Ana Lía Gabrieloni

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«INTERPRETACIONES SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LITERATURA Y PINTURA». Ana Lía Gabrieloni, Universidad Nacional de Rosario Conicet. The Gordian nod need not be cut. Marianne Moore I.- Ut pictura poesis Según Virginia Woolf, un escritor siempre se preguntará cómo llevar el sol a la página, cómo puede conseguir que el lector vea la luna mientras se eleva en el horizonte por medio de una o dos palabras. Es decir, se preguntará cómo lograr un efecto máximo por medio de recursos mínimos, tal como le sucede a Charles Steele, el pintor de El cuarto de Jacob, quien con una sola pincelada de negro violáceo cambia el tono general del paisaje que acaba de componer sobre una tela. La formulación de analogías entre la poesía y la pintura se remonta a la afirmación de Simónides de Ceos en el siglo V a. C., recogida por Plutarco, según la cual «la pintura es poesía silenciosa, la poesía es pintura que habla». Y así como se ha atribuido tradicionalmente a Aristóteles el origen de la teoría literaria, también durante siglos se reconoció el origen de la teoría de las relaciones interartísticas en Horacio, que bebió de las fuentes griegas. Su Epistola ad Pisones —que ya Quintiliano consideraba una verdadera ars poetica, título con el que luego ha sido conocida — enfatiza y reitera la correspondencia entre ambas artes tal como se plantea en la obra del Estagirita. El lema horaciano, ut pictura poesis, y la idea aristotélica de que la intriga de una tragedia se asemeja a una pintura, proporcionaron desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII una constitución al sistema de las artes, constitución basada en la asimilación entre poesía y pintura, y una de cuyas formulaciones más señeras está contenida en una obra tan tardía como Les Beaux-Arts reduits à un même principle del abate Charles Batteux (1746). Fue esta obra la que provocó la reacción de Gotthold Ephraim Lessing contra el entusiasmo por la migración de cualidades y poderes, tanto estéticos como pedagógicos, entre dominios artísticos distintos. Antes de que se publicara el Laocoonte de Lessing (1766) , otras obras habían reclamado ya una distinción precisa entre las artes, como el Paragone de

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«INTERPRETACIONES SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LITERATURA Y

PINTURA».

Ana Lía Gabrieloni, Universidad Nacional de Rosario Conicet.

The Gordian nod need not be cut.

Marianne Moore

I.- Ut pictura poesis

Según Virginia Woolf, un escritor siempre se preguntará

cómo llevar el sol a la página, cómo puede conseguir que el

lector vea la luna mientras se eleva en el horizonte por medio de una o dos palabras. Es decir, se preguntará cómo lograr un

efecto máximo por medio de recursos mínimos, tal como le

sucede a Charles Steele, el pintor de El cuarto de Jacob, quien con una sola pincelada de negro violáceo cambia el tono general

del paisaje que acaba de componer sobre una tela. La

formulación de analogías entre la poesía y la pintura se remonta a la afirmación de Simónides de Ceos en el siglo V a. C.,

recogida por Plutarco, según la cual «la pintura es poesía silenciosa, la poesía es pintura que habla». Y así como se ha

atribuido tradicionalmente a Aristóteles el origen de la teoría

literaria, también durante siglos se reconoció el origen de la teoría de las relaciones interartísticas en Horacio, que bebió de

las fuentes griegas. Su Epistola ad Pisones —que ya Quintiliano

consideraba una verdadera ars poetica, título con el que luego ha sido conocida — enfatiza y reitera la correspondencia entre

ambas artes tal como se plantea en la obra del Estagirita. El

lema horaciano, ut pictura poesis, y la idea aristotélica de que la intriga de una tragedia se asemeja a una pintura,

proporcionaron desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII una

constitución al sistema de las artes, constitución basada en la asimilación entre poesía y pintura, y una de cuyas formulaciones

más señeras está contenida en una obra tan tardía como Les

Beaux-Arts reduits à un même principle del abate Charles Batteux (1746). Fue esta obra la que provocó la reacción de

Gotthold Ephraim Lessing contra el entusiasmo por la migración

de cualidades y poderes, tanto estéticos como pedagógicos, entre dominios artísticos distintos. Antes de que se publicara el

Laocoonte de Lessing (1766) , otras obras habían reclamado ya

una distinción precisa entre las artes, como el Paragone de

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Leonardo de Vinci y las Réflexions critiques sur la poésie et sur

la peinture del abate J. B. Du Bos, escritas respectivamente

hacia fines del siglo XV y a principios del XVIII. Sin embargo, a diferencia del Laocoonte y su alegato en favor de un estatuto

autónomo de la poesía, en dichas obras se sostenía la

inferioridad de esta última con respecto a la pintura. Según la distinción que elaboró Du Bos, la lógica de tal jerarquía

responde a la naturaleza de los signos de cada una de las artes,

dado que los pintores utilizan signos que no son arbitrarios e instituidos, como las palabras que utilizan los poetas. Los signos

naturales pictóricos, al presentar los múltiples componentes de

una acción o de un escenario en forma simultánea a la mirada del receptor, son capaces de provocar en él un efecto mayor

que los signos artificiales lingüísticos, los cuales someten dichos

componentes al orden secuencial de una descripción. La tesis de Rensselaer W. Lee (1998: 161) es que durante los dos siglos

que separan el Renacimiento de la Ilustración, la pintura perdió

su carácter esencial de arte visual y se subordinó a las abstracciones teóricas originadas a partir y en razón de la

literatura, con lo que quedó atrapada en la analogía con la

poesía, analogía que restringía las condiciones necesarias para constituirse y desarrollarse como una práctica independiente.

Estas condiciones sólo se darían a mediados del siglo XIX, como

resultado de la revolución romántica. Durante el período entre 1550 y 1750, tanto los tratados de pintura como los de

literatura insistían en establecer que la relación entre ambas

artes se fundaba en la función imitativa que les fue asignada por Aristóteles y Horacio. Hacia mediados del siglo XVI, la práctica

concreta de la pintura estaba acompañada por las pretensiones

teóricas de pintores que buscaban organizar y codificar los conocimientos existentes, como fue el caso de Leonardo y sus

ilustraciones de carácter técnico y científico. Durante esta

transición, tales pintores-críticos, entre los que se contaban el mismo Leonardo, Lodovico Dolce o Giovanni Pietro Bellori, se

cuestionaron la naturaleza, los contenidos y los fines de la

pintura. El proyecto de esos «espíritus entusiastas del Renacimiento» —lograr una teoría que otorgara carácter liberal

a la pintura— siguió el modelo instituido por los hombres de

letras, es decir, la búsqueda de legitimación en las fuentes clásicas. «Es cierto», señalaba John Dryden (1989: 56-57),

«que la Poesía tiene una ventaja sobre la Pintura en estas

últimas Épocas, y es que todavía tenemos los Ejemplos que nos quedaron tanto de los Poetas griegos como de los latinos: en

tanto que a los Pintores nada les ha quedado de Apeles,

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Protógenes, Parrasio, Zeuxis y el resto, salvo los testimonios

recibidos de sus Trabajos incomparables». Dado que las artes

visuales no ofrecían equivalentes a las poéticas de Aristóteles y Horacio, los pintores-críticos se apropiaron de unas teorías

literarias que tenían la ventaja adicional de incluir numerosas

referencias a la analogía interartística. Fue entonces «cuando impusieron a la pintura algo que, en realidad, era una teoría de

la literatura»; y que «los críticos, en medio de su entusiasmo,

no se detuvieron a preguntarse si un arte que utiliza un medio diferente podía someterse razonablemente a una estética del

préstamo» (Lee 1998: 15-6). La «estética del préstamo»

prevaleció hasta el siglo XVIII y convirtió el ars poetica clásica en ars pictorica. Se sometió la imagen pictórica a las categorías

discursivas de la poesía; la retórica de la pintura (ut rethorica

pictura) quedó eclipsada por la retórica (poética) en la pintura (ut pictura poesis) (Lichtenstein 1988: 99). Lee señala con

acierto que el tipo de relación entre literatura y pintura

favorecido por el Renacimiento excedió las pretensiones originales de Aristóteles o Horacio. Dolce fue uno de los que

más radicalizó el pensamiento de ambos, y llegó a declarar que

los escritores son pintores y que la poesía, la historia, todo lo que un «hombre cultivado» puede escribir, es pintura (Lee

1998: 8). En su Dialogo della pittura intitolato l'Aretino (1557),

el primer gran tratado de la pintura humanista, predomina la idea de Horacio sobre la conveniencia de crear a partir de

formas y temas clásicos.(1) Bellori (1664) reelaboró luego la

teoría de Dolce siguiendo en términos estrictos la noción aristotélica de mímesis. Su obra L'idea del pittore, dello scultore

e dell'architetto confirma el papel central que tenía la Poética en

el siglo XVII e insiste en la idea de que la pintura y la poesía deben imitar acciones humanas en sus versiones más

elevadas,(2) idea que luego sería heredada por el neoclasicismo

francés.

II.- Ut poesis pictura

Durante la segunda mitad del siglo XVII y en el siglo XVIII,

la comparación interartística siguió gravitando sobre tres

postulados que se concebían como rasgos comunes de la literatura y la pintura: ambas perseguían el objetivo de una

imitación «mejorada» de la naturaleza; utilizaban como material

los temas clásicos; y debían crear un imaginario que pudiera ser percibido visualmente, ya fuera por medio de la mirada física o

por medio del «ojo mental» (Alderson 1995: 256). El canon

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estético del clasicismo del siglo XVII y el neoclasicismo del siglo

XVIII sometió la imaginería de los pintores al régimen narrativo-

didáctico de las palabras, ya que eran éstas las que expresaban el ideal aristotélico de la acción humana. Y este ideal se

reflejaba en los relatos épicos, bíblicos e históricos, fuentes de

donde la pintura estaba obligada a extraer temas y métodos. La Académie Royale de Peinture et de Sculpture francesa —

fundada en 1648— aseguró la continuidad de la tradición

humanista a través del papel privilegiado que otorgaba al pintor de género histórico. Éste, según las palabras de Félibien (1669),

debía «representar grandes acciones como lo hacen los

historiadores, los temas agradables como lo hacen los poetas; y, si aspira a más, es necesario que sepa, mediante

composiciones alegóricas, cubrir bajo el velo de la fábula las

virtudes de los grandes hombres y los misterios más nobles».(3) Al mismo tiempo que la pintura estaba confinada a

las alegorías de los textos, la poesía tuvo que desarrollar

técnicas para reproducir las cualidades propias de los cuadros, cualidades que debían predisponer a la «visibilidad» de los

textos. La importancia de la experiencia visual en relación con la

experiencia que procede de los demás sentidos ya había sido planteada en la Antigüedad. En la Metafísica, Aristóteles (980a)

afirma que la vista nos permite acceder a un mayor

conocimiento de las diferencias entre las cosas. Durante el Renacimiento, León Battista Alberti y Leonardo resaltan el valor

superior de la mirada, dado que capta la inmediatez y la

simultaneidad, características éstas del arte más elevado, la pintura. En el siglo XVII, el empirismo de John Locke preparó el

terreno para las idea expuestas por Joseph Addison en Sobre los

placeres de la imaginación (1712) sobre el papel privilegiado de la visión para estimular la facultad imaginativa. La divulgación

de estas teorías provocó en los poetas una asociación previsible:

la belleza está vinculada de manera inherente a la percepción visual. John Dryden escribió en el prefacio a su traducción

(1695) del tratado De Arte Graphica (1656) del pintor francés

Charles Alphonse Du Fresnoy: «La expresión y todo lo relativo a las palabras es al poema lo que el colorido es al cuadro».(4) En

uno de los primeros artículos académicos dedicados a la relación

entre artes, Cicely Davies (1935) reconstruye la historia de la concepción pictórica de la poesía durante el período neoclásico,

concepción que encontró en la descripción su método

privilegiado de expresión, como puede verse en estos versos de «Verano», pertenecientes a la serie Las estaciones (1726-1730)

de James Thomson:But yonder comes the powerful King of Day,

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Rejoicing in the East: the lessening cloud, The kindling azure, and the

mountain's brow Illumed with fluid gold, his near approach Betoken glad. Lo! Now, apparent all, Aslant the dew-bright earth and coloured

air, He looks in boundless majesty abroad, And sheds the shining

day, that burnished plays On rocks, and hills, and towers, and wandering streams High-gleaming from afar. [Pero ahí llega el

poderoso Rey del Día, que se regocija en el Este: la nube que mengua, el encendido azur, la cima de la montaña que se ilumina con

oro fluido, la proximidad de su llegada presagía alegría. ¡Mirad! Ahora, todo manifiesto, oblicuo sobre la tierra brillante de rocío y el

aire lleno de color, mira hacia afuera con ilimitada majestad e ilumina el radiante día, que bruñido juega sobre las rocas, colinas, torres y

sinuosos arroyos que en lo alto refulgen desde la lejanía.] Por su valor pictórico cifrado en el poder de la luz, este poema fascinó

a J. M. W. Turner, que reunió algunas de sus partes en una cita

que sirvió de pendant a su cuadro El castillo de Norham sobre el Tweed, amanecer cuando fue expuesto. El artista reconoció la

intención icónica de la revelación y la consumación de lo visible

en el paisaje: «por la luz: la nube que se desvanece y el encendido azur» (Heffernan 1991: 282-3). El punto de vista de

Heffernan, según el cual los cuadros de Turner expresan una

resistencia contra la supremacía del discurso poético, nada menos que en el contexto del apogeo del ut pictura poesis

neoclásico, resalta la originalidad de este impresionista avant la

lettre, cuyas pinturas, paradójicamente, iban en ocasiones acompañadas por versos como los de Thomson u otros escritos

por el mismo pintor. Sin embargo, como señala Jean H.

Hagstrum (1958: xxi), los efectos pictóricos no resultaban naturalmente accesibles a un arte que se valía de recursos

verbales; en consecuencia, «el buen pictoricismo operó

siguiendo el antiguo principio crítico de la difficulté vaincue, es decir, el logro de algo importante que superara la desventaja y

dominara el obstáculo». «Superar» y «dominar» son palabras

claves para comprender el desequilibrio entre ambas partes de la analogía interartística hacia fines del siglo XVIII. El ejemplo

de los pintores estimulaba a los poetas a experimentar nuevas

técnicas para superar la desventaja del medio verbal y el método narrativo, y regresar así a la naturaleza sin abandonar

los modelos clásicos, como sucede en el ejemplo pionero de

Thomson. En cambio, la influencia de la poesía en la pintura, dado el anclaje en la tradición clásica, restringió la imaginación

y propició especialmente el decoro, es decir, la facultad

moralmente edificante del arte. Todo indica que la tradición del ut pictura poesis no alentó la originalidad artística de los

pintores, sino que les impuso evitar lo fortuito y adherirse a

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temas y tratamientos que habían sido formalizados por la

literatura y la historia. III.- El Laocoonte de G. E. Lessing (1766)

En 1766, cuando reacciona contra los dos fenómenos

referidos, esto es, la excesiva manía por describir propia de los poetas y el afán por la alegoría propio de los pintores, Lessing

(1985: 39) decide poner fin a lo que él juzga como una absoluta

confusión entre las artes. Y, con el fin de aclarar las diferencias,

pone en cuestión los dos presupuestos centrales de la

comparación interartística tal como se formulaban en la

tradición humanista del ut pictura poesis: el primero era que la literatura y las artes visuales comparten una aspiración común

hacia la mímesis; el segundo afirmaba la superioridad del poeta

en relación con el pintor, de sus palabras sobre las figuras plásticas como medio expresivo de representación. La

importancia que tenían estos dos principios para los artistas

desde el Renacimiento se refleja, por ejemplo, en un conocido poema de Pierre de Ronsard, la «Elegía a Janet, pintor del rey»

(1555) . El poeta solicita a Janet —apodo de François Clouet—

que pinte un cuadro e imite el retrato poético que van componiendo los versos: Peins-moi, Janet, peins-moi, je te supplie

Dans ce tableau les beautés de m'amie De la façon que je te les

dirais. [Pinta para mí, Janet, pinta para mí, te lo ruego, en este lienzo

las bellezas de mi amada según te las voy a decir.] Por medio de

sinécdoques y símiles que remiten al mundo mitológico, se despliega el retrato de una mujer, partiendo de la cabeza hasta

llegar a los pies; «la grâce naturelle» de los ojos descrita por el

poeta suscita el problema de las restricciones que afectan al

arte del pintor: Mais las! mon Dieu, mon Dieu je ne sais

pas Par quel moyen, ni comment, tu peindras (Voire eusses-tu

l'artifice d'Apelle) De ses beaux yeux la grâce naturelle, Qui font vergogne aux étoiles des Cieux. [Más ¡ay! Dios, Dios mío, no

sé con qué medio ni cómo has de pintar (ni aun si tuyo fuera el

artificio de Apeles) de sus bellos ojos la gracia natural que

vergüenza dan a los astros del Cielo.] Y se le advierte que

«pour bien peindre» la parte de la boca: À peine Homère en

ses vers te dirait Quel vermillon égaler la pourrait [Apenas

Homero en sus versos te diría con qué bermellón pudieras

igualarla] Lessing (1985:153-6) se adhiere a la misma idea:

nada puede asemejarse pictóricamente a las descripciones que

aparecen en Homero. Pero, en lugar de aceptar la posición

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vicaria de la pintura, agrega: porque la literatura consiste en

describir una sucesión de instantes, no los detalles de los

objetos. El ejemplo clásico por excelencia, el estilo de Homero, legitima la distinción esencial que establece entre las artes. El

fin de la poesía es representar acciones sucesivas en el tiempo,

dominio ajeno a la pintura, que representa cuerpos visibles y coexistentes en el espacio. En palabras del mismo Lessing

(1985: 120): «la sucesión temporal es el ámbito del poeta, la

sucesión espacial es el ámbito del pintor». De esta forma, se distinguen los medios expresivos de cada arte, es decir, los

diversos signos y técnicas que les corresponden, así como los

dos territorios donde deben emplearse. El de la pintura está limitado a la esfera de lo visible, el de la poesía es más vasto

porque abarca tanto lo visible como lo invisible, pero, en

cualquier caso, se trata de medios distintos con propósitos distintos. Dos siglos después de la publicación del

Laocoonte, el método de Lessing para aclarar las diferencias

entre las artes seguía vigente para un sector de la crítica literaria: «una dependencia realmente formal, estilística o

estética entre artes no es posible [...] al menos [...] no es

probable que se demuestre» (Wimsatt 1976: 50). Esta constatación basta, en principio, para admitir que la influencia

del Laocoonte a lo largo de todo el siglo XIX y parte del XX es

comparable a la de la tradición del ut pictura poesis contra la que se pronuncia, tanto en importancia como en

permanencia. W. J. T. Mitchell se ha interrogado sobre las

condiciones históricas que llevaron a Lessing a establecer una teoría de los límites interartísticos fundada en las categorías de

tiempo y espacio.(5) En su análisis extiende las

correspondencias distintivas trazadas por Lessing al plano político de la Europa del siglo XVIII. Recuerda el calificativo que

Gombrich (1993:34) empleó al hablar del Laocoonte de Lessing,

un «torneo» jugado entre equipos europeos; destaca el doble carácter, religioso y político, de la simpatía de Lessing por

Inglaterra y su aversión por Francia; y cómo Lessing sustituye la

idea de traducción de los límites (entre las artes) por la de «frontera» [border]. Mitchell (1986: 105) concluye: «Las

fronteras metafóricas de Lessing entre las artes espaciales y las

temporales tienen un equivalente literal en el mapa cultural de la Europa que él dibuja por medio del Laocoonte». En este

contexto, es decir, la aproximación a la relación entre literatura

y pintura como una confrontación ideológico-política, vale la pena mencionar que Lessing (1985: 167) prefirió establecer

como causa de los préstamos ocasionales entre artes una

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«recíproca indulgencia en los límites comunes, en compensación

mutua de las pequeñas incursiones en el terreno o dominio del

vecino», más que un gesto amistoso de intercambio. Mitchell apoya su análisis del método de Lessing para diferenciar entre

géneros mediante dos frases de un artista, William Blake, en

cuyas visiones se entrecruzaron palabras e imágenes visuales

con una estética prodigiosa: Time & Space are Real

Beings Time is a Man Space is a Woman [El Tiempo y el

Espacio son Seres Reales El Tiempo es un Hombre El Espacio es

una Mujer] A través del sutil contrapunto entre las nociones

de gender y genre —un topos que goza de favor en la crítica literaria anglosajona y que no sobrevive en castellano, lengua

que sólo cuenta con el vocablo «género»—, Mitchell (1986: 113)

asocia la distinción establecida en el Laocoonte a la retórica iconoclasta, de exclusión y dominación del otro, que habría

alimentado la cultura occidental hasta la actualidad. La teoría de

Lessing, fundada en una «economía de los signos», sería contraria al presupuesto clásico de la difficulté vaincue —a la

que hacía alusión Hagstrum— y respondería así a la «economía política» que dictaba el cuadro de relaciones socio-culturales de

su época. La relación entre géneros, como la que se da entre la

poesía y la pintura, señala Mitchell, no se limita a un momento y a un lugar únicos, abarca distintos períodos y geografías.(6) No

es un asunto de carácter exclusivamente formal, sino ideológico.

Algo que la obra de Lessing confirmaría, puesto que Lessing, tal como sucede en estos dos versos de William Blake, definiría en

términos de género —que son siempre valorativos— la poesía y

la pintura, la primera por asociación a lo sublime masculino, de carácter temporal, y la segunda por asociación a lo bello

femenino, de carácter espacial (Lessing 1985: XXIII-

XXV). «Los géneros [genres]» —asegura Micthell (1986:

112)— «no son definiciones técnicas sino actos de exclusión y

apropiación que tienden a cosificar algún "otro significativo"».

Desde esta perspectiva, el modelo de Lessing se integraría en una «estrategia imperialista de absorción por parte del arte más

dominante, expansivo [la poesía]», estrategia que también

formaría parte de la doctrina del ut pictura poesis (1986: 107).

IV.- The New Laocoon

En 1910, el crítico Irving Babbitt elaboró en The New Laocoon su propia teoría sobre los límites interartísticos, teoría

que descansaba en la interpretación de la obra de Lessing y su

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aplicación a la evolución de las artes durante el siglo XIX. Las

conclusiones del trabajo de Mitchell sobre las implicaciones

ideológicas del Laocoonte, que hemos apuntado en el apartado anterior, parecen difícilmente refutables a la luz de la lectura de

esta obra. Babbitt (1910: 245) proponía terminar con lo que él

llamaba el «brebaje embriagador» de los románticos mediante una exaltación de los valores masculinos: «solamente el

resurgimiento de una distinción firme y masculina puede

salvarnos de las confusiones que se infiltraron en la vida y la literatura moderna». Las similitudes que Babbitt establece entre

la acometida de Lessing contra el clasicismo francés y la de

Lutero contra el papado (1910: 39) anticipan otra de las deducciones de Mitchell (1986: 106): «la alianza de Lessing con

los ingleses en contra de los franceses es, en consecuencia,

tanto religiosa como política; una "alianza sagrada" en contra de la idolatría católica». En el plano estético, el ataque de

Lessing tuvo como blanco inmediato la descripción y la alegoría

neoclásicas. Babbitt (1910: 82) ataca el primitivismo romántico como causa de la confusión entre las artes del siglo XIX, dado

que, según él, «el arte y la literatura se [alejaban] cada vez

más del dominio de la acción hacia el dominio del ensueño» (1910: 129). Ésta era una tendencia innegable del

Romanticismo, como puede observarse, por ejemplo, en el

poema que Victor Hugo dedicó a Alberto Durero . Hugo traslada la imaginería de los grabados de Durero a un dominio

suspendido entre lo soñado y lo real: Une forêt pour toi, c'est

un monstre hideux, Le songe et le réel s'y mêlent tous les deux. [Un bosque es para ti un monstruo abominable donde se

confunden la realidad y el sueño.] Desde este enfoque, Babbitt (1910: 145) concluyó que la subjetividad romántica produjo una

hipertrofia de la sensación y, por consiguiente, una atrofia de

las ideas. En una época en que James Joyce ya había comenzado a escribir con «avidez descriptiva» (Ellman 1983:

342) fragmentos anticipatorios de la gran revolución modernista

que desencadenaron sus novelas, resulta un tanto extraño que Babbitt (1910: 142) persistiera en impugnar a los románticos

porque habían desarrollado la «avidez del ojo con un

refinamiento extremo». No es ésta la única razón por la que el autor del The New Laocoon ha merecido comentarios

peyorativos, como el de Enid Starkie (1962: 163), que lo

calificaba de «crítico retrógrado y carente de iniciativa». El panegírico que Babbitt dedica a Lessing parece reducirse a tres

puntos: considerarlo un aristotélico ortodoxo, compararlo con

Lutero y revivir sus categorías de análisis a través de una

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transposición mecánica —e inexacta— de las mismas a la

situación moderna. Es cierto que los criterios formales que el

Laocoonte buscaba instaurar ya estaban presentes en el pensamiento de la Antigüedad —cabría traer a colación a Dión

Casio (Tatarkiewicz 1987: 139, 148)—, pero Babbitt ignoró el

aspecto más original de Lessing, la «aversión instintiva o intuitiva hacia los absolutos» sobre la que se erige su método

crítico, para decirlo en palabras de John Middleton Murry (1960:

97). Al insistir en la especificidad de los medios de expresión de cada una de las artes, Lessing dio a conocer la «endogénesis»

de las obras, el hecho de que una obra se conforma según

reglas que pertenecen exclusivamente a su campo estético

(Todorov 1991: 32). Thomas de Quincey (1880: 231 IV)

afirmó que Lessing había sido el fundador de la crítica alemana

y, en la actualidad, se lo considera el fundador de la estética

moderna por su innovadora actitud hacia el fenómeno artístico (Frank 1991: 8; Todorov 1991: 37), de manera exactamente

opuesta al reductivo punto de vista de Babbitt. Según Gombrich

(1993: 36), Lessing se adelantó a los postulados esteticistas de J. G. Herder al pronunciarse contra el didactismo en el arte

poético y a favor de la belleza como único criterio de medida de

la creación artística, y habría sido, pues, el primero en enunciar la teoría de l'art pour l'art. Conceptualizada por el pensamiento

estético de los primeros románticos alemanes, la teoría de l'art

pour l'art alcanzaría su máximo desarrollo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, paradójicamente a través de autores que

asimilaron las artes entre sí de manera intensa y continuada:

Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Walter Pater y Oscar Wilde.

El ejemplo de Wilde es significativo en este sentido. El

programa de Lessing respecto a un arte y una crítica sin

ataduras morales ni religiosas es reconocible en los ensayos que Wilde compiló en 1891 bajo el título Intentions, en los que

afirma que «el arte nunca expresa nada más que no sea a sí

mismo» (s/f 1103). Parte de los parámetros que utiliza para comparar la literatura y la pintura en The Critic as Artist son en

última instancia de filiación lessingniana. Gilbert, uno de los dos

personajes que participan en el diálogo, cree que el dominio de la pintura es más reducido que el de la literatura, puesto que a

ésta le corresponde representar acciones, y que el lenguaje y la

técnica de los pintores son inferiores a los de los poetas. La literatura es un arte temporal «que nos muestra el cuerpo en su

ágil movimiento y el alma en su desasosiego» (s/f 1162); y los

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pintores no deben «merodear por el dominio de los poetas,

arruinando los motivos de estos con un tratamiento torpe y

esforzándose por representar, por medio de una forma o un color visibles, la maravilla de lo que es invisible, el esplendor de

lo que no se ve». (s/f 1169-70) El mismo Wilde muestra cómo

la «maravilla de lo que es invisible» sí puede ser expresada a través del lenguaje de la poesía: The flapping of the sail

against the mast, The ripple of the water on the side, The ripple of

the girls' laughter at the stern [el golpeteo de la vela contra el mástil, el batir de las olas sobre la borda, el batir de la risa de las

muchachas en la popa] Al repetir el vocablo ripple, alude a lo

que es irrepresentable sobre una tela, en un poema cuyo

pictoricismo se anuncia desde el mismo título —«Impression de

Voyage», que evoca el impresionismo de James McNeill Whistler y Claude Monet— y las palabras que lo abren: un mar sapphire

coloured, «color záfiro», y un cielo heated opal, «ardiente

ópalo». En la mencionada compilación, la descripción del cuadro Céfalo y Procris de un discípulo de Rafael, Julio Romano, sirve

de excusa para que Wilde declare: «gran parte de la mejor

literatura moderna proviene de la misma fuente [cuadros]» (s/f 1119). Y, a continuación, admite una lógica de préstamos

interartísticos, ya que en una época de fealdad y sensatez,

según Wilde, «las artes se inspiran, no en la vida, sino una en otra» (s/f 1119).

V.- Towards a Newer Laocoon

La última tentativa importante para revisar los

presupuestos de Lessing la encontramos en «Towards a Newer

Laocoon», un ensayo del crítico e historiador del arte estadounidense Clement Greenberg publicado en 1940, en el

cual llevó a cabo un análisis de esta lógica de los préstamos

interartísticos que Wilde ya señalaba. Greenberg (1988: 30) sostenía en este ensayo, refiriéndose a la confusión entre las

artes en el siglo XIX, que «los poderes de cada arte se

demostraban capturando los efectos de sus artes hermanas o tomando a una de ellas como tema». En la medida que lo único

que conservaba una vigencia intacta era el arte en sí mismo, asegura, los temas preferibles eran aquellos que ofrecían las

demás disciplinas artísticas. Esta lógica fue un producto de la

decadencia que afectaba a la noción renacentista de representación, subordinada a la imitación y la perspectiva en

el campo de las artes plásticas, decadencia que era manifiesta

hacia mediados del siglo XIX. La crisis de la noción de

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representación alcanzó los demás campos artísticos e impuso la

necesidad de inventar formas estéticas nuevas. Para afrontar

esta exigencia se dieron intercambios de procedimientos, temas y efectos entre las artes, con la finalidad de superar las

limitaciones específicas de cada una, limitaciones que tenían

que ver fundamentalmente con los medios expresivos, aquellos precisamente sobre los que el Laocoonte quiso establecer una

distinción. Sin embargo, al compartir el entusiasmo

característico del período neoclásico por los valores formales de la escultura —que se debía en gran medida a la influencia de la

obra de Winckelmann, a la que Lessing alude con frecuencia—,

el pensador alemán confundió el fin de la pintura con el de la escultura: representar cuerpos bellos. Su concepción purista,

inspirada en los blancos mármoles clásicos, arrebataba a los

artistas del pincel la posibilidad de expresar contenidos emocionales. El Laocoonte, que recibe el nombre de un grupo

escultórico helenístico , combate la hermandad entre la poesía y

la pintura, pero la convierte en hermana menor de la escultura (Lee 1998: 52). Para delimitar las prácticas de cada arte,

Greenberg rescata la parte del pensamiento de Lessing centrada

en el análisis formal de los medios de expresión: «es en virtud de sus medios que cada arte es única y estrictamente ella

misma. Para restaurar la identidad de una de las artes, se debe

enfatizar la opacidad de sus medios» (1988: 32). Pretende así resaltar la emancipación de la pintura de su yugo neoclásico, el

modelo escultórico, renovado y fortalecido a través del

Laocoonte, al tiempo que explicar la diferenciación interartística. En lo que él mismo define como una «apología histórica del arte

abstracto», Greenberg (1988: 37) recalca la importancia del

espacio plano y la abstracción pura de la vanguardia pictórica del primer cuarto del siglo XX para conjurar la confusión entre

pintura y escultura, predominante en Occidente desde que el

arte bizantino ambicionó los pliegues y las profundidades estatuarias. Y considera que los efectos del naturalismo de

Gustave Courbet en el siglo XIX, que llevaron a la eliminación

de la hegemonía de la literatura sobre la pintura, son comparables a los del cubismo y la abstracción contemporáneas

en lo que concierne a la separación entre pintura y escultura.

Estos movimientos establecen una diferenciación entre los distintos campos de las artes plásticas sin precedentes en la

historia de la cultura (1988: 32). La «pintura pura» de Pablo

Picasso, que Paul Éluard califica «D'étranges jarres sans liquide [...] / Inutilement faites pour des rapports simples» [Extrañas

jarras sin líquido (....) /hechas inútilmente de relaciones

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simples]; el «monismo naturalista» de Jackson Pollock

(Greenberg 1961: 157), transformado en los versos

contemporáneos de Nancy Sullivan en «Trickles and valleys of paint [...] No similes here. Nothing/ But paint. Such purity (...)»

[«Hilos y valles de pintura (...) No hay símiles. Nada/salvo

pintura. Tal pureza (...)»] ; todos esos herederos del Cézanne a quien Corot y Courbet habían abierto la visión de un plano

«sobrenatural» de la realidad, permiten sostener la conclusión

de Greenberg en «Towards a Newer Laocoon»: «ahora, las artes están seguras, cada una dentro de sus límites "legítimos", y el

libre cambio ha sido reemplazado por la autarquía» (1988: 32).

VI.- El programa antilessingniano del siglo XIX

Entre los más conspicuos incitadores al «libre cambio» en

la historia de las relaciones entre las artes estuvo el filósofo alemán August Wilhelm Schlegel. Escribió el que ha sido

considerado el más completo programa antilessingniano del

siglo XIX, un diálogo sobre la pintura, publicado en la revista orgánica del primer movimiento romántico, Athenæum, en

1799.(7) A través de extensas descripciones en prosa de

cuadros que, hacia el final del texto, adoptan la forma de poemas, Schlegel (D'Angelo y Duque ed. 1999: 90) enfatizó lo

beneficioso que es para cualquiera de las artes tomar en

préstamo las ideas y las imágenes de otra: «sin su mutua influencia se tornarían adocenadas y serviles». Los intercambios

permiten a la pintura elevarse por encima de la realidad

inmediata y que la poesía no sea un fantasma incorpóreo. Louise, uno de los dos personajes del diálogo que impugnan la

teoría del artista Reinhold sobre la imposibilidad del lenguaje

para traducir imágenes pictóricas, dice: «si el artista sólo

trabajara para el artista, una colección de pinturas se injertaría

en otra, y el arte encontraría en su propio ámbito, como por

desgracia ocurre a menudo, el origen y la meta de su existencia. No, amigo mío, lo principal es que haya relación y trato

mutuos» (1999: 45). Visto en retrospectiva, la noción de

mímesis implícita en la lógica de intercambios expuesta por Wilde o Greenberg en relación con el siglo XIX encuentra en

estas palabras su exégesis más completa. Cuando la escritura

del poeta se abre a la mirada de la pintura y los cuadros del pintor a la poesía de los colores —antítesis de la línea y su

nostalgia por la escultura clásica—, la relación mimética no se

agota en una transposición literal del mundo, de su historia y sus creencias, al universo del arte; al contrario, se

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experimentan otros tipos de transposición —como las

interartísticas— que liberan la imaginación.(8) El acento que se

había puesto tradicionalmente en la cosa representada se traslada entonces al proceso creativo en sí mismo, al fenómeno

de la representación en cuanto tal. Uno de los fragmentos

publicados en el Athenæum sugiere, auspiciando esta concepción, que no es extraño que en las obras de los más

grandes poetas sople el espíritu de otras artes (Lacoue-Labarthe

y Nancy eds. 1978: 159 §372); y es precisamente durante este período que se gesta la escuela de pintura romántica, futuro

objeto de admiración e inspiración para aquellos que crearon las

teorías estéticas más extendidas de la modernidad —tanto desde el punto de vista general de la cultura occidental como

desde el punto de vista particular de la tradición del ut pictura

poesis—, los escritores Charles Baudelaire y John Ruskin. A fin de que los intercambios gozaran de una prosperidad

equitativa como la subyacente en la estrategia schlegeliana,

basada en la endogénesis de temas, imágenes y métodos, y no se vieran arrastrados hacia la pobreza de una actividad

asimétrica de apropiación —es decir, hacia la imitación y la

copia, fruto de la doctrina humanista sobre la relación entre las artes—, fue necesario que la literatura y la pintura fijaran sus

dominios en términos distintos a los propuestos por Lessing, y

asumieran cada una el control de sus propios recursos. El mosaico de circunstancias políticas, socio-económicas y

gnoseológicas del siglo XIX determinó la configuración de

campos artísticos autónomos de los poderes políticos o religiosos, así como las consiguientes nuevas variantes de

relación entre escritores y pintores, y entre éstos y el público, lo

que convierte al período, junto con el Renacimiento, en uno de los más fecundos de la historia en lo que concierne a las

relaciones entre la literatura y la pintura (Scott 1988:

73).(9) Antes de abordar algunos aspectos sobresalientes de las relaciones interartísticas durante el siglo XIX, se impone

considerar que el significado que se había conferido

tradicionalmente a los dos principios sobre los que se erigía la distinción del Laocoonte, la dimensión temporal de la poesía y la

dimensión espacial de la pintura, se fue diluyendo por efecto de

las conversiones semánticas derivadas de las prácticas sociales modernas. David Harvey (1998: 241, 280) sostiene que la

categorías de tiempo y espacio dependen de un conjunto de

prácticas y procesos sociales y que, con el advenimiento de la modernidad, surgieron «nuevos significados para el espacio y el

tiempo en un mundo de lo efímero y la fragmentación»,

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diferentes del carácter inmutable y absoluto que se les confería

durante el Renacimiento y la Ilustración.(10) Por otra parte, a

la transmutación de las categorías que fundamentaban la teoría de Lessing se sumaron otros factores que contribuyeron a

aumentar el magnetismo entre las artes. Por su importancia,

cabe mencionar los avances científico-técnicos en relación con la comprensión de la percepción visual; la conformación de un

mercado literario y artístico de bienes simbólicos, antagónico al

de bienes de cambio de una burguesía juzgada «filistea»; el declinar de los salones de pintura oficiales, paralelo a la

emergencia de los salons des refusés y de un circuito de

galerías privadas; y la transformación de los poetas en críticos de arte.

VII.- El desquite de la pintura

Durante el siglo XIX, mientras el mundo del arte vivía inmerso

en la crisis del modelo renacentista de representación, la ciencia y la tecnología experimentaron un avance sin precedentes, y

pronto se convirtieron en un filón de formas y contenidos que

otorgaban legitimidad a las producciones de otros ámbitos de la cultura. «La escritura o la pintura —señala Michael Moriarty

(Collier y Lethbridge eds. 1994: 24)— podían justificarse o

condenarse por comparación con los procesos tecnológicos». El interés por la investigación empírica sobre

los fenómenos asociados con la percepción visual dio lugar a la

invención de dispositivos como el estereoscopio, el diorama o el caleidoscopio, amén de la aparición de la fotografía. La

potenciación de la producción y circulación de imágenes —

imágenes que no siempre eran las que se daban en el mundo

natural— provocó que se redefiniera la facultad de

observación.(11) En palabras de Jonathan Crary (1994: 50,

206), tuvo lugar un proceso de examen y desterritorialización del sentido clásico de la visión, cuyo estadio final fue la

emancipación de la mirada.(12) Es comprensible, pues, que

los pintores impresionistas se apropiaran de las teorías científicas que indagaban sobre la visión, el sentido

directamente vinculado con la creación y percepción de obras

pictóricas.(13) Sin embargo, parece más sorprendente que se diera una tendencia similar en muchos escritores. Victor Hugo

(1979: 72, 80), el «pintor en poesía» (Baudelaire 1992: 88), la

definía como una cuestión de óptica: todo debía estar reflejado en ella. Rémy de Gourmont (1922: 53), uno de los hombres de

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letras más célebres del fin de siècle, proponía distinguir entre

dos tipos de estilos literarios: el de los escritores visuales y el

de los escritores sentimentales, afectados por definición de ceguera (mental).(14) Baudelaire (1992: 79) tampoco fue

indiferente a los experimentos ópticos. En su crítica del salón de

1846 incluye la siguiente metáfora del disco de Newton: «comme la vapeur de la saison - hiver ou été - baigne, adoucit,

ou engloutit les contours; la nature ressemble à un toton qui, mû par

une vitesse accélérée, nous apparaît gris, bien qu'il résume en lui toutes les couleurs.» [«como la bruma de las estaciones, ya sea

en invierno o verano, baña, dulcifica o engulle los contornos; la naturaleza se asemeja a una perinola que, movida a gran velocidad,

se nos manifestara gris, pero que resumiera en sí todos los

colores.»] ¿Es posible concebir esta adopción por parte de los

escritores de una terminología asociada con la percepción visual

sin el correspondiente intercambio de funciones con los pintores?(15) Este interés relacionado con la indagación

sobre la percepción visual fue paralelo a la emancipación de las

artes respecto a la tutela oficial y su creciente oposición al mundo burgués, emancipación y oposición que, en el caso

particular de Francia, adquieren una gran intensidad durante el

Segundo Imperio. Se debe a Édouard Manet el inicio de esa revolución simbólica del arte, que otros pintores continuaron por

medio de una política de independencia, imitada después por los

escritores (Bourdieu 1995: 107, 202). A lo largo del siglo XIX, la revolución simbólica de los pintores fue destronando la mera

narración visual y, en consecuencia, rompió la relación de dependencia que los pintores habían mantenido históricamente

con la literatura. Asimismo, la pintura fue adquiriendo cada vez

mayor relevancia en el conjunto de la producción cultural. Es suficiente recordar que de las 485 obras expuestas en el salón

de 1801 se pasó a las 5.180 que se expusieron en el salón de

1848. Pero este panorama sería incompleto sin dar otras cifras, las que revelan que el salón de 1859 fue acompañado de la

publicación de 108 críticas o reseñas de escritores sobre las

obras allí expuestas, mientras que en el salón inaugurado una década después éstas llegaron a sumar un total de 4.240.(16) Tales cifras permiten hacerse una idea de la amplitud que había

adquirido hacia 1870 la relación entre pintores y escritores. Los desplazamientos se explican tanto por la afirmación de

la autonomía de los primeros como por la redefinición del papel

de los segundos en el nuevo mapa cultural de la modernidad. Por un lado, el reconocimiento público de los artistas plásticos

se volvió cada vez más dependiente de la crítica de arte. Por

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otro, la crítica ofrecía a los poetas, con carreras muchas veces

frustradas y sin medios de subsistencia ante el apogeo del

teatro y la novela, la posibilidad de recuperar el ascendiente perdido. El poeta critica y promueve las artes visuales, a la par

que ofrece creaciones originales a través del medio que le

pertenece, el lenguaje (Scott 1994: 66). Jöel Dalançon (1990: 65) ha descrito de manera sucinta el sustrato que nutría el

diálogo entre artistas y escritores a partir de la segunda mitad

del siglo XIX: «[...] la proximidad no basta para crear un

verdadero medio de entendidos, [...] las relaciones que los poetas

mantienen con los pintores son deudoras de las estructuraciones del campo social y cultural más que de la conformación de una auténtica

cultura pictórica [...]. Al promoverse como crítico de arte, el poeta cree gozar de las ventajas de semejante posición clave; piensa que,

al regenerar su poder y sacar lustre a su imagen, pronto estará en

condiciones de lograr que el pintor aproveche sus lecciones». Lo cierto es que la «democratización de la experiencia visual» (Jay

1994:113), fruto de la extensión de los medios artísticos y

tecnológicos destinados a inventar y reproducir imágenes, alcanzó también a ese subproletariado que formaban los poetas

(Dalançon 1990: 65).(17) Si durante los siglos anteriores los

pintores habían examinado y explotado las fuentes literarias, a mediados del siglo XIX los poetas empezaron a hacer lo mismo

con el amplio espectro de fuentes visuales que tenían a su

disposición: «a partir de ese momento, la plástica empezó a desquitarse y a la literatura le llegó el turno de ser invadida y

dominada» (Cassagne 1997: 315).

VIII.- El poeta crítico de arte

En consonancia con el espíritu de su tiempo, descrito como

el más visual de la historia occidental (Sypher 1971: 74),

Baudelaire proclamó: «glorificar el culto de las imágenes, (ésta

es mi gran, mi única, mi primitiva pasión)» (1968: 432). El

poeta —que a los diecisiete años escribía sobre una visita al Museo de Versalles: «no sé si tengo razón, ya que de hecho, no

sé nada de pintura [...] no hay duda de que es bastante ridículo que yo hable así de los pintores» (1993: 58)— inició su carrera

literaria como crítico de arte con la publicación de una recensión

sobre el salón de 1845.(18) Un año después elevó una solicitud a la Société des Gens des Lettres para «participar de las

ventajas de las que [...] gozan sus miembros en cuanto a la

reproducción de obra». En la solicitud se presenta a sí mismo como colaborador de las revistas L'Esprit Publique y Corsaire-

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Satan, y «autor de dos folletos sobre los salones de 1845 y

1846» (1993: 136). La sociedad lo admite en junio del mismo

año. La elección de un camino literario que pasaba por las exposiciones de arte se había consumado, como en el caso de

su maestro, Théophile Gautier. Los textos críticos de ambos

están impregnados de poéticas personales más que de fidelidad descriptiva a los objetos de arte. Ante el «requerimiento

pictórico», los poetas-críticos crean y consolidan un discurso

que no está «sometido de manera expresa a la restitución fiel del objeto, sino más bien a la curiosidad por explorar el universo

de la sensación y el afecto» (Vouilloux 1994: 119), un discurso

que se constituye como teoría estética y poética, como prosa de arte, un experimento lingüístico «capaz de pintarlo todo [...]

desde lo visible hasta lo invisible» (Baudelaire 1968: 308). La

obra de arte es más un pretexto que el objeto de la escritura. Salón de 1846 de Baudelaire, además de ser el

ensayo más elaborado sobre la teoría estética del poeta,

contiene ya un temprano experimento de poema en prosa, «De la couleur», el género literario que inventó y empezaría a

practicar de manera consciente a partir de 1855.(19) En el

comentario sobre la Exposición Universal que se inauguró el mismo año, las reflexiones estéticas se mezclan con la poesía

inspirada en las artes visuales. El texto incluye una estrofa de

«Los faros» , un poema que reúne varios nombres ilustres de la tradición pictórica y escultórica europea, pero donde sobre todo

celebra a Delacroix: Delacroix, lac de sang, hanté des mauvais

anges, Ombragé par un bois de sapins toujours vert, Où, sous un ciel chagrin, des fanfares étranges Passent comme un soupir étouffé

de Weber. [Delacroix, sanguinoso lago de ángeles malos, por un

bosque de abetos siempre verdes umbrado, donde extrañas

fanfarrias bajo un cielo de pena cruzan, como un suspiro sofocado

por Weber.] En el último salón, escrito en 1859, completa las

ideas que había expuesto en el de 1846. Baudelaire (1992: 267)

reafirma que el verdadero espíritu crítico «debe estar abierto a todos los tipos de belleza», en contraposición a la dictadura del

gusto clásico, y reivindica la potestad interpretativa y creativa

de la imaginación, una idea de clara filiación romántica. La conclusión a la que llega sobre los dominios y funciones del arte

es la misma que la profesión de iconolatría que aparece en Mi

corazón al desnudo: «Todo el universo visible no es más que un almacén [magasin] de imágenes y signos a los cuales la

imaginación da un lugar y un valor relativos; es una especie de

pastizal que la imaginación debe digerir y transformar» (1992: 264). El poeta-crítico finaliza el texto revelando el objetivo que

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se había propuesto al iniciar su tarea: «buscar la imaginación a

través del salón» (1992: 321). A partir de un dato de la

correspondencia personal del poeta, puede constatarse una asombrosa coincidencia entre la teoría formulada en el ensayo y

su proceso de escritura. Baudelaire confiesa a Nadar que sólo ha

asistido una vez al evento. «Escribo un salón sin haberlo visto», le escribe desde Honfleur.(20) La escritura queda librada así a

la memoria, «excitada» por la lista de las obras en exposición,

lo que equivale a decir que queda librada a la imaginación del autor; la memoria, almacén de imágenes, se convierte en

sentido literal en un pastizal que la imaginación digiere y

transforma. La búsqueda que Baudelaire se había propuesto llevar a cabo a través del salón no se orientó solamente a la

imaginación de los artistas allí reunidos («escasamente

hallada»), sino también y sobre todo hacia la imaginación propia con el fin «dar a ver sin haber visto». La crítica de arte, la

poesía, la prosa poética y la pintura, territorios de la

imaginación, eran para Baudelaire (1968: 250 y 425; 1992: 170) hechicerías evocatorias [sorcelleries évocatoires].

Naturalmente, los pintores se rebelaron contra una crítica de

sus obras subordinada a la invención de los escritores, por más que Baudelaire (1999: 575) insistiera en sus ventajas: «excepto

por la fatiga de tener que adivinar los cuadros, es un método

excelente que te recomiendo. A causa del temor a alabar o censurar demasiado, se llega a la imparcialidad». «Siempre —

escribía Delacroix a Thoré (Cassagne 1997: 322)— se nos juzga

con ideas de literatos, y éstas cometen la necedad de exigirnos. En verdad, me gustaría que fuese tan cierto como usted dice

que no tengo más que ideas de pintor; no pido otra cosa». Una

interpretación actual de esas «ideas de literatos» sería considerarlas un tipo de crítica estética que opera como un arte

poético indirecto, puesto que, «al hablar de pintura, el poeta se

traiciona, también habla de poesía y su discurso se torna [...] discurso pictórico en tanto que metadiscurso poético» (Kibedi

Varga 1985: 20). La crítica de Baudelaire «inventó» como

poema el arte de Delacroix, transformando el hallazgo pictórico en búsqueda poética (Genet-Delacroix 1989: 19).(21) El

resultado más novedoso de dicha búsqueda fueron los Pequeños

poemas en prosa. En 1861 Baudelaire abordó la definición del género, cuya historia —demasiado extensa para ser

desarrollada aquí— abunda en transgresiones de los límites que

parecen separar la literatura y las artes visuales.(22) El antecedente más inmediato del experimento baudelairiano,

reconocido como tal en el prefacio de los Poemas en prosa, fue

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Gaspar de la Noche de Aloysius Bertrand (1842), una obra que

llevaba por subtítulo Fantasías a la manera de Rembrandt y

Callot. Los poemas en prosa de Arthur Rimbaud, que comienzan a publicarse en La Vogue en 1886, adoptaron el nombre de

Iluminaciones. La analogía con las artes plásticas fue señalada

ya por Paul Verlaine (1959: 1143 I), quien aseguraba que eran «láminas iluminadas» o «ilustradas».(23) Esta interpretación

permanece en el centro de las lecturas críticas de las

Iluminaciones que rescatan las vinculaciones del género poema en prosa con el arte de la pintura.(24) La modernidad fue el

escenario de un proceso doble de erosión que afectó los límites

entre las artes y las distinciones de género. La imagen, agente principal de dicha erosión, se constituyó como categoría estética

y genéricamente transversal, dado que atravesó tanto poesía y

prosa como literatura y artes plásticas. La síntesis entre poesía y prosa, que redefinió la configuración interna del sistema

moderno de géneros literarios, se produjo sobre los márgenes

entre la literatura y la pintura. En consecuencia, puede afirmarse que esta configuración es ontológicamente visual.(25)

IX.- Transpositions d'art Para Baudelaire y otros poetas del siglo XIX que se

dedicaron a la crítica de arte, los salones fueron sólo un medio

que permitía alcanzar metas literarias y crear sobre los márgenes de los dos campos artísticos implicados: el de las

letras y el de la pintura. El ut pictura poesis tradicional podía

llevar todavía a los pintores hacia un género con reminiscencias del tiempo narrativo literario, el histórico, y lo justificaba. En

cambio, su correlato moderno, posromántico, la estética de la

«consolación por las artes» (Baudelaire 1968: 258), se

concentraba en los experimentos de los poetas, en esas

hechicerías evocatorias del espacio pictórico, en la intensidad

con la que las imágenes se dan —en un solo instante— a la mirada.(26) «Las artes, menos distantes que nunca —señalaba

Gautier (1990: 91)—, se codean unas con otras y se entregan a

frecuentes transposiciones». Gautier creó las suyas «con la obstinación de un pintor» (Baudelaire 1968: 245). Pero «El

arte» , «Las Nereidas» o «Sinfonía en blanco mayor» no eran

poemas en prosa, sino poemas métricos que surgieron en medio de una tradición de escritura ecfrástica ya establecida, cuyo

origen último estaba en la descripción del escudo de Aquiles que

hizo Homero (Ilíada XVIII, 478-607) y que ya habían practicado los románticos, como sucede, por ejemplo, en «Sobre la Medusa

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de Leonardo de Vinci en la Galería florentina» de Shelley

(1819). El género denominado écfrasis, según lo definen

estudios recientes, abarcaría las representaciones escritas de representaciones visuales (G. Scott 1991: 301, Heffernan 1993:

3, Mitchell 1994, 151-2). Las características que tenía en su

etapa formativa se fueron transformando a través del tiempo. A partir de las Descripciones de cuadros de Filostrato (II d. C.), el

plano referencial irrestricto —que admitía la descripción de

cualquier tipo de objeto— se redujo al de las obras de arte. Un estudio de Leo Spitzer (1955) sobre otro célebre ejemplo

ecfrástico, el poema de John Keats «Oda a una urna griega» ,

analiza la ruptura definitiva de la écfrasis con su pasado retórico y reinterpreta la noción como un género poético, cuyo período

de práctica más intensa se situaría precisamente a partir del

siglo XIX.(27) Cuando Baudelaire (1992: 342) diagnostica el «estado espiritual» de la época, recala también en los efectos

de la transposición: «las artes aspiran, sino a suplirse una a la

otra, al menos a prestarse recíprocamente fuerzas nuevas». La dinámica de los vínculos entre artistas, escritores y sus obras a

partir del siglo XIX puede verse en la relación entre Baudelaire y

Manet. En 1862, mientras Baudelaire elogiaba a Manet en Pintores y aguafuertistas (1992: 334) por el método que este

último tenía para reflejar la realidad moderna a través de la

imaginación, Manet terminaba dos cuadros. En uno de ellos, Música en las Tullerías , aparecía Baudelaire retratado en medio

de una muchedumbre; el otro era Lola de Valencia , la figura de

una mujer española. Más tarde, circuló en forma de aguafuerte junto con un breve poema de Baudelaire . Vistos al lado de la

firma y el título del pintor, los versos de Baudelaire sobre Lola

de Valencia parecen establecer una región fronteriza, donde la diferencia entre ver y leer se vuelve borrosa, donde la figura se

textualiza en el poema y lo textual se figura en la pintura.

X.- Márgenes pictóricos para la voz

Una de las afirmaciones más notorias de Oscar Wilde (s/f 1151) fue la existencia de un campo de intersección entre las

artes literarias y las visuales: «conocer los principios del arte

más noble es conocer los principios de todas las artes»; la expresión «más noble» aludía a la literatura, puesto que el

material verbal no tenía, según él, las limitaciones de las artes

plásticas. Una consideración parecida sobre la interrelación entre las artes, aunque sin establecer ninguna prelación, figura

también al final de la reflexión sobre el Laocoonte de Lessing

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que aparece en La escuela de Giorgione del crítico y teórico del

arte Walter Pater (1919: 110): «[...] una comprensión exacta

de las diferencias últimas entre las artes es el principio de la crítica estética; y, sin embargo, en lo que concierne a la forma particular de

manejar el material dado, puede observarse que cada arte requiere una condición proveniente de alguna de las demás artes [...] una

transgresión parcial de las propias limitaciones, por medio de la cual las artes pueden, no suplir entre sí el espacio propio de cada una,

pero sí prestarse nuevas fuerzas». La simetría con la

afirmación de Baudelaire relativa a las «nuevas fuerzas» que las artes se transmiten recíprocamente no es una mera

coincidencia. Toda la teoría de Pater sobre una prosa

imaginativa —esto es, una crítica sobre arte y literatura que por su poder poético se vuelve artística, una de las «bellas artes»—

procedía de Baudelaire (1968: 246), que admiraba la poesía de

Gautier porque «sólo se tiene a sí misma» y concebía el espíritu de un verdadero crítico como el espíritu de un verdadero poeta

(1992: 267). Sin embargo, en el pensamiento de Pater se

reconocen, amén de la huella de Baudelaire, otras fuentes no francesas, en particular, las ideas de John Ruskin, un

insuperable experto en trasponer imágenes visuales en prosa

poética. Para decirlo retomando la cita de Pater, Ruskin poseía una percepción privilegiada de las diferencias (y analogías)

últimas entre las artes: «La pintura debe ponerse

adecuadamente en oposición al habla y la escritura, pero no en oposición a la poesía. Tanto la pintura como el habla son

métodos de expresión. La poesía es el empleo de una y otra para los propósitos más nobles» (Ruskin 1885: 12-

13). Cuando describe las imágenes de un cuadro o un

paisaje natural, Ruskin —que a lo largo de los cinco volúmenes de Pintores modernos utiliza de manera indistinta los términos

pintor y poeta— se esfuerza por imitar la mirada de un pintor y

reproduce con palabras, estratégicamente dispuestas en los planos léxico y fonético del texto, los efectos propios de

recursos menos literarios —o menos narrativos, si se atiende a

la doctrina del ut pictura poesis—, como el color, sus complementariedades y contrastes: «Purple, and crimson, and

scarlet, like curtains of God's Tabernacle, the rejoicing trees sank into

the valley in showers of light, every separate leaf quivering with buoyant and burning life; each, as it turned to reflect or to transmit

the sunbeam, first a torch and then an emerald». [«Púrpuras, carmesís y escarlatas, como cortinajes del Tabernáculo de Dios, los

regocijados árboles se sumergían dentro del valle en una lluvia de luz, todas y cada una de las hojas estremeciéndose boyantes y

ardientes de vida; todas como si giraran para reflejar o transmitir los

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rayos del sol, primero como una antorcha y luego como una

esmeralda.»] Si en las pinturas de J. M. W. Turner el color se

independizó del dibujo y la línea —es decir, del relato—, en los cuadros verbales de Ruskin el poder poético de la metáfora y la

imagen se liberó de la cristalización que le habían impuesto la

alegoría y el emblema clásicos, como también de las constricciones de la poesía descriptiva que la tradición de las

«artes hermanas» había estimulado durante el siglo XVIII.

Ruskin, como Gautier y Baudelaire, abrió los márgenes de la representación pictórica a una voz poética que se escribía en

prosa, una «voz del decir» que se convertía en un «ver de la

mirada» (Marin 1994: 340). Lee McKay Johnson (1980:126) sugiere que la prosa óptica de Ruskin es una «ordenación

mental [dispuesta como] acto deliberado de composición, de

modo que la estructura de la representación verbal duplica el proceso de la percepción visual». Esta idea se corresponde

con un componente fundamental de toda écfrasis (Webb 1999:

13), la noción de enargeia, es decir, la intención implícita en el texto de transmitir la imagen al ojo mental del lector de manera

tan viva como ésta se presenta al ojo físico de quien la describe,

al observador en tiempo real de dicha imagen. El grado de saturación visual que alcanza la imaginería textual de Ruskin —a

menudo transposición de imaginería pictórica o escultórica— confirma de manera casi irrefutable los préstamos espontáneos

o las apropiaciones deliberadas entre la literatura y la pintura.

Los prerrafaelitas extendieron la práctica de la analogía presente en la obra ruskiniana. Dante Gabriel Rossetti, autor de

numerosos poemas ecfrásticos, también pintó numerosos

cuadros que efectuaban transposiciones textuales tomando diversos géneros como fuente. Mientras que su obra pictórica,

según prescribe la estética prerrafaelita, conjuga mímesis

fotográfica y contenido narrativo, su poética, cargada de evocaciones y colores, provoca asociaciones que recuerdan el

estilo impresionista de James A. McNeill Whistler: Dusk-haired

and gold-robed o'er the golden wine She stoops, wherein, distilled of death and shame, Sink the black drops; while, lit with fragrant

flame, Round her spread board the golden sunflowers shine. [Con su cabello oscuro y sus prendas de oro sobre el

áureo vino se inclina y la funesta ponzoña, que destila de la muerte y la afrenta, derrama. En tanto brillan circundando su mesa, como

fragantes llamas, girasoles dorados.] Buscar total exactitud en

la descripción del cuadro de Edward Burne-Jones del que hablan

estos versos, El vino de Circe , es tan inútil como la petición a

Whistler de que explicara la historia de la oscura figura bajo la

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luz de un farol de su cuadro Armonía en gris y oro , sobre la

cual advertía: «No me importa el pasado, presente o futuro de

la figura negra; está puesta ahí porque el lugar requería negro. Sólo sé que la combinación del gris con el dorado es la base del

cuadro» (Hough 1949: 179). Del mismo modo que Whistler

otorgaba prioridad al aspecto formal de su pintura por encima del contenido, Rossetti estaba interesado en crear un efecto

visual en el poema —a través del claroscuro entre negro y

dorado—, aunque fuera en detrimento de la exactitud de la transposición. En ambos casos, la opacidad referencial está en

función del efecto que ambos artistas querían provocar en el

lector-observador. El desinterés de los hombres de letras por ofrecer imágenes idénticas a las reales dominó la escritura

ecfrástica del siglo XIX en adelante. Después de leer un soneto

que Rossetti había escrito a partir de un cuadro, Whistler lo increpó: «¿Para qué tomarse el trabajo de pintar el cuadro? ¿por

qué simplemente no enmarcamos el soneto?» (Hough 1949:

178). La razón por la cual es imposible que un soneto —incluso enmarcado— sustituya un cuadro es obvia, la diferente

materialidad del soporte y los signos: palabras sobre papel;

líneas, colores y puntos sobre una tela. Pero, más allá de esta constatación, lo que revela el comentario de Whistler es que la

transposición —como la traducción— siempre comporta una

amenaza de traición al original. «Tanto en la traducción interlingüística como en la intersemiótica», afirma Claus Clüver

(1989: 61), «el significado que se adscribe al texto original, ya

sea un poema o una pintura, es el resultado de una interpretación». Sería la carencia de una «semiótica de las

artes» la que obligaría a recurrir a conceptos de la teoría y la

crítica literarias (1989: 84). Siguiendo algunas teorizaciones contemporáneas sobre la traducción, más funcionales que

normativas, Clüver retoma un conocido trabajo de Roman

Jakobson (1971) sobre la posibilidad de traducción, transmutación y transposición de mensajes-textos entre

distintos sistemas de signos. Su punto de vista, «esencialmente

conservador» (1989: 83), coincide en lo esencial con la estética comparada de Étienne Souriau en La correspondance des arts,

donde se sostiene que «las distintas artes se parecen a lenguas

distintas, donde la imitación exige traducción» (1947: 16). Clüver señala que este tipo de transmutación reproduce

las dificultades de la traducción interlingüística «en función de la

semántica del sistema poético» (1989: 61), es decir, no en el nivel lingüístico sino en el literario. Aunque admite que las

mayores variaciones en las «transposiciones intersemióticas»

Page 25: Ana Lía Gabrieloni

ocurren en el plano de la materialidad, su mayor preocupación

es demostrar que «significados casi idénticos pueden construirse

a partir de dos textos pertenecientes a sistemas sígnicos distintos» (1989: 84). Así pues, según Clüver, la transferencia

de significado ocupa un papel central. Los fenómenos del orden

de la materialidad, es decir, del orden de la inscripción de las palabras y de las figuras, se caracterizan por su naturaleza

adversa a las transposiciones interartísticas: la inadecuación de

la palabra para dar cuenta de lo visual y la violencia que el proceso ecfrástico ejerce sobre la obra plástica, el «texto» visual

(1989: 83). La última aserción puede relativizarse si esta

relevancia del significado, entendido por Clüver como una relación denotativa con una referencia fija, como una

significación «casi idéntica» entre obras pertenecientes a

distintos sistemas estéticos, se reformula en términos de la noción de sentido, entendida como construcción subjetiva y, en

consecuencia, interpretativa, que se proyecta sobre el plano de

la imaginación del autor y del lector-observador, manteniendo un compromiso de fidelidad con la obra original sujeto

solamente a la intención creativa. Desde esta perspectiva, los

remanentes del original, para decirlo con palabras de Marcel Proust (1927: 190) sobre sus propias traducciones

metaecfrásticas de Ruskin, se dan a leer «como a través del

vidrio tosco, pero bruscamente iluminado, de un acuario».(28) Dado que el texto literario ecfrástico nunca ofrece una

representación calcada del cuadro o del objeto referentes, la

conclusión de Souriau sobre las relaciones interartísticas, que «la imitación exige traducción», puede reformularse como «la

traducción implica interpretación». Para Michael Riffaterre

(1994: 221), la interpretación del observador-escritor siempre antecede a la representación e impide que sea una reproducción

exacta del original: «lo que se inscribe en el objeto pictórico es

un sujeto distinto al del pintor [...] para el escritor, la écfrasis sigue siendo enunciación». Eso revela el propósito de la

escritura ecfrástica (Riffaterre 1994: 220-21), que no es otro

que construir una ilusión del objeto con elementos que el escritor inventa y no ser fiel a lo que el objeto es. El texto

ecfrástico no descifra la obra de arte sino a quien la observa. No

es imitación, es un fenómeno que pertenece al orden de la intertextualidad, un plano donde confluyen escritura, imágenes

plásticas e imaginación poética. Así se cierra el «círculo mágico

de la creación» que Gombrich (1962: 169) analiza en Arte e ilusión, formado por el artista, su obra y la «participación del

observador» [beholder's share] que la contempla, es decir, el

Page 26: Ana Lía Gabrieloni

círculo formado por el escritor-descriptor, el texto y el lector que

lo interpreta. La importancia de la interpretación y las

semejanzas entre transposiciones pictórico-literarias y traducción permiten conjeturar que, del mismo modo que según

Walter Benjamin (1967: 87) una traducción roza al original en

un punto infinitamente pequeño de la esfera del sentido, el texto ecfrástico toca tangencialmente a la obra de arte en algún

punto de la esfera de su incompletud. La imaginación trabaja

sobre lo que una obra ofrece de inacabado a la observación o el recuerdo del escritor. «Lo que la imaginación toma por belleza

debe ser verdad, haya existido antes o no», escribía John Keats

(1951: 17), en una afirmación donde parece resonar el final de su poema «Oda a una urna griega»: «La belleza es verdad y la

verdad es belleza... nada más».(29) Baudelaire (1992: 131,

142) era en teoría enemigo de las mezcolanzas artísticas y escribía: «¿Se debe a una fatalidad de la decadencia que hoy en

día cada arte manifieste el deseo de invadir el arte vecino

[...]?»; «el avance de un arte sobre otro, la importación de la poesía, el espíritu y el sentimiento hacia la pintura, todas esas

miserias modernas, son vicios propios de los eclécticos». Pero,

como hemos visto, se revela devoto de las mismas en la práctica. ¿Cómo no iba a atravesar con avidez los umbrales de

un territorio que es promesa de fertilidad para la imaginación

poética? Inacabadas sobre la tela de un cuadro o en los volúmenes de una escultura, las imágenes se completan al ser

textualizadas. Quedan encapsuladas en la composición

ecfrástica (G. Scott 1991: 301) como las «visiones en una bola de cristal» del poema de Robert Browning, «Pinturas antiguas

en Florencia» . La escritura ecfrástica paraliza el paso del

tiempo que diluye las imágenes al carcomer los materiales de las obras de arte originales.(30) Es écfrasis, cápsula, pero no

relicario que guarda una parte, un trazo, de lo desaparecido. Es

la aparición en el poema de lo que existe de otro modo, con otra forma, en otra parte: una o varias imágenes «inalterables como

pequeñas flores de papel siempre visibles dentro de un

pisapapeles de cristal esmerilado», tal como escribía Ezra Pound (1963: 339) en una de sus metáforas más bellas y, a la vez,

eficaces, a la hora de hacernos comprender los efectos y los

poderes de la imaginería visual literaria.

NOTAS

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(1) En el origen de esta influencia está la traducción del Ars poetica de

Horacio, que Dolce había realizado cuando era joven.

(2) Cf. «Puesto que la tragedia es una imitación de hombres mejores que

nosotros, es necesario que imitemos a los buenos retratistas. Éstos, al representar

la forma particular [de los individuos] y hacerlos semejantes [a sus modelos], los

pintan más bellos de lo que son. Eso mismo le sucede al poeta» (Aristóteles

1454b).

(3) Prefacio a las Conférences de l'Académie royale de peinture et de

sculpture. Citado en Lee (1998: 43).

(4) «Parallel betwixt Poesy and Painting», en MAURER, Wallace y George

GUFFEY (eds.), The Works of John Dryden, vol. X, Berkeley-Los Angeles: University

of California Press, 1989, p. 71.

(5) Mitchell, autor de Iconology. Image, Text, Ideology (1986) y Picture

Theory: Essays on Visual and Verbal Representation (1994), ha orientado sus

investigaciones hacia la redescripción de la problemática relación entre texto e

imagen en el ámbito de los estudios culturales. A partir de su hipótesis sobre la

función hegemónica de las imágenes en la cultura occidental, Mitchell ha estudiado

las tensiones relacionadas con el género, la raza y la clase, implícitas en los cruces

entre los discursos literario y visual. Dado que las relaciones entre textos e

imágenes constituyen una zona de conflicto, «un nexo donde los antagonismos

políticos, institucionales y sociales se expresan a sí mismos en la materialidad de la

representación» (1994: 91), el objetivo del análisis de Mitchell sería «en lugar de

solventar la escisión entre palabras e imágenes, observar los intereses y poderes a

los que sirve» (1986: 44).

(6) «La dialéctica entre la palabra y la imagen aparenta ser una constante

en la tela de signos que una cultura entreteje en torno a sí misma. Lo que cambia

es la naturaleza concreta del tejido, la relación entre la urdimbre y la trama. La

historia de la cultura es, en parte, la historia de una prolongada lucha por la

dominación entre signos pictóricos y signos lingüísticos, donde unos y otros

reclaman para sí determinados derechos de propiedad sobre una "naturaleza" a la

que solamente ellos tendrían acceso» (Mitchell 1986: 43).

(7) El diálogo de Schlegel contiene ecos de las discusiones sobre cuadros

que los miembros del círculo de Jena habían escuchado en la Galería de Dresde

durante un viaje a esa ciudad en 1798. Para leer otra reivindicación de las

analogías interartísticas tan explícita como la de Schlegel hubo que esperar hasta el

siglo XX, cuando se publicó The Idea of Spatial Form in Modern Literature de Joseph

Frank (1945). El material sobre el que reflexionó no eran cuadros, sino las obras de

Gustave Flaubert, T. S. Eliot, Djuna Barnes, James Joyce o Marcel Proust. Aunque

reconoce la trascendencia de la ruptura provocada por el método formalista de

Lessing (1991: 7), Frank aclara de entrada que «la poesía moderna reclama un

método poético en directa contradicción con el análisis del lenguaje de Lessing»

(1991: 11) y se propone «trazar la evolución de la forma en la poesía moderna y,

más concretamente, en la novela» (1991: 10). Su tesis central es «la congruencia

total de la forma [espacial] estética del arte moderno con la forma de la literatura

moderna» (1991: 61). Para Frank (1991: 61), la escritura no es implícitamente

temporal por oposición a la espacialidad que se asocia con la pintura, «la literatura

contemporánea lucha en el presente para competir con la aprehensión espacial de

las artes plásticas».

(8) Elizabeth Abel (1980: 366) analiza las repercusiones de la teoría de

Johann Gottfried Herder sobre la imaginación en lo que concierne a las «artes

hermanas» durante el primer Romanticismo: «Pasar de la concepción empirista de

una mente pasiva, contemplativa, a la creencia en la fuerza activa de la

imaginación afectó la visión de la poesía y la pintura como hermanas naturales, y

promovió una nueva concepción de estas artes como productos análogos, aunque

diferentes, de una imaginación que podía combinar aspectos de ambas».

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(9) Sobre el proceso formativo de campos artísticos autónomos, véase Las

reglas del arte de Pierre Bordieu (1995). Con respecto a las ventajas de la categoría

principal implícita en su análisis, Bourdieu (1995: 307) explica: «La noción de

campo permite superar la oposición entre lectura interna y análisis externo [del

problema abordado] sin perder nada de lo adquirido ni las exigencias de ambas

formas de aproximación, tradicionalmente percibidas como inconciliables».

(10) Stephen Kern (1998: 153) utiliza el término «transvaluación»

[transvaluation] para definir la difuminación de las antiguas distinciones sobre el

espacio y el tiempo, entre lo que se concebía como primario y secundario dentro de

cada categoría.

(11) Los descubrimientos en torno a la naturaleza de la luz fueron decisivos

para esta redefinición. El hecho de que consistiera en ondulaciones que se

propagan invisiblemente de forma transversal (lux) y no en rayos rectilíneos

(lumen), como se leía en los textos de la Antigüedad, confirmó que no todos los

fenómenos naturales pertenecen al plano de lo directamente observable (Jay 1993:

29). Los avances científicos y la invención de tecnologías aplicadas a la

reproducción de imágenes llevaron a la conclusión de que la visión podía

proporcionar sensaciones que no dependían del aquí y ahora del referente. Véase el

trabajo de Gillian BEER, «"Authentic Tidings of Invisible Things": Vision and the

Invisible in the Later Nineteenth Century», en Teresa BRENNAN y Martin JAY (eds.),

Vision in Context. Historical and Contemporary Perspectives on Sight, Nueva York-

Londres: Routledge, 1996, que ofrece una interpretación sobre la segunda mitad

del siglo XIX, cuando «lo invisible devino un espacio de debate y perturbación»

(1996: 85).

(12) «El sentido del tacto formó parte integrante de las teorías clásicas de

la visión en los siglos XVII y XVIII. La disociación ulterior de la vista y el tacto se

produce en el amplio marco general de la "separación de los sentidos" y la

redefinición industrial del cuerpo en el siglo XIX. Una vez que el tacto queda

excluido del concepto de visión, el ojo se separa de la red referencial materializada

a través de lo táctil y comienza a mantener una relación subjetiva con el espacio

percibido. [Se llega así a] la autonomía de la visión» (Crary 1994: 44).

(13) Se ha señalado que la técnica pictórica impresionista se basó en el

«método experimental» de los «círculos cromáticos» que Eugène Chevreul (1864)

desarrolló en Des couleurs et de leurs application aux arts industriels. Véase

BRUSATIN, Mario, Historia de los colores, Barcelona: Paidós, 1997.

(14) De Gourmont (1922: 44) afirma sobre los escritores que practican el

primer estilo: «hay hombres en quienes toda palabra suscita una visión y que

nunca redactaron la descripción más imaginaria sin tener el modelo exacto ante su

mirada interior».

(15) Cf. «Desde Baudelaire hasta Valéry, [...] el problema sobre cómo

concebir la relación entre el lenguaje y la experiencia óptica fue resolviéndose de

manera tan inquietante que quizá era inevitable que poetas y pintores usaran,

aunque fuera torpemente, el vocabulario de la ontología y la epistemología de la

percepción» (Collier y Lethbridge eds. 1994: 11).

(16) Véanse CALVO SERRALLER, Francisco, «El Salón», en Valeriano BOZAL

(ed.), Historia de las ideas estéticas y las teorías artísticas contemporáneas, vol. I,

Madrid: Visor, 1996, pp. 165-178; y Connaissance des Arts, París: 1995, p. 15,

número extraordinario en ocasión de la muestra Origins of Impressionism en el

MMA de New York. A las dimensiones del fenómeno referido puede agregarse la

información de Eric Hobsbawn (1998: 295-6) sobre el número de visitantes de la

exposición oficial de la Royal Academy de Londres: 90.000 asistentes en 1848,

400.000 en 1870.

(17) «La pérdida de público empuja al poeta a una suerte de

subproletariado artístico, expoliación que sólo puede compensar mediante la

convicción altanera en su genio o la aceptación de su maldición convertida en algo

gratificante» (Dalançon 1990: 65).

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(18) Recogido en una carta a M. Aupick (17 de julio de 1838), donde

Baudelaire intenta disculparse por haber encontrado tan pocos cuadros en el museo

que le resultaran valiosos.

(19) La primera referencia a los poemas como proyecto de escritura -un

projet au panier- se lee en su correspondencia personal del año 1857 (Carta a

Poulet-Malassis, 25 de abril) (Baudelaire 1993: 395), cuando se publicaron los

Poemas nocturnos en Le Présent.

(20) «En cuanto al Salón, ¡ay! ¡Te mentí un poco, casi nada! Realicé una

visita, UNA SOLA, consagrada a la búsqueda de las novedades, aunque bien poco

fue lo que encontré; en cuanto a los nombres de siempre, o los nombres

simplemente conocidos, me confío a mi ajetreada memoria, excitada por el folleto»

(16 de mayo de 1859, 1999: 578). Una carta anterior (14 de mayo de 1859)

confirma la misma información.

(21) Compárese: «Baudelaire se apropió sutilmente de las cualidades de la

pintura de Delacroix, que tanto admiraba, y las tradujo como equivalentes

literarios. La clave de la originalidad de Baudelaire radica en el hecho de que, en

lugar de usar a otro escritor como modelo para su trabajo, encontró en Delacroix

un ejemplo del artista ideal, un "poeta pintor"» (Johnson 1980: 13).

(22) En 1861, Baudelaire titula por primera vez como poëmes en prose a

un conjunto de textos que fueron publicados en la Revue Fantaisiste. Sobre la

incidencia que las relaciones de la literatura con la pintura tuvieron en la génesis y

el desarrollo del poema en prosa, me he referido a ello en «Efectos de la imagen en

la conformación moderna del sistema de los géneros literarios», Literatura

Argentina. Perspectivas de fin de siglo, Ma. Celia VÁZQUEZ y Sergio PASTORMERLO

(eds.), Buenos Aires: Eudeba, 2001.

(23) Carta a Charles de Sivry, 27 de octubre de 1878.

(24) Es el caso de «Short Epiphanies: Two Contextual Approaches to the

French Prose Poem» de Michael DE BEAUJOUR (Caws y Riffaterre eds. 1983: 47):

«La conexión íntima entre las artes visuales y el poema en prosa explica por qué

este último siguió siendo completamente descriptivo, anecdótico y mimético: de

algún modo, debe estar relacionado con el tema de un cuadro». Véase también

Suzanne BERNARD, Le poème en prose. De Baudelaire jusqu'à nos jours, Paris:

Nizet, 1994; Sima GODFREY, «Baudelaire's Windows», en L'Esprit Créateur, 22: 4

(1982), pp. 83-100; Renée R. HUBERT, «La technique de la peinture dans le

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françaises, 18 (1966), pp. 169-178; Philippe ORTEL, «Le poème en prose généré

par l'image (Baudelaire et Banville)», en La Licorne, «L'image génératrice de textes

de fiction» (1996), pp. 63-75; Michel SANDRAS, Lire le poème en prose, París:

Dunod, 1995; y Jean-Luc STEINMETZ, «À l'heure des merveilles», prefacio a Arthur

RIMBAUD, Œuvres,vol. III, París: Flammarion, 1989.

(25) Es pertinente recordar el entusiasmo de Oscar Wilde (s/f 1119), que

afirmó: «La idea de crear un poema en prosa a partir de una pintura es excelente».

(26) Lee McKay Johnson (1980: 2) describe las circunstancias y

consecuencias de dichos experimentos: «los escritores desafiaron a los pintores y

crearon diferentes equivalentes literarios de la estructura de una pintura, formas

que se organizaron según un ideal de la totalidad y se diseñaron para operar en

simultaneidad teórica. En larga historia de la artes hermanas [sister arts] como

dictum estético, nunca se había producido en literatura un intento deliberado de

duplicar los aspectos estructurales de una pintura». La noción de «simultaneidad

teórica» aspira a describir el mismo fenómeno que Joseph Frank (1945) definió

como «forma espacial literaria» [spatial form in literature]. David Scott (1988: 123)

reelabora la noción de «textos literarios espaciales» en Pictorialistic Poetics: «son

aquellos que, al destacar la materialidad de la palabra como un significante

[visual], dependen de la atención visual —así como de la auditiva— para provocar

un efecto intenso. [...] en la mayoría de los casos, surgen de una tradición literaria

impregnada por las artes visuales, [...] las interrelaciones entre las diferentes

partes de los textos tienden a captarse de forma simultánea o a través de

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estrategias de lectura múltiples (y multidireccionales) entre las cuales el modelo

tradicional, lineal y horizontal, constituye sólo una variante de las opciones que se

ofrecen al lector».

(27) Sobre la historia del género, véase Webb (1999: 7-18). Transcribo la

definición de écfrasis de Spitzer (Hatcher ed. 1962: 72) en «The "Ode on a Grecian

Urn" or content vrs. metagrammar»: «[la Oda] pertenece al género, conocido para

la literatura occidental desde Homero y Teócrito hasta los parnasianos y Rilke, de la

écfrasis: la descripción poética de una obra de arte pictórica o escultórica, cuya

descripción implica —en términos de Théophile Gautier— une transposition d'art, la

reproducción, por medio de palabras, de objets d'art perceptibles sensorialmente

(ut pictura poesis)».

(28) Puede que una traducción de las descripciones de Ruskin se convierte

en un texto metaecfrástico, donde —como señala Mary Ann Caws (1982: 5) acerca

de las estrategias cognitivas mediante las que se perciben las relaciones entre

literatura y pintura— «no hay [...] influencia de un arte sobre otro, sino más bien el

encuentro de éstos en la reflexión de la mente mientras trabaja». También pueden

calificarse de metaecfrásticas las descripciones de Gautier (1991) sobre el estilo

«crepuscular» de algunos poemas de Baudelaire: «Esos rojos cobrizos, esos oros

verdes, esos tonos turquesa que se funden con el zafiro, todas esos matices que se

queman y descomponen en el gran incendio final, esos nubarrones de formas

extrañas y monstruosas atravesadas por haces luminosas y parecidas al gigantesco

hundimiento de una Babel áerea»; sobre sus transposiciones: «Don Juan en los

infiernos. Es un cuadro de una grandeza trágica, pintado con un color sobrio y

magistral sobre la llama lóbrega de bóvedas infernales» (72); y hasta sobre el

aspecto formal de sus versos: «Esos grandes alejandrinos de los que hablamos

siempre, que se acercan cuando el tiempo es calmo para morir en la playa con la

tranquila y profunda ondulación del oleaje que llega de lejos, que se rompen a

veces en enloquecida espuma y lanzan en lo alto blancos vapores contra algún

arrecife altanero y feroz para volver a caer enseguida como lluvia amarga» (83).

(29) Carta de Keats a Benjamin Bailey, 22 de noviembre de 1817.

(30) Consecuencias destructivas del tiempo que Philip Larkin interpreta en

un poema sobre un grupo escultórico del interior de la catedral de Chichester como:

«Their supine stationary voyage/ The air would change to soundless damage».

Page 31: Ana Lía Gabrieloni

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