Amor a la Vida...

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Amor a la Vida Los dos hombres descendían el repecho de la ribera del río cojeando penosamente, y en una ocasión el que iba a la cabeza se tambaleó sobre las abruptas rocas. Estaban débiles y fatigados y en su rostro se leía la paciencia que nace de una larga serie de penalidades. Iban cargados con pesados fardos de mantas atados con correajes a los hombros y que contribuían a sostener las tiras de cuero que les atravesaban la frente. Los dos llevaban rifle. Caminaban encorvados, con los hombros hacia delante, la cabeza más destacada todavía, y la vista clavada en el suelo. -Ojalá tuviéramos aquí dos de esos cartuchos que hay en el escondrijo -dijo el segundo. Hablaba con voz monótona y totalmente carente de expresión. Su tono no revelaba el menor entusiasmo y el que abría la marcha, cojeando y chapoteando en la corriente lechosa que espumeaba sobre las rocas, no se dignó responder. El otro lo seguía pegado a sus talones. No se detuvieron a quitarse los mocasines ni los calcetines, aunque el agua estaba tan fría como el hielo, tan fría que lastimaba los tobillos y entumecía los pies. En algunos lugares batía con fuerza contra sus rodillas y les hacía tambalearse hasta que conseguían recuperar el equilibrio. El que marchaba en segundo lugar resbaló sobre una piedra pulida y estuvo a punto de caer, pero logró evitarlo con un violento esfuerzo, mientras profería una aguda exclamación de dolor. Se le veía cansado y mareado, y mientras se tambaleaba extendió la mano que tenía libre en el vacío como buscando apoyo en el aire. Cuando se enderezó dio un paso al frente, pero resbaló de nuevo y casi cayó al suelo. Luego se quedó inmóvil, y miró a su compañero, que ni siquiera había vuelto la cabeza. Permaneció clavado en el suelo un minuto entero, como debatiéndose consigo mismo. Luego gritó: -¡Bill, me he dislocado el tobillo!

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Amor a la Vida

Los dos hombres descendan el repecho de la ribera del ro cojeando penosamente, y en una ocasin el que iba a la cabeza se tambale sobre las abruptas rocas. Estaban dbiles y fatigados y en su rostro se lea la paciencia que nace de una larga serie de penalidades. Iban cargados con pesados fardos de mantas atados con correajes a los hombros y que contribuan a sostener las tiras de cuero que les atravesaban la frente. Los dos llevaban rifle. Caminaban encorvados, con los hombros hacia delante, la cabeza ms destacada todava, y la vista clavada en el suelo.-Ojal tuviramos aqu dos de esos cartuchos que hay en el escondrijo -dijo el segundo.Hablaba con voz montona y totalmente carente de expresin. Su tono no revelaba el menor entusiasmo y el que abra la marcha, cojeando y chapoteando en la corriente lechosa que espumeaba sobre las rocas, no se dign responder. El otro lo segua pegado a sus talones. No se detuvieron a quitarse los mocasines ni los calcetines, aunque el agua estaba tan fra como el hielo, tan fra que lastimaba los tobillos y entumeca los pies. En algunos lugares bata con fuerza contra sus rodillas y les haca tambalearse hasta que conseguan recuperar el equilibrio.El que marchaba en segundo lugar resbal sobre una piedra pulida y estuvo a punto de caer, pero logr evitarlo con un violento esfuerzo, mientras profera una aguda exclamacin de dolor. Se le vea cansado y mareado, y mientras se tambaleaba extendi la mano que tena libre en el vaco como buscando apoyo en el aire. Cuando se enderez dio un paso al frente, pero resbal de nuevo y casi cay al suelo. Luego se qued inmvil, y mir a su compaero, que ni siquiera haba vuelto la cabeza. Permaneci clavado en el suelo un minuto entero, como debatindose consigo mismo. Luego grit:-Bill, me he dislocado el tobillo!Bill continu avanzando a trompicones en el agua lechosa. No se volvi. El hombre lo vio alejarse con su habitual carencia de expresin, pero su mirada era la de un ciervo herido.Su compaero ascendi cojeando la ribera opuesta del ro y sigui su camino sin mirar atrs. El hombre lo contemplaba con los pies hundidos en la corriente. Sus labios y el tupido bigote castao que los cubra temblaban visiblemente. Se humedeci los labios con la lengua.-Bill! -llam.Era aquella la splica de un hombre fuerte en peligro, pero Bill no se volvi. Su compaero lo vio alejarse cojeando grotescamente y subiendo con paso inseguro la suave pendiente que ascenda hacia el horizonte que formaba el perfil de una pequea colina. Lo vio alejarse hasta que atraves la cima y desapareci. Luego volvi la vista y mir lentamente en torno suyo al crculo de mundo que, al haberse ido Bill, era exclusivamente suyo.Cerca del horizonte el sol arda dbilmente, casi oscurecido por la neblina y los vapores informes que daban la impresin de una densidad y una masa sin perfil ni tangibilidad. El hombre descans el peso de su cuerpo sobre una sola pierna y sac su reloj. Eran las cuatro en punto y por ser aquellos das los ltimos de julio o los primeros de agosto (no saba con exactitud qu fecha era, pero poda calcularla dentro de un margen de error de unas dos semanas), el sol tena que apuntar ms o menos hacia el noroeste. Mir hacia el sur. Saba que en algn lugar, a espaldas de aquellas colinas desoladas, se hallaba el Lago del Gran Oso; saba tambin que en esa direccin el Crculo Polar rtico trazaba su temible camino entre los yermos canadienses. El riachuelo en que se hallaba era un afluente del Ro de la Mina de Cobre que a su vez flua hacia el norte e iba a desembocar en el Golfo de la Coronacin y en el Ocano rtico. No conoca aquellos lugares, pero los haba visto marcados una vez en una carta de navegacin de la Compaa de la Baha de Hudson. De nuevo recorri con la mirada el circulo de mundo que tena en torno a l. No era un espectculo alentador. Por todas partes lo rodeaba un horizonte blando y suavemente curvado. Las colinas eran bajas. No haba ni rboles, ni arbustos, ni hierba... nada sino una desolacin tremenda y aterradora que atrajo inmediatamente el miedo a sus ojos.-Bill! -susurr una y dos veces- Bill!Se agazap en medio del agua lechosa como si la vastedad del paisaje ejerciera sobre l una fuerza avasalladora y lo aplastara brutalmente, consciente del horror que provocaba. Comenz a temblar como un paldico, hasta que la escopeta se le desliz de entre las manos y cay al agua salpicndolo. Aquello lo despert. Luch con el miedo, se domin, y busc a tientas bajo el agua hasta recuperar el arma. Corri un poco el fardo hacia el hombro izquierdo, con el fin de liberar del peso a su tobillo dislocado. Luego, encogindose de dolor, avanz lenta y cautelosamente hasta la orilla.No se detuvo. Con una desesperacin que rayaba en la locura, sin hacer caso del dolor, subi presuroso la pendiente hasta alcanzar la cima de la colina tras de la cual haba desaparecido su compaero. Slo que su andar era an ms grotesco y cmico que la cojera vacilante del que lo haba precedido. Al llegar a la cresta, lo que se ofreci a su vista fue un valle somero totalmente desprovisto de vida. Luch de nuevo contra el miedo, lo domin, corri el fardo an ms hacia el hombro izquierdo y baj a trompicones la pendiente.El fondo del valle estaba encharcado de un agua que el espeso musgo mantena, a modo de esponja, sobre la superficie. Con cada paso saltaban pequeos chorros, y cada vez que levantaba un pie la accin culminaba en sonido de succin, como si el musgo se resistiera a soltar su presa. Avanz de pantano en pantano, siguiendo las huellas de su compaero a lo largo y a travs de las abruptas hileras de rocas que emergan como islotes en un mar de musgo.Aunque estaba solo no estaba perdido. Saba que ms adelante llegara all donde unos cuantos abetos y unos pinos pequeos y marchitos bordeaban la orilla de una laguna, el lugar que los indgenas llamaban eltitchinnichilieo tierra de los palitos. Y en aquella laguna desembocaba un riachuelo de agua clara. En las riberas del riachuelo (lo recordaba bien), haba juncos pero no rboles. Lo seguira hasta ver brotar el primer hilillo de agua en una divisoria de cuencas, atravesara esa divisoria hasta dar con el primer hilillo de agua de otra corriente que flua hacia el oeste, y seguira sta hasta su desembocadura en el ro Dease. All tenan l y su compaero provisiones y vituallas ocultas bajo una canoa invertida y cubierta de piedras. En aquel escondrijo hallara municin para su escopeta vaca, anzuelos y caas, una pequea red..., todo lo necesario para poder cazar y conseguir alimento. Tambin all encontrara harina (no mucha), un pedazo de tocineta y frijoles.Bill estara esperndolo y juntos remaran Dease abajo hasta llegar al Lago del Gran Oso. Y hacia el sur seguiran, siempre hacia el sur, hasta llegar al Mackenzie. Hacia el sur, siempre hacia el sur, y el invierno correra vanamente tras ellos, y el hielo se formara en los remolinos, y los das se haran fros y transparentes... Siempre hacia el sur, hacia alguna factora de la Compaa de la Baha de Hudson, all donde la temperatura era templada y los rboles crecan altos y generosos y haba alimentos sin fin.As pensaba el hombre mientras adelantaba en su camino. Y del mismo modo que trabajaba con el cuerpo trabajaba tambin con la mente, tratando de convencerse de que Bill no lo haba abandonado, de que sin duda alguna lo esperara junto al escondrijo. O lograba convencerse de ello o de lo contrario le sera intil seguir adelante y ms le valdra tenderse en el suelo a esperar a la muerte. Y mientras la bola opaca del sol se hunda lentamente por el noroeste, estudi con la imaginacin (y repetidas veces) cada pulgada de terreno que l y Bill recorreran en su huida hacia el sur, antes de que el invierno se cerniera sobre ellos. Y una y otra vez vio ante sus ojos las provisiones ocultas en el escondrijo y las que hallaran en la factora. Haca dos das que no probaba alimento y muchos que no coma tanto como hubiera deseado. De vez en cuando se detena y recoga plidas bayas de pantano que se meta en la boca, masticaba y tragaba. Una baya de pantano es una semilla diminuta envuelta en una gota de agua. En la boca el agua se disuelve y la semilla cobra un sabor punzante y amargo. El hombre saba que aquellas semillas no proporcionaban alimento alguno, pero las masticaba pacientemente con una esperanza que venca al conocimiento y desafiaba a la experiencia. A las nueve en punto tropez con un saliente rocoso y por simple debilidad y cansancio se tambale y cay. Permaneci inmvil en el suelo durante algn tiempo, tendido sobre un costado. Luego se desembaraz de los correajes y consigui sentarse arrastrndose torpemente. No haba oscurecido todava y a la luz del largo crepsculo busc entre las rocas briznas de musgo seco. Una vez que hubo acumulado un montn de ellas hizo una hoguera, una hoguera sucia y sin llama, y sobre ella puso a hervir una ollita de agua.Desat el fardo y lo primero que hizo fue contar los fsforos. Tena treinta y siete. Los cont tres veces para asegurarse. Los dividi en tres montones, los envolvi en papel encerado y coloc un paquete en la bolsa de tabaco vaca, otro bajo la cinta de su rado sombrero y el tercero se lo meti bajo la camisa en contacto con su pecho. Hecho esto le invadi el pnico, desenvolvi los fsforos y volvi a contarlos. Segua habiendo treinta y siete.Sec los mocasines al calor del fuego. No eran ya sino jirones empapados. Los calcetines de lana estaban agujereados en varios lugares, y los pies, en carne viva, le sangraban. Senta fuertes punzadas en el tobillo y decidi examinarlo. Se le haba hinchado hasta alcanzar el volumen de la rodilla. De una de las dos mantas que tena rasg una tira de lana y con ella se vend fuertemente el tobillo. Luego hizo dos tiras ms y se envolvi con ellas los pies, pensando que le serviran a la vez de mocasines y de calcetines. Hecho esto se bebi el agua humeante, dio cuerda al reloj y se introdujo, a gatas, entre las mantas. Durmi como un tronco. La breve oscuridad que sobrevena alrededor de la media noche lleg y pas. El sol se levant por el noroeste, o mejor sera decir que amaneci por aquel cuadrante, porque el sol estaba oculto por espesas nubes grises.A las seis en punto se despert y permaneci echado en silencio boca arriba. Mir directamente al cielo grisceo y adquiri conciencia del hambre que lo acuciaba. Mientras se volva de un lado apoyndose en un codo, lo sorprendi or un gruido y vio a un carib macho que lo miraba con curiosidad. El animal se hallaba a unos cincuenta pies de distancia, y por la mente del hombre cruz instantneamente la visin de un buen trozo de carib crepitando y asndose al fuego. Mecnicamente alarg la mano hacia el rifle vaco, apunt y apret el gatillo. El carib gru y escap dando un salto. Sus pezuas chocaban y tamborileaban contra las rocas en su huida. El hombre profiri una maldicin y arroj al suelo su rifle vaco. Mientras pugnaba por ponerse en pie se quej en voz alta. Fue aquella una tarea lenta y ardua. Sus articulaciones eran como goznes mohosos que rozaran contra los casquillos, provocando una enorme friccin. Cada movimiento, cada giro, obedeca a un esfuerzo supremo de su voluntad. Cuando al fin logr ponerse en pie tard un minuto ms en alcanzar la posicin erecta que corresponde al ser humano.Trep a una pequea eminencia y estudi el panorama. No haba rboles ni arbustos; nada sino un ocano gris de musgo apenas salpicado de rocas grises, lagunas grises y arroyuelos grises. El cielo era gris. No haba ni sol ni el ms leve indicio de su existencia. No tena idea de dnde se hallaba el norte, y haba olvidado por qu camino haba llegado hasta all la noche anterior. Pero no se haba perdido. De esto estaba seguro. Pronto llegara a la tierra de los palitos: Intua que ese lugar se hallaba hacia la izquierda, no muy lejos..., quiz al otro lado de la prxima colina.Volvi a liar el fardo para el viaje. Se asegur de que an tena en su poder los tres paquetes de fsforos, aunque esta vez no se entretuvo en contarlos. Pero s se detuvo dudoso a la vista de una bolsa rechoncha de piel de gacela. Se trataba de un saquito de reducidas dimensiones. Poda taparlo con las dos manos, pero saba que pesaba unas quince libras (tanto como el resto del fardo), y eso le preocupaba. Al fin lo dej a un lado y comenz a liar el fardo. Se detuvo de nuevo a contemplar el saco de piel de gacela. Lo recogi con aire desafiante, como si aquella desolacin tratara de arrebatrselo, y cuando se levant para adentrarse en el da con paso vacilante, lo llevaba cargado a la espalda en el interior del fardo. Se dirigi hacia la izquierda, detenindose una y otra vez a comer bayas de pantano. El tobillo dislocado se le haba entumecido y su cojera era ms pronunciada que la del da anterior, pero el dolor que aquello le produca no era nada comparado con el que senta en el estmago. Las punzadas del hambre eran agudas. Roan y roan hasta el punto en que ya no le permitieron concentrarse en qu camino seguir para llegar a la tierra de los palitos. Las bayas de los pantanos no slo no aplacaban su apetito, sino que con su sabor punzante le irritaban la lengua y el paladar.Lleg por fin a un valle donde la perdiz blanca se elevaba con aleteo estremecido sobre las rocas y los cenagales. Quer, quer, quer..., graznaban. Arroj piedras contra ellas, pero no logr alcanzarlas. Dej el fardo en el suelo y se dispuso a cazarlas al acecho, como cazan los gatos a los ruiseores. Las rocas abruptas fueron desgarrando sus pantalones hasta que fue dejando con las rodillas un rastro de sangre, pero aquel dolor se perda en el dolor mayor que le causaba el hambre. Avanz serpenteando sobre el musgo empapado; sus ropas se mojaron y se enfri su cuerpo, pero tan grande era su ansia de comer que ni cay en la cuenta. Y mientras tanto las perdices blancas seguan elevndose en el aire, hasta que su quer, quer... le son a burla, y las maldijo y les grit en voz alta imitando su graznido.En una ocasin casi se arrastr sobre una perdiz que deba estar dormida. No la vio hasta que sta levant el vuelo de su escondrijo rocoso y le peg en la cara con las alas. Tan asombrado como la propia perdiz, cerr la mano y en el interior del puo quedaron tres plumas de la cola del ave. Sigui su vuelo con la mirada, odindola como si le hubiera hecho algo terrible. Luego retrocedi y se carg el fardo a la espalda.Conforme el da avanzaba se adentr en valles y bajos, donde la caza era ms abundante. No muy lejos de l pas una manada de unos veinte caribs tentadoramente a tiro. Sinti un deseo ciego de correr tras ellos y la certeza de que poda abatirlos. Un zorro negro se aproxim a l llevando entre los dientes una perdiz blanca. El hombre grit. Fue un grito temible aquel, pero el zorro huy de su lado sin soltar su presa.Ms tarde, pasado el medioda, sigui un arroyo lechoso de limo que corra entre juncales. Cogiendo los juncos con fuerza por la base logr arrancar algo semejante a un cebollino no ms grande que la cabeza de un clavo. Era tierno, y sus dientes se hundieron en l con un crujido que prometa un sabor delicioso. Pero las fibras eran duras. Estaba compuesto, como las bayas, de filamentos saturados de agua, y, como aqullas, no proporcionaba ningn alimento. Arroj al suelo el fardo y se lanz a cuatro patas sobre los juncos, mordiendo y rumiando como un bovino.Estaba muy cansado y a veces senta la tentacin de descansar, de echarse al suelo y dormir, pero segua adelante acuciado ms por el hambre que por el deseo de llegar a la tierra de los palitos. Inspeccion los charcos en busca de ranas y excav la tierra con las uas para encontrar gusanos, aunque saba que en aquellas latitudes ya no haba ni ranas ni gusanos.Busc vanamente en todas las charcas de agua hasta que, cuando ya lo envolva el largo crepsculo, descubri en una de ellas un diminuto pez solitario. Hundi el brazo en el agua hasta el hombro, pero el pez lo esquiv. Lo busc con ambas manos y revolvi el barro lechoso que estaba depositado en el fondo. En su avidez cay al agua, empapndose hasta la rodilla. Ahora la charca estaba demasiado turbia para poder ver el pez, y tuvo que esperar a que el barro volviera a sedimentarse.Continu la bsqueda hasta que el agua se enturbi de nuevo. Pero esta vez ya no pudo esperar ms. Desat del fardo el cubo de estao y comenz a achicar el agua, salvajemente al principio, salpicndose la ropa y arrojando el agua a tan poca distancia que volva a vertirse en la charca; ms cautelosamente despus, pugnando por dominarse, aunque el corazn le saltaba en el pecho y las manos le temblaban. Al cabo de media hora la charca estaba casi seca. No quedara ms de un tazn de agua. Pero el pez haba desaparecido. Entre las piedras hall un pequeo orificio por el que ste haba escapado a una charca contigua y ms grande, una charca que no podra desecar ni en un da y una noche. Si hubiera sabido de la existencia de ese orificio lo habra tapado con una piedra y el pez habra sido suyo.Mientras esto pensaba se incorpor para derrumbarse despus sobre la tierra hmeda, y all llor, silenciosamente primero, para su capote, y luego en alta voz, para la desolacin despiadada que se extenda en torno a l. Durante largo tiempo lo sacudieron sollozos profundos y sin lgrimas.Hizo despus una hoguera, bebi un poco de agua hirviendo para calentarse y acamp sobre una roca del mismo modo que lo haba hecho la noche anterior. Lo ltimo que hizo aquel da fue comprobar si los fsforos estaban secos y dar cuerda al reloj. Las mantas estaban hmedas y viscosas. El tobillo le lata de dolor. Pero l slo senta el hambre, y en su dormir inquieto so con festines y banquetes y con manjares servidos y aderezados de todas las formas imaginables.Despert helado y enfermo. No haba sol. El gris del cielo y de la tierra era ahora ms intenso, ms profundo. Soplaba un viento crudo y los primeros copos de nieve blanquearon las crestas de las colinas. El aire se fue haciendo ms espeso y blanquecino, mientras l encenda una hoguera en que puso a hervir ms agua. Era una nieve blanda, mitad agua, y los copos eran grandes y acuosos. Al principio se derretan tan pronto como entraban en contacto con la tierra, pero pronto comenzaron a caer en mayor cantidad y cubrieron el suelo, apagaron la hoguera y mojaron sus provisiones de musgo seco.Aquello le indic que era hora de echarse el fardo a la espalda y seguir su vacilante camino no saba hacia dnde. Ya no le preocupaban ni la tierra de los palitos, ni Bill, ni las vituallas ocultas bajo la canoa volcada junto al ro Dease. Se hallaba totalmente a merced del verbo comer. Estaba loco de hambre. No le importaba qu direccin seguir con tal de que su camino atravesara la zona ms profunda del valle. Camin entre la nieve blanda, buscando a tientas las bayas acuosas de pantano y arrancando al tacto los juncos por la raz. Pero todo aquello careca de sabor y no le calmaba el apetito. Hall una hierba de sabor amargo y devor todas las que pudo encontrar, que no fueron muchas, porque creca a ras de tierra y por ello se ocultaba fcilmente bajo la nieve, que alcanzaba ya varias pulgadas de espesor.Aquella noche no hubo ni hoguera ni agua caliente, y durmi entre las mantas el sueo roto de los hambrientos. La nieve se convirti en una lluvia fra. Las muchas veces que se despert la sinti caer sobre su rostro vuelto hacia el cielo. Y lleg el nuevo da, un da gris y sin sol. Haba dejado de llover y la punzada del hambre haba desaparecido. Su sensibilidad en ese aspecto haba llegado al lmite. Senta, eso s, un dolor pesado y sordo en el estmago, pero eso no le preocupaba demasiado. Volva a imperar la razn y una vez ms su principal inters consista en hallar la tierra de los palitos y el escondijo junto al ro Dease. Rasg lo que le quedaba de una manta en tiras y se envolvi con ellas los pies ensangrentados. Se vend tambin el tobillo dislocado y se prepar para un largo da de camino. Cuando lleg la hora de liar el fardo volvi a detenerse frente a la bolsa de piel de gacela, pero al fin carg de nuevo con ella.La nieve se haba derretido bajo la lluvia, y slo las crestas de las colinas mostraban su blancura. Sali el sol y pudo localizar los puntos cardinales, aunque ahora estaba ya cierto de que se haba perdido. Quiz en aquellos das de vagar sin direccin determinada se haba desviado demasiado hacia la izquierda. Decidi dirigirse hacia la derecha, con el fin de compensar esa posible desviacin de su camino.Aunque las punzadas del hambre no eran ahora tan agudas, se dio cuenta de que estaba muy dbil. Tena que pararse con frecuencia para recuperar fuerzas, paradas que aprovechaba para recoger bayas y races de juncos. Senta la lengua seca e hinchada y como cubierta de un vello muy fino, y le saba amarga en la boca. El corazn lo atormentaba. En cuanto caminaba unos minutos comenzaba a batir sin compasin, tam, tam, tam, para brincar despus en dolorosa confusin de latidos que lo asfixiaban, lo debilitaban y le producan una especie de vrtigo.A medioda encontr dos peces diminutos en una charca. Era imposible achicar toda el agua, pero al menos ahora se hallaba ms tranquilo y pudo pescarlos con ayuda de su cubo de estao. No eran mayores que su dedo meique, pero lo cierto era que no senta demasiada hambre. El dolor que senta en el estmago se haca cada vez ms tenue y lejano. Era como si se hubiera adormecido. Comi el pescado crudo masticando con cautela, concienzudamente, porque el comer se haba convertido ahora para l en un acto de puro raciocinio. Aunque no le molestaba el hambre saba que tena que comer para seguir viviendo.Por la tarde pesc otros tres pececillos; comi dos y reserv el tercero para el desayuno. El sol haba secado algunos jirones de musgo y pudo entrar en calor bebiendo agua caliente. Aquel da no recorri ms de diez millas; el siguiente, caminando slo cuando el corazn se lo permita, no pudo avanzar ms de cinco. Pero el estmago no le causaba ya ninguna molestia. Decididamente se haba dormido. Haba llegado el hombre a una regin desconocida donde los caribs eran cada vez ms abundantes y tambin los lobos. Sus aullidos flotaban a la deriva en medio de la desolacin, y en una ocasin vio a tres de ellos huir ante su paso.Otra noche. A la maana siguiente, obedeciendo al imperio de la razn, desat los cordones de cuero que cerraban la bolsa de piel de gacela. De sus fauces abiertas brot un chorro amarillo de polvo y pepitas de oro. Dividi el oro en dos montones, ocult uno de ellos envuelto en un trozo de manta bajo una roca, y devolvi el otro a la bolsa. Rasg tambin unas cuantas tiras de la manta que le quedaba para envolverse con ellas los pies. El rifle lo conserv porque quedaban cartuchos ocultos bajo la canoa volcada junto al Dease.Fue aquel un da de niebla, un da en que el hambre volvi a despertar en su interior. Se senta muy dbil y a veces lo atacaba un vrtigo que lo dejaba totalmente ciego. Ahora tropezaba y caa cada vez con mayor frecuencia. En una ocasin cay de bruces sobre un nido de perdices blancas. Haba en l cuatro cras nacidas el da anterior, cuatro partculas de vida, no mayores que un bocado; las devor ansiosamente, metindoselas vivas en la boca y triturndolas con las muelas como si de cscaras de huevo se tratase. La perdiz madre lo atac graznando furiosamente. Trat de abatirla utilizando el rifle a modo de palo, pero ella escap a su alcance. Comenz entonces a arrojarle piedras y una de ellas, por mera casualidad, le rompi un ala. La perdiz huy entonces arrastrando el ala rota y perseguida por el hombre. Las cras no haban conseguido ms que abrirle a ste el apetito. Corri saltando a la pata coja, brincando sobre el tobillo dislocado, arrojando piedras, insultando violentamente al ave unas veces y callando otras, levantndose sombra y pacientemente cuando caa y frotndose los ojos con las manos cuando el vrtigo amenazaba con dominarlo. Aquella persecucin lo condujo a lo ms profundo del valle donde, sobre el musgo hmedo, descubri huellas de pisadas. No eran suyas, eso era evidente. Deban ser de Bill, pero no pudo detenerse a averiguarlo, porque la perdiz segua adelante. Primero la cogera y luego regresara a investigar.Logr agotar a la perdiz madre, pero al hacerlo se agot l tambin. La perdiz yaca ahora en el suelo sobre un costado. Y l yaca en idntica posicin a doce pies de distancia, incapaz de arrastrarse hasta ella. Cuando logr reponerse, la perdiz se haba repuesto tambin, y as, cuando se lanz sobre ella, el ave pudo escapar a su mano hambrienta. La caza se reanud. Al fin lleg la noche y la perdiz huy. El hombre se tambale de debilidad y cay al suelo de bruces, con su fardo a la espalda, hirindose en la mejilla. Permaneci durante largo tiempo inmvil en el suelo. Luego se dio la vuelta, se ech sobre un costado, dio cuerda a su reloj y se durmi all mismo, tal como estaba, hasta la maana siguiente.Otro da de niebla. La mitad de la manta la haba empleado ya en hacer vendas para los pies. No pudo volver a hallar las huellas de Bill. No importaba. El hambre lo impulsaba a seguir adelante sin dejarle opcin, slo que... slo que se preguntaba si Bill tambin se habra perdido. Hacia el medioda el peso del fardo que llevaba a la espalda se hizo demasiado opresivo. Volvi a dividir el oro y esta vez abandon la mitad sobre el suelo sin preocuparse ya de esconderlo. Por la tarde se deshizo del resto. Ya slo le quedaba media manta, el cubo de estao y el rifle.Una alucinacin comenz a torturarle. Tena la seguridad de que le quedaba un cartucho. Estaba en el cargador del rifle, y se le haba pasado por alto. Mientras ese pensamiento lo invada saba a ciencia cierta que el cargador estaba vaco. Pero la alucinacin segua asedindolo. Luch contra ella durante horas; al fin decidi examinar el cargador. Lo abri de golpe y se enfrent con la realidad: estaba vaco. Su desencanto fue tan grande como si de verdad hubiera esperado hallar dentro el cartucho.Sigui andando trabajosamente, y a la media hora la alucinacin lo atac de nuevo. Otra vez luch contra ella, y de nuevo sta persisti hasta que tuvo que volver a examinar el rifle para convencerse. A ratos la mente del hombre desvariaba. Entonces continuaba avanzando penosamente como un simple autmata, mientras que extraas ideas y fantasas roan su cerebro como gusanos. Pero estos desvaros solan ser de poca duracin, porque las punzadas del hambre lo atraan de nuevo a la realidad. En una ocasin, lo que lo sac de golpe de sus fantasas fue un espectculo que casi lo hizo desvanecerse. Las piernas le flaquearon, tropez y tuvo que tambalearse como un borracho para no caer. Frente a l tena a un caballo! Un caballo! No poda dar crdito a sus ojos. Lo separaba de l una espesa neblina entretejida con puntos brillantes de luz. Se frot los ojos salvajemente para aclararse la vista y entonces pudo ver que se trataba no de un caballo, sino de un oso que lo contemplaba con curiosidad belicosa.El hombre haba iniciado ya el gesto maquinal de colocarse el rifle al hombro, cuando se dio cuenta de la inutilidad de su accin. Lo baj y desenfund el cuchillo que llevaba colgado a la cintura en una funda adornada con cuentas. Ante l tena carne y vida. Roz el filo del cuchillo con la yema del pulgar. Estaba perfectamente afilado. La punta tambin lo estaba. Se arrojara sobre el oso y lo matara. Pero el corazn comenz a golpear en su pecho como un tambor de alerta: tam, tam, tam... Sigui despus el salvaje brincar dentro del pecho, la confusin de latidos, la presin sobre la frente, como si se la apretaran con una banda de hierro, y el vrtigo que se apoderaba de su cerebro.Su valenta desesperada cedi al empuje del miedo. Con la debilidad que senta, qu pasara si el animal lo atacaba? Se levant y, con la postura ms imponente que pudo adoptar, empu el cuchillo y mir al oso sin pestaear. El animal avanz torpemente un par de pasos, retrocedi y solt al fin un gruido, con el fin de sondear las intenciones de su rival. Si el hombre corra, correra tras l; pero el hombre no se movi. Lo animaba ahora el valor que proporciona el miedo. Gru tambin l de una manera salvaje, terrible, que expresaba el temor inherente a la vida y entramado con las races ms profundas del vivir.El oso se hizo a un lado gruendo amenazadoramente, y sorprendido ante aquella misteriosa criatura erguida y sin miedo. Pero el hombre no se movi. Permaneci erguido como una estatua, hasta que hubo pasado el peligro. Slo entonces se dej dominar por el temblor y se hundi en el musgo mojado.Al fin se tranquiliz y sigui su camino, invadido por miedo distinto. Ya no tema morir pasivamente de inanicin. Ahora lo asustaba morir violentamente antes de que el hambre hubiera extinguido la ltima partcula de nimo que lo impulsaba a seguir luchando por la supervivencia. Adems, estaban los lobos. Sus aullidos cruzaban la desolacin, tejiendo en el aire una red amenazadora, tan tangible que el hombre se encontr batiendo los brazos en el aire para apartarla de su alrededor como si de las lonas de una tienda de campaa azotadas por el viento se tratara.Una y otra vez se cruzaban en su camino los lobos en grupos de dos o de tres. Pero al verle huan. No iban en nmero suficiente y adems andaban a la caza del carib, que no ofreca resistencia, mientras que aquella extraa criatura que caminaba en posicin erecta poda araar y morder.A ltima hora de la tarde hall unos cuantos huesos desperdigados en un lugar donde los lobos haban llevado a cabo una matanza. Slo una hora antes, aquel montn de carroa haba sido una cra de carib que corra y coceaba llena de vida. Contempl los huesos limpios y pulidos, rosados por las clulas de vida que an no haban muerto en ellos. Podra ocurrirle lo mismo a l antes de que acabara el da? As era la vida, no? Un sueo vano y pasajero. Slo la vida dola. En la muerte no exista el dolor. Morir era dormir. Morir significaba el cese, el descanso. Entonces, por qu no se resignaba a la muerte?Pero no moraliz por mucho tiempo. Se hallaba en cuclillas sobre el musgo con un hueso en la boca chupando aquellas briznas de vida que an lo tean de un rosa difuminado. El sabor dulce de la carne, tenue y esquivo como un recuerdo, lo enloqueci. Cerr las quijadas sobre el hueso y apret. Unas veces era el hueso lo que parta, otras sus propias muelas, pero sigui masticando. Luego machac con piedras los huesos que quedaban hasta convertirlos en una especie de pulpa, y los devor. En su avidez se machac tambin los dedos, pero cay en la cuenta, con asombro, de que aquello no le provocaba demasiado dolor.Llegaron das terribles de nieve y de lluvia. Ya no saba cundo acampaba y cundo levantaba el campamento. Viajaba tanto de noche como de da. Descansaba all donde caa, y segua arrastrndose cuando la vida que agonizaba en l se reavivaba para arder con algo ms de viveza. En cuanto hombre, ya no luchaba. Era la vida que haba en l y que se resista a morir lo que lo impulsaba a seguir adelante. Ya no sufra. Tena los nervios embotados, adormecidos, y la mente repleta de visiones extraas y sueos deliciosos.Pero sigui chupando y masticando los huesos machados del carib. Lo poco que quedaba lo guard y lo llev consigo. Ya no cruz ms montes ni divisorias de cuencas, sino que sigui automticamente un ancho ro que flua a travs de un valle amplio y profundo. No vea ni el ro ni el valle. No vea sino visiones. Cuerpo y espritu caminaban, o mejor sera decir que se arrastraban, el uno junto al otro y, sin embargo, separados, tan tenue era el hilillo que los una.Se despert completamente lcido, tendido boca arriba sobre una roca. Brillaba el sol y haca calor. A lo lejos oy el mugido de las cras de carib. Tena un recuerdo vago de lluvias, de vientos y de nieve, pero si la tormenta haba durado dos das o dos semanas, eso no lo saba.Durante algn tiempo yaci inmvil, dejando que aquel sol amigo se derramara sobre l y saturara su pobre cuerpo en calor. Haca buen da, pens. Quiz pudiera al fin orientarse. Con un esfuerzo doloroso rod sobre s mismo hasta tenderse sobre un costado. A sus pies flua un ro ancho y perezoso. El hecho de que le resultara totalmente desconocido lo sorprendi. Sigui lentamente con la mirada los meandros que serpenteaban entre colinas yermas y desoladas, ms yermas y desoladas que ninguna que hubiera visto jams. Lenta y framente, sin emocin, con una indiferencia casi total, sigui el curso de la corriente hasta el horizonte y all la vio desembocar en un ocano claro y fulgurante. No se conmovi. Qu raro, pens, es una visin o un espejismo! No, tena que ser una visin, una nueva jugarreta de mente desvariada. La presencia de un barco anclado en medio del brillante ocano lo confirm en su idea. Cerr los ojos un segundo y los volvi a abrir. Era extrao cmo persista la visin! Y, sin embargo, no poda ser otra cosa. Saba que no haba ni ocanos ni barcos en el corazn de aquella tierra desolada, como antes haba sabido que no haba cartuchos en el cargador de su fusil.De pronto oy un resuello a sus espaldas, una especie de jadeo entrecortado semejante a una tos. Muy lentamente, a causa de su debilidad extrema y la rigidez de sus msculos, se volvi hacia el otro lado. No vio nada, pero esper pacientemente. De nuevo volvi a or el jadeo y la tos, y, al fin, entre dos rocas distingui a una veintena de pies la cabeza gris de un lobo. No tena las orejas enhiestas como sus compaeros. Tena los ojos apagados e inyectados en sangre, y la cabeza le colgaba tristemente hacia un lado. El animal parpadeaba continuamente, cegado por la luz del sol. Pareca estar enfermo. Mientras lo miraba resoll y volvi a toser.Aquello al menos era real, se dijo el hombre, y luego se volvi hacia el otro lado para enfrentarse con la realidad que la visin anterior le haba velado. Pero el mar segua brillando en la distancia, y el barco se divisaba claramente. Sera cierto, despus de todo? Cerr los ojos largo tiempo, medit, y de pronto comprendi. Haba avanzado hacia el noroeste, alejndose del ro Dease y adentrndose, en cambio, en el Valle de la Mina de Cobre. Ese ro ancho y perezoso era el de la Mina de Cobre. Aquel mar brillante era el Ocano rtico y el barco era un ballenero que se haba desviado demasiado hacia el este de la boca del MacKenzie y haba anclado en el Golfo de la Coronacin. Record la carta de navegacin de la Compaa de la Baha de Hudson que haba visto haca largo tiempo, y de pronto todo le pareci claro y razonable. Se sent y dedic toda su atencin a los problemas ms inmediatos. Tena los pies transformados en trozos informes de carne sanguinolenta. Haba terminado con los restos de la ultima manta, y tanto el rifle como el cuchillo haban desaparecido. Haba perdido el sombrero con el paquete de fsforos bajo la cinta, pero los que llevaba junto al pecho seguan secos y a salvo en su envoltura de papel de cera y dentro de la bolsa de tabaco. Mir el reloj. Marcaba las once en punto y segua andando. Indudablemente durante todos aquellos das no haba dejado de darle cuerda.Estaba tranquilo y sosegado. A pesar de su extrema debilidad no senta dolor. Tampoco senta hambre. Ni siquiera le resultaba atractivo pensar en comer, y todos sus actos obedecan exclusivamente al imperio de la razn. Se rasg los pantalones hasta la rodilla, y con los jirones se vend los pies. Por fortuna haba logrado conservar el cubo de estao. Bebera un poco de agua caliente antes de comenzar lo que prevea iba a ser un viaje terrible hasta el barco.Se movi con lentitud. Temblaba como un paldico. Cuando quiso reunir un puado de musgo seco encontr que no poda ponerse en pie. Lo intent una y otra vez, y al fin se content con gatear. En una ocasin se aproxim al lobo enfermo. El animal se hizo a un lado con desgana, lamindose las fauces con la lengua, una lengua que no pareca tener siquiera la fuerza suficiente para enroscarse. El hombre se dio cuenta de que no la tena del rojo acostumbrado entre esos animales. Era de un marrn amarillento y pareca cubierta de una mucosa spera y medio reseca.Despus de beber un cuartillo de agua caliente, el hombre pudo ponerse en pie y hasta caminar del modo que camina el agonizante. A cada minuto tena que detenerse a descansar. Sus pasos eran inciertos y vacilantes, tan inciertos y vacilantes como los del lobo que le segua, y aquella noche, cuando el mar se ennegreci bajo el borrn de la oscuridad, supo que no haba recorrido ni siquiera cuatro millas.Toda la noche oy la tos del lobo enfermo, y de vez en cuando los mugidos de los caribs. La vida bulla en torno a l, pero una vida fuerte, sana y pujante. Saba que el lobo enfermo se pegaba a la huella del hombre enfermo con la esperanza de que ste muriera primero. Por la maana, al abrir los ojos, lo encontr contemplndolo con una mirada en que se reflejaban el hambre y la melancola. Estaba agazapado con el rabo entre las piernas como un perro triste y abatido. Temblaba al viento fro de la maana, e hizo una mueca desanimada cuando el hombre le habl con una voz que no pas de ser un bronco susurro.El sol se elev radiante, y toda la maana el hombre avanz hacia el barco y el mar brillante, arrastrndose y cayendo. El tiempo era perfecto; se trataba del veranillo de San Martn de aquellas latitudes. Poda durar una semana o quiz uno o dos das.Por la tarde el hombre encontr un rastro de huellas. Eran de un ser humano que no andaba, sino que se arrastraba a cuatro patas. Pens que quiz se tratara de Bill, pero lo pens de forma vaga e indiferente. No senta la ms mnima curiosidad. De hecho, sensaciones y emociones lo haban abandonado. Ya no era susceptible al dolor. El estmago y los nervios se le haban adormecido, pero la vida que lata en l lo impulsaba a seguir. Estaba agotado, pero se resista a morir. Y porque se resista a morir continu comiendo bayas de pantano y peces diminutos, bebiendo agua caliente y vigilando con mirada desconfiada al lobo enfermo.Sigui el rastro del hombre que lo haba precedido arrastrndose y pronto lleg al final: un montn de huesos frescos, en torno al cual unas huellas marcadas en el musgo fresco delataban la presencia de innumerables lobos. Vio una bolsa de piel de alce, hermana de la suya y desgarrada por colmillos afilados. La recogi, aunque el peso era excesivo para la debilidad de sus dedos. Bill haba cargado con ella hasta el final. Ja, ja, ja! Ahora poda rerse de Bill. l sobrevivira y la llevara hasta el barco anclado en aquel mar rutilante. Su carcajada reson ronca y fantasmal como el graznido de un cuervo, y el lobo enfermo lo secund aullando lgubremente. De sbito el hombre se interrumpi. Cmo poda rerse de Bill? Y si aquellos huesos rosceos y pulidos fueran efectivamente los de su amigo?Volvi la espalda. Bill lo haba abandonado, pero l no le robara el oro ni chupara sus huesos. Aunque Bill no hubiera dudado en hacerlo si hubiera sucedido a la inversa, pens mientras se apartaba de all con paso vaciante.Al poco rato lleg junto a una charca de agua. Al inclinarse sobre la superficie en busca de posible pesca ech atrs la cabeza como si hubiera recibido una picadura. Haba visto su propio rostro reflejado en el agua. Tan horrible fue la visin que su sensibilidad despert el tiempo suficiente para asombrarse. Haba tres peces en la charca, pero sta era demasiado grande para poder achicarla. Despus de intentar pescarlos con el cubo, sin resultado, desisti. Se saba muy dbil y temi caer en el agua y ahogarse. Por esa misma razn no quera dejarse arrastrar por la corriente del ro montado a horcajadas sobre uno de los muchos troncos atascados en los bancos de arena.Aquel da redujo tres millas la distancia que lo separaba del barco, y al da siguiente dos, porque ahora se arrastraba como Bill se haba arrastrado. La noche del quinto da lo hall an a siete millas de distancia del barco e incapaz de recorrer siquiera una milla diaria.Pero el veranillo de San Martn se mantena y l segua adelante arrastrndose y desvanecindose y volvindose una y otra vez para vigilar al lobo enfermo que segua pegado a sus talones tosiendo y jadeando. Tena las rodillas en carne viva, igual que los pies, y aunque las llevaba envueltas en jirones que arrancaba de la camisa, iba dejando sobre el musgo y sobre las rocas un reguero de sangre. Una vez, al volverse, vio al lobo lamer vidamente su rastro sangriento, e imagin con toda lucidez cul sera su final a menos..., a menos que fuera l quien acabara con el lobo. As comenz una existencia trgica, tan lgubre como jams se haya visto sobre la tierra; un hombre enfermo arrastrndose ante un lobo tambin enfermo que cojeaba. Dos criaturas que remolcaban, acechndose mutuamente, a travs de la desolacin sus esqueletos moribundos.Si el lobo hubiera estado sano, al hombre no le hubiera importado tanto, pero la idea de convertirse en alimento de aquel bulto horrible y muerto le repugnaba. An tena remilgos. Su mente haba comenzado a divagar de nuevo; las alucinaciones lo asediaban, mientras que los perodos de lucidez se iban haciendo cada vez ms cortos e infrecuentes.En una ocasin vino a sacarle de su desvanecimiento un resuello muy cercano a su odo. El lobo se ech atrs, perdi pie y cay a causa de su debilidad. La escena era ridcula, pero no lo divirti. Ni siquiera sinti miedo. Estaba demasiado cansado para ello. Pero en aquel momento tena la mente despejada y se puso a meditar. El barco estaba a unas cuatro millas de distancia. Poda verlo claramente cuando se frotaba los ojos para disipar la niebla que los cegaba, y hasta divisaba la vela blanca de una barcaza que surcaba las aguas brillantes del mar. Pero no poda recorrer a rastras esas cuatro millas. Lo saba y aceptaba el hecho con toda serenidad. Saba que no poda arrastrarse ya ni media milla, y, sin embargo, quera vivir. Sera una locura morir despus de todo lo que haba soportado. El destino le exiga demasiado. Y aun muriendo se resista a morir. Quiz fuera una completa locura, pero al borde mismo de la muerte se atreva a desafiarla y se negaba a perecer.Cerr los ojos y se seren con infinitas precauciones. Se revisti de fuerza y se dispuso a mantenerse a flote en aquella languidez asfixiante que inundaba como una marea ascendente todos los recovecos de su ser. Era como un ocano esa languidez mortal que suba y suba y poco a poco anegaba su conciencia. A veces se vea casi sumergido, nadando con torpes brazadas en el mar del olvido; otras, gracias a alguna extraa alquimia de su espritu, hallaba un miserable jirn de voluntad y volva al ataque con renovada fuerza.Inmvil permaneci echado en el suelo, boca arriba, oyendo la respiracin jadeante del lobo enfermo que se acercaba ms y ms, lentamente, a travs de un tiempo infinito..., pero l no se mova. Lo tena ya junto al odo. La spera lengua rall como papel de lija su mejilla. El hombre lanz las manos contra el lobo... o al menos quiso hacerlo. Los dedos se curvaron como garras, pero se cerraron en el aire vaco. La rapidez y la destreza requieren fuerza, y el hombre no la tena.La paciencia del lobo era terrible. La paciencia del hombre no lo era menos. Durante medio da permaneci inmvil, luchando contra la inconsciencia y esperando al ser que quera cebarse en l o en el que l, a su vez, quera cebarse. A veces el ocano de languidez lo inundaba y le haca soar sueos interminables, pero en todo momento, en el sueo y en la vigilia, permaneca atento al jadeo entrecortado y a la spera caricia de la lengua lupina.De pronto dej de or aquella respiracin, y poco a poco emergi de su sueo al sentir en su mano el contacto de la lengua reseca que lo lama. Esper. Los colmillos presionaron suavemente; la presin aument; el lobo aplicaba sus ltimas fuerzas a la tarea de hundir los dientes en la presa tanto tiempo deseada. Pero el hombre haba esperado tambin largo tiempo y la mano lacerada se cerr en torno a la quijada. Lentamente, mientras el lobo se resista dbilmente y el hombre aferraba con igual debilidad, la otra mano se arrastr subrepticiamente hacia el cuello del animal. Cinco minutos despus el hombre estaba echado sobre el animal. Las manos no tenan la fuerza suficiente para ahogarlo, pero su rostro estaba hundido en la garganta del lobo, y su boca estaba llena de pelos. Media hora despus, el hombre not que un lquido caliente se deslizaba por su garganta. No era una sensacin agradable. Era como plomo derretido lo que entraba a la fuerza en su estmago, y esa fuerza obedeca exclusivamente a un esfuerzo de su voluntad. Ms tarde el hombre se tendi boca arriba y se durmi.En el balleneroBedfordiban varios miembros de una expedicin cientfica. Desde la cubierta divisaron un extrao objeto en la costa. El objeto se mova por la playa en direccin al agua. A primera vista no pudieron clasificarlo y, llevados por su curiosidad cientfica, botaron una chalupa y se acercaron a la playa para investigar. Y all encontraron a un ser viviente que apenas poda calificarse de hombre. Estaba ciego y desvariaba. Serpenteaba sobre la arena como un gusano monstruoso. La mayora de sus esfuerzos eran intiles, pero l persista, retorcindose, contorsionndose y avanzando quiz una veintena de pies por hora.Tres semanas despus el hombre yaca sobre una litera del balleneroBedford, y con lgrimas surcndole las enjutas mejillas, refera quin era y la odisea que haba pasado. Balbuca tambin palabras incoherentes acerca de su madre, de las tierras templadas del sur de California y de una casa rodeada de flores y naranjales.No pasaron muchos das antes de que pudiera sentarse a la mesa con los cientficos y los oficiales del barco. Se regocij ante el espectculo que ofreca la abundancia de manjares y mir ansiosamente cmo desaparecan en las bocas de los comensales. La desaparicin de cada bocado atraa a su rostro una expresin de amargo desencanto. Estaba perfectamente cuerdo y, sin embargo, a las horas de las comidas odiaba a aquellos hombres. Lo persegua el temor de que las provisiones se agotaran. Pregunt cerca de ello al cocinero, al camarero de a bordo y al capitn. Todos le aseguraron infinidad de veces que no tena nada que temer, pero l no poda creerlo, y se las ingeni para poder ver la despensa con sus propios ojos.Pronto se dieron cuenta todos de que el hombre engordaba. Cada da que pasaba su cintura aumentaba. Los cientficos meneaban la cabeza y teorizaban. Lo pusieron a rgimen, pero el hombre segua engordando e hinchndose prodigiosamente bajo la camisa.Los marineros, mientras tanto, sonrean para su capote. Ellos s saban. Y cuando los cientficos se decidieron a vigilar al hombre, supieron tambin. Lo vieron escurrirse al acabar el desayuno y acercarse como un mendigo a un marinero con la palma de la mano extendida. El marinero sonri y le alarg un trozo de galleta. El hombre cerr el puo codicioso, mir la galleta como un avaro mira el oro y se la meti bajo la camisa. Lo mismo hizo con lo que le entregaron los otros marineros.Los cientficos fueron prudentes y lo dejaron en paz. Pero en secreto registraron su litera. Estaba llena de galletas de municin; el colchn estaba relleno de galleta; cada hueco, cada hendidura estaba llena de galleta... Y, sin embargo, el hombre estaba cuerdo. Slo tomaba precauciones contra una posible repeticin de aquel perodo de hambre; eso era todo. Se restablecera, dictaminaron los cientficos. Y as ocurri aun antes de que el ancla del ballenero Bedford se hundiera en las arenas de la baha de San Francisco.