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OREJAS. Por José Aguilar “A los 60 las cosas ya no son, quizá para usted tampoco lo sean Jefe, blancas o negras, pero un sicario siempre continúa siendo un sicario, le doy mi palabra”. Eso fue lo que le dije al Jefe, con la esperanza de que entendiera que mis circunstancias personales no habían tenido nada que ver en que aquel tipo escapara vivo. Aunque, lo reconozco, la relación que nos unió durante algún tiempo al, digamos, objetivo del trabajo y a mí mismo, podría hacer que el Jefe albergara alguna duda sobre mi, llamémosla así, lealtad con la empresa. ¿Demasiados circunloquios? De acuerdo, les pondré en antecedentes. — Vete a tomar por culo. Esa fue la primera frase que me dirigió O’Mally a.k.a “Orejas” a.k.a “Cuchillo”, para ustedes, el tipo al que me referí antes, es decir, el objetivo, mi último encargo. Sí, ésa fue su respuesta la primera vez que le pedí un cigarrillo. Y no negaré que la amistad que, a pesar de ese aparente mal comienzo, nos unió durante un largo y significativo periodo de nuestra vida podría poner en duda mi profesionalidad, pero más de 30 años de servicio en la empresa y unos 40, quizá fueran más, cadáveres mediante, deberían haber permitido al Jefe inclinar la balanza de esa duda a mi favor. Pero el Jefe no entiende de supuestas lealtades, sólo confía en los hechos consumados. Y no seré yo el que ponga en tela de juicio esa estrategia: es la ley básica de nuestro negocio. Me olvidaba, perdonen la digresión, les estaba hablando de cómo conocí a O’Mally. Crecí en un internado de Navan, condado de Meath, no demasiado lejos de Dublín, donde más tarde me establecí, digamos, profesionalmente. Nunca conocí a mis padres. Fui un huérfano de las llamadas “alegrías de la república irlandesa”, es decir, el producto de algún embarazo no deseado generado en una de tantas fiestas que festejaban con sexo nuestra independencia del Rey de Inglaterra que supuso la proclamación de la Constitución de 1949. Así que podría decirse que soy una víctima diferente del secesionismo irlandés, en concreto un epifenómeno de la lasitud de costumbres ligada a la proclamación de la República. Así que, gracias a nuestra Independencia, toda mi infancia la recuerdo rodeado de niños huérfanos o abandonados o excesivamente rebeldes para ser manejados por sus familias y en manos, en ocasiones demasiado literalmente, de los severos Padres Predicadores. Y disculpen si mi vocabulario les resulta

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OREJAS.Por José Aguilar

“A los 60 las cosas ya no son, quizá para usted tampoco lo sean Jefe, blancas o negras, pero un sicario siempre continúa siendo un sicario, le doy mi palabra”. Eso fue lo que le dije al Jefe, con la esperanza de que entendiera que mis circunstancias personales no habían tenido nada que ver en que aquel tipo escapara vivo. Aunque, lo reconozco, la relación que nos unió durante algún tiempo al, digamos, objetivo del trabajo y a mí mismo, podría hacer que el Jefe albergara alguna duda sobre mi, llamémosla así, lealtad con la empresa. ¿Demasiados circunloquios? De acuerdo, les pondré en antecedentes.

— Vete a tomar por culo.

Esa fue la primera frase que me dirigió O’Mally a.k.a “Orejas” a.k.a “Cuchillo”, para ustedes, el tipo al que me referí antes, es decir, el objetivo, mi último encargo. Sí, ésa fue su respuesta la primera vez que le pedí un cigarrillo. Y no negaré que la amistad que, a pesar de ese aparente mal comienzo, nos unió durante un largo y significativo periodo de nuestra vida podría poner en duda mi profesionalidad, pero más de 30 años de servicio en la empresa y unos 40, quizá fueran más, cadáveres mediante, deberían haber permitido al Jefe inclinar la balanza de esa duda a mi favor. Pero el Jefe no entiende de supuestas lealtades, sólo confía en los hechos consumados. Y no seré yo el que ponga en tela de juicio esa estrategia: es la ley básica de nuestro negocio. Me olvidaba, perdonen la digresión, les estaba hablando de cómo conocí a O’Mally.

Crecí en un internado de Navan, condado de Meath, no demasiado lejos de Dublín, donde más tarde me establecí, digamos, profesionalmente. Nunca conocí a mis padres. Fui un huérfano de las llamadas “alegrías de la república irlandesa”, es decir, el producto de algún embarazo no deseado generado en una de tantas fiestas que festejaban con sexo nuestra independencia del Rey de Inglaterra que supuso la proclamación de la Constitución de 1949. Así que podría decirse que soy una víctima diferente del secesionismo irlandés, en concreto un epifenómeno de la lasitud de costumbres ligada a la proclamación de la República. Así que, gracias a nuestra Independencia, toda mi infancia la recuerdo rodeado de niños huérfanos o abandonados o excesivamente rebeldes para ser manejados por sus familias y en manos, en ocasiones demasiado literalmente, de los severos Padres Predicadores. Y disculpen si mi vocabulario les resulta algo rimbombante, los Dominicos no me educaron para asesino a sueldo, al menos no deliberadamente, supongo. Pero, a lo que íbamos, O’Mally, aquel, entonces, niño que no me quiso dar un cigarro, era, en realidad, el prototipo de superhombre en el internado. Más bien bajito pero de torso ancho, pelo negro y crespo y mirada directa, estaba provisto de unas extraordinarias orejas de soplillo que emergían como las asas de un ánfora romana y que absolutamente nadie mencionaba, ni siquiera en su ausencia. Se rumoreaba −y él nunca lo ha negado− que la causa de la cicatriz que el pelirrojo Kavannagh lucía en el ala izquierda de su nariz era consecuencia de una comparación ciertamente desafortunada de aquellos apéndices con la silueta del propio mapa de nuestra República del Éire (donde −disculpen que me alargue, pero los detalles siempre son lo más significativo− la posición virtual de la traidora Irlanda del Norte coincidía con el lugar por

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donde el Padre McAleesse apresaba frecuentemente al también díscolo O’Mally). Ni que decir tiene que, desde mis primeros recuerdos, mi objetivo fue conseguir ser su aliado. Y, después de todo, eso fue lo que me enseñó el oficio. Para O’Mally hice mis primeros trabajos: amenazas a los escasos niñatos de familias ricas para que aflojaran algunas libras a fin de mes, falsas delaciones a los Padres para que tal o cual compañero incómodo fuera amonestado o expulsado unos días a su casa, pequeños hurtos. Él a cambio me ofrecía una protección blindada en acero inoxidable, lo que en mi caso, un niño más bien canijo y mejor dotado para la retórica que para el combate cuerpo a cuerpo, era toda una garantía de supervivencia en aquel maldito lugar.

Cuando recién cumplí los 20 y O’Mally los 21, a él le liberaron del internado y le buscaron un trabajo como oficial en una imprenta en Dublín. Yo me escapé tras él unos meses después, animado por la venganza colectiva de la que fui objeto una vez licenciado mi protector y con la esperanza de que nuestra fértil alianza colegial se seguiría de una no menos productiva asociación comercial en el mundo libre de nuestra, bueno, técnicamente sólo suya, mayoría de edad. Ni que decir tiene que no encontré a O’Mally en la imprenta donde teóricamente debería haber estado empleado. Pero, ya saben, Dublín no es muy grande, y unos años después, supe de él, aunque nunca hasta estos últimos meses había vuelto a verlo personalmente, créanme.

O’Mally se especializó en el robo y comercialización de automóviles de alta gama. En los 70 fue un negocio muy lucrativo, que incluso se amplió y se facilitó con la hábil estrategia de desmontar los automóviles robados y venderlos como recambios oficiales a talleres especialmente económicos para sus clientes. Sí, no disimulen, ustedes saben a qué me refiero. En cambio, la “empresa” de mi Jefe se basa en el clásico negocio de la extorsión para reclamar deudas de difícil cobro o dudosa fuente. Mi papel es, básicamente, el de amenazar al que tiene que aflojar, disculpen la vulgar expresión, mediante una calculada retórica donde distintas especies de horribles torturas al sujeto o a sus familiares queridos son descritas en sus detalles más escalofriantes. Y, perdonen la inmodestia, yo en eso he sido siempre un auténtico maestro. Ya saben, cortesía dialéctica de los PP Dominicos. Sin embargo, poco a poco, tuve que involucrarme más en el negocio. El Jefe, por algún motivo, nunca acabó de confiar en mí, así que tuve que dedicarme a cargarme a alguno de aquellos deudores para mejorar mi imagen en la empresa y demostrar mi lealtad y, sobre todo, mi implicación personal, firmando con sangre. Como les dije, son ya más de cuarenta firmas al pie de otros tantos contratos. Y ni aún así.

Supondrán, eso espero a estas alturas de mi sincero relato, que el destino de O’Mally y el mío se cruzaron en algún momento y que las cosas no salieron demasiado bien. Ese cruce, y es en los cruces de los caminos donde se aprece el diablo, decía el Padre McAleesse, se produjo a finales de este año, en plena crisis financiera mundial. Menos dinero circulando, muchos acreedores ávidos de cash-flow para, a su vez, solucionar sus propias deudas…en resumen, buenos negocios para mi Jefe. Y de forma recíproca, mala época para los coches de lujo, mala situación para los de O’Mally. Así que, inevitablemente, ocurrió. Me encontré de nuevo, cuarenta años después, frente a sus orejas de soplillo, que destacaban todavía más por su obligatorio crecimiento con la edad —siempre me ha sorprendido

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ese extraño fenómeno— y por la calvicie casi universal que adornaba su cabezón. Él no pareció reconocerme, o quizá ni siquiera le importara. Le solté el consabido discurso: fracturas de dedos, incendio de su hogar, ceguera traumática —éste siempre resulta muy eficaz—, viaje al fondo del río Liffey con todos los gastos pagados, etc. Tengo que reconocer que no le afectó demasiado. Aún así dijo que pagaría pronto. Lo creí, no eran más de cinco mil libras (lo siento, calculo mal en euros) y me aseguró que tenía algunas cosas que podría vender.

Meses después de ese primer encuentro mi Jefe me envió de nuevo en su busca. No había satisfecho la deuda y otro acreedor nos había encargado que ejerciéramos más presión. Esta vez eran unas diez mil y la cosa pintaba fea, disculpen, lo expresaré mejor, se teñía con los peores augurios. Lo encontré de nuevo en el Cassidy’s, ni siquiera había cambiado las costumbres. Parecía extraordinariamente tranquilo, dada su situación. Le expliqué pormenorizadamente cómo estaban las cosas.

—Vete a tomar por culo —dijo de nuevo, escuetamente.

Ni que decir tiene que me invadió una cierta nostalgia. Aquellas cinco palabras me habían traído a la memoria tantos años de fiel alianza, tantas tardes fumando a escondidas de aquellas sotanas blancas y negras. Si me hubiera dicho “cuánto te he echado de menos” no me hubiera emocionado tanto. Así era O’Mally, así continuaba siendo, impasible, una roca.

—Pero una roca con asas —me dijo el Jefe—. Ya puedes despabilar y cargarte a ese mierda de hombre-elefante. Y si tú no eres capaz, encárgale a Pete que lo haga. Y cuidado, que os conozco de sobra. ¿Entendido?

Y, sin poder evitar mirar aquella antigua herida que le deformaba la nariz, supe que Kavannagh nunca confiaría del todo en mí. Tenía razón, yo tampoco había cambiado tanto, pensé cuando apretaba el gatillo. Ustedes seguro que lo entienden.

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Ana Herrera-CHARLAS-

Creo que el destino fue ingrato con mi padre, haciendo de él un hombre triste y reservado. Lo único que yo conocía de su vida, es que perdió a su madre al venir al mundo y que pedía a sus Dioses, poder conocerla aunque fuera en sueños. Nunca lo consiguió. Recién cumplió los sesenta, apareció en él un deseo de hablarme de su pasado y yo le escuché encantada. Crecí en un Internado me dijo. A los once años salí de aquel Centro, analfabeto, sin otra esperanza que trabajar en mi tierra de Andalucía como obrero del campo. Sigue padre... El alimento era solamente pan con aceite. Las noches eran durísimas. Después de una larga jornada de trabajo tenía que trasladar a las caballerías a un pueblo cercano n o pudiendo evitar las cabezadas del sueño al mismo tiempo que movía las piernas.¿Y porqué adulto escogiste el Ejercito como profesión?Porque cuando cumplí la edad de ir al Ejercito obligatoriamente, me pareció el Cuartel un paraíso. Dormía en cama y comía caliente. Una muchacha muy bonita de ojos sinceros servía las mesas. La llamaban Cantinera. Me enamoré de ella.¿ Y todavía seguías siendo analfabeto?Tube la inmensa suerte de encontrar en mi camino un viejo profesor que me enseñó todo lo necesario para defenderme en la vida. A mi padre, siempre taciturno y callado, se le animaba el semblante a medida que me hablaba. El hombre reservado y pudoroso con sus sentimientos parecía encontrarse feliz contándome su pasado y es que probablemente a los sesenta las cosas no son como antes. El camino por llegar es ya corto y en lo que se ha recorrido, puede haber quedado algo importante que todavía se puede recuperar. Mi padre, que había escondido siempre sus sentimientos, me los iba entregando ahora poco a poco en sus charlas.¿Y te casaste con la Cantinera, claro?Así fué, pero como marcado por un destino cruel, la perdí como a mi madre , al nacer tu hermano.No merecías ese destino, padre.Me uní sin amor a otra mujer muy buena con vosotros....Era mi madre, naturalmente.Si, y al venir tú al mundo, todo cambió para mí. Aquel personajillo (reímos los dos) que cogí en mis brazos, borró en un momento todo lo negativo que había en mi vida y sentí un bienestar como nunca había experimentado. Viniste al mundo para salvarme de la soledad y la melancolía donde había estado atrapado. Aquellas palabras fueron para mí una auténtica declaración de amor paternal que no olvidaré nunca. Fué entonces cuando comprendí la insensatez de haber vivido encerrados en un absurdo silencio.

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Mi padre sacó de su bolsillo una caja envejecida por el tiempo, conteniendo una pulsera que me puso cariñosamente en la mano.Era de tu abuela me dijo. Me la envió un Notario cuando llegué a la Mayoría de edad.

Los años han pasado y mi padre ya no está entre nosotros, pero cuando miro la pulsera que recibí durante nuestras charlas, como si de un talismán se tratara, recibo de ella una corriente de cariño de los que me han precedido en mi familia sin haberlos conocido.

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Clase XXX Trini Rodríguez

Tesón

Hace días que barajo las frases clave de la nueva consigna, que me acompañan en las labores cotidianas y en mis paseos al atardecer. Paso las horas tratando de conciliarlas en un pequeño relato que agrade a mis sentidos. Porque no sabría vivir sin leer he crecido escribiendo, enlazando talleres literarios. Cuadernillos en blanco o manuscritos en rojo, han sido siempre el primer objeto personal, en ocasiones el único, que he incluido en mis maletas.

Cuando recién cumplí los cuarenta la escritura, una vez más, me sacaba de apuros. La necesidad quiso separarme de los míos y colocó entre mis brazos un océano inflexible que no podían abarcar. Fueron palabras escritas con tinta de ausencia las que me acercaban, cada noche, a ese sueño infantil, tan lejano, que robaba el mío. Las letras me enseñaron a gobernar las manecillas del tiempo y a reducir las millas en renglones.

A los setenta las cosas ya no son tan urgentes ni los relojes tan precisos. Los años se pueden medir en párrafos o las horas en capítulos. Si el destino me concede la suerte de conservar mis cabales, leeré para seguir escribiendo. No me importa donde, ni en la casa que habite, me inventaré personajes que me contaran historias como lo vengo haciendo desde niña.

Crecí en un internado, regentado por monjas, donde no se permitía llevar libros de la biblioteca al cuarto. Nunca entendí procedente aquella regla, ni aún hoy; pero reconozco que le debo los mejores momentos de mi vida. Mi rebeldía infantil no quiso renunciar a esperar al sueño cada noche entre las páginas de una aventura, y aprendí, en los recreos, a escribir los cuentos que acostada en la cama yo misma me leía.

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Miguel Angel Falasca

A los sesenta las cosas ya no son blancas o negras. La teoría de la relatividad ha traspasado ampliamente los lindes matemáticos. No me considero un hombre malo aunque admito que un análisis pormenorizado de mis actos pudiera sugerir sin duda lo contrario. Convendría que supieseis que cedo el asiento a las embarazadas en los medios públicos de transporte o en una atestada sucursal del Banco Santander, que dono gran parte de mi dinero puntualmente a dos o tres O.N.G. al inicio de cada mes y que me acuerdo del cumpleaños de mi yerno o de la fecha de nuestro aniversario de bodas y dejo flores cada uno de noviembre delante de la tumba de mi padre. Soy buen conocedor de los hábitos deseables de conducta y cuido con esmero los huesos carcomidos de las relaciones sociales construidas en el arco de una vida. He intentado tener siempre un comportamiento ejemplar y la mayor parte del tiempo creo haberlo conseguido. Ahora bien, lo que os pregunto es ¿puede un acto deleznable enturbiar por completo una existencia basada en los sólidos cimientos de la bondad? No, no os apresuréis a responder. Deseo que antes conozcáis de primera mano los sucesos pertinentes. Sólo así, desde la comprensión de los hechos fundacionales de mi alma, podréis sentenciarme o absolverme con la seguridad de no cometer una injusticia. Sucedió del siguiente modo. Cuando recién cumplí los treinta (corría el año sesenta y nueve) pude encontrar un buen empleo y alquilar un pisito donde comenzar, por decirlo de algún modo, mi aventura en solitario. Era una vivienda pequeña, apenas treinta y cinco metros cuadrados, emplazada en un edificio cercano a la Universidad Complutense de Madrid. Por está razón, la mayoría de mis vecinos eran estudiantes que compartían casa además de gustos musicales, ganas de juerga e imprudentes reivindicaciones políticas. Entre estos se encontraba Ivan López Alkorta, alumno de cuarto de derecho, comunista y novio de la hermosísima Viviana Roldán Rodríguez. Ivan tenía el aspecto de un espantapájaros. Siempre con barba de tres días, el pelo enmarañado y, supongo que fue esto último lo que enamoró a Viviana, una sonrisa limpia como el reflejo del sol en las avenidas ocultas por la nieve. Era educado y amable. Recuerdo que una vez le deje un poco de café y a los dos o tres días me trajo un paquete nuevo de la misma marca y tipo que el que yo le había prestado. No tenía quejas de él. Me parecía un buen chico. Pero lo cierto es que Ivan acudía a reuniones clandestinas, repartía panfletos que incitaban a una especie de revolución marxista y corría delante de las porras cada vez que se le presentaba una ocasión. No se por qué confió en mí. Tal vez por mi fachada bondadosa y este rostro de trazos dulces en donde habita un intrínseca tristeza. Tal vez porque yo era un tipo esencialmente taciturno que poseía un aura de miel que atraía a los demás. Supongo que esto fue lo que también atrajo a la hermosísima Viviana algún tiempo después. Poco a poco nos hicimos amigos, colegas solía decir él. Yo apenas hablaba e Ivan lo hacía en exceso. Estaba entregado a la causa y empleaba todo el tiempo palabras como derrocar, libertad, pueblo, dignidad, igualdad, trabajadores y, sobre todas, democracia. Yo no es que fuera franquista, pero me adaptaba al medio. Como una animal que devora lo que tiene que devorar para seguir con vida. Pero más allá de sus arengas políticas nos divertíamos estando juntos, bebiendo numerosos chupitos de orujo o bailando al son de las canciones de Edith Piaf que, según nos informaba Viviana, eran la última moda en Francia. Pasamos unos cuantos meses así. Felices. Sin noticias de los grises (sólo delante de Iban usaba yo una expresión como esta). Pero, como dice una canción, el llanto en la risa,

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allí termina. En este caso fue la al revés. La risa terminó en el llanto. La policía había recogido abundante información sobre las implicaciones de Ivan mediante unos micrófonos que instalaron en su piso. No tenían dudas. Era un importante activista de ETA y sospechaban que preparaba un atentado. Lo fusilaron el treinta de octubre de mil novecientos setenta. Tenía veinticuatro años. Ocurrió en un descampado cercano al aeropuerto militar de Torrejón de Ardoz. Me dijeron que no imploró clemencia, que murió en el acto y que aquel día, en aquel lugar, llovía a cántaros. Poco más puedo agregar. Viviana se refugió en mis brazos y yo fui comprensivo. Creo que ahí comenzó a gestarse nuestra historia. Ahora, mientras escribo estás palabras en mi portátil, ella teje un jersey para Brunito, nuestro primer nieto que acaba de nacer. Hace décadas que no hablamos de Ivan. Aunque cuando ella cierra los ojos aun parece que la ilumine el recuerdo de su sonrisa. Esperad, esperad. No dictéis sentencia todavía, aún queda algo que contar. Crecí en un internado Jesuita de Palencia. De aquellos años recuerdo sobre todo a Leo Cruz y el patio donde dábamos las lecciones de gimnasia. Leo era un defensa infranqueable de octavo que usaba no pocas ni limpias artimañas para detener a cualquier jugador que se acercase a las inmediaciones de su portería. Además, tenia la planta de un luchador de sumo japonés y, según contaban los que le conocían bien, un portentoso gancho de izquierda. Y fue a este chaval (porque a pesar de mis recuerdos debió de ser un chaval) al que se me ocurrió devolverle un codazo mientras disputábamos un balón aéreo en la final de fútbol del cincuenta y tres. Fui rápido y preciso y pude ver la mueca de dolor que esbozó Leo en su rostro cerrando fuertemente los ojos y comenzando una acompasada respiración profunda. Fue como si se hubiese detenido el tiempo. Todos los chicos me miraban. Alguno me hizo señas para que me largase, pero yo estaba petrificado. Leo abrió los ojos, me observó detenidamente y rugió.Te voy a matar.Perdóname- susurre con la voz entrecortada.Yo nunca perdono a nadie- sentenció mientras, a toda máquina, se abalanzaba sobre mí. Sinceramente pensé que me mataba y creo que lo hubiese hecho si no lo llegan a agarrar entre los cuatro profesores que seguían el partido desde la banda. -Te espero a la salida.-No te escaparás- gritaba sin importarle lo que pensaran los maestros Pero no pudo, porque aquella pelea fue, según el director del internado, la gota que colmó el vaso. Lo expulsaron en el acto y yo, que era y soy lo que se dice un absoluto miedica, pude respirar tranquilo. Y así hasta el veinte de setiembre del sesenta y nueve, cuando el teniente Cruz vino a verme a mi trabajo. Ordenó que le entregará a Ivan. Me amenazó con ser cómplice de un posible terrorista, con meterme en una de esas cárceles especiales para rojos. Además, de todas formas lo iban a capturar. Sólo se trataba de allanarles el camino y de que Leo se colgase una medalla.

-Si me haces este favor quedaremos en paz- dijo el teniente, a la vez que me guiñaba un ojo.

Me hubiese gustado poder contaros otra cosa, creedme. Deciros que yo no tuve nada que ver. Pero lo cierto es que no me atreví a darle un

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codazo porque no había nadie mirándonos desde la banda. Le entregué las llaves del piso de Ivan y ellos hicieron su trabajo. El resto ya lo conocéis. Y lo peor es que, aunque algunas noches bale mi conciencia, creo que en el fondo no me arrepiento de haberme acobardado nuevamente. Me he hecho rico construyendo instalaciones para el ejercito gracias a las pertinentes adjudicaciones de mi amigo el general Cruz, que me ha jurado una y mil veces que hice lo correcto, que aquel tipo era un etarra, y, por encima de todo, he pasado cada día de mi vida junto a Viviana, a la que he amado y amo con locura y sé que, en algunos momentos, ella también lo ha hecho. Nada más. Ya tenéis todos los datos. Es hora de dictar sentencia.

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Inmaculada Reina. Clase XXX .El tiempo en la ficción(I)

UNA VIDA PLENA

Mire usted, señorita, esto me lo ha arreglado una sobrina de mi marido. Yo no sé si nos corresponde, porque nosotros con la pensión nos apañamos. A partir de los setenta años uno se arregla con bien poco y nosotros el piso lo tenemos pagado. Yo voy al banco a primeros de mes y saco algo de dinero. Dejo para los recibos. Un mes para el agua y el teléfono y el otro para la luz, que es lo que más ha subido. Ahora hay muchas ayudas, no como antes, pero yo entiendo que tendrán que ser para los más necesitados.

¿Quiere usted un café? Nosotros a esta hora nos tomamos un café y un par de galletas y aguantamos hasta el caldito de la noche. Merendamos aquí, con la televisión, que acompaña mucho. Mi marido se pasa el día sentado en la butaca desde hace ya no sé cuántos años. ¿Ha visto lo aseadito que lo tengo? Los pañales que da la seguridad social ayudan mucho. Si usted viera cuando cuidé a mi suegra la de pañales que llegué a lavar, y sábanas, una noche sí y la otra también. Pero nunca le he tenido miedo al trabajo ¿no ve que yo aprendí con las monjas? Eso sí era lavar, palanganas y palanganas de ropa blanca en el lavadero que tenían en la azotea. Es que yo me crié en un internado. Mi madre murió al nacer yo y mi padre me dejó a cargo de mi abuela y mis tías. Eran demasiadas mujeres y ninguna me hizo de madre. Así que, con cinco años, me llevaron con las monjas. Pero la estoy entreteniendo, y usted tiene que rellenar los papeles. Ande, siéntese aquí, al lado de mi marido, que le tengo puesto el radiador. Yo traigo el café y le contesto a lo que haga falta.

Aquí lo tengo todo. La cartilla del seguro, la del banco y mi carné de identidad. El de mi marido se lo meto en el bolsillo de la camisa ¿usted ve? Con un billete pequeño. Le gusta llevarlo ahí, como cuando trabajaba. Ochenta y ocho años ha cumplido el mes pasado. Me saca catorce. Él era repartidor y llevaba los pedidos donde las monjas y por eso nos conocimos. Un día que la hermana Luisa no estaba se me acercó y me preguntó cuántos años tenía, así, como si yo fuera una niña y me dijo: yo tengo la edad de Cristo. Nos casamos ese mismo año, recién cumplidos yo los diecisiete.

Pero todo eso no interesa ahora. Estará usted cansada de historias de viejos. Mire, he traído las medicinas que le tienen recetadas: la de la tensión y ésta que la toma desde que le operaron de la próstata. Ésta que es para dormir no se la doy. A mi suegra sí se la daba, porque sino no había manera. Tenía azúcar y al final se le fue la cabeza. Pero él no me da guerra por las noches. Muchas veces nos quedamos aquí sentados, con la televisión, hasta la madrugada, viendo los concursos de cantantes, los reportajes. Yo antes me ponía con la labor, pero ya tengo la vista tan mala que apenas coso; repasar algún botón, zurcir los calcetines y poco más. La máquina de coser no sé desde cuándo no la abro. Con lo que yo he cosido. Aprendí con la hermana Luisa, que era muy buena bordadora. Tenía los dedos picados de la aguja y la lejía, como yo ahora ¿ve usted?

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Si me deja hablar y hablar no acabamos con lo que usted venía a hacer. Dígame qué más necesita saber para lo de la ayuda. La sobrina de mi marido la pidió para pagar a una persona que venga a asearlo. Dice que le da miedo que un día se me caiga en el baño. Me gusta ducharlo a diario, antes de desayunar. Lo a gusto que se queda con su ropa limpia y recién afeitado. Ahí donde lo ve, tan pequeñito en su butaca, no sabe usted el hombretón que era. Pero los años tienen eso. Su madre me duró hasta los noventa y siete. Una mujer grandota que había sido y la cogía yo en peso como si fuera un crío pequeño. Pero entonces yo era más joven, claro.

¿Le quiere preguntar algo a él? No oye mucho, pero se entera de todo si se le habla en voz alta. Y tiene la cabeza perfectamente. Lo único que tiene débil son las piernas. No lo saco nunca. Por las mañanas le abro esta ventana para que le de el solecito. Antes íbamos a la misa de los domingos pero ahora la vemos por la televisión, que para los viejos y los enfermos sirve igual. Cada semana la dan desde un sitio diferente y te ponen las vistas de la ciudad. Una vez la transmitieron desde la catedral de Burgos. Si usted viera qué bonita, con esas vidrieras. Yo es que siempre he querido ir a visitarla, desde que las internas de pago fueron de viaje cultural y desde allí mandaron una postal al colegio. Me gustaba tanto que las monjas me la regalaron y todavía la tengo guardada, la catedral de Burgos con sus torres tan altas y ese cielo tan azul. Pero no me deje hablar tanto, que no vamos a terminar nunca y usted tendrá cosas que hacer, otras personas que visitar.

Entonces, ya me contestarán ¿no? Usted no se preocupe si no cumplimos los requisitos, que ya ve que tenemos todo lo que necesitamos, y yo me puedo seguir arreglando sola.

Ha sido tan amable que no quiero que se enfade, pero es usted joven y yo creo que me entenderá ¿Me podría usted decir cuántas pastillas de estas de dormir habría que tomar para no despertarse más? Es para cuando él me falte.

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Akaki Akakievitch

La ventana

A los sesenta las cosas ya no son como cuando el viento sopla a tus espaldas empujándote hacia delante. Los árboles del jardín se cambian de lugar y el sol sale por el oeste aunque el resto se empeñe en decir que no es así. O quizás lo entiendan de otra forma. Seguramente sea eso. Recuerdos floran mi mente afilados o suaves. Sé que un día miré por aquella ventana y toda mi vida cambiaría como un tornado y se revolvió como las pinturas de colores en el estuche. Todavía me asusto al oír ruidos fuertes y secos, odio las tormentas y odio los cristales. Pero, eso sí, ya no me da miedo mirar por la ventana. También sé que cuando soplé las velas hace cuarenta y siete años se cumpliría algún día ese deseo. Cuando se llega a esta edad sin ver cumplido tu sueño das por perdidas muchas cosas, es como conseguir la mariposa que deseabas que te regalasen para navidad. Al final la mariposa se convierte en otra cosa, ¿una larva quizás? El tiempo pasa y sepulta ilusiones. Aún así en ocasiones la vida te sorprende cuando menos lo esperas regalándote una sonrisa. La mía llegó tarde pero llegó al fin y me pareció no tener sesenta años, sino trece.“La operación ya es posible, aún así, arriesgada”, me dijo con la severidad y seguridad que muestra un doctor. “Ojalá hubiera llegado antes –respondí y miré a Cook, mi fiel compañía –Pero me gustaría saber al menos cómo es éste perro que me ha guiado durante tantos años y ese nuevo sol, aunque salga por otro horizonte.” Aunque no dejas de sentir una tristeza por el tiempo pasado, por no vivir en otro tiempo, siempre hace ilusión saber que al fin consigues tu mariposa, o una larva. Pero, quién sabe, quizás quede tiempo para ver su transformación.

Yo había dejado la bicicleta en el jardín cuando recién cumplí las trece primaveras. Tampoco hacía mucho con ella, giraba alrededor del columpio mientras me guiaba por el dulce sonido de las chicharras y así daba vueltas hasta que empezaba a perder el sentido del equilibrio. Y entonces paraba, porque lo que menos quería es dar un nuevo disgusto a mi tía. No llegué a conocer a mis padres, pero mis tíos supieron ser buenos padres. Viví con ellos en su casa del campo cuando salí del internado hasta que tuve que buscarme la vida. Mis tíos me regalarían otra vez una muñeca de porcelana que añadiría a mi colección y comería tarta hasta explotar. Ese era el único día del año que podía comer tanto chocolate como quisiera, era un pacto entre ellos y yo. Pero este día no fue sólo especial por mi cumpleaños sino también porque por primera vez pediría otro deseo distinto al de años atrás. Pregunté a mis tíos si podía pedir esos deseos, y decían que muchas cosas ocurren sin un motivo y que había que aceptar como Dios había hecho que ocurriesen. Yo no lo entendía. Esta vez lo había meditado mucho y había pactado algo con el aire, los árboles, con la tierra, con quien estuviera al otro lado, quizás ese Dios del que hablaban mis padrastros. Entonces esperé a que las velas se consumieran antes de soplar, con los ojos de mis tíos clavados en mí. Me encantaba ese olor que me recordaba a algo que nunca supe, un viaje a otro lugar salía de la llama. Eran de esas ocasiones en las que una sensación te recuerda algo y te lleva a paradero desconocido en tu mente, una habitación sin puertas, pero que está ahí.

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Las velas se consumían poco a poco y ellos estaban expectantes. Antes de soplar pedí mi deseo.

Crecí en un internado en un tiempo donde los girasoles no miraban al sol, ni las nubes parecían esponjosas como las bolas rosadas de azúcar en las ferias del pueblo. Um, estaban deliciosas. Era pequeña y lo que recuerdo del lugar es como si fuera un sueño, con su desfiguración del espacio y líneas que se convierten en curvas infinitas que se mueven por doquier para configurar los objetos. Recuerdo que siempre había mucho ruido, de truenos, golpes y a veces temblaba el suelo. Era una casa gigante, como una nave, con un techo no muy alto y paredes empapeladas con motivos florales. Tenía dos ventanas que daban al exterior y que a veces cambiaban de lugar como si fuera magia(o eso me parecía a mí), una muy lejos de la otra. Por una de ellas entraba mucha luz, sin embargo por la otra apenas pasaba un haz en la parte inferior. Ésta última siempre estaba cerrada con contraventanas desde dentro y las cuidadoras nunca la abrían. Solíamos dormir al otro lado de la sala. Tampoco podías mirar por ella aunque muchas chicas lo hacían y contaban que todo eran escombros, que había hombres vestidos de militares que disparaban con armas. Yo nunca miré, por miedo.Entonces me convertí en la chica rara de la clase, aquella que debías acercarte con cuidado y si era necesario señalar con el dedo. Aquella que nunca miró por la ventana porque tenía miedo. Hasta que un día no aguante más. Al fin y al cabo, ¿a qué temía yo? Enseguida se formó un circulo de expectación alrededor de la ventana. Acercaron una silla y yo me subí a ella. Escuché los fuertes ruidos más cerca, casi los podía oír a mi lado. Me asuste y me di la vuelta acongojada. Todas me miraban, unas con malicia, otras con asombro o con preocupación. La ventana quedaba a la altura de mi cabeza, por lo que sólo hacía falta ponerme de puntillas para poder ver por la ranura, por donde salía una luz puntiaguda. Levanté los pies y asomé ojos para mirar hacia fuera. Vi el sol y enseguida se quebró, sucedió un estallido hueco que golpeó la ventana. Saltó en pedazos desmigajando el cristal en trozos, en esquirlas que saltaron clavándose en mi cara. En ese momento no supe que pasó. Sentí agujas en mi cara, caí de espaldas al suelo, oía gritos. Todo se volvió negro. Entonces, dejé de ver.

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Clase XXXGraciela AStesano

El primero.

Ariadna, se llamaba Ariadna e iba caminando con unos pasos lentos y desganados hacia la oscuridad de su trabajo, donde los días se sucedían todos iguales, que vida tan aciaga nunca pasa nada, se decía… siempre buscando la certeza en todo ¿y la seguridad era esto?.. ¡Un horror! Y, hoy dos de enero quién va aparecer por la biblioteca, nadie, ni siquiera entrarán los viejos a leer el periódico… Necesito que alguien derrita la nieve de mi existencia sino terminaré como una imbécil por hacerle caso a mi madre, como lo que soy una amargada, diferente es mi hermana, esa si que vive a tope, es más inteligente la caló enseguida a mamá y se largó. “A los sesenta las cosas ya no son como las había soñado, y pensar que las eduqué en el mejor internado, con la paga de una viuda del ejército, con un sacrificio, con muchas ilusiones y todo para qué… es una perdida, tu tienes que ser diferente, una buena mujer…” y yo aquí escuchando a mamá siempre con la misma canción, y con ganas de gritarle: ¿es que son sólo tus sueños los que importan…? Por haber hecho todo bien, terminé siendo una aburrida bibliotecaria de un barrio de mierda, en una ciudad de mierda. De nada me sirve mantener mi hermoso pelo, y un atlético cuerpo para quién, sólo para amarme a mi misma. Al llegar se quitó el abrigo, se sentó en su puesto y con sus bellas manos bizantinas acomodó la recepción; cuando su compañero se fue a desayunar, sacó de su bolsa el tejido; ignoraba porque tejía bufandas, quizá porque estaba harta de Internet, no lo sabía, quizá para alegrar el invierno llenándolo de colores, o porque estaba saturada de todo y la soledad era tanta que a medida que tejía sus sueños se hilvanaban:Cuando recién cumplí los quince fantaseaba con el príncipe azul…y mira que vinieron varios, pero ninguno era lo suficientemente bueno, ni estaban a la altura de sus sueños… ya no me importa, puede ser rojo, verde o multicolor un día de estos haré como mi hermana, me cepillaré al primero que aparezca, no importa quién… no me voy pasar la vida auto complaciéndome, necesito un hombre, ya son cuarenta años, quiero un hombre, el primero que aparezca y por qué no hoy… Eso te lo dices porque sabes que no entrará nadie, ¿no?, al primero que entre, al primero que ponga un pie aquí le bajo la caña, de hoy no pasa se decía mientras buscaba una madeja roja, se la puso sobre el hombro y comenzó a ovillar. No suena ni el teléfono, nada, que vida más aciaga… En ese momento escucha unos pasos por la escalera, hasta ésta es gris, todo verde y gris… y creyendo que es su compañero le dice ¡qué muermo, me duermo!, alguien respondió: ” no lo hagas que te necesito despierta”, la voz correspondía a un chaval alto, delgado con unas largas rastas, tan largas que llegaban hasta su cintura, y, del bolsillo derecho de su ancho y caído pantalón colgaban dos cadenas, sus preciosos ojos verdes miraban un poquito torcido, su sonrisa de conejo era dulce y macarra. Ahí lo tienes, no dijiste que al primero que apareciera este año…Crecí en un internado, soy una señorita de colegio inglés, no puedo hacerlo, tengo unas normas ¡pamplinas eres una cobarde! es el primero venga, es simpático. No sé, tengo vergüenza…necesito otra señal. Pues con eso te quedas y suerte que desde niña querías emular a las lagartijas...y lo estás logrando siempre huyendo hacia la nada. ¿Es la primera vez? ¿Nombre…? Teodomiro ¿cómo? preguntó Teodomiro Roi, pero puedes

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llamarme Teo. Teseo pensó, profesión: músico… es mi Teseo y sonrió…él la miró detenidamente y dijo:”busco a un tal Miguel Hernández ¿sabes dónde vive?” Sígueme, yo te enseñaré, se dirigió hasta una estantería, subió a una escalera, se sentía observada y pensó: me está mirando las piernas, bueno, esta vez sí, este es, levantó su mano señalando: “aquí vive el tal Hernández,” acalorada sonrió mirándolo con insolencia… “tienes un hilo rojo dijo él, quitándoselo;” era para ti, te estaba esperando, ¿lo quieres…? Sí contestó ¿a qué hora sales? A las dos, ¿quedamos? Y, cuando se iba con el libro de Hernández, se giró preguntando: ¿cuál es tú nombre? Ariadna…él sonrió y le dijo: ¡no me digas qué tu hermana se llama Fedra! ¿Cómo lo has sabido? Intuición…contestó. Ella con un brillo de lentejuelas en sus ojos caviló: no importa, eludiré el presagio, él me llevará hasta Dionisio.

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¿CÓMO ES QUE LAS HOJAS SE ATREVÍAN A CAERSE? CLASE XXX. A. MARTÍN SOSAVa por ti

Aún hoy me entrego, como fuera, a ese sol volcado sobre los amables lagartos que observaron mis días desde un tejado de casa vieja (que usábamos como almacén) o sobre los muros bajos de mis fincas. Aún hoy, fantasma en una acera comercial, visito, a veces, mi manzana curva, la nueva, nicho veinte, cementerio de La Luz, y veo una foto que me representa y no me reconozco, y al volver a la acera no me reflejo en los escaparates ni en los hombres de verde que marcan el paso, menos en los hombres de rojo que lo prohiben, esto último porque yo fui de los de verde, dejando siempre pasar, al río, a mi hija que esperaba en el porche el paso de aquellos peces voladores que nunca supe nombrar en ese río, pero que ilusionaban a Lena los veranos de los días cuando el verme y el hablarme eran posibles y fáciles, a las hojas (dejando pasar) que se atrevían a caerse, cómo es que las hojas se atrevían a caerse, deciden ellas, no sé, o lo decide el mundo, sus frutos, me pregunto, si yo decidí no mirar el hombre de rojo y el mundo decidió, sus frutos, que yo debía caer en ese instante, no así Lena ni la que fue mi compañera Dánae, tan exageradas siguen y me hacen reír, soplo y el fleco de Lena tiembla como una gota insumisa, a esos hombres y mujeres que rozan sus brazos y yo sé que el mar está ahí y la nieve que leerá mañana junto a la hoguera un beso trazado en el infinito, que ese roce, en el externado, es también la estrella o el sapo reventón que sobre un nenúfar la pica, picadita estrella, ay, esto es el externado, al que accedí tras el bello (ahora me atrevo calificarlo así) accidente, Dánae y Lena sí lo vieron, yo no, al hombre rojo, y el coche no me vio a mí, su joven conductora, y ahí acabaron las navidades aquellas de 2007, habíamos bajado por compras a la ciudad, y no subí, o si subí fue ya como fantasma, todo de otra forma, claro, los reptiles, el río, mi hija que ya nunca caerá, lo sé, ay este ir de acá para allá, estar aquí en mi acera o ahí con ustedes que leen mi borrosa escritura de fantasma, sentir esa ola que baja del Polo Norte y llega a Tenerife, y acaricia la pierna de una niña recién permitida por mamá, vete y toca el agua, y yo no a su lado, ni siquiera sobre la arena, ver que eso sucede a miles de kilómetros de mí, ver, sentir, oír el plas plas de una lluvia reciente mientras tú, lector, miras por la ventana y amas el eterno retorno del mundo, sus frutos. Sesenta y un gusanos llevo contados, un gusano por día, de cadáver, o de fantasma, o de muerto vivo (pero no me ven) o de alegre espíritu o conciencia, este mi relato del fantasma que ahora te observa y que se atreve a decir lo que nunca. Sesenta y uno. A los sesenta las cosas ya no son tan difíciles, por eso escribo. No me da miedo que alguien pase las hojas de un periódico y vea las esquelas, o que alguien toque un violín una mañana de sábado (de niño, mi hermano mayor), no me da miedo el abandono (nunca lo hay), ni las miradas ni el fracaso (tampoco lo hay nunca), ni Lena llorando, ni la frente húmeda de Dánae la noche enferma, y oír lo que no debí oír ni escuchar, y contar algo que debí callar dos o más veces, llevármelo a la tumba, y ahora lo digo y nada sucede nuevo bajo el sol, o ver lo que era o existía para no ser visto, no, y me lo guardé y una noche también Dánae lo vio porque yo se lo referí, no no, no hay miedo, pero un fantasma una vez sí tuvo miedo. Cuando recién cumplí los veintiséis días (ahora que el gusano temporal, o la rosca, o el rizo, o el bucle, o la infinita escalera de caracol, nada importan) de fantasma. Ese sábado me vi sentado en un parque, no sé por qué, en mis manos esto que soy abrió un periódico. Bruno se sentó a mi

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lado y también abrió el mismo periódico y si yo pasaba página él también, la misma, yo fantasma, él no, los dos oímos hacia un lado del parque una manifestación que bajaba con pancartas donde leíamos Convivamos con ellos, luego supe, la legislación era feroz sobre los lugares donde un perro podía ser paseado por su dueño, querían más libertad, espacios, los perros son fieles, ése fue el día en que Bruno conoció a Dánae y al mismo tiempo yo también la conocí, o la volví a conocer, había sido mi compañera, habíamos criado a Lena, yo pocos años la crié, Dánae la criará más, la niña cuando crezca se parecerá más a su madre, no habrá huellas mías en Lena, no podré influir en ella, aunque mi muerte será recordada y la ausencia del padre quizá marque su carácter, no sé, no siempre sucede. También, digo, conocí (por segunda vez, siempre vemos cada instante distinta a la persona que elegimos para compartir nuestro mundo, sus frutos), a Dánae ese día, festividad de San Antonio Abad, cuando presencié una manifestación de pastores alemanes, de chihuahuas y caniches, etc., y sus amos, contra una brutal normativa que limitaba los lugares habilitados para pasear perros. En el parque había madres (y yo él el único padre: fantasma), con sus hijos, éstos en los columpios, castillos, caballitos, laberintos, carruseles, aquéllas vigilándolos de cerca si eran pequeños o, si ya mayores, sentadas en los bancos de los lados, de tertulia, o leyendo periódicos (espero que no el mismo que yo, qué más da realmente) y revistas, a veces dejaban la lectura y buscaban a sus hijos, niños en vaqueros, algunos con simpáticas gafas de sol (para una suave claridad de enero, un juego las gafas), bufandas. Ahora les ponen un suelo que protege si cayeran, suelo de seguridad lo llaman. A estos niños luego se sumó Lena, y Dánae a esas madres y era de las que ya no consideraban necesario el estar al lado de los niños, ya saben cuidarse, saben qué deben hacer, más o menos, no hay peligro, controlan ya sus movimientos, más o menos. Eso pensarán ellas. Dánae se había salido de la manifestación para acceder al parque. Muchos niños que antes jugaban, y sus madres, se habían acercado a la valla para ver la riada de gente y sus pancartas y sus perros, pero ya para Bruno (ni para mí) tenía importancia la manifestación, se fijaba en Dánae y se fijaba también en Lena, y habrá pensado que eran madre e hija, la hija tan parecida a la madre, a Dánae aún le gustará vestirla, aunque la niña sabrá sola, le elige la ropa y después la viste, o entre las dos, la niña se pone la camisa y su madre se la coloca bien, después de bañarla, la niña corre desnuda por el pasillo hacia su cuarto, de pie sobre las sábanas y mantas revueltas (el calor del que durmió sobre la cama todavía ahí, calor del fantasma durmiente parece), Dánae rebusca en el armario, elige la ropa y la viste. Pasada ya la manifestación, el grupo de madres y niños había vuelto a como estaba antes, ellas de tertulias o a sus periódicos o revistas; los hijos, a los juegos. Lena subía con destreza al castillo, buscaba fácilmente salir de los pasadizos coloreados. Bajaba y rápida encontraba adónde ir. Se calló al subirse a un caballo anclado en el suelo con un resorte, pero enseguida se recuperó. Bruno seguía a Dánae que paseaba al perro (juntos, no habíamos tenido perro, no sabía que a Dánae le gustaran, acaso la niña insistió tras mi muerte). Sé que a Bruno no, a mí sí me llegó la voz de Lena, voz involuntaria (oír lo que no se debe), claro que la niña no me había visto ni sospechado que por allí había un fantasma (su padre) que estaba conociendo a su compañera (su madre) otra vez, al mismo tiempo que Bruno, mi sustituto, la niña no contaba con el viento transportador de palabras (incluso de aquéllas que nacen para no ser ni escuchadas ni oídas), menos con la idea de un externado en que todo es tocado, sentido, vivido, etc., yo seré una mariposa y tú una flor, eso le había dicho a otra

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niña, menor en tamaño, misma edad. La niña-mariposa sacó su lengua de mariposa y libó de la otra niña el néctar. Y después buscó a otra víctima, esta vez un niño que iniciaba su búsqueda en el laberinto. La niña-mariposa estudiaba los primeros pasos de su presa, cada vez más enredada, a media altura, ella atacó, mucho más ágil, y libó. Su lengua se había adaptado al laberinto, también ella laberíntica. Su última víctima fue libada en el carrusel. Después perdí sus alas (pero en el externado nada se pierde), quiero decir, marchó con su mamá Dánae de mano, y yo me quedé. Miré a Bruno, que había pasado varias páginas del periódico, sin leerlas, para disimular, y ahora estábamos en la quince. Libaría ella, Dánae, el néctar dorado de Bruno, y él el de ella, lenguas las suyas ajardinados océanos. No era otoño, pero una hoja cayó de un árbol y cómo te atreves a caer, le dije, y también me dije a mí mismo, y ese miedo, a qué ese miedo. Me vi en el Polo Norte, despidiendo una ola que llegará a Tenerife, no sé cómo, yo la ayudaré, la ayudaré a llegar, se hará grande quizá y borrará la isla (a Lena, a Dánae), y por qué ese deseo de borrar y ser borrado, me pregunté en mitad, o no, del externado. Crecí en un internado, no salgan sin decir a dónde van, donde ustedes ahora leen (y me leen) la agria piel del mundo, y sus frutos.

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Paolo Chávez Cueto

Clase XXX – El Tiempo

Dos sujetos conversan acaloradamente. Se lanzan acusaciones en ambos sentidos, como si se tratara de un juego de ping-pong. Una vez más, me despierta el televisor. A los sesenta, las cosas ya no son como a los veinte. Creo, y ya no tiene caso dejarlo. Los años en común son el doble del tiempo vivido en soledad o bien saltando como un conejo entre amores frívolos y efímeros. Lo veo dormir, y me pregunto si aún me cuelo en alguno de sus atrevidos y acalorados sueños. Ha vuelto a dar un brinco sobre la cama pero no se despierta ni aunque pasara un tren a su lado. Los da a lo largo de sus prolongadas citas con Morfeo, con cada salto considero que se aleja más de mi, y pido en silencio que recuerde el camino de regreso. Son minúsculos temblores que no duran más de un segundo, pero que remecen tal vez un millar de ideas y memorias que sólo él conoce. Voy recorriendo en orden los canales del televisor, hoy en día es imposible no toparse con el nuevo presidente. Sólo la exigua e inconstante luz de esta caja cuadrada ilumina la habitación. En respetuoso silencio, la mesa de noche me muestra el pasado. De colegiala. Cuando apenas conocí a Humberto. Y otras fotografías menos dolorosas de observar. Crecí en un internado. Un lugar de paredes altas, grises y frías. Cada lunes, cuando el autobús amarillo irrumpía el alba atravesando las inmensas rejas negras, nos despedíamos del mundo por una interminable semana. Padres y enamorados quedaban al otro lado de los muros, pero presentes en cada lágrima nocturna. Por suerte, Juan Carlos se las ingeniaba para visitarme algunas tardes. Su audacia y pericia, que yo llamaba amor, le habían ayudado a encontrar una minúscula área donde los ladrillos se dejaban mover, permitiéndole la grotesca osadía de penetrar en los más de diez mil metros de terreno prohibido y minado de reglas. Normas que luego de sobrevivir el cambio de siglo, las monjas utilizaban para darnos la formación moral e intelectual que nuestros padres con tanto ímpetu anhelaban. Mi pasión adolescente, calificada por mi madre como un capricho infantil, fue víctima de un cruel destino. Tu ingreso a Cambridge no es materia de juego, y un amor insignificante, no puede interponerse en tu preparación académica. Aún me parece escucharla corear con furia estas palabras a manera de salmo dominical. Lo hacía con la misma rabia con la que discuten estos dos señores de terno en el televisor. Cuando recién cumplí los diecinueve, mis padres me enviaron como un objeto postal, hasta el otro lado del charco. El estudio no podía esperar. Y Juan Carlos tampoco. A los dos años me enteré que se casó. Entonces finalmente acepté los infinitos ruegos de Humberto para cenar juntos. Sus atenciones y perseverancia hicieron de él, el novio perfecto. Sobretodo cuando mi madre se enteró que trabajaba para el Banco Mundial. Esta fotografía es de aquellos años, sus cabellos largos y lacios, acompañados de un grueso e imponente bigote negro, que contrasta con la nieve a nuestros pies, es muestra de felicidad. Y yo a su lado, abrazándolo con fuerza intentando resistir el invierno de Washington. Gracias a nuestros trabajos, y al fruto de los mismos, hemos recorrido medio mundo de la mano. Vuelve a dar un brinco sobre la cama, por dónde andará su mente. El nuevo jefe de estado se dirige una vez más a la nación. Tras el breve rugir de la madera al abrir el cajón, descubro un diario amarillento y gastado. Al rescatarlo del abandono, una postal de desliza con absoluta prudencia, pidiendo a gritos

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llamar mi atención. Tiene fecha del año sesenta y seis. Reconozco enseguida la letra. La vi demasiadas veces durante mi adolescencia como para algún día olvidarla. No temas mi Dulcinea… estoy planeando tu rescate de ese maldito internado, bien sabes que soy capaz de hacer lo que sea por ti, incluso esperarte hasta que llegues a la senilidad de los sesenta e ir a tu encuentro. Tras un improvisado y violento brinco, Humberto despierta y, con ojos absortos, me llama Teresa. ¿Juan Carlos?, pronuncio finalmente con voz interrogativa. No soy Juan Carlos, me rebate con la mirada aún abstraída. Ni yo Teresa, le respondo al tiempo que con renovada ilusión devuelvo la postal a su nicho inicial. Él regresa la cabeza a la almohada, para perderse nuevamente en su laberinto.

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Sisinio Hernán Aguilar

Clase XXX. El tiempo en la ficción (I)

Pájaros raros

A los sesenta las cosas ya no son como a los veinte, claro. Pero tiene el sustento de un tronco macizo que profundiza en un pasado y que garantiza no errar más en el camino.Hice quizás muchas tonterías a lo largo de mis años jóvenes, pero confieso que el tiempo que dediqué a experimentar y a  viajar por aquí y por allá, los valoro más que nada. Puedo ahora disfrutar de esa independencia y libertad que nunca me las hubiera ganado si hubiera seguido en aquel entonces el diseñado por la escuela -el internado-  la familia con sus normas, expectativas que me querían imponer como una camisa fuerza. Huí por eso con el horror de ser enterrado vivo el día que me anunciaron que ya tenía un contrato de trabajo fijo para toda la vida. Nunca lo lamenté y les debo mucho a los amigos de entonces,  porque con la mejor voluntad contribuyeron a acelerar a que hiciera las maletas.Recuerdo aquella mañana del mes de julio cuando tomé mi mochila y me puse  en camino –aun sin rumbo preciso-. Estaba a la vera de una autopista que conducía al Norte y era la primera vez que levantaba el dedo. Alguien como yo que nunca había leído un libro –que no fueran los obligatorios de la escuela- quería por todos los medios ver el mundo.Cuando recién cumplí los diecinueve empecé a vivir realmente como quería. Lo primero que me sucedió fue encontrarme con alguien que me subió a su camión y me invitó al final del día a pasar la noche en un lujoso hotel de un amigo suyo, arriba en las montañas de los Pirineos. Estaba tan emocionado esa noche que no pude dormir escuchando a los pájaros nocturnos y los aullidos –no sé si de lobos-.  A la mañana siguiente me invitaron un desayuno de esos generosos cuyo sabor se le quedan a uno en el paladar por mucho tiempo. Continué mi viaje –con mas aplomo- y esperé todo el día sin suerte. No me desanimé y tomé el tren para avanzar y tener la sensación de que también había sido un éxito. Y es lo que hago ahora. Me levanto cada mañana de buena hora, me siento junto a mi ventana y hablo con el pino que tengo muy cerca de mi balcón. Él me anuncia con el movimiento de sus ramas el  tiempo que hará. Tengo la suerte de estar en un pequeño barrio donde vivieron escritores, un lugar donde los imagino vivos y que me ven pasar cuando voy a comprar el pan y el periódico. Me siento abrumado cuando escribo esto. Es que es como si me observaran y dijeran: –Mira, allí va ese que quiere ser escritor, uhm...no sabe lo que le espera...Pero a mi me tiene sin cuidado lo que piensen y digan. Claro que los respeto, y he leído incluso algunos de sus libros. Otros testigos misteriosos que casi siempre los he tenido presente -y seguro que me están obervando-  son los pájaros. En este barrio hay unos que cantan enloquecidos cuando llega la primavera, como si fuera una competencia de algarabía. Otros como que hablan y comentan subidos en la parte más alta de los árboles. Los más terribles son esos que no dicen nada, sólo hacen de picapiedras y me despiertan muy temprano golpeándome a la pared. Dicen que son carpinteros, yo no creo. A veces me dan ganas de decirles: –¿no les duele la cabeza de tanto golpear con el pico en el cemento? Nunca he visto algo semejante.

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 Crecí en un internado y puedo decir que allí curiosamente no habían pájaros, ni uno solo. No sé a que se debería, por eso es que me emociono, cuando los observo y los escucho a los que rodean mi apartamento. No necesito la televisión porque tengo un balcón: veo y escucho el parte metereológico de ellos que lloran y se lamentan anunciando el mal tiempo, la lluvia, etc.En el internado donde crecí por alguna razón no cantaban ni se acercaban a los linderos de ese enorme areal. Sería quizás porque el internado estaba muy cerca de un cementerio o tal vez porque nosotros los internos llevábamos una vida muy cargada de conflictos, qué se yo... Qué pájaro iba a venir a cantarnos las mañanitas o algo así, ¡imposible!  Todos vivíamos en una continua guerra de guerrillas, de emboscadas diarias –para qué lo voy contar todo aquí- si ustedes ya saben cómo son los internados.Lo que sí quisiera contar es haber tenido problemas con los cuervos – y eso a los cincuenta- cuando me transformé en trabajador golondrina.Los muy malvados me esperaban escondidos en lo alto de unos árboles cerca de mi hotel adonde me dirigía cada tarde después del trabajo.No bien me acercaba empezaban a salpicar sus inmundicias. Felizmente ya había leído a García Márquez por entonces, y sabía lo que le pasó a Santiago Nasar. Me salvó la literatura de quedar embarrado por una vez.: pues más vale soñar despierto que dormido.Ya los conozco ahora, los evito, para qué los voy a provocar. Quién sabe si son cuervos o encarnación en cuervos. Para comprenderlos sería mejor dedicarse a leer más sobre la física subatómica. Así podría hablar también con mi pino y preguntarle como al amigo si alguna vez tuvo la oportunidad de albergar cuervos en sus ramas.

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Una decisiónPor Lucas Vesciunas

Me pregunto que significa la expresión “claridad necesaria”. Si así fuera, única como se la pronuncia, exacta, homogénea e inevitable, ¿por qué todos vemos las cosas de distintas maneras? Allí está la respuesta. Vemos lo que cada uno quiere ver. Para unos, algunas veces, esa posibilidad se traduce en algo bello de acuerdo a las capacidades de percepción. Para otros, en muchos casos, resulta la imposibilidad de comunicarse con el otro. Una vez me dijeron (mi memoria funciona mejor cuanto más lejos viajo en el pasado. Ya no recuerdo que cosas tengo que hacer mañana por la tarde) que algún día alcanzaría la claridad necesaria para ver y entender las cosas. Fueron mis padres, allá por el año 1955, cuando coquetee por primera vez con el miedo. Los aviones de la Marina Argentina bombardeaban la Plaza de Mayo, y las imágenes de los diarios solo mostraban cuerpos tirados, inmóviles y con rastros de sangre. Tenía 8 años. Me sorprendía ver que la mayoría tenía los brazos extendidos hacia arriba, como produciendo el gesto universal de la rendición. Tenían la cara desfigurada. Mi padre dijo que nadie sabía con claridad lo que estaba pasando. Mi madre solo lloraba. Cuando leía el diario hoy a la mañana, los titulares ahondaban en la poca visión de la presidenta sobre los problemas que tiene el sector agropecuario y cómo ella debía afrontarlos. A esta edad, las rutinas dejan de ser insoportables para convertirse en necesarias. Son una brújula en nuestro final. Me encanta leer mientras desayuno. Pero al llevarme la medialuna a la boca pensé en la visión, que así como se la ve hoy, resulta caprichosa, hermética y muy lejos de la idea de objetividad. Cuando recién cumplí los 18, tuve lo que supuse mi primera claridad. Estaba convencido que quería estudiar medicina. Y mientras intentaba explicarles a mis padres la utópica idea de salvar a las personas (porque ahora entiendo que solo se puede retardar algo que es inevitable), mi mamá me respondía: “siempre y cuando lo tengas en claro, nosotros te vamos a acompañar”. Y que sé yo si lo tenía claro. Mi esposa acaba de morir. Digamos que murió para la burocracia y el papeleo, ya que hace un tiempo que no era la mujer que había conocido. Yo era su medico. Y hacía un mes que estaba agonizando. Iba y venía de sesiones de quimioterapia. Su alma se reducía cada vez más. En el último tiempo sus expresiones se habían reducido a cero. No podía hablar, pero con solo mirarla sabía que sufría. El peor de los sentimientos. No es lo mismo sufrir que tener dolor. El dolor deja enseñanzas, el sufrimiento solo permite el padecimiento. Uno de los médicos que me acompañaba, joven él, me dijo minutos antes de entrar a la habitación si tenía claro lo que estaba por hacer. No le contesté, y ahora que lo pienso, sé que nunca una decisión se toma teniendo toda la claridad justa. La sola idea de la claridad total y necesaria me produce un rechazo inmediato. Qué fácil resulta someter a juicio a las personas diciéndoles que les faltó claridad en su decisión. Lo primero que aprendí en la primaria fue que el cielo podía representar la idea de la claridad absoluta. Salíamos al patio del colegio a contemplarlo cuando no estaba siendo invadido por alguna nube molesta. “Miren, piensen y escriban versos”, decía la profesora de Lengua. Lo odio. Odio cuando está totalmente despejado. Siento que la nada misma me vigila. De

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chico, mi papá me hacía mirarlo junto a él y yo me asustaba pensando que quizás podía caerse sobre mi cabeza.Crecí en un internado que me permitió estudiar durante toda la secundaria. Fue una decisión de mis padres. Creían que era lo mejor para mí, para mí formación, para mí crecimiento. Fui a la ciudad obligado a vivir con desconocidos, a criarme rodeado de varias madres y padres. Compartí el lugar con otros chicos que también se quedaban allí para poder estudiar. Nos encontrábamos solos, indefensos ante un mundo que empezaba a abrir sus caminos. Muchas veces un sacrificio puede arruinarte la vida. No sé que hizo con mi vida, pero mi pasión por ayudar a los otros creció, creció en ese lugar donde lo común es perder la pasión por casi todo lo que nos rodea. Cuando salí, mis energías se pusieron al servicio del estudio para convertirme en médico. Lo conseguí recién a los 32 años, justo cuando empezaba a perder la claridad sobre el poder para salvar a las personas. Mis padres ya habían fallecido.

Es de noche y lo único que me acompaña es el sonido de los sapos en el jardín trasero de mi casa. Ahí donde todas las mañanas leo el diario y donde ella corregía los exámenes de sus alumnos del séptimo grado. La dejé morir. Lo sé, lo tengo claro. También sabía que sufría. Si estoy seguro, ¿por qué tengo un malestar en el pecho?A los sesenta las cosas ya no son tan claras creo. Si es que alguna vez lo fueron. No sabés si son normales o no las palpitaciones. Crees estar convencido de que tenés que cuidar tu salud. Dejar de fumar. Cuidarte en las comidas. No sufrir alteraciones en el estado de ánimo. Y en casos como el mío, no sabés exactamente el nivel de sufrimiento por el que atraviesa tu esposa. A la que hace ya un mes solo vez acostada en una cama muy blanca. Rodeada de cables. Con cara de tristeza y la mirada perdida. No es la imagen de la mujer que corregía los exámenes. Eso lo tengo muy en claro. Me pregunto si mañana me levantaré a leer el diario o tendré ganas de seguir durmiendo en la cama que ahora me parece demasiado grande para mí.

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FUNCION DE NOCHEErnesto Groppo

Crecí en un internado. Crecí en un circo. Si de algo puedo jactarme es de tener una idea muy clara de lo que acabo de decir. Los internados pueden ser verdaderos circos, con sus tontas reglas y la capacidad de los alumnos en romperlas, cada quien a su particular y creativo estilo. En cuanto a los circos, mi amiga Mariola la trapecista siempre me contaba que la vida en ellos era como de internado. Practicar, estudiar, convivir, todos juntos y revueltos. Cada miembro aportando su propio conocimiento y formando entre todos una sola doctrina de aprendizaje y dogma, de habilidad y destreza, que solo servía para sobrevivir en el circo, en su vida. Ella sabía mucho de estas cosas, siempre fue más inteligente que yo.

En los años siguientes, cuando ya me encontraba interno, me di cuenta de que igualmente mi colegio era una suma de conocimientos que solo servían para sobrellevar mejor mi vida de presidiario educando, incluyendo las relaciones entre condiscípulos, pero que nada de lo que allí aprendiera, sea de saberes o de vivencias, sería de mucha utilidad una vez que mi pie cruzara el umbral de la libertad, a los dieciocho. A esa edad, sería finalmente el dueño de mi vida. Me sujetaría únicamente a mis propias leyes y tal vez me atrevería a someter a otros a las mismas. Y me uniria al circo, al de verdad. Y montaríamos un espectáculo con Mariola y nos casaríamos.

No se si lo he mencionado, pero Mariola era mayor que yo. Mucho mayor. Pero eso no me importaba en absoluto ya que a los catorce ya sabía todo sobre las cosas del amor. Mariola fue mi amorosa y paciente maestra. Pero nunca le comenté nada de matrimonio, por miedo a que me rechace por mi edad. Ese era mi secreto mejor guardado, aquél que me permitió sobrellevar los años de encierro en el inmundo internado. Pero ahora ella lo sabrá por fin. Hace tres años que dejé de ser un interno en un circo de mala muerte, ahora voluntariamente voy a unirme a uno peor. Y soy feliz en mi paradoja. Todo por Mariola. Finalmente encontré su rastro y lo seguí. Está en las afueras de este pueblo. Escribo esto con mucha excitación. Mañana a primera hora iré hacia allá. Dejaré atrás el mundo conocido. Finalmente podré convertirme en mi mismo.

—A los sesenta las cosas ya no son como cuando uno es joven —el viejo abrió la boca para recibir una cucharada más de gelatina. —A los quince uno cree que lo tiene todo, que todo se lo merece.

—Ajá —respondió la enfermera con resignado interés.—¿Nunca le hablé de mi amiga Mariola? Era trapecista.—Si me contó esa historia, don Pablo —trató de atajar a don Pablo

antes de que le cuente nuevamente la historia. Sabía que sería inútil, aunque ocasionalmente era capaz de inventar un cuento bastante inspirado.

—Mariola era preciosa. Ojos negros, cabello castaño...—... que lo llevaba enmoñado dentro de una redecilla, ya me lo dijo.—¿Y le conté de cómo me gustaba verla haciendo sus volteretas en la

cuerda floja? —el viejo no parecía reparar en la expresión aburrida de su interlocutora.

—El volantín hacia atrás, si me dijo.—¿Y que fue el maldito internado el que me la quitó? La enfermera levantó una ceja, algo intrigada. Esa versión

definitivamente nunca la había escuchado.

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—¿Cómo así?—Cuando cumplí catorce, mi padrastro me internó. Me quitó lo que

tenía: mi libertad, mis paseos por la tarde, mis idas al circo, mi Mariola. No lo culpo, no era una mala persona. No del todo. El pensó que estaba haciendo lo mejor. Pero eso no lo libera del crimen que cometió contra un pobre niño. Yo no le hacía daño a nadie.

—¿Y por qué lo metió a ese lugar?—Porque él era un reprimido. Porque no podía soportar que yo

viviera feliz en mi mundo, con mis sueños, con mi amiga. Quería que viviera en su mundo gris, de reglas, de responsabilidades, de órdenes. Dijo que algún día se lo agradecería. No lo hice ni lo haré jamás.

La enfermera se dio cuenta de que don Pablo se estaba comenzando a alterar. Decidió que ya era suficiente por aquella noche.

—Bueno, don. Dejémoslo allí, que ya es tarde y aún tengo turno hasta las once.

—Mariola —repetía ahora el viejo, como poseído. —Mariola.La enfermera se retiró de la habitación, dejando al viejo en su propia

penumbra. En su silla de ruedas, sentado sobre sus piernas disecadas e inútiles desde hacía ya tanto tiempo.

Cuando recién cumplí los dieciocho, señor Juez, dejé el internado y me consagré a la consecución de aquello para lo que me había estado preparando desde mucho tiempo atrás, señor Juez. Y llegué a ese pueblo, tres años después. La busqué, pregunté por ella y me lo dijeron, señor Juez. Había muerto. Mi Mariola había muerto. Había muerto hacía siete años. Murió de amores me dijeron. El que me lo dijo no sabía quién era yo y gracias a eso pude sacarle más información.

—Parece que ella se enredó con un chiquillo con el que no debía. Un feo asunto. El padre vino a insultar y a amenazar. El circo se tuvo que ir rápidamente una noche y al final no se qué habrá pasado con el pobre diablo.

Yo sí se lo que pasó, señor Juez. Al pobre diablo lo metieron en un internado, le cortaron las alas, lo quisieron volver un ciudadano ejemplar. Lo arrancaron de un circo para meterlo en otro ¿no es gracioso? Por ello me han traido ante usted, señor Juez. Porque nunca pude ser ejemplar, porque cuatro años de internado -toda una vida- no me bastaron. Porque no dejé que mi padrastro disfrutara de su retorcida obra. Por ello fue que regresé aquella noche ardiente, con una tea en la mano y la determinación en las vísceras. Cuando fui cobarde y prefiriendo no enfrentarlo encendí una hoguera purificadora, una hoguera que vista a la distancia parecía una gran carpa en plena función, con todas sus luces prendidas mientras los árboles aplaudían mi obra. Y poniendome de pie, en lo más alto del trapecio, alcé los brazos y dando un salto infinito hacia la nada, le grité al mundo que finalmente era libre.

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CLASE: XXX Marísabel SELVAS

A los sesenta minutos, al despertar, te verás encogido en el borde de la cama de matrimonio: intruso. Enclaustrado en un cuerpo extraño: inerte. Junto a ti, tu mujer rechoncha y pesada. De su boca abierta saldrá un sonido gutural mitad humano mitad bramido de fiera. En el dormitorio caluroso y sin ventilación distinguirás, sobre el mueble negro, el marco de plata, mirarás largamente la aborrecida foto de boda.

“Pasé mi infancia en un internado sin afectos de ningún tipo. Aborrecida foto…Con catorce años entré en la empresa como ordenanza. Me casé… Me casé joven… ¿Por qué me casé…? Una vida…Mi vida fue…De casa a la oficina… Me dolían los dedos de pulsar el teclado… Invariablemente la misma rutina… menos los jueves que hacía la compra. Del trabajo al metro… la escalera mecánica, mecánica…mecánicamente… primer andén; segundo andén… paneles eléctricos… inevitables anuncios… pasajeros inmersos en la lectura. Volcaba mis ojos hacia mis adentros desolados… Otra vez empujones, andenes, escaleras, carteles... En la superficie… me dirigía hacia mi portal. Siempre igual… A las ocho cenaba, a las nueve veía la televisión, a las once me acostaba… Me acostaba en el borde de la cama… procurando no molestar…no molestarla... La lista de la compra…la lista…faltaba la fruta…somnolencia…faltaba…”

Cuando recién cumples con el pedido de la compra te das cuenta que falta la fruta. Las luces del centro comercial se apagan. Hora de cierre. Caminas con prisas entre los mostradores. Afanado. Tenso. Repasas la nota… Sientes un dolor en el brazo, una opresión en el pecho. Caes encogido detrás de un expositor con pirámides de vegetales. Un guardia jurado comienza su ronda. “Socorro” la voz se te ahoga en la garganta. Silencio. Del mostrador de las verduras surgen plantas silvestres coronadas por vistosos penachos. La selva crece a tu alrededor. Los árboles se alzan en segundos, ramificados en su copa formando la verde bóveda del cielo. Las lianas ascienden con vida propia. Te rodean variedades de frutales: un ananás enseña impúdico sus ovarios carnosos soldados en jugosas piñas tropicales; las plataneras despliegan sus órganos reproductores en bayas oblongas que se transforman en apetitosos y maduros plátanos; del tronco del cacahuete brotan racimos de flores color sangre. Aromas acuosos, frescos, de miles de matices te embriagan. Paladeas la dulce leche que mana del coco, la almibarada acidez de la piña, el terroso amargor del cacao. Mecido por ligera brisa tus manos juegan con el agua del inmenso río que te arrastra. Inesperadamente por el matorral se acerca un jaguar que emite un sonido gutural mitad humano mitad bramido de fiera

A los sesenta minutos, al despertar, te verás encogido en el borde de la cama de matrimonio: intruso. Enclaustrado en un cuerpo extraño: inerte. Te verás a ti mismo: vivo, muerto, vivo, muerto…

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Plaza Cólera

Javier Ávila

A los sesenta las cosas ya no son como a mi edad, pensé, los límites de nuestra humanidad se hacen mucho más visibles, más siniestros. Afuera, la blancura del viento lo cubría todo. Al fin y al cabo la idea de escalar con mi padre el Aconcagua había sido más descabellada de lo que creímos. Lo miré y estaba pálido, le costaba respirar, era evidente que su edema pulmonar se estaba agravando. La situación era desesperante. La carpa se sacudía sometida a lo caprichos de los vientos huracanados. El termómetro se había detenido en los treinta grados bajo cero; todo a mí alrededor estaba congelado, hasta las bolsas de dormir se hallaban cubiertas de una delgada capa de hielo. Extendí lentamente los brazos para acariciar el rostro de Papá, sentí los dedos entumecidos y los músculos agotados; me saqué el guante que había roto al armar la carpa y miré mi mano: se estaba poniendo negra. Cuando la lámpara se apagó, vencida por el frío, me obligué a relajarme. Debía descansar, necesitaría de todas mis fuerzas para intentar bajarlo del cerro en caso de que la patrulla de rescate no llegara antes del amanecer.

Había cargado con casi todo su equipo durante gran parte del día, desde Berlín hasta un filón cercano a Plaza Cólera, el último campamento de altura antes de la cumbre. Fue un tramo muy duro, a los seis mil metros sobre el nivel del mar el tiempo se embebe de una lentitud que adormece los sentidos. Cada paso es un desafío: recorrer un kilómetro, en algunos casos, es la meta inalcanzable. Esa tarde apenas si tuvimos tiempo de armar campamento y, contra todos los pronósticos, el cielo se abalanzó sobre nosotros como un animal furioso. Él ya venía mal, tenía signos de deshidratación y estaba cada vez más fatigado, creo que lo único que aún lo mantenía en carrera era la ilusión de llegar a la cima. Le insistí en que volviéramos a la base, pero no hubo caso, su obstinación siempre fue tan grande que desistí de convencerlo y me concentré en alcanzar Plaza Cólera antes de que oscureciera. Aún así, a pesar de su deterioro físico, él no paró de hablar durante toda la tarde. Iba detrás de mí, colgado de la soga que nos unía, de tanto en tanto yo me daba vuelta y miraba angustiado como su cuerpo se iba derrumbando.

Años más tarde, en el día de su cumpleaños, sus nietos verían las fotografías que tomamos en Plaza de Mulas dos días antes iniciar la travesía. Estábamos felices: en una él me está mirando de costado, sonriendo y guiñando un ojo, las arrugas de su rostro parecen haberse esfumado. En otra salimos con las mochilas puestas, con veinte kilos de pertrechos en las espaldas y dos cóndores bailando a la distancia, - es un buen presagio- , nos dijo el andinista que hizo la toma. Papá estaba ansioso por emprender el ascenso, se le nota en otra de las instantáneas: el polaco que nos las sacó lo sorprendió con los bastones en la mano y la mirada perdida en las lejanías de la cumbre. En la última imagen los dos salimos de espaldas, iniciando la marcha, Papá tiene un brazo en alto y con el otro me está dando una palmada en la nuca. Habíamos soñado con ese momento durante muchos años.

Crecí en un internado. Mamá murió cuando yo tenía dos años y Papá, que era periodista político del diario La Razón, tuvo que exiliarse en Francia

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cuando la junta militar tomó el poder en mil novecientos setenta y seis. Le costó salir del país, sobre todo porque aquí no teníamos a nadie y él sabía que huir conmigo era un riesgo muy grande: si nos detenían, él se convertiría en un desaparecido y, en el mejor de los casos, yo sería adoptado por alguna familia de militares. Durante meses deambulamos por casas de amigos y refugios clandestinos, pero el círculo de fuego que las fuerzas armadas habían tendido sobre los opositores al régimen se fue cerrando. Una noche me llevó a la casa de una amiga y me dijo llorando que tenía que viajar, que lo esperara, que pronto volvería; luego me abrazó y se marchó. En ese entonces yo tendría unos cinco años, pero de alguna manera entendí que pasaría mucho tiempo antes de volver a verlo. Poco después, la amiga de Papá fue detenida en la Escuela de la Armada y yo enviado a un hogar del gobierno.

Cuando recién cumplí los veinte puede volver a ver a mi padre. Él se instaló en París, por lo que durante muchos años nos comunicamos mayormente a través de cartas; mis recuerdos de él en esa época son como imágenes literarias; por eso, para mí, Papá siempre fue un símbolo del lenguaje y las ideas pero, sobre todo, una representación de la montaña y su capacidad como metáfora universal de los límites del esfuerzo humano. Desde que sé escribir comparto con él la pasión por el montañismo; él me narraba historias sobre la emblemática cumbre del Mount Blanc y yo me esmeraba en contarle anécdotas del Cerro Aconcagua, el más alto de América. Poco a poco fuimos construyendo nuestro vínculo en la comunión profunda de dos hombres que desafían sus límites en el profundo silencio de las alturas. Él practicaba el alpinismo en Francia, ascendió al Mount Blanc varias veces, e incluso publicó un libro sobre Horace-Benedict de Sausure, el alpinista ginebrino que en mil setecientos ochenta y seis financió la primera expedición exitosa al mítico pico de los Alpes. Yo hice algunas cumbres en el Aconcagua y, al cabo de unos años, me emplee como guía en una de las empresas que trabajan allí en la temporada de ascensos. Aún conservo la carta en la que decía entusiasmado que vendría a la Argentina, me hablaba del cerro, del “Coloso de América, y quería que alcanzáramos juntos su cumbre.

Ahora que tengo su edad veo las cosas con mayor claridad. El universo que habíamos creado entre los dos ocultó el hecho de que su físico no estaba preparado para el ascenso. Fue todo demasiado rápido: su regreso, el reencuentro, los planes apresurados para subir antes de que terminara la temporada, el sueño de compartir juntos la montaña. El viejo zorro me ocultó su enfermedad, su fuerza y vivacidad eran tales que nunca despertó en mí las más mínimas sospechas. Todo sucedió hace ya treinta años, pero guardo fresco en mi memoria el recuerdo de aquella tarde en la que dejé su cuerpo inerte recostado sobre una piedra. Ya había muerto y la tormenta se hacía cada vez más violenta. Los miembros de la patrulla de rescate me comunicaron por radio que el filón en el que estábamos era inaccesible, me recomendaron que abandonara sus restos e intentara llegar hacia el campamento más cercano. Pensé en mis hijos y lo hice; llegué a Plaza de Mulas al otro día con el alma destrozada y al límite de mis fuerzas.

Ayer, un grupo de andinistas alemanes avistaron cerca de Plaza Cólera el cuerpo congelado de un hombre de unos sesenta años. Lo van a bajar en helicóptero hasta el campamento base. El hallazgo ha despertado el interés

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de la prensa ya que fue buscado en vano durante mucho tiempo y ha sido extraño que apareciera ahora, después de treinta años. Allí iré con mis hijos y mis nietos. Dicen que el cadáver está intacto, ¿Podré verme reflejado en él? ¿Volveré a pensar que a los sesenta los límites de nuestra humanidad se hacen mucho más visibles, más siniestros?

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Sanchoses

VIDA DE UN DICTADOR

ICrecí en un internado de los que por entonces, poco después de la guerra se acumulaban por cientos en el país. Allí no conocí mas que la miseria, el hambre y los malos tratos. Los castigos se producían por las causas mas nimias, como si hubiera un cupo que cumplir o una rabia que apaciguar. Algunos zarpazos de esta rabia todavía se pueden leer en diversas partes de mi cuerpo y ahí van a permanecer hasta el final.Los directores de los internados parecían haber sido elegidos de entre los mas salvajes y fanáticos que en aquellos tiempos habían destacado en combates y guerrillas y así, mas tarde, habían reclamado un puesto en el nuevo status del país. Eran bestias resentidas, a ninguno de ellos se le concedió por supuesto, un destino en la región de Martelo, rica en minas de oro y plata, o un alto cargo en la provincia Lexoa, el mayor puerto y punto de entrada de todo tipo de mercancías al país. Ninguno fue designado gobernador de Ciudad Centro, donde cualquier político sin escrúpulos podía hacer fortunas enormes en muy breve tiempo. No, para ellos solo hubo una recompensa menor y en su opinión humillante. Todos ellos se sentían ninguneados en el reparto, y su rabia y su desprecio se descargó durante años sobre nuestras espaldas.Tan solo cuando comprendí que yo era mejor que aquel atajo de perdedores recompensados con las migajas, comencé a labrar mi futuro(...)

IICuando recién cumplí los 29, ya era un conocido y respetado oficial del ejercito y en mi destino en el cuartel de Cascón bullían opiniones encontradas y un clima muy propicio para determinadas aspiraciones. Junto a mi estaban Leraux, Vargas, el capitán Arquimido, Nogales, los dos Ferreira, Cardo el Viejo y algunos otros bravos que destacaron por su ejemplo. Entre ellos por supuesto Vasco. Vasco era alto de talla y magro de carnes, pero su empuje igualaba al de diez hombres, tal era su resolución. Nuestra infancia rodó junta por todos los internados por los que íbamos pasando, a cual peor, y algunas de las marcas de nuestro cuerpo eran gemelas en el tiempo y seguramente en el instrumento que las infligió. Nos conocíamos tanto que no necesitábamos hablar para entendernos y juntos dimos el empuje suficiente a estos hombres ante el deseado envite. Vasco y yo fuimos los aglutinantes de este grupo homogéneo y preferido por los altos mandos y el gobierno. Así, muchas veces, en su plenitud decadente de poder aplaudían nuestro ejemplo. De entre todos ellos, tan solo alguna timorata voz, acallada por pusilánime, profetizó con temor el posible error de dejarnos obrar tan a nuestras anchas.En realidad, la cuerda ya estaba tensada, y estos temores timoratos -el tiempo lo dijo- tuvieron su razón de ser. Tomamos el norte y la costa en acciones relámpago y nos ganamos la fidelidad de destacamentos importantes en Guaraljuría, Tobeña y otros departamentos relevantes. Concedimos perdones y fusilamos enemigos. En pocos meses consolidamos nuestro poder a falta de un pequeño enclave fiel al dictador en Zona Este. El nuevo gobierno provisional se instalo en el mismo palacio del dictador. Prometimos al pueblo unas elecciones libres en un breve plazo y repartimos algunas extensiones de tierra entre los campesinos. Tardamos

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finalmente tres años en liberar todo el país pero para entonces el estado de las cosas había hecho su propio camino (...)

IIIA los 60 las cosas ya no son tan difusas como en la juventud. Las metas soñadas han dejado paso en su abstracción a los apodícticos e innegables hechos. Hecho numero uno: Yo personalmente decidí y ordené la muerte de Vasco. Asi fue.Nos dejamos llevar por la tentación del poder absoluto. Estábamos en lo mas alto, y durante aquellos primeros meses de gobierno, desorientados realmente ante la situación desconocida para nosotros que suponía estar en ese entorno extraño y con la obligación del compromiso que habíamos adquirido nos encontramos a nuestro alrededor, en toda la capital y en el mismo palacio, una burocracia acéfala que nos recompensaba con los mas exquisitos cuidados, nos hicieron conocer y gozar de las excelencias del lujo y el poder desaforado haciéndonos ver que nosotros estábamos allí por derecho y nos condujeron, a través del placer de los sentidos, al relajamiento de nuestras ideas. Entonces no me di cuenta de que eran ellos los únicos que realmente estaban donde querían, perseverantes y con unas ideas claras de que, estuviera quien estuviera por arriba, su posición no iba a ser trastocada. Solo ahora comprendo que este ente extraño estaba formado por los verdaderos vencedores, individualmente seres serviles y mediocres, pero con una extraordinaria fuerza y denuedo en sus propósitos como si juntos formaran un organismo vivo.La cohesión del gobierno fue minándose poco a poco por la situación. Algunos, Vasco entre ellos, se inclinaban enérgicamente por la celebración de las elecciones prometidas. Otros manteníamos que no era conveniente hacerlo mientras la totalidad del país no estuviera liberada. Nos desmigajábamos, esa es la verdad, mientras dejábamos pasar el tiempo narcotizados de majestad. Fuera de nuestra burbuja, en el resto de departamentos y gobernaciones del país se producían ataques aislados de insurgentes y descontentos. La mayoría no eran mas que campesinos sin organización pero hubiera sido un error el pasarlo por alto. Utilizamos la fuerza para doblegar voluntades y silenciar disidencias y eliminábamos a los que ampulosamente definíamos como enemigos de la patria. La criba llego por supuesto a los disidentes mas cercanos, a esos traidores defensores de causas perdidas. No diré mas, en la cuneta se quedaron los que no sirvieron para vencedores.Tras la consecución de Zona Este, se redacto una constitución que nos atribuía todos los poderes. Aflojamos generosamente la correa para que las laxas y atemorizadas reivindicaciones de la población no fueran a mas e interfirieran en el estado de vida que ahora disfrutábamos. El populacho, animalizado y desagradecido nunca entendió esto, pero ¿acaso no es mas feliz una bestia que recibe cinco azotes en lugar de diez?Durante quince años mantuvimos ferreamente el timón de la nave, a pesar de que los intentos de desviarla de su rumbo eran cada vez mas vigorosos y decididos. Finalmente la fuerza de los acontecimientos termino por desbordarnos. Algunas potencias vecinas con intereses en determinadas zonas limítrofes apoyaron militarmente a los nuevos conjurados. La situación se hizo insostenible en cuestión de meses y de la noche a la mañana, recién comenzado el otoño de aquel año, la desbandada entre los miembros del gobierno y todos los altos cargos que habían estado beneficiándose durante años se generalizó. Muchos fueron detenidos y ajusticiados sin piedad, apaleados en algunos casos por el populacho

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exaltado. Algunos pocos consiguieron escapar y otros conseguimos prerrogativas del gobierno entrante a cambio de delaciones necesarias e imputaciones que tal vez no fueran del todo exactas, pero que al fin y al cabo salvaron mi vida.La del país no cambio demasiado, tan solo se metamorfoseó la cabeza del monstruo, pero en definitiva este siguió ahí. Yo fui recluido algunos años en una penitenciaria estatal, de donde fui liberado gracias a mi importante ayuda a las autoridades. Cuando salí se me ofreció un cargo menor, pero que dada mi edad y mis posibilidades acepte. Ahora, debido a cierta enfermedad que me consume no me quedan ya demasiados años de vida, pero en este correccional que dirijo en el mas lejano y selvático departamento del país trasmito cada dia fielmente a las nuevas generaciones de huerfanos y jovenes conflictivos que aquí se hallan, el exacto ejemplo de mi vida.

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EDUARDO IZAGUIRRE GODOY.

MONSTRUO

Cuando recién cumplí los primeros doce meses aquí, pensé que no me iba a acostumbrar. Creí que perdería la razón o que terminaría suicidándome carcomido por mis demonios. Pensé que no llegaría a tener, por lo menos, un amigo. Y ya ves, todos nos podemos acostumbrar a todo. Además, por fin te estoy hablando del por qué de mi estancia, a prolongarse más allá de mis cenizas, en esta “suite”. Lo más feo del asunto es que tuvieron que contarme lo que hice, porque, hasta hoy, no tengo una escena clara, continua, concreta. Sólo retazos. Me pasé de chelas, me pasé de malhumorado, me pasé de todo.

Me senté fuera de la bodega, aquella mañana calurosa, con la botella de plástico sin agua entre las manos. Me quedé observando a un niño poniéndole la cadena a su bicicleta, con las manos embadurnadas de grasa. No sé cuánto rato pasó hasta que un policía me atenazó del cuello y obligó a tirarme bocabajo. Ni lo sentí llegar. Yo sabía que algo no andaba bien, que el mundo se había quebrado por algún costado. ¿Por qué lo hizo?, me preguntaban. Los vecinos de la zona se arremolinaron, de pronto, deseosos de satisfacer su curiosidad. Interrogaban con ahínco a los policías. Hasta que escuché en una frase extraviada que a Elena la habían encontrado no muy lejos, unas tres o cuatro cuadras a la vuelta, muy cerca de donde se había celebrado una pollada. Decían que la había ahorcado. Fue en ese momento que empezaron a llamarme monstruo.

Crecí en un internado. Bueno, una especie de internado, porque no era de los exclusivos para hijos de gente rica. Era una casa de sacerdotes de una orden muy austera, que recibía a los hijos de gente humilde para tratar de formar nuevos curas, sin mucho resultado por lo general. Elevábamos plegarias hasta para ir al baño. Y nos hacían sentir culpables de todo. Que hoy tus padres no han venido a visitarte porque eres un pecador, que si no te arrepientes de tus pecados la chacra de tu familia será infértil, cosas así. Yo me escapé antes de cumplir los quince. Y cuando abofeteé a Elena, todos esos años me cayeron encima de pronto, como ladrillos. Había yo recibido tantas cachetadas en aquel tiempo que, quizás, estaba devolviendo algo de lo que aprendí. Pero me engañaba, seguramente. Cuánto habría dado para que aquella idea hubiese sido cierta, porque ahora creo, con una certeza infalible, que las bofetadas que le di a mi Elena fueron una advertencia, no para ella, sino para mí.

Timbró infinitas veces. Primero el teléfono de la casa, luego el celular. No me atreví a dejar un mensaje en la casilla de voz. Pensaba que Elena tenía sus razones para mantenerse a distancia, que yo le había dado demasiadas la noche previa. Colgué y recuperé la moneda, que al momento cambié por una botella de agua helada, que bebí hasta secarla por completo para quitarme el sabor a pollo de la boca, y el ardor de la resaca. La bodeguera no se movió del mostrador mientras estuve dentro del local. La comprendí con solamente ver mi tenue reflejo en la vitrina de golosinas. Hasta ese momento no recordaba cómo terminé durmiendo en la calle. Sólo sabía que del bautizo de mi sobrino, donde la cerveza abundó en cantidades escandalosas, salimos directo a continuarla en la pollada de mi compadre

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Juan Carlos. Elena, lo recuerdo casi como si me lo estuviese diciendo aquí mismo, no quería ir.

El sol estaba en su apogeo aquella mañana. Dominaba el firmamento desde muy temprano, seguramente, pero no lo sentí hasta que me cayó encima. Fue como encontrarse, de pronto, dentro de una sartén. Mi primera reacción fue preguntarme por qué es que la cortina estaba corrida, y mascullé un par de maldiciones, pensando que Elena se estaba vengando. Pero las sábanas habían adquirido, extrañamente, la textura del polvo seco y muerto de cualquier parque abandonado. Y el bramido de los buses había crecido geométricamente, al punto de casi hacerme experimentar el viento que producen a su paso acelerado. El sabor del ron barato y el aderezo del pollo permanecían en mi lengua, por lo que asumí que se trataba de un sueño extremadamente realista. Hasta que, de tanto calor, empecé a tiritar. La tembladera invernal se alojó principalmente en mi pecho, y para evadirla me puse de pie. No había altura de cama, tampoco pies descalzos, ni pijama. Vestía una camisa para corbata, de un celeste arruinado por la mugre del terral, y pantalón de dril, con algunas monedas refundidas en el bolsillo. No reconocí la urbanización que rodeaba aquel parque sin césped ni árboles, casi un terreno baldío. Muchos perros sin dueño rondaban, algunos llagados. Vi una bodega a pocos pasos, y por un pequeño letrero supe que había teléfono público.

A los sesenta, las cosas ya no son tan sencillas a la hora de lidiar con muchachas caprichosas, más aún si la diferencia de edad es enorme. Elena se había empecinado en darme la contra, que le había prometido que iríamos a la reunión de sus amigos después del bautizo. Pero yo estaba demasiado picado, casi borracho, y si algo de aquella promesa era cierto a mí no me importaba. No estaba dispuesto a desairar a mi compadre por pasarla con un grupo de niños insulsos. La tuve que abofetear un par de veces para que dejara de avergonzarme frente a la familia. Nunca le había levantado la mano. Se puso como una gata rabiosa. Entre dos de mis hermanas tuvieron que agarrarla para que no se abalanzara sobre mí. Yo me reí. Se la llevaron a la cocina, demoraron algunos minutos, probablemente una hora, no lo sé. En ese lapso, participé de un par de cervezas más. Cuando por fin Elena salió, me acerqué a abrazarla. Ella no me correspondió. Tenía los ojos llorosos. Vámonos a la pollada nomás, me dijo resignada, porque sabía que la noche tendría un final muy diferente del que se había imaginado.

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Píldoras de confusión

Por Juan W. Nonel

“A los sesenta las cosas ya no son como a uno le gustaría que hubiesen sido…”, me explica el joven médico de bata inmaculadamente blanca, pero yo no le entiendo, su lenguaje es confuso, él es confuso, si yo tengo treinta años apenas, le respondo, aquí alguno se ha extraviado en el camino. Y hace poco, le cuento, cuando tenía veintitantos, después de salir del internado, conocí a una mujer, mi amor primero, pero me casé con otra y, doctor, ahora que aún estoy a tiempo quiero volver con ella, con Amanda, mi Amanda, a la que quise de verdad, pero el joven de blanco insiste, y una voz extraña dentro de mi cerebro me habla, y los dos me dicen que no, que eso no es posible, que me tranquilice, que hay algo en mi cabeza o en mi cuerpo que no funciona, que yo nunca he estado casado, que hace no sé cuántos años que estoy aquí encerrado, imaginando cosas. Yo sólo sé que no es posible imaginar a Amanda, mi preciosa Amanda, sus grandes ojos color avellana y su sonrisa celestial, y su perfume a mirra y a mil flores, no, eso no es posible inventárselo, como sugiere ese extraño que cada mañana trata de encantarme con sus salmodias, que dice que no es un extraño, que nos vemos todos los días, pero yo sólo recuerdo a Amanda, doctor, déjeme ir a buscarla, ahora que todavía estoy a tiempo, a vivir esa vida diferente que me niegan, la de verdad, pero él insiste en que tome la ración diaria de sus píldoras de colores que contrastan con su túnica alba, no, Alba no, Amanda, y que no me dé más esas píldoras, que me confunden, y me engañan y me miran desde el espejo con un cuerpo envejecido que no es el mío…

Crecí en un internado, crecí en un internado, crecí en un internado… me repito una y otra y otra vez, tratando de convencerme de que esa es mi realidad neblinosa, y no la otra, la que me vendes, maldito matasanos de cara de ángel, y que en mi vida auténtica no crecí en una casa normal, convencional, con un padre y una madre y dos hermanos, comiendo y durmiendo y atendiendo a un colegio que no comprendía, que me metieron pronto en un internado, ¿qué internado?, pregunta la voz extraña de mi cerebro, el internado, cuál va a ser, donde conocí a Julián, ¿qué Julián?, insiste la odiosa voz sin rostro, pero yo me aferro a Julián, sé que Julián me enseño todo, cuando nos escapábamos al pueblo, por las noches, y me mostraba la vida más allá de los muros, día sí, día no, a fumar, a jugar en los billares, a mirar a las mujeres de vida alegre, “eso no es posible”, vuelve a la carga el médico sonriente con las palmas llenas de pastillas multicolores que yo hago como que tomo, ya no me vais a engañar más, ya no me vais a confundir.

Cuando recién cumplí los dieciocho y salí del internado, ¿qué internado?, déjame en paz, salí de allí y me fui a vivir a un piso con Julián al centro, ¿quién es ese?, era un piso pequeño, pero muy soleado, en pleno centro, y hacíamos unas fiestas de órdago, qué fiestas, qué mujeres, nos pasábamos todo el día riéndonos y allí conocí a Amanda, ¿qué Amanda?, la voz y ese loco de blanco van a acabar conmigo, “eso que cuentas es imposible, Óscar, a ti te ingresaron aquí cuando cumpliste dieciséis, desde entonces no has salido”. Amanda, mi Amanda, con su mirada clara y su piel suave como el terciopelo, “debes hacer un esfuerzo por recordar, por aclararte”, pero esas píldoras que me das me confunden aún más, “encajar las piezas”, ¿qué piezas?, pregunto yo y pregunta también esa voz, “tal vez habrá que incrementar la dosis”, dice el monstruo albino a una mujer y me

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extiende de nuevo las píldoras de confusión, pero yo cierro los ojos y sé que hoy vendrá a verme Julián, como todos los jueves, y me contará noticias de Amanda, ahora que aún estamos a tiempo…

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MI CACHARRITOJosé Avila Forero

A los sesenta las cosas ya no son tan confiables como cuando eran nuevas. Algunas más que otras sufren el desgaste natural por la presión indolente del tiempo. Recién desempacado de la fábrica lo vi rodar ágil y gracioso, sentía el vértigo del viento pasando raudo por mi cara. La pérdida de su silueta y brillo me quitaron la excitación y el placer de andar a altas velocidades, mucho menos ocuparme de adicionar nuevas tecnologías para mejorar su rendimiento. En vez de estar desafiando pasados, resultaba más cómodo deshacerme de él. Aún conservo el recuerdo de haber permanecido largo rato tocando su volante fórmula uno, la palanca de cambios, cinco velocidades y tracción en las cuatro llantas.

Sea lo que sea, no es la forma de su presentación, ni la manera en que los vemos, lo que determina su desempeño. El misterio del asunto está en su interior. En el estado en que se encuentran sus partes; cómo funciona el motor de arranque, sistema de frenos, partes eléctricas, pero muy especialmente su motor. De todas maneras sesenta mil kilómetros es mucho terreno para un coche. ¿O esperas que un montón de hierros viejos puedan proporcionar suficiente seguridad?

Si tienes dinero suficiente, puedes recorrer las calles de tu ciudad con uno distinto cada día, que haga juego con el color de tu camisa al estilo Elvis Presley. De buena marca, que dé estatus e indique la posición económica en que te encuentras. No te reciben lo mismo cuando parqueas acurrucado en un destartalado chevrolet de los años 80`S, que si llegas apoltronado en un flamante último modelo y del brazo de una chica plástica. De lo contrario tendrás que conformarte con pedir favores para una empujadita o depender de la benevolencia del mecánico de turno que quiera ir a buscarte.

No tener coche significa madrugar una hora antes y estar estampillado largo tiempo al piso en un paradero con lluvia, sol o frio a la espera de poder colgarse en el interior de un bus repleto de parroquianos huraños y con cara de malas pulgas, caminar ocho cuadras hasta el sitio de trabajo iniciando el día cansado y con la expectativa de tener que soportar a un inmutable jefe como si tuviera un látigo en la mano.

Cuando recién cumplí los primeros cinco mil kilómetros, de acuerdo al convenio de compra, fue necesario llevarlo al concesionario para su primera revisión tecno-mecánica por garantía. A las siete de la mañana había una larga fila de autos. Después de cumplidas las formalidades y aclarados los síntomas a corregir, “Un ruido parecido a un grillo en una de las puertas, la dificultad de tener el cloche demasiado bajo y un ligero desbalance en una de las llantas”. Pasadas veinticuatro horas, ya se habían realizado los chequeos, su interior olía a fragancia de rosas y en sus documentos y recibos consignados detalladamente todos los repuestos que fueron reemplazados. De nuevo se deslizaba brillante y limpio por las adoquinadas calles con el acelerador a fondo.

Crecí en un internado para niños de la calle. De acuerdo a normas internas, a la edad de nueve años, los niños desamparados ya habíamos destapado el primer motor. Nuestro padre, un viejo bus Ford del 47 y la

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mamita, una limusina de esas parecidas a carros funerarios como los que usaba Alcapone. Todos los modelos llegaban escupiendo humo negro y salían rugiendo como panteras. Los overoles de trabajo untados de aceite quemado, un trapo sucio en el bolsillo trasero, las uñas vestidas de luto, los cabellos resecos y despeinados y un fuerte olor a gasolina.

Con el correr de los tiempos, aquellos niños, de pronto nos encontramos afeitándonos la barba y con pelos en el pecho. El trabajo conseguido en grandes fábricas textiles y otros más afortunados enganchamos en la marina. Allá las cosas se tornaban a otro precio, en lugar de los motores normales, pareciera que les inyectaban anabólicos esteroides, sus partes gigantescas en vez de tragar gasolina, se alimentaban con combustible diesel. Seguía operando el imperio de las ropas sucias, el olor a grasa y aceite quemado y continuó la tradición de mantener el trapo en el bolsillo de atrás del overol de trabajo como beisbolista de grandes ligas.

Después de largas horas de trabajo en tierra o patrullajes en el mar, salíamos vestidos de blanco reluciente, la gorra un poco tirada a un lado sobre una cabeza rapada. Las chicas y que “Amo el amor de los marineros que besan y se van”. Los bacanales en las casas de citas, que si el show de la estriptisera o la lucha en un ring con mujeres desnudas embadurnadas de barro.

Nos casaron con muchachito abordo y padrino Smith Wesson, por habernos comido el pastel en clase antes de haber salido al recreo y hasta que por fin mi primer carro, un chevrolet corsa del año 96 Rines de lujo, full injection. Y mi mujer, que tan bonitos los sillones en cuero que ese color rojo perlado y que tenemos que visitar amigos. Más tarde pantalleaba con chicas ligeras de ropas y sentimientos complacientes, “Se casó mi mujer no yo”. Viaje por las ciudades vecinas, lo cubrí de arena en las orillas del mar y los muchachos del barrio que la música a todo volumen y las rumbitas los fines de semanas.

Transcurrido largo tiempo el cacharro tronaba furioso cuando se le descompensan los tiempos y prendía cuando le daba la gana. El día que encendió la llama de mi tolerancia, lo vi por última vez subiendo la pequeña loma, se apagó regresándose en rever cuesta abajo y la chica, que estás jodido con este pedazo de chatarra, que me pilla mi marido y la puerta que no abre y el carterazo en mi cara. Armé el altar e inicié la llama que lo consumiría. Permanecí largo rato mirando el trepidar de su hoguera. Merecía su inquisición, el viento espació sus cenizas y el oxido y el herrumbre hicieron el resto. ¿Que Cuándo lo voy a reemplazar? No lo sé… tal vez… quién sabe.

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Yolanda

Por José Luis Rodríguez-Núñez

—Crecí en un internado, ¿sabes?, aunque no sé si entiendes qué significa eso, tienes pinta de niño bueno. Bueno, allí conocí a Yolanda, sí, y si te he de ser sincera, no me extraña nada lo que le ha pasao, la verdad. Ella era siempre la más, no sé si me explico, si había que ser puta, ella era la más puta, si había que ponerse ciegas, ella era la que se agarraba el ciego más gordo… Yolanda siempre tenía que ser la de la última palabra, la de hacer lo que le diese la real gana, tuvimos varias broncas de las buenas con ella. Yo creo que nadie se la soportaba. Además, como la muy zorra estaba bastante buena, y era una guarra, pero una guarra, guarra, cuando nos escapábamos siempre se follaba a quien le daba la gana, y todas teníamos algo de celos, la verdad. Yo siempre pensé que ella también acabaría haciendo la calle, pero por gusto, no sé si me explico, y que sería la puta reina. Bueno, criatura, tengo que dejarte, creo que por ahí llega un cliente, a menos que tú quieras un servicio, ¿no?, bueno, al menos tendrás un cigarrillo, ¿verdad? ¿En qué periódico me has dicho que trabajas?

—A los sesenta las cosas ya no son remediables, lo sé, qué le vamos a hacer, pero tienes que comprenderme. ¡Ay, mi pobre niña! ¡Dios mío! Ahora daría todo por cambiarme por ella. Pero ya no tiene remedio. ¡Mi niña, mi niña!... ¿Sí? Ah, sí, lo que te quería contar, cuando tuve a Yolanda estaba sola, yo sola contra el mundo, y en aquella época no era fácil para una madre soltera, ni te lo imaginas, con una niña pequeña a la que mantener, sin ayuda, todo el mundo mirándome mal, el padre un pobre desgraciao que no tenía ni para caerse muerto. Y Yolanda no lo puso nada fácil. Siempre fue una niña problemática, yo no podía con ella, llegaba de currar y siempre con líos, en el colegio, en el barrio, siempre andaba metida en problemas. Así que no me quedo más remedio que meterla en el internado, con todo el dolor de mi corazón, pero la niña se me escapó de las manos, y pensé que allí podrían hacer algo por ella, por lo menos darle una educación, algo de provecho. Creo que al final fue peor el remedio que la enfermedad, visto lo visto, y además ella nunca me lo perdonó; cuando iba a verla me imploraba que la sacara de allí, que la estaban maltratando, pero yo no podía, así que creo que acabó odiándome, tal vez con razón. Cuando salió del internado no quiso volver a verme, no podía ni acercarme a ella de las broncas que montaba cuando me veía, así que empecé a seguirla sin que se diera cuenta, necesitaba ver a mi niña de vez en cuando, ¿lo comprendes, verdad? Y siempre supe que ese hombre no le convenía. ¿Que cómo lo sé? No sé, intuición de madre, supongo, yo sabía que era un bruto, un animal sin corazón, pero ella parecía quererle, no sé qué veía en él. ¡Ay, siempre supe que acabaría mal la cosa! ¡Mi Yolanda, ay, Dios mío, mi niña…!

—Yolanda venía de vez en cuando, era una mujer muy especial. Creía en Dios a su manera y acudía a confesarse cada cierto tiempo, siempre conmigo, eso sí, supongo que le inspiraba confianza. No, no venía regularmente, intuyo que cuando lo necesitaba, y se quedaba un buen rato ahí sentada, en segunda o tercera fila, muy quieta, muy concentrada, mirando hacia el altar o cerrando los ojos, parecía que cogía fuerzas para entrar en el confesionario. Después entraba y me decía, padre, he vuelto a pecar, yo creo que no tengo remedio, y yo le decía que tranquila, hija mía,

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que todos somos hijos de Dios y que Él, en su gloria, nos perdonará todos nuestros pecados y ella, al oírlo, no sé, parecía tranquilizarse un poco. No puedo contarte los detalles de sus confesiones, obviamente, pero ella pensaba que estaba poseída, era un alma atormentada, y creo que siempre salía de aquí algo aliviada, la veía yo más tranquila después. Ella quería mejorar, salir de ese pozo de tinieblas, se le notaba, pero yo creo que ese marido que tenía no la dejaba, la tenía como atrapada, yo pensaba que hasta la maltrataba, mira si no cómo ha acabado la pobre. Ella era muy especial, tan bella, tan inocente, pero no podía dejarlo, no podía liberarse, bueno, creo que ya estoy hablando demasiado. Sólo puedo contarte lo que me dijo alguna vez fuera del secreto de confesión, y a veces se confunden los recuerdos, ¿sabes? Pobre Yolanda; que mi Dios, en su inmensa misericordia, la reciba en su seno.

—Cuando recién cumplí los deberes con la patria, vivimos juntos un tiempo. Siempre recordaré a Yolanda en la puerta del cuartel el día que me licencié. Allí estaba, resplandeciente, la novia más guapa de todas, porque ella era un bellezón, ¿sabes? Y me dijo entre risas que había alquilado una habitación en el hotel más cercano, para toda la noche, para que nos pasáramos horas y horas follando, que quería que nos muriéramos de tanto follar. Yo estaba como loco, claro, hacía más de dos meses que no tocaba hembra y me la hubiera tirado allí mismo. Fue la mejor noche de mi vida, increíble. Follamos y follamos como locos, no podíamos parar, follando y bebiendo y fumando, hasta que amaneció. Ella follaba como ninguna otra, qué mujer. Así que decidimos ponernos a vivir juntos, encontré un curro en un taller y por las noches seguíamos con el sexo, sin parar. Fueron unos meses increíbles, pero luego se enfrió, aún no sé qué coño le pasó. Supongo que conocería a otro, pero de la noche a la mañana ella estaba cambiada, yo ya no notaba la misma pasión, empezaba a ponerle pegas a todo, ya no quería meter a todas horas. Hasta que un buen día desapareció. Así como te lo digo, muchacho, se evaporó y nunca volví a saber de ella. Ni una nota, ni una postal, nada. Ella era así, una mujer de extremos, nada de aguas tibias. Lo pasé mal una temporada, la verdad, estaba muy colgado por ella, pero al final el tiempo lo entierra todo, supongo. Por eso no me extraña lo que le ha pasado, si te he de ser sincero, me da lástima, claro, pero en el fondo creo que puedo entenderlo. Era tan absorbente que podía hacerte perder la cabeza, de veras.

—Yo sólo quería darle una lección, te juro que hasta ahora no le había puesto la mano encima, si la quería con locura, pero últimamente estaba jodiéndome la vida. No sé, supongo que se me fue la mano, yo no quería hacerle daño, sólo enseñarle quién llevaba aquí los pantalones. ¡Joder, qué cagada! Pero es que siempre andaba metiéndose dónde no la llamaban, controlándome, ya sabes lo jodidas que pueden ser las mujeres celosas. Y yo no le había puesto los cuernos en la vida, los cuernos en serio nunca, algún polvo perdido puede ser, pero de amor, ninguno, yo sólo la quería e ella. Pero ella erre que erre, coño, taladrándome el cerebro, hostia, hasta que ya no pude más. Y esa noche todo parecía torcerse, era como un mal presentimiento, un no sé qué, todo el mundo estaba nervioso, sería el calor, qué cojones sé yo, pero cuando volví de tomar unas copas con los colegas, ella me monta otra vez el numerito, que dónde había estado y todo ese rollo, y yo estaba todo el día con ese mal cuerpo, con esa sensación de qué algo iba a pasar, y ella provocándome, y entonces ya no sé qué pasó, supongo que se me cruzarían los cables, joder, si yo la quería como a mi

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vida, me cago en la puta, y la hubiera querido para siempre, y ella lo jodió todo. Sí, yo tenía un mal ese día, no sé, algo se iba a torcer, no sé, tal vez si no hubiera salido…

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Juanma Beltrán - Clase XXX

Historia imperfecta

A los sesenta las cosas ya no son como cuando uno es joven. Eso es así y esa evidencia la constaté aquel día que Carlos y yo tuvimos que abortar el atraco. Uno más. El repentino ataque de gota prácticamente no me permitía empuñar el arma. De los nervios ante mi impotencia también empecé a temblar. Carlos, con sus apenas cuarenta, no sé si llegaba a entender a un viejo como yo. Posó su mirada sobre mis ojos, empequeñecidos de ver tanto dolor. Siguió observando mi descuidada vestimenta, un polo gris y unos pantalones de tergal, que estaban tan desgastados como yo. Decididamente, pensó, que no había llevado una vida fácil y que seguramente eso mismo le esperaba a él también. Su mirada, aunque penetrante, no me intimidaba. Con infinita comprensión terminó descansando sus ojos sobre mi mano acartonada, en la que el arma prácticamente se me resbalaba y casi con una caricia me la retiró.- No te vayas a hacer daño, Julio. Carlos le sacó el cargador con gran destreza y dejó el arma sobre la mesa camilla del comedor, junto al cartón de leche del que nos habíamos alimentado los dos últimos días. Se sacó su arma de la funda del sobaco e hizo la misma operación.Veía a Carlos más delgado que de costumbre, su constitución atlética estaba dando paso a una delgadez extrema y sus pómulos sobresalientes no dejaban lugar a la duda. El pelo rubio que antes fuera tan abundante y fuerte había dejado paso a un pelo sin brillo, el mismo que había perdido en los que un día fueron ojos relucientes. Se quitó la ropa de calle, tan ochentera como la mía y se puso su chándal de estar por casa, tan raído que en los codos se le transparentaba la piel.- Carlos cómete lo que queda de pan con paté y termínate la leche. Yo ya estoy lleno.Era mentira, estaba muerto de hambre, como casi todos los días de las últimas semanas. Carlos me miró e insistió en que compartiéramos el último trozo de pan. No quería comérselo el solo. Tuve que mentir un poco más para convencerlo.- La gota me ha dado un poco de angustia. No me apetece comer más.Carlos devoró el último chusco que nos quedaba. Empezaba a ser un lastre para Carlos y aunque él sabía que las cosas nunca serían como cuando empezamos, no quería dejarme solo en casa. Los últimos desmayos le dejaron preocupado y estaba cada minuto del día conmigo.- Julio, sé lo que piensas, pero no te voy a dejar aquí. Si mañana estás mejor lo haremos. Mirando a Carlos me lamentaba de la vida que le había dado. Siempre huyendo. Tenía mi justificación en el tiempo que pasé recluido en un centro para niños ricos.

Crecí en un internado, mi padre no podía, eso decía él, hacerse cargo de mí desde que mi madre había fallecido. La jovencita con la que se había casado de nuevo no mostró el menor interés en mí, sólo le importaba el bebé que había tenido con mi padre. No había cumplido ni el año de casados cuando me metió en aquel sitio. Tenía diez años. Era un internado prestigioso, sí, pero a mí aquello me parecía una cárcel. Creo que siempre fui un poco especial y me relacioné muy poco con mis compañeros. Los jóvenes pueden ser muy crueles. Pero es que además mi padre me visitó tres veces en siete años. <<No se lo tengas en cuenta, es lo normal

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aquí>>,me decía el único medio amigo que tuve. Echaba mucho de menos a mi madre.Cuando recién cumplí los diecisiete no aguantaba más y me escapé. Mientras huía saltando las vallas trepadas de hiedra, juré que si tenía un hijo nunca lo dejaría abandonado a su suerte como había hecho mi padre conmigo dejándome en aquel sitio. Creo que mi padre nunca se esforzó en encontrarme los meses siguientes a mi desaparición. Me inventé una nueva identidad y a los dos años, tras unos comienzos muy duros saliendo a flote con chapucillas aquí y allá, empecé a vivir con Carlota. Nos conocimos cuando trabajaba de camarero en un bar. Cuando nació nuestro hijo fue el día más feliz de mi vida y así de feliz hubiera seguido si no se hubiera complicado todo. - Papá, ¿te encuentras mejor?Carlos sólo me llamaba Julio cuando estábamos trabajando o nos preparábamos para ello. Fue un ruego mío cuando empezamos hace más de treinta años, le daba un aire más profesional a nuestras actividades delictivas y así Carlos pensaba que estaba haciendo algo más importante de lo que realmente era. El resto del tiempo era papá.- Si hijo, estoy mucho mejor. En la cama mejor. ¿Te importa traerme la manta?Esa misma noche me había vuelto a desmayar. Mientras estaba inconsciente, se me había proyectado una visión: empezábamos una nueva vida, ¿quiénes de los que se dedican a esto no lo ha hecho alguna vez? Si este último trabajo salía bien íbamos a comprar el chiringuito en la playa, cerca de aquel club de ricachones. Que buenos recuerdos. Allí trabajaba cuando conocí a Carlota, y años más tarde, fue en ese mismo chiringuito donde me anunció que estaba esperando un hijo mío. Me puse muy contento. Ese mismo día me enteré de que mi padre había muerto. Los siguientes años fueron como un cuento de hadas para mí. Carlitos era el rey de la casa y se nos antojaba un futuro a los tres con muchas expectativas. Pero Carlota se puso mala, durante más de dos años la enfermedad la fue consumiendo y yo me consumía con ella. Después de su muerte hice todo lo posible por sobreponerme, Carlitos me necesitaba. Pero poco a poco me fui dejando, perdía todos los trabajos que conseguía. Cada vez duraban menos. Entré en una espiral de la que, creo, aún no he salido.Una vez, cansado de todo, ingenié un pequeño hurto. No sucedió nada, quiero decir que lo hice con mucha naturalidad y no me pillaron. El siguiente robo ya fue en toda regla y nos dio para vivir un mes. Fue así como me di cuenta de que podía ser mi medio de vida. Fui fiel a mi promesa de cuando me fugué del internado y Carlos, con diez años, empezó a venir conmigo mientras trabajaba, no quería dejarlo solo en el colegio y menos aún en la casa de turno. Íbamos de ciudad en ciudad. Para trabajar nos poníamos caretas de personajes de dibujos animados. Incluso a veces le dejé que se pusiera algún disfraz.- Papá ¿hoy me vas a dejar vestirme de Supermán? –recuerdo bien que lo decía saltando.Para él era como un juego. Al principio me esperaba en el coche pero me di cuenta de que me podía ser muy útil. Teníamos una consigna: cuando veía algo sospechoso que pudiera llevar al traste el robo, me silbaba desde la calle. Poco a poco fue metiéndose más en los trabajos y terminó empuñando un arma. Ya no iba a clase, aunque todos los días yo intentaba hacer de profesor particular, le explicaba matemáticas, ciencias e inglés; con algo más de dificultades, la historia y la filosofía.

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Desde la celda en la que ahora me encuentro, la verdad es que veo claramente que la última operación fue toda muy precipitada. Yo me encargaba siempre de revisar los detalles de la operación y desde luego para aquella no me encontraba en mi mejor momento. No revisé las salidas que teníamos en el caso de que se complicara todo. Carlos tampoco comprobó que no nos siguieran, como había hecho siempre hasta ese día. Estaba más pendiente de mí que de lo que teníamos que hacer. Delinquir no es tarea tan fácil como algunos proponen, es un trabajo y hay que hacerlo bien si uno quiere estar tiempo en esto y ganarse la vida más o menos dignamente.

Cuando estábamos delante del mostrador, con las armas apuntando al dependiente, no nos dimos cuenta de que había movimiento en el coche camuflado de la policía que nos había seguido hasta las inmediaciones de la gasolinera. En condiciones normales Carlos lo habría visto, tenía una vista muy entrenada, pero otra vez estaba más pendiente de mí. Mi mano no podía soltar la pistola cuando los dos policías entraron al grito de <<suelten las armas inmediatamente>>. Se me agarrotó entre los dedos. Uno de los policías interpretó mi mal intento de soltarla como una amenaza hacia ellos, y ante el movimiento felino del policía amenazándome, Carlos, casi más torpe que yo, intentó cubrirme disparando sobre el agente.- ¡Julio, ponte a cubierto! –su grito sonó desesperado.Fue lo último que escuché de la boca de mi hijo. Carlos nunca había disparado a nadie y, claro, falló; el policía, por supuesto, no.Cuando desperté de mis heridas en el hospital tenía a un agente sentado al lado de mi cama. Llevaba varios días inconsciente y le pregunté por mi hijo. <<Lo siento>>.Y parece que lo dijo realmente consternado, tenía un gesto amable. Mi pobre Carlitos.Días más tarde el médico del hospital me comunicó que mis continuos desmayos eran debidos a un tumor cerebral que me habían diagnosticado. Sabía que ingresaría en prisión, pero por mi delicada situación médica, seguro que no iba a cumplir más allá de un año. Suena en mi celda el timbre de la comida. No tengo hambre. Sé que a lo mejor no sobrevivo a mi condena. Es la única motivación que tengo para seguir adelante, salir de la cárcel para llevarle flores a mi hijo y que no sienta que lo he dejado solo, a su suerte, en su tumba.

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Natalie Gamero

CARTAS ECHADAS

Crecí en un internado, pequeño, oscuro. La casa de una maestra humilde, solterona, dedicada a los niños para sobrevivir. Todavía puedo oler el frío encerrado en aquellas paredes de gris abombado y descascarado, tan parecidas a estas. Puedo ver los gatos paseándose por todas partes, acostándose en los muebles de cuero vino tinto y botones dorados. Era una casa pequeña en un suburbio al margen de la capital. De la entrada, un pasillo largo la atravesaba hasta el fondo. A la izquierda los primeros cuartos funcionaban como salones de clase. Salones de techo alto y luz mezquina, con pizarras negras y unos cuantos pupitres de madera pintados de rojo. Luego venía nuestra alcoba, con dos camas literas. Éramos cuatro los fijos. Los demás niños se iban con sus padres después de las cinco, mientras nosotros los despedíamos desde la ventana con la inocencia diluida en lágrimas. A mano derecha del pasillo, a mitad de la casa, había un estrecho jardín interno por el cual se escurría el agua cuando llovía, mojando el cemento pulido. Esos eran los días alegres, los de lluvia, cuando nos deslizábamos por el piso, boca abajo, como si fuéramos Supermán volando por los cielos, hasta que llegaba ella, la criptonita, y se acabó la diversión, váyanse a cambiar que están todos mojados y les va a dar gripe. No era mala, sólo estricta.

Cuando cumplí los 35 hice una gran fiesta. Invité a todos mis colegas del banco, a algunos compañeros y a mis amigos, aquellos tres buenos amigos. Después que los ajenos se fueron y quedamos solos, salimos a la terraza del apartamento y mojamos el piso hasta hacer un gran charco. Parecíamos niños otra vez, con las caras nuevamente mojadas pero ahora sólo de agua, risas y recuerdos. Reíamos burlándonos de aquellos días interminables, parecidos a estos. Esos de los que casi no hablábamos porque en el fondo dolían mucho. Cada cual lidió con su infancia como pudo y ahora todo marchaba bien. Todos tenían ya buenos trabajos, esposas, hijos y vidas moderadamente estables. Yo era el único que se mantenía solo. Quizás por eso nos frecuentabamos poco. Llevaba una vida distinta. Vivía en una de las mejores zonas de la ciudad, con todas las comodidades, un trabajo de alto rango, amigas, tragos, líneas, fichas, humo y cartas.

Recuerdo la última vez que me visitó mi padre. Tenía meses sin verlo. Era casi un extraño aunque todo de mí se parecía a él y aún se parece. Desde que ella murió él perdió el control de su vida y la mía. Por eso, fue mejor traerte al internado, solía decir. Ese día llegó con un regalo, un paquete de cartas. Me enseñó un par de juegos y algunos trucos. Me vi en sus ojos como en los míos propios y pronto supe que no regresaría. Antes de irse, me dio un abrazo y acarició mi cabello con la mano derrotada, quebrando en su voz el que Dios te bendiga.

A los sesenta las cosas ya no son fáciles para nadie. No tengo fuerzas ni motivos para esperar tanto, para recomenzar. Todavía puedo oler el frío encerrado en aquellas paredes de gris abombado y descascarado, tan parecidas a estas.

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DiagnósticoMónica Mabel Balladore clase XXX

A los sesenta las cosas ya no son como antes y menos cuando te han detectado cáncer, te pones a revisar la vida y nada de lo que ves te parece valioso. Entonces decidís, mirar el presente, lo que tienes y planear el escaso futuro. Desnudas tus pechos ante el espejo y los ves redondos, pequeños, lisos, todavía milagrosamente en su lugar. Sí, no se han caído, posiblemente porque son pequeños como los de una adolescente. Te palpas la pequeña protuberancia que originó la consulta médica y simultáneamente te chocas con mil cuestiones. ¿Para qué los tengo y los tuve? Nunca los lucí en un escote, ni los acarició un hombre, ni dieron de mamar a un niño. Sentís que te rueda un lagrimón por la mejilla, demasiado salado. Continúas en el espejo repasando la imagen y los recuerdos. Tu vida puede resumirse en dos páginas incluso escribiendo grande. Crecí en un internado, dirigido por monjas. Huérfana y sin hermanos, tuve suerte en caer allí, no puedo quejarme de mi infancia. En el mismo sitio terminé la escuela secundaria y en la casa contigua funcionaba el noviciado. El cuidado que había recibido, la gratitud, la comodidad, el cariño al lugar, la familiaridad, el temor al mundo de afuera, o ¡algún efecto de inefable inercia! provocaron que me sintiese llamada a esa vida. Estuve diez años completos en el convento.

Cuando recién cumplí los treinta, sí, fue ese mismo día que lo resolví. En realidad fue una decisión madurada, pero fue en ese momento en que tuve el empuje necesario, y le pedí a Cristina, la chica que limpiaba en el convento que me prestara ropa para irme. Ella solía cambiarse, así que tenía dos mudas, Una de ellas fue la primera ropa de mujer que usé. Yo había cambiado hacía ya doce años la túnica beige por el hábito gris, que pasó a negro al realizar mis votos. Ese día, igual que hoy, la imagen del espejo me sorprendió. La blusa era algo transparente, la falda estaba llena de flores azules, demasiado corta y de tela ligera.

Fue Alicia la que me recibió en su casa, mi hermana del corazón. Ella se había educado conmigo, se casó, sus niñas asistían a nuestra escuela, vivía en el barrio, siempre nos mantuvimos en contacto. Las monjas no tuvieron que ser demasiado intuitivas para saber que yo me hallaba allí. Telefoneó la superiora, segura de que necesitaba un tratamiento psicológico, afirmó que la congregación lo costearía. ¡Yo necesitaba un empleo y un lugar para vivir! Rechacé su oferta y no volví por allá.

Vuelvo a mirar el espejo, mis pechos redondos y desnudos gritan por una caricia. Yo también. Otra lágrima. Me pongo una bata y busco un papel para hacer algo que vi en una película. Escribo: “Cosas que debo hacer antes de morirme”. Tacho y corrijo: “antes de que me extirpen la mama derecha”. Mis ojos se clavan en el papel blanco, no sé cómo escribirlo, quiero y necesito que me abracen, sentir la vida, ¿hacer el amor?

Trabajé en la escuela estatal, las tres jornadas, no sólo debía procurarme el sustento sino conseguir vivienda. El departamento que logré alquilar sólo lo usaba para ir a dormir. Hasta hace poco. En noviembre me jubilé, ahora

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estoy siempre aquí, sin nada que hacer, vacía. Visito a Alicia y la ayudo con los nietos, tiene cinco. En un rato llamará y preguntará el resultado de mi mamografía. El timbre del teléfono me rescata de mis pensamientos.

—Hola, Carlos, ¡Qué sorpresa me das! Sí estoy en casa, no, no tengo nada que hacer, todo bien—yo respondo monosílabos y él continúa, sin pausa para respirar me cuenta que se está divorciando y llama para darme el número del hotel donde se aloja provisoriamente.

Carlos era el director de la escuela donde trabajaba, nos jubilamos juntos, intercambiamos regalos: en su tarjeta decía: “Llámame sin dudar, siempre estaré para ti”. Yo le dije que él hiciera lo mismo, habíamos compartido muchas horas de trabajo los últimos veinte años.

Mientras él vomita por el auricular su repetida historia de desencuentro con la esposa, yo rompo mi lista en blanco. Decido invitarlo a cenar para hablar más tranquilos…

—Venite, dale, como a las ocho, prepararé algo rico para los dos. Sí, si, trae un malbec, estará delicioso, ¿también el postre? Bueno, compra helado de chocolate, te espero.

Corto el teléfono, rompo el papel en blanco, sí, decididamente es mejor empezar a hacer que escribir nóminas.

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El Bolero de RavelGeyser López

Y era cierto lo de la sombra inexorable, la que jamás desaparece, incluso, si el mayor claror intenta disiparla. Esta sombra que se levanta sobre una de las paredes de mi cuarto, hoy, se ha vuelto una figura que mis ojos, tal vez en tiempos más ocupados, no hubiesen reconocido. Ahora veo claramente, allí, donde antes pensaba que una tímida oscuridad habitaba, capricho tal vez de la óptica, veo claramente, repito, la silueta difusa de un hombre. Mientras agonizo engorda la sombra, se hace más humana. Parece que ella misma saliese de la pared reclamando su tercera dimensión: la visible, la que toca, la que siente. Llega un momento en que todos los recuerdos, todas las fragancias, todas las agonías y tristezas, las sombras y los tiempos felices de nuestras vidas se reúnen en un instante. Ese instante (quiero pensar ahora) coincide con el último largo respiro que antecede a la muerte. En tal sentido una suerte de lucidez se precipita mientras nuestra alma en su fase terminal se opone lentamente al óbito inevitable de la carne. Yo, Juana Castellano, atada en esta cama, presa de las enfermas dolencias de mi vejez, quisiera morir no sin antes encontrar respuesta a una cuestión que solo tú, Arameo, podrías responder quizá en lo que dure mi sueño eterno.

Crecí en un internado de jovencitas en las afueras de la ciudad. Decían las monjas que en la navidad del 44’, alguien tocó violentamente el portón de la casona; una de las sirvientas se apresuró en abrir, y al bajar la mirada me encontró allí, recién nacida y envuelta en un trapo negro. La inclemente lluvia inundó mi cuerpo dejándome, decían, como un pajarito remojado. La mujer me recogió, me secó con las mangas casi de un súbito reflejo y me puso en medio del mesón donde cenaban, y a la vista de todas las hermanas empezaron, inútilmente, a inferir los elementos de tanta desdicha. A partir de ese momento, ellas me atendieron de todas las maneras; dieron con mi educación, con el alimento y la ropa, y yo cual bestia ingrata mordí la mano que me sobó de manera desinteresada; un día (sería de tarde puesto que el sol se metía entre dos montaña) me escapé del internado para nunca más regresar. Pienso (lo pienso ahora) que aquella infancia extraviada fue la más hermosa que bajo mi condición cualquiera hubiese tenido. Harto sabemos que si la rebeldía conspira contra la moral, el libertinaje renacerá bajo todas las formas. Fui víctima de eso, tanto, que a la hora de mi muerte no me he librado de los malos recuerdos. Yo, Juana Castellano, quiero morir tranquila, tal vez, como el elefante africano que tras perderse en el desierto, no lamenta su desdicha gastando su trompa con golpes de furia, por el contrario, se vence incrustando las rodillas sobre la superficie caliente a la espera de que algún día la tierra suavemente lo absorba.

Cuando recién cumplí los veinte (hacían ya cincos años de haberme fugado) conocí en la montaña un grupo calé que me dio lugar en su horda. El destino se empeñaba en servirme otro internado como refugio, esta vez, provisto de las inmundicias que yo misma daba como placenteras. Entonces los narcóticos, los néctares béquicos, la lujuria y la magia negra corrompieron lo poco que sobrara de mi cansada infancia. Una noche (recuerdo la montaña como una tienda abandonada en el vicio y la concupiscencia) un grupo de cinco o seis hombres, nunca logré saber

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exactamente si fueron tantos, irrumpieron en plena madrugada dentro de mi carpa y procedieron a mutilar cada centímetro de mi dignidad. Aún resguardaba conmigo algunas pocas vergüenzas y hasta eso fue devorado por aquellos lobos hambrientos. Tiempo después mi vientre engendró un pedazo de carne extraña; creció, el germen del odio y la simiente enferma, con sangre cualquiera, con la sangre de todos los hombres malos. Arameo, aquella madrugada irrumpiste cual ángel guardián defendiéndome de aquel pulpo de brazos, y bocas, y dientes. Tú fuiste escudo, y también la sal que cicatrizó mis heridas. Sin tu presencia me hubiese extinto. ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué quitarse la vida? ¿Y dónde quedó la promesa del padre, del hermano, y del amigo que me esperó aquella vez frente al portón del internado para luego escapar mientras el sol se metía en las montañas?

A los sesenta las cosas ya no son como uno antes las pensaba; tampoco lo son las preguntas, ni los recuerdos. Creo (lo creo ahora) que cada reminiscencia que decidimos mantener hasta el final va creciendo junto a nosotros. Cuando era chica te veía con el cuerpo blanco, tus rulos grandes y grotescos. Luego te fuiste, y con el paso del tiempo, seguí vistiéndote con el mismo atuendo; esta vez tu piel hice más oscura, la barba árida, la mirada perdida. A los cuarenta años fuiste un manso indio de preguntas y recuerdos; una silueta indescifrable de sombras que veía por todos lados como una fatal coincidencia. A los cincuenta te envejecí; precisaste de un bastón para andar, de un sombrero para ocultar la calvicie, de un saco marrón para los días fríos y de una corbata azul turquesa para los días de fiesta. Y ahora, mientras agonizo, he podido finalmente detener el complejo y tedioso desgaste de tu piel; te he reducido la talla dejándote como aquel niño que mi vientre engendró. Ahora que te veo salir de esa pared como si desde siempre hubieses sido esa mancha cincelada por todos lados; algo imborrable como una mácula de grasa; te veo más lucido que nunca Arameo, ¿serás acaso un fantasma, serás real?, te pregunto entonces ¿por qué a medida que mi hijo crecía, por qué maldito hombre, por qué llevaba tus ojos, tu boca y la misma excitación de tu mirada? ¿Por qué lobo insolente, movía las manitos como tú? ¿Será por ello que a temprana edad también me lo quitaste? Pensé que la muerte era una mujer gorda que vestía de negro, justo como afirmaba Proust. La muerte ni es mujer, ni es gorda. La muerte es una mancha inexorable impregnada en la pared. Es una simple cuestión que solo aguarda el tiempo que necesita un bolero para llamarse Ravel.

A Joseph-Maurice Ravel

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AuraPor Marco Tulio Capica

Mi pubertad fue una traición de la naturaleza. Un día estaba jugando como un niño feo. Al otro día era solo feo. Espero que se me entienda. Aura ríe al escucharme. Por supuesto que ella me entiende. Crecí en este internado. No he renegado nunca de ello. Odio la lástima. En una casa de sueños, además, hubiese sido igualmente infeliz. Como dije, soy feo. Eso me entristecía primero. Lo creía el origen del problema. Un huérfano bello es un actor de cine en potencia. El resto somos reales. —Los que padecemos de fealdad somos de alguna manera expertos en la belleza. Hay algo en nosotros, como un órgano invisible, que la carencia de natural atracción desarrolla desde ese primer momento en que, frente a frente con lo que nos queda, notamos que nunca vamos a coincidir con aquel yo secreto más alto, más sano, más completo que solo Dios sabe cómo se instaló, con tanta intensidad y precisión, en nuestro centro de equilibrio. Preocupados por cada detalle que nos aleja de aquel anhelo de perfección, vivimos repasándolos en cada espejo y, casi como por extensión, enmendando la fisonomía de los demás, porque un feo no tiene un reflejo, se ha enemistado con él, y por ende le es ajeno tanto como el rostro de los que lo rodean. Digámoslo con una sola imagen: un feo camina siempre acompañado de su mejor versión, un gemelo etéreo y torturante que le señala el camino vedado a la armonía, vedado para él y para casi todos los demás… Sí, es un consuelo.Aura reía. Aquella fue la primera mañana en la que, por fin, pudimos conversar y dar una vuelta pausada y amena. Aura es la hija de la mujer que cuida el local del internado. Crecimos juntos hasta donde el tiempo lo permitió. Mi manera de hablar, más que mis palabras, fue la que le hizo soltar una risotada de esa manera encantadora tal cual la recordaba yo, entre atoros y demás complicaciones bronquiales que a ella le caen como el pelo suelto a las modelos. Cree que soy intelectual. Debe de ser el producto de todos los años, toda la vida, separados, le dije además, a lo largo de los cuales solo ha recibido noticias sobre mí a través de las autoridades del centro: mi ingreso a la universidad, los primeros puestos, la culminación de una carrera, la tan ansiada beca, mi renombre. Sí, además del benefactor, soy el símbolo de este lugar. Hay una placa de bronce con mi nombre y una colección de recortes de periódicos detrás de una vitrina. Inspiro a los niños, no solo los asusto.Íbamos de la mano. Cualquiera diría que estábamos enamorados. Pero cualquiera también nos hubiese llamado monstruos. —Lo primero que tiene que aprender un feo es a olvidarse de que los demás tienen ojos y desarrollar un par solo para verse. Unas gafas, si quieres, para sonar menos drástico, que en lugar de ayudar a ver, ayuden a enceguecer. A deformar la realidad deforme hasta volverla tolerable. A los sesenta las cosas ya no son tan graves, pero son definitivamente más nítidas. Por eso me dijo:—Será difícil eso de los lentes. Por un lado los feos somos expertos en belleza. Por otro nos conviene no serlo. No ver. Habíamos dado la vuelta completa. Me gustaron los rosales, las enredaderas, los arbustos tupidos cuyo verde de fotografía no se dejaba creer. No puede estar mejor y yo no puedo estar más satisfecho con su trabajo, con mi dinero.

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Había jugado mis mejores cartas. Nos sentamos en un banco. Le tomé una de las manos.—Aura…Pero no me dejó continuar. Un beso cálido me cerró el paso. No pude evitar abrir los ojos sobre el final del beso. Ella los tenía cerrados.¿Imaginaba otro tiempo, otro hombre?No quise preguntárselo. Volví a cerrar los míos y sí, se podía usar la imaginación más allá de nuestro aliento caduco. Como cuando niño. Un niño feo. Abandonado. Un niño.

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Teresa Díaz. clase XXX

Cuando recién cumplí las primeras horas de casado fui consciente de dónde me había metido. Sin pensarlo, estaba casado con una mujer estupenda y yo sólo deseaba desaparecer. La tapadera, que me había parecido tan buena idea, se había transformado en una losa que me enterraba. La sensación de ahogo fue en aumento y acabé enfermando, así que suspendimos el viaje de novios. Mi mujer se desvivía en atenciones, pendiente de mí, lo que agravaba mi mal. Aproveché para refugiarme en la cama y la fiebre me ayudó a no dar explicaciones. En mis delirios de esas primeras noches, soñé una y otra vez con mis compañeros de infancia.

Crecí en un internado y casi 50 chicos dormíamos en el mismo cuarto. Dicen que las amistades de los primeros años son las más intensas... y es cierto. En la litera contigua mi amigo Juan, que se quedó a trabajar en Toledo y de allí marchó, años después, a Madrid. No se casó y vivió la vida que yo no me atreví. Al otro lado, Mariano, que era un año mayor que yo pero repitió un curso. Se hizo policía nacional y sacó destino en País Vasco... cinco años después decidió dejarlo, se volvió al pueblo y se casó. Paco era mi mejor amigo pero no lo sabía todo de mí. Y el que invade una y otra vez mis sueños es Juan...

En cuanto caía en duermevela, me rodeaba con sus brazos y le oía susurrarme "pobrecito, mi amor, pobrecito... yo te cuidaré...", acariciaba mi cabeza y me besaba la frente. Abría los ojos y allí estaba Luisa, comprobando mi temperatura con ternura. Yo volvía a cerrar los ojos, tratando inútilmente de reencontrar a Juan. Cansado de verlo desaparecer, decidí levantarme e ir a buscarlo.

A los sesenta, las cosas ya no son tan complicadas. Estoy viudo y mis hijos ya son mayores, así que cada uno hace su vida y nos vemos poco. Yo he empezado a viajar mucho y me reúno con Juan cada varias semanas y, a veces, viajamos juntos. Él también vive solo. Tuvo una relación de casi 15 años, hasta que un día se dio cuenta de que ya no amaba a Luis. Entonces rompió con él y cambió de casa.

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Encuentro familiarOmar Olivares

La mañana que volví a casa parecía que nada había cambiado. Mis padres estaban sentados desayunando, mi hermano se alistaba para irse a la universidad, y yo estaba parado en el marco de la puerta. Sonriendo, como si los hubiera visto anoche. Quizá esté de más decir que quien primero se me abalanzó a abrazarme, a pesar que estaba más lejos, fue mi mamá. ¡Hijo, porqué ni siquiera has llamado¡ ¡Dónde has estado¡ Mi padre se levantó, se acercó a mí, me miró como tratando de reconocerme o de reconocerse así mismo, y me abrazó fuertemente, como no lo había hecho antes. En un minuto vi cómo mis padres envejecían. Tres años me parecían a mí nada, pero en ellos pesaban como tres décadas. Empecé a arrepentirme por la distancia que había tomado, y me maldije por mis escuetas llamadas, telegráficas.Cuando recién cumplí los 20 me dije que era hora de irme, estaba por culminar la universidad y tenía un trabajo que me prometía. Me fui a vivir solo. Hablé con ellos y les dije que quería independizarme. Mi madre se echó a llorar y mi padre incluso me ofreció las llaves de su auto que tantas veces me había negado. Su consigna era retenerme. Pero cuando se es joven e impetuoso, ninguna lágrima puede detener lo que se decide. Mucho menos la de los padres. Partí con mis maletas la mañana siguiente.Al comienzo estaba todo bien conmigo, los llamaba, iba los fines de semana, almorzaba con ellos y digamos que sólo había cambiado el hecho que ya no dormíamos bajo el mismo. Porque incluso mi madre aún lavaba mi ropa, que yo recogía puntual los lunes. Sin embargo un día sin que me dé cuenta algo cambio, creo que los recuerdos de una infancia difícil se agolparon y algunas viejas rabias dormidas regresaron sin tener visa.Crecí en un internado. Esa escuela y mi rutina me dieron siempre esa sensación. Del cole a la casa y a estudiar. Al día siguiente igual. Mi padre me exigía que estuviera siempre en los primeros puestos, y eso en parte me marcó para toda la vida. Siempre, sin darme cuenta, trataba de competir con mis amigos y compañeros de clase. Quién hacía el mejor trabajo, quién tenía la mejor maqueta, quién sacaba las notas más altas. Luego quién estaba con la chica de senos más grandes, quién ya se los había tocado, quién se había acostado con ella. Todo era así, y a mí no me molestaba, o al menos no lo notaba.Ya en la universidad el choque me hizo ver que no todo era blanco y negro y empecé a sufrir por esa política dictatorial de calificaciones tipo A. al comienzo no encajé en ese nuevo sistema de estudios, y jalé varios cursos. Me deprimí mucho y mi papá, gran motivador, me hizo sentirme peor. Ese día recuerdo que algo en mí se quebró, no tan hondo quizá, pero dejó una fisura.Superado el drama universitario, me pudo asimilar y al poco rato me volvió el olímpico, pero ya más calmado, o quizá mesurado sería lo más correcto. Al poco tiempo conseguí un trabajo en un diario pequeño, y me empezó a ir bien. Mis estudios, la carrera. Incluso conocí una chica que estudiaba literatura y empecé a salir con ella. Todo casi bien, pero me empezó a asaltar el ansia por abrir mi camino, seguir mis propios pasos y decidí irme. Quizá haya influido en esa decisión el saber que mi padre se había ido de su casa a los 18, y entonces podría ser que mi afán de ser el mejor me hubiese puesto en ese plan…pero eso es una idea muy pobre y a pesar de que siempre me visita, prefiero ignorarla.

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Cuando me senté con ellos mi mamá empezó a llorar, me dijo que no entendía porqué les había castigado desapareciéndome. Expliqué un viaje al extranjero y algunas cosas tontas más, pero la verdad me apabullaba y preferí callar. Mi padre me preguntó cómo me iba, en qué países había estado. Incluso se interesó por la chica con la que salía, pero le corté su hilo diciéndole que hacía tiempo que la había dejado de ver. Parecía que estaba realizando un vano intento por evitar el reclamo y un poco me imagino que se debía por miedo a que le gane el llanto. Quizá a su edad quería seguir manteniendo su imagen de hombre duro, aunque ya no lo fuera.A los sesenta las cosas ya no son como cuando tienes cuarenta y tu hijo a las justas te llega al pecho. Y él lo sabía muy bien. Poco a poco empecé a contarles un poco de lo que había hecho, hasta que llegamos al punto de “te acuerdas cuando eras chico”, y no me agradó. Le reclamé a mi mamá que se olvidara de eso porque ya no tenía seis. Mi padre empezó a reírse y quizá añorando que su hijo no se haya ido de casa. Tampoco me agradó. Volví a la carga y no sé porqué, se me salieron unas lágrimas. Me levanté y los abracé. Les dije que quería volver, que no podía seguir viviendo lejos de ellos. Me abrazaron también y lloraron conmigo. En ese instante descubrí que mi padre y yo éramos muy parecidos, ahora que él llegaba al ocaso de su vida, cedía ante todo, y yo que me iba acercando a la edad que tiene en mi cabeza cuando evoco mi infancia, soy testarudo, trato de hacerme el duro, y me distancio de quienes quiero.

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Gloria Noriega

Los primeros diez segundos no fueron fáciles para Irene. Se consideraba una mujer sensual, pero era un poco púdica y ese rollo de amarse en el jacuzzi no era para ella; le parecía, además de incómodo y resbaloso, algo cursi y anticuado, como de Barbra Streisand. Sin embargo a Manuel le encantaba, con espuma, sales relajantes, velas, vino y, si lo planeaba con tiempo, algo de música clásica. De manera que justamente así se lo preparó esa noche y, por más que no era su estilo el rol de mujer seductora intentando reconquistar a su marido, lo había recibido en la puerta descalza y con una camisa de lino blanco sin abotonar como única prenda. Aunque Manuel llegó de mal humor, como acostumbraba últimamente, y a duras penas le dio un insípido beso rutinario, no tardó en despertar, entrando –intrigado- en el juego. Unos cuantos tragos del Mouton Rothschild del ’93 (la ocasión ameritaba el mejor vino que tenían) y estaban ya en la tina, Irene, ligeramente más relajada, y él transformado en el Manuel de hace cinco años, ese Manuel cariñoso, apasionado y platicador. Tal vez esto es lo único que les hacía falta para reavivar la relación y salir de ese callejón gris en el que se había atorado su matrimonio. Quizá con eso y un viaje largo, pensaba Irene mientras se dejaba acariciar, pero en el fondo le quedaba claro que eso no arreglaría nada, lo que pasaba es que el vino la hacía olvidar, la confundía. El vino y Manuel con sus besos largos y esa manera tan suya de acariciarle la cara mientras la besaba. A mí también me habían vuelto loca los besos de Manuel (no hay como un hombre que sepa besar bien). Posiblemente, si me permitía admitírmelo, aún los extrañaba. Sólo los besos. Por lo demás me sentía tan alejada de ese señor que había sido mi marido durante doce años y con quien seguía teniendo contacto solamente por Alicia, nuestra hija. Su única hija. No le tenía rencor. Yo no. De alguna forma me daba lástima; seguía dándome lástima. Crecí en un internado me contó en la primera cita que tuvimos. El y sus ocho hermanos, pero al que le había ido mal era a él, cosa de mala suerte, el aliento fétido de la monja metida en su cama, los azotes para limpiar el pecado y de nuevo el hediondo olor seguido a los pocos días por golpes con hoja de palma y quién sabe qué era peor. Yo admiraba su tenacidad, haber salido adelante a pesar de la infame niñez. Me enteré que estaba casado seis meses después, Por el momento estoy separado, me dijo el día en que lo confronté, Mi mujer está en casa y yo aquí contigo. Que ya se iba a divorciar, no la quería desde hace tiempo y nunca se había sentido tan enamorado, por favor que nos casáramos. Cuando recién cumplí los treinta y cuatro apareció Fabiola, y Lo siento, de verdad, no pensé que esto pudiera ocurrir jamás, y que su apuesta conmigo fue para siempre, Pero ya no te amo y si se quedaba a mi lado sólo por Alicia, terminaría por serme infiel. Sólo entonces comprendí lo que vivió Carina cuando Manuel se enamoró de mí. Ella sí que le tenía rencor. Y a mí también. Era irrisorio después de tantos años. Yo en cambio acabé por entender tras un bocado amargo que me duró dos años, que Fabiola no había tenido mucho que ver. No me caía bien, y me había molestado verla del brazo de Manuel en los festivales de Alicia, pero no la odiaba. Fabiola en cambio culpó a Irene hasta el final por la ruptura de su relación perfecta. Pero ahora ya nada importaba todo ese enredo de telenovela porque estábamos reunidas al fin las cuatro (ya no habría nadie más: Irene

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lo había decidido) y teníamos que enfocarnos pues a los treinta segundos sumergido, apenas era suficiente la fuerza de todas para pelear contra tanta vida disparándose a patadas y manazos.A los sesenta las cosas ya no son tan difíciles y Manuel se iba quedando sin más besos largos y con todo el amor sobrante ahogado en la tina. Y en medio del jacuzzi flotaba, como un pequeño pez mecido por la corriente del mar, su flácido miembro, el objeto de tanto drama absurdo en nuestras vidas. Una risita nerviosa que se le escapó a Carina se nos contagió, por un segundo, a las demás. Todo había terminado.