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Annotation

Josy, la hija de doce años delconocido psiquiatra Viktor Larenz,desaparece en misteriosascircunstancias de la consulta delmédico que la trata de una extrañaenfermedad. Cuatro años después,Viktor, sumido en una profundatristeza, se ha retirado a una remotacasa en una isla del Mar del Norte.Allí lo localiza una hermosadesconocida que padecealucinaciones: ve constantemente a

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una niña pequeña, una niña quepadece una extraña enfermedad y quedesaparece de la consulta del médicosin dejar rastro. Viktor iniciaentonces un tratamiento con ladesconocida, pero la terapia seconvierte paulatinamente en undramático interrogatorio… ¿Esposible lo inconcebible?

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SEBASTIAN FITZEK

Terapia

Traducción de

Irene Saslavsky Niedermann

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B de Bolsillo

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Título Original: Die therapieTraductor: Saslavsky

Niedermann, Irene©2006, Fitzek, Sebastian©2008, B de BolsilloColección: B de bolsilloISBN: 9788498726800Generado con: QualityEbook

v0.61

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Guardaré silencio sobre lo que, enmi consulta o fuera de ella, vea uoiga, que se refiera a la vida de loshombres y que no deba serdivulgado. Mantendré en secretotodo lo que pudiera ser vergonzoso silo supiera la gente. Fragmento del juramento hipocrático

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Dime con quién andas y te diréquién eres.

Refrán popular

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Prólogo Pasada media hora, supo que jamásvolvería a ver a su hija. Ella abrió lapuerta, se volvió a mirarlo y despuésentró en la habitación del anciano.Pero estaba seguro de que Josephine,su hijita de doce años, jamásvolvería a salir. Nunca más volveríaa dedicarle esa sonrisa deslumbrantecuando la llevara a la cama. Nuncamás volvería a apagar su lamparitade vivos colores en cuanto ella sehubiera dormido. Y sus gritos

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espantosos en plena noche jamásvolverían a despertarlo.

La certeza lo golpeó con laviolencia repentina de un choquefrontal.

Intentó ponerse de pie, pero sucuerpo se negó a abandonar lainestable silla de plástico. No lehabría sorprendido que se ledoblaran las rodillas y cayese alsuelo cuan largo era en el desgastadoparquet de la sala de espera, justoentre la robusta ama de casa consoriasis y la mesita en la quereposaban números atrasados de

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algunas revistas. Pero la gracia dedesmayarse no le fue concedida ypermaneció consciente.

LOS PACIENTES NO SERÁNATENDIDOS POR TURNO DELLEGADA SINO SEGÚN LAURGENCIA DE SU DOLENCIA.

El cartel informativo de lapuerta blanca tapizada de cuero quedaba a la consulta del alergólogo sevolvió borroso.

El doctor Grohlke era un amigode la familia y el vigésimo segundo

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al cual visitaba. Viktor Larenz habíaconfeccionado una lista. Los veintiúnmédicos anteriores no habían logradodescubrir nada. Absolutamente nada.

El primero, un médico deurgencias, había acudido el segundodía de las vacaciones navideñas a lamansión familiar deSchwanenwerder, hacía exactamentede eso once meses. Al principiohabían creído que Josephine padecíaindigestión por comer fondue. Habíavomitado varias veces durante lanoche y después sufrido una diarrea.Isabell, su mujer, llamó al servicio

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de urgencias particular y Viktor llevóa Josy al salón, con su delicadocamisón de batista. Al recordarloaún notaba el tacto de sus delgadosbracitos: uno rodeándole el cuellocomo en busca de ayuda y el otroaferrado a Nepomuk, el gato azul, supeluche predilecto. Bajo la miradasevera de los familiares presentes, elmédico auscultó el delgado tórax dela niña, le administró una infusiónelectrolítica intravenosa y le recetóun remedio homeopático.

—Es una pequeña infección delestómago y del intestino. Hay un

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brote en la ciudad, pero ¡no hay quepreocuparse! Se pondrá bien.

Esas habían sido las palabrasde despedida del médico deurgencias. «Se pondrá bien.» Habíamentido.

Viktor se encontraba justodelante de la consulta del doctorGrohlke. Cuando trató de abrir lapesada puerta, ni siquiera logró bajarel picaporte. Al principio creyó quela tensión de las últimas horas lohabía dejado sin fuerzas, perodespués comprendió que la puertaestaba cerrada con llave. Alguien

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había corrido el pestillo. «¿Quéocurre aquí?», pensó.

Se volvió bruscamente y fuecomo si viera lo que lo rodeaba enun taumatropo. Su cerebro percibíatodas las imágenes de un modosincrónico: los paisajes irlandesesde las paredes, el polvoriento ficusque había junto a la ventana, laseñora con soriasis sentada en lasilla. Larenz volvió a tirar delpicaporte una última vez y despuéssalió de la sala de espera arrastrandolos pies. El pasillo aún estabarepleto, como si el doctor Grohlke

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fuera el único médico de Berlín.Viktor se encaminó despacio al

mostrador de recepción. Unadolescente que sufría un evidenteproblema de acné solicitaba que lehicieran una receta, pero Larenz loapartó rudamente para hablar con laayudante del médico. Ya conocía aMaría de sus anteriores visitas.Hacía media hora, a su llegada a laconsulta con Josy, María todavía noestaba. Se alegró de que su sustitutose hubiera tomado un descanso o deque su presencia fuera necesaria enotra parte. María tenía unos veinte

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años y el aspecto corpulento de unaportera de fútbol femenino, pero ellatambién tenía una hija pequeña y leayudaría. —He de entrar en la consulta y ver ami hija —dijo. Había alzado la vozsin darse cuenta.

—Buenos días, doctor Larenz,me alegro de volver a verlo. —María reconoció al psiquiatra deinmediato. Hacía tiempo que noacudía a la consulta, pero en

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numerosas ocasiones había visto surostro distinguido en televisión y enlas revistas. Era un invitadoapreciado de los programas deentrevistas, y no sólo por su aposturay la sencillez con la que explicabacomplejos problemas mentales demanera que resultaran comprensiblespara los profanos. Pero aquel día suspalabras eran enigmáticas.

—¡Debo ver a mi hija ahoramismo!

El muchacho al que habíaapartado de un empellón comprendióinstintivamente que algo iba mal y se

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apartó aún más. María tambiéntitubeó y se esforzó por no perder suhabitual sonrisa.

—Por desgracia no sé de quéme habla, doctor Larenz —dijo, y setocó la ceja izquierda, donde solíallevar un piercing del que siempretironeaba cuando se ponía nerviosa.Pero el doctor Grohlke, su jefe, eraun hombre conservador y la obligabaa quitarse el imperdible plateado encuanto llegaban los pacientes.

—¿Josephine tenía cita parahoy?

Larenz iba a responder de mala

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manera pero optó por callar. Claroque tenía cita. Isabell la habíaconcertado por teléfono y él habíallevado a Josy en coche. Comosiempre.

—¿Qué es un alergólogo, papi?—le había preguntado la niña en eltrayecto—. ¿Uno que se encarga delclima?

—No, ratoncito. Eso es unmeteorólogo. —La había observadopor el retrovisor y hubiera queridoacariciarle el cabello rubio. Le habíaparecido tan frágil... como un ángelpintado en papel de seda japonés.

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—El alergólogo se encarga detratar a las personas que no debenentrar en contacto con ciertosproductos, porque de lo contrario seponen enfermos.

—¿Como yo?—Tal vez —había contestado.

«Ojalá», había pensado. Al menossería un diagnóstico, un principio.Entretanto, los inexplicablessíntomas de su enfermedad afligían atoda la familia. Hacía seis meses queJosy había dejado de ir a la escuela.Los espasmos se producían demanera muy repentina e irregular e

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impedían a Josy asistir a clase. Poreso Isabell sólo trabajaba mediajornada y se dedicaba a las clasesparticulares de Josy. Y Viktor habíacerrado su consulta deFriedrichstrasse para poderdedicarse a su hija a todas horas. O,mejor dicho, a sus médicos. Peropese a las maratonianas consultasmédicas de las semanas anteriores,ningún experto de los consultadoshabía dado con la respuesta. Nolograban descubrir la causa de losrecurrentes ataques febriles de Josy,de las constantes infecciones ni de

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las hemorragias nasales nocturnas. Aveces los síntomas remitían e inclusodesaparecían por completo y lafamilia recuperaba la esperanza.Pero tras una breve pausa todovolvía a empezar, por lo general conataques aún más intensos. Hasta elmomento, los internistas, loshematólogos y los neurólogos habíanlogrado descartar que se tratara decáncer, sida, hepatitis o de cualquierotra enfermedad infecciosa conocida.Incluso habían comprobado que no setrataba de malaria.

—¿Doctor Larenz?

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La voz de María volvió acatapultarlo a la realidad y se diocuenta de que la ayudante lo habíaestado mirando boquiabierta todo elrato.

—¿Qué habéis hecho con ella?—Larenz había recuperado la voz yya gritaba.

—¿Qué quiere decir?—Con Josy. ¿Qué habéis hecho

con ella?Con los gritos de Larenz las

conversaciones de los pacientes queesperaban cesaron de golpe. Senotaba que María no tenía ni idea de

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cómo resolver la situación. Claroque, dado su trabajo como ayudantedel doctor Grohlke, estabaacostumbrada a que los pacientesactuaran de un modo extraño. A finde cuentas, no era una consultaparticular y hacía tiempo que laUhlandstrasse había dejado de seruna de las más elegantes de Berlín.Desde la cercana Litzenburgerstrassehabía una constante afluencia deadictos y prostitutas a las salas deespera, y nadie se asombrabacuando, por ejemplo, un demacradochapero con síndrome de abstinencia

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le gritaba a la enfermera porque noquería que le trataran los eczemassino que le proporcionaran unremedio que le aliviara el dolor.

Pero ese día se trataba de algoun tanto diferente, puesto que eldoctor Viktor Larenz no llevaba unmugriento chándal ni una camisetaagujereada. Tampoco calzabazapatillas deportivas viejas ni surostro estaba lleno de granospurulentos y reventados. Alcontrario, su aspecto era el de unhombre al cual el término«distinguido» le iba como un guante:

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esbelto, erguido, de hombros anchos,frente alta y mentón pronunciado.Aunque había nacido y se habíacriado en Berlín, la mayoría lotomaba por hanseático. Sólo lefaltaban las sienes plateadas y lanariz clásica. Incluso los rizadoscabellos castaños —que últimamentellevaba un poco más largos— y lanariz torcida —un doloroso recuerdode un accidente de vela—contribuían a su aspecto de hombrede mundo. Viktor Larenz era unhombre de cuarenta y tres años cuyoaspecto transmitía la idea de que sin

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duda tenía pañuelos de hilo coniniciales bordadas y que nuncallevaba monedas en los bolsillos. Sutez, notablemente pálida, denunciabalas muchas horas extra realizadas. Yeso era lo que ponía en una situacióndifícil a María, porque uno no seespera que un doctor en psiquiatríaenfundado en un traje a medida dedos mil doscientos euros se ponga agritar en público, ni que barbote convoz de falsete palabrasincomprensibles. Justo por eso Maríano sabía qué hacer.

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—¿Viktor?Al oír la voz profunda, Larenz

se volvió. El doctor Grohlke habíaoído el barullo e interrumpido suconsulta. El anciano y delgadomédico de cabello rubio arena y ojoshundidos parecía muy preocupado.

—¿Qué ocurre aquí?—¿Dónde está Josy? —gritó

Viktor como única respuesta, y eldoctor Grohlke retrocedió un paso,alejándose de su amigo. Hacía casidiez años que conocía a la familiapero jamás había visto a Larenz enese estado.

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—¿Por qué no me acompañas ala consulta, Viktor, y...?

Larenz no le prestó atención,sino que mantuvo los ojos fijos porencima del hombro del médico.Viendo que la puerta de la consultahabía quedado entreabierta, echó acorrer, la abrió del todo de unapatada y la hoja golpeó un carrito deinstrumental y medicamentos. Lamujer con soriasis estaba tendida enla camilla, desnuda de cintura paraarriba, y se asustó tanto que olvidócubrirse los pechos.

—¿Qué diablos te ocurre,

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Viktor? —exclamó el doctor Grohlkea su espalda. Pero Larenz salióprecipitadamente de la consulta.

—¿Josy? —gritó, y corrió hastael final del pasillo, abriendo todaslas puertas—. ¿Dónde estás, Josy?—preguntaba, presa del pánico.

—¡Por amor de Dios, Viktor! —El anciano alergólogo lo siguió, peroViktor no le prestó atención. Elmiedo le nublaba el cerebro.

—¿Qué hay ahí dentro? —vociferó al no poder abrir la últimapuerta situada a la izquierda de lasala de espera.

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—Productos de limpieza. Sóloproductos de limpieza, Viktor. Esnuestro trastero.

—¡Abre la puerta! —Viktor tiródel picaporte como un demente.

—Escúchame...—¡ABRE LA PUERTA!El doctor Grohlke lo agarró de

los antebrazos con fuerzainsospechada y lo sujetó.

—¡Tranquilízate, Viktor! Yescúchame. Tu hija no puede estarahí dentro. Esta mañana la señora dela limpieza se llevó la llave y noregresará hasta mañana por la

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mañana.Larenz respiraba

entrecortadamente y escuchó laspalabras de Grohlke sincomprenderlas.

—Así que por favor,procedamos con lógica —dijo elotro, soltándole los brazos yapoyándole una mano en el hombro—. ¿Cuándo has visto a tu hija porúltima vez?

—Hace media hora, aquí, en lasala de espera —se oyó decir Viktor—. Después entró en tu consulta.

El anciano médico sacudió la

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cabeza con aire preocupado y lepreguntó algo a María, que los habíaseguido.

—No he visto a Josephine —ledijo ésta a su jefe—. Y hoy no teníacita.

«Tonterías», pensó Larenz, y sellevó las manos a la cabeza.

—Isabell concertó la cita porteléfono y María no ha podido ver ami hija, claro, porque en recepciónhabía un sustituto. Un hombre que nosha dicho que tomáramos asiento. Josyestaba muy débil y cansada. La hedejado en la sala de espera para ir a

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buscar un vaso de agua. Y cuando hevuelto, ella...

—No tenemos sustitutosvarones —lo interrumpió Grohlke—.Aquí sólo trabajan mujeres.

Viktor le lanzó una miradaperpleja y procuró comprender loque acababa de decirle.

—Hoy no he visitado a Josy. Noha venido a la consulta.

De repente, Larenz oyó unsonido cada vez más penetrante queapagaba las palabras del médico amedida que se aproximaba.

—¿Qué estás diciendo? —

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exclamó desesperado—. Claro queha entrado en la consulta. La hanllamado. Yo estaba en la habitacióncontigua y he oído cómo el hombrede la recepción la llamaba por sunombre. Hoy quería entrar en laconsulta ella sola, me lo habíapedido. Acaba de cumplir doce años,¿sabes? Hace poco que tambiéncierra la puerta del baño con llave. Ypor eso, cuando he vuelto a la sala deespera he creído que ya estaría en laconsulta.

Viktor abrió la boca; de repentese dio cuenta de que no había

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pronunciado una sola de aquellaspalabras. No había perdido el juicio,pero por lo visto era incapaz dearticular una sola palabra. Miró entorno como buscando ayuda y tuvo lasensación de ver el mundo en unaescena retrospectiva. El sonidopenetrante aumentó de intensidad yahogó casi por completo el barulloque lo rodeaba. Era como si todos lehablaran al mismo tiempo: María, eldoctor Grohlke e incluso algunospacientes.

—Hace un año que no veo aJosy. —Ésas fueron las últimas

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palabras del doctor Grohlke queViktor oyó con claridad. Luego todose volvió muy nítido. Durante uninstante supo lo que había ocurrido.La terrible realidad relampagueó,fugaz como un sueño en el momentode despertar, y se desvaneció a lamisma velocidad. Durante unafracción de segundo lo comprendiótodo. La enfermedad de Josy, que lahabía afectado tan profundamentedurante los últimos meses. Derepente entendió lo que habíaocurrido. Lo que le habían hecho. Sequedó sin respiración cuando

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comprendió que ahora también loperseguirían a él. Lo encontraríantarde o temprano. Lo sabía. Peroluego el espantoso descubrimiento sele escapó. Desapareció como laúltima gota de agua por un desagüe.

Viktor se golpeó las sienes conambas manos. El ruido penetrante,espantoso y lacerante estaba muypróximo. Se volvió insoportable. Eracomo el gemido de una criaturatorturada y casi no parecía humano.Y desapareció cuando, al cabo de unbuen rato, volvió a cerrar la boca.

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1 Hoy, unos años después

Viktor Larenz jamás hubieracreído que cambiaría de punto devista. Tiempo atrás, la austerahabitación individual de la clínicaWeddinger para trastornospsicosomáticos había estado adisposición de sus pacientes másdifíciles. Hoy él mismo estabatendido en la cama elevable, con losbrazos y las piernas sujetos con

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cintas elásticas grises.De momento nadie había ido a

visitarlo, ni sus amigos, ni susantiguos colegas, ni sus parientes. Almargen de clavar la vista en unempapelado amarillento de fibravegetal y dos manchadas cortinasmarrones, su única distracción era lavisita del doctor Martin Roth, eljoven médico jefe que lo visitaba dosveces al día. Nadie había solicitadoun permiso de visita en la clínicapsiquiátrica, ni siquiera Isabell. Selo había dicho el doctor Roth, yViktor no podía echárselo en cara a

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su mujer. «Después de todo loocurrido.»

—¿Cuánto hace que han dejadode administrarme la medicación?

El médico jefe estabacomprobando el gota a gota de suerofisiológico, cuya bolsa pendía de unpie metálico de tres brazos junto a lacama.

—Hace unas tres semanas,doctor Larenz.

Viktor agradeció que el hombreaún lo llamara por su título. Durantetodas las conversaciones que habíanmantenido en los días pasados, el

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doctor Roth siempre lo había tratadocon el mayor respeto.

—¿Y cuánto hace que he vueltoa reaccionar?

—Nueve días.—Ya. —Viktor hizo una breve

pausa—. ¿Y cuándo me darán elalta?

Viktor vio que la broma hacíasonreír al médico. Ambos sabían quejamás le darían el alta. En todo caso,nunca lo dejarían salir de unainstitución similar que no ofrecieralas mismas medidas de seguridad.

Viktor se miró las manos y tiró

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ligeramente de las cintas que losujetaban. Por lo visto, habíanaprendido de sus errores. En cuantolo habían internado, le habíanquitado el cinturón y los cordones delos zapatos, e incluso habían quitadoel espejo del baño. Cuando loacompañaban al servicio, dos vecesal día, ni siquiera podía comprobarsi su aspecto era realmente tanlamentable como suponía. Antessiempre lo felicitaban por su aspecto.Llamaba la atención por los hombrosanchos, el cabello espeso y su cuerpoatlético, perfecto para un hombre de

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su edad. Quedaba muy poco de todoaquello.

—Sea sincero, doctor Roth.¿Qué siente cuando me ve tendidoaquí?

Mientras examinaba la tablillacolgada al pie de la cama, el médicojefe evitó el contacto visual directocon Viktor. Era evidente quereflexionaba. «¿Lástima?¿Preocupación?»

—Temor. —El doctor Rothoptó por la verdad,

—¿Porque teme que pudieraocurrirle algo parecido?

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—¿Lo considera egoísta de miparte?

—No. Usted es sincero, y esome gusta. Es una idea que no deberesultarle ajena, dado que tenemosalgunas cosas en común.

El doctor Roth se limitó aasentir con la cabeza.

Aunque la situación actual deambos hombres era muy diferente,algunas etapas de su vida habían sidobastante similares. Ambos se habíancriado siendo hijos únicos muy biencuidados en uno de los barrios másaristocráticos de Berlín. Larenz era

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el hijo de un abogado de renombreespecializado en derecho mercantilde Wannsee; el doctor Roth era elprotegido retoño de dos cirujanos deWestend. Ambos habían estudiadomedicina en la Universidad Libre deBerlín, en Dahlem, y se habíanespecializado en psiquiatría. Amboshabían heredado la mansión familiarde sus padres y una fortuna bastanteconsiderable que les hubierapermitido vivir sin trabajar. Sinembargo, debido a la casualidad o aldestino, ambos se encontraban en elmismo lugar.

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—Bien —prosiguió Viktor—.En ese caso, usted considera queexiste un paralelismo entre nosotros.¿Qué habría hecho usted en misituación?

—¿Se refiere a si yo hubieradescubierto quién le hizo eso a mipropia hija?

El doctor Roth había apuntadosu comentario diario en la tablilla ymiró a Viktor directamente porprimera vez.

—Sí.—Para ser sincero, no sé si

hubiera podido superar lo que usted

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tuvo que soportar.Viktor soltó una carcajada

nerviosa.—No lo soporté. He muerto. De

la manera más cruel que usted puedaimaginar.

—A lo mejor ahora estádispuesto a contarme todo loocurrido. —El doctor Roth tomóasiento al borde de la cama, junto aLarenz.

—¿Lo ocurrido? —Viktorformuló la pregunta, aunque conocíala respuesta, desde luego. En díasanteriores el médico le había hecho

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la misma sugerencia.—Todo. Toda la historia. Cómo

descubrió lo que le ocurrió a su hija.Qué clase de enfermedad sufría. Acontarme de que pasó, y desde elprincipio.

—Ya se lo he contado casitodo.

—Sí. Pero me interesan losdetalles. Quiero que vuelva acontármelo todo con exactitud. Sobretodo el final.

«El desastre final», pensóViktor. Inspiró profundamente yvolvió a fijar la mirada en el techo

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lleno de manchas.—Ha de saber que durante

todos esos años, tras la desapariciónde Josy, consideré que no existíanada más cruel que la ignorancia.Cuatro años sin ninguna pista, sin darseñal de vida. A veces deseé quesonara el teléfono y nos dijerandónde yacía su cadáver. Creía que nohabía nada peor que flotar entre lasuposición y el saber, pero meequivoqué. Porque ¿sabe lo que esaún más espantoso?

El doctor Roth lo miróinquisitivamente.

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—La verdad —dijo Viktor, casien un susurro—. ¡La verdad! Creoque me topé con ella en la consultadel doctor Grohlke, poco después dela desaparición de Josy. Y era tanhorrorosa que preferí no admitirla.Pero después volví a toparme conella, una vez más. Y esta vez ya nopude hacer caso omiso de ella,porque me persiguió, literalmente.De pronto la verdad se enfrentó a míy me gritó a la cara.

—¿Qué quiere decir?—Lo que acaba de oír. Me

encontré frente a la persona

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responsable de todo este desastre yno lo pude soportar. Bien, usted sabelo que hice en la isla. Y, en últimainstancia, adonde me llevó.

—La isla —dijo el doctor Roth—. Parkum, ¿verdad? ¿Por quéestaba allí?

—Como psiquiatra, usteddebería saber que ésa no es lapregunta correcta. —Viktor sonrió—.Sin embargo, intentaré responderle.Años después de la desaparición deJosy, la revista Bunte volvió apedirme una entrevista en exclusiva.De entrada me negué a concedérsela,

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e Isabell estaba de acuerdo. Perodespués consideré que las preguntasque me enviaron por fax y por correoelectrónico podían ayudarme aordenar mis ideas, a alcanzar la paz.¿Me comprende?

—¿Así que fue a la isla paratrabajar en la entrevista?

—Sí.—¿Solo?—Mi mujer no quería ni podía

acompañarme. Tenía una importantecita de trabajo en Nueva York. Si hede ser sincero, me alegré de estarsolo. Tenía la esperanza de por fin

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lograr distanciarme lo suficiente enParkum.

—Lo suficiente para despedirsede su hija.

Viktor asintió, aunque el doctorRoth no había planteado unapregunta.

—Sí, más o menos. Así que mellevé al perro hasta el mar del Nortey tomé un trasbordador hasta Sylt. Nopodía sospechar la serie deacontecimientos que mi viajedesencadenaría.

—Cuénteme algo más alrespecto. ¿Qué ocurrió en Parkum,

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exactamente? ¿Cuándo fue la primeravez que comprendió que todo estabarelacionado?

«La inexplicable enfermedad deJosephine. Su desaparición. Laentrevista.»

—Bien. —Viktor volvió a unlado la cabeza y oyó crujir susvértebras cervicales. Debido a lascintas que lo sujetaban, ése era elúnico movimiento de relajación quepodía realizar. Tomó aliento y cerrólos ojos. Como siempre, sólo tardóunos segundos en regresarmentalmente a Parkum, a la casa de

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la playa de techo de cañas, al lugardonde se había propuesto volver aponer orden en su vida cuatro añosdespués de la tragedia. Dondeesperaba distanciarse lo suficientecomo para volver a empezar. Ydonde en cambio lo perdió todo.

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2 Parkum, cinco días antes de laverdad BUNTE: ¿Cómo se sintióinmediatamente después de latragedia?

LARENZ: Estaba muerto. Seguíarespirando, incluso comía y bebía devez en cuando y hasta dormía un parde horas al día. Pero ya no existía.

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Morí el día que desaparecióJosephine.

Viktor clavó la mirada en elcursor que parpadeaba detrás delúltimo párrafo. Hacía siete días quehabía llegado a la isla. Hacía unasemana que se pasaba el día ante elviejo escritorio de caoba, intentandoresponder a la primera pregunta de laentrevista. Hasta aquella mañana nohabía logrado teclear cincooraciones coherentes en su ordenadorportátil.

«Muerto», en efecto: era la

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palabra más adecuada para describirel estado en el que se encontraba enlos días y las semanasinmediatamente posteriores.«Posteriores.» Viktor cerró los ojos.

No recordaba las primerashoras después de sufrir el choque.No sabía con quién había hablado nidónde había estado cuando el caosdestruía a su familia. En aquelentonces, Isabell había cargado contodo. Fue ella quien revisó elarmario con el fin de informar a lapolicía acerca de las prendas quellevaba Josy, quien quitó la foto del

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álbum familiar para que hubiera unaútil para la búsqueda de la pequeña.Y también fue ella quien informó alos parientes mientras él vagaba sinrumbo por las calles de Berlín. Elpsiquiatra, tan célebre ysupuestamente tan profesional, habíafracasado en la situación mástrascendente de su vida.

Y durante los años siguientes,Isabell también había demostradomás fortaleza que él. Al cabo de tresmeses ella volvía a trabajar comoasesora de empresas, pero en cambioViktor vendió su consulta y a partir

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de entonces no volvió a tratar aningún paciente.

De pronto el portátil emitió unpitido de alarma y Viktor se diocuenta de que tenía que volver acargar la batería. El día de sullegada, cuando había colocado elescritorio en la sala con chimenea,delante de la gran ventana con vistasal mar, había comprobado que allí notenía enchufe. Así que podíacontemplar el maravilloso panoramainvernal del mar del Norte mientrastrabajaba, pero cada seis horas teníaque transportar el ordenador hasta el

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cargador, que estaba encima de unamesita, delante de la chimenea.Viktor guardó el documento conrapidez antes de que se perdieran losdatos.

«Como se perdió Josy.»Echó un rápido vistazo al mar

del Norte, pero enseguida desvió lamirada porque el aspecto del océanoera un reflejo de su alma. El vientoque silbaba por encima del techo decañas e impulsaba las olas transmitíaun mensaje inequívoco. A finales denoviembre el invierno se apresurabaa llegar a la isla acompañado de sus

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amigos, la nieve y el frío.«Como la muerte», pensó Viktor

poniéndose de pie y llevando elportátil hasta la mesa de la chimenea,donde reposaba la batería.

La casita de dos plantas de laplaya había sido construida aprincipios de los años veinte delsiglo anterior y, desde la muerte delos padres de Viktor, nadie se habíaencargado de hacer las reparacionesnecesarias. Por suerte, Halberstaedt,el burgomaestre de la isla, se habíaencargado de la instalación eléctricay del generador que había delante de

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la casa, así que al menos había luz yla casa estaba caliente. Pero la viejaconstrucción de madera, que ningúnmiembro de la familia había visitadodurante mucho tiempo, había sufridobastante. Las paredes, tanto por fueracomo por dentro, necesitabanimperiosamente una mano de pintura,hacía años que el parquet estabadesgastado y en el vestíbulo habíantenido que reemplazarloparcialmente. Y las ventanas doblesde madera se habían deformado ydejaban pasar el frío y la humedad.Puede que el mobiliario resultara

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lujoso en los años ochenta e inclusosiguiera evidenciando la prosperidadde la familia Larenz. Pero en laslámparas Tiffany, el sofá y lossillones de piel y las estanterías deteca se había acumulado un excesode pátina debido al descuido. Hacíamucho tiempo que nadie habíaquitado el polvo.

«Cuatro años, un mes y dosdías.»

A Viktor no le hizo falta echarun vistazo al viejo calendario de lacocina. Lo sabía. Ese era el tiempotranscurrido desde la última vez que

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había pisado Parkum. Hacía muchoque nadie daba una mano de pinturaal techo ni tampoco a la chimeneatiznada de hollín. Pero en aquelentonces otra cosa sí que seencontraba en buen estado: su vida.

Porque Josy lo habíaacompañado hasta allí, pese a que enlos últimos días de octubre laenfermedad ya la había debilitadomuchísimo.

Viktor se sentó en el sofá decuero, conectó el portátil al cargadory procuró no pensar en el fin desemana anterior a aquel fatídico día.

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Pero fue inútil.«Cuatro años.»Cuarenta y ocho meses

transcurridos sin que Josy dieraseñales de vida. Pese a lasnumerosas pesquisas y las llamadas ala población de todo el país a travésde los medios de comunicación. Nisiquiera un programa especial doblede televisión aportó ningún indicioconfiable. Pese a ello, Isabell senegó a que dieran por muerta a suúnica hija y por ese motivo tambiénse había opuesto a la entrevista.

—No hay nada que debas

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concluir —le había dicho Isabellpoco antes de la partida.

Se encontraban en el camino degravilla delante de su casa y Viktorya había cargado el equipaje en laVolvo. Tres maletas. Una con suropa, las otras dos repletas de toda ladocumentación que había reunidotras la desaparición de su hija:recortes de diarios, documentos y,por supuesto, los informes de KaiStrathmann, el detective privado quehabía contratado.

—No hay nada que asimilar niconcluir, Viktor —había insistido—.

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Nada. Porque nuestra hija sigue viva.—Que lo dejara solo en Parkum sedebía únicamente a que eraconsecuente y también a que ahoraella tal vez estuviera en algúnrascacielos de Park Avenue, enNueva York, participando en unareunión de trabajo. Era su manera dedistraerse. El trabajo.

Viktor, sentado en el sofá negro,se sobresaltó cuando un leño sedesplomó en la chimenea, al igualque Sindbad, que dormía debajo delescritorio y que bostezó indignado.Hacía dos años, el golden retriever

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se había acercado a Isabell en elparking de la playa del lagoWannsee.

—¿Qué ocurrencia es ésa?¿Acaso pretendes reemplazar a Josycon un chucho? —le había gritado asu mujer en el vestíbulo de lamansión cuando ella había vuelto acasa con el perro. El griterío hizoque el ama de llaves, que estaba enla primera planta, desaparecierarápidamente en la habitación deplanchar.

—¿Qué nombre pretendes quele pongamos a ese animal, Joseph?

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Como siempre, Isabell tampocose dejó provocar en esa situación,haciendo honor a su origenhanseático y al de una de las másantiguas familias de banqueros delnorte de Alemania. Sólo la mirada desus ojos de color azul acero lerevelaron lo que pensó en aquelinstante: «Si hubieras tenido máscuidado, ahora Josy estaría aquí connosotros y podría jugar con esteperro.»

Viktor lo comprendió sin queella tuviera que pronunciar palabra yla ironía del destino quiso que, desde

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el primer día, el animal demostrarasu preferencia por Viktor.

Fue a la cocina para prepararmás té seguido de Sindbad, quealbergaba la esperanza de disfrutarde otro almuerzo.

—Olvídalo, compañero. —Viktor se disponía darle una palmadaamistosa cuando notó que el perroerguía las orejas—. ¿Qué te pasa? —Se inclinó hacia él y entoncestambién lo oyó: un ruido metálico, untintineo que le despertó un viejorecuerdo. «¿Qué era?» Viktor seacercó sigilosamente a la puerta.

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Volvió a oírlo, un sonido comode una moneda rascando una piedra.Otra vez.

Viktor contuvo el aliento cuandolo recordó: era el ruido que solía oírcuando su padre regresaba de unaexcursión en velero, el ruidometálico y tintineante de una llavecontra un tiesto de arcilla. El ruidoque su padre hacía cuando habíaolvidado la llave de casa y sacaba lade repuesto, oculta bajo un tiesto deflores de la entrada.

«¿O quizá fuera otra persona?»Viktor se envaró. Alguien

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estaba en la puerta, alguien queconocía el lugar donde sus padresescondían la llave y, al parecer, esealguien pretendía entrar en la casa.

Con el corazón en un puño,recorrió el vestíbulo y espió por lamirilla de la pesada puerta de roble.Nadie. Iba ya a correr la amarillentacortina para mirar por la ventanita dela derecha de la entrada, perocambió de idea y volvió a espiar porla mirilla. Entonces dio un pasoatrás, presa del espanto. ¿Realmentehabía visto lo que le había parecidover?

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Viktor sintió un escalofrío, losoídos le zumbaban. Estabacompletamente seguro, no cabíaduda. Durante una fracción desegundo había visto un ojo humanoque pretendía examinar el interior dela casa de la playa. Un ojo que leresultaba conocido, aunque nohubiera podido determinar a quiénpertenecía.

«¡Venga, Viktor, contrólate!»,pensó.

Inspiró profundamente y abrióla puerta de golpe.

—¿Qué desea...? —Viktor se

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interrumpió y no terminó la frase quepretendía gritar a la cara deldesconocido en el umbral, para darleun buen susto. Porque allí no habíanadie. Ni en la terraza de madera nien el sendero que conducía a lapuerta del jardín, situada a unos seismetros de distancia. Viktor bajó loscinco peldaños que daban al jardínpara examinar la parte inferior de laterraza. De niño siempre se escondíaallí cuando jugaba con los chicos delvecindario. Pero sólo había algunashojas marchitas arrastradas por elviento e iluminadas por la tenue luz

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del atardecer, sin nadie queperturbara su tranquilidad.

Viktor se estremeció y se frotólas manos. Después volvió a subirlos peldaños. El viento habíaentrecerrado la pesada puerta deroble y tuvo que hacer un esfuerzopara abrirla contra la corriente.Cuando casi lo había logrado, sedetuvo.

El ruido. Volvió a oírlo, unpoco menos metálico y más agudo,pero se repitió. Y esta vez noprovenía del exterior sino del salón.

Quienquiera que pretendía

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llamar su atención no se encontrabadelante de la puerta. Ya estabadentro de la casa.

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3 Viktor recorrió lentamente el pasilloque daba al salón, buscando unobjeto que le sirviera de arma.

Sindbad no sería de gran ayuda.El retriever sentía tanta pasión porlos humanos que hubiera invitado aun ladrón a jugar con él en vez deatacarlo. Y además el perro erademasiado perezoso para tomar notade la presencia de un extraño y porlo visto había regresado al salónmientras su amo comprobaba que

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todo estuviera en orden.—¿Quién anda ahí?No hubo respuesta.Viktor recordó que desde 1964

no se había cometido ningún delitoen la isla, y que aquel acontecimientono había pasado de ser unainofensiva pelea en una hostería.Pero eso no lo tranquilizódemasiado.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —preguntó, conteniendo el alientomientras cruzaba sigilosamente elvestíbulo hacia la sala de lachimenea. Aunque procuraba no

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hacer ruido, el viejo parquet crujía acada paso que daba, y tambiénrechinaban las suelas de sus zapatos.

«¿Por qué avanzo sigilosamentesi al mismo tiempo hablo en vozalta?», se preguntó. Cuando estaba apunto de accionar el picaporte de lapuerta del salón, ésta se abrió y elsusto lo dejó mudo.

Cuando la vio no supo sisentirse aliviado o enfadarse.Aliviado porque la intrusa era unamujer bonita y delicada y no un rudoasaltante. O enfadado porque habíaosado irrumpir en su casa a plena luz

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del día.—¿Cómo ha logrado entrar? —

preguntó. La mujer rubia, de pie en elumbral entre el pasillo y el salón, noparecía avergonzada ni insegura.

—La puerta que da a la playaestaba abierta cuando he llamado.Lamento haberlo molestado.

—¿Molestado? —El miedohabía dejado de paralizarlo y Viktor,tratando de recuperar el control, legritó—: ¡No me ha molestado, me hadado un susto de muerte!

—Pues lo siento mu...—Y además está mintiendo. —

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La interrumpió, apartándola yentrando al salón—. No he abierto lapuerta trasera desde mi llegada a laisla. —«Aunque tampoco comprobési estaba cerrada con llave, pero notengo por qué decírtelo», pensóViktor, acercándose al escritorio ycontemplando a su no invitada.Aunque estaba seguro de no haberlavisto nunca, algo en su aspecto leresultaba familiar. Medía alrededorde un metro sesenta y cinco, con elcabello rubio en una trenza sobre elhombro, y era muy delgada. Peropese a su delgadez no parecía

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andrógina: lo impedían las generosascaderas y los pechos turgentes que sedestacaban debajo de su ropa. Conaquel cutis pálido y aristocrático ylos dientes blanquísimos más bienparecía una modelo. Sin embargo, noera lo bastante alta para serlo. De locontrario, Viktor hubiese sospechadoque se había perdido en la isla y quea continuación le preguntaría cómollegar a la playa, donde tenía queactuar en la filmación de un anunciotelevisivo.

—No miento, doctor Larenz.Jamás he dicho una mentira y no

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empezaré a hacerlo aquí, en su casa.Viktor se pasó la mano por el

pelo, tratando de poner orden en susideas. ¿Era real lo que estabaocurriendo? ¿Que una mujerirrumpiera en su casa, le diera unsusto de muerte y encima pretendierainiciar una discusión con él?

—Oiga, quienquiera que seausted, ¡váyase de mi casa, ahoramismo! Quiero decir... —Viktorvolvió a contemplarla—. ¿Quién esusted?

Notó que le resultaba imposiblejuzgar su edad. Parecía joven y sus

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rasgos perfectos correspondían aalguien de veintitantos años, pero ibavestida como una mujer mayor.

Llevaba un abrigo negro decachemira hasta las rodillas y untraje Chanel rosa, guantes negros decabritilla, bolso de diseño... Pero,sobre todo, el perfume era propio deuna mujer de la edad de Isabell. Ytambién su manera elegante deexpresarse confirmaba que ya habíacumplido los treinta.

«Además, debe de ser sorda»,pensó Viktor, porque sus palabras noparecían afectarla y seguía en el

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umbral, muda y observándoloatentamente.

—Vale, da igual. Me ha dado unsusto de muerte y ahora le ruego quesalga por la puerta principal y novuelva a pisar mi casa, nunca. Estoytrabajando y no quiero que memolesten.

Cuando la mujer se acercó a él,Viktor se sobresaltó.

—¿De verdad no quiere saber aqué he venido, doctor Larenz?¿Pretende echarme sin averiguar elmotivo de mi visita?

—Sí.

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—¿Acaso no quiere saber quéhace una mujer como yo en esta isladejada de la mano de Dios?

—No.«¿O tal vez sí?»Viktor notó que recuperaba la

curiosidad tanto tiempo perdida.—¿Así que le resulta indiferente

cómo he sabido que usted seencontraba aquí?

—Sí.—No le creo, doctor Larenz.

Confíe en mí. Lo que quiero decirlele resultará muy interesante.

—¿Que confíe en usted? ¿Que

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confíe en alguien que irrumpe en micasa?

—No. Lo que quiero es que meescuche. Mi caso es...

—Su caso me da igual —lainterrumpió Viktor en tono grosero—. Si usted sabe lo que me haocurrido, molestarme aquí es unadesvergüenza.

—No tengo ni idea de lo que leha ocurrido, doctor Larenz.

—¿Cómo dice? —Viktor nosabía qué le producía mayorasombro, si estar discutiendo con unaperfecta desconocida o que sus

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palabras sonaran tan sinceras—. Enese caso, hace cuatro años que no leelos periódicos.

—Pues sí —respondió ella.El desconcierto de Viktor

aumentaba con cada minuto quepasaba, al igual que su interés por lahermosa desconocida.

—En fin, sea como sea, yo yano trabajo. Hace dos' años que vendími consulta...

—Al profesor Van Druisen. Losé. He ido a verlo. Él me envió aquí.

—¿Que él hizo qué? —preguntóViktor; estaba perplejo y su interés

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aumentó aún más.—Bien, no me envió

directamente. El profesor VanDruisen sólo dijo que sería mejorque usted se encargara de mi casopersonalmente. Y si he de sersincera, eso es también lo que yodeseo.

Viktor sacudió la cabeza.¿Pretendía hacerle creer que suantiguo mentor le había dado sudirección, la de la isla? No lo creíaposible, sobre todo porque VanDruisen sabía que su estado de ánimole impedía tratar a una paciente.

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Menos todavía allí, en Parkum. Peroeso lo aclararía más adelante.

De momento tenía queingeniárselas para deshacerse deaquella mujer y recuperar latranquilidad.

—Debo rogarle una vez másque se marche. Sólo está perdiendoel tiempo.

No hubo ninguna reacción.Poco a poco, su temor inicial se

convirtió en cansancio y barruntó queacababa de ocurrir lo que más temorle infundía: que allí tampoco lograríaencontrarse a sí mismo. Los

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fantasmas no lo dejaban en paz, nisiquiera en Parkum, tanto los de losmuertos como los de los vivos.

—Doctor Larenz. Sé que enningún caso desea ser molestado.Esta mañana un tal PatrickHalberstroem me ha traído hasta aquíe incluso antes de que pudiera bajarde su barco de pesca me hainformado acerca de usted.

—Se llama Halberstaedt —lacorrigió Viktor—. Es elburgomaestre.

—Sí, el hombre más importantede la isla. Después de usted. Eso

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también lo ha dejado claro. Y seguirésu consejo y «alejaré mi bonito culolo antes posible de Parkum» encuanto haya hablado con usted.

—¿Eso dijo?—Sí. Pero sólo lo haré si usted

me concede cinco minutos y despuésme lo dice a la cara.

—¿Qué?—Que usted no desea tratarme.—No dispongo de tiempo para

tratarla —dijo él en tonoescasamente convincente—.Márchese, por favor.

—Sí, lo haré. Se lo prometo.

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Pero primero quiero contarle unahistoria. Mi historia. Créame, sóloserán cinco minutos y no searrepentirá de habérmelosconcedido.

Viktor titubeó. La curiosidadsuperaba cualquier otro sentimiento.Además, su tranquilidad ya se habíavisto interrumpida y no le quedabanfuerzas para seguir discutiendo.

—No muerdo, doctor Larenz —dijo ella con una sonrisa.

Cuando dio otro paso hacia él,el parquet volvió a crujir bajo suspies y olió su caro perfume: Opium.

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—¿Sólo cinco minutos?—¡Se lo prometo!Él se encogió de hombros. Tras

la interrupción, tanto daban un par deminutos, y si la echaba quizá sepasara todo el día caminando arribay abajo delante de su casa y él ya nopodría volver a concentrarse.

—Vale, de acuerdo —dijo,echando un vistazo al reloj—. Cincominutos.

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4 Viktor se acercó a la chimenea, encuya repisa reposaba una vieja teterade porcelana de Meissen encima deun calientaplatos. Al notar que ella loobservaba con mucha atención, hizoun esfuerzo y se obligó a recordarsus buenos modales.

—¿Le apetece una taza de té?Estaba a punto de prepararlo.

La mujer negó con la cabeza,sonriendo.

—No, gracias. No quiero que

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me lo descuente del tiempo del quedispongo.

—Bien, entonces al menosquítese el abrigo y tome asiento —dijo. Apartó un montón de viejosperiódicos de uno de los sillones decuero que formaba parte delanticuado tresillo. Hacía años que supadre los había dispuesto de modoque uno disfrutara tanto de lachimenea como del panorama delmar en cuanto se instalabacómodamente con un buen libro.

Viktor quitó algunas cosas delescritorio y contempló a la bella

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forastera, que tomó asiento sinquitarse el abrigo de cachemira.

Durante unos instantes reinó elsilencio y se oían las olas querompían en la orilla y despuésvolvían a retirarse.

Viktor echó otro vistazo alreloj.

—Bien, señora... esto... ¿cómose llama usted?

—Me llamo Anna Spiegel. Soyescritora.

—¿Deberla conocerla?«Spiegel,[1] curioso apellido

para una escritora», pensó.

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—Sólo si tuviera entre seis ytrece años y le gustaran los librospara niños. ¿Tiene hijos?

—Sí. Es decir... —El dolor fuebreve e intenso, al igual que surespuesta. Vio que ella dirigía lamirada a la repisa de la chimeneabuscando fotos de familia y le hizootra pregunta para no tener que darleuna explicación.

«Hace años que no lee losperiódicos.»

—Habla alemán sin acento. ¿Dedónde es oriunda?

—De Berlín. Berlinesa de pura

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cepa, por así decir. Aunque mislibros tienen éxito sobre todo en elextranjero, principalmente en Japón.Pero hace tiempo que ya no.

—¿Por qué?—Porque hace años que no

publico ninguno.Viktor no se había dado cuenta

de que la conversación habíaadoptado la típica forma de preguntay respuesta, siguiendo el juego queantes se desarrollaba entre él y suspacientes.

—¿Cuánto hace que no publicanada?

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—Unos cinco años. Mi últimaobra volvía a ser un libro infantil.Creí que sería el mejor que heescrito, lo sentía con cada línea queescribía, pero nunca logré llegar másallá de los dos primeros capítulos.

—¿Por qué?—Porque mi estado de salud

empeoró de manera repentina. Tuveque ir al hospital.

—¿Por qué?—Me parece que hasta el día de

hoy siguen sin saberlo en la clínicaPark.

—¿Estuvo en la clínica Park?

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¿En Dahlem? —Viktor la miró,asombrado. No había contado conque la conversación diera ese giro.Por una parte, ahora sabía que elladebía de ser una autora muypróspera, puesto que podíapermitirse la estancia en una clínicatan cara como ésa. Por otra, quedebía de padecer una enfermedadrealmente grave, puesto que laexclusiva clínica privada no seespecializaba en tratar las dolenciashabituales, como el alcoholismo o ladrogodependencia, sino lostrastornos psíquicos severos. Antes

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de su colapso, él mismo había sidoconsultado numerosas veces comodestacado experto y podía confirmarla excelente fama de esa institución.Gracias a la colaboración de losprofesionales más importantes delpaís y de los métodos de tratamientomás modernos, en muchos casos laclínica privada berlinesa habíalogrado resultados espectaculares.Cierto que hasta el momento jamás sehabía topado personalmente con unpaciente que abandonara la clínica enun estado mental tan preclaro comoel de Anna Spiegel, ahora sentada en

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su casa de la playa.—¿Cuánto tiempo permaneció

allí?—Cuarenta y siete meses.Viktor se quedó sin habla.

¿Tanto tiempo? O mentía más quehablaba o bien estaba realmenteenferma. A lo mejor se trataba deambas cosas.

—Me encerraron durante casicuatro años en una habitación y meatiborraron de píldoras hasta talpunto que no sabía quién era nidónde estaba.

—¿Cuál era el diagnóstico?

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—Su especialidad, doctorLarenz. Por eso he acudido a usted.Sufro esquizofrenia.

Viktor se había repantigado ensu sillón y la escuchaba con atención.Era un experto en esquizofrenia. Almenos lo había sido.

—¿Por qué la internaron?—Llamé por teléfono al doctor

Malzius.—¿Así que usted le solicitó al

director de la institución que lainternara?

—Sí, claro. La clínica goza deuna fama excelente. Y no conocía a

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nadie más que pudiera ayudarme.Hace sólo unos días que usted me fuerecomendado.

—¿Quién le habló de mí?—Un joven médico de la

clínica. Fue quien se encargó de quedejaran de administrarmemedicamentos para que pudieravolver a pensar con claridad.También fue él quien me dijo queusted era el más indicado para tratarmi caso.

—¿Qué remedios leadministraron?

—De todo. Truxal, Fluspi.

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Sobre todo Flupentixol.«Neurolépticos clásicos. En

todo caso, un tratamiento adecuado»,pensó Viktor.

—¿Y no le fueron de ayuda?—No. A partir del día de mi

ingreso los síntomas fueron de mal enpeor. Cuando por fin dejaron deadministrarme los medicamentostardé semanas en recuperarme.Considero que es prueba suficientepara demostrar que, dado el tipoespecial de esquizofrenia que sufro,un tratamiento farmacológico quedadescartado.

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—¿Qué hace que su tipo deesquizofrenia sea tan especial,señora Spiegel?

—Soy escritora.—Sí, ya me lo ha dicho.—Intentaré explicárselo lo

mejor posible mediante un ejemplo.Por primera vez, Anna no lo

miró directamente sino que clavó lavista en un punto imaginario detrásde su espalda. En su consulta de laFriedrichstrasse de Berlín, Viktorhabía renunciado al diván freudiano,optando por hablar con sus pacientescara a cara. Por eso no era la

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primera vez que observaba dichaactitud. Los pacientes desviaban lamirada de la suya en cuanto seponían tensos y querían describir unacontecimiento importante con lamayor precisión. O cuando mentían.

—Mi primer intento comoescritora fue escribir un relato corto.Lo escribí a los trece años, para unconcurso escolar organizado por elSenado de Berlín. El tema era «elsentido de la vida» y mi cuentoversaba sobre varios jóvenes queponen en marcha un experimentocientífico. Acababa de entregar el

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manuscrito cuando algo ocurrió, aldía siguiente.

—¿Qué?—Mi mejor amiga celebraba su

decimocuarto cumpleaños en la salade fiestas del hotel Vier Jahreszeiten,en Grunewald. Yo, para ir al baño,tuve que cruzar el vestíbulo del hotel.De repente, ella estaba allí, justodelante de la recepción.

—¿Quién?—Julia.—¿Quién es Julia?—Ella. Julia. Una de las

mujeres de mi relato corto, el

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personaje principal de la primerasecuencia.

—¿Se refiere a que vio unamujer parecida a la de su redacciónescolar?

—No. —Anna sacudió lacabeza—. No una mujer parecida aella. Era exactamente ella.

—¿Cómo se dio cuenta?—Porque esa mujer dijo

literalmente lo que yo le había hechodecir en la primera escena delcuento.

—¿Qué?Anna bajó la voz y volvió a

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mirarlo a los ojos.—Julia se inclinó por encima

del mostrador y le dijo alrecepcionista: «Oye, monada, ¿medarás una habitación bonita si soymuy amable contigo?»

Viktor sostuvo su mirada.—¿Alguna vez se ha preguntado

si no pudo tratarse de unacasualidad?

—Sí, me lo pregunté durantemucho tiempo. Sólo que me costabacreer que se tratara de unacasualidad, puesto que después Juliahizo exactamente lo que escribí en mi

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relato.—¿Qué hizo?—Se metió una pistola en la

boca y apretó el gatillo.Viktor la contemplaba

horrorizado.—Eso es...—¿Una broma? No, por

desgracia. La mujer de la recepciónfue el principio de una pesadilla enla que estoy atrapada desde hace casiveinte años. A veces más, a vecesmenos, doctor Larenz. Soy escritora,y ésa es mi maldición.

Viktor casi podría haber

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imitado el movimiento de sus labios,tan seguro estaba de cuáles serían suspróximas palabras.

—A partir de esa historia, todoslos personajes que imagino sevuelven reales. Puedo verlos,observarlos y a veces incluso hablarcon ellos. Me los imagino einmediatamente después aparecen enmi vida. Ésa es mi enfermedad,doctor Larenz. Ése es mi problema.Ésa es la peculiaridad de mi supuestaesquizofrenia —dijo Anna,inclinándose hacia delante—. Poreso estoy aquí, con usted. Así que...

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Viktor la miró, y al principio nodijo nada. Sus pensamientos searremolinaban. Sus emocionesluchaban entre sí.

—¿Y bien, doctor Larenz?—Y bien, ¿qué?—¿Está interesado? ¿Me

tratará, ahora que ya estoy aquí?Viktor echó un vistazo a su

reloj. Los cinco minutos habíantranscurrido.

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5 Al repasar lo ocurrido, Viktordecidió que estaba en lo cierto. Sihubiera prestado más atencióndurante el primer encuentro einterpretado los indicios de un modocorrecto, se habría dado cuentamucho antes de que algo no encajaba.En absoluto. Pero en ese caso, quizásel desastre hubiera ocurrido aún másrápidamente.

En todo caso, Anna habíalogrado su objetivo. Había irrumpido

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en su casa y a todas luces habíalogrado sorprenderlo. Su historia leresultaba interesante. Era tanextraordinaria que durante cincominutos dejó de pensar en sí mismo yen sus propios problemas. Sinembargo, aunque disfrutó de eseestado casi despreocupado, no queríatratarla. Después de una discusiónbreve pero intensa, ella accedió aembarcarse en el transbordador quezarpaba al día siguiente por lamañana, a abandonar la isla y volvera consultar al profesor Van Druisen.

—Tengo mis motivos —dijo en

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tono seco, cuando ella le preguntópor qué no podía quedarse—, y unode ellos es que hace cuatro años queno practico mi profesión.

—No habrá olvidado su oficio.—No se trata de eso...'—Así que se niega...«Sí», pensó Viktor, pero algo

impidió que le hablara de Josy a esamujer. Si era verdad que mientrashabía permanecido en la clínicaAnna no había oído hablar de latragedia, no sería precisamente élquien la pusiera al corriente.

—Considero que sería una gran

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negligencia iniciar un tratamiento deun caso tan complejo como el suyosin la necesaria preparación y fuerade una consulta.

—¿Preparación? Venga ya. Setrata de su especialidad, ¿no? Si mehubieran enviado a su consulta de laFriedrichstrasse, ¿qué habría sido loprimero que me hubiera preguntado?

El torpe intento de engañarlo lehizo sonreír.

—Le hubiera preguntado cuándofue la primera vez que tuvo unaalucinación, pero...

—Mucho antes de lo del hotel

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—lo interrumpió—. En el VierJahreszeiten el ataque deesquizofrenia fue tan... —Intentóencontrar la palabra adecuada—.Real. Tan nítido. Nunca había tenidouna percepción sensorial tan vivacomo ésa. Vi a la mujer, oí eldisparo y vi cómo sus sesos sedesparramaban por encima delmostrador. Y fue la primera vez quese trataba de un personaje de unahistoria creada por mí. Claro quetambién hubo algunos presagios, aligual que en el caso de la mayoría delos esquizofrénicos.

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—¿Cuáles? —Viktor decidióconcederle cinco minutos más antesde que se marchara. «Para siempre.»

—Bien, ¿por dónde empiezo?Creo que la historia de mienfermedad se remonta a mi mástemprana infancia.

El aguardó a que prosiguiera ybebió otro sorbo de té, que entretantose había enfriado y estaba amargo.

—Mi padre era un militarestadounidense. Se quedó en Berlíncon los aliados y en aquel entoncestrabajaba como moderadorradiofónico en la American Forces

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NetWork. Era una especie decelebridad berlinesa y un donjuán deprimera. Por fin, una de las rubias alas que había seducido en lahabitación de atrás del casinomilitar, se quedó embarazada. Sellamaba Laura, era una berlinesa depura cepa y era mi madre.

—Ya. ¿Por qué habla de supadre en pasado?

—Murió en un trágico accidentecuando yo tenía ocho años. Porcierto, el profesor Malziusconsideraba que ése fue el primeracontecimiento traumático de mi

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vida.—¿Cómo fue ese accidente?—Lo operaron de apendicitis en

un hospital militar y olvidaronponerle las medias elásticas antes dela operación. La trombosis resultómortal.

—Lo siento. —Las desgraciasde los pacientes y sus familiares acausa de la negligencia de losmédicos ineptos siempre leindignaban—. ¿Cuál fue su reacciónal enterarse de la muerte de supadre?

—No muy buena. Vivíamos en

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una casa adosada, cerca de AndrewBarracks, en el sector estadounidensede Steglitz. Teníamos un perritomestizo llamado Terry queencontramos en la calle. Mi padre lodetestaba, y por eso casi siempreestaba atado en la parte de atrás de lacasa, a la que nunca podía entrar.Cuando mi madre me dijo que mipadre había muerto, salí al jardín yempecé a golpear al perro con uno delos bates de béisbol de mi padre, unode esos pesados con núcleo dehierro. Como la correa que losujetaba era muy corta, Terry no

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pudo esquivar los golpes, por nohablar de huir. Primero se ledoblaron las patas y se agachó, peroyo seguí golpeándolo. Era una niñapequeña de ocho años, pero invadidapor la cólera tenía la fuerza de unaposesa. En algún momento, trasasestarle el décimo golpe, le rompíel espinazo y ya no se movió.Aullaba espantosamente, pero seguígolpeándolo hasta que la sangrebrotó de su boca y ya sólo era unguiñapo inerte.

Viktor procuró no contemplarlacon repugnancia y preguntó:

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—¿Por qué lo hizo?—Porque, a excepción de mi

padre, Terry era lo que más habíaamado en esta vida. Mi enajenacióninfantil me hizo creer que, si mehabían quitado lo que más amaba,entonces lo que amaba en segundolugar tampoco tenía derecho a seguirviviendo. Estaba furiosa porqueTerry todavía estaba vivo y mi padreno.

—Una experiencia terrible.—Sí, lo es. Pero aún ignora el

porqué.—¿Qué quiere decir?

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—Todavía no sabe toda lahistoria, doctor Larenz. Lo realmentehorroroso de este acontecimiento noes la muerte de mi padre ni quetorturara a un perrito inocente hastala muerte.

—Entonces ¿qué?—Lo realmente espantoso es

que ese perro jamás existió. Terry noexistió. En cierta ocasión recogimosun gato, pero ningún perro. Y aunqueel pequeño cuerpo destrozado deTerry me sigue persiguiendo ensueños, sé perfectamente que eseacontecimiento sólo es producto de

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mi fantasía enfermiza.—¿Cuándo se dio cuenta?—Oh, eso me llevó bastante

tiempo. No hablé de ello hasta queinicié mi primer tratamientoterapéutico. En aquel entonces teníadieciocho o diecinueve años. Antesno había podido confiar en nadie. ¿Aquién le gusta confesar que es unatorturadora de animales, por nohablar de una loca?

«Cielos», pensó Viktor, yacarició distraídamente a Sindbad,que seguía dormitando a sus pies yno participaba de la extraña

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conversación. La pobre chica habíacargado con terribles sentimientos deculpa durante diez años. Tal vez ésefuera el azote más cruel de laesquizofrenia. Casi siempre, el únicoobjetivo de las alucinaciones erasugerirle a la persona enferma queera una inútil, una malvada y que nomerecía vivir. Con cierta frecuencia,una voz mental impulsaba a losesquizofrénicos a quitarse la vida. Ybastante a menudo los desgraciadosobedecían a sus imaginariostorturadores. Viktor miró el reloj y seasombró de que fuera tan tarde. Ya

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no podría seguir trabajando en laentrevista.

—Bien, señora Spiegel —dijo,poniéndose de pie para indicar quela conversación había acabadodefinitivamente. Cuando se acercó aAnna se desconcertó al notar queestaba un poco mareado—. Como lehe explicado repetidas veces, meresulta imposible tratarla en estelugar —prosiguió, con la esperanzade no tambalearse en el vestíbulo.

Anna lo contempló conexpresión indiferente y también sepuso de pie.

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—Desde luego —dijo en tonosorprendentemente animado—. Sinembargo, me alegro de que me hayaescuchado y seguiré su consejo.

Sus andares cuando iba hacia lapuerta principal despertaron unrecuerdo fugaz en Viktor, que sedesvaneció con la misma rapidez conque había surgido.

—¿Se encuentra bien, doctor?Que ella notara la ligera

pérdida de equilibrio lo irritó.—Me encuentro perfectamente.«Qué raro.» Viktor se sentía

como alguien que vuelve a pisar

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tierra firme tras una larganavegación.

—¿Dónde se aloja? —lepreguntó para cambiar de tema,mientras ambos recorrían el pasillo yViktor abría la puerta que daba a laterraza.

—En la Ankerhof.Claro. Fuera de temporada, la

Ankerhof era la única hostería dondeaceptaban huéspedes. Trudi, lapropietaria, cuyo marido habíasufrido un accidente mortal en subarca de pesca hacía tres años, eraconsiderada el alma caritativa de la

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isla.—¿De verdad se encuentra

bien? —insistió Anna.—Sí, sí. A veces me mareo

cuando me pongo de pie demasiadorápido —mintió, con la esperanza deque no fuera el síntoma de una gripe.

—Bien —dijo ella, dándose porconforme—. Entonces regresaré alpueblo. Todavía he de hacer lasmaletas si quiero embarcarmemañana por la mañana temprano enel transbordador.

Viktor se alegró. Cuanto antesdesapareciera de la isla, tanto antes

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recuperaría la tranquilidad. Lodejaría en paz.

Volvió a estrecharle la mano yella se despidió brevemente.

Tras acabar algo, se sabe cómose hubiera podido hacer mejor. SiViktor hubiera estado más atentodurante la primera conversación,habría leído entre líneas y notado lasseñales de advertencia. Pero suingenuidad hizo que la dejaramarchar y no se volviera paramirarla. Anna seguramente contabacon ello porque, en cuanto la puertase cerró, ni siquiera se tomó la

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molestia de disimular sus auténticasintenciones; se dirigió al norte, endirección opuesta a la Ankerhof.

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6 En cuanto Anna se marchó, volvierona llamar a la puerta: eraHalberstaedt, el burgomaestre de laisla.

—Le agradezco que se hayaocupado del generador —lo saludóViktor y estrechó la mano delanciano—. La casa estaba calientecuando llegué.

—Me alegro, doctor —contestóHalberstaedt, apartando la mano concuriosa rapidez.

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—Hace mal tiempo, ¿qué lo traepor aquí? Creía que el correo nollegaba hasta mañana.

—Sí, tiene razón. —Halberstaedt sostenía un trozo demadera en la mano izquierda con laque se quitaba la arena de las botasnegras de goma—. No he venido poreso.

—Vale. —Larenz señaló lapuerta—. ¿Quiere pasar? Parece quelloverá pronto.

—No, gracias. No quieromolestarlo, sólo he venido a hacerleuna pregunta.

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—¿Cuál es?—Esa mujer que acaba de

visitarlo, ¿quién es?El tono directo desconcertó a

Larenz, porque Halberstaedt tendía aser amable y reservado, y respetabala vida privada de los habitantes dela isla.

—No es asunto mío, pero en sulugar yo tendría cuidado. —Elburgomaestre hizo una pausa yaprovechó para escupir tabaco demascar por encima de la barandilla—. ¡Mucho cuidado!

Viktor entornó los párpados

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como si el sol le diera en la cara yobservó a Halberstaedt, disgustadotanto por lo que le decía como porcómo se lo decía.

—¿A qué se refiere?—A nada. Se lo digo con toda

sinceridad: esa mujer no es trigolimpio. Algo le pasa.

Viktor sabía que los enfermospsíquicos despiertan las sospechasde la gente y se asombró de larapidez con la que Halberstaedthabía notado que Anna no era unapersona sana.

«Pero yo tampoco lo soy. Ya

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no.»—Bien, no debe preocuparse

por esa señora...—No es ella la que me

preocupa, es usted. Temo que algopueda ocurrirle.

La pausa mental que lairrupción de Anna y su escalofriantehistoria le habían proporcionadoterminó como por arte de ensalmo.«Josy.» Los impulsos que hacían querecordara instintivamente a su hija secontaban por millones. Y una vozamenazadora como la delburgomaestre era uno de ellos.

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—¿Qué quiere decir?—Lo dicho. Creo que usted

corre peligro. Hace cuarenta y dosaños que vivo en la isla y duranteellos he visto llegar y marcharse amuchos. Algunos eran bienvenidos.Buenas personas que uno deseabaque permanecieran más tiempo aquí,como usted, doctor. Y en el caso deotros, supe desde el primer instanteque darían problemas. No puedoexplicarlo. Debe de ser algoparecido a un sexto sentido, y se medisparó en cuanto vi a esa mujer enel pueblo.

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—Explíquese mejor. ¿Qué ledijo, por amor de Dios, paraintranquilizarlo tanto?

—No dijo nada. No hablé conella. Me limité a observarla desdelejos y a seguirla hasta su casa.

«¡Qué curioso! —pensó Viktor—. Anna me ha contado una cosamuy distinta. Pero ¿por qué habría dementirme acerca de una conversacióncon Halberstaedt?»

—También Hinnerk dijo que suconducta fue condenadamente extrañahace dos horas, cuando acudió a sutienda de ultramarinos.

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—¿Extraña en qué sentido? —quiso saber Viktor.

—Preguntó por un arma.—¿Qué?—Sí. Primero quiso comprar un

arpón o una pistola de señales. Porfin acabó comprando un cuchillo detrinchar y varios metros de sedal. Asíque uno se pregunta qué se proponeesa mujer.

—No tengo ni idea —dijoViktor, ensimismado. Realmente nolo sabía. ¿Qué pretendía hacer unaenferma psíquica con un arma en esapacífica isla?

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—En fin. —Halberstaedt secubrió la cabeza con la capucha desu chubasquero negro—. He de irme.Perdone la molestia.

—No se preocupe.Halberstaedt bajó los escalones

de la terraza y, en la pequeña puertade la verja, se volvió.

—Una cosa más, doctor. Hacetiempo que quería decírselo. Lolamento mucho.

Viktor asintió, mudo. Despuésde cuatro años ya no era necesarioque nadie explicara por qué le dabael pésame, porque resultaba

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evidente.—Pero la estancia aquí debería

ser beneficiosa para usted. Y por esohe venido.

—¿Qué quiere decir?—Me alegré cuando se trasladó

a la isla. Lo vi bajar deltransbordador y albergué laesperanza de que lograra pensar enotra cosa, de que pronto tuvieramejor aspecto. Pero...

—¿Pero qué?—Está aún más pálido que hace

una semana. ¿Hay algún motivo?«Sí. Una pesadilla. Y se llama

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“mi vida”. Y tu presencia aquí sólola empeora», pensó Viktor. Pero envez de expresarlo en voz alta sacudióla cabeza tratando de calmar alburgomaestre. Sólo consiguió volvera marearse. Halberstaedt cerró lapuerta de la verja desde el exterior yle lanzó una mirada severa.

—Da igual. Tal vez meequivoque. Quizá la sangre no llegueal río. Pero insisto: no olvide lo quele he dicho acerca de esa mujer.

Viktor se limitó a asentir con lacabeza.

—Hablo en serio, doctor.

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Cuídese en los próximos días. Tengola sensación de que algo no va bien.

—Lo haré. Gracias.Viktor cerró la puerta de

entrada y observó a Halberstaedt através de la mirilla hasta quedesapareció.

«¿Qué ocurre aquí? —pensó—.¿Qué significa todo esto?»

Averiguar la respuesta lellevaría cuatro días más, pordesgracia cuando ya fuera demasiadotarde para él.

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7 Parkum, cuatro días antes de laverdad

BUNTE: ¿Aún albergaesperanzas?

Para Viktor, la segunda preguntade la entrevista era la peor. Despuésde pasar una noche inquieta y haberdesayunado cualquier cosa, Viktorllevaba sentado ante su portátil desdelas diez de la mañana, pero hacía

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media hora que la pantalla estaba enblanco y ese día no tenía una buenaexcusa. Ya no cabía duda de quehabía pillado una gripe. El mareo deldía anterior casi había desaparecido,pero desde que se había despertadole costaba tragar y moqueaba. Sinembargo, quería recuperar el tiempoperdido.

¿Esperanzas?Preferiría contestar con otra

pregunta: «¿Esperanzas de qué? ¿Deque Josy siga con vida o de queencuentren su cadáver?»

Un golpe de aire hizo temblar

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las hojas de la ventana. Viktorrecordó vagamente que el informemeteorológico pronosticaba unempeoramiento del tiempo. Sesuponía que la avanzadilla delhuracán Antón alcanzaría la isla porla tarde. La lluvia formaba una paredgris y amenazadora por encima delmar y violentas ráfagas de vientoazotaban la isla. La temperaturahabía bajado de manera considerabledurante la noche y el fuego de lachimenea no ardía sólo por motivosestéticos sino porque el calor queirradiaba era necesario para apoyar

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la calefacción central, quefuncionaba gracias al generador. Porlo visto, los pescadores y losbarqueros también se habían tomadoen serio los informes de la guardiacostera. Al mirar por la ventana,Viktor vio que ni una solaembarcación se agitaba en las olascada vez más altas, y su miradaregresó a la pantalla.

Esperanzas.Viktor apretó los puños y luego

abrió los dedos, pero no tocó ningunatecla. La primera vez que había leídola pregunta ésta había roto un dique

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mental y el primer recuerdo quehabía cobrado forma lentamentehabía sido el de los últimos días devida de su padre. Gustav Larenzhabía muerto de un linfoma a lossetenta y cuatro años. Sólo podíasoportar el dolor tomando morfina.Pero en las etapas finales de laenfermedad, ni siquiera las píldorasmás fuertes lograban calmar losdolores. «Como bajo una campanallena de niebla...», había dicho supadre para describir la palpitantemigraña, que sólo se le calmabatomando morfina cada dos horas.

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«Como debajo de una campanallena de niebla. Exactamente debajode algo así enterré mis esperanzas.Es como si los síntomas de mi padretambién me hubieran afectado a mí,como una enfermedad contagiosa.Sólo que el cáncer no afecta misistema linfático sino mi juicio, y lametástasis invade mi psique.»

Viktor inspiró profundamente ypor fin empezó a escribir.

Sí, tenía esperanza. De que undía su ama de llaves le anunciara unavisita que aguardaba en el vestíbuloy que se negaba a pasar al salón.

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Esperaba que el hombre, quesostenía la gorra del uniforme en lasmanos, lo mirara a los ojos sin decirpalabra. Entonces por fin lo sabríacon seguridad, mucho antes de quelas palabras más definitivas de todassurgieran de la boca del funcionario:«Lo siento.» Esa era su esperanza.

En cambio Isabell rezaba todaslas noches para que ocurriera locontrario. De eso estaba seguro,ignoraba de dónde sacaba fuerzas,pero en lo más profundo de su serIsabell albergaba una esperanza: undía regresaría a casa y encontraría la

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bicicleta de Josy tirada en el suelo,ante la entrada. Antes de que laenderezara, Josy se acercaría riendodesde el lago, sin aliento y agarradade la mano de su padre. Sana y feliz.«¿Qué hay para comer?», gritaría, ytodo volvería a ser como antes.Isabell no se asombraría y tampocole preguntaría a Josy dónde habíaestado durante los últimos años. Leacariciaría la melena pelirroja, máslarga que antes, y se limitaría aaceptar que hubiera vuelto, que porfin la familia volviera a estar unida.Al igual que había aceptado la

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separación, durante años. Ésa era suesperanza inexpresada.

«Bien, ¿da por contestada supregunta?»

Sin inmutarse, Viktorcomprendió que volvía a hablar solo.En esta ocasión su interlocutoraimaginaria era Ida von Strachwitz, laredactora jefa de la revista Bunte, ala que debía enviar las primerasrespuestas por correo electrónico alcabo de dos días.

El portátil de Viktor produjo unsonido que le recordó el de una viejacafetera que escupe el resto del agua

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en el filtro. Decidió borrar lasúltimas líneas, pero se irritó alcomprobar que no había nada queborrar. Durante el transcurso de laúltima media hora sólo había escritouna frase, que ni siquiera tenía mucharelación con la pregunta.

Entre la sospecha y la certeza seencuentran la vida y la muerte.

Viktor no llegaría a terminar esaúnica línea porque de repente sonó elteléfono; era la primera vez quesonaba desde su llegada a Parkum yel inesperado sonido que desgarró elsilencio que reinaba en la pequeña

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casa le sobresaltó. Dejó que sonaracuatro veces antes de levantar elpesado auricular del anticuadoteléfono de disco. Como casi todoslos demás objetos de la casa, elmonstruo negro era una herencia desu padre. Estaba en una mesita, juntoa la estantería.

—¿Lo molesto?Viktor suspiró mentalmente.

Casi había contado con queocurriera. De pronto volvió a sentirel mareo del día anterior y losconocidos síntomas de la gripe.

—¿Acaso no llegamos a un

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acuerdo, señora Spiegel?—Sí —respondió ella en tono

apocado.—Se suponía que usted se iba

esta mañana, ¿verdad? ¿Cuándozarpa el transbordador?

—Por eso lo llamo. No puedomarcharme.

—Oiga. —Viktor miró nerviosoal techo y descubrió unas telarañasen un rincón—•. Ya hemoscomentado todo esto de maneraexhaustiva. De momento ustedatraviesa una fase de calma y, en eseestado, puede regresar a Berlín sin

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ningún inconveniente. En cuantollegue, se encuentra con el profesorVan Druisen al que yo...

—No puedo —lo interrumpióAnna sin alzar la voz. Y antes de quedijera nada Viktor sabía qué diría—.El transbordador. No zarpa debido ala tormenta. Estoy atrapada aquí, enla isla.

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8 Lo supo incluso antes de colgar elauricular. Su tono de voz la delató:insinuaba que ella se habíaencargado personalmente de latormenta, sólo para mantenerloalejado de su trabajo y de lainvestigación del pasado, y tambiéninsinuaba que tenía algo que contarle,algo tan importante que había estadodispuesta a enfrentarse al agobio y alcoste del viaje de Berlín hasta laisla. Y que, por algún motivo, el día

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antes no le había contado. Viktorignoraba qué era, pero sabía que ellano abandonaría la isla antes dedesembarazarse de su historia. Poreso se presentaría, y por eso él sehabía duchado y cambiado de ropa,por si acaso. Había tomado unaaspirina disuelta en agua con elestómago vacío. Percibía la presiónen los ojos, un indicio claro de queestaba a punto de sufrir un dolor decabeza, quizás acompañado defiebre. Para estos síntomas Viktorprefería tomar dos Katolodon, perolo adormecerían y algo le decía que

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era mejor enfrentarse a su inoportunahuésped con la cabeza despejada.Así que se sentía mal pero al menosno con sueño cuando, a primera horade la tarde, Sindbad anunció lapresencia de Anna con un gruñido.

—He salido a dar un paseo y hevisto luz en su salón —le dijo conuna sonrisa cuando Viktor le abrió lapuerta.

Viktor frunció el ceño. «¿Unpaseo?» Dado el estado del tiempo,incluso los amos de un perro salían adisgusto. Cierto que aún no llovía amares, pero la ligera llovizna era

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bastante desagradable. Y el traje defina lana y los zapatos de tacón noeran lo indicado para dar un paseobajo la lluvia. Se tardaban quinceminutos como mínimo para llegardesde el pueblo a la casa de la playay el sendero ya estaba encharcado.Sin embargo, sus elegantes zapatosde verano estaban impolutos y sucabello seco pese a que no llevabaparaguas ni pañuelo en la cabeza.

—¿Soy inoportuna?Viktor se dio cuenta de que no

había pronunciado palabra, de quesólo se había limitado a mirarla

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estupefacto.—Pues sí. Es decir, yo...

Perdón, estoy un poco confuso,supongo que he pillado una gripe. «Ylo que Halberstaedt me contó de titampoco me anima a abrirte la puertaasí sin más.»

—Oh. —La sonrisa se borró delrostro de Anna—. Lo siento.

Un relámpago cayó en el mardetrás de la casa y durante un instanteiluminó los alrededores, seguidopoco después por el correspondientetrueno. La tormenta se aproximaba.Viktor se enfadó: ahora no podría

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echar a la indeseada visita; se veríaobligado a ser amable y soportar supresencia, al menos hasta que pasarael aguacero.

—Bien, puesto que se hatomado la molestia de venir hastaaquí, le propongo que tomemos unataza de té —dijo, de muy mala gana.Anna aceptó la invitación sintitubear. Había recuperado la sonrisay Viktor incluso creyó adivinar unaligera expresión triunfal en susrasgos, como la de un niño que, traslloriquear un buen rato en elsupermercado, por fin consigue que

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su madre le compre un dulce.Ella lo siguió hasta el salón de

la chimenea y ambos volvieron asentarse como la tarde anterior: ellacon las piernas cruzadas en el sofá,él de espaldas a la ventana delantedel escritorio.

—Sírvase, por favor —dijoViktor, alzando su taza e indicando larepisa de la chimenea dondereposaba la tetera encima delcalientaplatos.

—Tal vez más tarde, gracias.El dolor de garganta había

aumentado y Viktor bebió un largo

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sorbo de té, que sabía aún másamargo que antes.

—¿Se encuentra bien?Otra vez la misma pregunta. Que

ella notara que no se encontraba bienirritó a Viktor. Allí el médico era él.

—Gracias. Me encuentroperfectamente.

—¿Por qué tiene esa expresiónfuribunda desde que he llegado,doctor? ¿Acaso está enfadadoconmigo? Le ruego que me creacuando le digo que esta mañanarealmente tenía la intención de tomarel transbordador, pero por desgracia

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las salidas se han suspendido.—¿Le han dicho cuándo está

previsto que vuelva a salir?—No. Sólo que no será hasta

dentro de dos días como mínimo.Con mucha suerte, veinticuatro horas.

«Y con mala suerte, unasemana.» Eso habían tenido queesperar Viktor y su padre en ciertaocasión.

—Tal vez podríamosaprovechar el tiempo para proseguircon la terapia, ¿no? —preguntó Annaen tono ingenuo y sin dejar desonreír.

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«Quiere desembarazarse dealgo», pensó Viktor.

—Si cree que lo de ayer fueterapia, se equivoca. Sólo fue unacharla. Usted no es mi paciente y esono lo modifica la tormenta.

—Estupendo. Entoncesprosigamos con la charla de ayer. Mehizo bien.

«Quiere desembarazarse dealgo y no cejará hasta haberlosoltado.»

Viktor le sostuvo la mirada y, alcomprender que ella tampocodesviaría la suya, acabó por asentir

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con la cabeza.—Bien, pues... —«Acabemos

con lo que empezamos ayer»,completó la frase mentalmentemientras Anna se reclinaba en el sofácon expresión satisfecha.

Y entonces procedió a narrarlela historia más espeluznante jamásoída por Viktor.

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9 Lo primero que Viktor le preguntófue:

—¿Qué libro está escribiendoen la actualidad? —Era la preguntaque se le había ocurrido esa mañana,al despertar: «¿Cuáles son lossiguientes personajes que cobraránvida en sus pesadillas?»

—Ya no escribo. En todo caso,no en el sentido habitual.

—¿Qué quiere decir?—Ahora sólo escribo sobre mí

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misma. Mi biografía, por decirlo dealguna manera. Así mato tres pájarosde un tiro. En primer lugar, mepermite continuar con mi aficiónartística. En segundo lugar, me sirvepara elaborar mi pasado y, en tercerlugar, impido que personajesnovelescos entren en mi vida y mevuelvan loca.

—Comprendo. Entoncescuénteme algo de su último grancolapso. El que al final provocó suhospitalización.

Anna soltó un profundo suspiroy entrelazó los dedos como si rezara.

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—Bien. El último personaje quese independizó fue la heroína de unmoderno cuento de hadas infantil.

—¿De qué trataba?—De una niña pequeña.

Charlotte. Era un ángel rubio ydelicado, como las imágenespublicitarias del pan de canela y loschocolates.

—No es el peor personaje queuno podría imaginar comoacompañante imaginario.

—Sí, es verdad. Charlotte eraun tesoro. Todos cuantos la veían letomaban cariño. Era hija única de un

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rey y vivía en un pequeño castillo enuna isla.

—¿De qué trataba la historia,exactamente?

—De una búsqueda. Porqueresulta que un buen día Charlottecayó enferma. Muy enferma.

Viktor, a punto de beber otrosorbo de té, dejó la taza. Ahora Annaacaparaba toda su atención.

—Sufría inexplicables ataquesde fiebre y cada vez estaba más débily más delgada. Todos los médicosdel país acudieron y la examinaron,pero ninguno sabía qué le ocurría.

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Con cada día que pasaba, sus padresse desesperaban un poco más. Y elestado de la pequeña empeoraba undía tras otro.

Viktor contuvo el aliento y seconcentró en cada una de sussiguientes palabras.

—Un día, la pequeña Charlottedecidió tomar las riendas de sudestino y se escapó de casa.

«Josy.»Viktor intentó reprimir esa idea,

pero no lo logró.—¿Cómo dice? —Anna lo

contemplaba con expresión irritada.

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Viktor no había notado que era obvioque había dicho algo, y se pasónerviosamente la mano por el pelo.

—Nada. No queríainterrumpirla. Por favor, prosiga.

—Bien, lo dicho: emprendió labúsqueda del origen de suenfermedad. Si se quiere, estahistoria es una parábola. Un cuentode hadas acerca de una niña enfermaque no se rinde sino que decideactuar por cuenta propia.

«No puede ser. Es imposible.»Viktor era incapaz de pensar conclaridad. Conocía esa sensación; la

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primera vez que se había sentido deaquel modo había sido en la consultadel doctor Grohlke. Y a partir deentonces todos los días de su vidahasta el momento en el que habíadecidido acabar definitivamente conla búsqueda de su pequeña hija.

—¿De verdad se encuentra bien,doctor Larenz?

—¿Qué? Oh... —Viktor vio queestaba tamborileando en el escritoriocon los dedos de la mano izquierda—. Discúlpeme, habré tomadodemasiado té. Pero siga hablándomede Charlotte. ¿Cómo acaba la

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historia? ¿Qué ocurrió? «¿Qué leocurrió a Josy?»

—No lo sé.—¿Qué? ¿No sabe cómo acaba

su propia historia? —exclamó, peroAnna no pareció asombrada por elarrebato.

—Ya le he dicho que jamásacabé el cuento. Se quedó en unfragmento. Por eso Charlotte nuncavolvió a soltarme y me arrojó a estapesadilla.

«¿Pesadilla?»—¿Qué quiere decir con eso?—Lo dicho, Charlotte fue el

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último personaje de ficción quepenetró en mi vida. Y lo queexperimenté con ella fue tanhorroroso que me provocó elcolapso.

—Una vez más. Dígame quéocurrió exactamente.

Viktor sabía que su conducta noera la correcta. La paciente aún noera capaz de hablar del trauma. Peroél tenía que saber de qué se trataba.Al ver que Anna mantenía la vistaclavada en el suelo y no respondía,habló con mayor precaución.

—¿Cuándo sufrió la primera

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alucinación con Charlotte?—Hace cuatro años, en Berlín.

En invierno.«El 26 de noviembre.» Viktor

completó mentalmente lainformación.

—Me disponía a ir a la compracuando oí un estruendo en la calle. Elchirrido de unos neumáticos, un ruidometálico, cristales que se rompen,los sonidos habituales de un choquefrontal. Recuerdo que pensé:«Espero que nadie haya resultadoherido», y me di la vuelta. Entoncesvi a la niña. Estaba en medio de la

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calle, paralizada. Por lo visto ellaera la culpable del accidente.

Viktor se envaró.—De repente, como impulsada

por una señal invisible, giró lacabeza y me sonrió. Entonces lareconocí: era Charlotte. La niñaenferma de mi novela. Corrió haciamí y me agarró de la mano.

«Sus delgados bracitos. Tanfrágiles...»

—Me quedé tiesa, catatònica.Por una parte, sabía que Charlotte noexistía, no podía existir. Por la otraera muy real. No me quedó más

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remedio que aceptar su presencia.Así que la seguí.

—¿Adonde? ¿Dónde ocurrióaquello?

—¿Cómo dice? ¿Por qué esimportante? —Anna parpadeó,parecía desconcertada y de prontopareció no tener ganas de seguirhablando.

—Tiene razón, no esimportante. Perdóneme. Prosiga.

Anna carraspeó y se puso depie.

—Si no le importa, doctorLarenz, quisiera hacer una pausa. Sé

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que no dejé de insistir en manteneresta conversación, pero ahoracomprendo que quizás aún no puedacontárselo todo. Esas alucinacionesfueron terribles para mí y hablar deellas me resulta más difícil de lo quecreía.

—Por supuesto —dijo Viktor.Aunque estaba ansioso por obtenermás información también se puso depie.

—Ya no volveré a molestarlo.A lo mejor mañana podré regresar acasa.

«¡No!»

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Viktor se esforzó por encontraruna solución. No podía permitir queAnna regresara, aunque eso eraprecisamente lo que le había exigidohacía unos minutos.

—Una pregunta más —dijo, depie en el centro del salón—. ¿Cómose titulaba el libro?

—Todavía no tenía título. Sólouno provisional: Nueve.

—¿Por qué Nueve?—Porque cuando Charlotte se

escapó de casa tenía nueve años.—Oh.«¡Demasiado joven!»

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Con asombro, Viktor se diocuenta del efecto que le habíancausado las escasas palabras deAnna. De hasta qué punto habíadeseado que las visiones enfermizasy esquizofrénicas de la pacientetuvieran una base real.

Al aproximarse a ella conlentitud, Viktor notó que le habíasubido la fiebre y que tenía másdolor de cabeza a pesar de la píldoraque había tomado después deducharse las sienes le palpitabandolorosamente y los ojos le llora- Iun. De repente la figura de Anna se

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volvió borrosa y vio su contornocomo a través de un vaso lleno deagua. Parpadeó y, cuando pudo vercon mayor claridad, leyó algo en lamirada de Anna que al principio leresultó inexplicable. Y entonces supoqué era: la conocía. En algúnmomento, hacía mucho tiempo, ya sehabía encontrado con ella, aunqueera incapaz de adjudicarle un nombreo de identificarla, como sucede aveces con un actor: uno no sabecómo se llama ni en qué película loha visto.

La ayudó a ponerse el abrigo

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con cierta torpeza y la acompañó a lapuerta. Anna ya había dado un pasoal exterior cuando se giró y, unsegundo después, su boca estaba amilímetros del rostro de Viktor.

—Hay algo más y se lo dirésólo porque usted me lo acaba depreguntar.

Viktor retrocedió y de pronto senotó tan envarado como al principiode la conversación.

No sé si es importante, pero ellibro tenía un subtítulo. Es unsubtítulo muy extraño, porque enrealidad no tiene ninguna relación

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con la historia. Se me ocurrió en labañera y lo encontré bonito.

—¿Cuál era?Momentáneamente, Viktor se

preguntó si de verdad quería saberlo.Pero ya era demasiado tarde.

—El gato azul —contestó Anna—. No me pregunte por qué. Penséque un gato azul en la portadaquedaría bonito.

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10 —Sólo para asegurarme de que te hecomprendido correctamente...

Viktor casi podía ver al gordodetective al otro extremo de la línea,cabeceando incrédulo mientras lehacía preguntas. Lo había llamado encuanto Anna se había marchado.

—¿Me estás diciendo que enParkum has recibido la visitainesperada de una perturbadamental?

—Sí.

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—¿Y que la mujer afirma que lapersiguen unos personajes de novelaque ella misma ideó?

—Algo por el estilo.—¿Y ahora quieres que

compruebe si las alucinaciones de...esto...?

—Lo siento, Kai, pero sólo tediré su nombre cuando sea necesario.Aunque ya no ejerzo, en sentidoestricto es una paciente, y deboguardar el secreto profesional.

«Por lo menos, mientraspueda.»

—Como quieras, pero ¿de

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verdad crees que los ataques deesquizofrenia de esta nueva pacientepueden estar relacionados con ladesaparición de tu hija?

—Así es.—Supongo que sabrás lo que

opino al respecto, ¿verdad?—Desde luego —contestó

Viktor—. Crees que he perdidodefinitivamente el juicio.

—Por decirlo con suavidad.—Lo comprendo, Kai. Pero

reflexiona un instante: eso que me hacontado no puede ser casualidad.

—Querrás decir que tú no

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quieres que lo sea.Viktor hizo caso omiso de la

objeción.—Una niña pequeña gravemente

afectada por una enfermedadinexplicable que un buen díadesaparece. En Berlín.

—Bien —dijo Kai—. Pero ¿y site ha mentido? ¿Y si en realidad sabealgo acerca del paradero de Josy?

—Olvidas que jamás dimos aconocer que estuviera enferma. Nopuede saber nada al respecto.

Fue lo que les había aconsejadola policía. Los misteriosos síntomas

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de la enfermedad que sufría Josy nodebían servir para que la prensasensacionalista alimentara lavoracidad de las masas. «Además,de este modo disponemos deinformación que sólo nos podríaproporcionar el auténticosecuestrador —le había dicho eljoven jefe de la investigación—. Asísabremos quién la tiene en su poder yquién sólo está interesado en sudinero.»

Y, en efecto, tras la publicacióndel parte de desaparición se habíanrecibido llamadas de varios

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individuos, todos los cuales habíanrespondido que «se encuentraperfectamente» o «muy bien, dadaslas circunstancias» a la pregunta:«¿Cómo se encuentra Josephine?» Yesa respuesta era incorrecta si unotenía en cuenta que la niña sufría undesvanecimiento al menos una vez aldía, incluso si no se encontraba enmanos de unos criminales.

—Vale, doctor —prosiguió eldetective privado—, niña enferma seescapa de casa. En Berlín. Hasta ahílos hechos encajan, de acuerdo. Pero¿y después? ¿A qué viene esa

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cháchara sobre la hija de un rey quevive en un castillo de una isla?

—Olvidas queSchwanenwerder es de hecho unaisla que se comunica con Berlín-Zehlendorf sólo por un puente. Y túmismo te referiste en broma a nuestraresidencia de Shinkel junto al lagoGrossen Wannsee como un«castillo». Y en cuanto a la hija delrey, Isabell solía llamar... suelellamar a Josy «princesa», otroparalelismo.

—No te lo tomes a mal, Viktor.Hace cuatro años que trabajo para ti

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y nos hemos hecho amigos. Y comoamigo te digo que eso que la señorate ha contado me suena a horóscopodel Kurier. Es tan inconcreto quetodos pueden entender lo que más lesconvenga.

—Da igual. Jamás podríaperdonarme si no hiciera todo lohumanamente posible por Josy.

—Vale. Tú mandas. Pero quierodejar claro otro punto: el últimotestimonio verosímil fue el de unapareja de ancianos que vieron a unaniña pequeña que salía de la consultaacompañada de un hombre. No

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sospecharon nada porque supusieronque el hombre era el padre. Ladeclaración fue confirmada por elpropietario del quiosco de laesquina. Un hombre de mediana edadsecuestró a tu hija. No una mujer.Además, Josy tenía doce años, nonueve.

—¿Y el gato azul? Sabes que elpeluche preferido de Josy eraNepomuk, el gato azul.

—De acuerdo, pero eso nosignifica que esta historia tenga piesni cabeza. Suponiendo que exista unarelación, ¿qué quiere esa mujer de ti?

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¿Cuáles son sus motivos? Si ellasecuestró a Josy, ¿por qué no sigueocultándose y en vez de eso va abuscarte a Parkum?

—No he dicho que mi pacienteesté relacionada con el secuestro.Sólo digo que sabe algo. Algo queintentaré sonsacarle durante laspróximas sesiones de terapia.

—Así que volverás a verla.—Sí, le he dicho que viniera

mañana por la mañana. Espero quevenga, pese a que hoy no he sido muyamable con ella.

—¿Y por qué mañana no se lo

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preguntas directamente?—¿Qué crees que debería

hacer?—Enséñale una foto de Josy.

Averigua si la reconoce.Y si la respuesta es afirmativa,

será mejor que llames a la policía deinmediato.

—Aquí no tengo ninguna buenafoto de ella. Sólo una copia de lafoto de un diario.

—Puedo enviarte una foto porfax.

—De acuerdo. Pero de todosmodos aún no podré utilizarla.

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—¿Por qué?—Porque hay un punto en el que

la mujer dice la verdad: estáenferma. Y si es verdad que sufre deesquizofrenia, necesito que confíe enmí como médico. No quiere seguirhablando del asunto, ya me lo hadicho. Si mañana le doy a entenderde manera indirecta que la considerocómplice de un delito se cerrará enbanda y no podré sonsacarle másinformación. No quiero correr eseriesgo mientras albergue una mínimaesperanza de que Josy esté viva.

«Esperanza.»

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—Te diré algo, Viktor. Laesperanza es como una astilla devidrio clavada en el pie. Mientraspermanece clavada en la carnesientes dolor a cada paso que das,pero una vez que te la han extraído laherida sangra un poco y tarda untiempo en cicatrizar, pero al final unopuede seguir caminando. Ese procesose denomina duelo y considero quees hora de que inicies el proceso.¡Santo Cielo! Han pasado casi cuatroaños y hemos tenido indicios mejoresque los proporcionados por esamujer que se hizo internar en un

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manicomio.Sin saberlo, Kai Strathmann

acababa de proporcionarle larespuesta a la segunda pregunta de laentrevista.

—Bien, Kai. Te prometo quepondré fin a la búsqueda de mi hijasi me haces un último favor.

—¿Cuál es?—Te ruego que compruebes si

el 26 de noviembre hubo un choquefrontal cerca de la consulta deldoctor Grohlke. Entre las tres ymedia y las cuatro y cuarto de latarde. ¿Podrás hacerlo?

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—Vale. Pero a condición deque hasta entonces no hagas más quededicarte a esa entrevista sin pies nicabeza, ¿entendido?

Viktor le dio las gracias peroevitó darle una respuesta directa.Sólo quería mentir si eraimprescindible.

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11 Parkum, tres días antes de la verdad BUNTE: Durante ese período,¿quién, aparte de su familia, le ayudómás?

Viktor soltó una carcajada.Faltaban pocos minutos para queAnna acudiera a la siguiente sesión.No estaba seguro de que lo hiciera.

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El día anterior no se lo habíaasegurado al despedirse y ahoraViktor procuraba distraersetrabajando en la entrevista. Parapensar en algo que no fueraCharlotte, o Josy, eligió la preguntamás sencilla.

«¿Quién le ayudó más?»No tuvo que pensárselo mucho.

La respuesta era escuela: el alcohol.Cuanto más tiempo transcurría

desde la desaparición de Josy, tantomás tenía que beber para mantener eldolor i raya. Si durante el primer añole bastaba con un trago, últimamente

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ni siquiera un vaso entero bastabapara ahuyentar las ideas tenebrosas.Y el alcohol no sólo servía parareprimir: ofrecía respuestas. Mejoraún: era la respuesta.

«Si hubiera estado más atento,¿seguiría viva? Respuesta: vodka.¿Por qué me quedé en la sala deespera sin hacer nada tanto tiempo?Respuesta: la marca da igual, loimportante es que la cantidad seaabundante.»

Viktor inclinó la cabeza haciaatrás, ansioso por retomar la

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conversación del día anterior. Kaiaún no había vuelto a llamar paradecirle si había averiguado algoacerca del accidente, pero Viktor noquería seguir esperando. Queríasaber cómo proseguía la historia deAnna, necesitaba nuevos indicios quele sirvieran para establecer unvínculo, por más fantástico que fuera.Y necesitaba un trago.

Volvió a reír. Claro que ahorapodía autojustificarse con elargumento de que un chorro de ron enel té era lo indicado, dada su gripecada vez más evidente, y a lo mejor

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le hubiera ayudado. Pero por suertehabía sido sensato: había dejado a sumejor amigo y ayudante en Berlín.Había llegado a Parkum sin una solagota de alcohol en la maleta. Y porun buen motivo. En los años pasados,el señor Jim Beam y su hermano JackDaniels eran los únicos pacientescon los que había mantenido unaintensa conversación, tan intensa quea veces había días en los que sóloera capaz de un único pensamientoclaro: cuándo llegaría el momento debeber otro trago de la botella.

Al principio, Isabell trató de

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alejarlo del alcohol. Había tratadode persuadirlo con buenas palabras,le había hecho de madre, se habíacompadecido de él y, con unafrecuencia cada vez mayor, le habíasuplicado que dejara de beber.

Más adelante, una vez pasada lafase de los gritos, hizo lo que losgrupos de autoayuda aconsejan atodos los familiares: pasar del tema.Isabell se mudó a un hotel sin previoaviso y no dio más señales de vida.Viktor no notó que la mansión estabavacía hasta que se acabaron lasprovisiones y ya no tuvo la fuerza

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necesaria para recorrer solo todo elcamino hasta la estación de servicio.

Y el dolor empezó a acompañarla falta de fuerza, y con el dolorllegaron los recuerdos.

Los primeros dientes de Josy.Los cumpleaños.El ingreso en la escuela.La bicicleta que recibió en

Navidad.Los trayectos en coche.Y Albert.«Albert.»Viktor contemplaba el oscuro

mar por la ventana y estaba tan

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ensimismado que no oyó los pasosque se acercaban por detrás.

«Albert.»Si se hubiera visto obligado a

mencionar el motivo que lo habíainducido a dejar de beber, ése habíasido su encuentro con el ancianomenudo y desconocido.

Antaño, cuando su vida aúntenía sentido, regresaba del trabajotodas las tardes alrededor de lascinco por la autopista en dirección aSpanische Allee. Pasada la torretriangular de radiodifusión, a laaltura de las viejas y ruinosas

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tribunas del circuito Avus, desdedonde los espectadores solíanpresenciar las carreras deautomóviles en verano, siemprehabía un señor mayor observando elpaso de los coches que regresaban acasa después del trabajo. Aguardabajunto a una destartalada bicicleta deseñora que le servía de medio detransporte, cerca de un hueco en laverja que rodeaba el terraplén. Era elúnico lugar entre Wedding y Potsdamdonde no habían instalado pantallasacústicas o paredes para impedir lavista del circuito. Cada vez que

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Viktor pasaba junto a él a cienkilómetros por hora, se preguntabapor qué el hombre se dedicaba aobservar los faros traseros de losinnumerables coches. Viktor siemprepasaba a su lado en el Volvo a unavelocidad excesiva, tan excesiva quedurante los cientos de díastranscurridos nunca pudo observar laexpresión del rostro del hombre.Aunque lo veía casi a diario, no lohubiera reconocido de tenerloenfrente.

Un día Josy también notó supresencia, cuando ella, Viktor e

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Isabell regresaban a casa de unafiesta popular.

—¿Por qué está ahí esehombre? —preguntó, y se giró paramirarlo.

—Está un poco confuso —diagnosticó Isabell en tono objetivo.Pero Josy no se dejó convencer.

—Creo que se llama Albert —murmuró entre dientes. Sin embargo,Viktor oyó sus palabras.

—¿Por qué Albert?—Porque es un anciano y está

solo.—Ya, ¿y los ancianos solitarios

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se llaman así?—Sí —respondió Josy, y eso

puso fin al asunto. A partir deentonces el desconocido que estabade pie al borde del camino tuvonombre y de vez en cuando Viktor losaludaba con la cabeza cuandopasaba junto a él rumbo a la consulta.

—¡Hola, Albert!Mucho después, un día en el que

despertó de la borrachera tendido enel suelo de mármol del baño,comprendió que Albert tambiénbuscaba algo. Algo que habíaperdido en alguna parte y que creía

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encontrar en los coches que pasabana toda velocidad. Albert debía de serun alma gemela. En cuanto lo pensó,Viktor se sentó al volante del Volvoy condujo hasta el terraplén delpabellón de la Deutschlandhalle. Yadesde lejos vio que ese día Albert noocupaba su lugar habitual. Y durantelos días siguientes tampoco apareció.

Viktor hubiera querido decirle:«Discúlpeme, pero ¿qué estábuscando? ¿Usted también haperdido a alguien?»

Pero Albert nunca más volvió aaparecer.

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«Como Josy.»El decimoctavo día, cuando

Viktor regresó a casa paradescorchar otra botella sin haberlovisto, Isabell lo esperaba en la puertacon una carta en la mano en la que lesolicitaban una entrevista para larevista Bunte.

—¿Doctor Larenz?La pregunta arrancó a Viktor de

su ensoñación. Se puso de pie contanta violencia que se golpeó larodilla derecha contra el escritorio,se atragantó y empezó a toser.

—Supongo que debo volver a

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pedirle disculpas —dijo Anna, depie detrás de Viktor pero sin hacerademán de acercarse o ayudarle—.No quería asustarlo otra vez, pero hellamado varias veces a la puerta y seha abierto.

Aunque estaba seguro dehaberla cerrado con llave, Viktorasintió con la cabeza, simulandocomprensión. Se llevó la mano a lacabeza y notó que tenía la frentebañada en sudor.

—Tiene peor aspecto que ayer.Será mejor que me marche.

Viktor notó que Anna lo miraba

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fijamente y, al mismo tiempo,comprendió que el susto habíaimpedido que dijera una solapalabra.

—No —dijo, alzando la voz.Anna ladeó la cabeza, como si

no le hubiera entendido.—No —repitió Viktor—, no es

necesario. Tome asiento, por favor.Me alegro de que haya venido.Quiero hacerle varias preguntas.

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12 Anna se quitó el abrigo y la bufanday se acomodó en el sofá. Viktor nohabía abandonado su lugar detrás delescritorio. Simuló buscar unos datosacerca de su caso en un archivo delordenador. En realidad, todos losdatos importantes estabanalmacenados en su cerebro y sóloquería ganar tiempo paratranquilizarse y poder empezar conlas preguntas.

Cuando su pulso recuperó el

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ritmo normal, Viktor tomó concienciade que tendría que hacer un granesfuerzo para seguir el relato deAnna con atención. Se sentía igualque tras una noche de juerga:soñoliento, agotado, débil. Y encimael dolor de cabeza se extendía comouna red desde la nuca a la regiónoccipital. Se llevó las manos a lassienes y miró el mar por la ventana.

Las olas eran un embravecidoocéano de tinta azul y, cuanto más seencapotaba el cielo, tanto másoscuras se volvían las aguas. Lavisibilidad se reducía a dos millas

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marítimas y el horizonte parecía cadavez más próximo a la isla.

En el reflejo de la ventana,Viktor vio que Anna se había servidouna taza de té y que estaba dispuestaa hablar. Viktor giró el sillón detrásdel escritorio y dijo:

—Me gustaría empezar dondelo dejamos ayer.

—Con mucho gusto.Anna se llevó la delicada taza a

la boca y Viktor se preguntó si ellápiz de labios de color rojo claromancharía la porcelana de Meissen.

—Usted dijo que Charlotte se

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escapó de casa sin decir nada a suspadres, ¿verdad?

—Sí.«Josy jamás lo hubiese hecho»,

pensó Viktor. Había reflexionadoacerca de esa posibilidad toda lanoche y llegado a la conclusión deque la desaparición de su hija nopodía deberse a un motivo tan banal.«Ella no era de las que se escapan.»

—Charlotte abandonó su hogarpor su cuenta, con el fin de averiguarla causa de su misteriosa enfermedad—dijo Anna—. De eso va el librodesde la página uno a la veintitrés:

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de la enfermedad, del fracaso de lamedicina clásica y de la huida.Llegué hasta ahí, pero después no hevuelto a escribir una sola línea.

—Sí, eso fue lo que me dijo.¿Por algún motivo en particular?

—Sí. La respuesta es muybanal. No sabía cómo continuar lahistoria, así que guardé el borradoren mi ordenador y me olvidé delarchivo incompleto.

—¿Hasta que Charlotte hizoacto de presencia?

—Sí. Y fue espantoso. Como lehe dicho, ya había sufrido numerosos

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brotes esquizofrénicos conanterioridad. Veía coloresinexistentes, oía voces y sonidos,pero Charlotte fue el puntoculminante. De todos los personajesde mis libros, fue la que se convirtióen la alucinación más parecida a larealidad.

«¿Demasiado real?»Viktor bebió un sorbo de té y

notó que la gripe ya había afectadosu sentido del gusto. No lograbadistinguir si el té sabía mal o si lasgotas nasales que no dejaba deadministrarse eran las causantes de

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aquel sabor amargo.—Después dijo que un coche

casi atropelló a Charlotte.—80 ——Sí, ésa fue la primera vez que

noté su presencia de un modoconsciente.

—¿Y luego se marchó con elladel lugar del accidente?

—No, al contrario —dijo,sacudiendo la cabeza—. No fui yoquien se marchó con Charlotte, ellame rogó que la siguiera.

—¿Por qué?—Quería que acabara de

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escribir la historia. Me preguntó losiguiente: «¿Por qué sólo hay doscapítulos? ¿Qué pasa después? Noquiero seguir siendo una enfermapara siempre.»

—Así que su personaje leexigió que acabara la historiaempezada, ¿verdad?

—Exacto. Y lo primero quehice fue decirle la verdad: que eraincapaz de hacer algo por ella,puesto que yo misma no sabía cómodebía seguir la historia.

—¿Y ella cómo reaccionó?—Me agarró de la mano y dijo:

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«Ven conmigo. Te ayudaré. Temostraré el lugar donde empezó todo.A lo mejor allí se te ocurre cómoacaba nuestra historia.»

«¿Nuestra historia?»—¿Dónde estaba ese lugar?—No lo sé. Fuera de Berlín.

Sólo recuerdo el trayecto hasta allíde manera incompleta.

—Sin embargo, le ruego que lodescriba con tanta precisión comopueda.

—Creo que fuimos por laautopista en mi coche, hacia el oeste.No me pregunte qué salida tomamos.

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No obstante, recuerdo que Charlottese puso el cinturón de seguridad.Resulta extraño, ¿verdad? Lo quemás se me quedó grabado fue que enmi alucinación temía sufrir unaccidente.

«Sí, lo comprendo. Josy sabíaque debía abrocharse el cinturón.Isabell siempre se aseguraba de quelo hiciera.»

—¿Cuánto tiempo duró eltrayecto?

—Alrededor de una hora, omás. Atravesamos un pueblo bastantegrande, donde pasamos junto a un

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viejo asentamiento ruso rodeado deestatuas. Al menos eso creo.

Al escuchar sus palabras, Viktorse envaró como en el sillón deldentista.

—En todo caso —prosiguió ella—, en la cima de una colina, enmedio del bosque, había una iglesiaortodoxa rusa. La dejamos atrás,cruzamos un puente, seguimos untrecho por la carretera y despuéstomamos por un camino a través delbosque.

«Eso es...»—Avanzamos alrededor de un

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kilómetro y nos detuvimos en unpequeño cortafuegos, donde aparqué.

«Eso es imposible...»Viktor tuvo que reprimir el

impulso de ponerse de pie y gritarlela siguiente pregunta a voz en cuello.Conocía el camino que ella acababade describir. Lo había recorrido amenudo, casi cada fin de semana.

—¿Adónde se dirigieron trasbajar del coche?

—Caminamos por un sendero.Era tan estrecho que tuvimos queavanzar en fila india. Al final habíaun pequeño bungalow de madera,

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parecido a una cabaña pero másmoderno. Estaba muy bien situado.

«En medio del bosque», pensóViktor y mentalmente le quitó lassiguientes palabras de la boca.

—No había vecinos. Sólopinos, hayas y abedules. Los árbolesde hoja caduca, que hasta hacíaescasos días lucían sus ricos coloresotoñales, habían perdido todas lashojas, que cubrían el suelo como unaalfombra blanda. Pese al frío del mesde noviembre, el bosque resultabacálido. Era muy bonito. Tan bonitoque ya no estoy segura de si era real

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o sólo una alucinación. ComoCharlotte.

En ese momento, Viktor nosabía qué prefería: que los ataquesde esquizofrenia de Anna estuvieranrelacionados con la desaparición desu hija o que la imaginación sólo leestuviera haciendo una malévolajugarreta. De momento todo podíaser una macabra casualidad. EnHavelland había docenas de casas defin de semana.

«Pero sólo una que...»—¿Recuerda si oyó algo cuando

estaba delante del bungalow?

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Anna le lanzó una miradainquisitiva.

—¿Es importante para miterapia?

«No. Pero para mí, sí.»—Sí —mintió Viktor.—A decir verdad, no oí nada.

Absolutamente nada. El silencio eratan completo como en la cima de unamontaña a dos mil metros por encimadel nivel del mar.

Viktor asintió con la cabeza,aunque en realidad hubiera queridoagitarla como en un concierto derock. Era exactamente la respuesta

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esperada. Sabía adonde habíallevado Anna a Charlotte. El silencioen el bosque de Sacrow, entreSpandau y Potsdam, era casitangible, tan impresionante que era loprimero que notaban los visitantes dela ciudad.

Parecía como si Anna fueracapaz de leerle el pensamiento.

—Claro que le pregunté aCharlotte dónde estábamos, pero selimitó a mirarme enfadada. «Pero sitú conoces este lugar —dijo,perpleja—. Es la casa de fin desemana de mi familia. Todos los

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veranos venía aquí con mis padres, yaquí pasé el último día bonito de mivida. Antes de que empezara todo.»

—¿Que empezara qué? —preguntó Viktor.

—Su enfermedad, supongo.Pero no quiso darme más detallessobre eso. Al contrario. Señaló elbungalow casi con enfado y me dijo:«¿Quién es la escritora, tú o yo?¡Dime tú qué ocurrió dentro delbungalow!»

—¿Usted lo sabía?—No, por desgracia. Pero

entretanto Charlotte me dijo que no

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dejaría de hurgar en mi cabeza hastaque yo acabara el libro. Así que tuveque formarme una imagen del interiorde la casa. Rompí un cristal de lapuerta trasera y entré como unaladrona.

«Eso no tiene sentido —pensóViktor—. Josy hubiera sabido dóndeestaba la llave.»

—Lo hice con la esperanza deencontrar un punto de referencia parala enfermedad de Charlotte.

—¿Y? ¿Tuvo éxito?—No. Pero tampoco sabía qué

debía buscar. Lo único que me llamó

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la atención de inmediato fue eltamaño del bungalow. Desde elexterior había calculado que eledificio de una sola planta comomucho tendría tres habitaciones, peroademás de dos baños, una ampliacocina y un salón con chimenea, allíhabía al menos dos dormitorios.

«Tres», la corrigió Viktormentalmente.

—Registré todas las cómodas,los armarios y las estanterías, inclusoel depósito del inodoro. Por suerteme llevó muy poco tiempo, puestoque el mobiliario de la casa de fin de

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semana era espartano. Escaso, perocaro.

«Philippe Starck, algunosmuebles estilo Bauhaus. Isabell seencargó de la decoración.»

—¿Qué hizo Charlotte mientrasusted registraba la casa?

—Aguardó fuera. Antes me dijoque jamás volvería a poner un pie enesa casa, que aquel día habíanocurrido demasiadas cosas malas.Pero no dejó de gritarmeindicaciones desde la puertaprincipal.

«¿Cosas malas?»

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—¿Por ejemplo?—Eso fue muy curioso.

Charlotte hablaba con acertijos.Decía cosas como: «No busques loque está. Intenta encontrar lo quefalta.»

—¿Comprendió qué queríadecir con eso?

—No. Pero en ese momento notuve la oportunidad de seguirhaciendo preguntas.

—¿Por qué?—Porque de repente pasó algo

que no me gusta recordar, doctorLarenz.

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—¿Qué es?En su mirada, Viktor reconoció

la misma expresión desganada que yahabía observado el día anteriorcuando ella había querido dejar laconversación.

—¿Podemos hablar de ellomañana? No me encuentro muy bien.

—No. Será mejor que losuperemos cuanto antes —insistióViktor. La facilidad con la quepronunció esa mentira lo atemorizó.Lo que estaba haciendo no teníaninguna relación con una terapianormal. Era un interrogatorio.

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Anna lo observó variossegundos, dubitativa. Al principioViktor creyó que había vuelto aperderla, que se pondría de pie yabandonaría su casa. Pero entoncesplegó las manos en el regazo yprosiguió con su historia.

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13 —De repente el bungalow se quedó aoscuras, así que debían de seralrededor de las cuatro y media de latarde. A esa hora, a finales denoviembre, se pone el sol. Regresé alsalón con chimenea y tomé unmechero para iluminar el pasillo.Entonces, a la pálida luz de la llama,vi que al final del pasillo había otrahabitación. Creo que era un trastero.

«O la habitación de Josy.»—Quise comprobarlo, pero

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entonces oí voces.—¿Qué clase de voces?—En realidad una sola. Y

tampoco era la de alguien quehablaba. Oí el llanto de un hombre.Era muy suave. No sollozaba, másbien gemía, y provenía de lahabitación del final del pasillo.

—¿Cómo lo sabía?—Porque aumentaba de

volumen cuanto más me acercaba.—¿No tenía miedo?—Sí. Pero no sentí pánico hasta

que de pronto oí gritar a Charlottedelante de la casa.

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—¿Por qué gritaba? —dijoViktor, llevándose las manos a lagarganta: hablar le ocasionaba unintenso dolor.

—Quería advertirme. «El viene—gritó—. Viene.»

—¿Quién?—No lo sé, pero noté que los

gemidos se habían apagado y que elpicaporte de la puerta bajabalentamente. Y cuando la corriente deaire apagó la llama del mechero ycomprendí lo que ocurría, me quedéparalizada.

—¿Qué comprendió?

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—Que aquello de lo queCharlotte quería advertirme ya estabajunto a mí.

El teléfono sonó e impidió queViktor pudiera hacerle otra pregunta.Decidió contestar desde el otroteléfono, el que estaba en la cocina.Isabell había insistido en instalar almenos un teléfono moderno deteclado en la casa de Parkum.

—Larenz.—No sé si mis noticias son

buenas o malas —dijo Kai, sin unsaludo previo y yendo directamenteal grano.

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—Dímelo sin rodeos —susurróViktor, que quería impedir que Annaoyera la conversación.

—Puse a trabajar a uno de mismejores colaboradores y yo tambiénseguí investigando, por supuesto. Yhe comprobado dos cosas. Punto uno:aquel día hubo un accidente detráfico en la Uhlandstrasse.

Viktor sintió cómo seaceleraban los latidos de su corazón.

—Punto dos: es imposible queese accidente guardara relación conel secuestro.

—No comprendo cómo podéis

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estar tan seguros...—Porque en aquel momento un

borracho tropezó, cayó a la calzada yestuvieron a punto de atropellarlo.Las declaraciones de varios testigoslo confirman. Y ningún niño se vioimplicado en el accidente.

—Eso significa que...—Que puede que tu paciente

esté enferma, pero no cabe duda deque no tiene ninguna relación con elcaso.

—¡Josy no es un caso!—Perdona. Por supuesto que

no. He dicho una tontería.

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—Vale, de acuerdo. Yo tambiénlo lamento. No quería gritarte. Sóloque creía que por fin habíaencontrado un punto de referencia.

—Lo comprendo.«No, no lo comprendes —pensó

Viktor—. Y ni siquiera te loreprocho, porque tú no hasexperimentado lo que yo tuve queexperimentar. Nunca has estado tandesesperado como yo, y nunca te hasaferrado a un clavo ardiendo.»

—¿Encontraron a ese hombre?—¿A cuál?—Al borracho. ¿Lo detuvieron?

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—No. Pero eso no cambia elhecho de que en aquel entonces nadieviera a una mujer ni a un niño. Todoslos testigos coincidieron ydeclararon que el hombre setambaleó hasta el parking delKudamm-Karree. Pero allí no loencontraron. Puede quedesapareciera entre la multitud querodeaba un mercadillo, qué sé yo...

—Bien, Kai. Gracias por lainformación. Ahora debo colgar.

—¿Está contigo?—Sí. Está sentada en la

habitación contigua y me espera.

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—Y, si te conozco bien, hasseguido hurgando.

—Sí.—Vale. Ahórrame los detalles.

Supongo que volverás a encargarmealgo más. Has descubierto un nuevoparalelismo, ¿verdad?

—¡Eso es!—Pues entonces escúchame. Te

daré un buen consejo: sea quien seaesa mujer, te está haciendo daño.¡Dile que se marche! Querías estar asolas en la isla y es hora de que seaasí. Hay otros psiquiatras que puedenayudarla.

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—No puedo echarla así, sinmás. Es imposible abandonar la isla.Han suspendido el servicio detransbordador debido a la tormenta.

—Entonces al menos deja deverla.

Viktor sabía que Kai llevabarazón. Había ido a Parkum con laintención de distanciarse y en cambioahora sus pensamientos únicamentegiraban en torno a Josy. Aquel día,durante la sesión, sólo habíainsistido en los detalles que leinteresaban y pasado por altoaquellos que no encajaban en el

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rompecabezas: que Charlotte teníanueve años, no doce, que jamás sehubiera escapado de casa y quehabría sabido dónde estaba la llavedel bungalow.

—¿Y bien?Viktor no había prestado

atención a las palabras de Kai.—¿Y bien qué?—Me prometiste que pondrías

fin a la búsqueda si cumplía con esteúltimo encargo. En cuantocomprobara los detalles delaccidente, dejarías de hurgar en lasviejas heridas.

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—Sí, lo sé. Pero...—No hay pero que valga.—Pero todavía debo aclarar

algunas cosas —prosiguió Viktor,imperturbable.

—¿Qué?—No son viejas heridas. Están

frescas. Desde hace cuatro años.

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14 Viktor colgó el auricular consuavidad y regresó con pasoinseguro, como si estuviera en lacubierta de un barco navegando porun mar agitado, a la sala de lachimenea.

—¿Malas noticias?Anna estaba de pie junto al sofá,

dispuesta a marcharse.—No lo sé —contestó él, sin

mentirle—. ¿Se marcha?—Sí. La sesión ha vuelto a

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suponer un esfuerzo mayor de loesperado. Creo que descansaré unahora en la hostería. ¿Podemoscontinuar mañana?

—Sí. Tal vez.Tras la conversación telefónica,

Viktor ya no estaba seguro de lo quequería.

—Será mejor que primero mellame por teléfono. Llevo retraso enel trabajo y además ya no ejerzocomo terapeuta, como usted sabe.

—De acuerdo.A Viktor le pareció que Anna

intentaba descubrir un cambio en la

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expresión de su rostro. En todo caso,simuló no notar su repentino cambiode humor.

Cuando Anna por fin se marchó,Viktor intentó comunicarse con sumujer en Nueva York, pero antes deque encontrara el número de teléfonode su hotel de Nueva York en laagenda electrónica, el teléfonovolvió a sonar.

—Olvidaba decirte una cosa,Viktor.

«Kai.»—No tiene nada que ver con

nuestro... esto... con Josy, pero creo

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que será mejor que te lo diga deinmediato, antes de que el tiempo seatodavía más invernal y el daño seatodavía peor.

—¿De qué se trata?—Tu servicio de vigilancia

privado me llamó por teléfonoporque no logró comunicarse contigoni con Isabell.

—¿Han entrado ladrones encasa?

—No, no entraron a robar. Sólohan causado algunos desperfectos. Yno te preocupes, no ha sido en tumansión.

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—Entonces, ¿dónde?—En tu casa de fin de semana.

El bungalow de Sacrow. Algúnvagabundo rompió el cristal de lapuerta trasera.

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15 Podía verlo. Aunque se encontraba amás de cuatrocientos sesenta y doskilómetros de distancia en línea rectay a unas quince millas marítimas,podía verlo. A él y al bungalow. Lebastaba con los ruidos que oía por elauricular para visualizar al detectiveprivado en la casa de fin de semanadel bosque de Sacrow. Después de laúltima llamada telefónica, Viktor lerogó que fuera derecho allí paracomprobar que todo estuviera en

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orden. Y para comprobar laveracidad de lo dicho por Anna.

—Ahora estoy en la cocina.Las suelas de caucho de las

zapatillas de Kai chirriaban y lasondas transmitían el sonido hastaParkum.

—¿Y bien? ¿Hay algo que tellame la atención? —preguntó Viktor,y se acercó al sofá con el auricularpegado al oído. Como el cable erademasiado corto no pudo sentarse ypermaneció de pie en medio delsalón.

—No veo nada de particular.

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Por los olores y el polvo, hacemucho que no celebráis una fiestaaquí.

—Hace cuatro años —fue elbreve comentario de Viktor, y sabíaque Kai se estaba mordiendo lalengua.

—Lo siento.Con sus ciento veinte kilos de

peso corporal, los escasos metros derecorrido por el bosque desde elcoche hasta el bungalow habíanhecho sudar al detective. Sostenía elmóvil junto a la boca y sus jadeoshacían vibrar el auricular pegado a la

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oreja de Viktor.—Bien, el único desperfecto es

el cristal roto de la puerta trasera,pero dudo que tenga algo que ver conla desaparición de Josy, haya dicholo que haya dicho Anna.

—¿Por qué?—Porque las huellas son

demasiado recientes. El cristal serompió hace escasos días y no hacemeses, por no hablar de años.

Mientras Viktor planteaba lasiguiente pregunta, Kai abría todoslos armarios y la nevera.

—¿Cómo es posible que los

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trozos de cristal revelen cuándo serompió?

—No son los trozos de cristallos que lo indican sino el suelo. Juntoa la puerta trasera es de parqué. Si elcristal se hubiera roto hace muchotiempo, la madera del parqué sehubiese estropeado. El agujero esmuy grande y dejaría pasar la lluvia,la nieve o la suciedad. Pero toda lazona alrededor de la puerta está secay tan polvorienta como el resto de lacasa. Además, no veo ningún bicho yeso...

—Vale, vale. Te creo.

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Viktor regresó a la mesilla delteléfono, delante de la chimenea,porque el aparato empezaba aresultarle pesado.

—Anna dijo que, en sualucinación, Charlotte le ordenó queentrara al bungalow para comprobarsi faltaba algo. ¿Puedescomprobarlo?

—¿Cómo quieres que lo haga,Viktor? No dispongo de un inventariocompleto del contenido. A lo mejorfalta una espumadera en la cocina. Oun Picasso en el salón. ¿Cómoquieres que lo sepa? En todo caso, en

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la nevera no queda cerveza, si terefieres a eso.

—Por favor, empieza por lahabitación de Josy —dijo Viktor,haciendo caso omiso de la broma—.Está al final del pasillo, frente albaño.

—A la orden.Las suelas de caucho de Kai

dejaron de chirriar, puesto que elsuelo del pasillo era de piedra.Viktor cerró los ojos y contómentalmente los quince pasos queseparaban al detective de la puerta.

Antes de abrirla vio, a la luz de

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la linterna, que había un cartel queponía: «Los amigos sonbienvenidos.» El chirrido de losgoznes indicó a Viktor que era lapuerta correcta.

—Ya he llegado.-¿Y?—Estoy en el umbral de la

puerta y miro hacia dentro. Todo estácorrecto.

—Describe lo que ves.—Una habitación infantil

normal. Una cama de una plaza conun dosel amarillento, paralela a laventana. Delante de la cama hay una

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alfombra de lana que se haconvertido en un albergue de ácaros,si me permites el comentario, y quees el origen del olor a moho.

—¿Qué más ves?—Un cartel de Epi y Blas. Es

enorme, está enmarcado y el marcoes negro, colgado justo frente a lacama.

—Es...Viktor se restregó una lágrima

con el dorso de la mano izquierda yse tragó el resto de la frase para queKai no oyera que se le quebraba lavoz.

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«Un regalo mío.»—Son los personajes de Barrio

Sésamo, los reconozco.Y justo a la izquierda de la

puerta se encuentra la obligatoriaestantería de Ikea con los peluches.Un elefante, unos personajes deDisney...

—Espera, espera, espera —lointerrumpió Viktor.

—¿Qué pasa?—Vuelve a la cama. Tiéndete

encima.—¿Por qué?—Hazme el favor, tiéndete.

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—Tú mandas.Tres pasos, un ruidito, toses.

Después Kai volvió a hablar a travésdel móvil.

—Espero que la cama aguante.Los resortes ya han protestado.

—Vale. Volvamos a empezar.¿Qué ves?

—A la izquierda está el bosque,al menos supongo que lo es: el cristalestá sucio. Y lo dicho: justo delanteestá el cartel colgado de la pared.

—¿Eso es todo?—A la derecha está la

estantería...

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—No, no —lo interrumpióViktor—. Justo delante de ti. ¿No hayalgo más?

—No. Y te propongo algo... —Una breve interferencia apagó lasdos palabras siguientes—. Ahora...vuelvo... cama. ¿Vale?

—Vale.—Y ahora se han acabado los

jueguecitos y me dirás qué es lo quehe de buscar en esta habitación.

—De acuerdo. Dame unmomento.

Viktor cerró los ojos, intentandovolver al pasado. A Sacro w. Sólo le

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llevó una fracción de segundo: abrióla puerta principal, se quitó loszapatos y los dejó en el zapateroindio del pasillo. Saludó a Isabellcon la mano; ella estaba tumbada enel sofá blanco modelo Rolf-Benzdelante de la chimenea, leyendo larevista Gala. Percibió el aroma delas ramas de pino quemadas y lacalidez que irradiaba la casa cuandoquienes la ocupaban estabancontentos. Y oyó la música quesurgía de la habitación trasera. Sequitó el abrigo y, al dirigirse a lahabitación de Josy, la música

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aumentó de volumen. Bajó elpicaporte y cuando abrió la puerta laluz que entraba por la ventana lodeslumbró unos instantes. Y entoncesla vio. Josy estaba sentada ante sutocador, pintándose la uñas con lanueva laca de color amarilloanaranjado que le había prestado sumejor amiga. El volumen de lamúsica era tan alto que no se percatóde la presencia de su padre. Lacadena de televisión que estabaemitiendo era la...

—¿Qué falta? —Kaiinterrumpió su ensimismamiento y

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Viktor abrió los ojos.«MTV.»—Un televisor.—¿Un televisor?—Sí, un Sony.—Aquí no hay ninguno.—Y un tocador con un espejo

redondo.—Aquí no están.—Eso es lo que falta.—¿Un tocador y un televisor?

No te enfades, Viktor, pero esto noparece un robo convencional.

—¡Claro! Porque no se trata deun robo convencional. «Porque de

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algún modo la historia de Anna estárelacionada con Josy. Y yodescubriré cómo.»

—De acuerdo, pero ¿por qué nollamas a la policía, Viktor? A fin decuentas, han robado algo.

—No, todavía no. Ahora teruego que repases las otrashabitaciones. A lo mejor hay algomás en la habitación de Josy que tellama la atención.

—Bien... —Viktor oyó otroruidito y supuso que Kai se rascabala nuca, el único lugar donde aúntenía pelo.

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-¿Qué?—Puede que te parezca una

tontería...—Habla de una vez.—Creo que en la habitación

falta algo más que un par de muebles.—¿Qué más?—Atmósfera —dijo Kai,

soltando una tosecita nerviosa.—¿Qué quieres decir?—No se me ocurre una palabra

mejor, pero me fío de mi buen olfatoy de mi instinto, y me dicen que éstano es la habitación de una niña dedoce años.

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—¡Explícate!—Es verdad que no tengo una

hija, pero mi sobrina Laura cumpletrece la semana que viene. La últimavez que fui de visita a su casa, suhabitación era un reino muy privado.En la puerta no había un cartel quepusiera: «Los amigos sonbienvenidos.» El suyo decía:«Prohibida la entrada.»

—Josy no era así. No era nadarebelde.

—Lo sé. Pero las paredes de lahabitación de Laura estaban forradasde carteles de grupos de rock. En el

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marco del espejo tiene las entradasde los conciertos de música pop alos que ha asistido y las postales quele han enviado los chicos mayoresdesde Mallorca. ¿Comprendes lo quequiero decir?

«Algo falta.»—No.—Ésta no es la habitación de

una adolescente que emprende unlento camino para descubrir elmundo. Aquí no hay fotos de actoressino animalitos de peluche en laestantería. Y Barrio Sésamo... Porfavor, Viktor. En la pared de la

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habitación de mi sobrina hay una fotode Eminem, no de Epi.

—¿Quién es Eminem?—¿Lo ves? A eso me refiero.

Es un rapero y no querrás saber loque dicen las letras de sus canciones.

—Sigo sin comprender a qué terefieres.

—Que es verdad que aquí faltaalgo. Aquí no hay velas en viejasbotellas de vino tinto, ningún cofrepara guardar las primeras cartas deamor y, en efecto, falta el tocador.

—Pero al principio has dichoque era una habitación infantil

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completamente normal.—Sí, pero la de una niña de

ocho años. Josy tenía doce.—Olvidas que sólo es una casa

de fin de semana. No estabapermanentemente instalada ahí.

—Puede ser. —Kai tomó aire yvolvió a ponerse en movimiento—.Me has preguntado si algo mellamaba la atención; me limito acontestarte.

Viktor oyó que la puerta de lahabitación volvía a cerrarse y depronto la imagen mental de éstadesapareció. Al igual que en una

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vieja película, la conexiónatmosférica con Kai y el bungalow seinterrumpió.

—¿Adónde vas?—Perdón, pero he de ir a mear.

Ahora mismo vuelvo a llamarte.El contacto telefónico con Kai

también se interrumpió antes de queViktor pudiera protestar. Habíacortado. Viktor se quedó clavadojunto al teléfono, delante de lachimenea, y trató de comprendercómo se relacionaban los hechos.

¿Qué significaba la informaciónque Kai le había proporcionado? La

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puerta, cuyo cristal se había rotohacía poco; la habitación, que no secorrespondía con la de unaadolescente... Pero no pudo seguirreflexionando porque Kai, como lehabía prometido, volvió a llamar,aunque antes de lo esperado.

—¿Viktor?A juzgar por los ruidos de

fondo, que eran diferentes, Kai habíasalido del bungalow y estaba delantede la casa del bosque.

—¿Qué pasa? ¿Por qué hassalido? Aún no había...

—¡Viktor! —lo interrumpió el

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otro. Esta vez su voz denotaba unaurgencia mayor. Era casidescontrolada, y eso le asustó.

—¿Qué te ocurre?—Ahora sí que sería mejor

llamar a la policía.—¿Por qué? ¿Qué pasa?«Josy.»—Alguien ha estado en tu cuarto

de baño, hace sólo unas horas porquelas huellas son muy frescas.

—Por amor de Dios, Kai, ¿quéhuellas?

—De sangre. En los azulejos, enel lavabo, en el inodoro —dijo Kai,

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jadeando—. Todo el baño está llenode sangre.

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16 Hoy. Habitación 1245. Wedding El busca del doctor Roth sonó justodespués de la primera pausaprolongada en el relato, de una horade duración, de Larenz.

—No olvide lo que iba adecirme, doctor —dijo el médicojefe y cerró la pesada puerta quedaba al pasillo.

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«¿Olvidar? —pensó Larenz,mientras el doctor Roth se dirigíaapresuradamente al teléfono de lasección—. Pero si mi problema esése: que no puedo olvidar, aunque eslo que más ansio.»

El doctor Roth regresó al cabode un par de minutos y volvió asentarse en una de las incómodassillas blancas plegables situadasjunto a todas las camas de la clínicay destinadas a los visitantes, y queallí no cumplía con ninguna funciónpuesto que casi nadie visitaba a lospacientes internados en esa sección.

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—Hay una buena y una malanoticia —le dijo a Viktor.

—¡La mala primero!—Han preguntado por mí. El

profesor Malzius quería saber dóndeestaba.

—¿Y la buena?—Han anunciado que vendrían

a visitarlo, pero no antes de las seisde la tarde.

Viktor asintió con la cabeza.Imaginaba quiénes lo visitarían y laexpresión del rostro del doctor Rothconfirmó sus sospechas.

—Entonces disponemos de

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cuarenta minutos más, ¿verdad?—Cuarenta minutos para narrar

el resto de su historia.Larenz procuró estirarse en la

cama cuanto pudo.—Tengo cuarenta y siete años, y

ya me han atado a una cama—bromeó. Pero el doctor Roth hizocaso omiso de su insinuación. Sabíalo que Larenz pretendía, pero nopodía hacerle ese favor.

—¿Por qué no llamó a lapolicía tras el descubrimiento en sucasa de fin de semana? —dijo encambio, retomando la conversación.

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—Porque durante cuatro años lapolicía no me sirvió de ayuda y comoyo mismo encontré la primera pistano quise que se apropiaran de lainformación.

El doctor Roth le lanzó unamirada comprensiva.

—Así que se quedó en la isla yKai era su único contacto con elexterior.

—Sí.—¿Y cuánto tiempo duró

aquello? Me refiero al momento en elque por fin descubrió quién era Annay qué había ocurrido con Josy.

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—Dos días. Ni yo mismocomprendo por qué tardé tanto,porque a esas alturas en realidad yatodo estaba claro. Si mi vida fuera unvídeo y hubiera tenido la oportunidadde rebobinarlo, podría haberlodescubierto antes. Tenía todas laspiezas del rompecabezas ante mí,pero estaba ciego.

—Dijo que el baño estaba llenode sangre, ¿no?

—Sí.—¿Qué ocurrió después?—Ese día no ocurrió casi hada.

Hice las maletas con la intención de

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abandonar la isla; quería regresar aBerlín de inmediato para formarmemi propia idea y encontrarme conKai. Pero fue imposible. La tormentahabía empeorado, al igual que migripe. Conoce esa sensación,¿verdad?, cuando uno siente que hasufrido una tremenda insolación.

El doctor Roth hizo un gestoafirmativo.

—Profesionalmente, siemprehablan de «dolor de cabeza ymuscular». ¿Alguna vez hareflexionado acerca de lo que lequeda a uno cuando le duelen la

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cabeza y los miembros?—¿El juicio?—Exacto. Tomé un Valium para

aturdirme y recé, rogando que al díasiguiente el transbordador volviera aentrar en servicio.

—Pero no fue así, ¿verdad?—No. El huracán Antón me

convirtió en un prisionero en mipropia casa. Los guardacostasaconsejaron a todos los habitantes dela isla que no abandonaran sushogares salvo en caso de absolutanecesidad. Por desgracia, en mi casoésta se presentó en cuanto me levanté

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de la cama a la mañana siguiente.—¿Qué ocurrió?—Alguien más volvió a

desaparecer ante mis propios ojos.—¿Quién?Larenz alzó la cabeza y frunció

el ceño.—Antes de proseguir con mi

historia, doctor Roth, quisierahacerle una proposición: yo le cuentomi historia y usted...

—¿Yo qué?—Me deja en libertad.El doctor Roth rio con los

labios apretados. Era un asunto que

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ya habían discutido con anterioridad.—Usted sabe que eso es

imposible. No puedo, dado lo que hahecho. No sólo perdería el empleo yla posibilidad de ejercer, ademáscometería un delito.

—Sí, sí. Ya me lo ha dicho. Noobstante, le hago una proposición yestoy dispuesto a correr el riesgo.

—¿Qué riesgo?—Le contaré toda la historia.

Mi historia. Y cuando haya acabado,usted podrá decidir si me deja enlibertad o no.

—Le he dicho muchas veces

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que no estoy en condiciones dehacerlo. Puedo escucharlo yacompañarlo, pero no puedoproporcionarle la libertad que hacedías que me pide.

—¿No? Entonces preste muchaatención, porque estoy convencido deque cambiará de parecer en cuantohaya escuchado lo que le contaré.

—Lo dudo.De no haber estado atado a la

cama, Larenz hubiese hecho un gestotranquilizador.

—Yo en su lugar no estaría tanseguro... —dijo, y volvió a cerrar los

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ojos. El doctor Roth se inclinó haciaatrás, disponiéndose a escuchar elresto de la historia. El resto de latragedia.

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17 Parkum, dos días antes de la verdad El efecto del medicamento se disipólentamente y Viktor despertó. Nohabía soñado. Hubiera preferidopermanecer en aquel vacío indolorocreado por el Valium, pero elprincipio activo casi se habíametabolizado por completo y ya nobloqueaba sus oscuros pensamientos.

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«Anna. Charlotte. Josy. ¡Lasangre!»

Viktor se incorporó despacio dela cama y tuvo que hacer un esfuerzopara no dejarse caer en lasalmohadas una vez más. Levantarsele recordó una inmersión en lasBahamas, hacía años, con Isabell.Llevaba un chaleco de plomo cuyopeso era casi imperceptible en elagua, pero cuando quiso subir por laescalerilla del bote después debucear, notó que las botellas deoxígeno y los pesos volvían aarrastrarlo al agua. Ahora el Valium

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tenía el mismo efecto opresor. O talvez fuera un virus.

«Genial —pensó Viktor,haciendo un gran esfuerzo paraincorporarse—. Lo que faltaba.Ahora no sabes si lo que te ha dejadohecho una piltrafa es la gripe o si sonlos efectos secundarios delmedicamento.»

Con el pijama empapado desudor tuvo un escalofrío y se pusouna bata de seda que colgaba de unperchero. Después se arrastró hastael baño, que afortunadamente estabaen la misma planta que su habitación,

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lo que le evitaba tener que bajar laescalera. De momento.

Cuando se vio la cara en elespejo se asustó. No cabía duda:estaba enfermo. Párpados hinchados,palidez, frente sudorosa, miradavidriosa... y algo más.

«Algo es diferente de lohabitual.»

Viktor clavó la vista en suimagen y trató de enfocar la vista,pero no lo logró. Cuanto más seesforzaba tanto más borrosa sevolvía.

—Condenadas píldoras —

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murmuró y giró hacia la izquierda ytiró hacia arriba del monomando dela ducha. Dejó correr el agua un buenrato. Como siempre, el viejocalentador tardaba bastante encaldearla, pero aquel día su mujer noestaba allí para quejarse delderroche.

Mientras tanto, Viktor volvió aclavar la vista en el gran espejocolgado encima del lavabo demármol y sintió un pesado cansancio.El murmullo constante del aguaacompañaba sus pensamientos.

«Algo es diferente, pero no

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logro darme cuenta de qué. Es tan...confuso.»

Desvió la mirada del espejo ypreparó la toalla antes de abrir lamampara de cristal y dejarseenvolver por el vapor. El aroma secodel Acqua di Parma le hizo bien y,después de ducharse, se sintióbastante más relajado. El chorro deagua caliente había eliminado losdolores más superficiales, pero pordesgracia no sus pensamientos.

«Algo es diferente. Algo hacambiado. ¿Qué es?»

En el vestidor, Viktor se calzó

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unos viejos téjanos 501 y se puso unjersey azul de cuello de cisne. Sabíaque Anna se presentaría, inclusodeseaba que lo hiciera para que lenarrara el resto de la historia, perose sentía tan mal que decidió que ellatendría que conformarse con suatuendo informal. En caso de que lonotara.

Viktor bajó la escalerasujetándose a la barandilla demadera, por si las moscas. Fue a lacocina, llenó el calentador eléctricode agua y sacó las bolsitas de té delarmario. Después descolgó la taza de

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un gancho de madera que había entreel fregadero y la cocina. Intentóconcentrarse en el desayuno y evitómirar por la ventana mojada delluvia para no ver el cielo deParkum, negro como una tumba. Peroesas actividades rutinarias nolograron distraerlo.

«¿Qué pasa aquí? ¿Qué noencaja?»

Al ir a la nevera para sacar labotella de leche, su mirada recorrióla pulida superficie de la encimera yvolvió a ver su imagen reflejada.Esta vez era aún más borrosa, casi

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deforme. Y de repente locomprendió: «¿Dónde está...?»

Su mirada recorrió la cocina yel suelo de piedra. De pronto volvióa tener la misma sensacióndesagradable del día anterior,cuando dirigía telefónicamente lospasos de Kai por el bungalow.

Algo faltaba.Viktor dejó caer la taza y corrió

al pasillo, abrió la puerta del salón ymiró su escritorio.

Sus documentos. El correoelectrónico impreso con laspreguntas de la revista Bunte. El

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portátil abierto. Todo estaba enorden.

«No, falta algo.»Viktor cerró los ojos, con la

esperanza de que cuando los abrieratodo volviera a estar en su lugar.Pero no se había equivocado y, alvolver a mirar, nada había cambiado.

Debajo del escritorio.«Nada.»Sindbad había desaparecido.Viktor corrió a la cocina y

volvió a repasar el suelo.«Nada.»No había rastro de Sindbad. Y

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además faltaban el cuenco dondecomía, el del agua, la comida paraperros, y su manta tampoco estabadebajo del escritorio. Como siSindbad jamás hubiera estado en laisla pero, dada su agitación, Viktoraún no lo hubiese notado.

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18 Viktor bajó a la playa y dejó que lasgotas de lluvia se deslizaran por sucara. Intentaba reflexionar. Lo quemás lo asombraba era lo poco que leimportaba que el perro se hubieraescapado. Claro que estaba triste ydesconcertado, pero la sensación eramenos intensa de lo que siemprehabía imaginado en sus pesadillas.Porque ése siempre había sido sumayor temor, que ocurrieraprecisamente eso. Primero Josy,

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después Sindbad. Desaparecidos sindejar rastro.

Por ese motivo jamás leaconsejó a un paciente que lloraba lapérdida de un ser querido que sehiciera con una mascota, porque condemasiada frecuencia había acabadopor comprobar que el perro —quedebería haber servido de consuelopor la muerte de la pareja— sufría unaccidente mortal poco después delentierro.

O desaparecía.No logró encontrar a Sindbad,

pero por algún motivo eso no le

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causó una crisis nerviosa, no corriófrenético y desesperado hasta elpueblo, no llamó a la puerta de todoslos vecinos. Se limitó a dejarle unmensaje a Halberstaedt en elcontestador, informándole de losucedido. En aquel momento recorríala playa llena de trozos de maderaarrastrados por la marea, a unosdoscientos cincuenta metros de lacasa, intentando descubrir las huellasde las grandes patas del goldenretriever. Pero fue inútil. Si algunavez hubo huellas allí, ya no estaban.

—¡Sindbad!

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Sabía que llamarlo era unatontería. Aunque el perro estuvieracerca, de momento no obedeceríaninguna orden. Sindbad era unmiedica. Incluso el crujido de losleños de madera de pino ardiendo enla chimenea lo hacía temblar y, enNochevieja, Isabell tenía que añadirun tranquilizante a su comida paraque no le diera un soponcio cuandoestallaban los petardos. En ciertaocasión, paseando por el Grünewald,el disparo de un cazador hizo queSindbad echara a correr y regresara acasa haciendo caso omiso de los

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gritos de su dueño.El rugido de las olas debía de

darle pánico. Por eso era tanincomprensible que se hubieraescapado y abandonado la protecciónde la casa. Además, ¿cómo lo habíalogrado, si todas las puertas estabancerradas?

Viktor había registradominuciosamente toda la casa, desdeel sótano hasta el desván. Nada.Hasta lo había buscado en el viejocobertizo del jardín donde estaba elgenerador, pero la puerta estabacerrada con llave, así que era

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imposible que Sindbad se hubieraocultado allí. «Tan imposible comodesaparecer en una isla sin dejarrastro —pensó Viktor—. Además,Sindbad nunca habría salido de lacasa solo, a menos que...»

Viktor se giró de golpe yrecorrió la playa con la mirada.Durante un instante albergó unaesperanza cuando, con el rabillo delojo, vio que algo se movía a unoscien metros de distancia. Un animalque se acercaba, del tamaño de unperro. Pero su alegría se esfumó conla misma rapidez que había llegado,

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porque vio que el animal no tenía elpelaje claro. Y que no era un animalsino una persona con un abrigooscuro.

Anna.—¡Qué bien que haya decidido

dar un paseo! —exclamó la mujercuando estaba a unos diez metros dedistancia. Pese a la cercanía, Viktortuvo que esforzarse por comprenderlo que decía debido a que el vientoarrastraba sus palabras—. Pero no haelegido el día idóneo para andar porla playa.

—Y tampoco el motivo idóneo

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—respondió Viktor, y volvió a sentirel dolor de garganta, casi olvidadodesde la desaparición de Sindbad.

—¿Qué quiere decir? —Ella sehabía aproximado y, por segundavez, el estado impoluto de suszapatos de charol tras recorrer ellargo camino desde el pueblo loasombró. No estaban sucios de barroni de arena.

—Estoy buscando a mi perro.Se ha escapado.

—¿Así que tiene un perro? —preguntó Anna, sosteniéndose elpañuelo que llevaba en la cabeza con

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la mano derecha para que el vientono se lo llevara.

—Claro que tengo un perro, ungolden retriever. Usted lo ha visto.Siempre estaba tendido a mis piesdurante nuestras conversaciones.

—No —dijo Anna, sacudiendola cabeza—. No noté su presencia.

Viktor sintió que susinesperadas palabras lo afectabanaún más que las huracanadas ráfagasde viento que no dejaban detironearle de la ropa. Percibió unzumbido en el oído derecho y, depronto, el vacío interior fue

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reemplazado por un gran temor.«Esta mujer no es trigo limpio.»Las gotas de lluvia le golpeaban

los ojos y el rostro de Anna sevolvió borroso. Al mismo tiemporecordó fragmentos de la últimaconversación con ella: «Pero seguígolpeándolo hasta que la sangrebrotó de su boca y ya sólo era unguiñapo inerte.»

—¿Cómo dice?Era evidente que Anna le había

dicho algo, pero Viktor sólo vio elmovimiento de sus labios mientrasintentaba asimilar su afirmación y el

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recuerdo del animal maltratado.—Vayamos a su casa —repitió

Anna—. Seguro que vuelve por sucuenta, con esta tormenta. —Indicó lacasa de la playa con un movimientode cabeza y trató de agarrarle lamano. Viktor la apartó y asintió conla cabeza.

—Sí. Tal vez tenga razón —dijo, y emprendió el camino a casa.

«¿Cómo es posible que no hayavisto un perro tan grande? ¿Por quéha vuelto a mentir? ¿Acaso no sóloestá relacionada con la desapariciónde Josy sino también con la de

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Sindbad?» Debido a todas las preguntas que loacosaban, Viktor había olvidado lasenseñanzas del profesor VanDruisen, su amigo y mentor.«Escucha, no llegues a conclusionesapresuradas; has de prestar la mayoratención a tus pacientes.»

Pero en vez de prestar atencióna sus palabras, Larenz despilfarrósus escasas fuerzas tratando dereprimir la torturante certeza que se

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abría paso desde su inconsciente. Laverdad ya resultaba muy evidente.Yacía a sus pies, como alguien apunto de ahogarse en las heladasaguas a quien sólo una delgada capade hielo separa de las manos de susalvador. Pero Viktor Larenz noestaba dispuesto a romperla. Todavíano.

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19 —Huimos.

La conversación habíaempezado con lentitud. Viktor tuvoque obligarse a dejar de pensar enSindbad. Durante los primerosminutos no había prestado atención alas palabras de Anna. Por suerteempezó allí donde había dejado laúltima conversación: había ido a lacasa del bosque con Charlotte yhabía tenido que romper un cristalpara entrar mientras que Charlotte se

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había negado a seguirla. Y habíaoído la voz de un hombre en lahabitación situada al final delpasillo.

—¿De qué huyeron? —dijoViktor, retomando el hilo.

—En aquel entonces aún no losabía. Sólo sentí que eso que meestaba esperando en la habitaciónnos perseguía. Así que agarré aCharlotte de la mano y eché a corrercon ella por el sendero nevado hastael coche. No nos dimos la vueltaporque teníamos miedo. Perotambién por precaución, porque no

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queríamos resbalar.—Una vez más: ¿quién estaba

en la casa? ¿Quién la perseguía?—No estoy segura, ni siquiera

ahora. Se lo pregunté a Charlotte, unavez que ambas volvíamos a estarsentadas en el coche y regresábamosa Berlín lo más rápidamente posibletras echar el seguro de las puertas.Pero la pequeña volvió a hablar conacertijos.

—¿Qué quiere decir, conacertijos?

—Decía cosas como: «Nopuedo darte una respuesta, Anna.

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Sólo puedo indicarte las señales. Túmisma has de descifrar susignificado. ¡Eres tú quien escribe lahistoria, no yo!»

Viktor no tuvo más remedio quereconocer que la historia de Anna sevolvía cada vez más surrealista, loque, dada su enfermedad, resultabamuy comprensible. Pero no dejaba dealbergar la esperanza de que susfantasías tuvieran un vínculo con larealidad, aunque fuera mínimo. Senegaba a pensar en lo patológica queresultaba su propia conducta.

—¿Adonde fueron?

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—A la próxima señal queCharlotte quiso que descifrara. Dijo:«Acabo de mostrarte dónde empezótodo.»

—¿La casa del bosque?—Sí.—¿Y entonces?—Entonces Charlotte dijo algo

que no olvidaré en la vida.Anna apretó los labios e imitó

la voz de una niña pequeña: «Ahorate enseñaré dónde vive mienfermedad.»

—¿Dónde vive mi enfermedad?—preguntó Larenz.

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—Así lo expresó.Larenz se estremeció. En

realidad se moría de frío desde quehabían regresado a la casa, perocuando Anna fingió hablar con otravoz, el frío casi lo paralizó.

—¿Adonde fueron? —preguntóViktor—. ¿Dónde vivía laenfermedad?

—Charlotte me condujo devuelta a Berlín por el puente deGlienick. A decir verdad, no séexactamente cómo llegamos a esainmensa propiedad. No conozco muybien esa zona de Berlín. Además, me

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distraje durante el trayecto, porquede repente Charlotte se sintió muymal.

Al oír esas palabras, Viktor seenvaró.

—¿Qué le pasaba?—Primero tuvo una hemorragia

nasal, así que me detuve al borde dela carretera, creo que era a la alturade una cervecería, junto a la playadel lago Wannsee. Se tumbó en elasiento de atrás y, en cuanto se lepasó la hemorragia... —«...empezaron los escalofríos»—.Empezó a temblar violentamente.

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Tenía escalofríos, pero eran tanincreíblemente intensos que enrealidad debería haberla llevado alhospital —dijo Anna, soltando unarisita falsa—. Hasta que se meocurrió que era absurdo acudir aurgencias con un fantasma.

—¿Así que no hizo nada paraayudarla?

—Sí. Al principio no quería.Sentía un fuerte deseo de lucharcontra la alucinación, pero el estadode Charlotte empeoró. Temblaba yme rogaba llorando que le comprarauna medicina en la farmacia... —«...

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penicilina»—. Quería un antibiótico.Cuando le dije que no me lovenderían sin receta, sufrió el primerataque de furia y me gritó.

—¿Gritó?—Sí, pese a la debilidad de su

voz. Fue espantoso. Una combinaciónde lloros, sollozos y gritos.

—¿Qué dijo?—«Tú me inventaste. Tú hiciste

que enfermara. ¡Ahora haz que sane!»Y aunque sabía que estabaalucinando, aunque sabíaperfectamente que Charlotte noexistía, conduje hasta una farmacia y

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compré un paquete de Paracetamolpara el dolor de cabeza. Y puse enjuego toda mi capacidad deseducción para convencer alfarmacéutico de que me vendiera lapenicilina sin receta. «Es para mihija enferma», dije, y prometíllevarle la receta al día siguiente.Pero la verdad es que lo hice por mí,puesto que sabía que las voces y lasimágenes sólo desapareceríancuando obedeciera las órdenes deCharlotte.

—¿Qué pasó después?—Las cosas mejoraron tras la

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visita a la farmacia. No paraCharlotte, pero sí para mí. —Viktoraguardó a que siguiera hablando—.Charlotte tomó dos píldoras, pero nosurtieron efecto. Al contrario, casidiría que empeoró. Parecía aún máspálida y apática, pero al menos dejóde hacerme reproches y guardósilencio. No obstante, el ataque mehabía impresionado tanto que no sécómo llegamos a esa gran casa juntoal agua.

—Descríbala, por favor.—Jamás había visto una

mansión tan maravillosa en Berlín.

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No sabía que pudiera haber algo asíen una metrópoli. El terreno, dealrededor de mil metros cuadrados,estaba en una pendiente y poseía supropia playa y un embarcadero. Lacasa era más grande que un chalet, deestilo clásico pero con detallesrenacentistas. Poseía numerososaleros, torrecillas y elementosdecorativos. No es de extrañar queCharlotte la llamara «el castillo».

«Schwanenwerder.»Ahora Viktor estaba seguro. La

abundancia de detalles que encajabanen su relato ya no podía ser una

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casualidad.—Pero lo más llamativo de la

casa no era su ubicación ni el estilo—prosiguió—. Lo que resultabarealmente curioso era la grancantidad de personas que pululabanpor todas partes. Habíamos dejado elcoche delante de un puentecitoporque numerosas furgonetas dereparto nos cerraban el paso.

—¿Furgonetas de reparto?—Sí, más grandes y más

pequeñas. Todas iban... —«... a laisla»—. Todas iban en la mismadirección que nosotras y ocupaban el

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estrecho camino. Muchas personascorrían de un lado para otro. Lamayoría aguardaba junto a la granentrada de la casa, en la acera.Cuando nos aproximamos, nadie noshizo caso. Todos observaban la granpuerta del castillo con muchaatención. Algunos llevabanprismáticos, otros cámarasfotográficas. Por todas partessonaban los móviles y la gentetomaba fotos. Y dos hombres sehabían subido a uno de los árbolesde la avenida para obtener una vistamejor de la propiedad. Y por encima

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de nuestras cabezas se oía elzumbido de un helicóptero.

Viktor sabía exactamente dóndehabían estado y también cuál era laescena descrita por Anna: eltremendo circo mediático montadodelante de su casa durante losprimeros días, tras la desapariciónde Josy, que tan insoportable habíasido para la familia.

—De repente la multitud seagitó, porque la puerta se abrió yalguien salió.

—¿Quién era?—Ni idea. No pude verlo,

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porque la puerta estaba a unosochocientos metros de distancia dedonde yo me encontraba. Pero lepregunté a Charlotte de quién era lacasa, y ella dijo: «Es mi hogar. Te hetraído a la casa de mis padres.»Entonces le pregunté por quéestábamos allí. Y ella dijo: «Losabes perfectamente. Yo vivo aquí.Pero no vivo sola, aquí también vivelo malo.»

—¿La enfermedad?—Sí. Al parecer quiso darme a

entender que la causa de sumisteriosa enfermedad se encontraba

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en su casa, y que por ese motivoabandonó el castillo. No sólo paradescubrir la causa de su dolencia,sino para huir.

«¿La causa de la enfermedad deJosy se encontraba enSchwanenwerder?»

—De pronto Charlotte me tiróde la mano y quiso regresar al coche.Al principio me negué aacompañarla. Quería esperar y verquién había salido a la puerta y seacercaba a la multitud atravesando eljardín. Estaba demasiado lejos y nopude ver si era un hombre o una

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mujer. Pero sus andares meresultaron familiares. EntoncesCharlotte me dijo algo que me indujoa seguirla de inmediato.

—¿Qué le dijo?—«Será mejor que nos

marchemos. Lo malo, eso que estabaen la habitación de la casa delbosque, nos ha dado alcance y seacerca directamente a nosotras.»

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20 —¿Me permitiría utilizar el cuarto debaño?

Anna se había puesto de pie;por lo visto había decididointerrumpir su relato en aquel punto.

—Desde luego. —No era laprimera vez que a Viktor le llamabala atención su rebuscada manera deexpresarse. Casi era como si con elloprocurara distanciarse de susterroríficas experiencias. El trató deponerse de pie a su vez, pero un peso

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plomizo en los hombros se loimpidió y volvió a dejarse caer en elsillón—. El baño está...

—Arriba, junto al dormitorio,lo sé.

Lo dijo al salir de la sala y poreso no vio la mirada estupefacta deViktor.

«¿Cómo lo sabe?»Entonces, haciendo un esfuerzo

supremo, se levantó lentamente delsillón y la siguió. Cuando llegó a lapuerta vio el abrigo negro decachemira que ella había dejadodoblado encima de una silla, junto al

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sofá. Aún estaba húmedo de la lluviay debajo de la silla se había formadoun charquito en el parqué.

Viktor lo recogió para colgarloen el armario del pasillo. Pesabamucho, demasiado para sólo estarmojado, porque la lluvia habíaempapado el tejido exterior pero noel forro de seda.

Viktor oyó una puerta que secerraba con llave en la primeraplanta. Anna había encontrado elbaño.

Agitó el abrigo y algo tintineóen el bolsillo derecho. Sin

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pensárselo dos veces, cedió alimpulso de meter la mano dentro. Eracuriosamente profundo. Cuandoestaba a punto de sacar la mano, susdedos rozaron un pañuelo y, después,una cartera de cuero de tamañomediano. La extrajo con un rápidomovimiento. Era pesada, una carterade hombre marca Aigner, y nopegaba con la ropa de Anna, elegantey femenina, de tonos en perfectacombinación.

«¿Quién es esta mujer?»En el piso de arriba se vació la

cisterna. Una parte del baño estaba

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directamente encima del salón yViktor oyó el taconeo de los zapatosen el suelo de mármol. Tal vez seacercaba al lavabo para lavarse lasmanos. Se lo confirmó el ruido delgrifo que se abría y el agua quebajaba por la vieja tubería de cobre.

Debía darse prisa. Abrió lacartera y clavó la vista en elcompartimiento del documento deidentidad: estaba vacío. Durante uninstante los latidos de su corazón seaceleraron. Había esperadodescubrir por fin la identidad deAnna, pero sólo encontró

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compartimientos vacíos para lastarjetas de crédito y la carteratampoco contenía dinero. En todocaso, no contenía billetes.

De pronto Viktor se inquietó ylas manos empezaron a temblarle,ligera pero incontrolablemente, comounos meses antes, cuando el nivel dealcohol en sangre descendía y susistema nervioso reclamaba unanueva dosis. Pero ahora no era lanecesidad de alcohol lo que lo hacíatemblar sino el silencio. El agua dellavabo había dejado de correr.

Viktor cerró la cartera y quiso

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volver a guardarla en el bolsillo,pero entonces sonó el teléfono. Sesobresaltó, dejó caer la cartera de laque se había apropiado sin permiso yésta cayó al parqué con estrépito,justo durante la pausa entre dostimbrazos del teléfono. Para suhorror, Viktor vio por qué la carteraera tan pesada: como arrojadas poruna mano fantasmal, innumerablesmonedas rodaron por el suelo.

«¡Maldita sea!»En el piso de arriba se abrió la

puerta del baño. En unos segundos,Anna regresaría y vería el contenido

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de su monedero desparramado por elsuelo.

Viktor se arrodilló y trató derecoger las monedas con manostemblorosas, mientras el teléfono nodejaba de sonar. Debido a quellevaba las uñas muy cortas y a suagitación apenas logró recoger unascuantas.

Empezó a sudar y un viejorecuerdo se sumó a su sensación depánico. Hacía mucho tiempo, supadre le había enseñado que la mejormanera de recoger monedas del sueloera con un imán. En aquel momento

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su mayor deseo era disponer deaquella herradura roja y negra parasalir airoso de aquella incómodasituación.

—Puede usted contestar alteléfono, doctor Larenz. —La voz deAnna resonó desde la primera planta.Aparentemente se disponía a bajarpor la escalera, pero debido a lossonoros timbrazos Viktor no logróprecisar dónde estaba.

—Sí —exclamó Viktor,consciente de que ésa era unarespuesta bastante absurda. Aúnquedaban unas diez monedas en el

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suelo, delante y debajo del sofá. Unahabía rodado hasta la pantalla de lachimenea.

—Conteste la llamada, doctor.Interrumpir la sesión durante unosminutos no supone un problema paramí.

La voz de Anna sonaba muypróxima y, mientras seguíapreguntándose por qué todavía nohabía bajado al salón, miró lasmonedas que había recogido. Lo quetenía en la mano no era dinero decurso legal, eran antiguas monedasde un marco que, desde la

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introducción del euro, habíanperdido todo su valor. Isabelltambién poseía un viejo marco queutilizaba para el carrito delsupermercado. Pero el monedero deAnna contenía al menos cuatrodocenas de viejas monedas sin valor.

«¿Por qué?»¿Quién era? ¿Para qué quería

todas esas viejas monedas? ¿Por quéno disponía de documentos deidentidad ni de tarjetas de crédito?¿Qué relación tenía con Josy? ¿Y porqué no regresaba al salón?

Viktor actuó con rapidez y sin

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reflexionar. Volvió a meter la-carteraen el bolsillo del abrigo y empujó elresto de las monedas debajo del sofá.Sólo le quedaba esperar que no lashubiera contado y que no echara unvistazo debajo del sofá de cuero.

Al darse la vuelta paracomprobar si había olvidado algunamoneda, vio un trozo de papelplegado que debía haber caído alsuelo junto con las monedas yaterrizado en el charco, debajo de lasilla del abrigo negro de cachemira.Como en trance, Viktor se guardó eltrozo de papel en el bolsillo de los

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téjanos y se dispuso a incorporarse.—¿Qué ocurre?Viktor giró la cabeza y clavó la

mirada en el rostro de Anna, quedebía de haber entrado en el salón depuntillas; tampoco había oído elchirrido de la puerta, aunque solíaser bastante sonoro.

—Yo... yo... sólo estoy...De golpe comprendió que a

Anna la situación debía de parecerlemuy extraña. Estaba arrodilladodelante del sofá, sudoroso, y ellasólo había estado tres minutos en elbaño. No se le ocurrió ninguna

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explicación plausible.—Estoy...—Me refiero a la llamada

telefónica. Espero que no hayan sidomalas noticias.

—¿La llamada? —Y entoncessupo por qué no había entrado en elsalón. En medio de todo el jaleo, nose había dado cuenta de que elteléfono había dejado de sonar. Porlo visto Anna había supuesto queporque había contestado y por esohabía aguardado amablemente en elpasillo.

—Ah, sí, el teléfono —dijo

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Viktor, sintiéndose como unestúpido.

—Sí.—Se habían equivocado de

número —dijo, y se puso de pie,trémulo. Inmediatamente despuésvolvió a sobresaltarse cuando elteléfono sonó por segunda vez.

—Pues debe de ser alguien muyterco —dijo Anna con una sonrisa, yse sentó en el sofá—. ¿No piensacontestar?

—¿Qué? Sí. Ahora mismo... —tartamudeó Viktor, tratando derecuperar el control—. Contestaré la

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llamada en la cocina. Por favor,discúlpeme un momento.

Anna le dedicó otra sonrisadespreocupada y Viktor abandonó elsalón.

En la cocina, al levantar elauricular, supo que había olvidadoalgo. Algo importante. Algo quepodía costarle la confianza de Anna.

La moneda. Delante de lachimenea.

Pero no disponía de muchotiempo para reflexionar acerca de loque pasaría si Anna descubría lamoneda. Si hacía unos segundos

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había creído imposible que su estrésaumentara más, la persona que lollamaba por teléfono le demostró locontrario en cuanto pronunció lasprimeras palabras.

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21 —No cabe duda de que se trata de lasangre de alguien del sexo femenino,Viktor.

—¿De qué edad?—Eso ya no lo sé —contestó

Kai; su voz sonaba extrañamentelejana.

—¿Por qué?—¡Porque soy un sabueso, no un

experto en genética!Viktor se masajeó la nuca, pero

no logró mitigar el dolor de cabeza.

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—¿Dónde estás? —le preguntóal detective privado.

—Estoy en el hospital Westend,en el pasillo, delante del laboratoriode un buen amigo. En realidad, aquíestá prohibido usar el móvil, porquelos aparatos electrónicos sufreninterferencias.

—Sí, sí, lo sé. Date prisa ycuéntame.

—Bien. Mi amigo esbioquímico y ha analizado la muestrade sangre durante la hora delalmuerzo. La del baño de tubungalow. Dado el estropicio, no

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resultó difícil obtener una muestra.—Sí, sí. ¿Y? ¿Qué ha

descubierto?—Lo dicho: que con toda

seguridad se trata de la sangre de unamujer de más de nueve años y menosde cincuenta. Más bien de alguienbastante más joven.

—Josy tenía doce años cuandodesapareció.

—Lo sé. Pero definitivamenteno es la sangre de tu hija, Viktor.

—¿Cómo puedes saberlo?—Porque está demasiado

fresca. Las huellas no tienen más de

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dos días, tres como máximo. Tu hijadesapareció hace cuatro años.

—No hace falta que me lorecuerdes —siseó Viktor, yentreabrió la puerta de la cocina. Ladel salón estaba cerrada, sinembargo no podía descartar queAnna oyera lo que decía y habló envoz aún más baja—. Bien. No es lasangre de Josephine, pero entoncesdime qué he de pensar de Anna y suscuentos. Hasta ahora, me haproporcionado una descripciónperfecta de mi hija, de nuestra casade fin de semana de Sacrow y, hace

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unos minutos, de nuestra mansión deSchanenwerder. Todo encaja, Kai.Ella estaba allí. En mi casa. Inclusoha descrito a los periodistas que seplantaron delante de la mansión eldía del secuestro.

—¿Anna? —preguntó Kai.—Sí.—¿Y qué más?Viktor inspiró profundamente y

sufrió un ataque de tos.—Se llama... —Antes de poder

seguir hablando, tuvo que alejar elauricular de la boca—. Lo siento, hepillado la gripe. Bien, presta

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atención, te daré sus datos. Se llamaAnna Spiegel, es una autora de librosinfantiles, por lo visto de muchoéxito, sobre todo en Japón. Su padretrabajaba en el American ForcesNetWork y murió bastante joven deuna trombosis debido a un errormédico. De niña vivió en Steglitz yha pasado los últimos cuatro añosinternada en la clínica Park deDahlem.

El detective privado repitió lasúltimas palabras con lentitud y tomóapuntes.

—Bien. Lo haré investigar.

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—Pero antes has de hacer otracosa.

Kai suspiró.—¿Qué?—¿Todavía tienes la llave de la

mansión de Schwanenwerder?—¿Te refieres a la tarjeta

digital que abre la puerta de entrada?—Sí.—Sí, la tengo.—Bien. Tienes que ir a mi

despacho. Abre la caja fuerte. Elcódigo es la fecha de nacimiento deJosy invertida. Saca todos los CD-ROM. En cuanto la abras verás el

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montón.—¿Qué contienen?—En aquel entonces, la policía

nos pidió que guardáramos todas lascintas de las cámaras de seguridadexteriores correspondientes al primermes del secuestro.

—Lo recuerdo. Tenían laesperanza de que el secuestrador seencontrara entre los mirones.

—Exacto. Hazte con las tomascorrespondientes a la primerasemana del secuestro y visiónalas.

—Pero si ya las estudiaron sinéxito diversos expertos.

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—Porque buscaban a unhombre.

—¿Y a quién debo buscar?—A Anna. Busca una mujer

rubia y menuda que aguarda delantede la propiedad con los periodistas.Seguro que ahora que dispones desus datos personales, encontrarás unafoto suya en Internet.

A medida que Kai hablaba lacomunicación mejoró. Quizás habíaabandonado el pasillo del hospital yregresado al laboratorio.

—Bien, por ser tú. Comprobaréla identidad de Anna y revisaré las

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cintas. Pero no albergues demasiadasesperanzas. Es verdad que suscuentos resultan interesantes, perotienen grandes lagunas. No olvidesque hasta la semana pasada noentraron a robar en tu bungalow.

—De acuerdo. Sé lo que estáspensando. Pero entonces explícamelo siguiente: si todo este asunto noestá relacionado con Josy, ¿qué fuelo que ocurrió en el bungalow?Dijiste que el cuarto de baño estababañado en sangre. ¿Acaso pretendesdecirme que mataron a otra chica enmi casa de fin de semana, no a Josy?

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—En primer lugar, no estádemostrado que se trate de la sangrede una chica. Y en segundo lugar, no.

—¿Cómo que no?—No mataron a nadie en tu

baño, Viktor, porque la sangre noprovenía de una herida.

—Es imposible embadurnartodo el baño de sangre si uno no estáherido —gritó Viktor. Estaba tanagotado y al mismo tiempo tannervioso que dejó de pensar en queAnna pudiera estar escuchándolo.

—Eso es lo que intentabadecirte. La sangre contenía células de

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membrana mucosa.—¿Y eso qué diablos significa?

—preguntó Viktor, y entonces se leocurrió la respuesta—. Quieres decirque alguien...

—Sí. Cálmate, por favor. Elinforme del laboratorio esinequívoco. Es sangre menstrual.

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22 Hoy. Habitación 1245. ClínicaWedding Fuera había oscurecido. En lospasillos de la clínica se habíaencendido la iluminación automáticay, a la luz amarillenta de los focos, eldoctor Roth parecía aún más pálidoque de costumbre. Por primera vez,Viktor Larenz notó que el médico

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tenía grandes entradas. Hastaentonces las había disimulado con unpeinado que le cubría la frente, perohacía una hora que el doctor nodejaba de pasarse los dedos por elpelo mientras escuchaba el relato desu paciente y su incipiente calvahabía quedado al descubierto.

—¿Está nervioso, doctor Roth?—No, sólo siento curiosidad.

Quiero saber cómo sigue la historia.Viktor le pidió un vaso de agua

y el médico se lo alcanzó junto conuna pajita, para que pudiera bebersin tener que usar las manos sujetas

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por las cintas.—Pero quisiera hacerle varias

preguntas —prosiguió el doctor Rothmientras Viktor bebía un trago.

—¿Cuáles?—¿Por qué no buscó a Sindbad

por todas partes? Si mi perro seescapara, no me quedaríatranquilamente sentado en casa.

—Tiene razón. Yo mismo measombraba de mi conductaindiferente, pero creo que ya mehabía quedado sin fuerzas y sincapacidad para sentir emociónalguna en la búsqueda de mi hija. Me

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sentía como un veterano de guerraque ha oído tantos estallidos degranadas que el silbido de las balasya no logra sobresaltarlo ypermanece tranquilamente sentado ensu trinchera. ¿Comprende?

—Sí. Pero ¿por qué al menos noinformó a su mujer de losacontecimientos de Parkum? Cuandoel perro se escapó, debería haberlallamado por teléfono.

—Lo hice. Intenté comunicarmecon ella prácticamente todos losdías. Confieso que al principio nosabía si debía comunicarle la

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presencia de Anna. Ella se habíaopuesto a que concediera laentrevista en la que ahora ya nisiquiera trabajaba. Si se hubieraenterado de que, en cambio, volvía alas sesiones de terapia, habríaregresado de Nueva York ese mismodía. Pero nunca me comunicaron consu habitación de hotel. Lo único quepude hacer fue dejarle variosmensajes en la recepción.

—¿Y ella jamás le devolvió lallamada?

—Sí. Una vez.-¿Y?

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Viktor ladeó la cabezaindicando que quería beber otrotrago de agua, y el doctor Roth letendió el vaso.

—¿Cuánto tiempo...? —Viktorse interrumpió para beber otro sorbode agua—. ¿De cuánto tiempodisponemos?

—Me parece que de unos veinteminutos. Sus abogados ya hanllegado a la clínica y ahora consultancon el doctor Malzius.

«Abogados.»Viktor trató de recordar cuándo

había sido la última vez que había

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necesitado asesoramiento jurídico.En las semanas siguientes, ellarguirucho experto en problemas detráfico que en 1997 había evitadoque le retiraran el permiso deconducir no le sería de ningunautilidad. Esta vez necesitaba la ayudade auténticos profesionales. Esta vezno se trataba sólo de unos daños enla carrocería.

Se trataba de su vida.—¿Y de verdad son buenos?—¿Los abogados? Sí. Que yo

sepa, son los mejores criminalistasque uno puede contratar en Alemania.

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—¿Y quieren que les diga loque ocurrió con Anna?

—Entre otras cosas. Esnecesario, si han de defenderlo. A finde cuentas, se trata de un asesinato.

«Asesinato.»Era la primera vez que se

pronunciaba esa palabra. Hastaentonces habían evitado hablar de lapatata caliente, aunque ambos sabíanque al doctor Viktor Larenz leaguardaba la cárcel. A menos que elfinal de la historia convenciera aljuez de que no le había quedado otroremedio que matar.

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—Asesinato sí o asesinato no.No creo que hoy tenga la fuerzasuficiente para volver a repetirlotodo. Además, sigo albergando laesperanza de que dentro de veinteminutos ya no tenga que permaneceraquí.

—Olvídelo. —El doctor Rothapartó el vaso y se pasó la mano porel cabello—. Será mejor que mecuente qué pasó después. ¿Quésignifica lo de la sangre menstrual?¿Y qué más le contó Anna cuandousted regresó al salón?

—Nada.

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El doctor Roth lo contempló conexpresión dubitativa.

—Durante mi conversación conel detective ella había abandonado lacasa sin que yo me percatara. «Noquiero molestar. Usted está muyocupado. Mañana volveremos ahablar», fue lo que apuntó en la notaque dejó encima del escritorio. Mepuse muy nervioso. Puesto que sehabía marchado, me vi obligado aesperar a que transcurriera otranoche antes de que ella me diera másinformación.

«Acerca de Charlotte. Acerca

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de Josy.»—¿Así que se fue a dormir?—No. Todavía no. Antes recibí

otra visita completamenteinesperada.

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23 Diez minutos después de finalizar laconversación con Kai, Viktor oyóque llamaban a la puerta. Tuvo lamomentánea esperanza de que Annahubiera regresado, pero esaesperanza se esfumó al comprobarque sólo se trataba de Halberstaedt,que había vuelto a abrirse paso hastasu casa a través de la tormenta yaguardaba en el umbral conexpresión seria. El burgomaestre senegó a entrar un vez más y le tendió

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un paquetito.—¿Qué es esto?—Una pistola.Viktor retrocedió un paso, como

si Halberstaedt sufriera unaenfermedad contagiosa.

—¿Qué pretende que haga conesto, por amor de Dios?

—Acéptela, es por su propiaseguridad.

—¿De qué se supone que he deprotegerme?

—De ella. —Halberstaedtseñaló detrás de su espalda—. Hevisto que ha vuelto a visitarlo.

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Viktor sacudió la cabeza; estabaatónito.

—Oiga, sabe que usted me caebien —dijo, tras sonarse la nariz conun pañuelo—. Pero soy psiquiatra.No puedo permitir que me espíe a míni que espíe a mis pacientes.

—Y yo soy el burgomaestre deesta isla y usted me preocupa.

—Sí, se lo agradezco. Y lovaloro, de verdad, pero sóloaceptaré esa cosa a condición de medé un motivo convincente —dijoViktor, tratando de devolverle elpaquete. Halberstaedt no sacó las

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manos de los bolsillos de sudesgastado pantalón de pana.

—Hay un motivo —murmuró.—¿Cuál?—Hay un motivo por el que

debería tener un arma en la casa. Hehecho averiguaciones sobre esamujer, he hablado con todos quienesla han visto aquí, en la isla.

—¿Y? —De pronto Viktorsintió un sabor metálico en la boca.Así que Kai Strathmann no era elúnico que estaba investigando aAnna.

—La mujer le dio un buen susto

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a Burg.—¿A Michael Burg? ¿El

barquero? ¿Qué podría meterlemiedo a ése?

—Ella le dijo que tenía quesaldar una cuenta con usted, doctor.

—¿Cómo dice?—Sí. Y que le costaría sangre.—No me lo creo.«Hay sangre por todas partes.»Halberstaedt se encogió de

hombros.—Me da igual. Crea lo que

quiera. Yo dormiré más tranquilo sisé que usted está armado. Ella

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también lo está.Viktor no sabía qué contestar.

Entonces se le ocurrió algo más, algoigual de importante y retuvo aHalberstaedt, que estaba a punto demarcharse, agarrándolo del brazo.

—Una pregunta más. ¿Ha vistoa mi perro, por casualidad?

—¿Sindbad está muerto?La brutal pregunta lo pilló

completamente desprevenido, comolos primeros temblores de unterremoto, aunque se sentía muypróximo a su epicentro.

—¿Por qué dice eso? Quiero

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decir... No. Espero que no. Sólo seha escapado. También le dejé unmensaje en el contestador alrespecto.

—Comprendo —dijoHalberstaedt en voz baja, y asintiócon la cabeza—. Le dije que esamujer no es trigo limpio, ¿verdad?

Viktor quiso decirle que nohabía ningún indicio de que Annaestuviera relacionada con ladesaparición de Sindbad, pero setragó la réplica.

—Me mantendré atento —leprometió Halberstaedt, pero no

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parecía decirlo en serio.—Gracias.—Y usted debería hacer lo

mismo. No sólo a causa del perro.Esa mujer es peligrosa —añadió, yse marchó sin despedirse.

Después de seguirlo duranteunos minutos con la vista, Viktorsintió tanto frío que los dientesempezaron a castañetearle como a unniño pequeño que ha estadodemasiado tiempo en la piscina.Cerró la puerta con rapidez, antes deque entraran más frío y humedad enla casa.

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En el vestíbulo consideró sidebía arrojar la pistola al cubo de labasura. Las armas lo inquietaban y noquería tener ninguna al alcance de lamano. Por fin depositó el paquetecerrado en el cajón inferior de lacómoda de caoba del pasillo ydecidió devolvérsela a Halberstaedtal día siguiente mismo.

Después se quedó mirando losrescoldos de la chimenea que seextinguían lentamente y se preguntóqué significado dar a los últimosacontecimientos.

Sindbad había desaparecido.

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Alguien, una joven, tal vez unaniña, había irrumpido en subungalow de fin de semana, dondehabía tenido la menstruación.

Y el burgomaestre de la isla lehabía traído un arma de fuego.

Viktor se quitó los zapatos y setumbó en el sofá. Metió la mano en elbolsillo y se tragó el último Valium,que en realidad había guardado paratomar esa noche. Después esperó aque surtiera el efecto relajantehabitual, con la esperanza de quetambién le aliviara los síntomas de lagripe. Cerró los ojos y trató de

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deshacerse de la presión que notabaen toda la cabeza, como si llevarauna cinta apretada en la frente.Durante unos instantes lo logró, eincluso se le destapó una fosa nasal,momento en que volvió a percibir elaroma intenso del perfume de Anna,que hacía media hora aún estabasentada en ese mismo lugar.

Viktor reflexionó. Ignoraba quéle preocupaba más en aquel precisomomento: si la inquietante conductade Anna

o el enigmático pronóstico delburgomaestre.

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Aún no lo había decididocuando la pesadilla se apoderó de él.

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24 Desde la desaparición de Josy, elsueño no dejaba de regresar aintervalos irregulares. Daba igualque la pesadilla se presentara variasveces a la semana o una vez al mes:la estructura siempre era la misma.Siempre era en plena noche, Viktorestaba sentado al volante del Volvo yJosy junto a él, en el asiento delacompañante. Viktor había oídohablar de un nuevo especialista quevivía en el norte de Alemania, que

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quizá pudiera ayudar a su hija. Hacíados horas que habían emprendido elviaje para acudir a su consulta,situada a orillas del mar. El cocheavanzaba con demasiada rapidez,pero Viktor no lograba reducir lavelocidad aunque Josy le rogaba quefrenara. Por suerte la carretera quellevaba a la costa era recta, sincurvas ni salidas. No habíasemáforos ni cruces. De vez encuando otro vehículo circulaba endirección contraria, pero la carreteraera bastante ancha y, pese a lavelocidad exagerada, nunca corrían

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peligro. Al cabo de un rato Viktor lepreguntaba si no tendrían que haberllegado al mar, pero Josy se limitabaa encogerse de hombros, aunque ellatambién parecía asombrada de que eltrayecto fuera tan largo. Dada lavelocidad a la que circulaban, hacíarato que deberían haber alcanzado elpaseo marítimo. No se veía ningúnotro vehículo. Y había otra cosaextraña: la oscuridad era cada vezmayor. Cuanto más avanzaban, tantomenor era el número de farolas de lacarretera y, en cambio, la arboledaque la flanqueaba se espesaba. Al

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final todas las farolas acabaron pordesaparecer y a ambos lados de lacarretera, cada Vez más estrecha, seextendía un bosque espeso eimpenetrable.«

Llegado a ese punto del sueño,Viktor siempre se veía invadido porel espanto. No era miedo ni temor loque sentía, sino una especie dehorror indefinible, cuando se dabacuenta de que no podía aminorar lavelocidad y de que pisar el frenoresultaba inútil. El coche acelerabacada vez más por la recta carretera.Viktor encendía la luz interior del

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Volvo y Josy buscaba la dirección enun plano, pero no podía encontrar elcamino en el que se encontraban.

Por fin soltaba una carcajada dealivio y señalaba hacia delante.

—Allí, allí hay una luz. Debe dehaber una casa.

A lo lejos, Viktor tambiénvislumbraba el tenue rayo de luz quese volvía más claro a medida queavanzaban.

—Ha de ser el cruce, o unpueblo. Tal vez la playa. Debemosseguir en línea recta.

Viktor asentía y el corazón se le

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calmaba un poco. Allí estarían asalvo; incluso aceleraba. Quería salirdel bosque y de la oscuridad cuantoantes.

Pero entonces el horror y elespanto regresaban repentinamente,porque reconocía perfectamente todolo que lo rodeaba. De repente sabíaqué era esa luz que los aguardaba allídelante. Comprendía el error de Josyy el suyo propio, que habíacomenzado al emprender aquel viajeen plena noche. Y Josephine tambiénse asustaba cuando miraba por laventanilla. Lo que flanqueaba la

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carretera en medio de la oscuridadno eran árboles. Allí no habíaabsolutamente nada, sólo agua. Aguanegra, fría, oscura y terriblementeprofunda.

Pero ya era demasiado tarde yViktor sabía que comprenderlo no leservía de nada: habían estadocirculando todo el tiempo por unmuelle, por encima del agua. Durantecasi una hora habían tratado deencontrar el camino al mar sin darsecuenta de que estaba justo debajo deellos. Habían recorrido varioskilómetros alejándose de la costa y

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se aproximaban a toda velocidad alas últimas farolas del embarcaderoy no podían frenar para impedirlo.

Viktor trataba de dar unvolantazo, pero no podía porque noera él quien conducía: el coche seconducía a sí mismo.

El Volvo se precipitaba hacia elfinal del camino a una velocidadvertiginosa, despegaba y volabavarios metros por encima de las olasdel mar del Norte hasta que por fin elmorro se inclinaba hacia abajo.Viktor mantenía la mirada clavada enel parabrisas, intentando ver algo a

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la pálida luz de los faros, pero loúnico que veía era el inmenso océanoque acabaría por devorarlos, a él, alcoche y a Josy.

Viktor siempre despertaba unsegundo antes de que el cochegolpeara la superficie del agua y éseera el momento más terrible delsueño. No porque supiera que estabaa punto de ahogarse junto con suúnica hija sino porque, justo antesdel golpe, cometía el error de mirarpor el retrovisor y lo que veía lohacía gritar y su grito siempre lodespertaba, a él y a quien se

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encontrara a su lado. Era una visiónterrorífica porque no veía nada: elespejo estaba vacío.

El embarcadero que habíarecorrido durante tanto tiempo porencima del mar se había disuelto enel aire y había desaparecido.

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25 Al incorporarse bruscamente en lacama, Viktor notó que tenía el pijamaempapado de sudor; la sábanatambién estaba bastante mojada y,durante la pesadilla, su dolor degarganta había empeorado aún más.

«¿Qué demonios me ocurre?»,se preguntó, tratando de calmarse. Nisiquiera recordaba haberse levantadodel sofá la noche anterior y habersubido al dormitorio, por no hablarde haberse quitado la ropa. Y

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también otra cosa le resultabainexplicable: la temperatura de lahabitación. Viktor tanteó a oscuras yencendió la luz del despertador quetenía en la mesilla: eran las cuatro dela madrugada y el termómetro digitaldel reloj indicaba que la temperaturaera de sólo ocho grados. Eraevidente que el generador habíadejado de funcionar y, paraconfirmarlo, la luz del velador no seencendió cuando pulsó el interruptor.La habitación permaneció a oscuras.

«¡Maldita sea!», pensó. PrimeroSindbad, después Anna, la gripe, la

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pesadilla y ahora aquello. Viktorapartó las mantas, agarró la linternaque siempre tenía a mano para esoscasos y bajó a la planta baja. Aunqueno era un hombre miedoso, sintiócierta inquietud cuando el haz de luzde la linterna iluminó las fotografíascolgadas de la pared del hueco de laescalera: su madre, en la playa conlos perros, riendo; su padre fumandoen pipa delante de la chimenea; todala familia admirando la pesca de supadre.

Al igual que alguien bajo losefectos de la anestesia, durante una

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fracción de segundo unos recuerdosrelampaguearon en su cerebro yvolvieron a hundirse en la oscuridad.

Cuando Viktor abrió la puertaprincipal el viento le azotó la cara,arrastrando gotas de lluvia y algunashojas secas. «Estupendo —pensó—.Ahora en lugar de gripe tendrépulmonía.»

Se calzó las zapatillasdeportivas, se puso un chubasqueroazul con capucha por encima delpijama de seda y echó a correr haciael cobertizo del generador, situado aunos veinte metros de la terraza,

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detrás de la casa. La lluvia habíaencharcado el sendero de arena y laescasa luz de la linterna no alcanzabaa iluminar los charcos, así quecuando hubo recorrido dos terciosdel trayecto llevaba las zapatillas ylas perneras empapadas. Pese a lalluvia que le golpeaba la cara Viktorse obligó a aminorar el paso para noresbalar y caer en medio de laoscuridad. Su botiquín de viaje sólocontenía lo necesario para combatirla gripe, pero nada para curarheridas, así que una fractura abiertaen una pierna en una isla en medio de

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la tormenta no resultaba un panoramadeseable en absoluto.

El cobertizo metálico delgenerador estaba justo en el límitedel terreno, junto a la playa, de laque sólo lo separaba una destartaladaverja blanca de madera.

Viktor recordaba el esfuerzocada vez que la familia decidía quehabía que reparar la verja. Primerohabía que lijar la madera, despuésbarnizarla con protector y, porúltimo, pintarla con una pinturablanca que olía muy mal. Y cada vezhabía tenido que ayudar a su padre en

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la tarea. Pero debido a su negligenciadurante las últimas décadas la verjaestaba en tan mal estado como elgenerador, que Viktor esperabapoder poner en marcha una vez más.

Se quitó con la mano las gotasde lluvia de la frente y los ojos y sedetuvo. ¡Dios! En cuanto bajó elpicaporte de plástico recordó lasllaves: colgaban de un llavero, juntoa la caja fuerte del sótano, y lashabía olvidado.

«¡Mierda!»Viktor le pegó una patada a la

puerta de metal y el ruido lo

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sobresaltó.—Da igual. Aquí fuera nadie me

oirá y aún menos en medio de estatormenta. —Volvía a hablar solo y,pese al frío, volvía a sudar. Viktor sequitó la capucha de la cabeza y todoa su alrededor se desaceleró. Se vioinvadido por una sensaciónirracional, como si su reloj interno sehubiera atascado y el tiempo sehubiera detenido. En realidad sóloduró una fracción de segundo, peroregistró los acontecimientos acámara lenta.

Tres cosas se abrieron paso en

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su conciencia. La primera era unruido que sólo oyó cuando se quitó lacapucha: el zumbido del generador.

«¿Por qué zumba, si ha dejadode funcionar?»

La segunda fue la luz. Viktor segiró y vio que había luz en sudormitorio; el velador que hacíaescasos minutos había tratado deencender inútilmente bañaba lahabitación con su suave luz.

Y la tercera era la presencia deuna persona. Estaba en su dormitorioy miraba por la ventana. Lo mirabadirectamente.

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«¿Anna?»Viktor arrojó la linterna al suelo

y echó a correr, pero ése fue su error.Cuando hubo recorrido la mitad deltrayecto hasta la terraza la luz deldormitorio se apagó. La casa y losalrededores volvieron a sumirse enla oscuridad más absoluta y tuvo quebuscar la linterna antes deaventurarse a subir los peldaños yentrar en el vestíbulo. Todavíaenvuelto en una fantasmal negrurasólo interrumpida por el haz de luzcada vez más débil de la linterna,subió apresuradamente al primer

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piso y entró al dormitorio. Nada.Resollando, Viktor iluminó cada

rincón de la habitación: nada encimadel banco de madera de teca, bajo laventana; nada en la antigua cómodaque había junto al tocador de Isabell,sobre el que reposaban unos CD; ynada en la cama de matrimonio desus padres. No había nadie, tampococuando Viktor encendió la luzcenital. Por lo visto el generadorvolvía a funcionar.

«¿Realmente ha dejado defuncionar en algún momento?»

Viktor se sentó en el borde de la

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cama, procurando tranquilizarse ydejar de jadear. ¿Qué le estabaocurriendo? ¿Acaso las cosasempezaban a superarlo? ¿Anna, Josy,Sind- bad? Había salido de su casa,en medio de la tormenta, pese a estarenfermo, y se había arrastrado hastael generador supuestamenteestropeado, que de pronto volvía afuncionar, y después había corridodetrás de un fantasma comoperseguido por los malos espíritus.

Viktor se puso de pie, rodeó lacama y, atónito, comprobó latemperatura que indicaba su

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despertador: veinte grados. Todoestaba en perfecto orden.

«Todo menos mi conducta —pensó y sacudió la cabeza—. ¿Quéme está pasando?»

Bajó a cerrar la puertaprincipal.

«Quizá todo se deba a lapesadilla, a lo de Sindbad o a lagripe», pensó, tratando de calmarse ycerrando la puerta con llave. Sinembargo, un instante después volvióa abrirla, se agachó y sacó la llavede repuesto de debajo del tiesto.«Por si las moscas», pensó, e

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inmediatamente después se sintiómejor tras haber comprobado que lospostigos de la planta baja tambiénestaban cerrados.

Volvió a acostarse, bebió unbuen trago de jarabe y durante unaspocas horas cayó en un sueñoinquieto.

Esa noche, el vendaval cumpliócon lo anunciado por el partemeteorológico y azotó el mar delNorte alrededor de la isla conráfagas cada vez más violentas.Levantó olas de más de un metro, laslanzó contra la costa y recorrió las

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dunas sin que su intensidad menguaraen ningún momento. El vientohuracanado rompió las ramas de losárboles, hizo que se estremecieranlos marcos de las ventanas de lascasas y borró cualquier huella de laarena. También las pequeñas huellasde una mujer que se perdían en laoscuridad delante de la casa deldoctor Larenz.

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26 Parkum, un día antes de la verdad

Poco después de las ocho, elteléfono sonó y despertó a Viktor,que se arrastró escaleras abajo ydescolgó el auricular con laesperanza de que fuera Isabell quepor fin le devolvía la llamada, perono era ella.

—¿Leyó la nota que le dejé?«Anna.»—Sí. —Viktor carraspeó y

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volvió a toser. Retomar laconversación le llevó variossegundos.

—Ayer no quise molestarlo,pero estuve pensando toda la tarde ytambién por la noche.

«¿Y diste un paseo, quizá pormi dormitorio?»

—Finalmente he reunido elvalor suficiente para contarle elfinal.

«El final de Josy.»—Muy bien —graznó Viktor, y

se asombró de que ella no comentaranada acerca de su empeoramiento. A

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lo mejor se debía a que ella tampocose encontraba muy bien, por lo queparecía, pero eso podía deberse almal estado de la línea. El teléfonoemitía un zumbido, como en lasconversaciones transatlánticas de losaños setenta del siglo pasado.

—Si no le importa, me gustaríahablarle de ello ahora, por teléfono.Hoy no me siento muy bien y prefierono ir a visitarlo, pero quisieraquitármelo de encima.

—Desde luego.Viktor se miró los pies

desnudos, irritado por no haber

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pensado en ponerse un albornoz y unpar de pantuflas.

—Le dije que tuvimos que huirdel hogar de Charlotte, ese castillode la isla, ¿verdad?

—Del mal, como dijo usted. Sí,me lo dijo.

Viktor había acercado laalfombrilla persa, que normalmenteestaba debajo de la mesa, delante delsofá, con el pie. Así que al menos noestaba descalzo sobre el parqué.

—Corrimos al coche y partimosrumbo a Hamburgo. Charlotte no medijo por qué nos dirigíamos allí.

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Sólo me dijo cómo llegar y yoconduje.

—¿Qué pasó en Hamburgo?—Nos instalamos en el Hyatt de

la Mönckebergstrasse. Ella me dejóelegir el hotel y opté por esealojamiento de lujo porque entiempos mejores había mantenidofructíferas conversaciones denegocios con mi agente en elvestíbulo de ese hotel. Esperaba queel perfume elegante que se percibíaen él me despertara recuerdosantiguos más placenteros.

Viktor asintió con la cabeza. El

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mismo se había alojado confrecuencia en ese cinco estrellas, depreferencia en la suite de lujo.

—Por desgracia, ocurrió locontrario. Me sentía cada vez másdeprimida e irritada, y a duras penaslograba pensar con claridad.Además, Charlotte se convirtió enuna carga cada vez mayor. Seencontraba bastante mal y no dejabade hacerme reproches, así que volvía administrarle los medicamentos y,cuando se durmió, empecé a trabajar.

—¿En la continuación de sulibro?

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—Sí. Tenía que terminar deescribirlo si no quería quedarmeatrapada para siempre en aquellapesadilla. Al menos eso pensé. Ytras cavilar un buen rato, encontréalgo parecido a un hilo conductorpara el siguiente capítulo.

—¿En qué consistía ese hilo?—Debía escribir sobre la causa

de la enfermedad de Charlotteteniendo en cuenta los indicios queella me había proporcionado. Elladecía que todo había empezado en elbungalow. Por eso al principioconsideré que debía contar la

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historia de manera que los primerossíntomas de la enfermedad semanifestaran en la casa del bosque.

«No —pensó Viktor—. Todoempezó con el médico de urgenciasque vino a casa el segundo día de lasvacaciones navideñas. No empezó enSacrow. Empezó enSchwanenwerder.»

—Pero entonces comprendí que,al hablar del «comienzo», Charlottese refería a otra cosa. Me habíadicho que fuera a la casa de fin desemana para comprobar si algofaltaba.

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«¿El tocador? ¿El televisor? ¿Elcartel del grupo de rock?»

—Me había dicho que tratara dever si algo había cambiado. Además,en el bungalow tenía que haberocurrido algo, algo tan atroz queCharlotte no osaba poner un pie en lacasa. Y tenía que estar vinculado a lapersona que estaba en aquellahabitación cuando yo había queridoentrar.

Viktor aguardó hastaconvencerse de que Anna noproseguiría por su cuenta.

—¿Y entonces?

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—¿Y entonces qué?Viktor estaba a punto de

gritarle, de decirle que no estabadispuesto a sacárselo todo conpinzas, pero conservó la calma paraque ella no interrumpiera laconversación en el punto culminante,como había hecho cada vez.

—¿Qué escribió finalmente?—¿Y aún me lo pregunta? Pero

si la historia ya es obvia.—¿En qué sentido?—¿No lo sabe? Usted es

analista, limítese a combinar loselementos.

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—No soy escritor.—No empiece a argumentar

como Charlotte —intentó bromearAnna, pero Viktor no le hizo caso yse quedó esperando a que contestara.

En esa situación se encontrabadesde hacía cuatro años: esperando.Aterrado, buscando respuestas,sopesando cientos de miles deposibles variantes. Se habíaimaginado cien mil muertesdiferentes para su hija y al final sehabía convencido de que estabamuerta. Por tanto, debía estarpreparado para cualquier dolor. Pero

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cuando Anna por fin le contestó,resultó que se había equivocado.

—¡Es obvio que Charlotte fueenvenenada! —dijo Anna.

Para esa afirmación no habíapreparación posible. Viktor tomóaire y casi agradeció que el frío, quedurante la llamada había idoinvadiendo su cuerpo, fuera lasensación dominante, que mitigara elespanto. Hubiese preferido colgar elauricular, correr escaleras arribahasta el baño y vomitar, pero no teníafuerzas.

—¿Doctor Larenz?

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Sabía que tenía que decir algo,cualquier cosa que le permitieraseguir simulando que era el analistaneutral y no el padre de sualucinación. Charlotte era unaalucinación, un fallo químico delcerebro de Anna.

Por fin optó por la fórmulaestándar de todos los psicólogoscuando quieren ganar tiempo.

—Continúe —dijo.Pero eso fue otro error, porque

las siguientes palabras de Annafueron todavía más insoportables.

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27 —¿Envenenada? —La voz deldetective privado se había vueltocasi estridente. Cuando Viktor lollamó estaba en el coche, regresandode Schwanenwerder a su despachoen el centro de Berlín—. ¿De dóndesaca eso esa Spiegel?

—Yo tampoco lo comprendo.Inventa una historia posible echandomano de los hechos.

—¿Hechos? Querrás deciralucinaciones.

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Viktor oyó un bocinazo y supusoque Kai volvía a circular por laautopista sin el manos libres.

—Sí. Dijo que algo tuvo queocurrir en el bungalow. Que lo queocurrió seguramente agravó lossíntomas de

Josy——De Charlotte —lo corrigió

Kai.—Sí, eso quería decir. Pero,

por favor, simulemos durante unmomento que realmente se trata de mihija. En ese caso, Josephine habríaexperimentado algo en la casa de fin

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de semana que le provocó un traumaemocional. Fue algo terrible. Eso fueel desencadenante.

—¿De qué? ¿De que alguienfuera allí y la envenenara? —Sí.

—¿Quién?—Josy.—¡Repite eso!El zumbido telefónico

disminuyó. Al parecer, Kai se habíadetenido al borde de la autopista.

—La misma Josy. Ella misma seenvenenó. Ese es el punto culminantede la historia de Anna. Suexperiencia tuvo que ser tan terrible

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que decidió poner fin a su vidatomando veneno. En secreto y enpequeñas dosis. A lo largo de variosmeses, para que los médicos no lonotaran.

—Un momento. ¿Qué estásdiciendo? ¿Por qué, por amor deDios?

—Aunque tú no eres psiquiatra,tal vez hayas oído hablar delsíndrome de Münchhausen.

—¿Los que lo sufren sonmentirosos patológicos?

—Algo parecido. Un pacienteque sufre el síndrome de

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Münchhausen es una persona que sehace daño a sí misma para que losdemás le hagan caso. Una personaque ha descubierto que le prestanmás atención si está enferma.

—¿Y que por ese motivo seenvenena? ¿Para que la visiten en sulecho de enferma?

—Para que alguien le lleveregalos y comida sabrosa. Para quealguien sienta compasión por lasupuesta persona enferma y la cuide.Exactamente eso.

—Eso es enfermizo de veras.—Son personas muy enfermas.

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Tratarlas resulta increíblementedifícil porque los pacientes consíndrome de Münchhausen sonactores de mucho talento, capaces desimular las peores enfermedades deforma muy convincente y engañarincluso a los mejores médicos ypsicólogos. En vez de tratar laauténtica enfermedad, es decir, ladolencia psíquica, en general esospacientes reciben tratamiento parasus síntomas fingidos. O verdaderos,si por ejemplo han ingeridoherbicida para que el cuento deltumor de estómago parezca más

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creíble.—Un momento, tú... tú mismo

no creerás que tu propia hija...¡Cielos, sólo tenía once años cuandocayó enferma!

—O cuando empezó aenvenenarse. Yo tampoco sé quépensar. De momento me aferró a lasfantasías de una enferma mental.Como puedes ver, por ahora meconformo con cualquier explicación,a condición de que arroje un poco deluz al capítulo más oscuro de mivida. Y sí: podría ser una respuesta.La primera de todas, por más cruel

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que sea.—Bien. Olvidemos por un

momento que todo lo que estamosdiciendo es un disparate —dijo Kai,que había vuelto a la autopista—.Supongamos que esta Anna realmenteestá hablando de Josy. Y supongamosque tiene razón y que tu hija seenvenenó. Entonces sólo quierosaber una cosa: ¿con qué? Y ahora nome salgas con que una chica de doceaños sabe qué tomar para matarse ytardar casi un año en morir sin queningún médico la descubra.

—Yo tampoco lo sé, pero te

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diré una cosa: me da igual si lahistoria de Anna se ajusta a la verdado si tiene algún sentido. Lo único quequiero saber es si ella tiene algo quever con la desaparición de mi hija. Yte ruego que sigas investigando esaposibilidad.

—Bien. Estoy dispuesto aayudarte, sobre todo porque yotambién he descubierto algointeresante.

—¿En los vídeos?Viktor sintió que las gotas de

sudor le bajaban por la espalda, yafuese debido al temor o a la gripe.

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—Sí. Cumplí tu último encargoy me hice con las tomas de vigilanciadel exterior de tu mansión. Y ahora,agárrate.

—¿Han desaparecido?—No. Pero los CD de las

primeras semanas han sido borrados.—Pero eso es imposible.

Estaban protegidos, no se puedenborrar. Sólo destruir.

—Aun así. Ayer mismo lossaqué de la caja fuerte y los hepuesto esta mañana. No aparece nadaen el CD.

—¿En ninguno?

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—No. Y eso es lo extraño: enlos únicos en los que no aparecenada es en los de la primera semana.Acabo de volver de tu casa; he ido acomprobar si me había dejado algunacopia.

Viktor se agarró de la repisa dela chimenea, tenía miedo de perder elequilibrio.

—¿Qué te dice eso? —lepreguntó al detective—. ¿Aún siguescreyendo que no existe un vínculo?¿Que todo es producto de lacasualidad?

—No, pero...

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—No hay pero que valga. Es laprimera pista en cuatro años y nodejaré que me convenzas de locontrario —exclamó Viktor.

—Esa no es mi intención, peroexiste un «pero» del que deboinformarte.

—¿Y cuál es ese «pero»?—El «pero» se llama Anna

Spiegel.—¿Qué pasa con ella?—Hay algo que no encaja.—¡Tonterías!—No lo entiendes. He hecho los

deberes. La hemos investigado a

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fondo.-¿Y?—Nada.—¿Qué quieres decir?—No hay ninguna información

acerca de esa mujer. Nada.—¿Y eso es malo?—Sí. Es muy malo. Porque

significa que esa mujer no existe.—¿Cómo dices?—Lo dicho. No existe una

autora con ese nombre, por no hablarde una de éxito, ni aquí ni en Japón.No ha vivido en Berlín y tampocotuvo un padre que trabajó como

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moderador del American ForcesNetWork y tampoco vivió en Steglitz.

—Maldita sea. ¿Hascomprobado si estuvo internada en laclínica?

—Allí siguen sin darmeinformación. Hasta ahora no heencontrado a nadie dispuesto arevelar datos sobre esa clínica delujo por algo de dinero, pero estoy enello. Lo primero que pensaba hacerera llamar a tu sucesor, el profesorVan Druisen.

—No.—¿Cómo que no?

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—Deja que yo me encargue deeso. Soy médico. Obtendréinformación con mayor rapidez quetu equipo, tanto de Van Druisen comode la clínica. Tú continúa ocupándotedel asunto y vuelve a registrar lahabitación de Josy. Como sabes, nola hemos pisado desde sudesaparición. A lo mejor encuentrasalgunas pistas.

«¿Veneno? ¿Píldoras?»Viktor debía evitar decirle lo

que había que buscar.—Vale.—También intenta averiguar si

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en el hotel Hyatt de Hamburgorecuerdan a una mujer rubiaacompañada de una niña enferma quese alojó allí hace cuatro años, eninvierno.

—¿Para qué?—Tú hazlo.—Pero ¿hace cuatro años? Me

extrañaría bastante si encontrara aalguien que trabajó allí en esa época.

—Hazlo.—Bueno, pero entonces hazme

un favor.—¿Cuál?—Cuídate. No te encuentres con

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ella. No permitas que esa AnnaSpiegel entre en tu casa, al menoshasta que averigüemos quién es. Talvez sea peligrosa.

—Ya lo veremos.—¡Eh! Lo digo en serio. Ese es

el trato: yo hago lo que me pidespero tú evitas verte con esa persona.

—Sí, vale, lo intentaré —dijoViktor y, al colgar el auricular, loúnico que le vino a la cabeza fueronlas siguientes palabras: «Tencuidado. Esa mujer es peligrosa.»

En las últimas veinticuatrohoras, dos personas diferentes las

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habían pronunciado. Y él mismoempezaba a creérselas.

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28 —Clínica Park, Dahlem, mi nombrees Karin Vogt, ¿en qué puedoayudarle? —gorjeó la voz.

—Hola, soy Viktor Larenz, eldoctor Viktor Larenz. En laactualidad, soy el médico de unaantigua paciente suya. Quisierahablar con el colega que la atendiócon anterioridad.

—¿Cómo se llama su colega?—respondió Karin.

—Hay un pequeño problema:

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ignoro el nombre de ese médico.Sólo le puedo decir cómo se llamami paciente.

—En ese caso lo siento mucho,señor. Los datos de los pacientes sonmateria reservada y están sujetos alsecreto profesional. Eso tambiénincluye el nombre del médico que lostrató. Pero si ella es su paciente, ¿porqué no le pregunta el nombre de sumédico a ella?

«Porque ignoro dónde seencuentra. Porque no quiero quedescubra que la estoy investigando.Porque tal vez secuestró a mi hija

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muerta.»Viktor optó por la respuesta

menos sospechosa:—Porque debido a su

enfermedad, es imposiblecomunicarse con ella.

—Entonces compruebe losdocumentos relacionados con laderivación, doctor Larenz —dijoKarin en tono bastante menosmelifluo.

—No hay tales documentos.Ella vino a verme por cuenta propia.Oiga, de verdad, valoro mucho queusted proteja el ámbito privado de

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sus pacientes y no quisiera hacerleperder el tiempo. Por eso sólo leruego que me haga un pequeño favor.¿Podría comprobar si el nombre quele diré figura en su ordenador? Y sifuera así, limítese a comunicarmecon la sección en la que estuvointernada. En ese caso, no romperá elsecreto profesional y nos ayudará amí y a mi paciente.

Viktor se imaginó a larecepcionista de la clínica privada,cabeceando indecisa.

—Dígame —dijo. Estabasonriendo y parecía que, gracias a su

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tono amable, estaba a punto de teneréxito. Viktor oyó que la mujertecleaba ante la pantalla delordenador.

—¿Cómo se llama?—Spiegel —soltó de golpe—,

Anna Spiegel.El tecleo se interrumpió y el

tono melifluo se desvaneció porcompleto.

—Se trata de una broma de malgusto, ¿verdad?

—¿Por qué?—¿Qué nombre pretende que

teclee ahora? ¿Elvis Presley?

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—Me temo que no comprendo...—Oiga... —suspiró la mujer al

otro lado de la línea telefónica—, sise trata de una broma, es de muy malgusto. Y debo informarle de que laley prohíbe hacer llamadas sin elpermiso correspondiente.

El giro que había adoptado laconversación desconcertó a Viktor,que decidió pasar al contraataque.

—Escúcheme con muchaatención. Soy el doctor Viktor Larenzy no suelo hacer bromas telefónicas.Si usted no me proporcionainmediatamente una información

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coherente, me quejaré de su conductaal profesor Malzius la próxima vezque juegue al golf con él.

Era mentira, puesto que Viktordetestaba tanto al director de laclínica como a ese deporte, pero almenos la mentira surtió efecto.

—Vale, lamento haberlehablado en ese tono, doctor Larenz,pero su pregunta resulta macabra, entodo caso para mí.

—¿Macabra? ¿Qué tiene demacabro que pregunte por la señoraSpiegel?

—Porque fui yo quien la

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encontró. ¿Acaso no lee losperiódicos?

«¿Encontró?»—¿Dónde estaba?—Tendida en el suelo. Fue

horroroso. Por favor, ahora debocolgar. Hay tres llamadas en espera.

—¿Qué quiere decir con eso deque «fue horroroso»? —preguntóViktor, tratando desesperadamente deencontrar sentido a lo que acababade oír pero sin lograrlo.

—¿Cómo describiría usted laimagen de una mujer ahogada en supropia sangre?

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«¿Muerta? ¿Anna estabamuerta? Eso era imposible.»

—Eso es imposible. Ayerestuvo aquí, conmigo.

—¿Ayer? ¡Qué disparate!Encontré a Anna hace un año, cuandofui a relevarla en la sala deenfermeras, y ya no se podía hacernada.

«¿Hace un año? ¿Relevar? ¿Enla sala de enfermeras?»

—¿Qué estaba haciendo unapaciente en la sala de enfermeras? —fue la primera pregunta de todas lasque quería plantear que se le ocurrió.

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—Bueno, vale, correré el riesgode que usted pretenda burlarse de mí:Anna no era una paciente, era unaalumna de intercambio que hacíaprácticas en la clínica. Y ahora estámuerta y yo sigo viva, así que he deseguir trabajando. ¿Está claro?

—Sí.«No, no lo está, en absoluto.»—Una sola pregunta más, por

favor. ¿Qué le causó la muerte?¿Cómo murió?

—Un veneno. Anna Spiegel fueenvenenada.

Viktor dejó caer el auricular y

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contempló el mar por la ventana. Acada minuto que pasaba todo sevolvía más confuso y tenebroso,como el encapotado cielo de Parkum.

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29 Cuando además de la gripe le dieronnáuseas, tuvo diarrea y visiónborrosa, Viktor se vio obligado aadmitir que no se trataba de una gripenormal. Ni la aspirina ni el aerosolpara la garganta surtieron el efectobenéfico habitual. E incluso el té deAssam, que siempre le aliviaba eldolor de garganta, parecía tener elefecto contrario. Cada taza que bebíasabía más amargo, como si Viktorhubiera olvidado quitar las hojas de

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té de la tetera a tiempo.El principio del fin empezó con

la penúltima visita de Anna. Llegó asu casa sin previo aviso y lodespertó de una afiebrada siesta.

—¿Todavía no se encuentramejor? —fue la primera pregunta quele hizo cuando se arrastró hasta lapuerta envuelto en su albornoz. Nosabía cuánto hacía que llamaba. Enalgún momento se dio cuenta de queel martillo neumático de su sueño eraen realidad el insistente martilleo enla puerta de la casa de la playa.

—Estoy bien. ¿No habíamos

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concertado una cita telefónica paraesta tarde?

—Sí, lo siento. No pasaré, sólohe venido a traerle esto.

Viktor vio que sostenía algo enlas manos y entreabrió la puerta unpoco más. El aspecto de Anna loasustó. Había cambiado mucho y suporte ya no era tan deslumbrantecomo antes. Iba despeinada, llevabala blusa arrugada y su mirada errabamientras sus dedos largos y delgadostamborileaban nerviosamente en unsobre de papel marrón que sosteníacon ambas manos.

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—¿Qué es eso?—El final de la historia. Los

últimos diez capítulos, cómo los vivíjunto a Charlotte. Como no lograbatranquilizarme, los he escrito estamañana, de memoria.

«¿Cuándo? ¿Antes de quehabláramos? ¿Después de queirrumpieras en mi casa?»

Ella alisó el sobre con losdedos, como si se tratara de unregalo.

Viktor titubeó. La voz de lasensatez le aconsejó que no la dejaraentrar.

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«Esa mujer es peligrosa.»Todo lo que sabía indicaba que

aquella mujer no era quien decía ser.Al fin y al cabo, había adoptado elnombre de una alumna deintercambio asesinada, pero por otraparte sostenía la clave del destino deJosy en sus manos. Podía invitarla apasar y hacerle todas las preguntasque lo estaban sacando de quicio.

«Cómo se llama en realidad.Cuál es la cuenta por saldar entrenosotros.»

No quiso correr el riesgo de noenterarse jamás del fin de la historia

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de Charlotte.—¡Un momento! —Viktor había

tomado una decisión y abrió la puerta—. Al menos pase y entre un poco encalor.

—¡Gracias! —Anna agitó lacabeza para desprenderse de lasgotas de lluvia que le mojaban larubia cabellera y entró.

De camino al salón, dejó quepasara delante de él y se detuvo juntoa la cómoda, abrió el cajón dondeguardaba el paquete que le habíadado Halberstaedt, rasgó el papelarralado con los dedos y desató el

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cordel que cerraba la caja.—¿Sería tan amable de

prepararme un té?Al ver a Anna de pie en el

umbral, Viktor se alarmó y soltó elpaquete. Se había quitado el abrigo yllevaba una falda pantalón negra yuna blusa transparente gris azuladamal abrochada.

—Claro —dijo Viktor; sacó unpañuelo del cajón y lo cerró. Tal vezella hubiera visto el paquete, pero entodo caso no dijo nada. Viktor la hizopasar al salón y la siguió al cabo depocos minutos con una tetera medio

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llena. Estaba tan exhausto quehubiera sido incapaz de transportaruna tetera llena hasta el salón.

—Gracias.Anna hizo caso omiso de Viktor

y no pareció sorprendida cuando élse secó las gotas de sudor de lafrente con el pañuelo, antes dearrastrarse hasta el escritorio.

—Supongo que será mejor queme marche —dijo Anna, en cuanto éltomó asiento.

—Pero si aún no se ha tomadoel té.

Viktor extrajo una página del

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sobre y leyó el título: La travesía.De inmediato notó que la página

estaba impresa con una impresoraláser; por lo visto ella disponía de unordenador portátil y Trudi, la dueñade la hostería, le había permitidousar la impresora del despacho de laAnkerhof.

—He de irme, de verdad.—Vale. Lo leeré después —

dijo Viktor, y volvió a meter lapágina en el sobre con manostemblorosas—. Pero antes de que semarche, debo hablarle de ayer... —Al contemplarla, Viktor se

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interrumpió en medio de la frase.Ella miraba al techo, parecía

nerviosa y apretaba los puños. Habíacambiado mucho; era como si desdesu interior algo intentarafuriosamente abrirse paso hacia lasuperficie. Viktor sintió la tentaciónde preguntarle si lo había visitadoesa noche y por qué mentía conrespecto a su nombre, pero su estadolo hizo desistir: no quería aumentarsu nerviosismo. Pese a loapremiantes que resultaban esaspreguntas, Anna seguía siendo supaciente y no quería provocarle un

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brote esquizofrénico. Además, elmédico que habitaba en su interior leordenó que aceptara de una vez elmotivo por el que ella había acudidoa él: por su esquizofrenia.

—¿Cuánto falta? —le preguntócon suavidad.

—¿Para mi próximo brote?—Sí.—¿Un día? ¿Doce horas? No lo

sé. Los primeros síntomas ya se hanhecho presentes —contestó Anna; suvoz era muy débil.

—¿Los colores?—Sí. De repente todo lo que

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hay en la isla me parece másmulticolor. Es como si los árbolesestuvieran barnizados, el mar tieneun brillo oscuro. Pese a la lluvia, loscolores son tan intensos yresplandecientes que no siento ganasde cerrar los ojos, nunca más. Y hayotra cosa diferente. El olor. Percibola fragancia salada de la espuma conuna intensidad mucho mayor. La islaestá envuelta en una fraganciamaravillosa y sólo yo soy capaz depercibirla.

Viktor lo había sospechado,pero sentía cualquier cosa menos

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satisfacción. Era posible que Annafuera peligrosa, pero no cabía dudade que estaba enferma. Pronto tendríaque vérselas con una pacienteesquizofrénica a punto de sufriralucinaciones. Aislado y solo enaquella isla solitaria.

—¿Ya oye voces?Anna inclinó la cabeza.—Aún no. Pero sólo es cuestión

de tiempo. Todo lo que me ocurre esde manual. Primero llegan loscolores, después las voces y por finlas visiones. Pero durante el próximoataque al menos no tendré que

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preocuparme de que Charlotte vuelvaa torturarme.

—¿Por qué?—Porque Charlotte no volverá.

No volverá nunca más.—¿Por qué está tan segura?—Lea lo que he escrito,

entonces...Viktor no oyó sus últimas

palabras porque empezó a sonar elteléfono y Anna se interrumpió.

—¿Qué ocurre con Charlotte?—Conteste la llamada, doctor

Larenz. Ya me he acostumbrado aque lo llamen por teléfono cuando

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estoy aquí con usted. Además, quieroirme a casa enseguida.

—No. Todavía no. No puedodejar que se marche en este estado.Está a punto de sufrir un colapso.Necesita ayuda. —«Y yo necesitoinformación. ¿Qué hay deCharlotte?»—. Al menos espere aque cuelgue el teléfono —dijoViktor. Anna clavó la vista en elsuelo y se frotó la uña del pulgarderecho con el índice. Viktor vio quese había lastimado de tantofrotársela.

—De acuerdo. Me quedaré —

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consintió por fin—. Pero por favorconteste y haga que se acaben esoshorrendos timbrazos.

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30 Viktor descolgó el auricular en lacocina.

—Bueno, por fin. ¡Oye, hapasado algo increíble! —dijo la vozimpaciente de Kai.

—Un momento —susurróViktor, apoyando el auricular junto alfregadero. Después se quitó laspantuflas y regresó sigilosamente alvestíbulo simulando que hablaba porteléfono.

—Sí, sí, de acuerdo... Lo haré.

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Al espiar por la puertaentreabierta, vio con satisfacción queAnna aún seguía en el mismo lugar.

—Vale, ¿qué ocurre? —preguntó cuando volvió a la cocina.

—¿Está ahí contigo?—Sí.—¿No habíamos hecho un trato?—Ha venido sin avisar y no he

podido echarla, con el huracán queazota la isla. Bien, ¿por qué hasllamado?

—Hoy he recibido un fax en laagencia.

—¿De quién?

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—No estoy seguro. Deberíasverlo tú mismo.

—¿Qué significa eso? ¿Quépone en el fax?

—Nada.—¿Me estás diciendo que has

recibido un fax en blanco?—Claro que no. No he dicho

que estuviera en blanco. Es undibujo.

—¿Un dibujo? ¿Y por quéquieres que lo vea?

—Porque creo que lo dibujó tuhija. Creo que es obra de Josy.

Viktor apoyó la espalda en la

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nevera y cerró los ojos.—¿Cuándo?—¿El fax?—Sí. ¿Cuándo lo has recibido?—Hace una hora, y ha llegado a

mi número particular, y es un númeroque conocen muy pocas personas.

Viktor inspiró profundamente yvolvió a toser.

—No sé qué decirte, Kai.—¿Tienes fax en Parkum?—Sí, está en el salón.—Bien. Te lo enviaré dentro de

diez minutos. Entretanto, deshazte deAnna. Después te volveré a llamar y

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me dirás qué opinas.Viktor le dio el número de fax

de Parkum y colgó el auricular.Cuando salió de la cocina al

pasillo, vio que la puerta del salónestaba cerrada. «Mierda», maldijomentalmente, y supuso lo peor. ¿Sehabría largado otra vez? Abrió lapuerta y sintió alivio al ver que sehabía equivocado. Anna estaba depie delante del escritorio, deespaldas a él.

—Hola —dijo; pero el dolor degarganta impidió que dijera nadamás. Y entonces el alivio se

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convirtió en espanto, porque Anna nolo había oído regresar y no se dio lavuelta. Estaba disolviendo unasustancia blanca en la taza de té deViktor.

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31 —¡Salga inmediatamente de mi casa!

Anna se giró lentamente ycontempló a Viktor, atónita.

—¡Me ha dado un susto demuerte, doctor! ¿Qué mosca le hapicado?

—Eso es lo que deberíapreguntarle a usted. Hace días queme pregunto por qué el té tiene unsabor tan extraño y, desde que ustedllegó a la isla estoy cada vez másenfermo.

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Y ahora sé por qué.—Dios mío, doctor Larenz,

siéntese. Está muy nervioso.—Tengo motivos para estarlo.

¿Qué es eso que ha mezclado con elté?

—¿Cómo dice?—¿Qué es? —gritó Larenz y

soltó un gallo; cada palabrapronunciada le provocaba un doloragudo en la irritada garganta.

—No sea ridículo —contestóella tranquilamente.

—¿QUÉ ES ESO? —gritó él.—Paracetamol.

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—¿Para...?—Sí. Para los síntomas de la

gripe. Tenga. Ya sabe que desdeaquel asunto con Charlotte siemprelo llevo encima —dijo, y abrió elbolso negro de diseño—. Me haparecido tan enfermo que he queridohacerle un bien. Desde luego se lohabría dicho antes de que bebiera elprimer sorbo. ¿Acaso cree quepretendía envenenarlo?

Viktor ya no sabía qué pensar.Sindbad había desaparecido. Él teníafiebre, diarrea y escalofríos.Síntomas todos ellos de una gripe.

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«O de envenenamiento.» Losmedicamentos no surtían efecto.

Y dos personas le habían dichovarias veces que se cuidara de Anna.

«Cuídate. Es peligrosa.»—¿Acaso cree que quiero

matarlo y después suicidarme? —quiso saber Anna—. Mire. Yotambién he disuelto un poco en mitaza, porque hoy no me encuentromuy bien y ya he bebido un buensorbo.

Viktor siguió contemplándola;estaba estupefacto y no encontrabalas palabras adecuadas.

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—No sé qué pensar —gritó—.Y tampoco sé si anoche irrumpió enmi casa. No tengo ni idea de por quétrató de comprar un arma en la tiendade la isla y después se conformó conun cuchillo y sedal. Y tampoco sécuál es esa cuenta sin saldar queambos tenemos. —Viktorcomprendió que, aunque se habíalimitado a hacer preguntas más quejustificadas, debían de resultar muyextrañas para alguien al margen delasunto—. ¡Pero si ni siquiera séquién es usted, por amor de Dios!

—Y yo no sé qué quiere de mí,

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doctor Larenz. ¿De qué estáhablando? ¿Qué es esa cuenta?

—Ni idea. Esa quesupuestamente me costará sangre y dela que le habló a Michael Burg.

—¿Tiene fiebre?«Sí, tengo fiebre —pensó él—.

Y acabo de descubrir la causa.»—No crucé ni una sola palabra

con Burg durante el trayecto desdeSylt a la isla —dijo Anna, alzando lavoz—. Realmente no sé de qué estáhablando.

Anna se puso de pie y se alisóla falda pantalón.

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«Otra mentira. Anna oHalberstaedt mienten.»

—Pero si eso es lo que piensade mí, no creo que esta terapia sigateniendo sentido. —Era la primeravez que una de sus pacientes seenfadaba.

Anna agarró el bolso y el abrigoy pasó junto a él, pero en cuantollegó al pasillo, regresó y, antes deque Viktor pudiera evitarlo, hizo lopeor que podría haberle hecho.

Agarró el sobre de color marróndel escritorio y lo arrojó a lachimenea, donde las llamas

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empezaron a consumirlo deinmediato.

—¡No! —Viktor quiso correrhacia la chimenea, pero no pudo darni un solo paso.

—Dado que nuestrasconversaciones han llegado a su fin,el sobre no debería tener ningúnvalor para usted.

—¡Espere! —exclamó Viktor asu espalda, pero Anna no se volvió ycerró la puerta de entrada conbrusquedad.

Se había marchado. Y con ellatambién se habían esfumado sus

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esperanzas de averiguar la verdadsobre Josy. Las llamas la habíanconvertido en volutas de humo queescapaban por el tiro de la chimenea.

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32 Con un gemido, Viktor se dejó caeren el sofá. ¿Qué ocurría? ¿Qué estabapasando en la isla?

Viktor cruzó los brazos encimadel pecho y encogió las rodillas.

¡Dios! Además del sudor que lebañaba el cuerpo volvía a tenerescalofríos.

«¿Qué diablos me ocurre?Jamás volveré a averiguar algoacerca de Josy.»

«Quiso envenenarte», le dijo

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una voz interior. «Era Paracetamol»,respondió su mala conciencia.

Al cabo de un rato, losescalofríos remitieron y Viktor logróponerse de pie.

Cuando por fin dejó las tazasllenas de té frío en la bandeja, lasllevó a la cocina y las examinó, sequedó completamente perplejo. Tanabsorto estaba que tropezó en elumbral y dejó caer la bandeja y lastazas al suelo. Ya no podía verificarsus sospechas, pero estaba seguro delo que había visto antes de que el tése derramara en el parqué: las tazas,

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ambas llenas. Hubiese jurado queAnna no había bebido un solo sorbode la suya.

Antes de ir a la cocina a buscarla bayeta oyó el chasquidocaracterístico del anticuado fax.

Dejó la bandeja y losfragmentos de taza en el suelo,regresó al salón y, aunque seencontraba a cierta distancia,comprobó que algo iba mal. Agarróla página que surgió del aparato y laexaminó a la luz de la lámpara delescritorio. Por más que la dieravuelta de un lado y de otro, ni un

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microscopio le habría proporcionadomás información. En el fax no habíanada. Ningún dibujo de su hija. Sólouna única raya negra alargada.

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33 Cuando Halberstaedt acudió parainformarle de la pavorosa noticia,Viktor estaba tan acabado que nisiquiera recordaba su propio númerode teléfono, por no hablar del de Kai.El detective no había vuelto allamarlo. Tras aguardar unos veinteminutos, Viktor intentó comunicarsecon él, pero era evidente que lafiebre cada vez más alta le habíaafectado la memoria. Era como sialguien hubiera transformado todos

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los números de teléfono almacenadosen su cerebro en una sopa de letrasque hacía olas en su cabeza con cadapaso que daba. Por eso no pudodecirle a Kai que la transmisión delfax había sido defectuosa.

De momento, sin embargo,aquello era lo que menos lepreocupaba. Sentía pánico de habersido envenenado. La espalda le ardíacomo si hubiera sufrido unainsolación y la migraña se habíaextendido desde la nuca hasta lafrente. Él era el único médico de laisla. Dada la violencia del viento que

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barría el mar, incluso un helicópterodel Ejército sólo acudiría en caso deemergencia. Y Viktor ni siquierasabía si el suyo era un caso deemergencia. ¿Anna había dicho laverdad? ¿O había mentido y llevabadías envenenándolo?

«¿Como a Charlotte? ¿O aJosy?»

¿Acaso había tenido laoportunidad de hacerlo?

Viktor decidió esperar unashoras. En ningún caso quería poneren peligro la vida de los médicos deurgencias en medio de la tormenta

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del siglo. A lo mejor al finalresultaría que habían atravesado unhuracán por una vulgar gripe.

Y por suerte tenía píldoras decarbón y otros remedios paracombatir el envenenamiento, ademásde antibióticos fuertes, todo lo cualtomó por precaución.

Más adelante, Viktor consideróque quizá su estado físicoexcepcional había sido el másindicado para enfrentarse a laespantosa noticia de Halberstaedt. Laenfermedad y los efectos secundariosde los medicamentos lo habían

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atontado hasta tal punto que nohubiera sido capaz de reaccionar deun modo adecuado ante la visión dela muerte tirada en su terraza.

—Lo siento, doctor—dijo elburgomaestre. Sostenía una gorranegra en las manos y la hacía girarentre los dedos.

Al inclinarse por encima de superro muerto, Viktor tropezó.

—Encontré a Sindbad detrás dela Ankerhof, junto a un cubo debasura.

Viktor oyó las palabras como através del pesado telón de un

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escenario. Se agachó y acarició elcadáver de su golden retriever.Incluso un profano hubiesecomprendido de inmediato quealguien había torturado al animalhasta la muerte. Tenía rotas las patas,la mandíbula y quizás el espinazo.

—Sabe quién se hospeda allí,¿verdad?

—¿Qué? —Viktor se secó laslágrimas y le lanzó una mirada alburgomaestre. Además, Sindbadhabía sido estrangulado. Alrededordel cuello llevaba un sedal hundidoen la piel.

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—Ella. La mujer. Se hospeda enla Ankerhof. Y opino que quien hizoesto fue ella.

El primer impulso de Viktor fueasentir y decirle que esperara, queiría en busca del arma para pegarleun tiro. Pero se obligó a contestarcon sensatez.

—Ahora no puedo hablar de laconducta de mi paciente.

«Esa no es de fiar. Sedal.»—¿Acaso sigue siendo su

paciente? La vi salir corriendo de sucasa, llorando y fuera de sí.

—Eso tampoco es asunto suyo

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—graznó Viktor.—De acuerdo, doctor.

Tranquilo. No tiene buen aspecto,dicho sea de paso.

—No me diga. ¿Acaso lesorprende?

—Supongo que no, puesto quehan matado a su perro. ¿Puedo serlede ayuda en algo?

—No. —Viktor volvió acontemplar el cadáver del animal yentonces vio los profundos cortes enel estómago.

«Parecen hechos con un cuchillode trinchar.»

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—Quiero decir sí, hay algo quepuede hacer —dijo, poniéndose depie—. ¿Podría enterrar a Sindbad?Soy incapaz. «Tanto física comopsíquicamente.»

—Por supuesto. —Halberstaedtse puso la gorra y se llevó el índice ala visera—. Sé dónde guarda la pala,doctor —dijo, mirando hacia elcobertizo—. Pero antes tengo queenseñarle una cosa. Tal vez entoncescomprenda la gravedad de lasituación.

—¿Qué es?—Tome. —Halberstaedt le

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tendió una nota de color verdeembadurnada de sangre—. Estabaentre las fauces de Sindbad cuandolo encontré.

Viktor alisó el papel.—¿No es un...?—Sí, un extracto de cuenta y, si

no me equivoco, es suyo.Viktor limpió la sangre de la

esquina superior derecha y vio elnombre de su banco. Era un extractode su depósito a plazo fijo, en el quetenía sus ahorros y los de Isabell.

—Échele un vistazo —leaconsejó el burgomaestre.

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Arriba, a la izquierda, figurabanla fecha y el número del extracto.

—¡Pero si es de hoy!—Así es.«¿Cómo es posible?», se

preguntó Viktor. En la isla no habíacajero automático de aquel banco,donde alguien hubiera podidoimprimir el extracto. Pero el pánicolo invadió cuando vio el estado de lacuenta.

Dos días antes había 450.322euros en el depósito a plazo fijo.

Pero el día anterior alguienhabía retirado todo el dinero.

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34 Hoy. Habitación 1245. ClínicaWedding

—¿Fue ésa la primera vez quepensó en Isabell? —Contraviniendolas reglas, el doctor Roth habíaencendido un cigarrillo en lahabitación del enfermo y se loacercaba a Larenz para que diera unacalada entre una frase y la siguiente.

—Sí. Pero la idea de quepudiera tener algo que ver con elasunto era tan aterradora que la

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reprimí de inmediato.—Además de usted, ¿era la

única que podía manejar la cuenta?—Sí. Tenía acceso a todas mis

cuentas. Si no se trataba de un errordel banco, era ella quien habíasacado el dinero. Al menos eso fuelo que pensé.

El busca del doctor Roth volvióa sonar, pero esta vez se limitó aapagarlo sin abandonar la habitación.

—¿Por qué no contesta lallamada?

—No tiene importancia.—¿Es su mujer? —bromeó

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Larenz. Pero Roth no le hizo caso.—Será mejor que siga hablando

de su esposa, doctor. ¿Por qué no leencargó a Kai que investigara aIsabell?

—¿Recuerda los diarios deHitler? —dijo Larenz, cambiando detema—. ¿Las falsificaciones que larevista Stern dio por auténticas?

—Claro.—Hace mucho tiempo mantuve

una conversación con un periodistaque en aquel entonces trabajaba en larevista y que se vio directamenteenvuelto en el escándalo.

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—Estoy en ascuas.—Bien. Lo conocí entre

bastidores, durante un programa deentrevistas en el que yo era elinvitado. Al principio se negó ahablar del asunto, pero tras lagrabación del programa, dos o trescervezas en el bar de la emisora leaflojaron la lengua y me confesó algoque nunca he olvidado.

—¿Qué era?—Dijo: «Nos expusimos hasta

tal punto con los diarios que,sencillamente, tenían que serauténticos. Lo que no puede ser

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verdad no es verdad, según el dicho,y por eso jamás intentamos encontrarindicios de que nos hubieranencajado una falsificación. Sólobuscamos pruebas para demostrarque los diarios eran auténticos.»

—¿Qué pretende decirme coneso?

—Que en cuanto a Isabell, meocurría lo mismo que con los diariosde Hitler: lo que no debe ser así, noes así.

—¿Y por eso no la hizoinvestigar?

—La hice investigar. Pero no

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enseguida. Primero debía ocuparmede otras cosas muy distintas. —Viktor dio otra calada al cigarrilloque le tendió el doctor Roth—.Debía ingeniármelas para salir vivode la isla.

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35 —¡Ayúdame!

Una sola palabra, y lo primeroque se le pasó por la cabeza a Viktorfue trivial: era la primera vez queAnna lo tuteaba.

El horizonte se habíaaproximado peligrosamente a lacasa. Una gran masa de nubes densay gris oscuro se cernía sobre la isla yse acercaba como un muro decemento. La tormenta se habíadesencadenado. Cuando Viktor se

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había levantado de su lecho deenfermo para ver quién llamabaruidosamente a la puerta, el serviciometeorológico acababa de anunciarque la velocidad del viento ya habíaalcanzado entre diez y once nudos,pero Viktor no había notado esamanifestación de la violencia de lanaturaleza. Poco antes había tomadoun fuerte somnífero para escapardurante unas horas tanto de suenfermedad como de suspreocupaciones. Pero cuando abrióla puerta, todos sus sentidos aúndespiertos a pesar del barbitúrico se

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vieron monopolizados por otracatástrofe: en contra de lo esperado,Anna había regresado y Viktor nuncahubiera creído que en un lapso tanbreve la salud de alguien pudierasufrir semejante deterioro. Sólohabía pasado una hora y media desdeque había abandonado colérica sucasa. La palidez de su rostro eracadavérica, iba desgreñada y teníalos ojos desorbitados. Su ropaempapada y mugrienta daba todavíamás lástima.

—¡Ayúdame!Esa palabra fue la última que

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pronunció aquel día. Anna sedesplomó ante sus ojos, y al caer seaferró del jersey azul de Viktor.Primero creyó que había sufrido unataque epiléptico; a menudo laepilepsia era la causante de losbrotes de esquizofrenia. Pero luegovio que no sufría tembloresespásticos y que sus movimientos noeran agitados. Y Viktor comprobóque tampoco tenía otros síntomastípicos, como espuma en la boca o unvaciado involuntario de la vejiga. Nohabía perdido el conocimiento porcompleto, pero estaba muy aturdida y

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era incapaz de reaccionar, como siestuviera bajo la influencia de unadroga.

Rápidamente, Viktor decidióllevarla en brazos adentro. Cuando lalevantó del suelo de madera de laterraza su peso lo desconcertó,porque no encajaba con su aspectofrágil.

«Realmente estoy en bajaforma», pensó y, jadeando, cargó conAnna hasta la habitación dehuéspedes.

A cada peldaño que subía ellatido de su cabeza aumentaba.

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Además notó que su cuerpo absorbíael cansancio provocado de maneraartificial por el somnífero como sifuera una esponja y se volvía máspesado por momentos.

La habitación de huéspedes seencontraba en el primer piso, frenteal dormitorio de Viktor, en elextremo del pasillo. Por suerte habíahecho preparar todas lashabitaciones antes de su llegada, asíque en ésa la cama también estabahecha.

Tras dejar a Anna sobre lablanca sábana de hilo le quitó la

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mugrienta chaqueta de cachemira y elpañuelo de seda que llevabaalrededor del cuello para podertomarle el pulso.

«Todo bien.»Dejándose llevar por un

impulso repentino, le levantó lospárpados y examinó sus pupilas a laluz de una pequeña linterna. No cabíaduda: Anna no se encontraba bien.Las pupilas tardaron bastante enreaccionar al estímulo luminoso. Noera alarmante y podía deberse a laingesta de ciertos medicamentos.Pero sirvió para confirmar que Anna

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no estaba simulando. Estaba enferma,o como mínimo exhausta. Igual queél. Pero ¿a causa de qué?

Antes de seguir reflexionando,Viktor decidió quitarle la ropamojada y, aunque era médico y susactos estaban médicamentejustificados, le pareció indecentedesbrocharle el pantalón y la blusa yquitarle la elegante ropa interior deseda. Tenía un cuerpo perfecto. Conrapidez la envolvió en un albornozblanco que fue a buscar al baño de allado y después la tapó con un ligeroedredón. Por lo visto Anna estaba tan

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agotada que se durmió incluso antesde que la tapara.

Viktor continuó observándola unrato más, escuchó su respiraciónpesada y regular, y llegó a laconclusión de que Anna debía dehaber sufrido un desmayo y que demomento no corría peligro.

Sin embargo, la situación leresultaba muy desagradable. Élmismo estaba enfermo ycompletamente extenuado, y ahorauna paciente esquizofrénica ocupabala habitación de invitados, unapaciente que tal vez quería asesinarlo

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y a la que era imprescindible queinterrogara acerca de Josy, Sind- bady la retirada de fondos de su cuentaen cuanto despertara.

Viktor reflexionó unos instantes,tomó una decisión y bajó a pedirayuda por teléfono.

En el preciso momento en quedescolgó el auricular un rayo iluminótoda la playa. Viktor colgó y empezóa contar a partir de uno; sólo habíacontado hasta cuatro cuando untrueno ensordecedor sacudió la casa.La tormenta estaba a menos de doskilómetros de distancia. Recorrió la

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casa con rapidez, desconectandotodos los enchufes para que no sevieran afectados por las tremendasdescargas eléctricas. Cuandodesconectó el pequeño televisor dela habitación de Anna, vio que lamujer se revolcaba pero sindespertar. Le pareció que Anna seencontraba mejor por momentos yque en una o dos horas volvería aestar en pie.

«Maldita sea. A lo mejor sedespierta cuando yo me hayadormido.»

Tenía que evitarlo fuera como

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fuese. No quería exponerse a quedarindefenso en su propia casa. Volvió abajar para hablar por teléfono, perotuvo que sentarse a mitad de laescalera para no rodar peldañosabajo.

Cuando llegó al teléfono estabatan agotado que tardó unos segundosen notar que no había línea. Elteléfono estaba muerto. Golpeó lahorquilla del anticuado aparatonumerosas veces, pero siguió sinhaber tono.

—Condenada tormenta.Condenada isla.

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Era obvio que el vendaval habíacortado las comunicaciones.Desesperado, Viktor se sentó en elsofá y reflexionó. Una pacientepeligrosa ocupaba su habitación deinvitados. Él no tenía fuerzas para irhasta el pueblo. El teléfono habíadejado de funcionar y un somníferose abría paso por sus venas.

¿Qué debía hacer?En cuanto se le ocurrió la

solución, se quedó dormido.

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36 Esta vez fue diferente. La pesadillano se desarrolló como siempre, algohabía cambiado. Tal vez ladiferencia principal consistía en queya no conducía el coche en compañíade Josy hacia el mar embravecido.Al principio, Viktor no reconoció asu acompañante. En el sueño nodejaba de pensar quién sería la jovensentada junto a él en el coche, quetamborileaba con los dedos en elsalpicadero. Hasta que por fin la

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reconoció y quiso gritar su nombre:«Anna.»

Pero no pudo pronunciarloporque una mano le cubría la boca eimpedía que hablara.

«¿Qué...?»Muerto de miedo, Viktor

comprobó que la pesadilla habíasido reemplazada por una realidadaún más horripilante. Estaba tendidoen el sofá, pero ya no dormía. Habíadespertado y la mano que le cubría laboca era real.

«No puedo respirar», pensóViktor, y quiso apartar a su agresor

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con los brazos, pero el somnífero yla enfermedad se convirtieron encómplices mudos del ataque. Apenaspodía mover las manos, como si unpeso invisible tirara de ellas haciaabajo.

«Me asfixio. Ha ocurrido.Halberstaedt tenía razón.»

Haciendo un esfuerzo tremendoViktor se arrojó a un lado y lanzó unapatada. Al principio el peso que leoprimía el torso aumentó, pero luegosu pie golpeó algo blando y oyó uncrujido anormal y un grito apagado.De pronto la mano dejó de cubrirle

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la boca y Viktor tosió. El pesotambién había desaparecido.

—¿Anna? —Viktor gritó sunombre y agitó los brazos comoalguien a punto de ahogarse,intentando levantarse del sofá—.¡Anna! —rugió.

«¿Estoy soñando o esto esreal?»

Por debajo del aturdimiento delsomnífero y del estado febrilafloraba el pánico. «¡Socorro! ¡Luz!¡Que alguien encienda la luz!»

—¡Aaaaaaaa!Viktor oyó su propio alarido y

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se sintió como un buzo que regresalentamente a la superficie.

«¿Dónde está el condenadointerruptor?»

Entretanto, se había puesto depie, tambaleándose y tanteandodesesperadamente la pared en buscadel interruptor. Por fin lo encontró ycuatro focos cenitales inundaron elsalón con una luz cegadora. Cuandosus ojos se acostumbraron, echó unvistazo a su alrededor.

«Nada. Estoy solo. Aquí no haynadie.»

Se acercó a la ventana con

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lentitud, pero estaba cerrada. Encuanto llegó al escritorio, una puertase cerró a su espalda con estrépito.Se volvió y oyó que alguien subía laescalera con los pies descalzos.

—¡Ayúdame!La palabra pronunciada por su

inesperada visita hacía escasas horassurgía ahora de su propia boca.Había regresado el espanto absolutoque antes ya lo había invadido contanta alevosía. Dejó pasar unsegundo de pánico y después fue atrompicones hasta la puerta.

«¿Qué ocurre aquí? ¿Ha sido

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ella o sólo lo he soñado?»Viktor abrió el cajón inferior de

la cómoda del pasillo y buscó lapistola. ¡Había desaparecido!

En el pasillo del piso de arribaresonaron pasos pesados.

Aterrado, volvió a rebuscar enel cajón y por fin encontró elpaquetito a medio abrir en el fondodel todo, oculto debajo de suspañuelos de hilo. Con manostemblorosas cargó el arma con dosbalas. Después corrió escalerasarriba impulsado por la adrenalina.

Cuando alcanzó el último

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peldaño, la puerta de la habitaciónde invitados, situada al fondo delpasillo, se cerró de golpe. Viktorrecorrió el pasillo a toda prisa.

—Anna ¿qué significa...?Cuando abrió la puerta de la

habitación y apuntó con el arma, a laque había quitado el seguro, hacia lacama, Viktor se quedó sin aliento. Nodisparó por los pelos, pero lo quevio era tan inesperado que lo dejósin fuerzas y bajó el arma.

«No puede ser —pensó,volviendo a cerrar la puerta a susespaldas—. ¡Esto es imposible,

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absolutamente imposible!»Algo no encajaba y no sabía

qué. Sólo sabía una cosa: lahabitación, en la que hacía escasashoras Anna dormía plácidamente y enla que acababa de oírla entrarcorriendo, estaba vacía. Y Annatampoco estaba en ningún otro lugarde la casa.

Media hora después, cuandoViktor volvió a comprobar todas laspuertas y las ventanas, su cansanciohabía desaparecido. Los escalofríosy la fiebre habían podido con elprincipio activo del somnífero. Y las

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actividades de Anna le habíanimpedido conciliar el sueño. Lohabía atacado y después huido de lacasa en medio de la tormenta y elchaparrón. ¡Y desnuda!, puesto quesu ropa, incluso el albornoz, seguíantirados en el suelo de la habitaciónde invitados. No se había llevadonada.

Mientras Viktor se preparaba uncafé muy cargado, las mismaspreguntas no dejaban de acosarlo porturnos, como los corredores de unacarrera de relevos: «¿Qué pretendede mí Anna? ¿Acaso el ataque sólo

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ha sido un sueño? Pero entonces ¿porqué desaparecer? ¿Dónde está?»

Ya eran las cinco de la mañanacuando tomó dos Tylenol y un Aktrenpara recuperar fuerzas. Y para él, eldía acababa de empezar.

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37 Parkum, el día de la verdad De vez en cuando, hasta las personasmás inteligentes actúan de un modoextravagante y ridículamente ilógico.Prácticamente todos los que usan unmando a distancia, por ejemplo,tienen la inveterada costumbre depulsar las teclas con más fuerza encuanto las pilas empiezan a gastarse.

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Como si se pudiera exprimir laenergía eléctrica como el zumo de unlimón.

Para Viktor, el cerebro humanoera como uno de esos mandos adistancia. En cuanto se desacelerabael funcionamiento neuronal debido alcansancio, la enfermedad o por algúnotro motivo, era inútil devanarse lossesos. Resultaba imposible exprimirciertas ideas, por más que uno seesforzara.

Viktor llegó a esa conclusióncon respecto a los acontecimientosde la noche anterior. Le resultaban

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incomprensibles. Y daba igual que seesforzara: por más que cavilaba yrumiaba, no encontraba unaexplicación satisfactoria y muchomenos se calmaba.

«Charlotte, Sindbad, Josy,veneno.»

Todo dependía de la respuesta auna única pregunta. ¿Quién era AnnaSpiegel? Debía averiguarlo antes deque fuera demasiado tarde. Claro queal principio sopesó la idea de llamara la policía, pero ¿qué podía contar?Su perro estaba muerto, se sentía muyenfermo, alguien había tratado de

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asesinarlo y su cuenta bancariaestaba vacía. Pero carecía depruebas concluyentes quedemostraran que Anna estabarelacionada con esos hechos.

Como era domingo, hasta el díasiguiente no podría ponerse encontacto telefónico con el servicio deatención al cliente de su banco paraanular la última operación. Pero noquería ni podía esperar hastaentonces. Debía entrar en acción ya,y solo. Por suerte se encontrabamejor pese al ataque nocturno. Peroeso lo inquietaba todavía más,

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porque también podía deberse a quedesde el día anterior no habíatomado té y las píldoras contra elenvenenamiento empezaban a surtirefecto.

Se encontraba en el cuarto debaño cuando un sonidodesacostumbrado volvió asobresaltarlo. Provenía de la plantade abajo. Había alguien en la entradacuyos pasos no sonaban igual que lasbotas de goma de Halberstaedt o loszapatos de tacón de Anna. Presa deun temor repentino e irracional,volvió a agarrar la pistola, que ya

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llevaba siempre encima, y se acercósigilosamente a la puerta de entradapara mirar por la mirilla. ¿Quiénpodía ser a esas horas?

Nadie.Viktor se puso de puntillas, se

agachó..., pero no vio a nadie, miraradesde el ángulo que mirara. Cuandoestaba a punto de bajar el pesadopicaporte de la puerta principal paraentreabrirla, oyó un ruidito junto a supie derecho. Bajó la mirada, seagachó y recogió un sobre quealguien había pasado por debajo dela puerta.

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Era un telegrama. En otra época,cuando todavía no existían el fax y elcorreo electrónico, Viktor solíarecibir telegramas. Pero en unostiempos en que uno podíacomunicarse con todo el mundo através del móvil, consideraba aquelmétodo de comunicaciónprácticamente extinguido. Cierto eraque en la isla estaba fuera delalcance de la red satelital y, por lotanto, no podían comunicarse con élpor teléfono móvil, peronormalmente su teléfono fijofuncionaba y podía recibir noticias

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importantes a través de Internet.Entonces ¿quién le enviaba untelegrama a la isla?

Viktor guardó la pistola en elbolsillo del albornoz y abrió lapuerta para comprobar si elmensajero aún estaba al alcance dela vista. Pero, excepto un gato negrocompletamente empapado que corríamaullando en dirección al pueblo, novio a nadie. Si un momento antesalguien estaba en su terraza, entoncesdebía de haberse escondido a todaprisa en el bosquecillo de pinos yabetos cuyas ramas ennegrecidas por

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la lluvia parecían devorar la luz.Temblando, volvió a cerrar la

puerta. No sabía si los dientes lecastañeteaban de frío, de miedo o defiebre. Se quitó el albornoz sudado ylo dejó caer al suelo. Después sepuso un grueso jersey que sacó delarmario y abrió el sobre blancomientras recorría el pasillo. Extrajoel telegrama y vio que constaba deuna única frase. Tuvo que leerlo tresveces para que el mensaje penetraraen su conciencia... Y lo dejó sinrespiración.

¡DEBERÍAS

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AVERGONZARTE!, se leía enmayúsculas en el sencillo papel decorreos. Y cuando vio quién era elremitente tuvo que sentarse; las letrasse volvieron borrosas. El remitenteera Isabell. ¿Qué significaba aquello,por amor de Dios? Viktor miró lahoja de papel desde todos losángulos, pero el mensaje seguía sintener sentido. ¿Por qué debíaavergonzarse? ¿De qué? ¿Qué habíaaveriguado su mujer, que hasta el díaanterior se encontraba en Manhattan,acerca de él? ¿Y por qué le habíaenviado un telegrama en vez de

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llamarlo por teléfono? ¿Qué la habíaenfurecido tanto que evitaba uncontacto directo? ¡Justo en aquelpreciso momento, cuando lanecesitaba tan desesperadamente!

Viktor decidió hacer otrointento de comunicarse con NuevaYork. Descolgó el teléfono, peroseguía sin línea. La línea necesariapara comunicarse con Isabell seguíasin funcionar.

«¿Qué han estado haciendo losempleados de la empresa telefónicadesde ayer? ¿Jugando a las cartas?»,pensó Viktor, furioso. Supuso que el

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huracán había derribado los postesde teléfono de la isla o estropeadolos cables subacuáticos. Peroentonces se le ocurrió unaexplicación mucho más sencilla.Primero sintió alivio y quisoremediar el problema, pero despuéssucumbió a una sensación espantosa,terrorífica: dos días antes el teléfonofuncionaba, Kai lo había llamado.Después no había vuelto a sonar y elmotivo era evidente: alguien lo habíadesconectado.

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38 Cuando volvió a resultarle imposiblecomunicarse con Isabell decidióentrar en acción. No podía quedarsesentado en casa junto al teléfono,solo e inactivo, esperando a que sumujer, Kai o Anna dieran señales devida. Era hora de reaccionar y haceralgo.

Sacar el cajón superior de lacómoda del pasillo le llevó variosminutos, pero por fin encontró el rojoy desgastado cuaderno de notas en el

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que hacía muchos años su padreapuntaba todos los números deteléfono importantes de la isla.Primero buscó en la «A», peroencontró el número que necesitaba enla «H» de hostería. Dejó que sonaraveintitrés veces antes de resignarse acolgar el auricular.

«¿Qué tienen en común el hotelMarriot Marquise de Times Square yla hostería Ankerhof?», se preguntócon ironía. Viktor volvió a intentarlo,con la esperanza de haber marcadomal la primera vez, y esperó hastaque la señal de llamada se cortó. No

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había nadie.Miró por la ventana y apenas

vio las olas oscuras a través de lalluvia torrencial, las olas que nodejaban de romperinterminablemente en la playa.

Hojeó el desgastado cuadernocon dedos temblorosos y esta vez fuemás afortunado: a diferencia deIsabell y Trudi, Halberstaedt levantóel auricular.

—Por favor, discúlpeme si lomolesto en su tiempo libre, señorburgomaestre, pero he reflexionadosobre lo que me dijo y ahora creo

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que necesito su ayuda.—¿Qué quiere decir? No le

comprendo. —Halberstaedt parecíaun tanto perplejo.

—Si no lloviera tanto, yomismo emprendería el camino ycomo usted vive justo al lado, penséque...

—¿Cómo dice?—Tengo que hablar con Anna

urgentemente.—¿Con quién?—Con Anna—respondió Viktor

—. Ya sabe. Esa mujer. AnnaSpiegel.

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—Ese nombre no me dice nada.Viktor notó un suave silbido en

el oído derecho, que fue aumentandopaulatinamente de volumen.

—Venga ya. Estos días hemoshablado de ella varias veces. Lamujer que usted observaba, la queusted cree que mató a mi perro.

—No sé de qué me habla,doctor.

—¿Está de broma? Usted mismome advirtió varias veces de que erapeligrosa. La última ayer mismo,cuando me trajo el cadáver deSindbad.

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—¿Se encuentra bien, doctorLarenz? No he ido a verlo en toda lasemana y no sé nada de su perro.

El silbido había aumentado deintensidad y también lo notaba en eloído izquierdo.

—Oiga... —Al oír la otra vozconocida por el auricular, Viktor seinterrumpió en medio de la frase.

—¿Es ella?—¿Quién?—Anna. ¿Está con usted?—No conozco a ninguna Anna,

doctor. Y estoy solo.Viktor aferró el auricular, como

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alguien a punto de ahogarse que seagarra al último salvavidas.

—Eso es... —No sabía quédecir, pero de pronto se le ocurrióalgo—. Un momento.

Corrió al pasillo, recogió elalbornoz y, aliviado, comprobó quela pistola cargada aún estaba dondela había guardado: era la prueba deque no se había vuelto loco.

Viktor regresó corriendo alteléfono.

—Vale, Patrick. No sé quéjuego es éste, pero tengo en la manoel arma de usted en este preciso

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instante.—¡Ah!—¿Qué significa «¡ah!»? —

Viktor casi gritaba—. ¿Alguienpodría decirme qué está ocurriendoaquí?

—Pues... yo... además... —Halberstaedt empezó a tartamudear yViktor se convenció de que alguien leestaba dando instrucciones.

—Da igual. Oiga, Patrick. No séqué significa todo esto. Ya loaclararemos más adelante, peroahora necesito hablar con Anna.Haga el favor de decirle que voy

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para allá y que quiero que me espereen su habitación de la Ankerhof,dentro de una hora como máximo. Yserá mejor que usted también estéallí, así aclararemos este asuntotodos juntos.

Al otro lado del auricular sonóun suspiro. Después el burgomaestrecambió de tono, el nerviosismo y lahumildad se convirtieron en unaarrogancia sin límites.

—Una vez más, doctor. Noconozco a ninguna Anna. Y aunque laconociera, no puedo hacer lo que mepide.

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—¿Por qué?—Porque la hostería de Trudi

lleva semanas cerrada. La hosteríaAnkerhof está cerrada. Allí no vivenadie.

Y se cortó la comunicación.

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39 Para alcanzar una conclusión esnecesario armar todo elrompecabezas con un montón depiezas cuya cifra se ignora. Y unosólo alcanza a saberla tras armartoda la imagen.

Viktor ya había dispuesto unpequeño marco formado porpreguntas y estaba a punto decompletar toda la imagen con lasrespuestas. Respuestas a preguntasangustiosas como las siguientes:

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¿quién había matado a Sindbad? ¿Porqué se sentía tan enfermo? ¿Qué teníaque ver Halberstaedt con Anna? Y:¿quién era Anna Spiegel?

Viktor no llegó a realizar lallamada decisiva que tal vez lehubiera aportado la respuesta a esaúltima pregunta, puesto que elteléfono empezó a sonar en elpreciso momento en que levantó elauricular.

—¿Quién es ella?El alivio al oír su voz fue tan

grande que al principio no pudoresponder ni decir una sola palabra.

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—¡Dime inmediatamente quiénes!

—¡Isabell! —exclamó Viktorfinalmente, sorprendido por el tonoagresivo y airado de su voz—.Menos mal que me has llamado, hacedías que intento comunicarmecontigo, pero en la recepción medijeron...

—¿Tú has intentadocomunicarte conmigo?

—Sí. ¿Por qué estás tanenfadada? Ya no entiendo nada. ¿Porqué me enviaste un telegrama?

—¡Ja! —exclamó Isabell y

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después guardó silencio, un silencioacompañado del ruido de lasinterferencias transatlánticas.

—¿Qué ocurre, cielo? —preguntó Viktor en tono temeroso.

—No me llames cielo. No,después de lo ocurrido ayer.

Ahora el que empezaba aenfadarse era Viktor y pasó elauricular a la otra oreja.

—¿Quisieras tener la bondad deexplicarme qué ocurre en vez dechillarme?

—Bien, si quieres jugar a tujueguecito, juguemos. Empecemos

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por una pregunta muy sencilla: ¿quiénes esa guarra?

Viktor soltó una carcajada dealivio y el peso enorme que leoprimía el pecho desapareció. Eraevidente que Isabell creía queaprovecharía la estancia en la islapara tener una aventura.

—No te rías como un tonto,Viktor. Y por favor, no me tomes porestúpida.

—Un momento, Isabell, porfavor. No creerás que te estoyengañando, ¿verdad? ¡Eso es undisparate! ¿Cómo se te ocurre

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semejante cosa?—Te he dicho que no me tomes

por estúpida. ¡Limítate a decirmequién es la guarra!

—¿De quién estás hablando? —Viktor volvió a enfadarse.

—De la que ayer contestó almaldito teléfono cuando te llamé —gritó Isabell.

Viktor parpadeó, tratando deasimilar lo que había oído.

—¿Ayer?—Sí, ayer. A las tres y media,

hora de ahí, si quieres saberlo conexactitud.

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«Anna. Ayer por la tarde estuvoaquí. Pero no pudo habercontestado...; ¿no?»

Las ideas se arremolinaban ensu cabeza. Le pareció por unosinstantes que le fallaba el equilibrio,como un pasajero tras un vueloprolongado.

—¿Hace mucho que dura lacosa? ¿Eh? Simulas necesitar ciertadistancia. Afirmas que trabajas enuna entrevista. ¿Y aprovechas elrecuerdo de nuestra hija para follartea otra?

«Pero si no me separé de ella ni

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un momento. Hasta que... La cocina.El té.»

Cuando el recuerdo lo golpeócomo un bumerán, Viktor tuvo quesentarse.

«Pero si sólo dejébrevemente...»

—Anna.—Vale, Anna. ¿Y qué más?—¿Cómo dices?Por lo visto había pronunciado

su nombre sin querer.—Oye, Isabell, todo esto es un

gigantesco malentendido. No es loque tú crees.

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«¡Dios mío, parezco un maridoque engaña a su mujer con lasecretaria! “No es lo que tú crees,tesoro.”»

—¡Anna es mi paciente!—¿Te follas a una paciente? —

gritó Isabell, histérica.—¡No, por amor de Dios! No

tengo ninguna aventura con ella.—¡Ja! —Otra vez la risa

sarcástica de Isabell—. No, claroque no tienes una aventura con ella.Apareció en nuestra casa de la playa,así, sin más. Aunque tú ya no tratas aningún paciente, ¡y aunque es

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imposible que supiera que teencontrabas en Parkum! ¡Mierda!Creo que voy a colgar. ¡Todo esto esdemasiado humillante para mí!

—Por favor, Isabell. Tecomprendo, pero dame laoportunidad de explicártelo todo.

Al otro lado de la línea reinó elsilencio. Sólo se oía la sirena de uncamión de bomberos de Nueva York.

—Escúchame. Yo mismo notengo ni idea de lo que ocurre aquí.Pero sé exactamente lo que noocurre: no me he acostado con lamujer con la que hablaste por

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teléfono ayer. Y tampoco tengo laintención de engañarte. Por favor,acéptalo como base para nuestraconversación, porque soy incapaz deexplicarme todo lo demás. Loshechos son los siguientes: hace cincodías llamaron a la puerta y una mujer,que dice llamarse Anna Spiegel, merogó que la tratara. Es supuestamenteautora de libros infantiles y sufrealucinaciones esquizofrénicas. Noconsigo explicarme cómo descubrióque yo estaba aquí y ni siquiera sédónde se aloja en la isla. Sólo sé quela historia de su enfermedad es tan

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extraordinaria e interesante quedecidí hacer una excepción ymantuve una conversaciónterapéutica previa con ella. Enrealidad, aún está en la isla, porquehubo una tormenta y el transbordadora Sylt no funciona.

—Una historia encantadora.Muy ingeniosa —siseó Isabell.

—No es una historia. Es laverdad. No sé por qué ayer contestóal teléfono. Estuve un rato en lacocina preparando un té y debe dehaber aprovechado la oportunidadcuando sonó el teléfono.

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—No sonó.—¿Qué?—Contestó enseguida. Estaba

esperando junto al aparato.Viktor sintió que el suelo se

abría bajo sus pies. Algo volvía a noencajar en absoluto. Algo que él nolograba explicarse.

—No sé por qué lo hizo,Isabell. Desde que apareció por aquíhan ocurrido cosas muy extrañas.Estoy enfermo. Alguien me atacó ycreo que esa Anna tiene informaciónsobre Josy.

—¿Qué?

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—Sí. He intentado comunicarmecontigo infinitas veces.

Quería decirte que quizás existauna pista. Kai ha vuelto a ocuparsedel asunto. Y alguien ha vaciadonuestra cuenta bancaria. No entiendonada de todo esto y queríaconsultarlo contigo, pero no logrécomunicarme durante días. Y hoy herecibido un telegrama tuyo.

—Te envié un telegrama porquela que no lograba comunicarsecontigo era yo.

«La línea telefónica.»—Lo sé. Anoche alguien

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desconectó el teléfono.—Hazme el favor, Viktor. Deja

de poner a prueba mi inteligencia.Dices que una mujer aparece de lanada, te proporciona informaciónsobre nuestra hija, contesta a nuestroteléfono, se va de la lengua y despuésdesconecta la línea... ¿Qué significatodo este disparate? Resultaría másconvincente si me dijeras que hascometido adulterio con la puta de laisla una única vez, cuando estabasborracho.

Viktor no había oído el final dela frase porque, tras las primeras

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palabras, se había encendido una luzde alarma en su cabeza.

—¿De qué hablasteis? —preguntó Viktor.

«Se fue de la lengua.»—Al menos no me mintió. Dijo

que estabas en la ducha.—Mentira. Estaba en la cocina.

Mantuve una breve conversacióntelefónica con Kai y después la echéde casa. —Viktor se estaba poniendohistérico—. No tengo una aventuracon esa mujer. Apenas la conozco —gritó.

—Oh, pero ella te conoce muy

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bien.—¿De qué estás hablando?—Se refirió a ti por tu apodo,

ese que aborreces y que, además detu madre, se supone que sólo yoconozco.

—¿Diddy?—Sí, Diddy. ¿Y sabes qué,

Diddy? ¡Vete a la mierda!Isabell colgó el auricular y

Viktor sólo oyó un pitido continuo ypenetrante.

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40 Viktor no recordaba haber sentidouna angustia como la que leatenazaba la garganta. No era laprimera vez que una pacientecontravenía las normas y lo acosaba,pero todas las intromisiones en suvida privada se habían basado en unapauta patológica identificable. Noobstante, en el caso de Anna laamenaza provenía de lo oculto, de loinexplicable. ¿Qué quería? ¿Por quése hacía llamar como una alumna

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asesinada e incluso le había mentidoa Isabell, su mujer? Y, la preguntamás importante, ¿qué relaciónguardaba todo eso con Josy?

Viktor sabía que debía de haberpasado algo por alto. Todos losacontecimientos de los últimos díasestaban vinculados entre sí.Obedecían a un plan invisible quesólo comprendería cuando lograraordenar correctamente los eslabonesde la cadena de extraños eventos. Yno lo lograba.

Al menos se encontraba un pocomejor físicamente, puesto que desde

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ayer no había bebido más té. Tomóuna buena ducha y se mudó de ropa.

«En algún momento tengo queponer la lavadora», pensó cuandoquiso ponerse los tejanos Levis deldía anterior. Volvió los bolsillos delrevés y tiró los pañuelos acumuladosa la basura. Una notita cayó al sueloy, al agacharse para recogerla, se diocuenta de la que había olvidadodurante días. Había caído delmonedero de Anna y en aquelmomento Viktor se la había guardadoen el bolsillo y se había olvidado deella. La notita estaba doblada, como

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una pequeña carta de amor, comoesas que los adolescentes se pasan ensecreto por debajo del pupitre. Nosabía qué esperaba encontrar, pero alver la hilera de números sedesilusionó. Podía ser cualquiercosa: el código de una caja fuerte deun banco, un número de cuentabancaria, una contraseña de Interneto, lo más obvio, un número deteléfono.

Viktor echó a correr escalerasabajo y descolgó el auricular. Marcóel número con cuidado y se preparómentalmente para colgar de

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inmediato en cuanto alguiencontestara.

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41 —¡Cuánto me alegro de que por finme llame, doctor Larenz! —Completamente sorprendido, Viktorolvidó colgar. No había contado conese saludo. Entre otras cosas porquesu aparato analógico de Parkum nodisponía de identificador dellamadas. ¿Quién había contestado?¿A quién había llamado? ¿Y por quéel otro aguardaba su llamada contanta urgencia?

—¿Sí? —Viktor no quiso

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identificarse de inmediato y contestócon un monosílabo.

—Lamento mucho tener quemolestarlo, después de todo lo queusted ha tenido que soportar. —Lavoz le resultaba conocida—. Peroconsideré que era muy importanteque se enterara cuanto antes, paraque el perjuicio no fuera mayor.

¡Van Druisen! Por fin reconocióla voz. Pero ¿cómo había ido a pararel número de su mentor al monederode Anna?

—Estimado profesor, ¿por quéestá tan alterado?

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—¿No ha leído mi últimocorreo electrónico?

¿Correo electrónico? Durantelos últimos días Viktor habíaolvidado comprobar su correo. Losmensajes de la revista Bunte debíande estar amontonándose en su buzón,puesto que no había cumplido con laprimera fecha de entrega de laentrevista que habían acordado.

—No, aún no he tenido tiempode conectarme a Internet. ¿Qué pasa?

—Hace una semana entraronladrones en mi consulta, doctorLarenz.

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—Lo siento, pero ¿qué tiene quever eso conmigo?

—Bien, la irrupción es lo quemenos me inquietó, pero sí lo querobaron. Resulta que el delincuenterompió la cerradura de un únicoarchivador y se llevó el historial deun paciente.

—¿De cuál?—No lo sé. Pero era el

archivador en el que estaban suscasos, ¿comprende? Los casos queusted me derivó cuando compré suconsulta. Me temo que alguien latiene tomada con uno de sus antiguos

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pacientes.—¿Cómo sabe que falta un

historial, si no sabe cuál es?—Porque encontré una carpeta

vacía en el pasillo. Habían arrancadola etiqueta, así que no me fue posiblesaber de quién, pero todos losdocumentos que contenía habíandesaparecido.

Viktor cerró los ojos, como siasí pudiera oír mejor. ¿Cuál de susantiguos casos podía resultar deinterés en el presente? ¿Y quiéncometería un robo para apoderarsede un polvoriento historial? A Viktor

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se le ocurrió una idea y abrió losojos.

—Escúcheme atentamente,profesor Van Druisen. Y por favor,dígame la verdad. ¿Conoce a una talAnna Spiegel?

—¡Dios mío! Entonces, ¿ustedlo sabe?

—¿Qué es lo que sé?—Bueno, aquel asunto...Viktor nunca había oído

tartamudear al viejo y distinguidoprofesor de ese modo.

—¿Qué ha querido decir coneso de que yo lo sé?

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—Bien, pues... En fin, ustedacaba de preguntarme por ella.

—Sí. Por Anna Spiegel. ¿Laenvió aquí, a Parkum?

—¡Dios mío! ¿Está ahí conusted?

—Sí. ¿Qué ocurre?—Lo sabía. Sabía que había

sido un error. Nunca debí dejar quelas cosas llegaran a este punto. —Van Druisen lo decía condesesperación, casi gimoteando.

—Con todos mis respetos,profesor, ¿qué diablos estáocurriendo?

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—Usted corre peligro. Corre unpeligro muy grande, mi queridoamigo.

Viktor agarró el auricular con lamisma fuerza con la que un jugadorde tenis agarra la raqueta antes dedar un golpe.

—¿A qué se refiere?—Anna Spiegel fue mi paciente.

Al principio me negué a hacermecargo de su caso, pero claro, vinorecomendada.

—¿Es esquizofrénica?—¿Es eso lo que le ha dicho?—Sí.

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—Ése es su truco, si me permiteexpresarlo de manera coloquial.

—Entonces ¿no está enferma?—Sí, sí que lo está. Incluso muy

enferma. Pero no es esquizofrénica,sino casi lo contrario. Su enfermedadconsiste en afirmar que lo es.

—No comprendo.—¿Le contó el cuento del perro

que mató?—Sí. Terry. Dijo que fue su

primera alucinación.—Es mentira. Lo mató de

verdad. Eso ocurrió, en efecto. Ellasólo simula ser esquizofrénica para

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arreglárselas mejor con la realidad.—Eso significa que todo lo que

me ha contado...—... ocurrió de verdad.

Experimentó todas esas cosasespantosas de verdad. Después seevadió inventando una enfermedadimaginaria, para no tener queenfrentarse a la realidad.¿Comprende lo que le digo?

—Sí.«Todo es verdad: Charlotte, la

irrupción en el bungalow, el viaje encoche a Hamburgo, el veneno...»

—Pero ¿por qué motivo me la

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envió a mí?—No lo hice, doctor Larenz.

Hace tiempo que me niego a tratarla.¿Por qué habría de encajársela austed, puesto que ha dejado detrabajar como psiquiatra? No: unbuen día dejó de aparecer por miconsulta y eso es lo que hace que elasunto sea tan misterioso. Annadesapareció el día que entraron arobar y estoy seguro de que tienealgo que ver con eso.

—¿En qué sentido?—Porque durante las últimas

sesiones no dejó de hablar de usted,

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doctor Larenz. Dijo que le quedabauna vieja cuenta por saldar. Inclusollegó a decir que pensabaenvenenarlo.

Viktor tragó saliva y comprobóque la garganta le dolía menos quedurante los últimos días.

—Envenenarme. Pero ¿por qué?Yo no la conozco.

—Pero ella lo conoce muy bien.Viktor recordó que hacía unos

minutos Isabell le había dichoprácticamente lo mismo.

—La señora Spiegel no dejabade hablar de usted. Dios mío, me

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hago muchos reproches. Creo que esmuy peligrosa. No, no lo creo: lo sé.Siempre me contaba cosashorrorosas. Crueldades que habíacometido con otros. Sobre todo conesa pobre chiquilla.

—¿Charlotte?—Sí. Creo que se llamaba así.

Lo siento muchísimo, doctor Larenz.Créame, por favor. Ojalá hubieraprestado atención a la voz internaque me decía que dejara el caso.Debería haberla encerrado en unpsiquiátrico.

—¿Por qué no lo hizo?

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—Es que... —El profesorvolvió a interrumpirse—. Pero ustedlo sabe, ¿verdad?

—¿Que sé qué?—Que no podía suspender la

terapia de Anna así como así.—¿Por qué no?—Porque se lo prometí a su

mujer. Le di mi palabra.—¿A mi mujer? —Viktor se

tambaleó y tuvo que agarrarse de lapuerta de la nevera.

—Sí. Isabell. Fue ella quien merogó que siguiera tratando a Anna.¿Qué podía hacer? A fin de cuentas,

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se trataba de su mejor amiga, ¿no?

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42 Isabell. Anna. Josy. Lentamente, todocobraba sentido: el motivo por elcual Isabell no había perdido lacalma con la desaparición de Josy; elmotivo por el cual sus emociones nose habían visto tan alteradas comolas suyas. No había tenido problemaspara seguir trabajando, mientras queél había tenido que vender suconsulta. Siempre había admirado sufuerza, pero a lo mejor sólo setrataba de frialdad.

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Los pensamientos de Viktor seconvirtieron en un torbellino. Adiferencia de él, Isabell nunca habíapasado el duelo por su única hija. ¿Ysería cierto que había encontrado aSindbad, o en realidad había ido a unalbergue de animales para hacersecon un perro que reemplazara a Josy?¿Conocía de verdad a su mujer? Entodo caso, ahora que Viktor seencontraba en la peor situación de suvida no lograba comunicarse conella.

Isabell había enviado a Anna ala consulta de Van Druisen.

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Y además, estaba la cuestióndel dinero.

Viktor abrió el ordenadorportátil para conectarse a la páginaweb de su banco a través de Internet.¿Sería posible que Isabell hubieravaciado su cuenta conjunta? ¿Habríahecho causa común con Anna paravolverlo loco?

Cuando estaba a punto de abrirel Microsoft Internet Explorer echóun vistazo a la barra inferior de lapantalla y, completamentedesconcertado, pulsó pero no obtuvoningún resultado: todos los iconos

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habían desaparecido.Abrió el explorador de

Windows desde el menú de inicio,pero tampoco allí había nada. Suordenador estaba vacío. No quedabani un solo archivo en el disco duro.Alguien se había tomado la molestiade borrar todas las notas,documentos e historiales de lospacientes. La entrevista empezadatambién había desaparecido y lapapelera, en la que normalmente sealmacenaban los archivoseliminados, estaba vacía.

Viktor se puso de pie tan

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bruscamente que el sillón de cuerocayó con estrépito al suelo junto a laestantería. ¡Aquello era demasiado!Ya no le daba igual hacer llamadastelefónicas y la cuenta de bancotambién podía esperar.

Viktor agarró la pistola que lehabía dado Halberstaedt, le quitó elseguro y se la guardó en el bolsillointerior de su impermeable, quetambién le sería muy útil paracaminar bajo la tormenta hasta elpueblo, donde esperaba encontrardos cosas: por una parte respuestasy, por otra, a Anna Spiegel.

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43 Hay personas que tienen los piesfríos y a las que esto impideconciliar el sueño durante horas,porque aunque se los froten bajo lasmantas, no entran en calor. A otras loprimero que se les congela en losdías fríos es la nariz.

En el caso de Viktor, lo mássensible eran las orejas; bajaba latemperatura y empezaban a dolerleen cuanto salía al aire libre. Pero eldolor era aún peor cuando Viktor

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volvía a entrar en calor y las orejasse le «descongelaban». Entonces eldolor se convertía en una barrena quele taladraba la cabeza, se extendíadesde la nuca por todo el cráneo, yno desaparecía ni siquiera tomandoaspirina o ibuprofeno. Viktor habíaaprendido esa lección dolorosamentesiendo niño y por eso se cubrió lacabeza con la capucha cuando semarchó al pueblo, no tanto pararesguardarse de la lluvia como paraprotegerse las orejas.

La capucha y el estruendo delviento huracanado, que arrastraba un

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montón de arena y de hojas secas,impedían que Viktor oyera lametálica melodía que surgía delbolsillo de su chaqueta. Y si, caminodel pueblo, que estaba medioinundado, no se hubiera detenido antela vieja caseta de la aduana, jamáshubiese oído los timbrazos por unarazón evidente: no tenía ningúnmotivo para prestar atención almóvil; era imposible que funcionaraporque en la isla no habíarepetidores. Y sin embargo sonaba,como Viktor comprobódesconcertado cuando se bajó la

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capucha.Echó un vistazo a la pantalla y

el número le resultó vagamenteconocido.

—¿Hola?Viktor se tapó el oído izquierdo

con un dedo para oír pese al vientoque soplaba, pero no oyó nada.

—Hola, ¿quién es?La tormenta amainó por un

instante y creyó oír un sollozo.—¿Anna? ¿Es usted?—Sí, lo siento, yo...Viktor no oyó el resto porque en

ese instante una gruesa rama cayó

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encima de la caseta.—¿Dónde está, Anna?—... yo... Anker....Los fragmentos eran

incomprensibles, pero Viktor trató demantener la comunicación.

—Sé que no está en laAnkerhof, Anna. Patrick Hal-berstaedt me lo dijo. Así que hágameun favor: envíeme un SMSindicándome su paradero exacto. Enpocos minutos estaré ahí yhablaremos de todo. Cara a...

—¡Ha ocurrido algo! —gritóAnna mientras la tormenta concedía

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unos instantes de calma a la isla,pero después volvió a rugir conviolencia máxima.

—¿Qué ha ocurrido?—... ella... conmigo...

Charlotte...No fue necesario que Viktor

oyera la frase completa. Sabía lo quetrataba de decirle. Había ocurrido:sufría un brote esquizofrénico agudoy Charlotte había cobrado vida.

Tras reflexionar un par deminutos, Viktor comprendió que lacomunicación había vuelto ainterrumpirse.

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Y aunque descubrióabsolutamente perplejo que el móvilno tenía cobertura, el pitido le indicóque estaba recibiendo un SMS: «Novenga a buscarme. ¡Yo lo buscaré aUSTED!»

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44 La mayoría de los conductoresdetestan los atascos porque les da lasensación de que han perdido el librealbedrío. En cuanto se encuentrancon una hilera de luces traseras rojasy comprueban que los coches noavanzan, buscan instintivamente unavía de escape. Incluso si no conocenla zona ponen el intermitente y tomanla primera salida.

En ese instante, Viktor seencontraba en una situación similar a

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la de un automovilista que, alregresar del trabajo, se ve en eldilema de dejar pasar la últimasalida o tomarla e internarse enterreno desconocido y, como muchosotros, optó por la acción en vez depor la espera pasiva. Debíaencontrar a Anna, pese a que le habíaadvertido que no lo hiciera. Noquería esperar a que volviera a haceracto de presencia, porque el peligrode que se elevara otro obstáculoentre ambos era demasiado grande.

Por eso siguió por el camino dela costa, se cubrió la cabeza con la

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capucha, trató de ofrecer la mínimaresistencia al viento y procuró evitarlos charcos. Aún estaba a unosquinientos metros de distancia delpuerto deportivo y ya había dejadoatrás el único restaurante de la islacuando de pronto se detuvo yescudriñó en la distancia. Hubierajurado que había alguien delante deél.

Viktor se quitó las gotas delluvia del rostro y se protegió losojos con la mano.

«Allí.»No se había equivocado. A unos

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veinte metros, una figura con unimpermeable azul avanzaba en mediode la tormenta y parecía como siarrastrara algo.

Al principio no estaba segurode si se trataba de un hombre o deuna mujer, ni de si se acercaba defrente o de espaldas. Incluso a esadistancia, la tormenta impedíadistinguir ningún detalle. Sólocuando un relámpago cayó en el mare iluminó brevemente el camino de lacosta, Viktor reconoció la figura queavanzaba hacia él cuando retumbó eltrueno, y también lo que sostenía.

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—¿Es usted, Michael? —legritó al barquero cuando éste seencontraba a escasos metros dedistancia. El ruido del vendaval, sinembargo, no los dejó hablar hastaque estuvieron frente a frenteestrechándose la mano.

Michael Burg tenía setenta y unaños y, con mejor visibilidad, senotaba. El viento y el agua saladahabían grabado profundas arrugas ensu piel curtida, pero pese, a suavanzada edad seguía teniendo elaspecto imponente de un hombre queha trabajado duro toda su vida

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expuesto al saludable aire marino.Michael le tendió la mano

izquierda. En la derecha sostenía unacorrea en cuyo extremo temblaba uncompletamente empapado schnauzer.

—Mi mujer me obliga a sacar elperro, doctor Larenz —gritó elbarquero, moviendo la cabeza condesagrado, como si quisiera expresarque una idea tan disparatada sólopodía ocurrírsele a una mujer. Elrecuerdo doloroso de Sindbad surgióen Viktor—. Pero, por todos losdiablos, ¿qué lo ha impulsado a usteda salir de casa en medio de esta

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tormenta? —quiso saber Burg.Cuando otro relámpago iluminó

el cielo y Viktor logró echarle unvistazo al barquero durante unafracción de segundo, notó que éste locontemplaba con una expresión deprofunda sospecha.

Viktor optó por decirle laverdad. No tanto por honestidadcomo por el hecho de que no se leocurrió una explicación plausiblepara su peligroso paseo bajo la peortormenta de los últimos diez años.

—Estoy buscando a alguien. Talvez usted pueda ayudarme.

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—¿Ah, sí? ¿Y de quién se trata?—Se llama Spiegel. Anna

Spiegel. Es una mujer rubia y menudade unos treinta y cinco años. Usted latrajo desde Sylt hace tres días.

—¿Hace tres días? Eso esimposible.

Imposible. Viktor trató derecordar en cuantas ocasiones habíaescuchado o pensado esa palabradurante las últimas horas.

El schnauzer negro temblabacada vez más y tiraba de la correa;por lo visto tenía aún menos ganas depasear que su dueño, sobre todo si se

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veía obligado a quedarse quieto.—¿Qué quiere decir con que es

imposible? —Viktor tuvo lasensación de que tenía que gritarcada vez más si quería que elbarquero le entendiera.

—Hace tres semanas que eltransbordador no zarpa. Usted fue elúltimo pasajero. ¡Desde entonces,nadie más ha querido venir hasta laisla! —dijo Michael, encogiéndosede hombros.

—Pero eso no puede ser —protestó Viktor mientras Michael sedisponía a marchar.

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—A lo mejor llegó en otrobarco..., aunque no lo creo porquenos hubiéramos enterado. ¿Cómodice que se llama esa mujer?

—Spiegel, Anna —repitióViktor, y vio que Michael negaba conla cabeza.

—Nunca he oído ese nombre,doctor Larenz. Lo siento. Ahora deboseguir mi camino o pillaré unapulmonía.

Otro trueno retumbó en la islaacompañando sus últimas palabras yuna parte de Viktor se sorprendió deno haber visto el relámpago. La otra

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trataba de encajar la nueva pieza delrompecabezas en el lugarcorrespondiente. Si Anna no habíatomado el transbordador, ¿cómohabía llegado a la isla? ¿Y por quétambién había mentido respecto aeso?

—Esto, doctor Larenz...El viejo barquero interrumpió

los pensamientos de Viktor y volvióa aproximarse un par de pasos.

—No es asunto mío, pero ¿quéquiere de esa mujer? —«Esta noche,en medio del diluvio y puesto queestá casado.» No lo dijo pero las

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palabras flotaron en el aire, ensilencio.

Viktor se limitó a encogerse dehombros y se marchó.

«Quiero saber qué le ocurrió ami hija.»

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45 La Ankerhof era una hostería depelícula, justo la idea que uno tienede la posada en una isla solitaria delmar del Norte. Situada justo enfrentedel puerto deportivo, la casa de tresplantas y paredes de vigas cruzadasera uno de los edificios más altos dela isla, a excepción del faro deStruder Eck. Desde la muerte de sumarido, Trudi había logradomantenerse a flote gracias a la escasapensión y a los pocos huéspedes que,

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durante la temporada, aterrizaban enla isla. Pero tanto la casa como supropietaria eran una institución, parteindisoluble de la isla y por cuyaconservación los habitantes hubiesenestado dispuestos a hacer cualquiercosa. En el peor de los casos, inclusopasar la noche en la hostería. En díasbuenos, cuando Parkum se convertíaen el puerto de llegada de una regata,hasta veinte personas podíanalbergarse cómodamente en lapensión. Y cuando los escasos díassoleados lo permitían, Trudi sacabafuera las mesas y servía limonada

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casera o café con hielo a loshuéspedes y conocidos en el jardín.En otoño, los viejos del pueblo sereunían alrededor de la estufa dehierro forjado del vestíbulo delpequeño hotel, contaban anécdotasde marineros y disfrutaban de lospasteles de Trudi. Menos cuando lamujer decidía visitar a sus parientes,que vivían en zonas más cálidas, ycerraba la hostería hasta laprimavera. Como había hecho eseaño. Tras la misteriosa conversacióncon Halberstaedt, Viktor, que seacercaba lentamente al edificio, no

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se asombró de que los postigos de laAnkerhof estuvieran cerrados y deque no saliera humo de la chimenea.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», sepreguntó echando un vistazo en torno,buscando a Anna.

Viktor tuvo que reprimir elmomentáneo impulso de llamarla porsu nombre, sólo para asegurarse deque no había forzado la puerta de lacasa cerrada para poner en prácticasus inquietantes maniobras desdeallí.

De repente su móvil volvió asonar. Esta vez el tono de llamada

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era diferente, un tono que sóloutilizaban sus familiares y amigosmás íntimos.

-¿Sí?—Dime, ¿pretendes tomarme el

pelo?—¿Kai? ¿Qué pasa?Viktor regresó al camino y se

alejó unos pasos hacia el oeste,tratando de encontrar mejorcobertura.

—¿A qué estás jugandoconmigo?

—¿Yo? ¿De qué hablas?—Hablo del fax.

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—Ah, sí. Menos mal que me hasllamado. No había nada en el fax.

—¿Que no había nada? Túmismo eres quien mejor sabe lo queno había en el fax, así que no metomes el pelo.

—¿De qué estás hablando?¿Qué te pasa?

Viktor tuvo que ponerse deespaldas al viento porque una ráfagale lanzó un chorro de agua a la cara.Desde aquella perspectiva, lacerrada hostería parecía formar partede una destartalada escenografía.

—Hice comprobar el número

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desde el que me enviaron el dibujoinfantil. Quise saber quién me envióel gato.

«Nepom.uk, el gato azul.»-¿Y?—Provenía de tu casa. Tú me lo

enviaste desde Parkum.«No puede ser», pensó Viktor.—Kai, no sé qué... —Un doble

pitido lo interrumpió, seguido de unaanónima voz femenina.

—Se encuentra usted fuera decobertura. Por favor, vuelva aintentarlo más tarde.

—Mierda —maldijo Viktor en

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voz alta, echando un vistazo al móvil.Su último contacto con el continentese había roto. Se dio la vuelta, sequedó quieto mirando en todas lasdirecciones y por fin alzó la vista,como si esperara que el cielo decolor negro azulado le ofreciera unarespuesta.

¿Con quién podía hablar ahora?¿A casa de quién podía ir? Una gotade lluvia le golpeó el ojo y tuvo queparpadear, como cuando era un niñopequeño en la bañera y el champú lebajaba por la cara. Viktor se restrególos ojos y entonces le pareció que

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veía con mayor claridad. Comocuando la oftalmóloga colocaba lalente correcta y de pronto lograbaleer las letras en la pared deenfrente. Pero tal vez sabía adónde irsólo por pura casualidad.

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46 Como había esperado, aún habíaluces encendidas en la casita delburgomaestre. Viktor subió losescalones hasta la terraza y llamó altimbre de la puerta principal.

En alguna parte ladró un perro,quizás el de Michael, y también oyóel ruido de la puerta de un jardín quese abría y se cerraba, aunque tal vezfuese un postigo mal cerrado. Entodo caso, Viktor no oyó el sonidodel timbre. Aguardó un par de

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minutos, por si Halberstaedt ya habíareaccionado al primer timbrazo y sedisponía a abrir la puerta.

Pero cuando volvió a pulsar eltimbre y nadie abrió, Viktor optó porla violencia: golpeó la enormealdaba contra la puerta de cedro.Halberstaedt vivía solo. Su mujer lohabía abandonado hacía un par deaños a causa de su relación con unacualquiera de Munich a la que habíaconocido en Internet.

«A lo mejor no me oye debidoal fragor de la tormenta», pensóViktor, y rodeó la casa. Estaba muy

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bien situada, justo al lado de laAnkerhof y con vistas al puertodeportivo, pero no disponía de unacceso directo al mar ni de unmuelle. Para llegar al agua primerohabía que atravesar el estrechocamino de la costa, algo que nosuponía un problema en una isla tanpequeña como ésa. Pero Viktoropinaba que si uno opta por vivirjunto al mar tiene que hacerlo comoDios manda, porque de lo contrariomás le vale alquilar una bonita casaen el continente y conducir hasta ellago más próximo.

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Las ráfagas provenían del mar ycuando Viktor estuvo detrás de lacasa disfrutó durante unos segundosdel cobijo de la fachada.

Durante todo el trayecto a lolargo de la costa nada lo habíaresguardado de las inclemencias, aexcepción de unos abetos secos einclinados por el viento, de maneraque la violencia de la tormenta logolpeaba de lleno. Ahora que elchaparrón había disminuido deintensidad, por fin logró tomaraliento y se dispuso a comprobar siel dueño de la casa daba señales de

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vida.Por la gran ventana trasera se

veía el despacho de Halberstaedt.Quizás en ese momento se encontraraen el primer piso. El escritorioestaba lleno de papeles escritos amano y en un pequeño taburete habíaun ordenador portátil abierto, pero nirastro del hombre. El fuego de lachimenea estaba casi apagado y,aparte de la luz cegadora de unalámpara de escritorio, nada indicabaque Halberstaedt hubiera estadotrabajando allí hacía un rato.

«Ignoraba que Patrick

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necesitara un despacho, por nohablar de un ordenador», sesorprendió Viktor, y echó un vistazoen torno.

De la planta superior no surgíani un rayo de luz, aunque eso noquería decir nada porqueHalberstaedt podía haberse acostadoo haber corrido las cortinas.

Viktor tuvo que reconocer quese le habían acabado las ideas. Hastaaquel momento su excursión bajo lalluvia torrencial no le había dadoningún resultado, lo que no era deextrañar puesto que no sabía dónde

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buscar, por no hablar de qué haría siencontraba a Anna o a Halberstaedt.

«No venga a buscarme. ¡Yo loencontraré a USTED!»

Viktor decidió volver a probarsuerte con la aldaba, pero entoncesvio el cobertizo situado al fondo deldescuidado jardín.

En circunstancias normales, latenue rendija de luz que surgía pordebajo de la puerta de chapaondulada no hubiese llamado suatención, pero la tensión habíaagudizado sus sentidos y percibiódiversas cosas curiosas al mismo

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tiempo: que había luz en el cobertizo,que por algún motivo desconocido laúnica ventana estaba cegada pordentro con una gruesa tabla y que poruna pequeña chimenea de hierro quesobresalía del techo salía humo.

¿Qué se le había perdido aHalberstaedt en el cobertizo en plenatormenta? ¿Y por qué estaba tanempecinado en que la luz no se vieradesde el exterior, si su despachoestaba tan bien iluminado?

Viktor hizo caso omiso de lacada vez más intensa sensación deamenaza y se acercó al cobertizo

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cruzando el césped encharcado paraver qué estaba ocurriendo.

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47 La puerta no estaba cerrada conllave. La abrió con precaución y logolpeó una vaharada de olor a moho,aceite, madera mojada y trapossucios, como el que suele inundar losalmacenes de herramientas. Aexcepción de algunos insectos quehuyeron cuando Viktor entró en elcobertizo, no vio bicho viviente.Halberstaedt tampoco estaba.

Pero faltaba algo, algo queViktor hubiese esperado encontrar en

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semejante lugar: herramientas. Nohabía aperos de jardinería nitampoco los habituales restos demateriales de construcción y botes debarniz llenaban los estantes deplástico ni el suelo, cuyo tamaño eraaproximadamente el de un garajepara dos coches. No había carretilla,ni bicicletas viejas o piezas de botesa remo. Pero no fue eso lo que le dioescalofríos. Por primera vez desdeque emprendiera el largo caminodesde su casa junto a la playa hastaese oculto cobertizo en el jardín delburgomaestre de la isla, percibió un

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frío físicamente abrumador. Lerodeaba las caderas y ascendía porsu espalda hasta la nuca y el cráneo.Se estremeció de pies a cabeza.

«¿Por qué la muerte siempre estan fría?»

Viktor sacudió los hombros,tanto para demostrarse que no estabasoñando como para librarse de lasdisparatadas ideas que lo invadieroncuando comprendió lo que albergabaaquel cobertizo.

«Espeluznante.»¡Cuántas ganas tenía de estar en

casa, estuviera donde estuviese!

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Junto a su mujer, delante de lachimenea o en un cuarto de bañotibio con velas encendidas en elborde de la bañera, con la casaasegurada, las puertas gruesas y lasventanas cerradas, protegido delmaltrato del mundo. Quería estar encualquier parte menos allí, rodeadode cientos de horripilantes fotos yartículos periodísticos.

Halberstaedt, Anna oquienquiera que hubiera estado enese lugar en los últimos meses, habíaforrado las paredes con un espantosocollage de imágenes, trozos de

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revistas y letras recortadas. Las fotosno resultaban repugnantes porquefueran de perversiones sádicas,trozos de cadáveres o cosasrepulsivas como las que sóloaparecen en las páginas prohibidaspara menores de Internet. El horrorque invadió a Viktor se debía a queel rostro que aparecía en ellassiempre era el mismo. En todos losrecortes de periódicos, en todas lasfotografías que colgaban de cuerdastendidas de pared a pared y pegadasen los estantes sólo aparecía unrostro: el de Josy.

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Se sentía aprisionado en unbosque de papel, obligado aencontrarse con la mirada de su hijamirara hacia donde mirara. Alguiendebía de haber dedicadoprácticamente todo su tiempo libre aretratar su secuestro. Viktor habíaencontrado un templo destinado aadorar la locura. Alguien habíaconvertido a Josy en objeto de unculto descabellado, imposible decomprender aplicando criteriosracionales.

Una vez pasada la primeraimpresión, empezó a reconocer los

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detalles del terrible collage a latenue luz de la bombilla colgada deltecho.

Primero creyó que seequivocaba, pero después comprobóque las fotos estaban parcialmentemanchadas de sangrientas huellas.Huellas digitales que parecían de unamano pequeña, demasiado pequeñaspara ser de las mana- zas deHalberstaedt.

Si Viktor hubiera necesitado unaprueba definitiva de que estabacontemplando la obra de un demente,la habría descubierto en el contenido

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de los titulares de periódicoscuidadosamente recortados,marcados con rotulador y pegadosencima de diversas fotos.

Viktor se envolvió la manoderecha con la bufanda y apartó labombilla para leer mejor los textosdel collage. «Desaparecida la hija deun prestigioso psiquiatra.» «Curadorde pesadillas atrapado en una.»«Conocido psiquiatra es abandonadopor su mujer.» «¿Han envenenado ala pequeña Josy?» «¡Larenz nuncadebe volver a ejercer!»

«¿Qué loco inventa estos

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disparates? —se preguntó Viktor.Algunos titulares eran auténticos,pero en su mayoría dabaninformación falsa que se volvía másabsurda a cada línea—. ¿O deberíapreguntarme quién es la loca?»

¡Cuánto esfuerzo! Alguien teníaque haber inventado los textos,después había tenido que imitar eldiseño de un periódico con unordenador para imprimirlos y forrarcon ellos las paredes. Y ¿de dóndeprovenían todas esas fotos de Josy?Reconocía algunas, quizádescargadas de Internet; otras le

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resultaban completamentedesconocidas.

¿Acaso en aquel entonces ellase había dedicado a vigilar a lafamilia? ¿Había tomado fotos de suhija en secreto? Aunque aún nodisponía de una prueba definitiva,Viktor estaba seguro de que aquelloera obra de Anna.

«Y puede que cada titular delatesu objetivo. La pauta que sigue y queyo trataba de encontrar», pensóViktor, inclinando la bombilla haciala izquierda.

De no haberlo hecho en ese

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preciso momento, a lo mejor hubieratomado otro derrotero. No hubierasoltado un grito de horror sino quehabría oído el ruido de fuera. Nohubiera estado tan concentrado enreconocer y comprender lo quecolgaba de la pared sino que hubieseoído el crujido de las ramas en eljardín. Y quizá se hubiera dado lavuelta y visto el peligro un pocoantes. A lo mejor.

Pero soltó la bombilla y agarróel trozo de papel colgado de un clavooxidado en la pared posterior delcobertizo. No le interesaba lo que

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ponía en el papel. Supo de inmediatolo que sostenía en la mano y dóndehabía visto algo similar conanterioridad. Y hacía poco, escasosminutos. Era el mismo papelreciclado gris y la misma letra.Viktor no tuvo duda alguna: aquellahoja provenía del montóndesparramado encima del escritoriode Patrick Halberstaedt, a un tiro depiedra de distancia. El que habíacreado aquel collage del horror nosólo trabajaba allí, en el cobertizo deherramientas, sino también a escasosmetros de distancia, en la casa del

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burgomaestre de la isla.Armado de esa convicción y de

la pistola sin el seguro, Viktorregresó corriendo al jardín.

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48 Sólo le llevó dos minutos encontrarel escondite, porque Halberstaedttambién guardaba una segunda llavede casa debajo de un tiesto, en laterraza.

Una vez abierta la puerta, Viktorprimero llamó al propietario por sunombre y después recorrió todas lashabitaciones para asegurarse de quesu presentimiento era acertado. Nohabía nadie. Viktor rogó que no lehubiera ocurrido nada a

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Halberstaedt. Pese a la conversaciónirracional que había mantenido conél y pese al inquietante cobertizo, senegaba a creer que el burgomaestrefuera el cómplice de Anna. Hacíademasiado tiempo que lo conocía.Pero entonces ¿qué era? Laalternativa le infundía el mismotemor, sobre todo porque tenía quepensar en Isabell. Anna se habíaconvertido en una amenaza concretay sólo cabía esperar que su locura selimitara a su propia persona.

Se acercó rápidamente alescritorio embarrando con los pies la

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moqueta de color claro y clavó lavista en el montón de papeles quehabía junto al ordenador. ¿Qué poníaen ellos? ¿En qué habrían estadotrabajando Halberstaedt o Anna?Estaba convencido de poseer laclave de todas las respuestas.

Antes de tomar asiento y leerlas primeras páginas, Viktor se quitóel impermeable y dejó la pistolajunto al montón de papeles, encimadel escritorio.

Le bastó un vistazo paracomprender que se trataba de unmanuscrito y, cuando leyó

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rápidamente el principio,experimentó un déjà-vu como nuncahabía experimentado hasta entonces.

BUNTE: ¿Cómo se sintióinmediatamente después de latragedia?

L: Estaba muerto. Seguíarespirando, incluso comía y bebía devez en cuando y hasta dormía un parde horas al día. Pero ya no existía.Morí el día que desaparecióJosephine.

Tuvo que leer aquellas líneas un

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par de veces e incluso así no estuvocompletamente seguro si lo que leíaera real. No era una de las historiasde Anna, aquello era su entrevista, suprimera respuesta a las preguntas dela revista Bunte.

Se preguntó cómo se habríahecho Anna con sus anotaciones,pero entonces recordó que casi todoel disco duro de su ordenador habíasido borrado. Debía de haberaprovechado un momento dedistracción, tal vez el día anterior,mientras él dormía, para robarletodos sus archivos.

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Pero ¿por qué se había tomadola molestia de copiarlo todo a mano?¿Por qué no se había limitado aimprimir las respuestas? ¿A qué sedebían las innumerables páginasescritas a mano con un bolígrafo? ¿Yqué era esa letra extraña, de aspectomás bien masculino, que no lepegaba en absoluto a esa mujermenuda y delicada? ¿Sería la letra deHalberstaedt? No: el burgomaestrejamás había pisado su casa, no teníaacceso a los archivos.

Viktor hojeó apresuradamentelas páginas y comprobó que Anna lo

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había copiado todo a mano. Cadapregunta, cada respuesta, palabra porpalabra, frase por frase. Todo lo queél había tecleado.

Echó una ojeada al portátil:estaba conectado. Era un Vajo comoel que usaba él. El mismo modelo.Viktor pulsó el botón del ratón parahacer desaparecer el protector depantalla. Quería... No, necesitaba veren qué había estado trabajando Annala última vez.

Volvió a pulsar, abrió undocumento de Word y enseguidacomprendió qué era: las preguntas

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originales de la redacción de larevista Bunte, exactamente el mismocorreo electrónico que le habíaenviado la redactora jefa.

Viktor volvió a echar un vistazoal montón de papeles. Lo sabía: enteoría era posible que Anna lehubiera robado los archivos, inclusoque se hubiera apoderado de supropio historial en Berlín. Pero lanoche anterior estaba en su casa de laplaya y en un estado físicolamentable, así que había dispuestode un tiempo muy escaso para copiarsus notas a mano.

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«¿Es posible?»Viktor recordó uno de sus

primeros encuentros con Anna.Cuando había recorrido el caminohasta la casa de la playa a pie, bajola lluvia, pero sin ensuciarse loselegantes zapatos.

Y el factor tiempo no dejaba deacuciarlo. ¿Cómo podía haber escritotantas páginas en tan pocas horas?Sobre todo porque el montón leparecía muy grueso para lo que élhabía tecleado en el ordenadordurante los últimos días.

Viktor sacó las dos últimas

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páginas de debajo del montón ycontuvo el aliento. En efecto: eso nolo había escrito él. Por lo visto lalocura de Anna era todavía másacentuada de lo que parecía. No sólohabía copiado sus palabras, ademáshabía añadido unas de su propiacosecha.

Esto fue lo que Viktor leyó:Me siento culpable de la muerte

de mi hija. Y me siento culpable deque mi matrimonio se haya roto. Haymuchas cosas que haría de un mododiferente si pudiera volver a empezardesde el principio. ¿Cómo pude

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engañar a Isabell hasta ese punto?Viktor clavó la mirada en las

líneas. Estaba completamentedesconcertado. ¿Se trataba de laprueba de una conspiración entreAnna e Isabell? Pero ¿por qué? ¿Conqué fin? En vez de que una luziluminara la oscuridad y la tormentaamainara, todo se volvíaprogresivamente másincomprensible.

Sin oír los pasos que seacercaban por detrás, Viktor siguióhojeando y leyendo:

Debería haber escuchado a mi

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mujer. Ella es la que siempre hatomado las decisiones acertadas.¿Cómo pude pensar en aquelentonces que era mi enemiga? ¿Cómopude apartarme de ella? Ahora quees demasiado tarde comprendo elerror que fue echarle la culpa de todolo que le ocurrió a Josy. Y el peligroal que, debido a ello, expuse anuestra hija.

Viktor leyó las dos últimasfrases una y otra vez. Podrían haberestado escritas en chino, porque susignificado le resultabaindescifrable. Entonces se le ocurrió

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agarrar el montón de papeles yabandonar la casa de inmediato.

Pero para eso ya era demasiadotarde.

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49 —¿Ahora lo entiende?

Al oír la voz conocida, laalarma hizo que Viktor dejara caerlas hojas de papel y el terror leatenazó la garganta. Como no logróencontrar la pistola entre los papelesdesparramados encima del escritoriose volvió, completamentedesarmado. Anna aferraba un largocuchillo de trinchar con tantaviolencia que tenía los nudillosblancos. Pese a su presencia

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amenazadora estaba tan guapa comoel primer día. Muy bien peinada, conun traje negro que realzaba su figurasensual y sin una sola arruga. Inclusolos zapatos de charol brillaban.

«No venga a buscarme. ¡Yo loencontraré a USTED!»

—Escúcheme —dijo Viktor,optando por la huida hacia delante yhaciendo caso omiso de que loamenazaba con un cuchillo—. ¡Puedoayudarla, Anna!

«No es esquizofrénica. Sólosimula serlo.»

—¿Dice que usted quiere

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ayudarme? ¿Usted, que ya lo haechado todo a perder con su propiafamilia? ¿Con su hija, su mujer y suvida?

—¿Qué relación tiene usted conmi mujer?

—Es mi mejor amiga. Vivo conella.

Viktor deseó ver la locurabrillando en su mirada, pero su carabonita sólo incrementaba el horror desus extrañas palabras.

—¿Cuál es su verdaderonombre? —preguntó Viktor,procurando ver un rastro de emoción

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en su rostro.—Usted sabe cómo me llamo,

Viktor. Me llamo Anna Spiegel.—Vale, Anna, sé que no es

verdad. He telefoneado a la clínicaPark de Dahlem.

Anna le dedicó una sonrisacínica.

—¿Así que llamó a la clínica?¿Manifestaron curiosidad?

—Sí, y me dijeron que ustedjamás ingresó allí como paciente.Pero que había una alumna llamadaAnna Spiegel.

Y que está muerta.

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—Una casualidad muy extraña,¿no le parece? ¿Cómo la asesinaron?—Anna sostenía el cuchilloinclinado y el reflejo de la lámparaen la hoja deslumbrómomentáneamente a Viktor.

—No lo sé —mintió—. Pero leruego que sea sensata.

Viktor reflexionó; no habíapreparado ninguna estrategia paraenfrentarse a aquella situación. Trasun incidente que no había pasado amayores en Berlín, había hechoinstalar un timbre de alarma debajode su escritorio. «Y ése es el motivo

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por el cual antes nunca solía recibirpacientes fuera de la consulta»,pensó y, desesperado, intentó poneren práctica otra estrategia.

—Bien, Anna. Usted me dijoque todos los personajes que ustedinventa en sus libros se vuelvenreales.

—Sí. Veo que me escuchó conatención, doctor.

«Debo conseguir que sigahablando. Hasta que Halberstaedtregrese a casa. Hasta que pase algo.Da igual qué.»

Viktor decidió seguir simulando

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que creía que ella era esquizofrénica.—Existe una explicación muy

sencilla. Cuando hace un rato me hadicho que «había vuelto a ocurrir»,quería decir que una vez más alguienque usted misma inventó ha hechoacto de presencia. ¿Es así?

Anna asintió con la cabeza yViktor lo tomó como un sí.

—Eso ha ocurrido porque ustedcopió mi entrevista.

—No. —Anna negóviolentamente con la cabeza.

—Copió mis respuestas y,mediante ellas, me creó a mí. Pero

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eso es algo natural, dado que yorealmente existo, ¿comprende?

—No. No es así.—Por favor, Anna. Esta vez se

trata de algo muy sencillo: yo existo.No soy un producto de suimaginación, no soy un personajeficticio de sus libros. Lo último en loque usted trabajó trataba de mipersona. ¡Y quien lo escribió fui yo,no usted!

—¡Eso son tonterías! —gritóAnna, gesticulando con el cuchillo enla mano. Viktor retrocedió unospasos hasta chocar contra el

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escritorio situado delante de laventana—. ¿De verdad no comprendelo que está ocurriendo aquí? ¿Acasono ve las señales? —exclamó Anna;la ira brillaba en su mirada.

—¿Qué quiere decir? ¿De quéseñales está hablando?

—Usted, doctorpsicoprofesional, se considera muyastuto, ¿no? Afirma que le he robadoalgo, que irrumpo en su casa y hablopor teléfono con su mujer. Y cree quetengo algo que ver con ladesaparición de su hija. No hacomprendido nada, ¿verdad?

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Realmente no ha comprendido nadaen absoluto.

Después de la última frase Annahabía recuperado la calma. La durezay la severidad se borraron de surostro y volvía a ser la mujer joven ybonita vestida con un traje anticuadoque Viktor había conocido pocosdías antes.

—Bien —prosiguió ella, y lesonrió—. En ese caso no queda másremedio que dar un paso más.

—¿Qué se propone?El pánico le atenazaba la

garganta y Viktor apenas logró tomar

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aire.«¿Un último paso?»—Acérquese y eche un vistazo

al exterior —dijo ella, señalando laventana que daba a la calle con elcuchillo. Viktor obedeció y miró porla ventana.

—¿Qué ve?—Un coche. Un Volvo.Viktor titubeó. Los coches

particulares no estaban permitidos enla isla, pero el que veía era idénticoal modelo que había dejado en elparking de Sylt.

—¡Venga, vamos! —Anna ya

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estaba en la puerta.—¿Adonde?—Iremos a dar un paseo. El

conductor está esperando. —Viktorvio que, efectivamente, alguienestaba sentado al volante y ponía elcoche en marcha.

—¿Y si no me moviera de aquí?—protestó Viktor sosteniéndole lamirada.

Sin mediar palabra, Anna metióla mano en el bolsillo del abrigo ysacó la pistola que hacía sólo unosminutos Viktor había buscado en elescritorio de Halberstaedt.

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Resignado, se conformó con sudestino y se acercó despacio a lapuerta principal.

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50 El interior del Volvo olía a cuerorecién lustrado con cera de abeja.Durante unos segundos Viktor sesintió tan abrumado por el recuerdode su propio coche que olvidó elpeligro que corría. Aquel vehículoera idéntico al modelo con el quetres semanas antes había conducidohasta la costa. Le resultaba muyfamiliar y, aunque desde un punto devista práctico resultabacompletamente imposible, hubiese

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jurado que alguien habíatransportado su propio Volvo aParkum en avión en medio de latormenta.

—¿Qué significa toda estacomedia? —preguntó, dirigiéndosetanto a Anna, que se había sentadojunto a él en el asiento trasero, comoal desconocido conductor, al quesólo veía de manera borrosa, puestoque estaba sentado detrás de él.

—Lo dicho, daremos un paseo.—Anna batió las palmas y el Volvose puso en marcha.

«Vayamos a donde vayamos —

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pensó Viktor—, no puede ser muylejos. Sólo hay do¿caminos en laisla. A más tardar dentro de seisminutos llegaremos al faro, y despuéstendremos que dar la vuelta.»

—¿Adónde vamos?—Lo sabe perfectamente,

Viktor. Sólo ha de sumar dos másdos, y habrá alcanzado la solución.

El coche aceleró y, aunque lalluvia azotaba la luna delantera coninusitada violencia, el conductor noconectó el limpiaparabrisas.

—¡Tenga, lea esto! —Anna letendió tres páginas escritas a mano

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con bolígrafo azul. Era evidente quetambién eran obra suya y Viktorsospechó lo peor.

—¿Qué es esto?—El último capítulo sobre

Charlotte. El final. Eso es lo quequería leer, ¿no?

Viktor vio que los bordes de laspáginas estaban ligeramentechamuscados, como si Anna hubieraregresado al pasado y rescatado laspáginas del fuego de la chimeneajusto a tiempo.

—¡Lea! —exclamó Anna, ygolpeó las páginas con la culata de la

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pistola. Viktor les echó el primervistazo: «La huida.»

—¿Por qué no se limita acontarme lo que...?

—¡Lea! —lo interrumpió ellacolérica, y Viktor empezó a leer.

La noche que pasamos en elhotel Hyatt fue horripilante. Lashemorragias nasales de Charlotteeran constantes y tuvimos que pedirsábanas y toallas limpias al serviciode habitaciones. No tenía másmedicamentos pero Charlotte merogó que no la dejara sola para ir acomprar más. Por eso 110 pude

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correr hasta una farmacia de noche.Cuando por fin se durmió, no quisearriesgarme a despertarla llamando ala recepción para pedir que metrajeran paracetamol y penicilina.Llamando a la puerta hubiesen vueltoa despertarla.

En un bache lleno de agua unasacudida agitó el Volvo y Viktor alzóla vista. Hasta aquel momento nadade lo leído le había proporcionadoun indicio que explicara la absurdasituación en la que se encontraba:encerrado con una demente armadaque lo obligaba a leer pruebas

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manuscritas de sus alucinaciones.«No es esquizofrénica. Sólo

simula serlo.»Y para más inri, el conductor

sordomudo parecía decidido asuperar un récord de velocidad enmedio de la tormenta del siglo y conuna visibilidad inferior a cuatrometros. Iba tan rápido que por lasventanillas mojadas resultabaimposible ver dónde se encontraban.

—¡Siga leyendo! —Anna habíanotado su breve distracción deinmediato y subrayó la ordenquitando el seguro de la pistola.

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—¡Un momento! Vale, vale, loleeré, Anna, lo leeré —exclamóViktor y volvió a conformarse con sudestino.

Y también a sumirse en elpánico.

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51 A la mañana siguiente, después de undesayuno ligero, Charlotte y yodejamos el hotel para ir a la estaciónde ferrocarril. Allí tomamos el trenque nos llevaría a Westerland.Tardamos una hora en encontrar a unviejo pescador y convencerlo de quenos llevara a Parkum. Hasta quellegamos a la isla no supe por quéCharlotte me llevaba allí. Sólobarruntaba que pretendía poner fin alasunto y que por lo visto eso debía,

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ocurrir allí, en la soledad de Parkum.En cuanto volvimos a pisar

tierra firme, ocurrió algoextraordinario. El aspecto deCharlotte mejoró visiblemente, comosi el aire marítimo y el clima del mardel Norte le hicieran bien. Y, comopara confirmar el cambio exterior,me pidió un favor:

—No me llames Charlotte.Aquí, en mi pequeña isla, mi nombrees otro.

—¿Josy? —Viktor alzó lamirada y vio que Anna sonreía. —Claro. Ambos sabíamos desde el

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principio de qué va este asunto,¿verdad?

—Pero eso es imposible. Ustedno puede haber estado en Parkum conJosy. Alguien lo hubiese notado. Melo hubieran dicho...

—Seguro. —Anna le lanzó unamirada de las que uno lanza a undeficiente mental cuando le dice:«Sí, sí, todo irá bien.»

—Siga leyendo.Viktor obedeció.

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52 Nos instalamos en una casita junto ala playa, situada a unos diez minutosa pie del puerto deportivo. Josy medijo que solía ir allí con sus padrescada vez que decidían tomarse unasvacaciones prolongadas y no sólopasar un breve fin de semana enSacrow.

Estábamos a punto de encenderla chimenea y preparar té cuandoJosy me agarró de la mano.

—Ahora te daré la última señal,

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Anna —me dijo, y nos acercamos ala ventana del salón que ofrecía unaestupenda vista de la playa y del mar—. El mal nos ha estadopersiguiendo todo el tiempo. Nohemos logrado deshacernos de él, nien Berlín ni en Hamburgo, y tampocoen Sylt. Está aquí, con nosotras, en laisla.

AI principio no supe a qué serefería, pero entonces vi una figuradiminuta que corría por la playa, aunos quinientos metros de distancia.Cuanto más se aproximaba, tanto másconvencida estaba de que mis

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sospechas eran fundadas.En efecto: el mal había vivido

en la casa de Schwanenwerder y noshabía perseguido hasta allí. Agarré aJosy y corrí hasta la puerta deentrada. Todavía no tenía un plan,pero sabía que si no lograba ocultara la pequeña ocurriría algo terrible.Así que corrí con ella hasta elpequeño cobertizo del generador,situado a escasos metros de laterraza.

Entramos y de inmediato nosenvolvió un frío maloliente, como eltufo a tabaco que impregna las viejas

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cabinas telefónicas. Cerré la puertajusto a tiempo.

Porque en ese momento, Isabellestaba a menos de cien metros dedistancia.

—¿Mi mujer? —Viktor no osómirarla a los ojos.

—Sí.—¿Qué hizo?—Siga leyendo, entonces

también comprenderá el contexto.El motor del Volvo rugía con la

misma violencia que el latido de lasangre en los oídos de Viktor. Nosabía si la adrenalina que le

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circulaba por las venas era unarespuesta a la predisposición a laviolencia de su raptora o a lapeligrosa velocidad a la que el cocherecorría el camino sin asfaltar. Talvez se debiera a ambas cosas.Cuando se dio cuenta de que eracapaz de pensar con claridad enaquella situación, por no hablar deleer, Viktor se asombró.

«Menos mal que no me mareoleyendo en un coche en movimiento»pensó, pero inmediatamente reprimióese pensamiento banal y siguióleyendo.

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53 Por desgracia, la puerta del cobertizosólo se podía cerrar con llave desdeel exterior. Yo ignoraba qué seproponía Isabell, cuál era su poder yqué quería hacerle a Josy, perosospeché que si nos buscaba en elcobertizo estaríamos perdidas. Elcobertizo no tenía ventanas y era muypequeño. Me pregunté si podríamosescondernos detrás del traqueteantegenerador que por suerte ahogabacualquier ruido que hiciéramos. Pero

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el espacio entre el motor y la paredde latón era demasiado pequeño paraque cupiéramos ambas.

—¿Qué te ha hecho? —lepregunté a Josy, mientras seguíabuscando la manera de salir de latrampa.

—Descifra las señales —contestó, pero su voz ya no tenía eltono sabiondo de antes.

—No hay tiempo para eso —legrité—. ¡Si quieres que te ayude,Josy, dime qué nos espera! ¿Qué tehizo tu madre?

—Me envenenó —respondió en

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voz baja.Me giré violentamente porque

creí oír un ruido delante delcobertizo.

—Pero ¿por qué? —pregunté,de cara a la puerta.

—Porque he sido mala. Meporté mal en Sacrow.

—¿Qué hiciste?—Sangré. Y mami no quiere

que sangre. Quiere que siga siendouna niña pequeña, que no crezca y nola fastidie.

Presa del espanto, Viktor dejócaer las páginas en el suelo del

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Volvo.—¿Ahora lo comprende? —

preguntó Anna.—Sí, creo que sí —musitó

Viktor.De repente todo cobraba

sentido. La sangre del cuarto debaño. El veneno. Isabell. ¿Seríaposible que su mujer no quisiera quesu propia hija se hiciera adulta? ¿Tanenferma estaba? ¿Había envenenadoa Josy para que nunca dejara de seruna niñita indefensa a la que ellapodía cuidar?

—¿Cómo sabe todo esto? —

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preguntó Viktor—, ¿Qué tiene quever con este asunto?

—No se lo puedo decir —contestó Anna—. Para comprenderlo,debe leerlo.

Viktor recogió las páginastiradas a sus pies. Quería' averiguarpor fin cómo acababa la pesadillaque, para él, había empezado hacíacuatro años.

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54 Entreabrí la puerta y retrocedíaterrada. Isabell estaba en la terrazade madera, armada con un cuchillode trinchar que había encontrado enla cocina. Miró en torno y empezó abajar los peldaños.

—¿Cómo te envenenó, Josy?¿Con qué? —le pregunté mientrasvolvía a cerrar la puerta.

—Soy alérgica —susurró lapequeña—. No puedo tomarparacetamol ni penicilina. La única

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que lo sabe es ella.No tenía tiempo de analizar el

significado de sus palabras. Primerodebía encontrar una salida paraambas. Pero ¿qué podía hacer? Noosé encender la luz y encendí unmechero, aunque sabía que era mejorno hacerlo cerca de un motor enmarcha.

Miré a mi alrededor condesesperación, sin soltar la mano deJosy para que no escapara y salieracorriendo del cobertizo.

—No merece la pena, Anna —susurró—. Nos encontrará. Y nos

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matará. He sido mala.No le hice caso y seguí

examinando las paredes y el techo,convencida de que en cualquiermomento la puerta se abriría eIsabell estaría en el umbral con elcuchillo en la mano.

Entonces oí que la llamaba.—¡Josy, Josy, cariño! ¿Dónde

estás? Ven aquí, sólo quieroayudarte.

Su voz artificialmente suavesonaba muy próxima y Josy se echó allorar. Por suerte el ruido delgenerador apagaba el llanto. Yo

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miraba hacia todas partes,iluminando con la llamita vacilantedel mechero, y al volver acontemplar el oxidado motor por finencontré la solución. Recorrí con lamano el tubo que surgía en ángulorecto del motor y desaparecía en elsuelo. ¡El depósito!

Como ya había imaginado, tantoel generador como el depósito noeran muy modernos. El depósitoestaba enterrado en el suelo delcobertizo, a la derecha delgenerador. Más que un depósito, setrataba de un tanque de plástico de

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casi un metro de diámetro cuya tapaasomaba diez centímetros por encimadel suelo. Rompí el precinto y apartéla delgada placa de hormigón quecubría el tanque. Al principio creíque no lo lograría porque la tapa erabastante pesada, pero después apoyélos pies en la pared trasera delcobertizo y empujé con-todas misfuerzas. La tapa se desplazó unoscuarenta centímetros y el hueco eralo bastante grande para que Josy y yopudiéramos meternos en el tanque.

—No quiero meterme ahí. —Josy estaba junto a mí y ambas

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contemplábamos el oscuro agujerodel que surgía un nauseabundo olor aviejo aceite de calefacción.

—Tenemos que hacerlo —ledije—. Es nuestra única posibilidad.

Como para demostrar que teníarazón, los gritos de Isabel!aumentaron.

—¿Josy? Ven con mami. Sébuena niña.

Aún estaba a varios pasos dedistancia.

—Vamos —le dije—. Noestarás sola. Yo estaré contigo.

Josy estaba paralizada de miedo

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y eso me facilitó las cosas. La alcéen brazos y le deslicé dentro deltanque. Medía alrededor de un metroy medio de profundidad y sólo estaballeno de aceite hasta la mitad, así queJosy no corría peligro de ahogarse.En cuanto la dejé dentro del tanque,corrí a la puerta del cobertizo y laatranqué colocando una vieja silla dejardín debajo del picaporte. Despuésagarré una palanqueta de la pared yrompí la bombilla del techo.Entonces, prácticamente a oscuras,corté la tubería del generador, metíla palanqueta debajo de la tapa de

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hormigón y la empujé hacia arriba.Echando mano de mis últimas fuerzasy haciendo caso omiso del crujido demis rótulas y mis vértebras, logrévolcar la tapa hasta que se cayó deltanque y quedó tirada entre elgenerador y el tanque.

Superé la repugnancia y tambiénme sumergí en el pringoso líquido.Justo a tiempo, porque cuando mispies rozaron el fondo resbaladizo,Isabell ya trataba de abrir la puerta.

—¿Josy? ¿Estás ahí dentro? —Isabell todavía no había logradoapartar la silla, pero cedería en

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cualquier momento.—¿Por qué has hecho eso? ¿Por

qué has quitado la tapa? —sollozóJosy, agarrando mi mano con la suyaembadurnada de aceite.

—Porque así no llamará laatención. Nunca hubiese logradodesplazar la tapa desde el interior,así que esperemos que no nos vea.

Tenía presente que el plan eraabsurdo y que fracasaría con todaseguridad.

La puerta de chapa ondulada seabrió con estrépito y percibí unacorriente de aire frío.

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—¿Josy?Sabía que Isabell estaba dentro

del cobertizo, pero no oí pasos,porque el mido del generador habíaaumentado y ahogaba todo lo demás.

Como no vi ninguna luz aexcepción de los rayos cada vez másdébiles del sol, comprobé aliviadaque Isabell no disponía de unalinterna y rogué en silencio que noviera el depósito abierto. Peroincluso si lo veía, sin linterna yestando la bombilla rota, no nosvería allí abajo. Y supuse que notrataría de iluminar un depósito de

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combustible con una cerilla.Le dije a Josy que se arrodillara

y obedeció. Sólo su cabeza asomabapor encima del aceite.

Tosió, pero no debido a suenfermedad sino al insoportable olor.Quise acariciarle el cabello, perosólo le embadurné la cabeza.

—Tranquila. Todo irá bien —susurré, pero mis palabras nosurtieron efecto y Josy empezó atemblar aún más y no dejaba dellorar. Le tapé la boca, evitandotaparle la nariz para que pudierarespirar. Josy me mordió la mano,

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pero pese al intenso dolor que merecorrió todo el brazo no la solté. Nolo haría mientras Isabellpermaneciera en el cobertizo.

No recuerdo cuánto tiempopermanecí en esa posición, tratandode respirar y aferrando a una niñahistérica, de rodillas y muerta demiedo en un oscuro y malolientedepósito de aceite. ¿Un minuto?¿Cinco? Perdí la noción del tiempoy, sin embargo, de golpe supe queIsabell se había marchado. Lo notéporque la luz del atardecer se habíadesvanecido: debía de haber cerrado

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la puerta.Aliviada, dejé de aferrar a Josy,

que seguía sollozando.—Tengo miedo, papá —me

dijo, y me alegré de que me llamara«papá». Al menos me considerabauna persona de confianza.

—Yo también —dije, y laabracé—. Pero todo irá bien.

Y todo podría haber ido bien.Lo sabía. Isabell ya no estaba.

Quizás había regresado a lacasa para buscar una linterna. Esonos hubiera dado tiempo para salirdel depósito, correr al pueblo y pedir

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ayuda...Tiempo suficiente para dar los

pasos siguientes.Pero entonces ocurrió. Josy no

lograba estarse quieta. Se echó allorar, era demasiado para lapequeña. Tenía claustrofobia en esabañera pringosa llena de aceite,oscura como una tumba. Luegoempezó a gritar a voz en cuello. Nopude evitarlo. Estaba atrapada en eltanque junto a ella y no podíatranquilizarla. Pero lamentablementeeso no fue lo peor. El peor errorhabía sido cortar el conducto del

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aceite. Lo comprendí cuando elgenerador empezó a fallar y depronto se detuvo.

Eso fue lo peor, porque derepente todos los ruidos quehacíamos se oían desde el exterior.

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55 Los ojos de Viktor se llenaron delágrimas: su hijita, enterrada viva enuna tumba maloliente. Miró a Anna,percibió el aroma del Volvo y lavibración del motor y se sintióprisionero de su propia pesadilla.

—¿Qué le pasó a Josy? ¿Dóndeestá?

—¡Siga leyendo!La puerta se abrió de golpe y

esta vez oí los pasos por encima demi cabeza. No me quedaba otra

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opción. En cualquier momento elrostro de Isabell se asomaría alborde del depósito de aceite y ya noestaba segura de sí, en caso dedescubrirnos dentro, la idea deencender un mechero fuera para ellatan disparatada. Antes de que Josydelatara nuestra presencia disponíade una única posibilidad: la agarré yme sumergí.

El aceite nos envolvió como unmanto mortífero, nos empapó la ropay obturó cada orificio. Me obstruyólas fosas nasales y las orejas, y mequedé sorda. Ahora sabía cómo se

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siente un águila marina moribundaque intenta desesperadamentedesprenderse de la negra viscosidaddel petróleo derramado por un barco,antes de hundirse para siempre en elmar contaminado.

Reprimí el instinto desupervivencia y empujé la cabeza deJosy hacia abajo sin asomar la mía ala superficie, aunque yo misma sentíaque los pulmones me estallaban. Nosabía qué ocurría por encima de micabeza, estaba ciega y sorda y sólonoté que me fallaban las fuerzas.Cuando no pude soportarlo más,

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empujé a Josy hacia la superficie ydespués asomé la cabeza. Tenía quehacerlo, aunque fuera demasiadopronto e Isabell nos viera, porque noaguantaba ni un segundo más.

Pero no fue demasiado pronto.Fue demasiado tarde.Al salir a la superficie sostenía

el cuerpo sin vida de Josy en losbrazos. Le quité el aceite de loslabios y se los separé. La sacudí,quise insuflarle el aliento, pero notenía sentido. Lo sabía, lo percibía.

Incluso hoy ignoro qué acabócon su vida, si el miedo o el aceite,

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pero sé que quien la mató fui yo, noIsabell.

—¡Eso es MENTIRA! —quisogritar Viktor, pero su voz sólo era ungraznido.

—No, no lo es —contestó Annaen tono frío, y echó un vistazo por laventanilla del Volvo.

Viktor se secó las lágrimas conel dorso de la mano y alzó la cabeza.

—Dime que no es verdad.—No puedo, por desgracia.—Pero si todo esto es una

mierda. Estás completamente loca.—Sí, Viktor, lo estoy. Lo siento.

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—¿Por qué me torturas? ¿Porqué has imaginado todo esto? Josy noestá muerta.

—Sí que lo está.«No es esquizofrénica, doctor

Larenz. Ha hecho todo lo que dicehaber hecho.»

—258 —El motor rugió y, a cierta

distancia, Viktor vio una borrosahilera de luces por el parabrisasmojado.

—No tengas miedo, enseguidahabrá acabado. —Anna lo agarró dela mano.

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—¿Quién eres? —le gritó él—.¿Cómo sabes todo esto?

—Soy Anna. Anna Spiegel.—No, maldita sea. ¿Quién eres

en realidad? ¿Qué quieres de mí?Las luces se acercaban y, a

pesar de que los limpiaparabrisas nofuncionaban, veía dónde seencontraban con toda claridad.

El Volvo recorría un muelle porencima del mar y aceleraba endirección a las olas.

—¡Dime de una vez quién eres!—rugió Viktor furioso, y, pese alterror, se sentía, como en la escuela

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de pequeño, después de una pelea,con el rostro cubierto de mocos ybañado en lágrimas, espantosamentedeprimido.

—Soy Anna Spiegel. Asesiné aJosy.

Las luces sólo estaban a unosdoscientos metros de distancia. Elcoche debía de haber recorrido almenos un kilómetro por encima delmar y al final del camino los recibióla infinita extensión del frío mar delNorte.

—¿QUIÉN ERES? —aullóViktor, pero el rugido del motor, del

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viento y de las olas apagaron su voz.—Anna. Soy Anna Spiegel.

¿Por qué malgastas los últimossegundos de vida en tonterías? Elcuento aún no ha acabado. Te faltauna página. —Viktor negó con lacabeza y se secó la sangre que legoteaba de la nariz—. Bueno.Entonces te haré un último favor y tela leeré. —Anna le quitó la página dela mano.

Y mientras el coche avanzabaimplacablemente hacia el marencrespado, empezó a leer.

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56 Josy estaba muerta. No cabía duda.Apreté el cuerpecito sin vida contrami pecho y quise soltar un alarido,pero el aceite pegaba mis labios eimpidió que la pena pudiera abrirsepaso hacia el exterior. Ya me dabaigual que alguien me oyera, queIsabell me oyera. Al fin y al cabo,había logrado su objetivo: Josy, supropia hija, la niña que me habíaacompañado todos esos días, estabamuerta.

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Me puse de pie y salí deltanque. Abrí la puerta, me quité elaceite de la boca con el dorso de lamano y la llamé:

—Isabell. —Primero en vozbaja. Después a gritos—. ¡ISABELL!—Me alejé unos metros delcobertizo del generador y me acerquéa la terraza—. ¡ISABELL!¡ASESINA!

Y de repente oí un crujido a misespaldas. Muy suave. Me giré y la visalir del cobertizo. Y entonces losupe: nunca lo había abandonado. Sehabía quedado en el cobertizo hasta

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estar segura de que había asfixiado asu hija.

Se me acercó despacio. Sóloveía una imagen borrosa de ellaporque aún tenía los ojos pringadosde aceite. Pero cuando estaba a sólounos pasos de distancia, pude verlacon claridad, y también pensar.

Me tendió la mano, tambiénsucia de aceite, y entonces por fincomprendí mi error. Había estadoequivocado. Todo el tiempo. Todoera un único e inmenso error y eraculpa mía. Porque la que estaba antemí no era Isabell. Era...

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Antes de que pronunciara laspalabras definitivas, Viktor miró aAnna a los ojos. Y entonces ocurrió.

En el instante en que el cochedespegó y voló hacia las olas, lasbrumas se disiparon y empezó acomprenderlo todo.

El sistema de calefacción. Labombilla del techo. La pequeñahabitación. De repente lo tuvo todoclaro.

... La blanca cama metálica, elempapelado gris, el gota a gota.Ahora lo comprendía todo. Todotenía sentido.

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¡Anna Spiegel! Era como si sucuerpo y su espíritu se iluminaran.

«Ante mí estaba...»El significado era

meridianamente claro: Anna, unnombre capicúa, que se lee igual deizquierda a derecha y de derecha aizquierda, y también en un espejo.

—¡Yo soy tú! —le dijo y viocómo el coche se desvanecíalentamente y se convertía en lahabitación de la clínica. —Sí.

Su propia voz alarmó a Viktor,como se asusta un animal que se miraen un espejo. Después volvió a

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repetir lo dicho, como si quisieraasegurarse de que no se equivocaba.—Ante mí estaba... Ante mí estaba...¡yo mismo!

Y luego todo fue silencio.Era lunes 26 de noviembre y la

clara luz del sol invernal penetrabaentre los barrotes de la ventana en lapequeña habitación individual de laclínica psiquiátrica Wedding deBerlín, donde el doctor ViktorLarenz, antiguo psiquiatra derenombre, especialista en casos deesquizofrenia, estaba internadodebido a sus alucinaciones y donde,

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al cabo de cuatro años, gozaba delprimer momento de lucidez desdeque hacía apenas dos semanas habíandejado de administrarle medicación.

Era una bonita tarde de inviernode Berlín. El viento había amainado,las nubes se dispersaban y latormenta de los últimos días habíapasado definitivamente.

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57 Nueve días después. Hoy En el auditorio de la clínicapsiquiátrica Wedding el público eraescaso. No había ni un alma apartede los dos hombres sentados enprimera fila y la pequeña figura decabello gris que estaba de pie tras elatril. Habían apagado las luces de lasala, en la que cabían más de

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quinientos alumnos, y cerrado conllave.

Ambos miembros del públicoformaban parte de la elite de laabogacía del país, y lo que pensabadecirles el profesor Malzius, eldirector de la clínica, era un secretoabsoluto.

—Durante muchos años, eldoctor Larenz ejerció en su consultaprivada de la Friedrichstrasse, en elcentro de Berlín, y gozó de un granéxito profesional. Supongo que no esnecesario que les proporcione másinformación acerca de su persona,

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puesto que es un profesional muyconocido gracias a sus numerosaspublicaciones y su participación endiversos programas televisivos,aunque sean de hace varios años.

Ambos abogados carraspearony el profesor Malzius pasó de unadiapositiva en la que se veía aldoctor Larenz como un hombre joveny de buen porte delante de la libreríade su consulta a otra, en la que suaspecto era bastante más deplorable.Esta vez Larenz estaba desnudo,tendido en posición fetal en unasencilla camilla de hospital.

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—Fue internado aquí cuando,justo después de la desaparición desu hija, sufrió una crisis. Al principiopensamos que permanecería en laclínica por un corto período, pero suestado empeoró progresivamente yhasta ahora no hemos podido darle elalta ni trasladarlo.

En la diapositiva siguiente seveía un titular de periódico:

EL PAÍS BUSCA A JOSY.FIIJA DE UN CÉLEBRE

PSIQUIATRA DESAPARECIDADURANTE AÑOS.

—La hija de doce años del

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doctor Larenz desapareció ennoviembre, hace cuatro años. Antesde su desaparición, sufrió unaenfermedad de once meses deduración que al principio resultóinexplicable. La causa de suenfermedad, el motivo de sudesaparición y la identidad de susecuestrador... nunca fuerondescubiertos. —Malzius hizo unapausa para dar más énfasis a sussiguientes palabras—. Hasta hoy.

—Perdón. —Uno de los dosabogados, un hombre menudo decabello rubio y rizado, se puso de

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pie y tomó la palabra—. ¿Podríadarse un poco deprisa con susexplicaciones? Como puede ustedimaginar, estamos perfectamentefamiliarizados con estos pormenores.

—Le agradezco la sugerencia,señor Lahnen. Soy consciente de queusted y su colega, el señor Freymann,disponen de poco tiempo.

—Bien. En ese caso, tambiéntendrá presente que dentro de mediahora el paciente debe ser trasladadoa la clínica de la prisión de Moabit,donde mañana se le someterá alprimer interrogatorio judicial, y nos

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gustaría hablar con él hoy. Ahora queya puede ser trasladado, tendrá queenfrentarse a una acusación dehomicidio, incluso quizás a una deasesinato.

—Sí. Y por eso es importanteque me escuche con atención, si esque pretende ofrecer al doctor Larenzla mejor defensa posible —leadvirtió el profesor Malzius, al quele fastidiaba que unos profanos en lamateria le impusieran normas en supropio auditorio.

Lahnen torció el gesto, perovolvió a sentarse y Malzius prosiguió

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con sus explicaciones.—Durante los últimos cuatro

años ha sido imposible hablar con elpaciente. Han sido cuatro años en losque ha vivido en su propio mundo defantasía, hasta que hace tres semanasoptamos por un tratamiento radical,incluso valiente. Les ahorraré losdetalles clínicos y les contaré lo quehemos descubierto sin más rodeos.

Freymann y Lahnen asintieronagradecidos.

—En primer lugar, deberíansaber que Viktor Larenz sufre dosenfermedades al mismo tiempo: el

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síndrome de Münchhausen yesquizofrenia, dolencia que todo elmundo conoce. Primero les aclararéen qué consiste el síndrome deMünchhausen. La enfermedad debesu nombre al famoso barónmentiroso. Se denomina así porquelos pacientes mienten a susfamiliares y a sus médicos acerca delos síntomas de su enfermedad con elfin de llamar la atención y recibirafecto. Existen casos muy biendocumentados de personas que fingensufrir dolor de apéndice de un modotan convincente que consiguen que su

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médico los opere. Después se frotanla herida con heces y basura para queno cicatrice.

—Pues tienen que estar muyenfermos —murmuró Lahnen,asqueado. A juzgar por su expresión,su colega compartía esa opinión.

—Sí, así es, precisamente —confirmó Malzius—. Y resulta muydifícil diagnosticar esa enfermedad.Y es más frecuente de lo que se cree.En algunas unidades de cuidadosintensivos de Inglaterra ya hanoptado por la videovigilancia. Peroincluso eso hubiese resultado

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ineficaz en el caso del síndrome deMünchhausen de Viktor Larenz,porque Larenz no se causó daño a símismo sino a un sustituto: su hijaJosephine, a quien llamaban Josy. —El profesor aguardó a que suspalabras surtieran efecto antes deproseguir—. El padre era el únicomiembro de la familia que sabía quesu hija sufría dos alergiasmedicamentosas agudas, queaprovechó para llevar a cabo suterrible plan: Josephine no tolerabael paracetamol ni la penicilina yLarenz le administró ambas

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sustancias en dosis progresivamentemás altas. Según como se mire, esteenvenenamiento habría sido un delitoperfecto. Como Larenz habíaocultado a todo el mundo la alergiade su hija, nadie sospechaba cuandole administraba paracetamol para eldolor de cabeza y penicilina para lasinexplicables infecciones que sufría.Su entorno estaba convencido de quese preocupaba por su hija y leadministraba los medicamentosindicados, pero en realidad empeoróel estado de Josephine hasta casiprovocarle un choque anafiláctico

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mortal. —El director de la clínicainterrumpió su discurso para beberun trago de agua. Después continuó—: El via crucis por todas lasconsultas médicas que Josy tuvo quesoportar también es típico delsíndrome de Münchhausen porproximidad, es decir, del síndromede sustitución de Münchhausen. Losterribles acontecimientos sedesencadenaron debido a unacontecimiento crucial ocurridodurante las vacaciones que Larenzpasó con Isabell, su mujer, yJosephine en su casa de fin de

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semana, en el bosque de Sacrow. Enaquella época Josephine tenía onceaños y hasta entonces la relaciónentre padre e hija había sido muyestrecha. Pero eso cambió. De prontoJosephine quería estar sola en elbaño, buscaba la compañía de sumadre y evitaba a su padre. ¿Elmotivo?: había tenido el primerperíodo. Este evento absolutamentenormal en la vida de la hijadesencadenó una espiral de locura enel padre. Comprendió que Josephinese hacía adulta y que, antes odespués, se alejaría de él por

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completo. Nadie había notado quelos sentimientos de Larenz conrespecto a su hija eran enfermizos, nitampoco notó nadie lo que el padreharía para mantener a Josephine juntoa él: envenenarla. La convirtió en unser indefenso y dependiente. Ésa esla faceta Münchhausen de suenfermedad. Hasta hoy, los médicossólo han descubierto un casosemejante y entre las madres. Es laprimera vez que un padre le hace unacosa así a su hija.

—Profesor Malzius —lointerrumpió Freymann—. Todo esto

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es muy interesante, pero lo quehemos de averiguar es si el hombreactuó según un plan o de un modoimpulsivo. Si envenenó a su hijadurante meses, debemos considerarque se trató de un plan muyestructurado y premeditado.

—No necesariamente. No debeolvidar que Larenz es un mentirosopatológico, alguien que sufre elsíndrome de Münchhausen, pero nosólo eso: él vive sus mentiras, se lascree, y aquí interviene su segundaenfermedad, la esquizofrenia. —Malzius miró en torno—. Y eso lo

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convierte en alguien completamenteimpredecible.

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58 Como las puertas del auditorioestaban cerradas con llave, el doctorRoth tuvo que salir al patio paraechar un vistazo al interior por lasventanas. Cuando Larenz le huborelatado el fin de la historia, corrióescaleras abajo en busca delprofesor Malzius y los dos abogados.Albergaba la secreta esperanza deque el profesor tendiera a darexplicaciones muy exhaustivastambién aquel día, como siempre que

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hablaba en público. Y su sospechapareció confirmarse. Roth calculóque aún disponía de un cuarto dehora cuando vio que Malziusempezaba a proyectar la primeradiapositiva. No obstante, se apresuróa volver a la unidad de seguridad,sobre todo porque pensaba desviarsey pasar por la farmacia de la clínica.Apenas tres minutos después llegó ala puerta de la habitación 1245. Sealisó el cabello y echó un rápidovistazo por la mirilla de la puertametálica gris. Todo estaba igual.Larenz seguía atado a la cama con la

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vista clavada en el techo. Sinembargo, Roth titubeó. Pero despuésagarró la pesada llave de hierro y laintrodujo en la cerradura. Al girarlaa la derecha, la puerta se abrió.

—Así que ha vuelto.Cuando el médico entró en la

habitación, Larenz levantó la cabezay miró hacia la puerta. Roth manteníala mano izquierda oculta en elbolsillo de la bata para que Larenzno viera lo que llevaba en ella.

—Sí, he vuelto.—Así que ha cambiado de idea,

¿no?

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El doctor Roth se acercó a laventana con barrotes y contempló elpatio oscuro y nevado en silencio.Esa mañana habían caído losprimeros copos y ocultaban la feaentrada de coches de la clínica.

—¿Trae lo que le he pedido?—Sí, pero...—¡No hay pero que valga! No

si usted me ha escuchado conatención.

Larenz tenía razón y Roth losabía, pero dudaba. El plan erademasiado peligroso y no queríaponérselo tan fácil...

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—Acérquese. No nos quedatiempo, mi joven amigo. Ésosdeberían haber llegado hace mediahora.

—Bien. Me superaré a mímismo y le haré este único favor.Pero no espere nada más de mí,doctor Larenz.

Roth soltó el frasquito depíldoras que guardaba en el bolsillo,sacó la mano izquierda y desató aLarenz que, aliviado, se frotó lostobillos y las articulaciones de losbrazos y las piernas.

—Gracias. Me ha hecho un gran

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favor.—No hay de qué. Como mucho,

disponemos de diez minutos.Después debo volver a atarlo.¿Quiere ir al baño a refrescarse?

—No. Usted sabe lo que quiero.—¿La libertad?—Sí.—Eso es imposible. No puedo

dársela y usted lo sabe.—¿Por qué? No lo comprendo.

Ahora usted sabe toda la historia.—¿La sé?—Claro. Se lo he contado todo.—No lo creo. —El doctor Roth

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sacudió la cabeza y suspiró—. Másbien creo que usted me oculta un datodecisivo.

Y sabe muy bien de lo quehablo.

—¿Lo sé? —preguntó Larenzcon una sonrisa pícara.

—¿De qué se ríe?—De nada —dijo Larenz;

sonreía de oreja a oreja—. Enrealidad, de nada. Sólo mepreguntaba cuánto tardaría en darsecuenta.

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59 El profesor Malzius soltó unatosecita y volvió a beber un sorbo deagua. Después empezó a hablar entono monótono, un dudoso placer delque sólo disfrutaban ciertos médicos,pacientes y alumnos.

—Gracias a la esquizofrenia,Larenz logró refugiarsetemporalmente en sus mundos defantasía. Al principio sólo de vez encuando, más adelante de maneraininterrumpida. Sus brotes

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esquizofrénicos le permitían reprimirtodo lo que le había hecho a Josy.Eran un mecanismo deautoprotección, por así decirlo.Reprimió haber envenenado a su hijaadministrándole medicamentos a losque era alérgica. No sólo los demáslo consideraban un padre protector,que incluso había abandonado elejercicio de su profesión paraocuparse mejor de su hija y queintentaba descubrir el origen de suenfermedad con ahínco, sino que élmismo estaba convencido de serlo.La acompañó a la consulta de todo

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tipo de médicos y dejó para el finalla visita a un alergólogo. Pero cuantomás avanzaba su enfermedad, tantomás empeoraban sus alucinacionesesquizofrénicas. La relación con sumujer se deterioró y de repente seautoconvenció de que ella podíatener alguna relación con lossíntomas de Josephine. Debido a sudemencia, incluso llegó a sospecharde Isabell, aunque el autor del delitoera él.

—Si lo que dice es cierto,entonces el doctor Larenz estaba enun estado de alienación mental y no

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era responsable de sus actos.Esta vez era Freymann quien

había hecho el comentario. Elrobusto gigante de dos metrosllevaba una chaqueta azul con doshileras de llamativos botones. Suvientre escapaba por encima delpantalón de franela gris, de cuyocinturón colgaba la cadena de oro deun reloj de bolsillo.

Malzius le contestó en el tonoaleccionador que se emplea con unniño maleducado e impertinente.

—Sólo puedo describir loshechos, señores. Y éste es el estado

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de la cuestión, según nuestrasconclusiones actuales. Lasconclusiones jurídicas habrán detomarlas ustedes, pero en efecto, yotambién comparto su opinión: ViktorLarenz no estaba en plena posesiónde sus facultades mentales. Y en todocaso no actuaba con premeditación.Nunca tuvo la intención de matar a suhija. Lo único que pretendía era quesiguiera dependiendo de él. Y poreso, en última instancia, no fue elveneno lo que le causó la muerte aJosephine. Su padre la asfixió. —Elprofesor Malzius accionó el mando a

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distancia y una nueva diapositiva seproyectó sobre la pared. Esta vez erauna foto de la mansión familiar deSchanenwerder, junto a lagoWannsee—. Ésta es la casa, o mejordicho ésta era la casa de la familia.

Freymann y Lahnen volvieron aasentir con impaciencia.

—Durante su peor brote deesquizofrenia, el doctor Larenz sufrióuna alucinación espantosa. Creyóestar en Parkum, una pequeña isla delmar del Norte. En realidad seencontraba en el jardín de la mansiónfamiliar y jugaba con Josy. De

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repente sufrió el ataque, oyó voces yvio a su mujer Isabell, que enrealidad aún estaba trabajando en laciudad. Lo dicho: entretanto se habíaconvencido a sí mismo de que Isabellsuponía una amenaza para Josephine.Creyó que le quería hacer daño yarrastró a la niña hasta la casetadonde guardaban los botes, junto allago. —Proyectó otra diapositiva deuna bonita caseta a orillas delWannsee—. Le dijo a Josephine queno hiciera ruido para que Isabell nolos oyera. Como se negó aobedecerle, la sumergió en el agua,

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entre los botes, y le tapó la bocahasta que se asfixió.

Los dos abogados sentados enla primera fila empezaron acuchichear y Malzius oyó algunosfragmentos: «párrafo 20, 63» y«reclusión provisional».

—Quisiera llamar brevementesu atención sobre un puntoimportante. —Malzius interrumpió elcuchicheo—. Es verdad que no soyabogado, pero ustedes me dijeronque el tribunal tendrá que investigarsi se trató de un asesinato o de unaccidente.

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—Sí, entre otras cosas.—Bien, como ya he dicho: el

hecho es que Larenz jamás quisomatar a su hija. La quería demasiado.Cuando tomó conciencia de lo quehabía hecho en la caseta de los botes,se sumió en otra alucinaciónesquizofrénica. Quiso anular todo loocurrido. La enfermedad deJosephine. Sus dolores.

Y sobre todo, su muerte. Asíque su cerebro hizo que volviera acobrar vida. Visitó con Josephine,como él creía, a un alergólogo de laUhlandstrasse, para que la

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examinara. En aquel momento, laconsulta estaba llena de pacientes. Anadie le llamó la atención que elpadre hubiera acudido sin su hija. Larecepcionista tampoco se sorprendióal comprobar que no tenía citaporque la nueva ayudante delmédico, que hacía poco quetrabajaba en la consulta, solíacometer errores. Ni el doctorGrohlke, el médico, ni después lapolicía tenían motivo alguno paradudar de que la niña hubiera sidosecuestrada de la sala de esperamientras el padre iba al servicio.

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Viktor Larenz sufrió un colapso en laconsulta del doctor Grohlke y fueinternado en esta clínica. Hasta haceun mes, lo hemos tratado sin éxito.Achacábamos su estado a la terriblepérdida de su hija, pero no nosexplicábamos por qué no mejorabapese al tratamiento con lospsicofármacos tradicionales. Porquelo que ocurría era lo contrario: suestado se agravaba día a día, mes ames. Y como ignorábamos que él erael responsable de la desaparición desu hija, reconozco que encaramos elcaso de un modo completamente

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equivocado. Empezamos por tratarsus profundas depresiones, pero suestado no dejaba de empeorar.Finalmente resultó imposiblecomunicarse con él y cayó en unestado catatónico. Ahora sabemosque volvió a escapar a su mundo defantasía y que en sus alucinacionesvivía ininterrumpidamente en la islade Parkum con su perro Sindbad,donde se relacionaba con unburgomaestre llamado Halberstaedt,un pescador llamado Burg yredactaba una entrevista. Todoestaba en su cabeza. Nada era real.

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—Pero si de verdad está tangravemente enfermo... —interrumpióFreymann, y sacó su reloj de bolsillopara comprobar si aún quedabatiempo—. Si durante cuatro años hasido imposible comunicarse con él,¿por qué ha vuelto a despertar hacenueve días? Usted mismo nos dijodurante la consulta que ahora vuelvea ser posible hablar con él. ¿Porqué?

—Una excelente pregunta —reconoció Malzius—. Por favor,eche un vistazo a estas fotos deLarenz —dijo, introduciendo otra

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caja de diapositivas en el proyector—. Aquí verán el desarrollo de suenfermedad. Desde el primer día desu ingreso, cuando contemplaba lacámara con aire confuso, cuandovegetaba en su habitación, babeandoy en estado autista. —Las imágenesse sucedieron con rapidez—. Resultaevidente, incluso para un profano enmedicina: todo lo que hemos hechodurante estos años, losmedicamentos, los tratamientos, sóloempeoraban su estado. Estaba cadavez más débil y empeoraba en vez demejorar. Hasta que a un joven

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médico se le ocurrió una idea osada.Me refiero al doctor Martin Roth.Siguiendo su sugerencia, de un díapara otro dejamos de administrarlemedicamentos.

—Y cuando dejó de recibir susinyecciones... —exclamó Lahnenexcitado.

—Se produjo una autocuración,por así decirlo. En una alucinacióncreó a su propia terapeuta: AnnaSpiegel.

Lahnen silbó entre dientes yFreymann le lanzó una mirada airada.Por lo visto, entre ambos abogados

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existía algo parecido a una jerarquía.—Al principio, el doctor Larenz

creyó que él la estaba tratando, peroen realidad era exactamente al revés.Él era el paciente y Anna Spiegel laterapeuta. Ella lo obligó a mirarse enel espejo y le mostró lo que habíahecho: asesinar a su propia hija. Esel único paciente esquizofrénico quese ha sometido a terapia gracias a suspropias alucinaciones.

Se encendió la luz y ambosabogados comprendieronagradecidos que la sesión habíaterminado. Hacía una hora que

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querían reunirse con su cliente yhubieran preferido un informe escritodel profesor Malzius. No obstante,acababan de enterarse de importantesnovedades que servirían para montaruna estrategia de defensa plausible.

—¿Hay algo más que puedahacer por ustedes? —quiso saber elprofesor, abriendo la puerta delauditorio y acompañando a susvisitas al vestíbulo.

—Sí, desde luego —contestóFreymann, y Lahnen asintió—. Hasido muy instructivo, pero...

—¿Sí? —Malzius arqueó las

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cejas. No había contado con otracosa que no fuera un elogio rotundo.

—Bien, en última instancia todoaquello de lo que nos ha informadoreside en la narración personal deViktor Larenz, cuando pudo volver apensar con cierta claridad,¿correcto?

Malzius asintió con la cabeza.—Más o menos. Hasta ahora no

ha sido muy locuaz. Hemos tenidoque deducirlo casi todo a partir delos escasos indicios que nos haproporcionado.

Durante la conversación

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telefónica previa, el profesor yahabía informado a los dos abogadosde que durante los últimos días elpaciente había estado muy pococomunicativo. Sólo estaba dispuestoa hablar con el doctor Roth y por esolos médicos todavía no estaban alcorriente de lo que realmente habíaocurrido en las alucinaciones deLarenz.

—Pero si el doctor Larenz,como usted mismo ha dicho, es unmentiroso patológico, un caso desíndrome de Munchhausen, ¿cómopodemos estar seguros de que esta

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historia no es otra fantasía bienideada?

Malzius echó un vistazo a sureloj de pulsera y después comprobóla hora en el gran reloj digitalcolgado de la pared trasera delauditorio. Cuando se hubo aseguradode que los abogados habíancomprendido lo que opinaba de unaspreguntas que no eran más que unapérdida de tiempo, respondió en tonoseco.

—Por supuesto que, dada laactual situación, me resultaimposible ofrecerles alguna clase de

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certeza. Nunca se puede. Pero sigoconsiderando que es muy improbableque un paciente con síndrome deMunchhausen sea capaz de simularun brote de esquizofrenia durantecasi cuatro años, sólo para que unamentira resulte más verosímil. Si notienen más preguntas, me gustaría...

—¡No! —lo interrumpióFreymann casi con grosería. Elabogado penalista sólo habíaelevado ligeramente la voz, perobastó para evitar que Malzius lediera la espalda.

—¿Qué más? —preguntó el

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director de la clínica, con irritación.—Sólo una pregunta más.Malzius frunció el ceño y su

mirada osciló entre Lahnen yFreymann.

—¿Cuál es la pregunta que aúnno he contestado? —les preguntó alos abogados.

—La más importante. La quenos ha traído aquí —dijo Freymanncon una sonrisa bondadosa—.¿Dónde está el cadáver?

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60 —¡Bravo! —Larenz aplaudiódébilmente—. Muy bien. Unapregunta sencilla pero excelente.

—¿Y bien? ¿Dónde está elcadáver de su hija? —insistió eldoctor Roth por segunda vez.

Larenz dejó de aplaudir, sefrotó las muñecas y clavó la vista enel suelo de linóleo marrón que,debido a la luz cenital, tenía un brilloverdoso.

—Bueno, vale —suspiró—,

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pero después llegaremos a unacuerdo.

—¿Usted me cuenta su historia yyo le doy la libertad? —Sí.

—¡No!Viktor volvió a suspirar

profundamente.—Sé que soy culpable. Cometí

el peor delito que uno puedaimaginar. Maté a la persona que másamaba, a mi propia hija. Pero ustedsabe que estaba enfermo, que sigoestándolo. No tengo cura. Habrá uncirco mediático, un juicio y al finalme encerrarán. Si la suerte me

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acompaña, en una institución, pero¿cree que eso será útil para lasociedad?

El doctor Roth se encogió dehombros.

—Según la sociedad, cometí unasesinato. Sí. Pero podrían dejarmeen libertad de inmediato con laseguridad de que nunca volveré acometer otro, porque nunca volveré aamar a una persona como amé a mihija. Por favor, ¿no cree que ya hetenido bastante castigo? ¿A quién leserviría?

El doctor Roth sacudió la

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cabeza.—A lo mejor tiene razón, pero

no puedo hacerlo; estaría cometiendoun delito.

—¡Dios mío, lo último quepretendo es que abra la puerta,doctor Roth, Martin! Por favor. Mequedaré aquí. Deme el cóctel depíldoras y así podré regresar aParkum.

—¿A Parkum? ¿Qué quierehacer allí? Allí vivió todos esoshorrores de los que hoy me ha estadohablando durante horas.

—Pero sólo fueron horrores

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durante las últimas semanas. Hastahace poco vivía en una isla deensueño. —El juego de palabras lohizo reír—. El clima era cálido ysuave, mi mujer me llamaba todoslos días por teléfono y decía quepronto me haría una visita.Halberstaedt se ocupaba delgenerador y Michael me traíapescado fresco. Sindbad dormía amis pies y, lo más importante: Josyvivía conmigo. Hasta entonces todoera perfecto. La tormenta no sedesencadenó hasta que dejaron deadministrarme los medicamentos.

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El doctor Roth metió la mano enel bolsillo y aferró el frasquito depíldoras. Las palabras de Larenz lohabían conmovido.

—No sé. No sería correcto.—Vale. —Larenz volvió a

incorporarse en la cama—. Lefacilitaré las cosas, doctor Roth.Contestaré a su última pregunta. Lediré dónde se encuentra el cadáverde Josy, pero con una condición: queprimero me dé las píldoras.

—No, lo haremos a la inversa—respondió el médico, y se pasónerviosamente la mano por las

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entradas—. Usted me lo dice deinmediato y después le daré losmedicamentos.

—No. Hasta ahora he habladosin saber si recibiría algo a cambio.Ahora le toca a usted. Confíe en mí ydeme las píldoras; tardarán al menosdos minutos en surtir efecto. Con esome bastará para indicarle el lugar.

El médico permaneció junto a lacama de Larenz, titubeando yreflexionando. Sabía que lo queestaba a punto de hacer contradecíatodo lo que había aprendido pero nopudo evitarlo: su curiosidad era más

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fuerte que su buen juicio.Sacó la mano del bolsillo y le

dio el frasquito blanco con elfármaco. Era el medicamento que lehabían inyectado con regularidaddurante aquellos años, hasta quehabían interrumpido las inyeccioneshacía tres semanas.

—Muchas gracias. —Sin perderni un minuto, Larenz contó ochopíldoras en la palma de la mano. Elmédico jefe lo observaba sininmutarse. Cuando estaba a punto dellevárselas a la boca quiso sujetarlela mano para corregir su error, pero

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era demasiado tarde: Larenz ya se lashabía tragado todas—. No tema,confíe en mí, doctor Roth. Ha hecholo correcto. Éste es un momentológico para que sufra una recaída.Nadie exigirá que me hagan unanálisis de sangre cuando dentro deunos instantes vuelva a estar tendidoen mi cama, sumido en mispensamientos. De ello se encargaránmis defensores, porque esos dos noquieren que sea capaz de ir a juicio.El profesor Malzius creerá que micapacidad de autocuración no fuesuficiente y volverá al tratamiento

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farmacológico clásico. A fin decuentas, no fue idea suya lo deinterrumpir las inyecciones.

—O no se lo tragará y le hará unlavado de estómago.

—Deberé correr el riesgo, tantosi vivo... como si muero.

Viktor cayó de espaldas en lacama con un profundo suspiro. Habíaingerido una dosis doble y su vozempezaba a denotarlo. Le hizo señasa Roth de que se acercara y éste seinclinó para que Larenz pudierahablarle al oído.

Viktor entornó los ojos y el

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doctor temió que se llevara a Parkumla respuesta a su pregunta.

—¿Dónde está Josy? —dijo,sacudiéndole el hombro—. ¿Dóndeestá el cadáver?

Durante un segundo vio que lamirada de su paciente se enturbiaba,pero después volvió a aclararse yLarenz pronunció sus últimaspalabras en un tono seguro y claro.

—Escúcheme con atención —dijo Viktor, y el doctor Roth volvió ainclinarse sobre él—. Escúchemebien, mi joven amigo. Ahora le diréalgo que lo hará famoso.

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Epílogo Seis meses después. Costa Azul La suite 910 del hotel Vista Palacede Roquebrunne no sólo destaca porla vista espectacular sobre el caboMartin y Mónaco; además de treshabitaciones y dos baños, tambiéndisponía de una pequeña piscina paraque los adinerados huéspedes no sevieran obligados a compartir la

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pública con el populacho queocupaba las habitaciones paraejecutivos.

Isabell Larenz estaba tendida enuna tumbona al borde del agua ydisfrutaba de las ventajas delservicio de habitaciones, quefuncionaba las veinticuatro horas deldía. Había pedido un filete conpatatas a la italiana y una copa dechampán. Un camarero de libreapreparaba la comida en un plato deporcelana. Un segundo camarerotrajo un sillón del interior de la suitey lo dispuso junto a la mesa de teca

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en la que tomaría el almuerzo,porque Isabell no había queridosentarse en la sencilla silla de jardín.

—Llaman a la puerta, madame.-¿Qué?Isabell, irritada de que un

sirviente le dirigiera la palabra,apoyó el último ejemplar de laedición en francés de la revistaInStyle en la mesa y se protegió losojos con la mano.

—Alguien llama a la puerta.¿Desea que abra?

—Sí, sí —contestó Isabell, y sepuso de pie. Tenía apetito y deseaba

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que ambos camareros se marcharancon rapidez. Pero antes sumergió eldedo gordo del pie en la piscinaprivada y decidió que esa tardevolvería a llamar a la mujer que lehacía la pedicura: el esmalte de uñasque había elegido el día antes noharía juego con el vestido quepensaba ponerse esa noche.

—Buenos días, señora Larenz.Isabell se dio la vuelta de mala

gana y vio a un hombre desconocidoque salía a la terraza por la puertacorredera. Era de estatura media,vestía con sencillez e iba bastante

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despeinado. Y, además, hablaba suidioma.

—¿Quién es usted? —lepreguntó, y miró en torno,comprobando con irritación queambos camareros se habíanmarchado sin esperar la propina. Ysin servirle la guarnición.

—Mi nombre es Roth. DoctorMartin Roth. Soy el médico de sumarido.

—¿Ah, sí? —Isabell se quedóde pie junto a la piscina. En realidadquería sentarse y comer, pero noquería verse obligada a ofrecerle

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algo al indeseado huésped.—He venido a decirle algo.

Algo muy importante que me confiósu marido poco antes de sufrir otrocolapso.

—No comprendo a qué vienetanto esfuerzo. ¿Acaso ha voladohasta aquí desde Berlín sólo por eso?¿Sólo para hablar conmigo? ¿Por quéno me ha llamado por teléfono?

—Porque me pareció que seríamejor que habláramos de estopersonalmente.

—Bien, doctor Roth. Todo esteasunto me parece un tanto curioso,

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pero, por favor, tome asiento —dijo,con fingida amabilidad.

—No, gracias. No quieromolestarla —dijo el doctor Roth;rodeó la piscina y se detuvo en elcésped, al sol—. Es un lugar muyagradable.

—Sí, es bastante confortable.—¿Suele pasar las vacaciones

en este hotel?—No, es la primera vez que

vengo a Europa desde hace más decuatro años. Pero le ruego que vayaal grano, doctor Roth. Mi comida seestá enfriando.

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—Buenos Aires, ¿verdad? —dijo Roth, haciendo caso omiso desus palabras—. Usted abandonó elpaís poco después de la muerte deJosy.

—Tenía mis motivos paradejarlo todo atrás, como usted mismocomprenderá, si es que tiene unafamilia.

—Por supuesto —dijo eldoctor, y le lanzó una miradaescrutadora—. Como usted sabe, sumarido me confesó que le administróveneno a su hija durante bastantetiempo y que al final la estranguló

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durante un ataque de locura.—Los abogados a los que

contraté ya me lo han dicho.—Y como también sabrá, tras

esa confesión su marido volvió acaer en el delirio.

—Y desde entonces no havuelto a recuperar la conciencia. Sí,lo sé.

—Pero antes quiso decirmedónde estaba el cadáver de su hija.

El rostro de Isabell se volvióinexpresivo y se puso las gafas desol marca Gucci que hasta entoncesllevaba como una diadema.

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—¿Y? —preguntó—. ¿Se lodijo?

—Sí, ahora sabemos dóndeyace su hija.

—¿Dónde? —preguntó ella, ypor primera vez reaccionó con ciertaemoción: su labio inferior temblabaligeramente. Martin Roth cruzó elcésped y se apoyó en la barandilla. Asus pies se abría un precipicio devarios cientos de metros.

—¡Venga aquí, por favor! —ledijo.

—¿Por qué?—Venga, por favor. Aquí me

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resulta más fácil decírselo.Isabell se acercó, dudosa.—¿Ve la piscina pública que

hay allí abajo, a la izquierda, paratodos los huéspedes del hotel? —dijo Roth, señalando la terrazasituada más abajo.

—Sí.—¿Por qué no la utiliza?—No comprendo qué relación

tiene eso con mi marido. Yodispongo de una piscina privada.

—Sí, es verdad —dijo el doctorRoth, sin desviar la vista de laactividad que se desarrollaba más

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abajo—. Pero entonces ¿qué haceaquel señor allí abajo, tendido en unatumbona? —dijo Roth, indicando unhombre delgado que llevaba unbañador a cuadros rojos y blancos.Tendría unos cuarenta años y estabaponiendo la tumbona a la sombra.

—¿Cómo quiere que lo sepa?No lo conozco.

—Ocupa la habitación contiguaa la suya. También es médico, comoyo. Y también dispone de una suitecon piscina privada, como usted. Sinembargo, está tendido allí abajo.

—Soy una persona realmente

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paciente, doctor Roth, pero ¿noacaba de decirme que tiene quecomunicarme algo importante sobreel lugar donde se encuentra elcadáver de mi hija? ¿Y no le pareceque es de mal gusto que en vez dehacerlo se dedique a cavilar acercade la conducta de un desconocido?

—Sí, tiene razón. Lo siento.Sólo que es tan...

—¿Tan qué? —Isabell volvió aquitarse las gafas de sol y le lanzóuna mirada furibunda.

—Bueno, lo que pasa es que esehombre de allí abajo quizá prefiere

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la piscina pública porque las chicasle parecen más guapas. Como esajovencita situada tres tumbonas másallá, a la izquierda. Cerca de lasduchas. ¿La ve?

—Sí, pero no la conozco. Y yano estoy dispuesta a seguir...

—¿No?El doctor Roth se metió dos

dedos de la mano izquierda en laboca y soltó un silbido. Variaspersonas que nadaban en la piscina oestaban tendidas en las tumbonasalzaron la mirada. Y también lamuchacha rubia, joven y bonita, que

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dejó el libro que estaba leyendo en elsuelo y, cuando el doctor Roth lasaludó con la mano, le devolvió elsaludo con expresión dubitativa.

—¡Hola! —exclamó, se puso depie y corrió hacia la terraza.

Un momento después, cuando lajoven se encontraba a pocos metrospor debajo de ellos, mirando a uno ya otro alternativamente, Isabell sequedó de piedra.

—Hola. ¿Qué pasa? —volvió aexclamar la chica. Hablaba enespañol—. ¿Quién es ese hombre,mami?

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El doctor Roth había contadocon que huiría, pero antes de queIsabell pudiera alcanzar el salón, lapuerta se abrió y entró un policíafrancés.

—Queda arrestada porobstrucción a la justicia, por simularun delito especialmente grave ycausar graves daños físicos —chapurreó el funcionario en alemán.

—Eso es ridículo —se indignóIsabell. Las esposas tintinearon—.¡Se trata de un error! —gritómientras se la llevaban. El policíamurmuró unas palabras

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incomprensibles en su micrófono yun segundo después se oyó elzumbido de un helicóptero queflotaba a unos cien metros dedistancia por encima del hotel.

—En realidad era un plan muyastuto, señora Larenz —dijo eldoctor Roth, corriendo detrás deIsabell y del policía. Estaba segurode que lo escuchaba—. Cuando ustedla encontró en la caseta de los botesJosy no había muerto asfixiada, sóloestaba desmayada. Usted la ocultó ydespués ambas se embarcaron rumboa América del Sur. Así usted logró

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sacar partido de la enfermedadmental de su marido y dejó quecreyera que era un asesino. El creyóhaber matado a su hija y sufrió uncolapso. Y usted logró que lodeclararan mentalmente incapaz ypudo disponer de su fortuna. Losabogados se empeñaron a fondo y enArgentina nadie hacía preguntasacerca de la niña que la acompañabaa condición de que siempre hubierasuficiente dinero contante y sonante.Un plan bastante bueno. Pero pordesgracia, a la larga dejó defuncionar. Usted no debería haber

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cometido la insensatez de regresar aEuropa con Josy sólo porque creyóque, tras su confesión, Viktor nuncarecuperaría la conciencia.

El policía había subidoapresuradamente la escalera hasta laquinta planta con Isabell y estaba enel terrado del hotel Vista Palace quenormalmente servía de pista deaterrizaje para los helicópteros delos clientes adinerados. Allíaguardaba un helicóptero delcomando especial de la gendarmería.Isabell no había dicho ni una palabramientras subían y tampoco contestó a

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las preguntas que el doctor Rothgritaba a su espalda.

—¿Qué le contó a Josy en aquelentonces? ¿Que sería mejor huir delcirco mediático y viajar a BuenosAires? ¿Que allí un nuevo apellidono llamaría la atención? ¿Cuántotardó en dejar de preguntar por supadre?

Isabell permaneció muda. No lerespondió y tampoco planteó ningunapregunta. No quiso saber dóndeestaba su abogado. Ni siquieramanifestó el deseo de despedirse desu hija, de la que ya se ocupaba una

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agente de policía. Isabell salió alterrado en silencio y se dejóacompañar hasta el helicóptero sinoponer resistencia.

—Su marido tenía un motivoque lo disculpa —gritó el doctorRoth, con la esperanza de que elruido del motor del helicóptero noapagara sus últimas palabras—.Viktor está enfermo. Pero usted...usted no es más que una codiciosa.

Sólo entonces Isabell se detuvoy se volvió. El policía le apuntó conel arma sin dudar un instante. Isabellle hizo una pregunta, pero el doctor

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Roth no logró oírla y se acercó más.—¿Cómo lo descubrió Viktor?

—Ahora estaba lo bastante cercacomo para entender lo que ella decía—. ¿Cómo lo averiguó mi marido?

«Hace mucho que Viktor losabía», pensó el doctor, sincontestarle. Larenz lo habíacomprendido poco después derecobrar la conciencia, mucho antesde la primera vez que Roth lepreguntara por el cadáver de Josy. Elhecho de que la policía no lo hubieraencontrado en la caseta de los botessólo podía tener una explicación:

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Josy no estaba muerta. Lo demás lodedujo por su cuenta con mucharapidez. Al principio, el doctor Rothse había preguntado por qué pese atodo Larenz quería regresar a suensoñación, cuando sabía que su hijaestaba viva. Pero al final habíacomprendido que Larenz tenía miedo.Un miedo atroz de sí mismo. Ya lehabía hecho daño en una ocasión a suhija. Casi la había matado. Y porquecomo psiquiatra sabía que laposibilidad de curarse era muyescasa, había optado por permaneceren el único lugar del mundo en el que

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Josy jamás correría peligro: Parkum.—¿Cómo descubrió Viktor que

Josy seguía con vida? —gritóIsabell; el ruido de los rotoresahogaba sus palabras.

—¡Ella se lo dijo! —gritó eldoctor Roth y, por un instante, elhecho de darle esa respuesta losorprendió. A lo mejor porque era laque Viktor hubiera deseado que lediera.

—¿Se lo dijo? ¿Quién se lodijo?

—Anna.—¿Anna?

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El policía le dio un empujón,obligándola a seguir avanzando. Ellacedió pero siguió con la cabezavuelta. Quería volver a hablar con eldoctor Roth por última vez. Hacerleuna última pregunta... Pero aunquesólo estaba a escasos metros dedistancia, ya no podía oírla. Y no eranecesario, porque le bastó con leerlelos labios.

—¿Quién diablos es Anna?Lo último que vio Martin Roth

cuando el helicóptero despegó fue lamirada de incomprensión, deimpotencia total y absoluta, de

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Isabell. Jamás olvidaría esa mirada.Se volvió con lentitud y se

dirigió a la escalera. Cuandodescendía apresuradamente lospeldaños sabía que aún le esperabalo más difícil. Durante los próximosmeses tendría que demostrar su valíacomo psiquiatra. Una nueva pacienteiba a someterse a terapia. Haría todolo que estuviera en su mano paraexplicarle la verdad. Se lo habíaprometido a su padre.

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Agradecimientos En primer lugar, y no se trata de unafórmula de cortesía, quisiera dar lasgracias al lector. Por la lectura.Usted y yo tenemos algo en común,porque escribir y leer sonactividades solitarias y por elloíntimas. Usted me ha hecho el regalomás precioso: su tiempo. Inclusomucho tiempo si ahora todavía seabre paso a través de los títulosfinales. Si a usted le apeteciera,estaría encantado de que me enviara

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su opinión sobre el libro. Puedehacerlo visitando mi página web deInternet, www.sebastianfitzek.de, oenviándome un e-mail [email protected].

Y finalmente, tengo la imperiosanecesidad de dar las gracias a laspersonas que me «crearon»:

Por ejemplo a Román Hocke, miagente literario, quien, desde elprimer día, en vez de tratarme comoa un novato me trató como a uno delos numerosos autores de superventasa quienes suele representar.

Y deseo dar las gracias a mi

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lectora de la editorial, AndreaMüller, que no sólo me acogióamablemente en la familia de laEditorial Knaur, sino que ademásgracias a su trabajo dejó su improntaen la novela.

Doy las gracias a mi amigoPeter Prange, cuya generosidad mepermitió disfrutar del saber de unautor de superventas y que, junto conSerpil, su mujer, me hizo valiosassugerencias de cambios. Esperohaberlas tenido en cuenta todas.

A ti, Clemens, quieroagradecerte tus indicaciones acerca

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de los tratamientos clínicos. Siempreviene bien tener un hermano profesorparticular de neurología. Al menosun miembro de la familia aprendióalgo útil. Para que mis críticos no seconviertan en los tuyos, hazles saberque las posibles inexactitudescientíficas sólo se deben a que no tehice leer toda la novela.

Toda novela es el final de unlargo camino. El mío empezó con mispadres, Christa y Freimut Fitzek. Avosotros os agradezco vuestro afectoy vuestro apoyo incansable.

Las historias no tienen ningún

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valor si uno no puede contárselas anadie. A ti, Gerlinde, deboagradecerte que hayas escuchado Laterapia seis veces como mínimo, yque hayas elogiado cada nuevaversión, aun cuando el amor quizásempañara tu objetividad.

Por último doy las gracias amuchísimas personas a las que nisiquiera conozco, pero sin las cualesel libro jamás habría existido. Aquienes idearon la maravillosaportada, imprimieron la obra,entregaron los ejemplares a laslibrerías y los colocaron en los

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estantes para que el lector pudieracomprarlos.

Y por supuesto estoyagradecido contigo, Viktor Larenz,dondequiera que estés.

Sebastian FitzekBerlín, enero de 2006

[1] En alemán, «espejo». (N. de

la T.)