Apaguen El Fuego

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 APAGUEN EL FUEGO J. Estiven Medina Ortiz

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APAGUEN EL

FUEGO

J. Estiven Medina Ortiz

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“ Apaguen el fuego” por J. Estiven Medina Ortiz se distribuye bajouna Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-SinDerivar 4.0 Internacional. 

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…escapándole al fuego que sigue quemando. 

 Todavía, Guasones

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1.- Los aviones enterrados

Pensé que mis ojos aún conservaban la madrugada, que olían apasillo oscuro apenas atravesado por unos cuantos pasosdesvariados. Pensé que mis ojos eran un par de tipos rudos, en el

fondoamordazados por el temor de quedarse mudos por el frío.¿Acaso es posible eso? ¿Quedarse mudo por el frío? Luego empiezoa decirme que efectivamente el frío es un lenguaje extrañísimo quedisipa el sonido, que lo desplaza hacia formas en donde las palabrasadoptan imágenes inmóviles, sin mucha destreza expresiva. Que elfrío es, de algún modo, una táctica sutil de aislamiento. Pero pensartodo esto era inútil porque mis ojos eran solamente un par de ojos

que miraban fijamente el final de la calle, resplandecido por el solque nacía con una lentitud ceremoniosa, un fuego tímido, una manoque aún no alcanza su objetivo, una fuerza insuficiente.

 Traté de olvidar, mi cerebro se sacudía mientras fracasaba en elintento. Volvía a intentarlo, después de todo, creo que no era nimínimamente necesario tratar de hacerlo, pero ahí me tenía yo: Tratando de olvidar tus pasos en la coreografía del desarreglo, en el

aire agotado que circundaba tu sombra tierna, tu enrojecidadesesperación circunscrita en una canción que sonabaespantosamente bien: como cayendo por una cascada delgadísimahacia mis oídos. No sé inglés, no sé, pero qué bien lo entendía, mesujetaba de cada palabra que salía de tu boca, me sentía caer y entretanto yo pensaba que caer no sería tan doloroso, porque creía que eldolor erala hipótesis de la desesperación entristecida. Y yo me

contentaba con tener esta desesperación crispada y recubierta dealgo parecido a la felicidad, aunque la felicidad fueratambién la

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hipótesis de la tristeza(el fragmento desconocido/ su posibilidadmás cercana, después de todo), la hipótesis del pasillo oscurecido, lahipótesis de la mano impedida de asir el cuerpo amado, el cuerpo

amado desplazándose a través de una madrugada que se gasta. Lafelicidad era un riesgo y yo me abalanzaba sobre éste como si setratara de un abismo, y no era así.  Es que soy dramático,decía luego, es

sólo eso,  y tu sonrisa confirmaba que me comprendías, que mecomprendías hasta quererme. Era un pasillo por donde recorríannuestros gritos junto a nuestros cuerpos. Seguramente afuera lagente pensaba en otras cosas, en sus asuntos, y yo creía que eranasuntos que no valían la pena si no pensaban en nosotros como doshéroes, o dos sobrevivientes de algún triste desastre, te dije estotorpemente y te divertías dándome la razón, gritando que tenía todala razón del mundo y yo me ponía a pensar en el mundo y en lacosas que tenían que acontecer para definir sus límites, lasconversaciones que tenían que efectuarse para que ciertas cosas seestablezcan con una rigidez endeble, imperturbable y corruptible.Que el mundo era el hogar del que huíamos y al que volvíamos, de

 veras apenados, con los ojos oliendo a madrugada.

No sé por qué trataba de olvidarte, quizá porque sabía en el fondoque no iba a poder  y porque quería atormentar a mi cerebroatormentado. Eso es, sonrío. Porque no puedo y me gusta no poderolvidarte. Porque en el intento, también empiezo a recordar aalgunas personas que han corrido una suerte un poco distinta a la

tuya, en mi mente (realizando así, una suerte de ejercicio inútil yprobablemente dañino). A ellas sí las he olvidado y de formas tanegoístas como divertidas. He olvidado a mucha gente , digo luego, conuna voz entrecortada por el frío y tú piensas que por la pena:He

olvidado, por ejemplo, a ese tipo que no quiso acercarse mientras yo se lo pedía

 porque quería ya no sentirme solo. He olvidado también a esa chica que me

enseñó, sin querer, a sonreír.  Una sonrisa complicada que requería eldominio sincerode ciertos músculos de mi cara. Su sonrisa que eracomo una pausa en el mundo, un placer discreto y loco. Algo que no

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acaba y que sin embargo ya acabó hace mucho. Así, fui recordando aun montón de gente que dejó algún gesto significativo en mi vida,como si todo fuera simplemente lo mismo. Y recuerdo que quería

olvidarte y me siento afortunado de que te encuentres dormida enmi cama, ocultando los brazos en el vientre, tus cabellos tendidoscomo una casita guardando tu hermosa imaginación, conservandonuestras vidas y todo lo que significan: Dos personas contemplandola magnitud de sus posibilidades. Me siento afortunado porquenuestros cuerpos atravesaron el pasillo oscuro y mis ojos dejaron dereflejar esa profundidad. Mis ojos ya no son un amanecer ni un parde soles apagándose, sino simplemente son mis ojos, insertados porsiempre en éstas oquedades.

Estoy despierto y veo tu cuerpo dormido. Pienso que estás despiertay que prefieres hacerte la dormida, pienso en hacer lo mismo:ponerme a tu lado y fingir que duermo y pensar que dormir es unacosa tan necesaria ahoraque no lo quiero hacer sólo portener losojos abiertos lanzándolos de vez en cuando al techo, simplemente

por no concederme la calma. Miro la pantalla del celular y veo lahora y es tan tarde y pienso que el sol es un pretexto para ser feliz,un buen intento, una mano extendida y contraída por la timidez.Pienso en la timidez de ciertas cosas, en la discreción comoargumento deltemor,luego pienso en el sentido del humor como elsigno inequívoco del ingenio y me río sólo por pensar en esto.Pienso en el sol sonriendo mientras se apaga, creyendo en la

originalidad de su pretensión por saberse viejo. Dejo el celular a unlado de mi cuerpo y dejo mi cuerpo a un lado de tu cuerpo. Voy aser feliz, digo, mientras inflo el pecho como sintiendo orgullo. Misojos vuelven del techo y quieren oler a sentido del humor, ainequívoco signo de ingenio.

Luego vuelvo a olvidar a la gente que he olvidado. Todos se van, sinhacer algún movimiento que denote gentileza, parece que huyen y

yo no hago nada. Y te quedas sola, como en medio de una pista de

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baile. Mi cerebro es una pista de baile tan grotescamente extensa quedesconocer sus límites es natural, y resuenan mis pasos, mientras voy acercándome a ti, cargando mis miedos y mi sentido del humor

sujetándose de mis labios para que no se vaya a caer. Tú sonríes ypienso que puedo terminar este cuento con la imagen de tu sonrisa yque quedaría perfecto, pero dejas de sonreír porque el primer chisteque lancé es en realidad un comentario idiota sobre la dimensiónimprecisable de la pista de baile y yo me aflijo porque mi sentido delhumor se cayó pasos atrás y no hay modo de recogerlo.

 Tus ojos huelen a atardecer, un brillo lejano se aproxima desde el

fondo hasta que proyecta mi rostro. Pienso que todas las personasse han ido para poder encontrarte y, sobre todo, para poderencontrarnos. Me dices que el sentido del humor es un gestoinequívoco de ingenio y yo asiento con la cabeza, girándola unpoquito hacia atrás por si acaso llego a entrever algo, no hallo nada y vuelvo el rostro hacia el tuyo. Luego te cuento las cosas que hacíade niño, (porque eran cosas que hacía con la seguridad de estar

haciéndolas por el impulso que significaba tener un cuerpo con minombre) y tú sonríes y yo sonrío, como alguna vez alguien meenseñó, o quizá mejor, mucho mejor. Te digo:  Mi cerebro es una pista

de baile extensísima, no conozco dónde termina tal lado o tal otro, en realidad

no conozco nada, y tú haces un gesto que describe muy bien cómo mecomprendes: Con cierta pena y con cierta alegría. Luego te digo quesomos un par de aviones enterrados y no entiendes.

-¿Qué?- Lo que dices, no entiendo, ¿por qué aviones enterrados?, es unaimagen pesimista.-Puede que sea una imagen pesimista, pero es una imagen.

 Y sonríes. Todo está mejor, aunque no comprenda. Sonríes.

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2.- ¿Ha visto mi nariz, Dr. J?

Me dio risa. Observé sin disimulo la herida que le surcaba, pensé enuna garrita produciéndosela, con un cuidado casi artístico en losbordes, en curvas esquinadas que se tendían irregulares, dando laimpresión de seguir extendiéndose. La sangre reseca definía con uncolor oscuro los filos, como fijándolo en su lugar, en oposición a suforma que aludía un insistente crecimiento. La parte central de laherida era un trozo de desnudez, de dolor acallado, de recienteevidencia de un crimen secreto.-Está hermosa- Le dije- hará falta un par de semanas para quedesaparezca.

- ¿Estás loca? –  Me dijo- Es espantosa, me desfigura el rostro y meduele. No sabes cómo me duele- No movía el rostro del camino enel que nos detuvimos.- Qué quieres que te diga, pudo haber sido peor- Le dije, queríaseguir riendo, apenas pude retirar la sonrisa de mis labios, él nocomprendía que a mí me parecía bella. Una herida guarda unabelleza desconocida, siempre.

- Y me duele un montón, sobre todo eso, y va a quedar una cicatriz-Me dijo, quiso tocarse con la mano pero desistió al instante, quizáatemorizado de encontrar una textura inesperadao de despertar eldolor, el sangrado.- ¿Pero qué hacías? –  Pregunté, viendo su rostro de perfil orientadohacia el camino, los ojos entrecerrados como si tratara deconvencerse de lo que estaba mirando, tal vez preguntándose si era

real, porque E andaba preguntándose siempre si esto o aquello era

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real, y argumentando estupideces para convencerme de que no loera, Tú no eres real, eres una ilusión, un sueño, solía decirme.-Nada, iba en la bicicleta y no vi una piedra, la atravesé, perdí el

control y me caí- dijo, haciendo dos puños paralelos, simulandosujetar el timón, los movió como si pasara por un espacio escabroso.-Ya, pero la herida no es tanto como de una caída en bicicleta- Dije,incrédula. Una herida tan bella no podía haber sido hecha por unaccidente de ese tipo. Tomé sus manos sin que él hiciera algo paraimpedirlo, ni siquiera giró a verme. No había nada, ni un rasguño,las palmas no parecían haber tocado el suelo.- ¿Entonces no me crees?- Dijo, con un tono inexpresivo queparecía resistirse a estallar en un llanto, esto último es unapercepción terriblemente subjetiva, porque a mí me gustan esascosas. Que se quejara como un niño me hubiera parecido lo másnatural, hasta necesario.

Se hizo un silencio, interrumpido apenas por el viento que pasabatan fresco hacia todas las direcciones, ondeando mis cabellos

rizados, tirando algunas hileras hacia mi cara, me las iba quitandolentamente, puedo decir que una por una, como si contara así eltiempo transcurrido. Él giró el cuerpo un poco hacia mí, pero surostro seguía fijo mirando el camino, puede que hubiera querido verme, decirme algo más, pedirme algo, decirme que esto tambiénno era real, pero algo le impedía apartar la mirada, podía sentir quelo intentaba. Quise preguntarle si acaso quería llorar o si quería que

lo consolase. Me gustan esas cosas, quiero decir.

-  No, no te creo, es imposible- Dije, volviendo de un sólomovimiento todos los cabellos caídos por mi frente.

-   Ja ja- No rió, dijo aquello como si creyera que reír fuera lo máslógico.

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-  Es que no te veo cayendo de la bicicleta e hiriéndote la nariz yno haciéndote nada en las manos- Dije, remitiéndome a losrastros inexistentes.

- Bueno, en realidad iba en la bicicleta y se me atravesó un tipo-dijo, después de una pausa, parecía que el rostro recobrabaexpresividad.

- Eh, estás mintiendo- dije, indignada y divertida, creo queempezaba a tenerle cariño a esa herida cuyo origen meestabasiendo tenazmente escondido- Me parece injusto. No, injustono, estúpido.

- Nada cambiará si te enteras- Dijo luego, volviendo por primera vezdespués de tanto tiempo, el rostro hacia mí, era el rostro dequién espera que el tiempo pase rápido- Nada cambiará si teenteras- Repitió.

- ¿Qué pasó, entonces?- Pregunté, obviando lo último que mehabía dicho, porquetenía razón y yo no quería admitirloporque estaba segura que después todo sería silencio eincertidumbre.

- Yo iba rápido y el tipo se atravesó de pronto, no tuve tiempode frenar o si lo hice, su cuerpo ya estaba colisionandoconmigo y la bicicleta- Dijo, levantando los hombrosligeramente, como si mintiera un poquito o dijera las cosas sinmucho convencimiento.

- Nuevamente no encaja la herida en toda esa historia, en todocaso el tipo hubiera terminado con la herida y tú no, es

imposible- Dije, segura de que me estaba mintiendo, estabadispuesta a sacarle la verdad a costa de insistir por siempre.

- Oye, nada va a cambiar si te enteras, la herida está aquí- laapuntó con el índice derecho con cierto desprecio- nada la va amover hasta que pase un buen tiempo.

- Pues me preocupa- Dije, puse el rostro enojado, aunque no loestuviera, yo quería saber. Era una herida hermosa.

- ¿Se supone que debo agradecer?- Preguntó.

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- No, sólo decirme la verdad- Dije, casi en silencio.- Está bien, te lo diré- Dijo, resignado- Creo que hay algo que

te da el derecho de saberlo.

-¿Cómo?- Pregunté ¿Qué era eso que me daba el derecho desaberlo?- Iba en la bicicleta y un tipo me detuvo, hizo alto con la mano

y parecía estar dispuesto a poner el cuerpo con tal quefrenara. Me puse un poco nervioso- Dijo.

- ¿Y?- Me detuve y le pregunté qué pasaba, se quedó mirándome un

momento, cogió el timón con fuerza y yo lo solté, me quedéparado- Hizo un silencio- me preguntó si estaba saliendocontigo.

- ¿Conmigo?- Pregunté sorprendida, entonces el asunto teníaque ver conmigo.

- Sí, yo le dije que sí, él enfureció, lo sé porque puso una carahorrible y presionó el timón hasta casi hacerla chirriar, sí, nocreo que tuviera tanta fuerza para hacerlo, pero así me

pareció- Dijo, agitándose un poco.- Y luego ¿Qué pasó?- Pregunté.- Me preguntó si éramos enamorados- Dijo e intentó fijar sus

ojos en los míos, sin lograrlo.- ¿Quién te preguntó eso?- Dije.- No lo conozco- Dijo, en voz baja.- ¿Y qué le respondiste?- Pregunté, sin saber bien por qué lo

hacía.

Se hizo otro silencio.

-  ¿Qué le respondiste?- Insistí.

-  Que sí, que éramos enamorados- Dijo y rió, nervioso, sus ojosbrillaban, como lubricados por un par de breves lágrimas.

-  ¿Y por qué lo hiciste?- Pregunté

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-  ¿Cómo están, chicos?- Preguntó J

-  Bien- Dije yo.

-   Ya- Dijo J, poniéndose cuidadosamente a mi lado.

Fue incómodo estar en medio de dos tipos que evidentementeno se llevaban bien.Empezamos a caminar, al mismo tiempo, como si tratáramosde escapar de nosotros mismos.

-  ¿Ha visto mi nariz, Dr. J?  – Preguntó E, apenas moviendo loslabios, casi como si las palabras las hubieraemitidomentalmente, no entendía por qué le había dicho Dr., J

estudiaba medicina,pero esto E no lo sabía.-  Sí, E, la he visto- Dijo J, moviendo las manos dentro de los

bolsillos, daban la impresión de quererse zafar, parecía que unade las manos llevaba alguna cosa entre los dedos, algo queformaba un bulto visible por sobre la tela del abrigo- Sólotienes que esperar y, sobre todo, alejarte de ciertas cosas.

-  ¿Alejarse de qué? – pregunté

Nadie respondió. Seguimos caminando.

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3.- Salvar elefantes

 J pensó: tendría que decirle algunas cosas para sentirme mal. Algunas cosas

que sean ciertas y otras no tanto, pero que fuera necesario decirlas porque la

verdad sola, es una mentira futura. Las cosas cambian indistinta y egoístamente

de sus objetivos iniciales, como si estos fueran proyectos frágiles o terriblemente

elásticos,puede que hoy le diga algo muy cierto, algo que ambos creamos

decididamente y que luego termine por no significar nada,  J dejó depensarporque creyó que era innecesario. Primero creyó que eraestúpido.

Tendría que decirle algunas cosas para sentirme bien , pensó luego, decirle por

ejemplo que hace mucho quiero decirle algunas cosas (¿?).

-  Dale, dime- Diría N.

-  Bueno, creo que eres una buena persona- Diría J, o no diría nada, quizá

se quedaría mirándole a los ojos.

-  Yo también lo creo, pero no tiene importancia- Diría N, con ironía.

-  ….- J no diría nada, mientras mueve la cabeza de arriba hacia abajo,

como afirmando lo que acaba de escuchar - Creo que quiero decirtemuchas cosas, pero no sé precisamente qué cosas- Diría J, algo

 perturbado.

 J dejó de pensar, ésta vez incómodo por cómo sus pensamientosderivaban en ideas poco entusiastas, como si algo le dijera queestaba destinado a fracasar. Miró el cielo, vacío, ostentando un

sólo color que no variaba en absoluto en la distancia, una cosaplana, imperturbable, definida quizá hasta la eternidad.

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 Pero las cosas cambian , pensó J, todo cambia , como cuando pienso en decirte

algunas cosas y de golpe te tengo frente a mí, por un esfuerzo maníaco y

 glorioso de mis deseos, y no tengo nada que decirte, qué ofrecerte, sí, ofrecerte,no tengo nada que ofrecerte, salvo mi inexactitud, mi irritabilidad disfrazada

de impaciencia, mi improbable lealtad, mi invariable aburrimiento, este poco

de algo que tengo para ti, siguió pensando J, estos dedos que son 10 pero

que quisiera fueran monstruosamente más, éste rostro de donde emergen

 puntiagudos bigotes y barbas, que quisiera fueran un bosque uniforme y bello,

ésta cabeza irregular que me gustaría fuera regular hasta el más mínimo

milímetro, como una cualidad innecesaria, éste cerebro denso, pegajoso, pétreo,

vacuo y desconocido que quisiera menos obstinado, que pienso se parece a todo

lo que deseo y no puedo tomar, que opta por formas indecibles y difusas, que

se desvive en deseos pueriles, tersos, de cierta belleza incontenible, no tengo

nada que ofrecerte, excepto lo inexpresable, el lado desconocido y que muy

 probablemente no sepas leer porque no lo sé escribir. Además todo cambia- 

piensa, mientras atraviesa una calle desolada y polvorosa. Sedirige a una casa, la casa de N, se dirige pensando ahora, sin

querer, en ese cuerpo que mantiene una profundidad ignota yfascinante, donde duermen tantas palabras y sus potencialesefectos emocionales- nos movemos por la vida como seres que se

sostienenen cosas que adquieren el significado de la totalidad, de algo así como

la felicidad, o lo vital, pero sucede que aquello cambia por la sola necesidad

de movernos, y que ese todo termina siendo un trozo de pasado, un rastro que

alarga el camino por detrás, terminamos sosteniéndonos de cosas

insospechadas, sólo porque deseamos vivir.

 J dejó de pensar. 

Sus ojos rastreaban la calle sin encontrar a nadie conocido, nisiquiera a nadie desconocido, era una calle vacía, casiabandonada. Puso de prisa y con fuerza las manos en los

bolsillos, dio pasos breves mientras pensaba que darse prisa sería

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un error, entonces caminaba calmado, aunque “calmado”  fueraun eufemismo necesario. Camina muerto, de miedo y decuriosidad, saboreando cada emoción que crispa su cuerpo. N

estaba bien como pensamiento, como obsesivo tema de susmonólogos, como evocación desenfrenada, N estaba bien endiferentes situaciones, pero la realidad era el espacioincontrolable, la trampa feroz, la posibilidadimprevista ydesafortunada o acaso fuera todo lo contrario, quizá el instanteeterno, la confusión memorable, el nerviosismo conmovedor, losojos disparados hacia el fondo del lugar deseado, el motorinfinito de los gestos bellos, quizá la vida misma. J tenía queconcebir estas ideas en el cerebro para impartir justicia (y de esemodo desterrar su paranoia)en su pensamiento y esto le divertía yde algún modo disipaba su inseguridad, las cosas estaban hechashasta ese momento, sus pies estaban yendo por el caminoindicado, sus manos ya no temblaban tanto y eso estaba bien,aunque lamentaba no poder estar ebrio, porque cuando ebrio lascosas son perfectas, medianamente perfectas, pero lo eran. N

tenía un nombre perfecto y era bueno ir a por su nombre y porsu cuerpo y por las palabras que contenía y por sus potencialesefectos emocionales, por su sonrisa. Creo que lo más importante es su

sonrisa, Pensó J.Tendría que decirte algunas cosas para sentirme mal, pensó J, que no sé qué

ofrecerte, ni qué quiero en realidad, quedar callado será espantoso y necesario

 porque el silencio proviene de mí, de alguna parte de mi honestidad, si sólo

comprendieras que cuando callo soy más honesto que cuando digo algo, a vecesme da por querer decirte que mi libertad existe en la medida en que me ves

como un ser humano y que te tengo fija en mi memoria, que son mis ojos de

adentro, tan infinita en todas tus posibilidades, y que sin embargo, no puedo,

no puedo alcanzarte, quizá porque todo cambia y el camino que tomo no se

aproxime siquiera a tu casa.

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 J volvió a mirar el cielo, ésta vez poblado de espesas nubes que sedeslizaban lentamente, nubes con formas que no sugerían ningúnobjeto conocido, que no aludían a nada, J se concentró en las

nubes casi obsesivamente y se detuvo.

… y los elefantes, tan frágiles, perdiendo una pata, parte de la trompa,

adelgazando violentamente, expandiendo sus cuerpos hasta confundirse en

una masa gigante de algodón. Y nadie salva a los elefantes porque se mueven

tan lejanos, dispuestos sólo para serobservados, ignorando los propósitos que

 puedan tener. Y no sé qué pueda ofrecerte aunque muero por hacerlo, por

darte algo de mí, un trozo de mí, y expandirme hacia tu territorio,

encerrarme en el recinto de tu nombre, N.Concibo mi libertad en la medida

en que percibes mi presencia. Nadie salva a los elefantes.

 J dejó de pensar en el momento en que una persona pasaba cercade él.

-  ¿Me das algunas monedas?- Le dijo- Es para salvar a loselefantes, para salvar a un elefante.

 J no tenía ni un sol para invitarle un café a N.

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4.- Escribir es vivir otra vez pero muriendo un poco

Cuando mi dedo terminó por destrozar el cuerpo de la moscacontra la pantalla de la computadora, la quité como si se tratarade algo sin importancia. Ni siquiera me fijé si había caído al suelo,ni dónde. De algún modo era un hecho importante haber matadoa esa mosca,porque había ocurrido mientras trataba de hacer otracosa:terminar un cuento(la historia era hasta ese momentoimprecisa). La mosca se había posado sobre la última palabra.Después de eso supuse que no había nada que hacer, la historiano iba a funcionar de ninguna forma, por más esfuerzo que

pusiera ya había muerto alguien, esa pequeña cosa hundidaprobablemente en el suelo me hacía sentir como un criminal.Guardé el documento, apresurado, como si esa especie deesperanza innata de terminar el relato se fuera a extinguir pronto. Apagué la computadora. Di un vistazo sombrío a las paredes demi habitación, tratando de comprobar algo que no sabíaprecisamente qué.

Salí hacia la calle comprobando, una vez más, que salirintempestivamente no me proporcionaba el más mínimo alivio.La incertidumbre de no saber qué comprobar entre las paredes yla desconfianza cada vez más creciente de mi habilidad por crearhistorias, me hacían pensar en mi ineptitud como una cuestiónindisoluble de mi vida, una actitud que con los años habíaalcanzado una suerte de fortaleza maligna en las actividades que

emprendía y que corrían el riesgo de quedar inconclusas. Pero

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bueno, siempre pensaba en estas cosas cada vez que no conseguíaterminar algo, era como reprocharme.Los árboles erguidos a ambos lados de la calle formaban unos

muros que me impedían tomar otro rumbo. Así, me dirigía lento,automáticamente a buscar la mano de N. Faltaba poco para las 5,habíamos quedado en vernos a esa hora; yo en realidad no meacordaba. Si había salido de mi cuarto, con algo de prisa, lo habíahecho porque me veía obligado a escapar de la idea de sabermederrotado y también criminal, porque, aunque fuera una mosca, elhecho de haberla matado en ese instante, elevaba su presencia aun grado casi humano.Empecé a correr al ver que el relojmarcaba las 5, aún me faltaba un buen trecho, puedo decir quenunca había sido puntual, pero ésta vez me inquietaba serlo,ahora era demasiado malo para poder llegar tarde.N aún no estaba en el lugar donde habíamos acordado, no sé porqué creí que no llegaría nunca, que había decidido, en un rapto delucidez, abandonar la ciudad, el país, este planeta tibio que noscobijaba con indiferencia. Me di cuenta que empezaba a

extrañarla ni bien terminaba con estas ideas raras. Extrañarlacomo recordando al mismo tiempo su figura con obsesivodetalle, haciendo un esfuerzo por mantenerla viva en el únicolugar donde permanecen las personas que se van: En mi cabeza.De pronto la vi a lo lejos y me obligué a abandonar todo eseenredo de divagaciones ininteligentes, me sentí afortunado. Frotéel dedo con que había matado a la mosca en la tela de mi abrigo,

en realidad me sorprendí haciéndolo, no fue una cosa que hicieraconscientemente.Se acercó y aun teniéndome frente a ella, parecía buscarme conlos ojos, dirigiéndolos por sobre mi cuerpo, a los costados yfinalmente recayendo en los míos, le sonreí y ella hizo un gestoparecido, quería preguntarle qué era eso de mirar alrededor míoantes de verme, pero me pareció complicado hacerlo. No quería

hablar si ella no lo hacía primero. Optamos silenciosamente por

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sentarnos en el borde de la vereda, ella se puso a mi derecha. Nopasaba ningún auto, de modo que todo estaba quieto. Ellaempezó a hablar.

Me preguntó cómo me había ido. Bien, le dije. Qué había hecho. Aparte de matar una mosca y no terminar un cuento…  nada,pensé, no respondí. Ella hincó su codo en mi brazo, exigiéndomeuna respuesta. Le vi la cara y estaba sonriendo, supuse queesperaba que fuera divertido y sonreí antes de decirle que mehabía pasado toda la mañana y parte de la tarde intentando matara una mosca y que al final terminé siendo abatido, que la moscahabía huido por la ventana sin que yo lograra ver su rostro, perosabiendo que reía maliciosamente, horrenda y confusa. Ella rió unpoco. Al parecer no le hizo gracia la respuesta y regresó el codosobre su rodilla.

 Temí por un momento que la idea le fuera a parecercompletamente desquiciada, por eso empecé a decirle otras cosas,pero todo se dirigía inevitablemente a lo que en verdad quería

decirle: Qué le parecía si hacíamos esto como si fuera real, queme tuviera a su lado como si estuviera muerto. No sé cómo se lodije, disfruté su gesto de ingenuidad con cierta decepción. Porqué, me preguntó, por qué quieres hacer eso, es muy extraño,pasa algo, me preguntó. No, nada, respondí, es una idea, nadamás, me preguntaba qué pasaría si alguien se encuentra en unasituación como esa, dije. Pues qué va a hacer, dijo ella, irse,

supongo. Entonces te vas a ir, pregunté. Pero tú no estás muerto,respondió, sonriendo. Pero es justamente lo que te estoypidiendo, que actúes como si estuviera muerto, le dije. Entoncesme iría, dijo ella. Bueno, no puedes hacer eso, le dije, consideraque me quieres, que soy alguien importante en tu vida. Eresalguien importante en mi vida, me dijo. Entonces no te vayas, ledije. Dale, está bien, me dijo. No sabía bien cómo habíamos

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llegado a conversar sobre esto, pero me sentía feliz. Ella no,claramente, pero no importaba. Y que vas a hacer, me preguntó. Bueno, los muertos no hacen

nada, le dije y me reí. Entonces no hables, dijo, un poco enfada.Sí, no lo haré, le dije, bajé la cabeza. Nos mantuvimos en silenciopor mucho tiempo, yo no debía hablar, obviamente, lo curioso esque quería decir algunas cosas, como instrucciones, esperaba queella lo hiciera. Es tan difícil decir algo cuando un muerto se apoyaen mi hombro, dijo, no vale que suceda así, esto es absurdo hastacomo juego, dijo, a ver, por qué te morirías así, de pronto,preguntó, esto es tonto, J, quiero terminar con esto. Yo melimitaba a apoyar un poco el cuerpo en su hombro, estabaasumiendo mi papel con esfuerzo, casi con responsabilidad,tratando de no pensar, como hace seguramente un muerto. Di loque dirías de mí si estuviera realmente muerto, susurrédisgustado, N no se empeñaba en seguirme el juego. Hasta haceuno momento creía que eras patético, ahora estoy convencida.Que eres parte importante de mi vida, quizá, pero con esto me

doy cuenta que mi vida completa no es importante, y siendo asílas cosas, bien puedo largarme, pero está el asunto de la policía,que seguramente terminaría por ubicarme y sometiéndome a uninterminable interrogatorio,no quiero meterme en esos asuntos.Si de verdad estuvieras muerto, me iría de prisa, corriendo por lassombras, jurando que tu existencia valió la pena sólo unosminutos, convenciéndome que no es cruel abandonar tu cuerpo,

porque de todos modos es el destino de los cuerpos inertes serabandonado. Sólo se recuerdan y listo. Así que me iría y terecordaría, exagerando un poco tus virtudes, para que seas máslindo en mi memoria, diría que eras un excelente escritor y quetus cuentos, todos, eran irremediablemente tiernos, no lo son,evidentemente, pero no sabes cómo es la memoria haciendocosas nobles por las personas que se arraigan ahí.

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 Yo me sentía conmovido por todo lo que había dicho, pues era,lo sabía en ese momento, exactamente lo que quería probar conesto: Saber cómo iba a ser recibido mi cuerpo en su memoria, los

sentimientos que le iba a generar al momento de evocarme. Sabíaque no me abandonaría si estuviera muerto, eso lo decía porqueella representaba la valentía general de todas las personas quenunca han visto un ente en pleno desalojo corporal. Lo primeroque causa un cadáver reciente es la necesidad de no asumirlocomo tal, negar el tiempo que pareceavanzar displicente alacontecimiento y que sin embargo, se desliza por sobre él, comocobijándolo en un lugar ya dispuesto desde mucho antes: Eltiempo ya tiene un resquicio para llevar cadáveres, un vagónsecreto, invisible.Quizá hasta lloraría, sacudiéndome, presionandomi pecho intermitentemente, recordando las lecciones deprimeros auxilios que vio en la tv. Negándose obstinadamente asaberme inexistente. Aceptando, ya después, que no soy más queun pedazo de carne fresca y quedándose cerca de mí lo suficientecomo para saber que no soy más que el pasado invadiendo el

espacio del presente.Pensé muchas cosas y me pesaba un poco haber iniciado esteinsensible juego. Sin darme cuenta, ambos experimentábamosuna tristeza que nos mantenía unidos, yo apoyando mi cuerpo enella y ella soportando mi peso con cierta nostalgia e incomodidad,como si en verdad tuviera un muerto al lado. Mis asuntos tristessiempre terminaban siendo situaciones incompletas y cómicas

porque mi afición enfermiza a las películas me hacía envidiar esasescenas cargadas de dolor que gozaban de una canción que servíacomo ritmo y camino de disolución. Éste, desde lejos, se habíaconvertido en el momento más triste que me había tocado sentir,así que me puse a recordar una canción, en un intento deacoplarla al momento y conseguir un tono cinematográfico, lasletras mencionaban a cierto tipo que no era bueno y que tenía

una vida deprimente porque todo el mundo lo creía más malvado

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de lo que realmente era, él quería cambiar, pero los demás loaplastaban constantemente, como a un gusano.Creí por un momento que lo hacía muy bien, excluyendo el

influjo de la tristeza en la situación, me sentía cómodo apoyandomi cuerpo al de N, sentir su aroma, su cansancio hecho sudor, surespiración, que llevaba a sus pulmones a ejercer un movimientoconstante, vertical, mínimo y delicioso me hacía mecer unpoquito con el convencimiento de que lo que hacía mejor,después de escribir, era estar muerto. Había empezado aoscurecer y a hacer frío. Ella tenía los brazos descubiertos ytemblaba. Hacía muchos minutos, casi una hora, que habíamosdejado de hablar, después de decirme que no me olvidaría peroque no empeñaría ningún esfuerzo en hacer algo con mi cuerpo,quedó callada, mirando la calle, la vereda de en frente, la genteque se deslizaba con sigilo e indiferencia y que a veces volteaba amirarnos, mientras escondían sus manos en los bolsillos, comobuscando algo o reprimiendo algún raro impulso. Sugerí que vayamos a otro sitio, hizo un movimiento entre agresivo y de

sorpresa. No que estabas muerto, preguntó, con una sonrisa quehizo que me librara de cierta tensión. Estás temblando de frío, ledije. Sí, vayamos a otro lado, dijo. Quizá era momento determinar con todo, despedirnos y procesar esa sensación que noshabía producido ubicarnos, en una simulación precaria, en loslados antagónicos de la existencia sin que pasara nadaextraordinario. Bueno, creo que debes empezar a cargarme, le

dije. Qué, estás loco, preguntó enojada. No pretenderás que unmuerto camine, o sí, pregunté. No te cargaría aún estés muerto de verdad, recuerda que te dejaría, dijo. Pero me quieres, formoparte de algo importante en tu vida, dije. Pero qué haría con tucuerpo, preguntó. No sé, pero ahora no me dejes, cárgame, porfavor, le dije, le supliqué. No, no lo haré, dijo y ambos estábamostristes. Bueno, entonces te sigo, le dije, pero iré dando pasos

cortos, imperceptibles. Está bien, dijo, vayamos a tomar el bus.

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 Nos sentamos juntos, yo iba en el asiento que daba a la ventana,nos habíamos ubicado de ese modo sin habernos puesto de

acuerdo. Siempre creí que el lado de la ventana era como unaubicación privilegiada, quizá porque se podía ver la calle con másfacilidad, y puesto que ahora estaba muerto, en cierto modo eseprivilegio recaía sobre mí. Extrañamente, el cuerpo inerteadquiere una condición sagrada que le permite acceder a ciertascosas que en vida le es improbable, pero ésta es, ciertamente,momentánea. Vi cómo la calle avanzaba en sentido contrario amedida que el bus se ponía en marcha.N cogió las puntas de losdedos de mi mano, me dijo que estaban frías y yo intuí que porfin había consentido el juego,eso querría decir sin ser muyevidente. Sonreí y comprobé que efectivamente los dedos y todomi cuerpo estaban inusualmente fríos.Entonces cerré los ojos yme mantuve así por varios minutos, pensé en continuar el viajeasí, desistí apenado porque supuse que eso de cerrar los ojos deun muerto era una labor que correspondía al más próximo

testigo, o sea ella, hubiera sido bonito que deslizase sus dedossobre mis párpados simulando plegarlos para siempre. Elconsentimiento no iba más allá de ser un juego, eso me abatía,pero ir más allá suponía un riesgo que muy posiblemente nosupiera sortear. Confirmé, como siempre, que N era más sensataque yo, que todos los seres humanos juntos.

Estuve escribiendo un cuento toda la mañana, le dije, por deciralgo. Quiero leerlo cuando lleguemos a tu cuarto, me dijo, con voz plana. No lo he terminado, dije, no lo voy a terminar. Porqué, preguntó. Porque no sé, dije, se terminó antes y no hubomás. Bueno, puedes empezar otro, dijo y apoyó la cabeza en mihombro. Pero estoy muerto, le dije, ya no podré escribir más.Podrás, dijo ella, siempre podrás escribir. Probablemente sonrió,

oí un gemido hermoso.

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N hizo detener el bus y bajamos, yo intentaba apurar el paso,pero un adormecimiento había capturado mi cuerpo en latorpeza.

Caminé por la calle con pasos imperceptibles, pero ésta vez noera voluntario, en verdad quería terminar con todo, dejar de decirque estaba muerto porque ya empezaba a comprender que erauna tontería. Ella tomaba mi mano en silencio y caminabaadaptada a mi velocidad. Llegamos a la puerta de mi cuarto y Nhundió su mano en el bolsillo de mi pantalón, sin que yo dijeraalgo, extrajo el conjunto de llaves, seleccionó la indicada y lainsertó en la cerradura. Ingresamos, ella parecía guiarme conplacer, con un cuidado que denotaba una ternura casi maternal. Yo estaba conmovido, pero mis movimientos eran todos ajenos amis intenciones, no veía el modo de expresar alguna emoción.Lasparedes sombrías seguían representando la misma incertidumbrede la mañana. Y ahora qué, preguntó. Puedes encender lacomputadora, por favor, pregunté. Claro, vas a escribir, preguntó.Sí, respondí. Presionó los botones para encenderla, conocía todo

a la perfección, mejor que yo. Me puedes sentar frente a ella,pregunté, casi sin mover los labios. Claro, dijo ella, mientrastomaba mi cuerpo y lo acercaba a la silla hasta tenerme sentadofrente a la computadora, ya encendida. Lo demás lo hizo sin quese lo pidiera: Accedió al programa para poder escribir, colocó mismanos sobre el teclado.

 Ahora escribe todo lo que quieras, me dijo y me dio un beso en lafrente. Para entonces yo ya estaba muerto y no había nada quehacer.

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5.- Unas preguntas al señor J

La mañana es tan hermosa que hace que me den ganas deandar en bus. Así que lo hago. Busco alguna moneda en losbolsillos. La encuentro. Estoy de suerte. Se me cae la bolsa dela mano. Hace un ruido extraño pero nadie se percata delcontenido. La gente está demasiado ocupada haciendo suscosas como para enviar a sus pobres ojos a que revisen mibolsa de plástico. Siento que este es el mejor momento parasentirme con buena suerte.El bus está repleto de gente. Una mujer lleva un perropequeño sobre sus rodillas. El perro está atado a una correa

que termina sostenida por la mano de la mujer. El perro quierellegar pronto a donde quiera que esté yendo la señora. Losbuses son siempre lentos para decepcionar a los perros y a lagente. Un anciano parece querer dormir y no lograrlo desdeque nació. Todos los pasajeros van sentados y nadie dice nada.Nadie pregunta por qué están así ni a dónde van ni para qué.En realidad todo anda muy normal y no sé por qué ando

criticando las cosas si así está bien. Encontré un lugar para mí.Me senté. Un hombre a la derecha mira hacia la ventana comosi rechazara la idea de estar yendo en bus. Como si quisieracorrer por el camino y en seguida se le pasaran las ganas. A miizquierda va un niño. Me parece simpático. Podría tener 5años. A lo sumo 6. Va acompañado de su mamá. Me parecetan agradable que prefiero no decirle nada.

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 Voy moviendo la cara de un lado a otro. Como siempre queando en bus. Jugando en la mente a querer escapar. Trazandoel camino de huida. Empujando a la gente para salvar mi vida.

Siento que es el peor momento para creer que hoy es mi día desuerte. A pesar de eso lo creo. Por un momento pienso quetambién le parezco simpático al niño. Porque me miraconstantemente. Sin siquiera disimular como yo lo hago.Parece muy astuto. También mira mi bolsa. Se queda muchorato mirándola como si quisiera tomarla para él. Yo lo miro ysonrío pero no pienso hablarle. El bus va en silencio. Quierodecir que fuera de ese ruido atronador de la chatarraesforzándose por trasladarnos nadie parece hacer algo más. Demodo que es un silencio humano.De repente el niño pregunta qué llevo en la bolsa. Yo digo esun amigo. Y él dice ¿por qué lo tienes en una bolsa? Yo digo aél gusta estar ahí. Él dice a nadie le gustaría estar en una bolsa. Yo digo a mí me gustaría estar en una bolsa. Él dice ¿por qué? Yo digo porque ha de ser cómodo. Él dice eso es mentira

porque no entra el aire. Yo digo y para qué quiero que entre elaire. Él dice pues para que respire. Yo digo y si ya no hacefalta. Él dice cómo no va hacer falta, se muerte. Yo no digonada.Después de la conversación estoy seguro que dejé de parecerlesimpático. No porque la conversación fuera mala. Sino porqueya llegamos a conocernos. El niño vuelve a mirar la bolsa.

 Ahora la bolsa parece caerle mejor que yo. Abalanza un dedo índice hacia ella. Es totalmente curioso y sigiloso. Su mamátiene la cabeza girada hacia la ventana. En realidad no sé qué ve si la calle es espantosa. Puede que esté evadiendo el deberde decir a su hijo que no haga esas cosas a la bolsa del señor.

Parece una pelota me dice. No creo que parezca una pelota.

Mi amigo parece una pecera le digo. Él dice no. Es una pelota

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y está dura. Yo le digo es una pecera. Mi amigo es una pecera.Él dice ¿cómo se llama tu amigo? Yo le digo se llamaba J peroahora se llama Pecera. Él dice ¿por qué se llamaba J? Yo le

digo porque era escritor. Él dice ¿y qué es un escritor? Yo digono sé. Él dice ¿cómo sabe que era escritor su amigo? Yo ledigo porque me lo dijo. Él dice ¿qué hacen los escritores? Yodigo nada, viven, como todos. Él dice o sea nada del otromundo. Yo digo no, creo que no. Él dice su amigo siguepereciéndome una pelota dura. Yo le digo se llama Pecera. Éldice ¿por qué se llama Pecera? y yo digo porque me parece unbuen nombre para alguien que se parece a una pecera. Él dice¿qué es una pecera? Yo digo una pecera es un lugar donde viveun pez. Él dice los peces viven en el mar. Yo digo a algunosles gusta vivir en una pecera. Él dice ¿y dónde está el pez que vivía en su amigo, en su amigo Pecera? Yo digo se fue. El pezse fue. Él dice cómo se fue si los peces necesitan agua parairse. Yo le digo éste era un pez distinto. Éste despareció depronto. Él dice no puedo creerlo. Yo le digo cuesta mucho

creerlo. Él dice ¿cómo se puso su amigo? Yo digo ¿cómo creesque se puso? Él dice triste. Yo digo un poco. Sí. Él dice ¿porqué desapareció el pez? Yo digo nadie sabe. Él dice ¿su amigono pudo hacer nada para evitarlo? Yo digo no. No creo quehaya hecho algo. Él dice ¿por qué? Yo le digo porque eraescritor. Él dice ¿pero qué hacen los escritores? Yo le digonada, sólo viven. Él dice pero todos viven. Yo vivo. Entonces

soy escritor. Yo le digo hola niño escritor.

Él gira la cabeza. Mira a su mamá pegar el rostro al cristal de la ventana. La calle es hermosa. Pero yo me digo que esespantosa porque me hace gracia. Hago más presión en lamano que sostiene la bolsa. La miro fijamente. El niñotambién la mira. Creo que nos parece cada vez más simpática.

El niño hinca nuevamente su dedo en el plástico y ésta vez lo

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hace más decidido. Parece reconocer algo. Oiga, su amigo yano parece una pecera me dice. Yo digo ¿entonces? Él diceahora parece una cabeza. Yo digo entonces ahora se llama

Cabeza. Él dice ¿por qué se llama ahora Cabeza? Antes sellamaba J. Después Pecera. Yo le digo así le hubiera gustadollamarse a mi amigo cuando lo tuviera en la bolsa. ¿Te digo? Ami amigo le gusta que le vayan poniendo nombres cada vezque descubren que se parece a algo. Él dice quizá se enoje. Yodigo ¿por qué? Él dice porque no entra aire en esa bolsa y asíno va a poder respirar. Yo digo no hace falta que respire. Éldice es que lo necesita. Yo digo ya no necesita respirar. Él dice¿por qué? Yo digo no sé. Pregúntale. Él dice está bien. Yosonrió. Él asoma el rostro a la bolsa y dice hola J, hola señorEscritor, hola señor Pecera, hola señor Cabeza ¿ya no necesitarespirar?, ¿alguien lo mató?, dígame, ¿lo hizo éste señor?

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6.- Al otro lado de la habitación

Me puse los zapatos con la determinación de morir. Supongo quetenía algo de prisa porque metí los pies descalzos y enseguidacorrí a buscar el arma.Morir era lo más excitante que me podíasuceder ese día aburridísimo. Un calor sofocante y mortal entrabaen mi cuarto, por una ventana obscenamente grande, por dondepodría entrar el sol entero si quisiera. La intensidad del sol dabadirectamente en mi cara, la ventana no tenía cortinas. El asuntono parecía tener fin, pues apenas empezaba la tarde. Estaba muyaburrido y no podía leer nada porque enseguida me daba un

sueño terrible, pero no podía dormir porque ese calor asesino nose movía de aquí y al cerrar los ojos me daba la sensación detener un poco de fuego bajo los párpados. Claro, pude haberhecho algo, es obvio que no toda la habitación estaba ocupadapor el calor del sol, pero no tenía la menor gana de moverme nide mover nada para obstruir la entrada de la ventana. Así quepensé: Me mato.

La verdad es que estaba deprimido también. No queríamencionarlo, pero sé que es demasiado evidente.Encontré el revólver dentro de una caja de zapatos, debajo de lacama. Le pertenecía a mi padre y él, en un momento de ausenciade lucidez, me lo había obsequiado con la única condición de quelo utilizara en casos de rigurosa urgencia, le prometí que así loharía. No iba a cumplir, claro.

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No sé mucho de armas y la verdad no me interesa en absoluto,así que desde el momento en que papá me lo dio y lo guardé en elprimer lugar que apareció como propicio, no me ocupé en

averiguar de qué tipo de arma se trataba. Supuse que sufuncionamiento se limitaba a cargar las balas en el tambor,apuntar y apretar el gatillo. También me dio tres balas y lasguardé en el mismo lugar. Al hallarla, acudieron a mi cerebro un montón de recuerdos,extrañamente relacionados con mi padre, digo extrañamenteporque es inusual que asocie un arma con él. Más allá de la vez enque me lo regaló, no recuerdo ningún otro evento en dondeestuviéramos convocados los tres. Eran recuerdos de la niñez, decuando él me enseñaba a leer, o me leía algún cuento, o le leíaalgún cuento, porque le leía cuentos a papá. Entonces pensé quemorir era desaprender de golpe.Apretar un botón que desactivaratodo. El gatillo, claro. Me imaginaba a todos esos recuerdosmuriendo conmigo, o abandonando mi cerebro deshechocomoquién huye de un incendio o algo así. Pensaba en esto y me ponía

triste.No podía salir de la depresión, hasta parecía que me obsesionabaestar en ella, pero en verdad era de una tristeza insoportable.

Lo siguiente que hice fue preguntarme que si no era mejorponerme calcetines, porque, a pesar del calorque había en ellugar, sentía frío en los pies, los zapatos parecían hechos de

placas de hielo. Me los puse, aliviado.Resuelto aquel imprevisto me disponía a empezar. Tenía el armaentre las manos, jugueteaba un poco con él mientras le ponía lasbalas. De repente, se me ocurriódejar una nota. Es momento dedecirlo, aunque no sé si sea necesario, que soy escritor. He escritoun libro de cuentos, no lo publiqué nunca. Hice imprimir unoscuantos ejemplares para losamigos, hice un cálculo equivocado

pues terminaron sobrándome muchos. Pensé en qué escribir en la

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nota, no se me ocurría algo particularmente ingenioso, pondríaalgo así como: Por favor, tengan cuidado con la sangre, no creo que alguien

sea feliz limpiándola,(no saben cómo me preocupa que los demás

sean felices cuando yo haya terminado de vivir), después de eso,no tenía nada. Al final no hice ninguna nota, de todos modos,nadie la hubiera hallado porque mi instinto de timidezme hubierahecho esconderla en un lugar inhallable.Además renuncié a laidea porque creí que era morboso pensar que por ser escritordebía obligadamente dejar algo escrito antes de morir.

 Ahora estaba frente al espejo, mirando mi rostro verdaderamentecansado y la pistola hincando el lado izquierdo de micabeza.Estaba un poco nervioso, siendo honesto, tenía miedo, sihasta tuve que cerrar los ojos para iniciar el conteo: Uno,dos…espera, me dije, ¿de verdad quieres hacer esto?, bueno, nosé, tú dime, la verdad sí. Y otra vez, uno, dos, tres… había queapretar fuerte, porque el gatillo no se movía ni un milímetro,claro, nunca lo usé desde que papá me lo había regalado, quizá se

habría oxidado por dentro. Yo esperaba que la bala atravesara micabeza lo más pronto posible porque esta espera me ponía mal,pero al parecer no tenía la fuerza suficiente para moverla. Siemprefui un hombre débil pero quizá, hasta ese momento, no me habíatomado el tiempo de aceptarlo completamente, esto me deprimióaún más, de modo quemi decisión se hacíairrevocable y adquiríamás urgencia.

 Alguien tocó la puerta. Pero, quién es a esta hora, pensé, como sifuera tardísimo, un poco molesto y en el fondo agradecido. Abrí yera la vecina: Una anciana que ocupaba la habitación del costado.Nunca habíamos establecido una conversación larga, además nosentía interés por hacerlo. Salvo breves saludos de paso, nuestracomunicación se restringía a las miradas sigilosas que cada uno

echaba sobre el otro. Me apoyé sobre la puerta abierta

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ligeramente, lo suficiente para mostrar mi rostro y parte de micuerpo, le ofrecí una sonrisa precariamente construida en mi carasudorosa, probablemente exhibiendo algún gesto de ansiedad sin

que yo pudiera hacer nada por quitarlo.-  Muchacho, hágame un favor, dígame ¿qué hora es?- Me dijo

de inmediato, sin siquiera anteponer un breve saludo.

-  ¿Perdón?- Le dije, con acento involuntariamente grosero,producto del extrañamiento no tanto de su pregunta sino desu insólita aparición.

-  Que si sabe qué hora es- Insistió con una amabilidad

reciente,probablemente originada por ese auto reproche que seestuviera haciendo por no haberme saludado primero.

Extraje el celular del bolsillo del pantalón, lo miré, indiferente.

-  Son las dos y media, señora- Le dije.

-  ¿Dos y media?- Preguntó, como si sospechara que le mentía.

-  Dos y veintisiete, exactamente- Respondí.

-  Oh, Y dígame, ¿tardará mi marido en llegar?- Preguntó.

En cierta forma me hacía gracia su pregunta, quise sospecharque se trataba de una broma que me estaba jugando de puroaburrimiento(por más perversa que pueda parecer, era laposibilidad que más apreciaba como cierta). Apenas sabía quela pobre anciana existía, además,nunca la había visto

acompañada por alguien, puedo asegurarlo porque tengo unamemoria prodigiosa cuando se trata de mantener una actitudinvasiva con las demás personas, una actitud por lo demássecreta y que me figuro de total importancia para mantenermea salvo.

-  No sé. ¿Dónde fue?- Respondí, luego de una breve pausa en laque estuve barajando ciertas formas de respuesta. No crean

que no me esfuerzo en ser ingenioso.

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-   A la guerra- Dijo- Con una naturalidad que no podía provenirmás que de la intención honesta de decir la verdad.

-  ¿A la guerra?- No estaba enterado de ninguna guerra, de modo

que mi desconcierto era comprensible, pero ella parecióindignarse por mi sorpresa.

-  Sí muchacho, él se fue en la mañana. Suele llegar a la una, opoco antes - Dijo, moviendo la cabeza afirmativamente comosi todo aquello fuera una verdad intangible.

-  ¿Y a qué guerra fue su esposo?¿podría saber?- Si había salidoen la mañana y esperaba a que llegara, supuse que la guerra no

quedaba lejos y que en ella se manejaba un insólito sistema dehorarios que le permitía volver a casa para almorzar o haceralgo más. Ahora no sabía a qué cosa le llamaba  guerra  la pobreanciana. No quise cuestionarle porque temía causarle algunaincomodidad. Además porque se me da bien entender lascosas como quizá los demás quieren hacerlo: Sinelegirnecesariamente las palabras indicadas.

-  A la de siempre. Quizá ya lo mataron, pobre- Dijo, llevándoseambas manos al rostro, sin desesperarse. Es más, parecíaempeñarse en mantener todos sus gestos en una delicadasincroníaque más que dolor expresaban perfección.

No pude sentir compasión ni pena por lo que acababa deescuchar, porque la creciente certeza de que no fuera verdad

hacía que tomara este hecho como la representación teatral dealgo que había nacido en esa pequeña, disparatada y canosacabeza con la inocente intención de hacerme perder el tiempo.No pude decir nada y no me molestaba en absoluto.

-  ¿Y usted no va a ninguna guerra, muchacho?- Me preguntócon curiosidad.

-  Eh, bueno, no, no he ido a ninguna hasta el momento-

Contesté, confundido. Una parte de mí hubiera optado

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fácilmente por la mentira, pero no creía poder soportar elalargamiento de la conversación.

-  ¿Entonces a qué se dedica?- Preguntó con rudeza inofensiva,

dejaba entrever que se había vuelto a indignar.

No supe qué decirle, hace mucho que había dejado de escribir,de modo que no sabía si aún podía permitirme mencionar aalguien más que lo era.

-  Soy escritor- Le dije, con una sonrisa inoportuna, innecesaria,casi desvergonzada.

- Qué bueno, muchacho. ¿Y qué libro ha escrito?- Preguntó,segura de que había publicado algo.

-  Bueno, uno que tiene por nombre “ Apaguen el fuego”- Dije,fingiendo recordar algo dificilísimo.

-   Vaya- hizo un silencio mientras pensaba- Es un nombreespantoso. Perdone, pero no me gusta- Dijo, apenada.

-  No se preocupe- Le dije, me parecía una anciana

simpatiquísima, no veía la forma de enfadarme con ella,aunque alguna parte de mí quisiera hacerlo. Además teníarazón.

-  Pero me interesa- Se echó a reír, brevemente, con una vozchillona y tierna.

-  Creo que tengo uno por aquí- Dije- espere un momento, porfavor- y me fui a buscarlo. Lo encontré fácilmente sobre elarmario, al parecer sabía la ubicación exacta de cada ejemplardisperso y eso me molestó. Tenía un poco de polvo encima, lolimpié y se lo di- Son unos cuentos.

-  Sí que son unos cuentos, ya los leeré luego, gracias muchacho-Sonrió.

-  Está bien- Dije, no sonreí.

- Bueno, tengo que ir a casa, a esperar a mi marido- Dijomientras se dirigía a la puerta de su habitación.

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-  Seguro llega pronto- Intenté animarla, sabía que no eranecesario.

-  Ojalá, muchacho. Creo que ya me lo mataron- Soltó una risita

melancólica. Insistí con la idea de la broma, que devino luegoen la posibilidad de que sólo había querido tener algunaconversación, por más absurda que fuera.

Probablemente haya tenido un marido muerto en algunaguerra y que los recuerdos buscaban continuamente el modode manifestarse en nuevas formas, cada vez más desquiciantes

y dolorosas. Admito que esta posibilidad estuvo a punto deconmoverme.

Luego de aquella conversación volví a mis asuntos. Alempuñar nuevamente la pistola experimenté una sensación delejanía y desconcierto, como si la convicción de que estaba apunto de cometer una estupidez dominara por completo el

curso de mi pensamiento. Sonreí como quién acaba de evitarseun montón de problemas, como quién ha ganado algo sólopor el hecho de no hacer nada. En el fondo aún seguíasintiéndome mal, ya saben, esto de la depresión no se le quita auno ni con una buena noticia, por más que ésta sea la de habersido salvado por una anciana, con una conversación un pocoloca y de cierto misterio que mi pereza e insensibilidad nopermitieron desentrañar. Quise colocarme otra vez la pistolaen la cabeza para comprobar totalmente que el impulso suicidahabía desaparecido, así lo hice, pero primero extraje las balas.Mientras mi rostro se reflejaba en el espejo, comprobé que elsol había amainado su intensidad y me puse a pensar si acasomi determinación inicial se había hecho de cualquier pretextoinsostenible. Comprendí entonces que suicidarme habría sidoun error, sobre todo al presionar por completo el gatillo y

descubrir un sonido como de cosa inconclusa en el interior del

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arma. Imaginé que no estaba en perfectas condiciones. El malestado de la pistola que estaba utilizando,probablemente mehubiera dejado la cabeza partida en dos, vivo y mucho más

deprimido que antes.En seguida sentí el cansancio insoportable de alguien que hahecho algo importante y decisivo en su vida, de modo que notuve otra opción que recostarme en la cama y ponerme adormir, tampoco opuse resistencia. Si mi vida cobraba ciertaimportancia en estos momentos no quería más quecelebrarladurmiendo.

Oscurecía y hacía frío cuando desperté, habían pasado variashoras y no pensar en nada me proporcionaba ciertacomodidad, sin embargo amenazaba con desaparecer si noempezaba a hacer algo. Casi en agradecimiento con la anciana,me puse a pensar en cómo aquella conversación se habíadeslizado por el camino del absurdo, sin que yo la detuviera oenderezara con un ejercicio de inteligencia ni depreocupación

por su estado emocional, es más, había seguido conversandocon ella complaciendo sus cuestionamientos y explicacionescon la docilidad de un ingenuo. La sospecha última dequeestaba sufriendo la perversidad de la reaparición de losrecuerdos dolorosos torpemente reprimidos, me volvía a lamente ahora que me encontraba solo. Las involuntariasindagaciones sutiles que había ido realizando desde la primera

 vez que la vi, me devolvían pequeñas informaciones que, enconjunto, constituían una pieza que encajaba perfecta en estareciente silueta de dolor profundo e inacabable que aquellapobre mujer revelaba.

Iba pensando en todo esto, casi ya de forma automática,cuando oí un estruendoso ruido al otro lado de la habitación,

la de la anciana. No pude más que imaginar que el dolor la

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había vencido y que había optado por la opción que hacíaapenas unas horas me había tentado. Entonces me levanté veloz de la cama, salí de la habitación corriendo y cuando me

di cuenta que estaba dando violentos golpes contra su puertasupe que mi desesperación era sincera. De pronto la puerta seabrió con lentitud, seguida por la sosegada aparición de laanciana, con una sonrisa de desconcierto y unamiradacompasiva.

-  ¿Qué pasó muchacho?- Preguntó, inclinando la cabeza haciadelante con una bondad perceptible desde cualquier distancia.

- ¿Está todo bien?- Pregunté, torpemente, casi asfixiándome.

-  Si, sólo que mi gato me dio un susto tremendo- Dijo,sonriendo aún más.

-  ¿Qué pasó?-Pregunté

-  Mi gato saltósobre el televisor y lo echó para abajo  – dijo,dando una mirada hacia dentro, como si tratara de encontrar asu mascota para que también yo pudiera recriminarle.

- Oh, ya veo, pensé que algo terrible había sucedido- Dije,bajando la mirada, algo avergonzado por haber cedido tan deprisa aesa suposición.

-  No crea, muchacho, todo está bien- Sus palabras provenían deuna imperturbable tranquilidad.

-  Seguro, señora. Ahora me tengo que ir, buenas noches-Empecé a alejarme de lo más contento y desencajado.

-  Muchacho- me dijo, haciendo que me detenga con unpequeño salto- me gustó su libro.

-  Gracias- Dije, resignado, casi como si el libro no tuvieraimportancia.

-   Tengo una pregunta- Prosiguió, no parecía importarle mitorpeza al darme vuelta.

- ¿Si?- Dije

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-  El chico que está en la oficina de su padre… 

¿Quién?- Pregunté

El que coge el revólver, del cajón del escritorio… -  ¿Qué pasa con él?- Respondí, recordando que se trataba de un

personaje de algún cuento que figuraba en el libro.

-  ¿En realidad se mata?- Preguntó, con una curiosidad temerosa.

-  No, sólo estaba bromeando- Dije, mientras trataba de darme vuelta para desaparecer. No pude.

- Qué bueno, muchacho, con lo fea que son las muertes- Dijo,mientras sonreía.

-  Pues sí- dije y me metí a la habitación.

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7.-Apaguen el fuego

¿Cómo escribir un cuento sobre el fuego? ¿Cómo capturarloen su movimiento limpio? ¿Cómo precisar su temperatura enel papel? ¿Cómo resistir a su color macizo y transparente?¿Qué hacer con él mientras los ojos lo miran fijos? ¿Cómoresidir en su significado sin hacernos daño? ¿Cómo hacer deldaño una prolongación de su pretensión de existir? ¿Cómorescatarlo de sí mismo? ¿Es el fuego el cuento perfecto? ¿Es lapregunta la que enarbola rápidos zarpazos al viento, al aire, al vacío, al intento? ¿Cómo ser el fuego sin quemarse? ¿Quépregunta detendrá el fuego? ¿Habrá que detenerlo?

Esta mañana desperté creyendo que era martes. Me levanté dela cama oliendo martes por todas partes, la frazadas allevantarse y sacudirse expelían una peste de sudor de martes,mis pies se movían en un suelo evidentemente martes, mismanos repasaban la superficie de la mesa y el polvo era martes,mi rostro en el espejo era martes, así, con sus ojos normales,aplastados en esos aburridos huecos, eran martes con un poco

de lunes, un poco de todo en realidad. El último cigarro quetuve entre los labios era furiosamente martes. El fuego noaparecería sino hasta el miércoles.Con el cigarro entre los labios me asomé a la ventanapequeñita, situada en la parte alta de la única pared que daba ala calle, por donde, en días de atardecer, el sol traspasaba unpoco de sí para reconocer mi rostro. Yo creo que el sol le

temía a la ventana que en realidad no pasaba de ser un agujero

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bien hecho en la pared. Uno podría pensar que su existencia sedebía a la falta de ladrillos para completarla, un error, que mepermitía ver parte de la calle, si llegaba a sostenerme en

puntillas o pararme sobre algo (un libro grueso). La verdad nose veía nada por esa ventanita, la verdad no quería ver nada através de ella, y el ejercicio de aproximarme, asomar mi rostro,husmear como si fuera un roedor por el agujero, erasimplemente un voluntario intento de no hacer nadaaparentando hacer algo útil.

Quizá puedan imaginar mi rostro tratando de meterse en esepequeño espacio cuadrado que perforaba la pared. El cigarrosostenido apenas por un extremo, entre mis labios,aparentando caer de cuando en cuando. Mis ojos como dosojos entre la noche, como agua contenida en dos bolsas sinperforar. Mis orejas, como las de un roedor atento, a que nopase nada, a que ningún depredador asome a mirarme, aolerme como si fuese un montón de suciedad, un hombre sin

un duchazo tibio, frío, helado. Mi nariz, empeñada más que elresto de mi rostro en atravesar la pared e irse volando comoun ave. Quizá puedan imaginar mi rostro como una parte de lapared. El cigarro cayendo a ratos sin escapárseme de loslabios. No había fuego para encenderlo y en realidad noquería. Mi cabeza parecía contentarse con sólo pensar que eramartes.

No es posible que sigas viviendo, me dijo ayer la vecina y poreso sé que fue lunes. Porque entre todo lo que me dijo y que,por cierto, no llegó a dolerme, insistió que era lunes, entoncesyo entendí bien. Mi vecina tiene 10 años y me dijo todoaquello muy enojada, como si todo fuera cierto,obstinadamente cierto hasta que yo no tuviera más opción que

creerle. Entonces ¿Cómo era posible que siguiera viviendo?

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No lo sabía y eso me ponía muy contento, a ratos triste, perono importaba. Iba dando saltos entre pensamientosinmediatos. Quizá por eso tenía el rostro asomado a la ventana

pequeñita: No por no hacer nada, sino por no pensar. A pesar de que era bonita me acusó de quererle quemar lacasa. Tal vez vino a tocarme la puerta amaestrada por suspadres, que parecen tenerme miedo. Entonces escucho suspasitos, menudos, sonoros hasta la impaciencia, clavándolesun sonido anacrónico a las tablas del pasillo. Haciéndomepredecir su mano estirándose en forma de puño, estrellándosecontra la madera de la puerta. Salté de mi cama, me coloquélos anteojos para parecer inteligente mientras le diera lasrespuestas más tontas, me arreglé el cabello pero no me fijé enel espejo, de modo que no supe hasta qué punto lo habíaarreglado. Bostecé dos veces y, como todo estaba oscuro,pude creer que mi boca abarcaba media habitación alexpandirse.

Luego de haberme dicho que no era posible que siguiera viviendo y que había hecho muy mal en intentar quemar sucasa y que si bien podían acusarme con el dueño de lashabitaciones y los demás vecinos y echarme a la calle, no lohacían porque de algún modo eran buenos y que eso erabueno para mí, yo me limité a decirle que sólo habíapretendido quemarles las cortinas que estaban muy feas, y que

era la verdad, por supuesto. No creyó que el objeto de mi vocación incendiaria habían sido sólo las cortinas, pero llegó aadmitir que efectivamente eran horribles, tanto como el vestido que en ese momento llevaba. Luego se fue, porque alparecer había olvidado qué más le habían dicho sus padres.

Cerré la puerta aún con la pregunta de cómo había llegado a

seguir viviendo y que cómo era lunes sin que yo le prestara

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mucha importancia. Encendí la luz de mi cuarto. Como supeque era lunes y como me sentía bien, decidí escribir un cuento.

Pasé dos horas preguntándome sobre qué podría tratar. Laidea de un lunes inesperado en donde me moviera como sifuera martes, me tenía interesado, pero luego le perdí las ganasy quedé nuevamente en blanco. Los papeles dispersos meparecían bebés tirados boca abajo y me traían muchosrecuerdos pero ninguno lo suficientemente útil, así que losabandoné. Mi cama, era ciertamente una cama muy atractiva, yaún más cuando la imaginaba como un gran útero en dondeme introducía cada vez que el mundo me daba asco, pero lacama tampoco se prestaba para ser tema de un cuento. Loszapatos bajo la cama parecían dos perros durmiendo, luegoparecieron gatos y luego cualquier cosa menos un cuento.¿Cómo escribir un cuento? A la hora y cincuenta y nueve minutos se me ocurrió escribirsobre las horrendas cortinas que había quemado. Pero al

momento de coger el lápiz y el papel supe que no era lo que en verdad estaba deseando, era algo más: El fuego. Entonces¿Cómo escribir un cuento sobre el fuego? Tenía que capturar su movimiento, su cuerpo deshaciéndoseen arcadas peligrosas, extendiéndose como dedos sobre algunasuperficie dispuesta a ceder al paso del calor, sin intermediarsonido alguno, salvo crepitaciones casi imperceptibles. Escribir

sobre el fuego implicaba quemarme los dedos y quemar elpapel sin que esto perturbara el orden ni la belleza de laspalabras, tenía que adivinar o recordar su color mordiendo lasolidez de las cosas, tener los ojos fijos desmembrados delterror con el fin de mostrar todo objetivamente, lejos de mishuesos y la carne pegada a ellos, lejos de mis órganostransitando normalmente en sus funciones. Tenía que escribir

sobre el fuego como si fuera un hermano mío nacido sin boca,

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un hermano gemelo a quién no se le haya permitido parecersea mí salvo en la oscuridad, residir en su cuerpo como uninvasor, avanzando por subterfugios hacia un sí mismo

deforme, buscando encontrarse igual, pero nunca igual yperfecto. Escribir sobre el fuego me estaba siendo difícil yciertamente no lo iba a lograr.

Salvo que consiguiera una fotografía, pero a mí no se me danbien las fotos y mucho menos las fotos sobre el fuego. Sihubiera tenido una cámara fotográfica, lo primero que hubierahecho hubiera sido tomarle una foto a mi vecina de 10 años ydecirle que lo conservaría en alguna pared de mi cuarto. Sibien me había gritado, casi exigiendo que ya dejara de existir,advertía en su mirada algo de solidaridad con mi presencia.Estoy seguro que todo lo que me había dicho era producto dela programación severa y cuidadosa que sus padres habíanurdido sobre ella. Sus ojos eran tan perfectos mirando, que separecían a una cámara fotográfica del futuro, algo que

capturaba la imagen pura, lejos y libre de cualquier búsquedade explicación. Tristemente no tuve ocasión de tener unacámara fotográfica y me resigné a observarla de lejos, colgadade los brazos de sus padres, riendo, siendo feliz y un pocoextraña. De modo que me hacía falta tener una imagen delfuego que me permitiera escribir un cuento y no la hallé y estome decepcionó. Advertí que había puesto el último cigarrillo

entre mis labios y que jugaba inconscientemente a soltarlo.Quise encenderlo pero no tenía fuego. Escribí sobre un retazode papel, escribí  fuego  y le pasé el dedo por las letras y noquemaban y me apuré a aproximarlo a un extremo del cigarro,con una absurda esperanza, y no se encendió.

Era martes y no tenía fuego. El lunes había intentado quemar

las cortinas horribles que asomaban por la ventana abierta del

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cuarto de mis vecinos, cuando ellos habían salido a la calle aser muy felices, y lo había logrado. Me había aproximadotemeroso y cuidando de que nadie me viera, acerqué un

fósforo encendido hacia la tela, el fuego había conseguidosaltar y cobraba una forma que se hacía cada vez más grande.Sonreí satisfecho y regresé a mi habitación. Ahora recuerdoque tengo una caja de fósforos en el bolsillo de mi pantalón.Lo recuerdo clara y felizmente. Ahora me recuerdo alargandola mano hacia el bolsillo, me recuerdo mientras lo hago,hallando la cajita con cientos de palitos de fósforos dispuestosa ser encendidos. Imagino mis ojos emocionados, mi sonrisamás grande que el rostro. Aquí está y lo voy a observar crecery lo voy a describir creciendo. El fuego está encendido y aúnen un extremo minúsculo del palito, promete arder el mundo.

Me quemé los dedos al encender tardíamente el cigarrillo,aspiré hondo para que todo el humo llenara mis pulmones, loretuve y no me di cuenta cuando lo iba soltando de a poco,

porque ahora me concentraba en distribuir cada pedazo defuego por todas las superficies de mi cuarto donde pudieransobrevivir. Lo dejé a un costado de los papeles en dondepretendía escribir el cuento, sobre la cama, en una esquina delcubrecama, en algunas hojas de los libros que estaban en ellibrero, en la punta de los pasadores de mis zapatos, en la cajade cartón donde estaban mis ropas, en mis ropas. Había

muchos lugares dispuestos y me ocupaba meticulosamente encubrirlos. Había gastado ya un buen número de palitos defósforo pero ya no hacían falta más porque toda la habitaciónardía en llamas. Un poco acalorado, me dispuse a escribir elcuento, tuve que sacudir las hojas para librarlas de las llamas,me reí un poco, dificultosamente por el humo espeso quecubría el aire, cogí el lápiz y empecé. El fuego invencible

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tomando todo a su paso, con implacable brutalidad, con noblededicación, con abrumadora ternura, poseyéndolo todo.Para cuando me di cuenta, ya escribía de pie, apoyando las

hojas en la palma de mi mano derecha y sosteniendo el lápizen la otra, ya que la mesa no era más que un ardiente artefactomaravilloso, despidiendo el humo casi sólido, al igual que micama, que aún lograba mantenerse en sus cuatro patas, mislibros ya eran ceniza, mi ropa, un amasijo irreconocible. Yoseguía escribiendo, me figuraba al fuego escapando de laextinción, apoderándose de una fortaleza accidentalmentedispuesta para él en las paredes, de donde se trepabahábilmente hasta llegar al techo para proseguir con su labor,devorando cada cosa con conmovedora paciencia y exaltantebelleza. Una pequeña llama logró asirse de una esquina de lahoja donde escribía. Supe que era momento de escribir másallá del papel y lo solté y enarbolé el lápiz en todas lasdirecciones, moviendo además mi cuerpo, que ya paraentonces había sido capturado por todo el fuego de la

habitación, sentía cómo se apoderaba de mis brazos y de mispiernas y de mi alegre cabeza, que saltaba en chispazos, seguíaescribiendo, la historia ya no importaba porque estaba entodas partes como una deidad inocente y neutral. Sentí mishuesos desencajándose entre sí, despidiéndose de cadaarticulación, me desarmaba como las piezas de un juguete,hacer ésta comparación me dio tanta risa que mi mandíbula

cayó al suelo. Toda la habitación era roja y anaranjada,mientras por el suelo reptaba un azul vandálico. De repente micráneo se desprendió del cuello, carbonizado, fue a parardebajo de la cama en llamas. Por las cavidades ya sin ojos,asomaban aún dos crispadas porciones de fuego, solitarias apesar de la magnitud de sus compañeros, ondeandocuriosamente débiles, era el líquido de mis ojos que impedían

el poderío total, sólo pude sonreír, pero dificultosamente y

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quizá por última vez, con la parte superior de mis labios,desgajándose con el total del rostro casi desparecido. Con elresto de cerebro que aún conservaba me puse a pensar en que

quizá alguien había percibido desde fuera lo que ibasucediendo aquí y que tal vez se estuviera empeñando en echargritos en la calle, suplicando que alguien apague el fuego. Sólolo pensé porque quería creer que era la niña, mi vecina de 10años, a quien nunca pude fotografiar, la que gritaba, y la queexigía, sin saber por qué, que apagaran el fuego. Pero todo eraimprobable, ya era muy tarde para que sucediera, eran casi las3 de la madrugada. Quizá nadie estuviera despierto en ningunahabitación o quizá no hubiera nadie en ninguna habitación.

 Al sentir la habitación dominada por el fuego, imagino al sol venciendo su temor a la ventana, ingresando completamente,abrasando todos los rincones, encerrándose, asomando unalengua por el agujero de la pared. Una lengua, o un brazo, ouna oreja, o un ojo a punto de estallar. Haciendo de mi cuarto

el eje del mundo, sin importar la hora, obviando todos losrelojes de la ciudad que marcan pausadamente las 3 de lamañana. Trasmutando en un atardecer eterno, perversamenteluminoso.Entonces aún podía oírse el trino de las aves apostadas en lasramas polvorientas, trinando una y otra vez la misma cosa,como si estuvieran deprimidas ya de hacer la misma tontería,

moviendo sus cabezas de un lado a otro como si sepreguntaran no sé qué pregunta. Trinando las mismastonterías sobre los mismos tontos árboles clavados a amboslados de la misma tonta calle, un mismo tonto miércoles, untonto y hermoso atardecer a las 3 de la mañana.

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8.- Historia de un pez

Hola, N:

Cuando mi computadora se pone mal, me siento muy triste porquepienso que ya no puedo confiar ni en ella. Que me ha traicionado,que se porta hostil sólo por hacerme perder la paciencia, por vermeestallar de impotencia, sin poder hacer nada. Y es que justamentequería escribirte algo. Una carta en donde te contara un montón decosas. Pero no pude y me senté a descansar en la banca de la plaza

(claro, fui a la plaza de inmediato). La mañana muy hermosa, el cieloclaro y profundo y con muchas disparatadas nubes ensayandoformas que siempre me divierten (elefantes, dices). Veía a la gentepasar y se me ocurría que quizá responderían positivamente a lapregunta de si podían prestarme una computadora para ponerme aescribir una carta. Pero no veía cómo hacerlo, iban todos tan deprisa, que no quería molestarlos. Entonces, sin saber qué hacer, me

puse a pensar en cómo fueron los buenos momentos, cuandotecleaba tan rápido, pensando muy rápido, contándote tantas cosasdivertidas. Cuando estaba lleno hasta la cabeza de cosas alegres, y decómo amaba a la vida y de cómo amaba dormir y de cómo tantascosas lucían tan hermosas, sin el polvo que nunca me animé alimpiar. Tan lúcido que me atrevía a no pensar y sentirme bien.

 Y pienso que a la computadora le pasa lo mismo que a mí, que de

tan gastada tiende a ponerse lenta. A no poder acceder a ciertas

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cosas por más empeñada que esté en hacerlo. A desconfiartenazmente de todo lo que llega a ingresar a sus dominios. Al USBlo tiene revisando casi media vida para que al final nada pueda

abrirse. Cerrándole el paso a todo.

Entonces me acordé de ese amigo que acababa de conocer hacíaapenas unos días y que me parecía medio loco porque andabaempeñado en contarme que tenía una pecera en casa y que lamantenía en perfectas condiciones. En realidad no me importaba loque me decía, yo dedicaba toda mi atención a beberme el licor y aescuchar la música que ponían en los altoparlantes. Él me decía quesu pecera era lo más preciado de su vida y yo me preguntaba quecómo podía ser eso, pobre hombre sin nada interesante a quéquerer. Lo compadecía excesivamente hasta que me acordé delaprecio similar que le profesaba a mi computadora y me dio risa delo hipócrita que estaba siendo y me dio vergüenza. Al finalterminamos tan ebrios que decidimos que mi casa quedaba losuficientemente lejos como para optar por ir a la suya, y fuimos. No

te digo cómo llegamos, porque ya sabes cómo llegan los borrachos asus casas, es un misterio. Lo que me acuerdo con exactitud fue quetenía los ojos apretadísimos mirando la computadora que teníasobre la mesa, me gustó. Lo que pensé probablemente haya sidocomo una premonición, una sospecha animal. Quizá decía que micomputadora tenía los días contados y que cuando sucediera podía venir aquí y utilizar ésta. Sólo había que ganar la confianza de este

hombre. Para cuando me fui a casa, ya sobrio, había logrado enparte mi cometido. De algún modo éramos amigos. De lo muchoque me contó sobre su pecera, sólo me acuerdo de su computadorasobre la mesa.

De modo que dirigí mis pies hacia su casa. Me asombré de cómomis instintos trabajaban en comunión con mis deseos conscientes,

me enorgulleció. Llegué y nos reconocimos con cierto pudor, quizá

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por las tonterías que habíamos hecho cuando estuvimos ebrios, perotodo pasó tan de prisa que nos sorprendimos encendiendo lacomputadora y hablando cosas sobre si sabía o no utilizarla bien. No

sé ni cómo se lo pedí pero él estaba dispuesto a prestármela. Creoque le hablé un poco de ti, que no te veía hace mucho y que encierto modo te extrañaba, que a veces sentía ansiedad y paraaplacarla me ponía a escribirte al correo. Él me dijo que estabamedio loco y me acordé que pensaba lo mismo sobre él, desde queme contó lo de su pecera. Entonces la busqué con prisa, como paracomprobar si no me estaba mintiendo y la hallé, sobre otra mesa.Parecía grande y perfecta, pero me llamó la atención de que ningúnpececito nadara en su interior. Le pregunté y me dijo que él era elpez que se metía a nadar y yo le dije estás loco y él se echó a reírmientras accedía al programa para que yo pudiese escribirte. A míno me hizo gracia, yo quería que me contara la verdad, que me dijerapor qué no tenía peces dentro de la pecera. A lo mejor yo podríaayudar. Se lo volví a preguntar y él no me hizo caso y me dejó lacomputadora para usarla. Él se tiró sobre su cama y se puso a leer

un libro.

Pasados varios minutos, casi media hora, me sentía mucho mejorhaciendo esto, contándote lo de mi computadora arruinada y decómo después empezaba a comprenderla y a dejar de culparla.Estaba igual de cansada y vieja que yo. Pero se fue con tantas cosasmías. Se llevó el libro que estaba escribiendo. Puedo decir que el

libro era genial pero probablemente te estaría mintiendo ymintiéndome. El libro era genial. En fin, se llevó tantas cosas,menos mis deseos de seguir buscando el modo de hacerte llegartodo esto. De repente, mi amigo me interrumpe con un grito violento, me asusta hasta el sobresalto. No deja de gritar que lospeces son una mierda, que no vale la pena mantenerlos en la pecera,que la pecera así solita está mejor, que es mejor mantener una pecera

que unos peces. Entonces yo le reprocho, le digo que esas son

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estupideces y él no atiende a mis quejas y sigue, y mira a la peceracon rencor. Me dice que soy un imbécil y yo le digo que eso no tienenada que ver con lo que está haciendo y ahora él se acerca a mí y

mira la pantalla donde está el texto que escribo para ti y se echa areír. Ahora se está burlando de mí y eso me enoja. Que la pecera,que la computadora, que yo, que tú, que todo el mundo es unamierda. No lo soporto. Cálmate señor Pez le digo y él me pega unpuñetazo en la cara y me vengo para abajo.

¿Sabes que mi padre me dijo una vez que siempre es un buen díapara matar?, lo pensé después de recordar que nunca estuve hechopara darme de trompadas con nadie. Hice un esfuerzo tremendo porpensar, porque me dolía toda la cara por el puñetazo y la cabezaporque me había caído al suelo. Entonces saqué mi hermoso y tristerevólver que tenía colocado en la correa del pantalón. No me vas acreer pero es tan pequeña que lo puedo guardar donde sea sin queme incomode. ¿Te conté que traté de suicidarme con él y que al finalalgo curioso sucedió? Fue gracioso. Luego lo tuve que hacer reparar

porque algo andaba mal. Bueno, le apunté y le di dos balazos en elpecho y él cayó muerto. No se me ocurrió sólo apuntarle y decirlecosas que le llevaran a reflexionar y a calmarse, creo que pensé queno había tiempo para esas cursilerías.De pronto me sentí mal. Mi amigo había tenido sólo un acceso delocura y yo había terminado asesinándolo. Si ahora piensas que soyhorrendo e irracional, haces bien. Me acerqué hacia él e intenté

hacer que reaccionara. Agonizaba. Tenía los ojos desorbitados,blancos y boqueaba como un… pez. Él era el pez, me había dicho la verdad. Lo siguiente que hice fue una verdadera estupidez. Le cortéla cabeza y quise colocarla en la pecera. Como para hacer honor a sudeseo recóndito. Entre toda la sangre desparramada no hacía másque decirle que era un pez muy hermoso. Lo hacía para nodesfallecer porque yo estaba realmente atemorizado, temblaba y

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todo. La pecera era demasiada pequeña y la cabeza no cabía. Fueuna pena. Sólo pude meterla en una bolsa y dejarla a un costado.Después, lo de escribirte perdió toda importancia. Quería terminar

ya. No tenía más que decirte. Estaba decepcionado de mí yatemorizado por lo que pensarías al leer esto. Lo lamento, sé que esdesagradable leer estas cosas, sé que te preguntarás que pasó luegocon el Pez, con el pobre Pez que no cabía en la pecera, en esa pecerainnecesariamente perfecta. Mi amigo había perdido la cabeza. Yohabía perdido la cabeza.Hasta creo que fue un accidente, la verdad yo no quería hacerlo. Midedo en el gatillo conspiró contra mi inseguridad. La bala salió y lepegó de lleno en el pecho, una tras otra. Y ahora lo lamento y sólome dan ganas de pedirle perdón o en el peor de los casos depedírtelo a ti. Ya sé que no tienes nada que ver con este macabrohecho, pero me siento tan mal. Te pido perdón. Perdóname N. Porhaberlo matado cuando no hacía falta. Cuando sólo se volvía loco yperdía la cabeza. Cuando sólo me decía la verdad. Ahora todo estáespantosamente sucio, la sangre está hasta en el teclado de la

computadora. No creo poder limpiarlo. Lo que pienso hacer esllevar la cabeza de mi amigo a alguna pecera donde pueda entrar sinproblemas. ¿Por qué mi cabeza no es una pecera y la meto ahí deuna vez por todas? ¿Por qué mi amigo no es mejor una pecera? Nosé, N. No sé nada. Estoy perdiendo la cabeza. Fuera de todo esto,fuera de todo lo que te he escrito, siento que pierdo la cabeza. Quedebo cortármela y meterla en una bolsa también. Se estaría tan

cómodo allí. N, perdóname otra vez. Me apena tener que obligarte aleer esto. Mejor termino todo. Voy a llevar esta bolsa a dónde sea.

Cuídate mucho.

 Adiós.

 J.

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 Julio, 2015

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