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De la cocina al taller. Reflexiones en torno a una categoría. Nicolás Arata – APPEAL-IICE-UBA Antes de comenzar formalmente con la presentación del trabajo quisiera presentar una imagen para que presida mi exposición. Se trata de una fotografía tomada en París, en 1917 y lleva por nombre “El trapero”. En su célebre ensayo “Sobre la fotografía” Susan Sontag afirma que “La fotografía implica que sabemos algo del mundo si lo aceptamos tal como la cámara lo registra. Esto es, en definitiva, lo opuesto a la comprensión, que empieza cuando no se acepta al mundo por su apariencia”. El ensayista John Berger retruca: “Lo que si hace la cámara y el ojo por sí mismo no puede hacer nunca, es fijar la apariencia del acontecimiento”. Las mantiene intactas. Si no es posible volver a colocar la imagen en el tiempo –es decir, en su propio tiempo original- puede si, colocársela en otro régimen temporal: el de la narración. Y ese tiempo narrado ha de respetar el proceso de la memoria que pretende estimular. (Berger, 2004: 83- 84) La fotografía escogida tiene un valor especial. Fue elegida por el filósofo Walter Benjamin para, a través de ella, emparentar el oficio del historiador con el del trapero. La imagen del histo- riador proclamada por Benjamin es, en este sentido, la de un coleccionista de trapos. El trapero recupera para la sociedad lo que ésta última previamente ha desechado. Un trapero no distingue entre acontecimientos grandes y pequeños. Para Walter Benjamin el verdadero historiador ha resuelto ese mito epistemológico, y asume que nada de todo lo que ocurrió debe ser considerado como perdido para la historia. Por el contrario, Benjamin reivindica los esfuerzos por fijar la imagen de la historia en las cristalizaciones más humildes de la existencia, en sus desechos - por así decirlo, pues el oficio del historiador es impuro-. La imagen del trapero nos pone al cuidado de no quedar atrapados en

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Articulo sobre enseñanza de oficios

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De la cocina al taller. Reflexiones en torno a una categoría.

Nicolás Arata – APPEAL-IICE-UBA

Antes de comenzar formalmente con la presentación del trabajo quisiera presentar una imagen para que presida mi exposición. Se trata de una fotografía tomada en París, en 1917 y lleva por nombre “El trapero”.

En su célebre ensayo “Sobre la fotografía” Susan Sontag afirma que “La fotografía implica que sabemos algo del mundo si lo aceptamos tal como la cámara lo registra. Esto es, en definitiva, lo opuesto a la comprensión, que empieza cuando no se acepta al mundo por su apariencia”. El ensayista John Berger retruca: “Lo que si hace la cámara y el ojo por sí mismo no puede hacer nunca, es fijar la apariencia del acontecimiento”. Las mantiene intactas. Si no es posible volver a colocar la imagen en el tiempo –es decir, en su propio tiempo original- puede si, colocársela en otro régimen temporal: el de la narración. Y ese tiempo narrado ha de respetar el proceso de la memoria que pretende estimular. (Berger, 2004: 83-84)

La fotografía escogida tiene un valor especial. Fue elegida por el filósofo Walter Benjamin para, a través de ella, emparentar el oficio del historiador con el del trapero. La imagen del histo-riador proclamada por Benjamin es, en este sentido, la de un coleccionista de trapos. El trapero recupera para la sociedad lo que ésta última previamente ha desechado. Un trapero no distingue entre acontecimientos grandes y pequeños. Para Walter Benjamin el verdadero historiador ha resuelto ese mito epistemológico, y asume que nada de todo lo que ocurrió debe ser considerado como perdido para la historia. Por el contrario, Benjamin reivindica los esfuerzos por fijar la imagen de la historia en las cristalizaciones más humildes de la existencia, en sus desechos -por así decirlo, pues el oficio del historiador es impuro-. La imagen del trapero nos pone al cuidado de no quedar atrapados en los tentáculos de aquél mito, y expulsar los saberes de la historia. El amuleto monta guardia, recordándonos que nunca se sabe cual desecho/acontecimiento puede servirle a un historiador para formar una nueva colección/enhebrar un relato.

Quisiera recuperar esta imagen, desde otro ángulo, haciendo referencia –no ya al trapero, sino al entorno en donde se encuentra: su propio taller. Como todos sabemos, Sirvent patentó una imagen sobre el quehacer del investigador a través de una estimulante metáfora: situó su labor en el marco de la cocina de la investigación. Quisiera adicionar otra imagen, complementaria, bajo la advocación del taller. En el taller se producen los más variados objetos. Pero también tiene lugar allí la identificación de una serie de problemas, la invención de herramientas para resolverlos, y, sobre todo, un misterioso proceso de transmisión de los secretos del oficio.

En el taller están permanentemente en juego dos problemas: la autoridad y la autonomía. El maestro basa su autoridad en el manejo experto y en la capacidad de transferir un conjunto de destrezas procurando, a su vez, mejorar las habilidades de quienes tiene a su cargo. De ellas se

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valdrá el aprendiz para forjar su obra. Su realización no es una tarea individual: muchas otras personas intervienen a lo largo de su factura. Ante la obra acabada, se erige la figura de una “paternidad vicaria.”

Introducción

La crisis que atraviesan las instituciones modernas responsables de la transmisión cultural ofrece un marco para efectuar una reflexión sobre la relación entre educación y saberes socialmente productivos. “Nombrar la crisis” no responde a un recaudo de orden contextual o a un requisito disciplinar: la referencia advierte sobre la posibilidad que esa crisis abre respecto a cambiar los términos y no sólo el contenido del debate. La impugnación de los formatos escolares como vía privilegiada de acceso a los saberes socialmente válidos genera una oportunidad para reanudar un debate que estuvo presente durante buena parte del siglo XX, para reinscribirlo en un nuevo escenario.

¿Qué es lo que la crisis erosiona? Nos respondemos: un conjunto de supuestos y certezas que atravesaron la discusión en torno al lugar y las características que debía reunir el saber legítimo durante el período de expansión y consolidación del sistema educativo occidental. Los mismos pueden ser pensados a partir de las siguientes afirmaciones:

1- El conocimiento socialmente válido apuntaló su hegemonía a través de una serie de nociones (“escuela común”, “educación obligatoria”, “instrucción pública”, etc.) que fueron mudando con el tiempo (escuela eficiente, calidad educativa). Simultáneamente, ello requirió la construcción de un espacio exterior, constitutivo, por donde circulaban otros saberes: los saberes “no formales”, premodernos, asistemáticos, populares, plebeyos. Entre unos y otros se estableció una relación de fuerte impugnación.

En América Latina, este proceso conoció un punto alto hacia mitad del siglo XIX. Entonces, la Civilización se presentaba como un valor incuestionable. Pero las imágenes sobre la Barbarie están minadas de contradicciones: la barbarie no representa siempre un exterior vacío de sentido. El bárbaro también tiene palabra, y por ende, produce sentidos. En la obra cumbre de la literatura americana del siglo XIX, Facundo, Sarmiento describe los tipos de gauchos. En 12 oportunidades Sarmiento dice: “el gaucho sabe”. El gaucho rastreador tiene “su ciencia casera y popular”, el “gaucho malo” tiene su “ciencia del desierto”; el baqueano “conoce las ciénagas”, “sólo el sabe” y ese saber es indispensable para el ejército. Es el “cantor”, sin embargo, quien maneja un saber tradicional superior, cumpliendo una función equivalente a la del bardo de la Edad Media.

¿Qué nos dice la trascripción de Sarmiento respecto del saber del otro? Que es “irregular”, “confuso”, está sujeto “a la organización del momento” que le impide convertirse en reflexión generalizadora. Pero también nos dice que ese saber del cual era portador el cantor, es parte de un “saber narrativo”, que la escritura racionalizadora pretendía dominar.

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2- La educación fue sinónimo de escolarización. En efecto, la escuela conquistó la idea moderna de educación. Pero esa conquista no se desarrolló sobre un territorio yermo: la escuela combatió las formas culturales previas encargadas de transmitir la cultura. Este proceso no debe reducirse a las prácticas que tuvieron lugar en un espacio físico acotado –la escuela- sino a través de prácticas sociales que fundaron la relación asimétrica entre educador y educando. Como advertía con elocuencia Ivan Illich: una respuesta radical al problema de la escolarización no sólo debía procurar desescolarizar las instituciones del saber, sino también el ethos escolar de la sociedad occidental.

3- Al saber socialmente legítimo se lo denominó conocimiento. ¿cuáles fueron sus características? En primer lugar, al conocimiento se lo codificó a través de la letra escrita, deviniendo un tipo de saber des-incorporado, objetivable, fuera del cuerpo, incorpóreo. En segundo lugar, este proceso se legitimó a través de una versión de la historia que naturalizó la modernidad (con sus tres Hitos fundacionales: el Renacimiento, la Reforma y el Descubrimiento del Nuevo Mundo). La modernidad fue presentada como un proceso global y punto de llegada de la civilización (que ese mismo conocimiento transportaba, desde las tierras con mayor densidad cultural a las tierras bárbaras). Esta fue la identificación de la historia del sistema vencedor con la historia misma. Las teorías de la dependencia y de la liberación –en un primer momento- y las actuales teorías decoloniales establecieron que ese conocimiento fue también un instrumento de colonización y que por lo tanto la descolonización implicaba la descolonzación del ser y del saber.

4- La enseñanza de ese conocimiento fue el resultado de un proceso que se ajusta a lo que Flavia Terigi denomina un “cronosistema escolar”: como arreglo sobre el tiempo, el cronosistema dispone condiciones para enseñar y aprender secuenciando los aprendizajes en grados, en un ordenamiento en el que a cada año escolar le corresponde un nivel de esa graduación, agrupa a los sujetos según sus edades, poniéndolos a todos en un hipotético punto de partida común. En otras palabras, este dispositivo ayudó a naturalizar un tiempo privilegiado de aprendizaje –la infancia- y normalizó ese proceso a través de un conjunto de prácticas institucionales –las disciplinas escolares-. Los aprendizajes efectuados por fuera del cronosistema escolar fueron significados por la vía negativa como “no formales” mientras que los sujetos pedagógicos que se formaron por fuera de aquél fueron calificados con términos fuertemente connotados (analfabetos, marginados, desertores).

Acabamos de describir un fenómeno de alcance global que tuvo, en cada región, marcas particulares. De un modo semejante, podríamos relatar rápidamente como estas formas han sido, en los últimos años, objetos de fuertes críticas. En un giro interesante para el tema que nos ocupa, Graciela Frigerio señala que lo que hoy está entrando en crisis no son tanto las razones de enseñar sino las razones para aprender, a través de un incipiente proceso de “desligitimación de la anticipación”. ¿Sobre qué criterio reposa esta? La legitimidad de la anticipación promete que aquello que se enseña será descubierto en diferido, a posteriori, creando un sentido que es resultado de la interpretación tardía de lo acontecido. Inscribir a un niño en el marco de un proceso

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de aprendizaje donde los resultados se advierten con el tiempo es un requisito de todo gesto pedagógico. Por eso, su deslegitimación es un asunto muy complejo. El no querer saber de los niños –ejercer su derecho a la ignorancia- contribuye a la crisis de la educación. Imagínense que paradoja para la llamada “sociedad del conocimiento”. La misma autora se pregunta: ¿Estaremos asistiendo a una sociedad pos-adámica donde los hombres y mujeres ya no nacerán con el deseo innato de saber?

Aún desde una posición menos radical, se asiste a una verdadera crisis orgánica de los sistemas educativos. En ese marco, las formas escolares han sido sometidas, en las últimas décadas, a un intenso proceso de revisión de sus fundamentos históricos. La diversificación de los espacios y los medios de acceso al saber, los crecientes desajustes de la identificación “grupo de edad-clase” propia de la enseñanza simultánea y graduada, la ruptura de las antiguas formas de articulación espacio-tiempo producto de la extensión de las redes informáticas, entre otros, han puesto en evidencia las profundas dificultades que presenta la forma escuela para dar respuesta a las demandas sociales contemporáneas. Las tensiones que estos hechos suscitan ponen en discusión la idea misma de tradición, advirtiendo sobre su falta de adecuación histórica.

En esta ponencia intentaremos desarrollar un argumento que establezca una distancia

respecto de estas críticas. No es nuestra intención colaborar en el socavamiento de la institución escolar, sino en pensar alternativas para fortalecer e integrar en un diálogo más amplio, los saberes escolares y los saberes socialmente productivos que portan los sujetos. El camino elegido consiste en presentar el encuadre teórico-metodológico que ordenó nuestra pesquisa en torno a los saberes del trabajo y particularmente, los saberes del oficio.

El estudio de los saberes del oficio

En nuestro caso, la preocupación por el estudio de la enseñanza de los oficios reconoce dos grandes vertientes. La primera está vinculada con el campo de estudios de las relaciones entre educación y trabajo, desde una perspectiva que combina investigaciones que privilegiaron un análisis diacrónico a partir del estudio de casos (como fue, en su momento, la elaboración de “La fábrica del conocimiento” dirigida por Adriana) con el análisis teórico y la construcción de un campo problemático específico sobre la relación entre educación, saberes y mundo del trabajo. A partir de estos trabajos, fue ganando consistencia una línea de investigación propia que reconocía en estos estudios, sus antecedentes más importantes.

En efecto, se consideró que el estudio de la formación del artesanado –entendido como un

sujeto colectivo constituido por relaciones pedagógicas y laborales- y el análisis de un tipo específico de conocimiento –el saber artesanal- constituían temas de investigación a partir de los cuales podían realizarse aportes significativos al estudio de las articulaciones entre educación y trabajo situados en el campo historiográfico educativo.

Una vía de entrada a estas problemáticas consistió en abordar la transmisión de los saberes ligados al trabajo artesanal en el marco del pensamiento social como una forma específica del asociativismo.1 Esta primera aproximación intentaba registrar no sólo las experiencias colectivas

1 Hacemos referencia aquí a la “cultura asociativa” que se expresó, de modos muy diversos, en la construcción de vínculos entre individuos para la consecución de objetivos específicos (defensa corporativa de sus miembros hasta

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exitosas y formalizadas de asociación (esto es, entre artesanos, o entre maestros, oficiales y aprendices) sino la multiplicidad de iniciativas informales, incluyendo las que ya se perdieron o las que no perduraron. Se trataba de realizar un ejercicio de reconstrucción historiográfica que no sólo atendiese las expresiones hegemónicas de los modos sociales de producción sino el trazo errático que siguieron sus alternativas menos conocidas o aún poco estudiadas.

Partíamos, para ello, de una constatación: en el contexto latinoamericano, la presencia de los oficios es tan vasta y significativa como compleja. Esta complejidad puede ser entendida bajo el signo de una tensión; la misma se debate entre la vigencia y el ocaso de los saberes artesanales. Por un lado, los saberes ligados al oficio –durante mucho tiempo considerados viles- alcanzaron, en algunos casos, tal renombre, que los primeros maestros, atareados como estaban en la penumbra de sus talleres, difícilmente hubiesen podido imaginarlo. La vigencia del saber artesanal constituye una marca particular de las culturas latinoamericanas y un registro singular desde el cual interrogar su configuración. Así lo entiende Antonio Santoni Rugiu, cuando afirma que:

“En materia de artesanado la realidad latinoamericana constituye un observatorio privilegiado, un libro abierto y muy significativo, absolutamente válido ya sea para darse cuenta del verdadero peso, no accesorio, de la pervivencia de la producción artesanal en estos territorios, o bien para motivar investigaciones históricas sobre la consistencia y las propiedades que el mundo ‘gremial’ latinoamericano tuvo en un pasado más o menos reciente”. (Santoni Rugiú, 1996: 37).

Desde diferentes áreas y perspectivas del estudio de lo social, se advierte sobre la importancia de considerar los saberes vinculados al oficio como objeto de análisis (Puiggrós, 2004; Waqcüant, 2006; Sennett, 2009). Particularmente desde fines del siglo XIX, estos saberes intentaron sobrevivir acorralados por un proceso industrial que se anunciaba inexorable. Y a pesar de que muchos de ellos fueron tocados de muerte, existe un creciente aprecio por aquello no producido en serie. La ponderación positiva que suele asociarse a la cocina de autor, el tejido artesanal o la confección de piezas de platería o la cachaca artesanal (ponderación que muchas veces se traduce en un valor económico ligeramente superior a su par industrial) constituyen buenos ejemplos. No se trata de fenómenos aislados o propios de sociedades tradicionales.

En la ciudad vista, Beatriz Sarlo describe la producción artesanal como una realidad tangible del mercado no formal y como un segmento que forma parte de los modelos culturales que se construyen en una ciudad para transmitirlos a sus propios habitantes y a sus visitantes ocasionales. Sarlo caracteriza la presencia de lo artesanal como un conjunto de “objetos inútiles”, de “apariencia pintoresca” pero revestidos por un “aura de autenticidad” (Sarlo; 2009: 47). Sobre su elaboración, sostiene que:

“Lo recargado, lo deforme y lo irregular evocan lo ‘hecho a mano’ […] Todos remiten a una técnica del pasado aplicada a materiales actuales

asociaciones cuyo objetivo consiste en la defensa de los derechos de todos). Para un análisis pormenorizado de esta perspectiva, véase: AA.VV. (2002) De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil. Historia de la iniciativa asociativa en Argentina (1776-1990). Buenos Aires: Grupo de Análisis y Desarrollo Institucional y Social. Temas afines también han concitado el interés del conjunto de estudios de Historia social argentina. Véase Armus, D. (comp.) (1990). Mundo urbano y cultura popular. Buenos Aires: Sudamericana.

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que permiten evocar lejanamente el efecto sin conocer de verdad el secreto del oficio.” (Ibíd.: 49)

Más allá de la sobriedad estética que reúnen estas piezas, importa detenernos en ese conjunto de técnicas del pasado cuyo secreto ignoramos. Éstas nos remiten a un primer aspecto del modo de producción artesanal: un corpus de saberes celosamente conservados de generación en generación. El valor que estos saberes encierran puede ser ponderado por el lugar que estos tuvieron en las relaciones intergeneracionales, no sólo como proveedoras de identidad sino como estrategias para la movilidad social. En cierta medida, toda artesanía se funda en una habilidad que requiere ser desarrollada en alto grado. Esta habilidad procura desplegarse en dos planos combinados: por un lado, en el tiempo de una vida y en la relación entre generaciones, con vistas a su progreso.2 Por el otro, en relación a la movilidad individual y la movilidad del grupo social al cual pertenece el artesano. Las transformaciones que sufre esta habilidad de generación en generación (por ejemplo, por la introducción de nuevas técnicas o tecnologías), presentan una serie de problemas relacionados con los cambios de velocidad o índice así como transformaciones en la modalidad en la transmisión del oficio (Burke, 2007: 98).

Es preciso señalar que la enseñanza de oficios reconoce tradiciones muy diversas, presentes en todos los continentes, donde la valoración del trabajo manual mantiene similitudes y diferencias (Wolff; 1965). Para el caso que nos proponemos estudiar, la tradición europea constituye la principal matriz que ha ejercido su influencia sobre el artesanado latinoamericano. Sin embargo, sería erróneo ver en la experiencia latinoamericana en general, y en la del Río de la Plata en particular, solamente el trasplante al Nuevo Mundo de una institución europea; su emergencia y expansión se desarrolló en íntima relación con necesidades económicas y sociales –entre otras- que difícilmente fueran asimilables a las de la Metrópoli. Por otra parte, no nos es posible ignorar que el artesanado como estamento social existía en el continente americano previo a la llegada del conquistador.3 Se trata entonces de comprender los procesos de difusión del saber artesanal y, simultáneamente, las estrategias de recepción del mismo, incorporando en el análisis la cuestión del enraizamiento local de los saberes, formulándose la pregunta sobre cómo estos saberes se construyen y también sobre el impacto que estos conocimientos tuvieron en las sociedades en las que estos se “implantan” o bien donde estos se “aclimatan” (Salvatore; 2007).

Para ello, un enfoque sustantivo consiste en analizar las modalidades y los efectos de esta movilización producida por los hombres y mujeres implicados en la expansión ibérica abierta con la Conquista. Muchos de estos agentes, señala Serge Gruzinski, actuaron como “passeurs culturels” y fueron responsables de la circulación de:

“cuerpos, prácticas, saberes e imaginarios que no dejaron de provocar enfrentamientos con otros sistemas de pensamiento, con modales de vida diferentes, con memorias distintas y con presentes que parecían irreductibles al presente europeo.” (Gruzinski, 2005: 17).

2 No debe entender por progreso una modificación/transformación constante de la técnica en vista a su perfeccionamiento, sino que, en buena medida, el secreto del progreso reside en la capacidad de elaborar técnicas que faciliten o permitan la conservación de las mismas. 3 La presencia de trabajos de artesanos en las civilizaciones Inca y Azteca –por citar las culturas que contaron con un mayor nivel de expansión y desarrollo- testimonian la presencia de una compleja y exquisita cultura material que en más de una ocasión, obnubiló la mirada del conquistador.

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Estos mediadores culturales no deben asociarse exclusivamente con las elites de la Monarquía católica; muy por el contrario debe considerarse el papel que tuvieron otros hombres y mujeres que participaron de estos movimientos migratorios provocados por la expansión ibérica. Incluso, aquellos que fueron sus víctimas.4 Vale advertir que la acción llevada adelante por los mediadores culturales no debe concebirse –desde una perspectiva unidireccional- como la acción de imposición de los parámetros culturales occidentales sino como un proceso constituido por “tensiones que se relacionan entre sí de manera asintomática” y que por lo tanto no admiten “una única narración de la historia de su devenir” (Mitchell, 2000: 16).

La transmisión del saber artesanal se produjo en el seno de un grupo determinado de individuos. Por esta razón, merece una atención particular la modalidad específica de asociativismo que desarrollaremos en este trabajo. Si la experiencia del artesanado suele estar ligada a las sociedades estamentarias –particularmente al período medieval-, su presencia no debe ser infravalorada o –lisa y llanamente- descartada en otros momentos o ciclos históricos.5 Puede resultar ilustrativo recurrir a la referencia que realiza Hobsbwam en torno a la Revolución Industrial, para advertir esta presencia. En su estudio sobre los cambios sucedidos en los orígenes de la Revolución Industrial, Hobsbwam propone reconsiderar el lugar asignado a mercaderes, industriales, banqueros, inventores, indicando que todos ellos se habían hecho a sí mismos a partir de un origen modesto. El historiador afirma que se trataba de hombres que debían muy poco a su nacimiento, su familia o su educación. Por el contrario, señala que

“Estos hombres eran, tal vez por su falta de instrucción, reacios a aceptar introducir modificaciones poco prácticas o muy sofisticadas, para mejorar sus negocios. George Stephenson, un minero que había progresado por su propio esfuerzo, dominó los nuevos ferrocarriles imponiéndoles el patrón de los antiguos carruajes a caballo mucho más que el imaginativo, sofisticado e intrépido ingeniero Isambard Brunel quien no tiene más monumento en el panteón de los ingenieros, que la infamante frase ‘A juzgar por los resultados prácticos y provechosos, los Stephenson eran indiscutiblemente los hombres a los que había que seguir’.” (Hobsbwam; 1977: 193)

Interrogarse sobre la procedencia de ese saber al cual este minero había recurrido para establecer –con éxito- el ancho de las vías ferroviarias no resulta menor. De su respuesta depende en buena medida comprender cómo logró imponerse por sobre el conocimiento organizado y sistemático del ingeniero.

4 Señala Gruzinski el papel que tuvieron en la circulación de la cultura la mano de obra esclava, arrancada de África por la trata de negros, o de los degradados portugueses condenados a lejanos exilios. También se refiere a aquellos otros que “sin embargo, lograron recuperar algunas migajas de las riquezas anunciadas. Pienso en las capas modestas que migraban en busca de un mejor destino, en los aventureros y los pícaros” Gruzinski, Serge Passeurs y elites “católicas” en las Cuatro Partes del Mundo. Los inicios ibéricos de la mundialización. En O’Phelan Godoy; Salazar-Soler, Carmen (editoras) (2003) Passeurs, mediadores culturales y agentes de la primera globalización en el Mundo Ibérico, siglos XVI-XIX. Pág. 16.5 Manacorda remonta la presencia de los primeros gremios de artesanos al reinado de Numa Pompilio (hacia 700 a.C), a quien podemos acceder a través de los escritos de Plutarco. Numa dividió al pueblo –compuesto por plebeyos libres- según la maestría que tuviera en un determinado oficio. Estos fueron originalmente Flautistas, Orífices, Carpinteros, Tintoreros, Zapateros, Curtidores, Broncistas, Alfareros, a los que más tarde se les sumaron artesanos del hierro y de la plata, entre otros. Esta organización por oficios mantuvo su vigencia durante los siguientes siglos. Véase Manacorda, M. (1987) Historia de la educación de la antigüedad al 1500. Sigo XXI: México.

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En la Argentina, el proceso de construcción de un orden capitalista privilegió al sector agropecuario. Sin embargo, el sector productivo ligado a la producción artesanal y manufacturera alcanzó un protagonismo para nada desdeñable dentro del proceso de organización capitalista.6 El desarrollo de este sector es particularmente significativo pues no puede desconocerse que buena parte de la formación para el mundo del trabajo ha tenido lugar dentro de los mismos espacios de trabajo, sean talleres, manufacturas o industrias, considerando la validez de esta afirmación al menos durante el período previo a la conformación de los estados modernos. Por otro lado, también es prudente señalar que la relación entre formación, capital y trabajo fue modificándose, entre otras variables, a partir de los cambios sufridos en la noción misma de especialización profesional.

Otra línea de análisis resultó de una aproximación al estudio de la relación entre trabajo manual y trabajo intelectual. Si las relaciones entre los hombres prácticos y los intelectuales fue motivo de sendas controversias, los saberes del oficio ofrecen una clave de lectura significativa para comprender las diferentes formas de articulación entre el trabajo intelectual y el trabajo manual. El estatus de uno y otro sufrió variaciones y cambios en su estima en diferentes períodos y en distintas geografías. Incluso, esta distinción estuvo precedida por otras: aquella que enfrentaban labor productiva e improductiva, o trabajo experto e inexperto, caracterizaciones que contraponían “la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos” (Arendt; 2005: 101). En esta distinción, según advierte Hannah Arendt, no puede desconocerse la dimensión política que impregna el problema

“Parece razonable y es muy corriente relacionar y justificar la moderna distinción entre labor intelectual y manual con la antigua que diferenciaba las ‘artes serviles’ de las ‘liberales’. Sin embargo, el signo característico entre estas últimas no es en absoluto ‘un mayor grado de inteligencia’ o que el ‘artista liberal’ trabaje con el cerebro y el ‘sórdido artesano’ lo haga con las manos. El antiguo criterio es fundamentalmente político.” (Arendt, Ibíd.: 105)

El trabajo sórdido y repetitivo del artesano en contraposición al trabajo reflexivo y creativo del artista constituye un punto de vista tan recurrente como –desde nuestro enfoque- poco fructífero para el análisis. Dicha tradición se remonta a Aristóteles y Cicerón, y es retomada luego por Galeno, quien sostenía está división entre artes que son racionales y de veneración, en contraposición a las que producen la fatiga del cuerpo y son, por lo tanto, despreciables. Esta línea de razonamiento nos conduciría a vías muertas. Ello se ratificaba, en buena medida, a través del pensamiento del filósofo francés Jacques Rancière, quien recuperaba uno de los puntos más altos del pensamiento clásico, afirmando que Platón había explicado esta distinción entre el trabajo manual y el intelectual de manera definitiva

“los artesanos no pueden ocuparse de las cosas comunes de la ciudad por dos razones: en primer lugar, porque el trabajo no puede esperar;

6 En particular, esto es atendible al caso estudiando teniendo en cuanta que en la producción artesanal de Buenos Aires, este sector se caracterizó más bien por la continuidad al menos hasta finales del siglo XIX en términos de métodos de trabajo, escala de producción y especialización de la mano de obra. Véase Romero & Sábato (1990) “Artesanos, oficiales, operarios: trabajo calificado en Buenos Aires (1854-1887)” En Armus, D. Mundo urbano y cultura popular, Op. cit.

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en segundo lugar, porque Dios ha dotado de hierro el alma de los artesanos, mientras que el alma de los que deben dirigir la ciudad está hecha de oro. En otras palabras, sus ocupaciones definen sus aptitudes (y sus inaptitudes) y, como contrapartida, sus aptitudes los consagran a una determinada ocupación. No es necesario que los artesanos estén persuadidos en su alma del hecho de que Dios verdaderamente ha puesto hierro en su alma y oro en la de sus jefes. Basta con que actúen cotidianamente como si así fuera: basta con que sus brazos, sus miradas y su juicio proporcionen habilidad al saber de su condición y viceversa. Allí no hay ninguna ilusión, ningún desconocimiento.” (Ránciere, 2007: 285)

No obstante, la reflexión de Rancière añade una dimensión fundamental al problema que nos preocupa: el filósofo nos recuerda que un “saber” es siempre dos cosas en una: un conjunto de conocimientos y, a la vez, una cierta distribución de las posiciones de ese saber en un determinado momento y en una determinada estructura social. Ahora bien, cada uno de estos conocimientos es el reverso de una ignorancia: se supone que quien sabe trabajar con las manos es -a su vez- incapaz de tener la mirada que aprecia la adecuación de su trabajo a un fin superior.7 Por eso sabe que debe quedarse en su lugar. Pero decir que lo “sabe”, de hecho, es “decir que no le corresponde saber lo que debe ser el sistema de espacios.” (Rancière, Ibíd.: 258).

Contra esta tradición filosófica, parece desarrollar sus argumentos Richard Sennett cuando sentencia en el comienzo de El artesano que “Hacer es pensar”. Pero antes de abordar sus argumentos, es preciso recuperar el pensamiento, algo más elusivo, de Levi-Strauss. Este admitió, en la entrega de un premio a su trayectoria que, si tuviese que volver a elegir un trabajo, optaría por un oficio manual. En su elección, argumentaría que

“El trabajo manual, menos alejado de lo que se tiende a creer del pensador y del científico, constituye asimismo un aspecto del inmenso esfuerzo desplegado por la humanidad para entender el mundo.” (Levi-Strauss, 1986).

Una preocupación semejante organiza la ya citada obra de Richard Sennett; precisamente se trata de ofrecer respuesta a esta escisión entre el hombre de ideas y el hombre práctico. En El artesano, Sennett recupera y discute la distinción que realizó Hanna Arendt entre el Animal laborans y el Homo faber.8 Apoyado en los argumentos del pragmatismo filosófico, Sennett sostiene que el primero puede verse enriquecido por las habilidades y dignificado por el espíritu de la artesanía. Este espíritu no se contenta con el desarrollo de una habilidad: tiene que evolucionar. En esta evolución puede tener lugar la indagación ética. Aún más, respondiéndole a Arendt, Sennett afirma que aprender a hacer bien un trabajo es el fundamento de la ciudadanía, “estableciendo un

7 Esta referencia puede ser tomada a la par de Arendt, para quien signo de todo laborar es que no deja nada tras de sí, que el resultado de su esfuerzo se consume casi tan rápidamente como se gasta el esfuerzo (Arendt, Op.cit.: 98)8 El primero es el ser humano asimilable a una bestia de carga, un siervo condenado a la rutina, donde el trabajo es un fin en sí mismo y por ende, desafiliado de su eticidad. Por el contrario, para Arendt el Homo faber es la imagen del hombre y la mujer que realizan otra clase de trabajo, que producen una vida en común.”Homo faber es el juez del trabajo y las prácticas materiales; no el colega del Animal laborans, sino su superior […] Mientras que para el Animal laborans sólo existe la pregunta ‘¿cómo?’, el Homo faber pregunta ‘¿por qué?’”. (Sennett; 2009: 17-18)

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vínculo entre las esferas de lo social y lo político.” (Sennett; 2009: 356). Por esta razón, la intención del pragmatismo filosófico es enfatizar el valor de la reflexión ética durante el proceso de trabajo, en contraste con “la ética ex post facto, que comienza con la consumación de los hechos.” (Sennett; Ibíd.: 363).

No obstante, la pervivencia del saber artesanal no está garantizada, en tanto el universo de los oficios vive permanentemente amenazado. La configuración del nuevo capitalismo descansa en un sistema de producción que requiere que cada trabajador sea capaz de someterse a una exploración permanente de su talento. Los discursos en torno a la indagación constante de las habilidades potenciales, se alza en detrimento del modelo de formación propio del saber artesanal. Mientras éste constituye un tipo de habilidad que descansa en una acumulación lenta y progresiva de saberes (representado en el escalafón que coloca en la cúspide la figura del maestro), la cultura del nuevo capitalismo efectúa una interpretación del talento entendida como un tipo de saber mucho más emparentado con la capacidad de desarrollar nuevas habilidades, que de profundizar aquello que ya se ha aprendido a hacer (Sennett; 2006: 92). En otras palabras, la cultura del nuevo capitalismo ensalza la figura del emprendedor, en detrimento de la del aprendiz: un sujeto flexible, elástico y capaz de adaptarse a diferentes escenarios laborales, en contraposición a aquél otro que sólo sabe realizar una actividad bien hecha9. En términos del saber, podría sostenerse que

“mientras el trabajo artesanal requiere el dominio de un campo particular de conocimiento; en cambio, esta nueva versión del talento no especifica ni determina su contenido. Las firmas de vanguardia y las organizaciones flexibles necesitan personas capaces de adquirir nuevas habilidades y no aferrarse a viejas competencias” (Sennett; Ibíd.: 101).

En efecto, entre un presente amenazado y la persistencia de formas de producción artesanal, debe subrayarse el carácter paradojal bajo el cual puede interpretarse el saber artesanal.

A modo de cierre

Nos hemos propuesto reconstruir algunos elementos centrales en torno a la categoría saberes socialmente productivos y, particularmente saberes del trabajo. Sin embargo, notamos que aun debemos hacer un esfuerzo de inteligibilidad más, incorporando a nuestro análisis la noción de experiencia, para ver de que modo puede terciar en los debates anteriormente planteados –el lugar del saber en la cultura y la tensión entre trabajo manual y trabajo intelectual-.

La caracterización del concepto de experiencia es fundamental en este sentido. ¿Qué entendemos aquí por experiencia? Podríamos decir que la experiencia es el punto nodal de intersección entre el lenguaje público y la subjetividad privada, entre la dimensión compartida que se expresa a través de la cultura y lo inefable de la interioridad individual. Desde la teoría clásica se había atacado la noción de “experiencia” a partir de tres cuestiones: en primer lugar, contrastando el conocimiento racional (el científico por excelencia) de aquél que se podía obtener empíricamente (ligado a la creencia y la opinión); en segundo lugar, cuestionando la naturaleza restringida de la

9 El contrapunto con la figura del aprendiz que imaginaba el Conde de Campomanes para el despegue de la industria popular no deja lugar a dudas sobre este ideal formativo: “Todo aprendiz se destina a un arte solo, bastándole adquirir un exacto conocimiento de la tarea y calidad del oficio que elige para mantenerse durante su vida” (Campomanes; 1976: 86)

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praxis en contraste con el carácter libre del pensamiento racional; finalmente, se cuestionó la base metafísica de la experiencia, el hecho de que la acción física y los sentidos están confinados al ámbito de los fenómenos mientras que la razón se asimila a la realidad última.

Esta tradición hunde sus raíces en el pensamiento griego. Platón pensaba que la experiencia significaba ser esclavo del pasado y de los hábitos más que de la razón, mientras que Aristóteles confinaba su uso a la confirmación de leyes universales. La filosofía pragmática, en cambio, otorgó un lugar sustantivamente distinto a la experiencia. John Dewey va a proponer una idea de experiencia ligada a la idea de experimentación (que está en la base del conocimiento científico) que implicaba que el pasado nos enfrenta con problemas a resolver (no solamente con hábitos a repetir) y con falsas soluciones a evitar. La experiencia para Dewey se volvía tanto más valiosa no cuando confirmaba las hipótesis del pasado sino cuando las refutaba, abriendo así la posibilidad de un nuevo conocimiento sin precedentes. De igual forma, la palabra “experiencia” es a la vez un concepto lingüístico colectivo, un significante que se refiere a una clase de significados que tienen algo en común, y un recordatorio de que tales conceptos siempre dejan un excedente que escapa a un dominio homogeneizador, pero que pueden comunicarse a través de una narrativa llena de sentido.

En segundo lugar, la idea de saber. Saber no sólo es un verbo asociado a la actividad de educar. También designa una institución. Estas instituciones pueden ser parcialmente identificadas con formas organizacionales. El saber como institución no necesita de edificios concretos que lo vuelvan viable o de muros que la protejan de un exterior amenazante. Por otro lado, el saber no tiene tanto que ver con el contenido sino con el tipo de relación que entablan quienes participan de ella. Lo que emancipa es la capacidad de reconocer en el otro un sujeto deseante. Alcanzar ese reconocimiento implica dar lugar a nuevos saberes.

En resumidas cuentas, esta primera línea de interés proponía interrogarse respecto a la medida en que el saber artesanal puede ser considerado –simultáneamente- como un elemento contemporáneo y, a la vez, residual o incluso anacrónico. Los interrogantes referidos a cuánto “de oficio” y “de gremio” conservan aún nuestras profesiones, quiénes son los sujetos que ofician de pasadores y sobre qué técnicas y tecnologías basan su saber, la presencia tangible de saberes que son adquiridos en el marco de los más diversos oficios, o el lugar que ocupa el trabajador artesanal en las economías informales latinoamericanas (no ya como un nutriente de la nostalgia sino como alternativa económica para incursionar en viejas/nuevas formas de producción sustentables) entre otras preguntas, constituyen nudos problemáticos con un potencial impacto en los estudios sobre educación y trabajo.