Ariel o los paraísos perdidos de José Enrique Rodó

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Ariel o los paraísos perdidos de José Enrique Rodó Como ya anunció Chesterton: “el hombre moderno sólo ensaya o intenta llegar a una conclusión”. Esta conclusión puede ser la resolución de sus utopías, y también de sus distopías. En el ensayo –como afirmaría Adorno- “se compone experimentando con el pensamiento” y, por supuesto, no apunta – o no debe apuntar- a una conclusión cerrada, dirá Luckacs. El primer ensayista, Montaigne, dialoga, como Rodó, con la cultura, especialmente con la clásica y renacentista. Se toma este diálogo como camino de conocimiento que no podrá desposeerse de un obligado escepticismo, al aceptarse que la verdad no es una realidad positiva. Pero, como escribiera Sor Juana Inés de la Cruz, “también es vicio el saber”. El saber -así- se reelabora en bálsamo, en conciencia mítica de una realidad justificada por la tradición. José Manuel Martínez Sánchez

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Como ya anunció Chesterton: “el hombre moderno sólo ensaya o intenta llegar a una conclusión”. Esta conclusión puede ser la resolución de sus utopías, y también de sus distopías. En el ensayo –como afirmaría Adorno- “se compone experimentando con el pensamiento” y, por supuesto, no apunta – o no debe apuntar- a una conclusión cerrada, dirá Luckacs. El primer ensayista, Montaigne, dialoga, como Rodó, con la cultura, especialmente con la clásica y renacentista. Se toma este diálogo como camino de conocimiento que no podrá desposeerse de un obligado escepticismo, al aceptarse que la verdad no es una realidad positiva. Pero, como escribiera Sor Juana Inés de la Cruz, “también es vicio el saber”. El saber -así- se reelabora en bálsamo, en conciencia mítica de una realidad justificada por la tradición.

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Ariel o los paraísos perdidos de José Enrique Rodó

Como ya anunció Chesterton: “el hombre moderno sólo ensaya o intenta llegar a una conclusión”. Esta conclusión puede ser la resolución de sus utopías, y también de sus distopías. En el ensayo –como afirmaría Adorno- “se compone experimentando con el pensamiento” y, por supuesto, no apunta – o no debe apuntar- a una conclusión cerrada, dirá Luckacs. El primer ensayista, Montaigne, dialoga, como Rodó, con la cultura, especialmente con la clásica y renacentista. Se toma este diálogo como camino de conocimiento que no podrá desposeerse de un obligado escepticismo, al aceptarse que la verdad no es una realidad positiva. Pero, como escribiera Sor Juana Inés de la Cruz, “también es vicio el saber”. El saber -así- se reelabora en bálsamo, en conciencia mítica de una realidad justificada por la tradición.

José Manuel Martínez Sánchez

    ¡Oh, qué maravilla!

 ¡Cuántas criaturas bellas hay aquí!

¡Cuán bella es la humanidad!

  ¡Oh, mundo feliz, en el que vive gente así!

La Tempestad, Acto V,                                                         William Shakespeare 

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I

 

La tradición literaria nos cuenta que Ariel es un espíritu servil del

mago Próspero en La Tempestad de William Shakespeare.

También es un personaje del poema de Pope The Rape Of The

Lock. Y es –además- un demonio de la mitología judeocristiana.

Ariel, nos explica José Enrique Rodó en su obra homónima, es

“genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de

Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu”. Rodó invoca a

Ariel como su numen: su inspiración deificada.

 

Coincide Rodó con Goethe –así lo afirma el primero- en que “sólo

es digno de la libertad y la vida quien es capaz de conquistarlas

día a día para sí”. En que cada generación debe conquistarse así

misma a través del bálsamo de su voluntad perseverante. Invoca

Rodó una juventud nueva, inspirada en los ímpetus pasados: la

Grecia clásica y todos los renacimientos postreros del espíritu

europeo. Para Rodó esa nueva conquista sugiere ‘esperanza’ y

‘entusiasmo’, ‘luz’ y ‘movimiento’: juventud. Considerarse

herederos y seguidores de esa tradición conlleva afirmar una

máxima: “Sed, pues, conscientes poseedores de la fuerza bendita

que lleváis dentro de vosotros mismos”. Una máxima, advertimos,

idealizada. Pero una máxima que encamina a la acción, que busca

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un efecto a partir de la causa. Una máxima que niega el hastío y el

ocio como efecto y los reafirma como causa –“optimismo

paradójico”- Un <<a partir de>> totalmente legítimo,

esperanzador e necesario.

 

II

 

“Dar a sentir lo hermoso es obra de misericordia”, este será uno

de los preceptos a seguir en este nuevo planteamiento donde el

artista adquiere un papel relevante: “En el alma del redentor, del

misionero, del filántropo, debe exigirse también entendimiento de

hermosura, hay necesidad de que colaboren ciertos elementos del

genio del artista”. Hay implícita en esta mirada un anhelo de

perfección. Un anhelo que no sabe introducirse en los principios

democráticos, y que contra ellos no conviene enfrentarse. Así

Rodó nos propone una “aristarquía de la moralidad y la cultura”

inserta en unos principios democráticos de las colectividades

humanas. En oposición a esto se situaría el espíritu mediocre o

espíritu de “americanismo”. Y para luchar contra ello Rodó opone

un europeísmo de raíz grecolatina. En Norteamérica “la

prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer a

una mediana concepción del destino humano.” Sin embargo

queda el reino del pensamiento, algo que “conquistará, palmo a

palmo, por su propia espontaneidad, todo el espacio de que

necesite para afirmar y consolidar su reino, entre las demás

manifestaciones de la vida”.

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III

 

Como ya anunció Chesterton: “el hombre moderno sólo ensaya o

intenta llegar a una conclusión”. Esta conclusión puede ser la

resolución de sus utopías, y también de sus distopías. En el

ensayo –como afirmaría Adorno- “se compone experimentando

con el pensamiento” y, por supuesto, no apunta – o no debe

apuntar- a una conclusión cerrada, dirá Luckacs. El primer

ensayista, Montaigne, dialoga, como Rodó, con la cultura,

especialmente con la clásica y renacentista. Se toma este diálogo

como camino de conocimiento que no podrá desposeerse de un

obligado escepticismo, al aceptarse que la verdad no es una

realidad positiva. Pero, como escribiera Sor Juana Inés de la Cruz,

“también es vicio el saber”. El saber -así- se reelabora en

bálsamo, en conciencia mítica de una realidad justificada por la

tradición. 

 

Con Ariel se cierra el pensamiento hispanoamericano del siglo

XIX y se abre el del XX. Se abre como renacimiento, como un

mirar “con nuevos ojos el Universo”, tal como dirá José Martí que

hizo Emerson. Y este nuevo mirar sacude también en el Universo,

de forma paralela, especialmente en Europa: con mucha más

fuerza, incluso, desde el siglo XIX, incluso desde mucho antes.  

 

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IV

 

Para Rodó “Grecia es el alma joven” y “el entusiasmo es la

palanca omnipotente”. La fundación de la nueva América debe

cimentarse, según Rodó, en la cultura helenística. Establece una

distinción entre cristianismo primigenio y helenismo arcaico: el

cristianismo de Rodó es evangélico, arcaico, originario. Es el de

la acción bondadosa o “estética de la conducta”. Para él la

democracia –como después afirmó José Saramago- no es el punto

de llegada, sino el punto de partida. La democracia convierte a la

sociedad en algo mediocre: mediocracia.  “La concepción

utilitaria, como idea del destino humano, y la igualdad en lo

mediocre, como norma de la proporción social, componen,

íntimamente relacionadas, la fórmula de lo que ha solido llamarse,

en Europa, el espíritu de americanismo.”, afirma Rodó en

acuerdo con Bourget. Para Rodó no debería tratar la democracia

de igualar a todos (“igualitarismo”) sino buscar en cada individuo

sus facetas virtuosas para educarlas y desarrollarlas.

 

Se ha identificado una ley moral que acepta positivamente el

sofisma de la igualdad absoluta. Uno de los dos polos que Rodó

habrá de renegar será, precisamente, el igualitarismo, y el otro, su

polo opuesto, una sociedad de escogidos. Ambas son erróneas. Y

la tercera vía, pues, propuesta como fin positivo, es una

democracia noble y justa, basada en la ya mencionada

“aristarquía”.

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V

 

Seguidores de la tradición del arielismo fundada por Rodó

encontramos a dos merecidamente destacables. José Ingenieros y

Pedro Henríquez Ureña. Aunque no cuajó como modelo social sí

lo hizo –y estas dos figuras son un ejemplo de ello- como modelo

cultural, literario y estético.

 

En el año 1913 Ingenieros publica “El hombre mediocre”. Para

Ingenieros el hombre mediocre es aquel que se define por su

ausencia de características personales. Es decir –de manera

inversamente proporcional- cuanto menos se distinga de la

sociedad más mediocre se es. Para Ingenieros “la personalidad

individual comienza en el preciso punto donde nos diferenciamos

de los demás”. Lo opuesto a la mediocridad es el idealismo: todo

que corta el idealismo tiende a la mediocridad. Para alejarnos de

la mediocridad, de este modo, habremos de tender a la excelencia.

Y el entramado de esta excelencia o idealismo va unido a la

divinidad. Ingenieros pone como ejemplos de esta excelencia a

personajes como Sócrates, Cristo, Giordano Bruno, Helvecio,

Romeo, Werther, etc. En cierta forma es una religión estética de

mártires la que adora Ingenieros. Incidiría Helvecio en el

“entrenamiento del ciudadano”, en una coincidencia del interés

individual y el colectivo. Algo así como pensó el fascismo o el

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comunismo.

 

Pero, como dirá Musset, “la juventud no se resignaba”. El ímpetu

idealista crece en la pugna contra la fría mediocridad. El joven

Romeo ama ardorosamente y no le importa el suicidio si con ello

reafirma puramente la idea bella de su amor. El no querer morir

<<ahí>>, en la aceptación del fracaso, o en la propia indiferencia,

vemos modos de la mediocridad. “Vive más el que ha sentido

mejor un ideal”, dirá Ingenieros.

 

VI

 

Desde siempre el arte y el pensamiento quieren dar una forma a la

experiencia, como sentenciaría Hegel. Esa forma podrá ser de

carácter social o estético: es decir, dependerá del contenido que

revele y de la manera de interpretarlo. Si creemos ver formas de

contenido social en contenidos puramente estéticos haremos algo

parecido a lo que hizo Don Quijote con los gigantes o fríos

molinos de La Mancha.

 

La mediocridad –para Ingenieros- llega en el momento en que

perdemos el motor de la búsqueda de un ideal: es así acaso que la

cordura de Don Quijote llegase causada por un cansancio vital

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(psíquico y físico) propio de la senectud. La madurez –afirma

también Juan Carlos Onetti- simboliza la pérdida del paraíso. El

término de la adolescencia marca el comienzo de la mediocridad

o la decadencia. “La máxima desdicha de un hombre superior es

sobrevivirse así mismo: nivelándose con los demás”, dirá

Ingenieros.

 

Para Henríquez Ureña el ideal de justicia está antes que el ideal de

cultura. La justicia es anterior, y después, deberá prevalecer el

ideal de cultura. La Justicia se corresponde con la Democracia,

pero como en Rodó, sólo como punto de partida.

 

Murieron jóvenes los ideales de Romeo o los de la Revolución

Francesa, reservando su cumplimiento divino en esa región de lo

ideal que reserva a la realidad un “como si” (kantiano) realizable,

pero que nos impide actuar en lo individual de la experiencia y

sólo por medio de absolutos categóricos.

 

Escribió Huxley –autor de otro mundo feliz que se torna infeliz en

su tecnológica realización- en un ensayo llamado Las puertas de

la percepción que  “Si las puertas de la percepción fueran

abiertas el hombre percibiría todas las cosas tal como son,

infinitas”. Pero, evidentemente, estas puertas, a pesar de su

flamante apariencia, nunca están completamente abiertas, y todo

corre el peligro de tornarse en “distopía” o lo que es peor, en

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“utopía inverosímil”.

 

VII

 

Muchos filósofos se preguntan –como el Gonzalo de La

Tempestad- qué harían si fueran reyes.  Se lo preguntaron Platón

o Moro, Nietzsche o Marx.

 

Posiblemente los filósofos no se tomaban en serio del todo. Pero a

veces el tiempo presente exige que los tomemos en serio. Con la

suficiente madurez que otorga la experiencia. El hombre, desde

que es hombre, aprende a vivir en la colectividad. El hombre se

hace así mismo desde y con los demás. Pero también desde sí, y

ese es el camino a no evitar para no sucumbir en la mediocridad o

inapetencia de ideales.

 

El hombre, la “masa” -como lo denominó Canetti y Ortega- se

alza en su decadencia (Spengler) en la decadencia de su tiempo:

en su lugar. Y busca reincorporarse con aires nuevos, con la

conciencia incluso de la tragedia de dar forma a su experiencia

(Simmel): la gran tragedia de la posmodernidad. El obligado mar

al que dieron los ríos las modernas contradicciones: el alma de la

mercancía, la reverencia y mitificación de la imagen: la

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apariencia.

 

Las criaturas que soñó Hefesto carecían de “timós”, del aire vital:

de la excelencia o aliento de la inteligencia. El hombre autómata

fracasa en su éxito mundano, la parcela del pensamiento moldea

su tumba. Pero los sistemas se rigen idénticos bajo la sombra,

todavía más sepulcral, del capitalismo. Las formas han alcanzado

su cumbre en la impostura de la consecución de unos ideales. “El

hombre sin atributos” es el sujeto reinante, la pálida sombra que

considera un bien y una necesidad la esclavitud y el

sometimiento: como el joven Jacob Von Gunten que describió

Robert Walser en la sofisticada escuela Benjamenta.

 

El nuevo mundo de ahora, entonces, ¿debe ser el viejo mundo de

antes? ¿O la posibilidad de la utopía no está rota del todo en

términos de cumplimientos de nuevos ideales? ¿Puede renacer lo

no nacido? ¿Aquella reminiscencia platónica que todavía nos

pertenece? ¿Puede la utopía superar su discurso, individualizarse?

"Revista Ves Arte", 2009. ISSN: 1889-7282