Antología de textos. Olimpiada Universitaria del Conocimiento
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Comité de Filosofía
Coordinadora:
Nydia Lara Zavala
Integrantes:
María del Carmen Cadena Roa
Ricardo González Santana
Gabriel Alejandro Mancilla Yañez
Armando Rubí Velasco
Paola Elizabeth Zamora Borge
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Contenido
1. Introducción a la Filosofía ...................................................................................................... 2
Surgimiento de la filosofía: breve ensayo sobre tres de sus ramas .................................... 2
2. Historia de la Filosofía ............................................................................................................ 9
Leopoldo Zea ............................................................................................................................... 9
Heráclito de Éfeso ..................................................................................................................... 20
Parménides ................................................................................................................................ 27
Sócrates ...................................................................................................................................... 32
Aristóteles ................................................................................................................................... 44
3. Filosofía patrística ................................................................................................................. 53
San Agustín ................................................................................................................................ 53
4. Filosofía medieval .................................................................................................................. 55
Erasmo de Rotterdam .................................................................................................................. 56
5. Filosofía Moderna .................................................................................................................. 60
Descartes .................................................................................................................................... 60
Kant ............................................................................................................................................. 69
6. Siglos XIX y XX ...................................................................................................................... 77
Marx ............................................................................................................................................ 77
Fiedrich Wilhelm Nietzsche ...................................................................................................... 81
Jean-Paul Sartre ........................................................................................................................ 85
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1. Introducción a la Filosofía
Surgimiento de la filosofía: breve ensayo sobre tres de sus ramas
Nydia Lara Zavala
No es ni medianamente fácil definir en unas cuantas palabras qué es la filosofía.
Pero en términos muy generales y sin meternos en muchos vericuetos, podemos
decir que básicamente la filosofía es una actividad que se caracteriza por analizar
crítica y sistemáticamente los fundamentos racionales de nuestras creencias. Su
labor abarca, por lo tanto, diversos aspectos de la cultura, entendiendo por ‘cultura’
el todo de las instituciones políticas, comerciales, legales, educativas, militares,
religiosas, etc., que conforman a una determinada sociedad.1 Por ello R.G.
Colingwood la consideró como un pensamiento de segundo grado, esto es, como
una reflexión sobre lo pensado. Esto explica por qué dentro de la actividad filosófica
tiene sentido hablar de filosofía política, de filosofía de la historia, de filosofía de las
matemáticas, de filosofía de la ciencia, etc.
La filosofía vio la luz en Grecia durante el siglo VI antes de Cristo con Tales
de Mileto. Para que se entienda por qué se considera a Tales como el primer
filósofo, Aristóteles, por ejemplo, distingue entre “aquellos que describen el mundo
en términos de los mitos y lo sobrenatural, de aquellos que tratan de dar cuenta de
él en términos de causas naturales”.2 Lo que afirma Aristóteles es que Tales de
Mileto fue sin duda el fundador de esta segunda y original forma de pensar,3 por lo
que a Tales se le reconoce como el primero en rechazar las interpretaciones míticas
de su época para sustituirlas con explicaciones racionales del acaecer de los
fenómenos naturales sin recurrir a ninguna clase de deidad o de elementos
1 Tomasini, Filosofía Analítica en Latinoamérica, por publicarse, p.2. 2 W.K.C. Guthrie, The earlier Presocratics and the Pythagoreans, Cambridge University Press, Great
Britain,1962, p. 40. 3 Aristóteles, Metafísica, A, 983b20
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misteriosos para dar cuenta de sus manifestaciones. En ese sentido podemos
considerar a Tales no sólo como el padre de la filosofía en general, sino como el
padre de la denominada ‘filosofía natural’, misma que representa el antecedente de
lo que más adelante desembocaría en lo que es la ciencia.
Pese a su cuna común, la ciencia y la filosofía con el tiempo se han convertido
en dos actividades que, aunque ambas comparten la búsqueda de la
argumentación racional, tienen objetivos muy diferentes. El interés de la ciencia, en
términos muy generales, es el conocimiento racional de la naturaleza con miras a
poder entender y predecir los fenómenos a través de causas naturales. Por
contraste, el interés de la filosofía es más bien la claridad conceptual de nuestros
razonamientos, sean estos científicos o de cualquier otra índole. Siguiendo a
Wittgenstein podemos decir que “La filosofía debe aclarar y delimitar de manera
precisa los pensamientos que de otra manera son, por así decirlo, opacos y
borrosos”.4 Si este es el caso, evidentemente es mucho más general y mucho más
amplio el trabajo filosófico que el científico, pues prácticamente cualquier reflexión
que se considere medianamente seria, requiere para serlo, cuando menos de una
pequeña dosis de claridad conceptual.
Ahora bien, se puede argüir, con razón, que puede haber claridad conceptual
sin filosofía. Esto es cierto y, en esos casos, la filosofía no tiene nada que hacer.
Su trabajo surge cuando en un razonamiento empiezan a aparecer incoherencias,
divergencias, inconsistencias, elementos raros, misterios, falacias o cualquier clase
de enredo conceptual. En estos casos, lo que la filosofía hace es revisar los
problemas para tratar de detectar cómo, dónde y por qué se generan nudos
conceptuales que impiden llegar a los acuerdos universales que un razonamiento
sano y bien fundado debería propiciar.
4 Tractarus Logico-Philosophicus, 4.112
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Para facilitar el trabajo, la filosofía ha optado por dividir los problemas en
básicamente las siguientes categorías:
a) metafísicos
b) ontológicos
c) epistemológicos
d) lógicos
e) éticos
f) estéticos
Las tres primeras, a saber, la metafísica, la ontología y la epistemología trabajan
alrededor de los problemas que fundamentan respectivamente lo que decimos o
asumimos sobre el ser, lo que proponemos como existente en el mundo y los límites
alcances y problemas concernientes a la pretensión de conocer. En contraste, las
tres últimas, esto es, la lógica, la ética y la estética son normativas. Lo que ellas
propiamente hacen es estudiar, revisar o estipular las reglas que guían
respectivamente el razonamiento válido, la conducta correcta o la apreciación de lo
bello. Pero parte de su labor también consiste en detectar los problemas que se
generan cuando se ignoran, omiten o malentienden las reglas que estas disciplinas
estipulan.
Por razones de espacio, en este ensayo sólo vamos a revisar las tres primeras,
porque son y representan, digámoslo así, los cimientos y el piso para empezar a
entender la importancia de la filosofía.
Veamos brevemente a qué se dedica cada una de estas tres ramas de la
filosofía.
METAFÍSICA
El término ‘metafísica’ viene del griego meta ta physika, que significa más allá
de la física. En el siglo I d.C., cuando se le pide a Andrónico de Rhodas que ordene
y catalogue los escritos de Aristóteles, se topó con un grupo de temas “raros” que
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decidió conjuntar. Al no tener claro cómo titularlos y dónde ubicarlos, los llamó ta
meta ta physika, que literalmente quiere decir “el libro que va después de la física”.
Aunque Andrónico no pretendió darle ese título al libro, por lo atinado de la
descripción, desde entonces a esa obra de Aristóteles se le llama ‘Metafísica’ y,
hasta la fecha, ese mismo nombre, por lo intrincado de los temas que trata, se le
da a una de las ramas más difíciles y polémicas de la filosofía.
Como su nombre lo indica, la metafísica trabaja con problemas que exceden a
la experiencia sensible. Por lo mismo, ella lidia con cuestiones que la experiencia
no puede ni probar ni refutar. En ese sentido, podemos decir que los problemas
metafísicos, aunque sin duda son apasionantes, carecen por completo de solución.
Algunas de las cuestiones con las que trabaja la metafísica son, por ejemplo:
• ¿Existe Dios?
• ¿Qué es la realidad?
• ¿Qué es real y qué es apariencia?
• ¿El universo siempre ha existido o tiene un origen?
• ¿Tiene el mundo un orden pre-determinado o es sólo un producto del azar?
• ¿Hay algo que permanece en el cambio?
• ¿Qué es el espacio?
• ¿Qué es el tiempo?
• ¿Hay vida después de la muerte?
• ¿Somos algo más que seres meramente materiales y si lo somos, qué es
ese algo más?
En general, dentro del quehacer filosófico nos encontramos con dos formas muy
distintas de abordar las cuestiones metafísicas. Por un lado, tenemos filósofos que
ante un problema metafísico optan por asumir una determinada postura que
defienden con argumentos que, en principio, deben de ser consistentes y
convincentes. Así se constituyen las denominadas ‘doctrinas metafísicas’ y lo que
cuenta aquí es la coherencia del razonamiento para que sea creíble su postura, ya
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que la experiencia es totalmente muda ante postulados metafísicos. Por otro lado,
tenemos filósofos que consideran que todos los problemas metafísicos son pseudo-
problemas normalmente producidos por alguna clase de enredo conceptual. En
estos casos su labor consiste en tratar de disolver los enigmas metafísicos,
analizando y esclareciendo el nudo conceptual que los produce.
Pese al esfuerzo de la labor de la segunda posición, lo cierto es que cada vez
que intentamos dar u obtener una visión coherente y con sentido del mundo que
percibimos como un todo, se nos cuelan premisas metafísicas que en la mayoría
de las ocasiones son extremadamente difíciles de detectar. El filósofo las reconoce,
si las reconoce, porque normalmente son las premisas ocultas que, o bien generan
controversias, o bien nos dejan una inquietante sensación de inseguridad o misterio
en el planteamiento. El problema es que cuando su coherencia es extrema,
simplemente las asumimos como verdaderas, ya sea porque no las vemos o porque
coincidimos plenamente con el postulado metafísico que sustenta el razonamiento.
ONTOLOGÍA
El término ‘ontología’ viene del griego ὄντος (ontos), que literalmente quiere
decir “de lo que es” y λογία (logía), que indistintamente se traduce como estudio,
tratado o teoría. Los dos términos juntos significan el estudio, tratado o teoría de lo
que es.
Muchos consideran a la ontología como una rama de la metafísica especializada
en determinar o discutir sobre lo que realmente hay en el mundo. Esto puede ser
correcto, pero la ontología se puede decir que, desde su mismo origen, ha servido
como una bisagra para conectar a la filosofía con la ciencia. De hecho, lo que la
ontología determina como lo que realmente hay en el mundo es lo que normalmente
guía el proceder de muchas investigaciones científicas y nos permite tender el
puente entre la mera especulación filosófica y la experiencia sensible. Por esa
razón hay quienes piensan que la ontología es una rama diferente de la metafísica
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aunque ella misma parte de preguntas que correctamente tendrían que catalogarse
como metafísicas. Tratemos de aclarar un poco esto.
Ante la pregunta “¿Qué es lo que realmente hay en el mundo?” el sentido
común, defendido, por ejemplo, por filósofos como G.E. Moore, no sólo la
consideraría altamente sospechosa, sino que tendería a golpear la mesa con la
mano diciendo: “¡Esto es lo que hay en el mundo!”. Las mesas, los árboles, las
montañas más todo lo que cotidianamente vemos, tocamos, olemos, oímos y
gustamos pueden servir como ejemplo de que la respuesta de Moore es sin duda
válida, por lo que tenemos que admitir que Moore y el sentido común tienen, hasta
cierto punto, la razón. Si este es el caso, entonces podemos aseverar que la
pregunta ontológica carece por completo de sentido. Pero el mundo del que nos
habla Moore y que plenamente coincide con lo que cotidianamente percibimos es,
por un lado, demasiado basto y complejo y, por el otro, no es estable, sino que
constantemente cambia y se transforma. Esto nos permite entender que detrás de
la pregunta ontológica está la búsqueda de algo que, aunque evidentemente no es
ni observable ni obvio, nos permita decir que hay cuando menos una entidad, una
sustancia o algo en el mundo que en sí mismo no cambia ni se transforma, sino
que se mantiene constante e inalterable en los procesos de cambio. Esto es
necesario porque si no se postula una unidad fundamental en la realidad, ninguna
ley universal es posible; y si no se postula su inmutabilidad, ninguna ley podría
cubrir el presente, el pasado y el futuro de forma idéntica. Aunque evidentemente
la ciencia coincide plenamente con esta idea, todo esto, sin duda, es una premisa
metafísica porque sobrepasa los límites de la experiencia. Sin embargo, hay que
reconocer que la definición de ese algo estable e inmutable, hasta la fecha, es
fundamental para darles cuerpo y sentido a la gran mayoría de las descripciones
científicas de la realidad. De hecho, los científicos, sin reserva y muchas veces sin
darse cuenta de la gama de problemas que sus descripciones implican, nos hablan
libremente de, por ejemplo, partículas atómicas como los elementos últimos de la
realidad cambiante. Esto deja claro que las descripciones científicas, por un lado,
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no aceptan la versión de la realidad del sentido común y, por el otro, que cualquier
intento de probar la existencia de elementos ontológicos, se ve en la necesidad de
asumir a priori (previo a la experiencia) su existencia.
EPISTEMOLOGÍA
El término ‘epistemología’ viene del griego ἐπιστήμη (episteme) que significa
conocimiento y λογία (logía) que, en este caso, se traduce como teoría, por lo que
quiere decir “teoría del conocimiento”. En la práctica, el término griego y su
traducción son libremente intercambiables, por lo que a esta rama de la filosofía
indistintamente se le llama ‘epistemología’ o ‘teoría del conocimiento’.
El objetivo de la epistemología es discutir o determinar la naturaleza, límites,
alcances, presuposiciones y bases del conocimiento humano. Su importancia es
extrema, porque es la rama de la filosofía que le pone límites muy severos a la libre
especulación. Por ejemplo, la metafísica y la ontología pueden argumentar
coherente y convincentemente sobre la existencia de cualquier cosa, pero lo que
exige la epistemología refiere a la manera como se pretende conocer y justificar
aquello que proponen. De hecho, la epistemología es la que determina qué es mera
especulación metafísica, qué tiene visos de poder ser confirmado como parte de la
realidad, qué tan bien están fundamentadas las pretensiones de conocer algo,
cuántas formas de conocimiento hay, cuáles son sus grados de duda o de certeza
y cuáles son sus alcances, sus límites, sus fuentes, sus justificaciones, etc.
Desde Platón, la epistemología se ha ocupado por tratar de responder a
preguntas básicas como son:
• ¿Qué es el conocimiento?
• ¿Cuáles son las fuentes del conocimiento?
• ¿Qué tanto de lo que creemos conocer es realmente conocimiento?
• ¿Se puede determinar cuándo la creencia de conocer algo es verdadera y
cuándo no?
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• ¿Cuál es la relación entre creer y conocer?
• ¿Los sentidos nos pueden proporcionar conocimiento?
• ¿La razón nos puede proporcionar conocimiento?
• ¿Es posible el conocimiento?
Si analizamos detenidamente estas preguntas podemos reconocer que en
todas ellas hay un claro tinte escéptico. Esto tiene una razón: para fundamentar
la posibilidad de que algo es el caso, uno tiene que partir de que quizá no lo sea.
Sin ese toque de escepticismo en realidad nunca podríamos averiguar cuáles
efectivamente son los límites y alcances de nuestras diversas formas de
conocer y mucho menos cuáles son sus grados de certeza.
2. Historia de la Filosofía
Leopoldo Zea
(1988). Introducción a la filosofía: La conciencia del hombre en la filosofía. México:
UNAM.
Primera parte: El mundo antiguo
Capítulo 1: Aurora de la filosofía griega
5. El mundo del hombre griego
El horizonte del hombre griego se encontrará formado por la multitud de cosas que
lo rodean, las cuales necesita expresar, decir qué son. Su horizonte gira en torno a
la necesidad que tiene de saber decir lo que son estas cosas. Ahora bien, el griego
se ve rodeado por dos tipos de cosas: las que conocemos como cosas naturales y
esa cosa llamada “el otro”, el hombre, su semejante. El griego se encuentra con
piedras, árboles, animales, montañas, el mar, el sol, la luna, las estrellas, y además
con los hombres, con sus semejantes.
Todas estas cosas se le presentan, al griego, en movimiento. Un movimiento
que las transforma: el árbol de hoy no es el árbol de ayer ni será el de mañana. El
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sol le parece nuevo cada día. Las estrellas están dejándose ver unas veces para
ocultarse otras. El mar se encuentra unas veces en calma y otras enfurecido. Los
ríos siempre son distintos. “Lo frío se calienta y lo caliente se enfría, lo húmedo se
seca y lo seco se hace húmedo”. (Heráclito: fragmento 39.) “No puedes embarcarte
dos veces en el mismo río, pues nuevas aguas corren tras las aguas”. (Fragmentos
41-42.) Todo cambia, todo está en movimiento: las estaciones de lo años, los días
que se pierden para dar lugar a la noche. Pero también cambia el hombre, el testigo
del cambio. El griego siente con verdadero espanto que también está cambiando:
se ve a sí mismo, y a sus semejantes pasar de jóvenes a viejos; ve a los otros nacer
y morir.
Nos dice Heráclito: “El hombre se enciende y apaga como una luz de noche”.
“Una misma cosa en nosotros lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven
y lo viejo…” También el griego es testigo del nacimiento de grandes ciudades y de
su ruina; las ha visto florecer y las ha visto morir. ¿Por qué? Es la pregunta que se
hace el griego ante estos cambios de los cuales sólo es testigo. ¿Por qué cambia
la naturaleza? ¿Por qué existe el día y la noche, la primavera y el invierno? Pero
algo más grave, y es más grave porque en ello le va su propia vida, su propia
existencia.
¿Por qué el hombre vive y muere? ¿Por qué es joven y viejo? ¿Por qué las
grandes ciudades se pierden en la ruina?
El hombre griego se sabe entre las cosas; pero al mismo tiempo observa
cómo estas cosas se escapan y se desvanecen, no puede apoyarse en ninguna,
todas se transforman. Ahora bien, para poder existir es menester que encuentre
algo permanente; algo que no cambie; algo que sea en medio de las cosas que son
y dejan de ser. Si encuentra este algo podrá sentirse seguro. La filosofía griega se
planteará este problema: ¿Qué es lo que permanece en medio del cambio? Las
respuestas serán múltiples: desde Tales que nos dirá que es el agua, hasta Platón
que nos dirá que son las ideas.
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6. Arte de ver y arte de hablar
El filósofo se servirá de dos instrumentos para contestar a la pregunta que se ha
planteado: la vista y la palabra (logos).
Las cosas que le rodean cambian; pero es posible que haya algo en ellas
que no cambie, algo que permanezca. Pues bien, para que se pueda captar este
algo permanente, este algo que no cambia, es menester ver bien, ver con atención,
con sumo cuidado. Para que las cosas no se nos escapen será menester ver por
dónde van, que son. Si se sabe ver bien una cosa entonces se sabrá que es. El
primer problema para el filósofo griego será el ver bien, de manera distinta a como
ve el común de los mortales. Heráclito dice: “La masa no se fija en aquello con que
se encuentra, ni lo nota cuando se le llama la atención sobre ello, aunque se
imagine hacerlo”. (Fragmento 5.) Saber ver bien, será algo difícil, es buscar lo
inesperado. “Si no esperas no inesperado, no lo encontraras, pues es penoso y
difícil de encontrar”. (Fragmento 7) Debido a que “la naturaleza ama el ocultarse”.
(Fragmento 10.) Porque al igual que “el Señor cuyo oráculo está en Delfos, ni dice,
ni oculta, sino hace señales”. (Fragmento 11.) Mirando bien es como se captan
estas señales, las señales de lo que permanece. Esta es la razón por la cual “los
ojos son testigos más exactos que los oídos”. (Fragmento 15.) Conocer tiene así
para el griego el sentido de ver bien una cosa.
El filósofo griego tendrá como misión ver bien las cosas. Platón le llamara
Philotheamón, “mirón empedernido”. Del ver bien hará un arte, y este arte será la
teoría. La teoría será el arte de ver bien.
Pero dedicado a la contemplación, al puro ver, el filósofo se sentirá fuera del
mundo doméstico. Cuanto menos ligas tenga con el mundo doméstico que le rodea,
más atención podrá poner el filósofo en las cosas; las podrá ver mejor.
Pero no basta ver bien las cosas, es menester dar otro paso, este otro paso
es decir cómo son las cosas que se han visto bien.
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Esta es la operación del logos en su doble acepción: razón y palabra. El ver
bien está en relación con el hablar bien. Es menester ver bien las cosas y decir bien
lo que son; el que las ve bien, puede decir bien lo que son. Heráclito vuelve a
decirnos: “Malos testigos los ojos y los oídos para los hombres que tienen almas de
bárbaros”. (Fragmento 4.) Bárbaro es aquí el que tartamudea: para el griego el
bárbaro es aquel que no sabe hablar bien el griego, aquel que no sabe expresarse.
Los que tienen alma de bárbaros son aquellos que no saben ver ni hablar bien, los
que no pueden expresar lo que ven. El conocimiento entra por la vista y los oídos.
Por la vista cuando se tiene la paciencia de ver con cuidado las cosas que rodean
al hombre como hace el filósofo, o bien por el oído, es decir, por medio de la palabra,
cuando el que no pudiendo ver bien, sabe oír lo que el filósofo ha visto. El logos
tiene una función divulgadora: el que sabe ver bien sabrá también contar a los
demás lo que ha visto. Recuérdese a Aristóteles cuando decía que una de las
características de la filosofía era la de ser una ciencia didáctica, es decir, una
ciencia que se puede enseñar a los demás.
Decía antes que el griego entendía la función del logos en su doble acepción:
la razón y la palabra. En efecto; hablar bien, decir bien una cosa, quería decir para
el griego haberla entendido y poder expresar lo que se había entendido. Para poder
decir a los demás lo que las cosas son es menester para el que hable de ellas sepa
lo que son. Sólo que el sabe lo que son, puede hablar de ellas. La función lógica es
así doble: primero entender las cosas y segundo decir lo que son. El griego se decía
en primer lugar a sí mismo lo que las cosas eran y después a los demás. La primera
función es la que entendemos como razonamiento: razonar es ponerse a sí mismo
en claro las cosas; las segunda es la función divulgadora: hablar de ellas.
Resumiendo, podemos decir que la filosofía griega se enfrenta y resuelve los
problemas de su circunstancia pasando por las siguientes fases: la fase primaria es
la del desconcierto, la extrañeza, lo que Platón y Aristóteles han llamado
admiración. El griego se admira de que las cosas cambien, que no permanezcan,
de no poder apoyarse en ellas. La segunda fase es la que se podría llamar de
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encandilamiento, enfoque; después de la admiración que no es otra cosa que un
deslumbramiento, un quedarse sin ver por la sorpresa; en esta fase el filósofo
escandila la vista, ve con cuidado qué es lo que le deslumbró. Ver con cuidado
quiere decir aclarar lo que parecía oscuro. El filósofo se pone en claro lo que las
cosas son; pero poner en claro algo es entender ese algo como sin nos hablara.
Esta es la función racional: entender el filósofo, dentro de sí mismo, lo que las cosas
son. Ver bien y hablar bien, son aquí funciones correlativas. Ver bien es entender
lo que las cosas son, traducir su lenguaje a nuestro lenguaje, hacer de sus señales
palabras como las nuestras. La naturaleza es como “el Señor cuyo oráculo está en
Delfos, ni dice ni oculta, sino hace señales”, ahora bien, son estas señales las que
hay que convertir en palabras, las que hay que traducir a nuestro lenguaje.
Una vez traducidas las señales de la naturaleza a nuestro lenguaje, por
medio de esa doble función que consiste en ver bien de acuerdo con él, se pasa a
la tercera y última fase: decir a los demás lo que las cosas son, denunciar a las
cosas que se escondían.
Filosóficamente esto equivale a decir a los demás que es lo que permanece
en medio del cambio, qué es lo que ocultaba el movimiento.
Al empezar hablamos de que existían objetos que eran familiares al hombre
y objetos que le eran extraños; cosas que le eran patentes y cosas que estaban
ocultas en cuanto que no sabían que eran. Para el griego, lo familiar, lo que hemos
llamado su horizonte, era vivir entre las cosas, considerándose él mismo como una
cosa. Lo extraño, lo no familiar es que estas cosas, incluyéndose él mismo,
cambiasen. El griego veía a las cosas en movimiento, y era este movimiento lo que
ocultaba el verdadero ser de ellas.
El griego no sabía lo que son las cosas porque cambiaban. Las cosas
estaban ocultas por el cambio; si pudiese arrancar a las cosas de este movimiento
entonces sabría lo que eran. Se trata pues de poner fin al movimiento, de limitarlo,
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pues bien, esta será la función del logos. El logos será el instrumento para arrancar
al movimiento el ser de las cosas.
El logos es el instrumento que se encarga de detener el ser de las cosas
arrancándolo del movimiento, lo encorrala, lo encierra y no deja que se le escape.
Cuando en medio de la multiplicidad de triángulos, en medio de la multiplicidad de
hombres, o en medio de la multiplicidad de cosas, el griego puede decirnos: el
triángulo es una figura cerrada por tres lados, el hombre es un ser de razón, o el
Ser es el ser, entonces ha arrancado al ser de las cosas del movimiento. Habrá
multitud de triángulos grandes y chicos, isóceles y equiláteros, de madera, piedra o
metal, pero todos ellos serán necesariamente figuras cerradas por sus tres lados.
Los hombres podrán nacer y morir, ser jóvenes y viejos, malos o buenos pero solo
serán hombres en cuanto tengan razón. Habrá multitud de seres siempre en
cambio; pero hay siempre un ser que hace que sean, algo que permanece, algo
que no cambia, éste es el ser.
Decir lo que las cosas son es decir la Verdad, Aletheia. En la verdad las
cosas se detienen, muestran su ser. Se sabe una verdad cuando se sabe qué es
una cosa. Aletheia quiere decir descubrimiento, descubrir, quitar el velo a algo, pues
Ictheia es velo, aletheia desvelar. Conocer la verdad es quitar a cada cosa el velo
que oculta su ser; no se olvide que lo que oculta su ser, el velo que lo encubre es
el movimiento. La verdad es arrancar, quitar, de las cosas el movimiento. El
instrumento para develar el ser de las cosas es el logos.
El logos tiene una función paralizadora. El logos va paralizando el ser de
aquellas cosas que se le escapaban en el movimiento. Se tiene una verdad cuando
se ha definido una cosa, cuando se la ha limitado, cuando se la ha encerrado en
una palabra o grupo de palabras, esto es, en una definición. Definir es poner límites
al ser de las cosas, encerrarlo en unas palabras. Decir que el triángulo es una figura
cerrada por tres lados, es definir al triangulo, no permitir que se escape mas. Podrá
haber muchos triángulos, pero el triángulo es nuestro, el ser de todos lo triángulos
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en nuestro, todos tendrán que ser de acuerdo con su verdad, con su definición,
ninguno podrá dejar de ser esto so pena de ser otra cosa.
Y lo que hace el griego con cada cosa en particular, el filósofo griego lo hará
con el todo. Ya ha visto que el problema de la filosofía es el problema del todo. La
filosofía se encuentra con que no sólo les es extraña esta cosa o esta otra, sino que
le es extraño el todo. La filosofía necesita saber no solamente qué son las son las
cosas, qué son los entes, sino también qué es el todo donde estas cosas se
presentan, qué es el ser que hace que estas cosas sean lo que son. Pero no se
olvide que en el todo está también incluido el movimiento. Para saber qué es el Ser,
que es todo, hay que contar con el movimiento, puesto que todas las cosas que son
parte del Ser se encuentran envueltas en él. Pues bien, el movimiento no es otra
cosa que el paso de un ser a otro ser, el dejar de ser una cosa para ser otra; pero
siempre algo. El Ser siempre permanece en cambio. El Ser no cambia, lo que
cambia son las cosas. Las cosas son porque están sostenidas por el Ser, cuando
éste no las sostiene dejan de ser para ser otra cosa. El Ser sostiene a las cosas y
las sostiene en movimiento, en cambio perpetuo. Pero, aunque el Ser cambie a las
cosas él no cambia, sólo cambian ellas. Cada cosa no es más que un simple rapto
del ser, un estado momentáneo del todo.
El ser está oculto en el cambio, las cosas no son sino simples señales de lo
que es el ser, de lo que es el todo. El griego ha dado al todo el nombre de phisis,
naturaleza. La naturaleza se oculta entre las cosas que rodean al hombre. Las
cosas no son más que expresiones de la naturaleza oculta, señales de su
existencia. Si el hombre se fija con cuidado y atiende a estas señales, es posible
que capte el todo. El filósofo se dirige a las cosas para saber qué es el ser; qué es
lo que hace que sean. En las cosas espera las señales del Ser. Interroga al Ser en
las cosas. El Ser o la naturaleza habla en el lenguaje de las cosas; el filósofo
traduce este lenguaje al lenguaje de los hombres, a palabras, logoi. Si se fija
atentamente y entiende el lenguaje del ser en los seres, entonces podrá decir qué
es el Ser. Desvelar a ser, como desvelar las cosas, es arrancar al ser del
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movimiento. Decir lo que es el ser, es definirlo, detenerlo. El ser se le va a presentar
al griego como lo definido por excelencia. El ser es el ser. Lo eterno, lo inmóvil
aunque mueva, lo indivisible.
La búsqueda del ser lo realizará el griego mediante pasos semejantes a los
que hemos visto, necesita dar para saber lo que las cosas son. Primero: una actitud
de atención plena, teorética, contemplativa, mirando a la naturaleza para captar sus
señales. Procurar captar el perfil típico de las cosas que lo rodean, siguiendo con
la vista sus rasgos, sus expresiones, sus movimientos característicos. Esto es lo
que he llamado ver bien. Pero a continuación, mejor dicho, simultáneamente, hallar
en cada cosa fisonomías que le sean comunes con otras, perfiles que sean
comunes, y expresar estos perfiles en palabras que valgan para una generalidad.
Que lo que se diga de un triangulo valga para todos los triángulos. Pero no basta
esto, además hay que ir ascendiendo en generalidades.
Una vez que se sabe que tienen de común todos los triángulos entre sí, es
menester saber que tiene de común los triángulos con los cuadrados, los círculos
y las demás figuras geométricas. Pero no basta, además es menester buscar lo que
hay de común entre las figuras geométricas y las figuras no geométricas,
ascendiendo de generalidad en generalidad. Pasar de una especie a un género
cada vez más superior, hasta llegar al género supremo; a aquello que es común a
todas las cosas, al todo, a la totalidad. Porque este todo será el principio y el fin de
todas las cosas que existen, será lo que permanezca en medio del cambio, el Ser.
El Ser será la última palabra, el Logos supremo, nada más se podrá decir de él. Su
definición será algo semejante a la mudez: el Ser es el ser.
7. Función defensiva de la vista
Ojos y boca, la vista y la palabra. Son instrumentos de que se vale el griego para
enfrentarse a su mundo. El griego se enfrenta a un mundo que le es hostil en cuanto
está siempre cambiando. En este mundo hostil no tiene más defensa que la vista.
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La vista tiene la cualidad de permitir al hombre anticipar los peligros. Con los
ojos se abarca la mayor extensión posible en el contorno. El que ve, se adelanta a
sí mismo, a su cuerpo. Con la vista el hombre toma contacto con lo que le está más
alejado. El ciego se defiende de los obstáculos con un bastón, el vidente tiene la
vista para evitar los obstáculos, es una especie de gran bastón defensivo.
Para evitar los peligros que le rodean el hombre necesita adelantarse a sí
mismo. Por medio de la vista el hombre se adelanta, pudiendo prevenir cualquier
peligro. La vista es el primer instrumento de seguridad. Cuanto mejor vista se tiene
menor es el peligro que se corre. Los peligros se pueden evitar si se ve bien. Hay
que ver para no tropezar con obstáculos.
El griego, primer hombre que se puso a filosofar, tendría que utilizar este
instrumento defensivo que es la vista. Con la vista se defendió del ataque que le
lanzaban las cosas. Mirando las cosas había aprendido que el mundo es peligroso,
que el hombre no puede fiarse de las cosas porque estás cambian. Por medio de
la vista se dio cuenta del movimiento, y en este movimiento adivinó a su mayor
enemigo. El problema era buscar en medio del movimiento aquello que no
cambiase. Esta fue la misión del filósofo. Mirar bien hasta encontrar a aquellos en
que se pudiese apoyar. Supuso el griego que, si miraba atentamente,
cuidadosamente, encontraría lo que permanente en el movimiento. Esto fue lo que
hizo, mirar las cosas con sumo cuidado para captar sus perfiles, y una vez captados
expresarlos en palabras, definirlos.
La definición es una operación visual que consiste en observar con sumo
cuidado una cosa; como el explorador que observa el terreno en el cual se va a
aventurar, hasta conocer todos sus perfiles dibujándolos en palabras. Se ha visto
ya como la definición defiende al hombre de su principal enemigo, el movimiento,
al eliminarlo. Definir una cosa, ver bien una cosa, era eliminar la sorpresa, el
cambio. Esta era una forma visual de anticiparse a las cosas.
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Conociendo el hombre lo que es peligroso, se anticipa al peligro, en la misma
forma como la visión natural se anticipa al peligro mirando con cuidado. La
definición era ver bien las cosas, que cristalizaba en palabras con las cuales se
podría siempre anticipar lo que ya no era necesario ver directamente. Una vez visto
lo que era una cosa, ya no era necesario verla nuevamente para saber qué era;
siempre y cuando se hubiese visto bien. La palabra se presentaría, así como la
cristalización del ver; es un ver a través de lo que se ha visto. Si la vista es una
experiencia directa, la palabra es la experiencia indirecta. Un peligro se evita no
solamente por la experiencia propia, sino también a través de la experiencia de los
otros que dicen su experiencia. El explorador no necesita saber lo que es un
pantano, basta con que otro le haya dicho lo que es para evitarlo. La palabra es así
un instrumento al servicio del hombre en sus dos aspectos: como individuo y como
ente social. No es necesario que todos los griegos vean bien, basta con unos
cuantos, porque éstos harán ver con sus palabras lo que han visto con sus ojos.
8. Función ordenadora de la palabra
Así como la vista tiene una función defensiva, de la prevenir, la palabra tiene
también otro tipo de función igualmente defensiva, la de ordenar. Ordenar es poner
las cosas en su debido lugar. Esto es lo que trata de hacer la filosofía griega. Al
definir las cosas vistas, lo que hacía era ponerlas en el lugar que le correspondían
en el mundo del hombre griego. Definir una cosa es hacerla familiar, es hacer, de
lo extraño y por lo mismo peligroso, algo común. Definir una cosa es poner a la
cosa al alcance de todos los hombres, puesto que definir es encerrar el ser de las
cosas en palabras, humanizarlas. La definición arranca a las cosas de su
peligrosidad convirtiéndolas en cotidianas. Decir lo que es una cosa es
comprenderla en función de las cosas que conocemos. Una cosa no está bien
definida, no está bien dicha, si no es entendida. No se entiende lo que es un
triángulo si no se sabe que es una figura, que es tres y que es lado.
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Tampoco se entendería la definición griega del hombre: el hombre es un ser
racional, si no se supiese lo que es razón. Triangulo y hombre son entendidos en
función de otras cosas. Así nos encontramos con que cada cosa al ser definida es
colocada en un determinado lugar, puesta en orden. El triángulo es colocado dentro
de las figuras, el hombre dentro de los seres racionales. Cada cosa será a su vez
género y especie dentro del orden impuesto por el logos en el mundo de todas las
cosas. Decir lo que es una cosa, es decir qué lugar le corresponde en el orden
puesto a éstos. Por medio de la palabra se enfrenta el griego a la multitud de objetos
que le amenazan con su movimiento, y establece un cosmos. En el cosmos las
cosas dejan de ser extrañas para convertirse en familiares; para adaptarse al orden
impuesto por el logos. Es en esta forma que le dice que el logos tiene una función
ordenadora. La vista defiende al hombre de las cosas en el espacio y la palabra de
las cosas en el tiempo. El que ve bien prevé los peligros que se presentan en el
espacio, pero el que además de ver, dice bien lo que las cosas son, puede prever
los peligros en el tiempo. Sabiendo lo que es una cosa sabe también lo que será.
Este fue el ideal de los griegos, saber lo que son las cosas ahora y siempre, captar
lo que de eternas tenían, lo permanente en medio del cambio.
9. Teoría y logos
Los griegos adoptaron varias posturas frente al movimiento. Hemos visto cómo
necesitaban sacar del cambio lo permanente. El ser de lo que era y no era al mismo
tiempo. Para esto adaptaron varias posturas
La primera postura fue la representada por Parménides, que consistió en
negar la existencia del cambio. Lo único que existe ‒dice‒ es el ser, el cambio, no
porque implicaría el no ser; y el no ser es algo que no se puede pensar, porque en
cuanto se está pensado ya es. Esto equivale a cerrar los ojos frente al cambio.
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Otra postura semejante fue la de Platón, para el cual el movimiento, el
cambio, no era sino un espectro, una ilusión, una mentira; la verdadera realidad, la
única realidad era inmóvil; el mundo de las ideas siempre eterno, inmutable de éste
no era el mundo cambiante otra cosa que una sombra.
Una tercera postura fue de Aristóteles, el cual sin negar el movimiento ponía
los ojos en el punto de partida y en el punto de llegada; el principio y el fin, sin mirar
el tránsito. Cada cosa tiene dentro de sí lo que es y lo que puede ser: lo que es,
acto, y lo que puede ser, potencia. El movimiento es el pasar de lo que es en acto
a lo que se es en potencia; pero siempre a lo que es.
Una postura más fue la de Heráclito, el cual sin negar el no ser como
Parménides o Platón, ni quedarse dentro del ser como Aristóteles, se atrevió a decir
que existía el ser y el no ser en perpetuo cambio, en continuo ir y venir; pero en
medio de este cambio había algo que permanecía, y este algo era la razón que se
daba cuenta del cambio; la vista que veía el movimiento, el sabio que estaba fuera
de todo contemplando el mundo, el teórico que podría ver el todo en medio del
cambio sin ser arrebatado por él.
Heráclito de Éfeso
(1968) Antología de la filosofía griega. México: El Colegio de México.
Sobre el universo
1. Sabio es que quienes oyen, no a mí, sino a la razón, coincidan en que todo es uno.
2. Siendo esta razón eternamente verdadera, nacen los hombres incapaces de comprenderla
antes de oírla y después de haberla oído. Pues sucediendo todo según esta razón, se asemejan a
los carentes de experiencia, al hacer la experiencia de palabras y obras tales cuales yo voy
desarrollándolas, analizando cada cosa según su naturaleza y explicando cómo es en realidad.
Pero a los demás hombres se les esconde cuanto hacen despiertos, como olvidan cuanto hacen
dormidos.
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3. Escuchando incapaces de comprender se asemejan a los sordos: de éstos atestigua el proverbio
que estando presentes, están ausentes.
4. Malos testigos los ojos y los oídos para los hombres que tienen almas de bárbaros.
5. La masa no se fija en aquello con que se encuentra, ni lo nota cuando se le llama la atención
sobre ello, aunque se imagine hacerlo.
6. No sabiendo ni oír, ni hablar.
7. Si no esperas lo inesperado, no lo encontrarás, pues es penoso y difícil de encontrar.
8. Los buscadores de oro cavan mucha tierra y encuentran poco.
9-10. La naturaleza ama el ocultarse.
11. El Señor cuyo oráculo está en Delfos ni dice, ni oculta, sino hace señales.
12. Profiriendo con su convulsa boca graves palabras sin ornato ni perfume, años miles traspasa
con su voz la sibila, porque así el dios lo quiere.
13. De cuanto hay vista, oído, ciencia, aquello honro yo ante todo.
14. ... aportando testimonios indignos de confianza sobre puntos discutidos.
15. Los ojos son testigos más exactos que los oídos.
16. La mucha ciencia no instruye la mente, pues hubiera instruido a Hesiodo y a Pitágoras, como a
Jenófanes y a Hecateo.
17. Pitágoras de Mnesarco practicó la investigación más que todos los demás hombres, y
escogiendo entre estas obras, reivindicó para sí una sabiduría, mera mucha ciencia de mala arte.
18. De cuantos he oído las razones, nadie llega a tanto como a descubrir que lo sabio está
apartado de todo.
19. Una sola cosa es lo sabio: conocer la verdad que lo pilota todo a través de todo.
Cosmología
20. Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que
ha sido eternamente y es y será un fuego eternamente viviente, que se enciende según medidas y
se apaga según medidas.
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21. Vicisitudes del fuego: primeramente, la mar; de la mar, la mitad tierra, la mitad borrasca.
22. Cambio del fuego todo y de todo el fuego, como del oro las mercancías y de las mercancías el
oro.
23. Se funde en la mar en la misma medida y razón en que existía antes de hacerse tierra.
24. El fuego eterno es indigencia y hartura.
25. El fuego vive la muerte del aire y el aire vive la muerte del fuego; el agua vive la muerte de la
tierra, la tierra la del agua.
26. Avanzando, el fuego lo juzgará y condenará todo.
27. ¿Cómo ocultarse de lo que jamás se acuesta?
28. Todo lo gobierna el rayo.
29. El sol no rebasará sus medidas; si no, las Erinnias, ministras de la justicia, sabrán encontrarle.
30. El límite del oriente y del occidente es la Osa, y en el extremo opuesto a la Osa está el término
de Zeus azul.
31. Si no hubiera sol sería de noche, por más que hiciesen todos los demás astros.
32. El sol es nuevo cada día.
33-34. ... las estaciones, portadoras de todo.
35. El maestro de la masa es Hesiodo: creen que sabía más que nadie -él, que no descubrió que el
día y la benévola son una cosa.
36. El dios es día y benévola, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre; muda como el
fuego cuando se mezcla con aromas, que recibe nombre según el grato olor de cada uno.
37. Si todas las cosas se hiciesen humo, las distinguirían las narices.
38. Las almas huelen al bajar al Hades.
39. Lo frío se calienta y lo caliente se enfría, lo húmedo se seca y lo seco se hace húmedo.
40. Se esparce y se recoge, avanza y retrocede.
41-42. No puedes embarcar dos veces en el mismo río, pues nuevas aguas corren tras las aguas.
43. Homero hace votos porque «de los dioses y hombres la rivalidad se aleje». Se le esconde que
maldice de la generación de todas las cosas
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a) que tienen su generación en la lucha y la antipatía
b) que desaparecerían.
44. La guerra es la madre de todo, la reina de todo, y a los unos los ha revelado dioses, a los otros
hombres; a los unos los ha hecho esclavos, a los otros libres.
45. No comprenden cómo divergiendo coincide consigo mismo: acople de tensiones, como en el
arco y la lira.
46. Lo contrario, conveniente.
47. El acople invisible es más fuerte que el visible.
48. No hagamos al buen tuntún conjeturas sobre las más grandes cosas.
49. Los hombres afanosos de la sabiduría han de estar, en verdad, al corriente de una multitud de
cosas.
50. El camino directo y el camino inverso que recorre la carda del cardador es uno y el mismo.
51. Los asnos preferirían la paja al oro.
51a. Los bueyes son felices cuando encuentran arvejas que comer.
52. La mar es el agua más pura y más impura, para los peces potable y saludable, para los
hombres impotable y mortal.
53. Los cerdos se bañan en el cieno, las aves de corral en el polvo y la ceniza.
54. ... encontrar sus delicias en el cieno.
55. Las bestias son llevadas a pastar a golpes.
56. Acople de tensiones, el del mundo, como el del arco y la lira.
57. Bien y mal son una cosa.
58. Los médicos, al menos, cortando y quemando por todas partes, torturando de mala manera a
los enfermos, piden encima, de nada dignos, recibir honorarios.
59. Que aparees lo entero y lo no entero, lo convergente y lo divergente, lo concordante y lo
discordante, y de todo uno y de uno todo.
60. Los hombres no habrían conocido el nombre de la justicia si no hubiese estas cosas.
61. Para el dios, bello todo y bueno y justo; los hombres juzgan lo uno injusto, lo otro justo.
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62. Hemos de saber que la guerra es común a todos, y que la lucha es justicia, y que todo nace y
muere por obra de la lucha.
63-64. Muerte es cuanto despiertos vemos; cuanto dormidos, sueño.
65. Algo único, lo sabio quiere y no quiere recibir el nombre de Zeus.
66. El nombre del arco, biós, es vida, bíos; la obra, muerte.
Antropología
67. Inmortales los mortales, mortales los inmortales, viviendo su muerte, muriendo su vida.
68. Para las almas, muerte hacerse agua; para el agua, muerte hacerse tierra. Pero de la tierra se
hace el agua, del agua el alma.
69. El camino hacia arriba y hacia abajo, uno y el mismo.
70. En la circunferencia de un círculo se confunden el principio y el fin.
71. Los límites del alma no lograrías encontrarlos, aun recorriendo en tu marcha todos los
caminos: tan honda es su razón.
72. Para las almas, fruición y muerte hacerse húmedas.
73. Cuando un varón se ha embriagado, es conducido por un chiquillo, vacilante, sin entender
adónde va, por tener húmeda el alma.
74-76. El alma seca es la más sabia y la mejor. La luz seca es el alma más sabia y mejor. Donde la
tierra es seca, es el alma más sabia y mejor.
77. El hombre se enciende y apaga como una luz de noche.
78. Una misma cosa en nosotros lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo:
lo uno, movido de su lugar, es lo otro, y lo otro, a su lugar devuelto, lo uno.
79. La eternidad es un niño que juega a las tablas: de un niño es el poder real.
80. Yo me he consultado a mí mismo.
81. Nos embarcamos y no nos embarcamos en los mismos ríos, somos y no somos.
82. Fatiga es penar y ser mandado por los mismos.
83. Cambiando, reposa.
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84. Los brebajes se descomponen, si no se revuelven.
85. Vale más arrojar cadáveres que estiércol.
86. Cuando nacen, desean vivir y sufrir su destino -o más bien gozar del reposo- y dejan tras ellos
hijos para que sufran a su vez su destino.
87-89. El hombre puede ser abuelo a los treinta años.
90. Los que duermen son compañeros de trabajo.
Política
91a. Común es a todos el pensar.
91b. Menester es que quienes hablan con mente se hagan fuertes en lo común a todos, como la
ciudad en la ley, y mucho más fuertemente aún. Pues todas las leyes humanas son alimentadas
por la divina única, que impera tanto cuanto quiere, y basta a todo, y de todo redunda.
92. Por esto hay que adherirse a lo común. Siendo la razón común, viven los más como si tuviesen
un pensamiento propio.
93a. De aquello que más continuamente tratan, se separan.
93b. Aquello con que tropiezan a diario les parece extraño.
94. No hay que obrar ni hablar como durmientes.
95. Los que están despiertos tienen un mundo común, pero los que duermen se vuelven cada uno
a su mundo particular.
96. La naturaleza humana no posee la verdad, la divina es quien la posee.
97. El hombre oye del dios que es un rorro, como el niño lo oye del hombre.
Teología, Ética y Crítica de la Religión
98-99. El más sabio de los hombres resulta el mono de Dios; el más bello de los monos, feo,
comparado con el hombre.
100. Menester es que el pueblo luche por la ley como por sus muros.
101. Las suertes mayores obtienen las mayores suertes.
102. Dioses y hombres honran a los muertos por Ares.
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103. Menester es apagar la demasía más que un incendio.
104. Para los hombres no es mejor que se haga cuanto [95] quieren: la enfermedad ha hecho
grata la salud, el mal el bien, el hambre la hartura, el trabajo el descanso.
105-106. Difícil luchar contra el deseo: lo que quiere, lo compra con el alma.
107. El pensar es la virtud máxima, y sabiduría decir la verdad y obrar como los que comprenden
la naturaleza de las cosas.
108-109. Lo mejor es disimular la locura, pero es difícil al entregarse a las copas.
110. Ley también, obedecer al consejo de uno.
111. ¿Cuál es su mente o su pensamiento? Creen a los cantores y toman por maestra a la masa,
no viendo que los más son malos, que pocos son buenos. Los mejores lo dan todo por una cosa, la
fama eterna entre los mortales; los más se contentan con atiborrarse como bestias.
112. En Priene vivía Bías de Teutamas, que merece más consideración que los demás.
113. Uno para mí diez mil, si es el mejor.
114. Bien merecido les estaría a los efesios en edad adulta ahorcarse y abandonar a los niños la
ciudad, a ellos que han expulsado a Hermodoro, el varón más eficaz de los suyos, diciendo: «no
haya entre nosotros ninguno más eficaz; si lo hay, que sea en otra parte y entre otros».
115. Los perros ladran al que no conocen.
116. ... (lo sabio) no es reconocido porque los hombres carecen de fe.
117. El hombre blando ama el ser zarandeado a cada razón.
118. Lo que anda en lenguas sabe el que más anda en lenguas. Bien entendido, la justicia
prenderá a los autores y testigos de mentiras.
119. Bien merecido estaría que Homero fuera expulsado de los certámenes y apaleado, y
Arquíloco lo mismo.
120. Hesiodo hace unos días buenos, otros malos, ignorando que la naturaleza de todos los días
es una.
121. El carácter es para el hombre su genio.
122. A los hombres les aguarda después de la muerte lo que no esperan ni presumen.
123. Contra el que allí está se levantan y se hacen vigilantes guardianes de vivientes y difuntos.
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124. Noctámbulos, magos, sacerdotes de Baco y sacerdotisas de los lagares -traficantes de
misterios.
125. Los misterios admitidos entre los hombres inician en cosas profanas.
126. Ruegan a estas imágenes, que es como dirigir la palabra a las mansiones, ignorando lo que
son los dioses y los héroes.
127. Si no fuese que hacen la procesión y cantan el himno [98] fálico en honor de Dionysos,
obrarían las mayores desvergüenzas. Ahora bien, el mismo son Hades y Dionysos, en honor del
cual caen en trance y hacen fiesta en los lagares.
128-129-130. Se purifican, paradójicamente, mancillándose de sangre, que es como si quien se
hubiese metido en el barro, quisiera limpiarse con barro. Loco le parecería al hombre que le
mirase hacerlo.
131-132. La presunción, una enfermedad sagrada, y la vista, un mentir.
Parménides
(1968). Antología de la filosofía griega. México: El Colegio de México
Introducción
Las yeguas que me llevan me condujeron hasta la meta de mi corazón, pues que
en su carrera me trasportaron hasta el famoso camino de la deidad que, solo, lleva
a través de todo al hombre iniciado en el saber. Hasta allí fui llevado, pues hasta
allí me llevaron las muy inteligentes yeguas que tiran de mi carro, mientras que
unas doncellas me enseñaban el camino.
El eje, inflamándose en los cubos, impelido de ambos lados por las dos
redondas ruedas, lanzaba un grito de siringa, en tanto se apresuraban por
conducirme hasta la luz las doncellas del Sol, dejando atrás las moradas de la
Noche, quitándose con las manos de las cabezas los velos.
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Allí están las puertas de los caminos de la Noche y del Día, sujetas entre un
dintel y un umbral de piedra, altas hasta el éter, cerradas con ingentes hojas, de las
que la Justicia fecunda en penas guarda las llaves maestras.
Induciéndola con blandas razones, las doncellas la convencieron
inteligentemente de que sin tardanza les quitase de las puertas la barra sujeta con
un cerrojo. Y las puertas abrieron una boca inmensa al desplegar las alas y hacer
girar sucesivamente en los quicios sus ejes de fuerte bronce, sujetos con clavijas y
pernos. Allá, pues, a través de las puertas, guiaron en línea recta las doncellas por
la calzada carro y yeguas.
Y la diosa me acogió benévolamente. Tomó mi mano derecha en la suya y
me habló dirigiéndome estas palabras:
Oh, joven, que en compañía de inmortales conductores y traído por esas
yeguas arribas a nuestra morada, salud, pues que no es un destino aciago quien te
impulsó a recorrer este camino, que está, en efecto, fuera del trillado por los
hombres, sino la ley y la justicia. Mas necesidad es que te informes de todo, tanto
del intrépido corazón de la Verdad bien redonda, cuanto de las opiniones de los
mortales, en las que no hay una fe verdadera. Pero en todo caso aprenderás
también esto, cómo necesitaban haber puesto a prueba cómo es lo aparente,
recorriéndolo enteramente todo.
Mas tú, de este camino de busca aparta el pensamiento que pienses, no te
fuerce el hábito preñado de experiencia a entrar por este camino, moviendo ciegos
ojos y zumbantes oídos y lengua, antes juzga con la razón la muy debatida
argumentación por mí expuesta. Una sola posibilidad aún de hablar de un camino
queda.
Primera parte
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Sin embargo, considera firmemente con el pensamiento lo ausente como
presente. Porque no cortarás a lo que es de su contacto con lo que es, ni esparcido
por todas las partes del mundo, ni recogido.
Igual me es todo punto de partida, pues he de volver a él.
Pero ven, y te diré, y tú retén las palabras oídas, qué únicos caminos de
busca son pensables. El uno, que es y que no es posible que no sea, es la vía de
la Persuasión, pues sigue a la Verdad. El otro, que no es y que necesario es que
no sea, éste, te digo, es un sendero ignorante de todo. Porque ni puedes conocer
lo que no es, pues no es factible, ni expresarlo. Pues una misma cosa es la que
puede ser pensada y puede ser.
Necesario es que aquello que es posible decir y pensar, sea. Porque puede
ser, mientras que lo que nada es, no lo puede. Esto te pido consideres. De este
primer camino de busca, pues, te aparto, pero también de aquel por el que mortales
que nada saben yerran bicéfalos, porque la inhabilidad dirige en sus pechos el
errante pensamiento, y así van y vienen, como sordos y ciegos, estupidizados,
raleas sin juicio, para quienes es cosa admitida que sea y no sea, y lo mismo y no
lo mismo, y de todas las cosas hay una vía de ida y vuelta.
Pues jamás domarás a ser a lo que no es. Pero tú, de este camino de busca
aparta el pensamiento que pienses.
Una sola posibilidad aún de hablar de un camino queda: que es. En este hay
muchísimos signos de que lo que es no se ha generado y es imperecedero, pues
es de intactos miembros, intrépido y sin fin. Ni nunca fue, ni será, puesto que es,
ahora, junto todo, uno, continuo. Porque ¿qué origen le buscarás? ¿cómo, de
dónde habría tomado auge? De lo que no es, no te dejaré decirlo ni pensarlo, pues
no es posible decir ni pensar que no es. Y ¿qué necesidad le habría hecho nacer
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después más bien que antes, tomando principio de lo que nada es? Así, necesario
es que sea totalmente, o que no sea.
Ni nunca la fuerza de la fe permitirá que de lo que no es se genere algo a su
lado. Por lo cual ni generarse ni perecer le consiente la Justicia, soltando sus
cadenas, sino que lo tiene sujeto. Mas el juicio acerca de estos caminos [105] se
funda en esta pregunta: ¿es o no es? Pues bien, cosa juzgada es, según es
necesidad, dejar el uno como imposible de pensar y nombrar, por no ser un camino
verdadero, mientras que el otro es y es veraz. ¿Cómo podría ser más adelante lo
que es? ¿Cómo podría haberse generado? Porque si se generó, no es, ni si está a
punto de llegar a ser un día. Así, la generación se ha extinguido y es ignorado el
perecer.
Tampoco es divisible, puesto que es todo igual, ni hay más en ninguna parte,
lo que le impediría ser continuo, ni menos, sino que todo está lleno de lo que es.
Por esto es todo continuo: porque lo que es toca a lo que es.
Y, además, está inmóvil entre los cabos de grandes cadenas, sin principio ni
cese, puesto que la generación y el perecer han sido arrojados muy lejos, ya que
los rechazó la fe verdadera. Es lo mismo, permanece en lo mismo, yace en sí
mismo, y, así, permanece, trabados los pies, en el mismo sitio, pues una poderosa
necesidad le tiene sujeto en las cadenas del límite que lo detiene por ambos lados.
Por lo cual no es lícito que lo que es sea infinito, pues no es carente de nada,
mientras que siéndolo carecería de todo.
Lo mismo es aquello que se puede pensar y aquello por lo que existe el
pensamiento que se piensa, pues sin aquello que es, y en punto a lo cual es
expresado, no encontrarás el pensar. Porque nada distinto ni es, ni será, al lado de
lo que es; al menos el Destino lo ató para que fuese entero e inmóvil. Por esto son
nombres todo cuanto los mortales han establecido, persuadidos de que son
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verdaderos: generarse y perecer, ser y no ser, cambiar de lugar, mudar de color
brillante.
Y, además, puesto que tiene un límite extremo, está terminado por todas
partes, semejante a la masa de una esfera bien redonda, desde el medio
igualmente fuerte por todas partes, pues necesario es que no sea ni más fuerte, ni
más débil en una parte que en otra. Porque no hay nada que pudiera hacerle dejar
de extenderse por igual, ni hay manera de que lo que es pueda ser aquí más y allí
menos que lo que es, ya que es todo inexpoliable. Pues aquello desde lo que por
todas partes es igual, impera del mismo modo entre los límites.
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Sócrates
Platón. (1999) Critón. Madrid: Gredos.
CRIT. - Demasiado claro, según parece. Pero, querido Sócrates, todavía en este
momento hazme caso y sálvate. Para mí, si tú mueres, no será una sola desgracia,
sino que, aparte de verme privado de un amigo como jamás encontraré otro,
muchos que no nos conocen bien a ti y a mí creerán que, habiendo podido yo
salvarte, si hubiera querido gastar dinero, te he abandonado. Y, en verdad, ¿hay
reputación más vergonzosa que la de parecer que se tiene en más al dinero que a
los amigos? Porque la mayoría no llegará a convencerse de que tú mismo no
quisiste salir de aquí, aunque nosotros nos esfozábamos en ello.
SÓC. -Pero ¿por qué damos tanta importancia, mi buen Critón, a la opinión de la
mayoría? Pues los más capaces, de los que sí vale la pena preocuparse,
considerarán que esto ha sucedido como en realidad suceda.
CRIT. - Pero ves, Sócrates, que es necesario también tener en cuenta la opinión
de la mayoría. Esto mismo que ahora está sucediendo deja ver, claramente, que la
mayoría es capaz de producir no los males más pequeños, sino precisamente los
mayores, si alguien ha incurrido en su odio.
SÓC.- ¡Ojalá, Critón, que los más fueran capaces de hacer los males mayores para
que fueran también capaces de hacer los mayores bienes! Eso sería bueno. La
realidad es que no son capaces ni de lo uno ni de lo otro; pues, no siendo tampoco
capaces de hacer a alguien sensato ni insensato, hacen lo que la casualidad les
ofrece.
CRIT. -Bien, aceptemos que es así. ¿Acaso no te estás tú preocupando de que a
mí y a los otros amigos, si tú sales de aquí, no nos creen dificultades los sicofantes
al decir que te hemos sacado de la cárcel, y nos veamos obligados a perder toda
nuestra fortuna o mucho dinero o, incluso, a sufrir algún otro daño además de
éstos? Si, en efecto, temes algo así, déjalo en paz. Pues es justo que nosotros
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corramos este riesgo para salvarte y, si es preciso, otro aún mayor. Pero hazme
caso y no obres de otro modo.
SÓC. - Me preocupa eso, Critón, y otras muchas cosas.
CRIT. - Pues bien, no temas por ésta. Ciertamente, tampoco es mucho el dinero
que quieren recibir algunos para salvarte y sacarte de aquí. Además, ¿no ves qué
baratos están estos sicofantes y que no sería necesario gastar en ellos mucho
dinero? Está a tu disposición mi fortuna que será suficiente, según creo. Además,
si te preocupas por mí y crees que no debes gastar lo mío, están aquí algunos
extranjeros dispuestos a gastar su dinero. Uno ha traído, incluso, el suficiente para
ello, Simias de Tebas. Están dispuestos también Cebes y otros muchos. De manera
que, como digo, por temor a esto no vaciles en salvarte; y que tampoco sea para ti
dificultad lo que dijiste en el tribunal, que si salías de Atenas, no sabrías cómo
valerte. En muchas partes, adonde quiera que tú llegues, te acogerán con cariño.
Si quieres ir a Tesalia, tengo allí huéspedes que te tendrán en gran estimación y
que te ofrecerán seguridad, de manera que nadie te moleste en Tesalia. Además,
Sócrates, tampoco me parece justo que intentes traicionarte a ti mismo, cuando te
es posible salvarte. Te esfuerzas porque te suceda aquello por lo que trabajarían
con afán y, de hecho, han trabajado tus enemigos deseando destruirte.
Además, me parece a mí que traicionas también a tus hijos; cuando te es posible
criarlos y educarlos, los abandonas y te vas, y, por tu parte, tendrán la suerte que
el destino les depare, que será, como es probable, la habitual de los huérfanos
durante la orfandad. Pues, o no se debe tener hijos, o hay que fatigarse para criarlos
y educarlos. Me parece que tú eliges lo más cómodo. Se debe elegir lo que elegiría
un hombre bueno y decidido, sobre todo cuandó se ha dicho durante toda la vida
que se ocupa uno de la virtud. Así que yo siento vergüenza, por ti y por nosotros
tus amigos, de que parezca que todo este asunto tuyo se ha producido por cierta
cobardía nuestra: la instrucción del proceso para el tribunal, siendo posible evitar el
proceso, el mismo desarrollo del juicio tal como sucedió, y finalmente esto, como
desenlace ridículo del asunto, y que parezca que nosotros nos hemos quedado al
margen de la cuestión por incapacidad y cobardía, así como que no te hemos
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salvado ni tú te has salvado a ti mismo, cuando era realizable y posible, por
pequeña que fuera nuestra ayuda. Así pues, procura, Sócrates, que esto, además
del daño, no sea vergonzoso para ti y para nosotros. Pero toma una decisión; por
más que ni siquiera es ésta la hora de decidir, sino la de tenerlo decidido. No hay
más que. una decisión; en efecto, la próxima noche tiene que estar todo realizado.
Si esperamos más, ya no es posible ni realizable. En todo caso, déjate persuadir y
no obres de otro modo.
SÓC. - Querido Critón, tu buena voluntad sería muy de estimar, si le acompañara
algo de rectitud; si no, cuanto más intensa, tanto más penosa. Así pues, es ne
cesario que reflexionemos si esto debe hacerse o no. Porque yo, no sólo ahora sino
siempre, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al
razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor. Los argumentos que yo he
dicho en tiempo anterior no los puedo desmentir ahora porque me ha tocado esta
suerte, más bien me parecen ahora, en conjunto, de igual valor y respeto, y doy
mucha importancia a los mismos argumentos de antes. Si no somos capaces de
decir nada mejor en el momento presente, sabe bien que no voy a estar de acuerdo
contigo, ni aunque la fuerza de la mayoría nos asuste como a niños con más
espantajos que los de ahora en que nos envía prisiones, muertes y privaciones de
bienes. ¿Cómo podríamos examinar eso más adecuadamente? Veamos, por lo
pronto, si recogemos la idea que tú expresabas acerca de las opiniones de los
hombres, a saber, si hemos tenido razón o no al decir siempre que deben tenerse
en cuenta unas opiniones y otras no. ¿O es que antes de que yo debiera morir
estaba bien dicho, y en cambio ahora es evidente que lo decíamos sin fundamento,
por necesidad de la expresión, pero sólo era un juego infantil y pura charlatanería?
Yo deseo, Critón, examinar contigo si esta idea me parece diferente en algo, cuando
me encuentro en esta situación, o me parece la misma, y, según el caso, si la vamos
a abandonar o la vamos a seguir. Según creo, los hombres cuyo juicio tiene interés
dicen siempre, como yo decía ahora, que entre las opiniones que los hombres
manifiestan deben estimarse mucho algunas y otras no. Por los dioses, Critón, ¿no
te parece que esto está bien dicho? En efecto, tú, en la medida de la previsión
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humana, estás libre de ir a morir mañana, y la presente desgracia no va a extraviar
tu juicio. Examínalo. ¿No te parece que está bien decir que no se deben estimar
todas las opiniones de los hombres, sino unas sí y otras no, y las de unos hombres
s1 y las de otros no? ¿Qué dices tú? ¿No está bien decir esto?
CRIT.- Está bien.
SÓC. - ¿Se deben estimar las valiosas y. no estimar las malas?
CRIT. - Sí.
SÓC. - ¿Son valiosas las opiniones de los hombres juiciosos, y malas las de los
hombres de poco juicio?
CRIT. - ¿Cómo no?
SÓC. - Veamos en qué sentido decíamos tales cosas. Un hombre que se dedica a
la gimnasia, al ejercitarla ¿tiene en cuenta la alabanza, la censura y la opinión de
cualquier persona, o la de una sola persona, la. del médico o el entrenador?
CRIT. -La de una sola persona.
SÓC. -Luego debe temer las censuras y recibir con agrado los elogios de aquella
sola persona, no los de la mayoría.
CRIT. - Es evidente.
SÓC.-Así pues, ha de obrar, ejercitarse, comer y beber según la opinión de ése
solo, del que está a su cargo y entiende, y no según la de todas los otros juntos.
CRIT. - Así es.
SÓC. - Bien. Pero si no hace caso a ese solo hombre y desprecia su opinión y sus
elogios, y, en cambio, estima las palabras de la mayoría, que nada entiende, ¿es
que no sufrirá algún daño?
CRIT. - ¿Cómo no?
SÓC. - ¿Qué daño es este, hacia dónde tiende y a qué parte del que no hace caso?
CRIT. - Es evidente que al cuerpo; en efecto, lo arruina.
SÓC. - Está bien. Lo mismo pasa con las otras cosas, Critón, a fin de no repasarlas
todas. También respecto a lo justo y lo injusto, lo feo y lo bello, lo bueno y lo malo,
sobre lo que ahora trata nuestra deliberación, ¿acaso debemos nosotros seguir la
opinión de la mayoría y temerla, o la de uno solo que entienda, si lo hay, al cual hay
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que respetar y temer más que a todos los otros juntos? Si no seguimos a éste,
dañaremos y maltrataremos aquello que se mejora con lo justo y se destruye con
lo injusto. ¿No es así esto?
CRIT. -Así lo pienso, Sócrates.
SÓC. -Bien, si lo que se hace mejor por medio de lo sano y se daña por medio de
lo enfermo, lo arruinamos por hacer caso a la opinión de los que no entienden,
¿acaso podríamos vivir al estar eso arruinado? Se trata del cuerpo, ¿no es así?
CRIT. - Sí.
SÓC. -¿Acaso podemos vivir con un cuerpo miserable y arruinado?
CRIT. -De ningún modo.
SÓC. -Pero ¿podemos vivir, acaso, estando dañado aquello con lo que se arruina
lo injusto y se ayuda a lo justo? ¿Consideramos que es de menos valor que el
cuerpo la parte de nosotros, sea la que fuere, en cuyo entorno están la injusticia y
la justicia?
CRIT.-De ningún modo.
SÓC. - ¿Ciertamente es más estimable?
CRIT. -Mucho Más.
SÓC. -Luego, querido amigo, no debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya
a decir la mayoría, sino de lo que diga el que entiende sobre las cosas justas e
injustas, aunque sea uno sólo, y de lo que la verdad misma diga. Así que, en primer
término, no fue acertada tu propuesta de que debemos preocuparnos de la opinión
de la mayoría acerca de lo justo, lo bello y lo bueno y sus contrarios. Pero podría
decir alguien que los más son capaces de condenarnos a muerte.
CRIT. - Es evidente que podría. decirlo, Sócrates.
SÓC. - Tienes razón. Pero, mi 'buen amigo, este razonamiento que hemos recorrido
de cabo a cabo me parece a mí que es aún el mismo de siempre. Examina, además,
si también permanece firme aún, para nosotros, o no permanece el razonamiento
de que no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el vivir bien.
CRIT. - Sí permanece.
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SÓC. -¿La idea de que vivir bien, vivir honradamente y vivir justamente son el
mismo concepto, permanece, o no permanece?
CRIT. - Permanece.
SÓC. -Entonces, a partir de lo acordado hay que examinar si es justo, o no lo es, el
que yo intente salir de aquí sin soltarme los atenienses. Y si nos parece justo,
intentémoslo, pero si no, dejémoslo. En cuanto a las consideraciones de que hablas
sobre el gasto de dinero, la reputación y la crianza de los hijos, es de temer, Critón,
que éstas, en realidad, sean reflexiones adecuadas a éstos que condenan a muerte
y harían resucitar, si pudieran, sin el menor sentido, es decir, a la mayoría. Puesto
que el razonamiento lo exige así, nosotros no tenemos otra cosa que hacer, sino
examinar, como antes decía, si nosotros, unos sacando de la cárcel y otro saliendo,
vamos a actuar justamente pagando dinero y favores a los que me saquen, o bien
vamos a obrar injustamente haciendo todas estas cosas. Y si resulta que vamos a
realizar actos injustos, no es necesario considerar si, al quedarnos aquí sin
emprender acción alguna, tenemos que morir o sufrir cualquier otro daño, antes que
obrar injustamente.
CRIT. -Me parece acertado lo que dices, Sócrates, mira qué debemos hacer.
SÓC. -Examinémoslo en común, amigo, y si tienes algo que objetar mientras yo
hablo, objétalo y yo te haré caso. Pero si no, mi buen Critón, deja ya de decirme
una y otra vez la misma frase, que tengo que salir de aquí contra la voluntad de los
atenienses, porque yo doy mucha importancia a tomar esta decisión tras haberte
persuadido y no contra tu voluntad; mira si te parece que está bien planteada la
base del razonamiento e intenta responder, a lo que yo pregunte, lo que tú creas
más exactamente.
CRIT. - Lo intentaré.
SÓC. - ¿Afirmamos que en ningún caso hay que hacer el mal voluntariamente, o
que en unos casos sí y en otros no, o bien que de ningún modo es bueno y honrado
hacer el mal, tal como hemos convenido mu chas veces anteriormente? Eso es
también lo que acabamos de decir. ¿Acaso todas nuestras ideas comunes de antes
se han desvanecido en estos pocos días y, desde hace tiempo, Critón, hombres ya
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viejos, dialogamos uno con otro, seriamente sin darnos cuenta de que en nada nos
distinguimos de los niños? O, más bien, es totalmente como nosotros decíamos
entonces, lo afirme o lo niegue la mayoría; y, aunque tengamos que sufrir cosas
aún más penosas que las presentes, o bien más agradables, ¿cometer injusticia no
es, en todo caso, malo y vergonzoso para el que la comete? ¿Lo afirmamos o no?
CRIT. -Lo afirmamos.
SÓC. -Luego de ningún modo se debe cometer injusticia.
CRIT. -Sin duda.
SÓC. -Por tanto, tampoco si se recibe injusticia se debe responder con la injusticia,
como cree la mayoría, puesto que de ningún modo se debe cometer injusticia.
CRIT. - Es evidente.
SÓC. - ¿Se debe hacer mal, Critón, o no?
CRIT. - De ningún modo se debe, Sócrates.
SÓC. -¿Y responder con el mal cuando se recibe mal es justo, como afirma la
mayoría, o es injusto?
CRIT. -De ningún modo es justo.
SÓC. - Pues el hacer daño a la gente en nada se distingue de cometer injusticia.
CRIT. - Dices la verdad.
SÓC. -Luego no se debe responder con la injusticia ni hacer mal a ningún hombre,
cualquiera que sea el daño que se reciba de él. Procura, Critón, no aceptar esto
contra tu opinión, si lo aceptas; yo sé, ciertamente, que esto lo admiten y lo
admitirán unas pocas personas.
No es posible una determinación común para los que han formado su opinión de
esta manera y para los que mantienen lo contrario, sino que es necesario que se
desprecien unos a otros, cuando ven la determinación de la otra parte. Examina
muy bien, pues, también tú si estás de acuerdo y te parece bien, y si debemos
iniciar nuestra deliberación a partir de este principio, de que jamás es bueno ni
cometer injusticia, ni responder a la injusticia con la injusticia, ni responder haciendo
mal cuando se recibe el mal. ¿O bien te apartas y no participas de este principio?
En cuanto a mí, así me parecía antes y me lo sigue pareciendo ahora, pero si a ti
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te parece de otro modo, dilo y explícalo. Pero si te mantienes en lo anterior, escucha
lo que sigue.
CRIT. -Me mantengo y también me parece a mí. Continúa.
SÓC. - Digo lo siguiente, más bien pregunto: ¿las cosas que se ha convenido con
alguien que son justas hay que hacerlas o hay que darles una salida falsa?
CRIT. -Hay que hacerlas.
SÓC. - A partir de esto, reflexiona. Si nosotros nos vamos de aquí sin haber
persuadido a la ciudad, ¿hacemos daño a alguien y, precisamente, a quien me nos
se debe, o no? ¿Nos mantenemos en lo que hemos acordado que es justo, o no?
CRIT. - No puedo responder a lo que preguntas, Sócrates; no lo entiendo.
SÓC. -Considéralo de este modo. Si cuando nosotros estemos a punto de escapar
de aquí, o como haya que llamar a esto, vinieran las leyes y el común de la ciudad
y, colocándose delante, nos dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes intención de
hacer? ¿No es cierto que, por medio de esta acción que intentas, tienes el
propósito, en lo que de ti depende, de destruirnos a nosotras y a toda la ciudad?
¿Te parece a ti que puede aún existir sin arruinarse la ciudad en la que los juicios
que se producen no tienen efecto alguno, sino que son invalidados por particulares
y quedan anulados?» ¿Qué vamos a responder, Critón, a estas preguntas y a otras
semejantes? Cualquiera, especialmente un orador, podría dar muchas razones en
defensa de la ley, que intentamos destruir, que ordena que los juicios que han sido
sentenciados sean firmes. ¿Acaso les diremos: «La ciudad ha obrado injustamente
con nosotros y no ha llevado el juicio rectamente»? ¿Les vamos a decir eso?
CRIT. - Sí, por Zeus, Sócrates.
SÓC. - Quizá dijeran las leyes: «¿Es esto, Sócrates, lo que hemos convenido tú y
nosotras, o bien que hay que permanecer fiel a las sentencias que dicte la ciudad?»
Si nos extrañáramos de sus palabras, quizá dijeran: «Sócrates no te extrañes de lo
que decimos, sino respóndenos, puesto que tienes la costumbre de servirte de
preguntas y respuestas. Veamos, ¿qué acusación tienes contra nosotras y contra
la ciudad para intentar destruimos? En primer lugar, ¿no te hemos dado nosotras
la vida y, por medio de nosotras, desposó tu padre a tu madre y te engendró? Dinos,
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entonces, ¿a las leyes referentes al matrimonio les censuras algo que no esté
bien?» «No las censuro», diría yo. «Entonces, ¿a las que se refieren a la crianza
del nacido y a la educación en la que te has educado? ¿Acaso las que de nosotras
estaban establecidas para ello no disponían bien ordenando a tu padre que te
educara en la música y en la gimnasia?» «Sí disponían bien», diría yo. «Después
que hubiste nacido y hubiste sido criado y educado, ¿podrías decir, en principio,
que no eras resultado de nosotras y nuestro esclavo, tú y tus ascendientes? Si esto
es así, ¿acaso crees que los derechos son los mis mos para ti y para nosotras, y
es justo para ti responder haciéndonos, a tu vez, lo que nosotras intentemos
hacerte? Ciertamente no serían iguales tus derechos respecto a tu padre y respecto
a tu dueño, si lo tuvieras, como para que respondieras haciéndoles lo que ellos te
hicieran, insultando a tu vez al ser insultado, o golpeando al ser golpeado, y así
sucesivamente. ¿Te sería posible, en cambio, hacerlo con la patria y las leyes, de
modo que si nos proponemos matarte, porque lo consideramos justo, por tu parte
intentes, en la medida de tus fuerzas, destruimos a nosotras, las leyes, y a la patria,
y afirmes que al hacerlo obras justamente, tú, el que en verdad se preocupa de la
virtud? ¿Acaso eres tan sabio que te pasa inadvertido que la patria merece más
honor que la madre, que el padre y que todos los antepasados, que es más
venerable y más santa y que es digna de la mayor estimación entre los dioses y
entre los hombres de juicio? ¿Te pasa inadvertido que hay que respetarla y ceder
ante la patria y halagarla, si está irritada, más aún que al padre; que hay que
convencerla u obedecerla haciendo lo que ella disponga; que hay que padecer sin
oponerse a ello, si ordena padecer algo; que si ordena recibir golpes, sufrir prisión,
o llevarte a la guerra para ser herido o para morir, hay que hacer esto porque es lo
justo, y no hay que ser débil ni retroceder ni abandonar el puesto, sino que en la
guerra, en el tribunal y en todas partes hay que hacer lo que la ciudad y la patria
ordene, o persuadirla de lo que es justo; y que es ¡nipío hacer violencia a la madre
y al padre, pero lo es mucho más aún a la patria?» ¿Qué vamos a decir a esto,
Critón?
¿Dicen la verdad las leyes o no?
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CRIT. - Me parece que sí.
SÓC. -Tal vez dirían aún las leyes: «Examina, además, Sócrates, si es verdad lo
que nosotras decimos, que no es justo que trates de hacernos lo que ahora intentas.
En efecto, nosotras te hemos engendrado, criado, educado y te hemos hecho
participe, como a todos los demás ciudadanos, de todos los bienes de que éramos
capaces; a pesar de esto proclamamos la libertad, para el ateniense que lo quiera,
una vez que haya hecho la prueba legal para adquirir los derechos ciudadanos y,
haya conocido los asuntos públicos y a nosotras, las leyes, de que, si no le
parecemos bien, tome lo suyo y se vaya a donde quiera. Ninguna de nosotras, las
leyes, lo impide, ni prohibe que, si alguno de vosotros quiere trasladarse a una
colonia, si no le agradamos nosotras y la ciudad, o si quiere ir a otra parte y vivir en
el extranjero, que se marche adonde quiera llevándose lo suyo.
»El que de vosotros se quede aquí viendo de qué modo celebramos los juicios y
administramos la ciudad en los demás aspectos, afirmamos que éste, de hecho, ya
está de acuerdo con nosotras en que va a hacer lo que nosotras ordenamos, y
decimos que el que no obedezca es tres veces culpable, porque le hemos dado la
vida, y no nos obedece, porque lo hemos criado y se ha comprometido a
obedecemos, y no nos obedece ni procura persuadirnos si no hacemos bien alguna
cosa. Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no lo imponemos
violentamente, sino que permitimos una opción entre dos, persuadirnos u
obedecernos; y el que no obedece no cumple ninguna de las dos. Decimos,
Sócrates, que tú vas a quedar sujeto a estas inculpaciones y no entre los que menos
de los atenienses, sino entre los que más, si haces lo que planeas.»
Si entonces yo dijera: «¿Por qué, exactamente?», quizá me respondieran con
justicia diciendo que precisamente yo he aceptado este compromiso como muy
pocos atenienses. Dirían: «Tenemos grandes pruebas, Sócrates, de que nosotras
y la ciudad te parecemos bien. En efecto, de ningún modo hubieras permanecido
en la ciudad más destacadamente que todos los otros ciudadanos, si ésta no te
hubiera agradado especialmente, sin que hayas salido nunca de ella para una
fiesta, excepto una vez al Istmo, ni a ningún otro territorio a no ser como soldado;
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tampoco hiciste nunca, como hacen los demás, ningún viaje al extranjero, ni tuviste
deseo de conocer otra ciudad y otras leyes, sino que nosotras y la ciudad éramos
satisfactorias para ti. Tan plenamente nos elegiste y acordaste vivir como
ciudadano según nuestras normas, que incluso tuviste hijos en esta ciudad, sin
duda porque te encontrabas bien en ella. Aún más, te hubiera sido posible, durante
el proceso mismo, proponer para ti el destierro, si lo hubieras querido, y hacer
entonces, con el consentimiento de la ciudad, lo que ahora intentas hacer contra su
voluntad. Entonces tú te jactabas de que no te irritarías, si tenías que morir, y
elegías, según decías, la muerte antes que el destierro. En cambio, ahora, ni
respetas aquellas palabras ni te cuidas de nosotras, las leyes, intentando
destruirnos; obras como obraría el más vil esclavo intentando escaparte en contra
de los pactos y acuerdos con arreglo a los cuales conviniste con nosotras que
vivirías como ciudadano. En primer lugar, respóndenos si decimos verdad al insistir
en que tú has convenido vivir como ciudadano según nuestras normas con actos y
no con palabras, o bien si no es verdad.» ¿Qué vamos a decir a esto, Critón? ¿No
es cierto que estamos de acuerdo?
CRIT. -Necesariamente, Sócrates.
SÓC. - «No es cierto -dirían ellas- que violas los pactos y los acuerdos con nosotras,
sin que los hayas convenido bajo coacción o engaño y sin estar obligado a tomar
una decisión en poco tiempo, sino durante setenta años , en los que te fue posible
ir a otra parte, si no te agradábamos o te parecía que los acuerdos no eran justos.
Pero tú no has preferido a Lacedemonia ni a Creta, cuyas leyes afirmas
continuamente que son buenas, ni a ninguna otra ciudad griega ni bárbara; al
contrario, te has ausentado de Atenas menos que los cojos, los ciegos y otros
lisiados. Hasta tal punto a ti más especialmente que a los demás atenienses, te
agradaba la ciudad y evidentemente nosotras, las leyes. ¿Pues a quién le agradaría
una ciudad sin leyes? ¿Ahora no vas a permanecer fiel a los acuerdos? Sí
permanecerás, si nos haces caso, Sócrates, y no caerás en ridículo saliendo de la
ciudad. »Si tú violas estos acuerdos y faltas en algo, examina qué beneficio te harás
a ti mismo y a tus amigos. Que también tus amigos corren peligro de ser
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desterrados, de ser privados de los derechos ciudadanos o de perder sus bienes
es casi evidente. Tú mismo, en primer lugar, si vas a una de las ciudades próximas,
Tebas o Mégara, pues ambas tienen buenas leyes, llegarás como enemigo de su
sistema político y todos los que se preocupan de sus ciudades te mirarán con
suspicacia considerándote destructor de las leyes; confirmarás para tus jueces la
opinión de que se ha sentenciado rectamente el proceso. En efecto, el que es
destructor de las leyes, parecería fácilmente que es también corruptor de jóvenes
y de gentes de poco espíritu. ¿Acaso vas a evitar las ciudades con buenas leyes y
los hombres más honrados? ¿Y si haces eso, te valdrá la pena vivir? O bien si te
diriges a ellos y tienes la desvergüenza de conversar, ¿con qué pensamientos lo
harás, Sócrates? ¿Acaso con los mismos que aquí, a saber, que lo más importante
para los hombres es la virtud y la justicia, y también la legalidad y las leyes? ¿No
crees que parecerá vergonzoso el comportamiento de Sócrates? Hay que creer que
sí. Pero tal vez vas a apartarte de estos lugares; te irás a Tesalia con los huéspedes
de Critón. En efecto, allí hay la mayor indisciplina y libertinaje, -y quizá les guste
oírte de qué manera tan graciosa te escapastes de la cárcel poniéndote un disfraz
o echándote encima una. piel o usando cualquier otro medio habitual para los
fugitivos, des figurando tu propio aspecto. ¿No habrá nadie que diga que, siendo
un hombre al que presumiblemente le queda poco tiempo de vida, tienes el descaro
de desear vivir tan afanosamente, violando las leyes más importantes? Quizá no lo
haya, si no molestas a nadie; en caso contrario, -tendrás que oír muchas cosas
indignas. ¿Vas a vivir adulando y sirviendo a todos? ¿Qué vas a hacer en Tesalia
sino darte buena vida como si hubieras hecho el viaje allí para ir a un banquete?
¿Dónde se nos habrán ido aquellos discursos sobre la justicia y las otras formas de
virtud? ¿Sin duda quieres vivir por tus hijos, para criarlos y educarlos? ¿Pero,
cómo? ¿Llevándolos contigo a Tesalla los vas a criar y educar haciéndolos
extranjeros para que reciban también de ti ese beneficio? ¿O bien no es esto, sino
que educándose aquí se criarán y educarán mejor, si tú estás vivo, aunque tú no
estés a su lado? Ciertamente tus amigos se ocuparán de ellos. ¿Es que se cuidarán
de ellos, si te vas a Tesalia, y no lo harán, si vas al Hades, si en efecto hay una
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ayuda de los que afirman ser tus amigos? Hay que pensar que sí se ocuparán.»
Más bien, Sócrates, danos crédito a nosotras, que te hemos formado, y no tengas
en más ni a tus hijos ni a tu vida ni a ninguna otra cosa que a lo justo, para que,
cuando llegues al Hades, expongas en tu favor todas estas razones ante los que
gobiernan allí. En efecto, ni aquí te parece a ti, ni a ninguno de los tuyos, que el
hacer esto sea mejor ni más justo ni más pío, ni tampoco será mejor cuando llegues
allí. Pues bien, si te vas ahora, te vas condenado injustamente no por nosotras, las
leyes, sino por los hombres. Pero si te marchas tan torpemente, devolviendo
injusticia por injusticia y daño por daño, violando los acuerdos y los pactos con
nosotras y haciendo daño a los que menos conviene, a ti mismo, a tus amigos, a la
patria y a nosotras, nos irritaremos contigo mientras vivas, y allí, en el Hades,
nuestras hermanas las leyes no te recibirán de buen ánimo, sabiendo que, en la
medida de tus fuerzas has intentado destruirnos. Procura que Critón no te persuada
más que nosotras a hacer lo que dice.» Sabe bien, mi querido amigo Critón, que es
esto lo que yo creo oír, del mismo modo que los coribantes creen oír las flautas, y
el eco mismo de estas palabras retumba en mí y hace que no pueda oír otras. Sabe
que esto es lo que yo pienso ahora y que, si hablas en contra de esto, hablarás en
vano. Sin embargo, si crees que puedes conseguir algo, habla.
CRIT. -No tengo nada que decir, Sócrates.
SÓC. - Ea pues, Critón, obremos en ese sentido, puesto que por ahí nos guía el
dios.
Aristóteles
(1983) Ética Nicomaquea. México: UNAM. Libro VIII, I-V
LIBRO VIII
I
Después de esto síguese tratar de la amistad, porque la amistad es una virtud o va
acompañada de virtud; y es, además, la cosa más necesaria en la vida. Sin amigos
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nadie escogería vivir, aunque tuviese todos los bienes restantes. Los ricos, mismos,
y las personas constituidas en mando y dignidad, parecen más que todos tener
necesidad de amigos. ¿Cuál sería, en efecto, la utilidad de semejante prosperidad
quitándole el hacer bien, lo cual principalmente y con mayor alabanza se emplea
en los amigos? ¿O cómo se podría guardar y preservar dicho estado sin amigos?
Porque cuanto mayor es, tanto es más inseguro. Pues en la pobreza también, y en
las demás desventuras, todos piensan ser el único refugio los amigos. A los jóvenes
asimismo son un auxilio los amigos para no errar; a los viejos para su cuidado y
para suplir la deficiencia de su actividad, causada por la debilidad en que se
encuentran: y a los que están en el vigor de la vida, para las bellas acciones:
Son dos que marchan juntos,
y que, por ende, son más poderosos para el pensamiento y la acción.
La amistad, además, parece existir por naturaleza en el que engendra hacia lo que
ha engendrado, y en la prole hacia el padre; y no sólo entre los hombres, sino aun
entre las aves y la mayoría de los vivientes, y en los de una misma raza entre sí,
pero señaladamente entre los hombres, de donde procede que alabemos a los
filántropos o amigos de los hombres. Y cualquiera ha podido comprobar en sus
viajes cómo todo hombre es para todo hombre algo familiar y querido.
La amistad, además, parece vincular las ciudades, y podría creerse que los
legisladores la toman más a pecho que la justicia. La concordia, en efecto, parece
tener cierta semejanza con la amistad, y es a ella a la que las leyes tienden de
preferencia, así como, por el contrario, destierran la discordia como la peor
enemiga. Donde los hombres son amigos, para nada hace falta la justicia, mientras
que si son justos tienen además necesidad de la amistad. La más alta forma de
justicia parece ser una forma amistosa.
Más no sólo es la amistad algo necesario, sino algo hermoso; y así, alabamos a los
que cultivan la amistad, y la copia de amigos pasa a ser una de las bellas cosas
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que existen; y aun hay algunos que piensan que los mismos que son hombres de
bien son también amigos.
No pocas son las cosas que se disputan sobre la amistad. Unos la hacen consistir
en cierta semejanza, y dicen que los semejantes son amigos, de donde vienen los
dichos: “El semejante con su semejante”, “El grajo con su grajo”, y otros parecidos.
Otros, al contrario, dicen que los semejantes se comportan entre sí, sin excepción,
como los alfareros. Y a este propósito tratan de dar a su teoría una explicación más
profunda y más en consonancia con lo que pasa en la naturaleza. Así Eurípides
nos dice que “la tierra desecada ama la lluvia, y el cielo majestuoso, cuando está
henchido de lluvia, ama caer sobre la tierra”. Y Heráclito que “lo opuesto es lo útil”
y que “de los contrastes surge la más bella armonía”, y que “todas las cosas nacen
de la discordia”. Pero en oposición a todos estos están otros, particularmente
Empédocles, que sostienen que lo semejante tiende a su semejante.
Dejando de lado los problemas concernientes a la naturaleza (por no ser propios
de la presente investigación), consideremos los que atañen al hombre y pertenecen
a su carácter y pasiones, por ejemplo: si la amistad puede darse en todos, o si no
pueden los que son malvados ser amigos, así como si hay una forma de amistad o
muchas. Los que creen que sólo hay una, por el hecho de que la amistad admite
más y menos, han fundado su convicción en una prueba insuficiente, ya que
también admiten más y menos cosas diferentes en especie. Pero de estos puntos
hemos ya hablado anteriormente.
II
Podría tal vez esclarecerse todo esto si se entiende cuál es el objeto de amor, pues
evidentemente no todo es amado, sino sólo lo amable, y esto es lo bueno, lo
placentero o lo útil. Pero como lo útil no parece ser sino aquello por donde nos viene
un bien o un placer, resulta que sólo el bien y el placer son amables como fines.
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Sin embargo ¿es el bien lo que aman los hombres, o el bien para ellos? Ambas
cosas, en efecto, están a veces en desacuerdo; y lo mismo es con respecto al
placer. Cada uno, al parecer, ama lo que es bueno para él, y como absolutamente
hablando el bien es amable, para cada cual será amable lo que para cada cual sea
un bien. De otra parte, cada uno ama como un bien para él no el que lo es
realmente, sino el que le parece serlo. Pero esto no hace a la cuestión, pues lo
amable será, en suma, lo aparentemente amable.
Hay, pues, tres motivos por los cuales se ama. Pero la afición que se tiene por las
cosas inanimadas no se llama amistad, por la razón de que no hay de parte de ellas
reciprocidad afectiva, ni, de la nuestra, voluntad de hacerles bien. Sería cosa
ridícula desear bienes al vino, a no ser en el sentido de que se desea conservarlo
para tenerlo a nuestra disposición. Pero en cambio, es dicho común que al amigo
se le ha de desear todo bien y por él mismo.
A quienes de esta suerte desean bienes a otro, los llamamos benévolos si no hay
de parte del otro reciprocidad, pues cuando la benevolencia es correspondida, es
ya amistad.
Mas ¿no deberá añadirse que esta recíproca benevolencia no debe de estar oculta?
Muchos en efecto, tienen buena voluntad para quienes no han visto, pero que
tienen en conceptos de virtuosos o útiles, y alguno de éstos podrá sentir lo mismo
con respecto a aquél. Todos ellos, pues, tiénense manifiestamente buena voluntad
el uno al otro; pero amigos ¿quién dirá que lo son, al no percatarse de la disposición
en que mutuamente se encuentran? Para serlo, por tanto, deben de descubrirse los
sentimientos de benevolencia que les animan recíprocamente y el deseo que tienen
del bien del otro por alguno de los motivos antes expresados.
III
Toda vez que estos motivos difieren específicamente entre sí, diferentes serán
también las afecciones y amistades. Tres formas, puesto que sobre la base de cada
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uno de estos puede haber mutua y reconocida afección, y los que se aman
recíprocamente se desean mutuamente los bienes que corresponden al
fundamento de su amistad.
De este modo, los que se aman por la utilidad, no se aman por sí mismos, sino en
cuanto derivan algún bien uno del otro. Lo mismo los que aman por el placer, que
no quieren a los que tiene ingenio y gracia por tener estas cualidades, sino porque
su trata les resulta agradable. De consiguiente, los que son amigos por interés
manifiestan sus afectos por alcanzar un bien para sí mismos; y cuando es por
placer, para obtener algo para ellos placentero, y no por el ser mismo de la persona
amada, sino cuando es útil o agradable. Son, en suma, estas amistades amistades
por accidente, porque no se quiere a la persona amada por lo que ella es, sino en
cuanto proporciona beneficio o placer, según sea el caso.
Semejantes amistades fácilmente se desatan con sólo que tales amigos no
permanezcan los mismos que eran; y así dejan de quererlos desde que no son ya
agradables o útiles. La utilidad, en efecto, no es constante, sino que según los
tiempos mudase en otra distinta. Caducando, pues, el motivo por el que eran
amigos, disuélvese también la amistad, ya que no era amistad sino por aquel
motivo.
Esta especie de amistad se encuentra sobre todo, al parecer, en los viejos (edad
en la cual no se persigue ya el placer, sino el provecho), y también entre aquellos
hombres maduros y jóvenes que sólo buscan “lo que puede serles ventajoso.
Amigos de esta clase tampoco están mucho en compañía, y aun algunas veces ni
se complacen en su trato ni han menester de su conversación, a no ser cuando
hayan de prestarse un servicio, porque en tanto tienen placer unos en otro en
cuanto tienen esperanza de conseguir algún beneficio. En esta clase de amistades
pueden colocarse las relaciones de hospitalidad.
La amistad de los jóvenes parece tener por motivo el placer. Los jóvenes, en efecto,
viven por la pasión, y van sobre todo por lo placentero para ellos y lo presente; pero
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mudándose la edad, otros deleites sobrevienen. Por lo cual tan pronto se hacen
amigos como dejan de serlo, pues su amistad cambia simultáneamente con el
placer, y la mudanza de este placer es rápida. Los jóvenes son, además, amorosos,
porque la amistad amorosa está por lo común inspirada en la pasión y fundada en
el placer. Por esto aman los jóvenes tan pronto como dejan de hacerlo, y a menudo
cambian de sentimientos en el mismo día. Sin embargo, desean pasar los días y la
vida juntos, porque de esta manera alcanzan el objeto de su amistad.
La amistad perfecta es la de los hombres de bien y semejantes en virtud, porque
éstos se desean igualmente el bien por ser ellos buenos, y son buenos en sí
mismos. Los que desean el bien a sus amigos por su propio respeto, son los amigos
por excelencia. Por ser ellos quienes son observan esta disposición, y no por
accidente. La amistad de estos hombres permanece mientras ellos son buenos;
ahora bien, la virtud es algo estable. Cada uno de ellos, además, es bueno en
absoluto y con respecto al amigo, porque los buenos son buenos en absoluto y
provechosos los unos a los otros. Y asimismo son agradables, porque los buenos
son agradables tanto absolutamente como en sus relaciones mutuas. A cada
hombre, en efecto, le son causa de placer las acciones que le son familiares y sus
semejantes; ahora bien, las acciones de los hombres son las mismas o semejantes.
Esta amistad es, por tanto, como puede con razón suponerse, durable. Vincúlanse
en ella todas las cosas que deben de concurrir en los amigos. Toda amistad es por
un bien o por un placer, ya en absoluto, ya para el sujeto activo de la amistad, y se
funda en cierta semejanza. Ahora bien, en esta amistad reúnense todas las
características antes especificadas como atributos esenciales de los amigos,
porque en este caso los amigos son también semejantes en las otras cualidades.
Y siendo lo absolutamente bueno también absolutamente placentero, y estos
atributos los más amables de todos, síguese que el amor y la amistad existen en
su más plena y perfecta forma entre estos hombres.
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Tales amistades son, por supuesto, raras, porque tales hombres son pocos. Hace
falta, además, tiempo y trato, pues según el proverbio, no pueden conocerse
mutuamente los hombres antes de haber consumido juntamente la sal, ni recibirse
ni darse por amigos antes de que cada uno se muestre al otro amable y haya
ganado su confianza.
En cuanto a los que rápidamente entran en relaciones de amistad, quieren
seguramente ser amigos, pero no lo son aún, a menos que ambos sean dignos de
amor y que lo sepan. El deseo de amistad nace pronto: la amistad no.
IV
Esta forma de amistad, pues, es perfecta, tanto en su duración como en los otros
respectos, en todos los cuales cada parte recibe de la otra los mismos o semejantes
bienes, como debe de ser entre amigos.
La amistad por placer tiene semejanza con la precedente, porque los buenos son
recíprocamente agradables. Lo mismo la que es por utilidad, puesto que los buenos
son también útiles los unos a los otros. Y en estas relaciones de tipo inferior, las
amistades permanecen sobre todo cuando del uno al otro amigo le viene cosa igual,
como si dijésemos igual placer, pero no sólo así como quiera, sino un placer del
mismo principio, como pasa entre la gente de amena conversación, y no como
acontece entre el amante y el amado. Estos, en efecto, no reciben su placer de las
mismas cosas, sino que el amante lo recibe de ver al amado, y éste a su vez de ser
objeto de los cuidados del amante. Y cuando la flor de la juventud se marchita, la
amistad también en ocasiones fallece, porque al uno no le es ya agradable la vista
del otro, ni éste por su parte recibe de aquél los cuidados que solía. Mucho, sin
embargo, permanecen unidos si por la intimidad han llegado a aficionarse a la
condición del otro, gracias a la conformidad de caracteres establecida entre ellos.
Pero los que no buscan un intercambio de placer, sino de utilidad en sus relaciones
amorosas, son menos amigos y menos constantes. Los que por la utilidad son
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amigos, en cesando el interés se separan, porque no eran amigos uno del otro, sino
de aquel provecho.
De consiguiente, por placer y por utilidad es posible que aun los malos sean amigos
entre sí, y los buenos de los malos, y los que no son ni lo uno ni lo otro de los unos
o de los otros. Pero por sí mismos es manifiesto que los únicos amigos son los
hombres de bien, como quiera que los malos no se agradan los unos de los otros,
a no ser que les venga alguna ventaja.
La amistad de los buenos, además es la única que puede desafiar la calumnia,
porque no es fácil dar a nadie crédito contra aquel que por largo tiempo tiene uno
experimentado. Entre la gente de bien hay confianza, así como la seguridad de que
jamás se harán injusticia, y todas las cosas requeridas en la verdadera amistad. En
las otras, al contrario, nada impide a que lleguen a surgir esos males.
Puesto que los hombres llaman amigos también a los que lo son por interés, como
lo son las ciudades (cuyas alianzas es creencia común hacerse por obtener alguna
ventaja), y puesto que asimismo se llama amigos a los que por placer se tiene
afecto recíproco, como los niños, quizá convenga que también nosotros llamemos
amigos a esa clase de gentes, sólo que distinguiendo diversas formas de amistad,
a saber:
En primer lugar y en su propio sentido, la que existe entre los buenos en tanto que
buenos; las demás por semejanza, ya que por motivo de algún bien o por algo
semejante son amigos, como quiera que aun el placer es un bien para los que aman
el placer. Con todo, no es frecuente que estas dos especies inferiores de amistad
coincidan, ni son los mismos hombres los que se hacen amigos por utilidad y por
placer, porque no se acoplan perfectamente las cosas que sólo lo están por
accidente.
Dividiéndose, pues, la amistad en estas especies, los malos serán amigos por
placer o por provecho, pues en esto son semejantes, mientras que los buenos lo
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serán por sí mismos, porque en tanto que son buenos se asemejan. Estos son, por
ende, amigos absolutamente hablando; aquellos por accidente y remendando a los
primeros.
V
Así como en las virtudes unos se llaman buenos por hábito, otros por el acto, así
también en la amistad. Unos gozan de la convivencia recíproca y proporcionan
mutuamente bienes, al paso que otros, dormidos o separados por la distancia, no
ejercitan la amistad, aunque están dispuestos a obrar amigablemente. La distancia
local no destruye absolutamente la amistad, sino su acto. Mas cuando la ausencia
llega a ser prolongada, parece como que hace poner en olvido la amistad, por lo
cual se ha dicho:
Mucha amistad desató la falta de coloquio.
Ni los viejos ni las personas ásperas se muestran inclinadas hacia la amistad,
porque hay en ellos poco que sea placentero, y nadie puede pasar los días con
quien anda triste o con quien no es agradable, ya que la naturaleza parece sobre
todo huír de lo que causa dolor y tender a lo que da placer.
En cuanto a los que están en buenos términos recíprocos, pero que no conviven,
puede comparárseles más bien a los benévolos que a los amigos, porque nada es
más propio de los amigos que el convivir. Si los necesitados desean el socorro de
sus amigos, los felices a su vez anhelan pasar juntos los días. Nada conviene
menos a estos hombres que estar solos. Pero pasar la vida juntos entre sí no es
posible si no son agradables ni reciben gusto de las mismas cosas, como parece
mostrarlo la camaradería.
La amistad por excelencia es, pues, la de los hombres de bien, como hemos dicho
repetidas veces, porque lo que es absolutamente bueno o agradable parece ser
amable y deseable, y para cada uno lo es lo que para él es bueno o agradable;
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ahora bien, el hombre bueno es amable y deseable para el hombre bueno por
ambas razones.
La afección, por su parte, aseméjase a una emoción; la amistad a un hábito. La
afección puede tener también por objeto cosas inanimadas; pero la reciprocidad
afectiva implica elección, y la elección procede del hábito. Cuando los hombres
desean bien a las personas que quieren por consideración a éstas, no es esto por
emoción, sino por hábito. Por lo demás, queriendo a un amigo quieren los hombres
su propio bien, porque el hombre bueno que ha llegado a ser un amigo, se convierte
en un bien para aquél de quien es amigo. Cada uno, por ende, ama lo que es un
bien del otro y dándole contento, porque de la amistad se dice ser igualdad, y ambas
cosas se encuentran señaladamente en la amistad de los buenos.
3. Filosofía patrística
San Agustín
(1995). Obras completas. Tomo XL. 46, 1-2 Madrid: Biblioteca de Autores
Cristianos.
C U E S T I Ó N 4 6
LAS IDEAS
Respuesta: 1. El nombre. Se dice que fue Platón el primero que empleó este
nombre de Ideas. No que antes de que él lo inventase, y cuando este nombre no
existía, tampoco existían las mismas realidades que él llamo ideas, ni eran
conocidas por ninguno, sino tan sólo nombradas por unos con un nombre y por
otros con otro. Porque se puede poner un nombre cualquiera a cualquier cosa
desconocida que no tenga un nombre usual. En efecto, es inverosímil o que no
haya habido filósofos antes de Platón, o que esas que Platón llama ideas, sean las
realidades que sean, como he dicho, no las hayan entendido. Puesto que tanta
fuerza se encierra en ellas que, si no han sido entendidas, nadie puede ser filósofo.
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También es de creer que fuera de Grecia han existido filósofos en otros pueblos.
Lo cual hasta el mismo Platón lo ha afirmado, no sólo viajando para perfeccionar
su sabiduría, sino que también lo recuerda en sus escritos. No se puede pensar
que éstos, si existieron algunos, desconocieran las ideas, aunque ellos las hayan
llamado quizá con otro nombre. Pero ya he dicho bastante sobre el nombre.
Veamos la realidad, porque vale la pena para estudiarla cuidadosamente y
conocerla, dejando en libertad las palabras para que cada cual llame como quiera
a esa realidad que haya conocido.
2. Nosotros podemos llamar a las ideas en latín formas o especies, para que se vea
que traducimos una palabra por otra. Y si las llamamos razones nos apartamos de
su etimología rigurosa, porque razones en griego se dice no ideas. Con
todo, quien quiera usar este vocablo no desnaturaliza por ello la misma realidad.
Por supuesto que las ideas son las formas principales o las razones estables e
inmutables de las cosas, las cuales no han sido formadas, y por ello son eternas y
permanentes en su mismo ser que están contenidas en la inteligencia divina, y
como ellas ni nacen ni mueren decimos que según ellas es formado todo lo que
puede nacer y morir, y todo lo que nace y muere.
Conocimiento de las Ideas. En cuanto al alma, hay que negar que pueda
contemplar las ideas, a no ser el alma racional, por esa parte de su ser por la que
sobresale, es decir, por la misma mente y razón, que es como su rostro, o su ojo
interior e inteligible. Además, no toda y cualquier alma, asimismo racional, sino la
que fuere santa y pura, ésa se afirma que es y que es idónea para tal visión, es
decir, la que tuviese aquél mismo ojo con el que se ven estas cosas, sano, sincero
y sereno, semejante a esas realidades que pretende ver.
Pues ¿qué hombre religioso y formado en la verdadera religión, aunque
todavía no pueda contemplar esas cosas, va a atreverse a negar, más aún, no va
a confesar que todas las cosas que existen, es decir, todo lo que se contiene en su
género por su propia naturaleza específica para que existan, han sido procreadas
por Dios creador, y que todas las cosas que viven, viven siendo El su autor, y que
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la conservación universal de las realidades, y el mismo orden por el cual las cosas
que cambian ejecutan sus ciclos periódicos con un gobierno seguro, todas están
guardadas y gobernadas por las leyes del Dios soberano? Asegurado y admitido
todo esto, ¿quién va a atreverse a afirmar que Dios creó irracionalmente todas las
cosas? Si eso no puede decirse y creerse con razón queda que todas las cosas
han sido creadas con la razón. No con la misma razón de ser el hombre que el
caballo, porque es absurdo pensar tal cosa. Ya que cada cosa ha sido creada con
sus propias razones. Y ¿dónde hay que pensar que existen esas razones sino en
la mente misma del Creador? En efecto, El no contempla cosa alguna fuera de Sí
para que lo que iba creando lo crease según aquello. Pensar tal cosa es sacrílego.
Y si esas razones de todas las realidades creadas y por crear están contenidas en
la mente divina, y en la mente divina no puede existir cosa alguna sino es eterno e
inmutable, y a esas razones principales de las realidades Platón las llama Ideas, es
que no solamente existen las ideas, sino que ellas mismas son verdaderas, porque
son eternas y permanecen en su ser, e inconmutables, por cuya participación
resulta que existe todo lo que existe, de cualquier modo que existe.
Pero en cuanto al alma racional, supera a todas las cosas entre esas
realidades que han sido creadas por Dios. Está próxima a Dios cuando es pura, y
en la medida en que se hubiese unido a Él por la caridad, en esa medida ella
contempla inundada e iluminada por Él con aquella Luz inteligible, no por medio de
ojos corporales, sino por la luz principal de su propio ser con la cual sobresale, es
decir, por medio de su inteligencia, esas razones por cuya visión se hace felicísima.
A esas razones, como he dicho, se las puede llamar ideas, formas, especies,
razones, y a muchos se les permite llamarlas lo que quieran, pero
solamente a muy pocos ver lo que es verdadero.
4. Filosofía medieval
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Erasmo de Rotterdam
(1953). Elogio de la locura. Madrid: Espasa Calpe.
Capítulo XIII
En principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del hombre es con mucho la
primera, y que es la más grata a todos? ¿Qué tienen los niños para que les
besemos, les abracemos, les acariciemos y hasta de los enemigos merezcan
cuidados, si no es el atractivo de la locura que la prudente naturaleza ha procurado
proporcionarles al nacer para que con el halago de este deleite puedan satisfacer
los trabajos de los maestros y los beneficios de sus protectores? Luego, la juventud,
que sucede a esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta solicitud la
ayudan todos, cuán afanosamente la miran y con cuánto desvelo se tiende una
mano en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde procede este encanto de la juventud
sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos sensatez tienen sean, por lo
mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré si no añado que a medida que crecen y empiezan a cobrar prudencia por
obra de la experiencia y del estudio, descaece la perfección de la hermosura,
languidece su alegría, se hiela su donaire y les disminuye el vigor. Cuanto más se
alejan de mí, menos y menos van viviendo, hasta que llegan a la vejez molesta que
no sólo lo es para los demás, sino para sí mismos. Tanto es así que ningún mortal
podría tolerarla si yo, compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les
echase una mano, y al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen
socorrer con alguna metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando les veo
próximos al sepulcro, les devuelvo a la infancia dentro de la medida de lo posible.
De aquí viene que la gente suela considerar como niños a los viejos.
Si alguien se interesa en saber el medio de que me valgo para la transformación,
no se lo ocultaré: Les llevo a las fuentes de nuestro río Leteo, que nace en las islas
Afortunadas (pues que por el infierno sólo discurre un tenue riachuelo), para que
allí, al tiempo que van trasegando el agua del Olvido, se enniñezcan y se les
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disuelvan las preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda en esto, sino
que, además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el infantilizarse
no consiste en otra cosa. ¿No es propio de los niños el divagar y el tontear? ¿Y
acaso no es lo más deleitable de tal edad el hecho de que carezcan de sensatez?
¿Quién no aborrecerá y execrará como cosa monstruosa a un niño dotado de viril
sapiencia? De ello es fiador el proverbio conocido por el vulgo: «Odio al niño de
precoz sabiduría.»
¿Quién podría soportar la relación y el trato con un viejo que a su enorme
experiencia de las cosas uniese semejante vigor mental y acritud de juicio? Por esta
razón he favorecido al viejo haciéndole delirar, y esta divagación le liberta, mientras
tanto, de aquellas miserables preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace
ser un agradable compañero de bebida y librarse del tedio de la vida, el cual apenas
puede sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano
de Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras de A. M. O. Sería desgraciadísimo
si conservase la noción de las cosas, pero mientras tanto, gracias a mi favor, el
viejo es feliz, grato a los amigos y no tiene nada de bobalicón ni de inepto para las
fiestas. Abunda en mi favor que en Homero se vea cómo de la boca de Néstor fluía
una «palabra más dulce que la miel», mientras la de Aquiles era amarga y los
ancianos que él mismo nos describe sentados en las murallas dejaban escuchar
apacibles palabras.
Según este criterio, los viejos superan a la misma infancia, edad ciertamente
placentera, pero inmadura y desprovista del principal halago de la vida, es decir, la
locuacidad. Observar, además, que los ancianos disfrutan locamente de la
compañía de los niños y éstos a su vez se deleitan con los viejos, «pues Dios se
complace en reunir a cada cosa con su semejante».
¿En qué difieren unos de otros, a no ser en que éstos están más arrugados y
cuentan más años? Por lo demás, en el cabello incoloro, la boca desdendata, las
pocas fuerzas corporales, la apetencia de la leche, el balbuceo, la garrulería, la falta
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de seso, el olvido, la irreflexión, y, en suma, en todas las demás cosas, se
armonizan. Cuanto más se acerca el hombre a la senectud, tanto más se va
asemejando a la infancia, hasta que, al modo de ésta, el viejo emigra sin tedio de
ella ni sensación de morir.
Capítulo XXXIV
¿Acaso no veis que en cualquier género de los demás animales viven más felices
aquellos que están más apartados de las ciencias y no les guía otro magisterio que
el de la naturaleza? ¿Cuál más feliz y más admirable que las abejas? Y aun éstas
no poseen todos los sentidos corporales. ¿Se encontrará nada semejante a la
arquitectura con que construyen los edificios? ¿Qué filósofo ha fundado nunca
parecido Estado?
En cambio, el caballo, por ser afín al talento humano y haberse trasladado a convivir
con el hombre, participa de las calamidades de éste, y así no es raro verle reventar
en las carreras porque le avergüenza ser vencido, y en las batallas, mientras está
anhelando el triunfo, le hieren y muerde el polvo junto con el jinete. Y no hablo de
las serretas, ni de los acicates, de la prisión de la cuadra, de los látigos, los palos,
de las bridas, del jinete y, en fin, de todo el aparato de la servidumbre a la que se
sometió espontáneamente cuando, queriendo imitar a los héroes, anheló
ardientemente vengarse de los enemigos.
¡Cuánto más deseable es la vida de las moscas y de los pájaros que viven libres
de cuidado y a tenor sólo del instinto natural, con tal que se lo toleren las
asechanzas del hombre! Si cuando se encierra a los pájaros en una jaula se les
enseña a imitar la voz humana, es admirable cuánto pierden de aquella gracia
natural suya. Lo que creó la naturaleza es en todos sus aspectos siempre más
agradable que lo mixtificado por el arte.
De este modo, nunca alabaría bastante a aquel gallo pitagórico que, habiendo
sucesivamente sido con la misma entidad filósofo, varón, mujer, rey, particular, pez,
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caballo, rana, y aun creo que esponja, dictaminó que no había animal más
desgraciado que el hombre, porque todos los demás, se reducían a los confines de
su naturaleza y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía su condición.
Capítulo LII
Después de éstos vienen los filósofos, cuya barba y amplia capa les hace
venerables, los cuales se tienen por los únicos sabios y al resto de los mortales
consideran sombras errantes. Con qué manso delirio construyen infinitos mundos,
se entretienen en medir como a pulgada y con un hilo el Sol, la Luna, las estrellas
y los planetas; explican las causas del rayo, del viento, de los eclipses y de todos
los demás fenómenos inexplicables, sin ninguna vacilación, como si fuesen
secretarios del artífice del mundo y hubiesen acabado de llegarnos del consejo de
los dioses. En tanto, la naturaleza se ríe en grande de ellos y de sus conjeturas,
pues nada absolutamente saben con certeza, y buena prueba de ello son esas
disputas interminables que sostienen acerca de los asuntos más sencillos. Aunque
nada sepan, creen saberlo todo y no se conocen a sí mismos, ni ven la fosa abierta
a sus pies, ni la roca en que pueden tropezar, sea a les veces porque son cegatos
y otras porque tienen la cabeza a pájaros. Ello no les impide afirmar que ven claras
las ideas, los universales, las formas abstractas, las quididades, los primeros
principios, las ecceidades, y, en fin, conceptos tan sutiles, que el mismo Linceo no
llegaría a percibir, según creo.
Desprecian al vulgo profano, porque ellos se sienten capaces de trazar triángulos,
rectángulos, círculos y semejantes figuras geométricas superpuestas las unas a las
otras y en forma laberíntica o rodeadas de letras puestas como en formación y
repetidas en diversas filas, con cuyas tinieblas oscurecen a los indoctos. Entre
estos filósofos se cuentan también los que anuncian lo porvenir tras consultar los
astros y prometen prodigios más que mágicos, y todavía tienen la suerte de
encontrar a quienes lo creen.
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5. Filosofía Moderna
Descartes
(2001) Las meditaciones metafísicas, México: Porrua.
Meditación Segunda
De la naturaleza de la mente humana: que es más fácil de conocer que el cuerpo
La meditación que hice ayer me ha llenado la mente de tantas dudas que, en
adelante, ya no está en mi poder olvidarlas. Y sin embargo no veo de qué modo
podría resolverlas; así, como si hubiera caído de repente en aguas muy profundas,
me encuentro tan sorprendido que ni puedo asegurar mis pies en el fondo ni nadar
para mantenerme en la superficie. No obstante, me esforzaré y seguiré, sin
desviarme, el mismo camino por el que había transitado ayer, alejándome de todo
aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, al igual que haría si supiese que
es absolutamente falso; y continuaré siempre por este camino hasta que encuentre
algo cierto o, por lo menos, si no puedo hacer otra cosa, hasta que haya
comprendido con certeza que no hay nada cierto en el mundo. Arquímedes, para
mover el globo terrestre de su lugar y llevarlo a otro, sólo pedía un punto de apoyo
firme y seguro. Del mismo modo podría yo concebir grandes esperanzas si fuera lo
bastante afortunado como para encontrar una sola cosa que fuera cierta e
indudable.
Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; y me persuado de que
jamás ha existido nada de todo aquello que mi memoria, llena de mentiras, me
representa; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la
extensión, el movimiento y el lugar no son más que ficciones de mi mente. ¿Qué
es, pues, lo que podrá estimarse verdadero? Quizá ninguna otra cosa excepto que
no hay nada cierto en el mundo.
Pero ¿y yo qué se si no hay ninguna otra cosa diferente de las que acabo de
considerar inciertas y de la que no pueda tener la menor duda? ¿No hay algún Dios
o cualquier otro poder que me ponga en la mente estos pensamientos? Eso no es
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necesario, ya que quizás sea yo capaz de producirlos por mi mismo. Yo, al menos,
¿no soy algo? Pero ya he negado que tuviese sentidos o cuerpo alguno. Dudo, sin
embargo, pues ¿qué se sigue de ello? ¿Dependo hasta tal punto de mi cuerpo y de
mis sentidos que no pueda ser sin ellos? Pero me he persuadido de que no había
absolutamente nada en el mundo: ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos; ¿no me
he persuadido, pues, de que yo no existía? No, ciertamente, probablemente exista,
si me he persuadido, o solamente si he pensado algo. Pero hay un no se quién
engañador, muy poderoso y muy astuto, que emplea toda su industria en que me
engañe siempre. No hay pues duda alguna de que existo, si me engaña; y que me
engañe tanto como quiera, que nunca podría hacer que yo no fuera nada mientras
yo pensara ser algo. De modo que, tras haberlo pensado bien y haber examinado
cuidadosamente todas las cosas, hay que concluir finalmente y tener por constante
que esta proposición: "Soy, existo" es necesariamente verdadera todas las veces
que la pronuncio o que la concibo en mi mente.
Pero no conozco aún con suficiente claridad lo que soy yo, que estoy seguro de
que existo; de modo que, en adelante, es necesario que me mantenga
cuidadosamente alerta para no tomar imprudentemente cualquier otra cosa por mi
y, así, no confundirme en absoluto con este conocimiento, que sostengo que es
más cierto y más evidente que todos los que he tenido hasta el presente. Por ello
consideraré directamente lo que creía ser antes de que me adentrase en estos
últimos pensamientos; y cercenaré de mis antiguas opiniones todo lo que puede
ser combatido por las razones ya alegadas, de modo que no quede precisamente
nada más que lo que es enteramente indudable.
¿Qué es, pues, lo que he creído ser antes? Sin dificultad, he pensado que era un
hombre. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No
ciertamente, ya que tendría que investigar después lo que es un animal y lo que es
racional y así, de una sola cuestión, caeríamos irremisiblemente en una infinidad
de otras más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar el poco tiempo y el
ocio que me queda empleándolos en desembrollar semejantes sutilezas. Me
detendré, más bien, en considerar aquí los pensamientos que surgían antes por sí
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mismos en mi mente y que estaban inspirados sólo en mi naturaleza, cuando me
aplicaba a la consideración de mi ser. Me consideraba, en primer lugar, como
teniendo un rostro, manos, brazos y toda esa maquinaria compuesta de huesos y
carne, tal como se muestra en un cadáver, a la que designaba con el nombre de
cuerpo. Además de eso, consideraba que me alimentaba, que caminaba, que
sentía y que pensaba, y atribuía todas esas acciones al alma; pero no me detenía,
en absoluto, a pensar lo que era este alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era
alguna cosa extremadamente rara y sutil, como un viento, una llama o un aire muy
dilatado, que penetraba y se extendía por mis partes más groseras. Por lo que
respecta al cuerpo, no dudaba de ningún modo de su naturaleza; ya que pensaba
conocerlo muy distintamente y, si lo hubiera querido explicar según las nociones
que tenía de él, lo hubiera descrito de este modo: por cuerpo entiendo todo lo que
puede ser delimitado por alguna figura; que puede estar contenido en algún lugar y
llenar un espacio, de tal modo que cualquier otro cuerpo quede excluido de él; que
puede ser sentido, o por el tacto, o por la vista, o por el oído, o por el gusto, o por
el olfato; que puede ser movido de distintas maneras, no por sí mismo, sino por
alguna cosa externa por la que sea afectado y de la que reciba el impulso. Ya que,
si tuviera en sí el poder de moverse, de sentir y de pensar, no creo en absoluto que
se le debieran atribuir estas excelencias a la naturaleza corporal; al contrario, me
extrañaría mucho ver que semejantes capacidades se encontraran en ciertos
cuerpos.
Pero yo ¿qué soy, ahora que supongo que hay alguien que es extremadamente
poderoso y, si me atrevo a decirlo, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas
y toda su industria en engañarme? ¿Puedo estar seguro de tener la menor de todas
esas cosas que acabo de atribuir a la naturaleza corporal? Me paro a pensar en
ello con atención, recorro y repaso todas esas cosas en mi mente y no encuentro
ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me detenga a
enumerarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay algunos que
estén en mí. Los primeros son alimentarse y caminar; pero si es cierto que no tengo
cuerpo también lo es que no puedo caminar ni alimentarme. Otro es sentir, pero
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tampoco se puede sentir sin el cuerpo, además de que, anteriormente, he creído
sentir varias veces cosas durante el sueño que, al despertarme, he reconocido no
haber sentido en absoluto realmente. Otro es pensar; y encuentro aquí que el
pensamiento es un atributo que me pertenece: es el único que no puede ser
separado de mí. "Soy, existo": esto es cierto; pero ¿durante cuanto tiempo? A
saber: tanto tiempo mientras piense; ya que, quizás, podría ocurrir que si cesara de
pensar cesaría al mismo tiempo de ser o de existir. No admito ahora, pues, nada
que no sea necesariamente verdadero: yo no soy, pues, hablando con precisión,
más que una cosa que piensa, es decir, una mente, un entendimiento o una razón,
que son términos cuyo significado anteriormente me era desconocido. Ahora bien,
yo soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero ¿qué cosa? Ya lo he
dicho: una cosa que piensa.
¿Y qué más? Volveré a azuzar mi imaginación para investigar si no soy algo más.
No soy, en absoluto, este ensamblaje de miembros que llamamos cuerpo humano;
tampoco soy un aire separado y penetrante extendido por todos esos miembros;
tampoco soy un viento, un aliento, un vapor, ni nada de todo lo que puedo fingir e
imaginar, ya que he supuesto que todos eso no era nada y, sin modificar esta
suposición, considero que no deja de ser cierto que soy algo. Pero ¿puede ocurrir
que todas esas cosas que supongo que no son nada, porque me son desconocidas,
no sean en efecto distintas de mi, que conozco? No lo se; ahora no discuto este
tema; sólo puedo juzgar las cosas que me son conocidas: he reconocido que era e
investigo lo que soy, yo, que he reconocido que existo. Ahora bien, es muy cierto
que esta noción y conocimiento de mí mismo, considerada precisamente así, no
depende en absoluto de las cosas cuya existencia todavía no me es conocida; ni,
en consecuencia, con mayor motivo, de las que son fingidas e inventadas por la
imaginación. E incluso los términos fingir e imaginar me advierten de mi error, ya
que fingiría, en efecto, si imaginara ser alguna cosa, ya que imaginar no es otra
cosa que contemplar la figura o la imagen de una cosa corporal. Ahora bien, ya se
ciertamente que soy, y que en conjunto se puede hacer que todas aquellas
imágenes, y generalmente todas las cosas que se remiten a la naturaleza del
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cuerpo, no sean más que sueños o quimeras. De lo que se sigue que veo
claramente que tendría tan poca razón al decir: azuzaré mi imaginación para
conocer más distintamente lo que soy, como la que tendría si dijera: ahora estoy
despierto y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún bastante
claramente, me dormiré deliberadamente para que mis sueños me representen eso
mismo con más verdad y evidencia. Y así reconozco ciertamente que nada de todo
lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece a este
conocimiento que tengo de mí mismo, y que es necesario alejar y desviar a la mente
de esta manera de concebir, para que pueda ella misma reconocer distintamente
su naturaleza.
¿Qué es, pues, lo que soy? Una cosa que piensa. ¿Y qué es una cosa que piensa?
Es una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no
quiere, que imagina, también, y que siente.
Ciertamente no es poco, si todas esas cosas pertenecen a mi naturaleza. ¿Pero
por qué no iban a pertenecerle? ¿No sigo siendo yo ese mismo que duda de casi
todo, aunque entiende y concibe algunas cosas, que asegura y afirma que sólo
estas son verdaderas, que niega todas las demás, que quiere y desea conocer más,
que no quiere ser engañado, que imagina otras muchas cosas, a veces incluso a
pesar de lo que tenga, y que siente muchas otras, como por medio de los órganos
del cuerpo? ¿Hay algo en todo ello que no sea tan verdadero como lo es que yo
soy, y que yo existo, incluso aunque durmiera siempre y aunque quien me ha dado
el ser utilizara todas sus fuerzas para confundirme? ¿Hay alguno de esos atributos
que pueda ser distinguido de mi pensamiento, o del que se pueda decir que está
separado de mí mismo? Ya que es de por sí evidente que soy yo quien duda, quien
entiende y quien desea, que no es necesario añadir nada para explicarlo. Y tengo
también ciertamente el poder de imaginar, ya que, aunque pueda ocurrir (como he
supuesto anteriormente) que las cosas que imagino no sean verdaderas, este poder
de imaginar no deja de estar realmente en mí, no obstante, y forma parte de mi
pensamiento. En fin, yo soy el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las
cosas como por los órganos de los sentidos, ya que, en efecto, veo la luz, oigo el
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ruido, siento el calor. Pero me diréis que esas apariencias son falsas y que duermo.
Bueno, aceptémoslo así; de todos modos por lo menos es cierto que me parece
que veo, que oigo y que entro en calor; y es eso lo que propiamente para mí se
llama sentir, lo que, tomado así precisamente, no es otra cosa que pensar.
Por donde empiezo a conocer lo que soy con un poco más de claridad y distinción
que anteriormente. Pero no puedo impedirme creer que las cosas corporales, cuyas
imágenes se forman en mi pensamiento, y que pertenecen a los sentidos, no sean
conocidas más distintamente que esa no se qué parte de mí mismo que no
pertenece en absoluto a la imaginación: aunque sea una cosa bien extraña, en
efecto, que las cosas que encuentro dudosas y alejadas sean más claramente y
más fácilmente conocidas por mí que las que son verdaderas y ciertas y que
pertenecen a mi propia naturaleza. Pero veo lo que ocurre: mi mente se complace
en extraviarse y aún no puede mantenerse en los justos límites de la verdad.
Aflojémosle, pues, un poco más las riendas, a fin de que, volviendo a tirar de ellas
suave y adecuadamente, podamos regularla y conducirla más fácilmente.
Empecemos por la consideración de las cosas más comunes, y que creemos
comprender más distintamente, a saber, los cuerpos que tocamos y vemos. No
hablo aquí de los cuerpos en general, ya que esa nociones generales son con
frecuencia más confusas, sino de algún cuerpo en particular. Tomemos, por
ejemplo, este trozo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: todavía no ha
perdido la dulzura de la miel que contenía, todavía retiene algo del olor de las flores
de las que se ha recogido; su color, su figura, su tamaño, son manifiestos; es duro,
está frío, se puede tocar y, si lo golpeamos, producirá algún sonido. En fin, todas
las cosas que pueden distintamente permitirnos conocer un cuerpo se encuentran
en él. Pero he aquí que, mientras hablo, lo acercamos al fuego: lo que quedaba de
su sabor desaparece, el olor se desvanece, su color cambia, pierde su figura,
aumenta su tamaño, se licúa, se calienta, apenas podemos tocarlo y, aunque lo
golpeemos, no producirá ningún sonido. ¿La misma cera permanece tras este
cambio? Hay que confesar que permanece y nadie lo puede negar. ¿Qué es, pues,
lo que se conocía de ese trozo de cera con tanta distinción? Ciertamente, no puede
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ser nada de todo lo que he indicado por medio de los sentidos, ya que todas las
cosas que caían bajo el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído, han cambiado, y
sin embargo la misma cera permanece.
Quizás era lo que pienso ahora, a saber, que la cera no era ni esa dulzura de la
miel, ni ese agradable olor de las flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido,
sino solamente un cuerpo que antes me aparecía bajo esas formas y que ahora se
hace notar bajo otras. Pero ¿qué es lo que, propiamente hablando, imagino, cuando
la concibo de esta manera? Considerémoslo atentamente y, separando todas las
cosas que no pertenecen a la cera, veamos lo que queda. Ciertamente no queda
nada sino algo extenso, flexible y mutable. Ahora bien ¿qué es esto: flexible y
mutable? ¿No es que imagino que esta cera, siendo redonda, es capaz de
convertirse en cuadrada, y de pasar del cuadrado a una figura triangular? No,
ciertamente no es esto, ya que la concibo como capaz de recibir una infinidad de
cambios semejantes, y no podría recorrer esta infinidad con mi imaginación y, en
consecuencia, esta concepción que tengo de la cera, no procede de la facultad de
imaginar. ¿Qué es, ahora, esa extensión? ¿No es también desconocida, puesto
que en la cera que se derrite, aumenta, y se hace aún más grande cuando está
completamente derretida, y mucho más aún a medida que aumenta el calor? Y no
concebiría claramente y según la verdad lo que es la cera, si no pensara que es
capaz de recibir más variedades según la extensión de las que yo haya jamás
imaginado. Tengo, pues, que estar de acuerdo, en que ni siquiera podría concebir
lo que es esta cera mediante la imaginación, y que sólo mi entendimiento puede
concebirlo; me refiero a este trozo de cera en particular, ya que por lo que respecta
a la cera en general es aún más evidente. Ahora bien ¿qué es esta cera que sólo
puede ser comprendida por el entendimiento o la mente? Ciertamente es la misma
que veo, que toco, que imagino, y la misma que conocía desde el principio. Pero lo
que hay que recalcar es que su percepción, o bien la acción por la que se la percibe,
no es una visión, ni un contacto, ni una imaginación, y que nunca lo ha sido, aunque
lo pareciera así anteriormente, sino solamente una inspección de la mente, que
puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo
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es ahora, según que mi atención se dirija más o menos a las cosas que están en
ella y de las que ella está compuesta.
No obstante, no podría sorprenderme demasiado al considerar cuanta debilidad
hay en mi mente, ni de la inclinación que la lleva insensiblemente al error. Ya que,
aunque en silencio, considero todo esto en mí mismo, las palabras, no obstante,
me confunden, y me veo casi engañado por los términos del lenguaje ordinario:
pues decimos que "vemos" la misma cera, si se nos la presenta, y no que
"juzgamos" que es la misma, que tiene el mismo color y la misma figura; de donde
casi concluiría que conocemos la cera por la visión de los ojos, y no por la sola
inspección de la mente, si no fuera que, por azar, veo desde la ventana hombres
que pasan por la calle, a la vista de los cuales no dejo de decir que veo hombres,
al igual que digo que veo la cera; y sin embargo ¿qué veo desde esta ventana sino
sombreros y capas, que pueden cubrir espectros o imitaciones de hombres que se
mueven mediante resortes? Pero juzgo que son verdaderos hombres, y así
comprendo, por el solo poder de juzgar que reside en mi mente, lo que creía ver
con mis ojos.
Un hombre que intenta elevar su conocimiento más allá de lo común debe
avergonzarse de encontrar ocasión de dudar a partir de las formas y términos de
hablar del vulgo; prefiero ir más allá, y considerar si concebía con más evidencia y
perfección lo que era la cera cuando la percibí por primera vez, creyendo conocerla
por medio de los sentidos externos o, al menos, por el sentido común, tal como lo
llaman, es decir, por el poder imaginativo, que como la concibo ahora, después de
haber examinado con exactitud lo que es, y de qué forma puede ser conocida. Sería
ridículo, ciertamente, poner esto en duda. Pues ¿qué había en esta primera
percepción que fuese distinto y evidente, y que no pudiera caer del mismo modo
bajo el sentido de cualquier animal? Pero cuando distingo la cera de sus formas
exteriores y, como si la hubiera despojado de sus vestimentas, la considero
completamente desnuda, aunque se pudiera encontrar aún algún error en mi juicio,
ciertamente, no podría concebirla de este modo sin una mente humana.
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Pero, en fin, ¿qué diré de esta mente, es decir, de mí mismo? Pues hasta aquí no
admito en mí ninguna otra cosa que una mente. ¿Qué diré de mí, yo, que parezco
concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera? ¿No me conozco a mí
mismo, no sólo con tanta verdad y certeza sino aún con mucha más distinción y
claridad? Ya que si juzgo que la cera es, o existe, porque la veo, se seguirá con
mucha mayor evidencia que yo soy, o que existo yo mismo, por el hecho de que la
veo. Porque podría ocurrir que lo que yo veo no sea, en efecto, cera; también podría
ocurrir que yo no tuviera ojos para ver cosa alguna; pero no es posible que cuando
yo veo o (lo que ya no distingo) cuando yo pienso que veo, que yo, que pienso, no
sea algo. Igualmente, si pienso que la cera existe porque la toco, se volverá a seguir
la misma cosa, a saber, que yo soy; y si lo considero así porque mi imaginación me
persuade de ello, o por cualquier otra causa que sea, concluiré siempre la misma
cosa. Y lo que he señalado aquí de la cera, puede aplicarse a todas las otras cosas
que me son exteriores y que se encuentran fuera de mí. Ahora bien, si la noción o
el conocimiento de la cera parece ser más claro y más distinto después de haber
sido descubierta no sólo por la vista o por el tacto, sino también por muchas otras
cosas ¿con cuanta mayor evidencia, distinción y claridad, debo conocerme a mí
mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer la naturaleza de la
cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban mucho más fácilmente y más
evidentemente la naturaleza de mi mente? Y se encuentran además tantas otras
cosas en la mente misma, que pueden contribuir a la aclaración de su naturaleza,
que las que dependen del cuerpo, como estas, casi no merecen ser nombradas.
Pero en fin, heme aquí insensiblemente vuelto a donde quería; ya que, puesto que
hay una cosa que me es ahora conocida: que propiamente hablando no
concebimos los cuerpos más que por la facultad de entender que está en nosotros,
y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos porque los
veamos, o porque les toquemos, sino solo porque los concebimos por el
pensamiento, conozco evidentemente que no hay nada que me sea más fácil de
conocer que mi mente. Pero, como es casi imposible deshacerse rápidamente de
una antigua opinión, será bueno que me detenga un poco en ello, a fin de que,
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prolongando mi meditación, se imprima más profundamente en mi memoria este
nuevo conocimiento.
Kant
Immanuel Kant. (1994). Filosofía de la Historia. “¿Qué es la ilustración?
México: Fondo de Cultura Económica.
¿Qué es la ilustración?
La ilustracion es la liberacion del hombre de su culpable incapacidad. La
incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guia de
otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de
inteligencia sino de decision y valor par a servirse por si mismo de ella sin la tutela
de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razon!: he aqui el lema
de la ilustracion.
La pereza y la cobardia son causa de que una tan gran parte de los hombres
continue a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza
los libero de ajena tutela (naturaliter majorennes); tambien lo son que se haga tan
facil para otros erigirse en tutores. ¡Es tan comodo no estar emancipado! Tengo a
mi disposicion un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me
ofrece su conciencia, un medico que me prescribe las dietas, etc., etc., asi que no
necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habra otros que
tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los tutores, que tan
bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran mayoria
de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la
emancipacion, ademas de muy dificil, en extremo peligroso. Despues de entontecer
sus animales domesticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino
trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarian caso de
aventurarse a salir de el. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas
cuantas caidas aprenderian a caminar solitos; ahora que, lecciones de esa
naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.
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Es, pues, dificil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad,
convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado aficion y se siente realmente
incapaz de servirse de su propia razon, porque nunca se le permitio intentar la
aventura. Principios y formulas, instrumentos mecanicos de un uso o mas bien
abuso, racional de sus dotes naturales, hacen veces de ligaduras que le sujetan a
ese estado. Quien se desprendiera de ellas apenas si se atreveria a dar un salto
inseguro para salvar una pequena zanja, pues no esta acostumbrado a los
movimientos desembarazados. Por esta razon, pocos son los que, con propio
esfuerzo de su espiritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin
embargo, con paso firme.
Pero ya es mas facil que el publico se ilustre por si mismo y hasta, si se le deja en
libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontraran algunos que piensen por
propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran monton, quienes,
despues de haber arrojado de si el yugo de la tutela, difundiran el espiritu de una
estimacion racional del propio valer de cada hombre y de su vocacion a pensar por
si mismo. Pero aqui ocurre algo particular: el publico, que aquellos personajes
uncieron con este yugo, les unce a ellos mismos cuando son incitados al efecto por
algunos de los tutores incapaces por completo de toda ilustracion; que asi resulta
de perjudicial inculcar prejuicios, porque acaban vengandose en aquellos que
fueron sus sembradores o sus cultivadores. Por esta sola razon el publico solo poco
a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolucion acaso se logre derrocar el
despotismo personal y acabar con la opresion economica o politica, pero nunca se
consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios,
en lugar de los antiguos, serviran de riendas para conducir al gran tropel.
Para esta ilustracion no se requiere mas que una cosa, libertad; y la mas inocente
entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso publico de su
razon integramente Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El
oficial dice: ¡no razones, y haz la instruccion! El funcionario de Hacienda: ¡nada de
razonamientos!, ¡a pagar! El reverendo: ¡no razones y cree! (solo un senor en el
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mundo dice: razonad todo lo que querais y sobre lo que querais pero ¡obedeced!)
Aqui nos encontramos por doquier con una limitacion de la libertad. Pero ¿que
limitacion es obstaculo a la ilustracion? ¿Y cual, por el contrario, estimulo?
Contesto: el uso publico de su razon le debe estar permitido a todo el mundo y esto
es lo unico que puede traer ilustracion a los hombres; su uso privado se podra limitar
a menudo estrictamente, sin que por ello se retrase en gran medida la marcha de
la ilustracion. Entiendo por uso publico aquel que, en calidad de maestro, se puede
hacer de la propia razon ante el gran publico del mundo de lectores. Por uso privado
entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de funcionario.
Ahora bien; existen muchas empresas de interes publico en las que es necesario
cierto automatismo, por cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que
comportarse pasivamente para, mediante una unanimidad artificial, poder ser
dirigidos por el Gobierno hacia los fines publicos o, por lo menos, impedidos en su
perturbacion. En este caso no cabe razonar, sino que hay que obedecer. Pero en
la medida en que esta parte de la maquina se considera como miembro de un ser
comun total y hasta de la sociedad cosmopolita de los hombres, por lo tanto, en
calidad de maestro que se dirige a un publico por escrito haciendo uso de su razon,
puede razonar sin que por ello padezcan los negocios en los que le corresponde,
en parte, la consideracion de miembro pasivo. Por eso, seria muy perturbador que
un oficial que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el
cuartel sobre la pertinencia o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se
le puede prohibir con justicia que, en calidad de entendido, haga observaciones
sobre las fallas que descubre en el servicio militar y las exponga al juicio de sus
lectores. El ciudadano no se puede negar a contribuir con los impuestos que le
corresponden; y hasta una critica indiscreta de esos impuestos, cuando tiene que
pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podria provocar la resistencia
general). Pero ese mismo sujeto actua sin perjuicio de su deber de ciudadano si,
en calidad de experto, expresa publicamente su pensamiento sobre la inadecuado
o injusticia de las gabelas. Del mismo modo, el clerigo está obligado a ensenar la
doctrina y a predicar con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue
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aceptado con esa condicion. Pero como doctor tiene la plena libertad y hasta el
deber de comunicar al publico sus ideas bien probadas e intencionadas acerca de
las deficiencias que encuentra en aquel credo, asi como el de dar a conocer sus
propuestas de reforma de la religion y de la Iglesia. Nada hay en esto que pueda
pesar sobre su conciencia. Porque lo que ensena en funcion de su cargo, en calidad
de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo respecto no goza de libertad
para exponer lo que bien le parezca, pues ha sido colocado para ensenar segun
las prescripciones y en el nombre de otro. Dira: nuestra Iglesia ensena esto o lo
otro; estos son los argumentos de que se sirve. Deduce, en la ocasion, todas las
ventajas practicas para su feligresia de principios que, si bien el no suscribiria con
entera conviccion, puede obligarse a predicar porque no es imposible del todo que
contengan oculta la verdad o que, en el peor de los casos, nada impliquen que
contradiga a la religion interior. Pues de creer que no es este el caso, entonces si
que no podria ejercer el cargo con arreglo a su conciencia; tendra que renunciar.
Por lo tanto, el uso que de su razon hace un clerigo ante su feligresia, constituye
un uso privado; porque se trata siempre de un ejercicio domestico, aunque la
audiencia sea muy grande; y, en este respecto, no es, como sacerdote, libre, ni
debe serlo, puesto que ministra un mandato ajeno. Pero en calidad de doctor que
se dirige por medio de sus escritos al publico propiamente dicho, es decir, al mundo,
como clerigo, por consiguiente, que hace un uso publico de su razon, disfruta de
una libertad ilimitada para servirse de su propia razon y hablar en nombre propio.
Porque pensar que los tutores espirituales del pueblo tengan que ser, a su vez,
pupilos, representa un absurdo que aboca en una eterizacion de todos los
absurdos.
Pero ¿no es posible que una sociedad de clerigos, algo asi como una asociacion
eclesiastica o una muy reverenda classis (como se suele denominar entre los
holandeses) pueda comprometerse por juramento a guardar un determinado credo
para, de ese modo, asegurar una suprema tutela sobre cada uno de sus miembros
y, a traves de ellos, sobre el pueblo, y para eternizarla, si se quiere? Respondo: es
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completamente imposible. Un convenio semejante, que significaria descartar para
siempre toda ilustracion ulterior del genero humano, es nulo e inexistente; y ya
puede ser confirmado por la potestad soberana, por el Congreso, o por las mas
solemnes capitulaciones de paz. Una generacion no puede obligarse y
juramentarse a colocar a la siguiente en una situacion tal que le sea imposible
ampliar sus conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del error
y, en general, avanzar en el estado de su ilustracion. Constituiria esto un crimen
contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este
progreso. Por esta razon, la posteridad tiene derecho a repudiar esa clase de
acuerdos como celebrados de manera abusiva y criminal. La piedra de toque de
todo lo que puede decidirse como ley para un pueblo, se halla en esta interrogacion
¿es que un pueblo hubiera podido imponerse a si mismo esta ley? Podria ser
posible, en espera de algo mejor, por un corto tiempo circunscrito, con el objeto de
procurar un cierto orden; pero dejando libertad a los ciudadanos, y especialmente
a los clerigos, de exponer publicamente, esto es, por escrito, sus observaciones
sobre las deficiencias que encuentran en dicha ordenacion, manteniendose
mientras tanto el orden establecido hasta que la comprension de tales asuntos se
hay a difundido tanto y de tal manera que sea posible, mediante un acuerdo logrado
por votos (aunque no por unanimidad), elevar hasta el trono una propuesta para
proteger a aquellas comunidades que hubieran coincidido en la necesidad, a tenor
de su opinion mas ilustrada, de una reforma religiosa, sin impedir, claro esta, a los
que asi lo quisieren, seguir con lo antiguo. Pero es completamente ilicito ponerse
de acuerdo ni tan siquiera por el plazo de una generacion, sobre una constitucion
religiosa inconmovible, que nadie podria poner en tela de juicio publicamente, ya
que con ello se destruiria todo un periodo en la marcha de la humanidad hacia su
mejoramiento, periodo que, de ese modo, resultaria no solo esteril sino nefasto para
la posteridad. Puede un hombre, por lo que incumbe a su propia persona, pero solo
por un cierto tiempo, eludir la ilustracion en aquellas materias a cuyo conocimiento
esta obligado; pero la simple y pura renuncia, aunque sea por su propia persona, y
no digamos por la posteridad, significa tanto como violar y pisotear los sagrados
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derechos del hombre. Y lo que ni un pueblo puede acordar por y para si mismo,
menos podra hacerlo un monarca en nombre de aquel, porque toda su autoridad
legisladora descansa precisamente en que asume la voluntad entera del pueblo en
la suya propia. Si no pretende otra cosa, sino que todo mejoramiento real o presunto
sea compatible con el orden ciudadano, no podra menos de permitir a sus subditos
que dispongan por si mismos en aquello que crean necesario para la salvacion de
sus almas; porque no es esta cuestion que le importe, y si la de evitar que unos a
otros se impidan con violencia buscar aquella salvacion por el libre uso de todas
sus potencias. Y hara agravio a la majestad de su persona si en ello se mezcla
hasta el punto de someter a su inspeccion gubernamental aquellos escritos en los
que sus subditos tratan de decantar sus creencias, ya sea porque estime su propia
opinion como la mejor, en cuyo caso se expone al reproche: Caesar non est supra
grammaticos, ya porque rebaje a tal grado su poder soberano que ampare dentro
de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus
subditos.
Si ahora nos preguntamos: ¿es que vivimos en una epoca ilustrada? la respuesta
sera: no, pero si en una epoca de ilustracion. Falta todavia mucho para que, tal
como estan las cosas y considerados los hombres en conjunto, se hallen en
situacion, ni tan siquiera en disposicion de servirse con seguridad y provecho de su
propia razon en materia de religion. Pero ahora es cuando se les ha abierto el
campo para trabajar libremente en este empeno, y percibimos inequivocas senales
de que van disminuyendo poco a poco los obstaculos a la ilustracion general o
superacion, por los hombres, de su merecida tutela. En este aspecto nuestra epoca
es la epoca de la Ilustracion o la epoca de Federico.
Un principe que no considera indigno de si declarar que reconoce como un deber
no prescribir nada los hombres en materia de religion y que desea abandonarlos a
su libertad, que rechaza, por consiguiente, hasta ese pretencioso sustantivo de
tolerancia, es un principe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad,
agradecidos, le encomien como aquel que rompio el primero, por lo que toca al
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Gobierno, las ligaduras de la tutela y dejo en libertad a cada uno para que se sirviera
de su propia razon en las cuestiones que atanen a su conciencia. Bajo el, clerigos
dignisimos, sin mengua de su deber ministerial, pueden, en su calidad de doctores,
someter libre y publicamente al examen del mundo aquellos juicios y opiniones
suyos que se desvien, aqui o alla, del credo reconocido; y con mayor razon los que
no estan limitados por ningun deber de oficio. Este espiritu de libertad se expande
tambien por fuera, aun en aquellos paises donde tiene que luchar con los
obstaculos externos que le levanta un Gobierno que equivoca su mision. Porque
este unico ejemplo nos aclara como en regimen de libertad nada hay que temer por
la tranquilidad publica y la unidad del ser comun. Los hombres poco a poco se van
desbastando espontaneamente, siempre que no se trate de mantenerlos, de
manera artificial, en estado de rudeza.
He tratado del punto principal de la ilustracion, a saber, la emancipacion de los
hombres de su merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de
religion; pues en lo que atane a las ciencias y las artes los que mandan ningun
interes tienen en ejercer tutela sobre sus subditos y, por otra parte, hay que
considerar que esa tutela religiosa es, entre todas, la mas funesta y deshonrosa.
Pero el criterio de un jefe de Estado que favorece esta libertad va todavia mas lejos
y comprende que tampoco en lo que respecta a la legislacion hay peligro porque
los subitos hagan uso publico de su razon, y expongan libremente al mundo sus
ideas sobre una mejor disposicion de aquella, haciendo una franca critica de lo
existente; tambien en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningun
monarca se anticipo al que nosotros veneramos.
Pero solo aquel que, esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un
numeroso y disciplinado ejercito para garantizar la tranquilidad publica, puede decir
lo que no osaria un Estado libre: ¡razonad todo lo que querais y sobre lo que querais
pero obedeced ! Y aqui tropezamos con un extrano e inesperado curso de las cosas
humanas; pues ocurre que, si contemplamos este curso con amplitud, lo
encontramos siempre lleno de paradojas. Un grado mayor de libertad ciudadana
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parece que beneficia la libertad espiritual del pueblo pero le fija, al mismo tiempo,
limites infranqueables; mientras que un grado menor le procura el ambito necesario
para que pueda desenvolverse con arreglo a todas sus facultades. Porque ocurre
que cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar, bajo esta dura cascara, esa
semilla que cuida con maxima ternura, a saber, la inclinacion y oficio del libre pensar
del hombre, el hecho repercute poco a poco en el sentir del pueblo (con lo cual este
se va haciendo cada vez mas capaz de la libertad de obrar) y hasta en los principios
del Gobierno, que encuentra ya compatible dar al hombre, que es algo mas que
una maquina, un trato digno de el.
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6. Siglos XIX y XX
Marx
(2013). Manuscritos de filosofía y economía. Madrid: Alianza.
(XXV) Hemos partido de un hecho económico, el extrañamiento entre el trabajador
y su producción. Hemos expuesto el concepto de este hecho: el trabajo enajenado,
extrañado. Hemos analizado este concepto, es decir, hemos analizado
simplemente un hecho económico. Veamos ahora cómo ha de exponerse y
representarse en la realidad el concepto del trabajo enajenado, extrañado. Si el
producto del trabajo me es ajeno, se me enfrenta como un poder extraño, entonces
¿a quién pertenece? Si mi propia actividad no me pertenece; si es una actividad
ajena, forzada, ¿a quién pertenece entonces? A un ser otro que yo. ¿Quién es ese
ser? ¿Los dioses? Cierto que en los primeros tiempos la producción principal, por
ejemplo, la construcción de templos, etc., en Egipto, India, Méjico, aparece al
servicio de los dioses, como también a los dioses pertenece el producto. Pero los
dioses por sí solos no fueron nunca los dueños del trabajo. Aún menos de la
naturaleza. Qué contradictorio sería que cuando más subyuga el hombre a la
naturaleza mediante su trabajo, cuando más superfluos vienen a resultar los
milagros de los dioses en razón de los milagros de la industria, tuviese que
renunciar el hombre, por amor de estos poderes, a la alegría de la producción y al
goce del producto. El ser extraño al que pertenecen el trabajo y el producto del
trabajo, a cuyo servicio está aquél y para cuyo placer sirve éste, solamente puede
ser el hombre mismo. Si el producto del trabajo no pertenece al trabajador, si es
frente a él un poder extraño, esto sólo es posible porque pertenece a otro hombre
que no es el trabajador. Si su actividad es para él dolor, ha de ser goce y alegría
vital de otro. Ni los dioses, ni la naturaleza, sino sólo el hombre mismo puede ser
este poder extraño sobre los hombres. Recuérdese la afirmación antes hecha de
que la relación del hombre consigo mismo únicamente es para él objetiva y real a
través de su relación con los otros hombres. Si él, pues, se relaciona con el producto
de su trabajo, con su trabajo objetivado, como con un objeto poderoso,
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independiente de él, hostil, extraño, se está relacionado con él de forma que otro
hombre independiente de él, poderoso, hostil, extraño a él, es el dueño de este
objeto. Si él se relaciona con su actividad como con una actividad no libre, se está
relacionado con ella como con la actividad al servicio de otro, bajo las órdenes, la
compulsión y el yugo de otro. Toda enajenación del hombre respecto de sí mismo
y de la naturaleza aparece en la relación que él presume entre él, la naturaleza y
los otros hombres distintos de él. Por eso la autoenajenación religiosa aparece
necesariamente en la relación del laico con el sacerdote, o también, puesto que
aquí se trata del mundo intelectual, con un mediador, etc. En el mundo práctico,
real, el extrañamiento de sí sólo puede manifestarse mediante la relación práctica,
real, con los otros hombres. El medio mismo por el que el extrañamiento se opera
en un medio práctico. En consecuencia mediante el trabajo enajenado no sólo
produce el hombre su relación con el objeto y con el acto de la propia producción
como con poderes que le son extraños y hostiles, sino también la relación en la que
los otros hombres se encuentran con su producto y la relación en la que él está con
estos otros hombres. De la misma manera que hace de su propia producción su
desrealización, su castigo; de su propio producto su pérdida, un producto que no le
pertenece, y así también crea el dominio de quien no produce sobre la producción
y el producto. Al enajenarse de su propia actividad posesiona al extraño de la
actividad que no le es propia. Hasta ahora hemos considerado la relación sólo
desde el lado del trabajador; la consideramos más tarde también desde el lado del
no trabajador. Así, pues, mediante el trabajo enajenado crea el trabajador la
relación de este trabajo con un hombre que está fuera del trabajo y le es extraño.
La relación del trabajador con el trabajo engendra la relación de éste con el del
capitalista o como quiera llamarse al patrono del trabajo. La propiedad privada es,
pues, el producto, el resultado, la consecuencia necesaria del trabajo enajenado,
de la relación externa del trabajador con la naturaleza y consigo mismo. Partiendo
de la Economía Política hemos llegado, ciertamente, al concepto del trabajo
enajenado (de la vida enajenada) como resultado del movimiento de la propiedad
privada. Pero el análisis de este concepto muestra que, aunque la propiedad
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privada aparece como fundamento, como causa del trabajo enajenado, es más bien
una consecuencia del mismo, del mismo modo que los dioses no son
originariamente la causa, sino el efecto de la confusión del entendimiento humano.
Esta relación se transforma después en una interacción recíproca. Sólo en el último
punto culminante de su desarrollo descubre la propiedad privada de nuevo su
secreto, es decir, en primer lugar, que es el producto del trabajo enajenado, y en
segundo término que es el medio por el cual el trabajo se enajena, la realización de
esta enajenación. Este desarrollo ilumina al mismo tiempo diversas colisiones no
resueltas hasta ahora. 1) La Economía Política parte del trabajo como del alma
verdadera de la producción y, sin embargo, no le da nada al trabajo y todo a la
propiedad privada. Partiendo de esta contradicción ha fallado Proudhon en favor
del trabajo y contra la propiedad privada. Nosotros, sin embargo, comprendemos,
que esta aparente contradicción es la contradicción del trabajo enajenado consigo
mismo y que la Economía Política simplemente ha expresado las leyes de este
trabajo enajenado. Comprendemos también por esto que salario y propiedad
privada son idénticos, pues el salario que paga el producto, el objeto del trabajo, el
trabajo mismo, es sólo una consecuencia necesaria de la enajenación del trabajo;
en el salario el trabajo no aparece como un fin en sí, sino como un servidor del
salario. Detallaremos esto más tarde. Limitándonos a extraer ahora algunas
consecuencias.
(XXVI) Un alza forzada de los salarios, prescindiendo de todas las demás
dificultades (prescindiendo de que, por tratarse de una anomalía, sólo mediante la
fuerza podría ser mantenida), no sería, por tanto, más que una mejor remuneración
de los esclavos, y no conquistaría, ni para el trabajador, ni para el trabajo su
vocación y su dignidad humanas. Incluso la igualdad de salarios, como pide
Proudhon, no hace más que transformar la relación del trabajador actual con su
trabajo en la relación de todos los hombres con el trabajo. La sociedad es
comprendida entonces como capitalista abstracto. El salario es una consecuencia
inmediata del trabajo enajenado y el trabajo enajenado es la causa inmediata de la
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propiedad privada. Al desaparecer un término debe también, por esto, desaparecer
el otro. 2) De la relación del trabajo enajenado con la propiedad privada se sigue,
además, que la emancipación de la sociedad de la propiedad privada, etc., de la
servidumbre, se expresa en la forma política de la emancipación de los
trabajadores, no como si se tratase sólo de la emancipación de éstos, sino porque
su emancipación entraña la emancipación humana general; y esto es así porque
toda la servidumbre humana está encerrada en la relación del trabajador con la
producción, y todas las relaciones serviles son sólo modificaciones y consecuencias
de esta relación. Así como mediante el análisis hemos encontrado el concepto de
propiedad privada partiendo del concepto de trabajo enajenado, extrañado, así
también podrán desarrollarse con ayuda de estos dos factores todas las categorías
económicas y encontraremos en cada una de estas categorías, por ejemplo, el
tráfico, la competencia, el capital, el dinero, solamente una expresión determinada,
desarrollada, de aquellos primeros fundamentos. Antes de considerar esta
estructuración, sin embargo, tratemos de resolver dos cuestiones. 1) Determinar la
esencia general de la propiedad privada, evidenciada como resultado del trabajo
enajenado, en su relación con la propiedad verdaderamente humana y social. 2)
Hemos aceptado el extrañamiento del trabajo, su enajenación, como un hecho y
hemos realizado este hecho. Ahora nos preguntamos ¿cómo llega el hombre a
enajenar, a extrañar su trabajo? ¿Cómo se fundamenta este extrañamiento en la
esencia de la evolución humana? Tenemos ya mucho ganado para la solución de
este problema al haber transformado la cuestión del origen de la propiedad privada
en la cuestión de la relación del trabajado enajenado con el proceso evolutivo de la
humanidad. Pues cuando se habla de propiedad privada se cree tener que
habérselas con una cosa fuera del hombre. Cuando se habla de trabajo nos las
tenemos que haber inmediatamente con el hombre mismo. Esta nueva formulación
de la pregunta es ya incluso su solución.
Ad. 1) Esencia general de la propiedad privada y su relación con la propiedad
verdaderamente humana. El trabajo enajenado se nos ha resuelto en dos
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componentes que se condicionan recíprocamente o que son sólo dos expresiones
distintas de una misma relación. La apropiación aparece como extrañamiento,
como enajenación y la enajenación como apropiación, el extrañamiento como la
verdadera naturalización. Hemos considerado un aspecto, el trabajo enajenado en
relación al trabajador mismo, es decir, la relación del trabajo enajenado consigo
mismo. Como producto, como resultado necesario de esta relación hemos
encontrado la relación de propiedad del no-trabajador con el trabajador y con el
trabajo. La propiedad privada como expresión resumida, material, del trabajo
enajenado abarca ambas relaciones, la relación del trabajador con el trabajo, con
el producto de su trabajo y con el no trabajador, y la relación del no trabajador con
el trabajador y con el producto de su trabajo. Si hemos visto, pues, que respecto
del trabajador, que mediante el trabajo, se apropia de la naturaleza, la apropiación
aparece como enajenación, la actividad propia como actividad para otro y de otro,
la vitalidad como holocausto de la vida, la producción del objeto como pérdida del
objeto en favor de un poder extraño, consideremos ahora la relación de este hombre
extraño al trabajo y al trabajador con el trabajador, el trabajo y su objeto. Por de
pronto hay que observar que todo lo que en el trabajo aparece como actividad de
la enajenación, aparece en el no trabajador como estado de la enajenación, del
extrañamiento. En segundo término, que el comportamiento práctico, real, del
trabajador en la producción y respecto del producto (en cuanto estado de ánimo)
aparece en el no trabajador a él enfrentado como comportamiento teórico.
(XXVII) Tercero. El no trabajador hace contra el trabajador todo lo que éste hace
contra sí mismo, pero no hace contra sí lo que hace contra el trabajador.
Consideremos más detenidamente estas tres relaciones. 9
Fiedrich Wilhelm Nietzsche
(2011) Así habló Zaratustra, Madrid: 2011.
Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en
camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.
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Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu fuerte, de carga,
en el que habita la veneración: su fortaleza demanda cosas pesadas, e incluso las
más pesadas de todas.
¿Qué es pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y se arrodilla, igual que el
camello, y quiere que lo carguen bien.
¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo
cargue con ello y mi fortaleza se regocije.
¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia soberbia? ¿Hacer brillar la
propia tontería para burlarse de la propia sabiduría?
¿O acaso es: apartarnos de nuestra causa cuando ella celebra su victoria? ¿Subir
a altas montañas para tentar al tentador?
¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del conocimiento y sufrir
hambre en el alma por amor a la verdad?
¿O acaso es: ¿estar enfermo y enviar a paseo a los consoladores, y hacer amistad
con sordos, que nunca oyen lo que tú quieres?
¿O acaso es: ¿sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la verdad, y no
apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos?
¿O acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando
quiere causarnos miedo?
Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu de carga:
semejante al camello que corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto.
Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación:
en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se
conquista una presa y ser señor en su propio desierto.
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Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su
último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria.
¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor
ni dios?
«Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice «yo quiero».
«Tú debes» le cierra el paso, brilla como el oro, es un animal escamoso, y en cada
una de sus escamas brilla áureamente «¡Tú debes!».
Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los
dragones habla así: «todos los valores de las cosas - brillan en mí».
«Todos los valores han sido ya creados, y yo soy - todos los valores creados. ¡En
verdad, no debe seguir habiendo ningún “Yo quiero!”» Así habla el dragón.
Hermanos míos, ¿para qué se precisa que haya el león en el espíritu? ¿Por qué no
basta la bestia de carga, que renuncia a todo y es respetuosa?
Crear valores nuevos - tampoco el león es aún capaz de hacerlo: más crearse
libertad para un nuevo crear - eso sí es capaz de hacerlo el poder del león.
Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para ello, hermanos míos, es
preciso el león.
Tomarse el derecho de nuevos valores - ése es el tomar más horrible para un
espíritu de carga y respetuoso. En verdad, eso es para él robar, y cosa propia de
un animal de rapiña.
En otro tiempo el espíritu amó el «Tú debes» como su cosa más santa: ahora tiene
que encontrar ilusión y capricho incluso en lo más santo, de modo que robe el
quedar libre de su amor: para ese robo se precisa el león.
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Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el
león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño?
Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se
mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.
Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu
quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.
Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se convirtió
en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño. - -
Así habló Zaratustra. Y entonces residía en la ciudad que es llamada: La Vaca
Multicolor.
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Jean-Paul Sartre
(2004). El ser y la nada: ensayo de ontología y fenomenología.
Buenos Aires: Losada.Cuarta parte. Cap. I, l. pp.422-424.
Fragmento 1. El ser humano y la libertad
1. “El estudio de la voluntad ha de permitirnos, al contrario, adelantarnos más en la
comprensión de la libertad. Por eso lo que ante todo reclama nuestra atención es
que, si la voluntad ha de ser autónoma, es imposible considerarla como un hecho
psíquico dado, es decir, en-sí. No podría pertenecer a la categoría de los "estados
de conciencia" definidos por el psicólogo. En éste como en todos los demás casos
comprobamos que el estado de conciencia es un mero ídolo de la psicología
positiva. La voluntad es necesariamente negatividad y potencia de nihilización, si
ha de ser libertad. Pero entonces no vemos ya por qué reservarle la autonomía.
Mal se conciben, en efecto, esos agujeros de nihilización que serían las voliciones
y surgirían en la trama, por lo demás densa y plena, de las pasiones y del "pathos"
en general. Si la voluntad es nihilización, es preciso que el conjunto de lo psíquico
lo sea también. Por otra parte, - y volveremos pronto sobre ello -, ¿de dónde se
saca que el "hecho" de pasión o el puro y simple deseo no sean nihilízadores? ¿La
pasión no es, ante todo, proyecto y empresa, no pone, justamente, un estado de
cosas como intolerable, y no está obligada por eso mismo a tomar distancia con
respecto a ese estado y a nihilizarlo aislándolo y considerándolo a la luz de un fin,
es decir, de un no-ser? ¿Y la pasión no tiene sus fines propios, que son reconocidos
precisamente en el momento mismo en que ella los pone como no-existentes? Y,
si la nihilización es precisamente el ser de la libertad, ¿cómo negar la autonomía a
las pasiones para otorgársela a la voluntad?
2. Pero hay más: lejos de ser la voluntad la manifestación única o, por lo menos,
privilegiada de la libertad, supone, al contrario, como todo acaecimiento del para-
sí, el fundamento de una libertad originaria para poder constituirse como voluntad.
La voluntad, en efecto, se pone como decisión reflexiva con relación a ciertos fines.
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Pero estos fines no son creados por ella. La voluntad es más bien una manera de
ser con respecto a ella: decreta que la prosecución de esos fines será reflexiva y
deliberada. La pasión puede poner los mismos fines. Puede, por ejemplo, ante una
amenaza, huir a todo correr, por miedo de morir. Este hecho pasional no deja de
poner implícitamente como fin supremo el valor de la vida. Otro comprenderá, al
contrarío, que es preciso permanecer en el sitio, aun cuando la resistencia parezca
al comienzo más peligrosa que la huida: "se hará fuerte". Pero su objetivo, aunque
mejor comprendido y explícitamente puesto, es el mismo que en el caso de la
reacción emocional: simplemente, los medios para alcanzarlo están más
claramente concebidos; unos de ellos se rechazan como dudosos o ineficaces, los
otros son organizados con más solidez. La diferencia recae aquí sobre la elección
de los medios y sobre el grado de reflexión y explicación, no sobre el fin. Empero,
al fugitivo se le dice "pasional", y reservamos el calificativo de "voluntario" para el
hombre que resiste. Se trata, pues, de una diferencia de acritud subjetiva con
relación a un fin trascendente. Pero, si no queremos caer en el error que
denunciábamos antes, considerando esos fines trascendentes como prehumanos
y como un límite a priori de nuestra trascendencia, nos vemos obligados a
reconocer que son la proyección temporalizadora de nuestra libertad. La realidad
humana no puede recibir sus fines, como hemos visto, ni de afuera ni de una
pretendida "naturaleza" interior. Ella los elige, y, por esta elección misma, les
confiere una existencia trascendente como límite externo de sus proyectos. Desde
este punto de vista - y si se comprende claramente que la existencia del Dasein
precede y condiciona su esencia-, la realidad humana, en y por su propio
surgimiento, decide definir su ser propio por sus fines. Así, pues, la posición de mis
fines últimos caracteriza a mí ser y se identifica con el originario brotar de la libertad
que es mía. Y ese brotar es una existencia: nada tiene de esencia o de propiedad
de un ser que fuera engendrado conjuntamente con una idea. Así, la libertad,
siendo asimilable a mi existencia, es fundamento de los fines que intentaré
alcanzar, sea por la voluntad, sea por esfuerzos pasionales. No podría, pues,
limitarse a los actos voluntarios. Al contrario, las voliciones son, como las pasiones,
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ciertas actitudes subjetivas por las cuales intentamos alcanzar los fines puestos por
la libertad original. Por libertad original, claro está, no ha de entenderse una libertad
anterior al acto voluntario o apasionado, sino un fundamento rigurosamente
contemporáneo de la voluntad o de la pasión, que éstas, cada una a su manera,
manifiestan. (…) La libertad no es sino la existencia de nuestra voluntad o de
nuestras pasiones, en cuanto esta existencia es nihilización de la facticidad, es
decir, la existencia de un ser que es su ser en el modo de tener que serlo.
Volveremos sobre ello. Retengamos, en todo caso, que la voluntad se determina
en el marco de los móviles y fines ya puestos por el para-si en un proyecto
trascendente de sí mismo hacia sus posibles. Si no, ¿cómo podría comprenderse
la deliberación, que es apreciación de los medios con relación a fines ya existentes?
(Jean-Paul Sartre. El existencialismo es un humanismo. Buenos Aires:
Ediciones del 80.
Fragmento 2
“El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios
no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un
ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es
el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la
existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se
encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo
concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada.
Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza
humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es
tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de
la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el
hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del
existencialismo. Es también lo que se llama la subjetividad, que se nos echa en
cara bajo ese nombre. Pero ¿qué queremos decir con esto sino que el hombre tiene
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una dignidad mayor que la piedra o la mesa? Pues queremos decir que el hombre
empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un
porvenir, y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante
todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una
podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en
el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser. No lo
que querrá ser. Pues lo que entendemos ordinariamente por querer es una decisión
consciente, que para la mayoría de nosotros es posterior a lo que el hombre ha
hecho de sí mismo. Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro,
casarme; todo esto no es más que la manifestación de una elección más original,
más espontánea que lo que se llama voluntad. Pero si verdaderamente la existencia
precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso
del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar
sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre
es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de
su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos
sentidos de la palabra subjetivismo, y nuestros adversarios juegan con los dos
sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual por
sí mismo, y por otra, imposibilidad para el hombre de sobrepasar la subjetividad
humana. El segundo sentido es el sentido profundo del existencialismo. Cuando
decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige,
pero también queremos decir con esto que, al elegirse, elige a todos los hombres.
En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos
ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que
debe ser. Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que
elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y
nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por otra parte, la
existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que
modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra
época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos
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suponer, porque compromete a la humanidad entera. Si soy obrero, y elijo
adherirme a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión
quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que conviene al hombre,
que el reino del hombre no está en la tierra, no comprometo solamente mi caso:
quiero ser un resignado para todos; en consecuencia, mi proceder ha
comprometido a la humanidad entera. Y si quiero —hecho más individual—
casarme, tener hijos, aun si mi casamiento depende únicamente de mi situación, o
de mi pasión, o de mi deseo, con esto no me encamino yo solamente, sino que
encamino a la humanidad entera en la vía de la monogamia. Así soy responsable
para mí mismo y para todos, y creo cierta imagen del hombre que yo elijo;
eligiéndome, elijo al hombre.”