ANTIGUOS MIRADORES Y NIÑEZ DE GOZO TRANQUILO
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lanerne, domingo, 14 ae aiciemore de
S ANTA CRUZ, fresca y va-lerosa como una espadanueva, siempre tuvo una lí-nea de castillos y baterías
frente a la mar alta y libre, ca-mino sin linderos de los altivos«tres puentes» que siempre la co-diciaron. Tras los castillos y ba-terías, la ciudad se extendíacomo un vuelo de gaviotas y,desde los altos miradores, se ex-tasiaba ante su mar tendida y encalma.
Las viejas casas de la no me-nos vieja ciudad van quedandoen el recuerdo —son recuerdo deun recuerdo— y, sobre ellas, cie-gos ya, los pocos miradores quequedan ven limitados sus antesamplios horizontes sobre elAtlántico isleño.
Muros de cemento, cristal yacero, han apagado el rebrillar desoles de antaño y —empequeñecidos, rodeados deciudad y silencio, hondo y pro-fundo silencio— los miradoresya no se abren, como antes lo ha-cían, hacia un naciente y haciaun ocaso.
Los viejos miradores no miranya hacia aquella que fue su mar,su objetivo en la ciudad que pocoa poco se ha ido transformando,que ya casi no es lo que en otrosaños fue.
Recuerdo un mirador de misaños niños que, con otros, se al-zaba a la buena sombra de la to-rre de la Concepción. Ya no haymiradores en la antigua plazasantacrucera que, eso sí, guardarecuerdos y ecos de un pasadoque, por paradoja, es presentevivo. Era aquel un mirador alque siempre imaginé hecho parael descanso en aquellas tardes dedomingos —tristes y plenas denostalgia— mientras, mar afue-ra, un lento velero rompía la su-blime rectitud del horizonte.
Se asomaba uno por el mira-dor a un mundo nuevo, a una so-ledad alta, a todo un silencio hu-mano. Bajo la rosada nube de lastejas —aquellas humildes y ele-gantes tejas canarias— habíaamontonamiento de viejo barriocon sólo dos aspectos para nues-tros años de niñez y pequenez:cortada sobre el cielo de oro delocaso, la torre de piedra de la an-tigua iglesia con su elegancia detodos los tiempos —de los yaidos para siempre, de los presen-tes y de los que vendrán— y,frente, azul y blanco de olas, lamar de la tarde pintada de bar-cos.
El viejo mirador era un aisla-miento voluntario; era encontraruna libertad aún no perdida, li-bertad de niño para el que loirreal era real, para el que lo co-nocido era desconocido. En elmirador había como un vidrio de
La entrada de la ciudad cuando, en los primeros años del siglo actual, se tendían los raíles del tranvía de carga hasta el MuelleSur. Al fondo, la atalaya del castillo de San Cristóbal y los miradores de la ciudad marinera
Antiguos miradores y niñez degozo tranquilo
ilusión y, siempre, sobre él caíanlas lágrimas sonoras de las cam-panas de la Concepción.
Desde aquel mundo alto, otrode tejas y patios que se abríancomo corazones de sol. Luego,pasado el barranco, rocas limo-sas, verdes, rezumantes bajo unabrisa de sal y yodo. ¿Quiénes vi-vían en aquellas antiguas casas?No lo sabía y nunca lo supe. Ysi ahora recuerdo aquel mi vie-jo, desaparecido mirador, es a lavista de la antigua imagen de laciudad que, al fondo, bien nosmuestra algunos de ellos.
Los miradores eran soledad,tarde, silencio humano. Hoy son,en fin, parte de un capítulo de lahistoria de Santa Cruz. Desdeellos aprendimos cuan solemnees la eternidad del canto en mo-vimiento de la mar y, a la vistade la remansada en la dársena ypintada de barcos, sentimos laemoción de la brújula y el ma-pamundi.
La vida era entonces plácida y,cada cierto tiempo, desaparecíauna generación para dormir bajolos verdes cipreses; las casas, to-das, se llenaban de hijos y denietos que no rompían con losdesaparecidos y, así, tales casaseran la continuidad dulce y en-ternecedora a través del tiempo:el triunfo sobre la muerte.
Las antiguas casas de altos mi-radores tenían su historia y supequeña anécdota y, sin mover-se, habían viajado con el trans-curso del tiempo. Aquella, quehasta hace poco se alzó en callecéntrica, fue en su tiempo casade campo a la que, desde la delCastillo, se iba en coche de ca-ballos entre el trigal todavía ver-de y las rojas amapolas cuyo re-cuerdo oprime hoy el olfato.
En los miradores el alma seiba, en las tardes tranquilas —en aquellas en que el aire dormíaencantado— en su barco de pazy, silencioso, cruzaba al horizon-te. Se iba en busca de sus sue-
ños lejanos, a vivir en tierras be-llas sus más atrevidas fantasías.
Vistas desde lo alto, las puer-tas y ventanas ponían sus notasde color en las fachadas bañadaspor la sombra verdinegra de pal-meras, laureles de Indias y lalanza vegetal y erizada de flechasde una hermosa araucaria. Así vila plaza desde el entonces altomirador. Así la vieron todos losque, antes que yo, por allí pasa-ron. Entonces buscaban una can-ción de colores en la tarde tran-quila e indolente. Buscaban la úl-tima, suspiradora brisa de la tar-de, la que endulza la puesta desol.
En los miradores se buscaba—bien lo sé— soledad y calma,grandeza y silencio. Hoy de nadasirven los viejos miradores que,con pena infinita, aún se alzan—pocos ya— a la sombra de ver-ticales paredes de muerto, fríocemento y cristal.
Desde los altos miradores, lasmiradas iban hacia los montes y
los surcos, hacia los amaneceresde siembras y las noches de bos-ques. Abajo, la arboleda gris ycobre —la perennidad de la hojaque no se seca, que no semuere— y los callaos con rumorde playa y color de agua. Portodo el redondo horizonte delmirador, las nubes encrespabansus cimas deformes, cimas en lasque el sol reflejaba su maravillo-sa sucesión crepuscular de ópalo.
Los miradores tenían cerca —en las azoteas y patios— gallosque en plena ciudad cantaban einventaban amaneceres de arbo-lados, de risa rubia del trigo, desol naciente y yuntas de pasocansino.
En las antiguas casas, los mi-radores se abrían a las azules einfinitas huertas de la mar; erael palco, magnífico, que las ca-sas de entonces disponían parapresenciar el espectáculo, mara-villoso, del puerto en constantemovimiento, de las goletas blan-cas de velas abiertas y los vapo-
res empenachados de humo.Ellos eran los primeros en verromper en las playas las olas deluz de aurora. Luego, en el so-por de la siesta, el mirador dor-mía al sol. La mar mecía enton-ces diamantería de olas soleadasy, al llegar la tarde tranquila,abría sus frescos abanicos de pla-ta mientras, en el silencio soli-tario del horizonte, surgía unafragata que —con todo el trapolargo— se dejaba llevar por la li-mosna de la brisa.
Hoy los miradores están cie-gos, no tienen horizontes dondeposar sus miradas. Solos en elviento y la lluvia, solos bajo elsol y en la antigua ciudad. Fue-ron soledad alta, silencio huma-no y, en aquel antaño casi recien-te, ofrecieron la fronda de paz enpaz y dulce del corazón de San-ta Cruz, la mar domesticada desu puerto y la siesta de los bar-cos en el Muelle Sur y frente alas playas que también son his-toria.
Hoy, lo poco que queda de laantigua plaza no se llena, comoantaño, con la algazara de las vo-ces nuevas que, apagadas, llega-ban hasta el mirador que, casi alrtivo, se alzaba a la sombra fres-ca de la torre centenaria. Era elmomento en que casi quedaba ensombra, el momento en que losaltos caserones daban muerte alsol de la tarde. Y era entoncescuando, lleno de inexplicablesnostalgias, pesaba y dolía el co-razón, como duele y pesa hoycuando al pasar los años, mira-mos hacia atrás y, como enton-ces, contemplamos el cristal dellamas de la gloria del ocaso.
Hoy, como ayer, sobre la tie-rra amarga se abren los parterresen flor y en silencio. Pero ya nose amontona bajo los grandes ycopudos laureles de Indias lasombra espesa y fresca de losaños de niñez y pequenez. Pero,como en aquellos y ahora sobrela centenaria y blanca cruz si-guen cayendo, lentas, las lágri-mas sonoras de las viejas cam-panas.
Crece la paz en la plaza ensombras y, arriba, sobre dondese alzó el mirador que daba susfrentes al naciente y al ponien-te, en las ascuas de un crepúscu-lo morado la noche que llega en-ciende un lucero.
El crepúsculo que entinta deoros rojos el cielo de la tarde noslleva a cuando, bajo las arbole-das gratamente sonoras, en losmiradores vivíamos niñez degozo tranquilo, las sorpresas delcotidiano descubrir el mundotodo.
Juan A. PadrónAlbornoz
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