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PERSONAJES

CLAUDIA

PABLO VICENTE ÁNGEL JUAN

MIGUEL PEDRO AMAYA

(Excepto el de CLAUDIA, los nombres de los demás personajes han sido elegidos al azar entre los de los actores del TEU de Murcia que, en 1972, representa-ron El Fernando. Al autor no le parecería mal que, para esta puesta en escena, fueran sustituidos por los de sus nuevos intérpretes).

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Hay dos escenarios. Uno pequeño, que ocupa un lateral en pri-mer término, reproduce un despacho en una dependencia minis-terial. Le ocupan dos funcionarios: PABLO y CLAUDIA. El otro, de dimensiones mayores, permanece oculto tras una cortina o su-mido en una total oscuridad.

CLAUDIA. ¿Se ha reunido ya con el Director General, Pablo?

PABLO. Vengo de su despacho.

CLAUDIA. Nadie lo diría. Parece que está hasta contento.

PABLO. Lo estoy, Claudia.

CLAUDIA. ¡Una novedad!

PABLO. ¿A qué negarlo? Cuando me llama y me suelta «Tengo un encarguito para usted, Pablo», me echo a temblar.

CLAUDIA. ¿Qué me va a decir? Lo suyo es un continuo sinvivir.

PABLO. El último fue de muchos grados en la escala Richter de la política. ¿Se acuerda?

CLAUDIA. ¡Un terremoto!

PABLO. No se burle. Siempre piensa que exagero.

CLAUDIA. ¿De qué se trata ahora? ¿De dar la cara por algo? ¿De encontrar argumentos para explicar lo inexplicable? ¿De conciliar posturas encontradas? ¿De vender alguna burra?

PABLO. En esta ocasión, no. Los indignados andan por medio.

CLAUDIA. (Se le ilumina la mirada) ¿De qué tiene que convencerlos?

PABLO. Afortunadamente, de nada.

CLAUDIA. Menos mal, porque tienen razón en todo.

PABLO. No se la quito, no. Pero esa no es la cuestión. He de hacer una encuesta.

CLAUDIA. ¿Otra? ¿Y van…?

PABLO. Ni se sabe.

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CLAUDIA. Desembuche. Me tiene en ascuas.

PABLO. De momento, tengo que recabar información sobre…

CLAUDIA. (Cortándole) ¡Cuente con ella! Estoy al cabo de la calle, soy una indignada funcionaria interina.

PABLO. ¿Usted, Claudia? ¿Desde cuándo?

CLAUDIA. Desde que me percaté de que formo parte de una juven-tud sin futuro. Yo también estoy contra todo. Contra la si-tuación laboral, contra los políticos, contra el bipartidismo, contra las hipotecas, contra los desahucios, contra la indife-rencia… Queremos una democracia más participativa, divi-sión de poderes. ¡Asambleas populares y abiertas! ¡Una nue-va ley electoral! Nos negamos a ser marionetas en manos de políticos y banqueros. Queremos medidas para mejorar el sistema. La felicidad de las personas es nuestro objetivo. Nuestro grito es contra la indiferencia.

PABLO. ¡Una llamada a la insurrección!

CLAUDIA. Sí, pero pacífica. ¡No ponemos bombas! Somos horizon-tales y transparentes.

PABLO. Lo que me ha pedido el Director General es que le informe sobre lo que los indignados piensan de nuestra Constitu-ción.

CLAUDIA. A buenas horas. Ya podían haberse preocupado de sa-berlo antes de meternos una reforma de matute.

PABLO. De matute, no.

CLAUDIA. ¡Con nocturnidad y alevosía! Se explica, claro está. La Constitución es un arma que la carga el diablo. El diablo del pueblo, quiero decir. ¡Huy que miedo! Mejor no dejarla a su alcance. Como les ha salido bien la jugada, ya preparan la siguiente.

PABLO. ¡Por Dios, Claudia!

CLAUDIA. ¿Qué se proponen cambiar ahora?

PABLO. A corto plazo y en profundidad, nada.

CLAUDIA. ¿Entonces a qué tantas prisas?

PABLO. Prisas, ninguna.

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CLAUDIA. ¡Todas!

PABLO. Es bueno conocer la opinión de la gente sobre ciertas cues-tiones. No me parece mal que se le pregunte por la Consti-tución. ¿Sirve para algo? En caso afirmativo, ¿piensan como sus abuelos que es mejor cambiar de Constitución que mo-dificarla? Si se inclinan por lo segundo, ¿Qué artículos cam-biarían? ¿Añadiría o quitaría algo? ¿Está de acuerdo en que las reformas se debatan en el Parlamento, se aprueben y luego sean sometidas a referéndum o prefería que se si-guiera otro trámite?

CLAUDIA. No continúe, Pablo. Aquí hay gato encerrado. Para este encarguito, conmigo no cuente.

PABLO. Pues a mí, en cambio, me parece oportuno.

CLAUDIA. Para los que yo me sé, la Constitución es como los clí-nex, pañuelos de usar y tirar.

PABLO. Nuestros derechos y libertades están recogidos en ella. Es la ley fundamental de Estado.

CLAUDIA. ¡Y yo con estos pelos!

PABLO. No se ría.

CLAUDIA. Si no me río. Me dan ganas de llorar. Lo que no entiendo es su entusiasmo. Cualquiera diría que los temas constitu-cionales le ponen.

PABLO. Me interesan. Y diría más, me preocupan.

CLAUDIA. Pues adelante con los faroles, Pablo. Mis colegas los in-dignados, le esperan.

PABLO. Iré a su encuentro encantado.

CLAUDIA. Nunca le he visto tan entusiasmado.

PABLO. Mi interés por la Constitución viene de antiguo.

CLAUDIA. La primera noticia que tengo. No sabía que fuera perito en constituciones.

PABLO. No presumo de tanto, pero es verdad que algo sé de la de 1812.

CLAUDIA. La Pepa.

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PABLO. Así la bautizaron.

CLAUDIA. Mira por dónde voy a enterarme de dónde viene el nombrecito.

PABLO. Fue aprobada el diecinueve de marzo. Piense…

CLAUDIA. Diecinueve de marzo, San José, Padre Putativo, Pepe, La Pepa… ¡A los gaditanos no se les escapa una!

PABLO. ¿Puedo satisfacer alguna otra curiosidad?

CLAUDIA. Pues mire, sí. ¿Por qué le interesa La Pepa y no otra?

PABLO. El teatro tuvo la culpa.

CLAUDIA. ¿El teatro?

PABLO. Yo fui actor cuando Franco.

CLAUDIA. ¿Usted actor? Qué callado se lo tenía.

PABLO. No fui un profesional como Manuel García Valdés, Teófilo Calle o Paco Portes, sino un simple aficionado. Hice mis pi-nitos en el teatro universitario. Cuando acabé Derecho, lo dejé.

CLAUDIA. Me pierdo. ¿Qué tiene que ver el teatro con aquella Carta Magna?

PABLO. Algún día se lo contaré.

CLAUDIA. ¡Ahora!

PABLO. Es una historia un poco larga.

CLAUDIA. Pretextos, no. Soy toda oídos.

PABLO. (Remiso) Representamos una obra que trataba de ella.

CLAUDIA. ¿Título?

PABLO. El Fernando.

CLAUDIA. ¿Así, a secas?

PABLO. El título completo es un poco largo.

CLAUDIA. La historia es larga, lo es el título…

PABLO. Crónica de un tiempo en el que reinó Su Majestad Fernando VII, llamado el Deseado.

CLAUDIA. ¡La madre de Dios! El autor se quedaría a gusto después del parto.

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PABLO. La escribieron entre ocho.

CLAUDIA. ¿De quién fue la feliz idea?

PABLO. Del director.

CLAUDIA. Un poco loco, ¿no? ¿Quedó algún autor español que no pusiera algo suyo?

PABLO. Si hubiesen estado todos, hubiera sido el cuento de nunca acabar. En algo sí nos quedamos cortos. Hubo pocas repre-sentaciones.

CLAUDIA. ¿Tan malo era el espectáculo?

PABLO. Gustó y mucho. La censura metió baza y… ¡Cada vez que me acuerdo!

CLAUDIA. Por lo que se cuenta, esas cosas ocurrían.

PABLO. Y jodían. Perdón por el exabrupto.

CLAUDIA. Bienvenido al club de los indignados.

PABLO. Ha sido un desahogo. Aquello pasó y ya está olvidado.

CLAUDIA. Nadie lo diría. Se ha puesto tristón.

PABLO. (Animándose) ¿Sabe cuántos papeles hacía? ¡Ocho!

CLAUDIA. Arrambló con todos.

PABLO. Éramos más de veinte actores.

CLAUDIA. ¡Otro récord! Y van…

PABLO. ¿No me cree, verdad?

CLAUDIA. A cierra ojos. Como si hablara bajo juramento.

PABLO se queda ensimismado. Entorna los ojos. CLAUDIA le ob-serva divertida sin molestarle. Llega tenue una música. Algunas voces lejanas e ininteligibles la corean. PABLO se sobresalta y da un respingo.

CLAUDIA. ¿En qué piensa?

PABLO. En nada.

CLAUDIA. Se ha asustado.

PABLO. Esa música…

CLAUDIA. ¿Qué música?

PABLO. ¿No la oye?

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CLAUDIA niega con la cabeza. Abre los oídos. PABLO empieza a tararear una canción. A su reclamo, las voces del coro se aproxi-man. Al fin la reconocemos.

CORO. Trágala o muere, vil servilón, ya no la arrancas ya no la arrancas ni con palancas de la nación.

En vuestro auxilio traer cosacos traer austríacos aquí a lidiar; fuerza en los brazos sobra en nosotros para unos y otros exterminar.

Trágala o muere vil servilón, ya no la arrancas ya no la arrancas ni con palancas de la nación.

Si los facciosos forman empeño y su diseño es desquiciar el fundamento de nuestra gloria esta victoria no lograrán.

A poco de iniciarse la canción, se descorren las cortinas del fondo. Tras ellas hay un escenario –el de la memoria– completamente a oscuras. A medida que las voces crecen, una luz, al principio débil, lo va iluminado. El escenario es modesto: una tarima. Repartidos

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por ella, en aparente desorden, hay fragmentos de la escenografía de aquel espectáculo depositados allí por el recuerdo de PABLO. También ha recuperado elementos de atrezzo y vestuario. CLAU-

DIA contempla atónita como él se adentra en ese espacio imaginario y lo recorre con ávida curiosidad y contento. Encuentra un som-brero de época, se lo cala y se mira en un espejo. Parece satisfecho de cómo le queda. Luego rebusca en un cajón y extrae un perga-mino enrollado. Se adelanta al primer término y se dirige al pú-blico.

PABLO. Aunque me veáis con esta cara de bruto, yo soy Pedro Ma-canaz, Secretario de Su Majestad con ejercicio de decretos. (Desenrolla el pergamino y lee) «Artículo de oficio. El Rey. De-claro que mi real ánimo es no jurar ni acceder a la llamada Constitución ni decreto alguno de las llamadas Cortes Ge-nerales y Extraordinarias, y además declaro aquella Consti-tución y aquellos decretos nulos y de ningún valor y efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubieran pasado ja-más tales actos. Y, como el que quisiera sostenerlos y contra-dijera esta mi real declaración atentaría contra mi soberanía y causaría turbación y desasosiego, declaro reo de lesa Ma-jestad a quien tal osare y que como a tal se le imponga la pena de la vida. Que así es mi voluntad. Dado en Valladolid, a cuatro de mayo de 1814. Yo, El Rey Fernando VII». (Desto-cándose) Así empezaba la obra.

CLAUDIA. Pues sí que duró poco la Pepa.

PABLO. ¿Quiere saber por qué?

CLAUDIA. El saber no ocupa lugar.

PABLO. Pues preste atención. (Dirigiéndose al fondo) Compañía: ¡A escena!

A la llamada acuden cinco actores y una actriz. PABLO les mira de arriba abajo y, mientras los cuenta y recuenta, los va nombrando.

PABLO. Amaya, Vicente, Ángel, Juan, Miguel, Pedro… ¿Y los de-más?

VICENTE. No están. De haberlo sabido con tiempo, les hubiéramos llamado.

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PABLO. Cuatro gatos donde debiera haber un regimiento. Me temo, Claudia, que habrá que dejarlo para mejor ocasión.

CLAUDIA. Qué le vamos a hacer… Sí que lo siento.

ÁNGEL. ¿Para eso nos has hecho venir?

JUAN. No es de recibo. Largas un monólogo, te luces delante de ella y a nosotros que nos den.

MIGUEL. ¡Muy bonito!

ÁNGEL. Reclamamos nuestro momento de gloria.

PEDRO. Propongo que hagamos un monólogo cada uno.

PABLO. En El Fernando no hay monólogos para todos.

AMAYA. Yo no me voy sin decir esta boca es mía.

VICENTE. ¡Ni yo!

PABLO. ¿No os parece que os estáis pasando?

PEDRO. ¿Sabéis lo que os digo? ¡Abur!

JUAN. ¿Te vas?

PEDRO. A tomar unos vinos.

JUAN. Te acompaño.

PEDRO. Hasta la vista, Pablo.

AMAYA. Un placer.

PABLO. Esperad.

ÁNGEL. ¿Para qué?

PABLO. (Sin argumentos) No sé.

MIGUEL, que se había separado del grupo y perdido en el bosque de perchas vestidas, reaparece adornado con atributos de monarca.

MIGUEL. (Reclamando la atención de los demás) ¡Ta, ta, tachán! ¡Ante ustedes, Fernando VII en persona!

MIGUEL es recibido con regocijo y abundancia de reverencias exa-geradas.

MIGUEL. ¿Os acordáis?

JUAN. ¡Espera!

JUAN corre al ropero y se provee de lo necesario para parecer un ayuda de cámara.

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JUAN. Ya somos dos.

MIGUEL. ¿A qué podemos jugar?

JUAN. A dola.

VICENTE. A los bolos.

AMAYA. Al escondite.

ACTOR 3. A la teja.

ÁNGEL. Si fuerais más, a la gallina ciega.

JUAN. A la gallina ciega jugábamos en la escena del gabinete real.

VICENTE. En la que el infante don Carlos tiraba un pellizco en el culo al infante don Antonio.

JUAN. ¿No era al revés?

VICENTE. No, que bien lo sintieron mis posaderas. ¡Yo era el in-fante don Antonio!

PABLO. Y digo yo que, puestos a jugar, ¿por qué no jugamos a re-presentar El Fernando a nuestra manera?

AMAYA. ¿Cómo?

PABLO. (A VICENTE) Tú, de infante pellizcado. (A ÁNGEL) ¿Te va ser ministrable?

ÁNGEL. Me va.

MIGUEL. Ahora sí que podemos jugar a la gallina ciega.

CLAUDIA. ¡Qué empeño!

MIGUEL. Al Rey le gustaba.

PEDRO. Sobre todo en casa de la Pingaja.

AMAYA. De Pingaja no hago, lo advierto.

PABLO. Tranquila. No salía en la obra. (A PEDRO) Tú haces de mi-litar, o de obispo o de lo que se tercie. (A AMAYA) Ayúdales a vestirse.

AMAYA. ¡De criada! Mejor hubiera sido quedarme con la Pingaja.

PABLO. Paciencia. Tendrás un papel a tu medida. O dos. O tres.

VICENTE. ¿Y tú, Pablo, cuál te reservas?

PABLO. Seré diputado de las Cortes de Cádiz.

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Todo se dispone para representar la escena. Se disfrazan los actores y se preparan para jugar a la gallina ciega.

JUAN. ¿Os acordáis del texto?

ÁNGEL. Después de tanto tiempo…

MIGUEL. Por aquí tiene que haber un libreto.

Buscan inútilmente.

PEDRO. Ni de coña.

PABLO. Podemos pasar sin él. Donde nos quedemos el blanco, po-nemos de nuestra cosecha.

AMAYA. ¡Eso! ¿Quién lo va a notar?

PABLO. (A CLAUDIA) Atenta, Claudia, a lo que pasa.

VICENTE se cubre los ojos con un pañuelo. A punto de empezar el pasatiempo, el DIPUTADO inicia un discurso.

PABLO (DIPUTADO). Cuando las tropas francesas han abandonado España y nuestro rey Fernando VII ha emprendido su re-greso definitivo, calmemos nuestra impaciencia recordando el programa que las Cortes generales y extraordinarias, ins-taladas en la iglesia de San Felipe Neri de Cádiz, vinieron desarrollando para que sirviera de guía a los futuros gober-nantes de nuestra nación. Hablamos allí de libertad y de in-dependencia y convinimos en que, ésta consiste en que una nación no puede estar en manera alguna bajo la sujeción ni aún el influjo de otra. En cuanto a la libertad, que estriba en que el pueblo no esté sometido a la arbitrariedad de uno o unos pocos hombres. Así, cuando decíamos que peleábamos por nuestra libertad queríamos decir que lo hacíamos por defender la Constitución que estábamos a punto de alum-brar; y cuando decíamos que peleábamos por nuestra inde-pendencia queríamos decir que lo hacíamos para que no nos mandasen los franceses. En Cádiz convinimos que todo es-pañol debe amar a su patria, sujetarse a la Constitución, obe-decer las leyes, respetar a las autoridades establecidas y con-tribuir, en proporción de sus ingresos, a los gastos del Es-tado y defender la Patria con las armas cuando sea reque-

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rido para ello. Les recuerdo que, en tiempos pasados, se lla-maba ley a toda orden o todo decreto que, a su nombre, ex-pedían los ministros o los tribunales. Pero realmente la ley es la expresión de la voluntad general, en orden a lo que con-viene mandar o prohibir para el bien de todos. Y ahora re-fresquemos la memoria, repasando el contenido de la Cons-titución que nos hemos dado. Nunca está de más y menos cuando al fin podremos disfrutar de ella en todos sus extre-mos. (Fingiendo leer) La Constitución es una colección orde-nada de las leyes fundamentales o políticas de una nación. Las leyes fundamentales establecen la forma de gobierno; es decir, las que fijan las condiciones con que unos han de man-dar y otros obedecer. (Hace una pausa. Mira al público) Dema-siado bla, bla, ¿no? Al grano, Pablo. (Continúa, saltándose lo que no le interesa) La persona del rey es sagrada e inviolable, y no está sujeta a responsabilidad.

MIGUEL (FERNANDO). ¿Habéis escuchado? Eso está bien, qué ca-ramba.

ÁNGEL (MINISTRABLE). Esos diputados están en el buen camino.

La camarilla, atraída por las palabras del DIPUTADO, renuncia a jugar. Les parecen divertidas y un regalo para sus oídos. Por poco tiempo, sin embargo. Las que siguen caen como un jarro de agua fría.

PABLO (DIPUTADO). El rey será un ciudadano como los demás.

MIGUEL (FERNANDO). ¡Un cuerno!

PABLO (DIPUTADO). La nación le concede una parte de su sobera-nía, por convenir al bien general.

PEDRO (MILITAR). ¡A otro perro con ese hueso! La Constitución es un caramelo envenenado. No seáis ingenuo, Majestad.

VICENTE (INFANTE). (Que se ha quitado el pañuelo) Los diputados se han pasado de listos.

JUAN (AYUDA DE CÁMARA). No os quieren bien. Mandadles a ha-cer puñetas.

PEDRO (MILITAR). Vos, en vuestro sitio.

MIGUEL (FERNANDO). No pienso hacer mutis por el foro, no.

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PEDRO (MILITAR). Pero tampoco os quedéis de brazos cruzados, que os conozco. Esto no puede quedar así.

ÁNGEL (MINISTRABLE). No consintáis ser menos que el rey de la baraja. Como él, tenéis que estar en los cuatro palos. Ser rey de copas, de oros, de espadas y, sobre todo, de bastos. Solo así podréis cantar las cuarenta.

MIGUEL (FERNANDO). Haré que me respeten. Ya he dado con la solución. Escuchad: como los diputados dicen que en ellos reside la representación nacional, para no ser menos me haré yo también diputado.

VICENTE (INFANTE). ¡Que ocurrencia, Majestad!

JUAN (AYUDANTE). Mejor sería que los pusierais firmes.

PEDRO (MILITAR). Si de poner firmes se trata, la milicia está a vues-tra disposición.

MIGUEL (FERNANDO). Saberlo, me tranquiliza. Volvamos al juego. (A VICENTE) Ponte el pañuelo.

VICENTE (INFANTE). Prohibidos los pellizcos y los capones. Adver-tidos estáis.

Ajeno al enfado del Rey y sus cortesanos, que se pierden en las profundidades del escenario, el DIPUTADO se dirige a sus colegas.

PABLO (DIPUTADO). ¡Ah, amigos, que gran invento la imprenta! Gracias a ella, hoy podemos llevar la Constitución, que con tanto trabajo hemos elaborado, a los más apartados rinco-nes. El pueblo soberano va a tener acceso a las cuestiones que le importan. Ha sido una feliz idea la de darle forma de catecismo. Así la pondremos al alcance de todas las inteli-gencias y no a la de algunos privilegiados. Eso permitirá que cada español conozca sus derechos. Hasta ahora se le decía: «Esto has de hacer» y el ciudadano ignorante lo hacía sin rechistar. Y si acaso la curiosidad le animaba a preguntar: «¿Por qué he de hacerlo?», la respuesta invariablemente era: «Porque sí». ¡No, no y no! Eso no volverá a suceder. En este catecismo encontrará lo que desconocía porque se le ocul-taba. ¡La luz se ha hecho sobre la Constitución! Haremos lle-gar el catecismo a todos los pueblos, a las aldeas incluso, a

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las escuelas… Los niños lo recitarán de memoria. Yo mismo he de repartirlo con mis propias manos. (Hace una pausa) Más no descuidemos otras obligaciones. La primera, recibir al Rey como se merece. Ya acabó su destierro. Ya ha puesto los pies en España. Que digo los pies, si le traen en volandas. Qué menos que organizar un baile en su honor.

De los cuatro puntos cardinales llegan voces murmurando un nombre: Fernando el Deseado. Crecen a medida que se aproximan los que las dan. Irrumpe en escena un FRAILE rodeado por un gen-tío de cinco personas que vocifera como si fuera de cien. Todas tie-nen aspecto de aldeanos. El milagro de la multiplicación ha de ser obra del director y de los actores, los cuales tendrán que recurrir a su ingenio para conseguirlo. Y tendrán que seguir apelando a él a lo largo de la representación, tanto para formar coros como para desdoblarse en los numerosos personajes que intervienen en la ac-ción. El vestuario de quita y pon será, a tal propósito, un excelente aliado. A partir de este momento, el autor, hasta donde le sea posi-ble, se lavará las manos.

ALDEANOS. ¿Dónde le has visto?

― ¿Cuándo ha llegado?

― ¿Has hablado con él?

― ¿Qué te ha dicho?

― ¡Dinos algo!

PABLO retrocede hasta el despacho.

PABLO. (A CLAUDIA) Los gritos de esos aldeanos corroboran lo que ha dicho el diputado sobre el regreso del Rey.

CLAUDIA. ¿Y ese tipo de alucine?

PABLO. Fray Diego, un clérigo trabucaire y mitinero.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¡Aquí, gentes del pueblo! Dios ha tendido su mano sobre la santa España y al punto se ha hecho la luz en las tinieblas en que estamos sumidos. Miradme. Solo soy un pobre fraile que se esfuerza por mantener viva la voz por encima de la fatiga que le domina. He cruzado caminos pe-nosos durante muchas horas. Pero estos ojos que el cansan-cio y el sueño no han sido capaces de cerrar, estos ojos ya

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han visto al Deseado. ¡Han visto al Deseado! Fernando está entre nosotros. ¡España ha recibido al más querido de sus reyes! (Cae de rodillas) Gracias, Señor, por haberme deparado la dicha de contemplarte. Gracias en nombre de este pueblo devoto y bueno. Gracias y mil veces gracias.

ALDEANOS. ¿Por dónde va?

― ¡Habla!

― ¿De dónde viene?

ÁNGEL (USANOS). ¡Callad! Está rezando. Demos también gracias a Dios, puesto que Él nos lo ha devuelto.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Quién es el que habla con tanto juicio?

ÁNGEL (USANOS). (Recibiendo la vara de mando que le alcanza otro al-deano) Soy Usanos, el alcalde.

VICENTE (FRAY DIEGO). Dices bien, buen alcalde. Dices bien. Dios nos devuelve a nuestro soberano para que empuñe el timón de las Españas. ¡Y llevará a buen puerto la nave! Le he mi-rado a los ojos y he visto en su majestad, la majestad de Dios. ¡Dios y el Rey están en España!

ÁNGEL (USANOS). Estamos salvados.

VICENTE (FRAY DIEGO). Su paso por los pueblos y ciudades tiene la fuerza de un volcán. Las masas parecen despertar tras un largo sueño de pesadillas y no cesan de gritar: ¡Fernando! ¡Fernando! ¡Fernando, amigo, padre nuestro, Rey amado, idolatrado! Todos pugnan por besarle los pies. La acogida se repite en todas partes. España entera se postra a su paso. Ahora está cerca de vosotros.

ÁNGEL (USANOS). No perdamos más tiempo. Tu llegada ha sido providencial. Guíanos hasta el Rey. Queremos rendir a su paso las armas con que hemos luchado contra el francés.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¡Bravo, vasallos! Yo os he de llevar hasta Fernando.

ALDEANOS.- ¡Adelante!

― Abre tú la marcha.

― Eres un enviado del Cielo.

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― No te separes de nosotros.

― Te necesitamos.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Es así como pensáis testimoniar vuestra felicidad al Soberano? ¿Es que no requiere la ocasión una demostración más brillante del respeto y amor que le profe-sáis? ¡Haced grandes cosas en su honor! Vestid vuestras me-jores galas, llevad en procesión la imagen de vuestro pa-trono, vibrad más allá de vuestras propias fuerzas. Fer-nando necesita recibir señales claras del apoyo de su pueblo. Porque esa canalla liberal no celebra su regreso con el mismo júbilo que nosotros. Apenas el bondadoso monarca ha pisado el suelo patrio ha empezado a tender su fina red de engaños, esa misma que con tanta astucia tejieron en Cá-diz, ciudad maldita por los siglos de los siglos. ¡Tratan de atraparle en ella! Pretenden que no le reconozcamos por Rey y Señor nuestro.

ALDEANOS. ¡Viva Fernando!

― El único Rey.

― Ya solo Fernando manda.

― Nadie más.

ÁNGEL (USANOS). Lleve cada uno su arma. Solo acataremos las le-yes que dicte Fernando. No conocemos ni queremos otras.

VICENTE (FRAY DIEGO). Que Fernando avance por un camino des-pejado, si es preciso a punta de cuchillo por los más fieles vasallos. Una lucha sin cuartel nos aguarda. No hay tiempo para el descanso. Dios nos protege.

AMAYA (ALDEANA). (Cantando) Dale que dale: ¡Viva Fernando séptimo Rabie quien rabie. ¡Alolito…

PEDRO. Eso no está en el libreto, Amaya.

PABLO. No estaba no.

AMAYA. Pero viene a cuento.

JUAN. Si no mete baza, revienta.

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AMAYA (ALDEANA). ¡Alolito, alolito, alolito! En el patio de mi casa he plantado un arbolito, con naranjas y limones para el rey don Fernandito. Hasta los pajaritos dicen cantando: ¡Quién fuera calesero del rey Fernando!

ALDEANOS. (Uniendo sus voces a la de la ALDEANA) Ya vienen las provincias arrempujando y la Virgen de Atocha trae a Fernando. ¡Alolito, alolito, alolito!

Vase cantando la enardecida comitiva.

CLAUDIA. Pues sí que estaba la Patria revuelta.

PABLO. Ni se lo imagina. Y los buenos de los diputados, en Babia, repartiendo catecismos laicos.

Retorna PABLO a la tarima portando unos folletos cogidos de su mesa. AMAYA asoma por un lateral, toca una campanilla y se va cuando ve que van llegando los curiosos aldeanos.

PABLO (DIPUTADO). Tenga, buen hombre.

JUAN (ALDEANO). ¿Qué es esto?

PABLO (DIPUTADO). Es la Constitución en forma de catecismo o lo que es lo mismo, la Constitución explicada con claridad y amenidad.

JUAN (ALDEANO). ¿Es gratis?

PABLO (DIPUTADO). Sí.

Reparte algunos ejemplares entre la concurrencia y sonríe satisfe-cho viendo como la gente los abre y mira y remira su interior.

PABLO (DIPUTADO). (A un interlocutor imaginario o para sí, tanto da) Lo miran del derecho y del revés. Con qué curiosidad pasan las hojas. Es tanto su afán por leer que van de una página a

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otra sin saber por cual empezar. ¡Y aún hay quien dice que el pueblo es indiferente a la cultura!

MIGUEL (ALDEANO). ¿Qué pone aquí?

PEDRO (ALDEANO). No lo sé.

MIGUEL (ALDEANO). Debe estar escrito en latín.

JUAN (ALDEANO). Mira a ver el mío.

MIGUEL (ALDEANO). ¿No ves que todos son iguales?

JUAN (ALDEANO). Entonces, ¿también está en latín?

MIGUEL (ALDEANO). Pues claro, hombre.

JUAN (ALDEANO). Voy a enseñárselo al cura, que él lo entenderá.

Sale a toda prisa. Los otros dos aldeanos se miran y se encogen de hombros.

PEDRO (ALDEANO). ¿Y si no está en latín?

MIGUEL (ALDEANO). ¿Sabes lo que te digo? Hay que guardarlo bien porque puede hacer falta para algo.

PEDRO (ALDEANO). Poca falta hará cuando regalan tantos.

MIGUEL (ALDEANO). Aquél zagal nos sacará del apuro. ¡Eh, zagal!

PEDRO (ALDEANO). Ese tampoco entiende las letras. Mira como co-rre.

MIGUEL (ALDEANO). ¿Pues no decía su padre que en el cuartel le enseñaron a leer y a escribir?

PEDRO (ALDEANO). Sí, la O con un canuto.

MIGUEL (ALDEANO). A lo mejor se ha equivocado y de lo que sabe es de números.

PABLO (DIPUTADO). (Percatándose de lo que pasa) Nunca más piso-tearán vuestros derechos. Vamos a repasar juntos el cate-cismo político. ¿Listos?

PEDRO (ALDEANO). ¡Listos!

PABLO (DIPUTADO). Que conteste uno solo a cada pregunta.

MIGUEL (ALDEANO). Como los chicos en la escuela.

PABLO (DIPUTADO). Igual. ¿Entendido?

PEDRO (ALDEANO). Claro, claro como el agua del río.

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PABLO (DIPUTADO). Adelante, pues. ¿Qué es la nación española? (Silencio) La reunión de todos los españoles de ambos hemis-ferios. ¿Qué territorio ocupa esta gran nación? (Nuevo silen-cio. Con infinita paciencia) El territorio español comprende la península, islas adyacentes y demás posesiones en África. En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y península de Yucatán, Guatemala y provincias de oriente, provincias internas de occidente e isla de Cuba. ¿Tiene dueño esta nación? (Silencio clamoroso) No, no la tiene. Seguid.

MIGUEL (ALDEANO). Siga usted que se lo sabe.

PABLO (DIPUTADO). (Menos paciente) No, porque siendo libre e in-dependiente, no es ni puede ser patrimonio de ninguna fa-milia ni persona; además de que en ella reside la soberanía y, por lo mismo, le pertenece el derecho de establecer sus leyes fundamentales. ¿Qué quiere decir esto?

MIGUEL (ALDEANO). No lo sé.

PEDRO (ALDEANO). Ni yo.

MIGUEL (ALDEANO). Es que somos un poco zoquetes.

PABLO (DIPUTADO). No tenéis la culpa. Prestad mucha atención. Sencillamente quiere decir, que esta reunión de todos los es-pañoles a nadie tiene sobre sí, de suerte que, concurriendo la voluntad de todos o de la mayor parte, pueden disponer cuanto juzguen conveniente para su felicidad, sin que haya persona alguna que tenga facultad o derecho para oponerse a sus deliberaciones. ¿Lo tenéis claro ahora? (Asienten los al-deanos) Pasemos, pues, a la siguiente pregunta. ¿No es el rey soberano?

PEDRO (ALDEANO). (Dudando) Sí.

MIGUEL (ALDEANO). (Lo mismo) No.

PABLO (DIPUTADO). El rey es un ciudadano que, como los demás, recibe su autoridad de la nación, pero como ésta le concede una parte de la soberanía, por convenir así al bien general, se le suele dar este título, tanto para manifestar la elevación de su dignidad como para inspirar el respeto que se le debe.

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Esta pregunta es tan sencilla, que la responderéis con los ojos cerrados. ¿Cuáles son los derechos de los españoles?

PEDRO (ALDEANO). Ni cerrados ni abiertos.

PABLO (DIPUTADO). ¿Es posible?

MIGUEL (ALDEANO). Para mí que nos está haciendo las preguntas salteadas y así no nos las sabemos.

PABLO (DIPUTADO). Recordadlos bien: la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad.

Regresa mohíno el ALDEANO que se fue a consultar al cura.

JUAN (ALDEANO). Señor…

PABLO (DIPUTADO). ¿Qué tenemos?

JUAN (ALDEANO). ¿Puede darme otro libro de esos?

PABLO (DIPUTADO). ¿Qué ha sido del que te di?

JUAN (ALDEANO). Se lo he enseñado al señor cura y lo ha roto.

PABLO (DIPUTADO). ¿Qué me dices, buen hombre?

JUAN (ALDEANO). Lo que oye.

PABLO (DIPUTADO). Me va a oir el clérigo. Acompáñame.

El DIPUTADO y el ALDEANO se van camino de la iglesia. PABLO, liberado de su papel, no abandona, sin embargo, la escena.

MIGUEL (ALDEANO). ¿Nos vamos?

PEDRO (ALDEANO). Aguarda. Tengo que hacer de vientre.

MIGUEL (ALDEANO). A mí, cuando me da, me contengo por no lim-piarme el culo con un canto. Los cantos arañan. Otra cosa no hay en el campo.

PEDRO (ALDEANO). Tengo papel de sobra. (Arranca una página de la Constitución) ¿Lo ves?

MIGUEL (ALDEANO). ¿Pero qué haces? Has roto el catecismo de la Constitución.

PEDRO (ALDEANO). ¿Es papel o no es papel?

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El ALDEANO en aprietos busca un lugar discreto para aliviarse. El otro le espera. Un alboroto cercano le sobresalta. No tarda en ave-riguar de qué se trata. FRAY DIEGO aparece hecho una furia se-guido por USANOS y una partida de gente armada.

VICENTE (FRAY DIEGO). (Señalando a uno) ¡Tú!

JUAN (ALDEANO). ¿Es a mí?

VICENTE (FRAY DIEGO). ¡A ti! ¿Has visto a un diputado con cuer-nos y rabo?

JUAN (ALDEANO). Con cuernos y rabo, no. Pero diputado sí era.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Por dónde se ha ido?

JUAN (ALDEANO). (Señalando en todas direcciones) ¡Por aquí! ¡No, por allí! Ya ni me acuerdo.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¡Botarate! (A USANOS) ¿Esto pasa en tu pueblo, alcalde? ¿A qué esperas para arrestar a ese dipu-tado? ¡Que no escape!

ÁNGEL (USANOS). Le buscaremos casa por casa.

PEDRO (ALDEANO). ¿Y si no damos con él?

ÁNGEL (USANOS). (A FRAY DIEGO) ¿Y si no damos con él?

VICENTE (FRAY DIEGO). Dios os coja confesados.

MIGUEL (ALDEANO). ¿Sacamos al santo?

ÁNGEL (USANOS). En procesión, sí.

PEDRO (ALDEANO). La imagen está sin terminar.

ÁNGEL (USANOS). ¡Maldita sea! ¿Qué nos aconseja que hagamos, Fray Diego?

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿No hay en este pueblo liberales?

ÁNGEL (USANOS). Alguno habrá.

JUAN (ALDEANO). Andan escondidos.

PEDRO (ALDEANO). Se de uno que si no lo es, poco le falta. Nunca comulga.

ACTOR 5 (ALDEANO). Hay otro que ha vivido en Cádiz.

JUAN (ALDEANO). Dicen que Cádiz es lo más parecido al infierno.

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ÁNGEL (USANOS). Diga, fray Diego, ¿son de esa maldita casta los que cuando deben gritar «Viva el Rey» gritan «Viva Es-paña»?

VICENTE (FRAY DIEGO). ¡Son!

ALDEANOS. ¡Muerte a los traidores!

― ¡Sangre! ¡Sangre!

― ¡Deprisa!

― ¡A la caza de liberales!

― ¡Van contra el Rey!

― Hay que cogerlos.

VICENTE (FRAY DIEGO). Mi consejo, dicho en verso para que se os quede mejor, es que en viendo a alguno venir / en forma cornamental / no tenéis más que decir: / este amigo es libe-ral.

Comandados por el alcalde USANOS, los aldeanos se van de batida. Allí se queda, esperando la cosecha de liberales, con los ojos clava-dos en el cielo, FRAY DIEGO. El primer fruto de la redada no tarda en llegar. USANOS y uno de los aldeanos traen consigo a un SOS-

PECHOSO y unos cuantos libros que le han confiscado.

ÁNGEL (USANOS). Aquí traemos a éste.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Quién es?

ÁNGEL (USANOS). Tiene afición a la filosofía.

VICENTE (FRAY DIEGO). No se puede ser a un tiempo filósofo y buen católico.

ÁNGEL (USANOS). Tiene la casa llena de libros.

JUAN (ALDEANO). Y de dibujos.

ÁNGEL (USANOS). Se pasa el día encerrado.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Haciendo qué?

JUAN (ALDEANO). ¡Leyendo!

ÁNGEL (USANOS). Y cuando no, envenenando a los mozos con su charlatanería.

VICENTE (FRAY DIEGO). (Por los libros) ¿Qué clase de literatura es esa?

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JUAN (ALDEANO). No se sabe.

ÁNGEL (USANOS). Discúlpele, fray Diego. Es analfabeto.

VICENTE (FRAY DIEGO). Échales tú un vistazo.

ÁNGEL (USANOS). Es que yo tampoco entiendo de letras.

MIGUEL (SOSPECHOSO). Son tratados de religión. ¿Quiere verlos?

VICENTE (FRAY DIEGO). Sí.

USANOS se los alcanza y FRAY DIEGO lee los títulos que figuran en los lomos.

VICENTE (FRAY DIEGO). No es bueno leer con exceso, pero si éstas son las lecturas de este hombre, os aseguro que no es liberal. (Al SOSPECHOSO) Toma lo que es tuyo y vete en paz.

MIGUEL (SOSPECHOSO). Gracias, gracias. Muchas veces les he di-cho que harían bien en aprender a leer, que no es malo co-nocer la doctrina de Dios.

Al coger los libros el SOSPECHOSO, se le caen al suelo. Van las tapas por un lado y las páginas por otro. FRAY DIEGO se agacha para ayudarle a recuperarlos, percatándose de que no hay corres-pondencia entre títulos y textos.

VICENTE (FRAY DIEGO). (Rojo de ira) ¡Maldito cínico, hijo de Sata-nás! Rousseau, Voltaire, Robespierre… Bien urdido tenía el engaño. Los libros de los herejes con tapas de santidad. No le dejéis marchar. Esos libros son como lobos con piel de cor-dero. ¡Ten! ¡Ten y mil veces ten! Atadle los libros a los tobi-llos, que los arrastre al caminar, que, a cada paso que dé, destroce una de esas infernales páginas.

MIGUEL (SOSPECHOSO). Yo también soy de los que ha luchado para que regresara el Rey. ¡El Rey! Porque eso es lo que quiero: un rey, no un dios. Una cosa es respetarle y otra bien distinta idolatrarle. Veneradle como a un ser superior y sabréis lo que es el infierno. Fraile, no abuses de la buena fe de estos desgraciados.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¡Cierra la boca, ateo!

MIGUEL (SOSPECHOSO). Ateo, no. Tengo un Dios. Creo en él.

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VICENTE (FRAY DIEGO). Le conozco. Es Lucifer. O Napoleón. ¿Te han ordenado ellos que confundas a la gente honrada?

MIGUEL (SOSPECHOSO). ¡Tú la confundes!

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Le oís? ¡Clama contra Fernando, nuestro Fernando, el Deseado! Acabará pidiendo que os alcéis con-tra él. ¿De verdad les crees tan ignorantes como para no sa-ber que Fernando ha venido a devolver a este pueblo la dig-nidad que tú y los de tu ralea le habéis arrebatado? Sois una plaga. ¡Malditos, mil veces malditos! Llevadle fuera de mi vista.

Mientras los actores desalojan el escenario, PABLO se dirige a CLAUDIA.

PABLO. No acababa ahí la cosa. En aquella escena o en otra, ya no recuerdo, caían unos cuantos más en manos de aquellos fa-náticos. Tantos, que, para celebrarlo, sacábamos al santo en procesión y, para afrenta de los presos, se les obligaba a lle-var las andas. «Así veremos, decía el fraile u otro personaje, si tienen buenos lomos o son flojos como hembras malcria-das».

CLAUDIA. ¿No han dicho antes que la imagen estaba rota?

PABLO. Rota no. Sin terminar. Tampoco sin terminar. Sería mejor decir, en trance de ser trasformada.

CLAUDIA. ¡Que enredo!

PABLO. Se lo explicaré en dos palabras. La imagen era la de San-tiago, el patrón del pueblo. Al tener noticias del regreso de Fernando séptimo a España, el alcalde tuvo la ocurrencia de, para celebrar el acontecimiento, sustituir la cabeza del santo por un busto del Rey.

CLAUDIA. Increíble.

PABLO. Lo mismo decía Fray Diego al ver aquel engendro, obra del zapatero del pueblo, que tenía fama de mañoso.

CLAUDIA. Sería digno de ver.

PABLO. Pues véalo.

CLAUDIA. ¿Se puede?

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PABLO. (En voz alta) Vicente, si no te has quitado el hábito, ¿te im-porta volver a escena?

VOZ DE VICENTE (FRAY DIEGO). ¡Un minuto!

PABLO. Y los demás, salid con el santo a cuestas.

UNA VOZ. ¡No hay santo!

VOZ DE PEDRO. Eso lo arreglo yo.

PEDRO, convertido en talla viviente, entra encaramado a las andas disfrazado de Fernando, y se encuentra con el FRAILE en el centro del escenario.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Qué ven mis ojos? ¡Fantástica imagen la de nuestro Rey victorioso! No importa que esté sin terminar. Viendo la fuerza de vuestra fe, siento encenderse en mi pe-cho un fuego sagrado, un furor religioso que me ciega. Con gente de vuestra pasta, la venganza de Fernando, la ejem-plar venganza, será posible. Seréis bautizados con el título de Defensores de la Fe y del Rey. ¡Pueblo afortunado! El des-tino os llama a ser los elegidos del Soberano. Ha llegado la hora grande de que suenen los clarines de la Guerra Santa.

Un ALDEANO tira por la fuerza de una mujer de aspecto poco de-cente y la arroja a los pies de FRAY DIEGO.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Quién es esta mujer?

JUAN (ALDEANO). Catalina la Liberala.

ÁNGEL (USANOS). La llamamos así, pero es puta. Con perdón.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Por qué la Liberala?

ÁNGEL (USANOS). El mote se lo pusimos por el parecido que tiene con los liberales en lo que toca a la prontitud y ligereza con que se dispensa a la menor insinuación. Tanto que, a pri-mera vista, parece que se dispensa gratis.

VICENTE (FRAY DIEGO). Seguro que no es así. Bien lo sabemos.

AMAYA (CATALINA). Dejadme en paz, maricones, que si os falto lo vais a sentir más que si os quitan el pan. (Reparando en la na-turaleza humana de la imagen) ¿Qué hace ahí ese pasmarote?

PEDRO (IMAGEN). Mira que bajo y te espabilo.

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ÁNGEL (USANOS). Fray Diego, si cree que la presencia de Catalina es causa de escándalo o una falta de respeto al Rey, mando que la devuelvan a su casa.

VICENTE (FRAY DIEGO). ¿Para qué quitar a la gente lo que es mo-tivo de sana diversión? Bueno es que el pueblo, con su natu-ral sabiduría, meta en el mismo saco a liberales y rameras como si fueran bichos de igual condición. Dejadla a mi cui-dado, que, en cuanto me sea posible, la leeré la cartilla.

PABLO. (A CLAUDIA). No iba por estos derroteros El Fernando. Cor-temos antes de que el fraile rijoso, a base de improvisar, se vaya por los cerros de Úbeda. (A VICENTE) Vicente, ha lle-gado el momento de ahorcar los hábitos.

VICENTE. ¿Así, sin más tengo que dar boleta al personaje? Ahora que empezaba a cogerle el gusto. ¡Bonita despedida!

PEDRO. ¿La quieres sonada?

VICENTE. ¡Qué menos!

Los compañeros le rodean y cantan.

ACTORES. Un fraile, dos frailes, al liberal no hay quien salve. Estira José la voz y por el dos. Un fraile, dos frailes, la lengua al ateo sacarle.

MIGUEL se acerca a CLAUDIA, la coge de la mano y, antes de que se reponga de la sorpresa, la conduce junto a los demás. Cuando PABLO reacciona y trata de rescatarla, ella ya ha unido su voz a la del coro.

ACTORES. Luego le toca a Andrés y ya son tres. Un fraile, dos frailes, es masón to el que no hable. Vimos pasar un gato,

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y ya son cuatro. Un fraile, dos frailes, de rodillas no hay quien ande. Ahora termina Pinto, y serán cinco. Un fraile, dos frailes, esto está que arde.

Disuelto el coro, CLAUDIA regresa al despacho.

PABLO. Divertido, ¿no?

CLAUDIA. Me hubiera gustado salir en aquella función.

PABLO. Claudia, si no había nacido. Seguro que sus padres todavía eran unos niños.

CLAUDIA. ¿Qué culpa tengo yo?

PABLO. Ninguna.

CLAUDIA. No le va a quedar otro remedio que contarme cómo aca-baba aquello.

PABLO. Malamente. Como el rosario de la aurora.

CLAUDIA. Supongo que el baile aquél no llegaba a celebrarse.

PABLO. ¿Se refiere al organizado en honor del rey Fernando?

CLAUDIA. Sí.

PABLO. Calle, calle. Tuvo lugar, aunque no lo representamos. En escena, solo se mostraban los preparativos. ¡Una fiesta de lo-cos!

CLAUDIA. ¿De locos?

PABLO. En el más fiel sentido de la palabra. Imagínese que a los autores se les ocurrió la peregrina idea de que el sarao se celebrara en un manicomio.

CLAUDIA. ¡En un manicomio! ¿Por qué?

PABLO. Habría que preguntárselo a ellos.

CLAUDIA. ¿No lo hicieron ustedes?

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PABLO. Desde luego que sí. Pero a mí, el argumento que dieron no me convenció. Explicaron que era histórico que los organi-zadores tuvieron dificultades para encontrar en el trayecto que recorría el Rey en su viaje a Madrid, algún palacio que estuviera en condiciones de acoger la fiesta con dignidad. Después de muchas vueltas, les pareció que, haciendo algu-nos retoques, un imaginario manicomio no era mal lugar. Para mí que la verdadera razón fue otra. Seguro que alguno de los dramaturgos había visto una representación del Ma-rat-Sade y se dio cuenta de que las escenas de locos son muy teatrales. El autor listillo fue tan poco original, que hasta sacó a una monja. Pero, silencio, ahí los tenemos.

CLAUDIA. ¿A quiénes?

PABLO. A los locos.

Bajo la vigilancia de una MONJA traspuesta, tres LOCOS barren como Dios les dio a entender una sala del manicomio. Se detienen a observar como un FUNCIONARIO se afana en colgar un gran re-trato de Fernando VII.

JUAN (LOCO). ¿Qué ocurre aquí?

MIGUEL (LOCO). Cualquiera sabe.

PEDRO (LOCO). (Señalando al FUNCIONARIO) Pregúntaselo a ése.

JUAN (LOCO). Seguro que no tiene ni la más pajolera idea.

PEDRO (LOCO). Que sí lo sabe. (Al otro LOCO) Anda, entérate tú.

MIGUEL (LOCO). ¡Oiga!

ÁNGEL (FUNCIONARIO). Oigo.

MIGUEL (LOCO). (A los otros locos) ¿Qué había que preguntarle?

JUAN (LOCO). Lo que quieras.

MIGUEL (LOCO). ¿Qué haces?

ÁNGEL (FUNCIONARIO). Lo que me mandan que haga.

MIGUEL (LOCO). (A los otros locos) No hace nada de nada.

JUAN (LOCO). ¿Y para no hacer nada se necesita armar tanto jaleo? ¡Amos anda!

ÁNGEL (FUNCIONARIO). Hay un baile.

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PEDRO (LOCO). ¿Aquí?

ÁNGEL (FUNCIONARIO). Es que los que vienen son unos locos muy principales. El más principal es el tipo del retrato.

MIGUEL (LOCO). Sí que lo parece.

JUAN (LOCO). ¿Principal?

MIGUEL (LOCO). Loco.

Palmotean como locos los locos y la MONJA se espabila.

AMAYA (MONJA). ¡Orden! ¡Orden o no respondo! ¡Ah, indómitos, que solo os portáis bien cuando veis el palo! ¡Tú, no te toques eso que es pecado! Cuánta paciencia me tiene que dar Dios para soportaros. ¿Prometéis estar formales si os recito poe-sías?

PEDRO (LOCO). Estos no sé, pero yo sí.

MIGUEL (LOCO). Vale si después cantamos.

AMAYA (MONJA). Silencio, silencio, escuchad.

JUAN (LOCO). (Al FUNCIONARIO) Tú también.

AMAYA (MONJA). (Recitando) Ya en España renace la alegría, por su oriente la aurora se aparece y todo su fértil suelo reverdece con nueva y más brillante lozanía. De Fernando la gallarda bizarría caliginosas nieblas desvanece, y al español patriota le apetece porque fiel subsistió sin bastardía. ¡Oh, Fernando! ¡Sin igual querido! ¿Querido digo? Más bien idolatrado, vuelve a tu pueblo, que fuera de sentido, al verte ya del cautiverio rescatado, a tus reales pies clama vencido. ¡Viva sin fin el Rey más deseado!

Rematan los locos el recitado con tres sonoras pedorretas. Corre la MONJA tras ellos y se pierden por el manicomio. El FUNCIONA-

RIO, rematada su tarea, comprueba que el cuadro no está torcido y se va satisfecho del deber cumplido.

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PABLO. Esas son las pedorretas que no se atrevieron a hacer los diputados que acudieron al baile. ¡Con la que estaba ca-yendo! Acojonados, Claudia, acojonados estaban con las no-ticias que les llegaban. Alguno que sé que barruntaba lo peor cogió las de Villadiego. Pero justo es decir que otros, a sa-biendas de que la cabeza les olía a pólvora, tuvieron valor para seguir al pie del cañón. Abundaban los que jugaron a dos barajas. De todo hubo, Claudia. Para demostrarlo, ha-cíamos la escena de los espejos. Frente a ellos, cuatro padres de la Patria se acicalaban para acudir a la cita con el Rey.

PABLO se dirige al espejo en el que se miró al principio.

PABLO. Aquí tenemos un espejo.

CLAUDIA. No tiene cristal.

PABLO. Es simulado. (Busca los que faltan) ¿Dónde están los demás?

CLAUDIA. Detrás de aquellos trastos asoma uno.

PABLO. Faltan dos.

CLAUDIA. No los veo por ninguna parte.

PABLO. Dejemos de buscarlos. ¡No están! Nos apañaremos con es-tos. Ayúdeme a colocarlos en su sitio.

Juntos los arrastran hasta situarlos en lugar bien visible. PABLO se pone una levita y se coloca frente a uno de ellos. CLAUDIA, viendo que ya está actuando, se aparta a un lado. Enseguida entra un AMIGO del DIPUTADO.

PABLO (DIPUTADO). ¿Estás seguro de lo que dices?

VICENTE (AMIGO). El Rey viene rodeado de todos los enemigos de la Constitución y protegido por cientos de bayonetas. Hay que ser muy ingenuo para no pensar que cuanto habéis con-seguido en Cádiz está a punto de irse a pique: la libertad, la Constitución, la misma institución de las Cortes…

PABLO (DIPUTADO). Entonces la recepción…

VICENTE (AMIGO). Una burla.

PABLO (DIPUTADO). El exilio. Siempre el exilio. ¿No hay otra alter-nativa?

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VICENTE (AMIGO). En este país, no. Los derrotados tienen que ele-gir entre el exilio y la cárcel.

PABLO (DIPUTADO). ¡Pero esto no es justo!

VICENTE (AMIGO). ¿Qué importa? Seréis perseguidos, acusados…

PABLO (DIPUTADO). ¿Qué va a ser de nuestra revolución?

VICENTE (AMIGO). Vosotros mismos la habéis frustrado. Os equi-vocasteis. Las revoluciones que se hacen con pies de plomo fracasan. Hay que ir más deprisa, cortar cabezas…

PABLO (DIPUTADO). Me siento ridículo y engañado.

VICENTE (AMIGO). No es momento para lamentarse. La aventura ha fracasado. Cierra pronto las maletas y parte. Si ganas un par de días hasta que empiecen a buscarte, buenos son para poner tierra por medio.

PABLO (DIPUTADO). Londres debe ser una ciudad triste.

VICENTE (AMIGO). Allí tengo buenos amigos que te ayudarán.

PABLO (DIPUTADO). No me he ido y ya pienso en el regreso.

VICENTE (AMIGO). ¡Vamos! ¡Vamos! Cuanto más tardes, más com-prometemos a los amigos que trabajan para facilitarte la huida.

La luz que ilumina esta escena se apaga y otra se enciende sobre el segundo espejo, ante el que ya están otro DIPUTADO y su ESPOSA.

MIGUEL (DIPUTADO). Sosiégate, querida, sosiégate. Solo los ladro-nes y los asesinos temen a la Justicia. Ser liberal…

AMAYA (ESPOSA). Y diputado. Y diputado.

MIGUEL (DIPUTADO). … liberal y diputado no es delito.

AMAYA (ESPOSA). No sé. Lo cierto es que no estoy nada tranquila.

MIGUEL (DIPUTADO). Razona. ¿No juré en Cádiz la santa religión católica, apostólica y romana?

AMAYA (ESPOSA). Sí.

MIGUEL (DIPUTADO). ¿No juré también en aquel memorable día luchar por conservar para nuestro amado soberano, el señor don Fernando séptimo, todos sus dominios y hacer cuanto

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fuera posible por sacarle del cautiverio y ponerle de nuevo en su trono?

AMAYA (ESPOSA). Sí, sí, todo eso es verdad y, sin embargo…

MIGUEL (DIPUTADO). Sin embargo, ¿qué?

AMAYA (ESPOSA). Está tan alborotada la calle.

MIGUEL (DIPUTADO). ¿Hay cosa más lógica? Es el júbilo por el re-greso del Rey.

AMAYA (ESPOSA). Se nota que, como no has salido de casa, no te has preocupado de prestar atención a lo que grita la gente. A buen seguro, no estarías tan relajado.

MIGUEL (DIPUTADO). ¿Qué dicen?

AMAYA (ESPOSA). Os insultan a los liberales.

MIGUEL (DIPUTADO). ¡Lo que hace la ignorancia! ¡Pobres diablos! No sufras. Lo que verdaderamente importa es conocer las intenciones del Rey, y la verdad es que no hay razón para pensar que sean contrarias al bien común.

AMAYA (ESPOSA). ¿Sabes lo que te digo? Que eres un infeliz. Tú y todos los que están contigo en la luna.

MIGUEL (DIPUTADO). ¿Por qué me hieres así?

AMAYA (ESPOSA). ¿No criticabas hace solo unos días cierta carta que el Rey, el adorado y deseado Fernando, escribió a la Re-gencia llamando vasallos a sus súbditos?

MIGUEL (DIPUTADO). Bien, bien. Lo reconozco. Le critiqué, pero tal vez fui injusto. Pequé de precipitado, como tú ahora. He re-leído la carta. Esta vez la he juzgado con menos dureza, lo que no quiere decir que con benevolencia.

AMAYA (ESPOSA). ¿Y qué?

MIGUEL (DIPUTADO). El Rey la escribió sin libertad. ¿Podemos si-quiera imaginar las presiones que se ejercían en el encierro de Valençay? Querida, estoy convencido de que, cuando las dudas se disipen, nos aguardan años prósperos y placente-ros.

AMAYA (ESPOSA). Dios te oiga.

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MIGUEL (DIPUTADO). ¿Quieres apretarme un poco el nudo de la corbata? Parece que me queda algo flojo.

Vuelve la luz al primer espejo, mientras se extingue la del segundo. Quien ahora está frente a él es otro DIPUTADO al que su SECRE-

TARIO ayuda a ponerse la chaqueta.

ÁNGEL (SECRETARIO). El viento ha cambiado de dirección.

PEDRO (DIPUTADO). ¿Cómo lo sabe? ¿Ha sacado el dedo por la ventana?

ÁNGEL (SECRETARIO). El Rey es como una veleta. Gira según sople el viento.

PEDRO (DIPUTADO). ¿De dónde viene ahora o hacia dónde va?

ÁNGEL (SECRETARIO). Domina un viento antiliberal.

El DIPUTADO se contempla en el espejo e indica, con significativos gestos de desagrado, que no le gusta como le queda la chaqueta.

PEDRO (DIPUTADO). ¿No vislumbra la posibilidad de que cambie?

ÁNGEL (SECRETARIO). Nunca se sabe. En estas cuestiones, predecir es aventurado. Pero yo diría que no cambiará. Observe este detalle. Hasta hace solo unos días, el Diario de la ciudad de Valencia traía esta leyenda: «Año tercero de la Constitución». Sin embargo, en el último número ha sido sustituida por esta otra más adecuada a las circunstancias: «Año primero de la reinstauración a su trono de nuestro adorado Monarca el Señor Don Fernando VII».

PEDRO (DIPUTADO). Esta chaqueta es horrorosa.

ÁNGEL (SECRETARIO). Es la misma de siempre, señor. Es la que me-jor le sienta.

PEDRO (DIPUTADO). Digo que es horrorosa. Saque otra del arma-rio.

ÁNGEL (SECRETARIO). (Mientras hace lo que le ha ordenado) Como quiera, pero si me lo permite le diré que se va a notar mucho el cambio.

PEDRO (DIPUTADO). La fiesta de hoy es delicada.

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ÁNGEL (SECRETARIO). Razón de más. Hay que actuar con tino. Cui-dar los detalles. En otras palabras, saber nadar y guardar la ropa.

PEDRO (DIPUTADO). Por descontado que saber nadar es impor-tante. (Tras cambiarse de chaqueta) A esta chaqueta le irá bien alguna medalla con el retrato de Rey, ¿no le parece? Visible y discreta a un tiempo.

ÁNGEL (SECRETARIO). El señor nada estupendamente.

PEDRO (DIPUTADO). Veamos qué tal guardo la ropa. Redacte un par de mensajes.

ÁNGEL (SECRETARIO). ¿A quién van dirigidos?

PEDRO (DIPUTADO). Los dos al Rey. Que uno diga lo contrario que el otro. Usted mismo será portador de ellos, pero solo debe entregar el que mejor cuadre con las circunstancias. Su buen olfato le dirá cuál.

Tras un nuevo cambio de luces, asistimos, ante el segundo espejo, a una disputa familiar. Sus protagonistas, un DIPUTADO, su ES-

POSA y su CUÑADO. Sin embargo, en escena solo están los actores que interpretan a los dos últimos personajes. PABLO se da cuenta de que falta uno y se apresura a ocupar su lugar.

PABLO. Me toca hacer de otro diputado. A este paso, yo solito ten-dré la representación de medio Congreso.

Solventado el problema, se reanuda la acción.

AMAYA (ESPOSA). (Al CUÑADO) Háblale tú. Yo no consigo conven-cerle.

JUAN (CUÑADO). ¿Qué puedo decirle?

PABLO (DIPUTADO). Nada, mi cuñado no tiene nada que decir.

AMAYA (ESPOSA). ¿Es que no hay forma de impedir que vayas a esa fiesta?

PABLO (DIPUTADO). No hay forma. ¡Iré!

AMAYA (ESPOSA). Si tú mismo reconoces que habéis fracasado…

PABLO (DIPUTADO). Por eso mismo.

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AMAYA (ESPOSA). ¡Quijote! Todos dan la espalda a la Constitución, el pueblo no responde a las esperanzas que habíais deposi-tado en él… Y tú, Quijote, siempre Quijote.

JUAN (CUÑADO). Tal vez el Rey…

PABLO (DIPUTADO). El Rey no aceptará que limitemos su poder. ¿Cómo va a aceptarlo si lo primero que han hecho las masas ha sido sustituir a los caballos de su carroza y tirar de ella? La ignorancia de la gente es el mejor soporte para su poder absoluto.

JUAN (CUÑADO). No puedo creer lo que dices. El pueblo español pertenece a esa raza de hombres que no admite ser subyu-gada por los enemigos de la libertad. Tal vez la gente esté deslumbrada por el regreso del Rey, pero si vosotros, los que adivináis el futuro, le advertís del peligro que nos ace-cha…

PABLO (DIPUTADO). El pueblo no nos escucha. ¿Qué sabe de noso-tros? ¿Acaso sabemos nosotros algo de él?

JUAN (CUÑADO). Claro que sabemos de él. Es un pueblo heroico y valiente. El Dos de Mayo lo atestigua.

PABLO (DIPUTADO). Ese Dos de Mayo nos ha engañado, y muchos no os habéis dado cuenta aún. Ese Dos de Mayo, querido cuñado, ha sido un mero accidente en nuestra Historia. Yo mismo, pensando en él, he llegado a creer que bastaba un atentado contra cualquiera de los logros de la Constitución, para soliviantar al pueblo y hacerle alzarse en armas. Estaba convencido de que, llegado el caso, estallaría la guerra civil. Pero ya ves cuanta era mi ignorancia. Mira con tus propios ojos ese pueblo en el que confías. Mira tú. Yo no puedo. Me da vergüenza.

JUAN (CUÑADO). Entonces, ¿a qué ese empeño en ir al baile? ¿A qué meterse en la ratonera?

PABLO (DIPUTADO). Porque algunos no han comprendido todavía la situación. No saben, o no quieren saberlo, que ya hemos fracasado. Y no despertarán de su dulce sueño mientras no

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vean nuestra propia sangre derramada. Entonces compren-derán que nuestra estrategia ha resultado equivocada y gri-tarán desesperados: «¡Despertad, compañeros, despertad!».

JUAN (CUÑADO). Has elegido el papel de víctima.

AMAYA (ESPOSA). ¿No es una locura?

PABLO (DIPUTADO). No insistáis más.

JUAN (CUÑADO). ¿Está decidido?

PABLO (DIPUTADO). Lo está.

AMAYA (ESPOSA). Déjame que te acompañe.

PABLO (DIPUTADO). Te lo prohíbo.

PABLO regresa al despacho, y AMAYA y JUAN atraviesan los espe-jos sin cristales y hacen mutis llevándoselos consigo.

PABLO. No te vayas lejos, Amaya, que te toca hacer otro papel.

AMAYA. Y yo que me creía que iba a estar de brazos cruzados.

PABLO. Recuerda que en el grupo había nueve mujeres.

AMAYA. ¿Tantas?

PABLO. ¡Tantas!

AMAYA. Concédeme cinco minutos de descanso y sigo.

PABLO. No podemos parar.

AMAYA. Digo yo que aquí se podría meter una canción. No ven-dría mal y, de paso, yo me tomo un respiro.

PABLO. ¿Se te ocurre cuál?

AMAYA. La del estribillo aquel… (Canta) Trepan y trepan arriba, luego se ponen a hablar y los que estamos debajo aguanta que aguantarás.

PABLO. ¿Tú crees que viene a cuento?

AMAYA. No ha de venir si habla de cómicos. ¿No lo somos noso-tros?

PABLO. Los cómicos a los que se alude son otros: los enemigos de la Constitución.

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AMAYA. No te pongas estupendo, Pablo. ¡Venga muchachos, a cantar!

Escapa AMAYA a toda prisa y sus compañeros cantan al tiempo que se preparan para la siguiente escena.

ACTORES. Mucho cuidado con esos que nos quieren llevar por la senda marcada por su santa Majestad.

Trepan y trepan arriba, luego se ponen a hablar y los que estamos debajo aguanta que aguantarás.

Cuanto teatro le echan esos faranduleros, que van por la vida metiéndonos miedo.

Trepan y trepan arriba, luego se ponen a hablar y los que estamos debajo aguanta que aguantarás.

Ojo al empeño que ponen en llevarnos y traernos y en marear la perdiz con promesas y enredos.

Trepan y trepan arriba, luego se ponen a hablar y los que estamos debajo aguanta que aguantarás.

Linda época es ésta, linda, sí señor, pues parecemos borregos debajo de su pendón.

Trepan y trepan arriba,

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luego se ponen a hablar y los que estamos debajo aguanta que aguantarás.

Se dispersa el coro y, al punto, aparece un joven que avanza car-gado con una romana y un saco.

PABLO. (A CLAUDIA) Fíjese en ese mozalbete. No le pierda de vista. Se llama Germán y es criado en la casa de don Hipólito Car-vajal.

CLAUDIA. Dos personajes nuevos.

PABLO. Ya le dije que salían muchos.

PEDRO (GERMÁN). ¡Compro periódicos viejos! ¡Periódicos viejos al peso! Precio especial para los editados en Cádiz. ¡Periódicos viejos, compro!

AMAYA (MUJER). (Con un cargamento de periódicos) ¡Aquí, joven! Pé-salos y dame lo que quieras.

PEDRO (GERMÁN). ¿No tienes más?

AMAYA (MUJER). ¿Más dices? ¿Para qué habría de guardar tanto papelote? No sé por qué la gente ha cogido la manía de leer los papeles. Jesús, qué fiebre. A mi amo le come la afición y si no me ocupara yo de echarlos a la lumbre o tirarlos, a estas horas no sería posible entrar en casa sin riesgo de morir aplastado por una montaña de periódicos.

PEDRO (GERMÁN). ¿Cómo dices que se llama tu amo?

AMAYA (MUJER). No lo he dicho.

PEDRO (GERMÁN). No lo he olvidado entonces. Es que no lo sabía.

AMAYA (MUJER). Para que no tengas que preguntarlo de nuevo, se llama don Rogelio García. Esa es su casa.

PEDRO (GERMÁN). Ya lo tengo en la mollera para sécula seculó-rum. (Entregándole unas monedas) Toma. Bien pagados están.

AMAYA (MUJER). ¿Y qué haces tú con los periódicos?

PEDRO (GERMÁN). Yo, nada. Los compro por cuenta de mi amo.

AMAYA (MUJER). Pobre. Debe estar tan chiflado como el mío. ¿Los lee todos?

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PEDRO (GERMÁN). No se lo he preguntado.

AMAYA (MUJER). ¿Es hombre importante?

PEDRO (GERMÁN). Sí, y mucho.

Despide a la MUJER con un azote, se echa la carga al hombro y se va por donde ha venido. Su destino, a unas cuantas calles de allí y a dos pasos en el escenario, es la casa de don HIPÓLITO CARVAJAL, quien le espera impaciente.

CLAUDIA. (A PABLO, por el personaje) ¿Don Hipólito?

PABLO. ¿Cómo lo ha adivinado?

CLAUDIA. Por el porte.

PABLO. Ahí donde le ve, ese vejestorio fue inquisidor.

JUAN (HIPÓLITO). (Metiendo baza saltándose las reglas de la lógica tea-tral) No hubiera dejado de serlo si no hubiera sido abolida la Inquisición.

CLAUDIA. Se quedó en paro.

PABLO. Y se llevó tan gran disgusto que estuvo meses postrado en el lecho.

JUAN (HIPÓLITO). Allí me hubiera consumido de no haber tenido una feliz y oportuna idea. Cuéntesela a la señorita.

PABLO. Don Hipólito la puso en marcha de inmediato. Se tiró de la cama y empleó la energía que le quedaba en mantener viva, aunque fuera en la clandestinidad, la débil llama del Santo Tribunal. Albergaba la esperanza de que con su gesto contribuiría a que algún día la Inquisición fuera restaurada con todos los honores.

JUAN (HIPÓLITO). ¡Sucederá! ¡Sucederá!

CLAUDIA. ¿Sucedió?

JUAN (HIPÓLITO). Convoqué a personas amigas…

PABLO. Individuos afectos al antiguo régimen.

JUAN (HIPÓLITO). Gente libre de toda sospecha.

PABLO. De toda sospecha de simpatía hacia los franceses y los li-berales. Rodeado de tales amigos, celebra buen número de reuniones secretas.

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JUAN (HIPÓLITO). Dejarán de serlo en breve. Las aguas volverán a su cauce. El Rey ya está entre nosotros. Muchas cosas van a cambiar con su llegada y a fe que nosotros contribuiremos a que así sea.

PABLO. El propósito de las reuniones secretas no es otro que el de localizar a liberales comprometidos y vigilar sus activida-des. Lugar de honor ocupan los que escriban en la prensa progresista.

JUAN (HIPÓLITO). (Con enorme desprecio) ¿Qué hay de malo en ello? Esos plumíferos son un peligro.

PABLO. Germán le está esperando.

JUAN (HIPÓLITO). (Reparando en la presencia del criado) Gracias a Dios que has llegado.

PEDRO (GERMÁN). Llevo esperando una hora.

JUAN (HIPÓLITO). No te había visto. Este par de ociosos me han distraído con su cháchara. ¿Qué tal la compra de hoy?

PEDRO (GERMÁN). (Vaciando el saco) Buena, buena.

JUAN (HIPÓLITO). (Revolviendo entre los periódicos) Sí que lo es. ¿Has anotado el nombre del que te los ha vendido?

PEDRO (GERMÁN). Se llama don Rogelio García. Pero a él no le he visto. Me los ha traído su criada.

JUAN (HIPÓLITO). Bueno es conocer a los que leen esta prensa per-niciosa. Que sigan tranquilos creyéndose fuera de toda sos-pecha. Te aseguro que tendrán más de una ocasión de tem-blar cuando sepan que están apuntados en mi lista de sos-pechosos. Corre. Prepáralo todo. No, espera. Mi ropa de in-quisidor. Ayúdame a ponérmela. Los invitados no tardarán en llegar. (Mientras GERMÁN le cubre con ella, le da las últimas instrucciones) ¿Has encendido los hachones? El chocolate lo quiero recién hecho y espesito. ¿Compraste los bizcochos? ¿Hay asientos para todos? Cuenta las sillas. El próximo día tenemos que colgar ahí el escudo del Santo Oficio. ¡Álzate, Señor, a defender tu causa! ¿Se me olvida algo?

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PEDRO (GERMÁN). (Que a todo ha dicho amén con rutinarias inclina-ciones de cabeza) Todo está en orden.

JUAN (HIPÓLITO). Ya están ahí.

Se oyen golpes de aldaba. Inesperadamente, se interrumpe la ac-ción y GERMÁN, desentendiéndose de su personaje, se dirige al pú-blico.

PEDRO. Distinguido público. A veces, en el teatro, ocurren cosas raras. Un actor se cae del escenario y se abre la cabeza. O se pone enfermo. O se va la luz y hay que trabajar a oscuras o alumbrar el escenario con velas. O llueve justo el día que se hace la función al aire libre y hay que suspenderla. Lo que sucede hoy, no es un imprevisto, pero sí un problema. Ve-rán. En la escena que viene, que nos introduce en una de las famosas reuniones organizadas por don Hipólito Carvajal, salen nada menos que once personajes. El autor, con buen criterio, había pensado reducir el censo a unos pocos, más don Hipólito, el personaje, que no el actor, ha puesto el grito en el cielo.

JUAN (HIPÓLITO). ¡De ningún modo! ¿Qué clase de reunión sería esa? Si no hay quórum, no se celebra. ¡Y menos en mi casa!

PEDRO. De modo que hemos decidido que algunos hagan doblete. Como no tienen tiempo material de cambiar de vestuario, uno de los papeles lo interpretarán a cara descubierta y, para el otro, se cubrirán el rostro con una máscara. Así, ustedes sabrán qué personaje es el que habla en cada momento. Su benevolencia sabrá disculparnos. Y ahora, señores, conti-nuamos donde lo habíamos dejado.

Vuelven a repetirse las llamadas a la puerta.

JUAN (HIPÓLITO). ¡Abre ya, Germán! ¿A qué esperas?

PEDRO (GERMÁN). ¡Dios, qué prisas!

A medida que los invitados van llegando, GERMÁN los anuncia con voz solemne. ÁNGEL será, sin máscara, el GENERAL SANJUAN y, con ella, EMILIO RENEDO. Siguiendo el mismo criterio, VI-

CENTE, alternativamente, el OBISPO OSTOLAZA y CRISTÓBAL

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MONTENEGRO; MIGUEL, el diputado MELCHOR PAREDES y MA-

TEO GÓMEZ; y, en fin, AMAYA, la CONDESA DE LAS AGUAS y la señora de TURÉGANO.

PEDRO (GERMÁN). ¡General Sanjuan!

PABLO. (A CLAUDIA). Recién llegado de Zaragoza. Ha visto al Rey con sus propios ojos.

PEDRO (GERMÁN). ¡Don Emilio Renedo!

PABLO. Periodista mediocre donde los haya.

PEDRO (GERMÁN). ¡Monseñor Ostolaza!

PABLO. Obispo de no sé qué diócesis. Luz de Trento.

CLAUDIA. Con la Iglesia hemos topado.

PEDRO (GERMÁN). ¡Don Cristóbal Montenegro!

PABLO. Un funcionario gris y quejica.

PEDRO (GERMÁN). ¡Ilustrísima Condesa de las Aguas!

PABLO. El mejor ejemplo de la extravagancia española.

PEDRO (GERMÁN). ¡Señora de Turégano!

CLAUDIA. Pues esta dama no le va a la zaga.

PABLO. Son como dos gotas de agua.

PEDRO (GERMÁN). ¡Don Melchor Paredes!

PABLO. Diputado servil. Pasó por las Cortes de Cádiz con más pena que gloria.

PEDRO (GERMÁN). ¡Don Mateo Gómez!

PABLO. Comerciante al que los negocios le van viento en popa. Ge-neroso con los defensores del antiguo régimen.

Un runrún anuncia que estamos en los prolegómenos de una ter-tulia que tiene visos de rancia. Poco a poco, las voces se van tor-nando nítidas.

MIGUEL (DIPUTADO). El Ejército está de nuestra parte. ¿Lo dudan? Pues bien, confidencialmente les diré que el general Elio ha puesto sus tropas a disposición del Rey.

VICENTE (OBISPO). Noticias como éstas nos tranquilizan.

MIGUEL (DIPUTADO). Se respiran aires nuevos.

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AMAYA (CONDESA). Y díganos, general, ¿cómo ha encontrado a nuestro amado Fernando?

ÁNGEL (GENERAL). Muy prudente, atento siempre a los consejos de sus colaboradores. Son personas de gran valía y que más de una vez han dado pruebas fehacientes de devoción por su real persona. En este sentido, no tenemos nada que temer respecto a quienes le rodean.

VICENTE (FUNCIONARIO). ¿Y los liberales?

ÁNGEL (GENERAL). Maquinan, pero pierden terreno a ojos vista.

AMAYA (CONDESA). Algo hemos logrado.

MIGUEL (COMERCIANTE). Con el esfuerzo de todos.

VICENTE (FUNCIONARIO). Sobre todo con el de don Hipólito. ¿Le agradecerá la patria sus desvelos? (Don HIPÓLITO hace tími-dos gestos de protesta) ¡Sí, sí! Gracias a usted se mantiene vivo el fuego de nuestras instituciones.

JUAN (HIPÓLITO). Es lo que pretendemos todos. Estas reuniones impiden que la máquina de la Justicia se detenga y sus pie-zas se llenen de herrumbre. Las ruedas de su mecanismo gi-ran. Despacio, sí, pero sin cesar. Así, cuando recuperemos las riendas de la Nación, bastarán unas gotas de aceite para que la máquina trabaje a pleno rendimiento.

VICENTE (OBISPO). Que buena falta nos hará si queremos devolver a nuestra santa religión toda su pureza.

AMAYA (DAMA). ¿Están seguros de que no hay riesgo de que nos descubran?

MIGUEL (COMERCIANTE). ¡Ah, amiga! Lo hubo y grande. Pero hoy podemos estar tranquilos.

ÁNGEL (GENERAL). Los liberales están demasiado ocupados en procurarse madrigueras.

AMAYA (DAMA). Admirable, general.

MIGUEL (DIPUTADO). La próxima reunión no será necesario cele-brarla tan en secreto.

ÁNGEL (PERIODISTA). La Puerta del Sol puede ser un buen sitio.

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CLAUDIA. (A PABLO) Si no está ocupada por quienes usted y yo sabemos.

MIGUEL (DIPUTADO). En cuestión de días podremos postrarnos a los pies del Rey para decirle: «Majestad, recibid estos pape-les. Contienen los nombres de vuestros enemigos y las prue-bas de su traición. Es el fruto, Señor, del paciente trabajo en el que hemos estado empeñados vuestros siervos durante el tiempo de vuestra llorada ausencia».

La concurrencia le dedica nutridos aplausos, que cesan cuando don HIPÓLITO toma la palabra.

JUAN (HIPÓLITO). Gracias, gracias una vez más, amigos míos, por vuestra presencia. Dios ha querido que desaparezca el peli-gro que nos amenazaba, pero eso no es óbice para que man-tengamos fresco el recuerdo de las horas difíciles. La labor que llevamos a cabo es de las que honran a los verdaderos patriotas e inscriben sus nombres con letras de oro en el libro de la Historia. Merced a ella, hemos localizado a esa caterva de liberales, que, al amparo de una Constitución arbitraria, ha querido dar la puntilla a la Inquisición.

VICENTE (OBISPO). ¿Para qué?, hay que preguntarse. ¿Qué turbios objetivos perseguían con su malvado intento? Sépanlo de una vez por todas: han intentado debilitarnos para que les resultara fácil erigirse en cabeza de la Iglesia.

MIGUEL (DIPUTADO). ¡Qué rebuscada maniobra! Yo he vivido los días angustiosos en que los diputados liberales pisoteaban el Santo Tribunal en aquellas penosas sesiones de Cádiz.

AMAYA (CONDESA). En las Cortes se ha hecho trampa con la reli-gión. Esos señores diputados que han puesto tanto empeño en suprimir la Santa Inquisición hubieran debido recurrir a un plebiscito, ya que son tan aficionados a ese tipo de con-sultas. ¡Menuda sorpresa se hubieran llevado! Los herejes habrían dicho no a la Inquisición, pero los católicos, sí. Un sí rotundo. Se hubieran quedado pasmados con los resultados.

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JUAN (HIPÓLITO). Esta de hoy… Ejem. Por favor, condesa, si tiene la bondad… ¡Esta de hoy! Quisiera decir, si es posible, con-desa, que esta de hoy… ¡Gracias! Digo que esta de hoy será posiblemente la última reunión que celebremos antes de la entrada del Rey Fernando en Madrid. La siguiente tal vez nos brinde la oportunidad de denunciar a los herejes y ma-sones en voz alta, de hacer públicos sus nombres para que el peso de la Justicia caiga sobre ellos. Y ahora, sin más preámbulos, iniciemos la sesión. Hoy vamos a juzgar a cier-tos periódicos liberales que han mostrado palpablemente su animadversión al Trono, al Altar y al Ejército.

ÁNGEL (PERIODISTA). ¡Dureza con la prensa liberal! Nunca será tanta que compense el enorme daño que ha causado a la prensa honesta que se ha mantenido fiel a las tradiciones. Yo soy periodista. Ustedes conocen mi limpia trayectoria du-rante el tiempo que he colaborado en las páginas de El Diario de la Tarde.

AMAYA (DAMA). Es cierto. Sus artículos eran modelo de modestia y ecuanimidad.

ÁNGEL (PERIODISTA). Gracias por esos elogios que no merezco. Me abruman. Pues bien, aunque debiera sentirme orgulloso de mi profesión, confieso con dolor que, al ver los sucios modos de que se vale la prensa liberal, siento una inmensa ver-güenza. Vergüenza, sí. Tanta que, a veces, prefería pasar por vulgar trapero. El Diario de la Tarde, por haber cometido el pecado de ser fiel a la verdad, ha caído víctima del juego rastrero de la prensa prostituida. ¡Nos robaba lectores, so-bornaba a los repartidores para que no vocearan nuestro pe-riódico!…

AMAYA (DAMA). Porque le temían.

ÁNGEL (PERIODISTA). Un auténtico complot. Por eso exijo dureza, máxima dureza.

JUAN (HIPÓLITO). La habrá, Renedo, la habrá. Tenemos la inmensa fortuna de contar hoy con el eminente actor señor Marín. Le he pedido, y él ha aceptado complacido, que recite fragmen-tos de algunos artículos que hemos considerado injuriosos y

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que dan fe de la falacia y culpabilidad de los editores y co-laboradores de esa prensa deleznable. Germán, los artículos.

AMAYA (CONDESA). Así compensaremos con el primor de su voz el mal sabor de boca que deja tan repugnante literatura. ¡Aplausos para Marín!

Todos buscan a MARÍN, pero MARÍN no está. Hay cruces de mira-das, gestos de sorpresa, idas y venidas… Al fin, las miradas de los reunidos confluyen en PABLO.

CLAUDIA. Le ha tocado.

PABLO. Creo que sí.

PABLO sube a la tarima, se pone deprisa y corriendo alguna prenda que le identifique con Otelo y saluda con aparatosas inclinaciones de tronco y cabeza. Los aplausos solicitados por la CONDESA llegan de inmediato.

PABLO (MARÍN). Disculpen que me presente de esta guisa. Hace menos de media hora era Otelo, el moro de Venecia. ¡Sha-kespeare! No he tenido tiempo de cambiarme. Del escenario a esta tribuna patriótica.

Arrecian el palmoteo. En tanto, don HIPÓLITO se impacienta por la tardanza de GERMÁN en traer lo que le ha pedido.

JUAN (HIPÓLITO). ¡Esa, Germán! ¿Encuentras los que he seleccio-nado?

PEDRO (GERMÁN). Un momento. Hay tantos… Éste, no. Éste, tam-poco… ¿Éste? No sé.

JUAN (HIPÓLITO). ¿De qué periódico es?

PEDRO (GERMÁN). De El Diario Mercantil.

JUAN (HIPÓLITO). ¡Bah! Ese periódico solo tiene de mercantil el continuo tráfico que hace de desvergüenzas.

ÁNGEL (PERIODISTA). Y además es chaquetero.

JUAN (HIPÓLITO). Germán, no están en el mismo orden en que los he colocado.

PABLO (MARÍN). Déjeme a mí. Éste tal vez… La Inquisición sin Más-cara.

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ÁNGEL (PERIODISTA). ¡Maldita sea! Si me lo permiten, yo he de arrancarle la máscara con mi pluma. Puedo dejarle sin más trapos encima que los de la irreligión, la falsedad y la calum-nia.

VICENTE (FUNCIONARIO). ¿Por qué no en cueros, Renedo?

AMAYA (DAMA). Con las vergüenzas al aire.

ÁNGEL (GENERAL). Me gustaría echar la vista encima a cierto pe-riodicucho que se distingue por sus ataques a los militares.

JUAN (HIPÓLITO). Habla del Conciso.

ÁNGEL (GENERAL). ¡Exacto!

VICENTE (OBISPO). ¿Solo los militares son el centro de su diana? Le aseguro que no anda a la zaga en lo que se refiere a maltratar al clero.

AMAYA (CONDESA). ¡Y al Trono! ¡Y al Trono!

PEDRO (GERMÁN). Aquí hay un Conciso.

El artículo pasa de mano en mano dejando en los rostros de los lectores extremados gestos de repulsa.

AMAYA (CONDESA). ¡Qué audacia! ¿Han visto que escribe Santo Oficio con letra bastardilla? ¿A qué viene eso?

VICENTE (FUNCIONARIO). ¡Pues es verdad!

ÁNGEL (GENERAL). Casualidad no puede ser.

AMAYA (DAMA). ¿Casualidad? ¡Quiá! No lo creo.

MIGUEL (COMERCIANTE). Será para llamar la atención.

VICENTE (OBISPO). A ver, traigan.

AMAYA (CONDESA). Mire, mire. Es ahí. Un poco más abajo.

VICENTE (OBISPO). ¡Ajá! Esto encierra una doble intención.

ÁNGEL (GENERAL). Comparto sus temores.

VICENTE (OBISPO). Bien se adivinan en este panfleto los modos y el estilo de los reformistas y jacobinos franceses.

JUAN (HIPÓLITO). Estoy convencido de que la bastardilla la em-plean para significar que dudan de la santidad de la Inqui-sición.

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VICENTE (OBISPO). Lo cual sería grave.

ÁNGEL (GENERAL). Grave en extremo.

JUAN (HIPÓLITO). Separa ese ejemplar. Germán. Y anota todas las firmas que encuentres en él.

MIGUEL (COMERCIANTE). ¡Mano dura!

AMAYA (CONDESA). Nada de concesiones a esos individuos.

PEDRO (GERMÁN). ¡Los artículos que usted ha seleccionado, don Hipólito! Los había traspapelado.

JUAN (HIPÓLITO). Tráelos, hijo. (Los repasa apresuradamente) ¡Éste! Es de El Semanario Patriótico. Tenga, Marín. Léalo en voz alta. Que todos sepan cuanta hiel destila este periódico. Escuchen y juzguen.

PABLO (MARÍN). Aquí, por ejemplo, dice: «Tres Santas y un hon-rado traen al reino acabado: la Santa Hermandad acabó, la Santa Cruzada tiene una útil aplicación, el honrado Concejo de la Mesta ya no puede luchar. El Tribunal de la Santa In-quisición es el más rebelde, es la capa de los abusos».

JUAN (HIPÓLITO). Repita, Marín, el final.

PABLO (MARÍN). «El Tribunal de la Santa Inquisición es el más re-belde, es la capa de los abusos».

JUAN (HIPÓLITO). ¡La capa de los abusos! (Tras sonoras muestras de indignación) Escuchen, escuchen. Aún hay más. Marín, por favor… Ese epígrafe insultante… El Catecismo político.

PABLO (MARÍN). «Catecismo político para la instrucción del pue-blo español». ¿Éste?

JUAN (HIPÓLITO). Éste.

PABLO (MARÍN). «Se ha abusado de la palabra ley hasta el extremo de dar ese nombre a los absurdos caprichos de un…» ¡No, no es posible!

JUAN (HIPÓLITO). De un, ¿qué?

PABLO (MARÍN). «Déspota».

La irritación sube de tono e HIPÓLITO CARVAJAL sonríe beatífica-mente.

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ÁNGEL (GENERAL). Es un insulto al Rey.

AMAYA (CONDESA). ¡Un insulto descarado!

VICENTE (OBISPO). Solo un aborto del infierno es capaz de hablar así del soberano.

JUAN (HIPÓLITO). Y no se trata de una ofensa aislada. No cabe pen-sar en una ofuscación pasajera. Se encuentran una y otra vez en cualquier página. Escuchen, si no, ésta otra: «La libertad política…». Continúe, Marín.

PABLO (MARÍN). «La libertad política consiste en que una nación solo esté sujeta a las leyes que de su grado haya reconocido. Gozar libertad es obedecer solamente a las leyes. Sufrir des-potismo es estar dispuesto a someterse al capricho».

Don HIPÓLITO va pasando los artículos a MARÍN a velocidad de vértigo y éste salta de uno a otro atropelladamente.

PABLO (MARÍN). «Sabemos bien la suerte que nos aguarda si por desgracia volviera a encenderse entre nosotros la tea de la superstición y el fanatismo, o si la arbitrariedad de una corte devoradora sentase otra vez su trono sobre las ruinas del or-den y las leyes…». «Nuestros padres sucumbieron a la con-tienda gloriosa que emprendieron para defender sus fueros y libertades…». «Y nos legaron la arbitrariedad monstruosa, que cimentada por tres siglos de sufrimientos, de usurpa-ción e injusticias...». «Hombres hay entre nosotros que quie-ren embrutecer y preparar el yugo a la Patria…». «Y co-rriendo por la imprentas, atizan el fuego de la discordia, ya que no quieren soplar el de las hogueras inquisitoriales…».

A punto de ahogarse, MARÍN interrumpe bruscamente la lectura. Cuando se recupera, se dirige a don HIPÓLITO pausadamente, pero enérgico.

PABLO (MARÍN). No. No. No. No. No, don Hipólito. Solo el respeto que le debo me ha obligado a llegar hasta aquí. Pero no lo resisto más. Mi voz no puede estar al servicio de discursos de este jaez. No la he educado para administrar insultos a nuestras cosas más sagradas. Le prometí leer, de estos libe-los, cuanto me ordenase. A usted mismo suplico, pues, que

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me devuelva la palabra que empeñé. No puedo continuar de ningún modo. Ustedes lo comprenderán. Pónganse en mi lugar…

MARÍN, fuera de sí, hace añicos los recortes de prensa y los arroja al suelo.

JUAN (HIPÓLITO). (Comprensivo) Descanse, Marín. Lo ha hecho muy bien. Comparto, en mi calidad de oyente, su repulsa hacia esos textos. Olvidémoslos. Por ahora, porque claro es que pronto atizaremos ese fuego al que tanto temen los libe-rales. Volverán las hogueras de la Inquisición para bien de España. No habrá piedad para nadie. Pero en tanto llegan las verdaderas hogueras, hagamos una pequeña a guisa de despedida. Después, con mejor humor, tomaremos un cho-colate. ¡Germán, la tarta!

GERMÁN descubre lo que hay oculto bajo un lienzo. Se trata de un gran muñeco hecho con periódicos.

JUAN (HIPÓLITO). Acérquense. Sin miedo.

MIGUEL (COMERCIANTE). ¡Magnífica idea!

ÁNGEL (PERIODISTA). Es el mejor colofón que podía imaginarse para un juicio a la prensa liberal.

AMAYA (CONDESA). Qué efigie tan graciosa.

VICENTE (FUNCIONARIO). ¿La ha confeccionado usted mismo? Es-toy deseando verla arder.

Don HIPÓLITO toma un hachón encendido que le ofrece GERMÁN, lo aproxima al muñeco y le prende. Todos contemplan la hoguera emocionados.

JUAN (HIPÓLITO). No se queden así, amigos. ¿Es que vamos a con-sentir que el fuego se apague en un par de minutos? Hay que alimentar la hoguera. Papel no nos falta.

Todos se ponen a la tarea y ríen como niños traviesos.

MIGUEL (DIPUTADO). ¡Un momento! ¡Un momento, por favor! (Arroja al fuego un librito) Es la Constitución, la maldita Cons-titución.

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Al poco viene GERMÁN con una bandeja repleta de tazas y de biz-cochos.

PEDRO (GERMÁN). El chocolate está servido.

Los invitados toman al asalto la bandeja. PABLO consigue hacerse con dos tazas, regresa a su despacho y ofrece una a CLAUDIA.

CLAUDIA. ¿Para mí? (PABLO asiente) Gracias. (Da un sorbo) Hay que reconocer que esa gente tan impresentable hacía muy bien el chocolate.

El escenario del convite es reemplazado por otro de aspecto sórdido. A la escasa luz de un farol se distinguen varias siluetas de personas y la de un pelele de proporciones humanas suspendido de dos cuer-das unidas a sendas poleas ancladas al techo. Su presencia no pasa desapercibida a CLAUDIA.

PABLO. ¿Qué mira?

CLAUDIA. Hay gente en el escenario. No veo quiénes son. Los in-vitados de don Hipólito, no. Esos ya se han ido.

PABLO. Es otra reunión secreta.

CLAUDIA. ¿Son liberales?

PABLO. Todos, no. (Al eléctrico) ¡Un poco más de luz, por favor!

VOZ. ¡Oído, Pablo!

Crece la intensidad de la luz haciendo visibles a los reunidos. Hay un joven y cuatro adultos. Aquél, manipula el pelele. Al tirar de las cuerdas, se yergue. De los adultos, tres van bien trajeados y uno de ellos esgrime un cuchillo de grandes dimensiones. El cuarto, se protege con un mandil de carnicero.

PABLO. Los mejor vestidos son los liberales. El del mandil, un ma-tarife. Y el muchacho, su hijo.

VICENTE (MATARIFE). ¿Listo?

ÁNGEL (LIBERAL). (Cortando el aire con el cuchillo) Vamos allá.

VICENTE (MATARIFE). Adelante, pues. (Al HIJO) Arriba el moni-gote.

Se prepara el LIBERAL para acuchillarle.

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VICENTE (MATARIFE). No, no. En esa posición no descarga el peso del brazo en el cuchillo. Póngale perpendicular. ¡Así! Ahora, avance. Húndale con fuerza. ¡Ya!

El LIBERAL clava el cuchillo en el pelele, que se desploma. El HIJO vuelve a alzarlo.

VICENTE (MATARIFE). ¡Otra vez! ¡Otra! ¡Otra! ¡Más! ¡Otra!

Jaleado por sus compañeros, el LIBERAL repite la acción una y otra vez. Al cabo, deja caer el brazo.

ÁNGEL (LIBERAL). ¡La botella!

Uno se la alcanza y bebe un largo trago.

VICENTE (MATARIFE). Ustedes no sirven para estas faenas. Hablan y escriben muy bien, pero tienen torpes las manos. Y les re-pugna la sangre. Yo, como soy matarife, estoy acostum-brado a que me salpique. Por eso, cuando la emprendí con los franceses, no me asustaba verles con las tripas fuera. Ói-ganme, ustedes me pagan por enseñarles a dar cuchilladas y yo cumplo el encargo lo mejor que sé. Lo que tramen y hagan después, me da lo mismo. Pero si piensan matar a al-gún personaje…

JUAN (LIBERAL). ¿Quién le ha dicho semejante disparate?

MIGUEL (LIBERAL). ¿Cómo osa…?

VICENTE (MATARIFE). ¡Ea, señores, que uno es poco inteligente, pero no tonto! Ustedes, bien se ve, no son maleantes. Este cuchillo va a segar la vida de algún gerifalte. Si lo que pre-tendieran es aprenden a manejarlo para defenderse de agre-siones, me lo creo y no tengo nada que decir. Pero si es para un atentado, les recomiendo que paguen a otro para que lo ejecute. Y que sea de un tiro. Es más fácil acertar y huir. So-bra gente que ha luchado en la guerrilla y maneja las armas como Dios. Lo que ustedes quieren hacer es un disparate. Les cazarán.

JUAN (LIBERAL). Ya ha cumplido. (Dándole unos billetes) Aquí está lo convenido. Gracias por sus servicios.

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VICENTE (MATARIFE). Ustedes mandan. Si necesitan algo de mí, ya saben dónde encontrarme. Por las mañanas, trabajo en el matadero. (Al HIJO) Andando, chaval.

Se queda solo y confundido el trío de liberales. Se pasan la botella hasta apurar la última gota.

MIGUEL (LIBERAL). ¿Hay que matarle?

ÁNGEL (LIBERAL). Es la única solución.

CLAUDIA. (Bajo a PABLO) ¿A quién quieren matar?

PABLO. Chisss.

MIGUEL (LIBERAL). ¿Pero así? El matarife ha dicho que es mejor que se lo encarguemos a alguien.

ÁNGEL (LIBERAL). Sicarios, no.

MIGUEL (LIBERAL). ¿Qué más da quién lo haga?

ÁNGEL (LIBERAL). Dirían que ha sido la obra de un aventurero o, peor, la de un loco. ¡Un crimen absurdo! En cambio, si la mano ejecutora es la mía, como ha querido la suerte, se sabrá que detrás de esa muerte hay una causa justa. La de la Es-paña que soñamos.

JUAN (LIBERAL). ¿Estás decidido de verdad?

ÁNGEL (LIBERAL). (Situándose frente el pelele) Él avanza rodeado por su comitiva. Le dirijo mi mejor sonrisa. Cuando está tan cerca que escucho el latido de su corazón, me inclino. «Ma-jestad, os beso los pies». Y al momento alzo el brazo y…

CLAUDIA. ¡El Rey! ¡Quieren matarle! ¿Lo consiguieron?

PABLO. ¡Claudia! Fernando VII murió en su cama, de muerte na-tural.

ÁNGEL (LIBERAL). (Hunde el cuchillo en el pelele y le zarandea) ¡España está salvada! ¡Fernando ya no existe!

JUAN (LIBERAL). Habrá muerto un rey. Pero el rey es solo un hom-bre. ¿Qué conseguiremos matándole? Tú, condenarte. Serás ahorcado.

ÁNGEL (LIBERAL). ¿Te echas atrás? Estábamos de acuerdo. (Al otro) ¿Qué dices tú?

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MIGUEL (LIBERAL). Lleva razón. Es un sacrificio inútil.

ÁNGEL (LIBERAL). ¡Inútil, no! Va a cambiar el rumbo de nuestra Historia.

JUAN (LIBERAL). No va a cambiar nada.

ÁNGEL (LIBERAL). Entonces, ¿qué hay que hacer?

MIGUEL (LIBERAL). Olvidarnos de esto.

ÁNGEL (LIBERAL). Aunque me quede solo, yo sigo adelante.

JUAN (LIBERAL). ¿Por qué no esperar a que el pueblo esté prepa-rado para la revolución?

ÁNGEL (LIBERAL). ¿Para cuando estimas que suceda?

JUAN (LIBERAL). No sé.

MIGUEL (LIBERAL). Pronto.

AMAYA. (Saliendo de un lateral, mientras apaga el farol) Vosotros no lo veréis.

La oscuridad envuelve de nuevo a los tres liberales. AMAYA avanza unos pasos.

AMAYA. (Cantando) Murieron los liberales, murió la Constitución, porque viva el rey Fernando con la patria y la religión.

AMAYA repite la copla mientras desaparece también en la sombra.

PABLO. Nos acercamos al final.

CLAUDIA. Un poco triste, ¿no?

PABLO. Ya se lo dije. ¿Le quedan ánimos para que le cuente la úl-tima escena?

CLAUDIA. ¿Hay tiempo?

PABLO. Es muy corta. La protagoniza un liberal que se ha librado de ser conducido al cadalso, su esposa y el hijo de ambos.

En el suelo hay varias maletas. El HIJO cierra una que ya está llena y la pone junto al resto del equipaje. Se dispone a completar la única que permanece abierta. En tanto, la ESPOSA examina pape-les, la mayoría de los cuales rompe. El LIBERAL, sentado en un si-llón, permanece con la mirada perdida ajeno a lo que hacen.

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PEDRO (HIJO). Solo faltan los libros de papá.

AMAYA (ESPOSA). No cabe nada más.

PEDRO (HIJO). (Al PADRE) Tendrás que hacer una selección.

AMAYA (ESPOSA). (Ante el silencio del PADRE) ¿Has oído?

MIGUEL (LIBERAL). ¿Qué?

PEDRO (HIJO). Ya hemos guardado todo. Solo faltan tus libros. De-bes elegir los que vas a llevarte.

MIGUEL (LIBERAL). ¿A qué viene tanta prisa? ¿Quién ha dicho que nos vamos? ¿Es necesario quemar cartas, documentos…? ¿Os dais cuenta del desorden que hay en la casa? Devolved las cosas a su sitio. Seré yo el que decida si tenemos que salir de España. Salir es difícil, pero mucho más lo es volver.

AMAYA (ESPOSA). Es inútil resistir. Vendrán a buscarte. Sé razona-ble. Lo que estamos haciendo es inevitable.

PEDRO (HIJO). (Rompiendo un nuevo y más prolongado silencio) ¿Qué hacemos con los libros, papá?

MIGUEL (LIBERAL). Lo que os venga en gana.

AMAYA (ESPOSA). (Al HIJO) Selecciónalos tú.

Se pone el HIJO a la tarea y la ESPOSA continúa el escrutinio y destrucción de documentos. Irrumpe en la estancia un AMIGO de la familia.

AMAYA (ESPOSA). ¿Tú?

JUAN (AMIGO). Hay que darse prisa.

AMAYA (ESPOSA). ¿Tenemos que irnos ya?

JUAN (AMIGO). No hay otra alternativa.

MIGUEL (LIBERAL). ¿No hay otra alternativa para los que hemos fracasado?

JUAN (AMIGO). ¿Quién habla de fracaso?

MIGUEL (LIBERAL). Algún día les tocará a otros enfrentarse a una situación parecida. Ojalá la lección de lo que está ocurriendo les sirva de ejemplo. Ojalá sean menos ingenuos. (Pausa) Me pregunto qué será de nuestras ideas. ¡Vaya pregunta tonta! Si no han sido útiles hoy, ¿cómo podrán serlo mañana?

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AMAYA (ESPOSA). No hables así. Te torturas.

MIGUEL (LIBERAL). Sé lo que digo. Las personas de bien son perse-guidas y lo serán aún más. Y cuando las mentes claras inten-ten buscar soluciones, se reirán de las que nosotros hemos propuesto. Pidamos que encuentren las herramientas que nosotros no hemos tenido y, si no dan con ellas, usen las nuestras con más sabiduría.

JUAN (AMIGO). Es la hora.

El escenario de la memoria de PABLO se apaga. Sigue un largo si-lencio.

CLAUDIA. ¡Qué palo!

PABLO. La historia de La Pepa tuvo un bonito principio y un desenlace penoso.

CLAUDIA. Lástima.

PABLO. Dos veces resucitó y otras tantas la enterraron.

CLAUDIA. Supongo que las demás constituciones tuvieron mejor vida.

PABLO. Se dio de todo. Pero pocas fueron longevas. Hasta alguna hubo que murió antes de nacer.

CLAUDIA. ¿Sabe, Pablo? No me hubiera gustado vivir en épocas tan convulsas. Estamos mejor sabiendo que hechos como aquellos no pueden repetirse.

PABLO. Ciertamente, los tiempos son otros. Pero soy de los que creen que no hay que bajar la guardia.

CLAUDIA. ¡Tenemos una Constitución que goza de buena salud!

PABLO. Flaca memoria, Claudia. Estuvo pendiente de un hilo. ¿No se acuerda?

CLAUDIA. ¡Qué empeño en que me acuerde de cosas que no he vivido! No había nacido cuando lo de El Fernando y era una niña cuando pasó lo del veintitrés efe.

La tarima que fuera escenario de la memoria de PABLO es tomada por un grupo de actores para representar ese acontecimiento más cercano. Huyen, en su actuación, de cualquier tentación realista. Prefieren la caricatura, elemento esencial de esa estética grotesca

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tan frecuente en el teatro español y que un día el maestro Valle rebautizó con el nombre de esperpento. Tres militares y un civil conversan. Los bastones de mando cruzados y las estrellas de mu-chas puntas que lucen aquellos en las bocamangas de sus unifor-mes les sitúan en lo más alto del escalafón castrense. Y su condi-ción de héroes, conseguida en batallas de salón y no el ruedo bélico, queda acreditada por las medallas colgadas en las pecheras de sus chaquetas. El civil luce menos galas, pero presume de llevar los pantalones bien puestos y mejor sujetos merced a unos tirantes que hacen juego con la bandera de España.

MIGUEL (GENERAL). España se resquebraja.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). La transición es un fraude en toda re-gla.

PEDRO (GENERAL). El Congreso, vendido al comunismo y a sus compañeros de viaje.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). También a la masonería, como hubiera dicho el Caudillo.

JUAN (GENERAL). La familia militar llora con viriles lágrimas de fuego la mengua de la Patria.

MIGUEL (GENERAL). Eso a ti no se te ocurre, Alfonso. ¿De dónde lo has sacado?

JUAN (GENERAL). Mejor me lo callo. Si lo digo, me fusilas.

PEDRO (GENERAL). ¡Vamos al caos!

MIGUEL (GENERAL). Hay que abortar esa subasta escandalosa de la Patria. Para esto no ganamos la guerra.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). En mi condición de excombatiente, me adhiero al juicio.

MIGUEL (GENERAL). Sobran las palabras. ¡Pasemos a los hechos! Somos garantes de la unidad patria.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). ¡Un salvapatrias!

JUAN (GENERAL). Me ofrezco a dar el golpe de timón que salve a España.

MIGUEL (GENERAL). No te faltan avales.

JUAN (GENERAL). Me sobran.

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MIGUEL (GENERAL). Tienes mano donde hay que tenerla: en las al-turas.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). Y amigos. Como dirigente que fui del Sindicato de Actividades Diversas, cuenta con sus afiliados. Y como miembro activo de la Confederación Nacional de Excombatientes, reclamo para nosotros un lugar en primera línea de fuego.

PEDRO (GENERAL). Hay un pero.

MIGUEL (GENERAL). No hay pero que valga, Ricardo. ¡No seas aguafiestas!

PEDRO (GENERAL). Alfonso tiene fama de tarambana.

JUAN (GENERAL). También de que solo me mueve el amor a Es-paña.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). A mí, ¿qué queréis que os diga?, me da confianza que sea persona alocada y de poco juicio. En cuanto al amor a España…

PEDRO (GENERAL). No tiene la exclusiva. Lo compartimos todos.

JUAN (GENERAL). ¿Tengo vuestra venia o no?

MIGUEL (GENERAL). Cuenta con la mía.

JUAN (GENERAL). ¿Hay algunos más dispuesto a sacrificarse por la Patria?

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). Yo ya me he manifestado con claridad meridiana,

PEDRO (GENERAL). Yo, la verdad, no sé…

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). ¡Te enfrías!

PEDRO (GENERAL). A mí me gusta rumiar las cosas.

MIGUEL (GENERAL). No por mucho masticar se digiere mejor.

JUAN (GENERAL). Si das un paso al frente, Ricardo, hoy mismo me pongo en contacto con los capitanes generales y demás jefes con mando en tropa.

PEDRO (GENERAL). Me pones en un brete, Alfonso. Me avengo si me prometes que no será un pronunciamiento como los de antes.

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JUAN (GENERAL). Por descontado que no. Aquellos eran de ope-reta.

PEDRO (GENERAL). En éste hay que dar café, mucho café, como ha-cía Queipo.

MIGUEL (GENERAL). Si hay que sacar los tanques a la calle, se sa-can.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). Eso garantiza el éxito.

JUAN (GENERAL). Eso y otras medidas que tomemos.

PEDRO (GENERAL). ¿Qué dirá el pueblo?

JUAN (GENERAL). Al pueblo se le tranquiliza. Emitiremos un ma-nifiesto.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). ¿Quién lo redacta?

JUAN (GENERAL). Un hombre de letras.

PEDRO (GENERAL). ¡Pemán!

JUAN (GENERAL). Pemán murió.

PEDRO (GENERAL). Otro de su escuela.

MIGUEL (GENERAL). En España, ya no hay plumas como la suya.

PEDRO (GENERAL). Nos quedamos sin proclama.

MIGUEL (GENERAL). No hay que preocuparse: tenemos las armas.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). ¿A qué esperamos, pues?

MIGUEL (GENERAL). Alfonso, toma el mando. Tienes luz verde.

JUAN (GENERAL). Seremos prudentes.

ÁNGEL (EXCOMBATIENTE). ¿Eso que significa?

JUAN (GENERAL). En román paladino, que en los primeros compa-ses del golpe nos mantendremos en la sombra atentos a los acontecimientos.

PEDRO (GENERAL). Si no somos nosotros, ¿quién pondrá el casca-bel al gato?

JUAN (GENERAL). Conozco a uno con arrestos para esto y más. (Gritando) ¡Tejero!

Como si estuviera pendiente de la llamada, al punto aparece un tipo bigotudo con tricornio.

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VICENTE (TEJERO). ¡A sus ordenes, mi general!

JUAN (GENERAL). Tejero, vas a lucirte en una misión.

VICENTE (TEJERO). ¿De qué se trata?

JUAN (GENERAL). De salvar al país. Ya sabrás que la cosa está re-vuelta.

VICENTE (TEJERO). Algo tengo oído.

JUAN (GENERAL). Puesto que estás al cabo de la calle, ahorrémonos los detalles y pasemos a la acción. Reúne a gente de tu con-fianza y toma el Congreso de los Diputados al asalto.

VICENTE (TEJERO). ¡Un golpe picoleto!

JUAN (GENERAL). Si nada falla, mañana cae el Gobierno y, pasado, la Constitución es papel mojado.

VICENTE (TEJERO). Por mí no ha de quedar.

TEJERO se ajusta el tricornio, avanza hacia el borde del escenario, se atusa el bigote, saca un pistolón y grita.

VICENTE (TEJERO). ¡Alto! ¡Todo el mundo quieto! ¡Quieto todo el mundo! ¡Silencio! ¡Al suelo! ¡Tú también! ¿Quién te crees que eres? ¡Al suelo! ¡Al suelo, coño! ¡Al suelo! ¡Esas manos! ¡Las manos a la vista! ¡Las manitas que yo las vea! Por enésima vez: ¡Silencio! ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? ¡Silencio! Si sois buenos, no va a pasaros nada. Lo que tenga que ser, será. ¡Se acabó el alboroto!

TEJERO dispara al aire. Se diría que el tiro ha fundido los plomos de la instalación eléctrica, porque todos los focos que iluminan la tarima se apagan bruscamente.

PABLO. El Congreso secuestrado. ¡Qué espectáculo! ¡En el siglo XX! ¡Ayer mismo! ¡Bochornoso! Un teniente coronel con alma de charol, como su tricornio, puso a nuestros políticos un nudo en la garganta. Un general se echó a la calle como si la calle fuera suya y montó una procesión de tanques. Otro general que pasaba por amigo del Rey quiso jugarle una mala pa-sada y ponerse al mando del cotarro. Y un ciudadano que

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creía que España era el cortijo de unos pocos, arrimó el hom-bro. Y nosotros, a todo esto, mirando al cielo para ver si es-campaba.

CLAUDIA. Nos salvó el Rey.

PABLO. ¿Y si hubiera sido un monarca felón como el Fernando aquél?

CLAUDIA. Mejor no pensarlo.

PABLO. No escondamos la cabeza debajo del ala. Aquella función y esos otros hechos más recientes son una advertencia clara de que la responsabilidad de los ciudadanos no acaba cuando aprobamos la Constitución. Nos corresponde ser sus guardianes. Debemos velar por su cumplimiento, evitar que la manipulen, contribuir a mantenerla viva. Solo así de-jará de tener sentido la canción con la que se cerraba el es-pectáculo.

CLAUDIA. ¿Había una canción?

PABLO. Un poco triste, la verdad. Cantaban, a un lado, los vence-dores de aquél enfrentamiento. Y, al otro, los derrotados. Yo era uno de ellos. Transmitíamos más decepción que espe-ranza.

CLAUDIA. No era para menos.

PABLO. (Canta a media voz) Ahora que olvidada quedó la libertad, ahora que unos marchan y otros quedarán, os toca, vencedores, el premio recoger, solo que de espalda lo queremos ver.

CLAUDIA. No era, desde luego, el himno a la alegría

PABLO. No lo era, no. Ni el estribillo que cantábamos todos juntos. (Vuelve a entonar la canción)

Dios nos guarde este señor, no nos venga otro peor.

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AQUEL FERNANDO

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CLAUDIA. Eso suena a más vale malo conocido que bueno por co-nocer.

PABLO. Cuando uno acaba conformándose con poco, malo. En fin, Claudia, toca trabajar. Así que, si le parece, manos a la obra.

CLAUDIA. ¡La encuesta!

PABLO. La encuesta, sí.

CLAUDIA. Me gustaría que lo que me ha contado pudiera conver-tirse en función de teatro.

PABLO. ¡A estas alturas! No merecería la pena el esfuerzo. Al fin y al cabo, han sido unos cuantos retazos de mi memoria mal cosidos.

CLAUDIA. Aún así.

CLAUDIA se queda pensativa. Frunce el ceño. De pronto sonríe.

PABLO. ¿Alguna ocurrencia?

CLAUDIA. Si esa función se hiciera… (Atajando la protesta de PABLO) No se ponga pesado, Pablo. ¡Ya sé que no se hará! Si se hi-ciera, digo, yo pondría un final distinto.

PABLO. ¿Cuál?

CLAUDIA. Otra canción. Ésta…

Empieza a cantarla CLAUDIA. Toda la compañía en pleno sale a la palestra y la acompaña. PABLO, también.

Estas son cosas que pasan por echarnos a dormir dejando en manos de otros el incierto porvenir.

Hacen, hacen y deshacen unos cuantos a su antojo. Piensan ellos por nosotros qué nos conviene hacer.

A la trágala no y no, que no somos marionetas danzando sin ton ni son la música que nos tocan.

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No y no y no y mil veces no. De ahora en adelante llevemos la voz cantante aquél, éste, tú y yo.

No seremos comensales de los de mesa y mantel, sino atentos cocineros que se saben su papel.

Los secretos de este guiso hoy queremos conocer para que todos sepamos lo que vamos a comer.

Nadie meta la cuchara, y menos el cucharón, que a punto de caramelo está la Constitución.

La Constitución está a punto de caramelo, a punto de caramelo la Constitución está.