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ANDRÉS SALGADO

MARTIRIO

Bogotá, diciembre de 2014

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Segunda ediciónTítulo: Martirio© Andrés Salgado / AutorBogotá - 2014

© E-ditorial 531 / EditorBogotá D.C. - Colombia - 2014Calle 163b N° 50 - 32Celular: 301 539 0518E-mail: [email protected]: www.editorial531.comISBN: 978-958-58383-5-2

Corrección de estiloCarolina Jaramillo Agredo

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El autor y su obra

Alberto no es ni de lejos un personaje ejemplar. Pere-zoso, cínico y apático, ante la falta de motivaciones,

sobrevive a duras penas como bajista suplente en una or-questa tropical —que ni nombre tiene— interpretando re-encauchados y éxitos de antaño. Shoshana —tan deliciosa, tan rica, tan puta— es una mujer camaleónica más cercana a un delirio psicodélico que a una persona real. Ambos se encontrarán en una Bogotá sórdida, narcótica y corrosiva, donde vivirán un romance voluptuoso que los llevará a pa-sar una larga temporada en un infierno inventado por el mismo Alberto, cuyo desenlace será alucinante.

Series como “De pies a cabeza”, “Tiempos difíciles” y “Cartas de Amor”, y telenovelas como “Perro amor”, “Jue-gos Prohibidos” y “El Joe, la leyenda”, dan cuenta de la hoja de vida de Andrés Salgado como libretista desde hace más de 20 años. Ganador de cuatro premios nacionales a mejor libretista, incluyendo un Premio Nacional Simón Bolívar.

Es profesor de escritura para televisión en varias univer-sidades, asesor creativo de la serie web “Deja-Vu” y coordi-nador de investigación del libro “Adaptar o morir”. Igual-mente es co-fundador y socio desde 2007 de la empresa de contenidos "Primetime".

Martirio es su primera obra literaria. Actualmente pre-para su segunda novela y escribe dos nuevos proyectos te-levisivos.

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Índice

El autor y su obra 6Prólogo 9Amnesia conveniente 14Hemorroides eróticas 31Metempsicosis 36Espíritus inmundos de la ira 39Re- conocimiento de la Jam fuckin´ band 49Alta sociedade 52En la tarima, en El Gran Salón 56El comienzo de la gloria del infierno, el lavatorio de gargantas 66El vigilante de tus pensamientos 71Se acerca la Navidad. ¿Cuántas veces tendremos que soportar el nacimiento de este Fuckin’ Kid? 73La mañana del 25 de aquel 98: el hilemorfismo 81Teoría del trinomio cuadrado perfecto 86El esplendor de la carretera 89En “Ramsés Carne de Pez”, la carne era de gallina 95Luces de colores e intermitentes 102

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Entre pitos y matracas 106Sábado 2 de Enero: el umbral 110Alborada 112Serendipia Yanacona 122Mutaciones Deletéreas 128Algo está vivo porque respira 133La “Chiflina” de los Brujos Lesbianos 148

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Prólogo

Admito que aún no termino de entender qué fue lo que impulsó a Néstor Rivera a pedirme que escribiera este

prólogo, y en especial, qué es lo que estaba pensando An-drés cuando aceptó, convencido por alguna extraña razón de que era una buena idea. Mi primer impulso al escuchar la propuesta fue decir no. Claro y contundente. No soy académico y apenas si me puedo considerar escritor. No obstante, de alguna manera me las arreglé para no respon-der de inmediato, en parte porque me parece interesante hacer este ejercicio, pero sobre todo porque siento que esta novela, con sus palabras cáusticas y su deliciosa incorrec-ción, merece ser vista desde el punto de vista de un lector como cualquiera, de los que leemos por el simple placer de hacerlo, sin tanta floritura, despojado de cualquier preten-sión intelectual. Dejo los análisis profundos a los lectores que se animen. Y no serán pocos, estoy seguro.

Martirio es una novela que se disfruta de principio a fin. Como toda buena novela, su originalidad no estriba en la historia, eso a estas alturas es imposible; estriba en sus personajes sórdidos y en la manera en que son descritos y

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puestos en toda clase de problemas por el autor, eso sí, sin que nada resulte gratuito.

El narrador, que cuenta todo en primera persona, es un perdedor absoluto, de esos que, y esto lo digo como escri-tor, dan tanto de sí para contar historias; un protagonista que se mete en el alma por ser tan real, tan cercano. Este perdedor, cuyo nombre poco importa y que malvive gracias a un trabajo intermitente y que raya con lo ridículo, inicia hablando de Shoshana —tan deliciosa, tan rica, tan puta— con su nombre de película de Tarantino y su calidad etérea. Siente uno que ella no existe, no en el sentido tradicional de la palabra. Un personaje construido de manera exqui-sita, con filigrana, que evoca más a una especie de sensual fantasma que a un ser humano, y que a cualquiera, como al protagonista, puede cautivar para después ser masticado y escupido, dejándote con la horrible sensación de que te gustó lo que te hizo, y que darías cualquier cosa por ser maltratado una vez más. Y es que todos tenemos algo de masoquistas. Lo peor, o lo mejor según el punto de vista, es que Shoshana es una mujer que te puedes encontrar en la fiesta de cumpleaños de ese primo al que apenas soportas, o sentada en el cubículo frente al tuyo en la oficina, haciendo de tus días de asalariado una lenta agonía, por no tener la más mínima posibilidad de siquiera darle un beso o tocar brevemente esas nalgas ondulantes. Y es ahí que la novela, de la manera más taimada, deja al descubierto el voyerista descarado que todos tenemos dentro, y te obliga —sí, te obliga, ni más ni menos— a continuar la lectura, a seguir de cerca a este pobre imbécil al que la vida lo sobrepasa y al que un coño y un vestido rojo manejan a su antojo.

Y aunque a veces el autor divaga, y entonces la historia se adentra en los confines de la fantasía más traída de los

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cabellos, siempre subyace la verdad abyecta, esa que te con-fronta contigo mismo y tus oscuridades más reprochables. Y es que la literatura honesta, la buena literatura, siempre logra eso, confrontarte.

La mitad de los lectores se saltan estos pajazos mentales y van directamente a la historia por la que pagaron, —o que se robaron, porque todo hay que decirlo—, y muchas veces los prólogos se convierten en una excusa del prolo-guista para posar como alguien inteligente y hasta mejor es-critor que el autor del libro, por eso no quiero extenderme mucho, esto no se trata de mí sino de Andrés y su mente retorcida. A aquellos que por alguna extraña razón hayan llegado hasta aquí, les aseguro que están a punto de sentirse agredidos, señalados, juzgados y al mismo tiempo tan in-volucrados con la historia que será casi imposible dejar de leer para comer, ir al baño o simplemente seguir con la vida real por un rato. El aroma de Shoshana es delicioso y poco va a importar si eres hombre o mujer, igual te cubrirá y te sentirás embriagado como nunca.

Alvaro Vanegas

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Gracias a Néstor Rivera, Alvaro Vanegas, Carlos Alberto García, Federico Cóndor y Agustín Zapata.

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No olvido los momentos que pasamos juntos, debajo de los árboles sentados en la brisa del parque. No olvido al Dragón

del Horizonte que me regalaste. Te adoro con mi corazón, Alberto.

“En esa cara hay algo, hay algo… ¿qué? Ah, sí, la víbora”.

“Miro en tus ojos,caballito del diablo,

montes lejanos”.

Kobayashi Issa (1763-1827).

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Amnesia conveniente

En estos momentos pienso tanto en Shoshana que no sé si me alcance el tiempo para seguir amándola. Shosha-

na es del tipo de mujeres que no pueden olvidarse nunca, sobre todo en mí, que nunca o poco he amado en la vida; un tipo como yo, que no espera ya nada de este mundo, porque cualquier cosa que diga o haga no tiene el más mí-nimo valor. Al menos era lo que yo pensaba hasta que apa-reció ella. Tan deliciosa, tan rica, tan puta.

Shoshana es una deliciosa puta. No de las que les pagas y hacen contigo lo que quieras. Para nada. Shoshana tenía en su vagina pocos kilolitros de semen, pocos kilómetros de verga. Pero si se pudiera hablar del término “vagina men-tal”, Shoshana albergaría la distancia que hay desde Carta-gena hasta Bogotá. En esta última ciudad la conocí hace un año, atado a una cadena de días que parecen siglos.

Yo soy músico. O al menos eso creo. Me sé defender con el bajo. Oyeron bien. Con el bajo eléctrico, un instrumen-to que aparentemente no sirve de nada dentro de la estruc-tura de un grupo o de una orquesta, pero que a mi manera de verlo, de sentirlo, lo es todo. El bajo es el corazón de la

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música. A la mierda la batería. Es el bajo. El bajo es el cora-zón de la música porque está conectado al tuyo. Cuando lo oyes, tu corazón le responde con latidos. Ya quisiera ahora poder oír uno. Un bajo y un latido...

Caminaba un poco hastiado por el barrio La Candelaria la noche del 30 de octubre de hace un año. Me había en-contrado con Gonzalo, un amigodíler que estaba realmente animado con un nuevo tipo de éxtasis que, según él, le ha-bían traído de Ámsterdam. La pepa era la octava maravilla porque te hacía sentir lo que nunca ninguna otra te había hecho sentir. Sobre todo porque daban unas ganas extre-mas de pichar. De pichar hondo y profundo. La pastilla te despertaba el sexo, te movía tus cosas. Te inflaba hasta tal punto que necesitabas de un buen hueco donde poder matar. Gonzalo me dijo que me iba a dar para que probara. Me preguntó que si había fumado marihuana o algo últi-mamente y le dije que no. Él quería saber si tenía algo en mi cabeza porque si era así tenía que esperar para después. Él quería que fuera un catador real. Sin nada que empa-ñara el verdadero impacto de la nueva pepa. Yo estaba en blanco. El último “pase” que me había metido había sido dos días atrás en la graduación del hijo del director de una revista de opinión de este país. Habíamos ido a tocar con el grupito que a veces me daba trabajo. El man, un gordo rechoncho de apellido Puccinni me pasó algo de coca en la cocina y me ofreció plata para que lo clavara. Yo acepté lo primero. Lo otro no. Primero porque no me gustan los gordos. Segundo porque no me gustan los hombres.

Así que me metí esa pepa con Gonzalo. Al principio pensé que no era nada del otro mundo. Estaba pendiente de eso de la calentura que te daba, pero nada. Me tocaba la verga una y otra vez a ver qué pasaba pero nada. Totalmente

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dormida. Le dije a que era un idiota, que se dejaba meter cuentos de todo el mundo. Gonzalo en cambio me dijo que para él, esa pepa era la esperanza de fin de año. Se aproximaba la Navidad y él necesitaba aferrarse a algo de plata. Y esa plata se la iban a dar las ventas de esa nueva droga, de esa grandiosa droga que te daba ganas de pichar. Le deseé suerte y me despedí. Ojalá vendas muchas, le dije. Gonzalo me caía bien. Todavía me cae.

Caminé unas tres cuadras más y la verdad no sentía un carajo. Pensaba que de pronto no me había tomado lo suficiente, o que esa manía de partir todas las pastillas por la mitad para tragarlas, era el error. Pero no. Algo me explotó y me mandó al cielo. A ese estado inalcanzable hasta el momento. A ese sitio al que pocas veces se llega en medio de este maldito mundo. Algo me reventó las vísceras y agarré el cosmos en el puño de mi mano izquierda. Sentí que La Candelaria se volvía El Edén, lo que tantos hombres y locos habían prometido. Una sensación de vuelo, mil galaxias en mis párpados y la posibilidad de hacerlo todo, sobre todo, de pichar. Ahí estaba mi verga enloquecida, como el bolillo de un policía. Me sentí Dios, capaz de crear o destruir a mi antojo. Quería dar a luz a mi propia madre. Me sentía perfecto. O casi perfecto: faltaba un coño. No una mujer, un coño donde poderle dar agua a mi verga sedienta y a punto de vomitar.

Floté enloquecidamente acalorado buscando algún sitio donde hubiera un coño. Tenía un calor como de 50 grados en mi cuerpo. Estaba caliente. No sudaba, pero estaba caliente y necesitaba pichar. Miré por ese maldito barrio de La Candelaria. Miré sus calles, miré los graffitis, miré sus ventanas, miré todo. Pensé que podía encontrar cualquier cosa. Pensé en lo posible. Quería un coño.

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Pensé en ir al Palacio de Nariño y picharme a la mujer del presidente de turno. Pensé que podíamos tener unos cuantos orgasmos en la cama presidencial. Lo consideré por un momento, pero el Palacio me pareció muy lejos para llegar vivo. Entonces besé otra opción: entrar a una de esas casas donde viven algunas actrices de la televisión que se las dan de bohemias cuando tienen éxito. De pronto podía tirármelas un poco. Pero no. Tampoco era la salida. Prefiero tirarme a un perro que a una actriz de televisión. Y al final, me resigné a lo único posible: un pajazo. No había dudas. Sentía un averno insoportable y necesitaba vomitarlo en la calle. O donde fuera. Así que me la saqué. Creo que estaba cerca del Palacio porque me pareció ver un soldado por ahí. Incluso podía llegar a tirármelo, pero no. Recordé que no me gustan los hombres. Comencé a masturbarme de pie con la verga hacia la calle. Mientras lo hacía, veía las estrellas y pensaba que el cielo era un gran coño y que el par de estrellas que vi eran lunares y pensé que ese gran coño tenía un clítoris blanco, blancoluna. Cuando estaba a punto de venirme, bajé la cabeza y vi que pasaba a menos de una cuadra, una pordiosera con una carretilla y un perro. Un coño era mejor. Igual, terminé de masturbarme y salí detrás de ella. La pordiosera podía ser mi salvación. No recuerdo cómo pero cuando me di cuenta, estaba cerca. La vi. Era gorda, vieja. Como unos sesenta y algo. Pero tenía coño y estaba sola. Yo tenía poca plata en el bolsillo y pensé que eso quizás me ayudaría a que se dejara. Los indigentes siempre necesitan plata, estén sucios o no. Vi que empezó a revisar unas bolsas de basura. Faltaba poco para que pasara el camión a recogerlas. Vi que me miró y pensó que iba a pasar de largo. Volvió a lo suyo. Yo estaba como a dos metros. La seguí mirando. Le vi

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su culo. Todo tapado por sábanas manchadas. Lo imaginé todo lleno de mierda seca alrededor del ano. Mierda seca y vieja. Mierda de sesenta y pico de años. Calculé cómo podía metérsela. Pensé en que si le decía que quería meterle la verga, ella iba a hacer algo estúpido. Como todas las mujeres cuando uno les dice que quiere meterles la verga. Estaba en esas cuando me preguntó que si me debía algo. —No— le contesté pero pensé que sí. Que claro que me debía algo. Todos en este mundo me deben algo. Y en esos momentos ella me debía un poco de sexo. Le dije que por qué andaba tan sola a esta hora de la noche. Me sentí algo coqueto y sonreí. Ella me contestó que no estaba sola, que andaba con su marido. Eso me descompuso. Le pregunté que dónde estaba en estos momentos su marido y ella me señaló inmediatamente al perro que me estaba mirando con esos ojos del tiempo. Me tranquilicé y le dije que si tenía hambre. Ella me preguntó que qué le iba a regalar. Le dije que nada. Y me decidí. Le dije que quería comérmela y que si no tenía ganas de culear un rato. Hubieran visto su cara. Parecía que le hubiera mentado su madre, su padre y a toda su familia. Me miró con una cara de ausencia y por primera vez le vi sus ojos. De ellos salían unas lucecitas resplandecientes. Las lucecitas de la estupidez. Las lucecitas que me decían que lo hiciera. Que le diera un poco de felicidad a esa pobre y sucia vagina que estaba cansada de recibir penes lejanos, penes muertos. Pero no. Cuando pensé que me iba a decir eso, me escupió la cara y sacó un palo que tenía un clavo al final. Igual que en las caricaturas. Pensé que quizá iba a sugerir una orgía con el palo pero no. Me lanzó un golpe. Yo vi el palo dirigirse a mí en cámara lenta y lo vi hermoso. Vi el aura que el palo hacía en el aire. Vi que se desprendían muchos palos. Y sentí no sólo un

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golpe, sino muchos en mi cabeza. Sentí el hilo de sangre que se volvía un río y que me bañaba la cara. Caí en una piscina de cemento y me zambullí en el abismo del andén... reía... reía por el mundo, reía cuando vi desde el piso aquel clítoris de blancoluna. Quise quedarme allí para siempre. Quise vivir en ese lugar, en el borde de una calle de La Candelaria. Quise mirar más allá de ese clítoris y ser aquel hombre que pisó la luna. Vi el cielo y sentí que era infinito. Lo sentí por primera vez, porque por primera vez vi el cielo. Por primera vez sentí la vida. Por primera vez di a luz a mi madre. Por primera vez me di cuenta de que el río de mi sangre era único y que era nada.

Así que me levanté y decidí caminar. Feliz. Como sin-tiendo que podía jugar con el aire, con las partículas noc-turnas, con el silencio del cerro de Monserrate y Guadalu-pe. Sentí la vida, sentí la muerte. Lo sentí todo y pensé a dónde iba aquella maldita pordiosera que me había “bauti-zado” por primera vez en la vida. Pensé que era la nalgada del renacer. Y que en vez de las manos del médico era ese maldito palo lo que tenía marcado en la cara. Mientras ca-minaba pensé en la noche. Pensé en la gente que dormía. Pensé en lo que la gente se pierde al dormir. Pensé que en este mundo se debería dormir de día porque de noche es mejor el designio. Son mejores las siluetas. Son mejores los nardos. Los pardos. Los dados. Los malos. Los cabos. Los nabos. Los patos. Los clavos. Los zambos. Los chavos. Los falsos. Los caros. Los vagos. Los gatos... Las gatas...

…y ella… … y ahí la vi… … bailando feliz… …divina. Hermosamente perversa. Dulcemente triste.

Tan triste que lloré al verla. Lloré por su alegría. Lloré por-

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que era todo. Lloré porque era la mujer que nunca más iba a encontrar en este mundo. Lloré cuando vi a Shoshana.

No me había dado cuenta de que había entrado a un afterpari de los que organizan en La Candelaria. No tengo idea de cómo hice para entrar, ni qué dije, pero lo cierto era que estaba frente a ella. Shoshana bailaba y brotaba de sus ojos un halo bellísimo que casi nadie podía ignorar. Estaba drogada, llevada pero bella. Miraba a todos lados desde un punto fijo: el techo. El sitio era cerrado. Alrededor bailaban tripjop algunas personas, creo que era Nirligod y Poems. Yo sabía de eso por una amiga estúpida que le encantaba esa joda. Pero lo importante era ella. Volví a verla y me di cuen-ta de que Shoshana dominaba realmente todo. Parecía no afectarle nada y en sus labios habitaban miles de duendes que creí que ansiaban mi verga. Pensé que era la perfecta para mí. No quise nada más sino metérsela. Metérsela una y otra vez hasta que se reventaran esos labios y hasta que ella me maldijera por haberla destrozado, sobre todo por-que no había podido hacer nada, y maldita sea si esa pastilla surtía el efecto adecuado. Así que me acerqué donde ella. No intenté bailar porque realmente no bailo. No me gusta. No sé. No me interesa. Me encanta la música, el bajo, pero no bailar. Además no tenía ganas de moverme. Me paré a mirarla, a contemplarle sus tetas. Shoshana estaba entre los 20 y los 25 años. Tenía un tatuaje en su hombro derecho y los labios pintados de un color extraño. El pelo lo tenía cor-to, pero grueso y delicioso. Su nariz era fina y sus ojos ras-gados, de un color que todavía no sé cuál es. Había varios tipos que me miraban como a un miserable y que bailaban a su alrededor. A su lado había otra mujer estúpida que an-helaba ser como Shoshana. Comprobé una vez más que las mujeres sobrenaturales siempre tienen a su lado una boba,

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gorda y estúpida para verse más lindas. Pero para Shoshana eso no era necesario. Me preocupó que no me viera. Nunca he sido, ni me he sentido lo suficientemente importante o atractivo como para llamar la atención. Me visto como un perro y huelo a ratas. Soy un feo total que además no tiene gracia como aseguran las abuelas: «No hay feo sin su gracia ni bonita sin su pero». Soy pura Krica. Yo no tengo gracia y soy bien feo. Tampoco me interesa tener gracia ni me interesan un culo las abuelas y los refranes baratos. En ese momento, ese 30 de octubre hace un año, me interesaba Shoshana. Y todavía me interesa, se los juro.

Todo paró. Todo se detuvo. El momento fue bello y único. Fue cuando ella me pidió permiso. Yo la estaba obstaculizando. Ella quería entrar al baño y yo estaba parado frente a la puerta. Eso me gustó. Me volvió a pedir permiso para que la dejara entrar y por un momento pude intentar mirarla a los ojos. Fue allí cuando entendí que el color de su mirada era indefinido. Ahí se los vi azules… luego, no… Me pidió por tercera vez que la dejara pasar pero esta vez me agarró el brazo y me intentó empujar de mala gana. Yo me dejé llevar. Y ella entró al baño. Por un momento me pareció divertido haber dicho nuestras primeras palabras alrededor de un baño. Me parece que cuando uno conoce a una mujer que le gusta, lo primero que debe superar es la parte del baño y esas jodas, así que me pareció relajante, pensar que Shoshana era humana y que quizás en estos momentos podría estar orinando o cagando. Igual me pareció atrayente la idea de verla. Y por eso abrí la puerta y entré.

Fue delicioso lo que vi. No lo olvido. En esos momentos Shoshana, la deliciosa, estaba con las piernas abiertas meando. De su coño salía un chorro hermoso que caía en

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el borde del inodoro que extasiado, como ella, saboreaba su caluroso líquido que se derramaba por el borde de sus labios. Me quedé perplejo. No había nada más hermoso que haber visto eso. Pensé que en la frente tenía sangre y quise abrirme la cabeza para que en el fondo de la taza se mezclara mi líquido rojo con su hermoso oro líquido. Ella estaba tan mal, tan llevada, que me vio y me pidió entre susurros que me fuera. Pero yo le dije que no. Que quería ver. Sonrió. Shoshana sonrió. Me sonrió, lo que era más cabrón todavía. Me sonrió bella, linda, libre. Y yo, cortado, triste, drogado. Y me quedé y vi que ella terminó. Me preguntó cómo me llamaba. Casi no le puedo decir mi nombre por otro detalle. Vi que la posición en la que estaba era intermedia. Sí. No era completa. No estaba del todo sentada. Sentí otro chispazo, otro corrientazo en mis pelotas. Porque la posición que tenía mientras meaba era como en el segundo antes de penetrar a una mujer que se sienta sobre ti. Un momento que sé que te encantaría congelar. Y tenerlo allí, por siempre. El momento justo antes de penetrar a una mujer que se va a sentar de espaldas sobre ti y tu verga erecta. Yo sé que ese momento, las mujeres tampoco lo pueden olvidar, porque lo repiten en las meadas, en las hermosas meadas, meadas del tiempo, de los siglos. Shoshana me preguntó por segunda vez cómo me llamaba. Le dije Alberto, que es mi nombre. Y cuando se lo dije, ella se limpiaba su coño que acababa de darme el placer de verlo mear, con el tubo de cartón de lo que quedaba del papel higiénico. Me dijo que Alberto era un nombre raro para una persona de 29 años. Le pregunté por qué sabía que tenía 29 años si no se lo había dicho. Soltó la risa. Me dijo que se lo acababa de decir y que en todo caso, Alberto era un nombre de viejo. Que quizás mi padre

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se llamaba así y por eso me lo pusieron… Yo le dije que mi papá se llamaba así pero que no sabía si por eso me lo habían puesto y que la verdad, no me importaba.

—¿Qué te importa en la vida, Alberto? —Nada. No me importa nada en esta vida. No existen

cosas que importan. Sólo existen cosas y ya. Tú, ¿cómo te llamas?

—Me dicen Shoshana… —¿Y por qué? —Porque “Shoshana” es mi canción favorita. —No sabía que “Shoshana” fuera una canción. —Lo es. —Y, ¿quién la canta? —No la cantan. La toca Cal Tjader y la compuso un

pianista que es una chimba que se llama Mark Levine ¿No la has oído nunca?

—Nunca. —El vídeo tuyo, ¿cuál es? —Soy músico… empírico. —No te creo. Y, ¿qué cantas? —No canto. Toco el bajo. Y toco lo que sea. —Y nunca has oído “Shoshana”. —Te dije que no. —Pues no tienes necesidad de oírla porque yo soy

“Shoshana” y el día que oigas esa canción, entenderás lo que te digo. Yo soy esa canción.

Y me sonrió. Como una colegiala de siete años que acaba de declamar un poema excelentemente y espera el aplauso de su profesor y de sus padres y una puta medalli-ta en sus tetitas que la ratifiquen como la más inteligente del curso. Eso me pareció barato. Me pareció barato que una mujer me trate de impresionar diciendo que ella es

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una canción. Me pareció que eso lo acababa de decir una mujercita drogada que acababa de mear y en ese instante la detesté. Porque si hay algo claro que detesto en esta vida, son las personas que al calor de los tragos o de las drogas creen que están descubriendo las metáforas en el existir. Sólo que cuando me iba a ir, se me atravesaron sus tetas, unas tetas carnosas y tibias que me hicieron albergar una esperanza. Me la quería comer en ese baño, no me impor-taba si ella era o no era esa canción y de pronto, si me iba, podía perder la posibilidad de clavarla contra la pared o de reemplazar por un momento el inodoro y sugerirle que se sentara sobre mí, como cuando meaba segundos antes. Cuando estaba pensando en eso, Shoshana me preguntó qué clase de música tocaba.

—Toco lo que sea, menos jazz o vallenato. Toco rock, reggae, hip-hop. Pero a veces me gano unos pesos tocando música tropical en una orquesta de unos músicos que viven cerca de aquí. Cuando el titular no puede, me llaman y yo lo reemplazo.

—¿Tocas música tropical? —soltó la risa. Pensé que Shoshana se burlaba otra vez de mí y ya me

estaba acostumbrando. Gonzalodíler, mi amigo se reía de mí porque decía que cómo podía ser posible que el ser más depresivo y más abortado del mundo se ganara la vida to-cando música tropical. Pero, ¿y qué?, pregunté:

—¿Acaso vivimos en un país en donde uno pueda hacer realmente lo que quiere? Ni mierda. Aquí vivimos en una cloaca miserable, de gente retrasada y estúpida que no lo deja a uno hacer lo que realmente quiere hacer en la vida.

—Y, ¿qué quieres hacer en la vida? —Nada —contesté. Shoshana volvió a reír. Eso me aburrió y cuando estaba

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a punto de irme, me frenó y me dijo que no se burlaba de lo que hacía sino de las coincidencias de la vida. Ella era una cantante frustrada que nunca había encontrado a nadie que le siguiera la corriente. Me contó que escribía canciones, que tenía poemas, que quería ser famosa. «Yo quiero ser una cantante que te haga llorar en el escenario, que te haga conmover con las cosas que cante, con las cosas que diga a través de sus canciones».

Luego, esperó unos instantes y soltó aquella frase tan inocente que en estos momentos no puedo sacarme de la cabeza:

—¿Por qué no hacemos un grupo, Alberto?… Yo la verdad, no pensaba en hacer nada. En ese momen-

to me di cuenta de que el efecto de la pastilla había estado cayéndose y que empezaba a darme sed. Que tenía frente a mí a una mujer divina y que estábamos en un baño.

—¿Un grupo de qué culos? —De lo que tú quieras. Yo canto y tú lo diriges. No supe qué decir y abogué por la verdad: —No me interesa hacer un grupo de nada.—Puede ser de música tropical, si quieres.—No me interesa. Cuando me iba a ir nuevamente me volvió a preguntar: —¿Qué quieres de la vida, Alberto? Me giré y le dije lo que realmente quería: —Lo único que quiero en estos momentos es bajarte

esos pantalones y clavarte esta verga por donde más te due-la. Nada más.

Por un momento me miró. Sus ojos me expresaban una tristeza que todavía no se ha inventado pero que no duele en el alma. Y con su mirada eso hizo: me mandó a la triste-za y por un momento me arrepentí de lo que había dicho

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pero cuando estaba pensando en eso, la tenía más cerca de lo que pensaba y me había mandado la mano a la verga. Reaccioné y la vi sonreírme y no podía creer que ella estu-viera hablando lenguas extrañas con sus ojos. Porque sus ojos decían cosas, cosas inexpresadas, pero cosas. Me dio un beso profundo y sentí su lengua hurgándome el alma. Sentí que volvía a subir. Sentí algo hacia arriba, sentí búhos en mi cerebro, vi el cielo otra vez y nadé por veinte mares. Fui a tierras vividas por niños del alma y por mujeres que nunca han sido niñas del cuerpo y volví. Volví a la tierra cuando ella dejó de besarme y se alejó con su coño pega-do a ella. Y volvió a sonreír. Luego vi que retrocedió unos pasos y se subió al inodoro sin perder la calma y empezó a desabrocharse los botones de su maldito yin. En tercer plano oí un escándalo… era algo que pasaba afuera, como una pelea, como una guerra entre mundos pero… ¿qué cla-se de resplandor puede ser más blanco que el movimiento de las manos y el cuerpo de Shoshana mientras se bajaba el yin y lo dejaba a medias ajustándole los muslos junto a sus calzones azules oscuros?… ¿qué clase de religión puede convocar más mi alma que su hermoso pubis que me mos-traba esta vez todo ese hermoso coño que dentro de poco iba a ser mío? Me acerqué imaginándome qué sabor ten-dría y lo excitado que estaba por su acertado movimiento al desprenderse de su estorbo de telas.

No hay nada más bello en el mundo, más lindo que el orgasmo mismo, que cuando las mujeres se quitan bien su ropa. Las maneras de hacerlo, son muchas: las hay inmun-das, brutas, inexpertas, malditas al momento de quitarse un pantalón ajustado o lo que sea. No hay nada más ex-citante que ver a una mujer que se mueve hermosamente hacia los lados como una serpiente mientras se va quitando

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un yin apretado —no tanto, pero apretado— antes de mos-trar su coño. Hay unas que se lo quitan como si fueran a cagar o como si estuvieran frente al médico. Esas malditas merecen que después de eso, se les escupa en la cara o que se les orine en los pies, porque con eso acaban matando cualquier pasión, cualquier morbo. Pero Shoshana lo hizo bien. Muy bien y yo no soportaba más.

Sobre el sabor que tenía su coño, también lo llegué a pensar. Aunque a la hora de la verdad, no hay ni mierda, solo una vagina…

Ahora tenía su clítoris en mi cara y estaba a punto de darle unos fuertes y suaves lengüetazos. No estoy de acuer-do en empezar por el clítoris. Es lo peor para mí. Es como levantarse de un largo sueño y enseguida empezar a correr. Hay que caminar primero, pienso, pero tenía que hacerlo porque Shoshana lo quería. Me ofrecía su coño húmedo en esos momentos y quería sentir mi lengua recorriéndo-lo, por entre los muslos, cerca del culo y alrededor de los labios.

Saqué mi lengua y lo saboreé. Sabía a… tenía que pro-barlo otra vez… sabía a hierbabuena, pero luego me supo a vainilla y me encantó, sentí que era feliz. Lo volví a sentir cuando oí un pequeño suspiro y una especie de ballet en su vientre y me volvió a suceder: Shoshana me estaba dando algo de felicidad, algo de felicidad en mi maldita vida. Y quise hacerlo otra vez. Desde hacía horas quería comerme a alguien y ella me pidió que lo hiciéramos ya. Así que me la saqué y me dispuse a darle unas embestidas. Iba a pene-trarla cuando…

Escuché un balazo… Un balazo muy, muy seco que me retumbó los oídos.

Quedamos paralizados y patéticos. En una posición real-

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mente ridícula, como haciendo malabares con un depresi-vo inodoro como testigo. Yo con la verga afuera, erecta y ella con las piernas abiertas sobre un inodoro. Luego, vino el escándalo y algunas voces que gritaban pidiendo auxi-lio. Shoshana se vistió rápido y yo, por inercia, me metí la verga en el pantalón pensando en protegerla de una bala perdida. Cualquier cosa: miserable, estúpido, pobre, muti-lado, inválido, pero con la verga completa.

Me quedé quieto mirándola y pensando qué íbamos a hacer. Sólo se oían los gritos y luego, el sonido de carros huyendo. Shoshana me dijo que saliéramos para ver qué pasaba. Yo no estuve de acuerdo pero al verla salir, me sentí desprotegido y fui tras ella como si fuera mi madre. Afue-ra el cuadro era turbador: yacía sobre el piso un tipo que antes bailaba extasiado con Shoshana. Un tipo cuyo rostro, instantes atrás era de placer, de vida, de alegría. Ahora tenía la cara pálida, dolorosa y ausente. Miraba a lo lejos como si estuviera oyendo a otra persona pero en realidad, no escu-chaba nada. A su alrededor vi a su hermana y a otros seres que intentaban cargarlo para meterlo en un carro y llevarlo a una clínica. Cerca de La Candelaria no hay clínicas, hay morgues. Las clínicas solamente se hicieron para los ricos. Los pobres solamente van a sitios que creen que son clíni-cas pero que en realidad no lo son. Adónde van los pobres, no hay médicos sino funebreros vestidos de blanco que es-peran que te mueras. Los pobres no tienen derecho de ir a las clínicas porque para los pobres no hay clínicas. Sin embargo el tipo que yacía en el suelo, no era pobre… pero en estos momentos estaba sintiendo lo feo que es no tener donde ir, lo feo que es tener que asumir que no hay una clí-nica cerca de La Candelaria, porque cerca de La Candela-ria, solo hay pobres y en la mitad, el Palacio de Nariño que,

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suntuoso, les muestra a los desventurados lo que nunca van a tener: lujos, riqueza, posibilidades de vivir dignamente. El Palacio de Nariño les muestra que adentro hay un tipo con su familia que les ha hecho mucho daño, que se come todo lo que ellos producen y, lo peor: que ese tipo al que llaman Presidente, tiene el cinismo de ser su vecino.

La vida se le iba a ese pobre tipo. En el lugar todo era confusión: la hermana decía que no se lo llevaran y que esperaran a la ambulancia porque si lo cargaban y lo mo-vían podía desangrarse. Su vientre estaba lleno de sangre. Y para ser sincero, la cosa no tenía futuro. Al tipo le tocaba decir adiós y parecía que todos se resignaban a ello. Como si una fuerza extraña invadiera el lugar, vimos desistir a los demás que querían llevárselo. La hermana lo único que hizo fue echarse a llorar sobre su vientre ensangrentado. En ese momento miré a Shoshana que observaba en silencio. Me pregunté qué podía estar pensando y vi que sus ojos nuevamente cambiaban de color. Ahora estaban negros, negros como la puta noche, como la maldita vida que se le escapaba al yígolo que se creía el dueño de las vulvas. Y sentí por un momento rabia contra él y deseé que se mu-riera, independientemente de lo que hubiera sido su vida. Porque recordé, cuando entré a este sitio, que la cara que tenía era de una ignorancia y de una banalidad estúpida, se creía Dios, creía que todo era posible. Nunca me hizo nada ni me dijo nada, pero su semblante me desesperó minutos atrás, cuando bailaba extasiado con su pelo engominado, su camiseta blanca pegada al cuerpo, su chaqueta Yirbó y su pantalón Versachi. Ahora no tienes ni mierda, pensé. Ahora de qué putas te sirve esa chaqueta y ese pantalón si lo tienes todo lleno de sangre, si tienes las vísceras tapando la marca Versachi. Y sonreí para mis adentros. Sonreí porque todo

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el tiempo lo vi pensando en su apariencia, en su vida, en cómo se podría ver de lindo con su fina ropa, con sus her-mosos músculos… ahora, pensé: «por qué no le echas un vistazo a tus vísceras, que son exactamente iguales a las de la pordiosera, que minutos antes, quise comerme, cuando esa maldita droga estaba en todo su esplendor». Ahora lo que teníamos era a unas personas alrededor de él, viéndolo morir quién sabe por qué razón y a Shoshana y a mí mi-rándole sus vísceras que, a propósito ya no estaban vivas. El tipo se fue. Se fue a otro lado. A un lado muy extraño. Un lado no comprobado. El tipo ya no baila más, ya no puede peinarse, ya no puede comprar una chaqueta. Igual ya no es importante para él. El tipo se equivocó de lugar, quizás, y por eso lo mataron. Por estar donde no debía. Ahora no sé si esté en alguna parte, no sé si haya algo después. Sólo sé que quedó un cuerpo en la mitad de un afterpari donde por error, yo fui a parar y donde por error quizás, conocí a Shoshana. En ese momento no entendí al tipo. Ahora, lo entiendo perfectamente: uno a veces se pasa la vida dán-dole vueltas a otras cosas que no son, precisamente la vida misma… lo cierto, es que Shoshana ya no estaba en el lugar y desde ese momento empecé a extrañarla.

Sobre todo cuando recordé aquella pregunta que me hizo:

—¿Qué quieres hacer en la vida, Alberto?Salí del lugar. No soporté el llanto de la hermana del

tipo. Supe que se llamaba Darling o algo así. Y del tipo, del muerto, aunque parezca loco, pensé que quizás podría llegarlo a ver nuevamente. Algún día, de pronto... no creo que sea mucho pedir.