Análisis de rayo

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Análisis de “El rayo de luna”, de G.A. Bécquer El título del relato, “El rayo de luna”, es emblemático (alude a un elemento del contenido) y simbólico (alude a un símbolo que aparece en la obra); el rayo de luna es símbolo de lo efímero. El protagonista exhibe algunas características del héroe romántico: es antisocial, rebelde, solitario, poeta, con estados de ánimo extremos y cambiantes. El argumento es relativamente pobre: Manrique, joven noble, en uno de sus habituales paseos nocturnos, cree ver el traje de una mujer; a partir de esa mínima evidencia, construye la imagen de una mujer ideal que persigue sin encontrar. Cuando descubre que lo que vio fue solamente un rayo de luna, se deprime. Lo más importante del texto, pues, no es el argumento, sino las descripciones, las imágenes. El texto tiene, como la mayoría de las leyendas de Bécquer, un matiz didáctico, casi una moraleja, que se expone al final (“el amor es un rayo de luna, la gloria es un rayo de luna, etc.”). La moraleja sería: todo lo que el hombre busca, anhela, lo que considera importante y trascendente, es en verdad efímero, un rayo de luna. En este sentido, podría justificarse que el nombre del protagonista fuese Manrique. Es un tópico muy medieval: contemptu mundi (desprecio del mundo), que no tiene mucho que ver con el relato en sí. Es decir: lo más rescatable de la actitud del héroe es la intención de luchar afanosamente por algo que no existe, que imagina; la resignación final es una derrota. Veamos ahora un esquema de la estructura: en la columna de la izquierda aparece la estructura externa, en capítulos; en la segunda, la estructura interna tomando como criterio el cambio de lugar; en la tercera, tomando como criterio la aparición de personajes; en la última, el criterio es el predominio de las tipologías narrativa, descriptiva o dialógica. Ex t. Lugar Personajes Narr./Desc./ Diálogo I Castil Madre/criados Diálogo/

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Análisis de “El rayo de luna”, de G.A. Bécquer

El título del relato, “El rayo de luna”, es emblemático (alude a un elemento del contenido) y simbólico (alude a un símbolo que aparece en la obra); el rayo de luna es símbolo de lo efímero. El protagonista exhibe algunas características del héroe romántico: es antisocial, rebelde, solitario, poeta, con estados de ánimo extremos y cambiantes.

El argumento es relativamente pobre: Manrique, joven noble, en uno de sus habituales paseos nocturnos, cree ver el traje de una mujer; a partir de esa mínima evidencia, construye la imagen de una mujer ideal que persigue sin encontrar. Cuando descubre que lo que vio fue solamente un rayo de luna, se deprime. Lo más importante del texto, pues, no es el argumento, sino las descripciones, las imágenes.

El texto tiene, como la mayoría de las leyendas de Bécquer, un matiz didáctico, casi una moraleja, que se expone al final (“el amor es un rayo de luna, la gloria es un rayo de luna, etc.”). La moraleja sería: todo lo que el hombre busca, anhela, lo que considera importante y trascendente, es en verdad efímero, un rayo de luna. En este sentido, podría justificarse que el nombre del protagonista fuese Manrique. Es un tópico muy medieval: contemptu mundi (desprecio del mundo), que no tiene mucho que ver con el relato en sí. Es decir: lo más rescatable de la actitud del héroe es la intención de luchar afanosamente por algo que no existe, que imagina; la resignación final es una derrota.

Veamos ahora un esquema de la estructura: en la columna de la izquierda aparece la estructura externa, en capítulos; en la segunda, la estructura interna tomando como criterio el cambio de lugar; en la tercera, tomando como criterio la aparición de personajes; en la última, el criterio es el predominio de las tipologías narrativa, descriptiva o dialógica.

Ext. Lugar Personajes Narr./Desc./DiálogoI Castillo Madre/criados Diálogo/descripción

Manrique soloII Bosque Descripción ambiente

Acción: cruce del umbralIII Monólogo interior

Acción: persecuciónIV Ciudad

+ Escudero Diálogo con escuderoV Manrique solo Monólogo interior

Acción: persecución y DesengañoVI Bosque

Castillo Madre/criados + Manrique Diálogo/descripciónEn primer lugar, cabe destacar que hay una cierta correspondencia entre

estructura externa e interna:1 - Presentación de Manrique; en el castillo, primero a cargo de la madre y los

criados, y luego a través de la visión directa de Manrique.2 - En el bosque, hay una descripción inicial del ambiente, y luego el cruce del

umbral.3 - Comienza la persecución incesante de Manrique con un monólogo interior.4 - Llega a la ciudad, donde la persigue, y luego dialoga con el escudero.5 - Nuevamente solo, Manrique realiza un monólogo interior, y luego sigue

persiguiendo a la mujer.

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6 - En el bosque, Manrique se desengaña. Hay otro sumario, y luego un diálogo con la madre y los criados, que muestra cómo evolucionó el héroe.

Por otra parte, hay un cierto equilibrio o circularidad en el relato: a nivel de

lugares, hay una secuencia castillo-bosque-ciudad-bosque-castillo; a nivel de personajes, el relato se abre y se cierra con la presencia de la madre y los criados; a nivel de tipologías, hay un comienzo y un final descriptivo y dialógico, y hay dos monólogos situados simétricamente.

Pero hay algo muy significativo a nivel de la aparición de los personajes: la primera parte nos muestra primero a la madre y los criados, y luego, aparte, a Manrique; la última parte nos muestra a Manrique en diálogo con la madre y los criados. Esto puede significar que el héroe finaliza integrándose a la sociedad, claudicando sus ilusiones.

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El texto comienza con un pequeño prólogo; el narrador se identifica con el autor, y establece el pacto ficcional; al explicitar el pacto ficcional, se acentúa el didactismo del texto.

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La acción del protagonista se retarda hasta entrado el segundo capítulo; no es para generar expectativa, sino porque se toma un tiempo para describir, para establecer claramente los rasgos más sobresalientes de su personalidad, de modo que los lectores podamos interpretar sus acciones de un modo particular.

Su nombre es sugestivo: Manrique es un apellido relativamente común, pero recuerda, en la memoria del lector español, a Jorge Manrique, poeta medieval; Jorge Manrique escribió muchas poesías amorosas, y escribió un célebre poema, “Coplas por la muerte de su padre”, que contradice de algún modo a todo lo que escribió antes, ya que trata -entre otros- el tópico del desprecio del mundo, muy medieval. Esta leyenda tiene un tinte medieval -y no solo en el ambiente-: la moraleja final (acaso lo más flojo de todo el relato) es el desprecio de lo mundano: el amor y la gloria son efímeros, como un rayo de luna. El protagonista, insisto, no se identifica con Jorge Manrique, pero se asocia parcialmente con él.

Es significativa la ausencia casi absoluta de descripción física del protagonista; es decir: toda la descripción del personaje es una etopeya, y no una grafopeya. Es significativo que Bécquer, que hace tanto uso de las descripciones, no nos de datos sobre la apariencia de nuestro protagonista: la descripción física es irrelevante para la comprensión de sus acciones; la descripción interior, psicológica, en cambio, es fundamental.

El primer modo en que conocemos al personaje es indirecto, a través de los comentarios del narrador, y de los diálogos de sus criados. Estos comentarios y diálogos tienen por función crear un “prejuicio” (en el sentido más literal) acerca del personaje, para comprender luego la motivación de sus acciones.

El primer dato que se nos da es que es noble; es decir: es parte de una clase que en la época que se refiere (a diferencia de la época en que se narra) no es una clase ociosa, sino guerrera. Él es un individuo particularmente ocioso, y no es, en este sentido, representativo de su clase; su ociosidad es más propia de un héroe romántico. Su ociosidad, además, es parte de una actitud más amplia de desprecio o desinterés por la vida cotidiana.

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El segundo dato que se nos da es su ensimismamiento: “el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza...”. Por una parte, resalta el hecho de que, como estaba acostumbrado a la guerra, no le llama la atención; por otra parte, y más importante, ya sitúa a la guerra (sintetizada toda ella en un sonido, el “insólito clamor”) como algo exterior, mundano y poco atractivo para nuestro héroe, que se preocupa de asuntos más trascendentes (como el amor); ya muestra su desinterés hacia la guerra, y hacia la gloria en la batalla, anhelo terrenal bastante común en el Medioevo. De este modo, ya plantea un alejamiento entre nuestro protagonista y la sociedad, representada en un solo ruido molesto.

El tercer dato que da es que se trata de un hombre aficionado a la poesía (luego dirá que él mismo es poeta), y a una clase de poesía: la poesía de los trovadores. La poesía trovadoresca es una forma de poesía que se dio en los siglos XII y XIII, sobretodo en Francia; cabe llamar la atención sobre el hecho de que es una poesía amorosa, que idealiza a la mujer e instaura, en cierto sentido, el sentimiento amoroso moderno, que no existía en épocas anteriores.

Por otra parte, este dato ya nos sitúa en una coordenada histórica concreta: la Edad Media. Con tres datos ya situó al personaje en un ambiente: la trompa de guerra (que recuerda al olifante de Roland), el pergamino y la cántiga del trovador ya nos sitúan en plena Edad Media. Los románticos mostraron una preferencia marcada por la Edad Media, por distintas razones; dos causas predominaron: la evasión en el tiempo del siglo XIX y la representación de un hecho cercano en circunstancias alejadas para evitar la censura; pero en este caso, se trata fundamentalmente de dar al relato un tono popular y antiguo.

El segundo párrafo desarrolla el tema de la soledad, por oposición a las actividades mundanas que realizan los criados (domar los potros, enseñar a volar a los halcones, afilar el hierro de las lanzas). Además, tiene una función de evocación histórica: recrea un ambiente de un día ordinario en la vida de un castillo medieval.

Hasta aquí, ha hablado el narrador; ahora nos encontramos con un diálogo (que no se nos presenta como un hecho singular, sino como una silepsis, marcada por los tiempos verbales -preguntaba, respondían-: se cuenta una vez lo que probablemente haya sucedido varias veces). La actitud que describen los criados suena como extravagante: un hombre sentado al borde de una tumba, contemplando el mundo. Es, de cualquier modo, la descripción de un temperamento solitario y contemplativo; se dedica a contemplar la conversación de los muertos, las olas del río, las estrellas del cielo, las nubes, los fuegos fatuos. Todos elementos (naturales y sobrenaturales, o a mitad de camino, como los fuegos fatuos) del enorme cosmos.

Tenemos, luego, otra intervención bastante infeliz del narrador, que explicita lo que tú, ¡oh ingenioso lector! ya venías suponiendo: Manrique es un hombre solitario. El comentario sobre la sombra es totalmente innecesario, algo pueril, y muy propio de Bécquer. Esta generalización estúpida se sale de contexto con el hilo del relato, que estaba, hasta ahora, bien construido: es absolutamente redundante explicar que amaba la soledad, y el comentario de la sombra es una hipérbole increíble y tonta.

Luego, vuelve a la descripción del héroe, enfatizando el dato de que era poeta. Hay una frase que deja espacio a diversas interpretaciones: “nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos”. El tópico es típicamente romántico (Bécquer lo trata en la Rima I); pero no queda claro si no había encerrado sus pensamientos porque había logrado llegar al ideal de la poesía, o porque nunca había escrito nada. En cualquier caso, es de señalar que hay una proyección del héroe-poeta romántico (que se tiende a asociar con el autor romántico) sobre el protagonista: es solitario, desprecia el mundo exterior (y

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probablemente lo considera vano, fútil), es imaginativo, cree en lo sobrenatural y es poeta. Todos rasgos que van construyendo un héroe que es arquetípico del sujeto romántico, que vive en una contradicción entre la inactividad exterior y la actividad interior. Acaso de eso se trata el cuento: cuando trata de exteriorizar su actividad interior, fracasa y se desengaña.

Los tres párrafos que siguen hablan de las creencias de Manrique en lo sobrenatural, a veces un poco exageradas. Podría haber dicho lo mismo en sentido figurado (con alguna expresión del tipo como si...), y quedaría perfecto, sin que fuera necesario hacer creer al lector que intentaba descifrar el rumor del agua. No obstante, este intento de descifrar el imperceptible lenguaje del cosmos acusa el hecho que varios han señalado de que Bécquer es precursor del Simbolismo francés: “La Naturaleza es un templo donde vivientes pilares / dejan de cuando en cuando salir confusas palabras / el hombre por allí pasa a través de selvas de símbolos / que lo observan con miradas familiares” (Baudelaire). La diferencia entre Bécquer y Baudelaire estaría en que este último, más acorde a la concepción barroca, habla de descifrar el lenguaje de la Naturaleza (respecto de la cual el hombre se ha alienado); Bécquer, en cambio, atribuye este lenguaje a seres sobrenaturales.

En la mención a las “hadas, sílfides u ondinas”, algún crítico ha intentado rastrear una fuente de este relato (y de otra leyenda, “Los ojos verdes”): “La ondina del lago azul”, de una escritora cubana, de apellido Avellaneda.

Se nos presentó a Manrique, pues, como un individuo pasivo y contemplativo, predispuesto a la creencia en lo sobrenatural; falta introducir otro tópico, acusadamente romántico: el amor. Lo primero que dice el narrador es que “había nacido para soñar el amor, no para sentirlo”. Con esto alcanzaría, y el resto del párrafo es, nuevamente, innecesario. En esta frase se condensa, en cierta medida, toda la actitud de Manrique hacia el amor: proyecta sus sueños sobre el amor. Por otra parte, da la impresión de que este párrafo puede haber sido interpolado por Bécquer en alguna corrección, por dos detalles: en primer lugar, si se omite el párrafo, no se pierde el hilo (la intromisión de este párrafo es, de hecho, bastante súbita, y tal vez algo impertinente); por otra parte, el comentario ya citado sobre el amor es un claro anticipo de lo que sucederá: nuestro protagonista sueña el amor, pero no lo siente (¿o sí?). La anticipación, pues, parece haber sido metida allí al final. Además, el carácter claramente antisocial de nuestro héroe no concuerda con su tendencia a ser enamoradizo. Lo que dice, en suma, es superyóico y casi neoclásico: se enamora de cualquiera (tampoco es que el pobre Manrique fuera un individuo promiscuo) y por eso inventará después una mujer ideal. La moraleja del cuento resulta, en efecto, represiva: en lugar de reivindicar lo que hay de valioso en la actitud del héroe, muy romántica, se distancia de él, y dice, en un final muy indigno, que el desengaño de Manrique es una forma de cordura; evidentemente, la locura del protagonista es mucho más noble que la escéptica actitud final, con el grosero y explicitado (y además reiterado) símbolo del rayo de luna.

Volvamos, hecha la digresión, a nuestro análisis. Viene ahora el primer discurso directo del personaje. La intención es noble, pero su realización es torpe. La alusión a la autoridad del prior de la Peña parece una forma de justificar la anacronía astronómica; es decir: en la Edad Media nadie se imaginaba que las estrellas fueran mundos (la idea es, creo, barroca). Para poner esta idea en la mente de su héroe, el autor se ve obligado a recurrir a una presunta autoridad. Dejarlo como una simple anacronía hubiera sido tal vez mucho mejor. (Mi antipatía hacia ciertos rasgos del relato se va enfatizando a medida que avanzo en el análisis.)

En cualquier caso se trata de una situación de actividad mental ante la contemplación del cosmos: ante la inmensidad del mundo (proyectada, en este caso, en

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las estrellas), nuestro protagonista se lamenta ante la imposibilidad de conocerlo todo, y de conocer las mujeres que habitan en otros mundos.

Sigue a esto un breve párrafo, algo cómico, que cierra adecuadamente la descripción del personaje: “Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza”. Este enunciado marca una clara distancia entre el personaje y la voz narrativa, dada fundamentalmente por el adjetivo “loco”. Es interesante eso de establecer grados de locura: hablar y gesticular solo es un primer grado, pero la locura contagiosa y colectiva (que abunda) es ya muy grave. En realidad, creo, no se trata de grados de locura, sino de formas de locura: su locura no es colectiva, sino individual, romántica.

***La Segunda Parte da comienzo a la acción; se inicia con una extensa descripción

demarcatoria. Según algunos críticos, esta clase de descripciones extensas fueron recogidas por Bécquer durante sus viajes con su hermano por el interior de España, y son material que podría haber sido parte de algún artículo suyo en los diarios de Madrid.

La acción propiamente dicha comienza en la segunda parte, después de una extensa descripción. Esa descripción del río, del templo derruido, del ambiente, tiene por función principal crear un clima misterioso, propicio para el desarrollo de una acción misteriosa. Hay en esta descripción personificaciones (o al menos animaciones) de seres inanimados (considerando los vegetales como seres inertes): el Duero, las plantas, la vegetación, etc., que sugieren un clima casi sobrenatural. El bosque siempre es, a nivel simbólico, representación del inconsciente; es el lugar misterioso donde acechan las aventuras y los peligros. Más aún: el templo abandonado sugiere la falta de relación del mundo con su inconsciente; y el héroe penetra en este lugar misterioso.

Luego de la descripción del lugar, da una marca temporal: “Era de noche, una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente”. Los perfumes y rumores apacibles predisponen la situación a un hecho sobrenatural; el dato de la luna, que pasa inadvertido, es fundamental para comprender el desarrollo de la acción. La presencia de la luna se advierte varias veces en el relato de lo sucedido esta noche, acaso para enfatizar.

A nivel simbólico, la luna significa muchas cosas: en primer lugar, es asociada a lo femenino, acaso por la relación entre el mes lunar y el ciclo menstrual de la mujer. Por otra parte, es asociada siempre a lo imaginario y fantasioso, y a lo cambiante.

El párrafo que sigue es un momento inicial de la acción; ya se describió al héroe en su cotidianeidad; ahora viene el cruce del umbral de la aventura: Manrique cruza el puente y se interna en el templo abandonado.

Entonces, apenas cruzado el umbral, viene la revelación del prodigio. Nótese que el narrador comienza por darnos el dato sensible, que es lo único real: “en el fondo de la sombría alameda, había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad”. Es lo único seguro que se nos dice: es una cosa. Ahora bien, este ofrecimiento es casi una tentación, ya que sabemos que Manrique es un hombre predispuesto a ilusionarse, a creer en lo sobrenatural

A partir de ahora, de este mínimo dato sensible, comienza la construcción de la mujer; primero sugerida por el narrador, luego llevada a un extremo por el personaje. La construcción de la mujer es algo muy romántico: a partir de un mínimo dato, el héroe imagina el resto y lo persigue incansablemente. Luego, se desilusiona, y deja de luchar.

Pero volvamos a la acción: Manrique vio un reflejo, y él cree que es un traje de mujer. A partir de entonces, cualquier dato sensible (sobretodo auditivo) será atribuido

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inmediatamente a esta mujer imaginaria: el ruido de las hojas serán sus pisadas, el rumor del viento su voz, etc..

La abundancia de datos físicos que Manrique nos da acerca de su mujer imaginada contrasta con la falta de grafopeya del propio Manrique; es decir: la descripción de esta mujer es mucho más palpable que la del mismo héroe. ¿Qué significa esto? Tal vez quiere decir que el amor, la mujer imaginada, no es menos verdadera, que los seres reales. Puede que la mujer no exista, pero nosotros sabemos muy bien cómo es ella: el color de sus ojos, de su cabello, sus rasgos físicos; en cambio, no sabemos si Manrique era rubio o morocho, alto o bajo, etc..

Por otra parte, esto nos lleva hacia una lectura más simbólica del texto: puede ser leído como una alegoría del amor. En primer lugar, porque en el amor importa mucho más el ser amado que el amante; en segundo lugar, porque el amor (en el sentido que Bécquer lo entendía) es tal vez eso: construir una amada imaginaria, enamorarse de ella y perseguirla incesantemente, aunque no exista. Cuando trata de confrontar su imagen ideal con la realidad, se desengaña.

***Después de perseguir a su amada imaginaria, Manrique llega al encuentro con el

escudero, que es el primer desengaño que sufre nuestro héroe. Manrique ve una casa y se convence de que allí vive su mujer ideal, y tiene allí su primer encuentro con la realidad, su primer desengaño, que es con el escudero.

El primer parlamento de Manrique es, como señala el narrador, agresivo, violento: “¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal.” Son cinco preguntas: la primera, quién habita, es inmediatamente contestada por Manrique, que cree que allí vive su mujer; luego, quiere saber datos: cómo se llama, de dónde es y a qué ha venido. La última pregunta, la más interesada, es acerca de su estado civil. Por último, increpa violentamente al escudero a que responda. El comienzo del diálogo es abruptísimo y atropellado, y marca algo sobre el choque del héroe romántico con la realidad: siempre es violento, siempre agresivo.

La respuesta del escudero resulta un primer desengaño para el lector; no así para Manrique, que pregunta por una mujer. El escudero niega que exista una mujer, y Manrique sigue insistiendo. Cuando se convence de que allí no vive su amada, el narrador dice “un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras” (hipérbole).

Es interesante señalar que este encuentro con el escudero es significativo del choque entre el héroe romántico y el universo que lo rodea: el romántico siempre es un ser aislado, antisocial; la actitud de Manrique en este encuentro es agresiva, exaltada: no le importa el escudero, sino su propia búsqueda, y no cree, al principio en las palabras del pobre hombre. El choque entre el héroe y la realidad siempre es un desengaño, porque la imaginación del héroe supera la realidad, va más allá de ella. Por eso es un ser antisocial: si la realidad es tan vulgar, tan común, con tan poca gracia, es comprensible que el héroe se cierre en sí mismo y se obstine en su búsqueda.

Lo importante de este primer encuentro es que es una prueba para el héroe, una primera prueba que él, en cierta medida, vence, ya que sigue creyendo en la existencia de su amada. A esta escena sigue otra en que Manrique se confronta con la realidad, sin querer verla: alude a sucesivas pruebas que se le han presentado, en que ha quedado en ridículo; pero él sale, en cierta medida, vencedor, ya que su amada sigue allí, intacta.

Luego del monólogo interior que abre la quinta parte, hay un sumario (después de dos escenas, en que se da una sensación de tiempo real, se condensan en pocas oraciones dos meses). La próxima escena es el desengaño final.

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***La última parte del relato se abre con una breve descripción de la noche, paralela

o simétrica a aquella que da comienzo a la parte II. Nuevamente la noche, la luna, la alameda, la visión de la mujer.

Cuando ve el traje de mujer, Manrique sale corriendo hacia ella, y luego dice “al llegar [al sitio donde vio a la mujer] se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.”. Nótese cómo el narrador comienza por ofrecernos las reacciones de Manrique sin decir su causa. Es el desengaño, que se exterioriza físicamente: se detiene, fija los ojos en el suelo, permanece inmóvil, tiembla, convulsiona. Todo termina con una risa, pero no una risa simpática sino tenebrosa, horrible, como de un hombre loco.

Luego finaliza la escena en el bosque con la explicación: no era una mujer sino un rayo de luna. Este desengaño es la prueba final a la que se somete el héroe, pero no vence, como antes, sino que queda “muerto”: el Manrique que nos muestra la secuencia final no es el mismo que se nos muestra al principio.

Antes de decirnos cómo reaccionó finalmente Manrique ante esta circunstancia, el narrador hace un sumario que abarca “algunos años”. ¿Por qué? Porque de este modo puede mostrarnos cómo este hecho afectó definitivamente el carácter de Manrique; incluso años después de que sucedió, nuestro héroe sigue alterado por ese desengaño.

La visión final del héroe es dentro del castillo -no ya fuera, como al principio-; en esta parte última, interactúa con su madre y sus criados, a diferencia de la primera secuencia. Esto, como dijimos, puede significar que Manrique, a cambio de la desaparición de sus ilusiones, se ha integrado al mundo. Pero igual, sigue siendo antisocial: está desengañado y dolido, pero se niega de algún modo a integrarse a la sociedad, ya que los valores ideales que la rigen (el amor y la gloria) son un rayo de luna (símbolo: metáfora repetida). Es decir: pierde su ilusión, pero conserva su soledad.

Ahora bien, el relato termina con una intervención valorativa del narrador: “Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio”.

Algunos datos nos dan a entender que estaba loco: su soledad, su inacción, su antisocialidad, su repetición obsesiva del tema del rayo de luna. Por otra parte, hay algo que nos indica que estaba cuerdo: no cree en las grandes ilusiones, sino que es un ser absolutamente escéptico. En este sentido, cuerdo o loco, el personaje que conocimos al principio del relato está muerto: la actividad que le daba sentido a su vida (perseguir lo imposible, el amor, la ilusión, el anhelo romántico por lo absoluto) ya no existe, y por lo tanto Manrique es solamente una sombra de lo que había sido antes. Lo que había de romántico en él ya no está.

La última valoración del narrador resulta absolutamente torpe, didactizante; incluso el revés que da el autor al relato tiene algo de didáctico: el protagonista, que cometió un exceso, termina pagándolo. Pero el destino del protagonista estaba fijado de antemano; es más fastidiosa la intervención del narrador, que cree al protagonista cuerdo cuando se desengaña. Yo creo que es mucho más noble la idea de Manrique que la de Bécquer; el castigo del protagonista no es tan terrible como la afirmación desencantada del autor.