Arrimos a Un Cuento de Eugenio Montejo

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1 Lesbia Quintero Arrimos a un cuento de Eugenio Montejo A Magaly Ramírez de Ripoll y a Felipe Márquez En el marco del congreso de Filosofía y Literatura 2007 organizado por la Universidad Central de Venezuela, se rindió un homenaje a Eugenio Montejo y al profesor Rafael Cadenas. Durante el brindis me acerqué a Montejo y le dije que estaba realizando un trabajo sobre su cuento Las Velas, sonriendo me contestó: –pero ese cuento no lo escribí yo, eso lo escribió Tomás Linden uno de los contertulios de Blas Coll–. Le respondí que él había escrito el prólogo, y además era amigo del escritor de ese cuento, por tanto, yo intuía que el poeta tenía mucho que ver con la historia de Las Velas. Eugenio Montejo quiso saber qué había encontrado en ese relato. En aquel momento había enfocado el cuento desde la perspectiva que me ofreció un ensayo de Consuelo Hernández titulado Álvaro Mutis: una estética del deterioro. Con ese primer ensayo sobre Las Velas dicté un taller literario que se realizó en La Guaira. El poeta Montejo llamó a su esposa para comentarle el trabajo que yo estaba haciendo, luego me preguntó –¿cómo encostraste Las Velas?, es una edición de ciento cincuenta ejemplares numerados–. Aunque no lo dijo, sospecho que intentaba recordar si me había visto antes. Era natural que no me recordara porque no nos conocíamos. La primera vez que lo vi (en persona) fue en aula 201 de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, cuando él, invitado por el Departamento de Literatura Latinoamericana, dio una charla. Respondiendo a su pregunta le conté que Felipe Márquez, el ilustrador del libro, me lo había regalado. Se mostró muy contento durante esa breve entrevista, luego él y su esposa se alejaron para saludar a otras personas. De Eugenio Montejo guardo el recuerdo de aquella tarde, él sonriendo con una copa en la mano, es la imagen que guardaré siempre de ese orfebre de reminiscencias, portavoz incansable de un mundo oculto por las ruinas del tiempo.

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Lesbia Quintero

Arrimos a un cuento de Eugenio Montejo

A Magaly Ramírez de Ripoll y a Felipe Márquez

En el marco del congreso de Filosofía y Literatura 2007 organizado por la Universidad Central

de Venezuela, se rindió un homenaje a Eugenio Montejo y al profesor Rafael Cadenas. Durante el

brindis me acerqué a Montejo y le dije que estaba realizando un trabajo sobre su cuento Las Velas,

sonriendo me contestó: –pero ese cuento no lo escribí yo, eso lo escribió Tomás Linden uno de los

contertulios de Blas Coll–. Le respondí que él había escrito el prólogo, y además era amigo del escritor

de ese cuento, por tanto, yo intuía que el poeta tenía mucho que ver con la historia de Las Velas.

Eugenio Montejo quiso saber qué había encontrado en ese relato. En aquel momento había enfocado el

cuento desde la perspectiva que me ofreció un ensayo de Consuelo Hernández titulado Álvaro Mutis:

una estética del deterioro. Con ese primer ensayo sobre Las Velas dicté un taller literario que se realizó

en La Guaira.

El poeta Montejo llamó a su esposa para comentarle el trabajo que yo estaba haciendo, luego

me preguntó –¿cómo encostraste Las Velas?, es una edición de ciento cincuenta ejemplares

numerados–. Aunque no lo dijo, sospecho que intentaba recordar si me había visto antes. Era natural

que no me recordara porque no nos conocíamos. La primera vez que lo vi (en persona) fue en aula 201

de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, cuando él, invitado por el

Departamento de Literatura Latinoamericana, dio una charla. Respondiendo a su pregunta le conté que

Felipe Márquez, el ilustrador del libro, me lo había regalado.

Se mostró muy contento durante esa breve entrevista, luego él y su esposa se alejaron para

saludar a otras personas. De Eugenio Montejo guardo el recuerdo de aquella tarde, él sonriendo con una

copa en la mano, es la imagen que guardaré siempre de ese orfebre de reminiscencias, portavoz

incansable de un mundo oculto por las ruinas del tiempo.

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En cuanto al Taller literario del que le hablé, resultó un fracaso. Desafortunadamente, la

audiencia para la cual fue diseñado ese material, no respondió a las expectativas que me había creado.

Ninguno de los participantes conocía la obra de Eugenio Montejo, y el cuento no les interesó. El

desencanto estuvo acompañándome varios días. Sin embargo, la belleza estética y el profundo

contenido simbólico que percibí en el cuento desde la primera vez que lo leí, seguían atrayéndome.

Decidí realizar otra lectura, sin plantearme nada, sólo por el gusto de disfrutarlo.

Ese pequeño cuento, que apenas ocupa cinco páginas en el formato en el que fue publicado, se

me apareció con una trama más densa, colmado de imágenes proteicas. Esa segunda lectura me

impulsó a indagar el mensaje del poeta imbricado en la imagen, en el símbolo y en la palabra poética.

Realicé este trabajo con el deseo de vislumbrar otras zonas de sentido ocultas por la cotidianidad, la

rutina brutal y el vértigo del tiempo que nos arrastra en una sociedad donde casi no queda tiempo para

leer un poema, donde ni siquiera nos percatamos de nuestra existencia. Me aparté deliberadamente de

datos históricos, biográficos y cualquier otro que amenazara con alejarme de la magia que flota en el

relato de un viejo, narrado con un lenguaje sencillo, profundo, reflexivo y colmado de entrevisiones,

que insta a internalizarse en el misterio de la imagen poética.

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Hay apenas una vela para la desgracia no seremos dos cuando alumbre. Luis Alberto Crespo

¿Por qué se recrea un imaginario? Tal vez para espantar la soledad, o para acomodarla en un

espacio idóneo donde ella pueda explayarse y germinar interminablemente en los ensueños. Quizá para

propiciar un lugar donde la soledad pueda devenir en poema, en recuerdo inacabado, en vida

transformándose continuamente. Un imaginario, también puede ser una cartografía para acceder hacia

regiones que se ocultan en los sótanos de la memoria. En el cuento Las Velas, Eugenio Montejo retrata

a un hombre de setenta años que se alumbra con dos cabos de velas porque el bombillo se ha dañado. A

la luz de las llamas nos permite ver la riqueza de su mundo particular, la soledad se infiere a partir de la

ausencia de Clara, la luz que alumbraba su existencia, pero el viejo protagonista no hace de esa

condición una carga pesarosa, o por lo menos no lo deja ver de esa forma. Él lleva con dignidad su

condición de hombre viejo y solo, quizá esa posición ante la vida, hace muy difícil especular acerca de

la soledad como drama existencial en este ser que nos muestra la historia narrada por Blas Coll.

El narrador nos habla de un hombre que se internaliza en sus recuerdos, o por uno en particular

y, de esa manera, disuelve las fronteras entre la realidad que lo circunda con su manto inaccesible,

manto tieso de la utopía, lleno de paradojas que no resuelven lo contingente. La realidad recreada en

Las Velas, es una dimensión en la que el protagonista se bambolea en el vaivén de su memoria. Desde

ese recuerdo invocado, nos cuenta su propia historia de amor, la cual se funde con el imaginario al que

alumbran Las velas. El personaje hilvana algunos retazos de sus evocaciones y relata en dos tiempos su

condición ante la contingencia. Lo hace sin afectaciones, recorriendo los bordes de la existencia sin una

razón pragmática, sin objetivo concreto, porque nacemos sin saber para qué lo hemos hecho. Las Velas,

es un boleto al Olimpo íntimo del viejo profesor jubilado que utiliza la poesía y la mitología como

vehículos para espantar la muerte, que no obstante se sospecha en cada rincón, solapada en la historia

de una mujer irreal, alguien que desapareció con una blusa azul y los cabellos húmedos. Un pequeño

apartamento es el territorio donde habitan diosas, reinas y heroínas de poetas enamorados.

La luz y la sombra son dos condiciones opuestas, según nuestra lógica racionalista, pero

Eugenio Montejo toma ambos elementos y los va modelando a través de una narración, como si fuera

una arcilla suave, que toma formas precisas en las manos del artista. La luz que emanan las velas y la

sombra que ellas mismas proyectan sobra las cosas, se conjugan lentamente con el ritmo de una historia

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de amor, que sirve de motivo para que el poeta nos muestre otras zonas de sentido ocultas en los

meandros del ser.

Había bajado a comprar pan más tarde que otros días porque, cuando regresó, tras

subir jadeante los tres pisos, ya había oscurecido. Buscó la llave en el bolsillo del

viejo impermeable y abrió como pudo la puerta. Por fortuna, un movimiento

automático como ése no le exigía demasiada vista a sus ya bien corridos setenta años.

Una vez dentro, con igual automatismo trató de encender la luz de la pequeña

habitación que le servía a un tiempo de cocina y estudio, pero el bombillo se había

fundido. Fue entonces cuando murmuró con estupefacción, casi con reproche:

vamos, Cintia, no me dejes a oscuras. (Montejo, 2005: 11).

Cintia es el nombre que el viejo le da a la luz, no a un tipo de luz particular como se le revela

cuando las llamas se agotan, sino a todo tipo de iluminación eléctrica. El nombre de Cintia evoca a la

amada e infiel musa de Propercio, aunque también es otro apelativo de la diosa Artemis, quien a veces

es llamada Cintia por su lugar de nacimiento en el monte Cinto en Delos.

De esta manera la Cintia que acompaña y alumbra al viejo narrador de Las velas, es diosa y

mujer mortal, inspiradora de poesía y pasiones que arrastran a Propercio a buscar en la palabra poética

un código para expresar la fuerza de su amor, y en el viejo de Las Velas, para encontrarse a sí mismo

acompañado eternamente por Clara. El viejo ruega a Cintia que no lo deje en la oscuridad, perdido en

la negrura que le oculta los grabados de Afrodita. Pero Cintia no lo acompañará esa noche, y él se

acompañará sólo con dos cabos de velas para encontrarse en medio de la penumbra con un retazo de su

pasado, quizá el más importante o el más querido de sus pedazos de tiempo. Su narración se va

hilvanando con la invocación a sus dioses familiares, tejiendo un puente que permite adentrarse hacia

otra orilla poblada por los recuerdos exiliados en su memoria.

La lectura permite inferir que, el hombre atrapado en aquella noche sin luz, fue haciéndose un

mundo aparte en su apartamento, es allí donde trastoca lo cotidiano y lo vuelve maravilloso al

nombrarlo de otra forma. Los hilos conductores que tejen la historia dejan entrever una

correspondencia con los románticos. Su presencia se siente como un flujo de otra luz que se filtra,

sigilosa, en el imaginario del viejo. Sin embargo, éste no exacerba los poderes de la imaginación, su

vida no está regida completamente por “La loca de la casa”, como diría Santa Teresa de Jesús, sino por

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unas vivencias que él sabe equilibrar con la sofrosine griega, ese legado tan querido por el personaje.

Esos instantes le permiten renunciar a la sordina opaca y embrutecedora de la realidad para acceder a

otros lugares más ricos en posibilidades, donde lo imposible deja de aparecer como un espectro

arrogante. Es un universo donde Cintia se aleja para que surja Clara y disipe la sombra de la habitación

con la llama azul que brota del corazón de la vela. El viejo soñador de imaginarios que, conoce el

extravío de la noche, invoca a Clara con un ritual cargado de un erotismo sagrado que la recuerda

como a una diosa. La condición de soledad que mantiene el profesor jubilado, viviendo en un mundo

recreado por él, es un espacio donde sólo cabe la evocación y la poesía. Gastón Bachelard, el filósofo

de la fenomenología que estudió profundamente los imaginarios, dice en su ensayo La llama de una

vela: “La llama de una vela convoca a los sueños de la memoria. Nos brinda, en los lejanos recuerdos,

las imágenes de noches solitarias”. (Bachelard, 1975: 39).

Esta imagen del soñador convocando recuerdos, se ajusta a ese solitario personaje que Eugenio

Montejo nos describe en Las Velas. Los recuerdos vuelven por veredas marcadas o ensanchadas por la

luz titilante, y las voces de su imaginario se dejan escuchar en el chisporreteo de las llamas danzarinas.

Los recuerdos surgen desde un pasado recreado para dar cuenta de las cargas que la memoria guarda en

los pliegues de eso que llamamos olvido. Según la narración, por un azar el viejo se quedó sin la luz

eléctrica que le proporcionaba el único bombillo de la habitación donde vivía. Llevado por la necesidad

de alumbrarse recurrió a las velas. Esto significa, en principio, que no recreó ese contexto romántico

intencionalmente. Sin embargo, el cuento revela a un soñador, un artífice de imaginarios que esa noche

descubre otra cualidad de la luz. Siguiendo los pasos del personaje, podemos atisbar una conciencia

que conmueve, al dejarnos ver el desamparo del ser humano dentro del mundo.

No necesitaba hablar en voz alta pues vivía solo en ese pequeño apartamento desde

hacía muchos años. O tal vez por eso mismo sentía frecuentes deseos de darles voz a

sus pensamientos y a sus secretas invocaciones. A tientas, en la oscuridad, decidió

abrir la nevera para que la luz del interior lo ayudase a encontrar las velas. Cuando

localizó al fin el asa de la puerta dijo, ya casi al abrirla: dame luz mi buena Euterpe.

(Montejo, 2005: 11).

Invoca a Euterpe, una de las musas, que según Pierre Grimal, tiene por atributo la flauta. La

magia de nuestro personaje convierte a la nevera en una musa que puede rasgar el velo oscuro que

cubre aquel territorio mítico. El personaje apostó por un universo que él mismo podía nombrar desde

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la poesía. Con la luz que proyecta Las Velas vislumbramos otros significados que apuntan hacia la

condición del ser humano, que, como señaló Hörderlin, se encuentra en el desamparo: “el hombre es

un dios cuando sueña, un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, se queda ahí

como un hijo malogrado, cuyo padre lo echó de la casa, contemplando los miserables céntimos que la

compasión le dio para el camino”. (Hölderlin, 1998: 25).

Las correspondencias que se desprenden de Las Velas, demuestra la profundidad del entramado

con que ha sido tejido el argumento que, en principio, aparece como una narración de estructura simple

y equilibrada, como afirma Eugenio Montejo en el prefacio del cuento. Uno de esos hilos que tejen la

trama nos conducen por el imaginario mítico del viejo profesor, y permite ver cómo un hombre es

capaz de nombrar su propio mundo a través de la poesía y la mitología, al mismo tiempo que mantiene

una conciencia que le proporcionan la plenitud y rompe los reducidos espacios de la realidad concreta.

En el tercer párrafo del cuento, penetramos por primera vez en pasado del viejo profesor. Desde

esa voz que atraviesa los tiempos, nos cuenta cómo comenzó a escribir otra vez, y su narración se

convierte en un metarrelato, cuando nos percatamos que ese presente donde se queda sin luz, en

realidad pertenece a un cuento que él estaba escribiendo hace mucho tiempo atrás. De esta manera el

pasado y el presente se conjugan en un sólo tiempo. La escritura de este hombre se percibe como una

fuga hacia otra parte y, mientras se desliza en una trayectoria de tinta y de papel, va transformando sus

escenarios en un movimiento constante. Mediante esta hábil estrategia Montejo demuele la dicotomía

entre el pasado inexistente, inapresable, fantasmático, y el presente manifestándose en la incesante

actividad de los segundos que se desplazan raudos.

En Las Velas el presente se transforma ante nosotros, se metamorfosea en las sensaciones que

se pueden experimentar en un instante. El viejo fija las emociones como una suerte de fotografía y las

convierte en recuerdo, en poema, en fórmula mágica que le permite acceder a esa dimensión

atemporal, convocar las musas y demostrar que el tiempo es una falacia, un recurso para no volvernos

locos, un salvavidas para no naufragar en el absurdo. El viejo profesor, mientras escribe su relato, se

vale de la memoria para evocar al amor perdido, y demuestra que la palabra sirve para describir, pero

no para sentir.

Clara es una enigmática mujer de la que sólo sabemos que asistía a las clases del viejo profesor

y entra de manera furtiva en su vida, en forma de música, según la metáfora que usa el narrador para

describir ese estado ideal del enamorado. La música es una característica de la poseía de Montejo, aquí

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el poeta mediante la voz narrataria, la muestra con una fuerza sublime, capaz de arrastrar a un hombre

hacia un mundo desconocido. Julia Kristeva, afirma:

Que la música es el lenguaje del amor, lo saben los poetas desde la noche de los

tiempos, para sugerir que el enamoramiento producido por la belleza amada es

trascendido —precedido, guiado— por el significante ideal: sonido en límite de mi

ser, me transfiere al lugar del Otro, sin sentido, hasta perder el sentido. (Kristeva,

2000: 31-32).

En un momento fuera del tiempo ocurre la consumación del amor que ata irremediablemente a

ese hombre que ahora relata su historia. En un poema titulado Mi amor, Montejo escribe: “Mi amor que

seguirá cuando yo me vaya, con otra risa y otros ojos, como una llama que dio un salto entre dos velas

y se quedó alumbrando el azul de la tierra”. Magnífica analogía entre este fragmento del poema y Clara

con su blusa azul, saltando desde el pasado a través de la luz de dos velas para continuar como un

acorde inefable en el imaginario del viejo.

Esas instancias que acuden al llamado del personaje se integran, fusionando el pasado y el

presente. Sin embargo, el narrador nos deja ver que sólo puede apresar fragmentos, pedazos que

constituyen sus recuerdos y van apareciendo en una danza interminable e incoherente. Ese mundo

atemporal, teñido por el erotismo va apareciendo lentamente alumbrado por la luz de las velas, por

Clara que emerge del baño como una Afrodita moderna con los cabellos húmedos: “Con la hoja dentro

de la máquina, apenas llevaba escrito en la página hasta aquí, hasta el nombre de Euterpe, cuando Clara

se me acercó, los cabellos empapados aún, recién salida del baño”.

La mujer es aquí, según nuestra lectura, otro símbolo para nombrar la nostalgia y la persistencia

del erotismo sagrado. La imagen del erotismo que se nos presenta es fragmentada, huidiza, quebrada

por la luz del sol que ilumina el rostro de Clara. Ella es una figura que surge poco a poco y se queda

para siempre alumbrando con su luz azul al viejo de Las Velas. Esa musa se vuelve melodía y seduce al

viejo sacándolo de la indolente vida que él llevaba, como lo confiesa en su relato. “Cumplía con mis

clases mirándome vivir, dejando que los hechos se ordenaran unos a otros por sí solos, con la mínima

interferencia posible de mi parte”.

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La poesía y el amor son irracionales, ambos se expresan con el críptico lenguaje del alma. En el

cadencioso relato se intuye un desplazamiento de la razón cartesiana, que deja libre a la intuición, y

ésta guía la existencia, permitiendo sospechar que a la vuelta de la esquina se puede tropezar con una

órbita secreta de su misterio. La nostalgia que se percibe en este cuento, revela el deseo de apresar los

recuerdos, delata una conciencia ante lo transitorio de la existencia y sus actos. Esta pequeña historia de

amor señala al acto amoroso como un instante fracturado, inapresable, mientras la vida se desliza como

un momento en el espacio.

Según George Bataille, el erotismo surge ante la conciencia terrible de la muerte, porque ese

instante de supremo gozo, de no razón, de caída en un abismo de ebriedad donde no interviene el

pensamiento y somos gobernados por una fuerza que nos rebasa, es análogo a la disolución de la vida.

El erotismo no niega la muerte, sino que la reafirma al asumirla en la extinción del Otro y del propio

Yo que se disuelven en el frenesí de un instante irrepetible. En esos movimientos del amor, bien sean

delirantes o sosegados, se advierte el ritmo de la cadencia erótica y su carácter sublime vinculado con

la poesía. El enamorado asume el erotismo como un hecho que pertenece al reino de lo sagrado, lo vive

como misterio que se desvela en un instante de arrebato donde se disuelve la presencia y sólo se

presiente una instancia enajenada. Esa pequeña muerte, no significa la desaparición física, sino la

anulación del cuerpo que se disgrega en la turbulencia del éxtasis de los amantes, Octavio Paz, en La

llama doble, lo dice de una manera muy hermosa:

Nuestra pareja tiene cuerpo, rostro y nombre pero su realidad real, precisamente en el

momento más intenso del abrazo, se dispersa en una cascada de sensaciones que, a su

vez, se disipan…Los sentidos son y no son de este mundo. Por ellos, la poesía traza

un puente entre el ver y el creer. Por ese puente la imaginación cobra cuerpo y los

cuerpos se vuelven imágenes. (Paz, 1997: 11)

En esta reflexión de Paz volvemos a encontrar la imaginación enlazada al erotismo y la poesía,

que remite al inicio del cuento con la invocación a las musas, diosas del canto y de la música. ¿Qué

significa esa imagen melódica que Montejo establece como eje de su narración? ¿Quién entona una

melodía que hace seguir a su intérprete? ¿Clara o el viejo solitario? Sospechamos que es el

protagonista quien nos ha guiado a través de su historia para mostrarnos la vigencia de las musas

expresándose en la llama de una vela. Tanto la música como la luz son símbolos muy fuertes que

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evocan la idea de nacimiento o renacimiento. El viejo narrador nos conduce hasta recintos donde lo

sagrado emerge suavemente, conectándonos con una dimensión de nuestro ser. El ritmo se nos aparece

no sólo como un elemento estilístico, sino como el medio que usa el poeta para internalizarse en las

zonas inéditas de su propio mundo íntimo.

Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el

ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que

hace la prosa, la literatura u otra… Ese balanceo, ese swing en el que se va

informando la materia confusa, es para mí la única certidumbre de su necesidad,

porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir.” (Cortázar, Rayuela:

capítulo 8).

El ritmo que el viejo de Las Velas ha convocado desde el inicio del cuento nos va mostrando

cómo su narración parte de un movimiento que se origina en medio de la oscuridad y va tomando

forma hasta desvelar el imaginario que ese hombre ha construido. Su mandala, su Centro es Clara, él lo

recorre a través de la escritura y una historia que nos envuelve con el mágico brillo del rito y el culto a

las Madres, alumbrado por Las Velas. Desde esta lectura, el imaginario del viejo profesor se convierte

en mandala, dibujo misterioso que encierra respuestas para quien sepa interpretarlo. Eugenio Montejo

nos deja en Las Velas un ritmo que se deja escuchar en la penumbra, una invitación a seguirlo en un

viaje hacia el Centro que nos constituye. Según Chevalier y Gheerbrant:

En todas las civilizaciones los actos más intensos de la vida social o personal,

van acompañados por manifestaciones en las que la música desempeña un

papel mediador, para ampliar las comunicaciones hasta el límite de lo divino.

(Chevalier y Gheerbrant, 1995: 739-740).

El deseo de vivir y experimentar nuevamente la plenitud de la existencia, surgió en el mundo

del viejo porque Clara introdujo desde el comienzo algo parecido a una esperada melodía que, “una

vez reconocida, me era inevitable seguir”. Ya había escuchado antes los compases del erotismo, pero

evidentemente, también había perdido su equilibrio, o dejó de escuchar ese ritmo que invita a la

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conexión con lo divino. El viejo sólo nos muestra algunas trazas para esbozar un pequeño retrato de

Clara. “En fin, ya he comenzado a borronear algunos papeles como éste, apenas principiado, que ella

ojeó al salir de la ducha. Para animarme, sin duda, dijo que Cintia es un nombre hermoso. Creo que lo

es, pero tal vez ella no sospeche que, para mí, mucho más hermoso es el tono de voz con que lo dice.

(Montejo, 2005: 12–13).

Esta conmovedora confesión encierra en sus palabras un canto al amor como rito, al

compromiso y respeto hacia el ser amado, un culto que se ofrenda a las deidades en la intimidad de un

altar particular, en este caso, un apartamento que Clara prefirió por pequeño y elevado. Hay un dios

que no se menciona explícitamente en el cuento: Dionisos, pero que aparece solapado en la forma del

erotismo. Su presencia se delinea con más fuerza en la búsqueda de liberación. Alain Daniélou en su

excelente trabajo sobre Shiva y Dionisos, afirma que el culto a este dios griego, desencadena las

potencias del alma y del cuerpo. (Daniélou, 1987: 22).

El viejo profesor que nos narra esta historia asilado en su Olimpo particular, lo hace

manifestando un gran respeto por los dioses, nos habla desde esa parte irracional que llamamos alma,

desde su conexión con lo divino. Hasta ahora hemos hablado de un imaginario poblado por deidades

que un viejo recrea, tal vez para espantar la soledad, Pero, tomando en cuenta el aspecto irracional que

hemos mencionado, no podemos dejar de preguntarnos, ¿lo imagina realmente o lo experimenta? El

poeta y el escritor capaz de tomar las metáforas, analogías y correspondencias que brotan de alguna

parte de su ser, participan de la imagen poética y la experimenta como vivencia irracional, en

correspondencia con lo mágico-religioso.

Es cierto que nuestro protagonista no ha dicho en ningún momento que es poeta, pero ha

recreado un imaginario donde la analogía y el carácter mágico-religioso están presentes; mostrando sin

ambages su fondo irracional expresado en la metáfora y en la imaginación. Estas instancias poéticas

surgen de la profunda oscuridad en la que Cintia ha dejado al viejo. ¿Acaso todo el cuento no es una

metáfora que remite a la oscuridad como fase fundamental por la que atraviesa el alma antes de renacer

en el mundo de la luz? La historia del viejo remite al mito de Psiquis, quien busca a Eros atravesando

la oscuridad del Hades para superar las pruebas que le ha impuesto Afrodita, diosa de la belleza y la

sensualidad a quien el viejo rinde un especial tributo y la nombra de distintas formas. “No era extraño

que pasara más de una mañana contemplando, por ejemplo, alguna preciosa imagen de Afrodita.

Varios años atrás, cuando aún lo retenía la rutina docente, escribió a modo de pasatiempo una larga

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monografía sobre la diosa de la belleza. Un pasatiempo o tal vez una premonición de sus postreros

días”. (Montejo, 2005: 13-14).

¿Por qué una premonición de sus días postreros? ¿Qué presentía el viejo profesor? Quizá intuía

sus últimos años en la soledad de su modesto apartamento rodeado de la extraordinaria belleza de las

diosas, compañeras solidarias del ser que las sabe intactas, diosas eternas, como lo expresa el poema

de Montejo: “Vuelve a tus dioses profundos; están intactos, están al fondo con sus llamas esperando;

ningún soplo del tiempo los apaga”.

El viejo, ayudado por Euterpe, pudo encontrar un cabo de vela en una gaveta, con éste

encendido pudo ubicar otro más. Lentamente las tinieblas que envolvían al apartamento ceden un poco

ante la luz emanada de las velas que nuestro protagonista pudo encender. El texto nos dibuja un

espacio en penumbras porque la luz de las velas no es suficiente para iluminar totalmente el

apartamento. De esta forma se da una conjunción de luz y oscuridad y propicia la atmosfera para que

Astarté, la sombra del viejo se presente, más dinámica y más intensa, tanto que el cuarto parecía

pequeño para ambos. Octavio Paz dice, en La Llama doble, que “Príapo en erección perpetua y Astarté

en jadeante y sempiterno celo acompañan a los hombres en todas sus peregrinaciones y aventuras”.

(Paz, 1997: 18). Aunque este aspecto sexual no es el caso del viejo profesor, insertamos la cita porque

él es un conocedor de los mitos, y sabemos que ese componente erótico se nos presenta nuevamente en

esta deidad femenina, que según Federico Revilla, es:

Diosa semita del amor y la fecundidad, pero también de la guerra. Esta ambivalencia,

relativamente frecuente, al menos en estadios antiguos de la evolución religiosa,

sugiere el sabido paralelismo que los griegos expresarían mediante Eros-

Thanatos…Era inevitable su posterior identificación con Afrodita. (Revilla, 1999:

52).

Federico Revilla nos dice que Astarté fue identificada con Afrodita; más arriba acotamos que el

viejo rinde una apología a la diosa griega de la belleza y el amor; tributo doble al nombrarla una vez

más en su aspecto semita. ¿Todas estas diosas son luminosas? Evidentemente en uno de sus aspectos

sí, pero tienen un lado oscuro; Eduardo Cirlot en su artículo sobre la sombra, recurre a la tesis de Carl

Gustav Jung, y afirma que: Jung denomina sombra a la personificación de la parte primitiva e

instintiva del individuo. (Cirlot, 2005: 424). La sombra, como figura oscura que proyecta el ser

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humano, se le ha otorgado un papel fundamental a través de las diferentes culturas, porque representa

al alma.

En la noción de alma reencontrarnos el carácter irracional que domina la narración. En este

caso ligado a la sombra, que el viejo ha bautizado como Astarté. ¿Es ella la representación de su alma?

¿Otro yo? ¿De qué manera se vincula la sombra, con Afrodita y Clara? Astarté, transfigurada en

sombra que acompaña perennemente al viejo, también puede ser una forma de recordarle su otra parte

clara. La luz y la oscuridad, dos expresiones distintas de una misma condición, y en Las Velas se

convierten en metáfora, mostrándonos una vez más ese fondo irracional que alimenta al poeta con sus

analogías y correspondencias. Astarté, su sombra, también es Afrodita, su pasión, y ambas se conjugan

en una danza para dar nacimiento a Clara quien encarna el amor ideal, y se transfigura en su musa

mientras le hace compañía, luego en la ausencia se torna en luz que lo alumbra en la negrura de la

soledad.

El viejo trata de contar una experiencia límite que marcó su existencia con la soledad y el amor,

pero el lenguaje no le sirve para explicar la profundidad que encierra cada uno de esos universos

subjetivos. ¿Cómo podemos describir la soledad? ¿Hay palabras para describir la experiencia amorosa?

No. Por eso el poeta, el escritor y el enamorado, recurren a la imagen poética, sólo ella puede tender un

puente entre esa instancia abstracta, atomizada, sin rostro ni perfiles, colmada de sensaciones y ritmos

ditirámbicos, y nuestra realidad concreta, llena de nombres, colores y palabras que se traicionan en

cada acto de habla porque jamás nombra la esencia del amor o la soledad, la médula que produce las

emociones y sensaciones es ignota.

Quizá, al no poder nombrar al reino del alma, llama a su amada con un nombre tan simbólico

como Clara. El mismo protagonista no necesita nombre para presentarse, él es un hombre anónimo

enfrentándose al lenguaje monstruoso del mundo para nombrar y nombrarse en una falacia perenne y

rutinaria. El viejo es nadie como Odiseo encarado a Polifemo, es un hombre enfrentando la nostalgia,

amante insaciable de la belleza.

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Bibliografía

Bachelard, Gastón. La llama de una vela. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1975

Bataille, Georges. Las Lágrimas de Eros. Tusquets Editores. Barcelona, España. 2000

Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. Diccionario de los Símbolos. Editorial Herder. Barcelona, España.

1995

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