Amor de piedra y aire

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AMOR DE PIEDRA Y AIRE Allí estaba. El pelo, negro rizado, ondeando al mismo compás que su vestido barría de admiradores el suelo. Estaba subiendo las escaleras hasta el Arco, y él se encontraba al otro lado de la plaza casi rectangular, moderna y de baldosas regulares. Decidió acercársele, hacérsele el encontradizo, nada más que para saludarla, así que corrió los pocos metros hasta el primer escalón y subió hasta el último. Allí empezaba el otro mundo que la misma ciudad albergaba. Las calles ya no tenían otras rectas que los cantos irregulares de los adoquines gastados por el tiempo y millones de pasos. Toneladas de agua habían llovido sobre ellos, llevándose con su cemento quién sabía cuántas emociones, ilusiones e inquinas. Por allí iba. Temía haberla perdido, pero no, vio ondear su vestido al doblar una esquina metros más adelante. Lo imaginó retrasado, diciéndole que se apresurara, que la dueña de ambos tenía prisa y no podía dejarla escapar. Él no sabía la razón, ni la razón le servía en aquellos momentos, pero no era capaz de alcanzarla. Se torció los tobillos varias veces, maldijo por lo bajo y por lo alto otras tantas que parecía que la mujer se hubiera desvanecido en el aire, pero de algún modo un cierto instinto lo guiaba y no hubo ocasión que la perdiese que no volvieran sus pies a encontrar el camino de ella. El tiempo parecía haberse detenido para ellos igual que para aquellas piedras. Las rozó muchas veces en su caminar, y le pareció como si le hablasen... de otros como él, de años, décadas y siglos atrás, pero lo achacó al Sol inclemente. Fue su último pensamiento porque seguidamente lo raptó la pasión. ¡Allí estaba, quieta! A punto de entrar en un callejón estrecho que adornaba un fino puente de piedra de utilidad hacía mucho olvidada. Un poco más allá, siguiendo la pendiente descendiente de la calzada, algo mejor conservada, un arbusto había conquistado la pared y la llenaba de flores rosas. Qué bien le quedaba aquel vestido floreado a ella... Cuando decidió moverse para acercársele, ella se movió también, decidida pero lenta, como aspirando y gozando en su ser el aire y la vista de la dehesa allá a lo lejos. El Sol se ponía, los dos amantes, aún ignorantes de su condición se desplazaban hacia el campo eterno que oteaba la ciudad. Súbitamente, o eso le pareció a él, jadeante, casi cegado a partes iguales por el Sol y por la pasión, ella empezó a desvanecerse. Su vestido se hizo jirones de aire y las flores cayeron al suelo, quién sabe si reales o no. Simultáneamente, sus largos cabellos se confundían con los tallos del arbusto y las flores de éste se hicieron estrellas. «¡¡Nooooo!!». Desesperación. No podía ser. ¿Qué alucinación era aquella? Corrió hacia donde instantes antes creía que se encontraba la moza. «No puede ser». Estaba claro que aquello era imposible. Un juego macabro de luces, su cabeza a mil grados por el Sol, un espejismo. Sintió su aroma, le pareció que seguía hacia adelante, hacia abajo, por el mismo callejón que se vertía hacia la dehesa, y allá se fue, corriendo.

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AMOR DE PIEDRA Y AIRE

Allí estaba. El pelo, negro rizado, ondeando al mismo compás que su vestido barría de admiradores el suelo. Estaba subiendo las escaleras hasta el Arco, y él se encontraba al otro lado de la plaza casi rectangular, moderna y de baldosas regulares.

Decidió acercársele, hacérsele el encontradizo, nada más que para saludarla, así que corrió los pocos metros hasta el primer escalón y subió hasta el último.

Allí empezaba el otro mundo que la misma ciudad albergaba. Las calles ya no tenían otras rectas que los cantos irregulares de los adoquines gastados por el tiempo y millones de pasos. Toneladas de agua habían llovido sobre ellos, llevándose con su cemento quién sabía cuántas emociones, ilusiones e inquinas.

Por allí iba. Temía haberla perdido, pero no, vio ondear su vestido al doblar una esquina metros más adelante. Lo imaginó retrasado, diciéndole que se apresurara, que la dueña de ambos tenía prisa y no podía dejarla escapar.

Él no sabía la razón, ni la razón le servía en aquellos momentos, pero no era capaz de alcanzarla. Se torció los tobillos varias veces, maldijo por lo bajo y por lo alto otras tantas que parecía que la mujer se hubiera desvanecido en el aire, pero de algún modo un cierto instinto lo guiaba y no hubo ocasión que la perdiese que no volvieran sus pies a encontrar el camino de ella.

El tiempo parecía haberse detenido para ellos igual que para aquellas piedras. Las rozó muchas veces en su caminar, y le pareció como si le hablasen... de otros como él, de años, décadas y siglos atrás, pero lo achacó al Sol inclemente.

Fue su último pensamiento porque seguidamente lo raptó la pasión. ¡Allí estaba, quieta! A punto de entrar en un callejón estrecho que adornaba un fino puente de piedra de utilidad hacía mucho olvidada. Un poco más allá, siguiendo la pendiente descendiente de la calzada, algo mejor conservada, un arbusto había conquistado la pared y la llenaba de flores rosas. Qué bien le quedaba aquel vestido floreado a ella...

Cuando decidió moverse para acercársele, ella se movió también, decidida pero lenta, como aspirando y gozando en su ser el aire y la vista de la dehesa allá a lo lejos. El Sol se ponía, los dos amantes, aún ignorantes de su condición se desplazaban hacia el campo eterno que oteaba la ciudad.

Súbitamente, o eso le pareció a él, jadeante, casi cegado a partes iguales por el Sol y por la pasión, ella empezó a desvanecerse. Su vestido se hizo jirones de aire y las flores cayeron al suelo, quién sabe si reales o no. Simultáneamente, sus largos cabellos se confundían con los tallos del arbusto y las flores de éste se hicieron estrellas.

«¡¡Nooooo!!».

Desesperación. No podía ser. ¿Qué alucinación era aquella? Corrió hacia donde instantes antes creía que se encontraba la moza.

«No puede ser». Estaba claro que aquello era imposible. Un juego macabro de luces, su cabeza a mil grados por el Sol, un espejismo. Sintió su aroma, le pareció que seguía hacia adelante, hacia abajo, por el mismo callejón que se vertía hacia la dehesa, y allá se fue, corriendo.

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No pudo ver cómo por la entrada a su callejón doblaba la esquina una doncella, vestido florido y cabellera negra azabache, rizada y ondeante por la prisa, el rostro congestionado de terror. Ni cómo le hacía un vano gesto con la mano queriendo avisarle, o retenerlo. A sus ojos, aquel hombre, su enamorado, se convertía inexplicablemente en suelo, paredes y arco de un callejón.

No podía entender, aquello no era posible, de modo que siguió por aquella malhadada calle.

Y la doble persecución construye para siempre el Callejón de Don Álvaro, con tanta realidad y solidez como los edificios, el arco y el arbusto trepador.

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José Gregorio del Sol CobosHotel Casa Don Fernando, Cáceres

15 – VII - 2013