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Antiespañolismo, Reforma y la mitificación de la independencia en la novela mexicana del siglo XIX (1857-1870) Gerardo Francisco Bobadilla Encinas Universidad de Sonora L MOVIMIENTO AUTONOMISTA INICIADO POR MIGUEL HIDALGO la madrugada del 16 de septiembre de 1810 con la convocatoria a indígenas, campesinos y crio- llos de la comarca del pueblo de Dolores, para luchar en contra del gobierno bonapartista español, devino posteriormente, a la vuelta de once años, en un movimiento independentista que triunfó y concluyó el 27 de septiembre de 1821, con la entrada a la Ciudad de México del ejército trigarante que encabezaba Agustín de Iturbide. La cultura oficial mexicana de extracción liberal se apropió de ese hecho histórico y lo mitificó, autoproclamándose heredera suya y articulando y consolidando un olimpo nacionalista de héroes, mártires y hechos idealizados, acciones con las cuales justificó en su momento, allá en el siglo XIX, la separación de España y que actualmente le otorgan legitimidad histórica a los gobiernos «democráticos» en el poder. Analizar cómo se dio ese proceso de mitificación de la independencia, es decir reflexionar sobre las características y circunstancias históricas que intervinieron en ello, y de qué manera o mediante qué resoluciones o planteamientos artísti- cos concretos la literatura, específicamente la novela, participó y contribuyó en la fijación de esa interpretación, es el objetivo de este trabajo. Con su desarro- llo desde la perspectiva de la historia de la cultura y de las ideas –que ha sido muy soslayada por el academicismo biográfico-catalográfico que ha caracterizado hasta ahora a la historiografía cultural y literaria en México–, busco reconstruir integrada y críticamente el proceso literario y cultural que consolidó esa imagen genésica-identitaria para el país y el mexicano durante el siglo XIX; sobre todo, busco plantear una explicación plausible que nos permita comprender el origen y E America42.indd 61 05/12/12 13:37

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del siglo XIX (1857-1870)

Gerardo Francisco Bobadilla EncinasUniversidad de Sonora

l movimiento autonomiSta iniciado por miguel hidalgo la madrugada del 16 de septiembre de 1810 con la convocatoria a indígenas, campesinos y crio-llos de la comarca del pueblo de Dolores, para luchar en contra del gobierno

bonapartista español, devino posteriormente, a la vuelta de once años, en un movimiento independentista que triunfó y concluyó el 27 de septiembre de 1821, con la entrada a la Ciudad de México del ejército trigarante que encabezaba Agustín de Iturbide. La cultura oficial mexicana de extracción liberal se apropió de ese hecho histórico y lo mitificó, autoproclamándose heredera suya y articulando y consolidando un olimpo nacionalista de héroes, mártires y hechos idealizados, acciones con las cuales justificó en su momento, allá en el siglo XIX, la separación de España y que actualmente le otorgan legitimidad histórica a los gobiernos «democráticos» en el poder.

Analizar cómo se dio ese proceso de mitificación de la independencia, es decir reflexionar sobre las características y circunstancias históricas que intervinieron en ello, y de qué manera o mediante qué resoluciones o planteamientos artísti-cos concretos la literatura, específicamente la novela, participó y contribuyó en la fijación de esa interpretación, es el objetivo de este trabajo. Con su desarro-llo desde la perspectiva de la historia de la cultura y de las ideas –que ha sido muy soslayada por el academicismo biográfico-catalográfico que ha caracterizado hasta ahora a la historiografía cultural y literaria en México–, busco reconstruir integrada y críticamente el proceso literario y cultural que consolidó esa imagen genésica-identitaria para el país y el mexicano durante el siglo XIX; sobre todo, busco plantear una explicación plausible que nos permita comprender el origen y

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la vigencia de esas imágenes que determinan muchos de nuestros alcances de hoy, pero que también nos permita trascender muchos de los límites y contradicciones que con ellas continuamos arrastrando.

La historia de la literatura señala que la novela mexicana que surgió en 1816 con la publicación de El Periquillo Sarniento, «nace al mismo tiempo que nos percatamos de nuestra singularidad respecto de España, cuando nos sentimos capacitados para ejercer la autonomía» (Carballo, 1991: 49). Esta coincidencia temporal, se ha dicho también, obligó al género novelesco a contribuir decisiva-mente en la construcción de un imaginario nacionalista, pues, por sus posibilida-des composicionales, permitió dar a conocer entre los lectores «la geografía y la historia nacionales, a imaginar cómo fue el pasado y a estudiarlo detenidamente, a descubrir [ya en el presente de la enunciación] cuáles son las características de las distintas clases sociales, a registrar sus ascensos y descensos, sus luchas interminables y sangrientas» (Carballo, 1991: 52), funciones explícitamente asu-midas por el grupo de escritores e intelectuales que conformaron la asociación literaria llamada Academia de Letrán (Payno, 1853). Esta concepción y práctica de la novela en México durante al menos tres cuartas partes del siglo XIX, no fue ingenua ni casual: se ajustó y siguió, tanto por su doctrina social como por su intencionalidad didáctica, las ideas de educación y progreso, la crítica de las insti-tuciones, la aplicación de la moral burguesa-nacionalista que, suele considerarse, la enlazan con la tradición neoclásica, «con la literatura y la filosofía francesas del siglo XVIII» (Varela Jácome, 1982: 13).

Esta función de la literatura en México, de la novela específicamente, atiende al hecho de que la consumación de la independencia en septiembre de 1821, no significó en lo inmediato ni la definición ni la implementación de un proyecto polí-tico, económico, social o cultural determinado; en cambio: inercia, caos e incerti-dumbre son los conceptos que explican esa etapa de nuestra historia. Y es que la vida independiente de México comenzó con muchas dificultades y carencias eco-nómicas –y así continuó durante los siguientes cincuenta años, hasta el triunfo definitivo de la causa liberal en 1867–, pues las actividades agrícolas, ganaderas y mineras que eran la principal fuente de riqueza, se habían reducido a la mitad o a una tercera parte durante los once años de guerra, dañando seriamente el impulso al desarrollo industrial, que por eso era incapaz de competir con las manufacturas extranjeras, inglesas sobre todo. A esto habría que sumar una deuda exorbitante y la descapitalización del país debido a que los aristócratas y comerciantes espa-ñoles, ante el cariz adverso que tomó la guerra para ellos, sacaron sus capitales y los enviaron a España o Inglaterra. Además, se mantuvieron vigentes modos de producción y relaciones de trabajo precapitalistas, semifeudales, como el sistema de la hacienda y de las comunidades indígenas.

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La consumación de la independencia trajo también una gran fragmentación en lo político, en lo social y en lo económico. Y es que

se había roto con la dominación de la Corona Española pero no se habían destruido sus cimientos: clero, aristocracia virreinal y despotismo tributario (comunidades indígenas con producción apenas suficiente para cubrir su alimentación y el pago de tributo por su existencia). Esto, junto con el gran desempleo entre las capas explotadas, hacía que el control del nuevo Estado fuera ineficaz en sus inicios. En los primeros dos tercios del siglo XIX, más de 50 administraciones trataron de dirigir al país y con frecuencia existían varios gobiernos simultáneamente con su caudal de rebeliones, cuartelazos o golpes de estado. Desde la consumación de la independencia hasta la restauración de la república [liberal en 1867], los gobiernos de México expresaron la pugna por el poder producto de la polariza-ción de dos grupos fundamentales: los conservadores –iglesia, terratenientes y burgueses de la región central– que contaban con el apoyo de Europa, especialmente de Inglaterra, y que buscaban la implantación de una república centralizada dirigida por los militares; y el otro grupo formado por los liberales –burgueses hacendados del norte y del sur–, que buscaban una república federal y democrática que limitara el poder y los privilegios de los terratenientes, la iglesia y el ejército y que recibían eventualmente el apoyo de los Estados Unidos. (Historia General de México, 2000: 592)

En este contexto de indefinición e incertidumbre me parece que comienzan a gestarse muchos de los grandes defectos nacionales que, como lastre, continua-mos arrastrando todavía en los albores del siglo veintiuno, pues pareciera ser que, como colectividad, los hemos introyectado: ejercicio vertical del poder, corrupción, irresponsabilidad, oportunismo, imprevisión… Y comienza a gestarse, también, uno de los aspectos culturales y literarios más determinantes e influyentes de este período fundante para el desarrollo de la historia de la cultura nacional en gene-ral, para la caracterización y función del género novelesco en nuestro contexto en particular, mismo que no ha sido ni problematizado ni reconocido siquiera al caracterizar y asumir las funciones éticas primordiales de la tradición cultural y novelesca que entonces se forjaba: me refiero al antiespañolismo, al sentimiento, ideología o debate intelectual que se articuló en nuestra nación entre 1821 y 1870 –algunos historiadores han rastreado diversas manifestaciones suyas incluso en el imaginario cultural del siglo XX (Landavazo, 2005)–, planteamiento con el cual se intentaba explicar la lentitud y las reticencias del hombre y la cultura en México para el cambio, para la implementación articulada y trascendente de un nuevo modelo social, político, económico, cultural en suma, como producto de las inercias, de la pervivencia de valores y modelos del mundo de origen hispánico, que hacían que España siguiera ejerciendo una influencia espiritual, cultural real-mente, decisiva en las diversas prácticas de la vida nacional –no sólo en el ámbito social, sino incluso en el cotidiano–, hecho que, se consideraba, minimizaba y/o reducía la trascendencia cultural e histórica de la independencia.

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Precisamente en esta circunstancia histórica es que se articula un explicación posible a ese atraso y a esa idiosincrasia en el sentimiento antiespañolista con el cual se buscaba comprender la indefinición y/o la incapacidad para implementar un proyecto de nación que aglutinara efectiva y realmente a los diversos actores de la vida nacional, pues México y los mexicanos seguían describiendo y expli-cando el mundo, seguían actuando y significando su realidad con base en los valo-res y las relaciones humanas y estructurales establecidas por la tradición durante los trescientos años de coloniaje –castas, acumulación oligárquica de capital, ver-ticalismo/paternalismo político y social, entre otros–, los cuales, en la mayoría de los ámbitos –educativo, religioso, moral, político, económico– entraban en franco conflicto con los proyectos de nación, de unidad nacional, que articulaban y bus-caban implementar los independentistas que poco a poco se fueron filiando y ads-cribiendo a la doctrina liberal y que sólo casi cincuenta años más tarde, alrededor de 1870, se erigieron dentro del panorama histórico y cultural de México como el partido y la propuesta de nación dominantes.

Este antiespañolismo, este afán por definir una identidad mexicana a partir de negar al Otro español, a partir de soslayar o devaluar o rechazar la influencia del Otro hispano en la definición de una imagen o identidad cultural mexicana, pese a lo paradójico de la postura –pues el idioma oficial era el español, la religión de estado era la católica, etcétera–, determinó sin duda muchas de las funciones éticas y estéticas de la narrativa mexicana que se escribió entre 1821 y 1870. Sus planteamientos y resoluciones artísticos estaban encaminados precisamente a proponer la superación de las inercias o influencias culturales de origen his-pano que se consideraba eran los obstáculos que impedían a México madurar su proyecto de nación independiente y liberal, eran la «sarna» por la cual México y el mexicano no podían insertarse en el nuevo paradigma progresista/capita-lista que signó al siglo XIX en occidente, como así lo metaforizó decadentemente José Joaquín Fernández de Lizardi en El Periquillo Sarniento. También estas par-ticularidades fueron desarrolladas por el subgénero de la novela histórica y las formulaciones góticas y nacionalistas que la originalizan, forma dominante en México hasta 1870 según considera el Padre de la Literatura Nacional, Ignacio Manuel Altamirano (1988: 235), lo que revelan narraciones como El Misterioso, de Mariano Meléndez Muñoz, «El criollo», de José Ramón Pacheco, El Inquisidor de México, de José Joaquín Pesado, Muñoz: visitador de México, de Ignacio Rodríguez Galván, La Hija del judío, de Justo Sierra O’Reilly… Y las cuales determinan tam-bién la imagen y significación ética y estética que de la independencia articuló y ayudó a difundir la novela mexicana del siglo XIX.

Esta ideología, sentimiento o debate antiespañolista tuvo diversas manifesta-ciones en la vida cultural y literaria de México. Suelen reconocerse como algunas de sus manifestaciones las leyes de expulsión de los españoles que promulgó el

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Congreso de la Nación en 1827 y 1829; la publicación de un manifiesto firmado por el presidente Juan Álvarez en 1856, en el cual, ante problemas de tenencia de la tierra en Morelos, consideraba que «los españoles, [salvo] muy pocas excep-ciones, sirven de elemento perpetuo de agitaciones y de discordias en el país» (Álvarez citado Brading, 1996: 133); y, sobre todo, la publicación en 1865 del polémico artículo titulado «La desespañolización», escrito por Ignacio Ramírez el Nigromante, texto con el cual la polémica llegó a su clímax y alcanzó dimensiones internacionales, al ser contradictoriamente compartidas las principales conside-raciones por el crítico español Emilio Castelar y ser reproducido en Nueva York, París y Madrid.

En este contexto antiespañolista, adquiere particular significado el desarrollo de una sonada polémica o debate en torno a la imagen, significado y trascen-dencia que se otorgó a la independencia de México en la década comprendida entre 1857 y 1867, misma que se desarrolló entre historiadores y políticos filiados al partido e ideología conservadores por un lado, y entonces noveles escritores identificados con el ideario liberal por el otro. Creo que su reflexión nos permitirá explicar el origen de muchas descripciones y significaciones del proceso indepen-dentista aún vigentes para todos nosotros.

Dicha polémica o debate se desarrolla en el marco de las Guerras de Reforma y la Intervención Francesa, que inicia en 1857 y que culmina en 1867, con la caída del Segundo Imperio Mexicano que encabezaba Maximiliano de Habsburgo. Y es que luego de la aprobación de la Ley Juárez en 1855 –suprimía los fueros del clero y del ejército y declaraba a todos los ciudadanos iguales ante la ley–, de la Ley Lerdo en 1856 –obligaba a las corporaciones civiles y eclesiásticas a vender casas y terrenos–, y de la Ley Iglesias en 1857 –prohibía el cobro del diezmo y los dere-chos y obvenciones parroquiales–, se promulgó en México la llamada Constitución de 1857, que recogía trascendentemente el espíritu de esos decretos anteriores: este documento dio origen a la llamada Guerra de Tres Años o Guerras de Reforma como dije antes, conflicto en el cual los conservadores buscaban la derogación de esa legislación y la restauración del sistema monárquico, y los liberales, por su lado, no sólo la defendieron sino que, con diversas adendas realizadas princi-palmente en 1859, polarizaron sus alcances y defendieron el orden republicano.

En este contexto que es reconocido como particularmente álgido y sangriento dentro de la historia nacional, los políticos e ideólogos conservadores emprendieron una fuerte y agresiva lucha tanto en el campo de batalla –la Matanza de Tacubaya de 1859, los decretos del 3 de octubre de 1865 firmados por Maximiliano–, como, más interesante, en el ámbito de las ideas y de la opinión pública, desarrollando una agresiva y virulenta campaña crítica contra el liberalismo con la intención de restarle sustento, justificación moral e histórica a sus propuestas concretas, a sus leyes y decretos. Esta devaluación conservadora tenía por base la consideración de

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que las reformas atentaban contra los valores y costumbres del pueblo mexicano, considerado como heredero de la religiosidad y de la recta moral hispanas que el sistema monárquico había podido implementar y desarrollar armónicamente durante los trescientos años de coloniaje, mismo pueblo que, por esa idiosincrasia, señalaban los conservadores, veía que con la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma se atentaba no sólo contra sus valores sino contra su perfil colec-tivo, contra su identidad. Los conservadores mexicanos basaron su descalificación contra el proyecto de nación de los liberales basados en las imágenes y valora-ciones que, articuladas con base en el imaginario cultural dieciochesco –sobre todo las ideas referidas a la inferioridad del hombre americano–, diversos extran-jeros difundieron sobre la realidad mexicana posindependentista en sus libros de viajes, como el estadounidense Joel Robert Poinsett –escribió Notas sobre México (1822)–, la escocesa nacionalizada española Madame Calderón de la Barca –editó La Vida en México (1840)– o el inglés George F. Ruxton –publicó Aventuras en México (1846)–. Pero, sobre todo, esa descalificación se basó en textos escri-tos por intelectuales conservadores mexicanos, el más esgrimido, la Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon la independencia en el año de 1808 hasta la época presente, de Lucas Alamán, cuyos cinco volúmenes fueron escritos y publicados entre 1849 y 1852: este texto, considerado como una de las grandes producciones intelectuales de los conservadores, es de las pocas historias escritas por autores mexicanos que, en esa época, ven de manera favo-rable la presencia española en el país, configurando una imagen de México como una Colonia ingrata,

que recibiendo toda clase de beneficios, de garantías, de civilización de la España, osó rebelarse contra ella [representando] a los hombres que iniciaron nuestra independen-cia [el cura Hidalgo, los generales Ignacio Allende y Juan Aldama, Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero] como vagos, ladrones, tahúres, ingratos o asesinos; mientras que se trata a los dominadores como hombres clementes, bondadosos, nobles, que pagaban con actos de generosidad, los crímenes y los actos de atrocidad. (Díaz, 1991: 82)

Si bien para mediados del siglo XIX el imaginario nacionalista era realmente un proyecto en construcción, en el cual había no sólo muchas indefiniciones sino, más interesante, muchas coincidencias en las interpretaciones e imágenes de la independencia que manejaban los conservadores y los liberales 1, la difusión ideo-

1 Por ejemplo, José María Luis Mora, uno de los representantes más destacados del liberalismo, vivía añorando la gravedad española de la cultura y del trato social colonial (Lira, 1984: 24). A la vez, con-sideraba a Miguel Hidalgo una especie de snob, «hombre de una edad avanzada, pero de constitución robusta [con un] deseo que lo devoraba de hacer ruido en el mundo [que] le hizo sacudir, más por espíritu de novedad que por un verdadero convencimiento, algunas de las preocupaciones dominantes en su país y propias de su estado [El mérito] de Hidalgo era muy mediano, como lo demostró después la experiencia por toda la serie de sus operaciones. En efecto este hombre ni era de talentos profundos para combinar un plan de operaciones, adaptando los medios al fin que se proponía, ni tenía un juicio

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logizada de esas representaciones que hicieron los conservadores, condujo a los liberales a responder a ello y a entablar un debate poco reconocido y poco estu-diado aún en la actualidad, con el cual se buscó no sólo rechazar o desmentir tales simbolizaciones, sino articular en toda la extensión de la palabra una imagen y una significación perfectamente integradas y acabadas de la independencia y sus héroes, con la cual se otorgaba, de manera definitiva, una legitimidad y trascen-dencia histórica a las leyes de reforma a partir de ser visualizadas y entendidas como resultado o logro máximo de la guerra de independencia de 1810-1821. Por lo demás, debe señalarse también que en este debate había toda una dimensión ética sobre el ejercicio y la responsabilidad de la palabra escrita y del intelectual, pues los liberales descalifican las diatribas conservadoras desde el presupuesto de que «nunca debe un escritor valerse de su reputación para calumniar y poner […] como indigno a un país ya desdichado y ya calumniado sin culpa; nunca debe des-moralizar al pueblo hoy desmoralizado ya [debido a la guerra civil, a las Guerras de Reforma], mostrándole [sensacionalistamente sólo] los crímenes consiguientes a una guerra casi de castas [que era como los conservadores hacían ver la guerra de independencia], y no [manifestando] el noble principio que causó su emanci-pación» (Díaz, 1991: 82), debate y planteamientos de los que dan constancia Juan Díaz Covarrubias en Gil Gómez el insurgente, o la hija del médico, novela escrita y publicada en 1858, el binomio novelesco conformado por Sacerdote y caudillo y Los Insurgentes, de Juan Antonio Mateos, editado en 1869 y Episodios históricos mexicanos, de Enrique de Olavarría y Ferrari, además de otros textos históricos novelados como el Libro Rojo, de Vicente Riva Palacio y Manuel Payno y diversas semblanzas de la independencia publicadas en periódicos de la época.

A partir de la reconstrucción del debate obtenida hasta ahora, puedo decir que la novela Gil Gómez el insurgente o la hija del médico, de Juan Díaz Covarrubias, es uno de los primeros textos en responder, desde la perspectiva liberal, a esas imágenes e interpretaciones conservadoras. La obra, publicada originalmente en el folletín del Diario de avisos en 1858, presenta una trama muy sencilla, pues desarrolla la historia de dos hermanos, Gil y Fernando Gómez, que por azares del destino militan en bandos contrarios: éste en las filas del ejército virreinal, aquél en las huestes insurgentes de Miguel Hidalgo; luego de salvar fantásticos obstáculos con los cuales se gesta una conciencia independentista y nacionalista en el héroe, los hermanos se unen sólo para ver morir a la romántica prometida de Fernando. Tras

sólido y recto para pesar los hombres y las cosas, ni un corazón generoso para perdonar los errores y preocupaciones de los que debían auxiliarlo en su empresa o estaban destinados a contrariarla; ligero hasta lo sumo, se abandonó enteramente a lo que diesen de sí las circunstancias, sin extender su vista ni sus designios más allá de lo que tenía de hacer el día siguiente; jamás se tomó el trabajo, y acaso ni aun lo reputó necesario, de calcular el resultado de sus operaciones, ni estableció regla ninguna fija que las sistematice» (Mora, 1973: 20).

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estas sucintas acciones, la novela articula una representación artística de la inde-pendencia como un hecho místico, mesiánico, producto de la sensibilidad única y especial de individuos que tienen la capacidad intelectual y humana para percibir las contradicciones del entorno colonial, de los elementos que lo conforman, así como, más importante quizás, para realizar una síntesis concreta y funcional que permita la superación y trascendencia de ese estadio de subordinación. Dicho individuo concita las simpatías de la colectividad, la cual se ve reflejada y se iden-tifica inconscientemente con las percepciones del mundo que él instaura, motivo por el cual sus planteamientos son visualizados como iluminaciones, como hechos casi proféticos, mágicos: y es que, desde la perspectiva historicista romántica de los liberales mexicanos, «los actores [de la Historia] eran hombres de pasiones como las nuestras» (Gooch, 1977: 176), por lo que sus acciones revelaban las pasiones, las necesidades, las contradicciones, las incertidumbres propias y representativas de la colectividad en una época determinada.

A la luz de estas consideraciones, hay una acción particular en Gil Gómez en la cual quiero detenerme. Luego de describir la tristeza, el desánimo y el sentimiento de derrota que se apodera de algunos de los involucrados al saber que había sido descubierta la Conjuración de Querétaro, la novela describe la siguiente escena:

–Hidalgo se dejó caer abatido en un sillón […] De repente se puso de pie como impulsado por un resorte, irguió su abatida cabeza, su frente iluminada por la luz de una idea gigan-tesca se volvió al cielo, sus ojos se humedecieron por el entusiasmo, sus labios se abrieron por una sonrisa de superioridad y volviéndose a Aldama, que de pie en medio de la estancia había observado con silencioso respeto aquella lucha terrible de su corazón retratada en su rostro, le dijo a media voz con un acento trémulo y conmovido:–¡Oh, no se ha perdido todo completamente, por el contrario, esta noche se va a poner la primera piedra de un edificio gigantesco!–¿Qué dice usted, don Miguel?–Digo que cuando los soldados del intendente [Riaño] lleguen [a detenernos] ya será tarde, porque el pueblo de Dolores habrá alzado un grito de libertad e independencia que les hará huir como medrosas aves [gracias a] la idea que es elemento [y a la fuerza de] nosotros dos y el capitán Allende, con don Santos [el mayordomo de la casa cural] y ese joven [Gil Gómez] que ha venido a hospedarse aquí esta noche [Sé que por eso voy a] morir muy pronto; pero he hecho gustoso el sacrificio de mi vida en aras de la patria. (Díaz, 1991: 98-99)

Discúlpeseme lo extenso de la cita, pero he querido mostrar con ella no sólo la explicación que da el personaje a la independencia, sino, sobre todo, la atmós-fera de la escena, que en mucho es creada por el tono oratorio y artificiosamente ampuloso del discurso. Y es que el texto logra crear un ambiente místico gracias a una adjetivación hiperbólica y al manejo consciente de la metaforización y juegos de luz, mismas características que refuerzan la explicación del inicio de la guerra de independencia como producto de una inspiración providencial, pues, como

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puede advertirse, todos esos elementos están en función de subrayar la resolución de Hidalgo, de darle un carácter redentor a sus ímpetus de lucha. Quiero subrayar también el uso particularmente logrado de la adjetivación que hace el narra-dor (frente iluminada, idea gigantesca, sonrisa de superioridad, acento trémulo y conmovido), pues refuerza con ella la inspiración del cura, así como la inversión semántica que se da en el transcurso de la escena, pues el héroe, de sentirse aba-tido y exánime ante la situación, la supera y trasciende con una actitud resuelta y decidida.

Debo reiterar aunque sea rápidamente cómo en esta representación de la independencia, las decisiones del individuo histórico resumen y determinan dialé-cticamente las acciones y posturas de la colectividad, en una síntesis trascendente de los deseos y necesidades inconscientes del pueblo. Como puede verse en la siguiente escena, en la que, luego de la convocatoria de Hidalgo la madrugada del 16 de septiembre de 1810, el pueblo se levanta en armas y, en una interlocución artificiosamente romántica, el narrador lo increpa de la siguiente manera:

–¿A dónde vas, [pueblo,] huracán humano, rugiendo como si se aproximase la tempestad? ¿Piensas acaso derribar el sólido edificio de una dominación de tres siglos? Detente, ¡por Dios!, que es empresa inútil, que sólo en la imaginación de un débil anciano febricitante ha podido nacer y desarrollarse [esa idea de la independencia]: ¡detente!, porque te opondrán por valladar la crueldad y un mural de pechos humanos henchidos de orgullo, de rencor, respirando el odio del tirano ofendido. Detente, que te aguardan las tropas llenas de recur-sos de que tú careces y la inquisición con sus sombras y martirios. Más no, ¡paso a la liber-tad, paso a la regeneración, atrás, atrás la dominación y las viejas preocupaciones! ¡Ay de vosotros, flores impuras de la monarquía, si creéis embriagar con vuestros falsos perfumes a esa avalancha de hombres que avanza y más avanza destruyendo cuanto intenta detener su paso de gigante! (Díaz, 1991: 106; las cursivas son mías)

La cita anterior creo expone de una manera particularmente lograda esa con-cepción mesiánica, mística de la independencia a la que refería antes, pues revela cómo las acciones y valores de la colectividad son la proyección de la sensibi-lidad del individuo para superar y trascender las contradicciones de su entorno histórico.

Una representación y postura semejantes pueden advertirse en Sacerdote y caudillo (Memorias de la insurrección), novela escrita y publicada por Juan Antonio Mateos en 1869. Esta obra, junto con su continuación Los Insurgentes. Novela histórica (1869), asumiendo como dominante estilística la forma de la memoria, desarrolla un conjunto de acciones que buscan biografiar y establecer contigüidades e interrelaciones entre los actos y posturas vitales, ideológicas y políticas de Miguel Hidalgo y José María Morelos, intercalando hábilmente viven-cias y retratos de personajes ficticios que exponen las necesidades y las ansias de la colectividad.

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La siguiente escena de Sacerdote y caudillo describe y explica la manera cómo el narrador concibe se fragua la independencia de México, a través de la Conspiración de Querétaro:

– [Ante la coyuntura de la guerra española contra Napoleón y del ejemplo de la revolución francesa, Hidalgo] supo que era legítimo el derecho de defender el suelo de la patria y comprendió que la libertad es el arco de la alianza entre el hombre y su Creador.– […] Hidalgo estaba en el momento de la predestinación, su espíritu inquieto le anunciaba que la hora había llegado.– […] Hay veces que el cerebro se ilumina de súbito con uno de aquellos relámpagos que preceden a las grandes creaciones [… y eso le sucedió a Hidalgo, pues] las alas del alma pedían espacio para ensancharse, el genio encarcelado en el recinto estrecho de su cráneo quería dilatarse, volar, abarcar el cielo e inundar en olas de fuego la extensión de su con-tinente. (Mateos 1991: 315; las cursivas son mías)

Como sucede en Gil Gómez, de Juan Díaz Covarrubias, el individuo sensible e inteligente que es Hidalgo en Sacerdote y caudillo, de Juan Antonio Mateos, es capaz de advertir y explicar los elementos, las relaciones y las contradicciones de su momento histórico, alcanzando un grado de lucidez intelectual que le permite comprender su significación y trascendencia. Sin embargo, lo importante es la articulación de una imagen de la independencia como un acto místico y sobre-natural, planteamiento en el cual de nuevo desempeñan un papel muy destacado los acentos grandilocuentes y místicos del enunciado narrativo, pues a partir de explicar la capacidad intelectual del héroe como predestinación e iluminación, el hecho histórico que es la independencia adquiere esa connotación mesiánica casi, que la configura como un hecho providencial.

Sacerdote y caudillo se escribe y edita en 1869, poco después de la caída del segundo imperio mexicano que concluyó con el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo en julio de 1867, luego del juicio político que le siguieron los liberales. En este contexto, pues, la representación mística, mesiánica de la independencia y sus héroes supone la continuación del debate con los conservadores, pero, sobre todo, la certeza y la culminación del triunfo de los liberales y la instauración defi-nitiva de su proyecto de nación: y es que, si bien como está documentado (Padilla, 2010: 1), la gesta insurgente y sus actores fueron objeto de reconocimiento nacio-nal ya desde fecha tan temprana como 1812, la legendarización de la independen-cia y sus héroes, de sus orígenes y gestas, fue realmente una elaboración de los ideólogos liberales de la reforma que logrando lo que puede llamarse la segunda independencia de México –con el derrocamiento del imperio franco-austriaco de Maximiliano de Habsburgo que los conservadores mexicanos habían contribuido a instaurar–, conformaron y fijaron un olimpo histórico y cultural nacionalista que articula una explicación mítica para la independencia y una justificación al proyecto liberal que se plantea derivado de ella, puesto que se instituye de esa manera una interpretación mitológica de la historia, al ser una explicación mono-

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lítica, fija e inamovible, que se acepta por fe y no por raciocinio (Bobadilla, 2002). Poetas y narradores posteriores como Guillermo Prieto, con El Romancero nacional (1885), y Enrique de Olavarría y Ferrari, con Episodios históricos mexicanos (1885), reforzaron esas imágenes y esa interpretación.

Hasta aquí he buscado exponer la dinámica de un debate ideológico, ético, histórico, particularmente interesante de la historia, de la historia de la cultura y de la historia de la literatura en México a mediados del siglo XIX. Si bien hay que desarrollar y/o matizar varios aspectos –como documentar más puntualmente la contrarrespuesta de los conservadores; como profundizar el análisis del corpus del debate–, considero que esta reflexión puede ayudar a comprender tanto las particularidades de esa etapa histórica, cultural y literaria concreta, como su inci-dencia en el presente en devenir de México y el mexicano. Y es que sin reconocer ni el debate histórico-cultural ni la fuente literaria, las imágenes y significación articuladas en ese contexto antiespañolista-reformista siguen vigentes y conti-núan estableciendo parámetros de significación que explican la independencia, gracias a su divulgación por el sistema educativo mexicano que nos ha formado.

Se plantea con esto un tópico particularmente interesante, referido a la cir-cunstancia en la cual ese discurso novelesco pasa a ser apropiado –«plagiado», realmente– por la historia oficial, para convertirse en la explicación «histórica» por antonomasia. Todo parece indicar que los historiadores y educadores positi-vistas del Porfiriato, pese a sus afanes por establecer una percepción de la historia como proceso evolutivo e integrador (Florescano, 2004), no pudieron sustraerse a las connotaciones fundacionales y legitimadoras de la gesta independentista novelada y continuaron divulgándola, planteamientos que, acríticamente, tam-bién continuaron –continúan– exponiendo los diversos gobiernos posrevolucio-narios en los planes de estudio de educación básica, como un mecanismo que los legitima históricamente.

Ahora bien, como realidad cultural dinámica y compleja, deben reconocerse algunos otros factores que incidieron en el planteamiento y resolución artísticos expuesto hasta aquí, el primero de ellos, sin duda, el historicismo romántico men-cionado antes y asumido ya entonces por los novelistas e intelectuales mexicanos de la época, el cual interpretaban como «la posibilidad de reinventar la historia desde este continente [americano]» (Treviño, 1996: 64). Y es que el historicismo moderno fue conocido y asumido, al menos en un primer momento, no a través de la filosofía de la historia –es decir, no a través de filósofos como Herder o Hegel–, sino por la vía de los poetas e intelectuales románticos franceses sobre todo, como Víctor Hugo y su «Prefacio» a Cromwell (1827): teniendo como referencia este documento –verdadero manifiesto literario del romanticismo en el mundo de ascendencia latina–, se establece la certeza cognoscitiva no sólo de la causalidad

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pasado/presente, sino, más importante para el desarrollo de la Historia, de la his-toria de la cultura y de la historia de la literatura en México e Hispanoamérica, se asume la posibilidad de crear, de inventar la historia a partir de posibilidades del modelo de las tres edades de la poesía y la cultura.

A esto habría que sumar el desarrollo y auge de la novela histórica clásica que inauguró Walter Scott con la publicación de Waverly en 1814, que estableció artísticamente tal representación de la Historia misma que continuaron desa-rrollando en Europa y en Francia, particularmente, escritores como Víctor Hugo, Eugenio Sue, Alejandro Dumas, todos ellos leídos por los novelistas mexicanos en las lenguas originales o en traducciones al español realizadas poco tiempo después de sus primeras ediciones. Sólo que, a diferencia de la tradición europea que configuraba a los protagonistas de la Historia como personajes secundarios, cediendo el desarrollo de la acción a héroes medio ficticios que podían desenvol-verse naturalmente entre los dos bandos en pugna (Lukács, 1956: XX), las novelas mexicana e hispanoamericana erigieron a esos individuos históricos como los pro-tagonistas no sólo de la Historia, sino de la acción novelesca también.

Todos estos elementos, sin embargo, se subordinan significativamente, pri-mero, al espíritu antiespañolista que condicionó la vida social, política, económica y cultural de México de manera dominante entre 1821 y 1867; y, segundo, a la necesidad por articular imágenes e interpretaciones legendarias –fundacionales, fijas e inamovibles, reitero con temor de ser repetitivo– como respuesta al opo-nente conservador, articulando descripciones y explicaciones éticas y estéticas concretas que trascendieron las fronteras literarias y se insertaron y se mantuvie-ron vigentes aún dentro del imaginario cultural que nos condiciona.

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