Aubrey y Maturin 14 - La Goleta Nutmeg - Ptrick O'Brien_2

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Aubrey y Maturin 14 -La goleta Nutmeg

Sobrecubierta

NoneTags: General Interest

La goleta NutmegPatrick O'Brian

NOTA A LA EDICIÓNESPAÑOLA

Éste es el decimocuarto relato de la másapasionante serie de novelas históricasmarítimas jamás publicada; por considerarlo deindudable interés, aunque los lectores quedeseen prescindir de ello pueden perfectamentehacerlo, se incluye un archivo adicional con unamplio y detallado Glosario de términos marinos

Se ha mantenido el sistema de medidas de laArmada real inglesa, como forma habitual deexpresión de terminología náutica.

1 pie = 0,3048 metros – 1 m = 3,28084 pies1 cable =120 brazas = 185,19 metros1 pulgada = 2,54 centímetros – 1 cm = 0,3937

pulg.1 libra = 0,45359 kilogramos – 1 kg =

2,20462 lib.1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.1 yarda = 0, 9144 metros

NOTA DEL AUTORCualquier autor de narraciones en las que la

acción se sitúe a principios del siglo xix y los

personajes sean principalmente marinosdependerá en gran medida, tanto para lainclusión de hechos históricos como para eltratamiento del tiempo, de las memorias y cartasde marinos, los archivos del Almirantazgo y de laJunta Naval, los historiadores navales y, porsupuesto, las valiosas publicaciones de laSociedad para la Conservación de Archivos dela Armada.

Todas estas fuentes, junto con la CrónicaNaval y los periódicos de la época, constituyen lasavia de la que me he alimentado con gustodurante muchos años; pero, ocasionalmente,cuando la narración se extiende a zonas para lascuales hay escasa información incluso allí y faltala experiencia de primera mano, aparece un libroprovidencial para suplir la carencia. Hace algúntiempo, por poner un ejemplo, quería encontrarmayor cantidad de información de la disponibleactualmente sobre la vaca marina descubiertapor Steller, un enorme animal como una sirenagris sin pelo, de veinte pies de largo, inofensivo ycomestible que vivía en el Pacífico Norte y seextinguió más o menos a los veinticinco años de

su descubrimiento en 1741 debido a la pescaexcesiva, y apenas había formulado mi deseocuando apareció en mi escritorio, en un libro quedebía revisar, una elegante traducción del relatodel propio Steller. En el caso de esta narración,parte de la cual transcurre en la colonia-penal deNueva Gales del Sur (generalmente conocida porBotany Bay) al principio del mandato delgobernador Macquarie, el libro providencial,realmente providencial, fue la espléndida obra deRobert Hughes The Fatal Shore*. A pesar deque había leído mucho sobre el descubrimientoy la fundación de esa colonia cuando escribí lavida de sir Joseph Banks (el primer hombre queestudió la flora de esa extraordinaria bahía), enaquel tiempo había aún muchas lagunas. Porotra parte, aunque me hubiera dedicado ainvestigar durante años, no habría podidoacumular, y mucho menos ordenar, la inmensacantidad de material que contiene ese amplio,bien documentado y humano relato de lahistoria del país, un relato que de todos modoshubiera leído con sumo gusto y que en estaocasión devoré con un placer que no sería

honesto tratar de ocultar.CAPÍTULO 1

Ciento cincuenta y siete náufragos, lossupervivientes de la Diane, una fragata de SuMajestad que había encallado en un arrecife noindicado en las cartas marinas y había sidodestruida por un tifón varios días después,permanecían en una isla desierta en el sur delMar de la China. Era un grupo de sólo cientocincuenta y siete hombres, pero, sentadosalrededor de un terreno llano y sin ningunavegetación que se extendía entre la marca delagua en la marea alta y el principio del bosque,parecía la tripulación completa de un buque delínea. Eso se debía a que era un domingo por latarde y la guardia de estribor, encabezada por elcapitán Aubrey, jugaba al críquet con los infantesde marina, capitaneados por el oficial jefe, elseñor Welby.

El partido estaba muy reñido y exaltaba tantolos ánimos que se oían gritos, vivas y silbidos deprotesta después de cada jugada. Para cualquierobservador imparcial ése era otro ejemplo deque los hombres de mar viven intensamente el

presente y les preocupa poco o nada el futuro. Suactitud denotaba irresponsabilidad, pero tambiénuna gran fortaleza, pues el ambiente era húmedocomo una esponja y el sol, oculto tras las nubes,irradiaba un calor sofocante. El único observadorimparcial era Stephen Maturin, el cirujano de lafragata, que consideraba el críquet la másaburrida de las actividades humanas. Ahorasubía lentamente por el bosque que cubría la islacon la intención de cazar algún jabalí o, en el peorde los casos, algunos de los monos de colaprensil, y después llegar hasta la parte norte,donde anidaban las golondrinas de las que sehacía sopa de nido de pájaro. Se detuvo en laredondeada cima de una colina, donde el rastrode un jabalí se adentraba en la isla, y miró haciala costa sur. A la izquierda, en alta mar, seencontraba el arrecife donde había encallado lafragata, que ahora, con tres cuartos de la mareamuerta, estaba cubierto de espuma por las olasque rompían en él, pero que con la marea vivaquedaba oculto por las aguas; a la derecha seencontraba el lugar de la playa adonde habíallegado un fragmento de buen tamaño de la

embarcación destrozada. También a la izquierdase veía la cala adonde habían remolcado esaparte con una de las lanchas que quedaban, y allíla habían desmontado cuidadosamente y lahabían vuelto a unir para formar la armazón de lagoleta que les llevaría a Batavia en cuanto lepusieran los tablones, las cubiertas y la jarcia. Enlo alto de la colina que estaba frente a la cala seencontraba el campamento, resguardado por elbosque en que se habían refugiado contra el tifónque destruyó la fragata y provocó la muerte demuchos de los tripulantes y de casi todos losanimales que llevaban a bordo, además deestropear casi toda la pólvora. Y justo por debajode él estaba el extenso terreno llano y firmedonde corrían de un lado a otro los hombresvestidos de blanco, no porque jugaran al críquet,sino porque era domingo y tendrían que pasarrevista formados en brigadas (afeitados y concamisa limpia) y después asistir al oficioreligioso.

Podría parecer una frivolidad que jugaran alcríquet cuando aún no habían terminado la goleta,les quedaban muy pocas provisiones y los

recursos de la isla, los cocos, los jabalíes y losmonos de cola prensil estaban casi agotados;sin embargo, Stephen sabía muy bien cómofuncionaba la mente de Jack Aubrey. Lostripulantes se habían comportadoextremadamente bien hasta ahora y habíantrabajado denodadamente, pero no todos eranmarineros de barcos de guerra formados en laArmada ni habían servido en ella juntos durantemuchos años, sino que al menos un tercio deellos habían sido reclutados forzosamente,algunos en levas muy recientes, y entre éstoshabía súbditos del rey no deseables, incluidosdos o tres pendencieros. Pero, aun cuando todoshubieran sido marineros que servían en laArmada desde el comienzo de la guerra, un pocode relajación era esencial y, por otra parte,esperaban con ansia ese partido. Los bates, demadera de alcanforero o de palma, carecían dela elegancia de los de sauce, pero el velero habíahecho una pelota como las oficiales con el cuerode la boca de la verga cangrejo, y los jugadoreshabían practicado lanzándola a los cabos másaltos para jugar dignamente. Además, el críquet

era una pequeña parte de la ordinaria ceremoniaque mantenía elevados los ánimos, cuyaimportancia, naturalmente, no podía compararsecon la de los nobles ritos que se celebraban abordo, como la formación en brigadas, lasolemne lectura de los artículos del CódigoNaval, los funerales o los oficios religiosos, perocontribuía a poner orden en el caos.

Lo que Stephen no alcanzaba a apreciar eracuánta satisfacción sentía Jack al participar enesa ceremonia. Como capitán, Aubrey estabamuy preocupado por la escasez de alimentos yde pertrechos, sobre todo de cabos, por la casiinexistencia de pólvora y por la inminente falta deaguardiente de palma y tabaco; no obstante,como jugador de críquet sabía que era necesarioobservar atentamente la parte central del campo,especialmente en uno como ése, más parecido aun terreno cubierto de blanco hormigón que a unapradera como Dios manda, y después que elsuboficial encargado de los cabos cogiera lapelota lanzada por el sargento de Infantería deMarina y consiguiera dieciséis tantos, cuando letocó jugar, se colocó en el centro y lanzó a su

alrededor una mirada penetrante, como la de undepredador, mientras daba golpes con el bate enel hueco del bloque, y se concentró en lo queestaba haciendo.

–¡Juego! – gritó el sargento, y después dedar dos saltitos tiró la pelota bastante alto ydescribiendo una curva.

Jack recordó lo que había dicho Nelson: «Noimportan las maniobras. Siempre hay que atacarcon decisión». Entonces, obedeciendo a suhéroe, saltó hacia delante y golpeó la pelotaantes que cayera al suelo lanzándoladirectamente a la cabeza del lanzador. Elmalhumorado sargento no ladeó ni agachó lacabeza, sino que cogió la pelota en el aire.

–¡Fuera de juego! – exclamó Edwards, elúnico civil que había allí y, por tanto, el árbitroperfecto-. Siento decirle que es fuera de juego,señor.

Entre los rugidos de los militares y loslamentos de los decepcionados marineros, queno sólo admiraban al capitán por ser un buenoficial sino también por ser un potente bateador,Jack gritó:

–¡Muy bien, sargento!Se dirigió entonces hasta los tres cocoteros

(sin cocos desde hacía tiempo) que les servíande refugio.

–Espero que esto no sea un mal presagio -dijo Stephen, colgándose el rifle del hombro yvolviéndose.

Aquél era un rifle extraordinariamente bueno,un Joe Mantón de retrocarga. Lo había heredadodel señor Fox, el enviado británico que habíantraído en la Diane para contrarrestar la labor delos franceses en las negociaciones quemantenían con el sultán de Pulo Prabang. Foxtriunfó y logró firmar un tratado de ayuda mutua,pero estaba tan ansioso por llevarlo a Inglaterraque decidió recorrer las doscientas millas queseparaban esa isla de Batavia en la pinaza de laDiane, una embarcación robusta y con unaexcelente tripulación, mientras la fragatapermanecía encallada en el arrecife, de donde nopodría moverse hasta que llegara la siguientemarea viva.

Aquél era un rifle muy bueno. Y como Stephenera un certero tirador y había muy poca pólvora

(demasiado poca para el uso general demosquetes), tenía el cargo de cazador jefe delcampamento. Durante la primera quincena se ledespellejaron las manos al tirar de los cabos,ayudar a serrar madera, clavar estacas y remetercuñas, y además, sufrió mucho debido a losproblemas inherentes a todas esas cosas (nohubo ningún cabo, aunque pasara por la máspura superficie, que no se enredara oenganchara en cualquier diminuta grieta oprotuberancia, ni ninguna sierra que no sedesviara de la línea que seguía, ni ningún mazocon que no se golpeara la mano, que teníahinchada y morada), pero sus compañerossufrieron aún más rehaciendo todos los nudosque había hecho, salvándole de los improbablespeligros y vigilándole por el rabillo del ojomientras hacían su propio trabajo. Incluso cuandofue encargado de sacar lo que obstruía el pozo,la tarea menos dura en la que intervino, le clavóun pico en el pie a William Gorges.

A pesar de eso, tenía un valor inestimablepara la tripulación como cazador que traíacomida a la olla. No sólo manejaba muy bien el

arma, sino que era un experto naturalistaacostumbrado a seguir el rastro de los animales,a acercarse silenciosamente en contra de ladirección del viento y a esperar inmóvil durantehoras. Esas cualidades eran necesarias, pues apesar de que había cerdos de dos especies (eljabalí de crin y la babirusa), como los habíancazado hasta hacía poco tiempo, desde elprincipio habían sido cautelosos y ahora lossobrevivientes lo eran mucho más. Además,quedaban muchos menos, y aunque la primerasemana, en una tarde había proporcionado a losmarineros el doble de la ración de carne decerdo que les daban en la fragata, ahora teníaque recorrer toda la isla para conseguir uno, aveces muy pequeño; y en ocasiones ni esolograba porque la pólvora estropeada sequedaba en la recámara sin explotar.

Las huellas que seguía ahora, sin embargo,parecían prometer algo más concreto que lasque había seguido últimamente. Eran recientes,tan recientes que cuando él miró hacia el puntodonde llegaban a la orilla de un conjunto deespinosas cañas de Indias, vio formarse el borde

de una. El animal era casi seguro una babirusade ciento treinta o ciento cuarenta libras, laprimera que veía desde el jueves de la semanaanterior. Se alegraba de eso porque había en latripulación varios judíos y muchos musulmanes,unidos sólo por el aborrecimiento de la carne decerdo, y podrían considerar la babirusa, por suscolmillos muy similares a cuernos y sus largaspatas, una especie de ciervo que habitaba enaquella isla remota.

«Voy a dar la vuelta y a esperar por ella», sedijo Stephen, y dio la vuelta alrededor del cañizalcaminando despacio en medio del calor.

Muy probablemente el animal iba a dormir.Tanto los jabalíes de ese lugar como los quehabía visto anteriormente eran animales muypoco audaces, que preferían los caminostrillados, y ahora Stephen conocía la mayoría deellos. Se subió a un árbol desde donde sedominaba la salida y se sentó en la base de unaancha rama cubierta de musgo, entre orquídeasque pertenecían a una especie de una forma y uncolor que no había visto nunca. El naciente solapareció entre el cielo nublado, aunque se

estaba poniendo en Sumatra o tal vez Biliton, encualquier caso, por el oeste. Sus rayos sedeslizaban bajo la bóveda celeste e iluminabanel conjunto de cincuenta o sesenta orquídeas,cuyo color rojo vivo contrastaba con el verdebrillante de las húmedas hojas. Todavíacontemplaba el conjunto y los insectos que habíaen él cuando la babirusa empezó a moverse otravez entre las cañas de Indias. Los sonidos seoían cada vez más cerca. La babirusa emergió,se detuvo y empezó a mover su cuadrado hocicode un lado al otro. Stephen, sin inmutarse, lamató y bajó del árbol.

Llevaba un delantal en la mochila y se lo pusopara destripar la babirusa, pues pese a noimportarle mancharse de sangre sabía que aKillick sí, y oír la voz gangosa con que se quejabauna y otra vez, aunque con razón, era tandesagradable que la incomodidad de ponerse undelantal no era nada comparada con eso.También disponía de un pequeño motón con elque levantar el animal casi con una sola mano.Su uso era uno de los trabajos propios demarineros cuya realización había estudiado con

provecho, y Bonden, el timonel del capitán, habíapasado muchas horas enseñándole a atar unextremo del cabo y a pasar el resto por el canalde la rueda. Si colocaba la polea fija muy alta,generalmente tenía éxito en el primer intento, y enesta ocasión lo tuvo. Retrocedió y miró lababirusa (que probablemente pesaba cientocincuenta libras en vez de ciento cuarenta) converdadera satisfacción, pensando que pocosplatos le gustaban más a Jack que la cabeza dejabalí adobada y que a él le encantaban lasmanos de cerdo frías. Colgó el delantal en unarama para que sirviera de guía a los que llevaríanabajo la babirusa y se secó las manos en lachaqueta, de lo que fue consciente un momentodespués, cuando, demasiado tarde, vio lamancha en el blanco lino.

–Trataré de quitarla en la laguna de lasgolondrinas -murmuró sin convicción.

Durante parte de su niñez había estado alcuidado de una terciaria dominica llamada sorLuisa, descendiente de una de las ramas másrespetables de los Torquemada de Valladolid (elprimo y a la vez padrino de Stephen daba mucha

importancia a esas cosas), una mujer para quienla limpieza era sagrada, y nunca había logradoengañarla cuando intentaba «quitar lasmanchas». Ahora su lugar lo ocupaba unmarinero de edad indefinida, delgado y con lacara curtida por los elementos que llevaba unacoleta y un pendiente dorado en la oreja, teníavoz chillona y hablaba en tono malhumorado.Killick no era su sirviente, así que no tenía losderechos de un sirviente; era el despensero deJack Aubrey. El sirviente de Stephen era unjoven, malayo amable y bobo llamado Ahmed,pero como Preserved Killick conocía al capitán yal doctor desde hacía mucho tiempo, tenía tantaautoridad moral que en ciertos casos lapresencia de Ahmed no le servía de protección.

Como Stephen se temía, no pudo eliminar lamancha en la laguna de las golondrinas, peroentonces cometió un acto cobarde, impropio desu edad y de su educación: ocultó la mancha desangre y fluido peritoneal con una capa de barroque cogió de la orilla, y además, como medidade seguridad, pasó por encima varias algas. Loque él llamaba la laguna de las golondrinas

estaba cerca del espectacular acantilado dondeanidaban esas aves, pero no formaban sus nidoscon el grisáceo barro que había en ella. Losresguardados nidos eran traslúcidos y blancoscomo perlas y no tenían musgo ni fibrasvegetales, ni mucho menos barro. Seencontraban en lo más profundo de las cuevas,en las hendiduras de la cara del acantilado quedaba al mar, y Stephen sólo los podía ver biendesde un lugar, el saliente de una cueva que seelevaba desde un amplio lecho de guijarrossituado doscientos pies más abajo hasta unaestrecha grieta en lo alto. Le impresionaba laaltura, y subir a las vergas superiores de unasimple fragata le producía un miedo espantosoque sólo lograba dominar por su extraordinariafuerza de voluntad; sin embargo, allí podía estartumbado, con el cuerpo firmemente apoyadosobre la cálida roca plana, los brazos y laspiernas extendidos y la cabeza colgando en elvacío, para observar las aves. Vio una bandadade pajarillos grises entrar por la parte más anchade la cueva y formar un remolino volando a granvelocidad, y luego advirtió que cada uno se

apartaba para dirigirse a su nido. Se inclinó aúnmás hacia delante para ver una parte másprofunda de la cueva, se protegió los ojos con lasmanos y casi inmediatamente se le cayó lapeluca, que dio vueltas y vueltas hasta quedesapareció entre las sombras llenas de avesque se veían mucho más abajo.

–¡Maldita sea! – exclamó, pues pese a seruna peluca vieja, gastada y casi sin pelo, Killickle había hecho rizos y le había blanqueado loslados (la parte superior no tenía remedio), y,además, se sentía desnudo sin ella.

Pero el enfado le duró poco más que la lentacaída. Su vano intento de coger la peluca le hizoadoptar una posición mucho mejor, pues aunqueel sol le daba de lleno en la parte posterior de lacabeza, ahora desprotegida, estaba máscómodo y podía ver una parte más profunda de lacueva. Estaba completamente relajado, y cuandosus ojos se acostumbraron a ver en la oscuridadpudo distinguir los nidos, que tenían forma detaza y, rozándose unos con otros, formabanlargas filas que cubrían las paredes de la cuevadesde los sesenta pies por encima de la marca

de la marea alta hasta arriba. Los más blancos ymás hermosos no eran los de las filas más altas,que tenían encima un poco de tierra que el vientohabía traído consigo, sino los que estaban pordebajo de la fila veinte aproximadamente, en unaparte muy estrecha. Esos eran los nidos que sevendían a los chinos a precio de oro. Cadanidada tenía dos crías, dos limpísimas crías, y,como esperaba, estarían listas para volar de unmomento a otro. Permaneció allí una hora trasotra, sin notar el sol abrasador, observandocómo se arremolinaban los padres de las crías,que traían alimentos y se llevaban losexcrementos. De repente frunció el entrecejo.Puso toda su atención en un nido muy bieniluminado y poco después se confirmaron sussospechas: el pájaro que regresaba allí una yotra vez y apoyaba las patas en el borde teníatodos los dedos dirigidos hacia delante. Mediahora después se puso de pie, se colgó el rifle alhombro, miró hacia los pájaros con disgusto y sealejó de allí.

«No son golondrinas», se dijo sintiendo nosólo indignación sino también náuseas, y se

puso tras un arbusto; y luego tras varios más,pues después de vomitar estaba suelto devientre.

Aunque Stephen Maturin no tenía mal genio,su carácter no era muy alegre, y a vecescontrariedades de ese tipo le causabandesagrado o algo peor. Cuando llegó alcampamento estaba listo para atacar a Killick,pero Killick le conocía muy bien y, tras echar unarápida mirada a su sucia chaqueta y a su cabezadescubierta, y al ver la expresión amenazadorade sus claros ojos, se limitó a darle un sombrerode paja de ala ancha y decirle:

–El capitán se acaba de despertar, señor.Stephen se dijo: «La indignación que me

provocaron los pájaros fue excesiva. Sin duda, laverdadera causa fue un repentino aumento de labilis producida por la presión sobre el ductuscholedocus communis que provocaba mipostura». Entró en la enfermería, se preparó unapócima, se acostó boca arriba y, después de unrato, sintiéndose un poco mejor, fue hasta latienda. Allí volvió a decirse: «Excesiva». Perocuando Jack le felicitó por la babirusa («Me

alegro mucho porque me estaba cansando delos malditos monos, incluso de los pasteleshechos con ellos», había dicho), explicó:

–Por lo que respecta a los pájaros de cuyosnidos se hace sopa, tengo que decirte que noson golondrinas, sino aves diminutas quepertenecen a una rama de los vencejosorientales.

–No te molestes por eso, amigo mío. ¿Quéimportancia tiene un nombre? Mientras haganese tipo de nido de tan buen sabor, da lo mismoque se llamen avestruces.

–¿Te gustaron cuando los comiste en casade Raffles?

–Me pareció que eran un plato excelente.Aquélla fue una tarde muy agradable.

–Entonces tal vez podríamos coger algunosdentro de unos días. Esta es la época apropiada,pues las crías están a punto de alzar el vuelo. Unguardiamarina delgado, como Reade o Harper,podría bajar por una cuerda hasta la cueva ycoger media docena de nidos vacíos. Además,quisiera que cazaran uno o dos pájaros paraexaminar sus dedos. Pero no te he preguntado

cómo terminó el partido. ¿Ganamos?–Me alegra decirte que todos ganamos. Hubo

un empate. Ellos lograron más carreras quenosotros, pero no consiguieron eliminar aFielding ni al contramaestre antes que derribaranlas estacas de la portería. Por fortuna, Edward esun árbitro neutral, así que no hubo miradasfuriosas ni murmullos de protesta y todosganamos.

–No hay duda de que todos parecían muyalegres cuando atravesé el campamento, aunqueDios sabe lo agotador que es un deporte de esaclase en este asfixiante calor. Simplemente porcaminar despacio bajo los árboles yo estabaempapado en sudor, y eso no tiene comparacióncon correr de un lado a otro detrás de unaendemoniada y dura pelota bajo este calorhúmedo y sofocante. ¡Dios mío!

–Sin embargo, estoy seguro de que losmarineros trabajarán mejor mañana. Y estoyseguro de que yo también. Por el aspecto delcielo me parece que el viento soplará del este, yespero que así sea. Tenemos que serrar muchamadera, un trabajo agotador incluso cuando la

brisa se lleva el serrín y permite respirar a los quesierran en el fondo de la embarcación, pero encuanto empecemos a ponerle los tablones lostripulantes se animarán mucho y podremoshacernos a la mar antes del día de SantaHambre. Vamos al astillero, te enseñaré lo quefalta por hacer.

El campamento, con sus calles y cunetasarregladas otra vez después del tifón, tenía unadisposición similar a la de un barco de guerra, yJack, para evitar molestar a los marineros queconversaban sentados delante de sus tiendas, enel extremo del rectángulo, se subió a la cureñadel cañón de bronce de nueve libras quedominaba el puerto, saltó al otro lado y luegoayudó a Stephen a saltar. Aquel era un excelentecañón, uno de los dos que tanto apreciaba y quelos marineros habían arrojado por la borda juntocon los demás cuando intentaban aligerar elpeso de la fragata para poder desencallarla delarrecife. Se había quedado metido entre dosrocas y fue el único que encontró la brigada queintentó recuperarlos en la bajamar. Era unexcelente cañón, pero menos útil que las dos

ligeras carronadas, pues aunque hubierandispuesto de mucha pólvora, la única bala denueve libras que tenían era la que estabacolocada dentro cuando lo recuperaron.

–¡Señor, señor! – gritaron los dos oficialesque le quedaban al capitán Aubrey, subiendo lacuesta jadeantes para acercarse a él-. Losguardiamarinas han cogido una tortuga junto alcabo.

–¿Es una verdadera tortuga, señor Fielding?–Bueno, señor, creo que sí, aunque a

Richardson le parece que tiene un aspectoextraño. Esperamos que el doctor nos diga si escomestible.

Bajaron por la ladera hasta el valleoblicuamente dirigiéndose a la derecha. Luegosortearon la masa formada por tierra y rocas quese había deslizado por la falda de la colina en elapogeo del tifón, una masa en la que todavíacrecían alegremente algunos árboles y arbustos,pero otros se marchitaban. Después atravesaronel cauce seco excavado por el torrente, muyconveniente como astillero, y caminaron por laplaya casi hasta el lugar adonde llegó lo que

quedaba de la fragata. Allí estaban todos losguardiamarinas, cuyo silencio contrastaba con elestruendo de las olas. Estaban los dosayudantes de oficial de derrota, el únicoguardiamarina graduado (el otro se habíaahogado), los dos cadetes, el escribiente delcapitán y el ayudante del cirujano. Como losdemás oficiales, se habían quitado la eleganteropa de los domingos y ahora llevabanpantalones rotos o calzones desabrochados enla rodilla, y algunos ni siquiera tenían puesta unacamisa que cubriese sus bronceadas espaldas.Y, por supuesto, iban descalzos. Formaban ungrupo pobremente vestido y hambriento, peroalegre.

–¿Le gustaría ver mi tortuga, señor? –preguntó Reade desde una distancia de más decien yardas, y su voz, que aún no habíacambiado, se destacó entre los rugidos del mar.

–¿Su tortuga, señor Reade? – preguntó Jackmientras se acercaba.

–Sí, señor. Yo la vi primero.En presencia del capitán Seymour y Bennett,

los altos ayudantes de oficial de derrota, que

había dado la vuelta a la tortuga, se limitaron amirarse el uno al otro, pero Reade, al verlos,añadió:

–Naturalmente, señor, los demás ayudaron unpoco.

Todos permanecieron un rato observandocómo movía inútilmente las patas en el aire conmucha fuerza.

–¿Por qué le parece rara la tortuga, señorRichardson? – preguntó Jack otra vez.

–No sé, señor -respondió Richardson-, perotiene algo en la boca que no me gusta.

–El doctor nos sacará de dudas -dijo Jack,elevando la voz para que se oyera a pesar delestrépito producido por el triple choque de lasolas, pues por un lado la marea bajaba y por otrola contramarea, combinada con la corriente, secruzaba con ella frente al cabo de modo que lasaguas se movían caóticamente.

–Es una tortuga verde, sin duda -anuncióStephen también en voz alta, a pesar de que ledolía la cabeza, pero su voz era muy diferente,era desagradable y más aguda-. Y muy grande,porque debe de pesar dos quintales. Pero es un

macho y, por supuesto, tiene la cara fea. EnLondres no la aceptarían en el mercado ni podríaser elegida concejal.

–Pero ¿es comestible, señor? ¿Se puedecomer? ¿No es dañina? ¿No es como el pezmorado que nos hizo tirar?

–Aunque es posible que esté un poco dura,no les hará daño. Pero Dios sabe que no soyinfalible, y si tienen alguna duda tal vez seríaconveniente que el señor Reade comiera unpoco primero y le observaran durante variashoras. En cualquier caso, les ruego que le cortenla cabeza inmediatamente porque detesto vercómo sufren estos animales. Recuerdo un barcodonde había montones de estas criaturasamarradas en la cubierta y con los ojos rojoscomo cerezas porque no se los mojaba. Unamigo y yo íbamos de un lado al otrohumedeciéndolas con una esponja.

Reade y Harper corrieron al campamentopara buscar el hacha del carpintero. Aubrey yMaturin dieron la vuelta y fueron hasta el astilleropaseando por la arena endurecida de la playa.

–Una horrible combinación de mareas -dijo

Jack, señalando el mar con la cabeza, y luegoañadió-: ¿Sabes que me faltó poco para deciralgo ingenioso con referencia a las tortugasmachos y hembras? Era algo relacionado con lasalsa, por comparación con la de ganso, yasabes. Pero me callé.

–Tal vez fuera mejor así, amigo mío. Unteniente chistoso, si tiene gracia, es una buenacompañía; un capitán chistoso puede serlo entresus iguales; pero un capitán de navío que hacereír a los oficiales posiblemente perderá parte desu autoridad como oficial superior. ¿AcasoNelson contaba chistes?

–Nunca le oí hacerlos. Casi siempre estabaalegre y sonriente, y una vez me preguntó: «¿Leimportaría pasarme la sal, por favor?», en un tonotan amable que fue mejor que un chiste, pero norecuerdo que nunca contara chistesexplícitamente. Quizá será mejor que reserve misocurrencias, cuando las tenga, para ti y paraSophie.

Siguieron caminando en silencio. Stephenlamentaba haber hablado con rudeza y sentía aúnmás remordimientos debido a la respuesta de

Jack. Vio pasar por encima de ellos uninconfundible pelícano de Filipinas, pero no loseñaló porque temía resultar más aburridohablando de las aves que Jack de los juegos depalabras y las agudezas, y porque le parecía quese le iba a estallar la cabeza.

–Pero dime, ¿qué querías decir con el día deSanta Hambre? – preguntó por fin-. Tenemos unababirusa de ciento cuarenta libras y una tortugade dos quintales.

–Sí, y es estupendo. Dispondremos de másde una libra de carne por persona durante dosdías, y eso podría ser un banquete si tuviéramosgalletas o guisantes secos para acompañarla.Pero no hay, y creo que en buena medida laculpa es mía por no haber sacado más galletas,harina, sal y carne salada de vaca y de cerdomientras había tiempo.

–Querido Jack, no podías predecir el tifón, ylas lanchas no cesaron de ir de un lado al otro.

–Sí, pero sacamos primero las cosas delenviado y sus acompañantes. Killick, que Dios leperdone, cargó la plata en el esquife en vez delos guisantes secos, como debía. Y lo primero es

lo primero. Ahora, como tú mismo dijiste, esdifícil encontrar jabalíes e incluso monos. El casoes que apenas quedan cocos y de lo quepescamos casi nada es comestible. Perodejando eso a un lado, es asombroso que unonecesite tan poca comida. Uno puede seguiractivo y trabajar duro comiendo solamente botasviejas, cinturones de piel y lo que menos podríauno pensar si tiene ánimo. Cuando hablé del díade Santa Hambre me refería al día en que tengaque anunciar que no hay más tabaco ni grog. Nopuedes imaginarte el apego que tienen a esasdos cosas. Ese día llegará dentro de dossemanas.

–¿Temes que haya un motín?–¿Un motín en forma de alzamiento violento

contra la autoridad? No. Sin embargo, esperomurmullos de descontento y muestras dehostilidad, y no hay nada que haga el trabajo máslento ni menos productivo que la hostilidad y lasriñas que conlleva. Es horrible tener que mandara una tripulación con la mitad de los miembrosresentidos y malhumorados. Además, siempreque se pierde un barco del rey algunos listillos

dicen a los demás que, puesto que a los oficialesse les asigna un determinado barco, no tienenautoridad sobre la tripulación cuando el barco yano existe. También dicen que a los marineros nose les paga más a partir del día del naufragio, asíque no tienen la obligación de trabajar ni deobedecer ni están sujetos a las leyes del CódigoNaval.

–¿Y eso es cierto?–¡Oh, no! Eso era así hace mucho tiempo,

pero cambió después de la pérdida del Wageren tiempos de Anson. Sin embargo, muchosmarineros creen que volverá a ser como antesporque la Armada tiene muy mala reputación porlo que se refiere a pagas y pensiones.

En ese punto el nivel de la playa subía por lapresencia de un banco de desechos arrastradosmontaña abajo por la lluvia torrencial. Ambossubieron a él y pudieron ver abajo, en el astilleronatural, la armazón de la goleta, tan bien hechacomo era deseable.

–¡Allí está! – exclamó Jack-. ¿No te parecesorprendente?

–Mucho -respondió Stephen, cerrando los

ojos.–Supuse que te lo parecería-dijo Jack,

asintiendo con la cabeza y sonriendo-. Hanpasado dos o tres días desde que la viste, y enese tiempo no sólo hemos podido ponerle lostablones que forman la parte inferior de la popasino también los yugos y las vagras. Sólo faltacolocar las gambotas para empezar a ponerlelos tablones.

–¿Las gambotas?–Sí, déjame explicarte. Puedes ver el

codaste, naturalmente. Pues los tablones delfondo se elevan por ambos lados y encima deellos van las gambotas…

Jack Aubrey hablaba con entusiasmo, pues,lo mismo que el señor Hadley, el carpintero,estaba muy orgulloso de la elegante popa; sinembargo, su entusiasmo le hizo extenderse y dardemasiados detalles sobre los alefrices y loschapuces. Stephen tuvo que interrumpirle:

–Discúlpame, Jack -dijo, volviendo la cabezaal sentir un fuerte mareo.

Pocas cosas podían ser másdesconcertantes, ya que el doctor Maturin, que

no era sólo un simple cirujano sino un médico,sabía perfectamente cómo mantener la buenasalud, tanto la ajena como la suya propia.Además, las enfermedades no hacían presa deél, pues había permanecido inmune bajo el fríodel Antártico y el calor del Ecuador, habíacuidado a toda la tripulación de un barco duranteuna epidemia de tifus sin contagiarse, y habíatratado la fiebre amarilla, la peste bubónica y laviruela con tan poco temor como el catarrocomún. Sin embargo, ahora estaba pálido comoun huevo de avestruz.

Jack ayudó a Stephen a subir la colina muydespacio y éste dijo:

–Sólo es un mareo pasajero. – Y cuando seacercaban al parapeto añadió-: Me parece quevoy a sentarme aquí para recobrar el aliento. –Se sentó en una esquina del campamento dondeel condestable y uno de sus ayudantes estabandando vueltas a la pólvora que formaba una torreen un trozo de lona-. Y bien, señor White, ¿cómova eso?

–Bueno, señor -respondió el señor White consu voz atronadora-, saqué la pólvora de los

barriles estropeados, como le dije, y mezclé ypulvericé los cristales. Pero ¿cree usted que sesecará con este espantoso aire húmedo? No,señor, no se secará ni aunque permanezca al soly le demos vueltas.

–Creo que mañana soplará el viento del este,condestable -anunció Jack con tanta calma queel condestable le miró con los ojosdesmesuradamente abiertos-, así que no tendráproblemas.

Entonces cogió a Stephen por el codo, lellevó hasta la tienda y mandó a un grumete allamar a Macmillan, el ayudante de cirujano.

–El doctor estaba muy pálido -dijo elcondestable, todavía con los ojosdesmesuradamente abiertos.

Estaba aún más pálido cuando Macmillanllegó. El joven sentía gran afecto por su jefe, pero,aunque había hecho un viaje tan largo en sucompañía, todavía le temía y ahora estabatotalmente desconcertado. Después delreconocimiento de rutina (mandar a sacar lalengua, tomar el pulso y otras cosas), en tonovacilante, dijo:

–Con su permiso, sugiero que tome veintegotas de tintura de opio, señor.

–¡No, señor! – gritó Stephen consorprendente vehemencia. Durante años habíasido adicto a esa droga, de la que había tomadodosis tan monstruosas que no soportaría tomarotra vez, y había sufrido considerablementecuando la había dejado-. Pero como usted habráadvertido -dijo cuando se le pasó el dolorprovocado por su grito-, tengo fiebre alta, asíque, indudablemente, las cosas másrecomendables son quina, hierro, un enema deuna solución salina, reposo y, sobre todo,silencio. Aunque, como usted sabe muy bien, esimposible que haya silencio absoluto en uncampamento lleno de marineros, con los taponesde cera se puede conseguir algo muy parecido.Están detrás del bálsamo de Gilead.

Cuando Macmillan regresó con todas esascosas, Stephen le explicó:

–Por supuesto que hasta dentro de algúntiempo no producirán efecto, y es posible queentretanto tenga mareos más fuertes. He notadoque la fiebre ha subido con rapidez y ya tengo

cierta tendencia a tener fantasías, ideasinconexas y alucinaciones; es decir, los primerossignos del delirio. Tenga la amabilidad de darmetres hojas de coca de la cajita que está en elbolsillo de mis calzones y de sentarse lo máscómodamente posible en esa vela plegada.

Después de haber masticado las hojasdurante un rato, prosiguió:

–Uno de los motivos de sufrimiento de losmédicos es que, por una parte, sabemos cuántascosas horribles pueden ocurrirle al cuerpohumano y, por otra, sabemos muy bien querealmente podemos hacer muy poco paracombatirlas. Por lo tanto, no podemos tener elconsuelo de la fe. Muchas veces he oído que lospacientes con agudos dolores, después detomar una poción de alguna sustancianauseabunda pero neutra o una pastilla de harinaazucarada, dicen que sienten un gran alivio. Estono debería ni podría sucedemos a nosotros.

Los dos se pusieron a recordar, y vinieron asu mente casos de individuos a quienes habíaocurrido eso, incluso a ellos mismos, y pocodespués Stephen comentó:

–Pero le diré otra causa de sufrimientoinnegable. En circunstancias normales, losmédicos, los cirujanos y los boticarios tienen queresponder a una gran demanda de compasión yes posible que vean media docena de casosdignos de lástima en un solo día. Los que no sonsantos corren el riesgo de quedarse sin fondos eir a la bancarrota, es decir, quedar en un estadoen que pierden gran parte de su humanidad. Losque trabajan por su cuenta tienen que decirpalabras más o menos apropiadas paramantener su clientela, su medio de vida, y, comosin duda habrá observado, poner simplementeuna expresión compasiva produce la impresiónde que se siente al menos un poco de lástima.Pero nuestros pacientes no nos pueden dejar, notienen alternativa. No estamos obligados a poneruna expresión compasiva porque nuestra falta dehumanidad no afecta a nuestro medio de vida.Tenemos un monopolio y creo que a la largamuchos de nosotros pagaremos muy caro porello. Seguramente habrá visto usted a muchosbárbaros insensibles, perezosos, presuntuosos,egoístas y demasiado prácticos atendiendo a

pacientes que no tienen elección, y si permaneceen la Armada, verá a muchos más.

Pero el monopolio todavía no habíaconvertido a Macmillan en un bárbaro práctico, yél y Ahmed pasaron toda la calurosa y húmedanoche sentados junto a Stephen, abanicándole,dándole agua fresca del profundo pozo ymeciendo su hamaca con un rítmico movimiento.Antes del amanecer el prometido viento del esteempezó a soplar y a refrescar el ambiente, yambos vieron con satisfacción como Stephencaía en un profundo y tranquilo sueño.

–Me parece que está mejorando, señor -dijoMacmillan cuando Jack le hizo una señal paraque saliera de la tienda-. La fiebre bajó tanrápidamente como subió, acompañada deabundante sudor, y si permanece tumbado hoy ytoma caldo de vez en cuando, mañana podríalevantarse.

Stephen se equivocó al pensar que en uncampamento lleno de marineros no podía habersilencio absoluto. Cuando las estrellas estabantodavía en el cielo, salieron juntos de puntillas delcampamento y llevaron su frugal desayuno para

comérselo en el astillero, dejando atrás sólo aalgunos de sus compañeros que no hacían ruidoal realizar su trabajo. Unos eran los cordeleros,con cabos viejos, filástica y una rueca; otro era elcondestable, dispuesto a esparcir la pólvora tanpronto como el sol le hiciera concebiresperanzas de que la secaría; otro, el velero, quehabía empezado a hacer los foques de la goleta;y otro, Killick, que tenía la intención de zurcir todala ropa del doctor (a Ahmed no se le daba bien lacostura) y realizar la digna tarea de pulir la platadel capitán.

Por tanto, había un inusual silencio cuandoStephen, poco antes de mediodía, salió de latienda. Macmillan, como correspondía en esemomento, había ido a la cocina para ver si yaestaba preparado el caldo; Ahmed se había idomucho antes en busca de cocos verdes; yStephen, aun sintiéndose muy débil, tuvo que ir alexcusado.

–Veo que está mejor, señor -dijo elcondestable con voz ronca.

–Mucho mejor, gracias, señor White -respondió Stephen-. Y usted debe de estar

contento con este fuerte viento.En tono satisfecho, el condestable explicó

que tal vez podría meter la pólvora de nuevo en elbarril dentro de un par de días y luego, muchomás alto y con mucha más convicción, añadió:

–Pero no debería haberse levantado nicaminar por ahí en camisa de dormir cuandosopla el viento del este. Si me hubiera avisado,habría mandado al vago de Killick a llevarle eseutensilio.

El condestable, como el propio doctorMaturin, era un oficial asimilado, y aunque era decategoría inferior a los oficiales, tenía derecho aexpresar su opinión. Los veleros, en cambio, no;pero cuando Stephen pasó junto a ellos yatravesó el espacio donde hacían los cabos, lelanzaron miradas tan llenas de reproches,moviendo la cabeza de un lado al otro, que sealegró de regresar a la tienda. Macmillan le llevóun bol de caldo de babirusa espesado congalletas molidas (pensaba que la sopa de tortugatenía demasiada grasa), le felicitó por surecuperación y, en un tono casi de reproche, leinformó de que en un rincón había un pequeño

mueble con un orinal dentro. Añadió que Ahmedestaba al llegar porque sólo había ido hasta lapunta oeste, que Killick se encontraba ahora auna distancia desde la que podía oírle y quequería dormir un poco. Luego, respetuosamente,sugirió que el doctor hiciera lo mismo.

Y eso hizo el doctor, a pesar de que eramediodía y se oían las distantes risas de losmarineros en el astillero, donde daban vueltas ala babirusa sobre el fuego hecho con troncosflotantes. No se despertó hasta que oyó vocesmalayas que no pudo reconocer y la voz deKillick, que decía:

–¡Ja, ja, ja, compañero! Diles que haymuchas más en el otro baúl y que podría habersacado el doble si hubiera tenido espacio.

Ahmed tradujo esto y añadió que el capitánera extremadamente rico e importante, como unrajá en su país. Luego, en respuesta a unapregunta hecha en voz aguda como la de uneunuco o un niño, explicó lo que el condestablehacía con la pólvora y por qué. También se oíanvoces inglesas, pero eran muy bajas pues, comomuchos habían dicho a Ahmed repetidas veces:

–Está mucho mejor, compañero, pero ahoraduerme, así que hay que hablar bajo.

Pero quien hablaba con voz aguda no parecíadispuesta a bajar el tono. Hizo insistentespreguntas a Ahmed sobre la pólvora: «¿Estoda?», «¿está lista?», «¿cuándo estará lista?»,«¿será buena?». Finalmente Stephen se levantó,se puso la camisa y los calzones y salió de latienda. Entonces pudo identificar a la propietariade la voz aguda: una mujer joven, bastante joven,y delgada. Por su rostro hermoso y expresivo ysu fina piel dedujo que era una dyak. Llevaba unafalda larga que sólo le permitía caminar con unmovimiento oscilante, como el que hacían lasmujeres chinas con los pies vendados, y unachaqueta corta que no ocultaba ni tenía elpropósito de ocultar completamente su pecho yque, para deleite de los marineros, a menudo elfuerte y caprichoso viento abría. Tenía una dagacon empuñadura de marfil metida en el fajín y lossegundos incisivos rebajados de modo que eranpuntiagudos, por lo que parecía tener dos paresde caninos. Stephen pensó que tal vez esoprovocaba su expresión malévola, que, sin

embargo, no intimidó a los pocos marineros einfantes de marina que había en el campamento.Todos se agruparon en torno a la joven,mirándola como tontos, y el condestable, aunqueno se separó del montón de pólvora, que ahoraestaba mucho más suelta y casi lista, se mostródeseoso de satisfacer su curiosidad.

Stephen saludó a los recién llegados, la joveny el hombre canoso que la acompañaba, quienesrespondieron formalmente, como solía hacerseen malayo, pero con un acento y algunasvariaciones que no había oído nunca. Ahmed dioun paso adelante y le contó que al llegar a lapunta oeste en la infructuosa búsqueda de cocosles había visto desembarcando de un pequeñoparao con cinco compañeros. Añadió que ellos lepreguntaron qué hacía y que cuando explicó lasituación le dieron cocos (y señaló una pequeñared). Como la marea, que estaba bajando, y lacorriente agitaban tanto el mar que el parao nopodía bordear la costa ni siquiera con vientofavorable, había traído a esas dos personas porel camino interior.

–¿Cómo pudo caminar ella con esa falda? –

preguntó Stephen en inglés, desviándose por unmomento del tema.

–Se la quitó – respondió Ahmed,enrojeciendo.

–Admiro su daga -dijo Stephen a la joven-.Nunca ha existido una empuñadura tanapropiada para una mano tan pequeña ydelicada.

–Déme su honorable antebrazo -respondió lajoven con su asombrosa sonrisa. Y luego sacó ladaga, que tenía la hoja recta de estilodamasquino, y le afeitó una media mejilla tanbien como lo hubiera hecho un barbero.

–Dígale que me afeite a mí -dijo el ayudantedel condestable, dando un paso adelante ysoltando la lona.

Entonces la lona, movida por el viento deleste, envolvió a su compañero, y la pólvora seesparció por babor formando una volátil eirrecuperable nube de polvo.

–¡Mira lo que me has hecho hacer, TomEvans, maldito estúpido! – gritó el señor White.

–Ahmed -dijo Stephen-, sirve el café en latienda, por favor. Trae una cafetera de plata,

cuatro tazas y un cojín para la joven. PreservedKillick, baja corriendo tan rápidamente comopuedas, presenta mis respetos al capitán y dileque aquí hay dos dyaks que llegaron por mar.

–¿Y dejar la plata? – preguntó Killick,extendiendo el brazo por encima deldesordenado conjunto de objetos que brillaban alsol-. ¡Oh, señor, permita que vaya el jovenAquiles! Puede correr más rápidamente quecualquier miembro de la Armada.

–Muy bien. Por favor, vaya usted, Aquiles, yno olvide presentar mis respetos.

Luego, cuando Aquiles saltó el parapeto yempezó a bajar la ladera corriendo como unaliebre, preguntó:

–¿No confías en tus compañeros, Killick?–No, señor, ni en estos extranjeros tampoco.

Aunque no me gusta decir nada en contra de unadama, cuando llegaron y saludaron en su lenguasu mirada parecía codiciosa. Dios sabe quemiraron las soperas con los ojosdesmesuradamente abiertos.

Todavía miraban codiciosamente cuandopasaron junto a Killick, pero después de cruzar

unas palabras en un idioma que no era elmalayo, desviaron la mirada y entraron en latienda.

El hombre canoso era, obviamente, decategoría inferior a la mujer. Se sentó en el sueloa cierta distancia de ella y, aunque se expresabacon elegancia, de acuerdo con las reglasmalayas, no lo hacía con tanta como ella nihablaba con tanta fluidez. Ahora ella conversabaanimadamente y ya no hacía rudas preguntasdirectas, sino observaciones que le habríanpermitido obtener información si Stephenestuviera dispuesto a dársela. Pero, porsupuesto, no lo estaba. Después de haberactuado con discreción durante tan largo tiempo,apenas era capaz de decir la hora sin esfuerzo.Aun así, puesto que mostrarse reacio a hablarera tan poco discreto como chismorrear, le contócosas que ella ya debía de saber y se extendiótanto que aún estaba hablando de las ventajasdel clima cálido cuando llegó Jack, con la caramás roja que lo habitual, después de habersubido la cuesta tras Aquiles.

Stephen hizo las presentaciones con la

apropiada formalidad. Killick cubriódiscretamente el pequeño mueble que conteníael orinal con una bandera de salida y Jack sesentó encima. Entonces llegó el café y Stephenanunció:

–El capitán no entiende el malayo, así que medisculparán si hablo inglés con él.

–Nada nos proporcionaría más placer queescuchar la lengua inglesa -respondió la joven-.Me han dicho que se parece a la de los pájaros.

Stephen hizo una inclinación de cabeza y dijo:–En primer lugar, Jack, te ruego que intentes

no lanzar miradas notoriamente lascivas a lajoven, pues eso no sólo es descortés sino quepone en entredicho tu moral. En segundo lugar,dime si debo preguntar a estas personas siestán dispuestas a llevar un mensaje a Batavia acambio de una suma. Y si es así, dime cuál debeser el mensaje.

–La he mirado con respeto y admiración.¡Mira quién fue a hablar! Pero para evitarsuspicacias miraré a otra parte. – Tomó un sorbode café para recobrar la serenidad y luegocontinuó-: Sí, por favor, pregúntales si irían a

Batavia en representación nuestra. Con esteviento fuerte y tan estable no tardarán más de unpar de días. En cuanto al mensaje, déjamepensar mientras llegas a un acuerdo sobre elprimer punto importante. Stephen hizo lapregunta y escuchó atentamente la larga ymeditada respuesta mientras pensaba queestaba ante la persona más inteligente yperspicaz que había conocido en Pulo Prabang,con excepción de Wan Da, cuya madre era dyak.Cuando ella terminó, Stephen se volvió haciaJack y dijo:

–En pocas palabras, todo depende de lasuma. Su tío, un hombre muy importante enPontianak y capitán del parao, tiene muchointerés en estar en su país para el Festival de lasCalaveras. Sería un sacrificio tanto para él comopara la tripulación y la dama perderse el Festivalde las Calaveras. Con viento favorable, tardaríandos días en llegar a Batavia.

Reanudaron la negociación e hicieroncomentarios sobre las fiestas en los diferentespaíses y, en particular, sobre el Festival de lasCalaveras. Luego hablaron de las

compensaciones y de las hipotéticas sumas y lasformas de pago. Mientras volvían a servirles café,Stephen anunció:

–Jack, creo que llegaremos a un acuerdo muypronto. Tal vez podríamos ahorrar tiempo sihicieras una lista de las cosas que quieres que elseñor Raffles te envíe, pues me imagino que notienes intención de abandonar la goleta, que yacasi está lista para navegar.

–¡Dios me libre! – exclamó Jack-. Eso seríaoponerse a la Providencia. Me limitaré a anotaralgunas cosas esenciales que podrá mandarmeen cualquier barco pesquero que esté disponible,sin necesidad de esperar por uno de los barcosque hacen el comercio con las Indias ni otro deese tipo.

Entonces empezó a escribir: «1 quintal detabaco, 20 galones de ron (o aguardiente depalma, si no encuentra ron)…» Y cuando estabaescribiendo: «100 balas de 12 libras y 50 de 9libras; 2 medios barriles de pólvora roja de granogrueso y uno de grano fino…», Stephen leinterrumpió:

–Hemos acordado la cantidad de veinte

johannes.–¿Veinte johannes?–Es mucho, de acuerdo, pero es el valor de la

letra más pequeña que me dio Shao Yen y noquiero tentar a la joven… -En ese momento vioque el capitán Aubrey empezaba a sonreír y queun brillo premonitorio aparecía en sus ojos y loatajó-: Jack, te ruego que no trates de sergracioso en este momento. La dama es delicadacomo el ámbar y es muy inteligente; no debemosofenderla. Como decía, no quiero tentarladándole monedas, pues Satanás podría inducirlaa huir con el dinero. Ella conoce perfectamentebien su sello y sabe que no recibirá los johanneshasta que entregue a Shao Yen la letra con mifirma. Así que, si has terminado la lista, dámelapara poner las dos cosas juntas. La dama, cuyonombre es Kesegaran… No hagas comentarios,por favor, y limítate a mirar hacia abajohumildemente. La dama dice que le gustaría verla goleta, y como el viento no es favorable paranavegar en el parao de su tío pero sí en nuestrocúter, podríamos ganar una hora o dos llevándolahasta la punta sur. Además, la cortesía no exige

menos.Se quedaron mirando cómo el cúter zarpaba,

avanzaba bastante hacia alta mar, viraba y sedeslizaba por las agitadas aguas azulessalpicadas de blanco en dirección a la punta sur.Todos los marineros permanecían sentadosconforme a lo establecido en la Armada; lasúnicas incongruencias eran la falta de uniformede Seymour y el modo en que Kesegaran,sujetándose a un cabo de la popa, se inclinóhacia el costado de barlovento y quedósuspendida sobre el mar como si esa fuera laforma de navegar más natural del mundo.

–Nunca había visto a una mujer tan interesadaen la fabricación de barcos -dijo Jack.

–Ni en las herramientas de quienes losconstruyen -replicó Stephen-. Tanto ella como suacompañante casi expresaron sus deseos agritos. Aunque estoy seguro de que estabaninteresados en tu plata, eso fue un deseopasajero comparado con la codicia de lassierras de doble mango, las azuelas, los gatos ymuchas otras herramientas brillantes del señorHadley cuyo nombre desconozco.

–En algunos lugares tienen que unir lostablones con una costura -explicó Jack.

Pero Stephen, siguiendo el hilo de supensamiento, dijo:

–Cuando hablé de una expresión malévola nome refería a malévola en sentido moral. No debíahaber usado esa palabra. Quería decir feroz,mejor dicho, potencialmente feroz, de alguien conquien no se debe jugar.

–No creo que ningún hombre que valore enalgo sus… es decir, que no quiera terminar susdías como un eunuco, sea capaz de jugar conKesegaran.

–¿Has visto un armiño alguna vez, amigomío? – preguntó Stephen después de unosmomentos.

Jack, dando un suspiro, descartó un juego depalabras con la palabra «armiño» y se limitó aresponder que no, pero que creía que se parecíaa la marta aunque de menor tamaño.

–Sí -respondió Stephen-. La marta tiene unaforma muy hermosa, es una criatura realmentebella, pero cuando ataca o se defiende lo hacecon gran ferocidad. Ese es el sentido que le di

impropiamente a la palabra «malévola».Hubo una pausa y luego Jack dijo:–Supongo que llegarán a Batavia el

miércoles por la tarde, pero ¿crees que ellostardarán mucho en encontrar al banquero y él enencontrar a Raffles?

–Amigo mío, sé tanto como tú sobre susfiestas y su estado de salud. Pero Shao Yenmantiene una estrecha relación con elgobernador y podría hacerle llegar tu mensaje encinco minutos, si se encuentra allí. Y como elgobernador nos apoya totalmente, en otros cincominutos podría echar mano a cualquier barco,lancha o bote. Como has visto, Batavia, por suscaminos, es como la Esquina del Orador deHyde Park en versión marítima.

–Entonces, en el mejor de los casos, acondición de que escoja un barco que naveguebien de bolina, lo que es probable porque nacióen la mar, podremos verles de nuevo el domingo.¡Cáñamo de Manila nuevo, clavos de seispulgadas nuevos, botes de pintura! Y noolvidemos las cosas esenciales como pólvora,balas, ron y tabaco. ¡Viva el domingo!

–¡Que viva el domingo! – exclamó Stephen, yempezó a subir despacio la ladera.

Más tarde, mientras se mecía en el coy ytrataba de encontrar en el fondo de su mente elmotivo de su enorme insatisfacción, repitió:

–¡Que viva el domingo!Por su profesión, era muy desconfiado y

reconocía que a menudo exageraba, sobre todocuando no se encontraba bien. Se preguntabapor qué Kesegaran había pedido a Ahmed que lallevara al campamento por el camino interior, uncamino accidentado, en vez de por la playa. Eraevidente que ella conocía muy bien la isla,aunque había dicho de pasada, y sin duda conrazón, que no era muy frecuentada debido a laspeligrosas corrientes. Pasar por el caminointerior era como haber visto el campamentoindefenso, y el tonto de Ahmed había hecho aúnmás evidente su indefensión al contárselo todosobre la pólvora. Tanto el encuentro casual comolas circunstancias en que se había producido nopodían haber sido más desafortunados. Pero,por otra parte, ella había visto en el astillero amás de un centenar de hombres fuertes, un grupo

que no podía dejar de tenerse en cuenta. Y elhecho de que sus segundos incisivos estuvieranafilados (sin duda, una costumbre tribal), nonegaba precisamente la malevolencia.

CAPÍTULO 2

–Otra desgracia en la vida es tener uncontubernal que ronca como diez -dijo Stephenen la oscuridad de la madrugada.

–No estaba roncando -replicó Jack-. Estabamuy despierto. ¿Qué significa contubernal?

–Tú eres un contubernal.–Y tú eres otro. Estaba muy despierto

pensando en el domingo. Si llegan lasprovisiones que envía Raffles, celebraremos unaceremonia religiosa para dar gracias a Dios,comeremos una ración entera de pudín de pasasy pasaremos el resto del día como un día festivo.Entonces el lunes nos pondremos a…

–¿Qué fue ese ruido? Quiera el cielo que nohaya sido un trueno.

–Sólo eran Astillas y el contramaestretratando de escabullirse sin hacer ruido. Ellos ysus hombres van a comenzar el trabajo tempranoy a preparar muy pronto la olla con la brea, y JoeGower llevará el arpón con la esperanza depescar una de esas sabrosas rayas quepermanecen en las aguas poco profundasdurante la noche. Dentro de poco empezarás aoler la brea, si prestas atención.

Se dieron el lujo de quedarse allí, relajados,durante varios minutos. Pero no fue el olor a brealo que hizo a Jack bajar del coy de un salto. En elastillero se oyeron gritos confusos, golpes ychillidos de dolor que cesaron de repente.

Todavía estaba oscuro cuando llegó alparapeto, pero abajo y en el mar se movíanalgunas luces. Le pareció ver muy cerca de lacosta la silueta de una gran embarcacióniluminada por las llamas que estaban debajo dela olla, pero antes de poder asegurarse de ello,los primeros ayudantes del carpintero subieroncorriendo la cuesta.

–¿Qué ha sucedido, Jennings? – preguntó.–Mataron a Hadley, señor, y también a Joe

Gower. Unos hombres negros están robandonuestras herramientas.

–¡Llamen a todos a sus puestos! – gritó Jack.Cuando el tambor empezó a sonar, varios

marineros más subieron la ladera, y los últimossostenían al contramaestre, que estabasangrando.

Aparecieron las primeras luces por el este yllegó el alba. Luego asomó la roja aureola del sol

e inmediatamente después llegó la brillante luzdel día. El mayor parao de dos cascos que Jackhabía visto en su vida estaba situado a pocasyardas de la entrada del astillero. Como estabatan cerca y había marea baja, numerosostripulantes, formando muchas filas, se llevabanherramientas, cabos, velas y objetos de metal albarco caminando por el agua, mientras otrostodavía estaban alrededor de sus amigos o susenemigos muertos.

–¿Puedo hacer fuego, señor? – preguntó elseñor Welby cuando los infantes de marina queestaban bajo su mando se alinearon tras elparapeto.

–¿A esta distancia y con pólvora tan pocofiable? No. ¿Cuántas cargas tienen sushombres?

–La mayoría tiene dos, señor, y encondiciones bastante buenas.

Jack asintió con la cabeza.–¡Señor Reade! – gritó-. Déme el catalejo,

por favor, y diga al condestable que venga.Con el catalejo pudo ver la costa

extremadamente cerca. Los hombres estaban

cortándole cuidadosamente la cabeza alcarpintero. Gower y otro hombre que no pudoidentificar ya habían perdido las suyas. Habíados malayos o dyaks muertos, y en ese momentoadvirtió con sorpresa que una era Kesegaran.Era perfectamente reconocible a pesar de queahora llevaba pantalones chinos y estabacubierta de heridas. Tenía la cara vuelta hacia elcielo y la misma expresión feroz.

Todavía Jennings estaba a su lado y todavíahablaba mucho debido a la impresión recibida.

–Fue Joe Gower quien lo hizo, señor -dijo-. Elseñor White intentó evitar que ella cogiera suhacha grande y ella le dio un sablazo en la piernay luego, cuando él estaba en el suelo, le cortó lacabeza con la destreza de un leñador mientras élgritaba como un cerdo. Entonces Joe le dio sumerecido con el arpón. Fue una reacción natural,pues es arponero y ayudante del carpintero.

–¡Señor! – gritó el condestable.–Señor White, mande sacar las carronadas y

cargarlas de nuevo con metralla. ¿Qué leparecen las cargas?

–No quisiera tener que responder de la

carronada delantera, señor, pero el cañón denueve libras y la carronada posterior cumpliráncon su deber.

–Al menos cambie el fieltro viejo por un pañoseco y mezcle el contenido con un poco de cebo,y deje que se airee. Esa gente estará ocupadaallí abajo durante un buen rato.

Entonces se volvió hacia el primer teniente ypreguntó:

–Señor Fielding, ya se han repartido las picasy los sables, ¿verdad?

–¡Oh, sí, señor!–Entonces mande a los hombres a desayunar

alternándose en dos grupos y busque todos losobjetos de donde pueda sacarse pólvora:frascos, armas defectuosas, bengalas, pistolasque hayamos pasado por alto… ¡Ah, doctor,estás ahí! Supongo que ya has visto lo queocurre.

–Tengo una ligera idea. ¿Quieres que baje aintentar negociar con ellos la paz?

–¿Sabías que Kesegaran se encontraba allí yestá muerta?

–No -respondió Stephen con semblante

grave.–Coge mi catalejo. Todavía no se la han

llevado al parao. Por el modo en que actúan, nocreo que sea posible acordar una tregua, y tematarían de inmediato. En un enfrentamientocomo éste, un bando tiene que derrotar al otro.

–Estoy seguro de que tienes razón.Killick puso una bandeja sobre el parapeto y

ellos se sentaron uno a cada lado y observaron elastillero y a los atareados dyaks.

–¿Cómo está el contramaestre? – preguntóJack, bajando la taza a la bandeja.

–Le hemos cosido -respondió Stephen-, y amenos que contraiga una infección, se salvará.Pero nunca podrá volver a bailar. Una de laslesiones le cortó un tendón de la corva.

–Al pobre le encantaba el baile típico de losmarineros y la danza irlandesa. ¿Has notado quese están poniendo chaquetas blanquecinas?

–Los guardias dyaks de Prabang las usaban.Wan Da me dijo que podían rechazar balasporque están forradas con kapok.

Siguieron observando en silencio mientras setomaron dos cafeteras. La mayor parte del

saqueo había cesado y ahora el astillero estabarodeado de lanzas con las puntas brillando al sol.Al terminar de beber una taza, el capitán Aubreypreguntó:

–Señor Welby, ¿qué le parece la situación?–Creo que piensan atacar, señor, y de un

modo inteligente. He estado observando al quelos dirige, ese viejo con un pañuelo verde en lacabeza. Desde hace media hora está enviando apequeños grupos a los árboles que seencuentran a nuestra izquierda, y de los que hanido sólo unos cuantos han regresado gritando yagitando ramas en el aire para que les vean. Haenviado a muchos más a colocarse tras el bancode arena situado a este lado del astillero, dondeno podremos verles porque esa parte quedaoculta por el banco. Creo que el plan consiste enmandar a un gran grupo a subir la ladera paraatacarnos directamente, entablar combate en elparapeto, matar a todos los hombres que puedanallí. Supongo que después retrocederándespacio sin dejar de luchar y finalmente sevolverán y echarán a correr para queabandonemos nuestros puestos y les

persigamos. Entonces el grupo que está en elbosque nos atacará por un flanco, los hombresde la parte oculta por el banco comenzarán asubir la cuesta y, entre ellos y los primerosatacantes, que darán la vuelta de nuevo, nosharán pedazos. Aparte de todo, son más detrescientos y nosotros alrededor de la mitad.

–Creo que ha estado en situaciones comoésta, señor Welby -dijo Jack mirandoatentamente los árboles que estaban a laizquierda, donde podía verse bien el brillo de lasarmas.

–He visto muchas cosas durante mis largosaños de servicio, señor -respondió el señorWelby.

Mientras hablaba, un cañón giratorio y un granmosquete apoyado en una cureña dispararondesde el parao. La bala de cañón, de medialibra, hizo saltar tierra por encima del parapeto, yla bala de mosquete, probablemente una piedraredonda, pasó por encima de sus cabezasproduciendo un silbido. Ésa era aparentementetoda la artillería que los dyaks poseían (no seveían otros mosquetes) e inmediatamente

después de la descarga, los hombres conchalecos blancos y lanzas empezaron a formarfilas.

Después de hablar un momento en voz bajacon Jack, dijo Welby:

–Infantes de marina, por cada disparo, unhombre. Disparen a discreción, pero nadie debehacer fuego si no está seguro de que va a matar.Nadie debe abandonar su puesto. Nadie debecargar de nuevo el arma, sino calar la bayoneta.Sargento, repita las órdenes.

El sargento las repitió y añadió:–Después de haber limpiado la llave y el

cañón del arma si el tiempo lo permite.Entonces se oyeron aullidos y el fuerte sonido

de un tambor, y los hombres armados con lanzas,separados en grupos, empezaron a subir laladera corriendo. Cuando estaban a cien yardas,alguien disparó nerviosamente un mosquete.

–¡Sargento, tome el nombre a ese hombre!Se acercaron más y pudieron oír su jadeo;

recorrieron el último tramo y se oyeron veinte otreinta disparos de mosquete. Luego, todosagrupados y dando gritos, llegaron al parapeto y

en ese momento se oyeron chocar las lanzas, laspicas, los sables y las bayonetas entre nubes depolvo. Poco después uno de sus jefes dio unterrible grito y todos retrocedieron, primerolentamente y sin dejar de mirar al campamento,luego más rápido y de espaldas a él y finalmentecorriendo. Una docena de furiosos marinerosempezaron a correr tras ellos aullando comoperros de presa, pero Jack, Fielding yRichardson sabían sus nombres y les llamaronpara que regresaran a sus puestos calificándolesde tontos e insensatos, y torpes como mujeres.

Los dyaks se detuvieron en mitad del camino,se agruparon, se volvieron hacia el campamentoy les desafiaron e hicieron burlas.

–¡La carronada delantera! – gritó Jack-.¡Disparad a los morenos!

La piedra de chispa no prendió la carga laprimera vez que tiraron de la rabiza, pero sí lasegunda, y la carronada lanzó la cargahorizontalmente, esparciendo metralla entre losdyaks, que reían, gritaban y daban saltos.Además, algunos saludaban a los inglesesmoviéndose el pene y otros les enseñaban las

nalgas. En ese momento salieron corriendo deentre los árboles los refuerzos, que iban a unirsea ellos para atacar con dureza.

–¡La carronada posterior! – gritó Jack.Su grito fue seguido inmediatamente por un

gran estrépito acompañado de una nube dehumo con destellos anaranjados. Mientras se oíael eco del disparo, la nube se desplazó asotavento descubriendo la horrible hilera que lametralla había dejado. Todos corrieron alastillero, y aunque algunos volvieron, medioagachados, para ayudar a bajar a sus amigosheridos, dejaron atrás una veintena de muertos.

Luego siguió un período sin ninguna acciónque duró hasta la tarde, pero pronto quedó claroque ni los dyaks ni sus amigos malayos (latripulación era una mezcla de ambos) se habíandesanimado. Se veía mucho movimiento junto alastillero y entre el astillero y el parao, y de vez encuando disparaban el cañón giratorio. Amediodía encendieron el fuego para cocinar y loshombres del campamento hicieron lo mismo.

Durante todo ese tiempo Jack había estadoobservando al enemigo muy atentamente y tanto

para él como para sus oficiales era obvio que elviejo Pañuelo Verde tenía el mando. El jefe de losdyaks observaba a los ingleses con la mismaatención, a menudo situado sobre el banco dearena y haciéndose sombra con la mano sobrelos ojos, de modo que un buen tirador con el rifleapoyado en el parapeto podría derribarlo. Teníala certeza de que Stephen podría hacerlo, perotambién de que no lo haría nunca, y, de todasmaneras, ambos médicos estaban atendiendo alos heridos (varios hombres habían resultadoheridos en la lucha junto al parapeto). Tampocoél lo haría a sangre fría y a esa distancia. Si bienno le disgustaba ver cómo una andanadaarrasaba la cubierta de un barco enemigo,aunque parecía un contrasentido, considerabasagrado al jefe de los oponentes y sabía quehabía una diferencia perceptible pero indefinibleentre matar y asesinar. Pregunta: ¿Eso eraválido para un hombre a quien se asigna la tareade francotirador? Respuesta: No. Y tampoco loera para un grupo de hombres, aunque fuera muypequeño.

El capitán Aubrey sus oficiales y David

Edwards, el secretario del enviado, comieron entablones colocados sobre patas de tijera junto ala parte interior del parapeto, que tenía encimasacos de arena para protegerles la cabeza delos frecuentes disparos del cañón giratorio. Losdisparos eran muy precisos y casi siempredaban en el parapeto o pasaban justo porencima de él; eran tan precisos que losmarineros que estaban a su alcance searrodillaban en cuanto veían el fogonazo. Pero lagenuflexión no siempre les salvaba, y dos vecesdurante la comida llamaron al doctor Maturin paraatender a los que resultaban malheridos.

La comida de ese día fue tan poco formal queRichardson no cometió un acto impropio cuando,mientras miraba por el catalejo por entre lossacos de arena, anunció:

–Señor, me parece que el enemigo se haquedado sin agua. Veo a tres grupos tratando dehacer agujeros donde suponen que pasa unacorriente de agua, y Pañuelo Verde les estáinsultando como una verdulera.

–Esperaban poder beber agua de nuestropozo -dijo Welby, sonriendo, y luego, para no

tentar a la fortuna, añadió-: Pero cuidado: aún esposible que lo hagan.

–Ahora nuestras posibilidades son másparecidas -dijo el contador-. Y si las cosassiguen a este paso, pronto tendremos ventaja.

–Si eso ocurre, no hay duda de que se irán yregresarán con una potencia tres veces mayor -aventuró el oficial de derrota-. Señor, ¿seríadisparatado sugerir que destruyéramos elparao? Es sumamente frágil; no tiene ningunaparte de su estructura de metal y una bala encada uno de los cascos o, mejor aún, donde seunen, lo haría pedazos.

–Lo sería, señor Warren -respondió Jack-.Eso nos dejaría con más de doscientos villanossedientos que nos quitarían el cobijo y elsustento. El doctor dice que apenas quedan unaveintena de jabalíes y que sólo hay monos decola prensil para proporcionarnos una ración decarne durante unos pocos días. Lo que más megustaría sería verles zarpar en busca derefuerzos. Casi hemos terminado de serrar, ycomo, por suerte, el pobre señor Hadley habíadejado aquí algunas de las herramientas más

importantes para afilarlas y ajustarías, creo que sitrabajamos día y noche podremos botar la goletay estar navegando rumbo a Batavia antes queregresen. Estoy seguro de que proceden deBorneo.

–¡Oh! – exclamó el contador como si se lehubiera ocurrido otra idea, pero no dijo nadamás.

Tanto la bala del cañón giratorio como la delgran mosquete habían perforado el saco dearena que tenía enfrente, cubriéndoles a él y lamesa con el contenido. Cuando los demástrataron de levantarle ya estaba muerto. Stephenle abrió la camisa, le puso la oreja en el pecho ydijo a media voz:

–Temo que le ha fallado el corazón. ¡QueDios se apiade de él!

Durante las tranquilas y calurosas horas quesiguieron, Jack, Fielding y el condestableinspeccionaron toda la pólvora que habíanencontrado en el fondo de los barriles o enfrascos, cartuchos para hacer señales ybengalas.

–Tenemos bastante para una carga para las

carronadas y el cañón de nueve libras, y nossobra lo suficiente para dar al doctor mediofrasco para su rifle -sentenció Jack-.Condestable, sería conveniente cargarlos ahoraque el metal casi no se puede tocar, pues el calorhará que la pólvora explote más rápidamente. Yordene que raspen cuidadosamente la bala denueve libras y luego la froten con aceite.

–Sí, sí, señor. Supongo que pondremosmetralla en las carronadas.

–Mejor sería ponerles esas cargas queprovocan una carnicería a corta distancia, perosupongo que no tenemos ninguna,

El condestable, con expresión melancólica,negó con la cabeza.

–Todas se quedaron en ese maldito arrecife,señor, con perdón.

–Entonces ponga metralla, señor White.–¡Señor, señor, el capitán Welby dice que

están mandando a los hombres a subir por elbosque! – gritó Bennett.

–Señor -dijo Welby cuando Jack se reuniócon él en el puesto de vigilancia-, tal vez seríamás prudente que no dirigiera el catalejo hacia

allí porque podrían pensar que les hemos visto.Si observa el claro situado a la izquierda de eseenorme árbol con flores rojas que forma con elasta un ángulo como las once en punto, verá quelo están atravesando con las lanzas bajas y conlas puntas cubiertas de hoja o hierba.

–¿Qué cree que se proponen?–Supongo que es un grupo preparado para el

ataque por sorpresa y que ha sido enviado aatacar el campamento por la parte de atrás,donde está la plata. Van a apoderarse de uno odos baúles y luego correrán al bosque que estádetrás, mientras sus amigos nos entretienenlanzando un falso ataque por la parte delantera.

–No saben cómo es la parte trasera delcampamento. Podremos protegerla con mediadocena de hombres, pues cuando ocurrió eldesprendimiento de tierra en la ladera se formóun gran socavón.

–No lo saben, señor. Y como la joven vino porla entrada oeste y salió por la sur, no vio esatrinchera natural. Aunque, indudablemente, sugeneral está empleando su estrategia, creo quetambién confía en el factor sorpresa.

–¿Cuántos hombres calcula que hay?–Conté veintinueve, señor, pero es posible

que haya unos cuantos más.–Bueno, no creo que eso nos cause

problema. Señor Reade, deje de señalartontamente hacia los árboles. Pareinmediatamente, ¿me oye? Usted y Harperrecojan las piedras más grandes que puedancargar y llévenlas enseguida hasta los escalonesde la pared norte. Señor Welby, creo quepodremos permitirnos que ocho de los mejorestiradores que haya entre sus hombres disparensendas rondas. Ver caer la cuarta parte de loscompañeros de uno antes de empezar un ataquees desalentador. Sólo los hombresextraordinariamente valientes son capaces decontinuar con semejante perspectiva delante.

Casi enseguida empezó la diversión. Elcañón giratorio y el gran mosquete empezaron ahacer disparos que se sucedían tan rápidamentecomo era posible; grandes grupos de hombrescomenzaron a atravesar diagonalmente la laderaque estaba entre el astillero y el campamento ymientras corrían daban gritos de alegría o

aullaban como gibones. Poco después se oyó laprimera descarga dentro del bosque, muy cercadel límite. Jack tuvo que gritar para que le oyeran.

–Señor Seymour, un grupo está a punto dellegar a la pared norte para llevarse la plata.Llévese a Killick, a Bonden, a los ocho infantesde marina elegidos por el señor Welby y a tantosmarineros como necesite para formar una línea alo largo del muro y hacer frente a la situación.Entretanto, nosotros vigilaremos a los queintentan entretenernos para asegurarnos de queeste asunto no se pone feo.

El falso ataque, el que pretendía distraer suatención, no se puso feo, pero el real sí. Losmiembros del grupo que atacaba por sorpresahabían sido escogidos por su fuerza y valor, y apesar de las numerosas bajas que sufrieron encuanto salieron de su refugio, corrieron hacia losescalones del muro. Desde allí les atacó Killick,que lleno de odio y furia les lanzó piedras, juntocon los infantes de marina, todos los barquerosdel capitán y su timonel, que estaban situados aambos lados de él. Una y otra vez, cada vez queun dyak intentaba reemplazar a otro avanzando

con la lanza preparada, le hacían retroceder apunta de pica, le atravesaban con un sable o leaplastaban con una piedra de cincuenta libras. Alpoco tiempo ya no quedaba ninguno queavanzara. Seymour, que estaba nominalmente almando del grupo, tuvo que pegarles en laespalda para evitar que machacaran con piedrasa los pocos hombres malheridos que bajabancon dificultad por entre las rocas. Y Killick todavíapermaneció allí de pie un largo rato, rojo de ira ycon un hacha de abordaje en la mano y un trozodentado de basalto en la otra.

La diversión decayó pronto. Los hombres quecorrían diagonalmente de un lado a otroperdieron energía; sonó la última descarga; y elsol, cansado también de aquel díaextraordinariamente caluroso, empezó a bajardespacio por el cielo, de un intenso color azul, endirección oeste.

–A pesar de todo, señor -dijo Welby-, no creoque esto sea el final. El general ha perdidohombres muy fuertes y no puede reemplazarlos.Además, no tienen agua… ¡Mire cómo excavanaunque no van a encontrarla allí! Así que no

pueden esperar. El general no puede esperar.Tan pronto como hayan descansado un poco,ordenará a todos atacarnos de frente. Estoyseguro de que es un tipo que lucha a muerte ogloria. Mire como les arenga mientras va de unlado al otro. ¡Oh, Dios mío, han incendiado lagoleta!

Cuando el negro humo se elevaba con el aire,en el campamento se oyeron gritos de rabia,desesperación, frustración y pena. Jack,elevando la voz, llamó al condestable.

–¡Señor White! ¡Señor White! Saque lascarronadas y cárguelas con las mejores balasque tengamos. Sus hombres tienen cincominutos, no más, para rasparlas y dejarlas lo máslisas posibles. Y prepare la mecha decombustión lenta.

Esta vez no hubo maniobras de distracción.Subieron la cuesta primero al trote y luegocorriendo con furia. Avanzaron directamentehacia las piezas de artillería sin dar ninguna señalde temor, pero sin ningún orden, llegaron alparapeto en oleadas, los más rápidos primero ymuchos más en pequeños grupos, de modo que

no pudieron atravesar la masa de picas ybayonetas. Su jefe llegó corriendo en la segundaoleada, pero casi no podía ver ni recobrar elaliento. Saltó por encima de un cadáver y atacóal marinero que tenía enfrente dando sablazos aciegas, pero cayó hacia atrás con la cabezapartida en dos por un hacha.

Fue una lucha encarnizada, a matar o morir,entre el polvo, el ruido de espadas y lanzas alchocar, gritos, gruñidos, y a veces aullidos.Durante un período que pareció muy largo, elenemigo no retrocedió salvo para volver aavanzar. Los dyaks y los malayos tenían queluchar subiendo la cuesta y contra enemigosprotegidos por un parapeto de moderada alturaque obedecían a jefes navales y militarescompetentes y de voz potente. Además, a pesarde su valentía, eran más bajos y delgados quelos ingleses, y en un momento dado, cuando losque estaban en el centro y la derecha se retiraronpara reagruparse y lanzar un nuevo asalto, JackAubrey se dio cuenta de que había cambiado elrumbo de la batalla y gritó:

–¡Señor Welby, a la carga! ¡Tripulantes de la

Diane, síganme!Todo el campamento empezó a avanzar

hacia el parapeto dando vivas. El tambor redoblóy todos corrieron hacia delante. Después delespantoso primer choque, los infantes de marina,por su potencia y su perfecto orden, abatieron atodos los hombres que tenían delante. Aquellafue una derrota, una derrota para los dyaks, quehuyeron para ponerse a salvo.

Los casi cien hombres que quedaban corríanmás que los ingleses y, al llegar a la playa, semetieron en el mar y fueron hasta el paraonadando con rapidez, ágiles como nutrias.

Jack se detuvo en la orilla jadeando y con elsable colgando de la muñeca. Se enjugó lasangre de los ojos (sangre de algún golpe que nohabía sentido) y miró hacia la goleta, cuyascuadernas se recortaban sobre las luminosasllamas y luego hacia los dyaks, que ya estabanrecogiendo el cable.

–¡Señor Fielding -gritó con voz ronca-, vaya aver qué se puede hacer para extinguir el fuego!¡Señor White, artilleros, repito, artilleros, venganconmigo!

Los que habían salido indemnes volvieron asubir trabajosamente, y Jack sintió como nuncaantes la carga de su pesado cuerpo. A mediocamino del campamento había muchoscadáveres amontonados y frente al parapetohabía muchos más, pero Jack apenas se fijó eneso mientras avanzaba para situarse junto alcañón de bronce de nueve libras. Bonden, queestaba encargado del cañón y corría másrápidamente que él, le ayudó a saltar por encimadel parapeto diciendo.

–Ya han levado el ancla, señor.Jack se volvió y vio que, en efecto, el parao

orzaba y trataba de que la proa formara con ladirección del desfavorable viento el menor ánguloposible. La marea había estado bajando duranteun tiempo lo bastante largo para que el arrecifeestuviera descubierto, y el parao tenía queaproximarse a alta mar lo más posible con lasvelas amuradas a estribor para poder doblar elcabo oeste, frente al cual había un horribleremolino provocado por la marea y una corrienteen dirección norte.

El condestable llegó un momento después

auxiliado por un ayudante superviviente.–Hay más mechas en mi tienda, señor -

anunció con una voz que apenas pudo oírse alotro lado del parapeto.

–No se preocupe por eso, señor White -lerespondió Jack sonriendo-. Todavía falta porconsumirse la mitad de la primera.

Efectivamente, aún estaba allí, ardiendodentro del recipiente metálico al que nadie habíadado una patada ni había tocado durante labatalla, a pesar de la confusión, y ahora el humosalía de ella y atravesaba el campamento vacío.

–Qué Dios nos ampare -susurró elcondestable cuando todos se agacharon paracolocar la carronada delantera-. Pensaba que elcombate iba a ser mucho más largo. ¿Le parecebien cuatro grados, señor?

–Apunte bastante arriba, condestable.–Bastante arriba, señor -dijo el condestable,

dando media vuelta más al tornillo.Durante un breve momento, la mecha produjo

un sonido sibilante al ponerse en contacto con elcebo y enseguida la carronada disparó conestrépito y retrocedió rechinando. Todos los

marineros miraron por debajo del humo y algunospudieron ver la bala describiendo una trayectoriacurva. Jack la observó con tanta atención quesólo su corazón, que latió con tanta fuerza quecasi le dejó sin aliento, reconoció con alegría quela pólvora había reaccionado bien. La direcciónera acertada, pero la bala cayó a veinte yardasdel blanco.

Jack se acercó corriendo al cañón de nuevelibras mientras gritaba al encargado de la otracarronada:

–¡Cuatro y medio, Willet! ¡Dispare cuandosuba!

La carronada disparó un momento después yvolvió a oírse un gran estrépito. Esta vez Jack novio la bala, sino el penacho de espuma queformó en el mar, justo delante del parao, y notóque la dirección era tan acertada como laprimera. Entonces subió el espeque para inclinarel cañón un poco a la derecha y dijo:

–¡Preparados!Luego aproximó la mecha al fogón y, en ese

mismo instante, el timonel del parao viró cuantopudo el timón para esquivar la bala, pero llevó el

barco precisamente al lugar donde iba a caer.No saltó espuma por el aire y los marineros semiraron perplejos durante unos momentos.Entonces los dos cascos se separaron, la granvela se desplomó y el barco se desintegró.Todos los pedazos, esparcidos por una zona delmar de veinte o treinta yardas, empezaron aavanzar con rapidez hacia la punta oeste y elterrible remolino.

–¿Por qué dan vivas? – preguntó Stephen,saliendo de la tienda-hospital con las manosllenas de sangre y con los ojos como lunares traslos cristales de las gafas que usaba ahora paralas operaciones más delicadas.

–Hemos hundido el parao -respondió Jack-.Puedes ver los pedazos pasando por delante delcabo. Dentro de poco llegarán al remolino. ¡Diosmío, cómo se mueve! Ningún hombre puedenadar allí. Al menos, no tendremos temor a quevengan refuerzos.

–Ante tus triunfos te muestras más bien triste,¿no es cierto, amigo mío?

–Quemaron la goleta, ¿sabes? Y por lo pocoque vi, me parece que no hay esperanza de

salvar ni una sola cuaderna.Fielding pasó trabajosamente por encima de

los cadáveres y el parapeto, se quitó sudestrozado sombrero y dijo:

–Señor, le felicito por el estupendo disparo.Nunca había visto uno tan extraordinario. Perolamento tener que informarle de que a pesar deque algunos marineros, por su celo, sufrieronquemaduras, no pudimos hacer nada por salvarla goleta y no quedó entera ni una sola cuaderna.Incluso la sobrequilla quedó destruida, y, porsupuesto, también los tablones de la cubierta y elcúter.

–Lo siento mucho, señor Fielding -dijo Jacken tono de voz apropiado para hacer unadeclaración pública, pues unos veinte marinerosque estaban alrededor podían oírle-. Estoyseguro de que todos los marineros hicieron todolo que pudieron, pero ya no era posible extinguirel fuego cuando llegaron. Sin duda, ellos larociaron con brea de proa a popa. Pero estamosvivos, y la mayoría de nosotros nos encontramosen condiciones de cumplir con nuestro deber.Además, disponemos de muchas de las

herramientas del pobre señor Hadley y demadera, y estoy seguro que encontraremos unasolución.

Tenía la esperanza de que el tono de suspalabras hubiera parecido alegre y convincente,pero no estaba seguro de que así fuera. Comosolía ocurrir después de un combate, empezabaa sentir una profunda tristeza. Hasta cierto punto,eso se debía al contraste entre dos modos devida. En la lucha cuerpo a cuerpo no había lugarpara el tiempo, la reflexión, la enemistad ni eldolor, a menos que el resultado de este últimofuera la incapacidad. Todo sucedía con granrapidez: uno daba rápidos tajos y quites con elsable sin pensar, vigilaba automáticamente atres o cuatro hombres próximos a uno y lesclavaba el sable en cuanto bajaban la guardia,daba gritos para prevenir a algún amigo o paraque el enemigo retrasara un golpe. Y entretantola mente estaba extraordinariamente lúcida yuno, con una especie de furiosa exaltación, vivíacon intensidad el presente. Pero ahora el tiempohabía regresado con todo su apabullante peso (elsustento del mañana y del año próximo, el

ascenso a almirante, el futuro de sus hijos), ytambién la responsabilidad, la enormeresponsabilidad que tenía el capitán de un barcode guerra. Otra diferencia residía en la decisión;durante la batalla los ojos y la espada tomabandecisiones con inconcebible rapidez, pues nohabía tiempo para pensar antes de actuar.

Por otra parte estaban las cosasdesagradables que se debían hacer después deuna victoria, y también las tristes. Miró a sualrededor buscando con la vista a losguardiamarinas, puesto que la mayoría de loshombres ya habían subido la cuesta otra vez;pero como no vio a ninguno, llamó a Bonden, elinvulnerable Bonden, y le ordenó que preguntaraal doctor si le parecía conveniente que le visitara.

–Sí, por supuesto, señor -dijo Bonden, ydespués de vacilar un momento, frotándose elcuero cabelludo, añadió-: Tiene un agujero ahíarriba que deberían examinarle.

–¡Ah, sí! – exclamó Jack, tocándose lacabeza-. Pero no tiene importancia. Ahoramárchate.

Antes que Bonden regresara, Richardson

llegó cojeando e informó de que los dyaks habíancortado la cabeza no sólo al carpintero y a suayudante, sino también a todos los que habíanmatado en el terreno central y el más bajo, por loque algunos no podían ser identificados. Luegopreguntó si debían subir a los cadáveres, si a loscompañeros que habían muerto junto alcampamento tenían que separarles de acuerdocon su religión y qué debían hacer con los nativosmuertos.

–Señor -dijo Bonden con una extrañaexpresión-, el doctor le presenta sus respetos y leespera dentro de cinco minutos, con su permiso.

Para cada hombre cinco minutos tienendistinta equivalencia. Los de Jack Aubrey eranmás cortos que los de Stephen, y por eso entróen la tienda antes de tiempo. En ese momentoStephen llevaba un pequeño brazo al montón demiembros amputados y cadáveres de pacientes.Lo puso sobre un destrozado pie y dijo:

–Déjame verte el cuero cabelludo, ¿quieres?Siéntate en este barril.

–¿De quién era ese brazo? – preguntó Jack.–De Reade -respondió Stephen-. Acabo de

amputárselo por el hombro.–¿Cómo está? ¿Puedo hablar con él? ¿Se

pondrá bien?–Si Dios quiere se curará -dijo Stephen-. Si

Dios quiere. La bala del cañón giratorio le hizocaer hacia atrás y golpearse la cabeza con unaroca, así que está completamente aturdido.Siéntate en el barril. Señor Macmillan, traigaagua caliente y la tijera grande y roma, por favor.

Luego, mientras limpiaba y cortaba añadió:–Naturalmente, no puedo darte una lista

completa porque todavía no han contado a todoslos muertos y hay que subir a algunos heridos,pero me temo que será larga. Losguardiamarinas sufrieron muchos daños. A tuescribiente le mataron en la carga cerrada, ytambién al pequeño Harper; a Bennett casi learrancaron las entrañas y, aunque le hemoscosido, dudo que llegue a mañana.

Butcher, Harper, Bennett y Reade estabanmuertos o lisiados. Mientras Jack estabasentado allí, con la cabeza inclinada frente a latijera, la gasa y la sonda y con las manos juntas,las lágrimas caían sobre ellas sin cesar.

Pasaron los primeros días tristes yagotadores de entierros masivos (había máshombres muertos, contando los de ambosbandos, que vivos) y de visitas a los heridos, casitodos hombres buenos y honestos cuyos rostrosse había acostumbrado a ver durante la misión,que ahora estaban macilentos, doloridos o aveces con una infección mortal y yacían allí enmedio del calor y el espantoso y bien conocidoolor. Después se celebraron funerales cuando losque estaban en peores condiciones morían, aveces uno dos o incluso tres al día. Y tenían muypoca comida. Stephen sólo mató una pequeñababirusa; no valía la pena gastar las cargas enlos monos que quedaban; y de los pocos pecesque se pescaban con caña en las rocas o conred, la mayoría eran peces sin escamas y decolor plomizo que ni siquiera las gaviotascomían.

La mañana después de que muriese el últimopaciente de la lista de los que corrían peligro, undyak que había soportado un corte tras otro en supierna gangrenosa con admirable fortaleza,Stephen tardó en obedecer la llamada del pífano

«Todos a cubierta, todos a popa», que precedíala alocución que el capitán hacía a los tripulantes.Cuando llegó a su puesto, Jack todavía hablabade las normas navales, del carácter permanentede las misiones, del Código Naval y cosassimilares. Todos los marineros le escucharonatentamente, con expresión grave y juiciosa,cuando repitió los puntos principales,especialmente los referidos a la continuidad desu paga, siempre de acuerdo con suclasificación, y a la compensación que recibiríansi no se les daba alcohol. Permanecían allí muyunidos entre imaginarios costados, exactamentecomo si estuvieran a bordo de la Diane, yanalizando cada palabra. Stephen le prestó pocaatención porque había oído la esencia deldiscurso antes y, además, tenía el pensamientoen otra parte. Había tomado afecto al dyak, queconfiaba totalmente en su habilidad y sus buenasintenciones y sólo comía de sus manos. Creíahaberle salvado como al joven Reade,acurrucado ahora en una cureña con la mangavacía prendida en el pecho, o como a Edwards,que estaba solo en el lugar que solían ocupar el

enviado y su séquito.–Pero ahora, compañeros de tripulación -dijo

Jack con voz grave-, voy a tratar de otro punto.Todos han oído hablar de la tinaja de la viuda.

Ningún oficial, ningún marinero ni ningúninfante de marina dieron señales de haber oídohablar nunca de la tinaja de la viuda ni de saberlo que significaba.

–Bueno -continuó el capitán Aubrey tras unapausa-, pues en la Diane no estaba la tinaja de laviuda, y con esto quiero decir que mañana es eldía de Santa Hambre.

En los rostros de los marineros de barcos deguerra más veteranos aparecieron signos decomprensión, alarma, desaliento y disgusto. YJack permaneció silencioso un largo momentomientras susurraban la explicación a los queseguían sin comprender.

–Pero no es el peor día de Santa Hambreque he conocido -prosiguió-. Si bien es ciertoque hoy recibirán la última ración de grog y laúltima pizca de tabaco, todavía tenemos unascuantas galletas y un barril de carne de caballode Dublín que no está muy estropeada. Además,

es posible que el doctor mate otra de las gacelasde la isla. Y hay otro punto importante. Losoficiales y yo no vamos a sentarnos en cojines deseda a beber vino y coñac. El despensero de losoficiales y Killick juntarán nuestras provisionespara repartirlas entre todos y las tendrán bajovigilancia día y noche, y, mientras duren, todostendrán la posibilidad de conseguir una raciónechándola a suerte. Eso es lo que van a hacer eldespensero de los oficiales y Killick, tanto si lesgusta como si no.

Estas palabras fueron bien recibidas. Killickera bien conocido por el celo con que guardabalas provisiones del capitán, incluso el poso de lasmás viejas botellas de vino, y el del despenserode los oficiales no era menor. Ambos hicieron ungesto de enfado y desaprobación, pero casitodos los marineros rieron como no habían reídodesde antes de la batalla.

–Además, Dios ayuda a quienes se ayudan así mismos. Todavía tenemos a Neil Walker y aotros dos hombres clasificados como ayudantesde carpintero; todavía tenemos mucha lona paravelas y una considerable cantidad de cabos; y

podemos recuperar muchos de los clavos ychavetas de las cenizas de la goleta. Mi plan esconstruir un cúter de seis remos para reemplazarel que se quemó, escoger a una tripulación entrelos mejores marineros y a un oficial para que logobierne y enviarles a Batavia a buscar ayuda.Yo me quedaré aquí, por supuesto.

Todas estas ideas expresadas de repenteconfundieron a la audiencia. Se oyó un murmullogeneral de conformidad e incluso aprobación,pero un hombre, alzando la voz, preguntó:

–¿Doscientas millas en una embarcaciónabierta cuando el monzón está a punto decambiar?

–Bligh navegó cuatro mil en una lancha deveintitrés pies abarrotada de hombres. Además,el monzón no cambiará hasta dentro de dossemanas, e incluso un grupo de estúpidosmarineros de agua dulce podrían construir en esetiempo un cúter seguro para hacer un largo viajepor mar. Y por otra parte, ¿cuál es la alternativa?¿Permanecer aquí sentado y ver morir el últimomono de cola prensil? No, no. Más vale perromuerto que león vivo, quiero decir…

–¡Tres vivas al plan del capitán Aubrey! –gritó inesperadamente un hombre taciturno demediana edad y respetado por todos llamadoNicholl-. ¡A la una, a las dos y a las tres!

Aún los marineros daban vivas cuandoStephen, con el fusil bajo el brazo, fue andandohasta más allá de los ennegrecidos restos de lagoleta en el astillero. Todavía podía reconocersesu esqueleto, con sus elegantes curvas, y comohabía llovido mucho por la noche, había perdidoun poco del olor acre que despedía el primer día.

Siguió caminando por la playa hacia el oeste,con la intención de subir por el sendero queusualmente tomaba, por detrás del campo decríquet. Pero después de avanzar un rato, vioalgo moviéndose en el mar; y como ya estabamuy por encima de la marca de la marea alta,donde las más fuertes tempestades, como la quehabía destrozado la Diane, dejaban grancantidad de despojos en que crecían curiosasplantas, a veces con asombrosa rapidez, sesentó cómodamente en el tronco de un árbol a lasombra de los helechos y sacó el catalejo debolsillo. Tan pronto como lo enfocó, confirmó su

primera impresión: tenía delante la cara enorme,insípida, de nariz casi cuadrada y expresióndulce de un dugongo. No era el primero que veía,pero sí el primero en esas aguas, y, sin duda,nunca había podido ver mejor a ninguno. Era undugongo hembra y joven, de unos ocho pies delargo, y tenía una cría que unas veces secolocaba junto al pecho con ayuda de una aleta,se situaba de manera que las dos quedaban enposición vertical en el mar, y miraba al vacío;otras comía algas marinas que crecían en laslejanas rocas. Pero en todo momento era solícitacon ella, tanto que a veces le lavaba la cara, loque parecía una tarea absurda en aquellaslímpidas aguas. Se preguntó si su presencia y lade otras sirenas que se veían mucho más lejoseran un signo del inminente cambio de estación.

–Me alegro de que ese cúter sea todavía unproyecto -dijo, después de reflexionar sobre elasunto-. Si no fuera así, tendría la obligación deperseguir al inocente dugongo. Dicen que sucarne es excelente, como la de la vaca marinadel pobre Steller, mejor dicho, la pobre vacamarina de Steller.

Poco después el dugongo se zambulló y fue areunirse con sus compañeras, que comían en ellejano extremo del arrecife. Stephen pensóponerse de pie, pero en ese momento un ruidoreclamó su atención.

«Juraría que es un jabalí buscando raíces enla tierra», se dijo, volviendo despacio la cabezahacia la derecha. Efectivamente, era un jabalíbuscando raíces, la babirusa más grande quehabía visto. Resoplaba y gruñía a menudomientras dedicaba toda su atención a un montónde tubérculos. Era un blanco perfecto y Stephenapuntó el rifle muy despacio. La babirusa era taninocente como el dugongo, pero Stephen la matósin escrúpulos.

Mientras colgaba la babirusa de un árbol conel motón, pensó: «Apuesto a que pesatrescientas libras. ¡Madre de Dios, qué contentosse van a poner! Voy a seguir el sendero pordonde llegó hasta donde pueda para ver dedónde salió. Nunca ha habido un día mejor paraseguir senderos. Después creo que voy a darmeel gusto de ir a ver los vencejos. Me parece queya no les guardo rencor en absoluto y quisiera ver

en qué estado se encuentran los nidos vacíos.Por desgracia, el pobre Reade nunca podráentrar a cogérmelos. ¡Cielos, lo que hacen elvigor de la juventud y el optimismo frente a unahorrible herida! Dentro de dos semanas estarácorriendo, y el contramaestre, en cambio, comoes un hombre de mediana edad y estádeprimido, tardará mucho más en recuperarsede una herida mucho menos grave». Pensabaestas cosas mientras seguía aquel sendero biendelimitado y por fin llegó a un popularrevolcadero en la parte superior de la isla.Tiempo atrás había visto converger en aquelbarrizal una docena o más de senderos, nuevoso viejos, pero ahora sólo veía uno procedente delnoreste. «Me desviaré aquí», decidió al llegar aun árbol desde donde había matado un jabalí unavez. Continuó subiendo para acercarse al bordede la cara norte del acantilado. Cuando aúnestaba lejos del precipicio, tuvo que rodear loque había sido un charco durante la noche yahora era un espacio cubierto de lodo. Junto a laparte del borde más lejana pudo ver la huella deun niño tan clara como era posible, pero notó que

ningún rastro llevaba hasta ella ni partía de ella.«O ese niño es extraordinariamente ágil y

saltó ocho pies, o un ángel dejó su huella en latierra -se dijo, después de registrar los arbustossin encontrar la explicación-. Además, notenemos grumetes tan pequeños en latripulación.» Cien yardas más adelante encontróla solución del enigma. Cerca del borde delprecipicio, donde él se había tumbado con lacabeza inclinada hacia abajo para ver aquellaestrecha cueva, la cueva a la que iban a bajar aReade, había siete cestos llenos de los mejoresnidos y cuidadosamente calzados con piedras. Ypor si eso no fuera bastante claro, había un juncofondeado frente a la costa y varias lanchas iban yvenían de la pequeña playa de arena.

Después de permanecer sentado allí durantevarios minutos, dando muchas vueltas a lasdiversas posibilidades, oyó voces de niños entrelos árboles que estaban más abajo. Hablaban entono molesto, burlón, desafiante o despectivo,tanto en malayo como en chino. Las voces erancada vez más audibles hasta que se oyó ungolpe seguido por un grito de dolor y varios

lamentos a la vez.Stephen descendió y debajo de un árbol alto

encontró a cuatro niños: tres niñas dando gritosde aflicción y un niño bramando de dolor yagarrándose una pierna que tenía cubierta desangre. Todos eran chinos, iban vestidos deforma muy parecida y tenían almohadillas en lasrodillas y los codos para escalar por las paredesde las cuevas.

Se volvieron hacia él y dejaron de gritar.–Li Po dijo que podíamos jugar cuando

llenáramos siete cestos -se quejó una niña enmalayo.

–No le dijimos a él que subiera hasta la cima-intervino otra-. No es culpa nuestra.

–Li Po nos azotará hasta que no podamosaguantarlo -dijo la tercera antes de empezar alamentarse otra vez.

La aparición de Stephen no les asustó, éltambién vestía pantalón corto y ancho, chaquetaabierta y un sombrero de ala ancha y, además,tenía un raro color amarillento pues había pasadomucho tiempo al sol. El niño, un poco aturdido,dejó que le examinara la pierna sin oponer

resistencia.Tras contener casi por completo la

hemorragia con el pañuelo y de hacer eldiagnóstico, Stephen le dijo:

–Quédate tranquilo y cortaré siete tablillas.Lo hizo con el cuchillo de caza, y aunque el

tiempo apremiaba, obligado por su concienciade profesional, las retocó antes de hacer tiras desu fina chaqueta para usarlas como vendas ycataplasmas. Trabajaba tan rápidamente comopodía, pero las niñas, tranquilizadas por lapresencia de una persona adulta y competente,hablaban aún más rápido. La mayor, Mai-mai,era la hermana del niño, y Li Po, el dueño deljunco, era el padre de ambos. Habían llegado deBatavia para recoger un cargamento de mineralde hierro en Ketaman, Borneo, como hacíancada estación cuando el viento era favorable y elmar estaba en calma. Se habían desviado de surumbo para ir a la isla de los nidos de pájaros.Cuando eran muy pequeños se deslizaban porcuerdas desde arriba, pero ahora no lasnecesitaban porque podían llegar desde abajometiendo estacas aquí y allí cuando era

necesario. Generalmente era muy fácil subir porlas pendientes y los salientes sosteniendo unpequeño cesto con los dientes y llenar losgrandes en lo alto. Sólo las personas delgadaspodían pasar por algunos lugares. El hermano deLi Po, a quien habían matado los piratas dyaks,había engordado mucho cuando tenía quinceaños.

–¡Así! – exclamó Stephen, haciendodespacio el último nudo-. Creo que esto servirá.Ahora, Mai-mai, cariño, debes bajar enseguida ycontar a tu padre lo que ha pasado. Dile que soymédico, que he curado la herida a tu hermano yque voy a llevarle a nuestro campamento, queestá en la parte sur. No es posible bajarle hastael junco en este estado. Cuéntale a Li Po que haycien ingleses en un campamento fortificadocerca del arrecife del lado opuesto, y que nosalegraremos de verle en cuanto lleve el juncohasta allí. Ahora corre como una niña buena y dileque todo saldrá bien. Las otras pueden ir contigoo venir conmigo, como prefieran.

Las otras prefirieron ir con él porque les atraíala novedad, no querían ver a Li Po en ese

momento y les parecía una gloria llevar el rifle.Como el sendero era estrecho y sus piernascortas, tenían que correr delante de Stephen, quellevaba el niño a cuestas, y hablar por encima delhombro o correr detrás y hablar mirando la parteposterior de su cabeza. Pero era imposible queno hablaran, pues tenían muchas cosas quecomunicar y muchas que aprender. La másdelgada de las dos, cuyos ojos estabanformados por líneas curvas de una perfecciónque sólo se encontraba entre los niños chinos,quería que Stephen supiera que su mejor amigaen Batavia, una niña cuyo nombre significabaFlor Dorada del Día, tenía un gato holandésrayado. Y luego dijo que no dudaba que el viejocaballero había visto algún gato holandés rayado.Después preguntó si el viejo caballero quería quele contara qué plantas tenía en el jardín y laceremonia por el compromiso de su tía Wang.Todo esto y una relación de las variedades denidos de pájaros con sus correspondientesprecios duraron casi hasta que llegaron al límitedel bosque, y desde el campamento pudieronoírles mucho antes de ver sus siluetas.

Stephen, después de acostar al niño en uncoy, cubrirle la pierna con un cesto y encargarle aAhmed que se quedara a su lado paraconsolarle, y después de que las niñas se fueransolas a admirar las maravillas del campamento,exclamó:

–¡Oh, Jack! ¡Cuánto valor tiene la tradiciónconfuciana!

–Eso decía siempre mi aya -dijo Jack-.Permíteme que mande a buscar tu benditagacela antes de contarme dónde les encontrastey por qué pareces tan contento.

–Esta tradición, mejor dicho, esta doctrinainculca en los niños un infinito respeto por lavejez. En cuanto le dije a esa niña ejemplar quecorriera como una niña buena, se puso de pie y,juntando las manos delante del cuerpo, hizo unainclinación de cabeza y enseguida echó a correr.Ese fue el momento decisivo, crítico: o todo seestropeaba o todo salía bien. Si hubiera sidoobstinada, rebelde o desobediente, yo habríafracasado… El animal está al otro lado delcampo de críquet, en un árbol que tiene la mitadennegrecida a causa de un rayo y la otra verde.

Así es como voy a criar a mi hija.–Y quieres tener éxito, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja!

¡Bonden, Bonden, el doctor ha salvado nuestrobeicon otra vez! ¡Ha salvado nuestro beicon!Coge un buen palo y ve con otros tres hombreshasta el árbol hendido por el rayo que está juntoa la parte central del campo de críquet. Corre tanrápido como puedas. – Y volviéndose haciaStephen añadió-: Puedes empezar.

–Ahora, señor, prepárese para asombrarse.Un junco con la bodega vacía estaba fondeadofrente a la costa norte de la isla y los niñosbajaron a tierra para coger los nidos de pájaroscomestibles. Creo que el junco vendrá hasta aquíen cuanto el viento sea favorable, y es probableque su dueño y capitán nos lleve de regreso aBatavia. Ese muchacho entablillado es su hijo, y,además, tengo letras emitidas por Shao Yen, unbanquero de Batavia que él tiene que conocerforzosamente y cuyo importe alcanzará parapagar nuestro pasaje. Y si no pide una cantidadexorbitante, sobrará dinero para comprar unamodesta embarcación en que podamos acudir anuestra cita en Nueva Gales del Sur o llegar

antes.–¡Oh, Stephen! – exclamó Jack-. ¡Qué idea

tan estupenda! – Juntó las manos de golpe,como solía hacer cuando estaba emocionado, ycontinuó-: Ojalá no pida una cantidadexorbitante… ¡Dios mío, acudir a nuestra cita…!Con este viento tardaríamos como mucho tresdías en llegar a Batavia, y si Raffles puedeayudarnos a conseguir algo que pueda navegar apoco más de cinco nudos, tendríamos tiempo deacudir incluso a una cita muy anterior, tendríamostiempo de sobra. ¡Dios mío, fue un hechoprovidencial que estuvieras allí cuando el niño serompió la pierna!

–Quizá sería más preciso decir que se lalastimó. No puedo asegurar que tenga unafractura.

–Pero está entablillado.–En estos casos, todas las precauciones son

pocas. ¡Qué agradable es esta fuerte brisa!–A condición de que el junco navegue bien de

bolina, y estoy seguro de que así navegaextraordinariamente bien, con este viento llegaráaquí por la tarde. ¿De qué tamaño es? – Al ver el

gesto estúpido de Stephen, añadió-: Quierodecir, ¿qué cantidad de agua desplaza? ¿Cuáles el tonelaje? ¿Cuál es el arqueo?

–No lo sé. ¿Es posible que tenga diez miltoneladas?

–¡Qué tipo más raro eres, Stephen! –exclamó Jack-. La Surprise no llega a lasseiscientas toneladas. ¿Cómo es el benditojunco comparado con ella?

–Mi querida Surprise… -dijo Stephen, peroenseguida reaccionó y continuó-: No presumo deser un experto en cuestiones náuticas, ¿sabes?,pero me parece que el junco, sin ser tan largocomo la Surprise, es mucho más ancho y estámenos hundido en el agua. Estoy seguro de quehay sitio para todos, y para las posesiones quenos quedan.

–Con su permiso, señor -les interrumpióKillick-. La comida está servida.

–Killick -respondió Jack, sonriendo de unaforma que a Killick le hubiera parecidoincomprensible si no hubiera estado escuchandoatentamente-, todavía no hemos puesto todo elvino en el fondo común, ¿verdad?

–¡Oh, no, señor! Hoy todavía hay grog paratodos los marineros.

–Entonces, trae un par de botellas de HautBrion con el corcho largo, las de 1789. Y dile alcocinero que prepare algo para aplacar elhambre de las niñas hasta que llegue la gacela. –Se volvió hacia Stephen y dijo-: El Haut Briondebe de ir bien con el caballo de Dublín, ¡ja, ja,ja! ¿No soy agudo? Lo entendiste, ¿verdad,Stephen? Por supuesto que no he queridoofender a tu país, que Dios bendiga. Sólo ha sidouna broma.

Sin parar de reír, sacó el corcho, le dio unvaso a Stephen y levantó el suyo, y entonces dijo:

–Por el magnífico, magnífico junco, el juncomás oportuno que se ha visto.

El magnífico junco apareció frente al caboantes que terminaran la segunda botella yenseguida viró a barlovento y empezó a avanzarhacia el fondeadero.

–Antes que tomemos el café, voy a echar unvistazo al vendaje -anunció Stephen.

Y al llegar a la tienda-hospital dijo:–Señor Macmillan, tenga la amabilidad de

darme dos tablillas de buen aspecto y muchasvendas.

Ambos quitaron las tiras de la chaqueta ylimpiaron bien el arañazo.

–Noto un esguince, señor -informó Macmillan-, y también una considerable tumefacción en elmaléolo, pero, ¿dónde está la fractura? ¿Por quéle ha entablillado?

–Es posible que tenga una fisura casiimperceptible -respondió Stephen-, perodebemos tratarla con tanto cuidado como sifuera una fractura conminuta de la peor clase.Además, debemos untarle la pierna con mantecade cerdo mezclada con arcilla de Camboya.

Cuando regresó a tomar el café, advirtió queJack Aubrey, a pesar de sus bromas, no habíapasado por alto la necesidad de hacer unademostración de fuerza. Ahora tras el parapetohabía numerosos hombres armados y todos elloseran visibles desde el junco.

Por tanto, Li Po subió la ladera en actitudhumilde y sumisa, acompañado solamente de unjoven que llevaba una miserable caja llena delitchis secos y una lata de té verde de mala clase.

Li Po rogó al eminente médico que aceptaraesos insignificantes artículos que eran un pálidoreflejo de su respeto y su gratitud. Luegopreguntó si podía ver a su hijo.

El pequeño no pudo representar mejor supapel. Gruñó y se quejó, movió los ojos de unlado al otro dentro de las órbitas en señal deangustia, habló con una voz débil como la de unmoribundo y, con petulancia, trató de esquivaruna caricia de su padre.

–No se preocupe -dijo Stephen-. Susufrimiento disminuirá en cuanto estemosnavegando. Le atenderé día y noche, y cuando lequite el vendaje en Batavia, verá que la piernaestará completamente curada.

CAPÍTULO 3Cuando la Diane encalló en el arrecife que no

aparecía en las cartas marinas, llevaba deregreso a Batavia al enviado británico encargadode negociar con el sultán de Pulo Prabang, ycubría la primera etapa de su viaje de vuelta aInglaterra. El señor Fox había concluido con éxitolas negociaciones de un tratado de amistad conel sultán, a pesar de la enconada competencia

de los franceses, y como estaba deseoso dellevarlo a Londres, cuando el tiempo eraaparentemente bueno zarpó en la pinaza de lafragata, junto con su séquito, una tripulación y unoficial, para recorrer las doscientas millas quefaltaban. A la vez dejó una copia acreditada,firmada y sellada a su secretario, DavidEdwards, tanto como razonable medida deprecaución como medio para deshacerse de él,ya que la tenía tomada con el joven y no deseabaestar en su compañía durante el largo viaje deBatavia a Inglaterra.

Pero a la pinaza la había sorprendido elmismo tifón que destruyó la fragata encallada, ysi el original y el enviado habían desaparecido, laimportancia de la copia era mayor. El alegre yoptimista joven, que carecía de dinero ynecesitaba encontrar un trabajo fijo, teníacifradas sus esperanzas en ella. Pensaba que sillegaba a Whitehall y decía al ministro: «Señor,aquí tiene el tratado firmado con el sultán de PuloPrabang» o «Señor, tengo el honor de traerle eltratado firmado entre su majestad y el sultán dePulo Prabang», eso le conduciría a algo.

Naturalmente, no al nombramiento de caballero obarón, como Fox esperaba, pero, sin duda, aalgún puesto de poca importancia en elGobierno, tal vez agregado de alguna de laslegaciones más pequeñas y remotas ovicelegado de la Junta del Tapete Verde. Era unhombre honorable e ignoraba que la carta queFox había adjuntado a la copia estabaemponzoñada, pues en ella hablaba mal de casitodos los que iban a bordo de la Diane yespecialmente de su secretario; sin embargo,Stephen, que por ser agente secreto vivía segúnun código diferente, conocía muy bien sucontenido.

Edwards, guiado por su sentido del deber, elafecto que aún sentía por su jefe, su honestointerés y todo lo que era apropiado, habíaenvuelto el tratado en un pedazo de lino y luegoen un trozo de seda cubierto de cera, y despuéslo había metido en un estuche. Siempre llevaba elestuche en el pecho, y ahora, estando junto conStephen en la alta popa del junco de Li Pomirando hacia atrás, se dio unas palmaditas enel pecho y, al oír el sonido apagado del cartón,

dijo:–A veces me parece que este documento

está maldito. Estuvo en un naufragio y casi llegóa hundirse; sufrió el ataque de los dyaks y estuvoa punto de quemarse; y ahora está en peligro deser aprehendido por piratas, por lo que seperderán irremediablemente todos nuestrosesfuerzos.

–No hay duda de que este espectáculo escapaz de helarle la sangre en las venas acualquier hombre -sentenció Stephen, mirando eltemible parao que avanzaba velozmente por laestela del junco, navegando con el viento delsureste en contra y ambas batangas blancas deespuma rozando el mar.

Era temible porque, obviamente, era un barcopirata, y mucho más rápido que el junco, pero noera muy peligroso: era pequeño, no llevaba abordo más de cincuenta hombres muy apretadosy no tenía ningún cañón.

–A pesar de todo -añadió-, creo que selargará, como diría el capitán Aubrey, tan prontocomo él y el señor Welby hayan alineado a losinfantes de marina en los costados. Además,

Mai-mai, que sabe más de los marinos dyaks ylos piratas en general que doce de nosotrosjuntos, me ha asegurado que es simplemente unpequeño parao de Karimata, y está asombradade que navegue tan confiado porque esto esterritorio de Wan Da. Cuando él no está cazandoni de servicio en el palacio, navega de un lado aotro por el estrecho y cobra tributos a quieneshan aceptado su protección y hunde o quema losbarcos de los demás.

Al fin los infantes de marina subieronpesadamente, con sus rojas chaquetas, susblancas bandoleras y sus brillantes mosquetes,aptos para participar en un desfile en tierra. Sealinearon junto a la borda, junto a todas lasbordas, y el capitán Aubrey gritó a Stephen:

–¡Por favor, dile que vire a babor!Se oyeron varias voces en falsete dando

órdenes en chino y luego el junco describió unasuave curva que le permitió mostrar su aplastantearmamento, que incluía dos carronadas.Después de contemplarlo durante un rato, lospiratas viraron y se alejaron con rapideznavegando hacia el norte, en busca de otra presa

más fácil.–Señor Welby -dijo Jack-, salvaría algunas

vidas si ordenara romper filas a sus hombresinmediatamente. Y permítales que se quiten loscalcetines.

Cruzó varias sonrisas e inclinaciones decabeza con Li Po y luego dijo a Stephen y aEdwards:

–Siento mucho haber dejado que temblarande miedo tanto rato, pero la construcción deljunco es tan diferente a las que estamosacostumbrados a ver que los pobres hombres nopodían encontrar sus cosas. Las botas estabanen una bodega; la ropa, en otra; las bayonetas,separadas de las bandoleras; y la caliza en labodega de popa, junto con la pólvora. ¿Mecreerían, caballeros, si les dijera que este barcotiene nada menos que seis bodegas separadas?Y cuando digo separadas quiero decir divididasentre sí por un mamparo impermeable.

En ese momento sus oficiales subieron engrupo la escala y llegaron al curioso alcázar opequeña plataforma para el que no había ningúntérmino en el vocabulario de la Armada Real.

Miraron a su alrededor con la misma expresiónde asombro que generalmente ponen loshombres de tierra adentro cuando están a bordode un barco de guerra.

–Señor Fielding, ¿no tengo razón al decirle aldoctor que hay nada menos que seis bodegasseparadas?

–Ése es un cálculo moderado, señor -respondió Fielding-. Richardson y yo contamossiete, y el oficial de derrota, ocho, así que vamosa hacer otro recorrido. Los guardiamarinas dicenque han contado un número de dos dígitos.

–Mai-mai, cariño -dijo Stephen asomándosea un enjaretado bajo el cual se veía jugar a lasdos niñas a un juego similar a la rayuela-, seríastan amable de mostrar a estos señores todos ycada uno de los compartimientos del junco?Estoy seguro de que te darán una galleta debarco entera para ti sola. – A las niñas lesencantaban las galletas de barco, a pesar de loviejas que estaban, y no podían creer que entiempos normales les dieran una libra a losmarineros todos los días laborables.

–Esta forma de construir un barco es extraña-

dijo Jack-, pero bien sabe Dios que tiene susventajas. Si la Diane hubiera tenido estosmamparos, ahora estaría navegando.

Después siguió hablando de las maniobrasque se ahorraban y de la solidez y la flexibilidad,que eran mayores que las que otras estructurasproporcionaban, pero se interrumpió al notar quesu interlocutor ponía cara de no entender nada.

–Tengo que curar al niño -se disculpóStephen-. Allí a la derecha hay otro pelícano.

Además de tener que revisar las tablillas yvolver a ponerle al niño el llamativo bálsamovioleta bajo la atenta mirada de su padre, teníaque hacer algo realmente serio, una ronda encompañía de Macmillan, a quien, para susorpresa, encontró borracho. Era corriente queen los barcos de guerra los hombres estuvieranun poco bebidos después de comer, y en esebarco lo estaban más que lo usual, pues el grogestaba mezclado con el aguardiente de palma deLi Po, una bebida alcohólica casi el doble defuerte que la que habían sacado de la Dianedespués que el contador la aumentara echándoleagua de lluvia y un poco de vitriolo. Y Macmillan,

por supuesto, había comido en la camareta deguardiamarinas a mediodía. A pesar de eso,Stephen se asombró porque Macmillangeneralmente estaba sobrio. Incluso ahoramantenía perfectamente el equilibrio y ponía bienlas vendas, pero su lengua natal, el escocés, consus curiosas interrupciones glóticas, sonidosaspirados y fuertes erres, interfería en el inglésque solía hablar. Además, actuaba con mayorseguridad y estaba más locuaz que decostumbre.

–Me pasé despierto toda la noche y derepente comprendí por qué le entablilló la piernaal niño -dijo-. ¡Ja, ja! Debe de haber pensadoque era un tonto.

–No, en absoluto -respondió Stephen-. Tieneuna deformación congénita en la espinilla que talvez tengamos que cauterizar para evitarproblemas en el futuro. ¿Lo notó?

–Sí, lo noté. Mi mujer tenía una igual, peroencima de la rodilla.

Se encontraban en un lugar casi privado, unlugar que servía como trastero del capitán ydispensario, y Stephen, que sinceramente

apreciaba e incluso sentía afecto por suayudante, pensó que debía decir:

–No sabía que estuviera casado, señorMacmillan.

Macmillan tardó un rato en hablar porqueestaba muy ocupado sacando las pastillas, elyeso, las pócimas y las vendas con su obsesivoperfeccionismo, y cuando por fin empezó, lo hizocomo si ya hubiera contestado y esa fuera lacontinuación de la respuesta.

–Pensaba que una esposa era una persona ala que uno podía contarle sus sueños, pero un díaella me arrojó a la cara las lonchas de beicon queestaba friendo en la sartén y gritó: «¡Al diablo contus malditos sueños!» y se marchó dando unportazo. – Entonces cerró el botiquín, repitiendoel mismo movimiento de siempre con la llave, yprosiguió-: Nunca volví a verla.

En un paréntesis contó que vivían en el pisomás alto de un edificio en Canongate y luego, enun tono de voz diferente, añadió:

–Yo no era un buen esposo para una joventan alegre como ella. De niño soñaba con velasque se doblaban bajo el sol hasta que llegaban a

tocar el estante; cuando ya era un hombre, teníasueños muy parecidos, como, por ejemplo, queestaba apuntando una pistola con gesto triunfal yel cañón se doblaba, se doblaba…

Más allá de varias cubiertas y varias bodegasStephen oyó el tambor tocar Roast Beef of OldEngland para convocar a los oficiales a comer.

–Discúlpeme, Macmillan -le interrumpióStephen-, pero el capitán es muy estricto encuanto a la puntualidad.

Ese día, en lugar de rosbif había restos de lababirusa, algunos cocinados al estilo inglés yotros al estilo chino, una pequeña variedad deplatos javaneses y la mejor sopa de nido depájaro que un hombre que no fuera el emperadorpodía tomar en su vida.

–Me parece, caballeros -dijo el capitán dosminutos después que brindaron por el rey-, queestamos orzando. Doctor, ¿permitirías a Ahmedsubir a la cubierta para saber qué pasa?

Ahmed regresó en un momento y, haciendouna inclinación de cabeza, explicó en tono dedesaprobación, pero a la vez conciliatorio, queestaban deteniendo el junco, soltando las velas

para permitir que se acercara un barco pirata eldoble de grande, y que Li Po le había dicho queno era posible ni deseable huir y que podría serfatal.

–Salimos del fuego para caer en las brasas -dijo Edwards a Stephen cuando estaban subidossobre cabos adujados, justo detrás de Jack y susoficiales, mirando el parao extraordinariamentegrande que estaba por barlovento y la canoa quese acercaba a ellos.

–Con su permiso, señor ¿puedo subirme enlos mismos cabos que usted? – preguntó Readeen voz baja.

–¡Por supuesto que puede, señor Reade! –respondió Stephen-. Déme la mano. Y, por amorde Dios, tenga cuidado con este madero paraque el muñón no tropiece con él, porque mepartiría el corazón ver dañada una unión tanperfecta. – Se volvió de nuevo hacia el secretarioy continuó-: Es una asombrosa figura retórica,señor Edwards, pero, si me perdona, no muyexacta. Sería mejor decir «parrilla», pues losmalayos siempre asan a la parrilla a susprisioneros cristianos, mejor dicho, a todos los

que no crucifican. Puede leer muchas cosassobre este asunto en el libro de Pére du Halde.

–Creo que si no fuera por este tratado,estaría muy dispuesto a apostatar -dijo Edwards.

La canoa se abordó con el junco y su capitány dos subordinados fueron llevados al remedo deportalón, donde Li Po y sus compañeros lesrecibieron con una profunda reverencia. CuandoLi Po pronunció las primeras palabras, el capitánmiró con asombro a los marineros ingleses, a losinfantes de marina (ahora vestidos con viejospantalones y camisas), a los oficiales yfinalmente a Stephen.

–Wan Da, amigo mío, ¿cómo está? –preguntó Stephen-. Sin duda, habrá reconocidoal capitán Aubrey y a sus respetables oficiales, ytambién al señor Edwards, que guarda el valiosotratado.

Indudablemente, los había reconocido, y dijoque estaría encantado de tomar café con eldoctor Maturin y el capitán Aubrey tan prontocomo sus subordinados hubieran terminado sutrabajo, que consistía en recoger cientoveinticinco monedas de plata y tres cestos de

nidos de pájaro como pago por el peaje. Puestoque Li Po, desde que había visto aquel parao tanbien conocido, había estado reuniendo concuidado las monedas, escogiendo las menosvaliosas y más dudosas que tenía en su cabina,la operación no duró mucho. Pero durante estetiempo, aunque fue breve, Stephen pudoenterarse por Wan Da de varias cosas sobre lafragata francesa Cornélie, ya lista en PuloPrabang para navegar pero aún sin un mínimo deprovisiones, que los franceses hacían grandesesfuerzos por conseguir, y esas cosas leparecieron suficientes para declinar la invitaciónen nombre de Jack, a quien dijo en un aparte:

–Escucha, amigo mío, nos han invitado a ir alotro barco, pero para ti eso sólo significaría oírhablar largo rato, un rato que podría alargarsedebido a la traducción. Te contaré lo principalcuando regrese.

Así pues, se fue solo al otro barco.–Sí -dijo Wan Da, conduciendo a Stephen

hasta una fila de cojines-, está lista para navegar.Ya se encuentra en la bahía; todos losnavegantes experimentados han aconsejado a

los franceses que pasen por el estrecho deSalibabu en esta época del año y ellos juran queeso es lo que harán en cuanto puedan cargarprovisiones suficientes para llegar hasta allí. Yestán consiguiendo bastantes cosas.Naturalmente, no tienen dinero ni crédito, perohan cambiado sus seis cañones de nueve libras,cierta cantidad de balas y metralla, veintisietemosquetes, dos cadenas de ancla, un ancla y unanclote por comida, principalmente sago.Estarán hartos del sago mucho antes de llegar alestrecho de Salibabu, ¡ja, ja, ja!

–¿Cree usted realmente, señor Wan Da, quela desesperada tripulación de un barco bienarmado puede limitarse a vivir de sago?

–No si puede encontrar un barco más débilen algún rincón del mar. Los tigres necesitansaciarse. Pero, como le decía en el junco, suproblema es la pólvora. El condestable era unhombre negligente y ya había varios barrilesestropeados desde poco después de llegar;luego, la lluvia cayó a mares cuando se desató eltifón, el mismo que les afectó a ustedes. Mecausó mucha pena saber lo que les ocurrió -

añadió, posando la mano en la rodilla a Stephen-. Así que toda la que tenían en la costa seempapó. Ahora el enviado francés, el capitán ytodos los oficiales han reunido sus anillos, susrelojes, sus accesorios, todos los cubiertos yobjetos de plata, como las hebillas de loszapatos, cerraduras y bisagras, para conseguiruna cantidad de dinero con que comprar tantosbarriles o medios barriles como el sultán lespermita.

–Ese es un monopolio de la corona, claro.–¡Oh, sí! A excepción de la pólvora que usan

los chinos para los fuegos artificiales. No sé quécantidad habrán podido obtener secretamentede ellos los franceses, pero no creo que seamucha, y además de ser poca tendrá escasafuerza.

–¿Qué opina el sultán?–No le preocupa. Como Hafsa está en un

estado de gestación avanzado, le ha compradoen Bali una concubina, una encantadora criaturade piernas largas que parece un muchacho yque, según dicen, es perversa. – Wan Da estuvounos momentos pensando y riendo para sus

adentros y luego sentenció-: Está obsesionadocon ella y deja todo en manos del visir.

Stephen conocía bien a Wan Da. Habíancazado juntos y Wan Da había actuado comointermediario cuando Stephen compró el favordel gobierno con letras emitidas por Shao Yen.Después de reflexionar unos momentos, sacóotra de esas letras con el bien conocido sello delbanquero chino y dijo:

–Wan Da, por favor, tenga la amabilidad deaveriguar si esto puede persuadir al visir de quese oponga a la venta de pólvora a los franceses.Dígale que podrían usarla para atacar PuloPrabang, en venganza por no haber firmado eltratado con ellos, y también apoderarse deldinero del subsidio inglés y del tesoro real yviolar a las concubinas. Usted no le debe nada alos franceses. Ha cumplido su palabra deprotegerles. Lo que les ocurra lejos (por ejemplo,en el remoto estrecho de Salibabu), no es asuntosuyo. De todas formas, como bien sabe, lo queva a suceder ya está decidido, lo que estáescrito, está escrito.

–Muy cierto -respondió Wan Da-. Lo que está

escrito, indudablemente, está escrito. Sería unatontería negarlo.

Pero no parecía muy decidido ni convencido,y cuando cogía la cafetera para volver a servirse,sonrió forzadamente.

–¿Recuerda el rifle de Fox, el que llamaba ElMantón? -preguntó Stephen después de tomarotra taza de café y hacer un comentario sobre eloso colmenero.

La expresión de Wan Da se mostró alegre alrecordarlo.

–¿El que tenía la cabeza de un cisne en elcerrojo?

Stephen asintió con la cabeza y dijo:–Ahora es mío. ¿Me haría el honor de

aceptarlo como prueba de amistad? Se loentregaré a los tripulantes de la lancha cuandome lleven de regreso al barco. Ahora, amigoWan Da, tengo que dejarle.

–Su excelencia, uno de los grandes juncoslocales acaba de llegar al puerto cargado hastalos topes de apenados marineros británicos.

–¿Son de alguno de los de la Compañía deIndias?

–¡Oh, no, señor! – Por lo que se puede ver, apesar de su suciedad, son blancos; o bastanteblancos. Jackson les observó con el catalejo ypiensa que pertenecen al barco corsario deMauricio que zarpó el mes pasado.

–¡Malditos sean! Señor Warner, haga todo lonecesario para que se alojen en las barracas dela caballería, que están bastante limpias. Y puedepedir ayuda al mayor Bentinck.

El gobernador volvió a ocuparse de suorquídea. Era una epifita que estaba colocada enun soporte alto de modo que el conjunto de suscasi cincuenta flores blancas (de un blancopurísimo con el centro dorado) colgaba por ellado cercano al caballete y casi rozaba el reloj, unraro reloj por el que medía sus momentos deocio. Se preocupaba demasiado por la exactitudde las cosas como para trabajar rápidamente, ysólo había pintado diecinueve cuando elsecretario regresó y anunció:

–Disculpe, excelencia, pero hay un tipo deljunco que insiste en verle. Según dice, poseedocumentos que sólo le entregará a ustedpersonalmente. Dice que es médico, pero no

lleva peluca y no se ha afeitado en una semana.–¿Se llama Maturin?–Me avergüenza decir que no oí su nombre,

señor, porque estaba hecho una fiera cuandollegué al vestíbulo. Es un hombre feo, bajo, decomplexión débil y de tez pálida.

–Dígale que entre y cancele mis citas con eldato Selim y el señor Pierson.

Entonces puso cuidadosamente el caballete,las acuarelas y la orquídea a un lado, apretó elgastado botón del reloj y cuando la puerta seabrió, avanzó hacia ella apresuradamenteexclamando:

–¡Mi querido Maturin, cuánto me alegro deverle! Le dábamos por perdido. Espero que estébien.

–Perfectamente bien, gracias, gobernador,sólo un poco agitado -respondió Stephen, cuyorostro, en verdad, no estaba amarillento comoera habitual-. El sargento me ofreció cuatropeniques para que me fuera.

–Lo siento mucho. Casi todas las personashan cambiado. Pero siéntese, por favor, y tomeun poco de naranjada. Aquí tiene una jarra muy

fría. Y ahora cuénteme lo que ha pasado en todoeste tiempo.

–Fox tuvo éxito en las negociaciones deltratado. Enseguida la Diane zarpó para llegar ala cita que tenía frente a las Falsas Nantunas. Elotro barco no apareció, y Aubrey, después deesperar el tiempo estipulado, puso rumbo aBatavia. Durante la noche, la fragata encalló enun arrecife que no figuraba en las cartas marinascuando había marea viva. El mar estaba bastantetranquilo y el accidente no causó ningún desastreni, por supuesto, un naufragio; sin embargo, fueimposible desencallarla a pesar de los enormesesfuerzos realizados y tuvimos que resignarnos aesperar la siguiente marea viva que se formaríaal cambiar la luna. Pero el señor Fox pensó queno debía perder tiempo y zarpó rumbo a Bataviacon su séquito en la más sólida de las lanchas dela fragata. La lancha fue azotada por el mismotifón que destruyó la Diane mientras permanecíaen el arrecife, por lo que supongo que se habráperdido. ¿No ha tenido noticias de él?

–Ninguna en absoluto. Y no creo que hubierapodido tenerlas, pues ese tifón fue

tremendamente destructor. Dos barcos quehacen el comercio con las Indias quedarondesmantelados y muchos, muchos barcos delpaís se llenaron de agua y se hundieron. No hayesperanza posible de que una embarcaciónabierta se haya salvado.

Tras una pausa dijo Maturin:–Le dejó una copia acreditada a su

secretario, el señor Edwards, como precaución.La tengo aquí -añadió, entregándole una carpeta-. Por supuesto que era un deber y un privilegio deEdwards traérselo, pero el pobre joven estápostrado a causa de la disentería y, para noperder tiempo, me rogó que se lo entregara y lepresentara sus respetos.

–Muy correcto por su parte.Raffles sacó el sobre de la carpeta y

preguntó:–¿Me disculpa?–¡Por supuesto!–Ningún enviado ha conseguido mejores

términos -dijo tras su lectura-, parecen dictadospor los ministros. – No obstante eso, no parecíatotalmente satisfecho, y después de haber

mirado inquisitivamente a Stephen, agregó-:Pero hay una carta adjunta.

–Así es -confirmó Stephen-. La leí para ver sien ella se revelaba mi participación en laoperación, por no decir que se me traicionaba.Algo extraño me hizo suponer que era posible.

–Al menos no hizo eso -dijo Raffles-, pero lacarta es una violenta e injuriosa denuncia. ¡PobreFox! Yo veía venir esto hacer varios años, peroque llegara a tal extremo… Tal vez no lo crea,Maturin, pero de joven era una excelentecompañía. Es terriblemente injuriosa -repitió,mirando la malintencionada carta con pesar.

–Es tan injuriosa que estuve tentado dedestruirla.

–¿El señor Edwards conoce el contenido dela carta?

–No, el pobre joven no lo sabe. Tiene puestastodas sus esperanzas en la entrega del tratado,con lo que eso conlleva en Whitehall.

–Comprendo, comprendo. Puede asegurarlo,¿verdad, Maturin?

–¡Por supuesto!–Si se hiciera pública, destruiría la buena

reputación de Fox. Todos sus amigoslamentarían extraordinariamente… -Entonces vioa su mujer pasar por delante de la puerta decristal con guantes de jardinería y dijo-: Olivia,cariño, aquí está el doctor Maturin, que haregresado de su viaje junto con la mayoría de suscompañeros.

–Señora -dijo Stephen-, le pido perdónhumildemente por aparecer en este estado, conestos pantalones, con el pelo sin empolvar y estoque casi se podría llamar barba. Aunque elcapitán Aubrey consideró que no debía venir, quedesprestigiaría la Armada, desoí su consejo. Niél ni ninguno de sus hombres pondrán un pie enla costa hasta que estén arreglados como parapasar la inspección de un almirante. Tiene quecomprender, señora, que viajamos en un suciojunco empleado generalmente para transportarmineral de hierro, que es una importante fuentede suciedad. Como nuestra ropa está guardadaen múltiples compartimientos, el capitán tardaráalrededor de una hora antes de tener el honor devisitarles, pero me ha dicho que entretanto lespresente sus respetos.

La señora Raffles sonrió. Expresó la alegríaque le producía volver a ver al doctor Maturin, yanunció que inmediatamente mandaría a unmensajero a invitar al capitán Aubrey y a susoficiales a comer esa tarde y que se marchaba.

–Bien -dijo Raffles cuando ambos sesentaron de nuevo-, ¿quiere decirme cómo fueobtenido el tratado?

–Desde luego, influyeron muchos factores: elsubsidio, los argumentos que dio Fox y otros.Pero uno fue el hecho de que su banquero y elamable Van Buren me presentaran a losintermediarios apropiados, y pude ganarme asíel favor de la mayoría de los miembros delgabinete.

–Confío en que no supondrá que el Gobiernole reembolsará más de un décimo de los gastos.Y sólo lo hará tras siete años de impertinenteinsistencia.

–No. Me permití el lujo de hacerloprincipalmente por defender una buena causa,pero tengo que admitir que también por unvehemente deseo de derrotar a Ledward y a suamigo.

–¡Oh! ¿Y qué les pasó?–Murieron en un disturbio después de perder

su prestigio en la corte.–Que Dios les perdone.–Puesto que los franceses casi no tenían

dinero, pues Ledward se lo había gastadojugando, no había competencia, así que el lujo nofue tan costoso. Y ahora quiero permitirme otro:la compra de un mercante mediano que puedanavegar velozmente.

–Entonces, ¿no tiene intención de regresar aInglaterra en alguno de los barcos que hacen elcomercio con las Indias?

–Absolutamente ninguna. ¿No le hablé de lacita que tenemos con… con otro barco en estasaguas o sus proximidades, y de que tenemosque regresar pasando por Nueva Gales del Sur?

–Sí, pero pensé que ya había pasado elmomento.

–No, porque se previeron variasposibilidades. Además, en confianza, le diré quees posible que nos encontremos con la Cornélie.

–¿No sería necesario en ese caso un barcode mayor potencia y, por tanto, hacer un

considerable gasto?–Sin duda, es necesario hacer un

considerable gasto, pero me queda bastantedinero depositado en manos de Shao Yen, y losregalos que hice fueron muy pequeños. Y si esono es suficiente, siempre puedo traer dinero deLondres. – Hizo una pausa con extrañeza y luegocontinuó-: Parece apenado, señor. Tiene, si mepermite decirlo, una expresión triste ydesconcertada.

–Bueno, para serle sincero, Maturin, deboconfesar que estoy triste y desconcertado. Nohay cartas personales para usted ni para Aubrey,probablemente porque las han llevado a NuevaGales del Sur, pero tengo malas noticias quedarle. ¿No me dijo que había cambiado debanco porque no estaba satisfecho con el quetenía?

–Así es. Sólo había allí un montón de cerdosignorantes, malhumorados y desagradecidos.

–Y eligió el banco de Smith y Clowes parareemplazarlo, ¿verdad?

–Exactamente.–Entonces, siento mucho decirle que el banco

de Smith y Clowes ha suspendido pagos. Estáen la bancarrota. Es posible que paguepequeños dividendos a los acreedores, perohasta ahora no hay ni la más remota posibilidadde que usted pueda sacar dinero.

En ese momento, Stephen recordóclaramente la oficina del abogado de Portsmouthdonde se redactó el documento en que pedía asu banco transferir todo lo que poseía al bancode Smith y Clowes. También allí se escribió elpoder que otorgó a sir Joseph Blaine, quetambién era el ejecutor de su testamento. Elabogado que redactó el documento era muycompetente y estaba acostumbrado aenfrentarse a estratagemas, fraudes y mala fe.Era un viejo polvoriento que disfrutaba muchocon su trabajo y masticaba con sus desdentadasencías mientras la pluma se deslizaba sobre elpapel. La polvorienta habitación tenía lasparedes cubiertas de libros, para usar comoreferencia más que por placer, y la polvorientaventana daba a una pared, de cuya esquinacolgaba una lámpara que iluminaba tenuementeel oscuro techo, y la sombra de una gaviota que

pasó por delante se proyectó sobre aqueldesorden.

–Aquí tiene, señor -había dicho el abogado-.Si hace copias, y en asuntos como éstos undocumento autógrafo es siempre mejor, desafíoal hombre más polémico, crítico y sabihondo delreino a superarlo. No olvide firmar los dosdocumentos y mandarlos a Sir Joseph con elcorreo de la tarde. No sellan la saca hasta lascinco, por lo que tendrá tiempo para hacer doscopias con letra pequeña y embarcar antes quecambie la marea.

Apenas había tardado un santiamén enrecordar todo aquello, incluido el pequeñodiscurso que con voz chillona dio el abogado,pues ahora, al oír a Raffles, parecía que no sehabía perdido ni una palabra.

–Pero por otra parte, me alegra decirle quetengo una noticia menos desagradable quedarle, una noticia que en cierto modo compensala anterior.

–Hace poco sacamos del agua una goletaholandesa de veinte cañones que, a causa deuna infección, fue hundida a propósito hace

varios meses y ahora es tan estanca y está entan buenas condiciones como el día que labotaron. Si estuviéramos en la terraza podríaverla con un catalejo. Se encuentra justo frente alislote próximo al astillero de la Compañía deIndias holandesa. Como le digo, no es más queuna embarcación de veinte cañones, así que nopuede enfrentarse a la Cornélie, pero al menosles permitirá acudir a la cita.

–Me sorprende usted, gobernador -dijoStephen-. Estoy sorprendido y contento.

–Me alegro -repuso Raffles, mirándoledesconcertado.

–¿Me permite ir a comunicarle la buenanueva a Aubrey? Le dejé muy afligido,examinando cuidadosamente los innumerableslibros y documentos de la Diane que debepresentar al oficial de marina de mayor rango deaquí. Está en un mar de confusiones, puescuando los dyaks nos atacaron en la isla, perdióal contador y a su escribiente.

–¡Oh, Maturin, no me ha dicho nada de eso!–Puedo contar muy poco sobre las batallas.

Por lo general, no las veo ni participo en ellas. En

ésta precisamente estuve en la tienda-hospitalcasi todo el tiempo y ni siquiera llegué a tomarparte en la carga final. Fue una cruenta lucha, yaunque ellos mataron o hirieron a muchos denuestros hombres, nosotros les aniquilamos.Pero el capitán se la contará con precisión. Semovió de un lado a otro del campo de batallacomo si aquélla fuera su tierra natal. Sin duda,sabrá usted cómo rugen los cachorros de tigre.

–¡Sin duda!–Ese es el ruido que él hace cuando

emprende una batalla. ¿Me permite ir a buscarleahora y cambiar mi ropa por otra más apropiadapara sentarme a la mesa de la señora Raffles?

–¡Por supuesto! Mi falúa le llevará al barcoenseguida y traerá a todos nuestros invitados.Por favor, dígame cuántos oficialessobrevivieron.

–Todos menos el contador, el escribiente y unguardiamarina, aunque Fielding se quedó cojopara el resto de su vida, Bennett, un ayudante deoficial de derrota, se encuentra todavía en unestado delicado, y Reade perdió un brazo.

–¿El muchacho de pelo rizado?

–No. El muchacho de pelo rizado murió.Raffles movió de un lado al otro la cabeza,

pero como no era posible hacer ningúncomentario apropiado, se limitó a decir:

–Mandaré a buscar la falúa. – Y tras unapausa añadió-: Con respecto a la presentaciónde los libros de la fragata que Aubrey piensahacer a un oficial superior, no hay ninguno aquí, elmás cercano está en Colombo. Por esa razóntengo tanta libertad para disponer de la goletaholandesa. Además, permítame decirle queconozco casos en que se han perdido todos loslibros y documentos de un barco en un naufragioo debido al ataque del enemigo y las autoridadesno se han inmutado; en cambio, en casos en quefaltaba un solo certificado de aduana, un recibo ouna firma en uno de los muchos, muchos libros,ha habido una interminable disputa por carta ylas cuentas no se han ajustado hasta siete o diezaños después. Le digo esto extraoficialmente.

Cuando bajaba a la costa, Stephen pidió altimonel del gobernador que le llevara a unajuguetería.

–Quiero comprar tres muñecas para las niñas

-dijo.Tal vez ésa era la última vez que iba a verlas,

porque se había decidido que Jack y él sealojaran en la residencia del gobernador y Li Potenía prisa por recoger el cargamento de mineralde hierro y zarpar cuando cambiara la marea.

–¿Muñecas, señor? – preguntó el timonel conasombro y, después de pensar un rato, añadió-:Sólo conozco una tienda holandesa, y no sé quépensará una niña china de una muñecaholandesa. Seguramente usted lo sabrá mejorque yo, señor, dado que conoce a lasinteresadas. Dado que conoce a las interesadas-repitió con satisfacción.

Llevó a Stephen a una tienda situada junto aun canal que tenía ventanas a ambos lados de lapuerta. Y frente a la puerta abierta estabasentada la tendera, una mujer bátava.

–El caballero quiere comprar una muñeca -anunció el timonel-. Una muñeca -repitió en vozmás alta, haciendo un extraño gesto con el brazoy la cabeza.

La tendera les miró con sus claros ojosentrecerrados y una expresión de desconfianza,

pero al reconocer la librea de los servidores delgobernador, se levantó y les permitió entrar. Sólopodía elegir entre media docena de muñecasvestidas con la ropa de moda en París hacíavarios años. La mujer les levantó la falda y elrefajo para mostrar las bragas con volantes, queeran de quita y pon.

–Auténtico encaje, sí, sí.Después de observarlas unos minutos,

Stephen, presa de la desesperación, escogió lastres con vestidos menos atrevidos.

La tendera escribió el precio claramente enuna tarjeta y se la dio al timonel repitiendo:

–Auténtico encaje, sí, sí.–Dice que valen medio joe cada una -informó

el timonel, sorprendido, pues medio joe equivalíacasi a dos libras.

Stephen entregó el dinero, y la tendera, conuna mirada maliciosa, añadió tres orinales alpaquete.

–No sé… -dijo el timonel-. Nunca he visto aninguna niña china con nada como esto, ytampoco a una mora.

Cuando la falúa del gobernador empezó a

navegar en dirección al junco, Stephen pensó enla pobreza en que se encontraba de nuevo, peromuy superficialmente. No analizó cuáles eran sussentimientos, mejor dicho, el sentimiento que seestaba formando en lo profundo de su ser. Demomento, sólo sentía pena por haber perdidoalgo y cierta desazón. Pensó que a veces, en lasbatallas, le habían llevado hombres que habíanresultado malheridos pero no se daban cuentade ello, sobre todo si las heridas no se veían.

«Me olvidaré de esto una semana», se dijo.Eso es lo que había hecho cuando le habíanocurrido otras desgracias y había sufrido a causade pérdidas e infidelidades. Aunque teníaalgunas desventajas y a veces los sueños leatormentaban durante la noche, todavía leparecía que era el mejor modo de enfrentarse auna situación en que probablemente no sepodrían controlar la emoción y la angustia. Amenudo la importancia relativa del asunto eramenor que la que le otorgaba en los primerosmomentos de confusión mental.

Cuando subió a bordo del junco llamó a Mai-mai, Lou-Mêng y Pen T'sao y les dio sus regalos.

Ellas le dieron las gracias cortésmente, hicieronrepetidas inclinaciones de cabeza y cogieron concuidado los objetos envueltos cuidadosamenteen papel de regalo. Pero, por el asombro conque miraron las muñecas y la expresiónsorprendida y a la vez indignada que pusieron alreconocer los orinales con adornos, Stephencomprendió que no les había proporcionado elplacer que esperaba, aunque no estaba muyseguro.

Tuvo mejor suerte en la cabina que compartíacon Jack Aubrey. Cuando caminaba por ellaberíntico interior del gran junco, avanzando porlas cubiertas cortas y anchas, se dio cuenta deque ya se había recibido la invitación de laseñora Raffles, pues en los lugares sombríoshabía colgadas elegantes chaquetas (hechaspara resistir una tempestad en el polo ártico),cepilladas y arregladas, junto a las cualesestaban sus dueños vestidos con calzonesblancos tratando de mantener alejados el calor yel polvo.

–¡Ah, estás aquí, Stephen! – exclamó Jackcon una sonrisa involuntaria que arruinó la

gravedad de su tono-. Y seguramente habrásdado mucho prestigio a la Armada. Me extrañaque los perros no te hayan perseguido. Ahmed yKillick se ocuparon de preparar tu ropa en cuantollegó la invitación, y ya está sobre el baúl. Voy allamar al barbero de la fragata.

–Antes que venga déjame que te diga dos otres cosas -dijo Stephen-. La primera es queRaffles tiene un barco para ti, una goleta deveinte cañones que estuvo totalmente inmersa apropósito durante varios meses y acaba de sersacada del agua.

–¡Oh! – exclamó Jack radiante de alegría, esdecir, con la cara roja, donde resaltaban susblancos dientes y sus ojos de un azul intenso, yestrechó la mano a Stephen con una fuerzatremenda.

–La segunda es que cuando nosencontramos con Wan Da y me dijo, comosabes, que la Cornélie zarparía pronto, no teconté que tomaría una ruta muy parecida a la quedebería haber seguido la Diane y tendrá queseguir la corbeta holandesa recién recuperada,la que casi obligatoriamente pasa por el estrecho

de Salibabu. Tampoco te dije que tiene escasezde pólvora y que, como el comercio de ésta esun monopolio del Estado, le pedí quepersuadiera al visir de que no le diera más.

Jack bajó la vista y el color rojo ciruela quedenotaba su alegría desapareció de su cara.

–En aquel momento pensé en el mercanteque pensábamos comprar y quería evitar que locapturaran o lo destruyeran en medio del mar.Pero probablemente la Cornélie tenga un pocode pólvora, ya sea porque la conservaron oporque la compraron a los comerciantes chinos,y, además, no sé si Wan Da tendrá éxito.

Pensó que era mejor no decir nada sobre loslibros de la fragata en ese momento. Hizo unapausa y entonces empezó el toque de un tamboranunciando el monzón, un toque fuerte, cada vezmás fuerte.

–Bueno -dijo Jack, recuperando un poco delcolor del principio-, no tengo palabras paraexpresar lo contento que estoy por el barco delgobernador.

Luego, alzando la voz, gritó:–¡Killick, Killick! Di al barbero que venga.

–Caballeros -dijo el gobernador-, noencuentro palabras para expresar la alegría quesentimos la señora Raffles y yo al verlessentados a esta mesa. Sinceramente,quisiéramos que estuvieran aquí más hombresde su grupo, todos los de su grupo -añadió,haciendo una inclinación de cabeza a los heridosy sonriendo a Reade, que se sonrojó y miró haciasu plato-, aunque hay muchos precedentesgloriosos…

Fue un discurso de bienvenida bienestructurado y sincero, pronunciado con unaalegría que a menudo le había permitido teneréxito ante los comités, pero llegó a alcanzar eltono de los de la Armada. Además, los oyentesde Raffles, que generalmente comían mucho mástemprano, estaban hambrientos, ahogados decalor y sedientos a pesar de la lluvia que habíatraspasado sus capas de agua, y cualquierdiscurso les habría parecido demasiado largo.No mostraron disgusto, pero tampoco prestaronmucha atención, y cuando Reade se puso pálido,el gobernador terminó repentinamente,saltándose cinco párrafos, y bebió por su feliz

retorno una copa de clarete frío, que en ese climase consideraba más sano para los enfermos ylos jóvenes.

Tomaron un plato tras otro con alegríapropiciada por la cordialidad de la señoraRaffles, por su habilidad natural para ser unaanfitriona y por la fresca brisa que siguió a lalluvia. Fue maravilloso ver cuánto llegaron acomer los enfermos y los jóvenes y con quéamabilidad les persuadieron de que semarcharan sin formalismos en cuanto sintieran elmás mínimo cansancio.

Fue un grupo más reducido el que llegó atomar el oporto y uno aún más pequeño el que sereunió con la señora Raffles y las otras dosdamas para tomar café y té. Y sólo Jack,Stephen y Fielding llegaron a entrar en labiblioteca con el gobernador. Jack ya le habíamostrado su agradecimiento, su profundoagradecimiento a Raffles por haber tenido laamabilidad de ofrecerle la goleta holandesa, laGelijkheid, y ahora el gobernador le entregó unacarpeta que contenía los planos, un bosquejo delcostado y otro de la cubierta, una sección

longitudinal y todos los datos que le permitiríanformarse una idea de su forma y saber susmedidas exactas. Los marinos los examinarondetenidamente mientras Ahmed traía lasespecies botánicas sobrevivientes del viaje.Antes de abrir el paquete, Stephen contósucintamente a Raffles cómo era Kumai, el otroedén, con sus orangutanes, sus tarsios y sustupayas.

–Si dispusiera de quince días de descanso,me iría allí mañana mismo -dijo Raffles-. Laexcusa perfecta sería una visita de cortesía alsultán para ratificar la alianza, y la corbetaPlover, que llegará de Colombo a final de mes,me proporcionaría la pompa necesaria. Pero nopuede imaginarse cuántas preocupaciones tieneen mente quien ostenta una parte de una corona,aunque sea pequeñísima. En Java y losterritorios que están bajo su dominio hay grancantidad de rajaes, sultanes y grandeslatifundistas, y todos con tendencia a cometerparricidio y fratricidio y a dar golpes de estado.Además, siempre hay conflictos entre javaneses,madureses, simples malayos, naturalmente,

kalangs, buduwis, amboneses, bugis, hindúes,armenios y los demás. Se odian unos a otros,pero están dispuestos a unirse para enfrentarsea los chinos, y una pequeña revuelta puedeextenderse con una rapidez extraordinaria.

Miró con atención el paquete y luegopreguntó:

–¿Quiere un cuchillo?–Creo que podré deshacer el nudo -

respondió Stephen, atrapándolo con los caninos-. Los marineros detestan verle a uno cortarcabos, cuerdas e incluso cordeles -añadió convoz apagada-. Ya está. En este primer paquetehay una colección de lo que crece en el bosqueque hay detrás de la casa de Van Buren.Seguramente la mayoría de las plantas leresulten familiares.

–¡En absoluto! – exclamó Raffles, y mientraslas distribuía en dos montones comentó-: Estatarde viene un hombre que sabe mucho de lasepifitas. Se llama Jacob Sowerby y ha publicadovarios trabajos en Transactions. Me lo hanrecomendado para el puesto de naturalista delGobierno. He entrevistado a uno o dos más,

pero… ¡Oh, nunca he visto nada como esto, nisiquiera parecido! – exclamó, sosteniendo en loalto una planta mustia que sólo podría haberatraído la atención de un devoto botánico.

–Su excelencia -interrumpió un secretario-. Elmayor Bushel ha mandado a un mensajero arogarle que acuda al mercado chino porque supresencia terminará con el disturbio enseguida.El capitán West ya ha sacado a la guardia por siusted estima conveniente ir. Y el señor Sowerbyya está aquí.

–Lo siento mucho -se disculpó el gobernadorante Stephen. – Luego se volvió hacia susecretario y dijo-: Muy bien, señor Akers. Saldrépor el Patio del León. Por favor, presente misexcusas al señor Sowerby. Espero volver dentrode media hora.

Y después, desde la puerta más lejana, gritó:–¡Sería mejor que le mandara a subir!El señor Sowerby entró en la habitación. Era

un hombre delgado y de unos cuarenta años. Porlo tensa que tenía la cara era obvio que estabanervioso; por sus primeras palabras era obvioque el nerviosismo le hacía adoptar una actitud

agresiva.Stephen hizo una inclinación de cabeza y dijo:–Usted debe de ser el señor Sowerby,

¿verdad? Mi nombre es Stephen Maturin.–Es usted botánico, ¿no es cierto? –

preguntó Sowerby mirando hacia losespecímenes.

–No me atrevería a decir que soy botánico -respondió Stephen-, aunque publiqué unpequeño trabajo sobre las fanerógamas deUpper Ossory.

–Entonces, ¿es naturalista?–Creo que justamente podría definirme a mí

mismo como naturalista -respondió Stephen.Sowerby no respondió enseguida, sino que

permaneció sentado mordiéndose las uñas.Stephen se dio cuenta de que le consideraba unrival, pero como sus modales eran tan groseros,no le sacó de su error. Por fin Sowerby,mirándose las uñas mordidas, dijo:

–Las fanerógamas de Ossory caben en unpequeñísimo libro. Ossory está en Irlanda, y nosería necesario trabajar mucho para estudiartodo el país, salvo, quizá, las formas de vida

primitivas de las ciénagas. Estuve allí, sí, estuveallí, y aunque me habían hablado de su pobreza,me sorprendió ver lo pobre que eran en realidadla flora, la fauna y la población.

–¡Vamos! No cualquier isla puede presumirde tener el madroño y el falaropo.

–No cualquier isla puede presumir de tener lacapital llena de liquen islándico y de niñossalvajes y descalzos. Hay extrema pobreza…

Aunque la pobreza de que hablaba Sowerbyen ese momento tenía relación con las aves (nohabía pájaros carpinteros, ni alcaudones, niruiseñores), la palabra le recordó a Stephen laquiebra de Smith y Clowes, lo que añadió unnuevo elemento a sus ya complejos sentimientos.Estaba decidido a no demostrar a Sowerbycuánto le lastimaban y cuánta rabia le causabansus comentarios, pero le resultó difícil soportarque comparara el Trinity College de Dublín y «elraquítico edificio de ladrillo donde se alojan losestudiantes» con «las espléndidas residenciasde Trinity en Cambridge, que forma parte de unauniversidad mucho mayor» y que dijera que «lasdiferencias entre las dos islas guardan la misma

proporción». Además, le fue casi imposibleescuchar con entereza la larga serie de diatribasque lanzó contra «los vergonzosos sucesos de1798, cuando un numeroso grupo de traidores sesublevaron contra su soberano natural, quemaronla rectoría de mi tío y le robaron tres vacas» y laafirmación de que la pobreza y la ignoranciasiempre habían sido y serían el destino de esadesafortunada comunidad dominada por el cleromientras siguieran siendo adeptos a lasuperstición romana.

–¡Ah, gobernador! – exclamó Stephen,volviéndose hacia la puerta abierta por dondeentraba Raffles con la expresión propia dealguien que ha cumplido su misión-. Me alegrode que haya llegado en el momento oportunopara oírme destrozar a… no diré mi oponente,sino mi interlocutor, con una cita muy apropiadaque acaba de acudir a mi mente. El señorSowerby sostiene que los irlandeses siemprehan sido pobres e ignorantes y yo digo que esono siempre ha sido así, y apoyo mi afirmación nocon palabras de crónicas como las de los CuatroMaestros, pues en tal caso se me podría tachar

de parcial, sino en las de un erudito inglés, Bedael Venerable, a quien Dios tenga en su gloria. Enla Historia Eclesiástica, Beda dice: «en el año664, una epidemia de peste aniquiló la poblaciónde la costa sur de Inglaterra». En irlandés lallamamos buidhe connail, que significa «plagaamarilla». Y continúa: «Poco después pasó alterritorio de Northumbria, extendiéndose portodas partes y causando la muerte de multitud dehombres… No causó menos daños en la isla deIrlanda, donde muchos de los nobles y de laspersonas de más bajo rango… -Tosió yprosiguió-: Donde muchos de los nobles y de laspersonas de más bajo rango de la nación inglesase encontraban entonces estudiando teología oviviendo en monasterios, y recibiendo de losirlandeses comida y libros y enseñanza gratis proDeo».

Jack le había estado observandoatentamente y con gran angustia. Notó queStephen estaba furioso y sabía lo que era capazde hacer. Cuando se sentó su amigo, a quien lehabían dejado de temblar las manos, exclamó:

–¡Muy buena cita, doctor! Muy buena cita,

palabra de honor. Yo no podría haber dichoninguna ni la mitad de apropiada si no hubierasido del Código Naval.

–Indudablemente, fue un argumentocontundente, mi querido Maturin -dijo Raffles-.Fue una respuesta como las que generalmenteuno da después de un suceso importante. ¿Quétiene que decir, señor Sowerby?

El señor Sowerby sólo tenía que decir que noera su intención ofender a otra nación, que nosabía que el caballero era de Irlanda y que lepedía perdón por cualquier agravio queinvoluntariamente le hubiera hecho. Luego,aprovechando que los marinos se iban, semarchó.

–Espero que todo haya ido bien -dijoStephen.

–¡Oh, sí! – exclamó Raffles-. El Ramadán estáa punto de terminar, ¿sabe?, y los musulmanesmás estrictos se vuelven irritables al final del día,sobre todo en un día tan caluroso como éste.Mañana volverán a ser amables personasmanchadas de grasa de cordero. Siento quehaya tenido que soportar a este tipo. La

entrevista se le debe de haber hecho eterna.–El segundo nombre del caballero es Prolijo -

bromeó Stephen.Durante un rato ambos clasificaron las

orquídeas en silencio y después, en tonovacilante, Raffles dijo:

–Sin duda, usted suele estar rodeado decaballeros y de sus compañeros oficiales, depersonas que conocen su origen y su valía. No sési sabrá que las malas opiniones como esarespecto a la pobreza, la ignorancia y la IglesiaCatólica Romana están muy extendidas y que losque estuvieron relacionados de alguna maneracon la sublevación sienten un profundoresentimiento. Si usted no ha tratado a la clasede personas que tienen la autoridad en NuevaGales del Sur, me temo que se llevará una gransorpresa si se queda allí un largo período.

–Me relacioné brevemente con ellas cuandogobernaba el infortunado William Bligh, pueshicimos escala en la bahía de Sidney para cargaralgunas provisiones esenciales en el Leopard. Elpueblo había empezado una insurrección, y por lopoco que traté a los oficiales, me parecieron un

montón de déspotas a caballo, con toda laarrogancia y la vanidad que el término implica.

–Por desgracia, las cosas no han mejoradodesde entonces.

–Es extraño que cuando los habitantes de lascolonias inglesas de América se separaron deInglaterra -dijo Stephen después de una pausa-,les apoyaron muchos ingleses, incluso JamesBoswell, en oposición al doctor Johnson, y encambio, cuando los irlandeses intentaron hacer lomismo, nadie, que yo sepa, habló en favor deellos. Es cierto que Johnson, al referirse a ladeshonrosa unión con Kevin FitzGerald, le dijo:«No se una a nosotros, señor. Nosotros nosuniríamos a usted sólo para robarle», pero esofue mucho antes de la sublevación.

–Me maravilla que Johnson fuera tan pacientecon el simple de Boswell y que el simple hayaescrito un libro tan importante. Recuerdo unpasaje en el que el doctor expresa su aversiónpor los colonos insurrectos y dice que formaban«una raza de convictos que deberíanagradecernos todo lo que les damos menos lamuerte en la horca». Y también otro en el que

dice: «Estoy preparado para amar a todos loshombres, excepto a los americanos», luego lesllama «granujas, ladrones, piratas» y afirma quelos va a «quemar y destruir». Pero entonces laintrépida señorita Steward dice: «Señor, éste esun ejemplo de que siempre actuamos conextrema violencia contra aquellos a quieneshemos herido». Quizá ahora se actúa con esamisma violencia contra los irlandeses. ¿Leapetecería tomarse conmigo un ponche?

–No me apetece, Raffles, aunque leagradezco mucho su amabilidad. De hecho, tanpronto como hayamos clasificado este montón,me retiraré a descansar. El día ha sido bastantefatigoso.

Cuando atravesaba la galería adonde dabanlas habitaciones de los secretarios sintió olor aopio, una droga que había tomado durantemuchos años en una forma más conveniente,transformada en láudano. La había tomado unasveces por placer y para relajarse; otras, paraaliviar dolores; otras, las más numerosas, paraeliminar la excitación emocional. La abandonócuando se reconcilió con Diana, y le impulsaron a

hacerlo muchas razones, una de las cuales era lacreencia de que un hombre debe arreglárselassin fortaleza embotellada y de que la fortalezaverdaderamente importante es la que procedede su interior. Pero al reconocer aquel olor,pensó que si hubiera sentido un frasco a manohabría tenido la tentación de quebrar suresolución, pues sabía que esa noche necesitaríauna extraordinaria presencia de ánimo. Enprimer lugar, porque se había enfadado mucho ycreía que eso no le ayudaría a dormir enabsoluto; en segundo, porque probablemente laparte más locuaz de su ser, por mucha disciplinaque le impusiera, le atormentaría cuandoestuviera distraído o próximo a dormirse conobservaciones sobre su actual pobreza: laimposibilidad de mantener a Diana, dotar unacátedra de osteología, hacer buenas obras devez en cuando, pagar algunas rentas vitaliciasque había prometido, viajar a lugares remotos enla Surprise cuando por fin se firmara la paz… Ypensaba que, si lograba dormir, el despertarsería peor, pues a su mente despejada acudiríantodas estas ideas, acompañadas,

indudablemente, por otras que aún no se lehabían ocurrido.

Pero los hechos demostraron que las dossuposiciones eran erróneas. Se durmió casi sintransición, con la consiguiente confusión de lasúltimas palabras del padrenuestro. Fue un sueñoprofundo y relajado, del que no salió hasta que, alrayar el alba, se dio cuenta de que era un lujoestar tumbado allí, experimentando un granbienestar y sintiéndose casi liberado del cuerpo;recordó con satisfacción que tenían un barco,notó que una enorme figura se interponía entre lafuente de la débil luz y él, y oyó que Jack, con vozsuave y apagada, preguntaba si estabadespierto.

–¿Y qué si lo estoy, amigo mío? – preguntóStephen.

–Bueno -dijo Jack, y su vozarrón, como solíapasar, llenó la habitación-, entonces te diré queBonden encontró un esquife verde, por llamarlode algún modo, y pensé que te gustaría venirconmigo a ver la goleta holandesa cuyo nombrenunca puedo recordar.

–¡Claro que sí! – exclamó Stephen, saltando

de la cama y poniéndose rápidamente la ropa.–Supongo que podrás lavarte y afeitarte

luego -dijo Jack-. Tenemos que desayunar con elgobernador, ¿recuerdas?

–Sí. Bueno, creo que debo, aunque unapeluca ocultaría multitud de pecados.

La ciudadela de Batavia, en cuyo interiorestaba la residencia del gobernador, seencontraba en un estado casi caótico. La últimaadministración holandesa, en un intento deacabar con la alta mortalidad causada por lasfiebres, había cerrado buena parte del foso yhabía eliminado o desviado temporalmentemuchos canales, y debido a todo eso, Stephenpudo bajar desde la ventana hasta el esquife,donde Bonden le ayudó a sentarse en la popasobre un cojín y Jack se reunió con él.Recorrieron lentamente unas cien yardas por elestrecho y sinuoso canal, donde en una ocasiónpudieron ver de cerca a las asombradaspersonas que estaban en una cocina, y en otra,las sonrojadas caras de quienes se encontrabanen una habitación; luego atravesaron ladesvencijada compuerta; después siguieron

avanzando por otro canal de aguas pocoprofundas; y finalmente, empujados suavementepor la corriente, llegaron a la bahía. Era un díaapacible, y solamente había allí algunos paraosde pescadores que, ente la bruma, movían losremos produciendo un suave murmullo.

Stephen volvió a dormirse. Cuando sedespertó, Bonden todavía remaba al mismoritmo, pero el sol naciente, situado detrás deellos, había disipado toda la niebla. El marestaba en calma y tenía un color azul delicado yuniforme, y Jack Aubrey, a través del luminosoaire, miraba hacia delante con gran atención.

–Ahí está -anunció al notar el movimiento deStephen.

Stephen, siguiendo su mirada, vio un islotecon un muelle y frente al muelle el casco de unbarco más bien pequeño y de color marrónapagado.

–¡Oh! – exclamó antes de recuperar del todosu capacidad de razonamiento-. ¡No tienemástiles!

–¡Qué líneas tan delicadas! – exclamó Jack yluego, volviéndose hacia Stephen, hizo un

paréntesis-: La remolcarán hasta el dique secodentro de un día o dos, y hay mástiles enabundancia. ¿Has visto alguna vez líneas tandelicadas, Bonden?

–Nunca, señor, exceptuando la Surprise,claro.

–¿Qué barco va? – gritó alguien.-¡Diane! -respondió Bonden con voz clara y

aguda.El ayudante de capitán interino recibió al

capitán de la Diane con tanta formalidad ycortesía como era posible con una brigada decuatro hombres, pero la ceremonia acabó porestropearse cuando desde abajo llegó un gritoen tono enfático e irritado:

–¡John, si no vienes en este mismo momento,los huevos se pondrán duros y el beicon sequemará!

–Por favor, vaya a tomar el desayuno, señor -dijo Jack-. Puedo encontrar mi camino sindificultad, pues su excelencia me dio los planosanoche.

En efecto, la goleta le resultaba familiarporque había estudiado los planos la noche

anterior; sin embargo, mientras guiaba aStephen por las escalas y las cubiertas y lellevaba a la bodega, no paraba de exclamar:

–¡Qué embarcación tan hermosa! ¡Quéembarcación tan hermosa!

Y cuando estaban de nuevo en el castillo,mirando hacia Batavia, dijo:

–No te preocupes por la pintura ni por losmástiles, Stephen. En unas cuantas semanas detrabajo en el astillero se le proporcionará todoeso. Pero sólo la mano de un hombre brillantecon madera noble a su alcance es capaz decrear una pequeña obra maestra como ésta. ¿Tehas fijado en sus perfectas cuadernas?

Se quedó un rato pensando y sonriendo ydespués dijo:

–Dime, ¿cuál fue el epíteto con que el pobreFox se confundió la primera vez que el sultán nosrecibió en audiencia?

–Resegaran mawar, bunga budi bahasa,hiburan buah pala.

–Está bien, pero lo que quería saber era latraducción que hiciste. ¿Cuál era el último?

–Fruto del consuelo.

–¡Eso es! Esas eran las palabras que teníadesde hace tiempo en algún rincón de mi mente.Creo que para esta pequeña goleta de hermosaslíneas y placas de cobre nuevas, que por serestanca y tener la popa ancha, puede dar solaz acualquier hombre, sería un nombre excelente elde un fruto pequeño, por ejemplo, nutmeg*¡Querida Nutmeg! ¡Qué encanto!

CAPÍTULO 4

En Batavia ocurrían pocas cosas quetardaran en saberse en Pulo Prabang, y pocodespués que la Nutmeg fuese incorporada a laArmada como correo, con todas lasformalidades que las circunstancias permitían,llegó una carta de Van Buren en la que felicitabaa Stephen por haber sobrevivido, le hablabasobre un orangután de corta edad, afectuoso yde mucho talento que le había regalado el sultány terminaba diciendo: «Me han encargado que lediga que el barco se hará a la mar el día 17, yaunque mi informador no puede decir si está muybien abastecido o no, espera que sus deseos sehayan cumplido al menos en parte».

El día 17. Y la Nutmeg apenas tenía los palosinferiores de los mástiles colocados y la bodega,muy limpia, olorosa y seca, pues innumerablesculis habían rascado las paredes hasta llegar a lamadera en estado natural y se había secado conlos cuarteles quitados y las portas abiertasdurante las últimas ráfagas sofocantes delpasado monzón (no había cucarachas, ni pulgas,ni piojos, ni mucho menos ratones o suciedad delantiguo lastre incrustada), estaba vacía, tan vacía

que la embarcación apenas estaba hundida en elagua y se veía gran parte de las brillantes placasde cobre desde la proa a la popa.

Los encargados del astillero holandés, ysobre todo los trabajadores, eran muycompetentes y concienzudos inclusocomparados con los de la Armada Real; sinembargo, formaban una corporación y no podíansoportar a los intrusos. Estaban dispuestos atrabajar tan rápidamente como lo permitiera ellimitado número de miembros y también (porconsideración) varias horas más de lasestipuladas, pero no permitían que se contrataraa ningún artesano de fuera, por mucha periciaque tuviera. Sólo admitían a los que sededicaban a rascar, un trabajo realmente rastreroque sólo se asignaba a una casta de bugis, ypensaban que no necesitaban ningún tipo deayuda de ningún tripulante de la Nutmeg. En elastillero, la goleta era el coto de los trabajadores.Si el señor Crown, el contramaestre, que estabamuy impaciente, ponía un dedo en una vinatera,algo que estrictamente concernía a losaparejadores, se oía el grito «¡Todos fuera!» y

los miembros de todos los gremios dejaban lasherramientas y bajaban por la plancha lavándoselas manos simbólicamente, y, después de largasnegociaciones y de recibir un pago por las horasperdidas, eran llamados al trabajo otra vez. Eran,teóricamente, miembros de una naciónconquistada, y el astillero, la madera, los cabos yla lona que usaban pertenecía al rey Jorge, peroun observador objetivo no pudiera haberloadivinado, y el viejo jefe, la pobre víctima, quehacía juicios muy subjetivos y estaba pálido porla frustración, gritaba dos o tres veces al día:«¡Traición!», «¡amotinamiento!», «¡vayan alinfierno!» o «¡azoten a todos delante de todos losbarcos de la flota!»

–Supongo que ustedes, los caballeros de laArmada, se oponen rotundamente a la corrupción-dijo Raffles.

–¿A la corrupción, señor? – preguntó Jack-.Me encanta esa palabra. Desde que tuve elmando de un barco por primera vez, hecorrompido a todos los encargados de astillerosy servicios de material de guerra o deavituallamiento con un mínimo apego a la

tradición que pudieron ayudarme a conseguirque mi barco zarpara más rápido y preparadopara el combate ligeramente mejor que otros. Hecorrompido en la medida de mis posibilidades, ya veces he pedido prestado para hacerlo, perocreo que no he dañado seriamente la reputaciónde ningún hombre y que ha valido la pena hacerlopor la Armada, por mis compañeros detripulación y por mí. Si yo supiera qué cuerdasmover aquí, o si aún estuvieran conmigo elcontador o mi escribiente, ambos expertos en elasunto a un nivel inferior, haría lo mismo enBatavia, con todo mi respeto, señor, y a muchamayor escala, porque tengo más recursos ahoraque entonces.

–Es una lástima, pero hasta dentro de dosmeses no vendrá ninguno de los barcos quehacen el comercio con las Indias, pues suscapitanes entienden esta cuestión perfectamentebien. A pesar de todo, creo que si el empleadoque se ocupa de todas las construccioneshablara con el superintendente, podría conseguiralgo. Por supuesto que ni usted ni yo podemosaparecer ni, obviamente, usar fondos oficiales,

pero extraoficialmente haré todo lo que esté a mialcance para ayudarle a zarpar lo más prontoposible. Detesto que sea necesario untar a lagente que debería obrar por sí sola, peroreconozco que esa necesidad existe, sobe todoen esta parte del mundo. Y en el caso de laNutmeg quiero ayudar a satisfacerla con todo loposible.

–Le estoy sumamente agradecido, señor, y sipor medio de su valioso empleado puedoaveriguar el precio aproximado de la solución,haré todo lo posible para pagarlo con el dineroque tengo aquí. Y si no puedo, seguramentepodré encontrar algún establecimiento queacepte letras emitidas en Londres.

–¿Cuál es su banco, capitán Aubrey?–Hoare, señor.–¿Usted no cambió como el pobre Maturin?–¡No, no, por Dios! – exclamó Jack,

golpeándose la palma de una mano con el puñode la otra-. El peor acto que he cometido en mivida ha sido hablarle del banco Smith and Clovesy me maldigo por haberlo hecho. Por lo que a mírespecta, tenía varios miles de libras

depositados allí por conveniencia, pero el resto lodejé en el Hoare.

–En ese caso, un amigo de Maturin y mío,Shao Yen, le proporcionará el dinero.

Shao Yen le proporcionó el dinero, y losdiversos gremios relacionados con el asuntofueron persuadidos de que abandonaran susprácticas habituales por un tiempo, por lo que enmenos de treinta y seis horas la goleta se llenóde entusiastas trabajadores, incluidos todos lostripulantes de la Nutmeg que podían encontrar unlugar donde estar de pie. A menudo, muy amenudo, Jack y sus oficiales habían tenido queanimar a los tripulantes (Fielding lo hacíaextraordinariamente bien y Crown no le iba enzaga), pero nunca antes habían tenido queinstarles a que se abstuvieran de hacer muchascosas, a rogarles que no hicieran demasiadosesfuerzos en aquel clima húmedo y pocosaludable ni corrieran tantos riesgos en lo alto.Los tripulantes de la Nutmeg y los integrantes dela guardia de popa que no tenían que hacertareas de tipo técnico, pintaban la goletasupervisados a distancia por Bennett, el más

improbable superviviente de la batalla, quedesde un esquife inmóvil en el agua daba gritosdel tipo: «¡Media pulgada más por debajo de laporta!», mientras la Nutmeg se iba cubriendo decuadros blancos y negros al estilo de Nelson.Ése era, en opinión de Jack, el dibujo másapropiado para un barco de guerra, y pudoencontrar mucha pintura en Batavia para hacerlo,pues a pesar de que la Armada Real sólo estabarepresentada allí por un teniente y una veintenade empleados de diversa categoría, habíaestado en el puerto una gran escuadra que, antela posibilidad de regresar, había dejado grancantidad de pertrechos, la mayoría procedentesde capturas. Con esos abundantes pertrechosJack Aubrey armó la Nutmeg. Se paseaba conentera libertad por el almacén, como por la cuevade Alí Baba; mejor dicho, las cuevas, pues laparte donde estaba la vasta selección de cabosestaba completamente separada del recintoacorazado donde se encontraba la pólvora. Todolo que un marino, por su profesión, podía desear,estaba allí en perfecto orden.

Desde hacía tiempo había llegado a la

conclusión de que si se encontraba con laCornélie, tenía sólo dos posibilidades (a menosque el objetable plan de Stephen tuviera éxito):huir o luchar penol a penol. La Nutmeg, con susveinte cañones de nueve libras, no podríasostener un largo combate con la fragatafrancesa de treinta y dos cañones de dieciocholibras, sobre todo si los cañones francesesestaban tan bien apuntados como generalmentelo estaban; sin embargo, si la armaba concarronadas de treinta y dos libras y lograba queambas quedaran situadas a tocar penoles,podría disparar una andanada de trescientasveinte libras en vez de noventa y sus hombrespasarían al abordaje ocultos por el humo.

Entonces, carronadas. En compañía delcondestable y sus ayudantes recorrió el oscuroalmacén situado tras el muelle del servicio dematerial de guerra, y todos se asombraron de laabundancia que tenían ante la vista y de quetuvieran libertad de elección (porque elgobernador había dado carta blanca al capitánAubrey). Iban apresuradamente de una pieza deartillería a la otra, probándolas para encontrar las

que se pudieran apuntar a la perfección, y les eracasi imposible decidirse. Con una mezcla dealegría y angustia escogieron finalmente lasveinte carronadas y luego tuvieron que ocuparsede las balas, una cuestión delicada, pues en lascarronadas, a diferencia de lo que sucedía conlos cañones largos, apenas podía quedar holguraentre la bala y el cilindro, y era necesario que lasbalas fueran casi perfectamente esféricas paradisparar con precisión aunque fuera a cortoalcance. Cada bala pesaba treinta y dos libras;cada carronada requería muchas balas (habíaque tener una gran cantidad para hacerprácticas, ya que todos los tripulantes estabanacostumbrados a usar los cañones de la pobreDiane); y entre todos rodaron toneladas ytoneladas por el polvoriento suelo y el círculo deprueba.

A pesar de sus virtudes (peso ligero, cargaligera, brigadas de pocos artilleros, gran poderletal), las carronadas eran piezas delicadas. Erantan cortas que, en ocasiones, aunque lashubieran sacado completamente, el fogonazopodía incendiar la jarcia, sobre todo si estaban

inclinadas hacia los lados. Además, secalentaban con facilidad y podían saltar ysoltarse. Puesto que Jack decidió que la Nutmegestuviera armada principalmente con carronadas(aunque conservó su viejo cañón de bronce denueve libras y otro muy parecido para usar en laspersecuciones), pasó horas con las personasindicadas para conseguir que las portas fueranperfectamente adecuadas para las pequeñas yrebeldes criaturas y asegurarse de que ningunaparte de la jarcia quedaba cerca de sus bocaspor mucho que se inclinaran hacia los lados. Porotra parte, a costa de cuantiosos sobornos a losholandeses, consiguió que un grupo deexcelentes carpinteros se incorporara al trabajo ycambiara las ordinarias cureñas por otrasinclinadas, que absorberían buena parte de laenergía en el retroceso. Y no fue ésa su únicaextravagancia.

–¿Para qué sirve ser casi rico si uno nopuede hacer grandes gastos en ocasiones? –preguntó a Raffles cuando Stephen no podíaoírle.

En esa ocasión en particular, gastó mucho en

velas, velas para todo tipo de tiempo, desde elacompañado de un viento suave y errático hastael que era probable encontrar frente al cabo deHornos, y también en cabos, pues quería poner elmejor cáñamo de Manila casi en todas partes,especialmente en la jarcia fija, donde, según él,ningún otro tipo podía superar en resistencia alcostoso cáñamo de tres cabos.

Entre todo esto y la búsqueda de uncarpintero, un contador, un escribiente y dos otres jóvenes aptos para ser guardiamarinas(Reade y Bennett, aunque tenían buena voluntad,no podían subir a la jarcia ni estaban encondiciones de hacer guardia de noche cuandohabía mal tiempo), apenas veía a Stephen.Además, puesto que los pacientes que habíansobrevivido estaban mejorando mucho, Stephenpasaba buena parte de su tiempo con Raffles, yaen la ciudadela, ya en Buitenzorg, la residenciade verano del gobernador, donde se encontrabansus jardines y la mayoría de sus colecciones, queexaminaba con sumo interés.

Poco después que los carpinteros chinossubieran a bordo, una calurosa mañana en que el

cielo amenazaba lluvia, Stephen, que se dirigía aBuitenzorg, bajó de su hermosa yegua y,mientras Ahmed sujetaba con paciencia lasriendas, se preguntó si valía la pena llevar unacapa de agua grande, pesada y no totalmenteimpermeable enrollada detrás de la silla, con laposibilidad de estar rígido y mojarse si llegaba elmal tiempo, o si era mejor arriesgarse aempaparse, aunque eso le permitiría estar unpoco más fresco. Luego pensó queposiblemente no llovería. Y mientras estabahaciendo estas consideraciones vio queSowerby se aproximaba con paso vacilante yque a veces incluso se detenía. Cuando ya seencontraba a corta distancia se quitó elsombrero y le saludó:

–Buenos días, señor.–Buenos días, señor -respondió Stephen,

poniendo el pie en el estribo.A pesar del gesto, Sowerby se le acercó le

dijo:–Estaba a punto de dejar esta carta para

usted, señor, pero ahora que he tenido lasatisfacción de encontrarle, espero que me

permita agradecerle personalmente sugenerosidad. Su excelencia me ha dicho quedebo mi recomendación a su nombramiento,quiero decir, mi nombramiento a surecomendación.

–La verdad es que no tiene mucho queagradecerme -dijo Stephen-. Me enseñaron loscurrículos presentados por los diversoscandidatos y pensé que el suyo era mucho mejorque los otros, y eso fue lo que dije, nada más.

–Aun así, señor, le estoy profundamenteagradecido. Y en estima de mi prueba por usted,si me lo permite, daré un nombre en honor suyo auna planta no descrita. Pero no quieroentretenerle. Por favor, acepte esta carta quecontiene el ejemplar de una planta y unacompleta descripción. Buenos días, señor. Quetenga un buen viaje.

En ese momento Sowerby estaba casi ciegopor la tensión nerviosa, el color de su cara iba yvenía y sus palabras se encabalgaban, pero pormilagro entregó la carta en vez de dejarla caer,pasó sin sufrir daños por delante del intranquilocaballo de Ahmed, se puso el sombrero, esquivó

un poste del camino por media pulgada y sealejó caminando muy rápidamente.

Cabalgaron sin parar y llovió sin parar. De vezen cuando las tortugas fluviales cruzaban elcamino, a veces caminando y otras nadando,pero siempre en dirección suroeste. Con másfrecuencia y en mayor cantidad, después de laprimera hora, voluminosos sapos de vientrerojizo cruzaron en grupos también en direcciónsuroeste. Pero ya los caballos, que habíanbrincado al ver las tortugas, estaban demasiadocansados para asustarse incluso de un grupo desapos y continuaron avanzando pesadamentecon las orejas gachas y con el lomo chorreandoagua.

También la espalda de Stephen chorreabaagua, pues como había decidido no usar capa, lalluvia se le metía entre la chaqueta y la piel. Y elespécimen de Sowerby también habríachorreado si no hubiera sido porque Stephenescatimaba exageradamente en lo que gastabaen pelucas. Su comodidad, la posición queocupaba como médico y su sentido de lacorrección, recomendaban que tuviera una

peluca, pero era reacio a pagar por ella. Ahorasolamente le quedaba un peluquín como el queusaban los médicos, y como le parecía que losfabricantes de pelucas de Batavia cobrabanprecios exorbitantes por ellas, usaba en todaslas ocasiones el superviviente. En ese momentoel inestimable peluquín estaba protegido por unsombrero hongo, a su vez cubierto con una fundade lona alquitranada para que no se mojara conla lluvia torrencial, y estaba amarrado por debajode la barbilla con dos pedazos de merlín blanco yprendido al pelo con un fuerte pasador que ibade un lado al otro, por lo que estaba tanfuertemente sujeto a su cabeza como su propiocuero cabelludo. Y bajo la copa del sombrero seencontraba la carta de Sowerby.

Cuando ya estaba sentado en la sala dedesayuno de Buitenzorg y tenía puesta una batadel gobernador en espera de que su ropa sesecara en otra parte, levantó el sobre, queestaba completamente seco, y dijo:

–Estoy a punto de alcanzar la inmortalidad. Elseñor Sowerby quiere ponerle un nombre enhonor mío a una planta no descrita.

–¡Entonces conseguirá la gloria! – exclamóRaffles-. ¿Podemos verla?

Stephen rompió el sello y, del interior de unaenvoltura de muchas capas del papel usado pararecubrir especímenes, sacó una flor y dos hojas.

–No la he visto nunca -dijo Raffles,observando el receptáculo de color marrón ypúrpura-. Se parece un poco a la Stapelia, pero,desde luego, tiene que pertenecer a una familiatotalmente distinta.

–Y es indudable que también huele como laStapelia más fétida -bromeó Stephen-. Tal vezdebería ponerla en el alféizar de la ventana.Cuando él la encontró vivía como planta parásitasobre el liso tronco de un árbol. Por la forma delas hojas, con los bordes curvados hacia elinterior, y su viscosidad y su grosor, me inclino apensar que también es insectívora.

Ambos observaron la planta en silencio,respirando, por decirlo así, de lado, y despuésStephen preguntó:

–¿Cree usted que el caballero intentaba sersarcástico?

–No, de ninguna manera -respondió Raffles-.

Nunca se le ocurriría algo así. Es un hombremetódico y sin sentido del humor. Se dedica aclasificar y no se ocupa del valor moral.

–¡Oh, Raffles! – exclamó su esposa al entrar-,¿De qué es ese olor? ¿Habrá algo muerto detrásdel panel de madera?

–Cariño mío, es de la planta a la que darán unnombre en honor del doctor Maturin.

–Bueno, es mejor que pongan un nombre enhonor de uno a una planta que a una enfermedado una fractura. Piensen en el pobre doctor Ward yla hidropesía. Sin duda, es una planta muycuriosa, pero tal vez debería decirle a Abdul quela lleve al cobertizo. Mi querido doctor, me handicho que su ropa estará totalmente seca dentrode media hora, así que comeremos temprano.Debe de estar muerto de hambre.

–Poner nombre a las criaturas en honor de unamigo o colega es una costumbre muy hermosa -observó el gobernador cuando ella se fue-. Ynadie, al seguirla, ha demostrado másgenerosidad que usted con la Testudo aubreii,ese magnífico reptil. A propósito de Aubrey, hacedías que no le veo. ¿Cómo leva?

–Muy bien, gracias. Va corriendo de un lado aotro de día y de noche para que su barco puedahacerse a la mar aún más rápidamente que conel demencial apresuramiento característico de laArmada. Va corriendo con tanto entusiasmo queme alegra decir que tiene poco tiempo paracomer y ninguno para comer en exceso.

–¿Necesita más marineros?–Creo que no. Quedaron ciento treinta

hombres de la tripulación, y como la Nutmeg nonecesitará grandes brigadas de artilleros sinosólo tres o cuatro hombres por carronada, si nome equivoco, piensa que son suficientes paratripularla. Además, le agrada la idea de ascenderal ayudante de carpintero al puesto del pobreseñor Hadley. Pero todavía le falta un contador,un escribiente y dos o tres guardiamarinas.

–Por lo que respecta al contador, a pesar delas averiguaciones que he hecho, no he podidoencontrar a ningún hombre que puedarecomendar. Pero sí he encontrado a unexcelente escribiente, un hombre que resultóherido cuando tomamos este lugar pero que serecuperó y ahora es bastante ágil, y a dos

guardiamarinas que tal vez sean adecuados.¿Cree que Aubrey podrá comer con nosotros eljueves? Podría presentarle a los candidatosantes o después, como prefiera. También podríaformularle preguntas generales sobre sus planesinmediatos. Confío en que podré hacerlo sin quelo considere una indiscreción, puesindependientemente de que tengo una grancuriosidad por saber si va a arriesgarse aenfrentarse a la Cornélie o huir de ella, tengo laposibilidad de extender un poco mi autoridad yordenar que una corbeta, la Kestrel, le acompañehasta el estrecho, si así lo desea. La corbetallegará al final de esta semana.

–No soy quién para decir… -empezóStephen-. ¿Qué es eso que está en la ventana?

–Un tangalung, una especie de civeta deJava -respondió Raffles, abriendo la jaula-. Ven,Tabitha.

Después de un momento, la hermosa criaturacon rayas negras se acercó a él y se sentó en suregazo mirando a Stephen con el ceño fruncido.

Stephen bajó la voz en señal de respeto ycontinuó:

–No soy quién para decir esto, pero meatrevo a asegurar que ninguna oferta sería peoracogida.

–¿Ah, sí?–Tengo la impresión, y es sólo una impresión,

así que no revelo una confidencia ni muchomenos una consulta, de que Aubrey intentaráatacar la Cornélie si puede encontrarla. Lapresencia de la Kestrel no influiría en el resultadodel combate, pues sólo lleva catorce cañones yno es más apta para enfrentarse con una fragataque una fragata con un barco de línea; sinembargo, tendría una pésima influencia en elresultado moral. Si Aubrey fracasara en suintento, la Cornélie tendría que hundir o apresarla Kestrel también, y así vencería a dosoponentes y se cubriría de laureles; en cambio, siAubrey, gracias a Dios, triunfara en su intento,serían dos oponentes superiores en conjunto a laCornélie los que la derrotarían, y la Kestrel nosufriría daños ni Aubrey alcanzaría la gloria, puesdebe usted saber que los periodistas y el públicoapenas se fijan en la potencia relativa de dosbarcos que atacan juntos.

–¿A Aubrey le importa mucho la gloria?–¡Por supuesto! Venera a Nelson. Pero creo

que no tiene ni un ápice de vanidad, a diferenciade su héroe. A Aubrey no le importa el triunfopersonal en ese hipotético combate, sino que suobjetivo principal, como él mismo distingue contotal claridad, es minar el amor propio de losfranceses, especialmente el de los miembros dela Armada. Le aseguro que eso es tanimportante que yo llegaría… he llegado aextremos sorprendentes…

La naturaleza de los extremos nunca fuerevelada, pues la puerta se abrió y el mayordomoinglés, que en su tiempo era un digno ejemplarrollizo y sonrosado y ahora estaba amarillento yencogido debido a la fiebre intermitente de Java,anunció a su excelencia que la comida estabaservida.

–¡Oh, Richardson, amigo mío, qué jaleo! –exclamó Stephen al subir a bordo de la Nutmeg-.¿Qué está haciendo toda esta gente?

–Buenos días, señor -dijo Richardson-. Estáncolocando los obenques.

–Que Dios les proteja -suspiró Stephen-. Ese

trabajo me parece muy peligroso. ¿Y estará él enla goleta?

Estaba en la cabina, tomando cafétranquilamente después de una mañana muydura que había empezado cuando aún estabaoscuro. Estaba pálido y parecía cansado perocontento.

–Nunca hubiera creído que se pudieran hacertantas cosas en tres días, porque no han pasadomás desde que estuve aquí -dijo Stephenmirando alrededor-. La cabina está casi igualque nuestra antigua cabina: cómoda, arreglada ylimpia. Y las pequeñas carronadas dejan muchomás espacio libre. ¡Qué alegría! Raffles nos hainvitado a comer el jueves aquí en Batavia. Haencontrado a un escribiente de cuya valía estáseguro y dos guardiamarinas de cuya valía no loestá, pero no ha encontrado a ningún contadorhonrado.

–¿El jueves? – preguntó Jack-. Habíaplaneado remolcar la goleta mar adentro mañanapara reunimos con la barcaza que transporta lapólvora por la mañana, cargar el ganado durantela marea baja y hacerme a la mar por la noche

cuando cambiara la marea.–Sé que mañana tiene una reunión con el

consejo y luego ofrece una comida a unaveintena de potentados en Buitenzorg.

–Está muy ocupado, desde luego -confirmóJack y, después de reflexionar un momento,continuó-: Esperar al jueves significa perder unpar de días; sin embargo, me disgustaría muchono ser cortés con el gobernador, que ha sido tanamable conmigo. Pero te diré una cosa,Stephen. Si vieras al gobernador antes deljueves, sería mejor que le rogaras que no sepreocupara del escribiente ni de losguardiamarinas, sino que simplemente dijera aun secretario que les diera una nota para mí. Asíni él ni la señora Raffles tendrían que soportar aun par de maleducados y yo podría juzgar mejorsus cualidades. ¿Por qué los expulsaron delbarco?

–Por embriaguez, fornicación y pereza. Perono los expulsaron, sino que los abandonaron.Salieron de un burdel a mediodía, recorrierontambaleantes el camino hasta la playa y seencontraron con que la escuadra había zarpado

al amanecer. Han vivido en la miseria desdeentonces, pues a pesar de que el gobernador seha ocupado indirectamente de ellos, parece quesus amigos no les han ayudado, tal vez por faltade tiempo, no de ganas. Después de todo, losmercantes que hacen el comercio con las Indiastardan una eternidad en ir y venir.

Jack estuvo mirando el mar de la ChinaMeridional unos momentos. Bajo el brillante sol,las innumerables embarcaciones locales semovían de un lado a otro sobre las aguasverdosas y a un palmo del horizonte, por el surhabía nubes cargadas de lluvia. Entonces sirvióotra taza de café a Stephen y dijo:

–Respecto al contador, puedo pasarme sinél. El pobre Bigh tenía un despensero inteligentey bastante honesto y un sensato ayudante decontador; y el capitán Cook era su propiocontador. Pero recibiría con los brazos abiertos aun buen escribiente. Me apenaría que nosdeshiciéramos, como sugeriste, de todasnuestras anotaciones, que en parte estánmezcladas con las observaciones que hice paraentregar a Humboldt, y tal vez un hombre

entendido y acostumbrado a usar los libros delos barcos podría hacerlas inteligibles. Además,está el caso de Macintosh. ¿Recuerdas aMacintosh? Capturó la Sybille, de treinta y seiscañones, en una batalla que se desarrolló a lolargo del Canal. Trató de solucionar las cosas dela misma manera cuando desembarcó en lasislas Cicladas y perdió la mitad de sus papeles.Envolvió la otra mitad en una lámina de plomodonde escribió: «A la m… la Junta Naval. Que sej… el Almirantazgo. A tomar por c… el Comité deAyuda a los Enfermos y Heridos» y la arrojó porla borda. Una semana después la encontró unpescador de esponjas griego, la llevó al buqueinsignia en perfectas condiciones y pidió unarecompensa.

–Cantó victoria antes de hora -dijo Stephen.–Sí. En cuanto a los guardiamarinas, les

echaré un vistazo, naturalmente, pero si no tienenrecomendación y, además, son ya un pocomayores… He estado pensando en Conway, unode los gavieros del trinquete, pero le resultaríararo dejar la cubierta inferior de su propio barco ydar órdenes a hombres que hasta ayer se

sentaban a su misma mesa en el comedor y, porsi fuera poco, trasladarse a la camareta deguardiamarinas, que está llena de hombres queeran sus superiores. Aparte de eso, a menudolos ascensos que he concedido han sidodesafortunados. El alcázar es un lugar muypeligroso en las batallas, ¿sabes?

–No entiendo mucho de batallas -respondióStephen-, pero creía que en ellas losguardiamarinas estaban con las brigadas deartilleros o con los hombres que disparaban lasarmas ligeras en la cofa.

–La mayoría de ellos están allí, pero siemprehay alguno en el alcázar con el capitán y el primerteniente, cumpliendo funciones, por decirlo dealgún modo, de edecán.

El miércoles la Nutmeg se trasladó a la bahíay ancló en el fondeadero que había usado laDiane; y el capitán, el oficial de derrota y suayudante la inspeccionaron rigurosamente. Ni enel astillero ni cuando estaba abordada con labarcaza que transportaba la pólvora pudieronalejarse lo bastante para apreciar bien la formaen que se mantenía en el agua, pero ahora tenían

todo el espacio del mundo y los tres coincidieronen que tenía la popa un poco más hundida. Lacolocación del lastre y de la carga era unproceso extremadamente laborioso y querequería mucha pericia. Ya había llegado hasta laincorporación del ganado, por lo que el conocidoolor de los cerdos salía ahora por la escotilla deproa y se extendía por las cubiertas. Aunqueeliminar todo aquello tal vez no provocaría unmotín, sin duda daría lugar a murmullos deprotesta. Por fortuna, el señor Warren, queconocía el afán de Jack por conseguir unaperfecta distribución del cargamento y hacer quesu barco navegara tan rápidamente comopudiera, había colocado las mangueras demanera que podría trasladar varias toneladas deagua a un lado u otro del sollado.

–Creo que con media traca bastará, señor -anunció.

Jack asintió y, tras llenarse los pulmones,gritó:

–¡¡¡Señor Fielding, por favor, que empiecen abombear en la proa!!!

–¡Qué voz tiene el capitán! – exclamó

Stephen, dirigiéndose hacia la lancha con elseñor Welby-. Llega a una gran distancia. Perodebo decir que no es áspera ni metálica, comolas voces de subastadores, políticos o mujeresde mal carácter.

–En la parte de Inglaterra de donde soy, hayun pájaro que llamamos toro de las ciénagas quees casi tan bueno como él. En una noche con elviento en calma se puede oír su grito a tres millasde distancia. Pero apuesto a que sabe todo esto,doctor.

–¡Oh, señor, por favor! – gritó detrás de ellosun joven que corría jadeante por el muelle-. Si vana la Nutmeg, ¿nos podrían llevar con ustedes porfavor? Tenemos una nota para el capitán.

–¿Qué quieres decir con nos?-preguntóWelby, frunciendo el entrecejo.

–También va mi amigo, señor. Está justo alotro lado del puente. Se le volvió a caer el tacóndel zapato.

–Entonces dile que se quite el otro y quevenga con los dos en la mano -dijo Welby-. ¡Yrápido, porque no vamos a esperar aquí toda lanoche!

–¡Vamos, Miller, vamos! – gritó el joven contodas su fuerzas-. ¡Ven con los dos zapatos en lamano, que el caballero no va a esperar aquí todala noche!

Mientras la lancha se deslizaba por lastranquilas aguas, Stephen observó a losmuchachos. Vio que tenían la cara amarillenta yeran sólo piel y huesos, y se preguntó cuál seríala traducción de âge ingrat. Estaban flacos y malnutridos, y aunque era obvio que se habíanesforzado mucho por tener buena apariencia ypor arreglar la gastada ropa que aúnconservaban y que ahora les quedaba grande,estaban escasamente presentables. En realidad,sus cuidados les habían perjudicado, puesninguno de los dos tenía práctica en afeitarse, sehabían cortado y despellejado la cara, y comoambos estaban en la edad de tener acné, suaspecto de adolescentes corrientes resultabarepulsivo. Le inspiraban lástima como lo hubierahecho cualquier otro joven ansioso ydesconcertado, pero no le parecieroninteresantes hasta que uno de ellos, al notar quele miraba fijamente, justo antes que la lancha

llegara, murmuró:–Me parece que tenemos un aspecto

lamentable, señor. – Pero miró a Stephen conuna confianza en su buena voluntad tan obvia quele conmovió.

–¡Oh, no, no! – exclamó.Cuando subía por el costado, se dijo: «No sé

qué pensará Jack de ellos. Espero que seanbuenos marinos, pues de lo contrario tendrán quetrabajar en un telar o arar la tierra». Una manoamiga le ayudó a subir el último escalón, ydespués vio a Fielding sonriente.

–¡Ah, está usted aquí, doctor! – exclamó-. Elcapitán me pidió que le dijera que le espera en lacabina con una sorpresa.

En la cabina vio más sonrisas, una amplia enel rostro enrojecido de Jack y una tímida en el delhombre que había junto a él, un hombre bajo quese encontraba de pie detrás de un montón depapeles.

–¡Ah, estás aquí doctor! – exclamó Jack-. Yaquí tienes a un viejo compañero de tripulaciónnuestro.

–¡Señor Adams! – lo saludó Stephen,

estrechándole la mano-. Me alegro mucho devolver a verle. Y le felicito por su recuperación.

–El señor Adams asegura que podrá poneren orden este caos, hacer las necesariassustituciones y proporcionarnos un equipocompleto. ¡Conservaremos todo y podremosarreglar nuestras cuentas!

–Confío en el señor Adams y en su podertaumatúrgico -dijo Stephen, hablando con todasinceridad.

Adams ocupaba el puesto de escribiente ysecretario del capitán en la Lively cuando estuvobajo el mando de Jack temporalmente, y eraconocido por su talento en el Mediterráneo,donde muchos contadores de otros barcos conproblemas iban a verle secretamente parapedirle consejo y muchos capitanes habíanescrito despachos en que relataban conexactitud complicadas batallas gracias a supluma. Desde hacía tiempo podría haber sido uncontador, pero no le gustaba tener que contar lascosas y, además, a un escribiente le era másfácil tomar parte en ataques sorpresa, que era loque más le gustaba.

–Debería haberle visitado en cuanto llegó -dijo Adams a Jack-, pero estaba en el balneariode Barlabang y no me enteré de que habíallegado hasta el martes, cuando el gobernador, aquien Dios bendiga, me llamó para decírmelo.

Cuando sonaron las tres campanadas y hubouna pequeña pausa, Stephen exclamó:

–¡Pero me he olvidado de esos desdichadosjóvenes! Vinieron en nuestra lancha y estánesperando… ¡afuera!

–Les recibiré en cuanto pueda-dijo Jack.–Por mí puede recibirles enseguida, señor -

intervino Adams, ordenando los papeles-. Voy aver al ayudante del contador, y si tiene un pocode cabeza, entre él y yo podremos llenar todasestas lagunas.

Cinco minutos después hicieron pasar a losjóvenes, que estaban pálidos por la espera y elmiedo. Jack los recibió con indiferencia. Laalegría que sentía no afectó su capacidad dejuicio en asuntos relacionados con la goleta, y laprimera impresión no fue muy favorable. Pensóque eran de una clase de guardiamarinas quecualquier capitán dejaría en tierra sin hacer una

rigurosa investigación. Enseguida supo que suhoja de servicios era mediocre y que susaptitudes eran escasas. Y después de reflexionarun poco dijo:

–No sé nada sobre ustedes. No sé nada delos capitanes a cuyas órdenes han servido nitengo ninguna nota de ellos. El secretario sólo lesmenciona, no les recomienda. Por otra parte,habrá sin duda una R junto a sus nombres en loslibros de la Clio, así que son ustedesteóricamente desertores. No puedo admitirles enmi alcázar. Pero si quieren, puedo inscribirles enlos libros como marineros de primera.

–Gracias, señor -dijeron con voz débil.–¿No les agrada la idea de estar en la

cubierta inferior? – preguntó Jack-. Está bien. Nome hacen falta tripulantes y no voy a reclutarles ala fuerza. Tampoco voy a apresarles pordesertores. Pueden irse a la costa en la próximalancha.

–Preferiríamos quedarnos, señor, por favor -solicitaron.

–Está bien -dijo Jack-. Naturalmente, la vidaen la cubierta inferior es dura, como saben muy

bien, pero la tripulación de la Nutmeg estáformada por hombres cabales, y si ustedes semantienen callados, cumplen con susobligaciones y no se buscan problemas, sobretodo si no se buscan problemas, lo pasarán muybien; y además, entenderán mejor lo que es laArmada. Muchos buenos marinos han empezadosu carrera como marineros o han sidodegradados cuando eran guardiamarinas yfinalmente han llegado a almirantes. ¡Killick,Killick, di al señor Fielding que venga! SeñorFielding, Oakes y Miller serán inscritos en loslibros de la corbeta como marineros de primera.Formarán parte de la guardia de estribor ytrabajarán como gavieros del trinquete. Elayudante del contador debe entregarlespantalones, coyes y colchonetas bajo lasupervisión de Adams.

–Sí, señor -asintió Fielding.–Muchas gracias, señor -dijeron Oakes y

Miller, ocultando, mejor dicho, tratando de ocultarsu disgusto tras una expresión de gratitudbastante bien fingida.

El jueves Ahmed entró en la cabina de

Stephen con gesto preocupado y con un discursoa punto. Se arrodilló, golpeó el escritorio con lafrente y le rogó que le diera permiso paramarcharse. Dijo que añoraba a su familia y supueblo y que siempre había creído que volvería aJava con tuan, pero ahora el barco estaba apunto de zarpar rumbo a un mundo desconocido,peor que Inglaterra. Añadió que como regalo dedespedida había traído a tuan una caja paraguardar hojas de betel, donde él podría llevar sushojas de coca, y una peluca, que, aunque no muybuena, era la mejor que se podía encontrar en laisla.

Stephen esperaba esto, sobre todo porquehabían visto a Ahmed acompañar a una hermosajoven de Sumatra. Cuando le dio permiso paramarcharse, le entregó una bolsa con johannes ygrandes monedas de oro portuguesas, y luegoescribió una buena recomendación por sideseaba buscar empleo otra vez. Se separaronamigablemente y Stephen se puso la peluca,adecuadamente empolvada, para asistir a lacomida del gobernador.

La comida transcurrió de manera agradable,

y aunque Jack y Stephen eran los únicoshombres invitados, la señora Raffles habíainvitado nada menos que a cuatro damasholandesas para que les hicieran compañía. Lasdamas holandesas, que hablaban bastanteinglés, se las habían arreglado para proteger sudelicada piel del clima de Batavia y paramantenerse rollizas y alegres. Stephen se diocuenta por primera vez en su vida de que Rubensy él eran de la misma opinión, sobre todo al notarque sus generosos escotes y sus diáfanosvestidos permitían ver amplios trozos de la carnefirme y de la piel nacarada que pintaba Rubens yque tanto le habían desconcertado. La idea deestar en la cama con una de esas criaturasalegres y de exuberantes formas le turbó unmomento, y lamentó que la señora Raffles hicierauna señal para que todas se fueran mientras loshombres se agrupaban en un extremo de lamesa.

–Aubrey -empezó el gobernador-, supongoque Maturin le habrá dicho cómo acogió mipropuesta de mandar la Kestrel hasta el estrechocuando llegue.

–Sí, señor -respondió Jack, sonriendo.–Sin duda, tenía razón, aunque habló como un

hombre cuya principal preocupación es elaspecto político, y me gustaría escuchar laopinión de un marino, de un capitán combativo.

–Bueno, señor, desde el punto de vistatáctico, lamentaría estar acompañado por lacorbeta. Su presencia podría tener comoconsecuencia que no hubiera combate. Esposible que la Cornélie, al avistarnos cuando aúnno pudiera ver el casco de las embarcaciones,hiciera un cálculo exagerado de la potencia de laKestrel, pues tiene aparejo de navío, y huyera yno volviera a aparecer jamás. Por otra parte, lacorbeta no llegará hasta dentro de varios días yluego tendrá que reponer pertrechos, agua yprovisiones, y cada día perdido significa dejar deavanzar ciento cincuenta o doscientas millashacia el este con el viento que sopla ahora. Encuanto a lo demás, al aspecto político, que yollamaría espiritual, estoy totalmente de acuerdocon Maturin: mientras más oportunidadesaprovechemos para intentar persuadir a laArmada francesa de que siempre va a ser

derrotada, menos probabilidades habrá de quegane. Así que, con su permiso, señor, voy a soltaramarras cinco minutos después de despedirmede la señora Raffles. Y en cuanto haya perdidode vista la costa, la goleta navegará con rumboeste con la mayor cantidad de velasdesplegadas que pueda llevar.

–Querida -dijo el gobernador en el salón-, nodebemos retener al señor Aubrey más tiempoque el necesario para el café. Está impacientepor navegar hacia el este y convencer a losfranceses de que siempre van a ser derrotados.

–Antes de irse tiene que decirme lo que hahecho con esos pobres e infortunados jóvenes.Me partía el corazón verlos deambular por elmercado chino tan pálidos, tristes y desastrados.Eso hubiera causado a sus madres una penaindescriptible.

–Les permití quedarse a bordo, señora, perono en el alcázar, sino en la cubierta inferior.

–¿Entre simples marineros? ¡Québarbaridad, capitán Aubrey! ¡Son hijos decaballeros!

–Yo también lo era, señora, cuando me

degradaron y me mandaron a la cubierta inferior.Fue muy duro y en la guardia de media, cuandonadie me veía, lloraba como una niña, pero mehizo bien. Y le aseguro, señora, que en general,los simples marineros son hombres cabales.Todos mis compañeros de la cubierta inferior,excepto uno, eran muy amables. Eran groseros aveces, pero he estado en camaretas deguardiamarinas y en cámaras de oficiales dondehabía hombres mucho más groseros.

–Sería una indiscreción preguntarle por qué ledegradaron, ¿verdad? – dijo la dama holandesaque hablaba inglés con más soltura.

–Bueno, señora -respondió Jack con unamirada maliciosa-, fue en parte por mi devociónpor el sexo, pero principalmente porque robé elembutido del capitán.

–¿Sexo? – preguntaron con rubor las damasholandesas-. ¿Embutido?

Luego cuchichearon algo entre ellas, sesonrojaron, pusieron una expresión grave yguardaron silencio.

En medio del silencio Jack explicó a laseñora Raffles:

–Volviendo a los infortunados jóvenes, meparece que tienen madera de marino, peroquiero ver cómo se comportan en la cubiertainferior durante unas semanas. Si mi impresiónes acertada, les llevaré al alcázar, lo que harécoincidir con el ascenso de un estupendo jovengaviero del trinquete. Ese joven que vendrá alalcázar con ellos no se sentirá solo ni como unextraño en la camareta de guardiamarinas, puesles he asignado la misma guardia y la mismamesa del comedor.

Los tripulantes de la Nutmeg recibieron a sucapitán sin ceremonia e inmediatamente izaronsu falúa y soltaron amarras. Mientras la pequeñabanda (formada por una trompeta marina, dosviolines, un oboe, dos gigas y, por supuesto, untambor) tocaba Loath to Depart, clara expresióndel dolor de la partida, la Nutmeg salía del puertopasando por entre los barcos con los últimosmovimientos de la marea y con un viento muydébil. Aunque los tripulantes habían estado muyocupados, habían tenido tiempo para haceramistades en tierra, y un pequeño grupo dejóvenes de Java, Sumatra, Madura y Holanda

agitaron sus pañuelos en el aire hasta que losperdieron de vista y la goleta parecía unapequeña mancha blanca en la capa de nieblaque rodeaba el cabo Krawang.

Todavía estaba allí el viernes y el sábado y eldomingo, pues el monzón, que era tan fuerte y tanestable mientras habían permanecido enBatavia, había dejado paso a vientos tan flojos ydesfavorables que parecía que la Nutmeg nuncapodría doblar el maldito cabo. Jack intentó todolo que los marinos podían intentar, anclar con trescadenas juntas para resistir el embate de lacorriente y luego aprovechar la bajamar, salir aalta mar para encontrar algún viento favorable,navegar dando bordadas de modo que laNutmeg alcanzara una velocidad tan grandecomo la atención y la pericia de los buenasmarinos permitía; sin embargo, la goleta noavanzaba porque la masa de agua por la que sedeslizaba se movía en dirección oeste a unavelocidad igual o mayor. Algunas veces, cuandoel viento se encalmaba, intentaba avanzar aremo, pues a los tripulantes, a pesar de que erauna embarcación mayor que las que recurrían al

uso de los enormes remos, no les molestabatener que adelantar una o dos millas a costa dehacer un trabajo penoso y en cierto modoignominioso. Otras veces mandaba a remolcarla,y los tripulantes de las lanchas remaban contodas sus fuerzas. Pero la mayor parte deltiempo, como el aire se movía un poco, podíanavegar, y si bien no avanzaba hacia el este,Jack pudo conocer muchas de suscaracterísticas. No navegaba fácil ni rápidamentecon el viento por la aleta, pero era muy veloznavegando con el viento en contra, tan velozcomo la Surprise, y no tenía la misma tendenciaa virar aún más la proa hacia el lugar de dondevenía el viento si no llevaba el timón un expertomarinero. Durante los frecuentes e inoportunosperíodos de calma, él y el oficial de derrotahicieron cambios en la jarcia hasta queencontraron la disposición de las velas que másconvenía a la Nutmeg (aparte del cambio demedia traca que habían hecho al principio), y lagoleta aumentó su capacidad de maniobra.

A pesar de que la disposición de las velasera perfecta, no podía desafiar la naturaleza, no

podía avanzar con el viento y la marea en contraal suroeste del mar de Java. El domingo, a lahora del desayuno, Jack dijo:

–Rara vez he actuado por principio, y cuandolo he hecho me ha ido mal. Una vez una joven medijo: «Señor Aubrey, apelo a su honor para queresponda con sinceridad a mi pregunta: ¿Creeusted que Caroline es más hermosa que yo?». Y,de acuerdo con el principio que dice que el honores sagrado, le respondí que sí, que era un pocomás hermosa, y ella se enfadó tanto que rompiórelaciones conmigo, ¿sabes? Ahora, otra vezsimplemente por principio, me quedé hasta eljueves para asistir a la comida del gobernador…No te echo la culpa, Stephen, y sé que, enrealidad, nunca podré hacerte comprender que eltiempo y la marea no esperan a nadie. Y cuandopienso en que he desperdiciado un viento delsuroeste que haría llevar las gavias con dos rizosy con el que hubiéramos llegado a los 112º este,maldigo los principios.

–¿Hay más mermelada?Jack se la alcanzó y continuó:–Pero la religión es otra cosa, ¿me

comprendes? Quiero celebrar la ceremoniareligiosa esta mañana y no sé si seráinapropiado rogar a Dios que el viento seafavorable.

–Sin duda, está permitido rogar a Dios quellueva, y sé que se hace a menudo. Pero conrespecto al viento… ¿No crees que tendría unagran semejanza con una de tus costumbrespaganas? ¿No crees que parecería un refuerzode los arañazos que haces a las burdas y lossilbidos que das hasta que se te pone la caramorada? ¿O acaso, Dios no lo quiera, unrefuerzo del papismo? Martin nos hubiera dichocuál es la costumbre de la Iglesia anglicana.Nosotros, los papistas, rogamos a nuestro patróno a otro santo más apropiado que interceda, yeso es lo que voy a hacer en mis oraciones.Independientemente de lo que dijera Martin, creoque no tendrás problemas si formulas un deseomentalmente o incluso en voz alta.

–Me gustaría mucho que Martin estuvieraaquí, o mejor aún, que nosotros estuviéramos allí,al otro lado del estrecho. ¿Cómo estarán?¿Cómo les habrán ido las cosas? ¿Llegarán a

tiempo? ¡Dios mío, me hago tantas preguntas!–¿Quién es ese Martin del que hablan en la

cabina? – preguntó el nuevo ayudante de Killick,un marinero del Thunderer, originario deWapping, que se había quedado en tierra conotros seis para recuperarse de la fiebre deBatavia y era el único superviviente del grupo.Puesto que tenía la baja oficial y unarecomendación de su capitán y había viajado conJack y Killick en varias ocasiones, le habíanadmitido en la goleta enseguida. No teníaninguna habilidad especial y no era un sirvientedelicado (era incluso más rudo que Killick) ni eraun experto marinero (se le había clasificadocomo marinero de primera sólo por cortesía),pero era un hombre alegre y servicial y, sobretodo, un viejo compañero de tripulación.

–¿No has oído hablar del señor Martin? –preguntó Killick, interrumpiendo la limpieza deuna bandeja de plata.

–No, compañero, ni una palabra -respondió elmarinero, que se llamaba William Grimshaw.

–¿Nunca has oído hablar tampoco delreverendo Martin?

–Tampoco del reverendo Martin.–Tiene un solo ojo -dijo Killick y, después de

reflexionar, añadió-: Claro que no. Llegó cuandote habías marchado. Ocupó el puesto de capellánde la Surprise cuando estábamos en el Pacíficoporque es muy amigo del doctor. Iban juntos arecoger animales salvajes y mariposas en lascolonias españolas. Encontraron serpientes,cabezas reducidas, bebés disecados… en fin,curiosidades, y las pusieron en alcohol.

–Una vez vi un cordero con cinco patas -dijoWilliam Grimshaw.

–Luego, cuando al capitán le ocurrió aquelladesgracia y tuvo que hacerse corsario, elreverendo Martin vino con nosotros porquetambién a él le había sucedido una desgracia.Fue algo en relación con la mujer del obispo desu diócesis, según me contaron.

–Los obispos no tienen esposas, compañero-corrigió Grimshaw.

–Bueno, entonces su amante, o su novia.Pero viajó como ayudante de cirujano, no comocapellán, porque en los barcos corsarios loscapellanes no son bien recibidos.

–Ni tampoco en los barcos de guerra.–En estos momentos trabaja como cirujano

de la Surprise, cortando a sus compañeros detripulación con la cuchilla, que ya maneja congran habilidad después de haber disecadotantos cocodrilos, babuinos y animalesparecidos. Y seguramente, si Dios lo permite,estará esperándonos frente a unas islas al otrolado del estrecho. Es un caballero callado yagradable. Además, no le molesta escribir unacarta en nombre de alguien o una petición ennombre de la tripulación, y siempre hace rezar alos peticionarios. Navegó con los demás hacia eloeste y nosotros hacia el este, y tendremos quereunimos en los confines del mundo, ¿sabes? Yel capitán quisiera que el reverendo estuvieraaquí en este momento para preguntarle si escorrecto rogar a Dios que sople el viento o si esalgo que tiene que ver con el papismo.

–¡Pobrecillos! – exclamó Grimshaw, sin hacercaso a la cuestión de las plegarias.

–¿Por qué dices eso? – preguntó Killick.–Porque si uno navega derecho hacia el

oeste y llega a la línea donde cambia la fecha, y,

por ejemplo, la cruza un lunes, el siguiente díatambién es lunes, así que uno pierde un día depaga.

Killick, receloso y malhumorado, reflexionóunos momentos, pero después, con el rostroradiante, anunció:

–Pero nosotros estamos navegando derechohacia el este, así que, si la cruzamos un lunes, eldía siguiente será miércoles, y nos pagarán elmartes sin trabajar, ¡ja, ja, ja! ¿No es cierto,compañero?

–Tan cierto como que dos y dos son cuatro.–¡Que Dios te bendiga, William Grimshaw!La magnífica noticia se difundió por toda la

goleta y provocó un entusiasmo que duró hasta eldía siguiente. Y cuando todo estaba preparadopara la ceremonia religiosa, Jack notó que losmarineros no estaban tranquilos ni sosegados nile prestaban toda su atención, como era usual,así que después de cantar varios himnos ysalmos, cerró el libro, hizo una pausa comopreludio del final y dijo:

–Y todos los que lo consideren oportuno,pueden formular humildemente el deseo de que

sople un viento favorable, pero no una peticiónformal.

En respuesta se oyó un conjunto de sonidosbastante alto, compuesto por los murmullos quesolían oírse en la capillas (muchos de loshombres de la región occidental de Inglaterraeran partidarios del inconformismo), numerosos«sí» y algunas frases como «sigámosle». Erauna oleada de adhesiones, pero tan ruidosa quele disgustó.

Tan ruidosa que disgustó aún más a muchosde los tripulantes de la Nutmeg, que culparonabiertamente a la falta de discreción de suscompañeros de que hiciera un tiemporematadamente malo durante un período que lespareció inconcebible, interminable. En eseperíodo, en que las aguas brillantes y cálidas semovían tumultuosamente y se arremolinaban enel combés, tenían que mantener los andarivelescolocados de proa a popa y permanecer en lacubierta buena parte de la noche.

Jack ya sabía cómo navegaba la Nutmeg conviento flojo, encalmado o desfavorable, y en esetiempo descubrió cómo se comportaba en las

tormentas con vientos fuertes de diversaintensidad. A veces eran tan fuertes que, si lagoleta tenía espacio suficiente, navegabaempopada, con el velacho arrizado y lostripulantes vigilando para ver si veían algúnarrecife que no figurara en las cartas marinas, ysi no lo tenía, como cuando pasó por el estrechode Macassar, donde había peligrosos arrecifes eislotes, se ponía al pairo con la vela de estaymayor manteniéndose tan seca como un pato.Además de mantenerse al pairoadmirablemente, cuando el viento era de granintensidad, conservaba su capacidad de navegarbien de bolina, y se aproximaba 60° o un pocomás a la dirección del viento con escasoabatimiento. Y eso tenía que hacerlo confrecuencia, cuando inesperadamente aparecía lasilueta de alguna isla y había que virar el timónpara esquivarla.

Era cierto que, aparte de las tres o cuatroráfagas que les cogieron desprevenidos frente alas islas Célebes, cada vez que había una fuertetormenta, el viento era favorable, pues pasabapor encima de las olas de blancas crestas en

dirección sur o suroeste; era cierto que todos lostripulantes de la Nutmeg, cuando viajaban en ladesaparecida Diane con rumbo este por lasaltas latitudes sur, habían navegado con vientosmucho más fuertes y entre olas mucho más altascon varios inconvenientes añadidos, como tenerlas manos heladas, hielo cubriendo la cubierta yla jarcia y el riesgo durante la noche deencontrarse con peligrosos icebergs del tamañode una catedral; pero ahora consideraban injustoel mal tiempo porque había llegadoinesperadamente y les parecía antinatural habertenido que cambiar la distribución de todo elvelamen tres veces, hasta que encontraron lacompleja disposición que generalmente usabanpara hacer un difícil viaje por el sur del cabo deHornos. Además, aunque trabajaban duramente,la Nutmeg avanzaba muy poco, pues a pesar deque los vientos eran favorables, no podíanaprovecharlos en aquellas aguas peligrosas y enbuena parte desconocidas.

Hasta que no llegaron cerca del ecuador denuevo, el monzón no volvió a ser como debía, yentonces pudieron volver a colocar los

mastelerillos. Eso ocurrió un viernes, y ese día yla mayor parte del siguiente todos se dedicaron acambiar, secar y reparar las velas, mientras laNutmeg se deslizaba suavemente por lasplácidas aguas, avanzando a cuatro nudos develocidad y con serviolas en los lugares másaltos. Al final, en cuanto llegó la paz de la noche,fue destrozada por el estruendo de lascarronadas y el ruido más grave de los aisladosdisparos de los cañones largos haciendoprácticas de tiro.

Durante anteriores días de calma, todos losmarineros habían llegado a tener mucha prácticacon las pequeñas carronadas, que sólo pesabandiecisiete quintales cada una, y los artillerosincluso les habían tomado afecto. Jack teníarazones para decir:

–Fue una buena práctica, Fielding. – Yañadió-: Pero hubiera sido mejor con másguardiamarinas. Necesitamos al menos dos másen la proa y otro en el alcázar.

–Estoy completamente de acuerdo, señor -dijo Fielding y, al notar que el capitán no pensabaconcretar más, preguntó-: ¿Va a celebrar la

ceremonia religiosa mañana, señor?–Creo que no -respondió Jack-. Tal vez sea

mejor dejar que las cosas pasen por sí mismas.Contentémonos con pasar revista y leer elCódigo Naval por ahora, al menos hasta quelleguemos a alta mar. Y creo que tampocollamaremos a todos a sus puestos de combate.A los marineros les vendrá bien un descanso.

Hizo una pausa y luego propuso:–Vamos a tomar un vaso de vino abajo tan

pronto como la cabina exista de nuevo.Los marineros habían bajado a la bodega los

mamparos y los muebles de la cabina, el violíndel capitán, la miniatura de Sophie y todo lo queinterfería en el funcionamiento de los cañones(los obstáculos que impedían que las cubiertasde los barcos bajo el mando de Jack Aubreyestuvieran vacías de proa a popa todas lasnoches) en cuanto habían oído el toque deltambor que llamaba a todos a sus puestos decombate. Ahora el joven carpintero y susayudantes, que eran realmente hábiles, estabanrecolocando todo con extraordinaria rapidez y alcabo de cinco minutos volvió a existir una

habitación cristiana con jerez y galletas sobreuna bandeja.

–He pensado en ascender a Conway, Oakesy Miller -anunció Jack-. ¿Tiene algunaobservación que hacer?

–Sin duda, Conway es un joven excelente -dijo Fielding-. Y Oakes y Miller se hancomportado bien en el reciente período de maltiempo.

–Me di cuenta. Y sé muy bien que no sonperfectos, pero necesitamos guardiamarinas.¿Puede recomendar a algún otro marinero quesea mejor?

–No, señor -respondió Fielding después dereflexionar unos momentos-. Si le soy sincero, no.

La idea que tenían los marinos del descansopodría desconcertar a los hombres de tierraadentro. Tuvieron que subir los coyes media horaantes de lo acostumbrado y durante el desayunoel contramaestre se asomó a la escotilla central ygritó:

–¿Me oyen de proa a popa? ¡Lávense parapasar revista cuando suenen las cincocampanadas! ¡Con pantalones blancos y

chaqueta!Entretanto, sus compañeros gritaban en la

proa:–¿Me oyen? ¡Afeítense y pónganse camisa

limpia para pasar revista cuando suenen lascinco campanadas!

Esos gritos eran tan comunes en un barco deguerra como las flores en primavera.

Desde el final del desayuno comenzó, comosiempre, una gran actividad. Todos losmarineros, excepto los pocos grumetes quetodavía no tenían barba, se afeitaban con suspropias navajas o se sometían a la acción delbarbero de la Nutmeg. Además, los que llevabancoleta se peinaban y se la volvían a hacer unos aotros. Después que muchos de ellos limpiaran lacubierta con la piedra arenisca seca y todos selavaran las manos y la cara en palanganas juntoal tonel situado en la cubierta, hicieron suaparición los impecables pantalones y chaquetasque habían lavado el jueves, cuando el vientohacía llevar las gavias arrizadas, y que enmuchos casos estaban adornados con cintas enlas costuras, además de los sombreros de paja

de ala ancha con cintas que ya tenían bordado elnombre de la goleta. Al mismo tiempo, losinfantes de marina abrillantaron, limpiaron concaliza y cepillaron lo que no habían abrillantado,limpiado con caliza ni cepillado el sábado por latarde. Y por supuesto, todos los tripulantessubieron sus petates y los colocaron formandouna pirámide donde estaban amontonados lospalos. Aunque los oficiales pudieron esperarhasta el último momento para ponerse su mejoruniforme, se estaban asando antes queRichardson ordenara a Bennett, su compañerode guardia:

–Toque para pasar revista.Bennett se volvió hacia el hombre que tocaba

el tambor y ordenó:–Toque para pasar revista.Al primer golpe del tambor, los infantes de

marina se fueron a la popa, al final de la popa,caminando pesadamente, y cuando oyeron losprimeros gritos militares formaron en filas de unlado al otro de la cubierta con Welby al frente,flanqueado por los suboficiales y el hombre quetocaba el tambor. Entretanto, los marineros se

dirigieron a sus puestos y formaron en filas en laparte del alcázar que quedaba libre, lospasamanos y el castillo mientras los oficiales ylos guardiamarinas gritaban:

–¡En fila! ¡Malditos marineros de agua dulce!¡En fila!

Cuando estaban más o menos ordenados, eloficial de cada brigada informó a Fielding de quesus hombres estaban presentes, limpios yadecuadamente vestidos. Fielding atravesó lacubierta, se acercó a Jack y, quitándose elsombrero, anunció:

–Todos los oficiales han dado su informe,señor.

–Muy bien, señor Fielding -respondió Jack-.Entonces recorreremos la goleta.

Eso hicieron y, como era habitual, empezaronpor inspeccionar a los infantes de marina. Luegoinspeccionaron a los marineros de la guardia deproa y a los lisiados (que en la Nutmeg formabanuna sola brigada), bajo las órdenes del señorWarren y Bennett; luego los artilleros, bajo las delseñor White, por falta de un oficial en el alcázar, yFleming; y después los gavieros, bajo las de

Richardson y Reade. Estos últimos eran losmiembros de la tripulación más jóvenes, máságiles y más atildados. Les encantaba estarelegantes, y muchos, además de adornarse concintas y bordados de arriba abajo, lucían variostatuajes. Entre ellos estaban Conway, un jovenalegre que llevaba cintas azules cosidas en lascosturas de los pantalones, y Oakes y Miller, queeran menos alegres, pero también les gustabavestir bien, hasta tal punto que se habían atrevidoa poner una cinta rosa por todo el borde de lachaqueta, y en cada pase de revista se veíanmenos pálidos y con menos granos. Llegó elturno a los marineros del castillo, más viejos ymás experimentados, que estaban bajo lasórdenes de Seymour. Ni siquiera entre estosmarineros, que en algunos casos navegabandesde hacía cuarenta años, había alguno quehubiera hecho la circunnavegación del globo, nitampoco nadie que hubiera previsto queganarían un día, y también ellos tenían todavía unpoco de aquel inusual entusiasmo.

En cada brigada el oficial saludaba y losmarineros se quitaban los sombreros, se

alisaban el pelo y se enderezaban. Jackcaminaba por la fila mirando atentamente atodos y cada uno de los hombres, a todos y cadauno de los conocidos rostros.

Eso era casi una hazaña cuando el marestaba agitado, pues como todos estabanconvencidos de que la Nutmeg casi podíaconsiderarse una fragata, porque a pesar de serpequeña su aparejo era semejante al de unnavío, formaban filas en el portalón sin tener encuenta que dejaban poco espacio entre ellaspara que pasara un corpulento capitán y muchomenos para que inspeccionara a un fornidomarinero.

Al poco tiempo terminó esa etapa. Después,Jack inspeccionó la inmaculada cocina con susbrillantes ollas de cobre y el primer tenienterevisó las camaretas, que estaban adornadascon cuadros, brillantes vasijas de cerámica yplumas de pavos reales de Java y una vela sobreel baúl más alto, y juntos inspeccionaron elsollado y los pañoles. Finalmente fueron a laenfermería, donde Stephen, Macmillan y unmuchacho recién contratado como ayudante les

recibieron y les informaron sobre los cincoobstinados casos de sífilis procedentes deBatavia y sobre el enfermo que tenía la clavícularota (un marinero encargado del ancla deemergencia que estaba tan contento porque ibaa ganar un día, que decidió enseñar a suscompañeros a bailar una danza típica irlandesaencima de una bita).

El capitán volvió al alcázar y a la brillante luzdel sol. Los infantes de marina presentaronarmas con un chasquido seguido de un golpeseco. Todos los oficiales saludaron y todos losmarineros se quitaron los sombreros.

–Muy bien, señor Fielding -dijo-. Noscontentaremos con leer los artículos del CódigoNaval y luego comeremos.

El mueble donde se guardaban las espadasque utilizaban como atril y las tablillas dondeestaban escritos los artículos estabanpreparados. Jack leyó con rapidez el conocidotexto y terminó diciendo:

–Todos los demás delitos no castigados conla pena capital que sean cometidos por cualquierpersona o personas de la Armada y no estén

mencionados en estos artículos y, por lo tanto, notengan asignado un castigo en ellos, seráncastigados de acuerdo con las costumbres y lasleyes aplicadas en esos casos en la mar.

Luego se volvió hacia el señor Fielding y dijo:–Señor Fielding, como queda poco tiempo

antes que suenen las ocho campanadas, puedeordenar que arríen las sobrejuanetes y el foquevolante.

A él, en cambio, le faltaban más de un par dehoras para comer, pero ese tiempo fue aún peorpara sus invitados, Richardson y Seymour,porque los oficiales generalmente comían muchoantes que el capitán, y los guardiamarinas aúnantes, a mediodía.

Pero fue una comida por la que valía la penaesperar. Wilson, el cocinero de Jack, se habíaesmerado en preparar una sopa de pescado ymariscos, hecha principalmente con cigalas quehabían comprado a un parao que pasó cerca,una pierna de cordero asada y varios postres.Además, el fino jerez que bebieron no se habíaresentido de su paso por el ecuador al menostres veces. Para Stephen era un misterio cómo

podían tragar todo aquello a una temperatura deochenta grados Farenheit, en una atmósferacargada y vestidos con chaquetas de paño.Ahora los tres, a quienes deseaba que Dios lesprotegiera, estaban comiendo con aparente buenapetito arroz con leche, pastel de melaza, pudínde sago y pasteles de Shrewsbury. Pero, bajo lajocosidad de Jack, alguien observador yacostumbrado a verle podía distinguir un estadode ánimo completamente diferente.

–Es extraño que todos se hayan sorprendidoy alegrado tanto de ganar un día -observó Jack-.Después de todo, desde hace más de veinteaños los barcos ingleses han llevado convictos aBotany Bay y han regresado a Inglaterra por elcabo de Hornos, así que era de esperar quefuera del dominio público. Pero me alegro de quehaya a bordo tanta alegría como si todosestuvieran de vacaciones, porque es apropiadapara lo que pienso hacer esta tarde.

–Con su permiso, señor -dijo Killick,irrumpiendo en la cabina con una gran bandejade plata en llamas que puso delante de Jack, unabandeja con una tortilla azucarada flameada que

era el broche de oro del banquete, y el orgullo deWilson.

No fue hasta después de comerla y debrindar por el rey y varias personas más queJack continuó:

–Discúlpenme si hablo un momento deasuntos de la Armada. Tengo la intención declasificar a Conway, Oakes y Miller comoguardiamarinas antes de la segunda guardia decuartillo. ¿Puedo contar con usted parafacilitarles la adaptación a la camareta, señorSeymour? Entrar en ella puede ser difícil.

–Lo haré con mucho gusto, señor -respondióSeymour-. Y Bennett y yo les prestaremos losuniformes hasta que puedan ir a ver a un buensastre. Compramos las cosas del pobre Clerkecuando las vendieron junto al palo mayor, yestaba muy bien abastecido, pues tenía trespiezas de cada cosa.

–Bueno, señor -dijo Richardson, poniéndosede pie-, me alegro mucho de oír esa noticia, yaunque no voy a tener la presunción de felicitarlepor su elección, debo decir que facilitará muchoel trabajo en la Nutmeg. Y, naturalmente, quiero

agradecerle de todo corazón la espléndidacomida.

El día languideció, y la brisa, con él. Cuandollamaron a los marineros a hacer la guardia, laNutmeg se deslizaba por las aguas tranquilas ycalientes como caldo con una velocidad más quesuficiente para maniobrar. Casi todos lostripulantes estaban tomando el aire, bastantefresco, en la cubierta. Hacía demasiado calor yhumedad para bailar, pero podía oírse a muchosmarineros cantando en el castillo y en laentrecubierta. También cantaban losguardiamarinas en la camareta, donde los tresnuevos, con hilo, aguja y tijeras, estabanarreglando los tan anhelados uniformes.

–¿Qué te parece un poco de música, Jack? –preguntó Stephen, entrando con una partitura enla mano-. Hace mucho que no tocamos y acabode encontrar aquella pieza de Clementi con laque disfrutamos tanto en el Mediterráneo.

–A decir verdad, Stephen -respondió Jack-,no estoy de humor para eso. La convertiría en unmaldito canto fúnebre; convertiría cualquier cosaen un maldito canto fúnebre. He estado

comparando mis cálculos con los del oficial dederrota y son muy parecidos. He tomado unadecisión equivocada. Debí haber esperado en laentrada del estrecho de Salibabu con la goleta alpairo frente al extremo oriental de la isla, porqueasí hubiera podido atacar la fragata cuandoestaba a tiro de mosquete y luego penol a penol.

Entonces le mostró a Stephen la gran cartamarina que estaba extendida sobre la mesa.

–Con el monzón del suroeste, la Cornélietenía que navegar hacia el norte y contornearBorneo para llegar al mar de Sulú, y luego hacerrumbo y atravesar el estrecho de Sibutu parallegar al mar de Célebes, pues nadie en su sanojuicio se atrevería a pasar por el archipiélago deSulú. Entonces, después de cruzar el estrecho,tenía que virar y hacer rumbo a Salibabu. Y allí, simis planes hubieran salido bien, yo la habríaestado esperando. Pero mis planes estabanbasados en la regularidad del monzón, y elmonzón ha sido irregular. El mal tiempo que nosforzó a navegar lentamente y con prudencia en elestrecho de Macassar ayudó a la fragata a llegarrápidamente al mar de Célebes, y si yo me

hubiera dirigido directamente a Sibutu en vez dedesviarme hacia el este con estos miserablesvientos y al abrigo de la costa, creo que habríallegado allí primero. Estoy convencido de que yaha pasado el estrecho y ahora navegavelozmente rumbo a Salibabu. Posiblemente, sitiene pocos víveres y una tripulación torpe, puedadarle alcance antes que llegue, pero eso no mebeneficiará mucho. El tipo de combate quequiero entablar no consiste en una persecuciónpor popa, sino en un ataque penol a penolseguido del abordaje en medio del humo. Perohay mil, diez mil posibilidades de que no vuelva averla nunca. Creo que estos días de calma hansido fatales.

–Pero si la Cornélie pasa por el estrecho deSalibabu, ¿no se topará con Tom Pullings y laSurprise?

–La primera condición es que Tom Pullingsesté allí.

–¿Y no es eso probable?–Hay muchas posibilidades de que no sea

así porque los separa de nosotros la mitad delmundo y sabe Dios cuántos mares. La segunda

condición es que la Cornélie se mantenga en laparte derecha del canal, apartada de la mejorruta, porque así la podrían avistar, aun sin vertodavía el casco, desde Kabruang, donde esperoque Tom esté con la fragata al pairo hasta el día20. Y no sólo tienen que ser capaces deavistarla, sino también de reconocerla desdecierta distancia, pues ¿quién esperaría ver unbarco francés en esas aguas? Incluso si esastres condiciones se cumplieran, Tom tendría queabandonar el lugar de la cita para emprender unapersecución que le alejaría doscientas otrescientas millas, y no sé si lo haría. No esprobable que se den esas condiciones porseparado, y para que las cuatro coincidan… Porlo que veo, nuestra única esperanza es navegar atoda vela, riéndonos de todo otra vez, pararecuperar esos condenados días que pasamosal pairo. Después de todo, los fondos de lagoleta están limpísimos.

–Cuando hablas del ataque sorpresa y elabordaje en medio del humo, ¿has olvidado laposibilidad de que no tenga pólvora?

–No la he olvidado -respondió Jack

secamente-. Por supuesto que no la he olvidado.Y capturar un barco en esas circunstancias seríatan honroso como… Sin duda, existe esaposibilidad, pero no puedo basar en ella mi plande ataque. Lo único que está claro es que tengoque tratar de encontrarme con ella y actuar enconsecuencia… actuar como un buen marino -añadió, sonriendo con amabilidad tras haberusado un tono hiriente, pues, como Stephensabía perfectamente, estaba muy nervioso.

Cuando llegó la guardia de alba, ya estabannavegando a toda vela, y cuando todos losmarineros terminaron de desayunar y subieron ala cubierta, aumentó de velocidad porquecolocaron los mastelerillos de sobrejuanetes eizaron las correspondientes velas, de una lona degran calidad. Como el viento, un viento estableque permitía llevar desplegadas las juanetes,soplaba ahora por la aleta, pronto hicieron suaparición las alas en el costado de barlovento,cuatro en el palo trinquete y dos en el mayor, ymultitud de velas de estay. También aparecieronla cebadera y la sobrecebadera, por supuesto, ytodos los foques que podían desplegarse. Era un

magnífico conjunto de velas. Poco despuésasomaron las monterillas por encima de lassobrejuanetes y los marineros observaron cómoel agua subía por los lados de la proa, bajabahasta las placas de cobre detrás del pescante deproa, pasaba rápidamente por los costadosproduciendo un sonido sibilante y formaba unaestela amplia y recta que se extendía hacia elsuroeste.

CAPITULO 5A Miller, el más feo de los dos

guardiamarinas resucitados, le habían alabadopor su vista aguda y por su diligencia comoserviola, y no sólo Richardson, el oficial de subrigada, sino también el propio capitán, y ahoracasi nunca podían sacarle del tope del palomayor. Sentía un inmenso respeto por el capitánAubrey, en parte porque Jack tenía autoridadnatural, fama de capitán combativo y capacidadpara enaltecer o denigrar a los demás; sinembargo, lo que hacía que ese respeto alcanzarael grado de veneración era el concepto de Jackde navegar a toda vela. En los cinco años quehabía pasado en la mar nunca había visto nada

igual, y sus compañeros de tripulación, algunosde los cuales llevaban en la mar diez veces esetiempo, le aseguraron que nunca la vería. Sinduda, puesto que Jack Aubrey tenía unaembarcación robusta, con nuevos mástiles ynueva jarcia y los fondos limpios, podía hacerlanavegar ahora a gran velocidad por lasprofundas aguas del mar de Célebes. Además,tenía buenos oficiales, una tripulación bastantebuena (todavía no era como la de la Surprise,pero era mucho mejor que la mayoría) y se sentíaangustiado y culpable por haber tomado unadecisión equivocada. Día tras día la Nutmegavanzaba velozmente hacia el este, con enormespirámides de velas, mientras Jack estabapegado al alcázar y Miller al tope del palo mayor.Miller deseaba más que nada complacer yasombrar al capitán Aubrey con el anuncio deque las juanetes de la Cornélie acababan deaparecer en el horizonte.

Día tras día dejaba atrás muchos grados delongitud. Mientras tanto, Jack y el oficial dederrota comprobaban y volvían a comprobar suposición con los cronómetros y las mediciones

lunares y Miller pasaba incluso el tiempo dedescanso justo por encima de ellos y a vecesllevaba arriba la comida envuelta en un pañuelo.Miller siempre llevaba el catalejo que Reade lehabía dado diciéndole: «No es útil para un tipocon un solo brazo, ¿sabes? Puedes invitarnos aHarper y a mí a un tazón de ponche cuandolleguemos a Botany Bay». Vio muchos paraos,sobre todo al oeste de los 123º E, yocasionalmente algún junco que venía deFilipinas. Comunicaba su presencia en tonoindiferente, a menudo irritando a los oficiales deserviolas, y rara vez recibía muchas muestras deagradecimiento de los oficiales. Sin embargo,durante los dos últimos días había permanecidocallado no sólo porque no había avistado ningúnbarco, sino también porque no se podía ver elhorizonte. Una masa de diminutas y cálidasgotas de agua llenaba el aire, haciendo difícilrespirar y casi imposible diferenciar el mar delcielo, por lo que el mundo parecía no tenerlímites. Fue gracias a un providencial claro en laniebla, por el nornoroeste, que pudo divisar unbarco aproximadamente a dos millas de

distancia, un barco que navegaba con rumbosureste, con sólo las gavias desplegadas. Entono convencido, mirando hacia abajo, gritó:

–¡Cubierta, un barco por la aleta de baborcon rumbo sureste! ¡Ya se le ve el casco!

Un momento después sintió una vibración,que transmitieron sucesivamente distintosfragmentos de la jarcia y fue producida por elrápido movimiento ascendente de un cuerpopesado, y después oyó la voz del capitán, quedesde la cofa le pedía que le dejara paso. Secolocaron uno a cada lado del mastelero mayor,junto a los obenques, y Jack preguntó:

–¿Dónde está, señor Miller?–Más o menos a cinco grados por la aleta,

señor. Pero se va y vuelve.Jack se sentó en la cruceta y dirigió la vista

hacia el nornoroeste por encima del apaciblemar azul. Aumentaron sus esperanzas, que casihabían dejado paso a la resignación, haciendolatir su corazón tan rápidamente que le parecíaque lo tenía en la garganta. Volvió a hacerse unclaro en la niebla, de modo que el barco pudoverse muy cerca, y las esperanzas disminuyeron

hasta un nivel razonable. Por supuesto que unaembarcación que navegara con rumbo suresteno podía ser la Cornélie, sin embargo, Jack diolas órdenes necesarias para que izaran labandera, y la Nutmeg, describiendo una elegantecurva, se acercara al barco desconocido, unmercante holandés de aspecto abandonado,ancho y pesado. El mercante no intentó escapar,sino que permaneció allí con la gavia en fachahasta que la Nutmeg se acercó por el costadode barlovento. Sus tripulantes, la mayoríahombres negros o de piel de color marróngrisáceo, se alinearon en el costado conexpresión satisfecha y no sacaron ninguno desus cañones, que probablemente eran de seislibras.

–¿Qué barco va? – preguntó Jack.-Alkmaar, señor, que va de Manila a

Menardo.–Que se presente el capitán con sus

documentos.Una lancha cayó al agua y el capitán fue en

ella a la goleta. Todos sus documentos estabanen orden y entre ellos se encontraba una licencia

de comercio emitida por la administración deRaffles en Batavia. Jack los devolvió al holandésy le brindó un vaso de vino de Madeira.

–A decir verdad -dijo el holandés-, preferiríaun barrilete de agua, aunque no fuera fresca.

Luego, en respuesta a las preguntas de Jack,añadió:

–Le agradecería que me diera dos o tresbarriles, si puede. Durante los últimos días sólohemos tomado medio cubo cada día, pero, apesar de eso, dudo que podamos llegar aMenardo sin repostar. Los marineros estánmuertos de sed, señor.

–Creo que podremos dárselos, capitán -letranquilizó Jack-. Pero antes beba el vino ycuénteme cómo es que habla tan bien el inglés ypor qué tiene poca agua.

–Respecto al inglés, señor, pasé mi niñez ymi juventud navegando en arenquerosholandeses e ingleses indistintamente, entrandoy saliendo de Yarmouth. Allí me reclutaron por lafuerza y me mandaron al Billy Ruffian, queestaba bajo las órdenes del capitán Hammond, ypermanecí a bordo dos años, hasta que se firmó

la paz. Respecto al agua, arrojamos por la bordalos barriles de agua de las dos filas superiorespara escapar de un par de juncos de piratasfrente a las islas Cagayan, y cuando nos libramosde ellos me di cuenta de que algún tonto, encontra de mis órdenes, había arrojado casi todoslos de la inferior. Este viaje ha sido muydesafortunado, señor. Después de eso noscapturó una fragata francesa, ¿puede ustedcreerlo, señor?, una fragata francesa.

–¿Cuántos cañones tenía?–Treinta y dos, señor. Demasiados para que

me atreviera a oponerme a ella. También teníapoca agua, pero cuando demostré a su capitánque apenas teníamos suficiente para llegar anuestro destino y que encontraría un buen lugarpara coger agua en su ruta, puesto quenavegaba rumbo al estrecho y aún más allá, nosla dejó. Debo decir que todos se comportaronmuy bien, teniendo en cuenta que no hubo pillajeni tocaron nada del cargamento ni hicieron nadacruel, y aunque se llevaron toda la pólvora y todaslas velas menos las que usted ve, señor, elcapitán me habló con cortesía y me dio una letra

emitida por un banco de París que espero cobraralgún día.

–¿Cuánta pólvora?–Cuatro barriles, señor.–¿Medios barriles?–No, señor, barriles enteros, y de la mejor

pólvora de granos grandes de Manila.–¿Dónde está ese lugar donde se puede

coger agua?–En una isla que se llama Nil Desperandum,

señor. Pero no es la que se encuentra en el marde Banda, sino la que está más al norte. Se tardamucho en coger el agua allí porque hay quepasar por un sinuoso estrecho, la corriente deagua es muy pequeña y no hay ninguna laguna.Yo mismo hubiera ido con él si no fuera porquemi barco nunca habría podido regresarnavegando en dirección contraria al monzón. Mibarco no es la Gelijkheid. ¿Cómo la llama ahora,señor?

-Nutmeg -respondió Jack.Después de conversar un poco más sobre la

fragata francesa, que indudablemente era laCornélie, de su tripulación y sus cualidades, y

también del lugar donde se podía coger agua enNil Desperandum, Jack dijo:

–Discúlpeme, capitán, pero tengo prisa. Ledaré el agua empleando la bomba. Acercaré lafragata tanto como pueda y mandaré a colocar lamanguera. Es mejor que vuelva a su barco ahoray lo prepare todo.

Las embarcaciones se separaron despuésdel más desagradable cuarto de hora queFielding había pasado en todos sus años deservicio como primer teniente. Había una fuertemarejada, la manguera de la bomba erademasiado corta, los tripulantes del Alkmaar notenían cuidado al empujar la fragata con elbichero, no cuidaban la pintura, y los de laNutmeg no eran más cuidadosos que ellos.Además, oía al capitán Aubrey decirle una y otravez que no había ni un momento que perder.Incluso después que la franja de agua queseparaba las dos embarcaciones llegara a teneruna milla de ancho y los gritos de agradecimientode la tripulación del mercante holandés se oyerandébilmente en el aire, estaba tan irritado que ledio una patada a un grumete por arrancar trozos

de pintura que se habían despegado en la bandanegra.

Inmediatamente después fue llamado a lacabina y, lleno de preocupación, se acercó a lapopa cojeando y estirándose la ropa. No leagradaba la idea de que le reprendieran y sabíamuy bien que al capitán le disgustaban loslatigazos, las patadas, los golpes con varas y losque se daban en el trasero con tablas, ademásde palabras de reproche como «marinero deagua dulce» o «malditos sean tus miembros», amenos que las dijera él.

Sin embargo, cuando abrió la puerta,encontró al capitán inclinado sobre una cartamarina con el doctor a un lado y el señor Warrenal otro.

–Señor Fielding -dijo Jack, levantando la vistay sonriendo-, ¿sabe lo que quiere decir nildesperandum?

–No, señor -respondió Fielding.–Significa «no hay que darse por vencido» o

«mientras hay vida hay esperanza» -explicóJack-. Y ese es el nombre de una isla situada aunas trescientas millas por babor, justo antes del

estrecho.–¿Ah, sí, señor? Creía que se encontraba al

este de Timor.–No, no, ésa es otra. Ocurre lo mismo que

con Desolación. Hay muchas islas llamadasDesolación y muchas llamadas NilDesperandum, ¡ja, ja! Con un poco de suerteencontraremos la Cornélie cargando agua en laisla. Mi objetivo es ir hasta allí y acercarme a ellalo más posible, y para eso es necesario que lagoleta se parezca lo más posible a un mercante.Ojalá se me hubiera ocurrido cambiarle alcapitán del Alkmaar sus velas finas, viejas yllenas de parches por un conjunto nuestro. Perola diligencia de los marineros hará maravillas.

–Sí, señor -dijo Fielding.–No se preocupe por la pintura, señor

Fielding -murmuró Jack-. Y tampoco por lashermosas vergas ennegrecidas y mantenidasperpendiculares a los palos por motones ybrazas. Tome como modelo al Alkmaar y aldiablo la limpieza.

–Sí, señor -replicó de nuevo Fielding, quiense preocupaba mucho por la pintura y había

cuidado excepcionalmente la apariencia de laNutmeg, hasta tal punto que era la goleta deveinte cañones de la Armada de mejor aspecto,una goleta lista para pasar la inspección decualquier almirante.

–¡Ja, ja, ja! – estalló Maturin de repente-.Recuerdo cuando hicimos que nuestra queridaSurprise pareciera una draga para engañar alSpartan. Había porquería por todas partes.

–¡Oh, señor! – exclamó el oficial de derrotaen tono de protesta.

–En realidad, señor Fielding, la suciedad noes fundamental, porque la goleta no va a sersometida a una rigurosa inspección. Sólo tieneque parecerse a un mercante lo suficiente paraque pueda acercarse hasta que la fragata esté alalcance de los cañones, porque en cuantoempecemos a disparar tendremos que hacerlobajo nuestra propia bandera, por supuesto.

Stephen les dejó discutiendo los detalles delhorrible cambio y fue a hacer la ronda. Macmillanle recibió con una expresión angustiada.

–Siento mucho comunicarle, señor, que hanllegado dos casos de problemas dentales, y

debo confesar que estoy desorientado,completamente desorientado.

Macmillan dijo esas palabras lo mejor quepudo en latín, porque los pacientes estaban allímismo, con la vista fija en los dos cirujanos. Ellatín les tranquilizó porque era la lengua de lossabios, no de curanderos de animales queentraban en la Armada por cobrar unagratificación y se las daban de médicos en elcastillo.

–No va a ser fácil -confirmó Stephen despuésde examinar las muelas, que en ambos casos seencontraban en lugares difíciles y tenían cariesmuy profundas-. Yo también. Sin embargo,haremos todo lo que podamos. Déjeme ver dequé instrumentos disponemos…

Después de mirarlos negó con la cabeza ydijo:

–Bueno, al menos podremos untarlas conaceite de ajo y luego rellenar las cavidades conplomo. Espero que no se rompan bajo la presióndel fórceps.

Una vana esperanza. Y cuando por fin dejó alos marineros al cuidado de sus compañeros y el

carnicero del barco, que les había aguantado lacabeza, estaba más pálido que ellos.

–Es extraño… -se quejó al volver a la cabina,donde Jack, sentado sobre la cubierta de lapaleta del timón, jugueteaba con las cuerdas desu violín mientras observaba cómo se extendía laamplia estela-. Es extraño que a pesar de quepuedo cortar un miembro destrozado, abrir elcráneo de un hombre, cortar a un hombre parasacarle un cálculo y ayudar a una mujer en undifícil parto de nalgas como corresponde y sinsentir náuseas, no diré que indiferente al dolor nial daño sufrido, pero con lo que tal vez podríallamarse tranquilidad profesional, a pesar detodo eso, no puedo sacar una muela sin ponermenervioso. Lo mismo le sucede a Macmillan,aunque es un joven excelente en cualquier otroaspecto. No volveré a hacerme a la mar sin unexperto sacamuelas, aunque sea un ignorante.

–Siento que hayas pasado tan mal rato -dijoJack-. Tomemos una taza de café.

Consideraba el café la panacea universal,como Stephen consideraba la tintura de opio enotro tiempo, y lo pidió en voz alta y clara.

Killick puso una expresión que parecía másmalhumorada que otras veces, pensando que noera costumbre servir café a esa hora del día.

–Tendrá que ser solo -anunció-. No puedoordeñar a Nanny a todas horas. Si lo hago, sequedará seca. Una cabra no es una cisterna,señor.

–¡Café fuerte solo! – exclamó Stephen variosminutos después-. ¡Qué bien sienta! Y me alegromucho de no haber satisfecho el antojo demascar las hojas de coca cuando terminé laronda en la enfermería, como tenía pensado.Indudablemente, calman la mente, pero anulan elsentido del gusto. No obstante, mascaré trescuando se acabe la cafetera.

Había visto las hojas de coca por primera vezen Suramérica, y actualmente las consideraba lapanacea. Aunque viajaba con una gran cantidadguardada en suaves bolsas de cuero, unacantidad que le alcanzaba para dar dos veces lavuelta al mundo, procuraba abstenerse de ellas, ycon esas tres hojas que mascaría más tardeharía una inusual concesión a su capricho.

–Sin duda, la goleta navega a una

extraordinaria velocidad -observó, mirando a sualrededor-. ¡Mira qué lejos es proyectada elagua, mira qué lejos llega la turbulencia! Yanuestro alrededor hay tanto ruido que nos obligaa levantar la voz, como habrás notado, un ruidogeneral que no se puede definir, pero cuya notapredominante es casi exactamente ese si queestás tocando con el pulgar.

Apenas terminó de decir estas palabras,Reade llegó dando saltos. Sus heridas habíansanado estupendamente, pero Stephen todavíale obligaba a usar una bandolera con unaalmohadilla para proteger el muñón en caso deque se cayera o de que la goleta diera bandazos,y la manga vacía estaba prendida a ella. Todoslos marineros le trataban con extraordinarioafecto, y ya había recuperado el ánimo y habíaadquirido una agilidad que casi compensaba supérdida.

–El señor Richardson le presenta susrespetos y piensa que le gustará saber quenavegamos casi exactamente a doce nudos yuna braza. Yo mismo lo escribí en la tablilla.

Jack se rió a carcajadas.

–¡Doce nudos y una braza a pesar de tener elviento por la aleta! Gracias, señor Reade. Porfavor, diga al señor Richardson que puededesplegar una sosobre en el palo trinquete si loestima oportuno y que no pasaremos revista estatarde.

–Sí, señor. Y, con su permiso, me pidió que siveía al doctor le dijera que nos sigue un ave muycuriosa. Se parece mucho al albatros y tiene algoen el pico.

Stephen subió corriendo a la cubierta y llegóa tiempo para ver la larga lucha del ave parasacarse del pico la concha interna de una sepiaque se le había trabado. Cuando la conchainterna salió, el albatros viró hacia el sur, se alejóvolando con gran rapidez y casi inmediatamentedesapareció entre los borregos.

–Le agradezco de todo corazón que me hayaenseñado el ave -dijo a Richardson.

–No se merecen, señor -respondióRichardson y después, cogiéndole por el codo,añadió-: Y si se queda aquí y se inclina un pocopara ver la cofa del trinquete, dentro de un minutole enseñaré una sosobre. Las colocamos

volando, ¿sabe?Stephen se inclinó y miró hacia allí. En medio

de una serie de órdenes, pitidos y gritos como«¡amarrar!», bajo el brillante sol, apareció unpequeño triángulo blanco por encima de todaslas demás formas blancas, para satisfacción delos numerosos marineros que estaban en lainmaculada cubierta, que acababa de ser barridapor segunda vez después de la comida.

–Era uno de los albatros más pequeños -anunció al regresar-. Estaba tratando de sacarsela concha interna de una sepia del pico.Probablemente la había llevado allí a lo largo demil millas o más.

–Ojalá hubiera sido una carta de casa -bromeó amargamente Jack y, después de unmomento en que ambos permanecieron ensilencio, continuó-: Siempre había relacionadolos albatros con las altas latitudes sur. ¿De quéclase es éste?

–Lo ignoro. Sólo sé que no es el Diomedeaexulans de Linneo, aunque dijo que tambiénhabita en los trópicos. También se han descritouna especie de Japón y una de las islas

Sandwich. Éste puede pertenecer a alguna deellas o a otra especie desconocida, pero tendríaque haberlo matado para saberlo y estoycansado de matar… Supongo que habrásnotado que ahora el horizonte se ve claramente.

–Sí, la niebla se disipó durante la noche.Pudimos hacer mediciones muy exactasrespecto a Rasalagui y la luna, que coincidieroncasi hasta el último minuto de longitud no sólocon el cálculo de nuestra posición hecho con elcronómetro, sino también con la estima, lo quees bastante satisfactorio, creo yo.

Al ver que esa espléndida noticia noprovocaba emoción, sino nada más que unacortés inclinación de cabeza, propuso:

–¿Qué te parece si reanudamos el juegodonde lo dejamos? Yo iba ganando, comorecordarás.

–¿Ganando? – preguntó Stephen, cogiendosu violonchelo-. ¡Cómo te traiciona tu memoria enpleno envejecimiento, pobre amigo mío!

Ambos se pusieron a afinar sus instrumentos,y a poca distancia de allí, Killick dijo a sucompañero:

–Ya empiezan otra vez: ñii, ñii, pum, pum. Ycuando empiezan a tocar no es mejor. No puededistinguirse una cosa de la otra. No tocan nuncanada que un hombre sea capaz de cantar, niaunque esté borracho como una cuba.

–Me acuerdo de ellos en la Lively. Pero estono es tan grave como una cámara de oficialesllena de caballeros con flautas traveserasquejándose día y noche, como había en elThunderer. No. Vive y deja vivir, digo yo.

–Vete a la mierda, William Grimshaw.El juego al que jugaban consistía en que uno

improvisaba un fragmento musical de algúneminente compositor (lo mejor que su moderadahabilidad y su falta de inspiración permitían) y elotro, después de adivinar el compositor, teníaque acompañarle y continuar el fragmento hastaun punto sobreentendido por ambos y luegoempezar otro, bien del mismo autor o bien deotro. Al menos ellos disfrutaban mucho con eseejercicio y siguieron tocando hasta la noche,haciendo sólo una pausa al final de la guardia deprimer cuartillo, cuando Jack subió a la cubiertapara medir la temperatura y la salinidad del agua

con Adams y disminuir el velamen para lanavegación durante la noche.

Todavía estaban tocando cuando llegó laguardia de prima, y Killick, mientras ponía lamesa en la cabina-comedor, dijo:

–Esto detendrá esa basura un rato, gracias aDios. Quita tus grasientos dedos de los platos,Bill. Ponte los guantes blancos. Corta la pavesa aras de las velas con las malditas despabiladerasy no dejes caer cera ni hollín. No, no, dame.

A Killick le encantaba ver la vajilla de platabrillando en la mesa, pero detestaba ver que lausaban por infinidad de razones menos por una:que el uso le permitía volver a abrillantarla. Noobstante, el uso debía ser moderado, más quemoderado.

Abrió la puerta que daba a la gran cabina,iluminada por la luna y llena de música, y sequedó allí de pie con gesto grave hasta quehicieron la primera pausa, en la que anunció:

–La cena está servida, señor, con supermiso.

La cena fue buena y consistió, gracias a laamabilidad de la señora Raffles, en espaguetis,

chuletas de cordero y tostadas con queso,seguidos, también gracias a la amabilidad de laseñora Raffles, de pudín de pasas. Durante lacomida hicieron los acostumbrados brindis, y conlas últimas copas de vino Jack dijo:

–Por nuestra querida Surprise y por que nosreunamos con ella pronto.

–De mil amores -respondió Stephen.Permanecieron unos minutos silenciosos y

pensativos mientras el agua susurraba al pasarpor el costado hasta que Jack dijo:

–Creo que sería mejor que durmieras abajoesta noche. Voy a encargarme de la guardia demedia y estaré entrando y saliendoconstantemente. Pienso dejar que navegue atoda vela durante la noche y empezar atransformarla mañana. A primera horavaciaremos la cabina y llevaremos los cañones alfinal de la popa.

En la mayoría de los barcos que Jack Aubreyhabía tenido bajo su mando, Stephen, por ser elcirujano, tenía otra cabina que daba a la sala deoficiales, y en una de esas cabinas seencontraba ahora, meciéndose con el cabeceo y

el balanceo de la Nutmeg mientras navegabavelozmente en la oscuridad. Estaba acostado deespaldas, con las manos detrás de la cabeza, yse encontraba muy a gusto. No dormía, pues elcafé y las hojas de coca le habían hecho másefecto que el oporto, pero eso no le importaba.Sus ideas fluían con la misma facilidad con quese movía la Nutmeg, y con un oído estaba atentoa los habituales ruidos de una embarcación conla jarcia tensa y gran cantidad de velamendesplegado, los invariables sonidos navales, lascampanadas que se oían débilmente en ladebida sucesión, el grito «¡todo bien!», que serepetía por toda la corbeta, el ruido sordo de lospasos de los marineros descalzos, que sesentían durante el relevo de las guardias. Noseguían un determinado curso, sino que unasiban seguidas de otras con las que tenían unavaga asociación, hasta que llegaron lasrelacionadas con la posibilidad, bastante remota,de encontrar la Surprise -al otro lado del estrechode Salibabu. Cuando recordó el nombre, vio suimagen y sonrió en la oscuridad. Y de repentevolvió a su mente la pérdida de su fortuna, su

relativa pobreza. A pesar de que la Surprise lepertenecía, no podría hacer ninguno de esosespléndidos viajes que se había prometidorealizar cuando volviera la paz, viajes en queninguna voz en tono imperioso diría: «No hay niun momento que perder», y en que Martin y élpodrían recorrer a su albedrío litoralesdesconocidos e islas remotas nunca vistas porlos naturalistas ni por ningún hombre, islas dondeera posible coger un ave, examinarla y volver aponerla en su nido.

Relativa pobreza. No podría hacer viajes; nopodría dotar cátedras de osteología comparada;tendría que vender la casa de la calle Half Moon.Aunque estaba comprometido a pagar ciertonúmero de anualidades, según sus cálculos (talcomo eran entonces), aún tendría una modestacantidad para cubrir sus necesidades sicontinuaba en la Armada, y tal vez podríaconservar la nueva propiedad de Diana enHampshire, la destinada a sus caballos árabes.

De todos modos, estaba completamenteseguro de que ella se lo tomaría bien, aunquetuvieran que irse a vivir a su castillo medio en

ruinas situado en la zona montañosa deCataluña. Su único temor era que Diana, al oír lanoticia, vendiera su famoso diamante, un grandiamante azul que era la alegría de su vida, puesal hacerlo no sólo perdería la alegría, sino queadquiriría una inmensa superioridad moral, yestaba convencido de que la superioridad moralera un peligrosísimo enemigo del matrimonio.Conocía muy pocos matrimonios felices entresus amigos y conocidos, y en esos pocosparecía haber equilibrio. Por otra parte, lecausaba más satisfacción dar que recibir ydetestaba tener que agradecer algo, hasta talpunto que a veces, cuando estaba deprimido,era totalmente incapaz de mostrar gratitud.

Superioridad moral. Después de la muerte desus padres, había pasado gran parte de su niñezy juventud en España viviendo en casa de variosmiembros de la familia de su madre, hasta queencontró un verdadero hogar en casa de Ramón,su primo y padrino. A dos de esos parientes, susprimos Francesc y Eulalia, a quienes conocíabien, les había visto en tres períodos diferentesde su vida: en la niñez, en la adolescencia y en la

edad adulta. Cuando les visitó por primera vez,eran recién casados y parecían muy enamoradosel uno del otro, aunque eran muy serios y teníanuna moral estricta (todos los días iban a misa enla helada catedral de Teruel); durante la segundaestancia en su casa, el cariño sólo se notaba enlas muestras de altruismo que daban al respetarla voluntad del otro; en la tercera comprendió quecualquiera que fuera el cariño que había entreellos, la lucha por la superioridad moral habíaacabado con él. Su vida se había convertido enuna competencia por el martirio: competenciapor el ayuno, competencia por la santidad,competencia por la fortaleza y el sacrificio. En suantigua casa de piedra fría y húmeda había unaespantosa alegría cargada de resignación, unareñida competencia que sólo podía ganar quienmuriera primero. Pero Eulalia le contó un secretoque no debía divulgar, que durante los últimostres años se había gastado el dinero que teníapara vestirse y el que le regalaba Ramón enoraciones y misas por el bienestar espiritual desu esposo.

No pensaba que Diana se aprovechara de su

superioridad, en caso de que la advirtiera,porque ése no era su estilo. Lo que ocurría eraque él tenía un carácter inferior y se sentiríaabrumado por su generosidad.

Sonaron claramente las seis campanadas.Se preguntó qué guardia sería aquélla. Notó quela goleta, sin duda, estaba navegando aún másrápidamente, pues el sonido dominante habíaaumentado medio tono. Pensó que no había unavida más aburrida que la de los marineros, puesestaban obligados perpetuamente a salir del coyy correr por entre la humedad. Recordó a su hija,que probablemente, casi con toda seguridad, erapoco más que una larva incapaz aún demantener una conversación interesante, pero conmuchas posibilidades. En ese momento empezóa tararear mentalmente un cuarteto de cuerdasde Mozart.

–Por favor, señor -dijo una voz que se oíadesde hacía un rato y que él relacionó con elmovimiento irregular del coy-. Por favor, señor.

–¿Está usted moviendo los cabos o losmotones de mi coy, señor Conway? – preguntóStephen, lanzándole una malévola mirada.

–Sí, señor-respondió Conway-. Disculpe,señor. El capitán le presenta sus respetos y leinforma de que ya acabó todo. Dice que esperaque no le hayan molestado mucho y que vaya adesayunar con él.

–Presenta mis respetos al capitán, por favor,y dile que iré a visitarle con mucho gusto.

–¡Ah, ya estas aquí, Stephen! – exclamó elcapitán Aubrey-. Buenos días. Pensé que teasombrarías.

En efecto estaba asombrado, y por primeravez se le notaba en la cara. Aunque el mamparode la parte anterior de la cabina ya estabacolocado otra vez, de modo que pudo entrar a lacabina-comedor por la puerta habitual, junto a laque estaba de centinela un infante de marina, elresto era un espacio vacío, sin ningún mamparoque separara la cabina-comedor de la grancabina. En aquel inmenso espacio sólo habíados sillas, la mesa de desayuno y, al fondo, losdos cañones de nueve libras arrimados a lasportas de la popa, que eran casi imperceptibles.Habían quitado la lona de cuadros con quecubrían el suelo, y la habitación parecía más

grande por estar casi vacía, sin baúles niestanterías ni sillas con brazos y con los cañonessobre los tablones descubiertos junto con elcebo, los tacos, los atacadores, las chilleras y lasdemás cosas. Lo único conocido que quedabaen la cabina eran la mesa, las lejanas ventanasde popa, las carronadas a cada lado y losdeliciosos aromas del café y del beicon frito,traídos a la popa por desconocidos y complejosremolinos y corrientes de aire.

Jack hizo sonar la campanilla mientras decía:–No he invitado a ningún oficial ni a ningún

guardiamarina porque están muy sucios y porquees muy tarde. Te asombrarás aún más cuandosubas a la cubierta. Empezamos a arruinar laapariencia de la Nutmeg, cuando normalmentelimpiamos las cubiertas, y te aseguro que elcastillo ya tiene un aspecto asqueroso yabominable.

Llegó el desayuno, un desayuno a escala dehéroe, calculado para un hombre corpulento,pesado y fuerte que se había levantado antes delamanecer y no había comido más que un trozode galleta hasta ese momento. Se oía el

chischás que producían los cuchillos y lostenedores al chocar y el rumor de los objetos deporcelana al moverse, y también el sonido delcafé al verterlo. La conversación se reducía afrases del tipo: «¿Quieres que te sirva otrohuevo?».

–No es posible que esas sean las cuatrocampanadas -dijo Stephen, aguzando el oído ylevantando la vista del plato.

–Me temo que lo son -replicó Jack, que ahorahabía cogido la mermelada y la segundacafetera.

–Eres muy amable por esperarme, amigo mío-continuó Stephen-. Te lo agradezco mucho.

–Espero que hayas dormido un poco a pesarde todo.

–¿Dormir? ¿Por qué no iba a dormir?–Tan pronto como llamaron a los que limpian

la cubierta -explicó Jack-, hicimos un ruido capazde levantar a los muertos trasladando loscañones atrás y abriendo las portas. Dudo quelas hayan abierto cuando sacaron la goleta delfondo del mar, porque estaban demasiadoapretadas. Además, naturalmente, para

embellecer la parte superior de la bovedilla laspintaron de modo que no se pudieran ver. Penséque a Fielding se le partía el corazón al ver cómolas golpeábamos para que desempeñaran sufunción, pero parecía un poco menos tristecuando pusimos los cañones en su lugar. Ahoralas retrancas y las estrelleras ocultan algunas delas cicatrices. Así que dormiste mientras tanto.Bien, bien.

Stephen frunció el entrecejo y dijo:–No puedo imaginarme lo que esperas

conseguir con ponerles allí y arruinar nuestra salade estar y sala de música, nuestro solaz en elseno del océano. Pero es que no soy un buenmarino.

–¡Oh, no, nunca diría eso! – exclamó Jack-.¡No, no, de ninguna manera! Pero, si quieres, telo explicaré contándote mi plan de ataque, si aalgo que depende de una conjetura bien fundadae innumerables imprevistos se le puede llamarplan.

–Lo escucharé con mucho gusto.Como sabes, esperamos encontrar la

Cornélie cargando agua en Nil Desperandum, en

la cala que está situada al sur. Esta esperanzaes bastante razonable, porque coger agua allí esun proceso muy lento y sus tripulantes necesitanmucha para hacer la siguiente etapa de su viaje.En el mejor de los casos, la goleta, con aspectode mercante holandés y, por supuesto, conbandera holandesa, se aproximará a la isla comosi también necesitara agua. Sólo tendrádesplegadas unas desastradas gavias, y, sitenemos suerte, podrá acercarse mucho a lafragata y colocarse paralela a ella. Entoncesizaré nuestra bandera, le dispararé unaandanada y la abordaré en medio del humo. Noserá difícil pasar al abordaje, pues si hay almenos un pequeño grupo de hombres en tierra,el número de tripulantes de ambasembarcaciones será casi igual, y, además,tenemos la ventaja del factor sorpresa. Pero esoocurrirá en el mejor de los casos, y tengo queprepararme para otros. Supongamos, porejemplo, que está anclada de una manerainapropiada o que no encuentro el canal; esdecir, supongamos que la Nutmeg no puedeacercarse mucho ni colocarse paralela a ella.

Entonces tendré que virar en redondo, porque aninguna distancia puedo entablar un combate enque nos disparemos andanadas, en queopongamos nuestras carronadas a cañones dedieciocho libras. Tendré que virar y atraerla paraque salga. No dudo que va a perseguirnos, puessé que tiene pocas provisiones, probablementemuy pocas. Por el hecho de que se hayaquedado sin agua tan pronto, deduzco que salióde Pulo Prabang muy deprisa.

–Nada sería más probable que un motín enesas circunstancias. Los franceses habíanperdido el crédito.

–Así que estoy seguro de que nos perseguirá,como podrás comprender. Y también estoyseguro de que la Nutmeg navega másrápidamente tanto de bolina como a la cuadra. Elholandés me aseguró que la proa no puedeformar un ángulo menor de 75º con la direccióndel viento y que está muy mal equipada paratomar el viento por la aleta. La lona que tenía eratan poca y tan mala que el capitán cogió la delAlkmaar, que estaba hecha harapos, porque lepareció mejor. Mi plan consiste en hacer que el

capitán de la fragata piense que intentamosescapar, una vieja estratagema; después lograrque atraviese el estrecho de Salibabu de noche,luego escondernos detrás de una isla cerca delextremo más lejano, mandar a una lancha bien,alumbrada que siga avanzando y, finalmente,salir después que pase la fragata. Cuando pasenosotros estaremos a barlovento y sería extrañoque no pudiéramos colocarnos junto a ella paraabordarla en treinta minutos o una hora.

–¿Crees de verdad que nos perseguirá todala noche en estas aguas peligrosas?

–Eso creo. Salibabu es un estrecho de aguasprofundas y mejor conocido que el mar de ChinaMeridional. Además, el capitán es un hombre deempuje y arriesgado. Carenó la fragata en PuloPrabang, algo que no me hubiera atrevido ahacer, y, como he dicho, tiene muy pocasprovisiones. Como aún tiene que recorrer unaenorme extensión de mar, arriesgaría cualquiercosa por apresar un barco bien aprovisionado,tanto si es un barco de guerra como si no. Porotra parte, el estrecho se encuentra en su ruta,así que no tendrá que desviarse de ella ni una

pulgada. Estoy tan seguro de que intentaráatraparnos que he colocado los cañones detrás,como puedes ver. Es indudable que nosdisparará mientras huimos y me gustaría poderresponderle. Podrás decir que un cañón denueve libras -añadió, mirando afectuosamente aBelcebú, el cañón de bronce de su propiedad-, ala distancia que pienso mantener la goleta, nopuede derribar la verga trinquete ni la velacho deuna fragata, lo que es totalmente cierto; sinembargo, siempre hay disparos afortunados quepueden cortar una burda o el cabo de un motón yprovocar una gran confusión. Recuerdo quecuando estaba en las Antillas, siendo niño, uncañón de seis libras del castillo disparó y cortólas drizas del cangrejo de la presa, una valiosagoleta que huía de nosotros a toda velocidad.Entonces el palo mayor se cayó y, por supuesto,capturamos la presa. Pero, indudablemente, esopuede pasar en los dos sentidos, y a veces losfranceses apuntan los cañones endiabladamentebien.

–De acuerdo con la suposición, tal vezdescabellada, de que la Cornélie sólo tiene los

cuatro barriles de pólvora que le quitó alAlkmaar, ¿cuánto crees que durarían losdisparos?

Se arrepintió de haber hecho esa pregunta encuanto la formuló, y Jack respondió secamente:

–Cuatro barriles permiten hacer ciento veintedisparos con un cañón de nueve libras o dispararcuatro andanadas con una batería de cañones dedieciocho libras sin incluir el de proa, como sehace a menudo.

Pero en ese momento llegó Fielding,bastante ojeroso, para informarle de losprogresos.

–¿Cómo se lo han tomado los marineros? –preguntó Jack.

–Uno encuentra cierta resistencia aquí y allá,como usted mismo notó, señor -respondióFielding-, pero ahora todos parecen interesadosen esta empresa y a algunos de los gavierosmás jóvenes hay que frenarles en vez deanimarles. Ahora la proa parece una andrajosaferia: hay colgados gallardetes irlandeses, loscostados están manchados de barro y losretretes de la proa lo bastante sucios para

ruborizar a los residentes de un manicomio.–Subiré tan pronto como el doctor termine

esta taza -respondió Jack-. Le prometí que seasombraría.

–Ahora mismo voy con ustedes -dijo Stephen,poniéndose de pie-. Por favor, vayan delante.

–Aquí tienes -exclamó Jack cuando los tresestaban junto a la barandilla del alcázar mirandohacia delante.

Había varios oficiales en el lado de sotaventodel alcázar y también ellos observaronatentamente el rostro de Stephen.

–¿Adonde tengo que mirar? – preguntó.–¡Pues, a todas partes! – exclamaron Jack y

Fielding.–A mí me parece que todo está casi igual -

dijo Stephen.–¡Debería darte vergüenza! – le amonestó

Jack en medio de un murmullo dedesaprobación-. ¿No notas el aspecto repulsivode la cubierta?

–¿Ni los trozos de filástica que cuelgan portoda la jarcia? – inquirió Fielding.

–¿Ni los rizos sueltos? – preguntó el oficial de

derrota, tan alterado que no podía disimularlo.–¿Ni los extremos de cabos sueltos por todas

partes?–Hay un parche azul en esa gavia que no

estaba ahí ayer -observó Stephen, ansioso porcomplacerles-. Y creo que la vela tiene un colormenos brillante que el habitual.

Pero no tuvo éxito y vio que quienes lerodeaban fruncían los labios, negaban con lacabeza o se miraban uno a otros conperspicacia, y oyó detrás un involuntario gruñidodel suboficial que gobernaba la goleta.

–Creo que es mejor que vaya a ocuparme decosas que estoy más capacitado para juzgar -anunció-. Voy a hacer la ronda matutina. ¿Quiereacompañarme, señor?

Generalmente Jack visitaba a los enfermoscon el cirujano para preguntarles cómo estaban,una atención que ellos apreciaban mucho, peroesa mañana se disculpó y dijo:

–Debes de estar confuso porque no hemoscambiado las otras velas, pero después de lacomida lo verás todo más claro.

Incluso antes de la comida el cambio era más

apreciable. Stephen subió a la cubierta a tiempopara ver cómo medían la altitud del sol cuandoéste pasaba el meridiano. Había presenciadoesa ceremonia innumerables veces; sinembargo, nunca había visto llevarla a cabo con laembarcación en esas condiciones y muy pocasveces con tanto celo, con todos los sextantes ycuadrantes de la Nutmeg y con todos losguardiamarinas codo con codo en el pasamanode babor. La oleada de suciedad se habíaextendido a la popa y casi había llegado alalcázar, y ni siquiera una persona que no luciaobservadora podría dejar de notar la suciedad ylos remiendos de las gavias (cuyo colorcontrastaba con el blanco brillante por el sol delas mayores, las juanetes y las sobrejuanetes ysus inmaculadas alas), el cuidadosooscurecimiento del bronce, la desigualdad entrelos flechastes, los cubos sucios que colgaban deaquí y de allá desafiando toda decencia y elaspecto general de avanzada degradación.Muchos de los tripulantes se habían pasado lavida en barcos de línea, donde había que barrercasi cada media hora y donde nunca, nunca se

recurría a cosas de este tipo, y al principio leshabía horrorizado aquella deliberadaprofanación. Pero poco a poco les habíanconvencido de que la llevaran a cabo, y ahora,con un entusiasmo propio de conversos,ensuciaban los costados casi excesivamente.

La ceremonia llegó a su invariable fin cuandoel primer teniente atravesó la cubierta, se quitó elsombrero que se había puesto para la ocasión einformó al capitán Aubrey de que era mediodía.Entonces el capitán, dando existencia legal a unnuevo día en la Armada, le respondió:

–Que así sea, señor Fielding.Inmediatamente después de esto, cuando

sonaron las ocho campanadas y llamaron a losmarineros a desayunar con los habituales gritosseguidos por fuertes pasos, notó que Jack y eloficial de derrota se hicieron el uno al otro unainclinación de cabeza que indicaba satisfacción,de lo que Stephen dedujo que la Nutmeg, quenavegaba velozmente formando grandes olas deproa y lanzando espuma lejos hacía los lados,avanzaba por el paralelo correcto.

Su propia comida, que también comieron

solos en la gran cabina, ahora austera yretumbante, era apenas comestible, pues elentusiasmo había hecho perder la cabeza aWilson. Pero Jack no le prestó mucha atención ysólo se refirió a ella diciendo:

–Bueno, al menos el vino sienta bien. Y creoque van a traer arroz con leche.

Después de beber uno o dos vasos de vino,explicó:

–Comprendes que esto es provisional y quese ha llevado a cabo por si la Cornélie ha hechoexactamente lo que yo quería que hiciera¿verdad, Stephen?

Stephen asintió con la cabeza y, sonriendo,dijo:

–Y comprendo cómo se puede tratar de eludirel mal de ojo.

Jack prosiguió:–Esta mañana no te hablé de la secuencia de

nuestras acciones, aunque es sumamenteimportante. En primer lugar, tenemos que avistarla isla mañana con las primeras luces para sabersi es seguro que la Cornélie está allí o no, puessería absurdo hacer algunas de las estratagemas

más extravagantes que tengo pensadas antes dedeterminar eso. Tengo buenas razones paracreer que podremos conseguirlo y que nossobrará la mayor parte de la noche. La estimadel oficial de derrota, la de Dick Richardson y lamía casi coinciden, y, además, podremos haceruna medición lunar muy precisa esta nocheporque el cielo está despejado. Si esa mediciónnos indica que estamos donde creemos queestamos, disminuiremos velamen y avanzaremosdespacio hasta el alba, cuando espero avistar NilDesperandum muy lejos por sotavento.

–¡Ja, ja! – rió Stephen, inflamado por primeravez de fervor guerrero-. Le diré a Welby que mellame a… ¿a las cuatro campanadas sería buenahora? Duerme en la cabina de al lado, es decir,duerme cuando no está intentando aprenderfrancés, el pobre.

–Mandaré al ayudante del oficial de guardia -dijo Jack-. Entonces, suponiendo que seencuentre allí, bajaremos los mastelerillos a lacubierta mucho antes que nos vean en elhorizonte y haremos las otras estratagemas.Luego nos acercaremos a la isla sólo con las

gavias desplegadas y muy despacio, ¿sabes?,porque si las circunstancias no son lasadecuadas, y todo depende de lascircunstancias, o si fracasa nuestro ataquedirecto, tendremos que atraerla para que salgadespués de mediodía con el fin de que ambasembarcaciones puedan atravesar el estrecho denoche. Cuando se oculte la luna, podremos virary escondernos tras una isla, luego disminuir elvelamen hasta que no se vea ni un ápice ydespués dejar la goleta anclada con una solaancla hasta que pase la fragata guiada por lasluces de la lancha que habremos mandado acontinuar avanzando. Cuando la fragata seencuentre a sotavento, pues, allí estaremosnosotros. ¡Y estaremos a barlovento!

–¡Ah, muy bien! ¿Quieres que te sirva unpoco de vino?

–Sí, por favor. Es un oporto excelente. Raravez he bebido uno mejor. Stephen, sabes laimportancia que tiene estar a barlovento,¿verdad? No necesito explicarte que laembarcación que es más veloz y está situada abarlovento puede obligar a la otra a combatir

cómo y cuándo quiera. La Nutmeg no puedesostener una larga batalla con la Cornélie, nopuede combatir haciendo descargas a largadistancia, pero si cruza con rapidez su estelapuede colocarse paralela a ella, y entoncespodremos disparar una andanada y abordarla.Pero, naturalmente, no necesito explicarte eso.

–Sería extraño que tuvieras que explicar laimportancia que tiene estar a barlovento a unlobo de mar como yo, aunque debo confesar quehubo un tiempo en que creí que tenía relación conesa cosa chirriante que se pone en el techo y queindica la dirección del viento. Pero, ¿no podríasconseguir esa posición ventajosa por algúnmedio menos difícil que recorriendo con rapidezunas cien millas en la oscuridad y escondiendo lagoleta tras una isla más o menos mítica, quenadie ha visto nunca, un procedimiento peligrosodonde los haya?

–¡Oh, no! No se puede colocar a barloventode la fragata sin arriesgarse a que le dispare unaandanada a cierta distancia, lo que no podríasoportar. Por otra parte, si disminuimos velamenpara dejar que la fragata se acerque,

naturalmente, se negará, virará y disparará a laNutmeg a una distancia superior al alcance delas carronadas. Y no puedo actuar basándomeen la suposición de que la Cornélie no tiene máspólvora que los cuatro barriles de la Alkmaar.Respecto a la isla, no es mítica en absoluto. Allíhay dos islas que han sido exploradas a fondo,dos islas con altas montañas y rodeadas deaguas de cincuenta brazas. Los holandesesusaban mucho el estrecho y Raffles me dio unaexcelente carta marina. Aun así, espero que elprimer plan de acercarnos a la isla y abordarlaenseguida pueda echar raíces, mejor dicho…

Hizo una pausa y frunció el entrecejo.–¿Florezca?–No… no.–¿Dé fruto?–¡Maldita sea! El problema contigo, Stephen,

si no te importa que te lo diga, es que, aunque detodos los compañeros de tripulación que hetenido, eres el que más lenguas sabe, como elPapa, que sabe cien, o como los que estabanjuntos el día de Pentecostés o como…

–¿Estabas pensando en Magliabechi?

–Creo que sí. De todas maneras, era unextranjero. Y estoy seguro de que hablas tantaslenguas como él y como si fueras un nativo omejor, pero el inglés no es una de ellas. No se tedan muy bien las figuras retóricas y ahora me hassacado la palabra de la mente.

El lobo de mar apareció en la cubierta alamanecer del día siguiente, con el mismoaspecto de otros lobos de mar cuando lessacaban inoportunamente de su guarida, con elpelo enmarañado por no haberse peinado nicepillado. Pero nada de eso era excepcional.Casi todos los oficiales llevaban su ropa detrabajo más vieja y algunos se habían levantadodesde hacía mucho más tiempo. Pero aunque eldoctor Maturin estuviera cubierto de brea yplumas, no hubiera suscitado ningún comentario.Todos tenían la vista fija en el serviola que estabasentado en la cruceta y el serviola tenía la vistafija en el nítido horizonte por el estenoreste. El solhabía salido y ya estaba muy separado del mar.Parecía una bola incandescente y sus rayosiluminaban casi toda la parte superior de la isla.Los que estaban en la cubierta no podían ver

más; sólo el serviola que estaba en lo alto podíaver por el catalejo la distante costa. Ahora elviento soplaba por la aleta y, como habíaamainado, apenas se producían sonidos en lajarcia. Todos los tripulantes de la goleta estabanallí de pie y en silencio mientras los rayos del soldescendían por la parte suroeste de NilDesperandum.

A Warren se le escapó un sonoro pedo, peronadie sonrió ni frunció el entrecejo ni apartó lavista del tope del palo. La Nutmeg atravesabalas altas crestas de las olas que venían delsuroeste a intervalos largos y regulares y eltajamar producía un sonido sibilante.

Por fin se oyó abajo el grito emocionado:–¡Cubierta!Luego hubo una pausa en la que pasaron dos

olas.–¡Está ahí, señor! Quiero decir que veo un

barco con las vergas colocadas a media milla dela orilla. Tiene las gavias sueltas para que sesequen.

–Vire rápidamente -ordenó Jack al timonel yluego, alzando la voz, dijo-: ¡Muy bien, señor

Miller! ¡Ahora baje a la cubierta! Señor Fielding,por favor, vamos a quitar los mastelerillosenseguida.

Cuando los mastelerillos estaban en lacubierta y la Nutmeg estaba segura porque nopodía verse desde la costa, Jack explicó susplanes:

–Después de aferrar todas las velas exceptolas gavias y la vela de estay de proa,empezaremos a pintar las bandas. Pero hay queaferrar sin apretar mucho, dejando colgajos portodas partes, ¿me ha oído, señor Seymour?

Aunque se dirigió formalmente a Seymour,que estaba en el castillo, en realidad se dirigía atodos los tripulantes. Hasta entonces ellos habíansido animados a aferrar con extrema precisión,con la misma corrección y firmeza que en un yatereal, y ahora se miraban unos a otrosinquisitivamente, pues a pesar de todo lo quehabía pasado antes, aquello era tan inapropiadoque incluso para los más liberales erainconcebible.

Las bandas a que se refería el capitán erantiras de lona en que se pintaban portas, como las

que colocaban en los costados muchosmercantes con pocos cañones o ninguno, con laesperanza de disuadir a los piratas de que losatacaran. Los marineros ocupaban muchoespacio en la cubierta para prepararlas, comoStephen sabía muy bien porque había visto aJack usarlas antes, pero ahora, como aquellatripulación no estaba acostumbrada a las cosasque hacía el capitán Aubrey, ocupaban más aún,y Stephen tenía que retroceder más y más.Cuando llegó al coronamiento pensó querealmente estaba molestando y decidiómarcharse, a pesar de que el mar y el cielo erande una extraordinaria belleza y el aire mostrabalas cualidades del champán, algo raro entre lostrópicos y que el doctor Maturin no había vistonunca porque nunca se levantaba temprano.

–Bonden, por favor, di a tus compañeros queparen un momento -pidió a su viejo amigo, eltimonel del capitán-. Deseo bajar, pero por nadadel mundo pisaría su trabajo.

–Sí, señor -dijo Bonden-. Dejen paso, porfavor, dejen paso al doctor.

Le llevó de la mano por entre los botes de

pintura y las brochas hasta la escala de toldilla,pues la Nutmeg estaba al pairo con las olas detravés y el doctor Maturin no podía guardar elequilibrio salvo montado en un caballo. Cuandole dejó agarrado fuertemente a la barandilla, conuna sonrisa de cómplice, dijo:

–Creo que tendremos un poco de diversióndespués de la comida, señor.

Stephen encontró a Macmillan tratando dequitarse un poco de pintura de los pantalones y,después de hablar un rato sobre el alcohol comodisolvente y la extraordinaria diligencia con quelos marineros cooperaban en cualquier acciónque al menos fuera un poco engañosa y tuvieracierta falta de legitimidad, añadió:

–Sin embargo, como seguramente habránotado, el trabajo de la goleta se desarrolla, pordecirlo así, por inercia: se da la vuelta al reloj dearena, se tocan las campanadas, se releva laguardia. Y cuando es necesario ajustar una brazao apretarla, como decimos nosotros, allí están losmarineros; y la carne de cerdo salada está enremojo en las tinajas para que se pueda comerun poco mejor, y estoy seguro de que los

marineros la comerán cuando suenen las ochocampanadas. Vamos a la enfermería.

Allí pasaron al latín y después de examinar uncaso de hernia y los dos obstinados casos desífilis, los que quedaban de los que se habíanproducido en Batavia, Stephen preguntó:

–¿Cómo está el cuarto hombre?Se refería a Abse, un miembro de la guardia

de popa aquejado de una enfermedad que semanifestaba con cólicos en la mar y retortijonesde tripas en tierra, una enfermedad cuya causaStephen desconocía y cuyos síntomas sólo podíahacer un poco soportables mediante laadministración de opiáceos, pero que no podíacurar.

–Creo que se irá dentro de una hora más omenos -aventuró Macmillan al apartar lamampara.

Stephen observó el rostro del enfermocomatoso, advirtió su respiración entrecortada yle tomó el pulso, que era casi imperceptible.

–Tiene razón -dijo-. Será un alivio como no hahabido otro. Me gustaría abrirle. Me gustaría másque nada en el mundo.

–A mí también -exclamó Macmillan conentusiasmo.

–Pero eso molestaría a sus compañeros yamigos.

–No tiene ninguno. Era un ayudante de cocinaque comía solo. Nadie vino a verle excepto elcapitán y el oficial jefe de su brigada.

–Entonces tal vez tengamos la oportunidadde hacerlo -dijo Stephen y volvió a colocar lamampara-. Que descanse en paz.

El doctor Maturin se equivocó acerca de lacarne de cerdo salada. El viento, contrariamentea lo que prometía el cielo y a lo que indicaba elbarómetro, amainó tanto durante la guardia demañana que el capitán Aubrey adelantó su planuna hora y, por tanto, los marineros comieron lacarne, medio cruda en el centro, cuando sonaronlas seis campanadas. Pero los marineros no sequejaron. Ya habían conseguido que la Nutmegtuviera el mismo aspecto miserable que elAlkmaar y se aproximaban a la isla con laesperanza de sostener un combateextraordinariamente rápido dentro de una horamás o menos. Entre ellos no había tanta tensión

como emociones intensas, y cuando les dieron elgrog no aumentaron, sino que fueroncomplementadas con una gran alegría. Hubomuchos comentarios graciosos sobre loshombres que serían autorizados a permaneceren la cubierta mientras se aproximaban, vestidoscomo marineros holandeses, y los que no.

–Hay algunos tipos flacos como losholandeses a quienes les permiten exhibirse. ¿Ypor qué? Porque parecen inofensivos y nadie lestemería. No les temería ninguna virgen y tampocosu esposa, ya, ¡ja, ja!

–Rara vez he visto a los marineros tancontentos -observó Stephen en el pañol donde seguardaban las posesiones del capitán.

Después de colocar cuidadosamente entrelos dos el cadáver de Abse en medio de dosbaúles, continuó:

–Creo que iré a la cubierta a preguntar alcapitán si tendremos tiempo de hacerlo antes delcombate, porque es terrible tener que lucharcontra el rigor mortis.

Pero cuando subió las sucesivas escalas viocon pena y sorpresa que la Nutmeg ya estaba

cerca de tierra y que, pese a navegar lentamente,como un mercante, no tendría tiempo para laautopsia que pensaba hacer. Jack estabacomiendo un sandwich y hablando conRichardson, pero dirigió la vista hacia dondeStephen había aparecido y sonrió. El doctorMaturin se había puesto la vieja chaqueta negracon que generalmente operaba y le podían tomarpor el desastrado sobrecargo de un mercante.Por su parte, Jack estaba en mangas de camisay con pantalones amplios y tenía un sombrero deMonmouth, un horrible sombrero de franelaachatado que todavía usaban algunos marinerosanticuados y que tenía la ventaja de que le cabíadentro todo el pelo, ya no tan brillante como enlos tiempos en que era conocido como Ricitosde Oro, pero todavía llamativo.

–Allí está -dijo, volviéndose hacia Stephen.En efecto, allí, bajo el cielo azul, estaba

anclada la fragata, una nave hermosa y elegantecon las rojas portas abiertas para airear lacubierta. Se había adentrado hasta dos terciosde la profundidad de la bahía donde entrabaahora la Nutmeg, y estaba rodeada de una franja

blanca de costa, y las montañas boscosas quese elevaban tras ella, con algunas zonas de colorverde brillante. Había mucho oleaje y se podía verla espuma al otro lado de la amura de estribor dela Cornélie y en diversos puntos de la bahía.

–La marea está alta -le explicó Jack-. Haestado subiendo lentamente desde hace mediahora. ¿Estabas muy ocupado? Si quieres tomaralgo, hay sándwiches y café en la galería. Lacomida tardará bastante. Hace siglos que seapagaron los fuegos de la cocina.

–Hemos estado trabajando como hormigas,llevando a los enfermos a la cubierta inferior ypreparando todo en la enfermería: montones dehilas, tapones, torundas, cadenas, sierras ymordazas. ¿Cuándo supones que va a comenzarla batalla?

–Dentro de una hora aproximadamente, amenos que nos descubran. Como ves, no hay unarrecife de coral continuo formando una especiede laguna, sino dos arrecifes independientes conun sinuoso estrecho en medio y un enorme bancodonde termina la corriente de agua. Sin duda, espor eso que la fragata está tan lejos de la costa.

Es poco conveniente para sus lanchas, y hace unmomento, cuando uno de sus cúteres lo atravesó,pensé que había rozado la punta del banco.¿Ves al grupo que está cogiendo agua?

–Me parece que sí.–Está al pie del negro acantilado, a

veinticinco grados por la amura de estribor.Coge mi catalejo.

Entonces vio muy de cerca el negroacantilado, la corriente de agua que caía por él ya los marineros alrededor de los toneles.

–Debe de haber plantas muy interesantes enesa pared rocosa -dijo Stephen-. ¿Puedoobservar la Cornélie?

–Sería una indiscreción mirarla desde elalcázar. Es mejor hacerlo desde el cuarto deaseo que está en la galería. ¿Ves a Dick en laverga velacho? Va a gobernar la fragata desdeallí. Tendría que hacerlo el oficial de derrota, perotiene el estómago revuelto. Tenemos queavanzar casi en dirección al lugar donde se cogeel agua, luego pasar dos curvas pronunciadasseparadas por casi media milla y después orzarpara poder colocarnos junto a ella.

–Voy a observarla desde el cuarto de aseomientras me como un sandwich.

–Stephen -murmuró Jack-, procura encontrara Pierrot, el sobrino de Christy-Pallière,¿quieres? Espero que no le veas, porque esoconfirmaría mi idea de que está en tierra. Tengomucho miedo de que pueda matarle.

–¿Te refieres al joven oficial sobrino denuestro amigo con quien te encontraste en PuloPrabang? Te olvidas de que no le he visto nunca,ni siendo niño ni siendo hombre.

–Es cierto -dijo Jack-. Discúlpame.La Nutmeg siguió avanzando. En el alcázar

sólo estaba el capitán, aparte del hombre quellevaba el timón y Hooper, que parecía ungrumete y se encontraba junto al costado desotavento. Richardson seguía encaramado en laverga, observando las cristalinas aguas que teníadelante, de color azul oscuro en el estrecho,donde eran muy profundas, y de color azul claro aambos lados, donde tenían poca profundidad.Una veintena de marineros estaban en el castillo,con las manos en los bolsillos, o descansaban enel pasamano, algunos de ellos apoyados en la

borda. Los demás tripulantes estaban ocultosbajo el castillo y los pasamanos, en laentrecubierta y en la cabina. Todos los artillerosestaban en sus puestos y todos los que podíanver algo por las rendijas de las portas o por loshuecos de las bandas pintadas contaban a suscompañeros lo que veían en voz baja y con granexactitud. Los que iban a hacer el abordajetenían preparadas sus armas: sables, pistolas,hachas de abordaje y picas. Las mechas decombustión lenta ya ardían dentro de recipientesde metal junto a las carronadas, pues Jack nuncaquería depender solamente del pedernal. Ahorael ambiente era tenso.

La puerta corrediza de la galería la apartabade la multitud y del ruido de sus voces. Allí estabael recinto donde el capitán se lavaba, se afeitabay se empolvaba, y, lo mismo que su compañerosituado al otro lado (el retrete), era uno de lospocos lugares de la parte superior de la goletaque permanecían intactos cuando se hacíazafarrancho de combate. Si se quitaba lapalangana, era un lugar desde el que se podíanobservar cómodamente los sucesos, y Stephen,

por estar allí, se consideraba más afortunado queel centenar de hombres que estaban bajo lacubierta, excepto aquellos que podían ver por unescotillón.

Como ellos, vio que la Cornélie se fueacercando a la Nutmeg mientras la goletaatravesaba oblicuamente la bahía, luegodesapareció de su campo visual cuando lagoleta dobló la primera curva del canal yreapareció diez minutos después, cuando doblóla segunda, mucho más cerca, todavíafirmemente anclada. Y cuando la Nutmegcontinuó su viraje, la estática Cornélie, junto conlas aguas que la rodeaban, se movió haciadelante a velocidad constante casi hasta elextremo de su campo visual. Fue en esemomento cuando vio una señal aparecer en eltope del palo mayor. Eran sólo dos banderas,pero la señal fue reforzada por un cañonazodisparado desde el alcázar. Vio el humo yenseguida oyó el estallido, que resonó en elsilencio de la espera. Luego oyó en la cubiertauna potente voz que gritaba:

–¡Atención! ¡Atención! ¡Todos a las brazas de

sotavento!Entonces la fragata desapareció tras el borde

del cuarto de aseo.Pero Jack todavía podía verla claramente y no

necesitaba catalejo para ver cómo los cañonesde dieciocho libras asomaban por las portas.

La Nutmeg continuaba doblando la curva quela conduciría hasta la fragata, que ahora seencontraba justo delante y de costado. En esemomento apareció la bandera francesa en eltope del palo mesana. Jack esperó oír elcañonazo de advertencia.

No hubo cañonazo de advertencia. En vez deeso, los tres cañones posteriores dispararon amuerte casi simultáneamente.

–¡Todos a cubierta! – gritó Jack cuando lasbalas pasaban por encima de la goleta por ellado de estribor a la altura de las gavias.

Era evidente que habían descubierto quellevaban un disfraz, pero a pesar de que podríandispararle una andanada de proa a popa, tenía laesperanza de acercar la Nutmeg a la fragata losuficiente para lanzar un ataque realmenteefectivo. Por debajo de él, en el combés, el

contramaestre repitió la llamada. Los oficialessubieron corriendo al alcázar.

–¡Mayores y velas de estay! – ordenó Jack-.¡Echen una mano, echen una mano! SeñorCrown, quite las bandas pintadas. SeñorFielding, ice la bandera y el gallardete.

Stephen oyó el estrépito de una bala al caeren algún lugar de la proa. Luego, en medio deuna confusión más aparente que real, se abrió lapuerta corrediza y Seymour entró en el cuarto deaseo y le dijo al oído:

–Nos han descubierto, señor. El capitándesea que usted se vaya abajo.

Los restantes cañones de la batería de laCornélie dispararon en rápida sucesión y elcostado quedó oculto por el humo. Aparecieronagujeros en las gavias y las mayores; se soltó elmotón de la vela mayor, que estaba reciénajustado; algunas balas lanzaron chorros de aguadesde el castillo hasta la popa y otras formaronpenachos de agua cerca de los costados; laúltima bala destrozó el pescante de babor.

–Buena puntería, a tanta distancia -dijo Jack.–Digna de elogio, señor -asintió Fielding-.

Pero espero que no mejore.Hubo una pausa durante la cual la Nutmeg, a

pesar de la inestabilidad de la vela mayor,avanzó doscientas yardas. Después hicieronfuego uno tras otro todos los cañones de labatería de babor de la Cornélie. Seis balasdieron en el casco, en los mástiles o en las velas;una destruyó la mitad de la galería de babor; ladecimosexta pasó de una punta a otra de lacorbeta a la altura del pecho y causó la muerte ados hombres en el castillo y a otros tres en elalcázar: Miller, que estaba junto a Jack Aubrey,un marinero que llevaba el timón y el oficial dederrota.

–¡A las brazas de sotavento! – ordenó Jack,enjugando la sangre del rostro de Miller. Luego,volviéndose hacia los hombres que habíancogido el timón, gritó-: ¡Timón a babor!

La Nutmeg viró rápidamente a estribor, yentonces Jack, con una voz que llegó hasta elsollado, dio la orden que todos anhelaban oír:

–¡Disparen ahora!Entonces en la enfermería, además de

retumbar el estrépito de las balas del enemigo,

se oyó el ruido aún más fuerte de las carronadasde treinta y dos libras y el chirrido de las cureñascuando retrocedían. Aunque Stephen, Macmillany Suleiman, el ayudante, ya estaban muyocupados (curando heridas provocadas porgrandes trozos de madera puntiagudos,contusiones y un antebrazo roto a causa de lacaída de un motón), mientras daban puntos yponían vendas y tablillas, mostraban susatisfacción haciéndose inclinaciones de cabezaunos a otros. En ese momento Bonden trajo aHarper en brazos y dijo:

–Los estamos machacando, señor. Da gustoverlo.

Así era, y en el cielo retumbaba y volvía aretumbar aquel ruido ensordecedor, un estruendocontinuo bajo los sucesivos estallidos.

La Nutmeg, como todos los mercantesholandeses de veinte cañones, tenía todo elarmamento en una sola cubierta. Como estabadisparando en contra del viento, el humo sedisipaba enseguida, y, por tanto, era fácil verdesde el alcázar dónde caían las balas de treintay dos libras. Disparaba con rapidez, al menos

dos veces más rápido que la Cornélie, y lasbrigadas de artilleros trabajaban con perfectacoordinación y las municiones llegaban de lasantabárbara con puntualidad; no obstante,cuando estaban muy elevadas, los disparos eranerráticos, y cuando las bajaban, aunque lasapuntaran en la dirección adecuada, las balas nollegaban a dar en el blanco. Aunque la Cornéliedisparaba con lentitud, en comparación concualquier otra nave (en parte porque lo hacía porsotavento y la nube de humo impedía a sushombres ver nada), incluso a tres cuartos de millade distancia sus disparos eran extremadamenteprecisos. Además, aunque economizaba lapólvora, pues nunca desperdiciaba ningún tiro,era obvio que no tenía sólo cuatro barriles o unacantidad parecida.

–Preparen los cañones -ordenó Jack-. SeñorFielding, vamos a virar.

La Nutmeg viró, colocándose de manera quetenía el viento por la aleta, y luego volvió a virarpor estribor y comenzó a alejarse por dondehabía venido. Cuando viraba, los cañones depopa lograron disparar tres balas cada uno, dos

de las cuales dieron indudablemente en elblanco. Pero la Cornélie lanzó dos andanadas,de las cuales la primera habría desarbolado laNutmeg si no hubiera virado el timón muy rápidoen el momento oportuno, y la segunda no laalcanzó. «Si sus disparos hubieran sido tanrápidos como precisos -pensó Jack-, habríamosnecesitado atar tantos cabos que no hubieranbastado los cuchillos para cortar ligaduras». Sinembargo, no confió lo que pensaba al primerteniente.

–Parece que tienen problemas para levar elancla.

Sin el catalejo pudo ver que los pocostripulantes de la Cornélie tenían dificultades en elcabrestante, y con él vio sus rostros enrojecidospor el esfuerzo que hacían para que el sombrerogirara y notó que algunas barras sólo las teníanagarradas tres hombres. Entonces vio queintentaron recoger la otra cadena, luego aflojaronla primera y después intentaron recogerla denuevo, en vez de dejar las cadenas y las anclas,porque tendrían que recorrer miles de millas dedistancia para encontrar repuestos.

–Pues me atrevería a decir que tampoco hansido más afortunados con la lancha -observóFielding con un elegante tono irónico.

Jack se volvió y, en un pequeño arrecife, amenos de un cuarto de milla de la costa, vio laenorme lancha de la Cornélie inmóvil en mediode la marea que bajaba. A juzgar por la espumaque había a ambos lados, el timonel, alapresurarse para reunirse con la fragata, habíaintentado atravesar un paso estrecho que habíaen el arrecife de coral, que era el camino máscorto, y había calculado mal el viento, el caladode la lancha, el abatimiento o las tres cosas.Entonces Jack, con verdadera satisfacción, vioque el oficial que desde un esquife coordinabalos esfuerzos para descargar urgentemente lostoneles y poner la lancha a flote otra vez, eraPierrot Dumesnil, el alegre joven que ahoraestaba exasperado.

–Tardarán en terminar su trabajo ciertotiempo, pero espero que no demasiado -dijoJack, mirando hacia el sol-. No tenemos todo eltiempo del mundo. ¿Qué pasa, señor Walker?

–Hay un pie de agua en la sentina, con su

permiso, señor -informó el carpintero-, pero misayudantes y yo hemos puesto tres espiches bienajustados en los agujeros, y es que sólo tresbalas dieron por debajo de la línea de flotación.Pero la lancha y varios palos de ambos ladoshan sufrido muchos daños y la galería de estriborestá destrozada.

Jack también oyó el informe delcontramaestre, que aportaba pocas sorpresasporque él podía ver los cabos de los aparejoscortados y las velas dañadas por todas partes.Después dijo a Fielding:

–Pondremos en facha la Nutmeg en el canaly colocaremos una guindola en el costado, comosi corriera el peligro de hundirse. Media docenade marineros pueden hacer la representaciónmientras los demás hacen nudos y ayustan.Además, bombearemos el agua, pero en el otrolado. Señor Conway, por favor, pregunte al doctorsi le parece oportuno que baje ahora.

–Señor Adams, ¿tomó nota de todo? –preguntó a su escribiente.

–Bueno, señor -respondió Adams-, no sabíamuy bien qué hacer. Puesto que no llamó a todos

a sus puestos, oficialmente no entablamos uncombate, así que hice algunas anotaciones quepodría calificar de extraoficiales. Y puesto quenuestros compañeros de tripulación no murieronen una batalla normal, dije al velero que pensabaque no debían sepultarse de la forma habitual,sino metiéndoles en sus coyes y cosiendodespués los bordes. Espero haber hecho bien,señor.

–Muy bien, señor Adams.Bajó al sollado. Cuando llegó, sus ojos ya se

habían acostumbrado bastante a la oscuridadbajo cubierta y pudo ver bajo la lámpara colganteque Stephen tenía las manos de color rojo vivo.

–¿Cuántas víctimas ha habido? – preguntó.–Tres hombres heridos por grandes trozos de

madera murieron a causa de la hemorragia encuanto llegaron abajo o antes -anunció Stephen-.Aparte de ellos, hay otros seis que se pondránbien, si Dios quiere. También hay un hombre conel brazo roto y varios con contusiones. Nadamás. Respecto a los muertos, tú sabrás más queyo.

–El oficial de derrota, lamentablemente; el

joven Miller; Gray, un buen timonel; y doshombres más en el castillo. Una sola bala…

Se sentó entre Semple, uno de susbarqueros, y Harper, los dos heridos por grandestrozos de madera, y les preguntó cómo estaban.

–Nos pegó muy duro y nosotros apenaspudimos darle…

–Nuestro Agag le perforó el casco dos vecesjusto detrás del tajamar -dijo Harper, que estabamareado porque había perdido mucha sangre-.Vi caer las balas con mis propios ojos. ¡Cómogritamos de alegría!

–Estoy seguro de que así fue. Pero ahoraintentaremos que nos siga, la esperaremos alfinal del estrecho y luego la atacaremos penol apenol. Tiene el ancla trabada y su lancha estáencallada, pero creo que dentro de una hora todose habrá resuelto, y nosotros podemos esperaruna hora.

CAPÍTULO 6

El capitán Aubrey no tuvo que esperar tanto.En cuarenta y siete minutos los hombres de laCornélie lograron liberar la fragata,desencallaron la lancha y la subieron a bordocomo buenos marinos y comenzaron a perseguira la Nutmeg. En cuanto terminaron de atravesarel canal que iba de Nil Desperandum a alta mar yempezaron la larga persecución que les llevaríaal estrecho de Salibabu, estuvo claro que supropósito no era avanzar más rápidamente quela Nutmeg y acercarse a ella para atraparla.Habían visto llegar a bordo algunas de sus balasde treinta y dos libras y no tenía deseos de vermás, por eso tenían la intención de entablar uncombate a cierta distancia. Cada vez que Jackles daba la oportunidad de acercarse, ladesaprovechaban. Su plan era reducir lavelocidad de la goleta causando daños a lasvelas y los aparejos y después dar una guiñada ydispararle andanadas por la popa a unadistancia de media milla o más.

También estaba claro para Jack que habíahecho un cálculo exagerado de la capacidad dela Cornélie. Había supuesto que la fragata, por

tener los fondos limpios y una disposición delvelamen bastante adecuada, podía navegarcomo mínimo a ocho o nueve nudos con el fuertemonzón del suroeste por la aleta, aunque habíaamainado un poco durante el día; sin embargo,se había equivocado. Aun con todas lasgastadas y remendadas velas desplegadas, laCornélie no podía navegar a más de siete ymedio, y a pesar de que la Nutmeg arrastrabauna pesada baliza que no podía verse, le eradifícil simular que huía a toda velocidad, quetrataba de escapar, aunque lo conseguía porquellevaba las escotas un poco menos tensas de loque debía, hacía rápidos virajes (Bonden era unmaestro en eso y sabía hacer varios trucos con eltimón) y no tenía muy bien colocadas las brazasde las vergas. Así pues, la goleta avanzaba conrapidez hacia el oeste, disparandoconstantemente a la fragata, situada casi alalcance máximo de sus cañones.

Jack permaneció en el alcázar hasta que lavelocidad de la Nutmeg se adaptó lo mejorposible a la de la Cornélie y después llamó aSeymour para decirle:

–Señor Seymour, voy a asignarle el puesto detercero de a bordo provisionalmente. Ya se lo hedicho al señor Fielding, así que podrá ponersede acuerdo con él sobre los asuntosconcernientes a eso después de la ceremonia.

Era de esperar. Seymour tenía queencargarse de la guardia del oficial de derrota,por muy joven que fuera. A pesar de todo,Seymour se ruborizó y, en un tono que denotabasu emoción, respondió:

–Gracias, señor, muchas gracias.Mientras hablaba, hizo fuego el cañón de

popa de estribor, justo debajo de ellos. Jackasintió con la cabeza y bajó corriendo por laescala envuelta por el humo, entró en la cabinatambién llena de humo (el viento, que llegaba porla aleta, llenaba de humo todo aquel espaciodurante un minuto después de cada disparo) y, apesar de la oscuridad, vio a las dos brigadas deartilleros mirándose una a otra con rabia y aalgunos de sus miembros, los más afortunados,con la cabeza fuera de las portas.

La discusión fue disminuyendo a medida quese acercaba, y por fin el condestable dijo:

–Esta vez le hemos dado en el casco, señor.–Creo que pasó por encima -replicó Reade,

alzando la voz.–Cállese, señor Reade.–Sí, señor. Perdone, señor.Jack cogió un catalejo, se inclinó hacia

delante y miró hacia afuera, por encima delextenso mar, donde se movían en diagonal olaslargas, pequeñas y de abundante espuma, cuyocolor blanco hacía parecer más oscuro el mar. Laestela de la Nutmeg era muy larga y más anchade lo normal debido a la turbulencia provocadapor la baliza que llevaba escondida, y justo en laprolongación de la línea en que estaba situadase encontraba la Cornélie, que formaba con laproa olas bastante grandes en las mismas aguaspor las que la Nutmeg había pasado ochominutos antes. La fragata tenía desplegadastodas las velas que poseía y probablemente teníamuy pocas o ninguna de repuesto.

Jack se encontraba en una situación difícil. Sile causaba daños leves que la obligaran areducir la velocidad uno o dos nudos,probablemente desistiría de la persecución por

considerarla inútil; si no disparaba con razonableprecisión, los franceses no creerían que estabahuyendo. Por otra parte, si un desafortunadodisparo hacía navegar más despacio a laNutmeg, aunque fuera pocos minutos, laCornélie podría virar y dispararle una andanadacon sus cañones de dieciocho librasterriblemente bien apuntados. Y era másprobable que hubiera un desafortunado disparode la Cornélie que al revés, pues disparaba conlos cañones de proa situados en el castillo, queestaba aproximadamente ocho pies más altoque la cubierta de la Nutmeg. Además,disparaba a la popa de la goleta, donde estabael vulnerable tablón del timón. Mientras esospensamientos cruzaban su mente, observó quelos tripulantes de la fragata estaban bombeandoagua y lanzaban un grueso chorro por sotavento.«Cuando terminen de sacarla, tal vez la fragatanavegue más rápido», pensó. Luego, en voz alta,preguntó:

–¿Con qué elevación están disparando?–No más de seis, señor -respondió el

condestable, colocando el cañón de estribor

mientras Bonden colocaba a Belcebú.La Cornélie disparó en ese momento,

cuando subía con el balanceo, y aunque la balano alcanzó a la Nutmeg, rebotó varias vecesjunto al costado y la última casi lanzó un chorrode agua a bordo.

Jack se inclinó sobre Belcebú, apoyando lamano sobre el tibio cilindro, y mientras Bondenquitaba con el espeque la cuña con que se subíay bajaba, lo echaba hacia atrás. Los dos seentendían sólo con gruñidos e inclinaciones decabeza. Al capitán le encantaba apuntar loscañones y ambos habían hecho esosmovimientos miles de veces. Cuando lo elevaronde modo que apareció el centro de la vergavelacho en la mira, proyectando la voz hacia laescotilla gritó:

–¡Señor Fielding, señor Fielding! ¡Por favor,mire si puede ver dónde cae la bala! ¡Voy alanzarla muy alto!

–Sí, señor -dijo Fielding.Entonces Jack procedió a poner el cañón en

la posición exacta, y mientras los artilleros lomovían delicadamente con las palancas, iba

indicándoles:–Un poco más a la derecha… Un poco

más… Un pelo hacia atrás…Sin apartar la vista de la mira movió la mano

para coger la mecha. La Nutmeg subió con elbalanceo y, justo antes que el cañón estuvieradirigido al blanco, acercó la mecha ardiendo alcebo. Se oyó un sonido sibilante que apenasduró un instante y después el cañón hizo fuego yenseguida retrocedió por debajo de él conextraordinaria fuerza, llenando la popa de humo yde trozos de madera del taco. Ya había sacadola cabeza por la porta cuando la retranca impidióseguir retrocediendo al cañón, con eldesagradable pero satisfactorio chirrido desiempre, y, gracias a un afortunado movimientodel viento, pudo ver más de un segundo latrayectoria de la bala, que era como una borrosamancha negra que poco a poco disminuía.

–¡A corta distancia del pescante de popa deestribor, señor! – gritó Fielding.

Jack asintió con la cabeza. Había otrasmaniobras posibles, como avanzar a toda vela yfinalmente colocarse a barlovento de la fragata,

pero tardaban mucho, por lo que podrían retrasarla llegada a la cita, y poner en peligro la goleta.Aunque, indudablemente, ésa era unaestratagema peligrosa, al fin y al cabo era lamejor.

–Sigamos así, señor White, pero condiscreción, no como si fuera la noche de GuyFawkes.

Siguieron disparando con regularidad. En unaocasión, una bala de la Cornélie que rebotócausó daños a la guirnalda que había bajo elcoronamiento de la Nutmeg, y en otras dos,aparecieron agujeros en la vela mayor y latrinquete. Belcebú ya estaba muy calientecuando Jack notó que Reade estaba muy cerca yparecía querer darle un mensaje. En realidadquería hacerle una invitación. Dijo que como elcapitán no había podido comer aún, los oficialesle invitaban a una colación fría con ellos.

Jack notó que tenía mucha hambre. Al pensaren la comida, se le hizo la boca agua y sintió unapunzada en el estómago.

–Iré con mucho gusto -dijo, apartándose delos aglomerados artilleros.

Bonden ocupó su lugar y él se dirigió a lagalería para lavarse las manos. Abrió la puertamirando todavía hacia el cañón y estuvo a puntode caer de cabeza al agua, pero logró evitarlodando un rápido salto hacia atrás.

–Amarren este tirador al tojino de la galería -ordenó-, porque si no, el doctor podría tenerproblemas.

El doctor ya estaba en la cámara de oficiales,y él y los demás oficiales dieron la bienvenida aJack con carne y anchoas en conserva, huevosduros, jamón, pepinos encurtidos, cebollas ymangos. Fueron tan amables como pudieron yWelby incluso hizo ponche con aguardiente depalma, pero como la silla de Warren estabavacía, la comida fue triste. Al final, Adams trajo unlibro de oraciones y, alzando la voz para quepudiera oírse a pesar del estruendo producidopor un cañón de popa al disparar y retroceder, lesusurró a Jack al oído:

–He marcado la página con un trozo demerlín, señor.

–Gracias, señor Adams -dijo Jack y, despuésde estar pensativo unos minutos, añadió-: Me

parece, caballeros, que nuestros queridoscompañeros de tripulación nos perdonarán si lesdespedimos de la manera más sencilla yvestidos con ropa de trabajo.

Hubo un murmullo de aprobación, unmovimiento de sillas y cierta vacilación antes determinar el ponche.

Cinco minutos después sonaron las ochocampanadas y a continuación varias que duraronmedio segundo. Inmediatamente, Jack se colocójunto a la barandilla del alcázar. Los cañonesahora estaban guardados y silenciosos; todoslos marineros estaban presentes. Jack leyó laspalabras hermosas y solemnes; los coyes, con unpeso adicional, se deslizaron por el costado unotras otro casi sin salpicar, justo donde el aguasubía después de formar un hoyo tras las olas deproa.

La Nutmeg viró veinticinco grados paracelebrar la ceremonia y los hombres de laCornélie, después de hacer un disparo sinobtener respuesta, comprendieron lo que pasabay no volvieron a hacer fuego.

Cuando Jack cerró el libro, los tripulantes

volvieron al trabajo y la Nutmeg retomó el rumbo.Luego dijo a Fielding:

–Debemos hacer una salva por babor en suhonor.

Fielding encargó a Oakes que se ocupara deeso y, para evitar errores, añadió:

–La última carronada de babor.Como Oakes todavía estaba muy alterado

por la muerte de su amigo y nunca antes habíaestado en una batalla, era mejor mantenerleentretenido.

El capitán y el primer teniente se acercaron alcoronamiento, y cuando la carronada disparó,Jack se quitó el sombrero. Él y el capitán francésse habían visto mutuamente por el catalejomuchas veces y tenía bastantes razones paracreer que el capitán francés estaba en el castillo.

–Todavía están bombeando -observóFielding.

–Así es -asintió Jack sin prestarle muchaatención-. ¡Dios mío, qué rápido se ha movido elsol por el cielo! Y ya está ahí la maldita luna.

En efecto, allí estaba, claramente visible en elfulgurante cielo. Estaba pálida, inclinada hacia un

lado y más horrible que nunca. Desde hacía másde una hora se veía a veinte grados del la negrasilueta de la tierra.

–A esta velocidad no conseguiremos que lafragata atraviese el estrecho antes del amanecer.Espero que navegue más rápido cuando hayasacado toda el agua de la sentina.

–Señor, creo que está izando algo -dijoFielding-. Es una monterilla.

Ambos la observaron con el catalejo.–Son dos sábanas -aclaró Jack-. Dos

sábanas cosidas de lado a lado y con una puntadoblada. ¡Hay que ver! No le falta buena voluntad.

Se inclinó sobre la escotilla y, proyectando lavoz hacia abajo, gritó:

–¡Dejen de disparar!–Ya -dijo el infante de marina que estaba

donde habitualmente se encontraba la puerta dela cabina, dio la vuelta al reloj de arena y luegodio un paso al frente para dar dos campanadas.

Como figuras en un reloj antiguo, elguardiamarina y el suboficial de guardiaabandonaron sus respectivos puestos y sereunieron junto al costado de babor, uno con la

barquilla y el carretel y el otro con un pequeñoreloj de arena. El suboficial dejó caer la barquillae inmediatamente el cordel empezó a separarsedel carretel.

–¡Vuelta! – gritó.El guardiamarina mantenía fija la vista en el

reloj mientras el cordel se desenrollaba.–¡Parar! – dijo.Entonces el suboficial examinó el cordel.–¿Cuánto ha medido, señor Conwall? –

preguntó Jack.–Siete nudos y poco más de tres brazas,

señor.Jack movió la cabeza de un lado al otro, bajó

y dijo:–Señor White, puede animar a la fragata

haciendo fuego más a menudo, aunque sólo conun cañón cada vez. Y dispare las balas de modoque les falte poco para dar en el blanco, porquesi queremos que atraviese el estrecho antes delalba no debemos tocarle ni un pelo, y aundespués tendremos que cuidarla. Disparos queparezcan reales, pero de trayectoria corta,¿comprende?

–Sí, sí, señor, disparos que parezcan reales,pero de trayectoria corta -respondió elcondestable, pero era evidente que no estabasatisfecho.

–Señor Fielding -dijo Jack al regresar alalcázar-, cuando haya hablado con Astillas,subiré a la jarcia. Si esa monterilla acerca unpoco la Cornélie y sus balas llegan a bordo, tratede adelantarse más.

El carpintero y sus ayudantes estaban muyocupados en el combés. Estaban haciendo unmarco con la forma del ventanal de popa de laNutmeg, una parte esencial del plan de Jackpara engañar a la Cornélie cuando la luna seocultara.

–¿Cómo va eso, señor Walker? – preguntó.–Muy bien, señor, gracias, pero temo que

esto entorpecerá la lancha.–No se preocupe por eso, Astillas-le

tranquilizó Jack-. Si todo va bien, no tendrá quenavegar más de media hora.

Entonces repitió para sí: «Si todo va bien».Subió a la cofa del trinquete y, sin pausa, siguióhasta la cruceta y luego se colocó cerca de un

extremo de la verga. Sentado allí podía verperfectamente la mitad oriental del cielo, claro ysereno, que parecía una cúpula, y por debajo lasclaras y serenas aguas que se extendían hasta lamitad de la distancia que había hasta elhorizonte, donde, formando una línea recta comoun meridiano, cambiaba del color azul claro alazul oscuro moteado de blanco y luego a esetono que tenía el Mediterráneo en otoño y queStephen solía llamar rojo vino. Más allá de esalínea se elevaba la oscura tierra por ambos ladosy se extendía por el sureste hasta donde la vistano alcanzaba, pero parecía que los ladosconvergían en un punto, la salida del estrecho deSalibabu. Navegando a esa velocidad aúntardarían mucho en llegar, y a juzgar por laposición de la maldita luna, el sol, ahora ocultopor la gavia mayor, estaba muy bajo por el oeste.

–No hay duda de que el viento soplará conmás fuerza en el estrecho -sentenció-, porquetiene forma de embudo. Pero la marea es lo quehay que tener en cuenta. Habrá que echar unamaldita carrera.

Mirando hacia la cubierta dio la orden de que

desviaran la Nutmeg cinco grados de su rumbopara que se mantuviera más cerca de la costasur. Eso sería necesario cuando tuviera que virar,aunque ahora el objetivo era atenuar la fuerza dela marea, que empezaría a moverse hacia eloeste al cabo de pocas horas.

Cuando Jack Aubrey estaba en la mar,cuando tenía tan cerca el presente y el futuroinmediato y, sobre todo, cuando participaba enuna batalla, aunque fuera de tan pocaenvergadura como ésa, pasaba poco tiempopensando en el pasado; sin embargo, ahora eradiferente, pues se sentía abatido. En contra de supropia lógica, era supersticioso, como muchosmarineros, y no le gustaba el aspecto de aquellaoscura tierra ni los horribles colores del mar quetenía delante, con su macizo banco de arena. Y lamuerte de Miller, además de apenarle, le habíaconfirmado muchas ideas irracionales.

Permaneció sentado allí mucho tiempo. Sintióen dos ocasiones cómo se movía la vergacuando los marineros la braceaban para mejorarsu posición respecto al viento, y mientrasreflexionaba, los cañones seguían disparando,

aunque los de la Nutmeg con menos frecuencia,a intervalos más largos.

El tiempo pasaba, y mientras tanto se oíanórdenes, martillazos en el combés y los ruidospropios de una embarcación que navegaba sinmucha prisa. Allí arriba el efecto del balanceo y elcabeceo constantes parecía mayor, aunque no losuficiente para interrumpir sus pensamientos.

Sonaron las tres campanadas justo debajo yen la parte de su mente más o menos autónomase formó el pensamiento:

«Tres campanadas en la guardia de primercuartillo». Esas palabras le hicieron sentir denuevo cierta alegría, porque le recordaron larespuesta a la pregunta «¿Por qué le llamanperico a la juanete del palo mesana?» que habíadado Stephen Maturin: «Porque cuando lafragata aumenta de velocidad le salen alas». Ésale parecía la mejor ocurrencia que había oído ensu vida. La consideraba extraordinaria, y confrecuencia, tal vez demasiada, contaba laanécdota, aunque a los más lerdos de latripulación y a algunos que no tenían sentido delhumor había que explicársela. La respuesta la

había dado Stephen muchos años atrás, peroparecía haber mejorado con el tiempo. En esemomento hizo sonreír a Jack, que se dejó caerde la verga a la vez que se sujetaba a una burday luego se deslizó por ella hasta el castillo.Cuando se dirigía al alcázar por el pasamanonotó nuevos agujeros en un ala de la vela mayor yvio que Fielding y el contramaestre, por medio deestrelleras, colocaban anticipadamente fuera dela borda la lancha señuelo.

–¿Cómo vamos, Richardson? – preguntó,mirando por detrás de él hacia la distanteCornélie.

–Sólo ocho nudos cuando sonaron las cuatrocampanadas, señor. Como se nos estabaacercando y otra bala dio en la galería de babor,moví las escotas hacia popa.

–¡Maldita galería! Había puesto unapalangana nueva, una palangana de auténticaporcelana nueva preciosa.

–Sí, señor. ¿Quiere que vuelvan a medir lavelocidad, señor?

–No. La guardia casi ha terminado.Empezaba a disiparse la escasa niebla que

cubría el cielo por el oeste, de color rosa pálido ydorado, y el sol estaba separado del mar por unadistancia casi igual a su diámetro. Jack se inclinósobre un costado, miró con atención la estela ypensó que seguramente la fragata había ganadootra braza, pero lo deseaba más que lo creía.Entonces dijo:

–Bueno, quizá. Es mucho más fácil hacer unaprecisa lectura del tiempo cuando hay luz.

–Ocho nudos y sólo una braza, señor, con supermiso -apuntó Reade, el guardiamarina deguardia unos momentos después.

La Cornélie, que se mantenía a la mismadistancia, hizo fuego y la bala formó un penachode agua apenas a cincuenta yardas de la popa.

–¡Esto es alentador! – exclamó Jack.Se quedó allí observando como el sol se

ponía, rodeando por unos momentos la fragatafrancesa de una hermosa aureola, y cincominutos después, cuando bajó a la cabina, laoscuridad ya cubría el mar por el este y la lunahabía ganado visibilidad.

–Señor -dijo Killick al pie de la escala detoldilla-. He llevado su coy a la cabina del pobre

Warren. El señor Seymour está encantado dequedarse en la camareta de guardiamarinashasta que su cabina dormitorio esté disponible.

Killick tenía el rostro impasible, como siempreque estaba omitiendo la verdad o sugiriendoalgo que era falso, y Jack sabía perfectamenteque había obligado a Seymour y a los oficiales aaceptar aquel acuerdo, pero innecesariamente,porque, sin duda, todos se hubieran brindado.

–Comprendo. Entonces trae una caja deoporto del ochenta y siete -dijo, y se dirigió a lacámara de oficiales, donde les encontró a todosmenos a Richardson agrupados alrededor deuna carta marina extendida sobre la mesa.

–Caballeros -empezó-, voy a abusar de suhospitalidad esta noche, si me lo permiten. Lacabina tiene que quedarse encendida y habráque responder a la Cornélie si nos siguedisparando, porque así la mantendremosanimada. Los oficiales dijeron que estabanencantados y Jack prosiguió:

–Señor Fielding, perdone que hable aquí decuestiones de la Armada, pero tengo que decirleque cuando estemos en el estrecho sería

conveniente hacer mediciones con la correderacada vez que suenen las campanadas. Además,los marineros pueden llevar abajo los coyes paradormir un poco hasta mañana y los fuegos de lacocina se puede volver a encender. Por último,voy a encargarme de la guardia de alba y meacostaré en cuanto cenemos… Señor Seymour,le agradezco mucho su amabilidad.

Seymour bajó la cabeza y buscó unarespuesta elegante, pero antes que laencontrara, Jack continuó:

–Doctor, ¿podemos visitar la enfermeríamientras encienden los faroles?

Cuando caminaban hacia allí, dijo Jack:–Te diré una cosa, Stephen. Como sé que los

oficiales deben reprimirse de hacer muchascosas cuando el capitán está entre ellos, puestienen que sentarse derechos y no puedeneructar ni contar historias obscenas, he ordenadoque traigan una caja de nuestro oporto delochenta y siete. Espero que no te importe.

–Me importa mucho. Darle ese irremplazablelíquido a mis compañeros es una acción impía.

–Pero ellos apreciarán el gesto. Además,

quitará un poco de solemnidad y será un aliviopara mí, pues no puedes hacerte idea de lodesagradable que es sentirse como unaguafiestas. En eso eres más afortunado que yo.A ti no te tienen respeto, o sea, no indebidorespeto. Quiero decir que te respetan mucho,desde luego, pero no te consideran un sersuperior.

–¿Ah, no? Indudablemente me consideranuno muy desagradable desde esta tarde. Discutí,les maldije y les insulté a todos.

–Me dejas asombrado. ¿Qué te molestó?–Había apartado un cadáver para abrirlo. Era

un interesante caso de cólicos. Iba a pedirtepermiso, como es mi deber, pero antes de quetuviera oportunidad de hacerlo, algún delincuenteo quizás algún marinero muy atareado cosió losbordes del coy en que estaba y lo colocó entrelos otros que sepultaste.

–Eres un demonio, Stephen, te lo aseguro.La cena fue solemne, pero muy copiosa.

Aunque no hacía mucho tiempo que los oficialesnavegaban juntos, habían pasado tantasvicisitudes que les parecía que llevaban cinco

años en esa misión, lo que, sin duda, restabaformalidad al ambiente. Seymour, que comía porprimera vez con los oficiales, no decía nada,naturalmente; Stephen, como siempre, estabaabsorto en sus meditaciones; pero Fielding yWelby se animaron a contar largas anécdotas. Apesar de las predicciones del demonio, todos sedeleitaron con el oporto de 1787, posiblementehasta cierto punto porque Killick, en tonoenfático, había dicho:

–He descorchado el vino del ochenta y siete,señor, y como es tan añejo, el corcho estaba muyincrustado.

Estaban haciendo la ronda con la tercerabotella cuando de repente Stephen, alzando lavoz para que le oyeran a pesar del ruido delcañón que estaba por encima de ellos, preguntó:

–¿Esto es una goleta?Habían oído decir al doctor algunas cosas

muy extrañas, pero ninguna tan poco probable, ydurante un rato hubo silencio absoluto.

–¿Te refieres a la Nutmeg, doctor? –preguntó Jack por fin.

–Naturalmente, la Nutmeg, que Dios la

bendiga.–Que Dios la bendiga. No puede ser una

goleta mientras esté bajo mi mando, ¿sabes? Siestuviera bajo el mando de un capitán de goleta,sería una goleta, pero yo tengo el honor de estaren la lista de capitanes de navío y eso laconvierte en un navío equiparable a uno de trespuentes de la Armada. ¿Cómo se te ocurrió esaidea tan rara?

–Estaba reflexionando sobre las goletas. Unamigo mío escribió una novela y me la enseñópara que le diera mi opinión como marino.

Los oficiales bajaron la vista al plato con unaexpresión bastante serena.

–Pensé que era una historia muy bonita -continuó-, pero le objeté que si el héroe estaba almando de una goleta, no podía capturar unafragata. Sin embargo, se me acaba de ocurrirque la Cornélie, indudablemente, es una fragata,que nosotros, aunque la Nutmeg es pequeña,aspiramos a capturarla, y que tal vez mi objeciónno tenía fundamento, que las goletas realmentepueden capturar fragatas.

–¡Oh, no! – exclamaron.

Añadieron que el doctor tenía toda la razón yque en toda la historia de la Armada real ningunagoleta había capturado nunca una fragata,porque eso sería desafiar al destino.

–Pero, por otra parte -dijo Jack-, algunosnavíos con un calado y baterías similares a los deuna goleta lo han hecho. La presencia de uncapitán de navío y su superioridad moral son lasque inclinan la balanza. Bebamos a su salud,estimado señor. Bien, caballeros, dentro depocos minutos empezará la guardia, así que lesagradezco la espléndida cena, echaré un vistazoal cielo y luego me acostaré.

–Y nosotros le agradecemos el espléndidovino, señor -dijo Fielding-. Será mi patrón deexcelencia siempre que beba oporto de ahora enadelante.

–Tiene razón, tiene razón -convino Welby.En la cubierta se advertía que el viento, que

ahora llegaba por la aleta, había aumentadobastante de intensidad. A la luz de la bitácorapodía verse que la velocidad había aumentado aocho nudos. La Cornélie seguía a la mismadistancia. La luna se veía claramente, pero no

brillaba lo bastante para que no se notara la luzde los faroles preparados para la batalla en elcastillo ni el tenue resplandor que había en lasportas abiertas a lo largo del costado ni muchomenos las lenguas de fuego que salían del cañónde popa de estribor cuando disparaba. Ambasembarcaciones se habían adentrado bastante enel estrecho. Jack pudo ver las luces de un pueblode pescadores al sur, justo donde indicaba lacarta marina. La otra orilla estaba demasiadolejana para verla con nitidez, pero allí estaba,plateada por la luz de la luna y salpicada denegras sombras.

Sonaron las ocho campanadas. Seymourrelevó a Richardson. Llamaron a los marinerosde guardia y los demás bajaron para dormircuanto podían a pesar de los rugidos de loscañones en la cubierta. Fielding había subidopara ayudar a Seymour en la primera guardiaque tenía a su cargo y ahora estaba en elcombés dando los pasos necesarios paracolocar el marco y los faroles en la lanchaseñuelo, situada de manera que podría bajarseen un momento, unos pasos que había hecho una

otra vez la brigada integrada por Bonden, dosayudantes del contramaestre y un fuerte marineronegro encargado del ancla a quien llamabanNegro.

Jack les observó un rato y luego se fue a laproa con Fielding.

–Me sorprendería que la Cornélie no dejarade disparar ahora -dijo-. No obstante, quieroseparar la goleta de ella un par de cables máspara evitar que alguna bala perdida le causeserios daños, aunque, naturalmente, tiene queseguir viendo bien la popa iluminada. Voy aordenar ajustar las brazas y alargar la boya yluego me iré a dormir. Buenas noches.

–Buenas noches, señor.Cuando Jack bajaba, el fuego cesó, y fue la

Nutmeg la última que disparó. Cuando fue aacostarse vio que no tendría que dormir en el coydel pobre muerto porque el suyo, unoextraordinariamente largo, estaba allí colgado deproa a popa. Killick era un sirviente espantoso enmuchos aspectos y un hombre irritable, tacaño,abusador de los que tenían un rango inferior ygrosero, pero en otros era una perla. Durante

unos momentos pensó en otras alabanzas ydespués de decidir que no tenía precio sedurmió.

Se despertó, como tantas veces, al ver ladébil luz de un farol en la oscuridad, y oyó laspalabras:

–Señor, casi van a sonar las ochocampanadas.

Se despertó enseguida, como lo había hechodesde su niñez, y, saltando del coy, dijo:

–Gracias, señor Conway.Una parte de su mente que no estaba

dormida del todo había advertido el progreso dela Nutmeg durante todo ese tiempo, por esoJack no se asombró al notar por el agua quepasaba por los costados que había perdidovelocidad.

Se puso la camisa, los pantalones y loszapatos de lona y salió despacio de la oscuracámara de oficiales. Al llegar a la cubiertailuminada por la luna, formó un cuenco con lasmanos, cogió un poco de agua del tonel queestaba junto al escotillón, se mojó la cara y sedirigió a popa cuando el centinela avanzaba para

tocar las ocho campanadas.–Es un alivio que haya llegado, señor -le

saludó Seymour-. Siento decirle que el viento haamainado.

–¡Ya! – gritó Conway junto al costado debabor y luego se acercó e informó-. Siete nudos,señor. Siete nudos.

–Les deseo buenas noches a los dos -dijoJack.

Cuando el timonel, el vigía y los artillerosfueron relevados, Jack se acercó alcoronamiento. La Cornélie estaba ahora por laaleta de babor, aún cerca de la entrada delestrecho, y un poco más lejana y oscura. La luna,cuyos rayos atravesaban un velo de nubes,estaba próxima al cénit, y la marea aumentaríacuando empezara a descender hacia el sur.Aunque, según lo que había dicho el capitán delAlkmaar, allí era tres horas más tarde que en NilDesperandum, la marea se había estadomoviendo hacia el oeste desde hacía algúntiempo. Acercó la tablilla con los datos denavegación a un fanal de popa y añadió las cifrasque reflejaban el progreso en las últimas cuatro

horas. Treinta y una millas. No era tanto comodeseaba, pero no estaba mal. Todavía habíaposibilidades. La guardia actual, la guardia demedia, era un período decisivo, porque ahora senotaría el efecto de la marea. Naturalmente,había recabado información sobre el estrechocuando supo que la Cornélie iba a atravesarlo, yle dijeron que, a diferencia de otras partes delPacífico, había dos cambios de marea en un díalunar, el primero con un flujo débil y el segundo,con el que la Nutmeg se encontraría durante esaguardia, con un flujo más fuerte. Pero en Batavianadie pudo decirle si era poco o mucho másfuerte. Por supuesto que eso dependía de la luna,y a juzgar por su actual forma convexa, noejercería mucha influencia. Por sus cálculos y porlos pocos datos obtenidos por Darlymple,Horsburgh y otros en sus observaciones, el oficialde derrota (un excelente navegante) y él habíandeducido que en ese momento del mes lunarprobablemente habría un flujo en dirección oestede dos nudos y medio, y había hecho el planconsiderando que serían tres nudos.

Pocas cosas eran más difíciles que juzgar el

movimiento relativo respecto a una costadesconocida con pocos puntos de referencia yde noche. Ya casi todos los escasos pueblos depescadores esparcidos por ella habían apagadolas luces y era aún más difícil localizarlos por lashogueras para quemar matojos que todavíaardían en los bosques.

Hora tras hora el guardiamarina de guardia leinformaba sobre la velocidad: siete nudos, sietenudos y dos brazas, siete nudos y una braza.También hora tras hora el carpintero o uno desus ayudantes le informaban sobre laprofundidad del agua en la sentina: nunca másde seis pulgadas. Mientras tanto Jack observabala costa con el catalejo, tratando de encontrar unamarca que le permitiera tener una ideaaproximada de la velocidad de la corriente. Unvano intento, porque no apareció el punto fijo yclaro que necesitaba.

Justo después de sonar las trescampanadas, aparecieron por la amura deestribor cuatro puntos fijos en vez de uno, cuatrobarcos de pescadores anclados a dos cables dedistancia que tenían brillantes luces para atraer a

los peces.–Señor Oakes, traiga la tablilla, la tiza, un reloj

de arena de medio minuto y un farol -ordenó.Corrió a la proa por el pasamano y cuando el

primer barco estaba por el través gritó:–¡Vuelta!A partir de entonces lo siguió con el compás

para medir el acimut hasta que Oakes dijo:–¡Ya!Entonces marcó la diferencia. Luego hizo lo

mismo con el segundo, el tercero y el cuarto,todos separados entre sí lo suficiente para darletiempo a calcular aproximadamente elsorprendente valor de los ángulos.

Se fue abajo e hizo los cálculos con sumocuidado. Eran peores de lo que suponía. Habíaun flujo de cinco grados y medio, y cuando la lunaestuviera un poco más al oeste, sería aún másrápido. El flujo continuaría seis horas. Lavelocidad de la goleta con relación a la costa erade dos millas y una hora menos de lo que habíacalculado y el final del estrecho estaba docemillas más lejos de lo que pensaba. Cuandollegaran allí, el sol ya estaría en lo alto del cielo.

El plan no serviría. Por una cuestión deconciencia revisó los cálculos otra vez, perocomprobó que los que había obtenido la primeray la segunda vez eran correctos y se decepcionómucho.

Cuando regresó a la cubierta disminuyó lavelocidad por segunda vez porque la Cornélie, acausa de la fuerte corriente, se estaba quedandorezagada, y aunque no estaba seguro de lo quedebía hacer, no quería perder contacto con ella.Se quedó apoyado en el coronamiento mirandoalejarse la estela ligeramente fosforescenteiluminada por la luna. Era obvio que no habíaesperanzas de poder llevar a cabo el plan y, llenode tristeza y amargura, estuvo reflexionandodurante un tiempo. Mientras, continuó lasilenciosa vida nocturna de la goleta, propia deun barco de guerra: la voz queda del suboficialque la gobernaba, las respuestas del timonel, elmurmullo de los hombres de guardia bajo elsaltillo del castillo y el de los artilleros queestaban debajo y las campanadas, seguidas por«¡todo bien, el serviola del castillo!» y después«¡todo bien!» desde todos los puestos de una

punta a otra de la goleta.Pero, por su carácter optimista, recobró el

ánimo poco antes de las cinco campanadas,cuando empezaba la parte más tranquila de lanoche, y saludó a Stephen con bastante alegría:

–¡Ah, Stephen, estás aquí! Me alegro deverte.

–Lamento llegar tan tarde. Caí en un profundosueño.

–Supongo que querías ver cómo se ocultabaMenkar.

–No. Quería venir a sentarme aquí contigo,pues, según tengo entendido, no habrá batallahasta que la luna se ponga.

–Eres muy amable, amigo mío, pero lamentodecirte que no habrá ninguna batalla, o al menosninguna hasta dentro de mucho tiempo y no serácomo yo esperaba. La Cornélie tiene muy pocafacilidad para navegar, es muy lenta, y, por otraparte, cometí un error tan tonto al calcular el flujode la marea que es imposible que atravesemosel estrecho antes que se haga de día.

Cinco campanadas y la medición con lacorredera de ritual.

–Siete nudos, con su permiso -anuncióOakes, y su cara llena de granos parecía máspálida y tenía un aspecto más desagradable a laluz de la luna.

–Parece una buena cifra, ¿verdad? –preguntó Jack cuando se fue-. Pero la masa deagua por donde la goleta navega a siete nudosse mueve hacia el oeste a cinco o más, así quenos acercamos a la boca del estrecho sólo dosmillas cada hora, en vez de cuatro, comoesperaba. Eso me desanimó bastante, te loaseguro, y durante un tiempo lo vi todo negro; sinembargo, luego pensé que no llegar a la cita conTom no era el fin del mundo y que lo correcto erano perder de vista la Cornélie, llevarla más alládel estrecho y, después de hacer un amplioviraje, acercarnos por barlovento en alta mar.Con este viento la goleta puede alcanzar docenudos, frente a los siete de la fragata.

–¿No podrías acudir a la cita con TomPullings y también perseguir la Cornélie?

–¡Oh, no! Tom está o debe estar situadobastante al norte. La Nutmeg tendría quedesplegar todo el velamen que posee para llegar

hasta allí a tiempo y el capitán de la Cornéliedescubrirá enseguida lo que tramamos. No esningún tonto. Fíjate cómo nos descubrió en NilDesperandum. Tendría que correr mucho parareunirme con Tom y posiblemente no leencontraría y perdería de vista la Cornélie. Nopuedes hacerte una idea de lo fácilmente que unbarco puede escabullirse, sólo en unas horas, enuna zona del mar salpicada de islas.

–Estoy seguro de que tienes razón. Además,hay otra cita a la que se puede llegar máscómodamente, en un lugar mejor, la cita enBotany Bay o, para ser más exacto, en la bahíade Sidney. No tengo palabras para expresarcuánto deseo ver un ornitorrinco.

–Recuerdo que me hablaste de él la últimavez que estuvimos allí.

–Fue una horrible ocasión, te lo aseguro. Losmilitares nos miraban con recelo y apenas nosdieron tiempo para bajar a tierra. Tuvimos queirnos rápidamente, casi sin provisiones, y loúnico que conseguí fue una cotorra archiconociday corriente. ¡Qué vergüenza! Nueva Holanda medebe mucho.

–No importa. Esta vez será mucho mejor.Podrás ver a placer cómo vuelan losornitorrincos.

–Amigo mío, es un mamífero, un animal conpelo.

–Creía que habías dicho que ponía huevos.–Sí, los pone. Eso es lo extraordinario.

También tiene el pico como el pato.–No me extraña que quieras verlo.La noche era más cálida de lo habitual y ellos

siguieron allí sentados tranquilamente en doscolchonetas, hablando de cosas inconexas:aquel viaje que hicieron en el Leopard, losaromas que ahora venían de tierra, unas veces eldel humo producido por madera ardiendo y otrasel de plantas, a veces distinguibles entre sí, elagua que chorreaba de la nariz al poco tiempode estar uno en la mar y la extraordinarialimpieza y la ausencia de malos olores en laNutmeg, incluso en la bodega.

La luna se puso y las estrellas brillaron aúnmás. Entonces Jack habló del observatorio quetenía en Ashgrove Cottage y comentó que enBatavia un inteligente holandés le había

enseñado una forma mejor de colocar la cúpula,una forma basada en los métodos de losmolineros de su país, que, naturalmente,trabajaban con molinos de viento.

Ocho campanadas. Fielding se hizo cargo dela guardia, pero Jack permaneció en la cubierta yun poco después, cuando Bonden fue hasta lacubierta en la oscuridad, dijo:

–Bonden, tendrás que decir a tuscompañeros que el plan no sirve. El flujo de lamarea es demasiado fuerte y la fragata francesademasiado lenta.

–Sí, señor -respondió Bonden-. Sólo vinepara decirle que Killick ya tiene una cafetera yuna bandeja de gachas en la repisa de lachimenea, y quiere saber si le gustaría tomarlosaquí o abajo.

–¿Qué opinas, doctor? ¿Arriba o abajo?–Abajo, por favor, porque muy pronto tengo

que ir a ver a mis pacientes.–¿Te importa que esperemos cinco minutos?

Quisiera ver salir a Venus.–¿Venus? – preguntó Stephen

desconcertado-. ¡Dios mío! Sí, por supuesto.

Seguramente habrás notado que el mar estámucho menos agitado.

–Sí, eso suele ocurrir antes que cambie lamarea, como recordarás. Dentro de pococomenzará a bajar y toda esta masa de agua, demillones y millones de toneladas, se moveráhacia el este. Y creo que se moverá más rápidoporque la impulsarán los aguaceros y el vientoque el cielo promete, un viento que hará llevar lasgavias arrizadas.

Stephen no pudo advertir ninguna promesa,aparte de total oscuridad por el oeste, pero comosabía que las salamandras, los gatos y losanimales marinos tenían sentidos que él noposeía, le dio la razón. También él observó cómosalía Venus, una figura borrosa que estaba muycerca del horizonte, cuyo brillo y cuya forma decuerno podían apreciarse muy bien con elcatalejo.

Bajaron y con infinita satisfacción tomaron lasgachas y el café en la cámara de oficialesmientras conversaban en voz baja, a pesar deque ahora a los lisiados ya les habían llamado atrabajar y por toda la goleta se oía el ruido de la

piedra arenisca raspando la cubierta en laoscuridad. Volvieron a hablar del viaje quehabían hecho en el Leopard, de los relativosplaceres que les proporcionó la isla Desolación yde la señora Wogan.

–Era una hermosa mujer -dijo Jack-. Y muyrara. Si no recuerdo mal, la deportaron pordisparar a los alguaciles que fueron a arrestarla,y a mí me gustan las mujeres de carácter. Perono es bueno tener mujeres a bordo, ¿sabes?Eso -añadió, señalando el segundo bol degachas de Stephen, que se había deslizado porla mesa-, eso es lo que quería decir cuandohablaba del cambio de la marea. Ahora estábajando, y como la empuja un viento fuerte, elmar cambiará completamente. ¿Oyes la lluvia?Ése es uno de los aguaceros. Lloverá a cántarosdurante veinte minutos y después el cieloquedará despejado. El sol saldrá dentro de poco.

–Tengo que ir a ver a mis pacientes. No estoymuy satisfecho del estado del joven Harper.

Durante un rato hablaron de los grandestrozos de madera puntiagudos, los casos en quelas heridas cicatrizaban bien desde el principio y

los casos en que había infección, y cuandoStephen se levantó, Jack dijo:

–Voy contigo.Bajaron la escala y fueron hasta el final de la

popa.–¿Notas incluso aquí el agradable olor?Antes de que Jack pudiera responder, se

oyeron por encima de ellos tres estruendos porencima y los disparos simultáneos de los doscañones de popa. Jack subió diversas escalas yllegó al alcázar cuando caían las últimas gotas delluvia y aparecían las primeras luces, einmediatamente comprendió la situación. LaCornélie, desplegando un poco más delcontrahecho velamen, había aumentado lavelocidad, luego había orzado y había avanzadomucho navegando contra la corriente. Después,oculta tras la cortina de lluvia, había llegado asituarse de manera que la Nutmeg estaba alalcance de sus cañones y entonces había dadouna guiñada y había disparado una andanada.Una de las balas había dado en las eslingas dela verga de gavia mayor, y aunque las drizas yase habían soltado, la vela daba gualdrapazos en

dirección a sotavento produciendo un ruidoatronador.

–¡Timón a babor! – ordenó, en parte para quela vela no se moviera tanto y en parte para que laNutmeg abandonara el rumbo que llevaba, queera convergente al de la Cornélie.

–¡No vira, señor! – gritó Fielding para quepudiera oírle a pesar del rugido de los cañones-.¡Hay una bala entre el tablón del timón y elcodaste y se rompió el cabo de sujeción!

Jack miró hacia el castillo y gritó:–¡Desplieguen la cebadera y la gavia!

¡Suelten la boya! – Luego se volvió y dijo-: SeñorCrown, ponga las estrelleras de emergenciaenseguida. Señor Seymour, baje los puños debarlovento, corte los estrobos de babor y llevetodos los cabos que pueda a la cofa.

Corrió a la cabina y, cuando el cañón deestribor disparó y retrocedió, ordenó:

–¡Guárdenlo!Se inclinó hacia fuera y vio que Richardson,

todavía con la camisa de dormir, colgado de lapopa, con el agua hasta la barbilla cada vez queuna ola chocaba contra ella, empujaba

furiosamente la bala con un espeque.–¡Dick! ¿Ha perforado el casco o sólo está

trabada?–¡Trabada, señor, entre el estrobo superior

y…!Lo interrumpió una gran ola con mucha

espuma. Jack retrocedió y dijo a Bonden:–Dame un cabo amarrado a un rezón. Di al

contramaestre que vire a estribor en el momentoen que estén colocadas las estrelleras. Dameuna palanca. Adelante, señor White.

Un momento después estaba en la blanca yturbulenta estela. La pesada palanca le hizohundirse, pero dando una enérgica patada logrósubir a la superficie y agarrar el rezón quecolgaba del cabo cuando la Cornélie volvió adisparar una terrible andanada. Cuando se metíadebajo del mirador de popa, Jack oyó que unade las balas golpeó el casco de la Nutmeg ydespués el señor White disparó un cañonazo quele ensordeció. Con un pie en una anilla y el brazoizquierdo alrededor del tablón, metió la palancaen el espacio que había bajo la bala mediosepultada e intentó echarla hacia afuera mientras

Richardson trataba de moverla por el otro lado.Una tras otra las olas les cubrían de espuma,pues la Nutmeg estaba ganando velocidad, y suesfuerzo les parecía inútil. A Jack se le estabanagotando las fuerzas. Estaba a punto de caersede la anilla de hierro cuando el tablón que estabaabrazando crujió y se movió ligeramente haciababor. Un último empujón y la bala salió.

Se hicieron el uno al otro una inclinación decabeza, manteniendo la boca cerrada para eludirlas salpicaduras de agua, y Jack dejó caer lapalanca y trató de subir a bordo. Los brazos no lerespondían y tuvo que llamar a su timonel, ymientras los marineros le subían, se llenó dearañazos al rozar el casco. Luego subióRichardson, con una pierna chorreando sangreque procedía de una herida inadvertida.

Ambos, empapados, se sentaron jadeando, yJack dijo:

–Saca el cañón, Bonden.El cañón salió con rapidez por la porta y casi

inmediatamente hizo fuego. Cuando el humo sedisipó, Jack vio a Fleming acercarse corriendo ygritando:

–¡El señor Fielding dice que vira, señor!En el mismo momento vio que la Cornélie

empezaba a virar para reducir la crecientedistancia que separaba a las embarcaciones ydijo:

–Gracias, señor Fleming. Dígale que ponga laproa contra el viento y que mande a uno de losmarineros del combés. – Luego se volvió haciaRichardson y preguntó-: ¿Cómo te encuentras,Dick?

–Perfectamente bien, señor. No sentí nada enese momento. Creo que se me enganchó elrezón.

Llegó el marinero del castillo y saludótocándose la frente.

–Jevons, ayude al señor Richardson a bajar.Dick, debes curarte la herida. Di al doctor queestamos navegando de bolina, y si cree quedebes quedarte abajo, te quedas abajo.

La respuesta que dio Richardson cuando elmarinero del combés le levantó fue apagada porel estruendo de los cañones y fuertes vivas.

–¡Le hemos dado en el casco por la crujía,señor! – gritó el señor White-. ¡Vi volar las

astillas!Jack miró por una pequeña abertura y vio

claramente la fragata. Estaba a tres cuartos de ladistancia anterior, iluminada por el sol, cuyosrayos salían por un claro en las nubes por el este.También vio bajo aquella luz el chorro de aguaque echaba la bomba de estribor de la fragata.

Se puso de pie, dobló los brazos y las manosy luego subió la escala que llevaba al alcázar. Alllegar allí vio una terrible confusión bajo el cieloencapotado.

–Ya hemos quitado una verga, señor -leinformó Fleming-, y la gavia ha bajado, como ve,pero dice Seymour que el mástil tiene seriosdaños.

–Tiene un corte hasta el centro justo un piepor encima de la cruceta.

El contramaestre reapareció.–Ya están puestos los nuevos cabos del

tablón del timón -dijo.–Muy bien, señor Crown. Prepárese para

envergar una vela en la verga seca.La Cornélie hizo fuego con los cañones de

proa otra vez y el penacho de agua que hizo

saltar una de las balas les empapó.–Sí, señor -dijo el contramaestre por fin, más

sorprendido por la orden que por el agua que lesalpicó, aunque fue mucha, porque nunca en suvida había envergado una mesana redonda.

–Señor Fielding, coloque los mastelerillos dejuanete de proa y de perico…

Las órdenes se sucedieron rápidamente, sinénfasis pero con gravedad. Tan pronto como laextraña vela estuvo envergada e hinchada, losmarineros subieron los coyes y fueron adesayunar en dos turnos. Cuatro marinerosescogidos tomaron el timón y el propio Fieldingse encargó del gobierno de la goleta.

Durante todo ese tiempo los cañones habíanseguido respondiéndose, sin más efecto que laperforación de algunas velas y el corte dealgunos cabos de la jarcia, pero cuando ladesconocida mesana redonda dio elpotencialmente peligroso impulso, la Cornélie yahabía avanzado tanto como se había retrasado aldisparar las andanadas y se acercaba muyrápidamente. Jack cambió el rumbo para recibirel viento por la aleta en vez de por popa, pues de

ese modo la mesana redonda no impediría queel viento llegara a la vela mayor, y enseguida lagoleta aumentó de velocidad. Después deobservarlo todo con mucha atención durante diezminutos y de desplegar dos foques más, llegó ala conclusión de que la velocidad que la goletahabía alcanzado sin la gavia mayor era la másparecida a la de la fragata que lograría tener ydijo a Seymour, que estaba encargado de lascarronadas de popa de babor, y a los dosguardiamarinas que estuvieran preparados.

Se asomó a la escotilla, que tenía el marcodestrozado y salpicado de trozos de cristal, ygritó:

–¡Señor White, saque el cañón, ajústelo bieny haga que respondan los cañones de babor! – Yluego dijo-: Señor Seymour, vamos a virar ababor el timón. Dispare en cuanto apunte loscañones. Dispare alto y rápido.

Se agachó para pasar por debajo de lamesana redonda, esa vela anómala y molesta, ycogió el timón él mismo. La Nutmeg virabafácilmente y con rapidez. Los marineros estabantan preocupados por las escotas y las estrelleras

de la extraña vela que no prestaban atención alos cañones de la Cornélie. Terminó de virar yentonces hizo fuego la primera carronada y luegodispararon otras dos al mismo tiempo. ComoJack esperaba, la Cornélie viró el timón yrespondió con una andanada, y, también comoesperaba, no fue tan precisa ni mortífera como laprimera. No pudo contar cuántas veces disparóla brigada de Seymour, pero en una ocasión lesoyó gritar como locos que les trajeran balasporque las chilleras se estaban quedando vacías.

–Creo que han disparado seis veces cadauna, señor -observó Adams, que tomaba notasallí de pie con un tintero colgado del ojal y un relojen la mano.

La Cornélie no disparó, sino que reanudó lapersecución, aunque con la pérdida de doscables de avance. Pero todavía navegaba debolina y le favorecía el rápido flujo de la bajamar.

Así siguieron navegando milla tras milla. Elcapitán de la Cornélie sabía muy bien que laNutmeg necesitaba guindar un mastelero mayorpara poder navegar más rápidamente que lafragata, pero estaba decidido a que no lo hiciera.

Una y otra vez la fragata daba una guiñada,disparaba una andanada y viraba. Y cuando teníaventaja, como cuando la sobremesana de laNutmeg se desprendió, disparó por babor yluego por estribor con todos los cañones queposeía, produciendo un terrible estrépito. El pasopor el estrecho estuvo marcado por ladesbandada de las aves marinas, que salíanasustadas de sus nidos en los acantilados. LaNutmeg solía responder con descargas de lascarronadas, también muy ruidosas, en unasucesión asombrosamente rápida, y ambosbandos disparaban casi el mismo número debalas. En general, los disparos de la Cornélieeran mucho menos precisos.

–No me extraña -dijo Jack a Fielding cuandoestaba pelando una naranja junto alcoronamiento-, porque han estado bombeandotoda la noche y creo que no tienen fuerzas parasacar los cañones, y mucho menos paraapuntarlos bien.

Pero pocos minutos después de hacer estoscomentarios por los que se maldijo, en elmomento en que por fin estaban a punto de

guindar el mastelero, que se encontraba enposición horizontal, y cuando ya podía verse laboca del estrecho, la Cornélie, a una distanciaapropiada, dio una guiñada y disparócuidadosamente dos lentas andanadas quecausaron muchos daños. Y el principal daño fuela ruptura del virador y la estrellera por dondepasaba, lo que provocó la caída del mastelero,situado a la mitad de la altura necesaria, que, aconsecuencia de ello, abrió un agujero en lacubierta y se le estropearon la abertura para lacuña y el talón, tan meticulosamente preparados.

Pero la Cornélie se había alejado por hacerguiñadas dobles y no volvió a disparar antes queel carpintero y sus ayudantes empezaran aarreglar el talón y pudiera verse por estribor, justopor el través, la abertura por donde Jackpensaba pasar para eludir la fragata francesa.Fue entonces cuando llegó a la cubierta, desdela verga de juanete de proa, el grito:

–¡Barco a la vista!–¿Dónde?–Por la amura de babor, señor. Veo las

juanetes por detrás del cabo, señor. Otro. Dos

barcos, señor. Tres. Cuatro. ¡Dios mío! Los veráenseguida, señor.

–El mastelero está listo, señor -dijo Fielding aJack.

–Ordene guindarlo, señor Fielding, por favor -respondió Jack-. Y después el mastelerillo, y tanpronto como sea posible, mande a colocar lasvergas.

Fue despacio hasta el castillo y dirigió elcatalejo hacia el cabo. Después de variosminutos, uno de los cañones de popa disparó y elduelo comenzó de nuevo. La prohibición dedañar la Cornélie hacía tiempo que se habíaterminado, y el único deseo de los tripulantes dela Nutmeg era causarle graves daños antes quederribara algún mástil.

–Los verá enseguida, señor -dijo el serviolaen tono conversacional.

El primer barco salió de detrás del terrenoelevado que formaba el cabo. Estaba a pocomás de una milla de distancia, llevaba grancantidad de velamen desplegado y navegabacon el viento por el través en dirección sureste yaproximadamente a diez nudos, formando

grandes olas con la proa. El sol acababa de salir,y con aquella luz no podía distinguir suarmamento, pero veía bastante bien la banderaestadounidense. Lo siguieron otros dos barcos,los dos de tamaño similar, el de potentescorbetas o pequeñas fragatas, los dosnavegando muy rápidamente y con el mismorumbo y los dos con bandera estadounidense.Unos a otros se hicieron rápidas señales.Entonces apareció el cuarto barco y el corazón lebrincó en el pecho. Empezó a avanzarrápidamente pero sin correr hacia la popa, y alllegar al alcázar ordenó:

–Que vengan el señor Richardson y elsuboficial encargado de las señales.

Richardson, el teniente a cargo de lasseñales, vino desde el combés cojeando y con lapierna cubierta por abundante vendaje. Titus, elsuboficial encargado de las señales, que habíasalido de la proa, le seguía.

–La bandera británica en el asta, la señalsecreta, el número de identificación de la Diane yel mensaje: «Persecución hacia el noroeste».Luego el mensaje telegráfico: «Bienvenido

Tom». Todo desde el mastelerillo. Y un par debanderas más en la verga.

Richardson lo repitió y Adams lo escribió. Elsuboficial corrió hasta donde se encontraba elbaúl con las banderas y Jack dijo:

–Señor Reade, por favor, baje corriendo a laenfermería y felicite al doctor y dígale que hemosavistado la Surprise.

Entonces miró hacia el combés, donde laguindaleza que enrollaba el cabrestante inferiorse ponía tensa para subir el mastelero hasta losbaos donde se apoyaría, y estaba a punto dedecirle a Fielding que izara el gallardete tanpronto como guindaran el mastelerillo cuando unpensamiento hizo encogerse otra vez su corazón:«¿La Surprise fue capturada por una escuadraestadounidense?». Fue hasta la proa. Yaestaban izadas la bandera británica, la señalsecreta y las banderas que indicaban ladirección de la persecución. Observó la Surprisecon gran atención. La fragata orzó y adelantó alos otros tres barcos con su característica graciade galgo. El fuego había cesado tras él. Oyóllegar de lejos las órdenes pertinentes para

guindar el mastelero y luego, cuando estabacolocado, el grito «¡Guindado!». Titus terminó deformar el mensaje telegráfico con las letras T, O,M y por fin la bandera que tenía la Surprise,después de estremecerse, fue arriadarápidamente y reemplazada por la suya, que fuerecibida por los vivas de muchos más tripulantesde la Nutmeg que los que estaban desocupadosen ese momento. Jack miró hacia atrás y vio quela Cornélie había virado y avanzaba hacia elnoroeste, donde caía un fuerte aguacero.

–El doctor le presenta sus respetos, señor -dijo Reade-, y dice que le felicita por el encuentroy que subirá a cubierta en cuanto esté libre.

El doctor Maturin se quedó libre cuando laNutmeg, con la gavia mayor, la juanete mayor yel gallardete reparados, acababa de virar yperseguía la Cornélie. Navegaba de bolina y agran velocidad, lanzando chorros de espuma amucha distancia del casco. La Surprise seacercaba por sotavento y había tenido que aflojarlas escotas para no navegar más rápido.Stephen había venido corriendo con la chaquetay el delantal negros que usaba en las batallas, y

el color de la sangre a medio secar sobre lasoscuras prendas contrastaba con su rostroresplandeciente.

–¡Ahí está! – exclamó-. La hubierareconocido en cualquier parte. ¡Qué alegría!

–Sí, es cierto -dijo Jack-. Y me alegro de quehayas venido antes que arriemos la mesanaredonda, porque es posible que nunca vuelvas aver otra.

–Por favor, indícame cuál es -le pidióStephen.

–Pues es ésta que está justo encima denuestras cabezas -indicó Jack-. Está envergadaen la verga seca.

–Es una vela muy hermosa, te lo aseguro.Adorna mucho. ¡Fíjate cómo viene la valientefragata! ¡Viva, viva! Ahí está Martin, delante deesa cosa… Se me olvidó el nombre. Voy a agitarel pañuelo.

La Surprise se situó paralela a la Nutmeg, atiro de pistola, y entonces cambió de orientaciónel velacho para seguir navegando más o menosa la misma velocidad. Junto a la borda estabanalineados rostros alegres y sonrientes que Jack y

Stephen conocían muy bien, pero como enasuntos como ése se actuaba según la etiquetaen la mar, ninguno dijo nada hasta que estuvieronfrente a frente los dos capitanes, Jack Aubreytodavía con su horrible gorro de Monmouth y TomPullings con ropa de trabajo y un sombrero deuniforme que se había puesto para la ceremonia,con su horrible rostro lleno de cicatrices radiantede alegría.

–¿Cómo te va, Tom? – preguntó Jack con suvozarrón.

–Muy bien, señor, muy bien -respondió Tom,quitándose el sombrero-. Espero que usted ytodos nuestros amigos estén bien.

Jack devolvió el saludo y sus largos cabellosrubios se extendieron hacia sotavento yempezaron a ondear.

–Nunca he estado mejor, gracias. Adelántatey colócate en su estela. No tardarás muchotiempo porque avanza pesadamente. Pero no teacerques hasta que yo llegue. El capitán serendirá en cuanto nos vea a los dos y notendremos que gastar pólvora ni habrá heridos.¿Quiénes son tus acompañantes?

–El Tritón, un barco corsario inglés deveintiocho cañones de doce libras y dos cañoneslargos de nueve. Está al mando del capitánGoffin. Los otros son presas estadounidenses.

–Tanto mejor. ¡Adelante, Tom! – gritó-.Llegaste a tiempo para un chaparrón -añadió aúncon el mismo vozarrón cuando empezaron a caerlas primeras gotas de lluvia en la cubierta.

El velacho de la Surprise se hinchó y lafragata avanzó enseguida. Ahora que se habíanterminado las palabras oficiales comenzaron lossaludos desde un barco al otro, a pesar de lalluvia.

–Capitán Pullings, amigo mío, ¿cómo está?Por favor, tenga cuidado con la humedad. SeñorMartin, ¿cómo está? ¡He visto el orangután!

–¿Qué pasa, Joe?–¿Qué pasa, Methusalem?Y en la punta de la proa algunos marineros

burlones gesticulando dijeron:–¡Vaya, una mesana redonda! ¡Ja, ja, ja!Los tripulantes de la Nutmeg se asombraron

de aquella familiaridad, pues aunque Killick yBonden (y especialmente Killick) les habían

obsequiado con historias sobre la importancia yla riqueza del capitán Aubrey (sus sirvientestenían un coche de cristal y ruedas doradas ycomían dos postres al día) y sobre la habilidadsobrenatural y la vida mundana del doctor Maturin(llamaba Bill al duque de Clarence y tomaba el técon la señora Jordán), nunca les habían habladode la Surprise. Pero había poco tiempo paraasombrarse, pues en cuanto la Surprise seapartó hasta un punto en que ya no podían oírselos gritos de una embarcación a otra, lesllamaron a aferrar y desenvergar la odiosamesana redonda y desplegar la preciadacangreja, que aumentaría un nudo más lavelocidad de la Nutmeg. Antes de que la goletaalcanzara la velocidad máxima, la Surprise habíadesaparecido bajo el aguacero, una masa deagua grisácea.

La siguiente media hora fue muy angustiosapara todos y los minutos parecían alargarsehasta extremos inconcebibles. Pero la causa noera la cantidad de agua que había en la cubierta,que salía a chorros por los imbornales, ni quetuvieran miedo de la costa rocosa, pues Jack

había medido bien las marcaciones, sino quetemían que la Surprise se equivocara al juzgar lalentitud de la Cornélie y se encontrara de repentejunto a ella, al alcance de sus cañones, máspotentes que los suyos. En medio de ese penosoperíodo hubo ensordecedores truenos que seprodujeron casi a la altura de los topes de lospalos y que impidieron hacer fuego, y,naturalmente, cayeron truenos por todas partes,como en un terrible diluvio.

Jack pensó que Adams, allí a su lado, parecíauna rata ahogada, que todos parecían ratasahogadas, y que no tenía sentido virar en contradel viento del suroeste bajo aquella copiosa lluviacaliente como caldo.

–Señor -le susurró Adams al oído-, disculpe,pero el señor Fielding dijo que podía hablarleporque éste es un caso especial. El condestableva a poner datos en sus libros; está muypreocupado por la palanca que se perdió en elmar y dice que no le gusta pedir, peroconsideraría un gran favor que le diera uncertificado firmado por usted como contador ycapitán y luego por el señor F…

En ese momento le interrumpió un raroconjunto de tres truenos seguidos que dejaronolor a azufre, y cuando terminaron, Jackrespondió tranquilamente:

–Recuérdemelo cuando esté firmandodocumentos.

Aquel enorme estruendo puso fin al aguacero.Los truenos se oían cada vez más distantes porsotavento; la lluvia era cada vez más fina y por fincesó. Allí delante, a quinientas yardas, estaba laSurprise al pairo, brillante entre el límpido aire.Pero estaba sola. No había ningún otro barco enel estrecho iluminado por el sol, y tampoco juntoa la costa ni justo delante en el horizonte o porestribor, ni en ninguna parte del mar.

Su asombro duró apenas lo bastante parallamarlo así. Todas las lanchas que habíaalrededor de la Surprise, más de las que unafragata podía llevar, y el hecho de que desdeellas muchos hombres subían a bordo por amboscostados y por la escala de popa significaba quela Cornélie se había hundido. Con el catalejopudo ver que subían con eslingas a muchoshombres uniformados y casi inanimados.

–Señor Seymour, baje al agua una lancha,cualquiera que flote -ordenó y se fue abajocorriendo y pidiendo a gritos una chaquetadecente, calzones y un sombrero.

Recordó que la Surprise era propiedad deStephen y mandó a preguntarle si quería ir abordo, aunque le advertía que ahora el marestaba bastante agitado. Al regresar elguardiamarina informó de que el doctor Maturinle presentaba sus respetos y objetaba que enese momento Macmillan y él estaban realizandouna tarea urgente.

–Estaban usando una sierra, señor -añadióBennett, todavía pálido y sintiendo náuseas.

La única embarcación que no había sufridodaños después del largo ataque con los cañonesera el pequeño cúter, y en él llegó Jack alcostado y los escalones que tan bien conocía. Enla Surprise ya. habían colocadoguardamancebos y alineado grumetes conguantes blancos para recibirle solemnemente, yle dieron vivas sin ningún orden, peroespontáneos y entusiastas, cuando llegó alportalón, donde Tom Pullings le saludó con un

férreo apretón de manos.–Se hundió, señor -le informó-. Vimos cómo

sus hombres bajaban las lanchas por el costadocuando dejamos atrás el aguacero. Estabahundida hasta la base de las portas y cuando loshombres se estaban alejando, viró la proa endirección contraria a las olas y se deslizó haciaabajo como si estuviera navegando. Recogimosa muchos que estaban nadando o agarrados agallineros. Y aquí está el oficial que tenía elmando, que había sucedido al capitán en labatalla. Habla inglés y le dije que tenía querendirse a usted.

Se volvió e hizo un gesto que indicaba unapresentación, y allí, en el grupo de oficialesbritánicos y franceses que estaban a sotavento,estaba Jean-Pierre Dumesnil. El joven, pálido ycasi muerto de cansancio, avanzó y le ofreció suespada.

–Jean-Pierre! – dijo Jack, adelantando unospasos para ir a su encuentro-. ¡Dios mío, quécontento estoy de verte! Tenía miedo de que…No, no. Guárdate la espada y dame la mano.

CAPÍTULO 7

«No, no. Guárdate la espada y dame lamano», le dije. Y tal vez eso se parece a lo quedijo Drury Lane cuando el tipo de los calzonesrosados y el sombrero de plumas levantó a suenemigo caído y descubrió que la sirvienta era lahija del duque, pero te aseguro que en aquelmomento fue una respuesta espontánea. Mealegré mucho de verle. Si has leído la larga cartaque Raffles prometió enviar con el primer barcode los que hacen el comercio con las Indias quellegara, sabrás a quién me refiero. Es Jean-Pierre Dumesnil, el sobrino del capitán Christie-Pallière, que me capturó cuando estaba almando de la Sophie y me trató tan bien. Meencontré en Pulo Prabang con el sobrino, quehabía pasado de ser un regordete guardiamarinaa un esbelto oficial, segundo oficial de laCornélie. En aquel momento pensé que era unbuen hombre y ahora pienso que es aún mejor.Te ruego que busques la dirección de sus primosen Londres, los Christy, en el cajón del escritorionegro, concretamente en el rincón de la derecha.Creo que viven en la calle Milsom, y el joven, quefue a la escuela del doctor Hall en Bath durante la

paz, les visitaba a menudo. Mándales unrespetuoso y caluroso saludo de su parte y dilesque no está herido. Durante la batalla, uno denuestros cañones causó estragos en el alcázarde la Cornélie y Jean-Pierre tuvo que tomar elmando; otro destrozó un penol en la parte baja dela proa y como consecuencia entró tanta aguaque bombeando día y noche apenas podíanmantenerla a flote, incluso con el viento en popa.A pesar de eso y de tener pocos tripulantes,luchó noblemente con su fragata. Nos podríahaber capturado si no nos hubiéramosencontrado en la boca del estrecho con laSurprise y otros tres barcos. Tom Pullings oyó loscañonazos antes del amanecer y se dirigió allí atoda velocidad desde su puesto, mucho más alnorte. Avistamos los cuatro detrás del cabo,cuando los estaban doblando, y al ver que todostenían bandera norteamericana, me dije: «JackAubrey, estás entre la espada y la pared»,porque estaba entre los endemoniados cañonesde dieciocho libras de la Cornélie y elarmamento conjunto de una escuadraestadounidense, y no tenía espacio para

maniobrar. Pero cuando vi aparecer a nuestraquerida Surprise… ¡Dios mío, qué alegría!Entonces mandé izar una señal para que iniciarala persecución hacia el oeste.

Obviamente, una lucha de cinco contra unoera desigual, así que Jean-Pierre orzó con laesperanza de lograr ocultarse tras una de lasislas situadas al sur amparado por un aguacero.Pero los tripulantes, que a duras penas habíanpodido sacar el agua a medida que entraba conel viento de popa, ahora que estaban exhaustos yque el viento era de proa no pudieron mantenerlaa flote. Apenas tuvieron tiempo de bajar al agualas lanchas antes que la fragata se hundiera. LaSurprise los rescató, y a algunos que casi nopodían tenerse en pie tuvieron que subirles coneslingas. Cuando la Nutmeg llegó a su lado y yosubí a bordo, Jean-Pierre se me rindió.

Después, como el estrecho no era un lugarcómodo para permanecer al pairo, navegamoshacia el este hasta esta rada abrigada, anclamosen aguas de sesenta brazas de profundidad yconocimos a los tripulantes de los otros barcos.El Tritón, un barco corsario potente y casi tan

grande como la Surprise, está al mando deHorse-Flesh Goffin, que, como probablementerecordarás, fue juzgado por un consejo de guerrapor haber falsificado un rol. Desde hace algúntiempo navega con la fragata. Los otros sonespléndidas presas estadounidenses capturadaspor ellos, espléndidas presas porque contienenel cargamento de varios barcos más tanpequeños que no valía la pena trasladar a ellosun grupo de tripulantes. Uno está lleno de pielesde nutria y otros animales parecidos, que sonmuy apreciadas en China, adonde ambasembarcaciones se dirigían. Parece que, engeneral, el viaje de la Surprise fue un gran éxito,pues antes de capturar estos dos mercantesapresaron balleneros de Nantucket y NewBedford y los mandaron a puertossuramericanos, aunque no sé exactamente…Tenemos mucho que contarnos y había tanto quehacer en la pobre Nutmeg, que sufrió tantosdarlos, que aún no sé la mitad de lo que tendríaque saber.

Estaba sentado en la cabina, junto al extremode estribor del marco del ventanal por donde

entraba la luz del sol reflejada por el marjaspeado, un ventanal que le era más familiar quetodos los que había visto en tierra. Miró haciaafuera y vio la Nutmeg, con la jarcia en buenascondiciones de nuevo, después de pasar unperíodo sorprendentemente corto en esa rada, ycon el carpintero y sus ayudantes por fuera delcostado dando los últimos retoques a la galería.Miró al otro lado de la mesa, pero al ver queStephen estaba muy concentrado en la escrituray tenía un gesto adusto, posó su mirada en lamesa, que excepcionalmente había sidocolocada en la gran cabina y tenía espacio paracatorce comensales sentados cómodamente. Nosin cierta satisfacción vio que estaba puesta coninusual suntuosidad. Ésa era una de lasocasiones que a Killick le gustaban más quenada en el mundo, y ahora la plata de Jack, quehabían logrado conservar a pesar de lasvicisitudes del viaje, despedía destellos bajo laoscilante luz.

Stephen seguía deslizando la pluma sobre elpapel, pero su gesto era más amable, porque enese momento escribía:

…y por tanto, después de haber echado portierra la tesis de Baker sobre el funcionamientodel organismo de la abeja solitaria, sólo quieroañadir que estoy muy cansado de ser como unaabeja solitaria. No encuentro palabras paraexpresar cuánto deseo tener noticias tuyas otravez y saber si tú y la hija que quizá tengamos oshabéis recuperado y estáis en buen estado ycontentas. Y como las cuestiones materialesafectan la felicidad, la tuya puede aumentar tantocomo ha aumentado la mía al saber que, si estaspresas llegan a puerto, nuestra situacióneconómica no será tan gris, tan mala ni tanangustiosa.

Jack volvió a su carta:La parte del dinero obtenido por esos dos

mercantes que corresponde a la Surprise seráuna ayuda para el pobre Stephen, pues, por serel dueño y el armador, le pertenece la partemayor, por supuesto. Será una ayuda, comodigo, pero sólo le servirá para recuperar unapequeña parte de su fortuna. No estoy seguro decuál es su situación. Corrí a su habitación encuanto me enteré de la quiebra de Smith y

Clowes y le dije que nunca en mi vida habíalamentado tanto nada como haberle dado elconsejo de que cambiara de banco y queesperaba y rogaba a Dios que no lo hubieraseguido hasta el punto de que el efecto fueracatastrófico; sin embargo, aunque ademáspensaba decirle que habíamos vivido de unfondo común antes y que indudablementepodríamos volver a hacerlo, me faltaron laspalabras y no supe explicarme bien. En esemomento él me interrumpió diciendo: «No, no.De ninguna manera. No tuvo mucha importancia.Te estoy infinitamente agradecido». Desdeentonces no ha dicho nada, y aunque de vez encuando, y espero que con delicadeza, he dado aentender cosas y he hecho sugerencias alrespecto, aparentemente él no las ha entendido.Pero como es un hombre tan orgulloso, no puedohablarle del tema abiertamente. Aun así, cuandoacabe este viaje le rogaré que me venda laSurprise, pues eso me proporcionará una gransatisfacción y además servirá al menos para quese mantenga a flote.

Volviendo a los otros barcos, te diré que las

presas tienen muy pocos tripulantes porque,como medida sensata, para evitar que pudieranamotinarse y recuperar el barco, muchos fuerondejados en tierra en Perú. Pero ahora hay muypocas posibilidades de que eso ocurra, porqueestarán escoltados no sólo por el Tritón, un barcode potencia adecuada para navegar por estasaguas y lleno de tripulantes, sino también por laNutmeg. El regreso de la goleta a Batavia serámás rápido vía Cantón, donde esperará por elmonzón del noreste, más rápido que navegandode bolina con éste. Le ofrecí el mando a Tom,pero dijo que prefería quedarse con nosotros, asíque es Fielding quien tiene el mando, y estáencantado.

Killick llegó y se quedó en el umbral de lapuerta resoplando y con gesto malhumorado,pero ellos siguieron con la atención puesta ensus cartas y no le hicieron caso. Entonces seacercó a la mesa y movió innecesariamentealgunos cuchillos y tenedores para llamar suatención.

–Vete, Killick -ordenó Jack sin levantar lavista.

–Killick, interrumpes el hilo de mispensamientos -añadió Stephen.

–Sólo vine a decir que al cocinero se lequemó la sopa, que el doctor no se ha afeitadotodavía y que su señoría se ha manchado de tintalos calzones, los únicos calzones decentes quetiene.

–¡Dios mío! – exclamó Jack-. ¡Maldita sea, esverdad! Ve a traerme los otros que son casi tanbuenos como éstos. Stephen, podemos quitarteun poco de provisiones, ¿verdad? Killick, ve aver al señor Martin, preséntale los respetos deldoctor y pídele tres tabletas de sopa desecada.

–Sí, señor, tres tabletas de sopa desecada -repitió Killick y luego, casi para sí mismo, añadió-: Pero no será suficiente, no será suficiente.

Jack volvió a su carta.Cariño mío, tenemos una comida de

despedida dentro de media hora. Aún quedamucho tiempo, pero sé que todos los marinerosrelacionados con ella están deseosos de quesea un éxito, sobre todo porque la Nutmeg es unbarco de guerra con un gallardete. Seguramente,guiados por Killick, vendrán con un pretexto u

otro o se asomarán por la escotilla y toseránhasta que subamos a la cubierta vestidosimpecablemente de uniforme para recibir a losinvitados.

Había terminado la carta, con cariño y besospara todos, cuando se abrió la puerta y entróTom Pullings, que era de nuevo el primer tenientede la fragata. No obstante eso, usaba el uniformecorrespondiente a su grado, el uniforme decapitán, que a pesar de ser espléndido estabaun poco arrugado y olía a moho del trópicoporque no se lo había puesto en las últimasnueve mil millas.

–Disculpe, señor -dijo-, pero no me oyó tocar.Una lancha del Tritón ha zarpado.

–Gracias, Tom -respondió Jack-. Sólo voy alacrar esta carta y enseguida iré contigo.

–Y, señor, me avergüenza decirle que olvidédarle una carta que me entregaron en Callaocuando usted subió a bordo. Estaba en el bolsillode esta chaqueta y me olvidé de ella hasta que laoí crujir.

Jack supo enseguida que la carta era de suhijo natural, un hijo concebido en la base naval de

El Cabo cuando era joven, y apenas escuchó aPullings relatar la confusa historia de un clérigoque había visitado la Surprise en cuanto habíallegado al puerto y que se había decepcionadomucho por no haber encontrado a bordo alcapitán Aubrey ni al doctor Maturin. Tom dijo quehablaba inglés muy bien, aunque con un acentoirlandés tan fuerte que cualquiera habría dichoque era realmente un irlandés si no hubiera sidonegro, negro como el carbón. Se habíaencontrado con él otra vez en casa delgobernador, donde estaba junto al obispovestido con una túnica morada y le trataban congran respeto, y le había dado la carta. Entoncesvolvió a disculparse y se retiró.

–Una carta de Sam -murmuró Jack, pasandola primera hoja-. ¡Qué bien se expresa! Tienefrases muy felices, te lo aseguro. Aquí hay unmensaje para ti y algo en griego -añadió,pasando la segunda-. Por favor, léemelo.

–¡Cómo progresa! A este paso pronto llegaráa ser vicario general. No es griego, sino irlandésy tiene relación con mi intercesión con elPatriarca. Dice: que Dios ponga una flor en su

cabeza.–¡Eso es muy fino! Creo que yo no hubiera

podido expresarme mejor. Así que los irlandesestienen una escritura propia. No tenía idea.

–Por supuesto que tienen una escriturapropia. La tenían desde antes que tusantepasados dejaran los oscuros bosquesteutónicos. En realidad, fueron los irlandeses losque enseñaron a los ingleses el abecedario,aunque tengo que admitir que con poco éxito.Pero ésta es una hermosa carta, realmente lo es.

–Señor -les interrumpió Killick con la cuchillaen la mano y una toalla encima del brazo-, elagua se está enfriando.

Jack volvió a leer la carta de Sam y se dijo:«Es un joven encantador, pero me alegro de quela carta llegara cuando había terminado la mía».

En Ashgrove Cottage sabían muy bien queSam existía y le habían aceptado; en la Surpriselo sabían muy bien y era objeto de muchasbromas, pues muchos de sus tripulantes másantiguos habían visto al joven la primera vez quehabía subido a bordo y habían notado que era laviva imagen de su padre, aunque de color negro

brillante. Pero, a pesar de que la mente de Jackaplicaba la lógica a las matemáticas y lanavegación según los astros (había leído en laRoyal Society varios trabajos acogidos confuertes aplausos por los que los entendían ysoportados con sombría fortaleza por los demás)no la aplicaba al cumplimiento de las leyes.Algunas, la mayoría de ellas relacionadas con laArmada, las obedecía ciegamente; otras lastransgredía a veces y luego sufría lasconsecuencias; otras las rechazaba. El lugar deSam en ese complejo panorama no estaba claro.No tenía un sentimiento de culpa definido poraquella remota fornicación y sentía mucho cariñopor aquel sacerdote papista negro, pero todavíatenía sentimientos contradictorios y se habríasentido incómodo si hubiera leído la carta deSam cuando aún estaba escribiendo a Sophie.

La carta era perfecta. Entre «Estimadoseñor» y «Afectuosamente, su más humildeservidor», Sam hablaba de su alegría al ver lafragata, de su decepción por no haber podidopresentar sus respetos al capitán Aubrey y aldoctor Maturin, de su viaje por los Andes y de la

gran amabilidad del obispo, que era un viejocaballero de Castilla la Vieja. Hablaba de todoen tono discreto, por lo que cualquiera hubierapodido leer la carta, pero toda ella rezumabaafecto. Jack había empezado de nuevo a leerlacuando Killick le quitó la sonrisa de los labiosanunciando que la Nutmeg también había bajadouna lancha.

La verdad era que ni esa lancha ni la delTritón iban rumbo a la Surprise, sino que teníandiferentes cometidos. La absurda ansiedad delos tripulantes de la fragata tuvo comoconsecuencia que Jack, vestido con su mejoruniforme, tuviera que permanecer un período quele pareció muy largo en el alcázar, con muchocalor a pesar del toldo y con mucha hambre. Algrupo que estaba a sotavento, Pullings, Davidge,West y Martin, respectivamente el primer, elsegundo y el tercer tenientes y el ayudante decirujano, la espera también les pareció larga ytenían tanto calor como él, e incluso más hambre.Tenían calor porque Pullings vestía de uniforme ylos demás, aunque no lo llevaban (West yDavidge no tenían derecho a usarlo porque les

habían expulsado de la Armada y Martin nollevaba por otras razones), estaban vestidos conropa formal y también lamentaban tener puestoszapatos de piel, chaquetas, chalecos y ajustadoscorbatines. Tenían más hambre porque habíavuelto a adoptar la costumbre pasada de modade comer a las dos campanadas (Pullings solíacomer con los oficiales en vez de a solas) y yahabía pasado una hora y media desde entonces.Poco después la situación de Martin mejoró,pues Stephen subió a la cubierta con la chaquetaabotonada, afeitado y cepillado y ambosempezaron a conversar animadamente detrásdel cabrestante, en un lugar neutral, sin violar lasoledad del capitán en el sagrado territorio debarlovento, y la inmensa cantidad de cosas quetenían que comunicarse les impidieron pensar enla comida. Ese alivio no pudieron sentirlo lostenientes, que constantemente pensaban en lacomida y sentían gruñir sus tripas. Tragaban devez en cuando, pero hablaban poco, tan pocoque oyeron cómo el contramaestre reprendía envoz baja en el combés a uno de sus ayudantespor andar descalzo:

–¿Qué pensarán los caballeros de nosotroscuando suban por el costado?

Eso estaba a punto de ocurrir, porque ahoralas verdaderas lanchas habían zarpado. Killick ysus ayudantes llegaron con bandejas llenas devasos, botellas, frituras y otros manjares que elcapitán de la Surprise podía permitirse el lujo deofrecer.

–¡Killick! – dijeron ellos, aunque no muy alto.Pero Killick fingió no haber oído y con los

labios fruncidos colocó las bandejas en la partesuperior del cabrestante, que brillaba al sol,arregló todo con cuidado, colocando incluso lascortezas de beicon graciosamente unas contraotras, y no permitió que nadie tocara nada hastaque empezara el banquete.

–¡Preparados! – gritó el contramaestre,sosteniendo un poco la orden.

–¡Adelante los marineros del costado! –ordenó West, el oficial de guardia, cuando laprimera lancha enganchó el bichero y subieronlos primeros invitados a bordo.

El primero fue Goffin, un hombre alto y gruesode pelo negro y cara roja. Era un capitán de navío

que había sido expulsado de la Armada (aunquetodavía usaba el uniforme con ligeros cambios).Saludó a los oficiales y todos le devolvieron elsaludo. Después, sin sonreír, preguntó:

–¿Cómo está, Aubrey? – Y enseguida sevolvió hacia el cabrestante, al lado del cualestaba Killick.

Le siguió su sobrino, un poco más cortés;luego los oficiales de la Nutmeg seguidos de losdos oficiales franceses sobrevivientes y,finalmente, de Adams acompañado de Reade yOakes, que, como habían comido a mediodía, noesperaban comer otra vez. Este último, de quienJack se sentía responsable, iba a quedarse en lafragata.

Cuando todos los oficiales tomaron elaperitivo, que sólo consistió en ginebra deHolanda o Plymouth o vino de Madeira, Jack lescondujo abajo. Cuando entraron por ordenjerárquico en la cabina, llenándola por completo,Goffin exclamó:

–¡Por Dios, Aubrey, no se priva usted denada! – Entonces avanzó hasta la cabecera de lamesa espléndidamente preparada.

–Aquí, señor, frente a su guardiamarina, porfavor -indicó Killick, ahora con guantes blancos,mientras señalaba un asiento al otro lado, cercade Pullings.

Goffin, henchido de orgullo y con la cara másroja, se sentó donde le señalaban, Era imposiblevariar el orden, pues desde tiemposinmemoriales existía una convención según lacual los oficiales franceses capturados debíansentarse a la derecha y a la izquierda de Jack ylos oficiales del rey tenían preferencia paraocupar los puestos respecto a los que no lo erano habían dejado de serlo. Si ésa hubiera sidouna comida informal y si Goffin hubiera sidoamigo de Jack, el capitán habría podidodisponer un orden diferente; sin embargo, no lohabría hecho, pues cuando a él le expulsaron dela Armada, cuando estaba en la misma penosasituación que Goffin, algunos amigos con buenavoluntad pero tontos le habían dado laprecedencia debido a su antiguo rango y aúnsentía el dolor que le habían causado. PeroGoffin veía las cosas de otra manera. Le parecíaque su condena por la leve falta de falsificar un

rol era una cuestión puramente técnica (habíainscrito al hijo de un amigo en el rol de su barcopara que el niño, aunque estaba ausente, tuvieraaños de antigüedad en la Armada cuandorealmente se hiciera a la mar, lo que era unapráctica común, pero ilegal, y le habíadenunciado su escribiente, a quien habíapateado e insultado repetidamente) y pensabaque merecía un tratamiento mejor. Mientrasestaba allí sentado buscó durante algún tiempoalguna frase que fuera ofensiva, pero nodemasiado grosera.

Se le presentó la oportunidad con la sopa,que olía tanto a pegamento que los dosfranceses apartaron la cuchara e intercambiaronuna angustiosa mirada antes de someterse a loshorrores de la guerra. Pullings, para proteger elhonor de la fragata, se volvió hacia Stephen ydijo:

–Una estupenda sopa, doctor.Jack, por su parte, murmuró al joven que

estaba a su lado:–Lo siento, Jean-Pierre. Fue una medida

desesperada. Por favor, di a tu amigo que no

tienen por qué tomársela toda.Pero Goffin perdió la oportunidad. Todas las

sopas le parecían iguales y la comiómecánicamente, e incluso pasó el plato para quele sirvieran más. Por fin, cuando el plato yaestaba vacío, miró hacia el otro lado de la mesa,hacia donde se encontraba su sobrino, unguardiamarina que no había pasado el examende teniente, y preguntó:

–¿Has estado en algún banquete ofrecido porel alcalde de Londres, Art?

–No, señor.–¿Y a alguno ofrecido por otro ayuntamiento

o por las asociaciones de los que comercian concomestibles o pescado o cosas parecidas? Éstees el tipo de plato que uno encuentra entrecomerciantes.

La pulla no cumplió su objetivo, pues en esemomento Jack estaba riéndose a carcajadas deuno de sus propios chistes; sin embargo, ésta yotras repentinas muestras de mala intenciónfueron percibidas por los que estaban en el otroextremo de la mesa, y Jack no tardó en darsecuenta de que se sentían incómodos. Supuso

cuál era la causa cuando vio aquel rostro sombríoa la derecha de Pullings y estuvo seguro de ellaun momento después.

Fielding acababa de interrumpir una pausadiciendo:

–Hablando de osos, señor, ¿le he contadoque mi padre era guardiamarina en elRacehorse cuando estaba al mando de lordMulgrave, que entonces era el capitán Phipps, ehizo el viaje al polo norte? No fue exactamentecompañero de Nelson, que estaba en elCarcass, pero ambos se veían a menudo entierra y se llevaban muy bien. Nelson…

–No debería hablar de Nelson en presenciade dos oficiales franceses -gritó Horse-Flesh-.Es una descortesía.

–¡Oh, no se preocupe por nosotros! –exclamó Jean-Pierre, riéndose-. Nuestros críticosno escasean. Tenemos, por citar a alguno, aDuguay-Trouin.

–¿Duguay-Trouin? Nunca he oído hablar deél.

–Entonces tiene algo bueno que descubrir,señor -dijo Jean-Pierre-. Bebamos a su salud,

señor.–Bebamos todos -propuso Jack-. Llenen la

copa hasta el borde, caballeros, y beban hasta laúltima gota. Por el incomparable Dugua-Trouin.

Después, por sugerencia de Stephen,brindaron por Jean Bart también. Killick y suscompañeros entraron y salieron varias vecesapresuradamente, el montón de botellas vacíasaumentó y numerosos platos mucho más dignoscubrieron la mesa.

Entonces Jack dijo:–Por favor, señor Fielding, continúe con su

historia. Si no recuerdo mal era sobre el famosointento de Nelson de conseguir una piel de oso.

–¡Oh, no, señor! No es una gran historia salvocuando mi padre la cuenta, pero se la contarémonda y lironda para mostrarle el otro lado delanimal.

–Muy bien, «monda y lironda» -dijo el señorWelby mirando sonriente la copa de vino.

–Cuando los barcos regresaban de losochenta y un grados norte aproximadamente,donde todos los hombres estuvieron a punto decongelarse, haciendo un gran esfuerzo lograron

llegar a la bahía Smeerenburg, en Spitzbergen, yse pusieron al pairo. A la mayoría de lostripulantes les dieron permiso para bajar a tierra,y unos jugaron a la pídola o a fútbol con la vejigade un animal hinchada y otros corrieron por ellugar en busca de caza. Los que se quedaron enla orilla mataron una morsa, un enorme animalque seguramente usted conocerá, señor. Lequitaron la grasa y se comieron la parte mejorsegún el ballenero de la tripulación, después decocinarla sobre la propia grasa, que arde muybien. Poco después, creo que mi padre dijo quedos o tres días más tarde, vieron acercarsecaminando por el hielo tres osos blancos, unaosa y dos oseznos. La grasa estaba ardiendotodavía, pero la osa cogió varios pedazos que noestaban encendidos y tenían un poco de carne.Los tres comieron vorazmente y los marineroslanzaron a la osa algunos trozos de carne que lesquedaban. La osa los recogía uno a uno, losllevaba al lugar donde estaban los oseznos y losdividía, pero en el momento en que estabarecogiendo el último, los marineros mataron atiros los oseznos, y cuando ella huyó, la hirieron

gravemente. Ella avanzó pesadamente hastadonde se encontraban los oseznos, todavía conel trozo de carne, y lo partió y puso un pedazodelante de cada uno. Cuando vio que no comían,rozó con las zarpas a uno y luego al otro ydespués intentó levantarlos, pero al ver que nopodía moverlos, se fue. Se alejó hasta ciertadistancia y entonces miró hacia atrás y dio ungruñido, pero como no pudo inducirles a reunirsecon ella, regresó. Husmeó a su alrededor y luegoempezó a lamerles las heridas. Poco despuésvolvió a irse, y tras haber avanzado con dificultadunos pasos, volvió a mirar hacia atrás y se quedóallí gruñendo durante un rato. Pero como lososeznos tampoco se levantaron ni la siguieron,se acercó a ellos de nuevo y, dando muestras degran cariño, dio una vuelta alrededor de uno yluego del otro gruñendo y acariciándolos con laszarpas. Al comprender por fin que estabanmuertos, levantó la cabeza y la volvió hacia losmarineros gruñendo, y varios dispararon a la vezy también la mataron.

Hubo un respetuoso silencio. Luego Stephen,en voz baja, dijo:

–Lord Mulgrave era el más afable de loscapitanes. Fue él quien describió por primera vezla gaviota blanca y prestó especial atención a lasmedusas de los mares del norte.

Sonó una campanada en la guardia de primercuartillo. La conversación había vuelto a versarsobre temas generales y en uno de los extremosde la mesa se oía un incesante murmullo. ApenasWelby empezó a hablar con el tercero de a bordode la Cornélie, que era monolingüe, con másseguridad y en un francés mucho máscomprensible de lo que esperaban suscompañeros, se oyó en la otra punta la potentevoz de Goffin, que, aparentemente sin control, sequejaba:

–Bueno, puesto que muchos de nosotros nogozamos del favor de Whitehall, les propongo unbrindis: por las ovejas negras de la Armada y porque pronto las pinten a todas de blanco con lamisma brocha.

A todos les pareció bien y tanto West comoDavidge hicieron un esfuerzo por sonreír.Bebieron y después contaron todas lasanécdotas o comentarios sobre la marea, el

tiempo o la corriente que tenían de reserva,contaron cualquier cosa para evitar el silencio.Welby, con inusual locuacidad, contó una historiasobre la estrecha y larga ensenada Pentland;Martin y Macmillan hablaron extensamente delescorbuto, su curación y su prevención. Perodespués del postre, un excelente «perromanchado» que fue el mejor plato de la comida,oyeron a Jack decir:

–Doctor, por favor, diga a quien tiene a sulado que vamos a brindar por su majestad y quees perfectamente aceptable que no se sume anosotros, aunque si quiere hacerlo, será un honorpara nosotros brindar juntos.

El tercero de a bordo de la Cornélie quisobrindar y también Jean-Pierre, quien inclusoañadió:

–Que Dios le bendiga.Poco después Jack sugirió que tomaran el

café en el alcázar. Tomaron café y no muchocoñac, y luego llegaron las despedidas, la deGoffin con justificada indignación, las de lostripulantes de la Nutmeg, que se iban a llevar unmontón de cartas para Cantón, muy afectuosas, y

la de Jean-Pierre, muy cariñosa.–Creo que la comida fue un fracaso -observó

Jack mientras él y Stephen miraban alejarse laslanchas, en una de las cuales estaba Horse-Flesh vomitando por fuera de la borda-. Lascomidas de este tipo son muy delicadas y hecomprobado muchas veces que un solo hombrepuede estropearlas.

–Es un tipo grosero y se le sube el vino a lacabeza -sentenció Stephen.

–Ahora lo está echando todo fuera -observóJack-. Pero, dime, ¿los enfermos realmentetienen que tomar esa sopa?

–La hicieron cuatro veces más concentradade lo normal y luego trataron de arreglarlaechándole el caldo original, que además de estarquemado estaba hecho de carne de cerdo enmal estado. Pero no es la sopa la que le hahecho vomitar, sino la bilis.

–¡Ah! Estoy seguro de que tienes razón. Talvez tendría que haberle invitado de manera quele fuera más fácil rechazar la invitación. Cuandoestaba en su situación estropeé muchascomidas a causa de mi tristeza antes de

aprender a tener compromisos anteriores. Escasi increíble la importancia que adquiere paraun hombre su rango; quiero decir, la posición queocupa en el mundo, en nuestro rígido mundo,cuando ha servido en él veinte años y le pareceque sus leyes, sus costumbres e incluso su ropason algo natural. El pobre Horse-Flesh… ¡Diosmío, cómo vomita! Debe de haber servido casitreinta años. Era segundo de a bordo en elBellerophon en 1793, cuando yo hice un viaje abordo, y estaba cinco puestos por encima de míen la lista de capitanes de navío.

–Pero violó una de las leyes.–¡Oh, sí! Falsificó un rol. Pero me refiero a las

leyes importantes, las que tienen que ver con unaobediencia total, una férrea disciplina,puntualidad, limpieza y esas cosas. Siemprepensé que tenían gran valor, y ahora que heregresado, por lo que doy gracias a Dios todoslos días, las respeto aún más, incluso las menosimportantes. La disciplina es tan importantecomo todo lo demás, como dijo Saint Vincent, yno creo que yo pueda poner indebidamente elnombre de alguien en el rol, a menos que tú, en

vez de una hija, tengas un hijo a quien le guste lamar. Capitán Pullings, me parece que tiene algoque decirme.

–Sí, señor, si me permite el atrevimiento.Cuando levemos anclas y nos separemos de losdemás barcos, los marineros apreciarían muchoque hiciera un recorrido por la fragata…

–Eso es exactamente lo que estabapensando, Tom. Tan pronto como zarpemos, quese preparen para pasar revista, pero sin hacerzafarrancho de combate, y entonces recorreré lafragata.

–Sí, señor. Muy bien, señor. Pero lo que yoquiero es que lleve uniforme. Desde que salieronde Lisboa, la única chaqueta con galones quehan visto ha sido la mía, y sólo dos veces.Además, eso tiene poca importancia, porque nosoy más que un voluntario.

Jack tenía mucho afecto a la tripulación de laSurprise, una tripulación difícil de manejar, peroformada por muchos expertos marinerosprocedentes de barcos de guerra, de barcoscorsarios y unos cuantos de mercantes; y latripulación le tenía mucho afecto. No sólo les

había hecho sentirse orgullosos por los botinesobtenidos cuando la Surprise navegaba conpatente de corso, sino también les habíaprotegido contra el reclutamiento forzoso.Aunque en el viaje actual a Jack le habíansacado de la fragata en Lisboa para que tomarael mando de otro barco, también le habíanrehabilitado y habían hecho pública surehabilitación, así que ahora había vuelto con elespléndido uniforme con galones dorados decapitán de navío, hecho que dignificaba lafragata y a sus tripulantes. Como los barcoscorsarios tenían mala reputación (algunos deellos apenas se diferenciaban de los piratas), losmarineros de barcos corsarios a bordo de lafragata estaban muy contentos de su nuevoestado, de haberse liberado de las críticas, y lesencantaba ver la enorme figura que simbolizabaeso con su medalla de la batalla del Nilo en elojal y su mejor sombrero de dos picos. Laopinión de la mayoría de los tripulantes de laSurprise era que ahora tenían lo mejor de los dosmundos: por una parte, la relativa libertad eigualdad que existía en los barcos corsarios, y

por otra, el honor y la gloria adquiridos por serviral rey, y ese estado les parecía muy bueno, sobretodo porque comportaba la posibilidad de recibirgrandes recompensas. Pero hasta entonces elcapitán sólo había hecho una breve apariciónoficial.

Desde aguas lejanas llegaron los gritos delos contramaestres de las presas y sus escoltas,donde los tripulantes se preparaban para colocarlas barras del cabrestante.

–Muy bien, Tom -dijo Jack-. Esta chaquetame está matando, así que voy a bajar y voy aquitármela para ver si consigo refrescarme unpoco. Zarparemos cuando los demás oficiales ytú os hayáis cambiado los trajes por la ropa dedril, y entonces iré a saludar a la tripulación.¿Vienes conmigo, doctor? ¿No tienes calor?

–No -respondió Stephen-. La sobriedad meprotege de la plétora y de la molestia producidapor este moderado calor.

–La sobriedad es una excelente virtud y la hepracticado desde el principio de mi juventud -explicó Jack-, pero está fuera de lugar en unanfitrión, que debe animar a sus invitados a

comer y beber dando ejemplo. Allí donde fueres,haz…

Jack, en mangas de camisa, tumbado sobreel baúl que estaba junto al ventanal de popa y conel fajín más flojo, se quedó reflexionando un rato.Los nombres de Roland y Oliver vinieron a sumente entre una veintena más y entonces gritó:

–¡Killick, Killick!–¿Qué pasa? – preguntó Killick, también en

mangas de camisa.Había trabajado muy duro para recoger la

mesa y no le gustaba que le alejaran del enormemontón de cosas que tenía que lavar, cosasdemasiado delicadas para confiarlas amarineros que serían capaces de usar polvo deladrillo para lavarlos platos en cuanto sequedaran solos.

–¿Has oído hablar de Roland y Oliver?–Hay un Roland que fabrica armas cerca del

mercado Haymarket y hay un Oliver que fabricalas «auténticas salchichas de Leadenhall». Hecomido muchas de esas salchichas en el Grapescuando estábamos en tierra.

–Bueno -dijo Jack sin convicción-. Es posible

que duerma un poco, y si es así, llámame cuandohayamos zarpado.

Oyó el grito «¡todos a desamarrar!» seguidopor una invariable serie de cosas que reconocióenseguida: el ruido amortiguado de pasosrápidos, órdenes, pitidos, los seguidos clics delos trinquetes, las fuertes voces de los hombresque movían las barras y las agudas notas delpífano desde la parte superior del cabrestante.Intentó recordar con precisión quiénes integrabanla tripulación de la fragata cuando la habíadejado en Portugal, todos los hombres inscritosen el rol entonces, pero como había comido ybebido tanto durante el ágape, su mente se negóa cumplir con su deber, y cuando se oía el grito«¡listos para levar anclas!» se durmió.

Después de echar anclas en esa rada huboun período de extraordinaria actividad, puestuvieron que distribuir a los prisionerosfranceses, inspeccionar las presas, reparar laNutmeg, trasladar sus pertenencias y las deStephen a la Surprise y despedirse de susantiguos compañeros de tripulación, que dieronentusiastas vivas la última vez que bajó por el

costado. Durante esas horas en que iba de unlado a otro constantemente había visto a lostripulantes de la Surprise, por supuesto, perosólo de pasada, y había intercambiado muypocas palabras con ellos, salvo con susbarqueros, que le llevaban de un barco al otro porlas cálidas y tranquilas aguas. Se durmió, perosu sueño estuvo acompañado por la ansiedad,pues pocas cosas herían más profundamente aun marinero que se olvidaran de su nombre, y unoficial tenía la obligación de recordarlo.

En realidad, no fue Killick quien le despertó,sino Reade.

–Señor, el señor West, que está encargadode la guardia, le presenta sus respetos y diceque la Nutmeg ha pedido «permiso parasepararse del grupo».

–Responda afirmativamente y añada «felizNavidad», aunque eso tendrá que hacerlousando el sistema telegráfico.

–Acabamos de levar un ancla, señor, yestábamos a punto de colocarla en el pescantecuando un hombre llamado Davis cayó por laborda. El señor West le echó un cabo y los

marineros le subieron a bordo lleno de arañazoshace menos de un minuto.

Jack estuvo a punto de decir: «Entoncespueden bajarle otra vez», pero como todos abordo mimaban tanto a Reade (en la Nutmeghasta los viejos y curtidos marineros del castillocorrían de una punta a otra del pasamano paraayudarle a subir la escala), que el muchachotenía tendencia al engreimiento, no quisoaumentarla y cambió el comentario a la frase:

–Gracias, señor Reade.Pero el sentimiento que había tras el

comentario permaneció. Davis era un hombremuy corpulento, de piel oscura, peludo, violento ytorpe (por esa cualidad sus compañeros detripulación le llamaban Davis El Torpe) y con tanpoca habilidad para la navegación que casisiempre le destinaban al combés, donde suenorme fuerza era útil para subir cosas. Jack lehabía salvado una vez de morir ahogado, comohabía salvado a muchos hombres, pues era unexcelente nadador, y él, agradecido, le habíaperseguido desde entonces, le había seguido deun barco a otro, y a Jack le había sido imposible

deshacerse de él aunque le había brindado laoportunidad para desertar en puertos donde losmercantes ofrecían una paga mucho más altaque en la Armada, que era de 1 libra, 5 chelines y6 peniques.

Era inútil, violento y capaz de herir o matar aun marinero por celos o por una imaginariaofensa. Pero media hora después, Jack sintiócon satisfacción el apretón de manos que le dio,un terrible apretón al que siguieron otros casi tanfuertes, pues, si bien a los tripulantes de laSurprise les gustaba ver de nuevo al capitán conel uniforme de gala de la Armada, los calzonesde seda blancos, el sable de cien guineas y elbroche turco en el sombrero, todo eso lesintimidaba un poco, y puesto que hablabanmucho más que los de un barco del rey (peromenos que los de un barco corsario),expresaban por medio del apretón el calor conque le daban la bienvenida. Por suerte Jacktambién tenía manos tan grandes, tan fuertes ycon tantos callos como ellos; y también porsuerte la Surprise, que había salido de Inglaterracomo un barco corsario, tenía muchos menos

tripulantes que un barco de guerra y no teníainfantes de marina, así que Jack sólo tendría queestrechar la mano a poco más de cien hombres.En cuanto a los nombres, algo que le habíapreocupado tanto, los recordó sin dificultad.Naturalmente, eso le fue fácil con los viejoscompañeros de tripulación, como Joe Plaice,que había navegado con él en muchas misiones.

–Bueno, Joe, ¿cómo estás? ¿Cómo tienes lacabeza?

–Estupendamente, señor, muchas gracias -respondió Joe, dándose palmaditas en la placade plata convexa que el doctor Maturin le habíapuesto en el cráneo hacía mucho tiempo, cuandose le partió en los 49° de latitud sur-. Y le felicitode todo corazón por las dos charreteras -añadió,señalando con la cabeza las dos charreteras queJack no había vuelto a usar hasta que surehabilitación salió publicada en la LondonGazette.

También recordó con facilidad los nombresde todos los marineros que había contratado enShelmerston, unos corsarios y otroscontrabandistas.

–Harvey, Wall, Curtís, Fisher, Waites, Hakett,¿cómo están? – preguntó al siguiente grupo deartilleros, que estaban colocados informalmentejunto a su cañón, Cruel asesino, mientras lesestrechaba la mano.

Así continuó hasta que llegó a Muerte súbita,frente al cual estuvo a punto de quedarseparalizado al ver seis rostros con una espesabarba y bajo ella una amplia sonrisa expectante.

–Slade, Auden, Hinckley, Mould, Vaggers,Brampton, espero que se encuentren bien -dijocuando de repente recordó los nombres de losseguidores de Set por la posición del cañón y lamanera en que ellos estaban parados.

–Muy bien, señor, gracias por su amabilidad -respondió Slade-. Pero aquí, Auden -añadióseñalando al hombre que estaba a su lado-perdió dos dedos de los pies en Tierra delFuego y John Brampton pecó con una mujer enTahití y todavía está en la enfermería.

–Me apena saberlo. Visitaré a John de vez encuando. Pero espero que les haya ido bien entodo lo demás.

–¡Oh, sí, señor! – exclamó Slade-. No hemos

conseguido una fortuna como la obtenida conusted, que era comparable a la deNabucodonosor, pero Set ha sido muy bueno connosotros.

Entonces él y todos sus compañerosmovieron los pulgares, un gesto que hacían en susecta al oír aquel nombre considerado sagrado yportador de buena suerte.

–¡Ja, Ja! – se rió Jack, pensando en lasmagníficas presas capturadas en el primer viajeque habían hecho juntos-. Me alegro de que lafragata se haya portado bien.

Todos miraron hacia la Nutmeg, el Tritón ylos dos mercantes llenos de valiosos bienes, delos que ya se veía menos de la mitad del casco yque navegaban con rumbo noroeste y con elviento a treinta grados por la aleta.

–Pero no esperen volver a conseguir unafortuna como la de Nabucodonosor en estasaguas.

–¡Oh, no! – respondió Slade y suscompañeros siguieron diciendo que no, que no yque no-. Lo único que esperamos es regresartranquilamente a nuestro país con lo que

tenemos. Y si llegamos -añadió a la vez que losseis pulgares volvían a moverse-, construiremosun tabernáculo de madera preciosa junto anuestra capilla… ¿Ha visto nuestra capilla,señor?

–¡Oh, sí, por supuesto!Y la habían visto todos los que llegaban a

Shelmerston, pues, a pesar de no ser muygrande, estaba hecha de mármol blancoadornado con eses doradas y hacía un fuertecontraste con el resto de la ciudad, cuyasconstrucciones tenían en su mayoría techos depaja y forma vaga.

–En el tabernáculo queremos depositarnuestras barbas como ofrenda.

–Me parece muy apropiado -dijo Jack.Después de estrecharles la mano avanzó hastael Escupefuego, cuyo capitán muyprobablemente había sido pirata y caníbal y tenía,sin lugar a dudas, la mano más áspera y malignaen toda la fragata.

–Bueno, Johnson, Penderecki, John Smith yPeter Smith… -les saludó Jack.

Luego avanzó por el costado de estribor,

donde sólo el subjefe de las brigadas y uno delos marineros que iniciaban el abordaje estabansituados junto a los cañones, y después bajó alas entrañas de la fragata.

El recorrido parecía un pase de revista, peroahora Jack no estaba acompañado del primerteniente ni de los oficiales encargados de lasbrigadas. Era un asunto personal, y aunque lacomida no había sido un éxito y todavía le repetíala sopa, tenía una expresión satisfecha mientrascaminaba por aquel espacio oscuro y malolienteen dirección a la enfermería. La fragata estabatan ordenada como un barco de guerra, y sólohabía perdido cinco tripulantes, tres marineros delas Indias Orientales que murieron de neumoníadurante el tedioso paso por el frío y húmedoestrecho de Magallanes, otro que fue arrastradopor las olas fuera de la proa durante la noche, enmedio de una tormenta que se desató justocuando llegaba al Pacífico, y otro que murió en elabordaje al primer mercante. Y no había duda deque bajo el mando de Tom Pullings era un barcoen armonía. Pero el olor, incluso en el sollado,era peor de lo normal.

Dentro de la enfermería se oían voces y salíaluz por debajo de la puerta, y cuando Jack laabrió, oyó con satisfacción que los dos médicosestaban hablando en latín. Las únicas otraspersonas que había allí eran Wilkins, que sehabía roto un brazo y aún no se le había soldado,por lo que no podía estrecharle la mano, y el mástonto de los hermanos Brampton, que habíacontraído sífilis en Tahití y estaba demasiadoavergonzado para moverse o hablar.

–Señor Martin -dijo Jack después de habervisto a los enfermos-, esto no es una crítica austed ni al capitán Pullings, pero, ¿no le pareceque aquí abajo la atmósfera está excesivamentecargada, que no es saludable? Doctor Maturin,¿no cree que la atmósfera está excesivamentecargada?

–Sí, pero, en mi opinión, esta atmósfera yeste hedor son normales en un viejo barco deguerra como éste. Tenga en cuenta que, cuandohace mal tiempo, los marineros con peristaltismoo deseos de realizar la micción buscan un rincónaislado dentro del barco en vez de ir al retrete alaire libre situado en la proa, donde corren el

riesgo de ser arrastrados por las olas fuera de laborda, de modo que después del paso de variasgeneraciones, estamos en una cloaca flotante. Yel olor empeora por muchos otros factores, comolas toneladas y toneladas, y digo toneladas conconocimiento de causa, de horrible cieno que lascadenas del ancla traen a bordo cuando laembarcación fondea en puertos como Batavia oMahón, donde el cieno se forma a partir de lainmundicia de los mataderos y las casas y de losdesechos putrefactos que arrastran los ríos. Elcieno y el barro que chorrean de las cadenascaen desde el lugar donde se guardan al fondode la embarcación, que nunca, nunca se limpia.La Nutmeg, querido colega -añadió, volviéndosehacia Martin, que estaba visiblementedesconcertado-, olía muy bien y no teníacucarachas ni ratones y mucho menos ratas,pues estuvo en el fondo del mar durante meses.Todos los maderos que la forman se hincharon yse unieron sólidamente, como los de un barril devino cuando uno logra por fin que no se salga, ycuando terminaron de bombear el agua dedentro y la dejaron secar, el interior permaneció

seco, sin agua en la sentina moviéndose de unlado para otro. Me parece que pasamos a bordoel tiempo suficiente para que nuestro olfato serefinara.

–A Hayes le llevaremos mañana a un lugarbien ventilado más arriba -intervino Martin-, peroBrampton debería terminar su tialismo contranquilidad y calma aquí.

–Me ocuparé de que coloquen otra manga deventilación -dijo Jack. Luego, antes de irse, seinclinó sobre el coy de Brampton y, en vozbastante alta, añadió-: Anímate, Brampton.Muchos hombres han estado peor que tú y estásen buenas manos.

–La mujer me tentó -se disculpó Brampton y,después de un breve silencio, continuó-: Iré alinfierno.

Entonces volvió la cabeza hacia el otro lado ysu cuerpo se estremeció por los sollozos.

Cuando el capitán se fue, Martin y Stephenvolvieron a hablar en latín, y Martin preguntó:

–¿Cree que realmente podemos aliviarle?–No sé -respondió Stephen-. Por el momento

voy a darle una poción de limo con dos

escrúpulos de asa fétida -añadió y se volvióhacia el botiquín-. Veo que no ha cambiadonada.

–¡Oh, no! – exclamó Martin y añadió-: Creoque el capitán no estaba muy satisfecho.

–Lo que pasa es que dije sin pensar que lafragata era vieja y él no puede soportarlo -dijoStephen y, después de oler la mezcla, añadió unpoco más de asa fétida y preguntó-: ¿Por quédijo que el paciente tenía que esperar a que se lepasara el exceso de salivación en la enfermería?

–Porque en cualquier otro lugar tendrá quesoportar las burlas, las ocurrencias y lassarcásticas preguntas sobre su miembro viril quele harán sus compañeros. No tienen malaintención, de esa manera expulsan los humores ysu jocosidad, pero eso puede matarle antes querecobre la salud. No tiene la mente muy fuerte, yme parece una imprudencia que sus amigossigan hablándole del pecado y susconsecuencias.

Apenas dieron la medicina a Brampton yencargaron a su ayudante que se quedaravigilando a los pacientes y que no permitiera

ninguna visita hasta nueva orden, el aire frescoempezó a entrar allí abajo por la nueva manga deventilación, y cuando llegaron al alcázar, Jackexplicaba a Pullings:

–Si cuidamos de que se mantenganavegando con el viento en contra, eso mejorarámucho la situación. Pero he oído comentarios deque el espacio entre las cubiertas huele comouna cloaca, así que tal vez sería conveniente abrirla válvula de entrada de agua.

–Lamento mucho que haya mal olor, señor.No lo había notado. Pero además, cuando tieneel viento en popa, allí abajo el aire estáenrarecido y hace mucho calor.

–¡Señor Oakes y señor Reade! – gritó Jack.–¿Señor? – saludaron ellos, quitándose el

sombrero.–¿Saben dónde está la válvula de entrada de

agua?Los dos se quedaron perplejos y Oakes, en

tono vacilante, respondió:–En la bodega, señor.–Entonces vayan a ver al carpintero y díganle

de parte mía que les enseñe a abrirla. Y déjenla

abierta hasta que haya dieciocho pulgadas deagua en la sentina.

Guando se fueron, Jack se volvió de nuevohacia Pullings Y dijo:

–Desde luego, tendremos que bombearalrededor de una hora más, lo que es muy durocon este calor, pero al menos la sentina quedarálimpia, limpia como los cántaros de una lechera.

Eso lo oyeron todos los que estaban en elalcázar, excepto los dos médicos, que subíanlentamente por los obenques del palo mesana yestaban demasiado concentrados en esa arduatarea para escuchar ironías. La intimidad era lomás raro que podía encontrarse en un barco.Aunque cada uno de ellos tenía una cabina, sólola usaban para leer tranquilos, escribir,reflexionar o dormir, porque eran tan pequeñasque parecían gallineros para criar una sola ave.Por otra parte, a pesar de que Stephen podíausar la gran cabina, la cabina-comedor y lacabina-dormitorio (como era justo porque erapropietario de la fragata), ninguna era apropiadapara hablar largamente y con pasión de las aves,las fieras y las flores, porque también pertenecían

al capitán. Tampoco era apropiada para eso lacámara de oficiales, debido a sus muchos otrosocupantes. Si bien todos esos lugares eranadecuados para colocar ocasionalmente losejemplares de pieles, huesos, plumas y plantas,pues tenían largas mesas que parecían hechaspara eso, en viajes anteriores ambos habíandescubierto que el único apropiado para unalarga e ininterrumpida conversación era la cofadel mesana, una plataforma bastante espaciosaalrededor de la punta del mástil y de la base delpalo situado sobre él. Estaba a una altura deaproximadamente cuarenta pies por encima dela cubierta y tenía los obenques del mastelerocon sus vigotas a los lados, una pequeña paredde lona extendida hasta un cabillero detrás ynada delante, así que cuando la sobremesana noestaba desplegada, podían ver bien toda la partedel océano que la vela mayor y la gavia mayor noocultaban. La cofa del mayor era más alta ydesde la cofa del trinquete había un vista mejor(incomparable cuando el velacho estabaaferrado), pero al subir a cualquiera de ellas lesverían más marineros, y algunos les colocaban

los pies en los flechastes desde abajo y otros, envoz alta y a veces en tono jocoso, les dabanconsejos. Eso ocurría porque, a pesar de que nodaban importancia al peligro e incluso quitabanuna mano de los obenques y la agitaban en elaire para demostrar lo poco que les importaba laaltura, su posición y su ritmo de avance bastabanpara convencer a quienes les observaban de queno eran hombres de mar ni se parecíanremotamente a ellos, a pesar de los miles demillas marinas que habían recorrido. Pero alalcázar (el lugar desde el que se subía a la cofadel mesana) sólo tenía acceso la cuarta parte dela tripulación, y, además, mientras la cofa delmayor y la del trinquete a menudo estaban llenasde marineros trabajando, la del mesana seusaba en muy pocas ocasiones, especialmentecon el viento soplando por la aleta.

Se usaba en muy pocas ocasiones, pero lasalas, que eran de gran importancia, permanecíanen ella dobladas de manera que formaban bultoslargos y blandos. Sobre esos bultos se sentaronjadeando y apoyaron la espalda en la pared delona, como tantas veces habían hecho.

–Bueno, ya estamos aquí otra vez -dijo Martin,mirándole con afecto-. No tengo palabras paraexpresarle cuánto lamenté que dejara la fragatadesde hace tantas millas. Entre otros motivos,porque me quedé sin un mentor en unaenfermería donde posiblemente encontraríaenfermedades cuyo nombre y, sobre todo, cuyotratamiento desconocía.

–Pero si le ha ido muy bien. No más de tresmuertos en cien grados de latitud está muy bien.Después de todo, en medicina se puede hacermuy poco aparte de hacer sudar, hacer sangríasy administrar una purga, como la píldora azul o unungüento aún más fuerte. Pero la cirugía es otracosa. Por cierto, que le ha corregido muy bien lanariz al pobre West.

–Fue muy simple: un pequeño corte, para elque usé tijeras, y unos cuantos puntos que nocausaron dolor. Y a medida que iba recobrandola sensibilidad se iba curando.

–¿Sin un poco de pus, como suele ocurrir?–Sin pus en absoluto. La causa del problema

fue la congelación, ¿sabe?, no la sífilis.–Eso nos dijo a mí y al capitán enseguida.

Creo que la gente tiene tacto suficiente paradesviar la vista y no hacerle preguntas ni volver amirarle.

–Creo que sí. Pero cuénteme, cuénteme quéha estado haciendo todo este tiempo y qué havisto, aparte del orangután.

Stephen le sonrió y en ese momento lossucesos de los pasados meses vinieron a sumente no en una secuencia cronológica, sinocasi como un todo. Escogió lo que era apropiadocontar e hizo interiormente la siguiente reflexión:«¿Cuáles son las tres cosas que no se puedenesconder? Las tres cosas que no se puedenesconder son: el amor, la pena y la riqueza. Ycreo que la cuarta es la inteligencia». Además,luego pensó que todo aquel proceso mental noduró más que dos balanceos de la fragata, cuyodesarrollo espacial aumentaba allí arriba, pero,obviamente, el temporal no.

–Debe usted saber que el capitán Aubrey fuellamado a Inglaterra para ser rehabilitado y tomarel mando de la Diane, que llevaría a un enviadodel rey a Pulo Prabang para hablar con el sultán,que estaba considerando la posibilidad de

formar una alianza con los franceses. Puesto quela isla… ¡Oh, Martin! ¡Qué orquídeas y quécoleópteros había aparte del maravilloso simio yel enorme rinoceronte! Puesto que está en el marde China Meridional, casi en medio de la ruta delos mercantes ingleses cuando vienen deCantón, y como no seríamos nada sin ruibarbo ysin té, que Dios no quiera que falten, la misióndel enviado era conseguir que el sultán cambiarade opinión. Pensaron que era conveniente que yotambién fuera porque sé francés y un poco demalayo, además de tener conocimientos demedicina. Así que zarpamos y navegamos tanrápidamente como pudimos e hicimos una solaescala, en Tristán da Cunha. Pero esa escalaestuvo a punto de ser la última, porque la fragatase acercaba más y más y más a un acantiladodonde rompían olas de la altura de losmasteleros y no había ni un soplo de viento que lepermitiera moverse. Pero sobrevivimos, e inclusobajé a tierra y me congratulé de que iba a vermaravillas mientras los marineros cogían agua yverdura; pero no le sorprenderá oír que mesacaron de allí a las pocas horas, y subrayo

«pocas horas», con la excusa de que no podíandesaprovechar no sé qué viento favorable omarea o algo parecido. Luego avanzamos haciael sur y en esas aguas vi albatros y petrelesgigantes, fétidos y pintados, pero ¡a qué precio!Las olas eran enormes; el viento, incesante, yaullaba de tal modo que sólo podíamos pensar ohablar cuando la fragata estaba en los senosformados por las olas. Había hielo, hielo en lacubierta, hielo en los cabos, hielo en el mar enforma de montañas de inmenso tamaño y, tengoque confesarlo, de inmensa belleza, queamenazaban con acabar con nosotros, comodicen los marineros. Entonces el capitán cambióel rumbo hacia aguas más cristianas y concebí laesperanza de ver la isla Ámsterdam, una islaremota y deshabitada desconocida por losnaturalistas, cuyas flora, fauna y geología aún nohan sido descritas. En verdad, la vi, pero sólo alo lejos por barlovento, mientras la fragatanavegaba a toda vela con rumbo al cabo Java.

El sol se puso abruptamente, como solíahacerlo en el trópico, justo después de que seacomodaron bien. La oscuridad de la noche se

extendió por el cielo y por el este aparecieron lasestrellas después de unos minutos de penumbra.Ahora, por la amura de babor, asomó por encimadel horizonte un brillante astro, que permanecióallí unos momentos, como si fuera el fanal depopa de un gran barco. Aunque Martin era unhombre pacífico y Maturin, salvo en rarasocasiones, se oponía por principio a la violencia,ambos habían absorbido hasta tal punto el afándepredador existente en los barcos de guerra yen los corsarios, donde era aún más fuerte, quese quedaron silenciosos y observaron aquelastro como tigres hasta que subió y se separódel mar, demostrando que era un cuerpocelestial.

–Tengo que preguntar al capitán Aubrey elnombre de esa maravillosa estrella -dijoStephen-. Seguro que lo sabe.

Como en respuesta a estas palabras, se oyócómo Jack afinaba el violín mucho más abajo.

–Por ahora mencionaré sólo de pasada Javay al gobernador Raffles -continuó Stephen-, unhombre extremadamente amable y un distinguidonaturalista, aunque le mostraré algunos de los

ejemplares de allí cuando encuentre una mesalibre. ¿Sabía usted que hay un pavo real deJava? Que Dios me perdone, pero yo no losabía. Es un ave muy hermosa. Me limitaré adecirle que llegamos a Pulo Prabang y que, apesar de que los franceses llegaron antes quenosotros, el enviado fue más astuto que ellos yconvenció al sultán de que firmara un tratado conGran Bretaña. Todo esto tardó algún tiempo, queno me hubiera importado que fuera más largo, yen ese tiempo tuve la gran suerte de conocer aldoctor Van Buren, de quien posiblemente habráoído hablar.

–¿Un holandés famoso por sus estudios delbazo?

–El mismo. Pero está interesado en muchasotras cosas.

–¿En el estudio del páncreas? ¿En el de latiroides?

–Aún en más cosas. No hay nada en el reinoanimal ni en el vegetal que no despierte sucuriosidad, una curiosidad que le lleva ainformarse muy bien. A él le debo haberconocido un paraíso extraordinariamente remoto

donde habitan monjes budistas y ni las aves nilas fieras temen al hombre porque nunca nadieles ha hecho daño. Caminé por allí cogido de lamano de un afectuoso orangután hembra decierta edad.

–¡Oh, Maturin!–Anoté otras maravillas, pero si le contara

sólo la mitad de ellas y le mostrara sólo la mitadde los ejemplares que recogí con los pertinentescomentarios, todavía estaríamos hablandocuando llegáramos a Nueva Gales del Sur. Perotodavía no me ha contado usted nada. Terminarémi resumen diciendo que zarpamos de allísatisfechos de haber conseguido el tratado, querecorrimos de un lado al otro sin éxito el lugar deuna de las citas y que, cuando regresábamos enla Diane a Batavia, la fragata encalló en unarrecife que no aparecía en las cartas marinas,uno de los muchos que aparentemente hay porallí, durante la noche y cuando la marea estabamuy alta. No pudimos desencallarla, pero comohabía una isla bastante cerca llevamos allí lamayoría de nuestras posesiones en las lanchas,hicimos un campamento militar y nos sentamos a

esperar con bastante tranquilidad a que llegara lapróxima marea viva, que, como probablementesabrá, depende de la luna. Estábamos bastantetranquilos porque obteníamos agua del pozo yjabalíes de los bosques. Además, la isla nocarecía de interés, pues habitaban en ella monosde cola prensil, dos especies de jabalíes, susbasbirussa y barbatus y las aves llamadasgolondrinas, de cuyos nidos se hace sopa, peroque siento decir que no son tales sino vencejosde una especie oriental, de tamaño muypequeño. Pero el enviado no esperó a que nosinstaláramos allí. Estaba deseoso de regresarcon el tratado, así que el capitán le dio la nuevalancha con una cantidad de provisiones ytripulantes adecuada para hacer el viaje aBatavia, un viaje de menos de doscientas millasque no planteaba dificultades de no haberseformado el tifón que destruyó nuestra fragata y,sin duda, volcó la lancha. Estábamosconstruyendo una goleta con los restos de lafragata cuando nos atacó una horda de malvadospiratas, dyaks y malayos liderados por unadespreciable y arrogante prostituta, una

mujerzuela sanguinaria, avara y petulante.Mataron a muchos de nuestros hombres, peronosotros matamos a muchos más de los suyos;quemaron nuestra goleta, los muy canallas, peronosotros destruimos su parao con un excelentedisparo del cañón de nueve libras propiedad delcapitán. Después pasamos un períodoangustioso, pues quedaban pocos jabalíes ymenos monos, pero un junco que fondeó frente ala isla para coger nidos de aves nos llevó hastaBatavia, donde el gobernador Raffles nos dioesa encantadora goleta, la Nutmeg, a bordo dela cual nos encontraron ustedes. Ya está. Estosson los datos básicos, que espero completarmostrándole las notas y los ejemplares cuandoestemos navegando. Ahora, por favor, cuéntemelo que ha hecho y lo que ha visto usted. – Bueno -empezó Martin-, aunque no he visto ningúnorangután, mi viaje no ha estado exento demomentos interesantes. Como seguramenteusted recordará, la última vez que tuvimos ladicha de caminar por la selva brasileña memordió un mono nocturno con cara de búho.

–Sí, lo recuerdo. ¡Y cómo sangró!

–Esta vez me mordió un tapir y sangré mástodavía.

–¿Un tapir?–Un tapir joven con rayas y manchas, un

Tapirus americanus. En la curva de un senderocercano a un río vi a la madre, un enorme animalde color marrón oscuro, que estaba distraída yde repente se metió al agua y se perdió de vista.Me di cuenta de que el pequeño había caído enuna trampa y después de llevarlo con infinitoesfuerzo hasta el borde, me mordió. Si hubieraluz, le enseñaría la cicatriz. Pero antes de podersalir del agujero, llegó un grupo de indios,seguramente los que lo habían excavado, y meamonestaron con violencia mientras agitaban laslanzas en el aire. Estaba muy angustiado, tanangustiado que no sentía el dolor, pero, porfortuna, un grupo de tripulantes de la fragata pasópor allí y uno de ellos, que hablaba portugués, lesdio un poco de tabaco y les dijo que fueran aocuparse de sus asuntos. Ahora que recuerdo,uno de los que estaba en el grupo era Wilkins, elmarinero con el brazo roto que vio en laenfermería. ¿Le molesta si interrumpo el relato y

le pido su opinión?–Me parece que es una fractura transversal

distal radial ordinaria con cierto desplazamientolateral eficazmente reducido. Es el tipo defractura que puede esperarse en una caída. Perono pude ver una gran parte del brazo porque estávendado según el método Basra. ¿Cuándo seprodujo?

–Hace tres semanas. Pero todavía no haempezado a soldarse. Los extremos están muypróximos, pero no unidos.

–Sospecha que tiene escorbuto, ¿verdad?Sin duda, ése es un síntoma típico, pero noinequívoco. Además, el incipiente escorbutopodría ser una de las causas de la depresión deJohn Brampton. ¿Se acabó el zumo?

–No, pero abrí un barrilete hace poco y dudoque sea de buena calidad. Lo compramos enBuenos Aires.

–Tengo una red llena de limones frescos y unhermoso barrilete de origen fiable que alcanzarápara varios meses. Como el capitán Aubrey noquiere hacer escala en Nueva Guinea y el viajees largo, sería conveniente pedirle que, cuando lo

estime oportuno, se detenga en una isla bienrepresentada en las cartas marinas y conabundantes recursos.

Sonaron las ocho campanadas y se oyeronlos inconfundibles gritos y pitidos con quellamaban a los hombres de guardia.

–¡Dios mío, voy a llegar tarde otra vez! –exclamó Stephen-. ¿Quiere cenar con nosotros?

–Gracias. Es usted muy amable, pero leruego que me disculpe por no aceptar esta vez -respondió Martin, mirando la boca de lobo conangustia-. Tendremos que bajar en la oscuridad.

–Así es -confirmó Stephen-. Si no fueraporque tengo un compromiso, me quedaríaencantado aquí arriba, con esta noche tan frescay agradable, sin miedo al sereno, es decir, a lahumedad del ambiente.

–Si tuviéramos un pequeño farol, veríamosmejor.

–Por supuesto -dijo Stephen-, pero no quieropedir uno porque eso sería impropio de buenosmarinos.

–Fue de esta misma cofa de donde se cayóWilkins cuando se rompió el brazo. Es cierto que

estaba borracho entonces, pero la altura es lamisma.

–Vamos, demostremos que tenemos másfortaleza que los romanos -dijo Stephen-. Lagravedad nos ayudará y quizá san Brendantambién.

Pasó por el agujero y buscó con los pies losflechastes, que eran muy estrechos allí arriba,donde los obenques estaban tan cerca. Encontróuno muy abajo con los dedos de un pie y se soltódel borde de la cofa, pero lo hizo sin pensar quedebía esperar a que el balanceo le empujarahacia el mástil. Durante un momento másdesagradable que ningún otro arañó con lasmanos el vacío en la oscuridad y por fin agarró unobenque, el más lejano de todos, porquetampoco esperó el cabeceo. Estuvo agarrado aél el tiempo suficiente para poder contestar convoz serena cuando Martin, que estaba al otrolado y había aprovechado el balanceo, lepreguntó cómo estaba.

–Perfectamente bien, gracias -contestó.–Perdóname por llegar un poco tarde -dijo al

entrar en la cabina y oler las tostadas con queso-.

Acabo de llegar de la cofa del mesana.–No tiene importancia -dijo Jack-. Como ves,

no te he esperado.–He estado en la cofa del mesana desde

antes del crepúsculo hasta hace un par deminutos.

–¡Ya! – exclamó Jack-. ¿Te apetece un pocode vino o prefieres esperar por el ponche?

–Teniendo en cuenta los excesos que hehecho en la comida y el efecto del vino en esteclima, creo que me limitaré a beber ponche, unapequeña cantidad de ponche. ¡Qué fuente máselegante para servir el queso derretido! ¿La hevisto antes?

–No. Es la primera vez que la saco de la caja.Se la pedí al comerciante de Dublín que merecomendaste y la recogí la última vez queestuvimos en casa, pero me olvidé por completode ella.

Stephen levantó la tapa, vio en el interior seisplatitos de los que salía un suave sonido sibilantey que estaban por encima del hornillo de alcoholque había bajo el fondo del recipiente, y notó quetodo brillaba gracias a las afanosas manos de

Killick. La volvió hacia un lado y luego hacia otroadmirando el trabajo artesanal, y luego dijo:

–Has recorrido un largo camino, Jack. Ahorano das importancia a cien guineas.

–¡Oh, sí! – exclamó Jack-. ¡Qué pobreséramos! Recuerdo aquella vez que regresaste ala casa que teníamos en Hampstead con unestupendo bistec envuelto en una hoja de col y locontentos que nos pusimos.

Hablaron de su pobreza, de los alguaciles,del arresto por deudas, de las casas dealguaciles donde podían cumplirse condenas porun alto precio, del miedo a nuevos arrestos y delos ardides para evitarlos. Pero después dehablar sobre la riqueza y la pobreza, sobre larueda de la fortuna y cosas parecidas, laconversación perdió viveza y alegría, y cuandoStephen se comió el segundo plato de queso,advirtió que algo preocupaba a su amigo. Jackno volvió a soltar sus francas risotadas ydedicaba más atención a los enormes cañonesque compartían la cabina con ellos que al rostrode Stephen. Se hizo el silencio, tanto silenciocomo era posible en una embarcación que

navegaba a ocho nudos acompañada de unruido general formado por el murmullo del agua alpasar por los costados y el de la turbulenta estelay los peculiares sonidos de la jarcia fija y la móvilcon sus innumerables motones.

En medio del relativo silencio explicó Jack:–Hice un recorrido por la fragata esta tarde

para preguntar a nuestros compañeros detripulación cómo se encontraban y noté quemuchos de ellos estaban más viejos que la últimavez que les vi. Eso me hizo pensar que quizá yotambién estoy más viejo. Y cuando dijiste que lafragata era un «viejo barco de guerra» aumentómi preocupación. Sin embargo, es absurdomedir por el mismo rasero todas las cosas.Aunque a los seguidores de Set les haya crecidola barba una yarda y yo, indudablemente, estaríamejor con pantalones anchos y ligeros, un barcoy un hombre son cosas muy diferentes.

–¿Estás seguro, amigo mío?–Sí. Aunque no lo creas, son cosas muy

diferentes. La Surprise no está vieja. Mira laVictory, que es bastante veloz y que me pareceque nadie considera vieja, aunque fue construida

varios años antes que la Surprise. Mira el RoyalWilliam. Conoces el Royal William, Stephen,¿verdad? Te lo he enseñado muchas veces entrelos barcos de Pompey. Es un navío de primeraclase de ciento diez cañones.

–Lo recuerdo. Tenía un aspecto horrible.–Eso se debe a los usos que han obligado a

darle. A lo que me refiero es a sus entrañas. Suscuadernas están tan bien o mejor que cuando loconstruyeron, y si uno clava un cuchillo en una desus curvas se le doblará o se le partirá en lamano. Además, vi un pedazo de uno de susobenques cuando estaban empezando acubrirlos de brea, y comprobé que tambiénestaba en perfectas condiciones. Y fue botado en1676. ¡En 1676! Tal vez la Surprise no sea comoesas embarcaciones modernas, llamativas peroinservibles, construidas con cuadernas demadera que no está curada según un contratocon un astillero clandestino. Fue construida hacecierto tiempo, pero no es «vieja». Y tú sabescomo nadie las mejoras que le hemos hecho:soportes diagonales, curvas reforzadas, placasde cobre…

–Amigo mío, la defiendes con la mismavehemencia con que defenderías a tu esposa siyo dijera algo desagradable de ella.

–Eso es porque yo siento realmente quedebo defenderla. La conozco desde hacemuchos años y he navegado en ella desde niño, yno me gusta que la ofendan.

–Jack, cuando dije que era «vieja» me referíaa la suciedad acumulada abajo durantegeneraciones. Estaba tan lejos de mi intenciónofenderla como ofender a Sophie, líbreme Dios.

–Bueno, lamento haber estallado -se disculpóJack-. Lamento haber hablado con rudeza. Seme fue la lengua y metí la pata otra vez, lo que meparece absurdo porque tenía la intención de sermuy amable y agradable. Tenía la intención dereconocer que las cien toneladas de guijarrosque lleva como lastre allí abajo deberían habersecambiado hace mucho tiempo. Y después deadmitir eso y decirte que íbamos a limpiarlaabriendo la válvula de entrada de agua y luegosacando el agua con las bombas, iba apreguntarte si querías vendérmela. Eso meproporcionaría una gran satisfacción.

Stephen estaba masticando un pedazo dequeso bastante grande y rebelde, y cuando porfin se lo tragó, dijo en tono indiferente:

–Muy bien, Jack.Entonces miró de soslayo el rostro de su

amigo, cuyo gesto traslucía la alegría quedignamente intentaba reprimir, y pensó: «¿Cómoes posible, desde el punto de vista físico, que susojos adquieran ese color azul tan intenso?».

Se estrecharon la mano en señal de acuerdoy Jack preguntó:

–No hemos hablado del precio. ¿Quieresdecírmelo ahora o prefieres pensarlo?

–Págame lo mismo que pagué por ella -respondió Stephen-. En este momento no séexactamente cuánto fue, pero Tom Pullings nos lodirá. Fue él quien pujó por mí.

Jack asintió con la cabeza.–Le preguntaremos por la mañana porque

ahora está como un tronco. – Luego, gritó-:¡Killick!

–¿Señor? – dijo Killick, entrando al cabo deun momento.

–Tráele al doctor la mejor ponchera y todo lo

necesario para el ponche. Luego lleva suviolonchelo y mi violín a la gran cabina y colocalos atriles para las partituras.

–Una ponchera, señor -repitió Killick, casiriendo al hablar-. Y el agua ya está hirviendo.

–Killick -dijo Stephen-, en vez de los limones,trae el barrilete más pequeño que hay en micabina, por favor. Puedes quitarle la funda delona.

Llegó la ponchera acompañada del graciosocucharón y pasó algún tiempo antes quepudieran oír a Killick dando fuertes pisadas en laentrecubierta. A juzgar por las irritadasmaldiciones que se oían, uno de sus compañerosle estaba ayudando, pero entró en la cabina soloy con el barrilete apoyado contra el vientre.

–Ponlo encima de la taquilla, Killick -le pidióStephen.

–No sabía que lo tenía -dijo Killick con unamezcla de admiración y resentimiento cuando seapartaba del barrilete.

Era un barrilete de roble con aros de cobrebruñido. En la parte superior tenía el selloBRONTE XXX y debajo una placa donde estaba

grabada la inscripción:Al eminente doctor Stephen

Maturin,cuya habilidad solo es

superada por elagradecimiento

de quienes se han beneficiadodeella.

Clarence.–¡Bronte! – exclamó Jack-. ¿Es posible que

sea…?–Lo es. Es zumo de limón de su propia finca.

Es un regalo del príncipe William. Quería abrirloel día de Trafalgar, pero como ésta es unaocasión especial, pienso que podríamos cogeruna onza para brindar por esta noche inolvidable.

Cuando salía el vapor de la ponchera, sederretía el azúcar y se propagaba el fuerte olor aaguardiente de palma, Stephen añadió el zumode limón concentrado diciendo:

–Tengo que advertirte de que tal vez hayaalgunos casos de incipiente escorbuto en lafragata. El primero en darse cuenta, paravergüenza mía, fue Martin, ese hombreadmirable.

–Sin duda, lo es. Todos los marineros dicenque es una suerte tenerle entre nosotros.

–Sugirió que hiciéramos escala en algunaisla con abundantes árboles frutales y estoycompletamente de acuerdo. No es urgente, puestenemos este barril, pero desde el punto de vistamédico es aconsejable conseguir algo dereserva cuando hayamos consumido la mitad, sipuedes encontrar alguna isla en el ilimitadoocéano.

CAPÍTULO 8

Precisamente desde la cofa del mesana, losdos médicos avistaron esa isla; mejor dicho, lapequeña nube achatada que indicaba supresencia. Ya habían pasado tantas leguas,tantos grados de longitud bajo la quilla de laSurprise que ahora ambos, después de serentrenados pacientemente por Bonden, subíanpor las arraigadas como Dios manda y desdehacía dos semanas subían sin ayuda y sinandariveles ni ninguna otra cosa para evitar quecayeran de cabeza. Pero subir a la cofa de esaforma, la forma típica de los marineros, requeríaascender por lo que era en realidad una escalerade cuerda formando un ángulo de cincuentagrados con la vertical, así que había que estarcolgado como un perezoso, mirando hacia elcielo. Los movimientos de ambos tampoco eranmuy distintos de los de un perezoso, peroconfesaban que ese método era más sencillo ymucho más agradable que el anterior, queconllevaba retorcerse para atravesar por la tensay tupida jarcia. Y se sintieron satisfechos cuandoPullings, durante una comida que los oficialesofrecieron al capitán, dijo que la Surprise era la

única embarcación donde había visto a los dosdoctores subir a lo alto de la jarcia sin pasar porla boca de lobo.

Pero, a pesar de que habían progresadotanto y de que la fragata había avanzado tantohacia el este, Martin no había agotado las cosasque había observado en América del Sur, sinoque aún contaba lo que había visto en una zonade la selva amazónica. Contó que tenía unextenso lecho de vegetación muerta, conenormes árboles caídos y entrecruzados, y enalgunos lugares había madera podrida hasta unagran profundidad, por lo que uno, para evitar caerveinte o treinta pies dentro de aquella caóticaputrefacción, tenía que escoger los troncoscaídos más recientemente y más fuertes, queapenas podían distinguirse porque estabancubiertos de una maraña de lianas. Añadió queen aquella parte tan profunda el crepúsculo y elmediodía eran iguales, y que era casi total laausencia de mamíferos, reptiles e incluso aves,que se encontraban en las altas copas de losárboles, donde daba el sol. Pero exclamó:

–¡Oh, Maturin, qué abundancia de insectos!

Tampoco Stephen había tocado muchosaspectos de su visita a Java ni había habladotodavía de Pulo Prabang, aunque habíaenseñado a Martin las pieles de aves y losinteresantes huesos de las patas del Tapirusindicus, cuando ambos oyeron que el serviolaque estaba en la cruceta del mastelero mayor,mucho más alto que ellos, gritó:

–¡Tierra a la vista a diez grados por la amurade babor!

El gritó interrumpió su conversación. Tambiéninterrumpió la de muchos marineros en elcombés y el castillo, ya que era la hora de laguardia de tarde y ése era el día que dedicabana lavar y coser su ropa. Muchos de los másjóvenes e impetuosos tripulantes de la Surprisedejaron a un lado sus agujas, carretes de hilo,dedales y costureros y subieron corriendo a loalto de la jarcia y para aglomerarse en las vergassuperiores y la parte superior de los obenques,aunque dejaron paso a Oakes, que, por ser elmás ágil y menos pesado de los oficiales delalcázar, había sido enviado a la cruceta delmastelerillo con un catalejo.

–¡Ya la veo, señor! – gritó-. La veo cuando lafragata sube con el balanceo. Es verde y estárodeada de una amplia franja de espuma. Está aunas cinco leguas, casi exactamente a sotavento,justo debajo de aquella nubecita.

Jack y Tom Pullings se miraron sonrientes.Avistar tierra desde allí era la sorpresa másagradable que podían llevarse, pues, aunque losdos, por separado, habían calculado la posiciónde la fragata con sus dos cronómetros y por lasprecisas mediciones lunares hechas en losúltimos días, ninguno suponía que iban a divisarla isla Sweeting sin cambiar el rumbo más decinco grados ni dos o tres horas antes del tiempoprevisto.

–Los marineros nos estorban y estamosdemasiado bajos -dijo Martin-. ¿No cree quepodríamos tener una vista mejor si subimos unpoco más, por encima de esta frustrante gavia,por ejemplo, hasta la cruceta del mastelero desobremesana?

–No -respondió Stephen-. Y aunque latuviéramos, ¿cree usted que un hombre sensatoy prudente, con obligaciones con sus pacientes,

subiría a esa vertiginosa altura para ver mejoruna isla por donde estará caminando, si Diosquiere, mañana o incluso esta misma tarde, unaisla que tiene poco que ofrecer al naturalista?Pues debe usted saber que en islas tan remotasy pequeñas como ésta no hay una superficie lobastante extensa para que se desarrollen unafauna o una flora peculiares. Piense, por ejemplo,en la asombrosa escasez de aves terrestres quehay en Tahití, que es mucho más extensa. Banksseñaló eso con pena, casi con resentimiento. No,señor. Por lo que yo sé, la isla Sweeting tienemás valor para los médicos que buscanantiescorbúticos que para los naturalistas. Ypermítame decirle que me asombra suimpaciencia.

–Responde a una causa mucho menosimportante. Pero permítame decirle de pasadaque Saint Kilda tiene un reyezuelo peculiar y lasOrkney, una especie de roedores curiosos.

Lo que ocurre es que no soy una criaturaanfibia, como usted o el capitán Aubrey. Aunquepocos lo creerían, soy esencialmente un hombrede tierra adentro, un descendiente de Anteo, sin

duda, y estoy ansioso por volver a pisar tierra, dela que sacaré la fuerza necesaria para soportarlos próximos meses de vida en el océano. Estoyansioso por caminar por una superficie que noesté en perpetuo movimiento, balanceándose ycabeceando, donde no es probable que unbandazo me coja desprevenido y me lancecontra los imbornales, provocando que misamigos griten: «¡Esto es criminal!» y losmarineros repriman la risa. No crea que no estoycontento con mi suerte, Maturin, se lo ruego. Megustan mucho los largos viajes por mar y lasexcelentes oportunidades que pueden brindar;como, por ejemplo, ver los framboyanes en lasriberas del río Sao Francisco y los vampiros enPenedo. Pero de vez en cuando deseo convehemencia sentarme en mi elemento, de donderegreso como un gigante lleno de nueva vida,listo para soportar un viento tan fuerte queobligue a arrizar las gavias o el nauseabundoolor del sollado en medio del sofocante calor dela zona de las calmas, sin una pizca de aire pararespirar, o el movimiento de la fragata queamenaza con derribar sus palos. Me parece que

hace un siglo que no me siento en una silla de laque me pueda fiar, pues aunque hemos pasadomuchas islas al cruzar una vasta extensión demar, lo que hemos hecho es, precisamente,pasarlas. Vientos desfavorables y corrientesadversas nos han hecho llegar tarde a la citasanteriores y esta última era nuestra únicaoportunidad, así que el capitán Pullings gobernóla fragata de una forma despiadada, con duraspalabras y órdenes imperiosas, no como elamable joven que conocíamos, sino como unBajazet marino, y, naturalmente, sin pensar endetenerse aunque viera en la costa casuarioscon crestas amarillas. Pero, dígame, Maturin,¿en verdad la isla Sweeting es tan pobre y tanpoco fértil? Nunca he oído hablar de ella.

–Ni yo, como bien sabe Dios, hasta que elcapitán Aubrey me dijo su nombre. Fue un primosuyo por parte de madre quien la descubrió, elalmirante Carteret, que dio la vuelta al mundo conByron y después con Wallis, esta vez comocapitán del Swallow, un barco más bien pequeño.A causa del mal tiempo se separó de Wallisfrente al archipiélago de Tierra del Fuego,

probablemente no sin cierto regocijo porque esole permitió descubrir solo algunos territorios,incluyendo esta isla, a la que puso el nombre delguardiamarina que la avistó primero. No eracomo Golconda ni Tahití, pues estaba habitadapor un grupo de irascibles negros desnudos, queeran corpulentos y tenían la cara muy fea, los ojoshundidos, la barbilla retraída, los colmillosafilados y un montón de pelo duro y rizado teñidocon más o menos éxito de marrón claro oamarillo. No hablaban ninguno de los dialectosconocidos de Polinesia y todos pensaron queestaban más estrechamente vinculados a lospapúes…

–Parece que no vamos a ver nunca Papuasia-observó Martin, dando un suspiro-, pero,discúlpeme por interrumpirle.

–No, nunca. Creo que la intención del capitánAubrey, por motivos relacionados con el viento,las corrientes y la difícil navegación por elestrecho de Torres, era dejar Nueva Guinea aconsiderable distancia por estribor, avanzar poralta mar hasta la isla Sweeting y, después derepostar, virar y hacer rumbo a la zona donde

soplan los vientos alisios del sureste y desde allídirigirse a la bahía de Sidney navegando debolina, la forma en que la fragata navega mejor,en lo que supera a todos los demás barcos.Tampoco tiene intención de hacer escala en lasislas Salomón, y mucho menos pasar al otro ladode la gran barrera de coral o acercarse a ella.

Ambos movieron la cabeza de un lado al otrocon tristeza y luego Stephen continuó:

–Por lo que sir Joseph me ha contado deNueva Guinea, creo que no nos perdemosmucho. Él y Cook bajaron a tierra y recorrieron unextenso terreno pantanoso hasta llegar a unaplaya corriente, donde de improviso seabalanzaron sobre ellos los nativos gritandopalabras ofensivas, unos haciendo explotarcosas que parecían petardos y otros arrojandolanzas. Sólo tuvo tiempo para recoger veintitrésplantas, ninguna de ellas realmente interesante.Con respecto a la gran barrera de coral, no mesorprende que el capitán quiera que lo evitemos,después de la horrible experiencia de Cook,aunque eso no quiere decir que no lamente lanecesidad de hacerlo. Me parte el corazón.

–Tal vez el viento amaine y podamosacercarnos al arrecife en lancha.

–Espero que así sea, especialmente cercade la isla desde donde Cook y Banks exploraronuna vasta zona del arrecife, en la que Banksrecogió algunos de los muchos lagartos quecoleccionó. Pero volviendo a la isla Sweeting, dela que me parece que ahora puedo ver un ápiceen el horizonte, el capitán Carteret no encontróallí ni polvo de oro ni piedras preciosas niamables habitantes, sino cocos, boniatos,colocasias y frutas de varios tipos. Sólo había unpueblo, pues aunque en el interior es bastantefértil, la mayoría de los habitantes vivenprincipalmente del mar y se concentran en laúnica playa. Como casi todo el litoral estáformado por un acantilado con zonas más omenos próximas a la vertical, me imagino que seformó por la erupción de un antiguo volcán o quees un cráter hundido y reducido. Aunque la genteera desagradable e inhospitalaria, el capitánCarteret la convenció para que comerciara con ély regresó al barco con provisiones quemantuvieron saludables a los tripulantes hasta el

estrecho de Macasar. Determinó su posicióncuidadosamente y sondó las aguas de alrededor,pero no es una isla muy conocida, aunque dice elcapitán Aubrey que muchos balleneros delPacífico Sur se detienen a veces allí. Norecuerdo haberla visto en ningún mapa.

–Quizás esté habitada por sirenas -dijoMartin.

–Mi querido Martin -replicó Stephen, que enocasiones podía ser más obtuso que nadie-, unmomento de reflexión bastaría para hacerlerecordar que todos los sirenios necesitan aguaspoco profundas con un extenso lecho de algas yque los únicos miembros de esa inofensivaespecie en el Pacífico son la vaca marina queencontró Steller en el norte y el dugongo, que viveen zonas privilegiadas cercanas a NuevaHolanda o en el mar de China Meridional. Noespero encontrar más que vegetales y frutas. Esome recuerda… ¿Le apetece cenar con nosotros?Tenemos mermelada de mango.

Martin volvió a excusarse. Y mucho mástarde, cuando Stephen y Jack habían terminadode comerse la mermelada de mango y estaban

sentados preparándose para tocar música,Stephen anunció:

–Voy a hacerte una pregunta que quizá seaimpertinente, pero sólo porque quiero ahorrarmehacer invitaciones que van a ser rechazadas.¿Martin y tú habéis reñido?

–¡Oh, no! ¿Qué te ha hecho pensar eso?–Le he invitado a cenar con nosotros varias

veces y siempre ha rechazado la invitación.Dentro de poco se va a quedar sin excusasverosímiles.

–¡Oh! – exclamó Jack y, con gestopreocupado, dejó a un lado el arco del violín-. Escierto que no puedo olvidarme de que es unpastor, así que tengo que tener cuidado con loque digo. Pero, por otra parte, no sé qué decir.Siento un gran respeto por Martin, por supuesto,y la tripulación también, pero me es difícil hablarcon él, y quizás eso me haga parecer reservado.No puedo conversar con un hombre instruidocomo contigo y con Tom Pullings, o sea… No hequerido decir que no te considere más instruidoque Job, nada más lejos de mi intención, te doymi palabra de honor, pero nos conocemos desde

hace mucho tiempo. Martin y yo nunca noshemos ofendido, lo que es una ventaja porquesería muy desagradable estar encerrado untiempo indefinido con alguien que le es antipáticoa uno, y aunque es mucho peor que eso le ocurraa dos oficiales, porque tendrían que verse lamaldita cara todos los días en la cámara deoficiales, también es malo que le ocurra alcapitán, aunque algunos no le dan importancia.Tal vez piense que no le he prestado atención. Leinvitaré a comer mañana.

La Surprise comenzó a aproximarse a la islaSweeting con el viento a veinticinco grados por laaleta. Había permanecido al pairo durante lamayor parte de las guardias de media y de alba,pues aunque recordaba muy bien la carta marinade su primo y los datos del sondeo que habíahecho, las condiciones podían haber cambiadodesde 1768, y quería atravesar el estrecho yentrar en la bahía en pleno día. La recordabaahora, sentado cómodamente en el alcázardespués del desayuno, mientras gobernaba lafragata desde la verga velacho. El sol habíasubido cuarenta y cinco grados por el este en el

perfecto cielo y lanzaba sus rayos a las aguascristalinas, tan cristalinas que Jack pudo ver elbrillo de un pez que pasó muy por debajo de lasuperficie, tal vez a cincuenta brazas. No habíanada más que ver; no se veía el fondo y, deacuerdo con la carta marina del almiranteCarteret, no se vería hasta que estuvieran a tirode mosquete del arrecife, pues la costa estabacortada casi verticalmente. La fragata, con elviento entablado, navegaba en la forma típica enque se atravesaba un arrecife para pasar a unatípica ensenada de aguas poco profundas. Sólocon el velacho desplegado tenía velocidadsuficiente para maniobrar, y la proa se inclinabaligeramente porque tenía poco abatimiento. Jacktendría mucho tiempo para examinar el arrecife(muy ancho y lleno de cocoteros) la ensenada y laisla. No era como una de esas islas coralinas deforma ligeramente abombada que había visto amenudo en el sureste del Pacífico, sino muchomás rocosa. Tenía una masa de árbolesrodeados de plantas de variados tonos de verde,muchos de ellos intensos, en un elevadosemicírculo situado justo detrás del pueblo, que

formaba una media luna por encima de la marcade la marea alta, y en ambos lugares se reflejabala clara luz de la mañana. Era un pueblo típico,con canoas alineadas en la playa, pero la mayorparte del espacio lo ocupaba una gran casaalargada construida sobre postes, un tipo decasa que no había visto nunca.

También tenía tiempo para examinar lacubierta de la fragata. Desde la puesta de solestaba, si era posible, más limpia que lo habitual,y todo se encontraba colocado en perfectoorden, las betas estaban enrolladas a laflamenca y los objetos de latón que poseíabrillaban como el oro, ya que había la posibilidadde que invitara al rey de la isla a subir a bordo.Pero muchos marineros, y no sólo los másjóvenes, habían encontrado tiempo para ponersela ropa de bajar a tierra: camisa bordada,pantalón de dril blanco como la nieve con cintascosidas en las costuras, sombrero de paja de alaancha con una cinta con el nombre Surprise ybrillantes zapatos negros con lazos. Y es que elcapitán de la Surprise era muy generosoconcediendo permisos para bajar a tierra porque

todos los tripulantes eran voluntarios. La mayoríade ellos habían preparado pequeñas bolsas conclavos, botellas y pedazos de espejo, ya que,como era sabido de todos, regalos de ese tipohabían gustado mucho a las jóvenes de Tahití yésa también era una isla del Pacífico sur. Losmarineros sabían que estaban en el Pacífico surdesde que habían pasado los ciento dieciséisgrados de longitud este, y dijera lo que dijera eldoctor, todos (aparte de unos cuantos estúpidoscomo Flood, el cocinero, a cuyo hermano se lohabían comido en las islas Salomón) confiabanen que encontrarían sirenas. En el castilloestaban los dos médicos y Stephen miraba tanansiosamente la isla como Martin, a pesar dehaber menospreciado su potencial.

Pero el pueblo tenía algo raro. No habíamovimiento, aparte del vaivén de las palmas.Todas las canoas estaban en la playa: no habíaninguna en la ensenada ni en alta mar.

El sonido de las olas, las moderadas olasque rompían en la playa era más fuerte cada vez.Jack gritó a los hombres que estaban en elpescante:

–¡Hooper, adelante! ¡Crook, adelante!–Sí, señor -respondieron los dos, el que

estaba en estribor, con voz ronca; el que estabaa babor, con voz chillona.

Hubo una pausa y después se oyeronchapoteos cerca de la proa y las voces,alternándose, decían:

–No toca fondo este cabo. No toca fondo estecabo. No toca fondo…

La entrada se veía claramente un poco másadelante y el agua tomó un color más verdosoque azulado.

–Suban la escota una braza -ordenó Jack-.Timón a babor media caña. Firme, firme.

–Firme, señor.–Marca dieciocho -anunció la voz de estribor.–Marca diecinueve -dijo la voz de babor.–Timón a babor una caña -indicó Jack,

viendo una parte blanquecina delante.–Timón a babor, señor.Ahora la fragata estaba en medio del

estrecho, con el arrecife y sus altos cocoteros aambos lados. El viento llegaba por el través. Derepente, cesó el ruido de las olas al romper en la

parte exterior del arrecife y el prolongadomurmullo de la espuma cuando se retiraban. Lafragata se movía en silencio, con las sondassumergidas a ambos lados, y ocasionalmentehaciendo ligeros cambios de rumbo. Aparte deesas voces y el canto de una golondrina, no seoía nada. Hubo silencio en la cubierta hasta quese adentró en la ensenada, viró la proa contra elviento y echó el ancla. Ningún sonido llegó desdela costa.

–¿Va a venir, doctor? – preguntó Jack.Los dos médicos habían corrido de una punta

a otra del pasamano en el momento en que losmarineros habían bajado la lancha y estaban allí,de pie, rodeados de estuches para guardarejemplares, cajas y redes.

–Sí, con su permiso, señor -respondió eldoctor Maturin-. Nuestro deber es buscarantiescorbúticos enseguida.

Jack asintió con la cabeza y mientras losmarineros bajaban a la lancha los mosquetes, losregalos y los objetos generalmente empleadospara comerciar, preguntó:

–¿No te parece muy rara la tranquilidad que

hay en esta isla?–Sí, parece deshabitada. Pero tres hombres

de vista aguda y separados unos de otros hanasegurado que veían gente moviéndose en lalinde del bosque, concretamente jóvenes confaldas de hojas.

–Quizá se hayan reunido en el bosque paracelebrar una ceremonia religiosa -aventuróMartin-. No hay nada más propicio para laespiritualidad que un bosque, como sabían losantiguos hebreos.

–Bonden, tapa los mosquetes con la lona decubrir la popa -ordenó Jack, antes de irse alalcázar-. Señor West, saque un barrilete depólvora, mantenga la fragata con la batería defrente a la costa. Saque dos cañones y dispare almenor signo de dificultades. Dispare a bastantedistancia de nosotros si levanto la mano y conmetralla si nos persiguen con las canoas.Adelante, señor Reade.

Reade ya se había acostumbradoperfectamente a andar por todas partes con unsolo brazo, pero siempre había un grupo deansiosos marineros preparados para cogerle si

se caía, un grupo de marineros que siguieronsiendo tan amables como antes, pero actuaronmás razonablemente, cuando bajaron los dosmédicos seguidos del capitán.

–¡Zarpar! – gritó Reade-. ¡Ciar! Ahora todosjuntos, si pueden conseguirlo. Davis, rema atiempo, por una vez en tu vida.

Esas fueron las últimas palabras que seoyeron durante todo el tiempo que estuvieronatravesando la ensenada mientras los oficiales,pensativos, miraban fijamente la costa.

–¡Dejen de remar! – ordenó Reade por fin.Los barqueros metieron los remos en la lancha alestilo de la Armada. La lancha se deslizó unmomento y enseguida la proa se introdujo en laarena. El primer remero bajó de un salto y colocóla plancha.

–Vírenla, colóquenla con la popa hacia laplaya y manténgala a flote sujeta con un rezón -ordenó Jack-. Wilkinson, James y Parfitt lacuidarán durante esta marea y mantendrán losmosquetes ocultos. Los demás vendrán a laplaya conmigo. No la muevan hasta que dé laorden.

Subieron por la blanca arena con los ojosentrecerrados a causa del resplandor, peromirando con expectación a derecha e izquierda,hacia las canoas, el bosque y la casa alargada.A pesar de las órdenes, Reade, que iba detrásdel grupo principal, se acercó a las canoasdando saltos.

Unos momentos después, a la vez que unperro salió apresuradamente de detrás de lacanoa más próxima para meterse en el bosque,regresó corriendo. Se había puesto pálido,aunque estaba moreno, y anunció:

–Hay algo horrible allí. Creo que es una mujer-el grupo se detuvo y todos le miraron-… muerta -añadió con voz temblorosa.

–¿Le importaría no seguir adelante yesperarme aquí, señor? – preguntó Stephen.

Allí se quedaron todos, muy preocupados,mientras él se alejaba seguido de Martin. Bajo labrillante luz el silencio era inquietante. Se miraronunos a otros inquisitivamente, pero no dijeron niuna palabra, ni siquiera murmuraron, hasta que eldoctor, cuando volvía, gritó a cierta distancia:

–Señor, todos los hombres que no hayan

tenido la varicela deben regresar a la lancha.Y cuando llegó a su lado, preguntó:–Señor Reade, ¿ha tenido la varicela?–No, señor.–Entonces, quítese la ropa, báñese en el mar,

mójese bien el pelo y siéntese solo en la proa.No toque a nadie. ¿Quién tiene un yesquero?

–Aquí tiene, señor -respondió Bonden.–Por favor, haz saltar una chispa y quema la

ropa del señor Reade. Usted ha tenido laenfermedad, señor, si no recuerdo mal.

–Sí, cuando era niño -dijo Jack.Entonces miró a los marineros que estaban

un poco alejados y ordenó:–Johnson, Davis y Hedges, regresen a la

lancha.Ellos se volvieron, se tocaron la frente y,

decepcionados, pero sobre todo preocupados,empezaron a descender, y un remolino de humode un crematorio les siguió hasta el mar.

–¿Y todos los demás? – preguntó Stephen-.Asegúrense ahora, porque esta variedad es muymala y produce erupciones peligrosas.

Otro hombre se separó del grupo

murmurando algo e inclinando la cabezavergonzosamente.

–Bien, señor, voy a registrar la casa alargada-continuó-. Luego quizá podamos buscar losantiescorbúticos. Será mejor que los marinerosse queden aquí un rato. ¿Quiere venir conmigo,señor?

Jack, con gesto preocupado, empezó aseguir a Stephen y a Martin. Esperaba ver algodesagradable, repulsivo, pero lo que vio y oliócuando subió detrás de ellos la escalera ypenetró en la penumbra de la casa alargada,donde se oía un zumbido, fue mucho peor. Casitodos los habitantes del pueblo habían muertoallí.

–Aquí no podemos hacer nada -sentencióStephen, después de examinar cuidadosamentela casa de una punta a otra dos veces.

Cuando estaban fuera, en la plataformaelevada sobre la cual había una ancestralpirámide de cráneos, los de la base cubiertos demoho verde, dijo:

–Tenía razón, señor Martin, cuando habló deuna ceremonia religiosa. Y creo que aquí -

añadió, señalando dos hachas nuevas, pero unpoco oxidadas, que estaban sobre lo que habíasido recientemente un lecho de flores-, aquíhicieron sacrificios para salvar a la tribu, lospobres.

Jack volvió a seguirles mientras elloshablaban de la naturaleza de la enfermedad, delos estragos que causaba en naciones ycomunidades que no la habían padecido antes,de la gran cantidad de muertes que ocasionabaentre los esquimales y de que había sido llevadaallí por un ballenero, de cuya presencia eran unaprueba las hachas. Sentía aversión hacia losballeneros e indignación por no poder compartircon ellos su horror, y se limitó a acceder con unatriste mirada y una formal inclinación de cabezacuando Stephen, en el momento en que sereunían con los otros, le dijo:

–Creo que podemos coger cocos, frutas yvegetales, porque no robamos a nadie.

Stephen advirtió cuál era su estado de ánimoy el de los marineros, que por el cambio dedirección del viento se habían enterado de lo queno habían deducido de la expresión de su

capitán, de sus hombros caídos y de su andartrabajoso, y añadió:

–Permítame sugerirle que coja usted loscocos de los árboles que están en el arrecife,principalmente los más verdes, mientras el señorMartin y yo buscamos otras plantas en el interior.Pero, sobre todo, no permanezca en estaatmósfera mefítica. Primero, sin embargo, leruego que mande a Reade a la fragata y ordenea mi ayudante que antes de que suba a bordo lefrote todo el cuerpo con vinagre y le corte el pelo.Y Reade tendrá que permanecer en cuarentena.

–Muy bien -dijo Jack-. Enviaré la lancha otravez para recogerle cuando quiera.

–Esta lancha no, señor, si me lo permite.También hay que frotarla con vinagre, perodeben hacerlo marineros que puedan enseñarlas marcas de la enfermedad. Otra lancha, porfavor, y con tripulantes que no corran ningúnriesgo.

Un camino iba del pueblo al interior de la isla.Era muy empinado, estaba hecho de grandespiedras y bordeado por arbustos y enredaderas.Bajo los arbustos había varios isleños casi

convertidos en esqueletos, con los miembrosesparcidos en derredor. Pasaba junto a unterreno llano, un claro del bosque rodeado de unmuro de piedra para evitar que entraran loscerdos, que podían oírse gruñendo y escarbandoentre las plantas que crecían bajo los árboles. Enese terreno cercado, de considerable extensión,había boniatos, plátanos de diferentes clases ydiversos vegetales que crecían amontonados,aunque era evidente que habían sidodeliberadamente plantados, porque todavíapodía verse la tierra removida bajo la malahierba.

–Ésa debe de ser una arácea -dijo Martin,recostándose en el muro.

–Lo es. Creo que es una colocasia. Sí, enefecto, es una colocasia. Las hojas son amargas,pero el sabor mejora cuando se hierven. Es unexcelente antiescorbútico.

Siguieron avanzando, siempre subiendo, porlas piedras del camino, muchas de ellas pulidaspor el roce de los pies de numerosasgeneraciones. Encontraron tres terrenoscercados más y en el último vieron un gran jabalí

apoyado en el muro, intentando subir. Allí ya seencontraban muy lejos de la pestilencia. Martinrecogió varios moluscos y, después deexaminarlos con cuidado, los dejó caer en unacaja con los costados acolchados. Stephenseñaló una orquidácea cuyas flores blancas conpuntas doradas caían en cascada desde la grietade un árbol.

–Estaba preparado para la escasez de avesterrestres, mamíferos y reptiles, sobre tododespués de ver aparecer los cerdos -dijo Martin-,pero no para ver tanta variedad de plantas. A laderecha del camino, después de pasar el últimogrupo de colocasias… ¿Oye ese ruido parecidoal de un pájaro carpintero?

Ambos se detuvieron y aguzaron el oído. Allíel camino pasaba por entre un grupo decocoteros y sándalos y luego llevaba hasta ungrupo de rocas altas, delante de las cuales habíauna pequeña plataforma cubierta por orquídeasrastreras de agradable olor. El sonido, queparecía venir de allí, cesó.

–… he visto no menos de dieciocho especiesde rubiáceas.

Continuaron subiendo en silencio. CuandoStephen, que iba dos pasos delante de Martin,tuvo la plataforma al nivel de la vista, se agachóy, volviéndose hacia él, murmuró:

–Un mono. Un pequeño mono negro.El débil martilleo volvió a empezar y ellos se

acercaron. Stephen, cuidadosamente, le hizo unsitio a Martin, quien, después de un momento, lesusurró al oído:

–No tiene pelo.Entonces, de detrás de un cocotero salió otra

figura igual, pero cuando ellos la vieron erguida,por encima de la capa de orquídeas que tenían ala altura de la vista, se dieron cuenta de que erauna niña negra muy delgada que también tenía uncoco en las manos. La niña se reunió con laprimera, se agachó y empezó a dar golpes con elcoco sobre la enorme piedra plana, que, eraevidente, cubría un pozo o un manantial. Ambastenían aspecto enfermizo. Stephen se irguió y almismo tiempo tosió. Las pequeñas se cogieronde la mano sin decir nada, pero no echaron acorrer.

–Vamos a sentarnos aquí sin mirarlas, sin

hacerles caso -propuso Stephen-. Ya pasaron laenfermedad y, sin duda, fueron las primeras encogerla, pero se encuentran en muy mal estado.

–¿Qué edad tendrán?–¡Quién sabe! Nunca he atendido a niños,

aunque he hecho la disección a muchos. Tendránunos cinco o seis años. ¡Pobres criaturas tanpoco agraciadas y tan poco afortunadas! Nopueden abrir el coco.

Dio media vuelta, extendió el brazo ypreguntó:

–¿Me dejas probar?Tenían la mente embotada no tanto a causa

del terror o la pena como de la sorpresa y la faltade comprensión. Además, estaban sedientasporque no había llovido durante los últimos días.Pero aún tenían capacidad de razonamientosuficiente para comprender el significado deltono y el gesto, y la primera niña le tendió elcoco. Stephen lo perforó por la parte blanda conuna lanceta y la niña bebió con gran avidez.Martin hizo lo mismo con la segunda niña.

Ahora las niñas podían hablar y decían lamisma palabra una y otra vez, señalando la losa y

tirándoles de la mano. Cuando ellos la quitaron,las niñas metieron la cabeza en el agua ybebieron sin moderación, hasta que sus vientresvacíos se hincharon como melones.

–Creo que debemos llevarlas a la fragata,darles de comer y acostarlas -dijo Stephenmientras miraba cómo devoraban el coco reciénpartido-. Mientras unos marineros recogen losboniatos, los plátanos y las colucasias, otrospueden rastrear la isla para ver si haysupervivientes.

–Indudablemente, no podemos dejarlas aquíporque se morirían de hambre -convino Martin-.Pero, Maturin, si hubieran sido monos nodescritos, habríamos causado asombro enLondres, París, San Petersburgo… Vamos,niña…

Bajaron el camino despacio, cogidos de lamano, pero cuando llegaron al cercado más alto,las niñas empezaron a chillar y Stephen y Martintuvieron que pasarlas por encima de la tapiapara que entraran. Ellas corrieron a un platanalque les era familiar y comieron todos los plátanosque estaban a su alcance. Lo mismo ocurrió con

el segundo cercado, pero cuando llegaron altercero, las niñas estaban demasiado cansadasy débiles para seguir andando y ellos las llevaronhasta la orilla del mar dormidas en sus brazos.

–No podemos llamar a la lancha sindespertarlas -dijo Martin.

–¡Qué dilema! – exclamó Stephen,observando que la niña que tenía en brazosestaba llena de piojos-. Quizá podría posarla enel suelo.

Pero en cuanto lo intentó, los negros dedosse agarraron a su camisa con tanta fuerza quetuvo que erguirse de nuevo y abandonar la ideade hacerlo.

No tuvieron necesidad de llamar a la lancha.Cualquiera con la vista menos aguda que JackAubrey podría haber visto a media milla dedistancia que ellos no tenían en los brazosantiescorbúticos, sino criaturas parecidas aperezosos u osos australianos. No obstante,Jack se asombró cuando las vio de cerca y seenteró de lo que había que hacer.

–Bueno, súbanlas a bordo -ordenó-. Pollack,acuéstelas sobre los sacos que están junto a la

bancada de popa.–Pero así se despertarán -se quejó Martin-.

Puedo subir a bordo con cuidado por la plancha.–¡Tonterías! – exclamó Jack-. Cualquiera

puede darse cuenta de que no es usted padre,señor Martin.

Cogió a la niña, que tenía la cabezacolgando, y, pasándola por encima de la borda,se la entregó a Pollack, que la acostó sobre lossacos como un habilidoso y diligente esposo.

–Cuando los niños están dormidos de estamanera, con la cabeza colgando y la babaescurriendo de la boca -añadió Jack en un tonomás amable-, puede retorcerlos y hacer nudoscon ellos sin que se quejen ni se despierten.

Eso era totalmente cierto. Las niñas estabandesmadejadas como muñecas de paja cuandolas subieron por el costado, y no se movieroncuando las pusieron en una colchoneta junto alsaltillo del castillo.

–Digan a Jemmy Ducks que venga -dijo JackAubrey.

–¿Señor? – se presentó Jemmy Ducks, cuyoverdadero nombre era John Thurlow y tenía como

oficio cuidar las aves de la fragata, y a vecestambién conejos y otros animales más grandes.

–Jemy Ducks, eres padre de familia,¿verdad?

Al oír el inusual tono amable del capitán y versu sonrisa, Jemmy Ducks entrecerró los ojos y lemiró con recelo, pero, después de vacilar unosmomentos, admitió que tenía siete u ochopequeños monstruos en Flicken, al sureste deShelmerston.

–¿Y alguna es hembra?–Tres, señor. No, miento, cuatro.–Entonces seguramente estarás

acostumbrado a los niños.–Puede usted afirmarlo, señor. Gritos,

chillidos, empujones, encías rojas, echar losdientes, faringitis, sarampión, dolores deestómago… Y el pobre Thurlow toda la nochecaminando de un lado a otro meciéndolos en susbrazos y preguntándose si sería capaz de tirarlespor la ventana… Orinales, fuentes de papilla,pañales secándose en la cocina… Por eso meenrolé aquí para hacer un viaje largo, muy largo,señor.

–En ese caso, siento encargarte esta tarea.Mira la colchoneta que está a la sombra de laborda de estribor. A esas dos niñas que estándormidas ahí las trajeron de la isla y un grupo demarineros está buscando a otros supervivientes.Hay que lavarlas con agua tibia y jabón en cuantose despierten, y, cuando estén secas, elayudante del doctor les administrará un ungüentoque el propio doctor está preparando.

–¿Tienen piojos además de suciedad yvaricela, señor?

–¡Por supuesto! Y me parece que el doctorordenará cortarles el pelo. Cuando todo eso estéhecho, les darás de comer lo mejor que puedas ylas acostarás donde antes estaban los corderos.Si necesitas algo, pídeselo a Astillas o alcontramaestre. Adelante, Jemmy Ducks.

–Sí, señor.–Si esto dura, tendrás un ayudante todo el

tiempo.–Muchas gracias, señor. Será como estar en

tierra. Dicen que los hombres no podemosescapar de nuestro destino.

–Y si no hay supervivientes, recibirás dos

chelines al mes por este duro trabajo.No había supervivientes. La Surprise se alejó

y se alejó buscando los vientos alisios delsuroeste, pero eran escurridizos y ese añosoplaban mucho más al sur de la línea delecuador. Para alcanzarlos tendría queenfrentarse a la corriente ecuatorial y a vientostan flojos, a veces desfavorables, que el avancede medio grado hacia el sur de un mediodía aldel día siguiente sería digno de celebrarse.

Pero la travesía era agradable. El cielo teníacolor azul y el mar tenía un tono más oscuro;ocasionalmente había ráfagas de cálida lluviaque refrescaba el aire; el agua del mar estababastante fría, lo bastante para que Jack serefrescara por las mañanas cuando se tirabadesde el pescante de popa. Todavía quedabanmuchas de las provisiones del contramaestre, elcarpintero y el condestable que estaban a bordodesde que la habían armado al principio, y,además, tenía muchos productos frescos delarga duración. El incipiente escorbuto habíaremitido (a Hayes se le había soldado el brazo yBrampton estaba más animado).

Los productos eran de larga duración, y esofue una suerte, porque pasaron muchas semanasantes que la Surprise alcanzara los vientosalisios, que, además, eran tan flojos ycaprichosos que no hacían honor a su nombre nia su fama de fijos y constantes. La fragatanavegaba despacio, casi siemprecompletamente horizontal, y las semanas dieronun ritmo constante a la vida de los tripulantes. Porla mañana bombeaban las dieciocho pulgadasde agua de mar que habían dejado entrar por laválvula, una tarea que compartían Stephen yMartin turnándose para mover las palancas, puesse sentían en parte culpables de aquellasituación. Al principio los hombres de la guardiade alba hicieron esa tarea con disgusto, peroestaban acostumbrados a hacerla y no sequejaban, ni siquiera ahora que la Surprise teníatan buen olor como la Nutmeg. En la guardia demañana, después de atender a los pocospacientes que tenían, regresaban a la cámara deoficiales y, puesto que las olas que venían delsureste eran suaves y predecibles, no teníanreparos en poner incluso los especímenes más

frágiles sobre la mesa del comedor. La parte dela guardia de tarde en que no estaban comiendola pasaban en la cofa del mesana, turnándosepara contarse sus experiencias y lo que habíanobservado. Stephen había llegado ahora a laparte del viaje en que había subido la ladera deun inmenso volcán dormido, en cuyo cráter habíaun apartado paraíso donde los animales estabanprotegidos por la religión (en el lugar vivíanmonjes budistas), la piedad, la superstición y elaislamiento, y nunca los habían cazado ni dadomuerte ni molestado de ninguna forma, así queun hombre podía caminar entre ellos sindespertar mucha curiosidad. Allí se había abiertopaso entre manadas de ciervos que pastaban yse había sentado con orangutanes. Martin notenía cosas tan buenas que contar de las fríasestepas de la Patagonia, adonde ahora lanarración había llevado la Surprise, pero seesforzó cuanto pudo por hacer un buen papel.Habló del avestruz americano de patas con tresdedos, del colibrí austral, del mismo búho realque habían visto en el desierto del Sinaí, del patode Tierra del Fuego que no volaba, cuyo nido

había encontrado cerca de puerto Famine bajoun arbusto piroláceo cubierto de nieve (era elprimer ornitólogo occidental en verlo), y delperiquito verde de cola larga, que, en contra de loque se suponía, podía verse volando muy al sur,hasta la entrada del horrible estrecho deMagallanes, sobre bandadas de pingüinos quehabitaban en el árido litoral.

El asunto de lo que tenía que contar eramenos importante, pero su exposición fue muchomejor ya que estaba acostumbrado a hablar enpúblico. Además, como era un hombre alto y depecho ancho, su voz llegaba más lejos que la deStephen, que era un hombre enjuto. Cuandohablaba de los maravillosos huevos, su voz entrópor la claraboya de la cabina, donde Jack estabaescribiendo a su casa:

Como te decía, teníamos la intención depasar entre las islas Salomón y el archipiélagode la Reina Carlota, pero es posible quetengamos que hacer escala en uno u otro lugarpara tratar de comprar algunos cerdos, porque elavance de la fragata es lento.

Hizo una pausa y, después de mordisquear

unos momentos la punta de la pluma (el astil dela pluma de uno de los albatros más pequeños),continuó:

Sé que no te gusta que hable así de ningúnhombre, pero sólo te diré que hay momentos enque me gustaría mandar al diablo al señor Martin.No es que no sea un amable caballero, comosabes muy bien, sino que pasa tanto tiempo conStephen que casi no puedo verle. Me hubieragustado tocar con él la partitura que voy aejecutar esta noche, pero los dos están hablandopor los codos en la cofa del mesana y no megusta interrumpirles. Sin duda, el destino de uncapitán de barco de guerra es vivir en soledadrodeada de esplendor, sólo mitigada por losbanquetes más o menos formales y obligatoriosque da o le ofrecen, pero, después de tener unamigo íntimo a bordo durante tantas misiones,me he acostumbrado a ese lujo y me molestamucho que le aparten de mí.

El avance de la fragata era lento. A pesar deque le habían limpiado los fondos en Callao y dela protección de las placas de cobre, se habíapuesto muy sucia en aquellas cálidas aguas, tan

sucia que alcanzaba medio nudo menos develocidad con viento flojo. El avance de las niñasen el aprendizaje del inglés, en cambio, eraextraordinariamente rápido, y lo habría sido mássi algunos marineros no les hubieran hablado enla jerga que empleaban en la costa occidental deÁfrica.

Las llamaban Sarah y Emily, ya que Stephen,que era indiscutiblemente responsable de ellasporque las había encontrado y las había llevadohasta la playa, tenía derecho a ponerles nombre yse había opuesto a darles los de Jueves eHipopótamo. Generalmente pasaba algún tiempocon ellas cada día. Cuando se vieron a bordo,estaban asombradas y desconcertadas ypermanecían cogidas de la mano en su oscuro yresguardado alojamiento, pero ahora corrían porel castillo con sus vestidos de lona rectos, sobretodo durante la guardia de tarde. A vecessaltaban de tablón en tablón sin tocar las juntasmientras cantaban con extraños sonidosguturales o imitaban la forma de cantar de losmarineros. Eran más bien tontas y, en general, seportaban bien, aunque Emily a veces se

mostraba obstinada y violenta. No dejaban deser flacas por mucho que comieran y no tenían niun ápice de belleza. Jemmy Dueles no tuvodificultad para enseñarles las normas de aseo,ya que se habían acostumbrado a lavarsecuando estaban sanas, y el hecho de queestuvieran piojosas se debía, en parte, al tipo depelo de que tenían, que era grueso y rizado y seextendía seis pulgadas alrededor de la cabezahasta que el barbero de la fragata se lo cortó alrape y, en parte, a que en aquella zona no sehabía inventado el peine todavía. Tampoco tuvodificultad para enseñarlas a ser puntuales, ya queenseguida comprendieron el significado de lascampanadas de la fragata. Obviamente, habíanadquirido la noción de lo sagrado mucho antesde subir a bordo, pues ponían una expresióngrave cuando Jemmy Ducks las llevaba a la popalimpias y con el pelo cepillado, guardabansilencio en cuanto llegaban al alcázar ypermanecían junto a él como dos estatuasmientras duraba la ceremonia de pasar revista.

Una vez que fue posible establecercomunicación con ellas, parecían

desasosegadas cuando les preguntaban por suvida anterior. Daba la impresión de que laconsideraban un sueño del que habíandespertado a la vida real, que consistía ennavegar eternamente, siempre hacia elsursuroeste, entre campanadas que sonaban aun ritmo invariable, usando vestidos de lonarectos que se lavaban dos veces por semana,hablando algo parecido al inglés, tomando en eldesayuno gachas sin leche (el chocolate seconsideraba un alimento demasiado graso paraniñas), en la comida, estofado de carne o pastelde carne, vegetales y pescado con galletas debarco (que les encantaban), y en la cena, caldo ymás galletas. Y hasta tal punto era así, hasta talpunto creían que ésa era realmente su vida que,después de un tiempo, cuando una canoa llenade habitantes de las islas Salomón se abordócon la fragata, sintieron tanta angustia y tantomiedo que gritaron «¡negros cabrones!» y sefueron abajo corriendo, aunque nunca habíandado muestras de aversión hacia los tripulantesnegros de la Surprise, sino todo lo contrario. Ycuando las trajeron a la cubierta, Stephen con

Emily de la mano y Jemmy Ducks con Sarah,para ver si entendían al jefe de un pueblo que,obviamente, poseía cerdos, protestaron, dijeronque no podían entender ni una palabra yprorrumpieron en tan amargos sollozos quetuvieron que llevárselas de allí.

–Usted dirá que son tontas -dijo Martinmientras comían en la cabina-, pero, ¿se hafijado que en el castillo hablan inglés con elacento de la región occidental de Inglaterra y enel alcázar con otro muy distinto?

–Sin duda, tienen una extraordinariacapacidad para las lenguas -reconoció Stephen-.Y tengo la impresión de que en su isla usaban unlenguaje o, al menos, un vocabulario paracomunicarse con su familia, otro para hablar conadultos fuera de la familia y un tercero parahablar en lugares sagrados o dirigirse a lasdeidades. Tal vez fueran variantes de la mismalengua, aunque estoy seguro de que eranvariantes muy diferentes.

–Me parece que se están olvidando de supropia lengua -intervino Jack-. Ya nunca se lasoye hablar entre ellas en lengua extranjera, como

solían hacer.–¿Es posible que uno llegue a olvidarse de

su propia lengua? – preguntó Pullings-. Delenguas que uno aprende, como el latín y elgriego, sí, pero de la propia, no creo. Claro quepuedo equivocarme, señor, porque un capitán denavío sabe más que un capitán de corbeta,naturalmente.

Stephen tomó un sorbo de vino. En ciertomomento había estado a punto de olvidarse delirlandés, su lengua nativa, la primera que habíahablado, ya que se había criado en el condadode Claire, y, aunque había resurgido de lasprofundidades después de los tres años quehabía estado usándola para hablar con Padeen(su sirviente casi monolingüe), todavía habíapalabras, algunas de ellas muy comunes, cuyosonido le era familiar pero cuyo significado habíaolvidado por completo.

Padeen Colman, a pesar de ser un hombreanalfabeto, incapaz de revelar, aunque fuerainocentemente, cualquier información quepudiera obtener, ya que sabía muy poco inglés y,además, lo poco que sabía era casi

incomprensible para sus amigos porque su hablaera defectuosa, era el sirviente ideal para alguientan vinculado a la política y al Servicio SecretoNaval como Stephen; sin embargo, era muchomás que eso, un hombre amable y muyafectuoso. Stephen le tenía mucho cariño yesperaba encontrarle en los penales de NuevaGales del Sur, adonde le habían trasladado, yhacer por él todo lo que pudiera.

Stephen se dio cuenta de que todos los queestaban en la mesa estaban en silencio, y allevantar la vista notó que le sonreían.

–Les pido disculpas -dijo-. Mi mente estabamuy lejos de aquí. Perdónenme, se lo ruego.¿Alguien me hizo una pregunta? – No, nadie -respondió Jack, llenando su copa-. Estabadiciéndole a Tom que había llegado el momentode disminuir velamen, y que cuando la cubiertaya no parezca el costado de una casa, tal vez lesgustaría quitarse sus elegantes chaquetas y llevarsus catalejos a la cofa. En estos arrecifes, islas eislotes rocosos, a menudo hay aves a cincuentamillas alrededor. En la isla Norfolk hay algunasaves muy curiosas que hacen madrigueras y

regresan a ellas de noche.Hasta poco antes que la Surprise cruzara el

trópico de Capricornio, los vientos alisios noempezaron a soplar realmente, pero desdeentonces la fragata, navegando de bolina o conel viento a diez grados por la popa, demostró loque era capaz de hacer con las juanetesdesplegadas, las gavias arrizadas y una largaserie de foques y velas de estay. La espuma ytambién el agua a veces saltaban por encima dela amura de barlovento, y las niñas seempapaban y gritaban de alegría. La oscilantecubierta llegaba a un ángulo de inclinación desdeel que era imposible enfocar un ave con elcatalejo, a menos que a uno le ataran a una basefirme, aunque, de todos modos, era probable quela espuma cubriera el catalejo de uno,independientemente de que fuera un valiosocatalejo acromático de gran potencia. Aunquetenía los fondos sucios, durante el día la Surprisenavegaba a doce o trece nudos y durante lanoche, con las juanetes arriadas, a siete u ocho,entre enormes olas, por aguas siempretransparentes (exceptuando la espuma), como si

hubieran sido creadas el día anterior, quevariaban de color, desde el índigo al aguamarina.La velocidad sólo disminuía al alba y alcrepúsculo, cuando Jack y el señor Adams, aquienes les encantaban los números, medían latemperatura del agua a varias profundidades, lasalinidad y la presión atmosférica.

Durante esos días, bandadas de nubesblancas pasaban muy alto por el cielo, enalgunos mucho más alto y en dirección contrariaal viento que soplaba del oeste por encima delos alisios, un interesante fenómeno que rara vezpodía verse tan bien. Pero eso tenía elinconveniente de que ocultaba las estrellas eincluso el sol, lo que impedía hacer medicionesprecisas. Y como a Jack no le gustaba dependerde la estima, sobre todo en esas aguas, decidiónavegar a moderada velocidad una tarde paraver si los serviolas podían divisar alguno de losfamosos arrecifes de esas latitudes, como elAngerich, donde la espuma de las grandes olasque rompían parecía agua hirviendo inclusocuando había marea viva, por lo que muchoscapitanes lo usaban como punto de referencia.

Jack pidió café y se lo trajeron en unaelegante cafetera de plata protegida por un forrode blanco cáñamo de Manila, un forroprimorosamente tejido por Bonden. Mientrastodos lo tomaban, la fragata aminoró lavelocidad, el ruido que hacía el agua al pasar porsus costados disminuyó y ellos dejaron desentarse atados a las sillas.

–Cuando subas a cubierta, no tengas reparoen ir al lado de barlovento. A ese lado es dondedebería estar el arrecife, si tiene sentido deldeber.

Hizo extensiva su cortesía a Martin,invitándole a cenar en la cabina y a tocar músicaesa noche, a pesar de que Martin tocaba sinbrillantez y con bastante rudeza y de que no sabíacalcular bien ni el tiempo ni el tono.

Stephen y Martin se situaron discretamente alfinal del alcázar, junto al costado de barlovento.Desde allí podían ver una extensa zona de aguasazules y una interminable serie de olas deredondas crestas, algunas coronadas de blancaespuma, bastante separadas entre sí einterceptadas por ondas transversales que la

corriente local formaba. Estaban apoyados en laborda, en mangas de camisa, y de vez encuando les salpicaba la espuma, pero se sentíana gusto al sol, que calentaba a pesar depermanecer oculto.

–Llegó usted a conocer a Macmillan, miayudante en la Nutmeg, ¿verdad? – preguntóStephen.

–Le vi sólo un momento. Es un escocés joveny delgado al que preocupa mucho que le dejen acargo de la enfermería.

–Es un joven amable, concienzudo y diligente,pero, sin duda, inexperto. Recuerdo que le habléde las penalidades de la vida humana,especialmente las que sufren los médicos. Lehablé de la continua e insistente demanda decomprensión y atención personal que llegaba aagotar la paciencia de cualquier hombre, amenos que fuera santo, al final del día, lo que lehace mostrarse abiertamente indiferente en unhospital o ante pacientes pobres y veladamenteindiferente ante pacientes ricos, aunque seavergüenza de su indiferencia cuando llega adominar de alguna forma la situación. Pero me

olvidé de otro aspecto insignificante, pero quepuede llegar a ser sumamente irritante.

Entonces miró hacia donde estaba Davies ElTorpe guardando una camisa remendada en subolsa. El corpulento y aterrador marinero a vecesestaba poseído de alegría durante brevesperíodos, y en ese momento cogió a Emily, lacolocó sobre su espalda, justo detrás del cuello,y, después de advertirle: «Sujétate bien», subiócorriendo por los obenques del mastelero hastala cofa, luego pasó por encima de la barandilla ysiguió subiendo hasta la cruceta, mientras la niñadaba gritos de alegría.

–Ése es un ejemplo. Ese tipo gigantesco, porquien admito que siento verdadera simpatía, estámedio loco, como sabe usted muy bien, y le doysemanalmente una poción de heléboro paraevitar que cause daños a sus compañeros,porque es irascible y extraordinariamente fuerte.Pues bien, cada vez que va a buscar la medicinava arrastrando los pies, pone una expresióntriste, frunce los labios, inclina su enorme cabezahacia un lado y responde a mis preguntas con lamansedumbre de un cordero. Le daría una

patada si me atreviera.–¡Arrecife a la vista! – se oyó desde el tope.Luego, la habitual pregunta, la habitual

localización, el habitual ir y venir apresurado, ypor fin el inconfundible torbellino de espuma,situado por la amura de babor, pudo verse desdela cubierta.

–Está muy bien y sería un ingrato si mequejara -dijo Martin después de observarlodurante algún tiempo con el catalejo-, pero mehubiera gustado que el capitán Aubrey noshubiera permitido ver tan claramente la granbarrera del coral.

–A mí me hubiera gustado ver, sobre todo, laisla Lizard, desde la que Cook y sir Josephexploraron los estrechos, pero comprendo que elcapitán pusiera reparos. El Endeavourfinalmente pudo pasar al exterior del arrecife poruno de estos estrechos, pero entonces el vientoroló y empezó a soplar hacia tierra y el fuerteoleaje lo empujó poco a poco, inevitablemente y,sin que sus hombres pudieran hacer nada, haciael gran muro coralino cubierto de gigantescasolas. En el último instante una brizna de viento lo

empujó lo suficiente para que la corriente, en elmomento en que subía la marea, lo arrastrara porun canal al otro lado del arrecife otra vez.Recuerdo que cuando sir Joseph me lo contó,todavía sentía el horror que experimentó en losúltimos pasos hacia la aparente destrucción. Anosotros nos pasó algo muy parecido cuandoestábamos en la Diane frente al archipiélago deTristán da Cunha, como le conté. En esemomento yo me encontraba bajo la cubierta,pero la fragata ya estaba a diez yardas delimpresionante acantilado de la isla Inaccesiblecuando una ráfaga de viento, tambiénprovidencial, la apartó de allí. Y el capitán estáfirmemente decidido a no volver a depender deesa forma de la Providencia. No quiere tenerabsolutamente nada que ver con arrecifes decoral ni de ningún otro tipo.

Martin estuvo digiriendo eso durante algúntiempo y después, en voz baja, dijo:

–Las niñas ya tienen una gran familia de ratasdomesticadas.

–¿Ah, sí? Sabía que cada una tenía una, novarias.

–Al menos tienen media docena -añadióMartin-. ¿Cree que ése es un petrel de la islaNorfolk?

–Podría ser -respondió Stephen-. Hay ungrupo un poco más al este. No, querido Martin, eleste es la derecha.

–Pero, indudablemente, no en el hemisferiosur.

–Le preguntaremos al capitán Aubrey, queseguramente lo sabrá. Pero están a la derecha,de todas formas. ¡Ah, han desaparecido!

Volvieron a hablar de las ratas, de lo mansasque eran y de que ahora podían verse ir de unlado a otro en pleno día y muy por encima de labodega y el lugar donde se guardaba la cadenadel ancla, lo que los marineros atribuían a ladesacostumbrada limpieza del lastre, cubiertocada noche por gran cantidad de agua que sebombeaba todas las mañanas. Se sabía que lasratas engordaban con el mal olor, y como ahoratrataban la fragata de tal manera que el lastreestaba muy limpio, tan limpio como una playaparadisíaca, no había mal olor.

–¡Barco a la vista! – gritó el serviola desde el

tope de un palo.–¿Dónde? – preguntó Jack.Y esta vez el serviola contestó:–Justo delante, señor, casi exactamente

delante. Tiene jarcia de cruz, pero no sé si es unnavío o un bergantín.

Desde que se había hecho la marcacióntomando como punto fijo el arrecife Angerich, laSurprise había desplegado metódicamente unavela tras otra y ahora navegaba a unos dieznudos, pero el barco que estaba delantenavegaba a más velocidad. Poco despuésOakes, desde la cruceta del mastelerillo, gritóque era un navío y que tenía desplegadas lasalas de barlovento superiores e inferiores.

Un poco más tarde, añadió:–Tiene un gallardete de barco de guerra,

señor.Y aún más tarde agregó:–Tiene dos puentes, señor.–¡Ja, ja, ja, debe de ser el viejo Tromp, de

cincuenta y cuatro cañones! – exclamó Jackdirigiéndose a Pullings-. Billy Holroyd está almando ahora. ¿Conoces al capitán Holroyd,

Tom?–No, señor, aunque he oído hablar de él, por

supuesto.–Fuimos compañeros de tripulación en el

Sylph cuando éramos muchachos -explicó, ydespués, alzando la voz, añadió-: Digan a Killickque venga.

–¿Señor? – dijo Killick, que apareció como elmuñeco de una caja sorpresa.

–Registra la despensa para ver qué tenemospara dar un banquete.

–Ha hecho la señal secreta, señor -anuncióReade al señor Davidge, el oficial de guardia.

Davidge repitió eso a Pullings, que ocupabaotra vez el puesto de primer teniente, y Pullings, aJack, que ordenó dar la respuesta habitual yhacer a continuación la señal que indicaba «ponbarco pairo y ven cenar». La Surprise viró paraque pudiera leerse mejor el mensaje y al mismotiempo Jack dijo:

–Preparados para disminuir velamen yponerla al pairo.

Durante unos momentos no pudo verse larespuesta del Tromp, ya que se acercaba de

frente y tenía el viento a veinticinco grados por laaleta, pero por fin Reade, que había adquiridoagilidad para sostener un catalejo apoyando elextremo en algún lugar de la jarcia, gritó:

–Dice: «Llevo despachos», señor.–No puede detenerse -informó Stephen a

Martin-. Creo que no podría parar ni aunqueestuviéramos acosados por voraces tiburones envez de por una voraz curiosidad.

En efecto, no se detuvo, pero el capitán nosiguió estrictamente las reglas, pues mandóaflojar las escotas, y el barco, que era deconstrucción holandesa y de costados casirectos y se dirigía a la India por la ruta quepasaba por el estrecho de Torres, pasó a menosde veinte yardas de la Surprise, que estaba alpairo. Entonces los dos capitanes se subieron ala batayola.

–¿Cómo estás, Billy? – inquirió Jack,agitando el sombrero en el aire.

–¿Cómo estás, Jack? – preguntó Billy.–¿Qué noticias tienes?–En la India dicen que Boney lo ha

conseguido otra vez en algún lugar de Alemania,

me parece que en Silesia. Se apoderó de cientoveinte cañones e hizo pedazos el ala derecha delejército prusiano.

–¿Qué noticias tienes de Inglaterra?–No había ninguna cuando salí de la bahía de

Sidney. El Amelia tenía cuatro meses de retrasoy…

Las demás palabras se las llevó el vientojunto con el barco. Todos los tripulantes de laSurprise habían estado escuchandodescaradamente y en los rostros de todos sereflejó la decepción, y al oír la orden de Jack«¡tirar de las brazas hacia atrás!» no lacumplieron con tanto celo como solían hacerlo.

–Siento mucho que no hayas conocido alcapitán Holroyd esta vez -dijo Jack cuando sereunieron para cenar-. Estoy seguro de que tehabría resultado simpático. Tiene una voz muydulce, de tenor, que es algo raro en la Armada,donde hay que gritar desaforadamente. Esperoque al menos nos beneficiemos de la búsquedade Killick en la despensa. Tal vez haya algunosde los manjares que nos obsequió amablementela señora Raffles.

La guardia había comenzado, y desde hacíatiempo los marineros habían arriado las juanetesy habían tomado dos rizos en las gavias. Cuandosonaron las tres campanadas de la guardia deprima, la última de ellas desigual, se pudieron oírsus voces en la gran cabina, lejanas pero claras.Inmediatamente Jack miró hacia la puerta de lacabina-comedor, que por lo general se abría tanpuntualmente como la de un reloj de cuco, dandopaso, en vez de a un pájaro, a Killick, que decía:«La cena está servida, señor, con su permiso» o«la cena está en la mesa», dependiendo de lacompañía.

No se abrió, pero detrás parecía que habíauna pelea. Jack sirvió más vino de Madeira.

–Ahora que lo pienso, señor Martin -dijo-,creo que usted prefería jerez como aperitivo. Porfavor, discúlpeme… -extendió el brazo paracoger otra botella.

–¡Oh, no, señor, no! – exclamó Martin-.Prefiero beber vino de Madeira. No cambiaríaeste vino por ningún jerez. Es seco, pero tienemucho cuerpo. Me ha despertado un apetito deleón.

Stephen fue a coger su violonchelo, se sentóen la taquilla que estaba junto al ventanal depopa y tocó en pizzicato Rakes of Kerry mientrascanturreaba:

–«Escucharás en una lejana encrucijadacubierta por la hierba, la noche de la fiesta por lallegada del verano, cuando la hoguera arda en lamontaña, muchos pífanos y cinco violines, a cuyoritmo bailarán los jóvenes como poseídos y lasjóvenes, mansas como palomas, pero sin perderel paso.»

–Por favor, tócala otra vez -rogó Jack.Stephen la tocó otra vez y luego volvió a

tocarla con variaciones y añadiendo algunospensamientos suyos. Por fin la puerta se abrió yKillick, con la cara pálida y aspecto de loco, sequedó en el umbral.

–¿Está lista la cena? – preguntó Jack.–Bueno, la sopa, sí -respondió Killick

después de vacilar un momento-. Es decir, más omenos. – Entonces estalló de rabia y dijo-: Pero,señor, las ratas se comieron las lenguasahumadas… se comieron las mermeladas… secomieron el té enlatado… y se comieron los

últimos pepinos encurtidos de Java… Y ahoraestán paseándose por ahí despreocupadamentey mirándole a uno con impertinencia. Lo revolvítodo, señor, tardé horas revolviéndolo todo.

–Bueno, al menos no se bebieron el vino. Poneso en la mesa, sirve la sopa y di al cocinero quehaga lo que pueda. Vamos, échale una mano.

–Creo que este banquete ha sido como unbarmécida, señor -se disculpó Jack.

–¡Oh, no, señor! – exclamó Martin, y añadió-:No hay nada que me guste más que el… -perovaciló un momento tratando de encontrar unnombre para el plato preparado con carne devaca aún medio salada, después de conservarlaen sal en un barril durante dieciocho meses,cortada y frita con galletas de barco trituradas ymucha pimienta- …fricasé.

–Bueno -dijo Jack-. Pero creo que eldivertimento en do mayor que tocará el doctor…-y se interrumpió cuando estaba a punto de decir:«nos divertirá», pero agregó-: servirá comocompensación.

Varios días después, tras una violentatempestad que, según predijeron todos, y muy

acertadamente, precedería a un período decalma, cuando se encontraban aproximadamentea un par de millas de Sidney, Stephen se diocuenta de que la caja para guardar hojas de cocaque tenía en la mesilla estaba vacía, así que bajóa la cabina que compartía con Jack para buscarmás. Las hojas estaban prensadas dentro deblandas fundas de cuero en forma de salchichasy con costuras tan perfectas como las que sehacían en cirugía, cada una metida en una bolsade piel de dos capas untada con aceite paraprotegerla de la humedad. Había calculado casiexactamente la duración de cada una, y apartede la bolsa que usaba ahora, la bolsa que estabaabierta, había suficientes para que le duraranhasta que llegara a Callao. Porque las hojasprocedían de Perú.

Las bolsas estaban guardadas en un enormebaúl de quiebrahacha, un elegante baúl javanéscon intrincadas incrustaciones de latón en la tapay en los costados, y aunque había oído hablar dela actitud confiada de las ratas y las había visto,pensaba que no tenía por qué temerlas en esecaso, sobre todo porque aquel pañol se usaba

para guardar vino, ropa de invierno y libros,cosas que no tenían nada que ver con ladespensa. Pero las ratas le engañaron, aunqueno a él primero que a otros tripulantes. Habíanroído los tablones del suelo y el fondo del baúl, ydentro no había nada más que excremento derata. Nada. Se habían comido todas las hojas ytodas las bolsas impregnadas de la esencia delas hojas. Además, era obvio que estabandeseosas de entrar otra vez, que estabanimpacientes por volver a roer la madera sobre laque estaban colocadas las bolsas, ya que ungrupo de ellas estaban justo fuera del hazluminoso proyectado por el farol.

«Tengo que cuidar las hierbas y la sopadesecada», pensó y se fue a la enfermería,donde Martin estaba haciendo el inventario delbotiquín para reponer lo que faltaba en Sidney.

–Escuche, colega -dijo-: esas infernales ratasse han comido mis hojas de coca, las hojas decoca, ¿se acuerda?, las que masticaba de vezen cuando.

–Las recuerdo muy bien. Me dio algunascuando estábamos frente al cabo de Hornos y yo

tenía mucho frío y mucha hambre. Creo que ledecepcioné, pues me quejé de que no me hizoningún efecto y de la subsiguiente falta desensibilidad en el paladar primero y en toda laboca después, por la cual la poca comida queingerimos me pareció insípida.

–Sin duda, el efecto depende de laidiosincrasia. A mí, y creo que a la mayoría de losperuanos, nos produce cierta euforia yserenidad, aumenta nuestra capacidad dereflexión y suprime el sueño a destiempo y elhambre. Y es evidente que las ratas sintierontodo eso incluso más intensamente. Ahorarecuerdo que la última vez que abrí el baúl parasacar hojas de una bolsa abierta y llenar la cajaque tengo sobre la mesilla, haceaproximadamente dos semanas, dejé caeralgunos fragmentos y polvo al suelo, y como teníatanta abundancia, cometí la insolencia de norecogerlos. Probablemente ellas encontraroneso, se lo comieron y les gustó tanto el resultadoque trataron por todos los medios de coger elresto, así que terminaron por abrir un agujero enel fondo. Pienso que deberíamos guardar todas

las hierbas y cosas similares en cajas metálicasforradas. Como las ratas sintieron tantasatisfacción al comerse la coca y engulleronhasta la última hoja, es indudable que estánbuscando más desesperadamente.

–Eso explicaría la devastación que causaronen la despensa del capitán, que nunca anteshabían atacado.

–También explicaría el cambio decomportamiento que hemos observado: lamansedumbre, la actitud confiada con que vande un lado a otro y la contemplación de los quepasan por su lado. Así estaban cuando comíanlas hojas. Y ahora están deseosas de conseguirmás. Cuando contemplaba las ruinas de misprovisiones, de mi única gratificación, Martin,estaban a mi alrededor farfullando, casi sinpoderse contener.

–Supongo que le habrá causado mucha penaver destruida toda su reserva -dijo Martin-, peroespero que su falta no sea tan grave como la deltabaco.

–¡Oh, no! No causan una adicción tan fuertecomo ocasiona a veces el tabaco, aunque,

curiosamente, algunos de sus efectos sonsimilares. Además, quitan las ganas de fumar.Aunque todavía me complace fumar un puroocasionalmente después de una buena comida,si tuviera por las mañanas mi pequeña bola dehojas rociadas de zumo de lima, estaría feliz sineso.

Al día siguiente, a Emily y a Sarah lasmordieron sus ratas domesticadas. Lloraron, ycuando Stephen les cauterizó las heridas,lloraron aún más. Por la tarde las ratasdesaparecieron de los lugares de la fragatadonde habían causado más asombro, peropodían oírse pelear donde se guardaban lascadenas del ancla y la bodega. Sin embargo, enla fragata había pocos tripulantes que pudieranoírlas roer furiosamente, dar gritos de rabia ychillidos de muerte de proa a popa, porque en lacalma chicha habían aparecido en la superficievarias tortugas, tortugas verdes, y ellos habíanbajado las lanchas de la Surprise con muchocuidado y se les habían acercado remandosuavemente. Cogieron cuatro, todas hembras ymuy pesadas, de no menos de un quintal.

Además, tuvo lugar la matanza del último cerdocomprado en las islas Salomón, pues JackAubrey insistió en ofrecer a Martin algorealmente comestible que hiciera olvidar ladesafortunada cena. Ésa era una ceremoniapara quienes se habían criado rodeados decerdos, como era el caso de la mayoría de lostripulantes de la Surprise, y la seguían morcillas ymuchos otros manjares.

La tarde siguiente a esa comida Stephen sefue a la cabina alternativa, la que estaba másabajo, donde podría escribir a solas. Se pusotapones de cera en los oídos para poder escribiren silencio, ajustó la pantalla verde de lalámpara, apoyó el puro en un plato de peltre yescribió:

Es absurdo, cariño mío, que en este día, casiel último de nuestro viaje, todos los hombres demar tengan que comer como condes; sinembargo, así ha sido y así será mañana, porquelos oficiales invitaron a Jack y a los dosguardiamarinas a la que probablemente será laúltima comida antes de llegar a la bahía deSidney, pues el viento ha revivido, y, a pesar de

los tapones, puedo oír el moderado impacto delas olas contra la proa de la fragata. ¡Carne decerdo fresca y carne de tortuga! Ambas sonbuenas y, por supuesto, lo parecen mucho másdespués de haber pasado un tiempo con muypocos víveres. Comí vorazmente y ahora estoyfumando como un voluptuoso turco, lo que merecuerda el curioso incidente del otro día. Bajépara llenar con hojas de coca la caja que tenía enla mesilla y me encontré con que las ratas sehabían comido toda mi reserva. Se comierontodo, hasta las bolsas untadas con aceite. Desdehace algún tiempo el comportamiento de lasratas de la fragata (muy numerosas) ha suscitadocomentarios, y ahora está claro para mí que sehan convertido en esclavas de la coca. Despuésde habérselas comido todas, ahora que se venprivadas de ellas, su mansedumbre, lo quepodríamos llamar su complacencia y suatrevimiento desaparecieron. Son ratas o algopeor que ratas y se pelean y se matan unas aotras. Si me destapara los oídos podría oír suschillidos. Hasta ahora no he matado ninguna nihe tenido deseos de hacerlo, pero yo también

manifiesto esa falta, aunque de otra manera:como vorazmente y con los ojos desorbitados(mientras que la coca impone moderación), fumoy disfruto mucho haciéndolo (mientras que lacoca quita las ganas de fumar) y el sueño haceque se me cierren los ojos ahora (mientras que lacoca me hacía mantenerme bien despierto hastala guardia de media). Espero poder llegar aSidney pasado mañana, o el primo, el secondo,el terzo día después o infinitos días después,porque, a pesar de las decepcionantes palabras«no hay noticias de Inglaterra», es posible quelogre saber algo de ti por un barco que hayallegado antes, y, además, aunque esto no puedecompararse con lo anterior, porque podríaconseguir una nueva reserva gracias a algúnmédico o algún boticario, como ocurrió enEstocolmo. Lamentaría verme reducido al estadode los dos animales que ahora veo en unaesquina cerca de mi banqueta pero no oigo, ycomo no los oigo, el horror que produce su ferozlucha es más intenso. Pero el hombre (al menoseste hombre en particular) es tan débil que si unainocente hoja puede protegerle aunque sea un

poco, ¡que viva la inocente hoja!La comida que ofrecieron los oficiales al

capitán fue más copiosa que la del día anterior,si era posible. No fue tan elegante, pues comolos oficiales de la Surprise eran simplementetripulantes de una embarcación alquilada por elrey, no tenían otros objetos de más calidad que elpeltre que no fueran las cucharas y los tenedores;sin embargo, el cocinero de la cámara deoficiales, por medios que sólo él conocía, habíaconservado la habilidad de hacer un excelentepudín de sebo que llamaban «niño ahogado»,que, como todos sabían, era el postre favorito deJack, y lo sirvió en un cuartel bien fregado entregritos de alegría. Otra diferencia entre la Surpriseque era propiedad del rey y la Surprise alquiladapor el rey era que en la segunda no habíasirvientes detrás de las sillas de los oficiales.Eso se debía, en parte, a que no había a bordo niinfantes de marina ni grumetes, la principal fuentede suministro, y, en parte, a que hubieradesentonado con el actual estado de ánimo de latripulación. Esa comida no tuvo tantamagnificencia y la sucesión de platos fue más

lenta, pero la conversación fue mucho másanimada. Cuando Killick y el despensero de lacámara de oficiales se marcharon, Jack, con lacara roja por la saciedad, miró a su alrededorsonriendo a los anfitriones y dijo:

–No sé si alguno de ustedes, caballeros, haestado en Sidney antes.

Todos respondieron negando.–El doctor y yo estuvimos allí hace varios

años, cuando yo estaba al mando del Leopard.Fue en el momento en que había una difícilsituación porque los militares y el gobernadorBligh estaban en desacuerdo, así que no hicimosmás que coger las pocas provisiones que losmilitares nos permitieron coger y seguimosnavegando. Pero estuve en tierra el tiemposuficiente para hacerme una idea de la situación,y fue realmente desagradable. El lugar estabagobernado por los militares entonces, y aunquepoco después pusieron a la sombra a los quedepusieron al gobernador, he oído que las cosassiguen más o menos igual. Voy a contarles lo quevi, que seguramente será lo que ustedes veráncuando bajen a tierra. No tengo nada que decir

del desacuerdo entre el almirante Bligh y elEjército, pero sí les diré que, dejando a un ladoesa discordia, nunca he conocido a ningún militarque no sintiera antipatía por los marinos. Esostipos me parecieron exagerados en el vestir,maleducados, inhospitalarios y pendencieros. Séque el Ejército no pone muchos reparos a lagente que compra un cargo en regimientosrecién creados y aislados, y aun así, me quedéasombrado. Tenían monopolizado el comercio,tenían formado un cerco que no permitía lacompetencia; se habían apoderado de toda latierra buena, que cultivaban empleando a losconvictos como mano de obra sin pagarles nada;explotaban el lugar al máximo. Pero mucho peorque eso, mucho peor que la fraudulenta venta algobierno a precios desorbitados, era eltratamiento que daban a los presos. He estado abordo de más de un infierno flotante y lesaseguro que le parten el corazón a cualquierhombre, pero nunca he visto nada parecido a lacrueldad que vi en Nueva Gales del Sur. Erancorrientes castigos de quinientos azotes, y en elbreve tiempo que estuve allí pude ver cómo

mataban a dos hombres a latigazos. Les cuentoesto porque, como esos tipos saben muy bienque los recién llegados se sorprenden y que lesconsideran sinvergüenzas y son muysusceptibles, muy propensos a sentirseofendidos, podrían ustedes encontrarse derepente desafiados a duelo por un insignificantecomentario. A mi parecer, lo mejor es tratarlescon distante cortesía y aceptar sólo lasinvitaciones oficiales. Aquí no hay nadie quepueda ser acusado de mala conducta, pero enuna disputa con un sinvergüenza uno está en lasmismas condiciones que un pobre en un pleito,porque ambos casos se resuelven a cara o cruz yen ninguno se hace justicia, y, además, uno notiene nada que ganar y él no tiene nada queperder.

–¿Dijo usted pleito? – preguntó West.–Sí -respondió Jack-. Lo que realmente

quería decir era que un sinvergüenza puedeapuntar una pistola tan bien como un hombredecente y que es mucho mejor evitar laposibilidad de semejante pelea. Había allí un tipoarrogante llamado MacArthur que le metió una

bala en el hombro al coronel Patterson, aunquePatterson era un oficial como debe ser y el otroera un canalla.

–Conocí a MacArthur en Londres -intervinoStephen-. Estaba allí porque le iba a juzgar unconsejo de guerra; y salió absuelto, por supuesto.Southdown Kemsley, que desde hacía tiempomantenía correspondencia con él acerca de lasovejas, le llevó a comer a la Royal Society. Es untipo arrogante, dogmático y vulgar. Al principio sucomportamiento es formal, pero despuésexcesivamente familiar, y entonces dice muchasobscenidades. Quería comprar algunas ovejasmerinas del rey y tenía la intención de visitar a sirJoseph Banks, que tiene a su cargo el rebaño,pero sir Joseph, que está al día de lo que ocurreen la colonia, tenía tantos informes sobre él quele calificaban de indeseable que se negó arecibirle. A su regimiento lo conocen en todaspartes como Cuerpo de Ron porque es el ron labase de los negocios, la riqueza, el poder, lainfluencia y la corrupción de sus miembros. Creoque han cambiado algunas cosas con la llegadadel gobernador Macquarie y el 73º Regimiento,

pero los oficiales del viejo Cuerpo de Rontodavía están aquí, bien en la Administración obien sentados en grandes extensiones de terrenofértil que ellos mismos se adjudicaron; o sea,más o menos gobernando el país, por desgracia.

La comida no terminó con esas gravespalabras, sino con una alegre canción. Pero eldesayuno de la mañana siguiente fue muy triste,aunque ya se podía ver claramente la costa deNueva Gales del Sur por el oeste y el práctico depuerto estaba a bordo. A un lado y al otro de lacafetera había un desacostumbrado silencio.Jack, que no se había bañado en el mar por lamañana como solía hacer, tenía la cara hinchaday amarillenta, y sus ojos, generalmente de unbrillante color azul, ahora estaban grisáceos ytenían debajo bolsas descoloridas. Además teníamuy mal aliento.

–El doctor no se emborrachó, ¿verdad queno? – preguntó Bonden a Killick en la cocina,donde éste molía los granos de café para hacerotra cafetera.

–No se emborrachó, pero me gustaría que asíhubiera sido -respondió Killick-, porque eso

habría disminuido su irritabilidad. No sé qué le hapasado, pues generalmente es un tipocomedido.

–Pegó a Sarah y a Emily hasta que chillaron,y a Joe Plaice le dijo algo horrible cuandotropezó con él en el castillo caminando haciaatrás, algo como: «¿No ves por dónde andas?¿No tienes ojos en la cara maldito y estúpidoculo gordo hijo de un estibador?».

–Te digo una cosa, Stephen -dijo Jackdespués de un prolongado silencio-. Creo que latortuga de los oficiales no estaba en buenascondiciones.

–Tonterías -respondió Stephen-. Ése era elreptil en mejores condiciones del mundo. Elproblema es que comiste demasiado, igual queanteayer y siempre que hay algo que comer. Tehe dicho una y otra vez que te estás cavando latumba con los dientes. Ahora tienes plétora,simple y llanamente plétora. Y puedo aliviar lossíntomas, pero no puedo hacer nada por tu faltade moderación para satisfacer tus deseos.

–Por favor, haz algo para aliviarlos, Stephen -le pidió Jack-. A menos que el viento amaine,

esta tarde echaremos el ancla, y seguramente elgobernador nos invitará a comer mañana, peroen este estado no podría soportar ver una mesaservida.

–Tendrías que tomar medicinas, desde luego,y eso te obligaría a estar sentado en el retretecasi todo el día y quizá parte de la noche. En laspersonas obesas como tú el funcionamiento delcolon es lento.

–Tomaré lo que me ordenes -aseguró Jack-.Para limpiar y volver a aprovisionar unaembarcación adecuadamente y sin pérdida detiempo, uno tiene que tener bastante buenasrelaciones con las autoridades, y para entablarbuenas relaciones con las autoridades uno tieneque comer mucho y beber el vino que le sirvancomo si le gustara. Pero en este momento, laidea de cualquier cosa de comer que no seangalletas de barco -añadió, levantando un pedazo-y café negro me da repugnancia.

–Voy a traer lo necesario -dijo Stephen.Regresó varios minutos después con un bote

de pastillas, un frasco y un vaso graduado.–Trágate esto y ayúdate con esto otro -

ordenó Stephen dándole una pastilla y el vasomedio lleno.

–¿Estás seguro de que es suficiente? –preguntó Jack-. No soy uno de esos tipos depoco peso o enclenques que sueles tratar, y estapíldora es muy pequeña.

–Puedes estar tranquilo -replicó Stephen-.Aunque seas el hombre más grande de la tierra,la poción negra y la píldora azul te limpiarán lasentrañas, te estimularán el hígado y te haránsentirte bien.

Volvió a poner el corcho al frasco dando ungolpe seco y se fue reflexionando sobre laexasperación, un sentimiento que algunaspersonas y algunas situaciones provocaban engrado sumo.

Después de haber vencido por un estrechomargen a tres ratas en la enfermería, trabajó ensus archivos un rato. Después hizo un cigarrillocon papel de fumar y subió al alcázar paraencenderlo. Le habían hecho algunoscomentarios acerca de fumar bajo la cubierta, enla cabina más baja, y había tenido que reconocerque el humo del tabaco que pasaba de allí a la

cámara de oficiales contribuía a que al amanecerel aire se pareciera al de una taberna y fuera muydesagradable.

Martin estaba en cubierta desde hacía rato,observando la hermosa bahía que se abría anteellos.

–Ahí está la bahía de Sidney por fin -anuncióen tono entusiasta y en cierto modo desafiante.

–Lamento contradecirle -dijo Stephen-, peroesto es Port Jackson, la bahía de Sidney es unapequeña bahía situada a unas cinco millas a laizquierda.

–¡Dios mío! ¿Quiere decir que son lo mismo?No tenía idea.

–Claro, porque no lo he dicho más de cienveces.

–¡Así que aquí habita el tiburón de PortJackson! – exclamó Martin, mirandoansiosamente fuera de la borda.

–¡Ajá! – dijo Stephen, que había pensado eneso muchas veces antes, pero no ese día-.Veamos si podemos pescar uno.

Pasó por entre un grupo de marineros queestaban arrodillados en la cubierta mejorando el

aspecto de las juntas y por fin llegó hasta lasdrizas de la sobremesana, donde estabancolgados los arpones con las cadenasamarradas. Pero antes que pudiera cogerlos,Pullings se acercó y dijo con firmeza:

–No, señor. Hoy no, por favor. Hoy no sepueden pescar tiburones porque hemos estadolimpiando la cubierta desde que sonaron las doscampanadas en la guardia de alba. Estoy segurode que usted no querrá que la Surprise haga elridículo en la bahía de Sidney.

Stephen podría haber dicho que aquel tiburóninofensivo, con una curiosa disposición de losdientes y de tamaño muy pequeño, de no más decuatro pies de largo, no causaría muchosinconvenientes, pero las palabras se leatravesaron en la garganta al ver la expresióngrave de Tom Pullings, de los tripulantes de laSurprise, que habían dejado su trabajo paramirarle, e incluso del piloto, que había sidomarinero de barco de guerra.

–Le pescaremos un par de ellos pasadomañana -intentó disuadirle Pullings.

–Media docena -añadió el contramaestre.

–¡Oh, por favor, señor, venga a la cabinainmediatamente! – exclamó Jemmy Ducks-.Sarah se tragó un alfiler.

Los médicos tuvieron muchas dificultades ypasaron mucho tiempo intentando sacar el alfiler,más que curando heridas hechas por trozos demadera puntiagudos y fracturas y haciendoamputaciones de poca envergadura. Cuando porfin recuperaron el alfiler y acostaron a la niñavacía y exhausta, comprendieron que se habíanperdido la entrada a Sidney y no habían podidover los estratificados acantilados de PortJackson ni las diversas ramificaciones delpuerto, del que Martin había oído decir grandescosas. También se perdieron la llegada a lafragata de un oficial del puerto y la comida,aunque no les importaban poco las dos cosas.Como Stephen pensó que seguramente elcapitán Aubrey seguiría indispuesto, se quedócon Martin comiendo los restos. Después leinvadió el sueño, a pesar del café que eldespensero de la cámara de oficiales habíapreparado, y se fue a su cabina.

En esa misma cabina estaba sentado al otro

día recién afeitado, con una coleta nueva yvestido con calzones blancos, medias de seda,zapatos con brillantes hebillas y su mejorchaqueta de uniforme. Además, tenía a mano supeluca acabada de empolvar, que no tocaríahasta que bajaran la falúa al agua.

Para probar su nueva pluma, un astil reciéncortado, escribió la palabra «exasperación» seisveces y luego reanudó la carta:

No hay noticias, naturalmente. Jack mandó acomprobarlo en cuanto amarramos, pero nohabía noticias de casa. Había documentosoficiales que llegaron a través de la India, perotodo lo importante aún se encuentra en la franjadel océano Pacífico entre aquí y El Cabo. Meconsuelo pensando que es posible que lleguemientras esté todavía aquí. Y necesito consuelo.Te he dicho muchas veces que me parece quelos simples marineros creen que «más esmejor», por lo que hay que vigilarles para evitarque se traguen varios viales de medicinaenteros. En eso Jack es igual que uno de ellos ypuede causarse a sí mismo más daño porqueestá acostumbrado a ejercer la autoridad. Ayer

por la tarde, como pensó que la poción negra y lapíldora azul que le di no le hacían efecto conbastante rapidez, mientras yo dormía engañó aMartin valiéndose de medios que no le dignificany consiguió otra dosis. Ahora, como es natural,no puede moverse del jardín ni puede aceptar lainvitación del gobernador para comer esta tarde,así que Tom Pullings y yo tenemos que ir sin él.Pero no tengo deseos de acudir a la comida.Esta mañana estuve en tierra buscando en vanoa un boticario, un comerciante o un médico quetuviera hojas de coca, y encontré este horriblelugar casi como lo dejé: asqueroso, informe,salpicado de cabañas de madera destartaladasque fueron construidas veinte años atrásatendiendo sólo a las necesidades del momento,lleno de convictos harapientos, sucios ypolvorientos, algunos de ellos con grilletes, cuyoruido se oye por todas partes. Al llegar a unaespecie de plaza, que tenía el suelo desigual ysin pavimentar, vi en uno de esos despreciablestriángulos cómo castigaban con los habitualeslatigazos a un hombre que colgaba del vértice.He visto dar azotes demasiado a menudo en la

Armada, pero rara vez más de una docena, ysiempre con relativo respeto, pero a ese hombre,por lo que me dijo un espectador, le habían dadoya ciento ochenta y cinco de los doscientos quele correspondían, y aún el corpulento verdugoretrocedía y luego daba un gran salto paragolpearle con la máxima fuerza posible y learrancaba carne cada vez. El suelo estabaempapado de sangre fresca, y al pie de los otrostriángulos había un círculo rojo oscuro. Para misorpresa, el hombre pudo mantenerse en piecuando le desataron y su rostro traslucía menossufrimiento que desesperación. Sus amigos se lollevaron de allí, y a cada paso que daba seformaba un charco de sangre bajo sus pies.

Un poco más lejos encontré otras lúgubrescabañas, después una calle que un grupo dehombres con grilletes estaban construyendo ymás allá lo que, según me dijeron esos hombres,eran los cimientos de lo que iba a ser un hospitalque estaban construyendo por orden del nuevogobernador, el coronel Macquarie. Lamento nopoder verle, pues está fuera de…

–La falúa ya está abordada con la fragata,

señor, con su permiso -le interrumpió Killick, queera capaz de perdonarlo todo, y cogió lachaqueta-. Primero el brazo derecho. Ahoradéjeme ponerle la peluca y ajustaría bien.Mantenga la cabeza erguida y no la mueva, puesde lo contrario le caerá polvo en el cuello. Y ahítiene el bastón de empuñadura de oro -añadiósimulando que lo mencionaba por casualidad.

–Vete al diablo, Killick -dijo Stephen-. ¿Creesque voy a presentarme ante un grupo de oficialescon un bastón como un civil, como un tipo detierra adentro?

–Entonces déjeme traerle el sable de laAsociación Patriótica -le recomendó Killick-,porque el suyo tiene la empuñadura muy vieja ygastada.

–Cuélgalo al cinto y vete -gruñó Stephen-.¿Cómo se ha sentido el capitán desde que bajé?

–Parece que va a pasarse noventa años en eljardín. No ha salido de allí desde que usted sefue. Sólo se le oye gruñir y jadear.

A Stephen le bajaron cuidadosamente por elcostado y cuando llegó abajo se sentó en labancada. Le siguió Pullings, con su uniforme con

brillantes galones dorados que olía a moho, yentonces la falúa zarpó.

«Otro banquete. Que sea para bien», pensóStephen, sentándose y poniéndose la servilletaextendida en el regazo. La tarde habíaempezado bien. La señora y el vicegobernador,el coronel MacPherson, recibieron a losinvitados, la mayoría oficiales del antiguo Cuerpode Nueva Gales del Sur, ahora ricos propietariosde tierras, del 73º Regimiento y de la Armada. Laseñora Macquarie, la mujer más importante de lacolonia, no se dio aires de gran señora, sino queles hizo sentirse muy a gusto. Stephen simpatizóenseguida con ella y ambos hablaron durante unrato. El coronel MacPherson había pasadomuchos años de servicio en la India y era obvioque le había dado demasiado sol en la cabeza,pero era muy amable y le encantaba animar a loshombres a beber (los hombres, pues la señoraMacquarie no se quedó al banquete y no habíaotras mujeres invitadas).

–Siento que su excelencia nos hayaabandonado -dijo Stephen al señor Hamlyn, uncirujano, que estaba sentado a su izquierda-. Me

pareció muy compasiva y me hubiera gustadopedirle consejo. Recogimos a dos niñas, lasúnicas supervivientes de una pequeña tribu quese extinguió a causa de la varicela, y tengomiedo de llevarlas por las heladas aguas delcabo de Hornos y luego a Inglaterra, que lesresultará también inhóspita porque han nacidojusto por debajo de la línea del ecuador.

–Sin duda, ella le hubiera dicho lo que debíahacer -respondió Hamlyn-. Esta misma tarde va apasarla en el orfelinato. Aquí hay muchísimosbastardos, ¿sabe? Han sido concebidos porDios sabe quién durante el viaje y luegoabandonados. Además, como dice usted, ella esuna dama muy compasiva. Hemos pasado granparte de la mañana hablando de los planos delhospital.

Stephen y el cirujano hicieron lo mismo hastael momento en que debían hablar con quienesestaban sentados al otro lado. Hamlyn enseguidaempezó una acalorada discusión sobre algunoscaballos que iban a correr al cabo de poco; encambio, Stephen se quedó un rato observando alos comensales porque a la derecha tenía el

secretario judicial (a quien él apodó Eufemístico,pero que en realidad se apellidaba Firkins), y yamantenía una conversación con otros cuatro ocinco hombres sobre los convictos, su pereza, suinmoralidad, su distribución y su maldad y,además, sobre la imposibilidad de redimir aalguien malvado. Stephen se dio cuenta de queEufemístico sólo bebía agua, pero eso no leextrañaba, después de haber probado el vinolocal. Justo frente a él estaba un hombre de caraancha y tez morena, tan corpulento o más queJack Aubrey. Usaba el uniforme de un regimientoque Stephen no reconoció, probablemente el delCuerpo de Ron. Tenía una expresión estúpida ymalhumorada y llevaba muchos anillos. A laderecha de ese hombre estaba el clérigo quehabía bendecido la mesa y que también parecíadescontento. Tenía la cara completamenteredonda y se ponía cada vez más roja. Entre laconfusión de voces y lo poco familiares que eranlos temas de conversación, a Stephen no le fuefácil entender al principio más que la ideageneral, aunque muy bien porque repetían amenudo «irlandeses unidos» y «defensores»,

que eran los prisioneros transportados allí engrandes cantidades, especialmente después dellevantamiento ocurrido en Irlanda de 1798. Notóque los oficiales escoceses del 73º Regimientono tomaban partido, pero estaban en minoría, y laopinión general fue resumida por el clérigo, queexplicó:

–Los irlandeses no merecen el apelativo dehombres. Y si es necesario citar a una autoridaden la materia para apoyar mi afirmación, citaré algobernador Collins del territorio Van Diemen,que dijo esas mismas palabras, me parece queen el segundo tomo de su obra. Pero no esnecesario citar a ninguna autoridad para reforzarlo que está claro para los menos inteligentes.Ahora, para colmo, les permiten tener sacerdotestambién. Un sacerdote inteligente puede lograrque hagan cualquier cosa, y es previsible unestado de anarquía en el futuro.

–¿Quién es ese caballero? – preguntóStephen en voz baja a Hamlyn cuando dejó dehablar de las carreras de caballos un momento.

–Se llama Marsden -respondió Hamlyn-. Esun rico criador de ovejas y un magistrado de

Parramata. Cuando empieza a hablar del Papa yla iglesia Católica Romana no hay quien ledetenga.

Era cierto. Stephen miró hacia Tom Pullings,que estaba sentado cerca de la cabecera de lamesa, a la derecha del coronel MacPherson, conuna expresión aburrida aunque sonreía porobligación, y en ese momento Tom le miró conangustia.

–Discúlpeme por haber sido terriblementedescuidado -dijo el secretario judicial-.Permítame que le sirva un poco de este plato. Escanguro, el animal de caza de aquí.

–Es usted muy amable, señor -respondióStephen mirando el plato con interés-. ¿Puededecirme…?

Pero Firkins ya estaba exponiendo suspropias ideas sobre la pobreza de Irlanda y suinevitabilidad. Se dirigía principalmente a los queestaban al otro lado de la mesa, aunque cuandoterminó su exposición se volvió hacia Stephen ydijo:

–No son muy diferentes de los aborígenes deaquí, señor, que son las personas más

perezosas del mundo. Si usted les da ovejas, noesperan a que formen un rebaño, sino que se lascomen enseguida. Entre ellos tiene que haberforzosamente pobreza, suciedad e ignorancia.

–¿Ha leído alguna vez a Beda, señor? –preguntó Stephen.

–¿A Beda? Creo que no conozco esenombre. ¿Escribía sobre el derecho?

–Creo que le conocen sobre todo por lahistoria eclesiástica de la nación inglesa.

–¡Ah! Entonces el señor Marsden leconocerá. ¡Señor Marsden! – dijo, alzando la voz-. ¿Conoce a un tal Beda que escribió una historiaeclesiástica?

–Beda… Beda… -murmuró Marsden,interrumpiendo su conversación con el hombreque estaba sentado a su lado-. Nunca he oídohablar de él. No era más que un niño -dijo,reanudándola-, así que le dimos solamente cienlatigazos en la espalda y los restantes en eltrasero y en las piernas.

–Beda vivió en el condado de Durham -contóStephen cuando hicieron una breve pausa-.Tanto yo como otros naturalistas conocemos muy

poco el norte de Inglaterra, pero espero que en elfuturo alguno que esté especializado en elestudio de animales y sea reflexivo y rico lorecorra en compañía de un botánico y undibujante y luego relate su viaje. Creo que lascostumbres, las supersticiones, los prejuicios y lasórdida vida de los aborígenes le inspiraránmuchas reflexiones interesantes y que eldelineante podrá dibujar las ruinas de losgrandes monasterios de Wearmouth y Jarrow, lamorada de los hombres más instruidos deInglaterra hace mil años, que fueron famosos entoda la cristiandad y ahora están olvidados. Untrabajo así sería muy bien recibido.

Las observaciones fueron acogidas con unsilencio desaprobatorio y miradas suspicaces osorprendidas. Por fin el hombre que estabafrente a Stephen dijo:

–No hay aborígenes en Durham.Mientras los hombres instruidos le explicaban

lo que quería decir la palabra, Stephen se dijo:«Dios mío, no me dejes cometer una estupidez.Sálvame de la cólera». La conversación volvió a.animarse en un extremo de la mesa y eso sirvió

para que se olvidara el incidente.–Lo siento mucho -se disculpó Stephen de

repente al darse cuenta de que Hamlyn estabahablándole-. Estaba distraído otra vez. Estabapensando en las ovejas.

–¡Qué gracioso! – exclamó Hamlyn-. Tambiényo estaba hablándole de ovejas. Le decía que elhombre que está enfrente de usted, el capitánLowe, ha importado algunas ovejas merinas deSajonia para hacer un nuevo cruce.

–¿Tiene muchas ovejas?–Probablemente más que nadie. Dicen que

es el hombre más rico de la colonia.El pastor flagelante, con la cara aún más roja,

estaba maldiciendo al Papa de nuevo, y paraconseguir que se callara, Stephen dijo en vozbastante alta:

–Curiosamente estaba pensando en ovejasmerinas, en las ovejas merinas del rey, que, sinembargo, son de raza española.

–¿Está hablando de ovejas merinas? –preguntó el capitán Lowe.

–Sí -respondió Hamlyn-. Aquí el doctorMaturin ha visto el rebaño del rey.

–Sir Joseph Banks tuvo la amabilidad deenseñármelo -puntualizó Stephen.

Lowe le miró con desprecio y después dereflexionar unos momentos dijo:

–Me importa un… bledo sir Joseph Banks.–Estoy seguro de que le apenaría oír eso.–¿Por qué intentó evitar que el capitán

MacArthur consiguiera algunas ovejas del rey?Yo creo que porque MacArthur era de la colonia.

–Le aseguro que no. A sir Joseph siempre leha preocupado mucho la colonia y, como ustedrecordará, fue fundada en buena parte gracias asu influencia.

–Entonces, ¿por qué se negó a recibir aMacArthur?

–Supongo que pensó que el trato con unhombre con los antecedentes del capitánMacArthur no era deseable -dijo Stephen enmedio de un silencio interrumpido solamente porla extensa historia que el coronel MacPhersoncontaba con voz monótona del nabab de Oduh-.Además, sir Joseph está en contra de los duelos,por razones morales, y el capitán MacArthur seencontraba en Londres para comparecer ante un

tribunal de guerra por haber tomado parte enuno.

Lowe, aparentemente, no oyó las últimaspalabras. Al principio se puso rojo y hasta queterminó la comida no dijo nada, sino que se limitóa murmurar de vez en cuando: «Trato nodeseable». Y entretanto Stephen tambiénmurmuraba para sí: «Dios mío, dame paciencia.Santa madre de Dios, dame paciencia», porquehabían reanudado la conversación sobre losprisioneros irlandeses, una cantinela tan aburridacomo las de las mujeres europeas, que siemprehablaban del servicio doméstico, pero muchopeor intencionada.

Cuando se fueron a tomar el té y el café,Stephen había oído más cosas de las que podíasoportar, a pesar de su deliberada distracción, yla rabia contenida le hizo temblar la mano y elcafé se derramó en el platillo. Pero despuéshubo un agradable intervalo en que su tensióndisminuyó un poco, pues estuvo en la terraza delsalón fumando un puro y conversando con dosoficiales del 73° Regimiento de las islasHébridas que sabían hablar gaélico.

Pullings y él se despidieron del coronelMacPherson. Entonces el coronel retuvo aPullings para decirle que lamentaba que elcapitán Aubrey no hubiera podido acudir, que apesar de tener cartas oficiales para él no podíamandárselas porque debía entregárselas enmano y que le aconsejaba que bebiera un par depintas de agua de arroz tibia, y mientras tantoStephen fue a la pequeña habitación donde losoficiales se ponían los sables. Quedaban pocos:el reglamentario de Tom, con una empuñaduraen forma de cabeza de león, tres de oficiales delas tierras altas de Escocia, con empuñadura enforma de cesta, y el suyo. Se colgó el sable alcinto, bajó la escalera y salió al agradablefrescor. Cuando ya estaba en la grava vio alcapitán Lowe, que le dijo:

–Me importa un pepino Joe Banks y meimporta un pepino usted, mamarracho aprendizde cirujano naval.

Habló en voz alta y ronca, y dos o tresoficiales se volvieron.

Stephen le miró atentamente y notó queestaba furioso, pero que podía mantenerse bien

en pie, que no estaba borracho.–¿Va a darme una satisfacción, señor? –

preguntó.–Aquí tiene mi respuesta -replicó el

corpulento capitán, dándole un puñetazo que hizocaer su peluca.

Stephen dio un salto hacia atrás, sacó elsable y gritó:

–¡Desenfunde, desenfunde o le mataré comoa un cerdo!

Lowe desenfundó el sable, pero eso no lebenefició mucho. Al segundo pase que dioStephen le hizo un tajo en el muslo derecho, y altercero le atravesó el hombro. Y después de unaconfusa lucha cuerpo a cuerpo, cuando cayó alsuelo de espaldas, Stephen le puso el pie en elpecho, le acercó la punta del sable a la gargantay dijo secamente:

–Pídame perdón o es hombre muerto. Hedicho que me pida perdón o es hombre muerto,hombre muerto.

–Le pido perdón -murmuró Lowe, con los ojosensangrentados.

CAPÍTULO 9

–Si es sangre, tengo que poner esto en aguafría enseguida -dijo Killick, que sabíaperfectamente bien que lo era.

La noticia de que el doctor había atravesadocon su sable a un militar y le había dejadotendido sobre un charco de sangre, lo que habíaarruinado la escalinata de piedra de Bath,además de la alfombra del recibidor de laresidencia del gobernador, que valía cienguineas, y había hecho desmayarse a su esposa,llegó a la Surprise antes que la falúa, y esoexplicaba la extraordinaria gentileza con que losmarineros le habían subido por el costado y susmuestras de afecto y respeto. Pero Killick queríaque Stephen la confirmara, quería oírla de suslabios.

–Supongo que sí -se limitó a decir Stephen,mirando el faldón de la chaqueta, dondeinconscientemente había limpiado el sable comohacía con sus instrumentos cuando estabaoperando-. ¿Cómo está el capitán?

–Terminó hace media hora -respondió Killick-. Se vació como un tonel, ¡ja, ja, ja! ¡Dios mío,invirtió en ello toda la noche! ¡No tuvo ni un

momento de tranquilidad! Ahora está acostado yroncando más alto que… -añadió sonriendotodavía, pero pensó que la comparación no eramuy apropiada y prosiguió-: Le traeré lachaqueta de dril vieja.

–No te preocupes -dijo Stephen-. Creo queseguiré el ejemplo del capitán y me acostaré unrato.

–No, con esos calzones no, señor -leamonestó Killick-. Ni con las medias de seda.

Stephen se acostó con una camisa vieja,remendada y lavada tantas veces que por unoslados estaba muy suave y por otros pasada. Latensión había desaparecido y ahora tenía elcuerpo completamente relajado. Sentía la fragatamoverse debajo de él lo suficiente parademostrar que estaba a flote y tenía vida.Atravesó una tras otra las capas de lasomnolencia, luego cayó en un sueño agitado yfinalmente en un sueño profundo, tan profundoque era casi un coma.

El sueño era tan profundo que tuvo que salirde él por etapas, reconstruyendo poco a poco lossucesos del día anterior. Recordó el aburrimiento

y la pena que había sentido en el banquete delpalacio de Gobierno, la inusual violencia del final,que duró unos segundos, la amabilidad y ladiscreción de los oficiales escoceses, uno de loscuales recogió su peluca, y la silenciosaconsternación de Tom. La luz fue haciéndosemás intensa gradualmente y vio un ojo mirandopor la abertura de la puerta.

–¿Qué hora es? – preguntó.–Acaban de sonar las cuatro campanadas,

señor.–¿De qué guardia?–¡Oh, de la de mañana! – respondió Killick en

tono tranquilizador-. Pero el señor Martin teníamiedo de que estuviera usted en un letargo. ¿Letraigo agua caliente, señor?

–Sí, agua caliente, por favor. ¿Cómo está elcapitán?

–Durmió toda la noche, pero está pálido ydelgado. Ahora está en tierra.

–Muy bien. Ahora hazme el favor de prepararcafé. Lo tomaré arriba. Y presenta mis respetosa Martin y dile que me gustaría compartirlo con él,si está libre.

Martin entró en la gran cabina con expresiónsatisfecha y su único ojo brillando más que decostumbre, pero era evidente que estaba unpoco turbado.

–Mi querido Martin -le saludó Stephen-, sé loque opina sobre este asunto. Para tranquilizarleen cierta medida, le diré sin pérdida de tiempoque me vi obligado a luchar por una graveofensa, por un golpe físico, que me esforcé porno hacer más que desarmar a ese hombre y quesi hace dieta estará repuesto dentro de quincedías.

–Le agradezco que haya tenido la amabilidadde decírmelo, Maturin. Según los rumores quecon evidente satisfacción se difunden por lafragata, usted es Atila reencarnado. La verdad esque no sé si por mis principios soportaría unagrave ofensa.

–Espero que haya pasado una tarde másagradable que la mía.

–¡Oh, sí, gracias! – exclamó Martin-. Fuerealmente agradable. Cuando atravesaba estedescorazonador, sucio… ¿cómo lo llamaría?,asentamiento, tal vez, y me acercaba al molino

de viento, oí a alguien decir mi nombre. ¡Y allíestaba Paulton! Le he hablado de Paulton,¿verdad?

–¿El caballero que tocaba tan bien el violín yque escribió esos conmovedores versos deamor?

–Sí, sí. Solíamos llamarle Paulton, ElAngustioso y, por desgracia, al final resultó queera así en verdad. Fuimos grandes amigos en laescuela y estudiamos en la misma facultad en launiversidad. No habríamos dejado de estar encontacto si no hubiera sido por su lamentablematrimonio y, desde luego, mis viajes. Sabía quetenía un primo en Nueva Gales del Sur y pensababuscarlo para ver si podía darme noticias deJohn, ¡pero allí estaba él! Quiero decir que allíestaba John. Nos pusimos muy contentos. Johnlo pasó muy mal, el pobre, por haberseconvertido al catolicismo, como me parece quele conté, ya que no podía pertenecer a ningunaasociación en la universidad, a pesar de que eraun excelente alumno y gozaba de muchassimpatías, y tampoco podía pertenecer a lasfuerzas armadas. Y en cuanto esa mujer y su

amante dilapidaron su fortuna, toda su fortuna, nole quedó más remedio, como me ocurrió a mí,que dedicarse al periodismo, la corrección depublicaciones o la traducción.

–Espero que sea más feliz en Nueva Galesdel Sur.

–Tiene suficiente para comer y un techo, perome parece que es ingrato y anhela más. Suprimo tiene una extensión de tierra deconsiderable tamaño, de cientos o incluso milesde acres, en la costa norte, cerca de un río cuyonombre no recuerdo. Los dos se turnan paracuidarla y a John le es difícil soportar la soledad.Pensó que el silencio y el aislamiento seríanideales para escribir, pero no fue así, porque sesiente melancólico constantemente.

–¿La flora y la fauna no son un solaz para suespíritu, siendo las más extrañas del mundo?

–No, en absoluto. Ni le importan ni nunca hasido capaz de distinguir entre un ave y otra oentre una violeta y un pensamiento. Sólo sientesatisfacción con los libros y las buenascompañías, y para él el campo es como undesierto.

–Pero, ¿y el tiempo que pasa lejos de allí?–Para John también Sidney es un desierto

que tiene, además, crueldad, pobreza ydelincuencia. Aquí hay divisiones por razonespolíticas y el primo de John pertenece al grupominoritario. John conoce a pocas personas, y laspocas que conoce sólo hablan de carneroscastrados y ovejas que no han sido trasquiladas.Y un hombre como él, erudito, que bebe pocovino, que detesta cazar y que da tantaimportancia a los libros y a la música, tiene pocoque decirles. ¡Cómo se iluminó su rostro cuandole hablé de usted! Me pidió que le presentara susrespetos y que le rogara que fuera conmigo a sucasa esta noche. Tiene la esperanza de regresara la tierra de los vivos gracias a una novela de laque ha terminado tres volúmenes, pero no escapaz de finalizar el cuarto y piensa que inclusouna corta conversación con personas civilizadasle permitirá hacerlo.

–Con mucho gusto -dijo Stephen y entoncesse volvió y gritó-: ¡Killick, deja de arañar la puertade esa forma tan molesta! Entra o vete,¿quieres?

Killick entró y se disculpó:–Es que Slade, señor, le ruega que le permita

decirle dos palabras cuando esté libre.Stephen ya estaba libre, pero a Slade, el

mayor de los seguidores de Set, le resultó muydifícil hacer salir las palabras. Después de hablarlargamente de la costumbre del comercio libreestablecida en Shelmerston mucho tiempo atrásy de la odiosa brutalidad de los funcionariosencargados de impedirlo, parecía que unseguidor de Set, Harry Fell, había sido enviado aBotany Bay por golpear a un agente de aduanas.Pero no sólo Harry, sino también William,George, Mordecai y la tía Smailes, esta últimapor guardar mercancía no declarada en laaduana. Dijo que los seguidores de Set queríanvisitar a sus amigos, si era posible, pero nosabían dónde encontrarles ni cómo obtener elpermiso, y esperaban que el doctor tuviera labondad de…

–¡Naturalmente! – exclamó Stephen-. Detodas formas, voy a ir a las oficinas del palaciode gobierno.

Escribió los nombres y las fechas en que

habían sido condenados y oyó contar por quémedios ilícitos los funcionarios encargados deimpedir el comercio lograban una condena, quémedios violentos empleaban con los prisionerosy cómo cometían perjurio en los tribunales.

Bonden, que llegó cuando Slade ya habíaterminado, expuso el asunto de una manera mássimple. Dio al doctor una lista con los nombresde parientes de varios tripulantes de la Surprisey dijo que le agradecerían que preguntara porellos si iba a visitar al pobre Padeen. Añadió queno tenían justificación moral, pero que laspalabras «compañeros de tripulación» bastabany que había que preguntar por los amigos aunquehubieran cometido asesinatos o violaciones o sehubieran amotinado.

–Tengo que irme -dijo Stephen-. Espero nollegar tarde a la comida, pero si es así, por favor,di al capitán que no se preocupe y que no meespere por cortesía.

Llegó tarde y el capitán le había esperado,aunque, aparentemente, no por cortesía.

–Bueno, Stephen -dijo con expresiónmalhumorada-, la verdad es que has formado un

lío tremendo. En una corta tarde te las hasarreglado para ganarte la antipatía oficial y nooficial, la antipatía de todos los sectores. Sufrí lasconsecuencias en cada una de las visitas que hehecho. Dios sabe cuándo la fragata podrá tenerlos fondos limpios y estar lista para hacerse a lamar.

–Yo también. Al secretario judicial se le habíaborrado la sonrisa y eludió mis peticiones conuna excusa tras otra: que las peticiones habíaque hacerlas en papel timbrado y tenían queestar firmadas por algún oficial o un juez de paz,que actualmente no había papel timbradodisponible…

–Firkins es primo de Lowe y está relacionadocon toda la tribu de MacArthur. ¿Qué demonioste empujó a atravesar el cuerpo de ese tipo conel sable?

–No le atravesé el cuerpo. No le hice casinada más que pincharle el brazo con quesostenía el sable, que, en mi opinión, fuebastante poco. Después de todo, me habíaquitado la peluca de un puñetazo.

–Pero, sin duda, él no se acercó a ti y te hizo

eso sin que anteriormente hubierais discutido opeleado.

–Sólo le dije, en el transcurso de ese horriblebanquete, que Banks no quería tener ningunarelación con un hombre como MacArthur. Sepasó toda la comida pensando en eso y meatacó cuando bajé la escalinata.

–Pero eso no fue como es debido. Si lehubieras matado sin retarle formalmente, sinpadrinos, te habría costado caro.

–Si hubiera sido un combate como esdebido, no me habría acercado a él con el fin dedarle con la empuñadura en la cara para pararleen seco. Además, un duelo formal hubiera dadomucho más que hablar y conferido honor a eseimbécil. Pero admito que fue lamentable. Losiento mucho, Jack, y te pido perdón.

La comida estaba servida desde hacía algúntiempo, pero Killick estaba tan deseoso de oír loque decían que no la había anunciado. Pero, porlos largos años de amistad con el capitánAubrey, sabía que ahora era inútil esperar quesoltara furiosos reproches o blasfemias, así queabrió la puerta y dijo:

–Ya está la comida, señor, por favor.–Este pescado es muy bueno, aunque está

tibio -observó Jack al cabo de un rato.–Me parece que es una especie de pargo. Es

el mejor pescado que he comido. Algunas cosasson mejores cuando están tibias, como porejemplo, las patatas nuevas y el bacalao concrema de leche.

En efecto, era un pescado excelente, ytambién lo era el capón que siguió después y elconsistente pudín, pero aun después que lacomida terminó y volvieron a sentarse en la grancabina, Stephen notó que a Jack no se le habíapasado el enfado, sino todo lo contrario. Losobstáculos oficiales (tan difíciles de salvar en unlugar dirigido por un gobernador nuevo y casidesconocido) le habían desalentado y pensabaque el causante era Stephen.

No obstante, cuando bebieron el coñac Jackse puso de pie y cogió un paquete que estaba enuna estantería junto a sus catalejos, y antes deabrirlo dijo:

–Puesto que Firkins no quiere atender tuspeticiones, iré a hablar con el vicegobernador en

calidad de oficial de marina de más antigüedad yde miembro del Parlamento por Milport. De esemodo obtendremos la información requerida.Ellos detestan que se hable del asunto en elParlamento o que se envíe una carta a losministros.

–Eres muy amable. Además, hay variosmiembros de la tripulación que tienen parientesaquí y habría preguntado por ellos también sihubiera sido oportuno. Aquí están las listas. Y sipuedes incluir a Padeen en una de ellas,estupendo. Su nombre es Patrick Colman. Pero,por favor, Jack, espera un día o dos.

–Muy bien -repuso Jack, cogiendo lospapeles-. Le diré a Adams que las copie. Aquítienes los documentos oficiales que llegaron víaMadrás -añadió, dándole el paquete-. Misinstrucciones son proseguir el viaje lo antesposible de acuerdo con las órdenes que medieron los lores del Almirantazgo y lasindicaciones que me hizo el consejero para esteasunto. Y tengo que entregarte esta carta y unanota de la señora Macquarie. Creo que es unamujer encantadora.

–¿Verdad que sí? – convino Stephen-.Discúlpame, pero quiero leer esta carta con elsello negro.

Se sentó en su cabina con el libro de códigoscon cubiertas de plomo a un lado, pero antes deabrirlo leyó la nota. En ella la señora Macquariele presentaba sus respetos con aroma delavanda. Decía que el señor Hamlyn le habíacontado que el doctor Maturin quería que ella leaconsejara qué hacer con dos niñas huérfanas,que estaría en su casa entre las cinco y las seis yque, si el doctor Maturin no estabacomprometido, con mucho gusto le daría la pocainformación que tenía. La letra, la ortografía y labondad de su excelencia le recordaban aStephen las de Diana. Dejó a un lado la notasonriendo y cogió la carta con el sello negro. Aldescifrarla obtuvo los nombres de varioshombres más que en Chile y Perú estaban afavor de la independencia y se oponían a laesclavitud, con los que era recomendableponerse en contacto discretamente. Y vio congran satisfacción que entre ellos estaba elobispo de Lima. Dentro del sobre había otra

carta, una carta personal del jefe del ServicioSecreto Naval, sir Joseph Blaine, que no requeríadecodificación, y el corazón le brincó en elpecho.

Mi querido Stephen (puesto que me ha hechoel honor de permitirme llamarle por su nombre depila):

Sentí una gran emoción al recibir la carta queme envió desde Portsmouth, una cartahalagadora porque era la mayor prueba deconfianza que alguien puede dar, un poder parasacar todo el dinero de la cuenta que tenía en unbanco cuyos servicios considerabainsatisfactorios y depositarlo en el de Smith yClowes.

Y con mayor emoción le digo que no pudecumplir sus deseos, pues, a pesar de que lacarta estaba escrita impecablemente, sóloestaba firmada con el nombre Stephen.Terminaba: «Se despide de usted, mi querido sirJoseph, su afectísimo y más humilde servidor,Stephen».

El propósito de la carta estaba muy claro y elbanquero de más edad lo admitió, pero dijo que

el banco no podía hacer nada. Pedí consejo ados abogados y los dos coincidieron en que lapostura del banco era inatacable.

Eso me dio mucha rabia, pero aún no habíapasado mucho tiempo cuando la rabia disminuyóconsiderablemente al oír la noticia de que elbanco de Smith y Clowes había presentadosuspensión de pagos. Poco después fue a labancarrota, como muchas otras entidadesrurales, por desgracia, y los acreedores no tienenesperanzas de recuperar ni seis peniques porlibra. En contraste, el banco que le ofrecíaservicios insatisfactorios fue fundado desde hacemucho tiempo y es más estable. Además, susdueños gozan de la confianza de la City y hansalido de la crisis fortalecidos y, si cabe, másricos. Por eso su fortuna, aunque cuidada porpersonas rudas y descorteses, se encuentraintacta en sus sótanos y tal vez, ¿quién sabe?,haya aumentado. Puedo asegurarle que a partirde ahora sus órdenes sobre anualidades,suscripciones y otras cosas se cumpliránestrictamente. Le doy la enhorabuena por eso yme despido, mi querido Stephen.

Su afectísimo (aunque desobediente) yhumilde servidor,

JosephP.D. Si por casualidad pasa por un manglar y

encuentra algún ejemplar (aunque seainsignificante) del Eupator ingens, por favor,piense en mí.»

Pasó algún tiempo antes que pudieradistinguir lo que sentía, cuál era el sentimientoque prevalecía entre tantos y tan confusos.Experimentaba satisfacción, desde luego, perotambién una especie de rebeldía contra ella ycontra la turbación de su mente, que habíaalcanzado la serenidad. Además, le daba rabiaque las manos le temblaran. Reflexionó unosmomentos sobre los diferentes niveles decredulidad. La fortuna que había heredado y quesiempre le había parecido desproporcionada ypoco digna estaba, después de todo, intacta,pero ahora era sólo un conjunto de oscuras cifrasen un libro que estaba en las antípodas deSidney. ¿Hasta qué punto su existencia o su faltahabía afectado su mente más allá de lasuperficie? Cuando la corriente de sentimientos

disminuyó no hasta alcanzar la calma total, peroal menos hasta llegar a un nivel de escasaagitación, le pareció que, en general, fuerancuales fueran las desventajas, era mejor ser ricoque pobre pero tener una fortuna propia, comoaquel asombroso hombre de Goldsmith. Y estuvoa punto de añadir «y probablemente es mejor sersaludable que estar enfermo, diga lo que digaPascal», cuando se dio cuenta de que las fuertesemociones del día anterior y del presente habíanacabado con la exasperación, la somnolencia yel deseo de fumar que sentía últimamente.

–A pesar de todo, me daré el gusto defumarme un puro mientras voy al palacio delGobierno -dijo cuando se puso la que era casi sumejor chaqueta.

Cuando caminaba por el muelle, después queuna fragante nube pasó despacio ante él, pensó:«Satisfacción e incluso alegría, pero no febrilexaltación». No obstante, después de pasar enun corto recorrido junto a tres grupos de hombresencadenados entre sí, varias figuras sin cadenasque llevaban ropa basta marcada con una granpunta de flecha y algunas lamentables prostitutas,

casi no sentía alegría. Pero luego vino a su mentela explicación de lo ocurrido con la carta enviadaa sir Joseph, y recordó claramente la inusualpero agradable familiaridad con que sir Josephle trataba en su carta, cuando se detuvo unmomento para contemplar Port Jackson, dondeun bergantín local de unas doscientas toneladaspreparado para salir del puerto estaba al pairo,con varias lanchas muy cerca por barlovento ycon humo saliendo de las portas en medio de laindiferencia general. La explicación era que,después de copiar tediosamente el podernotarial, había centrado su atención en una notaque casi había acabado de escribir a Diana, laque seguramente había firmado como S. Maturinmientras que había dejado Stephen para la de sirJoseph.

En el jardín del palacio del Gobierno habíauno de los más pequeños canguros y Stephen loobservó desde la escalinata hasta las cincomenos diez, cuando entregó una tarjeta con sunombre y le hicieron pasar a una sala de espera.La señora Macquarie no fue puntual, y en esotambién se parecía a Diana. Por fortuna, las

ventanas daban al jardín donde estaban elcanguro y varios grupos de papagayos de colorazul verdoso muy pequeños y con cola muy larga,y Stephen permaneció allí sentado, tranquilo yalegre, observándolos bajo una luzextraordinaria. Entonces pensó: «Esa claridad sedebe, al menos en parte, a que muchos de losárboles tienen las hojas con las puntas haciaarriba, por lo que hay poca sombra. Eso da unaspecto desolado a la tierra e incluso al cielo».

La puerta se abrió, pero en vez de unsirviente entró la propia señora Macquarie con elpelo un poco alborotado. Stephen se levantó,hizo una inclinación de cabeza y sonrió, pero contimidez, porque no sabía si a ella le habíancontado su pelea con Lowe antes de escribirle.Pero su amable sonrisa y sus disculpas por suretraso le tranquilizaron y después de reflexionarun momento, recordó que ella, también comoDiana, había pasado muchos años en la India,donde los oficiales blancos, que comían enexceso, soportaban un sofocante calor y eranarrogantes, se peleaban tan a menudo que unasimple herida apenas llamaba la atención.

Ella escuchó atentamente lo que Stephentenía que decirle y luego preguntó:

–¿Son hermosas?–No, señora -respondió Stephen-. Son

delgadas, de color negro mate, de ojospequeños y no tienen ninguna gracia. Pero, porotra parte, creo que son niñas de buenossentimientos, que sienten mucho afecto la unapor la otra y por sus amigos y que al menostienen talento para las lenguas, pues ya hablanmuy bien el inglés y usan una variante con losmarineros y otra con los oficiales.

–¿Y no ha pensado en llevárselas aInglaterra?

–Nacieron casi en la línea del ecuador y nome atrevo a llevarlas por el cabo de Hornos hastaunas islas tan frías, húmedas y con tanta nieblacomo las nuestras. Si pudiera encontrarles unhogar aquí, con mucho gusto las mantendría y lesasignaría una dote.

–Si pudiera verlas, sería más fácil paranosotros encontrar una solución al problema.¿Tendrá tiempo para traérmelas mañana por latarde?

–Naturalmente, señora -respondió Stephen,poniéndose de pie-. Le agradezco infinitamentesu amabilidad.

Cruzó el jardín en dirección a la verja y elcanguro se le acercó caminando torpemente encuatro patas y luego se detuvo, le miró a la cara ydejó escapar un débil berrido. Pero comoStephen no tenía nada que darle y el cangurorechazó su caricia, se separó del animal, que lesiguió con la mirada hasta que llegó a la verja.

Preguntó al rígido centinela cómo llegar alhotel Riley, pero el hombre no respondió, sinoque adoptó una expresión adusta y se puso másrígido aún. Entonces salió el guarda y dijo:

–Si le contestara, señor, si contestara acualquiera que no fuera un oficial del Ejército,mañana tendría la camisa ensangrentada, ¿no escierto, Jock?

Jock guiñó un ojo sin mover la cabeza ymucho menos el cuerpo y el guarda prosiguió.

–¿El hotel Riley, señor? Siga derecho y luegodoble a la izquierda. Está antes de la primeracasa de ladrillo que encontrará.

Stephen le dio las gracias y le bendijo, ya que

sus indicaciones eran precisas. El paseo fuetriste, pues vio a muchos presos con los suciosuniformes de la prisión, unos mirando al vacío yotros con una expresión malévola o melancólica,y también a muchos de sus guardianes, que apesar de encontrarse en su misma penosasituación de esclavos al menos podían darpatadas a los menos afortunados de vez encuando; sin embargo, se alegró cuando elcoronel MacPherson y otro oficial del 73ºRegimiento le saludaron risueños al pasar por sulado y todavía más cuando vio a Martin en ellugar de la cita, que cualquiera podría tomar poruna taberna situada en un cruce de caminoscerca de la ciénaga de Alien de no ser por laausencia de lluvia y barro a su alrededor y lapresencia de tres tipos de papagayos salvajessobre el techo medio hundido y de una ampliavariedad de papagayos domesticados enjaulas oen repisas en el interior. Martin todavía estabajunto a una lúgubre cacatúa envolviéndose en elpañuelo el dedo que le había picado.

–Paga usted un alto precio por su experiencia-dijo Stephen, observando cómo la sangre

traspasaba el pañuelo.–No debí haber retirado la mano tan deprisa -

replicó Martin-. El pobre ave se asustó.El pobre ave se pasó la negra lengua por el

borde del pico y calculando la distancia que lesseparaba con una malévola mirada, por lo queparecía posible otra embestida.

–¿Nos vamos? – preguntó, mirando su reloj-.Es casi la hora.

–Debemos tomar algo en la taberna -leinformó Stephen.

Se sentó junto a un conjunto de objetospuestos allí con la intención de que loscompraran los marineros visitantes: hermososcascarones de huevos de emú de color verde,hachas de piedra de los aborígenes, lanzasapoyadas contra la pared y una pieza de maderaplana y en forma de ángulo que parecía unenorme acento circunflejo cuyos vérticesdistaban dos pies.

–¡Tabernero! – gritó-. ¡Tabernero! ¿Me oye?El tabernero llegó secándose las manos en el

delantal.–¿No les atendió una joven, caballeros?

Ambos negaron con la cabeza.–Estará arriba con un militar por mil libras.

¿En qué puedo servirles, sus señorías?–¿Qué tiene ligero y fresco? – preguntó

Stephen.–Bueno, señor, tengo río Parramatta, que es

ligero y fresco, en ese cubo cubierto por unalona, y voy a sacar un galón de mi propio whisky,una bebida delicada donde las haya. A esta horadel día, mezclados los dos en la proporción justaforman una bebida ligera y fresca comparable almejor champán.

–Entonces tenga la amabilidad de traermeuna pinta del primero y un vaso pequeño delsegundo -pidió Stephen-. Pero antes de irse,haga el favor de decirme para qué se usa esteobjeto de madera parecido a una cimitarra o unahoz.

–Esto, señor, es, por decirlo así, un juguetede los aborígenes, puesto que ellos sólo lo usanpara jugar. Lo sujetan por un extremo y lo lanzande manera que dé vueltas como una girándula, ycuando ha recorrido unas cincuenta yardas seeleva, da la vuelta y vuelve a la mano. Había un

aborigen que solía hacer una demostración porun trago de ron y eso fue su ruina.

–Así que uno lo lanza y luego vuelve sinrebotar -dijo Martin, que no podía entenderfácilmente el fuerte acento de Munster.

–Comprendo que le resulta difícil de creer,señor, y lo es si uno no ha visto hacerlo. Peropiense, señor, que está en los antípodas, queestá cabeza abajo, igual que una mosca en eltecho. Todos estamos cabeza abajo, lo que esmucho más raro que un cisne negro o un paloque regresa volando a la mano.

Cuando se bebieron el whisky, reanudaron lamarcha y Martin explicó:

–Tiene razón. En muchos aspectos estemundo es opuesto al nuestro. Diría que es tandiferente de él como el Hades de la Tierra, si nofuera por la intensa luz. ¿No le parecedeprimente el constante ruido de cadenas y laomnipresencia de hombres sucios, harapientos ytristes a quien debemos considerar criminales?

–Sí, y si no fuera por la posibilidad derecorrer el interior del país, estaría remando porel inmenso puerto en mi esquife o a bordo de la

fragata, clasificando mis colecciones yexaminado cuidadosamente las suyas. Pero creoque me deprime aún más la tremenda crueldadde los opresores.

Se detuvieron antes de cruzar el caminotrillado y polvoriento para dejar pasar a dosgrupos de hombres encadenados, uno para unlado y el otro para el lado opuesto, y en esemomento tropezó con ellos una joven borracha,desgreñada y con el pecho descubierto, unajoven hermosa a pesar de tener la cara llena demoretones.

–¿No ven por dónde andan, malditoscabrones? Que Dios les castigue…

Los presos pasaron; ellos cruzaron la calle yles siguieron los insultos de la joven, cada vezmás ofensivos, mucho peores que los que seoían en el castillo.

Anduvieron en silencio durante algún tiempo yluego Martin señaló:

–Ésta es la casa de Paulton.Fue el propio Paulton quien les abrió la puerta

y les dio la bienvenida. Era un hombre alto ydelgado y llevaba unas gafas pequeñas con

montura de acero y cristales gruesos que noparecían apropiadas para él, porque unas vecesmiraba a través de ellas y otras por encima. Amenudo se las quitaba y las limpiaba con elpañuelo, y ese gesto nervioso era uno de lostantos que hacía. Era verdaderamente un hombrenervioso, pero también, en opinión de Stephen,inteligente y amable.

–¿Les apetece un poco de té? – propusodespués de los habituales preliminares-. En esteclima tan seco en que se forma tanto polvo, meparece que el té caliente es mejor que cualquierotra cosa.

Ellos hicieron murmullos de aprobación yagradecimiento, y poco después llegó unaanciana con la bandeja con el té.

–Le agradezco que haya tenido la amabilidadde venir, señor -dijo Paulton, sirviéndole una taza-. Me ha dicho Martin que usted ha escrito muchoslibros.

–Sólo he escrito sobre medicina y algunoselementos de historia natural.

–Si me permite, señor, quisiera hacerle unapregunta: ¿Puede escribir en la mar, o tiene que

esperar a encontrarse en un lugar aislado ytranquilo en el campo?

–He escrito mucho en la mar -respondióStephen-, pero a menos que haya calmasuficiente para que la tinta no se salga del tintero,espero a bajar a tierra para escribir largostratados o artículos, a encontrarme en un lugaraislado y tranquilo en el campo, como dice usted.Pero, por otra parte, el ajetreo de un barco no meimpide leer. Si tengo en el farol una vela que débuena luz y tapones de cera en los oídos, leo muya gusto. Y la soledad de mi cabina, el movimientodel coy, las lejanas órdenes y sus respuestas ylos ruidos de las maniobras me hacen disfrutaraún más.

–Me he puesto tapones de cera, como usted -dijo Martin-, pero me dan miedo. Tengo miedode que griten «¡la fragata se hunde, se hunde!¡Todo está perdido! ¡La fragata no puedemantenerse a flote!» y que no lo oiga.

–Siempre fuiste miedoso, Nathaniel -observóPaulton, quitándose las gafas y lanzándole unamirada afectuosa con sus ojos miopes-.Recuerdo que cuando eras pequeño te asustaba

asegurándote que yo, en realidad, era uncadáver habitado por un fantasma de abundantepelo cano. Pero supongo, señor, que leerá librosde medicina, historia natural e historia, pero nonovelas ni obras de teatro.

–Leo novelas con mucha frecuencia, señor -explicó Stephen-. Considero las novelas, lasbuenas novelas, parte importante de la literatura,porque nos hacen conocer el alma y la mentehumanas mejor que casi todos los demásgéneros, más detallada y profundamente y conmenos dificultades. Si no hubiera leído las obrasde madame de La Fayette, del abate Prévost ydel hombre que escribió Clarissa, esaextraordinaria hazaña, sería mucho más pobrede lo que soy. Y seguro que después dereflexionar un momento podré añadir muchosotros autores.

Martin y Paulton añadieron inmediatamentemuchos más, y Paulton, que hasta entonceshabía sentido bastante timidez y nerviosismo,estrechó la mano a Stephen diciendo:

–Admiro su juicio, señor. Pero, ¿se le olvidóel nombre de Richardson cuando habló de

Clarissa?–No. Sé que el nombre de Samuel

Richardson está en la página de créditos, peroantes de leer Clarissa Harlowe leí Grandison, porel cual ha habido muchas protestas contra loseditores irlandeses por su innoblecomportamiento, ya que no respetaron losderechos de autor. Fue escrito por uncomerciante que sabía mucho de contabilidad yes indudable que Richardson es el autor, pero,en mi opinión, Clarissa, con su prosa delicada,fue escrito por otra mano. El hombre que escribióla carta no pudo escribir el libro. Richardson,como usted sabe, por supuesto, era íntimo amigode otros impresores y editores de la época, yestoy convencido de que alguno de susdeudores, probablemente encarcelado en Fleet oMarshalsea, escribió el libro.

Los otros dos asintieron con la cabeza,pensando que ellos también se habían alojado enla morada de los escritorzuelos.

–Después de todo, los gobernantes noescriben sus propios discursos.

Después de una pausa bastante solemne,

Paulton pidió más té. Y mientras lo bebíansiguieron hablando de las novelas, del procesode escribirlas, del hecho de que un escritorpodría ser muy fecundo y de repente,inexplicablemente, volverse estéril.

–La última vez que estuve en Sidney estabaseguro de que podría terminar el cuarto volumende la novela en cuanto regresara a Woolloo-Woolloo. Es que mi primo y yo nos turnamospara vigilar al capataz, ¿sabe? Pero lassemanas pasaron y no pude escribir ni unapalabra que no borrara a la mañana siguiente.

–Por lo que veo, el campo no le sienta bien.–No, señor, en absoluto. Sin embargo, le

daba un gran valor cuando estaba en Londres,distraído por cien tonterías y por cosas de la vidacotidiana y apenas tenía dos horas paradedicarlas a mis propios asuntos al final de lanoche, cuando ya no servía para nada. Meparecía que no podría encontrar más tranquilidaden el campo que en Nueva Gales del Sur, en unlugar aislado de Nueva Gales del Sur donde nollegan el correo ni los periódicos ni hayinoportunos visitantes.

–¿Y no es así en Woolloo-Woolloo?–Allí no llegan el correo ni los periódicos ni

hay visitantes inoportunos, desde luego, perotampoco hay campo. No hay campo como loconcebía yo y como me parece que lo concibenotras personas, no hay nada que se pueda llamarrural. Imagínese cabalgar desde Sidney por unallanura de color pardo, por un terreno pedregosocubierto de espesa hierba y arbustos y salpicadade melancólicos árboles. Nunca pensé que unárbol podía ser feo hasta que vi un eucalipto.También hay otros parecidos, con hojas gruesasy opacas y enormes tiras de corteza colgando,como marcas de una especie de lepra vegetal.Cuando uno deja atrás los pocos asentamientosy caminos de ovejas que hay, el camino seestrecha y pasa por entre un conjunto dearbustos de color gris verdoso y polvorientos,nunca verdes ni limpios, y hay vastas áreasdonde los aborígenes los han arrancado o loshan quemado y ahora están negros. Y debí haberdicho que están siempre iguales, que nuncapierden las hojas ni parece que les salgannuevas. Más adelante el camino bordea

raquíticas lagunas donde los mosquitos sonmucho peores y luego por fin, asciende por entrearbustos más bajos. Desde la cuesta puedeverse un río que en algunos lugares es unacorriente y en otros, la mayoría, se convierte encharcos diseminados por el valle. Al otro lado seencuentra Woolloo-Woolloo, con una sencillacasa en medio del desierto; a la izquierda está elterreno vallado donde viven los presos y junto a élla casa del capataz; mucho más hacia el interiorapenas puede distinguirse la casa de Wilkins, elúnico vecino. Es cierto que los presosdespoblaron la ribera más lejana y sembrarontrigo, pero parece una especie de cicatrizcomercial en vez de un campo sembrado y, detodas formas, apenas cambia la enormeextensión de terreno insípido, monótono,descolorido, deshumanizado, primitivo y estérilque se extiende al frente y a la izquierda de uno.El río tiene un nombre aborigen muy largo, perole llamo Estigio.

–Ese retiro campestre parece muy triste -dijoStephen-. Y Estigio tiene horriblesconnotaciones.

–Ninguna demasiado horrible para Woolloo-Woolloo, señor, se lo aseguro. En Hades nohabía ningún triángulo instaladopermanentemente, como en la plazuela deWoolloo-Woolloo y la de la finca de Wilkins. Yaunque está prohibido que un hombre azote a lossirvientes que le han asignado, como mi primo yWilkins son magistrados, cada uno puede azotara los sirvientes del otro. Además, en Hades lagente tenía compañía, aunque no fuera mucha, ypodía conversar un poco al menos; en Woolloo-Woolloo, en cambio, uno está completamentesolo. El capataz es un hombre rudo que sólopiensa en los beneficios que obtendrá de latierra, la cantidad de arbustos que hay que talar yla cosecha que Stanley va a llevar en el bergantínhasta Sidney. Y como me dijo que sólo debíahablar con los presos para darles órdenes,aunque los negros con quienes me encuentro aveces en nuestra playa o caminando por la riberadel río son bastante amables, hasta tal punto quecon frecuencia muchos me han untado los brazoscon un aceite extraído de peces muertos pararepeler los mosquitos, un aceite que ellos se

echan en todo el cuerpo, y uno me dio un pedazode ocre, nos limitamos a cruzar cuatro palabras.Así que, como ve, no puedo conversar. Mi retirocampestre no es diferente al lugar aislado ysolitario adonde se retiró Bentham. Aunque, sinduda, hay autores que pueden escribir unespléndido e impresionante final para susnovelas cuando están en un lugar aislado ysolitario, no soy uno de ellos, a pesar de queDios sabe que necesito desesperadamente unfinal.

–El panorama que pinta usted de NuevaHolanda es sombrío, señor. ¿No haycompensaciones?, ¿no hay aves o fieras oflores?

–Me han dicho que nuestra finca está en unade las partes menos favorecidas del país, señor.Tiene pocos animales de caza, y esos pocos loscaza furtivamente un grupo de hombres que sefugaron de la prisión y lograron hacerse amigosde los aborígenes que viven más allá de losarbustos situados al norte. Pocos animales decaza… Si bien es cierto que me han dicho quealgunos emúes han pasado por nuestro camino,

nunca los he visto. Tampoco he visto lascacatúas ni los papagayos más que comomanchas borrosas, porque soy miope. Enverdad, no puedo apreciar las cosas hermosasde la naturaleza, aunque sí las feas: oigo lasestridentes voces de las aves y siento lasinnumerables picadas de los mosquitos, queconstituyen una plaga aquí, sobre todo despuésde las lluvias.

–En cuanto a los finales, ¿creen que son muyimportantes? – preguntó Martin-. A Sterne le fuebien sin uno. Además, a menudo los cuadrosinacabados son más interesantes porque tienenuna parte del lienzo en blanco. Recuerdo queBourville definía la novela como una obra en quela vida fluye y da vueltas sin pausa ni, por decirloasí, un fin, un fin definido. Al menos uno de loscuartetos de Mozart termina sin ceremonias, yresulta muy agradable cuando uno se haacostumbrado a oírlo.

–Hay otro francés de cuyo nombre no puedoacordarme que dice algo aún más apropiado: labêtise c'est de vouloir conclure. El finalconvencional, en el que se premia la virtud y se

atan todos los cabos sueltos, es a menudoescalofriante, y los tópicos y falsedades queincluye tienden a contaminar lo que se ha escritoantes, aunque sea excelente. Muchos librosserían mejores sin el último capítulo o sólo conuna breve información sobre el desenlace entono desapasionado, casi indiferente.

–¿De verdad piensan eso? – preguntóPaulton, mirando alternativamente a uno y a otro-.Quisiera creerles, sobre todo porque la narraciónha llegado a un punto en que… Nathaniel, teruego que la leas, si no te importa. Si crees querealmente queda bien sin redoble de tambores osi me das alguna idea para escribir un buen final,me alegraré mucho porque podría escapar deeste desolado lugar lleno de crueldad ycorrupción.

–La leeré con mucho gusto -dijo Martin-.Siempre me han gustado tus obras.

–El manuscrito lo está copiando elescribiente del gobernador, pues ya sabes cómoes mi letra, Nathaniel. La corrupción tieneutilidad, a pesar de que la condeno.

–Entonces, ¿no le permiten copiar?

–Naturalmente, no tanto como está copiandopara mí. Es la mejor pluma de la colonia y trabajapermanentemente para el Gobierno, redactandodocumentos de traspaso y renta de propiedades,pero hasta que no termine con mi manuscrito nopresentará ni uno solo para que lo lacren. Antesera un falsificador y cuando está sobrio yencuentra el papel apropiado, puede hacer losmejores billetes del Banco de Inglaterra falsos.

–¿Hay mucha corrupción en la colonia?–Aparte del nuevo gobernador y los oficiales

que llegaron con él, diría que lo toca todo. En lascapas más bajas de la administración, porejemplo, todos los empleados son presos,muchos de ellos muy educados, y a condición deque uno sea bastante discreto, hacen lo que unoles pida.

–¡Ah! – exclamó Stephen-. Se lo preguntabaporque varios de los tripulantes de la Surprisetienen amigos que fueron deportados y fui a veral secretario penal para preguntarle por ellos,pero me di perfecta cuenta de que no queríadarme ninguna información. Y aunque el capitánAubrey, que tiene mucha más autoridad, podría

obligarle a hacerlo, temo que su intervenciónperjudique a los presos.

–Con un tipo como Firkins estoy seguro deque sí. La forma más simple y menos perjudiciales dirigirse a uno de los empleados que trabajanen el registro. El mejor es Painter. Es un hombreastuto e inteligente y nos asignó dos o trespastores y algunos auténticos labradores, rarasaves en un conjunto formado principalmente porpecadores de las ciudades, reemplazándolospor otros.

–¿Cómo debo abordarle?–Como es un hombre en libertad condicional,

no será difícil. Si le deja un recado en el hotelRiley, se encontrará con usted en un lugardiscreto. Pero sería más prudente que no fuerausted mismo, porque hay muchos informadorespor ahí y su pelea con Lowe ha provocado quetodo el grupo del distrito de Camden le tengaanimadversión, lo que podría tener malasconsecuencias para usted. Si a bordo de lafragata no hay nadie adecuado, iré yo mismo.

–Es usted muy amable, señor, en verdad muyamable, pero me parece que tengo al hombre

adecuado. Aun así, si me equivoco, ¿podría venira verle de nuevo? De todos modos, me gustaríavenir siempre que usted esté libre.

–Una de las muchas cosas que me gusta desu amigo es que no es más santo que usted o,por lo menos, que yo -dijo Stephen mientrasmiraba hacia las oscuras aguas de la bahía deSidney-. Aunque, obviamente, es un hombrevirtuoso, no se horroriza por un leve pecado.¿Puede distinguir el embarcadero? Voy a dar ungrito. ¡Eh, la falúa! ¡Hola! ¡Enciendan alguna luz,malditos cerdos!

–Si seguimos adelante, tan cerca de la orillacomo sea posible, creo que con el tiempo loencontraremos. Me gustaría no haber rechazadola proposición de Paulton de acompañarnos conun farol.

La teoría era acertada, pero como la nocheera extremadamente oscura porque no habíaestrellas ni indicios de que saldría la luna, lapusieron en práctica con lentitud, vacilación yangustia hasta que les alcanzó un grupo decompañeros de tripulación de permiso que aúnestaban casi sobrios y llevaban eslabones en las

manos.–Allí está, señor-dijeron-. Está justo frente al

muelle, la acercamos con una espía cuandocambió la última marea. ¿No la reconoció,señor? El doctor no reconoció la fragata.

La noticia se difundió hasta el final del grupo yuna distante voz exclamó:

–Los doctores están tan ebrios que noreconocieron la fragata, ¡ja, ja, ja!

Después Stephen, cuando estaba en elpasamanos, se dijo: «Y pensar que no reconocími propia fragata». Pero entonces recordó conpena que la Surprise ya no era suya y pensó:«¿Qué importa eso? Los distintos tipos defelicidad no pueden compararse». Luego entróen la cabina y se detuvo un momentoparpadeando a causa de la luz.

Jack estaba sentado en su escritorio convarios montones de papeles delante y no parecíamuy contento, pero levantó la cabeza, sonrió y lesaludó a su modo:

–¡Ah, estás aquí, Stephen!–Pareces viejo y cansado, amigo mío -dijo

Stephen-. Saca la lengua -añadió y, después de

examinarla, continuó-: Aún no te has recuperadode la plétora.

–Lo que tengo es una plétora de malditosoficiales -replicó Jack-. He encontradoobstáculos en cada condenada vuelta que hedado. Nadie sabe cuándo regresará elgobernador Macquarie y, por desgracia, elvicegobernador estuvo a las órdenes de mipadre. No sé qué sería de mí sin Adams, perosólo puede solucionar lo referente a pequeñasreparaciones y necesidades, y necesito muchomás que eso y muy rápido, como requieren lasórdenes que recibí.

–Adams tuvo mucho éxito en Java -dijoStephen-. Con tu permiso, quisiera pedirle quehiciera en mi nombre un intento de corrupción,pero de poca importancia. Martin y yo fuimos aver a un amigo suyo, un afable caballero que viveaquí desde hace algún tiempo y que me aseguróque la corrupción en la administración esgeneralizada. Me dio el nombre de un empleadoa quien podríamos pedir información sobrePadeen y los hombres y mujeres de las listas quete entregué, y me parece que Adams es el

hombre indicado para hacer la solicitud.Consultaron a Adams después del desayuno

al día siguiente y opinó lo mismo.–Sin falsa modestia, señor -empezó-, creo

que no hay nadie en la Armada mejor preparadopara llegar a un acuerdo amistoso o, por decirloasí, a un arreglo, que los escribientes decapitanes con más experiencia. Han visto todoslos colores del arco iris, no tienen nada queperder y son difíciles de engañar. ¿Cuántopensaba dar por averiguar el paradero de estoshombres, mejor dicho, el lugar de destino, comose le llama en las regulaciones?

–Me ha cogido desprevenido, señor Adams.¿Cree que un johannes es suficiente?

–¡Qué Dios le bendiga, señor! Un johannesvale cuatro libras aquí. Por lo que he visto, creoque un buen precio para empezar sería un galónde ron o de lo que estos pobres diablos llamanron. No debemos estropear el mercado dandomonedas de oro a diestro y siniestro.

–Estoy convencido de que tiene razón, señorAdams. Pero, por favor, sea generoso para quePainter no escatime el tiempo que dedicará a

obtener información sobre Colman. Era ayudantede cirujano, como me parece que le he dicho, y leaprecio mucho.

–Muy bien, doctor. Haré cuanto esté en mimano. ¿Puedo ofrecerle más de dos galones sies muy difícil; si, por ejemplo, Painter tiene quepedir ayuda a otros empleados?

–¡Por supuesto! Ahóguele en ron si esnecesario. Pero primero tengo que traerle dineropara comprarlo y un par de monedas de granvalor por si necesita algo. Le aseguro, señorAdams, que en este caso no me importaríagastar un sombrero lleno de monedas de granvalor.

En la media cubierta se encontró con Reade,a quien pidió:

–¡Oh, señor Reade, amigo mío, dígame siBonden se fue con el capitán.

–No, señor -respondió Reade-. Estáayudando a Jemmy Ducks a hacer la ropa deSarah. ¿Quiere que le vaya a buscar?

–¡Oh, no! – exclamó Stephen-. Quiero vercómo está quedando.

Estaba quedando muy bien, pues Bonden era

el tripulante de la fragata con más habilidad paracoser. En ese momento, con la boca llena dealfileres, estaba probando un vestido recto dedril, apropiado para ir al palacio del Gobierno, aSarah, que estaba muy quieta y rígida como unpalo, mientras que Jemmy Ducks, que sabía másdel comportamiento y la vida mundana,enseñaba a Emily a hacer una reverencia.

–No se preocupen por mí -dijo cuando entróen la oscura cabina-. Continúen. Pero, Bonden,quisiera que cuando estés libre vengas aayudarme al pañol donde guarda suspertenencias el capitán.

–Sí, señor -murmuró Bonden casiininteligiblemente.

Y las niñas esbozaron una tímida sonrisa.El pañol donde el capitán guardaba sus

pertenencias tenía varias de esas esquinasgeométricamente imposibles que abundaban enlos barcos, y en una de ellas, encerrada en unbaúl de madera gruesa guarnecido con piezasde hierro y atado a varios cáncamos, estaba latangible fortuna de Stephen, cierta cantidad demonedas de oro, muchas más de plata y algunos

billetes del Banco de Inglaterra, que estabanmetidos en un cofre más pequeño, también demadera, guarnecido con piezas de hierro ycerrado con llave. Mientras esperaba allí porBonden, se le ocurrió que las ratas, acometidasde frenesí por las privaciones, también podíanhaber perforado ese cofre.

Entonces pensó: «Sin duda, habrán dejadolas monedas de oro y plata. No obstante, haré eltonto si al abrir encuentro un cómodo nido detrocitos de papel con varias crías rosadas dentro.Eso fue lo que pasó en Ballynahinch, me acuerdomuy bien, pero con las listas de la lavandería».

–Señor, si se mueve un poquito hacia popa,podré desatarlo -dijo Bonden-. No, señor, haciapopa.

Todo estaba bien. Las ratas habíandesdeñado el cofre donde estaba la fortuna y,por suerte, los elegantes billetes del Banco deInglaterra, hechos del único papel moneda que,en su opinión, tenía aspecto de valer dospeniques, se habían mantenido o se habíanvuelto otra vez crujientes, como en su estadooriginal. Cuando estaba contándolos con cierta

voluptuosidad (alejando el fantasma de suantigua pobreza), Oakes bajó y anunció:

–Hay un caballero preguntando por usted enel alcázar, con su permiso, señor.

–¿Un civil o un militar, señor Oakes?–Un civil, señor.Era el señor Paulton, que le devolvía la visita.

Stephen le llevó a la cabina, mandó a buscar aMartin y los tres estuvieron sentados bebiendovino de Madeira hasta que regresó Jack,agotado, polvoriento y deseoso de comer. Jackinvitó enseguida al señor Paulton.

–En la Armada seguimos comiendo a horasextrañas, a las que ya no se acostumbra comer,pero me gustaría mucho que nos hiciera el honorde acompañarnos.

–Sí, por favor -rogó Stephen-. Como esviernes, cogimos una abundante redada depeces.

–Han invitado al desharrapado caballero -comunicó Killick a su ayudante-, así que avisa alcocinero.

Paulton estaba turbado. Dijo que si hubierasabido cuáles eran las costumbres de la

Armada, nunca habría ido a hacer una visita aesa hora, y que no era su intención molestar.

Pero con el tiempo dejó a un lado susescrúpulos. La comida fue muy agradable paratodos, pues como tantos tripulantes estaban depermiso, no había más invitados, y pudieronhablar abiertamente de música (por lo quedescubrieron que compartían la admiración porlos cuartetos de cuerda de Haydn, Mozart yDittersdorf) y de Nueva Gales del Sur, quePaulton, obviamente, conocía mejor que losdemás.

–Puede que sea un país con mucho futuro,pero en el presente no tiene más que pobreza,delincuencia y corrupción. Puede que ofrezca unfuturo a personas como los MacArthurs y lospioneros, hombres infinitamente duros capacesde soportar la soledad, la sequía, lasinundaciones y una tierra generalmente pocofértil; sin embargo, no es más que un desoladordesierto para la mayoría de sus habitantes, quebuscan refugio en la bebida o en la crueldadhacia los demás. Hay más borrachos aquí que enninguna parte, y en cuanto a los azotes…

En ese momento pensó que tal vez habíahablado demasiado tiempo y guardó silenciodurante un rato, pero cuando les cambiaron losplatos y ellos le preguntaron por Woolloo-Woolloo, describió la propiedad bastantedetalladamente.

–Por el momento es como los asentamientoslibres de la costa norte -explicó-, y las partes queaún no se han talado están como las vio el primercontingente de presos que llegó. Nadie podríatomarla por el Edén, pero si se la consideradesde ciertos puntos de vista, tiene una sobriabelleza y no carece por completo de interés. Conmucho gusto se la enseñaré a fin de mes, cuandoregrese para supervisarla. Aunque el viaje acaballo es muy largo porque uno tiene quebordear numerosas lagunas, no se encuentra amucha distancia por mar. El bergantín que vienea buscar la lana y el maíz no tarda más de tres ocuatro horas con un viento del sureste favorable.Si me permiten que les muestre su posición enesa carta marina que está sobre el asientopróximo a la ventana, verán que la entrada anuestro puerto es muy amplia. Aquí, marcado por

un asta de bandera y un montón de piedras, estáel canal por donde entra y sale el agua denuestra ensenada privada cuando cambia lamarea y por donde pasa con su ayuda elbergantín. Y aquí está la desembocadura del ríoque va hasta la laguna por el terreno dondepastan las ovejas. A menudo se ven cangurosentre las ovejas y creo que podría enseñarles eltopo de agua, que, según dicen, es muy curioso.Sin duda, también hay innumerables plantas nodescritas. Con mucho gusto les enseñaría ellugar.

–Y con mucho gusto iré a verlo si nozarpamos antes de fin de mes y la fragata puedeprescindir de mí -dijo Jack, a quienprincipalmente habían sido dirigidas esaspalabras-. Pero si no me es posible, estoyseguro de que al doctor y a Martin les gustaría ir.Pueden coger el cúter en cualquier momento.

Tan pronto como tomaron el café, sonarondos campanadas, y entonces Jack se disculpópor tener que marcharse porque iba con elcarpintero al río Parramatta a ver algunos palos,pero rogó al señor Paulton que no se moviera.

Stephen notó que, a pesar de que el gesto deJack traslucía cansancio y cierta irritación,Paulton le parecía una persona agradable.

Cuando Jack se fue, Paulton les hablóconfidencialmente. Dijo que le daba vergüenzano haberles invitado antes de fin de mes, peroque pensaba que su visita antes no seríaagradable. Explicó que su primo Matthews, apesar de tener muchas virtudes, pues era un amojusto, a pesar de que nunca castigaba portonterías ni por rabia, como su vecino Wilkins, yde llevarse bien con los aborígenes, aunquecogieran una oveja a veces y una tribu de lacosta emparentada con ellos tuviera escondido aun grupo de presos fugados, nunca invitaba anadie ni permitía que en su casa se tomara nadaque no fuera agua o té verde muy flojo. Repitióque tenía muchas virtudes, pero añadió queposiblemente sus enemigos dirían que era algorígido y poco sociable.

–¿Está casado el caballero? – preguntóMartin.

–¡Oh, no! – respondió Paulton, sonriendo.–Supongo que habrá muchas aves zancudas

en la orilla de su laguna -dijo Stephen despuésde un momento de silencio.

–Estoy seguro de ello -respondió Paulton-.Cuando voy allí a tocar el violín veo a menudobandadas de aves echar a volar, y es muyprobable que sean zancudas. Bueno, lesagradezco mucho que me hayan hecho pasaruna tarde agradable, pero tengo que despedirmeya. ¡Ah, una cosa más! – añadió en voz baja-.¿Es corriente dar propinas en la Armada?

–No, no -contestaron los dos a la vez.Como esa era casi la hora en que Stephen

debía llevar a Sarah y a Emily a ver a la señoraMacquarie, sólo Martin acompañó al invitado enel viaje de regreso.

Las niñas estaban muy tiesas con sus nuevosvestidos y tenían una expresión grave. Stephenpensó que las pobrecillas tenían menos gracia yparecían más negras que nunca.

–Vamos a ver a una señora muy amable en elpalacio del Gobierno -explicó en un tonoexageradamente alegre-. Es una señora buena yhermosa.

Los cuatro subieron la cuesta casi en silencio,

Stephen con Sarah de la mano y Jemmy Duckscon Emily. Y tuvieron la mala suerte deencontrarse con dos grupos de presosencadenados.

–¿Por qué están encadenados esoshombres? – preguntó Sarah cuando el primergrupo pasaba lentamente junto a ellos con granestruendo.

–Porque se han portado mal -respondióStephen.

Cuando se encontraron con el segundo,vieron que un soldado estaba azotando a unhombre que se había caído al suelo. Debido a lapeculiar condición de la Surprise y a su inusualtripulación, las niñas nunca habían visto azotar anadie a bordo de la fragata, ni siquiera pegarlecon una vara como la que usaba elcontramaestre o con un cabo con un nudo en elextremo. Las dos se sobrecogieron y seagarraron más fuerte, pero no dijeron nada.Stephen tenía la esperanza de que los coches(que ellas miraban con los ojosdesmesuradamente abiertos), los caballos y lagente que pasaba, especialmente los chaquetas

rojas, y los edificios las distraerían. Además,señaló con el dedo el canguro que estaba en eljardín.

–Sí -dijeron, pero sin sonreír y sin dirigir almirada hacia donde señalaba.

La señora Macquarie les recibió enseguida.–¡Cuánto me alegro de veros, queridas niñas!

– exclamó, y les dio un beso a cada una cuandoles hicieron una reverencia-. ¡Qué vestidos másbonitos!

Un sirviente trajo zumos de fruta y pasteles yStephen vio con alivio que las niñas estabanmenos tensas mientras comían y bebían.Después que la señora Macquarie dijo al doctorMaturin que esperaba que un barco de Madrásllegaría muy pronto y le hizo comentarios sobre elviaje del gobernador, se volvió hacia ellas y leshabló del orfanato. Les contó que en una partehabía muchas niñas de su edad y que jugabancorriendo por un parque lleno de árboles. Lasniñas parecían muy satisfechas y aceptaron mászumo y más pasteles y luego dijeron:

–Gracias, señora.Y Sarah preguntó:

–¿Tienen vestidos bonitos?–No tan bonitos como los vuestros -contestó

la señora Macquarie-. Venid conmigo y os losenseñaré.

Las llevó hasta la cuadra, donde estabaesperando su coche, y ambas parecían bastantecontentas. Stephen, de pie junto al pescante, dijo:

–Jemmy Ducks o yo iremos a visitarosmañana, así que hasta entonces. Portaos bien.Dios os bendiga.

–¿No vamos a regresar a la fragata? –inquirió Emily, y su mirada asustada volvió aaparecer.

–Hoy no, compañeras -respondió JemmyDucks-. Tenéis que ir a ver el orfanato.

El coche comenzó a alejarse y las dos sepusieron de pie, y hasta que dobló la esquinaestuvieron mirándoles con una mezcla de miedo,pena y angustia.

Los dos bajaron la cuesta casi tan silenciososcomo la habían subido. Sólo Jemmy Ducks,involuntariamente, exclamó:

–¡Y en un país como éste, Dios mío!Stephen se detuvo al llegar a una esquina

para orientarse y luego dijo:–Jemmy Ducks, aquí tienes un chelín. Avanza

unas doscientas yardas por ahí y encontrarás unataberna decente donde podrás tomar algo.

Prosiguió solo, caminando despacio,estableciendo mecánicamente las diferenciasentre las aves marinas que pasaban por encimadel agua a su izquierda, y repitiéndose losrazonables motivos de su acción. Cuando se losrepetía por tercera vez, vio a dos hombresatravesar el camino riendo y enseguida tuvodelante a Davidge y a West, vestidos con sumejor ropa de bajar a tierra.

–¡Oh, doctor, creo que hemos interrumpidosus pensamientos! – exclamó West.

–No, en absoluto -le tranquilizó Stephen-.Pero, dime, ¿ya ha regresado el capitán?

–No, todavía no -respondieron al unísono.Y Davidge añadió:–Pero Adams subía a bordo cuando nos

íbamos y nos preguntó por usted.Apenas cinco minutos después que Stephen

se sentara en la cabina, Adams llamó a la puerta.–Bueno, señor, he cumplido su encargo -

anunció-. No hace ni diez minutos que dejé alseñor Painter. Y cuando venía para acá meencontré con el pobre Jemmy Ducks, a quien sele notaba en los ojos que había estado llorando.Espero que no le haya pasado nada malo,doctor.

–Llevamos a las niñas al orfanato.–¿Qué? – dijo-. ¿En un país como éste?

Bueno… -continuó, tratando de rectificar-. Estoyseguro de que sabe más que yo, señor.Discúlpeme, por favor. Pues, como le decía,hablé con el señor Painter, tal como me pidió, yfue muy amable. Buscó enseguida entre todoslos expedientes, incluidos los de distribución ytraslados, pero me temo que no le gustaránalgunas de las noticias que tengo que darle. –Sacó las listas, cada una sujeta a un montón depapeles, y las puso sobre la mesa-. Por lo querespecta a los amigos de Slade -prosiguió-, todoestá bastante bien. La señora Smailes fueasignada a un hombre que terminó su condena,un emancipado, como dicen aquí. Estabaestablecido en un lugar donde la tierra esbastante buena, cerca del río Hawkesbury, y se

casó con ella. Otros tres están en libertadcondicional y trabajan en barcos pesqueros. Sólouno, Harry Fell, se fugó y se fue con unosballeneros. Aquí están las direcciones de losotros.

Entregó a Stephen una hoja donde había unaserie de nombres y direcciones escritos con letramuy clara y subrayados en rojo y pasó a lasiguiente lista.

–En cuanto a la lista de Bonden, las noticiasno son tan buenas. Dos hombres nunca llegaronaquí, pues murieron durante el viaje; uno murióaquí de muerte natural; otro se fugó y es posiblese haya muerto de hambre en el bosque o que lehayan salvado los aborígenes; y dos fuerontrasladados a Norfolk.

–¿Dónde está eso?–En medio del océano, creo que a unas mil

millas. La convirtieron en un penal con el fin deaterrorizar a los presos de aquí y conseguir así uncomportamiento sumiso. Recibieron tan malostratos que ya no están en su sano juicio.Respecto a los demás, algunos todavía sonsirvientes asignados a alguien y otros gozan de

libertad condicional. Pero en relación conColman, señor, siento decirle que lo pasó muymal. Ha intentado fugarse una y otra vez y laúltima fue con otros tres irlandeses. Uno de elloshabía oído que si uno caminaba recto un buentrecho hacia el norte, se encontraba con un río nomuy ancho ni muy profundo, y que al otro lado delrío estaba China, donde la gente era amable ypodrían encontrar un barco de los que hacen elcomercio con las Indias que les llevara aInglaterra. Los aborígenes les capturaron mediomuertos de hambre y sed y los devolvieron paraobtener una recompensa. Uno de ellos murió aconsecuencia de la azotaina que les dieron,doscientos latigazos en dos tandas, pero Colmansobrevivió. Iban a mandarle a una colonia-penal,pero no lo hicieron gracias a la intervención deldoctor Redfern, que dijo que eso sería su muerte.Va a ser asignado al dueño de una propiedad enParramatta junto con media docena de hombresmás. El señor Painter dice que se estima que esun poco mejor que una colonia-penal, pero nomucho, porque pertenece al señor Marsden, unclérigo al que llaman «Pastor Rapiña», a quien le

encanta azotar a sus hombres, especialmente losirlandeses papistas. El señor Painter no cree quesobreviva más de un año.

–¿Dónde está Colman ahora?–En el hospital del cabo Dawes, en el

entrante que hay en la parte norte de esta bahía.–¿Cuándo le van a asignar?–Cualquier día de las próximas semanas. Los

empleados se ocupan de eso a medida quedisponen de tiempo.

–¿Quién es Redfern?–Bueno, señor, nuestro doctor Redfern. El

doctor Redfern que estaba en el Nore. Perousted no lo recuerda porque, si me permitedecirlo, lleva demasiado poco tiempo en laArmada. El capitán se acordará de él.

–Sé que hubo un conato de motín en el Noreen 1797, después de la revuelta de Spithead.

–Sí. Pues bien, el doctor Redfern dijo a losamotinados que se unieran más, que estuvieranmás unidos, y por eso un consejo de guerra lecondenó a morir en la horca. Pero poco despuésle mandaron aquí y enseguida le concedieron elperdón gracias al capitán King, a cuyas órdenes

serví en el Aquiles. Goza de la simpatía de todosaquí y es el médico que tiene más pacientes,pero la mayoría son presos. Siempre tiene unapalabra amable para un preso enfermo y pasagran parte del día en el hospital.

–Gracias, señor Adams. Le agradezcomucho que se haya esforzado tanto y estoyseguro de que nadie hubiera logrado tan buenresultado. Estos asuntos son delicados y dar unanota discordante puede ser fatal. – Adams hizouna inclinación de cabeza sonriendo, pero no lonegó, y Stephen continuó-: Me alegro en el almaque haya un hombre como el doctor Redfernaquí. ¿Ha visto algún lugar como éste?

–No, señor, ni espero verlo de este lado delinfierno. Y aquí, señor, está la relación de losgastos y aquí…

–Por favor, déjela para otro momento, señorAdams. Añada esto para pagar lo que falta -agregó, entregándole otro johannes-. Si no ledesagrada, puede incluso invitar a Painter y asus más respetables compañeros a comer en elmejor lugar de Sidney. Hay que cuidar a losaliados como ésos.

Cuando Martin regresó a la fragata, llevabaun paquete que contenía la esperanza de Paultonsi no de conseguir fama y fortuna, al menos deescapar, de volver a Inglaterra y a un mundo queconocía, de tener libertad para nadar en el marde la existencia humana con la marea alta.

–¿Ha regresado el capitán? – preguntó.–No. Mandó a decir que dormiría en

Parramatta. Baje y siéntese conmigo y dentro depoco podremos cenar juntos. No hay nadie en lacámara de oficiales. No me cabe duda de queése es el libro de su amigo.

–Bueno, esos son los tres primerosvolúmenes y el cuarto menos el último capítulo.Debo tener mucho cuidado para no mancharlosni doblar las páginas. ¡Pobre hombre! Seesfuerza mucho por escribir un final, pero meparece que no lo logrará si no le dan ánimos. Suprimo piensa que todas las obras de ficción soninmorales. A propósito del primo, no es unhombre como es debido. No sólo está en contrade las obras de ficción porque son falsas, sinoque ha prohibido usar sal y pimienta en la cocinay en la mesa porque excitan los sentidos.

Además, obliga al pobre John a llevarse el violínhasta un lugar desde donde no pueda oírloincluso antes de afinarlo. Y no le da dinero enmetálico… Pero estoy cometiendo unaindiscreción. John nos invitó a comer el domingoy sugirió que tocáramos una pieza que todosconociéramos bien, como el cuarteto en remenor de Mozart, del que estuvimos hablando.He aceptado la invitación con recelo, porque séque mi forma de tocar es cuando menosmediocre.

–¡No, en absoluto! Ninguno de nosotros es unTartini. Su sentido del tiempo es admirable y sitiene algún defecto, que no lo creo, es que aveces parece que da una nota un cuarto de tonomás alta. Pero no tengo un oído perfecto nimucho menos, y un monocordio o un diapasónserían infinitamente más fiables.

–Espero que sea buena -dijo Martin, mirandocon angustia la novela-. Las falsas alabanzasnunca tienen el valor de los sinceros halagos. Nome desagrada la primera página. ¿Me permiteque se la lea?

–Por favor.

–El matrimonio tiene muchas virtudes -dijoEmund-, y una que los solteros no notan amenudo es que ayuda al hombre a convencersede que no es omnisciente ni infalible. Un esposono tiene más que formular un deseo para que lesea negado, contrarrestado o cambiadoinmediatamente, o para oír la palabras «pero»seguida de una pausa, generalmente muy corta,en la que se ordenan las razones por las cualesese deseo no puede cumplirse, como, porejemplo, que es producto de una malainterpretación, contrario a lo que más le convieneo contrario a lo que realmente le conviene.

–Eso le he oído decir con frecuencia, señorVernon -dijo su esposa-, pero no tiene usted encuenta que por lo general las esposas sonmenos educadas, más pobres y físicamente másdébiles que sus esposos y que si no reafirman suexistencia corren el peligro de ser sepultadas porcompleto.

–Si él no pone objeción, me gustaría mucholeerla cuando tenga la mente despejada -dijoStephen-. Pero ahora no tengo la mentedespejada, Martin. Ya sabe lo preocupado que

estoy por Padeen.–¡Por supuesto! Yo también. Como

recordará, yo estaba allí cuando el pobre Padeensubió a bordo por primera vez y le tengo simpatíadesde entonces. ¿Tiene noticias suyas?

–Sí. Adams fue a ver al hombre de quien JohnPaulton nos habló, y éste es el informe que ledieron.

Le entregó el documento, que parecía la hojade un libro de contabilidad, pues teníacantidades puestas en columnas, pero losnúmeros representaban los latigazos, los días deencierro en la celda de castigo de la prisión, elpeso de los grilletes que usó como castigo y eltiempo que los llevó.

–¡Oh, Dios mío! – exclamó Martin al darsecuenta de su significado-. Doscientos latigazos…Eso es inhumano.

–Éste es un país inhumano -sentencióStephen-. Aquí el contrato social se ha roto y eldaño que eso puede causar a quienes están muypor debajo del nivel de santo es incalculable.Pero quiero que sepa, Martin, que pronto va aser asignado al pastor flagelante que conocí en el

palacio del Gobierno y que el empleado que seencargará de ello, un hombre maduro y conexperiencia que está en libertad condicional,dice que no sobrevivirá más de un año en esascircunstancias. Ahora bien, por lo que contó elseñor Paulton, tengo la impresión de que losempleados pueden cambiar la distribución.Recuerdo que dijo que el propio Painter habíaenviado a Woolloo-Woolloo experimentadoscampesinos en vez de ignorantes de lasciudades, probablemente por una dádiva.

–También yo tengo esa impresión.–Paulton tenía razón respecto a la

información secreta. Y Painter fue amable, rápidoy eficiente. Lo que ahora le pido a ustedencarecidamente es que vuelva a visitar aPaulton mañana, le exponga abiertamente elcaso de Padeen y le pregunte primero si Painteres realmente capaz de cambiar la distribución ydespués si estaría dispuesto a admitir a Padeenen Woolloo-Woolloo cuando regrese parasupervisarla.

–No faltaba más. Iré a la hora en que es másprobable que esté despierto. ¿Piensa ver a

Padeen?–Estoy dando vueltas al asunto. Los

sentimientos dicen que sí, naturalmente, pero laprudencia dice que no por temor a que él tengaun arrebato o a que eso atraiga la atención a loque debería pasar inadvertido. Pero la prudenciaes a veces como una vieja gruñona. Todavíaestoy indeciso.

Estuvo indeciso durante gran parte de lanoche, a veces leyendo la novela de Paulton yotras intentando encontrar el mejor camino.Todavía estaba observando la llama de la vela,ahora a punto de extinguirse, cuando oyóalboroto en la cubierta. Marineros arrastrando lospies o corriendo y confusas voces, y luego,claramente, la voz del señor Bulkeley que en lalejana proa gritó:

–¡Salid de ahí, demonios!Pero como la fragata estaba en el puerto y le

estaban cambiando la jarcia fija y haciendodiversas reparaciones, su apariencia era másdesordenada y la disciplina más relajada, así queun ruido como ése no le perturbaba. Siguióobservando la llama hasta que se extinguió. Se

durmió y el sonido de las campanadas penetróligeramente en su sueño.

–Buenos días, Tom -saludó, saliendo de lacabina a la hora acostumbrada.

–Buenos días, doctor -le respondió Pullings,el único que estaba sentado a la mesa-. ¿Oyó losruidos en la guardia de media?

–Muy bien. Espero que el juego haya sidoincruento.

–Sólo por la gracia de Dios. Sus dos niñassubieron a bordo corriendo casi cuando iban asonar las tres campanadas y asustaron a losmarineros de guardia. Llamaron a Jemmy Ducks,pero como estaba borracho como una cuba y nosentía nada, subieron a la cofa del trinquete.Luego, cuando Oakes, acompañado de losdemás tripulantes de guardia, intentó atraparlas,ellas arrojaron a la cubierta la maza de la cofa,que casi le mata, y todo lo que tenían a mano. Yno paraban de gritar que no saldrían de lafragata.

–Oí al contramaestre llamarlas demonios,pero no sabía que se refería a Sarah y a Emily.

–Luego se quitaron sus blancos vestidos y las

bragas y subieron a la cruceta, donde no podíanverse en la oscuridad de la noche porque sonmuy negras. Todavía están allí, como gatitos quehan subido a un árbol y no saben cómo bajar.Hemos extendido una red para cogerlas en casode que se caigan.

Después que Stephen digirió eso, se bebió elcafé que habían preparado en la cámara deoficiales, que no era tan bueno como el que hacíaKillick, y preguntó:

–¿Ha bajado a tierra el señor Martin?–Sí y creo que se fue muy temprano. Davidge

le oyó pedir agua caliente tan pronto como sehizo de día.

–¡Despensero! – gritó Stephen-. Por favor,tráigame más tostadas. El pan es una delicia,¿no te parece?

–¡Oh, sí! Cuando uno lleva cinco mesescomiendo galletas de barco todo el pan leparece poco. Pero, doctor, ¿qué pasará con lasniñas?

–¿Qué pasará con ellas? La mermelada, porfavor.

–Puesto que Jemmy Ducks todavía no se

tiene en pie y ni en sus mejores tiempos ha sidoun buen gaviero, ¿cree usted que Bondendebería subir a la cruceta? Tiene una rarahabilidad para subir a la jarcia, y le conocen bien.

–Respecto a eso, el hambre y la sed lasharán bajar. No seré yo quien suba escalerasmovidas por el viento, como hacía en mi juventud,para ver después que el gatito decide bajar porsí mismo cuando por fin está a mi alcance. Quenadie les haga caso ni mire para arriba.

Al final el hambre y la sed no fueron las quelas hicieron bajar, sino una apremiantenecesidad. Aunque durante la primera parte de laguardia de la mañana gritaron a menudo que nobajarían, que se quedarían en la fragata parasiempre y que las niñas del orfanato eran feas yestúpidas, después de un rato se quedaronsilenciosas. En la fragata les habían enseñado aseguir estrictamente las normas de aseo ysentían un gran respeto por lo que era sagrado ytabú. Por eso fue que Emily, con voz angustiada,gritó:

–¡Cubierta! ¡Quiero ir a la proa y Sarahtambién! ¡No podemos esperar!

Los tripulantes miraron a Stephen, que gritó asu vez:

–¡Entonces bajad! ¡Y después de ir a la proairéis derecho a vuestros coyes! ¡No osvolveremos a llevar a tierra!

Poco después Martin regresó, y como habíahombres trabajando por toda la popa de lafragata, Stephen sugirió que fueran andandohasta el cabo Dawes y visitaran el hospital.

–Encontré a John en casa y le expliqué elcaso claramente y creo que de forma adecuada -le informó Martin en cuanto llegaron al muelle-. Ledije que Padeen era su ayudante en laenfermería, que debido a un fuerte dolor quesentía se le recetó un tratamiento con láudano yque no nos dimos cuenta de que tenía acceso albotiquín y se medicaba sin vigilancia, por lo quese convirtió en un adicto al opio. También le dijeque cuando usted se encontraba en el Báltico,mejor dicho, cuando el barco regresaba de allí,Padeen fue privado de las dosis y, como nopodía expresarse bien porque tenía un defecto enel habla y sabía un inglés rudimentario, robó a unboticario escocés, por lo que le condenaron a

muerte, pero a instancias del capitán Aubrey, envez de mandarle a las galeras le deportaron.Añadí que siempre me había parecido un hombrebueno y muy amable y que sentía devoción porusted. Y también que como era irlandés ycatólico, probablemente sufriría mucho en manosde un hombre como Marsden. John me escuchócon gran atención y está completamente deacuerdo conmigo respecto al último punto. Encuanto al cambio, dijo que sólo era cuestión dedejar media guinea en el lugar apropiado y queestaba dispuesto a hacer la vida de Padeenmenos horrible. Pero después dijo: «Este pobrehombre ha sido castigado repetidamente porfugarse. ¿Ha pensado el doctor Maturin que si seescapa de aquí, el próximo año mi situación seráinsoportable?».

–¿El próximo año? – inquirió Stephen.–Sí. En las actuales circunstancias, John no

puede permitirse viajar en un barco para llevarpersonalmente el manuscrito a Londres y tieneque enviarlo. Pero tanto el viaje de ida como elde vuelta tardan cada uno cuatro o cinco mesesy, además, John tiene que terminar el libro, dar

tiempo al editor para que lo lea y acordar con elamigo que actuará en nombre suyo cuáles seránsus condiciones, así que tal vez un año sea uncálculo bastante moderado. Por eso quieresaber si usted le garantiza que Padeen novolverá a escaparse durante ese tiempo.

Stephen siguió reflexionando mientraspaseaban, a veces mirando al espantoso ydestartalado edificio que estaba en el cabo,aunque su mente seguía buscando lo que habíadetrás de las palabras de Paulton y de la formaen que Martin las había presentado. En NuevaGales del Sur casi siempre usaban la palabra«fugarse», mientras que aquí usaban «escapar»,pero era absurdo tratar de buscar la definiciónexacta cuando uno deseaba llegar a un acuerdotácito y tenía que conformarse con términosmedios.

–No -dijo, deteniéndose cerca de la verja delhospital-. No puedo darle más garantías de quePadeen no se escapará que de que el viento nosoplará, pero entregaré al señor Paulton unasuma equivalente al importe del pasaje por si seescapa. Además, le daré algo como

reconocimiento, por ejemplo, un regalo o unagratificación, si dedica el libro (que es más bienuna disquisición sobre la posición de la mujer enuna sociedad ideal y un debate sobre el contratoentre los dos sexos actualmente aceptado queuna novela o un cuento), o si dedica el libro,repito, a Lavoisier, que fue amable conmigocuando era joven. Diana y yo sentimos muchoafecto por su viuda y estoy seguro de que eso leproducirá una gran satisfacción. Pero, Martin,como usted sabe más que yo de este tipo decosas porque está más familiarizado con loshombres de letras, le ruego que me aconseje quées lo más apropiado para dar comoreconocimiento. Y quiero que tenga en cuentaque no soy yo solo quien desea honrar lamemoria de Lavoisier. Podría mencionar almenos a una docena de miembros de nuestrasociedad.

La verja del hospital se abrió y un hombre conchaqueta negra y una peluca de médico saliómontado en una jaca. Miró atentamente aStephen, que vestía de uniforme, y refrenó lajaca, pero luego siguió adelante.

–Supongo que ese es el doctor Redfern -dijoStephen, y se puso a pensar en las razones afavor y en contra de hacerle una visita, por lo queno escuchó los comentarios de Martin sobre lasdedicaciones, sino sólo la suma que mencionócon tono vacilante.

–No es usted muy generoso con su amigo nicon la memoria de Lavoisier -observó-. Pero dala casualidad de que tengo una cantidad similaren mi poder, en billetes del Banco de Inglaterra,que son mejores que un pagaré endosado a unlejano banco. Permítame que abuse de suamabilidad y le ruegue que haga estaspropuestas a su amigo. Usted se dará cuentaantes que yo del menor signo que indique que lasrechaza o se siente ofendido, usted noconfundirá lo formal con lo real. Volvamos a lafragata y pondré los billetes en un sobre para quelos guarde. De todas formas, tengo que regresarporque debo afeitarme y ponerme los zapatos dehebilla para ir al palacio del gobierno. ¿Le contéque esas granujas se escaparon del orfanato yvolvieron a la Surprise durante la guardia demedia y asegurando que no se irían nunca?

–¡Oh, no! ¿Piensa devolverlas?–No. Ese acto, aunque razonable y sensato,

fue un craso error, un error al que contribuyó encierta medida mi afecto por la señora Macquarie.Ahora tengo que ir a presentarle mis excusas lomás dignamente posible, porque ella se hamostrado muy amable.

–¿De qué se quejaron las niñas?–De todo, pero especialmente del hecho de

que algunos de los otros niños eran negros.Aunque Stephen tenía la cara, que

normalmente estaba pálida, casi rosada debidoal afeitado y la peluca empolvada, no vio a suexcelencia porque no estaba en casa. Se habíapreparado tanto para la entrevista con excusas,explicaciones y fórmulas de agradecimiento, quesufrió una decepción y sólo logró animarse unpoco cuando bajaba la escalinata y vio unacacatúa que no había visto hasta entoncesposarse en un eucalipto y estirar la cresta comola abubilla, que tan bien conocía.

–¿Saldré alguna vez, en algún momento demi vida, de este pozo de iniquidad y viajaré alinterior del país con una escopeta y un estuche

para guardar especímenes? – preguntó alcanguro.

A poca distancia del palacio del Gobierno,reaparecieron las horribles multitudes de presosy soldados, a las que añadía cierta alegría lapresencia de los tripulantes de la Surprise queestaban de permiso en tierra. Se abrió pasoentre ellos lentamente, llegó al hotel Riley's ypidió un vaso de whisky. Fue el mismo dueñoquien se lo sirvió y al ver a Stephen exclamó:

–¡Vaya, si es su señoría otra vez! Buenosdías, señor. ¡Qué buen aspecto tiene su señoría!

–Dígame, señor Riley, ¿hay en la ciudadalgún tratante en caballos honesto o que almenos merezca el purgatorio en lugar delinfierno? – preguntó Stephen-. He visto algunosanimales en un establo que lleva el nombre deHermanos Wilkins y no me parecieronsaludables.

–Es que son dromedarios morados, señor.–¡Ah! Me parecieron caballos, pero

enclenques.–Me refería a los hermanos Wilkins. Por lo

que veo, su señoría no está relacionado con los

asuntos penales.–¡Oh, no, en absoluto! Soy el cirujano de una

fragata que está allá abajo.–Y estoy seguro de que será una

embarcación muy elegante. En la coloniallamamos dromedarios morados a ladronestorpes y de poca monta, a rateros que hanenviado aquí por haber robado los cepillos de lospobres o los platillos de los ciegos. Pensabaalquilar un caballo, ¿no es así?

–Tendremos que estar aquí alrededor de unmes, así que sería mejor comprarlo y despuésvenderlo.

–¡Oh, mucho más fácil! Y así la yeguasiempre estaría a su disposición y seacostumbraría a usted.

–¿Por qué dice la yegua?–Porque tengo tres hermosas yeguas detrás

del hotel y cualquiera de ellas podría recorrercincuenta millas irlandesas al día durante meses.

Las tres eran viejas, pero Stephen se decidiópor una yegua gris llena de pulgas, con gestoamable y agradable paso, el paso al que teníamás probabilidades de viajar, y compró para

Martin, que no era un buen jinete, una yegua bayamuy tranquila y un poco más vieja.

Tomó el gris camino en dirección aParramatta, y apenas había dejado atrás lascasas, las barracas y las chozas se encontró conJack y el carpintero. Regresó con ellos y elcarpintero le dijo que el viaje no podíaconsiderarse un éxito, pues, a pesar de que lospalos estaban allí y de que eran de excelentemadera, como eran propiedad del Gobierno,había que pedir permiso a los jefes de diferentesdepartamentos y conseguir primero laautorización del señor Jenks, que no estaba.

–Obstáculos a cada maldito paso -se quejóJack-. ¡Detesto a los funcionarios!

Pero el rostro se le iluminó cuando Stephen ledijo que las niñas se habían escapado y habíanpreguntado que si a él le molestaría que sequedaran a bordo.

–No, en absoluto -dijo-. Me gusta verlas saltarde aquí para allá. Son mejores que los ososaustralianos. La última vez que hicimos escalaaquí compraste un wombat, ¿recuerdas?, y secomió mi sombrero. Eso fue cuando estábamos

en el Leopard. ¡Dios mío, qué horrible era elLeopard, cómo se resistía a moverse!

Se rió al recordarlo, pero Stephen notóenseguida que su amigo no estaba comosiempre, sino que sentía resentimiento, y,además, que tenía la cara pálida, como si no seencontrara bien.

Cuando se separaron para dejar los caballosen diferentes establos, Jack comentó:

–Sin duda, es sorprendente que tanto elgobernador como el vicegobernador se hayanausentado al mismo tiempo. No se puede hablarrazonablemente con el coronel MacPherson.¡Cuánto me gustaría saber cuándo vuelveMacquarie!

–Mañana voy a visitar otra vez a la señoraMacquarie y tal vez ella me lo diga -aventuróStephen.

Por la mañana, de nuevo salió bien arreglado,pero esta vez además de tener la cara lisa teníauna inusual expresión satisfecha o esperanzada,ya que Martin había regresado con muy buenasnoticias acerca de su entrevista: John Paultonhabía aceptado ambas propuestas (le había

conmovido mucho que el doctor Maturin pensaraque su libro era el vehículo apropiado para rendirtributo a Lavoisier, cuya muerte también éllamentaba; además, había dicho que recibiríacon gusto a Padeen y le asignaría una tarea fácil,como cuidar las ovejas) y le había mandado unaamable nota que tenía como posdata unrecordatorio de su cita del domingo, queesperaba ansiosamente. Por otra parte, a lostres cuartos de hora de haber dejado la fragata,Adams regresó con la noticia de que el cambiode la asignación ya estaba hecho. Añadió que nohabía habido ninguna dificultad y que cualquierotra petición suya sería atendida con presteza.

Saludó al guarda y luego al centinela, que lehizo un saludo porque llevaba uniforme, su mejoruniforme, y subió la escalinata. Más allá dedonde estaba el canguro vio al doctor Redfernbajando, y cuando estuvieron a una distanciaprudente se quitó el sombrero diciendo:

–El doctor Redfern, ¿verdad? Mi apellido esMaturin, y soy el cirujano de la Surprise.

–¿Cómo está? – preguntó Redfern, y suexpresión grave dio paso a otra sonriente

cuando devolvió el saludo-. Conozco su nombrepor sus escritos y me alegro mucho de conocerlepersonalmente. ¿Puedo serle de alguna utilidaden este remoto rincón del mundo? Conozco biensus costumbres y sus enfermedades.

–Es usted muy amable, querido colega. Ycreo que, en efecto, podría hacerme un favor. Megustaría ver a mi antiguo ayudante, PatrickColman. Fue deportado aquí y parece que ahorase encuentra en el hospital. Si usted indicara alguarda de la verja que me deje pasar, se loagradecería mucho.

–¿Es un irlandés con una compleja disfoníaque sabe poco inglés y que se fugó?

–El mismo.–Si viene conmigo, le llevaré a verle yo

mismo. Pero, sin duda, usted iba a entrar alpalacio del Gobierno.

–Tengo que hacer una visita a su excelencia.–Me temo que su visita será en vano. Acabo

de examinarla y tendrá que quedarse en camavarios días más.

Bajaron por el camino juntos, conversandoapenas sin pausa, y el doctor Redfern saludando

a cada paso.–Lo que dice del hígado es muy interesante -

dijo Stephen en determinado momento-. El delcapitán no está nada bien y me gustaría que mediera su opinión.

Y en otro momento observó:–Ahí hay otra embarcación emitiendo humo.

¿Es una medida para combatir plagas deinsectos o enfermedades?

–Es de azufre ardiendo y se usa para hacersalir a los presos que están escondidos oahogarles. Muchos de esos pobres diablosintentan viajar como polizones. Todos los barcosque van a zarpar se llenan de humo y despuésson detenidos por una patrulla en el cabo South.

Pero la mayor parte del tiempo hablaron detemas como la ligadura de las arterias con un hilofino, los éxitos de Abernethy y las actas de laRoyal Society.

Cuando ya estaban cerca del cabo Dawes,Redfern perdió la alegría y dijo:

–Me avergüenza mostrarle este paupérrimohospital. Afortunadamente, el gobernador y laseñora Macquarie se han comprometido a

construir un nuevo edificio.Luego, cuando entraron, añadió:–Colman está en la pequeña sala de la

derecha. La espalda se le está curando, pero ladepresión y el rechazo de los alimentos mepreocupan. Espero que su visita le anime.

–¿Sabe por casualidad si hay más irlandesesen la sala?

–Ahora no. Perdimos a los otros hace unasemana y desde entonces no tiene compañía,pues la disfonía se agrava cuando habla inglés,el poco inglés que sabe.

–Desde luego. Si tiene un buen día, puedehablar con fluidez el irlandés y escribirlo sinfaltas.

–Usted habla esa lengua, ¿verdad, señor?–Regular. Sólo lo que aprendí cuando era

niño. Pero él me entiende.–Les dejaré juntos mientras examino a los

otros enfermos con mis ayudantes. Espero queno se sienta cohibido.

Pasaron junto a un grupo que estaba en elpasillo y entraron en la sala los dos, Redfernacompañado del enfermero que curaba las

heridas y dos enfermeras. Padeen estaba en ellado derecho, junto a la ventana, al final de unafila de camas bastante separadas. Estabaacostado boca abajo y, como estaba casidormido, no se movió cuando Redfern apartó lasábana que le cubría.

–Como puede ver -indicó Redfern-, laslesiones de la piel se están curando, tiene pocainflamación y los huesos están casicompletamente cubiertos. Los anterioreslatigazos le han vuelto la piel coriácea. Lecuramos con una esponja con agua tibia y grasade la lana. – Entonces se volvió y dijo-: SeñorHerold, dejaremos a Colman de momento yexaminaremos las amputaciones.

No fue la espalda despellejada de Padeen loque más impresionó a Stephen, que comocirujano naval había visto los resultados demuchas azotainas (aunque nunca a esamonstruosa escala), sino su extrema delgadez.Padeen era un hombre alto y robusto yanteriormente pesaba entre ciento ochenta ycinco y ciento noventa y cinco libras, pero ahorase le notaban las costillas por debajo de las

cicatrices, apenas pesaba unas ciento quincelibras y la cabeza parecía una carabela. Tenía lacara sobre la almohada, vuelta hacia Stephen, ylos ojos cerrados. Stephen le puso la mano en laespalda con la firmeza y la autoridad propias deun médico y le susurró:

–No te muevas. Que Dios y la virgen Maríaestén contigo, Padeen.

–Que Dios, la virgen María y san Patricioestén con usted, doctor -respondió Padeenlentamente, como si hablara en sueños, abriendoun ojo y esbozando una dulce sonrisa que iluminósu escuálido rostro, y luego apretó la mano aStephen y añadió-: Sabía que vendría.

–Tranquilo Padeen -dijo Stephen y esperó aque terminaran las convulsiones para agregar-:Escucha, Padeen, amigo mío, y no digas nada anadie: vas a ir a un lugar donde te tratarán mejory allí volveré a verte. Hasta entonces, debescomer todo lo que puedas y hasta entonces queDios te acompañe, que Dios y la virgen María teacompañen.

Stephen salió más emocionado de lo quecreía posible y cuando regresó a la fragata,

después de tener una conversación muyinteresante con el doctor Redfern, notó que aúnno estaba tan sereno como desearía. Un lorito olo que le parecía un lorito salió volando de ungrupo de banksias y atrajo su atención unmomento. Lo mismo le ocurrió con el sonido dela música que salía de la cabina, que oyó desdeantes de pasar por la plancha. Procedía de Jacky Martin, que estaban estudiando algunospasajes del cuarteto en re menor. Stephen notóque la interpretación de la viola era mucho másprecisa que de costumbre y en el mismomomento recordó que tenía una cita para cenarcon John Paulton. Afortunadamente, ya estabaarreglado.

–Acabo de ver a Padeen en el hospital -dijo yluego, en respuesta a sus preguntas, añadió-:Está en buenas manos. El doctor Redfern es unhombre admirable. Me ha contado infinidad decosas sobre las enfermedades locales, muchasde ellas aparentemente provocadas por el polvo,y también sobre el estado de ánimo de lospresos. Dice que a pesar de sus carencias,siempre tratan con amabilidad y ternura a los

compañeros que han sido azotados e intentanaliviar sus sufrimientos tanto como sea posible.

–Recuerdo que cuando me degradaron -contó Jack-, siendo un muchacho, vi que siempreque a los marineros les daban una docena deazotes en el enjaretado, sus compañeros lestrataban bien, les daban grog, les untaban laespalda con aceite de oliva y hacían todo loimaginable por ellos.

–El doctor Redfern también me ha orientadoacerca de nuestro proyectado viaje -dijoStephen, sacando el violonchelo-. Y me darácartas para algunos de los colonos másrespetables o, al menos, inteligentes.

–En efecto, hablaste de un viaje antes quecruzáramos el trópico de Capricornio -recordóJack-, pero se me olvidó lo que tenías pensado.

–Puesto que probablemente la fragata sequedará aquí alrededor de un mes -continuóStephen-, pensé que Martin y yo, con tu permiso,podríamos hacer un viaje de quince díasadentrándonos en la isla hasta Blue Mountains ybajando hacia el sur hasta Botany Bay, despuéssubir a bordo para ver si necesitan nuestros

servicios y luego hacer un recorrido por el norte,pasando por la propiedad de Paulton, hasta quela fragata esté lista para zarpar.

–De mil amores -dijo Jack-. Y espero queencuentres un fénix en su nido.

CAPÍTULO 10

–Me parece que llevamos viviendo errantes,como gitanos, toda la vida -dijo Stephen-. Y deboconfesar que me gusta mucho, porque estamossin fastidiosas campanadas, sinresponsabilidades, sin preocupación por elmañana y dependemos solamente de labenevolencia de otros o la Providencia.

–Llevamos tanto tiempo que casi ha llegado agustarme este paisaje desolado -observó Martin,mirando hacia la llanura cubierta, si es quellegaba a estarlo en algún lugar, de áspera hierbay bajos arbustos, y salpicada de eucaliptos devarios tipos.

El conjunto, que a pesar de tener franjas depiedra arenisca era predominantemente de colorverde y gris plateado mate, estaba iluminado poruna intensa luz y el aire era caliente y seco. Alprincipio parecía completamente vacío, pero a lolejos, por el sureste, cualquiera con vista agudao, mejor aún, con un pequeño catalejo podíadistinguir un grupo de canguros del mayortamaño y bandadas de cacatúas que se movíanentre los árboles más altos y distantes.

–Creo que me estoy comportando como un

desagradecido -prosiguió Martin-, pues ademásde que esta tierra me ha dado muy bien decomer, tanto excelentes codornices comochuletas, es una mina de conocimientos para losnaturalistas, y sólo Dios sabe qué cantidad deplantas desconocidas lleva ese asno en supreciada carga, por no hablar de las pieles deaves. Pero me refiero a que carece de hermososparajes vírgenes y de todo lo que hace a unpaisaje digno de contemplarse, aparte de la floray la fauna.

–Blaxland me aseguró que había hermososlugares vírgenes cerca de las Blue Mountains -dijo Stephen.

Estuvieron comiendo durante un rato. Lacomida consistió en oso australiano a la parrilla(toda la comida tenía que ser forzosamente a laparrilla o asada) que sabía a cordero lechal.

–¡Ahí van! – gritó Stephen-. ¡Y los dingos vandetrás!

Los canguros desaparecieron tras un plieguede la llanura situado a media milla de distancia,corriendo a gran velocidad, y los dingos, queseguramente confiaban en el factor sorpresa,

abandonaron la inútil persecución.–Es muy acertado el término desolado -

prosiguió Stephen, mirando hacia el este y eloeste-. Recuerdo que Banks me dijo que cuandovio por primera vez Nueva Holanda y bordeó ellitoral, el país le recordó una vaca flaca con loshuesos de las caderas puntiagudos yprotuberantes. Ya sabe usted que siento muchoafecto por sir Joseph y un enorme respeto por elcapitán Cook, ese gran científico e intrépidomarino, pero no comprendo qué les impulsó arecomendar al Gobierno esta parte del mundocomo colonia. Cook se crió en una granja yBanks era propietario de tierras, y ambos eranhombres de talento y habían visto gran parte deesta tierra desolada. ¿Acaso fue un capricho,una obstinada…?

Se interrumpió y Martin dijo:–Tal vez después de haber navegado tantas

millas les pareció que tenía más posibilidades.Después de un silencio, Stephen volvió a

hablar de la vida errante.–¡Me parece tanto tiempo! – exclamó-. La

cara, y perdóneme que lo diga, Martin, se nos ha

puesto casi de color rojo ladrillo, ese color tancomún en Nueva Gales del Sur, y creo quehemos visto todo lo que vieron nuestrospredecesores…

–¡El emú! – exclamó Martin-.¡La equidna!–… excepto el ornitorrinco. Blaxland me

aseguró que no se podía encontrar en esta zona,pero que se veía con frecuencia en los ríoscercanos a la costa. Nunca lo vio ni sabía másque yo de él. Es extraño que un animal tannotable sea tan poco conocido en Europa. Sólohe visto el ejemplar desecado de Banks, nodisecado, pues no fue posible, y leí enTransacciones el estudio superficial de Home yla descripción de Shaw, ninguno de los dosbasados en la observación de un animal vivo. Esposible que en el próximo río que vamos a ver, elúltimo, por desgracia, encontremos uno.

–¡Qué amable fue el señor Blaxland y quéespléndida comida nos ofreció! – exclamóMartin-. Sé que hablo como un hombre cuyo dioses su estómago, pero tanto cabalgar, caminar ybuscar especímenes después de navegardurante tantos meses le abre a uno un apetito de

ogro.–En efecto, fue muy amable -convino

Stephen-. No sé lo que hubiera sido de nosotrossin él. En este país es peligroso perder elcamino, y seguramente después de vagardurante unos días entre arbustos de la peorclase, si hubiéramos sobrevivido, habríamosregresado a casa dócilmente.

El señor Blaxland, un colega de la RoyalSociety con una vasta finca en el interior del país,a cierta distancia de Sidney, les dispensó unacalurosa acogida. También les advirtió que erapeligroso perderse, sobre todo porque al sur dela finca, donde la reseca tierra estaba salpicadade huesos de los presos fugados, había grandesfranjas de tierra cubiertas de un tipo de arbustocuyas hojas se juntaban en la copa, por lo que sepodía perder el sentido de la orientación confacilidad. Les prestó un asno para transportar laenorme cantidad de especímenes que habíanrecogido y también un aborigen llamado Ben, unhombre barbudo, de mediana edad y muy lento.Ben les enseñaba las plantas comestibles y lesllevaba hasta donde su comida estaba a tiro de

pistola, como si la llanura desierta y sin rasgosdistintivos estuviera marcada con señales,apuntaba hacia lugares parecidos a zoológicoscon pocos animales, que ellos apenas podíandistinguir, y hacía fuego. A veces, cuando teníanque esperar por una serpiente nocturna, unlagarto, una zarigüeya, un koala o un wombat,construía cabañas con enormes trozos decorteza de eucaliptos que colgaban de lostroncos o estaban al pie de ellos.

Por motivos desconocidos sentía muchoafecto por el señor Blaxland, pero no por Stephenni Martin, y su ignorancia le impacientaba. Comohabía aprendido un poco de inglés con lospresos procedentes de Newgate, cuando ellosmiraban con los ojos desmesuradamenteabiertos lo que les parecía un terreno desiertoformado por pizarra y veteado de hierba muerta,decía:

–Los cabrones no distinguen el malditocamino. No ven, son ciegos.

Stephen volvió a hablar de Blaxland:–En efecto, fue una excelente comida, pero

de todas a las que he asistido la que más me

gustó fue la que nos ofrecieron antes deemprender el viaje. Me parece que para que unacomida tenga más éxito que de ordinario elanfitrión debe estar más alegre que de ordinario,y el señor Paulton estaba pletórico de alegría. ¡Yqué bien tocó! Él y Aubrey tocaron como siestuvieran inventando la música de comúnacuerdo. Fue una delicia oírles. – Sonrió alrecordarlo y luego añadió-: ¿No le dio laimpresión de que se alegraba de no saber nadasobre la evasión de Padeen?

–Y aún más. Me dijo en un aparte que siéramos discretos pensarían que había ido areunirse con sus compañeros en el monte, dondeviven con los negros.

–Me alegra oírle -dijo Stephen-. Y hablandode negros, creo que la razón por la que nos esdifícil comunicarnos con éste -continuó,señalando a Ben, que estaba sentado a ciertadistancia de espaldas a ellos-, aparte de lalengua, es que ni él ni su gente tienen noción dela propiedad. Cada tribu tiene sus fronteras, sinduda, pero dentro de su territorio todo es común.Además, como no tienen ganado ni terreno

cultivado y tienen que ir constantemente de unlado a otro para buscar su subsistencia,cualquier otra cosa que no sean sus lanzas y susbumeranes sería una carga inútil. Para nosotroses fundamental la propiedad, real o simbólica. Suausencia significa miseria, y su existencia,felicidad. El lenguaje de nuestra mente escompletamente diferente al de la suya.

En ese momento ordenó Ben:–Cállense y monten a caballo.Ensillaron sus viejas y pacientes yeguas,

porque Ben no se ocupaba de atar correas nihebillas, ya que simplemente era su guía yprotector por complacer a Blaxland, no unsirviente. En realidad, en su mundo no existía larelación amo-sirviente ni deseaba nada de lo queellos podían darle. Montaron y cabalgarondespacio en dirección al último río.

En el último río no había ornitorrincos ni agua,así que cruzaron el cauce seco. Durante variashoras habían observado cómo la monótonallanura descendía ligeramente y ahora los árboleseran mucho más abundantes y más frondosos,por lo que podía decirse, sin temor a exagerar,

que el lugar parecía un parque, aunque decolores apagados y desatendido. Pero nocarecía de encanto. Ben les enseñó un enormelagarto que estaba en el tronco de uno de losárboles más altos, inmóvil y convencido de queno podían verlo. No les permitió que ledispararan ni le lanzó ninguna lanza de la mediadocena que llevaba y, aparentemente, dijo que elreptil era su tía, aunque eso podía haber sido unerror de interpretación. Después de observar ellagarto veinte minutos, el animal perdió la cabezay trató de subir por el árbol corriendo, pero secayó junto con un enorme pedazo de cortezadesprendida. Entonces les miró desafiante con laboca abierta unos momentos y luego se alejócorriendo por la hierba, elevando su cuerposobre sus cortas patas.

–Era un pleurodonto -informó Martin.–Así es. Además, tenía la lengua en forma de

horquilla y, sin duda, pertenece a un grupo raro.Gracias a este encuentro, estuvieron alegres

el resto de la tarde. Al día siguiente, después deexplorar Botany Bay la bahía descubierta porBanks, cabalgaron hasta Sidney. Enseguida las

yeguas se dirigieron al establo junto con el asno.Ben se encontró a un grupo de hombres de sutribu, algunos de ellos vestidos, en un barriomiserable de las afueras. Fueron con él hasta elhotel, hablando muy rápidamente, y cuandollegaron, Stephen dijo:

–Señor Riley, aquí Ben, enviado por el señorBlaxland, nos ha acompañado durante estos diezdías. Por favor, déle lo que sea apropiado.

–Ron -pidió Ben con voz chillona.–No le permita hacerse mucho daño, señor

Riley -le recomendó Stephen, y después decoger el asno por la brida, añadió-: Este asno esdel señor Blaxland y se lo devolveré con unmarinero cuando venga uno de sus carros.

–Buenas noches, señor Davidge -dijo cuandosubió a bordo y saludó a los oficiales-. ¿Tendríala amabilidad de ordenar que bajen estos bultoscon sumo cuidado? Señor Martin, ¿le importaríaocuparse de que coloquen las pieles, sobre todolas de los emús, con mucho cuidado en el pañoldonde guarda sus cosas el capitán? A él no leimportará porque el olor se quitará pronto. Deboir a informarle de nuestra llegada. ¡Ah, señor

Davidge! ¿Le importaría mandar a un marineroserio, sobrio y fiable, por ejemplo a Plaice, allevar este asno de vuelta a la finca del señorRiley?

–Bueno, doctor, creo que podré encontrar aalguno en su sano juicio, pero Plaice está ahoraamarrado a su coy porque se emborrachó. Siaguza el oído podrá oír cómo cantaGreensleeves.

Stephen también pudo oír en la cabina la vozdel capitán Aubrey, que en tono duro y formal, untono que reflejaba su autoridad, se dirigía aalguien que indudablemente no pertenecía a latripulación de la fragata. Al mismo tiempo notóque a bordo había tensión nerviosa, miradasansiosas y comentarios furtivos, y que casi todoslos tripulantes estaban en los puestos queocupaban cuando iban a zarpar.

–Diga al caballero que le envió que esta notaestá mal dirigida y mal redactada y que no puedoaceptarla -decía el capitán Aubrey con voz claraen medio del aire inmóvil-. Buenos días, señor.

Varias puertas se abrieron y se cerraron. Unoficial del Ejército con la cara roja como su

chaqueta salió, devolvió el saludo a Davidge sinsonreír y atravesó la proa. En el momento en queel asno de Stephen tocó tierra, empezó a lanzardesgarradores rebuznos y a dar sacudidas, y losmarineros de barcos de guerra menosrespetuosos y todos los de Shelmerstonempezaron a reírse estrepitosamente, dandopatadas en el suelo y palmaditas en la espaldaunos a otros, algo poco usual.

Tom Pullings apareció en la cubierta como elmuñeco de una caja sorpresa y gritó:

–¡Silencio de proa a popa! ¡Silencio!, ¿mehan oído?

Gritó tan alto y con tanta indignación que lasrisas cesaron de repente, y en medio del silencioStephen fue hasta la cabina. Jack estabasentado detrás de los montones de papeles quegeneralmente tenía en la mesa un capitán queestaba en el puerto y que era también su propiocontador, pero su expresión adusta setransformó en una alegre cuando la puerta seabrió.

–¡Ah, estás aquí, Stephen! ¡Cuánto me alegrode verte! No te esperábamos hasta mañana.

Espero que hayas tenido un viaje agradable.–Muy agradable, gracias. Blaxland fue muy

amable y hospitalario. Ya propósito de eso, meencargó que te presentara sus respetos. Vimosel emú, varios tipos de canguros, la equidna, ¡oh,Dios mío, la equidna!, ese animal pequeño,gordo y de color gris que duerme en lo alto de loseucaliptos y absurdamente cree ser un oso,además de muchos papagayos y un lagarto rarode nombre desconocido, o sea, todo lo quequeríamos ver y más, excepto el ornitorrinco.

–Pero, en general, el campo era un lugaragradable, ¿no?

–Bueno, tiene gran interés para los botánicosy a uno le produce asombro y satisfacción versus animales, sobre todo la equidna, que es algoincreíble; sin embargo, como paisaje no creo quehaya visto nada tan deprimente ni tan parecido ala idea que tengo de las llanuras del purgatorio.Tal vez mejore con la lluvia, pero ahora todo estáreseco. Incluso el río que hay entre Botany Bay yeste lugar estaba seco. Pero parecesmalhumorado, Jack.

–Estoy malhumorado. En realidad, siento

tanta rabia que apenas puedo controlar mi mentey mantenerla fija en estos papeles -reconocióJack.

Stephen, con el corazón encogido, notó queno comprendía las cosas.

–Cuando Tom y yo estábamos fuera echandoun vistazo a algunos palos con Astillas -prosiguió-, vino un grupo de soldados con dosoficiales y dijeron que había a bordo un presoque se había escapado e insistieron en buscarleinmediatamente, sin esperar a que yo regresara,porque tenían una orden judicial. La mayoría delos tripulantes estaban en tierra de permiso o sehabían ido en las lanchas para traer provisiones.El grupo era fuerte y estaba encabezado por uncapitán. Ya que West, como sabes, no estáautorizado oficialmente para ocupar su puesto y,además, temía que hiciéramos el ridículo si nosresistíamos, se limitó a protestar lo másenérgicamente posible delante de un testigo ysalió de la fragata. La registraron junto conalgunos viejos marineros de la bahía de Sidneyque habían traído, encontraron al hombre casienseguida y se lo llevaron. El hombre sollozaba

de una forma que partía el corazón, según dice elpequeño Reade, que se tropezó con elloscuando regresaba de la ciudad. Se podíareconocer porque tenía despellejados yensangrentados los tobillos donde antes teníacolocados los grilletes.

–¿Era amigo de alguno de los tripulantes?–Estoy seguro de que sí, pero no sé de cuál.

Nadie va a buscarse ni a buscar problemas aotros compañeros; por eso si uno pregunta sóloresponden «No sé, señor», con una indiferentemirada de soslayo que he visto en todos losbarcos en que he navegado. Pero date cuenta,Stephen, que es una monstruosidad registrar unbarco del rey sin permiso del capitán.

–Es realmente ofensivo.–Y trataron de justificarse aduciendo como

causa la categoría de la Surprise. Pero les dijeque sabían tan poco de leyes navales como debuenos modales, y que una embarcaciónalquilada por su majestad y bajo el mando de unode sus oficiales tenía los mismos derechos queun barco de guerra del Gobierno y, además, paraterminar, cité como ejemplos el Ariadne, el

Beaver, el Hecate y el Fly, que es el mássignificativo.

–Espero y confío en que no te hayas metidoen un lío.

–No -respondió tranquilo-. Al igual que el reyCarlos, no voy a recorrer el mismo camino otravez, porque el recorrido fue muy penoso,Stephen. Me mantuve frío como un juez o, almenos, tan frío como debería ser un juez -añadió,recordando a un hombre con la cara roja,malvado, estúpido, pomposo y de mente tortuosaque había visto en Guildhall con una peluca y unatoga de juez.

–Cuando hablabas en plural ¿te referías a lossoldados?

–No -respondió-. A los civiles, a la gente quevive desde hace tiempo en la colonia y se haatrincherado aquí, y también a sus aliados. Lesllaman el clan MacArthur y consiguen que elcoronel MacPherson firme cualquier papel que lepongan delante. El joven que acabo de mandar apaseo me trajo una nota que decía que, paraevitar desafortunados incidentes en el futuro, lasautoridades pensaban poner centinelas en la

proa, una nota que MacPherson tuvo que firmar yel desgraciado teniente tuvo que traer. Ésa esuna de las razones por las cuales vamos a soltarlas amarras de la proa y la popa y a remolcar lafragata a la entrada de la bahía otra vez. Que eldiablo me lleve si tengo que entrar y salir de mipropio barco pasando por entre dos chaquetasrojas. Pero también hay otra razón. El jovenHopkins, un gaviero de la guardia de estribor, elmuy tonto, anoche trajo a bordo a una jovencamarera que estaba en libertad provisional. Porsuerte, West la oyó reírse en la parte del solladodonde se guardan las cadenas del ancla y labajamos a tierra el doble de rápido de lo quesubió sin que nadie la viera. Hopkins tienepuestos grilletes y le arrancaré el pellejo alatigazos tan pronto como termine el remolque.

–¡Oh, no, Jack! No más azotainas en esteespantoso lugar, te lo suplico.

–¿Cómo? Bueno, quizá no. Entiendo lo quequieres decir. – Entonces alzó la voz y ordenó-:¡Pase!

Reade, con expresión grave, anunció:–El capitán Pullings está de guardia, señor, y

todo está dispuesto.–Gracias, señor Reade -respondió Jack-.

Presente mis respetos al capitán Pullings ydígale que proceda.

Un momento después se oyeron las órdenespropias de la navegación en el alcázar y lascorrespondientes respuestas en la proa y lapopa, mezcladas con los gritos delcontramaestre, a veces estridentes y otras comohorribles quejidos; o sea, el ritual del proceso deponer en movimiento una embarcación. Jacktenía puesta la atención en la sucesión deacciones y mientras tanto Stephen escrutaba surostro. La parte blanca de los ojos se le habíapuesto amarillenta y la expresión malhumoradano había desaparecido al ver a Reade, comosolía ocurrir. Además, aunque había hablado conrabia, era evidente que sentía mucha más de laque había expresado. A Jack le molestaba másque a la mayoría de los marinos que faltaran alrespeto a la Armada, y esa falta había sido muygrave y era evidente que se había producido porantipatía.

Desde hacía rato estaban colocadas las

barras del cabrestante y ahora empezaron amoverse, pero los marineros no las empujaroncon fuerza ni acompañados por el sonido delpífano ni del violín, sino por el de sus piesdescalzos. El muelle se deslizó lentamente haciala popa, haciéndose cada vez más pequeño, y lavista que había desde la escotilla que Stephentenía enfrente se amplió hasta que el palacio delGobierno quedó dentro del marco. Entonces lafragata viró noventa grados a estribor y en el granventanal de popa apareció de nuevo el palaciodel Gobierno junto con gran parte de la colonia.

–Me alegro de que nos vayamos a la entradade la bahía -dijo Jack-. Tendremos mucho mástrabajo llevando y trayendo cosas, pero aun así…Stephen, no te puedes imaginar lo estúpidos,imprudentes y desenfrenados que llegan a serlos marineros en los puertos. Ahí tienes aHopkins, que trajo a esa joven inmediatamentedespués del horrible incidente que provocaronlos militares. Un momento de reflexión hubierabastado para que se diera cuenta de que traerlaa bordo era, en primer lugar, un delito, y ensegundo, una acción que podría acarrearnos

problemas a todos. Y estoy seguro de que si lafragata hubiera seguido amarrada a la orilla,cualquier otro joven alocado o incluso mediadocena de hombres, jóvenes o viejos, habríanhecho lo mismo. No te lo puedes imaginar.

Nada de eso era nuevo para Stephen. Sabíamejor que Jack cuáles eran las consecuenciasde permanecer en un puerto y hasta dónde losmarineros eran capaces de llegar para satisfacersu deseo. También sabía que la necesidad desatisfacerlo aumentaba a lo largo de los mesesque pasaban navegando, tal vez en parte por ladieta disparatada (seis libras de carne porsemana, aunque estuviera bien conservada, erademasiado). Había visto que incluso los oficiales,que tenían cierta educación y presumiblementesabían reprimirse y podían inculcar contención,arriesgaban en ocasiones un matrimonio feliz porfornicar estúpida, imprudente ydesenfrenadamente. Pero ése no era momentopara decir a Jack lo que sabía y tampoco parapedirle que le contara lo que tenía en lasentrañas. Después de un rato exclamó:

–¡A propósito! ¿Cómo están las niñas?

Espero que no te hayan causado problemas.–Me parece que están muy bien, y no han

causado ningún problema. Casi no las he visto,porque no suben a la cubierta hasta queanochece por miedo a ser capturadas, pero lashe oído cantar allá abajo.

–¿Y Paulton? ¿Has tenido noticias de élmientras estábamos de viaje?

–¡Oh, sí! – respondió Jack, con el rostroradiante-. Vino a despedirse hace varios díasporque tenía que irse a la finca que su primotiene en la costa, cerca de la isla Bird. Esperaque vayamos a verle en lancha o, en caso de queno sea posible, que le hagas una visita cuandoviajes por el norte. ¡Qué tarde más agradablepasamos con él! ¡Qué divertido es y qué bientoca el violín! Me alegro de haber insistido en sersegundo violín. Aun así, me hizo enrojecer.

La noticia de que la fragata ya estabaanclada llegó abajo y poco después Stephendijo:

–Jack, mañana tengo que ir a visitar a laseñora Macquarie e intentar por fin presentarlemis excusas, pero antes de eso, antes incluso

del desayuno, me gustaría reconocerte para versi ya no tienes plétora y recetarte algo en casode que no sea así.

–Muy bien. Pero déjame decirte quezarparemos el día 24, Stephen. Aunque entonceshaya regresado el gobernador, lo que es muyprobable, y la situación haya mejorado, lo que esposible, he decidido renunciar a algunas de lasreparaciones y zarpar cuando cambie la luna.Lamento que esto pueda interrumpir tu viaje ointerferir en tus planes.

–¡Oh, no, en absoluto! Empezaré el viaje unpoco antes, quizá mañana mismo, y a menos quenos devore algún animal salvaje no descrito onos perdamos en un lugar poblado de arbustosde la peor clase junto al cual el laberinto de Cretaparezca un juego de niños y el de Hampton Courtun sencillo juguete, estaremos de vuelta el día 23.Hablaré con Padeen cuando pasemos por casade Paulton.

–¿Qué pasa ahora? – preguntó Jack,volviéndose hacia la puerta.

–Hay un maldito problema, señor -anuncióPullings-. Los guardias de South Point insistieron

en registrar el cúter azul y trataron de detenerlo,pero Oakes, que estaba al mando, dijo quevolaría los sesos del primero que pusiera unamano en la borda.

–Muy bien hecho. ¿La lancha llevaba labandera británica?

–Sí, señor.–Eso convierte el acto en algo aún más

espantoso. Daré parte al Almirantazgo y hablaréde ello en el Parlamento. ¡Maldita sea! Losiguiente será abrir mis cartas y mis despachos ydormir en mi coy.

Una vez más, Stephen, afeitado, cepillado,empolvado y vestido de acuerdo con el alto nivelestablecido por Killick, entregó su tarjeta devisita, pero esta vez, aunque su excelencia teníaun compromiso, mandó a decirle que le rogabaque la esperara porque sólo tardaría cincominutos. Los cinco minutos se alargaron a diez ycuando la puerta se abrió, apareció su primoJames Fitzgerald, un hombre de mundo ysacerdote de la orden portuguesa de los Padresde la fe. Se miraron uno al otro con la mismadeterminación que los gatos de no expresar su

sorpresa, pero se saludaron y se abrazaronafectuosamente. Habían pasado muchos díasfelices corriendo por las montañas de Galteealrededor de la casa de un tío abuelo común.Intercambiaron las noticias que tenían de lafamilia desde la última vez que se habían visto,que había sido, como ahora, en una antesala,pero en aquella ocasión era la de la casa delpatriarca de Lisboa. Finalmente dijo James:

–Stephen, perdóname si soy indiscreto, perohe oído que dentro de poco vas a hacer un viajepor el norte pasando por Woolloo-Woolloo.

–¿Ah, sí, primo?–Si es así, te aconsejo que tengas mucho

cuidado porque entre este lugar y Newcastle hayuna banda de fugitivos pertenecientes a losIrlandeses Unidos, que son tipos muy duros, yalgunos piensan que cambiaste de bandodespués de 1798. Te vieron en la cubierta de unnavío inglés que perseguía a Gough cuando sedirigía a Solway Firth y después de eso leahorcaron y a varios de sus amigos lesdeportaron.

–No pueden ser hombres que me conozcan.

Siempre me opuse a la violencia en Irlanda ydeploro el levantamiento. Rogué al primo Edwardque no usara la fuerza. Incluso ahora, la situaciónse resolvería con la emancipación de loscatólicos y la disolución de la unión; o sea,simplemente con decretos del Parlamento. Perola tiranía de Bonaparte es algo completamentenuevo, está mucho más extendida y ejercida conmás inteligencia, así que la fuerza es el únicoremedio. Estoy dispuesto a ayudar a cualquieraa derrocarle y sé muy bien que tú y tu ordentambién. Su éxito sería la ruina de Europa, y suayuda, fatal para Irlanda. Pero nunca, nunca,nunca en mi vida he sido un delator.

Antes que el padre Fitzgerald pudieraresponder entró un sirviente y dijo:

–Doctor Maturin, por favor.–Doctor Maturin -le saludó la señora

Macquarie-, siento mucho haberle hechoesperar. El coronel MacPherson estaba tanangustiado…

Parecía que iba a seguir hablando de eso,pero cambió de opinión. Entonces pidió al doctorMaturin que se sentara y continuó:

–Así que ha hecho un viaje entre los juncos.Espero que le haya gustado.

–Fue un viaje muy interesante, señora.Sobrevivimos gracias a un inteligente negro ytrajimos un asno cargado de especímenes quenos mantendrán ocupados los próximos docemeses, o incluso más. Pero antes de continuar,permítame presentarle humildemente disculpaspor el comportamiento de esas niñas traviesas.Pagaron realmente mal su amabilidad y aún meruborizo al recordarlo.

–Debo confesar que no me sorprendió. Laspobrecillas son salvajes como crías de halcones.Pero antes de perder la cabeza, morder al amade llaves, romper la ventana y bajar por la paredde la casa, lo que no me explico cómo lograronhacer sin romperse las piernas, dijeron que noles gustaba estar en compañía de niñas, sino quepreferían estar con hombres. ¿Le gustaríaintentarlo de nuevo?

–No, señora, aunque se lo agradezco mucho.Creo que no saldría bien y, además, la tripulaciónse volvería contra mí. Puesto que no puedo volvera llevarlas a su isla, porque ahora está desierta,

creo que la solución es que cuando estemos enlas altas latitudes sur las mantengamos envueltasen un pedazo de lana y bajo la cubierta, y quecuando lleguemos a Londres las dejemos alcuidado de una mujer maternal que conozcodesde hace muchos años. Es la dueña de unhostal en el distrito independiente de Savoy, unlugar agradable que ella mantiene siemprecálido.

Hablaron de las cualidades de la señoraBroad y de los numerosos negros que se habíanaclimatado a Londres, y después la señoraMacquarie preguntó:

–Doctor Maturin, ¿puedo hablarleextraoficialmente de las malas relacionesactuales? Mi esposo llegará por fin dentro depocos días y le disgustarán incluso más que a mí,así que me gustaría lograr que mejoraran un pocoantes que vuelva, si puedo. Sé que aquí siempreha habido rivalidad entre la Armada y el Ejército,y usted conoce mejor las razones que yo, puesestuvo aquí en tiempos del almirante Bligh; peroel pobre coronel MacPherson es un reciénllegado, desconoce todo esto, y le preocupa

mucho que le devuelvan cartas por no estar biendirigidas. Por lo que respecta al contenido, lodeja a cargo de los civiles, pero cuida mucho lasformas. Con lágrimas en los ojos me enseñó estesobre y me rogó que le dijera si veía algoincorrecto en la forma en que está dirigido.

Stephen miró el sobre e intentó explicárselo:–Bueno, señora, creo que es habitual añadir

MP al nombre de un oficial cuando también es unmiembro del Parlamento, por no hablar de MRScuando es miembro de la Royal Society y JP sies, además, un magistrado. Pero el capitánAubrey no es puntilloso y no se habría fijado enestos detalles si no se hubiera sentido rabioso yfrustrado a causa del deliberado retraso y de losactos de algunos funcionarios que parecenhechos con mala voluntad. Ya se encontró conesto antes, cuando hizo escala aquí con subarco, justo después del desacuerdo delgobernador Bligh con el señor MacArthur y susamigos.

–¿El capitán Aubrey es miembro delParlamento? – inquirió la señora Macquarie conasombro, y cuando se recuperó de la sorpresa

se rió muy bajo y añadió-: ¡Oh, oh, algunos civilesvan a palidecer! Temen más un interrogatorio enel Parlamento que la condenación eterna.

Cuando Stephen se levantó para despedirse,la señora le preguntó si le gustaría comer con ellainformalmente al día siguiente, pues el doctorRedfern iba a estar presente y ambos queríansaber su opinión sobre el proyectado hospital.

–Por desgracia, señora -respondió Stephen-,mañana estoy comprometido, pues al rayar elalba partiré para los bosques que rodean el ríoHunter, donde, según me han dicho, tienen sumorada la serpiente tigre y muchas avescuriosas.

–Por favor, tengan mucho cuidado de noperderse -dijo ella, dándole la mano-. Casi todoel mundo va allí por mar. Y avíseme cuandoregrese, porque quiero que conozca a miesposo, que es un gran naturalista.

A pesar de la advertencia de la señoraMacquarie, se perdieron la primera tarde. Elcamino, que era relativamente ancho porque aúnno se había alejado de los diseminadosasentamientos, conducía primero a un terreno de

piedra arenisca elevado y despoblado, desdedonde se veía un complejo grupo de lagunas, yluego descendía por la suave pendiente entrearbustos y árboles dispersos, y oyeron a laderecha las dulces notas de un canto que sólopodía ser de un ave lira, una distante ave lira.

–¿Sabe que ningún anatomista competenteha examinado uno hasta ahora? – preguntóStephen.

–Lo sé muy bien -respondió Martin con suúnico ojo brillando.

Dejaron el camino y cabalgaron por entre losarbustos en dirección al lugar donde las notas seoían con frecuencia hasta que llegaron a unaacacia. Allí se hicieron una inclinación de cabezael uno al otro, desmontaron sin hacer ruido,ataron las yeguas y el asno (que también habíantraído porque habían adelantado el viaje) y seadentraron en el bosque lo más silenciosamenteposible. Stephen llevaba el rifle, pues comoMartin tenía un solo ojo y el corazón demasiadoblando, no era fiable como cazador. Aunque seadentraron lo más silenciosamente posible, elsuelo estaba cubierto de basura, hojas secas,

ramas y trozos de leña, y a medida queavanzaban había más. Cuando se encontraban acincuenta yardas de donde se oía el canto, cesórepentinamente. Esperaron allí apostados unosdiez minutos y en el momento en que se miraronel uno al otro con expresión desencantada yresignada a la vez, otras dos aves empezaron acantar. Para aproximarse a la más cercana,tenían que andar trabajosamente, pues no sólohabía allí otro tipo de eucaliptos, sino que elterreno era rocoso. Pero ambos eranexperimentados cazadores de aves, y ahora, conenormes dificultades y acompañados deinnumerables mosquitos (pues estaban en lasombra), lograron acercarse al ave lo suficientepara oírla escarbar la tierra y emitir sonidoscomo para sí entre trino y trino. Cuando por finllegaron a un pequeño claro en cuyo centroestaba el montículo donde el ave se encontraba,sólo hallaron sus marcas y sus excrementos. Ésefue el intento de aproximación que estuvo máscerca del éxito. Después de tratar de acercarsea la séptima ave, pensaron que era tan tarde quesería absurdo alejarse más de las yeguas y

decidieron regresar al lugar donde estaba laacacia a la cual las habían atado.

–Pero éste no es el camino -observó Martin-.Teníamos la gran laguna justo delante cuando lodejamos.

–Aquí tengo la brújula -dijo Stephen-. Labrújula no miente.

Después de seguir un rato la indicación de labrújula o su interpretación de ella, pasaron porentre unos arbustos espinosos que no habíanvisto antes y cuya clasificación botánica nopudieron determinar, y luego tomaron un senderoque parecía formado por el paso frecuente deanimales. Martin se detuvo de repente y,volviéndose, advirtió:

–Aquí hay un hombre muerto.Era un preso que se había fugado y al que

habían atravesado con una lanza hacía unasemana o diez días. Al menos los otros,simbólicamente, le habían puesto encima unarama antes de seguir andando en zig zag, ya quela vegetación en algunas partes del bosque eraimpenetrable, pero siempre subiendo y con laesperanza de encontrar campo raso.

Cuando el sol estaba tan bajo como su ánimoy se detuvieron vacilantes donde había aves liracantando a ambos lados, oyeron el rebuzno delasno a menos de un cuarto de milla detrás. Contanto nerviosismo habían cruzado el sendero sinverlo, y en cuanto regresaron a él, el paisajevolvió a estar como antes, la dirección, clara, y lagran laguna, donde debía en relación con elresto.

Se despertaron con un amanecer precioso:era de día al este, todavía de noche al oeste yentre ambos el cielo variaba casiimperceptiblemente desde el color violeta hastael aguamarina. Había mucho rocío y el aireinmóvil estaba lleno de aromas desconocidos enel resto del mundo. Las yeguas caminaban de unlado a otro como buenas compañeras,despidiendo su característico olor, y el asnoestaba dormido todavía.

Una columna de humo; el olor del café.Entonces Martin preguntó:

–¿Ha visto alguna vez un día más hermoso?–No -contestó Stephen-. Incluso este paisaje

poco atractivo parece haberse transformado.

En una ladera situada a unas veinte yardasde allí cantó un ave lira, un ave de cola largaparecida al faisán, y cuando iban a dejar a unlado las tazas, pasó volando por encima de ellos.Descendió al otro lado de unos arbustos y lasyeguas levantaron las orejas y el asno sedespertó.

–¿Le gustaría perseguirla? – inquirióStephen.

–No -respondió Martin-. Ya hemos visto una ysi queremos hacer la disección de un ejemplar,estoy seguro de que Paulton nos hará el favor dedarnos uno. Sus hombres sueltan perros paraespantarlas y cuando se elevan les disparan.Creo que no deberíamos desviarnos del camino,sino dedicar toda nuestra atención a las aveszancudas. En las lagunas debe de haber muchasbandadas, además de los pocos patos de estepaís, y, como dijo Paulton, el camino las bordeatodas.

En efecto, había en las orillas muchasbandadas de aves zancudas, aves de pataslargas que andaban majestuosamente por elagua, y también de aves de patas cortas que

corrían por el barro. Además, a veces grupos dealrededor de mil aves pasaban volando y virandoa la vez, con las alas despidiendo destellos. Portodas partes se oían los característicos gritos delas aves de las marismas y las costas, a menudosimilares a los que habían oído en su juventud,que si bien no pertenecían a la misma especie,eran de otras muy parecidas. Entre ellas habíatringas, martinetes, avocetas y chorlitos de todotipo.

–¡Ahí hay un ostrero! – exclamó Martin-. Noencuentro palabras para expresar la alegría queme produce estar tumbado en un salicor bajo elsol y mirando ese ostrero por el catalejo.

–Se parece tanto al de nuestro país que no sédecir en qué se diferencian -dijo Stephen-, pero,indudablemente, no es como él.

–Bueno, no tiene nada de blanco en lasprimarias.

–Así es. Y el pico es una pulgada más largo.–Pero creo que no es la diferencia, sino la

similitud lo que me causa alegría.La alegría que invadió a ambos disminuyó un

poco cuando el sendero, después de atravesar

tres ríos seguidos, se dividió en dos estrechosramales al descender por la ladera de una colinaque separaba el tercer río del cuarto, una laderacubierta de hierba donde había una fuente.Desmontaron para que las yeguas bebieran ypastaran y observaron el sinuoso riachuelo quese extendía ante ellos bajo la inmensa bóvedaceleste, por donde pasaban las nubesempujadas por los vientos alisios del sureste. Noencontraron ninguna solución satisfactoria, asíque soltaron las riendas a las yeguas con laesperanza de que el instinto las guiara, peroambas les miraron fijamente con cara estúpida,esperando que íes indicaran dónde ir, y el asnopermaneció indiferente. Entonces, echando unamoneda al aire, decidieron que seguirían el ramalde la derecha. Decidieron que aunque seterminara, como ocurría a menudo con lossenderos, a condición de que anduvieran por laorilla del río no podrían perderse en un peligrosobosque, porque abajo no había ninguno, y acondición de que avanzaran hacia la costa más omenos en dirección norte, encontrarían Woolloo-Woolloo. Ya tranquilizados, recogieron algunos

ejemplares de las más raras plantas (aquel eraun hábitat excepcional), algunos insectos y elesqueleto casi completo de un marsupial de lafamilia Peramelidae, y siguieron cabalgando. Alllegar al rellano de la colina asustaron a un grupode canguros.

La teoría en que se basaron era lógica, perono tenía en cuenta la sinuosidad de las orillas delas lagunas que bordeaban ni el hecho de quemuchas no fueran en realidad lagunas, sinoprofundas marismas con numerosos brazos. Elsendero, naturalmente, desapareció al llegar auna plataforma de piedra arenisca y no volvió aaparecer. Se preguntaron si lo habrían formadolos canguros, pero siguieron avanzandoalegremente, aunque los mosquitos lesperseguían en todo momento, y encantados dever las aves, hasta que el tiempo y la comida yaeran escasos.

Un incauto canguro que apareció unabrumosa mañana, un canguro alto y grisprobablemente muy viejo, les sirvió de alimento,pero nada podía proporcionarles tiempo.Llegaron a Woolloo-Woolloo por la parte de la

laguna más cercana al mar, lo reconocieron, congran alivio (confirmaron su teoría y se salvaron deuna ignominiosa muerte), por el montón depiedras y el asta de bandera que Paulton leshabía descrito y porque la isla Bird estaba justoal norte, pero no pudieron quedarse más de unanoche, a pesar de los ruegos de Paulton, ymucho menos seguir hasta el valle del río Hunter.

–Estimado señor, es usted muy amable, perocasi hemos sobrepasado el tiempo de permiso -explicó Stephen-. Prometí al capitán queregresaríamos el día 23, y con las yeguas en esteestado y este asno tan lento, debemos partirmañana temprano. Si es tan amable, quisieraque nos acompañara hasta un punto del caminoen que ni siquiera un hombre sumamenteestúpido pueda perderse.

–¡Por supuesto que sí! – exclamó Paulton-.En este momento a sus animales los estáncepillando y mimando dos tratantes en caballosdel mismísimo Newmarket, dos expertos enpreparar caballos.

Para mantener la discreción Stephenpreguntó:

–¿Podría enseñarme los árboles frutales quetiene delante de la casa?

Cuando llegaron allí, donde los manzanos,todavía desconcertados porque las estacionesestaban invertidas, se encontraban llenos deincongruentes cigarras, y algunos, extrañamente,crecían inclinados hacia la izquierda, Paultondijo:

–Quisiera ser capaz de expresarle miagradecimiento por su amabilidad con respectoa mi novela. Eso significa libertad para mí.

–Se expresó muy bien en su carta -repusoStephen-, mucho mejor de lo que cualquierapodría hacerlo, y le ruego que no diga nada más,sino que me hable de Padeen Colman.

–Creo que le agradará ver cómo está -dijoPaulton con una sonrisa-. Cuando llegó era sólopiel y huesos, pero el bondadoso doctor Redfernya casi le había curado la espalda. A propósitode eso, llegó con otro nombre, el de PadeenWalsh, un cambio que, según creo, hacen losescribientes encargados del registro para que sepierda el rastro de los presos y se enreden lascosas en grado sumo. Y come desde que llegó.

He hecho saber a los demás que es un enfermoinfeccioso y le he puesto solo en la cabaña delpastor de ovejas. Si hubiera llegado siguiendo elrío desde la laguna, le habría visto. ¿Quiere quele lleve allí ahora?

–Sí, por favor.Aquel era realmente un prado, la mayor

extensión de terreno cubierto de hierba queStephen había visto en Nueva Gales del Sur.Había allí dispersas ovejas de gruesa lana,algunas de las cuales aún podían saltar, aunquecon dificultad. En el centro había una cabañahecha de tepes y con el techo de juncosreforzado con hileras de piedras para que elviento no se lo llevara. Los juncos procedían dellugar donde el río se unía con la laguna, en elextremo del prado, formando una pequeña bahíadesde donde se mandaban los productos de lafinca a Sidney. Frente a la cabaña estabasentado Padeen, que parecía más alto y delgadofrente a dos jóvenes a quienes cantaba ConCéad Cathach.

–Supongo que querrá hablar con él -dijoPaulton-. Regresaré para aguijonear al cocinero.

–No tardaré ni cinco minutos -respondióStephen-. Sólo le diré que estaré en una lanchaen la desembocadura del río el día 24 o, en casode que haya mal tiempo, dos o tres díasdespués, pero nunca antes de mediodía. Serébreve. No quiero perturbarle porque ya ha estadobastante trastornado.

No tardó mucho, pero sus compañerosnotaron que ese poco tiempo bastó paraalterarle.

–¿Esos jóvenes negros…? – preguntó entono grave cuando se sentaron a comer losinfinitamente bien recibidos alimentos-. ¿Esosjóvenes negros que echaron a correr cuando meacerqué viven en este lugar?

–¡Oh, no! – exclamó Paulton-. Van y vienencuando quieren porque hacen vida errante, perocasi siempre hay unos cuantos en lasproximidades. Mi primo no permite que lesmaltraten ni se aprovechen de sus mujeres. Lestiene simpatía y a veces les da una oveja o uncaldero de arroz dulce. Está intentando recopilarel vocabulario de su lengua, pero como tienen almenos diez sinónimos de cada palabra, la lista

aumenta muy despacio.Hablaron sin orden ni concierto de las

extraordinarias mariposas que habían visto portodo el camino, especialmente cerca de la últimalaguna, de que no tenían red porque se habíaquedado en el hostal de Riley, del curioso palocurvo que habían visto allí, de los aborígenes…En determinado momento Paulton preguntó:

–¿Cree usted realmente que soninteligentes?

–Si definimos la inteligencia como capacidadpara resolver problemas, son inteligentes -sentenció Stephen-. Sin duda, el principalproblema es mantenerse vivo, y en un paísdesheredado como éste, ese problema es grave,pero ellos lo han resuelto. Yo no podría.

–Yo tampoco -dijo Paulton-. Pero, ¿cree quesu definición resistiría un análisis profundo?

–Quizá no, pero, de todas maneras, soydemasiado estúpido para defenderla.

–¡Oh, Dios mío! – exclamó Paulton-. Los dosdeben de estar muertos de cansancio.Permítanme recomendarles que tomen un bañocaliente antes de acostarse. Sé por experiencia

propia que no hay nada más relajante para elcuerpo. El agua ya debe de estar hirviendo en lasollas.

–Creo que hemos sido unos huéspedes muyaburridos -dijo Stephen cuando estaban entre losarbustos, dándose la vuelta en la silla de montarpara despedirse con la mano de Paulton, al queapenas podía verse.

Paulton escogió el mismo momento paramirar hacia atrás y hacerles también un gesto dedespedida, y desapareció al pie de la colina y seadentró en el bosque.

–Incluso esta mañana estaba un pocopreocupado -añadió-. Quería evitar que secomprometiera para que siempre pudieraafirmar que no colaboró en mis actos.

–Moralmente no podía hacer eso. Sabeperfectamente lo que vamos a hacer.

–Quiero decir legalmente. Las absurdas leyesse aplican con absurdo rigor y quiero que puedafirmar una declaración jurada que diga: «Maturinnunca me dijo esto» o «nunca dije lo otro aMaturin». ¿Cree que eso puede ser un halcón?

–Creo que sí -respondió Martin, haciéndose

sombra en el ojo con la mano-. Es un terzuelo.Lewin dice que pueden encontrarse en NuevaHolanda.

–Esa ave me produce tanta satisfaccióncomo a usted el ostrero -dijo Stephen, mirando elhalcón hasta que se perdió de vista, y luegovolvió a hablar de Paulton-: Indudablemente, esun hombre muy amable y es un placer estar en sucompañía. Desearía que viera lo bastante bienpara distinguir un ave de un murciélago. Tal vezsi consiguiera un microscopio, un buenmicroscopio con variedad de lentes y una ampliaplatina, podría disfrutar observando las pequeñascriaturas, por ejemplo, los rizópodos, los rotíferose incluso los piojos… Conocí a un caballero, unpastor anglicano, a quien le encantaban losacáridos.

Ahora que sus conocimientos eran algosuperfluos, ya que el sendero se había convertidocasi en un camino de coches, las yeguaspusieron una expresión inteligente y empezaron aavanzar con paso firme en dirección al distanteestablo. Avanzaban tan rápidamente que, apesar de que ellos se detuvieron varias veces

para recoger plantas o matar papagayos raros yaves que vivían en los arbustos, cuando llegaronal hostal Newberry, situado en un camino devaqueros, a cierta distancia al norte del senderoque iba a Woolloo-Woolloo, ya era pleno día. Yasí, a pleno día, Stephen vio por fin el bumerán.Un negro disoluto, que se había corrompido porcontacto con los blancos, pero que aúnconservaba sus habilidades, lo arrojaba acambio de un trago de ron. El bumerán hizo todolo que Riley dijo que hacía y aún más. En ciertomomento, después de regresar, se elevó, sequedó flotando en el aire sobre la cabeza delaborigen y describió lentamente un círculo antesde bajar hasta su mano. Stephen y Martinmiraban con asombro aquel objeto dándolevueltas en las manos.

–No entiendo el principio de esto -confesóStephen-, pero me gustaría enseñárselo alcapitán Aubrey, que sabe mucho dematemáticas, dinámica y navegación. Hostalero,por favor, pregúntele si está dispuesto adesprenderse del instrumento.

–Nunca en tu maldita vida -respondió airado

el aborigen, arrebatándole el bumerán yapretándolo contra su pecho.

–Dice que no quiere desprenderse de él, suseñoría -explicó el hostalero-. Pero no sepreocupe porque tengo una docena detrás delbar y los vendo por media guinea a los viajerosingeniosos. Elija el que quiera, señor, yBennelong lo arrojará para demostrarle queregresa como una paloma mensajera, comodecimos aquí. ¿Verdad que sí? – le dijo al negro,mucho más alto que él.

–¿Verdad que qué?–Que lo vas a arrojar para que lo vea el

caballero.–¡Maldita sea!–Señor, dice que con mucho gusto lo arrojará

para que lo vea y espera que le anime con untrago de ron.

En la clara mañana, después de refrescarse,siguieron cabalgando. Stephen tenía sobre laparte delantera de la silla de montar una palomamensajera y Martin llevaba atadas varias bolsasllenas de ejemplares de plantas, pues el asnoestaba sobrecargado.

A medida que descendían y se acercaban aPort Jackson, aumentaba la variedad depapagayos y sus gritos discordantes. Además,encontraron bandadas de cacatúas, loritos yperiquitos. Cuando por fin divisaron la bahía deSidney no vieron la fragata amarrada donde lahabían dejado.

–Hoy es día 23, ¿verdad? – preguntóStephen.

–Creo que sí -respondió Martin-. Estoy casiseguro de que ayer era 22.

Ambos conocían lo estricto que era el capitánAubrey respecto a la fecha de hacerse a la mar ymiraron angustiados la desierta bahía.

–¡Ahí está nuestra lancha, pasando por SouthPoint! – gritó Stephen, mirando por el catalejo-.Lleva una bandera en la proa.

–¡Y allí está la fragata, amarrada en el muelledonde estaba antes, ¡ja, ja, ja! – exclamó Martincon gran alivio y alegría-. Y justo detrás hayamarrado otro barco mucho más grande.

–Tengo el presentimiento de que es el tananunciado barco que viene de Madrás -dijoStephen.

El presentimiento fue reforzado por lapresencia en la ciudad de marineros de lasIndias Orientales que llevaban apretadosturbantes y miraban con satisfacción a los gruposde hombres encadenados y, además, por la deoficiales con extraños uniformes que miraban asu alrededor como recién llegados. Se dirigierona la taberna de Riley, que ahora estabaabarrotada, y mientras Stephen esperaba parahacer cuentas con el tabernero, Martin fue a lafragata con dos granujillas que llevaban unacarretilla cargada con los especímenes.

Riley, que lo sabía todo, dijo a Stephen que elWaverly, en efecto, había venido de Madrás,pero que no traía sacas de cartas oficiales de laIndia y mucho menos de cartas de otroscontinentes para los civiles, pero eso no le causódecepción, porque no las esperaba. En cambio,sí había traído a muchos oficiales, y Stephen fuea sentarse en el salón, casi lleno de ellos, paraesperar a que el señor Riley estuviera libre ypudiera ocuparse de las yeguas.

Cuando estaba sentado allí, mirando elbumerán de la taberna y tratando de encontrar

una razón verosímil para su comportamiento, sedio cuenta de que uno de los oficiales, un infantede marina que estaba cerca de la puerta, lemiraba con más atención de lo normal. Entoncesempezó a pensar en todo lo relacionado con lapercepción de las miradas fijas en uno: que unolas notaba aunque el que miraba estuviera fuerade su campo de visión, que causabanintranquilidad a muchos, que era importante nomirar nunca a la presa de uno, que las personasde distinto sexo cruzaban miradas con infinidadde significados… Aún estaba pensando cuandoel oficial se acercó y le preguntó:

–El doctor Maturin, ¿verdad?–Sí, señor -respondió Stephen con reserva,

pero sin descortesía.–Usted no me recuerda, señor, porque

entonces estaba muy ocupado, pero me salvó lapierna después de la batalla bajo las órdenes deSaumárez en el estrecho de Gibraltar. Mi apellidoes Hastings.

–¡Claro que sí! – exclamó Stephen-. Fue unproblema en la rótula. Lo recuerdoperfectamente. Sir William Hastings, ¿verdad?

¿Me permite que le remangue el pantalón? ¡Sí,sí, muy bien cosida! ¡Y ese charlatánsinvergüenza quería cortarla! Sin duda, unaprecisa amputación siempre es un placer, peroaun así… Ahora tiene un miembro sano en vezde una pata de palo. Muy bien -agregó dándolepalmaditas en la pantorrilla-. Le felicito.

–También yo le felicito a usted, doctor.–Muy amable, sir William. Lo dice por la

rótula, ¿no?–No, señor, por su hija. Pero quizás usted no

piense que eso es motivo para recibirfelicitaciones. Sé que hay prejuicios contra lashijas porque se dan humos y otras cosas, hayque darles una dote y parte de la herencia y hayque pagar el desayuno de la boda. Disculpe.

–No tengo la satisfacción de entenderle,señor -dijo Stephen, mirándole con la cabezaladeada, y el corazón le empezó a latir muyrápidamente.

–Bueno, seguramente estoy equivocado.Pero cuando estaba en Madrás llegó elAndromache y pedí prestado un ejemplar de laCrónica Naval, y al hojear las páginas donde

vienen los ascensos, los nacimientos, lasmuertes y las bodas, vi un nombre que mepareció el suyo, aunque tal vez fuera el de otrocaballero.

–Sir William, ¿de qué mes era y qué decía?–Me parece que era del mes de abril y decía:

«En Ashgrove Cottage, cerca de Portsmouth, laesposa del doctor Maturin, de la Armada Real,ha tenido una niña».

–¡Querido sir William, no podría habermedado una noticia mejor! ¡Riley! ¡Riley! ¿Me oye?¡Traiga una botella de lo mejor que tenga en lacasa!

La botella de lo mejor que había en la casa noafectó a Stephen, pues la alegría sola le hizorecorrer la proa de la fragata dando saltos hastallegar al alcázar, donde había tantos tripulantestrabajando que le pareció que eran todos ellos,aunque no era posible porque muchos estabanmartilleando en la proa en medio del eco de lasórdenes. Mientras observaba las guirnaldas, elempavesado y los cabos perfectamenteenrollados, apareció el capitán Aubreyacompañado de Reade, que llevaba una cinta

métrica en su única mano. Jack parecía másdelgado, más pálido y más preocupado, perosonrió y preguntó:

–¿Ya estás de vuelta, doctor? El señor Martinme ha dicho que lo pasasteis muy bien.

–Así es -confirmó Stephen-. Pero, Jack, no teimaginas cuánto deseo volver a Inglaterra.

–Estoy seguro de que mucho -dijo Jack-. Y yotambién. ¡Señor Oakes! – gritó proyectando lavoz hacia el mastelerillo-. ¿Va a colocar esaguirnalda durante esta guardia o quiere que lelleven el coy a lo alto de la jarcia? Doctor,estamos a punto de dar una comida dedespedida a la que asistirán el gobernador y sussubalternos, y por eso hay tanto jaleo. Tendrástiempo de cambiarte, pero me temo que Killickno podrá ayudarte porque está trabajando comouna abeja en una colmena. Señor Reade,mantenga la cinta exactamente ahí y no se muevahasta que le dé un grito.

Después de decir esto, se fue corriendoabajo, donde estaban reduciendo las trescabinas a una sola y el acosado carpinteroestaba poniendo una hoja más a la mesa.

Aunque en ese momento no tenía la mente muydespejada, Stephen comprendió la situación yadvirtió la inusual limpieza de todos losmarineros, el brillo extraordinario de todas lascosas que la piedra arenisca y el polvo de ladrillopodían abrillantar y la profunda angustia quesolían sentir los marineros antes de cualquieracto oficial a gran escala, para el cual, comosabía por experiencia, preparaban todo como silos invitados fueran viejos y expertos marinos ocensores o almirantes hostiles dispuestos arevisar el ennegrecimento de las velas o mirar sihabía polvo debajo de las cureñas de lascarronadas. Bajó a su cabina con la mentetodavía turbada por la felicidad y se encontró conque, a pesar de todo, Killick le había preparadotoda la ropa que tenía que ponerse. Empezó avestirse despacio y después de ponerse lachaqueta con mucho cuidado salió a la cámarade oficiales, donde vio a Pullings con suespléndido uniforme de capitán, con galonesdorados, sentándose cuidadosamente.

–¡Ah, doctor, cuánto me alegro de verle! –exclamó con el rostro radiante-. Parece más

alegre que un cascabel, tan alegre como si sehubiera encontrado un billete de cinco libras.Espero que traiga por fin un poco de suerte anuestra querida fragata, pobrecilla. ¡Dios mío,qué semana!

–Parece que has estado en una batalla entreescuadras, Tom.

–Volveré a sonreír mañana por la tarde,cuando hayamos zarpado y perdido de vistatierra, no antes. Cualquiera pensaría que losmarineros conspiraron para causarnosproblemas y dar mala fama a la Surprise. Las«langostas» trajeron a muchos marinerosborrachos que no podían moverse y nos dieronconsejos para conseguir que se comportaranbien. A Davis, El Torpe y Sanguinario leencerraron por hacer papilla a dos centinelas ytirar sus mosquetes al mar cuando trataron deimpedir que sacara a una joven en una lancha;Jack, El Malcarado, en cambio, sacó a unajoven, y como es tan amigo del cocinero, la trajoa bordo envuelta de manera que pareciera unapieza de beicon. La metió en la bodega de proay la alimentaba como a un gallo de pelea por la

escotilla. Cuando le descubrieron dijo que lajoven no era una mujer corriente y que queríacasarse con ella porque así conseguiría lalibertad, y preguntó si el capitán tendría laamabilidad de casarles. El capitán afirmó que notenía inconveniente en ello y que despuéscogiera su paga y se quedara en tierra con ellaporque en la fragata no viajaban esposas.Entonces Jack, El Malcarado, lo pensó mejor,ella bajó a tierra sola y ahora todos ledesprecian. Y un pobre diablo se escapó anado… y ocurrieron algunas otras cosas. ¡Cuántorogué a Dios por una brigada de infantes demarina! Cuando el gobernador regresó, losmalintencionados funcionarios ya habíansuavizado su postura, pero los marineros habíanperjudicado nuestra causa y nuestra reputación.Aunque ya se han limado las asperezas y lafragata está de nuevo amarrada en el muelle, nocreo que la fragata y la costa estén unidas porfuertes lazos. Nunca he visto al capitán máscansado ni más irritable ni más… ¿como podríadecirse?, testarudo.

Sonaron las cuatro campanadas.

–Bueno, doctor -continuó Pullings-, es hora deir a echar un vistazo a todo y de que usted seponga los calzones.

–Que Dios te bendiga, Tom -dijo Stephen,mirando con angustia sus rodillas huesudas-. Mealegro de que te hayas dado cuenta. Debo dehaber estado distraído y, sin duda, hubieraperjudicado aún más la reputación de la fragata.

Cuando Stephen se puso los calzones, sesentó en su escritorio plegable y escribió aDiana. Su pluma se deslizaba con extraordinariarapidez por las hojas de papel, que ibanamontonándose en el coy.

–Con su permiso, señor -se disculpó Readedesde la puerta-. El capitán pensó que le gustaríasaber que los invitados ya han salido del palaciodel Gobierno.

–Gracias, señor Reade -respondió Stephen-.Me reuniré con ustedes en cuanto termine estepárrafo.

Llegó a la cubierta justo antes de que sonarala primera salva en honor del gobernador yobservó con satisfacción, aunque sin muchoasombro, que la embarcación a medio arreglar y

con tripulantes angustiados que había visto antesera ahora un barco de guerra donde losmarineros estaban serenos y seguros de que losmotones y las brazas mantendrían las vergasperpendiculares a los palos con un margen de unoctavo de pulgada y que los invitados podríancomer en cualquier parte de las cubiertas.

En verdad, los invitados comieron en toda lavajilla de plata del capitán Aubrey pues en losbaúles forrados de fieltro sólo quedaron unastenacillas para el azúcar rotas. Desde detrás delcapitán, Killick contemplaba su obra con gestode triunfo y profunda satisfacción, un gesto raroen su cara, que solía tener una expresiónmalhumorada.

Los invitados entraron y Stephen se enteró deque iba a sentarse entre el doctor Redfern yFirkins, el secretario judicial.

–¡Cuánto me alegro de que nos sentemosjuntos! – exclamó Stephen dirigiéndose aRedfern-. Temía que después de cruzar esaspocas palabras en el alcázar estuviéramosseparados.

–Yo también -dijo Redfern-. Y si observa esta

mesa podrá darse cuenta de que no hubiera sidodifícil que ni siquiera pudiéramos oírnos. ¡Diosmío! Nunca había visto tanta magnificencia enuna fragata ni un mantel tan grande.

–Ni yo -intervino Firkins, y en voz bajacomentó a Stephen: -El capitán Aubrey debe deser un caballero de una fortuna considerable.

–Realmente considerable -confirmó Stephen-.Además, controla no sé cuántos votos en laCámara de los Lores y en la de los Comunes, yes muy apreciado por los ministros.

Añadió algunos detalles más para amargar aFirkins, pero muy pocos, porque se sentía alegre,y durante el resto de la comida, durante casi todoel período relativamente largo en que bebieron eloporto y mientras tomaron el café, estuvoconversando con Redfern. El cirujano no era unexperto naturalista, pues vaciló cuando Stephenle preguntó si había visto el ornitorrinco.

–Ornitorrinco es el nombre más moderno -explicó Stephen.

–Sí, sí, sé qué animal es -dijo Redfern-. Heoído hablar mucho de él. No es raro. Estabatratando de recordar si lo he visto o no.

Probablemente no. A propósito de eso, aquí lellaman topo de agua y nadie entendería elnombre científico.

Pero, por otro lado, pudo dar a Stephenmuchos detalles sobre la actitud de unoshombres hacia otros en Nueva Gales del Sur y enla isla Norfolk, un lugar aún peor, donde habíapasado algún tiempo, y contarle cuál era larespuesta habitual, aunque no invariable, alpoder absoluto, y, además, le informó de que nohabía opinión pública. Stephen estaba tan atentoa la conversación y tan turbado por la alegría queapenas advirtió cómo se desarrollaba elbanquete, pero cuando regresó de acompañar aldoctor Redfern al hospital y darle su opiniónsobre una hidrocele y vio a Jack sentado en lacabina reconstruida y bebiendo una jarra deagua de cebada, exclamó:

–¡Qué bien fue todo! Fue una excelentecomida.

–Me alegro de que pienses así. Me pareciómuy pesada, aunque trabajé como un burro, ytemía que otros pensaran así también.

–No, en absoluto, amigo mío. Antes de subir

a bordo hoy me encontré con un hombre que vinoen el barco de Madrás, ¡ja, ja, ja! Pero antes quese me olvide, ¿es fiable este viento del sureste?

–¡Oh, sí! Ha estado soplando durante losúltimos diez días y el barómetro no se ha movido.

–Entonces, por favor, ¿podría disponer de uncúter mañana temprano?, ¿y podrías recogermefrente a la isla Bird?

–¡Desde luego! – exclamó Jack, moviendo enel aire la jarra vacía-. ¿Te gustaría tomar un pocode esto? Es agua de cebada.

–Sí, por favor -respondió Stephen.–¡Killick, Killick! – gritó Jack, y cuando Killick

llegó, ordenó-: Dos jarras de agua de cebadamás, Killick, y di a Ronden que el doctor quiereque el cúter esté preparado cuando suenen lastres campanadas en la guardia de alba.

–Dos jarras y tres campanadas, señor -dijoKillick, dirigiéndose a la puerta-. Dos jarras y trescampanadas.

Se dio un fuerte golpe con el marco de lapuerta porque, como era habitual después de unbanquete, estaba borracho, pero la atravesó muyerguido.

–¿Qué esperas encontrar en la isla Bird?–Seguramente habrá petreles, pero no

pienso bajar a tierra porque no me sobrarámucho tiempo.

–Entonces, ¿a qué vas?–¿No tengo que ir a recoger a Padeen?–Por supuesto que no tienes que ir a recoger

a Padeen.–Pero, Jack, te dije que iba a avisarle. Te lo

dije antes que Martin y yo partiéramos, cuandodijiste que zarparíamos el día 24. Le avisé yestará esperando allí en la playa.

–La verdad es que no entendí eso. Stephen,ya he tenido muchos problemas a causa depresos que intentaban escapar. Por esa razón,entre otras, los funcionarios me han acosado, mehan importunado con preguntas, me han limitadolos pertrechos, las provisiones y lasreparaciones, y tuve que remolcar la fragatahasta la entrada de la bahía para evitar queocurriera algo realmente grave, lo que retrasótodo aún más. Cuando el gobernador regresó, fuia verle y le expliqué el asunto lo mejor que pude yadmitió que el registro de la fragata sin mi

consentimiento había sido inapropiado, y mepreguntó si quería que me presentaran excusas.Le respondí que no, pero que si me daba supalabra de que no volvería a suceder nadaparecido, yo le daba mi palabra de que ningúnpreso saldría de la bahía de Sidney en mifragata, y que así quedaría zanjado el asunto.Estuvo de acuerdo y entonces volvimos aremolcar la fragata al interior de la bahía.

–Estamos hablando de un compañero detripulación, Jack. Además, estoy comprometido.

–Yo también. Pero ¿cómo puedes pedirle alcapitán de un barco del rey que haga una cosaasí? Haré todas las peticiones que sea posibleen favor de Padeen, pero no colaboraré en lahuida de un preso. Ya he devuelto a varios.

–¿Eso es lo que tengo que decirle aPadeen?

–Tengo las manos atadas. He dado mipalabra al gobernador. Podrían decir que abuséde mi autoridad como capitán de navío y que mehe aprovechado de que tengo inmunidad por sermiembro del Parlamento.

Stephen le miró durante algún tiempo

mientras pensaba qué responder. A Jack lepareció que en su mirada había una mezcla delástima y desprecio y sintió un gran dolor.

–Tú lo has querido -dijo Stephen, y se dio lavuelta.

Entonces se topó con Killick, que traía lasjarras, y cogió una.

–Gracias, Killick -murmuró y se la llevó abajo.Davidge estaba sentado en la cámara de

oficiales y le dijo que Martin estaba abajo, dondese encontraban los especímenes, poniendo laspieles de aves en una tina con agua con sal, yluego prosiguió:

–¡Qué comida tan horrible! Estoy seguro deque Jack, El Malcarado, estaba tan disgustadoque le echó sal a cucharones. Y con cualquiertema los civiles se quedaban callados como siestuvieran en un funeral. Hice lo posible poranimarles, pero nada les complacía. Supongoque era igual en el extremo de la mesa dondeestaba usted. No me extraña que tenga esegesto malhumorado.

–Martin -dijo Stephen cuando llegó al pañol,que olía a plumas-. Parece que ha habido un

malentendido y tal vez no pueda traer a Padeen abordo. No sé qué debo hacer. Sin embargo, elcúter estará preparado cuando suenen las trescampanadas en la guardia de alba. ¿Le gustaríavenir conmigo? Se lo pregunto porque durante lacomida el doctor Redfern me dijo que en lacolonia llaman al ornitorrinco topo de agua, loque yo ignoraba cuando su amigo Paulton nosdijo que en el riachuelo que pasa por Woolloo-Woolloo vivían topos de agua. Tal vez ésa sea suúltima oportunidad de ver uno.

–Muchas gracias -respondió Martin,acercándole el farol para verle la cara yapartándolo enseguida-. Estaré listo cuandosuenen las tres campanadas.

Stephen le pidió ayuda para alcanzar su baúl,sacó una suma considerable en monedas de oroy billetes de banco, volvió a cerrar con llave elbaúl y luego dijo:

–Si no regreso a la fragata mañana, ¿tendríala amabilidad de mandar esto a mi esposa?

–¡Por supuesto! – dijo Martin.Cuando Stephen salía de Sidney por el

camino que iba a Parramatta pensó: «Creo que

nunca en mi vida he sentido emociones tanfuertes y contradictorias como en estemomento». Tenía la intención de disminuir susfuerzas caminando mucho y rápido, pues habíacomprobado que el cansancio físico podíaeliminar aspectos secundarios de las cosas,como la exasperación en este caso, y tambiénque después de algunas horas aparecía la formacorrecta de actuar. Sin embargo, nada de esoocurrió durante las horas que caminó. Su menteabandonaba el asunto una y otra vez para volvera ocuparse de su felicidad presente y futura.Recorrió un gran tramo en la oscuridad y la partede su mente libre para asombrarse se asombróante la gran cantidad de animales nocturnos queoyó, y ocasionalmente vio a la pálida luz de laluna cerca del poblado, entre los que había variosfalangeros y osos australianos y un koala.

Entonces dijo para sí: «Nelson, el héroe deJack, no hubiera actuado como él, pero Nelsonno era un hombre justo, no pensaba siempre enconservar la virtud. La madurez ha alcanzado porfin al bueno de Jack. Pensé que nunca lealcanzaría». Murmuró esto sin rencor, limitándose

a constatar un hecho, y después añadió: «Una delas ventajas de la riqueza es que uno no tieneque tragarse sapos, sino que puede hacer lo quele parece correcto».

Aún no estaba seguro de qué era correcto enaquellas circunstancias cuando, después deponerse la luna, emprendió el regreso a lafragata. Su análisis del problema había sidointerrumpido frecuentemente por acciones degracias, entre ellas un canto llano para dargracias a Dios que había oído en el monasteriode Montserrat antes que los franceses losaquearan, profanaran y destruyeran, que tardóen cantar el mismo tiempo que tardó en recorrermilla y media. Tampoco estaba seguro cuandollegó a la fragata mojado a causa de unchubasco que vino del sureste y con los pieshinchados, ni cuando oyó a Bonden murmurarleal oído que el cúter ya estaba abordado con lafragata, después de haber pasado la noche envela y muy agitado.

La alegría se reavivó, y con ella la pena. Sevistió, pasó sigilosamente a la cámara deoficiales para no despertar a los demás, dio los

buenos días a Martin en voz baja y tomó una tazade café.

Los palos del cúter ya estaban colocados, ycuando bajaba para subir a bordo, notó consatisfacción que todos los tripulantes eranmarineros de barcos de guerra y antiguoscompañeros de tripulación. Bonden, quepensaba que el doctor y Martin no tenían sentidocomún, a pesar de que eran muy instruidos, lesproporcionó capas de lona para que seprotegieran del penetrante viento de la noche yluego preguntó:

–¿Adonde vamos, señor?–¿Conoces la isla Bird?–Sí, señor. La vi cuando nos acercábamos y

el capitán Pullings la tomó como referencia.–Bien. Antes de la isla, a dos o tres millas al

sur, hay un cabo, y al sur de ese cabo, donde lacosta es plana, está la entrada a una ensenadamarcada con un asta de bandera y un montón depiedras. Allí es donde tenemos que ir. ¿Cuántotiempo crees que tardaremos?

–Con este viento por la aleta, señor,podremos llegar allí antes de mediodía. Separa

la proa, Joe.Cuando terminaron de recorrer el largo

puerto, llegó el amanecer, un amanecer de unabelleza tan exquisita que hasta Joe Plaice, quehabía visto diez mil en la mar, lo contempló conmirada aprobatoria y Martin con las manosjuntas. Stephen no lo vio porque estaba dormidoenvuelto en la capa. El cúter contorneó los cabos,empezó a atravesar las espaciadas olas de altamar, avanzó un poco navegando de bolina yluego viró al noreste, donde el balanceo seconvirtió en un movimiento parecido al de unsacacorchos, un movimiento capaz de causarmareo incluso a los marineros más curtidos queacabaran de pasar algún tiempo en tierra, peroStephen siguió durmiendo. Y siguió durmiendocuando las olas provocadas por el cambio de lamarea lanzaron espuma por encima del cúter.Martin le arregló la capa de manera que lacabeza quedara cubierta y como vio que no sedespertaba con facilidad, en voz baja dijo aBonden:

–Vamos a gran velocidad.–Sí, señor -confirmó Bonden-. Y nos sobrará

tiempo, pero tendremos que navegar un pocoalejados de la costa para que el doctor no semoje tanto, y me preocupa que pasemos el astade bandera sin verla.

–¿Crees que estamos cerca? – preguntóStephen, despertándose de repente.

–Bueno, señor, creo que no podemos estarmuy lejos.

–Entonces, en cuanto avistemos la isla Bird,empezaré a mirar la costa por el catalejo. Noimporta que nos mojemos porque el sol nossecará enseguida. Está bastante más alto de loque esperaba y calienta mucho.

El cúter siguió navegando y moviéndose conviveza. Mientras tanto, los marineros de la proahablaban muy bajo y el sol siguió subiendo hastaque la fría espuma era apetecible y las capas sedejaron a un lado.

–Ahí está la isla, señor -anunció Bonden.Cuando el cúter subió con el balanceo,

Stephen pudo verla claramente más allá delcabo, justo en el horizonte.

–¡Ah, sí! – exclamó.Tanto él como Martin sacaron los catalejos. El

terreno arenoso que formaba el bajo litoraldesfiló despacio ante ellos, y poco despuésestuvieron de acuerdo en que esta o aquellaparte les eran familiares. Sin embargo, desde elmar una duna se parece a otra, y un grupo deárboles bajos a otro, y no tuvieron la certezahasta que, con el mismo alivio que antes,volvieron a ver el asta de bandera y el montón depiedras.

–Todavía no son ni siquiera las once -observóStephen-. Creo que les he sacado del coydemasiado temprano, marineros.

–No se preocupe por nosotros, señor -letranquilizó Plaice, riéndose-. Si no estuviéramosaquí, a esta hora estaríamos limpiando lacubierta. Esto es como ir de picnic, como sueledecirse.

Bonden dirigió el cúter hacia la entrada y seasombró de que Stephen fuera capaz de decirleque había una braza de profundidad por encimadel banco de arena en la bajamar y queencontrarían un canal más profundo al este dellugar desde donde se veían el asta de la banderay el montón de piedras en línea. Hizo pasar el

cúter por el canal de entrada, entre lasmoderadas olas que rompían en el banco, ydespués deslizarse por entre las tranquilasaguas de la ensenada y detenerse junto al muelledonde cargaban las cosechas de Woolloo-Woolloo en el bergantín.

–Bonden, hay que encender una hoguera -ordenó Stephen-. Todos han traído comida,¿verdad?

–Sí, señor. Y Killick puso este paquete consándwiches para usted y el señor Martin.

–Muy bien. Entonces pueden encender unahoguera, comerse la comida y, si quieren, dormiral sol. La fragata nos recogerá frente a la islaBird esta tarde. Es posible que yo no vuelva,pero el señor Martin sí vendrá y no más tarde delas dos o dos y media. No dejes que nadie sealeje, pues es probable que haya serpientesvenenosas entre estas cañas.

Lo que indudablemente había eranmariposas. Algunas eran de tipos que habíanvisto antes y otras eran mayores y mucho másllamativas, y cazaron varias mientras caminabanpor la orilla del río, entre las cañas y los arbustos.

La contradicción entre los sentimientos deStephen, una enorme alegría y una enorme pena,era tan fuerte como antes, y no se sentía muyanimado. Tampoco lo estaba Martin. AunqueStephen no era locuaz, rara vez había estado tansilencioso como ahora y su estado de ánimo eracontagioso.

Atravesaron el cañizal y llegaron a un terrenofirme, un prado donde el aire corría y el cieloparecía inmenso. Ahora el río les quedaba a laizquierda, mientras que en la primera visita lotenían a la derecha. Además, lo habían cruzadopor una parte mucho más alta.

–Estamos en una parte del pradodesconocida -dijo Stephen-. Apenas alcanzo aver la cabaña y está aproximadamente mediamilla más lejos de lo que esperaba.

Luego vio ovejas, una bandada de cacatúasmás blancas y a lo lejos un poco de humo.

–Podríamos andar por la orilla del río unestadio más o menos, porque hemos llegadodemasiado temprano.

El río, que tenía el cauce bastante profundo,alcanzaba en tiempo de crecida diez o quince

yardas de ancho, pero hacía varios años que nohabía una crecida y ahora el cauce estabacubierto de numerosos arbustos entre los quehabía hierba alta. Ahora no tenía más de un pasode ancho, era simplemente un arroyo queserpenteaba por el prado y unía varias lagunas.Al llegar a la primera recogieron algunas plantasinteresantes y un ciempiés; al llegar a lasegunda, Martin, que iba delante, se detuvodiciendo:

–¡Oh, Dios mío! – Entonces retrocediócautelosamente y susurró a Stephen al oído-: ¡Ahíestán!

Avanzaron por el terreno alto próximo a laorilla muy despacio, recorriendo un pie tras otro,y doblados hacia delante. Cuando levantaron lacabeza para mirar por entre las hojas de losarbustos y las cañas, apenas podían ver lasuperficie del agua. Los ornitorrincos no lesprestaron atención. Cuando Martin les había vistopor primera vez nadaban y nadaban alrededor dela laguna, y ahora siguieron nadando y nadandouno detrás del otro, describiendo una grancircunferencia, entregados por completo a su

ritual. Ambos nadaban bastan te sumergidos enel agua, pero debido al ángulo que la luz formabacon la superficie, los dos observadores noadvertían sus reflejos y podían ver todo bajo elagua, desde el pico increíblemente parecido alde un pato hasta la cola ancha y plana, queestaba entre las patas con cuatro dedosrecubiertos por una membrana.

Poco después Stephen murmuró:–Creo que podemos acercarnos más.Martin asintió con la cabeza.Entonces, con mucha precaución,

descendieron para acercarse a la orilla, yStephen iba apoyándose en el mango de la red.Ahora avanzaban pulgada a pulgada,deteniéndose junto a cada arbusto, cada árbol,cada tramo cubierto de hierba y observándolotodo antes de continuar. Cuando llegaron al niveldel agua, pudieron andar más fácilmente ysiguieron moviéndose sinuosamente hasta lafranja de barro que había justo a la orilla de lalaguna. Cada uno se colocó detrás de un grupode arbustos y miraron hacia ella a través de lazona sombreada que los separaba. Stephen

cerró la boca para que no se oyera su corazón,cuyos fuertes latidos parecían las gravescampanadas de un viejo reloj, como hizo cuandoera niño una primavera al llegar a un lugar dondetenía al alcance un urogallo, que cantaba ydesplegaba sus alas.

Hubiera dado igual que la mantuviera abierta,pues los ornitorrincos tenían puesta toda suatención en la danza. Stephen y Martin sesentaron tranquilamente allí, en el blando terreno,y mientras observaban los ornitorrincos y hacíancomparaciones, los animales seguían dandovueltas. Debido a la circunferencia quedescribían, pasaban por el lado opuesto de lalaguna, donde el sol permitía ver perfectamentesu brillante color marrón, y por la partesombreada cercana a las cañas.

Se oyó un rebuzno y en medio del ruidoStephen dijo:

–Voy a intentar coger uno.Cuando los ornitorrincos estaban en la parte

más lejana, metió lentamente, muy lentamente, lared en el agua; luego la empujó despacio, muydespacio hacia el interior de la laguna, hasta el

lugar por donde siempre pasaban. Dejó quepasaran por encima dos veces y la terceralevantó el borde de la red justo delante delsegundo ornitorrinco, el que perseguía alprimero. El animal se movió hacia el fondoinmediatamente, pero entró en la red. Stephen semetió entre las cañas con el agua a la cintura,dudando que el mango y el tejido resistierantanto peso, y luego retrocedió hacia la orilla agrandes pasos con la cara radiante vuelta haciaMartin y palpando el interior de la red. Notó queel animal tenía la piel suave, húmeda y cálida yque el corazón le latía con fuerza.

–No voy a hacerte daño, cariño -intentósosegarlo, e inmediatamente sintió un pinchazo yluego un horrible dolor que le subió por el brazo.

Avanzó con dificultad hasta la orilla, soltó lared y se sentó. Entonces se miró el brazo, quetenía desnudo porque estaba en mangas decamisa, y vio un pequeño orificio y una líneapálida en relieve que iba desde la muñeca alcodo.

–Tenga cuidado, Martin -dijo-. Échelo ahí otravez. Un chuchillo… Un pañuelo…

Hizo un corte profundo y luego un torniquetemuy apretado, pero ya tenía la garganta rígida yla voz pastosa. Se tumbó en el barro y empezó ahablar de casos similares conocidos, de picadasde abeja, de escorpión e incluso de una arañagrande. Contó que unos habían sobrevivido yotros no, y que algunos habían durado un día,tanto atendidos de una manera como de otra. Derepente vio la cara angustiada de Padeenencima de él y oyó que Paulton gritaba:

–¡Oh, querido Martin! Pensé que unnaturalista sabría que el macho tiene un aguijónvenenoso. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Se estáhinchando! ¡Se está volviendo azul!

–¿Un aguijón venenoso? – preguntó Stephenen medio del dolor con voz irreconocible,enronquecida-. ¿Sólo el macho? ¿En toda laespecie de mafímeros, mamíferos…?

Las palabras rápidas y más o menoscoherentes cesaron; Stephen perdió lacapacidad de hablar y poco después lacapacidad de ver. No obstante, siguió presente,aunque a gran distancia. No estaba en laoscuridad total, sino en un mundo de un intenso

color violeta que le recordaba un estado previo,cuando, sorprendido por la pena y unainvoluntaria sobredosis de láudano, se habíadesplomado en el interior de una alta torre enSuecia. También entonces oía las voces de susamigos, pero ahora las alucinaciones eranbenignas y casi inexistentes.

La voz que más oía era la de Paulton (aunquetambién oyó a los negros, que con aparatosasseñas, aconsejaron a gritos: «No le toquen»).Parecía atormentado por la culpa y decía una yotra vez que en Woolloo-Woolloo todo el mundosabía que había que tener mucho cuidado con lostopos de agua, que había visto un perro europeomorir en cuestión de minutos, que se sentíaculpable por no haber hablado del peligro, quesuponía que era del dominio público…

–¿Cómo puedes hablar así, Nathaniel? –preguntó Martin-. En Londres no se han visto másde dos o tres ejemplares desecados y encogidosque no estaban en perfecto estado, y todos eranhembras.

–¡Cuánto lo siento! – exclamó Paulton-. ¡Oh,cuánto lo siento!

Había unas cuantas lagunas en la concienciade Stephen, pero muchas más en la percepciónde las cosas, y a continuación de uno de esosespacios en blanco o pausas, oyó a Bondendecir a Padeen:

–Levántale la cabeza, compañero, y ponía enmi hombro. No importa la sangre.

Y un tremendo vozarrón dijo:–Tenemos que volver a llevarle a la fragata.No había duda de que le estaban

transportando. Y con la parte de su mente que nose ocupaba del terrible dolor o del irreal mundovioleta donde era observado, notó que a losmarineros les parecía natural la presencia dePadeen y trataban de calmar su pena.

Ahora notó el suave movimiento del cúter, elcrujido de los escálamos, la suave brisa marinaque le acariciaba el rostro, rígido y entumecido, ylos ojos, que no podían ver. Entre las cosas queno podía percibir bien estaban el dolor y eltiempo, y no pudo determinar el ordencronológico de las explicaciones repetidas porJack a los oficiales y la orden que dio a Padeencon voz angustiada:

–Acuéstalo en el coy, Colman, y luego bajacorriendo a la cámara de oficiales y trae su cojínde cuero. Ya sabes dónde está.

Pero el orden cronológico no importaba enaquel inconmensurable pozo violeta.

Finalmente, desapareció su preocupaciónpor la imposibilidad de distinguir la secuencia deacontecimientos, y cuando volvió la luz y recuperóel sentido del tiempo, el recuerdo de esaimposibilidad se disipó. El tiempo volvió aempezar muy atrás, cuando aquel vozarrón dijoque tenían que volver a la fragata y entoncesocuparon el lugar correspondiente los sucesosque llevaron a pronunciar esas palabras y elmotivo de su actual felicidad, aunque después depasar por una etapa en que le parecíanimprecisos, parte de un sueño, mientras seencontraba allí, muy a gusto y absorto en susreflexiones.

Había vuelto a la fragata y, en efecto, notabael familiar balanceo, el crujido del coy y el suaveolor del mar y la brea. Pero le parecía que notodo estaba bien, pues veía la cara de Padeenpor encima de él, lo que estaba más próximo al

delirio y el sueño que a la realidad, pero, por siacaso, le dio los buenos días. Entonces Padeense irguió y, a la vez que en su cara curtida einexpresiva aparecía una gran sonrisa, dijo:

–Que Dios, la virgen María y san Patricioestén con usted, su señoría.

Luego se volvió hacia el capitán y explicó eninglés:

–Capitán, señor, él…, él…, ha hablado comocuando estaba en su…, su…, sano juicio.

–¡Dios mío, cuánto me alegro de oír eso! –exclamó Jack y después, con voz suave,preguntó-: ¿Cómo te sientes, Stephen?

–Parece que he sobrevivido -respondióStephen, cogiéndole la mano-. Jack, no tengopalabras para expresar con qué ansias deseoregresar a casa.

* Publicada en España con el título La costafatídica. La epopeya de la fundación de Australia(Edhasa, 1989).

* Nutmeg: nuez (N. de la T.)This file was created with BookDesigner program

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LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-

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