he sidomuy bueno dibujando personas. Soycapaz de dibujar hasta el último detallede una habitación para resolver uncrimen, pero Eleanor… Soy incapaz dedibujarla para salvar mi vida.

―Sterling puede hacerlo. Es unartista. ¿La recuerdas con claridad,Sterling?

―Sí, creo que sí. ―Su marido selevantó, se acercó al escritorio y abrió

un cajón. Después de sacar algunashojas de papel se sentó y empezó adibujar.

Swindler pensó que aquel era elprimer respiro que había tenido en losúltimos dos días. Centró su atención enFrannie.

―Cuando fuiste a verla ¿notastealgo que pueda ser de ayuda?

―Me temo que no. Solo hablé conella en el salón. ―De repente se leiluminó el rostro―. Un momento.

―¿Qué?―Agnes estuvo en su habitación

arreglándole el vestido.Cinco minutos después, una Agnes

muy nerviosa estaba delante de

Swindler retorciéndose las manos.―¿Notaste alguna cosa?―¿Como qué?―Algo fuera de lo común.La joven negó con la cabeza, pero

luego contrajo el rostro.―Bueno, sí que hubo algo que me

pareció extraño. Se puso el vestido en lasala de estar. La puerta de la habitaciónestaba cerrada y no entramos ni una solavez. Pero entonces, cuando acabé decoser, abrió la puerta y entró a mirarseal espejo.

―¿Viste a alguien más allí?―No, pero vi un vestido sobre una

silla que había en una esquina deldormitorio. Lo extraño fue que ese

vestido era exactamente igual que el quehabía sobre el sofá de la sala de estar, elvestido que se había quitado paraponerse el que le llevó su excelencia.Yo pensé que quizá fuera su vestidofavorito y que quería tener dos iguales.

―Probablemente estés en lo cierto.Gracias, Agnes. Es todo lo que necesitosaber ―dijo Swindler. Se acercó a laventana y observó la noche.

―¿Qué estás pensando?―preguntó Frannie.

―No sé qué pensar. ¿Tú alguna vezhas pedido que te hagan un vestido dosveces?

―Antes de casarme, cuandopasaba la noche en el club Dodger, mis

vestidos se parecían mucho los unos alos otros.

Él lo recordaba muy bien. Grises yazules.

―Jim, ¿y si Elisabeth no hubieramuerto como asegura Eleanor?―preguntó Frannie en voz baja.

Él negó con la cabeza.―No, el dolor que sentía por la

muerte de su hermana no era falso. Yoreconozco el dolor verdadero cuando loveo. ―Lo había visto muchas vecesreflejado en sus propios ojos cuando eraun niño.

―Aquí tienes ―dijo Greystoneentregándole un retrato.

El parecido era asombroso.Swindler tuvo la sensación de quealguien le metía la mano en el pecho y learrancaba el corazón que habíaempezado a crecer en su interior.

―Perfecto ―dijo, y podría haberjurado que la temperatura de lahabitación descendía varios grados.

―¿Qué vas a hacer ahora, Jim?―le preguntó Frannie.

―Voy a encontrarla, aunque tardetoda la vida en conseguirlo.

CAPÍTULO 13

Emma Watkins estaba de pie alborde de los acantilados. Observaba lascrestas blancas de las olas del mar ycómo la oscuridad que se apoderaba delcielo advertía de la tormenta que seavecinaba. La fuerza del viento sacudíasu ropa y ella inspiró hondo paraabsorber la ira de la tormenta. Se sintiótentada de arrojarse a las turbulentasaguas para estar rodeada de algo que nofuera el apagado y sombrío vacío en el

que se había convertido su vida desdeque había vuelto de Londres.

Parecía que ella y Eleanor hubierandejado atrás las ganas de reírse, sualegría y su esencia. Parecíancaparazones vacíos que se centraban enlos quehaceres diarios con la esperanzade evitar una lenta y agonizante muerte.

La comida ya no tenía ningún sabor,y los amaneceres ya no suponían ningunaalegría para ellas. Ya no podían dormir.En las dos semanas que habían pasadodesde que llegaron a su pequeña casa,había perdido la cuenta del número denoches que había escuchado llorar a suhermana Eleanor cuando creía que ellaestaba dormida.

El miedo a que las descubrieran nosuponía ninguna amenaza para ellas.Emma pensaba que enfrentarse a lo quehabían hecho podía ser incluso unalivio. No, por mucho que leavergonzara reconocerlo, lo cierto eraque los remordimientos se estabandando un auténtico festín con ellas.Antes se reían y compartían pequeñossecretos, y de repente, el oscuro secretoque compartían las había aplastado.

Cada mañana Emma empezaba aescribirle una carta a James paraexplicarle por qué se había marchado.Una carta que nunca enviaba. Seesforzaba por no imaginar la expresiónde su rostro al volver a su pensión y ver

que ya no estaba allí. Intentóconvencerse a sí misma de que élmerecía esa traición. Ella supo desde elprincipio que las atenciones que leprofesaba no eran más que un pretextopara conseguir que le confiara sussecretos. Y ella deseó que loconsiguiera más de mil veces.

Después del baile, durante lashoras que pasó entre sus brazos, decidióque no podía confiar en él. Rezó paraque Eleanor no hubiera tenido fuerzaspara ejecutar su parte del plan. Ellaconvencería a su hermana de que teníanque decírselo todo a James, de que éllas ayudaría a conseguir la justicia quebuscaban.

Pero cuando la arrestaron supo queya era demasiado tarde. El marquésestaba muerto y su destino estabaescrito.

James la despreciaría por suimplicación en la muerte de Rockberry.¿Cómo no iba a hacerlo?

Así que ella y Eleanor hicieron lasmaletas. Emma salió a la calle ycontrató a dos chicos para que laayudaran a bajar el equipaje. Luego lepidió a la señora Potter que le hiciera lacomida para el viaje y, mientras estabacocinando, Eleanor aprovechó para salirde la pensión sin que la viera.

Sencillo. A las tres hermanassiempre les había resultado muy sencillo

intercambiarse los papeles y adoptar lapersonalidad de las demás.

Pero Emma jamás se habíaarrepentido tanto de ninguno de sustrucos.

El viento se llevó su suspiro y lajoven empezó a caminar hacia su casa.Cuando pasó por delante del ganadoalgunas ovejas, vacas y gallinas sevolvieron a mirarla. Hacía ya muchotiempo que vendieron los caballos. Elúnico lugar al que necesitaban ir era elpueblo, y estaba solo a una hora decamino andando. Cuando su padre yElisabeth aún vivían, tenían una pequeñacalesa para viajar. Pero ahora ya no lautilizaban, igual que sus sonrisas.

Cuando abrió la puerta de lahabitación principal la sensación desoledad se hizo aún más palpable. Quizáaquella noche le escribiera una carta aJames para darle las gracias por lo bienque se lo había hecho pasar en Londres.Incluso aunque la única meta delinspector fuera la de impresionarla yseducirla, lo cierto era que le habíadado preciosos recuerdos que jamásolvidaría. Quizá esta vez sí que laenviara.

El remordimiento y la culpa seapoderaron de ella y se preguntó siJames lo habría deducido todo. ¿Cuántotiempo tardaría en darse cuenta de quele habían engañado? Y cuando lo

averiguara… Lo cierto era que ella noestaba tan convencida como Eleanor deque estuvieran a salvo.

Cruzó el salón en dirección a lacocina.

―Creo que se acerca una tormenta.Se quedó de piedra cuando vio a

Eleanor vertiendo agua en el lavamanosy frotándose las manos con un cepillo.

―Oh, Eleanor ―dijo Emmamientras corría hacia ella y le quitaba elcepillo enrojecido de entre las manos.

―No me puedo quitar su sangre delas manos, Emma. No importa lo fuerteque me frote la piel. Sigo teniendo lapiel pegajosa y sucia.

―No es su sangre, cariño. Es latuya. ―Con cuidado acompañó aEleanor hasta una de las sillas que habíaalrededor de la mesa―. Siéntate aquímientras yo cojo algunas cosas.

Cuando encontró algunos traposlimpios y un poco de bálsamo, volvió asentarse con su hermana y le cogió lamano con dulzura. Luego le limpió laherida que tenía con toda la suavidadque pudo.

―No es mi sangre, es la suya―insistió Eleanor.

―Te la voy a limpiar, luego tepondré un poco de bálsamo y te cubriréla mano. Así su sangre ya no volverá aaparecer nunca más.

―Ayer dijiste lo mismo.Emma levantó la cabeza y miró a

Eleanor a los ojos.―Esta vez lo haré mejor, pero no

te puedes quitar los vendajes hasta quese curen las heridas.

―Es que me pican y me escuecen.Duelen.

―Cuando te vuelva a pasaravísame y yo te las curaré.

Eleanor asintió y volvió la cabezapara mirar por la ventana.

―¡Oh, Dios, Emma, está aquí!Emma no tuvo que preguntarle a

quién se refería. Enseguida percibió ladesesperación en la voz de Eleanor. Ycuando se atrevió a mirar por la ventana

se le encogió el corazón: allí estabaJames montando un enorme caballomarrón. ¿Cuántas veces habríaimaginado que aparecía ante su puertapara llevársela entre sus brazos? Yentonces se le cayó el alma a los piesporque comprendió que si algún día laiba a buscar sería para llevarla a lahorca.

* * *

Swindler volvía a estar en deudacon Greystone. El retrato que le habíahecho le había ayudado mucho a seguirel rastro de Eleanor desde la estación detren hasta aquella bonita casa junto a los

acantilados. También resultó muy útilque el duque hiciera algunasaveriguaciones entre sus iguales yconsiguiera descubrir el lugar en el quese encontraba la casa del vizcondeWatkins.

Swindler cogió un tren y luegoalquiló un caballo para hacer el restodel viaje. En un pueblo cercanoconsiguió que le dieran indicacionesmás precisas de su destino.

Quería mantener la cabeza fríahasta que interrogara a Eleanor. Demomento, solo sospechaba sobre suduplicidad. Tenía la esperanza de queexistiera otra explicación, que la chicano hubiera planeado el asesinato de

Rockberry y luego le hubiera utilizado aél de coartada. Pero, si no lo habíahecho, ¿por qué le había dejado? ¿Sehabría sentido avergonzada por habercompartido la cama con él? ¿Sería sureputación lo que intentaba proteger?

Su cabeza y su orgullo libraban unabatalla continua. Él no era un hombreque se dejara llevar por las emocionesy, sin embargo, desde que ella semarchó, se debatía entre una ardiente iray una devastadora desilusión. Primerorecordaba lo bien que se había sentidoal tenerla entre sus brazos y luego sedecía que ella había destruido la frágilconfianza que se había creado entreellos.

También estaba preocupado portodo el asunto de la daga. Él solo lahabía visto de refilón en la oscuridad.Quizá no la recordara con claridad. Perohacía ya muchos años que habíaaprendido a prestar atención a losdetalles. Era muy improbable que sehubiera vuelto descuidado de repente.

Apenas había detenido el caballocuando ella abrió la puerta. Llevaba unsencillo vestido rosa y el pelo recogidocon un lazo del mismo color.

Cuando desmontó del caballo lasemociones lo recorrieron como unatempestad. Estaba enfadado, pero seguíadeseándola. Quería volver a besarla, aolerla, a sentirla. La quería tener

desnuda bajo su cuerpo. Quería que lepidiera perdón y que compartiera sussecretos con él. Quería que lo agarrarade los hombros, que hundiera los dedosen su pelo, que le rodeara la cadera conlas piernas y que le mirara a los ojos.

No se dio cuenta de si empezó aacercarse a la puerta o no, solo sabíaque de repente ella estaba entre susbrazos y su boca le daba la bienvenidacon apetito. Llevaba quince díasbuscándola, y cada minuto de esos díashabía sido un auténtico infierno. Sabíamuy bien lo que su deber le exigiríacuando la encontrara y tenía miedo de novolver a posar los ojos sobre ella. Y enaquel momento le asaltó la

desesperación: aunque sabíaperfectamente que no podía ser, se moríapor tener aquello para siempre.

Ella seguía oliendo a rosas. Por lomenos eso era real. Y seguía gimiendocon suavidad cuando él profundizaba elbeso. Aquello tampoco era mentira. Elcuerpo de la joven se fundía con el suyocomo si fuera el lugar al que pertenecía,¡que lo colgaran si no lo deseaba contoda su alma!

Pero le había engañado, habíatraicionado su confianza.

Inspiró hondo, apartó la boca desus labios y le cogió la cara con lasmanos.

―¿Por qué diablos te fuiste?

Ella se limitó a negar con lacabeza.

―Lo hiciste tú, ¿verdad? ―lepreguntó―. Tú organizaste el asesinato.Tenías un cómplice. Me utilizaste parademostrar tu inocencia.

Ella volvió a negar con la cabeza,pero esta vez con menos fuerza.

―No me mientas, Eleanor. ¡Por elamor de Dios!, dime… ―Entonces viopor el rabillo del ojo que algo se movíaen la puerta. Levantó la cabeza y vio aotra mujer. El parecido entre las doshermanas era asombroso. Frannie teníarazón―. Elisabeth ―susurró.

―No ―dijo la mujer que teníaentre los brazos―, Eleanor.

Observó a conciencia a la mujerque tenía ante sí. Todo en ella leresultaba familiar. El sabor, la fragancia,la sensación que lo envolvía al tenerlaentre sus brazos, su forma de fundirsecon él. Negó con la cabeza.

―No. Tú eres Eleanor.―No, yo soy Emma. Siempre he

sido Emma.Swindler recordó el primer

encuentro en los jardines Cremorne,cómo había rescatado a la joven y loansioso que se sentía por resolver aquelasunto. Entonces, al día siguiente y bajola luz del día, la joven lo dejó sinaliento y tuvo la sensación de que habíaalgo distinto en ella.

―Entonces, ¿me engañaste desdeel principio?

―Tú también me engañaste a mí―dijo ella con aspereza―. Me dijisteque eras un sinvergüenza. No me dijisteque trabajabas para Scotland Yard.

―Sí que soy un sinvergüenza, perono te he mentido ni una sola vez. Todo loque te he dicho es cierto.

* * *

Tres hermanas. ¡Había treshermanas idénticas!

Swindler no estaba seguro de haberescuchado jamás algo parecido.

La ira se apoderó de él cuandocomprendió el alcance del engaño. Fueincapaz de quedarse allí mirándolas, asíque decidió salir a ocuparse del caballoy darse un poco de tiempo pararelajarse. No recordaba haber estadonunca tan furioso. Ahora sabía que lashermanas habían planeado utilizarlo y sepreguntaba cuántas cosas habría hechoEleanor, no, Emma, para que cayera ensu trampa. ¡Esa bruja mentirosa!

Tampoco se le escapaba la ironíade la situación. Él, que siempre habíatenido una gran habilidad para planear yejecutar toda clase de estafas…, ¡habíacaído presa de sus propias estrategias!

Le quitó la silla de montar alcaballo y la dejó en una de las esquinasdel establo, donde luego colocaríatambién la brida y el freno. Noacostumbraba a montar a caballo, por loque no era un jinete muy experimentado.Y tampoco tenía ninguna experienciacuidando de los animales. Pensó que allíencontraría un mozo que se ocuparía deeso por él. Le acarició el cuello alcaballo y el animal se alejó de él.Cuanto más se acercaban al mar, másmiedo parecía tener el caballo. Maldijoaquel enorme semental, pero Swindlernecesitaba que fuera bien grande paraque encajara con su tamaño.

Fue en busca de avena. El establoera muy pequeño y necesitaba algunasreparaciones. No parecía que allíhubiera ningún sirviente. Quizá Emmano le hubiera mentido sobre suscircunstancias y no disponía de losmedios suficientes para presentarse ensociedad.

Antes sentía simpatía por susituación, pero en aquel momento ya noestaba seguro de sus sentimientos.Maldijo a Rockberry por habermezclado a Scotland Yard en sudesastrosa vida personal. Maldijo a sirDavid por haber decidido que él era elmejor hombre para encargarse de aquelcaso. Y se maldijo a sí mismo por haber

fracasado miserablemente y no habersido capaz de evitar que asesinaran almarqués.

Él no había dado ningunacredulidad a las peticiones y los miedosde Rockberry. Además, había dadoprioridad a las ganas que tenía de estarcon la chica en vez de prestar atención asu deber. Había antepuesto sus deseos ynecesidades al trabajo.

Por fin consiguió localizar un cubolleno de avena. Metió un poco en unsaco y volvió al establo donde habíadejado el caballo. Estaba vertiendo elcontenido del saco bajo la cabeza delcaballo cuando escuchó el estallido deun trueno. El caballo relinchó y reculó.

Swindler estaba tan distraído pensandoen la chica que ahora conocía comoEmma que no reaccionó con rapidez. Sevolvió…

Sintió un agudo e intenso dolor enla cabeza.

Oscuridad.

* * *

―¿Qué crees que se propone?―preguntó Eleanor mientras Emma laayudaba a cerrar una de lascontraventanas de la casa.

Habían empezado a cerrarlas todascuando James rugió:

―Tengo que ocuparme de micaballo. ―Y se llevó aquella enormebestia al establo.

Durante unos breves segundos,cuando la estrechó entre sus brazos y labesó, Emma se atrevió a pensar queestaba allí por otro motivo. Pero su besohabía sido punitivo y sus brazos fueroncomo lazos de hierro a su alrededor.Estaba enfadado. No podía culparle.Pero también sabía que era un hombrebondadoso y delicado. Además sabíamuy bien lo que era la justicia. Ellahabía visto y tocado las cicatrices quetenía en la espalda. Si había alguien quesabía lo injusto que podía llegar a ser elsistema, ese era él.

―Supongo que ha venido con laintención de llevarnos de vuelta aLondres para que paguemos por nuestrospecados.

―Si ese es el caso, entonces solome tiene que arrestar a mí ―dijoEleanor con obstinación―. A fin decuentas, lo hice yo.

Emma quería mucho a su hermanapor intentar salvarla.

―Estamos juntas en esto.Eleanor suspiró y se dirigió a la

esquina de la casa para cerrar lasiguiente contraventana. Emma empezó aseguirla, pero luego cambió de idea.Necesitaba hablar con James a solas.Estaba a medio camino del establo

cuando vio que su caballo pastaba cercade allí. Se preguntó si sería porqueJames no había conseguido encontraravena para el animal. Aceleró el paso yentró en el establo.

Cuando lo vio tirado en el suelocerca de una cuadra llena de paja, se leencogió el corazón.

―¡Oh, Dios mío!Se acercó a toda prisa y se

arrodilló a su lado. Entonces se diocuenta de que tenía la cabeza manchadade sangre. Le apartó algunos mechonesde pelo de la herida con cuidado. Teníaun corte espantoso en un lateral de lacabeza. El caballo debía haber…

James abrió los ojos. Ella gritósobresaltada. Las paredes giraron a sualrededor cuando él la cogió, la tumbósobre la paja y se puso encima de ellacomo una bestia salvaje. Ella empezó agolpearle con los puños, pero él lecogió las manos y se las inmovilizó porencima de la cabeza. Su rostro reflejabael dolor que sentía, pero ella pensó quese trataba más bien de un doloremocional que físico. Su áspero alientoflotaba alrededor de la joven.

Entonces se le suavizó el rostro,casi contra su voluntad. La agarró de lasmuñecas con una sola mano y empezó aacariciarle la mejilla con la otra.

―Eleanor ―jadeó envolviendo lapalabra con un manto de emoción.

Ella ya no podía soportar escucharel nombre de su hermana en sus labios.

―Emma ―le corrigió con dulzura.―Emma. ―Inclinó la cabeza hasta

que su aliento le rozó la mejilla como laprimera brisa de la primavera, suavepero decidido a anunciar el cambio deestación―. Emma.

La joven no protestó cuando posóla boca sobre sus labios, pero el besofue igual que el que le había dado en lapuerta. Era duro, casi desesperado,parecía que quisiera recuperar lo quecompartieron en Londres, pero sabía tanbien como ella que aquello lo habían

perdido para siempre. Lo que habíanconseguido construir se asentaba sobreuna base de mentiras y engaños. Jamásaguantaría la tormenta de traición. Sedesmoronaría, y si él poseía algo decompasión, dejaría que se lo llevara elmar.

Pero en aquel momento ella sentíaque no había compasión alguna en él.Empezó a apretarle las muñecas contanta fuerza que se le entumecieron losdedos. Sin embargo, no quería pedirleque parara, porque si lo hacía dejaría debesarla, y aún no estaba preparada paraalejarse de él. ¿Cómo iba a saber cuálsería la última caricia de su lengua?

¿Cuándo dejarían de fundirse sus labiosencima de los de ella?

La cogió del costado con su enormemano y la colocó debajo de él con másfirmeza. Se sentía tan bien bajo el pesode su cuerpo… Era tan recio como unade las rocas de la costa que las olas,poco importaba lo poderosas que fueran,eran incapaces de mover. Su olor eraligeramente distinto al que tenía enLondres. Ahora percibía el olor delcaballo, de la piel y de la sal del marque le había azotado el pelo mientras seacercaba a ella. Y sin embargo, debajode todo eso seguía percibiendo suesencia. Todo en él era maravilloso. Ypronto se lo arrebatarían y quedaría

reducido a recuerdos que la perseguiríandurante el resto de su vida.

―Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?Emma se sorprendió al escuchar la

voz de Eleanor resonando en el establo.James levantó la cabeza y entonces sequedó muy quieto. Ella se dio cuenta dela enorme confusión que brillaba enaquellos ojos verdes que tanto adoraba,y empezó a preguntarse si el golpe lohabría desorientado. Antes de apartarsede ella, la rabia y la decepción lenublaron la vista. Rugió, se apoyó en lapared del establo y se llevó la mano a laparte de atrás de la cabeza.

―Creo que el caballo debe haberlegolpeado ―dijo Emma, que notaba

cómo la vergüenza le calentaba elrostro. Casi pierde el equilibrio alponerse en pie. Se había olvidado de lomucho que le flaqueaban las piernascuando la besaba. Se convertían enauténtica gelatina―. Tiene un corte muyfeo.

―Sí, ya he visto el caballo fuera―dijo Eleanor―. Por eso pensé quedebía venir a investigar.

―Deberías venir a casa para quepueda coserte ―se ofreció Emmarápidamente.

―Yo me ocuparé de tu caballo―dijo Eleanor.

―Ni se te ocurra pensar en escapar―le dijo James con una voz firme―.

No existe un solo lugar en la tierradonde no pudiera encontrarte.

Eleanor echó los hombros haciaatrás y levantó la barbilla.

―Por si no se ha dado cuenta,señor Swindler, se avecina unatormenta. Solo un tonto escaparía conuna tormenta.

A juzgar por la áspera eintransigente mirada que James le lanzóa Eleanor, Emma pensó que solo untonto decidiría no escapar teniendo tancerca un depredador.

CAPÍTULO 14

Swindler se sentó junto a laventana, en una silla que había en unahabitación del piso de arriba. AllíEleanor, no, Emma, tendría mejor luzpara trabajar, teniendo en cuenta quehabían cerrado las contraventanas delpiso de abajo. Su hermana tenía razón.Podía ver perfectamente las nubes quese acercaban y oscurecían la luz del sol.Intentó concentrarse en el tiempo, peroparecía incapaz de pensar en algo queno fueran los delicados dedos de Emma

apartándole el pelo de la herida. Sesentía como un tonto por haber dejadoque aquella chica consiguiera que ladeseara. Y lo peor de todo era que ellani siquiera se tenía que esforzar.

―Quizá esto te duela un poco―dijo ella con dulzura.

―Como bien sabes, he sufridocosas peores. Tú empieza.

Mientras ella le clavaba la aguja enla carne, él apretaba los dientes, pero elresto de su cuerpo permaneció quietocomo una piedra. Bueno, no todo. Elritmo de su corazón había aumentadodebido a la cercanía de la joven.

―Háblame de tu hermana ―leordenó.

―Eleanor puede resultar muyobstinada cuando…

―De Eleanor no, de Elisabeth. Esedía nacieron tres niñas.

―Sí. Cuando te dije que Elisabethfue la primera y yo la última, te dije laverdad. Eleanor nació en medio de lasdos. Nuestra madre sí que murió en elparto. Fue demasiado para ella. Creoque su muerte casi le rompe el corazón ami padre. Contrató a una mujer delpueblo para que cuidara de nosotras,pero él no nos dedicó demasiadotiempo. Supongo que es normal. ¿Quésabéis los hombres de los niños? ¿A titambién te ignoró tu padre?

Él no quería pensar en su padre yno quería pensar en su pasado, perocontestó de todos modos:

―No. Él y yo estábamos muyunidos. Solo nos teníamos el uno al otro.Bueno, a veces pasaba la noche en lacama de alguna mujer. Cuando esoocurría yo dormía cerca de ellos y nopodía evitar preguntarme si era así comoolía mi madre. Me dormía deseando quese quedara con ella. Pero solo sequedaba con ella una noche o dos yluego seguía adelante. En eso meparezco a él. Nunca me quedo muchotiempo con las mujeres con las que meacuesto. ¡Maldita sea!

―Disculpa. Se me ha resbalado laaguja.

No era cierto. Estaba seguro de quehabía perdido la concentración alescuchar sus palabras y se la habíaclavado más fuerte de lo que pretendía.No sabía por qué le había dicho aquello.Lo único que sabía era que no queríaque ella se diera cuenta de lo importanteque era para él, de lo devastado que lohabía dejado su traición, su marcha.Porque con ella quería quedarse muchasnoches. Era una estupidez, pero ya habíaempezado a planear cómo podíaquedarse con ella para siempre. Cuandopensaba en tenerla entre sus brazos cadanoche y despertarse y encontrarla cada

mañana en su cama, sentía casi tantoplacer como cuando le hacía el amor.Sin embargo, ahora comprendía quetodo lo que sabía de ella era lo que lajoven había querido que supiera.Recorrió la habitación con la mirada sinmover la cabeza.

Las paredes estaban forradas conpapel pintado de color verde pálidodecorado con pequeños lunares de colorrosa. Una colcha rosa adornaba la cama.Y las cortinas estaban cubiertas por unatela de encaje también de color rosa.

―Son esos los acantilados…―Sí ―contestó ella antes de que

él pudiera acabar la pregunta. A pesarde no verle la cara, sí que podía sentir

la tensión que irradiaba el cuerpo de lajoven.

―¿Esta es tu habitación?―preguntó él.

―Sí.Swindler sintió cómo se

destensaba.―Te gusta el rosa.―Me encanta el rosa.Aquella habitación era un estudio

de feminidad. Incluso los mueblesblancos emanaban delicadeza. Swindlerpensó que todo lo que había en suhabitación era tan oscuro como su alma.Sin embargo, ella era luminosa y etérea.Ella era felicidad y sueños.

―La que rescaté en los jardinesCremorne era Eleanor.

―Sí, pero yo también estaba allí,escondida entre las sombras. Nuncasalíamos solas y nunca nos perdíamosde vista. Vi cómo la protegiste.

―Y por eso me reconociste latarde siguiente en Hyde Park.

―Sí. ―Swindler escuchó el ruidode las tijeras y sintió como ella tirabadel hilo. Luego empezó a vendarle lacabeza―. ¿Cómo puedes estar tanseguro de que yo soy la chica con la queestuviste en Hyde Park?

―Había algo diferente en ti. Enaquel momento pensé que se debía a la

luz del sol. ―Se sentía como un tonto alexplicárselo. Debería callarse.

―La única vez que no salimos lasdos fue cuando empezaste a salirconmigo por Londres. Eleanor teníamiedo de que nos descubrieras y loecháramos todo a perder.

Él odiaba tener que admitir quehabría sido muy improbable que lahubiera visto, porque toda su atenciónestaba puesta en la encantadora jovenque lo acompañaba.

―Ya está ―dijo ella acariciándolesuavemente la cabeza―. Deberíasintentar dormir hasta que desaparezca eldolor.

La cabeza le palpitabadespiadadamente y se sentíadesorientado, así que se puso en pie y seapoyó en una de las columnas que habíaa los pies de la cama.

―Ella mató a Rockberry.Emma asintió con rapidez y apartó

la mirada mientras lo hacía.―Te quedaste conmigo aquella

noche a propósito para que ella pudieratener una coartada. Tú sabías lo que ibaa hacer.

La joven se quedó mirando el suelocomo si esperara que se abriera y leproporcionara la forma de escapar.

―Sí ―susurró antes de levantar lacabeza y añadir con más fuerza― y no.

Eleanor bajó a recibir a la duquesacuando vino a invitarla al baile. Yoestaba en cama con dolor de cabeza.Cuando Eleanor se dio cuenta de que yotenía la oportunidad de asistir a un baile,decidió que era la noche perfecta paraacabar lo que habíamos empezado.Asumió que Rockberry volvería a sucasa tarde o temprano, y cuando lohiciera ella se ocuparía de él. Lo únicoque debía hacer yo era quedarmecontigo hasta el alba. Pero yo queríaestar contigo. Yo me… ―se humedeciólos labios― estaba empezando aencariñar contigo.

―Espero que comprendas que nome crea esa última parte, teniendo en

cuenta que te marchaste.―No creí tener otra opción. Eres

muy inteligente. Tarde o temprano yohabría dicho algo que nos habríadelatado.

―¿Y pensaste que si te marchabasme olvidaría de todo sin más?

―Tenía la esperanza de que lohicieras, sí. Pero no estaba tan seguracomo Eleanor, que confiaba en queignoraras mi ausencia.

―¿Por qué yo?Ella suspiró y se acercó a la

ventana para mirar fuera.Swindler podía escuchar el sonido

del viento golpeando los cristales. Eracierto que se acercaba una tormenta,

pero dudaba que pudiera competir conla que se había desatado en su interior.

―¿Por qué yo? ―repitió con mássequedad.

―Eleanor y yo no dejábamos devigilar a Rockberry ni un segundo ysiempre teníamos cuidado de que solonos viera a una de las dos. Casi nosmorimos cuando acudió a ScotlandYard. Poco después nos dimos cuenta deque tú nos estabas siguiendo y asumimosque eras el resultado de la visita que elmarqués había hecho a la policía.Eleanor pensó que podríamosaprovecharnos de la situación.

―Y aprovecharos de mí. ―Fueincapaz de contener la furia que se le

escapó al decir aquello.Ella se dio media vuelta.―Tú no sabes lo que ese hombre

le hizo a nuestra hermana. Estábamosdecididas a vengarla. Tú eres incapaz deimaginar lo que es perder a alguien deuna forma tan injusta.

Oh, ya lo creo que podía. Pensó ensu padre.

―Aquel día en Hyde Park, cuandome acerqué a ti por primera vez, ¿porqué decidisteis que serías tú la queintentaría atraparme en su red?

La escuchó tragar saliva.―Fue una simple coincidencia. Si

hubieras llegado veinte minutos después,habría sido a Eleanor a quien habrías

seguido. Pero cuando me conociste a mídecidimos que siempre sería yo la queestaría contigo. Tú y yo hablábamostanto que Eleanor pensó que podríadecir algo que te hiciera sospechar.

Lo cierto era que habían habladode muchas cosas. La facilidad con la quepodía hablar con ella le habíasorprendido. Él nunca había sido muyhablador con las mujeres. Solíacomunicarse de otras formas. Pero nadade lo que había vivido con ella habíasido como lo que había experimentadocon otras mujeres. Y saber que le podíatraicionar con tanta facilidad…

―Te he traído un poco del whiskyde mi padre ―anunció Eleanor mientras

se colaba en la habitación. Llevaba unvestido de color azul pálido con adornosde color azul oscuro. No parecíaquedarle bien, pero supuso que lasombra del asesinato nublaba su visión.Era sorprendente que la viera como lamás malvada de las dos hermanas y quele provocara tanto disgusto.

Si su cabeza no hubiera estadoamenazando con explotar en cualquiermomento, si hubiera podido pensar conmás claridad, quizá no habría aceptadoel vaso, pero tal como estaba pensó quequizá el whisky le ayudaría a aliviar eldolor y a aclararle las ideas. Se bebió elcontenido de un solo trago y se deleitóen el calor que se extendió por su pecho.

―¿Quieres más? ―preguntóEleanor.

―No, ya está bien por ahora.Eleanor le observó con evidente

curiosidad. Él se preguntó cuántas cosashabría compartido Emma con ella.Recordó que cuando la empezó a seguirno sintió nada en especial por ella.Incluso aquella primera noche en losjardines Cremorne había acudido en sudefensa porque su naturaleza leempujaba a proteger a los inocentes.Pero la tarde siguiente todo cambió, vioalgo distinto en ella. Aunque no fuecapaz de averiguar lo que era. Lo únicoque sabía era que cuando los dedos dela joven tocaron los suyos al coger el

mapa que le ofrecía, de repente, deseóque le tocara todo el cuerpo.

Entonces se escuchó decir desdeuna gran distancia:

―Explicadme las circunstanciasque llevaron a la muerte de Elisabeth.

―Discutir las malas decisiones denuestra hermana contigo me parece unatraición ―dijo Eleanor.

―Quizá pueda ayudaros si consigocomprenderlo todo. ―Arrastraba laspalabras al hablar y de repente setambaleó.

―Túmbese, señor Swindler ―dijoEleanor cogiéndolo del brazo yacompañándolo hasta la cama.

―Eleanor, ¿qué es lo que hashecho? ―le preguntó Emma mientras seacercaba para ayudarla.

―Le he dado algo para que seduerma mientras nosotras encontramosla mejor manera de manejar estasituación.

Él fue consciente de que lo metíanen la cama. Tenía la sensación de que sumente había abandonado su cuerpo.Empezaron a pesarle los párpados. Eraincapaz de mantener los ojos abiertos.Quería decirles que nada lo alejaría desu propósito salvo la muerte, pero suslabios parecían negarse rotundamente adejarle hablar.

Finalmente se abandonó al sueño ycerró los ojos. Alguien le puso unamanta sobre el cuerpo y la dulcefragancia de las rosas le rodeó. Queríatirar de Emma, pero los brazos no lerespondían. Lo único que pudo hacer fuedejarse llevar por la oscuridad.

* * *

―¿Cómo has podido hacerle eso?―espetó Emma.

―¿Cómo podía no hacerlo?Tenemos que pensar detenidamente quécosas queremos que sepa y cuáles no.

―Deberíamos decírselo todo.

―No estoy de acuerdo. Lo utilizaráen nuestra contra.

―Eleanor, ya es tarde para negarlo que hicimos. Si le explicamos losmotivos por los que lo hicimos, quizá élpueda ayudarnos.

―¿Y qué pasará si tenemos queexplicar los motivos el día de nuestrojuicio? Prefiero que me cuelguen antesque deshonrar a Elisabeth delante detodo Londres. ―Después de deciraquello, Eleanor abandonó lahabitación.

Emma se inclinó hacia delante ybesó la frente de James.

―Lo siento mucho.

Luego, aprovechando que estabadormido y que Eleanor se habíamarchado, le acarició el pelo que lesobresalía del vendaje. Cuando llegótenía el pelo revuelto y eso le daba unaspecto salvaje. Paseó los dedos por surostro que ahora estaba relajado; lasmarcadas facciones que tanto legustaban teñían de aspereza aquellosrasgos que le eran tan familiares.Cuando se bajó del caballo su ira era tanintensa como la peor tormenta que jamáshubiera visto aquella tierra. Lo ciertoera que no estaba segura de lo queesperaba de él. El hecho de que lahubiera cogido entre sus brazos laaterrorizó y emocionó a un mismo

tiempo.Posó la mano sobre su cuello y

sintió el débil latir de su corazón. Teníaganas de darle a Eleanor una bofetadapor haberle drogado. ¿Acaso no lehabían hecho ya suficiente daño?

Eleanor la había animado ahechizarlo, seducirlo y distraerlo.Mientras lo hacía, Emma había creídoestar entre el cielo y el infierno. Disfrutóde cada minuto de su compañía, inclusoa pesar de que todos estaban teñidos deculpabilidad.

Sabía muy bien que cada vez queempezaba a hacerle preguntas estabaintentando descubrir lo que se proponía.Emma había sentido muchas ganas de

confesárselo todo, de pedirle consejo,de compartir sus dudas con él. Eleanorsiempre estuvo convencida de que, apesar de su terrible comportamiento, unlord del reino no recibiría castigoalguno. Eran ellas quienes debíanconseguir que aquel hombre pagara porlo que le había hecho a Elisabeth y talvez a otras mujeres.

Emma estaba de acuerdo en quealguien tenía que castigar a Rockberry.Pero nunca quiso hacerle daño a James.Después de pasar aquella última nocheentre sus brazos, se dio cuenta de que,aunque deseara lo contrario, le acabaríahaciendo daño.

Le cogió la mano, se la acercó alos labios y le besó los nudillos.

La venganza no era cosa dedébiles, pero ella había descubiertodemasiado tarde que tampoco iba conella.

* * *

Cuando Swindler se despertó yahabía oscurecido y el viento ululabaemitiendo un desolador sonido queparecía proceder de su propio corazón.Sabiendo todo lo que sabía sobre laconfabulación de Emma, ¿cómo podíaser que hubiera dejado que lo hechizarade nuevo? ¿Cómo podía seguir

pareciéndole tan inocente? Podría haberjurado que había visto arrepentimientoen los ojos de la joven, pero tambiénhabía visto una ternura y una poderosaatracción tan intensa como la que sentíaél.

Se dio la vuelta sobre el colchón,descolgó las piernas por un lateral de lacama y se sentó. Se mareó un poco yesperó un momento a que se le pasara.Le palpitaba un poco la cabeza, perosospechaba que tenía más que ver con loque fuera que Eleanor le hubiera puestoen el whisky que con la coz del caballo.Deseó llevársela a Londres y dejar allí aEmma, ¿pero cómo explicaría haberlefacilitado una coartada? En cualquiera

de los casos, él quedaría como un tonto,pero por lo menos la verdad nodestruiría su reputación, solo lamancillaría un poco. Sin Emma leacabarían viendo como un mentiroso yya no podría trabajar en Scotland Yard.

Había trabajado muy duro parasuperar sus orígenes y para que lasociedad dejara de verlo como el hijode un ladrón. Se negaba a tirar por tierrasus esfuerzos a cambio de nada. Aunqueestuviera muerto, su padre merecía unhijo más digno. Swindler siempre habíaestado decidido a no decepcionarlo.

Se puso en pie, se acercó a laventana y perdió la mirada en laoscuridad. La lluvia golpeaba las

contraventanas. Bajo la luz de los rayosvio las blancas crestas de las agitadasolas del mar y cómo los árboles sedoblaban bajo la fuerza del viento. Seescuchó un trueno ensordecedor. Aquelmarítimo lugar no estaba hecho para laspersonas que se asustaran de la fuerza yel poder. No le extrañaba que Emmafuera tan valiente. No cabía duda de queaquellas tormentas la habríanendurecido; esa chica conocía la fuerzade la naturaleza y sabía cómo hacerlefrente.

Emma. Al pensar en su nombre loasaltaban emociones encontradas: deseoy aversión. Ella y su hermana se habíantomado la justicia por su mano. Maldita

sea, era muy hipócrita por su parte noadmitir que él había hecho lo mismo enmás de una ocasión. Él siempre habíajustificado sus acciones porque creíaque sabía muy bien lo que era la justiciadebido a la gran cantidad de injusticiasque había presenciado durante suinfancia. No era más que un arrogante.Emma le estaba obligando a afrontar suspropios defectos y no le gustaba nada.

Se alejó de la ventana, cruzó lahabitación en dirección a la puerta, giróel pomo y descubrió que estaba cerrada.Apoyó la frente sobre la madera yesbozó una oscura sonrisa. Por lo visto,incluso después de todo lo que habíancompartido durante el poco tiempo que

habían pasado juntos, Emma no tenía niidea de con quién estaba tratando.

* * *

En la cocina, Emma doblaba concuidado la servilleta que colocaría en labandeja que preparaba para James. Erarealmente estúpido que quisiera quetodo estuviera perfecto, especialmentecuando estaba convencida de que él selevantaría de mal humor.

―Ya sé que estás enfadada porquele he dado un somnífero ―empezó adecir Eleanor mientras cortaba elcordero.

Hacía casi una hora que nohablaban. Mientras Eleanor se ocupabade los preparativos para la cena, Emmase había concentrado en meter a losanimales en el establo antes de quellegara la tormenta.

―Estoy mucho más que enfadada.Él no ha hecho nada para merecerse estadesconfianza ―replicó Emma, queestaba empezando a perder la pacienciacon su hermana y hartándose de quepareciera incapaz de comprender que yahabían cruzado la línea una vez. Nopensaba dejar que aquello se convirtieraen una costumbre.

―Ese hombre ha venido aarrestarnos y he estado pensando largo y

tendido en ello. Lo mejor que podemoshacer es convencerlo de que te dejeaquí. Seamos francas, ¿qué vamos aconseguir si dejamos que nos cuelguen alas dos? A fin de cuentas, todo fue ideamía. Tú solo te dejaste llevar porque estu forma de ser.

―Si no recuerdo mal, tú sugeristeque le matáramos; y luego estuvimosdiscutiendo sobre cuál de las dos tendríael honor de acabar con su vida.

Eleanor frunció los labios.―Supongo que tú también estabas

convencida de que teníamos quematarle.

―Claro que sí. Yo también leí eldiario de Elisabeth.

―Entonces quizá yo también debaleerlo. ―Una profunda voz resonó porla cocina.

Emma y Eleanor se volvieronsobresaltadas al tiempo que dabanpequeños gritos. Estaban muy juntas y seagarraron la una a la otra como si eldiablo acabara de surgir del infiernopara venir a buscarlas. Pero solo eraJames; su figura ocupaba toda la puertay estaba increíblemente atractivo a pesardel estado en el que se encontraba. Sehabía quitado el vendaje de la cabeza,pero no se había molestado en ponerseel chaleco y la chaqueta; en realidad, nisiquiera se había molestado en volver aabotonarse la camisa. Solo se le veía el

cuello y una parte del pecho, pero fuesuficiente para que Emma se muriera portocarlo. Si Eleanor no le hubiera estadoagarrando las manos con tanta fuerza,quizá Emma se habría acercado a élpara hacer precisamente eso: tocarlo,acariciarlo y abrazarlo.

La comisura de sus labios se curvóy esbozó la chulesca sonrisa que tanto legustaba a Emma.

―No pensarías que una puertacerrada me iba a impedir salir de lahabitación, ¿verdad? ―Levantó la manoy le enseñó una pequeña horquilla conun diamante en la punta. Emma se diocuenta de que era una de las horquillasque llevaba la noche del baile, la que se

había olvidado en su habitación―. Yome crie entre ladrones y carteristas. Paramí una cerradura es un juego de niños.

Emma soltó a su hermana y lafulminó con la mirada.

―¿Cerraste la puerta?Eleanor la miró con terquedad.―Lo hice mientras estabas fuera

ocupándote de los animales. Queríaasegurarme de que si se levantabapronto no nos molestaba mientrastrazábamos un plan.

―Eleanor…Antes de que pudiera continuar,

Eleanor miró enfadada a James.―Ha sido muy grosero por tu parte

que nos asustaras de ese modo ―dijo su

hermana con un tono de voz tan afiladoque podría haber cortado el cordero.

Emma sabía que su aspereza sedebía a que temía haber perdido elcontrol de la situación. Eleanor era laconspiradora, la planificadora, la de losgrandes esquemas y diseños. Hubo untiempo en que todos sus esfuerzos secentraron en la forma de conseguir elmejor marido; últimamente su máximointerés estribaba en cómo evitar lahorca.

―No eres precisamentehospitalaria ―dijo James.

―Supongo que estás esperando aque me disculpe por haberte dado elsomnífero.

Él negó con la cabeza.―No, la verdad es que no espero

nada de ti.Sus palabras estaban repletas de

significado, como si Emma y Eleanorfueran gentuza de la peor calaña, comosi fueran serpientes que merecíanarrastrarse sobre sus tripas.

―Estaba preparando una bandeja,bueno, tu cena ―dijo Emma con la voztemblorosa. Estaba deseando cambiar detema y conseguir poner cierta paz.

―Soy perfectamente capaz decomer en la mesa. No necesito que mesirvan.

Emma asintió con brusquedad.

―Muy bien. Serviremos la cenadentro de media hora.

Él deslizó los ojos sobre su cuerpomuy lentamente y luego los posó sobreEleanor.

―Si vuelves a poner algo en micomida o en mi bebida más te valematarme, porque si no cuando medespierte sufrirás las consecuencias demi ira, y créeme cuando te digo que noes precisamente agradable.

Abandonó la cocina sin decir niuna sola palabra más.

―Yo soy incapaz de tomar ni unsolo bocado con ese hombre sentado ala mesa ―dijo Eleanor.

Emma tampoco podría, perosospechaba que sus motivos serían muydistintos a los de Eleanor. A pesar detodo, no había nada que deseara más quevolver a estar entre sus brazos.

CAPÍTULO 15

El viento seguía soplando fuera yeso los obligaba a permanecerencerrados en la casa. Además, habíaanochecido más pronto debido a latormenta.

Sobre la mesa ardían varias velas.Sirvieron los platos: cordero, patatas yalubias. El silencio reinaba entre ellos,a excepción de algún arañazo ocasionalsobre la porcelana fina.

Lo que sorprendió a Emma fue queJames se sentó a la mesa bien afeitado, y

que volvía a llevar el chaleco, elpañuelo del cuello y la chaqueta.Aunque no importaba el aspecto quetuviera, si parecía un rufián o uncaballero, cada vez que le veía se leencogía el estómago.

Estaba sentado a la cabeza de lamesa y ella y Eleanor habían ocupadolas sillas que quedaban a ambos lados.Su padre nunca había tenido la presenciaque demostraba James sentado allí, queocupaba ese espacio de una forma tannatural como el mismísimo rey. Seesforzó por no pensar en lo mucho quele gustaría ver a James allí sentado cadanoche. Pero él no estaba hecho para latranquila vida costera. Aunque en aquel

momento la noche era de todo menostranquila.

―¿Existe alguna posibilidad deque el viento se lleve la casa y acabeflotando en el mar? ―preguntótranquilamente.

―No ―le aseguró Emma―. Elviento procede del mar, así que meimagino que, si se la llevara yacabáramos en algún otro sitio, sería enel pueblo.

La diversión iluminó los ojos deSwindler. Ella casi olvida que estabaallí por un motivo que no tenía nada dedivertido.

Intentó no preguntarse qué habríapasado si ella hubiera sido la hija

elegida para ir a Londres la temporadapasada, o si le habría conocido en algúnbaile. ¿Se habría fijado en ella? ¿Lahabría sacado a bailar? ¿La atracciónhabría nacido entre ellos con tantafacilidad como lo había hecho cuando lasituación estuvo teñida de misterio?

Él la observó por encima de sucopa de vino. Hacía un rato que élmismo había traído aquella botella de labodega, la había abierto, se habíaservido una copa, y no la había perdidode vista ni un momento. Lentamente, casisospechosamente, centró su atención enEleanor, y luego la volvió a centrar enEmma.

―Tu casera solo estaba alcorriente de la existencia de una chica.

―No digas nada, Emma ―leordenó Eleanor con severidad―. Loúnico que tiene son especulaciones yconjeturas. No puede demostrar nada.No hay ninguna prueba de que tú hayasestado en Londres.

Su inquisidora mirada se posósobre Emma con más firmeza.

―Porque fueras a donde fueras ehicieras lo que hicieras, siempreaseguraste ser Eleanor. Supongo quesiempre planeaste estar en algún lugar,en compañía de alguien, mientrasEleanor se encargaba del marqués. Yo

encajé muy bien en vuestro pequeñoesquema.

―Sí. ―Se obligó a decir aquellapalabra que brotó de entre sus labiosenvuelta en arrepentimiento. Ellapretendía haber utilizado a alguien de lacalaña de Rockberry. No tan ruin comoél, pero sí la clase de hombre quemereciera ser utilizado. Nunca esperóconocer a alguien como James, con unamoral que siempre apuntaba endirección a la decencia, el honor y losprincipios.

Entonces él empezó a dar suavesgolpecitos sobre la copa con su dedo;parecía estar encajando piezas de unrompecabezas. De repente su dedo se

detuvo y lo extendió como si quisieradecir algo.

―Podría haber funcionado si no tehubieras marchado tan increíblementedeprisa, casi sin decir ni adiós. ―Elfuego que ardía en sus ojos era tanintenso como el que ardía en lahoguera―. Especialmente después delas intimidades que compartimos.

Quería hacerle daño y despreciarlo que ella le había dado. Emma vio laintención de aquellas palabras reflejadaen sus ojos y supuso que se lo merecía.

―¿Qué clase de intimidades sepueden compartir en un carruaje?―preguntó Eleanor.

«Cielo santo. No tenía ni idea.»Emma no estaba por la labor de darledetalles a su hermana, especialmenteteniendo en cuenta que la mayoría de lasintimidades no habían ocurrido en elcarruaje.

―Quería esperar; quería volver averte, pero tenía miedo de que vieras laverdad en mis ojos.

Él no le preguntó qué verdad:¿sería la verdad de que había ayudado aquitarle la vida a un hombre, la verdadde que se había enamorado de él, o laverdad de que la última noche que habíapasado con él había sido la mejor de suvida? Quizá se dio cuenta de las muchasrazones que tenía para marcharse,

porque volvió a centrar la atención en sucomida. El silencio y la incomodidadvolvieron a reinar en la mesa durantealgunos minutos. Ella sospechó quetodos estaban reflexionando sobre lagravedad de sus vidas, que ahoraestaban irremediablemente entrelazadas.El engaño no proporcionaba una basesólida sobre la que construir nadaduradero. Incluso su relación conEleanor se había enrarecido desde quehabían vuelto de Londres.

―Así que creciste aquí.Su repentina voz resonó en el

silencio como un trueno. Emma sesorprendió y a Eleanor incluso se lellegó a caer el tenedor en el plato. En

realidad, él no había preguntado nada,pero Emma pensó que debía darlealguna respuesta. Levantó la vista yobservó a su hermana, que habíarecuperado el tenedor y estabamoviendo su comida por el plato.

―Sí ―dijo Emma―. Nacimos enesta casa. Ha pertenecido a la familiadurante dos generaciones, muy pocotiempo si lo comparamos con los añosque hace que existe Inglaterra.

―¿No tenéis sirvientes?―Los teníamos antes de que papá

muriera. Teníamos una cocinera, unadoncella y un sirviente que hacía lasveces de mayordomo y de lacayo.―Emma sabía que estaba divagando.

¿Qué importancia podía tener para élesa detallada información sobre sussirvientes? Pero le estaba costandomucho soportar la tensión que se habíaadueñado del ambiente. Sin embargo,James, aunque estaba distante, parecíasentirse muy cómodo―. ¿Intentasdecirnos que la comida está mala?

―La he comido peor.Se limpió las manos en la servilleta

que tenía sobre el regazo y recordó queél nunca había salido de Londres. AEmma le habría encantado estar a sulado mientras descubría el campo.

―¿Disfrutaste de las vistas cuandovenías de Londres?

―La verdad es que no me fijé.

―Qué lástima. Hay campos muybonitos. Quizá pueda enseñarte algoantes de que vuelvas, bueno, antes deque todos volvamos a Londres.

―¡Cielo santo! ―espetó Eleanorponiéndose de pie―. ¿Podemos olvidarlas cortesías? Este hombre ha venido allevarnos a la horca, Emma. Yo no tengoningunas ganas de enseñarle nada.

Tiró la servilleta en la mesa yabandonó el salón con la misma fuerzaque la tormenta que se había desatadofuera. Cuando la vio marchar, Emma nopudo evitar alegrarse de poder estar unrato a solas con James.

Carraspeó.

―Te ruego que la disculpes.Últimamente no parece ni la sombra desí misma.

―¿Y tú, cómo puedes estar tanrelajada? ¿Acaso pretendes utilizaralguna artimaña para convencerme deque debo pasar por alto lo que hashecho?

―No. No pienso volver a mentirte.Y sinceramente, teniendo en cuenta loque hicimos, afrontar el castigo será unalivio. Desde que abandoné Londres nohe vuelto a dormir bien. Apenas como.No me apena que ese hombre hayamuerto. Pero a veces lamento quehayamos sido nosotras quienes le

quitáramos la vida. ¿Tú te arrepientes dealgo, James?

Él se levantó de la silla y searrodilló junto a ella. Sus preciosos ojosverdes estaban llenos de compasión. Lecogió la cara con las manos y le limpiólas lágrimas que resbalaban por susmejillas con los pulgares.

―El arrepentimiento ha gobernadomi vida, Emma.

La besó con suavidad y ternura. Lapasión siempre había rugido entre ellos:parecía que los dos supieran quedisponían de poco tiempo para estarjuntos y que cuando pasaradesaparecería para siempre. Ahora elsentimiento se había estancado, pero

ella seguía notando que las brasas deldeseo luchaban por no morir y seesforzaban por volver a arder con lamisma intensidad que antes.

Cuando se separó de ella le dijo:―Quiero leer el diario de

Elisabeth.Durante un maravilloso momento

ella pensó que quizá él hubiera olvidadoque era un policía con un deber quecumplir. Pero estaba convencida de queese hombre no acostumbraba a olvidarsus obligaciones, del mismo modo queella no conseguía olvidar sus pecados.Emma se enjugó las lágrimas y le dijo:

―Yo te lo traeré.

Swindler la sorprendió ayudándolaa recoger la mesa. Luego ella lavó losplatos y él los secó.

―No estoy acostumbrada a ver aun hombre en la cocina ―dijo ella―.Cuando mi padre se levantaba de lamesa, siempre se iba a su estudio adisfrutar de una copa de brandy y afumar en su pipa.

―No confío en que tu hermana nohaya puesto láudano en todos los licoresde la casa. Y en cuanto a la pipa, el airede Londres ya está lo suficientementeviciado. No quiero ensuciarme más lospulmones. Me encanta cómo huele eneste lugar.

Ella sonrió.

―Espera a que la tormenta pase delargo, ya verás lo bonito que es.

Swindler no quería pensar en loque sucedería cuando la tormenta pasarade largo. La miró y dijo:

―Cuando vivía con Feagan, todosteníamos asignada alguna tarea. La míaera lavar los platos. A la mayoría de loschicos no les importaba, pero yo nopuedo soportar el olor a comidapodrida.

―No me extraña.―Me recordaba al olor de la

prisión de Newgate. Fui a visitar a mipadre antes de que lo colgaran. ―Suvoz era sombría y ella percibió cómo seteñía de recuerdos desagradables.

―Parece que sigas echándolo demenos.

―Cada día. Y ya hace un poco másde veinte años que murió.

Emma le dio el último plato.―Yo creo que es muy bueno no

olvidar. A veces tengo la sensación deque Elisabeth sigue estando conmigo.Voy a buscar el diario. Te espero en elsalón.

* * *

Eleanor se negó a salir de suhabitación. A Emma no le importó.Gracias a la decisión de su hermanapudo quedarse a solas con James en el

salón. Le había traído el diario y lehabía explicado que las partesimportantes empezaban el junio pasado,que fue cuando Elisabeth llegó aLondres. Ella ya se había dado cuenta deque Swindler era un hombre muymeticuloso, por lo que no le extrañó queabriera el diario por la primera página yempezara por el principio.

Resultaba un poco extraño, peroEmma no tenía prisa por que acabara deleerlo. Y, a juzgar por el tiempo quetardó en pasar de página, le quedó claroque no era un hombre que leyeraespecialmente deprisa. Si tenía laintención de ojear todo el diario antesde marcharse, entonces ella y Eleanor

dispondrían de algunos días de libertadpara organizarlo todo. Tenían queencontrar a alguien que se hiciera cargode los pocos animales que les quedaban;y también deberían resolver el asunto dela casa. Podían cerrarla, pero al finalalguien tendría que quedársela. O quizálo mejor sería que la vendieran. Iban anecesitar dinero para pagarse unabogado, y siempre trataban mejor a laspersonas con dinero.

Mientras él leía, Emma se puso acoser. James había encendido un fuegoen la chimenea, por lo que la habitaciónestaba acogedora y calentita. Tambiénparecía confiado en que Eleanor nohabría echado somníferos en todos los

licores de la casa, porque se sirvió unacopa del brandy de su padre. Junto alsillón en el que se había sentadodescansaba una copa medio llena. Emmase acomodó en una butaca que estaba alotro lado de la mesita para compartir laluz de la lámpara con él. Se encontrabalo bastante cerca de él como para olersu fragancia y escuchar el crujido delpapel cada vez que pasaba la página.

Así era tal como había soñado quesería su vida cuando se casara y tuvierahijos. Pero los años que le aguardabanno serían así. De repente se le secó laboca y su lengua no parecía querercooperar.

―¿Crees que hay algunaposibilidad de que nos deporten en lugarde llevarnos a la horca?

Él levantó la vista del diario conuna expresión inescrutable en el rostro.

―¿Es eso lo que prefieres?Ella quería tragar saliva, pero

seguía teniendo la boca seca.―No lo sé. Supongo que pienso

que vivir, aunque sea una vida tan duracomo esa, siempre es mejor que lamuerte.

―No es dura. Es brutal.Ella asintió. No conocía a nadie

que hubiera sido deportado. A decirverdad, la única persona que conocíaque hubiera estado en la cárcel era

James, y ya había visto lo que le habíanhecho en la espalda cuando era solo unniño. Era incapaz de imaginar lo duroque sería el castigo cuando se trataba deadultos.

Como si fuese consciente de losinquietantes pensamientos que lepasaban por la mente, él dijo:

―Si estuviera en tu lugar, yo no mepreocuparía demasiado por eso.

―Tienes toda la razón. Deberíaaprovechar lo mejor que pueda eltiempo que me queda mientras esté aquí.―Observó los torpes bordados quetenía sobre el regazo―. Ni siquiera sépor qué me estoy preocupando por esto.

Es imposible que lo acabe antes de quenos vayamos. Dudo que…

―Emma.Su voz era firme pero tierna, y la

atrajo como lo hacía hasta el últimorasgo de su persona. Estaba a gusto a sulado incluso a pesar de saber que élsignificaría su muerte.

―Vuelve a decir mi nombre.Ella no comprendió la pelea que

percibió en su semblante. ¿Acaso sentíarepulsión por ella y no quería dejar quesu nombre resbalara por su lengua?

―Emma ―murmuró al fin.―No te puedes ni imaginar la

cantidad de veces que he deseado quedijeras mi nombre en lugar del de

Eleanor. ―Agachó la cabeza porque noquería que él viera las detestableslágrimas que volvían a asomar a susojos―. ¿Me desprecias mucho porhaberte engañado?

Parecieron pasar varios minutosantes de que él dijera:

―Probablemente no tanto como túte desprecias a ti misma.

Ella le miró. Estaba sorprendida desu franqueza, pero se sintió aliviada alescuchar sus palabras. Aunque a juzgarpor lo mucho que ella se odiaba a símisma, quizá el desprecio que Jamessentía por ella fuera mayor de lo quedeseaba.

―Eres un hombre muy sabio,James Swindler.

―Yo he visto de todo en la vida.Algunas personas eran culpables.Algunas inocentes. Algunas se merecíanel destino que encontraron. Otras no.Hace tiempo conocí a un chico, era todoun gallito y un poco avaricioso. Queríatodo lo que veía. Un día observó cómoun caballero se sacaba un reloj de orodel bolsillo. Brillaba muchísimo. Elchico pensó que le gustaría tenerlo, yque lo tendría. Así que lo robó. Pero noera especialmente hábil.

»El caballero se dio cuentaenseguida de que alguien le habíarobado el reloj y empezó a llamar a la

policía. El chico se asustó. Su padreestaba cerca de allí, así que el chicodecidió meter el reloj en su bolsillo.Supongo que fue la cara de sorpresa delpadre lo que llamó la atención delpolicía que le registró. Y el caballero,bueno, él era lord. No le gustó que lerobaran el reloj. Se ocupó de que enmenos de quince días colgaran a aquelhombre por lo que había hecho. Elhombre no defendió su inocencia y noculpó a su hijo ni una sola vez. Subió losescalones del patíbulo como si no searrepintiera de nada en la vida. Elarrepentimiento se quedó con su hijo.

A Emma le empezó a doler elpecho como si fuera tan pequeño que no

hubiera espacio para su corazón.―Tú eras su hijo.Vio la respuesta reflejada en sus

ojos. Hacía veinte años que convivíacon el arrepentimiento.

―Mi padre me dijo que todo erauna broma, que estábamos engañando ala justicia. Después de aquello me fui avivir con Feagan. Él siempre obligaba alos nuevos a cambiarse el nombre.Swindler1 me pareció un buen nombrepara un niño que consiguió que colgarana su padre en su lugar.

A pesar de todos los años quehabían pasado, el corazón de Emma seenterneció ante el chico que estaba

sentado en ese sillón dentro del cuerpode aquel hombre.

―¡Oh, James!, él no habría queridoque vivieras con arrepentimiento. Tupadre sabía muy bien lo que estabahaciendo. Los padres nunca dejan desacrificarse por sus hijos.

―Eso no hace que me resulte másfácil vivir con ello, Emma.

―Y ese es el motivo de que nolleves reloj.

―Soy incapaz de comprarme uno,incluso aunque ahora me lo puedapermitir.

A continuación, siguió leyendo eldiario como si hubieran estado hablandodel tiempo. A ella no se le ocurrió nada

que decir para consolarlo, así que dejóque siguiera sin interrumpirlo.

CAPÍTULO 16

Cuando el reloj que descansabasobre la repisa de la chimenea dio lasdiez, Swindler no estaba cansado.Aquella tarde había dormido mucho acausa de las drogas que Eleanor habíapuesto en su bebida (se le hacía muyextraño lo desagradable que le resultabade repente un nombre que adoraba hacíasolo unos días). Sin embargo, Emmaestaba agotada. Le dijo que durmiera ensu habitación; ella iba a hacerlo conEleanor. Si es que conseguía dormirse.

Aunque fue muy consciente de queparecía un payaso sin modales,Swindler no se levantó del sillón cuandoEmma se puso en pie. Sabía que si selevantaba sería incapaz de acercarse aella sin cogerla en brazos y llevársela ala cama. Y eso suponiendo que pudieraaguantar tanto como para subirla al pisode arriba. Su cuerpo acusaba tanto lasoledad en presencia de la joven que erabastante posible que intentara poseerlaantes de abandonar la habitación. Asíque se quedó donde estaba y le dio lasbuenas noches distraídamente sinsiquiera levantar la vista del diario. Eraun auténtico infierno tener que estarsentado a su lado sin tocarla.

Para empeorar un poco más lascosas, le había contado su más profundoy oscuro secreto como si se tratara de uncuento de hadas. ¿En qué diablos estabapensando para confesarle los pecadosque había cometido con su padre? Ahoraella sabía que él también eraresponsable de la muerte de un hombre.Lo que había hecho era como si hubieraasesinado él mismo a su padre, como sihubiera sido él quien le puso la soga alcuello. El sentimiento de culpa llevabapersiguiéndolo veinte años y a su pasohabía dejado unas heridas que nunca securarían. Nadie sabía que existían, nisiquiera Frannie, pero parecía incapazde tener secretos para Emma.

Cuando Swindler cerró el diario yapasaba de medianoche. Su intención erallegar a conocer bien a la chica paracomprender cómo le afectó lo que lesucedió después. Quizá una parte de éltambién estuviera buscando pistas sobreEmma. No quería creer que todo lo quele había dicho en Londres fuera mentira.Seguro que había compartido parte de suverdadera personalidad con él, incluso apesar de que ni su nombre ni susintenciones fueran sinceras. ¡Malditasea! No quería perderla; no queríaperder a la mujer que había conocido enLondres, esa chica que tanto lefascinaba, que le hacía reír, queconseguía que se sintiera feliz de

despertarse cada mañana, que le daba unmotivo para afrontar el día.

Él pensaba que había más de Emmaen la chica que había conocido enLondres que en la mujer que leobservaba en aquella casa, esa jovencon preocupación y recelo en la mirada.Aunque no la culpaba por las dudas quepudiera albergar. Ni siquiera él estabaseguro de poder explicar todos losmotivos que le habían llevado hasta allí.Sabía que en parte lo había hecho pororgullo, porque había dejado que se leescapara un asesino. Y también que elhonor había tenido mucho que ver,porque ahora alguien podía poner supalabra en entredicho. Pero aquello iba

más allá del trabajo. Había tanto másque era incapaz de explicarlo.

Fuera se seguía escuchando latormenta. Swindler no estaba seguro depoder dormir con todos aquellosaullidos y tanto ruido. Incluso la lluviaera más ruidosa que la de Londres. Semasajeó el cuello dolorido y decidióque ahora que las dos hermanas estabanacostadas lo que realmente necesitabaera un baño caliente.

Encontró un baño justo al lado dela cocina. No cabía duda de que hacíapoco que lo habían construido. Empezóa llenar la bañera. A él le gustaballenarla hasta arriba con agua muycaliente, y tardó un buen rato en

conseguir que el agua estuviera a sugusto. Acababa de quitarse la camisacuando se abrió la puerta.

Cuando se volvió se le aceleró elcorazón, pero recuperó el ritmoenseguida.

―Eleanor.Ella se rio y se puso bien el chal

alrededor de los hombros. Dio dospasos hacia él.

―¡Oh, James!, no te imaginas lomucho que me duele que no mereconozcas. Soy yo. Emma.

―Ni en sueños.Ignorándola y con cuidado para que

no pudiera verle la espalda, metió la

mano en el agua. Seguía muy caliente,pero por poco tiempo.

―No me puedo creer que despuésde todo lo que hemos compartido…

Swindler se volvió y la cogió de lamuñeca antes de que pudiera tocarle elhombro. No estaba seguro de lasemociones que se proyectaban en surostro, pero, a juzgar por lo mucho quela joven abrió los ojos, supuso que ellaveía exactamente lo que él pretendía.

―Déjame en paz. No quiero tenernada que ver contigo.

Ella se llevó la mano al pechocomo si le hubieran arrancado la pocavida que le quedaba.

―Tú no puedes diferenciarnos.Nadie ha sido nunca capaz de hacerlo.Ni siquiera papá. ¿Cómo puedes estartan seguro de que no soy Emma?

Él la soltó y se alejó de ella.―Por tus ojos.―Son del mismo tono de azul.―Quizá sean del mismo color,

pero las almas que reflejan son muydistintas.

Ella hizo un gesto de burla.―Supongo que la mía es más dura.

Se lo merecía, ¿sabes? Ya lo verás. Locomprenderás cuando acabes de leer eldiario. Emma me ha dicho que queríasleerlo todo. No tiene sentido. Fue lo que

ocurrió el verano pasado lo que ladestruyó.

―Me ocuparé de este asunto de laforma que me parezca más conveniente.―Metió los dedos en el agua e hizo ungesto con la cabeza en dirección a lasmanos vendadas de la joven―. ¿Qué teha pasado?

Ella se las frotó.―No consigo quitarme su sangre

de las manos. No dejo de intentarlo,pero siempre queda un poco.

―Mételas en vinagre. Disuelve lasangre.

―¿De verdad?No, pero fue el remedio que

funcionó después de que colgaran a su

padre, cuando Feagan le acogió.Swindler se peló las manos intentandolimpiarse la sangre que solo él podíaver, él y Feagan. Pasaron varios añoshasta que se dio cuenta de que Feagan ledijo lo que necesitaba escuchar para quedejara de intentar limpiarse la sangreimaginaria de las manos. Pero laspesadillas eran algo que había tenidoque solucionar por sí mismo. Losfantasmas seguían visitándole de vez encuando, normalmente en el aniversariode la muerte de su padre.

―Sé que funciona ―fue lo únicoque le dijo.

―Lo intentaré por la mañana ydejaré que sigas con tu baño. ―Se

volvió para marcharse, pero luego miróhacia atrás―. Ella quería quedarse enLondres para estar contigo. Fui yo quienla convenció de que solo estaríamos asalvo si nos manteníamos unidas.Debería bastar con que nos colgaran auna de las dos. Por favor, asegúrate deque no sea ella. Yo sería incapaz devivir conmigo misma si no fuera así.

Swindler observó cómo semarchaba. Seguía sin confiar en ella,pero estaba bastante seguro de quequería a su hermana, a las dos. Eso noexcusaba lo que había hecho, pero lohacía un poco más comprensible.

Negó con la cabeza sin haberresuelto su dilema y volvió a centrarse

en su baño. El agua estaba tibia, así queempezó a calentar otro recipiente.Cuando el agua estuvo a su gusto, sequitó el resto de la ropa y se metió en labañera. El agua caliente lo envolviócuando se sentó en uno de los extremos.Extrañó la enorme bañera de cobre quehabía encargado hacer para que cupieratodo su cuerpo. Aunque por lo menos elagua caliente en la que se sumergió sellevó parte de la tensión que leagarrotaba los músculos.

Cuando decidió ir hasta allí noestaba seguro de lo que esperabaencontrar. Era evidente que deseabahallar a la mujer que había conocido enLondres. Pero no sabía si quería que

fuera la misma o distinta a la mujer conla que había compartido su cama. Sifuera distinta podría seguir enfadado yllevarla ante la justicia. Si fuera lamisma, cada paso que dieran haciaLondres sería un infierno.

Dejó caer la cabeza hacia atrás.Aquello era un infierno.

Quería ensillar el caballo quehabía alquilado y dejarla allí. Volver aLondres. Explicarle a sir David que él,el mejor detective de la ciudad, estabadesconcertado y que el asesinato de lordRockberry quedaría sin resolver. Elperfecto expediente de Swindler dejaríade ser perfecto.

Pero dejarla allí significaba novolver a tenerla nunca en su vida,porque le resultaría más difícil mentirsobre el crimen teniéndola a su lado.También era muy posible que laculpabilidad fuera erosionándola poco apoco y que acabara destruyendo lo queél tanto quería. Ya se había dado cuentade que el deterioro había comenzado.Estaba más delgada que en Londres ysus pasos eran más pesados, como siahora cargara un peso mucho máspesado sobre los hombros. Tenía losojos hundidos y rodeados de un círculooscuro que apagaba su mirada. Era lamisma mujer que había conocido enLondres, pero al mismo tiempo ya no lo

era.Él conocía muy bien el poder de la

culpabilidad. Le había hecho compañíadurante muchos años. Ojalá no hubierarobado aquel reloj… Si lo hubieratirado a la calle en lugar de meterlo enel bolsillo de su padre… Su padresiempre le había parecido un hombreenorme y capaz de manejar cualquiersituación. Él encontraba trabajo cuandolos demás eran incapaces, siempreconseguía que tuvieran un techo sobre lacabeza y un bocado que llevarse alestómago. Pero nunca habían tenidodinero para caprichos, solo para loesencial. Y aquel reloj de oro parecíatan bonito…

Swindler enterró aquellos oscurospensamientos en el sucio rincón al quepertenecían. Pensando en ello soloconseguía olvidarse de su propósito.Además, el agua se había enfriado.Había llegado el momento dereflexionar sobre otras cosas. Se frotórápidamente. Salió de la bañera y sesecó antes de ponerse los pantalones.Creyó que no necesitaba ponerse nadamás. Estaba seguro de que Eleanor yahabría vuelto a la cama.

Después de limpiar el baño cogióun quinqué y empezó a andar por la casaasegurándose de que no quedaba ningúnquinqué encendido a su paso. Luego

subió las escaleras en dirección a suhabitación.

Las sábanas estaban abiertas. Dejóel quinqué en la mesita de noche, sequitó la ropa, se metió en la cama, bajóla llama del quinqué y se tumbó. El olora rosas de Emma le envolvió. Se esforzópara no pensar en ella acurrucada enaquella cama.

Se centró en la ventana y en lascortinas echadas. Vio el reflejo de unrelámpago y recordó los fuegosartificiales que habían visto juntos, elbeso…

Cada maldito detalle le recordabaa Emma y lo mucho que había disfrutadoteniéndola en su vida. Cada maldito

detalle le recordaba que ella ya noformaba parte de las alegrías de su vida,que ahora era una sospechosa. Peor aún,era una sospechosa a la que él debíaarrestar.

Era cierto que había sido Eleanorquien le había asesinado, pero Emmaera cómplice de la muerte de Rockberry.Por mucho que quisiera, era incapaz depasarlo por alto. Y al no pasarlo poralto no podía ignorar que ella no habíaconfiado en él, que le había utilizado yque le había traicionado.

Le resultaba más sencillo olvidarsede todo cuando la estaba mirando,cuando la observaba, cuando la podíatocar. También le resultaba imposible

saber qué parte de su verdaderapersonalidad había compartido con él enLondres. Ya le había engañado una vez.No tenía ninguna intención de volver acaer en la trampa.

* * *

Cuando James se despertó el cielose había teñido de gris. Había dejado dellover y el sol intentaba brillar a travésde las nubes que quedaban. En la casareinaba el más absoluto de los silencios.Emma tenía razón: en Londres nuncahabía tanto silencio.

Se incorporó rápidamente. Quizáhubiera tanto silencio porque las chicas

se habían marchado. Se levantó de lacama, se vistió a toda prisa y corrióescaleras abajo. Escuchó ruidos en lacocina. Cuando entró solo vio a Eleanor,que estaba amasando el pan.

―¿Dónde está?Eleanor miró por encima de su

hombro.―Buenos días a ti también.―¿Dónde diablos está Emma?Eleanor se limpió las manos en el

delantal y pasó a su lado.―Ven conmigo.Le guio hasta una puerta trasera, la

abrió y salió al exterior.―Sigue este camino. Conduce a…―A la cueva.

―Sí.Anduvo por el filo de un sucio

camino para que la hierba le ayudara aevitar el barro. Había muchos charcos.Por un momento pensó en quitarse lasbotas, pero luego decidió que darles unbuen pulido le ayudaría a mantener lasmanos ocupadas.

Entonces el camino empezó adescender hasta llegar a una zona dondeel agua formaba una tranquila piscina.En uno de los laterales ardía un pequeñofuego. Pero lo que llamó su atenciónfueron los esbeltos brazos que surcabanel agua.

Emma era pura belleza y elegancia.Se puso de espaldas y empezó a mover

los pies. James no comprendía cómoconseguía mantenerse a flote. Solollevaba un camisón que se le pegaba alcuerpo. Podía ver perfectamente lasilueta de sus erectos pezones y lasombra que asomaba entre sus piernas.Él conocía muy bien el paraíso queocultaba su cuerpo. Sabía que deberíaapartar la mirada, pero era incapaz dehacerlo. Recordó el sabor, la textura, laimagen de lo que ahora veíaparcialmente escondido.

Pero lo que más le sorprendió fuever su rostro completamente relajado.No sabía si alguna vez la había visto tanlibre de preocupaciones.

La joven salpicó agua, se pusoderecha y empezó a nadar hacia laorilla. Cuando estuvo lo suficientementecerca se puso de pie. Lo miró a los ojoscon recato y se fue acercando a él hastaque salió del agua. Luego cogió unamanta que él no había visto, se envolviócon ella y se sentó junto al fuego.

Fue entonces cuando él se diocuenta de que se le habían puesto loslabios azules y de que no dejaba detemblar.

―¡Cielo santo!, ¿pero qué hashecho? ―le preguntó mientras se poníadetrás de ella y la acercaba a su pechopara frotarle los brazos―. ¿Estásintentando matarte?

―Llevo años nadando en estacueva. Me da fuerzas.

James siguió frotándola hasta quedejó de tiritar y luego la abrazó. Ella serecostó sobre él.

―Yo no quería traicionarte―susurró con la voz quebrada.

Contra su voluntad, él la abrazócon más fuerza.

―He deseado cien veces que papáme hubiera enviado a Londres a míprimero. Así te habría encontrado elverano pasado cuando era una chicainocente y solo conocía la felicidad. Aveces, cuando estaba contigo, meolvidaba del motivo por el que Eleanory yo habíamos ido a Londres. Pero luego

me sentía culpable por no concentrarmeen conseguir vengar a Elisabeth. Cuandote acercaste a mí en Hyde Park todo secomplicó. Yo no quería que meimportaras, pero tú hiciste que eso fueraimposible.

Era consciente de que ella estabatemblando, pero sabía que no tenía nadaque ver con el frío. También se diocuenta, por el sonido de su voz, de queestaba llorando.

―Después de aquella última nocheen Londres, cuando me llevaste a mipensión, recé para que Eleanor nohubiera tenido las fuerzas para acabarcon el marqués. Le iba a decir quedebíamos confiar en ti. Le iba a decir

que yo confiaba en ti y que estaba segurade que tú te encargarías de que sehiciera justicia si te decíamos la verdad.Pero fue demasiado tarde.

―¿Por qué no viniste a hablarconmigo después? ―le dijo apretandolos dientes. Era una tortura saber lomucho que había sufrido y escucharlahablar del tiempo que habían pasadojuntos, pero ella había decidido alejarsede todo. No podía pasar eso por alto―.¿Por qué no viniste a decirme la verdad?¿Por qué no confiaste en que yo teprotegería?

Ella se dio media vuelta entre susbrazos y le tocó la mejilla.

―Eres un hombre muy orgulloso.¿Cómo iba a pensar que no me odiaríaspor lo que había hecho? ¿Cómo iba apensar que no creerías que cada palabra,cada caricia y cada beso no habían sidomás que meras artimañas para conseguirque me siguieras el juego?

―¿Cómo pudiste darte mediavuelta y dejar atrás lo que había surgidoentre nosotros?

―Porque no podía soportar la ideade ver cómo se hacía añicos. No queríaver la repugnancia en tus ojos cuando tedieras cuenta de lo que había hecho. Yestaba preocupada por Eleanor. Ellaintentaba hacerse la valiente, pero yo

sabía que estaba devastada por lo quehabía hecho.

Quería creerla, quería perdonarla.Quería que pudieran recuperar aquellaúltima noche, pero sabía que formabaparte del pasado.

―Nos vas a llevar de vuelta aLondres, ¿verdad? ―preguntó ella.

―No tengo otra opción.Ella asintió con decisión.―Me parece que la tormenta

todavía no ha pasado de largo. Esposible que aún llueva un poco más.

―Nos iremos cuando acabe de leerel diario.

Ella se recolocó la manta sobre loshombros y se alejó de su abrazo.

―Debería ir a casa y ponermeropa seca.

―Yo me quedaré a apagar el fuego.Emma esbozó una temblorosa

sonrisa.―Hay tanto que quiero decirte…,

pero no estoy segura de que confíes enmis palabras. Quizá pienses que estoyintentando que olvides tu deber, pero noes así.

―Entonces no digas nada.Vio el dolor en sus ojos, pero en

aquel momento él estaba peleandocontra sus propios demonios y no estabaseguro de que pudiera encontrar lasfuerzas para hacer lo correcto.

Emma se levantó con elegancia ysalió de la cueva. Él se quedó sentadojunto al fuego y observó el mar. Ella seequivocaba. No siempre habíatranquilidad en aquel lugar: se oía elmurmullo de las olas chocando contralos acantilados, y el ruido que hacía elagua al deslizarse hacia el interior de lacueva para acariciar la orilla. Pero elsonido era rítmico y apacible. Allí sepodía pensar con claridad.

Y sin embargo, él solo podíapensar que no le gustaba ninguna de lasopciones que tenía.

CAPÍTULO 17

Emma estaba en lo cierto respectoal tiempo. A última hora de la tardeempezó a soplar el viento de nuevo ycomenzó a llover otra vez. Volvían aencerrarse en la casa. Después de cenarse trasladaron todos al salón: las chicasse pusieron a coser y Swindler retomósu lectura.

A pesar de estar leyendo laspalabras de Elisabeth, podía ver aEmma en cada una de ellas. La veíarecogiendo conchas y alimentando a las

gaviotas. También veía cosas que noestaban escritas; se la imaginabacorriendo descalza para recibir a supadre cuando volvía de la ciudad; laveía persiguiendo a las gallinas yriéndose en un columpio.

―¿Cómo empezaste a trabajar paraScotland Yard? ―preguntó Eleanor sinlevantar la cabeza de su labor.

―Yo los informaba de los canallasque cometían crímenes en las callesdonde crecí y les facilitabadescripciones para que pudieranatraparlos.

Sus dedos se detuvieron y le miró alos ojos.

―Ya veo. Así que has dedicado tuvida a ocuparte de que los culpablesfueran castigados por sus crímenes.

―Creo mucho en la justicia.Ella asintió y volvió a concentrarse

en su labor.―¿Cómo lo hiciste exactamente?

―preguntó él.Ella levantó tan rápido la cabeza

que él pudo escuchar cómo le crujía elcuello.

―¿Hacer qué?―Matar a Rockberry.Emma, alarmada, abrió los ojos

como platos.―No la obligues a pasar de nuevo

por eso.

―Si no quieres oírlo puedes irte,pero tengo preguntas y necesitorespuestas.

Emma alargó el brazo y cogió a suhermana de la mano.

―No voy a dejar que mi hermanasufra sola.

A Swindler se le hizo un nudo en elestómago cuando se dio cuenta de queEmma subiría al patíbulo gustosa paraacompañar a su hermana, y que alhacerlo lo dejaría solo. Aquella chicatenía tanto coraje y era tan temerariacomo él imaginaba. Se olvidó de ella yvolvió a centrar la atención en Eleanor.

―Te tomaste una copa de vino conél.

―Sí. Le alcancé justo cuandoestaba a punto de entrar en su casa. Élfue quien me invitó a pasar. Me dijo quele recordaba a Elisabeth, pero que yoera más guapa. Ningún caballero mehabía dicho nunca que era guapa.Aunque me avergüence reconocerlo,debo confesar que empecé a caer presade sus encantos.

―Pero no te acabaste el vino.―No. Él me levantó del sillón e

intentó besarme mientras me decíaterribles mentiras sobre Elisabeth. Yollevaba una daga, y la utilicé.

―Solo le apuñalaste una vez.―Sí.

A Swindler le gustó darse cuentade que ella no parecía enorgullecerse delo que estaba contando. Tuvo lasensación de que se debatía entre losremordimientos que sentía por haberlequitado la vida a un hombre y lasatisfacción de haber conseguido que elhombre que jugó con su hermana hubieradejado de respirar.

―¿Murió en el acto?―¿Es necesario que pase por esto?

―preguntó Emma.―No pasa nada, Emma ―dijo

Eleanor―. No. Se retorció un rato en elsuelo y luego se quedó quieto. Entoncesme fui.

―Deberías haberte llevado ladaga.

―Lo pensé después, pero en aquelmomento solo quería marcharme. Y noquería tocarlo.

Había algo en aquel caso que noencajaba, algo que ya hacía tiempo queno comprendía. Sin embargo, estabaseguro de que tarde o temprano laverdad acabaría saliendo a la luz.

―Si tuvieras que volver ahacerlo… ―empezó a decir él.

―Lo volvería a hacer ―dijo ellacon determinación―. Termina de leer eldiario. Es posible que cuando loconcluyas desees haberlo hecho túmismo.

Retomó la lectura. En lugar devolver a sus labores, las chicas sefueron y empezaron a prepararse paradormir. A juzgar por los sonidos queprocedían del vestíbulo, esospreparativos incluyeron sendos baños.

¿Cómo se iba a concentrar en lalectura cuando su mente se llenó deimágenes de Emma desnuda en la bañeray de gotas de agua resbalando por supiel? ¡Dios…, cómo deseaba unirse aella, lavarla, secarla, abrazarla!

Se esforzó por no pensar en otracosa que no fuera el diario. En cadapágina descubría el retrato de una jovenconvirtiéndose en mujer que página apágina desvelaba sus sueños sobre el

amor, la familia y la felicidad. Susdescripciones estaban teñidas deinocencia, de ganas de vivir y deesperanza. Elisabeth Watkins era unajoven pura y dulce.

Se parecía mucho a Emma.Cuando las chicas se hubieron ido

a la cama y la casa se quedó en silencioexcepto por la tormenta que se habíadesatado fuera, Swindler se preparó unbaño para él. Solía bañarse varias vecesa la semana. Tenía una infancia en lascalles que limpiar.

Pensó en las manos de Eleanor.Había cosas que no importaba lo muchoo lo fuerte que las frotaras, siempreestaban allí, justo debajo de la

superficie, esperando el momento paravolver a aparecer.

Siguiendo el ritual que habíacomenzado la noche anterior, cogió unquinqué y comprobó toda la casa antesde subir las escaleras en dirección a suhabitación.

En cuanto abrió la puerta supo queEmma estaba allí; lo supo incluso antesde entrar en la habitación y de que la luziluminara la estancia por completo.Había percibido la presencia de lasrosas como si los pétalos de las floresestuvieran empezando a abrirse: no erauna fragancia muy intensa, pero síconstante. Cuando aquel olor se coló en

su nariz se le hizo un nudo en elestómago.

Se volvió en su dirección y la viode pie junto a la ventana. Llevaba uncamisón y tenía el pelo suelto,invitándolo a deslizar sus dedos por él.James supuso que si no hubiera tormentala luz de la luna iluminaría su silueta,pero el viento y la lluvia seguíanazotando la casa.

―¿Cuánto acostumbran a durarestas tormentas? ―preguntórápidamente.

―Nunca podemos predecir lastormentas. Cierra la puerta.

Si hubiera sido un caballero, lahabría cerrado y se habría quedado al

otro lado. Sin embargo, hizo lo que ellale había pedido y cerró la puerta. Elcierre bloqueó el acceso del resto delmundo, resonando por toda la habitacióncomo la bala de una pistola. Dio un parde pasos y dejó el quinqué sobre lamesita de noche que había junto a lacama. Luego dio cuatro más y se acercóa ella para cogerla de la mejilla.

―Emma.―¿Cómo sabes que no soy

Eleanor? ―susurró ella.―Porque no es Eleanor la que me

ha robado el corazón.La escuchó jadear y abrir los ojos

como platos mientras se le llenaban delágrimas.

―Maldita seas por no haberconfiado en mí en Londres.

La ira y la frustración le obligarona cogerla entre sus brazos y besarla.Algo más intenso que el afecto, algo queno quería admitir o a lo que no queríaponerle nombre, le obligó a suavizar elsaqueo de su boca. Ella le había robadoel corazón muy lentamente; habíaempleado sonrisas, carcajadas y untoque de inocencia que él no habíaexperimentado nunca.

Fue entonces cuando comprendióque Emma no se parecía a ninguna de lasmujeres que había conocido. Ella lefascinó. La hubiera seguido aunque no lehubieran ordenado que lo hiciera, y lo

hubiera hecho hasta el fin del mundo sihubiera sido necesario. Podía decir lasveces que quisiera que la había buscadosin descanso para llevarla ante lajusticia, pero la verdad era que leobsesionaba la idea de encontrarlaporque estaba obcecado con ella.

En cuanto la joven se marchó de suapartamento, empezó a sentirseincreíblemente solo y a extrañar supresencia allí. Después de que ella seconvirtiera en parte de sus días y susnoches, tenía la sensación de que su vidacarecía de sentido si no podía tenerla asu lado.

Deslizó la boca por encima de subarbilla y de su cuello con apetito hasta

que alcanzó la dulce cuenca de su oído.―Vete si no quieres acabar en mi

cama.Tenía la voz entrecortada y la

respiración agitada. Su cuerpo estabadolorosamente tenso debido a lo muchoque deseaba volver a poseerla,deslizarse en su interior y sentir cómo lorodeaba con sus brazos.

―En realidad, la cama es mía―dijo ella con la voz temblorosa.

Él enseguida percibió en su voz lamisma cruda necesidad que destilaba lasuya.

A pesar de creer que nunca sevolvería a reír, lo hizo, y se relajó unpoco mientras la cogía en brazos.

―Entonces, permíteme que te llevea tu cama.

Cuando sus dedos acariciaron loshombros desnudos de la joven, cuandosu boca se posó de nuevo sobre suslabios, cuando la llevó hasta la cama ensolo dos pasos…, en ese momentoEmma sintió cómo la recorría unaabsoluta sensación de felicidad; y esoque jamás pensó que volvería a saber loque era la felicidad. Había esperadohasta que Eleanor se durmiera paralevantarse de la cama y entrar en suhabitación. Llevaba un rato aguardandomuy nerviosa a que él llegara. Habíapensado más de mil veces en volver a lacama de su hermana, pero, si su vida iba

a acabar prematuramente, o si el destinole tenía reservado un viaje a la otrapunta del mundo donde nunca podríavolver a disfrutar de la compañía deJames, entonces quería pasar con él elpoco tiempo que le quedaba.

Y no la decepcionó. Entró en lahabitación con el pecho desnudo, tanmasculino, tan corpulento, tan valiente yseguro de sí mismo. Él era todo lo queella no era. Él nunca dudaba de lo quequería. Nunca se cuestionaba susacciones. Lo había visto en la eleganteforma que había tenido de desplazarsepor la habitación y en el fuego quebrillaba en sus ojos cuando se acercó aella.

Casi le explota el corazón deabrumadora gratitud cuando él jadeó sunombre como si comprendiera lo muchoque necesitaba escucharlo en aquelpreciso momento. El tiempo que habíapasado con él en Londres había sidoagridulce: fue una auténtica torturaescucharle susurrar el nombre de suhermana. Y esa fue otra consecuencia desus mentiras, porque en Londres ellasiempre fue Eleanor.

Y allí, por primera vez, habíandesaparecido las sombras del engañoentre ellos. Por fin él susurraba sunombre. Por fin reinaba la sinceridad ensu habitación. Él era suyo, y ella lepertenecía a él, completa y

absolutamente. Por mucho dolor quepudieran sentir al día siguiente o en elfuturo, aquella noche sería todo lonatural e impresionante que ellosquisieran.

La dejó sobre la alfombra quedescansaba junto a la cama sin parar debesarla. Ella pensó que deberíasepararse de él para quitarse el camisón,pero parecía incapaz de dejar dedeslizar las manos por su pechodesnudo, sus hombros y sus brazos.Emma podía sentir cómo se estremecíanlos músculos de James bajo sus dedos.Era ella quien le estaba provocandoesas sensaciones, tenía poder sobre él.Le miró el rostro mientras él seguía con

los ojos los movimientos de sus propiosdedos, que se afanaban en desabrocharun botón tras otro de su camisón; la telafue abriéndose poco a poco. Mientras,ella sentía cómo a él se le agarrotabanlos músculos y percibía y escuchabacómo se le entrecortaba la respiración.

James deslizó las manos pordebajo del camisón y paseó los pulgarespor sus pechos. Dio un paso adelante yposó los labios sobre el cuello deEmma, donde su pulso latíasalvajemente. Mientras le apartaba latela del camisón, ella se deleitó en lacalidez que desprendía la lengua deJames, que se paseó por su piel hastallegar a su pecho y se posó sobre él.

Entonces ella se puso de puntillas, lorodeó con los brazos y presionó la parteinferior de su cuerpo contra el cuerpo deJames al tiempo que arqueaba laespalda. La joven se perdió en lassensaciones que él conseguía provocarlecon tan poco esfuerzo.

Él recorrió con la boca el valle quese abría entre sus pechos. Lo hizo muylentamente. Finalmente se posó sobre elotro pecho para prestarle las mismasatenciones que al primero. James rugióde satisfacción y ella gimió en respuestaantes de enderezarse. Entonces levantóla cabeza y sus ojos se encontraron conlos de Emma. Dado que en la habitaciónsolo brillaba la luz de un quinqué, no

podía ver el color verde de sus ojos,pero sí que percibía el intenso deseoque ardía en la profundidad de sumirada. Ella deslizó las manos por supecho y sintió cómo se le contraían losmúsculos del estómago ante laexpectativa. Luego sus dedosencontraron los pantalones de su amante.A James se le oscurecieron los ojos ycontrajo el rostro. Muy lentamente yatormentándolos a ambos, elladesabrochó un botón. Emma vio cómo élcerraba los ojos y tragaba saliva.Cuando volvió a abrirlos, ella se diocuenta de que la tensión estabaempezando a poner a prueba supaciencia.

―Emma ―jadeó―, por el amorde Dios. Hazlo un poco más deprisa.Esto es una tortura.

―Di mi nombre otra vez.―Emma.Desabrochó un botón.―Emma.Otro.―Dulce Emma.El último botón le liberó y acabó

con su tormento. Ella envolvió con losdedos su aterciopelada calidez. Él rugió,la cogió de la cara y la besó con unaferocidad que recordaba a la tormentaque azotaba la pequeña casita. Emmaapenas se dio cuenta de que acabaron de

quitarse la poca ropa que les quedabaantes de meterse juntos en la cama.

Se tocaron y se exploraron con lasmanos y la boca, y recordaron lo que yadescubrieron aquella lejana noche enLondres.

Cuando le cogió los pechos, Jamesse dio cuenta de que había perdido máspeso del que imaginaba. Y cuando laabrazó notó hasta la última de suscostillas. También advirtió otroscambios: tenía las caderas más estrechasy más huesos en lugares donde deberíatener más carne. Pero nada mermó elabrumador deseo que sentía por ella. Sucuerpo le encantaba porque era el suyo.Pero lo que más le gustaba de ella

seguían siendo sus ojos; adoraba laforma en que se paseaban por todo sucuerpo: al principio lo recorrían contimidez, pero luego iban ganandoatrevimiento a medida que se ibasintiendo más cómoda con su desnudez.James se preguntó si entre ellos seríasiempre igual; si siempre habría algunoslatidos de duda antes de que seperdieran en el placer que podíanproporcionarse el uno al otro.

Ninguna de las mujeres que habíaconocido en su vida se podía comparara ella. Y estaba seguro de que no habríaninguna mujer en su futuro que pudierareemplazarla. Ella era lo que quería enaquel momento, en el siguiente y

después del siguiente; quería que esachica estuviera presente en todos losdías de su vida. Y estaba convencido deconseguirlo. Tenía que lograr que ella sequedara con él. Aunque aún no sabíacómo. Mentiría, engañaría, robaría.Incluso asesinaría si hacía falta. Ya lehabía confesado que le había robado elcorazón. Aún tenía que confesarle quetambién se había adueñado de su alma.

Cuando decidió embarcarse enaquel viaje, James se engañó a sí mismoconvenciéndose de que buscaba justicia.En realidad lo único que buscaba era aella, y ahora que la había encontrado semoriría si la volviera a perder.Conseguiría encontrar un modo de

salvarla aunque fuera lo último quehiciera.

Pero en aquel momento lo únicoque quería era deleitarse en la dulzurade sus labios y de su piel. Lo único quequería era provocarle un placer infinito.Lo único que quería era poseerla yadentrarse con ella en el reino de lapasión.

Emma gemía y suspiraba tras cadacaricia de su mano, de su lengua y de suslabios. Estando encima de ella setendría que sentir como un enorme patán,sin embargo esa chica conseguía que sesintiera poderoso, pero sin resultar tanintimidante como de costumbre, porquepor muy menuda que fuera, Emma poseía

su propia fortaleza y determinación.Aquella joven había viajado hasta unagran ciudad llena de extraños quedesconocía por completo para vengar lamuerte de su hermana, y no había pedidola ayuda de nadie, salvo la de suhermana, que compartía el mismopropósito que ella. Emma tenía tanta feen la justicia como él. Ella era su igualen muchos sentidos y en otros sentidoslo superaba; pero nunca era menos queél.

Pero allí, bajo las sábanas, era ellugar donde mejor se complementaban.James se esforzó por no pensar en que apesar de sus esfuerzos acabaríaperdiendo aquello, la acabaría

perdiendo a ella. Posó los labios sobrelos de ella y la besó profundamente, conapetito, como si fuera el primer besoque se daban, como si fuera el último.Se colocó entre sus caderas y deslizóuna mano por debajo de su cuerpo paralevantarle la cadera. Mediante una largay decidida embestida se enterró en suardiente interior.

Un escalofrío de placer absoluto lorecorrió al tiempo que rugía con fuerza,separaba la boca de los labios de Emmay enterraba la cara sobre su hombro. Sise movía era muy probable que susemilla escapara antes de que hubierapodido ocuparse de ella.

Ella contrajo su cuerpo alrededorde su masculinidad y él gimió.

―Eres una bruja.―Me encanta. Me encanta la

sensación que tengo cuando estamos asíde unidos.

James tragó saliva con fuerza,levantó la cabeza y la miró a los ojos.En su mirada pudo ver que ella sepreguntaba si él seguía deseándoladespués de todo lo que había sucedido.

―Emma, ¿cómo no voy a desearte?Emma sintió cómo se le llenaban

los ojos de lágrimas; él conocía lasdudas que la atenazaban, las preguntasque la bombardeaban. Él les dabarespuesta sin que ella tuviera que

verbalizarlas, como si estuvieran unidosde un modo que iba más allá de la carne,más allá de los corazones. Como si elalma de uno perteneciera al otro.

Cuando empezó a mecerse contraella, volvió a decir su nombre. Recubríala palabra de una sensualidad que ellano había advertido antes y disfrutó delsonido de su nombre cuando resbalabapor entre sus labios. Su nombre. Emma.

Era a ella a quien poseía, a quienacariciaba y a quien le daba placer. Losmovimientos de James comenzaron a sermás enérgicos y el cuerpo de la jovenreaccionó de la misma forma: acogiendosus embestidas y haciendo crecer la

pasión hasta la liberación. A ella se letensaron los músculos y la piel.

Abrió los ojos y se perdió en losde James. Deslizó los dedos por su pelo,siguió por sus hombros y bajó por suespalda. Sentía cómo sus reciosmúsculos se contraían y se tensaban.

―Emma ―consiguió decir élmientras apretaba los dientes cuando lacresta de pasión los atravesó a ambos.

Ella empezó a gritar antes de que élposara los labios sobre su boca y setragara el resto del sonido. Emmatembló cuando alcanzó el clímax y sintiólos temblores que recorrían el cuerpo deJames.

Cuando se dejó caer junto a ella laabrazó y ella pasó una de las piernas porencima de su cadera. Cuando secolocaron el uno frente al otro seguíanunidos. A los dos les costaba respirar yestaban bañados en sudor. James alargóel brazo y tiró de una manta que losresguardaría del frío y crearía unescondite de calidez donde sus cuerpospodrían dejarse llevar por el letargo.

Con suavidad y mientras la cogíade la mejilla, le acarició el rostro conlos pulgares. Ella deslizó los dedos porsu espalda. Poco a poco susrespiraciones empezaron a relajarse yadoptaron un ritmo normal, ya no seescuchaba su cadencia entrecortada ni el

ruido enmascaraba el goteo de la lluviaque caía sobre el tejado. Emma tuvo queenfrentarse a la realidad inclusomientras se quedaba dormida.

Había sido un error ir a suhabitación y pensar que podía volver atenerlo para luego darse la vuelta conalegría y enfrentarse a lo que fuera queel destino le tuviera reservado.

―No pienses en el futuro ―dijo élen voz baja.

―¿Cómo puedes saber siempre enqué estoy pensando?

James no contestó. Se limitó aesbozar una tierna sonrisa y darle unbeso en la frente antes de cambiar depostura para verla con más facilidad.

―Ya te hablé de aquel reloj querobé ―dijo él.

Ella asintió intentando prevenirlede que aquel no era un buen momentopara arrepentirse de nada, por muchoque ella deseara que se desahogara yolvidara sus penas. Estaba decidida aproporcionarle toda la fortaleza quepudiera.

―Lo irónico de la situación es quelo robé porque mi padre no tenía reloj.Y era su cumpleaños.

Emma vio cómo las lágrimasasomaban a sus ojos. Se le rompió elcorazón cuando se dio cuenta de que eserecuerdo era capaz de hacer llorar aaquel enorme hombre.

―¡Oh, James!Él negó con la cabeza como si

pudiera deshacerse de sus taciturnospensamientos.

―Te expliqué esa historia para quepudieras comprender lo importante quees para mí la justicia. Era un malditoreloj. Su valor no podía compararse conla vida de mi padre. Quizá un año en lacárcel, tal vez algunos latigazos, pero nocon su vida. Y la vida de Rockberry nopuede compararse con la tuya. No voy adejar que te cuelguen ―posó el pulgarsobre sus labios―, ni a ti ni a Eleanor.

―Tú no tienes ningún poder sobreun jurado.

―No subestimes mi influencia. Noestoy diciendo que no tengáis que pagarpor lo que hicisteis, pero te juro que nodejaré que te cuelguen.

Ella se esforzó por esbozar unasonrisa tranquilizadora. Quería creerle,quería creerle de verdad. Pero él no eraDios, tampoco era rey, y no pertenecía ala nobleza. Era un inspector de ScotlandYard. Era el hijo de un hombre quehabía sido colgado por ladrón, a pesarde su inocencia.

Él solo era un hombre, aunquefuera el hombre que amaba.

CAPÍTULO 18

Cuando Emma abrió los ojos loprimero que pensó fue en lo bien quehabía dormido: no se había despertadoni una sola vez ni había tenidopesadillas. Lo siguiente que pensó fueque estaba sola en la cama, pero quehabía alguien en la habitación. Percibiósu presencia antes de darse cuenta deque estaba sentado en el sillón que habíajunto a la ventana. El quinqué quebrillaba a su lado le proporcionaba laluz suficiente para que pudiera leer el

diario que tenía abierto sobre el regazo.Aunque solo podía verlo de perfil,enseguida se dio cuenta de que fruncíaprofundamente el ceño mientras leía elrelato que su hermana había contado desus vivencias en Londres. Tenía el codoapoyado en el brazo del sillón, sesujetaba la barbilla con la mano y seacariciaba el labio inferior con el dedoíndice; ese labio que tantas ganas teníade volver a mordisquear.

Por la ventana se veía la oscuridadde la noche. La tormenta estabaamainando: la lluvia era más suave y elviento soplaba con menos fuerza.

Emma observó a James mientrasleía. Se había puesto los pantalones; qué

lástima. Nunca se había considerado laclase de mujer que prefiriera ver a unhombre completamente desnudo, peroJames era un espécimen excelente. Él lahacía sentir minúscula pero fuerte. Sabíaque ejercía cierto poder sobre él. Ladeseaba. No pudo evitar sonreír alpensarlo. Él no tenía ningún problemapara distinguirla de Eleanor. Nadiehabía sido nunca capaz de distinguir alas trillizas. Sabía que era extraño quele gustara tanto que él pudiera hacerlo,pero la hacía sentir especial. Ella y sushermanas habían luchado toda la vidapara que el mundo las viera comoindividuos independientes. La genteopinaba que debían llevar la misma ropa

e intentar parecer idénticas, pero cadauna de ellas tenía sus pequeñaspeculiaridades, sus pequeñasdiferencias y, en algunos casos, esasdiferencias eran más que notables.Eleanor era obstinada, se enfadaba confacilidad y reaccionaba muy deprisa.Emma era demasiado analítica.Elisabeth siempre fue demasiadoaventurera. Ese precisamente fue elmotivo de que su padre decidiera quesería ella la primera valiente en visitarLondres. Y fue una auténtica catástrofe.

Sin embargo, aquello habíadesencadenado una serie deacontecimientos mediante los cualeshabía conocido a James. Si no fuera

porque todo lo que había ocurrido lehabía costado la vida a su hermanaElisabeth, se habría sentido agradecida.Pero por muy culpable que se sintiera,una pequeña parte de ella estabacontenta por haber conocido a James apesar de que el precio que había pagadoera inmensurable.

De repente pareció que James sediera cuenta de lo que ella estabapensando. Dejó el diario, se puso en piey se acercó a la cama desabrochándoselos pantalones mientras lo hacía,revelando toda su gloria masculina. Lasonrisa que esbozó al mirarla mientrasse deslizaba entre las sábanas junto a

ella hizo que le diera un vuelco elcorazón.

―Pensaba que no te despertaríasnunca ―rugió mientras la rodeaba conlos brazos para hacerle sentir másgratitud de la que había sentido jamás.

15 de junio de 1851Esta noche la prima Gertrude me ha

llevado a mi primer baile. No estoy muysegura de la relación que nos une, pero meatrevería a decir que papá podría habermeintroducido en sociedad tan bien comoella. No pretendo desmerecer susesfuerzos, pero juro que esta mujer noconoce a nadie que tenga ningún peso enla sociedad. Aún no he conseguidocomprender cómo consiguió convencer alady Chesney para que nos invitara al baile.Pero lo cierto es que nos invitaron y

nosotras aceptamos. Pasé la primera horasentada con la prima mientras loscaballeros me observaban desde lejos.Estoy segura de que no sabían muy bienqué pensar de mí.

Finalmente, cuando ya llevábamosallí casi dos horas, nuestra anfitriona nospresentó al señor Samuel Bentley, y mepidió que bailara con él. No era la clase decaballero que consigue que la gente vuelvala cabeza a su paso, pero debo decir quecuando me llevó a la pista de baile sí sevolvieron varias cabezas. Era el cuarto hijode un vizconde, y estaba tan desesperadopor conseguir fondos que no tuvo ningúnreparo en preguntarme directamente por ladote que me iba a dar mi padre cuando mecasara. Al escuchar la cantidad se rio yluego se disculpó por su grosería.Entonces me aseguró que me costaríamucho encontrar marido.

No dudé de la certeza de sus palabras,ya que pasé la siguiente horafamiliarizándome a fondo con mi silla. Meavergüenza reconocer que incluso maldijea papá por haberme mandado a Londres.Yo no estaba preparada para pasearme porlos salones de Londres flirteando ydesprendiendo seguridad en mí misma.Allí solo era una muchacha de campo queintentaba, con torpeza, hacerse sitio en unlugar repleto de sofisticación y seguridad.

Le supliqué a la prima que nosfuéramos de allí, pero no quiso hacermecaso. Sospecho que estaba embelesada portoda aquella alegría y que aquello era tannuevo para ella como lo era para mí.

Y entonces se acercó él. Nunca habíavisto un hombre tan guapo y tanencantador: el marqués de Rockberry.Bailamos juntos un vals y la noche másaburrida de toda mi vida se convirtió, de

repente, en la más memorable; y ocurrióen un abrir y cerrar de ojos.

17 de junio de 1851Apenas soy capaz de sostener bien la

pluma para escribir con claridad. Misdedos y todo mi ser están temblando de laemoción. Hoy ha venido a visitarme lordRockberry. Me ha traído una docena derosas y una caja de bombones. La prima sequedó muy sorprendida por sugenerosidad. Por lo que me dijo, elmarqués es uno de los lores másrespetados de Londres y puede elegir a suesposa sin tener que pensar en su dote.Estoy muy contenta y ahora albergograndes esperanzas de casarme bien ypoder proporcionar los medios necesariospara que mis hermanas se presentenpronto en sociedad y encuentren su propiafelicidad.

21 de junio de 1851Lord Rockberry ha vuelto a visitarme.

Me llevó a dar un paseo en su carruajedescubierto. La prima vino con nosotros.Cuando llegamos al parque Regent nosbajamos del coche para pasear en privadoy hablar sin que la prima escuchara todo loque decíamos. Lord Rockberry estábuscando una esposa con espírituaventurero y cree que yo podría ser lamujer adecuada para él. Bromeando medijo que quiere poner su teoría a prueba.Al final planeamos vernos mañana amedianoche sin que lo sepa la prima. Laemoción me ha dejado sin aliento.

1 de julio de 1851Ha venido lord Rockberry. Le he

pedido a la prima que le dijera que estoyenferma.

5 de julio de 1851Lord Rockberry ha vuelto a venir.

Sigo en cama.

10 de julio de 1851Le he pedido a la prima que lo

prepare todo para que pueda volver a casa.

15 de julio de 1851Estoy en casa.

20 de julio de 1851No me pasa desapercibida la

preocupación que brilla en los ojos de mishermanas, especialmente en los de Emma.Ella siempre ha sido la más sensible. Lehe fallado a mi familia. No sé cuántotiempo podré seguir viviendo con la

vergüenza de lo que ocurrió aquella nochede «aventura» con lord Rockberry.

5 de agosto de 1851No tengo ganas de comer.

8 de agosto de 1851No tengo ganas de seguir respirando.

20 de agosto de 1851Hoy me he acercado al borde del

acantilado. Qué sencillo resultaría dejarsellevar por la nada. Pero eso rompería elcorazón de mi familia; debo seguiradelante.

1 de septiembre de 1851Los acantilados vuelven a llamarme.

No sé cuánto tiempo más podré resistir lapaz que me ofrecen. Pero sé que no me

puedo ir de este mundo sin escribir sobrela «aventura», como Rockberry la llamótan alegremente. Quizá al hacerloencuentre la paz que estoy buscando.

A medianoche salí de la residenciasin que la prima se diera cuenta. Cuandollegué al callejón, lord Rockberry mebesó y me ayudó a subir al carruaje. Yoestaba muy emocionada. Él empezó asusurrarme palabras para hacerme sentiratractiva y deseada. Me explicó que era undiscípulo de Eros, el dios del deseosexual. Era miembro de una sociedadsecreta que introducía a mujeres en el artedel amor. Me dijo que consistía en unritual durante el cual él me haría suya. Mesedujo con sus palabras y sus besos.Mientras íbamos en el carruaje me diovino. Ahora imagino que en el vino habíaalgo que sirvió para desorientarme, porqueenseguida dejé de sentirme yo misma. Y,

desde luego, dejé de comportarme comosuelo hacerlo.

Llegamos a una residencia. Cuandoentramos aparecieron dos mujeres que seocuparon de mí y empezaron aprepararme. Se quitaron la ropa y medesnudaron a mí también. Llevaban unaspreciosas gargantillas de plata en elcuello. Me rodearon el cuerpo con untrozo de tela hecho con una seda muysuave y me explicaron lo que se esperabade mí. Yo quería protestar, pero mis labiosparecían incapaces de formar palabrascoherentes. Ya no tenía ningún controlsobre mis acciones.

Me llevaron a una oscura habitacióndonde la única luz que había procedía dealgunas velas. Había almohadones apiladospor todas partes. Vi otras mujeresdesnudas que llevaban las mismasgargantillas de plata en el cuello. Un grupo

de hombres que vestían capas rojasaparecían y desaparecían de mi vistamientras las dos mujeres me acompañabanhasta donde estaba lord Rockberry. Yoescuchaba un murmullo, un cántico.

Las mujeres me quitaron la tela deseda. Me quedé delante de élcompletamente desnuda. Sé que deberíahaberme tapado avergonzada, pero estabafuera de mí. El mundo aparecía ydesaparecía ante mis ojos. Me dijo que mearrodillara ante él. Cuando lo hice mepuso la gargantilla de plata en el cuello yme dijo que me había convertido en unahermana de la carnalidad. Luego me tumbósobre una montaña de cojines y meposeyó.

Escuché vítores y risas a mialrededor incluso a pesar de que yo nodejaba de intentar apartarlo de mí. El dolorque experimenté es indescriptible y el

acto resultó absolutamente bárbaro. Lalocura y el caos se apoderaron de lahabitación cuando los demás, tantohombres como mujeres, se acercaron aaprovecharse también de mí. Yo solorecuerdo la agonía y la humillación.Cuando me desperté pensé que todo habíasido un sueño, pero la pesadilla era real. Yaunque volví a casa, parecía incapaz deescapar de ella.

7 de septiembre de 1851Perdonadme.

CAPÍTULO 19

Cuando Swindler se despertó, losrayos de sol ya habían empezado acolarse por la ventana y estaba solo enla cama. Después de hacer el amor portercera vez, Emma esperó a que sequedara dormido para marcharse de lahabitación. Quería volver a la cama desu hermana antes de que se despertara.

Se dio media vuelta y se tumbóboca arriba. Se puso las manos detrás dela cabeza y esbozó una mueca al tocar laherida mientras miraba fijamente el

techo. Había acabado de leer el diariode madrugada. Ya había escuchadorumores sobre sociedades secretas dedepravación, pero tenía entendido quelos participantes de las orgías lo hacíanpor propia voluntad. Por eso nunca sehabía preocupado de ello. Por lo visto,Rockberry se propuso llevar unelemento nuevo y supuestamenteexcitante a las reuniones. Una inocente.Una virgen a la que pudieran sacrificar.

A Swindler le empezó a hervir lasangre cuando pensó en lo que habíahecho Rockberry, en las personas a lasque habría hecho daño y en todo el dolorque habría provocado. «Malditobastardo arrogante.» Si no estuviera

muerto le habría estrangulado con suspropias manos.

Claybourne asesinó a un hombrepor haber violado a Frannie cuando ellasolo tenía doce años. Swindler pensóque nunca se enfrentaría a nada más vilque aquello. Se equivocó.

Él no conocía a Elisabeth antes deleer su diario, pero en aquel momentosentía mucho su pérdida.

La tormenta ya había cesado, peroen su interior se estaba desatando unnuevo temporal que exigía venganza. Selevantó de la cama y se acercó a laventana. Cuando vio a Emma de pie enla orilla del acantilado casi se le para elcorazón. No sabía cómo estaba tan

seguro de que era ella. Lo único quepodía ver desde allí era su espalda y lacapa que llevaba azotada por el viento,que también jugueteaba con su pelo.

¡Dios! Esperaba que no estuvierapensando en reunirse con su hermana enel fondo del mar.

Cogió los pantalones y se los pusomientras se decía con egoísmo que ellano podía estar pensando en dejarlo, nodespués de lo que habían compartido lapasada noche, después de que la hicierasonreír y reírse a carcajadas, después deque le hubiera provocado tanto placer,después de que ella le provocara elplacer más intenso que él habíaexperimentado jamás. Era cierto que ya

lo había dejado cuando estaban enLondres, pero las cosas habíancambiado. Lo dejó por culpa de lavergüenza y los secretos. Lo dejóporque pensaba que no tenía opción siquería evitar la horca. Pero ahora ellasabía que todo era distinto.

Cogió la camisa y se la fueponiendo mientras salía de la habitacióny bajaba las escaleras a toda prisa.Estuvo a punto de perder el equilibrio ycaerse escaleras abajo. Se detuvo unsegundo para acabar de ponerse bien lacamisa y luego siguió adelante para saliral exterior como si la vida de Emma, yla suya propia, dependieran de ello.Ignoró el dolor que sintió en las plantas

de los pies al pisar pequeñas rocas yzarzas. Como tenía miedo de asustarla yque pudiera caerse, decidió no llamarla.Cuando estuvo lo bastante cerca comopara comprobar que no estaba tanpróxima al borde como había temido enun principio, aminoró el paso y seesforzó por recuperar la dignidad. Locual resultaba un poco complicado deconseguir teniendo en cuenta que estabadescalzo y llevaba la camisadesabrochada.

Estaba sorprendido de que lospoderosos pasos que había dado en sudirección con el objetivo de alcanzarlalo más rápido posible no hubieran hechotemblar la tierra y la hubieran alertado

de su presencia. O quizá ella aún noestuviera preparada para mirarle. Seacual fuere la respuesta, cuando se detuvojunto a ella, Emma continuó mirandofijamente el espumoso mar como sipudiera darle las respuestas quebuscaba.

―Emma ―dijo en voz muy bajareprimiendo las desesperadas ganas quetenía de cogerla y alejarla delacantilado.

―A veces, cuando vengo aquí, laoigo reír.

―¿A Elisabeth?Ella asintió.―Yo le grité, ¿sabes?

―No es ningún delito gritarle aalguien.

Ella levantó la vista en dirección alcielo como si buscara la salvación.

―No quería decirnos lo que lehabía pasado en Londres. Lo único quesabíamos era que había vuelto a casa sinperspectivas de matrimonio. Papá ya notenía dinero para enviarnos a Eleanor ya mí, y yo actué como una egoísta. Loúnico que quería era ir a Londres paraencontrar un marido, tener hijos yconvertirme en esposa y madre. Le gritéa Elisabeth; le dije que nos habíadecepcionado a todos. Incluso tuve eldescaro de decirle que, si papá mehubiera enviado a mí, yo sí que habría

sido capaz de encontrar un marido queasegurara que mis hermanas pudieranpresentarse en sociedad y se ocupara deellas. Yo deseaba desesperadamentepresentarme en sociedad. Fui unaestúpida. Creo que fueron mis palabraslo que hicieron que se suicidara.

―No, Emma. ―Antes de quepudiera pensarlo ya la estaba abrazando.Le dio media vuelta y la estrechó contrasu cuerpo y su pecho―. He leído sudiario. Nada de lo que tú dijisteprovocó su muerte. Y nada de lo quepudieras haber dicho la habría detenido.Rockberry es el único culpable de loque ocurrió.

Ella levantó la cabeza y le miró alos ojos con el ceño fruncido.

―Si hubiera sido mejor herma…Él posó el dedo sobre los labios de

la joven antes de que ella pudieraacabar de hablar.

―No deberías pensar así. Si yohubiera sido mejor hijo… ¿Lo ves? Noganamos nada. ―Aunque él habíapasado muchos años preguntándose lodistinto que habría sido todo si él nohubiera robado el reloj, si hubiera sidomejor hijo, solo en aquel momento, alabrazar a esa mujer, mientras intentabaaliviar su dolor, consiguió aliviar unpoco también el suyo. La culpabilidad yel arrepentimiento habían destruido la

felicidad de su vida. Aquella mujer se laestaba devolviendo toda. Verla sufrir ysaber que los remordimientos la hacíansentir culpable le rompía el corazón.

―Cuando leí las palabras deElisabeth, cuando leí lo que le habíasucedido, al principio no podía creerlo―dijo Emma―. Pensé que se trataría deuna invención suya o de un rumor quehabría escuchado sobre algo que habíaocurrido en Londres. Cuando por finafronté la veracidad de sus palabras, nopodía dejar de llorar. ¿Cómo podíaalguien que ocupara la posición queocupaba lord Rockberry ser tanmalvado? Él jugó con ella. Mancilló su

corazón, mancilló su espíritu, y luegomancilló su cuerpo.

―Yo he conocido a personas detodas clases en la vida, desde elvagabundo que duerme en la calle hastalos que han compartido cenas con lareina. Y en todos los niveles he vistopersonas comportándose de formas queme han revuelto el estómago. Perotambién he conocido personas dignas deadmiración en todos los niveles. Feaganera un ladrón, me acogió y me enseñó arobar. Yo habría muerto por él.Claybourne es un lord con las manosmanchadas de sangre. Y sin embargo nohay ningún hombre en este mundo al queadmire más que a él. Incluso Jack

Dodger, con todo lo sinvergüenza quees, acoge a chicos de la calle, les da untrabajo y se preocupa de que no semetan en líos. La sociedad se componede buenas y malas personas, Emma. Nopuedes juzgar el conjunto basándote soloen algunos ejemplos.

Ella esbozó una tímida sonrisa.―Creo que Elisabeth te habría

gustado mucho.―Estoy seguro de ello.

―Agradecido de ver aquella sonrisa yde que en sus ojos ya no se reflejaratanto dolor, le pellizcó dulcemente lanariz―. Pero no tanto como tú.

Ella se rio y él se relajó porcompleto.

―¿Nos podemos alejar ya delacantilado?

Ella sonrió con más ganas.―¿No te gustan los acantilados?―No me gusta estar tan cerca de

ellos, no.―Es un sitio completamente

seguro. ―La tristeza se apoderó de laexpresión de su rostro―. A menos queno quieras que lo sean.

No podía pedirle que no pensara ensu hermana, especialmente cuando aúnhabía tantos cabos por atar, pero suponíaque podía entretener a Emma durante unrato, especialmente cuando hacía tantotiempo que no la besaba. Mientras labesaba y sentía cómo ella aceptaba el

beso encantada, se sintió agradecido deque no fuera ella la elegida para ir aLondres a presentarse en sociedad,encontrar un marido y asegurar un buenfuturo para sus hermanas. Pensar queRockberry pudiera haber tocado un solopelo de su cabeza le hacía hervir lasangre. Al parecer, Emma no era laúnica que era incapaz de dejar de pensaren su hermana.

Cuando colocó los pies sobre losde él para conseguir un poco más dealtura fue cuando se dio cuenta de queella también estaba descalza. ¿Cómopodía ser que algo tan simple yminúsculo como las plantas desnudas desus pies pudieran provocar chispas de

deseo que le recorrían de pies a cabeza?¿Cómo podía imaginar con tantafacilidad que podía tumbarla sobre lafría hierba, agarrarla del tobillo ydeslizar la mano por su pierna hastallegar a su muslo?

Solo hacía algunas horas que lahabía poseído en su cama y, sinembargo, en aquel momento estaba tancaliente como un adolescente que aún nose había acostado con ninguna mujer.Dejó de besarla y vio el deseo brillandoen los ojos azules de Emma.Sorprendido, se dio cuenta de que teníanel mismo color que el mar que se veía alo lejos. Aquel era el lugar al que ellapertenecía: con sus pies descalzos, sus

azules ojos de mar y su dulzura. Cuandopensó eso se dio cuenta de que aquellachica también podía ser tan fiera ymortal como la tormenta. Él habíasubestimado su determinación por lo quea la justicia concernía, y no pensabavolver a cometer el mismo error.

Deslizó la mano por el brazo de lajoven y entrelazó los dedos con lossuyos hasta que sus palmas se tocaron.Nunca había pensado en lo sensual quepodía llegar a ser coger la mano de unachica de aquella forma tan íntima. Si nohubiera sido por el peso de la situaciónque tenían entre manos, se habría sentidoalegre y despreocupado. Sin embargo,solo deseó que pudieran disfrutar de

aquel momento para siempre y que elmañana no llegara nunca.

Fue ella quien tiró de su mano y leanimó para que empezaran a caminar endirección a la casa. Swindler pensó quepodría llegar a acostumbrarse a aquellugar y a tenerla cerca. Pero cuando sedejó llevar por ese pensamiento taninocente los sentimientos deculpabilidad y arrepentimiento sedesataron en su interior. Su lugar estabaen Londres luchando por los derechosde los inocentes.

―Los caminos deben estar llenosde barro ―dijo ella en voz baja, comosi supiera en qué estaba pensando él―.

Será mejor que aplacemos nuestro viajehasta que se hayan secado.

―¿Cuánto tiempo?Ella le miró y en sus labios se

dibujó una traviesa sonrisa que leprovocó ganas de agachar la cabeza yvolver a besarla.

―Veinte o treinta años.El viento se llevó la risa de

Swindler hacia el camino que losconduciría al pueblo, y de allí de vueltaa Londres. Se volvió a poner serio.

―Ojalá pudiéramos hacer eso,Emma.

―Pero tú eres un hombre de honory de ley. Es una de las cosas que megustan de ti, que crees en la justicia. Sin

embargo, no creo que Eleanor y yodebamos pagar por un solo delito.Olvídate de ella. Llévame a mí y déjalaaquí. Ella ya está sufriendo lo suficientepor lo que hizo.

Él dejó de caminar y le acarició lamejilla. ¿Habría en el mundo alguien tanvaliente y desinteresado como aquellasdos hermanas que estaban dispuestas aaceptar toda la responsabilidad por lamuerte de Rockberry y pagar el preciocorrespondiente? Él sabía que nosuponían una amenaza para nadie más.Sus acciones habían sido unaconsecuencia del dolor y el horror quesintieron al averiguar lo que el marquésle había hecho a su hermana. Swindler

había sacado a muchos chicos de lacárcel o había evitado arrestarloscuando sus delitos eran insignificantes.Pero ¿asesinato?

―Eleanor me pidió lo mismo; medijo que te dejara aquí. Pero no es tansencillo, Emma. Si solo había una devosotras, ¿cómo explicas que yorespondiera por ti? Todo mi mundo y mireputación quedarán en entredicho. Mipuesto en Scotland Yard correríapeligro.

―Entonces no nos lleves a ningunade las dos.

―Yo nunca he dejado de resolverun crimen.

―¿Entonces es el orgullo lo quedicta tus acciones?

Aquellas palabras le golpearon. Élnunca se había considerado orgulloso.Su trabajo era completamente altruista.Le proporcionaba cierta satisfacciónpoder hacer por otros lo que habíaestado demasiado aterrorizado parahacer por su padre: demostrar mediantepruebas que no era culpable.

―No, mis acciones estánmotivadas por la necesidad de protegera los inocentes. Me arriesgaría a perdermi capacidad de asegurar que es el justoculpable quien paga por sus delitos, y nouna persona inocente. Me he pasadotoda la vida intentando compensar la

muerte de mi padre. Ahora no puedodarle la espalda a eso o deshonrar esamemoria por mucho que desee que lascosas sean distintas.

Ella asintió y se alejó de su cariciacon la misma facilidad que las sombrasse escondían cuando las tocaba el sol.No percibió que estuviera enfadada,aunque quizá sí que estuviera un pocodecepcionada. Estaba intentando aceptarla decisión que él había tomado.

Empezaron a caminar de nuevo,pero ya no iban cogidos de la mano. Élsintió la ausencia de su caricia como unenorme y doloroso abismo en el centrode su pecho. ¿Cómo podía hacerlecomprender que si no trabajaba para

Scotland Yard su vida dejaría de tenersentido? Por muy justificado queconsiderara él que estaba el asesinato deRockberry —porque ese hombre era unaauténtica bestia—, Swindler creía quesolo tenía dos opciones si queríasalvarla: dejar el caso sin resolver odejar que fuera solo Eleanor quienpagara el precio. Y el hecho de quefuera Eleanor la única que respondieraante la justicia también tenía suscomplicaciones, tal como ya le habíaexplicado a Emma. Además, él estabaconvencido de que eso significaría quetambién perdería a Emma. Ella nunca leperdonaría si arrestaba a su hermana enlugar de a ella. A decir verdad, estaba

convencido de que la joven se iríadirectamente a los cuarteles de lapolicía para afirmar que fue ella quienasesinó al marqués. Las hermanasintentarían compincharse para confundira la ley y, si no lo conseguían,aceptarían el castigo.

Después de leer el diario deElisabeth, había otra cosa a la queSwindler no dejaba de darle vueltas.Aún había algún misterio por resolver.Si conseguía aclararlo todo quizápudiera conseguir salvar a las doschicas, pero el peligro que entrañabaesa misión era enorme.

―Elisabeth habla en su diario deuna gargantilla de plata que Rockberry

le puso en el cuello.Emma le miró y él pudo ver en sus

ojos que no quería comentar los detallesde lo que había sucedido entre suhermana y Rockberry. Pero la jovenapretó los dientes y él comprendió queestaba decidida a no alejarse de lo quese podía convertir en una conversacióndesagradable.

―Sí.―¿Sabes si se la quedó? ¿La has

visto alguna vez?Ella se sonrojó. Era increíble que

se ruborizara con tanta facilidad, inclusodespués de las intimidades que habíancompartido. Swindler se preguntó siElisabeth también se sonrojaba tan

rápido. ¿Le habría gustado eso aRockberry? ¿Se habría molestado endescubrir los pequeños detalles de lapersonalidad de aquella chica, o solo lahabría visto como un sacrificio a subrutal masculinidad?

―Eleanor y yo la encontramosentre sus cosas cuando…, después.

Después de su muerte. Swindlersupuso que después de leer el diariohabrían decidido no guardar la joya.

―¿Qué se hizo de ella?Ya estaban cerca de la casa. Emma

se detuvo para mirarlo como si quisieraponer fin a aquella conversación fuerade la casa para que Eleanor no tuvieraque enfrentarse a aquel asunto tan

doloroso. A él no le pasó por alto loprotectoras que eran las hermanas entreellas.

―Nos la llevamos a Londres y sela hicimos llegar a Rockberry con unmensaje.

―¿Qué mensaje? ―la animó aseguir él.

Ella se volvió a sonrojar; su rostroadquirió el tono de rojo más oscuro quehabía visto jamás.

―Está muerta. Pronto lo estarás tútambién.

―Un poco melodramático, pero sinduda eficaz. Ese es el motivo de queestuviera tan seguro de que queríaismatarlo cuando acudió a Scotland Yard.

―¿Os enseñó el mensaje?―Que yo sepa no. Aunque es

posible que sí lo hiciera. Mi superiorme dejó muy claro que debía vigilarte,averiguar qué te proponías y disuadirtede ello.

―Así que tu interés por mí era unafarsa.

No había duda en la voz de lajoven. No se lo había preguntado, erauna afirmación. Le instó con los ojos adefender la verdad, pero él estaba tancansado como ella de tantas mentiras.Mientras lo pensaba se dio cuenta deque el hecho de que ella fuera a suhabitación la pasada noche tambiénpodía haber sido una mentira, un intento

de ganarse su corazón para que semarchara sin llevarse a ninguna de lasdos hermanas. Él quería confiar en ella,pero el dolor que sentía debido a sutraición inicial seguía anidando en suinterior. Se preguntó si algún díallegarían a confiar el uno en el otro. Y sino conseguían hacerlo nunca, ¿cómollegaría ella a creer que él le había dadosu corazón de verdad?

―Al principio sí ―dijo él―. Miplan consistía en ganarme tus favores yconvencerte para que me confesaras losmotivos por los que estabas siguiendo aRockberry. ―Quería tocarla, pero no seatrevió. De repente ella parecía ser tan

frágil como el cristal―. Pero en seguidacaí presa de tu hechizo.

―¿Entonces crees que te embrujé?―Estoy empezando a comprender

que mientras yo intentaba engañarte, tútambién intentabas engañarme a mí. Losdos estábamos tratando de estafar alotro. Yo quería que tú me confesaras loque te proponías, y tú querías seducirmepara que te proporcionara una coartada.

―¿Y lo de esta noche?―Espero que hayamos sido

completamente sinceros el uno con elotro. Pero también reconozco que losdos hemos adquirido bastante prácticacon el engaño, y es posible que ningunode los dos sea capaz de reconocer la

sinceridad ni aunque le muerda en eltrasero.

Ella apartó la mirada y la perdió endirección a los acantilados y al mar.

―Las únicas veces que he sidocompletamente sincera contigo ha sidocuando me he acostado contigo.

Él la cogió suavemente de labarbilla y le volvió la cabeza para verbien las azules profundidades de susojos.

―La única vez que no he sidosincero contigo es cuando te heconfesado los motivos por los que teseguía.

Ella esbozó una temblorosasonrisa.

―Hemos construido unoscimientos muy poco sólidos.

―Pero son cimientos, Emma. Solonosotros somos los responsables dedecidir lo que queremos construir sobreellos.

―No seas iluso, James. Nopodemos construir nada. Estamosenfrentados. Yo he cometido un crimen ytú te dedicas a resolverlos.

¡Maldita sea! ¿Cómo podíaconseguir que ella lo comprendiera? Noestaban solucionando nada.

―Emma, no todo lo que hago estásiempre dentro de la ley.

―Pero eres inspector.

―Y a veces miro hacia otro lado.En este caso no puedo hacerlo porque éles un maldito noble, pero lo que sí tepuedo asegurar es que, si tu sentencia noes justa, yo te sacaré de la cárcel. Yo meocuparé de que tengas otra vida, peroprimero me gustaría ver cómo vuelves aesta.

―Dijiste que tenías influencias.―Tengo a un duque y a un conde en

el bolsillo.―Claybourne y Greystone.Él asintió.―Y Jack Dodger podría comprar

todo Londres si se lo propusiera. Ellostienen poder, Emma. Y no tengo ningúnproblema en pedirles que lo utilicen.

―¿Y qué hay de ti, JamesSwindler?

―Mi poder no es tan visible comoel de ellos, pero lo tengo. Me lo heganado. Ahora volvamos a la plata.¿Recuerdas exactamente cómo era aquelcollar?

Ella asintió.―Creo que sí. Parecía una

gargantilla, pero tenía varias tiras deplata colgando de ella. En realidad eramuy bonita. Resulta irónico quesimbolice algo tan espantoso.

―¿Podrías ayudarme a dibujarla?Ella pareció sorprenderse.―¿Para qué?

―Porque las estafas son mi puntofuerte, y creo que habrá que poner unamás en marcha para acabar con todo esteasunto.

CAPÍTULO 20

―La mayor parte de la joya estabacompuesta por un entramado de finastiras que se ceñía perfectamentealrededor del cuello de una mujer―dijo Emma sentada a la mesa de lacocina y observando mientras Jamesdibujaba lo que ella le iba describiendo.

A ella le encantaba el aspecto quetenía cuando se concentraba. Tanto si setrataba del papel como de ella, él lesprestaba toda su atención. Emma sabíaque lo que había hecho en Londres lo

había dejado en una extraña posición encuanto a los sentimientos que albergasepor ella y la responsabilidad con la queafrontaba sus obligaciones. Ese hombrese preocupaba por la justicia. Perotambién se preocupaba por ella.

―Y de cada uno de los lados de laparte que descansaba sobre la gargantacolgaban varias tiras de plata haciaabajo ―explicó Eleanor―. La longitudde esas tiras iba aumentando a medidaque se acercaban hacia el centro hastallegar a la tira central, que era losuficientemente larga como para colgarpor entre… ―Carraspeó y miró aEmma.

―Creo que ya me imagino entrequé colgaba ―dijo James en voz baja.

Emma sonrió cuando vio que susmejillas se teñían de un ligero rubor. Élno acostumbraba a demostrarincomodidad, por lo menos cuandoestaba con ella. Resultaba interesantedescubrir aquella faceta de su carácter, ysaber que actuaba de un modo distintocon Eleanor que con ella. Ahora sabíaque no se sentía cómodo estando con suhermana.

—¿Qué más?―A mí me recordaba a los collares

que se les ponen a las bestias ―dijoEleanor―. Y costaba mucho manipularel cierre. Estoy segura de que cualquier

mujer necesitaría ayuda para ponérseloy quitárselo.

―No nos lo probamos ―dijoEmma―. Cuando nos dimos cuenta delo que era, ya no queríamos ni tocarlo.

―Era una joya muy bonita―susurró Eleanor― que escondía unterrible propósito. ¿Cómo pudo hacerleeso?

James dejó de dibujar y miró aEleanor. Emma le observabacompletamente fascinada; parecía quetuviera la capacidad de saber lo que élestaba pensando.

―¿Te dijo algo cuando estuvisteaquella noche en su biblioteca?

Emma sintió ganas de darle un besopor las palabras que había elegido paradirigirse a ella, por no haberlerecordado que le mató. Aquel día aún nohabía visto a su hermana frotándose lasmanos ni una sola vez. Quizá con unpoco más de tiempo las heridas se lecurarían del todo.

Las lágrimas asomaron a los ojosde Eleanor y resbalaron por susmejillas.

―Se burló de mí. Me dijo queElisabeth disfrutó de lo que ocurrió, quelo deseaba, que había suplicado. Nuncahe odiado, despreciado y detestado tantoa nadie en toda mi vida. Yo quería quepor lo menos se arrepintiera antes de

morir. ―De repente parecía que se lehabía revuelto el estómago―. Pero élestaba orgulloso de lo que había hecho.

Empezó a frotarse las manoscompulsivamente. Emma se las cogió.

―No pasa nada, Eleanor. Ya nopuede regodearse más en lo que hizo.

―Era un monstruo. ―Volvió acentrar su atención en el dibujo―. Separece bastante al collar, ¿verdad,Emma?

―Sí.―En realidad no es un collar

―dijo James―. Es más bien lo que hasdicho tú misma, algo que se le pondría aun animal. Ya había visto unoexactamente igual en una ocasión. Lo

llevaba puesto una mujer queencontramos muerta en Whitechapel.

―¿Crees que participó en algunade esas reuniones? ―preguntó Emma.

Él asintió con brusquedad.―Basándome en las discretas

investigaciones que hice cuando laencontramos, creo que existensociedades secretas que realizan ritualesde forma habitual como el que describiótu hermana. Siempre pensé que laspersonas implicadas participaban porpropia voluntad, y por eso nunca tuveinterés en perseguirlas. Pero la sociedadde la que habló tu hermana parecehaberse empezado a deslizar hacia algomás oscuro.

―¿Crees que habrían acabadoasesinando a Elisabeth?

―Si consideraban que constituíaalguna amenaza para ellos, sí.

―Es posible ―Emma no estabasegura de que quisiera pensar en lo queestaba pensando― ¿que vinieran aquí yla mataran?

James se recostó en la silla.―Es posible, pero poco probable.

Por lo que escribió en su diario la nocheque murió, sospecho ―a ella no le pasódesapercibido que se esforzaba porelegir muy bien sus palabras― quebuscó paz de la única forma que pudo.

En aquel momento pensó que nopodía quererle más por no haber

verbalizado lo que su hermana habíahecho realmente: quitarse la vida ypecar contra Dios. La familia habíadicho al clero y a los habitantes delpueblo que Elisabeth se cayó. Que todofue un accidente. Ni siquiera elloshabían sido capaces de afrontar yaceptar lo que había ocurrido realmente.

―¿Entonces, qué hacemos ahora,inspector Swindler? ―preguntóEleanor. Era la primera vez que algunade ellas se dirigía a él de aquella forma,reconociendo, por tanto, la autoridadque tenía sobre ellas. A Emma se le hizoun nudo en el estómago al pensar en loque aquello significaba. Le costabarespirar, pero no apartó la mirada y

esperó a que les comunicara su decisióny lo que pensaba de todo aquello.

―Rockberry le hizo daño aElisabeth, pero no lo hizo solo.

Emma y Eleanor se miraron la unaa la otra.

―Pero él fue el principalresponsable ―dijo Eleanor.

―Los demás también estánimplicados.

―Pero no sabemos quiénes son―dijo Emma―. Elisabeth solomencionó a Rockberry. No creo quesupiera quiénes eran las demáspersonas.

―No se me ocurrió pedirlenombres a Rockberry ―dijo Eleanor, y

Emma percibió lo decepcionada que sesentía consigo misma.

―Tampoco te los hubiera dicho―dijo James descargándola de culpa.

―Entonces, ¿cómo vamos aaveriguar quiénes son? ―preguntóEmma.

―¿Recuerdas aquella primeranoche en los jardines Cremorne y aaquella mujer con la que hablóRockberry?

Eleanor asintió.―Aquella mujer llevaba puesto

algo que podría ser esto ―dijo él dandounos golpecitos sobre el papel―. Esposible que la joya sea el principio detodo. Si consigo que el nuevo lord

Rockberry me de el collar y encuentrouna mujer que esté dispuesta a llevarlopuesto mientras pasea por los jardines,es posible que alguien se le acerque…

―Lo haré yo ―dijeron Emma yEleanor al unísono antes de que élpudiera acabar de explicarse.

―No seas ridícula ―dijoEleanor―. Yo soy la mayor y laresponsabilidad me atañe a mí.

―No, tú ya te arriesgaste almatarlo. Ahora me toca a mí.

―No pienso permitirlo.―Pues yo no permitiré que no me

lo permitas.―Emma…―Eleanor…

―¡Chicas! ―gritó Jamesponiéndose de pie―. Necesito a alguienque tenga un poco más de experienciacon el lado más salvaje de Londres; unamujer que pueda cuidar de sí misma.

―Ya conocerán a todas las mujeresque pertenezcan a su sociedad ―dijoEmma―. Necesitas a alguien a quienpuedan reconocer. Solo le dijimos aRockberry que Elisabeth estaba muerta.Es posible que no se lo contara a nadiemás. E incluso aunque lo hiciera, si vena una mujer que se parece a ella esprobable que piensen que el marquésestaba mal informado o que les mintió.Tiene que hacerlo una de nosotras.

Él negó con la cabeza.

―Ha sido una mala idea.Deberíamos olvidarla.

―No podemos olvidarla. Tienesrazón ―dijo Emma―. Hay que haceralgo. Nosotras estábamos obsesionadascon Rockberry. No pensamos en ir máslejos y deberíamos haberlo hecho. Enrecuerdo de nuestra querida hermana.Para darle paz a su alma. Tenemos queacabar lo que empezamos.

* * *

Emma se sentó en el tocador quehabía en la habitación de Eleanor con elcamisón puesto y empezó a cepillarse elpelo. Habían dejado a medias la

discusión sobre lo que debían hacercuando volvieran a Londres, pero Jamesles había dicho que analizaría lasituación y encontraría la mejor formade afrontarla. Ella le amaba por noquerer ponerlas en peligro, pero habíavisto en sus ojos que sabía que lo queella había dicho tenía sentido.

―No tienes por qué esperar a queme duerma para irte con él ―dijoEleanor, que estaba sentada en la cama yhabía apoyado la espalda en una pila dealmohadones―. Solo espero que sepaslo que estás haciendo. Si te quedasembarazada supongo que por lo menospodrás alegar el embarazo. Por lo que

he oído, no ahorcan a mujeresembarazadas.

Emma se levantó del tocador,corrió hacia Eleanor y la cogió de lasmanos.

―No nos van a colgar, Eleanor.Me lo ha prometido.

―¿Y se puede saber quién le hanombrado rey?

―Creo que tiene influencias.Tenemos que confiar en él.

Eleanor le estrechó las manos.―Y tú tienes que confiar en mí. Si

seguimos adelante con el plan, seré yo laque haga el papel de Elisabeth.

―Eleanor…―Emma…

Volvían a encontrarse en otrocallejón sin salida igual que cuandoestaban en la cocina. Pero Emma sabíaque James estaba de su parte. Ella seencargaría de que Eleanor no sevolviera a poner en peligro.

―Bueno, ya veremos qué ocurrecuando volvamos a Londres, ¿deacuerdo?

Eleanor asintió.―Muy bien ―dijo Emma

sucintamente. Ella encontraría la formade proteger a Eleanor, tanto si ellaquería que la protegieran como si no. Suhermana se había llevado la peor partede la venganza, ahora era su turno. Soltóa Eleanor, se posó las manos sobre el

regazo y las observó detenidamente,consciente de que se estaba ruborizando.

―¿Podrías por lo menos darte lavuelta y fingir que estás dormida?

Por suerte Eleanor hizo lo que lepidió su hermana. Emma sabía que eraun poco hipócrita por su parte, pero ledaba vergüenza ir a la cama de Jamessabiendo que su hermana estaba alcorriente de la situación. Lo que estabancompartiendo ella y James era algo quecompartían los matrimonios. Y ellos nose podrían casar nunca. A pesar de lasvalientes palabras que le había dicho aEleanor y de las promesas de James,Emma sabía que era muy probable queacabara en la horca. Aquel pensamiento

era el responsable de que estuvieradecidida a aprovechar al máximo eltiempo que les quedara juntos.

Salió de la habitación de Eleanorpara entrar en la suya. Se preguntó si sucorazón siempre latiría con aquellafuerza cada vez que volviera a posar losojos sobre James después de una breveseparación. Él la esperaba de pie junto ala ventana. Pero en cuanto escuchó elcierre de la puerta, empezó a cruzar lahabitación en su dirección. Ella seencontró con él junto a la cama y leofreció los labios. Sin embargo, él noaceptó su regalo. En lugar de besarla,James le pasó los dedos por el pelo y laabrazó mientras la observaba

atentamente como si estuviera pensandoen algo muy importante. Después detodo lo que habían descubierto y todo loque habían planeado, ella no tendría quehaberse sorprendido, pero esperaba quedurante aquellas horas pudieran fingirque no existía nada detrás de aquellapuerta. Que no había nada más en elmundo excepto ellos dos.

―Aquella noche en miapartamento, cuando te pedí que te loquitaras todo excepto el collar de perlas―dijo él―, ¿te acordaste de lo que lepasó a tu hermana? ¿Mi petición impidióque disfrutaras del todo de aquellanoche?

Emma se sintió aliviada al darsecuenta de que se trataba de algocompletamente inconsecuente. Fruncióel ceño y suspiró.

―No. Claro que no. Aquel collarera un precioso regalo, no un símbolo desumisión. Estoy convencida de que nadade lo que ocurrió aquella noche entrenosotros tuvo nada que ver con lo queexperimentó mi hermana.

―Me alegro.Entonces ella se dio cuenta de que

él movía las manos, y de repente notóalgo pesado, suave y frío sobre su piel.Con una pequeña exclamación tocó lasperlas que descansaban sobre su cuelloy sonrió.

―¿Cómo has conseguido…? Nome he dado cuenta de que las tenías enla mano.

―Quizá no sea extremadamentehábil con las manos, pero sí que aprendíalgunos trucos.

Emma no se podía creer la réplicaque se formó en su cabeza. Estuvo apunto de no compartirla con él, pero setrataba de James, un hombre que conocíatodos sus secretos, los del cuerpo y losdel alma.

―Pues yo creo que tienes muchahabilidad con las manos.

Él esbozó una lenta y sensualsonrisa con los ojos ardientes de deseo.

―Vamos a poner a prueba tuteoría, ¿te parece?

Antes de que ella pudiera siquieravolver a respirar, su camisón estabaaterrizando sobre el suelo y él se quitólos pantalones. Se quedaron piel contrapiel y sus labios empezaron a exploraresas zonas que ya le resultabanfamiliares con la esperanza de descubrirnuevos tesoros.

Su encuentro sexual fue agridulce,como si los dos supieran que cuandopartieran hacia Londres por la mañanatendrían que dejar todo aquello atrás.Volverían al mundo del saber estar y eldecoro. Y lo más importante, debían

concentrarse en el plan que tenían entremanos en lugar de en ellos mismos.

James se tomó su tiempo y la tocócon una lenta veneración, como siestuviera decidido a memorizar cadalínea y cada curva para recordarlas lasnoches que ya no compartiese con ella.Emma deslizó los dedos por el cuerpode James con una gran conciencia; asírecordaría la firmeza de sus músculos,la tersa suavidad de su piel y el espesorde su pelo.

Cuando el placer empezó a resultarinsoportable y la pasión se convirtió endolorosa necesidad, se unieron en unaconflagración de sensaciones que losllevó a mayores alturas. El nombre de la

joven se convirtió en un rugido quebrotó de los labios de James, y el de élse convirtió en un gemido en los de ella.

Después, cuando yacían exhaustosy repletos el uno en brazos del otro, ellano pudo evitar las lágrimas. Y eltranquilizador murmullo de Jamesresonando en su oído tampoco pudoevitar que llegara el alba.

CAPÍTULO 21

Emma no esperaba que la primeraparada que hicieran al llegar a Londresfuera en la residencia del duque y laduquesa de Greystone. Ella, Eleanor yJames aguardaron en el vestíbulo de laentrada junto al pequeño baúl de lashermanas, y esperaron a que elmayordomo anunciara su llegada.

―Creo que deberíamos haberintentado encontrar un alojamientoprimero ―murmuró Eleanor.

Emma estaba convencida de queEleanor se sentía contrariada porque,desde que habían partido de su casa,James no había dejado duda alguna deque él era quien estaba al mando deaquella pequeña expedición. Emma teníala sensación de que cuanto más sedistanciaban de la casa, más sedistanciaba James de ella. Sabía que lohacía porque tendría que tomarimportantes y complejas decisiones,pero eso no lograba que la soledad leresultara más soportable.

―¡Jim!Emma miró hacia el pasillo y vio

cómo la duquesa corría hacia ellos.Tuvo miedo de que se le notara que ella

no había visto a la duquesa hasta lanoche del baile. Fue Eleanor quienhabló con ella en el salón de la pensión.Después Eleanor se la describió contodo lujo de detalles para que pudierareconocerla, pero, incluso aunque nohubiera tenido aquella minuciosadescripción, Emma habría podidodistinguir a la duquesa por la ternura quebrilló en los ojos de James cuando lasaludó. La misma alegría quedemostraba en aquel momento mientrasla duquesa le apoyaba la mano sobre elhombro antes de posar los ojos sobreella y Eleanor.

―Veo que al final has descubiertoque hay dos ―dijo ella―. Es

prácticamente imposible distinguirlas.Imagina lo que Feagan podría haberhecho con ellas.

―No hace falta que hable denosotras como si no estuviéramos aquí―dijo Eleanor.

―¿Cuál de las dos eres tú?―preguntó la duquesa.

Eleanor adoptó una expresióntestaruda y permaneció en silencio.Entonces Emma dijo:

―Ella es Eleanor y yo soy Emma.La duquesa observó

minuciosamente a Emma como siestuviera buscando algo de lo quedependía su vida. Luego sonrió.

―Tú eres la que asistió a mi baile.Eres la que captó la atención de James.Pero fue a Eleanor a quién conocí en elsalón.

―Nadie consigue distinguirnos―espetó Eleanor.

―Excepto el señor Swindler ―lerecordó Emma en voz baja.

―Desde pequeña me enseñaron areconocer los detalles másinsignificantes de las personas ―dijo laduquesa―. ¿Cómo iba a saber, si no, aquién era mejor robar? ―Volvió acentrar su atención en James―. Dime,¿qué necesitas?

―Un lugar donde se puedan quedar―dijo él.

A juzgar por la certeza que le teñíala voz, estaba seguro de que ella no leiba a negar lo que pedía, y Emma pensóque él y la duquesa podrían inclusocompartir lazos de sangre.

―Esta casa podría servir. ¿Quémás? ―preguntó la duquesa.

* * *

Después de instalarse en suhabitación, Emma cruzó el ampliopasillo que la separaba de la habitaciónque le habían asignado a Eleanor. Eracasi igual que la suya: en ella había unacama con dosel, una cómoda, unescritorio, un tocador y una pequeña

zona de descanso cerca de la ventana.Junto a esa misma ventana se hallaba unsillón cubierto de almohadones. Eleanorestaba sentada en él y observaba eljardín.

―¿Dónde nos hemos metido,Emma? ―le preguntó sin volverse.

Emma se sentó junto a ella.―Supongo que por fin vamos a

saber cómo se resuelve todo este asunto.―Yo pensaba que la duquesa se

acababa de casar con el duque. Y si esoes así, ¿quién es ese niño?

Emma miró por la ventana y vio alduque y a un niño de pie delante de unoscaballetes. Cada uno de ellos tenía una

paleta en la mano y pintaba una parte delas flores del jardín.

―James me dijo que ella habíaadoptado a uno de sus huérfanos. Creoque me dijo que se llamaba Peter.

―Siempre quise tener hijos.―Quizá aún puedas tenerlos.―Sí, estoy segura de que cualquier

caballero estaría encantado de desposara una mujer que no tiene ningún reparoen clavar una daga en el corazón de unhombre. ―Eleanor se empezó a frotarlas manos y Emma la detuvo posando lassuyas encima.

―Cualquier hombre seríaafortunado de tenerte en su vida.

Su hermana esbozó una pequeñasonrisa.

―No me arrepiento de lo que hice,Emma. Es solo que resulta un poco másdifícil vivir con ello de lo que habíaimaginado.

―De lo que hicimos, Eleanor. Noolvides nunca que lo hicimos juntas.

Eleanor asintió de mala gana yvolvió a mirar por la ventana.

―El duque es un hombre muyatractivo.

―Y pensar que se casó con unaladrona…

―¿Y qué hay de ti, Emma? ¿Tecasarías con un ladrón?

―Sin pensarlo ―susurró―. Perono creo que me lo pida.

* * *

A medianoche.En casa de Greystone.J. S.

Swindler envió la carta a cincopersonas, pero solo respondieron cuatro.

―Graves me ha pedido que ledisculpemos. Hoy tenía que visitar a lareina ―dijo Claybourne―. Al parecer,su majestad cree que padece unaenfermedad que solo puede curar él. Ha

dicho que, si no podemos hacer esto sinél, le avisemos y hará lo que pueda.

William Graves era otro de losintegrantes de la pandilla de Feagan. Unantiguo profanador de tumbas que seestaba convirtiendo en uno de losmejores médicos de Londres.

Las demás personas que había en labiblioteca del duque eran la esposa deClaybourne, Catherine, Jack Dodger,Frannie, Greystone, Emma y Eleanor.Cuando envió aquella nota, Swindler nose paró a pensar que más tarde estaríarodeado por hombres tan ricos ypoderosos. Él también era un hombrepoderoso, pero no le gustaba alardear deello. Y allí había dos hombres que

poseían algo de lo que él carecía: untítulo.

Se preguntó si Emma seconformaría con un hombre que nuncaascendería entre la nobleza. ¿Estaríamirando a Greystone y a Claybournemientras pensaba que ellos eran la clasede hombres con los que merecíacasarse?

―Supongo que nos has hecho venirpor algún motivo en particular ―dijoClaybourne―. ¿Podemos ir al grano?

―Sí, claro ―dijo Swindlerentrelazando los dedos de las manos yechándose hacia delante. Habíaasignado los asientos a propósito paraestar frente a Emma y Eleanor. Quería

verles la cara con claridad para juzgarsus reacciones y saber qué estabanpensando, por si las hermanas decidíanque la sinceridad no era la mejor formade llevar aquel asunto―. Supongo queya sabéis todos que lord Rockberrymurió hace poco. Emma y Eleanorfueron las responsables de sufallecimiento.

Emma sintió cómo Eleanor seponía tensa y se preparaba para lasacusaciones o los desagradablessentimientos que pudieran surgir entrelos asistentes. A ella se le encogió elestómago. Aquella era la primera vezque salía a la luz la verdad de lo quehabían hecho. Siempre había pensado

que aquel momento estaría teñido de unagran vergüenza y humillación. Sinembargo, ahora que había llegado, nosabía cómo sentirse porque, tal comoJames lo había explicado, sonó como sifuera algo tan normal como coser unbotón en una camisa.

―Supongo que se lo merecía―dijo Claybourne dando la impresiónde que era el patriarca de aquel clan tanpoco habitual.

Cuando Eleanor le estrechó lamano con fuerza, Emma sintió cómo unescalofrío le recorría todo el cuerpo. Noquería tener que estar presente cuandotodas aquellas personas escucharan lassórdidas…

James asintió rápidamente.Claybourne asintió en respuesta.―Muy bien. ¿Qué has planeado?

¿Darles nombres nuevos y enviarlas aalgún otro lugar?

―Espera ―dijo Eleanor soltandoa Emma―. ¿Eso es todo cuantonecesita? ¿Que asienta? ¿Qué clase depersonas son ustedes?

―Las mejores que conocerásjamás ―dijo James―. Si no fuera asíno les habría hecho venir.

Pero sobre la cabeza de Emmaflotaba un peso infinitamente mayor quela confianza que aquellas personastenían en James.

―¿Quieres mandarnos fuera?

―Es posible que sea el únicorecurso que tengamos para asegurarnosde que vuestros encantadores cuellos noacaben en la horca ―dijo James―.Pero antes de que concretemos losdetalles sobre la mejor manera deorganizar vuestra desaparición, tenemosque ocuparnos de otros asuntos. ―Miróa su alrededor para asegurarse de queseguía disponiendo de la atención detodos los presentes―. En este momentome propongo acabar lo que empezaronlas chicas. Rockberry no actuó solo.Tenemos que descubrir quiénes eran losdemás y llevarlos ante la justicia.

―Supongo que ya has pensado entodos los detalles ―dijo Jack Dodger.

―He pensado en lo más inmediato,pero hay mucho que no puedo predecir.―Sin revelar ninguno de los sórdidosdetalles acerca del encuentro de suhermana con Rockberry, James los pusoal corriente de la sociedad que laengañó. Luego se sacó una hoja de papeldel bolsillo de la chaqueta, la desdoblóy se la dio a Claybourne―. Rockberrypuso ese collar en el cuello de Elisabethdurante un ritual que la convertía en unaesclava.

―Es una joya muy intrincada―dijo la duquesa de Greystone mientrasmiraba el dibujo―. Y muy bonita.¿Dónde está ahora?

―Con un poco de suerte estará enla residencia de Rockberry. Tengo laintención de ir a buscarla mañana por lanoche.

Aquello era nuevo para Emma.James la miró con una sombría

pero decidida expresión.―Si queremos que tú o Eleanor

finjáis ser Elisabeth para hacerles creerque ella ha vuelto a la ciudad para gozarde una nueva experiencia, tenemos queencontrar el collar. La casa del marquéses muy grande, pero la gente sueleesconder las cosas en lugares muyevidentes. Yo tendría que encontrarlo enunos diez o quince minutos. ―centró suatención en el señor Dodger―. He

pensado que podrías invitar al nuevolord Rockberry a disfrutar de unapartida privada en tu club mañanaalrededor de medianoche.

El señor Dodger se encogió dehombros.

―Siempre que Claybourne yGreystone estén disponibles.

Los dos hombres expresaron sudisponibilidad y concretaron losdetalles para encontrar la mejor formade distraer al nuevo marqués mientrasJames registraba su casa. A Emma no legustaba la idea. Si lo descubrían…

―¿Y qué hay de sus sirvientes?―preguntó ella―. ¿No crees que se

darán cuenta de que estás merodeandopor la casa?

―La mayoría de ellos ya estaránen la cama. Seré muy discreto.

Aunque seguía sin gustarle la idea,enseguida se dio cuenta de que ella yEleanor estaban allí por pura cortesía.Eran los demás quienes lo planeabantodo. Estaban tan cómodos los unos conlos otros planeando todo lo que debíanhacer que se le ocurrió que quizáaquella no fuera la primera vez que sereunían para trazar un plan. Si hubierasido sincera con James desde elprincipio, era bastante probable que élles hubiera enseñado cómo se podíandeshacer de Rockberry sin que nadie las

descubriera. Ellas pensaron que eranmuy listas, pero en realidad lo habíanbasado todo en un inocente juegoinfantil. Se preguntó si algún díadejarían de ser tan ingenuas.

Cuando acabaron de ultimar losdetalles del plan, el señor Dodger, lordClaybourne y su mujer se marcharon. Loúnico que quedaba por decidir era cuálde las dos hermanas se pondría enpeligro.

* * *

―Tengo que ser yo ―dijo Emmamientras paseaba por el jardín con elbrazo entrelazado con el de James. Él le

había dicho que quería pasar unosminutos a solas con ella antes demarcharse.

Las antorchas proyectaban unatenue luz sobre el camino por el quepaseaban. Las rosas, los jacintos y otrasmuchas flores perfumaban el aire quelos rodeaba. Emma pensó que en otromomento aquella hubiera sido unarelajante y tranquilizadora diversiónantes de retirarse a la cama, pero estabademasiado nerviosa.

―¿James?―La situación podría volverse

muy peligrosa. Por lo menos Eleanor yaha matado. Quizá ella no dude en hacer

lo que tiene que hacer si llega elmomento.

―O podría pensárselo dos veces.Ya sabes que la culpabilidad la estámatando. Y yo no soy tan mala cuando elpeligro…

Antes de que pudiera acabar deexponer sus alegaciones la estrechóentre sus brazos y empezó a besarlacomo si fuera la última oportunidad quetendría de hacerlo jamás. Habíancompartido muy pocos momentos desoledad durante el viaje de vuelta. Quizáese fuera el motivo de que ella seentregara al beso y se colgara de él casicon desesperación. Emma no quería

pensar que se debía a que su tiempojuntos estaba llegando a su fin.

Cuando hubiera concluido aquellamaniobra para llegar hasta los demás,ella y Eleanor seguirían siendoresponsables de la muerte de Rockberry.Sea cual fuere su castigo, la muerte, ladeportación, o años encerrada en unacárcel de mujeres, James no estaría allícon ella. Él se quedaría en Londres,seguiría resolviendo crímenes y seacabaría casando con alguna chica. Noquería pensar en que otra mujer pudieraestar entre sus brazos, pero tampocoquería pensar en lo solo que se sentiríasi se quedaba soltero. O en los solitariosy vacíos años que le esperaban a ella sin

sentir cómo le deslizaba las manos porla espalda como lo estaba haciendo enaquel momento, o sin dejarse llevar porla pasión que le provocaban sus besos.

Emma deseó que se pudieranretirar a su apartamento, cerrar la puertay no volver a salir nunca más. Queríadespertarse en su cama, inmersa en elalmizclado olor que emanaba de suscuerpos cuando hacían el amor. Queríasentir el peso del cuerpo de James sobreel suyo.

Él paseó sus cálidos y húmedoslabios por su mejilla antes de posarsesobre su oreja.

―No me pidas que me arriesgue aperderte ―dijo adoptando un

atormentado tono de voz que encogió elcorazón de Emma. Él la adoraba. Peropor mucho que él significara para ella,no podía ser tan egoísta de poner a suhermana en peligro otra vez. Ahora letocaba a ella asumir los riesgos.

―No me pidas que me arriesgue aperder otra hermana.

Él se quedó muy quieto y ella pudosentir el palpitar de la tensión en suinterior. Cuando la soltó, ella sintiócomo si algo de monumental importanciahubiera cambiado entre ellos.

―¿Abandonarías todo lo quepodemos llegar a tener con tantafacilidad? ―preguntó él.

―No hay nada fácil en estasituación. Pero debes saber que lo quehay entre nosotros solo es temporal. Pormuy maravilloso que sea, James, nos loarrebatarán tanto si queremos como sino.

Incluso a pesar de las sombras quereinaban en el jardín, la intensidad de lamirada de James resultabadesconcertante.

―Deberías retirarte ya ―dijo élcon sequedad―. Intenta dormir bien.Necesitarás todas tus fuerzas cuandollegue el momento.

―Entonces ya has decidido; ¿seréyo quien lo haga? ―Emma no sabía si el

temblor que se había adueñado de suvoz era miedo o excitación.

Él no contestó. Se limitó amarcharse y a desaparecer en laoscuridad.

* * *

Cuando Swindler envió aquellacarta a sus amigos de la infancia, mandóuna distinta a otra persona.

En el puente de la Torre. A las cuatroen punto.

No le sorprendía que sir Davidhubiera llegado antes que él y que

estuviera esperándole a orillas delTámesis bajo el puente de la Torre.Solían quedar allí cuando Swindlerestaba investigando algún asunto querequería que nadie lo relacionara conScotland Yard. Como era habitual, sirDavid estaba fumando en su pipa.

―Así que ya has vuelto a Londres.¿Por qué me has pedido que nosreunamos en secreto, Swindler? ¿Debosuponer que el asesinato de Rockberryno está resuelto?

―El caso se ha complicadobastante.

―Te has enamorado de ella,¿verdad?

Resultaba difícil admitir, inclusopara sí mismo, que se había enamoradolocamente de Emma, especialmentedifícil cuando Emma insistía en protegera su hermana a expensas de un futurojunto a él. Él sabía que estaba siendoegoísta, pero, ¡maldita sea!, habíapasado toda su vida adulta sacrificandosu propia felicidad por la de los demás.Quería dar prioridad a sus deseos poruna vez en la vida.

Se lo explicó todo a sir David sinomitir ni un solo detalle. Emma noestaba allí con él y no podía sentirseavergonzada por la verdad o lossórdidos acontecimientos que rodearonla muerte de su hermana.

―¡Cielo santo! ―dijo sir Davidcuando Swindler acabó de hablar―.¿Estás seguro?

―Sí, señor. La chica lo escribiótodo en su diario y luego se quitó lavida. No tenía ningún motivo paramentir.

―¿Y crees que puede haber otrosnobles involucrados?

―Es posible. Tendremos más datoscuando hayamos tendido la trampa. Megustaría que Scotland Yard se implicara.

―No ―contestó sir Davidsecamente antes de que Swindlerpudiera acabar de explicarle lo quetenía en mente―. No hasta que sepamos

quiénes son las personas que caen en tured.

―¿Acaso caerá usted en ella,señor?

La pipa se cayó de entre los labiosde sir David cuando se volvió paramirarle de frente por primera vez desdeque empezó la reunión.

―¿Disculpa? ¿Es que te has vueltoloco?

―A riesgo de parecer arrogante,permítame recordarle que soy su mejorhombre. Y aún así me asignó usted latarea de seguir a una chica por todoLondres. Eso fue un auténticodesperdicio de mi talento.

―Al contrario, Swindler. Mira loque has descubierto.

―Si ya sospechaba todo esto, ¿porqué no me dijo nada?

Sir David se agachó, recogió supipa y la observó minuciosamente.

―¡Maldita sea! Ahora ya no me lapuedo meter en la boca, ¿verdad? ―Latiró al rio―. Tú no eres el único querecibe órdenes, Swindler. Digamos soloque las mías proceden de arriba, de muyarriba. Sospechamos que Rockberrypodía estar implicado en algún asuntoturbio desde que se puso en contacto connosotros. Lo que no comprendo es porqué no se encargó del asunto él mismo.Supongo que ese arrogante bastardo

esperaba que nos ocupáramos del temapor él. Lo cual imagino, basándome entus averiguaciones, que al final haresultado beneficioso para la dama. Encualquier caso, ya existían rumoressobre esa sociedad. Un asunto muydesagradable. Especialmente siconsideramos que la reina Victoria y sumarido tienen un estricto código moral.La gente ha de aprender a comportarsecon más decoro. ―Carraspeó―.Disculpa mis quejas. Sigue adelante contus planes y avísame cuando sepas elnombre de todos los involucrados.Entonces decidiremos cómo ocuparnosdel asunto sin crear un escándalo.

―Sí, señor. ―Swindler se volviópara marcharse.

―¿Swindler?Swindler miró hacia atrás por

encima de su hombro.―¿Sí, señor?―Sé extremadamente cuidadoso

con este asunto. Evita los rumores eintenta ser muy discreto. Podríannombrarte caballero por esto.

―¿Sus órdenes proceden de tanarriba?

Sir David se quedó mirando el ríofijamente.

CAPÍTULO 22

El marqués ha aceptado nuestrainvitación para la partida privada de estamedianoche en el club Dodger. Disfrutade tu libertad.

C.

El nuevo marqués de Rockberrydebería haber estado de luto por lamuerte de su hermano, pero estaba claroque el dolor que sentía no era tan intensocomo para que abandonara todos susvicios y placeres. Swindler habíaescuchado decir que el más joven de los

hermanos tenía cierta debilidad por losjuegos de azar. Y ningún hombre consemejante debilidad pasaría por alto laoportunidad de poner a prueba sushabilidades contra Claybourne,Greystone y Dodger. Esos hombres eranauténticas leyendas en las mesas dejuego. Aunque desde que se habíancasado nadie acostumbraba a ver nuncaa ninguno de los caballeros en una mesade juego. ¿Quién podía culparlos? Susesposas eran las mujeres másencantadoras de todo Londres.

A excepción de Emma, claro, queen realidad no era de Londres. Sinembargo, a James le parecía la másatractiva de todas. Ahora le resultaba

gracioso que hubiera un tiempo en quepensara que jamás sentiría tanto afectopor nadie como por Frannie. Pero Emmalo había conseguido.

Swindler esperó escondido entrelos setos de la residencia que elmarqués tenía en Londres hasta que viomarchar el carruaje alrededor de lasonce y media. Luego esperó otra mediahora para que se retiraran los sirvientesantes de acercarse a la entrada delservicio. Se arrodilló, se sacó unapequeña vela del bolsillo, encendió lamecha, estudió la cerradura y pocossegundos después estaba dentro de lacocina.

Una prueba tan incriminatoria comolo era la gargantilla solo podía hallarseen uno o dos sitios: en la biblioteca o enla habitación del dueño. Swindlerdecidió empezar por la biblioteca.Recordaba muy bien dónde seencontraba porque ya había estado allícuando acudió a la casa para investigarla escena del crimen.

Utilizó la pequeña luz que procedíade su vela, y sin hacer ningún ruido, sinapenas respirar, se deslizócuidadosamente por los pasillos comoun silencioso espectro. No se cruzó conningún sirviente, aunque tampocoesperaba que ninguno de ellos siguiera

despierto. Cuando el dueño no estaba, elsueño se apoderaba de cualquier casa.

Abrió la puerta de la biblioteca,entró y la cerró tras de sí. Alzó la vela yse fue abriendo camino por entre lasnumerosas zonas de descanso endirección al enorme escritorio que habíaal fondo de la estancia. Se dio cuenta deque en la alfombra había un dibujodistinto al que había visto cuando estuvoallí por última vez. No le resultósorprendente. La sangre noacostumbraba a resultar precisamentedecorativa.

Después de dejar la vela sobre elescritorio, empezó a abrir cajones enbusca de pestillos que escondieran

compartimentos secretos. El anteriormarqués no querría que nadiedescubriera sus secretos. Pero aquellaactitud tampoco resultaba ajena a laaristocracia. Ese era precisamente elmotivo por el que Feagan les habíaenseñado tan bien a descubrir losmisterios que escondía un escritorio.

―¿Está buscando algo, inspector?Swindler levantó la cabeza y vio al

nuevo lord Rockberry saliendo de unaoscura esquina. Al creer que estabacompletamente solo no se habíamolestado en comprobar las zonas quequedaban a sus lados o detrás de él. Elnuevo marqués no desprendía el hedorque caracterizaba a su hermano, por lo

que Swindler no había percibido supresencia. Era una lástima. Estabaintentando encontrar una excusa lógicaque explicara su presencia cuandoRockberry alzó la mano. De ella colgabauna joya de plata.

―¿Esto, tal vez?Swindler se dio cuenta de que sin

duda estaba perdiendo su toque. Sehabía obsesionado tanto con laseguridad de Emma que se estabavolviendo descuidado justo cuandoresultaba de vital importancia queactuara con la mayor diligencia posible.Cerró el cajón que acababa de abrir yalzó las manos en son de paz.

―¿Cómo sabía que iba a venir?

―¿Una invitación del infame lordClaybourne para una partida privada conel famoso Dodger en persona, por nomencionar a un duque de la más altaalcurnia? ¿A mí? ¿Un nuevo marquésque aún se está habituando a su título?Además, sé que están ustedesrelacionados, tanto entre ustedes comocon las calles de Londres. ―Se encogióde hombros―. Soy joven, pero no soytonto. Enseguida sospeché que alguienquería que abandonara mi residencia poralgún motivo.

―Así que mandó usted al clubDodger un carruaje vacío.

―Así es. Debo reconocer que mepareció un gesto muy inteligente por mi

parte. ―Se acercó a Swindler―. Yo séque no mentí sobre lo que vi la nocheque mi hermano fue asesinado, y esosignifica que usted mintió cuando afirmóque la chica estaba con usted.

―Yo no mentí.―Lo cual tiene que significar

entonces que estaba usted con ella y laayudó a matarle. Quizá fuera usted quienclavó la daga. Si es así, me alegro porusted. Sírvase una copa. Se lo tenía bienmerecido. Por lo que he descubiertohace poco, mi hermano era un auténticomonstruo. No tengo ninguna intención dedeclararme culpable de un crimen queno cometí, pero haré todo lo que pueda

para ayudar a que usted y la damapuedan abandonar el país.

―Yo no mentí cuando aseguré quemi chica no estuvo aquí aquella noche. Ypuedo demostrarlo.

* * *

―¡Gemelas! ―exclamó Rockberrycon aspecto y voz de sorpresa.

―Trillizas ―dijo Eleanor conaspereza―, hasta que su hermanodestruyó a nuestra hermana.

Swindler decidió llevar aRockberry a casa de Greystone. Sabíaque las chicas estarían despiertasesperando para saber si había

conseguido encontrar la joya. Loscaballeros también estaban en labiblioteca. Cuando se dieron cuenta deque Rockberry no iba a hacer acto depresencia en su partida privada,volvieron a casa.

Por lo visto, Rockberry no sentíaningún aprecio por su hermano. Era unhombre esbelto, pero no tan alto como elanterior marqués. Y sus facciones noestaban teñidas por la arrogancia.Volvió a mirar a Swindler.

―Encontré su diario. Mi hermanoescribía sobre sus vergonzosas hazañascon todo lujo de detalles. Nunca hepodido comprender por qué conservabaun registro de su lamentable conducta.

―Se volvió en dirección a las chicas―.¿A cuál de ustedes le debo una disculpapor mi comportamiento en los jardinesCremorne?

―Supongo que esa soy yo ―dijoEleanor con su habitual tono mordaz.

―Me dijo que era usted unaprostituta que se negaba a dejarlo enpaz. Nos dijo a mis amigos y a mí quenos divirtiéramos con usted.

―¿Y pensó usted que forzarmesería divertido?

El marqués se sonrojó y agachó lacabeza para observarse detenidamentelos zapatos.

―Quizá no sea tan diferente de mihermano, a fin de cuentas. Un hombre

que actúa como un sinvergüenza cuandole conviene.

―Usted es muy distinto ―dijoSwindler mientras se acercaba a unamesa, servía un vaso de whisky y se loofrecía a Rockberry―. ¿Aún tiene ustedese diario?

El marqués pareció sorprenderse alescuchar aquella pregunta.

―No. Experimenté un gran placeral quemarlo. ¿Hay alguna forma deevitar que esta situación llegue a laspáginas del Times?

―Siéntese ―dijo Swindler.Aunque sus órdenes estaban

dirigidas al marqués, todos los demáslas siguieron a rajatabla. A él le hubiera

gustado estar más cerca de Emma parapoder sentarse junto a ella en el pequeñosofá. Pero la joven se acomodó junto asu hermana y dejó que la cogiera de lamano. Quería ser él quien la consolara.Se había enfadado con ella cuando lajoven insistió en que quería que lapusiera a ella en peligro en lugar de a suhermana. Pero ahora solo deseabaabrazarla.

Se inclinó hacia delante, apoyó loscodos sobre sus muslos y le preguntó aRockberry:

―¿Hablaba su hermano en eldiario del lugar en el que se celebrabanlas reuniones?

―No. Pero a mí me dio lasensación de que siempre se hacían enun lugar distinto. Sin embargo, la nochesiempre era la misma, los miércoles.Las damas, si es que se las puede llamarasí, acudían a los jardines Cremorneluciendo la joya. A cada una de ellas sele acercaba un caballero distinto que laacompañaba hasta un carruaje. Supongoque los caballeros conocían el lugar dereunión, pero las damas no. Me imaginoque cuantas menos personas lo supieranmejor.

―¿Recuerda usted que en el diarioapareciera algún nombre?

Rockberry dio un trago de whisky.

―No. Mi hermano estaba másinteresado en describir los rituales y laorgía que los detalles organizativos. Loque sí sé es que solían iniciarperiódicamente a mujeres en la sociedady que no siempre acudían allívoluntariamente. Empleaban el chantaje,la coacción, el miedo y la vergüenzapara evitar que las mujeres hablaran deellos. También escribió sobre… ―Se leapagó la voz y negó con la cabeza.

―¿Qué escribió, milord? ―leanimó a continuar Swindler.

Rockberry se acabó el whisky yapretó el vaso hasta que sus nudillos sepusieron blancos.

―¿Milord?

Rockberry volvió a agachar lacabeza.

―Él… él mató a alguien. Se pusodemasiado violento con ella. Fuiincapaz de leer los detalles. Me poníaenfermo. ―Levantó la mirada y la posósobre Swindler―. ¿Qué se proponehacer con la información?

―Queremos encontrar a los demás.Y si se reúnen las noches de losmiércoles eso quiere decir que mañanase celebrará el próximo encuentro.

―Estoy dispuesto a ayudarles entodo lo que pueda.

―Entonces préstenos la joya deplata.

―Puede usted quedarse con esamaldita cosa. ¿Qué ha planeado?

Swindler concluyó que no podíaculpar a aquel hombre por mostrarinterés y le explicó cómo pretendíantender la trampa.

* * *

Eleanor percibió cómo Emma seponía tensa cuando el señor Swindleranunció que sería Eleanor quien sepasearía por los jardines Cremorne lanoche siguiente. Era lo más justo. A finde cuentas, ella era la mayor, aunquesolo fuera por unos minutos. Si no lahubiera elegido, le tendría que haber

dado un somnífero a Emma. No pensabapermitir que su hermana pequeña sepusiera en peligro. Especialmenteteniendo en cuenta que había uncaballero muy interesado en Emma. Eramuy posible que el señor Swindler seencargara de que su hermana no tuvieraque pagar por lo que le había ocurridoal anterior Rockberry.

Después de que explicaran todoslos detalles y de que los demásempezaran a marcharse, Eleanor sedeslizó por la puerta y salió al jardín.Ella no estaba tan cómoda ni confiabatanto en aquellas personas como Emma.Lo único que quería era que acabaratodo aquel asunto.

―¿Señorita Watkins?Acababa de llegar a la zona de los

jacintos cuando escuchó que alguiendecía su nombre. Hizo acopio de fuerzade voluntad, se volvió lentamente, echólos hombros hacia atrás y levantó labarbilla para mirar a Rockberry.

―Milord.―Usted es quien acabó con la vida

de mi hermano.―Lo podría haber hecho mi

hermana. ―Eleanor no sabía por quéhabía dicho aquello. Hasta aquelmomento se había sentido orgullosa delo que había hecho, pero hasta entoncesno había conocido a nadie que pudieraapreciar a aquel monstruo. Nunca pensó

que podría tener familia o amigos. Loúnico que ella vio fue a un hombre quele había arrebatado a una persona a laque quería mucho.

―No. En sus ojos brilla un pesarmás profundo que en los de su hermana.―Su voz resultaba tranquilizadora ycompasiva, y, por algún motivo, aquellola irritaba.

―Me ha malinterpretado usted,milord. Yo no me arrepiento de lo quehice. Su hermano sometió a mi hermanaa sus deseos. Y cuando acabó con elladejó que otros hicieran lo mismo, comosi no fuera más que un pedazo de carneque uno tira a los perros. Lo único quelamento es que muriera tan deprisa.

Se hizo un espeso silencio entreellos, como si él no supiera cómoresponder a aquella acusación.

―¿Paseamos? ―preguntó élfinalmente señalando el camino depiedra.

Ella se sintió agradecida de poderreanudar su paseo y él empezó a caminara su lado.

―Actúa usted con mucha valentíapara fingir que no le importa, pero nocreo que el asesinato forme parte de sunaturaleza ―dijo él en voz baja.

―Usted no sabe nada acerca de minaturaleza, milord.

―¡Cielo santo!, creo que podríausted haber cortado a mi hermano en

pedacitos utilizando solo la lengua.―¡Cómo se atreve! ―espetó ella

volviéndose hacia él haciendoaspavientos y golpeándole los hombroscon los puños―. ¡Usted no tiene ni ideade lo que hizo!

Él la agarró de las muñecas y laspresionó sobre su pecho. A pesar de loalterada que estaba, Eleanor pudo sentirlos acelerados latidos del corazón delmarqués.

―Sé exactamente lo que hizo y,probablemente, más detalladamente queusted. Mi hermano no escatimó endetalles al escribir sobre lo sucedido.

La joven dejó de pelear. Odiabasaber que otras personas conocían

exactamente la suerte que había corridosu hermana.

―Le agradezco que quemara eldiario.

―No fue difícil. No se puedecomparar con los peligros a los que seva a enfrentar usted mañana por lanoche.

―No soporto pensar que alguienpueda pasar por lo mismo que pasóElisabeth.

―No creo que fuera usted tan cruelcomo pretende hacernos creer.

Ella no se dio cuenta de que lehabía soltado las muñecas hasta quesintió cómo le posaba la mano en lanuca y la animaba a apoyarse sobre su

hombro. Por mucho que intentóimpedirlo con todas sus fuerzas, fueincapaz de reprimir las lágrimas, y unasenormes gotas cálidas empezaron aresbalar por sus mejillas.

―Lo lamento si le quería usted―dijo ella.

―No le quería. No después de loque leí. ¿Cómo podría alguien sentirafecto por un hombre así? Me alegro deque haya muerto, señorita Watkins. Loúnico que lamento es que haya sidousted la que se haya encargado dequitarle la vida.

Tenía la voz entrecortada, como sise estuviera esforzando por decir

aquellas palabras, y ella se preguntó siél también estaría llorando.

―Me consolaré pensando en ellocuando me impongan mi sentencia,milord.

Él se apartó de ella y, bajo la tenueluz que proyectaban las antorchas deljardín, Eleanor pudo ver la humedad deldolor brillando en sus mejillas mientrasle deslizaba los pulgares por el rostropara limpiarle las lágrimas.

―No se precipite pensando en lahorca, señorita Watkins. Muchoscrímenes se quedan sin resolver. Ysospecho que este será uno de ellos.

* * *

Emma no dijo ni una sola palabracuando James anunció que sería Eleanorla encargada de protagonizar el engaño.Tenía demasiada dignidad como paraponerse a gritar delante de personas alas que apenas conocía, especialmentecuando la mayoría pertenecían a lanobleza.

Sin embargo, mientras se preparabapara irse a dormir se sentía inquieta.James se había marchado diciendo pocomás que buenas noches. Por muchasganas que tuviera de hablar con él,estaba convencida de que no podríapersuadirlo para que cambiara deopinión. Ella ya había utilizado susarmas con él en una ocasión. El delicado

equilibrio de su relación se rompería siintentaba seducirlo para conseguir loque quería.

Aún así, no podía negar lodecepcionada que se sentía al darsecuenta de lo poco que había tenido encuenta sus deseos al negar su peticiónpor completo.

De repente escuchó un suavegolpecito en su puerta y se sobresaltó.Probablemente se tratara de Eleanor,que no podía dormir o que quería hablarsobre lo que podría ocurrir la próximanoche. O quizá su hermana quisierapreguntarle qué opinaba sobre el nuevolord Rockberry. A Emma no le habíapasado por alto la forma en que se

miraban el uno al otro, o lo mucho quese había sonrojado su hermana cuandovolvió de dar un paseo por el jardín conél. No se parecía a su hermano, peroEmma no podía olvidar el hecho de quehubiera querido lastimar a su hermanaaquella primera noche en los jardinesCremorne. No le gustaba que Eleanorpudiera excusar aquella ofensa con tantafacilidad.

Emma se quedó sin aliento cuandoabrió la puerta y vio a James.

―Ya sé que estás enfadadaconmigo, pero…

―Solo me enfadaré contigo si nome la devuelves sana y salva.

―Te prometo que haré todo cuantoesté en mi mano.

―¿Y si no es suficiente?―Por favor, confía en mí, Emma.

Yo crecí haciendo esta clase de cosas,organizando trampas y engaños. Inclusodespués de irme a vivir con el abuelo deLuke, me escapaba para seguir ayudandoa Feagan.

―Yo confío en ti, pero es que… noquiero perderla, James.

Él asintió como si la silenciosaaceptación de lo que ella le habíapedido fuera todo cuanto pudiera darle.

―Y tampoco quiero perderte a ti,no quiero que te ocurra nada malo―dijo ella.

―También haré todo lo que puedapara evitar eso.

Se quedaron allí de pie unmomento. Emma escuchó las campanasdel reloj que había en el vestíbulo. Doscampanadas.

―Pensaba que todos se habían idoa la cama ―dijo ella por fin.

Él esbozó su clásica sonrisa.―Y así es.La joven le reprendió con la

mirada.―No creo que te hayan dado una

llave de la casa.―No. Pero nunca la he necesitado.

―Le acarició la mejilla―. Soy muyconsciente de lo que os estoy pidiendo a

ti y a tu hermana, Emma. Me gustaríadormir abrazado a ti esta noche.

Esbozando una recatada sonrisa,ella le invitó a su habitación y a sucama.

Varios minutos después, cuandoyacía satisfecha entre sus brazos, ledijo:

―La otra noche se habló demandarnos al extranjero, y tuve laimpresión de que era algo que ya habíashecho en ocasiones anteriores.

Él le acarició el brazo muydespacio.

―En alguna ocasión hemosayudado a personas que se lo merecían aempezar una nueva vida, a veces incluso

los hemos sacado de la cárcel antes deque acabaran de cumplir sus condenas.

Ella apoyó el codo sobre elcolchón para levantar la cabeza ymirarle a los ojos. Tenía el pelodespeinado y necesitaba un buenafeitado. Desprendía el suave olor aalmizcle que siempre emanaba despuésde hacer el amor. Ella se dio cuenta deque le volvía a desear.

―Antes has mencionado que teníascierta influencia.

Él se encogió de hombros.―Tengo acceso a archivos,

documentos, calabozos y prisiones. Sicreo que alguien ha recibido unasentencia injusta, si creo que la

intervención está justificada, puedosacarlos de la cárcel y sustituirlos poralguien que sí se merezca ese castigo. Lacárcel de Pentonville es perfecta paraeso porque los prisioneros no puedenhablar y están obligados a llevar lacabeza cubierta cuando salen de susceldas. Y la deportación siempre suponeuna gran posibilidad de intercambiar auna persona por otra.

―¿Sueles hacer estas cosashabitualmente?

―No. Pero cuando lascircunstancias lo requieren… Frannietiene mucha habilidad. Puede falsificarcualquier documento o firma. Meatrevería a decir que podría convertirme

en duque y ni siquiera la reina seríacapaz de detectar si la firma deldocumento es realmente la suya. Dodgersuele esconder a personas en su club dejuego o les ofrece un trabajo. Alasearse, vestirse adecuadamente yempezar de nuevo con otro nombre enuna zona distinta de Londres dondenadie los conoce, están a salvo. Graves,a quien aún no has conocido, eraprofanador de tumbas cuando era niño.Si alguna vez necesitamos un cuerpo, éles nuestro hombre. Claybourne siemprenos proporciona el dinero necesariopara organizarlo todo y es quien suelehacer las veces de intermediario. A élno le cuesta nada mezclarse con las

capas más altas de la sociedad o con lasmás bajas. Si nos ponemos todos deacuerdo, podemos darle a cualquiera laoportunidad de volver a empezar.

―Eso es lo que han pensado quequieres hacer por Eleanor y por mí.

Él le acarició la mejilla y le cogióun mechón de pelo para enredarlo entresus dedos.

―Es una opción. Yo tengo laesperanza de que, si conseguimosencontrar a los miembros de esasociedad, la justicia disculpe vuestrodelito anterior.

Emma apoyó la cabeza sobre supecho.

―¿Y si no funciona?

―Entonces nos iremos a América.Ella levantó la cabeza.―¿Vendrías con nosotras?―Ya sé lo que es tenerte en mi

vida. Y también sé lo que es no tenerteen ella. Haré todo lo que sea necesariopara asegurarme de que eso no vuelva asuceder.

Las lágrimas asomaron a los ojosde Emma.

―Deja que mañana sea yo quien seponga en peligro en lugar de Eleanor.

―No puedo. ―Cuando ella semovió para alejarse de él, James ladetuvo enredando los dedos en su pelo einmovilizándola―. Tu hermana estásufriendo, Emma. Tú lo sabes. Necesita

ser ella quien vaya a los jardinesCremorne.

Sabía que tenía razón, pero no legustaba. Se liberó de su cautiverio y sepuso de lado. Él la rodeó con el brazopara pegarla a su cuerpo de forma que laespalda de la joven quedó pegada a supecho.

―Confía en mí, Emma. Por favor,confía en mí.

―Confío en ti ―susurró ella. Peroaunque su corazón creía ciegamente enesas palabras, su cabeza seguía inquieta.

* * *

La noche siguiente, mientrasobservaba su reflejo en el espejo decuerpo entero, Eleanor no podía negarque los nervios que sentía se parecían alos que sintió la noche que se enfrentó aRockberry. Un poco de peligro, un pocode riesgo y un poco de incertidumbre.Por mucho que intentara anticiparse acualquier situación, siempre cabía laposibilidad de que ocurriera algo que nohabía previsto.

―Deberías llevar alguna arma―dijo Emma, que estaba junto a ellaobservando hasta el último detalle delvestido rojo que la duquesa le habíaprestado a Eleanor.

―El señor Swindler me ha dichoque me dará una cuando suba alcarruaje. ―Observó el ceño fruncido desu hermana y la tensión con la queapretaba los labios―. Por favor, Emma,no te preocupes.

―Por lo menos deberíais dejar quefuera contigo para estar allí en caso deser necesario.

Eleanor dejó de mirarse al espejo yabrazó a Emma.

―Si tú estuvieras también en esosjardines, yo estaría preocupada. Y estoysegura de que el señor Swindlertambién. Si lo hacemos así todos nospodremos concentrar mejor en lo quedebemos hacer.

―Podrías llamarle Jim, ¿sabes?―Emma no solía adoptar ese tono tanpetulante.

―Es tu pretendiente, Emma, no elmío.

Eleanor se acercó al tocador.Había llegado la hora. Inspiró hondo.

―¿Me ayudas a ponerme lagargantilla?

Emma se acercó con cuidado, comosi temiera volver a ver lo que Rockberryle había dado a su hermana.

―¿Cómo es posible que algo tanbonito esconda un propósito tanmalvado?

―No lo sé ―dijo Eleanor.

Las hermanas se quedaron mirandola intrincada y delicada joya durantevarios minutos. Ninguna de las dos seatrevía a cogerla.

―Si no fuera tan bonita, realmenteparecería un collar para un animal y unauténtico símbolo de sumisión ―dijoEmma.

―La odio ―dijo Eleanor.―Pues no te la pongas.―Nadie se acercará a mí si no me

la pongo. Venga, acabemos con esto.Emma asintió con brusquedad,

levantó la gargantilla y la colocó concuidado sobre el cuello de su hermana.A Eleanor le sorprendió lo mucho quepesaba a pesar de lo delicada que

parecía la pieza. Emma se peleó con elcierre durante algunos minutos y por finEleanor escuchó el ruido del cierre.

―Ya está.―Pensaba que intentarías

engañarme y te la pondrías tú ―dijoEleanor.

―He estado a punto de hacerlo,pero no le veía el sentido. Estoy segurade que James me la hubiera quitado paraponértela a ti.

―Me parece que ese hombre se haencariñado de ti, Emma.

Emma asintió y alargó los brazospara estrecharla con lágrimas en losojos.

―Por favor, ve con mucho cuidado―susurró―. Si pierdo otra hermanaseré incapaz de vivir.

―No te preocupes. No tengo laintención de hacer nada heroico.

Pero mientras salía de lahabitación, Eleanor pensó que las cosasno siempre salían como uno lasplaneaba.

CAPÍTULO 23

Emma se concentró en su labor. Nosabía por qué se molestaba: nunca habíasido especialmente habilidosa utilizandoel hilo y la aguja. Bueno, excepto la vezque tuvo que coser la herida que Jamesse hizo en la cabeza.

Estaba sentada en el salón yescuchaba perfectamente el tictac de lasagujas del reloj que descansaba sobre larepisa de la chimenea. Estaba a punto devolverse loca. Ya hacía dos horas que sehabían marchado. ¿Cuánto tiempo

tardarían? ¿Estaría bien Eleanor? ¿YJames? ¿Estarían corriendo muchopeligro? Se puso en pie y se volvió asentar inmediatamente.

―La espera siempre es la partemás complicada ―dijo la duquesa envoz baja―. Recuerdo cuando Feagan sellevaba un par de chicos para un robo oalguna estafa. El tiempo siempre parecíapasar muy despacio mientrasesperábamos a que volvieran a casa.

Emma apreciaba que la duquesaestuviera intentando distraerla de susdolorosos pensamientos, pero cada vezeran peores.

―Me temo que no soy la mejorcompañía.

―No tienes por qué entretenerme,Emma. Sé que estás preocupada por tuhermana y por Jim, pero Jim sabe muybien lo que hace. Y los chicos cuidaránde tu hermana.

A Emma casi se le escapa unasonrisa cuando escuchó que la duquesallamaba chicos a sus amigos. Ya sehabía dado cuenta de que así era comose refería a cualquiera de los hombresque habían formado parte de la pandillade ladrones de Feagan: James,Claybourne y Jack Dodger.

―Estás muy unida a todos ellos.La duquesa sonrió al pensar en sus

queridos recuerdos.

―Para mí es como si fuéramoshermanos, aunque no estemos unidos porlazos de sangre.

―Son muy afortunados.―Al contrario. Soy yo quien tiene

suerte de tenerles. Dime, Emma, ¿hay unlugar especial en tu corazón para Jim?

Emma suspiró y negó con lacabeza.

―Ahora mismo me siento tanenfadada con él que no estoy segura. Yasé que debería estar contenta de que nohaya querido arriesgarse a que meocurriera nada en los jardinesCremorne, pero si pierdo a otrahermana… estoy segura de que perderéla cabeza.

―Debes confiar en él.―Y lo hago. Solo me preocupa que

pueda haber juzgado mal la situación.―Es muy bueno haciendo lo que

hace.―Pero no es invencible. Yo le

engañé.―Creo que eso fue porque se

involucró emocionalmente. ―Laduquesa miró en dirección a la puerta―.¿Sí, Wedgeworth?

―Lord Rockberry ha venido avisitarlas ―anunció el mayordomo.

―Dile que entre.Emma se puso en pie al mismo

tiempo que la duquesa. Tenía un nudo enel estómago.

Lord Rockberry entró en el salóncon el ceño fruncido y preocupación enlos ojos. Hizo una pequeña reverencia.

―Excelencia, señorita Watkins…¿Hay alguna noticia?

Emma esbozó una esperanzadorasonrisa y negó con la cabeza.

―Aún no.―No quería interrumpir su velada.

Yo solo… Era incapaz de quedarmesentado en casa.

―Es usted bienvenido si quierequedarse a esperar con nosotras ―dijola duquesa―. Estoy segura de quepronto sabremos algo.

―Gracias. Aprecio mucho suamabilidad.

La duquesa hizo un gesto endirección a un sillón.

De repente, Rockberry parecíadesconcertado.

―Ahora que estoy aquí, me doycuenta de que quizá no sea capaz depermanecer sentado durante más decinco minutos. Creo que me iría mejordar un paseo por el jardín. SeñoritaWatkins, ¿sería usted tan amable deacompañarme? Su hermana me causóuna gran impresión y me gustaría hablarsobre ella.

Emma esbozó una cálida sonrisa.―Me encantaría hablarle sobre

Eleanor.

―¿Nos disculpa, duquesa?―preguntó Rockberry.

―Claro. Toma, Emma, llévate michal.

Emma agradeció mucho disponerdel chal cuando se lo puso sobre loshombros al salir al jardín junto aRockberry.

―Ya es casi medianoche ―dijoella en voz baja cuando llegaron a lazona de los jacintos―. Pensaba quepara esta hora todo habría acabado.

―Sí, yo pensaba lo mismo.Medianoche parece ser la hora mágica.Estoy ansioso por conocer los detallesde la aventura de esta noche.

«Aventura.» Un cosquilleo deincomodidad se deslizó por la espaldade Emma. Por un momento pensó envolver a la casa, pero luego sereprendió mentalmente por ser tan tontay siguió adelante.

―Ha dicho usted que queríahablarme de Eleanor.

―No.Ella le observó. La estaba mirando

fijamente a los ojos. Si Eleanor no lehubiera hablado tan bien de él o no lehubiera contado cómo lloró al saber loque había hecho su hermano, Emma sehabría asustado. Sin embargo, estabasegura de que el motivo por el que veíapeligro en las sombras que ocultaban el

rostro del marqués era en realidadpreocupación por Eleanor.

―Pero en el salón me ha dichousted que quería hablarme sobre mihermana.

―Sí. Pero no de Eleanor, sino deElisabeth. Me quedé muy impresionadocon ella, y me preguntaba si contigo laexperiencia resultaría igual desatisfactoria.

Antes de que ella pudierareaccionar, él le había tapado la bocacon la mano y le rodeaba la cintura conel otro brazo. Emma podía sentir sufuerza. Entonces, de repente,aparecieron dos hombres más que lasujetaron y la llevaron hacia el callejón.

A pesar de su valiente oposición, Emmafue incapaz de liberarse. Sus apagadosgritos resultaron inútiles.

Nadie podía escucharla. Nadiepodía salvarla. Emma estaba convencidade que le aguardaba el mismo destinoque a su hermana Elisabeth.

* * *

Eleanor estaba empezando acansarse y se dirigió a la entrada de losjardines. Ya hacía mucho rato que habíapasado la medianoche y no se le habíaacercado absolutamente nadie. Nadie lahabía llamado Elisabeth. Nadie le habíahecho ni un solo comentario sobre la

joya. Tenía la sensación de haberdecepcionado a muchas personas, perono sabía qué más podía hacer.

De repente apareció a su lado elcaballero que le habían presentadomientras se dirigía a Cremorne, elmismo que la seguía mientras ellapaseaba distraídamente por un camino uotro. Olía a buen tabaco de pipa.

―¿Cree que el señor Swindlerestaba en lo cierto? ―preguntó Eleanor.

―Me temo que sí ―dijo sir David.―Por lo visto, se me da tan mal

juzgar el carácter de las personas comoa mi hermana mayor.

―No sea tan dura consigo misma.Los hombres como Rockberry, tanto el

marqués anterior como el actual,aprenden muy pronto a esconder la clasede personas que son.

Aquello no conseguía hacerla sentirmejor: era incapaz de dejar de pensarque su hermana podía estar en peligro.

―Quizá nos hayamos equivocadode noche ―dijo ella.

―Tal vez. Pero lo dudo mucho.―No me importaría que fuera

usted un poco más positivo.―Lo lamento. Me temo que

siempre he sido más realista quesoñador. ―Hizo una señal y mediadocena de hombres aparecieron de entrelas sombras. Ellos también la habíanestado siguiendo con tanta discreción

como sir David. Trabajaban todos paraél; formaban parte de la unidad especialde detectives que dirigía―. Puedenretirarse, caballeros. Yo acompañaré ala señorita Watkins a casa.

Cuando los hombres abandonaronel jardín en silencio, sir David colocó lamano bajo el codo de Eleanor y empezóa acompañarla en dirección al carruajeque los esperaba.

―¿Puedo hacerle una pregunta,señorita Watkins?

―Claro, señor.―La noche que se enfrentó a

Rockberry…, ¿está usted segura de queestaba muerto cuando se marchó?

Ella se detuvo de repente y le miróa los ojos. No era tan alto ni corpulentocomo el señor Swindler, pero tenía unapresencia imponente. Era incapaz deadivinar la edad que tenía. Según elángulo desde el que le miraba, parecíabastante entrado en años, pero desdeotras perspectivas parecía un hombremucho más joven.

―Bueno, yo…, sí, eso me pareció.Le apuñalé y se desplomó sobre laalfombra. Se retorció durante unosmomentos y luego se quedó quieto. Nose movía y no emitía sonido alguno.Había tanta sangre que estaba segura deque había muerto.

―Entonces le apuñaló usted unasola vez.

―Sí. Justo en el corazón.―Vaya, qué interesante.―¿Por qué? ¿En qué sentido?―Justo en el corazón. ―Sir David

hizo un gesto con la mano imitando elmovimiento que se hacía al clavar unadaga―. ¿Lo hizo así? ¿Sin retorcer ladaga, sin girarla, sin sacarla un poco yvolverla a empujar en un ángulo distinto,un ángulo mejor?

―No. ¿Por qué iba a hacer algoasí?

―Para matarle, señorita Watkins.―No le entiendo, sir David. Yo le

apuñalé.

―Ya lo sé, pero estoy empezando asospechar que alguien acabó lo queusted había empezado.

Eleanor le miró fijamente.―Entonces, ¿no soy una asesina?―Creo que no.―Vaya.Sir David le ofreció la mano para

ayudarla a subir al carruaje y se sentójunto a ella.

―Parece usted decepcionada.―Yo quería vengar a mi hermana.

Y después… ¡Cielo santo! No resultótan sencillo vivir con ello comoimaginé. ―Se le escapó un sollozo deprofundo alivio y se le llenaron los ojos

de lágrimas―. ¡Oh, no sabe cuánto lolamento!

Sir David la rodeó con los brazos yla apoyó sobre su pecho.

―No pasa nada, señorita Watkins.No le ha hecho usted daño a nadie.

Era la segunda noche seguida queacababa entre los brazos de un hombre,pero aquel era muy distinto al de lanoche anterior. Era extremadamentereconfortante. Sir David era un hombreque poseía tanta fortaleza interior comoexterior. Eleanor lo percibía por elmodo que tenía de abrazarla, como si élpudiera protegerla a toda costa. ¿O seríaaquella sensación otro producto de suimaginación? ¿Estaría dejándose llevar

por todas aquellas sensaciones porqueestaba desesperada por descubrir lo queEmma compartía con James Swindler?

―¿Cree usted sinceramente que esposible que no le matara? ―preguntóella con dudas.

―¿Le gustaría que fuera posible?Ella, sin atreverse a mirarle y

apretando los ojos con fuerza para nover la verdad, asintió.

―Entonces creo que acabaremosdescubriendo que no fue usted quien leapuñaló hasta la muerte.

―Es un gran alivio. Gracias, sirDavid.

―Ha sido un placer, señoritaWatkins.

* * *

Swindler se sentía increíblementetentado de saltar del carruaje en el queiba y correr hasta el que estabansiguiendo. Hubiera preferido haberseequivocado con Rockberry. Pero huboalgo en el comportamiento de aquelhombre que le intranquilizó y puso sussentidos en alerta. Debería encontrarsesatisfecho por haber juzgadoacertadamente a aquel hombre. Pero loúnico que quería era hacer que aqueltipo lamentara el día en que nació.

Cuando vio cómo Rockberry y loscanallas de sus socios se llevaban aEmma, lo único que consiguió que no

saliera de su escondite fue queClaybourne y Dodger le agarraron y lerecordaron que había algo muyimportante en juego. Estuvo a punto decambiar los papeles de las hermanas enel último momento, pero sabía queRockberry esperaría que Emmaestuviera en casa.

Después de separarse de Emma lanoche anterior, Swindler se reunió consir David para explicarle lo quesospechaba y lo que había planeado. SirDavid se ofreció voluntario para vigilara Eleanor mientras estuviera en losjardines mientras Swindler, Claybourne,Dodger y Greystone vigilaban a Emma.

Por lo menos aquel era el plan. Enaquel preciso momento estabansiguiendo el carruaje de Rockberry auna distancia prudencial.

―Relájate. Mi cochero no loperderá de vista ―le aseguróGreystone―. Desde la noche que casipierdo a Frannie, decidí contratar ahombres que pudieran protegerla. Elconductor sabe muy bien lo que se hace.Él se encargará de que esta noche no leocurra nada a la señorita Watkins.

―No me puedo creer que esehombre sea tan tonto como para haceresto ―dijo Dodger.

―Es un bastardo arrogante ―dijoClaybourne―. Acaba de heredar el

título y se considera intocable. Igual quesu hermano.

Swindler cerró los dedos sobre lapistola que llevaba en el bolsillo de lachaqueta.

―Si no lo mato esta noche, meocuparé personalmente de que lecuelguen. Y si le ha hecho daño aEmma…

Era incapaz de pensar en aquellosin sentir como la locura se apoderabade él.

―No le hará nada hasta que nohaya concluido el ritual ―dijo Dodger.

―¿Y se supone que eso logrará queme sienta mejor? ―preguntó Swindler.

―No. Solo lo he dicho paraenfatizar que no debes matarlo en cuantole veas. Tenemos que ser cuidadosos.

―Tú no puedes hablar. Si fuera tumujer…

―Ya estaría muerto. Pero adiferencia de ti, a mí me importa uncuerno la justicia, excepto la que meatañe personalmente. Tú siempre hasquerido salvar el mundo.

Ya no. En aquel momento lo únicoque quería era salvar a Emma.

* * *

La cabeza de Emma se balanceabasobre el asiento del carruaje. O por lo

menos eso era lo que le parecía, queseguía en el coche. Le resultaba muydifícil estar segura. Lo veía todoborroso. Notaba un balanceo. Pensó queincluso podía estar en un tren.

Se acordó de que la habíanobligado a entrar en el carruaje y luegohabían subido tras ella. Luego lainmovilizaron y le taparon la nariz hastaque tuvo que abrir la boca para respirar;cuando lo hizo, vertieron un poco devino dulce dentro de su boca. O por lomenos a ella le pareció que era vino.Pero aquel brebaje la mareó muydeprisa y la sumió en un estado deletargo que impedía que se pudieraconcentrar en nada.

―No lo entiendo. ―Arrastraba laspalabras y tenía la sensación de queprocedían de muy lejos―. Es imposibleque penséis que os saldréis con lavuestra.

―Y eso es lo más emocionante,querida ―dijo Rockberry―. Laposibilidad de que alguien puedadescubrirnos. Y si eso ocurriera ―seencogió de hombros―, nosotrostenemos poder e influencia. Quizáalguien nos advierta que nuestrocomportamiento no es el adecuado, peroa nadie le importa la hija de un vizcondecuyo título murió con él.

―A James sí que le importa.Él resopló.

―¿El hijo de un ladrón? ¿Deverdad crees que su palabra tendráalgún peso? Especialmente cuando lesexplique a todos que durante el paseoque dimos juntos por el jardín deGreystone fuiste tú quien sugirió que nosescapáramos para compartir algo másíntimo. Que querías experimentar unanoche en mi sociedad. Que mesuplicaste…

Ella intentó negar con la cabeza,pero le pesaba mucho.

―James sabrá que estás mintiendo.―¿Y qué me dices de mis iguales?

Ahora soy un lord. Eso significa queseré juzgado por mis iguales. Y esotambién forma parte de la diversión, del

placer y de la excitación: conseguirengañar a la gente para que me crea.―Se rio con aspereza―. Igual que hicecon tu hermana Eleanor. Estoy seguro deque la otra noche esperaba que mepusiera de rodillas y le pidieramatrimonio. Y Elisabeth. Cuando mihermano nos la trajo fue una nuevafuente de diversión. Intentó resistirse,igual que imagino que harás tú también.Pero al final… ―Inspiró hondorebosante de satisfacción.

Emma quería arañarle los ojos yarrancarle la boca para que dejara dedecir aquellas cosas tan terribles.

―James te matará.

―Mmm. Sí. Quizá lo intente, peroen este momento está siguiendo aEleanor por los jardines Cremorne. ¿Deverdad pensaba que nos encontrábamosallí y luego íbamos a otro sitio? No.Siempre nos reunimos en el mismolugar, en las afueras de Londres, dondenadie pueda molestarnos. Y tu inspectorSwindler nunca nos encontrará.

―Subestimas lo bueno que es.El marqués, que estaba sentado a su

lado, empezó a quitarle las horquillasdel pelo. Ella quería apartarse de él,pero su cuerpo se negaba a obedecer susórdenes.

―No, querida, eres tú la que no levaloras como deberías.

Enterró la cara en su melena einspiró hondo mientras los doscaballeros que estaban sentados frente aellos se reían. Emma podía ver sussonrisas, eran como una especie depintura obscena. Los odiaba, losdespreciaba.

―No entiendo por qué mi hermanoacudió a Scotland Yard cuando se diocuenta de que le estabas siguiendo. ¿Ose trataba de Eleanor? No importa. Creoque le estaba empezando a remorder laconciencia. Era un estúpido.

Desde algún lugar de su mente,mientras peleaba por conservar lalucidez, Emma pensó que le estabarevelando demasiados detalles. Como si

no le importara lo que ella pudierasaber. ¿Acaso creía que se olvidaría?

Entonces recordó que su hermanohabía asesinado a una mujer. O esohabía dicho. Quizá fuera el hombre quela sujetaba quien lo había hecho. Tal veztuviera la intención de matarla a ellatambién.

De alguna forma consiguióliberarse y alcanzar la puerta, pero laagarraron, la inmovilizaron y volvierona taparle la nariz.

Mientras se atragantaba con eldulce líquido que le estaban dando abeber de nuevo, se aferró a losrecuerdos que tenía de James. Si iba a

morir quería que él fuera su últimopensamiento.

* * *

Cuando se adentraban por una zonamenos habitada, Swindler se dio cuentade que el carruaje empezaba a aminorarel ritmo y de que el cochero dejaba queaumentara la distancia entre los dosvehículos. ¿A dónde diablos iban?

De repente el carruaje se detuvo.Swindler no esperó a que el lacayo leabriera la puerta. Lo hizo él mismo,saltó al suelo y miró a su alrededorobservando el gran vacío que los

rodeaba. Los demás se reunieronenseguida con él.

―Han entrado por una puerta aescasos metros de aquí, excelencia―dijo el cochero mientras descendíadel carruaje y se reunía con el lacayo,que estaba encendiendo un quinqué quehabían apagado con la esperanza depasar inadvertidos mientras seguían aRockberry.

―Pues en marcha ―dijo Swindler.Claybourne lo agarró del brazo

para detenerlo.―¿Tenemos algún plan?―Sacar a Emma de allí con vida.

Y me importa un cuerno quien mueradurante el maldito proceso. ―Swindler

se liberó de la mano de su amigo yempezó a correr en dirección a lapuerta.

―Espero que no nos incluyatambién a nosotros cuando afirma que nole importa quién muera ―escuchómurmurar a Greystone.

―Yo no estaría tan seguro siestuviera en tu lugar ―respondióDodger―. Creo que está enamorado.

Amor no parecía una palabrasuficientemente fuerte para describir loque Swindler sentía por Emma. Lo únicoque sabía era que si ella sufría algúndaño nunca se lo podría perdonar, y simoría, toda su vida dejaría de tenersentido.

* * *

Era una residencia preciosa.Demasiado bonita para lo que ocurríaallí, pensaba Emma.

Uno de aquellos canallas la habíallevado en brazos hasta la casa porqueella era incapaz de andar, sus piernasparecían hechas de mantequilla.Rockberry gritaba que le habían dadodemasiado. Sea lo que fuere lo que lehabían suministrado, Emma temía quefuese cierto. Estaba sentada en un sillónque había en la entrada, le estabaempezando a doler el estómago y pensóque en cualquier momento se sentiríaindispuesta.

―Ven conmigo, querida ―escuchódecir a una voz femenina.

¿De dónde había salido aquellamujer? La acompañaba otra chica. Entrelas dos la ayudaron a ponerse en pie y asubir las escaleras. La rubia dijo que sellamaba Helena. La morena afirmóllamarse Afrodita.

Cuando llegaron a una habitaciónen el piso de arriba, empezaron aquitarle la ropa. Emma trató deresistirse y alejarlas, pero no teníafuerza en los brazos. Alguien le estabapeinando la melena. ¿Por qué hacíantodo aquello?

Intentó no imaginarse cómo sehabría sentido Elisabeth o lo asustada

que estaría. ¿O acaso habría pensadoque la estaban preparando paraconvertirse en la novia de Rockberry?¡Oh, cómo odiaba a aquella gente! Noimportaba cuánto vino le dieran, jamásconseguirían hacer desaparecer esesentimiento, esa intensa convicción.Aquellas personas habían lastimado aElisabeth. Y ahora querían lastimarla aella, pero estaba decidida a pelear.

Deseaba pensar con claridad yrecuperar el control de su cuerpo. Loúnico que quería era hacerse un ovillo ydormir, pero aquellas mujeres no ladejaban en paz.

Emma recordó a James. ¿Lavolvería a mirar como lo hacía antes si

Rockberry la tocaba? ¿Permitiría que laculpabilidad lo consumiera por haberladejado desprotegida? Él ya sufríabastante por su padre. Ella no queríaconvertirse en otra carga para él.

Cuando las chicas, cuyos nombresya no recordaba, acabaron deprepararla, la envolvieron en una tela deseda. La sensación era maravillosa,parecía que estuviera envuelta en unanube. Casi se olvida de lo quesignificaba. Entonces empezaron aacompañarla hacia algún sitio. Eravagamente consciente de que recorrieronpasillos y pasajes y de que había muchasvelas. Quería recordarlo todo paraexplicárselo a James. Quizá consiguiera

encontrar aquel lugar. Pero parecíaincapaz de retener ningún pensamiento.En cuanto percibía una cosa nueva,olvidaba lo que acababa de ver hacíasolo unos segundos.

Ya no caminaban, solo se mecían.Emma se dio cuenta de que estaba enuna enorme y tenebrosa habitación.Había almohadones por todas partes ylas velas proyectaban una luz tenue portoda la estancia. En otro contexto podríaconsiderarse romántico. De repenteempezó a escuchar cánticos. Un grupode hombres, seguidores de Satán, quevestían batas rojas se dispusieron encírculo a su alrededor. Las capuchasescondían sus rostros. Emma estaba

convencida de que eran los mismosmonstruos que se habían aprovechado deElisabeth, y ahora tenían toda laintención de hacer lo mismo con ella.

Fue vagamente consciente de que laseda resbalaba por su cuerpo. Emmaquería recuperarla, pero el suelo estabamuy lejos. Y su cuerpo parecíacompletamente incapaz de seguir susórdenes, como si no estuviera conectadocon sus pensamientos.

―Arrodíllate ―le ordenóRockberry.

Ella se concentró en su voz y en surostro. Él era uno de los hombres quehabía lastimado a Elisabeth y la habíadestruido. Se rebeló contra el letargo.

―No.―He dicho que te arrodilles.―No.Él se rio con aspereza.―Tu resistencia no evitará lo que

está a punto de ocurrir. Arrodíllate.―Púdrete en el infierno.Emma vio cómo la ira le contrajo

el rostro y supo que lo más probable eraque las cosas se pusieran peores paraella, pero no le importaba. No pensabaseguirle al infierno por voluntad propia.No seguiría a aquel hombre ni al cielo.Se negaba a convertirse en su esclava,en su concubina. Ella no quería tenernada que ver con lo que aquel hombrepudiera ofrecerle.

El marqués chasqueó los dedos yEmma sintió cómo unas fuertes manos laempujaban hasta que sus rodillaschocaron dolorosamente contra el suelo.

―Hija de Eros…La plata tocó su cuello igual que el

de Elisabeth. Estaba fría y le provocóestremecimientos. Era una joya muybonita, pero muy pesada; no era más queun símbolo de sumisión, un indicativo depropiedad. Emma no supo de dóndesacó la energía, pero hizo acopio de laspocas fuerzas que le quedaban y enterróel puño entre las piernas abiertas deRockberry.

El marqués dio un agonizante grito,se agachó y cayó de rodillas justo

delante de ella. Emma era vagamenteconsciente de que le clavaba las uñas enla cara, de que él gritaba, de que unasmanos la agarraban…

Y entonces dio comienzo el caossobre el que había escrito Elisabeth.

CAPÍTULO 24

Swindler irrumpió en la habitacióncomo si liderara a los jinetes delapocalipsis. Le había costado un pocomás de lo habitual abrir el cierre de laverja exterior. Habían tardado más enencontrar a Emma porque tuvieron queenfrentarse a los conductores y lacayosde Rockberry. La puerta principal estabaabierta y la gente que había en el interiorde la casa se sentía a salvo en supequeño mundo. Swindler y su grupo sehabían ocupado del mayordomo. No

había más sirvientes en la casa. Nocabía duda de que los discípulos de loque fuera que hicieran allí habíandecidido que lo mejor era que hubierapocos testigos de su depravación. Peroencontrar la habitación correcta enaquella monstruosa residencia habíaresultado más difícil de lo que aSwindler le habría gustado. Había sidoel eco de los cánticos lo que les habíaconducido en la dirección correcta, yluego los gritos les confirmaron quehabían dado con el lugar que buscaban.

Dispararon por encima de lascabezas, más con el objetivo de distraere intimidar que con el de hacer daño.Seis hombres vestidos con batas rojas y

dos mujeres —que se esforzaban porrecuperar sus chales— se habían tiradoal suelo como las serpientes que eran yse cubrían la cabeza con las manos. Unode los hombres ya se retorcía en el sueloe intentaba quitarse de encima eldemonio que pretendía hacerle todo eldaño que pudiera. Swindler, que sabíaque se trataba de Emma, se sintiótentado de dejarla seguir, de permitirque saciara su sed de venganza, perodebía asegurarse de que no sufría ningúndaño. Pero, ¡Dios!, estaba gloriosadejándose llevar por la furia.

Cogió la tela de seda que había enel suelo y, aunque deseó tener algomejor que ponerle, la envolvió con ella

e intentó alejarla de Rockberry concuidado. Pero ella se resistió también aél. Estaba perdida en la locura delveneno que le habían dado y a causa delos horrores que habría tenido quepresenciar. La rodeó con los brazos y lasujetó lo más fuerte que pudo hastacolocarla sobre su regazo.

Cuando Rockberry intentóalcanzarla, Claybourne posó su botasobre el pecho del marqués y le apuntócon la pistola en la cabeza.

―Yo no lo haría si estuviera en tulugar. Ya deberías saber por mireputación que no tengo ningúnproblema en matar nobles. No meimportaría añadirte a mi lista.

Rockberry se apartó con lavirilidad hecha pedazos.

Swindler meció a Emma mientraslas lágrimas resbalaban por las mejillasde la joven y se le estremecía todo elcuerpo.

―Ya está, cariño. Ahora ya estás asalvo.

―Es peor que su hermano―sollozó.

―Lo sé. ―No queríapreguntárselo, pero tenía que saberlo.Enterró la cara en su pelo, se acercó asu oreja y susurró―: ¿Te ha lastimado?

Ella negó con la cabeza y se relajóun poco.

―Lo único que ha hecho ha sidoasustarme. ¿Cómo iban a hacerlo?

―Porque son unos enfermos y unospervertidos. No puedo explicarlo.―Miró por encima de su hombro y vioal cochero y el lacayo de Greystoneatando las manos de los demás hombresy mujeres.

Greystone, apartando la vista parasalvaguardar la modestia de Emma, seagachó junto a Swindler.

―¡Dios, aquí hay tres lores! Y unade estas mujeres es hija de un duque.

Swindler asintió. Aquellainformación no le sorprendía enabsoluto. Personas ociosas buscandoalgo que llenara sus vidas. Personas con

influencia que pensaban que nadie lespodía tocar.

―Los llevaremos a la puertatrasera de Scotland Yard. Sir Davidencontrará la mejor forma de manejareste asunto. Mételos en sus carruajes yavisa a sus cocheros de que si nocooperan responderán ante ScotlandYard.

―Bien. ―Greystone mirórápidamente a Swindler antes de volvera apartar la mirada―. ¿Cómo estáEmma?

―Está temblando. Pero es unachica valiente.

―Tu Emma ha sido una auténticaleona.

Su Emma. ¡Dios!, esperaba que esofuera verdad, pero no sabía si ella leperdonaría por lo que había ocurridoaquella noche.

* * *

A Emma no le importaba no llevarnada excepto aquella tela de seda. Loúnico que quería era salir cuanto antesde aquel terrible lugar. Pero Jamesinsistió en encontrar su ropa y vestirlaadecuadamente mientras el cochero deGreystone iba en busca del carruaje.

Ahora estaban solos en aquellacasa. Sus amigos habían decididodividirse entre los demás coches para

asegurarse de que los sinvergüenzas queesperaban en su interior llegaban aScotland Yard.

Emma, apoyada sobre James,estaba exhausta debido a la droga que lehabían dado y a aquella terribleexperiencia. Él la había rodeado con elbrazo y la acariciaba con la mano de unaforma muy reconfortante.

―¿Cómo me has encontrado?¿Cómo supiste dónde debías buscar?

Él se puso tenso; parecíaprepararse para recibir un golpe.

―Nunca abandonamos laresidencia de Greystone.

Ella negó con la cabeza.―Pero Eleanor…

―Ella fue a los jardines Cremorne,pero sir David y varios hombres deScotland Yard fueron con ella. No puedoexplicarlo, Emma. Tenía la sensación deque se me escapaba algo. Rockberryparecía demasiado dispuesto a facilitarinformación y, a pesar de los terriblesactos que había cometido su hermano,casi parecía disfrutar explicándonos laclase de monstruo que era su hermano.―Cambió de postura, la cogió de labarbilla y le subió la cabeza hasta que lapudo mirar a los ojos―. Perdóname,Emma, pero no podía decirte lo quesospechaba. Yo sabía que te daríanalguna droga, tal como hicieron conElisabeth, y eso podría provocar que

dijeras cosas que les hubieran alertadode que los estábamos persiguiendo.

Ella alargó el brazo y tocó suquerido rostro.

―¿Crees que llegará un día en queseremos completamente sinceros el unocon el otro y no haya secretos entrenosotros?

―Te prometo que de hoy enadelante será así.

Ella asintió y enterró la cabezabajo su hombro. Esperaba que suspalabras fueran ciertas.

Emma no recordaba habersequedado dormida. En realidad, noquería dormirse. Quería disfrutar delpoco tiempo que estuviera entre sus

brazos. Pero se despertó cuando él leposó los labios sobre la sien.

―Emma, ya hemos llegado.Ella suspiró y se esforzó por abrir

los ojos. Suponía que la droga seguíasiendo responsable de aquel letargo.Pero entonces se despertó de golpe alcomprender que por fin sabría lo querealmente le había ocurrido a suhermana Eleanor. Sin embargo, lasensación de alerta desaparecióenseguida, y si no hubiera sido porqueJames la rodeaba con el brazo y laayudaba a subir los escalones, no estabasegura de que hubiera podido evitarvolver a dormirse.

El mayordomo abrió la puerta.James la acompañó al salón y Eleanorse levantó a toda prisa del sofá; ¿quiénera el hombre que estaba sentado junto asu hermana? Eleanor corrió hacia ella yla abrazó como si le fuera la vida enello.

―¡Oh, Emma, querida Emma!,¿estás bien? ¿Te han hecho daño? ―Seapartó un poco y observó el rostro de suhermana, le tocó la mejilla y el pelo,como si necesitara convencerse de queestaba viva y lo bien que se podíaesperar debido a las circunstancias―.¿Qué es lo que te han hecho?

Emma se obligó a sonreír e intentódeshacerse del letargo de nuevo.

―Nada.Eleanor miró a James.―Le han dado una droga o algo

parecido para que se sometiera a suvoluntad con más facilidad, peroenseguida se dieron cuenta de que no esfácil manipularla ―dijo él―. Aún no seha recuperado del todo.

―Oh, entonces es mejor que tesientes ―le ordenó Eleanor a suhermana.

―Sí, eso me gustaría. Meencuentro muy insegura.

Eleanor la acompañó hasta unsillón. Emma se sintió muy cómodacuando percibió como el sillón leenvolvía todo el cuerpo.

―Emma ―dijo Eleanorarrodillándose delante de ella ytocándola de nuevo―, ¿de verdad queestás bien?

Ella asintió.―Ella lo rechazó ―dijo James con

orgullo en la voz―. Ha estado soberbia.―Siempre lo ha sido. ―Eleanor le

estrechó las manos.―¿Dónde está Sterling?

―preguntó la duquesa.Fue entonces cuando Emma se dio

cuenta de que ella también estaba en elsalón.

―Está bien, Frannie. Ha ido conlos demás a acompañar a esos canallas a

la cárcel. Enseguida volverá a casa ―ledijo James.

―¡Oh, gracias a Dios!―Entonces supongo que yo

también debería ir para allí ―dijo unaprofunda voz.

Eleanor sonrió, miró hacia arriba yluego volvió a centrar la atención enEmma.

―Este es sir David. Él fue quienestuvo conmigo en los jardines.

Era un caballero de aspectodistinguido, con el pelo y los ojososcuros. Hizo una pequeña reverencia.

―Señorita Watkins, es un placerconocerla. Lamento que haya tenido quepasar por esta terrible experiencia esta

noche, pero apreciamos mucho la ayudaque nos ha prestado para llevar a esoscanallas ante la justicia.

―De nada. ―Las palabrasparecieron absurdas en cuanto las dijo.Ella lo había hecho para completar lavenganza por la muerte de Elisabeth. Sinembargo, su mente funcionaba muydespacio y no sabía qué más podríadecir.

―Emma ―dijo Eleanor conexcitación en la voz―, sir David creeque no fui yo quien mató a Rockberry.

―Eso está bien. Cuanta menosgente…

―No, no. ¡Realmente no cree quelo hiciera yo! Dice que, por lo visto,

Rockberry estaba vivo cuando yo me fuiy que alguien llegó después y lo remató.

―¡Oh, Dios mío! ¿Entonces no lemataste tú?

―Exacto. Lo más probable es quesu hermano sea el culpable. Tiene muchosentido, ¿verdad?

A pesar de lo aturdida que estaba,Emma percibió la desesperación en lavoz de Eleanor, las ganas que tenía suhermana de que las cosas hubieransucedido tal como las contaba sir Davidy ella pudiera ser inocente de haberasesinado a aquel hombre. Emmaasintió.

―Oh, sí, tiene mucho sentido.

Eleanor se inclinó y la abrazó confuerza.

―Oh, Emma, quizá todo acabesaliendo bien después de todo.

Emma miró por encima del hombrode Eleanor a los dos hombres queesperaban con expresiones inescrutablesen el rostro, y pensó que quizá suhermana estuviera en lo cierto.

―Señorita Watkins, me tengo queir ―dijo sir David―. Espero que notenga ningún inconveniente en que vengaa visitarla mañana por la tarde paraasegurarme de que se ha recuperado detodo lo que ha ocurrido esta noche.

Eleanor se dio media vuelta paramirarlo.

―Oh, sí, señor. Estaré encantadade que venga usted a visitarme.

―Estupendo. Swindler, le esperofuera. Cinco minutos. Aún nos quedatrabajo por hacer.

―Le acompañaré fuera, sir David―dijo Eleanor mientras se ponía en pie.

James ocupó su lugar y se arrodillódelante de Emma.

―¿Estarás bien?Ella tuvo la sensación de que

asentía. Se preguntó cuánto tardaría envolver a estar en pleno uso de susfacultades.

―Solo estoy muy cansada. ―Letocó la cara. Él volvió el rostro hacia elinterior de su palma y la besó.

―Preferiría no tener que dejarte―dijo él.

Ella también preferiría que notuviera que irse, pero sabía que no teníaelección. También se dio cuenta de quedebía tranquilizarle.

―Quiero que alguien los castigue.Quiero que paguen por lo que han hecho.

―Yo me ocuparé de ello. Te loprometo.

―Sé que lo harás.Entonces Emma escuchó el ruido

de la puerta al abrirse y unas rápidaspisadas. Frannie cruzó la habitación atoda prisa.

―¡Sterling!

Emma levantó la cabeza y viocómo la duquesa rodeaba al duque consus brazos y lo abrazaba mientrasenterraba la cara junto al cuello de sumarido. James miró por encima de suhombro en dirección a la pareja justocuando el duque empezaba a llevarse asu mujer de la habitación.

―¿Crees que buscan privacidad?―susurró Emma.

―Quizá nos la estén dando anosotros ―respondió James en vozbaja.

La cogió de la barbilla consuavidad, se inclinó hacia delante y ledio un tierno beso en una de lascomisuras de los labios, y luego en la

otra, como si por algún motivo ella fueramás frágil de lo que jamás lo había sido,cuando, por extraño que pareciera, sesentía más fuerte que nunca.

Antes de que él se apartara deltodo de ella, Emma posó los labiossobre los de él y le besó profundamente,asegurándose de que comprendiese queno lo creía culpable de nada de lo quehabía ocurrido aquella noche, y que lecreía, que ya no habría más secretos nimentiras entre ellos.

* * *

Frannie insistió en que Swindler ysir David se llevaran el carruaje de

Greystone para acabar con el trabajoque les quedaba por hacer aquellanoche. Mientras el coche recorría lascalles, Swindler estudiaba la silueta desir David, que estaba sentado delante deél.

―¿De verdad cree que Eleanor nomató a Rockberry?

Sir David suspiró y volvió lacabeza para mirar por la ventana.

―Esa mujer es muy poca cosa,Swindler. No creo que tuviera la fuerzade clavar la daga con la profundidadsuficiente.

Swindler pensó en cómo Emmahabía conseguido poner de rodillas alnuevo lord Rockberry.

―La venganza por una hermana ala que se amaba es una poderosamotivación. Eso podría darle acualquiera la fuerza necesaria.

―Lo siento, Swindler. Pero yo nolo veo así. Yo creo que es más probableque ella le apuñalara, que el marqués sequedara inconsciente, y que cuando suhermano entró en la biblioteca en buscade su copa de brandy nocturna, decidióque en realidad no le importaría ostentarel título. Entonces acabó lo que habíaempezado la señorita Watkins. Tú eresel mejor hombre que tengo. Mesorprende que no hayas llegado a lamisma conclusión. Piénsalo bien.

Swindler sintió el peso de lamirada de sir David.

―La verdad es que el nuevoRockberry está cortado por el mismopatrón que su hermano.

―Ahí lo tienes ―dijo sir David.―Sin embargo, una puñalada en el

pecho es algo de lo que uno no serecupera fácilmente. Aunque su hermanono hubiera acabado el trabajo, esbastante posible que Rockberry hubieraacabado muriendo a causa de la herida.Y si le había alcanzado el pulmón…

―Puede que sí, puede que no. Esdifícil de decir.

―Para que me quede claro, señor,¿pretende usted culpar al nuevo lord

Rockberry de la muerte del anteriormarqués?

―Eso depende, Swindler. ¿Mimejor hombre cree que las cosassucedieron tal como yo las he descrito?

Swindler recordó haber estudiadola herida y que Eleanor le había dichoque había apuñalado a Rockberry yluego se había retirado. La hipótesis desir David era probable. Y si no habíaocurrido de ese modo, tampoco queríapensar que Rockberry pudiera arruinarla vida de otra de las hermanas.

―Sí, señor. Creo que podría haberocurrido como usted supone.

―Me alegro de escucharlo. Yo meencargaré de escribir el informe, y los

dos testificaremos ante la Cámara de losLores si nos citan.

―Sí, señor.―Y ahora que ya hemos

solucionado este desagradable asunto,cuéntame todo lo que sepas sobre laseñorita Eleanor Watkins, la verdaderaEleanor.

Swindler se rio y se dispuso ahacer exactamente lo que le habíapedido.

* * *

Trataron a Emma como si fuera unaauténtica princesa. Eleanor y la duquesala bañaron y le lavaron el pelo. La

secaron y le trenzaron la melena. Luegola ayudaron a ponerse el más suave delos camisones. Cuando Emma se metióen la cama, Eleanor se estiró junto a ellay se abrazaron la una a la otra, igual quecuando eran pequeñas, y como lohicieron la noche que descubrieron elcuerpo de Elisabeth a los pies de losacantilados.

Dejaron de compartir la habitaciónpoco después de que muriera su padre yEleanor se trasladara a otro cuarto. Peroaquella noche necesitaban estar juntas.Sin embargo, había un vacío en aquellacama.

―La echo de menos ―dijoEleanor como si pudiera leer los

pensamientos de Emma.―Eleanor, yo… ―dejó que se le

apagara la voz.―¿Qué ocurre, hermana?―Esta noche he sentido que ella

estaba allí conmigo. En aquella horriblehabitación. Que estaba allí,animándome, dándome las fuerzas paraatacar a Rockberry. Quizá me hayaperdonado por haberle gritado.

―Oh, Emma ―Eleanor la abrazócon fuerza―. Ella ya sabe que no lodecías en serio.

―Eso espero. Lo daría todo acambio de poder recuperarla.

―Lo sé. Yo también.

Estuvieron tumbadas en silenciodurante algunos minutos, cada unaperdida en sus pensamientos sobreElisabeth. Recordaron su dulcenaturaleza y su espíritu aventurero.

Cuando hubo pasado un buen rato,Emma dijo:

―Eleanor, háblame de sir David.La risa de Eleanor resonó por la

habitación.―¿No te parece un hombre

absolutamente maravilloso?―¿Cómo ocurrió todo?―El señor Swindler…―Puedes llamarle James.―Está bien. James me acompañó

hasta el carruaje, me ayudó a subir y allí

me encontré con un hombre queesperaba sentado entre las sombras. Erasir David, el superior de James. Jamesme dijo que sir David se ocuparía de mímientras estuviera en los jardines. Yoestaba muy nerviosa. Pero sir David metranquilizó con suaves y reconfortantespalabras. Parecía tener mucha fe en mí.

»Me explicó que tenía máshombres en los jardines Cremorne y quetambién estarían vigilando. Lo único queyo debía hacer era pasear por allí hastaque se me acercara alguien. Pero nadielo hizo. No puedo imaginar en quéestaba pensando Rockberry para veniraquí y secuestrarte. Tendría que habersabido que ellos sabrían que él era el

culpable. Ese canalla no se esforzó enabsoluto en esconder lo que se proponíahacer.

Emma intentó recordar lo que habíaescuchado en el carruaje.

―Creo que todo formaba parte deljuego. Actuar de una forma tan atreviday tan arrogante. Y luego encontrar lamanera de salirse con la suya. Estabaconvencido de que nadie podía tocarlo.

―Me pregunto qué van a hacer conél.

―Y con los demás ―susurróEmma―. Todos deben pagar por lo quehan hecho. Yo sé que James y sus amigosdisponen de los medios suficientes paraconseguir castigar a alguien que se lo

merece poniéndolo en el lugar de otrapersona que no lo merece. Deberíamoshaber confiado en él desde el principio,Eleanor.

―Pero confiamos en él ahora. Esotambién debería contar.

Se quedaron en silencio durante unrato y entonces Eleanor dijo:

―La duquesa se ha ofrecido aintroducirnos en sociedad.

―Yo lo único que quiero es volvera casa, Eleanor.

CAPÍTULO 25

El despacho de sir David volvía aestar envuelto en sombras. Swindlerestaba de pie delante del escritorio y eraperfectamente consciente de la presenciaque se ocultaba en la esquina, aunqueaquella vez la fragancia que percibía eradecididamente femenina.

―Hemos identificado a loshombres que detuviste hace dos noches―dijo sir David―. Hemos entregado alas damas a sus padres, pero loscaballeros, aunque me ofende tener que

referirme a ellos de ese modo, debenrecibir algún castigo. Rockberry serájuzgado por sus iguales por el asesinatode su hermano. En cuanto a los otroscinco, preferiríamos deportarlos, perocomo dos de ellos son lores, deberíamosmanejar el asunto con un poco más dedelicadeza. Tienen que desaparecer,pero no queremos hacerles daño duranteel proceso.

―Swindler, sé perfectamente quetú dispones de los contactos necesariospara hacer desaparecer a losindeseables, y sé que a veces has sacadode la cárcel a personas que habían sidocondenadas de por vida. Nos gustaríaque pareciera que los lores han muerto

para que sus hijos puedan heredar.¿Crees que te podrás ocupar?

Swindler asintió con brusquedad. Aveces era mejor no verbalizar algunascosas.

―Te van a nombrar caballero,Swindler ―dijo sir David.

Swindler se volvió en dirección ala esquina, se arrodilló y agachó lacabeza.

―No necesito que me nombrencaballero para servir fielmente a sumajestad. Sin embargo, sí que megustaría pedirle que las señoritas Emmay Eleanor Watkins fueran perdonadaspor cualquier delito que hayan cometido

ahora o en el futuro en relación con esteasunto.

―Así será ―dijo una suave vozfemenina.

Swindler no levantó la miradaporque al escuchar el susurro de la faldasupo que la reina se marchaba.

―¿No creías que yo pudieraocuparme de eso, Swindler? ―preguntósir David.

―No se ofenda, señor, pero hacemucho tiempo que aprendí a no dejarpasar la oportunidad cuando se mepresenta.

―No me ofendo, Swindler. Dime,¿qué has pensado hacer con los lores?

* * *

―Hacen muy buena pareja, ¿nocrees? ―preguntó Emma.

Ella y Swindler estaban paseandopor Hyde Park y seguían de cerca aEleanor y sir David. Durante la pasadasemana, Emma había empezado a ganarpeso y los círculos negros que lerodeaban los ojos habían desaparecido.Parecía relajada, satisfecha, casi feliz.

―Sir David es un buen hombre―dijo Swindler. Aún no se habíaacostumbrado a la idea de que sir Davidse interesara por Eleanor, pero susuperior parecía haber caído presa de unauténtico flechazo.

―Le dijo a Eleanor que no nosarrestaría.

―No hay ningún motivo. Tal comolo vemos nosotros, y eso es lo quevamos a testificar, fue Rockberry quienmató a su hermano. El hecho de queEleanor le apuñalara primero espuramente accidental. ―Podía sentircómo ella lo observaba, pero él siguiómirando hacia delante. No quería queella viera nada en sus ojos que indicaraque habían llegado a algún acuerdo.

―Entonces supongo que podemosvolver a casa cuando queramos.

Aquel pensamiento le provocó unasensación de profundo vacío. Durante lasemana anterior la había visitado cada

tarde y había cenado dos veces en casade Frannie. No podía negar que losmotivos que tuvieron para estar juntos alprincipio no fueron puros, y que los doshabían mentido. Pero tampoco podíanegar que se había encariñado de Emma.Lo cierto era que, a pesar de los motivosque tuviera para ir en su busca y de losque ella tuviera para dejarse coger,había algo muy bonito entre ellos.

―Estoy seguro de que Frannieestaría encantada de presentaros a ti y aEleanor en sociedad si así lo deseáis―dijo pensando que una parte de élesperaba que aceptase para que sequedara más tiempo en Londres ypudiera disponer de la oportunidad de

volver a verla, y que otra parte esperabaque ella no tuviera ningún deseo de sercortejada por otros hombres.

―No quiero presentarme ensociedad ―dijo ella en voz baja―. Nocreo que ningún baile se puedacomparar con el último al que asistí.

Él dejó de andar. Ella también sedetuvo. Emma le estaba mirandofijamente con sus preciosos ojos azules.

―Yo nunca seré un hombre rico,Emma. Solo tengo un sueldo respetable.Claybourne y Dodger me han ofrecidomuchas veces que me una a susnegocios, pero el riesgo era demasiadoalto. Podría haber acabado sin nada.

Ellos son inmensamente ricos, pero yoya tengo lo que necesito.

―No me importa el dinero ―dijoella.

―Es muy posible que me nombrencaballero. Se ha hablado de ello, pero…

―Tampoco me importan nada lostítulos.

¡Cielo santo!, era imposiblesatisfacer a aquella mujer. ¿Qué era loque quería? ¿Qué podía ofrecerle?

―Emma…Ella se acercó más a él.―Una vez me dijiste que te había

robado el corazón.―Y es cierto.

―¿Y vas a dejar que me marche?¿Que vuelva a mi casita junto al mar?

―Yo solo quiero que seas feliz.―Entonces pídeme que me case

contigo.

* * *

Era un precioso día de primaveraen el pueblo que estaba cerca de aquellacasita junto al mar. La gente decía que elcielo nunca había estado tan azul y queno recordaban una brisa tan suave.Todos los habitantes del lugar ycercanías estaban sentados en la iglesiacompletamente emocionados. Aquellapequeña comunidad nunca había

celebrado un acontecimiento tan repletode destacadas personalidades.

A la ceremonia habían acudido elduque y la duquesa de Greystone y elconde y la condesa de Claybourne. Entrelos invitados también había un hombreque no tenía título, pero todos losasistentes sabían, por el modo en quevestía Jack Dodger y por su forma deactuar, que era un personaje de inmensariqueza. A su lado había una dama queera evidente que pertenecía a la nobleza.Además se rumoreaba que el último delos recién llegados, el doctor WilliamGraves, era el médico personal de lamismísima reina.

Todos los cuchicheos sobre losilustres invitados cesaron cuando lasnovias empezaron a recorrer juntas elpasillo. No las acompañaba su padre, nitenían damas de honor. Las hermanaseran lo que habían sido durante toda lavida: verdaderas amigas. Pero a pesarde que nunca habían necesitado más quetenerse la una a la otra, ahora las dosnecesitaban, querían, a los dos hombresque las esperaban en el altar.

Mientras Eleanor se situaba junto asir David, Emma sonrió con calidez yentrelazó el brazo con el que le ofrecíasir James. Le resultaba increíble queaquel maravilloso caballero fuera acasarse con ella.

Cuando el vicario empezó a hablarsobre el amor, ella apenas escuchaba,porque no había nada que aquel hombrepudiera decir que ella no supiera ya, nohabía nada que pudiera describir másmaravilloso que lo que veía reflejado enlos ojos de James.

Al fondo de aquellas verdesprofundidades brillaba una verdaderaadoración y el mayor de los orgullos.Ese hombre quería que se convirtiera ensu mujer para siempre. Y ella quería queél fuera su marido. No deseaba volver aperderle de vista nunca más ni tener quepasar ni un día más sin él. James estabade pie a su lado, tan alto y atractivo, tanseguro de sí mismo. Era un niño con

remordimientos que se había convertidoen un hombre decidido a superar loserrores de su niñez, un hombre que laaceptaba tal como era, con todos susdefectos.

Sobre su chaleco podía ver lacadena de oro unida al reloj que sehabía metido en el bolsillo. Era elregalo de bodas que le había hecho ella.En la parte de atrás había pedido quegrabaran la frase «No existe un amormás grande».

―En honor a tu padre ―le dijoella―. Porque gracias a su sacrificio yopuedo tenerte en mi vida.

A James se le llenaron los ojos delágrimas. No habló. Ella supuso que la

emoción le había cerrado la garganta.Pero cerró sus fuertes dedos sobre elreloj. Y en aquel momento lo llevabapor primera vez, mientras ella seconvertía en su mujer.

Emma escuchó mientras Eleanor ysir David intercambiaron sus votos. Ellay Eleanor vivirían en Londres y suscasas no estarían muy lejos la una de laotra. Emma no estaba segura de cómo lohabían conseguido James y sir David,pero se estaba empezando a dar cuentade que no había nada que James nopudiera conseguir si se lo proponía.

Entonces llegó su turno, el de ella yel de James, para profesarse amor yhacer sus promesas. En las alegrías y en

las penas. En la riqueza y en la pobreza.En la salud y en la enfermedad. Emmasería incapaz de amarle de otra forma.Estaría junto a ese hombre hasta suúltimo aliento convencida de que éltambién estaría siempre a su lado.

Cuando el vicario les declarómarido y mujer, el sol que se colaba enla iglesia a través de los vitrales parecióbrillar con un poco más de intensidad, yEmma imaginó que se debía a la sonrisade Elisabeth.

* * *

Eleanor y sir David se marcharon aLondres poco después de que acabara la

ceremonia y dejaron que Emma y Jamespudieran disfrutar de la casita. En aquelmomento, él estaba de pie en la puertade la habitación y observaba mientrasella, sentada junto a la ventana, sepasaba el cepillo por el pelo.

―¿Sabías que yo te estabaobservando aquella noche cuando tecepillaste el pelo junto a la ventana de tupensión? ―preguntó él.

Ella esbozó una pícara sonrisa y lemiró.

―Tuve la sensación de que estabasallí, pero no estaba segura. Eleanor dijoque para que nuestro plan funcionara yotenía que seducirte, y no sabía ni pordónde empezar.

Ya hacía un rato que James se habíaquitado la chaqueta, el chaleco y elpañuelo del cuello. Se acercó a ella ycogió el cepillo que tenía en la mano.

―Me enamoré de ti tan rápido ycon tanta intensidad que te lo puse muyfácil. Me quedé allí bajo tu ventanacomo un tonto enamorado y me imaginéhaciendo esto. ―Empezó a pasarle elcepillo por el pelo y se deleitó en lasedosa textura de los mechones queresbalaban entre sus dedos. Pensó quepodría pasarse la vida entera haciendoeso.

―Pues yo estaba sentada junto a laventana imaginando que eras tú quien lohacía.

―Me encanta tu pelo ―dijo él―.Me encantan tus ojos. Me gusta todo deti.

Ella se puso en pie y lo rodeó conlos brazos.

―A mí también me gusta todo de ti.Y todos estos meses te he echado tantode menos…

Ella y Eleanor habían vuelto a casapara prepararse para la boda y, aunqueSwindler había ido a visitarla y ellashabían ido alguna vez a Londres, Jamesno había sido capaz de estar a solas conella para hacer algo más íntimo quedarle un beso.

Dejó el cepillo a un lado, la rodeócon los brazos y la besó. Toda la

moderación de la que había estadohaciendo gala tronó en su interior yrecordó la primera noche que habíapasado allí escuchando los aullidos delviento y el incesante goteo de la lluvia.Enseguida percibió la pasión que sentíaella y su deseo aumentó. Se preguntó siaquella sensación siempre sería así, tanfuerte y poderosa. El olor a rosas deEmma le embriagaba. Sus piesdescalzos se posaron sobre los suyos.Había muchas cosas en ella que ya leresultaban familiares y entrañables.

Dejó de besarla y la miró fijamentea los ojos para observar el calor de lapasión que brillaba en ellos. La joventenía los labios húmedos e hinchados. A

pesar de que el camisón le cubría elcuerpo, no podía ocultar que se lehabían endurecido los pezones. Él seinclinó hacia delante y, por encima de latela, se metió uno en la boca y lo mordiócon dulzura. Ella gimió con suavidad,arqueó la espalda y enterró los dedos ensus hombros.

Había pasado mucho tiempo,demasiado. Él la deseaba con unaferocidad que resultaba abrumadora. Sinembargo, también quería saborear cadamomento. Ella era su mujer, su amor.Aquella noche tenía que ser especialpara ella, para los dos. Aquella nocheera la primera de su vida en común.

Pasó junto a ella y abrió la ventanapara dejar entrar la fría brisa de laprimavera. Las cortinas se mecieronligeramente.

Entonces la cogió en brazos y laestiró en la cama mientras ella se reía defelicidad. Él se deshizo rápidamente dela poca ropa que le quedaba y ella sequitó provocativamente el camisón.Emma gritó cuando él saltó sobre lacama y la colocó debajo de su cuerpopara absorber la suavidad de su piel alfundirse con la suya.

―He añorado esto. Te he echadomucho de menos ―rugió él mientrasempezaba a explorarla con las manos yla boca, volviendo a aprender cada sutil

matiz de su cuerpo, deleitándose en lascurvas que la hacían tan única y especialpara él.

Emma deslizó las manos por elcuerpo de James y saboreó la firmeza desus tensos músculos y la longitud de susbrazos. Paseó los dedos por sulastimada espalda y se preguntó si leescocerían los ojos siempre que seencontrara con aquel recordatorio de locruel que había sido su infancia.

―¿Cómo se llamaba tu padre?―preguntó ella de repente.

Él levantó la cabeza del valle quese abría entre sus pechos, a los que lesestaba prestando toda su atención. Lamiró a los ojos y dijo:

―Geoffrey Harrison.Ella pasó los dedos por su pelo

oscuro. Lo llevaba más corto que decostumbre porque se lo había arregladopara la ocasión.

―Le pondremos su nombre anuestro primer hijo.

Él sonrió.―Me gusta.―Quizá ocurra esta misma noche.

Quiero darte hijos.Él le guiñó un ojo, volvió a posar

los labios sobre su pecho y empezó aprovocarle placer con las traviesascosas que le hacía. A pesar de lasmuchas veces que se habían acostado alprincipio y de que pensaba que ya no le

quedaba nada por descubrir, cada vezque volvían a estar juntos lacomplicidad que compartían traíaconsigo alguna novedad. Una mayorconciencia de lo que había entre ellos ycaricias más atrevidas.

Swindler utilizó las manos, losdedos y la boca para explorar hasta elúltimo centímetro de Emma, como siestuviera redescubriendo un antiguoterritorio y se diera cuenta de que habíacambiado ligeramente, pero estuvieratan contento con el nuevo paisaje comolo estaba con el antiguo. Emma habíarecuperado parte del peso que habíaperdido cuando abandonó Londres. Suscaderas estaban un poco más

redondeadas y sus pechos eran un pocomás generosos. Él se tomó su tiempo yla observó mientras interiorizaba lanueva forma de sus pechos antes debajar la cabeza y dejar que su boca sepaseara por ellos para deleitarse en susabor al tiempo que la provocaba.

A partir de aquel momento, y cadanoche, tendría a esa increíble mujer ensu cama. Se iría a dormir rodeado por suolor y ella se dormiría entre sus brazos.

Él vería cómo cambiaba su cuerpocuando sus hijos vinieran al mundo.Pensaba disfrutar de cada aspecto de esamujer, tal como lo hacía en esemomento.

Cuando sus suspiros y gemidosempezaron a aumentar, cuando ella seempezó a contonear debajo de él,volviéndose hacia él, abriéndose paraél, James se deslizó en la aterciopeladacalidez que le recibió y se cerró a sualrededor.

Se quedó completamente quieto altiempo que rugía de satisfacciónmientras absorbía todo el impacto de lapenetración. La cogió de la cara con susenormes manos y la besó.

―Te quiero, Emma.Emma pensó que nunca se cansaría

de escucharle decir aquellas palabras nide sentir cómo el cuerpo de James sefundía sobre el suyo. Él le besó la

barbilla, la mejilla, el cuello… Luego,muy lentamente, atormentándolos aambos, empezó a balancearse lentamentecontra ella.

Ella meció su cuerpo al compás delde James, el placer iba y venía, y fueaumentando hasta que la vorágineresultó insoportable. Emma gritó sunombre mientras él rugía el de ella porentre los dientes apretados, y escalaronjuntos la cresta del placer.

Luego se quedaron el uno en brazosdel otro mientras dejaban que sussaturados y satisfechos cuerpos seregodearan en la gloria que acababan decompartir. Ella, acurrucada contra él y

con las piernas entrelazadas con lassuyas, se durmió muy feliz.

* * *

Swindler se despertó pocodespués, somnoliento y saciado. Decidióque el matrimonio iba a ser algomaravilloso.

Abrió los ojos y vio la silueta deEmma frente a la ventana. Se habíaenvuelto en una manta y la brisa del marle mecía el pelo.

Se levantó de la cama y se acercó aella, la rodeó con los brazos y le besó lacabeza.

―Vuelve a la cama, Emma.

Ella se apoyó sobre él y su cabezaencontró su lugar favorito bajo suhombro.

―Le estaba dando las gracias aElisabeth por haberte conocido.

Él agachó la cabeza y le besó lanuca.

―¿Ah, sí?―Se suponía que ella tenía que

asegurarse de que Eleanor y yoencontrábamos un marido. Y lo cierto esque, aunque de una forma un tantoirónica y retorcida, lo ha conseguido.

Él le dio media vuelta y le levantóla cabeza para mirarla. Le encantó verque en su rostro solo había una sonrisa y

ni rastro de lágrimas. En adelante queríallenar su vida de alegrías.

―Voy a echar de menos este lugar―dijo con suavidad.

Al día siguiente cerrarían la casa yvolverían a Londres.

―Volveremos de vez en cuando―la tranquilizó él―. Me encanta comohuele aquí.

Bajo la luz de la luna James se diocuenta de que una ligera sombra de dudale cruzaba el rostro.

―¿Qué ocurre, Emma?―¿Crees que, si te hubieras

encontrado con Eleanor en Hyde Park, tehabrías enamorado de ella?

―No. Nunca. Tú empezaste aapoderarte de mi corazón desde laprimera vez que me sonreíste.

EPÍLOGO, DEL DIARIODE SIR JAMES

SWINDLER

Lord Rockberry subestimó a susiguales, pero ellos no cometieron elmismo error. El marqués no se enfrentóa la horca con la misma dignidad que mipadre, lo cual confirmó lo que yosiempre había sospechado: que no era eltítulo lo que medía el valor de unhombre.

En cuanto a los demás integrantesde la oscura sociedad que estuvieroninvolucrados en lo que ocurrió aquellanoche, la hija de un duque se casó conun hombre titulado que se convirtió enamante de la otra chica, aunque serumoreaba que ellas se tenían un apreciomuy especial. El resto de los hombrestuvieron que vivir sus vidas en la otrapunta del mundo, a pesar de que habíapruebas que parecían indicar que losdos lores habían muerto en misteriosascircunstancias. William Graves, elmédico de la reina y de los pobres,resultó muy útil proporcionando cuerposimposibles de reconocer. Dos hombresque debían pasar su eternidad en una

fosa común, ahora descansaban en losataúdes más elegantes.

Cuando era joven la oscuridad seapoderó de mí. En mi interior anidabauna mezcla de culpabilidad,remordimiento, y la determinación deconseguir ser digno del sacrificio quehizo mi padre. Eran cargas muy pesadas,pero lo conseguí, en agradecimiento porcada vez que respiraba. A menudo lerecuerdo de pie ante la horca, tan alto ycorpulento, con aquella sonrisa en loslabios y su guiño final. «Les hemosengañado, chico. Les hemos engañado atodos.»

Y así fue.

No estoy seguro de quecomprendiera el motivo por el que mipadre fue voluntariamente a la horcahasta que fui bendecido con mis propioshijos. Me sentí abrumado por laconfianza que mis rubísimas hijasdepositaron en mí cuando, pocosmomentos después de llegar al mundo,cada una de ellas me cogió un dedo consu minúscula manita. Fue una caricia quellegó a lo más profundo de mi corazón.Gemelas. Es increíble las travesuras quehacen. Solo las supera su hermano, quevino al mundo dos años más tarde ytrajo consigo la sonrisa de su abuelo.

Desearía que mi padre hubieraconocido a Emma. No puedo evitar

pensar que le habría gustado tanto comoa mí. Ella es la luz que ilumina laoscuridad de mi vida. Ella y mis hijos.

Mientras me siento en la pequeñacasita junto al mar, los oigo reír junto alos acantilados. Enseguida iré areunirme con ellos.

He amado intensamente a miquerida Emma todos estos años yseguiré queriéndola hasta el día de mimuerte. Ella es la luz de mi vida, la quese llevó la oscuridad, ella es la mujerque me completa.

Emma fue quien le dio unverdadero hogar al solitario y perdidohuérfano que vivía en mi interior.

Lorraine Heath quedó cautivadapor la novela romántica la primera vezque leyó una obra de este género. Fueentonces cuando descubrió que lo que le

faltaba a sus escritos eran rebeldes,sinvergüenzas y granujas. Desdeentonces no ha dejado de escribir acercade ellos.

Sus novelas han recibidonumerosos premios, entre los quedestacan el RITA de Romance Writers ofAmerica, el medallón HOLT y elRomantic Times Career AchievementAward. Sus novelas han aparecido en laslistas de los libros más vendidos deUSA Today, Waldenbooks y, másrecientemente, en la de The New YorkTimes.

Encontrarás más información sobrela autora y su obra en

www.lorraineheath.com

Notas

1. En inglés, swindler significa«estafador, timador». (N. de la T.)

Amar al diabloLos huérfanos de Saint James IVLorraine Heath

No se permite la reproducción total o parcialde este libro,ni su incorporación a un sistema informático,ni su transmisiónen cualquier forma o por cualquier medio, seaeste electrónico,mecánico, por fotocopia, por grabación u otrosmétodos,sin el permiso previo y por escrito del editor.La infracciónde los derechos mencionados puede serconstitutiva de delitocontra la propiedad intelectual (art. 270 y

siguientesdel Código Penal)

Diríjase a Cedro (Centro Español de DerechosReprográficos)si necesita reproducir algún fragmento de estaobra.Puede contactar con Cedro a través de la webwww.conlicencia.como por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 0447

Título original: Midnight Pleasures

© del diseño de la portada, Click Ediciones /Área Editorial Grupo Planeta© de la imagen de la portada, Lisa A /Shutterstock

© Lorraine Heath, 2016

© de la traducción, Laura Fernández Nogales,2016

© Editorial Planeta, S. A., 2016Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona(España)www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub):octubre de 2016

ISBN: 978-84-08-16047-2 (epub)

Conversión a libro electrónico: J. A. DiseñoEditorial, S. L.

CLICK EDICIONES es el sello digitaldel Grupo Planeta donde se publicanobras inéditas exclusivamente enformato digital. Su vocación generalistada voz a todo tipo de autores ytemáticas, tanto de ficción como de noficción, adaptándose a las tendencias ynecesidades del lector. Nuestraintención es promover la publicación deautores noveles y dar la oportunidad alos lectores de descubrir nuevostalentos.

http://www.planetadelibros.com/editorial-click-ediciones-94.html

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